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Lectura del libro del Deuteronomio (26,16-19):

Moisés habló al pueblo, diciendo:


«Hoy el Señor, tu Dios, te manda que cumplas estos mandatos y decretos.
Acátalos y cúmplelos con todo tu corazón y con toda tu alma.
Hoy has elegido al Señor para que él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos,
observes sus mandatos, preceptos y decretos, y escuches su voz. Y el Señor te
ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió, y observes todos
sus preceptos.
Él te elevará en gloria, nombre y esplendor, por encima de todas las naciones
que ha hecho, y serás el pueblo santo del Señor, tu Dios, como prometió».

Palabra de Dios

Salmo Responsorial

Sal 118,1-2.4-5.7-8

R/. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor

V/. Dichoso el que, con vida intachable,


camina en la ley del Señor;
dichoso el que, guardando sus preceptos,
lo busca de todo corazón.

R/. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor

V/. Tú promulgas tus mandatos


para que se observen exactamente.
Ojalá esté firme mi camino,
para cumplir tus decretos.

R/. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor

V/. Te alabaré con sincero corazón


cuando aprenda tus justos mandamientos.
Quiero guardar tus decretos exactamente,
tú no me abandones.

R/. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor


Versículo antes del Evangelio

Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,43-48):

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


«Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos
y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo
también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».

Palabra del Señor

Comentario

Dios no ha esperado que nosotros lo amemos. Él nos amó primero (1 Juan 4,


19). Pero no solo eso: nos amó también después del pecado original. Nos ama
antes, durante y después de cada caída. Nos ama a pesar de nosotros mismos. Y
después de la Cruz, nos mira como aquellos por los que su Hijo dio la vida.
Valemos toda la sangre de Cristo. Es decir, para Dios valemos todo.

Así se comporta el Señor, y así aspira a que nos comportemos nosotros. El


problema es que, en nuestro caso, rápidamente surgen las excusas.

El vecino que me cae antipático porque una vez no me saludó. La señora de la


tienda de la esquina que una vez me despachó sin siquiera mirarme. El
dependiente de la ventanilla del banco que no hace nada por resolverme el
problema.

Mi cuñada, que es muy intensa. Mi jefe, que es insoportable. Mis hijos, que no
hay quién los aguante.

Así, podríamos continuar con una lista infinita. De cada persona que conocemos
podríamos mencionar un defecto, un error cometido, incluso, un mal que nos
causaron. Pero Jesús, en este pasaje del sermón de la montaña, nos lo deja
clarísimo: no hay excusa que valga. El Señor nos amó primero, y por todos dio la
vida. Jesús no le negó el saludo a nadie: ni siquiera a Judas en el Huerto de los
Olivos.

En un mundo lleno de oscuridad, somos los cristianos los llamados a traer luz.
En un mundo lleno de caras largas, somos los cristianos los llamados a contagiar
la sonrisa. En un mundo lleno de miradas al suelo y oídos ocupados con
auriculares, somos los cristianos los llamados a decir siempre, pase lo que
pase, buenos días.

Los avances neurocientíficos han permitido entender cada vez mejor por qué la
risa se contagia. Las explicaciones son muy profundas, pero lo que aquí nos
interesa es la ratificación del hecho: la risa, lo confirma la ciencia, es contagiosa.

Nunca sabemos lo que pueda pasar después de ese saludo. Quizás sea el primer
paso para que el “fuego de Cristo que llevamos en el corazón” (cfr. Camino, n. 1)
comience a calentar otras vidas. Si te parece que nadie a tu alrededor sonríe,
empieza por sonreír tú, “para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los
cielos”. Seguramente te llevarás más de una sorpresa.

Hoy, el Evangelio nos exhorta al amor más perfecto. Amar es querer el


bien del otro y en esto se basa nuestra realización personal. No amamos
para buscar nuestro bien, sino por el bien del amado, y haciéndolo así
crecemos como personas. El ser humano, afirmó el Concilio Vaticano II,
«no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí
mismo a los demás». A esto se refería santa Teresa del Niño Jesús
cuando pedía hacer de nuestra vida un holocausto. El amor es la
vocación humana. Todo nuestro comportamiento, para ser
verdaderamente humano, debe manifestar la realidad de nuestro ser,
realizando la vocación al amor. Como ha escrito San Juan Pablo II, «el
hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el
amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente».

El amor tiene su fundamento y su plenitud en el amor de Dios en Cristo.


La persona es invitada a un diálogo con Dios. Uno existe por el amor de
Dios que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva, «y sólo puede
decirse que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce
libremente este amor y se confía totalmente a su Creador» (Concilio
Vaticano II): ésta es la razón más alta de su dignidad. El amor humano
debe, por tanto, ser custodiado por el Amor divino, que es su fuente, en
él encuentra su modelo y lo lleva a plenitud. Por todo esto, el amor,
cuando es verdaderamente humano, ama con el corazón de Dios y
abraza incluso a los enemigos. Si no es así, uno no ama de verdad. De
aquí que la exigencia del don sincero de uno mismo devenga un
precepto divino: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).

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