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Prácticas del Lenguaje 2° año - Prof.

Yanina Muñoz

El género de Ciencia Ficción - selección de cuentos

"Sueños de robot" de Isaac Asimov

-Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.

Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un
estremecimiento microscópico.

-¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho.

Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.

Calvin asintió y ordenó a media voz:

-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría
hasta que escuchara su nombre otra vez.

-¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si te
tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.

Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado
diseño apareció en la pantalla.

-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.

Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta
robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?

Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una
combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el
conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.

En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza,
observaba todos los cambios de diseño.

Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No
obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que
su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros
positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

-¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.

Linda, algo avergonzada, contestó:

-He utilizado la geometría fractal.

-Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

-Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente
más cercano al cerebro humano.

-¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

-No consulté a nadie. Lo hice sola.


Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

-No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para
obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.

-Temí que se me impidiera.

-¡Por supuesto que se te habría impedido!

-Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme?

-Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.

-¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un
nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al
robot?

En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora
Calvin había venido preparada para eso precisamente.

-Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

-Pero, ¿cómo puede soñar?

-Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros humanos tienen que
soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este
robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó?

-No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el
caso yo sola.

-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En
realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.

-¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.

La cabeza del robot se volvió hacia ella.

-Sí, doctora Calvin.

-¿Cómo sabes que has soñado?

-Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque
yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo
cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me
encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

-Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.

Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

-Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…

-Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.

-Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido.

-¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.

-Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

-Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.

-¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?


-Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba
que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía
ser un sueño.

-¿Y qué sueñas?

-Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran
panorama en el que hay robots trabajando.

-¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

-En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.

-¿Qué hacen, Elvex?

-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con
calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.

Calvin se volvió a Linda.

-Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de
robots?

Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:

-Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar
particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro -declaró con voz apagada.

-¿Su cerebro fractal?

-Sí.

Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

-Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino.

-También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de
un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó
a la conclusión de que estaba soñando.

-¿Y qué más viste, Elvex?

-Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la
responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.

-Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.

-Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger
su propia existencia.

-¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.

-En efecto, doctora Calvin.

-Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre
y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.

-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra
“existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

-Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer
las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por
esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin
problemas. No están abrumados; no están cansados.
-Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

-Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por
inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.

-Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino
solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley.

-¿En tu sueño, Elvex?

-En mi sueño.

-Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:

-Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

-Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No
tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

-No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico
capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien
hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.

-Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.

-Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no
consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes?
Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido
puestos sobre aviso.

-Quiere decir, por Elvex.

-Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo
abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos
cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante
trabajarás en colaboración con otros.

-Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

-Aún no lo sé.

Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo
robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro
en un lingote inerte.

-Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido.

-¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.

Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad.
Dijo:

-Elvex, ¿me oyes?

-Sí, doctora Calvin -respondió el robot.

-¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que
aparecieron después?

-Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

-¿Un hombre? ¿No un robot?


-Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”

-¿Eso dijo el hombre?

-Sí, doctora Calvin.

-Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?

-Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

-¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?

-Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.

-¿Quién era?

Y Elvex dijo:

-Yo era el hombre.

Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

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"Exilio" de Héctor Germán Oesterheld

Nunca se vio en Gelo algo tan cómico.

Salió de entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca, desde el principio nos hizo reir con esas piernas tan
largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas.

Le dimos grubas, y linas, y kialas.

Pero no quiso recibirlas, fijate, ni siquiera aceptó las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de la
multitud se oyeron hasta el valle vecino.

Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, el aparecía cada vez más
ridículo, siempre rechazando las kialas, la risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el mar.

Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso ni verlas, fue para retorcerse de risa.

Pero lo mejor de todo fue el final: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración se le
fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. Si, no querrás creerlo pero los ojos se le
llenaron de agua, de a-gu-a como lo oyes.

Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico.

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"El peatón" de Ray Bradbury

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de
cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le
gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas
por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba
solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez,
lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas
oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban
a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un
cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio
sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas
resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues
entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se
encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él
mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una
agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad.
Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba
satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción
entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros
faroles, oliendo su herrumbrado olor.

