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Malditos
Dorado - 2
ePub r1.0
Titivillus 10-01-2024
Título original: Cursed
Marissa Meyer, 2022
Traducción: Eva González Rosales
LL primero que había pensado Serilda al ver los aposentos del rey, algunas
semanas antes, era que se trataba de un hombre que sabía estar a la altura de
las expectativas.
No había cama, por lo que ella había asumido que los oscuros no
dormían, aunque nunca lo había preguntado directamente. Había, no
obstante, una colección de muebles exquisitos. Sillas de respaldo alto y
sofás elegantes tapizados con las telas más delicadas y bordeados con
cordón negro y borlas. Mesas con incrustaciones de madreperla y ébano.
Gruesas alfombras de pelo tan grandes que Serilda se estremecía al pensar
en la criatura a la que debían de haber pertenecido.
En un gabinete de curiosidades contra la pared había una cuidada
selección de cráneos de animales, armas inusuales, esculturas de mármol,
vasijas pintadas a mano, libros encuadernados en piel y grotescas máscaras
libidinosas. Sobre los tapices estaban colgados los habituales animales
disecados, cuernos y astas, pero también pequeñas y delicadas criaturas.
Currucas tan realistas que parecía que podían comenzar a cantar en
cualquier momento. Enérgicos zorros que podrían haber saltado de la pared.
El muro opuesto lo ocupaba una magnífica colección de mapas.
Algunos parecían antiguos, dibujados en pieles de animales y pergaminos.
Representaban lugares del mundo de los que Serilda nunca había oído
hablar y que no estaba totalmente segura de que fueran reales, con floridas
descripciones de extrañas bestias míticas cuyos nombres estaban escritos en
una pulcra caligrafía con tinta roja. El Inkanyamba, una larga serpiente con
cabeza de caballo. El gigante Buto Ijo, un trol verde con colmillos. El
gumiho, un zorro de nueve colas. A Serilda le encantaba examinar a las
criaturas, le encantaba pasar los dedos sobre las palabras y probar los
nombres desconocidos en su lengua. No podía evitar preguntarse si eran
reales, si habían vivido lejos. Había descubierto muchas criaturas en las que
no creía en el lado oscuro del velo, criaturas que en el pasado pensaba que
existían solo en los cuentos de hadas.
En definitiva, los aposentos del Erlking eran oscuros y un poco tétricos,
sí, pero acogedores a su propia y extraña manera. Si había un trozo de
madera, estaba complicadamente tallado y había sido pulido hasta adquirir
un brillo suntuoso. Si había un trozo de tela, ya fuera de las cortinas o los
cojines, era negro o de algún tono intensamente irisado y de la mayor
calidad. Si había una vela, estaba encendida.
Y había montones de velas, de modo que la habitación parecía el altar
de un dios en un concurrido templo.
Lo que más llamaba la atención de Serilda era el alto reloj de pared que
había en un hueco junto a la chimenea. Tenía un péndulo metálico que era
más largo que ella, y una esfera que llevaba la cuenta no solo de la hora,
sino también de los ciclos de la luna y de las estaciones del año. Sus cuatro
manecillas se movían lenta y constantemente alrededor del círculo, cada
una tallada en delicado hueso. Siempre que estaba en la habitación, Serilda
no podía evitar mirarlo.
En parte, quizá, porque ella también contaba los minutos para
marcharse.
Cuando llegó, la noche antes del solsticio de verano, descubrió que
habían colocado una mesa junto al balcón con una jarra de vino tinto, una
cuña de queso, una hogaza de pan oscuro y un cuenco a rebosar de cerezas
escarlatas y brillantes albaricoques. Había asumido que los oscuros, sobre
todo aquellos que participaban en la cacería salvaje, ansiaban la carne de
sus presas. Los había imaginado danzando alrededor de grandes tajos
asados sobre feroces hogueras cuyas llamas chisporroteaban por la grasa
que goteaba de los huesos, de las corvas de bordes tostados de los jabalíes y
venados. Y se comía mucha carne en el castillo, pero sus ocupantes tenían
también gustos más refinados, y la fruta fresca era una demanda constante.
No era muy diferente de su hogar, donde había un aluvión de delicias
cuando los huertos y los campos se llenaban de ciruelas, higos y bayas
silvestres, un lujo después del duro invierno.
El Erlking estaba junto a la ventana. A lo lejos, una luna menguante se
alzaba sobre las montañas Rückgrat. Su luz destellaba en la superficie negra
del lago.
Serilda reclamó una de las sillas tapizadas que había ante la mesa y
cogió una cereza. La carne estalló en su boca, dulce y un poquito ácida. No
sabía qué debía hacer una auténtica reina con el hueso, así que se lo escupió
en los dedos y lo dejó en una copa vacía antes de coger otra.
Y una tercera.
Pensó en lo que todos los de aquel castillo creían que estaba ocurriendo
en aquella habitación y le dieron ganas de reírse. Ojalá descubrieran que el
supuestamente enamorado rey se pasaba la mayor parte de la noche
ignorándola.
Entonces pensó en Gild, en que lo que él creía que estaba ocurriendo
seguramente lo destrozaría, y se puso seria de inmediato.
—¿Qué tal está mi progenie?
Serilda se sobresaltó. El rey seguía girado. Llevaba el cabello, negro
como un cuervo, suelto por la espalda.
«Tu progenie no existe», deseó decir. «Este niño no es tuyo. Nunca será
tuyo».
En lugar de eso, se presionó el vientre con una mano.
—No me siento distinta. Si te soy sincera, empiezo a preguntarme a qué
viene tanto alboroto. —Habló con ligereza, para disfrazar la preocupación
que realmente había comenzado a burbujear en su interior—. Tengo hambre
todo el rato, pero eso no es nada nuevo.
Agarró una nectarina y la mordió. Cuando el jugo bajó por su barbilla,
se lo secó con la manga y siguió comiendo, ignorando la mirada de
desaprobación del rey.
Si Erlkönig quería una reina con conocimientos del protocolo de la
corte, había elegido mal.
—¿Hay alguna comadrona en el castillo? —le preguntó la chica—.
¿Alguno de los fantasmas, quizá? Seguro que la anterior familia real tenía
una. Tengo muchas preguntas. Sería agradable tener a alguien con quien
hablar.
—Una comadrona —repitió el Erlking, y Serilda supo que a él jamás se
le habría ocurrido esa idea—. Lo descubriré.
Serilda se lamió una gota de jugo de la muñeca antes de que le llegara al
puño de la manga.
El rey tomó una servilleta de la mesa y se la lanzó.
—Intenta mejorar tus modales. Vas a ser reina, y mi esposa.
—Eso fue decisión tuya, no mía.
Serilda descartó la servilleta y le dio otro bocado a la nectarina. Cuando
terminó, sonrió y dejó caer el hueso de la fruta en su copa, junto a los de las
cerezas. Después, usó su falda de terciopelo para limpiarse el residuo
pegajoso de los dedos, uno a uno.
—Pero, si te avergüenzo, todavía estás a tiempo de cambiar de idea.
La expresión de Erlkönig se enfrió; todo un logro, dada su habitual
frialdad.
—Al menos, no tendré que tolerarte mucho. Seis meses. Apenas un
parpadeo.
Lo que implicaba aquello hizo que a Serilda se le erizara el vello. Al
menos, podría intentar esconder su intención de matarla una vez que ella
hubiera servido a su propósito.
Por rencor, la chica arrancó un trozo de queso y se lo metió en la boca,
sabiendo muy bien que era el favorito del rey. Seguía masticando cuando
preguntó:
—¿Compartiremos estos aposentos después de la ceremonia?
El rey resopló.
—Por supuesto que no. Seguiremos como hasta ahora, hasta que
podamos anunciar el embarazo. No hay necesidad de nada más.
Serilda suspiró. Había temido esa pregunta durante semanas, y saber
que no tendría que dormir allí, con él, la hizo sentirse mareada de alivio.
Solo seguirían fingiendo.
Por ahora, podía hacerlo.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? Miró el reloj. Apenas habían pasado diez
minutos. Le habían parecido siglos.
—Me pregunto si deberíamos haber celebrado la boda durante la Luna
de los Amantes —dijo el Erlking—. Elegir el solsticio era poético, pero
parece que mi novia empieza a impacientarse.
—No es impaciencia lo que siento.
—¿Nunca has soñado con ser una novia de verano?
Ella resopló.
—No soy una novia de verano. Soy un sacrificio de verano.
El Erlking se rio. Era un sonido inusual, uno que siempre proporcionaba
a Serilda una punzada de satisfacción, aunque no lo pretendiera.
Lo triste era que ella lo había dicho en serio.
Aquello no sería una boda. Aquello sería un sacrificio ritual, y ella era
el cordero. Cuando llegara el momento, el Erlking la sacrificaría y le
robaría a su hijo, a quien de algún modo la joven ya quería con una
ferocidad desconocida.
Serilda se frotó con los dedos la cicatriz de la muñeca. A decir verdad,
el sacrificio ya se había hecho en el momento en el que el Erlking le había
atravesado la muñeca con una flecha de punta dorada y había maldecido su
alma, separando su espíritu de su cuerpo mortal y anclándolo a su castillo
embrujado para atraparla allí, en el lado oscuro del velo.
Recordó su propio cuerpo en el suelo de la sala del trono, respirando,
pero sin vida. Serilda no comprendía del todo aquella magia. Ya no sentía
su pulso ni el constante tamborileo de su corazón. Podía contener el aliento
una eternidad, y aun así seguía respirando, por costumbre o por consuelo.
Y después estaba el niño al que llevaba en su vientre, para el que solo
podía esperar que estuviera bien. No sentía ninguno de los síntomas del
embarazo: no tenía episodios de náuseas ni dolor de espalda ni los tobillos
hinchados, cosas de las que recordaba que se quejaban las mujeres de
Märchenfeld. No sabía si el bebé estaba físicamente en su interior o si
seguía creciendo en la versión de ella que parecía un cadáver y que se
encontraba escondida en aquel castillo.
Confiaba en que el Erlking no haría nada que dañara al niño, debido a
los planes que tenía para él, pero odiaba poner su confianza en él.
Abandonando la ventana por fin, el rey tomó su copa de vino. Dudó,
elevando los ojos para mirarla.
—¿Qué? —Le preguntó Serilda—. No la he envenenado. —Entonces
contuvo el aliento—. Aunque quizá debería intentarlo la próxima vez.
—Te sugiero acónito, si lo haces. El regusto final siempre me ha
parecido moderadamente dulce y totalmente satisfactorio. —Se llevó la
copa a los labios, examinándola mientras daba un sorbo. Cuando bajó la
copa, dijo—: Te consideras una cuentacuentos, si no me equivoco.
Serilda se sentó más recta, sintiéndose un poco vulnerable por que el rey
se hubiera percatado de aquella parte secreta y oculta de ella.
—Me han llamado cosas peores.
—Entonces cuéntame una historia.
Ella frunció el ceño.
—No estoy de humor. Y no me des órdenes. No soy uno de tus
fantasmas.
El Erlking curvó los labios en una sonrisa, divertido.
—Me ha parecido que podríamos pasar el tiempo así. —Su atención se
concentró significativamente en el reloj, como si la hubiera visto
observándolo.
Serilda resopló.
—En realidad, hay una historia que me contaron hace mucho y que
siempre me he preguntado si era cierta. Dicen que la Luna de los Amantes
recibió su nombre por Perchta y por ti.
El Erlking ladeó la cabeza, pero no contestó.
—Según se cuenta, compartisteis vuestro verdadero nombre bajo esa
luna, uniendo así vuestro destino para toda la eternidad. Por eso algunas
personas comparten sus secretos bajo la Luna de los Amantes, porque se
supone que su luz los protegerá.
—Tonterías supersticiosas —murmuró el rey—. Cualquier idiota sabría
que, si deseas proteger un secreto, no debes contárselo a nadie, sin importar
cuál sea la luna. Pero los mortales dais mucho poder a los cuentos de hadas.
Creéis que el destino está determinado por los dioses antiguos y las
supersticiones. Que todas las desgracias están causadas por la luz de la luna,
por las estrellas… Por el disparate que os venga bien en el momento. Pero
no existe el destino, ni la fortuna. Solo están los secretos que compartimos y
los que escondemos. Nuestras decisiones propias, o el miedo a tomar una
decisión.
Serilda lo miró fijamente. ¿Cuántas veces la habían culpado los
aldeanos de Märchenfeld de sus desgracias?
Aun así, no podía ignorar que era la ahijada de Wyrdith. El dios de las
historias y de la fortuna la había maldecido, y decir que aquellas cosas no
eran importantes tampoco le parecía totalmente cierto.
Quizá había algo intermedio.
Un lugar para las cosas que estaban fuera de control, para los sucesos
guiados por el destino…
Pero también para las decisiones individuales.
El temor creció en su interior. La tragedia era que quería creer en las
opciones. Quería creer que podía tener el control de su destino. Pero ¿era
posible? Era prisionera del Erlking. Había tomado decisiones y había
cometido errores, pero al final otros habían decidido su destino por ella.
Qué ironía. Cómo debía de reírse Wyrdith, allá donde estuviera.
—Bueno —comenzó, insegura—. ¿La historia no es cierta, entonces?
Él resopló.
—¿Que Perchta y yo compartimos nuestro nombre bajo la Luna de los
Amantes? Difícilmente.
—Es una pena. Me parecía romántico.
El Erlking negó con la cabeza mientras volvía a llenarse la copa de
vino.
—No necesitamos cuentos de hadas que distorsionen nuestro romance.
Perchta y yo… Nuestro amor estuvo predestinado desde el principio. Sin
ella a mi lado, estoy incompleto.
Serilda se detuvo, avergonzada por el candor de Erlkönig.
No ayudaba que supiera que pretendía traer a Perchta de vuelta. En la
Luna Eterna, esa noche inusual en la que el solsticio de invierno coincide
con la última luna llena del año, el Erlking y su cacería salvaje planeaban
apresar a uno de los siete dioses. Y, cuando los primeros rayos de sol
golpearan el reino, el dios se vería obligado a concederle un deseo.
El Erlking usaría este deseo para sacar a Perchta del Verloren. La cruel
cazadora caminaría de nuevo sobre la tierra, y él tendría al bebé de Serilda
listo para entregárselo. Había secuestrado a muchos niños para intentar
complacerla, pero nunca antes le había regalado un bebé recién nacido.
La idea hizo que Serilda se sintiera enferma. Para él, la vida que crecía
en su interior era algo que podía ser envuelto y regalado. Un muñeco, un
juguete, algo que podía desecharse con facilidad.
Y, aunque no conocía a la cazadora, todo apuntaba a que Perchta no era
demasiado maternal, a pesar de su deseo de tener un hijo. Decían que era
despiadada, arrogante y cruel. Siempre que se cansaba de uno de los niños
que le regalaban, el Erlking se lo llevaba al bosque y regresaba solo.
Así eran los oscuros.
Así era la madre a la que su hijo estaba destinado.
Lo estaba, excepto por un pequeño problema. Un diminuto
inconveniente que el propio Erlking no conocía todavía.
Serilda ya le había prometido aquel niño a Gild. Su primogénito a
cambio de que convirtiera en oro una habitación llena de paja. El trato se
había sellado con magia. No creía que pudiera romperse.
Pero no pensaba contárselo al Erlking.
Encontraría la manera de arreglarlo, se dijo a sí misma. Todavía tenía
seis meses para pensar un plan. Para salvar a su hijo. A sí misma. A Gild. A
los niños que dormían en su habitación.
—Qué desconsiderado por mi parte —dijo el Erlking, sacándola de sus
pensamientos. Rodeó la mesa hasta que estuvo junto a su silla, antes de
apoyarse en una rodilla a su lado—. Añorar a otra cuando mi novia está
sentada ante mí. Espero que puedas perdonarme, amor mío.
—De todas las cosas por las que podrías disculparte —comenzó Serilda,
despacio—, que estás enamorado de una demonia sádica que murió hace
trescientos años ni siquiera estaría en la lista.
Él apretó la mandíbula.
—No pierdas ese fuego, pequeña mortal —dijo, tomando la mano de la
chica entre sus dedos fríos y encorvándose sobre ella—. Hace que me sea
más fácil adorarte.
El rey se levantó y tomó una nectarina intacta de la mesa. Le dio un
bocado mientras se cernía sobre Serilda. El jugo bajó por su barbilla, como
había bajado por la de ella. Sonrió con arrogancia y usó la manga para
limpiarse.
—Otros diez minutos, creo, antes de que puedas marcharte.
Levantó su copa de vino y le dio la espalda, que era exactamente el
momento que Serilda había estado esperando.
En un único movimiento, la joven tomó de la mesa el cuchillo con
mango de plata y se lo clavó en la espalda, justo entre los omóplatos. Sintió
cómo cedía la carne. El crujido de las vértebras.
El rey se detuvo.
Durante un largo momento, Serilda se preguntó si quizá, solo quizá…,
esta vez…
Entonces él inspiró profundamente y soltó el aire en un largo y lento
suspiro.
—Por favor —dijo—, quítame el cuchillo de la espalda. No quiero
pedirle a Manfred que lo haga. Otra vez.
Serilda maldijo entre dientes y le extrajo el cuchillo. En lugar de manar
sangre de la herida, se disipó una voluta de humo negro en el aire.
Ella frunció el ceño. La primera vez que lo había apuñalado, estaba
segura de que él forcejearía.
Pero ni siquiera lo había intentado.
Le había clavado el primer cuchillo en el costado, justo por debajo de
las costillas.
La siguiente vez lo había hecho en su estómago, o aproximadamente
donde pensaba que debía estar su estómago.
La tercera vez había apuntado a su corazón, y se había sentido tan
orgullosa de su excepcional puntería que había chillado de gozo.
Pero el Erlking había puesto los ojos en blanco, se había extraído el
cuchillo y lo había examinado a la luz. Estaba intacto, como si no hubiera
estado enterrado en su pecho hasta la empuñadura.
Serilda dejó el cuchillo sobre la mesa.
—La próxima vez probaré en la cabeza —dijo Serilda, cruzándose de
brazos con petulancia—. Quizá te saque un ojo, como le hizo uno de tus
cazadores a Manfred.
—Si eso hace tu estancia aquí más tolerable —replicó el rey, tomando
un sorbo de vino—, entonces disfruta.
Capítulo 4
Se suponía que Anna era la doncella de Serilda, pero, como solo tenía
ocho años y la concentración de una mosca, no era demasiado eficiente en
su papel. En lugar de eso, el día del solsticio de verano, dos criadas
fantasmas con los delantales empapados en sangre aparecieron en los
aposentos de Serilda para transformarla en algo parecido a una reina. O a
una novia.
O más bien… a una cazadora demoníaca, como resultó. Serilda había
esperado un vestido. Muchos de los oscuros disfrutaban usando telas
lujosas, y había supuesto que el rey le proporcionaría un suntuoso vestido
para que lo llevara durante la ceremonia.
Pero no fue así. Cuando las doncellas entraron, no portaban sedas y
brocados y faldas voluminosas. En lugar de eso, la vistieron con una túnica
de cuero acordonada sobre una blusa de lino, pantalones de montar y
brazaletes, guantes de piel de cabra y las botas más suaves que había
llevado nunca.
Lo más llamativo era que también le llevaron una ballesta de delicada
factura; era más pequeña que la del Erlking, aunque sus flechas estaban
igualmente afiladas. Serilda temía tocar el arma por miedo a pulsar el
gatillo accidentalmente y atravesarle a alguien la cabeza con una flecha.
Nadie en aquella habitación necesitaba más heridas abiertas de las que ya
tenía.
—Adorable —dijo Serilda, que repetidas veces había intentado sin éxito
convencer a su prometido para que le adelantara algún detalle de la
ceremonia nupcial—. Por favor, decidme que tendré el placer de clavarle
una flecha en el corazón a mi esposo antes de que termine la noche.
Los niños se rieron.
Las doncellas intercambiaron una mirada incierta, y una de ellas dijo:
—Creo que se trata de una cacería ceremonial, o algo así.
Serilda gimió.
—Debería haberlo supuesto.
Pronto la sentaron en el tocador. Le deshicieron las trenzas
apresuradamente y le frotaron las manos y las mejillas con aceite, algo que
la hizo oler un poco a despensa. Mientras, Anna y Gerdrut practicaban
volteretas en el colchón, y Nickel y Hans jugaban a un juego de dados que
les había enseñado el mozo de cuadra, que era un par de años mayor que
Hans y se había hecho amigo de todos.
Serilda miró el espejo que había sobre su tocador. A la tenue luz de las
velas podía ver las ruedas doradas de sus iris negros. Cuando había
conocido al Erlking, este las había confundido con dos ruecas, y esa era la
razón por la que le había sido tan fácil convencerlo de que la había
bendecido Huida y podía convertir la paja en oro. Pero no era cierto:
aquellas eran las ruedas de la fortuna. Ella había recibido la bendición de
Wyrdith, el dios de las historias, la fortuna y el engaño.
O debería haber sido una bendición, ya que su padre lo había ayudado
años antes, en una Luna Eterna. Pero, en realidad, su lengua maldita le
había acarreado sobre todo desgracias, a ella y a la gente a la que quería.
Si se encontrara alguna vez con Wyrdith, le rompería la rueda de la
fortuna en su desagradecida cabeza.
Llamaron a la puerta y Fricz (su «mensajero») irrumpió en la
habitación.
—¿Está lista? —preguntó, dirigiéndose a Anna al principio, aunque la
niña estaba bocabajo, haciendo el pino con los pies apoyados en uno de los
postes de la cama para equilibrarse—. No importa —dijo, y acto seguido se
giró hacia Serilda y sus doncellas. Se fijó en su cabello, ahora recogido en
una única y complicada trenza a su espalda, y en los complementos de caza
que habían dejado sobre una butaca capitoné—. Será mejor que te des prisa,
o el rey empezará a asesinar gente.
—¿A quién va a asesinar? —preguntó Anna, arrastrando las coletas por
la alfombra—. Aquí ya están todos muertos.
—¿Por qué está enfadado? —inquirió Serilda—. No llego tarde.
Todavía.
—Y tampoco es que puedan empezar sin ti —añadió Anna. Bajó los
pies de nuevo al suelo y se incorporó.
—Trabajamos tan rápido como podemos —dijo una de las doncellas,
aplicando algo de un pequeño frasco en los labios de Serilda. Echó una sutil
mirada a Anna y Gerdrut—. Sería más fácil sin tantas distracciones.
Fricz se encogió de hombros.
—Es el poltergeist, creo.
Serilda se tensó.
—¿Qué pasa con el poltergeist?
—Ha desaparecido. Esta mañana han enviado a algunos guardias a
apresarlo para mantenerlo encadenado durante la ceremonia. Ya sabes, para
que no pueda causar problemas, como suele hacer. Pero nadie consigue
encontrarlo. Algunos criados temen que intente interrumpir la ceremonia.
—¡Espero que lo haga! —exclamó Gerdrut, saltando a la cama, que era
lo bastante alta para que sus piernas colgaran a más de treinta centímetros
del suelo.
—¿Os acordáis de cuando reemplazó los animales disecados del ala
norte por muñecas de trapo con cabeza de nabo? —preguntó Nickel, con los
ojos brillantes—. Debió de tardar siglos en tallarlas todas, pero la cara de
sorpresa de los cazadores no tuvo precio.
Los niños comenzaron a intercambiar historias, y Serilda no contuvo su
sonrisa. En el tiempo que había pasado desde que el Erlking los había
asesinado y había apresado sus almas, atrapándolos allí en el castillo, Gild y
sus travesuras les habían dejado huella.
Una pequeña parte de Serilda se llenaba de esperanza ante la idea de
que el joven detuviera la ceremonia. Que la rescataran aquel terrible día
sonaba muy apetecible, incluso un poco romántico.
Eso, y que odiaba la idea de que volvieran a encadenar a Gild como si
fuera una de las valiosas bestias del rey. Serilda sospechaba que el Erlking
lo habría dejado colgado del torreón un siglo o dos si no hubiera querido
recuperar las cadenas de oro para usarlas en sus cacerías. O si Gild no
hubiera formado la algarabía que formó, aullando tonadillas como un
borracho durante horas. Incluso los oscuros habían estado de acuerdo en
que era mejor soltarlo.
Serilda no quería volver a verlo atado.
Y, además, tenía un trato con el Erlking. Su sumisión y su hijo a cambio
de liberar las almas de los niños a los que tanto quería. De Hans, Nickel,
Fricz, Anna y Gerdrut. Tenía que casarse con el Erlking. Tenía que
entregarle al bebé. Eso la destrozaría, cuando llegara el momento, pero era
culpa suya que aquellos niños preciosos estuvieran allí, en lugar de en casa
con sus familias, planeando sus largos y sencillos futuros.
Se mordió el labio, cerró los ojos y le envió un silencioso deseo a Gild,
estuviera donde estuviera.
«No estropees esto. Hoy no».
—Terminado —dijo la sirvienta, dando un paso atrás para examinarle el
cabello—. Vamos a vestirte.
Aturdida, Serilda dejó que las sirvientas la condujeran tras un biombo y
la enseñaran a unir las partes de la armadura. No se sentía cómoda con el
atuendo de caza, pero, tan pronto como salió, los niños se reunieron a su
alrededor, con los ojos muy abiertos e impresionados. Excepto Hans, que
era el serio del grupo y últimamente se había sumido en una tristeza que
Serilda no sabía cómo remediar. No podía culparlo. Hans era lo bastante
mayor como para saber que toda la magia de aquel castillo embrujado
jamás compensaría las vidas que les habían robado.
—¡Pareces una guerrera! —exclamó Gerdrut, mirándola con
entusiasmo. Le faltaba una de las paletas, el primer y el último diente de
leche que perdería.
Serilda no pudo evitar sentir cierta satisfacción ante el piropo. Una
guerrera, alguien capaz de hacer algo más que contar historias inútiles.
—No —dijo Hans en voz baja—. Parece una cazadora.
Fueron justo las palabras adecuadas para estropear los ánimos. La luz
abandonó los ojos de los niños y Serilda sintió que su corazón se sumía de
nuevo en el temor que la había acosado desde la Luna del Despertar, la
noche en la que había sellado su destino.
Tragó saliva con dificultad.
—No cambiará nada. Es solo una ceremonia tonta.
—Una ceremonia tonta después de la cual serás la reina de los alisos —
dijo Hans.
—Para vosotros seré siempre Serilda —le aseguró, alborotándole el
cabello, algo que siempre le hacía revolverse, molesto.
—No, tú no serás la reina de los alisos —replicó Nickel—. Para
nosotros no. Con ese nombre parece que le perteneces, y me niego a
aceptarlo. Ya se nos ocurrirá otra cosa.
—¡La reina dorada! —dijo Gerdrut. Sonriendo, tomó la mano de Serilda
—. Puedes sacar cualquier cosa de la nada. Puedes convertir la paja en oro.
Serilda contuvo el aliento. Para que los niños no le contaran al Erlking
la verdad accidentalmente, había tenido que mantener la mentira de que
podía hilar oro. Pero el comentario de Gerdrut le recordó el día, muchos
meses antes, en el que se habían reunido al cobijo de un pino, rodeados de
montículos de nieve, y la habían escuchado contar la historia del malvado
Erlking y de la cazadora Perchta. Ese día, Gerdrut había comparado sus
narraciones con el don mágico del hilado del oro.
Mirando atrás, Serilda sabía que aquel había sido el día en el que había
cambiado su vida. Posó un beso en los rizos de Gerdrut y atrajo al resto con
un abrazo. Ignoró el escalofrío que correteó sobre su piel al sentir sus
pequeños cuerpos, tan frágiles como hojas secas, a punto de deshacerse.
Agradecía tenerlos cerca, aunque estuvieran muertos.
Una de las criadas se aclaró la garganta y abrió la puerta.
—Perdonadme, mi señora, pero no deberíamos hacer esperar más a su
oscuridad.
Capítulo 5
Considero mí sagrado deber seguir las costumbres fijadas por las generaciones
pasadas y honrar nuestras tradiciones más antiguas. Seguramente, como hombre de
honor y palabra, comprendéis la importancia de mantener los rituales que tanto
valora la corte de Adalheid.
Por tanto, ahora que estamos todos de acuerdo, os escribo esta nota como muestra
de buena voluntad.
Habéis de saber que nuestra nueva e ilustre señora (largo sea su reinado, lleno de
sabiduría y gracia) no recibirá daño alguno en el transcurso de esta noche.
Pero tampoco será vuestra hasta que se pague el rescate.
Detallaré el precio que debéis pagar cuando haya decidido que vos, mí señor
oscuro, habéis sufrido verdaderamente la ausencia de la encantadora mortal que os
habéis procurado como esposa.
Espero que no la necesitéis mientras.
Sinceramente vuestro,
el poltergeist
—El poltergeist —susurró Serilda. Sus labios apenas formaron las palabras.
El Erlking gruñó y arrugó la nota en su puño con tal violencia que la
chica se apartó de él, sobresaltada.
—¿Qué planea ese fantasma insolente? —dijo, mirando el pasillo vacío.
Su piel de porcelana adquirió el tono de la amatista. Aunque el Erlking
sabía que Gild era el auténtico príncipe y heredero del castillo, siempre
fingía que no era más que un incordio. Serilda suponía que lo hacía porque
no quería que ella o la corte de fantasmas o incluso el propio Gild
descubrieran su verdadera identidad. No sabía que ella la había descubierto
hacía mucho.
La joven también miró a su alrededor, pero Gild no estaba a la vista.
—¿Qué tradición es esa? —preguntó—. ¿Qué ritual?
—No son más que tonterías —dijo el Erlking, abriéndolas fosas nasales.
Le ofreció la mano—. Vamos.
—Creo que no —dijo una voz a su espalda en el momento en el que una
cuerda rodeaba a Serilda, inmovilizándole los brazos contra los costados.
Ella contuvo un grito y miró sobre su hombro para ver a Gild sonriendo
traviesamente con el extremo de la cuerda en sus manos.
—¿Qué estás…?
—Hasta que se pague el rescate, vuestra adorable esposa estará
oficialmente… secuestrada.
El Erlking echó mano a una de las numerosas armas que llevaba en el
cinturón, pero no fue lo bastante rápido.
Gild empujó a Serilda hacia la ventana más cercana y la subió al
alféizar.
—¡Disfrutad de la fiesta, miserable excelencia! —gritó.
El lago destellaba, cerúleo y dorado, ante ellos, pero se estrellarían
contra las irregulares piedras bajo la muralla del castillo mucho antes de
llegar al agua.
Gild se lanzó por la ventana con la joven.
Cayeron. Serilda gritó. El viento atrapó su cabello y le azotó las mejillas
con él.
Pero no se estrellaron contra las rocas.
En lugar de eso, desaparecieron a mitad de la caída.
Serilda se tambaleó cuando sus pies golpearon un suelo duro que no
había estado allí antes. En lugar de la vivida luz del sol, la rodeaban unas
altas columnas y un estrado con dos tronos majestuosos iluminados por una
hilera de candelabros.
Se habría caído de bruces si Gild no hubiera agarrado la cuerda. Tiró de
ella para que recuperara el equilibrio y la desató rápidamente.
Después dejó escapar una fuerte carcajada.
—¡Qué cara ha puesto! ¡Ha sido justo lo que esperaba!
Serilda se giró hacia él, desconcertada y temblorosa. En cuestión de
medio minuto, había pasado de dirigirse a su banquete nupcial del brazo de
su malvado marido a ser secuestrada y lanzada por una ventana hacia una
caída mortal y a verse transportada mágicamente hasta la sala del trono.
—¿Qué has hecho? —le preguntó, con la voz todavía temblorosa—. ¿Y
por qué? ¿Qué estás…?
—Te lo explicaré más tarde —dijo el chico, quitándole la cuerda—.
Vamos, tenemos que seguir moviéndonos. Él sabrá que hemos regresado a
la sala del trono.
Gild le agarró la mano y corrió hacia una puerta estrecha tras el estrado,
la que al parecer usaban los criados para atender las llamadas del monarca.
Al otro lado de la puerta, el tenue y estrecho pasillo conducía a la cocina.
—Gild, para —le pidió Serilda, aunque se apresuró para mantenerse a
su lado—. ¿Qué estamos haciendo?
—Es solo una divertida tradición nupcial —le contó, deteniéndose
cuando el pasillo se bifurcó. Miró a ambos lados antes de indicarle a Serilda
que lo siguiera. Giró a la derecha y corrió por un pasillo, y luego subió un
tramo de escalera que terminaba ante una puerta cerrada. Pegó la oreja a la
madera, escuchando.
—¿Qué tradición nup…?
Él la hizo callar, agitando frenéticamente los brazos.
Serilda cruzó los suyos sobre el pecho.
Pasó un instante y, después, Gild la miró con los ojos brillantes y asintió
para indicarle que lo siguiera.
Esta vez, ella susurró:
—¿Qué tradición nupcial?
—Ya sabes —le contestó Gild—, esa en la que secuestran a la novia y la
esconden hasta que el marido se ve obligado a pagar un rescate por su
regreso.
Serilda lo miró fijamente.
—¿Qué?
Gild ladeó la cabeza.
—¿En Märchenfeld no lo hacen? Es superdivertido. Ya lo verás.
Ella negó con la cabeza.
—Al Erlking no le parecerá superdivertido, y tú lo sabes.
—Tienes razón, no se lo parecerá. —Gild soltó una risita—. Pero a mí
sí.
El muchacho abrió los ojos con sorpresa y levantó una mano, urgiéndola
a guardar silencio.
Escucharon, y Serilda tardó un momento en oír los pasos. Al principio
le pareció que venían del otro lado de la puerta cerrada, pero no. Venían del
pasillo a su espalda.
Al darse cuenta de ello, Gild la miró con asombro, abrió y le cogió la
mano a Serilda para ayudarla a pasar.
La puerta dio un portazo a su espalda.
—¡Allí! —gritó alguien.
Serilda comenzó a correr, con Gild a su lado.
Tardó un momento en orientarse, pero mientras entraban y salían de
salones y despachos y salas de juego y bibliotecas, oyendo el aluvión de
oscuros que los perseguían, descubrió que no le importaba mucho estar
perdida. O que la hubieran secuestrado.
Cada vez que conseguían evitar que los detectaran…
Cada vez que Gild la empujaba hasta un rincón y sus perseguidores
pasaban de largo sin verlos…
Cada vez que se agachaban bajo una mesa o detrás de una cortina, tan
juntos como podían, mientras intentaban contener sus jadeantes
respiraciones y las risas que amenazaban con apoderarse de ellos…
Deseaba que jamás la encontraran.
—Creo que los hemos perdido —dijo veinte minutos después, aplastada
contra el fondo de un alto armario lleno de abrigos de pelo y polillas—. Por
ahora.
Gild le apretó la mano, recordándole que no la había soltado todavía. Ni
siquiera cuando tropezó y estuvo segura de que el juego había terminado. Él
solo se rio y la urgió a continuar, volcando un par de mesas para ralentizar a
sus perseguidores mientras escapaban.
—No deberíamos haber hecho esto —susurró Serilda, conteniendo el
aliento—. Se enfadará. Es demasiado arriesgado.
—No pasará nada. No puede culparte de tu propio secuestro, ¿no?
Además, él ya esperaba que yo hiciera algo. Habría sido más llamativo y
sospechoso que me comportara.
Serilda se rio. No podía ver a Gild en la oscuridad, pero podía
imaginarse su expresión. Orgullosa, casi un poco arrogante. Prácticamente
podía sentir cómo le guiñaba el ojo.
Quería discutir, pero él tenía razón. El rey había esperado que hiciera
algo.
—Considéralo mi regalo de boda —continuó—. No irás a decirme que
preferirías estar atrapada en una fiesta estirada con tu amado y sus
aduladores.
Serilda se dejó caer contra el fondo del armario, aunque uno de los
paneles se le clavó dolorosamente en el omóplato.
—Tienes razón. Prefiero infinitamente esta compañía.
—Y si no quería que te secuestrara, debería haberme invitado al
banquete. Era lo mínimo que podía hacer.
—Gild, ¿estás haciendo esto porque te sientes ignorado?
—¿Tú no te sentirías así? He espiado a los cocineros durante días. Ese
banquete va a ser increíble. ¿Cómo te sentirías tú si fueras la única del
castillo que no lo disfrutara?
—Les gustan las grandes celebraciones, ¿no?
—Y tienen un gusto sorprendentemente bueno. Siempre eligen lo mejor.
Incluso para las bandejas en las que sirven la comida. Cerámica de Ottelien.
Cristal soplado de Verene. Hasta sus cucharones para la sopa son elegantes,
con esos grabados tan complicados.
—Seguramente los grabó a mano la propia Huida —dijo Serilda—.
Apuesto a que esos cucharones de sopa tienen propiedades mágicas.
—No me extrañaría. La cubertería seguramente la forjó Tyrr. Las cestas
del pan las tejería… ¿Freydon?
—Uhm… Seguramente fuera también Huida.
—Lo de ser el dios del trabajo suena bastante cansado.
—Para ser justos, sospecho que casi todo lo de este castillo
probablemente perteneció a tu familia.
Gild dudó.
—No había pensado en eso, pero tienes razón. Mi familia debía de tener
muy buen gusto.
Se hizo un breve silencio, y Serilda se preguntó si Gild seguiría
pensando en el banquete o en la familia a la que no podía recordar.
—No puedo evitar preocuparme —dijo ella— por lo que hará cuando
nos encuentre.
—No tenéis que preocuparos, mi señora. Lo tengo todo bajo control.
Serilda frunció el ceño, dudosa.
—No me mires así —dijo él, y la chica se rio de nuevo. Estaba
demasiado oscuro para que él la viera—. Todo está bajo control.
Serilda se acercó hasta que sus hombros se rozaron.
—Son cazadores, Gild. Y estamos atrapados en el interior de un castillo
en una isla de la que no podemos escapar. Nos encontrarán.
—La cuestión es que no tenemos que eludirlos para siempre —dijo
Gild, ladeando la cabeza para presionar su frente contra la de Serilda—.
