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OLIVIER CLEMENT

CRISTIANISMO Y DERECHOS DEL HOMBRE


Visión de un cristiano ortodoxo
Christianisme et droits de I'homme. L'approche d'un chrétien orthodoxe, Le
Supplement, n.º 141 (1982) 253-270

El hombre a imagen de Dios

Para que existan -o al menos puedan ser afirmados- los derechos / deberes del hombre,
es necesario que exista la noción de hombre y, más precisamente, de la persona (un
concepto bastante relativo).

En las civilizaciones "tradicionales", arcaicas, el hombre está inmerso en una especie de


"esfera mágica" donde todo está intercomunicado y diluido: la humanidad, los dioses, el
cosmos. En la antigua India, por ejemplo, la jerarquía de los mundos visibles e
invisibles, se explica por los ciclos de las transmigraciones, un juego ilusorio donde el
individuo no es más que la máscara de un divino impersonal.

La revelación juego-cristiana rompió definitivamente la "esfera mágica" y puso al día el


mecanismo por el cual el justo es condenado a muerte para defender la cohesión de la
sociedad sacralizada. Lo anunciado por Antígona y Sócrates, Jesús y los mártires lo
realizan.

Entre el Oriente asiático donde el hombre queda diluido en lo divino y el Occidente


antiguo donde el hombre de poder y de riqueza se diviniza, el Dios vivo, el Dios bíblico
coloca al hombre como una persona: el hombre es a imagen de Dios e irreductible a este
mundo. El hombre es el rostro (icono), cuando el . esclavo era aprosópos (sin rostro).
Los Padres y los concilios de los siglos IV y V desarrollaron las grandes afirmaciones
de Jesús en el Evange lio de Juan: "Yo y el Padre somos uno", "Que ellos (los hombres)
sean uno como nosotros somos uno". Así se expresa la antinomia creadora, no la del
individuo aislado que atomiza la sociedad, sino la de la persona en relación, en
comunión: a imagen de la Unitrinidad divina, las personas están llamadas
simultáneamente a una diferencia radical dentro de una unidad -una consustancialidad-
no menos radical.

Los Padres, en especial Ireneo de Lyon y Gregorio de Nisa, unen íntimamente el tema
de la libertad y el de la persona. La creación de seres libres -obra maestra de la
omnipotencia divina- implica una limitación voluntaria de esta omnipotencia, un riesgo
y una vulnerabilidad de Dios. Dios se encarna para sufrir con nosotros y para convertir
la muerte en resurrección. El V concilio ecuménico (553) habla del "Dios crucificado":
el Padre ya no es el poder que exige sacrificios sino el amor sacrificial que nos adopta
en su Hijo y nos comunica su Espíritu. Pasternak hace decir a uno de sus personajes de
El Doctor Jivago a propósito de la revelación cristiana: "Algo se ha puesto en
movimiento en el mundo... la persona, la predicación de la libertad... La vida humana
personal ha llegado a ser la historia de Dios".
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El fermento de la persona en la historia

Esta concepción de la persona ha sido un fermento en la historia: ha transformado sus


ciclos, tan bien analizados por el pensamiento griego, en una espiral cuyo eje vertical
seria el refinamiento de la conciencia personal.

El fermento de la persona actúa sobre la edad media europea, favoreciendo el paso de la


esclavitud a la servitud (con un estatuto estable) y más tarde al hombre libre, y también
el paso del guerrero al caballero y la limitación de la violencia por la "paz de Dios" y la
"tregua de Dios". Igualmente ha suscitado las formas, sin cesar renovadas, de un
monaquismo que ha demostrado (a pesar de tantas caídas decepcionantes) la
trascendencia de la persona sobre el tener y el poder, desarrollando todo un servicio
social, resistiendo la injusticia de los poderosos. En el Oriente cristiano podemos
encontrar actitudes análogas donde los "santos príncipes" intentaron hacer del poder un
servicio.