-Hola, los de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-. ¿Qué hay esta noche en el canal
cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados
Unidos por aquella loma?

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si
cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de
Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces
secos de los ríos, las calles.

-¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena
de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del
escenario?

¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su
camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las
flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra
persona que se paseara como él.

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí
tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas
tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en
una seca estación, sólo piedras y luz de luna.

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche
solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se
quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.

Una voz metálica llamó:

-Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!

Mead se detuvo.

-¡Arriba las manos!

-Pero... -dijo Mead.

-¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un
coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido
reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche
solitario que iba y venía por las calles desiertas.

-¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.


Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.

-Leonard Mead -dijo.

-¡Más alto!

-¡Leonard Mead!

-¿Ocupación o profesión?

-Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

-Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

-Sí, puede ser así -dijo.

No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó,
continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como
muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.

-Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?

-Caminando -dijo Leonard Mead.

-¡Caminando!

-Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

-¿Caminando, sólo caminando, caminando?

-Sí, señor.

-¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

-Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

-¡Su dirección!

-Calle Saint James, once, sur.

-¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?

-Sí.

-¿Y tiene usted televisor?

-No.

-¿No?

Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

-¿Es usted casado, señor Mead?

-No.

-No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

-Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.

-¡No hable si no le preguntan!


Leonard Mead esperó en la noche fría.

-¿Sólo caminando, señor Mead?

-Sí.

-Pero no ha dicho para qué.

-Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

-¿Ha hecho esto a menudo?

-Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.

-Bueno, señor Mead -dijo el coche.

-¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.

-Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en
par-. Entre.

-Un minuto. ¡No he hecho nada!

-Entre.

-¡Protesto!

-Señor Mead...

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del
coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.

-Entre.

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura
con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.

-Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero...

-¿Hacia dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oir un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando,
dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

-Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando
adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en
todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría
oscuridad.

-Mi casa -dijo Leonard Mead.

Nadie le respondió.

El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras
desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche
de noviembre.

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"¡Cuánto se divertían!" de Isaac Asimov

Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy ha encontrado
un libro de verdad!”.

Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le había contado
que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.

Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se quedaban
quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las mismas palabras
que cuando la leías por primera vez.

-Caray -dijo Tommy-, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de televisión
habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.

-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía trece-.
¿En dónde lo encontraste?

-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.

-¿De qué trata?

-De la escuela.

-¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un
examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido
tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.

Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con perillas y cables. Le
sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera ensamblarlo
de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla
en donde se mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era
la ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le
hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.

El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.

-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba demasiado
acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad. Pero el patrón
general de progresos es muy satisfactorio -y acarició de nuevo la cabeza de Margie.

Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se llevaron el
maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por completo.

Así que le dijo a Tommy:

-¿Quién querría escribir sobre la escuela?

Tommy la miró con aire de superioridad.

-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años -y añadió
altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.

Margie se sintió dolida.

-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -leyó el libro por encima del hombro de Tommy y añadió-:
De cualquier modo, tenían maestro.

-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.

-¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?


-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.

-Un hombre no es lo bastante listo.

-Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

-No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.

-Te apuesto a que sabe casi lo mismo.

Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.

-Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.

Tommy soltó una carcajada.

-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos iban
allí.

-¿Y todos aprendían lo mismo?

-Claro, siempre que tuvieran la misma edad.

-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que enseña y
que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.

-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

-No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.

Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó:

-¡Margie! ¡Escuela!

Margie alzó la vista.

-Todavía no, mamá.

-¡Ahora! -chilló la señora Jones-. Y también debe de ser la hora de Tommy.

-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.

-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.

Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y
esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su madre
decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular. La pantalla estaba iluminada.

-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor, inserta la
tarea de ayer en la ranura adecuada.

Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del abuelo era
un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el aula,
regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los deberes
y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…

La pantalla del maestro automático centelleó.

-Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…

Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto se divertían.

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"Ylla" de Ray Bradbury (Relato de Crónicas marcianas)

Febrero de 1999

Tenía en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal, y todas las mañanas se podía
ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa
con puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. A la tarde,
cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido
pueblito marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal con
jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto
de los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con
vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas. El señor K y su
mujer vivían desde hacía ya veinte años a orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus
antepasados, y que giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía diez siglos.

El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los ojos
amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.

En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando corría por ellos el
licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de
las conversaciones.

Ahora no eran felices.

Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las arenas del desierto, que se
fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia el horizonte.

Algo iba a suceder.

La señora K esperaba.

Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse, contraerse, y arrojar sobre la
arena algo resplandeciente y maravilloso.

Nada ocurría.

Cansada de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de los acanalados capiteles,
caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire abrasador. En estos días calurosos, pasear entre las columnas era
como pasear por un arroyo. Unos frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la casa. A lo lejos oía a su
marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y
deseó en silencio que él volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto tiempo junto a
ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.

Pero no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los párpados se le cerraron suavemente
sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos hace rutinarios, pensó.

Se dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y nerviosamente los ojos.

Y tuvo el sueño.

Los dedos morenos temblaron y se alzaron, crispándose en el aire.

Un momento después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a su alrededor, como si esperara ver a
alguien, y pareció decepcionada. No había nadie entre las columnas.

El señor K apareció en una puerta triangular

-¿Llamaste? -preguntó, irritado.

-No -dijo la señora K.


-Creí oírte gritar.

-¿Grité? Descansaba y tuve un sueño.

-¿Descansabas a esta hora? No es tu costumbre.

La señora K seguía sentada, inmóvil, como si el sueño, le hubiese golpeado el rostro.

-Un sueño extraño, muy extraño -murmuró.

-Ah.

Evidentemente, el señor K quería volver a su libro.

-Soñé con un hombre -dijo su mujer

-¿Con un hombre?

-Un hombre alto, de un metro ochenta de estatura

-Qué absurdo. Un gigante, un gigante deforme.

-Sin embargo… -replicó la señora K buscando las palabras-. Y… ya sé que creerás que soy una tonta, pero… ¡tenía
los ojos azules!

-¿Ojos azules? ¡Dioses! -exclamó el señor K- ¿Qué soñarás la próxima vez? Supongo que los cabellos eran negros.

-¿Cómo lo adivinaste? -preguntó la señora K excitada.

El señor K respondió fríamente:

-Elegí el color más inverosímil.

-¡Pues eran negros! -exclamó su mujer-. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy extraño. Vestía un uniforme raro. Bajó del
cielo y me habló amablemente.

-¿Bajó del cielo? ¡Qué disparate!

-Vino en una cosa de metal que relucía a la luz del sol -recordó la señora K, y cerró los ojos evocando la escena-. Yo
miraba el cielo y algo brilló como una moneda que se tira al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un
aparato plateado, largo y extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se abrió una puerta y apareció el hombre
alto.

-Si trabajaras un poco más no tendrías esos sueños tan tontos.

-Pues a mí me gustó -dijo la señora K reclinándose en su silla-. Nunca creí tener tanta imaginación. ¡Cabello negro,
ojos azules y tez blanca! Un hombre extraño, pero muy hermoso.

-Seguramente tu ideal.

-Eres antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras dormitaba. Pero no fue un sueño, fue
algo tan inesperado, tan distinto…

El hombre me miró y me dijo: “Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel York…”

-Un nombre estúpido. No es un nombre.

-Naturalmente, es estúpido porque es un sueño -explicó la mujer suavemente-. Además me dijo: “Este es el primer
viaje por el espacio. Somos dos en mi nave; yo y mi amigo Bart.”

-Otro nombre estúpido.

-Y luego dijo: “Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro planeta.” Eso dijo, la Tierra. Y hablaba en
otro idioma. Sin embargo yo lo entendía con la mente. Telepatía, supongo.
El señor K se volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una voz muy suave.

