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_ ¡Muera
la inteligencia!
¡Viva la muerte!
Salamanca, 1936

Carlos Rojas -
El enfrentamiento entre Miguel de Unamuno y el general
Millán Astray, uno de los símbolos más gráficos de la
tragedia intelectual de la guerra civil española.

PLANETA
Carlos Rojas nació en Barcelona
en 1928. Doctor en Filosofía y Letras,
es actualmente profesor de literatura
española en la Universidad de Emory,
Atlanta (Estados Unidos). Ganó el Pre-
mio Nacional de Literatura en 1968 con
Auto de fe, el Planeta con Azaña en
1973, el Ateneo de Sevilla con Memo-
rias inéditas de José Antonio Primo de
Rivera en 1977, el Nadal con El inge-

Eunice
Rojas.
Foto

nioso hidalgo y poeta Federico Gar-


cía Lorca asciende a los infiernos en
1979 y el Espejo de España con El mun-
do mítico y mágico de Picasso en 1984.
Es también autor de otras novelas, así
como de diversos ensayos sobre litera-
tura, historia y arte. Algunas de sus últi-
mas obras son El jardín de las hespé-
rides, 1988, El jardín de Atocha, 1990,
Yo, Goya, 1991, Proceso a Godoy,
1992, y Alfonso de Borbón habla con
el demonio, 1995.
MEMORIA DE LA HISTORIA / SIGLO XX

Memoria de la Historia / Siglo XX ofrece a los lec-


tores testimonios y crónicas de los hechos más signi-
ficativos de la Historia reciente que nos permitirán
analizar esta centuria tan llena de convulsiones y de
acontecimientos y en la que hemos asistido a un ver-
tiginoso avance de la información. Por sus páginas des-
filarán escritos de historiadores, de periodistas y de tes-
tigos presenciales que, pese a su proximidad en el
tiempo, cuentan ya con suficientes elementos de juicio
para ver en perspectiva aquellos episodios que for-
man parte del acervo de nuestro pasado, con especial
hincapié en la temática española, pero sin dejar de pres-
tar atención a los grandes temas de la política interna-
cional. También convivirán con obras que reflejen otro
tipo de episodios, más anecdóticos pero no menos repre-
sentativos, que han trazado el curso de las actitudes y
comportamientos en este siglo tan cambiante. Y tra-
tando de hacernos revivir escenas y personajes que han
dejado huella en el curso de esta Historia, ponen a nues-
tro alcance, de un modo ameno, sugestivo y riguroso,
la documentación más completa.
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¡Muera la inteligencia!
¡Viva la muerte!

MEMORIA DE LA HISTORIA / SIGLO XX. 6


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¡Muera la inteligencia!
¡Viva la muerte!
Salamanca, 1936.
Unamuno y Millán Astray frente a frente

Carlos Rojas

PLANETA
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente,
sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos
reservados

O Carlos Rojas, 1995


(O Editorial Planeta, S. A., 1995
Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España)
Realización cubierta: Departamento de Diseño de
Editorial Planeta
Ilustración cubierta: Archivo Editorial Planeta

Procedencia de las ilustraciones: Archivo Editorial


Planeta, EFE, Europa Press, F. X. Ráfols,
Keystone Nemes y Orbis

Primera edición: octubre de 1995


Depósito Legal: B. 38.465-1995
ISBN 84-08-01469-2
Composición: Foto Informática, S. A.
Papel: Offset Editorial Ahuesado, de Clariana, S. A.
Impresión: Duplex, S. A.
Encuadernación: Encuadernaciones Maro, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España
Índice

LA HOGUERA
LA FIESTA DE LA RAZA
EL INVIERNO Y LA MUERTE

Notas

213 Obras citadas


283 Índice onomástico
La hoguera
Capitán de Intendencia retirado y adscrito a Izquierda
Republicana, Miguel Cepas López, gobernador civil de
Salamanca, convoca a la prensa la madrugada del 18
de julio de 1936. «En la provincia reina una absoluta
tranquilidad. Sólo existe una huelga sin importancia en
Santiago de la Puebla y me ocupo en estos momentos
de resolverla.»
Por cuanto atañe a la ciudad y la provincia, dice ver-
dades que dejarán de serlo al día siguiente, en cuanto
la proclamación del estado de guerra en Salamanca ter-
mine allí con la Segunda República. También expresa
una calma que dista de sentir. El gobernador acaba de
pasar la noche en blanco y reunido con el alcalde, Casto
Prieto Carrasco, y el diputado socialista José Andrés
Manso, presidente de la Casa del Pueblo. Dentro de
nada, Miguel Cepas López será apresado por los rebel-
des. A la semana siguiente, unos falangistas venidos de
Valladolid asesinarán a José Andrés Manso. El 29 de ju-
lio fusilan a Prieto Carrasco, médico, catedrático de
Anatomía y amigo personal de Miguel de Unamuno.
De hecho, la guerra civil ha empezado ya, aunque el
Gobierno se esfuerce por ocultarlo. A las ocho y media
de la tarde del 16 de julio, el comandante Joaquín Ríos
Capapé, al mando del Tercer Tabor del Quinto Grupo
de Regulares de Alhucemas, recibe órdenes del teniente
coronel Juan Bautista Sánchez González, jefe de las In-
tervenciones Militares del Rif, para adueñarse de la es-
tación telegráfica y telefónica de Villa Sanjurjo. En se-
guida se pone en camino por el desierto. Aquella noche
duerme con sus hombres en la alcazaba de Snada y a
la mañana siguiente cumple el mandato de Sánchez

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González. Como bien se dijo, es aquélla la primera ac-
ción de guerra antes de la guerra.
La misma madrugada del 18 de julio, mientras ce-
lebra Cepas su rueda de prensa, una estación de radio
de la Guardia Civil, en el suburbio madrileño de Cua-
renta Fanegas, recoge el primer parte de los rebeldes
desde Melilla. En la Comisaría de Límites melillense,
un choque entre los militares y la policía termina con
el sometimiento y el desarme de la Guardia de Asalto.
A las cinco de la tarde, el teniente coronel Maximino
Bartomeu Fernández Longoria, al frente de una com-
pañía del Batallón de Cazadores de Ceuta, declara el es-
tado de guerra «para restablecer el imperio del orden
dentro de la República», y designa a Franco «jefe su-
perior de las fuerzas de Marruecos». A la anochecida
cesa toda resistencia, y al alba del 18 de julio los fac-
ciosos fusilan al alcalde de Melilla. Como escribirá mu-
cho después un historiador, aquel hombre olvidado se
convierte así en el protomártir de los «paseados».
En Tetuán, el coronel Ricardo Sáenz de Buruaga ca-
pitanea el alzamiento, hasta que llegue Franco de las
Canarias. Los tenientes coroneles Juan Luis Beigbeder,
Carlos Asensio Cabanillas y Antonio Yuste se han hecho
con la ciudad en la madrugada del 18. Sólo en el ae-
ródromo de Sania Ramel, el comandante Ricardo de la
Puente Baamonde —primo hermano de Franco— re-
siste con los capitanes José Bermúdez y José Álvarez
del Manzano. A poco tienen que rendirse a los regula-
res. Por orden expresa de Franco, todos serán pasados
por las armas a los cuatro días, tan pronto «el jefe su-
perior de las fuerzas de Marruecos» aterrice en Tetuán.
Casi un cuarto de siglo antes, inscritos entonces los dos
primos en la Academia Militar de Toledo, en presencia
de otro par de cadetes —Vicente Guarner y Antonio Ba-
rroso— y con motivo de una disputa sin importancia,
Franco le había gritado a Puente Baamonde: «¡Te fu-
silaría!» con su ya chillona y atiplada vocecilla.
Ni el presidente de la República, Manuel Azaña, ni
el jefe del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, antici-
pan O parecen comprender la gravedad de aquel levan-
tamiento. En la mañana del 18 de julio, Unión Radio y

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Radio España, las emisoras madrileñas, aseguran al
país haberse frustrado «un nuevo intento criminal con-
tra la República». Parte del Ejército de España en Ma-
rruecos rebelóse contra la propia patria, prosigue el co-
municado. Pero «salvo la triste excepción señalada»,
Tierra, Mar y Aire permanecen fieles. Afirma el Go-
bierno su dominio político y castrense, así como el
pronto sosiego de las circunstancias.
Naturalmente, la realidad es muy distinta. Recibidas
las nuevas de Cinco Fanegas, Indalecio Prieto —antiguo
ministro de la República y dirigente del centralismo so-
cialista, entre la derecha minoritaria de Julián Besteiro
y el izquierdismo mayoritario de Francisco Largo Ca-
ballero— comparece en el palacio de Buenavista, donde
Casares Quiroga preside el Consejo y el Ministerio de
la Guerra. Con mal sufrida impaciencia, a Prieto le toca
esperarlo. Casares se encuentra en El Pardo despa-
chando con Azaña. A su vuelta, ruega a Prieto absoluta
discreción. Todo está dispuesto para aplastar el alza-
miento en Marruecos, antes de que prenda en la Penín-
sula. No obstante, en breve regresa Azaña a Madrid
desde El Pardo. A un tris estuvo allí de ser capturado
por los rebeldes. Aquel día, la marinería del Sánchez
Barcáiztegui, del Lepanto y del Almirante Cervera sublé-
vase contra su oficialidad y en favor de la República.
Pero, negándose siempre a armar los sindicatos y hecho
el hombre un manojo de nervios, dimite a la caída de
la tarde Casares Quiroga.
Se forma otro Gabinete —éste, de derechas republi-
canas—, presidido por Diego Martínez Barrio: antes del
partido radical de Alejandro Lerroux, ministro de Co-
municaciones y presidente interino de la República.
Cuenta Martínez Barrio con la enemiga de socialistas y
comunistas, aunque el general Francisco Patxot, co-
mandante militar de Málaga, devuelve su oficialidad a
los cuarteles al conocer el nuevo Consejo. En Pam-
plona, el general Emilio Mola —jefe de la XII Brigada
de Infantería y comandante militar de Navarra, así
como Director de la sublevación en el código de los
conspiradores— no declara el estado de guerra hasta el
domingo, 19 de julio. De madrugada, Martínez Barrio

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habla por teléfono con el general Miguel Cabanellas,
jefe de la V División Orgánica y comandante militar de
Zaragoza, antes de dirigirse al propio Mola y ofrecerle
la cartera de la Guerra. En términos tensos pero cor-
teses, Cabanellas y Mola se niegan a pactar. A las nueve
de la mañana dimite el Gobierno y se constituye otro,
presidido por el catedrático de Farmacia y republicano
azañista José Giral. A instancias de Pietro y Largo Ca-
ballero, Giral cede las armas a las sindicales.
Sobre las tres de la madrugada del domingo, Lluís
Companys, presidente de la Generalitat, rehúsa todo ar-
mamento a la Confederación Nacional del Trabajo, el
sindicato libertario barcelonés. A las cinco empieza el
levantamiento. Pero lo reprimen la Guardia de Asalto y
la Guardia Civil, fieles a la República en su mayor
parte, así como las masas obreras. A la caída de la
tarde, vencido y prisionero el general Manuel Goded,
llegado por la mañana desde Baleares, donde era co-
mandante general, libra voluntaria y públicamente por
radio a sus soldados «del compromiso que teníais con-
migo» para evitar nuevos derramamientos de sangre.
Es aquélla la mayor derrota de los rebeldes hasta la fe-
cha. Desde Madrid, donde el alzamiento también fra-
casará al día siguiente, Azaña casi no da crédito a las
noticias. Por teléfono, le pide a Companys que confirme
la capitulación de Goded. En tanto hablan los dos pre-
sidentes, el pueblo saquea el parque militar de Sant An-
dreu y empieza la quema de iglesias en Barcelona.
Mientras, aunque el teletipo de La Gaceta Regional
se interrumpa de improviso, los partes y proclamas de
Marruecos se difunden en Salamanca el 18 de julio. El
Regimiento de Caballería de Calatrava manda un par
de enlaces a Valladolid para informarse de lo ocurrido
en la VII División Orgánica del general Andrés Saliquet.
Vuelven de atardecida con nuevas del pleno triunfo del
pronunciamiento en Valladolid. El coronel del Regi-
miento de Infantería de la Victoria, Manuel Palenzuela,
y el teniente coronel Enrique Salazar, al mando inte-
rino del Regimiento de Calatrava, exigen entonces la ur-
gente declaración del estado de guerra al general Ma-
nuel García Álvarez, comandante militar de Salamanca

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y jefe de la XIV Brigada de Infantería. Entrada la no-
che, García Álvarez acude a telégrafos. Lo reclama una
perentoria llamada de Saliquet.
—Burgos, Pamplona, Zaragoza y Galicia están ya
en armas. Espero tu colaboración en el plazo de dos
horas.
A las once de la mañana del domingo muere la Re-
pública en Salamanca. Del cuartel de Julián Sánchez
sale una compañía del Regimiento de la Victoria, man-
dada por el capitán José Barros Manzanares. Cruza la
ciudad sin incidentes y se detiene en la plaza Mayor.
Allí, Francisco Bravo Martínez, el jefe local de Falange
recién desencarcelado, arenga a los suyos. Periodista de
La Gaceta Regional y antiguo discípulo de Unamuno,
Francisco Bravo lo había presentado, en febrero del año
anterior, a José Antonio Primo de Rivera, jefe nacional
de Falange e hijo del Dictador a quien tanto se opuso
el filósofo. Prestamente, entre un estrépito de clarines,
Barros Manzanares pende el bando que proclama el es-
tado de guerra. Se destituye a las autoridades del
Frente Popular y prohíbe huelgas y reuniones. Se so-
meterá a juicio sumarísimo la tenencia ilícita de armas,
la rebelión sediciosa y las injurias al Ejército. Concluye
el mandato con vivas a la República.
Otra compañía del mismo regimiento, con el capi-
tán Marcelino Velasco al frente, se dirige al Gobierno
Civil, en la calle del Prior. Llega la tropa cuando Casto
Prieto Carrasco acaba de negarle las armas al Frente
Popular. De inmediato lo apresan con el gobernador.
(«En la provincia reina una absoluta tranquilidad.»)
Mientras el comandante Francisco Valle Martín se apo-
dera de la alcaldía, el teniente coronel Rafael Santapau
ocupa el Gobierno Civil. En seguida corre la primera
sangre en la plaza Mayor. Según versión de La Gaceta
Regional, al tiempo que un piquete se dirige al Go-
bierno Militar, alguien grita «¡Viva la República!» y los
soldados lo corean. Luego se vitorea la revolución social
y suena un disparo, que hiere a un cabo. Responden las
fuerzas armadas y caen «varias víctimas». Cinco serán
los obreros muertos, recogidos por la Cruz Roja aquella
tarde. En Salamanca, aterrada y oculta detrás de las

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puertas atrancadas, incesantes descargas taladran la
noche del domingo al lunes.
En el casino todas las miradas se clavan en Miguel
de Unamuno, la figura más conocida de la ciudad. Ya
leyeron el bando de la declaración de guerra; pero no
sonaron aún los primeros tiros ni cayeron los cinco
muertos. Muchos salmantinos recordarán y comenta-
rán su intensa palidez en aquellos instantes y el brillo
de su mirada detrás de las gafas sin montura. De sú-
bito, aquel anciano que parece enlutado en su traje azul
marino, todavía alto y erguido como un roble oscuro a
sus casi setenta y dos años, toma el sombrero, sale a la
calle Zamora y grita a la tropa que empieza a parar las
ametralladoras en las esquinas:
—¡Viva España, soldados! Y ahora, ¡por el faraón de
El Pardo!'
Modelo vivo, o modelo agónico como diría él, de to-
das las contradicciones, sin negarse jamás, quien ahora
pide a los soldados apresar a Azaña trajo el régimen re-
publicano a Salamanca el 14 de abril de 1931. Así lo
recordaba él mismo, en su discurso de aceptación del
título de ciudadano de honor de la República, conce-
dido el 15 de abril de 1935 por el Gobierno derechista
de Alejandro Lerroux, para más grande y rebuscada pa-
radoja. «Proclamé la nueva República española desde el
balcón de la Casa Consistorial de la ciudad de Sala-
manca sobre su espaciosa plaza Mayor o de la Consti-
tución.»
En las elecciones municipales del 12 de abril de
1931, Unamuno, catedrático de Griego y antiguo rector
de la universidad, forma parte de la candidatura repu-
blicano-socialista. Sale elegido concejal con 526 votos,
detrás del tipógrafo Primitivo Santa Cecilia y el médico
Julio Salcedo. Aquella tarde, en la Casa del Pueblo,
anticipa lúcidamente el futuro inmediato e irrevocable:
—Esto no es más que el principio. Podemos decir
que queda virtualmente proclamada la República en
Salamanca.
Al par de días llegan noticias telegráficas de la vic-
toria de las candidaturas antimonárquicas en casi todas
las capitales de provincia, con mayorías abrumadoras

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en Madrid y en Barcelona. Desde el Ministerio de la
Guerra, el general Berenguer manda a los capitanes ge-
nerales respetar el deseo de la nación y su forma de go-
bierno, sea cual fuera. También el general y marqués
del Rif José Sanjurjo, director general de la Guardia Ci-
vil, se pone a las órdenes de la República. La misma
mañana del 14 de abril, ésta se proclama en Éibar pri-
mero y después en Barcelona. En Salamanca, una ma-
nifestación venida de la Casa del Pueblo y encabezada
por Miguel de Unamuno se dirige al ayuntamiento.
Desde el balcón de la Casa Consistorial y sobre una
plaza Mayor vuelta ya un panal de gente que canta La
marseillese a falta de otro himno republicano, hasta que
el de Riego se imponga con el nuevo régimen, Una-
muno se quita las gafas e inclina sobre la balaustrada
en mitad de un súbito y cerrado silencio.
—Permitidme la arrogancia de que sea yo quien
proclame la República en esta plaza —exclama en voz
muy alta.
El mismo 14 de abril sale el rey para el destierro.
Como lo profetizara Rafael Alberti, todas las armaduras
se derrumban entonces en el palacio de Oriente. Llue-
ven en cambio honores y títulos políticos sobre Miguel
de Unamuno. El 16 de abril, el ayuntamiento designa a
Santa Cecilia alcalde de Salamanca y a Unamuno al-
calde honorario. Dos días después la universidad le
nombra rector, como ya lo fuera entre 1900 y 1914, pa-
sando al vicerrectorado Esteban Madruga. También
vuelve Unamuno a colaborar en El Sol, el mejor perió-
dico del país, a demanda de su director Fernando Vela.
Rumoréase que pronto va a ser embajador en Lisboa o
acaso presidente de la República. En cambio, el 27 de
abril le ofrecen, y él acepta, la presidencia del Consejo
de Instrucción Pública. Se halla en Madrid, ocupado en
tareas de su nuevo cometido administrativo, cuando un
pesaroso Indalecio Prieto le revela la muerte, en Bilbao,
de su hermano Félix: alguien que siempre le detestó
con patológico resentimiento y a cuyo espectro literario
volveremos nosotros más tarde.
En las elecciones a las Cortes Constituyentes, Una-
muno torna a presentarse por Salamanca con la coali-

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ción republicano-socialista. El primero de julio sale ele-
gido con otros seis diputados, tres de los cuales —José
María Gil Robles, Cándido Casanueva y José María La-
mamié de Clairac— fueron votados por las derechas,
republicanas y monárquicas, y los grandes terratenien-
tes salmantinos. El 22 de julio, un escrito firmado en
El Sol por diecinueve jóvenes intelectuales, entre ellos
los poetas Pedro Salinas y Jorge Guillén, pide la jefa-
tura del Estado para Unamuno. No prospera la de-
manda y el 11 de diciembre, recién aprobada la Cons-
titución, eligen a Niceto Alcalá Zamora como primer
presidente de la República. Don Niceto, antiguo minis-
tro de la monarquía, obtiene 362 votos de los diputa-
dos. Un solo voto, el del propio Alcalá Zamora, es para
Miguel de Unamuno.*
Como ausente, asiste Unamuno a los debates de las
Cortes. Pero se anima y apasiona cuando discuten el
uso de la lengua castellana en la nueva España. Pro-
pone y defiende dos enmiendas, de las cuales sólo verá
una aprobada. El castellano es el idioma oficial del Es-
tado; todo ciudadano tendrá el derecho y el deber de
conocerlo, sin imponer ni prohibir el uso de ningún
otro. Así lo afirma la versión original de la primera en-
mienda. Ligeramente aguada, pasará el 18 de octubre.
No obstante, derrotan la segunda propuesta unamu-
niana por 169 votos frente a 93 once días después. «Es
obligatorio el estudio de la lengua castellana, que de-
berá emplearse en todos los centros docentes», decía la
enmienda vencida. A partir de entonces las regiones au-
tónomas organizarán la enseñanza de sus lenguas. A
efectos prácticos, quedará relegado el castellano en Ca-
taluña a la categoría de un idioma extranjero y extraño.
Al final, en otra de sus sorprendentes contradicciones,
votará a favor del Estatuto catalán que tanto ha com-
batido.
En otoño de 1931, a propuesta de Indalecio Prieto,
ministro de Hacienda, acuerda el Gobierno recortar en
un tercio el sueldo de los diputados que ejerzan otros
cargos públicos. Unamuno amaga en vano y anuncia su
inminente dimisión. Dice que el profesorado le interesa
más que su escaño. En sus Diarios, Azaña trata con fá-

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cil ironía las contrariedades de don Miguel. A buenas
horas, en cuanto le rebajan el sueldo de delegado a Cor-
tes, se acuerda de su cátedra. Al final, el filósofo se re-
tracta y permanece otro par de años en la Cámara. A
su vez, Unamuno no se priva de decir que Azaña es un
político resabiado y peligroso, por ser un escritor sin
lectores.
Pronto crecen las discrepancias entre Unamuno y el
sistema parlamentario. El 6 de enero de 1932 se debate
la disolución de la Compañía de Jesús, expropiándose
sus bienes en el proceso. No permiten intervenir al di-
putado Lamamié de Clairac, antes aquí citado, y Una-
muno firma en vano una propuesta contra semejante
arbitrariedad. Luego vota en favor de la orden de san
Ignacio. No obstante, fiel a su contradictoria indepen-
dencia, en mayo le dirá a Azaña en los pasillos del
Parlamento que no bastaba con disolver la Compañía.
Debieron expulsarla, puesto que los jesuitas siguen
tramando contra la República. Azaña se encoge de
hombros en su Diario íntimo. «¿Cuánto le durará el
convencimiento a don Miguel?»
Después de atacar la Ley de Defensa de la República
y, en consecuencia, a Manuel Azaña, su primer valedor,
declara su rechazo del Estatuto de Cataluña. Agriado y
cada vez más violento aquel debate, pide Companys que
en el Parlamento nadie vote contra su conciencia. Sar-
cástico, le replica Unamuno que mucho peor es votar
inconscientemente. Le parece bien, añade, que se grite
«¡Viva Cataluña!» pero en seguida se pregunta: «¿Libre
de qué?» El 9 de setiembre de 1932 aprueban conjun-
tamente el Estatuto y la Ley de Reforma Agraria. Al Es-
tatuto se opuso Unamuno, aunque luego lo vote de
mala gana; pero sostuvo la Reforma Agraria. Entrado
diciembre, fallece el académico Miguel Sandoval. De
forma unánime, la Academia de la Lengua invita y
acoge a Unamuno, aunque la residencia en Madrid sea
obligatoria entre los inmortales y él es vecino de Sala-
manca. Acepta el sillón. Pero, por razones nunca escla-
recidas, no llega a leer el discurso de ingreso.
Poco a poco, por acuerdo suyo o fuerza del destino,
abandona Unamuno sus puestos políticos y docentes, al

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tiempo que pierde algunos de sus seres más queridos.
A finales de 1932 deja de escribir en El Sol por negarse
aquel periódico a publicarle un artículo. Pero empieza
a colaborar en Ahora con el artículo rechazado por El
Sol. El primero de mayo de 1933 aceptan su renuncia
a la presidencia del Consejo de Instrucción Pública. El
9 de junio, a raíz de una crisis parcial, Alcalá Zamora
lo llama a consulta. A la salida pide Unamuno «eleccio-
nes populares» y un poder ejecutivo dispuesto a acatar
la voluntad de las urnas, sea cual fuera. Empezó el año
con fallidas pero sangrientas revueltas anarquistas en
Cataluña, Valencia, Madrid y Andalucía, donde el doble
espectro del paro y el hambre asola al campesinado.
Nadie ignora que el Gobierno Azaña sobrevive herido
de muerte.
El 10 de agosto de 1932 sofoca fácilmente Azaña la
intentona monárquica del general Sanjurjo: aquel jefe
de la Guardia Civil que el 14 de abril se había puesto a
las órdenes de la revolución y frente a la Corona. Tan
expedita victoria y la Ley de Defensa de la República
infunden al presidente del Consejo una ancha y suicida
confianza, frente a todas las sublevaciones de derechas
e izquierdas. En enero de 1933, en el pueblo gaditano
de Casas Viejas, siete hombres, dos mujeres y un niño
se hacen fuertes en una choza frente a la Guardia Civil
y la Guardia de Asalto. Los agentes de Orden Público
incendian la techumbre de la cabaña y ametrallan a
quienes huyen a través de las llamas. Luego asesinan a
otros doce presos, maniatados e indefensos, en ven-
ganza por un número muerto y otros heridos. Mal in-
formado y siempre ensoberbecido, Azaña afirma en el
Congreso que en Casas Viejas sólo ocurrió lo que tenía
que suceder. Diego Martínez Barrio, su antiguo com-
pañero de banco azul en el Gobierno provisional, le re-
plica que el régimen caerá enlodado y maldecido por la
historia, entre «vergúenza, lágrimas y sangre».
Aliada natural de los radicales lerrouxistas, créase el
14 de marzo de 1933 la CEDA, Confederación Española
de Derechas Autónomas, dirigida por el brillante orador
salmantino y joven demagogo monárquico José María
Gil Robles. El 8 de setiembre dimite el Gobierno Azaña

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y concluye el llamado bienio republicano-socialista. El
9 de octubre, cuando Alcalá Zamora disuelve las Cortes
y convoca nuevas elecciones dentro de un mes, Una-
muno renuncia a presentarse como candidato. Aunque
decline su escaño en el Parlamento del llamado bienio
negro, sus gobernantes y ministros, desde el jefe del Es-
tado hasta Lerroux, pasando por Gil Robles y el mismo
Filiberto Villalobos, titular de Instrucción Pública en el
Gobierno de Ricardo Samper, desvívense por enalte-
cerlo. El 29 y el 30 de setiembre de 1934, Villalobos y
el presidente de la República se desplazan a Salamanca
para honrar a Unamuno. Eximido de la docencia a los
setenta años, va a dictar el maestro su última lección.
Alcalá Zamora firma el decreto por el cual lo jubila;
pero lo nombra rector perpetuo de la universidad. A la
vez crea una cátedra con su nombre, que él podrá regir
con entera libertad.
Dos meses antes de su apoteosis académica, única-
mente superada por el nombramiento de ciudadano de
honor al año siguiente, recibe Unamuno un doctorado
honoris causa de la Universidad de Grenoble. El 12 de
julio de 1934 escribe a Jacques Chevalier, decano de la
Facultad de Letras en Grenoble. Agradece los distinti-
vos de su grado y disculpa su ausencia en el acto de
imposición, el pasado 12 de mayo. Su mujer, Concha
Lizárraga, agonizaba entonces y sucumbiría a los tres
días. Por añadidura, en tanto él se apercibe a franquear
aquella carta, cúmplese un año de la muerte de su hija
Salomé. Acaso por discreción, cállase que dos herma-
nas suyas, María y Susana —la última monja enclaus-
trada—, fallecieron el 3 de enero de 1932 y el 3 de
marzo de 1934, respectivamente.
Entretanto, de forma fatídica e irrevocable, el país
se aproxima a la guerra civil. La abstención masiva de
los anarcosindicalistas concede un amplio triunfo a las
derechas en las elecciones de 1933. La CEDA obtiene
una mayoría de 115 diputados, apoyados por otro cen-
tenar de lerrouxistas. El centro consigue 167 actas. Las
izquierdas, muy desprestigiado Azaña después de Casas
Viejas, únicamente logran 99. Dos Gobiernos de Le-
rroux, de enero a abril de 1934, dan paso a otro del

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abogado valenciano Ricardo Samper: un personaje in-
competente, estrábico y presuntuoso, con trazas media-
das de besugo y lorito real, a quien la CEDA y los pro-
pios radicales terminarán por retirar la confianza.
Desde la izquierda, Largo Caballero y el mismo Prieto
vocean la inmediata revolución si llega al poder la
CEDA, fascistizante y clerical, como lo hizo en Austria
Engelbert Dollfus. Caído Samper, el 2 de octubre Le-
rroux asume la jefatura de otro Consejo. Por primera
vez incorpora al Gabinete a tres miembros moderados
de la CEDA: Manuel Jiménez Fernández, José Oriol An-
guera de Sojo y Cándido Casanueva.
Inmediatamente, el sindicato socialista, la UGT, de-
clara la huelga en todo el país. Fracasará en cuanto
el Gobierno decrete la ley marcial. Al grito de UHP,
«¡Uníos, hermanos proletarios!», estalla la revolución
en Asturias. Un amplio pero caótico frente de socialis-
tas, comunistas y libertarios dinamita los cuarteles de
la Guardia Civil y el 9 de octubre vuela la cámara blin-
dada de la sucursal del Banco de España en Oviedo. En
Barcelona, Lluís Companys proclama el Estat Catala, en
protesta contra el fascismo, la noche del 6 de octubre.
En menos de nada, el también catalán general Domingo
Batet, jefe de la IV División Orgánica, sofoca la rebe-
lión.
Como asesor del ministro de la Guerra, Diego Hi-
dalgo, el general Franco dirige la ofensiva del Gobierno
en Asturias. A manos de los legionarios y los regulares
marroquíes del teniente coronel Juan Yagúe, la repre-
sión alcanza cotas de increíble salvajismo. Al cabo, la
brutal crueldad de Yagiúe impone su destitución y re-
greso a Madrid. Aunque las bajas civiles no sean co-
nocidas de cierto, frente a doscientos muertos del Ejér-
cito cuéntanse al menos tres mil fusilados y tres mil
presos. La barbarie militar en Asturias y el descrédito
del partido radical, lleva al triunfo al Frente Popular en
los comicios del 16 de febrero de 1936. De forma sig-
nificativa, Lerroux pierde su escaño y los diputados ra-
dicales descienden a cuatro desde un centenar.
El 19 de febrero, Azaña presenta un nuevo Gabinete.
Al revés de lo ocurrido en 1931, los socialistas niéganse

22
a participar en el Gobierno. En Claridad escribe Largo
Caballero que el pueblo es la única defensa de la Re-
pública. «El Lenin español», como a Largo empiezan a
apodarlo, pide a socialistas, comunistas y sindicalistas
armarse y formar milicias populares. Con retórica no
menos exaltada, aunque mucho más cínica, el Parla-
mento destituye a Alcalá Zamora. Lo culpan de haber
disuelto las Cortes, el 7 de enero de aquel año, cuando
el acuerdo del jefe del Estado dio paso a las elecciones
que condujeron al poder al Frente Popular. Por 238 vo-
tos contra 5, Alcalá Zamora es recusado. Como único
candidato, eligen a Azaña presidente de la República.
Largo Caballero impide a Prieto encabezar el Consejo,
como era la intención original de Azaña. Éste recurre
entonces a Santiago Casares Quiroga.
Casares, un tuberculoso y desasosegado autono-
mista gallego, no es sino el portavoz y testaferro de
Azaña. Como ya se señaló, parece todavía más ciego
que él ante la conjura. Aunque centrado en Madrid, un
clima de atentados y desórdenes se extiende rápida y
parcialmente por la Península. Homicidios, incendios
de iglesias y huelgas salvajes culminan el 12 y 13 de ju-
lio en los asesinatos del teniente de Asalto José del Cas-
tillo y del diputado monárquico, antiguo ministro de
Primo de Rivera, José Calvo Sotelo. Cae Castillo abatido
por los falangistas. Cae Calvo Sotelo a manos de otros
guardias de Asalto en venganza por la muerte de Cas-
tillo. Aquel crimen proporciona a la conspiración el
pretexto definitivo para desencadenar la mayor y más
sangrienta tragedia de la historia de España. Guerra de
liberación, la llamarán neciamente después los vence-
dores.

En abierto desacuerdo con las transigencias del Go-


bierno conservador británico frente al fascismo, la Uni-
versidad de Oxford decantóse cada vez más hacia la
izquierda en los últimos tiempos. La independencia
intelectual y el prestigio europeo de Unamuno la llevan
a otorgarle un doctorado honorario dos años después
del concedido por Grenoble. Acepta el filósofo su nueva

23
distinción académica y, a los pocos días del triunfo del
Frente Popular, se desplaza a Inglaterra escoltado por
su yerno, José María Quiroga Pla. El 3 de marzo de
1936 emprende el viaje de vuelta a España a través de
París.
Al igual que si su destino se obstinara en ser tan
contradictorio como él mismo, en 1936 la Academia
Sueca deja desierto el Premio Nobel de Literatura, que
con toda probabilidad le reservaban. Apoyan la candi-
datura de Unamuno el Gobierno español y la Academia
Argentina de Letras. Pero retráense los suecos en
cuanto saben que Unamuno recibió en su casa salman-
tina a José Antonio Primo de Rivera el 10 de febrero de
1935. Al parecer el mismo Gobierno argentino recuerda
a la Academia de la Lengua Sueca la inconveniencia de
ofrecerle tan alto galardón, mientras Europa avanza a
pasos contados y encabezada por España hacia la ca-
tástrofe, como dirá Galeazzo Ciano ocho años después.
Irónicamente, el antifascismo de Unamuno es una
de sus actitudes más viscerales e irrevocables. A Ramiro
Ledesma Ramos, jefe de las Juntas de Ofensiva Nacio-
nal Sindicalista y luego primer carnet de Falange, antes
de romper con José Antonio, le escribe en tonos violen-
tísimos el 4 de mayo de 1931, a las tres semanas de pro-
clamarse la República. «Y esto dice el hediondo fajismo
italiano: esa mafia de la hez intelectual y moral de Italia
que tiene a su frente a la mala bestia de Mussolini.»
Desde entonces, llevado por irónicos caprichos etimo-
lógicos, llamará Unamuno al fascismo «fajismo», y va a
reservarle a Mussolini sus más airados epítetos. Cuando
en Salamanca vuelve a encontrarse con un joven cate-
drático y antiguo discípulo suyo, Bartolomé Aragón, lo
prende por las solapas y le espeta:
—¡No me negará usted que Mussolini es sólo un vul-
gar asesino!
—SI es así, necesitamos en España un vulgar ase-
sino cuanto antes —encréspase Aragón, con todo res-
peto hacia el maestro.
En diciembre de 1934, en un artículo titulado
«Cruce de miradas», Unamuno puntualiza su filiación
de solitario liberal. Él no se adscribe a la ridiculez de

24
ninguna sigla fascista. Ni FE, ni FU, ni JONS. Tampoco
es requeté, comunista ni socialista. Socialista lo fue en
la juventud; pero cállalo entonces. Después de acoger a
José Antonio Primo de Rivera, a Francisco Bravo ya
Rafael Sánchez Mazas, antes de acompañarlos al teatro
Bretón, donde el 10 de febrero de 1935 celebran un mi-
tin falangista y José Antonio habla muy cohibido por su
presencia entre el público, declara Unamuno a la
prensa que su interés en aquel acto era simple curio-
sidad intelectual y él repudiará siempre al fascismo.
Airado, aunque en el fondo deferente con su antiguo
profesor, critícalo Francisco Bravo en un irónico artí-
culo sin firma, «Burleta. Unamuno, el fascismo y el Pre-
mio Nobel», aparecido el 28 de marzo en el segundo
número de Arriba. Primo de Rivera aprueba y elogia
aquella sátira. «Va tu artículo sobre don Miguel que es
estupendo.» Al parecer de Bravo, Unamuno denuncia al
fascismo por pura conveniencia: para no dañar la opor-
tunidad de ganarse el Premio Nobel. El filósofo se de-
sentiende de la diatriba, aunque nc puede ocultársele la
identidad de su autor. El 19 de abril, recién nombrado
ciudadano de honor de la República, vuelve a atacar al
fascismo en unas declaraciones aparecidas en Ahora.
José Antonio Primo de Rivera «está bien», dice allí
en una entrevista. Pero adoptó un papel que no le cua-
dra. Es excesivamente señorito, fino y en el fondo tí-
mido para jefe político y para dictador. «A esto hay que
añadir que una de las cosas más necesarias para ser jefe
de un partido fajista es la de ser epiléptico.» Por encima
de todo, le repele en el fascismo el odio a los intelec-
tuales y el servilismo ante el poder, sin duda ni disputa
posible. En un artículo del 23 de marzo de 1934 des-
pedaza sarcásticamente un semanario fascista francés,
Critique Fasciste. «¿Fascista y crítica?; ¡qué contrasen-
tido!» También se mofa allí de un periodista italiano
que reprocha a los grupos juveniles franceses su exceso
de inteligencia y de brillante pero ineficaz erudición. El
19 de setiembre de 1935 rompe lanzas contra el des-
potismo portugués. Zahiere a Salazar a propósito de
sus afirmaciones en Les Nouvelles Litteraires. En res-
puesta a otros juicios unamunianos contra la censura

25
de Lisboa, defendía Salazar en la revista su concepto de
la libertad bien entendida, en el Nuevo Estado, «con re-
sobados lugares comunes de régimen dictatorial».*
Si el fascismo es un enemigo vivo, porque siempre
perdura el instinto reaccionario, Unamuno da por li-
quidados el monarquismo y el militarismo. En hecho
de verdad, no acabó la República con los espadones y
el antiguo régimen, sino lo hizo «la última botaratada
militaresca». Tal es decir, el Directorio de Miguel Primo
de Rivera. Así se lo escribe a Jean Cassou el 14 de no-
viembre de 1932. En la misma carta recoge recientes
libelos y añade oír horrores sobre la desterrada Victoria
Eugenia. «Parece que anda como una perra salida.» El
11 de octubre de 1934, a la reina depuesta le dedica un
poema. Juega en los versos con su verdadero nombre
de pila, Ena, que ella cambió por Victoria Eugenia al
hacerse católica y casar con Alfonso XIII. A Ena, «an-
elicana sirena», y a su real marido, hijo del engaño, los
escobó para siempre «un pueblo en vendaval». Aquel
poema o «diablura», como él viene a llamarlo, se lo
manda Unamuno con par de autógrafos a Fernando
Iscar Peyra.
Pero también parece desengañarse de la República
en cuanto empieza a servirla. No le defrauda su razón
de ser sino el modo en que la interpretan y adminis-
tran. El 6 de noviembre de 1931, la prensa española re-
produce una supuesta carta suya a Franciso Cordeira,
director de la revista portorriqueña Los Quijotes. Otras
copias aparecieron en La Democracia de San Juan y en
La Nación de Buenos Aires. El autor de La agonía del
cristianismo se refiere a España como a «esta inmensa
piara», y afirma que la República no progresa y se les
escapa a todos de las manos. Aunque La Nación la ra-
tifique, niega Unamuno la autenticidad de la carta. El
texto contiene una errata que don Miguel no habría co-
metido nunca. Refiriéndose al general Primo de Rivera,
«aquel boy-scout setentón», allí se añade y acota «que
Dios confundió», en vez de «que Dios confunda». .
El 8 de abril de 1933, en una carta a José Castillejo
desde Madrid, confíale ver cada vez más turbio el por-
venir español. También en abril de aquel año declara a

26
La Razón de Buenos Aires no satisfacerle la República.
De hecho nunca esperó que cambiara de estofa y de
drama el alma colectiva del país. Sin duda, ya dispuso
Unamuno su renuncia a la presidencia del Consejo Na-
cional de Cultura para el primero de mayo. El 11 de
abril, en un artículo de Ahora —«Esa revolución...»—
augura la España de Franco: la que no distingue o se
niega a percibir en julio de 1936. El deseo nietzsche-
niano de poder, dice en aquel ensayo, es voluntad de
destrucción en las muchedumbres. Fatales fuerzas cie-
gas van a revolverse contra lo que la República quiere
erigir. La misma multitud que ruge «¡Abajo el fascio!»
terminará por aclamarlo. «Vendrá la resaca, vendrá el
golpe de retroceso.»
El 4 de octubre escribe a su compañero de claustro
Esteban Madruga. Aquel mismo día regresa a palacio,
llamado por Alcalá Zamora, como ya lo hizo en junio.
«Esto está complicadísimo», manifiesta con medida
cautela. Pero se dispara en seguida. El Parlamento es
lamentable. «Da pena y asco.» De su desengaño del 14
de abril, sin cesar de sentirse liberal y republicano, de-
rivarán otros españoles juicios dispares y retrospectivos
desde el destierro. En 1964 concluye Max Aub que Una-
muno sentíase símbolo del nuevo régimen hasta tal ex-
tremo, que jamás le perdonó no haberlo elevado a su
presidencia. Más certero y profundo, el dramaturgo Ja-
cinto Grau ve a Unamuno confinado en su destino irre-
vocable, en mitad de las circunstancias nacionales. De
hecho vive una insoluble contradicción, puesto que la
política entraña una temporalidad, muy ajena a aquel
hombre de eternidades. Cuando se opuso a la Dictadura
de Primo de Rivera, reflexiona Grau, lo hizo al modo
de Victor Hugo contra el segundo Imperio: no frente a
una forma de gobierno sino en defensa de la libertad
del hombre integral.
La decisión de no concurrir a las legislativas —de no
dejarse presentar, aclararía Unamuno— no le templa el
ánimo ni disminuye la.desesperanza. El 22 de enero de
1934 confiesa en una esquela a Jacques Chevalier que
España anda cada día más turbia y revuelta; vive una
verdadera guerra civil. El 25 de marzo escribe a Emma

2
H. Clouard y le pide que informe a Jean Cassou del «te-
rrible progreso de la estupidización ambiente». Le ago-
bia la juventud española, compuesta de necios e igno-
rantes nutridos de baratos pensamientos. Se consuela
refugiándose en el pesimismo. «No hay como cantar al
hastío, al terrible ennui, para librarse de él.»
No obstante, en los actos de su jubilación oficial, di-
rígese de un modo muy distinto a aquella juventud «de
retrasados mentales»: la que pronto segarán a millares
en los campos de batalla. «Vosotros tenéis que enseñar
a vuestros padres —a nosotros— que esta marea de in-
sensateces, de injurias, de calumnias, de burlas impías,
de sucios estallidos de resentimientos, no es sino sín-
toma de una mortal gana de disolución. De disolución
nacional, civil y social. Salvadnos de ella, hijos míos. Os
lo pide al entrar en los setenta años, en su jubilación,
quien ve en horas de visiones revelatorias rojeces de
sangre y algo peor: livideces de bilis.»
El ministro de Instrucción Pública, Filiberto Villa-
lobos, imprime y distribuye el discurso de Unamuno en
las escuelas. El 3 de enero del año siguiente, cuando
Villalobos deje la cartera, don Miguel lo felicitará por
su renuncia. En la misma carta manifiesta haberse en-
trevistado con Alcalá Zamora, dos días antes, a pro-
puesta del primer dignatario. Ésta es la tercera vez que
el presidente de la República lo llama a consulta, desde
junio de 1933. Termina Unamuno por confiarle a Villa-
lobos una suerte de memorial, escrito a vuelapluma y
«brotado del sueño de la noche pasada», del cual se
perdieron el texto y el rastro.
La revuelta de Companys, así como la revolución de
los asturianos y la bárbara represión militar que iba a
seguirla, encienden de ira a Unamuno. A la mentecatez
de la propaganda comunista, truena y condena, es com-
parable la imbecilidad de quienes quieren monopolizar
el honor nacional con su «majadería de la anti-Es-
paña». En Asturias volvieron a arder las iglesias, acaso
a impulsos de un perverso sentido de sacra purifica-
ción. Pero, en la trágica mascarada, a la Iglesia le co-
rresponde el primer premio de disfraces. Su deber
apostólico convirtióse en «una religión policíaca, dia-

28
bólica, que se propone ser, no consuelo para todos,
buenos y malos, sino garantía y estribo de seguridad
para el orden civil, social, político y jurídico del reino
—o república—».
Con la callada por respuesta, niega la firma a un es-
crito —vedado por la censura en noviembre de 1934—
donde artistas, científicos e intelectuales piden la liber-
tad de Manuel Azaña, preso en Barcelona por su hi-
potético apoyo a la rebelión de la Generalitat. La de Or-
tega es otra notable excepción en aquel pliego, donde
figuran escritores como Azorín y Eduardo Marquina,
que luego se unirán al franquismo, vergonzosa o jubi-
losamente, junto a Gregorio Marañón, Ramón del Va-
lle-Inclán, Américo Castro y Alejandro Casona.
No obstante, se adhiere Unamuno a otro manifiesto
—luego extraviado o destruido— contra las torturas y
los malos tratos a los presos políticos de Asturias. Lo
redacta Azorín, antes de sus prudentes virajes ideoló-
gicos, y se lo mandan por separado a don Miguel el
antiguo ministro republicano de Industria y Comercio
Félix Gordon Ordás, Ramón del Valle-Inclán y el diri-
gente caballerista Julio Álvarez del Vayo. A Valle-Inclán
le escribe Unamuno el 7 de febrero de 1935: «Y ade-
más, aunque algunas de aquellas atrocidades sean ilu-
sorias, soñadas o inventadas, el hecho de soñarlas o in-
ventarlas (de una parte o de otra) arguye de por sí una
gravísima dolencia colectiva.»
En semejantes circunstancias, la palabra «resenti-
miento» reaparece y emerge ardiendo desde los hon-
dones de Unamuno: el hombre que en 1913 publicó Del
sentimiento trágico de la vida. Volverá a asomar en su
conciencia en otoño de 1936, cuando el escritor viva
sus horas más aciagas, en unas notas para un libro
nunca escrito y titulado El resentimiento trágico de la
vida. El 4 de marzo de 1935, recordando la salida de la
traducción española de La decadencia de Occidente, de
Oswald Spengler, le escribe a Ria Schmidt Koch que
toda aquella obra no es sino una explosión de gigan-
tesco resentimiento.
En febrero de 1936 comenta públicamente la victo-
ria del Frente Popular a un corresponsal de la Agencia

29
Fabra, a su paso por París y camino de Oxford. Asegura
que peor habría sido el triunfo de las derechas, porque
tarde o temprano se llegara al mismo resultado por la
violencia. De forma tácita alude entonces a la fallida
huelga general, la intentona de la Generalitat y la re-
volución asturiana de octubre de 1934. De regreso a Es-
paña tropieza con una manifestación de las Juventudes
Socialistas, donde piden a voces la cabeza de Gil Ro-
bles. Unamuno se encoge de hombros.
—Pero ¿qué gritan los muy insensatos? ¡Si Gil Ro-
bles no tiene cabeza! Z
Pero ya prescribió la ironía. Se acerca la hora de la
sangre vertida, que todo lo llama por su nombre inne-
gable, cuando la muerte será muerte y el crimen cri-
men, aunque muchos, de un lado y de otro, pretendan
barrer y ocultar sus delitos. El 15 de abril de 1936, don
Miguel le escribe a Spiros Melas que España vive una
crisis religiosa. Trágicamente se enfrentan allí dos fa-
natismos: el materialismo, que adora a Lenin, y el culto
a la Virgen de la parroquia. Todo ello degenerará en la
confrontación de un par de barbaries: la comunista y la
fascista. Significativamente, casi en vísperas de la gue-
rra civil, también Unamuno empieza a llamar al fas-
cismo fascismo y no «fajismo».
Desde finales de marzo hasta mediados de junio de
1936 lo encama la artritis semanas enteras. Con deca-
nos y catedráticos alrededor del lecho, como un viejo
rey yacente pintado por Rouault, no cesa de escribir y
atender los asuntos del rectorado. El 22 de abril susti-
tuye el comunismo por el anarquismo, en el horizonte
de los más aciagos males. Le anuncia entonces por
carta a Ramón Castañeyra Schamen que crecen a un
tiempo el fascismo —fascismo y no «fajismo»— y la
acracia de la CNT. Al día siguiente manda una esquela
a Emma Clouard: la misma a quien se quejaba, un par
de años antes, del retraso de aquella juventud con la
cabeza trufada de baratos pensamientos. Despotrica
ahora contra los nuevos republicanos, que carecen de
fuerza. El Frente Popular ha sido un fracaso, en tanto
crece el fascismo y triunfa el sindicalismo anarqui-
zante. 4

30
El 10 de junio, cinco semanas antes del estallido de
la contienda civil, el escritor Enrique Díaz Canedo, mi-
nistro plenipotenciario en Argentina, recibe otra es-
quela de Unamuno. Don Miguel declina una invitación
del PEN Club para leer unas conferencias en Buenos
Aires. Temeroso del inmediato porvenir, cada vez le
cuesta más salir de casa. Sólo fue a Oxford para aceptar
la investidura honoraria, porque Inglaterra cae a la
vuelta de la esquina. «Pero lo que sobre todo me retiene
ahora es el estado de la cosa pública (res publica) en
esta nuestra España, sobre la que veo cernerse una ca-
tástrofe si la Providencia o el Hado o lo que sea no lo
remedia.»
Desde los años en que publicó Del sentimiento trá-
gico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913),
Abel Sánchez (1917) y su drama El otro (1932), Una-
muno es un ser de eternidades, según la muy justa de-
finición de Jacinto Grau. Enfrentado con la muerte
irreversible e interminable, se ve a sí mismo como una
perenne dicotomía bajo el signo del incesante enfren-
tamiento entre razón y corazón o entre «el uno» y «el
otro». Puesto a una luz distinta, entre quien Unamuno
es y el adversario que siempre lleva dentro: un hermano
enemigo que existencialmente le confiere su razón de
ser mientras lo devora.”
Pero en varias cartas, discursos y artículos de los
años de la República, un tercer Unamuno perfílase en
don Miguel, de modo irracional y casi al margen del
entendimiento, en una época en que el filósofo licen-
cióse a sí mismo como creador literario, antes aun de
que lo jubilen como catedrático. Diverso del hombre de
eternidades, este Unamuno vendría a situarse en un
tiempo muy concreto: el futuro inmediato. Dicho sea de
otra forma, no sólo lo habita entonces su enemigo sino
también un vidente inadvertido, que en vano clamaría
en el desierto de su sorda conciencia, incapaz de per-
catarse de la entera profecía que lleva consigo.
Aunque tema una catástrofe, si el Hado o la Provi-
dencia —todo en mayúsculas— no lo remedia, no
puede concebir racionalmente una tragedia como la
contienda civil, que se prolongará casi tres años y de-

31
jará centenares de miles de muertos en un país devas-
tado. También los rebeldes, con una insensatez pareja
a la de Azaña y Casares Quiroga, anticipan una guerra
muy breve y casi reducida a un golpe de Estado —la
última asonada del siglo xIx en el xx—, si bien, increí-
blemente, dan por perdidas de entrada las plazas de
Madrid y Barcelona. Tampoco prevén que la revolución
social, que juran impedir con el alzamiento, la preci-
pitarán ellos mismos con mayores y aún más terribles
consecuencias. Léase un estallido de terror e ignomi-
niosos crímenes, en ambas Españas, de los cuales ellos,
los militares, serán los supremos responsables por ser los
primeros provocadores.
Sólo el último Unamuno, el profeta que lo puebla y
ante quien se ciega su razón, percibe en las tinieblas del
iluminado —acaso las del espejo oscuro de san Pablo—
el desastre nacional que se avecina. Julián Zugazagoi-
tia, antiguo ministro de la República en guerra, captu-
rado y cedido por los nazis en la Francia invadida para
que lo fusilen en Madrid, recordará estremecido a don
Miguel en el Parlamento de la República, clamando
desde su escaño:
—Llegará un día en que nos asesinemos los unos a
los otros, en nombre de un crucifijo de piedra o por
unas insignias de barro, con la quijada de un asno.!

82
Medirá un metro setenta y ocho, tal vez setenta y
nueve. En la fotografía de los dos, tomada en 1926
cuando Franco, futuro Generalísimo, es ascendido a ge-
neral de brigada a los treinta y cuatro años, él le lleva
medio perfil con la calva frente. También le lleva trece
inviernos, aunque en la época, frente al flamante e im-
parable progreso de Franco —el general más joven de
Europa desde Napoleón—, hace sólo un par de años es-
casos que él es coronel.
Por lo erguido y enjuto, parece más alto que su me-
tro setenta y ocho, tal vez setenta y nueve. Tuerto como
Polifemo, diríase de espiritado su ojo izquierdo, por lo
muy abierto y renegrido. Debajo del párpado le cruza
el pómulo un terrible costurón. El otro ojo no es sino
una cuenca hueca y oculta con un parche negro. El
4 de marzo de 1926, el tiro certero de un rifeño de
Loma Redonda le saltó la órbita, partiéndole la mejilla
y astillándole la quijada. De paso le arrancó casi todos
los dientes. Unos puntiagudos colmillos y unos incisivos
mellados y amarillentos, perdidos en su oscura sonrisa
y entre dos grandes orejas de perdiguero, le dan un as-
pecto entre goyesco y solanesco. El Museo de Dar-Rif-
fien, entre Ceuta y Tetuán, conserva en un frasco de al-
cohol el ojo extraído.
_En la foto con Franco pende vacía la manga iz-
quierda de su guerrera. Cuando llegue al generalato la
sujetará a veces debajo del fajín. En un bosquecillo de
Fondak le cruzó el codo el balazo de otro moro la ma-
ñana del 26 de octubre de 1924, cuando arengaba a
unos soldados del Batallón de Burgos. Al par de días
tuvieron que amputarle el brazo y el antebrazo en el

33
hospital Militar de Tetuán, porque empezaban a gan-
grenársele.
En mitad del pecho, justo encima del corazón,
oculta la cicatriz de otro disparo. Lo recibió el 17 de
setiembre de 1921, en el ataque a Nador por el ba-
rranco de Amadi. De buena mañana, en las lomas de
Tetas de Nador recién ocupadas por el capitán Fran-
cisco Franco Salgado-Araujo, escuchaba éste las deli-
beraciones tácticas de su primo —el aún comandante
Franco— y del futuro manco y ojituerto: glorioso y le-
gendario mutilado en una guerra imperialista y salvaje,
a la postre perfectamente inútil, cuando Franco tenga
que abandonar Marruecos en 1956, con muda y mansa
vergúenza, en la hora inevitable de la descolonización.
En aquel preciso momento, que señala la historia
con piedra negra, en tanto los tres militares espían con
gemelos el campo enemigo, silba una bala y cae el hé-
roe chillando: «¡Me han matado! ¡Me han matado!» El
capitán Franco Salgado-Araujo le abre la guerrera.
Comprueba el tiro a un tris del corazón y la mucha san-
gre que mana por el boquete. De súbito, para asombro
de los dos primos Franco, el herido se pone en pie de
un salto y rompe a vociferar: «¡Viva España! ¡Viva el
rey! ¡Viva la Legión!» Gritará así hasta que se lo lleven
los camilleros.
Por el muslo derecho le asciende otro desgarrón.
Volvieron a balearlo en Dra el Aref el 10 de enero de
1922. Un devoto biógrafo y enardecido panegirista dirá
que permaneció en pie hasta el final victorioso de la ba-
talla, yéndose en sangre que le empapaba bota y per-
nera. Evacuado al hospital de la Cruz Roja de Ceuta,
reparan que se abrió de nuevo la espingardada del pe-
cho, supurando y poniendo en peligro su vida. Tan
grave se halla, aunque luego abrevie la convalecencia,
que el 18 de enero le dan la extremaunción y lo tras-
ladan a Madrid.
De forma ultraísta, si bien poco veraz, lo describe
Julián Zugazagoitia como «recompuesto de garfios, ma-
deras, cuerdas y vidrios». El vidrio será el ojo de cristal,
que no adquiere hasta 1926, en un breve viaje a Ale-
mania desde Italia para comprárselo. Aquel ojo es toda

34
su prótesis, y lo cierto es que prefiere exhibirse y retra-
tarse con su viejo parche negro. Diga lo que diga Zu-
gazagoitia, más patente es el entramado de los diversos
papeles que le place adoptar, sirviéndose a menudo de
sus mutilaciones, como otros actores se valen de más-
caras, afeites y disfraces.
Dionisio Ridruejo afirma no haber conocido a nadie
con mayor sed de protagonismo y avidez teatral que
aquel hombre. El 18 de julio de 1938 —una fecha que
trasciende este relato, llamado a concluirse el 31 de di-
ciembre de 1936, con un siniestro entierro por epílogo
el primero de año—, el manco, enteramente desnudo y
bajo la ducha, recibe a Ridruejo en un hotel de Valla-
dolid. En carnes vivas, como vino al mundo, canta y se
lava muñón y desgarraduras. En su impedimento, su
mujer y dos legionarios le ayudan a secarse. Seco pero
aún en cueros le dice a Ridruejo querer protegerlo de
sus muchos y muy encumbrados enemigos políticos.
Para ello va a administrarle el juramento de la Legión
y nombrarlo oficial honorario de aquellas banderas. En
calzoncillos y todavía sin parche en el ojo, conjura a
Dios y lo pone por testigo sobre un crucifijo invisible.
Un mes antes, en misión de propaganda y discurseo
franquista, visitan Italia el lisiado de Fondak y José Ma-
ría Pemán, antiguo vocal en la Comisión de Cultura de
la Junta Técnica del Estado en Burgos. A Pemán nunca
deja de admirarle la rapidez con que el manco pasa del
bramido de despropósitos ordenancistas a la más afable
jovialidad. Almorzando en Roma, le pregunta de impro-
viso si él se parece a D'Annunzio, como vienen repi-
tiéndoselo los fascistas imperiales. Impasible, replica
Pemán:
—NO he visto nunca a Gabriele D'Annunzio; pero no
dudo que su calva de bóveda renacentista y su ojo
tuerto le aproximan bastante a usted a la figura física
del poeta.
En Roma perora y vocifera. Los italianos le suponen
perdidos ojo y brazo en la guerra civil, sin que él trate
de disuadirlos. Se inflama y pronuncia una proclama,
muy mal recibida por los monárquicos españoles. Ase-
gura que fascismo, nazismo y falangismo son siempre

35
lo mismo y que la victoria de Franco será un triunfo
del fascio. También sorprende a Pemán que aquel épico
soldado, de tan bravas poses, manifieste un servilismo
hacia Franco digno del más untuoso ordenanza. Como
Galeazzo Ciano les alabe la laboriosidad de su suegro,
el Duce, le interrumpe el tuerto en un italiano extra-
vagante, que cree dominar a las mil maravillas:
—;¡Pues il nostro Caudiglio se pasa cuatorce hores in
mesa de trabaglio e non se levanta ni pere meare!...
Aunque creyente, es supersticioso. No se sabe si en
él puede más la fe que la disparatada cábala. Día y no-
che lleva consigo la medalla, con el perfil de san Pedro,
que le dio Pío XI en 1926. También suele citar el con-
sejo de Su Santidad en el Vaticano: «Tú, que eres con-
ductor de hombres, inspírate en la conducta del santo
Pastor de la Iglesia», sin que se esclarezca de fijo si el
pontífice se refiere a Cristo, a san Pedro o a sí mismo,
puesto que le troquelaron la vera efigies en el reverso
del primer apóstol al acuñar la bendita medalla. Vein-
tiocho años después, en trance de muerte, confiesa el
guerrero haber preferido acabar en el campo de batalla.
Pero acata humildemente la voluntad divina si dispuso
que se apague en su lecho.
Tiene el convencimiento de que sus enemigos falle-
cen a poco de ofenderle o dañarle. Tal es un destino,
que vuelve a confirmarse a la muerte de Unamuno. En-
tre ufano y receloso recuerda la malaventura de cuatro
adversarios suyos en la guerra civil. A dos de ellos, ge-
nerales —uno será Joaquín Fanjul y el otro acaso Ma-
nuel Goded—, los fusilaron los republicanos. De un par
de coroneles que lo odiaban, cayó el primero en el
frente y desnucóse el otro al estrellársele el automóvil.
Emilio Mola, quien también lo desprecia, acaba sus
días en un oscuro accidente de aviación el 3 de junio
de 1937. A título póstumo, Franco le concede la Lau-
reada y ordena enterrarlo en Burgos. Quizá con avieso
cinismo, dispone que el mutilado le presida las exequias
y lo despida en nombre del Ejército.
Pero si sabe sentenciados a quienes aborrece, tam-
bién abriga siniestros terrores particulares. En África,
dirá el comandante Jesús Pérez Salas, tiene más miedo

36
que siete brujas de resultas del tiro en el pecho. El co-
mandante, luego general, Domingo Batet afirma que
Millán Astray tiembla al silbido de las balas a raíz de
su primera herida, sin que el terror le impida explotarla
y ganarse así una pensión anual de nueve mil pesetas.
En Ceuta le aseguran al futuro escritor Arturo Barea,
entonces un recluta socialista, que aquel titán se redujo
a mero bravucón después de herido en Nador. Ruge a
sus tropas: «¡A mí, mis leones!» Pero, tan pronto cargan
a la bayoneta, regresa al Estado Mayor. Media una di-
ferencia radical entre él y Franco en cuanto a gallardía.
Pese a sus pijamas de seda, su vocecilla aflautada, sus
manitas adamadas y su incipiente barriguita de aba-
cero, Franquito, como todos lo motejan a sus espaldas,
marcha derecho hacia las balas cuando los más ardidos
se echan a tierra y arrastran como culebras. Conocidos
asesinos se ponen lívidos porque Franco los mira de
reojo.
A primeros de octubre de 1936, recién liberado el
Alcázar, almuerzan en el hotel Castilla, de Toledo,
Franco, José Enrique Varela y Franco Salgado-Araujo
con todo un plantel de otros altos jefes. Honran al co-
ronel José Moscardó, defensor de la fortaleza. Franco
Salgado-Araujo comparte un extremo de la mesa con el
supersticioso tullido. De súbito lo ve palidecer como un
cirio después de contar trece comensales. Llama enton-
ces a un botones y ordena al asustado chiquillo sentarse
junto a él y compartir el banquete con tan ilustre com-
pañía. Para alivio de Salgado-Araujo, enfrascados en su
conversación con Moscardó, su primo y los demás es-
padones no reparan en tan ridículo espectáculo.
Sus cintas, medallas, condecoraciones y honores no
cabrían en ninguna guerrera. A los diecisiete años ya
tiene la Cruz de María Cristina por su valor en la pe-
núltima campaña de Filipinas. Luego obtendrá la Cruz
Roja del Mérito Militar y la Cruz de María Cristina de
Primera Clase. Creeríase que aquellas cruces se enso-
lapan y reiteran; pero han de seguirlas otras muchas
dignidades. Súmese aquí su nombramiento de gentil-
hombre de Cámara de Su Majestad, su Cruz de Primera
Clase del Mérito Militar con distintivo rojo y pensio-

SE
nada, sus segundas cruces de Primera Clase de María
Cristina y de Mérito Militar con distintivo rojo, la Or-
den Nacional de la Legión de Honor francesa, las Pal-
mas de Oro de Francia, la Cruz de la Real y Militar Or-
den de San Hermenegildo, la Medalla de Sufrimientos
por la Patria con pensión, la Medalla Militar y la Gran
Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo.
Por añadidura es diplomado de la Escuela Superior
de Guerra y antiguo profesor de plantilla de la Acade-
mia de Infantería de Toledo. Allí lo explica casi todo:
geografía e historia de Europa, España, Portugal y Ma-
rruecos, logística, táctica de las tres Armas, reglamento
de campaña y repaso de ordenanzas. Asimismo fue
agregado de las escuelas militares de Saint-Cyr y de
Saint-Maysent, para serlo después en el Estado Mayor
del residente general francés en Marruecos: el celebé-
rrimo mariscal Louis-Hubert Gonzalve Lyautey.
Por real orden del 28 de enero de 1920, aquel hom-
bre —José Millán Astray y Terreros— funda el Tercio
de Extranjeros. Él prefiere llamarlo la Legión; un tér-
mino en verdad más adecuado porque de la Légion
Étrangére francesa y del bushido, del japonés Inazo Ni-
tobé, copió su marcial proyecto, si bien en la Legión
española son los extranjeros una minoría insignificante.
Dieciséis años después, una oscura Providencia escoge
a Millán Astray para enfrentarlo con don Miguel de
Unamuno a los tres meses de estallada la contienda
civil. Su encuentro dará pie a uno de los actos de he-
roísmo más grandes, por parte de un intelectual an-
ciano e indefenso, Unamuno, denunciando pública-
mente y en voz muy alta los crímenes del sistema en su
día y el inevitable fracaso final del franquismo, ante un
cíclope desatinado que sólo acierta a ladrar vivas a la
muerte y mueras a la inteligencia.”

A Millán Astray lo conoce de nombre Unamuno por


las notas de prensa. La primera vez que lee un retrato
íntimo, si bien muy breve, del legionario lo hace en No-
tas marruecas de un soldado (1923). Su autor, el joven-
císimo Ernesto Giménez Caballero, le manda uno de los

38
primeros ejemplares. Unamuno, de quien Giménez Ca-
Fa PsPo cd e haberlo sido en las
aulas, comenta favorablemente aquella obra. Al hilo de
otros trece años, en plena guerra civil, el mismo sino
que opone 2 Unamuno y a Millán Astray tomará por
protagonistas marginales de aquel drama a Giménez
Caballero y a José María Pemán.
En el Rif de 1922 sirve Giménez Caballero como sol-
dado en el Batallón de Saboya número 6 y convalece de

niente coronel Millán Astray, jefe de la Legión. Millán


lleva en cabestrillo el brazo izquierdo, el que luego per-
derá en Fondak, y de vez en cuando susurra un lamento
con una sonrisa de tímida disculpa. «¡Esta neuritis!
¡Esta neuritis!» Ante los atónitos mozos, ciegos o am-
putados muchos de ellos, sedesmadra y vocifera a grito
pelado:
—A ver mis legionarios! ¿Dónde están mis chaca-
les? ¡Legionarios, viva España, viva el rey, viva la Le-
gión! ¿Tú qué tienes, hijo mío? ¡Un balazo! ¿Y tú, mu-
chacho? ¡Pues aquí, en la cabeza, otro balazo! ¿Y tú,
hijo? ¡Dos balazos! ¡Dos balazos!
En el barracón todos hambrean y piden de comer.
El ayudante del teniente coronel va tomando nota pun-
tualmente. Jamones, gallinas, botellas de vino. Millán
Astray asiente con la cabeza a cada demanda y, de
tarde en tarde, vuelve a quejarse de su propio y muy
prosaico achaque. «¡Esta neurítis! ¡Esta neuritis!» Des-
pués, gorro en mano, torna a rugírles: «¡Legionarios,
viva España, viva el rey, viva la Legión!», y sale como
alma que lleva el diablo. Ni que decir tiene, concluido
aquel escarnio, todo queda en nada y los pacientes ja-
más verán las gallinas, los jamones ni los vinos pro-
metidos.*
La República sorprende a Millán Astray destinado a
las órdenes del Ministerio del Ejército. En el Gobierno
del almirante Juan Bautista Aznar —áltimo de la lla-
mada Dictablanda— es ministro de la Guerra el general
Dámaso Berenguer, inmediato antecesorde Aznar al
frente del Consejo, después de la caída de Primo de Ri-

39
vera en 1930. Como ya vimos, el 13 de abril de 1931,
Berenguer pide a los capitanes generales que velen por
el orden público sin oponerse al régimen político que
adopte la nación.
En las próximas veinticuatro horas todo el país ob-
serva ansiosamente al general José Sanjurjo, director de
la Guardia Civil y antiguo jefe de Millán Astray en Ma-
rruecos, donde fue alto comisario entre 1925 y 1928. La
noche del 12 de abril, el ministro de Gobernación,
conde de Romanones, le pregunta a Sanjurjo si res-
ponde de la Guardia Civil'en cuanto se conozca el re-
sultado de las elecciones. El general baja la cabeza y no
contesta. A los dos días, de buena mañana, le asegura
a Alcalá Zamora la lealtad de la Benemérita. Al paso de
más de un cuarto de siglo —el 27 de marzo de 1967—,
opina Franco que Sanjurjo sentíase resentido con el so-
berano por no haberlo nombrado gentilhombre de Cá-
mara. Franco piensa que la omisión se debió al des-
cuido y no al rencor. Pero no perdonaba Sanjurjo verse
obligado a suplicar audiencia, en sus muchas visitas a
palacio, aunque luego se zanjara aquel impedimento
por deseo regio.
No obstante, la Corona había nombrado al general
marqués del Rif, y el 28 de marzo de aquel mismo año
Alfonso XIII le impone la Gran Cruz de Carlos III. El
nuevo marqués seguirá siendo monárquico en el fondo
del alma; pero acepta la República para evitar vanos de-
rramamientos de sangre. Por añadidura, no puede de-
sacatarla después de haber ordenado Berenguer el es-
tricto y más apolítico mantenimiento del orden en
todas las capitanías generales.
El 14 de abril por la mañana, Millán Astray habla
con Sanjurjo. Inmediatamente se precipita a telefonear
a Franco, director de la Academia General Militar de
Zaragoza, restaurada por la Dictadura. Aunque mucho
después se diga que Franco vería en Millán una especie
de mascota, la relación entre aquellos hombres resulta
mucho más compleja y hasta cierto punto incompren-
sible. Se conocieron en 1919, en el pueblo de Valde-
moro, en un curso de Información de la Escuela Cen-
tral de Tiro. En África, Millán nombró a Franco

40
lugarteniente suyo en la Legión y le dio el mando de la
Primera Bandera. Más tarde, Franco iría a sucederle al
frente del Tercio. Toda la oficialidad legionaria, acaso
incluido el propio Millán, creía a Franco el más inteli-
gente de los dos. No obstante, pensó Franco en Millán
Astray como director de la Academia Militar zarago-
zana antes de asumir él mismo aquel mando. A la ama-
necida de la República muestra ya Millán un hondo res-
peto hacia Franco que luego, en la guerra, devendrá
grotesco y abyecto servilismo.
—Me ha dicho Sanjurjo que con la Guardia Civil no
se puede contar y que él creía que a su majestad no le
quedaba otra solución que marcharse hoy mismo fuera
de España —anuncia Millán Astray.
Siempre en pos de su primo, Francisco Franco Sal-
gado-Araujo es ahora su ayudante en la academia, con
las «acumuladas» de profesor y primer ayudante de la
institución, valga la jerga universitaria. Aquel 14 de
abril le aflige comprobar cómo varios oficiales de In-
fantería y todos los de Artillería se declaran fervientes
republicanos. En tanto aquella alma de cántaro oye por
casualidad la conversación de su pariente con Millán,
no deja de escandalizarle la frialdad con que Franco
afirma compartir el criterio de Sanjurjo. El monarca
debe desterrarse antes del atardecer si así lo exige Al-
calá Zamora. Punto final.?
Aunque el Tercio ordene amar a la patria y ser siem-
pre fiel al monarca, y pese al triple grito de guerra, tan-
tas veces repetido en África, «¡Viva España! ¡Viva el rey!
¡Viva la Legión!», no tiene reparos Millán Astray en
adaptarse, o al menos someterse, a la República. Si
bien el general le lleva siete años al soberano, Alfon-
so XIII fue hasta entonces su padre simbólico, como
jefe del Estado y heredero del trono. Era la figura casi
sagrada, que precedía al mismo Tercio y veníase in-
mediatamente después de España, en el fanático fervor
del tuerto. Pero aquella paternidad alegórica prescribe
tan pronto el rey se ve obligado a huir de España, como
hurta el cuerpo y escapa el felón de la batalla. Para ma-
yor desgracia, luego será procesado, juzgado y conde-
nado en ausencia.