Solo hasta la puesta de sol.
—¿Qué ocurrirá con la puesta de sol?
—El velo caerá y comenzará el banquete. Pero no podrán empezar sin la
novia, lo que significa que el rey tendrá que pagar tu rescate, lo que
significa que tendrá que negociar conmigo, el poltergeist. Se sentirá muy
humillado. Y ese es el objetivo.
Serilda lo pensó.
—¿Todo esto es solo para humillarlo?
—Lo dices como si fuera poca cosa.
—Bueno… Lo es. Un poco.
—No puedo matarlo —dijo Gild—. No puedo derrotarlo. No puedo
evitar que se case contigo. Déjame disfrutar de esto, Serilda.
Ella se encogió de hombros.
—De acuerdo. Hasta la puesta de sol, entonces.
«La puesta de sol».
No quedaba demasiado. Una hora, como mucho.
Una hora.
¿Qué harían durante una hora?
Inhaló abruptamente, consciente de repente de lo estrecho que era aquel
armario. De los pesados abrigos que los rodeaban. De las paredes de
madera contra las que se apiñaban. Notó la longitud del brazo de Gild
contra el suyo. La calidez de su palma. Cómo se le erizaba la piel con cada
roce accidental.
Si es que era accidental.
¿Qué podrían hacer durante una hora…?
Gild se aclaró la garganta y se alejó un centímetro de ella, que era todo
el espacio que podía moverse.
—Esos han sido… Uhm… —comenzó. Luego se aclaró la garganta por
segunda vez—. Unos votos bastante intensos, los de la ceremonia. Casi
románticos, incluso.
Aquello fue como si hubiera sabido exactamente qué decir para enfriar
los sentimientos que habían comenzado a bullir en el interior de Serilda.
La joven le soltó la mano y se retiró a su esquina del armario.
—Solo era otro de sus juegos —le aseguró, deseando no aturullarse
tanto, que su voz temblorosa no restara sinceridad a su afirmación—. Se
estaba riendo de mí.
—Ya. Sí. Pues no sonaba a burla.
—Gild, tú sabes que no lo quiero. Nunca podría quererlo. Ni siquiera
me cae bien. Jamás lo hubiera elegido a él, de haber tenido opción.
—Claro. Claro que lo sé.
Pero Serilda no estaba segura de creerlo.
—Mató a mi padre —dijo, con más fuerza—. Mató…
—¡Calla!
—No, Gild, tienes que…
—¡Serilda!
Ella se detuvo, oyéndolos también. Aullidos.
Habían soltado a los cerberos.
—Genial —susurró Serilda—. ¿Cuánto tardarán en encontrarnos? —
Dudó, pensando—. ¿Pueden encontrarnos? Somos espíritus. ¿Aun así
pueden olemos?
—A nosotros quizá no —dijo Gild—. Pero apuesto a que pueden oler
con facilidad ese ridículo disfraz que llevas.
Serilda se alisó con la mano los costados de su jubón de cuero. Se había
olvidado del atuendo de caza.
—¿No te gusta?
La respuesta de Gild fue un gruñido, que ella no supo cómo interpretar.
—¿Sabes? —comenzó él—. Esto sería más fácil si pudieras…
Serilda oyó un chasquido de dedos.
Después, silencio.
—¿Gild? —Lo buscó, pero su mano se topó con el espacio vacío, y
después con el fondo del armario.
Una puerta crujió, y se produjo una inundación de luz. Serilda levantó el
brazo para protegerse los ojos.
—Vamos —dijo Gild, agarrándole el brazo. Tiró de ella a su lado—.
¿Crees que podrías intentarlo?
—¿Intentar qué? —le preguntó, entornando los ojos hasta que se
adaptaron a la luz rosada que se filtraba a través de las ventanas. El
crepúsculo estaba cerca—. ¿Hacer eso… que haces tú?
Serilda chasqueó los dedos, imitándolo.
—Exacto. Tendrás que aprender, antes o después.
—¿Lo haré?
—Solo inténtalo. Reúnete conmigo en el pozo.
Tan pronto como lo dijo, desapareció.
Serilda se enfadó.
—Creído. —Pero otro aullido respondió a sus palabras, mucho más
cerca que antes—. Vale. No me hará daño intentarlo.
Apretó los ojos con fuerza y se imaginó la garita sobre el puente
levadizo con tanta claridad como pudo. Después, levantó la mano y
chasqueó los dedos.
Y esperó.
Hubo un cambio en el aire, estaba segura de ello. La luz que se filtraba a
través de sus párpados era diferente, más tenue.
Abrió primero un ojo, y después el otro.
Sin duda no era la garita. En lugar de eso, Serilda se había transportado
a lo que habían sido los calabozos en el pasado, aunque ahora se usaban
como almacenes y, a juzgar por los sencillos catres de paja extendidos en el
suelo, como alojamiento para algunos de los fantasmas.
Se quedó inmóvil un largo momento, escuchando. Como no oyó ni
perros ni pasos, se acercó a la puerta y abrió una rendija por la que atisbo un
pequeño comedor con bancos y una mesa larga y estrecha.
Un rostro apareció al otro lado de la puerta, a centímetros del suyo.
Serilda contuvo el aliento y cerró la puerta de golpe, retrocediendo con
brusquedad. Colisionó con un cuerpo que seguramente no estaba allí antes.
Unos brazos la rodearon. Abrió la boca para gritar.
—Shh, ¡soy yo!
El grito se quedó atrapado en su garganta.
Se zafó y se giró para ver a Gild sonriendo de oreja a oreja.
—Lo siento —le dijo él—. No pretendía asustarse.
Con el pulso desbocado, Serilda señaló la puerta cerrada.
—¿Ese también eras tú?
—Sí. Como no has aparecido en la garita, he pensado en probar aquí.
Pozo, calabozo… Es muy parecido, ¿no? A mí me ocurrió lo mismo cuando
todavía estaba aprendiendo. Bueno, es un comienzo. Y podremos evitar que
nos capturen un poco más.
Conteniendo el aliento, Serilda prestó atención de nuevo. Creyó oír
voces, pero estaban lejos y, por lo que ella sabía, podían venir del patio.
El patio. Donde se habrían reunido los oscuros que no estaban buscando
a la novia desaparecida.
Donde los criados estarían terminando con los preparativos de la noche.
Donde los niños estarían esperándola.
Tragó saliva.
—Gild… Creo que ya ha pasado el tiempo suficiente. Ya estará furioso,
y si la toma con los niños…
Lo miró y vio cómo desaparecía su sonrisa despreocupada, reemplazada
por preocupación.
—Estará enfadado conmigo, no contigo. No los castigará por esto.
—Espero que no, pero… no puedo estar segura. Y tú tampoco.
Gild abrió la boca para hablar, pero dudó.
—Cuando los mató —dijo Serilda—, fue para castigarme. Porque
intenté escapar de él. Y se los llevó a ellos en mi lugar.
Las lágrimas comenzaron a agolparse en sus ojos tan pronto como dijo
las palabras y recordó aquella horrible mañana. Al principio había creído
que la cacería salvaje se había llevado a los niños para amenazarla y que el
Erlking se los devolvería a sus familias cuando Serilda se entregara.
Pero después había visto los cadáveres…
—Esto no es culpa tuya —le aseguró Gild. La rodeó con los brazos,
acercándola a su pecho—. Es un monstruo. Tú no hiciste nada malo.
Ella se sorbió la nariz contra su camisa.
—Puede, pero aun así… Ahora son mi responsabilidad. Y, si lo enfado,
no sé qué hará.
Gild la abrazó con más fuerza, aunque dejó escapar un suspiro de
frustración.
—Maldito demonio sediento de sangre. Siempre lo arruina todo —dijo,
resignado. Ella soltó una carcajada forzada—. De acuerdo. Si tan
preocupada estás, te llevaré de vuelta.
Serilda asintió y se secó las lágrimas de los ojos.
—Ojalá yo pudiera desafiarlo como haces tú, Gild. Pero no puedo. Lo
siento.
—No tienes que disculparte por nada. —El joven tomó la cara de
Serilda entre sus manos y le frotó las mejillas con los pulgares para atrapar
las lágrimas—. Yo lo desafiaré por los dos.
Ella sonrió, con los ojos húmedos.
—Vaya. Eso sí que es una promesa romántica.
El rostro de Gild enrojeció bajo sus pecas y, por un momento, solo un
momento, mientras él tenía los ojos clavados en ella, Serilda estuvo segura
de que iba a besarla. La chica se acercó, cerrando los ojos.
Gild suspiró, un sonido dolorosamente triste. Levantó la barbilla y le
besó la frente, tan suave que Serilda apenas lo sintió.
—De acuerdo —dijo él—. Vayamos a pedir ese rescate.
Capítulo 7
Serilda pudo oler el banquete mucho antes de llegar con Gild al lado norte
del torreón. Los músicos tocaban una melodía bonita pero lúgubre que
reverberaba en las paredes del castillo. El sonido de las titubeantes cuerdas
del waldzither cubría casi por completo las charlas de la corte. En el tiempo
que llevaba en el castillo, Serilda había llegado a pensar que los oscuros
eran callados y adustos. Eran reservados, conversaban en murmullos y se
deslizaban por los pasillos del castillo como sombras mudas. Siempre
estaban presentes, pero en sus semblantes había una mirada de
desaprobación y una mueca en sus labios.
Por eso, siempre le resultaba extraño verlos de celebración. Sus fiestas
no eran exactamente como las de Märchenfeld, con canciones picantes
alrededor de las hogueras y llamativos bailes en la plaza del pueblo al son
de una música tan animada que nadie podía contener el movimiento de sus
pies. Pero incluso los oscuros, a pesar de su disposición triste, disfrutaban
de sus fiestas y bailaban en íntimas danzas o bebían copas de vino hasta que
el sol comenzaba a salir.
—Espera aquí —le dijo Gild cuando llegaron ante una enorme ventana
abierta con vistas a los jardines.
No pasaría mucho tiempo antes de que el velo que separaba sus mundos
se disolviera con los tenues rayos de luz solar. El sol ya había descendido
más allá de la muralla oeste, sumiéndolos en unas sombras que resultaban
refrescantes después del caluroso día de verano. Los jardines estaban
exuberantes en aquella época del año. Racimos de cerezas colgaban de los
árboles como gemas regordetas, y las plantas se extendían y reptaban sobre
los senderos adoquinados.
Desde aquel punto, Serilda podía ver a los criados que llevaban las
últimas incorporaciones al banquete. Parecía que todas las mesas del
castillo estaban allí, cubiertas por manteles bordados e iluminadas por altos
candelabros.
A Serilda empezó a hacérsele la boca agua ante el aroma de la cebolla y
el ajo, de la mostaza molida y el romero. Hogazas recién horneadas se
dispusieron en complicados nudos, corriendo por el centro de cada mesa en
forma de trenza, con mantequilla goteando sobre la corteza dorada. Parte de
la masa trenzada se había espolvoreado con semillas negras y blancas; otros
estaban cubiertos de queso añejo, y algunos contenían almendras y
pistachos. Junto al pan había rechonchas frutas de verano que brillaban
como joyas. Había tomates y espárragos asados con mantequilla y hierbas.
Calabacines rellenos de finas lonchas de jamón y pasas sultanas. Salchichas
de cerdo todavía chisporroteando sobre un lecho de melocotones horneados
y almibarados. Frutos secos tostados junto a tarros de miel y conservas.
Mientras esperaban a que comenzara el banquete, docenas de criados se
movían entre los presentes con odres de cerveza y vino y licores de bayas.
En el centro de la actividad había dos sillas capitonés, pero solo una
estaba ocupada. El Erlking estaba sentado de lado en su trono improvisado,
con una pierna sobre el brazo de la silla y la sien apoyada en los nudillos de
su puño. A pesar de la postura casual, en su rostro había una mueca de
adusta molestia.
—¡Ya está bien! —gritó de repente, agitando los dedos en dirección a
los músicos fantasma, que guardaron un silencio inmediato—. Cualquiera
pensaría que no sabéis tocar más que marchas fúnebres.
Algo captó la atención del rey, y este levantó la barbilla. Un momento
después, Giselle (la adiestradora canina) apareció.
—Perdón, mi señor —dijo con una reverencia—. El poltergeist sigue
eludiéndonos.
El Erlking la fulminó con la mirada.
—¿Apresamos al tatzelwurm y aun así no conseguimos encontrar a mi
reina, que está confinada en este castillo?
—Todos conocemos los trucos del poltergeist —apuntó Giselle—.
Sospecho que la reina podría moverse entre los muros del castillo como él.
—Voy a desoír tus palabras —le espetó el rey. Sus dedos danzaron
sobre el asta de su ballesta—, pues podría parecer que culpas a mi esposa,
que no es nada más que un desdichado peón de una de las bromas del
poltergeist, de este acto infantil.
Giselle bajó la cabeza.
—No pretendía ofender, lo aseguro.
El rey gruñó y se dirigió a Manfred.
—No permitiré que los juegos del poltergeist nos retrasen más. —
Señaló la pared opuesta, donde una luna menguante acababa de elevarse en
el cielo sin estrellas—. El velo caerá pronto. Comencemos con el banquete,
con o sin mi esposa.
—Bueno, bueno, cuánta prisa —resonó una nueva voz desde el jardín.
Serilda parpadeó y se giró…, pero Gild había desaparecido. Apartó la
cortina apenas lo suficiente para ver la estatua del Erlking que se alzaba en
el jardín y contra la que Gild se había apoyado, con los brazos cruzados y
un pie sobre la ballesta de la escultura.
—Desde luego, esas no me parecen las palabras de un hombre que
acaba de jurar devoción eterna. —Gild miró las expresiones molestas de los
oscuros que lo rodeaban. En el transcurso de los siglos, sus bromas no solo
habían fastidiado al Erlking, sino también a los demonios—. ¡Y yo que
pensaba que estabas enamorado!
Aunque el Erlking no se había movido de su silla, todo su cuerpo se
había tensado. Gild y él se estudiaron el uno al otro, separados por algunas
hileras de setos y por mesas con comida suficiente para alimentar a todo
Märchenfeld durante el resto del verano.
—Esta noche no eres bienvenido —dijo el Erlking. Echó una mirada a
Giselle, con una orden no pronunciada.
Serilda se inclinó hacia delante. No sabía cuándo había llegado el grupo
de cazadores a los límites del jardín, pero ahora los veía; se movían con
sigilo a través de los árboles, con un ocasional destello dorado.
Recordó el mensaje de Fricz. Habían estado buscando a Gild antes de la
ceremonia, con la intención de atarlo con cadenas doradas. Ahora que por
fin había revelado su posición, estaban listos para apresarlo.
Gild se rio.
—Como si alguna vez fuera bienvenido. —Señaló a los cazadores en las
sombras—. Os veo ahí detrás. No volveréis a atraparme.
Dicho esto, despareció.
Solo para volver a aparecer encaramado sobre el alto respaldo del trono
del Erlking.
Pero no especialmente bien encaramado. Perdiendo el equilibrio, Gild
gritó y se cayó hacia delante.
El Erlking se movió para apartarse, pero, en el instante siguiente, el
poltergeist aterrizó justo en su regazo.
—Bueno, qué incómodo… —comenzó Gild, en el mismo momento en
el que el rey dejaba escapar un bramido furioso. Este agarró al joven por la
garganta y se levantó, arrastrándolo sobre las puntas de sus pies. Después le
presionó una daga contra el vientre.
—¿Qué quieres, poltergeist? —le preguntó el rey.
Gild le agarró la mano, forcejeando, intentando liberarse…
Después se quedó inmóvil.
Sonrió.
Guiñó un ojo.
Y desapareció.
Serilda soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.
—El rescate, obviamente —dijo Gild, reapareciendo en el trono del
Erlking con una burlona imitación de la postura indiferente de este—. Y,
además, un poco de esa cerveza no estaría nada mal, la verdad. Tienes de
sobra. —Curvó un dedo hacia un sirviente.
El criado echó una mirada asombrada al Erlking, que apretó los dientes.
Gild suspiró.
—Vale. Solo el rescate, entonces. Como te prometí, liberaré a la novia a
cambio de… Veamos. ¿Qué quiero? Sinceramente, no había pensado en esa
parte. —Su atención se posó en una de las puertas de hierro que conducían
a los jardines traseros—. Ah. ¡La libertad de la novia a cambio de la
libertad de los animales de la casa de fieras!
Un sonoro chasquido resonó en los muros del castillo y el proyectil de
una ballesta golpeó el respaldo del trono… justo donde el pecho de Gild
había estado un momento antes.
Serilda contuvo un grito. Ocurrió tan rápido que ni siquiera vio al
Erlking blandiendo el arma. No sabía cómo Gild había conseguido
desaparecer a tiempo.
—Bueno —dijo el chico, asomando la cabeza desde detrás del trono y
mirando el proyectil enterrado en el brocado capitoné—, no exageremos.
—Ya me he cansado de este juego —replicó el Erlking.
—Venga, enróllate. Esto hará la ocasión más memorable. Además, ¿qué
son un par de bestias salvajes cuando está en juego el amor verdadero? No
me digas que tus votos han sido solo una farsa. A mí me han parecido muy
sinceros.
Gild apoyó el codo en el respaldo de la silla, mostrando otra sonrisa.
—No pagaré ningún rescate —dijo el Erlking—. Encontraré a mi esposa
cuando me apetezca hacerlo.
—¿Sí? ¿Vas a permitir que se pierda esta alegre fiesta solo porque eres
demasiado orgulloso para ofrecer un pequeño símbolo como demostración
de tu afecto?
—¿Un pequeño símbolo? —El Erlking gruñó—. ¡Encadenadlo!
Las cadenas doradas salieron de ninguna parte y de todas. Serilda se
había distraído tanto que no había visto a los cazadores acercándose.
Pero Gild debió de verlos, porque una vez más eludió la captura y
desapareció en el momento en el que le lanzaron las cadenas.
—¡Vale, vale! —gritó el joven, y Serilda y los demás tardaron un
momento en localizarlo. Estaba sentado sobre una de las puertas del jardín
—. ¿El dahut, entonces? Tu novia a cambio de una cabra torcida. Ella
seguramente valdrá más para ti.
El Erlking tenía un aspecto letal, todavía agarrando la ballesta mientras
los cazadores esperaban sus órdenes.
—No querrás que alguien piense que tu afecto por esa extraña criaturita
es superior al que sientes por tu hermosa esposa, ¿verdad? —le espetó Gild
—. Tal como yo lo veo, puedes seguir intentando atraparme sin conseguirlo,
por vergonzoso que haya sido hasta ahora, o… puedes concederme esta
pequeña victoria y disfrutar el resto de la fiesta con tu preciosa mujer a tu
lado. ¿De verdad te parece un trato tan terrible?
Se miraron el uno al otro en un largo y agónico silencio. Gild parecía
tranquilo, aunque Serilda, en su escondite, estaba temblando. Se preguntó si
Gild tenía a veces la esperanza de irritar tanto al Erlking que este decidiera
librarse de su problemático espíritu de una vez por todas. Quizá era ese el
plan, pensó. Molestar al Erlking hasta que fuera él mismo quien rompiera la
maldición y lo mandara a freír espárragos.
O (más probablemente) que lo matara y dejara que Velos reclamara su
alma.
El odio era tan palpable entre ellos que Serilda se preguntó por qué el
Erlking había tolerado a Gild tanto tiempo.
Parecían haber llegado a un punto muerto, y los invitados de la boda
empezaban a impacientarse. Serilda lo sabía porque muchos de los oscuros
habían comenzado a dar la espalda a la escena, y un buen número de
feldgeists con forma de gatos y cuervos se subieron a una mesa para
devorar una pata de venado.
Al final, Gild dejó escapar un gemido dolorido.
—Eres un hueso duro de roer, ¿lo sabías? De acuerdo. Olvídate del
dahut. Puedes recuperarla a cambio de… —Miró a su alrededor hasta que
sus ojos se posaron en el suntuoso banquete—. Eso.
—No estás invitado a mi banquete de boda —dijo el Erlking, con los
dientes apretados.
El chico puso los ojos en blanco.
—¿No? Con lo unidos que estábamos.
El Erlking levantó de nuevo su ballesta.
—No me importa. No quiero participar en tu pretencioso festín —dijo
Gild con un grave suspiro—. Te devolveré a la novia a cambio de eso. Ese
cucharón de sopa. El de ahí. Ese de madera tan bonito, el de los…
grabados. ¿Eso son bayas de saúco?
El Erlking frunció el ceño.
—Lo digo en serio —continuó Gild—. Nunca he tenido un cucharón de
sopa. Y se rumorea que este menaje tiene propiedades mágicas. ¿Es cierto?
—Debí desollarte vivo cuando tuve la oportunidad.
—Me tomaré eso como un sí. Además, después de los votos que has
pronunciado hoy, no puedes decirme que ella no lo vale. Sea mágico o no,
es solo un cucharón.
Tras esas palabras, el sol descendió más allá del horizonte y el velo
cayó. Se produjo un destello en el aire, y después el mundo se volvió un
poco más vibrante. La brisa fría era más dulce. Todas las sensaciones se
intensificaron de repente, el único indicio que tenía Serilda de que su
existencia al otro lado del velo era insípida en comparación. Uno se
acostumbraba a la melancolía, al gris, a las sombras inertes del castillo de
Adalheid… si no le recordaban lo que había justo más allá del velo. Cómo
era la auténtica vida.
En el patio, el Erlking se irguió.
—De acuerdo. Mi novia a cambio del… cucharón de sopa.
Gild sonrió de oreja a oreja. Desapareció y reapareció junto a la mesa
para agarrar el cucharon en cuestión, que estaba sin usar junto a un cuenco
de aromático estofado de verano.
—Es un placer hacer negocios con…
Un graznido agudo lo interrumpió. Serilda levantó la mirada para ver a
un nachtkrapp sobrevolando el jardín. Emitió su lastimero graznido de
nuevo, y después se posó en el respaldo del trono que estaba pensado para
Serilda. Ladeó la cabeza, con una cuenca vacía girada hacia el rey.
—Trae a mi esposa al patio —le ordenó—. Tenemos un invitado al que
recibir.
Capítulo 8
Serilda reconoció la figurilla. Era uno de los regalos que Gild había
creado sin que el Erlking lo supiera. Ella lo había ayudado a lanzar esas
baratijas sobre la muralla del castillo el Día de Eostrig, como regalo para la
gente de Adalheid. Era una pequeña diversión para Gild, un modo de
mantenerse ocupado, pero también un modo de sentirse conectado con un
mundo que lo había olvidado, del que nunca podría ser parte. Debido a
aquellos regalos, que entregaba una vez al año, se había ganado una
reputación entre los lugareños.
Pero el rey no sabía nada de eso, y no podía saber nada de eso.
—Dulce niña —dijo el Erlking—, ¿dónde has conseguido un tesoro tan
valioso?
Leyna apartó la cara cubierta de lágrimas del cuello de Serilda.
—Es de Ver… Vergoldetgeist —susurró.
Serilda se quedó rígida. Era el nombre que los ciudadanos de Adalheid
habían dado a su misterioso benefactor. Vergoldetgeist. El Fantasma
Dorado.
El rey movió la figurilla de un lado a otro para que brillara bajo la luz
de las decenas de antorchas que había sobre la muralla del castillo.
—Este es un oro inusual. Bendecido por un dios, si no me equivoco. Es
una característica muy valiosa… para malgastarla en una figura tan frívola.
¿Quién es ese… Vergoldetgeist?
¿Cómo sabía el Erlking que aquello era oro auténtico, hilado con la
bendición de Huida? Serilda no tenía ni idea. Podría haberlo creado un
orfebre habilidoso.
—¿Tú no…? —empezó a responder Leyna, todavía temblando, pero
Serilda se aclaró la garganta.
—Vergoldetgeist es como llaman al orfebre de Adalheid —explicó—.
Es un artesano muy respetado que tiene una tienda en la calle principal. —
Tomó las manos de Leyna entre las suyas—. ¿Te lo regaló tu madre? ¿Lo
compró allí?
Leyna la miró fijamente un instante, y después asintió.
—Sí… Sí. Para mi… cumpleaños.
Serilda contuvo una mueca. Leyna era muy mala mentirosa, y sus
palabras estaban cargadas de demasiada duda.
Si alguna vez tenía la oportunidad, la enseñaría a mentir mejor.
—Qué pintoresco. —El Erlking se cernió sobre las dos y sonrió con
fervor—. Por desgracia, no me gustan nada los mentirosos.
Leyna empezó a temblar de nuevo. Serilda rodeó a la niña con los
brazos, decidida a protegerla, aunque no sabía cómo podría.
—Este ha sido un solsticio inusual, y sospecho que los perros estarán
aburridos tras perderse una cacería —dijo Erlkönig—. Serás un buen
juguete para ellos. Aunque no espero que dures mucho.
—¡No! —gritó Serilda—. ¡Déjala en paz! ¡Vas a dejarla en paz!
—Paloma mía —dijo el Erlking—, seguramente entiendes que no
podemos tolerar una falta de respeto de esta niña.
Serilda lo fulminó con la mirada, dándose cuenta de que había estado
jugando con ellas toda la noche. Nunca había tenido la intención de dejar
marchar a la niña. No si podía usarla contra ella.
Pero el cielo sobre sus cabezas se estaba iluminando. El alba se
acercaba. Un dichoso y esperanzado amanecer que haría que el velo
descubriera aquel horrible lugar y que se llevaría a Leyna lejos de las garras
del rey.
—¿Qué querías que te dijera? —le espetó Serilda. Se puso en pie con
dificultad, manteniendo a la niña contra su costado—. Está aterrada.
—Solo le he pedido la verdad. Si se niega a una petición tan simple…
—Porque se lo di yo —dijo Serilda.
—¿Tú? —le preguntó el Erlking.
—Hilo oro, ¿no? Recibí la bendición de Huida. Leyna estaba intentando
protegerme.
—¿Por qué no podría contarme eso?
La ira la atravesó.
—Porque era tu oro. Robé una de las bobinas la tercera noche que me
trajiste para que hilara para ti. No pensé que te darías cuenta, y más tarde
me dijiste que había sido el poltergeist quien lo había robado. Lo
encadenaste como castigo.
Tragó saliva, sin tener que fingir miedo. La historia era una mezcla de
mentiras y verdades. Había robado una bobina de hilo, y Gild había sido
castigado por ello…, entre otras cosas. Pero Serilda les había entregado
aquella bobina de oro a Pusch-Grohla y las doncellas del musgo, no a
Leyna.
Aunque se comería su propia lengua antes que decírselo al rey. Por lo
que sabía, Pusch-Grohla era una de sus adversarias más odiadas. Una mujer
tan antigua como el propio bosque, que había convertido en su deber ocultar
y proteger a las criaturas de Aschen, a las que, de lo contrario, cazaría el
rey.
El Erlking miró a Serilda con los ojos entornados, como si intentara
asegurarse de que estaba diciendo la verdad.
Serilda levantó la barbilla, retándolo a contradecirla. No tenía ninguna
prueba de lo contrario.
El rey frunció los labios con amargura, como si hubiera pensado lo
mismo en el mismo momento.
—Es un regalo valioso para entregárselo a una persona tan joven y… —
su mirada se deslizó hasta Leyna— descuidada.
—¿Descuidada? —Gritó Serilda—. ¡La han atacado! ¡Uno de tus
monstruos!
El rey se encogió de hombros, como si ese argumento no significara
nada.
—No obstante —continuó Serilda—, como ahora soy la reina, supongo
que estoy en mi derecho de otorgar los regalos que crea adecuados.
El Erlking la miró con una ceja levantada, una advertencia para que
recordara su lugar.
Serilda cruzó los brazos sobre su pecho, desafiante.
—No vas a castigarme por el robo. No después de haber pronunciado
unos votos matrimoniales tan convincentes. ¿Verdad, mi amor?
La mirada del rey se oscureció.
Pero, antes de que pudiera responder, Leyna se atrevió a zafarse de la
mano de Serilda. Dio un paso hacia el Erlking y levantó una mano
temblorosa hacia él.
—Por favor, mi señor, ¿podría recuperarlo?
El rey se detuvo, estudiando su mano alzada. Aunque parecía tan
tranquilo como un lago congelado, Serilda veía algo agitándose en sus ojos.
—No —dijo al final; la palabra sonó tan rotunda como una lápida.
Leyna retrocedió, sorprendida—. Este oro es legítimamente mío. Y tú, niña,
has sido una idiota al venir aquí. Has sido una idiota al pensar que podrías
pedirme algo a mí, el rey de los alisos, cuando el único regalo que se ha
ganado tu presencia aquí esta noche es una muerte rápida y eficiente.
Ocurrió tan rápido que Serilda no tuvo tiempo de pensar. El rey se quitó
la ballesta de la espalda con la elegancia de alguien que lo había hecho un
millar de veces. Tan cerca de Leyna, ni siquiera tuvo que apuntar. Un
parpadeo, y preparó una flecha. Un gemido, y apretó el gatillo.
Oyó el golpe sordo incluso mientras empezaba a gritar. Mientras bajaba
las manos para empujar a Leyna fuera de su camino.
Pero sus manos atravesaron a la niña.
Justo como la flecha.
El grito de Serilda murió en su lengua.
Había llegado demasiado tarde, pero el rey también.
O quizá lo había preparado así a propósito. Parecía impasible y nada
sorprendido mientras se echaba la ballesta al hombro. Después, caminó a
través de la brumosa figura de Leyna para recoger el proyectil que había
golpeado la hierba.
Con el corazón en la garganta, Serilda cayó de rodillas e intentó tocar de
nuevo a la niña, pero no podía hacerlo. Aunque el sol todavía no había
trepado sobre la muralla del castillo, las ventanas de la torre más alta
destellaban, doradas, bajo la luz de la mañana. Más allá del castillo, el sol
había salido. El solsticio había terminado. El velo había caído, y Leyna,
todavía viva y mortal, estaba al otro lado.
Leyna estaba petrificada, con los ojos muy abiertos, pero sin ver ya a
Serilda ni al Erlking ni a las bestias enjauladas. Serilda sabía, por su propia
experiencia en el castillo tras la caída del velo, que Leyna estaba viendo
ahora aquel lugar como era en el mundo mortal: ruinoso, decadente,
cubierto de maleza y agreste y abandonado.
Y encantado.
Pronto Leyna vería a los fantasmas. No como eran allí, figuras trágicas,
elegantes y educadas, sino como habían sido la noche en la que los oscuros
habían asaltado el castillo y los habían masacrado a todos. Habría gritos y
sangre y sollozos y figuras sombrías cayendo ante espadas blandidas por
enemigos invisibles.
También habría monstruos. Criaturas como los nachtkrapp y los drudes,
que no estaban atrapados en aquel lado del velo como los oscuros. Parecían
inquietarse cuando había un intruso en el interior de aquellos muros.
—Corre —dijo Serilda, deseando poder agarrar a Leyna y zarandearla
—. Corre. Vete.
—No puede oírte —replicó el Erlking, examinando la punta del
proyectil antes de deslizar lo de nuevo en su carcaj.
—Sé que no puede oírme —replicó Serilda. Su furia ante el último truco
del rey seguía retorciéndose en su interior. ¿Era un truco? ¿Había tenido la
intención de matarla? Odiaba no saberlo.
Leyna respiraba con jadeos rápidos e inestables mientras se llevaba una
mano al corazón, el lugar que habría atravesado la flecha del rey.
Un graznido resonó en el jardín. Serilda y Leyna levantaron la mirada
para ver al cuervo sin ojos posado en la verja de hierro forjado.
Fue suficiente para sacar a la niña de su estupor.
—¿Serilda? —dijo, mirando a su alrededor—. ¿Sigues aquí?
—Vete ya —le pidió la aludida—. ¿A qué estás esperando?
Otro graznido del ave. Esta vez agitó sus alas, mostrando sus plumas
andrajosas.
Leyna dio un par de pasos, alejándose de él y rodeándose el cuerpo con
los brazos. Aunque el día llegaría a ser soleado y caluroso, la mañana
portaba una brisa fría. El rocío se aferraba a la hierba. La niebla pronto
abandonaría los jardines, cuando los rayos de sol barrieran la tierra.
Leyna cerró los ojos con fuerza.
—Serilda, si estás aquí…, si puedes oírme…, quiero que sepas que te
echo de menos. Y que nunca te olvidaré. Y…
El nachtkrapp graznó de nuevo. Leyna se sobresaltó; abrió los ojos y sus
últimas palabras salieron en una avalancha.
—¡Y que espero que disfrutes de los pasteles!
Entonces giró sobre sus talones y corrió tan rápido como pudo a través
de los jardines.
Serilda unió las manos, observando la pequeña silueta de Leyna hasta
que desapareció a través del follaje.
—Por favor, que no le pase nada.
El rey resopló.
—Tu afecto por estos parásitos humanos me resulta de lo más
desconcertante.
Serilda lo fulminó con la mirada, pero se le detuvo el corazón cuando
descubrió que no la estaba mirando. Estaba inspeccionando la pequeña
figurilla dorada, girándola en su mano. Con una floritura, se la guardó en un
bolsillo de su jubón de cuero y sonrió.
—Qué extraño regalo eres, mi reina —le dijo, ofreciéndole una mano—.
Ven. Demos las buenas noches a la corte y retirémonos a nuestros aposentos
nupciales.
Ella hizo una mueca.
—Preferiría retirarme a un nido de gusanos.
El rey se rio, frustrantemente jovial.
—No me tientes, amor.
Con un gesto amplio, la tomó en sus brazos y la llevó al torreón del
castillo. Serilda comenzó a forcejear, pero después recordó que no era por
Leyna por quien tenía que preocuparse. Con un gruñido, se cruzó de brazos
y permitió que el rey la mostrara mientras atravesaba la fiesta, donde
muchos oscuros todavía bailaban y disfrutaban del banquete, y donde
muchos fantasmas rellenaban incansablemente copas de vino.
Los invitados los vitorearon y los alabaron al pasar, pero sus gritos
estridentes murieron rápidamente cuando se adentraron en los reverberantes
pasillos del castillo.
Tan pronto como no hubo peligro de que los vieran, Serilda le dio un
puñetazo en la nariz.
El Erlking retrocedió, aunque seguramente más por la sorpresa que por
el dolor. Aun así, no hizo ningún esfuerzo por detenerla mientras ella se
zafaba de sus brazos y aterrizaba en un inoportuno montículo sobre la
alfombra. Volvió a ponerse en pie, absurdamente complacida mientras el
rey se presionaba la nariz con un dedo. No estaba sangrando, pero, claro,
los oscuros no sangraban, ¿no? Solo… humeaban un poco.
—Puedo encontrar el camino desde aquí, gracias —le dijo, ajustándose
la túnica de cuero.
—No tenía intención de llevarte en brazos todo el camino. No era
necesario que me golpearas.
—Lo creas o no, ha sido lo mejor de la noche.
—Oh, lo creo —replicó el rey, con un destello en los ojos. Pero… no de
furia. Si acaso, parecía divertido.
Lo que hizo que Serilda se enfadara más. Se acercó a él hasta que
estuvieron casi nariz contra nariz.
Bueno… Nariz contra pecho, en este caso.
—Tú me has convertido en tu reina —dijo, enfatizando cada palabra—.
Espero que no pensaras que iba a ser una de esas mortales dóciles y
patéticas a las que tanto desprecias, porque pretendo ser una reina.
El Erlking le sostuvo la mirada, frustrantemente ilegible mientras su
sonrisa se suavizaba.
—No —contestó al final, con una entonación casi parecida a un
ronroneo—. Una mortal dócil y patética no es la reina que quiero. Es
inesperado, pero parece que he elegido bien. —Se acercó a ella, y su largo
cabello se deslizó desde su hombro para rozar el brazo de Serilda—. Debes
de ser un regalo del destino.
Serilda se detuvo ante la referencia a Wyrdith, su deidad benefactora. Le
sostuvo la mirada, intentando no tener miedo, aunque sus pensamientos
iban a trompicones. El rey siempre había creído que la había bendecido
Huida. Entonces, ¿qué estaba diciendo? ¿Qué sabía? ¿O sus palabras no
significaban nada?
La sonrisa del rey se iluminó de nuevo, mostrando unos dientes
afilados. Posó en su mejilla un único beso, suave como el pétalo de una
rosa, que hizo que a Serilda se le helara la sangre.
Se apartó de él.
—Te pediría que reservaras tu afecto para la corte.
—Si eso te complace…, majestad.
Con una furiosa negación con la cabeza, Serilda echó a andar por el
pasillo hacia sus aposentos. La risa arrogante del Erlking la siguió todo el
camino.
LA LUNA DE TRUENO
Capítulo 11
Más de un mes había pasado desde que Serilda había sido coronada reina
de los alisos. En ese tiempo, el Erlking la había hecho desfilar como un
cerdo premiado en el festival de la cosecha, alardeando de ella tan
satisfecho como lo estaría cuando llegara el momento de sacrificarla. Las
celebraciones se sucedieron; muchas se prolongaban hasta que el sol se
alzaba sobre las murallas del castillo. El vino y la cerveza corrían como
ríos, la música llenaba los salones y los criados atendían a sus señores tan
bien como podían, pero Serilda sabía que estaban todos cansados y
molestos por las fiestas continuas.
Ella también estaba agotada. Cansada de sonreír. Cansada de los dedos
fríos como el hielo del rey subiendo por su garganta o por la cicatriz de su
muñeca siempre que tenían público. Cansada de mentir, mentir, siempre
mintiendo.
Su único respiro (la Luna Dorada, no mucho después del solsticio) le
había ofrecido poco alivio. Los cazadores habían malgastado la mayor parte
de la noche en una competición improvisada de tiro con arco que los había
retrasado casi hasta el alba. Cuando por fin se marcharon, Serilda y
Gildapenas tuvieron un par de horas para buscar sus cuerpos antes de su
regreso. Su búsqueda no había tenido más fruto que un puñado de arañas
gigantes que seguramente llevaban rondando por aquel castillo tanto tiempo
como Gild.
