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En el castillo de Adalheid reina el caos.

Serilda se halla atrapada en un juego mortal con el Erlking. Al mismo


tiempo, la joven está decidida a ayudar a Gild a resolver el misterio de su
olvidado nombre y su pasado.
Pero pronto resulta evidente que el Erlking no solo quiere usar a Serilda
para recuperar a su amor verdadero. También busca venganza contra los
siete dioses que atraparon a los oscuros tras el velo. Si el Erlking lo logra,
podría cambiar el reino de los mortales para siempre.
Marissa Meyer

Malditos
Dorado - 2

ePub r1.0
Titivillus 10-01-2024
Título original: Cursed
Marissa Meyer, 2022
Traducción: Eva González Rosales

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Este es para los escritores, los soñadores, los autores;
de cuentacuentos a cuentacuentos.
Guardad silencio, y os contaré una historia.
Comienza en las profundidades del Verloren, la tierra de los perdidos.
Desde que los primeros humanos fueron enterrados en la tierra húmeda y
fértil o enviados al mar en piras ardientes, el farol eterno de Velos, el dios
de la sabiduría y la muerte, condujo sus almas al Verloren. Para que
descansaran y soñaran y (una vez al año, durante la Luna de Luto)
regresaran como espíritus al reino mortal para pasar una noche en
compañía de los seres queridos a los que habían dejado atrás.
No, no, claro que eso ya no ocurre. De eso hace mucho tiempo. Ahora
callad y escuchad.
Aunque Velos siempre ha sido el guardián del inframundo, hubo una
época en la que el dios no estaba solo. Había monstruos vagando por el
oscuro reino, y los espíritus llenaban las cavernas de risas y cantos. Y
también había demonios. Eran seres malvados, la encarnación de todas las
cosas infames y crueles, nacidos del pecado y del remordimiento mortal.
Cuando los humanos atravesaban las puertas hacia el Verloren, se
despojaban de su desesperanza, que poco a poco impregnaba el puente que
conectaba nuestro mundo con el otro y goteaba en el río subterráneo. Fue
en esas aguas ponzoñosas donde surgieron los demonios, carnales y bellos,
nacidos de los pesares, los secretos y los actos egoístas que los mortales
portaban consigo después de la muerte. Hoy en día, llamamos oscuros a
esos demonios.
El número de oscuros se incrementó con el paso de los siglos, y con el
tiempo estos se impacientaron. Deseaban independencia. Anhelaban una
vida fuera de las relucientes cuevas y de los neblinosos pantanos del
Verloren. Acudieron a Velos y le pidieron que les permitiera viajar al reino
mortal, admirar las constelaciones, saborear el viento salado en sus
lenguas, sentir la presión de la cálida luz del sol sobre su piel fría como el
hielo.
Pero Velos ignoró sus súplicas, porque incluso los, dioses son tontos a
veces.
O quizá no fue tontería, sino crueldad, porque el dios mantuvo a los
demonios encarcelados, siglo tras siglo. O quizá fue prudencia, porque,
habiendo nacido de la maldad, los demonios no eran capaces de nada más
que de envidia, brutalidad y engaño. Quizá el dios ya conocía la verdad: no
había lugar para aquellas criaturas entre los humanos, quienes, a pesar de
sus muchos defectos, habían demostrado que podían llenar sus vidas de
bondad y de gracia.
Los oscuros dejaron de pedir libertad y, en lugar de eso (chicos listos),
esperaron.
Esperaron cientos de años.
Observaron y escucharon y conjuraron.
Hasta una Luna de Luto en la que el cielo estaba tan cargado de nubes
que la hinchada luna estaba oculta. Cuando Velos elevó su farol ante las
puertas para mostrar a las almas perdidas el camino de regreso al mundo
mortal, los oscuros se sublevaron de repente.
Se abrieron paso entre la multitud de espíritus que estaban a la espera.
Masacraron a las bestias que intentaron detenerlos. Estaban preparados
para los cerberos, los adorados sirvientes de Velos, pues habían cortado
tiras de su propia carne para ganarse a los perros. Funcionó. Con los
sabuesos aplacados y el dios desprevenido, los demonios asaltaron el
puente.
En un intento desesperado de detener a la horda, Velos asumió su forma
animal, un enorme lobo negro que todavía se dice que protege las puertas
del Verloren. La bestia era tan grande como una casa, con un pelaje como
la tinta, enormes colmillos protuberantes y unas estrellas gemelas que eran
como llamas ardientes enterradas en el profundo interior de cada cuenca.
Pero los oscuros no se asustaron.
El que se convertiría en Erlkönig, el rey de los alisos, blandió un arco
que él mismo había creado con los huesos de los héroes y los ligamentos de
los guerreros. De su carcaj sacó una flecha cuya pluma estaba hecha con
uñas de niños muertos y con las lágrimas endurecidas de sus madres
talladas en forma de punta.
El demonio preparó la flecha, apuntó y la dejó volar.
Directa al corazón del dios de la muerte.
El lobo rugió y cayó del puente, hacia el fondo de las agitadas aguas.
Allí donde Velos cayó, la flecha que atravesó su corazón se clavó
profundamente en el lecho del río, donde arraigó. Donde creció, más allá
del puente y a través de las puertas, un enorme aliso que jamás dejó de
elevarse hacia el cielo.
Velos no murió ese día, aunque tampoco es que los dioses puedan morir.
Pero mientras el dios de la muerte yacía en el agua, impotente, los oscuros
lanzaron un vítor, con su rey al timón. Emergieron en una noche negra
como la tinta. Torrentes de lluvia salpicaron sus gloriosos rostros mientras
la Luna de Luto se escondía tras el relámpago y el trueno, decidida a no ser
testigo de los horrores que acababan de liberarse al mundo mortal.
EL SOLSTICIO DE VERANO
Capítulo 1

Serilda dejó de contar su historia para comprobar si los niños se habían


quedado ya dormidos. Pasó un instante antes de que Nickel abriera sus ojos
adormilados.
—¿Ya ha terminado la historia?
La chica se giró hacia él.
—Ya deberías saber —susurró, atusándole un mechón del esponjoso
cabello rubio— que las mejores historias nunca terminan de verdad. Yo
diría que «fueron felices y comieron perdices» es una de mis mentiras más
recurrentes.
El niño bostezó.
—Quizá. Pero sin duda es una mentira agradable.
—Sin duda lo es —asintió—. Ahora, calla. Es hora de dormir. Os
contaré más mañana.
Nickel no replicó y se puso de lado para dejar más espacio a la pequeña
Gerdrut, que estaba entre él y Hans, mientras que Fricz y Anna se
encontraban tumbados en posición incómoda a los pies de la cama. Los
cinco niños se habían acostumbrado a dormir en la cama de Serilda, aunque
tenían sus propios catres en las habitaciones de los criados. A ella no le
importaba. Había algo en aquel grupo de extremidades enredadas y bocas
abiertas, de párpados teñidos de azul y quejas susurradas porque alguien
acaparaba las mantas que le llenaba el corazón de algo cercano a la
satisfacción.
Cuánto quería a aquellos niños.
Cuánto odiaba lo que les habían hecho. Cuánto la torturaba el
remordimiento, saber que era su culpa. De ella y de su lengua traicionera y
de las historias que no podía dejar de contar. De la imaginación por la que
se había dejado llevar tantas veces, desde que podía recordar…, y que aun
así no le había traído más que problemas. Toda una vida llena de desgracias.
La peor desgracia de todas eran las vidas que les habían arrebatado a
aquellas cinco almas preciosas.
Pero ellos seguían pidiéndole que les contara cuentos, así que, ¿qué iba
a decir? No podía negarles nada.
—Buenas noches.
Subió las mantas hasta la barbilla de Nickel, cubriéndole la mancha de
sangre que le había calado el camisón sobre el agujero del pecho, el que le
habían hecho los cuervos nocturnos del Erlking para comerse su corazón.
Se inclinó para besarle la sien a Nickel. Tuvo que tragarse una mueca
ante la sensación resbaladiza y fría de su piel. Como si incluso la caricia
más suave pudiera aplastarle el cráneo, como si fuera tan frágil como las
hojas de otoño en el puño de un niño. Los fantasmas no eran seres
delicados; ya estaban muertos, y no podían sufrir mucho más daño. Pero
estaban atrapados en alguna parte entre sus formas mortales y sus cadáveres
putrefactos y, por tanto, era como si sus figuras no consiguieran decidir
dónde detenerse, qué cantidad de espacio ocupar. Mirar un fantasma era un
poco como mirar un espejismo, pues sus siluetas cambiaban y se
emborronaban en el aire. Tocarlo parecía lo más antinatural del mundo. Era
un poco como tocar una babosa muerta, una que ha empezado a pudrirse
bajo un sol abrasador. Pero… más frío.
No obstante, Serilda quería a aquellos cinco fantasmitas con todo su ser,
y aunque no tenía su cuerpo, aunque estaba atrapada en un castillo
encantado y ya no podía sentir los latidos de su corazón, nunca dejaría que
supieran cuánto deseaba apartarse cada vez que alguno de ellos la abrazaba
o deslizaba su manita muerta en la de ella.
Serilda esperó hasta que estuvo segura de que Nickel estaba dormido.
Gerdrut había comenzado a roncar, de un modo bastante impresionante para
una criatura tan diminuta. Entonces se bajó de la cama, atenuó la luz de la
lámpara sobre la mesita de noche y se acercó a una de las ventanas
emplomadas con vistas al gran lago que rodeaba el castillo, donde la luz del
sol de la tarde destellaba en el agua.
Al día siguiente se celebraría el solsticio de verano.
Al día siguiente se casaría.
Una ligera llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos antes de
que cayera en la desesperación. Caminó sobre la alfombra, en silencio para
no molestar a los niños, y abrió.
Manfred, el cochero del Erlking y el primer fantasma que Serilda había
conocido, estaba al otro lado. Había habido una época en la que Manfred
había servido a los reyes de Adalheid, pero había muerto en la masacre en
la que el Erlking y sus oscuros habían asesinado a todos los moradores y
habían reclamado el castillo para sí mismos. La muerte de Manfred, como
la de tantos otros, había sido brutal; en su caso, un cincel de acero le había
atravesado el ojo. El cincel seguía alojado en su cráneo y la sangre goteaba
lentamente, eternamente, desde la cuenca. Después de todo el tiempo que
había pasado, Serilda había comenzado a acostumbrarse a la imagen, y
saludó a Manfred con una sonrisa.
—No te esperaba esta tarde.
Él hizo una reverencia.
—Su oscuridad solicita vuestra presencia.
La sonrisa de la chica se desvaneció con rapidez.
—Por supuesto —dijo con tono amargo—. Los niños acaban de
quedarse dormidos. Dame un momento.
—Tomaos vuestro tiempo. No me importa hacerlo esperar.
Serilda asintió y cerró la puerta. Manfred y el resto de los fantasmas
servían a los oscuros, pero odiaban a sus señores. Intentaban encontrar
pequeños modos de incordiar al Erlking y a su corte siempre que podían.
Pequeños actos de rebelión, pero rebelión igualmente.
Ella volvió a recogerse el largo cabello en dos trenzas. Se le ocurrió que
muchas chicas, ante la perspectiva de encontrarse con su futuro marido, se
pellizcarían las mejillas para colorearlas o se aplicarían un poco de agua de
rosas en la clavícula. Ella, por el contrario, se sentía tentada a guardarse una
daga en las medias por si tenía la oportunidad de clavársela en el cuello a su
prometido.
Echó una mirada más a los niños y se percató de que no parecían
dormidos. Estaban demasiado pálidos; sus respiraciones eran demasiado
sutiles. Al descansar, parecían totalmente muertos.
Hasta que Gerdrut ladeó la cabeza y dejó escapar un sonido como el de
las piedras del molino.
Serilda se mordió el labio para contener la risa, recordando por qué
hacía aquello.
Por ellos.
Solo por ellos.
Se giró y salió al descansillo.
Había memorizado la ruta hasta los aposentos del Erlking, pero aun así
agradeció la compañía de Manfred mientras atravesaban los pasillos,
iluminados con antorchas y decorados con inquietantes tapices que
representaban grotescas escenas de perros de caza y presas destrozadas.
Comenzaba a acostumbrarse a las sombras ominosas e inquietantes que
llenaban los pasillos del castillo, pero dudaba que alguna vez llegara a
sentirse cómoda allí. No cuando en cualquier esquina podía toparse con un
oscuro mirándola con desprecio o con un monstruo sobrenatural
observándola con ojos hambrientos.
Pronto sería la reina de aquel lugar, pero era probable que ni siquiera
eso le proporcionara demasiada seguridad. Las expresiones altivas y los
comentarios sarcásticos de los espectros y las criaturas que habían estado
allí mucho antes que ella dejaban claro que antes preferirían devorarle la
piel que postrarse ante una reina mortal.
Intentaba no tomárselo personalmente.
—¿Está todo el mundo deseando que terminen las celebraciones? —
preguntó mientras caminaban por los laberínticos pasillos.
Manfred respondió con su inexpresividad habitual.
—En absoluto, mi reina —dijo. Frente a la indiferencia de los oscuros
(quizá, en parte, debido a ella), los sirvientes espectrales se habían adaptado
muy bien al cambio de estatus de Serilda. Muchos habían comenzado ya a
usar títulos reales cuando se dirigían a ella: «majestad» y «reina», y de vez
en cuando incluso «su luminosidad»—. Creo que muchos ven los
preparativos nupciales como una bienvenida distracción.
—¿Una distracción de qué?
Manfred la miró de soslayo con su ojo bueno. Una sutil sonrisa hizo que
su barba salpicada de gris se moviera.
—De nuestras vidas —dijo con sequedad. Después, encogiéndose de
hombros, añadió—: O de la falta de ellas.
Serilda frunció el ceño. Aunque Manfred y muchos de los fantasmas
llevaban siglos muertos, era evidente que sus defunciones seguían siendo
una herida que todavía estaba abierta. Literalmente, en muchos casos.
—Manfred —comenzó, con lentitud—, ¿te acuerdas de cuando servías a
la antigua familia real? La que vivió aquí antes de que llegaran los oscuros.
—Recuerdo poco de mi anterior vida en el castillo. Pero me acuerdo de
que me sentía… —Consideró sus palabras un largo momento, y se mostró
extrañamente melancólico cuando terminó—: Orgulloso. De mi trabajo.
Aunque no sabría decir de qué estaba orgulloso.
Serilda le ofreció una sonrisa amable, que hizo que la expresión de
Manfred regresara rápidamente al estoicismo. Se sentía tentada de decir
más, de insistir en el tema, de presionarlo para que recordara algo, cualquier
cosa, pero era inútil. Todos los recuerdos de la antigua familia real habían
sido erradicados cuando el Erlking había maldecido al príncipe y su
nombre, eliminando de la historia al linaje real.
Serilda había descubierto, al intentar conocer mejor a los fantasmas
residentes, que cuanto más cercano había sido alguien a la familia real,
menos recuerdos tenía de la vida anterior a la masacre. Una doncella que
frotaba cacerolas y sartenes en la cocina recordaba su antigua vida casi por
completo, pero alguien que había estado regularmente en presencia del rey
y de la reina o del príncipe y de la princesa apenas recordaba nada.
Nadie más lo sabía, pero su príncipe seguía allí, entre ellos. Un príncipe
olvidado.
Actualmente, la gente de Adalheid lo conocía como Vergoldetgeist. El
Fantasma Dorado.
Otros lo llamaban poltergeist. O hilador de oro.
Serilda lo conocía como Gild, a secas. Era el muchacho que le había
seguido la corriente con sus mentiras, que había convertido la paja en oro
para salvarle la vida, una y otra vez.
Que había creado sin pretenderlo las cadenas doradas que el Erlking
planeaba usar para apresar a un dios.
Incluso a Gild le habían robado la memoria. No recordaba nada. Ni de
su vida ni de su muerte. Nada de la época anterior a ser un joven maldito,
un poltergeist atrapado en aquel terrible lugar. El Erlking había borrado su
nombre de la historia, desde los libros a las lápidas. El chico no sabía que
era un príncipe hasta que Serilda le había contado la verdad de lo que les
había ocurrido a él y a su familia. Que lo habían maldecido. Que los demás
estaban muertos. Los habían asesinado para vengar la muerte del gran amor
de Erlkönig, la cazadora Perchta. Incluso ahora, Gild se mostraba escéptico
siempre que Serilda lo mencionaba.
Pero a ella no le importaba nada de aquello. Ni su nombre ni su legado.
Le importaba que Gild era el padre del niño que llevaba en su vientre.
Le importaba que una vez, en un ataque de desesperación, ella le había
prometido a su hijo nonato a cambio de su ayuda para convertir la paja en
oro.
Le importaba que estaba un poquito enamorada de él.
Quizá… más que un poquito.
—Supongo que eras muy importante —le dijo a Manfred mientras
atravesaban una serie de salones—. De mayor rango que un cochero, sin
duda. El ayuda de cámara del rey, quizá. O un consejero real. Por eso no
puedes recordar demasiado. Pero estoy segura de que tienes razones de
sobra para sentirte orgulloso.
Manfred permaneció en silencio. Serilda le había contado durante sus
paseos nocturnos parte de la historia de lo que había sucedido allí. A la
familia real. A él y a todos los que habían tenido la mala suerte de estar en
aquel castillo cuando el Erlking se había cobrado su venganza. En el
pasado, le había contado la historia a Gild creyendo que solo era un cuento
de hadas inventado, pero ahora sabía que era cierto. Aquel era el don de
Wyrdith, su padrino cuentacuentos, sin duda.
Nada del trágico pasado del castillo era demasiada sorpresa para
aquellos que se habían visto obligados a servir a los oscuros durante cientos
de años. Sabían que algo horrible les había pasado. Muchos tenían las
heridas que lo demostraban. Algunos tenían recuerdos fugaces de su vida
anterior. Vestían ropa adecuada a los distintos roles del castillo, desde
sirvientas a pajes y elegantes cortesanos, aunque el antiguo estatus nada
significaba para los oscuros.
No era una locura asumir que servían a la realeza cuando el Erlking
había aparecido y los había asesinado a todos, aunque no pudieran recordar
los rostros o los nombres de sus monarcas o si habían sido respetados y
queridos.
Nadie sabía que Gild, el poltergeist entrometido, era su príncipe
olvidado. Serilda no se atrevía a contarle a nadie la verdad. No podía
arriesgarse a que el Erlking descubriera que lo sabía, y no podía confiar en
que los demás guardaran silencio. Aunque muchos de aquellos espíritus le
caían bien, sus almas pertenecían al Erlking. Puede que este les permitiera
algunas libertades, pero estaban sometidos.
No tenían opción.
Ocurría lo mismo con los niños a los que había dejado dormidos en su
habitación. El Erlking había fingido que eran un regalo para ella, sirvientes
para su reina, pero también eran sus espías. O podrían serlo, si le daba al
Erlking alguna razón para espiarla.
No podía confiar en nadie de aquel castillo.
En nadie, excepto…
Ante ella, un destello dorado llamó su atención. Un hilo finísimo
rodeaba la base de una vela en uno de los apliques de la pared. Era un
detalle mínimo en el que difícilmente se fijaría alguien. Que todos pasarían
por alto.
Pero, las últimas semanas, Serilda se había acostumbrado a buscar
pequeños detalles.
Se irguió.
—Gracias, Manfred, pero no es necesario que me acompañes el resto
del camino. Sé llegar desde aquí.
—No me importa, mi señora.
—Lo sé. Pero al final tendré que aprender a moverme por este laberinto,
¿no? Y me vendrá bien un momento… para prepararme.
Una pizca de lástima atravesó la expresión de Manfred.
—Por supuesto, mi señora —dijo, haciendo una reverencia—. Os dejaré
sola, entonces.
—Gracias, Manfred.
El cochero se alejó con la misma postura erguida y los mismos pasos
medidos que lo acompañaban siempre, y Serilda no pudo evitar pensar que
era uno de los pocos caballeros de verdad en aquel castillo rodeado de
demonios y de su despiadada frivolidad.
Tan pronto como dobló la esquina, Serilda permitió que sus hombros se
relajaran. Se acercó a la vela y deslizó el nudo de hilo dorado sobre la
llama. Se rodeó el dedo con él y examinó el pasillo.
Silencio y sombras.
—Sal, Gild —dijo, sonriendo—. Sé que estás aquí.
Capítulo 2

—¿ Otra vez tienes que ir a los aposentos del rey?


La voz sonó a su espalda, tan cerca que imaginó un cosquilleo de
calidez en su nuca. No se sobresaltó. Estaba acostumbrada a las repentinas
apariciones de Gild. Su espíritu estaba maldito y unido a aquel castillo,
como lo estaba el de ella, pero él podía moverse con libertad en el interior
de sus muros, podía desaparecer y reaparecer a voluntad allá donde deseara.
Era un maravilloso truco de magia, y lo usaba a menudo: para gastar
bromas pesadas, para acercarse sigilosamente a los demás, para oír a
escondidas y espiar… Sobre todo, le gustaba aparecer de improviso y
asustar a los niños, a veces incluso atravesarlos, ya que podía caminar a
través de los fantasmas. Ellos fingían enfadarse, a pesar de sus risas
desconcertadas.
Había intentado enseñarle a Serilda la habilidad, pero era más difícil de
lo que él hacía que pareciera. Hasta el momento solo lo había conseguido
una vez, y aunque había intentado transportarse a los aposentos de la reina,
había terminado en la despensa con un terrible dolor de cabeza.
A pesar de la cercanía de Gild y de la sutil danza de su respiración
contra la piel de Serilda, había tensión en la voz del chico. Una envidia que
había intentado ocultarle desde que el rey había anunciado su compromiso,
pero que era más evidente a medida que se acercaba la boda.
Ella odiaba tener que mentirle sobre aquello. Era la mentira más difícil
que nunca había tenido que contar.
Gild sabía que el Erlking quería una esposa mortal para engendrar un
niño. Asumía (y Serilda se lo permitía) que sus frecuentes visitas a los
aposentos del rey eran para eso, aunque la simple idea hacía que Serilda
deseara arrancarse la piel.
Lo que Gild no sabía, y ella no podía contárselo, era que ya estaba
embarazada. Que lo estaba desde la noche en la que Gild había posado sus
labios sobre los de ella, la noche en la que él había recorrido su mandíbula,
su garganta, la curva de su pecho con besos. Habían intimado solo una vez,
y Serilda todavía sentía un escalofrío cuando se permitía recordar su
cercanía, sus caricias, cómo había susurrado su nombre como si fuera
poesía. En la pasión de aquella noche habían concebido un niño.
Pero, la siguiente vez que había visto al joven, el Erlking lo había
colgado del torreón del castillo con cadenas doradas, las mismas cadenas
que Gild había hilado para salvarle la vida a Serilda. Tan pronto como el rey
había descubierto su estado, había ideado su plan: se casaría con ella y
reclamaría al niño como si fuera suyo. Si Serilda le contaba a alguien la
verdad, él no liberaría en el Verloren a las almas de los niños a los que tanto
quería. Se quedarían para siempre atrapados allí, esclavizados por los
oscuros.
No permitiría que eso ocurriera, lo que significaba que no podía
arriesgarse a contárselo a nadie.
Ni siquiera a Gild.
Sobre todo a Gild.
—Sí —contestó, cuando estuvo segura de que no le temblaría la voz—.
Debo visitar al monstruo una vez más. —Se giró y miró al chico a los ojos
—. Qué suerte tengo.
No hacía ningún esfuerzo para ocultar su desdén hacia su prometido, no
con Gild. El acuerdo con el rey no había sido decisión suya. No sería un
matrimonio por amor. Ni siquiera estaba segura de poder llamarlo
matrimonio de conveniencia, ya que sin duda no era conveniente para ella.
Aquel era el hombre que había secuestrado a su madre cuando ella era
pequeña, que había abandonado a su padre para que muriera en una cuneta
y que había asesinado a cinco niños inocentes solo para hacerle daño a
ella… Y eso apenas era una mínima parte de su miríada de actos malvados.
Familias destrozadas, vidas desechadas a su voluntad, criaturas mágicas
cazadas, algunas hasta la extinción.
No podía evitar que Gild sintiera celos. Él creía que el Erlking había
reclamado su mano en matrimonio y su cuerpo en la cama. No podía
contarle la verdad, pero tampoco le permitiría pensar que sentía por el
Erlking algo más que repulsión.
Tenía que fingir, tenía que continuar con las mentiras para conseguir lo
que quería: libertad para las almas de los niños. El Erlking le había
prometido que liberaría sus espíritus, los de Hans, Nickel, Fricz, Anna y
Gerdrut. Les concedería la paz.
A cambio, ella mentiría por él. Diría que el niño de su vientre le
pertenecía. Le guardaría el secreto.
Pero no fingiría amor por un hombre al que despreciaba. Había algunas
mentiras que ni siquiera ella toleraría.
Una sombra atravesó el rostro de Gild, y Serilda supo que se había
sentido reprendido. El muchacho se encogió de hombros.
—Espero que… —comenzó, pero se detuvo, apretando los labios como
si hubiera mordido un limón. Tardó un momento en intentarlo de nuevo—.
Espero que sea un… caballero.
Escupió «caballero» como si fuera una semilla de limón y, por alguna
razón, a Serilda se le ablandó el corazón. Sabía que él estaba intentando
comprenderlo, aceptarlo, lo mejor que podía.
La chica tragó saliva con dificultad y le puso una mano en la muñeca.
—No me hace daño —le aseguró.
Lo que era verdad, en cierto sentido. Erlkönig nunca le había hecho
daño físico…, excepto cuando la había maldecido clavándole una flecha de
punta dorada en la muñeca. Apenas la tocaba cuando estaban solos, en
crudo contraste con el descarado afecto que le mostraba en presencia de
otros. A veces, Serilda se preguntaba qué pensaría la corte de aquella
situación. De que su rey (atractivo, tranquilo, peligroso) estuviera
aparentemente colado por ella. De una mortal ordinaria a ojos de
cualquiera, con unas extrañas ruedas doradas en los iris. En el reino mortal,
sus ojos la habían señalado como alguien a quien evitar. Era rara. Estaba
maldita. Traería mala suerte a todo el que se acercara demasiado a ella.
Pero los oscuros y su rey no amparaban aquellas supersticiones. Quizá
porque ellos eran a menudo las desgracias que esos humanos temían tanto.
Puede que los demonios creyeran que eran sus anomalías las que atraían
al rey.
Las arrugas de la frente de Gild se suavizaron, pero solo un poco.
Asintió con brusquedad, y a Serilda le dolió (un dolor de verdad, abrupto
bajo sus costillas) no poder decir nada más.
Era cierto: el rey no le hacía daño. Ella no calentaría su cama, ni aquella
noche ni ninguna. No le daría un hijo, al menos no como Gild sospechaba.
«No es cierto», quería susurrar. Inclinarse y frotarle la sien con la
mejilla. Aplastarlo contra la pared y amoldar su propio cuerpo contra el de
él. «No soy suya. Nunca seré suya».
«Pero todavía quiero ser tuya».
Pero no dijo nada y soltó la muñeca de Gild antes de continuar su
camino a través de los pasillos del castillo.
Hacia el novio que la esperaba.
Él la siguió con paso suave, y Serilda no pudo evitar alegrarse de que no
hubiera desaparecido. Era una tortura estar con Gild mientras guardaba
aquellos secretos, pero era mucho peor estar sin él. Al menos, cuando
estaba cerca, podía imaginar que él también se sentía así. Que la suya era
una agonía compartida, una desesperación mutua. Que anhelaban lo que
habían tenido. Lo que durante un momento dolorosamente breve habían
creído que podía convertirse en algo más.
Llegaron a una bifurcación al final del pasillo; Serilda no recordaba si
debía ir a la izquierda o a la derecha. Se detuvo, intentando recordar, hasta
que Gild suspiró en silencio y señaló a la izquierda.
Serilda sonrió, tímida y agradecida, pero la miseria en el rostro del
chico le atenazó el pecho. Había motas doradas en sus ojos que atrapaban la
luz del fuego. Su cabello cobrizo estaba despeinado, como si se hubiera
pasado la semana anterior peinándoselo con las manos en lugar de con un
peine. Se había abotonado mal la camisa de lino, saltándose un ojal.
Sin apenas ser consciente de ello, Serilda posó sus manos sobre la tela
de la camisa antes de que pudiera detenerlas. Le desabotonó el botón
disparejo.
Gild se quedó inmóvil como una estatua ante su contacto.
El calor sonrosó las mejillas de Serilda, aunque fue un rubor fantasma.
No tenía pulso, no había sangre de verdad atravesando sus venas, gracias a
la maldición que había separado su espíritu de su cuerpo mortal. Pero
conocía bien la vergüenza y, aquellos días, aún más el anhelo.
El botón se soltó entre sus dedos, que habían comenzado a temblarle.
Suavizó la tela, alineando los dos lados del amplio cuello con la garganta de
Gild.
El joven inhaló con brusquedad.
Serilda se detuvo y sujetó suavemente cada lado del cuello de la camisa,
revelando la garganta desnuda de Gild, la hendidura de su clavícula, las
pálidas pecas en la parte superior de su pecho.
Podría inclinarse un poco. Besarlo. Justo allí, en aquella piel expuesta.
—Serilda…
Ella levantó la mirada. Un sinfín de pensamientos estaban escritos en
los ojos de Gild, repitiendo los suyos.
«No podemos».
«No debemos».
«Yo también lo deseo».
Serilda le presionó las pecas con la yema del pulgar.
Deseando.
Gild cerró los ojos y se inclinó hacia delante. Aplastó su frente contra la
de la chica.
Tensándose, ella le abotonó la camisa apresuradamente.
—Lo siento —exhaló—. Sé que no podemos… Lo sé.
Si alguien los veía… Si se extendía incluso el menor rumor de que
Serilda era infiel, poniendo en duda la paternidad de su hijo, el Erlking la
castigaría por ello.
Lo que casi con toda seguridad significaba que castigaría a los niños.
Presionó los dedos contra el pecho de Gild por última vez antes de
apartarse.
—No debería hacerle esperar —susurró—. Por mucho que me gustara
hacerlo.
Gild tragó saliva. Serilda fue consciente de la lucha en su garganta,
como si estuviera tragándose las palabras que querían ahogarlo.
—Te acompañaré el resto del camino.
—No tienes que hacerlo.
Él sonrió. Un poco nostálgico, un poco impertinente.
—Hay monstruos en este castillo, por si no te has enterado. Si te pasara
algo, nunca me lo perdonaría.
—Mi protector —dijo, burlona.
Pero Gild se puso serio.
—En lo que de verdad importa, no puedo protegerte.
A Serilda se le constriñó el pecho.
—Gild…
—Lo siento —se apresuró a decir—. Eso no importará. Cuando
encontremos nuestros cuerpos. Cuando rompamos esta maldición.
Serilda le dio la mano y le apretó los dedos. Era lo único que les daba
esperanza, la posibilidad de encontrar sus cuerpos y arrancar las flechas de
sus muñecas, rompiendo la maldición que los anclaba a aquel castillo.
Algún día serían libres.
—Lo haremos —le aseguró ella—. Romperemos esta maldición, Gild.
El muchacho le apretó la mano brevemente, pero fue el primero en
soltarla.
—Deberías marcharte —le dijo él—. Antes de que alguien nos vea y le
cuente al rey que has estado tonteando con el poltergeist.
Capítulo 3