41
El padre emblemático se convierte así en un pre-
sunto cobarde y delincuente cuya sombra hiere y des-
honra al hijo, que profesa y predica tener a la muerte
como única razón de la vida. En el centro del entrevero
de farsante y huracán humano que es José Millán As-
tray se abre un vacío que sólo llenará otro símbolo
paterno. Léase alguien con quien identifique indistin-
tamente sus orígenes morales y sus finalidades castren-
ses: un superior militar con el que logre completarse
anímica y aun físicamente después de las terribles am-
putaciones sufridas. .
Desde el 14 de abril de 1931, su paternidad vicaria
la asume el general Sanjurjo a los ojos de Millán Astray.
Aquel día, el marqués y «león» del Rif fue el auténtico
vencedor de Alfonso XIII al sentir del paladín de Loma
Redonda. Puestos a analizarle las razones a la conce-
sión de tal patria potestad, éstas se explican por sí mis-
mas. Sanjurjo le lleva siete años y, como ya sabemos,
fue el superior de Millán Astray en Marruecos. No obs-
tante, también el león va a periclitar como emblema pa-
terno cuando su intentona contra la República, el 10 de
agosto de 1932, sea fácil y casi ridículamente sofocada.
Perseguido, juzgado y deshonrado aún en mayor me-
dida que Alfonso XII, lo condenan a la pena capital y
después lo indultan. Tal vez la muerte, la redentora de
los legionarios, lo desdeñe entonces. Al igual que el rey,
aunque en su caso por propia voluntad, pasa Sanjurjo
al destierro tan pronto lo amnistían. El mismo sino que
ya lo hizo prescindible, lo lleva a morir físicamente el
20 de julio de 1936. No perece en el campo del honor
sino en un increíble accidente aéreo al partir de Por-
tugal para encabezar un alzamiento que, a no dudarlo,
corresponde a mejor capitanía.
Su puesto como signo paterno lo transfiere defini-
tivamente Millán a Franco. Como Franco lo precedió en
el generalato, poco o nada importan los trece años que
los separan. Por añadidura, tanto Franco como San-
jurjo apoyaron y consiguieron su ascenso a teniente co-
ronel. Aunque Franco fuera entonces sólo comandante
y Sanjurjo general, en plena Dictadura debatieron como
un par de padres por poderes con Primo de Rivera,

42
quien no mostraba mayor simpatía por el creador del
Tercio. En la guerra escribirá Millán Astray que Franco
es «el enviado de Dios, como Conductor para la libe-
ración y el engrandecimiento de España».'” De tan alta
condición a ser el Padre omnisciente y todopoderoso
media poco trecho. Traducido aquel fervor al lenguaje
épico y goliardesco del cuarto de banderas, con un to-
que de italiano macarrónico, también significa que
Franco, il nostro Caudiglio, se pasa cuatorce hores in
mesa de trabaglio e non se levanta ni pere meare!...
En el orden personal, los años de la República
transcurren sin notables acontecimientos para Millán
Astray. El 25 de febrero de 1932, el ministro de la
Guerra, Azaña, lo pasa a la reserva con otros genera-
les —Mola, Saliquet, Luis Orgaz y González de Lara—
para quienes no se encontró mando en los últimos seis
meses. El 22 de junio, el legionario toma un tranvía
en Carabanchel y entra en la Escuela de Tiro. Ante el
regocijo de los oficiales presentes pide un caballo,
forma a los cadetes y les manda rendirle honores.
Azaña parece más contrariado que furioso por la in-
disciplinada comedia de aquel «fantasmón», como lo
llama en sus Diarios. E
Aunque no participe en su conjura, lo informará
Sanjurjo de cuanto se trama aquel verano. A finales de
julio, Franco, entonces al mando de la XV Brigada de
Infantería, en Galicia, viaja a Madrid y visita a Azaña
en el ministerio. Allí conversa con Goded y el coronel
José Enrique Varela. A última hora comparecen San-
jurjo y Millán Astray. Franco se lleva aparte al marqués
del Rif. Sin ambages ni rodeos, confiesa no querer su-
marse a ninguna conspiración. A Millán le impresiona
la firmeza de unas declaraciones privadas del sinuoso
Franco:
—Yo, que no he querido intervenir en la política na-
cional ni he querido sublevarme, lo haré seguramente
el día que vea que se disuelve la Guardia Civil. O que
llega la hora del comunismo, y ese día, solo o con todos
los que me sigan, me echaré al campo.
El 19 de noviembre de 1934, después de la tragedia
de Asturias y la revuelta de la Generalitat, Lerroux

43
asume el Ministerio de la Guerra con la jefatura del
Consejo. Inmediatamente, antes de que lo pasen a In-
válidos, rescata a Millán Astray de la reserva y le con-
cede un cargo en los servicios pasivos del Ejército. De
muy mala gana, arqueadas las cejas y los ojos al cielo,
firma el decreto Alcalá Zamora, mientras Lerroux elo-
gia a Millán: «Un militar dos veces mutilado en servicio
de la patria, sin que las balas hubiesen discernido si era
republicano o monárquico.»
De regreso a África, Franco deja Madrid por la es-
tación de Atocha el 15 de marzo de 1935. Por nombra-
miento del 15 de febrero es ahora jefe superior de las
fuerzas de Marruecos. En Atocha lo despiden Millán
Astray, Fanjul, Varela, Yagúe y el general Núñez del
Prado, que será fusilado por Mola en Pamplona al año
siguiente. Lerroux salvó a Millán del cuerpo de Inváli-
dos redimiéndolo de la reserva. Pero aquel «hombre
con alma de ramera», como Antonio Machado califica
al jefe de Gobierno, asciende a Fanjul a general de di-
visión en marzo, aunque ocupa el décimo puesto entre
los generales de brigada y Millán Astray encabeza el es-
calafón. Al frente de la Primera División Orgánica fra-
casará Fanjul en el alzamiento de Madrid. Juzgado y
condenado a muerte, lo fusilarán el 17 de agosto de
19363:5
El 24 de junio de 1935, siendo Gil Robles ministro
de Guerra y Franco, ya vuelto de África, jefe de Estado
Mayor, fotografían a Millán Astray en el acto de entrega
de diplomas a los capitanes de Estado Mayor, con Gil
Robles, Franco, Goded y otros altos mandos. Los retra-
tos públicos serán siempre una de sus íntimas flaque-
zas, y el 16 de diciembre posa de nuevo en el ministerio
el mutilado. Aquella vez lo acompañan el nuevo minis-
tro, general Nicolás Molero, con el cesante jefe de Es-
tado Mayor, Francisco Franco, Fanjul y un cortejo de
nueve espadones.''
El 18 de mayo de 1936, cuatro meses antes de que
la guerra se extienda a la Península, Millán Astray parte
para Argentina. Una empresa porteña le contrata una
serie de charlas —presuntuosamente, él las eleva a
«conferencias»— de veinte minutos cada una, a qui-

44
nientos pesos la perorata, con el título y tema de «Re-
latos de mi vida. Regulares y legionarios». Como es de
rigor, consulta con Franco antes de embarcarse. En
Buenos Aires también lo solicitan varias agrupaciones
gallegas. Dirigiéndose a unos obreros emigrados, incu-
rre en fastuosa vanagloria. En Sevilla y en Cádiz, ferro-
viarios, camareros, limpiabotas, mendigos y desvalidos
se le abrazaban llorosos: «¡Mi general, no se marche a
América y quédese con nosotros!» Tantas veces repite
luego la fábula, que terminará por creérsela él mismo.
También en Buenos Aires lo sorprende el alza-
miento. Con voz de mando, llama a su esposa: «Elvirita,
dice la radio que se ha sublevado la Legión. Esto para
mí es el grito de ¡A mí la Legión!» El editor español
Manuel Quero y el novelista argentino Enrique Larreta,
autor de La gloria de don Ramiro, le apresuran los trá-
mites y allanan obstáculos. Al par de días zarpa el ma-
trimonio en el Almazora. A bordo, en clave convenida,
le telegrafía Quero cuanto ocurre en España. Con la
muerte de Sanjurjo y el fracaso de los rebeldes en Ma-
drid, Barcelona, Valencia y Bilbao, le embargan dudas
espantosas. Ya en Portugal y después de tantos desas-
tres, sin que Mola se dignase a consultarle ni pedirle los
servicios, piensa ofrecerse a la República. Como un vul-
gar y voluble histrión, quiere cambiar de papel y camisa
según sus conveniencias y pretensiones.
El mayor de los Franco, Nicolás, y los monárquicos
españoles abrieron una oficiosa embajada en el hotel
Avis de Lisboa. Allí Gil Robles y Nicolás Franco —el
hermano brujo, según Ramón Garriga—, paciente-
mente, le exponen lo que Millán Astray conoce mejor
que nadie, de forma inadvertida. Su puesto de combate
está junto a Franco, sobre todo ahora, después de ma-
lograrse el alzamiento para convertirse en contienda ci-
vil. Mientras, bajo la presidencia del general Miguel Ca-
banellas, el 23 de julio los también generales Mola,
Fidel Dávila y Miguel Ponte, con los coroneles Federico
Montaner y Fernando Moreno Calderón, establecieron
en Burgos la Junta de Defensa Nacional. El 3 de agosto,
salvado el Estrecho por las primeras tropas africanas,
incorporó la Junta a Franco, Orgaz y Gonzalo Queipo

45
de Llano. A los cinco días llegaban ya ocho mil solda-
dos a la Península, bajo la cobertura aérea italiana y
alemana. Aquella misma mañana, Franco y su eterno
espolique, Franco Salgado-Araujo —Pacón, para la fa-
milia—, volaron a Sevilla y se establecieron en el pa-
lacio Yanduri. Dentro de poco, procedente de Lisboa, se
les une Millán Astray.
El viaje de Lisboa a Sevilla lo prolonga con un rodeo
por Valladolid y Pamplona, tratando de congraciarse
con Mola. El 11 de agosto, en el hospital Militar de
Pamplona, Pedro Laín Entralgo lo sorprende velando el
cuerpo del teniente coronel Joaquín Ortiz de Zárate,
tendido en una alfombra y con la cabeza apoyada en
una almohadilla. «¡Ya es tuya, hermano!», le dice Mi-
llán al cadáver refiriéndose a la muerte. «Fundidos en
un abrazo, yacéis los dos.» En seguida, ante un grupo
de enfermeras, médicos y monjas, atónitos y despavo-
ridos, rompe a cantar a voz en grito: «Soy valiente y leal
legionario, / soy soldado de brava Legión...»!?
En Sevilla pretende justificar oblicuamente su de-
mora. Repite que sólo en Portugal le advirtieron que la
lucha proseguía. En el Almazora, «las radios rojas» da-
ban por seguro el triunfo de la República. Si las cono-
cen entonces, nadie parece reprocharle sus vacilantes
tentaciones, aunque al año siguiente Franco le dirá a
Ramón Serrano Suñer despreciar cordialmente a Mi-
llán, en su fuero más íntimo, por casi haberse pasado
a la República cuando recalaba en Lisboa. Como el hijo
pródigo, almuerza todos los días con Franco y su im-
provisado Estado Mayor. Habla a destajo y prodiga los
chistes andaluces y gallegos. En una sobremesa, au-
sente Franco, critica a Alfonso XIII. Salgado-Araujo ob-
serva que Millán Astray fue siempre republicano. Cre-
yendo así aludidas sus dudas en Lisboa, monta en
cólera el manco de Fondak y replica que aquello es ar-
tero desacato a un superior. Quéjase a Franco; pero
éste opta por inhibirse. Su primo ofrece disculpas y
pronto resuelve sus diferencias con Millán.
Republicano o no, el 15 de agosto participa con
Franco y Queipo en la pública adopción de la bandera
monárquica, frente a la roja, gualda y morada republi-

46
cana. Cúmplese así la voluntad de Franco, apoyada por
Queipo y nunca expuesta antes a los restantes miem-
bros de la Junta de Defensa. Después de cubrirse de ri-
dículo Queipo de Llano, con un discurso deshilvanado
e interminable y de un breve y lloroso parlamento de
Franco, pronuncia Millán Astray sus grotescas vacie-
dades. Cuando alguien lo vitorea, encárase con el es-
pontáneo.
—¿Qué es eso? —finge enfurecerse modestamen-
te—. ¡No quiero vivas para mí! Pero gritad todos con-
migo: ¡viva la muerte!
Franco, veterano de la Legión, se muestra compla-
cido mientras corea el gentío la siniestra insensatez.
Entretanto prosigue Yagúe una rápida campaña a tra-
vés de Extremadura. El 10 de agosto toma Mérida. El
14 asalta Badajoz, tenazmente defendida. Al igual que
si anticiparan y celebrasen los gritos de Millán Astray,
moros y legionarios se entregan en Badajoz a la sádica
matanza de dos millares de prisioneros, con el santo y
bueno de Yagúe. El 26 de agosto, Franco vuela a Cá-
ceres y se instala en el palacio de los Golfines de Arriba.
Lleva consigo a Millán Astray, como jefe improvisado
de una primitiva oficina de propaganda.
Por primera vez en la guerra para Millán Astray en
Salamanca el 12 de setiembre. Llega inadvertido de que
allí lo emplazará la historia, dentro de un mes, para
que se infame debatiendo con Unamuno. En viaje de
apostolado político, lo manda al norte Francisco
Franco. Millán reitera por doquier el doble elogio de la
muerte y de Franco, el elegido de los cielos. Su mística
baraka musulmana, como la define Rafael Abella, hace
invencible al que pronto será Generalísimo. Jamás se
cansa de repetirlo José Millán Astray. En ocasiones sa-
zona el repertorio con groseras chorradas. Ante el fosco
desconcierto de los curas, al término de las arengas or-
dena que se besen hombres y mujeres. También él con-
fiesa besar a cuantas hembras encuentra, incluidas
nueve monjas enclaustradas y tres abadesas. Al obispo
de Salamanca, Enrique Pla y Deniel, le afea la pesarosa
solemnidad de los funerales católicos. Debería cele-
brarse la muerte con alborozo y aleluyas, no con tanto

47
gorigori. Replica el prelado que la música sacra es parte
de la doctrina eclesiástica. Por tal sólo cabe respetarla.
No se cansa de trotar y arengar. Habla en Sala-
manca, en Valladolid, en La Coruña —flanqueado por
marineros alemanes, que nada comprenden de aquel
clamoreo—, en Vigo, en Pamplona y en Lugo. En Lugo,
almuerza con las autoridades locales después de la so-
flama. Pide un queso de tetilla por postre. Correcta-
mente le recuerda el camarero que aquél es «día sin
postre», como otros lo son de «plato único», según las
normas vigentes de «austeridad». Impasible, le pre-
gunta al mozo si puede identificarlo. Tan pronto res-
ponde haberlo reconocido, lo abofetea de un revés para
aterrado estupor de todos los presentes.
Redondea la brutalidad con un ataque de furiosa
histeria, cierta o fingida. Tumba sillas y mesas a pun-
tapiés mientras tratan de dominarlo en vano. Sólo con-
tiene la ira desencadenada cuando el camarero le ofrece
disculpas. Es bastante magnánimo para no exigirle la
otra mejilla. Asqueado, el gobernador civil Leopoldo de
Sousa no acude aquella tarde a la estación ni se despide
de tamaño energúmeno. En un hospital de sangre re-
pite Millán aquella vileza y reitera la farsa del barracón
tetuaní. «¿Y tú, valiente legionario, en qué acción te hi-
rieron?» A todos manda entregarles veinte o cuarenta
duros, que jamás serán habidos. Cuando alguien le dice
haberse caído de una moto, «donde iba de contrapeso»,
se enciende como un apoplético ante tamaña ridiculez
y le cruza la cara.
—¡Pues toma un hostiazo!
Por decreto del 28 de setiembre de 1936, firmado
por el general Cabanellas como presidente de la Junta
de Defensa, se nombra a Franco jefe del Gobierno del
Estado español. En la Capitanía de Burgos, Cabanellas
le hace entrega de «los poderes absolutos del Estado»
al día siguiente. En el membrete de sus cartas, Franco
se titula «jefe del Gobierno del Estado». Pero pronto lo
abrevia a «jefe de Estado», por razones de sucinta con-
veniencia. En las laboriosas negociaciones que condu-
cen a su designación, Cabanellas le profetiza al general
Alfredo Kindelán, denodado defensor de Franco en los

48
tratos, que el Caudillo no permitirá que nadie lo susti-
tuya en la guerra ni en la paz. Así hasta su muerte. Ca-
banellas, Mola y Queipo preceden a Franco entre los
generales de división. Pero, al paso de unos años, el
propio Queipo admitirá que Cabanellas era inaceptable
por masón y republicano. Con Mola, puntualiza sarcás-
tico, se habría perdido la guerra. Y él, Gonzalo Queipo
de Llano, estaba muy desprestigiado. Como huelga aña-
dirlo, Millán Astray apoya devotamente, desde un
puesto de segunda fila, todos los esfuerzos de Kindelán
en pro de Franco.
Dueño del «mando», como él lo llama —un om-
nímodo dominio militar y político que nadie tuvo en
España, incluido Manuel Godoy en la corte de Car-
los IV—, Franco reemplaza la Junta de Defensa por otra
Junta Técnica del Estado, según decreto del 2 de oc-
tubre. «Preside» la Junta Técnica el general Fidel Dá-
vila, hombre casi tan plegado a Franco como Millán As-
tray, aunque en muy distinto estilo. Pemán mantiene la
Secretaría de Cultura. Pero al periodista monárquico
Juan Pujol, titular de Prensa y Propaganda en la Junta
de Defensa, lo sustituye Millán Astray por expreso de-
seo del Generalísimo.
José Millán Astray se sentirá en la gloria. Su padre
simbólico es dueño y pater familias del país, pues la Es-
paña rebelde convirtióse en la casa campamental del to-
dopoderoso. En cierto modo, también Millán Astray, el
hijo emblemático, devino el padre del padre supremo.
En buena medida, él hizo a Franco Franco. En los días
de la Legión lo nombró lugarteniente del Tercio. Le dio
el mando de la Primera Bandera: la que lleva por en-
seña los jabalíes de Borgoña, luchando por la rama de
un roble sobre el fondo negro. Ahora, tantos años des-
pués, lo apoyó en la ascensión al patriarcado absolu-
to que es la jefatura del Estado. Con el complacido be-
neplácito de Franco, Millán idea y difunde la rastrera
consigna de: «Una Patria. Un Estado. Un Caudillo,
Franco.» Aunque tuerto, manco y recosido por los cos-
turones de las viejas heridas, nunca sintió más comple-
tas y cumplidas su identidad personal y su identifica-
ción con el padre escogido.

49
Con repelentes bufonadas celebra la consagración
de Franco y su propia capitanía. Manda imprimirse
unas tarjetas en las que se proclama «fundador de la
Legión y de Prensa y Propaganda». A golpes de silbato
convoca en su despacho del palacio de Anaya a cola-
boradores y corresponsales. Los manda formar en su
presencia. Los arenga, gritando como un poseído.
Tanto se exalta a veces que se ahoga, acardenala y pa-
rece que vaya a saltársele el ojo bueno. Termina por
caer en el sillón, desmadejado y exhausto. Después, en-
tre vivas a la muerte y loores al Caudillo, echa a todo
el mundo con nuevos pitidos.
Si le place, cena en el Gran Hotel. Entre dos platos,
se levanta empuñando una pistola y profiriendo aulli-
dos que despertarán a las piedras de la plaza del Mer-
cado. Manda alzarse a la entera concurrencia, incluidos
los diplomáticos extranjeros. Millán y un par de legio-
narios, que siempre le siguen armados con fusiles ame-
tralladores, rompen a cantar El himno de la Legión. Los
presentes tienen que corearlos, sepan o no sepan la to-
nada, y el general dirige aquel guirigay blandiendo el
revólver. Una noche retiene al conjunto, en pie y brazo
en alto, una hora entera. Después del canto legionario
vienen Cara al sol, Giovinezza, el Horst Wessel Lied,
Deutchland úber Alles y el Inno Nazionale italiano. Si
dispara al aire, callan los cantores y le ríen la gracia.
Con tanto discurso, gritería y garganteo, cabe que Mi-
llán Astray se quede afónico y hasta pierda el habla en
señaladas ocasiones. Entonces recurre a las muecas, las
mudas risotadas, el pataleo y los ademanes con el brazo
bueno. El público simula escucharle impasible. Pero,
terminada la muda soflama, aplaude enardecido al
mimo improvisado. Para fin de fiesta clausuran el acto
las voces oficiales.
—¡España, una, grande, libre! ¡Arriba España! ¡Viva
Franco!
Entre las anchas orejas de perro pachón, pegadas al
cráneo, delgados los labios como un par de navajas, a
Millán Astray se le ennegrece y amarillea una larga son-
risa, cavernosa y beatífica, en la cara de momia.'?

50
Después de aquel grito ante el Casino: «¡Viva España,
soldados! Y ahora, ¡por el faraón de El Pardo!», baja
Unamuno hacia la plaza Mayor del brazo de su anti-
guo discípulo Salvador Vila Hernández. Quienes los
ven juntos aquella mañana recordarán la apuesta fir-
meza del anciano, sabiéndose centro de todas las mi-
radas, como lo fue aquel 13 de febrero de 1930, al re-
greso del destierro impuesto por la Dictadura. Hace
de aquello sólo seis años, aunque ya parezca ocurrido
en otra vida. Agolpados en la calle de las Úrsulas, lle-
gaban entonces los estudiantes al Campo de San Fran-
cisco. «¡A Unamuno, maestro de maestros!», «¡Viva
nuestro maestro Unamuno!», rezaban los carteles
triunfales. En la calle de Bordadores, toda nevada, se
abrió respetuosamente el gentío para que entrase en
casa con su esposa.
—Volví a Salamanca —le dijo a la conmovida mu-
chedumbre, y en seguida citó su promesa de 1924, en
la estación, cuando partía exiliado—. Volveré, no con
mi libertad, que nada importa, sino con la vuestra.
Del brazo de Unamuno, calle del Toro abajo, Sal-
vador Vila Hernández se siente aprensivo y duda que la
guerra termine muy pronto, como lo anticipa y aguarda
todo el mundo, incluido don Miguel. Catedrático de
árabe y rector de la Universidad de Granada, Salvador
Vila Hernández fue a pasar el verano en Salamanca con
su familia. Sobre todo quería conversar con Unamuno,
al igual que cuando era estudiante suyo y seguía al
maestro, tejiendo y entretejiendo sus interminables mo-
nólogos, en los largos paseos por la carretera de Za-
mora. Caminatas fueron aquéllas a veces interrumpidas

51
o acortadas por bienaventurados seminaristas que ape-
dreaban a don Miguel por impío y blasfemo.
Muy tímido y con un ligero tartamudeo, apenas
frisa la treintena Salvador Vila Hernández. A los dos
días lo apresan con su mujer. Inmediatamente se inte-
resa Unamuno por ellos. Le aseguran no haber motivo
de alarma. Al matrimonio no lo secuestraron los incon-
trolados. Lo detuvo la benemérita Guardia Civil. Lle-
vado a Granada, a Salvador Vila Hernández lo asesinan
sin causa, como a Federico García Lorca. A finales de
agosto acaban con él las Escuadras Negras del gober-
nador en las tapias del cementerio. El 26 de noviembre
de 1936 escribirá Unamuno en unos apuntes íntimos,
para aquel libro que nunca compuso, El resentimiento
trágico de la vida: «En Granada han fusilado los falan-
gistas al pobre Salvador Vila. Estos degenerados anda-
luces, con pasiones de invertidos sifilíticos y de eunucos
masturbadores.»
Entretanto, alrededor de Unamuno y de Salvador
Vila Hernández, se vacían las calles y montan los sol-
dados las ametralladoras en las esquinas. Conatos de
huelga general, rápida y duramente reprimidos, estallan
por toda la provincia. Desde su casa oye Unamuno re-
petidos disparos la noche de aquel domingo. En el
Campo de San Francisco amanece el lunes el cadáver
de un viajante de comercio vecino suyo. Desde entonces
suenan las descargas todas las noches y otros muertos
aparecen en las cunetas. Al alba del 29 de junio, un le-
chero hallará en mitad de un descampado los cuerpos
ensangrentados del alcalde, Casto Prieto Carrasco, y del
presidente de la Casa del Pueblo, José Andrés Manso.
Caerán, como ya se dijo, en la saca de los falangistas
de Valladolid, que no se cansan de vengar la muerte de
su jefe, Onésimo Redondo, en un encuentro con los mi-
licianos de la República en Labajos: un pueblo de la
provincia de Segovia.
El lunes, 20 de julio, el comandante militar de Sa-
lamanca ordena la inmediata concentración de los sal-
mantinos hábiles en los cuarteles de Infantería. A mu-
chos los detienen entonces al salir de sus casas. A otros
los prenden en los cuarteles de la calle Federico Anaya.

52
La víspera, al apoderarse de la alcaldía, el comandante
Francisco Valle Martín encarcela a todos los concejales
izquierdistas. Dos de ellos, el obrero Casimiro Paredes
y el ferroviario Manuel Alba, serán ajusticiados a los
pocos días.
El viernes, 24 de junio, se forman los tribunales mi-
litares y comienzan los juicios sumarísimos. El sábado,
La Gaceta Regional reseña y retrata al nuevo ayunta-
miento. El comandante Valle Martín sigue en la alcal-
día y mantiene a Miguel de Unamuno como concejal.
Al día siguiente, don Miguel hace unas declaraciones en
aquel mismo periódico. Afirma la necesidad de salvar
la civilización occidental, «la civilización cristiana», hoy
en trance de muerte. En los últimos años, divaga y con-
dena, rigen a los pueblos los peores políticos imagina-
bles; al igual que si escogieran a los licenciados de pre-
sidio para gobernarlos. («¡No me negará usted que
Mussolini es sólo un vulgar asesino!») También mani-
fiesta un criterio al que ha de volver diversas veces en
la guerra civil. No se oponen en el mundo dos ideolo-
gías —más tarde hablará de «la religión de Cristo frente
a la de Lenin»— sino se vive en un estallido de malas
pasiones. Casi entre líneas, en voz muy baja, hace una
llamada a la concordia. Cada mañana se cruza en la
universidad con la estatua de fray Luis de León y se
para a contemplar el ademán de paz y calma que aque-
lla mano inmóvil le aconseja. A título personal, añade
haber obtenido su concejalía en las elecciones de 1931
y seguir en el Consistorio «como un elemento de con-
tinuación», siempre al servicio de España y de la Re-
pública.'*
En los primeros días de la guerra, Unamuno parece
obstinado en creer que su presencia política y acadé-
mica significa la simbólica supervivencia de un libera-
lismo republicano, que espera se imponga en España
en cuanto concluyan las hostilidades. De hecho, aunque
no quiera admitirlo, debe aguardarlo contra toda es-
peranza. Hombre de conocido egoísmo en los pequeños
gastos, de quien afirma César González Ruano no ha-
berle visto pagar un café a nadie, el 8 de agosto dona
cinco mil pesetas para la ayuda de guerra.

53
Tal cantidad, muy notable en la época, iguala la en-
trega de un poderoso proveedor de alquitranes para re-
vestimiento de carreteras y de una conocida terrate-
niente salmantina. No obstante, Unamuno dejó de
percibir los derechos de sus libros, así como las rentas
del caserío heredado en Ceberio y de la finca que tiene
en Bilbao. Cayeron aquellas propiedades en zona re-
publicana y teme constantemente que se las destruyan
en un bombardeo, si no las saquearon antes las turbas.
Sus ingresos, resumirá en noviembre, los redujo la con-
tienda a una mera quinta parte.
Para infundir la sensación de «continuidad» y tam-
bién de una vida más cívica a corto plazo, cada tarde
acude a la tertulia del Novelty, debajo del reloj de la
plaza Mayor. Amigos y extraños lo contemplan a través
de las vidrieras, acomodado en su mecedora favorita.
Con sus gafas redondas y su aire de oscuro búho en-
simismado, que vino a acentuarle la guerra, degusta el
café de forma consabida. Separa un terrón de azúcar
en el platillo. Saborea el moca a lentos sorbos y echa
luego aquel terrón a la taza. Le añade un poco de agua,
la revuelve con la cucharilla por un buen rato y se la
bebe de un ávido trago. Luego juega su diaria partida
de mus. Admira y asombra la forma que las cartas lo
absorben y apasionan. Suele ganar y codiciosamente re-
coge el dinero. Al cabo prosigue la tertulia y Unamuno
conversa, calmoso y sonriente, mientras hace diminutas
pajaritas de papel.
El 10 de agosto escribe a un amigo socialista belga.
El 3 de enero siguiente, la revista caraqueña La Esfera
publica su carta. En 1938 aparecerá en inglés, en Spa-
nish Liberals Speak on the Counter-Revolution in Spain.
La editará entonces el Spanish Relief Committee, una
organización franquista americana, junto con otras de-
claraciones de republicanos desengañados: Niceto Al-
calá Zamora, Alejandro Lerroux, Pío Baroja y Gregorio
Marañón. En ciertos puntos diríase el texto muy ale-
jado del estilo unamuniano. Pero las afirmaciones fun-
damentales se ajustan al estado de ánimo del pensador
por aquellas fechas. Evidentemente sabe Unamuno que
la correspondencia se halla intervenida. En la zona

54
rebelde se entrega el correo abierto y con el estampi-
llado de la censura. De hecho, así lo da a entender don
Miguel a su destinatario, anticipándole que la carta le
llegará «sin dificultad», por vía de Valladolid y Pam-
plona. Cierra aquel párrafo su convicción de que la con-
tienda va a ser muy corta. «Cuando reciba mi carta,
quizá esta terrible guerra haya llegado a su fin.»
Sobre todo, «amo la libertad de pensamiento». Aun-
que resuelva unirse a sus enemigos de siempre, con-
fiesa su inquebrantable liberalismo. No lo abochorna
haberse engañado. Pero le duele confundir a otros sin
pretenderlo. «Fui uno de aquellos que deseaban salvar
a la humanidad sin conocer al hombre», añade en una
frase de inconfundible marchamo unamuniano. Recor-
dará siempre el entusiasmo con que saludó a la Repú-
blica en 1931. «Amanecía una nueva España.» Pero
aquella España estuvo a punto de perecer, destrozada
por sí misma.
Concluye creyendo hombre de buena fe a su corres-
ponsal socialista y belga, aunque éste todavía apoye al
«faraón de El Pardo» y al Frente Popular. «Pero ¿no
sentirá remordimientos el día que ardan los hogares de
su país, cuando se maten los hijos y todo porque usted
sembró el odio en sus corazones?» Cuatro años después
se hará cierta en Bélgica la tragedia presagiada. Pero
Unamuno equivoca la identidad de los verdugos, que
serán los nazis alemanes y no los marxistas, a cuyo
ideario de la lucha de clases acusa entonces de des-
tructor de la civilización.**
Su carta al socialista belga le recordará sus propios
contactos con el marxismo y su adhesión al Partido So-
cialista Obrero; el único al cual se adscribió Unamuno
en días de otro siglo: en 1894. El 11 de octubre de aquel
año le escribe a Valentín Hernández, director del se-
manario bilbaíno La Lucha de Clases: «Carlos Marx, con
su gloriosa internacional de trabajadores, y al cual vie-
nen a refluir corrientes de todas partes, es el único ideal
hoy vivo de veras, es la religión de la humanidad.» Para
aquel Miguel de Unamuno el socialismo significa la au-
téntica libertad del hombre, en una tierra libre y con el
capital libre. Así lo subraya en el texto.

33
En otra carta de aquel año, datada el 18 de noviem-
bre y dirigida a Federico Valero, director de El Grito del
Pueblo de Alicante, afirma que las altas clases intelec-
tuales, atiborradas y coronadas con una hojarasca que
pasa por cultura y no es sino la peor ignorancia, se
cuentan entre los mayores enemigos del socialismo. An-
tes de ganar la cátedra de Griego, él era ya socialista de
sentimiento y convicción, aunque viviera distante de los
obreros de Bilbao y se limitase a servirlos de lejos. En
otoño de 1894, «dadas mi educación y mi género de
vida», humildemente reconoce su deficiente conoci-
miento del socialismo práctico. Espera que gentes
como ellos, los redactores de La Lucha de Clases y de
El Grito del Pueblo, le ayuden a superar aquellas la-
gunas.
Tres años después empieza a distanciarse Unamuno
del partido socialista, aunque siga colaborando en sus
revistas. En 1918, al término de la primera guerra mun-
dial y al año de la Revolución soviética, admite haber
roto con el materialismo marxista. El 29 de octubre de
1931, mes y medio antes de que España se describa
constitucionalmente como una República de trabaja-
dores de todas clases —en su vieja carta a Valentín Her-
nández ya hablaba Unamuno de «obreros intelectua-
les»>—, vuelve a confesarse contrario a la concepción
materialista de la historia, porque hace que las cosas
determinen al hombre y no el hombre a las cosas.
No obstante mantiene cierta inquebrantable afini-
dad con el socialismo. Entiéndase un socialismo inter-
pretado a su manera y no sin profundas contradiccio-
nes. En un artículo del primero de mayo de 1905, to-
davía aparecido en La Lucha de Clases, escribe que el
ideal socialista es como la estrella polar para los pere-
grinos: siempre inalcanzable, ilumina al proletariado en
el interminable camino de la emancipación. En otro
trabajo del año siguiente, ahora para El Socialista,
opone socialismo y militarismo. «Los ejércitos perma-
nentes permanecen contra el socialismo, que al cabo
penetrará en ellos y los disolverá.»
Su diferencia fundamental con el socialismo es de
orden metafísico y no sociológico ni político. Empieza

56
a percibirla y revelarla en un artículo, «Lucha de cla-
ses», impreso en el semanario de Valentín Hernández
el 13 de junio de 1903. Cuenta allí Unamuno cómo le
hablaba un peón de sus sufrimientos personales para
ganarse el pan de los hijos. Puesto a referirle el filósofo
su propia congoja teleológica ante la muerte, le replicó
aquel hombre: «¡Sufrimientos de lujo!»
Correctamente, concluye Unamuno haber estable-
cido entonces el obrero una distinción de clases, más
insalvable que la económica. Quienes sobreviven en la
miseria desconocen «la angustia del misterio de allende
de la muerte». Nunca llegarían a sentirla, aunque se es-
forzaran en hacerla suya. Por el contrario, quienes
nunca padecieron verdadera pobreza tampoco pueden
comprender la obstinada lucha por el pan de todos los
días. En definitiva, se oponen así dos hambres como
formas de condena: el del pan y el de la eternidad.'*
Entretanto prosigue la guerra en una Salamanca
campamentaria, aunque no sea todavía «Cuartel Gene-
ral del Generalísimo», como la llamará felizmente
Agustín de Foxá. El 10 de agosto, mientras escribe Una-
muno al socialista belga, detienen al doctor Filiberto
Villalobos. Don Fili para los salmantinos, el médico de
mayor prestigio en la ciudad, es también antiguo di-
putado derechista de la CEDA y fue el ministro de Ins-
trucción Pública que mandara distribuir por las escue-
las el discurso de Unamuno, a su jubilación, como se
dijo antes. De inmediato, al igual que en los casos de
Prieto Carrasco y Vila Hernández, Unamuno se interesa
por su suerte y trata de avalarlo. No será liberado hasta
julio de 1938, año y medio después de la muerte de don
Miguel.
El 18 de agosto traduce y publica El Adelanto una
entrevista con Unamuno del corresponsal americano de
la International News. Ante otro visitante extranjero, el
profesor católico holandés Johannes Brouwer, desmen-
tirá privada y airadamente en setiembre varias decla-
raciones que le atribuye la agencia, sin precisar cuáles
fueron aquéllas. En todo caso, Maury Henry Biddle
Paul, por seudónimo Cholly Knickerbocker —«el as de
los reporteros», lo llama El Adelanto—, encabeza el pre-

ad
guntorio, atribuyendo a las palabras de don Miguel más
peso en el mundo que a las de «todos los jefes militares
del patriótico movimiento español». En seguida cita a
Unamuno, antiguo portaestandarte de la República, en
sus duras condenas del Gobierno. Recuerda el escritor
su entrega de cinco mil pesetas al ejército de Mola y
recomienda a Azaña el suicidio, como un acto de pa-
triotismo. «Ésta no es una lucha contra la República li-
beral sino por la civilización. Lo que representa Madrid
no es el socialismo, no es la democracia, ni siquiera el
comunismo. Es la anarquía, con todos los atributos que
esta terrible palabra supone. Un alegre anarquismo
lleno de cráneos y huesos de tibias y destrucción.»
Concluye con un presagio que sólo acierta en parte,
pues se verá obligado a adelantarle la realización.
«Cuando todo pase, estoy seguro de que yo, como siem-
pre, me enfrentaré con los vencedores.» Al par de meses
escasos, ni siquiera mediada la contienda cuyo final
creía tan próximo, se opondrá abiertamente a los triun-
fadores, antes de que lo sean y su victoria le sobreviva.
De forma física, se entiende, que no histórica. Él no es
de derechas ni de izquierdas, concluye. Él no ha cam-
biado. Pero el régimen de Madrid se traicionó a sí
mismo.
El 22 de agosto, la República lo separa de cuantos
cargos y comisiones desempeñaba relacionados con el
Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. En
tanto se deroga y anula —valga la prosa oficial— el de-
creto que le designaba titular de la cátedra «Miguel de
Unamuno» y daba su nombre al Instituto Nacional de
Segunda Enseñanza de Bilbao, se le destituye en el rec-
torado vitalicio de la Universidad de Salamanca. Como
jefe de Estado, firma al pie Manuel Azaña, y como mi-
nistro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Francisco
Barnés Salinas.
En Bilbao arrancan la placa que daba el nombre de
Unamuno a una calle y la cambian por otra con el de
Simón Bolívar. El 30 de agosto, El Pueblo, de Valencia,
reproduce una carta abierta a Unamuno del escritor so-
viético Iliá Ehrenburg, antes impresa en Pravda. No
quiere recordarle Ehrenburg a don Miguel viejas con-

58
versaciones entre los dos, «que ahora lo compromete-
rían ante sus nuevos amos». En párrafo aparte enfrenta
las armas y las letras. Antonio Machado, «digno here-
dero de Jorge Manrique, está con el pueblo y no con
los verdugos». Lo acusa de haber donado sus cinco mil
pesetas para hogueras donde arderán los libros, no para
escuelas. Concluye afirmando que Unamuno se suicidó
al ponerse al servicio del general Mola.
El 27 de agosto, en el primer número de El Mono
Azul, la revista que dirige Rafael Alberti en Madrid, Ar-
mando Bazán publica un disparatado artículo, «Una-
muno junto a la reacción». Acusa a don Miguel de ha-
ber ocultado hasta entonces «toda la mezquindad de su
espíritu, toda la fealdad monstruosa de su inhumani-
dad». No obstante, largo tiempo atrás, adivinaron los
marxistas sus trucos de malabarista. «El marxismo nos
señalaba a gritos que la obra de Unamuno estaba toda
alimentada de sangre reaccionaria, que su aliento venía
de la misma noche medieval.» En resumen, termina la
extravagante diatriba, su único y muy relativo talento
fue para la impostura, en nombre de una España mo-
ribunda y marchita.
En la Salamanca de la Junta de Defensa resulta du-
doso que Unamuno llegue a conocer los escritos de
Ehrenburg y de Bazán. De haberlos leído, quizá se en-
cogiera de hombros. Sí comenta entre los íntimos cuánto
le duele que quitaran su nombre a la calle de Bilbao.
Por otra parte, entre la ironía y la amargura, su desti-
tución le recordará no ser aquélla la primera vez que lo
cesa un ministro de Instrucción Pública. Tampoco será
la última, valga el inciso, aunque ni don Miguel pueda
preverlo en agosto de aquel año de gracia. Si ahora,
teóricamente al menos, lo despide la República por no
haber «respondido, en el momento presente, a la lealtad
a que estaba obligado, sumándose de modo público a
la facción en armas», veintidós años antes fue desti-
tuido de aquel mismo puesto por la monarquía.
El 30 de agosto de 1914, casi recién estallada «la
guerra europea» que iba a dividir apasionadamente a
los españoles entre germanófilos y aliadófilos, como el
propio Unamuno —«Sólo la canalla y yo somos parti-

59
darios de los aliados», dirá con delicado ingenio Al-
fonso XIlI—, don Miguel se entera por la prensa de
su primera destitución en el rectorado. Lo cesa un real
decreto firmado por Francisco Bergamín, ministro de
Instrucción Pública en el Gobierno conservador de
Eduardo Dato. De forma oficial, la resolución se funda
en el más capcioso de los motivos: haber reconocido
Unamuno un título de bachiller expedido en Bogotá,
admitiendo en la universidad al estudiante que lo pre-
sentaba.
Ya el 10 de julio, Francisco Bergamín había man-
dado una esquela particular a Unamuno pidiéndole
cuantas noticias y antecedentes pudiera proporcionarle
sobre aquel particular, que había motivado una reciente
intervención en el Congreso del diputado liberal Ma-
nuel Portela Valladares. A los cuatro días le respondía
Unamuno con una copia del acta notarial donde se
daba constancia de que el estudiante colombiano, José
Casas y Manrique, poseía el título de bachiller. Todo
ello iba legalizado por la Subsecretaría de Relaciones
Exteriores. A tales efectos, remitíase el rector en su
carta a un decreto del 20 de setiembre de 1913, al con-
venio de validez de títulos entre España y Colombia y
al antecedente de otro estudiante hispanoamericano, el
cubano Domingo Nicolás Nazabal y del Castaño, que ya
cursaba estudios en Salamanca. Ante los hechos y do-
cumentos no vio el rectorado razón alguna para recha-
zar a José Casas.
Palmariamente, la convalidación del bachillerato co-
lombiano fue un mero pretexto para cesar a Unamuno.
Así lo manifiesta don Miguel en unas notas públicas
aparecidas en El Adelanto. Todavía ignora los verdade-
ros motivos de su destitución, aunque los sospeche.
Otras razones citadas por Bergamín, como las deficien-
cias en la Escuela de Medicina, representan aún ma-
yores absurdos. En repetidas ocasiones expuso Una-
muno al ministerio los problemas de aquella facultad.
Pedía remedio para unos males que nunca se dignó a
atender el Gobierno.
Varias son las causas ocultas de la brusca defenes-
tración. Para que la representara en la Cámara Alta, la

60
Universidad de Salamanca había designado senador al
catedrático Luis Maldonado. Como rector, don Miguel
pudo obtener el acta; pero la rechazó de plano, obli-
gado por Bergamín a escoger entre Senado o rectoría.
En el pasado representó varias veces a la universidad
- Juan Valera, el diplomático y novelista, además de su-
jeto literario preferido de Manuel Azaña, sin residir en
Salamanca y hallándose a menudo en el extranjero. Va-
lera, permítase el paréntesis, fue vocal de las oposicio-
nes a las cuales concurrieron Unamuno y Ángel Gani-
vet, en 1891, ante el tribunal presidido por Marcelino
Menéndez Pelayo. Al final obtuvo Unamuno su cátedra
en Salamanca y quedóse sin plaza Ganivet. Vencedor y
vencido entablaron buena amistad. Pero no perdonaron
a Valera haber dicho de ellos: «Ninguno de los dos sa-
bía griego. Le dimos la cátedra al único que podrá
aprenderlo.»
El 22 de marzo, la elección de Luis Maldonado se-
ñala la derrota del figurón gubernamental Ismael Calvo
Madroño. No sólo es Calvo Madroño el candidato de
Bergamín, sino también del conde de Romanones,
quien lo llama dilecto «romanonista». Aunque después
componga Unamuno sus diferencias con el conde
—<¡Ay, don Miguel, don Miguel de mis pecados!», suele
decirle éste entonces—, en 1914, acusa tácita y explí-
citamente a Romanones, uno de los mayores latifun-
distas del país. En una cena en el bilbaíno Lion d'Or,
sulfúrase don Miguel. Tacha al rey de envidioso e in-
consciente y a Romanones de «presidiable». Ante la
sobrecogida curiosidad de los presentes, monta en có-
lera y termina por arrojar el sombrero al suelo y piso-
tearlo.
Con hábil elocuencia, Luis Maldonado defiende a
Unamuno en el Senado ante un nerviosísimo Francisco
Bergamín. Desde un tono de presunta humildad, cré-
cese hasta un vibrante j'accuse. Él no vino a pedir la
reposición del rector. «¡Reponerle! Ésa sería una gloria
para cualquiera que estuviese en el puesto de su señoría
—sentencia encarándose con el ministro—. Ésa sería
una gloria para cualquiera de los que han antecedido o
sucedan a su señoría.» Aunque liberal, después de ha-

61
ber expuesto la extravagante denuncia de la convalida-
ción de José Casas, Portela Valladares apoya el cese de
Unamuno por el Gobierno de Eduardo Dato.
Las nuevas de la grand guerre, con la ofensiva ale-
mana sobre París y luego las victorias aliadas en el
Marne y en Ypres, mermaron la difusión del escándalo
político. No obstante, cuando el 25 de noviembre habló
Unamuno en el Ateneo de Madrid sobre «Lo que ha de
ser un rector en España», la entera Villa y Corte per-
manecía pendiente de sus palabras. Sin nombrar a Ro-
manones, descubrió las cautelosas maniobras de un co-
lega de claustro para llevarlo al partido liberal del
conde, antes de la elección de Maldonado. «Hubiera yo
entonces declarado que me debía políticamente al jefe
aquel a quien mi compañero me instaba a que escri-
biese, pidiéndole la bendición política y no apostólica,
y a estas horas seguiría siendo rector y a la vez senador
de la Universidad de Salamanca.»
Entre los velados motivos de la destitución estaría
su afán por remediar el desprestigio de Salamanca,
como la fortaleza de la ignorancia de Thomas Carlyle
o la universidad fantasma de Rémy de Gourmont. Un
cuarto de siglo antes, el penúltimo rector, don Mamés
Esperabé Lozano, no se atrevió a asistir al sepelio civil
de un íntimo amigo y compañero de cátedra. En cam-
bio presidió Unamuno el entierro laico de otro pro-
fesor; la medalla y bastón académico sobre el féretro,
las cintas a manos de un decano y tres catedráticos.
«Y no ocurrió nada. Se prefirió hacer que pasara inad-
vertido.»
Recuerda Unamuno en el Ateneo su militancia en el
socialismo. «¿Cómo olvidar que, aunque distanciado de
esa brava conciencia socialista del pueblo por nuestras
sendas maneras de encarar el final destino humano y
el pavoroso problema de la ultratumba —que para ellos
parece no existir—, por lo que hace a la vida en esta
santa madre Tierra, mis aspiraciones se funden con las
suyas?» Pero, entre las escondidas razones de su cese,
omite otra campaña suya de aquel mismo año —opo-
niéndose siempre al programa doctrinal del poder cons-
tituido—, en apoyo de la enseñanza de la religión y de

62
las escuelas universitarias de teología, contra el lai-
cismo gubernamental.
No obstante, siempre más paradójico que él mismo,
su destino retrotrae los intentos iniciales de cesarlo a
1903 y al entonces obispo de Salamanca fray Tomás de
la Cámara. Después de mucho perseguir su destitución
y la condena de sus libros, cedió el prelado ante el te-
mor de otro escándalo, como el surgido en 1901 en
torno al estreno de Electra, de Benito Pérez Galdós.
Más terco que el obispo, el diputado integrista Ramón
Nocedal seguía pidiendo en el Congreso la destitución
de Unamuno «por mal español», mientras reclamaba en
su periódico, El Siglo Futuro, poco menos que la cabeza
de don Miguel.'”
En agosto de 1936 no le permiten las circunstancias
defenderse públicamente ante el decreto de la Repú-
blica, como lo hizo con el de la monarquía en 1914.
Pero los más ardientes partidarios de la rebelión no de-
jan de felicitarlo en Salamanca. También recibe un te-
legrama del rector de la Universidad de Zaragoza soli-
darizándose con él. A Unamuno se le diría distraído y
casi siempre desmemoriado de los plácemes. La guerra
terminó con sus paseos por la carretera de Zamora y
con el cortejo de estudiantes que seguían sus monólo-
gos. Ensombrerado y absorto, lo ven vagar a solas por
las calles de Salamanca, como un espectro de distinta
época. Por el Patio Chico suele ir a la vieja catedral y
pararse ante la Torre del Gallo. O bien se destoca y en-
tra en aquel templo, que siempre prefirió a la nueva ba-
sílica. Pensativo, se detiene y abstrae en la capilla
Mayor, ante las pinturas del Juicio Final de Nicolás Flo-
rentino.
Se le agudiza la hipertensión, que padeció toda su
vida, y envejece a ojos vistas, aun por encima de sus
setenta y un años. Antes eran famosas sus muchas ho-
ras de sueño. Cuéntase que una dama le preguntó cómo
podía cundirle la labor intelectual cuando tanto tiempo
se le iba durmiendo. Repuso en seguida: «Señora mía,
una vez despierto, lo estoy mucho más que usted.»
Ahora padece reiterados insomnios y madruga antes de
que amanezca sobre el Tormes y empiecen a abrillan-

63
tarse las piedras de la plaza. Cuando Johannes Brouwer
lo visite en setiembre, lo citará aún cerrada la noche, a
una hora inimaginable por lo temprana.
Si bien se había descrito como «un elemento de con-
tinuación» en el Consistorio, deja de acudir a las reu-
niones de los concejales. Tampoco cumplimenta al
nuevo gobernador militar, el general Luis Cortés Ca-
banilles, cuando llega en agosto. Futuro gobernador del
Estado, será Cortés Cabanilles uno de los dirigentes
más sanguinarios de la represión. Antes de ir a Sala-
manca encabezó el Gobierno Militar de Valladolid. Por
ser antiguo director de El Sol, dispuso allí el fusila-
miento del camaleónico periodista Manuel Aznar ape-
nas se pasó a los rebeldes desde Madrid, donde de-
comisara las cocheras de los tranvías. con algunos
patrulleros. Como el monárquico José Félix de Leque-
rica intercede por Aznar, Cortés lo amenaza con ajus-
ticiarlo también a él. Intervenciones extremas de Mola
y Franco salvarán a Aznar. Desde entonces se conver-
tirá en uno de los más serviles historiadores del Cau-
dillo.
Hasta Unamuno llegan nuevas de que el príncipe de
Asturias, don Juan de Borbón, entró en Burgos el pri-
mero de agosto. Procedente de Francia y escoltado por
algunos monárquicos, como Eugenio Vegas Latapie, el
conde de Ruiseñada y el duque de Santo Mauro, pre-
tendía ofrecerse como soldado. Mola mandó expulsarlo
inmediatamente. «Dígales a esos imbéciles que han
acompañado al príncipe que no los hice matar de mi-
lagro.» Con desdeñosa indiferencia escucha tan singu-
lar historia. Dos semanas después izan en el ayun-
tamiento la bandera roja y gualda: la adoptada por Car-
los TIL, «un príncipe del reino de Nápoles», había dicho
Queipo en Sevilla. Por decreto de Cabanellas, desde el
15 de agosto era la enseña de toda la España sublevada.
Pero Unamuno tampoco acude a aquel acto ni escucha
los clamores del gentío en la plaza Mayor. Como nunca
puso en duda el triunfo del alzamiento, comprenderá
entonces la definitiva muerte de aquella República que
él trajo a Salamanca.
Su pugna con la monarquía es en realidad una dis-

64
cordia con un hombre: Alfonso XI! de Borbón y Habs-
burgo-Lorena. Puesto que tiende a individualizar las
abstracciones, su actitud responde a una constante de
su pensamiento. Términos como «la humanidad» le pa-
recen demasiado vagos y en el fondo desprovistos de
sentido. Prefiere referirse al «tú» y al «yo» de carne y
huesos —sea o no sea regio—, aquel que vive y sobre
todo muere, cuando él expone su criterio acerca del
sentimiento trágico de la vida.
Por primera vez habla Unamuno con Alfonso XII el
24 de mayo de 1902. En el palacio de Bibliotecas y Mu-
seos tiene lugar la solemne presentación de las univer-
sidades españolas ante un mozalbete que lleva una se-
mana en el poder real, concluida la regencia de su
madre. Típicamente, aprovecha Unamuno el acto pro-
tocolario para denunciar la enseñanza privada si su-
bordina la cultura y el progreso al lucro. «No son siem-
pre los padres los que mejor saben lo que a sus hijos
les conviene aprender.»
Aunque nadie parezca advertirlo, alude de soslayo al
propio Alfonso XIII y a doña María Cristina, su madre
y antigua regente. La reina le confirió su puesto de rec-
tor en 1900. Pero no para de censurarla por retrógrada
cabeza visible de una dinastía que cree históricamente
prescrita. Riendo, repite ser él, Miguel de Unamuno, el
verdadero rey de España. Su reino alcanza los confines
del castellano y perdurará en tanto sobreviva la lengua
de Cervantes. Naturalmente, tales salidas y sus despec-
tivas alusiones a la familia real no dejarán de serle ci-
tadas a Alfonso XIII al hilo de unos pocos años.
El primero de octubre de 1904, el rey inaugura el
curso en la Universidad de Salamanca y dota a la Fa-
cultad de Medicina con una nueva aula que lleva su
nombre. Como le corresponde, ocupa Alfonso XIII el
mismo sillón presidencial que tomará Unamuno treinta
y dos años después, el día de su debate con «el grotesco
y loco histrión de Millán Astray». A la derecha del rey
acomódase ahora don Miguel. La víspera escribió el
discurso del monarca en respuesta al suyo. Aunque el
parlamento del rector deba ser breve y de circunstan-
cias, como breve al menos resulta, le recuerda a Alfon-

65
so XIII el lema igualitario, concedido a la universidad
por Fernando de Aragón e Isabel de Castilla: «Los reyes
a la universidad; la universidad a los reyes.» Termina
pidiendo que la Facultad de Medicina —la que seguirá
tan desatendida como siempre en 1914— se ponga en
condiciones iguales a las de otros centros docentes.
Al año siguiente, en reconocimiento de sus logros
intelectuales, le impone el rey la Gran Cruz de Alfon-
so XII. En una audiencia privada, que solicita para res-
ponder a la distinción, expresa su gratitud por la cruz
que juzga muy merecida. Sorprendido, sólo acierta a
replicarle el soberano que otros laureados afirmaban
todo lo contrario. Asiente Unamuno sonriendo:
—Posiblemente, señor, también os decían la verdad.
No lo divulga en el Ateneo; pero confiesa en la in-
timidad su convencimiento de que el rey, sobre todo la
reina madre, influirían en su destitución tanto o más
que Romanones. En setiembre de 1915 coincide con Al-
fonso XIII en la Casa de Juntas de Guernica. Al pie del
árbol sacro de Vasconia, sin aludir para nada al cese de
Unamuno, comenta el monarca los años que llevan sin
verse y le pide que vaya a visitarlo algún día. En no-
viembre, Unamuno solicita audiencia real y le responde
el silencio administrativo. Después le aseguran que su
solicitud debió de traspapelarse. Sonríe satírico. «Yo
desconozco los procedimientos palaciegos.»
No le perdona el desaire a la Corona. Antes creía a
Alfonso XIII un necio inepto, quizá no desprovisto de
fortuitas buenas intenciones. Por cierto, será aquél un
concepto parecido al que luego tenga de Franco cuando
lo conozca. A partir de la fallida audiencia su desprecio
se trueca en resentimiento y republicanismo. Una se-
gunda confrontación con otro Gobierno de Eduardo
Dato —al igual que si aquel hombre, a quien nunca vio,
fuese su némesis particular— revive el pleito de don Mi-
guel con la familia real.
Dirigida por el Partido Socialista Obrero y progra-
mada en un manifiesto del profesor Julián Besteiro, se
declara la huelga nacional el 13 de agosto de 1917. En-
tre otras varias razones políticas, viene económica-
mente precipitada por los grandes beneficios del trato

66
comercial con ambos bandos contendientes, sin que
compartan los obreros aquellos provechos. Se pide así
una reducción del gasto nacional, zanjando la guerra de
Marruecos, un programa de obras públicas que remedie
el paro y una reducción de privilegios industriales para
contener el alza de precios.
La huelga, sangrienta en Madrid, Cataluña, Asturias
y Vizcaya, se zanja con el prendimiento de sus dirigen-
tes: Francisco Largo Caballero, Julián Besteiro, Daniel
Anguiano y Andrés Saborit. El 29 de setiembre, un con-
sejo de guerra los condena a todos a cadena perpetua
absoluta. Pero toman vuelo y suben de punto las peti-
ciones de indulto a la caída del Gobierno Dato. El 15
de noviembre, Unamuno publica un artículo con el tí-
tulo, un tanto desconcertante, de «Ni indulto ni amnis-
tía. Si yo fuera rey». En el texto prescinde de vanas am-
bigúedades. Si él fuera rey, se sometería a la soberanía
popular para ser servidor del pueblo. «Si yo fuera rey,
no sería rey.»
Elegidos los cuatro penados a otras tantas conceja-
lías en Madrid, un Gobierno de concentración, escogido
por Alfonso XIII, libera al Comité de Huelga. Pero si-
guen y se enconan los problemas de Unamuno con la
Corona. En setiembre de 1920, los tribunales valencia-
nos lo condenan a dieciséis años de presidio por pre-
suntas injurias al rey de España. Don Miguel tiene la
certeza de que tan inicua sentencia obedece a vengati-
vas instancias de doña María Cristina. Ella no le per-
dona una cita suya en The Times acusándola de haber
impedido que se incautara España de unos mercantes
alemanes anclados en aguas nacionales, «cuando Ale-
mania hundía algunos nuestros, asesinando a los que
los tripulaban».
Un previsible destino dispone que Eduardo Dato
vuelva a gobernar y le dirija Unamuno una durísima
carta el 9 de octubre de 1920. Al presidente del Consejo
le repite que su condena obedece a apremios de una se-
ñora «cuyo espíritu rencoroso es proverbial», para
luego ejercer la vengativa gracia del regio perdón. Tam-
bién le recuerda a Dato que, a urgencias de la reina ma-
dre —es aquella obnubilada idea de Unamuno— y bajo

67
otro Gobierno suyo, lo expulsaron indebidamente del
rectorado. Según le informó Romanones, el cese de un
rector debía aprobarlo el Consejo en pleno, y su desti-
tución nunca lo fue.
Como era de esencia y rigor, prosigue los ataques al
rey por escrito y de viva voz. Desde Madrid, el director
de El Liberal le devuelve un artículo, rogándole que se
abstenga de mentar a «el señorito del whisky y de la
ruleta» o a «Santiago matamoros», porque las autori-
dades retirarían el periódico tan pronto vieran tan diá-
fanos improperios. Como' cualquier otro diario, El Li-
beral tiene que someterse a servidumbres de orden
económico. Si éste no fuera el caso, concluye Miguel
Moya, no le haría ruegos de ninguna especie.
Reconciliados Unamuno y Romanones, el conde le
consigue una audiencia de Alfonso XIII para el 5 de
abril de 1922. Gobiernan entonces los conservadores
con José Sánchez Guerra y el panorama nacional no
puede ser más desastroso. Cerróse el año anterior con
centenares de atentados a obreros, industriales, policías
y capataces. El 8 de marzo, tres anarquistas catalanes
asesinaron al jefe de Gobierno, Eduardo Dato. Con mi-
llares de bajas españolas, acaecieron los desastres mi-
litares de Annual y Monte Arruit, el 22 de julio y el
8 de agosto. Contiene Sánchez Guerra la política afri-
cana y devuelve las garantías constitucionales, que lle-
vaban tres años suspendidas en Barcelona. Con pleno
asentimiento del presidente del Consejo, acuden a pa-
lacio Unamuno y Romanones.
El rey aguarda a don Miguel una hora entera. Para
espanto de Romanones, Unamuno comparece ataviado
con su traje azul oscuro, «propio de un cuáquero» se-
gún el conde, y una boina vizcaína. Se las ve y se las
desea Romanones —«¡Ay, don Miguel, don Miguel de
mis pecados!»— para que prescinda de la boina en pa-
lacio. Frente a Alfonso XIII, Unamuno se desentiende
del protocolo e irrumpe en uno de sus largos monólo-
gos, ratificándose de entrada en cuanto siempre dijo
acerca del monarca y de su madre.
Sin rebozos ni rodeos, Alfonso XIII está a punto de
concluir la audiencia. Se contiene cuando manifiesta

68
Unamuno que sus críticas persiguen el bien de España
y de la propia monarquía. A través de la irresponsabi-
lidad, de un despotismo que no es sino la trágica se-
cuela de la represión del verano de 1917, el trono se
precipita al desastre. Quéjase Alfonso XIII de que si sus
iniciativas se frustran, se las reprochan. Si salen bien,
se las atribuyen a sus consejeros. Le replica Unamuno
que a un rey no le corresponde tener ninguna iniciativa,
si es un verdadero estadista constitucional.
Entre el desasosiego y los sobresaltos de Romano-
nes, se extiende la audiencia hora y media. Llega el rey
a alabar la facundia de Unamuno. No comprende por
qué semejante orador no se dedicó a la política. «¡Pero,
hombre, qué ocasión ha perdido usted de hacerse el
amo de España!» En seguida atájalo don Miguel. Él ja-
más pretendió adueñarse de nada y mucho menos de
su patria. A petición de Romanones, Unamuno termina
disertando acerca de la problemática religiosa. Sabe el
conde que Alfonso XIII, en sus limitadísimas inquie-
tudes intelectuales, interésase excepcionalmente por
aquellas cuestiones. Concluida la audiencia y cercado
Unamuno por los periodistas, resume el encuentro en
cinco palabras:
—He salido como he entrado.'*
De aquel coloquio no echa en saco roto una tajante
sentencia del rey acerca de las tragedias de Annual y
Monte Arruit: «Sí, que se depuren todas las responsa-
bilidades y las de todos, hasta las mías, si me alcanza-
ran.» Desde julio de 1921 hasta junio de 1922 investiga
el general Juan Picasso por cuenta del Gobierno las dos
catástrofes. El 12 de julio de 1923, las Cortes designan
una comisión que determine el alcance del expediente.
Brevemente, antes de que los recojan las celosas auto-
ridades, circulan por Madrid ejemplares censurados del
largo informe. Se omite allí toda referencia a un muy
comentado y debatido telegrama del rey al comandante
general de Melilla, Manuel Fernández Silvestre, espo-
leándole a emprender la ofensiva sobre Alhucemas,
donde desaparecerá Fernández Silvestre y caerán ca-
torce mil soldados españoles, entre Annual y Monte
Arruit.

69
El 13 de setiembre, el general Miguel Primo de Ri-
vera, al frente del IV Cuerpo de Ejército y con la anuen-
cia del monarca, impone su victorioso golpe de Estado
en Barcelona. Implantada la Dictadura y clausuradas las
Cortes, se da tácito carpetazo al problema de las respon-
sabilidades militares y regias. Acaso se salve también la
monarquía. El 3 de enero del año siguiente, La Vanguar-
dia bonaerense publica una carta privada de Unamuno
donde llama a Primo de Rivera peliculero tragicómico y
fantoche real, sin más sesos que un grillo. Aunque le
duela el país hasta el cogollo del corazón, se ahoga Una-
muno en el albañal en que convirtieron a España. Una
real orden del 20 de febrero lo cesa y suspende en sus
cargos de vicerrector, decano y catedrático, desterrán-
dolo a Fuerteventura. La tarde siguiente, como aquí ya
se citó, promete a estudiantes y obreros, que acuden a
despedirlo, regresar un día con la libertad de todos.
El 4 de junio lo indulta otro real decreto. Cinco días
después, inadvertida la gracia regia, huye de Fuerteven-
tura en una goleta fletada por el periódico izquierdista
francés Le Quotidien. En Las Palmas conoce su indulto;
pero resuelve seguir viaje a Francia, proscribiéndose vo-
luntariamente. Fija su residencia en París y allí le es-
cribe al monarca una furiosa carta, dirigida a «don Al-
fonso de Borbón y Habsburgo-Lorena, todavía rey de
España». También se encuentra el soberano en París,
en visita oficial, y desató las iras de don Miguel con
unas frívolas declaraciones a los hermanos Jéróme y
Jean Tharaud para el diario Paris-Midi.
Les dice el rey a los Tharaud que sus súbditos son
muy libres de beber, berrear y callejear hasta las cinco
de la madrugada. Pretende describirles así la extensión
de los derechos civiles en España. Pero le replica Una-
muno que únicamente suma el sarcasmo a la opresión,
cuando bajo su reinado se encarcela sin proceso, se
multa y confina a capricho de la Dictadura. Concluye
recordándole a Alfonso XIII su expreso y ahora risible
deseo de asumir las propias responsabilidades,si las
hubiere. Despacha al soberano como al mayor culpable,
por inconsciente e irresponsable. «Dios ha puesto ya la
mano, señor, sobre su cabeza huera.»

70
A finales de agosto, don Miguel se establece en el
hotel Broca, de Hendaya, para sentirse más cerca de su
tierra española. Trepa al monte aquel verano y a solas
cruza una y otra vez la linde invisible. De forma infan-
til, supone burlar entonces a la policía de Primo de Ri-
vera. En realidad, el gobernador de Guipúzcoa conoce
sus andanzas. Pero las comprende y tolera de buen
grado. Cada tarde toma café con otros desterrados y
juega la furiosa partida de mus, que casi siempre gana.
Luego, si cae la interminable mollizna de Hendaya —la
que huele a la sal del océano, como a sal le supo a
Dante el pan del exilio—, arrambla una hoja de diario,
la corta y la dobla. Después consume horas muertas
plegando caballos, buitres, faisanes, flamencos y refle-
xivos diminutos búhos a su semejanza.
Lo admira y respeta el prefecto local, aunque le
tema las inopinadas excentricidades. Calada la boina y
vigorosa la zancada, inusitada la euforia, un día cruza
la calle desde el hotel y comparece en la estación. Con
el alma en un hilo, un joven abogado bilingúe, emisario
de monsieur le préfect, le suplica que deje el andén y se
recoja en la sala de espera. Sin hojearlo, hizo Unamuno
un aviario de papel con el periódico de la víspera. Ig-
noraba así la llegada de Alfonso XIII a Hendaya aquella
mañana. Al principio rehúsa retirarse, puesto que tam-
bién su mujer viene en el expreso y él se dice desinte-
resado de los demás pasajeros. Sólo accede de mal
grado cuando el jurista le promete atender a doña Con-
cha y llevársela de inmediato. Muy aliviado, sonriendo
y fantaseando, pregúntale entonces aquel mozo:
—Mais, mon cher maítre, ¿qué ocurriría si su majes-
tad se le acercara con la mano extendida y dispuesto a
abrazarle? ¿No se sentiría usted un poco cohibido?
—¿Cohibido yo? ¡En absoluto! —replícale en se-
guida Unamuno—. Me limitaría a decirle: otra vez será,
hermano. Vaya con Dios, que hoy no traigo calderilla.'?

71
Antes que Franco, Sanjurjo y el propio rey —«¡Me han
matado! ¡Me han matado! ¡Viva España! ¡Viva el rey!
¡Viva la Legión!»—, fue su padre, y a su padre, otro
José Millán Astray, tuvo el polifemo de Loma Redonda
por modelo y por dueño personal e inalienable.
El padre nace en 1850 en Santiago de Compostela.
Inclinado a intrincados ensueños, a veces el primer José
Millán Astray siembra la especie de no haber venido al
mundo en Santiago sino en Rivadavia de Orense. Lo
que nunca podrá disputar es la data de su muerte, en
Madrid y el 7 de noviembre de 1923, a los setenta y tres
años, y otros tres —tres y diez meses— desde que su
hijo y homónimo fundó el Tercio de Extranjeros, por
real orden circular del 7 de enero de 1920.
En la especialidad de Artes y con muy pocos sobre-
salientes cursa el bachillerato José Millán Astray en el
instituto nacional de Santiago. Al término de sus estu-
dios, la familia se traslada al valle de Rivadavia. Allí le
exigen que escoja carrera y afirma el muchacho su en-
trega a la de las Armas. Como si el llamado vocacional
exigiera dos hombres de aquella estirpe para realizarse,
será su hijo, José Millán Astray y Terreros, el destinado
a cumplir la querencia castrense del padre. En Riva-
davia, el abuelo del manco de Fondak no quiere saber
nada del Ejército. Despacha al muchacho sentencián-
dolo a ser abogado como él mismo. Sanseacabó.
De Rivadavia a Santiago, a través de Pontevedra y
por el puente del Ulla, viaja de vuelta el mozo. Ca-
balga en mula y se toca con el alto sombrero de copa
de los estudiantes de la época. Lo sigue una burra con
el baúl forrado de piel, el ronzal a manos de un es-

72
polique. Cursa Leyes con la indiferencia que hizo el
bachillerato. Pero antes de licenciarse descubre una
nueva vocación, entreverada de poesía y política. En
los periódicos locales publica sus primeros poemas.
Son de un romanticismo ardiente y tardío, no exento
de oblicua ironía.
En «la Gloriosa» por antonomasia, la revolución de
1868 que dará al traste con Isabel II, José Millán Astray
pronuncia vibrantes discursos, imprime libelos y dirige
publicaciones incendiarias. Sesenta y tres años después,
forzosamente recordará su hijo aquellos desplantes re-
volucionarios y antiborbónicos cuando él acepte la Se-
gunda República, previas consultas con Sanjurjo y con
Franco para asesorarse. Aunque su padre lleva ocho
años muerto, es mucha la reverenciosa estima que le
profesó desde la niñez y muchas también las maneras
diáfanas, o bien ocultas, con que determinó su vida.
Concluida la carrera, pasa el abogadete a la con-
quista del Madrid de Amadeo de Saboya. Con el dinero
que le mandan de Rivadavia quema allí año y medio de
verdadera entrada en hombría. Convive con espadas
afamados y corteja actrices de tronío. Aprende a bailar
el cancán en el mal llamado Salón Infantil. Inclusive
asiste a las cenas de Lhardy, que siempre terminan con
el gran Frascuelo, medio achispado, incorporando su al-
tísima estampa para gritar a Oriente y a Occidente:
«¡Señores, to está pagao! ¡Faltaba más! ¡Y mu buena no-
che!»
En 1870 sienta cabeza o finge mayor cordura. In-
gresa en el Ministerio de Gracia y Justicia. En un par
de años vuelve a Galicia como funcionario de Hacienda
en Orense. En 1873 muda de destino y pasa a las de-
pendencias provinciales de Gobernación. En otros cua-
tro años casa con Pilar Terreros Segade. En 1878 nace
su primogénita, Pilar, y en 1879 su hijo, José. Ambos
salen extraordinariamente despiertos y vivaces. Vene-
rando al padre, entrará el niño en uso de razón. Ade-
más de padre e hijo, se cuenta de ellos que son íntimos
y excelentes amigos en todo momento. De don José he-
reda el chiquillo el afán por lo desconocido, la estima
del discurso y la palabra escrita, compartida de lleno

3
por su hermana, y, huelga añadirlo, la vocación militar
que al padre le negaron.
La carrera administrativa no le impide proseguir la
literaria. El mismo año que viene al mundo su hijo,
estrena la zarzuela Un calavera con suerte, con música
de Martín Fayes. A poco insiste con otra zarzuela, En
la playa, con música de Enrique Lens. Luego vendrán
dos zarzuelas en un acto, Bailén y Rosalía, prece-
diendo diversas comedias encabezadas por Luchas
eternas. Prolífico e infatigable, dirige las revistas lite-
rarias La Semana y El Domingo. También en 1879,
año señalado, publica la leyenda gallega La protesta de
Pedro Padrón.
De secretario de la Junta de Obras del Puerto, cargo
que desempeñaba en La Coruña cuando nacieron Pilar
y José, regresa al Ministerio de Gracia y Justicia como
funcionario de Prisiones. Dirigirá entonces el penal de
Zaragoza, la Jefatura Superior de Policía de Barcelona
y también, por algún tiempo, la inspección general de
la cárcel Modelo, en Madrid. Allí, hurtándole horas al
sueño, entra inmediatamente en la sección de El Día.
En la regencia de María Cristina —«cuyo espíritu
rencoroso es proverbial»—, casi recién fallecido Alfon-
so XII, cuando dicen las damas bien que besar a un
hombre sin bigote es como tomarse un huevo sin sal,
el estudiante compostelano de la mula y la chistera con-
virtióse en un caballero de anchos mostachos a la bor-
goñona, ojillos muy negros y despejada frente, que tam-
bién heredará el hijo. De su renombre saben José
y Pilar que todos se hacen lenguas. Nada menos que
el presidente del Supremo —don Santiago Montero
Díaz—, otro gallego de pro, tres veces ministro con el
rey Amadeo, es íntimo suyo.
Con todo, venido acaso de su juventud revolucio-
naria y ensolapado con su ambición, alienta en José Mi-
llán Astray un desvelo por la suerte de los marginados.
Al hijo, que lo escucha extático, empieza a contarle en
muy simples palabras que su cometido en la Modelo no
se reduce a ser un celador. También procura que los
penados muden de conducta y luego encuentren un
digno destino con la libertad. Aun el más endurecido de

74
los delincuentes merece la oportunidad de redimirse y ha-
cerse olvidar el pasado.
El niño lo escucha como si por sus labios hablasen
los Evangelios. Todavía ignora la escandalosa perver-
sión de tanto altruismo. Si sobornan al director, suelen
salir los presos de la Modelo bajo palabra de regresar a
la anochecida o a la mañana siguiente. A veces, sin un-
tarle la mano a Millán Astray, se van de paseo los ga-
llegos, y no digamos los amigos. A don José le tirará la
tierra tanto como a don Santiago Montero Díaz. Recién
designado a la presidencia del Supremo, no desconoce
éste las venalidades de su paisano; pero prefiere desen-
tenderse de tamañas pequeñeces.
No todo es dicha doméstica en el edén infantil, em-
papelado de negro con lilas floridas. Aquel piso de Ma-
drid, que luego recordará el legionario con alfombras
de felpa, falsos tapices turcos, rojas cortinas de raso, re-
lojes de péndulo y bargueños isabelinos, es frecuente
escenario del llanto de la madre. Con demasiada fre-
cuencia grita y disputa el matrimonio. A través de chis-
mes y lejanos escándalos se traslucen los adulterios del
marido: un hombre a quien parece faltarle por lo me-
nos el espacio de dos vidas para dar cabida al hedo-
nismo y a la energía inexhaustible.
Alejandro Lerroux ha contado su primer encuentro
con el director general de la Modelo en salaces cir-
cunstancias de risible género chico. En 1886 vuelve el
general Arsenio Martínez Campos de Cuba, donde mal
que bien puso término a la última revuelta, en palabras
del propio Lerroux. (Ahora me voy a Cuba, / me voy a
Cuba y me olvidarás. / Ahora te vas a Cuba, / te vas
a Cuba y no volverás.) Apenas sale Martínez Campos de
la estación del Norte, el pueblo le dispensa una silba
estrepitosa en la cuesta de San Vicente. La carga in-
mediata de las fuerzas de Orden Público deja un rastro
de heridos y un pescadero muerto.
En seguida un gentío de mujeres, venidas de todo
Madrid, se congrega ante el Casino Republicano Pro-
gresista, donde también se acoge la redacción de El
País, dirigido entonces por Lerroux. La enfurecida mu-
chedumbre está a un tris de toparse con la regente

15
viuda, que, desatendida del todo, se apea en aquellos
momentos de su coche y entra en una tienda de la calle
Arenal. Al día siguiente, la Fiscalía del Reino denuncia
a El País y díctase auto de prendimiento contra Le-
rroux. Muy embozado, con postizos de peluca y bar-
bazas rubias, el soberbio demagogo acude cada ano-
checida al periódico y trabaja hasta la madrugada.
Entonces se toma un chocolate con churros y oculta al
socaire del sol y los corchetes.
Harto de esconderse y caballero en su bicicleta, pe-
dalea un domingo hasta un ventorrillo de los aledaños.
Almuerza en la venta, charlando a solas con el posa-
dero, cuando comparecen al improviso una pareja de
agraciadas furcias, el director de la Modelo y un co-
nocido comisario de policía. Apréstase a escapar Le-
rroux; pero aquellas mujeres se paran a contemplarle la
bicicleta, que todavía es inusitada novedad en la Villa y
Corte. Se le acerca Millán Astray y sarcásticamente le
bisbisea practicar aquella mañana un importante ser-
vicio secreto con ayuda de las mozas. De paso solicita
el concurso de Lerroux. Entre sorprendido y curioso,
pregunta el fugitivo cómo va a asistir él a tan altas au-
toridades.
—Pues tomando su bicicleta, largándose de aquí an-
tes de que lleguen los agentes, y olvidándose de que me
ha visto y procurando que yo no lo vuelva a ver.
Tornarán a encontrarse y entablarán una íntima y
extraña amistad, al decir de Lerroux. Cabe que entre
otros motivos, al paso de los años, el recuerdo de su
padre lleve a Lerroux a rescatar al manco de Fondak de
la reserva, contra los reparos de Alcalá Zamora. Sea
cual fuera el caso, casi medio siglo antes, el cielo se
viene abajo en el piso gallego de los falsos cortinajes
turcos y el empapelado florido por razones muy ajenas,
al menos aquella vez, a los amoríos de don José Millán
Astray en los paradores del descampado.”
El 2 de julio de 1888 descubren en la chimenea de
un domicilio de la calle Fuencarral el cadáver socarrado
y acuchillado de una dama gallega, Luciana Borcino,
viuda de Vázquez Varela. También tropiezan en el piso
con un dogo, profundamente anestesiado, que pronto

76
se repone y se convierte en una celebridad. A don Be-
nito Pérez Galdós, quien sigue de cerca aquellos suce-
sos y el sonado juicio que les sirve de incompleto epí-
logo, le maravilla la mucha gente que ofrece grandes
sumas para adoptar al perro. El juez confía su custodia
a una mujer de dudosos antecedentes, Lola la Billetera,
amiga del único hijo de la víctima, José Vázquez Va-
rela.
Las primeras sospechas recaen en la sirvienta de
doña Luciana, Higinia Balaguer: una joven de delicada
tez, pelo retinto y blanquísima faz, con grandes y her-
mosos ojos en un rostro muy atractivo, salva sea la sa-
liente mandíbula, según semblanza que traza de ella
Pérez Galdós. Por añadidura, muestra Higinia una
extraordinaria sangre fría, que la llevará a rendir diver-
sas y Opuestas versiones del crimen con igual aplomo y
acento de veracidad. Otros recelos se centran en José
Vázquez Varela, un vago de veintitrés años con pésima
reputación y peores compañías. Dos años antes, mien-
tras Martínez Campos regresaba de Cuba y Millán As-
tray topábase con Lerroux en la venta de sus escapadas,
declaró la madre en el juzgado que su hijo le asestara
unos navajazos por minucias de dinero. Al cabo había
retirado su denuncia la señora Borcino. Pero desde en-
tonces vivía aterrada, cocinándose almuerzos y cenas a
escondidas, en la obsesión de que José e Higinia se pro-
ponían envenenarla.
No obstante, resulta irreprochable la coartada del
perdís, puesto que el día de autos estaba preso en la
Modelo por el robo de una capa. Pregonados por la
prensa, precipítanse los acontecimientos en los prime-
ros días. Empieza Higinia por declararse inocente. En
seguida se confiesa autora del crimen, en un impre-
meditado rapto de ira. Vuelve a cambiar de testimonio
y señala a José Vázquez Varela como inductor de las
navajadas y la quema del cadáver, dispuesto a borrar
todos los indicios del matricidio. Asimismo acusa a Mi-
llán Astray de permitirle a José la salida de la cárcel y
obligarla a ella, muy de ocultis y en privado, a decla-
rarse única culpable para salvar al señorito.
El escándalo cobra mayores dimensiones cuando el

Te
alcaide de la Modelo es detenido e incomunicado. Una
serie de testigos, que luego se retractan o desvanecen
discretamente, juran haber visto a José Vázquez Varela
en los toros y en el teatro en la segunda quincena de
junio, cuando lo suponían entre rejas. A mayor abun-
damiento, se averigua que Higinia Balaguer sirvió en
casa de los Millán Astray y éstos la recomendaron a Lu-
ciana Borcino, con quien tenían cierta amistad.
Preso e incomunicado, en tanto desespera su fami-
lia, Millán Astray sufre un paro cardíaco. Se repone y
niega todos los cargos. Antes del 19 de julio sale en li-
bertad por falta de pruebas. En seguida, diarios sensa-
tos e insensatos dividen a la prensa madrileña. Aquéllos
mantienen la culpabilidad de Higinia y de una cómplice
suya, Dolores Ávila: hembra de pésima nota y amiga de
la sirvienta. Éstos, encabezados por El Liberal y El Re-
sumen, culpan ferozmentre a José Vázquez Varela. Del
dinero, que doña Luciana retiró del banco la víspera del
crimen y ocultaba apelotonado en el seno, según Higi-
nia, así como de sus muchas alhajas, se perdieron ras-
tro y señas.
Desentierra El Liberal pasados sobornos a Millán As-
tray cuando dirigía la cárcel de Zaragoza. En prudentes
artículos, empedrados de trivialidades, escribe Galdós
para La Prensa de Buenos Aires: «Hay que oír a ambas
partes antes de sentenciar en asuntos tan delicados.»
Un empleado de la Modelo, de apellido Ramos, declara
haber presenciado el primero de julio la salida de la pri-
sión de Vázquez Varela, con el consentimiento del di-
rector general. También asegura que el matricida,
vuelto a la prisión, le confesó el asesinato a Millán As-
tray. Una vez más, éste es detenido y permanece rigu-
rosamente incomunicado. Pero niega todas las acusa-
ciones en cuanto el juez le levanta el aislamiento,
concluido y elevado el sumario a la audiencia. Se dice
víctima propiciatoria de una turbia e infame conjura,
no se sabe de fijo a cuenta de quién.
Entre marzo y mayo de 1889 juzgan a Higinia Ba-
laguer, Dolores Ávila, José Vázquez Varela y José Mi-
llán Astray. Representados por Joaquín Ruiz Jiménez y
Juan Ballesteros, ejercitan los periódicos «la acción po-

78
pular». En un ambiente entre trágico y verbenero, el
pueblo de Madrid les paga y regala las togas. Defiende
a Millán Astray, convertido en un guiñapo de hombre,
Luis Díaz Cobeña: luego uno de los más prestigiosos
letrados conservadores, por cuyo bufete pasarán los
jóvenes Alcalá Zamora y Manuel Azaña. Un antiguo
diputado republicano, Ignacio Rojas Arias, acepta la
defensa de Vázquez Varela.
Tocan a rebato los insensatos y desencadenan una
ofensiva contra el juez. Lo dicen servilmente vendido al
presidente del Supremo, Montero Ríos, íntimo de Mi-
llán Astray como sabemos. Acobardado, dimite Mon-
tero Ríos y se refugia en Galicia hasta el final del juicio.
En un enredo mental de lugares comunes, asevera Gal-
dós —o quienquiera que le pergeñe las presurosas cró-
nicas— que Vázquez Varela es inocente, «pruébese o no
se pruebe su salida de la cárcel». Para luego concluir
que no afirmará de forma absoluta aquella inocencia
hasta el término de la vista. Aposta o por azar, se adap-
tan las sentencias a la procedencia social de los reos.
Higinia es condenada a muerte y Dolores Ávila recibe
dieciocho años por cómplice y encubridora. Vázquez
Varela y Millán Astray salen absueltos.
Pío Baroja, entonces estudiante de medicina, pre-
sencia con un condiscípulo el ajusticiamiento de Higi-
nia Balaguer. Enlutada y con un pañuelo en el rostro,
la agarrotan en mitad de un corro de curas y hermanos
de la Paz y la Caridad con cruz alzada. Nunca olvida
Baroja su estampa oscura y disminuida, muerta ya,
frente al rojo muro enladrillado del patio de la Modelo.
Arriba alborea una radiante mañana de primavera ma-
drileña.
A los pocos años precipítase una muchacha desde
un balcón de la calle Carretas. Se estrella en la acera
y muere instantáneamente. Acaecen pasar unos agen-
tes de Seguridad e irrumpen en el piso. Allí se topan
con José Vázquez Varela, quien les grita desaforado
que la joven se suicidó. Si bien rebajado por el tiempo
y la distancia, resurge el escándalo de la calle Fuen-
carral. En el recuerdo ciudadano, Millán Astray vuelve
a ser víctima de la curiosidad, los chismes y el des-

19
precio populares. Aquella vez, Vázquez Varela es con-
denado.
Aunque don José reanude su carrera en el Cuerpo
de Prisiones y publique sus recuerdos en un par de
gruesos tomos —Memorias de un policía—, en un baldío
intento de justificarse, Millán Astray es un hombre in-
famado y finido. Su hijo, el héroe en ciernes, jamás su-
perará la deshonra del padre a quien adoraba y en cuyo
proceder, trascendiéndolo si fuera posible, quiso mo-
delar la vida. Todo ello es motivo de cábalas y chis-
morreo de cuarto de banderas cuando se funda en
África la Legión. A los treinta y cuatro años de la
muerte de Luciana Borcino, un comandante del Ejér-
cito le resume en Ceuta el drama a Arturo Barea. Mar-
ginados algún que otro anacronismo y escasos errores
de hecho, la versión que rinde aquel oficial del trauma
edípico de Millán Astray suena veraz y muy ajustada a
la realidad.
—Allá a finales del siglo, en los noventa, su padre
era director de la cárcel Modelo de Madrid. Cuando los
prisioneros querían irse de juerguecita le daban una
propina al director y se marchaban libremente toda la
noche. Pero ocurrió que un preso, que se llamaba Va-
rela, salió una noche, asesinó a su madre aplastándole
la cabeza y le robó lo que tenía, con la complicidad de
la criada. Cuando la policía descubrió cómo habían pa-
sado las cosas metieron en la cárcel al viejo Millán As-
tray. El hijo, que entonces era un chiquillo, se volvió
loco. Dijo que su padre era inocente y que él mismo iba
a restaurar el honor de la familia. Entonces la guerra
de Filipinas estaba en su apogeo, y allá se hizo famoso
por su bravura. Lo ascendieron y pusieron al padre en
libertad, pero esto no curó al hijo.?' :
El 30 de agosto de 1894, el quinceañero José Millán
Astray ingresa en la Academia de Infantería y emprende
la carrera de las Armas. Acogiéndose a un plan de en-
señanza abreviado y estudiando como un maníaco, en
unos meses asciende a segundo teniente. A los dieciséis
años entra en la Escuela Superior de Guerra. Pero
causa baja a las pocas semanas. Una rebelión de los ta-
galos prendió en Filipinas y creen a Manila amenazada.