Pero luego, pasada la Luna Dorada, Serilda había tenido una idea
brillante. Gild y ella ya habían estado en una habitación donde sabían que el
Erlking escondía algo: el inquietante lugar no lejos de la sala con los
vitrales de los dioses donde los drudes la habían atacado las dos veces que
se había acercado demasiado.
Había un tapiz encantado en esa estancia, junto con una jaula oculta
bajo una cortina de gasa. Al menos, cuando la había visto por primera vez,
le había parecido una jaula, aunque últimamente se había convencido de
que quizá era otra cosa diferente.
Como un ataúd. ¿Quizá para mantener el cuerpo de un príncipe
maldito?
Solo había un modo de descubrirlo. Impaciente, tamborileó con las
yemas de los dedos su vestido brocado, que pesaba tanto como el caballo
del rey. Esta vez, antes de que llegara la Luna de Trueno, había intentado no
dejar nada a la suerte. Se había pasado los días anteriores asegurándose de
que los cazadores tuvieran todo lo que necesitaban tan pronto como cayera
el velo. Había trabajado con el herrero, con el mozo de cuadra y el cocinero,
confirmando que las dagas estaban afiladas y los caballos cepillados y que
la cena se servía mucho antes de que cayera la noche, aunque no tan
temprano como para arriesgarse a que los cazadores bebieran demasiado y
estuvieran perezosos o incapaces cuando la luna se alzara.
Se había esforzado mucho para asegurarse de que la cacería salvaje
partía en el momento en el que caía el velo, y sus esfuerzos se habían
ganado incluso la aprobación de su señor marido, que por dos veces había
alabado su creciente interés por la cacería.
Pero a la pobre le había salido por la culata el tiro.
Unas horas antes, mientras los oscuros terminaban de cenar, el Erlking
levantó su copa e hizo una declaración. Como su esposa ardía en deseos de
aprenderlo todo sobre la cacería, la complacerían con una espectacular
demostración de la destreza y habilidad de los cazadores. Serilda no sabía
qué significaba eso, pero todos, cazadores y criados por igual, se lanzaron a
un frenesí de actividad.
La demostración tendría lugar a la mañana siguiente, en la casa de
fieras. Eso era lo único que le habían dicho, y le habían prohibido observar
los preparativos. El rey no quería arruinarle la sorpresa.
Y ahora estaba esperando y esperando a que los cazadores terminaran
con sus preparativos y se marcharan. No le importaban un pimiento la
sorpresa ni la destreza de los cazadores. El amanecer no estaba lejos y, a
aquel paso, Gild y ella no tendrían la oportunidad de buscar sus cuerpos y
deberían esperar cuatro semanas más.
Cuatro largas y agonizantes semanas.
No podía evitar pensar que el Erlking sabía que ella quería que se
marchara y que él hacía aquello para provocarla. La cacería salvaje había
cabalgado cada luna llena durante siglos; seguro que podían ser más
eficientes de lo que lo estaban siendo ahora.
—¿Por qué pareces tan ansiosa, querida? —murmuró el Erlking,
echándole una mirada de soslayo mientras se ponía sus guantes de piel
negra.
—Solo me pregunto cuánto más voy a tener que esperar aquí fuera. Ha
sido una noche larga.
—¿Tan ansiosa estás por librarte de mí?
—Sí —dijo sin vacilación—. Siempre.
Él la miró como si no supiera si castigarla o reírse por su afirmación.
Por fin (por fin) el rey ordenó que bajaran el puente, revelando el
mundo mortal al otro lado del lago. La ciudad de Adalheid estaba oscura;
los residentes se habían recluido en sus hogares, escondiéndose de los
cazadores que sabían que atravesarían la ciudad con un rugido.
—Quizá deberíais quedaros esta noche, señor —dijo uno de los oscuros.
Serilda levantó la mirada para ver a un hombre de piel bronceada mirándola
con una sonrisa de suficiencia—. Vuestra esposa parece de mal humor por
vuestra partida.
A Serilda le dieron ganas de apedrear al demonio entrometido, pero en
lugar de eso agitó las pestañas, como la ingenua y coqueta chica mortal que
creían que era, y dijo con dulzura:
—Jamás apartaría a mi esposo de su verdadero amor: la caza. Aunque
espero su regreso con ansia.
El Erlking le dedicó un sutil asentimiento, con un destello de
aprobación en la mirada.
—¡Pasáoslo bien! —exclamó Serilda—. Intentad no secuestrar a nadie.
¡Sobre todo a niños! Excepto a los que se hayan portado realmente mal,
como los que se limpian la cera de los oídos en el vestido favorito de su
hermana pequeña. A esos podéis llevároslos. Oh, y a los que…
—Serilda —siseó Nickel, negando con la cabeza bruscamente.
—De acuerdo —dijo ella, sonriendo a los cazadores—. Mejor no os
llevéis a ningún niño. Ni a ninguna madre, ya que estamos. Es muy
traumático para los pequeños.
Dijo la última parte con bastante resentimiento. La cacería salvaje se
había llevado a su madre cuando ella todavía no había aprendido a andar.
Durante meses, Serilda no supo (aunque lo esperaba) si el espíritu de su
madre se encontraba en aquel castillo. Pero después de varias semanas
inspeccionando el rostro de cada mujer fantasma junto a la que pasaba,
buscando un cabello oscuro y una paleta rota, se había convencido de que
su madre no estaba entre los espectros del castillo. Había perdido la
esperanza de llegar a descubrir qué había sido de ella, porque, aunque su
madre siguiera viva, ella estaba atrapada allí y jamás volvería a ver el
mundo exterior. Eso también era culpa del Erlking.
Hans se aclaró la garganta.
—¿Qué tal si no secuestran a nadie?
—Ah. Sí. Hans tiene mucha razón. Es una costumbre feísima.
El Erlking, que había estado ignorándola mientras se colocaba una serie
de cuchillos de caza en el cinturón, la miró a los ojos.
—No te haré una promesa que no pueda mantener —contestó,
pasándole un brazo alrededor de la cintura y tirando de ella. Serilda necesitó
toda su fuerza para no hacer una mueca cuando los labios fríos del Erlking
se posaron en la comisura de su boca.
El rey la soltó con rapidez. Un momento después, los cazadores
montaron en sus corceles. Serilda pilló a uno de ellos mirándola, y el miedo
la atravesó por si había notado su repulsa.
Pero no era un oscuro, sino un fantasma del castillo (uno de los pocos
que se unían a los oscuros en sus cacerías): la mujer decapitada cuyo
espíritu había visto sollozando una vez, al otro lado del velo. Le sostuvo la
mirada a Serilda y le ofreció un asentimiento cómplice antes de tomar las
riendas.
El rey se llevó el cuerno de caza a los labios. Su inquietante reclamo
reverberó entre los muros del castillo. Soltaron a los perros; las ascuas bajo
su pelaje ardían como hogueras.
Y entonces se marcharon, corriendo por el puente adoquinado y
desapareciendo por las calles moteadas de plata de la ciudad.
Serilda hizo una mueca y sacudió los brazos, intentando librarse de la
sensación empalagosa de las manos del Erlking.
—Por todos los dioses, creía que nunca se marcharían.
Se giró hacia el torreón solo para descubrir que cinco pequeños
fantasmas le bloqueaban el camino, mirándola con ojos curiosos.
—¿Por qué estás tan impaciente esta noche? —le preguntó Fricz, con
los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Tienes planes?
—¿Que no nos incluyen? —añadió Anna, sonando dolida.
Serilda suspiró.
—No seáis tontos. Es solo que me gusta que se marchen. ¿A vosotros
no?
Los niños no discutieron, pero ella sabía que no los había convencido.
—No hay nada por lo que preocuparse —añadió, apretándoles los
hombros al pasar—. Es solo algo que quiero investigar, eso es todo. Volveré
a nuestro dormitorio con tiempo de sobra para prepararme para esa…
demostración que van a hacer. ¿Vosotros sabéis qué es?
—En realidad no —dijo Hans—, pero los oscuros parecen
entusiasmados, y eso me hace sospechar.
—Lo descubriremos pronto —replicó Serilda, mirando el cielo—.
Vamos, es tarde. Bueno… Temprano, supongo. ¿Por qué no descansáis un
poco hasta la mañana?
Sin esperar respuesta, se apresuró al torreón.
Un fantasma estaba quitando las telarañas de los candelabros de la
entrada, así que no podía escabullirse por la escalera que conducía a la
segunda planta. En lugar de eso, Serilda entró en el gran salón y se
entretuvo inspeccionando los tapices hasta que el criado se marchó. Cuando
estuvo segura de que nadie la veía, corrió hacia la escalera que conducía a
la sala de los dioses, como se había acostumbrado a llamarla. Aquella
estancia albergaba siete vitrales; cada uno de ellos representaba a uno de los
dioses antiguos. El tenue brillo de la Luna de Trueno brillaba a través de los
paneles.
Serilda se detuvo en la entrada. La sala estaba vacía.
Se alisó los pliegues del vestido y atravesó la estancia, mirando los
retratos de cristal. La última ventana albergaba a Wyrdith, la deidad de las
historias y la fortuna. Quien le había concedido a su padre un deseo y la
había maldecido a ella con la rueda de la fortuna que tenía en los ojos.
Se detuvo para examinar la figura, vestida con un manto amarillo con
los bordes escarlatas y naranjas. Una cascada de cabello se derramaba casi
hasta sus tobillos. Parecía negro bajo aquella luz, pero, durante el día, el
cristal tenía un profundo tono amatista. Wyrdith sostenía una pluma dorada
en una mano y un largo pergamino en la otra. En lugar de mirar su trabajo,
observaba el cielo con expresión seria y contemplativa.
Como si estuviera decidiendo el destino de alguien.
El destino de todos.
Era extraño ver aquella imagen, aquella deidad atrapada en una ventana
con siglos de antigüedad, sabiendo cuánto había influido en la vida de
Serilda. Su afición por las historias, que en el pasado le había traído tanta
diversión. Su costumbre de mentir, que la había llevado hasta allí, el castillo
del Erlking. Los susurros supersticiosos de los vecinos que la habían
seguido durante toda su infancia. Las muchas desgracias que podrían haber
sido su culpa o no.
Y, con todo, allí estaba Wyrdith, con su ropa anticuada y una pluma tan
ridículamente larga que solo podría haber salido de una criatura mítica.
Serilda no creía que ni siquiera el Erlking tuviera un ave con plumas así
colgada en sus paredes.
Era un poco pretencioso, en realidad.
—¿Por qué lo hiciste? —murmuró. Wyrdith no respondió; siguió
mirando a lo lejos, ajeno al apuro de su ahijada mortal—. ¿Por qué no te
limitaste a concederle a mi padre el deseo de tener un hijo? ¿Por qué me
maldijiste? ¿Por qué me llenaste la cabeza de historias? —Pensó en la que
había contado sobre el príncipe que había matado a Perchta. Había
resultado ser una historia real. La historia de Gild—. ¿Por qué algunas
historias se hacen realidad?
—¿Ahora hablas con los dioses?
Serilda se giró para ver a Gild con dos finas espadas doradas.
—Hasta ahora, la conversación ha sido bastante unilateral.
La mirada de Gild viajó hasta Huida, representada con una enorme
rueca cuyo huso estaba rodeado de hilo dorado.
—Son seres entrometidos, ¿no te parece? Lanzan sus maldiciones y
dones, y después… no vuelves a saber de ellos.
—Wyrdith podría haberme prestado esa pluma, al menos. —Serilda
señaló el enorme objeto—. Imagina las historias que podría escribir si
tuviera una pluma que es dos veces mi brazo.
—¿Significa eso que una espada de oro no es tu mayor deseo? —
Levantó una de las que llevaba—. Entonces supongo que me la quedaré yo.
—¿Una de esas es para mí?
—He pensado que esta malísima idea me parecería mejor si al menos
íbamos armados.
Gild le entregó una de las espadas y a Serilda le sorprendió cuánto se
alegró al rodear con sus manos la empuñadura tallada. Tenía grabado un
tatzelwurm dorado, el símbolo de la familia real de Adalheid. De los
ancestros de Gild.
—¿De dónde las has sacado?
—De la armería —le contestó el muchacho—. Ahí guardan todo lo
bueno. Pero ten en mente que, aunque el oro repele a los drudes, siguen
siendo espadas ornamentales. La hoja no está muy afilada. No lo olvides, si
nos topamos con problemas.
—Supongo que tendré que matar a esas pequeñas bestias a golpes.
Serilda probó a agarrar la empuñadura de modos distintos hasta que
descubrió uno que le resultó más o menos natural. Aunque no era una
espada grande, era más pesada de lo que había esperado.
Entonces fue cuando se fijó en el cucharón de madera que colgaba del
cinturón de Gild.
—¿Qué haces con eso?
Él bajó la mirada y sostuvo el cazo hacia la luz de las velas.
—¿A qué te refieres? Si hay que matar algo a golpes, esto me servirá
mejor que una espada.
—Claro. También podrías servirle un apetitoso cuenco de estofado.
En la mejilla de Gild apareció un hoyuelo.
—Me gustan las armas versátiles.
—Hablo en serio. ¿Por qué llevas esa cosa?
—Es lo único que he conseguido sacarle al Erlking, y lo gané en un
trato justo. —Se encogió de hombros—. No voy a soltarlo nunca.
—¿Un trato justo? ¡Me cambiaste por él!
—Sí, pero… ¡mira la calidad de este cucharón! Podría estar colgado en
la pared, es una obra de arte.
Serilda puso los ojos en blanco. Después, al darse cuenta de que ambos
estaban postergándolo, suspiró.
—¿Estás preparado?
—En absoluto.
Gild examinó el pasillo a continuación. Estaba envuelto en sombras,
oscuras e impenetrables. El castillo siempre era inquietante por la noche, sin
importar cuántas antorchas y candelabros se encendieran. Pero aquel pasillo
era quizá el más aterrador de todos. Allí vivían monstruos de verdad.
Monstruos que habían atacado a Serilda dos veces, cuando había ido a
explorar la oscura estancia hacia la que se sentía inexplicablemente atraída.
Aquella era la parte del castillo que habían reclamado los drudes. Eran
bestias horribles con la piel hinchada, de un gris violáceo, cuernos en
espiral y lenguas bífidas. Pero lo peor era el daño que podían causar con sus
gritos atronadores y ensordecedores.
Eran pesadillas vivientes. Podían hacerte ver tus mayores miedos, como
si fueran reales e ineludibles. Serilda todavía se estremecía al recordar las
visiones que los drudes le habían mostrado. Todos a los que quería (Gild, su
padre, los niños, Leyna y Lorraine) torturados. Asesinados. Sus cabezas
decapitadas y colgadas como decoración para las paredes del Erlking…
No ayudaba que incluso Gild pareciera temerlos, a pesar de que una vez
había derrotado a dos drudes con la misma espada dorada que blandía
ahora. Él no parecía tenerle miedo a nada, ni siquiera al Erlking, pero su
desagrado hacia los drudes lo atenazaba con la misma fuerza con la que las
sombras se aferraban a las esquinas del castillo.
—Este es el escondite perfecto —dijo Serilda—, precisamente porque
nadie quiere venir aquí, ni siquiera tú. Y sabemos que hay algo en esa
habitación. Algo que esos monstruos están protegiendo. Algo que el rey no
quiere que nadie encuentre. Tenemos que comprobarlo.
—Claro, si quieres ser el aperitivo de medianoche de un drude… —dijo
Gild, golpeándose el hombro con el canto plano de la espada—. Este es un
castillo grande. Estoy seguro de que hay montones de sitios donde no
hemos buscado todavía.
Aunque no sonaba seguro. Él llevaba allí siglos. Había tenido un
montón de tiempo para toparse accidentalmente con su cuerpo no del todo
muerto.
Serilda se detuvo en la esquina, mirando el pasillo. Bajo la tenue luz,
apenas distinguía la silueta de las pesadas puertas de madera, bien cerradas,
y de los altos candelabros, que no estaban encendidos, de modo que el final
del pasillo desaparecía en la oscuridad. Su destino estaba allí: la habitación
que la había llamado desde la primera noche que había puesto un pie en
aquel castillo. La habitación con el tapiz que nunca había visto bien, el que
parecía resplandecer con magia.
—Solo digo —continuó Gild— que el Erlking no le habría dado a mi
cuerpo un elegante y respetuoso lugar de descanso. Tirarlo a las
profundidades de las mazmorras es más su estilo. Quizá lo lanzó al pozo o
lo emparedó. Por lo que sabemos, podría haberlo lanzado al lago hace
siglos. Seguramente me devoraron las carpas.
Serilda negó con la cabeza. Aunque el Erlking sin duda había disfrutado
viendo cómo los peces se comían el cuerpo de Gild, tenía la inconfundible
sensación de que sus cuerpos debían mantenerse intactos o la maldición no
funcionaría. Las flechas eran importantes, estaba convencida. Al
maldecirla, el Erlking le había atravesado la muñeca con una de punta
dorada. Cuando encontraran sus cuerpos, sospechaba que solo tendrían que
arrancar las flechas que anclaban sus espíritus a aquel castillo para romper
la maldición.
Sencillo.
Muy sencillo.
O eso seguía diciéndose cuando tenía que decirse algo para mantener la
esperanza. Sabía que no podían matar al Erlking, que era inmortal e
invencible. Sabía que él nunca la dejaría marchar por voluntad propia, no
mientras llevara en su vientre al niño que pretendía entregarle a Perchta. Y,
desde luego, nunca liberaría a Gild, a quien odiaba sin medida.
Aquel era el único modo: encontrar sus cuerpos, romper la maldición.
Podían fracasar, cierto, y aunque tuvieran éxito, era probable que el Erlking
los persiguiera y los arrastrara de vuelta. Pero Serilda no podía quedarse de
brazos cruzados fingiendo ser la reina de los oscuros y quejándose de su
destino. Tenía que intentar algo, y aquello era lo único que se le había
ocurrido.
Había tenido muy poco tiempo para buscar. Solía estar a merced del
Erlking, obligada a pasearse ante la corte y a continuar con su falso
matrimonio, mientras que Gild era libre para ir a cualquier parte del castillo
donde deseara estar.
Y había ido a casi todas partes. Se había colado en todas las
habitaciones, desde los dormitorios privados a la bodega, desde las
despensas a las armerías, a las capillas y los calabozos y las catacumbas.
Siempre que a Serilda le preocupaba que se quedaran sin sitios donde
buscar, pensaba en lo grande que era el castillo. En lo laberíntico que
resultaba. Todavía debía de tener secretos de sobra por revelar.
—No te han devorado los peces —dijo, apretando la espada y agarrando
una antorcha encendida de un aplique de la pared—. Creo que nuestros
cuerpos están aquí, y no me apetece malgastar los próximos tres siglos
buscándolos, cuando podrían estar justo al final de ese pasillo. Vamos, Gild.
Tenemos que hacer esto, antes de que regresen los cazadores.
Capítulo 12
P
— reparad a los perros —ordenó el Erlking, montado en su corcel negro
como un cuervo—. Los cazadores están listos.
Movió su caballo y levantó la mirada; sus ojos se encontraron con los de
Serilda. Pero fue breve. Al momento siguiente, los perros comenzaron a
aullar, y el Erlking se concentró de nuevo en el espectáculo de caza.
Serilda estaba muy aburrida, y tenía que recordarse constantemente que
debía mostrarse regia. Que no podía bostezar. Ni moverse en su asiento. Ni
mostrar ningún indicio de que preferiría estar en cualquier otra parte.
Sobre todo, porque ella era tan parte del espectáculo como los propios
cazadores.
Para aquella primera demostración de caza en honor a su majestad la
reina, el Erlking había ordenado que instalaran unas gradas elevadas en una
esquina de la arena, con un enorme toldo para la sombra y bancos
acolchados. Los carpinteros habían trabajado durante toda la noche. Y allí
llevaba sentada Serilda la mayor parte de la tarde, con sus cinco siervos y
un plantel de fantasmas agasajándola con copas de agua de frutas y
bandejas de pastas de mantequilla. Lo que habría sido bastante agradable,
suponía, si no se hubiera sentido como un pavo real en exposición. Porque
no solo estaban ella y los amables fantasmas; nunca era así. La rodeaba por
todas partes la corte del rey, aquellas criaturas hermosas y crueles de risas
cómplices y burlonas cuyos ojos seguían cada uno de sus movimientos.
A Serilda no le importaba demasiado lo que pensaran de ella, pero
odiaba sentirse siempre como si estuviera sentada en una perrera llena de
cerberos, esperando a que se cansaran de jugar con ella y la devoraran
entera.
Los cazadores habían situado sus caballos en formación alrededor de la
arena, que en realidad solo era una porción arbolada de los jardines que
habían cercado.
—Proporcionemos un espectáculo fascinante —dijo el Erlking—. No
me gustaría que hicierais el ridículo ante vuestra reina.
Aunque sonó serio, Serilda oyó las burlas de algunos de los cazadores.
Una pareja de oscuros, en las gradas, le echó una mirada amarga.
—Me aburro —gimió Anna, apoyándose la barbilla en las manos—.
¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí sentados?
—No mucho más —mintió Serilda.
—Eso has dicho hace una hora. —Anna empezó a darle patadas a la
barandilla que tenían delante—. Cuando estaban terminando la competición
de arquería.
—Y hace dos horas —añadió Fricz—, cuando estaban desfilando con
los perros como si fueran ponis.
—Y hace tres… —comenzó Hans, pero Serilda levantó una mano para
detenerlo.
—Lo sé —dijo—. Creo que esta es la última demostración. Además,
parece que pronto comenzará a llover.
Aunque aquella mañana había brillado el sol, nubes oscuras habían
comenzado a reunirse en el horizonte. Serilda nunca había ansiado tanto
una tormenta.
Estaba tan nerviosa como los niños, quizá más, después de toda la
noche sin dormir. Su vestido era muy pesado, el sudor le bajaba por la
espalda y ella no podía darle patadas a la barandilla por mucho que quisiera,
porque, por supuesto, era la reina.
No le importaba lo impresionantes que fueran los cazadores o sus
humeantes cerberos. Solo quería retirarse a sus aposentos y echarse una
larga siesta.
Las patadas de Anna se volvieron más vehementes, y Serilda colocó una
mano sobre la rodilla de la niña para detenerla. En respuesta, Anna se cruzó
de brazos, enfurruñada.
Abajo, el rey asintió a Giselle, que estaba ante la jaula del bärgeist, el
enorme oso fantasma. Era una figura imponente, de tres metros de altura,
cubierta de un brillante pelaje negro y con unos ojos que llameaban como
ascuas. Aunque resultaba impresionante, no era tan bonito como algunas de
las otras criaturas de la casa de fieras. El bärgeist parecía viejo; había
perdido grandes parches de pelaje negro, revelando la piel ajada y gris. El
par de dientes que le faltaban no hacía que sus enormes fauces fueran
menos aterradoras. También le faltaba una oreja, y tenía cicatrices
irregulares cruzando el lateral de su cuello hasta la pata delantera. Parecía
haber vivido un millar de años… Y que cada siglo había sido más cruel que
el anterior.
—¡Liberad al bärgeist! —gritó el rey.
Giselle, con la ayuda de tres criados, quitó la barra de hierro de la puerta
de la jaula. Mientras los cerrojos gruñían y el oso caminaba de un lado a
otro sobre unas patas tan gruesas como troncos de árboles, los perros
comenzaron a gruñir y a tirar de sus cadenas.
Serilda tragó saliva, esperando que su plataforma, construida con prisas,
no se viniera abajo si el bärgeist decidía cargar contra ella.
—¿Y si no consiguen capturarlo de nuevo? —susurró Gerdrut.
—Entonces tendremos un feroz oso medio muerto merodeando por los
jardines —dijo Fricz.
—Quizá se coma al Erlking —sugirió Nickel—. Eso resolvería al
menos uno de nuestros problemas.
Anna hizo un mohín, considerándolo, pero al final negó con la cabeza.
—No sería una solución si se convirtiese en un problema aún mayor con
el que lidiar.
—Yo preferiría probar suerte con el oso —murmuró Nickel.
Abajo, la bestia salió de la jaula a cuatro patas. Los cazadores le dejaron
espacio; los que iban a pie se escondieron entre los árboles y la maleza,
mientras que los que iban a caballo se quedaron cerca de los límites de la
arena. El oso caminó con movimientos lentos y pesados, olfateando el aire,
con el parcheado pelaje erizado por la desconfianza.
Hasta que, sin advertencia, se levantó sobre sus patas traseras y rugió.
Sus colmillos amarillentos destellaron bajo la luz del sol. Cuando aterrizó
de nuevo sobre sus patas delanteras, el suelo tembló. La vibración se sintió
incluso a través de los tablones de las gradas.
Entonces el oso cargó cruzando el bosque falso, buscando una salida.
—¡Esperad! —gritó el Erlking.
Nadie intentó detener al animal mientras corría entre los árboles y
pisoteaba la vegetación, mientras derribaba retoños y aplastaba helechos,
sin reparar en las zarzas y las ramitas que quedaban atrapadas en su pelo.
Llegó a una de las murallas exteriores.
Y se detuvo abruptamente, mirando la piedra impenetrable que tenía
delante. Después rugió de nuevo. El sonido hizo que a Serilda le temblaran
los huesos.
El oso pasó un momento olfateando la muralla, incluso intentando
treparla.
Con un resoplido frustrado, regresó al bosque. Esta vez, en dirección al
castillo.
Aun así, los cazadores no se movieron. ¿Hasta dónde lo dejarían llegar?
Serilda se preguntó si había alguna posibilidad real de que el oso
pudiera escapar. Si encontraba la puerta sur, quizá conseguiría treparla.
¿Llegaría al patio y cruzaría el puente levadizo hacia Adalheid? ¿O saltaría
al lago y nadaría hasta una orilla lejana? ¿Y si conseguía llegar al reino de
los mortales?
Se sentía mal por el oso… Pero no tanto como para querer liberarlo
sobre la gente que le importaba.
—¿Por qué no hacen nada? —preguntó Anna, que se había levantado y
tenía ambas manos apoyadas en la barandilla para ver mejor.
—Están aguardando el momento, esperando a que la criatura se canse.
Les será más fácil atraparla cuando haya perdido la esperanza.
Serilda y los niños se giraron hacia la voz ronca. Había una mujer
sentada en la siguiente hilera de bancos. Sola.
Serilda la reconoció de inmediato. Era la mujer decapitada, como
siempre la llamaba en su mente. No era un oscuro, sino un fantasma, uno de
los pocos que solían unirse a la cacería salvaje, uno que había participado
en las competiciones de espada y arco de aquella tarde. Llevaba un pañuelo
alrededor del cuello, tan perpetuamente empapado en sangre como la parte
delantera de su túnica. En el reino mortal, cuando Serilda había huido del
castillo, había visto al fantasma de aquella mujer. La había oído llorar, decir
que era todo culpa suya. Serilda había sido testigo de la espada invisible
que le había cortado la cabeza. Incluso ahora, se estremecía al recordarlo.
La cabeza decapitada, los ojos mirando sin ver, la boca abierta, susurrando:
«Ayúdanos».
El recuerdo la acosaba cada vez que veía a aquella mujer, aunque no
creía que los fantasmas supieran lo que sus espectros hacían al otro lado del
velo.
—Están jugando con él —dijo Hans, disgustado—. Le hacen creer que
tiene alguna posibilidad.
—Precisamente —replicó la mujer—. Ese es uno de los juegos favoritos
del rey.
Serilda se estremeció, recordando que a ella también le habían hecho
creer que podía escapar. Su padre y ella habían huido a una localidad
cercana con la intención de esconderse hasta que la luna llena hubiera
pasado. Había creído que tenían una oportunidad…, justo como el bärgeist.
—¿Cuánto tiempo tardará el oso en… rendirse? —preguntó.
La mujer la miró a los ojos.
—Es imposible saberlo. Esta es la primera vez en siglos que ese oso
sale de su jaula. Nadie puede saber cómo reaccionará.
—¿Por qué no estás ahí abajo? —le preguntó Nickel—. Tú también eres
una cazadora, ¿no?
La mujer sonrió, con expresión amable.
—Soy una cazadora —contestó—. Pero no soy uno de ellos, y nunca lo
seré.
El desprecio de su tono era obvio.
—¿No te gusta la cacería salvaje? —le preguntó Fricz, girándose tanto
en su asiento que casi se sentó de espaldas.
—Oh, disfruto de la sensación de libertad que me ofrece, pero no tanto
como odio volver a estar atrapada cuando regresamos. —La mujer se
detuvo antes de añadir—: Los fantasmas no tenemos muchas opciones.
Sospecho que ya lo sabes, pequeño escudero.
La expresión curiosa de Fricz se disipó.
—Su oscuridad me lleva con él porque tengo habilidades para la caza
que valora —continuó—. Si tuviera opción, no elegiría su compañía,
aunque eso significara abstenerme de lo único que se me da bien.
Serilda pensó en ello, se preguntó si ella podría abstenerse de contar
historias, lo único que a ella se le daba bien. Seguramente la beneficiaría
mucho hacerlo, pero en el pasado se había prometido que dejaría de contar
cuentos y mentiras y, aun así, su lengua traviesa siempre la había
traicionado, metiéndola en problemas cada vez más grandes.
—Jovencita, yo en tu lugar no me sentaría tan descuidadamente —dijo
la mujer.
Serilda se giró para ver a Anna posada sobre la barandilla, de espaldas a
la arena. Contuvo un grito, le agarró el brazo y tiró de ella.
—¡Podrías caerte!
Anna resopló.
—¡Así al menos pasaría algo! —replicó la niña, mirando el espectáculo
con los codos en la barandilla, negándose a sentarse de nuevo en el banco.
Serilda negó con la cabeza y deseó con el doble de fuerza que aquel día
terminara. Se alegró al descubrir que las nubes de tormenta se habían
acercado. En cualquier momento ocultarían el sol. A lo lejos, una bruma
sombría sugería que también se avecinaba una fuerte lluvia.
—Perdonad mi atrevimiento, majestad —dijo la mujer. Se había
levantado y había rodeado el banco, y señalaba el punto que Anna había
abandonado—. Me pregunto si podría acompañaros.
Serilda parpadeó, examinando a la mujer con mayor atención que antes.
Tenía la piel clara, con unos astutos ojos azules y el cabello rubio trenzado
en una pulcra corona alrededor de su cabeza. Su postura era rígida y regia;
su constitución, atlética y fuerte.
Ahora que lo pensaba, aquella mujer siempre le había parecido distinta
al resto de los fantasmas del castillo. Era una cazadora, pero los oscuros no
la aceptaban del todo. Era un fantasma, pero no una criada. Su destreza se
había ganado el respeto del rey, y aun así (igual que en el caso de Serilda)
su destreza también la había conducido a la marginalidad.
—Por supuesto —dijo Serilda, acercándose a Gerdrut para dejarle
espacio—. Será agradable que nos honres con tu compañía.
La mujer sonrió, casi con timidez, mientras se sentaba.
—Soy lady Agathe, cazadora y maestra de armas.
—¿Maestra de armas? —preguntó Serilda, levantando las cejas.
Agathe asintió.
—Tengo pocos recuerdos de mi vida mortal, pero en el pasado me
encargaba de la instrucción de los guardias del castillo, entre otras
responsabilidades.
Serilda pensó de nuevo en la figura sombría que había visto llorando en
la entrada del castillo. «Les he enseñado lo mejor que he podido, pero no
estaban preparados. Les he fallado. Les he fallado a todos».
Era como si una pieza del trágico pasado del castillo ocupara su lugar.
No era de extrañar que Agathe se culpara, al menos en parte, de fracasar en
su misión. Ella había entrenado a los guardias del castillo. Debía de haber
sido una gran guerrera. Y, no obstante, contra los oscuros, Adalheid había
caído. La gente a la que debía haber protegido había sido masacrada,
incluida ella misma, además de la familia real. Agathe seguramente había
conocido al rey y a la reina, incluso a Gild. Quizá había sido ella quien le
había enseñado a utilizar la espada y el arco.
—Debió de ser un gran honor, para alguien de tu talento —comenzó
Serilda—, que te ofrecieran participar en la cacería salvaje.
Agathe sonrió amargamente.
—Deberían ser ellos quienes se sintieran honrados por tenerme a mí. —
A continuación, miró a Serilda con los ojos brillantes—. Como deberían
sentirse honrados por tener una reina así en el trono de los alisos.
Serilda sintió que sus mejillas se calentaban. Ella era la hija de un
molinero. Todavía no se veía como una reina, y no estaba segura de poder
hacerlo.
—Dudo que muchos lo vean así.
—Son idiotas.
Un bramido se elevó de la arena, atrayendo la atención de nuevo hacia
el bärgeist. El oso había llegado hasta la muralla oeste y estaba mirando
algunos de los árboles más altos, seguramente calculando si aguantarían su
peso al trepar.
Los cazadores también se habían puesto en movimiento. Reptaron a
través del follaje. Rodearon al oso como una trampa, tan silenciosos como
la luz de la luna.
—No comprendo por qué no estás ahí abajo —dijo Serilda—. Tu
destreza seguramente sería tan valiosa en esta exhibición como en la
realidad.
—Soy útil en las cacerías —replicó Agathe—, pero esto se hace por
diversión. Es un entrenamiento para conseguir destreza al usar las cadenas
doradas. También es una práctica para los oscuros. Y una demostración ante
la corte de lo que los cazadores pueden hacer. —Miró a un grupo de oscuros
que se habían reunido cerca de las barandillas—. No apreciarían que un
fantasma humano eclipsara a sus adorados cazadores ante el público. Ante
la propia reina. —Se rio entre dientes—. El rey no se arriesgaría a eso.
Serilda no pudo evitar sonreír. Las palabras de Agathe eran arrogantes,
pero su tono contenía una confianza tranquila. ¿Aquella mujer, que en el
pasado había sido mortal, era de verdad mejor cazadora que los demonios?
Resultaba difícil imaginarlo, pero Serilda había visto con sus propios ojos
que el Erlking respetaba a Agathe más que a la mayoría de los fantasmas de
aquel castillo, e incluso más que a los oscuros.
—Ahora mira —dijo Agathe.
Abajo, el rey (apenas visible en una zona de higueras) hizo una señal
con el brazo.
Los perros corrieron. Ladrando. Aullando. Como un borrón de pelo
negro entre los árboles.
El oso gruñó, pegando el lomo contra el muro. Olfateó el aire con un
destello en sus ojos rojos.
Serilda se inclinó hacia delante, esperando que el oso se defendiera. Que
destrozara a algunos de esos horribles perros.
Pero los perros no atacaron. En lugar de eso, se detuvieron fuera del
alcance de las enormes garras del oso, esquivándolo y evitándolo cuando
intentaba golpearlos. Serilda tardó un momento en darse cuenta de que los
perros estaban pastoreando al oso. Obligándolo a apartarse del muro, a
regresar a la línea de árboles.
La bestia siguió gruñendo y golpeando, a pesar de perder terreno. Los
sabuesos eran demasiado rápidos, estaban demasiado bien entrenados.
Serilda se preguntó si intentaban confundirlo intencionadamente,
acercándose y rodeándolo, gruñendo y mordisqueando su pelaje, acudiendo
desde todas direcciones. Entonces, un perro saltó al lomo del oso y clavó
los colmillos en su carne. El bärgeist bramó y lanzó al perro…
Y las flechas comenzaron a volar.
Capítulo 15
Serilda había estado tan concentrada en los cerberos que no había visto a
los cazadores.
Tres flechas hirieron al bärgeist en una rápida sucesión: dos en el
hombro, una en el costado. El oso bramó de nuevo; la furia prendió las
ascuas de sus ojos.
Pero no cargó contra los cazadores.
En lugar de eso, se giró y corrió, huyendo para salvar su vida. No había
llegado muy lejos antes de que una red tejida con cadenas doradas se
tensara en su camino. El oso colisionó contra ella, y sus extremidades se
enredaron rápidamente.
Agathe se puso en pie, y Serilda se unió a ella con rapidez. Los niños se
agruparon cerca de la barandilla, observando con horror y sobrecogimiento
cómo el bärgeist intentaba liberarse. Los cazadores tensaron las cadenas con
esfuerzo, asegurando la red alrededor de su enorme cuerpo.
—No es suficiente —murmuró Agathe.
Serilda no respondió. Intentaba ver lo que la mujer había visto.
Intentaba distinguir qué estaba ocurriendo con aquella masa de pelaje
negro, aullidos de perro y cadenas brillantes.
A ella le parecía suficiente.
A su alrededor, las gradas irrumpieron en aplausos. Serilda no aplaudió,
ni tampoco lo hicieron los niños. Ni ninguno de los criados, que habían
dejado de servir comida y bebida para observar a los cazadores.
Y se fijó en que tampoco lo hizo Agathe.
En realidad, no había sido una batalla justa. El oso no había tenido
ninguna posibilidad. Había sido una bestia en un laberinto, sin esperanza de
alcanzar la libertad.
¿Cuál era el objetivo? ¿Humillar a aquella pobre criatura, que ya había
pasado una eternidad confinada? La violencia era grotesca, y Serilda no
conseguía entender por qué alguien desearía verla. Allí no había nada
glorioso.
Una mano pequeña se deslizó por la suya. Bajó la mirada para ver a
Gerdrut, que observaba la cacería con lágrimas en la cara.
—¿Van a matarlo?
Serilda frunció el ceño.
—No lo sé.
—No, niña —le aseguró Agathe—. Volverán a meterlo en la jaula. Así,
cuando se haya curado, podrán cazarlo otra vez.
Gerdrut se estremeció.
Una sombra repentina eclipsó la luz del sol. Las nubes se estaban
reuniendo sobre el castillo.
Serilda buscó al Erlking. Seguía montado a caballo, pero su expresión
no era de celebración. Estaba mirando el cielo, como si la tormenta fuera
una afrenta personal.
Luego, el rey volvió a mirar al bärgeist y su expresión preocupada se
intensificó.