LL primero que había pensado Serilda al ver los aposentos del rey, algunas
semanas antes, era que se trataba de un hombre que sabía estar a la altura de
las expectativas.
No había cama, por lo que ella había asumido que los oscuros no
dormían, aunque nunca lo había preguntado directamente. Había, no
obstante, una colección de muebles exquisitos. Sillas de respaldo alto y
sofás elegantes tapizados con las telas más delicadas y bordeados con
cordón negro y borlas. Mesas con incrustaciones de madreperla y ébano.
Gruesas alfombras de pelo tan grandes que Serilda se estremecía al pensar
en la criatura a la que debían de haber pertenecido.
En un gabinete de curiosidades contra la pared había una cuidada
selección de cráneos de animales, armas inusuales, esculturas de mármol,
vasijas pintadas a mano, libros encuadernados en piel y grotescas máscaras
libidinosas. Sobre los tapices estaban colgados los habituales animales
disecados, cuernos y astas, pero también pequeñas y delicadas criaturas.
Currucas tan realistas que parecía que podían comenzar a cantar en
cualquier momento. Enérgicos zorros que podrían haber saltado de la pared.
El muro opuesto lo ocupaba una magnífica colección de mapas.
Algunos parecían antiguos, dibujados en pieles de animales y pergaminos.
Representaban lugares del mundo de los que Serilda nunca había oído
hablar y que no estaba totalmente segura de que fueran reales, con floridas
descripciones de extrañas bestias míticas cuyos nombres estaban escritos en
una pulcra caligrafía con tinta roja. El Inkanyamba, una larga serpiente con
cabeza de caballo. El gigante Buto Ijo, un trol verde con colmillos. El
gumiho, un zorro de nueve colas. A Serilda le encantaba examinar a las
criaturas, le encantaba pasar los dedos sobre las palabras y probar los
nombres desconocidos en su lengua. No podía evitar preguntarse si eran
reales, si habían vivido lejos. Había descubierto muchas criaturas en las que
no creía en el lado oscuro del velo, criaturas que en el pasado pensaba que
existían solo en los cuentos de hadas.
En definitiva, los aposentos del Erlking eran oscuros y un poco tétricos,
sí, pero acogedores a su propia y extraña manera. Si había un trozo de
madera, estaba complicadamente tallado y había sido pulido hasta adquirir
un brillo suntuoso. Si había un trozo de tela, ya fuera de las cortinas o los
cojines, era negro o de algún tono intensamente irisado y de la mayor
calidad. Si había una vela, estaba encendida.
Y había montones de velas, de modo que la habitación parecía el altar
de un dios en un concurrido templo.
Lo que más llamaba la atención de Serilda era el alto reloj de pared que
había en un hueco junto a la chimenea. Tenía un péndulo metálico que era
más largo que ella, y una esfera que llevaba la cuenta no solo de la hora,
sino también de los ciclos de la luna y de las estaciones del año. Sus cuatro
manecillas se movían lenta y constantemente alrededor del círculo, cada
una tallada en delicado hueso. Siempre que estaba en la habitación, Serilda
no podía evitar mirarlo.
En parte, quizá, porque ella también contaba los minutos para
marcharse.
Cuando llegó, la noche antes del solsticio de verano, descubrió que
habían colocado una mesa junto al balcón con una jarra de vino tinto, una
cuña de queso, una hogaza de pan oscuro y un cuenco a rebosar de cerezas
escarlatas y brillantes albaricoques. Había asumido que los oscuros, sobre
todo aquellos que participaban en la cacería salvaje, ansiaban la carne de
sus presas. Los había imaginado danzando alrededor de grandes tajos
asados sobre feroces hogueras cuyas llamas chisporroteaban por la grasa
que goteaba de los huesos, de las corvas de bordes tostados de los jabalíes y
venados. Y se comía mucha carne en el castillo, pero sus ocupantes tenían
también gustos más refinados, y la fruta fresca era una demanda constante.
No era muy diferente de su hogar, donde había un aluvión de delicias
cuando los huertos y los campos se llenaban de ciruelas, higos y bayas
silvestres, un lujo después del duro invierno.
El Erlking estaba junto a la ventana. A lo lejos, una luna menguante se
alzaba sobre las montañas Rückgrat. Su luz destellaba en la superficie negra
del lago.
Serilda reclamó una de las sillas tapizadas que había ante la mesa y
cogió una cereza. La carne estalló en su boca, dulce y un poquito ácida. No
sabía qué debía hacer una auténtica reina con el hueso, así que se lo escupió
en los dedos y lo dejó en una copa vacía antes de coger otra.
Y una tercera.
Pensó en lo que todos los de aquel castillo creían que estaba ocurriendo
en aquella habitación y le dieron ganas de reírse. Ojalá descubrieran que el
supuestamente enamorado rey se pasaba la mayor parte de la noche
ignorándola.
Entonces pensó en Gild, en que lo que él creía que estaba ocurriendo
seguramente lo destrozaría, y se puso seria de inmediato.
—¿Qué tal está mi progenie?
Serilda se sobresaltó. El rey seguía girado. Llevaba el cabello, negro
como un cuervo, suelto por la espalda.
«Tu progenie no existe», deseó decir. «Este niño no es tuyo. Nunca será
tuyo».
En lugar de eso, se presionó el vientre con una mano.
—No me siento distinta. Si te soy sincera, empiezo a preguntarme a qué
viene tanto alboroto. —Habló con ligereza, para disfrazar la preocupación
que realmente había comenzado a burbujear en su interior—. Tengo hambre
todo el rato, pero eso no es nada nuevo.
Agarró una nectarina y la mordió. Cuando el jugo bajó por su barbilla,
se lo secó con la manga y siguió comiendo, ignorando la mirada de
desaprobación del rey.
Si Erlkönig quería una reina con conocimientos del protocolo de la
corte, había elegido mal.
—¿Hay alguna comadrona en el castillo? —le preguntó la chica—.
¿Alguno de los fantasmas, quizá? Seguro que la anterior familia real tenía
una. Tengo muchas preguntas. Sería agradable tener a alguien con quien
hablar.
—Una comadrona —repitió el Erlking, y Serilda supo que a él jamás se
le habría ocurrido esa idea—. Lo descubriré.
Serilda se lamió una gota de jugo de la muñeca antes de que le llegara al
puño de la manga.
El rey tomó una servilleta de la mesa y se la lanzó.
—Intenta mejorar tus modales. Vas a ser reina, y mi esposa.
—Eso fue decisión tuya, no mía.
Serilda descartó la servilleta y le dio otro bocado a la nectarina. Cuando
terminó, sonrió y dejó caer el hueso de la fruta en su copa, junto a los de las
cerezas. Después, usó su falda de terciopelo para limpiarse el residuo
pegajoso de los dedos, uno a uno.
—Pero, si te avergüenzo, todavía estás a tiempo de cambiar de idea.
La expresión de Erlkönig se enfrió; todo un logro, dada su habitual
frialdad.
—Al menos, no tendré que tolerarte mucho. Seis meses. Apenas un
parpadeo.
Lo que implicaba aquello hizo que a Serilda se le erizara el vello. Al
menos, podría intentar esconder su intención de matarla una vez que ella
hubiera servido a su propósito.
Por rencor, la chica arrancó un trozo de queso y se lo metió en la boca,
sabiendo muy bien que era el favorito del rey. Seguía masticando cuando
preguntó:
—¿Compartiremos estos aposentos después de la ceremonia?
El rey resopló.
—Por supuesto que no. Seguiremos como hasta ahora, hasta que
podamos anunciar el embarazo. No hay necesidad de nada más.
Serilda suspiró. Había temido esa pregunta durante semanas, y saber
que no tendría que dormir allí, con él, la hizo sentirse mareada de alivio.
Solo seguirían fingiendo.
Por ahora, podía hacerlo.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? Miró el reloj. Apenas habían pasado diez
minutos. Le habían parecido siglos.
—Me pregunto si deberíamos haber celebrado la boda durante la Luna
de los Amantes —dijo el Erlking—. Elegir el solsticio era poético, pero
parece que mi novia empieza a impacientarse.
—No es impaciencia lo que siento.
—¿Nunca has soñado con ser una novia de verano?
Ella resopló.
—No soy una novia de verano. Soy un sacrificio de verano.
El Erlking se rio. Era un sonido inusual, uno que siempre proporcionaba
a Serilda una punzada de satisfacción, aunque no lo pretendiera.
Lo triste era que ella lo había dicho en serio.
Aquello no sería una boda. Aquello sería un sacrificio ritual, y ella era
el cordero. Cuando llegara el momento, el Erlking la sacrificaría y le
robaría a su hijo, a quien de algún modo la joven ya quería con una
ferocidad desconocida.
Serilda se frotó con los dedos la cicatriz de la muñeca. A decir verdad,
el sacrificio ya se había hecho en el momento en el que el Erlking le había
atravesado la muñeca con una flecha de punta dorada y había maldecido su
alma, separando su espíritu de su cuerpo mortal y anclándolo a su castillo
embrujado para atraparla allí, en el lado oscuro del velo.
Recordó su propio cuerpo en el suelo de la sala del trono, respirando,
pero sin vida. Serilda no comprendía del todo aquella magia. Ya no sentía
su pulso ni el constante tamborileo de su corazón. Podía contener el aliento
una eternidad, y aun así seguía respirando, por costumbre o por consuelo.
Y después estaba el niño al que llevaba en su vientre, para el que solo
podía esperar que estuviera bien. No sentía ninguno de los síntomas del
embarazo: no tenía episodios de náuseas ni dolor de espalda ni los tobillos
hinchados, cosas de las que recordaba que se quejaban las mujeres de
Märchenfeld. No sabía si el bebé estaba físicamente en su interior o si
seguía creciendo en la versión de ella que parecía un cadáver y que se
encontraba escondida en aquel castillo.
Confiaba en que el Erlking no haría nada que dañara al niño, debido a
los planes que tenía para él, pero odiaba poner su confianza en él.
Abandonando la ventana por fin, el rey tomó su copa de vino. Dudó,
elevando los ojos para mirarla.
—¿Qué? —Le preguntó Serilda—. No la he envenenado. —Entonces
contuvo el aliento—. Aunque quizá debería intentarlo la próxima vez.
—Te sugiero acónito, si lo haces. El regusto final siempre me ha
parecido moderadamente dulce y totalmente satisfactorio. —Se llevó la
copa a los labios, examinándola mientras daba un sorbo. Cuando bajó la
copa, dijo—: Te consideras una cuentacuentos, si no me equivoco.
Serilda se sentó más recta, sintiéndose un poco vulnerable por que el rey
se hubiera percatado de aquella parte secreta y oculta de ella.
—Me han llamado cosas peores.
—Entonces cuéntame una historia.
Ella frunció el ceño.
—No estoy de humor. Y no me des órdenes. No soy uno de tus
fantasmas.
El Erlking curvó los labios en una sonrisa, divertido.
—Me ha parecido que podríamos pasar el tiempo así. —Su atención se
concentró significativamente en el reloj, como si la hubiera visto
observándolo.
Serilda resopló.
—En realidad, hay una historia que me contaron hace mucho y que
siempre me he preguntado si era cierta. Dicen que la Luna de los Amantes
recibió su nombre por Perchta y por ti.
El Erlking ladeó la cabeza, pero no contestó.
—Según se cuenta, compartisteis vuestro verdadero nombre bajo esa
luna, uniendo así vuestro destino para toda la eternidad. Por eso algunas
personas comparten sus secretos bajo la Luna de los Amantes, porque se
supone que su luz los protegerá.
—Tonterías supersticiosas —murmuró el rey—. Cualquier idiota sabría
que, si deseas proteger un secreto, no debes contárselo a nadie, sin importar
cuál sea la luna. Pero los mortales dais mucho poder a los cuentos de hadas.
Creéis que el destino está determinado por los dioses antiguos y las
supersticiones. Que todas las desgracias están causadas por la luz de la luna,
por las estrellas… Por el disparate que os venga bien en el momento. Pero
no existe el destino, ni la fortuna. Solo están los secretos que compartimos y
los que escondemos. Nuestras decisiones propias, o el miedo a tomar una
decisión.
Serilda lo miró fijamente. ¿Cuántas veces la habían culpado los
aldeanos de Märchenfeld de sus desgracias?
Aun así, no podía ignorar que era la ahijada de Wyrdith. El dios de las
historias y de la fortuna la había maldecido, y decir que aquellas cosas no
eran importantes tampoco le parecía totalmente cierto.
Quizá había algo intermedio.
Un lugar para las cosas que estaban fuera de control, para los sucesos
guiados por el destino…
Pero también para las decisiones individuales.
El temor creció en su interior. La tragedia era que quería creer en las
opciones. Quería creer que podía tener el control de su destino. Pero ¿era
posible? Era prisionera del Erlking. Había tomado decisiones y había
cometido errores, pero al final otros habían decidido su destino por ella.
Qué ironía. Cómo debía de reírse Wyrdith, allá donde estuviera.
—Bueno —comenzó, insegura—. ¿La historia no es cierta, entonces?
Él resopló.
—¿Que Perchta y yo compartimos nuestro nombre bajo la Luna de los
Amantes? Difícilmente.
—Es una pena. Me parecía romántico.
El Erlking negó con la cabeza mientras volvía a llenarse la copa de
vino.
—No necesitamos cuentos de hadas que distorsionen nuestro romance.
Perchta y yo… Nuestro amor estuvo predestinado desde el principio. Sin
ella a mi lado, estoy incompleto.
Serilda se detuvo, avergonzada por el candor de Erlkönig.
No ayudaba que supiera que pretendía traer a Perchta de vuelta. En la
Luna Eterna, esa noche inusual en la que el solsticio de invierno coincide
con la última luna llena del año, el Erlking y su cacería salvaje planeaban
apresar a uno de los siete dioses. Y, cuando los primeros rayos de sol
golpearan el reino, el dios se vería obligado a concederle un deseo.
El Erlking usaría este deseo para sacar a Perchta del Verloren. La cruel
cazadora caminaría de nuevo sobre la tierra, y él tendría al bebé de Serilda
listo para entregárselo. Había secuestrado a muchos niños para intentar
complacerla, pero nunca antes le había regalado un bebé recién nacido.
La idea hizo que Serilda se sintiera enferma. Para él, la vida que crecía
en su interior era algo que podía ser envuelto y regalado. Un muñeco, un
juguete, algo que podía desecharse con facilidad.
Y, aunque no conocía a la cazadora, todo apuntaba a que Perchta no era
demasiado maternal, a pesar de su deseo de tener un hijo. Decían que era
despiadada, arrogante y cruel. Siempre que se cansaba de uno de los niños
que le regalaban, el Erlking se lo llevaba al bosque y regresaba solo.
Así eran los oscuros.
Así era la madre a la que su hijo estaba destinado.
Lo estaba, excepto por un pequeño problema. Un diminuto
inconveniente que el propio Erlking no conocía todavía.
Serilda ya le había prometido aquel niño a Gild. Su primogénito a
cambio de que convirtiera en oro una habitación llena de paja. El trato se
había sellado con magia. No creía que pudiera romperse.
Pero no pensaba contárselo al Erlking.
Encontraría la manera de arreglarlo, se dijo a sí misma. Todavía tenía
seis meses para pensar un plan. Para salvar a su hijo. A sí misma. A Gild. A
los niños que dormían en su habitación.
—Qué desconsiderado por mi parte —dijo el Erlking, sacándola de sus
pensamientos. Rodeó la mesa hasta que estuvo junto a su silla, antes de
apoyarse en una rodilla a su lado—. Añorar a otra cuando mi novia está
sentada ante mí. Espero que puedas perdonarme, amor mío.
—De todas las cosas por las que podrías disculparte —comenzó Serilda,
despacio—, que estás enamorado de una demonia sádica que murió hace
trescientos años ni siquiera estaría en la lista.
Él apretó la mandíbula.
—No pierdas ese fuego, pequeña mortal —dijo, tomando la mano de la
chica entre sus dedos fríos y encorvándose sobre ella—. Hace que me sea
más fácil adorarte.
El rey se levantó y tomó una nectarina intacta de la mesa. Le dio un
bocado mientras se cernía sobre Serilda. El jugo bajó por su barbilla, como
había bajado por la de ella. Sonrió con arrogancia y usó la manga para
limpiarse.
—Otros diez minutos, creo, antes de que puedas marcharte.
Levantó su copa de vino y le dio la espalda, que era exactamente el
momento que Serilda había estado esperando.
En un único movimiento, la joven tomó de la mesa el cuchillo con
mango de plata y se lo clavó en la espalda, justo entre los omóplatos. Sintió
cómo cedía la carne. El crujido de las vértebras.
El rey se detuvo.
Durante un largo momento, Serilda se preguntó si quizá, solo quizá…,
esta vez…
Entonces él inspiró profundamente y soltó el aire en un largo y lento
suspiro.
—Por favor —dijo—, quítame el cuchillo de la espalda. No quiero
pedirle a Manfred que lo haga. Otra vez.
Serilda maldijo entre dientes y le extrajo el cuchillo. En lugar de manar
sangre de la herida, se disipó una voluta de humo negro en el aire.
Ella frunció el ceño. La primera vez que lo había apuñalado, estaba
segura de que él forcejearía.
Pero ni siquiera lo había intentado.
Le había clavado el primer cuchillo en el costado, justo por debajo de
las costillas.
La siguiente vez lo había hecho en su estómago, o aproximadamente
donde pensaba que debía estar su estómago.
La tercera vez había apuntado a su corazón, y se había sentido tan
orgullosa de su excepcional puntería que había chillado de gozo.
Pero el Erlking había puesto los ojos en blanco, se había extraído el
cuchillo y lo había examinado a la luz. Estaba intacto, como si no hubiera
estado enterrado en su pecho hasta la empuñadura.
Serilda dejó el cuchillo sobre la mesa.
—La próxima vez probaré en la cabeza —dijo Serilda, cruzándose de
brazos con petulancia—. Quizá te saque un ojo, como le hizo uno de tus
cazadores a Manfred.
—Si eso hace tu estancia aquí más tolerable —replicó el rey, tomando
un sorbo de vino—, entonces disfruta.
Capítulo 4

Se suponía que Anna era la doncella de Serilda, pero, como solo tenía
ocho años y la concentración de una mosca, no era demasiado eficiente en
su papel. En lugar de eso, el día del solsticio de verano, dos criadas
fantasmas con los delantales empapados en sangre aparecieron en los
aposentos de Serilda para transformarla en algo parecido a una reina. O a
una novia.
O más bien… a una cazadora demoníaca, como resultó. Serilda había
esperado un vestido. Muchos de los oscuros disfrutaban usando telas
lujosas, y había supuesto que el rey le proporcionaría un suntuoso vestido
para que lo llevara durante la ceremonia.
Pero no fue así. Cuando las doncellas entraron, no portaban sedas y
brocados y faldas voluminosas. En lugar de eso, la vistieron con una túnica
de cuero acordonada sobre una blusa de lino, pantalones de montar y
brazaletes, guantes de piel de cabra y las botas más suaves que había
llevado nunca.
Lo más llamativo era que también le llevaron una ballesta de delicada
factura; era más pequeña que la del Erlking, aunque sus flechas estaban
igualmente afiladas. Serilda temía tocar el arma por miedo a pulsar el
gatillo accidentalmente y atravesarle a alguien la cabeza con una flecha.
Nadie en aquella habitación necesitaba más heridas abiertas de las que ya
tenía.
—Adorable —dijo Serilda, que repetidas veces había intentado sin éxito
convencer a su prometido para que le adelantara algún detalle de la
ceremonia nupcial—. Por favor, decidme que tendré el placer de clavarle
una flecha en el corazón a mi esposo antes de que termine la noche.
Los niños se rieron.
Las doncellas intercambiaron una mirada incierta, y una de ellas dijo:
—Creo que se trata de una cacería ceremonial, o algo así.
Serilda gimió.
—Debería haberlo supuesto.
Pronto la sentaron en el tocador. Le deshicieron las trenzas
apresuradamente y le frotaron las manos y las mejillas con aceite, algo que
la hizo oler un poco a despensa. Mientras, Anna y Gerdrut practicaban
volteretas en el colchón, y Nickel y Hans jugaban a un juego de dados que
les había enseñado el mozo de cuadra, que era un par de años mayor que
Hans y se había hecho amigo de todos.
Serilda miró el espejo que había sobre su tocador. A la tenue luz de las
velas podía ver las ruedas doradas de sus iris negros. Cuando había
conocido al Erlking, este las había confundido con dos ruecas, y esa era la
razón por la que le había sido tan fácil convencerlo de que la había
bendecido Huida y podía convertir la paja en oro. Pero no era cierto:
aquellas eran las ruedas de la fortuna. Ella había recibido la bendición de
Wyrdith, el dios de las historias, la fortuna y el engaño.
O debería haber sido una bendición, ya que su padre lo había ayudado
años antes, en una Luna Eterna. Pero, en realidad, su lengua maldita le
había acarreado sobre todo desgracias, a ella y a la gente a la que quería.
Si se encontrara alguna vez con Wyrdith, le rompería la rueda de la
fortuna en su desagradecida cabeza.
Llamaron a la puerta y Fricz (su «mensajero») irrumpió en la
habitación.
—¿Está lista? —preguntó, dirigiéndose a Anna al principio, aunque la
niña estaba bocabajo, haciendo el pino con los pies apoyados en uno de los
postes de la cama para equilibrarse—. No importa —dijo, y acto seguido se
giró hacia Serilda y sus doncellas. Se fijó en su cabello, ahora recogido en
una única y complicada trenza a su espalda, y en los complementos de caza
que habían dejado sobre una butaca capitoné—. Será mejor que te des prisa,
o el rey empezará a asesinar gente.
—¿A quién va a asesinar? —preguntó Anna, arrastrando las coletas por
la alfombra—. Aquí ya están todos muertos.
—¿Por qué está enfadado? —inquirió Serilda—. No llego tarde.
Todavía.
—Y tampoco es que puedan empezar sin ti —añadió Anna. Bajó los
pies de nuevo al suelo y se incorporó.
—Trabajamos tan rápido como podemos —dijo una de las doncellas,
aplicando algo de un pequeño frasco en los labios de Serilda. Echó una sutil
mirada a Anna y Gerdrut—. Sería más fácil sin tantas distracciones.
Fricz se encogió de hombros.
—Es el poltergeist, creo.
Serilda se tensó.
—¿Qué pasa con el poltergeist?
—Ha desaparecido. Esta mañana han enviado a algunos guardias a
apresarlo para mantenerlo encadenado durante la ceremonia. Ya sabes, para
que no pueda causar problemas, como suele hacer. Pero nadie consigue
encontrarlo. Algunos criados temen que intente interrumpir la ceremonia.
—¡Espero que lo haga! —exclamó Gerdrut, saltando a la cama, que era
lo bastante alta para que sus piernas colgaran a más de treinta centímetros
del suelo.
—¿Os acordáis de cuando reemplazó los animales disecados del ala
norte por muñecas de trapo con cabeza de nabo? —preguntó Nickel, con los
ojos brillantes—. Debió de tardar siglos en tallarlas todas, pero la cara de
sorpresa de los cazadores no tuvo precio.
Los niños comenzaron a intercambiar historias, y Serilda no contuvo su
sonrisa. En el tiempo que había pasado desde que el Erlking los había
asesinado y había apresado sus almas, atrapándolos allí en el castillo, Gild y
sus travesuras les habían dejado huella.
Una pequeña parte de Serilda se llenaba de esperanza ante la idea de
que el joven detuviera la ceremonia. Que la rescataran aquel terrible día
sonaba muy apetecible, incluso un poco romántico.
Eso, y que odiaba la idea de que volvieran a encadenar a Gild como si
fuera una de las valiosas bestias del rey. Serilda sospechaba que el Erlking
lo habría dejado colgado del torreón un siglo o dos si no hubiera querido
recuperar las cadenas de oro para usarlas en sus cacerías. O si Gild no
hubiera formado la algarabía que formó, aullando tonadillas como un
borracho durante horas. Incluso los oscuros habían estado de acuerdo en
que era mejor soltarlo.
Serilda no quería volver a verlo atado.
Y, además, tenía un trato con el Erlking. Su sumisión y su hijo a cambio
de liberar las almas de los niños a los que tanto quería. De Hans, Nickel,
Fricz, Anna y Gerdrut. Tenía que casarse con el Erlking. Tenía que
entregarle al bebé. Eso la destrozaría, cuando llegara el momento, pero era
culpa suya que aquellos niños preciosos estuvieran allí, en lugar de en casa
con sus familias, planeando sus largos y sencillos futuros.
Se mordió el labio, cerró los ojos y le envió un silencioso deseo a Gild,
estuviera donde estuviera.
«No estropees esto. Hoy no».
—Terminado —dijo la sirvienta, dando un paso atrás para examinarle el
cabello—. Vamos a vestirte.
Aturdida, Serilda dejó que las sirvientas la condujeran tras un biombo y
la enseñaran a unir las partes de la armadura. No se sentía cómoda con el
atuendo de caza, pero, tan pronto como salió, los niños se reunieron a su
alrededor, con los ojos muy abiertos e impresionados. Excepto Hans, que
era el serio del grupo y últimamente se había sumido en una tristeza que
Serilda no sabía cómo remediar. No podía culparlo. Hans era lo bastante
mayor como para saber que toda la magia de aquel castillo embrujado
jamás compensaría las vidas que les habían robado.
—¡Pareces una guerrera! —exclamó Gerdrut, mirándola con
entusiasmo. Le faltaba una de las paletas, el primer y el último diente de
leche que perdería.
Serilda no pudo evitar sentir cierta satisfacción ante el piropo. Una
guerrera, alguien capaz de hacer algo más que contar historias inútiles.
—No —dijo Hans en voz baja—. Parece una cazadora.
Fueron justo las palabras adecuadas para estropear los ánimos. La luz
abandonó los ojos de los niños y Serilda sintió que su corazón se sumía de
nuevo en el temor que la había acosado desde la Luna del Despertar, la
noche en la que había sellado su destino.
Tragó saliva con dificultad.
—No cambiará nada. Es solo una ceremonia tonta.
—Una ceremonia tonta después de la cual serás la reina de los alisos —
dijo Hans.
—Para vosotros seré siempre Serilda —le aseguró, alborotándole el
cabello, algo que siempre le hacía revolverse, molesto.
—No, tú no serás la reina de los alisos —replicó Nickel—. Para
nosotros no. Con ese nombre parece que le perteneces, y me niego a
aceptarlo. Ya se nos ocurrirá otra cosa.
—¡La reina dorada! —dijo Gerdrut. Sonriendo, tomó la mano de Serilda
—. Puedes sacar cualquier cosa de la nada. Puedes convertir la paja en oro.
Serilda contuvo el aliento. Para que los niños no le contaran al Erlking
la verdad accidentalmente, había tenido que mantener la mentira de que
podía hilar oro. Pero el comentario de Gerdrut le recordó el día, muchos
meses antes, en el que se habían reunido al cobijo de un pino, rodeados de
montículos de nieve, y la habían escuchado contar la historia del malvado
Erlking y de la cazadora Perchta. Ese día, Gerdrut había comparado sus
narraciones con el don mágico del hilado del oro.
Mirando atrás, Serilda sabía que aquel había sido el día en el que había
cambiado su vida. Posó un beso en los rizos de Gerdrut y atrajo al resto con
un abrazo. Ignoró el escalofrío que correteó sobre su piel al sentir sus
pequeños cuerpos, tan frágiles como hojas secas, a punto de deshacerse.
Agradecía tenerlos cerca, aunque estuvieran muertos.
Una de las criadas se aclaró la garganta y abrió la puerta.
—Perdonadme, mi señora, pero no deberíamos hacer esperar más a su
oscuridad.
Capítulo 5

