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Para que existan -o al menos puedan ser afirmados- los derechos / deberes del hombre,
es necesario que exista la noción de hombre y, más precisamente, de la persona (un
concepto bastante relativo).
Los Padres, en especial Ireneo de Lyon y Gregorio de Nisa, unen íntimamente el tema
de la libertad y el de la persona. La creación de seres libres -obra maestra de la
omnipotencia divina- implica una limitación voluntaria de esta omnipotencia, un riesgo
y una vulnerabilidad de Dios. Dios se encarna para sufrir con nosotros y para convertir
la muerte en resurrección. El V concilio ecuménico (553) habla del "Dios crucificado":
el Padre ya no es el poder que exige sacrificios sino el amor sacrificial que nos adopta
en su Hijo y nos comunica su Espíritu. Pasternak hace decir a uno de sus personajes de
El Doctor Jivago a propósito de la revelación cristiana: "Algo se ha puesto en
movimiento en el mundo... la persona, la predicación de la libertad... La vida humana
personal ha llegado a ser la historia de Dios".
OLIVIER CLEMENT
Así pues, las grandes declaraciones de los derechos del hombre, la americana y la
francesa, de fina les del siglo XVIII tienen innegables raíces cristianas, más cristianas
que eclesiales. Leslek Kolakowski ha subrayado el papel de los "cristianos sin Iglesia"
en la elaboración de los derechos del hombre.
En nuestra época, finalmente, siempre que las ideologías totalitarias han penetrado en la
historia, el fermento de la persona ha provocado resistencias, desidencias, afirmaciones
profundamente renovadas de los derechos del hombre, descubiertos cada vez más
lúcidamente (gracias, sobre todo, a los grandes disidentes rusos) como un misterio
irreductible a toda reducción. Es notable que la única oposición al totalitarismo (no
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Es necesario constatar que a partir, sobre todo de la baja edad media, el cristianismo
"establecido" llegó a ser parcialmente la "ideología dominante" de una sociedad cerrada.
La cristiandad se colocó entre las sociedades "tradicionales": sacral, semi-totalitaria,
negando la diferencia y la libertad, fundamentada en la ejecución a muerte del "cabeza
de turco" (la hechicera, el hereje, el judío).
Debilitada por sus propios desgarros, obsesionada por mantener con la ayuda del Estado
una "sociedad cristiana", la Iglesia se opuso a los derechos del hombre, en los que vio el
derecho a la mentira, al error, a la negación, un prometeísmo usurpador que negaba el
orden querido por Dios. Tampoco pudo mantener la dimensión social de lo espiritual,
esta unidad del "sacramento del altar" y del "sacramento del hermano" sobre el cual
tanto insistió un san Juan Crisóstomo. Así, pues, la exigencia de libertad y la exigencia
de justicia, nacidas una y otra de la revelació n juego-cristiana, acabaron por aliarse con
el ateísmo.
Entonces el hombre se levantó contra Dios, contra esta caricatura de Dios. Pero este
impulso, desarraigado de la divino- humanidad, acabó por contradecirse a si mismo y se
puede ir jalonando el camino que va de la "muerte de Dios" a la del hombre. A la
muerte del Hijo por el Padre se ha opuesto la muerte del Padre por el Hijo. Todo límite
ha sido visto como represivo: "Terrorismo y utopía anarquista, estrechamente unidos
después de un siglo, son el último y no el menos fascinante avatar del gran sueño
prometeico de Europa" (Fierre Emmanuel).
Y así llegó el tiempo del nihilismo. Nihilismo "caliente", en primer lugar. En Nietzsche,
la exaltación de la vida, del juego creador. En Marx, el anuncio científicamente
garantizado de una sociedad perfecta en donde los hombres, transparentes unos para
otros, llegarían a una genialidad polivalente. Pero la devastación y la masacre
demostraron que toda esta exaltación no era otra cosa que burbujas de jabón. Entonces
llegó el nihilismo "frío" de nuestra sociedad. Individualismo cerrado, freudiano,
producir para consumir y consumir para producir (cuando, en el Sur, los hombres, por
millones, mueren de hambre).
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a) El sentido de la gratuidad
Citemos a Paul Evdokimov con el tema típicamente ruso del Cordero inmolado desde el
comienzo del mundo; al "Monje de la Iglesia de Oriente" para el cual Dios, que no es
responsable ni del mal ni de la muerte, no cesa de sufrir con nosotros y de iluminar
misteriosamente nuestro sufrimiento; al metropolita Antoine Bloom, el cual nos
muestra. a Dios, en Cristo, "descendiendo" en su propia ausencia para llenarlo todo con
su luz.