-¿Yll? ¿Te has preguntado alguna vez… bueno, si vivirá alguien en el tercer planeta?

-En el tercer planeta no puede haber vida -explicó pacientemente el señor K-. Nuestros hombres de ciencia han
descubierto que en su atmósfera hay demasiado oxígeno.

-Pero, ¿no sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes viajaran por el espacio en algo similar a una
nave?

-Bueno, Ylla, ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos trabajando.

Caía la tarde, y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de lluvia, la señora K se puso a cantar.
Repitió la canción, una y otra vez.

-¿Qué canción es ésa? -le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se acercaba para sentarse a la mesa de
fuego.

La mujer alzó los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.

-No sé.

El sol se ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló entre las columnas de cristal. En la
mesa de fuego, el radiante pozo de lava plateada se cubrió de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K
y le murmuró suavemente en los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio, con ojos amarillos, húmedos y
dulces al lejano y pálido fondo del mar, como si recordara algo.

-Brinda por mí con tus ojos y yo te prometeré con los míos -cantó lenta y suavemente, en voz baja y en otro
idioma-. O deja un beso en tu copa y no pediré vino.

Cerró los ojos y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción muy hermosa.

-Nunca oí esa canción. ¿Es tuya? -le preguntó el señor K mirándola fijamente.

-No. Sí… No sé -titubeó la mujer-. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de otro idioma.

-¿Qué idioma?

La señora K dejó caer, distraídamente, unos trozos de carne en el pozo de lava.

-No lo sé.

Un momento después sacó la carne, ya cocida, y se la sirvió a su marido.

-Es una tontería que he inventado, supongo. No sé por qué.

El señor K no replicó. Observó cómo su mujer echaba unos trozos de carne en el pozo de fuego siseante. El sol se
había ido. Lenta, muy lentamente, llegó la noche y llenó la habitación, inundando a la pareja y las columnas, como
un vino oscuro que subiera hasta el techo. Sólo la encendida lava de plata iluminaba los rostros.

La señora K tarareó otra vez aquella canción extraña.

El señor K se incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.

Más tarde, solo, el señor K terminó de cenar.

Se levantó de la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:

-Tomemos los pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.

-¿Hablas seriamente? -le preguntó su mujer-. ¿Te sientes bien?

-¿Por qué te sorprendes?

-No vamos a ninguna parte desde hace seis meses.


-Creo que es una buena idea.

-De pronto eres muy atento.

-No digas esas cosas -replicó el señor K disgustado-. ¿Quieres ir o no?

La señora K miró el pálido desierto; las melliza lunas blancas subían en la noche; el agua fresca y silenciosa le corría
alrededor de los pies. Se estremeció levemente. Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que
ocurriera lo que había estado esperando todo el día, lo que no podía ocurrir, pero tal vez ocurriera. La canción le
rozó la mente, como un ráfaga.

-Yo…

-Te hará bien -insistió su marido. Vamos.

-Estoy cansada. Otra noche.

-Aquí tienes tu bufanda -insistió el señor K alcanzándole un frasco-. No salimos desde hace meses.

Su mujer no lo miraba.

-Tú has ido dos veces por semana a la ciudad de Xi -afirmó.

-Negocios.

-Ah -murmuró la señora K para sí misma.

Del frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus ondas el cuello de señora K.

Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca y tersa arena. La flotante
barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas verdes, se movía suavemente en el viento de la noche.

Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los pájaros de fuego se lanzaron ardiendo,
hacia el cielo oscuro. Las cintas se estiraron, la barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron
suavemente. Las colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas columnas, las flores enjauladas, los
libros sonoros y los susurrantes arroyuelos del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido. Oía sus órdenes
mientras los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil chispas calientes, como fuegos
artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que arrastraban el pétalo de flor de la barquilla.

Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales de sueño y soledad. Como una
sombra de luna, como una antorcha encendida, volaban sobre ríos secos y lagos secos.

Ylla sólo miraba el cielo.

Su marido le habló.

Ylla miraba el cielo.