Serilda no sabía qué esperar de sus nupcias. Cuando le había preguntado


al Erlking, este le había dicho que no se preocupara de nada más que de ser
una novia feliz. Ella le había respondido que, como eso sería imposible,
quizá debería pasarse la ceremonia dormida y que alguien la despertara
cuando comenzara el banquete. Aunque había intentado enfadarlo, el
Erlking solo se había reído.
Como si Serilda hubiera estado bromeando.
Intentó no preocuparse. ¿Qué importaba que tuviera que pronunciar
unos votos absurdos sobre el amor y la eternidad? ¿Qué importaba que él le
entregara un anillo o que la besara o que hiciera alguna otra demostración?
Aquel matrimonio era una farsa. Nada iba a cambiar.
Él podría reclamar su mano en matrimonio, pero el corazón de Serilda
siempre le pertenecería a ella. Aunque estuviera atrapado en el interior de
su cuerpo físico y oculto en alguna parte y quizá no volviera a verlo hasta
que su bebé naciera y fuera demasiado tarde.
La condujeron a un alto puente que nunca había cruzado y que conducía
a una parte de la muralla exterior por la que nunca había caminado, un
recordatorio de lo grande que era el castillo, de lo lleno que estaba de
recovecos y rendijas, de habitaciones y torres donde podían estar su cuerpo
y el de Gild.
Bajó un tramo de escaleras hacia un largo y estrecho pasillo. El día era
soleado y cálido, pero incluso así los pasillos sin ventanas resultaban fríos.
El cuero de su uniforme de caza susurraba con cada paso; una parte de ella
se sentía ridícula con la armadura y los pantalones, y otra, asombrosamente
audaz, casi valiente. Nadie podía tocarla y, si se atrevían, tenía una ballesta
cargada con la que se aseguraría de que se arrepintieran.
Su séquito se detuvo ante una puerta oculta por una pesada cortina de
terciopelo. Apartaron la cortina y la condujeron al otro lado.
Serilda emergió a un balcón de piedra. Su floreciente confianza
comenzó a desmoronarse de inmediato. Se le tensaron los músculos.
El balcón se alzaba dos plantas por encima de los jardines del norte.
Serilda había pasado poco tiempo en aquel lado del castillo donde los
espacios eran sobre todo funcionales: el palomar, el jardín de hierbas
medicinales, los alojamientos del encargado, un pequeño huerto y una viña.
En ese momento habían instalado una especie de recinto totalmente
rodeado por una valla de madera. La corte del Erlking ocupaba las gradas
que rodeaban el vallado. Serilda vio a Manfred; con su ojo empalado
goteando sangre, el cochero la miraba con expresión de tristeza en lugar de
con su indiferencia habitual. La joven atisbo al magullado mozo de cuadra,
que tenía la cabeza baja y jugueteaba con el dobladillo de su túnica. La
mujer decapitada había cambiado su habitual ropa de montar por un vestido
sencillo y se había anudado un pañuelo alrededor del cuello para esconder
la herida, aunque la sangre ya había comenzado a calar la tela.
Y después estaban los oscuros, tan impresionantes que casi dolía
mirarlos. Pero la suya era una belleza vacía, ausente de compasión y
alegría. La mayoría parecían aburridos, incluso airados, mientras la
observaban. Ella les contestó con una sonrisa.
Gild no estaba a la vista. Serilda se preguntó si los guardias habrían
conseguido detenerlo, después de todo. Quizá lo habían inmovilizado
usando las cadenas doradas. La idea la ponía enferma.
Esperaba que estuviera bien, escondido en algún sitio seguro.
Esperaba que no hubiera planeado nada desastroso.
Y una parte diminuta y ridícula de ella deseaba que estuviera allí. No
entre los asistentes, observando aquel espectáculo de pesadilla, sino allí. En
aquel balcón. Dándole la mano y…
«Tonta, tonta».
El balcón en el que se encontraba había sido decorado para la
ceremonia. De la barandilla de piedra colgaba una guirnalda de rosas del
color del vino tinto. Las balaustradas estaban adornadas con ramilletes de
salvia y oreja de liebre anudados con cinta negra. Banderolas doradas y
negras coronaban las paredes del castillo, y un especiado incienso cargaba
el aire de un intenso perfume. El efecto general era lujoso y decadente, y
habría entusiasmado a Serilda de no ser porque el novio era un tirano cruel
que asesinaba niños y criaturas míticas por diversión.
En cuanto lo pensó, miró el balcón que tenía justo delante, que
sobresalía del muro del torreón del castillo y estaba tan suntuosamente
decorado como el de ella. Alguien apartó las cortinas y apareció el rey.
Llevaba una elegante armadura de cuero y altas botas negras, justo como la
primera vez que lo había visto, la noche de la Luna de Nieve.
Un cazador y un rey. La imagen llenó a Serilda de sobrecogimiento y
desagrado a partes iguales.
—Mi prometida. —Su voz melosa atravesó el silencio que se extendía
entre el torreón y la muralla del castillo—. Tan radiante como el sol del
solsticio.
—Encantador —respondió Serilda, sin sentirse halagada, mientras
dejaba la ballesta sobre la barandilla—. En Märchenfeld tenemos la
costumbre de romper un puñado de platos de barro justo antes de las bodas,
para asustar a los espíritus malvados. Sugeriría que comenzáramos con eso,
pero podríamos perder a la mitad de nuestros invitados.
—Ningún plato o cuenco de sopa roto ha asustado nunca a un oscuro.
Pero la idea me divierte.
El Erlking le mostró una sonrisa tímida, una que quizá engañaría a los
invitados y les haría creer que su rey estaba de verdad prendado de su
extraña novia humana. ¿De verdad engañaba a alguien? ¿Era necesaria
aquella farsa? Seguramente nadie creía que hubiera amor entre ellos. Para
ello habría que tener una imaginación muy superior a la de Serilda, y eso
era pedir demasiado.
—Nuestras costumbres —continuó Erlkönig— son un poco diferentes.
—Eso ya lo he visto —dijo ella—. Nunca había estado en una boda en
la que los novios llevaran armas.
—Entonces no has vivido mucho —dijo el rey, acariciando la curva de
su ballesta. Bajó la mirada hacia la multitud—. Sed bienvenidos. Me honra
que deseéis ser testigos de mi unión con la dama que he elegido como
eterna compañera. —Levantó un brazo—. Liberad a las presas.
Abajo, empujaron una serie de carretas hacia la enorme zona vallada,
todas cargadas de cajas. Cuando las abrieron, docenas de animales huyeron.
Liebres, faisanes, un par de jabalíes y dos ciervos pequeños. Patos, gansos y
codornices. Una cabra montesa, media docena de ovejas… Incluso un pavo
real, que desplegó su abanico de plumas de alegres colores tan pronto como
salió de su jaula. Una docena de perdices extendieron sus alas y volaron a
las ramas de una higuera, ajenas a la valla que mantenía al resto de los
animales enjaulados.
Por último, de la jaula más grande emergió un enorme venado de astas
gloriosas que se extendían hacia el luminoso cielo de la tarde.
Los animales se dispersaron por el recinto; algunos se escondieron
donde pudieron, otros vagaron por el patio, aturdidos y asustados. Había
una cacofonía de graznidos y chillidos y resoplidos. La cabra montesa
reclamó una esquina del patio y se apresuró a bajar los cuernos
amenazadoramente ante cualquier criatura que se atreviera a acercarse.
—Nuestra costumbre es sencilla —dijo el Erlking—. Debes hacer una
promesa y disparar. Si tu puntería es buena, también lo serán tus palabras, y
los votos se considerarán irrompibles. Cuando hayamos terminado nuestros
votos, degustaremos los alegres sacrificios. —Señaló los animales con el
brazo.
Un sabor agrio se agolpó en la lengua de Serilda. Había comido carne
toda su vida, y no sentía reparos al visitar al carnicero de Märchenfeld, al
disfrutar del cerdo asado de un banquete o al cocinar un abundante estofado
de ternera para ella y para su padre. Pero nunca había cazado. Nunca había
sido ella la que atravesara con una flecha el corazón de un animal o la que
le clavara un cuchillo en el gaznate.
Pero suponía que así eran la vida y la muerte, depredador y presa.
—Mi prometida —dijo el Erlking— tendrá el honor de hacer los
primeros votos.
—Será un placer —replicó Serilda, levantando una ceja—. Hay muchas
cosas que me gustaría decirte.
Abajo, los oscuros se rieron con nerviosismo, de un modo que le hizo
apretar la ballesta.
El rey le devolvió la sonrisa, pero en su mirada había una advertencia.
Un recordatorio de que tenían público.
Tonterías. Serilda le había prometido que mentiría y diría que el niño
era suyo, pero nunca le había prometido fingir que estaba enamorada de él.
—Prometo —comenzó— que mientras que mi espíritu siga separado de
mi cuerpo físico y no tenga otra opción, seguiré fastidiosamente a tu lado.
Ahora, veamos.
Examinó a los animales y eligió un objetivo al que sabía que tenía poca
esperanza de herir: una codorniz rolliza que correteaba de un lado a otro del
patio.
Tomó la ballesta entre sus manos, disfrutando de su peso y de la
sensación de poder que le proporcionaba. Apartó los ojos del ave para mirar
al Erlking; no pretendía que fuera una amenaza, pero aun así fantaseó un
instante con ello. ¿Qué ocurriría si le clavaba el proyectil en la cabeza?
Seguramente fallaría. Aunque no fallara, no lo mataría.
Pero sería muy satisfactorio.
Como si supiera qué estaba pensando, el Erlking sonrió.
Serilda arrugó la nariz, dirigió su atención de nuevo a la codorniz y
disparó.
El proyectil golpeó la tierra. Ni siquiera se acercó.
La audiencia se rio, pero a Serilda no le importó. En realidad, no quería
matarla.
—Prometo —dijo el Erlking al recoger el proyectil— que nunca
olvidaré los sacrificios que has hecho para formar parte de mi corte, para
ser mi esposa, para pasar la eternidad a mi lado.
Serilda frunció el ceño. Como si él no se lo hubiera arrebatado todo.
Como si sus sacrificios hubieran sido voluntarios.
El Erlking pulsó el gatillo. El proyectil golpeó a un jabalí justo en el
lateral de la cabeza. La muerte fue tan rápida que ni siquiera chilló de dolor.
Serilda se estremeció.
Tardó un momento en darse cuenta de que se esperaba que pronunciara
otro voto.
Suspiró.
—Prometo —dijo, fulminando a su prometido con la mirada— que
jamás volveré a dejar que me presentes ante la corte sin decirme antes qué
se espera de mí. No he tenido tiempo para preparar esta ceremonia, mi
señor.
En esta ocasión, apuntó a un pavo.
Y falló. No estuvo más cerca de acertar que la primera vez.
El Erlking se encogió de hombros.
—Tenía la sensación de que disfrutabas inventando sobre la marcha. —
Sostuvo su mirada mientras continuaba—: Prometo amarte en cuerpo y
alma. Que mi adoración y mi deseo seguirán creciendo en cada luna.
Un escalofrío recorrió a Serilda.
El rey sonaba casi… sincero.
Erlkönig esperó, con la mirada clavada en ella de un modo que le
provocó un inoportuno rubor en sus mejillas.
En respuesta, Serilda deseó gruñir. ¿A qué estaba jugando?
Al final, él apartó la mirada. Apenas miró el patio antes de que su dedo
apretara el gatillo. Esta vez, abatió a una cabra para el banquete, tan
rápidamente como había abatido al jabalí.
—Un disparo certero para una promesa inquebrantable —murmuró
Serilda; esperaba que el Erlking no notara que la había incomodado—.
Prometo que, incluso en los mejores días de nuestro matrimonio eterno,
seguiré encontrando tu presencia casi tolerable.
Esto se ganó otra ronda de carcajadas de la audiencia, y esta vez no fue
la risa cruel que les habían arrancado sus disparos fallidos.
Serilda no se molestó en apuntar. ¿Para qué?
Sosteniendo la mirada del Erlking, con una sonrisa tensa en los labios,
ladeó la ballesta y disparó.
Un grito de dolor resonó en el recinto. Sobresaltada, Serilda casi dejó
caer el arma por el balcón.
Había herido al ciervo, pero no era una herida mortal: el proyectil se
había clavado en su abdomen. El animal se levantó sobre sus patas traseras,
mirando con unos ojos frenéticos, enormes y negros.
Serilda contuvo un gemido. Las náuseas se arremolinaron en su interior
mientras el venado corcoveaba y se sacudía, intentando liberarse del dolor.
—No… Lo siento —dijo sin aliento. Las lágrimas se acumularon en sus
ojos.
Al otro lado del patio, el rey chasqueó la lengua.
—Es una crueldad, mi reina, dejar que una criatura inocente sufra.
Ella lo miró, ensanchando las fosas nasales. Quería gruñir y morder,
preguntarle a cuántas criaturas inocentes había dejado sufrir él en todos los
años que había sido líder de la cacería salvaje. Había cinco almas preciosas
que aún estaban sufriendo, por no mencionar a los incontables fantasmas
que vagaban por los pasillos del castillo, o a su padre, al que habían
abandonado en una cuneta para que se pudriera allí, y cuyo cadáver se había
levantado convertido en un insaciable nachzehrer.
O a su madre. Su madre, a la que se habían llevado los cazadores y a la
que nadie había vuelto a ver.
Pero se tragó su ira y, en lugar de eso, suplicó.
—Por favor, termina con su sufrimiento. Yo no pretendía… —Las
lágrimas calientes le emborronaron la visión—. Por favor, no dejes que siga
sufriendo.
El Erlking no se movió.
Quiso estrangularlo. Pero deseaba más que aquello terminara.
Se tragó su bilis.
—Por favor. Mi… querido esposo.
La comisura de la boca del rey se curvó, y Serilda supo que se sentía
tentado de prolongar el momento. De dejar que siguiera suplicando.
Pero una exhalación apenas había abandonado sus labios cuando oyó el
sonido de su ballesta.
El proyectil atravesó el cráneo del venado y este se desplomó, sin vida.
Serilda se sentía desanimada, aliviada, y aun así terrible, terriblemente
triste. Y muy cansada de repente.
El banquete se prolongaría toda la noche, según le habían dicho, pero
ella no sabía si conseguiría llegar a la puesta de sol. Lo único que quería era
quitarse aquella opresiva ropa de caza, meterse en la cama y dormir hasta
que todo recuerdo del solsticio y de aquella boda falsa hubiera desparecido.
Pero no tendría un alivio así.
Así que, en lugar de eso, levantó la barbilla y alejó las palabras amargas
de su boca.
—Gracias, mi señor. Eres un rey compasivo.
Él inclinó la cabeza.
—Pídeme todo lo que desees. No hay nada que pueda negarte, mi amor.
Serilda no pudo evitar la carcajada airada que se le escapó. Obviamente,
el rey estaba mintiendo. Jamás le concedería un deseo que no sirviera a sus
propósitos.
Cuando continuó, Serilda se dio cuenta de que el Erlking no había
incluido esa promesa bajo el disfraz de uno de sus votos.
—Mi última promesa para ti, mi reina mortal —dijo, elevando la voz
sobre una multitud que parecía ansiosa tras la muerte del venado—, es que
nunca volveré a dar por segura tu presencia. —Su tono se suavizó, y Serilda
frunció el ceño. ¿«Nunca volveré»?—. Prometo que cada momento en tu
compañía será tan valioso para mí como oro hilado por un dios, o como las
fugaces vidas mortales.
Prometo que, incluso tras una eternidad a tu lado, jamás me cansaré de
ver tus ojos iluminados por la luz de la lima y tus labios besados por el sol.
Contigo no me sentiré perdido, no me sentiré solo, no sentiré la infinita
agonía de una vida sin propósito. Contigo estoy completo, y dedicaré toda
mi vida a amarte y completarte.
En un momento de su discurso, Serilda se quedó boquiabierta. Lo miró
fijamente, sin parpadear. Estaba segura de que, si hubiera tenido un corazón
en el pecho, este habría dejado de latir. El silencio había caído sobre el
recinto del palacio. Incluso los graznidos y los roznidos de los animales se
acallaron inquietantemente en la quietud de tal proclamación.
El Erlking la miró, como si estuviera esperando. Pero ¿qué se suponía
que debía decir a eso? Aquello era una burla al amor. Él no sentía nada por
ella. Serilda no era más que un peón para él. Y, aun así, había sonado como
si lo hubiera dicho en serio, y ella (que era una simple mortal) no pudo
evitar sentirse mareada tras ser el objeto de tal poesía, recitada con una voz
que sonaba como una canción, incluso cuando amenazaba su vida.
—Tú… has olvidado disparar —consiguió decir.
Con los ojos brillantes, el Erlking levantó su ballesta.
Apuntándole directamente a ella.
Serilda abrió los ojos con sorpresa.
—¿Qué vas a…?
El sonoro disparo del arma. El silbido del proyectil.
Serilda gritó y se agachó.
Un pájaro graznó.
Algo cayó sobre la barandilla junto a Serilda, a apenas unos centímetros
de su codo.
Un penacho de plumas grises y marrones pasó junto a su cara.
Serilda miró boquiabierta la perdiz muerta.
La carcajada del rey reverberó en los muros del castillo.
—¡Estamos casados! Cocineros…, ¡preparad el festín!
Capítulo 6

Le ordenaron a Serilda que esperara en el pasillo hasta que la llamaran.


Para finalizar el espectáculo, entraría en el banquete del brazo de su marido.
Pero no le importaba esperar. No tenía prisa. Como todos los criados
estaban preparando las celebraciones de la noche, se encontraba afortunada
e inusualmente sola.
Por primera vez en semanas, Serilda sentía que podía respirar tranquila.
Estaba hecho.
Estaba casada.
Era la reina de los alisos.
Lo que sentía no era tanto alivio como resignación. Más de siete
semanas habían pasado desde que el Erlking había anunciado que sería su
esposa, y aunque siempre había sabido que iba en serio (como con el resto
de sus amenazas), había mantenido una desesperada esperanza de que no
llegara a ocurrir. De que algo evitara la boda, de que el Erlking cambiara de
idea o… o algo.
Pero ya estaba hecho.
No tendría que malgastar ni un minuto más esperando esquivar su
destino. Ahora podía concentrarse en su promesa: convencería al Erlking
para que dejara descansar a los cinco niños a los que había llevado allí por
su culpa.
Y quizá también encontraría un modo de salvar a su hijo.
Y, si podía, sería maravilloso romper las maldiciones. Su maldición. La
maldición de Gild. La maldición que había hecho que el mundo entero
olvidara a la familia real que había vivido allí en el pasado.
De algún modo.
—Mi querida esposa.
En el banco donde esperaba, Serilda se sobresaltó y levantó la mirada
para ver al rey bajo la luz dorada de una de las pocas ventanas del pasillo. A
menudo pensaba que, a la luz del día, parecía irreal. El rey de los alisos era
el tipo de criatura que debería estar siempre envuelta en sombras, alguien
cuyo retrato solo podría ser capturado con carboncillo y con la más negra de
las tintas. Alguien cuyo semblante inspiraba poesía, pero una poesía llena
de palabras como «desaliento» y «pesadumbre» y «desamparo».
Serilda se incorporó.
—Mi señor.
Él le ofreció el codo.
—La fiesta nos aguarda.
Serilda miró su brazo, envuelto en una fluida camisa negra. Durante un
momento (el más breve de los momentos), pensó en preguntarle por los
votos. ¿Qué había querido decir? ¿Había pretendido que fueran sinceros o
solo eran parte de la farsa?
Se estremeció. Le era más fácil fingir que las palabras de devoción
eterna del Erlking no le habían afectado en lo más mínimo.
Admitir lo contrario sería insoportable.
Y, por eso, Serilda se tragó sus palabras e introdujo los dedos en el
hueco del brazo de su marido.
Caminaron hacia las escaleras que los llevarían a los jardines, junto al
patio principal, donde habría música y baile y comida, no solo los animales
sacrificados durante la ceremonia, sino un sinfín de platos que los cocineros
llevaban preparando toda la semana.
Pero acababan de girar hacia la estrecha escalera cuando se detuvieron
abruptamente.
Había un pergamino enrollado colgado al nivel de los ojos del rey, atado
con una cinta de terciopelo y sujeto con un trozo de bramante.
Serilda parpadeó.
—¿No has visto esto cuando has llegado?
—No estaba aquí —contestó el Erlking, arrancando el pergamino.
Deshizo la cinta y la tiró al suelo para desplegar la nota. Serilda miró sobre
su hombro para leerla.

A Erlkönig, afortunado señor del castillo:

Considero mí sagrado deber seguir las costumbres fijadas por las generaciones
pasadas y honrar nuestras tradiciones más antiguas. Seguramente, como hombre de
honor y palabra, comprendéis la importancia de mantener los rituales que tanto
valora la corte de Adalheid.
Por tanto, ahora que estamos todos de acuerdo, os escribo esta nota como muestra
de buena voluntad.
Habéis de saber que nuestra nueva e ilustre señora (largo sea su reinado, lleno de
sabiduría y gracia) no recibirá daño alguno en el transcurso de esta noche.
Pero tampoco será vuestra hasta que se pague el rescate.
Detallaré el precio que debéis pagar cuando haya decidido que vos, mí señor
oscuro, habéis sufrido verdaderamente la ausencia de la encantadora mortal que os
habéis procurado como esposa.
Espero que no la necesitéis mientras.
Sinceramente vuestro,
el poltergeist

—El poltergeist —susurró Serilda. Sus labios apenas formaron las palabras.
El Erlking gruñó y arrugó la nota en su puño con tal violencia que la
chica se apartó de él, sobresaltada.
—¿Qué planea ese fantasma insolente? —dijo, mirando el pasillo vacío.
Su piel de porcelana adquirió el tono de la amatista. Aunque el Erlking
sabía que Gild era el auténtico príncipe y heredero del castillo, siempre
fingía que no era más que un incordio. Serilda suponía que lo hacía porque
no quería que ella o la corte de fantasmas o incluso el propio Gild
descubrieran su verdadera identidad. No sabía que ella la había descubierto
hacía mucho.
La joven también miró a su alrededor, pero Gild no estaba a la vista.
—¿Qué tradición es esa? —preguntó—. ¿Qué ritual?
—No son más que tonterías —dijo el Erlking, abriéndolas fosas nasales.
Le ofreció la mano—. Vamos.
—Creo que no —dijo una voz a su espalda en el momento en el que una
cuerda rodeaba a Serilda, inmovilizándole los brazos contra los costados.
Ella contuvo un grito y miró sobre su hombro para ver a Gild sonriendo
traviesamente con el extremo de la cuerda en sus manos.
—¿Qué estás…?
—Hasta que se pague el rescate, vuestra adorable esposa estará
oficialmente… secuestrada.
El Erlking echó mano a una de las numerosas armas que llevaba en el
cinturón, pero no fue lo bastante rápido.
Gild empujó a Serilda hacia la ventana más cercana y la subió al
alféizar.
—¡Disfrutad de la fiesta, miserable excelencia! —gritó.
El lago destellaba, cerúleo y dorado, ante ellos, pero se estrellarían
contra las irregulares piedras bajo la muralla del castillo mucho antes de
llegar al agua.
Gild se lanzó por la ventana con la joven.
Cayeron. Serilda gritó. El viento atrapó su cabello y le azotó las mejillas
con él.
Pero no se estrellaron contra las rocas.
En lugar de eso, desaparecieron a mitad de la caída.
Serilda se tambaleó cuando sus pies golpearon un suelo duro que no
había estado allí antes. En lugar de la vivida luz del sol, la rodeaban unas
altas columnas y un estrado con dos tronos majestuosos iluminados por una
hilera de candelabros.
Se habría caído de bruces si Gild no hubiera agarrado la cuerda. Tiró de
ella para que recuperara el equilibrio y la desató rápidamente.
Después dejó escapar una fuerte carcajada.
—¡Qué cara ha puesto! ¡Ha sido justo lo que esperaba!
Serilda se giró hacia él, desconcertada y temblorosa. En cuestión de
medio minuto, había pasado de dirigirse a su banquete nupcial del brazo de
su malvado marido a ser secuestrada y lanzada por una ventana hacia una
caída mortal y a verse transportada mágicamente hasta la sala del trono.
—¿Qué has hecho? —le preguntó, con la voz todavía temblorosa—. ¿Y
por qué? ¿Qué estás…?
—Te lo explicaré más tarde —dijo el chico, quitándole la cuerda—.
Vamos, tenemos que seguir moviéndonos. Él sabrá que hemos regresado a
la sala del trono.
Gild le agarró la mano y corrió hacia una puerta estrecha tras el estrado,
la que al parecer usaban los criados para atender las llamadas del monarca.
Al otro lado de la puerta, el tenue y estrecho pasillo conducía a la cocina.
—Gild, para —le pidió Serilda, aunque se apresuró para mantenerse a
su lado—. ¿Qué estamos haciendo?
—Es solo una divertida tradición nupcial —le contó, deteniéndose
cuando el pasillo se bifurcó. Miró a ambos lados antes de indicarle a Serilda
que lo siguiera. Giró a la derecha y corrió por un pasillo, y luego subió un
tramo de escalera que terminaba ante una puerta cerrada. Pegó la oreja a la
madera, escuchando.
—¿Qué tradición nup…?
Él la hizo callar, agitando frenéticamente los brazos.
Serilda cruzó los suyos sobre el pecho.
Pasó un instante y, después, Gild la miró con los ojos brillantes y asintió
para indicarle que lo siguiera.
Esta vez, ella susurró:
—¿Qué tradición nupcial?
—Ya sabes —le contestó Gild—, esa en la que secuestran a la novia y la
esconden hasta que el marido se ve obligado a pagar un rescate por su
regreso.
Serilda lo miró fijamente.
—¿Qué?
Gild ladeó la cabeza.
—¿En Märchenfeld no lo hacen? Es superdivertido. Ya lo verás.
Ella negó con la cabeza.
—Al Erlking no le parecerá superdivertido, y tú lo sabes.
—Tienes razón, no se lo parecerá. —Gild soltó una risita—. Pero a mí
sí.
El muchacho abrió los ojos con sorpresa y levantó una mano, urgiéndola
a guardar silencio.
Escucharon, y Serilda tardó un momento en oír los pasos. Al principio
le pareció que venían del otro lado de la puerta cerrada, pero no. Venían del
pasillo a su espalda.
Al darse cuenta de ello, Gild la miró con asombro, abrió y le cogió la
mano a Serilda para ayudarla a pasar.
La puerta dio un portazo a su espalda.
—¡Allí! —gritó alguien.
Serilda comenzó a correr, con Gild a su lado.
Tardó un momento en orientarse, pero mientras entraban y salían de
salones y despachos y salas de juego y bibliotecas, oyendo el aluvión de
oscuros que los perseguían, descubrió que no le importaba mucho estar
perdida. O que la hubieran secuestrado.
Cada vez que conseguían evitar que los detectaran…
Cada vez que Gild la empujaba hasta un rincón y sus perseguidores
pasaban de largo sin verlos…
Cada vez que se agachaban bajo una mesa o detrás de una cortina, tan
juntos como podían, mientras intentaban contener sus jadeantes
respiraciones y las risas que amenazaban con apoderarse de ellos…
Deseaba que jamás la encontraran.
—Creo que los hemos perdido —dijo veinte minutos después, aplastada
contra el fondo de un alto armario lleno de abrigos de pelo y polillas—. Por
ahora.
Gild le apretó la mano, recordándole que no la había soltado todavía. Ni
siquiera cuando tropezó y estuvo segura de que el juego había terminado. Él
solo se rio y la urgió a continuar, volcando un par de mesas para ralentizar a
sus perseguidores mientras escapaban.
—No deberíamos haber hecho esto —susurró Serilda, conteniendo el
aliento—. Se enfadará. Es demasiado arriesgado.
—No pasará nada. No puede culparte de tu propio secuestro, ¿no?
Además, él ya esperaba que yo hiciera algo. Habría sido más llamativo y
sospechoso que me comportara.
Serilda se rio. No podía ver a Gild en la oscuridad, pero podía
imaginarse su expresión. Orgullosa, casi un poco arrogante. Prácticamente
podía sentir cómo le guiñaba el ojo.
Quería discutir, pero él tenía razón. El rey había esperado que hiciera
algo.
—Considéralo mi regalo de boda —continuó—. No irás a decirme que
preferirías estar atrapada en una fiesta estirada con tu amado y sus
aduladores.
Serilda se dejó caer contra el fondo del armario, aunque uno de los
paneles se le clavó dolorosamente en el omóplato.
—Tienes razón. Prefiero infinitamente esta compañía.
—Y si no quería que te secuestrara, debería haberme invitado al
banquete. Era lo mínimo que podía hacer.
—Gild, ¿estás haciendo esto porque te sientes ignorado?
—¿Tú no te sentirías así? He espiado a los cocineros durante días. Ese
banquete va a ser increíble. ¿Cómo te sentirías tú si fueras la única del
castillo que no lo disfrutara?
—Les gustan las grandes celebraciones, ¿no?
—Y tienen un gusto sorprendentemente bueno. Siempre eligen lo mejor.
Incluso para las bandejas en las que sirven la comida. Cerámica de Ottelien.
Cristal soplado de Verene. Hasta sus cucharones para la sopa son elegantes,
con esos grabados tan complicados.
—Seguramente los grabó a mano la propia Huida —dijo Serilda—.
Apuesto a que esos cucharones de sopa tienen propiedades mágicas.
—No me extrañaría. La cubertería seguramente la forjó Tyrr. Las cestas
del pan las tejería… ¿Freydon?
—Uhm… Seguramente fuera también Huida.
—Lo de ser el dios del trabajo suena bastante cansado.
—Para ser justos, sospecho que casi todo lo de este castillo
probablemente perteneció a tu familia.
Gild dudó.
—No había pensado en eso, pero tienes razón. Mi familia debía de tener
muy buen gusto.
Se hizo un breve silencio, y Serilda se preguntó si Gild seguiría
pensando en el banquete o en la familia a la que no podía recordar.
—No puedo evitar preocuparme —dijo ella— por lo que hará cuando
nos encuentre.
—No tenéis que preocuparos, mi señora. Lo tengo todo bajo control.
Serilda frunció el ceño, dudosa.
—No me mires así —dijo él, y la chica se rio de nuevo. Estaba
demasiado oscuro para que él la viera—. Todo está bajo control.
Serilda se acercó hasta que sus hombros se rozaron.
—Son cazadores, Gild. Y estamos atrapados en el interior de un castillo
en una isla de la que no podemos escapar. Nos encontrarán.
—La cuestión es que no tenemos que eludirlos para siempre —dijo
Gild, ladeando la cabeza para presionar su frente contra la de Serilda—.
Solo hasta la puesta de sol.
—¿Qué ocurrirá con la puesta de sol?
—El velo caerá y comenzará el banquete. Pero no podrán empezar sin la
novia, lo que significa que el rey tendrá que pagar tu rescate, lo que
significa que tendrá que negociar conmigo, el poltergeist. Se sentirá muy
humillado. Y ese es el objetivo.
Serilda lo pensó.
—¿Todo esto es solo para humillarlo?
—Lo dices como si fuera poca cosa.
—Bueno… Lo es. Un poco.
—No puedo matarlo —dijo Gild—. No puedo derrotarlo. No puedo
evitar que se case contigo. Déjame disfrutar de esto, Serilda.
Ella se encogió de hombros.
—De acuerdo. Hasta la puesta de sol, entonces.
«La puesta de sol».
No quedaba demasiado. Una hora, como mucho.
Una hora.
¿Qué harían durante una hora?
Inhaló abruptamente, consciente de repente de lo estrecho que era aquel
armario. De los pesados abrigos que los rodeaban. De las paredes de
madera contra las que se apiñaban. Notó la longitud del brazo de Gild
contra el suyo. La calidez de su palma. Cómo se le erizaba la piel con cada
roce accidental.
Si es que era accidental.
¿Qué podrían hacer durante una hora…?
Gild se aclaró la garganta y se alejó un centímetro de ella, que era todo
el espacio que podía moverse.
—Esos han sido… Uhm… —comenzó. Luego se aclaró la garganta por
segunda vez—. Unos votos bastante intensos, los de la ceremonia. Casi
románticos, incluso.
Aquello fue como si hubiera sabido exactamente qué decir para enfriar
los sentimientos que habían comenzado a bullir en el interior de Serilda.
La joven le soltó la mano y se retiró a su esquina del armario.
—Solo era otro de sus juegos —le aseguró, deseando no aturullarse
tanto, que su voz temblorosa no restara sinceridad a su afirmación—. Se
estaba riendo de mí.
—Ya. Sí. Pues no sonaba a burla.
—Gild, tú sabes que no lo quiero. Nunca podría quererlo. Ni siquiera
me cae bien. Jamás lo hubiera elegido a él, de haber tenido opción.
—Claro. Claro que lo sé.
Pero Serilda no estaba segura de creerlo.
—Mató a mi padre —dijo, con más fuerza—. Mató…
—¡Calla!
—No, Gild, tienes que…
—¡Serilda!
Ella se detuvo, oyéndolos también. Aullidos.
Habían soltado a los cerberos.
—Genial —susurró Serilda—. ¿Cuánto tardarán en encontrarnos? —
Dudó, pensando—. ¿Pueden encontrarnos? Somos espíritus. ¿Aun así
pueden olemos?
—A nosotros quizá no —dijo Gild—. Pero apuesto a que pueden oler
con facilidad ese ridículo disfraz que llevas.
Serilda se alisó con la mano los costados de su jubón de cuero. Se había
olvidado del atuendo de caza.
—¿No te gusta?
La respuesta de Gild fue un gruñido, que ella no supo cómo interpretar.
—¿Sabes? —comenzó él—. Esto sería más fácil si pudieras…
Serilda oyó un chasquido de dedos.
Después, silencio.
—¿Gild? —Lo buscó, pero su mano se topó con el espacio vacío, y
después con el fondo del armario.
Una puerta crujió, y se produjo una inundación de luz. Serilda levantó el
brazo para protegerse los ojos.
—Vamos —dijo Gild, agarrándole el brazo. Tiró de ella a su lado—.
¿Crees que podrías intentarlo?
—¿Intentar qué? —le preguntó, entornando los ojos hasta que se
adaptaron a la luz rosada que se filtraba a través de las ventanas. El
crepúsculo estaba cerca—. ¿Hacer eso… que haces tú?
Serilda chasqueó los dedos, imitándolo.
—Exacto. Tendrás que aprender, antes o después.
—¿Lo haré?
—Solo inténtalo. Reúnete conmigo en el pozo.
Tan pronto como lo dijo, desapareció.
Serilda se enfadó.
—Creído. —Pero otro aullido respondió a sus palabras, mucho más
cerca que antes—. Vale. No me hará daño intentarlo.
Apretó los ojos con fuerza y se imaginó la garita sobre el puente
levadizo con tanta claridad como pudo. Después, levantó la mano y
chasqueó los dedos.
Y esperó.
Hubo un cambio en el aire, estaba segura de ello. La luz que se filtraba a
través de sus párpados era diferente, más tenue.
Abrió primero un ojo, y después el otro.
Sin duda no era la garita. En lugar de eso, Serilda se había transportado
a lo que habían sido los calabozos en el pasado, aunque ahora se usaban
como almacenes y, a juzgar por los sencillos catres de paja extendidos en el
suelo, como alojamiento para algunos de los fantasmas.
Se quedó inmóvil un largo momento, escuchando. Como no oyó ni
perros ni pasos, se acercó a la puerta y abrió una rendija por la que atisbo un
pequeño comedor con bancos y una mesa larga y estrecha.
Un rostro apareció al otro lado de la puerta, a centímetros del suyo.
Serilda contuvo el aliento y cerró la puerta de golpe, retrocediendo con
brusquedad. Colisionó con un cuerpo que seguramente no estaba allí antes.
Unos brazos la rodearon. Abrió la boca para gritar.
—Shh, ¡soy yo!
El grito se quedó atrapado en su garganta.
Se zafó y se giró para ver a Gild sonriendo de oreja a oreja.
—Lo siento —le dijo él—. No pretendía asustarse.
Con el pulso desbocado, Serilda señaló la puerta cerrada.
—¿Ese también eras tú?
—Sí. Como no has aparecido en la garita, he pensado en probar aquí.
Pozo, calabozo… Es muy parecido, ¿no? A mí me ocurrió lo mismo cuando
todavía estaba aprendiendo. Bueno, es un comienzo. Y podremos evitar que
nos capturen un poco más.
Conteniendo el aliento, Serilda prestó atención de nuevo. Creyó oír
voces, pero estaban lejos y, por lo que ella sabía, podían venir del patio.
El patio. Donde se habrían reunido los oscuros que no estaban buscando
a la novia desaparecida.
Donde los criados estarían terminando con los preparativos de la noche.
Donde los niños estarían esperándola.
Tragó saliva.
—Gild… Creo que ya ha pasado el tiempo suficiente. Ya estará furioso,
y si la toma con los niños…
Lo miró y vio cómo desaparecía su sonrisa despreocupada, reemplazada
por preocupación.
—Estará enfadado conmigo, no contigo. No los castigará por esto.
—Espero que no, pero… no puedo estar segura. Y tú tampoco.
Gild abrió la boca para hablar, pero dudó.
—Cuando los mató —dijo Serilda—, fue para castigarme. Porque
intenté escapar de él. Y se los llevó a ellos en mi lugar.
Las lágrimas comenzaron a agolparse en sus ojos tan pronto como dijo
las palabras y recordó aquella horrible mañana. Al principio había creído
que la cacería salvaje se había llevado a los niños para amenazarla y que el
Erlking se los devolvería a sus familias cuando Serilda se entregara.
Pero después había visto los cadáveres…
—Esto no es culpa tuya —le aseguró Gild. La rodeó con los brazos,
acercándola a su pecho—. Es un monstruo. Tú no hiciste nada malo.
Ella se sorbió la nariz contra su camisa.
—Puede, pero aun así… Ahora son mi responsabilidad. Y, si lo enfado,
no sé qué hará.
Gild la abrazó con más fuerza, aunque dejó escapar un suspiro de
frustración.
—Maldito demonio sediento de sangre. Siempre lo arruina todo —dijo,
resignado. Ella soltó una carcajada forzada—. De acuerdo. Si tan
preocupada estás, te llevaré de vuelta.
Serilda asintió y se secó las lágrimas de los ojos.
—Ojalá yo pudiera desafiarlo como haces tú, Gild. Pero no puedo. Lo
siento.
—No tienes que disculparte por nada. —El joven tomó la cara de
Serilda entre sus manos y le frotó las mejillas con los pulgares para atrapar
las lágrimas—. Yo lo desafiaré por los dos.
Ella sonrió, con los ojos húmedos.
—Vaya. Eso sí que es una promesa romántica.
El rostro de Gild enrojeció bajo sus pecas y, por un momento, solo un
momento, mientras él tenía los ojos clavados en ella, Serilda estuvo segura
de que iba a besarla. La chica se acercó, cerrando los ojos.
Gild suspiró, un sonido dolorosamente triste. Levantó la barbilla y le
besó la frente, tan suave que Serilda apenas lo sintió.
—De acuerdo —dijo él—. Vayamos a pedir ese rescate.
Capítulo 7