Este Dios, simultáneamente sufriente y resucitante, aparece como la fuente de una vida
más fuerte que la muerte, la fuente también de nuestra insondable e irreductible libertad.
Cristo, rehusando la tentación del poder y del milagro mágico, resucitando en el secreto,
quiere el libre amor del hombre. En él se abre un espacio de resurrección, de
pentecostés, el espacio de una libertad amante y creadora. Podemos participar en las
energías del Cristo resucitado y luchar incansablemente contra todas las formas de
muerte que devastan la historia y desintegran la sociedad. Dios es la libertad del
hombre.
Cada vez más se irá descubriendo la fecundidad, para nuestra concepción del hombre,
del misterio de la Trinidad. A imagen de Dios, que no es en sí mismo soledad sino
unidad plena que lleva en si el misterio del Otro y que quiere asociarnos a él, los
hombres, en Cristo, están reunidos, a través del tiempo y del espacio, en una unidad
ontológica de la que cada uno está llamado a tomar conciencia en el Espíritu Santo hasta
darle su propio rostro, hasta hacerla existir en una diferencia que no sea ya más
oposición. "Cada persona contiene la unidad por su relación a los otros no menos que
por su relación consigo mismo" (San Juan Damasceno).
Esta diferencia personal no se opone a los otros, sino que sitúa a los otros. Esta
aproximación trinitaria del enigma humano constituye sin duda el fermento de la
historia universal, pues los hombres, hoy día, buscan simultáneamente la unidad del
género humano y la identidad inconfundible de cada persona, de cada cultura (la cultura
es una dimensión de la persona). Un personalismo profundizado y renovado, fundado
teológicamente, vivido ya en las comunidades eclesiales, podría sugerir caminos nuevos
entre el individualismo de la sociedad de consumo y las nostalgias (ya sean místicas,
sectarias o políticas) de una vida sin divisiones. "Nuestro programa social es la
Trinidad" (Fédorov). Nuestro programa humano, simplemente.
d) La divino-humanidad y el martirio
Nosotros sabemos que este combate no tendrá fin más que con la manifestación gloriosa
de Cristo, la transfiguración del universo y la victoria definitiva sobre la muerte: todo
eso no podrá realizarse sin una Intervención decisiva de la trascendencia que no
podemos imponer (liberándonos de los mesianismos más o menos milenaristas y de la
vana búsqueda de una tierra prometida en la sola inmanencia), La Parusía, sin embargo,
se prepara, se anticipa en signos, en acciones, en situaciones no sólo Individuales sino
también históricas. Y cuando la historia se cierra idolátricamente sobre ella misma, es el
martirio quien la vuelve a abrir sobre la eternidad, quien la fecunda misteriosamente...
Los bocetos de un divino- humanismo y el martirio son nuestro doble horizonte. Entre
ellos existe una correspondencia fundamental, pero única. mente Dios conoce los
tiempos y los momentos.
El cristianismo es, hoy lo sabemos, fundamentalmente no- ideológico. Nos revela la gran
antinomia del Dios "más allá de Dios", que escapa a toda comprensión racional, y la del
Crucificado por "locura de amor". Del mismo modo que el Dios vivo supera toda
conceptualización, el hombre en su punto más céntrico, abierto sobre el infinito, es
irreductible a toda definición. Una persona no puede ser explicada, ya que trasciende
toda posible comprensión del saber y del poder; ella es esta apertura, este impulso que
supera el mundo para transformarlo en diálogo y en ofrenda.
A partir de aquí son posibles una ética, un estilo de vida, una cultura donde creyentes y
no-creyentes, atraídos por el enigma humano, trabajen para que los hombres
"profundicen en la existencia", luchando contra toda forma de degradación y de
servilismo y dejando en toda su crudeza la angustia y la admiración delante de la
belleza, de la muerte y del amor. Es un estilo a inventar, un estilo de realismo místico,
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de pesimismo activo, de eficacia precisa y de gratuidad. Un estilo que sólo será fruto de
un gran dinamismo de vida.
Escribo este texto como ortodoxo, sin exclusivismo confesional, con un interés
apasionado por el destino global del mundo cristiano. Se impone ahora este
interrogante: ¿qué se puede esperar hoy día de la Iglesia ortodoxa, de las iglesias
ortodoxas, pasa la defensa de los derechos del hombre?