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Cajas de humo

Yamila Bêgné

A las tres veintitrés de la madrugada del 6 de octubre de 1799 me convertí en el primer


ser humano en soñar con el tren a vapor. Según informó el instituto de análisis estadístico
Racing REMs a la mañana siguiente, fui yo el que obtuvo el primer lugar en la reñida
carrera de esa noche de octubre. Después del mío, siguieron, en otras dos cabezas de otros
dos hombres, el segundo y el tercer sueño con trenes a vapor, la misma noche, pero a las
tres y veinticinco y a las tres y veintinueve. Para el mediodía del 7 de octubre, mi primer
puesto estaba ya confirmado por todos los organismos pertinentes. Algunos ya
empezaban a decir que era un premio que no merecía, que yo solo había dado un paso
muy preliminar, demasiado preliminar, hacia la invención de la primera máquina capaz
de circular con éxito sobre rieles. Sin embargo, mi nombre apareció encabezando la tríada
en The Daily Dreamer, el periódico especializado de la zona. Aunque en un principio los
otros dos nombres me resultaron desconocidos, tras varias relecturas pude comenzar a
repetir sus sonidos con familiaridad. George Stepson y John Blinkistop; nombres como
cualquier nombre, como el mío también. Nombres de los tres primeros sueños humanos
con locomotoras. Richard Trevithink, el mío, arriba de los otros dos.
Un mes después de la publicación, ya habíamos acordado el encuentro para relatarnos los
tres sueños. Queríamos compararlos, verlos uno después del otro para intentar visualizar
el dibujo que trazaban en conjunto. ¿Serían iguales? ¿Habríamos soñado con el mismo
tren, con las mismas locomotoras, con los mismos vagones? No lo sabíamos. En verdad,
lo que sabíamos era muy poco: en ese entonces, ni siquiera teníamos los nombres para
los objetos que íbamos a tener que mencionar. Recién en 1804 iba a enterarme yo de qué
era un cilindro; recién en 1811 Blinkistop patentaría el sistema de cremalleras; recién en
1826 llegaría Stepson a realizar el primer diseño completo de una línea de ferrocarriles.
No sabíamos casi nada, solo lo que habíamos soñado, cada uno, por su cuenta; solo que
habíamos sido los primeros en soñar con trenes.
Un miércoles de lluvia, después del almuerzo, nos dimos cita los tres en un bar del centro
de la ciudad. Aún no nos habíamos visto las caras, por lo que, en nuestra correspondencia
previa, convinimos en llevar sombrero de ala amplia y en acomodarnos cerca de la
entrada. Cuando abrí la puerta del local, Stepson y Blinkistop ya estaban conversando.
Con los sombreros todavía encastrados en las cabezas, parecían entablar un diálogo de
formas cordiales e introductorias. Un paso, dos pasos, tres pasos. La mano de Stepson, la
mano de Blinkistop. Los tres sombreros describieron una curva que los soltó de las
cabezas y los depositó en la mesa. Las sillas, al unísono, hacia atrás. Los sacos,
desabotonados de repente. Los chalecos, estirados hacia abajo.
Después de las primeras palabras que nos dijimos, fue claro que un solo encuentro no
sería suficiente para adivinar el trazo que los tres sueños podían dibujar, uno al lado del
otro. Stepson dijo que el suyo era por de más complejo, que él no llegaba a entenderlo.
Blinkistop dijo más o menos lo mismo del suyo: que ahí adentro no sabía reconocerse a
sí mismo. Estaban angustiados; con miedo, incluso. Por mi parte, haber sido el primero
me daba un poco más de ímpetu para afrontar el relato; pero solo un poco más. Decidimos,
ahí mismo, que nos encontraríamos tres veces, a razón de un sueño por vez.