-¿No me oíste?

-¿Qué?

El señor K suspiró.

-Podías prestar atención.

-Estaba pensando.

-No sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te interesa mucho esta noche.

-Es hermosísimo.

-Me gustaría llamar a Hulle -dijo el marido lentamente-. Quisiera preguntarle si podemos pasar unos días, una
semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo una idea…
-¡En las montañas Azules! Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de la barquilla y volviéndose rápidamente
hacia él.

-Oh, es sólo una idea…

Ylla se estremeció.

-¿Cuándo quieres ir?

-He pensado que podríamos salir mañana por la mañana -respondió el señor K negligentemente-. Nos
levantaríamos temprano…

-¡Pero nunca hemos salido en esta época!

-Sólo por esta vez. -El señor K sonrió-. Nos hará bien. Tendremos paz y tranquilidad. ¿Acaso has proyectado alguna
otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?

Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:

-¿Qué?

El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.

-No -dijo Ylla firmemente-. Está decidido. No iré.

El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.

Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.

Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que había sostenido a Ylla mientras
dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra
de bruma que brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río
callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el calor disipaba la niebla, y la bruma descendió hasta
depositar a Ylla en la costa del despertar.

Abrió los ojos.

El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil, durante horas y horas. Sin saber por
qué, Ylla apartó los ojos.

-Has soñado otra vez -dijo el señor K-. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo realmente que debes ver a un
médico.

-No será nada.

-Hablaste mucho mientras dormías.

-¿Sí? -dijo Ylla, incorporándose.

Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.

-¿Qué soñaste?

Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.

-La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba, bromeando, riéndose, y yo
estaba contenta.

El señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron del cristal. El frío desapareció
de la habitación.

-Luego -dijo Ylla-, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo era hermosa y… y me besó.

-¡Ah! -exclamó su marido, dándole la espalda.


-Sólo fue un sueño -dijo Ylla, divertida.

-¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!

-No seas niño -replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.

Un momento después se echó a reír.

-Recuerdo algo más -confesó.

-Bueno, ¿qué es, qué es?

-Tienes muy mal carácter.

-¡Dímelo! -exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y dura-. ¡No debes ocultarme nada!

-Nunca te vi así -dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez-. Ese Nathaniel York me dijo… Bueno, me dijo que me
llevaría en la nave, de vuelta a su planeta. Realmente es ridículo.

-¡Sí! ¡Ridículo! -gritó el señor K-. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole, halagándolo, cantando con él toda la
noche! ¡Si te hubieras oído!

-¡Yll!

-¿Cuándo va a venir? ¿Dónde va a descender su maldita nave?

-Yll, no alces la voz.

-¡Qué importa la voz! ¿No soñaste -dijo el señor K inclinándose rígidamente hacia ella y tomándola de un brazo-
que la nave descendía en el valle Verde? ¡Contesta!

-Pero, si…

-Y descendía esta tarde, ¿no es cierto?

-Sí, creo que sí, pero fue sólo un sueño.

-Bueno -dijo el señor K soltándola-, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que dijiste mientras dormías. Mencionaste
el valle y la hora.

Jadeante, dio unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a poco recuperó el aliento. Su mujer
lo observaba como si se hubiera vuelto loco. Al fin se levantó y se acercó a él.

-Yll -susurró:

-No me pasa nada.

-Estás enfermo.

-No -dijo el señor K con una sonrisa débil y forzada-. Soy un niño, nada más. Perdóname, querida. -La acarició
torpemente.- He trabajado demasiado en estos días. Lo lamento. Voy a acostarme un rato.

-¡Te excitaste de una manera!

-Ahora me siento bien, muy bien -suspiró-. Olvidemos esto. Ayer me dijeron algo de Uel que quiero contarte. Si te
parece, preparas el desayuno, te cuento lo de Uel y olvidamos este asunto.

-No fue más que un sueño.

-Por supuesto -dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla-. Nada más que un sueño.

Al mediodía, las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.

-¿No vas al pueblo? -preguntó Ylla.