Serilda pudo oler el banquete mucho antes de llegar con Gild al lado norte
del torreón. Los músicos tocaban una melodía bonita pero lúgubre que
reverberaba en las paredes del castillo. El sonido de las titubeantes cuerdas
del waldzither cubría casi por completo las charlas de la corte. En el tiempo
que llevaba en el castillo, Serilda había llegado a pensar que los oscuros
eran callados y adustos. Eran reservados, conversaban en murmullos y se
deslizaban por los pasillos del castillo como sombras mudas. Siempre
estaban presentes, pero en sus semblantes había una mirada de
desaprobación y una mueca en sus labios.
Por eso, siempre le resultaba extraño verlos de celebración. Sus fiestas
no eran exactamente como las de Märchenfeld, con canciones picantes
alrededor de las hogueras y llamativos bailes en la plaza del pueblo al son
de una música tan animada que nadie podía contener el movimiento de sus
pies. Pero incluso los oscuros, a pesar de su disposición triste, disfrutaban
de sus fiestas y bailaban en íntimas danzas o bebían copas de vino hasta que
el sol comenzaba a salir.
—Espera aquí —le dijo Gild cuando llegaron ante una enorme ventana
abierta con vistas a los jardines.
No pasaría mucho tiempo antes de que el velo que separaba sus mundos
se disolviera con los tenues rayos de luz solar. El sol ya había descendido
más allá de la muralla oeste, sumiéndolos en unas sombras que resultaban
refrescantes después del caluroso día de verano. Los jardines estaban
exuberantes en aquella época del año. Racimos de cerezas colgaban de los
árboles como gemas regordetas, y las plantas se extendían y reptaban sobre
los senderos adoquinados.
Desde aquel punto, Serilda podía ver a los criados que llevaban las
últimas incorporaciones al banquete. Parecía que todas las mesas del
castillo estaban allí, cubiertas por manteles bordados e iluminadas por altos
candelabros.
A Serilda empezó a hacérsele la boca agua ante el aroma de la cebolla y
el ajo, de la mostaza molida y el romero. Hogazas recién horneadas se
dispusieron en complicados nudos, corriendo por el centro de cada mesa en
forma de trenza, con mantequilla goteando sobre la corteza dorada. Parte de
la masa trenzada se había espolvoreado con semillas negras y blancas; otros
estaban cubiertos de queso añejo, y algunos contenían almendras y
pistachos. Junto al pan había rechonchas frutas de verano que brillaban
como joyas. Había tomates y espárragos asados con mantequilla y hierbas.
Calabacines rellenos de finas lonchas de jamón y pasas sultanas. Salchichas
de cerdo todavía chisporroteando sobre un lecho de melocotones horneados
y almibarados. Frutos secos tostados junto a tarros de miel y conservas.
Mientras esperaban a que comenzara el banquete, docenas de criados se
movían entre los presentes con odres de cerveza y vino y licores de bayas.
En el centro de la actividad había dos sillas capitonés, pero solo una
estaba ocupada. El Erlking estaba sentado de lado en su trono improvisado,
con una pierna sobre el brazo de la silla y la sien apoyada en los nudillos de
su puño. A pesar de la postura casual, en su rostro había una mueca de
adusta molestia.
—¡Ya está bien! —gritó de repente, agitando los dedos en dirección a
los músicos fantasma, que guardaron un silencio inmediato—. Cualquiera
pensaría que no sabéis tocar más que marchas fúnebres.
Algo captó la atención del rey, y este levantó la barbilla. Un momento
después, Giselle (la adiestradora canina) apareció.
—Perdón, mi señor —dijo con una reverencia—. El poltergeist sigue
eludiéndonos.
El Erlking la fulminó con la mirada.
—¿Apresamos al tatzelwurm y aun así no conseguimos encontrar a mi
reina, que está confinada en este castillo?
—Todos conocemos los trucos del poltergeist —apuntó Giselle—.
Sospecho que la reina podría moverse entre los muros del castillo como él.
—Voy a desoír tus palabras —le espetó el rey. Sus dedos danzaron
sobre el asta de su ballesta—, pues podría parecer que culpas a mi esposa,
que no es nada más que un desdichado peón de una de las bromas del
poltergeist, de este acto infantil.
Giselle bajó la cabeza.
—No pretendía ofender, lo aseguro.
El rey gruñó y se dirigió a Manfred.
—No permitiré que los juegos del poltergeist nos retrasen más. —
Señaló la pared opuesta, donde una luna menguante acababa de elevarse en
el cielo sin estrellas—. El velo caerá pronto. Comencemos con el banquete,
con o sin mi esposa.
—Bueno, bueno, cuánta prisa —resonó una nueva voz desde el jardín.
Serilda parpadeó y se giró…, pero Gild había desaparecido. Apartó la
cortina apenas lo suficiente para ver la estatua del Erlking que se alzaba en
el jardín y contra la que Gild se había apoyado, con los brazos cruzados y
un pie sobre la ballesta de la escultura.
—Desde luego, esas no me parecen las palabras de un hombre que
acaba de jurar devoción eterna. —Gild miró las expresiones molestas de los
oscuros que lo rodeaban. En el transcurso de los siglos, sus bromas no solo
habían fastidiado al Erlking, sino también a los demonios—. ¡Y yo que
pensaba que estabas enamorado!
Aunque el Erlking no se había movido de su silla, todo su cuerpo se
había tensado. Gild y él se estudiaron el uno al otro, separados por algunas
hileras de setos y por mesas con comida suficiente para alimentar a todo
Märchenfeld durante el resto del verano.
—Esta noche no eres bienvenido —dijo el Erlking. Echó una mirada a
Giselle, con una orden no pronunciada.
Serilda se inclinó hacia delante. No sabía cuándo había llegado el grupo
de cazadores a los límites del jardín, pero ahora los veía; se movían con
sigilo a través de los árboles, con un ocasional destello dorado.
Recordó el mensaje de Fricz. Habían estado buscando a Gild antes de la
ceremonia, con la intención de atarlo con cadenas doradas. Ahora que por
fin había revelado su posición, estaban listos para apresarlo.
Gild se rio.
—Como si alguna vez fuera bienvenido. —Señaló a los cazadores en las
sombras—. Os veo ahí detrás. No volveréis a atraparme.
Dicho esto, despareció.
Solo para volver a aparecer encaramado sobre el alto respaldo del trono
del Erlking.
Pero no especialmente bien encaramado. Perdiendo el equilibrio, Gild
gritó y se cayó hacia delante.
El Erlking se movió para apartarse, pero, en el instante siguiente, el
poltergeist aterrizó justo en su regazo.
—Bueno, qué incómodo… —comenzó Gild, en el mismo momento en
el que el rey dejaba escapar un bramido furioso. Este agarró al joven por la
garganta y se levantó, arrastrándolo sobre las puntas de sus pies. Después le
presionó una daga contra el vientre.
—¿Qué quieres, poltergeist? —le preguntó el rey.
Gild le agarró la mano, forcejeando, intentando liberarse…
Después se quedó inmóvil.
Sonrió.
Guiñó un ojo.
Y desapareció.
Serilda soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.
—El rescate, obviamente —dijo Gild, reapareciendo en el trono del
Erlking con una burlona imitación de la postura indiferente de este—. Y,
además, un poco de esa cerveza no estaría nada mal, la verdad. Tienes de
sobra. —Curvó un dedo hacia un sirviente.
El criado echó una mirada asombrada al Erlking, que apretó los dientes.
Gild suspiró.
—Vale. Solo el rescate, entonces. Como te prometí, liberaré a la novia a
cambio de… Veamos. ¿Qué quiero? Sinceramente, no había pensado en esa
parte. —Su atención se posó en una de las puertas de hierro que conducían
a los jardines traseros—. Ah. ¡La libertad de la novia a cambio de la
libertad de los animales de la casa de fieras!
Un sonoro chasquido resonó en los muros del castillo y el proyectil de
una ballesta golpeó el respaldo del trono… justo donde el pecho de Gild
había estado un momento antes.
Serilda contuvo un grito. Ocurrió tan rápido que ni siquiera vio al
Erlking blandiendo el arma. No sabía cómo Gild había conseguido
desaparecer a tiempo.
—Bueno —dijo el chico, asomando la cabeza desde detrás del trono y
mirando el proyectil enterrado en el brocado capitoné—, no exageremos.
—Ya me he cansado de este juego —replicó el Erlking.
—Venga, enróllate. Esto hará la ocasión más memorable. Además, ¿qué
son un par de bestias salvajes cuando está en juego el amor verdadero? No
me digas que tus votos han sido solo una farsa. A mí me han parecido muy
sinceros.
Gild apoyó el codo en el respaldo de la silla, mostrando otra sonrisa.
—No pagaré ningún rescate —dijo el Erlking—. Encontraré a mi esposa
cuando me apetezca hacerlo.
—¿Sí? ¿Vas a permitir que se pierda esta alegre fiesta solo porque eres
demasiado orgulloso para ofrecer un pequeño símbolo como demostración
de tu afecto?
—¿Un pequeño símbolo? —El Erlking gruñó—. ¡Encadenadlo!
Las cadenas doradas salieron de ninguna parte y de todas. Serilda se
había distraído tanto que no había visto a los cazadores acercándose.
Pero Gild debió de verlos, porque una vez más eludió la captura y
desapareció en el momento en el que le lanzaron las cadenas.
—¡Vale, vale! —gritó el joven, y Serilda y los demás tardaron un
momento en localizarlo. Estaba sentado sobre una de las puertas del jardín
—. ¿El dahut, entonces? Tu novia a cambio de una cabra torcida. Ella
seguramente valdrá más para ti.
El Erlking tenía un aspecto letal, todavía agarrando la ballesta mientras
los cazadores esperaban sus órdenes.
—No querrás que alguien piense que tu afecto por esa extraña criaturita
es superior al que sientes por tu hermosa esposa, ¿verdad? —le espetó Gild
—. Tal como yo lo veo, puedes seguir intentando atraparme sin conseguirlo,
por vergonzoso que haya sido hasta ahora, o… puedes concederme esta
pequeña victoria y disfrutar el resto de la fiesta con tu preciosa mujer a tu
lado. ¿De verdad te parece un trato tan terrible?
Se miraron el uno al otro en un largo y agónico silencio. Gild parecía
tranquilo, aunque Serilda, en su escondite, estaba temblando. Se preguntó si
Gild tenía a veces la esperanza de irritar tanto al Erlking que este decidiera
librarse de su problemático espíritu de una vez por todas. Quizá era ese el
plan, pensó. Molestar al Erlking hasta que fuera él mismo quien rompiera la
maldición y lo mandara a freír espárragos.
O (más probablemente) que lo matara y dejara que Velos reclamara su
alma.
El odio era tan palpable entre ellos que Serilda se preguntó por qué el
Erlking había tolerado a Gild tanto tiempo.
Parecían haber llegado a un punto muerto, y los invitados de la boda
empezaban a impacientarse. Serilda lo sabía porque muchos de los oscuros
habían comenzado a dar la espalda a la escena, y un buen número de
feldgeists con forma de gatos y cuervos se subieron a una mesa para
devorar una pata de venado.
Al final, Gild dejó escapar un gemido dolorido.
—Eres un hueso duro de roer, ¿lo sabías? De acuerdo. Olvídate del
dahut. Puedes recuperarla a cambio de… —Miró a su alrededor hasta que
sus ojos se posaron en el suntuoso banquete—. Eso.
—No estás invitado a mi banquete de boda —dijo el Erlking, con los
dientes apretados.
El chico puso los ojos en blanco.
—¿No? Con lo unidos que estábamos.
El Erlking levantó de nuevo su ballesta.
—No me importa. No quiero participar en tu pretencioso festín —dijo
Gild con un grave suspiro—. Te devolveré a la novia a cambio de eso. Ese
cucharón de sopa. El de ahí. Ese de madera tan bonito, el de los…
grabados. ¿Eso son bayas de saúco?
El Erlking frunció el ceño.
—Lo digo en serio —continuó Gild—. Nunca he tenido un cucharón de
sopa. Y se rumorea que este menaje tiene propiedades mágicas. ¿Es cierto?
—Debí desollarte vivo cuando tuve la oportunidad.
—Me tomaré eso como un sí. Además, después de los votos que has
pronunciado hoy, no puedes decirme que ella no lo vale. Sea mágico o no,
es solo un cucharón.
Tras esas palabras, el sol descendió más allá del horizonte y el velo
cayó. Se produjo un destello en el aire, y después el mundo se volvió un
poco más vibrante. La brisa fría era más dulce. Todas las sensaciones se
intensificaron de repente, el único indicio que tenía Serilda de que su
existencia al otro lado del velo era insípida en comparación. Uno se
acostumbraba a la melancolía, al gris, a las sombras inertes del castillo de
Adalheid… si no le recordaban lo que había justo más allá del velo. Cómo
era la auténtica vida.
En el patio, el Erlking se irguió.
—De acuerdo. Mi novia a cambio del… cucharón de sopa.
Gild sonrió de oreja a oreja. Desapareció y reapareció junto a la mesa
para agarrar el cucharon en cuestión, que estaba sin usar junto a un cuenco
de aromático estofado de verano.
—Es un placer hacer negocios con…
Un graznido agudo lo interrumpió. Serilda levantó la mirada para ver a
un nachtkrapp sobrevolando el jardín. Emitió su lastimero graznido de
nuevo, y después se posó en el respaldo del trono que estaba pensado para
Serilda. Ladeó la cabeza, con una cuenca vacía girada hacia el rey.
—Trae a mi esposa al patio —le ordenó—. Tenemos un invitado al que
recibir.
Capítulo 8

Serilda no esperó a Gild. Con el grito del nachtkrapp todavía resonando en


sus oídos, se giró y corrió a través del castillo. Estaba en el lado del torreón
opuesto al patio, pero conocía el camino lo bastante bien como para saber
que llegaría al vestíbulo a pie antes que si intentaba teletransportarse allí,
arriesgándose a perderse en los calabozos.
Gild la encontró mientras atravesaba rápidamente uno de los salones
favoritos del rey, decorado con los tapices más horribles.
—¡Aquí estás! —gritó—. ¡Pensaba que ibas a esperarme junto a esa
ventana!
—¿A qué se refería con lo del invitado? —jadeó Serilda—. ¿Quién
vendría aquí en el solsticio?
—No lo sé —dijo Gild, corriendo para alcanzarla—. Estaba intentando
encontrarte y he oído hablar a un fantasma de una niña humana.
«Una niña humana. Una niña humana».
Nadie a quien conociera se atrevería a acudir a aquel castillo cuando el
velo estaba alzado. ¿Verdad?
Llegaron al vestíbulo de entrada y Gild le agarró el codo, deteniéndola
en seco.
—Serilda, lo siento.
Ella pestañeó.
—¿Qué?
—La broma. Está de peor humor de lo habitual debido a eso.
Serilda miró el cucharón de madera grabada que tenía en la otra mano.
—Fue divertido mientras duró, ¿verdad? Pero ahora debo irme y ser una
reina.
Gild dio un paso atrás e hizo una florida reverencia.
—Por supuesto, su luminosidad.
Negando con la cabeza, intentando detener su mente a la carrera, Serilda
abrió las puertas del castillo y salió al cálido aire nocturno.
Los invitados de la boda estaban ya reunidos cerca de la garita, con el
Erlking a la cabeza. Serilda oyó la manivela del puente levadizo mientras se
detenía junto a su marido, fingiendo que no había pasado nada. Que no la
habían secuestrado y apartado de la celebración de sus nupcias e
intercambiado por un utensilio de cocina.
El rey le echó una mirada de soslayo.
—Bienvenida de nuevo —dijo con voz lenta.
Ella apretó los labios en una tensa sonrisa.
—Qué día tan emocionante. Me han dicho que tenemos compañía.
El puente levadizo bajó con un sonido grave. Más allá estaba el largo
puente de piedra que conducía a Adalheid, la ciudad que había llegado a
considerar su hogar durante los meses anteriores a su maldición. Sintió una
inesperada punzada de añoranza al ver los edificios con vigas de madera
junto al lago, las fachadas pintadas de alegres colores iluminadas por la
luna.
Había antorchas encendidas a cada lado del largo puente, proyectando
su brillo dorado sobre las tablas de madera, los adoquines… y la pequeña
figura embozada en el centro de la pasarela.
Serilda frunció el ceño. Dio un paso incierto hacia delante.
La figura también dio un paso adelante y se echó hacia atrás la caperuza
de la capa, revelando una piel oscura, mejillas redondas y un grueso cabello
negro atado en dos moñitos sobre la cabeza.
«Leyna». La hija de la alcaldesa de Adalheid y una de las primeras
personas que le habían dado la bienvenida a la ciudad, y que incluso la
había ayudado a resolver el misterio del castillo encantado.
—¿Eso es una niña mortal? —murmuró el Erlking.
Serilda tragó saliva.
—La conozco, mi señor. Es… Era una amiga, más o menos. Pero no
debería estar aquí… —Se detuvo.
Leyna no debería estar allí. ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué acudía
al castillo en una noche así? Debería estar en el Cisne Salvaje, dormida y a
salvo en su cama.
—Qué suerte, entonces —dijo el Erlking—. Quizá haya venido a darte
la enhorabuena.
Serilda frunció el ceño. No era posible que Leyna ni ningún otro de
Adalheid se hubieran enterado de la boda. Suponía que la habrían dado por
muerta, ya que había desaparecido en aquel castillo hacía casi dos meses.
Enderezó la espalda y dio un paso adelante.
—Hablaré con ella. Veré si hay algo que…
—Para.
Serilda se detuvo, más tensa por el tono del Erlking que por su orden.
Miró atrás, y él bajó la mirada hasta los pies de la chica.
Serilda lo imitó. Las puntas de sus botas estaban a unos centímetros de
la madera del puente levadizo.
El límite invisible de su jaula.
—Deberías esperar aquí, palomita —le dijo, acercándose para meterle
un mechón de cabello detrás de la oreja. Ella hizo una mueca—. Yo recibiré
a nuestra invitada mortal.
—No. No lo hagas. Por favor… Déjala en paz.
Haciendo caso omiso, el Erlking se alejó de ella. Sus botas no sonaban
sobre el puente; su silueta aparecía y desaparecía entre la luz de las
antorchas como un espectro.
Leyna retrocedió instintivamente, pero al instante siguiente se irguió y
miró al Erlking con los hombros en una postura decidida. Incluso se atrevió
a dar algunos pasos adelante. Serilda podía ver que llevaba una pequeña
cesta en las manos.
Cuando el Erlking estuvo a un par de pasos de distancia, Leyna hizo una
rígida reverencia.
Serilda cerró los puños. Tuvo que ordenarle a sus pies que no dieran un
paso más, no fuera a ser que su maldición la transportara directamente a la
sala del trono. No podía arriesgarse a desaparecer y terminar en el castillo,
ni a malgastar unos valiosos minutos corriendo de nuevo hacia allí. Pero era
una agonía tener que quedarse atrás mientras su marido, infanticida y
secuestrador, se acercaba a una de las pocas personas vivas por las que
todavía se preocupaba.
Desde lejos, podía verlos conversar, pero, aunque intentó oírlos, no
captó ninguna de sus palabras. Miró a su alrededor y vio que Manfred
estaba cerca, con una expresión de estoica indiferencia en su rostro. Más
allá vio a Hans y Nickel, y supuso que los otros niños estaban cerca. Hans
la estaba mirando, inquieto. No conocía a Leyna, pero debía de darse cuenta
de lo preocupada que estaba Serilda ante su inesperada aparición.
Serilda tragó saliva e intentó reemplazar el horror de su expresión por
algo parecido a una agradable sorpresa. Miró de nuevo el puente y sintió
que su mirada se endurecía hasta volverse de un quebradizo hielo.
El Erlking había tomado a Leyna de la mano, en un gesto extrañamente
paternal, y la estaba conduciendo al castillo.
Leyna tenía los ojos tan redondos como lunas llenas y, aunque mantenía
la cabeza alta, temblaba. Serilda deseó poder sonreír para animarla. Pero,
con cada paso que la acercaba a aquel castillo, a aquella pesadilla que atraía
a los niños perdidos y no los dejaba marchar, una densa bilis le llenaba la
boca.
—Mirad —dijo el Erlking—. Esta pequeña mortal ha decidido reunirse
con nosotros en esta noche de solsticio para entregarle a mi nueva esposa un
regalo especial.
Ante esto, Leyna trastabilló un poquito.
—¿Es…? ¿Esposa? —tartamudeó, con voz seca y callada.
El Erlking le mostró una amplia sonrisa. Su expresión complaciente no
dejaba claro si pretendía hacerle daño a la niña.
Serilda había oído muchas historias sobre los niños que el Erlking se
llevaba de sus hogares, o a los que hechizaba para que se adentraran en el
bosque, pero en su mente siempre había imaginado aquellos sucesos como
traumáticos. Él sonreiría con malicia, el niño gritaría e intentaría marcharse,
solo para ser perseguido por su caballo de guerra, y después ser arrastrado,
pataleando y forcejeando, hasta la silla de montar.
Pero esa impresión quedó casi borrada por la caballerosidad con la que
el Erlking sostenía la mano de Leyna. Leyna, que era quizá demasiado
confiada. Serilda quería gritarle que no se dejara engañar por su encanto.
Era malvado de cabo a rabo. Había oído historias suficientes. Leyna debía
saberlo.
—Efectivamente —dijo el rey—. Lady Serilda ha pronunciado los votos
esta misma tarde para convertirse en mi reina.
La niña parpadeó. Volvió a concentrar su inquisitiva atención en Serilda.
Esta no tenía opción.
Apretó los labios con fuerza y asintió.
Para su horror, Leyna pareció relajarse, como un corderillo confiado
conducido hacia los espectros y los demonios. Aunque su miedo era
palpable, también lo era su asombro al empezar a asimilarlo todo. El
castillo en su auténtica gloria: ya no era las ruinas que la niña había visto
desde la orilla cada día de su vida. En el lado oscuro del velo, era una obra
maestra de la arquitectura: torres elegantes, altas agujas, mampostería que
resplandecía bajo la luna plateada, los vitrales que representaban a los siete
dioses antiguos brillando en la planta superior del torreón.
El esplendor se veía compensado por los monstruos que acechaban por
todas partes. Por los fantasmas, con sus heridas mortales que nunca dejaban
de sangrar. Por los duendes posados en los tejados de los establos cercanos,
que mordisqueaban huesos de pollo y observaban a la recién llegada con
sus brillantes ojos verdes. En aquel mismo momento, un bazaloshtsh chilló
en la planta superior de una de las torres vigía, y su horrible lamento erizó
la piel de Serilda. Se había acostumbrado bastante a la variedad de terribles
criaturas que vivían en el interior de aquellos muros, pero sospechaba que
todo ello sería una conmoción para la pequeña Leyna, tanto como lo había
sido para ella la primera vez que había entrado.
El Erlking se detuvo cuando sus pies y los de Leyna tocaron la madera
del puente levadizo.
Leyna estaba estudiando el elegante traje de caza que vestía Serilda. La
niña parecía confusa, quizá ligeramente fascinada tras haber sido
acompañada hasta las puertas del castillo del brazo del mismo Erlking.
Serilda y ella se miraron la una a la otra un largo momento.
Después, Leyna soltó al rey y levantó la cesta. Con una sonrisa tímida,
dijo:
—¿Te acuerdas? Te dije que, si te morías y te convertías en un fantasma
del castillo, te traería pastelillos de miel y nueces. Tus favoritos.
Solo entonces captó Serilda el conocido aroma que emanaba de la cesta,
a dulce y a frutos secos.
Un sollozo se quedó atrapado en su garganta.
Corrió hacia la niña, la tomó en sus brazos y la levantó del suelo.
Leyna chilló y se rio.
—Te he traído otra cosa más —dijo, tan pronto como Serilda la soltó—.
Un libro de cuentos de hadas que ha sido muy popular últimamente en la
biblioteca de la señora profesora. Está escrito por una famosa erudita, creo.
Frieda dice que nunca está disponible en el estante. Es probable que se
enfade cuando descubra que me he llevado su última copia, pero… he
pensado que disfrutarías de las historias.
Con lágrimas en los ojos, Serilda miró la cesta. Los pequeños pasteles
estaban envueltos en un paño de lino, y había un libro de elegante cubierta
guardado junto a ellos.
—Gracias —exhaló—. A ti y a Frieda, aunque ella no sepa que me lo
has traído. No puedo decirte cuánto significa para mí… ver de nuevo tu
rostro. ¿Estás bien? ¿Cómo está tu madre?
—Bien, bien —dijo Leyna, mirando al Erlking con incomodidad, y
después a la corte de oscuros y fantasmas—. Frieda y ella empezaron a salir
oficialmente hace un par de semanas, por fin. Pero la taberna es aburrida sin
ti. Echamos de menos tus historias. —Tragó saliva—. Estaba segura de que,
si el Erlking te había retenido, te habría nombrado bardo de la corte o algo
así. ¿Y ahora me dices que has ido y te has casado con el villano? ¡Creía
que planeabas matarlo!
Ante esto, el Erlking ladró una carcajada extraña, y el resto de la corte
lo imitó.
—Es una historia muy larga —dijo Serilda, apretando los hombros de
Leyna—. ¡Dios mío! Los mortales tenéis un tacto maravilloso, ¿verdad?
La niña frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
Serilda sonrió; la fugaz alegría de ver a su pequeña amiga había
eclipsado su horror. La noche que había conocido a Gild, él se había
quedado sin habla al tocarla. Nunca antes había tocado a un mortal, solo
conocía la espeluznante maldad de los fantasmas. No había imaginado que
una persona pudiera ser tan suave, tan calentita.
Después de apenas un par de meses en el interior de aquel castillo, ella
comprendía qué había querido decir Gild. Abrazar a Leyna era un poco
como envolverse en una colcha desgastada y suave en una noche de
invierno.
—Eso no importa —dijo—. No deberías estar aquí, niña tonta.
—Lo sé. —Leyna sonrió, traviesa—. Mamá me matará cuando lo
descubra.
Y aunque estaba bromeando, las palabras crearon el mismo terror
abismal en las entrañas de Serilda.
Oh… Esperaba desesperadamente que Lorraine tuviera la oportunidad
de reñir y reprochar y castigar a su hija de todos los modos que se le
ocurrieran por aquella flagrante infracción de la regla más importante de
Adalheid.
No cruzar nunca el puente. No entrar nunca en el castillo.
—En ese caso —dijo el Erlking, poniendo una mano en el codo de
Serilda—, haremos todo lo posible para que tu visita merezca la pena.
Atrajo a Serilda a su lado y se llevó su mano a la boca para besarle la
base de la muñeca, justo junto a la pálida cicatriz de la flecha.
Ella se estremeció.
—No seas tonto. Tiene que regresar antes de que la echen de menos. —
Le quitó la cesta a Leyna—. Gracias por tu amable regalo. Por favor, saluda
de mi parte a…
—¿Qué prisa tienes, mi amor? —la interrumpió el Erlking, quitándole
la cesta de la mano—. La niña es nuestra invitada. Debe quedarse y
disfrutar de nuestra hospitalidad. —Su sonrisa se afiló—. No quiero oír
hablar de nada más. ¡Niño!
Serilda no supo a quién estaba llamando hasta que Fricz dio un paso
adelante y el rey dejó la cesta en sus manos.
—Lleva esto a los aposentos de la reina.
Fricz se giró de inmediato y se alejó trotando, aunque su expresión
amarga le dijo a Serilda que preferiría haberse quedado para saber qué
ocurriría con la valiente niña de Adalheid.
Tan pronto como se marchó, el Erlking tomó de nuevo el brazo de
Leyna y la condujo junto a Serilda por el patio.
—Vamos a celebrarlo.
Los oscuros, los monstruos y los fantasmas los siguieron de vuelta a los
jardines.
—Qué noche tan encantadora has elegido para visitarnos —continuó el
Erlking—. Mi esposa me ha hablado poco de sus conocidos de Adalheid.
No sabía que había dejado atrás a alguien tan especial.
Serilda apretó la mandíbula. Podía imaginar cómo usaría el Erlking a
Leyna contra ella. Él creía que le había quitado a todos a los que quería: su
madre, su padre, sus adorados alumnos… Todos habían sido asesinados
durante la cacería. Había una razón por la que nunca le había mencionado a
Leyna, a Lorraine o a Frieda, la bibliotecaria.
—¿De verdad estás casada? —le preguntó la niña, consternada—. ¿Con
él?
Serilda sonrió con debilidad, deseando poder explicárselo todo.
—De verdad —contestó el rey—. ¿Cómo describirías nuestro romance,
caramelito mío? ¿Algo sacado de un cuento de hadas?
—Oh, sí —dijo Serilda—. Ha sido exactamente como en uno de esos
cuentos de hadas en los que los monstruos se comen el corazón de los niños
y la heroína se queda atrapada en el interior de un castillo lúgubre hasta el
fin de sus días. —Agitó sus pestañas—. Un cuento de hadas hecho realidad.
Leyna frunció el ceño, confusa, pero el Erlking solo se rio.
—Esos son mis cuentos favoritos, sin duda. ¡Músicos!
Serilda se sobresaltó, pese a que el rey no había gritado. Tenía los
nervios de punta, las entrañas revueltas. ¿Dejaría que Leyna se marchara?
¿O la retendría allí…? Para castigar a Serilda, o para amenazarla por si
no cumplía con su parte del trato. Quería agarrar a Leyna y empujarla de
vuelta hacia las puertas de la barbacana. Decirle que corriera. Que corriera
tan rápido como pudiera y que nunca regresara.
Pero hacerlo podría suponer que el Erlking se enfadara… con ella. Con
los niños.
Y, por eso, sintiéndose impotente, lo único que hizo fue asentir a modo
de apreciación mientras los músicos fantasmas tocaban un vals.
—Ahora lo celebraremos —dijo el Erlking. Soltó el brazo de Leyna y
agitó la muñeca en dirección a los niños que los habían seguido. Hans dio
un paso adelante de inmediato—. Nuestra invitada necesita una pareja de
baile.
Hans se quedó boquiabierto.
—Yo no sé…
Antes de que pudiera terminar, su cuerpo se curvó en una rígida
reverencia, y después dio un paso adelante y tomó las manos de Leyna. La
niña, que no estaba hechizada, intentó retroceder, mirando con los ojos de
par en par la herida abierta en el pecho de Hans. Pero, a pesar del miedo o
la repulsión, no ofreció resistencia cuando él la condujo alrededor de una
enorme fuente, guiándola como si lo hubiera enseñado uno de los grandes
maestros de Verene. No pasó mucho tiempo antes de que las risas
sorprendidas de Leyna flotaran sobre los árboles.
Tras un chasquido de los dedos del rey, un grupo de fantasmas los
siguieron y bailaron el vals mejestuosamente al unísono. Como marionetas
con cuerdas. Sonriendo con los dientes apretados, con sus heridas abiertas
salpicando gotas de sangre sobre los senderos iluminados por las antorchas.
—¿Quién es la niña? —preguntó el Erlking. Mantuvo un aire de
tranquila curiosidad, aunque Serilda podía ver cómo escudriñaba a Leyna,
intentando decidir lo unidas que estaban. Si podría serle útil o no.
—Solo es una niña a la que conocí en Adalheid. Su madre es la dueña
de la posada. Me ordenaron que me quedara un tiempo allí. Fuiste tú, por si
no lo recuerdas.
—Creo que me mencionaste que la posadera fue servicial.
—Lo fue.
—La niña debe de adorarte, y me atrevería a decir que el sentimiento
parece mutuo. —Le brillaron los dientes—. ¿Te gustaría quedártela? Podría
ser mi regalo de boda.
Serilda intentó esconder su terror bajo una burla gutural.
—Por todos los dioses, no. Ya me has dado suficientes niños. Empiezo a
sentirme más como una institutriz que como una reina.
El rey sonrió, y Serilda dudó mucho de si había conseguido engañarlo.
—Deberíamos enseñarle el lugar. Quizá le gustaría ver la casa de fieras.
Serilda sospechaba que a Leyna le gustaría mucho ver la casa de fieras,
la colección de criaturas mágicas de la cacería salvaje. La niña había sido
una de las que más atención habían prestado a sus historias durante su
estancia en Adalheid, cuando se pasaba horas hilando historias junto al
fuego del Cisne Salvaje. Con el tiempo, había adquirido algo de fama y los
ciudadanos habían comenzado a reunirse por las noches para escuchar sus
cuentos, pero era Leyna quien siempre se sentaba insto a su lado, con una
mano en la barbilla y los ojos brillantes, ansiosa por oír más. Más sobre
brujas y trols y niños malos que eran castigados. Más sobre caballeros y
hadas y castillos entre las estrellas. Siempre más.
En ese sentido, le había recordado un poco a sí misma.
Empezó a negar con la cabeza, incluso pensó en suplicarle al rey que
enviara a Leyna de vuelta a casa, pero se detuvo. Sus súplicas serían en
vano. Estaba jugando con ella, y mostrar inquietud solo lo complacería más.
No podía evitar sentir que aquello era un castigo por haber permitido que el
poltergeist la secuestrara, avergonzando al rey en aquella importante
ocasión.
Además, Leyna disfrutaría de verdad viendo a las criaturas.
Hizo todo lo posible por no parecer alarmada.
—Qué idea tan considerada, mi señor.
Capítulo 9