—No lo comprendo —dijo Serilda—. ¿Por qué no está satisfecho su
oscuridad?
—Esas cadenas fueron suficientes para atrapar al tatzelwurm —le
explicó Agathe—, pero no contendrán al bärgeist. Y eso significa que no
contendrán a un grifo.
—¿Un grifo?
Agathe asintió.
—La siguiente criatura que su oscuridad tiene en mente atrapar.
Serilda intentó imaginar una bestia tan regia en carne y hueso, con sus
alas de águila y sus zarpas de león, una imagen sacada directamente de uno
de los libros que se había llevado prestados de la escuela de Märchenfeld.
Abajo, el bärgeist había dejado de forcejear contra sus ataduras.
—A mí me parece que aguantan —murmuró Serilda.
—Espera —dijo Agathe.
Pero, aunque la multitud contuvo el aliento, y los cazadores sostuvieron
las cadenas y clavaron sus talones en la tierra blanda, el bärgeist no se
movió. Estaba demasiado asustado o demasiado desesperanzado como para
defenderse.
—¿Cómo lo atraparon antes? —preguntó Serilda—. El rey cazó al
bärgeist sin cadenas doradas. Y a muchos otros. El guiverno rubinrot, el…
—Se detuvo antes de mencionar a la criatura que Gild y ella habían visto,
sin saber si se suponía que tenía que ser un secreto—. Muchos otros.
—Según tengo entendido —dijo Agathe con lentitud—, el bärgeist fue
capturado por Perchta, la gran cazadora.
Serilda giró la cabeza con brusquedad.
Una sombra cayó sobre el rostro de Agathe.
—He mencionado que poseo pocos recuerdos de mi vida mortal, pero
hay uno más claro que los demás: la noche en la que llegaron los oscuros.
Asaltaron el castillo con armas, sí, pero también vinieron sus bestias. Los
nachtkrapp. Los drudes.
Alps y duendes y todas las demás criaturas. —Bajó la voz—. Y el
bärgeist. Lo liberaron en el gran salón y observaron cómo aplastaba
nuestras filas como una hoz atravesando el trigo. Recuerdo que estaba en la
sala del trono y que quería seguirlo, que quería intentar detenerlo, pero…
no lo hice. No podía. —Frunció el ceño—. Creo que quizá estaba
defendiendo algo. O a alguien. Pero no lo recuerdo…
—Al rey y a la reina —dijo Serilda, poniendo una mano en el brazo de
la mujer y tragándose una mueca ante la repugnante sensación. Agathe se
tensó, mirando su mano, brevemente aturdida—. Creo que el rey y la reina
murieron en la sala del trono durante la masacre. Seguramente estabas
intentando protegerlos.
Agathe negó con la cabeza.
—No recuerdo a ningún rey ni a ninguna reina…
—Nadie los recuerda. Es parte de la maldición de este castillo, que la
familia real sea olvidada. También hubo un príncipe y una princesa.
—¿Un príncipe y una princesa? —Agathe se toqueteó el pañuelo
ensangrentado que llevaba al cuello. Después inhaló con brusquedad, y una
expresión de profunda preocupación se talló en sus rasgos—. Entonces
también les fallé a ellos.
A Serilda se le tensaron las entrañas.
—No es eso lo que…
—Ya no importa —la interrumpió Agathe—. Me habéis preguntado por
el guiverno. Lo apresaron más tarde. Quizá… ¿hace cien años? Es difícil
llevar la cuenta del tiempo, pero yo estuve en esa cacería. El rey tenía una
flecha que había estado guardando para esa bestia concreta. Creo que era de
Perchta, quizá la última de sus flechas. La cazadora tenía un veneno
especial en el que sumergía sus flechas para las cacerías importantes. El
veneno sometía a las presas. Las dejaba inmóviles. Así fue como
capturamos al guiverno, a pesar de no contar con las cadenas doradas. No
creo que el rey tenga más de esas flechas. —Ladeó la cabeza, mirando a
Serilda—. La cacería salvaje es formidable, pero los cazadores todavía
hablan de Perchta como si siguiera siendo su líder. Ni siquiera el rey de los
alisos ha conseguido reemplazarla.
—Suena aterradora —dijo Serilda.
Agathe se rio.
—Sí. Estoy de acuerdo. —De repente, se tensó y se presionó de nuevo
contra la barandilla—. Mirad.
Serilda y los niños se inclinaron mientras las sombras se extendían
sobre la arena. El bärgeist seguía encorvado defensivamente, con el lomo
como una montaña de pelo parcheado y encrespado y con la red dorada
rodeando sus patas delanteras y subiendo hasta su hombro derecho. Tres
flechas sobresalían de su carne.
Serilda no sabía qué había visto Agathe. Todavía parecía que los
cazadores habían ganado. El oso había sido apresado.
Los perros retrocedieron y se adelantaron los cazadores, blandiendo sus
armas.
Una ráfaga de viento silbó a través de los jardines, agitando las ramas
del huerto. Con ella, llegaron las primeras gotas de lluvia.
—¡Van a matarlo! —exclamó Gerdrut.
—No —le aseguró Agathe—. Intentarán que se mueva. No son lo
bastante fuertes para arrastrarlo de vuelta a la jaula, así que le harán daño
para que camine. Si eso no funciona, engancharán las cadenas a los
caballos, pero incluso así…
Uno de los cazadores saltó hacia delante, preparándose para clavar una
lanza en las corvas del oso.
Pero, justo antes de hacerlo, la bestia se elevó sobre sus patas traseras.
Los cazadores que sostenían las cadenas se deslizaron sobre la tierra,
arrastrados por su increíble fuerza. Algunos dejaron caer las cadenas. El
cazador que tenía la lanza saltó hacia atrás cuando el bärgeist se giró hacia
él y atacó, atravesándole el abdomen con un movimiento de sus garras.
Manó humo de la herida, derramándose como una oscura niebla alrededor
de los tobillos del cazador. El hombre gritó de dolor y se derrumbó. El oso
pasó sobre él con su enorme cuerpo y corrió de nuevo al denso bosque. Con
la red dorada todavía sobre sus hombros, consiguió arrastrar con él a una
pareja de decididos cazadores, hasta que se vieron obligados a abandonar
las cadenas y dejarlo marchar.
—¡Sí! —gritó Gerdrut.
Y entonces… un grito.
Ocurrió tan rápido que Serilda apenas vio cómo Anna se inclinaba
demasiado en un momento… y cómo caía por la barandilla al siguiente.
Gritó y miró sobre el borde. Anna estaba tirada en el suelo y, durante un
desgarrador instante, Serilda lo vivió todo de nuevo. Cuando había
encontrado su cuerpo en la cuneta de la carretera, justo a la entrada del
bosque de Aschen. Todavía con su camisón, con barro en la frente y un
agujero abierto en el pecho después de que los nachtkrapp se hubieran
comido su corazón.
El horror y la desesperación la inundaron, y deseó gritar y maldecir y
golpear a cualquiera que se atreviera a cruzarse en su camino…
Pero entonces oyó un gemido.
Anna abrió los ojos y parpadeó.
—Sigo… viva —dijo, con media sonrisa.
Serilda suspiró. Aquello no era cierto, pero era suficiente para mitigar el
terrible dolor de perderla de nuevo.
Hasta que Gerdrut chilló:
—¡Anna! ¡El bärgeist!
Serilda abrió los ojos de par en par. La bestia estaba atravesando el
bosque, corriendo directamente hacia la niña, que parecía que apenas podía
moverse.
—No puede matarla —susurró entre dientes—. No puede matarla, otra
vez no.
Pero podía hacerle daño.
Por el rabillo del ojo, Serilda vio un destello de movimiento. Agathe
plantó una mano en la barandilla y saltó de la plataforma. Aterrizó sobre sus
pies y brincó hacia delante, agarrando una rama caída del suelo. Se colocó
entre Anna y el bärgeist segundos antes de que la enorme criatura negra
colisionara contra ella con un rugido feroz. Extremidades y pelo y garras y
fauces y sangre, y después…
—¡Matadlo! ¡Ahora!
Flechas, desde todas las direcciones. El bärgeist bramó. Luchó. Golpeó
con sus garras.
Al final, la bestia soltó a Agathe y se enfrentó a los cazadores. La mujer
se derrumbó junto a Anna, cubierta de sangre, agarrando el palo. Tenía el
otro brazo destrozado y retorcido.
El bärgeist lanzó un último golpe a un sabueso que se había atrevido a
acercarse demasiado, pero falló. Se balanceó sobre sus patas traseras un
momento antes de derrumbarse sobre el costado, jadeando con cada
inhalación. La sangre manaba, densa, de demasiadas heridas como para
contarlas, goteando como melaza, apelmazando su pelaje negro. Su enorme
cuerpo se estremeció una última vez antes de quedarse inmóvil.
Capítulo 16
Serilda se abrió camino a codazos entre los oscuros que seguían mirando.
Bajó los desvencijados peldaños, apenas tocando las tablas con los pies, y
abrió la puerta protectora.
—¡Anna! —gritó—. ¡Lady Agathe!
Cayó de rodillas entre ellas, sin saber por quién estaba más preocupada.
Anna no había intentado incorporarse, y Agathe… Si Agathe hubiera estado
viva… Bueno. Ya estaría muerta.
—Estoy bien —dijo Anna, aunque Serilda sabía que estaba herida—.
Solo… Quizá… tenga un hueso roto. O… dieciséis. Pero estoy bien.
—Me pondré bien. —Agathe escondió mejor su dolor mientas sostenía
su brazo destrozado contra su estómago—. No es la peor herida que he
sufrido.
Con tristeza, Serilda supo que aquello era cierto.
—¿Qué pasa contigo? —gritó el Erlking.
Serilda retrocedió. Se sentía tan tensa que no estaba de humor para
gritos. Pero, mientras fulminaba con la mirada a su marido, que había
aparecido como un espectro sobre su caballo negro, vio que no estaba
mirándola a ella, sino a Agathe.
—¡Es solo un fantasma! —continuó el rey, señalando a Anna—. ¡No
pueden matarla! ¡Y ahora, debido a tu estupidez, hemos perdido al bärgeist!
Con gran dolor, Agathe se obligó a ponerse en pie.
—Lo siento, mi señor, pero no he sido yo quien ha dado la orden de
matar al bärgeist. —Lo miró a los ojos sin temor—. Después de todo, yo
también soy solo un fantasma.
El Erlking gruñó.
—Si se hubiera tratado de cualquier otro fantasma, de buena gana
habría dejado que te despedazaran. —Abrió las fosas nasales, y pareció
dolerle añadir—: Pero tú eres valiosa para la cacería. Al menos, lo eras. —
Miró con disgusto el brazo de la mujer.
—Es un honor que penséis eso —dijo Agathe, que no sonaba honrada
en absoluto. Bajó la cabeza—. Mi brazo sanará con el tiempo, pero no
quería que la niña sufriera más daño del que ya ha sufrido. Nuestra reina
parece muy unida a sus sirvientes. No deseaba decepcionar a su majestad.
El rey miró a Serilda con una mueca. Después, como si recordara la
farsa, se tragó la rabia. Tras una larga y reafirmante exhalación, desmontó
de su caballo.
—Por supuesto —dijo amargamente—. No deseamos decepcionar a su
majestad. Aunque el bärgeist es una gran pérdida para nosotros.
—No te preocupes, mi señor —replicó Serilda, arrodillándose junto a
Anna y ayudando a la niña a sentarse—. No tenga duda de que encontrarás
otro. ¿Qué es una bestia mítica para la cacería salvaje?
Sonrió, y el rey la fulminó con la mirada. Serilda comprendía mejor su
irritación ahora que sabía que había sido Perchta, y no el Erlking, quien
había apresado al bärgeist. Y ahora, al Erlking ya no le quedaban más
flechas envenenadas de Perchta, ni suficientes cadenas para atrapar algo
más grande o más feroz que el tatzelwurm, y uno de sus cazadores más
diestros estaba gravemente herido. A pesar de su preocupación por Anna y
Agathe, la creciente frustración del rey complació a Serilda.
—Agathe —dijo el Erlking—, haz que te vean esas heridas. Te quiero
sana como una manzana para la Luna de Paja.
Serilda oyó una risita. Miró sobre su hombro para ver que el resto de los
niños se habían unido a ellos en la arena.
—La quiere sana —dijo Fricz, dándole un codazo a su gemelo—. Creo
que lo ha dicho de broma.
El Erlking miró a los cazadores, a los criados y el resto de la corte.
Después elevó la mirada hacia el cielo. Las gotas de lluvia eran gruesas
pero dispersas, una leve molestia, pero las nubes eran tan oscuras que
podría haber estado anocheciendo.
—Antes de que pongamos fin a las celebraciones de hoy —dijo el rey,
clavando su calculada atención en Serilda—, mi reina y yo tenemos un
providencial anuncio que hacer. Como estamos todos reunidos, no veo
ninguna razón para que nos reservemos la feliz noticia.
Serilda se detuvo en seco.
—¿Qué feliz noticia?
El Erlking le ofreció una mano.
Serilda dudó, pero, viendo que no tenía ninguna opción real, abandonó a
Anna y fue con él. Le tomó la mano mientras el temor se endurecía en su
vientre.
—Mi señor, todos quieren ponerse a salvo de la lluvia…
—Pueden esperar —dijo el Erlking—. Todos querrán compartir nuestra
alegría.
Serilda tragó saliva, sabiendo con absoluta certeza qué feliz noticia
planeaba compartir.
No estaba preparada. Había creído que tendría más tiempo para hacerlo.
Había esperado, de algún modo, incluso poder preparar a Gild. Pero lo
único que había hecho era evitar lo inevitable y desear que no llegara a
pasar.
Y ahora allí estaba, de la mano del Erlking frente a la totalidad de la
corte.
«No estoy lista, no estoy lista, no estoy lista…».
El silencio cayó sobre la arena; solo se oían las tristes gotas que
golpeaban el suelo, las plantas, las copas de los árboles sobre las gradas.
Los cazadores parecían inquietos, todavía cansados tras enfrentarse al
bärgeist. Los niños observaban con rostros curiosos y expectantes.
—Es un placer —comenzó el Erlking, levantando la mano de Serilda y
posando un beso en sus nudillos— compartir con vosotros la noticia más
gloriosa. —Le brillaron los ojos mientras veía retorcerse a Serilda—. Mi
reina, la joya de mi corazón, me ha informado de que esperamos un hijo.
Aunque las aguardaba, las palabras golpearon el pecho de Serilda como
un rayo.
«Esperamos un hijo».
Deseó alejarse de él. Decirles que no era cierto. El niño no era suyo. El
niño nunca sería suyo.
Pero mantuvo una expresión plácida.
«Wyrdith, que tus mentiras me ayuden a pasar por esto», pensó. Y
entonces, para su sorpresa, una diminuta sonrisa se atrevió a reptar por las
comisuras de sus propios labios.
Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.
—Por la gracia de Eostrig —dijo el Erlking con una mueca astuta que
dejaba claro que su afirmación era una burla—, tendremos un nuevo
príncipe o princesa para celebrar el Año Nuevo. —Elevó sus manos
entrelazadas al aire—. ¡Alabemos a nuestra reina de los alisos!
Un vítor se elevó en los jardines, aunque no estaba claro cuántos de los
oscuros se alegraban de verdad de la noticia. Después de siglos sin un
heredero real, debían de pensar que tal incorporación era frívola. Eran
inmortales. No necesitaban descendientes a los que trasmitir su legado.
Cuando los vítores murieron, el rey despachó a la audiencia. Mientras
los cazadores comenzaban a reunir sus armas y cadenas y los criados
empezaban a desmontar las gradas, Serilda intentó soltarse de la mano del
Erlking, pero este la sostuvo con fuerza.
—¿Algo más? —le preguntó ella, sin esconder su irritación.
—¿Por qué no pareces complacida? Disfrutas siendo el centro de
atención.
—¿Qué te ha dado esa impresión?
El Erlking la examinó.
—Uno no se mete en un castillo encantado y exige un trato con el rey de
los alisos a menos que tenga cierta inclinación por lo dramático.
Serilda lo fulminó con la mirada.
—Habría sido agradable recibir algún tipo de advertencia. —Intentó
zafarse otra vez. De nuevo, él se negó a soltarle la mano—. Me gustaría
retirarme —dijo con los dientes apretados. Después se acercó más a él,
bajando la voz hasta un gruñido—: No le negarás el descanso a tu esposa
embarazada, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Solo creo que hay algo que estás olvidando.
—¿Y qué es?
Él levantó una ceja.
—Lo mucho que nos adoramos.
El rey le colocó la mano sobre la oreja y el cuello, la inclinó hacia atrás
y reclamó su boca.
Serilda se quedó rígida.
En el momento en el que Erlkönig intentó intensificar el beso, le
mordió.
El rey se apartó con un siseo que consiguió esconder a cualquiera que
pudiera estar mirando.
Entonces, como nacido de la ira del Erlking, un relámpago atravesó el
cielo y golpeó el torreón con un trueno tan estrepitoso que hizo retumbar el
recinto del castillo. Serilda escapó de los brazos del rey y se cubrió las
orejas con las manos.
La lluvia se convirtió en un torrente. Las gotas, gruesas y pesadas, les
golpeaban como guijarros. Últimamente había hecho demasiado calor para
que Serilda usara su servicial capa de lana, la que Gild le había remendado
después del horrible ataque de un drude, pero, cuando la tormenta comenzó
de verdad, deseó tenerla con ella.
—¡Los niños y yo vamos a retirarnos! —dijo Serilda, gritando para que
la oyeran sobre la tormenta.
Pero el Erlking no le estaba prestando atención. Estaba concentrado en
el cielo, mirándolo con expresión recelosa mientras la lluvia le empapaba la
ropa.
—No puede ser… —murmuró.
Más rayos atravesaron las nubes, haciendo que a Serilda se le erizara la
piel de los brazos. Un relámpago golpeó la estatua del Erlking en los
jardines, tirándola al suelo.
—¡Cazadores! —bramó el rey, echando mano a su ballesta—. ¡Recoged
las cadenas y seguidme! ¡Rápido!
Serilda no sabía qué pensaba que iba a hacer, saliendo a cazar en aquella
tormenta y con el velo bajado, ni más ni menos, pero estaba más
preocupada por sí misma y por los niños, sobre todo por la pobre Anna. Los
encontró acurrucados en el refugio que habían podido encontrar bajo un
ciruelo. Anna había conseguido ponerse en pie, y rodeaba con los brazos los
hombros de Hans y Nickel.
—Anna, ¿puedes caminar?
—Sí —le contestó—. Eso creo.
—Bien. Entremos. Tomaremos un poco de sidra caliente.
No tenía sentido intentar mantenerse regia con el vestido ya empapado,
así que corrieron tan rápido como pudieron hacia el torreón, esquivando a
los cazadores que se apresuraban de un lado a otro como si se prepararan
para una guerra, sin intentar escapar de la lluvia.
Tan pronto como se hubieron adentrado en el refugio que les ofrecía el
torreón, Fricz sacudió la cabeza como un cachorro, lanzando gotas de lluvia
sobre las alfombras.
—¿Habías visto alguna vez una tormenta como esta? ¿Una que llegara
tan rápido?
—No la recuerdo, no —dijo Serilda—. Pero estamos en la estación de la
Luna de Trueno.
Fuera, otro estruendo hizo titilar las antorchas de las paredes.
—No pasa nada —dijo Serilda, tomando en brazos a Gerdrut, pues le
daban miedo las tormentas eléctricas—. Nos sentiremos mejor cuando nos
hayamos secado y calentado. No hay nada de lo que asustarse.
—¿Es cierto? —preguntó Hans, que parecía menos preocupado por la
tormenta que los demás—. ¿De verdad vas a tener un bebé?
Gerdrut sacó la cara del hueco del hombro de Serilda.
—¿Con él?
Serilda suspiró profundamente.
—Es bastante cierto. Pero no deseo hablar más de ello.
—Pero, Serilda… —comenzó Hans.
—Ni una palabra —insistió—. Así tienen que ser las cosas, y así serán.
Un silencio se cernió sobre ellos, seguramente debido a la brusquedad
de Serilda más que a otra cosa. Casi nunca les hablaba así.
Hasta que, justo cuando volvieron a los pasillos del castillo, Gerdrut se
aclaró la garganta.
—Puedo masajearte los pies, si eso te ayuda. A mamá siempre le dolían
los pies.
Ante esta amable sugerencia, una tristeza repentina e indescriptible
creció en el interior de Serilda. La madre de Gerdrut estaba embarazada de
su segundo hijo, el primer hermano de Gerdrut. Ese niño nacería pronto, y
Gerdrut no lo conocería. Nunca llegaría a ser la hermana mayor que tanto
había deseado ser.
—Cuando mamá estaba embarazada de Alvie —dijo Anna, refiriéndose
a su hermano de dos años—, le dolía un montón la espalda. Siempre me
pedía que le ahuecara las almohadas y que le preparara manzanillas. Puedo
traerte una cuando lleguemos a tu habitación.
—Y haremos ofrendas a Eostrig —sugirió Hans—. Rezaremos para que
el parto sea fácil. Al Erlking seguramente no le gustará que recurramos a
los antiguos dioses, pero mayor razón para hacerlo, si me apuras.
—Y… ¿sabes? Se supone que soy tu mensajero —apuntó Fricz—, pero
nunca me usas para entregar mensajes. Tendrás que empezar a hacerlo. No
deberías cansarte atravesando el castillo solo para decirle a los cocineros
que quieres pichón para cenar, o lo que sea.
—¿Pichón? —replicó Nickel—. ¿Cuándo ha pedido nuestra Serilda
pichón?
Fricz se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo se ponen las mujeres cuando están embarazadas.
Siempre quieren cosas que nunca han comido antes. Mamá dice que cuando
estaba embarazada solo quería harina de centeno. No pan ni pasteles… Solo
la harina, directamente del molino.
—Bueno, eso explica algunas cosas —murmuró Hans.
—¿Hay alguna matrona aquí, en el castillo? —preguntó Nickel—. No
podemos dejarte dar a luz sin una.
—Preguntaré a las criadas —dijo Anna—. Estoy segura de que alguien
tendrá experiencia trayendo bebés al mundo.
—No lo sé —dijo Fricz—. No creo que por aquí haya nacido nada en
mucho tiempo.
Siguieron así, pero Serilda apenas los escuchaba. Se colocó la mano en
el vientre, deseando poder sentir al bebé de su interior, pero su abdomen
seguía obstinadamente plano. Se había concentrado tanto en romper la
maldición y en evitar a su esposo que había pensado poco en el paso del
tiempo, pero seguramente ya debería haber empezado a sentirse distinta.
¿No? Una hinchazón, un poco de barriga, algún indicio de la vida de su
interior.
Pero no sentía nada.
No tenía los pies hinchados. No le dolía la espalda. Ni una sola vez
había tenido antojo de pichón o de harina de centeno o de algo que no
fueran copiosas cantidades de dulces, pero no había nada inusual en eso
último.
—¿Serilda? —le preguntó Gerdrut—. ¿Te sientes bien?
La preocupación era tan evidente en su voz que Serilda dejó de caminar
y los miró. Los niños le devolvieron la mirada, con los ojos llenos de
inquietud.
—¿Qué pasa? —dijo Hans—. ¿Te duele algo? ¿Quieres que vaya a
buscar a alguien, o…?
—No, ¡yo buscaré a alguien! —ladró Fricz—. ¡Soy el mensajero!
—No es eso —dijo Serilda, intentando ocultar la ansiedad por su bebé
con una carcajada, que se convirtió en un resoplido cuando las lágrimas se
asomaron a sus ojos—. Es solo que… os quiero mucho a todos. —Se puso
de rodillas y los atrajo hacia ella, teniendo cuidado con Anna y sus heridas.
Pasó por alto cómo se le erizó la piel al tocarlos, y presionó la mejilla
contra el cabello de Gerdrut—. Nunca ha existido una reina con mejores
sirvientes.
Un silencio descendió sobre ellos mientras Gerdrut escondía la cara en
el cuello de Serilda.
Hasta que Fricz gruñó sonoramente.
—Creo que el bebé la está poniendo sensible.
Serilda sonrió y se apartó, alborotándole el cabello.
—¿Qué bebé?
La sonrisa de Serilda murió.
—¡Gild! —exclamó Gerdrut, lanzándose a sus brazos. De todos los
niños, era ella quien más cariño le había cogido al poltergeist—. ¡Te has
perdido muchas cosas emocionantes!
—Sí —dijo Gild, devolviéndole el abrazo, pero no la sonrisa—. He oído
a los cocineros hablando del bärgeist y de la tormenta. ¿Una de las
doncellas de la reina se ha caído a la arena?
—Esa he sido yo —dijo Anna, apoyándose en Nickel—. Estoy bien. No
me he muerto. Bueno… No me he muerto más.
Gild le mostró una sonrisa distraída.
—Ha debido de dar mucho miedo.
—No tanto —dijo Anna—. Agathe estaba allí. Ella me ha protegido del
bärgeist.
—Es la maestra de armas —añadió Fricz—. No la conocíamos, pero se
ha sentado con nosotros en las gradas y, cuando Anna se ha caído, ha
saltado y ha luchado contra el oso. ¡Ha sido fantástico!
—¿Tú la conoces? —le preguntó Serilda.
—Un poco, pero no bien —contestó Gild—. Siempre ha sido callada,
solitaria. Pero es muy rápida con la espada. La he visto practicar y entrenar
con los oscuros. No me gustaría contrariarla, eso lo sé. Me alegro de que
haya estado allí para protegerte, Anna.
Serilda quería decirle que quizá había sido Agathe quien le había
enseñado a usar las armas, hacía mucho tiempo, pero la cara con la que la
estaba mirando hizo que las palabras murieran en su lengua.
—Después de que estallara la tormenta, he visto a un puñado de
cazadores corriendo hacia… —continuó Gild, cargando su voz de
significado—. Hacia la…, eh…, la habitación en la que hemos estado. Esta
mañana.
Los ojos de Serilda se llenaron de sorpresa. ¿Era posible que aquella
fuerte tormenta tuviera algo que ver con la extraña criatura mitad gallina,
mitad serpiente a la que Gild y ella habían despertado? ¿Era eso lo que
había preocupado tanto al Erlking?
—Además —añadió Gild, con la negación grabada en la cara—, he oído
algo sobre un anuncio de la reina.
Se detuvo, esperando. Horrorizado, pero también esperanzado por que
no fuera cierto. Por que fuera un malentendido. Serilda podía vérselo con
claridad en la cara.
Pero, al final, no tuvo que decírselo. Gerdrut lo hizo por ella.
—¡Vamos a tener un bebé! —gritó, brincando sobre las puntas de sus
pies—. Bueno, lo tendrá Serilda. Pero ¡yo lo cuidaré!
—Ah —dijo Gild, asintiendo con rigidez—. Entiendo. Enhorabuena.
Serilda lo observó con cautela, deseando que él la mirase durante más
de medio segundo. Entonces quizá vería la verdad que ella no podía decir
en voz alta.
El niño era suyo.
Pero él evitaba mirarla.
¿Cuántas veces había abierto la boca para contarle la verdad, antes de
que él se enterara de la mentira y esta lo destrozara? No debería haberle
sorprendido. Él creía que llevaba semanas intimando con el rey. Él creía que
esa había sido la intención del rey al casarse con ella: engendrar un hijo con
su esposa mortal.
Después de aquel día, no podría negarlo. No podría fingir que no había
estado en la cama del rey.
Pero no era cierto, quería gritar. ¡El Erlking ni siquiera tenía cama!
—Tú… Bueno… Seguramente deberías descansar —dijo Gild.
—No, no estoy cansada —replicó Serilda, lo que era cierto. Aunque se
había sentido agotada durante la demostración de los cazadores, de repente
estaba totalmente espabilada. Se le ocurrió algo nuevo al pensar en lo que
Agathe le había contado—. Deberíamos seguir buscando mientras los
cazadores están ocupados con la… tormenta. —Le clavó a Gild una mirada
cargada de intención.
—De acuerdo —dijo él con incertidumbre—. Si estás segura.
—Deja que arrope a estos pequeños gamberros. Ha sido una noche
larga, y un día aún más largo. ¿Crees que podrías encontrar algo para las
heridas de Anna? Piensa que podría haberse roto algún hueso.
—Le pediré al boticario algo que la ayude con el dolor —dijo Gild—.
Ya verás que los fantasmas sanan mucho más rápido ahora que cuando
estaban vivos.
—Puedo ir yo —interrumpió Fricz—. ¿Por qué nadie se toma en serio
mi trabajo?
—No, por favor —dijo Gild, retrocediendo—. Vosotros ocupaos de
Anna, y… y de Serilda. Yo volveré pronto.
Con una sonrisa débil, desapareció. Serilda sabía que no solo iba a
buscar ayuda para Anna. Necesitaba un momento para él, para asimilar la
noticia.
Aquello le rasgaba las entrañas. La verdad gritaba en el interior de su
cráneo.
Cerró los ojos y se obligó a tragársela.
—Vamos —dijo—. Nos pondremos cómodos, y entonces os contaré una
historia.
Se dice a menudo que un dios apresado durante la Luna Eterna se verá
obligado a conceder un único deseo, pero antaño habría sido ridículo
imaginar a uno de los dioses antiguos atrapado por trucos o artimañas. Así
como los humanos están hechos de piel y hueso, los dioses están formados
de magia y luz de las estrellas. Tienen el poder de cambiar deforma a
voluntad, sin limitaciones terrenales para sus figuras. Solo con pensarlo y
guiñar el ojo, un dios podía convertirse en el más pequeño de los insectos o
en la mayor de las serpientes marinas. Durante miles de años, los siete
dioses moraron en las tierras, los mares, los cielos; a veces como humanos,
a veces como bestias. Interfirieron poco en los asuntos de los mortales,
pues preferían ocuparse de sus cosas y disfrutar de la libertad y de los
placeres que su magia les ofrecía.
Pero eso comenzó a cambiar hace muchos años.
Para empezar, los oscuros escaparon del Verloren.
Velos había hecho todo lo posible por detenerlos. El dios de la muerte
había intentado mantener a los demonios atrapados en la tierra de los
perdidos, pero los demonios consiguieron huir cruzando el gran puente y
atravesando las puertas hacia el reino mortal, donde ahora eran libres
para vagar por la tierra.
A diferencia de los dioses, los oscuros no eran discretos. No deseaban
asentarse en las aldeas humanas, pasando desapercibidos y viviendo vidas
sencillas y tediosas. No se ocupaban de las cosechas ni de hilar lana o
aprender un oficio. Se creían superiores a los humanos. Eran más fuertes,
más rápidos y más guapos. Y, sobre todo, eran inmortales.
Y deseaban gobernar.
Pronto, los oscuros comenzaron a atemorizar a los pobres y asustados
humanos. Tomaban lo que deseaban sin consecuencias. Sus vidas se
convirtieron en una diversión sinfín, gracias a la servidumbre de los
mortales, que no podían oponerse a ellos.
Al principio, los dioses no intervinieron, pues preferían dejar que las
cosas se arreglaran solas. Pero, cuando la fuerza y la crueldad de los
oscuros se acrecentó, los dioses llegaron a la conclusión de que debían
hacer algo.
Se reunieron en la cumbre del monte Grarnen una fría noche de
invierno, cuando la luna del solsticio pendía llena y pesada en el cielo. Allí
hablaron y conversaron y discutieron para encontrar una solución.
Tyrr deseaba masacrar a los oscuros y olvidarse del asunto, pero
Eostrig insistió en que eso enviaría sus espíritus de vuelta a la tierra, donde
toda esa maldad haría brotar algo aún más terrible y ponzoñoso.
Freydon abogaba por enviarlos de nuevo al Verloren, de donde habían
salido, pero Velos sabía que los demonios no lo harían por voluntad propia
y que intentar apresarlos conduciría a una guerra como el mundo no había
visto nunca.
Huida sugirió que los apresaran con cadenas doradas y que los
lanzaran al fondo del mar, pero Solvilde no quería ni oír hablar de dañar
tanto las aguas.
Y así siguieron, y siguieron, y siguieron, sin que se planteara ninguna
sugerencia que los convenciera a todos.
Hasta que, al final, Wyrdith se levantó. El dios de las historias y el
destino se había mantenido en silencio hasta entonces, pero en ese
momento sacó la rueda de la fortuna de su pesada túnica.
El resto de los dioses se mantuvieron en silencio mientras Wyrdith
levantaba una mano y hacía girar la rueda con fuerza.
Lo observaron, esperando a ver dónde se detenía el destino.
Cuando la rueda se detuvo por fin, los dioses miraron a Wyrdith
deseando oír la solución que ofrecía.
—La suerte nos sonríe —dijo Wyrdith—, porque he visto lo que
debemos hacer.
Pero, incluso mientras lo decía, había tristeza en sus ojos, porque solo
él sabía cuál sería el sacrificio.
Wyrdith se explicó, y los dioses, al entender que ese era el único modo,
le entregaron un único hilo de su magia encantada.
Wyrdith entregó su pluma dorada. Velos entregó un diente. Eostrig, un
cuerno, y Huida, una escama de serpiente. Tyrr entregó una piedra
preciosa, Solvilde cedió un huevo y Freydon renunció a una garra.
Huida tomó los siete regalos y los usó para tejer un ovillo irrompible.
Hiló durante horas y, cuando el ovillo estuvo terminado, comenzó a tejer.
Una vez más, pasaron las horas. Casi había llegado el alba cuando por fin
terminó su trabajo.
Usando la magia de los dioses, Huida había tejido una capa que
cubriría el mundo. Un velo que era irrompible e impenetrable, uno que
atraparía a los oscuros para siempre y los mantendría apartados del
mundo real.
Mientras Huida trabajaba, el resto de los dioses agarraron los bordes
del velo y lo tensaron alrededor del mundo entero para protegerlo.
Pero, mientras la luna descendía hacia el horizonte, Perchta, la gran
cazadora, vio lo que los dioses pretendían hacer. Sin perder un segundo,
tomó su arco y una flecha de su carcaj y apuntó al cielo.
Disparó.
Aunque el velo estaba casi colocado, la flecha atravesó el único hueco
restante en el sudario mágico y golpeó la luna llena que había al otro lado.
La herida de la luna comenzó a sangrar, y una única gota de luz cayó sobre
el velo. En aquel punto, Huida descubrió que no podía completar la última
puntada, lo que dejó para siempre una abertura en un tejido por lo demás
perfecto. Una abertura que solo sería visible bajo la luna llena, y en las
noches en las que el sol y la luna se disputan el dominio del cielo.
Aceptando que habían hecho todo lo que habían podido y que el velo,
aunque era imperfecto, sería suficiente para evitar que los oscuros
continuaran con su devastación del reino mortal, los dioses regresaron a
sus dominios. Tyrr a los volcanes de Lysreich. Solvilde a la costa del mar de
Molnig. Huida a las laderas de las montañas Rückgrat. Eostrig al profundo
corazón del bosque de Aschen. Freydon a los exuberantes prados de
Dostlen. Velos a las sombrías cavernas del Verloren. Wyrdith a los
acantilados de basalto de la frontera norte de Tulvask.
Allí vivieron en paz durante algún tiempo, satisfechos con el desempeño
del velo, pues el daño que los oscuros podían causar en una única noche de
cada ciclo lunar era limitado. Creían que habían conseguido atemperar
aquella enorme amenaza.
Solo Wyrdith comprendía el alcance de lo que cada uno de ellos había
entregado aquella noche. Pasarían muchos años antes de que los otros
dioses entendieran que, al ceder una parte de sí mismos para crear el velo,
su magia había cambiado irremediablemente. Al crear una prisión para los
oscuros, también se habían atrapado a sí mismos. Al entregar un hilo de
magia, los dioses descubrieron que su capacidad para cambiar su forma
física tenía ahora una única limitación.
En las noches de Luna Eterna, como aquella en la que se había creado
el velo, los dioses ya no conservaban el dominio de sí mismos. En lugar de
eso, se veían obligados a asumir la forma de siete bestias terribles.
Después de eso, se volvió posible atrapar a un dios en esa larga y
oscura noche. Era posible cazarlos, apresarlos… y reclamar ese
inaprensible deseo.
Desde entonces, siempre que la luna llena se eleva en la noche más
larga del año, los cerberos se oyen olfateando y buscando a su presa.
Siete dioses convertidos en siete bestias extraordinarias.
La sala del trono estaba decorada con dos hileras de enormes columnas de
piedra a cada lado sobre las que se enroscaba el cuerpo de un tatzelwurm.
Había tapices y molduras doradas en las paredes, y una hilera de ventanas
con vistas al lago y a las lejanas montañas dejaba entrar la luz del sol
durante el día. Por la noche, los centenares de velas de los candelabros
proyectaban su halo dorado en los muros.
La estancia era majestuosa, sin duda, pero Gild tenía razón: no había
lugares evidentes donde esconder un cuerpo. No había armarios, ni
alacenas, ni tumbas de piedra instaladas convenientemente por allí.
—Es muy distinto al otro lado del velo —dijo Serilda—. Imagínatelo
con telarañas y nidos de ratas, y con el mobiliario volcado y roto… Lo que
queda de él, al menos. Hay arbustos espinosos cubriendo gran parte del
suelo. Las ventanas están rotas. Pero los tronos no han cambiado…, como si
algo los estuviera protegiendo. —Se acercó al estrado donde se alzaban las
dos butacas, tapizadas de azul cobalto, con respaldo alto y patas como
zarpas de león—. Están justo así. No hay una sola mota de polvo en ellos.
Gild rodeó el estrado, examinando los tronos desde cada ángulo. Dio un
pisotón en el suelo de piedra.
—Estoy bastante seguro de que el suelo es de piedra sólida. Pero…
¿debajo del estrado? Quién sabe.
Ambos se situaron a un lado de este, una plataforma elevada sobre tres
peldaños y cubierta por una alfombra decorada con un complicado
estampado de nudos dorados. Juntos, se agacharon junto a la plataforma y
presionaron el borde con las manos.