El fermento de la persona actúa en el renacimiento, sobre todo en la renovación


teológica española de Suárez y de Vitoria (quien escribe su De Indis para someter la
razón de estado al respeto del hombre). Estos teólogos vuelven a tomar,
racionalizándola, la noción patrística de "consustancialidad" de todos los hombres: la
unidad de la naturaleza humana debe fundar una comunidad mundial, el derecho natural
-coextensivo a toda la humanidad- es la fuente de lo que ya se puede llamar los derechos
del hombre. En Rusia, en una sociedad tentada por una sacralidad inmóvil y cerrada, los
monjes místicos del ultra-Volga proclaman que es necesario rogar por los herejes y no
quemarlos, y los "locos en Cristo" dan a su profetismo un acento político y social.

La desacralización de lo político se precisa con la Reforma, sobre todo la calvinista, que


pone a punto un individualismo moderado por el dominio de si y el respeto del otro. En
el siglo XIX la Reforma y el judaísmo ya emancipado confluirán para el establecimiento
del "estado de derecho".

Así pues, las grandes declaraciones de los derechos del hombre, la americana y la
francesa, de fina les del siglo XVIII tienen innegables raíces cristianas, más cristianas
que eclesiales. Leslek Kolakowski ha subrayado el papel de los "cristianos sin Iglesia"
en la elaboración de los derechos del hombre.

En el siglo XIX, frente a las ideologías totalizantes, totalitarias en potencia, el fermento


de la persona actúa en la pasión existencial de un Kierkegaard y de un Dostoievski, en
la abolición de la servitud en Rusia y de la esclavitud en Estados Unidos, en la
elaboración de las democracias de inspiración protestante y del socialismo asociativo
(este "cristianismo de fuera" como decía Péguy) de evidentes orígenes cristianos en
Francia, en Italia y en Inglaterra, en la no- violencia creadora de Parnell y de Tolstoi que
engendrarían la de Gandhi (conocida por su dimensión conscientemente critica) y los
movimientos no-violentos de nuestro siglo.

En nuestra época, finalmente, siempre que las ideologías totalitarias han penetrado en la
historia, el fermento de la persona ha provocado resistencias, desidencias, afirmaciones
profundamente renovadas de los derechos del hombre, descubiertos cada vez más
lúcidamente (gracias, sobre todo, a los grandes disidentes rusos) como un misterio
irreductible a toda reducción. Es notable que la única oposición al totalitarismo (no
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alimentada por un nuevo totalitarismo) sea cristiana y personalista, ya se trate en


América latina del combate contra la ideología de la "seguridad nacional" o, en los
países del este, de hombres como Ogourtsov y Yalcunin y del movimiento
"Solidaridad".

¿Los derechos del hombre contra los derechos de Dios?

Es necesario constatar que a partir, sobre todo de la baja edad media, el cristianismo
"establecido" llegó a ser parcialmente la "ideología dominante" de una sociedad cerrada.
La cristiandad se colocó entre las sociedades "tradicionales": sacral, semi-totalitaria,
negando la diferencia y la libertad, fundamentada en la ejecución a muerte del "cabeza
de turco" (la hechicera, el hereje, el judío).

Debilitada por sus propios desgarros, obsesionada por mantener con la ayuda del Estado
una "sociedad cristiana", la Iglesia se opuso a los derechos del hombre, en los que vio el
derecho a la mentira, al error, a la negación, un prometeísmo usurpador que negaba el
orden querido por Dios. Tampoco pudo mantener la dimensión social de lo espiritual,
esta unidad del "sacramento del altar" y del "sacramento del hermano" sobre el cual
tanto insistió un san Juan Crisóstomo. Así, pues, la exigencia de libertad y la exigencia
de justicia, nacidas una y otra de la revelació n juego-cristiana, acabaron por aliarse con
el ateísmo.