80
El muchacho remueve Roma con Santiago y consigue
que lo asignen al Batallón Expedicionario número 4.
Ni sus soldados ni sus superiores sabrán a qué ate-
nerse con el alevín de alférez. Siempre impecable,
quema horas ajustándose el barboquejo o la visera del
ros, cubriéndose la ceja derecha y exhibiendo la iz-
quierda entera, como lo prescriben los cánones. Faná-
tico en el cumplimiento de las ordenanzas, lo exaltan
una mínima mancha en la ropa o cualquier sombra en
la bayoneta. Es propia de un enajenado aquella seve-
ridad en cuanto atañe a la pulcritud. Insiste en que la
tropa abrillante correajes, cornetines y hebillas, hasta
que reluzcan como las mismísimas estrellas. Acaso sin
advertirlo, se sienta siempre sucio. O bien, a sabiendas,
pretenda lavar así el público vilipendio del viejo Millán
Astray: el baldón paterno que le pringa nombre y ape-
llido.
Aunque parezca invulnerable, combate en Filipinas
como si un demonio suicida lo poseyera. Con helada
serenidad, una y otra vez pone la vida al tablero. En
Novoleta, frustrado el ataque a Cavite Viejo, su co-
lumna sufre centenar y medio de bajas. Pero él emerge
imperturbable del atroz bautismo de fuego. En las
canteras de Mericanayoa se ofrece voluntario en la van-
guardia que ataca al arma blanca y sobrevive a seme-
jante carnicería sin mancharse siquiera las bocaman-
gas. En el convento de San Rafael, con sólo veinticinco
españoles y cercado por dos millares de rebeldes, re-
siste disparando frenéticamente hasta que lo liberan las
tropas del comandante Vicente Sarthou. Negro de pól-
vora, rasgado a balazos el uniforme, es el único super-
viviente ileso. Se muestra muy satisfecho por no haber
rendido la bandera, no por rebullir aún como un re-
sucitado.
A aquella sangre suya, nunca vertida en Filipinas
aunque luego la derramará en el Rif, le abrillanta la
limpieza la proximidad de la muerte, al igual que él
pule los correajes, las hebillas y la delgada cinta del
barboquejo. Junto con algunas tonadas, entre épicas y
patibularias —La navaja es una cosa / que se mete y que
se saca, / ¡una alhaja! / La navaja es una cosa / que se

81
saca y que se mete, / ¡un juguete!—, luego incorporadas
al cancionero legionario, va a traerse de Filipinas la ad-
vocación de san Rafael. El recuerdo del convento de sus
gestas hará de aquel santo el patrón de los mutilados,
cuando funde Millán Astray el cuerpo de Inválidos de
Guerra por orden de Franco.
Pero, por encima de todo, se traerá de las islas el
culto a la muerte redentora. Entiéndase la muerte que
de forma tan vana como denodada persiguió en Novo-
leta, en Mericanayoa, en San Rafael, sin que ella, siem-
pre tan próxima, osara tocarlo. Tal por cual como si en
una suerte de apasionada comunión, amorosa y parri-
cida, quisiera no sólo darse él a la muerte —la amada
redentora— sino también destruir en el fondo de sí
mismo a quien lo concibió para infamarlo.?

En junio de 1921, a la vuelta de un cuarto de siglo,


Arturo Barea conoce a Millán Astray en el valle rifeño
de Beni-Arós en vísperas de la batalla de aquel nombre.
Fascinado, le oye arengar a ocho mil legionarios. Como
todo el Tercio, se sorprende aclamando a Millán y a
la muerte. Aunque íntimamente descrea y desprecie
cuanto ruge aquel energúmeno, no logra evadirse Barea
de su disparatado poder de ofuscación colectiva.
—¡Caballeros legionarios! Sí. ¡Caballeros! Caballe-
ros del Tercio de España, sucesor de aquellos viejos
Tercios de Flandes. ¡Caballeros...! Hay gente que dice
que antes de que vinierais aquí erais... yo no sé qué,
pero cualquier cosa menos caballeros; unos erais ase-
sinos y otros ladrones, y todos con vuestras vidas ro-
tas, ¡muertos! Es verdad lo que dicen. Pero aquí,
desde que estáis aquí, sois caballeros. Os habéis le-
vantado de entre los muertos, porque no olvidéis que
vosotros ya estabais muertos, que vuestras vidas es-
taban terminadas. Habéis venido aquí a vivir una
nueva vida para la cual tenéis que pagar con la
muerte. Habéis venido aquí a morir. Es a morir a lo
que se viene a la Legión. ¿Quiénes sois vosotros? Los
novios de la muerte. Los caballeros de la Legión. Os
habéis lavado de todas vuestras faltas...

82
Pero más que su propio arrebato, vitoreando trilla-
dos tópicos y desatinos, al joven Arturo Barea lo atur-
den y confunden los muy distintos papeles de Millán
Astray en su repertorio. Concluida la arenga, revista al
Tercio y se detiene ante un mulato gigantesco, un pe-
ñón con los ojos amarillentos de ictericia, forjado a
imagen de un brutal gladiador. Pregúntale Millán de
dónde procede y le responde el coloso que aquello no
le importa en absoluto. Con deliberada cortesía, argu-
menta Millán Astray que cualquier legionario puede
ocultar sus orígenes y su identidad. Pero a él debe tra-
tarlo como a un superior y llamarlo teniente coronel.
Replica el mulato que Millán Astray, teniente coronel o
no, tampoco es más que nadie. Al punto le aúlla enfu-
recido el padre de la Legión:
—¿Yo...? ¡Yo soy más que tú! ¡Mucho más hombre
que tú!
Apenas dará crédito Barea a lo que sigue entonces.
Aunque enjuto y correoso, a Millán Astray le infunde la
ira fuerzas sobrehumanas. Se arroja sobre el titán, que
le dobla la estampa; lo toma por la camisa y lo echa al
polvo, coceándolo y abofeteándolo. Reacciona «el ca-
ballero legionario» y se traban a testarazos y reveses.
Barea se siente devuelto a una selva primígena, antes
de que el hombre fuese del todo humano e inventara el
hacha. Frente a la impasibilidad de la tropa, luchan sal-
vajemente por unos instantes. Vuelve a caer el mulato
aturdido, manando sangre por las narices y los labios
partidos. Pero se yergue y cuadra a los gritos de su te-
niente coronel. Millán Astray, todo repentinas mieles, lo
abraza efusivamente.
—Mañana necesito a los valientes a mi lado. Su-
pongo que te veré cerca de mí.
—A sus Órdenes, mi teniente coronel.
La arenga responde al código de la Legión. La si-
niestra riña con el rufián ictérico afirma la autoridad.
Aun en la pelea a viles trompadas, el teniente coronel
será superior a los jayanes del Tercio. No obstante,
tanto la soflama como aquel combate innoble, en mitad
del arenal, delatan el íntimo drama de José Millán As-
tray. Preso permanece en el laberíntico infierno que lo

83
habita y sólo podrá escapar de su condena por vía de
la muerte.
Creada la Légion Étrangére en 1831, llenóse de emi-
grantes y refugiados. Llegaron éstos a París después de
la segunda caída de los Borbones y la renuncia a los
tratados de extradición convenidos en 1815 con otros
países, bajo el signo reaccionario del Congreso de
Viena. Cuatro años después, el general Voirol, coman-
dante en jefe de las fuerzas coloniales en Argelia, pedía
al ministro de la Guerra, mariscal Nicolas Soult, que
prolongara de tres a cinco años el servicio prestado por
los legionarios. Soult, voluble paladín de Napoleón y
luego de los Borbones, le repuso secamente que el Go-
bierno francés nunca invitaría a nadie a sentar plaza en
tan dudosas filas. «Este cuerpo [la Légion Étrangére] es
simplemente un asilo de desdichados.»
Aquel sentido selectivo, en tanto lo permitan las
circunstancias, perdura por toda la historia de la Lé-
gion. En 1913, un menor a sus diecisiete aguerridas
primaveras, Ernst Jiúnger, se ofrece a aquellas fuerzas.
Pero a duras penas convence al oficial de recluta-
miento que lo recibe e interroga. Suponiendo al inte-
lectual en ciernes demasiado joven y acaso harto se-
sudo, el francés se empeña en disuadirlo. Por último
cede a las súplicas y lo acepta, aguas arriba y contra
todos sus principios. Plántase entonces en París el pa-
dre de Jiúnger y logra que lo den de baja alegando la
minoría de edad del mocito. Al año siguiente, éste se
presenta voluntario a la guerra mundial y obtiene en
la contienda la más preciada condecoración alemana:
el Pour le mérite.
Más abierto es el criterio de Millán Astray en el re-
clutamiento, si bien plagia íntegramente el disciplinario
rigor militar francés. El Tercio admite a todo voluntario
español o extranjero entre los dieciocho y los cuarenta
años. Le asigna un haber diario de cuatro pesetas y diez
céntimos, junto con la prima de enganche, por un quin-
quenio, que varía entre ciento y ciento cuarenta duros.
Si el jovencísimo Júnger buscaba en la Légion una vida
aventurera y azarosa, más le atrae a Millán el pasado
de sus legionarios que el porvenir de sus esperanzas en

84
las banderas del Tercio. Paradójicamente, le interesa
aquel pasado para darlo al olvido. De forma no menos
irónica, cuanto más alevosa sea la vida anterior de
aquella escoria humana, más aceptable será su puesto
en la Legión.
Recuérdese la perorata de Beni-Arós. Aunque antes
de alistarse fuesen aquellos hombres bandidos y asesi-
nos, el Tercio los enaltece y eleva a caballeros legiona-
rios. Si vivían moralmente muertos, su caída en la gue-
rra va a exaltarlos en el cielo y en la tierra. En este
sentido, pese a su grosera y grotesca teatralidad, justi-
fícanse las palabras del manco de Fondak en la capilla
ardiente del teniente coronel Ortiz de Zárate, antiguo
oficial de la Legión. Bajo el doble signo de thánatos y
eros, casi igual que Romeo y Julieta en la cripta o don
Juan y la estatua de doña Inés en el cementerio, fún-
dense Ortiz y la muerte en un amoroso abrazo eterno.
En Pamplona, el escogido era un oficial de muy alta
distinción. Pero en Beni-Arós, Millán Astray pudo re-
citarle la misma elegía —«¡Ya es tuya, hermano!»— al
bárbaro coloso que abatió a puñetazos, de haberlo visto
morir a su lado.
Una poetisa contemporánea de Millán Astray, la
uruguaya Delmira Agustini, afirma no haber lágrimas
que laven los besos de la muerte. Para Millán Astray no
existe delito, sangriento o sonado, que no absuelva la
muerte con su beso. Ni que decir tiene, semejante ley
aplícase al vil cohecho de aquel padre, venerado y ver-
gonzante, que el hijo quería inmolar con su propio sa-
crificio en Filipinas o en el Rif. No obstante, como ya
sabemos, reservóse la última palabra un destino mor-
daz, que lo desgarraría y desfiguraría en su parodia
manca y tuerta, sin permitirle perecer en el épico
campo del honor. Para mayor inri, su suerte aciaga en
el barranco de Amaldi termina por infundirle un ines-
perado pánico, mayor aún que «el de siete brujas».”
Más leído que otros colegas militares, pese a la dis-
paratada prosa y la parvedad de sus ideas, funda Millán
Astray el cimiento de su culto a la suprema entrega en
una obra del profesor Inazo Nitobé: Bushido. El alma
del Japón. Según le contará a Giménez Caballero en Sa-

85
lamanca, leyó Bushido en la versión inglesa que aquel
catedrático de la Universidad Imperial de Tokio publicó
en 1905, en Nueva York, traduciendo su propia original
japonés de 1895. El libro de Nitobé, con el cervantino
discurso de las armas y las letras, es lectura de cabecera
de Millán Astray. A través suyo determina el código del
Tercio, de forma más honda y decisiva que cualquier
otro texto.
Significativamente, en el prefacio de la edición ame-
ricana lamenta Inazo Nitobé haber omitido un capítulo
entero sobre la piedad filial] «una de las dos ruedas, con
la lealtad, del carruaje ético japonés», por falta de apro-
piados equivalentes occidentales de semejante virtud.
No obstante, satura su libro una devoción a los padres
y a los antepasados que contituye el fundamento moral
del bushido, a la par que el seppuku o haraquiri: el sui-
cidio ceremonial y expiatorio del caballero, sajándose
las entrañas en la creencia de ser el vientre asiento del
alma y las pasiones.
Inazo Nitobé describe el bushido como un cuerpo de
preceptos de los samuráis del siglo xvIt, quienes adop-
tan así un término de raíces chinas y niponas, bu-ké o
bu-shi, para expresar el concepto de la hidalga com-
batividad. Retráese la ética del bushido a la aceptación
budista del destino —un principio especialmente caro
para Millán Astray— y a la teología del sintoísmo. Será
este último el llamado «camino de los dioses», que en
el Japón proclama la pureza y la bondad innatas del
alma, frente al dogma pesimista, mosaico y cristiano,
del pecado original. Libre de sombras, es entonces el
espíritu humano parecido al espejo en mitad de los des-
nudos templos sintoístas, en tanto aguarda que la di-
vinidad venga a reflejarse en su brillante superficie.
A través de las privadas reflexiones de Millán Astray,
todos aquellos principios vendrán a confluir en una
forma de desmemoria, anterior a la auténtica absolu-
ción, donde van a velarse o borrarse los viejos crímenes
de los legionarios y aquella deshonra paterna que el
hijo hereda y asume sin poder destruirse o negarla. Di-
gamos un olvido arropado en la fe de que el dios de la
guerra aparezca en su pulida luna, por medio de la

86
muerte y al igual que la salvación en el espejo sintoísta,
para restaurarle al hombre la primitiva pureza.
En otra interpretación, que también será afín al hé-
roe de Fondak, confúndese el bushido con el culto a los
ascendientes —la procesión hacia el pasado de las va-
rias copias emblemáticas del padre natural y del em-
perador o padre supremo— o bien, puestos a expresarlo
en términos nacionalistas, identifícase con el patrio-
tismo y la lealtad: «características predominantes de la
vida emotiva de la raza», según Nitobé. De este modo
deviene el emperador venero de las más puras esencias
patrias y objeto de toda fidelidad. En versión castellana
de aquel credo, tradúzcase el sacro y paterno nombre
imperial por el de Alfonso XII, Sanjurjo y definitiva-
mente, por encima de los demás, el de Francisco
Franco Bahamonde: «Ejemplo de soldados, ciudadanos,
cristianos y caballeros.»
Pero la máxima lección del bushido, la honra más
bella, cífrase en reparar los pecados de los padres, así
como las afrentas que se les infiera. Nunca olvidará Mi-
llán Astray la verdadera historia de los hermanos Naiki,
Sakon y Hachimaro, fallidos asesinos los primeros del
general Iyégasu por ultrajes a su padre. A los tres los
condena al seppuku una bárbara sentencia contra todos
los hombres de la familia. Naiki tiene veintisiete años y
Sakon veinticuatro. A sus ocho abriles, no participó el
niño Hachimaro en aquel intento de crimen. Pero no lo
eximen los jueces de la última pena. La criatura se
siente dignificada por tanta estima.
Dispuesto el haraquiri, arrodíllanse los tres herma-
nos. Sakon le pide al pequeño que se destripe en se-
guida para asegurarse de que procede con ajustada
corrección. Le replica Hachimaro que él preferiría
contemplar el suicidio de los mayores para aprender de
sus artes. Ríen y lo felicitan Naiki y Sakon. «¡Muy bien
dicho, jovencito! ¡Puedes enorgullecerte de ser hijo de
nuestro padre!» Didácticamente se hunden la daga
junto al picudo hueso de la cadera. Todavía aconsejan
al niño no clavarse la hoja entera, hasta la cruz de la
empuñadura, porque entonces caería de espaldas como
un muñeco. También debe mantener los ojos abiertos

87
para no semejar una mujer en el parto o la agonía. Se
les corta la voz al rajarse el vientre de lado a lado. Los
observa Hachimaro con atenta curiosidad. En cuanto
expiran, el angelito se hace el más cabal y admirable de
los seppukus.
En un texto de otro tono, el quijotesco discurso de
las armas y las letras, encontrará su lejano escarnio el
militarismo del bushido. De forma no muy distinta de
la quevediana, cuando el gran conceptista hace «trofeos
de la propia miseria», compara Cervantes por labios de
don Quijote las estrecheces y penalidades del «estu-
diante» —el intelectual de sus tiempos— y las del sol-
dado. lrónica o escarnecidamente, atribuye mayor glo-
ria al guerrero que al erudito, por ser también más
agudos su miseria y padeceres. A mayor abundamiento,
si la guerra exige leyes, maduradas por sesudos pensa-
dores, con las armas se guardan y defienden códigos,
repúblicas, caminos y mares. Casi al margen, en una de
sus acerbas aporías, añade Cervantes que la propia gue-
rra se prolongaría interminablemente si no se resolviese
por la fuerza de las armas.
Mancando ambos y tuerto de propina uno de ellos,
Cervantes y Millán Astray se identificarán particular-
mente con la conclusión del discurso quijotesco. A las
infinitas penurias del guerrero suma el hidalgo las es-
cabechinas y tullideces que trajo el descubrimiento de
las armas de fuego. «Diabólica invención, con la cual
[se] dio causa que un infame y cobarde brazo quite la
vida a un valeroso caballero.» O que la desmandada
bala de un cobarde fugitivo acabe con quien merecía
vivir siglos enteros. Aunque en apariencia diga Cervan-
tes todo lo contrario, muy al fondo del entrelineado evi-
dencia el definitivo absurdo de la guerra. Desde el za-
farrancho al tiroteo, pasando por los duelos de artillería
en campo abierto, las armas de fuego destruyeron toda
razón moral o lógica que antes pudo haber presidido
las contiendas bélicas.?*
Tales sutilezas se le escaparán a Millán Astray, siem-
pre propenso a llamar al pan y al vino por sus nombres,
aunque en muchos parlamentos de la guerra civil
mienta sin rebozo. Sea cual sea el caso, la aparente ver-

88
dad, inferida del discurso cervantino, es la primacía del
soldado sobre el hombre de letras. Pero esta certeza im-
plica otras ocultas connotaciones, también arraigadas
en el torturado inconsciente de Millán Astray. Allá, en
el centro de sí mismo, su complejo de inferioridad lo
devora y obliga a creerse superior a cuantos lo rodean,
con excepción del supremo padre emblemático: Franco.
Recuérdese que la pelea con el mulato la emprende
y la gana al alarido de «¿Yo...? ¡Yo soy más que tú!
¡Mucho más que tú!» Y demuestra serlo, aunque el gi-
gante le lleve peso, talla y bestial carne valiente. Ante
los legionarios petrificados, aquel combate no es sino la
transferencia de su sorda lucha por la prez y supre-
macía de las armas sobre las letras: la misma que man-
tiene con su padre, entablada y jamás resuelta, desde
que cobró uso de razón.
Subráyese otra vez que él obtuvo de su padre lo que
éste no lograra del suyo: seguir la carrera militar. Por
el contrario, sometióse don José y estudió la carrera de
«letrado». Por añadidura, se convirtió en un escritor de
difundido prestigio, hasta que el crimen de la calle
Fuencarral dio al traste con su nombre y su renombre,
deshonrándole ante el mundo. En el juicio fue absuelto
el hombre de leyes y letras. Pero en la convicción de
buena parte del país y en los repliegues de la conciencia
de su hijo, libró así gracias a un monumental encubri-
miento.
«¡Yo soy más que tú! ¡Mucho más que tú!» Aun
como custodios de la sociedad —el aspecto que más
aproxima a padre e hijo—, éste aventaja a aquél. Don
José, «letrado» y escritor, es jefe de Policía de Madrid
y será alcaide de la cárcel. Como militar, su hijo se en-
noblece por comparación. Si el padre guarda a los pre-
sos y a veces los suelta unos días, por amistad o so-
borno, el hijo, en el nombre sacrosanto de la muerte,
rescata a la hez de horca y presidio que fueron muchos
de sus legionarios.
No obstante, cabe que la lucha del hombre de armas
con el espectro paterno permanezca irresoluta. En
cierto modo, puesto que él no perece en el campo de
batalla, nunca destruirá consigo Millán Astray al hom-

89
bre de letras: al progenitor vejado y afrentado. En con-
secuencia, dejará de cumplir con el primer precepto del
bushido: honrar y redimir moralmente al padre y
dueño. Puesto que el mulato de Beni-Arós es sólo una
oblicua metáfora de don José Millán Astray, el de las
ocultas citas con demi-mondaines madrileñas en los
ventorros de las goyescas playas del Manzanares, entra
en lo posible que aquella pelea se repita con algún otro
doble de don José.
El combate se renueva en Salamanca, en el llamado
Día de la Raza; es decir, de la estirpe nacional. Ahora
ante el mundo y frente a su escolta legionaria, el mu-
tilado héroe de las armas se enfrenta con don Miguel
de Unamuno. Pero ¿no es también, en fin de cuentas,
Unamuno el vivo paradigma de todos los intelectuales
españoles? ¿No lo convirtieron su fama y su avanzada
edad en el padre supremo de las letras nacionales? ¿No
afirma él mismo que debería reinar porque su imperio
abarca todas las tierras de la lengua de Cervantes? Por
si algo faltase para redondear aquella síntesis de dra-
máticas imágenes, ¿no le corresponde a Unamuno, en
el paraninfo de la universidad, la representación del jefe
del Estado: de Francisco Franco?
Pocas veces, acaso ninguna desde los tiempos míti-
cos, remansóse la suerte de dos hombres en un duelo
sobre un entramado de tan terribles y evidentes pre-
supuestos simbólicos.

90
La fiesta de la Raza
Como réplica al cese de Unamuno en su rectorado vi-
talicio por disposición de la República, el presidente de
la Junta de Defensa, general Miguel Cabanellas, firma
otro decreto reponiéndolo en el rectorado y en la cá-
tedra que lleva su nombre el primero de setiembre de
1936.
Muy distinta de la seca prosa —«espartana», prefe-
riría llamarla Franco— del futuro decretero del Caudi-
llo, la rancia retórica de aquella otra resolución, entre
patética e inadvertidamente jocosa, transparenta la
mano de un ser único como Cabanellas: «Más aún,
cuando los verdugos de aquella civilización, cuyas hues-
tes libertadoras han visto reforzado el entusiasmo en su
afán santo con el hálito patriótico del pecho, siempre
sincero, del maestro de Salamanca, acusan el matiz do-
minante de su empresa con la pretensión de derrocar,
a golpe de pluma, lo que a aquél solamente le fue re-
conocido por los hombres, ya que no por ellos, sino por
Dios otorgado.»”
No se guarda testimonio de la respuesta íntima o
pública de Unamuno a tamaño galimatías. Cuando
nueve días después lo entrevista el corresponsal del pe-
riódico derechista Le Matin, ni siquiera menciona su re-
posición en la cátedra y en el rectorado. Por aquellas
fechas, empezarán sus graves dudas acerca de la guerra
y su opción política, si bien sólo a finales de setiembre
se las confiesa a un extranjero y extraño: el profesor
Brouwer. También a principios de mes iniciará sus an-
gustiosos apuntes, El resentimiento trágico de la vida.

93
¿Se refiere al resentimiento nacional, al suyo propio, o
acaso a ambos, dramáticamente inseparables? Aquéllas
serán las notas donde consignará los asesinatos de Vila
Hernández y de Prieto Carrasco, aunque de hecho las
comience con la muerte criminal de Calvo Sotelo. Casi
a continuación garabateará en papel timbrado del
ayuntamiento: «La sangrienta batalla de Talavera de la
Reina, en cuya plaza de toros había muerto, ensangren-
tado, Joselito, el torero gitano.»
Si bien defendida por diez mil milicianos, con
buena artillería e inclusivé un tren blindado, el 3 de
setiembre cae la ciudad ante la columna del coman-
dante Antonio Castejón. Por los dientes de una ancha
tenaza, abierta sobre Talavera, avanzan Castejón y el te-
niente coronel Carlos Asensio Cabanillas ocupando el
aeródromo y la estación ferroviaria. Aterrados por las
salvajes matanzas de Badajoz, dos semanas antes,
cunde el pánico entre los defensores y huyen a la des-
bandada, en repletos autobuses, arrastrando consigo a
la Guardia de Asalto, antes dispuesta a presentar ba-
talla. En aquel caos, muchos milicianos no alcanzan a
escapar del cierre del cerco, consumado en unas pocas
horas de la tarde.
Mientras, los regulares violan y acuchillan a las jó-
venes y a las niñas. O arramblan, riendo como rapaces
golosos, con lámparas, edredones, radios y máquinas de
coser. La carnicería de moros y legionarios será tan
despiadada como la de Badajoz. Pero mucho más «ra-
cionalizada» y sistemática. Durante dos semanas se fu-
sila ordenadamente cada noche a grupos de obreros,
mujeres y campesinos. Para ajusticiarlos basta una de-
nuncia de no ir a misa, de adscripción a la masonería,
o de haber votado al Frente Popular. José Sainz, man-
damás falangista toledano, muestra muy orondo su pis-
tola al corresponsal americano John T. Whitaker:
«Mira, tú, con ésta me cargué a ciento veintisiete rojos
con mi propia mano. Ciento veintisiete.»
No alcanza la severa censura la persistente falsifi-
cación de la realidad, propia de la zona republicana y
sobre todo de Cataluña. Bárbaros degúellos como los de
Talavera se filtran hasta la retaguardia y son motivo de

94
numerosos comentarios. Paradójicamente, si los jefes
de propaganda niegan a los corresponsales extranjeros
las atrocidades cometidas —«la regeneración de Es-
paña», como las llaman algunos oficiales—, en las gran-
des ciudades los fusilamientos de los rojos se convierten
en un espectáculo cada vez más concurrido. Por con-
traste, en la Barcelona de 1936, dominada por incon-
trolados que creían más saludable asesinar holgando en
la retaguardia que sacrificarse en el frente de Aragón,
sólo una minoría de imbéciles desalmados disfrutaban
las ejecuciones en el Camp de la Bota. De aquel verano,
siendo yo niño, recuerdo cómo al frescor de la noche
en la acera, entre dos bombardeos del Canarias, des-
cribía un solazado vecino los brincos de los ajusticiados
en la playa. «Botaban como liebres o como gazapos es-
copeteados.» Asqueada, la gente se fue en silencio y lo
dejó solo.
En la llamada zona nacional, las matanzas oficiales
compiten en popularidad con el circo y las becerradas
nocturnas. Únicamente en Salamanca, los asesinatos y
ejecuciones —«muertes producidas por la guerra civil»,
las llama eufemísticamente un historiador y militar,
muy afecto al franquismo— alcanzan el medio millar:
503, para mejor precisarlo. Desmerecen ante balances
más bárbaros, como los 2 037 de Orense o los 3 834 de
Málaga: la más alta mortandad ciudadana en ambos
bandos. Tanto o más que los mismos ajusticiamientos,
aterran a Unamuno los muchos hombres y sobre todo
mujeres burguesas que acuden ataviados a las ejecu-
ciones, a veces después del santo oficio con indulgen-
cias, para aplaudir aquellas carnicerías entre cándidas
risas. Todo ello en una levítica ciudad castellana donde
el catolicismo tradicional era la levadura del alma en la
vida.
Huelga añadir que no es Salamanca la sola ciudad
sublevada en que goza el pueblo de tan siniestro modo
en el «primer año triunfal». El 25 de setiembre de 1936,
el gobernador civil de Valladolid, donde la represión es
más cruel que en Salamanca, publica un artículo en El
Norte de Castilla bajo el título de «El espectáculo de los
fusilamientos». «... se ha podido observar una inusitada

95
concurrencia de personas al lugar en que se verifican
estos actos, viéndose entre aquéllas niños de corta edad,
muchachas jóvenes y hasta algunas señoras. Son públi-
cos, es verdad, tales actos, pero la enorme gravedad de
los mismos, el respeto que se debe a las desgraciadas
víctimas de sus yerros en tan supremo trance, son ra-
zones más que suficientes para que las personas que
por sus ideas, de las que muchos hacen ostentación, de-
ban abrigar en sus pechos la piedad, no asistiendo a ta-
les actos ni mucho menos llevando a sus esposas y a
sus hijos.» :
En el caso de Valladolid, señores burgueses de me-
dia edad, cuyos hijos andarán emboscados o en el
frente, todos gente conocida, muy educada y piadosa,
se dicen sonrientes: «Ya sabes. Mañana toca fusila-
miento. No vayas a olvidarte.» De mala manera hay que
empujar al público de las ejecuciones para que se
aparte al menos doscientos metros del piquete. Tam-
bién les chillan que se lleven a los niños. Que aquello
no es una verbena con piñata y menos un escarnio con
títeres. Casi todos los condenados se niegan a que les
venden los ojos y mueren aclamando a la República.
Unas jóvenes ríen estrepitosamente ante los fusiles y re-
ciben la descarga levantándose las faldas y mostrando
las partes a sus verdugos.”
Atrás quedaron las madrugadas de agosto, cuando
los lecheros tropezábanse con los cuerpos tiroteados y
exangúes de José Andrés Manso y Casto Prieto Carrasco
en cualquier erial. Ahora las últimas penas se convier-
ten en una auténtica fiesta brava y nacional, con el va-
lleinclanesco ruedo por patria plaza. A las atrocidades
de Talavera y a la muerte de Joselito, quien inclusive
tuvo su Casandra cuando el 15 de mayo de 1920, en
una de sus pocas tardes desastrosas y en una pausa de
la bronca y el diluvio de almohadillas —«¡Que se vaya!
¡Que se vaya!»—, sonó la voz cristalina de una mucha-
chita: «¡Ojalá te mate un toro mañana en Talavera!», al
martirio de Talavera de la Reina y a Joselito muerto,
decíamos, volverá al menos en una ocasión Unamuno
en El resentimiento trágico de la vida, en tanto le ahoga
la angustia en la guerra.

9%
Después del enfrentamiento con Millán Astray y en
la reclusión de la calle de Bordadores, medio voluntaria
y medio forzada, escribe: «La toma de Talavera, Joselito
y Huichilobos.» Huichilobos es la deidad azteca de la
guerra. Léase Huitzilopotzi o «Huitzilopochtli», como
don Miguel lo deletrea en un artículo del 7 de diciem-
bre de 1895 para La Lucha de Clases. Al bélico dios,
los indios le celebraban la fiesta colmando de sangre los
fosos de su templo. En las últimas honras, antes de la
conquista, degollaron a ochenta mil prisioneros de una
sola vez. En el ensayo de La Lucha de Clases, el Hui-
chilobos de los conquistadores identifícase con Mam-
món, despiadada divinidad de las riquezas, según el jo-
ven socialista Unamuno.
En otro artículo, casi en la trasanteanoche de la
contienda civil, «Huichilobos y el bisonte de Altamira»,
publicado en Ahora el 28 de junio de 1936, confúndese
Huitzilopotzi con el prehistórico bisonte de Altamira:
torva y siempre indescifrable divinidad que exige la
guerra y la matanza. Será el catastrofismo unamuniano
irónicamente análogo a la muerte como sublimación,
que Millán Astray toma del bushido desde muy opuesta
perspectiva moral. Entretanto, renacen y prosiguen los
sacrificios de los cautivos a Huichilobos. No los degiie-
llan en el pío ceremonial de un rito sacro, sino en la
tolerada ilegalidad de las sacas carcelarias. Así clama y
apostrofa Unamuno al principio de El resentimiento trá-
gico de la vida: «Después del bombardeo de avión en
Ávila y en Valladolid a la cárcel a asesinar presos po-
líticos.»
De hecho, no cesan las sacas salmantinas hasta
enero de 1937, a los tres meses de la triple entroniza-
ción de Franco en el mando supremo y las jefaturas del
Gobierno y del Estado, y al día siguiente de la muerte de
Unamuno. Asombrosa y paradójicamente, será el mis-
mísimo general Millán Astray, pese a su habitual apo-
teosis de la muerte, quien les ponga término. A no
dudarlo, prosiguen aquellos crímenes con la tácita
anuencia del Caudillo. Pero también parece incontes-
table que Millán Astray, quien día sí y día también vo-
cifera pasar por las armas a todo cristo por un quítame

97
allá esas pajas, aunque le asusten y enfermen los fusi-
lamientos tanto como a Joachim Murat en su época, in-
sistirá tenazmente acerca de Franco para que terminen
semejantes ignominias.
De haber vivido Unamuno, mientras se apercibían a
enterrarlo, se habría persignado, de una pieza, al ver
cómo Millán Astray iba a la cárcel aquella mañana de
año nuevo, la de la fría y desolada amanecida de 1937,
y empeñaba su palabra ante los presos de que no se re-
petirían los asaltos ni los impunes asesinatos. Según
testimonio de un médico republicano allí convicto y
encerrado, el polifemo de Loma Redonda mostróse
muy digno y habló con acento de sobria veracidad, sin
vitorear a la muerte. Hoy, tantos años después, cabe de-
ducir que acaso comprenda entonces Millán Astray la
lección impartida por Unamuno en la fiesta de la Raza:
vencer no es persuadir. Aquel día, al menos, convence
a los cautivos de haber descendido voluntariamente a
la prisión Provincial para decirles la verdad.”
Antes, en setiembre de 1936, a las atribuciones aca-
démicas de Unamuno en el rectorado les suman las de
veedor de inquisidores. O presidente de la Comisión De-
puradora de las responsabilidades políticas de catedrá-
ticos y maestros. Según contará su hijo Rafael, presbí-
teros de buena voluntad delatan en sus parroquias a los
dómines rojos que no acuden a misa. Con descuidada
indiferencia, don Miguel les devuelve la denuncia en el
mismo sobre abierto, donde escribió: «Tampoco yo voy
a la iglesia.» Más lo descorazona otra carta, venida de
la cárcel. Procede de un amigo suyo, Atilano Coco, el
único ministro luterano de Salamanca, por cuya suerte
se ha interesado vivamente Unamuno desde que lo
prendieron a finales de julio. «Mi esposa me ha dicho
que ha estado usted en mi casa hace unos días —le es-
cribe el desdichado—. ¿Quizá esperaría encontrarme en
ella? Ello sería un buen augurio para mí.»
El pastor ignora los motivos de su detención. «Muy
grave debe de ser la causa para tenerme apartado de mi
ministerio evangélico, aun cuando todavía no sé si es-
toy a disposición de algún juez o del comandante mi-
litar.» En realidad lo acusan de masón; pero tardarán

98
cinco semanas en comunicárselo. El 12 de octubre,
cuando don Miguel se alce en el paraninfo condenando
al régimen y a Millán Astray, lleva en un bolsillo la
carta de la mujer de Atilano Coco con la relación de
cargos contra su marido. En aquel punto sabe que to-
dos sus esfuerzos son inútiles y ejecutarán al predica-
dor evangelista. Lo fusilan el 8 de diciembre. Y es aqué-
lla la fiesta de la Purísima, o de la Inmaculada
Concepción de María, como lo subraya agriamente
Emilio Salcedo. Por consejo de Unamuno, su esposa
fue a implorar clemencia para el pastor al obispo En-
rique Pla y Deniel. El prelado ni se dignó a recibirla.
Concedidas en Salamanca el 9 de setiembre, a los
cuatro días difunde la prensa las declaraciones de Una-
muno a Le Matin. En la entrevista declara lo que siente
y lo que no siente, callando mucho de lo verdadera-
mente sentido. A la vez, como él asegura haberlo ter-
giversado antes Cholly Knickerbocker, también las ma-
nifestaciones al periodista francés parecen exageradas
por los censores. Con todo, entre los galicismos de una
chapucera traducción, se advierten la amargura y el pe-
simismo de Unamuno, ahondados y extendidos en las
últimas semanas. En agosto decíale al socialista belga
que acaso la guerra habría terminado cuando recibiera
su carta. En cambio ahora reconoce: «La lucha será
larga, muy larga y espantosa.»
España, prosigue don Miguel, padece una locura co-
lectiva. Es la suya una epidemia espiritual traducida en
una ola de asesinatos, destrucciones y crímenes. Pru-
dentemente, limita la vesania a la zona republicana.
Allí, afirma, nunca tuvieron los comunistas una idea
constructiva; en tanto viven los anarquistas, poseídos
de un furioso delirio. Azaña, puntualiza y reitera, no re-
presenta nada aunque sea el mayor responsable de lo
ocurrido. Certeramente, con una agudeza de la cual ni
él mismo llega a percatarse, se lo imagina sumido en la
introspección y ocupadísimo en tomar notas para sus
Memorias.
Aunque en su fuero interno crea a Mola un asesino
y pronto tenga a Franco por un necio, acaso con bue-
nos intentos pero sometido a ajenas voluntades —;jui-

99
cio erróneo y disparatado, si cabe!—, los llama a ambos
sensatos y reflexivos. «Tuvieron el supremo cuidado de
no pronunciarse contra la República.» Cállase entonces
que vuelve a flamear la bandera monárquica en la Es-
paña rebelde y olvida los tiempos en que él condenaba
«el infame contubernio de la cruz y de la espada», apos-
trofando de paso a Primo de Rivera como a un peli-
culero con menos juicio que un renacuajo. No sin co-
rrosiva ironía, concluye admirándose de sí mismo por
hacer causa común con el Ejército.
El 26 de setiembre preside una reunión con el vi-
cerrector Esteban Madruga, el decano de Filosofía y Le-
tras, José María Ramos Loscertales, y los profesores
Arturo Núñez, Manuel García Blanco, Francisco
Maldonado, Ramón Bermejo Mesa, De Juan, Antonio
García Boiza, García Rodríguez, Villamil, Andrés Gar-
cía Tejero, López Jiménez, Serrano, Teodoro Andrés
Marcos, Nicolás Rodríguez Aniceto, Peña Mantecón,
Sánchez Tejerina, Wenceslao González Oliveros, Gon-
zález Calzada, Ramón Retuerto, Mariano Sesé y Aro-
chacena. A Ramos Loscertales, hombre de tibio pasado
republicano al que avalaría Unamuno en su cátedra, le
encomendaron los poderes militares un mensaje del
claustro salmantino sobre la guerra civil española di-
rigido a «todas las universidades y academias del
mundo».
Redactado por Ramos Loscertales, con retoques de
Unamuno, aquel escrito será enviado en castellano a las
universidades de Hispanoamérica. Pedantemente tra-
ducido al latín ciceroniano, lo despachan a las demás.
Es de suponer que la mayoría de las infinitas univer-
sidades estadounidenses quedarán en el tintero, pues,
con razón o sin ella —como gritarían los legionarios de
Millán Astray—, el claustro de Salamanca les desconoce
la existencia.
Manifiesta el texto que la universidad salmantina es-
forzóse siempre por alejar la actividad política de su
horizonte espiritual. Si hoy levanta la voz ante el
mundo, lo hace por estricto deber de justicia. El primer
apartado, después de aquel introito, suena estricta-
mente unamuniano. Alude así a la defensa de la civili-

100
zación cristiana de Occidente, «frente a un ideario
oriental aniquilador». Tal es expresión de un criterio,
muy propio de don Miguel, que él asegura le plagió
Franco, o quienquiera que le redacte los borradores de
los discursos políticos.
Clama la universidad contra crueldades tan extre-
mas e innecesarias como los asesinatos de laicos y ecle-
siásticos, o los bombardeos de ciudades abiertas y san-
tuarios como el Pilar o la Rábida. Actos perpetrados
por un Gobierno que reconocen de jure los Estados del
mundo. Aposta, según se afirma, limítase el párrafo si-
guiente a la protesta de aquellos hechos, silenciando
por decoro y pudor innumerables crímenes y devasta-
ciones acarreados por «una ola de demencia colectiva».
Se alza de obra con un epílogo, ridículo por lo brusco
y abreviado, recabando de «nuestros compañeros en el
cultivo de la ciencia» una sencilla expresión de solida-
ridad.”
Más explícitas y sinceras resultan las notas que
toma Unamuno en papel timbrado del casino para El
resentimiento trágico de la vida. Su fecha resulta du-
dosa. Pero, precediendo por largo la mención de Millán
Astray y sus vivas a la muerte, serán anteriores al 12 de
octubre. El pueblo, escribe Unamuno, se entregaría al
suicidio colectivo si no lo retuviera el instinto de vivir.
En injusta compensación, se da al goce de morir ma-
tando. «Desesperados y resignados; resignados a su de-
sesperación y desesperados de su resignación.» Con las
alas abiertas, a la medida de la tragedia nacional, re-
gresa el ángel exterminador. «No son unos españoles
contra otros —no hay Anti España— sino toda España,
una contra sí misma. Suicidio colectivo.»
En aquellos días, entre el llamamiento de la univer-
sidad y el aniversario de Unamuno, el 29 de setiembre
tendrá lugar su coloquio con Johannes Brouwer. Tra-
ductor de Ortega al holandés, también estudió Brouwer
la obra de don Miguel y ha escrito sobre la mística
y el Renacimiento, así como la conquista de México y
los testimonios de ciertos arcabuceros del Tercio en los
Países Bajos. Católico practicante, tiene entonces cua-
renta y cinco años. Durante la Dictadura y la República

101
viajó a España cada verano y ha conocido a Unamuno,
antes de la guerra, en un fortuito y presuroso encuen-
tro. En Holanda supo que el filósofo donara cinco mil
pesetas a la rebelión. Aunque Brouwer se niega a
creerlo, no llega a preguntárselo en Salamanca. O bien
lo olvidó o no se atreve a atajar el apasionado monó-
logo unamuniano.
Con todo, será Johannes Brouwer quien abra el diá-
logo con el relato de su regreso y el horror que lo per-
sigue y espolea. Entró en la zona rebelde, cruzando por
Pamplona, Burgos y Valladolid, camino de Salamanca.
En los aledaños de Torquemada, provincia de Palencia,
detúvose a repostar con sus compañeros de viaje. Unos
falangistas muy corteses, armados hasta los dientes, re-
visaron sus pasaportes y salvoconductos. Entre los co-
rresponsales extranjeros, alguien preguntó de segundo
intento si había rojos en la comarca.
—A los pocos que quedaban acabamos de fusilarlos.
Era sólo una maldita docena. Si quieren verlos, todavía
calentitos, los encontrarán en el crucero.
Aturde a Brouwer la seca frialdad, tan d'stinta del
odio encarnizado, con que aquellos hombres cuentan
sus ejecuciones. Talmente como si fuesen tediosa ru-
tina. A un breve trecho del paraje se topan los holan-
deses con los cadáveres, todavía desangrándose al sol
de setiembre. «Su visión hizo de aquel cruce de sen-
deros mi camino de Damasco», le dice a Unamuno.
Después, en Burgos y en Valladolid, jefes políticos, au-
toridades militares y curas trabucaires vendrían a rati-
ficarle en su convencimiento. Todos o casi todos le ase-
guran que basta una sospecha para ajusticiar a quien
desacuerde con la ortodoxia del Movimiento.
—Una ortodoxia de asesinos, don Miguel.
Acodado a la mesa camilla, recién prendido el bra-
sero por Aurelia, la sirvienta, guarda Unamuno los ojos
muy abiertos tras las gafas redondas. Por la ventana de
la biblioteca amanece la mañana de setiembre. En
apretado desorden, suben los libros del suelo al techo,
aunque don Miguel se glorie de conocerle el puesto a
cada volumen. Notará Johannes Brouwer lo ya adver-
tido por otros visitantes. El maestro no usa nunca la

102
estilográfica. Recién tajadas, guarda las plumas en un
palillero, que también construyó él mismo con sus ági-
les dedos de plegador de pajaritas. Raspa dos cañas,
una más estrecha que la otra, y encaja en medio la plu-
milla. Mangos y navaja extraviáronse entre otros mu-
chos libros, pisapapeles y rimeros de cuartillas.
—Estas muchachas, estas mujeres son peores que
los hombres: estas vírgenes solteronas, estas fanáticas.
Pasan la vida en celibato y ante el espectáculo de las
ejecuciones sienten todo el placer que les fue negado
—exclama Unamuno.
Es el arranque de un exasperado monólogo, que se
prolongará hora y media, del cual no quisiera perderse
Brouwer ni una palabra. Agobiado y descorazonado, da
por muertas Unamuno la libertad civil y la independen-
cia espiritual, como antes las abolieron en Italia y Ale-
mania. Se muestra transido de angustia, con lágrimas
en los ojos. Pero sonríe al referirse a las procesiones re-
ligiosas, mascaradas extrañas a la verdadera piedad,
con hombres, mujeres y niños desfilando cubiertos de
medallas por las calles de Salamanca. No condena a la
Iglesia sino al clero, en su incomprensión intelectual y
social: en suma, en su parda incultura. Una posible vic-
toria de los facciosos también sería desastrosa para la
religión. Pasa así de la cruz a la espada a propósito de
la penuria mental que aflige a curas y militares es-
pañoles, a su entender al menos, desde hace siglos y
siglos.
—NO hay cultura que nazca, crezca o prospere bajo
un régimen absolutamente militar. Es imposible. Es im-
posible. Con los militares nada puede prosperar. Son
unos botarates.
No anda muy lejos de la literatura toda aquella dia-
triba religiosa, social y política. Súbitamente, evoca a
Ángel Ganivet: el compañero de oposiciones en otra
existencia que se suicidó en Riga, sifilítico, en 1898.
¡Cuánta razón tenía al afirmar en su Idearium español
que mejor rumbo y significado correspondiera al cato-
licismo de haber pugnado con los protestantes por la
religiosidad nacional! De Ganivet y el Idearium pasa a
su novela, o nivola, San Manuel Bueno, mártir: un libro

103
cuyo recuerdo lo turba y alucina desde el estallido de
la contienda civil. Le nombra a Brouwer algunas nobles
excepciones entre el clero español, que el holandés no
cita o identifica. En cierto modo, quiso Unamuno per-
sonificarlas a todas en san Manuel Bueno. A mayor
abundamiento, en diversas facetas y detalles, la carac-
terización del santo procedía de un solo individuo.
Por necesidad y sin remedio, salta de San Manuel
Bueno a La agonía del cristianismo. Así se decía uno de
los libros que escribió en Francia cuando desterróse de
la Dictadura. En otras palabras, surca y transita de su
cura nivolesco, Manuel/Miguel, quien descreía en la
vida y el infierno eternos, al cristianismo como lucha y
signo de contradictoria piedad. Cada día siéntese más
unido a aquella obra, que compuso casi por azar y a
demanda de un editor francés. La religión debe persis-
tir, debatiéndose consigo misma, puesto que este pa-
radójico combate entraña su descargo ante la muerte.
Desde el fondo de ambos títulos ensolapados, San Ma-
nuel Bueno, mártir y La agonía del cristianismo, al igual
que el chillido de un pájaro apedreado, resuena el grito
del idiota Basilio en la novela. A voces desgarradas,
aquel imbécil pregunta al Padre por qué lo abandonó,
privándolo de la razón en mitad de un mundo mucho
más absurdo que él y desde luego infinitamente más
criminal.
Le repite Unamuno a Brouwer temer y casi dar por
descontada la victoria de los rebeldes: el triunfo de su
desengaño, por así decirlo. No debió de asaltarlo aún el
presentimiento de no sobrevivir la guerra. Si fuera po-
sible, buscaría en la desdichada paz de pasado mañana
un rincón retirado donde enfrentarse con sus proble-
mas espirituales. Cree Brouwer sería aquélla su res-
puesta al hambre de eternidad, a la que dedicó casi su
obra entera, desde Del sentimiento trágico de la vida en
los hombres y en los pueblos (1913) hasta San Manuel
Bueno, mártir (1933).
Al salir a la calle de Bordadores, piensa el holandés
no haber visto a otro hombre tan angustiado como
Unamuno. Del monólogo del anciano, en el cual no in-
trodujo Brouwer ni una docena de palabras, deduce

104
cinco o seis conclusiones. Según Unamuno, y siempre
en lectura de aquel extranjero, la racial proclividad de
los españoles a dirimir sus diferencias por la fuerza y
la violencia, no por vía intelectual, hizo insoslayable la
guerra e insoluble su problemática. Asimismo, se ma-
logró la oportunidad de organizar una vida social y una
política constructiva fundadas en el reconocimiento de
los derechos generales, que perfilaron por un instante
volandero la revolución liberal de 1931 y la Constitu-
ción republicana. Quedó todo en revuelta agua de bo-
rrajas, pues España ha perdido su última cita con un
mejor destino histórico.
Los artículos constitucionales, que separaron a la
Iglesia del Estado y la ciñeron a su cometido espiritual,
podían abrir y desbrozar el camino de la regeneración
eclesiástica. Por desgracia no sucedió así. Empeñada
anda ahora la Iglesia en una lucha que no es sino una
guerra de irreligión, según notas de Unamuno en El re-
sentimiento trágico de la vida. También en aquellos
apuntes, si bien Brouwer jamás se refiere a la Iglesia
perseguida de la zona republicana, pregúntase Una-
muno por qué asesinarían al obispo de Sigiúenza. Dicho
sea entre paréntesis, aquél es uno de los trece prelados
y seis mil religiosos muertos en la España guberna-
mental. Fieras no son quienes lo fusilaron, concluye
Unamuno, porque las bestias no asesinan.
Funesta será para el clero la supresión de la política,
encentada por la República. Como se lo señala a Brou-
wer con lastimosa sonrisa, a la vista están las procesio-
nes callejeras, con bandas de música, flores a María, ci-
rios y medallas. Insiste Unamuno en que su lucha
particular, su agonía privada, no es con la Iglesia sino
con el sector eclesiástico nacional. En las presentes cir-
cunstancias no advierte la posibilidad de que el clero
mejore su formación ética, intelectual o religiosa.
La victoria de los rebeldes, con la supervivencia de
los terratenientes feudales como clase y la consiguiente
perpetuidad de la miseria entre millares de familias sin
pan ni educación civil, ética o política, significaría el
definitivo fracaso del país. A los ojos de Unamuno, y
como otras tantas cabezas de la hidra, el problema

105
agrario, el religioso y el cultural se enzarzan y confun-
den, siempre inseparables en España. Antes, añade el
anciano, la República ofreció la primera posibilidad de
estructurar la nación sobre el concurso espontáneo de
los pueblos españoles, reconociéndoles a todos un día
su idiosincrasia particular. De aquel modo intentóse
romper con la nefasta política, centralista y estatal, im-
plantada por Carlos V. A la España del emperador, con-
tra la cual vertieron su sangre y asumieron el suplicio
los comuneros castellanos, quieren volver los militares
sublevados.?? >
Sombrío se cierne en Salamanca el primer otoño de
la guerra, entre penosos altibajos en el ánimo de Una-
muno. De forma particular lo agita la campaña contra
el nacionalismo vasco y catalán. La siente llevada a fa-
náticos extremos de odio aborrecible. Él no fue nunca
precisamente un separatista. Todo el mundo lo sabe.
Pero repite por doquier que las Vascongadas y Cataluña
son lo mejor de España. Lo fueron siempre. A veces, su
hija Felisa consigue hacerlo bromear acerca de aquellos
temas. «Si vencen los republicanos y los vascos no con-
siguen la independencia, nos vamos a vivir a Bilbao.»
«Pues no sería mala idea», asiente su padre.
Casi cada tarde visita a Carmen, la hija del encar-
celado Filiberto Villalobos. «Los rojos aseguran ser del
color de la sangre», le espeta un día. «Pero esta gente
nuestra es del color del pus en las llagas. Yo no sé qué
será peor.» Después recoge el sombrero y se marcha
casi sin despedirse. En ocasiones, a la hora del al-
muerzo, pide que no le hablen de cuanto sucede por ser
impotente frente a tanto crimen y tamaña locura. Preo-
cupada por su salud física y mental, la familia accede
en seguida. Pero, tan pronto pretende aquietarse y ol-
vidar el incendio a su entorno, estalla en gritos y con-
denas de los numerosos asesinatos. De tal modo se
exalta, encendiéndose en raptos parecidos a los del ge-
neral Millán Astray, que su hija María teme vaya a aco-
meterlo un derrame cerebral. Luego se recluye en la bi-
blioteca. Allá lo sienten agitarse y hablar a solas,
apostrofando una carnicería que va a precipitar el sui-
cidio de España.

106
Cayó en viernes el 4 de setiembre y a Unamuno le
llegaron las nuevas de otro crimen. Mataron al cuñado
de una de sus nueras. Al azar abre el Evangelio y tro-
pieza con el versículo diecisiete del onceno capítulo de
san Lucas. «Todo reino dividido contra sí mismo es
asolado; y una casa dividida contra sí misma cae.» De
inmediato anota en El resentimiento trágico de la vida
una historia que trastrueca las espantosas matanzas en
su propio escarnio. En su campaña de «regeneración»,
llegan a un pueblo unos pistoleros falangistas. «Pero
¿qué nos dicen ustedes? ¿Aquí no hay antipatriotas?»
«Pues no, señores. Aquí no los hay.» «¡Qué lástima!
¿Ahora a quién vamos a matar?» También apunta una
frase de unos requetés no menos escalofriante. «No-
sotros [los carlistas] no fusilamos.»
Cierra setiembre y empieza a pensar en su propia
muerte. Acaso entonces, entre la visita de Brouwer y el
despunte de octubre, le asalten los primeros presagios
de no sobrevivir la guerra. También le vienen al re-
cuerdo Gérard de Nerval y un soneto suyo de Les chi-
meéres: «El desdichado» —en español en una de las ver-
siones originales— o bien «Le Destin», que no habrá
leído en muchos años porque el onírico y estetizante
simbolismo de Nerval caía muy lejos de su criterio poé-
tico. Como un loco, o un cómico ensayando el papel, le
oyen recitarlo una y otra vez detrás de las puertas ce-
rradas de la biblioteca, mientras se agrisan y acortan
las tardes.
Je suis le ténébreux, —Jle veuf, —l'inconsolé, / Le
prince d'Aquitaine a la tour abolie. «Yo soy el tenebroso,
—el viudo, —el desolado, / El príncipe de Aquitania con
su torre abolida.» En una pesadilla volvió a presenciar
la agonía de su esposa, deslizándose inconsciente eter-
nidad adentro. Creyó que volvía a morirse y él expiraba,
en su propio sueño, con su mujer. Despierto, se pre-
gunta: «¿Dónde está [Concha Lizárraga] fuera de mí?»””
Al punto reacciona y parece negar sus desvelos te-
leológicos y su sentimiento trágico de la vida en una
frase definitiva y tajante: «Muerte de Falstaff.» En La
primera parte del rey Enrique IV, el Falstaff de Shakes-
peare finge morir en la batalla de Shrewsbury. Pero en

107
seguida se levanta y proclama que la única impostura
humana, la más verdadera, es también la más univer-
sal. Así llama al acto de morir, puesto que un cadáver
es solamente el remedo de un hombre. Por el contrario,
quien simula la muerte, como él lo hizo en Shrewsbury,
no comete engaño si no se transforma en «la imagen
de la vida misma». En otras palabras, que serán la con-
vicción de Unamuno en aquel momento, no se fenece
sin haber muerto. No se reduce la muerte a simples pa-
labras.
«Salgo a la plaza para no estar solo en casa y me
encierro para no salir.» Voluntariamente preso en la bi-
blioteca, sigue recitando «Le Destin», o «El desdi-
chado», a oscuras. Ma seule étoile est morte, et mon luth
constellé / Porte le soleil noir de la Mélancolie. «Mi única
estrella ha muerto y mi laúd constelado / Lleva el negro
sol de la melancolía.» Si no repite a Nerval, devora a
Shakespeare. Pasa de La primera Parte de Enrique IV a
La segunda parte de Enrique IV. El 13 de setiembre,
mientras entra Mola en San Sebastián, termina Enri-
que IV y relee La tragedia de Ricardo III. La prodigiosa
descripción del monarca deforme y asesino lo lleva a
pensar en la doble miseria, corporal y anímica, de todo
su pueblo. El criminal, concluye, es siempre un de-
mente desatado. A la par lo será un país, a la medida
de Ricardo III: la fiera estrábica y contrahecha, que na-
ció con los colmillos afilados y crecidos.
También a mediados de mes, devueltos los cruci-
fijos a las escuelas, Cabanellas restaura la bandera
monárquica, como ya sabemos, quizá contra su volun-
tad más oculta. El cambio de bandera y la prohibición
de los Cristos en los colegios fueron dos dislates de la
República, escribe Unamuno en El resentimiento trá-
gico de la vida. «El crucifijo es símbolo de una religión
inconsciente popular.» Aunque igualmente lo sean el
laicismo, el paganismo y la heterodoxia. La bandera
bicolor era un emblema de la nación y no de la Co-
rona. En una críptica frase inacabada, pregúntase
quién será ahora «el Cristo rojo». Asimismo se acor-
dará entonces de cómo él vaticinaba en la Cámara que
los españoles terminarían matándose, matándonos,

108
con una quijada de asno en nombre de un credo ga-
rrapateado en el barro.
Encamado con catarro griposo, le llega su aniver-
sario. Caídas las defensas físicas, se olvida de Falstaff
—en fin de cuentas, un payaso y un comediante como
Primo de Rivera— y vuelve a apercibirse la muerte en
palabras. En la cama escribe y fecha un soneto, «Al
cumplir mis setenta y dos años», que será una de sus
transcripciones personales de «El desdichado». No deja
de pensar en Concha Lizárraga: la esposa que se le fue
sin saber que se moría. En vida de ella decía Unamuno
que la genuina identificación conyugal se alcanza al
tentar un brazo o una pierna, medio dormido y de ma-
drugada, sin que uno sepa de fijo si aquella pierna o
aquel brazo es suyo o de su mujer.
A ciegas, palpará la certeza de su agonía. Pero en
seguida vacila e ignora si no será su destino la adver-
tencia, revertida y retrospectiva, que siente Concha de
su muerte en la conciencia de su marido. Dans la nuit
du tombeau, toi qui m'as consolé, «En la noche de la
tumba, tú, que me consolaste...» Apoyado en un par de
almohadones, penosamente rima la primera estrofa del
soneto. «Un ángel, mensajero de la vida, / escoltó mi
carrera torturada, / y desde el seno mismo de la nada /
me hiló el hilillo de una fe escondida.»
En la cuarteta siguiente volvió a su recóndita mo-
rada el arcángel custodio, caiga donde caiga el para-
dero. Acaso en la propia nada, de cuyo seno vínose
Unamuno. Casi completada la perfecta apocatástasis
—el retorno a los orígenes—, oye cantar a lo lejos al
ángel con tonadas que supo prendidas a su cuna. El
mundo del sueño, nunca muy distinto del de la vigilia
en Unamuno, entra en el soneto. De hecho encabalga la
segunda estrofa con el primer terceto. Conduce al poeta
al «soñador divino», como el canto angélico lo retorna
al eterno coro. Al fin, «me lleva, muerte, al último des-
tino».
Un Dios, que no crea sino sueña el universo en su
delirio, es viejo criterio literario suyo. Lo será por lo
menos desde Niebla (1914), donde al protagonista, Au-
gusto Pérez, le dice don Miguel que él, Pérez, no es sino

109
el dormido devaneo de su mente. Le replica Augusto
Pérez, si él, Unamuno, no será otro sueño de Dios
mismo. La muerte —sueño de un sueño— pierde así el
terrible filo dialéctico que tuvo en otras obras a partir
de Del sentimiento trágico de la vida. Todavía se con-
funde con la nada: pero dejó de ser lo desconocido. No
sólo devino el origen del poeta, sino también la recón-
dida morada del ángel custodio.
El último terceto de «Al cumplir mis setenta y dos
años» reitera motivos anteriores con renovados acentos.
Su efímera suerte devuelve "al hombre al celestial te-
soro, como si fuese un ochavo de dudoso curso. Trans-
formada la muerte en otro ángel, «de luz de amor», le
obliga a pagar los últimos plazos de la «deuda natal».
Con el verso que cierra el poema regresa el poeta al cal-
deroniano pecado de nacer, como un delito que sólo se
lava al dejar la vida, porque aquella culpa se contrajo
con la propia concepción.
El más relevante aspecto tácito del soneto es su sen-
timiento de soledad. Enfermo y acosado, deletreándole
el nombre a las postrimerías en su peculiarísimo código
poético, olvídase Unamuno de El resentimiento trágico
de la vida en los catorce versos del poema. Por un mo-
mento borra de la memoria aquella guerra civil, que
ruge y llamea a su alrededor y de la cual no podía eva-
dirse asomándose a la plaza ni refugiándose en casa. La
misma guerra que pronto vendrán a resumir, desa-
fiando públicamente la elocuente cólera de don Miguel,
tres fatídicas y famosas palabras del general Millán As-
tray: ¡Viva la muerte!”

110
Eximido del servicio activo por una tuberculosis, de la
cual curó después de dos hemoptisis —«el bacilo de
Koch, que estuvo a punto de matarme, se había con-
vertido ahora en mi libertador»—, un antiguo estu-
diante gallego de Derecho y futuro notario del reino,
Luis Moure Mariño, no se resigna a sobrevivir la guerra
en régimen de reposo. Ofreciéndose a las oficinas de
Prensa y Propaganda, que regenta Millán Astray, llega
a Salamanca a primeros de octubre.
Desembarca una madrugada, apenas albea, y busca
alojamiento en casa de un vendedor a corretaje, apa-
labrada la estancia por su padre desde Galicia. La no-
che anterior compartió el tren con soldados gallegos,
sin otro uniforme que una manta en bandolera, todos
destinados al frente de Extremadura. Aquel viaje, entre
los alalás que cantan sus paisanos, el monótono e in-
terminable traqueteo del vagón y el frío del otoño cas-
tellano, colándose por las ventanillas mal ajustadas a la
luz de la hoz de la luna, le dejarán en el recuerdo y muy
al fondo del alma una turbia e inexplicable tristeza.
En la estación agradece un aguado café con leche
que Intendencia ofrece a los soldados. Antes de aportar
su esfuerzo a la guerra decide concederse un día de
asueto. Pasa por la pensión y luego vaga y divaga por
Salamanca horas enteras. Lo que más le asombra,
como todavía sorprenderá a Ramón Serrano Suñer
cuando llegue en febrero del año siguiente huido de la
zona republicana, será la revuelta y abigarrada variedad
de uniformes que se ve por doquier.
A los españoles les encanta el uniforme si es mul-
tiforme, le dice Eugenio d'Ors a un periodista francés

111
por aquellas fechas. Los conterráneos de Moure Ma-
riño —«los mariscos» o quintos gallegos— lucen en
los capotes recortes de lona roja con perfiles de lan-
gostas y bogavantes. Legionarios y regulares compo-
nen un variopinto revoltillo, entre las boinas rojas de
los carlistas y los clásicos caquis. Al recién llegado le
parecen los falangistas sobrecargados de charreteras,
cordones, alamares y galones. Despliegan tanta insig-
nia, que es imposible leerles el distintivo militar. Tam-
bién abundan las chicas de Falange, con blusas azules
y correajes. Aquel día adopta Luis Moure Mariño una
resolución, que mantendrá durante toda la guerra.
Por no corresponderle uniforme alguno, viste siempre
de paisano. «Todo lo demás se me antojaba disfraz y
carnavalada.»
La historia no cuenta si entonces se cruza con el ge-
neral Millán Astray en la rúa Mayor, entre el palacio de
Anaya, sede de sus reales, y el Gran Hotel, donde por
la noche improvisa patrióticos orfeones con los corres-
ponsales extranjeros incluidos de buen o mal grado. Lo
cierto es que a Millán Astray ya empezaron a rehuirlo
amigos, colegas y conocidos. De topárselo por la calle,
saben que los cautiva y regala con interminables tiradas
de ardientes arengas. A falta de otro público, a veces se
detiene ante las escuelas. Sentado en la santa acera, o
en cualquier poyo, forma un corro de niños y les en-
salza las glorias de la nueva España. La única. La in-
vencible.
Se deleita y enternece hablándoles de Franco, padre
y adalid de todos, incluidos vosotros, claro, inocentes
criaturas que heredaréis y regiréis el país, reconquis-
tado con la sangre de los héroes. No se cansa de gloriar
al «Conductor», como aún llama a Franco, antes de
acertar con el lema de: «Una Patria, España. Un Estado.
Un Caudillo, Franco», al paso de unos días. Un lema
que los periódicos falangistas corrigen y precisan: «Un
Estado, el nacional sindicalista.» O no repara o prefiere
olvidar los bastos plagios del Duce mussoliniano, que
son «Conductor» o «Caudillo». Pero dos años después,
Ciano y el mismo Mussolini se descalzarán de risa a su
espalda cuando tanto les loe a il nostro Caudiglio.?

112
A la mañana siguiente, a Moure Mariño le ofrecen
trabajo antiguos condiscípulos vallisoletanos en la sec-
ción de Prensa Extranjera. Desde entonces, camino de
su despacho en el palacio de Anaya, pasa cada día ante
el busto de Unamuno esculpido por Victorio Macho en
Hendaya. Apenas terminada aquella escultura, tallada
entre largos debates de Unamuno y Macho, arrebató el
escoplo don Miguel y con su endiablada destreza ma-
nual dio en cincelar una cruz perfecta en la pechera del
jersey. «¿Por qué lo hiciste?», le preguntaría una de sus
hijas. Sonrió Unamuno, con el índice en los labios. A
Moure Mariño le infunde la estatua una rara incerti-
dumbre. Es como si le mirara en demanda de unas re-
flexiones que no atina a plantearse.
De aquella desazón lo arranca sobresaltado el estri-
dente pitido de Millán Astray llamando a audiencia al
personal subalterno. También chiflando como un orate,
convoca a veces a sus inmediatos colaboradores. De-
salados por obedecerle, se atropellan el antiguo director
del periódico derechista El Debate, Francisco de Luis, y
el también redactor del desaparecido diario Joaquín
Arrarás, futuro biógrafo de Franco y jefe de cronistas
de Historia de la Cruzada; así como el diplomático Pa-
blo Merry del Val y el tradicionalista Lucas María de
Oriol. Acaso sin ánimo de vejarlo, con Oriol se muestra
siempre Millán Astray mandón y humillante. De forma
que a partidarios de la Corona, como Eugenio Vegas
Latapie, no deja de antojárseles inaceptable le grita:
«¡Vaya con el carlistillal ¡Ven acá, carlistilla!» Ante
Moure Mariño, abierta la reunión con los funcionarios
inferiores, se para bruscamente el célebre tuerto. Con
gesto desapegado y sin duda ensayadísimo, para pro-
barlo y desconcertarlo, le pregunta:
—¿Y tú quién eres?
Le responde Moure Mariño ser inútil total para la
guerra, aun hallándose en edad militar, de resultas de
una vieja dolencia del pecho. Destinado a servicios au-
xiliares, sólo espera y ansía apoyar la causa de la ver-
dadera España.
—¿Qué sabes hacer?
—+Escribo a máquina y puedo redactar comentarios

113
para los periódicos. Ahora estoy en la sección de Prensa
Extranjera, encargado de hacer resúmenes de los dia-
rios que llegan de la zona roja.
Cabe que Millán ni siquiera lo escuche. Mantiene
formado al personal y con otro agudo silbido anuncia
el arranque de una arenga. Acaso comente entonces el
último de sus discursos, «Franco, el Conductor de Es-
paña», que pronuncia el 4 de octubre y publicará Ma-
nuel Quero en Franco. El Caudillo al término de la lu-
cha. El Conductor, huelga añadirlo, es el emisario del
cielo en la tierra. Lo escogió la divina Providencia y le
hizo sobrevivir un balazo en el Rif, siendo aún joven-
císimo capitán de regulares, que le traspasó un pulmón
y el estómago. Mezclando verdades y fantasías, con-
vierte a Franco en inspiración de todos los altos man-
dos de Marruecos, en el salvador de España frente a la
revuelta de Fermín Galán y Ángel García Hernández en
Jaca; en el baluarte humano y castrense donde fue a
morir como vana ola la revolución de Asturias y, na-
turalmente, en el general en jefe de los ejércitos liber-
tadores.
Poco importa que al estallido de la rebelión en Jaca,
en diciembre de 1930, Franco, como director de la Aca-
demia zaragozana, se hubiese limitado a armar a los
cadetes y ponerlos en estado de alerta. Ni fue necesario
que cortara la carretera de Zaragoza a Jaca, como se lo
ordenaron de haber salido los rebeldes de Huesca. En
cualquier caso, sea cual sea la verdad, empieza a des-
madrarse Millán Astray como un vesánico. Grita que el
elegido es el primer estratega del siglo por su clarísima
inteligencia, su valor personal inquebrantable y su pro-
digiosa memoria. Desde 1921, el año en que Millán As-
tray tuvo el altísimo privilegio de conocerlo y empezar
a tratarlo, nunca, nunca, nunca erró el tiro Franco en
el campo de batalla. «¡Ay del que él califica de inepto,
de flojo, de canalla! ¡Jamás se equivoca!»
Sobrio, austero y cristianísimo, habla siempre de la
patria y de las armas. Sus generales lo obedecen gus-
tosos y ya fue reconocido, explícita o implícitamente,
por todos los Gobiernos extranjeros. Sabe Millán Astray
que aquello no es cierto en la época. Pero mayores fal-

114
sedades le tocará vocear, a veces de mal grado, en la
contienda sin tregua ni cuartel. Discurseando, se sofoca
y sigue exaltándose. Al final, antes de afirmar retórica
y reiteradamente que en Franco convergen la fe espa-
ñola en la victoria y el Imperio, que traerá el triunfo,
desliza, quizá de forma inadvertida y fortuita, otro tes-
timonio de su edípica obsesión.
El, José Millán Astray, fundador del Tercio, abrigaba
en África un afecto paternal hacia el jovencísimo
Franco cuando lo puso al frente de una de las banderas
legionarias. Pronto volviéronse de revés sus relaciones
con el salvador de la patria. Como el glorioso tuerto lo
admite a las claras, de tal modo fueron a trastocarse
aquellos sentimientos, que hoy es Millán Astray quien
venera a Francisco Franco como a un padre omnis-
ciente. «A él he recurrido siempre en demanda de con-
sejo, y cuando emito mis modestos juicios ante él, si él
los modifica o rechaza, lo acato convencido de que el
equivocado soy yo.»
Hacia el término de su arenga elevóse a tal cresta
de arrebato, que los neófitos en las dependencias de
Prensa y Propaganda temen que lo fulmine un ataque
de aplopejía o se desplome muerto, con el único ojo
muy abierto y el brazo bueno engarabatado en el aire.
«¡La esperanza de España está hoy con el Conductor!»
Roja como el cinabrio la apergaminada y nerviosa faz,
estalla y se apocopa su estridente gritería, salva sea
toda sintaxis o cualquier otra forma de propiedad gra-
matical. «En el esplendor del Imperio español, somos
los que tenemos la suerte y el honor de haberlo cono-
cido antes...» Desalado y jadeante, ensalivados los lívi-
dos labios, se derrumba en la butaca.
Semejantes escenas y el relato de otras aún más bo-
chornosas, verbigracia el reparto de cachetes al cama-
rero de Lugo y al legionario hospitalizado por caerse de
la moto donde iba de contrapeso, sin mencionar, anti-
cipándolo, el ya inminente escándalo en el paraninfo,
convencen a Moure Mariño de que Millán Astray no es
el jefe adecuado para Prensa y Propaganda. Grandes se-
rán sus méritos de guerra y su ejecutoria militar. Pero
la Providencia, que puso a Franco al mando del Estado,

115
no llamó al manco de Fondak por los caminos de la po-
lítica ni de la administración civil.”
Tampoco entre falangistas o monárquicos tiene car-
tel más favorable que en el palacio de Anaya. Solicita
de Manuel Hedilla —jefe de la junta de mando provi-
sional de Falange hasta la siempre esperada liberación
de José Antonio— a un falangista que compense el tra-
dicionalismo de Lucas María de Oriol. («¡Vaya con el
carlistilla! ¡Ven acá, carlistilla!») A disgusto accede He-
dilla, y a los quince días, según su propio testimonio, el
falangista pide que lo relevén. No obstante, el jefe de la
junta sigue manteniendo relaciones correctas, aunque
no estrechas, con Millán Astray.
Eugenio Vegas Latapie —antiguo director de la re-
vista monárquica Acción Española—, de quien asegura
Moure Mariño que perseguía la dirección de Prensa y
Propaganda, evita siempre a Millán Astray, como ya se
dijo. Por añadidura, lo llama «general esperpéntico», y
no se cansa de contar una jocosa historia que acaso
propalara el mismo Alfonso XI!. Como gentilhombre
de Cámara, invitaron a Millán Astray a ciertas fiestas
en el palacio de Miramar, para las cuales requeríase el
smoking. La primera vez repuso el afamado polifemo
carecer de aquel traje de etiqueta dada su extrema pero
limpia pobreza. En una salida muy característica de su
índole zumbona, le replicó el monarca mandándole uno
de los suyos por urgente paquete postal, con la espe-
ranza de que le cuadrase.
Tuvo que devolver el smoking Millán Astray pero so-
licitó permiso para quedarse la camisa. Decía exhibirla
siempre que entraba en acción. «¡A mí, mis leones!
¿Dónde están mis chacales? ¡Legionarios, viva España,
viva el rey, viva la Legión!» Con invariable puntualidad,
telegrafiaba luego a palacio anunciando haber llevado
tan preciosa prenda al batirse como un bravo. Su mu-
cha entrega a la Corona, recuerdan los monárquicos en
Salamanca, no le impediría apoyar a la República, en
abril de 1931, mudando textualmente de camisa des-
pués de las elecciones.
Asimismo, si en Sevilla olvidaron de forma caute-
losa y conveniente sus vacilaciones recién desembar-

116
cado y al regreso de Buenos Aires, cuando pensaba
unirse a la República en guerra —unas dudas que Ni-
colás Franco y Gil Robles conocen mejor que nadie—,
aquella pasada casuística, militar y política, trasvínase
y rebrota en Salamanca. De forma especialísima aviva
los embarazosos rescoldos Eugenio Vegas Latapie,
quien mucho debe envidiarle a Millán Astray la jefatura
de Prensa y Propaganda.
Desentendido de rumores contra su buen nombre, el
gran «fantasmón» hállase en su gloria entre tanto sil-
bido y coral patriotero. Además conspira con Yagúe
anticipando la Unificación, sin preverla todavía. Cada
uno de ellos se propone hacer de Franco el jefe con-
junto de la Falange y del Requeté, uniendo así partidos
y partidarios. En fin de cuentas, de cuajar la maniobra,
sería la última afirmación de la paternidad estatal fran-
quista, a ojos de José Millán Astray.
En setiembre, Millán Astray y Yagúe apoyaron re-
sueltamente la exaltación de Franco a la jefatura del Es-
tado. Yagúe ha contado y sigue divulgando su decisivo
concurso a aquella causa. Convalecía de fatiga y dolen-
cias cardíacas después de la campaña de Extremadura,
cuando fue a visitarlo Nicolás Franco. Tuteándolo y
apelándolo por el diminutivo, «Juanito», que le reser-
vaba su hermano desde los días legionarios, le rogó que
convenciera a Franco y disipase sus últimas dudas.
Obedeció Yagúe y le expuso al elegido todos los argu-
mentos de Nicolás. Añadió otro, que sería decisivo para
obrar el milagro, si Franco, en el tortuoso fondo de su
ser, no tenía ya resuelta la aceptación.
—Fíjate bien, mi general, es necesario que haya un
mando único. En eso parece estar todo el mundo de
acuerdo. Si tú te empeñas en no querer aceptarlo, en-
tonces... no tendremos más remedio que nombrar a
otro.
En demanda de apoyo, Yagúe y Millán Astray re-
curren a Dionisio Ridruejo. A primeros de noviembre,
después del furioso debate entre Millán y Unamuno,
Yagúe le escribe a Ridruejo. A las dos semanas lo yisita
Millán Astray en Segovia. Para entonces ha emprendido
éste otro de sus habituales peregrinajes, solicitando el

117
concurso de diversas personalidades para conferirle a
Franco la nueva investidura. Con buenas razones y fir-
mes palabras, según su propio testimonio, Ridruejo les
expresa su desacuerdo. Al margen, admite que su pa-
recer contaba para poco y era el simple criterio de un
hedillista. En hecho de verdad, aunque sea de Falange
y salude a las jerarquías con un estruendoso «¡A tus ór-
denes!», Yagúe no confía militarmente en las banderas
del partido. John T. Whitaker se halla con él en el
frente cuando telefonea cuatro veces a Franco pidiendo
urgentes refuerzos. A la cuárta va la vencida y el Con-
ductor promete un batallón de Falange. Monta en có-
lera Yagie. «Mi general, ¿pretendes destruirme el Ejér-
cito? Los falangistas abandonarían la línea de fuego y
sembrarían el pánico en mi columna con su conocida
y calculada cobardía.»**
Tampoco sientan mejores ejemplos algunos colabo-
radores de Millán Astray. El superior de Luis Moure
Mariño en Prensa Extranjera es el capitán Gonzalo de
Aguilera, hijo de escocesa y séptimo conde de Alba de
Yeltes. Viejo amigo de Alfonso XIII y agregado militar
en la corte imperial alemana; terrateniente salmantino
y jugador de polo, es también cultivadísimo señorito
que escribe y habla impecable francés, inglés y alemán,
en tono cavernoso y enronquecido por el tabaco negro.
Por añadidura, despliega un valor inconcebible en el
campo de batalla. Por contraste, exhibe y prodiga soe-
ces salidas de pie de banco que escandalizan a todo el
mundo. Textualmente a todo el mundo, sin distinción
de orígenes políticos. Desde el jovencísimo Moure Ma-
riño, pasando por Virginia Cowles, Charles Foltz y John
Whitaker, hasta el capitán Roland von Strunk, secreto
edecán de Hitler en España.
—¿Sabían ustedes que las masas españolas son in-
corregibles? Tenemos que matarlas, matarlas y volverlas
a matar —les dice a los corresponsales y a Peter Kemp,
un inglés que vino a batirse por Franco y a quien Agui-
lera consigue un mando en el Estado Mayor del teniente
coronel Ricardo de Rada—. Yo mismo fusilé a cinco
aparceros en mi finca el día en que empezó la guerra.
Por nada, en realidad. Pour encourager les autres!

