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21.

- Segunda promesa: La misericordia


El Señor nos ha prometido abrirnos las puertas de su Reino y gozar de su compañía
eternamente si morimos unidos a Él, en su gracia. Es la más importante de sus promesas,
pero no es la única. De hecho, esta promesa va ligada a otra que la precede y que la hace
posible: la de su misericordia.
La misericordia divina es precisamente una de las características propia de Dios.
Tanto es así que Jesucristo se apareció a Santa Faustina Kowalska (entre 1931 y 1938) bajo
este título y las primeras palabras que le dirigió fueron éstas: “La Humanidad no encontrará
la paz hasta que no se vuelva con confianza hacia mi misericordia. Di a la Humanidad
doliente que se refugie en mi Corazón misericordioso y yo la inundaré de paz”. El Señor
apelaba con estas palabras a otra aparición suya, en 1675, a otra monja, Santa Margarita
María de Alacoque, donde se le mostró como el Sagrado Corazón. La relación entre ambas
apariciones es tal que en las dos el católico ofrece la misma respuesta: “En vos confío”. Lo
que buscaba, por lo tanto, el Señor en ambos casos era suscitar una actitud de confianza en
Él ante las dificultades de la vida y también ante el pesar por los propios pecados. “Yo no te
abandono –viene a decir Jesucristo al creyente-, aunque las circunstancias lo parezca o
aunque tus pecados sean muchos. Confía en mí y pide perdón”.
Sin embargo, esta misericordia divina “fracasa” cuando el hombre ya no siente la
necesidad ni de confiar en Dios (porque confía en la ciencia, en los políticos o en las
supersticiones) ni de pedirle perdón (porque ha suprimido el concepto de pecado mediante el
relativismo). Un soberbio relativista –el típico hombre posmoderno-, es alguien al que le
aterra tener que pedir perdón; prefiere decir que no ha obrado mal antes que reconocer que
ha cometido un pecado. Por eso el relativismo es el mayor enemigo de la misericordia, pues
para que ésta pueda actuar el hombre tiene que dejarla actuar y no sentirá la necesidad de
pedir perdón por sus pecados si no se da cuenta de que ha pecado y de la gravedad de lo
que ha hecho. Si esto no sucede, si el hombre no se arrepiente de sus actos, los seguirá
cometiendo; el que tenga –al menos aparentemente- la conciencia tranquila no significa que
el mal que hace no cause daño a él mismo o a los otros. Si alguien pensara que fumar es
muy bueno para la salud, por ejemplo, no por eso sus pulmones van a estar sanos; o si
pensara que emborracharse con frecuencia es una fuente de energía, no por eso su hígado
iba a dejar de enfermar de cirrosis.
El hombre posmoderno ha olvidado algo esencial: la existencia de la realidad. Vive en
un mundo falso, un mundo “virtual”, un mundo que él se ha construido y en el que los
conceptos de bueno y malo han desaparecido al antojo de cada uno. Pero la realidad es muy
tozuda, muy tenaz, y se niega a desaparecer, con lo cual el hombre más pronto o más tarde
se topa con ella. Lo hace en su cuerpo, lo hace en sus relaciones familiares y, como estamos
viendo en estos tiempos, lo hace también en su economía.
La alternativa no es, pues, negar la realidad sino aceptarla y reconocer que no somos
capaces muchas veces de estar a la altura de la misma. Es decir, reconocer que
necesitamos ayuda a todos los niveles. En el orden moral, lo que necesitamos es el perdón
de Dios. Por eso, el Señor, ha querido dejarnos bien claro que siempre que le pidamos
perdón Él nos lo concederá, porque Él es la infinita y divina misericordia. Este es el contenido
de la segunda promesa, una promesa que da a la virtud de la esperanza un sentido
profundamente consolador.

Propósito: Acogerme a la divina misericordia reconociendo mis pecados en lugar de


buscar excusas con los que justificarlos. Aceptar la verdad de nuestras limitaciones, aunque
eso nos haga sentirnos poca cosa. Y confesarnos, dejando así que la divina misericordia nos
dé esa ayuda que necesitamos: la de su perdón.