Convertido en individualista, pietista y moralizador, el cristianismo del siglo XIX no


pudo dar sentido ni a la vida ni a la creatividad, como tampoco a la ciencia y a la
técnica. El sistema inquisitorial, los arcaicos esquemas teológicos de la muerte del Hijo
para satisfacer la justicia del Padre, la Reforma con su doble predestinación, la
Ortodoxia parcialmente paganizada en el nacionalismo, los mil años de guerras de
religión, un siglo de represión sexual y social... todo ello acabó transformando el Dios
vivo y vivificante en un Dios- gendarme, padre sádico y castrador.

Entonces el hombre se levantó contra Dios, contra esta caricatura de Dios. Pero este
impulso, desarraigado de la divino- humanidad, acabó por contradecirse a si mismo y se
puede ir jalonando el camino que va de la "muerte de Dios" a la del hombre. A la
muerte del Hijo por el Padre se ha opuesto la muerte del Padre por el Hijo. Todo límite
ha sido visto como represivo: "Terrorismo y utopía anarquista, estrechamente unidos
después de un siglo, son el último y no el menos fascinante avatar del gran sueño
prometeico de Europa" (Fierre Emmanuel).

El frío nihilismo de nuestra sociedad

Y así llegó el tiempo del nihilismo. Nihilismo "caliente", en primer lugar. En Nietzsche,
la exaltación de la vida, del juego creador. En Marx, el anuncio científicamente
garantizado de una sociedad perfecta en donde los hombres, transparentes unos para
otros, llegarían a una genialidad polivalente. Pero la devastación y la masacre
demostraron que toda esta exaltación no era otra cosa que burbujas de jabón. Entonces
llegó el nihilismo "frío" de nuestra sociedad. Individualismo cerrado, freudiano,
producir para consumir y consumir para producir (cuando, en el Sur, los hombres, por
millones, mueren de hambre).
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El hambre devorante de los angustiados: olvidado de la inmortalidad, de la resurrección,


de la participación en la vida divina, el hombre se encuentra huérfano al borde del
abismo, sabiéndose único y ridículo a la vez, en una civilización que no tiene otro
horizonte que la nada, que la muerte posiblemente planetaria después de Hiroshima. Y
aunque se haya olvidado, ignorado y rechazado la muerte, la angustia secreta todo lo roe
y confluye con todo lo que resta de las ideologías totalitarias en un frenesí de tortura, de
destrucción, de sentirse dueño casi divino del sufrimiento y de la vida de los otros para
olvidar, al menos por un instante, su propia muerte...

Por una espiritualidad creadora

La "sociedad cristiana", garantizada por el Estado, ha muerto o está a punto de morir. Es


difícil asumir esta nueva situación, en la cual los cristianos, minoritarios, deben a la vez
arraigarse en lo espiritual, más allá de la historia, y dar testimonio de una espiritualidad
profética y creadora capaz de iluminar la historia. Los temas de esta espiritualidad se
precisan, me parece, poco a poco:

a) El sentido de la gratuidad

Dios, la santidad, la celebración litúrgica, la contemplación no sirven aparentemente


para nada. Sin embargo, lo iluminan todo, dan el verdadero sentido y la verdadera
fuerza. Dar testimonio de la resurrección por la fiesta litúrgica y por la oración, es
contribuir a curar la neurosis espiritual de nuestra civilización, obsesionada por la nada;
es atacar, en su propia raíz, el mal y la violencia; es relativizar la política marcando unos
límites que no se pueden ultrapasar sin caer en idolatría; es proteger y pacificar
invisiblemente la historia permitiendo a las energías divinas actuar en ella. Sólo el
Ultimo Juicio revelará la fecundidad de la oración de todos aquellos que aparentemente
no pueden nada, de todos los "santos de la vida cotidiana" que rehacen incansablemente
el tejido de la vida desgarrado por las fuerzas de la nada.