118
Osa sonreír un periodista británico y Aguilera finge
desentenderse de aquel sarcasmo. Al día siguiente, el cí-
nico es expulsado de la España nacional. Apenas lo
echan, el conde de Alba de Yeltes convoca otra rueda
de prensa y denuncia al proscrito como a un rojo pe-
ligrosísimo.
—¿Saben ustedes cuál fue el motivo técnico de to-
dos nuestros problemas? —vuelve a la carga, con voz
de fosco trueno bíblico, en otra de sus preguntas aca-
démicas—. ¡El alcantarillado, señores! ¡El alcantari-
llado! En este país las masas no son como las ameri-
canas, ni siquiera como las británicas. Se reducen a
una turba de esclavos inútiles. ¡Los muy puercos! Sólo
se sienten felices cuando los tratamos a punta de látigo,
como a los siervos de la gleba.
»Pero la gente bien, la decente, proporcionó a la ca-
nalla viviendas modernas en las ciudades industriali-
zadas. Abrimos una red de alcantarillas que se extendía
hasta los barrios del proletariado. No acatamos la obra
de Dios, nuestro Señor, creando a los obreros a seme-
janza de las bestias. Fuimos a interferir con la voluntad
divina. El triste resultado es la difusión de los esclavos
y de la esclavitud. ¡Maldita taifa! Sin alcantarillado, los
mandamases rojos habrían muerto en la primera infan-
cia y nunca tuvieran la oportunidad de soliviantar a la
chusma y hacer correr la sangre española.
»En cuanto ganemos la guerra destruiremos todas
las alcantarillas. El perfecto control de la natalidad,
como dicen ustedes, es el que Dios dispuso en la tierra.
Desagúes y colectores de aguas inmundas se reservarán
exclusivamente para quienes se los merecen. Para los
verdaderos amos de España y no para la purria servil.
También fusilaremos a todos los limpiabotas —añade
en un brusco e inesperado giro—. Si alguien se nos
arrodilla a los pies, en un café o en una plaza, es sin
duda un comunista. Por lo tanto, ¿por qué no ajusti-
ciarlo y acabar con él de una vez? No hay necesidad de
juicio. La culpabilidad es inherente a su profesión.
Si Millán Astray grita «carlistilla» a Oriol, Aguilera
—el capitán Veneno, como lo motejan a escondidas—
no siente ningún respeto por el tradicionalismo. «Va-

119
mos a ver, ¿cuál es aquella tradición que tanto prego-
nan?» La ley Sálica es una fórmula francesa de los Bor-
bones. Por lo tanto, añade Aguilera, no pertenece a los
códigos ni a las costumbres españolas. Tampoco siente
el menor aprecio por la Iglesia ni por el cristianismo el
séptimo conde de Alba de Yeltes. Pero no quiere que lo
tomen por un nazi o por un fascista mussoliniano. Odia
aquellos extremismos políticos y desprecia toda auto-
ridad, salvo la de la nobleza española. No se ganan, se
heredan, elegancia y blasón, como escribió Manuel Ma-
chado. ¡
En la planta baja del palacio arzobispal, cuartel
transitorio del Conductor, instalan otro gabinete al ser-
vicio de la prensa extranjera dirigido por Luis Antonio
Bolín, corrresponsal de ABC en Londres antes de la
contienda. También contrató allí Bolín el Dragon Ra-
pide, el avión que llevaría a Franco a Marruecos desde
Las Palmas, por encargo de Juan Ignacio Luca de Tena
y gracias a un cheque en blanco del financiero Juan
March. Jovial y condescendiente, Millán Astray nombra
a Bolín «capitán honorario» de la Legión, como luego
hará «oficial honorario» a Dionisio Ridruejo, sin que
éste recuerde su grado fantasmal y fantasioso. Por el
contrario, Bolín se uniforma y hace llamar capitán. Pa-
sea por Salamanca pisando fuerte y trata con desdén
arrogante a antiguos conocidos monárquicos, como Eu-
genio Vegas. Éste, a su vez, le reserva secos y despec-
tivos comentarios en sus memorias.
Al igual que Alba de Yeltes, vivió Bolín media exis-
tencia en el extranjero y escribe el inglés como el es-
pañol. Muy erguido y apuesto, este hijo de madre bri-
tánica a quien toman a veces por escandinavo es un
valido del duque de Alba —Jacobo, «Jimmy» para los
íntimos como Alfonso XIII, Fitzjames Stuart Falcó—,
quien suma más títulos blasonados que el rey. En Lon-
dres, y en vísperas de la guerra, creó Bolín la asociación
cultural y política derechista Friends of Spain, «Amigos
de España», con el duque, Douglas Jerrold, director de
The English Review, el historiador sir Charles Petrie, el
parlamentario Victor Raikes y el marqués del Moral. El
más culto y liberal de todos es el duque de Alba. Con

120
hondas reservas, va a ser también en la guerra repre-
sentante oficioso de Franco en Gran Bretaña.
En Salamanca, el duque acoge a Bolín en el palacio
de Monterrey, «un regalo del cielo, en invierno, al re-
greso de mis recorridos por el frente». Pese a su polí-
glota mundología, la furiosa destemplanza transforma
a veces a Bolín en un bárbaro. En aquellos repentes
amenaza a los extranjeros con la cárcel o el piquete. En
su exasperación, una vez sujeta la cabeza de un fotó-
grafo francés, René Brue, entre el brazo y el antebrazo,
mientras le encañona las narices con una pistola. Sus
salidas de casillas no impiden que Kim Philby, el fa-
moso espía, lo burle disfrazado de corresponsal dere-
chista. Ni que también lo engañe Arthur Koestler, agen-
te secreto de la Komintern en los servicios de propa-
ganda de Willi Muenzenberg, a quien Nicolás Franco
—bajo el nombre de Nicolás Fernández de Ávila— con-
cede un salvoconducto en Lisboa. Dispone la suerte que
a Koestler lo aprese el propio Bolín cuando los franquis-
tas ocupan Málaga, el 10 de febrero del año siguiente.
«Reconocí a Arthur Koestler, quien había desaparecido el
verano anterior, después de presentarse en Sevilla como
enviado del News Chronicle. Yo era quizá el más sor-
prendido de los dos, y él el más asustado.»
Una campaña internacional libra a Koestler del fu-
silamiento y logra su canje por la mujer del piloto Car-
los Haya de la Torre. También acarrea la desgracia po-
lítica de Bolín. Asimismo, seis semanas antes, había
caído Aguilera de la cumbre de Prensa y Propaganda
con el propio Millán Astray. Aunque luego le encargue
Franco la organización del Benemérito Cuerpo de Mu-
tilados de Guerra por la Patria —«¡Yo seré el primer
camillero del Ejército!»—, jamás supera Millán su gri-
tería en el paraninfo. Su alarido de «¡Viva la muerte!»
será su estigma indeleble y, por supuesto, el desdoro in-
famante de la España de Franco.
Puesto que uno lleva sangre azul siete veces probada
y el ótro es compañero inseparable de altísima nobleza,
debe cohibirse Millán Astray ante payasos como Bolín
y Aguilera, mucho más burdos y reprobables que él. Les
proporcionó sus cometidos en la lucha, e inclusive ha

121
investido a Bolín de capitán legionario. Pero al lado de
gente tan distinguida no deja de ser el hombre que em-
prestó un smoking del rey para ir a Miramar y el hijo
de aquel otro José Millán Astray a quien crucificaron la
purria y la prensa insensata. Resentido y confuso
—«¿Yo...? ¡Yo soy más que tú! ¡Mucho más hombre que
tú!»—, se sentirá devorado por dentro al medirse en se-
creto con tan altos señores y sañudos histriones.
Si bien Franco no deja de ser el padre venerado y a
Millán se le desborda el fervor al nombrarlo, aquel
otoño empezará a sentir sus primeras reservas políticas.
Tal vez de entonces le venga la costumbre, cuando se
dispone a criticar el sistema, de proponer muy quedo y
en lo íntimo: «Hagamos ahora como los predicadores.
Echemos la cortinilla al Sagrario y ya podemos decir lo
que queramos.» Será aquélla una frase que mucho
asombra a Pemán cuando se la oye. Millán Astray cree
de buena fe que el clero es libre de vituperar a la Iglesia
si cubre el tabernáculo como quien vela los espejos en
casa del muerto.
Todavía predomina en Salamanca «el espíritu de
movilización espontánea, de desentendimiento de los
intereses privados», que alabará Serrano Suñer a su lle-
gada. Pero ya parece temer y presentir Millán Astray la
venalidad de aquella España. Como le cuenten que Ma-
nuel Quero, el editor que procuró su regreso a Lisboa
desde Buenos Aires, ha ganado una buena cantidad en
una operación, por lo demás limpia y nada sospechosa,
lo cita al filo del alba. Mientras se afeita con una hoja
desnuda, que sostiene entre el pulgar y el índice, lo re-
cibe casi en carnes después de ayudarlo a secar su El-
virita y la pareja de legionarios.
—¡Manolo! ¡Manolo! Me dijeron que ganaste nada
menos que cien duros de una tacada. ¿Es eso honrado,
hijo?
—Perfectamente honrado, mi general.
—;¡Ah, bueno! *
Mientras, sin mando posible para el glorioso mu-
tilado, prosigue la guerra. Perfilando los futuros prin-
cipios fundamentales del Movimiento, una orden, dos
decretos y una pastoral eclesiástica se trenzan

122
significativamente con las victorias militares. El 4 de
setiembre, a las veinticuatro horas de la caída de Ta-
lavera de la Reina —«La toma de Talavera, Joselito y
Huichilobos»—, por mandato de la Junta de Defensa a
los gobernadores civiles, se dispone la destrucción de
todos los libros y demás publicaciones socialistas y co-
munistas.
Dos semanas después, la víspera de la conquista de
Toledo y antevíspera de la rotura del asedio al Alcázar,
un decreto prohíbe la coeducación en las escuelas en
nombre de la moral. Al día siguiente se rescinde el pro-
grama de Reforma Agraria y ordena restituir las tierras
expropiadas. Como se recordará, Unamuno le dice a Jo-
hannes Brouwer que la victoria de la rebelión, con la
supervivencia de los latifundios, perpetuaría la miseria
de millares de familias sin pan ni educación. En resu-
men, sería el definitivo y absoluto fracaso de España en
el concierto de las naciones modernas.
El 30 de setiembre, a las pocas horas del nombra-
miento de Franco como Generalísimo —título que le
plagia a Chiang Kai-shek, con olvido o ignorancia de
que Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, lo tuvo también
en su tiempo—, el obispo de Salamanca, monseñor En-
rique Pla y Deniel, el mismo que se negó a recibir a la
esposa de Atilano Coco, publica su pastoral Las dos ciu-
dades. En el solar español, afirma el purpurado catalán,
dos fuerzas irreconciliables aperciben una futura y ma-
yor confrontación con el mundo por escenario. Comu-
nistas y anarquistas, hijos de Caín, envidian, asesinan y
martirizan a aquellos hermanos suyos que rinden culto
a la virtud. «Reviste, sí, [el conflicto] la forma externa
de una guerra civil, pero en realidad es una Cruzada.
Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para
restablecer el orden.»
Por primera vez, de forma oficial, se imprime y di-
vulga el término «Cruzada». En una sentencia de am-
bigua gramática, resume y recapitula monseñor Pla y
Deniel: «Al apuntar la revolución ha suscitado la con-
trarrevolución [la Cruzada].» En El resentimiento trá-
gico de la vida, Unamuno expone tan trágicas circuns-
tancias en distintos términos: «[La española] es una

423
íntima e intestina guerra religiosa de toda España con-
tra sí misma.» Aunque no comente el término «Cru-
zada» en sus apuntes, no dejará de reprobarlo sarcás-
ticamente. «Y vuelve el nefando contubernio de la cruz
con la espada, o del pectoral con el fajo», le había es-
crito a Carlos Américo Araya al principio de la Dicta-
dura de Primo de Rivera. Horrorizado por otra perse-
cución, la de la Iglesia en la zona republicana, acaso
recuerde lo que también le dijo a Araya trece años an-
tes: «¡Me duele tanto España! Y cuanto más me duele
más la quiero.» Palabras fueron, serán, aquéllas muy
semejantes a las últimas que pronuncia en la tierra.
Como veremos a su debido tiempo.
El 25 de setiembre, Franco dicta una orden de de-
cisivas consecuencias estratégicas. Al mando conjunto
del general Varela, tres columnas de legionarios y re-
gulares, con los coroneles Carlos Asensio, Fernando Ba-
rrón y el comandante Antonio Castejón al frente, em-
prenden el ataque a Toledo. Antonio Barroso, el jefe de
Operaciones de Franco, Kindelán y Yagúe se oponen a
la acción. Es criterio suyo que la toma de Toledo, con
todo el contenido simbólico que significa el rescate del
Alcázar sitiado, impedirá o empecerá gravemente la
conquista de Madrid y el final inmediato y victorioso de
la guerra.
Protestando y conspirando, siempre dentro del sis-
tema pero casi en los márgenes del orden, en agosto de
1939 y al término de la contienda, será Yagúe el primer
ministro del Aire en España, a insistencia de Serrano
Suñer y con la recalcitrante reserva de Franco y del
propio Yagúe, quien sólo pasará diez meses en el Ga-
binete. A Serrano le dice entonces que no se va a nin-
guna parte con Franco. Es desleal, desconfiado y «al-
parcero». Léase chismoso, en un aragonesismo soriano.
«Le conozco muy bien pues siempre he estado junto a
él, y sé que no piensa más que en sus intereses y con-
veniencia personal.» Aunque Yagúe apoyará en seguida
la aclamación de Franco al mando supremo y a la je-
fatura del Estado, al final de su vida, en 1952, confiesa
y reitera que el Conductor sólo veía en el Alcázar una
baza de altísimo interés político.

124
En la compleja personalidad de Franco, tan incom-
prendida por Unamuno, es posible que otros motivos se
entretejan con sus insaciables ambiciones. No se olvide
que en el Alcázar fue cadete con Guarner, Barroso y su
primo Ricardo de la Puente —<¡Te fusilaría!»—, ni tam-
poco la sorprendente emotividad que a veces lo lleva a
sollozar en público. No obstante, en diciembre de 1936,
el mismo Franco declara a un periódico portugués que
ganar Toledo representó la resolución de un pendiente
problema político. Luis Bolín, quien asiste a la toma de
la plaza, vedada a los extranjeros por Varela, sostiene
que Franco no vaciló jamás entre Madrid y el Alcázar.
Por añadidura, en una falacia casi impensable de tan
burda, añade que el Caudillo renunció a Madrid, en
otoño de 1936, para no destruirlo en el bombardeo y
asalto de sus defensas.
Sea como fuera, en Toledo se repiten las atrocidades
de Badajoz y de Talavera por parte del Ejército de
África. El 27 de setiembre cae la ciudad y a la mañana
siguiente Varela entra en el Alcázar. Allí lo saluda Mos-
cardó en escueto espartano: «Sin novedad, mi general.»
Aunque todavía se prohíba el acceso a los extranjeros,
Webb Miller ve hombres decapitados en aceras y arro-
yos sembrados de milicianos muertos. El teniente Ale-
jandro Mateos, recién liberado con las tropas de Mos-
cardó, se horroriza al toparse con tantos asesinados en
calles y costanillas.
Por principio, se fusila a los guardias de Asalto apre-
sados y a cualquier civil con el hombro acardenalado
por el culatazo de un máuser. En el hospital de San
Juan Bautista, los moros degúellan a un médico y arro-
jan granadas a los heridos encamados. Cuarenta cene-
tistas retroceden hasta el seminario y allí resisten tres
días enteros. Al final, antes de entregarse a un enemigo
que no hace prisioneros, prenden fuego al edificio y se
queman vivos, rehusando rendirse. Los asesinados en
Toledo superan ampliamente los ochenta y cuatro
muertos del Alcázar sitiado y sus quinientos setenta y
dos heridos. Apenas recogen los cadáveres, vuelve a su
sede con una insólita escolta mora el cardenal Gomá,
arzobispo de Toledo y primado de España. Aunque lIsi-

125
dro Gomá tenga una humanidad y un calado de quilla
' intelectual superiores a los de Pla y Deniel, nunca pro-
testa por tanta matanza.”
Con o sin representación oficial entonces, en verano
y otoño de aquel año, personalidades políticas de la
zona republicana, sí, reprueban airada y públicamente
«el terror rojo», como vienen a llamarlo en oposición al
«blanco». Apenas estallada la guerra, el anarquista
Diego Abad de Santillán pide en Barcelona que no se
implante ni mantenga la pena de muerte. Asimismo
condena todos los crímenes de la retaguardia como
«frutos de repugnante crueldad». En el periódico cata-
lán Llibertat, el sindicalista Joan Peiró —fusilado por
los vencedores al término de la contienda— clama con-
tra España y Cataluña republicanas. Las llama degra-
dadas porque reina allí la ley del más fuerte y se sacri-
fica a los seres humanos, como devora la selva a las
bestias más entecas. En un discurso, pronunciado en
Madrid el 8 de agosto, suplica Indalecio Prieto: «Ante
la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante todos los ex-
cesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa.»
En la zona rebelde no se alzan abiertamente aná-
logas denuncias del otro terror. En privado, como ya se
vio, José María Pemán le cuenta a Cabanellas que mue-
ren demasiados inocentes. En una audiencia, donde
Eugenio Vegas Latapie lleva la voz cantante, él y Pemán
comparecen ante Franco y censuran los crímenes co-
metidos en nombre de su causa. Franco expresa su
asombro y promete investigar los cargos. No obstante,
tan pronto le pasan el último parte de guerra, lo lee
complacido y emprende un ardiente e interminable elo-
gio de la Legión, olvidado de cuanto le dijeron y de la
misma presencia de sus visitantes.
A mediados de setiembre, Manuel Hedilla habla a
los falangistas por Radio Castilla: «Impedid, con toda
energía, que nadie sacie odios personales, y que nadie
castigue o humille a quien, por hambre o desespera-
ción, haya votado a la izquierda.» Tomado San Sebas-
tián, se enfrenta a Mola y reprueba el fusilamiento de
unos presos en la carretera de Irún. Asegura conocer el
caso y dice a los muertos afiliados a sindicatos o par-

126
tidos de izquierda; pero nunca culpables de delito al-
guno. Añade que aquellos cadáveres, cerca de la fron-
tera, no sólo manchan la cruzada nacional de puertas
adentro sino también a los ojos del mundo.
En la Salamanca de Unamuno, Diego Martín Veloz,
diputado monárquico y antiguo cacique derechista,
propietario de numerosas salas de juego, se rebela fu-
rioso contra un acto de póstumo y pérfido sadismo.
Muerto José Andrés Manso, lo sepultan a la entrada del
cementerio para que todo el mundo pise y humille la
tierra donde yace. Martín Veloz recurre entonces a un
sacerdote amigo y le manda rezar un responso, en pre-
sencia suya, por aquel a quien tanto combatió en vida.
También hace las paces con otro adversario político, el
propio Miguel de Unamuno, cuyo apellido había dado
a un asno de su dehesa. Reconciliados, los ven pasear
juntos por la rúa Mayor o por la calle del Toro, revol-
viéndose y clamando a gritos ante tantos crímenes.
Entre los pocos extranjeros que elevan censuras y
querellas contra el terror, asombrosamente figura en
primer lugar el capitán Roland von Strunk. Si bien pasa
por periodista, es un agente de los servicios secretos
alemanes y por añadidura un enviado personal de Hit-
ler, como se dijo antes. Todo ello no le traba ni empece
su amistad con John T. Whitaker. Logra el capitán pa-
ses para el frente que no consiguen otros corresponsa-
les y suele compartirlos con el americano. Whitaker le
cuenta las confidencias de un exhausto Yagúe, admi-
tiendo exasperado la matanza de milicianos y civiles en
la plaza de toros de Badajoz. «¿Qué esperaba usted de
mí? ¿Iba a llevarme a cuatro mil rojos vivos, en tanto
mis tropas avanzaban quemando etapas? ¿Podía soltar-
los a mi espalda, para que volvieran a tomar Badajoz?»
Juntos, Von Strunk y Whitaker contemplan el saqueo
de Talavera por los regulares. Riendo corren los moros
por todas partes, rapiñando retratos de familia, guita-
rras, saxofones, piernas de cordero, toallas y camisas
sucias; en otras palabras, las banderas de la capitula-
ción.
Juntos también, presencian la primera carnicería de
prisioneros, la más terrible, con seiscientos milicianos

127
ametrallados por los legionarios después de obsequiar-
los con cigarrillos, sonrisas y palmadas en la espalda.
Los asombra y aterra que aquellos hombres se dejen
despedazar sin asomo de temor ni rebeldía. Talmente
como si hubiesen rendido el albedrío con la libertad al
someterse. De todo ello promete Von Strunk dar cum-
plida y encorajinada cuenta a Franco. Pero, en un par
de audiencias con el Conductor, estréllase contra su ce-
rrada imperturbabilidad. Limítase Franco a escucharlo
atentamente y replicarle luego con breve sonrisa:
—Pero, capitán Von Strunk, ¿qué me dice usted?
Todo eso no puede ser cierto.”
De aquellas enfurecidas quejas, desde las de Roland
von Strunk hasta las de Diego Martín Veloz, en tanto
pasea por Salamanca del brazo de don Miguel, se hará
eco y caja de resonancia Unamuno en la universidad.
De súbito, envuelto en su ropón de rector, se trans-
forma en la conciencia colectiva de quienes hasta en-
tonces querían pronunciarse públicamente sin atreverse
a hacerlo. Inclúyase en el coro de voces, reprimidas por
temor al terror, la suya propia, pues, aun la misma ma-
ñana de su heroica diatriba, repite que él va a callarse
y callarse en el paraninfo. Que no quiere hablar porque
se conoce.
Como todo escritor, en realidad se desconoce o bien
se olvidó de sí mismo. Hasta aquel día, al menos, ig-
nora la doble dimensión de su conciencia: como íntimo
código de su proceder y como reverbero de muchas
conciencias ajenas. Cuando se alce y pronuncie contra
la maquinaria represiva del sistema, con un arrojo que
nadie va a duplicar públicamente en toda la guerra, no
sólo se enfrentará de manera explícita con aquella Es-
paña sino también con la republicana, donde otros crí-
menes se perpetúan y prodigan en nombre de opuestos
principios políticos.
Tampoco hablará entonces de piedad, paz y perdón.
Como lo hace Manuel Azaña, en muy citadas palabras
de fácil y vana retórica, en la Barcelona de julio de
1938, a sabiendas de que toda aquella verbosidad in-
vocando la misericordia no significa absolutamente
nada para el enemigo y que él, próximo presidente di-

128
misionario de la República, siempre econtrará un sitio
en el destierro. Por el contrario, frente a las metralletas
de los legionarios de Millán Astray, truena y perora
Unamuno apelando a la verdad, lisa y llanamente. Ven-
ceréis, pero no convenceréis. En última instancia, sólo la
verdad puede hacer libres a los hombres, así en la paz
como en la guerra. De aquella forma al menos lo ates-
tiguó san Juan: el del Apocalipsis en Patmos y el evan-
gelista preferido de don Miguel.

129
El 5 de octubre recibe Franco la más esperada de las
visitas en el palacio episcopal de Salamanca. El conde
Du Moulin-Eckart, consejero de la legación alemana en
Lisboa, comparece ante el Conductor con un firme y
halagiieño mensaje de Hitler. Tres días antes, al asumir
«el mando del Estado español y el título de Generalí-
simo», Franco había telegrafiado sus más cordiales de-
seos al Fihrer y canciller, «para el bienestar de su ex-
celencia y la prosperidad de su noble país».
El mismo 3 de octubre, apenas recibido el tele-
grama, el doctor Hans Heinrich Dieckhoff, director del
departamento político en el ministerio alemán de Asun-
tos Exteriores, telegrafía desde Berlín a la legación nazi
en Lisboa. Pide que Du Moulin-Eckart —así se le men-
ciona, personal y específicamente, en el documento—
se traslade a Salamanca, felicite a Franco y le diga que
el Fiúhrer se abstiene de contestarle por carta o por ca-
ble. No conviene que las cancillerías tomen su res-
puesta por un reconocimiento del «Gobierno naciona-
lista»: aceptación de jure que prestaría flaco servicio a
España y Alemania en aquellas circunstancias.
Asimismo, a modo de información confidencial
que excluye al propio Franco, revela Dieckhoff haber
pedido Alemania a Roma que demore el envío de em-
bajadores a Franco hasta que sus tropas hayan en-
trado en Madrid. El 8 de octubre despacha el conde
un comunicado secreto al Ministerio del Exterior, to-
davía regido por el barón Konstantin von Neurath,
aunque lo reemplazará Joachim von Ribbentrop en fe-
brero de 1938. Detalla allí su encuentro con Franco y
la calurosa acogida que le dispensó, puesto que aquel

130
enviado era el único representante extranjero venido
a cumplimentarlo.
Dice el consejero haberle leído a Franco, «palabra
por palabra», el telegrama de Dieckhoff. El Generalí-
simo le aseguró comprender muy bien las razones ale-
manas «para proporcionarle ayuda del modo que ve-
nimos haciéndolo, mientras las posibilidades de apoyo
no sean impedidas por complicaciones internaciona-
les». También confesó su propósito inmediato de uni-
ficar todos los ideales «en el frente blanco». (Valga
aquí la prosa del conde.) Ante el mundo, la propa-
ganda marxista difundía la leyenda de que la victoria
de Franco iba a restaurar los privilegios seculares de
la nobleza y de la Iglesia. Era del todo falso y la vuelta
de la Corona postergaríase por mucho tiempo. De mo-
mento, al menos. Pero urgía forjar sin tardanza una
común ideología entre el Ejército, la Falange, las
organizaciones monárquicas, alfonsinas o tradiciona-
listas, y la católica CEDA. Remató su discurso el Ge-
neralísimo con una frase muy personal, que el diplo-
mático alemán traduce a la perfección: «No obstante,
es preciso proceder suavemente y con guantes de
seda.»**
La misma mañana del 6 de octubre, apenas despa-
cha Franco con el consejero, recibe a don Miguel.
Como rector vitalicio y presidente de la Comisión De-
puradora, le conceden una de las primeras audiencias
del poderoso. Aparte de unas palabras de Franco a su
primo Salgado-Araujo, el 20 de marzo do 1956, no se
guarda mención directa del encuentro. Dieciocho días
antes de su muerte, en diciembre de aquel año, le es-
cribirá Unamuno a Quintín de la Torre que a Mola,
«monstruo de perversidad, ponzoñoso y rencoroso», lo
culpa él de toda la represión. En cambio, a Franco —«el
pobre Franco», falto de voluntad y entendimiento— lo
ve arrastrado por fatales derroteros que nunca condu-
cirán a la verdadera paz. Como ya lo señalamos, no
cabe más increíble desconocimiento de la laberíntica
personalidad del flamante Conductor.
Aquel martes por la mañana sube Unamuno por las
escaleras del palacio, que ya custodian moros inmóviles

131
como estatuas. Al igual que al almirante Cervera, a la
vuelta de dos semanas, le parecerá que el despacho del
Generalísimo es la única estancia con cierta dignidad
en todo el edificio. Un apostolado de grandes y no muy
buenos óleos pende en la sala de recibo, junto a otro
cuadro que representa a Cristo con el centurión. «Ve, y
como creíste te sea hecho», acaso se diga Unamuno re-
cordando las palabras de Jesús a aquel hombre y las
demandas de clemencia, contra el terror, que le lleva a
Franco. A los pies de las telas, sobre varias mesas en
mitad del salón que a Cervera se le antoja muy revuelto
pero bien guarnecido, se amontona una abastanza
de mapas enrollados que se desbordan y caen por los
suelos.
Muy rígido, tratando de crecerse sobre su talla, lo
recibe Franco. Como de costumbre, viste uniforme de
campaña y lleva la Medalla Militar por única insignia.
Advertirá Unamuno su nerviosa sonrisa y el presuroso
lametón en las comisuras de los delgados labios: los po-
cos rasgos que traicionan su estudiada compostura.
También desazonarán a Unamuno, como al año si-
guiente a Ridruejo cuando allí acuda pidiendo la liber-
tad de Hedilla, las inquietas miradas de reojo que
asaeta Franco de tarde en tarde y en tanto se le oscu-
rece el ya renegrido mirar. Es aquél el mismo gesto es-
curridizo que captaron las cámaras en La Coruña
cuando lo visitó Azaña, como ministro de la Guerra,
después de la fallida intentona de Sanjurjo. Es también
el atisbo acechante que en África asustaba a los cri-
minales más endurecidos, según le contaron a Barea.
Emprenderá Unamuno otro de sus intrincados mo-
nólogos. Con pasión y sin reparo hablará de las sacas y
los muertos en los descampados. Pedirá la libertad de
sus amigos Atilano Coco y sobre todo Filiberto Villa-
lobos. Denunciará las denuncias, que llueven en su des-
pacho contra cada sospechoso de no ir a misa o de ha-
ber votado al Frente Popular. Le asegurará al jefe del
Estado que los jueces carecen de juicio, como va a re-
petírselo a Quintín de la Torre en sus cartas. Que todos
se ciegan con mentiras y leyendas disparatadas. Reite-
rará su obsesión de salvar el legado espiritual de Oc-

132
cidente en España; pero no al precio del crimen, la ca-
lumnia y la mentira, convirtiendo una guerra civil en
salvaje carnicería.
Muy atento lo escuchará Franco, mirando los gran-
des ojos azules de Unamuno, cada vez más encendidos
de claror. Como antes observó a Pemán, a Vegas La-
tapie y al capitán Von Strunk. Su réplica será la misma
que a ellos les diera. «Don Miguel, ¿qué me cuenta us-
ted? Eso me sorprende y parece imposible. Tenga la
certeza de que sus cargos serán investigados.» Pero
Unamuno tampoco sería Unamuno si no pasara contra-
dictoria y bruscamente de la ira moral a un tema mer-
cenario y ridículo, en aquellas circunstancias. De im-
proviso sorprende a Franco pidiéndole un gran favor,
una gracia inmensa: que no bombardee Bilbao. Con-
fundido ante la súbita digresión, responde el Generalí-
simo que él siempre trata de hacer el menor daño en
las poblaciones, y en aquel caso extremará la cautela.
Todo lo cual, además de falso, es de una disparatada
ridiculez, absurda e inconcebible: propia de un extra-
vagante té de la tarde, sin Alicia, en un trágico país de
las maravillas.
—Se lo agradezco, pues tengo en Bilbao dos casas y
no me agradaría que me las destrozasen.
Es aquel otro Unamuno —uno de los muchos otros
Unamunos—, concretamente el avariento que en Hen-
daya jugaba al tute subastado como si en las cartas le
fuera la vida y no los cuatro chavos de la apuesta. Es
el mismo Unamuno que nunca pagó un café de cinco
céntimos a nadie, ni siquiera a González Ruano cuando
le llevaba las pruebas del libro que le había dedicado.
Por un instante lo desmemorió de tanto crimen el par
de fincas que posee en Vizcaya: la herencia del abuelo
José Antonio Jugo, por cierto también asesinado en su
época. La casa de Bilbao y el caserío de Ceberio, que
para mayor riesgo y desazón se levanta, como quien
dice, encima de una central hidroeléctrica.
Pero ni tiempo de recobrarse tuvo el Caudillo ante
la brusca virada, cuando Unamuno vuelve a desconcer-
tarlo. Si antes lo sorprendía hablándole de unas pro-
piedades que no le dan ninguna renta desde que estalló

133
la guerra, quee esto claro, ahora lo ofusca porque no
lo entiende de ningún modo. Veinte años después,
cuando se lo cuente todo a su primo, seguirá sin com-
prender la última salida de don Miguel. De improviso
le espeta a Franco que, entre tantos horrores, se ha ol-
vidado del padrenuestro. Aunque no se moleste en acla-
rarlo, quiere decir que de tal modo lo sobrecogen los
delitos de los hombres que ya no puede, ni sabe, ni
quiere dirigirse a Dios.
—Me extraña mucho esa falta de memoria en usted
—le replica Franco sin enterarse de nada.”
Hablar o no hablar, no ser o no ser, será la cuestión
más perentoria cuando llegue el 12 de octubre, fiesta de
la Raza; o mejor, «el día del destino» de Unamuno,
como certeramente lo define Margaret Rudd. Hablar o
no hablar, porque ser o no ser se redujo a callar o no
callar. Como ya lo apuntamos, al vicerrector Esteban
Madruga y a sus propios hijos les repite Unamuno que
no tomará la palabra en el paraninfo donde aquella ma-
ñana se gloria la supuesta «raza», porque se conoce de-
masiado bien. No quiere arrepentirse de cuanto diga y
menos pagarlo con la cabeza o la libertad. En otras pa-
labras, está harto de sufrir en vano y ya no puede más,
como vino a expresarlo su héroe preferido, don Quijote,
en la aventura del barco encantado.
En la sala rebosante empieza el acto a media ma-
ñana. Descienden los tapices por los muros donde el
busto de la República dio vez al del Caudillo, en una
sepia y presurosa fotografía. Falangistas uniformados
discurren entre las mucetas rojas, amarillas, azul celes-
tes y azul oscuras. Sonriente y medio desdentado, de
guante blanco su única mano, aparécese Millán Astray.
Lo sigue su guardia de legionarios sujetando las metra-
lletas. Junto a la entrada permanece la escolta del Ge-
neralísimo, que aquel lunes corresponde a Renovación
Española. Tarde llega la esposa de Franco y trastrueca
el orden de la presidencia. Se sentará ella junto al rec-
tor magnífico, que preside en nombre del jefe del Es-
tado. A la izquierda de Unamuno acomódase el obispo
Pla y Deniel, con pectoral, anillo de amatista y esclavina
morada. Cabe al prelado, Millán Astray. Después, el go-

134
bernador civil, Ramón Cibrán Finot; el teniente coro-
nel, Miguel Pérez Lucas, en representación del gober-
nador militar; el presidente de la Diputación, Francisco
Márquez, y el alcalde, Francisco del Valle.
Con gesto inescrutable, abre el acto Unamuno y pre-
senta a los oradores. Son los catedráticos José María
Ramos Loscertales, Vicente Beltrán de Heredia, que
también es dominico, y Francisco Maldonado de Gue-
vara. Cierra el turno José María Pemán. Como si te-
nebrosamente anticipara cuanto va a ocurrir y quisiera
forzarse a hablar y gritar, «hasta que la voz se le ponga
de ceniza», como había escrito Lorca —ahora asesinado
en Granada con Salvador Vila Hernández—, debajo de
la toga y en un bolsillo, Unamuno estruja una carta de
la esposa de Atilano Coco. Allí le cuenta el fatídico
cargo de masón que pesa sobre el pastor. Sabe por lo
tanto que será ajusticiado y el señor obispo, junto a él
esta mañana, negóse a recibir a aquella mujer deses-
perada.
Concluido el parlamento de Ramos Loscertales, Bel-
trán de Heredia habla de Francisco de Vitoria y otros
claros salmantinos. Inevitablemente, empieza a politi-
zar el acto Maldonado de Guevara. Dice que Madrid,
Barcelona y Bilbao forman el triángulo de la España
roja, enemiga de la causa de la verdadera España. Sos-
tenida ésta por el gloriosísimo Ejército, alzóse contra la
anti-España, eterna opresora de un país sano, creyente
y paupérrimo. Pemán le agradece a Unamuno la invi-
tación de la universidad y teje una florida glosa del ins-
tante político.
Durante la perorata de Maldonado empieza a irri-
tarse y revolverse don Miguel. Desde las primeras filas
perciben su agitación y sienten a medias sus trenos y
murmullos, que oirán a las claras la esposa de Franco
y Pla y Deniel. «¡Es que yo no aguanto más! ¡No
quiero aguantar más! ¡No resisto esta vergúenza!» De
súbito, saca la carta de la mujer del pastor y empieza
a garrapatear rápidas notas en el sobre. «Odio a la in-
teligencia que es crítica y diferenciadora inquisitiva
no inquisidora que es examen.» «Ramos Beltrán de
Heredia Maldonado Pemán.» «Vencer y convencer.»

135
«Odio y no compasión.» «Lucha y unidad catalanes y
vascos.» Apenas se apagan los aplausos a Pemán, se
pone en pie Unamuno. Alto y erguido, resuelto el de-
sasosiego en una adusta serenidad, retumba su voz de
cabo a cabo del paraninfo, pendiente de cada una de
sus palabras.
—Dije que no quería hablar porque me conozco.
Pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se
ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de
la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces.
Pero, no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Nací
arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer
no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no
puede convencer el odio que no deja lugar para la com-
pasión; el odio a la inteligencia que es crítica y diferen-
ciadora, inquisitiva, mas no de inquisición.
»Se ha hablado también de catalanes y vascos, lla-
mándolos la anti-España; pues bien, con la misma ra-
zón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí está el señor
obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana
que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, llevo toda
mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis.
Ése sí es un imperio, el de la lengua española, y no...
Como un desatinado tentetieso se yergue Millán As-
tray. Con la mano enguantada golpea la mesa a puñe-
tazos. «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?», chilla a voz en
cuello. Sus ordenanzas, el par de legionarios, aperciben
las metralletas bajo la mirada despectiva de Unamuno.
Alguien, uno de los veteranos del Tercio rifeño o acaso
un emboscado vestido de falangista, ruge el santo y
seña de la Legión: «¡Viva la muerte!» Por un instante,
aquella insensatez, eco de la noche del seppuku y del
fondo acuchillado y suicida del bushido, sobrecoge al
auditorio y desciende el silencio sobre el paraninfo. En
mitad de aquella medrosa quietud, agitando el único
brazo por encima de la cabeza, desgañítase el polifemo
de Loma Redonda:
—¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cata-
luña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! El fas-
cismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cor-
tando en la carne viva y sana como un frío bisturí. La

136
carne sana es la tierra; la enferma, su gente. El fas-
cismo y el ejército arrancarán a la gente para restaurar
en la tierra el sagrado reino nacional.
»Cada socialista, cada republicano y cada uno de
ellos sin excepción y, huelga añadirlo, cada comunista
es un rebelde contra la Junta del Estado, que pronto
será reconocida por los países totalitarios que nos ayu-
dan, a pesar de Francia, la democrática Francia, y la
pérfida Inglaterra.
» Y entonces, o inclusive antes, cuando Franco lo
quiera y con la ayuda de mis valientes moros, que si
bien ayer me destrozaron el cuerpo, hoy merecen la
gratitud de mi alma por combatir a los malos españo-
les, porque dan la vida por la sagrada religión de Es-
paña, escoltan al Caudillo, prenden medallas y Sagra-
dos Corazones a sus albornoces...
La exaltación lo sofoca y le corta el resuello. En
aquella pausa suenan vítores a España y a Franco. Pero
calla la sala, como presa de un hechizo, cuando todos
advierten que Unamuno se dispone a tomar la palabra
otra vez. El mismo Millán Astray, jadeante y deste-
llando odio por el único ojo, enmudece y escucha en
posición de firmes.
—Todos estáis pendientes de mis palabras —em-
pieza muy despacio don Miguel; pero en tono todavía
más alto que antes—. Todos me conocéis y me sabéis
incapaz de callar. No aprendí a hacerlo en mis setenta
y tres años. —Extrañamente se equivoca y atribuye los
setenta y tres años, que no alcanzará; no los setenta y
dos casi recién cumplidos—. A veces callar significa
mentir, porque el silencio puede interpretarse como
aquiescencia. Yo no podría sobrevivir a un divorcio en-
tre mi conciencia y mi palabra, que siempre formaron
una excelente pareja.
»Voy a ser breve. La verdad es más verdad cuando
se manifiesta desnuda, libre de adornos y palabrería.
Quisiera comentar el discurso, por llamarlo de algún
modo, del general Millán Astray, quien se encuentra en-
tre nosotros. Dejemos aparte el insulto personal que su-
pone la repentina explosión de ofensas contra vascos y
catalanes. Yo nací en Bilbao, en medio de los bombar-

137
deos de la segunda guerra carlista. Más adelante me
casé con esta ciudad de Salamanca, tan querida, pero
sin olvidar jamás mi ciudad natal. El obispo, quiéralo
o no, es catalán, nacido en Barcelona. —Medroso y en-
furecido, tiembla y se amarillece Pla y Deniel en el si-
tial.
»Acabo de oír el grito necrófilo e insensato de ¡Viva
la muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida!
Y yo, que me he pasado toda la vida creando paradojas
que provocaron el enojo de quienes no las comprendie-
ron, he de deciros, con autoridad en la materia, que
esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que
fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo
que fue dirigida a él, si bien de una forma excesiva y
tortuosa, como testimonio de que él mismo es un sím-
bolo de la muerte. ¡Y otra cosa! El general Millán As-
tray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono
más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cer-
vantes. Pero los extremos no sirven como norma. Des-
graciadamente hay hoy en día demasiados inválidos. Y
pronto habrá más si Dios no nos ayuda.
»Me duele pensar que el general Millán Astray
pueda dictar las normas de sicología de las masas. Un
inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cer-
vantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y
completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido,
como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu,
suele sentirse aliviado viendo como aumenta el número
de mutilados alrededor de él.
»El general Millán Astray no es uno de los espíritus
selectos, aunque sea impopular o, quizá por esta misma
razón, porque es impopular. El general Millán Astray
quisiera crear una España nueva, creación negativa sin
duda, según su propia imagen. Y por ello desearía ver
a España mutilada, como inconscientemente lo dio a
entender...
Es en aquel instante cuando Millán Astray vocifera
«¡Muera la inteligencia!» a grito herido y fuera de sí.
Se atreve a corregirlo Pemán: «¡No! ¡Viva la inteligen-
cia! ¡Mueran los malos intelectuales!» Atruena la sala
un indecible tumulto. Pero impónese de nuevo Una-

138
muno desde el estrado, y su voz domina todo el au-
ditorio.
—¡Éste es el templo de la inteligencia! ¡Y yo soy su
supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sa-
grado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el
proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis,
pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada
fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer
significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que
os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil
pediros que penséis en España. He dicho.
Muy pálido, con fatigada dignidad, avanza Una-
muno mientras se hace el pandemónium en el salón de
actos. Acaso le salve la vida Esteban Madruga al cogerlo
por un brazo e indicarle a la esposa de Franco que le
tome el otro. Al igual que un autómata, más blanca que
el propio don Miguel, le obedece ella. El público con-
virtióse en una marejada de puños e insultos al an-
ciano. Pero se abre a su paso, por respeto a la mujer
del Generalísimo. Con notable valor y a través de los
irascibles falangistas, Juan Crespo, un monárquico con
permiso desde el frente y de servicio voluntario con las
juventudes de Renovación Española aquella mañana,
acércase al rector y lo acompaña hasta su casa con Es-
teban Madruga. Junto al coche del Cuartel General tro-
pieza Unamuno y la esposa de Franco lo ayuda a sos-
tenerse, como si de súbito despertara de un trance.
Cuarenta años después, pregúntase Juan Crespo si sería
aquél el único rasgo, verdaderamente humano, de doña
Carmen en toda la guerra. Todavía le grita Millán As-
tray a don Miguel:
—:Dele usted el brazo a la señora!”
Por la rúa Mayor y la plaza de San Benito regresan
a Unamuno a la calle de Bordadores. Muy sombrío a la
llegada, parece recobrarse mientras almuerza. Calla y
pide que no le hablen de lo ocurrido, si bien su hija
Felisa presenció todo el drama del paraninfo. Tiene ella
la sensación —después siempre terriblemente viva en el
recuerdo— de que aquella mañana empezaron a matar
a su padre, de manera moral aunque no física. De tarde
en tarde repite Unamuno lo que ya dijo otras muchas

139
veces, desde el 19 de julio: «Ahora ya no puedo hacer
nada. Ahora ya no puedo hacer nada.» No obstante, im-
pone su parecer sobre el de sus hijos, como de costum-
bre. Desoyendo sus protestas, anuncia irse al casino, en
el palacio Rodríguez de Ledesma de la calle de Zamora,
a tomar café como todos los días. Es aquél su hábito
inveterado y no piensa quebrantarlo.
Mientras, según reza La Gaceta Regional el martes,
los guardias cívicos dispusieron en el Gran Hotel un al-
muerzo de homenaje a José María Pemán, invitando
también a los otros oradores y al alcalde. En el come-
dor desperécese Millán Astray por exhibir un gesto que
lo reconcilie con aquella «inteligencia» cuya muerte pe-
día. Sin rencor a Pemán por corregirle —«¡No! ¡Viva la
inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!»— aquel
grito del que acaso ya reniegue a medias y de mala
gana, abrázase al escritor. En presencia de todos lo
acoge como a un hermano o un hijo pródigo. Después,
Millán Astray se desprende de la Medalla de Sufrimien-
tos por la Patria y se la ofrece temblando. Pero no está
dispuesto Pemán a dejarse superar tan fácilmente. Con
punzante y sobrecogedora unción, besa la medalla y se
la devuelve.
Probablemente de buena gana y además obligada
por la censura, la prensa no menciona el escándalo de
la universidad. Señalan los periódicos que la fiesta de
la Raza celebróse en la catedral con una misa y un ser-
món del padre Guillermo Fraile. Por cierto que ni a la
plática ni al sacrificio asistió Unamuno, aunque esto lo
callen los diarios. Del turno de oradores en el paraninfo
se omite a don Miguel y al manco de Fondak. Por puro
compromiso, señalan que unas palabras del señor Una-
muno y otras «del heroico general Millán Astray, com-
batiendo a los hombres que permanecen encubiertos»,
cerraron el acto. Disparatada salida si las hubo frente
al porvenir y en un momento, cuando fue Unamuno el
único en Salamanca que optó por la verdad, lisa, trá-
gica y desnuda, precisamente para no encubrirla.
Pero Millán Astray parece incapaz de avenirse con-
sigo mismo. De nuevo humillado por otro padre sim-
bólico que ostentaba la pública representación del «pa-

140
dre verdadero», el Generalísimo, como lo vejara ante el
mundo, entre la infancia y la adolescencia, don José
Millán Astray, su padre carnal y homónimo, en vano es-
cogió a Pemán para avenirse con la mejor intelectuali-
dad. Correctamente le devolvió aquel poeta y drama-
turgo la Medalla de Sufrimientos por la Patria. En el
quijotesco discurso de las armas y las letras, el otro
bushido de Millán, proclámase a las claras que el dolor
y los desvelos del soldado serán siempre mayores que
los del hombre de libros e ideas. No dejó de recordár-
selo Pemán, corrigiéndolo por segunda vez aquella ma-
ñana, primero de palabra en la universidad y después,
de forma tácita, en el restaurante. Rehusando aquella
casi sagrada insignia, lo remitía al discurso de Cervan-
tes y reprobábale, a la chita callando, su atolondrada
torpeza al echarlo en olvido.
Tratando de poner en claro su vejamen y sus con-
tradicciones, descuélgase en diciembre con una nota de
prensa de la dirección general. Aunque anónimo, de tal
modo fractura ideas y sintaxis el suelto que no puede
ponerse en duda la autoría de Millán Astray, con algún
retoque de Giménez Caballero. Desatinado, atribuye allí
a los intelectuales un equivocado pensamiento y un
eterno, pernicioso influjo desde el reborde de la socie-
dad. Ellos fueron los heterodoxos y los sofistas griegos.
Puesto en plata de ley etimológica, «los del parecer con-
trario» o los que sistemáticamente deformaban la ver-
dad a la medida de sus conveniencias. Era aquél el
principio de una serie de justas denuncias, con las cua-
les la humanidad bienpensante persiguió a semejantes
indeseables, según Millán Astray.
Heterodoxos y sofistas convirtiéronse en herejes en
la Edad Media. Transformáronse luego en los bachille-
res del Renacimiento y los pedantes del siglo xvIHL.
Frente a tales rebeldes, voceros y cruzados de una des-
cabellada libertad, sólo desea España místicos y más
místicos que muestren al pueblo el único criterio in-
controvertible. «No hay libertad verdadera más que en
la sumisión.» En otros términos, no cabe más proceder
que el rendido acato al padre proverbial y ejemplar. El
aserto se presta a dos lecturas, y de éstas se desprende

141
que tampoco consiguió Millán Astray evadirse de su
propia trampa ideológica. Si por un lado se deriva de
la nota no haber libertad fuera de la ciega obediencia
a Franco, por otro, puesto que Unamuno era la trans-
figuración oficial del Caudillo en la fiesta de la Raza,
Millán Astray, quiéralo o no, confiesa de forma indi-
recta deberle un subordinado respeto que no admite
duda ni réplica.*
Mientras, si el suelto es el intento de Millán Astray
para afirmarse ante los demás de palabra, que también
es herramienta de intelectuales, opta Unamuno en el
casino por ratificarse, asimismo ante los otros, con un
acto de valor físico y moral, que se supone patrimonio
de soldados. El oculto destino, que a través de la vida
de uno y la obra del otro los emplazó la mañana de la
fiesta de la Raza, vuelve a enfrentarlos en una paralela
analogía. Responde así la hombrada de Unamuno a la
nota de prensa de Millán Astray, y aun la precede por
unas semanas.
A la orilla del patio columnado, despaciosamente
sube don Miguel por la escalinata del casino, camino
de su tertulia en la planta alta del palacio Rodríguez de
Ledesma. Ya reunidos, se asombran al verlo los amigos
de la víspera: el doctor Pablo Beltrán de Heredia; To-
más Marcos Escribano, antiguo diputado maurista;
Juan Francisco Díaz Rodríguez, y Andrés Hernández.
«¡Buque a la vista!», exclama Beltrán de Heredia al per-
cibir la canosa cabeza de Unamuno en lo alto de la es-
calera. Díaz Rodríguez y Andrés Hernández huyen
como si se avecinara un leproso y los caballeros del sa-
lón ríen y les aplauden la fuga. En menos de nada se
encanalla aquella burguesía y suenan gritos de «¡Que lo
echen!», «¡Fuera con él!», «¡Rojo!», «¡Traidor!», «¡Mal
español!». Si bien anonadados y nerviosísimos, Tomás
Marcos Escribano, Beltrán de Heredia y el médico Juan
Montero tienen la dignidad de permanecer junto a Una-
muno. Marcos Escribano le dice:
—No debió venir usted, don Miguel. Lamentamos lo
ocurrido hoy en la universidad. Pero no debió haber ve-
nido esta tarde al casino. '
Unamuno lo mira como ausente, sin replicarle. Algo

142
remite el vocerío de soeces insultos y amenazas, en
tanto transcurre un interminable cuarto de hora. To-
davía murmura y repite Marcos Escribano: «No debió
haber venido, don Miguel. Aquí nos compromete a to-
dos.» Muy erguido en el sillón, contemplando el vacío
como si no sintiera la barahúnda, permanece silencioso
Unamuno. De vez en vez, sus contertulios cambian mo-
nosílabos. Azorado y presuroso, comparece de súbito
Rafael Unamuno y toma a su padre del brazo. «¡Vamos
a casa! ¡Por favor, vámonos a casal» Como un sonám-
bulo, se deja guiar don Miguel. Pero ahora, al verlo sa-
lir, lo despide a grito herido el señorío. «¡Afuera!
¡Afuera! ¡Canalla! ¡Mal español!» Clavados en las buta-
cas, hartos atónitos o despavoridos para acompañarlo,
húndense inmóviles Montero, Beltrán de Heredia y
Marcos Escribano. Quiere Rafael Unamuno llevarse a
su padre por la entrada de la calle del Concejo. Pero
apenas lo advierte el anciano, se planta y endereza, gol-
peando el suelo con el pie. De nuevo retumba y acalla
todas las voces:
—i¡No! ¡Por la puerta principal! ¡Yo salgo de aquí
por la puerta grande!
Su hijo y un escritor salmantino, Mariano de San-
tiago Cividanes, lo acompañan de regreso. Ya un pi-
quete de soldados guarda la casa, en la acera de Bor-
dadores. Cuando salga Unamuno, un policía de paisano
le irá pisando los pasos discretamente. Nunca lo so-
meten a detención domiciliaria. Pero en pocas ocasio-
nes se asoma a la calle desde entonces. En su última
visita a los dominicos de San Esteban —el convento
con el martirio de san Esteban, de Giovanni Antonio
Ceroni, en una casi anónima fachada plateresca—, un
monje le cita a un soldado, pariente suyo, quien tiene
orden de disparar si Unamuno pretende huir de Sala-
manca en coche. Sonríe don Miguel, encogiéndose de
hombros.
—¿Adónde iría yo » 42
Franco considera a Unamuno «persona correcta y
de gran valía», según dice. Pero cree «molesta» su ac-
titud en un acto patriótico y en un día como el de la
Raza, cuando la España nacionalista «lucha en el

143
campo de batalla con un feroz enemigo y con grandes
dificultades para vencerlo». Años después, seguirá lla-
mando a Unamuno «ilustre catedrático». No obstante,
aprueba de pleno la actitud de Millán Astray y su bri-
llante reacción ante el subversivo desafío del rector en
el salón de actos.
Cabe que entonces ya haya resuelto el Generalí-
simo, para su gobierno oculto, destituir a Millán As-
tray en Prensa y Propaganda. Lo hará a poco de la
muerte de don Miguel, confiándole luego la organi-
zación del Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra
por la Patria. Por lo que respecta a Unamuno, asegura
Franco —sin que nadie llegue a creerlo— no ser res-
ponsable de su destitución como concejal del ayun-
tamiento ni de su cese forzoso en el rectorado. Mes y
medio después, mientras recibe nuevas contradicto-
rias acerca de Unamuno —lo dicen agonizante o ya
fallecido, como en verdad morirá aquella tarde del 31
de diciembre—, manda a Giménez Caballero que le in-
forme en seguida y con certeza sobre el verdadero es-
tado de don Miguel.
El 13 de octubre, cuando en Salamanca no se habla
sino de la invectiva unamuniana contra el mutilado del
Rif, se convoca una sesión secreta la Corporación Mu-
nicipal y resuelve expulsar a Unamuno del Consistorio.
Otro concejal, Andrés Rubio Polo, defiende la pro-
puesta en un parlamento, esmaltado por tal variedad de
lugares comunes, retóricos y políticos, que su discurso
se caricaturiza a sí mismo sin que nunca llegue a ad-
vertirlo el orador. Según Rubio Polo, peligra España
amenazada y apuñalada por una falsa y traicionera
intelectualidad, liberal y masónica. Movido por «una
vanidad delirante y antipatriótica», vertió Unamuno
frases alevosas y premeditadas, de una pública
«descortesía rencorosa». Además, «tornadizo, sinuoso y
oscilante», pretendió conciliar lo irreconciliable: el ca-
tolicismo y la Reforma luterana —indirecta alusión a la
amistad del escritor con Atilano Coco—, alcahuetando
y pervirtiendo «las voluntades vírgenes de varias gene-
raciones de escolares». Cierra la propuesta el fiero con-
cejal llamando a Unamuno Erasmo moderno de menor

144
cuantía y pidiendo que lo echen del ayuntamiento. Por
unanimidad le aprueban la moción.
Al día siguiente, según folios 83-86 del libro de actas
de la universidad y a demanda del decano de Filosofía,
Jose María Ramos Loscertales, se reúne el claustro y
contempla un voto de censura contra el rector perpe-
tuo. A la muerte de Unamuno, y al cabo de aquella co-
media de tan trágicos errores, dispondrá la Providencia
que a Ramos Loscertales le toque escribir un laudatorio
artículo a su memoria como prólogo al libro de Bar-
tolomé Aragón Gómez, Síntesis de economía corpora-
tiva. En realidad, decisivas y secretas conversaciones
preceden a aquella junta. No asisten a la misma ni el
vicerrector, Esteban Madruga, ni el catedrático Manuel
Torres López. A éste ya se le había ofrecido el recto-
rado, que él rechazó terminantemente. Estaba dis-
puesto y convenido que lo asumiría entonces Esteban
Madruga, después de consultar con Unamuno aquella
misma mañana, o tal vez la víspera.
Faltaba, sin embargo, que la universidad sancio-
nara su oprobio por escrito, presionada por el Cuartel
General, pero también de propio acuerdo. Así, «por
completa unanimidad», se retira la confianza acadé-
mica al rector y propone a don Esteban Madruga para
sustituirlo. Firman al pie Andrés Marcos, Ramos Los-
certales, Peralta, Maldonado, Beato y Sala, García
Blanco, Rodríguez Aniceto, Sánchez Tejerina, Serrano
Serrano, Bermejo, Retuerto, Rivas, Núñez García, Ga-
rrido Sánchez, Pierna Catalá y Querol. Preside como
rector interino el decano de la Facultad de Ciencias,
González Quesada; pero no signa el acta. Veintitrés
años después vanaglóriase Madruga de no haber asis-
tido a la junta, como si su ausencia no fuera preme-
ditada y prevista. Consultado uno de los firmantes, se
escuda en el anonimato y le hace veladas confesiones
a Margaret Rudd.
—Creo que hubo una llamada telefónica desde lo
alto. Ya me comprende. ¿No es cierto?
—¿Puedo citarlo a usted?
—¡Oh, no! ¡De ninguna manera! ¡De hecho, no es-
toy seguro de ello!

145
Con notable demora, airea la prensa dos breves de-
cretos, casi perdidos en la última página de los dia-
rios.

Decreto número 36.


Vengo en disponer cese en el cargo de rector de la
Universidad de Salamanca a don Miguel de Unamuno
y Jugo.
Dado en Salamanca, a 22 de octubre de 1936.
Francisco Franco.

Decreto número 37.


Vengo en nombrar rector de la Universidad de Sa-
lamanca a don Esteban Madruga Jiménez, catedrático
de Derecho.
Dado en Salamanca, a 22 de octubre de 1936.
Francisco Franco.

En el madrileño ABC del 3 de noviembre, periódico


monárquico de la familia Luca de Tena apropiado por
la República al estallido de la guerra, una burda nota
comenta irónicamente la destitución de don Miguel y
el nombramiento de Madruga. El suelto dice ignorar
si el cese se debió a una nueva disputa del antiguo
rector con «los comandantes», o fue ascendido Una-
muno a teniente coronel de Instrucción Pública por
los rebeldes.
Mientras, don Miguel ha vuelto a encerrarse en la
biblioteca. Un breve comentario, tres líneas a lápiz de
El Resentimiento trágico de la vida, refiere su enfren-
tamiento con Millán Astray. Allí repite a solas lo que
ya proclamó en público. «¡Viva la muerte!» significa
en verdad «¡Muera la vida!» En otro apunte, después
del 22 de octubre, recuerda cómo lo depuso Madrid y
le devolvió el rectorado Cabanellas. «Luego me desti-
tuyen mis compañeros.»
A puerta cerrada, una vez más se esfuerza por evo-
car «El desdichado», de principio a fin. Diríase per-
sigue Unamuno en los versos de Nerval el hilo de sa-
lida de su laberinto, no al margen de la muerte sino

146
precisamente a través de lo interminable. Je suis le té-
nébreux, —de veuf, —'inconsolé... / Dans la nuit du
tombeau, toi qui mías consolé, / Rends-moi le Pausi-
lippe et la mer d'Italie. («Devuélveme el Posilipo y la
mar de Italia.») La fleur qui plaisait tant á mon coeur
désolé. («La flor que tanto plugo a mi desolado cora-
zón.») Et la treille oú le pampre á la rose s'allie. («Y el
emparrado que junta el pámpano a la rosa.»)
De súbito regresa a su propia poesía: abandonada
con el soneto de su aniversario, el 29 de setiembre. El
28 y el 30 de octubre fecha un par de escuetos poe-
mas. El hombre que publicó Del sentimiento trágico de
la vida e hizo de la existencia perenne combate —eti-
mológica agonía—, con la muerte por única certeza y
eterno enigma, escribe como si de fijo agonizara:
«Cual sueño de despedida / ver a lo lejos la vida / que
pasó / y entre brumas en el puerto / espera muriendo
el muerto / que fui yo.»
Al par de días, en tanto declina octubre y se os-
curece Salamanca en aquel siniestro otoño, poblado
de verdugos, dementes y delatores, donde sólo él se
atrevió a pronunciarse abiertamente y en voz alta en
nombre de la verdad, pregúntase Unamuno cuál sería
su primera palabra, balbuceada en la vida. «Era una
parte de mi alma, texto que se me va en pedazos.»
Luego piensa que acaso a su muerte —«en mi desna-
cer»— sea también aquella palabra, ahora caída en ol-
vido, la última de las suyas. Definitiva y terminante-
mente, la última en la tierra.”

147
Tampoco parece Millán Astray haber superado, ileso e
inmutable el estado de ánimo, su duelo con Unamuno
en la fiesta de la Raza. En tanto se prolonga irremedia-
blemente la guerra civil, fracasado en noviembre el ata-
que a Madrid, diríase al general cada vez más herido y
distraído en Salamanca.
En pocas ocasiones, y en la más estrecha intimidad,
habla de Unamuno. Por descontado, nadie se atreve a
mentar a don Miguel en su presencia. Pero sabe o adi-
vina el legionario que hasta en la España de Franco no
todos alaban ni aceptan sus intempestivas salidas en el
día de la Raza. El duque de Alba y un antiguo catedrá-
tico de Literatura en Madrid, Pedro Sainz Rodríguez,
indígnanse, abochornados, al saber que vitoreó a la
muerte y condenó a gritos a la inteligencia. Eugenio Ve-
gas Latapie afirmará haberse sentido de pleno acuerdo
con Unamuno en el paraninfo; lo cual no deja de ser
asombroso de tenerse en cuenta los reaccionarios cri-
terios que Vegas sostuvo toda su vida.
A Vegas Latapie le escribe Pemán desde Cádiz. Asus-
tado por las imprevisibles consecuencias del escándalo
salmantino, proclama sus fervorosos deseos de que lo
ocurrido se olvide, sin crearle mayores problemas a
nadie. Vegas Latapie manifiesta querer expresarle
a Franco su aval de Unamuno, si bien no logra hablar
con él. José Antonio Sangróniz, jefe del Gabinete Di-
plomático del Generalísimo, le dice que se resolvió dar
carpetazo a los sucesos del 12 de octubre. Todo lo cual
es falso, naturalmente, pues las presiones del «mando»
sobre la universidad para destituir a Unamuno del rec-
torado parecen innegables.

148
En su afán de justificarse ante sus más leales ami-
gos, Millán Astray le cuenta a Manuel Quero una des-
cabellada fábula, que éste acepta a pies juntillas. Según
aquella versión de lo sucedido en el paraninfo, sus
abruptos atajos a don Miguel, con mueras a la inteli-
gencia y vivas a la muerte, así como el discurso de Una-
muno, sin omitir todo lo referente a vencer y persuadir,
fueron previamente convenidos entre los dos. Tejieron
la añagaza para darle al rector la oportunidad de re-
cluirse en casa, poniéndose a salvo de unos desaforados
dispuestos a asesinarlo por desafecto al régimen.
Inclusive apostilla Millán Astray que el magistrado
Antonio Luna —a quien no debe confundirse con el jefe
falangista de Cáceres, José Luna Meléndez, y menos
aún con otro Antonio Luna, guardaespaldas, con una
nube en un ojo, de Sancho Dávila— les sirvió de inter-
mediario para que no los viesen juntos mientras tra-
maban el alboroto de la sala de actos. Frente a aquella
patraña no hay argumento más valido que el propor-
cionado por la ignorancia de Franco del supuesto con-
venio, al hablarle a su primo de Unamuno y Millán As-
tray tantos años después. Un acuerdo, casi huelga
añadirlo, que jamás osara apalabrar Millán sin la venia
de su Caudillo.
Poco a poco renunciará Millán Astray a sus noches
en el Gran Hotel y a dirigir allí aquellos orfeones, agi-
tando la pistola como una batuta. La gente que lo evi-
taba, al decir de Juan Crespo, para que no la abrumara
con discursos políticos en mitad de la calle, se sor-
prende cuando la saluda con gesto escueto, o vaga son-
risa mellada, y pasa de largo, presuroso y seguido por
su pareja de legionarios.
Si en el Gran Hotel terminaron los corales patrió-
ticos, también concluyeron en el palacio de Anaya las
reuniones convocadas a golpe de silbato. Cuando el es-
critor y antiguo falangista Ernesto Giménez Caballero
llegue a Salamanca, a primeros de noviembre, hallará
aquellas dependencias en un desgobernado desorden,
que él se encarga de corregir con sus muchos oficios de
metomentodo y de acrecentar con sus egregias extra-
vagancias.