Sueño número uno


Mi padre, en la cabina, controla la locomotora. Lleva un traje blanco, cigarro en la
comisura derecha de los labios y aceite nuevo en el pelo. Sonríe a medias mientras, con
una sola mano, dirige los controles giratorios de la máquina. La sonrisa se le dibuja un
poco más, asciende hasta que la brasa de su cigarro le ilumina la pupila derecha. Doy
vuelta la cara, hacia atrás: las pasturas verdes de afuera pasan a velocidad y se confunden
con el campo de tulipanes que tienen que proteger. El viento se escurre hacia adentro de
la cabina y me hace girar nuevamente. Mi padre ya mira de nuevo hacia el frente, sus ojos
en los circuitos y su cigarro cerca del foco aspiratorio de su garganta. La sonrisa
permanece y todo está más frío.

The Daily Dreamer cubrió con una crónica los tres encuentros. Fue una crónica por
entregas, en tres partes. El cronista le había puesto como título “Cajas de humo”. Que en
nuestras conversaciones se hallaba el futuro de la industrialización, decía. Que nosotros
tres juntos, y solo nosotros tres, éramos suficientes para que los trenes pasaran a ser una
realidad concreta. Que si alguno de nosotros llegaba a morirse, o a desaparecer, o a
enloquecer, la locomotora a vapor nunca llegaría a existir. Contaba sobre el premio en
metálico que nos había dado Racing REMs: aunque no especificaba la cifra, dejaba en
claro que no nos alcanzaría para mucho. Además, en la primera entrega, la nota recogía
en coro nuestras voces. El reportero citaba a Blinkistop primero: “Con los trenes sobre
rieles, avanzamos hacia adelante, en progreso permanente”. Y después a Stepson: “El tren
perfecto funciona como una flecha en el espacio vacío, sin rozamiento, pura dirección”.
Y, en el último párrafo, a mí: “Van hacia adelante, sí, pero a la vez vienen del pasado”.

Sueño número dos


Abro los ojos. La señora de tocado azul que subió en la última estación desenfunda un
refrigerio casero; sus mejillas rosadas me sonríen flacamente y luego vuelven a los
mordiscos gustosos que da la boca. Se abre la compuerta del camarote. El fogonero nos
pide los boletos con un ademán de su mano callosa. Las gotas que le bajan por la cara
enjuagan apenas los restos de ceniza, los humedecen. La señora revuelve en su comida y
encuentra un rollo de papel, que le entrega. Él la mira conforme, con un parpadeo, y ella
vuelve a su alimentación. Me paro, revuelvo entre mis ropas. En el bolsillo interno del
saco, doy con un cuerpo rugoso. Lo agarro. Abro la mano, ahora negra, y le doy al
fogonero una piedra de carbón. Él prepara un nido entre sus manos y ahí la encierra; la
mira, la escucha, la aspira.

En la segunda entrega, el reportero dio un giro en el enfoque de su crónica y, sin duda


atizado por sus editores, se abocó a hacer un intento de perfil crítico de cada uno de
nosotros. Presentaba a Stepson como un advenedizo a la cultura industrial, nacido en un
entorno agrícola y alfabetizado muy tardíamente. En su fase más predictiva, el cronista
vaticinaba que Stepson ganaría una importante licitación con un modelo de tren para unir
las ciudades más importantes de la zona. Decía, también, que se iba a morir enfermo de
pleuresía. De Blinkistop decía que solo le preocupaba reducir los costos de transporte
para la empresa que lo contrataba y que no tenía ningún interés real en el suceso científico
que la invención del tren iba a significar. Volvía a predecir: Blinkistop moriría antes de
llegar a los cincuenta años. A mí, según el cronista, me había ido muy mal en mis años
de escuela. Llegaba a insinuar, incluso, que nunca debí haber salido de las minas en las
que había nacido. Con mi futuro, sin embargo, la nota era un tanto más favorable: viajaría
a tierras lejanas, cruzaría océanos y, en general, tendría una buena vida hasta que, un día,
todavía lejos de casa, me quedara sin dinero. Ese mismo día, por un acto fortuito del
futuro, me cruzaría con Stepson: sería él quien me prestaría, agregaba el reportero, las
cincuenta libras para el pasaje de vuelta.