Es importante, pues, desarrollar una liturgia "gratuita", rebosante de belleza luminosa y


pacificadora; comunidades eucarísticas en donde se afirmarían la amistad desinteresada
y la solidaridad más concreta y que engendrarían, en el tejido social, unos ciertos
procesos "anticancerosos", una ascesis que hiciera surgir "padres espirituales" capaces
de liberarnos de nuestra agitación (incluso la militante) y de hacernos palpable el amor
sacrificial y liberador de Dios. El primer derecho del hombre es el libre acceso a la
gratuidad espirit ual, el libre acceso a Dios.

b) Una teología de la libertad y de la vida

En reacción contra la "teología del terror" de las épocas de cristiandad, la tarea de la


teología contemporánea es la de mostrar que nuestro Dios es un Dios sufriente,
vivificador, liberador y que él nos da la fuerza para llegar a ser, nosotros también, en el
Espíritu Santo vivientes que liberen y vivifiquen. En esta línea están las elaboraciones
de un Moltmann (el "Dios crucificado"), de un Urs von Balthasar (la teología del
Sábado santo), el pensamiento judío después de Auschwitz... También la considerable
aportación de la espiritualidad y teología ortodoxas, centradas sobre el descenso de
Cristo a los infiernos y la muerte, sobre la "kénosis" transfigurante de Dios, sobre su
"amor loco" y su "cruz vivificante", sobre la oración activa para la salvación universal.
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Citemos a Paul Evdokimov con el tema típicamente ruso del Cordero inmolado desde el
comienzo del mundo; al "Monje de la Iglesia de Oriente" para el cual Dios, que no es
responsable ni del mal ni de la muerte, no cesa de sufrir con nosotros y de iluminar
misteriosamente nuestro sufrimiento; al metropolita Antoine Bloom, el cual nos
muestra. a Dios, en Cristo, "descendiendo" en su propia ausencia para llenarlo todo con
su luz.

Este Dios, simultáneamente sufriente y resucitante, aparece como la fuente de una vida
más fuerte que la muerte, la fuente también de nuestra insondable e irreductible libertad.
Cristo, rehusando la tentación del poder y del milagro mágico, resucitando en el secreto,
quiere el libre amor del hombre. En él se abre un espacio de resurrección, de
pentecostés, el espacio de una libertad amante y creadora. Podemos participar en las
energías del Cristo resucitado y luchar incansablemente contra todas las formas de
muerte que devastan la historia y desintegran la sociedad. Dios es la libertad del
hombre.

c) Una antropología trinitaria

Cada vez más se irá descubriendo la fecundidad, para nuestra concepción del hombre,
del misterio de la Trinidad. A imagen de Dios, que no es en sí mismo soledad sino
unidad plena que lleva en si el misterio del Otro y que quiere asociarnos a él, los
hombres, en Cristo, están reunidos, a través del tiempo y del espacio, en una unidad
ontológica de la que cada uno está llamado a tomar conciencia en el Espíritu Santo hasta
darle su propio rostro, hasta hacerla existir en una diferencia que no sea ya más
oposición. "Cada persona contiene la unidad por su relación a los otros no menos que
por su relación consigo mismo" (San Juan Damasceno).

Esta diferencia personal no se opone a los otros, sino que sitúa a los otros. Esta
aproximación trinitaria del enigma humano constituye sin duda el fermento de la
historia universal, pues los hombres, hoy día, buscan simultáneamente la unidad del
género humano y la identidad inconfundible de cada persona, de cada cultura (la cultura
es una dimensión de la persona). Un personalismo profundizado y renovado, fundado
teológicamente, vivido ya en las comunidades eclesiales, podría sugerir caminos nuevos
entre el individualismo de la sociedad de consumo y las nostalgias (ya sean místicas,
sectarias o políticas) de una vida sin divisiones. "Nuestro programa social es la
Trinidad" (Fédorov). Nuestro programa humano, simplemente.

d) La divino-humanidad y el martirio

A menudo la cristiandad ha pensado a Dios contra el hombre, la modernidad casi


siempre el hombre contra Dios. La muerte sucesiva del Dios de una cristiandad cerrada
y la del hombre de un humanismo también cerrado nos permite hoy día afirmar, con una
fuerza renovada, el misterio erístico de la divino- humanidad, espacio del Espíritu
vivificante. En el hombre Dios termina de revelarse, en Dios el hombre se realiza.