149
Puntualmente acude cada día al palacio el personal
subalterno. Pero los de Luis, Oriol, Merry del Val y
Arrarás comparecen cuando buenamente pueden, re-
clamados por otros deberes políticos y administrati-
vos. A Millán Astray suelen encontrarlo a media ma-
ñana, abstraído y silencioso en el vestíbulo del Gran
Hotel, sin ver nada ni hablar con nadie. Un mediodía,
el del 5 o el 6 de noviembre, se le aproxima Ernesto
Giménez Caballero, huido de Madrid y llegado por vía
de Roma, San Sebastián y Burgos. Aún mayor y más
enloquecido ególatra que Millán Astray, cuádrase el
engreído con un taconazo. Supone que el mítico
manco, con quien no volvió a cruzarse desde aquella
mañana de 1922 en el barracón de Tetuán, conoce su
trayectoria política y literaria, como uno de los pri-
meros afiliados a Falange —luego coceado del par-
tido—, creador y cabeza visible de La Gaceta Literaria.
De saber todo aquello Millán Astray, da por descon-
tado Giménez Caballero, en su insensata presunción,
que lo admirará rendidamente.
—Mi general, soy Ernesto Giménez Caballero.
Importunado en sus cavilaciones, lo contempla Mi-
llán Astray con una mirada vacía que lo traspasa o lo
difumina en el aire. Es aquél el encaro que prodiga
para desconcertar a los extraños e imponerles su ava-
sallante presencia de héroe legendario y mutilado,
como lo hizo con Moure Mariño. «¿Y tú quién eres?»
Con aquella mirada acaso le calque a Franco, cons-
ciente o inadvertidamente pero sin igualarlo nunca, el
vistazo de soslayo que aturde y aterra a los más endu-
recidos.
—Soy Ernesto Giménez Caballero, mi general.
—¿Y a mí qué?
—Soy uno de los fundadores ideológicos de Falange
—responde, confuso y asustadizo, aunque en seguida se
engría y alce el gallo.
Presa de aparente tedio o fatiga, lo escucha Millán
Astray. Sin replicarle o volverlo a mirar, llama a un le-
gionario de la escolta: un gigante «de tremendas pati-
llas y fusil ametrallador» que a Giménez Caballero casi
se le antoja el coloso goyesco que siembra el pánico en

150
los pueblos y en el campo de batalla. Distraídamente le
dicta órdenes su general:
—Mira, éste dice que es no sé qué, no sé quién. Tó-
male el nombre, investiga y dame cuenta.
Más muerto que vivo, Giménez Caballero se cuadra,
taconea y se va, sin que el polifemo del Rif se digne
despedirlo. Giménez Caballero —G. C., como le gusta
firmarse a veces— conoce la confrontación de Una-
muno con Millán Astray, ocurrida hace poco más de
tres semanas. Anda casi recién venido y ya en Sa-
lamanca no le hablan sino de la guerra y de aquel due-
lo singular en el centro de la lucha, por así decirlo.
A G. C. le corroe la duda de si Millán Astray estará en
autos de su amistad con Unamuno y de la correspon-
dencia que sostuvo con el maestro cuando don Miguel
desterróse de la Dictadura. Además, cabe en lo posible
que su relato de la visita al barracón africano, su «acua-
rela de los chacales», como él la llama, haya llegado a
oídos del general. O se la desentierre y exponga ahora
el taciturno patilludo. Asustadizo y osado, como de cos-
tumbre, Giménez Caballero resuelve huir hacia ade-
lante procurándose una pronta audiencia con el Cau-
dillo. A Franco lo atisbó de lejos en sus tiempos de
soldado. Esta vez se dispone a verlo como una figura
legendaria y bíblica, según sus propias palabras. ¡Un
nuevo rey David!, añade y subraya, presto al elogio des-
cabellado y estrafalario. La lisonja y la visita, acordada
en seguida, redundarán en su rápido beneficio.**
Mientras tanto, como ya no acude al Gran Hotel por
la noche, frecuenta Millán Astray unas íntimas tertulias
militares que mantiene Franco después de la cena en el
palacio episcopal. Con Millán Astray, concurren en
aquellas veladas el almirante Cervera, el general Kin-
delán y el coronel Francisco Martín Moreno. Como era
inevitable, se suele hablar de la contienda, de las últi-
mas operaciones y de aquel Madrid que todavía per-
manece inalcanzable. A veces, como lo anota Cervera,
se les suma algún general vuelto del frente. Por respeto
a sus superiores, tiende a callarse Martín Moreno, jefe
de Estado Mayor y firmante de todos los partes, salvo
el último —«la guerra ha terminado»—, que va a reser-

1391
varse Francisco Franco. También, impensadamente, se
retrae en la reticencia Millán Astray, tímido y sonriente
al borde de las sombras.
Para despachar en privado con el Caudillo, pide
audiencia y hace tiempo en la antesala, donde ya ba-
rrieron los mapas enrollados en los suelos, como al
invierno siguiente aguardará sumiso que lo reciba Se-
rrano Suñer. Adusto e inmutable, uno de sus ordenan-
zas lo acompaña con una abultada cartera debajo del
brazo. Aunque nadie se atreva a decirlo, muchos se pre-
guntan qué llevará el tuerto legendario en un estuche,
custodiado con tanto celo. En furtivas y fugitivas oca-
siones, se esclarece y vuelve a cerrarse aquel enigma en
la antecámara del Generalísimo.
Si en alguna de las esperas, siempre tan demorada
la recepción de Franco, el hijo de un camarada de las
campañas marroquíes acaece compartir la sala y sa-
luda a Millán Astray, sale de su embebecimiento y se
ilumina de cándido gozo. Más descarnado y enhiesto
que nunca, se pone en pie y estrecha al joven sobre su
huesudo pecho, golpeándole la espalda con la única
mano.
—;¡Claro que te reconozco! ¡Cómo no iría a saber
quién eres! ¡Hijo mío, dame un abrazo! ¿Y tu padre?
¿Vive?
Hablan por unos instantes, entre la indiscreta curio-
sidad ajena. Luego, llama Millán Astray a aquel legio-
nario inmutable y circunspecto. Sonriendo, le manda
abrir la cartera del misterio. Viene repleta de fotogra-
fías del primer tuerto de España, siempre a solas y de
uniforme, en todas las posturas imaginables. Con fre-
cuencia se muestra cuadrado y muy tieso, como si es-
cuchara el himno de la Legión, con el parche negro en
la cuenca huera y colgando vacía la manga izquierda.
En otras imágenes perora y agita el brazo por encima
de la cabeza medio calva y descubierta. Desteñidas por
el tiempo, unas fotos africanas descubren irónicamente
a un Millán muy rejuvenecido, con gruesos mostachos
franceses a lo Adolphe Menjou, en versión peliculera
del cine rancio.
—Quiero que como recuerdo de este día, de este en-

152
cuentro nuestro, guardes un retrato mío. ¿Cuál te gusta
más? ¡Elige el que quieras! ¡Elige!
Cohibido por el espectáculo, que entre varios testi-
gos presencia una vez Laín Entralgo, el mozalbete es-
coge una fotografía. Con ancha sonrisa y gruesa letra,
se la dedica Millán Astray. Cuida de que la inscripción
cubra el fondo, detrás de la figura, de extremo a ex-
tremo de la casi sagrada estampa. Luego fecha al pie;
pero sin precisar la data. Deja el mes en cifras romanas,
ante una sigla en mayúsculas peladas: AT, por «año
triunfal».*
En sus largos ensimismamientos, después de la ba-
tahola en la universidad, jamás advertirá Millán Astray
que el destino lo transformó a imagen y Semejanza de
un personaje unamuniano en mitad de la tragedia de la
guerra civil. Digamos «un antagonista», como lo escri-
biría el mismo don Miguel para precisarlo. También a
Unamuno, naturalmente, lo emplaza la suerte a vivir en
carne propia, contra Millán y su España, una de sus no-
velas o nivolas. Opónese de manera pública al paladín
de la muerte y enemigo de la inteligencia, como Joa-
quín Monegro, en su Abel Sánchez (1917), mantiene un
pleito incesante e insoluble con otro enemigo: el Abel
Sánchez del título del libro.
Aunque les hable a otros escritores, como Johannes
Brouwer y Nikos Kazantzakis, de otra nivola suya, San
Manuel Bueno, mártir —la historia de un sacerdote que
no podía creer en la salvación del alma ni en la Iglesia,
como Unamuno duda de la inmortalidad y descree en
la causa de Franco—, parece casi olvidarse de Abel Sán-
chez en sus últimos meses y en tanto arde España a su
alrededor. Inclusive cabe que se desacuerde del libro,
por hallarse condenado a vivirlo demasiado de cerca, en
combate abierto con Millán Astray y frente a cuanto
aquel general, el de los gritos «necrófilos e insensatos»,
representa.
En el prólogo a la segunda edición de Abel Sánchez,
firmado en Hendaya el 14 de julio de 1928, recuerda
don Miguel haberle dicho Francesc Cambó que la en-
vidia nació en Cataluña. Paseaban Unamuno y Cambó
por la plaza Mayor de Salamanca y se detuvo el autor

153
de Del sentimiento trágico de la vida, replicando: «¿Por
qué no en España?» Al hilo de unos años, mientras re-
visa las nuevas pruebas de Abel Sánchez, piensa en Es-
paña, en Cataluña, en Salamanca y en Cambó. Se dice en-
tonces que no fue sino envidia la soberbia de Felipe II.
«¿De dónde nació la vieja Inquisición, hoy rediviva?»
Ya en mayo de 1909, reseñando Pueblo enfermo del
boliviano Alcides Arguedas, corregía y ampliaba Una-
muno el criterio del autor sobre la envidia social como
un fenómeno exclusivamente boliviano y provinciano,
propio de comunidades muy aisladas como las de su
país, donde el lucro y la expedita adquisición de una
gran fortuna eran los únicos afanes de la burguesía.
Pero, al igual que el joven Ramiro de Maeztu, prolo-
guista de Pueblo enfermo, creía Unamuno que aquella
envidia chata, aberrante y despótica era innata de Es-
paña y por extensión de la entera hispanidad.
«¿No fue acaso un español, Quevedo, el que escribió
aquella terrible frase de que la envidia está flaca porque
muerde y no come?» Anticipando el criterio acerca de
la Iglesia nacional, que expondrá a Johannes Brouwer
más de un cuarto de siglo después, añadía entonces que
el odio celoso se ceba en un pueblo donde herrumbróse
la fe creadora y degeneró en una forma parasitaria del
dogma. «La envidia es la roña íntima de los conventos,
y ello procede de la ociosidad espiritual.»
No establece Unamuno diferencia entre envidia y
vesania fratricida. Ambas se reducen al eterno pecado
cainita, como ya de pasada, en su reseña de Pueblo en-
fermo, referíase al libro del uruguayo Carlos Reyles La
raza de Caín. También al final de Abel Sánchez, conde-
nado Joaquín Monegro a detestar a Abel Sánchez en
idéntica medida que en vano reniega de su encono en-
vidioso, pregúntase en su lecho de muerte por qué na-
cería en tierra de aborrecimientos, donde el precepto
parece ser «odia a tu prójimo como a ti mismo».
Por añadidura, siendo el demonio incapaz de amar,
será el rencor celoso el delito satánico por excelencia.
Juntos alcanzan aquella conclusión Unamuno y Joa-
quín Monegro, aunque Unamuno no sea precisamente
Joaquín Monegro: quizá el más vívido, complejo y aca-

154
bado de todos sus personajes. Unamuno duda y vacila
al pensar en la posible o imposible supervivencia del
alma. Pero, leyendo Cain de Byron, él y Joaquín Mo-
negro comparten idéntico terror. Se sobrecogen al pre-
guntarse si no tendrá razón Byron cuando, por parte de
Luzbel, revélale a Caín su inmortalidad. Así escribe Joa-
quín en su diario secreto: «... empecé con terror a pen-
sar si no será inmortal en mí mi odio». En otras pala-
bras, acaso él tenga alma, pese a su viejo escepticismo
de médico materialista, y aquella alma suya sea tan im-
perecedera como el rencor que lo devora.
Después de volver del revés y convertir en dramática
farsa el sentimiento trágico de la vida unamuniano —la
duda existencialista acerca de la perenne supervivencia
del espíritu humano—, la inmortalidad del odio, en el
plano histórico, traduciríase en la guerra civil y haría
de Abel Sánchez su certera profecía literaria. Casi cua-
renta años después de Abel Sánchez, afirma André Mal-
raux en Les voix du silence que la metáfora transforma
en arte el destino histórico. En su propia metáfora no-
velística o nivolística, según se opte por el sentimiento
trágico o el cómico de la vida, como decía Unamuno
dividirse y complementarse en otro de sus libros, Nie-
bla, habría anticipado alegóricamente la contienda na-
cional como destino histórico ineludible.
Pero si el odio de Caín a Abel es aberrante expresión
de su celoso amor a un Dios oculto y desconocido, en
Cain y en Abel Sánchez, en la realidad, el aborrecimiento,
acaso traspasado de perversa admiración, de un para-
noico hermano carnal persigue a Unamuno desde la ado-
lescencia hasta el año de la República y la muerte de Fé-
lix José Gabriel Unamuno. Siempre avecindado en Bilbao
y boticario de profesión, éste parecía vivir sustentado por
el celoso encono que profesaba a su hermano Miguel,
como ya se adelantó al principio de este libro. Para exas-
perar al farmacéutico, a veces los rapaces del vecindario
lo perseguían gritándole «¡Miguel de Unamuno!, ¡Miguel
de Unamuno!», a sabiendas de que aquel nombre lo de-
satinaba. Vuelto del destierro el escritor, mientras crece
su celebridad en olor de multitudes, Félix José Gabriel
llega a pasearse por Bilbao con un cartelito en la solapa,

155
que muestra entre ufano y enfierecido: «No me hable us-
ted de mi hermano.»
El acierto y la originalidad narrativa de Abel Sán-
chez, aparte de su valor como oblicuo presagio, viene a
cifrarse en la manera en que el autor, Miguel de Una-
muno, se abstiene de adoptar la perspectiva del envi-
diado en la novela. Renuncia así a una fácil versión
autobiográfica, para convertir a Joaquín-Caín en la
trasposición de Félix de Unamuno y en el verdadero
protagonista de la obra. Puesto todo ello en términos
de su concepción dialéctica de la vida, diremos que
asume Unamuno las razones y la posición de el otro
para conocerlo y comprenderlo, aunque en el libro Joa-
quín Monegro y Abel Sánchez terminen por destruirse
recíprocamente.
En la realidad histórica, cumplido el augurio de Abel
Sánchez en la tragedia de la lucha civil, ni siquiera se
le ocurre a Unamuno la posibilidad de penetrar en Mi-
llán Astray, como trató de hacerlo con su hermano a
través de Joaquín Monegro, y establecer un diálogo
ético con el inválido legionario. Para Unamuno, Millán
Astray, vitoreando la muerte, representa una fuerza
brutal y desbordada que terminará por imponerse mi-
litarmente en el campo de batalla. Pero nunca conven-
cerá al porvenir de su razón con la victoria. A don Mi-
guel sólo le aturde y asombra «el poder magnetizador
de locos y lisiados», como lo llama el 16 de noviembre
en El resentimiento trágico de la vida, refiriéndose sin
duda a Millán Astray. Aquel mismo día de nuevo men-
ciona al mutilado, como si tratara de barrerlo definiti-
vamente —a escobadas y escobazos de desdén— a un
rincón de su testamento: «Muera la intelectualidad y
viva la muerte, como dice Millán Astray.»*

Mientras tanto, puesto que hay un método en la de-


mencia de Giménez Caballero como en la del príncipe
Hamlet visto por su chambelán Polonio, G. C., despre-
ciado por Millán Astray y despavorido por la investi-
gación encomendada al legionario de la guardia, apre-
súrase a visitar a Franco, como ya se dijo. Es difícil,

156
aunque posible, que éste le elogie su libro Genio de Es-
paña, como lo asegura Giménez Caballero. Más vero-
símil parece que le impresione la audiencia privada
concedida por Mussolini al antiguo vanguardista en
Roma. En cualquier caso, el Generalísimo le pide a
G. C. que ingrese en Prensa y Propaganda y vea cuanto
antes a Millán Astray. «Ya lo he visto. Pero sin gran
éxito», replica mansamente Giménez Caballero. Franco
le promete recomendarlo en seguida al gran legionario.
Debe hacerlo aquella misma tarde, puesto que a la ma-
ñana siguiente Millán Astray convoca en el Gran Hotel
al director de La Gaceta Literaria.
—Me ha hablado Franco de ti. Vamos a trabajar
juntos.
Entre el dadaísmo y el chascarrillo, comienza la dis-
paratada colaboración de aquellos hombres: cada uno
tan extravagante y ostentoso como el otro. Miente por
toda la boca Giménez Caballero al decirse creador con
Millán Astray del Departamento de Prensa y Propa-
ganda, que él asciende a «ministerio». Como sabemos,
llevaba un mes funcionando cuando arribó a Sala-
manca G. C. Pero será cierto que le consiguió mil pe-
setas de su hermano Ángel a Millán Astray, habiéndole
confesado el héroe africano andar tan corto de presu-
puesto que piensa donarle una paga entera a Prensa y
Propaganda. También incorpora Giménez Caballero al
departamento a dos antiguos colaboradores de La Ga-
ceta Literaria: Antonio de Obregón y Juan Aparicio. De
pasada y acerca del último, le recuerda a su superior
que fue uno de los fundadores de las JONS.
Sufre frecuentes insomnios Millán Astray y cita a
despachar a G. C., entre las tantas de la madrugada y
las siete de la mañana, antes de que lleguen los demás
escritores. Lo nombra o se ofrece a designarlo coronel
honorario de la Legión. A veces lo apoda por chanza
«mi coronel» y casi siempre lo llama Caballero a secas,
restándole el nombre y el apellido paterno. Como por
tácito acuerdo, Giménez Caballero omite sus experien-
cias soldadescas en África, incluida la convalecencia en
la enfermería tetuaní, y Millán Astray nunca menciona
a Unamuno. Por lo demás, charla por los codos el pa-

1517
ladín a la luz de una bombilla y a solas con G. C. en el
desmantelado despacho. Hasta el hipotético punto en
que pueda admirar a nadie un exaltado egocéntrico
como Giménez Caballero, sus loas a Millán Astray pa-
recen sinceras, aunque no desprovistas de ironía.
Afirma deberle lecciones de moral militar, porque el
mutilado de Fondak, todo resuelta decisión, es lo con-
trario a un dubitativo e interrogante intelectual, como
él mismo.
—Mira, Caballero, yo desconfío de los sastres por-
que rozan los genitales del cliente al tomarle las me-
didas para sus pantalones nuevos.

—Caballero, he cantado muchas veces en el com-


bate porque soy legionario y mi lema de guerra es «Le-
gionarios a luchar, legionarios a morir». Y cuando los
legionarios luchamos y cuando vemos de cerca la
muerte cantamos el Himno de la Legión, y cuando es-
tamos alegres y contentos también lo cantamos porque
en el Himno de la Legión están las esencias más puras
de nuestra alma: no sólo en la letra sino en la música,
en el cante de los compases y en las vibrantes notas de
las cornetas. Por eso cuando en los hospitales me ha-
cían curas dolorosas de las heridas, en la habitación de
al lado ponían un piano y un legionario tocaba el
Himno de la Legión y El novio de la muerte para no sen-
tir el dolor. Otra vez, cuando acababan de amputarme
el brazo, los legionarios heridos que estaban en aquel
hospital se tiraban de sus camas, lo mismo los que po-
dían andar como los que no, y (éstos arrastrándose) vi-
nieron a mi cuarto a cantarme el Himno de la Legión:
yo también me tiré de la cama y, puesto firme, rígido,
canté con ellos.
»Otra vez, cuando me trasladaron en una camilla de
un hospital a otro, herido de un cruel balazo que me
atravesó la sien, al pasar por Dar Riffien, que es el cuar-
tel de la Legión, salieron todos a cantar el Himno de
guerra y me tiré de la camilla y canté con ellos también:
y cuando enterramos a un legionario, cantamos, y
cuando vencemos, cantamos, y cuando desafiamos al
enemigo, cantamos, porque el cántico (en ciertos mo-

158
mentos) es un reto y un desafío. Y cuando la situación
en el combate es de máximo peligro y se acerca más la
muerte, la Legión antes de morir (pues jamás se rinde)
canta... Ésta es la canción que nos sirve de aliento en
el combate.

—Caballero, yo formé a Franco en África. Y sin em-


bargo en mi cuadrante falta algo que tiene Franco y yo
no sé qué es; pero sí sé que es decisivo.”
Supera Giménez Caballero a Millán Astray en varios
sentidos, para atónito desconcierto del general. Eviden-
temente lo trasciende en exhibicionismo y en desafo-
radas rarezas. De tal manera se prodiga el creador de
La Gaceta Literaria y de La Conquista del Estado —ésta
con Ramiro Ledesma Ramos en los días jonsistas de
G. C.—, que diríasele capaz de acarrear a solas, como
hércules todopoderoso, el completo Departamento de
Prensa y Propaganda. Por otra parte, despliega una in-
comparable proclividad a perderse en marañas políti-
cas, de las cuales tiene que rescatarlo el exasperado Mi-
llán Astray.
El 3 de noviembre, antes de solicitar audiencia a
Franco y a Millán Astray, rindió pleitesía Giménez Ca-
ballero a Manuel Hedilla: aquel eterno jefe provisional
de la junta de mando de Falange en espera de José
Antonio. Apoyado por Francisco Bravo, consigue que
Hedilla, quien lo teme y desprecia, vuelva a admitirlo
en sus filas de mala gana. De Falange lo había expul-
sado el propio José Antonio Primo de Rivera, después
de entregarle en 1932 el carnet número cinco de un
partido en el cual confiesa no haber cotizado nunca
un muy orondo Giménez Caballero. En su breve trán-
sito inicial por las filas falangistas, Giménez Caballero
debate por horas enteras con Rafael Sánchez Mazas si
Primo de Rivera, su jefe, es la reencarnación de Julio
César o de Augusto. A capa y espada, sostiene G. C. la
metempsicosis de Augusto: el que recibió una Roma
de ladrillo y dijo haberla devuelto de mármol. Cuatro
años después, «la actitud colectiva», como la designa
Hedilla, le es tan hostil en la Salamanca campamen-
tal, donde pleitos y rencores se zanjan frecuentemente

199
a tiros, que varios camisas viejas empiezan a tramar
el asesinato de G. C.
No le perdonan muchos falangistas que en las legis-
lativas de aquel año, las elecciones donde triunfó el
Frente Popular, se presentara Giménez Caballero en
una candidatura de derechas, del Frente Nacional Con-
trarrevolucionario, financiada por Juan March y diri-
gida por Gil Robles. De hecho, siempre fiel a su re-
vuelto destino, también fue allí G. C. piedra de
escándalo. Tan a disgusto como lo reintegraría Hedilla
a Falange, lo aceptó entontes Gil Robles por imperativo
de Juan March. Enojado, en vano quéjase de que el au-
tor de un sacrilegio, Los toros, las castañuelas y la Vir-
gen —luego cuidadosamente omitido en la bibliografía
de G. C.—, figurara como candidato a diputado por las
derechas católicas. A mayor abundamiento, el Gil Ro-
bles de 1936 recordaba «la escandalosa notoriedad» de
La Gaceta Literaria y del Cine-Club Español, también
dirigido por Giménez Caballero. Allí, en mayo de 1931
y a las tres semanas de proclamada la República, se re-
presentaba una cinta tan subversiva como El acorazado
Potemkín, y Giménez Caballero decía «gañanes con es-
trellas» a los militares españoles.
Nueve meses después de las elecciones, aquellos
«gañanes» son el supremo estamento español a los ojos
de Giménez Caballero en la Salamanca de la guerra.
Escuchando las charlas de madrugada de Millán Astray,
no cesa de halagarlo y confiésase calladamente preferir
los espadones a la clerecía en el tablado nacional. A la
vez, aunque nadie en el campamento uniformado de
Salamanca, quizá con la posible salvedad de Millán As-
tray, crea una palabra de cuanto vocea Giménez Ca-
ballero, sí es cierta la historia de su reconciliación con
José Antonio Primo de Rivera. A título personal, el fun-
dador y el proscrito de Falange vinieron a bienquistarse
aquel mismo año.
El 12 de julio, cinco días antes de la marcha del Ter-
cer Tabor del Quinto Grupo de Regulares de Alhucemas
sobre Villa Sanjurjo y del principio de la guerra civil,
José Antonio Primo de Rivera le dirigió una afectuosa
carta desde la cárcel de Alicante a Ernesto Giménez Ca-

160
UN GRAN REPUBLICANO

Miguel Unamuno

Siendo
catedrático de la
Universidad de Sala-
manca fué perseguido,
Procesado, encarcelado y des-

«Permitidme la arrogancia —proclama Unamuno (arriba, a la izquierda) ante los


salmantinos desde el balcón de su ayuntamiento— de que sea yo quien procla-
me la República en esta plaza.» Aquel 14 de abril de 1931 el «padre emblemáti-
co» de Millán Astray (arriba, a la derecha) deja de ser el huido Alfonso XIII y lo re-
emplaza su «vencedor», Sanjurjo; hasta que, en 1936, esa paternidad vicaria sea
transferida definitivamente a Franco, lugarteniente suyo de la Legión en Africa.
(Ambos, abajo.)
Al jubilarse en 1934 y ser nombrado rector perpetuo
de la Universidad de Salamanca, Unamuno pide a los jóvenes que
salven al país de la latente «disolución nacional, civil y social».

Al estallar nuestra incivil contienda —don Miguel declara su apoyo


a los sublevados—, y tras breve duda, Millán se incorpora
también al bando nacional. Su grotesco y abyecto servilismo
para con Franco hará que éste le nombre jefe de Prensa y Propaganda
de su Junta Técnica del Estado. (En la foto, Millán Astray
junto a otros mandos militares durante la guerra civil.)
Unamuno, socialista a fines de siglo (en la foto, junto a F. Largo Caballero el 1 de
mayo de 1931), confeso liberal y convicto opositor de una monarquía «histórica-
mente periclitada» (abajo, a la izquierda, los reyes Alfonso XlIl y Victoria Eugenia),
fue desterrado en 1924 a Fuerteventura —y se exilió después voluntariamente a
Francia— tras tildar al dictador Primo de Rivera (abajo, a la derecha) en un perió-
dico sudamericano de «peliculero tragicómico y fantoche real».
Con el bushido del nipón Inazo Nitobé como fuente intelectual, Millán Astray fun-
dó en 1920 el Tercio de Extranjeros o la Legión (arriba, en su despacho de recluta-
miento, en Ceuta, 1922). Con su sangre —generosamente derramada en Africa—
quiso lavar el deshonor arrojado en 1888 sobre su apellido al resultar su padre
implicado en el crimen de la calle de Fuencarral (abajo, a la izquierda, esquela de
la asesinada). La prensa y un texto de Giménez Caballero (abajo, a la derecha, por-
tada de Notas marruecas de un soldado) en el que se criticaba mordazmente sus
aventuras africanas sirvieron para que Unamuno «conociera» a Millán.

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recibirúa especial layor. a
el A rie!
El dacio ne despide en el comentario. a O =
Es suplica el coche.
En 1933, y en Ahora, Unamuno augura la España de Franco (su «divina misión»
simbolizada en el dibujo de arriba, a la izquierda) al sentenciar: «La misma multitud
que ruge ¡abajo el fascismo! terminará por aclamarlo.» Ante los paseos y fusila-
mientos en ambas zonas —la siniestra «caridad» goyesca (arriba, a la derecha) re-
actualizada—, le escribe a un amigo en agosto reiterando su antifascismo. Al mes
siguiente deja constancia en un texto del «suicidio colectivo» nacional, la muer-
te tiñendo de luto y sangre tierras y mares (abajo, grabado de Frans Masereel).
En el periódico catalán Llibertat, el sindicalista Joan Peiró (arriba, a la izquierda,
con sus hijos en Francia, poco antes de que Pétain lo entregara a Franco y éste lo fu-
silara) clama contra la «degradada selva» que son la España y la Cataluña repu-
blicanas. Por Radio Castilla, Hedilla (abajo) insta a los falangistas a que no se
«castigue o humille a quien, por hambre o por desesperación, haya votado a la
izquierda». En El Pueblo, de Valencia, lliá Ehrenburg (arriba, a la derecha, con el
coronel Villalba) le recuerda a Unamuno que Antonio Machado «está con el pue-
blo, y no con los verdugos».
En el paraninfo universitario de aquella Salamanca pronto «engalanada» de sím-
bolos nazifascistas (como muestra la foto de arriba), el cervantino discurso de las
armas y de las letras por poco se escribe con sangre el 12 de octubre de 1936,
día de la Raza. Las alusiones de un orador a Madrid, Barcelona y Bilbao como
enemigas de «la verdadera España» hacen estallar a Unamuno (abajo, a la ¡z-
quierda). Tras elogiar a vascos y catalanes, su «vencer no es convencer» es con-
testado por Millán Astray con un «¡abajo la inteligencia!» y «¡viva la muerte!»
digno de los mármoles imperecederos (como en la foto de abajo, a la derecha).
Esa misma muerte, fulminante y silenciosamente, acogerá a Unamuno (arriba, a la
izquierda, su yacente cabeza por José Herrero) el 31 de diciembre de 1936 y al ge-
neral Millán Astray (arriba, a la derecha, en una foto de 1944) el 2 de enero de 1954.
Justo a los pocos meses de que la jerarquía eclesiástica haya condenado, una
vez más, a don Miguel (abajo, su entierro a hombros de falangistas) como «hereje
máximo y maestro de herejías».
ballero; carta en cuya existencia descree siempre erró-
neamente Manuel Hedilla. En G. C., o para el caso en
todos sus disparatados e hilarantes libros, nadie percibe
de cierto dónde terminan los embustes y comienza, casi
por azar, alguna verdad extraviada. Absolutamente na-
die. Y menos aún el propio Giménez Caballero, si es
que alguna vez aquel vanguardista y catedrático sin-
gularísimo contó la verdad, digamos por descuido o por
imprevisible torpeza.**
Aquel otoño de 1936, más que a recordarles a sus
nuevos correligionarios, los falangistas, su avenencia
con Primo de Rivera —quien al rayar noviembre está a
punto de ser juzgado, condenado y fusilado—, consagra
Giménez Caballero todos sus afanes a perfilar una en-
furecida actitud de azote de intelectuales que sorprende
al mismo Millán Astray y avergúenza a Hedilla. Puesto
a hacerse olvidar pasadas culpas, reniega de Manuel
Azaña, a quien en 1932 le dedicara un libro. También
acusa a Ortega y Gasset, aunque mucho le admiró
hasta los gestos y ademanes antes de la contienda
—«sus finos labios, despectivos y acogedores, y su
suave acariciamiento con los dedos, el pulgar y el ín-
dice, de un ala de su nariz»— y de quien dirá luego, no
sin irónica gracia, que era el único gran escritor espa-
ñol que no enseñaba la simbólica sotana en las revuel-
tas y paradas de sus paseos. Truena asimismo contra el
célebre endocrinólogo Gregorio Marañón, entonces en
el destierro voluntario como Ortega, quien le había do-
nado mil pesetas para La Gaceta Literaria y lo visitaba
gratis en Madrid.
Sus ataques a toda literatura, contaminada de re-
probable liberalismo —a excepción de la obra de Una-
muno, cuyo nombre se abstiene de pronunciar—, no
conoce cauce ni límites. Asegura Hedilla que la gente
quema a escondidas sus bibliotecas privadas a raíz de
la vandálica algara, y Giménez Caballero hace retroce-
der la cultura de la España de Franco más de un siglo
cumplido, devolviéndola al nivel intelectual de Fer-
nando VII y sus servilones. Cabe que a instancias del
propio Hedilla, publique en Pamplona el periódico
Arriba España un prudente y oblicuo suelto contra el

161
Santo Oficio redivivo. «Prohíbase la nueva edición de
libros condenables, sea establecida la previa y rígida
censura de los libros que se den a la imprenta, hágase
pesquisa en las bibliotecas públicas porque están en
manos de todos, pero déjense en paz las bibliotecas pri-
vadas.»
—Yo soy un franciscano. Pero no de los de las flo-
recillas, sino de los proféticos y de los de cruzada —le
suelta Giménez Caballero en una ocasión a Ridruejo
para repetírselo habitualmente a Millán Astray.
Se sentirá Millán muy satisfecho de tan épica frase,
que de hecho pasaría por suya, aunque en su fuero ín-
timo acaso dude del sano juicio de Giménez Caballero.
El vanguardista del Cine-Club viste ahora un uniforme
particular, cortado por un sastre charro, cubierto con
un anchísimo capote de abiertas y holgadas bocaman-
gas, con capucha calada a lo Savonarola en la hoguera,
para ratificarse en su imagen de fraile pendenciero y
visionario. Según testimonio suyo, la debilidad por las
prendas llamativas, en una ciudad que semeja un baile
de disfraces en la retaguardia, lo llevará a ser apresado
por Hedilla para titánica ira de Millán Astray.
Las verdaderas razones de la detención no serán ja-
más aclaradas por Hedilla o por el falangista, recién
vuelto al aprisco. Limítase a consignar Hedilla que Gi-
ménez Caballero «incurrió en una falta disciplinaria y
se le impuso un correctivo». Sabe entonces que sólo
Dionisio Ridruejo y Agustín de Foxá disuadieron a «los
falangistas duros» —a quienes por cierto no nombra Ri-
druejo—, deseosos de asesinar a G. C. Tampoco ignora
que Giménez Caballero y Millán Astray sueñan o cons-
piran con otros falangistas, desde las márgenes de la
trama, para desposeerlo de su mando en la junta. En la
intriga, andan complicados el jefe territorial de León,
Zamora y Salamanca, así como uno de los pasantes de
José Antonio en Madrid, Rafael Garcerán; el médico
Fernando González Vélez y el fracasado libertador de
Primo de Rivera, en una frustrada y no muy secreta ex-
pedición de rescate a Alicante, en setiembre: Agustín
Aznar. A lo sumo, sigue Hedilla los manejos de soslayo
y jamás adopta represalias. No apresará pues a Gimé-

162
nez Caballero por ser un remoto y prudentísimo partí-
cipe en aquella confabulación.
De forma descabellada, aunque pintoresca, testi-
monia G. C. que su desacato se redujo a comparecer en
un acto falangista —donde disertaba Víctor de la Serna
en arremangadas mangas de camisa azul— de guerrera
negra y guante blanco en la mano izquierda; prendas
de las que rehusó desposeerse por respeto a la señora
de Franco también presente en el teatro. Con desatada
megalomanía, añade que Millán Astray mandó a los le-
gionarios liberarlo a tiros, si fuera preciso, tan pronto
supo su cautiverio. «¡Mi coronel! ¡Que me quitan a mi
coronel!» Siempre según Giménez Caballero, él mismo
encargóse de apaciguar al furioso tuerto con una viril
esquela donde le decía que un acto suyo, «de singula-
ridad y presunción», valíale al menos un día y una no-
che de justo encierro.
Lo cierto es que Giménez Caballero no escribe a Mi-
llán Astray sino a Hedilla. Le manda una carta bochor-
nosa, que éste conserva hasta el final de sus días: «Ante
ti, Manuel Hedilla, mi jefe y el de todos los falangistas,
doblo mi rodilla.» No le basta con hincarse de hinojos.
Añade, sollozando, haber conocido el noble fuste de un
verdadero superior al ser encarcelado por Hedilla y des-
cubierto la máxima dimensión de su amor a Falange en
la celda de sus culpas. (Valga aquí, de paso y entre pa-
réntesis, un inciso a muchos años vista.) Poco antes de
su muerte, en 1970, el desprecio por Giménez Caballero
no le impide a Hedilla abrazarlo cordialmente al topár-
selo en el Corte Inglés de Madrid. Al cabo de una exis-
tencia de muchos avatares y altibajos políticos, adquiría
aquella tarde el antiguo jefe nacional de Falange unas
camisetas y unos calzoncillos en los repletos almacenes.
Sardónico, recoge Giménez Caballero el encuentro y la
compra de ropa blanca, por parte de Hedilla, en sus re-
cuerdos.*
Pero, vueltos al otoño de 1936, aún mayores As
pósitos va a dispensarle G. C. a Millán Astray, para su
confusión y desespero. En noviembre, cuando la capital
de la República parece a punto de conquista y la guerra
casi concluida, unas autoridades eclesiásticas, que

163
luego no querrán identificarse, organizan «un acto de
desagravio a Madrid» en la catedral vieja de Salamanca.
Le mandan reseñar la ceremonia a Luis Moure Mariño
y éste créese víctima de un espejismo cuando ve trepar
al púlpito a Ernesto Giménez Caballero, arropado en su
capote militar y monacal, calado el capuchón de fraile
cruzado. En tono muy alto, rugiendo bajo el tornavoz,
empieza a leer unas páginas manuscritas que apocalíp-
ticamente titula: «Imprecaciones contra Madrid.»
—Yo te maldigo, Madrid, mil veces, mil, porque pe-
caste y te apartaste de los caminos del Señor, porque
asesinaste a millares de hermanos inocentes.
Al término de cada párrafo, henchido de votos con
planto, carraspea y abre una sabia pausa entre un par
de anatemas. En respuesta a sus tácitas señales, so-
chantres medio ocultos entre los sepulcros del crucero
entonan largas endechas, en canto gregoriano, que a
Moure Mariño se le antojan grotescas, de puro fúnebres
y dramáticas. Tan pronto enmudece el coro en las som-
bras, renueva Giménez Caballero sus bíblicas maldicio-
nes.
—Otras mil veces, sí, otras mil te condeno...
Más atónitas que nadie parecerán las figuras del Jui-
cio en lo alto del ábside: aquellas que Unamuno iba a
contemplar en sus solitarias paseatas del verano. De
pasmo se les abrirán los ojos a la madre de Dios y al
Bautista en los cielos del Florentino, y al coro de ocho
ángeles en torno de Cristo, el juez soberano. Por no de-
cir nada de la bizantina, inefable estatua de la Virgen
de la Vega. Pero otros portentos, a cual más increíble,
les reserva aquella jornada de absurdidades a los vivos,
las pinturas y las estatuas.
No llevará ni mediadas las maldiciones, rebozadas
de cánticos, Giménez Caballero, cuando llega de impro-
viso el anciano general García Álvarez: el mismo que
alzó a Salamanca a exigencias de Saliquet. («Burgos,
Pamplona, Zaragoza y Galicia están ya en armas. Es-
pero tu colaboración en el plazo de dos horas.»)
Cuando le dicen que el Caudillo no asistió al acto, con-
tra todo lo previsto y anunciado, obstínase senilmente
García Álvarez en entrar bajo palio en la catedral. Si-

164
logizando, objetan los canónigos que semejante solem-
nidad se reserva al jefe del Estado. Fuera de tino, en-
corajínase García Álvarez y pide el palio a gritos,
diciéndose único representante del Generalísimo. Cede
el cabildo y entra el general bajo el sacro dosel, ya apa-
ciguado y la mar de ufano, mientras reanuda Giménez
Caballero sus pestes y anatemas.
—¡Mal hayas, Madrid, mal hayas! ¡Y fuera seas de
Dios!
Con Moure Mariño, también el teniente general Ma-
nuel Díez-Alegría —entonces un joven capitán— oye las
imprecaciones de Giménez Caballero en la catedral
vieja. Desde aquel día, como lo confesará casi medio si-
glo después, sólo siente indignación y desprecio hacia
el antiguo vanguardista.
La farsa sacrílega termina en la calle. Un sainetero
madrileño y empleado de la hemeroteca, conocido de
Moure Mariño y apellidado Asenjo, aguarda al predi-
cador en la plaza de Anaya, dispuesto a zanjar a golpes
las ofensas proferidas contra su ciudad. En cuanto ve
al grandilocuente autor de Genio de España, lo abofetea
con tanta ira que G. C. rueda por tierra como un bolo.
Será aquél el primero de muchos reveses a Giménez
Caballero en el curso de la guerra. Él los acepta con
cristianísima humildad, más propia de franciscano de
florecillas que de monje pendenciero, casi agradecién-
dolos mansamente, como le expresó a Hedilla su sin-
cera gratitud por haberlo encarcelado.
Al margen de semejantes fantochadas, pasan largas
horas Millán Astray y Giménez Caballero, recogidos y
suspensos, con el paño sobre el Sagrario, como diría el
general. Se preguntan qué habrá sucedido de cierto en
el frente de Madrid y por qué no cae la plaza, tantas
veces condenada desde el púlpito de la catedral. Saben
muy bien lo que Yagie, Barroso y Kindelán le augu-
raron a Franco: la liberación del Alcázar de Toledo, en
setiembre, le iba a costar la conquista de Madrid. Pero
todos ellos, incluido Franco, ignoran cuánto prolongará
la guerra el fracasado asalto a la capital. Todavía el 30
de noviembre, le asegura Franco al general Wilhelm
von Faupel —encargado alemán de negocios, aunque

165
asuma indebidamente el título de embajador— lo que
ya ninguno de los dos puede aceptar de veras y pon-
drían en duda Millán Astray y Giménez Caballero desde
hace un par de semanas:
—Tomo Madrid y luego España entera, sin excluir
Cataluña, cae en mis manos casi sin un solo tiro.
Cinco días después, Von Faupel telegrafía un «muy
secreto» informe a Von Neurath, que comparte con su
agregado militar en la legación, el barón y coronel Von
Funk. De tal modo se endureció la resistencia en Ma-
drid y alrededores, que ni siquiera en una lucha calle
por calle y casa por casa cedería ahora. Tampoco pa-
rece viable ahuyentar a los rojos con bombardeos.
Franco se encuentra en una situación muy difícil. De
retirarse de sus posiciones, renunciaría a Madrid. Esto,
naturalmente, se niega a hacerlo. «[A los alemanes] nos
puso en el dilema de abandonar España o de enviarle
más fuerzas, imponiéndonos un compromiso muy
grande y desde luego definitivo.»*

166
El invierno y la muerte
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7
El 20 de octubre recibe Unamuno una carta, con mem-
brete del Gran Hotel, del novelista griego Nikos Kazant-
zakis. En retórica rutinaria, más propia de un ansioso
viajante de pasas corintias que de un escritor, implora
Kazantzakis una entrevista. «Je vous supplie, cher Maí-
tre, de m'accorder quelques instants. Je suis venu hier
soir de Gréece pour vous voir. Vos admirateurs hellenes
attandent avec angoisse vótre voix qui puisse les guider
dans cet instant terrible que traverse l'Espagne et l'hu-
manité!» («Le suplico, estimado maestro, concederme
unos instantes. Vine ayer de Grecia para verlo. Sus ad-
miradores helenos aguardan con angustia su voz, para
que usted los conduzca en este instante terrible que
atraviesan España y la humanidad.»)
Kazantzakis y Unamuno se conocieron en 1932. En
una carta del futuro autor de Zorba el griego a Constan-
tine Samios, datada en noviembre de aquel año, se dice
Kazantzakis contertulio de la cacharrería del Ateneo,
donde aquella tarde va a charlar con Unamuno. Como
sabemos, don Miguel preside entonces el Consejo de
Instrucción Pública y es diputado a Cortes en una Es-
paña gobernada por Azaña. Será cierta la devoción del
viajero por Unamuno, dejando de lado la ampulosidad
de su esquela. Pero no desembarcó Kazantzakis en Sa-
lamanca el 19 de noviembre sólo para llevarles la voz
de Unamuno a «sus admiradores helenos».
El estallido de la contienda civil sorprende a Kazant-
zakis en la isla de Egina, esforzándose en concluir una
comedia, Agencia matrimonial, y en encetar una trage-
dia en verso, Madre Mary, sobre Mary Baker Eddy, una
visionaria que también deslumbraba a Stefan Zweig,

169
creadora de la secta Christian Science (Ciencia Cris-
tiana) y del diario The Christian Science Monitor. Asi-
mismo, colabora Kazantzakis en el periódico Kathime-
rini de Atenas. Desde el primero de agosto, fecha del
golpe de Estado fascista del general loannis Metaxás,
en connivencia con el rey Jorge II, Grecia es la dicta-
dura de un espadón que admira ciegamente a Musso-
lini, aunque en la segunda guerra mundial le negará
unas bases militares y se opondrá con las armas a la
invasión italiana.
A primeros de octubre, recibe Kazantzakis un tele-
grama de Giorghos Vlachos, propietario y director del
Kathimerini. Vlachos le pide que se desplace en seguida
a la España de Franco y telegrafíe una serie de repor-
tajes sobre la contienda. «Sé que preferirías irte con los
rojos. —Sonríe Giorghos Vlachos al recibirlo en Ate-
nas—. Pero te mandaré a los negros, como tú los lla-
mas.» Pregunta Kazantzakis por qué lo escogió a él
como corresponsal. Desternillándose de risa, le res-
ponde su director que amigos y enemigos empezaron a
rehuir a Kazantzakis, al igual que a la propia peste,
bajo el despotismo de Metaxás. Por su propio bien, el
dueño del Kathimerini le urge salir hacia España de un
día al otro.
El 16 de octubre, Kazantzakis se encuentra en Lis-
boa y acaba de hacerse con un salvoconducto para en-
trar en la zona rebelde. El 22 de octubre, desde Segovia,
le escribe a Eleni Samios, la amante con quien casará
en 1945, después de dieciocho años de convivencia car-
nal. Le anuncia que ya terminaron «los grandes desas-
tres del pasado (actos de barbarie, etc.). El otro gran
acontecimiento, la toma de Madrid, no ha ocurrido
aún. Nubes de reporteros, casi todos alemanes, aguar-
dan en Salamanca». Cuatro días después informa a
Eleni de la rígida censura impuesta en la España del
Generalísimo. Añade: «Por esto te escribo en francés.»
Al parecer, siendo el griego —la lengua de la cátedra de
Unamuno— inalcanzable, también era inadmisible en
la correspondencia. Pero los funcionarios de la Segu-
ridad militar, o militarizada, dominaban la lengua de
Jean Racine y de Charles-Marie-Photius Maurras.

170
—Hace cerca de cincuenta años que no he confe-
sado; pero confesé a sacerdotes, a frailes, a religiosas
—le dice Unamuno a Kazantzakis, en tanto le muestra
su San Manuel Bueno—. Los clérigos que gustan de la
buena mesa y del vino no me interesan. Aquellos a
quienes les atraen las mujeres me conmueven porque
sufren. Y aún iré más lejos. Los que dejaron de creer
me interesan más que todos los otros, porque su drama
es atroz. Así el héroe de mi último libro, San Manuel
Bueno.
Entre carcajadas nerviosas y sarcásticas, como se las
oyó Brouwer a propósito de las procesiones con niños
cubiertos de escapularios y medallas, hojea desasose-
gadamente su novela. Después de dedicarle el libro a su
visitante, le confiesa que la verdad es terrible, insopor-
table o mortal. Si se levantara su velo, el país no podría
subsistir. De pronto cita al Antiguo Testamento: «El que
mire a Dios a la cara, morirá.» El propio Moisés no
pudo enfrentarse con el Señor. Lo vio de espaldas y
sólo distinguió uno de los faldones de su manto.
—Así es la vida. Engañar, engañar al pueblo para
que el desdichado conserve la fuerza y el gusto de vivir.
Necesita ilusiones y exige ser engañado. Esto lo sos-
tiene en la vida.
También admite Unamuno su desesperación. Acaso
piense Kazantzakis que los españoles luchan y se ma-
tan, cantan misas o queman iglesias y agitan la bandera
roja o el estandarte de Cristo porque creen en algo. En
otras palabras, que media España profesa la religión de
Cristo y la otra media la de Lenin. Si así es, se engaña
de medio a medio. Todo aquello sucede porque los es-
pañoles no creen en nada. ¡En nada, están desesperados!
Ninguna otra lengua del mundo posee semejante tér-
mino, con idéntico sentido. El desesperado, concluye
Unamuno, es aquel que descree en todo. Privado de la
fe y perdida la esperanza, es preso de la rabia.
—El pueblo español está enloquecido. Y no sola-
mente el pueblo español, sino quizá el mundo entero.
¿Por qué? Porque el nivel intelectual de la juventud ha
descendido en todas partes. No se limitan los jóvenes a
desdeñar la inteligencia. Por añadidura la detestan. El

171
odio a lo intelectual. He aquí lo que caracteriza a la
nueva generación. —Quien en 1935, en su penúltima
oración universitaria (la última sería su rebatimiento de
Millán Astray) pedía a la juventud que salvase al país,
en aquellas horas con rojeces de sangre y livideces de
bilis, exaspérase al pensar en los estudiantes falangistas
que lo escarnecieron a voces en el paraninfo—. El odio
a lo intelectual. He aquí lo que caracteriza a la nueva
generación. Le agrada el deporte, la acción, la lucha de
clases. ¿Por qué? Porque aborrecen a la inteligencia. Yo
conozco a los jóvenes de hoy, a los jóvenes modernos.
Detestan a la inteligencia.
Cuando habla con Nikos Kazantzakis vuelve a creer
que la matanza española llega a su término, inminente
la conquista de Madrid. A primeros de noviembre, es-
cribirá en El resentimiento trágico de la vida, que las tro-
pas «llamadas nacionales» pisan los umbrales de la ca-
pital; a los tres meses de estallada «la guerra esta de
locura y de odio, la guerra incivil». Se despide del
griego repitiéndole lo que en agosto le dijo a Cholly
Knickerbocker: él no fue nunca de derechas ni trai-
cionó sus principios. Dentro de poco, será el primero
en reemprender la lucha por la libertad. Él no es fas-
cista ni bolchevique. Pero ahora se siente solo. Tan solo
como Benedetto Croce en Italia.”
Medio preso en casa, sigue aislándose con el «yo»
suyo, que llamó inalienable e intransferible. En la bi-
blioteca se habla a solas en sus últimos poemas. En
aquel retiro sin remedio renuncia a ser quien fue, tal
vez para no traicionarse. El 9 de noviembre firma una
décima terrible. «Pensé sacar del fondo de mí mismo
aquel que fui yo antaño... / mas ¡ay! no tiene fondo el
abismo / si lo saco me ha de ser extraño... / ¿He de en-
contrarle al cabo / perdido en un rincón de la otra vida?
/ ¿Otra? Ah, no, que es agarrarse a un clavo, / que nada
clava y sin medida.»
Dijérase renuncia a la inmortalidad, en la cual se
desvivía por creer con el corazón frente a las frías ra-
zones del entendimiento. Claudica con los brazos abier-
tos y las manos vacías. Si antes demandaba la resu-
rrección del Miguel de Unanuno de carne y hueso en

172
huesos, carne y sangre, con el flexible calado y el cha-
leco de propina, ahora reduce todo su prestigio a pura
desmemoria. «El abismo insondable es la memoria, / y
es el olvido gloria.»
Al echar balance de la existencia, regresa al re-
cuerdo de su mujer: aquella que lo «guarda con su
mano / de amor, que es ahora tierra, / y su tierra es
arcano». Más lejos, suma y arredila a sus criaturas li-
terarias para descartarlas definitivamente en un soneto
del 29 de noviembre. Desde la propia nada, como punto
de partida, pobló el vacío con sus personajes. Pero ya
«nubes rosadas de mi alba primera, / mis pobres sueños
surgen de sus mitos / siguen del río la verde ribera /
hacia sus divinos fines infinitos / bajo la celeste mágica
esfera / con sus para siempre nombres prescritos».
Puesto todo ello en prosa, con cuchara de palo, si
antes desmemorióse de Abel Sánchez, con sus intrin-
cados motivos donde enzarzábase con su hermano, ba-
rajados Félix y Miguel de Unamuno con el país y su trá-
gica estrella, también prescinde de san Manuel Bueno,
mártir. Léase aquí aquel otro yo suyo, que todavía re-
clamaba ante Kazantzakis; a la hora casi suprema,
cuando la fe en la inmortalidad empezaba a antojársele
el prendimiento a un clavo ilusoriamente hincado en el
aire.
Pero de nuevo, más o menos al filo de su muerte,
nos urge reivindicar a Miguel de Unamuno con todas
sus contradicciones a cuestas y sin omitir la ruindad de
su codicia, tan cierta como incomprensible en quien se-
reno y despectivo mostrábase el día de la Raza, frente
a Millán Astray y sus legionarios. Aquel magnífico des-
prendimiento contrasta y convive con una perversa avi-
dez, por la cual Unamuno no le perdona a la guerra,
entre otras culpas, haberle desbarajustado el presu-
puesto doméstico. El mismo 5 de noviembre, en las no-
tas con las cuales condena la contienda y la supone casi
concluida, revela una monstruosa miseria, tan propia e
inajenable como cualquier otra parte de su complejí-
sima identidad.
Nada sabe de su yerno, José María Quiroga Pla, ni
de dos de sus hijos, José y Ramón, los tres en Madrid.

173
En rigor, ni quiere saber, pues siente demasiado miedo.
De Quiroga Pla, viudo de su hija Salomé y devoto dis-
cípulo, se desentiende en seguida, al menos entonces.
Pero se pregunta si habrán muerto José y Ramón. Si
no los asesinaron, ¿los mandarían, forzados, los rojos
al frente? Si viven, lo cual es trágicamente dudoso,
acaso «se me presenten aquí, exhaustos, a aumentar la
carga de mi hogar que me arruina, a mirar con más
espanto el porvenir de mi familia. ¡Y yo en desgracia!».
En otras palabras, fuera terrible saberlos muertos u
obligados a combatir en las trincheras. No obstante, si
perviven y comparecen en Salamanca en virtud de un
incierto milagro, su supervivencia representaría otra
cruz económica con la cual pechar, ya reducidos los in-
gresos de don Miguel a la quinta parte y confinado él
en la conscripción política. En resumen, el rescate de
aquellos dos hijos acrecentaría el terror que le embarga
cuando piensa en su propia miseria y la de los suyos.
Por terrible que parezca, de todo ello se deduce que
acaso sea preferible la presente incertidumbre a la in-
digencia que a todos les impondría su salvación.
Once días después, el 16 de noviembre, incluye en
sus apuntes una nota de distinto sentido, más o menos
humana según se enjuicie la anterior. Al oír aquella ma-
ñana el bombardeo aéreo republicano sobre Salamanca
temió en seguida que hicieran en represalia otra saca
en la cárcel. Al primero que matarían entonces, se dijo,
sería a su amigo el doctor Villalobos. Irónicamente,
después de tasarle la vida al precio de otra, lo asesi-
narían los mismos calaboceros que lo retienen como
rehén.
Al igual que antes a sus hijos, también le equivoca
la suerte a Villalobos. Los tres saldrán vivos de la gue-
rra, como ya es sabido en el caso de don Filiberto, el
ministro que fue de Lerroux. También yerra en las con-
jeturas sobre el carácter de José y Ramón, aunque los
haya concebido. Al recibir las nuevas de lo ocurrido en
el paraninfo, seguidas por la destitución de su padre
como rector perpetuo, se lo imaginan inmolado por el
franquismo. Inmediatamente, mientras se aterra Una-
muno pensando en la penuria del hogar si ellos escapan

174
de Madrid a Salamanca, José y Ramón se ofrecen al
ejército republicano para vengarlo. Ramón, el benja-
mín, recibe un balazo en la cara, apenas llega al frente,
y queda tuerto como Millán Astray.*?

A finales de octubre visita a Unamuno Jéróme Tha-


raud. Como se recordará, los hermanos Jéróme y Jean
Tharaud entrevistaron a Alfonso XIII en París en abril
de 1925. Fue entonces cuando les dijo el rey, para ira
del desterrado Unamuno, que los españoles eran libres
de embriagarse y berrear por las calles de Madrid hasta
las cinco de la madrugada. Jéróme escribe un conjunto
de artículos sobre la guerra civil. Los publicará en un
libro, Cruelle Espagne, con el último capítulo, «Le dé-
sespéré», dedicado al autor de La agonía del cristia-
nismo.
Mientras pone Felisa el brasero entre los dos hom-
bres debajo de la mesa camilla, de faldones verdes que
rozan los suelos, conmueve a Tharaud la brusca mu-
danza que sufrió la estampa física de Unamuno en unos
meses. Recordaba al don Miguel de rasgos tan agudos
como si los tallara el filo del viento, destocado y re-
vuelto al sol el blanco pelo, en las caminatas por la ca-
rretera de Zamora. Por encima de su envejecimiento,
asusta a Tharaud la torva tristeza que vino a borrar la
irónica sonrisa debajo de los claros ojos del rector de-
puesto.
—Ya sabe usted que he caído en desgracia —le dice
inmediatamente Unamuno. (Al igual que un eco, res-
ponderán sus apuntes del 5 de noviembre a tan brusco
preámbulo: «... a mirar con más espanto el porvenir de
mi familia. ¡Y yo en desgracia!»)—. Me han destituido
por palabras de las que en modo alguno reniego. Pero,
espere usted, esto va a ser más sencillo. Voy a buscar
un manifiesto, que acabo de redactar, donde se expresa
todo mi pensamiento.
En seguida se levanta Unamuno. Sale de la biblio-
teca y vuelve con un papel en la mano. Como si de
pronto recobrara el paso animado que mantuvo hasta
vísperas de la guerra, se va y regresa con nerviosa y sor-

175
prendente premura. En su ausencia contempla Tharaud
la calle de Bordadores por la ventana. Aunque afecto a
la causa de Franco —sus críticos artículos sobre la Es-
paña republicana le valieron un inmediato salvocon-
ducto a la nacional—, no puede por menos de sentirse
inquieto y desagradado en una ciudad que conoce y
ama desde hace tiempo. La Salamanca que él recuerda,
o cree recordar, con una universidad que rivalizó con
la de París, sólo cuenta ahora con unos centenares de
estudiantes. La mayor parte son falangistas uniforma-
dos que cuidadosamente evitan la guerra al socaire de
sus estudios.
Todavía le place a Jéróme Tharaud pasearse por Sa-
lamanca de buena mañana, cuando las calles vacías pa-
recen vueltas a la paz. Contempla entonces cómo el pri-
mer sol de octubre dora aquellas piedras, «deliciosas de
soledad y de silencio». Después, poblándose de milita-
res y prelados, desentona la ciudad consigo misma.
Hastía y fatiga ver a tantos soldados, oficiales y regu-
lares marroquíes entre ventrudos burgueses de media
edad. Engallados y ostentosos, casi todos circulan con
ceñidos correajes y revólver al cinto. Quienes carecen
de pistolón empuñan una porra de caucho o un garrote
y hacen vistosos molinetes al saludarse sonrientes. Más
que nadie, a Tharaud le repelen los curas fachendosos
y perdonavidas. Calada la peluda teja, recogen la capa
al brazo con ademán desenvuelto y pisan fuerte un
mundo que saben suyo.
—No tengo copia —le dice Unamuno al periodista
en tanto le muestra su manifiesto—. Si usted quiere,
mientras hablamos le voy a hacer una, porque mucho
desearía que divulgase mi opinión.
Con las cañas tajadas por Unamuno reapareció en
la camilla el palillero, que habían ocultado libros y
montones de cuartillas. Don Miguel toma una de sus
plumas y empieza a escribir, «con aplicación de edu-
cando». Pero no cesa de monologar en voz alta, como
si se dividiera entre la copia y el discurso, con perfecto
dominio de entrambos, en dos variantes del mismo pa-
tético tema. Acaso nacido como una réplica unamu-
niana al mensaje de la Universidad de Salamanca al

176
mundo, publicará el manifiesto Tharaud después de fa-
llecido el escritor.
Al igual que en las declaraciones de don Miguel a
Knickerbocker y a Kazantzakis, el texto contiene pasa-
jes adulterados para sortear la censura. En Salamanca
cohibirán a Jéróme Tharaud los mismos pesquisidores
que obligan a Kazantzakis a escribir a Egina en francés
y no en griego o dan con los huesos de Cholly Knic-
kerbocker en la cárcel por algún tiempo. No obstante,
el tono general y el contenido del documento suenan
muy genuinos. Comienza repitiendo Unamuno unos
juicios antes expuestos a Johannes Brouwer y a Nikos
Kazantzakis: aquellos que luego darán título al postrer
capítulo de Cruelle Espagne.
—¿Conoce usted el sentido de nuestra palabra de-
sesperado? El desesperado es el hombre que no cree ya
en nada, ni en Dios, ni en los demás, ni tampoco en él
mismo. Somos un pueblo de desesperados. Hay dos es-
pecies de españoles; pero bien mirado, no hacen sino
una. El creyente, el católico, con frecuencia no es
sino un pagano adorador de imágenes de la Virgen y de
los santos que le sirven de refugio contra sí propio. El
otro es el descreído, que odia a los curas porque no lo-
gran infundirle la fe anhelada. Ya nuestras viejas leyen-
das y romances hablan de el desesperado.
»El salvajismo inusitado de las que aquí llaman hor-
das marxistas rebasa toda descripción. No llevan el se-
llo de los socialistas, ni de los comunistas, ni de los
anarquistas, sino de bandas de criminales sin ninguna
ideología. Pero desdichadamente, la reacción natural
contra todo ello está adoptando un carácter opresivo.
Se instauró el terror por todas partes y España se halla
textualmente despavorida de sí misma. Si no se detiene
a tiempo (el baño de sangre), llegaremos al borde del
suicidio moral. Es de esperar que el Gobierno tendrá el
valor y la autoridad de oponerse un día a los que quie-
ren eternizar otro régimen de terror.
Aunque franquista francés y devoto partidario del
nacionalismo católico de Maurice Barrés, autor con su
hermano, Jean, de un polémico volumen antisemita y
anticomunista sobre la revolución húngara de Béla

7/7
Kun, Cuando Israel es rey (1920), conoce demasiado la
España rebelde Jéróme Tharaud para pensar que allí
puedan o quieran detener entonces el terror. Entre sar-
dónico y descreído, le pregunta a Unamuno:
—Pero ¿de veras supone usted que este Gobierno se
atreverá a imponerse a quienes implantaron el otro te-
rror?
—Esta misma mañana uno de mis amigos me decía:
Los rojos matan a todos los blancos y los blancos ma-
tan a todos los rojos. Si vencen los rojos, anarquistas y
comunistas se exterminarárt los unos a los otros. Si, por
el contrario, triunfan los blancos, los falangistas que-
rrán aniquilar a los requetés y los requetés a los falan-
gistas. Los jesuitas tratarán de restablecer la Inquisi-
ción para quemar a todos los sobrevivientes, a menos
que Franco no haga degollar a los jesuitas, a navajazos,
por los marroquíes. Pero ¿quién matará a los marro-
quíes?
Tan acerbo comentario será una cita de Martín Ve-
loz: uno de los pocos salmantinos con bastante valor
para visitar a Unamuno, pasando altanero y displicente
ante «el pobrecito policía» —valga la expresión del
mismo don Miguel— que custodia el edificio en la
acera de Bordadores. Por añadidura, alguna de las es-
casas veces que Unamuno deja su casa, lo hace para pa-
sear con Diego Martín Veloz, como ya se dijo. Si Una-
muno, el hombre más libre de España según certero
juicio de Andrés Trapiello muchos años después, esco-
gió una pública oposición de orden ético frente a los
crímenes del sistema, a Diego Martín Veloz, antes co-
dicioso empresario de timbas y salas de juego, cacique
y diputado monárquico, los mismos crímenes lo con-
virtieron a un sarcástico escepticismo, casi tan moral
como la entereza casuística de Unamuno.
—Al principio, se dijo con buen sentido que este
Movimiento no era sedicioso ni militarista, sino pro-
fundamente popular —sigue leyendo su manifiesto
Unamuno—. En consecuencia, todos los partidos anti-
marxistas debían olvidarse de sus diferencias y unirse
bajo un jefe militar, sin prejuicio del régimen que se
establecería definitivamente. Renovación Española, mo-

178
nárquicos constitucionales, tradicionalistas, Acción Po-
pular, monárquicos venidos a la República y numerosos
republicanos se negaron a sumarse al Frente Popular.
A estos últimos añadiremos a los falangistas. Ellos for-
man un partido político que se niega a serlo y no es en
realidad sino el fascismo italiano muy mal interpretado.
—Aquí don Miguel se detiene, observando de hito en
hito a Tharaud—. ¡Ah, el fascismo! ¡Yo lo detesto!
»La Falange comienza a querer absorber a los de-
más partidos y pretende dictar el régimen futuro. Y a
mí, por haber manifestado el recelo de que esta oposi-
ción de partidos todavía aumente el terror, es decir, el
miedo que España siente de sí misma, y haga más di-
fícil la verdadera paz, por haber dicho que vencer no es
convencer, ni conquistar es convertir, el fascismo es-
pañol me desposeyó del rectorado vitalicio sin darme
ninguna explicación, después de haber sido restituido al
cargo por la Junta de Defensa de Burgos con grandes
elogios. Estas credenciales me permiten juzgar de modo
fidedigno todo lo ocurrido.
»Si el Movimiento hubiera sido leal a la fórmula mía
de salvar la civilización occidental cristiana, ya que Es-
paña no puede someterse a Rusia ni a ninguna otra na-
ción, fuera cual fuera, todo habría marchado bien.
Pero, en realidad, se ha establecido en el territorio na-
cional una guerra internacional; y en estas circunstan-
cias es también un deber el aportar una paz de persua-
sión y de conversión para llegar a la unión moral de
todos los españoles y rehacer esta patria que vamos a
ensangrentar, a vaciarla de su sangre, arruinándola, en-
venenándola de odios y embruteciéndola.
»Por esto debemos impedir que los reaccionarios va-
yan más allá de la justicia y de la humanidad, como ya
lo hicieron otras tantas veces. Es un camino reprobable
el emprendido por los llamados sindicatos nacionales,
según los designan los falangistas, cuando pretenden
dominar por la fuerza y la amenaza, obligando por el
terror a afiliarse a todos aquellos que no están conver-
tidos ni son convertibles. ¡Qué triste sería que el régi-
men bolchevique, bárbaro, antisocial e inhumano, fuese
sustituido por otro régimen, igualmente bárbaro, anti-

79
social e inhumano, de absoluta servidumbre! Ni lo uno
ni lo otro, porque en el fondo son la misma cosa.
En versión de Jéróme Tharaud, allí concluye el ma-
nifiesto, no sin que antes se extienda Unamuno en ocio-
sas consideraciones sobre los gitanos. A una pregunta
de su visitante, excelente conocedor del islam, acerca
de una posible herencia árabe o beréber en el furor ho-
micida que arrastra a ambas Españas, replica don Mi-
guel que otra sangre, de la que casi nunca se habla, co-
rre también por las venas del país. Es el legado de la
gitanería: un pueblo de herreros, caldereros, paragúe-
ros, Chalanes, cesteros y adivinadoras. Como un racista
inveterado, desbarra entonces para asombro de Tha-
raud. Atribuye a los gitanos unos instintos primitivos,
inhumanos y antisociales. Está persuadido de que por
su culpa una herencia aberrante y cruel corrompe el es-
píritu español.
Despídese Jéróme Tharaud cuando de súbito le pre-
gunta Unamuno si recuerda «El desdichado». Duda
Tharaud de poderlo recitar entero. Pero ofrécese a in-
tentarlo, en el par de tercetos que tanto se le resisten a
don Miguel. Juntos riman las cuartetas iniciales. Je suis
le ténébreux, —le veuf, —l'inconsolé, / Le prince d'Aqui-
taine ú la tour abolie: / Ma seule étoile est morte, et mon
luth constellé / Porte le solei noir de la Mélancolie. / Dans
la nuit du tombeau, toi qui m'as consolé, / Rends-moti le
Pausilippe et la mer d'Italie, / La fleur qui plaisait tant a
mon coeur désolé, / Et la treille ou le pampre a la rose
sallie.
Poco a poco, entre varios tropiezos y para impa-
ciencia de Unamuno, deshilan y trenzan los tercetos.
Suis-je Amour ou Phébus?... Lousignan ou Biron? / Mon
front est rouge encor du baiser de la reine; / J'ai revé dans
la grotte ou nage la siréne... / Et j'ai deux fois vainqueur
traversé l'Acheron: / Modulant tour á tour sur la lyre
d'Orphée / Les soupirs de la sainte et les cris de la fée.
(«¿Soy el Amor o Febo?... ¿Lousignan o Birón? / Aún
enrojece mi frente el beso de la reina; / He soñado en
la gruta donde nada la sirena... / Dos veces vencedor
crucé el Aqueronte; / Modulando en la lira de Orfeo /
Ora los suspiros de la santa, ora las quejas del hada.»)

180
A Tharaud le admira el fervor del anciano, entregán-
dose a la desesperación poética desde el fondo de su
desencanto. Una vez evocado el entero soneto, se apa-
cigua y sonríe como si viniera de ordenar sus últimas
voluntades, antes del viaje definitivo.*?
A los pocos días, el primero de noviembre, recibe a
otro corresponsal francés, el añejo surrealista y futuro
crítico de cine marxista George Sadoul, quien pavo-
néase luego de ser el último visitante de Unamuno; un
triste honor que corresponderá a Bartolomé Aragón,
como es sabido y aquí veremos a su debido tiempo. Dos
años y medio después de la muerte de Unamuno, a los
tres meses y medio del final de la guerra civil, en un
artículo aparecido en La Voz de Nueva York, escribe
G. Álvaro Gallego que Unamuno le dio a Sadoul un me-
morial de agravios contra el franquismo. Tan dura era
aquella denuncia, que Sadoul no osó llevársela de Es-
paña y tuvo que parafrasearla de memoria al exponerla
en francés.
En el fondo, semejante documento coincidiría con
el manifiesto a Tharaud, aunque el tono suene ahora
más airado y violento. Unos pocos extremos del me-
morial resultan debatibles. Verbigracia, en rigor no
puede Unamuno decirse «preso bajo llave» cuando suya
fue la decisión de encerrarse en casa aquel otoño. Muy
propias, en cambio, parecen sus palabras al expresar su
durísima censura del Movimiento y el presagio de una
España destinada a convertirse en «un país de imbéci-
les». Asimismo, al igual que antes con Jéróme Tharaud,
condena fascismo y bolchevismo por inhumanos y anti-
sociales. También profetiza una segunda guerra mun-
dial, que estallará puntualmente —une dróle de guerre,
una guerra muy chusca la llaman al principio los fran-
ceses—, al mes y medio de impreso el artículo de
G. Álvaro Gallego.
—En mi nombre, le autorizo a difundir en el ex-
tranjero que vivo preso bajo llave y rodeado de una es-
pantosa locura colectiva. Me asombra que todavía no
me hayan matado a tiros. He resuelto no pisar las calles
de Salamanca. Sólo me sacarán muerto de aquí y de
este modo se lo planté al aturdido policía que me vigila

181
la casa. Creí que el Movimiento salvaría la civilización,
al suponerlo fundado en una base cristiana. Pero ter-
miné por percatarme de que sólo significaría el triunfo
de un militarismo al cual me opongo total y absoluta-
mente. A esta gente los une el odio a la inteligencia y
por eso fusilan a los intelectuales. Si triunfan, España
se transformará en un país de imbéciles.
»A veces vienen escritores extranjeros. Un portugués
me dijo que Franco despierta un vasto entusiasmo po-
pular. Esto no es cierto. El entusiasmo que pudo haber
por el régimen ha desaparecido. Sólo queda el terror,
un terror cruel, sádico y cínico, aún más espantoso por-
que no proviene de excesos individuales sino de la me-
tódica organización de los dirigentes. ¿Y qué puedo
decirle de todos esos alemanes que van cantando
Deutschland tiber Alles por las calles de Salamanca?
Se proclama en reclusión domiciliaria, especial-
mente desde primeros de noviembre. Pero sale de tarde
en tarde, acompañado a veces por conocidos falangis-
tas. Sin común designio y a consecuencia de iniciativas
personales de mandos y jerifes salmantinos, entre quie-
nes se cuentan discípulos de antaño, repítense los in-
tentos de conversión política de Unamuno, si no para
el Movimiento al menos para la Falange. Ni que decir
tiene, aquél es un cometido inconcebible e imposible si
jamás lo hubo.**
El joven catedrático de la Escuela Profesional de Co-
mercio y profesor auxiliar de Derecho en la universi-
dad, Bartolomé Aragón Gómez —aquel a quien tomara
Unamuno por las solapas para espetarle que Mussolini
era un vulgar sicario—, acude, uniformado de falan-
gista, al domicilio de Bordadores a despedirse antes de
marchar al frente. Adusto, pero con buenas maneras, le
pide don Miguel que no vuelva a comparecer por allí
ataviado con camisa azul y correaje.
Wenceslao González Oliveros, catedrático de Filo-
sofía del Derecho en la universidad, autor al año si-
guiente de un libro, Falange y Requeté, orgánicamente
solidarios, con una exaltada dedicatoria que reza: «Al
Generalísimo Franco, adalid de las nuevas gestas, pre-
sentes y futuras, de la Civilización Cristiana Occidental

182
por los hispanos», llega a proponerle abiertamente a
Unamuno el mecenazgo intelectual de los falangistas.
—Usted, don Miguel, tiene todavía reservado el de-
ber de contribuir a la formación del ideario de Falange.
—¡Yo soy un liberal! ¡Yo no cambio mi liberalismo
por ninguna de esas zarandajas de ahora! —exáltase en
seguida, para volver a una de sus persistentes y prefe-
ridas obsesiones—. A mí me desvive el porvenir de la
inteligencia entre nosotros. Aunque el mundo entero se
orientara a favor de los regímenes antiliberales, yo sería
liberal y cada vez más liberal. ¡Cómo iba yo a colaborar
con la doctrina fascista!
Al parecer con verídico fundamento, cuéntase que
Unamuno le escribe al jefe local de Falange, Francisco
Bravo, descargando el cielo y nublado contra el fran-
quismo. Bravo, quien había presentado a Unamuno y a
José Antonio Primo de Rivera, como a no dudarlo re-
cuerda el lector, le propone devolverle la carta para no
comprometerlo. El anciano se encoge de hombros. «No
la quiero. La escribí para que la leyesen.» Dicen que en-
tonces Francisco Bravo deposita el sobre en el bufete
de un jurista local. Bravo, muerto en 1968, nunca negó
ni corroboró la historia.
El escritor falangista Víctor de la Serna, hijo de
Concha Espina, callejea con Unamuno una tarde de
aquel otoño. Juntos repiten el garbeo dominical de mu-
chos salmantinos. Por la rúa Mayor y la plaza de Anaya
bajan hacia la calle de Tentenecio, la puerta del Río y
la ribera del puente Romano. Sobre el Tormes, y en mi-
tad del puente, se detienen un momento a contemplar
las dos catedrales y la iglesia de Santiago. Luego regre-
san por el puente Nuevo. Se aprestan a cruzarlo cuando
un quinto de la guardia les pide la documentación. Va
a mostrarle Unamuno la cédula municipal. Pero el cabo
andaluz, que lo reconoce desde otros paseos suyos por
aquellos parajes con Diego Martín Veloz, ataja al sol-
dado.
—¡Niño! ¡Deja ya en pa ar señó, que e coroné car-
lista!
El 21 de diciembre, otro joven intelectual falangista
y catedrático de instituto, Eugenio Montes, es quien

183
ronda con don Miguel por la plaza Mayor. Se guarda
de recordarle entonces cómo él hizo público allí el
triunfo republicano, desde el balcón de la Casa Consis-
torial. «Permitidme la arrogancia de que sea yo quien
proclame la República.» Tampoco le hablará de la cena,
concluido el mitin falangista de febrero de 1935,
cuando Montes sentóse junto a Unamuno y los dos ante
José Antonio Primo de Rivera. Compartía don Miguel
mesa y manteles con el hijo de su enemigo muerto:
aquel dictador tan distinto de los déspotas europeos de
1936 —un santo a su lade, lo dice Eduardo Ortega y
Gasset—, aunque tuviera sesos de renacuajo y alma de
peliculero, según el irascible filósofo de El resentimiento
trágico de la vida.
Montes, gallego de delicada prosa y meditados silen-
cios, a quien acaba de soltarle en aquella plaza el in-
sensato de Giménez Caballero, su antiguo director en
La Gaceta Literaria: «Eugenio, tú serías el gallina más
grande de España si yo no existiera», le omite a Una-
muno su reciente audiencia con Franco. Falangista de
casi primerísima hora, sin abdicar de su fervor por la
Corona y sus colaboraciones en la monárquica revista
Blanco y Negro, tuteábase Montes con Franco antes de
la guerra. En Salamanca, el Generalísimo lo recibió en
seguida, tendiéndole la mano la mar de sonriente.
«¿Cómo está usted, Montes?» Si bien hombre de me-
didas palabras, quien legará a su muerte, en 1982, una
obra bastante reducida, saldrá Montes de la audiencia
enfervorizado y charlando por los codos. A quien guste
de escucharlo, aunque no a Unamuno, claro, le reitera
exaltadísimo que Franco tiene excelsas dotes de mando.
Puestos a no achicarse ante G. C., que ya asegura su-
perarlo en cobardía y llama al Caudillo nuevo rey David,
le dice Eugenio Montes: «El mayor gallego de todos los
tiempos.»
Sólo Dios sabe de qué le hablará Montes a Unamu-
no, mientras las depresiones le agravan a don Miguel
una reticencia, antes muy ajena a su temple. Tocará el
gallego temas despolitizados, como aquel sentido suyo
de empatía poética que percibe la sombra milenaria de
Tartessos tras la pitagórica sintaxis de la tierra anda-

184
luza, o le pone una rosa al hombro a la tapia blan-
queada de una callejuela de Écija. Pronto advierte que
Unamuno no lo escucha y lo condujo en silencio hasta
el taller de un marmolista. El escultor se muestra muy
deferente con el anciano y le enseña la lápida, medio
labrada, de su mujer. Revivida la atención, aguza en-
tonces ojos y oídos.
Antes de marcharse rebusca en los bolsillos media
hoja de un cuaderno con unos versos que Montes no
reconoce. «Méteme, Señor, en tu pecho, / misterioso
hogar, / que vengo deshecho / de tanto bregar.» La
cuarteta, con sus fáciles rimas en consonante y un in-
finitivo por punto de apoyo, se halla muy lejos de la
gruta donde nadaba la sirena y se daba Nerval a los en-
sueños. Procede del «Salmo III» del primer libro de
poemas de Unamuno, Poesía (1907). Extrañamente, en-
tre tantos y tan notables poemas suyos, escoge aquellos
lejanos versos para su epitafio. Así se los dicta al mar-
molista y luego, más reposado y menos embebecido,
prosigue la paseata con Eugenio Montes.
El 21 de noviembre manda a Felisa al rectorado
con las llaves de la casa de la calle Libreros, donde
guarda los seis mil volúmenes de su biblioteca parti-
cular, ya cedida a la universidad. También tiene en
Bordadores dos o tres libros de la Facultad de Letras.
Agradecería que el nuevo rector, Esteban Madruga, le
enviara un bedel para recogerlos. Enfurecido y fati-
gado, añade: «Y si no voy yo mismo a llevarlos (lo he
hecho, ¡claro está! muchas veces) es porque he deci-
dido no salir ya de casa, desde que me he percatado
de que el pobrecito policía esclavo que me sigue (a
respetable distancia) a todas partes es para que no me
escape (no sé adónde) y así me retenga en este disfra-
zado encarcelamiento como rehén de no sé qué, ni
por qué ni para qué.»
Pero irá de nuevo a la universidad la semana de su
muerte. Por azar se encuentra allí con José María Gil
Robles. Aunque en los tiempos del Frente Popular dijo
Unamuno que a Gil Robles no lo decapitaría nadie, por
carecer de cabeza, los dos se tratan con deferencia en
los claustros vacíos. En aquellas fechas, entre Navidad

185
y año nuevo, sufre Unamuno un profundo abatimiento
físico, del cual va a recobrarse, breve e irónicamente,
unas horas antes de su defunción el 31 de diciembre.
Ahora cree Gil Robles tan patético su agobio, que vence
y concorva al inveterado polemista hasta un extremo de
flaqueza, donde agóstase recién brotado cualquier in-
tento crítico de la situación.”

186
A primeros de noviembre, toda Salamanca suponía a
Madrid al alcance de las gumías de los regulares y las
banderas de la Legión. Pero, absurda e incomprensible-
mente, cada mañana se eriza la capital y parece más
inexpugnable. Presas del desconcierto, Millán Astray y
Giménez Caballero, dos hombres tan parlanchines, con-
sumen a solas largas horas de desconcertada mudez en
el palacio de Anaya, mirándose y sin saber qué decirse.
Cada noche se pegan a una humilde radio de dos
lámparas, requisada a un vecino. A duras penas se oye
Madrid en semejante antigualla. Pero, en cuanto la
prenden, comparecen todos los colaboradores de la de-
legación y se apiñan a escuchar, al igual que un panal
de espíritus conjurados por un médium invisible. En
una de aquellas veladas, alguien que chapurrea un poco
de árabe, el hermano de Ernesto Giménez Caballero,
descifra una emisión en muslime con voces castellanas,
como «Salamanca» y «Cuartel General», embutidas en
aquella suerte de aljamía.
Otro que sabe más árabe acalla al truchimán. Es-
cucha trabajosamente y traduce. Es aquélla una invi-
tación de los rojos a la Guardia Mora para que asesine
a Franco en cuanto se distraiga o sestee. En seguida
precipítase Millán Astray al obispado, que cae a un tiro
de piedra de los rosados muros del palacio de Anaya,
sobre un refugio zapado por los alemanes debajo de la
catedral. A poco vuelve cabizbajo porque no pudo ver
al Caudillo. Tantos son ahora sus quehaceres militares
y políticos, que inclusive las íntimas tertulias, después
del Boletín de Información, suspendiéronse por varios
días.