Sueño número tres


Mi esposa, de pie y despeinada; sus pechos laten altos sobre el vestido de encajes viejos
pero apretados. Con movimientos rápidos, agarra todo lo que puede cargar con los brazos:
algunas ropas de viaje, un pequeño maletín que me pertenece, las valijas. La articulación
exclamatoria de sus labios indica que me está gritando algo urgente que no puedo oír.
Hasta que comienzo a escuchar todos los gritos. Y miro. Las parejas se besan antes de
saltar del vagón; los padres dan a sus hijos el ímpetu necesario para abandonar el tren en
movimiento; los ancianos se entregan a sus asientos, con los gestos detenidos. A los
suspiros y llantos se suman los golpes secos de los cuerpos que dan contra la tierra, vagón
tras vagón tras vagón. El espacio aéreo exterior se habita de equipaje, arrojado como
inservible. Mi esposa vuelve a mirarme. La miro. Vuelan nuestras ropas y nuestras valijas.
El aire se embolsa en los pliegues reñidos de su vestido y llego a ver la extraña pose de
sus piernas al caer.

La tercera y última entrega reproducía los tres sueños, narrados en una primera persona
uniforme, anticuada por demás, que no daba ninguna cuenta de los rasgos propios de cada
uno de nosotros: las excentricidades de Blinkistop estaban borradas, al igual que las
sutilezas de Stepson y mi clara inclinación por el énfasis. Dispuesta esta vez en forma de
columna, la nota presentaba los sueños en orden cronológico, uno detrás del otro. El
cronista, al fin, incluía su nombre: Matthew Murray. Lo hacía, precisaba en la nota,
porque con su nombre aportaba sustento a la interpretación con la que quería terminar su
texto. Decía que una crónica por entregas no podía estar cerrada sin una intromisión
ostensiva del reportero; y que, en nuestro caso específico, The Daily Dreamer no podía
omitir acercar al público una lectura, al menos una, para el conjunto de los tres sueños.
Y, en pocas palabras, eso es lo que hacía Murray en los dos párrafos finales de su texto.
Decía que el dibujo que los tres sueños trazaban en conjunto parecía, de algún modo,
invisible, transparente. Decía también, desmintiendo sus propias afirmaciones de la
primera entrega, que no había que dar demasiado crédito a los contenidos concretos de
nuestros sueños, que no valían más que cualquier otro, que ser los primeros tres no los
hacía ni más premonitorios ni más visionarios ni más exactos en términos científicos. Era,
simplemente, decía Murray, una mera arbitrariedad que hubieran sido nuestros sueños, y
no cualquier otra tríada, los que habían salido primeros en el certamen de Racing REMs.
Por nuestra parte, Blinkistop, Stepson y yo nos encontramos una cuarta vez, en el mismo
bar. No llovía, no hacía frío, y los tres nos conocíamos, entonces, cuatro veces más que
antes. Llevamos los recortes de la nota de Murray y la releímos entera con las primeras
cervezas. Con la segunda tanda, Blinkistop dijo algo sobre un sistema de cremalleras
como mecanismo de acople para las vías, Stepson puso sobre la mesa los primeros bocetos
de un diseño nuevo y yo les conté cómo pensaba avanzar en el proceso de construcción
de los cilindros. El premio en metálico que nos había dado Racing REMs ya nos lo
habíamos gastado casi todo; nos quedaba solo una pequeña parte, muy pequeña, que
habíamos acordado reservar para pagar las bebidas de nuestro último encuentro. Era tarde
cuando nos paramos. Las sillas, para atrás. Los sombreros, de nuevo sobre las tres
cabezas. La mano de Blinkistop, la mano de Stepson. Y eso fue todo.

Yamila Bêgné (Buenos Aires, 1983). Licenciada en Letras y magíster en Escritura


Creativa. Publicó los libros de relatos Protocolos naturales (Metalúcida, 2014), El
sistema del invierno (Outsider, 2015) y Los límites del control (Alto Pogo, 2017). En
2018, participó como residente del International Writing Program de la Universidad de
Iowa. Y, en 2019, publicó la novela Cuplá (Omnívora Editora). Coordina talleres de
escritura y lectura.

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