—A la de tres —dijo Gild—. Uno. Dos. ¡Tres!
Empujaron.
Y gimieron.
Y gruñeron.
Serilda estaba a instantes de rendirse cuando, por fin, la plataforma se
movió. Perdió el equilibrio y se golpeó la rodilla contra el suelo de piedra,
pero era innegable que el estrado se había movido unos centímetros.
Lo suficiente como para revelar lo que parecía el borde de una abertura.
Inhaló con brusquedad.
Sus ojos se encontraron con los de Gild, cargados de una energía
renovada. Lo intentaron de nuevo. El estrado se movió con mayor facilidad
esta vez, permitiéndoles retirarlo un centímetro tras otro.
Se detuvieron cuando sus pies llegaron al límite del agujero. Por lo que
podían ver, era casi un rectángulo perfecto, del mismo tamaño que el
estrado que lo mantenía oculto. Habían eliminado las losas del suelo y
excavado en el lecho inferior, dejando unas paredes toscas y una fosa de
casi un metro y medio de profundidad.
Serilda se quedó sin aliento. Agarró el brazo de Gild y ambos se
arrodillaron ante el borde.
Ella nunca había visto tantos huesos. La fosa estaba llena: fémures,
caderas y colecciones de diminutos huesos de dedos entre los cráneos
blanqueados. En contraste, los dos cuerpos que parecían estar solo
dormidos destacaban como rosas carmesíes sobre la nieve.
Estaban perfectamente preservados, aunque no los habían tratado con
ningún tipo de cuidado.
Reconoció al príncipe, aunque lo habían lanzado bocabajo. Llevaba una
capa de un verde vibrante con bordados dorados, unas elegantes botas de
cuero y un jubón entallado. La capa que llevaba rodeaba algunos huesos, y
Serilda se imaginó la piel, la carne y la ropa de los que habían estado debajo
pudriéndose lentamente mientras él se mantenía encantado, intacto por el
tiempo.
Maldito.
No conseguía pensar en el cuerpo que estaba allí tumbado como Gild.
Iba vestido regiamente, pero muy anticuado, como un príncipe de hacía
trescientos años. Y estaba casi muerto, a pesar de que Gild siempre le había
parecido muy vivo.
Había un segundo cuerpo. Una niña.
Debería haber sido el cuerpo de Serilda, pero no lo era.
Serilda se sintió extrañamente vacía mientras miraba a la pequeña.
Quizá era un poco más alta que Gerdrut, con similares rizos dorados.
Podrían haber sido hermanas, aunque aquella niña era una princesa: la
hermana de Gild, que también había sido lanzada descuidadamente a la
fosa. Yacía de lado, con una pierna extrañamente torcida hacia atrás y un
rizo perdido escondiéndole la mitad de la cara. Pero tenía las mejillas
sonrosadas, ruborizadas. Era como si, en cualquier momento, su hermano y
ella pudieran despertar y mirar a su alrededor y asustarse al descubrirse en
aquella fosa común.
Serilda se estremeció. Cuando consiguió dejar de mirar los cuerpos del
príncipe y la princesa y enfrentarse al horror del resto de la tumba, vio una
daga con la empuñadura dorada. Un broche enjoyado. Cerca de un cráneo,
en la esquina, había una corona.
Los oscuros no se habían molestado en registrar aquellos cadáveres para
llevarse sus objetos de valor. Solo habían querido librarse de ellos.
Parpadeó para alejar las lágrimas. Aquellos no eran unos restos
cualquiera, con sus cuencas vacías y sus sonrientes hileras de dientes y sus
huesos esparcidos y enterrados entre tejidos lujosos. Aquella era la familia
de Gild. Su madre y su padre, el rey y la reina que en el pasado habían
gobernado aquel castillo. Y los demás… ¿habrían sido criados, cortesanos,
guardias? ¿Cuántos cadáveres abandonados allí para pudrirse pertenecerían
a los fantasmas que todavía vagaban por aquellos pasillos?
Sabía que esos no podían ser todos los que habían sido asesinados
aquella noche. Dudaba que en aquella cripta construida apresuradamente
hubieran cabido más de un par de docenas de personas cuando eran más
carne que huesos. Quizá eran los que habían muerto allí, en la sala del
trono. Los oscuros no habían intentado preservar su dignidad, no habían
llevado a cabo ningún ritual funerario. Solo habían querido librarse de los
cadáveres del modo más eficiente posible. Era probable que los hubieran
dejado allí porque el Erlking necesitaba un lugar donde mantener los
cuerpos del príncipe y la princesa, y era más fácil arrastrar el resto de los
cadáveres a aquel agujero que llevarlos hasta el puente levadizo.
Se preguntó si Agathe estaría entre ellos.
Se preguntó qué habrían hecho los oscuros con todos los demás.
¿Habrían lanzado sus cuerpos al lago? ¿O habría otras tumbas como
aquella, dispersas y sin señalizar, en el recinto del castillo?
—Esta era mi gente —susurró Gild a su lado. Su expresión era sombría,
un cruce entre la incredulidad y el horror—. La… gente del príncipe.
Nuestra corte, nuestros sirvientes. Él los mató, y después solo… los
desechó. Como si sus vidas no importaran.
Serilda le dio la mano, pero Gild mantuvo los dedos inmóviles, como si
no se hubiera dado cuenta o no quisiera consuelo.
El joven bajó la cabeza y, cuando vio los dedos de Serilda entrelazados
con los suyos, se sobresaltó levemente. La miró a los ojos. Serilda no lo
había visto tan devastado desde…
Bueno. Desde que el Erlking había declarado que sería su esposa.
—Los desechó como si fueran basura —murmuró—. No quería el
castillo por su riqueza… No quería nada más que venganza. Mató a toda
esa gente solo para hacerme daño. Mató a mis padres. —Se le agudizó la
voz, pero dio un paso adelante y su tristeza se convirtió en rabia—. Solo
para hacerme daño a mí. Y ni siquiera lo recuerdo. Ni siquiera pude
llorarlos como es debido.
—Lo estás haciendo ahora —susurró Serilda.
Él negó furiosamente con la cabeza.
—Les fallé. A todos y cada uno de ellos…
—No, Gild. No pudiste hacer nada. Ni siquiera estabas aquí cuando
ocurrió, y aunque hubieras estado, los oscuros pillaron a todo el mundo por
sorpresa. Son inmortales. Son cazadores expertos. Tienen magia y… no fue
una pelea justa. —Se inclinó hacia él y apoyó la cabeza en su hombro,
aunque él se tensó—. Nada de esto es culpa tuya. Lo único que hiciste fue
intentar salvar a tu hermana.
Tan pronto como lo dijo, deseó retirar las palabras.
Gild había intentado salvarla, pero había fracasado.
No podría haber detenido la masacre. Serilda sabía que eso le abrumaba,
el hecho de que ni siquiera había estado allí cuando había ocurrido. El
Erlking lo había hecho para vengarse de Gild, que había matado a Perchta y
había enviado su espíritu de nuevo al Verloren.
Había pagado mucho por ello. Seguía pagándolo. Siempre estaría
pagándolo, a menos que encontraran un modo de poner fin a su maldición.
—¿Por qué está ella aquí? —le preguntó Gild, elevando la voz—. Tú
me dijiste que estaba muerta.
Serilda se apartó. Pero, a pesar del enfado que había en la voz de Gild,
sabía que no estaba enfadado con ella. Estaba mirando la fosa, los cuerpos
de los olvidados, de los malditos, respirando con jadeos estrangulados.
—No está muerta. Serilda. No está muerta.
Serilda miró de nuevo a la princesa. No tenía sentido. Ella había visto su
cadáver colgado, no muy lejos de aquella misma fosa.
Abrió los ojos de par en par.
Su cuerpo.
Había visto el cuerpo de la princesa, aquel mismo cuerpo, allí colgado.
—Ya la había maldecido —susurró—. Ya había separado su espíritu de
su cuerpo. Pero entonces…
—¿Dónde está? —terminó Gild por ella.
—No lo sé.
Serilda deseaba poder hacer algo, cualquier cosa, para mitigar el dolor
de Gild. Lo vio sacar el medallón de debajo de su ropa y apretarlo en su
puño, con los ojos clavados en el cuerpo de su hermana. Su hermana, que
no estaba muerta.
—No.
Serilda se tensó.
—¿No qué?
Él se sorbió la nariz, aunque no había derramado ninguna lágrima.
—No me mires con lástima. No estoy triste. Ni siquiera la recuerdo. Y,
de todos modos, no tenemos tiempo de estar tristes.
Ella levantó una ceja.
—¿Más de trescientos años y de repente tienes prisa?
—¡No me preocupo por mí, y tampoco me preocupa ella! No la
conozco. Me preocupas tú. Quiero alejaros a ti y… y a tu hijo del Erlking lo
antes posible.
El corazón de Serilda se ablandó. Era por ella por quien estaba
preocupado. Claro.
—Está bien que te preocupes también por ella, ¿sabes? —le dijo—.
Incluso que la eches de menos.
—No la recuerdo —repitió Gild, con una voz inusualmente dura—. No
puedes echar de menos a alguien a quien no recuerdas.
—Eso no es cierto. Yo echo de menos a mi madre cada día, y tampoco
tengo recuerdos de ella.
Los ojos de Gild destellaron, llenos de pesar.
—Lo siento. No pensaba…
—No pasa nada, Gild.
El joven soltó el colgante y se pasó ambas manos por la cara.
—A veces olvido que él también se llevó a tu madre. Es lo único que
hace: robar, asesinar y destruir. Hay que detenerlo. Quiero detenerlo,
descubrir cómo… matarlo. O cómo enviarlo de nuevo al Verloren. No lo sé.
No sé qué puedo hacer, pero… lo odio. Lo desprecio.
Serilda quería aliviar su dolor, pero no sabía qué decir. No se trataba
solo de la familia de Gild. No se trataba solo de la suya. No eran solo los
niños, o aquel castillo lleno de fantasmas. ¿Cuántas vidas había arrebatado
demasiado pronto? ¿A cuántas familias había destrozado la cacería salvaje?
¿A cuánta gente del bosque había asesinado? ¿A cuántas criaturas mágicas
había cazado y matado?
Y seguiría así para siempre.
¿Y si no había ningún modo de detenerlo?
Gild se apartó y descendió a la fosa. Tuvo cuidado y lo hizo despacio,
intentando no perturbar los restos de los que estaban allí enterrados, pero
era imposible evitar los huesos. Serilda hizo una mueca ante cada crujido y
repiqueteo que Gild hizo al avanzar hacia los cuerpos.
Se detuvo junto al príncipe y giró el cuerpo sobre su costado. Fue
surrealista ver a su doble idéntico tumbado entre los huesos: el mismo
cabello ondulado y cobrizo, la misma constelación de pecas, los mismos
pómulos y hombros y dedos elegantes. Solo se diferenciaban en la ropa y en
el hecho de que aquella versión de Gild no había causado ningún problema
en trescientos años.
Una flecha con la punta dorada y una sedosa pluma negra atravesaba su
muñeca en el punto exacto donde Gild tenía una cicatriz.
El chico miró el rostro del príncipe durante un largo momento. Serilda
ni siquiera podía comenzar a imaginar qué estaría pensando.
Con un gemido dolorido, Gild se quitó el anillo dorado del dedo, el que
Serilda le había entregado a cambio de que convirtiera la paja en oro.
Ninguno de ellos se había dado cuenta en el momento, pero el anillo era
legítimamente suyo. Llevaba el sello real de su familia, un tatzelwurm
enroscado en la letra R, y Serilda sospechaba que se lo había entregado a la
Abuela Arbusto y a las doncellas del musgo como pago por su magia
curativa. Antes de la maldición. Antes de que le borraran la memoria.
Gild tomó el valioso anillo y se lo puso al príncipe en el dedo. Después,
se quitó la cadena del cuello, se la puso al príncipe por la cabeza y le metió
el medallón en el interior del elegante jubón de piel.
—Creo que estas cosas te pertenecen a ti —le dijo—. El verdadero
príncipe de Adalheid.
Serilda se mordió el labio. Quería preguntarle si estaba seguro de querer
ceder aquellos valiosos artículos, lo único que lo conectaba con su vida
anterior. Pero tenía la garganta cerrada y temía hablar, como si se estuviera
entrometiendo en un momento sagrado que en realidad no le pertenecía.
Gild se giró y miró a la niña. Su hermana.
A diferencia del príncipe, que parecía ileso, excepto por la flecha, la
princesa tenía moratones púrpuras en la garganta. A Serilda se le constriñó
el pecho al verlos.
Gild tomó una de las pequeñas manos de la niña y la levantó hacia la
luz, revelando la flecha de punta dorada que le atravesaba el brazo delgado.
—Debería estar aquí —dijo Serilda—. Anclada al castillo. Entonces,
¿dónde está?
Él no tenía respuesta. Lo único que sabían era que, si la niña hubiera
estado en alguna parte de aquel castillo, embrujándolo como el propio Gild,
seguramente él lo sabría.
Serilda no sabía qué pensar de aquella nueva información, y estaba
segura de que Gild también tenía problemas para asimilarla. En muchos
sentidos, la muerte podía ser un consuelo. Pero el Erlking no había matado
a la princesa. Había separado su cuerpo de su alma, pero ¿adónde lo había
anclado? ¿La habría dejado en Gravenstone, su castillo en las profundidades
del bosque de Aschen? ¿Había estado aquella niña sola, abandonada,
durante siglos?
—Está exactamente igual que en el retrato —dijo Gild—. Quizá un
poco mayor, si acaso.
Con dolorosa ternura, Gild recolocó el cuerpo de la niña. La puso sobre
su espalda y le alisó las arrugas del descolorido camisón. Le colocó las
manos sobre el vientre y le apartó los rizos de la frente.
Cuando terminó, de verdad parecía dormida.
Al final, Gild miró a Serilda.
—¿Dónde está tu cuerpo?
—No lo sé —susurró ella—. Debe de tenerlo en otro sitio.
Gild suspiró, frustrado.
—Tenemos que volver a colocar la plataforma. Si el Erlking descubre lo
que hemos visto, cambiará los cuerpos de sitio.
Serilda frunció el ceño.
—Gild…, puedes extraer la flecha. Desanclarte. Romper la maldición.
Puedes hacerlo ahora.
Él le sostuvo la mirada, confuso.
—¿Y qué pasa contigo?
Ella negó con la cabeza.
—No te preocupes por mí. Esta es tu oportunidad de escapar de este
sitio, de ser libre…
Gild resopló.
—¿Y dejarte aquí sola? Nunca. Tan pronto como rompa la maldición,
me quedaré atrapado al otro lado del velo, sin ti.
Serilda quería discutir, pero su tono era decidido, y sabía que no lo
convencería. Una parte de ella se sintió aliviada.
Pero las palabras de Gild también le hicieron sentirse culpable. No
quería ser la razón por la que él se quedara allí atrapado. Y, aunque
encontraran su cuerpo…, ¿se marcharía ella con él? ¿Abandonaría a los
niños?
—Gild… —comenzó, intentando sonar segura y lógica—. No sabemos
si alguna vez…
—Lo haremos —dijo, volviendo al borde de la fosa—. También
encontraremos tu cuerpo, Serilda. Cuando nos marchemos, lo haremos
juntos.
Rara vez lo había visto tan estoico. Tan decidido.
Lentamente, asintió.
—De acuerdo.
Gild salió de la fosa y comenzó a caminar hacia el otro lado del estrado
para empujar de nuevo la plataforma.
—Espera —le pidió Serilda—. Deberías llevarte esto. —Alargó el brazo
y recogió la corona que había cerca de la esquina de la fosa. Era de factura
delicada, con filigranas doradas, esmeraldas y perlas incrustadas—. Tú
deberías haber sido rey.
Gild se rio, aunque sin su buen humor habitual.
—No la quiero. No he hecho nada para ganármela.
Entonces algo cambió en él. Una sombra. Una tensión. Se mostró en la
postura de sus hombros y en la elevación de su barbilla.
—Pero quiero ganármela.
Un destello inusual apareció en sus ojos mientras miraba de nuevo la
fosa. Sus padres, su corte. Muchos de los que todavía vagaban por aquellos
pasillos, obligados a servir al Erlking.
—Romperemos las maldiciones, Serilda. Y encontraremos un modo de
hacer que Erlkönig se arrepienta de haber venido a este castillo.
Alguien se aclaró la garganta, sorprendiéndolos a ambos.
Gild desapareció.
Serilda giró sobre sus talones.
Agathe estaba en la puerta, con vendas nuevas y el brazo en cabestrillo.
Tenía una sonrisa torcida.
—Yo podría ayudaros con eso.
Gild asomó la cabeza desde detrás de una columna. Miró a la maestra
de armas y a Serilda.
—¿Ayudarnos… a poner los tronos de nuevo en su lugar? ¿O ayudarnos
a romper la maldición?
La sonrisa de Agathe se amplió.
—Ambas cosas.
Capítulo 18
La afirmación del rey se cernió en el aire que había entre ellos. Nunca se
había mostrado tan vulnerable en presencia de Serilda y, para su desagrado,
aquello hizo que su enfado la abandonara en un cristalizado aliento.
El Erlking la miró, examinándola a través de sus abundantes pestañas
negras.
—Pero solo soy un demonio. Así es como nos llamáis en vuestras
historias, ¿no?
Serilda se estremeció, sin atreverse a admitirlo, aunque el rey no parecía
especialmente dolido.
—Es posible que no lo creas, pero el amor entre los demonios puede ser
real.
La joven abrió los labios, pero no salió ninguna palabra. No sabía qué
creer. Lo único que había visto en el rey de los alisos y en su corte era
crueldad y egoísmo, nada parecido al amor, tal como ella lo entendía.
Pero recordó la historia del Erlking y de la cazadora. De algún modo,
sabía que, si le dieran la oportunidad, él reorganizaría las estrellas para
reunirse con ella.
—Vas a intentar recuperar a Perchta —susurró.
El rey no sonrió. No frunció el ceño. No se movió. La miró fijamente,
observando algo, aunque Serilda no sabía qué era. Solo cuando se
estremeció de nuevo, él pestañeó y se apartó. Ninguno de ellos se había
dado cuenta de que había comenzado a inclinarse hacia ella, de que sus
elegantes dedos estaban sobre el mantel, a apenas unos centímetros de los
de Serilda.
La joven negó con la cabeza, como si se hubiera quedado
conmocionada.
—¿Crees que puedo arrancar un espíritu de las garras del Verloren?
—Creo que lo intentarás.
Él no lo negó.
—Creo —continuó Serilda, observándolo con atención, aunque su
expresión no revelaba nada— que pretendes capturar a uno de los dioses
antiguos durante la Luna Eterna. Y, cuando lo tengas, desearás el regreso de
Perchta y le entregarás a mi hijo.
Serilda le sostuvo la mirada, esperando que reconociera que tenía razón.
Se vio recompensada cuando entornó los ojos.
—Eres lista —murmuró.
—Solo observadora —dijo—. Se llevaron a Perchta hace trescientos
años. ¿Llevas todo este tiempo intentando apresar a un dios?
Él se encogió de hombros.
—¿No lo hace todo el mundo?
—No lo creo, no.
El rey sonrió.
—Lo harían, si tuvieran los medios.
—El oro.
—El oro —asintió.
—Pero no crees tener suficiente.
El Erlking apretó la mandíbula.
—Tengo otros recursos.
A Serilda la sorprendió que no intentara negar sus planes, pero, claro,
¿qué sentido tendría? ¿Qué podría hacer ella al respecto?
—Si lo consigues, ¿no se pondrá celosa cuando descubra que te has
casado con una mortal?
Él arrugó la frente, y Serilda se dio cuenta de que no comprendía a qué
se refería. Después, bajo la luz de las velas, su expresión se aclaró y su
rostro se animó.
—Mi Perchta —dijo, despacio—. Celosa… ¿de ti?
Serilda nunca se había sentido más ofendida con menos palabras. Se
puso recta.
—Soy tu esposa, ¿no es así?
El Erlking ladró una carcajada.
—Los mortales le dais demasiada importancia a esos títulos tan
arbitrarios. Lo encuentro bastante pintoresco.
Esta vez, Serilda no se contuvo al poner los ojos en blanco.
—Sí, sí. Qué tontos somos los mortales. Qué adorables debemos de
resultar, mirados desde tal superioridad.
—A ti te encuentro bastante refrescante.
—Me alegro mucho de agradarte, mi señor.
El Erlking dejó de sonreír solo lo suficiente para tomar un sorbo de
vino.
—Ahora eres tú la que no lo comprende —dijo, girando el cáliz
distraídamente—. Todo lo que soy pertenece a la cazadora. Siempre ha sido
así, y eso nunca cambiará. Jamás podría entregarme a otra, porque no hay
nada que dar. Así que… no, Perchta no se pondrá celosa. En lugar de eso, se
mostrará encantada con el niño que le daré, el único regalo que no pude
darle antes.
—Pero le diste niños, y se cansó de todos ellos. ¿Y después qué?
¿Asesinarás a mi hijo o lo abandonarás en el bosque?
—Conoces bien las historias.
—Todo el mundo conoce esas historias. Viviendo tan cerca del bosque
de Aschen, son de los primeros relatos que contamos a nuestros niños. Una
advertencia para que se mantengan alejados de ti.
El rey se encogió de hombros.
—Le llevé niños, pero nunca a un recién nacido. Puede que su afecto
maternal necesite desarrollarse desde las primeras etapas.
Serilda apretó el cuchillo.
—Tonterías. Todos los niños merecen ser amados. Todos los niños
merecen una madre o un padre que se ocupe de ellos y que los proteja
incondicionalmente, no alguien que los mime un tiempo y que pierda el
interés cuando la maternidad deje de apetecerle. Esos no son los actos de
alguien que desea ser madre. Eso es lo contrario a una madre. Eso es
alguien que solo se preocupa de sí mismo.
Una advertencia oscureció la mirada del Erlking y, aunque Serilda tenía
mucho más que decir sobre el tema, se obligó a cerrar los labios.
—Supongo que ya lo veremos —dijo el rey tranquilamente—. Si todo
sale bien.
«Si todo sale bien».
Si apresaba a un dios y deseaba el regreso de Perchta. Si ella le
entregaba a su hijo a ese monstruo.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —le preguntó Serilda—. Tienes lo que
quieres, así que, ¿por qué molestarte con velas y flores y… —señaló la
mesa con el cuchillo— romance?
—¿Eso es lo que te molesta?
Serilda resopló.
—No puedo ni empezar a contar la cantidad de cosas que me molestan.
—Ah, sí. Porque estás prisionera, maldita, atrapada en un castillo
encantado, porque esos roedores a los que llamas niños están muertos,
etcétera, etcétera. Perdóname por olvidar tus muchas quejas. —Suspiró,
sonando aburrido—. Solo pensaba que sería agradable disfrutar de una
velada tranquila juntos. Como marido y mujer.
—Como carcelero y prisionera.
—No te pongas a la defensiva. Te hace parecer humana.
—Soy humana. Y mi hijo también lo será, por si todavía no te has dado
cuenta. Tendrá emociones y necesidades humanas. ¿Quieres saber qué
esperar? Bueno, yo te lo diré: todas las cosas caóticas, ilógicas y ridículas
que los humanos experimentamos cada día de nuestras vidas. Porque
tenemos corazones y almas… Algo que tú no puedes comprender, por
mucho que creas saber qué es el amor.
El rey escuchó su sermón. Había olvidado su expresión altiva, y se
mostraba frío y duro de nuevo.
—¿Eso es todo? —le preguntó al final.
Serilda exhaló con brusquedad, a través de las fosas nasales.
—No. Eso no es todo —le espetó. Pero rápidamente volvió en sí,
recordando la importancia de aquella noche. Todo por lo que Gild y ella
habían estado trabajando—. Pero se hace tarde, mi señor. Deberías
prepararte para la cacería. Para atrapar un nuevo bärgeist o un… grifo, o lo
que te apetezca.
—Ah, ¿así que has oído hablar de nuestro grifo?
—He oído que tampoco tienes oro suficiente para eso —replicó,
deseando que él dejara de alargar la conversación. Deseando que se
marchara por fin.
—Puede que no —dijo el rey, visiblemente sereno—. Pero siempre
podríamos matarlo. Y colocar su cabeza… allí, quizá. —Señaló la repisa de
piedra que había detrás de Serilda, pero ella no se giró para mirar—.
Aunque eso sería una pena. Hay bestias que deben estar colgadas en las
paredes, y hay bestias que deben ser admiradas en carne y hueso. No deseo
matar al grifo, y tienes razón: no creo que tengamos suficientes cadenas
para someterlo. —Ladeó la cabeza—. Quizá debería traerte un regalo a ti,
querida.
—Te ruego que no lo hagas.
—Vamos. Debe de existir alguna criatura mágica que te guste. ¿Qué
niño mortal no ha soñado con cabalgar un unicornio blanco a través de los
prados del sur?
—¡Un unicornio! Eso suena muy aburrido comparado con los grifos, los
bärgeists y los tatzelwurm.
El rey sonrió.
—Lo dice alguien que nunca ha intentado apresar uno. Son bestias más
astutas de lo que esperarías.
—Por supuesto que sí. —Serilda se inclinó hacia delante con
complicidad—. Se sienten atraídos por las doncellas inocentes y por los
niños, mi señor, mientras que tú estás siempre rodeado de demonios
homicidas. Quizá te equivocas de compañía.
—Lo tomaré como un consejo. Aunque no me gustaría que fuera tan
fácil. No habría satisfacción en ello. —Pasó una uña por el borde de su copa
—. Doncellas inocentes y niños, dices. Qué idea tan novedosa.
—En realidad no vas a cazar un unicornio, ¿verdad?
—¿Por qué no? Es una presa valiosa. —Curvó los labios—. Esos dos
sirvientes tuyos. La pequeña y el… —Agitó la mano lánguidamente en el
aire—. El que nunca se queda quieto. No los necesitarás esta noche,
¿verdad?
Serilda se detuvo. Quería creer que se estaba burlando de ella, pero no
podía estar segura.
—No lo decía en serio —le aseguró—. Nadie se cree de verdad que los
unicornios tengan debilidad por los niños. Solo es un cuento tonto.
—Hay verdad en los cuentos tontos.
—No en este. Los unicornios son demasiado listos como para eso. Sería
mejor que buscaras en la parte más oscura del bosque, donde la luz nunca
llega. A los unicornios no les gusta competir con la luz del sol. Construyen
sus hogares en cañadas donde hay montones de… —examinó lo que había
sobre la mesa— zarzamoras. Y ortigas. Y un roble. Siempre tienen que
estar cerca de un roble, porque esa es la única madera que resiste que se
afilen el cuerno con ella. Todo lo demás se marchita y muere hasta las
raíces. —Se encogió de hombros—. Al menos, eso es lo que me han
contado. ¿Ves? No se necesitan niños.
El Erlking la miró fijamente un momento, inescrutable.
Después se levantó y (algo de lo más desconcertante) se apoyó sobre
una rodilla junto a Serilda y tomó su mano.
—Eres un tesoro —susurró, presionando los labios contra los dedos de
la joven.
Serilda se apartó, horrorizada.
De inmediato recordó la historia del tatzelwurm. Solo había sido una
mentira ridícula y, aun así, esa misma noche, los cazadores habían
encontrado a la bestia justo donde ella había dicho que estaría. ¿Lo había
hecho de nuevo?
—Mi señor…
—Vamos —dijo Erlkönig, poniéndose en pie y bebiéndose el resto del
vino de un solo trago—. No debemos retrasarnos. El trabajo de la
madrugada vale oro.
Serilda frunció el ceño.
—Querrás decir «por la mañana». El dicho es… Oh, da igual.
El Erlking se marchó del torreón camino del patio, que bullía de
actividad, como siempre en la noche de la cacería. Pero Serilda supo tan
pronto como salió que algo era diferente.
No solo se estaban preparando los cazadores, los perros y los caballos.
También había docenas de carruajes y carretas enganchadas a los bahkauv,
extrañas criaturas parecidas a los toros. Serilda vio al mozo de cuadra y a
casi todos los criados del castillo corriendo de un lado para otro,
comprobando y engrasando los ejes de las ruedas de los carruajes y
cargando cajas y equipaje en las carretas.
—¿Qué está pasando? —preguntó Serilda.
—He preparado un nuevo alojamiento —dijo el Erlking. Su sonrisa se
volvió taimada cuando tomó la mano de Serilda, la posó sobre su antebrazo
y alejó a la chica del torreón—. No hay motivo para inquietarse.
—No estoy inquieta —replicó con un gruñido—. Es solo que me parece
indeciblemente irritante que todo lo que digas tenga siempre más capas que
una cebolla.
—Perdóname. Odio estropear una sorpresa. En pocas palabras, mi
amor: nos marchamos.
—¿Os marcháis? —Serilda miró con la boca abierta a los cazadores que
comprobaban sus armas, y también a un grupo de oscuros que normalmente
no asistían a la cacería subiendo a los carruajes cerrados—. ¿Abandonas
Adalheid?
—Ya he informado del traslado a tus pequeños sirvientes —le dijo—.
Sospecho que pronto aparecerán con tus cosas… Ah, sí. Aquí vienen.
Serilda vio a Hans y a Fricz portando un baúl entre los dos. Anna y
Gerdrut los seguían, con los brazos cargados de cajas y bolsas de tela.
Aunque solo habían pasado cuatro semanas desde que Anna se había caído
a la arena, sus heridas habían sanado tan rápidamente como le habían
asegurado, y no parecía tener problemas para llevar el pesado equipaje.
Los niños se detuvieron ante un carruaje, el que a Serilda le había
recordado a un mausoleo. Nickel estaba ayudando a enganchar el caballo.
—No lo comprendo. ¿Adónde te los llevas?
—¿A ellos? No seas absurda. ¿Para qué necesito yo a esos parásitos?
Por si no te has dado cuenta, son unos criados terribles. He visto cómo te
arregla el cabello la pequeña, y si te soy sincero… —le echó una mirada
cargada de intención—, es difícilmente tolerable.
Serilda frunció el ceño.
—El cabello me lo arreglo yo.
El rey parpadeó.
—En ese caso, preferiría que no lo hicieras. En cuanto a tu pregunta,
están aquí para acompañarte. Son tus sirvientes, ¿no?
—Pero… —Negó con la cabeza, cerrando los ojos con fuerza por la
exasperación—. No puedo marcharme. Estoy atrapada aquí.
—¿Eso es lo que te molesta? —Le pasó la punta del dedo por el interior
del codo—. ¿Crees que no lo he preparado todo? —Levantó la voz—.
¡Manfred! Que nuestras dos bestias más fiables y un contingente de
guardias se ocupen de esta carreta. Lleva mi cargamento más valioso. No
soportaría que le ocurriera algo.
Manfred, que estaba comprobando algo en un pequeño pergamino,
asintió con firmeza.
—Por supuesto, mi señor oscuro. Me ocuparé de ello.
Serilda miró tras él para ver el carruaje al que el Erlking se refería.
Un peso se asentó sobre ella. Era la carreta grande y lujosa que Agathe
les había mostrado en la cochera. La que contenía su cuerpo.
Preparado para el viaje.
Así podría abandonar Adalheid. E iba a ocurrir. Iba a ocurrir ya, aquella
misma noche.
—No —dijo, mirando las ventanas del castillo con los ojos entornados,
buscando algún rastro de Gild—. Esta noche no. Mi señor, sé sensato. —Se
agarró al brazo del Erlking—. Si deseas viajar, ¿no deberíamos partir bajo
la protección del velo? ¿Por qué marcharnos esta noche, durante la Luna de
Paja? Deberías salir de caza, y yo… yo me prepararé para partir mañana. Si
me hubieras avisado para que me preparara, pero es que… esta noche no
puedo marcharme.
Él sonrió de oreja a oreja.
—¿Tienes planes importantes para esta noche, paloma mía?
Serilda tragó saliva.
—No… No. Yo solo…
—¡Giselle! —ladró el rey, silenciando a Serilda del susto. La
adiestradora de los sabuesos apareció, más taciturna de lo habitual.
—Te quedarás a cargo de este castillo en mi ausencia —dijo el Erlking
—. Espero que mi corte responda ante ti como lo haría ante mí.
—Será un honor, mi señor.
—Pon especial cuidado en la casa de fieras —añadió el rey—. Espero
tener nuevas adquisiciones cuando regrese. Giselle hizo una reverencia.
—¿Y estáis seguro de que vuestros cazadores conseguirán controlar a
los perros? Tienen un horario de alimentación concreto y necesitan ejercicio
regular, además de las cacerías, y…
—Relájate, Giselle. Pareces tan inquieta como la mortal. Serilda y
Giselle se miraron con una mueca de disgusto. —Los perros estarán bien
cuidados, te lo aseguro. Y te prometo que serás recompensada por tu buena
disposición para quedarte aquí.
Giselle apretó los labios en una línea fina.
—Lo que mi rey necesite de mí.
Hizo una nueva reverencia antes de girarse y marcharse para examinar a
los sabuesos.
—Bien, entonces —dijo el Erlking, tomando la mano de Serilda y
pasando sus fríos pulgares sobre la cicatriz de la muñeca de esta. Una lanza
de hielo subió por el brazo de la joven hasta la cavidad de su pecho—.
¿Estás lista?
—¿Para qué? —exhaló, con las entrañas cubiertas por una escarcha de
invierno.
El Erlking se acercó tanto a ella que Serilda tuvo que estirar el cuello
para sostenerle la mirada. Antes de saber qué estaba ocurriendo, sintió el
inesperado aunque conocido tirón de la magia. Un chisporroteo en lo
profundo de su vientre. Una chispa en el aire. El fino vello erizándose en su
nuca.
—«Disuelvo las ataduras que te anclan a este castillo» —dijo, y sus
palabras resonaron en el interior del cráneo de Serilda—. «Aunque tu
espíritu aún no pertenezca a los confines de tu cuerpo mortal, ya no estarás
atrapada. Como propietario de tu alma, te libero de estos muros».
Cuando la última de sus palabras titiló en el aire que había entre ellos,
Serilda sintió el mismo dolor abrasador que cuando la había maldecido,
subiendo desde la cicatriz donde la flecha había atravesado su carne. Gritó,
sorprendida, y se encorvó hacia delante. Se habría desplomado, si el rey no
la hubiera atrapado.
El dolor no duró mucho.
Cuando volvió a inhalar, aunque temblorosa, pudo incorporarse de
nuevo.
—¿Por qué haces esto? —le preguntó, desconcertada—. No lo
comprendo.
—Lo harás —le dijo con alegría, acariciándole la mano. Era la viva
imagen de un marido cariñoso—. Lo único que tienes que hacer es ponerte
cómoda. Tu carruaje te espera.
El rey la condujo al carruaje donde los cinco niños la esperaban. Hans
llevaba la capa favorita de Serilda, una muy usada. Había incertidumbre en
sus rostros. La chica sabía que estaban tan abatidos por aquella salida
inesperada como ella misma.
—Toma —dijo el Erlking, quitándole a Hans la capa de las manos y
rodeando con ella los hombros de Serilda, que intentaba disimular su
creciente temor. El rey comprobó el cierre, con ternura, antes de ayudarla a
subirse al banco del cochero—. Desde aquí tendrás una buena vista.
—Mi señor. —Agathe apareció y miró a Serilda con una expresión
inescrutable antes de dirigir su atención al Erlking. Sostenía una cadena
dorada, rodeando una docena de veces su puño, y una espada larga
envainada—. Las armas que pedisteis.
El rey tomó la cadena y la espada y se las aseguró al cinturón.
—Los cazadores están listos —añadió Agathe.
—Bien. Partamos.
—¡Espera! —gritó Serilda.
El Erlking la miró con una ceja levantada.
—Por favor —suplicó—. Dime qué está pasando.
—¿No es evidente? —le preguntó—. Nos vamos de caza.
Dicho eso, se alejó. Sus compañeros cazadores lo rodearon con rapidez.
El mozo de cuadra le llevó el caballo de guerra negro.
Hans subió al banco del cochero junto a Serilda. Aquella noche, él sería
su conductor. Nickel ayudó a Gerdrut a entrar en el carruaje, antes de subir
con Anna y Fricz.
—¿Qué está pasando? —susurró—. ¿Adónde vamos? ¿Cómo es que
yo…? —Se quedó sin palabras.
Hans le tomó la mano, y el gesto fue consolador, aunque hizo que se le
erizara la piel del brazo. El niño no contestó; tenía los labios cerrados con
fuerza, y Serilda se preguntó si el Erlking le habría prohibido hablar.
Cuando el carruaje comenzó a traquetear sobre los adoquines,
uniéndose a la hilera de caballos y carretas que se desplazaban hacia el
puente, Serilda estiró el cuello para mirar de nuevo el torreón del castillo.
En las ventanas resplandecía la luz de las chimeneas, pero no había ni rastro
de Gild.
El carruaje pasó junto a la sombra de la garita. El sonido de los cascos
de los caballos y de los bahkauv cambió a un melódico repiqueteo cuando
entraron en el puente de madera.
Serilda contuvo el aliento.
Las ruedas del carruaje traquetearon y chirriaron y tronaron sobre el
puente.
El vehículo emergió de las sombras de la garita, y Serilda no se
desvaneció.
Su espíritu no se vio arrastrado de vuelta a la sala del trono, en el
corazón del torreón.
Había abandonado el castillo de Adalheid y, en algún lugar de aquel
oscuro desfile, su cuerpo también lo había hecho.
Capítulo 21
D
— ebí saber que no era prudente dejar con vida a una humana que
hubiese visto nuestro hogar —dijo Pusch-Grohla. Su largo cabello blanco
estaba enredado y lleno de nudos, atravesado por ramitas y trozos de
musgo, e incluso con un terrón de barro endurecido. La elegante diadema
de perlas que rodeaba su frente arrugada parecía totalmente fuera de lugar.
—Lo siento —exhaló Serilda—. Ha sido un accidente.