Un cristianismo de la divino-humanidad debe poder asumir toda la exploración de lo


divino realizada por dos milenios de oración y de contemplación cristiana (sin hablar
del encuentro actual, inevitable y estimulante, de las espiritualidades asiáticas), y al
mismo tiempo toda la exploración de lo humano realizada por dos siglos de
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modernidad. Igualmente debe poder asumir el sentido de la libertad del "liberalismo"


moderno y el sentido de la justicia de los socialismos ateos.

Nosotros sabemos que este combate no tendrá fin más que con la manifestación gloriosa
de Cristo, la transfiguración del universo y la victoria definitiva sobre la muerte: todo
eso no podrá realizarse sin una Intervención decisiva de la trascendencia que no
podemos imponer (liberándonos de los mesianismos más o menos milenaristas y de la
vana búsqueda de una tierra prometida en la sola inmanencia), La Parusía, sin embargo,
se prepara, se anticipa en signos, en acciones, en situaciones no sólo Individuales sino
también históricas. Y cuando la historia se cierra idolátricamente sobre ella misma, es el
martirio quien la vuelve a abrir sobre la eternidad, quien la fecunda misteriosamente...
Los bocetos de un divino- humanismo y el martirio son nuestro doble horizonte. Entre
ellos existe una correspondencia fundamental, pero única. mente Dios conoce los
tiempos y los momentos.

Más allá de las ideologías, el encuentro

El cristianismo es, hoy lo sabemos, fundamentalmente no- ideológico. Nos revela la gran
antinomia del Dios "más allá de Dios", que escapa a toda comprensión racional, y la del
Crucificado por "locura de amor". Del mismo modo que el Dios vivo supera toda
conceptualización, el hombre en su punto más céntrico, abierto sobre el infinito, es
irreductible a toda definición. Una persona no puede ser explicada, ya que trasciende
toda posible comprensión del saber y del poder; ella es esta apertura, este impulso que
supera el mundo para transformarlo en diálogo y en ofrenda.

Deus absconditus, homo absconditus: nuestra antropología es también apofática, no


para hacer del otro una existencia incomunicable, sino para respetar, admirar, amar en él
un inaccesible que se revela en una especie de gracia. Llegar a ser cristianos no es
explicar los hombres, es renunciar a explicarlos, es descubrirlos extrañamente
desconocidos cuando los creíamos conocidos. El conocimiento cristiano del hombre es
un "desconocimiento" de fe, que exige una radical no-posesión. Es decir, todo lo
contrario de un proceso ideológico.

Así se realiza el encuentro entre un cristianismo no- ideológico y la defensa de los


derechos del hombre, que no es ya una ideología sino el respeto activo de la conciencia,
el sentido de la persona reconocida como un absoluto, el descubrimiento concreto del
hombre como rostro. El humanismo renovado de los derechos del hombre es un
humanismo abierto y esta apertura, para un cristiano, designa la trascendencia y
constituye la posibilidad de sugerir un divino- humanismo. Creyentes y no-creyentes,
defensores todos de los derechos del hombre, están llamados a elaborar una verdadera
dialéctica donde interfieran todas las dimensiones de los humanos, sin otra unidad
posible que aquella -indecible ciertamente- de la persona en libertad.

A partir de aquí son posibles una ética, un estilo de vida, una cultura donde creyentes y
no-creyentes, atraídos por el enigma humano, trabajen para que los hombres
"profundicen en la existencia", luchando contra toda forma de degradación y de
servilismo y dejando en toda su crudeza la angustia y la admiración delante de la
belleza, de la muerte y del amor. Es un estilo a inventar, un estilo de realismo místico,
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de pesimismo activo, de eficacia precisa y de gratuidad. Un estilo que sólo será fruto de
un gran dinamismo de vida.