Serilda había perdido la cuenta de cuántos valses habían soportado los


niños. Fricz había regresado un rato antes, haciendo pucheros por haberse
perdido la diversión, a pesar de que sus compañeros estaban realmente
molestos por estar bajo el control del rey, cuando normalmente, como parte
del servicio personal de Serilda, les permitían un poco más de libertad. A
nadie le gustaba que le dieran órdenes, aunque fuera bailar. Solo Leyna
parecía risueña y sin aliento mientras giraba por los jardines.
Los músicos se ofrecieron a tocar una canción de su elección, pero no se
sabían ninguna de las que les sugirió; su conocimiento de la música popular
estaba un poco desfasado. Ella les aseguró que le encantaría cualquier cosa
que tocaran.
Un par de cazadores deleitaron a la niña con una competición de
lanzamiento de cuchillos durante la que Serilda no dejó de contener el
aliento, con el temor de que una de esas dagas se clavara en el corazón de
Leyna en cualquier momento. Pero los demonios se comportaron y se
divirtieron sin mutilar ni asesinar a nadie por una vez.
Les llevaron bandejas de bollos especiados y de pastas rellenas de fruta.
Las copas de vino se rellenaban sin cesar. El baile seguía y seguía y seguía.
Cuando Hans y Gerdrut llevaron por fin a Leyna, con los codos
entrelazados, ante el rey y Serilda, esta tenía la sensación de que habían
pasado años.
—Por dios —dijo la niña, con una risa deslumbrante—. En Adalheid no
celebramos fiestas así. Serilda, ¿es seguro comer esta comida? La he estado
evitando, pero ¡estoy desmayada!
Cerca, un hombre con la piel plateada chasqueó la lengua.
—La humana debe de creer que nos alimentamos con veneno y con la
sangre de las niñas pequeñas.
A su lado, una mujer se rio.
—No está totalmente equivocada.
Leyna se estremeció. Al parecer, había olvidado que los oscuros seguían
siendo los villanos de un montón de leyendas que advertían sobre ellos.
Eran tan efímeros y hermosos como crueles y aterradores. Casi todos se
habían quedado al fondo desde la llegada de Leyna, pero se habían ido
acercando poco a poco, curiosos por el interés del rey. O quizá solo habían
olido a una nueva presa.
Serilda deseó que su mente dejara de invocar cosas así. Se le estaba
haciendo muy difícil mantener una fachada de calma.
—No pretendo ofender —dijo Leyna con seriedad—. Es solo que…
Serilda me contó una vez una historia de un castillo encantado que estaba
lleno de cosas maravillosas, pero si comías, aunque solo fuera un
bocadito… —dudó, mirando a Serilda como para confirmar que los detalles
eran correctos. Como si un lugar así hubiera existido de verdad, en vez de
ser solo una tonta historia inventada para entretenerte convertías en pájaro.
Y te veías obligada a buscar semillas y frutos secos para la reina de las
hadas hasta el día de tu muerte.
Los oscuros estallaron en carcajadas.
Leyna hizo un mohín.
—Qué niña tan encantadora —dijo una mujer con el cabello como
ascuas ardientes—. Deberíamos quedárnosla.
—Estoy pensando en ello —contestó el Erlking, sonriendo de oreja a
oreja, como si traer a Leyna hubiera sido idea suya—. Ven, niña mortal. ¿Te
gustaría ver la casa de fieras?
—¿La casa de fieras? —preguntó Leyna, con los ojos muy abiertos—.
Con… ¿animales?
—Nada que hayas visto antes. —El Erlking echó una mirada a Serilda
con un atisbo de arrogancia en su boca amoratada—. ¿Por qué no conduces
el camino, mi reina?
Serilda le dedicó una sonrisa tensa, y una aún más tensa reverencia.
—Será un placer.
Tomó la mano de Leyna y comenzó a caminar por el sendero hasta el
muro opuesto del castillo.
El Erlking indicó a los músicos que siguieran tocando.
—Confío en que la fiesta no sufrirá nuestra ausencia.
—¿Está muy lejos? —susurró Leyna, con una pizca de miedo. Los
jardines, aunque iluminados por antorchas intercaladas entre los árboles, se
oscurecieron a medida que se alejaban de las brillantes ventanas del torreón.
—No pasa nada —le dijo Serilda, esperando que no fuera una mentira
—. El rey solo intenta impresionarte.
Leyna acercó la cabeza a Serilda y susurró:
—La última vez que te vi, durante la Luna del Despertar, parecías muy
enfadada. Dijiste que el Erlking había secuestrado a una niña de tu aldea y
que ibas a intentar recuperarla. Serilda…, estaba segura de que no volvería
a verte. No viva, al menos. Pero… no tienes el mismo aspecto que el resto
de los fantasmas que hay aquí. ¿Y ahora vas y te casas con el Erlking?
—Es complicado —le dijo Serilda—. Me gustaría poder explicártelo
todo, pero te aseguro que habría regresado, si hubiera tenido opción.
Leyna…, este sitio es peligroso. Los oscuros pueden ser encantadores, pero
no te dejes engañar. Cuando tengas la oportunidad de marcharte, quiero que
lo hagas y que no regreses nunca. ¿Lo comprendes?
Leyna la miró, con una pizca de obstinación en el rostro, pero Serilda le
apretó la mano.
—Esos niños con los que has bailado… eran de Märchenfeld, y el
Erlking los secuestró y los asesinó. Nunca podrán marcharse de aquí, nunca
volverán a casa con sus familias. No soportaría que él te hiciera daño a ti
también. Y piensa en cuánto sufriría tu madre.
Leyna arrugó el ceño con algo parecido al remordimiento.
—No planeaba venir al castillo. Solo iba a dejarte la cesta y echar a
correr, pero entonces se ha puesto el sol y las puertas se han abierto y… me
he preguntado si estarías aquí. Quería verte de nuevo. Nunca imaginé que
llegaría a entrar y a ver… —Siguió el sendero mientras se acercaban a otra
verja terminada en picas, y entonces se detuvo—. ¿Qué es eso?
—¿A qué te refieres? —le preguntó Serilda mientras la escoltaba a
través de la puerta y por el césped hasta detenerse delante de una hilera de
jaulas doradas.
Los ojos de Leyna se habían posado en un gigantesco oso negro con
unos ojos que brillaban como la luz de las antorchas. El oso estaba
descansando, aunque tenía los ojos abiertos y las observaba. En las
sombras, parecía un enorme bulto negro y peludo; dormitando casi parecía
inofensivo.
—Es un bärgeist —le dijo Serilda—. Yo no me acercaría demasiado. No
puede escapar de su jaula, pero eso no evitará que intente agarrarte a través
de los barrotes. Y sin duda le gustaría comerte.
Leyna parecía sobrecogida por la gigantesca criatura, pero no pasó
mucho tiempo antes de que su atención se moviera hasta la siguiente jaula.
Corrió hacia los barrotes con un gemido de deleite.
—¡Oh! ¿Qué es esta cosita adorable? Este no me comería, ¿verdad?
Serilda se rio.
—No, no es peligroso. Se llama dahut. Mira sus patas; las de la
izquierda son más cortas que las de la derecha. Así les es más fácil subir las
montañas, pero solo en una dirección.
La criatura, que era parecida a la típica cabra montesa, baló. Leyna se
derritió.
—¡Quiero uno!
Continuaron mientras Serilda le contaba cuál era cada criatura. Un
wolpertinger. Un schnabelgeiss. Un matagot.
—Y este de aquí —dijo Serilda, conduciéndola a la siguiente jaula,
donde merodeaba una criatura pequeña y peluda— es un dreka…
La interrumpió un grito.
Se giró hacia el sonido. El aire abandonó sus pulmones.
El tatzelwurm (la bestia más impresionante de la casa de fieras) había
sacado su larga cola de su jaula para rodear con ella el tobillo de Leyna y
tirarla al suelo.
La niña gritó de nuevo, creando con los dedos surcos profundos en la
tierra mientras se resistía a ser atrapada. Tan pronto como la tuvo lo
bastante cerca, el tatzelwurm sacó una de sus garras a través de los barrotes
y la usó para perforar la falda de Leyna, clavándola al suelo. Era una
criatura serpentina con una enorme cola escamosa, dos patas delanteras con
garras afiladas y una cabeza que parecía la de un lince de montaña gigante,
con ojos dorados y rasgados y unas orejas largas y puntiagudas.
Cerniéndose sobre Leyna, el monstruo abrió las fauces y mostró una
hilera de dientes afilados como agujas.
Serilda se lanzó hacia delante. Tomó a Leyna de las muñecas y tiró. La
tela de la falda de Leyna se rasgó, y se le desgarró un gran bolsillo. Algo
cayó al suelo con un repiqueteo.
El tatzelwurm siseó y agitó la cola, lanzando a Serilda hacia atrás. La
joven colisionó contra alguien. Unas manos le agarraron los codos para
sujetarla y, durante un frenético momento, pensó que Gild estaba allí para
ayudarla, pero era el Erlking, con la cabeza ladeada con curiosidad.
—¡Detén a esa cosa! —chilló Serilda—. ¡Ayúdala!
—¿Para qué? Si tú no deseas quedártela, será una buena golosina para
nuestra mascota.
Serilda dejó escapar un gruñido contrariado y lo empujó con todas sus
fuerzas. Él solo retrocedió un paso, pero de todos modos la hizo sentirse
mejor. Hasta allí había llegado su devoción eterna.
Serilda corrió de nuevo y agarró a Leyna justo cuando el tatzelwurm
presionaba el hocico contra los barrotes, olfateando a su presa. Tenía la
cabeza demasiado grande para atravesarlos, pero intentó golpear a la niña
con las zarpas delanteras. Leyna apenas tuvo tiempo de apartarse, pero
libre, y con la ayuda de Serilda, consiguió retroceder sobre la hierba. Estaba
hecha un desastre: tenía el vestido sucio y roto y se le había soltado una de
las coletas.
Pero estaba fuera del alcance del tatzelwurm.
Aliviada, Serilda se dejó caer a su lado y la rodeó con los brazos. El
ataque había sido rápido, pero ambas jadeaban con fuerza. Aunque Serilda
no tenía corazón, creía sentirlo igualmente latiendo en el interior de su
pecho.
—Ya ha pasado —dijo, atusándole el cabello—. No puede tocarte desde
allí.
No se había dado cuenta de que el tatzelwurm podía alcanzarla. Nunca
se le había ocurrido que la bestia pudiera extender su cola de serpiente a
través de los barrotes. Nunca la había visto intentarlo. Siempre que había
estado cerca de la criatura, sus ojos le habían parecido dóciles y tranquilos,
incluso desesperanzados. Ahora, sus ojos rasgados miraban con atención,
no a Leyna, el aperitivo que se le había escapado, sino la pequeña baratija
que se le había caído del bolsillo.
Algo dorado destelló bajo la tenue luz. El tatzelwurm gruñó y le colocó
las zarpas encima.
No. No gruñó.
Serilda frunció el ceño. Estaba… ¿ronroneando?
—Bueno, bueno —dijo el Erlking, acercándose—. Eso no es tuyo,
pequeño wurm.
El ronroneo o el gruñido o lo que fuera se convirtió en un siseo
enfadado. La criatura entornó los ojos. Observó al rey como si lo desafiara a
acercarse un paso más.
Y el rey lo hizo, hasta que estuvo tan cerca que podría haber metido la
mano en la jaula para acariciar los negros mechones de pelo en la punta de
las orejas del tatzelwurm.
—Vamos —dijo, despacio—. Suéltalo.
El tatzelwurm dudó un largo momento. Calculando. Sus brillantes fosas
nasales se abrían con cada exhalación. Serilda se dio cuenta de que manaba
un poco de sangre verdosa de una herida en su costado. Todavía podía verse
una flecha enterrada en su sinuosa carne; aún no se la habían extraído, por
lo que no le habían permitido sanar, aunque la criatura había sido apresada
hacía meses.
En un movimiento rápido como un rayo, el tatzelwurm liberó su tesoro
y retrocedió, antes de lanzarse hacia delante y sacar las garras de nuevo a
través de los barrotes. Directas hacia el pecho del Erlking.
Este giró hacia un lado, atrapando la pata delantera de la criatura en sus
manos. Presionó la extremidad hacia arriba y hacia atrás, rompiendo el
hueso contra el barrote de la jaula.
El aullido no se pareció a nada que Serilda hubiera oído antes. Leyna y
ella se estremecieron juntas mientras la agonía t leí tatzelwurm inundaba los
jardines. La niña enterró la cara en el cuello de Serilda.
—Quiero irme a casa ya.
—Lo sé —dijo ella, dándole un beso en la coronilla—. Pronto.
Serilda hizo una mueca ante el sobrenatural aullido, aunque el rey no
parecía afectado. Con no más preocupación de la que mostraría ante una
polilla con un ala aplastada, el Erlking metió la mano en la jaula y recuperó
la baratija.
La bestia no intentó atacar de nuevo, ni siquiera cuando el rey le dio la
espalda. Cuando su grito se convirtió en un lastimero lamento, el
tatzelwurm volvió a meter la pata rota con cuidado a través de los barrotes y
medio cojeó arrastrándose hasta la esquina más alejada de la jaula antes de
acurrucarse en un montículo.
—Qué curioso —dijo el Erlking, inspeccionando el objeto que tenía en
la mano durante un largo momento, antes de levantarlo para que Serilda lo
viera. Sintió que Leyna se tensaba mientras ambas observaban la diminuta
figurilla. Tenía forma de caballo, y estaba fabricada con un hilo dorado
delicadamente tejido.
Capítulo 10

Serilda reconoció la figurilla. Era uno de los regalos que Gild había
creado sin que el Erlking lo supiera. Ella lo había ayudado a lanzar esas
baratijas sobre la muralla del castillo el Día de Eostrig, como regalo para la
gente de Adalheid. Era una pequeña diversión para Gild, un modo de
mantenerse ocupado, pero también un modo de sentirse conectado con un
mundo que lo había olvidado, del que nunca podría ser parte. Debido a
aquellos regalos, que entregaba una vez al año, se había ganado una
reputación entre los lugareños.
Pero el rey no sabía nada de eso, y no podía saber nada de eso.
—Dulce niña —dijo el Erlking—, ¿dónde has conseguido un tesoro tan
valioso?
Leyna apartó la cara cubierta de lágrimas del cuello de Serilda.
—Es de Ver… Vergoldetgeist —susurró.
Serilda se quedó rígida. Era el nombre que los ciudadanos de Adalheid
habían dado a su misterioso benefactor. Vergoldetgeist. El Fantasma
Dorado.
El rey movió la figurilla de un lado a otro para que brillara bajo la luz
de las decenas de antorchas que había sobre la muralla del castillo.
—Este es un oro inusual. Bendecido por un dios, si no me equivoco. Es
una característica muy valiosa… para malgastarla en una figura tan frívola.
¿Quién es ese… Vergoldetgeist?
¿Cómo sabía el Erlking que aquello era oro auténtico, hilado con la
bendición de Huida? Serilda no tenía ni idea. Podría haberlo creado un
orfebre habilidoso.
—¿Tú no…? —empezó a responder Leyna, todavía temblando, pero
Serilda se aclaró la garganta.
—Vergoldetgeist es como llaman al orfebre de Adalheid —explicó—.
Es un artesano muy respetado que tiene una tienda en la calle principal. —
Tomó las manos de Leyna entre las suyas—. ¿Te lo regaló tu madre? ¿Lo
compró allí?
Leyna la miró fijamente un instante, y después asintió.
—Sí… Sí. Para mi… cumpleaños.
Serilda contuvo una mueca. Leyna era muy mala mentirosa, y sus
palabras estaban cargadas de demasiada duda.
Si alguna vez tenía la oportunidad, la enseñaría a mentir mejor.
—Qué pintoresco. —El Erlking se cernió sobre las dos y sonrió con
fervor—. Por desgracia, no me gustan nada los mentirosos.
Leyna empezó a temblar de nuevo. Serilda rodeó a la niña con los
brazos, decidida a protegerla, aunque no sabía cómo podría.
—Este ha sido un solsticio inusual, y sospecho que los perros estarán
aburridos tras perderse una cacería —dijo Erlkönig—. Serás un buen
juguete para ellos. Aunque no espero que dures mucho.
—¡No! —gritó Serilda—. ¡Déjala en paz! ¡Vas a dejarla en paz!
—Paloma mía —dijo el Erlking—, seguramente entiendes que no
podemos tolerar una falta de respeto de esta niña.
Serilda lo fulminó con la mirada, dándose cuenta de que había estado
jugando con ellas toda la noche. Nunca había tenido la intención de dejar
marchar a la niña. No si podía usarla contra ella.
Pero el cielo sobre sus cabezas se estaba iluminando. El alba se
acercaba. Un dichoso y esperanzado amanecer que haría que el velo
descubriera aquel horrible lugar y que se llevaría a Leyna lejos de las garras
del rey.
—¿Qué querías que te dijera? —le espetó Serilda. Se puso en pie con
dificultad, manteniendo a la niña contra su costado—. Está aterrada.
—Solo le he pedido la verdad. Si se niega a una petición tan simple…
—Porque se lo di yo —dijo Serilda.
—¿Tú? —le preguntó el Erlking.
—Hilo oro, ¿no? Recibí la bendición de Huida. Leyna estaba intentando
protegerme.
—¿Por qué no podría contarme eso?
La ira la atravesó.
—Porque era tu oro. Robé una de las bobinas la tercera noche que me
trajiste para que hilara para ti. No pensé que te darías cuenta, y más tarde
me dijiste que había sido el poltergeist quien lo había robado. Lo
encadenaste como castigo.
Tragó saliva, sin tener que fingir miedo. La historia era una mezcla de
mentiras y verdades. Había robado una bobina de hilo, y Gild había sido
castigado por ello…, entre otras cosas. Pero Serilda les había entregado
aquella bobina de oro a Pusch-Grohla y las doncellas del musgo, no a
Leyna.
Aunque se comería su propia lengua antes que decírselo al rey. Por lo
que sabía, Pusch-Grohla era una de sus adversarias más odiadas. Una mujer
tan antigua como el propio bosque, que había convertido en su deber ocultar
y proteger a las criaturas de Aschen, a las que, de lo contrario, cazaría el
rey.
El Erlking miró a Serilda con los ojos entornados, como si intentara
asegurarse de que estaba diciendo la verdad.
Serilda levantó la barbilla, retándolo a contradecirla. No tenía ninguna
prueba de lo contrario.
El rey frunció los labios con amargura, como si hubiera pensado lo
mismo en el mismo momento.
—Es un regalo valioso para entregárselo a una persona tan joven y… —
su mirada se deslizó hasta Leyna— descuidada.
—¿Descuidada? —Gritó Serilda—. ¡La han atacado! ¡Uno de tus
monstruos!
El rey se encogió de hombros, como si ese argumento no significara
nada.
—No obstante —continuó Serilda—, como ahora soy la reina, supongo
que estoy en mi derecho de otorgar los regalos que crea adecuados.
El Erlking la miró con una ceja levantada, una advertencia para que
recordara su lugar.
Serilda cruzó los brazos sobre su pecho, desafiante.
—No vas a castigarme por el robo. No después de haber pronunciado
unos votos matrimoniales tan convincentes. ¿Verdad, mi amor?
La mirada del rey se oscureció.
Pero, antes de que pudiera responder, Leyna se atrevió a zafarse de la
mano de Serilda. Dio un paso hacia el Erlking y levantó una mano
temblorosa hacia él.
—Por favor, mi señor, ¿podría recuperarlo?
El rey se detuvo, estudiando su mano alzada. Aunque parecía tan
tranquilo como un lago congelado, Serilda veía algo agitándose en sus ojos.
—No —dijo al final; la palabra sonó tan rotunda como una lápida.
Leyna retrocedió, sorprendida—. Este oro es legítimamente mío. Y tú, niña,
has sido una idiota al venir aquí. Has sido una idiota al pensar que podrías
pedirme algo a mí, el rey de los alisos, cuando el único regalo que se ha
ganado tu presencia aquí esta noche es una muerte rápida y eficiente.
Ocurrió tan rápido que Serilda no tuvo tiempo de pensar. El rey se quitó
la ballesta de la espalda con la elegancia de alguien que lo había hecho un
millar de veces. Tan cerca de Leyna, ni siquiera tuvo que apuntar. Un
parpadeo, y preparó una flecha. Un gemido, y apretó el gatillo.
Oyó el golpe sordo incluso mientras empezaba a gritar. Mientras bajaba
las manos para empujar a Leyna fuera de su camino.
Pero sus manos atravesaron a la niña.
Justo como la flecha.
El grito de Serilda murió en su lengua.
Había llegado demasiado tarde, pero el rey también.
O quizá lo había preparado así a propósito. Parecía impasible y nada
sorprendido mientras se echaba la ballesta al hombro. Después, caminó a
través de la brumosa figura de Leyna para recoger el proyectil que había
golpeado la hierba.
Con el corazón en la garganta, Serilda cayó de rodillas e intentó tocar de
nuevo a la niña, pero no podía hacerlo. Aunque el sol todavía no había
trepado sobre la muralla del castillo, las ventanas de la torre más alta
destellaban, doradas, bajo la luz de la mañana. Más allá del castillo, el sol
había salido. El solsticio había terminado. El velo había caído, y Leyna,
todavía viva y mortal, estaba al otro lado.
Leyna estaba petrificada, con los ojos muy abiertos, pero sin ver ya a
Serilda ni al Erlking ni a las bestias enjauladas. Serilda sabía, por su propia
experiencia en el castillo tras la caída del velo, que Leyna estaba viendo
ahora aquel lugar como era en el mundo mortal: ruinoso, decadente,
cubierto de maleza y agreste y abandonado.
Y encantado.
Pronto Leyna vería a los fantasmas. No como eran allí, figuras trágicas,
elegantes y educadas, sino como habían sido la noche en la que los oscuros
habían asaltado el castillo y los habían masacrado a todos. Habría gritos y
sangre y sollozos y figuras sombrías cayendo ante espadas blandidas por
enemigos invisibles.
También habría monstruos. Criaturas como los nachtkrapp y los drudes,
que no estaban atrapados en aquel lado del velo como los oscuros. Parecían
inquietarse cuando había un intruso en el interior de aquellos muros.
—Corre —dijo Serilda, deseando poder agarrar a Leyna y zarandearla
—. Corre. Vete.
—No puede oírte —replicó el Erlking, examinando la punta del
proyectil antes de deslizar lo de nuevo en su carcaj.
—Sé que no puede oírme —replicó Serilda. Su furia ante el último truco
del rey seguía retorciéndose en su interior. ¿Era un truco? ¿Había tenido la
intención de matarla? Odiaba no saberlo.
Leyna respiraba con jadeos rápidos e inestables mientras se llevaba una
mano al corazón, el lugar que habría atravesado la flecha del rey.
Un graznido resonó en el jardín. Serilda y Leyna levantaron la mirada
para ver al cuervo sin ojos posado en la verja de hierro forjado.
Fue suficiente para sacar a la niña de su estupor.
—¿Serilda? —dijo, mirando a su alrededor—. ¿Sigues aquí?
—Vete ya —le pidió la aludida—. ¿A qué estás esperando?
Otro graznido del ave. Esta vez agitó sus alas, mostrando sus plumas
andrajosas.
Leyna dio un par de pasos, alejándose de él y rodeándose el cuerpo con
los brazos. Aunque el día llegaría a ser soleado y caluroso, la mañana
portaba una brisa fría. El rocío se aferraba a la hierba. La niebla pronto
abandonaría los jardines, cuando los rayos de sol barrieran la tierra.
Leyna cerró los ojos con fuerza.
—Serilda, si estás aquí…, si puedes oírme…, quiero que sepas que te
echo de menos. Y que nunca te olvidaré. Y…
El nachtkrapp graznó de nuevo. Leyna se sobresaltó; abrió los ojos y sus
últimas palabras salieron en una avalancha.
—¡Y que espero que disfrutes de los pasteles!
Entonces giró sobre sus talones y corrió tan rápido como pudo a través
de los jardines.
Serilda unió las manos, observando la pequeña silueta de Leyna hasta
que desapareció a través del follaje.
—Por favor, que no le pase nada.
El rey resopló.
—Tu afecto por estos parásitos humanos me resulta de lo más
desconcertante.
Serilda lo fulminó con la mirada, pero se le detuvo el corazón cuando
descubrió que no la estaba mirando. Estaba inspeccionando la pequeña
figurilla dorada, girándola en su mano. Con una floritura, se la guardó en un
bolsillo de su jubón de cuero y sonrió.
—Qué extraño regalo eres, mi reina —le dijo, ofreciéndole una mano—.
Ven. Demos las buenas noches a la corte y retirémonos a nuestros aposentos
nupciales.
Ella hizo una mueca.
—Preferiría retirarme a un nido de gusanos.
El rey se rio, frustrantemente jovial.
—No me tientes, amor.
Con un gesto amplio, la tomó en sus brazos y la llevó al torreón del
castillo. Serilda comenzó a forcejear, pero después recordó que no era por
Leyna por quien tenía que preocuparse. Con un gruñido, se cruzó de brazos
y permitió que el rey la mostrara mientras atravesaba la fiesta, donde
muchos oscuros todavía bailaban y disfrutaban del banquete, y donde
muchos fantasmas rellenaban incansablemente copas de vino.
Los invitados los vitorearon y los alabaron al pasar, pero sus gritos
estridentes murieron rápidamente cuando se adentraron en los reverberantes
pasillos del castillo.
Tan pronto como no hubo peligro de que los vieran, Serilda le dio un
puñetazo en la nariz.
El Erlking retrocedió, aunque seguramente más por la sorpresa que por
el dolor. Aun así, no hizo ningún esfuerzo por detenerla mientras ella se
zafaba de sus brazos y aterrizaba en un inoportuno montículo sobre la
alfombra. Volvió a ponerse en pie, absurdamente complacida mientras el
rey se presionaba la nariz con un dedo. No estaba sangrando, pero, claro,
los oscuros no sangraban, ¿no? Solo… humeaban un poco.
—Puedo encontrar el camino desde aquí, gracias —le dijo, ajustándose
la túnica de cuero.
—No tenía intención de llevarte en brazos todo el camino. No era
necesario que me golpearas.
—Lo creas o no, ha sido lo mejor de la noche.
—Oh, lo creo —replicó el rey, con un destello en los ojos. Pero… no de
furia. Si acaso, parecía divertido.
Lo que hizo que Serilda se enfadara más. Se acercó a él hasta que
estuvieron casi nariz contra nariz.
Bueno… Nariz contra pecho, en este caso.
—Tú me has convertido en tu reina —dijo, enfatizando cada palabra—.
Espero que no pensaras que iba a ser una de esas mortales dóciles y
patéticas a las que tanto desprecias, porque pretendo ser una reina.
El Erlking le sostuvo la mirada, frustrantemente ilegible mientras su
sonrisa se suavizaba.
—No —contestó al final, con una entonación casi parecida a un
ronroneo—. Una mortal dócil y patética no es la reina que quiero. Es
inesperado, pero parece que he elegido bien. —Se acercó a ella, y su largo
cabello se deslizó desde su hombro para rozar el brazo de Serilda—. Debes
de ser un regalo del destino.
Serilda se detuvo ante la referencia a Wyrdith, su deidad benefactora. Le
sostuvo la mirada, intentando no tener miedo, aunque sus pensamientos
iban a trompicones. El rey siempre había creído que la había bendecido
Huida. Entonces, ¿qué estaba diciendo? ¿Qué sabía? ¿O sus palabras no
significaban nada?
La sonrisa del rey se iluminó de nuevo, mostrando unos dientes
afilados. Posó en su mejilla un único beso, suave como el pétalo de una
rosa, que hizo que a Serilda se le helara la sangre.
Se apartó de él.
—Te pediría que reservaras tu afecto para la corte.
—Si eso te complace…, majestad.
Con una furiosa negación con la cabeza, Serilda echó a andar por el
pasillo hacia sus aposentos. La risa arrogante del Erlking la siguió todo el
camino.
LA LUNA DE TRUENO
Capítulo 11