187
—Te aseguro, Caballero, que tanto vela y trabaja
Franco para el bien de España, que ni orina. Se pasa
catorce o quince horas pegado a sus mapas y sus partes
de guerra, sin levantarse —reitera Millán Astray, mien-
tras ensaya inadvertidamente el discurso que le decla-
mará a Galeazzo Ciano, dos años después, en italiano
macarrónico. En puro cocoliche, como dirían los mu-
chos amigos que dejó en Buenos Aires.
Otras veces es el chismoso correveidile de Giménez
Caballero, en uno de los aspectos de su índole histrió-
nica que más divierten a Millán Astray, quien trae se-
cretos supuestamente trascendentales. Al oírlos, siem-
pre en posesión de su papel y presto a mantener un
poco a raya a G. C., el pico de oro, finge el glorioso
manco no darse por sorprendido.
—Mi general, acabo de saber que aquí mismo, en el
palacio de Anaya, se instaló una delegación de químicos
que prepara gases asfixiantes. Es por si los rojos se
atreven a emplearlos contra nosotros, como se fumi-
gaban alemanes y aliados en la Gran Guerra.
—¡Ah, vaya! ¡No me digas!
Millán Astray les quita hierro a las nuevas y ajústase
el monóculo. Acaso para remedar la elegancia de al-
gunos oficiales alemanes del hotel Pasaje, en la calle de
Espoz y Mina, la guerra le devolvió el gusto por aquel
único espejuelo. De joven, cuando entraba en combate
con la camisa de Alfonso XIII —transcurrieron tantos
años, que no sabe de fijo si lo de la camisa fue verdad
o fantasioso ensueño—, a veces exhibía un lente pare-
cido.
Sabe, sí, que Giménez Caballero llama a escondidas
«polifémico» a su ojo izquierdo: el del monóculo; pero
se desentiende del grosero e hipócrita desacato. Lo peor
del caso es que este otoño, entre tantas gripes seguidas
como viene sufriendo y el alma en vilo por la demorada
toma de Madrid, de tal forma enflaqueció Millan Astray
que el monóculo se le cae a cada credo para oculto de-
leite del incorregible Caballero.
Se inhibe de las risas que su enteca y tuerta apos-
tura le inspire a G. C. porque casi no tiene a nadie más
con quien esparcirse. O con quien callar, por mejor de-

188
cirlo. Como ya se apuntó, tan grandes son la incerti-
dumbre y el desconcierto de los dos ante el terco
aguante de Madrid que en hecho de verdad apenas
aciertan a dialogar. Para mayor confusión y bochorno,
el Generalísimo le encargó un discurso a los rojos ma-
drileños, que en nombre de ambos —el jefe del Estado
y Millán Astray— anuncie la paz y la tranquilidad, que
les ofrecen si se entregan de una vez.
Entre la obstinación de un Madrid que no cede ni
sucumbe y los problemas de orden técnico de una emi-
sora de radio montada por Giménez Caballero, Lucas
Oriol y Ramón Rato —un amigo de Sangróniz, el jefe
del Gabinete Diplomático del Cuartel General—, el dis-
curso se empantana hasta el día del Juicio. Habrá que
darle la razón a Giménez Caballero cuando se pregunta
cómo va a difundir España el catolicismo urbi et orbi si
no alcanza a radiar una sola misa desde la catedral
nueva.*
Por si no bastara con tanta afrenta de un destino
humillante —de aquel mektub o suerte escrita en lo in-
visible, que precede al hombre y rige su suerte según
los moros del Rif—, añádase a todo ello el éxito de las
Charlas diarias de Queipo de Llano por Unión Radio Se-
villa. Al pensar en Queipo, no sabe Millán Astray si en-
tregarse a la ira o a las carcajadas. En su discurso de
la restitución de la bandera bicolor, en agosto, Queipo
les partía de disimulada risa a Franco y a él con su
afectada extravagancia y sus cursilerías. Mírenlo ahora,
convertido en dueño y señor de Andalucía, y para ma-
yor inri, a ojos de un histrión nato como Millán Astray,
vuelto también un doblete de oráculo y comediante na-
cional.
Mal que le pese a Millán Astray, lo cierto es que la
España de Franco se pega entera a la radio para escu-
char a Queipo a las diez de la noche. Al día siguiente
comentan el discurso de la víspera en tiendas, obrado-
res, oficinas, negociados y fábricas. Acaso también en
los frentes y en los hospitales de sangre. ¡Vaya usted a
saber! ¿Y qué parafrasea y celebra tanto necio? Las bar-
baridades y los desafueros de su excelencia el general
de división don Gonzalo Queipo de Llano, consuegro de

189
don Niceto Alcalá Zamora. Por radio, repite Queipo
aquella atrocidad, que tanto le place y difundió en julio
por primera vez, antes de que él, José Millán Astray, lle-
gara a Sevilla: «Hemos enseñado a los rojos lo que es
ser hombres. De paso, también a las mujeres de los ro-
jos, que ahora por fin han conocido hombres de verdad
y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las
salvará.»
¿Qué sentido tiene anunciar, como lo hizo Queipo,
que una columna del Tercio castigó de tal modo Car-
mona, que parte de la población escapaba aterrada a
Fuentes de Andalucía? ¿O que había fusilado a tres fa-
miliares de cada marinero del guardacostas que bom-
bardeó La Línea? ¿O que se dispuso barrer del diccio-
nario las palabras «piedad» y «amnistía»? ¿O que a
Queipo de Llano, de Madrid, le interesaba todo; de Va-
lencia, la huerta, y de Barcelona, el solar? ¿O que por
cada agente del orden muerto ejecutaría diez extremis-
tas y, si ya estaban muertos, los desenterraría para fu-
silarles los despojos? ¿Cómo disfruta la gente de ta-
mañas barbaridades, aindamáis de la gramática del
sátrapa imperial de Andalucía, cuando a Millán Astray
le negaban los hados las circunstancias adecuadas, mi-
litares y técnicas, para difundir su discurso a los rojos
de Madrid? ¿Cuál no sería el sobresalto de quienes es-
cuchan los excesos de Queipo si supieran que en pri-
vado moteja a Franco «Paca la culona» y manifiesta sin
recato que será preciso seguirle el juego hasta que re-
viente?
Tendrá que echarle el velo al Sagrario y preguntarse
si no será un país de imbéciles esta España hechizada
por Queipo. Encima viene Giménez Caballero, inspec-
tor de alcantarillas como cree Millán Astray que se
llamó a sí mismo en alguno de sus libros, a contarle
muy orondo que preparan gases asfixiantes en el propio
palacio de Anaya. ¿Adónde se llegará por el camino del
desbarro y las atrocidades en esta guerra, que cada ma-
ñana parece más cercana al final y cada tarde se pro-
longa indefinidamente? Por añadidura, perdería toda
grandeza épica una matanza de soldados exterminán-
dose con nubes tóxicas bajo las horrendas máscaras

190
antigás, que daban a franceses y alemanes en Soissons
y en Verdún el monstruoso aspecto de cerdos sin ojos.
Nada tendría que ver entonces la lucha con el discurso
de las armas y las letras ni con el bushido.
Desdicen los gases asfixiantes del sermón cervan-
tino, pues no distinguen entre el guerrero y el estu-
diante, entre el héroe y el intelectual. A ciegas y por
donde sea el cielo servido, como el viento que los trae
y los lleva, vuelan, ahogan y envenenan. Poco o nada
cuentan el valor y el espíritu de sacrificio en tales cir-
cunstancias. Sólo cabe plegarse, despavorido o resig-
nado, a un sino que niega toda sombra de esforzado al-
bedrío. Si don Quijote temía que la pólvora les robara
la fama debida a su brazo y al filo de su espada, piensa
Millán Astray que los gases extinguirían toda ética per-
sonal en la guerra. Así fueran los combatientes tigres o
gallinas, las nubes venenosas terminarían por reducir-
los a la patética condición de unos peces boqueantes en
secano.
Tampoco tiene nada que ver con el bushido una
campaña resuelta con tan devastadores artificios, por-
que sería la negación de la probidad que rige el código
del verdadero samuray. La entereza es el otro esqueleto:
el que sustenta el virtuoso espíritu del héroe. Pero, se-
gún predicaba Mengzi entre los siglos tercero y cuarto
antes de Cristo, es a la vez la rectitud de un estrechí-
simo camino que conduce de vuelta al edén perdido.
Si en época de decadencia, como lo escribe Inazo
Nitobé, los astutos recursos pasan por táctica militar y
la doblez por ruse de guerre, el gas asfixiante sería el
último de aquellos expedientes arbitrarios. Borraría se-
mejante tóxico toda diferencia entre el cobarde y el
gishi, o sea, el justo; entre el atajo de la degradación y
el gi-ri: la senda de la propiedad viril y razonable, según
Mencio o Mengzi, que de los dos modos sabe Millán
Astray que puede pronunciarse. Proferirá uno vivas a la
muerte y mueras a la inteligencia en la Universidad de
Salamanca. Pero no cabe confundirlo con el general
don Gonzalo Queipo de Llano, que invariablemente
equivoca por Unión Radio Sevilla dos verbos tan distin-
tos como «infligir» e «infringir».”

191
Hoy más que nunca, sintiéndolas tan perdidas como
el espejismo del paraíso según Mengzi, echa de menos
Millán Astray las campañas de su juventud. ¡Quién vol-
viera a Mericanayoa o a San Rafael, donde él se creía
invulnerable como un semidiós! ¡Quién pudiese cargar
de nuevo a la bayoneta, a rostro descubierto y no bajo
la faz porcina de la máscara antigás, clavándola como
aprendió a hacerlo en Filipinas y luego se lo enseñó a
la Legión! En otras palabras, buscando con la punta de
la cuchilla el cuello o el pecho, nunca el vientre, porque
entonces te hundes entrañas adentro y para recobrar el
arma tienes que patearte al tagalo o al moro, tirando
del fusil hacia atrás con todas tus fuerzas, a riesgo de
que mientras te acaben de un tiro o te rajen de un gu-
miazo.
¡O quién regresase inclusive al 17 de setiembre de
1921 y al barranco de Amadi! ¡A aquella madrugada,
cuando conoció por primera vez la vulneración del
cuerpo y el terror del alma, juntos y prietos como la
uña y la carne! A través de los años siente el balazo ro-
zándole el corazón y oye sus propios gritos: «¡Me han
matado! ¡Me han matado!» Bien es verdad que en unos
instantes recobrábase exultante y lleno de sí mismo, al
advertir cómo se envalentonó y sobrepuso. ¡Qué vivas
no daba a España, al rey y a la Legión, desangrándose
en pie y en lo alto de las lomas! *
Pero ahora parece aquel pasado tan inasequible
como Madrid. Dicho sea de otra forma, como el final
de la guerra que siempre se pospone y retrocede. Ya el
22 de octubre anunciaba ABC de Sevilla que el Caudillo
le había encargado a José María Pemán dar a España
la buena nueva de la toma de la ciudad. En seguida se
trasladaría de Cádiz a Burgos el ilustre escritor. El 4 de
noviembre cayó el aeródromo de Getafe. El 5, nuestras
avanzadillas rozaban los suburbios de Alcorcón y Le-
ganés. El 6, la prensa salmantina y sevillana difundía
noticias triunfales en negritas: «Estamos a cincuenta
céntimos en tranvía de Madrid.» Al atardecer, tanto se
aproximaron a la plaza Mayor, que el trayecto se redujo
a veinte céntimos.
Se ocupó aquella tarde el campamento de Ingenie-

192
ros de Retamares y los cuarteles de Carabanchel Alto y
Villaverde, mientras se alcanzaba Fesnadilla, en el
frente del Guadarrama. De anochecida, las vanguardias
nacionales se hicieron con el cerro de los Ángeles y res-
cataron el monumento al Sagrado Corazón de Jesús, fu-
silado por los milicianos al principio de la guerra. El
mismo 6 de noviembre, desde la capital del virreinato
de Queipo de Llano, afirmaba autoritariamente el ABC
sevillano: «Se conoce con precisión ya la fecha fija de
la entrada de nuestras fuerzas en la capital de España.
El Mando, como es lógico y prudente, guarda silencio
impenetrable.»
Callaría el Mando; pero Queipo, según su costum-
bre, hablaba por Unión Radio como un sacamuelas.
«Va a ser posible el tedéum el domingo, día 8, en la
catedral de Madrid.» Por su parte, sabía Millán As-
tray que aquel viernes se designó en Burgos nada
menos que ocho consejos de guerra para la inme-
diata administración de justicia en Madrid. Por la
carretera de Toledo iba camino de la capital una pro-
cesión de camiones, con cuatro compañías de la
Guardia Civil, a mantener el orden después de la
ocupación. Mientras, desde Sevilla, enviaba el car-
denal Segura la imagen de la Virgen de las Angustias
para que presidiera la semana de desagravio, sobre
un altar erigido en la plaza de Manuel Becerra, en
cuanto se entrara a la ciudad.
Pronto se supo que el Gobierno de la República ha-
bía huido a Valencia entre el viernes y el sábado. El
6 de noviembre, un oficio del ministro de la Guerra,
Francisco Largo Caballero, nombró al general José
Miaja jefe de la Primera División Orgánica y coman-
dante de la plaza de Madrid. Aunque protestara que la
jefatura del Estado Mayor debiera asignarse a un oficial
de más alta jeraquía y mayor antigúedad, asumíala el
comandante de Infantería Vicente Rojo. Inmedíata-
mente organizó su cuerpo de mandos y dispuso las re-
laciones a seguir con la Junta de Defensa, comprome-
tiéndose a informarla a diario acerca de todas las
operaciones.
Todavía ignora Millán Astray, aunque no se asom-

193
brara de haberlo sabido, que al despedirse el ministro
de Marina y Aire, Indalecio Prieto, de su correligionario
socialista Julián Zugazagoitia le dijo: «Mañana ni pa-
sado, en efecto, no creo que suceda nada; pero al día
siguiente, no se haga usted ilusiones, las tropas de
Franco estarán en la Puerta del Sol.» Antes de partir,
firma Prieto una orden que les permita a Julián Zuga-
zagoitia y a los también dirigentes socialistas Manuel
Albar y Francisco Cruz Salido abandonar Madrid en
cualquier aparato militar o civil, después del 8 de no-
viembre. a
Se equivoca Prieto cuando asegura que nada ocu-
rrirá el 7 o el 8 de noviembre. El 7 empiezan las ma-
tanzas de presos políticos de las cárceles Modelo, San
Antón, Porlier y Las Ventas. Según Mijaíl Koltsov, dis-
pone aquellos asesinatos «Miguel Martínez», aunque
Koltsov —corresponsal de Pravda y probable agente de
Stalin en la España republicana, como Roland von
Strunk lo es de Hitler en la franquista— olvida aclarar
que «Miguel Martínez» es él mismo. Entre el 7 de no-
viembre y el 2 de diciembre, unos dos mil cuatrocientos
presos políticos son conducidos a Paracuellos del Ja-
rama y a Torrejón de Ardoz, en autobuses de la Socie-
dad Madrileña de Tranvías, y fusilados al borde de unas
zanjas recién excavadas.
El Gobierno británico cursa una nota expresando su
preocupación por la suerte de los cautivos y sospecho-
sos que permanecen en Madrid. Responde Julio Álvarez
del Vayo, representante español en la Sociedad de Na-
ciones desde el 5 de noviembre, afirmando que todos
los presos se hallan a salvo. A partir del 10 de noviem-
bre, también Manuel Irujo y José Giral, ministros sin
cartera en el Gabinete de Largo Caballero, preguntan
desde Valencia por la suerte de aquellos a quienes se
cree excarcelados y exterminados por las milicias. Con-
juntamente, dirigen sus teletipos Giral e Irujo a Miaja
y al ministro de la Gobernación, Ángel Galarza. Les res-
ponderá Galarza con evasivas y falsedades.
La noche del 7 de noviembre cae en poder de Rojo
el plan de ataque para la mañana siguiente, apresado o
muerto un oficial de enlace que lo llevaba consigo. Ven-

194
drá la ofensiva por la Casa de Campo hacia el Manza-
nares, para ocupar una base de maniobra dentro de
Madrid, desde el cuartel de la Montaña hasta la cárcel
Modelo, dominando el barrio de Argúelles y batidas las
principales vías de penetración: Cea Bermúdez, Fer-
nando el Católico, Gran Vía y calle de Bailén. El frente
se extiende sobre unos treinta y cinco kilómetros y Rojo
cuenta con unos veinte mil combatientes, entre solda-
dos y milicianos, para defender la capital.
El adversario ataca a las órdenes del general José
Enrique Varela: único doble laureado, herido once ve-
ces y hombre casi tan pulcro como Millán Astray. Siem-
pre de guantes blancos en plena campaña, rumoréase
que duerme con las Laureadas prendidas al pijama, re-
cién planchado y crujiente de almidones. Dirige una
agrupación de cinco columnas, mandadas por los co-
roneles Carlos Asensio, Antonio Castejón, Fernando Ba-
rrón, José Delgado Serrano y Helí Rolando de Tella. En
un segundo escalón permanecen otras dos columnas de
reserva, seguidas por un tercero, con unidades de base
política. Tal es decir, falangistas y requetés. Vicente
Rojo le calcula entonces unos treinta mil hombres al
enemigo. Por parte de los vencedores, casi coincide con
aquellas cifras el coronel José Manuel Martínez Bande,
al sumar en la Agrupación de Columnas 13 704 com-
batientes en primera línea y unos diez mil en la reta-
guardia.
La tarde del 8 de noviembre, fuerzas de la XI Bri-
gada Internacional, al mando del general Émile Kleber
—de verdadero nombre Manfred o Lazar Stern—, di-
vididas en tres batallones, uno alemán, otro francés y
un tercero polaco, desfilan por la Gran Vía. En el ABC
del 9 de noviembre, sus avanzadillas parecen tropas
mal pertrechadas de una unidad superior aún no lle-
gada. Aquel domingo, la 3.* y la 4.? Brigada Mixta, con
José María Galán y Carlos Romero al frente, contienen
todos los ataques de Asensio para hacerse con la Casa
de Campo y vadear el Manzanares. Asombro y descon-
cierto se extienden entre los franquistas. Las milicias,
que venían retrocediendo desde Extremadura, a veces
aterradas y en desorden, ahora se pegan al terreno y lo

195
defienden palmo a palmo. El cambio fue tan súbito que
nadie acierta a explicárselo.
En los primeros combates cae Castejón, gravemente
herido en una cadera. Lo sustituye otro africanista, Ma-
ximino Bartomeu Fernández Longoria, que antes co-
mandaba una de las columnas de reserva en el segundo
escalón. El lunes al amanecer, Asensio renueva la ofen-
siva en la Casa de Campo. Pero tampoco cruza enton-
ces el río y sólo consigue el dominio del cerro Gara-
bitas. En todo caso, aquella posición resultará
fundamental para Varela. Desde allí intensifica el bom-
bardeo artillero de Madrid, mientras también lo acre-
cienta la fuerza aérea con el concurso de la Legión Cón-
dor alemana. El 10 de noviembre contraataca la XI Bri-
gada en la Casa de Campo. Sangrienta y denonada, la
lucha permanece indecisa al anochecer. No recobran
los internacionales el cerro. Pero Varela renuncia a su
designio de conquistar Madrid por aquel frente y a tra-
vés del Manzanares.
Desde Albacete llega otra brigada de internaciona-
les, la XII, organizada a toda prisa con voluntarios ale-
manes, italianos y franco-belgas. La durísima batalla de
Carabanchel lleva a creer a Miaja, Rojo y Kleber que el
próximo ataque se desencadenará sobre la carretera de
Madrid a Valencia. Rojo manda allí a la nueva brigada,
con el general Luckacs, o Lucas, como lo llaman en Es-
paña. En realidad es el escritor húngaro Mata Zalka,
oficial austríaco en la guerra europea apresado por los
rusos y convertido al comunismo en el cautiverio. Ago-
tados, después de una marcha de quince kilómetros, los
internacionales se baten hasta el anochecer; pero no re-
cobran el cerro de los Ángeles.
El 14 de noviembre llega a Madrid la «Columna Li-
bertad», con los anarcosindicalistas de Buenaventura
Durruti, desde el frente de Aragón. Al parecer, si bien
armados muchos de ellos con fusiles suizos de 1886
—adquiridos en el mercado libre—, Durruti solicita un
sector donde probar la valía de sus hombres. Miaja le
asigna la Casa de Campo y ordena un ataque frontal.
Entretanto, protegido por los bombardeos de la Legión
Cóndor, Varela renueva la ofensiva. Dos tabores de re-

196
gulares y una columna legionaria salvan finalmente el
Manzanares. Ante la ira de Durruti, huyen sus milicia-
nos aterrados por las ametralladoras de los regulares,
mientras otras tropas africanas vadean el río. Entra de
nuevo en fuego la XI Brigada Internacional en la Ciu-
dad Universitaria. Pero la caída de Madrid parece in-
minente. ,
El 15 de noviembre se combate furiosamente en la
Ciudad Universitaria, diseñada y planeada por el doctor
Negrín, aunque fuera catedrático de Fisiología. En los
sótanos de Arquitectura, poblados de mudas estatuas,
Dolores Ibárruri, la Pasionaria, habla a los internacio-
nales: «Lucháis y hacéis sacrificios por la libertad y la
independencia de España. Pero luchar por España es
hacerlo por la independencia y la paz del mundo.» En
la Casa de Velázquez, los polacos que la defienden mue-
ren hasta el último hombre. Pero otra desbandada de
las milicias de Durruti lleva a los regulares hasta la
plaza de la Moncloa, mientras unas avanzadillas dis-
persas de otro tabor ganan la plaza de España por el
paseo de Rosales. Fuera de sí, ordena Miaja a su chófer
que lo conduzca a aquellas barricadas. En la Moncloa,
pistola en mano, les grita a los anarquistas: «¡Cobardes!
¡Venid a morir aquí con un viejo! ¡A morir con vuestro
general Miaja!»
Junto a Miaja, no cesa de decirle Vicente Rojo, ner-
viosísimo: «Mi general, éste no es su sitio. ¡Vuelva a su
puesto de mando, se lo suplico! ¡Mi general, regrese o
me obligará a arrestarlo y a asumir la defensa de Ma-
drid!» Reaccionan los anarcosindicalistas y baten a los
moros, arrojándolos de la ciudad. No regresarán hasta
dos años y medio después, al término de la guerra. A
la atardecida, delegados de la Cruz Roja Internacional
y del cuerpo diplomático se ofrecen a Miaja para tra-
mitar la rendición de la plaza si el enemigo se compro-
mete a no exigir víctimas ni imponer represalias. Se-
camente, les replica Miaja: «Madrid, señores, no ca-
pitulará jamás.»
En la Ciudad Universitaria, las tropas de Varela ocu-
pan la Casa de Velázquez, el palacete de la Moncloa, el
Instituto Rubio, el hospital Clínico y el hospital de

197
Santa Cristina. Pero la resistencia de los milicianos en
la Facultad de Filosofía y Letras les veda el acceso a la
capital. La Facultad de Ciencias, que ya había caído en
poder del Tercio, es rescatada para la República por los
hombres de la «Columna Libertad». Exhaustos ambos
ejércitos, no van a cambiar aquellas líneas en todo el
curso de la guerra. La tarde del 19 de noviembre, en
circunstancias nunca aclaradas, acaso al disparársele su
propio naranjero, cae herido Durruti. Fallecerá de ma-
drugada, consciente hastael final, murmurando: «Ya se
alejan. Ya se alejan...» Se refiere a los bombarderos,
que vuelven a sus bases después del último ataque.”
Sentenciado a muerte, aquella misma mañana fusi-
lan a José Antonio Primo de Rivera en Alicante, por in-
sólita y simétrica coincidencia. En su testamento ma-
nifiesta el deseo, evidentemente inútil por imposible, de
que su sangre sea la última vertida en España en dis-
cordias civiles. Primo de Rivera estaba bien, declaró
Unamuno en una entrevista de 1935, como aquí se re-
cordará desde el principio de este libro. Pero era de-
masiado fino y tímido como jefe «fajista». Le epilepsia
constituía la primera condición indispensable para
aquel liderato. La epilepsia o una demencia asesina,
como la de Mussolini, según testimonio del propio Una-
muno a Bartolomé Aragón.
El legado de Buenaventura Durruti a su compañera,
una francesa taquillera en el cine Goya de Barcelona,
es un maletín de cuero con una muda de ropa blanca,
sus gafas de miope, una pistola anticuada y un cuader-
nillo con un breve apunte en la última página: «15 de
noviembre. He pedido al subcomité de la CNT un prés-
tamo de cien pesetas para gastos personales.» Su entie-
rro, en fervor y fragancia de multitudes, después de que
el escultor Victorio Macho —el que labró el busto de
Unamuno para el palacio de Anaya— vacíe su masca-
rilla en Valencia, resultará inenarrable en Barcelona.
Un cortejo de trescientas mil personas, la mayor parte
de las cuales vivieron convencidas hasta entonces de
que el muerto era un forajido, siguen su féretro por la
plaza Urquinaona, la calle Fontanella, la plaza Cata-
luña, las Ramblas y la Puerta de la Paz, hacia el ce-

198
menterio del Sudoeste. El novelista Andrés Bosch, un
niño entonces, dirá muchos años después: «Aunque
parte de mi familia era de derechas, desde mi balcón,
en la plaza Urquinaona, sentí que todo un pueblo des-
filaba por delante de mi casa.»
Indalecio Prieto, aún ministro de Marina y Aire en
el Consejo de Largo Caballero, dice y miente haber en-
viado el testamento de Primo de Rivera a sus albaceas,
Ramón Serrano Suñer y Raimundo Fernández Cuesta.
Serrano Suñer nunca recibió aquel documento. Antes
de fallecer, en 1962, dispuso Prieto que todos los pa-
peles personales del ajusticiado se devolvieran a sus fa-
miliares. Éstos, al parecer, no los obtuvieron hasta des-
pués de la muerte de Franco. En Salamanca, a José
Antonio lo llaman oficialmente «el ausente» y tardan
más de dos meses en anunciar su fusilamiento. A su lle-
gada, Serrano Suñer siente un arrebato de enfurecida
repulsión cuando un Franco muy orondo y radiante le
manifiesta que Primo de Rivera se acobardó en el úl-
timo momento y tuvieron que inyectarle un sedante a
demanda propia. Semejantes confidencias por parte de
Franco le parecen unas vilezas inenarrables.
Si bien las tropas nacionales penetraron hasta la
Ciudad Universitaria y sufre Madrid constantes bom-
bardeos, que anticipan otros más terribles en la con-
tienda civil y en la guerra mundial, su resistencia y la
demora en saldar la guerra victoriosamente convierten
la batalla en un triunfo de los sitiados, como lo afirma
Ricardo de la Cierva. Fatiga y desaliento cunden entre
los altos mandos franquistas. En un sombrío instante,
despedazados muslo y cadera por la metralla, lamén-
tase Castejón a John T. Whitaker: «Nos sublevamos y
ahora, sencillamente, nos vencieron.» Al capitán Roland
von Strunk, quien le pasará las nuevas a Hitler, le con-
fiesan Varela y Yagúe: «Estamos acabados. Si los rojos
lanzan un contraataque, no lo resistiremos.»
En Salamanca, el Generalísimo insiste perentoria-
mente para que Millán Astray difunda su discurso a los
defensores de Madrid, exhortándolos a la entega. Vacila
el tuerto heroico entre la desazón y el desconcierto, an-
tes de hacer suyas aquellas órdenes y fulminarlas sobre

199
Ernesto Giménez Caballero. En un súbito arrebato de
egolatría, tal vez llegue a creer que la suerte de Madrid
y el desenlace de la guerra dependan de su llameante
oratoria.
—;¡Caballero! Ya es hora de tener una radiodifusión.
Busca, como sea, un aparato y me lo instalas mañana
en el aula de Física para que yo lance una arenga a
nuestros combatientes.
Desalado, revuelve Giménez Caballero Roma con
Santiago. Unos técnicos de Ingeniería Militar le garan-
tizan que las tropas del frente y aun el enemigo oirán
a Millán Astray aquella noche. También le aseguran que
ahora cuenta con una auténtica emisora, no el desecho
inservible y mal ajustado por Lucas Oriol, Ramón Rato
y el mismo G. C. En el centro del aula y bajo una tienda
de esteras de orillo que fingen un locutorio, el micró-
fono se le antoja a Giménez Caballero una suerte de
horca en mitad de un confesionario. De todas formas,
los expertos dijeron la verdad y parece funcionar tan es-
quematizado patíbulo. De hecho, aunque ni Giménez
Caballero lo anticipe, en su efervescente fantasía ul-
traísta, aquella tarde presencia los titubeantes princi-
pios de Radio Nacional de España.
Puntualmente comparece Millán Astray al anoche-
cer, con el monóculo ajustado, la esposa al brazo y de-
trás los legionarios de la escolta. Muy poseído de su pa-
pel, como si hubiese vuelto a Mericanayoa y aguardara
el primer toque de clarín para la carga al arma blanca;
o regresado acaso al parador de Lugo, donde tumbaba
los veladores a puntapiés antes de que pudieran suje-
tarlo, dicta sus disposiciones al igual que en el campo
de batalla.
—¡Elvirita! Ponte ahí y no hables. ¡Que no rechiste
nadie!
Para cerciorarse de que el micrófono marcha como
debe, Giménez Caballero lo roza con un lápiz, tal
como le adiestraron a hacerlo. Despavorido, advierte
que aquello enmudeció y se ha vuelto de piedra. Harto
ensimismado para percatarse a las claras de los pro-
pósitos de su «coronel honorario», empieza a desvivirse
Millán Astray aguardando la oportunidad de declamar

200 :
su discurso. Cada vez más aterrado, observa G. C. que
Millán se impacientó hasta tal punto que el muñón del
brazo cercenado se le estremece en la manga medio va-
cía y el monóculo no para de resbalarle rostro abajo.
Con el credo en la boca y toda la carne en el asador,
decide arriscarse y llama a su paladín.
—Adelante, mi general. ¡Yo le presentaré!
En su mejor y más exaltado estilo, improvisa un di-
tirámbico elogio del héroe y orador excepcional, cuya
voz llevará en menos de nada a España al sacrificio, a
la muerte épica y sacrosanta y al triunfo anhelado.
Orondo y agradecido, toma el micrófono Millán Astray
y pronuncia una de sus más hermosas arengas, según
Giménez Caballero. Mientras, jura éste haber llorado en
silencio, compungido por su engaño al gran hombre.
Nada le dijo de la avería, antes de presentarlo, si bien
lo previno de posibles interferencias enemigas.
Todo transcurre sin novedad, ignorando Millán As-
tray el silencio que le acogió el discurso. De buena ma-
ñana, refugiado G. C. en el sótano del palacio con otros
funcionarios, un bombardeo revienta la caldera de la
calefacción. Según testimonio de Giménez Caballero,
salen todos ilesos, aunque asustados y cubiertos de ho-
llín. En breve, mayores espantos le reserva el destino al
antiguo vanguardista. Ni tiempo tuvo de cepillarse
cuando un legionario le ruge órdenes perentorias de
Millán Astray, citándolo en su despacho.
En su sillón de mando, incrustado el monóculo so-
bre el ojo relampagueante de ira, aguarda Millán As-
tray. Junto a él, un tanto confuso y dudoso, aparécese
Joaquín García Morato Castaño, el más célebre de los
aviadores rebeldes, quien irá a estrellarse y morir recién
terminada la contienda en el aeródromo de Griñón.
También lo llamó Millán Astray para que investigue las
causas y consecuencias de la incursión republicana.
—¡Caballero, cuádrate! —truena Millán, blanco de
cólera—. ¡Prepárate a morir, porque ya sabes que no
hablo en broma!
—Mi general... ¿Puedo saber cuál es mi delito?
—tartajea y se estremece Giménez Caballero.
—«¿Y todavía lo preguntas? ¿A quién si no a ti se le

201
ocurre presentarme en la radio y hablar del palacio de
Anaya? El enemigo me ha localizado gracias a ti y quiso
acabar conmigo. Un delito de gravísima importancia.
—Mi general. Como siempre, tiene usted razón y es
justo. Merezco un gran castigo... —asiente de entrada
el culpable, reverencioso y lacayuno.
Habituado a hacer la guerra a solas, entre el cielo y
la tierra, los contempla atónito García Morato, pregun-
tándose cuál de los dos será el mayor loco. Crece su
pasmo, en tanto Giménez Caballero trata de contarle al
irascible inválido que el discurso no llegó a radiarse por
haberse averiado el micrófono sin que el cruzado fran-
ciscano y predicante de la catedral vieja —<«Yo te mal-
digo, Madrid, mil veces, mil»— osara confiárselo a Mi-
llán Astray.
—Sí, mi general, un severo castigo, inclusive la
muerte. Pero no por el delito de que nos oyeran los ro-
jos... sino por otra falta peor: ¡la de que no lo oyeran
con lo maravillosamente que habló usted! La radio no
funcionaba y yo no me atreví a perderme una arenga
de Millán Astray para mí solo... ¡Ah!, y también para
Elvirita, que lloraba de gusto.
Rompe a reír García Morato ante tan peripatéticas
bufonadas. Casi medio siglo después, cree honrada-
mente Giménez Caballero que seguiría desternillándose
de no haberse estrellado en Griñón. Aun Millán Astray
se esfuerza por comerse la risa y retener el monóculo,
en mitad de sus muecas. Al cabo, acaso más enojado
consigo mismo que con el fantoche de G. C., le chilla
sin que García Morato pare de carcajearse:
—¡Ahora, quítate de mi vista!”
Por último, el 22 de noviembre, se imprime y di-
funde la soflama de Millán Astray. Es un discurso em-
pedrado de verdades y mentiras, aunque él empeñe su
palabra en exponer certezas innegables. A la vez, ase-
gura glosar el sentir del jefe del Estado. Denuncia así
la vil y mendaz propaganda enemiga cuando afirma
que los nacionales no hacen prisioneros. «La pena de
fusilamiento sólo se aplica a los que por sus crímenes
y asesinatos han caído bajo la ley.»
Quienes servían forzados con los rojos, se hallan

202
«bajo custodia generosa», o combaten voluntariamente
en las filas franquistas. Inclusive los condenados a
muerte, por culpas inenarrables, perecen gritando
«¡Viva España!». A la hora suprema, Dios les abre los
ojos a la verdad y perciben diáfanamente «a Cristo Re-
dentor y a la patria querida». En tal punto, desafía Mi-
llán Astray al enemigo a nombrar a uno solo de sus mi-
les de asesinados que hubiese perecido vitoreando al
comunismo.
Las tropas nacionales no son sanguinarias ni crue-
les. Unos jefes militares, de probada imparcialidad en
los fallos, fueron designados para formar los tribunales
que juzgarán a los delincuentes al entrar en la capital.
Todos se proponen proceder de acuerdo con la justicia
y sin ánimo de venganza. Entretanto, mientras Madrid
perece, «sois víctimas de los aventureros internaciona-
les, que dicen que vienen a defenderos y a lo que vienen
es a saquear y a destruir España».
Ante el anuncio inminente de la toma de Madrid,
que Millán Astray da por vencido o presto a sucumbir,
los carlistas resolvieron mostrarse valientes; pero tam-
bién humanitarios y ecuánimes. «Llegan [los falangis-
tas] hasta el amor por el obrero engañado.» Piden du-
reza implacable en el combate y serenidad hacia el
pueblo vencido.
Su mayor apología la reserva Millán Astray para los
moros, como los defendió a grito herido en el debate
con Unamuno. Heroicos en la lucha, «son sencillos y
espirituales con los seres débiles e indefensos». En An-
dalucía los sublevaban los crímenes de las milicias.
Eran incapaces de comprender tanta barbarie por parte
de españoles supuestamente civilizados. «A estos sol-
dados moros tan bravos, tan leales a España, son a los
que principalmente difaman vuestros jefes y propagan-
distas extranjeros, para impresionaros con su mentirosa
crueldad. »
A efectos prácticos, el Ejército rojo está vencido y
únicamente las logias masónicas internacionales, que
secretamente decretaron la destrucción del país, sostie-
nen a una República de bandidos. El enemigo fue de-
rrotado en Badajoz, en Talavera, en Maqueda, en Na-

203
valcarnero, en los Torrejones y en los Carabancheles.
Ya emplaza Millán Astray la vana y desesperada de-
fensa de Madrid dentro de la ciudad, entre el Manza-
nares y el Retiro, sin que se entienda a las claras a
quién trata de engañar con tan gratuita falsedad. En
dos kilómetros y medio de extensión, todo aquel campo
de batalla sufrirá «los devastadores efectos de la gue-
rra», en los puestos de mando, transmisiones y abas-
tecimientos emplazados en plena área urbana.
«Por eso el Caudillo, siempre humanitario, os ha se-
ñalado esa zona noble de protección tan ancha y tan
amplia —aunque el texto sea confuso, debe referirse al
resto de la capital—, que puede acoger a todos los no
combatientes, seguro [Franco] de que en ella daréis co-
bijo a todos ellos sin distinción de partidos. Y también
de una manera meditada y prevista, Franco ha dejado
a Madrid una salida libre hacia Levante. Todo ello con
la noble finalidad de no forzaros a llevar dentro de Ma-
drid la guerra.» e
De nuevo, discrepa la verdad de tanta palabrería. El
23 de noviembre, a las pocas horas de radiado el dis-
curso de Millán Astray, Franco sostiene una secreta y
sombría reunión en Leganés con Mola, Saliquet, Varela
y sus estados mayores. Como imposible en todo punto
le exponen los tres generales la insistencia en el ataque
frontal. El jefe del Estado acata sus razones y a la
vuelta de un mes, en los amenes del año, reconoce ante
el corresponsal lusitano Armando Boaventura que Ma-
drid, inasequible, se ha convertido en una pesadilla
interminable. Un mal sueño del que no alcanza a des-
pertar.
Por mandato de Millán Astray, quien sigue órdenes
estrictas del Cuartel General, la prensa nacionalista
atribuye casi exclusivamente a los brigadistas interna-
cionales, al comunismo ruso y de toda nación, la em-
pecinada resistencia de la ciudad aquel otoño. A su vez,
Benito Mussolini le dice al embajador alemán que los
franquistas carecen de combatividad y coraje indivi-
dual. Para remediar tanta ineptitud, el Duce acelerará
el envío de voluntarios a España.
Todavía el 13 de diciembre cuatro brigadas y 18 000

204
hombres, acaudillados por Orgaz y Varela, tratan de ce-
rrar el sitio por el norte cortando la carretera de La Co-
ruña. Dos veces cambia de manos el pueblo de Boadilla
y los republicanos pierden un centenar de guardias ci-
viles leales en la inútil y desesperada resistencia del cas-
tillo del duque de Sueca. Suspendido el ataque en aquel
frente, se reanuda a finales de año y vuelve a interrum-
pirse el 9 de enero de 1937, con la conquista de diez
kilómetros de la carretera de La Coruña, llegando esta
vez los rebeldes a las primeras casas de Madrid, en
Puerta de Hierro.
Uno de los dos supervivientes británicos, incorpo-
rados al Batallón Thaelmann de la XI Brigada Inter-
nacional, en la primera batalla de la carretera de La Co-
ruña es un sobrino de Winston Churchill: Esmond
Romilly. Presiones de su poderoso pariente, quien no
oculta su antagonismo hacia la República sin simpati-
zar mayormente con la causa de Franco, lo devuelven
a Inglaterra.A los veintitrés años morirá Romilly en la
segunda guerra mundial, legando un breve e interesan-
tísimo libro sobre los combates de Boadilla. La obra
termina con el augurio de que no habrá paz en Europa
hasta que el conjunto de intereses creados, egoísmos,
bajas pasiones y grosera brutalidad, que se llama fas-
cismo, no sea destruido en la tierra.
Un hombre de otra generación, don Miguel de Una-
muno, se habría mostrado de total acuerdo.”

205
Don Miguel de Unamuno firma sus últimas cartas, aun-
que a veces ni llegue a remitirlas.
El 21 de noviembre de 1936 responde a Maria Ga-
relli Ferraroni y a Lorenzo Giusso. Ella le había escrito
desde Milán y él desde Nápoles. Las dos misivas una-
munianas, en la pulcra y diminuta letra que tanto ad-
miraba Francisco Bravo, nunca fueron despachadas.
Evidentemente redactadas como un consuelo —el alma
requiere alivios, como también exige determinados pai-
sajes, según don Miguel—, al cabo resuelve no enviar-
las, en la certeza de que la censura no les daría curso.
Aquellas cartas ológrafas terminan en la notaría de Luis
Moure Mariño, por caminos que éste rehúsa revelar,
aunque acabe por publicarlas al medio siglo cumplido
de la muerte de Unamuno.
Solicita Maria Garelli una autorización, inmediata-
mente concedida, para traducir La tía Tula. Lorenzo
Giusso se expresa en francés —«¿por qué me escribió
en francés y no en italiano?»—, agregando a la esquela
un artículo suyo, «Unamuno e la Spagna», con el cual
se muestra en desacuerdo don Miguel. «Su artículo no
refleja mi postura.» Él no fue nunca ni optimista, ni ra-
cionalista, ni rousseauniano. «¿Yo santón democrático?
¿Cuándo?»
Si bien nunca echada al correo, la más interesante
de aquellas cartas es la respuesta a Maria Garelli, aun-
que ambas respiran creencias y conceptos ya ratifica-
dos en otras ocasiones. A la señora Garelli le dice vivir
en libertad vigilada. Le permiten dejar la casa de Bor-
dadores; pero, tan pronto se asoma a la ciudad, le sigue
un policía encargado de espiarlos a él y a quienes tie-

206
nen arrestos para visitarlo. Sospecha que lo guardan
como rehén —una suposición muy plausible y jamás
comentada por sus biógrafos—, aunque en verdad ig-
nore por qué o para quién.
Reconoce, «se lo cuento por desahogo», haberse ad-
herido al principio al Movimiento encabezado por el ge-
neral Franco. Creía entonces que era preciso salvar la
civilización cristiana occidental. Por ello, añade con evi-
dente omisión de otros extremos, el Gobierno de Ma-
drid, «el de Azaña» —morirá Unamuno en la ignorancia
de que poco después se sentirá Azaña un presidente
«desamortizado y destituido»—, lo despojó del recto-
rado, que el Gobierno rebelde volvería a restituirle. Por
desdicha, hoy le consta que el alzamiento militar no es
civilizado ni cristiano ni occidental. «A las incalificables
salvajerías de los métodos rojos» se repuso con otras no
menos abominables.
Toda España está enloquecida y presa del pánico.
Sobre «una base patológica, frenopática, corporal y so-
mática», se extendió el morbo de un común régimen de
terror —«(Por los hunos y por los hotros)»— deman-
dando el exterminio del adversario y la guerra sin cuar-
tel. Mientras, el país se desangra y ensangrienta, se
arruina y envenena. A las partidas de criminales, locos
de atar y salvajes extrahombres, de ambos bandos sólo
los mueve el resentimiento nacional, la lepra de la en-
vidia, que señaló a fuego Quevedo, y además el rencor
contra la inteligencia.
Por decir en público que vencer no era convencer ni
conquistar convertir, el despotismo de los militares
tornó a destituirlo. No le dieron explicaciones de nin-
guna clase. Pero sin duda piensan que no es llegado el
momento de la clemencia, de la compasión o de la jus-
ticia. Fuera de España malviven intelectuales huidos,
sin atreverse a regresar porque los fusilarían los hunos
o los hotros. «Esto es un infierno. Y el que se adhiere
a uno o al otro bando ha de ser sin condiciones y sin
piedad.»
Piensa y medita Unamuno en San Manuel Bueno,
mártir, que junto con Abel Sánchez. Una historia de pa-
sión es uno de sus dos relatos paridos con dolor más

207
grande. También le confiesa a Maria Garelli apercibir
un estudio acerca del «resentimiento trágico de la
vida». Muy distintas eran las circunstancias en que
compuso La tía Tula, que ahora le piden para traducír-
sela. ¡Cuán otras fueron las preocupaciones, de las cua-
les deriva aquella nivola, o novella, como la llamarían
en florentino! Le satisfacen los fragmentos de la versión
que le adjunta la señora Garelli. Al menos a primera
vista. Ojalá la salida del libro, en Italia, sirva para hacer
conocer mejor a esta pobre España, enloquecida y
aquejada de una especie de.parálisis progresiva.
Por encima de todo le acongoja la desesperación re-
ligiosa, «esa rabia infernal de los llamados rojos que in-
cendian templos y asesinan sacerdotes». Propiamente
hablando, eso no es ateísmo. Ateos y agnósticos no se
entregan a semejantes furores. Esto es puro desespero
religioso, la impotencia ante dos opios inasequibles. El
de la salvación eterna, según Lenin; o el bolchevismo,
que sería el credo terrenal opuesto. Reitera que si Ma-
ria Garelli conociese San Manuel Bueno, mártir, el más
desgarrador entre todos los libros brotados de su alma,
lo comprendería perfectamente. En seguida, y en el
único punto donde se quiebra la perfecta continuidad
del texto, vuelve a acordarse de Nerval. Con él proclama
en voz alta: J'ai révé dans la grotte ou nage la sirene. No
obstante, es consistente con su enrevesada y contradic-
toria personalidad cuando corta la diatriba y empieza a
mendigar de forma vergonzosa. Otra vez insiste en que
cinco de sus ocho hijos corren a su cargo, cuando su
posición económica volvióse poco menos que desas-
trosa. Nada sabe del trío de hijos que le quedaron en
Madrid. (José María Quiroga Pla, el yerno viudo de Sa-
lomé, asciende a vástago carnal de Unamuno.) Por aña-
didura, como antes a Franco, le repite a la señora Ga-
relli no percibir renta alguna de su finca en Bilbao, si
no se la destrozó ya un bombardeo. «Cualquier cosilla,
pues, que de ahí me viniera sería una limosna para un
español que se está (¿ya está?) como su patria, y con
ella, arruinado. Pobre España mía! Mía, mía, mía. Y
una limosna también de piedad para mi España, por
Dios!»

208
A Lorenzo Giusso le parafrasea análogos conceptos.
Él vive «confinado» en casa, pues si sale lo hace per-
seguido por un policía «de la Checa oficial». Se unió al
Movimiento, dudosamente acaudillado por Franco,
para proteger a la civilización cristiana de Occidente.
Por eso le destituyó la República. Lo reintegró el Go-
bierno rebelde a su rectorado, para quitárselo después.
Él limitóse a denunciar lo que veía: asolada por un do-
ble régimen de terror, postraba a España la «parálisis
general progresiva» de una epidemia frenopática, no sin
cierta base somática. También le habla a Giusso de
otros extremos sociales que le ahorró a Maria Garelli.
La deficiencia del mocerío totalitario es sencillamente
espantosa. La juventud vive la actitud mental de la gio-
vinezza italiana, alemana y rusa. «Y eso que todavía no
tenemos aquí Duce alguno. Pero ya vendrá para aho-
rrarnos tener que pensar.»
A la luz de tantos escarmientos, el porvenir no le
ofrece ninguna esperanza. En una frase parecida al tí-
tulo de un libro de Freud, La civilización y sus desen-
gaños, publicado en 1930, culpa Unamuno a la civili-
zación de no ser sino otro morbo. En cierto modo, las
razones de los dos, Unamuno y Freud, parecen bastante
análogas. Para Freud todas las creencias se reducen a
ilusiones masivas en las cuales cada partícipe del es-
pejismo permanece inadvertido de su fantasmagoría.
Para Unamuno la fe católica española no tiene nada de
cristiana, salvo su propia decepción inimaginable.
«Cuando se acabe esta guerra incivil, vendrá aquí el ré-
gimen de la estupidización [sic] general colectiva y del
más frenético terror.»
Aparte de no ser cristiana, la «reacción inquisitorial
española» significa la destrucción del legado liberal del
siglo xIx. Unamuno le recuerda a Lorenzo Giusso que
la palabra «liberalismo» nació en España. Lo ha pro-
bado «el gloriosísimo Benedetto Croce, ese altísimo es-
píritu, el de la Historia de Italia y la Historia de Eu-
ropa». Como no debe olvidarse, en octubre le dijo a
Nikos Kazantzakis que él se sentía terriblemente solo,
al igual que Croce en Italia. Solo, en hecho de verdad,
con la obra de los gigantes literarios del siglo pasado,

209
Vittorio Alfieri, Hugo Foscolo y Giacomo Leopardi.
Frente a aquel patrimonio liberal, los totalitarismos
únicamente podían oponer una retórica huera, vana,
«futurista y fascista». Pero «la historia es siempre
eterna, o sea, siempre presente».
A través de semejantes consideraciones, que acaso
se le antojen a Lorenzo Giusso precipitadas, enrevesa-
das y dialécticas, Unamuno persevera en sí mismo,
como le agradaba citar a Spinoza, en Del sentimiento
trágico de la vida, diciendo que así procede la realidad
con su esencia. Aunque lós demás no alcancen a reco-
nocerlo, ni entonces ni ahora, él nunca ha cambiado.
Cierra, firma y se declara enclaustrado en su hogar por
obra y gracia de los salvadores de España. Es posible
que el peligro bolchevique se aleje del país. Pero Una-
muno se pregunta académicamente si lo opuesto, lo de
«los hotros», no será también detestable. Aunque pa-
rezca imposible, concluye de modo un tanto vago pero
personalísimo, acaso radique la salvación en una acti-
tud algo escéptica y a su modo trágica.”
Cara al invierno, muere día a día adivinando a me-
dias el pasado mañana de su tierra. Con la paz, per-
cibe una dictadura de los vencedores, aunque jamás
consigan persuadir. No obstante, asegura no alcanzar
a prever al futuro Duce, léase al Caudillo de España.
Acábase convencido de que la dramática resaca de la
contienda arrastrará a Franco. Todavía lo tiene por un
pobre diablo, incapaz de sobrevivir el drama de sus
tiempos. Aunque sea ahora Generalísimo y jefe del Es-
tado, cabe que a veces piense Unamuno en un des-
potismo impuesto por Mola: a su sentir, el más des-
piadado de los rebeldes, quien escobaría a Franco de
su pedestal.
El primero de diciembre contesta la carta de Quin-
tín de la Torre, su paisano bilbaíno. Desde Espinosa de
los Monteros, en la provincia de Burgos, le escribió éste
preguntándole por lo último que publicara y exponién-
dole diversos crímenes de las milicias en Andalucía.
Porfía y reincide Unamuno en un manojo de ideas ob-
sesionantes. Incurre en varios de los particulares, que
les presentó a Maria Garelli y a Lorenzo Giusso. A ve-

210
ces, casi en los términos que le hablaba a Johannes
Brouwer en setiembre.
Redobla su protesta contra la cárcel disfrazada,
«que tal es mi casa». De este modo paga su apoyo al
Movimiento sin abdicar de su deber, que no sólo de-
recho, de libre crítica. Insiste en sus dos destituciones,
con la reposición en medio, y subraya nerviosamente
haber llevado en el paraninfo la representación del ge-
neral Franco. «Hubiera usted oído aullar a esos demen-
tes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco his-
trión que es Millán Astray!»
Son horribles las noticias que le da Quintín de la To-
rre de Andalucía. Pero Unamuno le pregunta si también
conoce cuanto ocurre en la retaguardia franquista.
Quintín de la Torre se halla en el frente y don Miguel
está en la obligación de informarle cumplidamente. En
realidad, se vive en un estúpido régimen de terror.
«Aquí mismo se fusila sin formación de proceso y sin
justificación alguna. A alguno porque dicen que es ma-
són, que yo no sé que es esto ni lo saben las bestias que
fusilan por ello.»
De forma poco menos que inevitable, en aquellos
trances, quizá pensando en las denuncias a la Comi-
sión Depuradora de maestros que no iban a misa, re-
gresa a sus furiosos dicterios anticlericales de la Dic-
tadurfa. Clama contra «el maridaje» de cuartel y
sacristía, como tronaba antes contra la cruz y la es-
pada. Ni que decir tiene, la presente es una situación
agravada por la envidia y el odio a la inteligencia.
Todo lo pudren y anegan como una peste espiritual.
Tales serían los mismos conceptos, expuestos y jamás
enviados a Maria Garelli.
Las preguntas de Quintín de la Torre sobre sus úl-
timos libros le dan pie para extenderse acerca de San
Manuel Bueno, mártir y El hermano Juan. Desadvertido
u olvidado de que su mejor imagen anticipada de la
guerra civil era Abel Sánchez, llama al primero, a San
Manuel Bueno, un reflejo de la tragedia española.
Acaso, también sin percatarlo, desliza el convenci-
miento de que los rebeldes saldrán vencedores, aunque
ya no a corto plazo. «Estos dos libros no se los puedo

211
procurar desde aquí ni sé dónde los encontrará usted.
Cuando se tome Madrid acaso.»
Teme una paz parecida a la que quiso detallarle a
Lorenzo Giusso. A pesar de «las buenas intenciones de
algunos caudillos» —en plural y con minúscula, como
si aludiera a Franco y quizá a Cabanellas—, después de
la contienda vendrá una reacción, tan mala o peor que
la propia guerra. Al igual que en la Italia de Mussolini,
se vivirá la muerte de la conciencia individual. Por si
no bastara con el libre examen, también destruirán la
dignidad del hombre. Despídese desde una Salamanca,
que llama sarcásticamente la capital castrense de la Es-
paña antimarxista. Donde se falsea toda verdad y, en el
mejor de los casos, lo encierran a uno en casa por ha-
berla proclamado a los cuatro vientos.
El 11 de diciembre respóndele Quintín de la Torre
desde Espinosa de los Monteros. Despacha la carta
abierta, para que la curse más de prisa la censura.
Unamuno debe recibirla a la mañana siguiente; o
bien, a más tardar, el 13 de aquel mes, cuando escribe
a su vez al bilbaíno. Entre una enfermedad, de la cual
convalece, y «el terrible drama de España», anona-
dado pena Quintín de la Torre. Pocos días antes, en
un par de pueblos vecinos entraron los rojos de im-
proviso y les vaciaron los ojos a unos chicos después
de cortarles las manos y extirparles el corazón. Entre
espantosas faltas de ortografía, justifícase y afírmase
el buen hombre. Todo ello es tan cierto como lo es el
hallarse sanos y salvos los otros prisioneros captura-
dos por el enemigo. Así consta por el testimonio de
unos desertores.
Envidia Quintín de la Torre a Unamuno porque
mora en una ciudad mucho más tranquila: la Sala-
manca del Caudillo. De forma bastante críptica, cree
también envidiarlo por españolismo o por parentesco
ciudadano. No lo sabe de cierto. Concluye preguntán-
dose dónde se encontrará Alonso Quijano, en una po-
sible referencia al libro de Unamuno Vida de don Qui-
jote y Sancho (1905). En una conclusión lapidaria,
aunque también un tanto fosca, añade que a España se
la quiere tanto que se la mata. Luego, despídese con un

212
abrazo de corazón y les deja el sobre abierto a los pes-
quisidores de Millán Astray.
Sardónico, replica Unamuno tener muy claro co-
nocimiento de la censura postal. Ésta sólo le induce a
endurecer sus críticas del régimen, gritando más alto
aquella verdad que los demás pretenden disfrazar. En-
tre despectivo y apiadado, le «agradece» las noticias a
Quintín de la Torre. No obstante, para cumplida infor-
mación de los inquisidores, descree la historia de las
manos amputadas, los ojos y los corazones arrancados
de cuajo. Barajando imágenes, ya expuestas a la hija de
Filiberto Villalobos, ratifica lo de los rojos color de san-
gre y los blancos del tono del pus. El resto se reduce a
un conjunto de mentiras oficiales, zurcidas «sobre una
cierta base de verdad».
Por cuanto atañe a la tranquilidad que Quintín de
la Torre atribuye a Salamanca, allí reinan los asesina-
tos impunes y la más atroz de las persecuciones. «[El]
caudillo —supongo que se refiere al pobre general
Franco— no acaudilla nada en esto de la represión, del
salvaje terror de la retaguardia.» Todo corre a cargo de
Emilio Mola, «un monstruo de perversidad, ponzoñoso
y rencoroso». Los jueces carecen de juicio y se fusila sin
proceso alguno. Así asesinaron vilmente a dos catedrá-
ticos, uno de ellos discípulo suyo: Salvador Vila Her-
nández y Casto Prieto Carrasco.
¡Qué cándido fue al adherirse al Movimiento, fián-
dose del supuesto Caudillo, que nunca humanizará ni
civilizará a sus colaboradores! Hasta el final de la carta
y de su vida, Unamuno justifica al Generalísimo, aun-
que lo desdeñe: el pobre Franco se ve arrastrado en este
camino de perdición. Pero el hecho de que hasta a Gil
Robles —«figúrese, a Gil Robles!»— lo hayan deste-
rrado, le dará a Quintín de la Torre la medida exacta
del futuro que les aguarda a la vuelta de la esquina.*
Todavía fulmina en otra carta a ABC de Sevilla por
atribuirle unas falsas declaraciones. Uno no puede
por menos de preguntarse con cuánta ira no reaccio-
naría de haber leído las banalidades que le imputaba
Kazantzakis. En nombre de la dirección de aquel perió-
dico monárquico le responde cierto «Juan Carretero».

213
Despectivo, manifiesta que nunca cupo aguardar dis-
creción ni justicia de Unamuno. Aunque la noticia no
fuera cierta —evidentemente no lo es—, debió abste-
nerse de ofender al diario. Tampoco es culpa suya,
añade aquel estúpido, si en España hay «hunos y ho-
tros. Y humanos».*
No hará mayor caso de semejante carta. Como si
persiguiera en un soneto, su molde poético preferido,
un poema que clausure dignamente su amplísima ca-
rrera de poeta, en diciembre vuelve a la poesía. El día
2 se plantea el viejo problema de la iconoclastia, entre
«los oropeles del misterio» y los estrafalarios fervores
de «un cajón de maravillas». Con triste escepticismo,
más allá de la desesperación, hace suya la pregunta de
Pilatos. «“¿Y eso es un Cristo? Mentira! / Es decir...
¿qué es la verdad?”, / inquirió Poncio sin ira / y hen-
chido de humanidad.»
Al paso de tres días compone un soneto sin título.
Allí parafrasea el criterio becqueriano acerca de la fu-
gacidad de la vida, aún más breve que la mitad del des-
tello de un relámpago. El 18 y el 21 de diciembre trae
en mientes aquellos animales que tanto lo fascinaron y
con los cuales plegaba zoológicos de papel en el café de
Hendaya. Le dedica un poema a la golondrina, pregun-
tándose dónde guarda su eterno nido y duerme en in-
vierno. Al murciélago le admira el aliento aletargado en
las tinieblas, mientras amanece el invierno y nieva so-
bre el piélago.
El 28 de diciembre, «día de inocentes», como lo
acota en la fecha al pie, escribe acaso el mejor de sus
poemas. Siete años después se referirá Aldous Huxley
a los creadores que envejecen sin dejar de crecerse.
Goya sería un ejemplo señero entre ellos, según su cri-
terio. Como autor de más de mil setecientas poesías pu-
blicadas, fuera otro Unamuno, y de ello da fe aquel so-
neto, también sin título, compuesto en el trasanteayer
de la muerte. Por lema, lo encabeza con una cita de Le
rouge et le noir, de Stendhal: «Au fait; se disait-il á lui
méme, il parait que mon destin est de mourir en révant.»
(«De hecho, se decía, parece que mi destino sea morir
soñando.»)

214
«Morir soñando, sí, mas si se sueña / morir, la
muerte es sueño; una ventana / hacia el vacío; no soñar;
nirvana; / del tiempo al fin la eternidad se adueña. / Vi-
vir el día de hoy bajo la enseña / del ayer deshaciéndose
en mañana, / vivir encadenado a la desgana / es acaso
vivir? Y esto qué enseña? / Soñar la muerte no es ma-
tar el sueño? / Vivir el sueño no es matar la vida? / a
qué poner en ello tanto empeño? / aprender lo que
al punto al fin se olvida / escudriñando el impecable
ceño / —cielo desierto— del eterno Dueño?»
El poema hace del cuerpo celda, como convirtieron
su casa en cárcel, según Unamuno. Arranca la primera
estrofa de un calderoniano juego de palabras, o de una
falacia nominalista: si soñamos morir, sueño será la
muerte. No obstante, reduce el sentido de la vida a la
vida misma, como lo expuso en Del sentimiento trágico.
La muerte se transforma entonces en una ventana ha-
cia el vacío, donde el sueño se disuelve en humo y di-
fúndese el tiempo en el infinito. En seguida se pregunta
si la existencia es de veras real; o se abrevia sin serlo
—A4raducida a la raya en el agua—, como el hoy y el
ayer se remansan en el mañana. Asimismo pregúntase
por el sentido de la acción en tan efímero trance. Vivir
el sueño fuera renunciar a la auténtica vida y devolver
a la desmemoria cuanto tan afanosamene aprendimos.
Si al principio la muerte devino sueño al soñarla, tam-
bién mataría aquel desvarío la realidad. A la postre lo
ciega el ceño inescrutable de un cielo desierto: el fir-
mamento de su eterno Dueño invisible. Y acaso sean
aquéllas las últimas palabras que escribe Miguel de
Unamuno en la tierra.%
Supitaña y azarosa, llega la muerte una helada tarde
de aquel invierno: la del 31 de diciembre de 1936. Re-
cién vuelto del frente, adonde regresará después del en-
tierro de Unamuno, a lumbre de pajas recala en Sa-
lamanca el profesor de la Escuela de Comercio
Bartolomé Aragón. Aquella mañana, don Miguel desa-
yuna en la cama a las ocho y media y se levanta a las
diez. A poco telefonea Aragón y habla con Rafael de
Unamuno. Con la anuencia de su padre, convienen una
visita para las cuatro y media. El nuevo rector, Esteban

215
Madruga, con quien permanece Unamuno en buenos
términos, debe acompañar a Aragón. Pero deberes ofi-
ciales lo retienen y desvían para ir a un funeral. Por la
mañana, José María Ramos Loscertales le dice a Bar-
tolomé Aragón que Unamuno decae a ojos vistas. Va-
rias veces, después del escándalo en la sala de actos,
vino a augurarle:
—José María, yo moriré como mi mujer. Pero más
de prisa, más de prisa.
También por la mañana, juega el abuelo con su
nieto y le lee unas historias infantiles. Concluido el al-
muerzo, Felisa se lleva al niño a ver unos belenes. Ma-
ría Unamuno visita a doña Pilar Cuadrado: la dueña de
la casa que alquiló don Miguel para su familia al perder
la vivienda del rector. Una hija de aquella señora, Pa-
quita, se halla encamada con la gripe. Bartolomé Ara-
gón alójase en el Novelty y allí opta por vestir de camisa
blanca. No se arriesga a exasperar a don Miguel si com-
parece en su presencia uniformado de falangista. Para
no extremarse en concesiones, se prende el yugo y las
flechas al ojal de la solapa.
En la plaza Mayor, Aragón comparte un café con
Esteban Madruga, antes de que uno asista al entierro,
en representación del rectorado, y se vaya el otro a la
calle de Bordadores. Casi un cuarto de siglo después,
Bartolomé Aragón le confesará a Margaret Rudd que
siempre creyó proporcionarle grata compañía a Una-
muno, pese a aquel ataque de ira contra Mussolini y la
gran estima de Aragón por el fascismo italiano. Aunque
tanto los distancien los años y el prestigio del filósofo,
desde el principio resolvió el joven catedrático tratar a
don Miguel con respeto, exento de adulaciones y de
exageradas deferencias. Unamuno parece agradecerle
aquella actitud y a Aragón le halaga y conforta la amis-
tad del anciano, inclusive en mitad de sus discrepancias
políticas. No obstante admite haberle asaltado un tur-
bio e inexplicable presagio, un azorante escarabajeo en
el fondo del alma, cuando llamó a la puerta del maestro
a las cuatro y media en punto de la tarde.
Le abre Aurelia, la sirvienta. Agúzase un frío cruel
aunque todavía resplandezcan al sol las últimas nieves.

216
Aurelia conduce a Aragón a la biblioteca, donde lo re-
cibe Unamuno, de zapatillas, junto al brasero encen-
dido y recién escarbado. Se alza ágilmente para estre-
charle la mano al visitante y ofrecerle un sitio, frente a
él y junto a la camilla. Jamás olvidará Aragón las pri-
meras palabras del rector depuesto aquella tarde:
—Hoy me siento mejor que nunca.
Acomódase Bartolomé Aragón, obediente a las in-
dicaciones de Unamuno. En seguida reincide don Mi-
guel en su terca letanía. Es la misma que les dedicó a
Johannes Brouwer, a Nikos Kazantzakis, a Jéróme Tha-
raud y a Georges Sadoul; la que por dos veces le mandó
a Quintín de la Torre y les escribió, sin enviársela, a
Maria Garelli y a Lorenzo Giusso. Con un ademán,
ruega o impone silencio, mientras prosigue la diatriba.
—Amigo Aragón, le agradezco que no venga usted
con la camisa azul, como lo hizo el último día, aunque
veo que trae el yugo y las flechas... Tengo que decirle a
usted cosas muy duras y le suplico que no me inte-
rrumpa. Yo había dicho que la guerra de España no es
una guerra civil más, se trataba de salvar la civilización
occidental; después dijo esto mismo el general Franco
y ya lo dicen todos.
El soliloquio se abre y extiende, al igual que un ta-
piz, con palabras por hilos. Piénsese en una suerte de
doselera donde cupiera todo: el sangriento presente y el
torcido pasado, la tragedia de España y el drama de
otros pueblos, memorias y amarguras de cuanto pudo
ser y no fue. En su prólogo al libro de Aragón, Síntesis
de economía corporativa, José María Ramos Loscertales
omite toda mención del futuro, moralmente imposible,
que sería para el filósofo la victoria de los militares. No
se comprende por qué será Ramos Loscertales, no el
propio Aragón, quien refiera el final de Unamuno, a los
dieciséis días de su muerte, en la cabecera de un ensayo
de aquel catedrático de la Escuela de Comercio que no
guarda relación alguna con Unamuno, su obra ni su ac-
titud en la guerra civil.
Parece que un acuerdo a tres bandas, de Ramos
Loscertales, Bartolomé Aragón y la censura militar, re-
suelva que el primero sea el más indicado para evocar

217
públicamente los últimos momentos de Unamuno, aun-
que Aragón los haya vivido y presenciado. De esta
forma, por extraños motivos, se distribuyen los papeles
y la vergiienza colectiva en la Salamanca del Caudillo.
No obstante, en 1959, será el mismo Aragón quien le
cuente a Margaret Rudd cómo, en algún punto de su
ancho monólogo, dio en citar Unamuno a Ortega y Gas-
set, prorrumpiendo en gritos de cólera. También re-
cuerda Aurelia haber oído a su señor, dando «grandes
voces». Se acercó entonces la buena mujer a la puerta
de la biblioteca. Pero, sintiendo hablar a Unamuno en
tono normal, detrás de las hojas cerradas, volvióse tran-
quilizada a la cocina.
Por ventura, rememore Unamuno la visita de Ortega
a la Salamanca de 1914, cuando el autor de Meditacio-
nes del Quijote sólo tenía treinta y un años y Unamuno
ya llevaba a cuestas su primer medio siglo. Poco antes
pronunciara Ortega su conferencia «Vieja y nueva po-
lítica» en el madrileño teatro de la Comedia, empla-
zando a la conciencia de su generación para que or-
ganizase el porvenir nacional de forma «orgánica y
premeditada». Como no efectuaba aquella llamada al-
guien con títulos para hacerlo, añadía Ortega, bien po-
día hacerlo entonces cualquiera. Por ejemplo, él mismo.
Acudió Ortega a Salamanca y Unamuno lo citó en
el Novelty. Recibía así al ambicioso catedrático de Me-
tafísica en sus reales, sentado a su velador preferido y
en mitad de la corte de sus contertulios. Para descon-
cierto de todos, ofreció Ortega una interminable pero-
rata, sin que su locuaz interlocutor lo interrumpiera
una sola vez, ni cesara de observarlo con ensimismado
encaro. Tan pronto dio Ortega por expuestos su pro-
grama y sus criterios, lo despidió Unamuno sin contem-
placiones. «Bueno, lo que usted me propone es que en
ese partido yo sea la cabeza y usted el espíritu. Pues
sepa usted que en mi partido yo seré siempre el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo. Y en cuanto se afilie otro al
mismo, me daré de baja.»
Hoy, en esta última tarde del año de gracia de 1936,
no se muestra menos hostil e hirsuto aquel viejo, a tan-
das tan afable o tan irascible. En un pronto muy torpe

218
pero bienintencionado, acaso para sosegarlo y dis-
traerlo, Bartolomé Aragón le muestra un ejemplar de
La Provincia Española, um semanario refundido en
Huelva. Fuera de tino, redobla su cólera Unamuno.
—¡No quiero ni verlo! No quiero ver esas revistas de
ustedes, porque... ¿Cómo se puede ir contra la inteli-
gencia?
—Don Miguel, Falange acaba de hacer un llama-
miento a los trabajadores de la inteligencia.
—¡Cómo!
—Sí, sí, lo ha hecho, y ellos le prestarán su apoyo.
No lo dude usted.
Debe de mirarlo Unamuno como si lo puesto en tela
de juicio, en aquellos instantes, fuera la sensatez de
Aragón y no la postura de Falange. Luego, culminado
su furor, cae en un decaimiento que acaso sea conta-
gioso. Postrados, callan los dos y Bartolomé Aragón se
sorprende susurrando:
—La verdad es que a veces pienso si no le habrá
vuelto Dios la espalda a España, disponiendo de sus
mejores hijos.
—¡No! ¡Eso no puede ser, Aragón! —torna a exal-
tarse Unamuno, golpeando la mesa camilla a puñeta-
zos—. ¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡Es-
paña se salvará porque tiene que salvarse!
En seguida enmudece y hunde la barbilla en el pe-
cho. También en silencio, respeta Aragón su quietud in-
móvil. De improviso siente tufo de zapatillas socarradas
e inmediatamente desplómase el anciano de bruces en
la mesa. Aragón se precipita a sostenerlo y advierte, ate-
rrado, que abraza a un muerto. ¡Dios no puede volverle
la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que
salvarse!
Temblando, lleva el cuerpo al sofá y lo tiende entre
los almohadones. A sus gritos —«¡Yo no lo he matado!
¡Yo no lo he matado!», repite como un réprobo ido—
acude la sirvienta. Correrá Aurelia en busca de María
Unamuno y de Pilar Cuadrado. Aragón trae un médico
de urgencia, quien sólo puede certificar la defunción.
Don Miguel ha fallecido de un derrame cerebral. Tan
suyas fueron sus últimas palabras, como si llevara la

219
vida entera ensayando su muerte. Entraba en la eter-
nidad proclamando que Dios no tenía derecho a des-
preocuparse de España. Era aquélla la última sinrazón
de la razón unamuniana. A pesar de tanta sangre de-
rramada, el país debía sobrevivir y redimirse.
También fue a apagarse entre los libros de su bi-
blioteca. Corregía el destino otros deseos suyos, publi-
cados en Ahora la antevíspera de la guerra civil. Lle-
gado a las puertas de la muerte, pedía en un artículo
que lo sentaran en una silla, en mitad de una pradera
recién guadañada, con acaso algunas margaritas y cam-
pánulas rebrotándole a los pies, a la clara luz del sol
castellano y bajo los anchos cielos. De aquella forma, al
margen de la existencia fugitiva, volvería a encontrar
una sombra o un soplo de la infinita ilusión.
Cuando regresen Felisa y el niño, hallarán a Una-
muno ya frío, sin gafas y con los ojos cerrados. Enno-
blecidos, si cabe, los rasgos. En el sofá, Pilar Cuadrado
acaricia su blanca cabeza en el regazo. Es éste el perfil
yacente e inmóvil dibujado por José Herrero Sánchez
para el libro de Bartolomé Aragón: el prologado por Ra-
mos Loscertales. No cesa de repetir Aragón que él no
lo ha matado, que él es inocente, sin que nadie lo es-
cuche. O se atreva a escucharlo. Años después, dirá fal-
samente la señora Cuadrado que Unamuno no expiró a
solas con aquel falangista, sino luego en sus brazos.
La funeraria El Carmen lleva la esquela a El Ade-
lanto para su próxima edición. «Funeral: Hoy 1 de
enero, a las once de la mañana. Iglesia Parroquial: Pu-
rísima Concepción. Conducción del cadáver: Hoy, vier-
nes, a las cuatro de la tarde. Casa mortuoria: Borda-
dores, 4. El duelo se despide en la iglesia y Puerta de
San Bernardo.» Felisa imprime el Cristo de Velázquez
en un recordatorio orlado de negro. Dentro se cita el
versículo 15 del salmo 38 de David: «Porque en ti, oh
Jehová, esperé yo: tú responderás, Jehová. Dios mío.»
Otra hoja recoge el final de «El Cristo de Velázquez»
(1920), el más conocido de los poemas religiosos de
Unamuno. «Señor, que cuando al fin vaya rendido / a
salir de esta noche tenebrosa / en que soñando el co-
razón se acorcha, / me entre en el claro día que no

220
acaba,/ fijos mis ojos en tu blanco cuerpo, / Hijo del
Hombre, Humanidad completa, / en la increada luz que
nunca muere; / ¡mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, / mi
mirada anegada en Ti, Señor!»
En pocas horas, la noticia de su tránsito se extiende
por toda la ciudad, aunque al principio lo digan ago-
nizante, como vimos. Aquella misma anochecida captan
una radio republicana, desde una emisora de Madrid,
sembrando la sospecha de que acaso haya sido enve-
nenado. De vuelta a su alcoba, en el Novelty, un in-
quieto Bartolomé Aragón permanece desvelado. Ten-
dido en la cama, abre un libro al azar y sobresáltase
despavorido. Fue a toparse con la poesía de Unamuno
«Es de noche en mi estudio», escrita exactamente
treinta años antes, en la Nochevieja de 1906.
En aquel poema reflexiona Unamuno que acaso
muy pronto, cuando vayan a decirle que le espera la
cena, lo hallarán pálido y helado, tan yerto y mudo
como sus libros, a la luz del blando aceite vuelto una
lámpara funeraria. Sobrecogido, prosigue Bartolomé
Aragón: «Tiemblo de terminar estos renglones / que no
parezcan extraño testamento, / más bien presenti-
miento misterioso / del allende sombrío, / dictados por
el ansia / de vida eterna. / Los terminé y aún vivo.»
Pero Unamuno ha fallecido y esta noche, al menos,
sólo se habla de su muerte. El rojo y el hereje, a quien
echaron del rectorado y del municipio, arrodilla a toda
la ciudad a sus pies mientras yace de cuerpo presente.
Hasta la madrugada, su casa permanece abierta, en
tanto la burguesía que lo arrojó del casino a los berri-
dos de «¡Mal español!» ofrece sus dolidos respetos a los
hijos. Solemnes o llorosos, comparecen los colegas que
lo despidieron de la universidad. Para colmo de sar-
casmo, los falangistas acuden a su vez, solicitando la
venia de la familia para llevar mañana el ataúd a hom-
bros. El permiso es concedido.
Aquel ruego es el principio de la farsa siniestra en
que convertirán el sepelio de don Miguel al día si-
guiente. Salamanca, la ciudad de los uniformes, «con
tal de que sean multiformes», será escenario de la más
tétrica mascarada al hacer de Unamuno un supuesto

221
fascista en su entierro. En el fondo de su inconsciente
colectivo, responde así la ciudad al mismo sentido de
torva y oscura culpa que el jueves por la noche la llevó
a despedir al escritor, de cuerpo presente. O que antes
forzaba a Bartolomé Aragón a reiterar que él no era un
verdugo ni un asesino, que él no había matado a nadie.
O que obligará aquella mañana de año nuevo a Millán
Astray a prometer por su honor, en la cárcel, que se
han terminado los crímenes oficiosos y consentidos de
las sacas.
En resumen, toda la carnavalada ajena viene a tra-
ducirse en el triunfo de Miguel de Unamuno después de
muerto. Tal cual ganó el Cid una póstuma batalla, se-
gún cuentan. O mejor todavía, porque la suya no será
una victoria de las armas sino de la razón, de la libertad
y de la inteligencia.