El ejemplo de la eclesiología ortodoxa

Escribo este texto como ortodoxo, sin exclusivismo confesional, con un interés
apasionado por el destino global del mundo cristiano. Se impone ahora este
interrogante: ¿qué se puede esperar hoy día de la Iglesia ortodoxa, de las iglesias
ortodoxas, pasa la defensa de los derechos del hombre?

La Iglesia ortodoxa, en particular la Iglesia rusa, ha compartido en el siglo XIX la


desconfianza general de la cristiandad agonizante ante la ideología de los derechos del
hombre nacida de la Revolución francesa. Sin embargo, ya a finales del siglo, un
vladimir Soloviev supo discernir los fermentos evangélicos que actuaban en muchas de
las elaboraciones del humanismo moderno (ya se tratara de la justicia como de la
libertad) y supo formular los derechos-deberes del hombre, tal como la conciencia
cristiana debería defenderlos. Siguiendo su ejemplo, la mayoría de los grandes filósofos
religiosos rusos -profetas demasiado ignorados hoy día- demostraron cómo todo lo
positivo del humanismo y de los derechos del hombre -que ellos entendían como
respeto y servicio de la persona- debía tener un lugar en la "divino- humanidad" (un
concepto elaborado por Soloviev). Supieron crear, siguiendo el surco de Dostoievski, el
lenguaje de un cristianismo de post-cristiandad. Nicolás Berdiaev subrayó que la
Iglesia, renovada, debería finalmente dar un lugar a este impulso profético que en el
siglo XIX tuvo que afirmarse fuera de la Iglesia y a veces contra ella. Sus concepciones
geniales, aunque mal equilibradas, sobre la libertad contribuyeron a despertar al
problema de los derechos del hombre, en el campo político y social, a grandes teólogos
occidentales como Barth y Maritain. El mismo Berdiaev trabajó denodadamente en el
nacimiento del movimiento personalista en el circulo de Emmanuel Mounier y de la
revista Esprit.

De una manera general, cruel y lúcidamente confrontados con el totalitarismo marxista,


filósofos religiosos y teólogos rusos (o de origen ruso) del siglo XX desarrollaron una
notable teología de la persona a la vez irreductible y en comunión. Estas concepciones
no se quedaron en los libros, fueron selladas con la sangre.

En la década 1970-80 la renovación de la fe en la juventud intelectual de la URSS se


halla indisolublemente unida a la problemática de los derechos del hombre: se ha puesto
el acento sobre el despertar de la conciencia, el respeto de la libertad del espíritu para
todo hombre, sea cual sea su fe o su creencia, y no se ha separado jamás -y con qué
riesgos!- la reflexión de la acción.

Los grandes novelistas rusos cristianos, exiliados en Occidente, (Soljénitsyne,


Maximov... ), han sabido describir el despertar de la conciencia personal, anunciando
esta nueva cultura que está atravesada por un aire de resurrección: una llamada a rehusar
las mentiras reinantes, al arrepentimiento personal y colectivo, a la auto- limitación
voluntaria por amor para lograr una justicia planetaria, a una actitud de "simpatía" hacia
la naturaleza, a una creación cultural donde lo bello no esté separado ni de lo verdadero
ni de lo bueno, al coraje espiritual y cívico, a la libertad interior, a la fuerza del espíritu.
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La eclesiología ortodoxa -eucarística y de comunión, de amor y de servicio- podría ser


un gran ejemplo para la nueva filosofía de los derechos del hombre. Pienso que la gran
tradición teológica y espiritual de la Ortodoxia, su poder de celebración, el ejemplo e
intercesión de los mártires y confesores contemporáneos, las intuiciones de los filósofos
religiosos y de los grandes disidentes de nuestro siglo, son de una gran importancia para
elaborar esta filosofía de la persona que debe fundamentar hoy día la defensa de los
derechos del hombre. Pero en este combate no debemos poner nuestra esperanza en la
institución, sino en algunos hombres que, sea cual sea su lugar en la jerarquía, no dejan
de ser Iglesia.

Tradujo y extractó: MIQUEL SUÑOL

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