Más de un mes había pasado desde que Serilda había sido coronada reina
de los alisos. En ese tiempo, el Erlking la había hecho desfilar como un
cerdo premiado en el festival de la cosecha, alardeando de ella tan
satisfecho como lo estaría cuando llegara el momento de sacrificarla. Las
celebraciones se sucedieron; muchas se prolongaban hasta que el sol se
alzaba sobre las murallas del castillo. El vino y la cerveza corrían como
ríos, la música llenaba los salones y los criados atendían a sus señores tan
bien como podían, pero Serilda sabía que estaban todos cansados y
molestos por las fiestas continuas.
Ella también estaba agotada. Cansada de sonreír. Cansada de los dedos
fríos como el hielo del rey subiendo por su garganta o por la cicatriz de su
muñeca siempre que tenían público. Cansada de mentir, mentir, siempre
mintiendo.
Su único respiro (la Luna Dorada, no mucho después del solsticio) le
había ofrecido poco alivio. Los cazadores habían malgastado la mayor parte
de la noche en una competición improvisada de tiro con arco que los había
retrasado casi hasta el alba. Cuando por fin se marcharon, Serilda y
Gildapenas tuvieron un par de horas para buscar sus cuerpos antes de su
regreso. Su búsqueda no había tenido más fruto que un puñado de arañas
gigantes que seguramente llevaban rondando por aquel castillo tanto tiempo
como Gild.
Pero luego, pasada la Luna Dorada, Serilda había tenido una idea
brillante. Gild y ella ya habían estado en una habitación donde sabían que el
Erlking escondía algo: el inquietante lugar no lejos de la sala con los
vitrales de los dioses donde los drudes la habían atacado las dos veces que
se había acercado demasiado.
Había un tapiz encantado en esa estancia, junto con una jaula oculta
bajo una cortina de gasa. Al menos, cuando la había visto por primera vez,
le había parecido una jaula, aunque últimamente se había convencido de
que quizá era otra cosa diferente.
Como un ataúd. ¿Quizá para mantener el cuerpo de un príncipe
maldito?
Solo había un modo de descubrirlo. Impaciente, tamborileó con las
yemas de los dedos su vestido brocado, que pesaba tanto como el caballo
del rey. Esta vez, antes de que llegara la Luna de Trueno, había intentado no
dejar nada a la suerte. Se había pasado los días anteriores asegurándose de
que los cazadores tuvieran todo lo que necesitaban tan pronto como cayera
el velo. Había trabajado con el herrero, con el mozo de cuadra y el cocinero,
confirmando que las dagas estaban afiladas y los caballos cepillados y que
la cena se servía mucho antes de que cayera la noche, aunque no tan
temprano como para arriesgarse a que los cazadores bebieran demasiado y
estuvieran perezosos o incapaces cuando la luna se alzara.
Se había esforzado mucho para asegurarse de que la cacería salvaje
partía en el momento en el que caía el velo, y sus esfuerzos se habían
ganado incluso la aprobación de su señor marido, que por dos veces había
alabado su creciente interés por la cacería.
Pero a la pobre le había salido por la culata el tiro.
Unas horas antes, mientras los oscuros terminaban de cenar, el Erlking
levantó su copa e hizo una declaración. Como su esposa ardía en deseos de
aprenderlo todo sobre la cacería, la complacerían con una espectacular
demostración de la destreza y habilidad de los cazadores. Serilda no sabía
qué significaba eso, pero todos, cazadores y criados por igual, se lanzaron a
un frenesí de actividad.
La demostración tendría lugar a la mañana siguiente, en la casa de
fieras. Eso era lo único que le habían dicho, y le habían prohibido observar
los preparativos. El rey no quería arruinarle la sorpresa.
Y ahora estaba esperando y esperando a que los cazadores terminaran
con sus preparativos y se marcharan. No le importaban un pimiento la
sorpresa ni la destreza de los cazadores. El amanecer no estaba lejos y, a
aquel paso, Gild y ella no tendrían la oportunidad de buscar sus cuerpos y
deberían esperar cuatro semanas más.
Cuatro largas y agonizantes semanas.
No podía evitar pensar que el Erlking sabía que ella quería que se
marchara y que él hacía aquello para provocarla. La cacería salvaje había
cabalgado cada luna llena durante siglos; seguro que podían ser más
eficientes de lo que lo estaban siendo ahora.
—¿Por qué pareces tan ansiosa, querida? —murmuró el Erlking,
echándole una mirada de soslayo mientras se ponía sus guantes de piel
negra.
—Solo me pregunto cuánto más voy a tener que esperar aquí fuera. Ha
sido una noche larga.
—¿Tan ansiosa estás por librarte de mí?
—Sí —dijo sin vacilación—. Siempre.
Él la miró como si no supiera si castigarla o reírse por su afirmación.
Por fin (por fin) el rey ordenó que bajaran el puente, revelando el
mundo mortal al otro lado del lago. La ciudad de Adalheid estaba oscura;
los residentes se habían recluido en sus hogares, escondiéndose de los
cazadores que sabían que atravesarían la ciudad con un rugido.
—Quizá deberíais quedaros esta noche, señor —dijo uno de los oscuros.
Serilda levantó la mirada para ver a un hombre de piel bronceada mirándola
con una sonrisa de suficiencia—. Vuestra esposa parece de mal humor por
vuestra partida.
A Serilda le dieron ganas de apedrear al demonio entrometido, pero en
lugar de eso agitó las pestañas, como la ingenua y coqueta chica mortal que
creían que era, y dijo con dulzura:
—Jamás apartaría a mi esposo de su verdadero amor: la caza. Aunque
espero su regreso con ansia.
El Erlking le dedicó un sutil asentimiento, con un destello de
aprobación en la mirada.
—¡Pasáoslo bien! —exclamó Serilda—. Intentad no secuestrar a nadie.
¡Sobre todo a niños! Excepto a los que se hayan portado realmente mal,
como los que se limpian la cera de los oídos en el vestido favorito de su
hermana pequeña. A esos podéis llevároslos. Oh, y a los que…
—Serilda —siseó Nickel, negando con la cabeza bruscamente.
—De acuerdo —dijo ella, sonriendo a los cazadores—. Mejor no os
llevéis a ningún niño. Ni a ninguna madre, ya que estamos. Es muy
traumático para los pequeños.
Dijo la última parte con bastante resentimiento. La cacería salvaje se
había llevado a su madre cuando ella todavía no había aprendido a andar.
Durante meses, Serilda no supo (aunque lo esperaba) si el espíritu de su
madre se encontraba en aquel castillo. Pero después de varias semanas
inspeccionando el rostro de cada mujer fantasma junto a la que pasaba,
buscando un cabello oscuro y una paleta rota, se había convencido de que
su madre no estaba entre los espectros del castillo. Había perdido la
esperanza de llegar a descubrir qué había sido de ella, porque, aunque su
madre siguiera viva, ella estaba atrapada allí y jamás volvería a ver el
mundo exterior. Eso también era culpa del Erlking.
Hans se aclaró la garganta.
—¿Qué tal si no secuestran a nadie?
—Ah. Sí. Hans tiene mucha razón. Es una costumbre feísima.
El Erlking, que había estado ignorándola mientras se colocaba una serie
de cuchillos de caza en el cinturón, la miró a los ojos.
—No te haré una promesa que no pueda mantener —contestó,
pasándole un brazo alrededor de la cintura y tirando de ella. Serilda necesitó
toda su fuerza para no hacer una mueca cuando los labios fríos del Erlking
se posaron en la comisura de su boca.
El rey la soltó con rapidez. Un momento después, los cazadores
montaron en sus corceles. Serilda pilló a uno de ellos mirándola, y el miedo
la atravesó por si había notado su repulsa.
Pero no era un oscuro, sino un fantasma del castillo (uno de los pocos
que se unían a los oscuros en sus cacerías): la mujer decapitada cuyo
espíritu había visto sollozando una vez, al otro lado del velo. Le sostuvo la
mirada a Serilda y le ofreció un asentimiento cómplice antes de tomar las
riendas.
El rey se llevó el cuerno de caza a los labios. Su inquietante reclamo
reverberó entre los muros del castillo. Soltaron a los perros; las ascuas bajo
su pelaje ardían como hogueras.
Y entonces se marcharon, corriendo por el puente adoquinado y
desapareciendo por las calles moteadas de plata de la ciudad.
Serilda hizo una mueca y sacudió los brazos, intentando librarse de la
sensación empalagosa de las manos del Erlking.
—Por todos los dioses, creía que nunca se marcharían.
Se giró hacia el torreón solo para descubrir que cinco pequeños
fantasmas le bloqueaban el camino, mirándola con ojos curiosos.
—¿Por qué estás tan impaciente esta noche? —le preguntó Fricz, con
los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Tienes planes?
—¿Que no nos incluyen? —añadió Anna, sonando dolida.
Serilda suspiró.
—No seáis tontos. Es solo que me gusta que se marchen. ¿A vosotros
no?
Los niños no discutieron, pero ella sabía que no los había convencido.
—No hay nada por lo que preocuparse —añadió, apretándoles los
hombros al pasar—. Es solo algo que quiero investigar, eso es todo. Volveré
a nuestro dormitorio con tiempo de sobra para prepararme para esa…
demostración que van a hacer. ¿Vosotros sabéis qué es?
—En realidad no —dijo Hans—, pero los oscuros parecen
entusiasmados, y eso me hace sospechar.
—Lo descubriremos pronto —replicó Serilda, mirando el cielo—.
Vamos, es tarde. Bueno… Temprano, supongo. ¿Por qué no descansáis un
poco hasta la mañana?
Sin esperar respuesta, se apresuró al torreón.
Un fantasma estaba quitando las telarañas de los candelabros de la
entrada, así que no podía escabullirse por la escalera que conducía a la
segunda planta. En lugar de eso, Serilda entró en el gran salón y se
entretuvo inspeccionando los tapices hasta que el criado se marchó. Cuando
estuvo segura de que nadie la veía, corrió hacia la escalera que conducía a
la sala de los dioses, como se había acostumbrado a llamarla. Aquella
estancia albergaba siete vitrales; cada uno de ellos representaba a uno de los
dioses antiguos. El tenue brillo de la Luna de Trueno brillaba a través de los
paneles.
Serilda se detuvo en la entrada. La sala estaba vacía.
Se alisó los pliegues del vestido y atravesó la estancia, mirando los
retratos de cristal. La última ventana albergaba a Wyrdith, la deidad de las
historias y la fortuna. Quien le había concedido a su padre un deseo y la
había maldecido a ella con la rueda de la fortuna que tenía en los ojos.
Se detuvo para examinar la figura, vestida con un manto amarillo con
los bordes escarlatas y naranjas. Una cascada de cabello se derramaba casi
hasta sus tobillos. Parecía negro bajo aquella luz, pero, durante el día, el
cristal tenía un profundo tono amatista. Wyrdith sostenía una pluma dorada
en una mano y un largo pergamino en la otra. En lugar de mirar su trabajo,
observaba el cielo con expresión seria y contemplativa.
Como si estuviera decidiendo el destino de alguien.
El destino de todos.
Era extraño ver aquella imagen, aquella deidad atrapada en una ventana
con siglos de antigüedad, sabiendo cuánto había influido en la vida de
Serilda. Su afición por las historias, que en el pasado le había traído tanta
diversión. Su costumbre de mentir, que la había llevado hasta allí, el castillo
del Erlking. Los susurros supersticiosos de los vecinos que la habían
seguido durante toda su infancia. Las muchas desgracias que podrían haber
sido su culpa o no.
Y, con todo, allí estaba Wyrdith, con su ropa anticuada y una pluma tan
ridículamente larga que solo podría haber salido de una criatura mítica.
Serilda no creía que ni siquiera el Erlking tuviera un ave con plumas así
colgada en sus paredes.
Era un poco pretencioso, en realidad.
—¿Por qué lo hiciste? —murmuró. Wyrdith no respondió; siguió
mirando a lo lejos, ajeno al apuro de su ahijada mortal—. ¿Por qué no te
limitaste a concederle a mi padre el deseo de tener un hijo? ¿Por qué me
maldijiste? ¿Por qué me llenaste la cabeza de historias? —Pensó en la que
había contado sobre el príncipe que había matado a Perchta. Había
resultado ser una historia real. La historia de Gild—. ¿Por qué algunas
historias se hacen realidad?
—¿Ahora hablas con los dioses?
Serilda se giró para ver a Gild con dos finas espadas doradas.
—Hasta ahora, la conversación ha sido bastante unilateral.
La mirada de Gild viajó hasta Huida, representada con una enorme
rueca cuyo huso estaba rodeado de hilo dorado.
—Son seres entrometidos, ¿no te parece? Lanzan sus maldiciones y
dones, y después… no vuelves a saber de ellos.
—Wyrdith podría haberme prestado esa pluma, al menos. —Serilda
señaló el enorme objeto—. Imagina las historias que podría escribir si
tuviera una pluma que es dos veces mi brazo.
—¿Significa eso que una espada de oro no es tu mayor deseo? —
Levantó una de las que llevaba—. Entonces supongo que me la quedaré yo.
—¿Una de esas es para mí?
—He pensado que esta malísima idea me parecería mejor si al menos
íbamos armados.
Gild le entregó una de las espadas y a Serilda le sorprendió cuánto se
alegró al rodear con sus manos la empuñadura tallada. Tenía grabado un
tatzelwurm dorado, el símbolo de la familia real de Adalheid. De los
ancestros de Gild.
—¿De dónde las has sacado?
—De la armería —le contestó el muchacho—. Ahí guardan todo lo
bueno. Pero ten en mente que, aunque el oro repele a los drudes, siguen
siendo espadas ornamentales. La hoja no está muy afilada. No lo olvides, si
nos topamos con problemas.
—Supongo que tendré que matar a esas pequeñas bestias a golpes.
Serilda probó a agarrar la empuñadura de modos distintos hasta que
descubrió uno que le resultó más o menos natural. Aunque no era una
espada grande, era más pesada de lo que había esperado.
Entonces fue cuando se fijó en el cucharón de madera que colgaba del
cinturón de Gild.
—¿Qué haces con eso?
Él bajó la mirada y sostuvo el cazo hacia la luz de las velas.
—¿A qué te refieres? Si hay que matar algo a golpes, esto me servirá
mejor que una espada.
—Claro. También podrías servirle un apetitoso cuenco de estofado.
En la mejilla de Gild apareció un hoyuelo.
—Me gustan las armas versátiles.
—Hablo en serio. ¿Por qué llevas esa cosa?
—Es lo único que he conseguido sacarle al Erlking, y lo gané en un
trato justo. —Se encogió de hombros—. No voy a soltarlo nunca.
—¿Un trato justo? ¡Me cambiaste por él!
—Sí, pero… ¡mira la calidad de este cucharón! Podría estar colgado en
la pared, es una obra de arte.
Serilda puso los ojos en blanco. Después, al darse cuenta de que ambos
estaban postergándolo, suspiró.
—¿Estás preparado?
—En absoluto.
Gild examinó el pasillo a continuación. Estaba envuelto en sombras,
oscuras e impenetrables. El castillo siempre era inquietante por la noche, sin
importar cuántas antorchas y candelabros se encendieran. Pero aquel pasillo
era quizá el más aterrador de todos. Allí vivían monstruos de verdad.
Monstruos que habían atacado a Serilda dos veces, cuando había ido a
explorar la oscura estancia hacia la que se sentía inexplicablemente atraída.
Aquella era la parte del castillo que habían reclamado los drudes. Eran
bestias horribles con la piel hinchada, de un gris violáceo, cuernos en
espiral y lenguas bífidas. Pero lo peor era el daño que podían causar con sus
gritos atronadores y ensordecedores.
Eran pesadillas vivientes. Podían hacerte ver tus mayores miedos, como
si fueran reales e ineludibles. Serilda todavía se estremecía al recordar las
visiones que los drudes le habían mostrado. Todos a los que quería (Gild, su
padre, los niños, Leyna y Lorraine) torturados. Asesinados. Sus cabezas
decapitadas y colgadas como decoración para las paredes del Erlking…
No ayudaba que incluso Gild pareciera temerlos, a pesar de que una vez
había derrotado a dos drudes con la misma espada dorada que blandía
ahora. Él no parecía tenerle miedo a nada, ni siquiera al Erlking, pero su
desagrado hacia los drudes lo atenazaba con la misma fuerza con la que las
sombras se aferraban a las esquinas del castillo.
—Este es el escondite perfecto —dijo Serilda—, precisamente porque
nadie quiere venir aquí, ni siquiera tú. Y sabemos que hay algo en esa
habitación. Algo que esos monstruos están protegiendo. Algo que el rey no
quiere que nadie encuentre. Tenemos que comprobarlo.
—Claro, si quieres ser el aperitivo de medianoche de un drude… —dijo
Gild, golpeándose el hombro con el canto plano de la espada—. Este es un
castillo grande. Estoy seguro de que hay montones de sitios donde no
hemos buscado todavía.
Aunque no sonaba seguro. Él llevaba allí siglos. Había tenido un
montón de tiempo para toparse accidentalmente con su cuerpo no del todo
muerto.
Serilda se detuvo en la esquina, mirando el pasillo. Bajo la tenue luz,
apenas distinguía la silueta de las pesadas puertas de madera, bien cerradas,
y de los altos candelabros, que no estaban encendidos, de modo que el final
del pasillo desaparecía en la oscuridad. Su destino estaba allí: la habitación
que la había llamado desde la primera noche que había puesto un pie en
aquel castillo. La habitación con el tapiz que nunca había visto bien, el que
parecía resplandecer con magia.
—Solo digo —continuó Gild— que el Erlking no le habría dado a mi
cuerpo un elegante y respetuoso lugar de descanso. Tirarlo a las
profundidades de las mazmorras es más su estilo. Quizá lo lanzó al pozo o
lo emparedó. Por lo que sabemos, podría haberlo lanzado al lago hace
siglos. Seguramente me devoraron las carpas.
Serilda negó con la cabeza. Aunque el Erlking sin duda había disfrutado
viendo cómo los peces se comían el cuerpo de Gild, tenía la inconfundible
sensación de que sus cuerpos debían mantenerse intactos o la maldición no
funcionaría. Las flechas eran importantes, estaba convencida. Al
maldecirla, el Erlking le había atravesado la muñeca con una de punta
dorada. Cuando encontraran sus cuerpos, sospechaba que solo tendrían que
arrancar las flechas que anclaban sus espíritus a aquel castillo para romper
la maldición.
Sencillo.
Muy sencillo.
O eso seguía diciéndose cuando tenía que decirse algo para mantener la
esperanza. Sabía que no podían matar al Erlking, que era inmortal e
invencible. Sabía que él nunca la dejaría marchar por voluntad propia, no
mientras llevara en su vientre al niño que pretendía entregarle a Perchta. Y,
desde luego, nunca liberaría a Gild, a quien odiaba sin medida.
Aquel era el único modo: encontrar sus cuerpos, romper la maldición.
Podían fracasar, cierto, y aunque tuvieran éxito, era probable que el Erlking
los persiguiera y los arrastrara de vuelta. Pero Serilda no podía quedarse de
brazos cruzados fingiendo ser la reina de los oscuros y quejándose de su
destino. Tenía que intentar algo, y aquello era lo único que se le había
ocurrido.
Había tenido muy poco tiempo para buscar. Solía estar a merced del
Erlking, obligada a pasearse ante la corte y a continuar con su falso
matrimonio, mientras que Gild era libre para ir a cualquier parte del castillo
donde deseara estar.
Y había ido a casi todas partes. Se había colado en todas las
habitaciones, desde los dormitorios privados a la bodega, desde las
despensas a las armerías, a las capillas y los calabozos y las catacumbas.
Siempre que a Serilda le preocupaba que se quedaran sin sitios donde
buscar, pensaba en lo grande que era el castillo. En lo laberíntico que
resultaba. Todavía debía de tener secretos de sobra por revelar.
—No te han devorado los peces —dijo, apretando la espada y agarrando
una antorcha encendida de un aplique de la pared—. Creo que nuestros
cuerpos están aquí, y no me apetece malgastar los próximos tres siglos
buscándolos, cuando podrían estar justo al final de ese pasillo. Vamos, Gild.
Tenemos que hacer esto, antes de que regresen los cazadores.
Capítulo 12

Agarrando con fuerza la espada dorada, Serilda se adentró en las sombras.


