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La Reina de las Nieves

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Había una vez dos niños que eran muy amigos y se querían como
hermanos, aunque no lo fueran. La niña se llamaba Gerda y el niño
Kay. Ambos eran vecinos y se sentaban a contemplar las flores y
rosales que sus padres habían dejado crecer en la única canaleta que
separaba los tejados de ambas casas.
Un día de invierno en el que nevaba con gran intensidad, la abuelita
de Kay les habló de la Reina de las nieves:
—Los súbditos de la Reina de las nieves son copos de nieve que
forman un gran enjambre, aunque ella por supuesto es la formación
blanca más grande. A veces revolotea por la ciudad, mira a través de
las ventanas y estas se llenan de hielo formando extrañas figuras.
—¡Yo quiero que venga! —dijo Kay.
Esa misma noche el pequeño Kay se quedó mirando a través de la
ventana los copos de nieve que caían. De repente, uno muy grande
cayó junto a la ventana, en la canaleta donde estaban las flores.
Entonces el copo de nieve fue creciendo y creciendo hasta que… ¡se
convirtió en la Reina de las nieves! Iba vestida de blanco, era muy
bella y deslumbrante y aunque estaba viva estaba hecha de hielo.
Kay se asustó tanto que se cayó de la silla en la que estaba subido y
sin decir nada se fue a la cama a dormir.
Al día siguiente heló, llegó el deshielo y, por último, la primavera.
Los niños paseaban de la mano y se sentaban a mirar su libro de
animales, cuando de repente:
—¡Ay! ¡Algo se me ha metido en el ojo, y también se me ha clavado
en el corazón! —dijo Kay. ¡Me duele mucho! —añadió.
—A ver, déjame ver… pero si no llevas nada —le contestó con
cariño Gerda.
Pero algo raro ocurrió en el pequeño porque desde mismo instante no
volvió a ser el mismo. Parecía como si aquel pinchazo que había
sentido en el corazón se lo hubiese helado por completo y como si en
el ojo le hubiese entrado un cristalito que le impidiera ver las cosas
tal y como eran. Kay empezó a volverse gruñón, se burlaba de todo
el mundo y todas las cosas bonitas empezó a encontrarlas feas y
horribles.
Un día de invierno estaba Kay jugando en la plaza con su trineo
cuando llegó alguien con un trineo enorme. En cuanto lo vio, corrió a
atar el suyo a este más fuerte para que le arrastrase. Estaba muy feliz
deslizándose en la nieve, cuando de pronto notó que el trineo grande
empezó a ir cada vez más y más rápido, hasta que se separó del suelo
y elevó el vuelo. Kay estaba asustado y sorprendido.
Al cabo de un rato, el trineo se detuvo. Entonces la persona que lo
conducía se dio la vuelta y Kay por fin pudo ver quién era. Y gigante
fue su sorpresa cuando descubrió quién era… ¡la Reina de las nieves!
—Hola, ¿tienes frío? —preguntó la Reina.
—Un poco —contestó Kay, que desde hacía un rato sentía que su
corazón estaba a punto de convertirse en hielo.
Entonces la Reina besó a Kay en la frente y el pequeño dejó de sentir
frío alguno. Le besó también en las mejillas y Kay se olvidó de
Gerda, de la abuela y de todos los demás.
Al ver Gerda que Kay no regresaba de la plaza, comenzó a buscarlo.
Todo lo que logró averiguar fue que había salido a toda velocidad
con su trineo atado a otro grande y precioso. Nadie sabía a dónde
había ido el pequeño y Gerda creyó que se pudo haber caído al río,
así que decidió ir a buscarlo. Se montó en una barca que encontró
entre los juncos, pero al no estar atada al muelle, esta comenzó a
moverse y a alejarse de la orilla. Gerda sintió mucho miedo, intentó
detenerla pero no lo consiguió. Creía que iba a ahogarse, cuando
apareció una viejecita con un largo bastón de madera que consiguió
acercarla hasta la ribera.
—¿Qué hacías sola en esa barca niñita? ¿No sabes lo peligroso que
es meterse en la corriente? Anda, ven conmigo a comer algo y me
cuentas qué haces aquí.
Gerda tuvo algo de miedo, pues no conocía a la Anciana, pero estaba
cansada y tenía hambre, así que la acompañó a su casa.
La Anciana le dio cerezas y le peinó los cabellos con un peine
mágico de oro. Este peine tenía la virtud de que a medida que la
peinaba, Gerda iba olvidando a Kay.
Así fue como Gerda se quedó con la Anciana haciéndole compañía
durante el invierno, pero cuando en primavera salió al jardín y vio
una rosa, se acordó de su compañero de juegos.
—¡Tengo que ir a buscarlo! —dijo— y emprendió la búsqueda de
nuevo.
Gerda comenzó a andar y al cabo de un rato se encontró con un
Cuervo que le preguntó hacia dónde se dirigía. Ella le contó toda la
historia y le preguntó si había visto a Kay. El Cuervo se quedó
pensativo y contestó:
—Creo que sí. ¿Es un muchacho con el pelo largo, inteligente y que
calza unas botas que rechinan a cada paso?
—¡Sí, ese es Kay! ¿Dónde está? ¿Dónde lo has visto?
—En el castillo. Se ha casado con la princesa.
—¿Y tú podrías llevarme hasta allí? Me gustaría verle.

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