222
Con su enésima gripe entre pecho y espalda, permanece
acostado el día de San Silvestre Millán Astray. Al atar-
decer, el Generalísimo acude al palacio de Anaya para
difundir entre los españoles un esperanzado mensaje, la
víspera del «segundo año triunfal». De pronto llega un
ayudante a la rudimentaria emisora y le susurra algo al
oído. Tranquilamente, anuncia Franco a los presentes
que Unamuno ha entrado en la agonía.
Para consternación de Giménez Caballero, quien ya
temerá que tantas emociones terminen con él, un exas-
perado ingeniero militar comprueba en vano el micró-
fono. Volvió a enmudecer, como en la arenga de Millán
Astray. Todos los intentos para repararlo resultan inú-
tiles. Hecho carne de gallina y nervios, tiembla y titubea
Giménez Caballero.
—Mi general, yo no entiendo de mecánica. Nos ase-
guraron que esto funcionaría...
Franco sonríe y se encoge de hombros. Luego toma
el original del discurso y les deja copia para la prensa.
Al marcharse pide que le tengan al corriente acerca de
Unamuno. Acaba de irse cuando traen nuevas de que
don Miguel jamás agonizara, aunque hubiese llamado
agonía a la vida del hombre, del Hijo del Hombre y del
cristianismo. Falleció repentinamente en su casa de la
calle de Bordadores, frente a la torre de Monterrey can-
tada por él mismo treinta años antes —«Torre de Mon-
terrey, dime, mi torre, / ¿tras la muerte el Sol brutal se
oculta / o es la Luna, la Luna compasiva, / del sueño
madre?»—, a las cuatro cuarenta y cinco de la tarde.
Giménez Caballero se precipita a casa de Millán As-
tray. La esposa del legionario lo conduce a la alcoba,

223
donde yace el enfermo con el parche en un ojo y el otro,
el sano, encendido de fiebre. Al día siguiente se levan-
tará de buena mañana para ir a la cárcel y volverse a
encamar en seguida. Agitadísimo, le cuenta Giménez
Caballero que Unamuno ha fallecido y humildemente
solicita permiso para ofrecer sus respetos a los deudos
y asistir al entierro.
De perfil sobre el embozo, nunca le responde Mi-
llán Astray. En su atolondrada inquietud, Giménez
Caballero se esfuerza por interpretar aquel «ojo poli-
fémico» que no se apaga, parpadea ni desvía de los
suyos. Primero cree que Millán Astray, con una oreja
clavada en el almohadón, no alcanza a oírlo. En se-
guida sospecha que acaso no lo comprenda, aturdido
por el trancazo. A la postre resuelve que el héroe mu-
tilado no sabe qué contestarle. Como quien calla,
otorga, lee el terco mutismo según sus conveniencias.
Con aquel silencio debe ordenarle que vaya a Borda-
dores y al entierro. Y sobre todo, siempre a hechura
de los férvidos deseos de G. C., que le dedique un artí-
culo necrológico a Unamuno.
En la plaza Mayor se da de bruces con Antonio de
Obregón, a quien antes había llevado a Prensa y Pro-
paganda, como ya se recordará. El fallecimiento de
Unamuno puso al avezado vanguardista en tal trastejo
y revuelo —cruce de dolor y solaz, como si el mundo
hubiese cobrado súbito pero triste sentido—, que le
suelta a Obregón un desplante digno de los mejores ul-
traístas:
—Vamos corriendo a Anaya. Unamuno ha muerto y
las máquinas de escribir tienen que disparar toda la no-
che como ametralladoras.*
Con olfato de probado podenco, huele los vientos.
Teme que algún correligionario pueda adelantársele en
la beatificación de Unamuno. De hecho, Maximiano
García Venero está componiendo un largo artículo so-
bre don Miguel y su obra. A las siete se lo lleva a He-
dilla y éste lo aprueba inmediatamente. Con familiares
en la zona republicana, García Venero firma su trabajo
con el increíble seudónimo de Tresgallo de Souza, en
realidad su segundo apellido, para no comprometerlos.

224
Hedilla manda reproducir el ensayo por multicopista y
repartirlo entre todos los periódicos falangistas. Mien-
tras tabletean las máquinas de escribir, Víctor de la
Serna convoca a los altos mandos de Falange, en una
presurosa reunión a la cual no invitan a Giménez Ca-
ballero, como huelga añadirlo.
—Hemos de hacer cuanto esté en nuestra mano
para enterrar a Unamuno como debe ser —ordena Víc-
tor de la Serna con la bendición de Manuel Hedilla.
Ni que decir tiene, Hedilla informó a la censura mi-
litar y el Cuartel General dio tácita aprobación a sus
propósitos. (Quien calla, otorga, repetiría Giménez Ca-
ballero.) Pero muchos falangistas de base, entre los más
duros e intransigentes, ignoran tan delicados extremos.
Presas de patriótica indignación, sublévanse ante un
artículo como el de Tresgallo, «Justicia y honor de la
Falange a don Miguel de Unamuno», tan elogioso de
la obra herética de semejante rojo.
Aquel texto, con su estrafalario título, se publica en
El Adelanto, a las pocas horas de la defunción de don
Miguel, la mañana del primero de enero de 1937. Por
concesión de sus propietarios, los hermanos Mariano y
José Núñez Alegría, el periódico es una suerte de por-
tavoz oficioso de Falange. Pero lamentará Tresgallo de
Souza que el correo le retrase la salida a su trabajo en
la prensa del partido de las demás ciudades. Mientras,
García Venero oye acres recriminaciones y veladas
amenazas. Varios falangistas discuten la posibilidad de
zanjar aquello a tiros. Pero callan y olvidan, tranquili-
zados, cuando comprenden la discreta inhibición del
Generalísimo.
También el primer número de La Gaceta Regional,
en 1937, dedica un elogio póstumo a Unamuno, en un
par de columnas de la última página. La víspera, Bar-
tolomé Aragón proporcionó al periódico los datos para
su necrológica. La Gaceta reproduce la conocida foto-
grafía de don Miguel en tierras de La Flecha, donde
fray Luis de León discurrió su libro sobre los nombres
de Cristo. No se oculta que el claustro expulsó a Una-
muno del rectorado. Pero se recuerda su apoyo al Mo-
vimiento, con los ataques al «Gobierno marxista» y a

223
los hombres del Frente Popular, «que habían llevado a
España al caos».
De manera incomprensible, la hora de la muerte
—allí las seis de la tarde en vez de las cinco menos
cuarto— está equivocada en La Gaceta Regional. Nin-
gún dolor, dicen, le anticipó a Unamuno el súbito trán-
sito. Se reconoce su prestigio universal y asegura que
su obra influyó en el pensamiento español del primer
cuarto de siglo de forma tan profunda como decisiva.
El proscrito de tantas instituciones salmantinas, de sú-
bito se convierte en «ilustre catedrático».
Aquella misma mañana, antes de las exequias en la
Purísima, Ramos Loscertales se reúne con Bartolomé
Aragón en el hotel Novelty. Según confidencias poste-
riores de Aragón a Eugenio Vegas Latapie, resuelven
imprimir una suerte de breve y presuroso manifiesto,
en nombre propio y de la Universidad de Salamanca,
para contribuir a la póstuma redención política de Una-
muno. Si bien Ramos había votado su cese en el rec-
torado, nunca le faltó a don Miguel el respeto particular
de aquellos dos hombres. Juntos quieren salir al paso
de los rumores de envenenamiento, que ya se susurran
por toda Salamanca. Asegura Vegas Latapie que enton-
ces llegan al extraño acuerdo de que Ramos redacte un
breve prólogo al libro de Aragón, muy laudatorio de
Unamuno, describiendo allí el último cuarto de hora
de su vida en presencia del catedrático de la Escuela de
Comercio y profesor auxiliar de la Universidad de Sa-
lamanca.
Aunque no propenda a intensos ni duraderos ren-
cores, aparte del odio agareno que le profesa a Rafael
Sánchez Mazas por haberlo enemistado con José An-
tonio Primo de Rivera, dándose a los demonios anda
aquella mañana Ernesto Giménez Caballero. No parará
de maldecir a Maximiano García Venero por pisarle la
necrológica a mayor gloria falangista de Miguel de Una-
muno. Si bien lo lee por radio la noche de año nuevo,
su artículo, «Paz para un agonista. La muerte de Una-
muno» —título más sensato que lo de «Justicia y honor
de la Falange a don Miguel de Unamuno»—, no aparece
en El Adelanto hasta el día 2, a las veinticuatro horas

226
de dada a la estampa la colaboración de Tresgallo de
Souza.
Dentro de su disparatada retórica, algo contenida en
aquel caso, G. C. le escribe el mejor responso de la Es-
paña franquista a Unamuno. Rompe lanzas, aseverando
que Dios fue piadoso con don Miguel. Su muerte, en «el
último instante del año 1936», valga aquí la retórica
exageración, puesto que el año sobrevive a Unamuno
por siete horas, parece responder a una suerte de mís-
tica llamada misteriosa a juicio de Giménez Caballero.
Sagazmente, expone todas las contradicciones que con-
currieron en el final del infatigable creador de para-
dojas. Si bien falleció sin agonizar, su obra y su entera
vida no fueron sino una doble y entreverada agonía. Di-
cho sea de otra forma, se extinguió dulcemente, sin lu-
cha y sin martirio, aunque hubiese sido un perenne
atormentado. «Murió en paz. Él, que siempre vivió en
la guerra.»
Acaso también su generación, la llamada de 1898 y
nacida «en torno a los últimos desastres de nuestro Im-
perio»; pereció a su vez con Miguel de Unamuno. En
aquel punto del quinto párrafo, G. C. paga peaje y rinde
culto al régimen. Habla de un nuevo «Imperio» —siem-
pre con mayúsculas—, que amanece con el año 1937 en
el entierro del «abuelo», iluminando, con el resplandor
invernal del alba, a unos «nietos» forjadores del por-
venir, libres de la agonía y del temor a la muerte.
Al principio fue la de Unamuno una generación pa-
triótica, polémica y esperanzada. Pero, según Giménez
Caballero, su destino histórico la enfrentó con un país
arruinado, en sentido moral y material, por el libera-
lismo parlamentario. Mudándola en un remedo de lo
francés o lo inglés, aquel parlamentarismo negábale su
genio propio a España. La generación de 1898 alzó un
grito de rebeldía y soñó con reconstruir la nueva patria,
después de arrumbar la existente. Bajo el signo de
Nietzsche, Baroja dejaría las primeras páginas prefas-
cistas en César o nada. Azorín descubriría las viejas ciu-
dades tradicionales; Valle-Inclán, «la grandeza de la
guerra civil», y Maeztu, el sentido católico de la his-
panidad.

22
Unamuno, un místico que rayaba en la herejía, eli-
gió a Salamanca, «ciudad de Renacimiento y de Re-
forma, de teoría y de teologías», como su tierra pro-
metida. Allí buscó a otra generación, dramática y
entusiasta, con sentimiento trágico de la vida. Por eso
Ortega y Gasset, su sucesor en el magisterio intelec-
tual, lo culparía de incitar a la juventud en el ener-
gumenismo, entre las venerables piedras salmantinas.
Ya olvidado G. C. del fino acariciamiento de una aleta
de la nariz, en típico gesto del filósofo, y de sus labios
despectivos y acogedores; la sola mención de Ortega
lo lleva a una de sus habituales filípicas mitineras.
Digna, por cierto, de sus mejores invectivas en la ca-
tedral.
«Pero ni Unamuno, ni ninguno del 98, inició a esta
juventud ni en la cautela, ni en el enchufe, ni en la bu-
rocracia, como lo hizo la generación auténticamente fa-
tal para España: la “europizante”, la del “Servicio a la
República”, la de 1931. De la que era jefe don José Or-
tega y Gasset.»
Agudamente, en uno de sus habituales vaivenes,
afirma Giménez Caballero que la del 98 fue la última,
ya muy tardía, leva romántica española. «Nietzscheana
y soñadora», acota redondeando el criterio. Fue tam-
bién pobre, modesta y noblemente intencionada. No
obstante, por romántica, no rindió a la cultura española
cuanto pudo haberle podido aportar.
Si a los dos días Ortega emplaza a Unamuno en la
generación de George Bernard Shaw, Giménez Caba-
llero lo sitúa en la órbita intelectual del romanticismo
europeo y su inmediato epílogo. Con Carducci en Italia;
Guerra Junqueiro en Portugal; Kierkegaard en Dina-
marca; Tolstói en Rusia, y más lejos, hacia el pasado,
Victor Hugo en Francia. A los cinco los llama dioses de
las masas laicas. Creyéronse con derecho a todo, «me-
nos a la crítica de sí mismos». Con un ojo en el ojo gri-
poso y acalenturado de Millán Astray, cuando lo miraba
fija y mudamente desde su lecho de enfermo, los acusa
del mayor pecado romántico, que asimismo es la culpa
de Satán: la rebeldía.
Según Giménez Caballero, aquél fue el delito de

228
Unamuno para con España: haberle negado un sentido
de obediencia que se convirtiera en lección de disci-
plina. Siempre anduvo don Miguel fuera de lo colectivo
y al margen del Estado, si bien en ocasiones cruzó fu-
gazmente por el ámbito político recogiendo los aplau-
sos populares. Pero nunca logró someterse, aunque al-
guna vez hubiese definido a la mística española como
la libertad del alma en el acato.
Al final, G. C. le perdona la vida a Unamuno
muerto, componiendo en su honor un cajoncillo de sas-
tre de disparatados elogios. Como ejemplo para el por-
venir, le alaba el patriotismo, la moralidad, el sentido
del hogar, el amor a la familia, el estudioso trabajo, el
entusiasmo por los paisajes nacionales, la poesía lírica,
el desprendimiento y hasta la contrición religiosa frente
a Jesús crucificado.
Habría terminado allí su artículo si una aberrante
«inspiración» de Tresgallo de Souza, en el entierro de
don Miguel, no le indujera a apropiársela en venganza
por el encomiástico planto a Unamuno con el que se le
anticipó García Venero. Cierra entonces su trabajo pro-
clamando a los cuatro vientos el deber de alzar el brazo
frente a la tumba del «férreo combatiente», en pago por
el servicio que le rindió al renombre de España en el
mundo. Siempre palma en alto, debe gritársele a don
Miguel de Unamuno: «Lo mejor de tu alma está PRE-
SENTE en España. ¡Descansa en paz!»”
A las once en punto de la mañana empiezan los fu-
nerales en el convento de las Agustinas o la iglesia de
la Purísima Concepción, de la calle Ancha. Fundó la pa-
rroquia-cenobio, tan cerca de la casa en la calle de Bor-
dadores, el sexto conde de Monterrey y cuñado del
conde-duque de Olivares, Manuel Fonseca y Zúñiga. Le-
yendas distintas, acaso todas ciertas, aseguran que don
Manuel erigió el monasterio para acoger a su hermana,
Inés de Zúñiga. O bien afirman que levantó la fábrica,
bajo la cúpula octogonal e italianizante, para albergar
la Inmaculada que José de Ribera le había pintado en
Nápoles, en 1635, cuando el señor de Fonseca era virrey
allí de Felipe IV.
En todo caso, en este alto templo de una nave y cruz

229
latina, con la dortada esculpida en un mármol oscuro,
un tanto inesperado y desconcertante, las estatuas
orantes de los Monterrey aguardan al duelo en sus tum-
bas. Bajo la Purísima Concepción de Ribera oficia la
misa de difuntos el cura párroco, Valentín González.
Dirigida por el maestro Bernalt, la capilla canta el ré-
quiem. La esquela y el artículo de García Venero aca-
baron de esparcir las nuevas de la muerte de Unamuno.
A centenares acuden los fieles a la parroquia de las
Agustinas, aunque allí los traspase el seco frío del pri-
mer enero de la guerra. *
Junto con el nuevo rector, Esteban Madruga, y el
decano de Filosofía y Letras, José María Ramos Los-
certales, los hijos de don Miguel, Rafael y Fernando, en-
cabezan el duelo. En tanto se llenan de salmantinos los
bancos de la iglesia, acaso piense Rafael Unamuno en
la tarde de la fiesta de la Raza, cuando corrió a recoger
a su padre, vejado y perseguido por el señorío del ca-
sino. «¡No! ¡Por la puerta principal! ¡Yo salgo de aquí
por la puerta grande!», gritó Unamuno, acallándolos a
todos por un instante. Tal vez hoy, mientras acuden a
sus funerales aquellos mismos caballeros, enmudecidos
y con gesto pesaroso, comprendan que también por el
mayor portón se marcha don Miguel de Salamanca y
entra en la eternidad. Una eternidad que en sí mismo
parece transformarlo a los ojos de la historia, como lo
había escrito Mallarmé de Poe.
Por otros derroteros le discurren los pensamientos a
Luis Moure Mariño en el funeral de las Agustinas. Aun-
que todavía funcionario de Prensa y Propaganda, a di-
ferencia de Giménez Caballero, a quien acaba de salu-
dar en otro banco de la iglesia, ni siquiera se le ocurrió
pedirle permiso a Millán Astray para asistir a las exe-
quias. Contemplando la presidencia del duelo, el joven
gallego lamenta que no acudan hoy a la Purísima re-
presentantes oficiales del Cuartel General o de la Junta
Técnica del Estado. Pesaroso, empieza a cavilar lo que
más de medio siglo después pondrá en letras de molde.
Hay un triple exceso de fanatismo, pasión e irreflexión
en aquella zona rebelde, a la que él se unió de forma
voluntaria y por la cual sólo su antigua tuberculosis le

230
impide combatir en el frente. Por añadidura y por en-
cima de todo, la España franquista carece de tacto po-
lítico.
Asimismo, en tanto entona el oficio de difuntos el
coro del maestro Bernalt, piensa Moure Mariño en
Unamuno. Ve en él la doble imagen de un trabajador
infatigable y un espíritu atormentado, siempre en es-
pera angustiosa de que «algún relámpago le iluminase
los misterios del más allá». Conjura sus propias lecturas
de Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en
los pueblos, y cree aquel libro preso entre dos guardas:
de un lado, la desesperación y, del otro, el ansia por
advertir un atisbo de la inmortalidad. También las con-
tradicciones personales infunden carne y sustancia a la
imagen de Unamuno a través de su vida y sus obras.
Fue modesto, austero y casi místico hasta en el vestir.
Pero jamás quiso casarse con causa alguna que no es-
timara justa. Inteligentemente, concluye Moure Mariño
que el temple berroqueño de don Miguel nunca incidió
en la intransigencia. Así el hombre y su última inter-
vención pública en el paraninfo.
También en la Purísima conjura Giménez Caba-
llero su «Paz para un agonista». Definitivamente, ha-
laga el artículo su inmensa vanidad, tan ilimitada
como fácil de colmar. Todavía ignora que al texto le
falta el estrambote. Lo incorpora a toda prisa, al re-
greso del cementerio, cuando ya el trabajo entraba en
máquinas. Le satisface haber denunciado la insumi-
sión de Unamuno, entre tantos elogios, si el vasallaje
a la autoridad se traduce en épica disciplina. En el
fondo, G. C. es consistente consigo mismo. Después
de cuarenta y tres años, todavía hará, en sus Memo-
rias, la ardorosa apología del franquismo prescrito.
Reverenciosamente le admira, según dice, «la impe-
rialidad» y el anhelo de dominio.
Pero no le asombra en absoluto que Unamuno se su-
blevara, dialéctica y abiertamente, contra Millán Astray
y el régimen. Desde hace tiempo abriga el convenci-
miento de que don Miguel era «un yo irreductible» a la
Corona y a la República. ¿Cómo no iba a serlo frente
al Movimiento? Para sus adentros, resuelve G. C. volver

231
al cementerio y llevarle unas flores, aunque sea a cada
muerte de papa como diz que dicen los portorriqueños,
en cuanto sus muchas tareas y enredos personales le
permitan la escapada. Aquella tarde no alcanza a anti-
cipar su brillante definición de Unamuno, al hilo de
muchos años, como «teólogo de los que no lo somos».
Para entonces, según confiesa en su autobiografía, tiene
Del sentimiento trágico de la vida por obra de cabecera.
Humildemente supone a aquel libro y a su autor, juntos
e inalienables, germen original de sus propias ideas ge-
niales. ;
Dan las cuatro en la catedral, mientras sale el fére-
tro de la casa. Los empleados de El Carmen lo llevan
hasta la acera de Bordadores y allí lo toman a hombros
cuatro significados falangistas: Víctor de la Serna, el cé-
lebre tenor aragonés Miguel Fleta, Antonio de Obregón
y Emilio Díaz Ferrer. Sostienen las cintas otros cuatro
catedráticos, que firmaron la destitución de Unamuno:
Manuel García Blanco, Francisco Maldonado de Gue-
vara, Nicolás Rodríguez Aniceto y el decano de Dere-
cho, Isidro Beato. Traen los cirios los profesores Leo-
poldo de Juan, César Real, Ignacio Rivas, Pérez Villamil
y Sancho. Los sigue un cortejo de uniformados bedeles,
con hachones encendidos.
En el entierro abundan los falangistas valerosos, de
camisa azul y encerado correaje, discretamente alejados
del frente y capitaneados por el jefe de milicias locales
y futuro alcalde Manuel Gil Ramírez. También forma
en el duelo García Venero, viejo cenetista montañés y
ahora cerebro gris de Hedilla. Hombre perspicaz y fu-
turo historiador de verdadera valía, no parece advertir
el perverso pasteleo, amasado por él y de la Serna con
la anuencia de Hedilla; pero acaso repare cómo Una-
muno, muerto, se les evade a todos de las manos. Ca-
mino del cementerio, en este repelente baile de disfra-
ces, todavía los vence y abruma su íntegra grandeza.
Eugenio Vegas Latapie y Luis Moure Mariño perci-
ben el birrete negro y la muceta encima de la caja. Fa-
llecido don Miguel, simbólicamente le devuelven el rec-
torado perpetuo, sin que él lo exigiera o reclamase.
Aragón Gómez, quien pasa pálido como un aparecido

232
muy cerca de Ramos Loscertales, celebrará aquel gesto
de la universidad: acaso idea del mismo Ramos, con el
inmediato asentimiento de Esteban Madruga. Pero ca-
llan todos esta tarde mientras avanza el lento cortejo.
Desfila el duelo por el palacio de Monterrey y bordea el
Campo de San Francisco, donde tantos tiros sonaban la
primera noche de la guerra civil y en el que amaneció
muerto el viajante de comercio, conocido de Unamuno.
Al final del parque, junto al paseo de las Carmelitas, ha-
bían tenido su segunda vivienda salmantina don Miguel
y doña Concha en el invierno de 1891.
«Enterraré en ti, mi visión del Campo / de San Fran-
cisco, / hambre loca de imposible sosiego, / raíz de
Cristo. / Cubren cipreses a las áureas torres, / cielo di-
vino, / y canta en mayo su prieta verdura / fruto de tri-
nos...», escribía Unamuno casi cuarenta años después,
entonces en su biblioteca de Bordadores. La casa, si al-
guien la recuerda y reconoce en el cortejo, conserva el
tejado de azulejos y los espaciosos miradores sobre la
arboleda. .
Cabe la Puerta de San Bernardo se despide el pri-
mer duelo. Unos falangistas sustituyen a otros y queda
el féretro a hombros de Mariano Rodríguez Rivas, Mel-
chor Almagro San Martín, Carlos Domínguez Lafuente
y Víctor Alonso. Todos los joseantonianos, uniformados
sin excepción, el clero y muchísimos civiles proseguirán
hasta el cementerio, detrás de Rafael y Fernando Una-
muno, Ramos Loscertales y el decano de Derecho.
Abierto aguarda en el camposanto el nicho de don Mi-
guel. Es el 340 de la galería Este, a la izquierda de la
entrada. Allí reposa Salomé, junto a la huesa de doña
Concha.
La muerte es la sola realidad que no alcanzamos
pervertir, había escrito Aldous Huxley en Ciego en Gaza,
en el año terrible que terminó ayer. En el cementerio
de Salamanca, García Venero consigue aquel imposible.
Al sepultarlo, vergonzosamente le atribuye a Unamuno
un falso falangismo que en vida lo habría desatinado.
Mientras Giménez Caballero toma buena nota de la
aberración, para plagiarla en provecho propio, Tresgallo
de Souza se aproxima al jefe de las milicias locales.

233
—Manuel, creo qué deberías mandar a los falangis-
tas que formen para desfilar ante el nicho, saludando
brazo en alto.
—Tienes razón. Voy a ordenarlo.
—Además, tú darás la voz de ordenanza. Te corres-
ponde.
Resístese Manuel Gil Ramírez. Por natural modes-
tia, asegura García Venero. Que no por horror de la de-
pravación que se avecina. Cede a la insistencia de Gar-
cía Venero, quien al parecer traslada entonces un
mandato de Manuel Hedilla. Éste, devoto creyente, ha-
bría querido que Unamuno viviera siempre en el seno
de la fe. Pero tiene el convencimiento absoluto de que
se perdió «una egregia figura del pensamiento español»
con la muerte de don Miguel.
A las órdenes de Manuel Gil Ramírez desfilan los jó-
venes uniformados frente al nicho abierto. Luego el jefe
les da el alto y los cuadra. En la tarde sin sol y bajo el
firmamento de pizarra suenan gritos infamantes y gro-
tescos por un muerto que jamás fue falangista y detes-
taba el fascismo con toda su alma.
—¡Camarada Miguel de Unamuno y Jugo!
—;¡Presente!
—;¡Arriba España!
—¡Arriba! ”
A la anochecida de aquel uno de enero, José Ortega
y Gasset recibe en París una llamada desde Buenos Ai-
res. Le telefonea La Nación, donde colabora, anuncián-
dole el fallecimiento de Unamuno. Desde noviembre, el
filósofo y su familia residen en el 43 de la rue Gros,
entre Passy y Auteuil, fugitivos de España. Inmediata-
mente, se dice Ortega que Unamuno ha muerto «de mal
de España», sean cuales fueran los datos médicos del
certificado de defunción.
Estalla la guerra en Madrid el 20 de julio de 1936,
con el fracaso de la rebelión y el asalto al cuartel de la
Montaña. Al día siguiente, aquejado de una inflamación
de la vesícula biliar, se traslada Ortega a la Residencia
de Estudiantes, en Pinar, 21, desde su domicilio en el
161 de Serrano. Diez días después signa un manifiesto,
redactado por José Bergamín, de intelectuales «al lado

234
del Gobierno de la República y del pueblo, que con he-
roísmo ejemplar lucha por sus libertades». Ortega, en-
camado, aporta la firma a través de su discípula María
Zambrano. Con él se apartidan y solidarizan figuras del
prestigio de Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón
y Antonio Machado. En diciembre de 1937 repudiará
abiertamente aquel y otros documentos, «que los co-
munistas y sus afines obligaban a firmar (en Madrid)
bajo las más graves amenazas».
Con apoyo de la embajada de Francia, sale de Ma-
drid con su familia el 30 de agosto. En Alicante em-
barcan rumbo a Marsella en un barco de carga francés.
Desde allí se desplazan a un pueblecito cercano a Gre-
noble, donde permanecerán hasta noviembre, cuando
se mudan a París. A mediados de diciembre, Johannes
Brouwer, su traductor holandés, visita a Ortega y le ex-
pone con toda suerte de detalles su dramática entre-
vista con Unamuno en la Salamanca de tres meses
atrás. Será aquélla la primera vez, cuenta Ortega en su
artículo de La Nación del 4 de enero, en que presagió
para sus adentros el trágico destino de don Miguel.
Tarde o temprano añadiría su sacrificio personal a la
muerte innumerable y colectiva en que vino a transfor-
marse la vida española.
Cuando le llaman desde Buenos Aires, sabe cum-
plido su augurio. Unamuno se puso al frente de dos-
cientos mil españoles inmolados y partió, con todos
ellos, más allá del horizonte. Los supervivientes, añade
Ortega, sienten la vergiúienza de no haberle sabido
acompañar. No obstante, concluye de forma bastante
extraña, puesto que no es lo mismo perecer o salvarse:
«A algunos nos consuela un poco lo cerca que hemos
estado de ejecutar esa sencilla operación de sucumbir.»
Al igual que aquellos antiguos celtíberos, admira-
ción de Tito Livio por ser el único pueblo que vestía de
negro y reverenciaba a la muerte, hizo Unamuno de
toda su obra una meditatio mortis. También le atribuye
Ortega «un coraje sin límites», aunque se guarde de co-
mentar lo ocurrido en el paraninfo de la universidad.
Ya sea por dudoso imperativo de un periódico liberal
como La Nación o por propia prudencia política. Con

235
todo, cabía mucho gigantismo en las virtudes y en los
defectos de aquel titán.
Lo culpa Ortega de una egolatría que siempre le im-
pidió el diálogo con los demás, quienesquiera que fue-
ran. Pues sepa usted que en mi partido yo seré siempre
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. «Plantaba su yo en
mitad de cualquier sitio, como si fuese un ornito-
rrinco.» Sitúa entonces Ortega a Unamuno en la gene-
ración de George Bernard Shaw, quien era ocho años
mayor que don Miguel. Ambos fueron unos intelectua-
les convencidos de que la humanidad tenía el deber de
escucharlos y aplaudirles las gracias juglarescas. No po-
dían respirar sin sentirse rodeados de un pueblo en sus-
penso, encandilado por sus chanzas polémicas.
Al final acusa a Unamuno, por vasco, de tener un
castellano adquirido como segundo idioma. Todo lo
cual es un absurdo, digámoslo de paso, puesto que la
lengua madre de don Miguel fue el español. El vocablo,
prosigue Ortega, siempre se interpuso entre el hombre
y su pensamiento. De ahí que el lector tropiece a me-
nudo con su enrevesado vocabulario. Reincide y mar-
tillea: «Semejante propension etimológica es caracterís-
tica de quien habla o escribe en un idioma aprendido.»
Con todo, y habida cuenta de que la voz de don Miguel
venía resonando en los ámbitos nacionales desde hacía
más de un cuarto de siglo, teme Ortega que un atroz
silencio caiga sobre España después de su muerte.”
Si Ortega parece aquejado de los mil remordimien-
tos del superviviente, más generoso se manifiesta Gre-
gorio Marañón en un banquete ofrecido por el PEN
Club de París el 7 de enero. Alaba a Unamuno como
vasco universal y como profeta de una nueva España,
que Marañón no precisa. Si bien, al igual que todos los
visionarios, pereció sin alcanzar la tierra prometida.
Nacido en mitad de una guerra civil, la tenía clavada
en mitad del corazón. Otra vendría a arrebatarlo en la
vejez. Un fuego interior le abrasaba el alma, mientras
extinguíase junto al brasero —«el fuego del brasero, pa-
labra simbólica en España»—, pero muriéndose sonreía
atento a su llama interior, como les ocurre a los már-
tires que también son profetas.

236
Como Ortega, elude toda referencia al duelo de Una-
muno con Millán Astray y a su pública denuncia del
Movimiento. Limítase a expresar de forma metafórica
la soledad política unamuniana en la Salamanca de la
contienda española. «Ni en uno ni en otro bando le
pueden comprender. Unos y otros dicen que les ha he-
cho traición: y es cierto. Porque el Profeta sirve a la
Verdad —todas las mayúsculas son de Marañón— y
para serle fiel hay que traicionar a los que no saben co-
nocerla.» Unamuno, resume, jamás habría tomado las
armas contra los que no creían ni quemado los templos
de los creyentes. Nunca hubiera escrito ni escribió en
defensa de una idea, por egregia que a otros pudiera
parecerles, si absolvía o justifica el robo y el asesinato.
Termina ofreciendo disculpas personales por haber
servido a un humanismo que no era el verdadero. Aque-
lla noche se muestra bastante vago al justificar su des-
tierro voluntario y su separación de la causa republi-
cana. Pero en diciembre de 1937 será más explícito. En
unas declaraciones a Revue de Paris, reniega de la firma
concedida a Bergamín y se declara partidario de la
causa franquista. «Aunque en el lado rojo no hubiera
un solo soldado ni un solo fusil moscovita, sería igual:
la España roja es espiritualmente comunista roja. En el
lado nacional, aunque hubiese millones de italianos y
alemanes, el espíritu de la gente sería infinitamente es-
pañol, más español que nunca.»”?
De forma muy inteligente, tres veces se pronuncia
Antonio Machado acerca de la muerte de Unamuno.
Las primeras en 1937 y la última al año siguiente. En
una nota de Consejos, sentencias y donaires de Juan de
Mairena y de su maestro Abel Martín —aparecida en la
revista Madrid, de la Casa de la Cultura—, y luego en
una carta al crítico ruso David Vigodsky, medita las
consideraciones que su otro yo, Juan de Mairena, se ha-
bría formulado a la desaparición de Unamuno. Entre
todos los pensadores españoles que hicieron de la
muerte un credo filosófico o religioso, Unamuno fue el
más rebelde y el menos senequista. Nunca quiso resig-
narse a su destino mortal.
Aparece entonces un Unamuno distinto del que Or-

297
tega comparaba a los viejos celtíberos por su culto a la
muerte. Valga añadirlo, otro Unamuno más ajustado a
la realidad, muy opuesto y ajeno al estoicismo. Con su
obra renace en Europa toda una corriente existencia-
lista que tiene en él uno de los precursores señeros.
Unamuno feneció repentinamente, «como el que muere
en una guerra». Con retórica académica, pregúntase el
poeta contra quién perecería combatiendo. Sin duda
contra sí mismo. «... acaso también, aunque muchos no
lo crean, contra los que han vendido a España y trai-
cionado a su pueblo.» ¿Contra el pueblo mismo?, refle-
xiona al cabo. Antonio Machado no lo cree ni lo creerá
Jamás.
En 1938 y con motivo de la salida, en el número XV
de Hora de España, de unos textos inéditos unamunia-
nos al cuidado de Quiroga Pla, el yerno que fue de don
Miguel, repite Machado sus reflexiones sobre el anti-
estoicismo del pensador. Como una «egregia y lumi-
nosa agonía», su entera vida culminó en su muerte: el
postrer combate consigo mismo, tal es decir, con su ser
más intimo y su propio Dios. De los grandes Migueles,
en quienes se remansan las esencias españolas —Ser-
vet, Cervantes, Molinos y Unamuno—, el último no fue
en modo alguno el menor de los cuatro. Al menos así
lo escribe Machado en el número CI de la madrileña
Revista de las Españas.
Repite el poeta su visión de Unamuno como pre-
cursor del moderno existencialismo, la escuela de Fri-
burgo culminada en Martin Heidegger. Luego pasa a
las circunstancias del tránsito de don Miguel, todavía
envueltas en el misterio. Al igual que Ortega y Marañón
en París, tampoco menciona Machado el enfrenta-
miento de Unamuno con Millán Astray, si bien el dra-
mático debate era conocido, con inevitables distorsio-
nes, en la zona gubernamental. Valga a modo de
ejemplo el artículo «Muerte y vida de Unamuno», de
José Fernández Montesinos, publicado el año anterior
en el número IV de Hora de España. Allí afirma el autor
que, aun a riesgo de perderlo, un destino propicio le de-
paró a Unamuno a Millán Astray como antagonista. Y
le devolvió así la suprema lucidez de sus mejores días.

238
Atribuye Antonio Machado a «los esbirros de Mola»
un cautiverio domiciliario de don Miguel, sólo relati-
vamente cierto, aunque él lo sintiese absoluto y vergon-
zante. Concluye con la afirmación de que el héroe li-
terario de Unamuno fue don Quijote: el caballero que
siempre percibió una victoria inmerecida como una de-
rrota moral. Entre líneas y muy al trasfondo del texto,
diríase resuenan las verdades de don Miguel en el salón
de actos sobre vencer y convencer; persuadir con la ra-
zón y el derecho, por encima de cualquier victoria de
la fuerza bruta. También parece palparse el callado
convencimiento de Machado de que la República va a
perder la guerra. Al final traduce el sentido de la exis-
tencia unamuniano en llevar una vida que haga de la
muerte la suprema injusticia. En otras palabras, con-
vertir la vida en el solo sentido de la vida, tanto si cabe
como si no cabe la supervivencia del espíritu y a des-
pecho de nuestra efímera mortalidad.”
La Iglesia española de la época adopta una actitud
muy distinta de la de Ortega, Marañón o Machado ante
la memoria de aquel muerto. Pronto-parece olvidarse
de la denuncia que siempre mantuvo Unamuno de la
persecución del clero en la zona republicana. Como
también habría protestado el fusilamiento de dieciséis
sacerdotes nacionalistas vascos, por orden de Franco,
de haberlo conocido. En 1938, una pastoral del obispo
de Salamanca, Enrique Pla y Deniel, quien ascenderá al
arzobispado de Toledo en 1941 y al cardenalato dos
años después, desaconseja a los católicos la lectura de
Del sentimiento trágico de la vida. Cabe en lo posible
que monseñor Pla y Deniel no le perdone a don Miguel
su propio pánico cuando voceaba Unamuno su filiación
catalana y el futuro cardenal temblaba azorado en la
presidencia del paraninfo.
Al paso de otros trece años, en 1953, dispónese la
Universidad de Salamanca a celebrar el séptimo cen-
tenario de su fundación. Entre diversos ceremoniales,
se apercibe un homenaje oficial ante la tumba de Una-
muno. Pero a la universidad se le anticipa el excelen-
tísimo y reverendísimo señor obispo de Canarias, como
don Antonio Pildáin y Zapiáin verazmente se llama a sí

239
mismo, en la cubierta de una airada pastoral. En aquel
mensaje a los diocesanos —fechado el 19 de setiembre
y reproducido en Ecclesia el 12 de octubre, aniversario
de la confrontación de Unamuno con Millán Astray—,
monseñor Pildáin dice al pensador «hereje máximo y
maestro de herejías». Así, de entrada y por título; luego,
de forma más detallada, añade que Unamuno alejó a
millares de españoles del catolicismo y fue el más
aciago enemigo de la fe católica.
Con mayúsculo asombro, asegura el obispo haber
leído en la prensa el anuncio de un homenaje a Una-
muno por parte de Salamanca en los actos del séptimo
centenario: nada menos que la inauguración de una
Casa Museo que llevará su nombre nefasto. Sorprende
y escandaliza que aquellas aulas, ejemplo de centros es-
colásticos del saber católico, escojan a un hombre cuya
ideología constituye la antítesis del pensamiento sobre
el cual se cimienta el justo prestigio de la universidad.
Casi sin pausa, truena su condena en las dieciséis
páginas de aquel panfleto. Aunque se dijese cristiano,
negó Unamuno todos los dogmas del catolicismo y fue
a convertirse en el mayor hereje español de los tiempos
modernos. Sus libros están repletos de errores hetero-
doxos, blasfemias y profanaciones. No satisfecho con el
tizonazo a Del sentimiento trágico de la vida, cuya lec-
tura ya desaconsejara Pla y Deniel, monseñor Pildáin
extiende la lista maldita a Vida de don Quijote y Sancho
y La agonía del cristianismo. Si se prescinde de su ex-
travagante y grotesco contenido, sólo queda en los li-
bros de Unamuno un vasto préstamo de Kant, de Hegel,
de Schopenhauer, de Ibsen, de Kierkegaard y de Wil-
liam James.
Debería prohibirse la lectura de aquellas obras para
combatir el peligro de la perversión, cita Pildáin a Pla
y Deniel. En virtud de tales principios, el mitrado se di-
rige a padres, maestros y catedráticos y les pide que de-
saconsejen unos libros tan reprensibles y peligrosos, es-
pecialmente para los jóvenes, y los remplacen por otros
que respondan plenamente a los dictados y criterios del
catolicismo. Remachando los mismos clavos, cierra Ec-
clesia su reproducción de la pastoral con el comentario

240
de que Unamuno fue un hereje y un réprobo, quien
«hizo más daño que muchos otros» con su odio a la fe.
Contra el criterio de su rector, Antonio Tovar, la
universidad se asusta y retrae ante tan furiosos alega-
tos, ya difundidos en la Santa Sede y en muchas parro-
quias españolas. Suspéndese una visita oficial al se-
pulcro de Unamuno y se suprime su nombre en el
programa de actos y festejos. No obstante, a título par-
ticular y bajo un cerrado diluvio, Tovar y varios inte-
lectuales extranjeros, entre los cuales figuran los tam-
bién rectores de Oxford y de la Universidad de Tokio,
así como el ministro de Educación panameño, deposi-
tan una corona y un ramo de rosas en el nicho de don
Miguel.”*
Al año siguiente, Salamanca inviste a Franco como
doctor honoris causa en el paraninfo de la universidad.
Antonio Tovar, lejano sucesor de Unamuno en el rec-
torado, pensará en don Miguel y en Millán Astray.
Acaso también los recuerde Franco en tan irónicas cir-
cunstancias. En fin de cuentas, viene a honrarlo el
mismo claustro que expulsó a Unamuno de aquella co-
munidad académica, acatando probables órdenes del
Cuartel General. La circunstancia, reflexionará Tovar,
es casi increíble de tan sardónica. Por su parte, el
nuevo rector —universitario izquierdista antes de la
guerra, antiguo dirigente de aquella Radio Nacional
fundada por Giménez Caballero y Millán Astray, con-
sejero nacional, director general y subsecretario— sién-
tese ya de asqueada vuelta de todo en su fuero íntimo
y pronto romperá abiertamente con el sistema.
José Millán Astray y Terreros ha muerto el 2 de
enero de aquel mismo año en que a Franco le confieren
el doctorado honorario en la Salamanca que otro día
lo vio llegar recién elegido Generalísimo y jefe del Es-
tado. Autoritario en todo trance, ajusta y concreta ta-
jantes instrucciones para sus exequias. Deberán cum-
plirse, «a costa de lo que sea». Punto. Millán Astray
desdeña los túmulos, luces y hachones. Lo envolverán
en una sencilla sábana, con un diminuto crucifijo sobre
el pecho. Encima del ataúd, que será discreto pero no
vulgar, manda poner su gorro legionario y un guante

241
blanco. Se ocultará la hora del entierro y omitirán no-
ticias y esquelas. También prohíbe el gori-gori y los fu-
nerales de cualquier clase. Agradece pero no acepta flo-
res y coronas. Cuanto pudieran dedicar a misas de
réquiem y pompas de difuntos se repartirá equitativa-
mente entre el colegio de niños de San Bernardo y la
escuela de niñas de Santa Cristina.
Bajo una sencilla losa de granito segoviano, exige
tierra aparte «en espera de Elvirita, cuando llegue». En
la lápida se inscribirá su apellido paterno, Millán As-
tray, y su mejor título: «Legionario.» Pasado mañana
cincelarán allí el nombre de su esposa: Elvira Gutiérrez
de la Torre. Un poco más arriba deben figurar dos pa-
labras claramente talladas: «Caridad» y «Perdón». Vein-
tiún años después también fenecerá Franco dejando di-
ferente legado, donde asegura no tener más enemigos
que los de España.
A veces me he preguntado y vuelvo a preguntarme
en quién pensaría Millán Astray cuando ofrecía o su-
plicaba aquella «Caridad» y aquel «Perdón», tan distin-
tos por cierto de su habitual «¡Viva la muerte!». ¿Ab-
solvería a don Miguel de Unamuno por haber tenido el
valor de enfrentarse con él, con sus legionarios y con
sus metralletas, solo y desarmado ante el mundo? ¿O,
de forma tortuosa y oblicua, confesábase aleccionado y
humillado frente a la historia? Tal es decir, ¿pedía per-
dón a la sombra de aquel anciano inquebrantable por
haberlo convencido a él, a José Millán Astray y Terre-
ros, héroe y fantoche, cuando ya pisaba con pie firme
y recta mirada tuerta los altos espacios de la eternidad,
que vencer por la fuerza bruta y al precio del crimen
nunca, nunca sería persuadir al porvenir? ”?

242
NOTAS

1. Entre otras muchas, las fuentes del estallido de la gue-


rra civil en África, la Península y particularmente Salamanca,
son aquí: Joaquín Arrarás y otros, Historia de la cruzada es-
pañola, 1942; Hugh Thomas, La guerra civil española, 1976;
Margaret Rudd, The Lone Heretic, 1963; Julián Zugazagoitia,
Guerra y vicisitudes de los españoles, 1968; Ricardo de la
Cierva, La guerra civil española, 1969; Emilio Salcedo, Vida de
don Miguel, 1970; Guillermo Cabanellas, La guerra de los mil
días. Nacimiento, vida y muerte de la 11 República española,
1973; Juan Simeón Vidarte, Todos fuimos culpables: testimo-
nio de un socialista español, 1973; Luis Romero, Cara y cruz
de la República, 1980; Luciano González Egido, Agonizar en
Salamanca. Unamuno (julio-diciembre 1936), 1986; Paul Pres-
ton, Franco. «Caudillo de España», 1994; Josep Maria Bernils
i Mach, La guerra civil a Figueres (1936-1939). También mi
libro, Diez figuras ante la guerra civil, 1973.
Guillermo Cabanellas es el único historiador, que yo sepa
al menos, que señaló el distinto deletreo del apellido Baha-
monde. Para el coronel Ricardo de la Puente, el suyo materno
era Baamonde (1254). El episodio de Francisco Franco, per-
diendo súbitamente los estribos y gritándole a su primo Ri-
cardo de la Puente: «¡Te fusilaría!», en el restaurante Suizo,
del Zocodover de Toledo, me fue referido por uno de sus dos
testigos, el coronel Vicente Guarner, en México y en mayo de
1972. También lo presenció Antonio Barroso, entonces un ca-
dete en Toledo con Franco, Guarner y De la Puente, mucho
después jefe de la Casa Militar del jefe del Estado, Francisco
Franco.
Josep Maria Bernils ha señalado que el coronel Joaquín
Ríos Capapé, nacido en Figueras en 1898, no sólo inició la
guerra civil con la marcha del Tercer Tabor sobre Villa San-

243
jurjo sino que vino a concluirla con su entrada en Madrid, por
el puente de Toledo, el 28 de marzo de 1939 (218).
2. Los versos de Alberti, parcialmente citados aquí, son
de su poema «Con los zapatos puestos tengo que morir (Ele-
gía cívica)» y rezan: «... en este mismo instante en que las ar-
maduras se / desploman en la casa del rey.» Llevan por fecha
el primero de enero de 1930. Antología poética (109). La mejor
referencia acerca de la relación entre Miguel y Félix José Ga-
briel Unamuno pertenece a Indalecio Prieto, «Españoles de
exportación: Unamuno y Manolete», Convulsiones de España.
Pequeños detalles de grandes sucesos, vol. II (282-285). Los da-
tos y cifras de las elecciones: a las Constituyentes en Sala-
manca proceden de José María Gil Robles, No fue posible la
paz (40), y Salcedo (341). Ambos autores difieren en los re-
sultados del escrutinio. Según Gil Robles, Unamuno obtiene
24 809 votos, precedido por Filiberto Villalobos con 26 928 y
Primitivo Santa Cecilia con 25 248. Siguen a Unamuno en
aquel recuento Tomás Marcos Escribano con 24 501, el pro-
pio Gil Robles con 22 939, Cándido Casanueva con 22 559 y
José Lamamié de Clairac con 20 805. Salcedo atribuye 31 536
votos a Villalobos y 28 559 a Unamuno. En su recuento, Una-
muno y Marcos Escribano preceden al tipógrafo Santa Ceci-
lia. Marcos Escribano conseguirá así 27 965 votos, Santa Ce-
cilia 27 851, Gil Robles 26 041, Casanueva 25 624 y Lamamié
de Clairac 24 453.
Además de Alcalá Zamora y Unamuno, obtuvieron dos vo-
tos para la presidencia de la República Julián Besteiro y Ma-
nuel Bartolomé Cossío. Joaquín Pi y Arsuaga, hijo del presi-
dente de la Primera República Francisco Pi y Margall, logró
siete votos. Romero (73).
3. Una atrabiliaria y muy opuesta versión del viaje de
Unamuno a Oxford puede consultarse en Antonio Sánchez
Barbudo, Estudios sobre Unamuno y Antonio Machado (50-
55%
La carta de Unamuno a Ledesma Ramos aparece en Ra-
miro Ledesma Ramos, ¿Fascismo en España? Discurso a las
juventudes de España (85). El incidente entre Unamuno y Ara-
gón lo refiere Margaret Rudd (309). Acerca del único encuen-
tro entre Unamuno y José Antonio Primo de Rivera, véase
Francisco Bravo, José Antonio, el hombre, el jefe, el camarada
(90-91). Más previsor que Primo de Rivera, Bravo le dijo al
término del mitin de Salamanca que, dentro de nada, atacaría
Unamuno a la Falange. El artículo de Bravo, «Burleta. Una-
muno, el fascismo y el Premio Nobel», imprimióse en Madrid
en el número 2 de Arriba el 28 de marzo de 1935. Aunque no

244
estuvo presente en el teatro Bretón, de Salamanca, relata
aquella jornada de los falangistas con Unamuno Felipe Xi-
ménez de Sandoval en José Antonio. Biografía (419-429).
4. En plena República invitan a Pío Baroja a defender su
novela Los visionarios, 1932, en un juicio literario del Ateneo
de Madrid. Con dialéctica marxista, actúa de supuesto fiscal
Felipe Fernández Armesto, el futuro periodista Augusto Assía.
Un corrector de pruebas, Pumarega, avala a Baroja y dice que
él vive de sus libros mientras otros escritores lo hacen del Es-
tado. «¡Unamuno!», grita el público para ira de don Miguel,
quien asiste al acto y todavía preside el Consejo de Instruc-
ción Pública. Cree Baroja que el rencor de Unamuno contra
el comunismo procede de aquella tarde. Baroja, «Desde la úl-
tima vuelta del camino», Galería de tipos de la época, en Obras
completas, vol. VI (865).
Los comentarios de Unamuno acerca del triunfo del
Frente Popular se hallan en Gil Robles, No fue posible la paz
(477).
5. La carta de Unamuno a Ramón Castañeyra Schaman
la cita Gil Robles (631). Las restantes cartas del filósofo fue-
ron publicadas en su Epistolario inédito II (1915-1936).
Los juicios acerca de Unamuno, resentido por fracasado
en sus sueños de presidir la República o de Unamuno como
hombre de eternidades, son respectivamente de Max Aub,
«Portrait d'Unamuno», Europe, París, marzo-abril, 1964, ci-
tado por Jean Becarud, Miguel de Unamuno y la segunda Re-
pública (11), y de Jacinto Grau, Unamuno. Su tiempo y su Es-
paña (46).
6. Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los espa-
ñoles, vol. 1 (15).
7. Los datos acerca de las muchas cruces y distinciones
de Millán Astray y también de sus heridas africanas proceden
de Carlos de Silva, General Millán Astray. (El legionario) (87-
106 y 165-189). Para el ojo guardado en alcohol y exhibido en
el Museo de Dar Riffien, véase Pedro García Suárez, Legión
1936, citado por Bernardo Gil Mugarza, España en llamas
(520). La herida en el pecho, que recibe Millán Astray en el
barranco de Amadi, con el general vociferando vivas a Es-
paña, al rey y al Tercio hasta que lo recogen los camilleros,
en Francisco Franco Salgado-Araujo, Mi vida junto a Franco
(52-53). La cita parcial de Zugazagoitia procede de Guerra y
vicisitudes de los españoles (85). Dionisio Ridruejo, quien trata
a Millán Astray con increíble respeto aparte de la esperpén-
tica escena en el hotel de Valladolid, es la fuente de aquel ju-
ramento legionario. Sombras y bultos (110-112).

245
El viaje a Italia de Millán Astray, en junio de 1938, viene
contado con aguda ironía por José María Pemán, Mis al-
muerzos con gente importante (137-138). Las catorce horas de
trabajo de Franco, que en ocasiones prolonga a veinte, son
obsesivas para Millán Astray. Véase su libro Franco. El cau-
dillo (66, 106, 185). Para las supersticiones del general,
Franco Salgado-Araujo (190-201). También Arturo Barea, La
ruta (232-233). A Millán Astray, «con más miedo que siete
brujas», me lo describía Jesús Pérez Salas en Barcelona, en
1976. También acerca del pánico de Millán, después de su
bautismo de sangre, consúltese el informe del entonces co-
mandante Batet, en Hilari Raguer, El general Batet (368).
8. La visita al barracón de Tetuán, donde convalece Gi-
ménez Caballero, en el libro del propio G. C., Memorias de un
dictador (43). Para la relación entre Unamuno y Giménez Ca-
ballero, véanse algunas de las cartas que Unamuno le dirige
a éste en tiempos de su destierro por la Dictadura de Primo
de Rivera, Epistolario inédito II (1915-1936) (cartas 317, 378,
390, 393, 398).
9. Para el telefonazo de Millán Astray a Franco el 14 de
abril de 1931, Mi vida junto a Franco (97-98). También Franco
Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas con Franco
(419). Según su primo, Franco parece haberse olvidado de la
llamada de Millán Astray a Zaragoza y de su propia acepta-
ción del triunfo republicano al paso de treinta y cinco años.
Si no desmemoria, piensa y calla prudentemente «Pacón»,
acaso de buena fe desfigure los recuerdos.
10. Millán Astray (41).
11. La aventura del «fantasmón» en la Escuela de Tiro la
refiere Azaña, Memorias políticas y de guerra, en Obras com-
pletas, vol. IV (413-414). El incidente entre Franco y Sanjurjo,
en vísperas del fallido golpe de Estado de 1932, en Mi vida
junto a Franco (108). Para la declaración de Franco acerca de
las únicas circunstancias en que él se sublevaría, Millán As-
tray (18-19). También Paul Preston, Franco. «Caudillo de Es-
paña» (118-120).
El rescate de Millán Astray de la reserva y su ingreso en
los servicios pasivos en Alejandro Lerroux, La pequeña histo-
ria (295-296). Sobre el ascenso de Fanjul a general de división
por encima de Millán Astray, cuando éste era el número uno
de los generales de brigada y Fanjul el diez, Cabanellas, Cua-
tro generales. La lucha por el poder, vol. 1 (355). Las fotografías
de Millán Astray con Gil Robles y luego con su sucesor en el
ministerio, el general Molero, en Ricardo de la Cierva, Fran-
cisco Franco. Un siglo de España, vol. 1 (394 y 407). También

246
Gil Robles reproduce el primero de aquellos retratos en No
fue posible la paz (entre 324 y 325).
12. Acerca del viaje a Argentina y la estancia de Millán
Astray en Buenos Aires, de mayo a julio de 1936, consúltese
Carlos de Silva (232-237). Guillermo Cabanellas, quien residió
exiliado en Buenos Aires durante muchos años después de la
guerra civil, conoció a parte del público de aquellas charlas.
Según Cabanellas, Millán Astray comerciaba con sus cicatri-
ces y se hacía pagar muy bien los parlamentos. Asimismo cri-
ticaba despiadadamente a sus compañeros de armas en Ma-
rruecos. La guerra de los mil días (339-340).
Sobre las dudas de Millán Astray en Lisboa, cuando está
a punto de unirse a la República, Eugenio Vegas Latapie, Los
caminos del desengaño (173-182), y José Ignacio Escobar, Así
empezó... (166). Hugh Thomas subraya el resentimiento de
Millán hacia Mola por no tenerlo al corriente de la conjura
(450).
Para el tétrico velatorio de Ortiz de Zárate, Pedro Laín En-
tralgo, Descargo de conciencia (1930-1960) (178-179). Ortiz de
Zárate le salvó la vida a Pío Baroja, en Vera de Bidasoa, el 19
de julio de 1936, cuando unos exaltados requetés se disponían
a asesinarlo: «¡Ahí tenéis a este viejo miserable que ha ha-
blado mal del rey y de la religión!» Julio Caro Baroja, Los Ba-
roja (304-305).
13. A propósito del secreto desprecio que guardaba
Franco hacia Millán Astray, entrevista con Ramón Serrano
Suñer, junio de 1995. Véanse las diferencias entre Millán As-
tray y Franco Salgado-Araujo en Sevilla en Mi vida junto a
Franco (190-191). Para la soflama de la adopción de la ban-
dera rojigualda, Thomas (449). En referencia a los discursos
de Millán y las bofetadas en el restaurante de Lugo y en el
hospital de sangre, Rafael Abella, La vida cotidiana en la gue-
rra civil española (50-73), y Luis Moure Mariño, La generación
del 36. Memorias de Salamanca en Burgos (69-71). La profecía
de Miguel Cabanellas en La guerra de los mil días (652). La
admisión de Queipo de Llano de su propio desprestigio en Ve-
gas Latapie (87). Para las payasadas de Millán Astray en el
Gran Hotel y en el palacio de Anaya, Moure Mariño (69-70)
y Charles Foltz, The Masquerade in Spain (80).
14. Para el regreso de Unamuno a Salamanca, en 1930,
Salcedo, Vida de don Miguel (326-328); también Rudd, The
Lone Heretic (273-276). Acerca del asesinato de Salvador Vila
Hernández veáse Unamuno, El resentimiento trágico de la vida
(57 y 114-115), asimismo González Egido, Agonizar en Sala-
manca (44 y 58). De nuevo González Egido (57-58) para los

247
asesinatos de Casto Prieto Carrasco, Casimiro Paredes, José
Andrés Manso y Manuel Alba (57-58). Las declaraciones de
Unamuno a La Gaceta Regional apud Salcedo (406-407) y mi
libro Diez figuras ante la guerra civil (416).
15. La extraña forma unamuniana de beberse el café en
César González Ruano, La memoria veranea (199-201). La afi-
ción de don Miguel al mus y su suerte en aquel juego están
muy bien descritas por Julio Álvarez del Vayo, quien com-
partió por algún tiempo el destierro de Unamuno en Hen-
daya, The Last Optimist (175-176). La carta de Unamuno al
socialista belga la traduje yo del libro de Niceto Alcalá Za-
mora, Alejandro Lerroux, Gregorio Marañón, Miguel de Una-
muno y Pío Baroja, Spanish Liberals Speak on the Counter-
Revolution in Spain (23-25). Hay otra versión, ésta caraqueña,
en Unamuno, «Carta a un socialista belga», La Esfera, 2 de
enero, 1937. Sin citar sus fuentes, naturalmente, González
Egido copia mi traducción de la carta de Diez figuras ante la
guerra civil, repitiéndola de la cruz a la fecha (71-74).
16. La carta de don Miguel a Valentín Hernández, direc-
tor de La Lucha de Clases, en Unamuno, Obras completas IX.
Discursos y artículos, «Un socialista más» (476-477). La carta
de Federico Valero en ibíd. (480-481). Para el artículo de Una-
muno «La lucha de clases», donde el autor se confiesa ajeno
al materialismo histórico, ibíd. (874-877). Acerca del socia-
lismo de Unamuno, consúltese con amplias reservas: Elías
Díaz, Revisión de Unamuno. Análisis crítico de su pensamiento
político, Rafael Pérez de la Dehesa, Política y sociedad en el
primer Unamuno. 1894-1904, y Carlos Blanco Aguinaga, «El
socialismo de Unamuno», Revista de Occidente, agosto, 1966.
17. Sobre el prendimiento y posterior liberación del doc-
tor Villalobos, en cuyo favor intervinieron Unamuno y Gil Ro-
bles, véase Maximiano García Venero, Falange en la guerra de
España. La unificación y Hedilla (246). También Rudd (9).
The Knickerbocker History («La historia de los Knickerboc-
ker») es el primer libro de Washington Irving (1783-1859).
Desde entonces el apellido es también apodo de los nativos
neoyorquinos, preferentemente en el caso de petulantes inte-
lectuales y a la vez descendientes de holandeses. Evidente-
mente, ignoraban en El Adelanto la obra de Irving, autor de
Cuentos de la Alhambra, cuando se refirieron a Knickerbocker
como «el as de los reporteros». Medio siglo después, González
Egido seguía ignorándola en Agonizar en Salamanca. El ver-
dadero nombre del corresponsal de la International News era
Maury Henry Biddle Paul y su seudónimo completo Cholly
Knickerbocker. No parecen claras las razones de la agencia al

248
mandarlo a España en 1936, puesto que era un redactor de
notas de sociedad en el New York American, como antes lo
había sido en el Evening Mail.
Acerca de los artículos de Ehrenburg y Bazán, véase Gon-
zález Egido (75-83 y 89-90). También a propósito de Bazán,
mi Diez figuras ante la guerra civil (595).
El decreto de la destitución de Unamuno por la República,
en Diez figuras ante la guerra civil (618-619). Antes lo repro-
duje en otro libro mío: Por qué perdimos la guerra, vol. II
(221).
Sobre la primera destitución de Unamuno en el rectorado,
la de 1914, véase Salcedo (188-197). La versión de aquellos
acontecimientos por parte de Margaret Rudd es demasiado
confusa para tenerla en cuenta. La brillante conferencia de
don Miguel, «Lo que ha de ser un rector en España», en
Obras completas IX (297-316).
18. El telegrama del rector zaragozano, Calamita, felici-
tando a Unamuno por su destitución en 1936, en González
Egido (89). La cita, de intempestiva madrugada, que concierta
Unamuno con Johannes Brouwer, en la revista costarricense
Repertorio Americano, 10 de abril 1937, «Entrevista del his-
panista holandés Dr. J. Brouwer con don Miguel de Una-
muno, en el mes de setiembre de 1936». La Universidad de
Harvard conserva el microfilm de otra versión mecanogra-
fiada, en inglés, originalmente en la colección Bladgett de
panfletos sobre la guerra civil española. El microfilm de Har-
vard no lleva firma ni consigna su procedencia, aunque pro-
bablemente venga de los servicios de propaganda republicana
en Valencia, junto con otro documento de Brouwer. Al refe-
rente a Unamuno le dieron el título de «The Last Days of Una-
muno: the Dutch Hispanist Dr. J. Brouver [sic] Tells about the
Attitude of the Former President of the University of Sala-
manca, Regarding the Fascist Uprising».
Acerca de Manuel Aznar y del paso de don Juan de Borbón
por la España rebelde, Vegas Latapie (381-389 y 34-40). Para
los encuentros y confrontaciones de Unamuno con Alfonso
XIII, Rudd (119-120, 212-214 y 278-282), Salcedo (123, 133-134,
228-229 y 243-245), asimismo conde de Romanones, Notas de
una vida (1912-1931) (194-199). Para la huelga general de 1917,
entre otras varias fuentes como Francisco Largo Caballero, Mis
memorias. (Cartas a un amigo), y Jacinto Martín, Huelga general
de 1917, véase Antonio Padilla, El movimiento socialista obrero
español (196-209), y Ricardo de la Cierva, Historia básica de la
España actual (1800-1973) (196-208). Léase la carta de Una-
muno a Dato en Epistolario inédito (95-98).

249
19. Sobre Annual y Monte Arruit, véase el prólogo de
Diego Abad de Santillán —de verdadero nombre Sinesio Gar-
cía Delgado—, Expediente Picasso. Documentos relacionados
con la información instruida por el señor general de División
D. Juan Picasso sobre las responsabilidades de la actuación es-
pañola en Marruecos durante julio de mil novecientos vein-
tiuno. La carta de Unamuno al rey procede de Epistolario iné-
dito (165-167). Para Unamuno en Hendaya, Álvarez del Vayo
(174-176).
20. Acerca de la vida y milagros de don José Millán As-
tray, singular, pintoresco y picaresco letrado y funcionario es-
tatal, si nunca los hubo, hasta su paso por la dirección de la
Modelo y antes del crimen de la calle Fuencarral, véase al ha-
giólogo de su hijo, general Carlos de Silva, General Millán As-
tray. (El Legionario) (39-52). También es muy correcto, aun-
que definitivamente favorable al padre de Millán Astray, el
resumen de su vida que aparece en Enciclopedia Universal
Ilustrada Europea Americana, apéndice 7 (481-482).
Sobre el recibimiento a Martínez Campos a su vuelta de
Cuba, la manifestación de mujeres madrileñas, los percances
de Lerroux en El País y su embarazoso encuentro con don
José Millán Astray, tan discreta y elegantemente solventado,
consúltese Lerroux, Mis memorias (160-161). Acaso porque la
cuestión iba de sollastre a sollastre, precisa adelantar aquí
que Lerroux creyó siempre al viejo Millán Astray del todo ino-
cente de los cargos de complicidad y cohecho por los que fue
juzgado.
21. En un largo y mal zurcido reportaje en varias entra-
das, para La Prensa porteña, Benito Pérez Galdós recapitula
el crimen de la calle Fuencarral y el juicio de los cuatro en-
causados: José Vázquez Varela, Higinia Balaguer, Dolores
Ávila y José Millán Astray, «El crimen de la calle Fuencarral»,
Cronicón (88-144). Se dijo que Pérez Galdós se había inspi-
rado en el asesinato de Luciana Borcino, así como en sus es-
candalosas consecuencias, en dos de sus libros: La incógnita
(1889) y Realidad (1889). Pero la relación con el homicidio es
muy tenue en aquellas novelas y muy propia de la prudencia
de don Benito en la época. De modo vago y marginal, se habla
en La incógnita de un misterioso asesinato en la calle del
Baño, de una joven madre muerta y quemada —como lo fue
la señora Borcino, aunque ella no era precisamente joven— y
de un sirviente, que hace las veces de Higinia Balaguer, quien
«si no es idiota, finge serlo» (1171). Aunque la suya sea una
interpretación casi disparatada, por lo muy libre, sobre Gal-
dós, La incógnita, Realidad y lo sucedido en la calle Fuenca-

250
rral, véase H. Chonon Berkowitz, Pérez Galdós. Spanish Li-
beral Crusader (223-234).
Asimismo, acerca del padre de Millán Astray y del sonado
crimen madrileño: Pío Baroja, Memorias desde la última
vuelta del camino, en Obras completas, vol. VII (568-569).
Aunque sólo fuera por prudente o despectiva omisión, actitud
muy propia de Baroja en cualquier tiempo, el joven estu-
diante que entonces era el futuro escritor parecía convencido
de la culpabilidad de Millán Astray.
Siempre acerca de la debatida muerte de Luciana Borcino
y las consiguientes responsabilidades, consúltese Ángel Os-
sorio y Gallardo, Mis memorias (20-22), donde el autor favo-
rece la inocencia de Millán Astray, aunque sólo lo haga con
medias palabras. También ibíd., Diccionario político español
(20-22), donde Ossorio apoya de nuevo la inocencia de Millán
Astray. Al crimen de la calle Fuencarral y al terrible efecto
que el procesamiento y el juicio de don José tuvieron en su
hijo, se refiere David S. Woolman en Abd-el-Krim y la guerra
del Rif (82). Alude a aquellos acontecimientos de forma estra-
falaria, la verdad sea dicha, pues cita por fuente el libro del
general Silva sobre el fundador de la Legión. De Silva, casi
tan untuoso con Millán Astray como éste con Franco, jamás
menciona el asesinato de la señora Borcino. Tampoco habla
nunca en su obra, como casi huelga señalarlo, del debate de
Unamuno con el general en Salamanca. Juan del Arco, en su
libro Montero Díaz (93), muestra parecida reticencia al co-
mentar la dimisión de Eugenio Montero Díaz al frente del Su-
premo, sin relacionarla con el juicio de Millán Astray: «To-
davía, durante el mandato liberal, desempeñó Montero Díaz
la presidencia del Tribunal Supremo, aunque por brevísimo
tiempo.»
Cotéjese en La ruta (244-245) la versión que le dan a Barea
en Ceuta de la íntima tragedia de Millán Astray.
22. La actuación del jovencísimo Millán Astray en Fili-
pinas se halla muy bien expuesta y detallada en Carlos de
Silva (39-66). La canallesca canción acerca de «la navaja»,
muy rica, naturalmente, en connotaciones eróticas, en el libro
de Luys (Gutiérrez) Santa Marina, Tras el águila del César. Ele-
gía del Tercio. 1921-1922 (25-26). Santa Marina, a quien co-
nocí en 1956, vivía la leyenda aventurera y dorada de su su-
puesto batallar en la Segunda Bandera de la Legión. Al menos
una vez le oí referirse a aquellas bélicas experiencias, en voz
alta y en público. También manifiesta en Tras el águila del Cé-
sar que la edición original de aquel libro le valió su segunda
pena de muerte, en el juzgado número 1 de Barcelona, du-

251
rante la guerra civil. Ya en vida de Santa Marina —raro ama-
sijo humano de vasta cultura, brutal retórica fascista, raptos
de sereno liberalismo y franciscana piedad hacia los gatos
pulgosos y extraviados—, aseguraba Juan Aparicio, en Espa-
ñoles con clave (76), ser las hazañas legionarias del escritor
«ficción o creación política y poética». Muerto Santa Marina,
tampoco recató su viuda la palmaria verdad de que él jamás
estuvo en el Rif. Debo los datos sobre el libro de Aparicio a
Giovanni Cantieri y la información acerca de la viuda del es-
critor, ya fallecida también ella, a Rafael Borras.
23. Para la arenga de Millán Astray en Beni-Arós y su sal-
vaje pelea con el mulato ictérico, Barea (97-99). Sobre la for-
mación de la Légion Étrangére en 1831, Douglas Porch, The
French Foreign Legion (1-8). Por lo que atañe a Ernst Júnger
y su frustrado intento de batirse en la Légion, ibíd. (172-173).
Acerca del legado militar de la Légion Étrangére y su actua-
ción en la primera guerra mundial, Enrique Gómez Carrillo,
La gesta de la Legión (11-57). El verso de Delmira Agustini
acerca de las lágrimas y el beso de la muerte, en «Elegías dul-
ces I», Poesías completas (158).
24. La devoción filial en el bushido y el trágico rito del
seppuku, en Inazo Nitobé, Bushido. The Soul of Japan. An Ex-
position of Japanese Thought (VI-VU y 11-22). El elogio de Mi-
llán a Franco, por encima de los demás soldados, ciudadanos,
cristianos y caballeros, en Franco. El Caudillo (37). Para la ve-
rídica y bárbara historia de los tres hermanos sacrificados,
ibíd. (120-123). El discurso de las armas y las letras, en Mi-
guel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, vol. 1 (390-394).
Unamuno comprendió mucho mejor que Millán Astray aquel
«curioso discurso», valgan aquí sus propias palabras. En su
Vida de don Quijote y Sancho lo despacha en cuatro líneas:
«Con el buen suceso de los encuentros de la venta aumenta-
ron los burladores de don Quijote, a los que enderezó éste su
discurso de las letras y las armas. Y como no se dirigió a los
cabreros, lo pasamos por alto» (98).
25. El bando casi incomprensible, por lo muy mal es-
crito, del general Cabanellas, en González Egido, Agonizar en
Salamanca (94-95). Para «aplacar» a Cabanellas, dice Hugh
Thomas que se le nombró «inspector del Ejército», La guerra
civil española (460). Cabanellas era acaso más desconcertante
que contradictorio. En funciones de inspector general visitó
la escuela militar de Pedro Llen, en las afueras de Salamanca,
dirigida entonces por el nazi finés Karl von Haartmann. Acer-
cóse allí a un grupo de suboficiales falangistas, todos ellos vo-
luntarios huidos de Cataluña. «¿Ustedes son catalanes?» Aun-

DOY,
que se hubiese escapado de Cataluña, ser catalán era motivo
de inmediato recelo político en la España franquista de la
época. «Pues, sí, mi general.» «Yo siempre dije: ¡Viva Cata-
luña libre!» Los voluntarios lo miraron atónitos. «Quiero de-
cir libre del yugo marxista.» «¡Ah, vaya!» Testimonio de Luis
de Caralt, que era entonces uno de los estudiantes de Pedro
Llen. Verano de 1973.
Cabanellas encontró su mayor apologista en su hijo Gui-
llermo, autor de La guerra de los mil días. Aseguraba éste que
su padre tenía a Franco en muy mal concepto, aunque tam-
bién desaprobaba las procacidades de Queipo de Llano
cuando a espaldas del Caudillo lo llamaba «Paca la culona».
En otoño de 1936, Cabanellas trató repetidamente de ver a
Nicolás Franco —secretario general del nuevo jefe de Es-
tado—, quien lo rehuía con cualquier disculpa, por poco plau-
sible que fuera. Un día dejó Cabanellas su último recado: «La-
mento que hoy tampoco pueda recibirme. Díganle que aquí
estuvo el general Cabanellas, su antiguo compañero de logia.»
Testimonio de Ramón Serrano Suñer y de Dionisio Ridruejo.
José María Pemán cuenta una anécdota estremecedora a
propósito de una entrevista que sostuvo con Cabanellas en ve-
rano de 1936 en Pamplona. Al general se le había ocurrido la
extravagante y siniestra idea de prohibir el luto, para que las
mujeres de la zona rebelde no proclamaran su dolor; ni las
viudas, madres y hermanas de los fusilados afirmasen su pro-
testa. Quería que el escritor le retocara el decreto antes de
presentarlo a la Junta. Pemán lo miró de hito en hito y le dijo
muy despacio: «Mi general... creo que se ha matado y se está
matando todavía por los nacionales demasiada gente.» Pare-
ció meditar Cabanellas por un larguísimo minuto y por úl-
timo repuso gravemente: «Sí...» Mis almuerzos con gente im-
portante (149-150).
26. Para la toma de Talavera y la larga represión de los
vecinos en aquella plaza, véase John T. Whitaker, «Prelude to
World War. A Witness From Spain», Foreign Affairs, octubre
de 1942 (104-106). Las cifras de los fusilamientos en Sala-
manca, Orense y Málaga, en Ramón Salas Larrazábal, «Pér-
didas humanas a consecuencia de la guerra», Actas del con-
greso internacional sobre la guerra civil española. 1977.
Historia y literatura (55).
La condena unamuniana de las mujeres que en Salamanca
y otras ciudades de la España rebelde acudían a presenciar
las ejecuciones, en Peter Merin, Spain Between Death and
Birth (216). Merin se hace eco aquí de Johannes Brouwer,
quien no incluye aquella cita de Unamuno en la versión pu-

253
blicada de su entrevista con el filósofo. Yo había traducido a
Unamuno y a Merin en Diez figuras ante la guerra civil (624).
González Egido repite mi traducción sin mencionar sus fuen-
tes.
El artículo del gobernador de Valladolid en El Norte de
Castilla, en Rafael Abella, La vida cotidiana durante la guerra
civil (81-82). Acerca del ambiente en el casino de Valladolid
—«Mañana toca fusilamiento»— y las muchas ejecuciones en
aquella ciudad, véanse testimonios de Pedro Juárez y Jesús
Álvarez en Ronald Fraser, Blood of Spain. An Oral History of
the Spanish Civil War (166-168).
27. Las referencias a Joselito, la toma de Talavera y Huit-
zilpotzi pueden consultarse en Unamuno, El resentimiento trá-
gico de la vida (19 y 27). La mención de «Huichilobos y el
bisonte de Altamira» la hace Carlos Feal en su edición de El
resentimiento trágico de la vida (138).
La poco conocida y patética visita de Millán Astray a la
cárcel de Salamanca, mientras se apercibían a enterrar a Una-
muno, el primero de año de 1937, se la contó a Ronald Fraser
un médico salmantino preso a la sazón por republicano,
quien quiso mantener el anonimato. Millán les dio su palabra
de honor a los cautivos de que se habían terminado las sacas.
Fraser (178).
28. Acerca de Unamuno en la Comisión Depuradora
—«tampoco yo voy a la iglesia»—, consúltese el testimonio de
su hijo Rafael a Ronald Fraser (205). Para la carta de Atilano
Coco a Unamuno, véase González Egido (96-97). También
acerca del desgraciado pastor protestante y la visita de su mu-
jer a Pla y Deniel, Salcedo (412-413) y Fraser (206). Sobre la
entrevista de don Miguel con el corresponsal de Le Matin,
puede leerse mi Diez figuras ante la guerra civil (624) y Gon-
zález Egido (98-100). De nuevo, por cuanto atañe al «Mensaje
de la Universidad de Salamanca a las universidades del
mundo», Diez figuras ante la guerra civil (626-627).
29. Las notas de Unamuno para El resentimiento trágico
de la vida, en papel timbrado del casino, en la edición de Car-
los Feal de aquellos apuntes (25-29).
Los antecedentes de Brouwer como experto en estudios de
cultura hispánica, en «Entrevista del hispanista holandés Dr.
J. Brouwer con don Miguel de Unamuno, en el mes de se-
tiembre de 1936». Véase también nota 18 de este libro. A la
vida de Johannes Brouwer se refiere de pasada, dando cuenta
de su asesinato por los nazis cuando luchaba en la resistencia
holandesa, Jorge Semprún en La segunda muerte de Ramón
Mercader (47-60). Para Brouwer como traductor de Ortega,

254
José Ortega y Gasset, Obras completas, vol. 5, «En la muerte
de Unamuno» (265). El viaje de Brouwer a Salamanca, por
Pamplona, Burgos y Valladolid a través de la matanza de Tor-
quemada, en el microfilm de Harvard University «Words of
Indignation and Truth. An Illustrious Dutch Writer, Catholic,
Invokes His Religious Creed and His Word of Honest Man to
Denounce As Witness Present of the Ravages Commited By
the Rebels». La descripción de la mesa de trabajo de Una-
muno, con las plumas cortadas de su mano, en Eduardo Or-
tega y Gasset, Monodiálogos de don Miguel de Unamuno (242-
243). La conversación de Brouwer y Unamuno, o bien de
nuevo el monólogo del pensador, también en «The Last Days
of Unamuno», nota 18 de este libro. Para las declaraciones de
don Miguel acerca de las mujeres y los fusilamientos, remí-
tase el lector a la nota 26 de este mismo capítulo.
30. Sobre Unamuno y sus visitas a Carmen Villalobos
pueden leerse las declaraciones de Felisa Unamuno a Ronald
Fraser (208). Acerca de los paroxismos, que la indignación po-
lítica le producía a don Miguel, véanse las confidencias de
María Unamuno a Eduardo Ortega y Gasset (261). El en-
cuentro del pensador con el versículo diecisiete del onceno
capítulo de san Lucas en El resentimiento trágico de la vida.
Ver allí los comentarios de Carlos Feal a este propósito (93-
97). «El desdichado», en Gérard de Nerval —seudónimo de
Gérald Labrunie—, Ouvres I. Les Chimeres (693). El poema,
en una de sus versiones manuscritas y bajo el título de «Le
Destin», perteneció en otra época a Paul Éluard. Ibíd, ibíd. La
traducción parcial del soneto es mía.
31. De nuevo, comentarios de Carlos Feal a la mención
unamuniana de Falstaff y su muerte en El resentimiento trá-
gico de la vida (141). También en aquel texto el recuerdo del
sueño de don Miguel acerca de la defunción de su esposa y
de su propia agonía (31). Asimismo las notas unamunianas a
las lecturas de Shakespeare durante la guerra —lecturas que
coinciden con otras de las mismas tragedias, por parte de Be-
navente, en Valencia— (33 y 37). El poema de Unamuno «Al
cumplir mis setenta y dos años», en Obras completas, VI, Poe-
sía (1419). El 4 de agosto de 1934, poco más de dos años an-
tes, había escrito Unamuno: «¿Fue ella? ¿fui yo quien se mu-
rió? / ¿fue ella? ¿fui yo quien me morí? / pues yo no sé quién
era yo / ni quién era ella ¡pobre de mí!» Ibíd. (1391).
32. A propósito del viaje y primeras andanzas de Luis
Moure Mariño en la Salamanca de la guerra civil, hasta el co-
mienzo de sus servicios en Prensa y Propaganda, véase su li-
bro La generación del 36 (68-69). Sobre Eugenio d'Ors y la va-

253
riopinta multiplicidad de uniformes, Ramón Serrano Suñer,
Entre el silencio y la propaganda, la historia como fue. Me-
morias (157-158). A propósito de la mucha gente que rápi-
damente rehúye a Millán Astray al topárselo en las calles sal-
mantinas, consúltese el testimonio de Juan Crespo, entonces
un estudiante monárquico, a Ronald Fraser, en Blood of Spain
(207).
33. Véase la primera conversación de Moure Mariño con
Millán Astray, así como las serias dudas del muchacho acerca
de la competencia administrativa del general, en Moure Ma-
riño (68-71). El discurso de Millán Astray, «Franco, el Con-
ductor de España», en Millán Astray, Franco. El Caudillo
(941-944).
34. El fracaso de Millán Astray en sus primeros tratos
para incorporar a los falangistas a Prensa y Propaganda, en
García Venero, Falange en la guerra de España (274). Para el
trato de Millán Astray a Lucas María de Oriol y también sobre
el general, el rey y su smoking, véase Vegas Latapie, Los ca-
minos del desengaño (172-176). Las gestiones de Yagúe y Mi-
llán Astray acerca de Ridruejo, para unir carlistas y falangis-
tas en un solo partido que presidiría Franco, en Ridruejo, Casi
unas memorias (150-151). Léase la amenaza de Yagúe a
Franco sobre la posible búsqueda de otro candidato a la je-
fatura del Estado, en Vegas Latapie (84-86). Las quejas de Ya-
gúe a Franco a propósito del poco coraje bélico de las ban-
deras falangistas —«¿Pretendes destruirme el Ejército?»— en
John T. Whitaker, Prelude to War (109-110).
35. Véase el histrionismo de Gonzalo de Aguilera, el ca-
pitán Veneno, en Whitaker (107-109); Foltz, The Masquerade
in Spain (116-118); Peter Kemp, Legionario en España (66-69).
Para las visitas al frente y demás viajes de Aguilera con los
corresponsales extranjeros, Virginia Cowles, Looking for Trou-
ble (80-94). Paul Preston, en su Franco (241-242), es uno de
los pocos historiadores que aún citan y comentan a tan ex-
travagante y siniestra personalidad como Aguilera.
Respecto a Luis Bolín, sus actividades en Londres anterio-
res a la guerra, sus tratos con el duque de Alba y con Arthur
Koestler, consúltese Bolín, The Vital Years (122-123, 187 y
219-249). La despótica arrogancia de Bolín en Salamanca en
Vegas Latapie (175). Asimismo, Arthur Koestler, The invisible
Writing (313-322) y Spanish Testament (28-40 y 219-228).
A propósito de Millán Astray y sus peregrinas ideas acerca
del Sagrario cubierto y los curas, Pemán, Mis almuerzos con
gente importante (238-239). Acerca de Serrano Suñer y «el de-
sentendimiento de los intereses privados» que él encuentra en

256
Salamanca, Entre el silencio y la propaganda (157). La con-
versación entre Millán Astray y Manuel Quero, en tanto se
afeitaba el general, me la refirió Quero en verano de 1976.
36. Por cuanto concierne a los decretos de la Junta de
Defensa y a la pastoral Las dos ciudades, Rafael Abella, La
vida cotidiana durante la guerra civil. La España nacional (174-
177 y 434-436). La carta de Unamuno a Carlos Américo
Araya, «En España ha vuelto el nefando contubernio de la
cruz y la espada», procede de La Torre (28-30). La crítica que
Yagúe le hace a Serrano Suñer de Franco, en Entre el silencio
y la propaganda (233).
Para las confidencias de Yagie al final de su vida, diversas
entrevistas y conversaciones con Pedro Cuesta, quien conoció
al general en 1952, al término de sus días.
Sobre las atrocidades a la toma de Toledo, Cabanellas, La
guerra de los mil días (591-593); Thomas, La guerra civil es-
pañola (446-447); John Langdon-Davis, Behind the Spanish
Barricades (257); Whitaker (106-107). También Preston (230-
232). Asimismo, testimonio del teniente coronel Alejandro
Mateos en junio de 1976.
37. La entrevista de Vegas y Pemán con Franco, así como
las protestas de los dos visitantes por los crímenes cometidos,
en Vegas Latapie (74-76). El discurso de Manuel Hedilla en
Radio Castilla y sus denuncias ante Mola de los asesinatos en
la carretera de Irún, en García Venero (241-242 y 365).
Sobre los tratos de Diego Martín Veloz y Miguel de Una-
muno, antes y al principio de la guerra, Cabanellas, La guerra
de los mil días (860). Acerca del capitán Von Strunk, Whitaker
(105-106) y Thomas (452-453).
38. Acerca de la entrevista del conde Moulin-Eckart con
Franco en Salamanca y las razones que se exponen mutua-
mente el Generalísimo y el consejero de la legación alemana
en Lisboa, así como el previo telegrama de Franco a Hitler
expresándole sus mejores deseos al asumir «el mando» del Es-
tado español, consúltese United States, Department of State,
Documents on German Foreign Policy, 1918-1945, vol. I'll, Ger-
many and the Spanish Civil War, 1936-1939 (103-107)
La carta de Unamuno a Quintín de la Torre, con sus jui-
cios acerca de Mola y de Franco, se encuentra en Epistolario
inédito (353).
39. Véase la descripción del palacio episcopal de Sala-
manca, en octubre de 1936, con la guardia mora, la antesala
de los mapas por los suelos y el despacho de Franco, en Juan
Cervera Valderrama, primer marqués de Casa-Cervera, Me-
morias de guerra (16-17).