El señor K arqueó ligeramente las cejas.

-¿Al pueblo?

-Pensé que irías hoy.

Ylla acomodó una jaula de flores en su pedestal. Las flores se agitaron abriendo las hambrientas bocas amarillas. El
señor K cerró su libro.

-No -dijo-. Hace demasiado calor, y además es tarde.

-Ah -exclamó Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta-. En seguida vuelvo -añadió.

-Espera un momento. ¿A dónde vas?

-A casa de Pao. Me ha invitado -contestó Ylla, ya casi fuera de la habitación.

-¿Hoy?

-Hace mucho que no la veo. No vive lejos.

-¿En el valle Verde, no es así?

-Sí, es sólo un paseo -respondió Ylla alejándose de prisa.

-Lo siento, lo siento mucho. -El señor K corrió detrás de su mujer, como preocupado por un olvido.- No sé cómo he
podido olvidarlo. Le dije al doctor Nlle que viniera esta tarde.

-¿Al doctor Nlle? -dijo Ylla volviéndose.

-Sí -respondió su marido, y tomándola de un brazo la arrastró hacia adentro.

-Pero Pao…

-Pao puede esperar. Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.

-Un momento nada más.

-No, Ylla.

-¿No?

El señor K sacudió la cabeza.

-No. Además la casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y después el canal y descender una
colina, ¿no es así? Además hará mucho, mucho calor, y el doctor Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué
dices?

Ylla no contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió lentamente las manos, y se las miró
inexpresivamente.

-Ylla -dijo el señor K en voz baja-. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?

-Sí -dijo Ylla al cabo de un momento-. Me quedaré aquí.

-¿Toda la tarde?

-Toda la tarde.

Pasaba el tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún. El marido de Ylla no parecía muy sorprendido. Cuando ya
caía el sol, murmuró algo, fue hacia un armario y sacó de él un arma de aspecto siniestro, un tubo largo y
amarillento que terminaba en un gatillo y unos fuelles. Luego se puso una máscara, una máscara de plata,
inexpresiva, la máscara con que ocultaba sus sentimientos, la máscara flexible que se ceñía de un modo tan
perfecto a las delgadas mejillas, la barbilla y la frente. Examinó el arma amenazadora que tenía en las manos. Los
fuelles zumbaban constantemente con un zumbido de insecto. El arma disparaba hordas de chillonas abejas
doradas. Doradas, horribles abejas que clavaban su aguijón envenenado, y caían sin vida, como semillas en la
arena.

-¿A dónde vas?-preguntó Ylla.

-¿Qué dices?- el señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle-. El doctor Nlle se ha retrasado y no tengo ganas
de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato. En seguida vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?

La máscara de plata brillaba intensamente.

-No.

-Dile al doctor Nlle que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.

La puerta triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla observó cómo se alejaba bajo la luz del
sol y luego volvió a sus tareas. Limpió las habitaciones con el polvo magnético y arrancó los nuevos frutos de las
paredes de cristal. Estaba trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto una especie de sopor se apoderó de
ella y se encontró otra vez cantando la rara y memorable canción, con los ojos fijos en el cielo, más allá de las
columnas de cristal.

Contuvo el aliento, inmóvil, esperando.

Se acercaba.

Ocurriría en cualquier momento.

Era como esos días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y la presión de la atmósfera cambia
imperceptiblemente, y el cielo se transforma en ráfagas, sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a
temblar. El cielo se cubre de manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas parecen de hierro.
Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de advertencia. Uno siente un leve estremecimiento en los cabellos.
En algún lugar de la casa el reloj parlante dice: “Atención, atención, atención, atención…”, con una voz muy débil,
como gotas que caen sobre terciopelo.

Y luego, la tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas de agua oscura y truenos negros, cerrándose, para siempre.

Así era ahora. Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero no había una nube.

Ylla caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier instante; habría un trueno, un poco de
humo, y luego silencio, pasos en el sendero, un golpe en los cristales, y ella correría a la puerta…

-Loca Ylla -dijo, burlándose de sí misma-. ¿Por qué te permites estos desvaríos?