Apenas había avanzado por el pasillo cuando Gild se colocó ante ella.
—Oye —susurró—. Puedo defenderme sola.
Él le echó una mirada irritada.
—Me enseñaron a luchar con espada. ¿A ti también?
—¿Te enseñaron? No recuerdas nada de tu vida anterior. ¿Cómo lo
sabes?
—A todos los príncipes les enseñan a luchar —dijo con una sonrisa
arrogante—. ¿Y qué tipo de príncipe sería si no…? Lo interrumpieron un
alarido y un aleteo.
Serilda retrocedió con torpeza. Antes siquiera de que ella pensara en
blandir su espada (fuera ornamental o no), Gild se abalanzó sobre el
atacante. Bajo la titilante luz de la antorcha, Serilda vio un destello dorado y
el brillo de unas garras. Oyó el aleteo frenético de unas alas sin plumas. Un
drude.
Gild golpeó con la espada y lanzó a la bestia contra la pared. La criatura
aulló y cayó al suelo.
Un segundo chillido dividió el aire.
Serilda se giró, pero no consiguió ubicar de dónde venía el sonido.
Después la bestia se lanzó sobre ella, zambulléndose desde las vigas con
su boca de dientes afilados abierta. Serilda gritó, pero el monstruo pasó
sobre ella y se posó en el brazo de Gild, atravesándole la manga con las
garras. Él dejó escapar un bramido. Su arma repiqueteó contra el suelo.
El primer drude extendió las alas. Siseó, saltó hacia delante y cayó
sobre el otro hombro de Gild. Sus garras atravesaron la tela y la piel. Abrió
las fauces. Liberó un horrible grito ante la cara del joven.
Este retrocedió con brusquedad, golpeando la pared. Desarmado, intentó
en vano liberarse de los drudes. El sudor cubrió su frente. Hizo una mueca
cuando las pesadillas reclamaron su mente.
Serilda oyó el chillido de un tercero. Examinó el salón, pero la bestia
era invisible en la oscuridad.
Colocó la antorcha en un aplique vacío y levantó la espada. Actuando
con un instinto brutal, rodeó con el antebrazo el cuello del drude que se
aferraba al brazo de Gild y le pasó la hoja por la garganta.
La cabeza del monstruo cayó hacia atrás, de modo que sus ojos rasgados
la miraron directamente, bocabajo. Su lengua afilada se sacudió en el aire;
un denso gorgoteo le llenó la garganta.
La criatura soltó el brazo de Gild. Con un gruñido, Serilda se la arrancó
y lanzó su cuerpo al suelo.
Gild ya no luchaba. Sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas, sus
brazos colgaban sin fuerza a sus costados. El primer drude seguía aferrado a
su hombro, infiltrando sus pesadillas en la mente de Gild mientras la sangre
manaba de sus heridas.
Con un grito gutural, Serilda se lanzó sobre ellos y atravesó el lomo de
la criatura con la espada, justo entre sus alas venosas. Cortó hacia arriba, y
la hoja casi rozó el hombro de Gild al empalar a la criatura.
El drude aulló y se sacudió.
Serilda extrajo la espada. La sangre, viscosa y con olor a podrido, le
salpicó los brazos. La bestia cayó al suelo.
El monstruo se giró y se lanzó sobre ella con sus garras. Su lengua
azotaba el aire. Había humedad en las comisuras de su boca.
La joven retrocedió mientras el drude agotaba sus fuerzas. Este se
derrumbó hacia delante, convulsionando.
—Gild —exhaló Serilda, pasando sobre la criatura y buscando el brazo
del chico. Su camisa de lino estaba cubierta de sangre. Sus pupilas se
habían dilatado hasta el punto de que sus ojos parecían prácticamente
negros, y tenía la mirada perdida en el pasillo. Temblaba tanto que casi se
escapó de las manos de Serilda—. ¡Gild, soy yo!
Un siseo la detuvo en seco.
El tercer drude, más grande que los anteriores, estaba en la entrada con
las alas extendidas. Con una inspiración temblorosa, Serilda rodeó la
empuñadura de la espada.
El drude se alzó en el aire, batiendo sus alas. Aterrizó brevemente en
uno de los candelabros antes de saltar hacia la pared, hundiendo las garras
en la mampostería. Una lluvia de fragmentos de piedra cayó sobre la
alfombra mientras avanzaba, subiendo por la pared hacia el techo, como
una araña gigante.
Serilda trató de imitar la postura que había visto asumir a Gild. Las
piedras preciosas de la empuñadura se le clavaron en las manos.
El drude cayó sobre ella.
Lo golpeó. Falló, pero lo obligó a retroceder. La criatura se estrelló
contra la puerta y se aferró a ella, incrustando sus garras en la madera como
si fueran agujas.
Serilda dio un paso atrás. Le temblaba el cuerpo entero. Atreviéndose a
apartar una mano de la empuñadura de la espada, tanteó la pared.
Buscando…
El drude gritó y saltó de nuevo.
No hacia ella…, sino hacia Gild, todavía aturdido. Perdido en la
pesadilla que nublaba su mente.
La mano de Serilda encontró el frío metal. Presionó la manija y abrió la
puerta de un empujón.
Después, levantó la espada sobre su hombro y se la lanzó al monstruo
con toda la fuerza que pudo, como una lanza. La punta atravesó una de las
alas del drude, arrastrándolo hasta el suelo. La criatura aulló.
Serilda rodeó a Gild con los brazos y tiró de él a través de la puerta, que
después cerró de un portazo con el pie. Tras soltarlo, con manos
temblorosas y torpes, colocó el postigo. Este cayó con un golpe sonoro. La
joven dejó escapar un trémulo gemido de alivio.
—¡Ja! —gritó, mitad victoriosa, mitad perpleja—. ¿Ahora quién ha
aprendido a luchar con espada?
Se giró, con una sonrisa asombrada en la cara.
Que desapareció rápidamente.
Gild estaba agachado. Tenía las palmas presionadas contra los ojos.
Mientras Serilda lo miraba, dejó escapar un gemido… Casi un lamento.
Un sonido roto, asustado y vacío.
Las pesadillas todavía no lo habían liberado.
Serilda exhaló con brusquedad, se acercó a él y se arrodilló.
—Gild —susurró, con el mismo tono que había empezado a usar con los
niños las noches en las que se despertaban con visiones de nachtkrapp y
cerberos acechando sus sueños—. Estoy aquí, Gild. Es solo una pesadilla.
Ya puedes despertar.
Él gimió de nuevo, pero un instante después su mirada comenzó a
aclararse. Clavó sus ojos en ella, sorprendidos, inseguros y brillantes. Tragó
saliva con dificultad.
—Gild. Soy yo. No pasa nada.
Sus pestañas, de un dorado rojizo, aletearon un par de veces, como si el
hecho de parpadear pudiera apartar físicamente las visiones de su mente.
Después la rodeó con los brazos, aplastándola contra su pecho. Ella
contuvo el aire por la sorpresa, pero también por la fuerza bruta de su
abrazo. Gild la sostuvo con tanta fuerza que Serilda podía notar sus
balbuceantes respiraciones contra su cuello.
—Serilda —le dijo, con voz ahogada—. Estabas… Tenías una espada.
Podrías haber matado al Erlking, estaba justo allí. Pero, en lugar de eso, te
has girado y me has apuñalado a mí. Y la expresión de tu cara… Me
mirabas como si me odiaras. Como si siempre me hubieras odiado. —Se
estremeció—. Ha sido horrible.
—No es real. Han sido los drudes —le aseguró. Sus palabras se
perdieron en el cabello que se enredaba alrededor de sus orejas.
Gild se apartó de ella. Lo suficiente como para tomar el rostro de la
chica entre sus palmas. Lo suficiente como para poder verla. Entera. A
salvo. Para inspeccionar las ruedas doradas de sus ojos. Los planos de sus
mejillas. Su boca…
—Serilda…
Aplastó los labios contra los de esta. Intenso y anhelante y necesitado.
Enredó los dedos en su cabello. La abrazó. Serilda notó sus sentidos
volviendo a la vida, chispeantes y frenéticos.
Terminó con la misma rapidez. Gild se apartó, murmurando una
disculpa antes de que Serilda consiguiera tomar una respiración completa.
—Lo siento. No lo he pensado. No debería… No pretendía…
Serilda le agarró el brazo. Para silenciarlo. Para afianzarse.
—No —le dijo, sin aliento—. Por favor. No.
Ambos temblaban. Los dedos de Gild se enterraron en el brocado de su
falda. Serilda agarró la camisa ensangrentada del chico, y solo se dio cuenta
de ello al notar sus manos pegajosas.
Se miraron el uno al otro, sin aliento. Asustados. Serilda encontró el
valor para apoyarse en él, para presionar su mejilla contra la de Gild, y este,
después de una larga vacilación, se permitió abrazarla de nuevo. Con mayor
suavidad esta vez.
Serilda no estaba segura de quién necesitaba más consuelo.
—No puedo decirte cuántas veces he deseado besarte —le dijo ella—.
O cuántas veces he deseado que tú me beses. Cada día. Cada vez que te
veo. Y sé… Entiendo por qué hay esta distancia entre nosotros. Sé qué
pasaría si… si él llegara a descubrirlo… Pero eso no evita que lo desee.
Al principio, Gild no respondió. La abrazó, pero no se movió durante
mucho tiempo.
Hasta que, de repente, Serilda notó que sus músculos tensos
comenzaban a relajarse, que emitía un suspiro tranquilo.
—Es agradable saber que no soy el único.
Serilda se sorbió la nariz. No se había dado cuenta de que había
comenzado a llorar. La tensión del combate, breve pero cruel como había
sido, la había superado.
Gild le dio un beso en la sien.
—He pensado mucho en lo duro que esto es para mí. Verte… yendo a
visitarlo. Pensar que estás… —Tragó saliva con dificultad—. Pero no he
pensado lo suficiente en lo duro que es para ti. Serilda… —Se apartó de
ella, estudiándola—. Odio que te haya atrapado aquí. Odio todo de esta
situación. Pero tienes que saber que yo haría cualquier cosa por ti. Yo…
Gild se detuvo, y Serilda sintió un abismo en su pecho, donde debería
haber estado su corazón. Brotó algo parecido a la esperanza ante lo que
creía que él quería decir.
En lugar de eso, Gild exhaló un gruñido cansado y le deslizó las palmas
por los brazos hasta tomarla de las manos. Después se acercó la mano de
Serilda a la cara y se presionó la mejilla con el dorso de sus dedos, cerrando
los ojos.
Lo había hecho antes, la noche en la que se habían conocido. Era un
gesto pequeño, una caricia amable. Un fragmento de afecto robado para un
chico al que le habían ofrecido tan poco.
Esto hizo que a Serilda le dieran ganas de ponerse otra vez a llorar.
Y de besarlo otra vez.
Y de contarle la verdad. Sobre su relación con el Erlking. Sobre el hijo
que iban a tener.
Pero aquel era un camino demasiado peligroso. No estaba segura de
cómo reaccionaría Gild, si se alegraría, si se asustaría o si sentiría una
mezcla de demasiadas emociones como para contarlas. Pero sabía que, si
Gild descubría lo del niño, que él era el padre, nunca participaría en aquella
farsa. No fingiría que era hijo del Erlking. Y si el Erlking descubría que
Serilda le había contado a Gild la verdad… Ni siquiera podía imaginar qué
le haría a los niños que estaba tan desesperada por proteger.
Así que tomó aire con brusquedad y miró la puerta cerrada, sin decir
nada.
El silencio del pasillo al otro lado la hizo preguntarse si, después de
todo, había conseguido matar al último drude.
Volvió a mirar a Gild y se fijó en la sangre que salpicaba su camisa.
—Estás herido —le dijo, con la intención de examinar sus heridas. Se
detuvo, sin tocarlas—. Quizá pueda encontrar algo con lo que vendarlas o…
—Me pondré bien —replicó Gild, con una sonrisa cansada que
reemplazó el desánimo de su rostro—. Me curo rápido. Y mira, Serilda. Lo
hemos conseguido. Estamos dentro. —Con un gruñido, se puso en pie y se
apoyó contra la pared—. Ya que hemos arriesgado la vida para conseguir
entrar, quizá deberíamos echar un vistazo.
Capítulo 13

Serilda se acercó al tapiz, el que colgaba justo en el interior del hueco de


la puerta. Estaba destrozado, atravesado por dagas o garras, y colgaba en
jirones. A pesar de su ruinoso estado, Serilda siempre había sentido
curiosidad por él; en el lado mortal del velo resplandecía, como imbuido de
una magia desconocida. En un castillo que era poco más que unas ruinas
desmoronadas, permanecía colorido y entero, intacto frente al tiempo.
Pero, debido a los drudes, nunca había tenido la oportunidad de
contemplar su inquietante motivo. Conteniendo el aliento, sostuvo dos de
los jirones más grandes. Los levantó para recomponer la imagen destruida.
Gild se acercó a ella y, sin hacer preguntas, sostuvo los fragmentos restantes
para llenar los espacios.
Juntos observaron la escena. Era casi encantadora, una familia real en
un jardín. De las ramas de los árboles colgaban faroles. Se trataba de un rey,
una reina, un príncipe y una princesa.
Un adorable retrato familiar.
Excepto porque el rey y la reina, engalanados con ropajes reales y
coronas de joyas, estaban muertos. Eran esqueletos, con las oscuras cuencas
vacías en sus cráneos y sus dientes blancos encajados en una sonrisa eterna.
Los dedos de huesos de la reina sostenían con fuerza la mano de su hija.
El príncipe y la princesa, por otra parte, parecían muy vivos.
Con sus rizos dorados, la niña era la viva imagen de la que estaba
pintada en el interior del medallón de Gild.
—Mi hermana —exhaló él, sacándose el colgante de debajo del cuello
de la camisa y abriéndolo para comparar el parecido. Serilda pensó que
quizá era un poco más pequeña en la pintura del medallón, pero se trataba
de la misma niña, tan claro como una sopa aguada. Los mismos tirabuzones
dorados que caían alrededor de su rostro. La misma sonrisa traviesa. Serilda
se preguntó por qué no se había fijado en su parecido con Gild la primera
vez que lo había visto. No era una similitud superficial: el cabello de la niña
era rubio y estaba pulcramente peinado, mientras que el de Gild era de un
color canela rojizo y siempre estaba alborotado. Los ojos de la niña eran de
un azul vibrante; los de Gild eran marrones con motas doradas. Ambos
tenían la piel pálida, pero la princesa no tenía ni una fracción de las pecas
de Gild.
Pero había algo más intrínseco que los unía. Humor y júbilo, y una
chispa de travesura.
Su atención volvió a centrarse en el príncipe. El del tapiz.
Gild.
—¿Estás segura de que soy yo? —le preguntó él, sonando
decepcionado.
—Cien por cien.
Gild gruñó.
—Parezco un capullo estirado.
Serilda se rio.
—¿Por qué? ¿Porque estás correctamente vestido, por una vez? ¿O
porque antes te peinabas?
Gild le echó una mirada irritada.
—Llevo una gorguera. ¿Sabes cómo pica eso? —Se rascó el cuello,
como si el accesorio estuviera estrangulándolo en ese momento.
—Seguramente te obligaron a posar para un retrato durante horas, para
que el tejedor pudiera tener tu imagen para trabajar —le dijo—. Debió de
ser horrible.
Gild sonrió amargamente.
—Supongo.
—En el lado mortal del velo —le contó Serilda—, el tapiz no está
destrozado. Es casi como si se conservara con magia. —Trazó uno de los
bordes ásperos con los dedos—. ¿Por qué crees que está destrozado aquí?
—Seguramente lo destruyeron esos malditos drudes. —Gild miró de
nuevo la puerta. Ambos estaban tensos, esperando otro ataque, pero solo se
oía silencio—. O… No sé. Quizá lo destruyó el Erlking. Porque no quería
que viera ningún retrato de mi familia.
—Eso tendría sentido —musitó Serilda.
Gild le dio la espalda.
—O quizá es solo otra de las cosas espeluznantes de este castillo
espeluznante. Vamos. Nuestros cuerpos podrían estar por aquí, en alguna
parte.
Miraron al mismo tiempo el otro gran misterio de aquella recóndita
habitación.
Una cortina semitransparente colgaba de las vigas y de los candelabros,
cubriendo la enorme jaula que antes había captado la atención de Serilda y
ocultando lo que había en su interior.
La joven dejó a Gild atrás, frotándose las manos contra los lados del
vestido. La cortina, demasiado larga, se encharcaba a sus pies. No la habían
tocado durante siglos, y acumulaba bolas de polvo entre sus pliegues.
Cuando Serilda se acercó, la forma de la jaula del interior se hizo más
evidente, y la esperanza se acumuló en el fondo de su estómago. Le llegaba
a la altura de la cadera y era lo bastante larga como para albergar un ataúd.
Lo bastante grande como para contener lo que estaban buscando.
Podían estar allí. Sus cuerpos, esperando el regreso de sus espíritus. El
final de sus maldiciones.
Inhaló y buscó una abertura entre los pliegues de la cortina. Tardó un
momento, pero por fin la encontró. Penachos de polvo llenaron el aire que
la rodeaba.
Apartó la cortina.
Sus ojos se posaron en la jaula. Sus labios se abrieron con un gemido de
sorpresa.
—¿Qué es esto, en el nombre de Wyrdith?
Gild le puso la mano en el hombro. Ambos miraron, sin palabras, la
jaula. Porque efectivamente era una jaula, y no un ataúd, no era una caja
cubierta de joyas que contuviese el cuerpo mortal de un príncipe maldito.
Solo era una jaula, con los barrotes forjados de un oro brillante y con un
suelo que podría haber sido una placa de sólido alabastro, aunque era difícil
saberlo, debido a la gruesa capa de mugre que se acumulaba en la base y
que goteaba lentamente por los lados, donde el tiempo la había endurecido
como si fueran gotas de cera.
Y en el interior, acurrucada sobre la porquería, había una… ¿gallina?
Serilda se atrevió a acercarse un paso. Parecía una gallina, con su
cuerpo regordete en una esquina de la jaula y las alas plegadas hacia atrás.
Sus plumas eran una mezcla de un naranja feroz y un azul violáceo, y tenía
una cresta de un blanco puro en la cabeza. Para ser una gallina, era bastante
bonita. Pero detrás de su cuerpo rechoncho no tenía una cola de plumas,
sino una de serpiente, roja y azul, enroscada alrededor de los límites de la
jaula y más larga que Serilda.
Más sorprendente que la cola de serpiente era que la criatura no tenía
ojos. Por un momento, Serilda creyó que tenía las cuencas huecas, como los
nachtkrapp, pero al mirarla se dio cuenta de que debería haber tenido ojos,
pero alguien o algo se los había sacado. Las heridas habían sanado y solo
quedaban unas cicatrices irregulares en su carne.
—¿Otro animal disecado? —susurró Gild.
Serilda pensó en ello.
—Entonces, ¿por qué mantenerlo en una jaula? —Ella también estaba
susurrando.
Después de otro largo momento, en el que ambos se recuperaron
lentamente tras la sorpresa, Serilda empezó a sentirse tonta.
—¿Por qué susurramos?
—No estoy seguro —le contestó Gild en otro susurro—. No sé si está
muerta o dormida. Pero… mira. ¿Qué es eso? —Señaló el costado de la
criatura, por donde algo sobresalía bajo su ala iridiscente.
Serilda se inclinó para ver mejor.
—¿Una flecha?
Aquello le recordó al guiverno rubinrot colgado en el gran salón,
todavía atravesado por la flecha que supuestamente lo había matado. Serilda
sintió una punzada de pena en las entrañas. Mordiéndose el labio inferior,
metió la mano con cuidado entre los barrotes de la jaula. Apenas podía
introducir la mano por el hueco.
—¿Crees que es buena idea? —le preguntó Gild.
Serilda no estaba nada segura. Pero la criatura no se movió (ni siquiera
un milímetro) cuando agarró la flecha y tiró de ella.
Estaba atascada.
Serilda hizo una mueca.
—Quizá debería dejarlo —dijo. Y entonces hizo justo lo contrario. Tiró
más fuerte.
Esta vez, la flecha abandonó la carne de la criatura.
Serilda y Gild contuvieron un grito.
—Lo siento —exhaló Serilda mientras un hilillo de sangre comenzaba a
manar de la herida—. ¡Lo siento mucho!
Pero la… cosa… no se movió.
Serilda se relajó. Sostuvo la flecha a la luz y vio que tenía la punta de un
negro brillante. Encogiéndose de hombros, la tiró al suelo.
—¿Por qué crees que lo tienen aquí, en lugar de en la casa de fieras? —
le preguntó Gild.
—No tengo ni idea. Ni siquiera sé qué es.
Después de un largo silencio, Gild sugirió:
—El legendario pollo serpiente.
A Serilda se le escapó una risita, sin poder evitarlo. Miró a Gild sobre
su hombro. Él le devolvió una sonrisa burlona.
—Es una buena suposición.
Negando con la cabeza, Serilda se giró de nuevo hacia la jaula.
Y gritó.
Gild chilló y tiró de ella hacia sí. Ambos retrocedieron un par de pasos.
Porque, en el momento en el que se habían distraído, la criatura se había
movido. Sin un sonido (ningún graznido, ni un susurro de plumas, ni un
chapoteo en la mugre del suelo de la jaula), había abandonado su esquina
para detenerse justo ante ellos. Si no hubiera estado ciega, Serilda habría
dicho que estaba mirándolos a través de los barrotes. En lugar de eso,
después de un segundo, ladeó la cabeza como si escuchará.
—¿Los pollos tienen orejas? —susurró Gild.
—Calla —replicó ella.
Y así comenzó una competición de miradas muy tediosa y extraña.
La criatura no se movió.
Serilda y Gild no se movieron.
Serilda no comprendía del todo el miedo que se enroscaba en su vientre,
el instinto que le decía que se mantuviera totalmente quieta, no fuera a ser
que la encontrara. El bicho estaba atrapado en una jaula. No tenía ojos. Era
un pollo. En gran medida.
Y, no obstante, sintió un abrumador terror al fijarse en su afilado pico
amarillo, en sus largas patas escamosas y en la vibrante cola que se movía
de un lado a otro contra las rejas doradas. Aunque no podía explicarlo,
aquel extraño monstruito conjuraba tanto miedo en su interior como los
drudes, los nachtkrapp e incluso el enorme bärgeist. Y, si el modo en el que
Gild le estaba clavando los dedos en los costados era alguna indicación, él
también lo sentía.
Al final, reuniendo todo su valor, Serilda se aclaró la garganta y
murmuró un incierto «hola».
El ave… la cosa… movió la cabeza, como todas las gallinas a las que
había visto a menudo picoteando alrededor de los sembrados, buscando
gusanos.
Abrió el pico. Pero no cloqueó.
En lugar de eso, siseó.
Y lanzó una plasta, tan densa y asquerosa como la sustancia que tenía
debajo, directa hacia ellos. Serilda y Gild retrocedieron de un salto. La
sustancia aterrizó en el dobladillo del vestido de Serilda.
La tela comenzó a sisear mientras el líquido viscoso quemaba el
brocado, formando un agujero. Chisporroteó y humeó, liberando un hedor
pútrido en la habitación.
Serilda abrió los ojos de par en par.
En cuestión de segundos, el agujero comenzó a extenderse, quemando
la primera capa de la gruesa y lujosa tela y comiéndose el complicado
diseño de lirios dorados. Subió por la pantorrilla de Serilda sobre sus
rodillas, revelando las enaguas que llevaba debajo. La joven gritó y se
apartó más de la jaula, pero difícilmente podía escapar de su propio vestido.
—¡Gild! —gritó, mientras una gota de veneno alcanzaba sus enaguas y
estas también comenzaban a desintegrarse—. ¡Quítamelo! ¡Tengo que
quitármelo!
Antes de que hubiera terminado de hablar, él empezó a tirar de los
cordones de la parte de atrás del vestido.
—¡Córtalos! —chilló Serilda, viendo arder la tela. La ceniza subió hasta
su muslo. Pronto llegaría a sus caderas, a su cintura, y entonces no podría
evitar que le tocara la piel—. ¡Gild!
—¡No tengo nada con lo que cortarlos! —aulló él, hurgando con las
manos, tirando de los cordones—. Ya casi está. Ya casi está.
Un último tirón. El corpiño del vestido se soltó. Serilda sacó los brazos
de las mangas mientras Gild le tiraba del vestido bajo las caderas. Serilda se
cayó de espaldas, en un esfuerzo por escapar del material tan rápido como
fuera posible. En cuanto se quitó el pesado vestido brocado, agarró la
muselina de las enaguas y la rasgó, arrancándose la falda, incluidos los
paneles que estaba destrozando el veneno. A continuación, alejó la tela
dañada de una patada. El vestido cayó sobre el estanque de cortinas de gasa
y, juntos, Gild y Serilda lo vieron disolverse. Después desapareció la falda
de muselina. Más tarde, incluso las cortinas que habían mantenido oculta la
jaula de la criatura.
En cuestión de minutos, todo había sido destruido.
Hasta el último hilo.
Serilda y Gild se aplastaron contra la puerta, jadeando. Un hedor acre
pendía en el aire, quemando el fondo de la garganta de la chica.
Solo cuando la destrucción terminó, la pequeña bestia se tumbó de
nuevo, metió la cabeza en el penacho de plumas de su pecho y agitó su
larga cola con satisfacción un par de veces.
—Bueno —dijo Gild, con voz cansada—, supongo que eso explica por
qué no está en la casa de fieras.
Serilda dejó escapar una carcajada aguda.
Gild y ella se miraron el uno al otro.
Después, olvidándose de los drudes (o quizá acordando mutuamente y
en silencio que preferían arriesgarse con las pesadillas), abrieron la puerta y
huyeron.
Acababan de atravesar el pasillo de los dioses cuando Serilda se detuvo
en seco.
—¡Gild, espera! —gritó, agarrándole el brazo—. No puedo bajar.
Mírame.
Él la miró de arriba abajo dos veces antes de que la comprensión
iluminara sus ojos.
—Los cazadores no están aquí.
Serilda suspiró.
—¡Lo sé, pero hay un montón de oscuros a los que les encantaría
decirle al Erlking que me han visto corriendo por los pasillos solo con los
bombachos!
Una sonrisa divertida apareció en el rostro de Gild.
—Quizá lo pongas de moda.
—Hablo en serio. —Le dio un golpe en el hombro.
—Esto no sería un problema si hubieras practicado el… —Chasqueó los
dedos y desapareció.
Serilda puso los ojos en blanco y se giró, esperando que reapareciera a
su espalda.
Pero no lo hizo.
Frunció el ceño y giró en un círculo completo, buscándolo.
Gild no regresó.
Serilda dejó escapar un sonido de disgusto.
—¡Gild!
No obtuvo respuesta.
Agitando los brazos, resopló y fulminó con la mirada al dios más
cercano, solo porque no podía culpar a nadie más de su apuro actual. En la
ventana estaba representado Solvilde, dios del cielo y del mar, soplando
viento a las velas de un barco grande. Como en el caso de los demás, el
artista había elegido representar a la deidad de modo regio, con ropajes
fluidos que cambiaban del rojo carmesí al azul celeste, como un amanecer,
y con una corona de perlas que brillaba con fuerza contra su piel oscura.
Pero Serilda suponía que Solvilde vestiría de un modo práctico, con
camisas ligeras, pantalones cómodos y cinturones de piel para llevar sus
herramientas importantes, brújulas y telescopios y todo eso. Ella siempre se
había imaginado al dios vestido casi como un pirata.
—Pide y recibirás.
Se giró con brusquedad. Gild estaba en el pasillo con un hato de
terciopelo burdeos en los brazos.
El alivio podría haber derretido a Serilda.
—Gracias.
—De nada. Esperaba tener la oportunidad de elegir también tu ropa
interior, pero los mellizos estaban allí, vigilándome como pequeños búhos.
Los niños son aterradores. —Fingió un escalofrío.
Serilda puso los ojos en blanco. Gild fingía temer a los niños, pero era
el primero que jugaba con ellos a las peleas cuando se aburrían, el primero
que miraba a Anna cuando hacía el pino, el primero que le daba la mano a
Gerdrut cuando la niña se asustaba. Se preguntó si siempre habría sido tan
bueno con los pequeños. Creía que quizá se debía a algo enterrado
profundamente en su interior, a sus experiencias olvidadas junto a su
pequeña hermana.
—No te habrías atrevido a hurgar entre mi ropa interior —le dijo,
arrebatándole el vestido.
Él se encogió de hombros, evasivo.
—Aunque puede que quieras otra de esas… cosas. —Señaló sus
piernas, incómodo.
—¿Unas enaguas? —Suspiró—. Tendré que pasar sin ellas. Date la
vuelta.
Gild la miró con las cejas levantadas. Un toque de rosa estaba haciendo
que las pecas de su rostro parecieran más pronunciadas, pero había algo
osado en su expresión. Algo pícaro. Y, en ese momento, Serilda sintió un
millar de palabras no pronunciadas destellando en el aire.
Nunca habían hablado de lo que había ocurrido entre ellos la tercera
noche en la que le había pedido que convirtiera la paja en oro. La noche en
la que los besos de Gild habían quemado senderos por su garganta. La
noche en la que no había tenido ningún reparo en dejar que la viera sin
enaguas, sin bombachos… Sin nada.
Pero Gild no sacó el tema.
Con una sonrisa todavía aferrada a las comisuras de su boca, se giró
para mirar la pared.
—Avísame si necesitas ayuda —le dijo con voz cantarína.
—Estaré bien —murmuró ella. Los recuerdos y anhelos que nunca
habían desaparecido del todo le hormiguearon en los dedos.
—Si insistes —replicó Gild—. Yo solo sé que las reinas están
acostumbradas a que otros las vistan, las mimen… —Levantó los brazos en
un exagerado estiramiento—. Solo quiero que sepas que mis servicios están
disponibles.
—Deja de hablar, Gild —le pidió. Su cuerpo entero se había sonrojado.
Él respondió con una carcajada.
Serilda se quitó lo que quedaba de su ropa interior y se puso el vestido
que él le había llevado. Se le erizó la piel, desnuda contra la tela del vestido,
al recordar los lugares a los que los dedos de Gild habían viajado. La parte
de atrás de sus rodillas. La piel sensible a lo largo de sus costillas.
Negó ferozmente con la cabeza mientras se alisaba la tela del vestido.
—De acuerdo, puedes girarte. ¿Me atas los cordones?
—Ah, ¿ahora necesitas mi ayuda?
Ella levantó los ojos hasta el techo.
—Eres insufrible.
—Creo que te gusto de todos modos.
Serilda se detuvo, se giró a medias y lo miró de nuevo, apresándole la
mano con la que estaba buscando los cordones. Le sostuvo la mirada y él se
quedó paralizado; el brillo burlón desapareció de sus ojos.
—Me gustas, Gild —le dijo con sinceridad—. Me gustas mucho.
Él abrió la boca, pero Serilda no le dio la posibilidad de contestar antes
de inclinarse hacia delante y rozar sus labios con los de él, intentando poner
en el beso todas las palabras que no se le permitía decir. Puede que
estuviera casada con el Erlking, pero lo quería a él. Solo a él.
Cuando se apartó, tenía los ojos húmedos. Gild la miró, con expresión
esperanzada y… desconsolada.
Sin una palabra, Serilda le dio la espalda.
Se sintió aliviada y decepcionada cuando Gild le apretó los cordones
con tanta integridad como mostraría un caballero. No dejó que las puntas de
sus dedos rozaran los triángulos de su piel expuesta, ni que se detuvieran en
su nuca. No se acercó más, no dejó que su aliento danzara contra la parte de
atrás de su cuello. No la abrazó desde atrás ni comenzó a deshacer su
trabajo.
Y todo lo que no hizo dejó a Serilda llena de un anhelo que había
pasado los meses anteriores enterrando profundamente en su interior.
—Ya está —dijo Gild, retrocediendo en silencio.
Serilda lo miró de nuevo.
—Gracias.
Gild debió de verlo en sus ojos. Debió de saberlo. Serilda no podría
haberle escondido su deseo, aunque lo hubiera intentado.
Los ojos de Gild se oscurecieron, pero, por una vez, no hizo ningún
comentario arrogante.
Serilda tragó saliva.
Estaban solos.
Nadie se enteraría si le robaba un beso más. Un abrazo más.
Nadie lo sabría.
Dio un paso adelante.
—Gild, yo…
—Te están esperando —tartamudeó el chico mientras le ponía las
manos en los brazos. No para abrazarla, sino para mantenerla a distancia.
Serilda se detuvo.
—¿Qué?
—Los niños. Todos. Te están esperando. —Gild le mostró una sonrisa
fugaz—. No queremos que nadie se preocupe.
Capítulo 14