237
Franco visto por Ridruejo, con sus miradas de reojo y sus
nerviosos mordisqueos de labios, en Dionisio Ridruejo, Casi
unas memorias (16-17). También la fotografía de Franco con
Azaña en La Coruña, de nuevo echando ojeadas de soslayo,
en mi Diez figuras ante la guerra civil (69).
Acerca del encuentro de Unamuno con Franco en el pa-
lacio del obispo, vuélvase a Francisco Franco Salgado-Araujo,
Mis conversaciones privadas con Franco (168-169).
Sus fincas en Vizcaya las menciona de paso don Miguel
en Epistolario inédito (298). «Mi abuelo materno José Antonio
Jugo y Erézcano nació y se crió en Ceberio, valle de Arratia,
en un caserío Arilza que es hoyde mi propiedad...», y también
en su carta a María Garelli Ferraroni, del 21 de noviembre de
1936: «De mi finca en Bilbao nada recibo si es que no me la
han destrozado ya con el bombardeo.» Luis Moure Mariño,
La generación del 36. Memorias de Salamanca y de Burgos (91).
De todo ello se desprende que Franco diría la verdad, al re-
ferirse a Unamuno pidiéndole que no bombardeara Bilbao
para salvar sus propiedades, antes de contarle cómo dio en
olvidarse del padrenuestro. No obstante, en 1977 y en presen-
cia de Ramón Serrano Suñer, José María de Areilza, hijo del
doctor Enrique Areilza (1860-1926), íntimo amigo de Una-
muno, ponía en duda que los recuerdos de Franco fuesen
ciertos cuando hablaba de las propiedades bilbaínas de Una-
muno.
40. Entre todas las versiones del enfrentamiento de Una-
muno con Millán Astray en la Universidad de Salamanca,
creo todavía la más fidedigna la de Luis Portillo, «Unamuno's
Last Lecture», The Golden Horizon, edición de Cyril Connolly
(397-403). Las demás presentan variaciones formales, aunque
esencialmente coincidan con Portillo, quien asistió al acto y
escribió su relato original en español. Lo tradujo Ilse Barea
para The Golden Horizon. Acaso la más curiosa de aquellas
crónicas sea la de Moure Mariño (78), quien también se ha-
llaba aquella mañana en el paraninfo, aunque asegure no ha-
ber podido «seguir» —es de suponer «oír»— a Unamuno des-
pués de la primera interrupción de Millán Astray. Moure
Mariño se atiene entonces al relato de Salcedo, quien mani-
fiesta apoyar el suyo, «con muchas reservas», en el de Portillo.
Aunque siempre parafrasea a Luis Portillo, con muy pocas
discrepancias.
Ricardo de la Cierva, en Historia ilustrada de la guerra civil
española (74-78), acepta y transcribe buena parte del texto de
Portillo, pero suprime el discurso, «por llamarlo de algún
modo», de Millán Astray precediendo la réplica de Unamuno.

258
También se atiene al texto de Luis Portillo, con ciertos reto-
ques, Hugh Thomas, aunque añada en una nota que nunca
habrá pleno acuerdo sobre lo dicho y «el tono en que se dijo»,
La guerra civil española (549).
Otro testigo del acto —el biógrafo de José Antonio Primo
de Rivera, Felipe Ximénez de Sandoval— critica la relación
de Portillo, que dice leída en Historia ilustrada de la guerra
civil española. No obstante, ratifica las referencias unamunia-
nas a «vencer» y a «convencer», así como a la «anti-España».
Ver Ximénez de Sandoval, «Un episodio histórico mal cono-
cido», La Prensa, 31 de enero de 1972, Barcelona. También
mi libro Diez figuras ante la guerra civil (652).
José María Pemán condena la crónica de Portillo, aunque
tampoco la cambie en sus puntos esenciales. Por añadidura,
después de haberle alabado y avalado su propia versión a Sal-
cedo, quien la funda principalmente en Portillo, divulga otra
distinta, donde ni siquiera admite las muy ciertas interrup-
ciones de Millán a Unamuno. José María Pemán, Obras selec-
tas, inéditas y vedadas. Ensayos y periodismo, vol. 1 (513).
Elías Díaz, en «Miguel de Unamuno y la guerra civil», La
voluntad de humanismo. Homenaje a Juan Marichal, edición
de Birute Ciplijauskaité y Christopher Maurer (209-221), li-
mítase a perdonarle a Unamuno la vida y la adhesión al Mo-
vimiento el 19 de julio de 1936, para luego concluir que lo
ocurrido el 12 de octubre de aquel año no resultó esporádico,
por parte del filósofo, sino fue «la culminación de un largo
proceso».
Para mi resumen del parlamento de Maldonado de Gue-
vara y la reacción de Unamuno ante el mismo, me basé en
Margaret Rudd, The Lone Heretic (297-298).
41. La nota de La Gaceta Regional acerca de la comedia
en el Gran Hotel entre Millán Astray y Pemán, entregando,
besando y devolviendo la medalla de Sufrimientos por la Pa-
tria, en Moure Mariño (82).
El otro suelto, el de la dirección general acerca de los he-
terodoxos, sofistas y pedantes, en Andrés Trapiello, Las armas
y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939) (45).
42. Para el regreso de Unamuno al casino, la tarde del 12
de octubre de 1936, y el escándalo que siembra allí su pre-
sencia, véanse Rudd (302-304), Salcedo (415-416), González
Egido (143-147) y Fraser, Blood of Spain (208).
43. En Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones pri-
vadas con Franco (168-169 y 431), se hallarán las opiniones
de Franco acerca de Unamuno, así como sus alabanzas a Mi-
llán Astray por su intervención en la sala de actos.

259
Para el cese de Unamuno como concejal del ayuntamiento
salmantino puede leerse González Egido (148-149). Para su
expulsión del rectorado, véase Rudd (304-305). Es a Margaret
Rudd a quien el anónimo catedrático y asistente a la junta,
donde se depuso a Unamuno, le medio confiesa las presiones
«desde lo alto». También en Rudd (148) el testimonio de Fe-
lisa Unamuno a la autora acerca del dominico de San Esteban
precaviendo a su padre de la orden de disparar contra él si
trataba de ahuyentarse en automóvil. Asimismo, la destitu-
ción del rector en Salcedo (416-417). Salcedo reproduce los
decretos de Franco del 22 de octubre. La nota de ABC la pu-
blicó Ricardo de la Cierva, Historia ilustrada de la guerra civil
española (77).
Para la reacción de Unamuno, con sus referencias al cese
en el rectorado y a Millán Astray, El resentimiento trágico de
la vida (35 y 41).
El Posilipo —le Pausilippe de Nerval— es la colina que se-
para Puteiol de Nápoles. Le viene el nombre de la quinta de
recreo que construyó allí Vedius Pollio. Véase Oxford Classical
Dictionary (657).
Los dos poemas unamunianos del 28 y el 30 de octubre
de 1936, en Poesía, en Obras completas (1420).
44. Acerca de la reacción de Sainz Rodríguez y el du-
que de Alba al discurso de Millán Astray en el paraninfo,
véase Pedro Sainz Rodríguez, Testimonios y recuerdos (308).
Para Vegas Latapie, su sorprendente acuerdo con las pala-
bras de Unamuno en la Universidad de Salamanca, su co-
rrespondencia con Pemán y su entrevista con Sangróniz
después del 12 de octubre de 1936, Los caminos del desen-
gaño (110-112).
Las confidencias de Millán Astray a Manuel Quero acerca
de su hipotético previo acuerdo con Unamuno antes del día
de la Raza provienen de dos testimonios de Quero al autor en
diciembre de 1975. Consultado Ramón Serrano Suñer, quien
no llegaría a Salamanca hasta el invierno del año siguiente,
como es sabido, descartó la veracidad de aquella historia con
una sonrisa y un ademán. «¡Cosas de Millán Astray!» Serrano
no había oído antes aquella versión de los sucesos del 12 de
octubre de 1936 en la universidad de fray Luis.
Para la primera entrevista de Ernesto Giménez Caballero
con Millán Astray, en el Gran Hotel, veáse Giménez Caballe-
ro, Memorias de un dictador (85-88). El libro, estrafalario y a
veces interesantísimo, también parece en ocasiones la obra de
un loco. Así asegura G. C. que el antiguo presidente ameri-
cano Jimmy Carter es judío y se llama Bronstein (83), o que

260
él, el inevitable Giménez Caballero, creó por sí solo el depar-
tamento de Prensa y Propaganda, en noviembre de 1936,
cuando en hecho de verdad llevaba ya un mes funcionando;
mal que bien, la verdad sea dicha.
45. Para las íntimas veladas en el palacio arzobispal, pre-
sididas por Franco, Juan Cervera, Memorias de guerra (33-34).
Las antesalas de Millán Astray, en paciente espera de la au-
diencia de Franco, así como el reparto de fotografías que en-
tonces hace el legionario de su guardia, en Laín Entralgo,
Descargo de conciencia (208-209).
46. La mención de Unamuno a Nikos Kazantzakis de su
San Manuel Bueno, mártir aparece en Kazantzakis, «Sala-
manca», Del monte Sinaí a la isla de Venus. Cuadernos de viaje
(1150). La conversación entre Unamuno y Cambó sobre la en-
vidia catalana y española, en Unamuno, Abel Sánchez. Una
historia de pasión (11). La reseña unamuniana de Pueblo en-
fermo, de Alcides Arguedas, en «La envidia hispánica», Mi re-
ligión y otros ensayos breves (42-50). A la aproximación com-
parativa y crítica entre Cain, de Byron, y Abel Sánchez dedica
Ofelia M. Hudson su libro Unamuno y Byron. La agonía de
Caín. Sería interesante averiguar qué edición de Cain manejó
Unamuno cuando escribía Abel Sánchez. Hudson se valió de
Cain: A Dramatic Mystery in Three Acts, 1923. Para nuestro
criterio comparativo entre Unamuno y Malraux, a propósito
de Abel Sánchez como metafórico presagio de la guerra civil
y la teoría de Malraux sobre el arte y el destino histórico, con-
súltese Malraux, Les Voix du silence (637-639). A propósito de
los dos hermanos Unamuno, Miguel y Félix, devolvemos al
lector a la nota 2 del primer capítulo de este libro.
Además del libro de Ofelia Hudson acerca de Abel Sánchez,
en la amplísima bibliografía unamuniana puede verse Ronald
E. Batchelor, Unamuno Novelist. A European Perspective; Ri-
cardo Díez, El desarrollo estético de la novela de Unamuno, Ga-
yana Jurkevich, The Elusive Self. Archetypal Approaches to the
Novels of Miguel de Unamuno; David G. Turner, Unamuno's
Webs of Fatality; Armando F. Zubizarreta, Unamuno en su
«nivola».
Las referencias unamunianas a «el poder magnetizador de
locos y lisiados» y al «Muera la intelectualidad y viva la
muerte» en El resentimiento trágico de la vida (51-52).
47. La entrevista de G. C. con Franco, así como su se-
gundo encuentro con Millán Astray en Salamanca, en Gimé-
nez Caballero (88-90). Véase también en Giménez Caballero
(93) los extraños motivos de Millán Astray contra los sastres.
Asimismo en Giménez Caballero (90) el sumiso reconoci-

261
miento de Millán de su inferioridad humana frente al Gene-
ralísimo. El discurso de Millán Astray acerca de los hospitales
militares y los heridos de guerra, muchas veces repetido du-
rante y después de la contienda, en Rafael Abella, Por el im-
perio hacia Dios. Crónica de una posguerra (1939-1955) (171-
172).
48. Véase la opinión, tan pobre y despectiva, que tenía
Hedilla de G. C. en el libro de Maximiano García Venero
—en realidad escrito en gran parte o casi por entero por He-
dilla— Falange y la guerra de España. La Unificación y He-
dilla (275-277 y 353-354). Las discusiones entre Sánchez
Mazas y Giménez Caballero sobre la reencarnación cesárea
o augusta de José Antonio, que mucho indignan al jonsista
Javier Martínez de Bedoya, en el libro inédito de éste, Me-
morias desde mi aldea (109). Debo el dato a Rafael Borrás.
Para la trama de «los falangistas duros», urdiendo el ase-
sinato de Giménez Caballero y las gestiones de Ridruejo y
Agustín de Foxá para impedirlo, Ridruejo, Sombras y bultos
(108-109). También en Casi unas memorias (156-157) re-
cuerda Ridruejo el deplorable concepto que tenía José An-
tonio Primo de Rivera de Giménez Caballero después de ex-
pulsarlo de Falange. En 1933 o en 1934, Dionisio Ridruejo
olvidó la fecha exacta, alabábale éste a Primo de Rivera el
libro Genio de España de G. C. Con una mueca de escepti-
cismo, le replicó José Antonio: «¿Pero no has notado que
fluye de él [de Genio de España] la pretensión alucinada de
presentarse [Giménez Caballero] como un Fiúhrer? Es una
cosa un poco ridícula cuando se conoce al personaje.»
No obstante, aunque se negaran a creerlo los falangistas
salmantinos, era cierto, como lo aseguraba G. C., que Primo
de Rivera le escribió cordialmente desde la cárcel de Alicante
el 12 de julio de 1936. La carta aparece fotocopiada en Me-
morias de un dictador (77) y en la misma página en que
G. C., reproduce los apuntes manuscritos de José Antonio,
asignándole a Giménez Caballero el carnet número 5 de Fa-
lange. Un partido, como ya sabemos, en el que el vanguar-
dista nunca cotizó.
Compruébense las vanas protestas de Gil Robles contra la
inclusión de Giménez Caballero en la candidatura, que él en-
cabezaba en febrero de 1936, en Gil Robles, No fue posible la
paz (419-420). Rafael Borrás me ha contado un almuerzo
suyo, en Madrid en 1982, con Giménez Caballero y el viejo
falangista y escritor Rafael García Serrano. Como entonces le
reprobara García Serrano a Giménez Caballero, amistosa-
mente y a toro muy pasado, su colaboración electoral con las

262
derechas en 1936, éste montó en cólera y García Serrano se
apresuró a cambiar de conversación.
49. Sobre los venenosos ataques de Giménez Caballero a
todos los grandes intelectuales del país, con la salvedad de
Unamuno, véase García Venero (276-277). La aguda obser-
vación acerca de la sotana invisible, por inexistente, de Or-
tega; la cursilería referente a los gestos y maneras del filósofo,
y la donación de Gregorio Marañón a La Gaceta Literaria en
Giménez Caballero (36, 71 y 81).
Procede la nota del Arriba España pamplonés de Abella, La
vida cotidiana durante la guerra civil (117). Las declaraciones
de Giménez Caballero expresando su militante francisca-
nismo, en Ridruejo, Casi unas memorias (15). Para la deten-
ción de Giménez Caballero en Salamanca, García Venero
(353) y el mismo Giménez Caballero (93). También en Gi-
ménez Caballero (98) el episodio de su último encuentro con
Hedilla en la sección de ropa interior de los almacenes ma-
drileños.
50. Véanse los imprecatorios sermones de Giménez Ca-
ballero en la catedral, con la impaciente espera del sainetero
Asenjo en la plaza de Anaya para abofetearlo, en Moure Ma-
riño (115-117). Según testimonio de Rafael Borrás, en junio
de 1995, en el jurado del Premio Espejo de España —conce-
dido conjuntamente en 1985 a G. C. y a Emilio Romero—,
Díez-Alegría negóse siempre a votar por Giménez Caballero,
creyéndole un bufón y un bellaco. También, aunque sólo trate
de paso semejante carnavalada, Ridruejo, Casi unas memorias
(157).
Las comunicaciones de Faupel a Neurath pueden leerse en
Cabanellas, La guerra de los mil días (700), y también en Uni-
ted States Department of State, Documents on German Fo-
reign Policy, 1918-1945, vol. UH, Germany and the Spanish Civil
War (154-155).
51. La entrevista de Nikos Kazantzakis con Unamuno,
«Salamanca», se publicó en Del monte Sinaí a la isla de Venus.
Cuadernos de viaje. Obras selectas II. Novelas-Teatro-Viajes
(1146-1152). También he consultado la traducción al inglés en
el libro de Kazantzakis Spain (171-178). Las dos versiones di-
fieren en muy poco, si bien la americana incluye al final de
«Salamanca» una traducción de Willis Barnstone del poema
dedicado a Unamuno por Antonio Machado: «A don Miguel
de Unamuno», Poesías completas (178-179).
En cualquiera de aquellas versiones, lo escrito por Kazant-
zakis ofrece muy serias dudas a la lectura imparcial. El griego
asegura en la entrevista que Unamuno escucha atentamente

263
una música militar y gritos de «¡Arriba España!» cuando de
súbito resuenan en la calle. Tan pronto se alejan y los acalla
la distancia, le dice a Kazantzakis: «En este momento crítico
por el que atraviesa España es indispensable que me ponga
junto a los militares. Son ellos los que establecerán el orden,
porque tienen el sentido de la disciplina y lo saben imponer»
(1152).
Cuando en 1972 preparaba el libro Diez figuras ante la gue-
rra civil (624), semejante afirmación por parte de Unamuno,
después de su diatriba contra el régimen en el paraninfo, me
pareció tan insostenible y disparatada que supuse acaecida la
visita de Kazantzakis antes del 12 de octubre de 1936. No obs-
tante, no cabe duda de que el 16 de octubre Kazantzakis se
hallaba todavía en Lisboa, como se lo escribe a Eleni Samios
en aquella fecha. Véase Helen Kazantzakis (341). El escritor
acababa de conseguir entonces el salvoconducto para entrar
en España.
Asimismo, resulta inverosímil que Unamuno calle su des-
titución en el rectorado y su criterio ético acerca del triunfo
militar y el convencimiento político, como de hecho omiten
toda mención de aquellos temas los dos, Unamuno y Kazant-
zakis, cuando don Miguel los expone por menudo y sin re-
paros a Jéróme Tharaud y a Georges Sadoul muy pocos días
después.
Evidentemente no iba a jugarse Unamuno la cabeza en
la sala de actos de la universidad para luego, en privado y
en presencia de un extranjero, expresar su acato al mismo
Ejército que acababa de denunciar públicamente. De todo
ello sólo se infiere que la entrevista fue recortada, amañada
y embutida con inicuas morcillas por parte de Nikos Ka-
zantzakis. Ni siquiera cabe responsabilizar a la censura de
Franco, en Salamanca, puesto que el novelista volvería a dar
a la estampa su conversación con el depuesto rector, des-
pués de fallecido Unamuno, ya terminada la guerra civil y
muerto Metaxás.
52. Véase la décima unamuniana del 9 de noviembre de
1936, así como «Su anillo, ahora en mi dedo» y el soneto sin
título del 29 de aquel mes, en Poesía (1420-1421).
Las reflexiones de Unamuno acerca de la suerte de sus dos
hijos y el yerno, que siguen en Madrid y de quienes nada lle-
gará a saber en la guerra civil, junto con las hipotéticas con-
secuencias derivadas del bombardeo republicano en Sala-
manca, en El resentimiento trágico de la vida (51).
53. Acerca del encuentro de Unamuno con Jéróme Tha-
raud, véase Indalecio Prieto, «Unamuno y los gitanos», Con-

264
vulsiones de España, IM (199-204). También Eduardo Ortega
y Gasset, Monodiálogos de don Miguel de Unamuno (243-252).
No oculta Prieto su desagrado ante la memoria de Una-
muno. Aunque en 1969, al publicarse el tercer volumen de
Convulsiones de España, conocía lo sucedido en el paraninfo
de la Universidad de Salamanca, lo falsea de manera desa-
prensiva en otro artículo suyo, «La repatriación de Una-
muno». Allí asegura que Unamuno condenó, aunque silencio-
samente (¡sic!), los crímenes cometidos en la zona rebelde
(195). La entrevista de Unamuno y Jéróme Tharaud, «El de-
sesperado», se la proporciona a Prieto, traducida al español,
otro republicano, Adolfo León, desterrado en Orán. De aque-
lla versión y de los comentarios de Indalecio Prieto proceden
las absurdas consideraciones unamunianas sobre los gitanos.
Prieto (201-204). Al final, es criterio del dirigente socialista
que Unamuno no estuvo de verdad con los republicanos ni
con los rebeldes en la guerra civil.
En su traducción y comentario de «El desesperado»,
Eduardo Ortega y Gasset asegura que Jéróme Tharaud ya ha-
bía muerto, en octubre de 1936, cuando Jean visitó a Una-
muno en Salamanca. Por motivos incomprensibles, plantea
así un enredo monumental, puesto que la entrevista con don
Miguel la sostuvo Jéróme Tharaud. A mayor abundamiento,
Jéróme (Ernest) Tharaud no fallecería hasta 1953. En abril
del año anterior había fenecido su hermano Jean (Charles).
El sillón de Jéróme en la Academia Francesa lo heredó Jean
Cocteau en 1955. Véase Licinio Galati y Mario Carpitello, Di-
zionario della letteratura mondiale del secolo XX, vol. IV (339-
340).
El primer verso del primer terceto de «El desdichado», el
soneto que por último consigue recitar entero y de memoria
Unamuno con ayuda de Tharaud, todavía plantea discrepan-
cias críticas sobre la identidad de «Birón». «¿Soy el Amor o
Febo... Lousignan o Birón?» Se ha identificado a Birón con
Byron, por parte de Paul Éluard entre otros; con un personaje
menor de Shakespeare, o con diversas figuras literarias e his-
tóricas francesas. Norma Rinsler, en «Nerval et Biron», Revue
d'histoire littéraire de la France, julio-setiembre de 1961 (405-
410), concluye que Nerval es todos los Birón franceses e in-
gleses, incluido el de Shakespeare y el poeta romántico.
54. Sobre Unamuno y Georges Sadoul, G. Álvaro Gallego,
La Voz, 25 de julio 1939, Nueva York, citado por Margaret
Rudd (308).
Desconozco quién pueda ser el portugués al que alude
Unamuno. Acaso se refiera al profesor Eugenio de Castro,

265
quien le escribía desde Coimbra el 28 de setiembre. González
Egido (112).
55. Los vanos intentos de su compañero de claustro,
González Oliveros, para convertir a Unamuno a la Falange
en González Egido, Agonizar en Salamanca (190-191). Tam-
bién proceden de González Egido (163) los datos acerca del
paseo de don Miguel con Víctor de la Serna a través de los
puentes del Tormes.
Todo lo referente a la presunta carta de Unamuno a Fran-
cisco Bravo, así como los inútiles esfuerzos de éste por de-
volvérsela, proviene del testimonio de un salmantino, que pre-
fiere permanecer anónimo, a Margaret Rudd (308).
La visita de Unamuno al marmolista en compañía de Eu-
genio Montes y el dictado de su epitafio, en Trapiello, Las ar-
mas y las letras (45-46). La frase de Giménez Caballero a Mon-
tes, «Eugenio, tú serías el gallina más grande de España si yo
no existiera», en Luis Moure Mariño, La generación del 36.
Memorias de Salamanca y Burgos (115). Ver el «Salmo Il»,
con la futura inscripción en el nicho de Unamuno, en Poesías
(222-224).
La carta de Unamuno a Esteban Madruga la publicó re-
cortada Emilio Salcedo en Vida de don Miguel (418-419). El
encuentro de don Miguel y José María Gil Robles, la misma
semana de la muerte de Unamuno, en Gil Robles, No fue po-
sible la paz (134).
56. Sobre la rudimentaria radio de Millán Astray, la in-
vitación a la Guardia Mora a asesinar a Franco, los experi-
mentos con gases asfixiantes en el palacio de Anaya y el «ojo
polifémico» del general, Giménez Caballero, Memorias de un
dictador (90-91).
57. El discurso de Queipo de Llano acerca de los rojos y
sus mujeres, junto con los fusilamientos de los familiares de
los marineros del guardacostas que bombardeó La Línea y las
matanzas de Carmona, en Rubio Cabeza, Diccionario de la
guerra civil española (661-662).
La hipotética supresión de los términos «piedad» y «am-
nistía» por parte de Queipo, el porcentaje de sus represiones
—a veces cinco y a veces diez rehenes por cada víctima—, así
como el solar en que quería convertir a Barcelona, en Manuel
Barrios, El último virrey (185-204, 227). El apodo de «Paca la
culona», aplicado a Franco por Queipo, procede de diversos
testimonios personales de Guillermo Cabanellas, citando re-
petidamente a su padre, el general. Sobre Queipo, véanse
también Antonio Bahamonde y Sánchez de Castro, Un año
con Queipo de Llano. Memorias de un nacionalista, y Alfonso

266
Braojos, Leandro Álvarez Rey y Francisco Espinosa Mestre,
Sevilla 36: Sublevación fascista y represión.
Las consideraciones del bushido sobre la ruse de guerre, el
gishi y el gi-ri en Inazo Nitobé, Bushido (24-25). Los errores
morfológicos de Queipo, «infringir» por «infligir», etc., en Ba-
rrios (178).
58. La delicada técnica del bayonetazo a la garganta o al
pecho, nunca al vientre, practicada por la Legión, en Santa
Marina, Tras el águila del César (23). Según Juan Aparicio,
este dato, entre otros muchos, se lo debía Santa Marina a un
antiguo sargento legionario de Laredo.
59. El encargo del Caudillo a Pemán para que procla-
mara poéticamente las nuevas de la caída de Madrid, las no-
ticias de ABC de Sevilla sobre la toma inminente de la ciudad
y el tedéum que se cantaría en la catedral, así como el tras-
lado de la Virgen de las Angustias, en Guillermo Cabanellas,
La guerra de los mil días (691-692). El trayecto en tranvía, que
separa a los atacantes de Madrid, en Federico Bravo Morata,
La batalla de Madrid. La guerra de España (273).
Acerca de los nombramientos de Miaja y Rojo para la de-
fensa de la capital y sobre la salida del Gobierno hacia Va-
lencia, Indalecio Prieto, «Triste fin de un hombre alegre». De
mi vida. Recuerdos, estampas, siluetas, sombras (325). Según
el comunista Vicente Uribe, Prieto fue el primero que propuso
en el Gobierno la evacuación del Consejo. Véase Dolores Ibá-
rruri y otros, Guerra y revolución de España, 1 (136). Las pre-
dicciones de Prieto a Zugazagoitia, augurándole la próxima
caída de Madrid, las omite Prieto pero las revela Zugazagoi-
tia, Guerra y vicisitudes de los españoles (181).
Sobre las matanzas de presos políticos en Paracuellos del
Jarama y Torrejón de Ardoz, así como la respuesta de Julio
Álvarez del Vayo a la nota del Gobierno británico, véase Mi-
nisterio Público, Causa general. También Federico Bravo Mo-
rata (273) y Manuel Rubio Cabeza, en la entrada correspon-
diente a «Paracuellos del Jarama», en su Diccionario de la
guerra civil española (602-603). Asimismo, el libro de Ian Gib-
son, Paracuellos: cómo fue.
Con respecto a la batalla de Madrid, Thomas, La guerra
civil española (683-705), Cabanellas (683-705), Bravo Morata
(268-291), Vicente Rojo, Así fue la defensa de Madrid (15-84).
También, por cuanto atañe a Durruti y a la «Columna Liber-
tad», mi libro La guerra civil en Catalunya (110-116). Estoy
convencido de que Diego Abad de Santillán me exponía la es-
tricta verdad cuando dijo que un disparo casual de su mismo
naranjero dio muerte a Durruti, y así tuvo que contárselo

267
Santillán a Emilienne Morin, la compañera del dirigente
anarquista, rogándole que guardara aquel secreto para no em-
pañar la imagen del muerto. No obstante, el doctor Bastos
Ansart, quien presenció el fallecimiento de Durruti en un Ritz
convertido en hospital de sangre, aseguraba haberle confiado
varios milicianos que «habían sido sus propios secuaces los
causantes de la herida». De las guerras coloniales a la guerra
civil. Memorias de un cirujano (317).
60. La reacción de Franco al fusilamiento de José Anto-
nio Primo de Rivera, así como el falso aserto de Indalecio
Prieto cuando aseguraba haberle enviado el testamento de
José Antonio a Ramón Serrano Suñer, proceden de diversas
conversaciones privadas con Serrano, quien, por lo demás,
nunca ha ocultado su admiración por Prieto, sobre todo como
orador parlamentario.
Las desesperanzadas confidencias de Castejón, herido, a
John T. Whitaker y de Varela a Von Strunk en Whitaker, Pre-
lude to War (115).
61. Las payasadas de Giménez Caballero y la grotesca
historia del discurso de Millán Astray que no llegó a difun-
dirse, de buenas a primeras, salvo para Elvirita y G. C., en
Giménez Caballero (90-92).
No cabe duda de la veraz versión que da Giménez Caba-
llero de aquel descabellado incidente. Con ser tan grande
como extravagante su fértil imaginación, ni siquiera él pudo
haberlo inventado. Pero le engaña la memoria cuando lo dice
ocurrido «semanas» después de otra avería de la radio: la que
le impidió a Franco difundir a tiempo su discurso de fin de
año. Como se sabe, a primeros de enero cesaba Millán Astray
en la dirección de Prensa y Propaganda y le sucedía el pro-
fesor Vicente Gay, quien fue aún mayor desastre.
62. Véase el triunfal discurso de Millán Astray «El pen-
samiento de S. E. el Jefe del Estado en las horas actuales»,
en Franco. El Caudillo (47-52).
Para las dos batallas sobre la carretera de La Coruña, Es-
mond Romilly, Boadilla (167-196), y Thomas (534-540). Ricar-
do de la Cierva ha señalado certeramente cómo las órdenes
de Franco desde el Cuartel General, pronto cumplidamente
obedecidas por Millán Astray, dieron en atribuir a las Briga-
das Internacionales la defensa de Madrid de forma poco me-
nos que exclusiva.
Consúltense aquellos particulares, así como una excelente
relación del sombrío encuentro de Franco con Varela, Sali-
quet y Mola en Leganés, en Ricardo de la Cierva, Francisco
Franco. Un siglo de España, 1 (549-552).

268
63. Véanse las cartas autógrafas de Unamuno a Maria
Garelli Ferraroni y a Lorenzo Giusso, así como sus transcrip-
ciones, en Moure Mariño, La generación del 36. Memorias de
Salamanca y de Burgos (88-95). Se ha respetado aquí la ex-
traña puntuación de Unamuno, cuando suprime los primeros
signos de exclamación o los interrogantes, sin aparente mo-
tivo.
64. Las cartas de Unamuno a Quintín de la Torre en
Epistolario inédito II (1915-1936) (350-355). La carta de Quin-
tín de la Torre del 11 de diciembre de 1936, en respuesta a
la de Unamuno del primero de mes, en González Egido, Ago-
nizar en Salamanca (224-225).
65. La carta de Juan Carretero, director entonces del
ABC sevillano, a Miguel de Unamuno en González Egido
(232-233). :
66. Los poemas de Unamuno, compuestos en diciembre
de 1936, en Poesía (1422-1424).
67. Sobre las singulares circunstancias de la muerte de
Unamuno, véase el prólogo de José María Ramos Loscertales
al libro de Bartolorié Aragón Gómez, Síntesis de economía
corporativa (13-16). También se incluyen allí el dibujo del per-
fil de Unamuno, muerto, por José Herrero Sánchez (12), y el
poema «Es de noche en mi estudio», verso inicial de la tercera
parte de «Incidente doméstico», Poesía (298-301). Asimismo,
acerca de la muerte de Unamuno y aquel poema, Aurora de
Albornoz, «Un extraño presentimiento misterioso. (En la
muerte de Miguel de Unamuno)», Ínsula, diciembre de 1961.
Sobre Aragón y su casual encuentro con los versos de «Es de
noche en mi estudio», en una antología de poemas que le re-
galó Unamuno en su visita anterior, Vegas Latapie, Los ca-
minos del desengaño (118-119).
Las airadas menciones que hace Unamuno de Ortega en
el último cuarto de hora de su vida proceden de las confiden-
cias de Aragón a Margaret Rudd en 1959. También a Mar-
garet Rudd le muestra y entrega Felisa Unamuno el recor-
datorio de su padre y le cuenta Pilar Cuadrado cómo ella
sostuvo en su falda la cabeza de don Miguel, recién fallecido.
O muriéndose, de acuerdo con su versión. Rudd, The Lone
Heretic (30-313).
Para la visita de Ortega a Unamuno y el despectivo co-
mentario de Unamuno a las propuestas de Ortega, Bernardo
Villarrazo, Miguel de Unamuno. Glosa de una vida (81-82).
Asimismo, en Villarrazo (262), los deseos de don Miguel de
morir sentado, ni de pie ni de rodillas, en mitad de un prado
y a la luz del sol.

269
La esquela de Unamuno en El Adelanto la cita y copia pun-
tualmente González Egido (18-19).
68. Para la visita de Franco a la emisora de Salamanca,
el anuncio de su ayudante de que Unamuno estaba en la ago-
nía, el fracaso técnico del micrófono, la visita de Giménez Ca-
ballero a Millán Astray, encamado, y la decisión de aquél de
escribir un artículo acerca de Unamuno «después de su
muerte, Giménez Caballero, Memorias de un dictador (90-91).
69. Los preparativos falangistas a cargo de García Ve-
nero, Hedilla y Víctor de la Serna para transformar y adul-
terar a Unamuno, muerto, en,el falangista que nunca había
sido, en García Venero, Falange en la guerra de España (302).
Acerca del artículo en La Gaceta Regional y los intentos de
Ramos Loscertales y Aragón por redimir y rescatar a Una-
muno después de su fallecimieto, Margaret Rudd, The Lone
Heretic (313-314). También el prólogo de Ramos al libro de
Aragón, «Cuando Miguel de Unamuno murió» (13-16). El artí-
culo de Giménez Caballero sobre Unamuno, leído primero
por radio y publicado en El Adelanto después del sepelio, en
Ricardo de la Cierva, Francisco Franco. Un siglo de España
(572)
70. Los funerales de don Miguel en la parroquia de la Pu-
rísima y su entierro en la tarde de año nuevo en Moure Ma-
riño, La generación del 36. Memorias de Salamanca y de Bur-
gos (302-303), González Egido, Agonizar en Salamanca (207- *
274), Rudd (314-316), Salcedo, Vida de don Miguel (421-422),
y Giménez Caballero (70-71 y 91).
71. Para la visita de Brouwer a Ortega y el artículo ne-
crológico que escribe Ortega, «En la muerte de Unamuno»,
véase el quinto volumen de las Obras completas del filósofo
(264-266). Quizá recuerde Marañón las comparaciones esta-
blecidas por Ortega entre Unamuno y los antiguos celtíberos,
adoradores de la muerte, cuando dos años después Ortega se
halle en trance de ser operado por los cirujanos franceses, en
circunstancias gravísimas. Celebrada consulta con Gregorio
Marañón, éste les aconseja: «¡Opérenlo, que es celtíbero!»
Testimonio de Julián Marías en noviembre de 1971. Véase
también mi libro Diez figuras ante la guerra civil (378-379).
72. Consúltese el discurso de Gregorio Marañón ante el
PEN Club de París en Repertorio Americano, y en el mismo
número del 10 de abril de 1937, donde aparece la entrevista
de Unamuno con Brouwer (218). Las declaraciones pro fran-
quistas del doctor Marañón en su destierro voluntario fran-
cés, en Rubio Cabeza, Diccionario de la guerra española (508-
509).

270
73. Las consideraciones de Antonio Machado a la muerte
de Unamuno, en Consejos, sentencias y donaires de Juan de
Mairena y de su maestro Abel Martín, en Obras poesía y prosa
(598-599). También en la misma obra (680-681), el breve artí-
culo de Machado «Unamuno», anteriormente impreso en Re-
vista de las Españas.
Para el trabajo de José Fernández Montesinos, «Muerte y
vida de Unamuno», Hora de España, IV, Valencia, 1937.
A propósito, reduje a tres nombres tan representativos
como los de Ortega, Marañón y Antonio Machado los testi-
monios críticos acerca de Unamuno publicados a raíz de su
muerte. La lista, naturalmente, puede prolongarse de forma
casi interminable.
En su número 35-36, aparecido en 1961, La Torre. Revista
general de la Universidad de Puerto Rico dedícase entera a la
memoria de don Miguel. Manuel García Blanco publica allí
un artículo, «Crónica unamuniana (1937-1947)», donde pre-
senta una lista incompleta de trabajos impresos, después del
vergonzoso y canallesco entierro que la Iglesia y los falangis-
tas le dieron a Unamuno en Salamanca. Entre otras contri-
buciones, de muy distinta categoría, cita García Blanco
«Anecdotario de los últimos días de don Miguel de Unamuno»
y «Entierro de don Miguel de Unamuno», ambos de Antonio
de Obregón en Domingo, de San Sebastián, el 2 de enero de
1938, y en Vértice, números 7-8, enero de 1938. Víctor de la
Serna, «Rito falangista en la muerte de Unamuno», Arriba,
Madrid, 31 diciembre 1946. «Elegía en la muerte de Una-
muno», de Salvador de Madariaga, Londres, Oxford Univer-
sity Press, 1937. Américo Castro, «Más sobre Unamuno», La
Nación, Buenos Aires, 14 de marzo, 1937. Giovanni Papini,
«Miguel de Unamuno e il segretto della Spagna», Nuova An-
tologia, Roma, 16 de enero 1937. Jean Cassou, «Unamuno,
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lamanca y el desafío, a título privado, de Antonio Tovar y
otros universitarios llevándole flores y coronas a Unamuno en
su nicho, en «Salamanca's Seventh-Centenary. Spain's Oldest
University Has Birthay», Life, 21 de diciembre, 1953 (31-32).
75. Todas las disposiciones de Millán Astray para su en-
tierro en Carlos de Silva, General Millán Astray (249-260).

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OBRAS CITADAS

Abad de Santillán, Diego, Expediente Picasso. Documentos


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2021250 Arochacena, profesor: 100.
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Falcó, duque de: 120, 148, 260. 94, 124, 195, 196.
Albar, Manuel: 194. Assía, Felipe Fernández Armes-
Alberti, Rafael: 17, 59, 244. to, llamado Augusto: 245.
Albornoz, Aurora de: 269. Aub, Max: 27, 245.
Alcalá Zamora, Niceto: 18, 20, Augusto, Octavio César: 159.
21,23, 27, 28, 40, 41, 44, 54, Aurelia (sirvienta de Unamu-
76, 79, 190, 244, 248. no): 216, 217, 218, 219.
Alfieri, Vittorio: 210. Ávila, Dolores: 78, 79, 250.
Alfonso XII, rey de España: 74. Azaña Díaz, Manuel: 12, 13, 14,
Alfonso XIII, rey de España: 17, TOTS ALO ZO LODOS 2
26, 40, 41, 42, 46, 60, 65, 66, 43,58, 61, 79, 99, 128, 132,
CULOS OH O MAZA UO> 161, 169, 207, 246, 258.
118, 120, 175, 188, 249. Aznar, Agustín: 162.
Almagro San Martín, Melchor: Aznar, Juan Bautista: 39.
235 Aznar, Manuel: 64, 249.
Alonso, Víctor: 233. Azorín, José Martínez Ruiz, l/a-
Álvarez, Jesús: 254. mado: 29, 227.
Álvarez del Manzano, José: 12.
Álvarez del Rey, Leandro: 267.
Álvarez del Vayo, Julio: 29, 194, Bahamonde y Sánchez de Cas-
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Álvaro Gallego, G.: 181, 265. ey pá Hisinial/01S 19;
Amadeo de Saboya, duque de
Aosta, rey de España: 73, 74. A Juan: 78.
Américo Araya, Carlos: 124, 257. Barea, Arturo: 37, 80, 82, 83,
Andrés Manso, José: 11, 52, 96, IB2I246 Zool, 257.
127, 248. Barea, Ilse: 258.
Andrés Marcos, Teodoro: 100, Barnés Salinas, Francisco: 58.
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Ae de Sojo, José Oriol: 22. Baroja, Pío: 54, 79, 227, 245,
Anguiano, Daniel: 67. 247, 248, 251.
Aparicio, Juan: 157, 252, 267. Barrés, Maurice: 177.
Aragón Gómez, Bartolomé: 24, Barrios, Manuel: 266, 267.
145, 181, 182, 198, 216, 217, Barrón, Fernando: 124, 195.

285
Barros Manzanares, José: 15. 49,64, 93, 108, 126, 146, 212,
Barroso, Antonio: 12, 124, 125, DAT
165, 243. Cami23ioos
Bartolomé Cossío, Manuel: 244. Calamita: 249.
Bartomeu Fernández Longoria, Calvo Madroño, Ismael: 61.
Maximino: 12, 196. Calvo Sotelo, José: 23, 94.
Bastos Ansart, doctor: 268. Cámara, Tomás de la: 63.
Batchelor, Ronald E.: 261. Cambó, Francesc: 153, 154, 261.
Batet, Domingo: 22, 37, 246. Cantieri, Giovanni: 252.
Bazán, Armando: 59, 249. Caralt, Luis de: 253
Beato y Sala, Isidro: 145, 232. Carducci, Giosue: 228.
Becarud, Jean: 245. Carlos 1 de España y V de Ale-
Beigbeder, Juan Luis: 12. mania, emperador: 106.
Bela Kun: 177, 178. Carlos Il, rey de España: 64.
Beltrán de Heredia, Pablo: 142, Carlos IV, rey de España: 49.
143. Carlyle, Thomas: 62.
Beltrán de Heredia, Vicente: 135. Caro Baroja, Julio: 247.
Benavente, Jacinto: 255. Carpitello, Mario: 265.
Berenguer Fusté, Dámaso: 17, Carretero, Juan (seud.): 213,
39, 40 269.
Bergamín, Francisco: 60, 61. Carter, Jimmy: 260.
Bergamín, José: 234, 237. Casanueva, Cándido: 18, 22, 244.
Berkowitz, H. Chonon: 251. Casares Quiroga, Santiago: 12,
Bermejo Mesa, Ramón: 100, 145. 1803482
Bermúdez, José: 12. Casas y Manrique, José: 60, 62.
Bernalt, maestro: 230, 231. Casona, Alejandro: 29.
Bernils i Mach, Josep Maria: Cassou, Jean: 26, 28, 271.
243. Castañeyra Schamen, Ramón:
Besteiro, Julián: 13, 66, 67, 244. 30, 245.
Blanco Aguinaga, Carlos: 248. Castejón, Antonio: 94, 124, 195,
Boaventura, Armando: 204. 196, 199, 268.
Bolín, Luis Antonio: 120, 121, Castillejo, José: 26.
122012342503 Castillo, José del: 23.
Borbón y Battenberg, Juan de: Castro, Américo: 29, 271.
64, 249. Castro, Eugenio de: 265.
Borbones, los: 84, 120. Cepas López, Miguel: 11, 12.
Borcino, Luciana: 76, 77, 78, 80, Ceroni, Giovanni Antonio: 143.
ISO NZS IA Cervantes Saavedra, Miguel de:
Borrás Betriu, Rafael: 252, 262, 65, 88, 90, 138, 238, 252.
263 Cervera Valderrama, Juan: 132,
Bosch, Andrés: 199. SAIZ ZO
Braojos, Alfonso: 267. César, Cayo Julio: 159.
Bravo Morata, Federico: 267. Chevalier, Jacques: 21, 27.
Bravo Martínez, Francisco: 15, Chiang Kai-shek: 123.
25, 159, 183, 206, 244, 266, Churchill, Winston S.: 205.
267. Ne Galeazzo: 24, 36, 112,
Brouwer, Johannes: 57, 64, 93,
101, 102, 1103, 104, 1054107, Cibrán Finot, Ramón: 135.
123153 MES IIA Toe Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, lla-
ZAMIEZIN, ZO AUS ZO ADOS mado el: 222.
270. Cierva y Hoces, Ricardo de la:
Brue, René: 121. 199, 243, 246, 249, 258, 260,
Byron, George Gordon, llamado 268, 270.
Lord: 155, 261, 265. Ciplijauskaité, Birute: 259.
Clouard, Emma H.: 27, 28, 30.
Coco, Atilano: 98, 99, 123, 132,
Cabanellas, Guillermo: 243, 246, 135, 144, 254.
247, 253,257, 263, 266, 267. Cocteau, Jean: 265.
Cabanellas, Miguel: 14, 45, 48, Companys, Lluís: 14, 19, 22, 28.

286
Cordeira, Francisco: 26. Fernández de Ávila, Nicolás:
Cortés Cabanilles, Luis: 64. véase Muenzenberg, Willi.
Cowles, Virginia: 118, 256. Fernández Montesinos, José:
Crespo, Juan: 139, 149, 256. 238, 271.
Cristo36, 1037 1924 107111 Fernández Silvestre, Manuel: 69.
Croce, Benedetto: 172, 209. Fernando Il de Aragón, el Cató-
Cruz Salido, Francisco: 194. lico: 66.
Cuadrado, Paquita: 216. EOS VII, rey de España:
Cuadrado, Pilar: 216, 219, 220, 01
269. Fleta, Miguel: 232.
Cuesta, Pedro: 257. Florentino, Nicolás: 63.
Foltz, Charles: 118, 247.
Foscolo, Hugo: 210.
D'Annunzio, Gabriele: 35. Foxá, Agustín de: 57, 162, 262.
Dato, Eduardo: 60, 62, 66, 67, Fraile, Guillermo: 140.
68, 249. Franco Bahamonde, Francisco:
Dávila, Fidel: 45, 49. 12422 1214383413 637:144:01
Dávila, Sancho: 149. 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48,
Delgado Serrano, José: 195. 49,50, 66, 72, 73, 82, 87, 90,
Díaz, Elías: 248, 259, 93,97, 98,99, 100, 101, 112,
Díaz Canedo, Enrique: 31. 3d AS: 117 AS 4120
Díaz Cobeña, Luis: 79. e al LN OS. 1126),
Díaz Ferrer, Emilio: 232. ¡281802184413 7414 10142"
Díaz Rodríguez, Juan Francis- 143, 144, 146, 148, 149, 150,
co: 142. IBIZA STO
A Hans Heinrich: 130, 161, 164, 165, 166, 170, 176,
ile 182, 184, 187, 188, 189, 192,
Díez, Ricardo: 261. 199, 202, 204, 205, 207, 208,
Diez-Alegría Gutiérrez, Manuel: ZO O MIO 2D LS 17
165, 263. 218223 2302417 242 IDAS,
Dollfus, Engelbert: 22. 246, 247, 251,252, 253,256,
Domínguez Lafuente, Carlos: 257, 258,260, 261, 262, 264,
233. 266, 267, 268, 270.
Durruti, Buenaventura: 196, 197, Franco Bahamonde, Nicolás: 45,
198, 267, 268. MIDA
Franco Salgado-Araujo, Fran-
cisco: 34, 37, 41, 46, 131, 245,
Eddy, Mary Baker: 169. 246, 247, 258, 259.
Ehrenburg, Ilya: 58, 59, 249. Fraser, Ronald: 254, 255, 256,
Eluard, Paul: 255, 265. 259.
Elvirita: véase Gutiérrez de la. Freud, Sigmund: 209,
Torre, Elvira. Funk, coronel von: 166.
Erasmo de Rotterdam: 144.
Escobar, José Ignacio: 247.
Esperabé Lozano, Mamés: 62. Galán, Fermín: 114.
Espina, Concha: 183. Galán, José María: 195.
Espinosa Mestre, Francisco: 267. Galarza, Ángel: 194.
Galati, Licinio: 265.
Ganivet, Ángel: 61, 103.
Fanjul Goñi, Joaquín: 36, 44, Garcerán, Rafael: 162.
246. García Álvarez, Manuel: 14, 15,
Faupel, Wilhelm von: 165, 166, 164, 165.
263. García Blanco, Manuel: 100, 145,
Fayes, Martín: 74. 2322
Feal, Carlos: 254, 255. García Boiza, Antonio: 100.
Felipe Il, rey de España: 154. García Delgado, Sinesio: véase
Felipe IV, rey de España: 229. Abad de Santillán, Diego.
Fernández Cuesta, Raimundo: García Hernández, Ángel: 114.
199, García Lorca, Federico: 52, 135.

287
García Morato Castaño, Joa- Gutiérrez de la Torre, Elvira:
quín: 201, 202. 45, 200, 202, 223, 242, 268.
García Rodríguez, profesor: 100.
García Serrano, Rafael: 262,
263. Haartmann, Karl von: 252.
García Suárez, Pedro: 245. Hachimaro: 87, 88.
García Tejero, Andrés: 100. Haya de la Torre, Carlos: 121.
García Venero, Maximiano: 224, Hedilla, Manuel: 116, 126, 127,
HIS DIAS DIAS HENO) PLA PIO), IB2 MS OIO 102 Ao 22
234, 248, 256, 257, 262, 263, 232 1234. 2 TAZOZ 2032 UO:
270. Hegel, G. W. F.: 240.
Garelli Ferraroni, Maria: 206, Heidegger, Martin: 238.
DOS ZO 2 LO 2 MZ CEZO
O. Hernández, Andrés: 142.
269. Hernández, Valentín: 55, 56, 57,
Garrido Sánchez, profesor: 145. 248.
Garriga Alemany, Ramón: 45. Herrero Sánchez, José: 220,
Gay, Vicente: 268. 269.
Gibson, lan: 267. Hidalgo, Diego: 22.
Gil Mugarza, Bernardo: 245. Hitler, Adolf: 118, 127, 130, 194,
Gil Ramírez, Manuel: 232, 234. 199, 257.
Gil-Robles y Quiñones, José Hudson, Ofelia: 261.
María: 18, 20, 21, 30, 44, 45, Hugo, Victor: 27, 228.
117, 160, 185, 186, 213, 244, Huxley, Aldous: 214, 233.
245, 246, 247, 248, 262, 266.
Giménez Caballero, Ángel: USZe
Giménez Caballero, Ernesto: Ibárruri, Dolores la Pasionaria:
38, 39, 85, 141, 144, 149, 150, 197,267.
151, 156-166, 184, 187, 188, Ibsen, Henrik: 240.
189, 190, 200, 201, 202, 223, Ignacio de Loyola, san: 19.
DL ZN ELO UL ZONA Irujo, Manuel: 194.
230, 231, 233, 241, 246, 260, Irving, Washington: 248.
260174262203 2004209, 210. Isabel I de Castilla, la Católica:
Giral, José: 14, 194. 66.
Giusso, Lorenzo: 206, 209, 210, Isabel Il, reina de España: 73.
DADA ZOO Iscar Peyra, Fernando: 26.
Goded, Manuel: 14, 36, 43, 44. Iyégasu, general: 87.
Godoy, Manuel: 49, 123.
Gomá Tomás, Isidro: 125, 126.
Gómez Carrillo, Enrique: 252. James, William: 240.
González, Valentín: 230. Jerrold, Douglas: 120.
González Calzada, profesor: 100. Jiménez Fernández, Manuel: 22.
González de Lara, general: 43. Jorge II, rey de Grecia: 170.
González Egido, Luciano: 243, Joselito (torero): 94, 96.
247, 248, 249, 252, 254, 2509, Juan, evangelista: 129.
260, 266, 269, 270. Juan, Leopoldo de: 100, 232.
González Oliveros, Wenceslao: Juárez, Pedro: 254.
100, 182, 266. Jugo y Erézcano, José Antonio:
O Quesada, profesor: ISS IZ:
Júnger, Ernst: 84, 252.
González Ruano, César: 53, 133, Jurkevich, Gayana: 261.
248.
González Vélez, Fernando: 162.
Gordon Ordás, Félix: 29. Kant, Immanuel: 240.
Gourmont, Rémy de: 62. Kazantzakis, Helen: 264.
Goya, Francisco: 214. Kazantzakis, Nikos: 153,
169,
Grau, Jacinto: 27, 31, 245. ZO? ATACAN AT EZO SS
Guarner, Vicente: 12, 125, 243. 217,261, 263, 264.
Guerra Junqueiro, Abilio: 228. Kemp, Peter: 118, 256.
Guillén, Jorge: 18. Kierkegaard, Soren: 228.

288
nasa, Alfredo: 48, 124, 151, Maeztu, Ramiro de: 154, 227.
Maldonado, Luis: 61, 62.
Kleber, Émile: 195, 196. Maldonado de Guevara, Fran-
Knickerbocker, Cholly: véase Paul, cisco: 100, 135, 145, 232, 259.
Maury Henry Biddle. Malraux, André: 155, 261.
Koch, Ria Schmidt: 29. Mallarmé, Stéphane: 230.
Koestler, Arthur: 121, 256. Manrique, Jorge: 59.
Koltsov, Mijáil: 194. Marañón Posadillo, Gregorio:
A SRA Se
238, 239, 248, 270, 271.
Labrunie, Gérald: véase Nerval, Marcos Escribano, Tomás: 142,
Gérard de. 143, 244.
e Eo: Pedro: 46, 153, March Ordinas, Juan: 120, 160.
61. María Cristina de Habsburgo-
Lamamié de Clairac, José Ma- Lorena, reina de España: 65,
ría: 18, 19, 244. 67,74.
Langdon-Davis, John: 257. Marías, Julián: 270.
Largo Caballero, Francisco: 13, Márquez, Francisco: 135.
14, 22, 23,67, 193, 194, 199, Marquina, Eduardo: 29.
249. Martín, Jacinto: 249.
Larreta, Enrique: 45. Martín Moreno, Francisco: 151.
Ledesma Ramos, Ramiro: 24, Martín Veloz, Diego: 127, 128,
159, 244. 178, 183, 257.
Legandre, Maurice: 271. as Bande, José Manuel:
Lenin, Vladímir Ilich Uliánov, 195.
llamado: 23, 30, 53, 171, 208. Martínez Barrio, Diego: 13, 20.
Lens, Enrique: 74. Martínez Campos, Arsenio: 75,
León, Adolfo: 265. ISSO,
León, fray Luis de: 53, 225, 260. Martínez de Bedoya, Javier: 262.
Leopardi, Giacomo: 210. Marx, Karl: 55.
Lequerica, José Félix de: 64. Mateos, Alejandro: 125, 257.
Lerroux, Alejandro: 16, 21, 43, Maurer, Christopher: 259.
44,54, 75, 76, 174, 246, 248, Maurras, Charles-Marie-Pho-
250. tius: 170.
Lizárraga, Concha: 21, 71, 98, Melas, Spiros: 30.
99, 107, 109, 173, 216, 233. Menéndez Pelayo, Marcelino:
Lola la Billetera: 77. 61.
López Jiménez, profesor: 100. Menéndez Pidal, Ramón: 235.
Luca de Tena, Juan Ignacio: 120. Mengzi (o Mencio): 191, 192.
Lucas, evangelista: 107, 255. Merin, Peter: 253, 254.
Luckacs, general: 196. Merry del Val, Pablo: 113, 150.
Luis, Francisco de: 113, 150. Metaxás, Joannes: 170, 264.
Luna, Antonio (guardaespaldas Miaja, José: 193, 194, 196, 197,
de Sancho Dávila): 149 267.
Luna, Antonio (magistrado): Millán Astray, José (padre):
149. ADT TA ISORA HUSO
Luna Meléndez, José: 149. 80, 81, 89, 90, 122, 141, 257,
Lyautey, Louis-Hubert Gonzal- 261.
ve: 38. Millán-Astray Terreros, José:
33-50, 65, 72-90, 97, 98, 99,
100, 101, 106, 110, 111-122,
Machado, Antonio: 44, 59, 235, 129, 134, 136-142, 144, 146,
DIT ISAZA OS ZA EAST O A
Machado, Manuel: 120. MSI, MA 17 SS)
Macho, Victorio: 113, 198. 187-193, 195, 199, 200, 201,
Madariaga, Salvador de: 271. 202,203,:204), 211213222,
Madruga Jiménez, Esteban: 17, 223 2284290, 2312317238)
27, 100, 134, 139, 145, 146, 240, 241, 242, 245, 246, 247,
SS 2 162305233 72008 ISO ZII ZO A RZOO IL,

289
259, 260, 261, 262, 266, 268, Obregón, Antonio de: 157, 224,
ZO ZU ZII ZN
Millán-Astray Terreros, Pilar: Olivares, Gaspar de Guzmán y
3,74. Pimentel, conde-duque de:
Miller, Webb: 125. 229.
Moisés: 171. Orgaz, Luis: 43, 45,.205.
Mola Vidal, Emilio: 13, 14, 36, Oriol, Lucas María de: 113, 116,
43, 44, 45, 46, 49, 58, 59, 64, 119, 150, 189, 200, 256.
99, 100, 108, 126, 131, 204, Ors, Eugenio d': 111,255.
210, 213, 239, 247, 257, 268. Ortega y Gasset, Eduardo: 184,
Molero, Nicolás: 44, 246. 255,209:
Molinos, Miguel: 238. Ortega y Gasset, José: 101, 161,
Montaner, Federico: 45. 218, 228, 234, 235, 236, 237,
Montero, Juan: 142, 143. 238, 239, 254, 255, 269, 270,
Montero Díaz, Eugenio: 251. 27
Montero Díaz, Santiago: 74, 75. Ortiz de Zárate, Joaquín: 46, 85,
Monterrey, Manuel Fonseca y 247.
Zúñiga, conde de: 229. Ossorio Gallardo, Ángel: 251.
Monterrey, los: 230.
Montes, Eugenio: 183, 184, 185,
266. Pablo de Tarso, san: 32.
Moral, marqués del: 120. Padilla, Antonio: 249.
Moreno Calderón, Fernando: 45. Palenzuela, Manuel: 14.
Morin, Emilienne: 268. Papini, Giovanni: 271.
Moscardó Ituarte, José: 37, 125. Paredes, Casimiro: 248.
Moulin-Eckart, conde du: 130, Patxot, Francisco: 13.
25 Paul, Maury Henry Biddle: 57,
Moure Mariño, Luis: 111, 112, 99,172,177, 248.
113, 115, 116, 118, 150, 164, Pedro, apóstol: 36.
165, 206, 230, 231, 232, 247, Peiró, Joan: 126.
255, 256, 258, 259, 266, 269, Pemán, José María: 35, 36, 39,
270. 1227 1267133 SOMO,
Moya, Miguel: 68. 140, 141, 148, 192, 246, 253,
Muenzenberg, Willi: 121. 256, 257,259, 260, 267.
Murat, Joachim: 98. Peña Mantecón, profesor: 100.
Mussolini, Benito: 24, 36, 112, Peralta, profesor: 145.
157, 170, 182, 198, 204, 209, Pérez de la Dehesa, Rafael: 248.
210212721063 Le Galdós, Benito: 63, 77,78,

Pérez Lucas, Miguel: 135.


Naiki: 87. Pérez Salas, Jesús: 36, 246.
Napoleón I Bonaparte: 33, 84. Pérez Villamil: 100, 232.
Nazabal y del Castaño, Domin- Petrie, Charles: 120.
go Nicolás: 60. Philby, Kim: 121.
Negrín López, Juan: 197. Pi y Arsuaga, Joaquín: 244.
Nerval, Gérard de (seud.): 107, Pi y Margall, Francisco: 244.
ER 146, 185, 208, 255, 260, Picasso, Juan: 69.
65. Pierna Catala, profesor: 145.
Neurath, Konstantin von: 130, Pilatos, Poncio: 214.
166, 263. Pildáin y Zapiáin, Antonio: 239,
Nietzsche, Friedrich: 227. 240, 271.
Nitobé, Inazo: 85, 86, 87, 252, Pío XI, papa: 36.
267. Pla y Deniel, Enrique: 47, 48,
Nocedal, Ramón: 63. 99, 12371126, 1347 135,136,
Núñez, Arturo: 100. 138, 239, 240, 254, 271.
Núñez Alegría, José: 225. Poe, Edgar Allan: 230.
Núñez Alegría, Mariano: 225. Pollio, Vedius: 260.
Núñez del Prado, general: 44. Polo y Martínez Valdés, Car-
Núñez García, profesor: 145. men: 134, 135, 139, 163.

290
Ponte, Miguel: 45. Rivas, Ignacio: 145, 232.
Porch, Douglas: 252. Rodríguez Aniceto, Nicolás: 100,
Portela Valladares, Manuel: 60, 145, 232.
62. Rodríguez Rivas, Mariano: 233.
Portillo, Luis: 258, 259. Rojas Arias, Ignacio: 79.
Preston, Paul: 243, 246, 256, Rojo, Vicente: 193, 194, 195,
237 196, 197, 267.
Prieto Carrasco, Casto: 11, 15, Rolando de Tella, Helí: 195.
52,57, 94, 96, 213, 248. Romanones, Álvaro de Figue-
Prieto Tuero, Indalecio: 13, 14, roa, conde de: 40, 61, 62, 66,
17, 18, 22, 23, 126, 194, 199, 68, 69, 249.
244, 264, 265, 267, 268. Romero, Carlos: 195, 244.
Primo de Rivera y Orbaneja, Romero, Emilio: 263.
Miguel: 15, 23, 26, 27, 28, 39, Romero, Luis: 243.
el 42,70, 71, 100, 109, 124, Romilly, Esmond: 205, 268.
6 Rouault, Georges: 30.
Primo de Rivera y Sáenz de He- Rubio Cabeza, Manuel: 266,
redia, José Antonio: 15, 24, 267, 270.
239, 116, 159 MIGO MIGLATO6Z, Rubio Polo, Andrés: 144.
183, 184, 198, 199, 244, 259, Rudd, Margaret: 134, 145, 216,
262, 268. 218, 243, 244, 247, 248, 249,
Puente Bahamonde, Ricardo de ca 260, 265, 266, 269, 270,
la 12 125102431
Pujol, Juan: 49. Ruiseñada, conde de: 64.
Pumarega: 245. Ruiz Jiménez, Joaquín: 78.

Queipo de Llano, Gonzalo: 45, Saborit, Andrés: 67.


46, 47, 49, 64, 189, 190, 191, Sadoul, George: 181, 217, 264,
193,247, 253, 266, 267. 265
Quero, Manuel: 45, 114, 122, Sáenz de Buruaga, Ricardo:
149, 257, 260. 1192,
Querol, profesor: 145. Sainz, José: 94.
Quevedo y Villegas, Francisco: Sainz Rodríguez, Pedro: 148,
154, 207. 260.
Quiroga Pla, José María: 24, Sakon: 87.
173,174, 208, 238. Salas Larrazábal, Ramón: 253
Salazar, António de Oliveira:

Racine, Jean: 170. Salazar, Enrique: 14.


Rada, Ricardo de: 118. Salcedo, Emilio: 99, 243, 244,
Raguer, Hilari: 246. 247, 248, 249, 254, 259, 260,
Raikes, Victor: 120. 266, 270.
Ramos Loscertales, José María: Salcedo, Julio: 16.
100,135, 1452164217220 Salinas, Pedro: 18.
226, 230, 233, 269, 270. Saliquet, Andrés: 14, 15, 43,
Rato, Ramón: 189, 200. 164, 204, 268.
Real, César: 232. Samios, Eleni: 170, 264.
Redondo, Onésimo: 52. Samper, Ricardo: 21, 22.
Retuerto, Ramón: 100, 145. Sánchez Barbudo, Antonio: 244.
Reyles, Carlos: 154. Sánchez González, Juan Bautis-
Ribbentrop, Joachim von: 130. tas MAZA
Ribera, José de: 229, 230. Sánchez Guerra, José: 68.
Ricardo IlÍ: 108. Sánchez Mazas, Rafael: 25, 159,
Ridruejo, Dionisio: 35, 117, 118, 226, 262.
120132 OZ 2432 IS ZOO, Sánchez Tejerina, profesor: 100,
262.
Rinsler, Norma: 265. Sancho, rofesor: 232.
Ríos Capapé, Joaquín: 11, 243. Sandoval, Miguel: 19.

291
Sangróniz, José Antonio: 148, Tovar, Antonio: 241.
189, 260. Trapiello, Andrés: 178, 259, 266.
Sanjurjo Sacanell, José: 17, 20, Turner, David G.: 261.
40, 41, 42, 43, 45, 72, 73, 87,
132, 246.
Santa Cecilia, Primitivo: 16, 17, Unamuno Jugo, Félix José Ga-
244, briel de: 177 1997 150.1 173,
Santa Marina, Luys (Gutiérrez): 244, 261.
ZO ZOZ ZOTe Unamuno Jugo, María de: 21.
Santapau, Rafael: 15. Unamuno Jugo, Miguel de: 11-
Santiago Cividanes, Mariano 32,36; 38, 39 187114907 93=
de: 143. MO MAS 23 1244258127,
Santo Mauro, duque de: 64. 129, 131-147, 148, 149, 151,
Sarthou, Vicente: 81. 153-156, 157, 161, 169-186,
Schopenhauer, Arthur: 240. 198, 203, 205, 206-222, 223-
Semprún, Jorge: 254. 242, 244, 246, 247, 248, 249,
Serna, Víctor de la: 163, 183, 250) 2511239252048 29023975
ZISIZIZ 2007 2 10 2 UA 258, 259, 260, 261, 263, 264,
Serrano Serrano, profesor: 100, 265, 266, 269, 271.
145. Unamuno Jugo, Susana de: 21.
Serrano Suñer, Ramón: 46, 111, Unamuno Lizárraga, Felisa de:
122,124, 152, 199,247, 253, 106139175 4189:21.6,1220;
256, 257, 258, 260, 268. 255, 260, 269, 270.
Sesé, Mariano: 100. Unamuno Lizárraga, Fernando
Shakespeare, William: 107, 108, des 2302538
DSZ Unamuno Lizárraga, José de:
Shaw, George Bernard: 228, 173, 174, 175.
236 Unamuno Lizárraga, María de:
Silva, Carlos de: 245, 247, 250, 106, 216, 219, 255.
PA PA le Unamuno Lizárraga, Rafael de:
Simeón Vidarte, Juan: 243. 98, 143, 230, 233, 254.
Soult, Nicolás: 84. Unamuno Lizárraga, Ramón de:
Sousa, Leopoldo de: 48. 173 174275*
Spengler, Oswald: 29. Unamuno Lizárraga, Salomé de:
Spinoza, Baruch de: 210. 21, 174, 208, 233.
Stalin, lósiv Visariónovich Dz- Uribe, Vicente: 267.
hugashvili, llamado: 194.
din hal, Henri Beyle, llamado:
14. Valera, Juan: 61.
Stern, Manfred o Lazar: véase Valero, Federico: 56, 248.
Kleber, Emile. Valle, Francisco del: 135.
Strunk, Roland von: 118, 127, A Ramón del: 29,
128, 133, 194, 199, 257, 268. 7
Valle Martín, Francisco: 15, 53.
Varela (preso): 80.
Terreros Segade, Pilar: 73. Varela, José Enrique: 37, 43, 44,
Tharaud Jeanaz0 SAT 124, 125, 195, 196, 197, 199,
265. 204, 205, 268.
Tharaud, Jéróme: 70, 175, 176, Vázquez Varela, José: 76, 77,
TIAS AAARAASO AS MT 78,79, 80, 250.
264, 265. Vegas Latapié, Eugenio: 64, 113,
Thomas, Hugh: 243, 247, 252, (16201264133: 148:
257,259, 268. 226, 232, 247, 249, 256, 257,
Tito Livio: 235. 260, 269.
Tolstoi, Liev Nikoláievich: 228. Vela, Fernando: 17.
Torre, Quintín de la: 131, 132, Velasco, Marcelino: 15.
ZO 2 MZA ZO E Victoria Eugenia de Battenberg,
269. reina de España: 26.
Torres López, Manuel: 145. Vigodsky, David: 237.

292
Vila Hernández, Salvador: 51, Ximénez de Sandoval, Felipe:
52.537,94, 135, 213,247. 245, 259,
villalobos, Carmen: 106213,

villolobos, Filiberto: 21, 28, 57,


Yagúe, Juan: 22, 44, 47, 117,
106, 132 174, 213, 244, 248.
IAS LS AS
Villamil, rofesor: véase Pérez
Yuste, Antonio: 12.
Villamil.
Villarrazo, Bernardo: 269.
Vitoria, Francisco de: 135.
Vlachos, Giorghos: 170. Zalka, Mata: 196.
Voirol, general: 84. Zambrano, María: 235.
Zubizarreta, Armando F.: 261.
Zugazagoitia, Julián: 32, 34, 35,
Whitaker, John T.: 94, 118, 127, 194, 243, 245, 267.
199, 253, 256, 257, 268. Zúñiga, Inés de: 229.
Woolman, David S.: 251. Zweig, Stefan: 169.

293
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Títulos de la colección:

Fernando Díaz-Plaja y
- La Segunda República.
Primeros pasos

Juan Arias :
La caída de Mussolini

Pere Bonnín E
- Los últimos días de Hitler

José Martí Gómez


La España del estraperlo
-(1936- 1952)

Ángel Pleno e
¿ Defensa del Alcázar

- Carlos Fisas.
e español. 1900-1931

; Carmen. Llorca %
-1905.-La revolución burguesa
enR Rusia AS

EDITORIAL PLANETA.
pea 273-279, 08008 Barcelona
2 MEMORIA DELAHISTORIA /SIGLO XX

El 12 de octubre de 1936 celébrase en Salamanca la lla-


mada fiesta de la Raza, a los tres meses de estallada la guerra
civil y en una ciudad aterrada por la bárbara represión franquista.
Miguel de Unamuno, rector perpetuo de la Universidad
de Salamanca, ha apoyado en julio de aquel año el levantamiento
militar contra la República y el Gobierno del Frente Popular. No
obstante, indignado por el terror de los sublevados, levántase
aquel 12 de octubre en el paraninfo de la universidad para denun-
ciar públicamente y en voz muy alta una contienda que llama
«incivil», en mitad de tantos crímenes.
Será entonces cuando el general José Millán Astray, muti-
lado fundador de la Legión, gritará «¡Muera la inteligencia y
viva la muerte!», y será también entonces cuando Unamuno,
convertido en la voz y la conciencia de un pueblo aterrado, le
replique que si bien los rebeldes vencerán por sobrarles fuerza
bruta, nunca convencerán puesto que convencer es persuadir y
a ellos les falta, les faltará siempre, razón y derecho en la lucha.
Una vez más, Carlos Rojas une la historia y la literatura
en un magnífico y detallado estudio sobre un episodio de la gue
rra civil española que ha sido uno de los símbolos más signific
tivos de lo que fue aquella tragedia en el terreno intelectual.

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