—Aun así, los has traído hasta aquí. Cosa que no debería ser posible.
Me aseguré de que no pudieras encontrarnos de nuevo.
—¡No lo pretendía! Él me ha preguntado por… un unicornio. Yo solo
me he inventado una historia, lo juro. ¡Nunca te habría traicionado!
—Lo del unicornio ha sido un buen detalle —dijo el Erlking despacio,
caminando hasta el claro—. Todo este tiempo ha estado oculto tras uno de
los tapices de Huida. Qué listos los dioses. —Miró a su alrededor—. ¿Tus
hijas han puesto los pies en polvorosa, asustadas? Esperaba más de la
llamada gente del bosque. Creía que las estabas criando para ser una especie
de guerreras. O… deja que adivine. —Echó la cabeza hacia atrás, mirando
los árboles que los rodeaban—. Están escondidas, resguardadas entre las
ramas, esperando justo el momento adecuado para lanzarse heroicamente a
la batalla. —Levantó una ceja—. Espero que ese momento llegue antes de
que todo arda.
—Con o sin nuestro hogar —replicó Pusch-Grohla—, nos
enfrentaremos a ti y detendremos tu egoísta camino de destrucción.
Él se rio.
—No si estáis muertas.
Con un solo movimiento, desenvainó la espada y atacó a Pusch-Grohla.
Ella bloqueó el golpe con su cayado y, donde el metal golpeó la madera, un
enjambre de polillas de alas blancas aparecieron revoloteando. Se lanzaron
sobre el Erlking; en ese momento de distracción, resonó un grito de guerra.
Centenares de doncellas del musgo aparecieron en el bosque. Sus
cuernos y astas lanzaban destellos dorados a la luz del abrasador fuego.
Portaban arcos y dagas y lanzas con las que cargaron contra los cazadores,
que se apresuraron a recibirlas con sus propias y ansiosas armas.
Serilda gritó y se agachó, intentando protegerse con los brazos, pero
nadie le prestó ninguna atención mientras el mundo se sumía en el caos. El
terreno retumbó y la joven cayó sobre una rodilla, pensando que eran los
caballos de los cazadores uniéndose a la batalla. Pero entonces descubrió
que las enormes raíces de los árboles se estaban levantando del lecho del
bosque para golpear a los cazadores, como si fueran serpientes. Pronto, a las
raíces se les unieron las enredaderas que restallaban en las ramas
incendiadas y las zarzas que se colaban entre las piernas de los cazadores.
En los árboles aparecieron pájaros que se lanzaron contra los invasores con
sus picos afilados y sus más afiladas garras. Enormes esporas de hongos se
mezclaron con el humo del fuego, ahogando y cegando a todo el que
entraba en contacto con ellas.
Pero, aunque la magia del bosque era fuerte, los cazadores eran brutales,
estaban bien entrenados y eran inmortales. En el fragor de la batalla, se
concentraron en las doncellas del musgo, respondiendo con un golpe a cada
golpe.
Había gritos por todas partes. De dolor. De rabia.
Entonces «¡Serilda!», unas vocecitas la llamaron.
Serilda parpadeó para quitarse el polvo de los ojos.
Los cinco niños estaban escondidos entre las ruedas de un carruaje.
Aunque temía moverse, la joven se obligó a acercarse. Esquivando el
cuchillo de un cazador y el hacha de una doncella del musgo, se lanzó bajo
el vehículo, jadeando.
—¿Alguien está herido?
—Estamos bien —contestó Hans por los demás, aunque Gerdrut lloraba
mientras los dos mellizos intentaban protegerla con los brazos.
Desde aquel punto, Serilda tenía una mejor vista del caos. El fuego
seguía propagándose, formando una barrera alrededor del claro donde había
estado la aldea de Asyltal. De vez en cuando, una rama se quebraba sobre
su cabeza, y caía estrellándose con un rocío de chispas.
Los fantasmas estaban casi todos intentando refugiarse, escondidos
dentro o debajo de los carruajes. La maldición que los unía al Erlking
evitaba que huyeran al bosque.
Todos excepto Agathe. Como los cazadores, estaba batallando. Con una
espada en las manos, se movía como una bailarina en el combate,
atravesando doncellas del musgo con asombrosa velocidad y elegancia. Oh,
cómo habría deseado Serilda que la habilidad de la maestra de armas se
usara contra los oscuros, y no contra la gente del bosque.
No podía seguir mirando.
Se giró y vio la carreta grande, no demasiado lejos, resguardando a un
puñado de cocineros y de ayudantes de cocina. Reconocía aquella carreta.
Era su carreta. La que contenía su cuerpo.
¿Conseguiría llegar hasta ella? ¿Romper la maldición? ¿Reunir su
espíritu con su cuerpo y liberarse? Nadie estaba mirándola.
Pero… no.
Los niños seguían atrapados, esclavizados por el Erlking. No podía
abandonarlos. Tenía que…
Contuvo el aliento y se concentró en él. Estaba tomando la delantera
sobre la Abuela Arbusto, que contraatacó con una embestida de magia del
bosque. Las raíces subieron por las piernas del rey. Los brotes le agarraron
los brazos. Cuando buscó sus armas, de las vainas y los bolsillos del rey
brotaron flores silvestres. Sin importar lo rápido o lo implacable que fuera
el Erlking, Pusch-Grohla siempre tenía un truco para lanzarle o para
ralentizarlo. Cualquier guerrero se habría sentido frustrado, pero el Erlking
sonreía, con sus ojos azules brillantes y entusiastas.
Todavía no había usado la larga cadena dorada que llevaba atada al
cinturón, como si la estuviera reservando para una ocasión especial. Serilda
sabía que los cazadores tenían más, en alguna parte, de cuando habían
atrapado al tatzelwurm y habían luchado contra el bärgeist, pero no tenía ni
idea de dónde las guardaban. No obstante, la cadena del Erlking estaba
justo allí, destellando a la luz del fuego.
Si conseguía llegar hasta ella, podría usarla para liberar a los niños.
—Quedaos aquí —dijo, saliendo a rastras de debajo del carruaje.
Los gritos consternados de los niños la siguieron, pero Serilda los
ignoró. Solo pensaba en el Erlking y en esa cadena, y en que tenía que
acercarse a él sin que la apuñalara una daga perdida o la empalara una lanza
rebelde.
Al menos, los cazadores y las doncellas del musgo estaban tan
concentrados en matarse unos a otros que no prestaron atención a la chica
que los esquivaba. Que reptaba y corría entre ellos.
Se lanzó detrás de una roca para recuperar el aliento. Estaba cerca. El
Erlking y la Abuela Arbusto combatían a menos de una docena de pasos de
ella.
El rey estaba concentrado, muy centrado en su pelea.
Pero Serilda notaba que la batalla estaba llegando a su fin… Y los
oscuros estaban ganando. Los cuerpos atravesados por flechas o proyectiles
o espadas de las doncellas del musgo cubrían el suelo, junto a todo tipo de
criaturas del bosque: murciélagos y tejones, zorros y búhos. Sus ojos inertes
atravesaban la noche. El musgo del lecho del bosque estaba empapado de
sangre, y por todas partes, entre la carnicería, había ramas caídas y ascuas
ardientes.
Incluso Pusch-Grohla estaba perdiendo terreno. El Erlking avanzó,
golpeándola sin cesar, hasta que la anciana retrocedió contra el tronco de un
altísimo pino. Sus ramas superiores estaban en llamas. La ceniza se
arremolinaba a su alrededor.
Erlkönig sonrió y levantó su espada hasta la garganta de la anciana.
—¿Por fin te has quedado sin trucos, vieja bruja?
Para sorpresa de Serilda, una lágrima brilló en el rabillo del ojo de
Pusch-Grohla al ver la devastación que había causado el fuego.
—Por favor…, Solvilde —susurró la Abuela Arbusto, con la garganta
ronca por el humo—, si alguna vez te ha importado algo que no seas tú,
ayúdanos.
El Erlking se rio, un sonido frío y cruel.
—La gran Pusch-Grohla… ¿suplicando qué? ¿Una nube de lluvia?
¿Una tormenta? —Chasqueó la lengua—. Desafortunadamente, hace mucho
tiempo que Solvilde no se encuentra en posición de responder plegarias
desesperadas.
Conteniendo el aliento, Serilda abandonó la relativa seguridad de la
roca, y se acercó con la vista fija en la cadena.
La Abuela Arbusto hizo una mueca.
—¿Qué has hecho con Solvilde?
—Lo mismo que estoy a punto de hacer contigo.
El rey bajó la espada. Buscó en su cinturón con la otra mano.
Y soltó la cadena en el mismo momento en el que Serilda atrapaba su
extremo.
El Erlking se sobresaltó y se giró hacia ella con la espada preparada.
Pero se detuvo en seco cuando la vio agarrando la cadena con ambas
manos.
—¡No dejaré que le hagas daño! —gritó—. Ella solo quiere proteger el
bosque. ¡Tú eres el villano aquí! ¡No puedes hacer esto!
Una comisura de la boca del rey se curvó, divertida.
—Ningún humano me ha sorprendido nunca tanto como tú.
Con un simple tirón, atrajo a Serilda hacia sí y le rodeó la cintura con el
brazo. La joven gritó, negándose a soltar la cadena, aunque esta se había
quedado atrapada entre sus cuerpos. El Erlking acercó la cabeza; su aliento
danzó sobre la mejilla de Serilda.
—No olvides cuál es tu lugar.
El rey la apartó con un gruñido, arrancándole la cadena dorada. Esta le
arañó la palma, dejándole unos feos surcos en la piel. Serilda se cayó al
suelo.
—¡No!
El Erlking levantó su espada… No contra Pusch-Grohla, sino contra una
serie de espinas enormes que brotaron del suelo, justo donde Serilda y él
habían estado. Serilda estaba segura de que una de ellas la habría empalado
si el Erlking la hubiera retenido allí un segundo más.
—¡Basta! —bramó el rey. Con un movimiento de su muñeca, desenrolló
las cadenas de oro y se las lanzó a la Abuela Arbusto. La rodearon, a ella y
al árbol en llamas, atrapándola contra el tronco.
La andana emitió un sonido gutural e inhumano, más aullido que grito.
Forcejeó contra las ataduras, pero sus esfuerzos solo sirvieron para tensar
más las cadenas.
—Adelante —dijo el Erlking—. Sigue luchando. Lo estoy disfrutando
bastante.
La Abuela Arbusto rugió y le lanzó un escupitajo. Aterrizó sobre el
jubón de piel del rey, y el tejido empezó a sisear como si le hubieran echado
algún tipo de veneno corrosivo.
El Erlking gruñó.
—Criatura asquerosa.
Pusch-Grohla abrió las fosas nasales y levantó la barbilla, desafiante.
Después, para sorpresa de Serilda, silbó una melodía armoniosa y
aleteante, como un trino encantado, que resonó a través del bosque.
La esperanza brotó en el interior de la chica. ¿Estaría pidiendo
refuerzos? ¿Algún aliado inesperado del bosque que aparecería y destruiría
a los cazadores?
No.
Su esperanza murió rápidamente cuando vio a las restantes doncellas
del bosque, agotadas por la batalla, pero todavía vivas, girando sobre sus
talones y huyendo, obedeciendo la orden de su Abuela.
—¡Se retiran! —gritó uno de los oscuros—. ¡Mi señor!
—No las sigáis. —La voz del Erlking reverberó mientras las doncellas
del musgo desaparecían como luciérnagas al alba—. Tenemos lo que hemos
venido a buscar.
El rey contempló a Pusch-Grohla, que había dejado de retorcerse contra
sus ataduras. Su expresión seguía siendo obstinada. Cuando el Erlking se
acercó a ella, la vieja le mostró los dientes, y Serilda recordó lo extraña que
le había parecido su boca la primera vez que la había visto. Como si los
pocos dientes que tenía se los hubiera arrancado a un caballo y los hubiera
apiñado tras sus labios agrietados.
—Ha sido una victoria fácil —dijo el Erlking—. Esperaba asesinar a
muchas más de tus hijas antes de que les ordenaras retirarse. ¿Adónde irán,
me pregunto, ahora que Asyltal ha ardido hasta los cimientos?
Erlkönig fingió examinar los árboles en llamas. El aire estaba tan
cargado de humo que a Serilda le escodan los ojos, pero a los oscuros no
parecía molestarles.
—Sabes que todo esto podría haberse evitado —continuó el Erlking—.
Podríamos haber sido…, bueno, no amigos, pero sí conocidos cordiales.
Hace muchos años. Si me hubieras prestado tu ayuda cuando acudí a ti. Si
hubieras puesto un niño en el vientre de Perchta. No me digas que tu magia
no podía conseguirlo. Al rechazarnos, al rechazarla a ella, trajiste la
desgracia sobre tu bosque y tus hijas.
La Abuela Arbusto gruñó.
—Perchta es una bárbara sin alma. El veneno de su sangre habría
marchitado a cualquier niño colocado en su vientre. Si por algún milagro
hubiera conseguido llevar el embarazo a término, habría nacido un
monstruo que crecería para convertirse en una bestia que soy incapaz de
imaginar. Yo nunca daría mi bendición a una madre tan inadecuada. No me
arrepiento de mi decisión, y nunca lo haré.
El Erlking sostuvo su mirada un largo y silencioso momento.
—Entonces supongo que no vamos a llegar a ningún acuerdo. Es una
pena. —Extendió la mano y golpeó con el dedo la diadema de perlas que
Pusch-Grohla llevaba en la frente—. Voy a necesitar ese cuerno.
—Y yo voy a necesitar una taza de sidra de bayas de invierno fuerte —
replicó Pusch-Grohla—, pero estamos en pleno verano, y no siempre
conseguimos lo que queremos.
—Yo suelo conseguir lo que quiero sin problemas.
El rey buscó en su carcaj y sacó no una flecha dorada, sino la que tenía
la punta negra. Idéntica a la que Serilda le había extraído al basilisco.
Pusch-Grohla solo tuvo tiempo suficiente para contener el aliento
cuando la vio, antes de que el Erlking se la clavara en la carne donde su
cuello se encontraba con su hombro.
Serilda gritó.
Pusch-Grohla echó la cabeza hacia atrás, agonizante, mostrando los
dientes.
Con un movimiento de la mano, el Erlking recuperó las cadenas doradas
que la rodeaban y retrocedió. Pusch-Grohla cayó de rodillas entre las raíces
cubiertas de ceniza.
Y comenzó a Cambiar.
Los ojos de Serilda se llenaron de sorpresa cuando el cuerpo de la
anciana se transformó: sus manos arrugadas se convirtieron en brillantes
cascos negros, su largo cabello se convirtió en una melena blanca como la
leche.
Apenas había parpadeado y de repente había un unicornio ante ella,
majestuoso y orgulloso, recostado sobre sus patas plegadas. De la perla que
había en el centro de su diadema emergió un cuerno en espiral, más largo
que el brazo de Serilda y tan brillante como un ópalo de fuego.
Como mujer, Pusch-Grohla era una de las criaturas más feas con las que
Serilda se había topado nunca. Pero, como unicornio, era magnífica. Tanto
que las lágrimas anegaron los ojos de Serilda al verla con la flecha
enterrada en su manto irisado.
Tan pronto como se transformó, el Erlking volvió a rodearla con la
cadena, atrapando su cuello en un bucle dorado. Pusch-Grohla sacudió la
cabeza en un esfuerzo poco entusiasta de liberarse, pero fue inútil. La había
derrotado.
—Me gustas más cuando no puedes hablar —dijo el Erlking. Miró
sobre sus hombros y chasqueó los dedos—. Niña, ven aquí.
Un momento después, Gerdrut dio un paso adelante, con su rostro
redondo cubierto de lágrimas y ceniza.
—Por favor —gimió Serilda—. Déjala en paz. Ya ha sufrido bastante.
—No voy a hacerle daño, mi querida esposa —dijo el rey, indicándole a
Gerdrut que se acercara más. La niña obedeció, aunque le temblaba todo el
cuerpo—. Para esto necesito un inocente. Como te he dicho, la mayoría de
los mitos tienen una parte de verdad.
Gerdrut negó bruscamente con la cabeza.
—Por favor. No quiero. —Se le rompió la voz.
—Pero lo harás de todos modos.
Agitó los dedos y Gerdrut se acercó al unicornio. Sus sollozos se
volvieron más fuertes cuando agarró el cuerno con sus pequeñas manitas.
—Espera —dijo Serilda—. No. No la obligues a hacer eso. No. Por
favor.
El Erlking la ignoró. Asintió a Gerdrut.
La niña cerró los ojos y tiró tan fuerte como pudo, quebrando el cuerno
por su base. El unicornio retrocedió, pero, apresado por la cadena de oro, no
podía ir a ninguna parte.
—Lo siento —susurró Gerdrut, entre sollozos temblorosos—. ¡Lo
siento mucho!
—Bien hecho —dijo el Erlking, alargando una mano—. Por fin me has
servido para algo.
Gerdrut le entregó el cuerno, y después se lanzó a los brazos de Serilda.
El Erlking lo sostuvo a la luz del fuego con una sonrisa triunfal,
mientras las ascuas y la ceniza se elevaban a su alrededor.
—¿Sabes? De haberlo hecho yo, se habría convertido en polvo. Eso
habría sido una pena, ¿no te parece? —Señaló a los cazadores que
esperaban—. Llevad al unicornio a una de las carretas, rápido. Me gustaría
estar en casa al amanecer.
Capítulo 23
Cuando la caravana dejó atrás los restos humeantes de Asyltal, así como
los incontables cuerpos de las doncellas del musgo caídas, Serilda se sentía
aturdida. El humo seguía aferrado a ellos. Finos copos de ceniza se
asentaban en montículos grises sobre los carruajes y las carretas.
Los cazadores habían sufrido muchas heridas, desde extremidades
perdidas a profundos tajos que revelaban la carne putrefacta bajo su
luminosa piel. Serilda los vio sacándose flechas de los costados y anudando
tiras de tela alrededor de las heridas que chisporroteaban y humeaban casi
tanto como el lecho del bosque.
A pesar de aquello, los ánimos parecían exaltados. Serilda nunca los
había visto sonreír tanto, con sus labios escarlata y sus pómulos marcados.
Nunca había visto sus ojos tan brillantes.
Se movían a través del bosque como vencedores.
Su actitud contrastaba abruptamente con la de Serilda, los niños y el
resto de los criados presentes, que podrían haber estado marchando hacia su
propio funeral.
Serilda estaba tan perdida en los recuerdos dolorosos (el horrible
momento en el que le habían arrancado el cuerno al unicornio se reproducía
en su mente una y otra vez) que tardó mucho tiempo en darse cuenta de que
el cielo, que se veía ocasionalmente a través de los árboles, se estaba
iluminando, y de que no estaban avanzando en la misma dirección por la
que habían llegado.
Todavía montada en su caballo, a la cabeza de la caravana, miró al
Erlking con el ceño fruncido.
—Has dicho que íbamos a casa.
Él levantó las cejas.
—Y así es.
—Este no es el camino de Adalheid.
—¿Te he hecho pensar alguna vez que Adalheid es mi hogar? —
Después de un momento de duda, añadió—: O el tuyo, para el caso. Ella, la
que adora su supersticiosa y pequeña aldea.
—Gravenstone —dijo Serilda, pasando por alto la pulla—. Vamos a
Gravenstone.
—Como he dicho. —El Erlking le mostró los dientes—. A casa.
—Pero ¿por qué ahora? Según tengo entendido, abandonaste
Gravenstone hace trescientos años.
—Yo no abandoné nada. Mi castillo me fue arrebatado, y ahora por fin
tengo un modo de reclamarlo.
Serilda cerró las manos con fuerza sobre la crin de su caballo.
Durante un rato, continuaron callados, en un silencio que se volvió más
pronunciado por el paso firme de sus caballos y de los animales de carga,
por las rechinantes ruedas de las carretas y de los carruajes que los seguían,
por los sonidos de un bosque que comenzaba a despertar ahora que la noche
se convertía en mañana.
—Intentamos regresar a Gravenstone —dijo el Erlking, sorprendiéndola
después de tan largo silencio—. Nunca fue mi intención quedarme en
Adalheid. No había nada que quisiera más que perder de vista a los
fantasmas y a ese… príncipe. Cuando el velo cayó, regresamos a
Gravenstone y lo descubrimos… cambiado. —Parecía casi melancólico al
hablar—. En nuestra ausencia, Pusch-Grohla había embrujado el recinto del
castillo, formando una barrera infranqueable. Su único objetivo era
mantenernos alejados de allí. No permitir que regresáramos al castillo que
era legítimamente nuestro. Que jamás volviéramos a acceder a Gravenstone
ni a… —Se detuvo tan abruptamente que un escalofrío reptó por la
columna de Serilda.
El Erlking no sabía que ella conocía parte de aquella historia. Mientras
él hablaba, Serilda recordó la historia del príncipe… La historia de Gild.
Después de que Gild le hubiera atravesado el corazón a Perchta con una
flecha, el sol había salido mientras ella yacía herida en el puente hacia
Gravenstone. En el lado mortal del velo, ya no era un castillo al que ella
pudiera huir. En lugar de eso, era una puerta. La puerta del Verloren.
Mientras el príncipe observaba, Velos había emergido y había
reclamado a Perchta, a la que se había llevado a la tierra de los perdidos.
Después de eso, Pusch-Grohla había aparecido y había sellado las puertas.
Al hacerlo, evidentemente, también había sellado la entrada a Gravenstone.
—Por eso buscabas a Pusch-Grohla —murmuró Serilda—. La
necesitabas para romper el hechizo del castillo.
—Necesito el cuerno para romper el hechizo —le aclaró el Erlking—.
Para Pusch-Grohla tengo otro objetivo. —Su expresión se relajó—. Aunque
no diré que no es gratificante tener a la vieja bruja encadenada.
Serilda apartó la mirada. Se sentía muy culpable. Todavía estaba
intentando asimilar el hecho de que Pusch-Grohla fuera en realidad un
unicornio y de que el Erlking lo hubiera sabido, pero aquel parecía un
misterio sin importancia, después de todo lo que había pasado.
El camino se estrechó, las ramas arañaron los laterales de los carruajes.
Parecía que el bosque se oponía a ellos. Había troncos caídos en el sendero,
gruesas raíces que hacían tropezar a los caballos, espinas que azotaban a los
intrusos. Los troncos de los árboles estaban más cerca, como si fueran un
ejército de soldados cerrando filas. Serilda sintió un hormigueo de inquietud
mientras el bosque de Aschen se hacía cada vez más denso, bloqueando
cualquier rastro de cielo, de montañas, del mundo más allá.
El rey curvó los dedos y los criados fantasma se adelantaron para
aclarar el camino, haciendo retroceder el bosque con palas y guadañas.
Atravesaron la línea de los árboles todos a la vez, descubriendo un cielo
amatista y una imagen que le robó el aliento a Serilda.
Ante ellos se alzaban dos árboles, un fresno y un aliso, con los troncos
entrelazados como si estuvieran atrapados en un abrazo eterno. Eran
demasiado grandes como para ser reales, tan altos que sus copas
desaparecían entre las nubes. Una bóveda de ramas se extendía como un
enorme paraguas en todas direcciones, desapareciendo en el neblinoso
bosque. En su base había un laberinto de raíces retorcidas tan extenso que
podría haber cubierto la ciudad entera de Adalheid.
El fresno estaba floreciendo. Sus delicadas hojas con forma de lágrima
eran de un vivido verde mayo.
El aliso, por otro lado, parecía moribundo. Sus ramas marchitas y
teñidas de gris habían perdido la mayor parte de las hojas, que cubrían los
espacios entre las enormes raíces con una quebradiza alfombra de marrón y
ocre. Era como si la ceniza estuviera drenando lentamente la vida del aliso.
El aliso. Serilda lo entendió entonces. Era el árbol que había brotado de
las profundidades del Verloren y que había emergido al reino mortal,
creando para siempre el abismo a través del que habían escapado los
oscuros y otorgando a su líder el título de rey de los alisos.
Pero… no había castillo.
Al darse cuenta de ello, se quedó boquiabierta. Aquellas raíces enormes
y enredadas habían crecido sobre el castillo, escondiéndolo de la vista y
alejando a cualquiera que deseara entrar.
Aquel era el hechizo que la Abuela Arbusto había puesto sobre aquel
lugar. El saludable fresno luchaba por su dominio con el del rey de los
alisos, para evitar el regreso de los oscuros.
El Erlking puso su caballo al trote mientras la caravana se dispersaba
por el claro. El mundo era allí inquietantemente silencioso, desprovisto de
los trinos y del silbido de la brisa del bosque.
Serilda miró atrás, buscando entre la multitud, hasta que vio a los niños.
Intentó mostrarles una sonrisa de ánimo, pero estaban demasiado ocupados
mirando los árboles con sorpresa como para darse cuenta.
El Erlking desmontó y se acercó a una raíz gigante que zigzagueaba por
el suelo como una serpiente mítica; su circunferencia era casi tan alta como
el propio rey. Sacó el cuerno de unicornio de la funda de su cinturón. Este
brilló bajo la tenue luz de la mañana.
Serilda se mordió el labio. El caballo relinchó y la joven le puso la
mano en el cuello, antes de sentirse tonta por intentar domar a un animal
que seguramente era más una bestia mágica que real. Aun así, bajo sus
dedos, el corcel pareció calmarse.
El rey levantó el brillante cuerno sobre su cabeza. Serilda habría jurado
que el fresno temblaba y se estremecía, como frenético.
Entonces el Erlking clavó el cuerno en la raíz.
En algún lugar de la caravana, el unicornio emitió un bramido horrendo.
Las raíces del fresno chillaron.
No había otra palabra para describirlo. Serilda se cubrió las orejas con
las manos. En todo el claro, las raíces del fresno comenzaron a
ennegrecerse y a encogerse. Murieron rápidamente; las que estaban más
cerca del bosque de Aschen se desmoronaron sobre la tierra. La decadencia
se extendió hacia el interior. Las raíces se convirtieron en polvo.
Al caer, revelaron el castillo que llevaba tanto tiempo oculto.
Gravenstone.
Capítulo 24
El tercer día, llamaron a los niños para que ayudaran a lavar y tender las
cortinas y los manteles del castillo, así que Serilda se quedó sola para
explorar.
Durante la cena, el Erlking le mencionó la biblioteca. Le dijo que estaba
llena de tomos antiguos que habían sido recopilados hacía mucho, y eso era
lo que Serilda pretendía encontrar. Su esposo le había indicado cómo llegar
(en el ala sur, más allá de la rotonda lunar, girando antes de llegar al
solario), pero estaba irremediablemente perdida. No había encontrado ni la
rotonda ni el solario, solo una cadena interminable de salones, salas de estar
y galerías con más cabezas decapitadas que una granja de pollos.
Serilda estaba mirando con recelo un impresionante venado de enormes
astas plateadas cuando oyó una risa distante.
Se giró, prestando atención.
El sonido se oyó de nuevo.
—¿Gerdrut? —llamó, entrando en un despacho sombrío. No vio a
nadie, solo pinturas de melancólicos y tormentosos océanos en las paredes
—. ¿Anna? ¿Sois vosotras?
Otra risa, más lejos.
Serilda dudó. Sonaba como una niña, pero ¿sería una de sus niñas?
Atravesó la habitación y salió a un largo pasillo. A la izquierda, se
filtraba un rumor de luz solar. Entornó la mirada para protegerse de la
inesperada luminosidad y entró en una enorme sala circular con el techo
abovedado.
Contuvo el aliento. Las paredes estaban pintadas de un oscuro azul
zafiro, y estaban salpicadas de brillantes constelaciones. Aunque el techo
era casi por completo de cristal, los paneles entre los vidrios estaban
decorados con las fases lunares, junto a las lunas anuales en los bordes,
desde la Luna de Nieve a principios de año a la Luna Oscura a finales de
este. La que aquel año se llamaría Luna Eterna, ya que la Luna Oscura
coincidía con el solsticio de invierno.
Serilda lo miró todo, asombrada. Aquella debía de ser la rotonda lunar
que el Erlking le había mencionado.
No eran solo las fases de la luna; había todo un calendario allí
representado. Mientras estiraba el cuello para observar el techo de cristal, se
preguntó cómo atravesaría la luna aquel espacio transparente. Cómo
aparecerían y desaparecerían las estrellas, a medida que avanzara la noche.
Pero, aunque el techo de la rotonda era glorioso, la habitación estaba
desordenada, y el suelo estaba cubierto de desechos e indicios de trabajo.
Había carretillas de mano medio llenas de piedra y escombros. Cinceles y
hachas dispersos sobre las baldosas.
Y de nuevo oyó un extraño ruido. No eran risas.
Más bien parecían… susurros.
Un sonido distante.
Como un grupo de niños ocultos tras una cortina, incapaces de
mantenerse en silencio.
Serilda se giró.
La puerta estaba enclavaba en una sombría hornacina, difícil de ver. No
era una puerta, descubrió al acercarse, sino la entrada de una cueva. La
negrura rezumaba de aquel agujero. Las paredes que lo rodeaban estaban
talladas en la roca y en la tierra y mostraban gruesas raíces enredadas.
Algo se movía. Se retorcía, reptaba por las paredes.
¿Serpientes?
Con la respiración acelerada, Serilda se acercó a la cueva con paso
vacilante.
No, no eran serpientes. Eran zarzas. Un caos de enredaderas cubiertas
de espinas que serpenteaban sobre los azulejos rotos del suelo de la rotonda.
Habían arrancado montones de ellas, dejando atrás espinas rotas y bordes
astillados.
Pero todavía parecían vivas. Extendiéndose hacia ella. Retorciéndose a
la luz, como si buscaran la calidez del sol.
«Serilda…».
Se detuvo. No era una voz de niño.
Esa voz pertenecía a un adulto. A un hombre. A alguien conocido…
Notó el latido de su corazón en las orejas.
Había oído mal. Su mente estaba jugando con ella, burlándose de ella
con crueldad.
Lo oyó de nuevo. Su nombre.
«Serilda…».
Más fuerte ahora. Más inseguro. Más… esperanzado.
—¿Papá? —exhaló, una palabra débil y temerosa. Estaba segura de que
el susurro venía de aquella abertura. Estaba segura de que era su padre
llamándola.
Pero era imposible.
Estaba muerto.
Ella lo había visto convertido en un nachzehrer, un monstruo devorador
de carne. Había visto a la señora Sauer cortándole el cuello con una pala.
No podía estar allí, en aquel horrible castillo en mitad del bosque de
Aschen.
No podía estar allí, justo al otro lado de aquella profunda oscuridad.
«Seril… da…».
Con un sollozo estrangulado, Serilda se adelantó y agarró una de las
enredaderas, con la intención de apartarla de la entrada, de adentrarse en la
boca de la caverna.
El dolor le atravesó la palma. Siseó y retrocedió. Una espina se le había
clavado en la carne bajo el pulgar. La herida era pequeña, pero le escocía, y
se la presionó contra la boca para detener el sangrado.
Levantó la mirada. Se detuvo en seco.
Las zarzas habían empezado a unirse, agrupándose en crueles nudos
ante la entrada de la cueva, formando una densa barrera.
Retrocedió, temblando.
—¡Sal de aquí!
Se giró, sobresaltada al ver a un cazador que se dirigía hacia ella, con un
pico en la mano enguantada. Serilda gritó y se apartó. Alejándose del
cazador, alejándose de las espinas.
—Humana idiota —murmuró—. ¿Has dejado que te toque? Nos has
hecho perder horas de trabajo. —La miró con una mueca—. ¡Sal de aquí,
antes de que destroces algo más!
Serilda abrió la boca con la intención de contarle lo que había oído, con
la intención de preguntarle a dónde conducía aquella cueva, qué había allí
abajo.
Pero el oscuro ya le había dado la espalda e, irritado, inspeccionaba las
enredaderas que habían vuelto a unirse, negando con la cabeza.
Sabía que no recibiría ninguna respuesta de él.
Además, los susurros se habían acallado. Seguramente se lo había
imaginado todo.
Sin esperar a que le gritaran de nuevo, se marchó corriendo de la
rotonda. Solo cuando recuperó el aliento pensó si debía contarles a los niños
el descubrimiento. No quería asustarlos (ya estaban bastante inquietos),
pero también sabía que aquella cueva, con sus serpenteantes enredaderas,
no tendría competencia como descubrimiento más interesante del día.
Capítulo 27
S
—¡ orpresa! —gritaron cinco voces agudas tan pronto como Serilda entró
en su habitación.
Los niños se habían reunido alrededor de un pequeño escritorio, donde
había una bandeja llena de pastelillos de miel y nueces, el postre favorito de
Serilda.
De inmediato, el ambiente de la tarde se aligeró.
—¿Qué es esto?
—¡Una fiesta de cumpleaños! —gritó Fricz.
—¡Tu capa! —exclamó Gerdrut, corriendo a tocar el terciopelo.
Serilda se alegró de quitársela y rodear con ella a Gerdrut,
envolviéndola con ella como si fuera una colcha. La niña chilló, escondida
entre los pliegues.
—¡Es muy suave!
—Es magnífica —asintió Serilda—. Un regalo de cumpleaños de su
oscuridad. No estoy segura de qué pensar de ello.
Gerdrut salió nadando de la tela, pero siguió envuelta en ella, con el
exceso encharcado en el suelo a sus pies.
—Yo me la pondré, si tú no quieres hacerlo.
Serilda se rio.
—Por ahora, considérala tuya. —Todavía tenía el hato de lana gris—.
Anna, ¿podrías hacer que lavaran y guardaran mi vieja capa? El Erlking
quería dársela a las criadas para que la hicieran trapos, pero he insistido en
que le tenía cariño.
—Por supuesto —dijo Anna, tomando la capa—. Lo haré mañana.
Se sentaron para disfrutar de los pasteles, que habían pedido a los
cocineros semanas antes para asegurarse de que no se agotaban las nueces
que habían llevado consigo desde Adalheid antes del cumpleaños de la
reina.
—Habéis sido muy amables —les dijo Serilda—. Ojalá pudiera daros
algo la mitad de especial.
—¿De verdad? —replicó Fricz—. Solo son pasteles. Ni siquiera los
hemos cocinado nosotros.
—Además, tú nos cuentas cuentos —apuntó Nickel—. Eso es muy
especial.
La sonrisa de Serilda se volvió triste. Le habría gustado que sus
historias siguieran pareciéndole un don a ella también, en lugar de una
carga.
—Yo también tengo algo para ti —dijo Gerdrut, rebuscando en su
bolsillo—. ¡Un bonito regalo para su luminosidad!
Con una sonrisa chispeante, le mostró la mano. En sus dedos había un
pequeño anillo dorado.
Serilda lo tomó y, cuando lo miró a la luz de las velas, el aire abandonó
sus pulmones.
En el oro había un sello que conocía. Un tatzelwurm rodeando la letra
R.
—El anillo de Gild —exhaló—. ¿Has estado con el poltergeist? ¿Te lo
ha dado él?
—No —contestó Gerdrut, confusa—. Lo encontré. En la sala de los
tapices. Me ordenaron que barriera el suelo, y lo encontré en un hueco
detrás de la pata de una mesa, cubierto de polvo. Pero lo he limpiado bien,
creo. —Su sonrisa se volvió aún más orgullosa.
—¿De verdad? —le preguntó Serilda—. ¿Lo encontraste allí?
Intentó ponérselo, pero se le quedó atrapado en el primer nudillo.
—Sé que es pequeño —se apresuró a añadir Gerdrut—, pero he pensado
que quizá podrías ponértelo con una cadena. Quizá… Quizá Gild podría
hacerte una, o algo.
Serilda acercó a la niña hacia sí y le dio un fuerte abrazo.
—Me encanta. Gracias. Hasta que encuentre una cadena, ¿me lo
guardarás? —Le puso el anillo en el dedo—. Te queda perfecto.
La niña se sonrojó.
—¿Estás segura?
—No se lo confiaría a nadie más.
Gerdrut se cubrió el pecho con las manos.
—Lo protegeré, te lo juro.
Serilda asintió.
—Tengo una petición más. Cuando hayamos terminado con este
magnífico postre…, ¿me llevarás a ver esos tapices?
Las lámparas, las antorchas y los candelabros siempre ardían con fuerza
en el castillo, y en la sala de los tapices no era diferente. Tres enormes
lámparas de araña colgaban de las altas vigas en el centro de la
impresionante cámara, y junto a cada tapiz había un candelabro de pie,
iluminando las obras de arte con su luz ambarina.
Y eran obras de arte.
Serilda nunca había visto una artesanía tan impresionante. Las hebras
eran delicadas, y cada detalle tejido era asombrosamente realista.
No obstante, lo más peculiar era que muchos de los tapices parecían
sacados de un cuento.
Un cuento que Serilda había contado. En algunos casos, un cuento que
Serilda había vivido.
Una horda de oscuros, con el Erlking a la cabeza, atravesando el puente
del Verloren mientras un enorme lobo negro aullaba en sus profundidades.
Perchta muriendo ante el castillo de Gravenstone, con una flecha
atravesándole el corazón mientras la observaba un apuesto Gild.
Gild en su rueca, rodeado por montones de paja mientras un hilo de
brillante oro envolvía la bobina.
El Erlking preparándose para apuñalar una masa de raíces con un
esbelto cuerno mientras un unicornio blanco observaba con expresión
abatida.
También había imágenes que le provocaron un escalofrío que atravesó
su columna. Historias que no conocía.
Allí estaba el tapiz del que Gerdrut le había hablado: una joven princesa
(que sin duda era la hermana de Gild) sentada en un trono de espinas con
una corona de ramas de sauce en la cabeza. Estaba rodeada de monstruos,
pero en lugar de atacarla, como los monstruos del tapiz del Verloren habían
atacado al Erlking y a Perchta, aquellas criaturas rodeaban a la niña con
respeto y deferencia. Como si estuvieran protegiéndola.
El siguiente tapiz era uno de los más grandes de la sala. Serilda tuvo que
retroceder muchos pasos para ver la imagen completa.