22.- Condiciones de la misericordia


La primera condición para recibir la misericordia divina es la de reconocer que la
necesitamos. No podemos recibir el perdón divino si no lo pedimos y no podemos pedirlo
mientras estemos convencidos de que no hemos hecho nada de lo que tengamos que
arrepentirnos. La humildad, por lo tanto, vuelve a ser la clave para poder vivir este aspecto
de la segunda virtud teologal, la de la esperanza.
La segunda condición para recibir la misericordia de Dios es la de que tenemos que
ser capaces de ser misericordiosos con los demás. Dios nos quiere sin mérito nuestro;
mantiene su fidelidad aunque nosotros paguemos con mal el bien que Él nos ha hecho. El
pecado no destruye ni merma el amor misericordioso de Dios. Lo que sí hace el pecado,
sobre todo un tipo muy particular de pecado, es convertirse en un obstáculo para que esa
misericordia llegue a nosotros. Este pecado al que me refiero es precisamente la falta de
misericordia; juega un papel terrible porque hace de puerta que impide el paso a la
misericordia de Dios. Si yo tengo comprensión con el prójimo, si perdono, entonces abro la
puerta a la misericordia de Dios hacia mí; si perdono poquito, sólo dejo una ranura abierta; si
llego incluso a olvidar el mal que se me ha hecho, abro de par en par la puerta del perdón
divino y entonces la misericordia de Dios cae sobre mí como un torrente impetuoso que lava
y purifica.
Esto no es nuevo. No es más que lo que rezamos en el Padrenuestro: "Perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". El mismo
Cristo nos advirtió sobre la conveniencia de tener una medida generosa de perdón si
queríamos recibir el perdón divino, e ilustró su enseñanza con la parábola del deudor que
pidió demora en el pago de su deuda pero que no concedió el mismo trato a los que a él le
debían dinero.
Dios es el Señor de la misericordia. Pero no es tonto. Es tu Padre, pero también es el
Padre de tu prójimo. Si tú no eres capaz de perdonar a tu hermano, que es también su hijo,
te cierras a ti mismo el grifo de la misericordia divina. En tu mano está la llave para acceder a
un caudal inagotable. Y no pienses que sea posible, con la oración e incluso con otras
buenas obras, acceder al perdón de Dios. San Ambrosio, el gran obispo de Milán, lo recordó
claramente cuando, al escribir sobre el pecado de Caín, afirmó: "Te amonesta también el
Señor a que pongas el máximo interés en perdonar a los demás cuando tú pides perdón de
tus propias culpas; con ello, tu oración se hace recomendable por tus obras. El apóstol
afirma, además, que se ha de orar alejando primero la controversia y la ira, para que así la
oración se vea acompañada de la paz del espíritu y no se entremezcle con sentimientos
ajenos a la plegaria" (Tratado sobre Caín y Abel, libro 1)
Por lo demás, la misericordia hacia el prójimo no cuesta tanto cuando uno mismo se
hace consciente de la necesidad que se tiene de ella. De nuevo vemos cómo la soberbia es
la puerta que cierra el paso a la redención, mientras que la humildad la abre; una humildad
que está enraizada en el reconocimiento de la propia realidad pecadora.
Otro argumento a favor de esa misericordia es el que procede de la compenetración
con el dolor ajeno; el que tiene corazón para sentir como propio el dolor de los demás, se
compadece también más fácilmente de las miserias que el pecado acarrea al propio pecador.
Y unido a esto hay que advertir que los que han sufrido en su propia carne están más
dispuestos para solidarizarse con el dolor del otro, a no ser que hayan quedado tan
golpeados por los problemas que se hayan vuelto insensibles a todo; no es así, por lo
general, sino que, por el contrario, el que sabe lo que es sufrir suele tener mayor disposición
y voluntad para ayudar al que está sufriendo.
Así lo expresa Chiara Lubich, la fundadora de los Focolarinos, en una de las páginas
más hermosas de sus "Meditaciones": "Cuando se ha conocido el dolor en todos sus más
atroces matices, en las congojas más diversas y se han tendido las manos hacia Dios en
muchas y desgarradoras súplicas, en invocaciones de ayuda, en callados gritos de socorro;
cuando se ha bebido el fondo del cáliz y se ha ofrecido a Dios durante días y años la propia
cruz, confundida con la suya, que le da un valor divino, entonces Dios tiene piedad de