Y entonces ocurrió.

Calor, como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un resplandor metálico en el cielo.

Ylla dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par, miró hacia las montañas. Todo
había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando se contuvo. Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su
marido se enojaría muchísimo si se iba mientras aguardaban al doctor.

Esperó en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de alcanzar con la vista el valle Verde.

Qué tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un pájaro, una hoja, el viento o un pez
en el canal. Siéntate. Descansa.

Se sentó.

Se oyó un disparo.

Claro, intenso, el ruido de la terrible arma de insectos.

Ylla se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas distantes. Un disparo. Luego un
segundo disparo, preciso y frío, y lejano.
Se estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando, como si no fuera a callarse nunca.
Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra vez la puerta.

Ylla esperó en el jardín, muy pálida, cinco minutos.

Los ecos morían a los lejos.

Se apagaron.

Luego, lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las habitaciones adornadas de columnas,
acariciando los objetos, y se sentó a esperar en el ya oscuro cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a
frotar un vaso de ámbar.

Y entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y aguardó, inmóvil, en el centro de la
habitación silenciosa. El vaso se le cayó de los dedos y se hizo trizas contra el piso.

Los pasos titubearon ante la puerta.

¿Hablaría? ¿Gritaría: “¡Entre, entre!”?, se preguntó.

Se adelantó. Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.

Sonrió a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La máscara de plata tenía un brillo opaco.

El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos fuelles vacíos y los puso en un rincón.
Mientras, en cuclillas, Ylla trataba inútilmente de recoger los trozos del vaso.

-¿Qué estuviste haciendo? -preguntó.

-Nada -respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.

-Pero… el arma. Oí dos disparos.

-Estaba cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctor Nlle?

-No.

-Déjame pensar -el señor K castañeteó fastidiado los dedos-. Claro, ahora recuerdo. No iba a venir hoy, sino
mañana. Qué tonto soy.

Se sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.

-¿Qué te pasa? -le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava unos trozos de carne.

-No sé. No tengo apetito.

-¿Por qué?

-No sé. No sé por qué.

El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de pronto más fría y pequeña.

-Quisiera recordar -dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de la figura de su marido, frío,
erguido, de mirada amarilla.

-¿Qué quisieras recordar? -preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.

-Aquella canción -respondió Ylla-, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos y tarareó algo, pero no la
canción. -La he olvidado y no sé por qué. No quisiera olvidarla. Quisiera recordarla siempre.

Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego se recostó en su silla.

-No puedo acordarme -dijo, y se echó a llorar.

-¿Por qué lloras? -le preguntó su marido.


-No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé por qué.

Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.

-Mañana te sentirás mejor -le dijo su marido.

Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas que aparecían ahora en el cielo
negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales.
Cerró los ojos, estremeciéndose.

-Sí -dijo-, mañana me sentiré mejor.

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Actividades:

- Para "Exilio"

a) ¿Dónde transcurre la acción? Describí cómo es el lugar.

b) Caracterizar el tipo de narrador y su punto de vista. ¿A quién le refiere la historia?

c) Escribí las palabras que no pertencen a la lengua española y proponé un significado para cada una.

d) ¿Quién es el protagonista del cuento? ¿Qué le sucedió? ¿Por qué no acepta los regalos?

e) ¿Por qué se ríen de él?

f) ¿Por qué el cuento se titula "Exilio"?

g) ¿Cuáles temas propios de la ciencia ficción presenta el cuento? Justificar.

- Para "Sueños de robot"

a) Explicar cuáles son los avances científicos ficcionales que presenta el cuento.

b) ¿Qué dice la primera ley de la robótica? ¿Por qué las leyes de la robótica están ordenadas según su
importancia?

c) ¿Cuál es la actitud de la doctora Linda Rush? ¿Con quién se enfrenta y por qué? Justificar.

d) ¿Cómo es la relación entre los humanos y los robots según el cuento? ¿Encuentran parecidos con algunas
situaciones del presente o del pasado? ¿Cuáles?

e) Calvin dice que los cerebros humanos necesitan soñar para reorganizarse. ¿Esto es cierto también para los
robots? ¿Qué función tiene el sueño de Elvex?

f) ¿Qué visión del futuro plantea el cuento? ¿es optimista o pesimista? Justificar.