A la izquierda estaba el Erlking, bajo una brillante luna llena. A sus pies
había blancos montones de nieve, y en la mano sostenía el extremo de una
cadena dorada. Esa cadena lo conectaba con una hilera de bestias que
ocupaban el resto del tapiz. Tenían las cabezas bajas; su postura hablaba de
derrota mientras el Erlking se alzaba sobre ellas.
El basilisco.
El guiverno.
El tatzelwurm.
El unicornio.
El grifo.
El lobo negro.
Y, por último, una rapaz con plumas doradas más grande que cualquier
águila o halcón que Serilda hubiera visto nunca.
La miró durante mucho tiempo, con las entrañas revueltas.
El Erlking tenía cinco de aquellas bestias.
Todas menos el lobo y la rapaz.
¿Qué significaba? ¿Por qué estaba reuniendo a aquellas siete magníficas
criaturas, cuando lo único para lo que necesitaba las cadenas doradas era
para atrapar a un dios la noche de la Luna Eter…?
Serilda se detuvo; un murmullo distante frenó sus pensamientos y le
nubló la mente, reemplazando todo aquello de lo que había estado tan
segura. De que el Erlking quería apresar a uno de los viejos dioses. De que
el Erlking quería pedir un deseo. De que el Erlking quería traer a Perchta de
vuelta del Verloren.
Había estado muy segura de ello.
Pero no.
No lo había entendido del todo.
Siete dioses.
Siete bestias.
Tragó saliva con dificultad, inspeccionando la imagen hasta que no tuvo
duda de que aquella no era una representación de siete bestias cualquiera.
Aquel era el mismo basilisco del que Gild y ella habían huido. El guiverno
que estaba colgado en el gran salón de Adalheid. El tatzelwurm que había
intentado robar la figurilla dorada de Leyna. El unicornio que había sido la
líder de las doncellas del musgo durante siglos. El grifo que, apenas unas
semanas antes, había sido arrastrado por las puertas de aquel castillo.
¿Quiénes eran? ¿Qué eran? Si el unicornio había sido humano (bueno,
si había tenido forma humana), ¿no podrían haberlo sido todos? ¿No
podrían serlo de nuevo, si no estuvieran atrapados por flechas envenenadas
y cadenas doradas?
Su mirada se detuvo en el lobo negro y recordó la historia de la huida de
los oscuros del Verloren, así como los aullidos que subían desde las puertas
de la rotonda lunar.
Velos. Velos se había convertido en un lobo.
Examinó a los demás.
El unicornio. Pusch-Grohla. Protectora del bosque, de las doncellas y
las madres. Con una magia que hacía que los árboles cobraran vida, que
había llenado el patio de tulipanes y campanillas. ¿Podía ser Eostrig, la
diosa de la primavera y de la fertilidad? Serilda nunca había oído ningún
relato que relacionara a Eostrig con la Abuela Arbusto, y la arrugada y
desaliñada anciana no se parecía en nada a las ilustraciones que había visto
de la diosa, que normalmente se representaba esbelta y grácil, con unas
manos fuertes y un largo cabello violeta. Se decía que Eostrig era tan dulce
como intimidante. Tozuda pero amable.
Pusch-Grohla era intimidante y tozuda, pero ¿dulce? ¿Amable? Serilda
hizo una mueca al pensarlo.
Pero, claro…, tampoco había esperado que se transformara en un
unicornio, la más elegante de las criaturas. Y Pusch-Grohla sabía que
Serilda estaba embarazada; había mencionado su «estado» mucho antes de
que ella misma lo supiera.
A continuación, observó al tatzelwurm, recordando el blasón de la
familia de Gild. «Puede que lo llevéis en la sangre». El tatzelwurm se había
sentido atraído por la figurilla creada con el oro bendito. Huida. Huida era
la patrona de Gild. Huida era… ¿el tatzelwurm?
¿Y qué le había dicho el Erlking a Pusch-Grohla? «Hace mucho tiempo
que Solvilde no se encuentra en posición de responder plegarias
desesperadas». El basilisco o el guiverno, que habían sido apresados por los
cazadores años, quizá décadas antes. Recordó los siete vitrales. Solvilde,
vestido de vibrante naranja y azul, los mismos colores de las plumas del
basilisco. Y Tyrr, con el rubí entre los ojos, igual que el guiverno.
Y Freydon…
El grifo. Debía serlo.
Estaba segura de que no había contado ninguna historia sobre un grifo.
Pero había contado la historia en la que Wyrdith iba a visitar a Freydon para
exigirle respuestas sobre la mala cosecha. «En las llanuras al este de
Dostlen, donde se ocupaba de su pulcro jardín y se pasaba las tardes
pescando en el delta del río Eptanie».
Otra historia. Otro cuento absurdo. Otro puñado de verdades que le
habían revelado el paradero de una criatura mítica a la cacería salvaje. Una
criatura mítica que era en realidad… un dios.
No volvería a contar una historia jamás, se prometió en silencio. No
cuando todo, todo, terminaba siendo de algún modo un beneficio para el
Erlking.
Le temblaban las piernas cuando se acercó al tapiz para examinar a la
última bestia.
Recordó las vidrieras de Adalheid y el hecho de que Wyrdith se
representaba a menudo con una pluma dorada en la mano. En su forma
animal, Wyrdith era una enorme rapaz de brillantes plumas doradas. Podía
imaginarlo tan elegante como un halcón, tan despiadado como un águila.
Pero allí aparecía sometido. Allí, el Erlking había ganado.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué quiere a los siete?
—¿Serilda?
Se giró para ver a los niños, que la observaban con unos ojos enormes y
temerosos. ¿Ellos también se habían dado cuenta de la verdad? ¿Sabían qué
significa aquello?
No. Ni siquiera ella estaba segura de comprender del todo lo que
significaba aquello. Quería creer que solo era su imaginación desbocada.
Seguramente se equivocaba. Aquel solo era un tapiz, no significaba nada.
Y, aun así, sabía que estaba en lo cierto. Pondría la mano en el fuego por
ello.
—Tenemos que enseñarte una cosa —dijo Hans, con una mano tensa
sobre el hombro de Gerdrut.
—Eso no estaba aquí antes —dijo la niña—. Lo juro. No lo he visto
antes… ¡De lo contrario te lo habría contado!
Serilda tardó un momento en alejarse de los siete dioses atrapados con
cadenas de oro y darse cuenta de que lo que perturbaba a los niños era algo
totalmente distinto de lo que la había inquietado a ella.
—¿Qué pasa?
La condujeron hasta el final de la sala, en cuya esquina colgaba un
último tapiz, apenas rozado por la luz de las velas.
Serilda tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando un
retrato suyo. Vestida con ropa de caza negra y su nueva capa escarlata, con
el cabello recogido hacia atrás, parecía más que nunca la reina de los alisos.
Pero las ruedas doradas de sus ojos eran inconfundibles. Era ella.
Estaba en la sala del trono de Adalheid, flanqueada por dos columnas,
cada una de ellas con un tatzelwurm tallado. En sus brazos había un bebé.
La esperanza destelló en su interior.
Una esperanza brillante, eufórica.
Era ella. Ella y su hijo. No estaba muerta.
Le temblaron los labios y se atrevió a permitir que una sonrisa vacilante
le rozara la boca. Entonces, Hans le puso una mano en el brazo.
—Hay más —le dijo, y Serilda recordó las expresiones aturdidas de los
niños. No solo aturdidas. Horrorizadas.
Fricz movió uno de los candelabros.
—Queríamos verlo mejor —le explicó—. Y cuando lo iluminas…
Arrastró el candelabro hasta que estuvo justo delante del tapiz,
dispersando las sombras contra el muro.
Ante sus ojos, el tapiz cambió.
Ya no era Serilda la que sostenía a su hijo.
Era la cazadora.
LA LUNA DE LUTO
Capítulo 34
La cazadora se detuvo en el centro con una sonrisa afilada como una hoz
en sus labios escarlata. Llevaba los brazos atados, y sus grilletes no eran
muy distintos de los que habían aparecido en las muñecas de los demonios
reunidos, aunque eran de hierro, en lugar de oro.
—Mi estrella —le susurró al Erlking—. ¿Por qué has tardado tanto?
Él no le devolvió la sonrisa, no exactamente, pero algo había
comenzado a arder en su escarchada mirada.
—Han pasado solo trescientos años —dijo con tranquilidad—. Apenas
un pestañeo.
—Siento disentir —replicó Perchta—. Pero, claro, he sido yo la que ha
estado atrapada, ahogándome en ese río infame. La mirada del Erlking se
detuvo en el dios.
—Suéltala.
Velos inclinó la cabeza.
—Tú primero.
El rey tensó la mandíbula. Pasó un instante. La tensión chisporroteaba
en el aire.
Al final, echó una larga y calculadora mirada a la estancia, deteniéndose
en todos los fantasmas reunidos, muchos de la mano de sus seres queridos y
ancestros, que habían regresado durante la Luna de Luto. Sus expresiones
portaban una esperanza que hizo que le doliera el corazón a Serilda.
Un movimiento captó su atención y miró detrás del rey, segura en aquel
momento de que había visto una sombra en movimiento, una figura oscura
deslizándose por las paredes. Pero solo vio a los espectros reunidos. La
tenue luz le había jugado una mala pasada.
Con gran teatralidad, el rey echó mano a su carcaj y sacó una flecha con
la punta de oro, exactamente igual que la que había usado para anclar las
almas de Serilda y de Gild al lado oscuro del velo. La sostuvo en la palma
de su mano.
Alrededor de Serilda apareció una red de hilos casi transparentes, de un
negro plateado, extendiéndose en todas direcciones. Cada uno de ellos
estaba unido al pecho de uno de los fantasmas de la cámara, desde Manfred
al mozo de cuadra, el personal de limpieza, el jardinero y la modista. El
herrero, los carpinteros, los pajes y los cocineros.
Y cinco hilos conectados a los queridos ayudantes de Serilda.
Hans, su serio y protector lacayo.
Nickel, su amable y atento mozo.
Fricz, su tontorrón y testarudo mensajero.
Anna, su brillante y entusiasta doncella.
Y Gerdrut, su fervorosa e imaginativa camarera.
Todos conectados a unos hilos resplandecientes y tan delicados como la
tela de una araña, todos unidos a la flecha del rey.
Todos menos uno, descubrió Serilda. Agathe, la maestra de armas, que
había traicionado a Serilda y a Gild a cambio de aquel trato.
Ella no estaba a la vista.
—Disuelvo los lazos que os anclan… —dijo el rey, y sus palabras
reverberaron en la cámara—. Os libero de vuestra esclavitud. Ya no soy el
guardián de vuestras almas; os entrego a Velos, dios de la muerte, para que
alcancéis la paz eterna.
Los oscuros y destellantes hilos comenzaron a desintegrarse.
Comenzando por el astil de la flecha, los hilos se desmoronaron,
desvaneciéndose en el aire. Solo las cinco hebras reservadas para los niños
permanecieron sólidas y unidas a la flecha.
Serilda siguió uno de los hilos hasta Manfred y observó cómo el cincel
que había estado alojado en su cuenca durante trescientos años se evaporaba
hasta desparecer. Su herida abierta sanó. La sangre, el daño…
desaparecieron. Como si nunca hubiera sucedido.
Y entonces el siempre estoico Manfred comenzó a llorar.
No fue el único. A su alrededor, todas las heridas sanaron. La sangre y
las magulladuras desaparecieron.
—Hijos míos —dijo Velos, con una nueva ligereza en la voz—. Sois
libres. Durante la Luna de Luto, regresaréis para visitar a vuestros
familiares y descendientes. Cuando salga el sol, os guiaré al Verloren,
donde alcanzaréis la paz.
Con estas palabras, las almas de los muertos empezaron a desvanecerse.
No solo la corte de prisioneros de Adalheid, sino también aquellos que
habían acudido a visitarlos. Los abuelos, los primos…, el rey y la reina.
Serilda quería llamarlos. Quería hablarles de su hijo. Quería
preguntarles si ellos lo recordaban, aunque nadie más lo hiciera.
Pero no tuvo tiempo. Cuando las últimas hebras que los conectaban con
la flecha maldita desaparecieron, también lo hicieron los fantasmas. Uno a
uno, todos los espíritus se disiparon.
Como la bruma sobre los campos golpeada por la luz del sol.
—Serilda…
Se sorbió la nariz y miró a su padre. La expresión del hombre le retorció
las entrañas.
—No —susurró—. No te marches. Por favor…
—Yo no pertenezco aquí —murmuró, mirando la cámara subterránea—.
Y tampoco tú. —Le rodeó la cara con las manos—. Sé valiente, mi niña. Sé
que lo serás. Tú siempre has sido más valiente que yo.
—Papá… —Lo rodeó con los brazos y lo apretó con fuerza—. Lo
siento. Perdóname por todo. Por mis estúpidas mentiras. Por llevar a los
cazadores hasta nuestra puerta. Por lo que te ocurrió…
—Calla. No pasa nada. —Le pasó una mano por la parte de atrás de la
cabeza—. Tú fuiste siempre mi mayor alegría, tú y esa imaginación salvaje
tuya. Igual que la de tu madre. —Suspiró, y había una profunda tristeza en
ello—. No te cambiaría por todo el tiempo del mundo.
—No quiero decirte adiós. No quiero que te vayas.
Él le besó la cabeza.
—No es para siempre. Ten cuidado, mi niña. Por favor. Ten cuidado.
—Te quiero —le dijo, sollozando, apartándose para mirarlo a los ojos
—. Te quiero.
Él sonrió y le limpió las lágrimas de las mejillas.
Y entonces desapareció.
Serilda se encorvó, rodeándose con los brazos como un escudo. Se
sentía vacía, como si un nachtkrapp se hubiera comido su corazón. Sabía
que ver a su padre de nuevo era un regalo, pero eso también abrió una
herida que apenas había comenzado a sanar.
—No me digas que esta es la chica mortal a la que has nombrado reina
de los alisos.
Serilda levantó la cabeza con brusquedad. A través de sus ojos borrosos,
vio a Perchta observándola con una mirada pétrea. A menudo había
pensado que verse atrapada en la mirada del Erlking era como cuando te
golpeaba un viento helado. Pero quedarse atrapada en la mirada de Perchta
era más parecido a zambullirse en un lago cubierto de hielo.
—Tanto sentimentalismo difícilmente podría ser adecuado para la reina
de Gravenstone —dijo Perchta con mordacidad.
Serilda se detuvo. Se sentía demasiado aturdida como para que le
importara el insulto, pero no lo bastante como para ignorar la amenaza en la
sonrisa de buitre de la cazadora.
Se estremeció. De repente, la cámara parecía demasiado vacía,
demasiado silenciosa. Los cazadores y los oscuros se habían marchado. Los
fantasmas y los espíritus visitantes se habían marchado. Su padre se había
marchado. Solo quedaban allí Serilda y la cazadora, el Erlking y el dios de
la muerte y los fantasmas de los cinco niños a los que todavía no había
conseguido salvar.
No quería mostrarse asustada ante aquella demoníaca cazadora, pero su
tristeza había debilitado las ascuas que normalmente sentía brillando en su
interior. Aquella mujer no la asustaba. La aterraba. Y se sintió desprovista
de valor, de obstinación, de ingenio, de todo lo que le habría permitido
mantenerse erguida y mirar a la cazadora con dignidad. Solo pudo ofrecerle
las manos a los niños, urgiéndolos a mantenerse a su lado como si pudiera
protegerlos, aunque nunca había podido hacerlo antes.
Perchta le echó una mirada cruel que hizo que se le erizara el vello de la
nuca.
—Patético.
—Está hecho —dijo el Erlking—. Libera a la cazadora.
La expresión de Velos se oscureció, pero al momento siguiente los
grilletes de las muñecas de Perchta se abrieron.
Cayeron al suelo con un repiqueteo y desaparecieron en una espiral de
humo negro.
Perchta no se miró las manos libres, sino que mantuvo la mirada fija en
Serilda, con los labios curvados en una sonrisa más amplia. Después, sin
mirar a su amante, alargó los dedos y agarró la parte delantera de la túnica
del Erlking. Clavó sus uñas afiladas en los pliegues de la tela y tiró de él.
Giró la cabeza en el último momento, atrapando su boca.
Cerró los ojos y enterró la otra mano en el largo cabello del rey. Este le
rodeó la cintura con un brazo, avivando el beso.
Estuvo cargado de pasión y posesión, y quizá incluso de un poco de
venganza. Serilda no sabía qué pensar de ello, pero sintió que el calor subía
por sus mejillas. No conseguía despojarse de la sensación de que parte del
beso pretendía ser una advertencia, pero ¿para quién? ¿Para ella? ¿Para el
Erlking? Él había estado muy seguro de que Perchta no se pondría celosa,
pero se preguntó si él la habría juzgado mal.
Perchta terminó el beso tan rápidamente como lo había comenzado.
—¿Me has echado de menos? —ronroneó.
—Como la luna añora al sol —respondió el Erlking.
—Repugnante —murmuró Fricz.
El Erlking se apartó de Perchta.
—Bienvenida a casa.
—Sí —dijo Velos, con una sonrisa extrañamente triunfal en la cara—.
Disfruta de tus horas en el reino mortal, Perchta Pergana Zamperi, porque
volverás a unirte a tus iguales cuando el alba rompa sobre la Luna de Luto.
El Erlking levantó una ceja, tensando los nudillos en la cadera de
Perchta.
—Ese no ha sido nuestro trato. Tienes lo que te he prometido, y yo me
quedaré lo que se me ha prometido a mí.
—He liberado a la cazadora, como me has pedido. —Velos levantó su
oscilante farol—. Pero sin un receptáculo adecuado, ningún espíritu puede
mantenerse en el reino mortal. Se verá obligada a regresar al Verloren al
amanecer.
Serilda esperaba que el rey gruñera, que maldijera…, no que sonriera.
Ni que después se riera.
—¿Crees que soy idiota? Por supuesto que tengo un receptáculo
adecuado.
Levantó el tacón contra la tapa del ataúd de madera y empujó. Esta se
deslizó y cayó con un golpe, revelando el cuerpo de Serilda en el interior.
Al verlo, Serilda sintió un escalofrío. La vez anterior, cuando había
visto su cuerpo en la cochera, tenía el mismo vestido pardo manchado de
barro y las botas que había llevado cuando había llegado al castillo de
Adalheid. Pero ahora su cuerpo vestía una camisa de lino, suelta alrededor
de su vientre hinchado y con los cordones abiertos en el cuello; pantalones
de montar y unos guantes de cuero negro, elegantes botas que subían por
sus gemelos y una capa rojo rubí idéntica a la que cubría a Serilda, más
parecida a la sangre que al terciopelo. En lugar de llevar el cabello en dos
trenzas despeinadas, lo tenía suelto en ondas que caían alrededor de sus
hombros. Le habían limpiado la suciedad de la cara y le habían ungido los
labios y los párpados con un aceite que los hacía brillar a la luz de las
antorchas.
Casi no se reconocía. Aquella no era la hija de un molinero. Era una
cazadora, una guerrera… Una madre resplandeciente y llena de la vida que
crecía en su interior.
—He tenido algunos problemas para conseguirlo —dijo el Erlking—,
pero sospecho que servirá.
La expresión de Velos cambió, pero no dijo nada mientras Perchta se
acercaba al ataúd y miraba el cuerpo de Serilda. Pasó un dedo por la
espinilla y el muslo, y después, despacio, muy despacio, sobre el abultado
vientre. Aunque Serilda no podía sentir nada, se estremeció, imaginando la
intimidad del roce. Después, Perchta levantó los ojos para mirar al Erlking.
—Es débil —dijo con voz mordaz.
Serilda dejó escapar un resoplido molesto que fue ignorado por todos.
—En apariencia sí —respondió el rey—, pero su fuerza de voluntad ha
resultado ser extraordinaria. —Sus labios se curvaron con una pizca de
orgullo—. Un rasgo que sin duda heredará nuestro hijo.
Perchta dibujó un círculo completo con el dedo alrededor de la barriga
de embarazada.
—El bebé es un buen detalle. Un recién nacido… mío.
—Gestado por ti —dijo el Erlking—. Parido por ti.
Serilda se irguió.
—No. ¡Es mi hijo!
Dio un paso adelante, pero en el momento en el que Perchta la miró con
un desprecio helado, Serilda sintió que sus pies se detenían sobre el suelo
de piedra. Se quedó sin respiración.
—Ese es mi cuerpo —dijo, con voz temblorosa esta vez—. Mi hijo. Por
favor. No hagas esto.
Sin dejar de mirar a Serilda, Perchta se acercó al ataúd y pasó sus largas
uñas por el cabello del cuerpo del interior.
—Me habría costado reconocerte. —Dejó que el cabello escapara de su
mano mientras la pasaba sobre el hombro y el brazo.
Serilda observó, apresada por un miedo indecible, cómo los dedos de
Perchta bajaban hasta la muñeca en la que estaba clavada la flecha de punta
dorada.
—¿Qué…? ¿Qué estás haciendo? —susurró.
La cazadora sonrió.
—Estoy aceptando un amable regalo.
—Para —dijo Velos, con un gruñido en la garganta—. Ella no está
dispuesta. Por tanto, el receptáculo no es válido. El hechizo no funcionará.
—Cerró la mano en un puño—. Has perdido, Erlkönig. Me llevo mi premio
conmigo, y veré a la cazadora al alba.
—No te recordaba tan impaciente, Velos —dijo el Erlking—. ¿Tan
seguro estás de que el espíritu no está dispuesto?
Velos levantó el farol, iluminando a Serilda.
—Tú la has oído tan bien como yo. Esta humana quiere recuperar su
cuerpo, y a su hijo. ¿Qué razón podría tener para estar de acuerdo con esto?
—Qué razón, efectivamente. —El Erlking le clavó a Serilda una mirada
cómplice—. Una vez te pregunté qué sacrificarías para liberar a estos niños.
Ha llegado el momento, hija del molinero, de que tomes esa decisión.
Capítulo 38
Tenía que encontrar a Gild. Él sabría cómo romper las cadenas de los
dioses o, al menos, cómo soltarlas. ¿No? Corrió escaleras abajo hacia el
vestíbulo mientras la oscura le chillaba que se detuviera. Serilda se apresuró
al gran salón y se lanzó debajo de una mesa, acurrucándose tanto como
pudo e intentando calmar su trabajosa respiración.
Oyó que la mujer se detenía en la puerta, pero no mucho. Un segundo
después, corrió a la sala del trono, gritando que había una intrusa en el
castillo.
Serilda salió de debajo de la mesa, temblorosa. Encontraría a Gild, lo
ayudaría a liberar al tatzelwurm si no lo había hecho ya, y después trazarían
un plan para ayudar a Solvilde.
Mientras atravesaba el castillo, manteniéndose en las sombras y en los
pasillos del servicio, oyó un alboroto distante. Gritos y golpes y pasos
apresurados.
Dobló una esquina… y se topó con alguien que corría en la dirección
contraria.
Gritó, recuperó el equilibrio antes de caerse y miró boquiabierta la
expresión agobiada de Gild.
—¡Gild!
Él miró, parpadeando y con los ojos muy abiertos, la espada que le
había cortado la manga al chocar.
—¡Vienen! —gritó, quitándole la espada a Serilda y agarrándola de la
mano. Echó a correr en la dirección de la que ella venía, entrando y
saliendo de pasillos mientras los pasos que los seguían se oían más fuertes.
—¿Has liberado a Huida? —le preguntó Serilda, jadeando.
—No. Tienen oscuros apostados alrededor de la casa de fieras. Uno de
ellos me ha visto y me ha perseguido, ¡y tienen oro hilado, Serilda! Si nos
atrapan… ¡Por aquí!
Un grito interrumpió sus palabras. Gild se soltó de su mano. La espada
repiqueteó en el suelo.
Serilda se giró para ver a Giselle, la adiestradora canina, que rodeaba a
Gild con una cadena dorada. El chico tenía los brazos inmovilizados en los
costados.
—¡Corre! —gritó, forcejeando contra su captara.
Con una sonrisa arrogante, Giselle se acercó y colocó el tacón de su
bota en la empuñadura de la espada.
—Vaya, pero si es el poltergeist. Cuánto he soñado con esto.
Más oscuros se acercaban por el pasillo, veloces.
Hubo un momento de indecisión. Un terrible momento en el que todo se
detuvo y Serilda no supo qué hacer. No podía abandonar a Gild, pero
tampoco podía ayudarlo. No podía luchar contra todos ellos.
—¡Corre! —gritó él de nuevo.
Serilda tomó una decisión. Se giró y corrió a través del pasillo, entrando
y saliendo de los salones y los estudios.
Los pasos sonaban lejos cuando llegó a la sala del trono vacía. Corrió
hasta el estrado donde estaban los dos tronos y plantó los pies contra el
pulido suelo de piedra. Colocó ambas manos contra la plataforma
enmoquetada y empujó.
Se deslizó con un estridente chirrido.
La joven tenía todos los músculos tensos. Empujó y empujó hasta que
hubo movido el estrado lo suficiente como para bajar a la fosa donde
estaban los huesos y los cráneos. Las coronas y las joyas.
Y los dos cuerpos perfectamente preservados.
Intentó no pensar en la gente a la que habían lanzado allí, a la que
habían abandonado para que se pudriera. Intentó ignorar cómo los huesos
repiqueteaban contra sus tobillos mientras los vadeaba.
Llegó primero al cuerpo de la princesa. Apenas había recuperado el
aliento cuando agarró la flecha alojada en la muñeca de la niña y la rompió
con un chasquido limpio. El sonido resonó en la sala del trono.
A continuación, se giró hacia el príncipe. Estaba tumbado
descuidadamente sobre los huesos de la fosa, con un brazo extendido como
si quisiera alcanzar a alguien. A sus padres, quizá. O a su hermana.
Serilda agarró la flecha. Las lágrimas le emborronaban la visión, pero se
negó a dudar de aquella decisión. De lo que implicaría. Para ella. Para él.
Aquello no había sido parte del plan. Iban a romper la maldición de su
hermana, que regresaría a su cuerpo mortal, pero esperarían antes de salvar
a Gild. Porque, tan pronto como lo hicieran, él volvería a ser mortal y ella
todavía sería un espíritu cuyo cuerpo seguiría ocupado por la cazadora.
Estarían separados, excepto en las noches de luna llena, cuando el velo
cayera. Gild estaría en el lado mortal. Igual que Perchta. Igual que su hijo,
cuando Perchta diera a luz.
Mientras, Serilda seguiría atrapada allí. Quizá para siempre, si no
encontraba un modo de recuperar su cuerpo.
Pero no había otra opción. No lo dejaría atrapado allí, no otra vez.
Tomó la flecha con la que habían hechizado a Gild hacía trescientos
años y la rompió en dos.
Retrocedió, con las dos flechas rotas entre las manos y el sudor
goteando por su nuca.
Se mordió el interior de la mejilla y esperó. Esperaba tener razón.
Esperaba que aquella maldición pudiera romperse.
La princesa fue la primera en abrir los ojos, en el mismo momento en el
que Gild tomaba una sibilante inspiración. Se giró sobre el costado con un
violento ataque de tos. La princesa se tocó el brazo y se cubrió la herida
sangrante mientras miraba a su alrededor, aturdida. Se levantó con
brusquedad, al ver los huesos que la rodeaban.
Conteniendo el aliento, Gild miró a su hermana. Ambos parpadearon.
Entonces el príncipe se puso en pie.
—¡No! ¡Serilda! ¿Qué has hecho?
Lo había liberado.
Temblando, la chica se guardó los fragmentos de flecha en un bolsillo
del interior de su capa. Él no podía verla. La Luna del Cazador todavía no
se había alzado. Pero lo haría pronto, y entonces el velo caería.
—¿Dónde estamos? —preguntó la princesa—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién
es este? —Recogió un cráneo.
—En Adalheid. Serilda ha roto nuestra maldición. No lo sé. Vamos.
Gild se dirigió al borde de la fosa, sin tener ni idea de que Serilda estaba
a apenas unos centímetros de él.
—¡En Adalheid! —gritó la princesa—. ¿Ha funcionado? ¿He salido de
Gravenstone?
—Muy lista, su luminosidad.
Serilda se giró para ver a Giselle esperando en la entrada, lanzando un
cuchillo al aire y atrapándolo en una exhibición de arrogancia tan descarada
que le dieron ganas de reír.
En lugar de eso, luchó por cambiar su expresión a una de miedo
mientras se acercaba al borde de la fosa y salía sobre sus temblorosas
extremidades. A su espalda, podía oír las insistentes preguntas y los
comentarios de la princesa, pero intentó ignorarla, a ella y a Gild. No
podían verla. No podían ver a los oscuros. No podían ayudarla.
Ahora estaba sola.
—Por favor —dijo, levantando las manos en una súplica—, no me
hagas daño.
—¿Por qué no debería? —Atrapando el cuchillo, Giselle señaló a Gild
con él mientras salía con la princesa de la fosa—. Has despojado a mi rey
de una de sus posesiones más valoradas.
—Sí, bueno. —Serilda le dedicó una sonrisa—. No será lo último que le
arrebataré esta noche.
Giselle frunció el ceño.
Serilda corrió hacia el pasillo.
El cuchillo voló tras ella y repiqueteó contra la pared. Serilda exhaló,
agradeciendo que su suposición fuera correcta. Si Giselle hubiera sido
buena con el cuchillo, si hubiera sido una cazadora, no la habrían dejado
atrás para que se ocupara de los animales.
Atravesó el enorme comedor y una sala de juegos, y después entró en el
gran salón. Rodeó la enorme chimenea. El guiverno rubinrot seguía colgado
sobre la repisa, tan inquietantemente realista como siempre, inmóvil
después de tantos años. Sus ojos rasgados parecían seguirla mientras
buscaba la flecha incrustada en su costado.
Sus dedos se cerraron alrededor del astil y, con un gruñido decidido, tiró
de ella. La punta negra de la flecha emergió, junto con un trozo de carne y
de brillantes escamas. Su fuerza la envió volando hacia atrás, y Serilda
aterrizó sobre su trasero, jadeando mientras miraba, boquiabierta, a la
enorme bestia.
Giselle corrió tras ella con una mueca en el rostro.
—Por qué no dejas de correr, pequeña mort…
Se detuvo cuando el guiverno giró la cabeza en su dirección. Sus
rasgados ojos verdes parpadearon. Una vez. Dos veces. Una lengua bífida
apareció entre unas horribles fauces bordeadas de dientes que eran como
agujas.
Con un gruñido grave y vibrante, el guiverno tiró de un ala y luego de la
otra, arrancándolas de los clavos que las sujetaban a la pared del castillo. La
bestia se estremeció de dolor, pero eso no evitó que extendiera sus enormes
garras traseras hacia el suelo. Caminó hasta Giselle, que retrocedió
lentamente.
Serilda no recordaba haber visto nunca a un oscuro asustado. Asustado
de verdad.
Giselle levantó una mano, como si pudiera razonar con la criatura.
Como si pudiera domarla con un par de trozos grasientos de carne. Pero ni
siquiera tenía eso a mano para defenderse de la enorme bestia.
La adiestradora giró sobre sus talones. Comenzó a correr, justo cuando
el guiverno abría sus mandíbulas y expulsaba una oleada de fundente fuego.
Serilda gritó y retrocedió cuando un calor casi insoportable atravesó la
estancia.
Cuando el guiverno terminó, lo único que quedaba de Giselle era una
marca negra en la pared de piedra y un tapiz convertido en cenizas y humo.
Serilda estaba boquiabierta. Parpadeó una vez, dos veces, tres veces,
antes de conseguir hablar.
—¡La has matado! ¡Has matado a un demonio! No sabía que podían…,
que eran…
Se detuvo cuando el guiverno se giró para mirarla. Se acercó sobre sus
patas pesadas y garrudas. Gotas de aceitosa sangre manaban de su herida
sobre las alfombras.
Serilda se estremeció mientras levantaba la flecha negra, todavía
cubierta por la sangre del guiverno.
—¿Tyrr? Me llamo Serilda. Soy una ahijada de Wyrdith. No soy tu
enemiga. Yo te he liberado.
Detrás del guiverno, vio a Gild y a su hermana moviéndose a través del
castillo… Aunque ellos veían un castillo muy distinto al que estaba viendo
ella. Uno que llevaba mucho tiempo abandonado, que se había deteriorado
con el devenir de los siglos.
Tragó saliva, deseando que Gild pudiera verla. Deseando que él supiera
que ella estaba allí.
Pero ahora estaban separados, y lo estarían hasta que el sol se pusiera.
¿Cuánto faltaba?
Miró de nuevo los aterradores ojos de Tyrr y decidió que era una buena
señal que el dios no la hubiera abrasado todavía como a un cerdo asado.
El guiverno resopló y una oleada de calor le escaldó la piel. El animal
ensanchó las fosas nasales. Entornó los ojos.
Serilda tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando con
odio no a ella, sino la flecha que tenía en la mano.
—Oh… ¡Esto no es mío! —le aseguró—. Yo nunca… Uhm. Mira. —
Rompió la flecha sobre su rodilla y lanzó los fragmentos a la chimenea—.
¿Mejor?
En los pasillos, un estruendo de pasos hizo temblar las paredes. El
repiqueteo de las armas.
—Vienen los oscuros. Por favor…, necesito tu ayuda.
La bestia se acercó tanto que Serilda pudo ver su propio reflejo en el
tenue brillo de sus ojos. Y también vio una profunda sabiduría en esas
pupilas estrechas. Una magia antigua, extraordinariamente poderosa.
Tyrr. El dios de la arquería. El dios de la guerra.
—Por favor —exhaló, estremeciéndose—. ¿Me ayudas?
La bestia rugió y la envolvió en una vaharada de aire hirviente.
Después bajó la cabeza hasta el suelo.
Serilda tardó un momento en darse cuenta de que la estaba animando a
subirse a su grupa.
—Yo… ¿Estás seguro? —le preguntó, poniéndose en pie con dificultad.
La bestia agitó la cabeza, pero no la tiró cuando se agarró a la hilera de
escamas de su lomo y subió para sentarse entre sus alas.
Serilda apenas había entendido qué estaba ocurriendo antes de que el
guiverno rubinrot se lanzara contra las puertas y atravesara el vestíbulo,
deteniendo a docenas de oscuros en seco.
Entonces comenzaron las llamas, lanzadas contra la multitud. Serilda
mantuvo la cabeza baja contra las escamas de Tyrr, temiendo que el calor le
ampollara la piel. Pero no duró mucho. Un segundo después, el guiverno
continuó avanzando por el vestíbulo hasta los peldaños del torreón del
castillo. La criatura estiró el cuello hacia el crepuscular cielo gris, y rugió
haciendo temblar las paredes de piedra que los rodeaban. Extendió las alas
y, con dos poderosos impulsos, alzó el vuelo.
Serilda se mordió la mejilla para contener un grito y bajó la cabeza
contra el musculoso lomo, agarrándose a las escamas tan fuerte como podía.
Las nubes eran de un gris oscuro y, aunque no podía ver el sol, sabía que el
ocaso estaba cerca. Cuando el guiverno sobrevoló las murallas del castillo,
la chica vio a dos figuras corriendo por el puente levadizo.
Gild y su hermana.
—¡Allí! —dijo, señalando—. ¿Puedes aterrizar delante de esos
edificios?
Al principio, no pensó que el guiverno fuera a hacerle caso. Después, la
bestia se inclinó con fuerza.
Bajaron hacia la tierra. Serilda sintió el brillo del velo cayendo sobre el
mundo justo cuando aterrizaron delante de Gild y su hermana, con un golpe
seco y un movimiento de sus enormes alas.
Gild gritó y colocó el brazo ante la princesa para protegerla. Abrió los
ojos con sorpresa al ver a la enorme bestia dorada con el rubí en la frente…
y a Serilda montada en su grupa.
Ella sonrió, aunque le temblaba todo el cuerpo y no conseguía soltar las
escamas del guiverno.
—No hemos conseguido ayudar a Solvilde ni a Huida —dijo, jadeando
—, pero hemos liberado al dios de la guerra.
Capítulo 45
Al final llegó el día de la Luna Eterna, trayendo consigo una nieve fina
que caía soñadoramente del cielo, cubriendo los rastros que la noche
anterior habían dejado los ciervos y los conejos que buscaban comida.
A Serilda le temblaban las manos cuando se cerró la capa rojo sangre.
Con miedo y nervios, pero también con entusiasmo, porque por fin haría
algo. El solsticio había llegado. Salvarían a los dioses y reclamarían su
cuerpo. Derrotarían a los oscuros.
O fracasarían. El velo caería y el mundo mortal no volvería a ser el
mismo.
—Confío en no tener que recordarte tu papel en todo esto —le dijo
Perejil, entregándole el pequeño silbato de junco con el que las llamaría
cuando llegara el momento.
—Sé lo que tengo que hacer —le aseguró. El silbato estaba unido a un
cordón que se colocó alrededor de la cabeza y que se guardó junto a la
flecha rota—. Sé lo que está en juego, mejor que nadie.
—Entonces vete, y asegúrate de que nadie te vea abandonando el
bosque.
—Por supuesto.
Lo último que Serilda quería era conducir a su enemigo al campamento
apenas unas horas antes de que invadieran el castillo de Adalheid. Esperaba
y deseaba que la corte del Erlking estuviera ocupada preparándose para la
Luna Eterna, y no preocupada por un grupo de gente del bosque
deambulando entre los árboles.
—Estaremos listas.
Serilda brincó con nerviosismo sobre las puntas de sus pies. Una vez,
les había ofrecido un abrazo amistoso a Perejil y Filipéndula después de
haberlas protegido de la cacería salvaje. En ese momento, deseó ofrecerles
sus brazos de nuevo, después de todo por lo que habían pasado.
Pero la mirada de Perejil se oscureció, como si supiera en qué estaba
pensando. Tan gruñona como siempre.
Serilda retrocedió.
—Hasta esta noche, entonces.
—¿Serilda? —dijo Filipéndula.
Ella la miró. La esperanza le llenó el pecho.
