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Años después, en una gran ciudad llena de casas y personas, vivían dos niños

muy pobres que tenían una gran amistad. Ellos eran vecinos y se querían como
hermanos. La niña se llamaba Gerda y el niño se llamaba Kai. Sus padres
habían construido en las ventanas de sus habitaciones unas enormes
jardineras con los más hermosos rosales y deliciosos vegetales.
Gerda y Kai se pasaban el día sentados en sus sillas frente a la ventana
contemplando los tallos que crecían repletos de vegetales y rosas. Sin
embargo, ese deleite les era negado durante el invierno, cuando las ventanas
eran opacadas por la nieve y las rosas y vegetales dormían congelados.
Fue entonces que la abuela de Kai les contó la historia de la Reina de las
Nieves:
—Los copos de nieve son como un enjambre de abejas blancas y la Reina de
las Nieves es la abeja blanca más grande de todas dijo la abuela—. En las
noches de invierno, su enjambre vuela por toda la ciudad, se acerca a mirar por
las ventanas y luego se congela en forma de flores.
Durante aquella misma noche, Kai se quedó mirando la nieve caer a través de
la ventana. De repente, los copos se unieron unos a otros formando la blanca
silueta de la reina. Deslumbrado por la belleza de la Reina de las Nieves, Kai
abrió la ventana y una ráfaga de viento sopló fragmentos del cristal malvado
directamente en sus ojos y en su corazón. Kai no volvió a ser el mismo.
El verano no tardó en regresar y con él los rosales y los vegetales, pero para
Kai, el hermoso jardín en su ventana parecía hojas de espinaca hervidas.
Entonces, tomó la jardinera con fuerza y la lanzó al vacío.
Su abuela y Gerda intentaron detenerlo, Kai les gritó enfurecido:
—¡No me importan las rosas ni los vegetales! Abuela, nunca quiero volver a
escuchar tus historias, tampoco quiero jugar contigo, Gerda. ¡NUNCA MÁS!”.
Para Kai, todo era feo y perverso y el amor había abandonado su corazón. Su
único recuerdo hermoso era el de la Reina de las Nieves.

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