nosotros y nos acoge en la unión con Él. Es el momento en que, después de haber
experimentado el valor único del dolor, después de haber creído en la economía de la cruz y
haber visto sus efectos benéficos, Dios muestra en forma más elevada y nueva algo que aún
vale más que el dolor. Es el amor a los demás en forma de misericordia, el amor que abre
corazón y brazos a los miserables, a los pordioseros, a los desesperados de la vida, a los
pecadores arrepentidos... La misericordia es la última expresión de la caridad, la que la
completa. Dios prefiere la misericordia al sacrificio".
La tercera condición para recibir la misericordia divina hace referencia a nosotros
mismos. El perdón de Dios llega a nosotros si pedimos perdón (primera condición) y si
perdonamos a nuestro prójimo (segunda condición), pero para que actúe plenamente en
nosotros tenemos que ser capaces de perdonarnos a nosotros mismos (tercera condición).
Es tan importante este aspecto de la misericordia que incumplirlo suele convertir al ser
humano en un adusto personaje, quizá amargado, exigente consigo mismo y probablemente
tan escrupuloso como intolerante. A la vez, practicarlo sin el debido equilibrio, da pie a una
auto indulgencia que se suele traducir en relajación y ceguera ante los propios defectos.
Es necesario el equilibrio. Un equilibrio que podemos alcanzar si damos la vuelta a
aquella máxima moral anterior a Cristo pero empleada por Él mismo: "Ama a tu prójimo como
a ti mismo". En este caso deberíamos aconsejar: "Trátate, si tienes tendencia a la severidad
contigo mismo, como tratarías a tu prójimo, con el que probablemente eres más indulgente.
Luego, trata a tu prójimo como te has tratado a ti mismo y como Dios os ha tratado a ambos".
Martín Descalzo escribe, sobre el arrepentimiento y la necesaria capacidad de volver a
empezar olvidando el pasado: "El mundo está lleno de gente encadenada al miedo de su
propio pasado, incapaces de trotar hacia el futuro, porque les espantan los recuerdos que no
les dejan ser lo que son. Me asombra encontrar a tantísimos cristianos que confunden el
arrepentimiento con la morbosidad, que viven revolviendo los excrementos de su alma con el
palito de la memoria y que se creen que con ello hacen un homenaje a Dios. El
arrepentimiento en el Evangelio es algo infinitamente más sencillo: un giro de página y un
comenzar una nueva andadura; no un pasarse la vida restregando ante Dios unos gritos de
piedad por algo que Dios olvida en el primer instante en que alguien le dice: lo siento"
(Razones para el amor, p.73)
Se trata, pues, de dejarse querer. No de abusar de ese cariño, pero tampoco de ser un
soberbio que no quiere tener nada que agradecer a nadie, ni siquiera a Dios. Se trata de
creer profundamente en que Dios existe y que es amor para ti; de creer que ha dado la vida
para liberarte de las peores cadenas, las de tus pecados, y de dejar que el corazón se
esponje y se humanice hasta que comience a gritar: gracias. Se trata de ser humildes y
aceptar que no somos perfectos ni autosuficientes y que necesitamos ayuda. Se trata de no
olvidar nunca que Él tuvo la iniciativa cuando nosotros no lo merecíamos, porque sólo así
podremos ser perfectos y no envanecernos con el bien que sale de nuestras manos. Quizá
bastaría, para recordar todo esto, tener siempre presente la profecía de Ezequiel: "Así dice el
Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo
mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de
vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis;
os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago" (Ez 37,12-14).
El Señor ha abierto nuestros sepulcros, ha arrancado nuestro corazón de piedra para
poner en su lugar un corazón humano. Por pura gracia, por pura misericordia, por puro amor
estamos salvados. Démosle gracias a Dios por todo esto. Convirtámonos en una acción de
gracias viva, en una “eucaristía” viva, que haga salir del corazón el sentimiento de gratitud y
de las manos las obras coherentes con ese sentimiento.

Propósito: Cumplir las tres condiciones para recibir la misericordia divina y dejar que ella
haga en nosotros su tarea: Pedir perdón a Dios, perdonar al prójimo y ser capaces de
perdonarnos a nosotros mismos.

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