Con un suspiro exagerado, la doncella le ofreció los brazos.
Serilda sonrió de oreja a oreja y aceptó el abrazo.
—No intentes nada nuevo —dijo Filipéndula—. Sigue el plan.
—Lo haré. Quiero decir… No lo haré. Quiero decir… —Serilda
retrocedió y se golpeó el pecho vacío con la mano—. Haré todo lo que
pueda.
—Qué alentador —murmuró Perejil.
Se despidió del resto de las doncellas del musgo, que, aunque habían
pasado el último mes con ella, todavía la miraban como un hatajo de zorros
recelosos. Serilda se marchó sola del campamento.
Iría a Adalheid y se colaría en la taberna, de modo que, tan pronto como
cayera el velo, estuviera lista para explicárselo todo a Gild y Erlen. Se
aseguraría de que las doncellas del musgo recibieran las armas que Gild
había fabricado. Después, entraría en el castillo y haría lo que tenía que
hacer, causar una distracción o detener al Erlking, evitar que pidiera su
deseo para darles tiempo a las doncellas del musgo a ocupar su posición.
Cuando llegara el momento adecuado, soplaría el silbato y las doncellas
caerían y masacrarían a los oscuros, uno a uno, usando las flechas doradas
que en el pasado habían matado a Perchta.
El plan era bueno, se dijo mientras atravesaba el bosque.
«Funcionará, funcionará, tiene que funcionar».
Tan pronto como llegó al límite del bosque de Aschen y vio la muralla
de la ciudad elevándose ante ella, sintió un profundo tirón en el interior de
su pecho. De algún modo, aquel lugar había empezado a parecerle un hogar,
más de lo que Märchenfeld lo había sido nunca. Todo lo que amaba de su
antigua vida había desaparecido, se lo habían arrebatado.
Todo lo que amaba ahora estaba allí, en el interior de aquellas murallas.
Si el velo caía para siempre, aquella ciudad desaparecería. Serían las
primeras víctimas de los demonios.
No podía dejar que eso ocurriera.
Serilda atravesó las tranquilas calles. Aunque las ruedas de las carretas
y los carruajes habían abierto surcos en la nieve, estos se estaban llenando
rápidamente de nuevo. Todo estaba tranquilo y silencioso; la mayoría de la
gente estaba a resguardo en sus hogares, de cuyas chimeneas se alzaba el
humo. Pasó junto a un joven qué estaba esparciendo semillas ante un grupo
de gallinas, y junto a un hombre que estaba quitando con una pala la nieve
del peldaño de su entrada, y junto a una anciana que caminaba con la
cabeza cubierta y una cesta de olorosos bollos calientes en el brazo.
Nadie vio a Serilda, que estaba cerca, pero oculta tras el velo. Un
espíritu que ni siquiera dejaba huellas en el manto de nieve.
Se dirigió a la taberna y se coló por la puerta delantera justo cuando
Frieda salía, canturreando y portando un puñado de libros. Se detuvo un
instante cuando pasó al lado de Serilda, con un escalofrío. Miró a su
alrededor con expresión curiosa, antes de dejarlo pasar y seguir tarareando
en dirección a la biblioteca.
El comedor estaba vacío: la nieve o la ominosa Luna Eterna alejaban a
los ciudadanos. Serilda se dirigió a la segunda planta. Había una puerta
abierta al final del pasillo, donde podía oír el delator sonido de una rueca
chirriando diligentemente, junto con la voz aguda de Leyna.
Serilda atravesó el pasillo, y ya sonreía cuando llegó a la puerta.
En la habitación hacía frío, debido a la ventana abierta, en cuyo alféizar
se estaba agolpando la nieve. A pesar del frío, Serilda notó que el calor la
inundaba al entrar.
Envuelto en una chaqueta y una bufanda, Gild estaba sentado ante la
rueca, introduciendo hebras de lana en el orificio del caballete y accionando
el pedal con el pie mientras las hebras de brillante oro envolvían la bobina
como si fuera lo más natural del mundo. En una mesa, a su lado, había una
bandeja con embutidos y quesos.
Leyna estaba sentada en la alfombra con las piernas cruzadas, usando
un peine para separar las fibras de lana y prepararlas para que Gild las
hilara. Estaba hablando de una broma que uno de sus amigos le había hecho
una vez al supersticioso viejo que vivía subiendo la colina, y Gild estaba
sonriendo, quizá con demasiado entusiasmo.
Verlos hizo que las terminaciones nerviosas de Serilda cantasen con una
indescriptible alegría.
Estaban a salvo. Gild estaba vivo (no maldito, ni atrapado), y ya no era
el poltergeist que había merodeado siempre por el castillo de Adalheid.
Es más: al fijarse en la estancia, descubrió que había estado muy
ocupado.
Había un montón de hilo dorado apilado contra las paredes. Parte de él
estaba trenzado para formar gruesas cadenas, como las que usaban los
cazadores, pero otra gran parte del hilo estaba retorcido y forjado para
formar flechas, espadas, dagas y lanzas. Serilda se preguntó si Gild habría
dormido.
Era más de lo que podría haber esperado.
Las doncellas del musgo estarían entusiasmadas. Más que nunca, al
menos.
Mordiéndose el labio inferior, Serilda entró en la habitación y se
arrodilló junto a la rueca.
—¿Gild?
¿Había imaginado la vacilación de sus dedos?
Pero entonces Leyna le entregó otro montón de lana y regresó a su
trabajo.
Serilda se inclinó hacia delante y trató de apartarle el mechón de cabello
que le cubría los ojos, pero sus dedos lo atravesaron.
Gild frunció el ceño y se rascó la frente.
Con un suspiro, Serilda miró por la ventana. Todavía quedaban horas
para el ocaso.
Un graznido fuerte la hizo sobresaltarse.
Un nachtkrapp aterrizó en el alféizar y se quitó los copos de nieve de
sus harapientas plumas. El instinto de Serilda fue lanzarse sobre él,
expulsarlo y cerrar la ventana.
Pero Leyna arrulló al ave.
—Bienvenido otra vez, Helgard. Erlen está en la otra habitación,
trabajando en su tapiz.
Helgard parecía mirar a Leyna a través de sus cuencas vacías. Después
ladeó la cabeza, y Serilda estuvo segura de que, aunque no pudiera verla,
podía sentirla.
Se levantó.
—¿Me recuerdas?
El ave agitó las plumas, y después bajó del alféizar de un brinco y voló
hacia el pasillo.
Gild dejó de hilar para mirar al pájaro con el ceño fruncido, antes de
hacerlo en la dirección de Serilda, con recelo.
—¿Has oído algo?
Leyna dejó de pellizcar la lana.
—¿Mi madre me ha llamado?
Gild no respondió. Después de un momento, negó con la cabeza y se
metió un cuadradito de queso en la boca.
—¿Sabes? Poder aceptar comida como pago por el hilado es una de las
mejores cosas que me han pasado nunca. Me encanta estar aquí. No quiero
marcharme nunca.
Leyna se rio.
—¿Queso a cambio de oro? Cualquier ciudad del mundo aceptaría ese
trato.
Erlen apareció en el umbral con Helgard posado en su hombro y una
expresión preocupada en la cara.
—¿Qué pasa? —le preguntó Gild.
Ella lo miró, con los ojos muy abiertos y mordiéndose el interior de la
mejilla. Abrió la boca para hablar, pero dudó y la cerró.
—¿Qué? —insistió Gild.
—¿Casi has terminado? —le preguntó ella.
—Casi. —Gild señaló los últimos fragmentos de lana—. Sacaré otra
media docena de flechas de esto. Habremos terminado al anochecer.
Erlen asintió.
—¿Cómo va el tapiz? —le preguntó Leyna—. ¿Podemos verlo ya?
—No —dijo Erlen, quizá con demasiada brusquedad. Después se
sonrojó y subió los hombros hasta sus orejas—. No está terminado. Pero…
lo estará. Al anochecer. Solo quería tomarme un descanso. Para ver cómo
van las cosas.
—Pareces nerviosa —dijo Gild.
Erlen se puso seria y levantó la barbilla.
—No estoy nerviosa —le espetó, antes de marcharse de la habitación.
Leyna y Gild intercambiaron una mirada.
—A mí también me ha parecido nerviosa —dijo Leyna.
—Mucho —contestaron Gild y Serilda, aunque nadie la oyó a ella.
No importaba… Ya tenía la información que necesitaba, y una de las
palomas mensajeras de las doncellas del bosque estaba esperando fuera de
la posada para llevar la información de vuelta al campamento. Serilda buscó
el papel de abedul y el carboncillo que le habían dado las doncellas del
musgo e hizo inventario de las armas disponibles.
Cuando terminó, se detuvo apenas lo suficiente como para inclinarse
sobre Gild y darle un beso en la mejilla.
Él se sobresaltó y se llevó una mano a la cara. Sus ojos se movieron por
la habitación.
Serilda se rio.
—Te veré pronto —susurró, y corrió por el pasillo y volvió a bajar las
escaleras—. Ah… ¡Buenos días, Lorraine! —trinó, viendo a la alcaldesa
detrás del mostrador—. Bonita noche para asaltar el castillo, ¿no te parece?
Casi había atravesado la estancia cuando la puerta delantera se abrió de
repente con un golpe sonoro.
Serilda se detuvo en seco, sorprendida, mientras una ráfaga de viento y
nieve se colaba en el interior y una figura aparecía, recortada por la luz gris
de la tarde.
Una figura con un largo cabello castaño y una capa escarlata.
A Serilda se le heló la sangre en las venas cuando la mujer se bajó la
capucha, revelando unos astutos ojos negros con ruedas doradas. Cerró la
puerta con la bota y dio un paso tambaleante, sujetándose el vientre
abultado.
Lorraine contuvo un gemido.
—¡Serilda! ¿Eres…? ¿Eres tú?
Rodeó el mostrador, atravesando a la Serilda invisible mientras se
acercaba a la mujer, que se había apoyado en el respaldo de una silla.
Perchta miró a Lorraine a los ojos y tomó una sibilante inspiración a
través de los dientes.
—Necesito una habitación —dijo con brusquedad—. Y una matrona.
Capítulo 51
B
— ueno, que me aspen —murmuró Lorraine, llevándose una mano a la
boca—. Serilda… ¿Cuándo…? ¿Cómo…?
Perchta apretó el respaldo de la silla, con los nudillos blancos. Le
mostró los dientes a Lorraine.
—No hay tiempo. ¡Ayúdame!
Era más una orden que una petición, y la sorpresa hizo que Lorraine se
tensara.
—Yo… Sí, por supuesto. Vamos, te llevaré a una de las habitaciones.
Dejó que Perchta se apoyara en ella mientras Serilda volvía a subir
corriendo las escaleras, de dos en dos. Tan pronto como llegó al rellano, oyó
que Lorraine llamaba a Leyna a gritos.
Serilda corrió por el pasillo y se detuvo en la entrada justo cuando la
niña se levantó.
—¿Sí, mamá? —gritó.
—¡Ven, rápido! —exclamó Lorraine—. ¡Y trae algunas toallas!
—¿Toallas?
Leyna miró a Gild con el ceño fruncido. Este se encogió de hombros y
empezó a levantarse.
—No —dijo Serilda, extendiendo los brazos—. ¡No vayas!
—¡Es Serilda! —El grito de Lorraine llegó acompañado del crujido de
los peldaños inferiores—. ¡Ha vuelto! ¡Date prisa!
—¿Serilda? —exhaló Gild. Sus ojos se llenaron de sorpresa y se
apresuró a la puerta.
—¡No! —gritó Serilda, intentando detenerlo. Su mano atravesó el
hombro y el brazo del joven, agarrando la nada—. ¡Gild, no!
El joven dudó y se frotó el codo, con la piel erizada de repente.
Las escaleras crujieron, seguidas de un gemido bajo y dolorido.
Gild miró el pasillo, con la esperanza iluminándole la cara. Dio otro
paso.
Serilda probó de nuevo, intentando agarrar esta vez el medallón de su
cuello.
Sus dedos se toparon con el frío metal. Apretó los dientes y tiró;
consiguió tensar el collar en el cuello de Gild solo un instante antes de que
las fuerzas la abandonaran y se le escapara la cadena.
Pero fue suficiente. Gild se detuvo y se llevó la mano a la garganta. Se
giró, examinando la habitación.
Cuando Leyna intentó pasar junto a él, Gild le agarró el hombro.
—Espera.
La niña lo miró con la boca abierta.
—Pero Serilda…
—No es ella —dijo, palideciendo—. Es Perchta.
El horror cubrió el rostro de Leyna.
—¿Qué? ¿Cómo…? ¿Cómo lo sabes?
Gild cerró la puerta mientras la tarima del pasillo gemía.
—¿Recuerdas lo que te contamos? —le dijo, bajando la voz—. ¿Lo que
pasó en Gravenstone?
Leyna se quedó sin respiración.
—¡Ma…! ¡Mamá! ¡Mamá está ahí fuera! ¡Ella no lo sabe!
Intentó alejarse de Gild, pero este la detuvo.
—No puedes dejar que Perchta descubra que sabes la verdad. Tienes
que fingir que es de verdad Serilda.
Leyna se quedó boquiabierta.
En el pasillo escucharon un grito de dolor seguido de la voz de
Lorraine, más tensa.
—¡Leyna! ¡Ahora!
—¿Perchta va a tener un bebé?
—Yo… Eso creo. Sí.
—¿Qué hago?
—Ve —dijo Gild—. Haz lo que te diga tu madre, pero no… no dejes
que Perchta se entere de que Erlen y yo estamos aquí. ¿Podrás hacerlo?
Leyna tragó saliva con dificultad y asintió bruscamente.
Gild la soltó.
—Todo saldrá bien.
La niña se acercó a la puerta con vacilación, y después cuadró los
hombros y salió al pasillo. Tan pronto como se marchó, Gild examinó de
nuevo la habitación.
—¿Serilda? ¿Estás aquí?
Al ver la ventana abierta, Serilda usó toda su voluntad para tirar un
puñado de nieve a la alfombra.
Gild inhaló, tembloroso.
—Te he echado de menos —le dijo—. Ojalá pudiera hablar contigo.
La emoción inundó la cara del chico, pero se deshizo de ella rápido.
—Tengo que advertir a Erlen.
—Por supuesto. Ve —dijo Serilda.
Gild acababa de empezar a caminar hacia la puerta cuando Erlen entró,
con los ojos muy abiertos.
—¿Qué está pasando? —susurró—. ¡Lorraine ha mandado llamar a una
matrona!
Mientras Gild se explicaba, Serilda siguió por el pasillo el sonido de los
gemidos de Perchta.
Lorraine la había llevado a una de las habitaciones de invitados y había
dejado solo las sábanas en la cama. Perchta estaba tumbada sobre una
montaña de almohadas, con los ojos frenéticos y los dientes apretados
mientras la posadera vertía una jarra de agua en una palangana. Leyna no
estaba a la vista.
—Todo saldrá bien, cariño —dijo Lorraine con dulzura—. La matrona
está de camino.
—No me llames así —le espetó Perchta.
Lorraine se rio con nerviosismo.
—El dolor cambia a la gente, ¿verdad? —Mojó una toalla en el agua y
la escurrió—. Intenta respirar profundamente. —Pue a colocarle la toalla
sobre la frente, ya cubierta de sudor, pero Perchta se la arrebató con un
gruñido.
Lorraine retrocedió con brusquedad.
Perchta resopló, se colocó la toalla en la frente y volvió a derrumbarse
sobre las almohadas.
—Qué mal momento —dijo—. Espero que merezca la pena.
—Toma, mamá —dijo Leyna, acercándose con un montón de toallas
limpias.
—Bien, bien, déjalas ahí —contestó Lorraine—. Todavía no le he
contado a Serilda la maravillosa noticia. He pensado que te gustaría hacerlo
a ti. Quizá eso la ayude a no pensar en el dolor.
Los ojos de Leyna se volvieron tan redondos como la luna llena que se
avecinaba.
—Eh… Sí. —Sonrió a Perchta de oreja a oreja, antes de encogerse bajo
la dura mirada de la cazadora. Se aclaró la garganta—. ¡Mamá y Frieda se
casaron el mes pasado!
Lorraine se rio.
—No esa noticia, tontuela —dijo, y después señaló a Perchta—. La
noticia sobre nuestros invitados especiales. Esos que Serilda estará
encantada de ver.
Leyna negó bruscamente con la cabeza, un gesto que Perchta se perdió
solo porque había cerrado los ojos cuando la golpeó la siguiente dolorosa
contracción.
Lorraine frunció el ceño.
—¿Qué…?
—¡Es una sorpresa! —dijo Leyna—. Dejemos… Dejemos que sea una
sorpresa. Dejemos que ella se concentre en… esto. —Señaló la cama—. Ya
es suficiente excitación por ahora, ¿no te parece?
Lorraine frunció los labios.
—Puede que tengas razón. Solo he pensado que se alegraría mucho…
Leyna se aclaró la garganta.
—No le digas nada todavía. ¿Qué hago, mamá?
—¡Oh! Eh… ¿Podrías poner un cazo de agua a hervir?
—¡Por supuesto! —Leyna comenzó a marcharse, pero se detuvo en la
puerta y se llevó un dedo a la boca—. ¡No se lo digas! —susurró antes de
marcharse corriendo de la habitación.
Perchta gruñó.
—¿Decirme qué?
Lorraine se rio con nerviosismo.
—Nada. Creo que acabo de oír un carruaje fuera. Esa debe de ser la
matrona.
Era la matrona, que un momento después entró corriendo en la
habitación con el cabello en un tenso recogido y una expresión sensata en la
cara. Su aparición llevó una sensación de calma a la habitación, y aunque
Lorraine era una de las mujeres más capaces que Serilda había conocido,
sabía que la posadera se sentía aliviada de poder pasarle la responsabilidad
a una profesional.
Serilda también se sentía aliviada. Odiaba a Perchta con toda su alma,
pero el niño… Deseaba con todas sus fuerzas que el niño naciera sano y
fuerte.
Se detuvo en la esquina, tragándose su envidia por que Perchta estuviera
experimentando algo tan valioso, tan milagroso, odiando que le hubieran
robado aquel momento. Y, aun así, cuando los gritos empezaron de verdad,
descubrió que se sentía un poco menos decepcionada.
Lorraine y la matrona estaban atareadas. Leyna iba y venía, corriendo a
por cualquier cosa que necesitaran. Perchta agarró las sábanas y maldijo a
gritos aquel «frágil y patético cuerpo mortal» e ignoró las miradas
desconcertadas que se intercambiaban a su alrededor. Serilda la observó,
conteniendo el aliento, sintiéndose desconectada de todo. Aquel momento
debería haber sido suyo.
Entonces, de repente, se oyó un nuevo grito.
Agudo y apabullado, un grito que rasgó las entrañas de Serilda.
Dio un paso adelante, intentando mirar sobre la matrona, que seguía a
los pies de la cama.
—Aquí está —dijo la mujer, cortando el cordón umbilical y tomando al
recién nacido en sus brazos—. Es una niña.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Serilda al verla arrugada y
sonrosada, con una mueca furiosa y una mata de cabello de un dorado
rojizo. Intentó tocarla, pero sus brazos se encontraron solo con el aire. Se
mantuvo cerca, con lágrimas en las mejillas, mientras Lorraine tomaba al
bebé y lo lavaba.
—Hola —susurró Serilda, deseando desesperadamente que la niña
pudiera oír su voz y supiera que era su madre quien hablaba. Su madre,
abrumada por un amor tan poderoso que casi la ponía de rodillas. Su madre,
que haría cualquier cosa por ella, cualquier cosa.
Lorraine envolvió a la niña en una manta limpia mientras Serilda se
mantenía cerca, deseando sostener al bebé. No estaba segura de cuándo
había comenzado a llorar de verdad, pero no pudo contener los sollozos
cuando Lorraine colocó a la niña en los brazos de Perchta.
—Háblale —la animó la matrona—. Querrá oír la voz de su madre.
Perchta se incorporó contra las almohadas, con la piel sonrojada y el
cabello húmedo por el sudor, y miró la cara de la niña. Había dejado de
llorar y se retorcía con curiosidad. Entonces arrugó la cara y abrió los ojos
lentamente.
Serilda contuvo el aliento.
La niña tenía sus ojos. Los ojos de Wyrdith. Iris negros con dos
perfectas ruedas doradas.
—Ahijada de Wyrdith —murmuró Perchta, trazando un dedo en
círculos sobre las mejillas del bebé—. Qué dulce.
—¿Qué nombre le pondrás? —le preguntó la matrona.
Serilda se mordió el labio, pensando. Había temido elegir un nombre
para el bebé, porque le preocupaba que hacerlo tan pronto le diera mala
suerte, una superstición absurda, habría dicho el Erlking.
Perchta solo sonrió.
—Los nombres tienen demasiado poder como para ser otorgados tan
fácilmente.
Leyna entró de nuevo en la habitación.
—He oído… ¿Es…? —Su mirada se posó en el bulto entre los brazos
de Perchta.
—Una niña —dijo Lorraine—. Completamente sana. —Apoyó una
mano en el hombro de Perchta—. Te prepararemos una habitación con
sábanas limpias. Puedes quedarte y descansar tanto como necesites.
Perchta resopló y se apartó de la mano de Lorraine.
—No necesito descansar, no en la Luna Eterna. Lo que necesito es una
nodriza.
La matrona dejó escapar una carcajada desconcertada.
—¡Una nodriza! ¿Qué eres tú, la reina?
Perchta le dedicó una mirada letal que cortó su risa en seco.
—No hay nodrizas en Adalheid —dijo, más seria—. Tendrás que
alimentar a la niña tú misma. Tú… eres su madre.
Perchta suspiró.
—Bien. Entonces necesitaré una niñera, al menos durante la noche. —
Echó un vistazo a Leyna—. Tú servirás. Ven, tómala en brazos.
—¿Qué? ¿Yo? —replicó ella, aceptando al bebé en sus brazos.
Perchta sacó las piernas de la cama. Lorraine y la matrona gritaron y
corrieron a detenerla.
—¡Tienes que descansar! —exclamó la matrona—. ¡Acabas de dar a
luz!
—No voy a descansar. Me necesitan en el castillo.
—¡En el castillo! —dijo Lorraine—. Serilda, sé sensata. Comprendo
que tú y ese príncipe habéis estado planeando…
—¿Príncipe? —dijo Perchta, con una llamarada en los ojos—. ¿Qué
príncipe?
Lorraine retrocedió, sorprendida, y después señaló la pared y, al otro
lado del pasillo, la habitación donde Gild se había hospedado todo el mes.
—Eso era lo que íbamos a contarte antes. Tu príncipe nos lo ha contado
todo, y está…
—¡En el castillo! —gritó Leyna.
Lorraine se sobresaltó.
—¿Qué?
—Está esperándote en el castillo —insistió Leyna, meciendo al bebé
nerviosamente en sus brazos—. Me ha pedido que te contara que iba a
marcharse antes. Para esperar la salida de la luna y preparar una trampa.
Para los cazadores.
Perchta levantó una ceja y no dijo nada durante un largo momento.
Después, una sonrisa lenta y cruel apareció en su rostro.
—Entiendo. Bueno. Como la Luna Eterna está a punto de salir, no le
haré esperar.
Serilda parpadeó. En cierto momento, Leyna había encendido las velas
de la habitación. En cierto momento, la nieve había dejado de caer y el cielo
se había oscurecido.
El sol se estaba poniendo.
El velo estaba a punto de caer.
Serilda contuvo el aliento y se marchó corriendo de la habitación. A su
espalda, oyó a Lorraine suplicándole a la cazadora que se tumbara.
Entonces lo sintió. Ese hormigueo que corría sobre su piel. Como una
oleada de un nuevo calor extendiéndose sobre el mundo, siempre una
sorpresa después de ver una paleta tan tenue durante tanto tiempo.
El velo había bajado.
—Deja de lloriquear y tráeme mis botas —exigió Perchta—. Y tú…
¿No puedes hacer que la niña deje de llorar?
El bebé no estaba llorando, en realidad no, pero empezaba a ponerse
nervioso.
—Puede que tenga hambre —dijo Leyna, vacilante.
—Tendrá que esperar.
—¡Serilda! —dijo Lorraine—. ¿Qué te ha entrado?
Serilda se escondió en una habitación vacía, dejando una pequeña
rendija abierta. Segundos después, Perchta emergió y atravesó el pasillo,
con Leyna y el bebé envuelto pisándole los talones.
—Estoy bien —le aseguró Perchta—. Nunca antes he descansado
durante una luna llena, ¿por qué debería empezar ahora?
—¿Lorraine? ¿Leyna? —dijo una voz desde abajo. Frieda—. Me ha
parecido oír… ¡Oh! ¡Serilda!
—¡Aparta! —gritó Perchta.
Cuando el pasillo se quedó en silencio de nuevo, Serilda salió de la
habitación y miró la escalera. Vio que Perchta agarraba su capa, que había
dejado sobre el mostrador, y se la ponía sobre los hombros.
—¡Dice que se va al castillo! —gritó Lorraine—. Minutos después de
haber tenido un bebé. Y quiere que Leyna vaya con ella. Serilda, estás
siendo ilógica. No puedes…
La vibración del acero la silenció.
Serilda contuvo el aliento y se llevó una mano a la boca.
Perchta había sacado un cuchillo de caza de algún sitio del interior de la
capa y lo sostuvo contra el pecho de Lorraine, justo sobre su corazón.
Leyna y Frieda se quedaron paralizadas, aterradas.
—Haré lo que me plazca —les aseguró Perchta—. Muchas gracias por
vuestra ayuda, pero vuestros servicios ya no son necesarios. Vamos, niña.
No te demores.
Con un movimiento de la mano, guardó el cuchillo y le dio a Leyna un
empujón hacia la puerta.
La niña tropezó, pero consiguió recuperar el equilibrio. El bebé
comenzó a llorar.
—¡Le…! ¡Leyna! —gritó Lorraine—. ¿Qué está pasando? ¡Leyna!
Agarrando contra su pecho a la llorosa recién nacida, Leyna miró a su
madre. Después su mirada se deslizó sobre su hombro… hasta la escalera.
Sus ojos se encontraron con los de Serilda. Contuvo un gemido.
Perchta la empujó hacia la puerta y se marcharon.
Capítulo 52
D
— ame dos minutos —dijo Serilda—. ¡Reúnete conmigo en el puente
levadizo, y dile al resto de las doncellas del musgo que se retiren!
—¿Retirarnos? —bramó Perejil.
—¡Confía en mí!
La duda atravesó el rostro de Perejil. Después se recompuso y asintió
con firmeza. Sin decir otra palabra, se marchó, regresando a la batalla.
Serilda se afianzó en su resolución, la hizo tan irrompible como el oro
hilado. Después empezó a reunir puñados de las cadenas doradas que
habían usado para atar a los dioses.
El patio era un tumulto cuando llegó.
Los pilares y las columnas estaban volcados, el terreno de adoquines se
ondulaba como las olas del océano. Una telaraña de grietas se extendía
sobre la mampostería como relámpagos negros a través de la nieve fina. Y,
en el centro, corriendo desde la garita hasta el centro del patio y debajo del
desmoronado torreón, había un tajo tan ancho como el mismo puente
levadizo. El cristal de las ventanas del castillo se había roto y cubría con sus
resplandecientes fragmentos los peldaños. Los establos se habían
colapsado, pero, a juzgar por las huellas de cascos sobre la nieve, alguien
había pensado en liberar a los animales antes de escapar.
A todos excepto a los perros, a los que todavía podía oír aullando en las
perreras.
Serilda llegó a la garita y rodeó la extensa grieta, consciente de la piedra
cubierta de nieve que la haría resbalar y caerse por el borde en un parpadeo
si no tenía cuidado.
Acababa de comenzar a desenrollar las cadenas cuando oyó a Perejil y a
Filipéndula corriendo por el terreno desigual.
—¡Vienen! —gritó Perejil—. Las otras doncellas han escapado al lago y
nadarán hacia la orilla. ¡El Erlking y Perchta ya vienen!
Serilda les lanzó los extremos de las cadenas y se apresuró a explicarles
el plan.
No estaban listas cuando la risa demente de Perchta reverberó entre las
paredes del patio, una carcajada alegre mientras atravesaba con el Erlking
las puertas del jardín, prácticamente bailando sobre la piedra conforme
esquivaban los muros derrumbados.
No estaban listas.
Pero tenían que estarlo.
—¡Mi señor! —gritó Serilda desde su lugar, medio oculta tras la forja
del herrero.
El Erlking la miró, sorprendido.
Serilda le mostró los dientes.
—¿Te he contado la historia de cuando la tierra se abrió y se tragó al rey
demonio?
El Erlking comenzó a sonreír. Abrió la boca para hablar.
Perejil y Filipéndula salieron de sus lugares de detrás de la garita. Cada
doncella sostenía el extremo de dos cadenas de oro, con las que rodearon al
Erlking y a Perchta, rápidas como zorros, y de inmediato comenzaron a tirar
de ellos hacia la grieta.
Perchta gritó. No de dolor ni de miedo, sino de alegre deleite.
Serilda corrió a ayudar. Agarró las cadenas y tiró. Sus pies resbalaron
sobre las piedras congeladas.
Habían conseguido inmovilizar uno de los brazos de Perchta contra su
costado, pero no el otro. No tenían tiempo. Tiraron más fuerte.
Forcejeando, Perchta consiguió hacerse con una daga. La levantó sobre
su hombro y Serilda abrió los ojos con sorpresa.
Mientras la cazadora lanzaba el cuchillo, Serilda soltó la cadena y se
lanzó sobre Perejil, tirándola al suelo. El cuchillo voló sobre ellas, golpeó el
borde de la grieta y repiqueteó hasta sus profundidades.
Filipéndula no podía retenerlos sola. Gritó mientras le arrancaban las
cadenas de las manos. En segundos, los oscuros se habían despojado de las
cadenas.
Algo en el interior del torreón se vino abajo con un estruendo
ensordecedor. La grieta estaba destrozando la estructura. Las puertas se
doblaron sobre sus goznes. Una pared se desplomó hacia dentro. El tajo en
la tierra se hizo más ancho.
El Erlking corrió hacia Serilda. A su lado, Perejil intentó levantarse y
enfrentarse a él, pero gruñó y cayó sobre una rodilla.
Perchta agarró a Filipéndula por uno de sus cuernos y la arrastró a
través de la nieve. La lanzó al otro lado de Serilda.
El Erlking y su cazadora eran hielo y fuego. Y eran letales, cuando se
cernieron sobre Serilda y las dos doncellas del musgo.
Los labios del Erlking se curvaron en una sonrisa tan púrpura como un
moratón.
—Deberías haberte ido al Verloren hace mucho, hija del molinero. —
Extrajo una de sus finas espadas de su vaina—. Esta es la última
consideración que tendré contigo.
—¡Espera! —gritó Serilda, levantando las manos mientras él se
preparaba para clavarle la espada en el pecho—. Así no. Por favor. Yo…
soltaré la flecha que me mantiene anclada. Me iré voluntariamente al
Verloren. Por favor… No me lances ahí abajo. —Echó una mirada aterrada
al agujero que se extendía tras ella, el abismo que conducía a la nada.
El Erlking hizo una mueca.
—Una vez me dijiste que no eres un villano —le recordó—. Ten piedad.
Como dudó, Serilda se echó la capa hacia atrás, roja y con el forro de
pelo, manchada de sangre. Buscó en el bolsillo del interior y le mostró la
pluma de la flecha.
—La soltaré —le prometió, con voz temblorosa—. No intentaré
detenerte más. Por favor… Deja que me vaya en paz.
—Patética mortal —gruñó Perchta. Echó mano a la espada del Erlking,
pero este levantó una mano para detenerla.
La cazadora retrocedió, sorprendida.
—Es una pequeña petición —dijo el Erlking— de la mortal que fue mi
esposa.
—Gracias —susurró Serilda—. Gracias.
Entonces la joven sacó… no una, sino dos flechas rotas. Los mismos
fragmentos de las flechas de oro que había extraído de la carne de un
príncipe y de una princesa a los que habían hechizado para que sufrieran
toda la eternidad en sus castillos encantados. Idénticos a los de la flecha que
también la había maldecido a ella.
Tras proferir un grito feroz, Serilda atravesó las muñecas de los oscuros
con las flechas: una para el rey y otra para su cazadora.
En el mismo momento, Filipéndula saltó hacia delante y le arrebató la
espada. Perejil le quitó a Perchta del cinturón las dagas restantes.
—¡Esas flechas os anclan ahora a este castillo! —gritó Serilda sobre el
rugido de las piedras y el bostezo de la tierra—. Vuestros espíritus ya no
pertenecen a los confines de vuestros cuerpos inmortales, sino que estarán
atrapados para siempre en el interior de estos muros. ¡Desde este día hasta
la eternidad, vuestras almas pertenecen a Velos, dios de la muerte!
Cuando las palabras de la maldición resonaron entre los muros del
castillo, sus espíritus se separaron. Sus cuerpos (el cuerpo del Erlking, el
cuerpo de Serilda) se escindieron de las almas que los moraban y cayeron
sobre los adoquines helados.
Perchta, de nuevo con el aspecto de la gran cazadora, con un asombroso
cabello blanco y la piel teñida de un tenue azul, chilló y se abalanzó sobre
ella.
Pero, al momento siguiente, Serilda ya no estaba allí. Cuando abrió los
ojos, estaba tumbada sobre su espalda, mirando un cielo lleno de nubes, un
halo sobre el que la luna se negaba a mostrar su rostro.
Estaba en su cuerpo de nuevo. En su cuerpo.
Era mortal.
Estaba viva.
Y le dolía. Le dolía todo. Las piernas, los muslos, la tripa. Gimió y se
llevó una mano al bajo vientre. Notaba la carne distendida y distinta, los
músculos débiles. Perchta había dado a luz y de inmediato se había lanzado
a la batalla, tratando su cuerpo mortal como si fuera desechable. No había
tenido tiempo de descansar, y Serilda se sentía como si su carne se hubiera
tensado demasiado en un telar y ahora estuviera frágil y cansada y dolorida,
increíblemente dolorida.
Se giró sobre el costado e intentó incorporarse. Si Perchta podía ser una
guerrera en aquella piel, también podía ella. Pero, antes de que pudiera al
menos asimilar que aquello era real, que estaba de nuevo en su cuerpo, que
estaba de nuevo completa…, el suelo se abrió bajo sus pies. Una
ramificación irregular de la grieta surcó el patio hacia los establos
derrumbados. Los perros aullaban, Perchta gritaba y, de repente, Serilda se
cayó.
Gritó, agitando los brazos, intentando agarrarse a algo, pero solo había
nieve y hielo y piedra desmoronada. Sus piernas patearon la nada, y un
negro vacío elevó sus dedos para reclamarla.
Entonces unas manos apresaron sus brazos.
Perejil en un lado, Filipéndula en el otro. Sus dedos fueron tenazas
mientras la sacaban del abismo. Todas cayeron sobre la nieve.
Perchta y el Erlking corrieron hacia ellas.
—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó Filipéndula mientras retrocedían sobre las
resbaladizas piedras. Serilda se sentía incómoda en su cuerpo, con su
vientre débil y sus delicadas extremidades, como si fuera un vestido que ya
no le quedaba bien. Pero consiguió ponerse en pie. El Erlking y la cazadora
las persiguieron.
Unos largos dedos agarraron la parte de atrás de la capa, pero Serilda
buscó el cierre y la soltó. El Erlking se tambaleó hacia atrás, y Serilda
siguió corriendo hacia la garita. Las doncellas del musgo iban por delante.
Sentía los pies como el plomo mientras golpeaba los tablones del puente
levadizo…, hasta que resbaló sobre el hielo y se cayó.
Gritó y se dio la vuelta por instinto, preparada para luchar.
Perchta había reunido un puñado de cadenas doradas. Sonrió a Serilda,
tensándolas, con una venganza sedienta de sangre en sus ojos. Serilda sabía
que la cazadora le rodearía el cuello con aquellas cadenas y tiraría…, y
tiraría…
Perchta atravesó el umbral de la garita y salió de su sombra.
Y desapareció.
Serilda tomó una bocanada de gélido aire cuando la cazadora
reapareció, desconcertada, de nuevo en el centro del patio.
A apenas unos pasos de distancia de la grieta.
La garita emitió un último gemido. Las vigas de madera se astillaron.
La piedra comenzó a caer, amontonándose sobre el puente levadizo.
Serilda se puso en pie y salió corriendo. Perejil y Filipéndula se
acercaron a ella, y juntas se apresuraron sobre las planchas de madera hasta
que llegaron al puente de tierra, con sus hileras de titilantes antorchas.
Una multitud las esperaba en la orilla. Los ciudadanos se habían reunido
en el muelle, observando horrorizados. Las doncellas del musgo que habían
sobrevivido a la batalla, empapadas por el agua helada del lago, se cubrían
los hombros con mantas de lana. Serilda vio a Leyna, en los brazos de su
madre y con Frieda a su lado. Vio a los siete dioses. Vio a Wyrdith, su
madre.
Y, en el suelo, tumbados el uno junto al otro, vio a Gild y a su hija.
Serilda bajó del puente tambaleándose y cayó de rodillas. La fuerza la
abandonó, como si le hubieran quitado un tapón en el fondo del estómago.
Su corazón, un latido errático y estrangulado, estaba de nuevo allí.
Latiendo, latiendo, latiendo en el interior de su pecho.
Se giró a tiempo de ver la caída del castillo. El torreón, las torres, las
murallas. Devorado no solo por el tajo en la tierra, sino por el lago. El agua
inundó el vacío que había creado y un remolino absorbió al castillo en sus
profundidades. Las olas rompieron contra lo que quedaba del puente.
El castillo se hundió en el Verloren, llevándose al Erlking y a su
cazadora con él.
Serilda observó hasta que la destrucción terminó y la superficie del lago
volvió a ser gradualmente tranquila y uniforme.
El castillo había desaparecido.
Capítulo 56