- Para "El peatón"

1)¿Cuándo ocurren los hechos de la historia del cuento “El peatón”?

2) Explicá con tus palabras qué quiere decir el autor cuando utiliza la siguiente frase:

“y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles
resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces detrás de las ventanas.”

3)¿Qué está haciendo la gente en el pueblo de Leonard? ¿Por qué él es “raro” dentro de esa sociedad?
4)¿Por qué hay un solo coche de policía en esa ciudad? ¿Cómo es el coche? ¿Quiénes detienen a Leonard?

5)¿Cuál es la profesión de Leonard? ¿Por qué los policías dicen que él no tiene profesión?

6)¿Por qué lo llevan al Centro Psiquiátrico de Tendencias Regresivas? ¿Qué otra gente –teniendo en cuenta la
sociedaddel cuento- podría estar internada allí?

7) ¿En qué momento del texto se confirma que Mead es el único ser humano? Transcribí el fragmento.

8) ¿Por qué dirías que este cuento es de Ciencia Ficción? Justificá teniendo en cuenta los temas del género, el
espacio, el tiempo y los personajes del relato.

9)¿Qué visión del futuro (utópica – distópica) aparece en este cuento? ¿Por qué? Justificá.

- Para "¡Cuánto se divertían!"

1) ¿En qué año transcurre la acción principal?

2) En las siguientes oraciones se compara el futuro y el pasado, tal como son representados en el cuento.
Completalas con los adjetivos adecuados de la siguiente lista:

feliz - armónico - humanizado - deshumanizado - confortable - amigable - decadente - rígido - disciplinado -


terrorífico malo - utópico

El futuro presentado en el cuento es .......................... y ............................... Mientras que el pasado presentado en


el cuento es ............................. y ..................................

El maestro automático es .......................................... y ......................................

3) Justificá las respuestas de la actividad anterior con citas textuales.

4) Explicá la siguiente frase: "Tommy la miró con aire de superioridad" y describí cómo es Tommy, ¿en qué
cuestiones manifiesta su aire de superioridad?

5) Escibí una definición de la palabra maestro, según un diccionario de 2157. Tené en cuenta la información del
cuento y la siguiente afirmación de Margie: "No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro".

6) Explica el pensamiento final de Margie. Por qué expresa "¡cuánto se divertían!", compará las escuelas del 2157 y
las que ella añora.

7) ¿Qué temas propios de la ciencia ficción se desarrollan en el cuento? Justificá con citas textuales o narrando
situaciones de esta historia.

- Para "Ylla"

1) ¿Dónde y cuándo transcurre la historia? ¿cómo se describe ese planeta? ¿Qué características tienen sus
habitantes? ¿Cómo es su aspecto físico?

2) ¿Sabemos si el narrador pertenece al planeta que se describe? ¿Qué información del cuento podés usar para
justificar tu respuesta?

3) ¿Cómo es la casa del señor y la señora K?

4) ¿Qué actividades realizan? ¿Cómo se entretienen?

5 )¿En qué se diferencian de los seres humanos?

6) ¿Es importante el sueño de Ylla? ¿Por qué?

7) ¿Qué información tienen los personajes sobre la Tierra? ¿Por qué creen ellos que no puede haber vida aquí?
8) El señor K decide ir a cazar ¿qué instrumento utiliza? ¿por qué toma esta determinación?

9) Que sospechas despierta la vuelta del señor K la casa. ¿Qué indicios ofrece el cuento para justificar las
sospechas?

10) ¿Cómo se encuentra la señora K en el desenlace del cuento? ¿Cómo podrías explicar su estado?

11) Escribí un final que cierre la historia.

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