P
— reparad a los perros —ordenó el Erlking, montado en su corcel negro
como un cuervo—. Los cazadores están listos.
Movió su caballo y levantó la mirada; sus ojos se encontraron con los de
Serilda. Pero fue breve. Al momento siguiente, los perros comenzaron a
aullar, y el Erlking se concentró de nuevo en el espectáculo de caza.
Serilda estaba muy aburrida, y tenía que recordarse constantemente que
debía mostrarse regia. Que no podía bostezar. Ni moverse en su asiento. Ni
mostrar ningún indicio de que preferiría estar en cualquier otra parte.
Sobre todo, porque ella era tan parte del espectáculo como los propios
cazadores.
Para aquella primera demostración de caza en honor a su majestad la
reina, el Erlking había ordenado que instalaran unas gradas elevadas en una
esquina de la arena, con un enorme toldo para la sombra y bancos
acolchados. Los carpinteros habían trabajado durante toda la noche. Y allí
llevaba sentada Serilda la mayor parte de la tarde, con sus cinco siervos y
un plantel de fantasmas agasajándola con copas de agua de frutas y
bandejas de pastas de mantequilla. Lo que habría sido bastante agradable,
suponía, si no se hubiera sentido como un pavo real en exposición. Porque
no solo estaban ella y los amables fantasmas; nunca era así. La rodeaba por
todas partes la corte del rey, aquellas criaturas hermosas y crueles de risas
cómplices y burlonas cuyos ojos seguían cada uno de sus movimientos.
A Serilda no le importaba demasiado lo que pensaran de ella, pero
odiaba sentirse siempre como si estuviera sentada en una perrera llena de
cerberos, esperando a que se cansaran de jugar con ella y la devoraran
entera.
Los cazadores habían situado sus caballos en formación alrededor de la
arena, que en realidad solo era una porción arbolada de los jardines que
habían cercado.
—Proporcionemos un espectáculo fascinante —dijo el Erlking—. No
me gustaría que hicierais el ridículo ante vuestra reina.
Aunque sonó serio, Serilda oyó las burlas de algunos de los cazadores.
Una pareja de oscuros, en las gradas, le echó una mirada amarga.
—Me aburro —gimió Anna, apoyándose la barbilla en las manos—.
¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí sentados?
—No mucho más —mintió Serilda.
—Eso has dicho hace una hora. —Anna empezó a darle patadas a la
barandilla que tenían delante—. Cuando estaban terminando la competición
de arquería.
—Y hace dos horas —añadió Fricz—, cuando estaban desfilando con
los perros como si fueran ponis.
—Y hace tres… —comenzó Hans, pero Serilda levantó una mano para
detenerlo.
—Lo sé —dijo—. Creo que esta es la última demostración. Además,
parece que pronto comenzará a llover.
Aunque aquella mañana había brillado el sol, nubes oscuras habían
comenzado a reunirse en el horizonte. Serilda nunca había ansiado tanto
una tormenta.
Estaba tan nerviosa como los niños, quizá más, después de toda la
noche sin dormir. Su vestido era muy pesado, el sudor le bajaba por la
espalda y ella no podía darle patadas a la barandilla por mucho que quisiera,
porque, por supuesto, era la reina.
No le importaba lo impresionantes que fueran los cazadores o sus
humeantes cerberos. Solo quería retirarse a sus aposentos y echarse una
larga siesta.
Las patadas de Anna se volvieron más vehementes, y Serilda colocó una
mano sobre la rodilla de la niña para detenerla. En respuesta, Anna se cruzó
de brazos, enfurruñada.
Abajo, el rey asintió a Giselle, que estaba ante la jaula del bärgeist, el
enorme oso fantasma. Era una figura imponente, de tres metros de altura,
cubierta de un brillante pelaje negro y con unos ojos que llameaban como
ascuas. Aunque resultaba impresionante, no era tan bonito como algunas de
las otras criaturas de la casa de fieras. El bärgeist parecía viejo; había
perdido grandes parches de pelaje negro, revelando la piel ajada y gris. El
par de dientes que le faltaban no hacía que sus enormes fauces fueran
menos aterradoras. También le faltaba una oreja, y tenía cicatrices
irregulares cruzando el lateral de su cuello hasta la pata delantera. Parecía
haber vivido un millar de años… Y que cada siglo había sido más cruel que
el anterior.
—¡Liberad al bärgeist! —gritó el rey.
Giselle, con la ayuda de tres criados, quitó la barra de hierro de la puerta
de la jaula. Mientras los cerrojos gruñían y el oso caminaba de un lado a
otro sobre unas patas tan gruesas como troncos de árboles, los perros
comenzaron a gruñir y a tirar de sus cadenas.
Serilda tragó saliva, esperando que su plataforma, construida con prisas,
no se viniera abajo si el bärgeist decidía cargar contra ella.
—¿Y si no consiguen capturarlo de nuevo? —susurró Gerdrut.
—Entonces tendremos un feroz oso medio muerto merodeando por los
jardines —dijo Fricz.
—Quizá se coma al Erlking —sugirió Nickel—. Eso resolvería al
menos uno de nuestros problemas.
Anna hizo un mohín, considerándolo, pero al final negó con la cabeza.
—No sería una solución si se convirtiese en un problema aún mayor con
el que lidiar.
—Yo preferiría probar suerte con el oso —murmuró Nickel.
Abajo, la bestia salió de la jaula a cuatro patas. Los cazadores le dejaron
espacio; los que iban a pie se escondieron entre los árboles y la maleza,
mientras que los que iban a caballo se quedaron cerca de los límites de la
arena. El oso caminó con movimientos lentos y pesados, olfateando el aire,
con el parcheado pelaje erizado por la desconfianza.
Hasta que, sin advertencia, se levantó sobre sus patas traseras y rugió.
Sus colmillos amarillentos destellaron bajo la luz del sol. Cuando aterrizó
de nuevo sobre sus patas delanteras, el suelo tembló. La vibración se sintió
incluso a través de los tablones de las gradas.
Entonces el oso cargó cruzando el bosque falso, buscando una salida.
—¡Esperad! —gritó el Erlking.
Nadie intentó detener al animal mientras corría entre los árboles y
pisoteaba la vegetación, mientras derribaba retoños y aplastaba helechos,
sin reparar en las zarzas y las ramitas que quedaban atrapadas en su pelo.
Llegó a una de las murallas exteriores.
Y se detuvo abruptamente, mirando la piedra impenetrable que tenía
delante. Después rugió de nuevo. El sonido hizo que a Serilda le temblaran
los huesos.
El oso pasó un momento olfateando la muralla, incluso intentando
treparla.
Con un resoplido frustrado, regresó al bosque. Esta vez, en dirección al
castillo.
Aun así, los cazadores no se movieron. ¿Hasta dónde lo dejarían llegar?
Serilda se preguntó si había alguna posibilidad real de que el oso
pudiera escapar. Si encontraba la puerta sur, quizá conseguiría treparla.
¿Llegaría al patio y cruzaría el puente levadizo hacia Adalheid? ¿O saltaría
al lago y nadaría hasta una orilla lejana? ¿Y si conseguía llegar al reino de
los mortales?
Se sentía mal por el oso… Pero no tanto como para querer liberarlo
sobre la gente que le importaba.
—¿Por qué no hacen nada? —preguntó Anna, que se había levantado y
tenía ambas manos apoyadas en la barandilla para ver mejor.
—Están aguardando el momento, esperando a que la criatura se canse.
Les será más fácil atraparla cuando haya perdido la esperanza.
Serilda y los niños se giraron hacia la voz ronca. Había una mujer
sentada en la siguiente hilera de bancos. Sola.
Serilda la reconoció de inmediato. Era la mujer decapitada, como
siempre la llamaba en su mente. No era un oscuro, sino un fantasma, uno de
los pocos que solían unirse a la cacería salvaje, uno que había participado
en las competiciones de espada y arco de aquella tarde. Llevaba un pañuelo
alrededor del cuello, tan perpetuamente empapado en sangre como la parte
delantera de su túnica. En el reino mortal, cuando Serilda había huido del
castillo, había visto al fantasma de aquella mujer. La había oído llorar, decir
que era todo culpa suya. Serilda había sido testigo de la espada invisible
que le había cortado la cabeza. Incluso ahora, se estremecía al recordarlo.
La cabeza decapitada, los ojos mirando sin ver, la boca abierta, susurrando:
«Ayúdanos».
El recuerdo la acosaba cada vez que veía a aquella mujer, aunque no
creía que los fantasmas supieran lo que sus espectros hacían al otro lado del
velo.
—Están jugando con él —dijo Hans, disgustado—. Le hacen creer que
tiene alguna posibilidad.
—Precisamente —replicó la mujer—. Ese es uno de los juegos favoritos
del rey.
Serilda se estremeció, recordando que a ella también le habían hecho
creer que podía escapar. Su padre y ella habían huido a una localidad
cercana con la intención de esconderse hasta que la luna llena hubiera
pasado. Había creído que tenían una oportunidad…, justo como el bärgeist.
—¿Cuánto tiempo tardará el oso en… rendirse? —preguntó.
La mujer la miró a los ojos.
—Es imposible saberlo. Esta es la primera vez en siglos que ese oso
sale de su jaula. Nadie puede saber cómo reaccionará.
—¿Por qué no estás ahí abajo? —le preguntó Nickel—. Tú también eres
una cazadora, ¿no?
La mujer sonrió, con expresión amable.
—Soy una cazadora —contestó—. Pero no soy uno de ellos, y nunca lo
seré.
El desprecio de su tono era obvio.
—¿No te gusta la cacería salvaje? —le preguntó Fricz, girándose tanto
en su asiento que casi se sentó de espaldas.
—Oh, disfruto de la sensación de libertad que me ofrece, pero no tanto
como odio volver a estar atrapada cuando regresamos. —La mujer se
detuvo antes de añadir—: Los fantasmas no tenemos muchas opciones.
Sospecho que ya lo sabes, pequeño escudero.
La expresión curiosa de Fricz se disipó.
—Su oscuridad me lleva con él porque tengo habilidades para la caza
que valora —continuó—. Si tuviera opción, no elegiría su compañía,
aunque eso significara abstenerme de lo único que se me da bien.
Serilda pensó en ello, se preguntó si ella podría abstenerse de contar
historias, lo único que a ella se le daba bien. Seguramente la beneficiaría
mucho hacerlo, pero en el pasado se había prometido que dejaría de contar
cuentos y mentiras y, aun así, su lengua traviesa siempre la había
traicionado, metiéndola en problemas cada vez más grandes.
—Jovencita, yo en tu lugar no me sentaría tan descuidadamente —dijo
la mujer.
Serilda se giró para ver a Anna posada sobre la barandilla, de espaldas a
la arena. Contuvo un grito, le agarró el brazo y tiró de ella.
—¡Podrías caerte!
Anna resopló.
—¡Así al menos pasaría algo! —replicó la niña, mirando el espectáculo
con los codos en la barandilla, negándose a sentarse de nuevo en el banco.
Serilda negó con la cabeza y deseó con el doble de fuerza que aquel día
terminara. Se alegró al descubrir que las nubes de tormenta se habían
acercado. En cualquier momento ocultarían el sol. A lo lejos, una bruma
sombría sugería que también se avecinaba una fuerte lluvia.
—Perdonad mi atrevimiento, majestad —dijo la mujer. Se había
levantado y había rodeado el banco, y señalaba el punto que Anna había
abandonado—. Me pregunto si podría acompañaros.
Serilda parpadeó, examinando a la mujer con mayor atención que antes.
Tenía la piel clara, con unos astutos ojos azules y el cabello rubio trenzado
en una pulcra corona alrededor de su cabeza. Su postura era rígida y regia;
su constitución, atlética y fuerte.
Ahora que lo pensaba, aquella mujer siempre le había parecido distinta
al resto de los fantasmas del castillo. Era una cazadora, pero los oscuros no
la aceptaban del todo. Era un fantasma, pero no una criada. Su destreza se
había ganado el respeto del rey, y aun así (igual que en el caso de Serilda)
su destreza también la había conducido a la marginalidad.
—Por supuesto —dijo Serilda, acercándose a Gerdrut para dejarle
espacio—. Será agradable que nos honres con tu compañía.
La mujer sonrió, casi con timidez, mientras se sentaba.
—Soy lady Agathe, cazadora y maestra de armas.
—¿Maestra de armas? —preguntó Serilda, levantando las cejas.
Agathe asintió.
—Tengo pocos recuerdos de mi vida mortal, pero en el pasado me
encargaba de la instrucción de los guardias del castillo, entre otras
responsabilidades.
Serilda pensó de nuevo en la figura sombría que había visto llorando en
la entrada del castillo. «Les he enseñado lo mejor que he podido, pero no
estaban preparados. Les he fallado. Les he fallado a todos».
Era como si una pieza del trágico pasado del castillo ocupara su lugar.
No era de extrañar que Agathe se culpara, al menos en parte, de fracasar en
su misión. Ella había entrenado a los guardias del castillo. Debía de haber
sido una gran guerrera. Y, no obstante, contra los oscuros, Adalheid había
caído. La gente a la que debía haber protegido había sido masacrada,
incluida ella misma, además de la familia real. Agathe seguramente había
conocido al rey y a la reina, incluso a Gild. Quizá había sido ella quien le
había enseñado a utilizar la espada y el arco.
—Debió de ser un gran honor, para alguien de tu talento —comenzó
Serilda—, que te ofrecieran participar en la cacería salvaje.
Agathe sonrió amargamente.
—Deberían ser ellos quienes se sintieran honrados por tenerme a mí. —
A continuación, miró a Serilda con los ojos brillantes—. Como deberían
sentirse honrados por tener una reina así en el trono de los alisos.
Serilda sintió que sus mejillas se calentaban. Ella era la hija de un
molinero. Todavía no se veía como una reina, y no estaba segura de poder
hacerlo.
—Dudo que muchos lo vean así.
—Son idiotas.
Un bramido se elevó de la arena, atrayendo la atención de nuevo hacia
el bärgeist. El oso había llegado hasta la muralla oeste y estaba mirando
algunos de los árboles más altos, seguramente calculando si aguantarían su
peso al trepar.
Los cazadores también se habían puesto en movimiento. Reptaron a
través del follaje. Rodearon al oso como una trampa, tan silenciosos como
la luz de la luna.
—No comprendo por qué no estás ahí abajo —dijo Serilda—. Tu
destreza seguramente sería tan valiosa en esta exhibición como en la
realidad.
—Soy útil en las cacerías —replicó Agathe—, pero esto se hace por
diversión. Es un entrenamiento para conseguir destreza al usar las cadenas
doradas. También es una práctica para los oscuros. Y una demostración ante
la corte de lo que los cazadores pueden hacer. —Miró a un grupo de oscuros
que se habían reunido cerca de las barandillas—. No apreciarían que un
fantasma humano eclipsara a sus adorados cazadores ante el público. Ante
la propia reina. —Se rio entre dientes—. El rey no se arriesgaría a eso.
Serilda no pudo evitar sonreír. Las palabras de Agathe eran arrogantes,
pero su tono contenía una confianza tranquila. ¿Aquella mujer, que en el
pasado había sido mortal, era de verdad mejor cazadora que los demonios?
Resultaba difícil imaginarlo, pero Serilda había visto con sus propios ojos
que el Erlking respetaba a Agathe más que a la mayoría de los fantasmas de
aquel castillo, e incluso más que a los oscuros.
—Ahora mira —dijo Agathe.
Abajo, el rey (apenas visible en una zona de higueras) hizo una señal
con el brazo.
Los perros corrieron. Ladrando. Aullando. Como un borrón de pelo
negro entre los árboles.
El oso gruñó, pegando el lomo contra el muro. Olfateó el aire con un
destello en sus ojos rojos.
Serilda se inclinó hacia delante, esperando que el oso se defendiera. Que
destrozara a algunos de esos horribles perros.
Pero los perros no atacaron. En lugar de eso, se detuvieron fuera del
alcance de las enormes garras del oso, esquivándolo y evitándolo cuando
intentaba golpearlos. Serilda tardó un momento en darse cuenta de que los
perros estaban pastoreando al oso. Obligándolo a apartarse del muro, a
regresar a la línea de árboles.
La bestia siguió gruñendo y golpeando, a pesar de perder terreno. Los
sabuesos eran demasiado rápidos, estaban demasiado bien entrenados.
Serilda se preguntó si intentaban confundirlo intencionadamente,
acercándose y rodeándolo, gruñendo y mordisqueando su pelaje, acudiendo
desde todas direcciones. Entonces, un perro saltó al lomo del oso y clavó
los colmillos en su carne. El bärgeist bramó y lanzó al perro…
Y las flechas comenzaron a volar.
Capítulo 15

Serilda había estado tan concentrada en los cerberos que no había visto a
los cazadores.
Tres flechas hirieron al bärgeist en una rápida sucesión: dos en el
hombro, una en el costado. El oso bramó de nuevo; la furia prendió las
ascuas de sus ojos.
Pero no cargó contra los cazadores.
En lugar de eso, se giró y corrió, huyendo para salvar su vida. No había
llegado muy lejos antes de que una red tejida con cadenas doradas se
tensara en su camino. El oso colisionó contra ella, y sus extremidades se
enredaron rápidamente.
Agathe se puso en pie, y Serilda se unió a ella con rapidez. Los niños se
agruparon cerca de la barandilla, observando con horror y sobrecogimiento
cómo el bärgeist intentaba liberarse. Los cazadores tensaron las cadenas con
esfuerzo, asegurando la red alrededor de su enorme cuerpo.
—No es suficiente —murmuró Agathe.
Serilda no respondió. Intentaba ver lo que la mujer había visto.
Intentaba distinguir qué estaba ocurriendo con aquella masa de pelaje
negro, aullidos de perro y cadenas brillantes.
A ella le parecía suficiente.
A su alrededor, las gradas irrumpieron en aplausos. Serilda no aplaudió,
ni tampoco lo hicieron los niños. Ni ninguno de los criados, que habían
dejado de servir comida y bebida para observar a los cazadores.
Y se fijó en que tampoco lo hizo Agathe.
En realidad, no había sido una batalla justa. El oso no había tenido
ninguna posibilidad. Había sido una bestia en un laberinto, sin esperanza de
alcanzar la libertad.
¿Cuál era el objetivo? ¿Humillar a aquella pobre criatura, que ya había
pasado una eternidad confinada? La violencia era grotesca, y Serilda no
conseguía entender por qué alguien desearía verla. Allí no había nada
glorioso.
Una mano pequeña se deslizó por la suya. Bajó la mirada para ver a
Gerdrut, que observaba la cacería con lágrimas en la cara.
—¿Van a matarlo?
Serilda frunció el ceño.
—No lo sé.
—No, niña —le aseguró Agathe—. Volverán a meterlo en la jaula. Así,
cuando se haya curado, podrán cazarlo otra vez.
Gerdrut se estremeció.
Una sombra repentina eclipsó la luz del sol. Las nubes se estaban
reuniendo sobre el castillo.
Serilda buscó al Erlking. Seguía montado a caballo, pero su expresión
no era de celebración. Estaba mirando el cielo, como si la tormenta fuera
una afrenta personal.
Luego, el rey volvió a mirar al bärgeist y su expresión preocupada se
intensificó.
—No lo comprendo —dijo Serilda—. ¿Por qué no está satisfecho su
oscuridad?
—Esas cadenas fueron suficientes para atrapar al tatzelwurm —le
explicó Agathe—, pero no contendrán al bärgeist. Y eso significa que no
contendrán a un grifo.
—¿Un grifo?
Agathe asintió.
—La siguiente criatura que su oscuridad tiene en mente atrapar.
Serilda intentó imaginar una bestia tan regia en carne y hueso, con sus
alas de águila y sus zarpas de león, una imagen sacada directamente de uno
de los libros que se había llevado prestados de la escuela de Märchenfeld.
Abajo, el bärgeist había dejado de forcejear contra sus ataduras.
—A mí me parece que aguantan —murmuró Serilda.
—Espera —dijo Agathe.
Pero, aunque la multitud contuvo el aliento, y los cazadores sostuvieron
las cadenas y clavaron sus talones en la tierra blanda, el bärgeist no se
movió. Estaba demasiado asustado o demasiado desesperanzado como para
defenderse.
—¿Cómo lo atraparon antes? —preguntó Serilda—. El rey cazó al
bärgeist sin cadenas doradas. Y a muchos otros. El guiverno rubinrot, el…
—Se detuvo antes de mencionar a la criatura que Gild y ella habían visto,
sin saber si se suponía que tenía que ser un secreto—. Muchos otros.
—Según tengo entendido —dijo Agathe con lentitud—, el bärgeist fue
capturado por Perchta, la gran cazadora.
Serilda giró la cabeza con brusquedad.
Una sombra cayó sobre el rostro de Agathe.
—He mencionado que poseo pocos recuerdos de mi vida mortal, pero
hay uno más claro que los demás: la noche en la que llegaron los oscuros.
Asaltaron el castillo con armas, sí, pero también vinieron sus bestias. Los
nachtkrapp. Los drudes.
Alps y duendes y todas las demás criaturas. —Bajó la voz—. Y el
bärgeist. Lo liberaron en el gran salón y observaron cómo aplastaba
nuestras filas como una hoz atravesando el trigo. Recuerdo que estaba en la
sala del trono y que quería seguirlo, que quería intentar detenerlo, pero…
no lo hice. No podía. —Frunció el ceño—. Creo que quizá estaba
defendiendo algo. O a alguien. Pero no lo recuerdo…
—Al rey y a la reina —dijo Serilda, poniendo una mano en el brazo de
la mujer y tragándose una mueca ante la repugnante sensación. Agathe se
tensó, mirando su mano, brevemente aturdida—. Creo que el rey y la reina
murieron en la sala del trono durante la masacre. Seguramente estabas
intentando protegerlos.
Agathe negó con la cabeza.
—No recuerdo a ningún rey ni a ninguna reina…
—Nadie los recuerda. Es parte de la maldición de este castillo, que la
familia real sea olvidada. También hubo un príncipe y una princesa.
—¿Un príncipe y una princesa? —Agathe se toqueteó el pañuelo
ensangrentado que llevaba al cuello. Después inhaló con brusquedad, y una
expresión de profunda preocupación se talló en sus rasgos—. Entonces
también les fallé a ellos.
A Serilda se le tensaron las entrañas.
—No es eso lo que…
—Ya no importa —la interrumpió Agathe—. Me habéis preguntado por
el guiverno. Lo apresaron más tarde. Quizá… ¿hace cien años? Es difícil
llevar la cuenta del tiempo, pero yo estuve en esa cacería. El rey tenía una
flecha que había estado guardando para esa bestia concreta. Creo que era de
Perchta, quizá la última de sus flechas. La cazadora tenía un veneno
especial en el que sumergía sus flechas para las cacerías importantes. El
veneno sometía a las presas. Las dejaba inmóviles. Así fue como
capturamos al guiverno, a pesar de no contar con las cadenas doradas. No
creo que el rey tenga más de esas flechas. —Ladeó la cabeza, mirando a
Serilda—. La cacería salvaje es formidable, pero los cazadores todavía
hablan de Perchta como si siguiera siendo su líder. Ni siquiera el rey de los
alisos ha conseguido reemplazarla.
—Suena aterradora —dijo Serilda.
Agathe se rio.
—Sí. Estoy de acuerdo. —De repente, se tensó y se presionó de nuevo
contra la barandilla—. Mirad.
Serilda y los niños se inclinaron mientras las sombras se extendían
sobre la arena. El bärgeist seguía encorvado defensivamente, con el lomo
como una montaña de pelo parcheado y encrespado y con la red dorada
rodeando sus patas delanteras y subiendo hasta su hombro derecho. Tres
flechas sobresalían de su carne.
Serilda no sabía qué había visto Agathe. Todavía parecía que los
cazadores habían ganado. El oso había sido apresado.
Los perros retrocedieron y se adelantaron los cazadores, blandiendo sus
armas.
Una ráfaga de viento silbó a través de los jardines, agitando las ramas
del huerto. Con ella, llegaron las primeras gotas de lluvia.
—¡Van a matarlo! —exclamó Gerdrut.
—No —le aseguró Agathe—. Intentarán que se mueva. No son lo
bastante fuertes para arrastrarlo de vuelta a la jaula, así que le harán daño
para que camine. Si eso no funciona, engancharán las cadenas a los
caballos, pero incluso así…
Uno de los cazadores saltó hacia delante, preparándose para clavar una
lanza en las corvas del oso.
Pero, justo antes de hacerlo, la bestia se elevó sobre sus patas traseras.
Los cazadores que sostenían las cadenas se deslizaron sobre la tierra,
arrastrados por su increíble fuerza. Algunos dejaron caer las cadenas. El
cazador que tenía la lanza saltó hacia atrás cuando el bärgeist se giró hacia
él y atacó, atravesándole el abdomen con un movimiento de sus garras.
Manó humo de la herida, derramándose como una oscura niebla alrededor
de los tobillos del cazador. El hombre gritó de dolor y se derrumbó. El oso
pasó sobre él con su enorme cuerpo y corrió de nuevo al denso bosque. Con
la red dorada todavía sobre sus hombros, consiguió arrastrar con él a una
pareja de decididos cazadores, hasta que se vieron obligados a abandonar
las cadenas y dejarlo marchar.
—¡Sí! —gritó Gerdrut.
Y entonces… un grito.
Ocurrió tan rápido que Serilda apenas vio cómo Anna se inclinaba
demasiado en un momento… y cómo caía por la barandilla al siguiente.
Gritó y miró sobre el borde. Anna estaba tirada en el suelo y, durante un
desgarrador instante, Serilda lo vivió todo de nuevo. Cuando había
encontrado su cuerpo en la cuneta de la carretera, justo a la entrada del
bosque de Aschen. Todavía con su camisón, con barro en la frente y un
agujero abierto en el pecho después de que los nachtkrapp se hubieran
comido su corazón.
El horror y la desesperación la inundaron, y deseó gritar y maldecir y
golpear a cualquiera que se atreviera a cruzarse en su camino…
Pero entonces oyó un gemido.
Anna abrió los ojos y parpadeó.
—Sigo… viva —dijo, con media sonrisa.
Serilda suspiró. Aquello no era cierto, pero era suficiente para mitigar el
terrible dolor de perderla de nuevo.
Hasta que Gerdrut chilló:
—¡Anna! ¡El bärgeist!
Serilda abrió los ojos de par en par. La bestia estaba atravesando el
bosque, corriendo directamente hacia la niña, que parecía que apenas podía
moverse.
—No puede matarla —susurró entre dientes—. No puede matarla, otra
vez no.
Pero podía hacerle daño.
Por el rabillo del ojo, Serilda vio un destello de movimiento. Agathe
plantó una mano en la barandilla y saltó de la plataforma. Aterrizó sobre sus
pies y brincó hacia delante, agarrando una rama caída del suelo. Se colocó
entre Anna y el bärgeist segundos antes de que la enorme criatura negra
colisionara contra ella con un rugido feroz. Extremidades y pelo y garras y
fauces y sangre, y después…
—¡Matadlo! ¡Ahora!
Flechas, desde todas las direcciones. El bärgeist bramó. Luchó. Golpeó
con sus garras.
Al final, la bestia soltó a Agathe y se enfrentó a los cazadores. La mujer
se derrumbó junto a Anna, cubierta de sangre, agarrando el palo. Tenía el
otro brazo destrozado y retorcido.
El bärgeist lanzó un último golpe a un sabueso que se había atrevido a
acercarse demasiado, pero falló. Se balanceó sobre sus patas traseras un
momento antes de derrumbarse sobre el costado, jadeando con cada
inhalación. La sangre manaba, densa, de demasiadas heridas como para
contarlas, goteando como melaza, apelmazando su pelaje negro. Su enorme
cuerpo se estremeció una última vez antes de quedarse inmóvil.
Capítulo 16

Serilda se abrió camino a codazos entre los oscuros que seguían mirando.
Bajó los desvencijados peldaños, apenas tocando las tablas con los pies, y
abrió la puerta protectora.
—¡Anna! —gritó—. ¡Lady Agathe!
Cayó de rodillas entre ellas, sin saber por quién estaba más preocupada.
Anna no había intentado incorporarse, y Agathe… Si Agathe hubiera estado
viva… Bueno. Ya estaría muerta.
—Estoy bien —dijo Anna, aunque Serilda sabía que estaba herida—.
Solo… Quizá… tenga un hueso roto. O… dieciséis. Pero estoy bien.
—Me pondré bien. —Agathe escondió mejor su dolor mientas sostenía
su brazo destrozado contra su estómago—. No es la peor herida que he
sufrido.
Con tristeza, Serilda supo que aquello era cierto.
—¿Qué pasa contigo? —gritó el Erlking.
Serilda retrocedió. Se sentía tan tensa que no estaba de humor para
gritos. Pero, mientras fulminaba con la mirada a su marido, que había
aparecido como un espectro sobre su caballo negro, vio que no estaba
mirándola a ella, sino a Agathe.
—¡Es solo un fantasma! —continuó el rey, señalando a Anna—. ¡No
pueden matarla! ¡Y ahora, debido a tu estupidez, hemos perdido al bärgeist!
Con gran dolor, Agathe se obligó a ponerse en pie.
—Lo siento, mi señor, pero no he sido yo quien ha dado la orden de
matar al bärgeist. —Lo miró a los ojos sin temor—. Después de todo, yo
también soy solo un fantasma.
El Erlking gruñó.
—Si se hubiera tratado de cualquier otro fantasma, de buena gana
habría dejado que te despedazaran. —Abrió las fosas nasales, y pareció
dolerle añadir—: Pero tú eres valiosa para la cacería. Al menos, lo eras. —
Miró con disgusto el brazo de la mujer.
—Es un honor que penséis eso —dijo Agathe, que no sonaba honrada
en absoluto. Bajó la cabeza—. Mi brazo sanará con el tiempo, pero no
quería que la niña sufriera más daño del que ya ha sufrido. Nuestra reina
parece muy unida a sus sirvientes. No deseaba decepcionar a su majestad.
El rey miró a Serilda con una mueca. Después, como si recordara la
farsa, se tragó la rabia. Tras una larga y reafirmante exhalación, desmontó
de su caballo.
—Por supuesto —dijo amargamente—. No deseamos decepcionar a su
majestad. Aunque el bärgeist es una gran pérdida para nosotros.
—No te preocupes, mi señor —replicó Serilda, arrodillándose junto a
Anna y ayudando a la niña a sentarse—. No tenga duda de que encontrarás
otro. ¿Qué es una bestia mítica para la cacería salvaje?
Sonrió, y el rey la fulminó con la mirada. Serilda comprendía mejor su
irritación ahora que sabía que había sido Perchta, y no el Erlking, quien
había apresado al bärgeist. Y ahora, al Erlking ya no le quedaban más
flechas envenenadas de Perchta, ni suficientes cadenas para atrapar algo
más grande o más feroz que el tatzelwurm, y uno de sus cazadores más
diestros estaba gravemente herido. A pesar de su preocupación por Anna y
Agathe, la creciente frustración del rey complació a Serilda.
—Agathe —dijo el Erlking—, haz que te vean esas heridas. Te quiero
sana como una manzana para la Luna de Paja.
Serilda oyó una risita. Miró sobre su hombro para ver que el resto de los
niños se habían unido a ellos en la arena.
—La quiere sana —dijo Fricz, dándole un codazo a su gemelo—. Creo
que lo ha dicho de broma.
El Erlking miró a los cazadores, a los criados y el resto de la corte.
Después elevó la mirada hacia el cielo. Las gotas de lluvia eran gruesas
pero dispersas, una leve molestia, pero las nubes eran tan oscuras que
podría haber estado anocheciendo.
—Antes de que pongamos fin a las celebraciones de hoy —dijo el rey,
clavando su calculada atención en Serilda—, mi reina y yo tenemos un
providencial anuncio que hacer. Como estamos todos reunidos, no veo
ninguna razón para que nos reservemos la feliz noticia.
Serilda se detuvo en seco.
—¿Qué feliz noticia?
El Erlking le ofreció una mano.
Serilda dudó, pero, viendo que no tenía ninguna opción real, abandonó a
Anna y fue con él. Le tomó la mano mientras el temor se endurecía en su
vientre.
—Mi señor, todos quieren ponerse a salvo de la lluvia…
—Pueden esperar —dijo el Erlking—. Todos querrán compartir nuestra
alegría.
Serilda tragó saliva, sabiendo con absoluta certeza qué feliz noticia
planeaba compartir.
No estaba preparada. Había creído que tendría más tiempo para hacerlo.
Había esperado, de algún modo, incluso poder preparar a Gild. Pero lo
único que había hecho era evitar lo inevitable y desear que no llegara a
pasar.
Y ahora allí estaba, de la mano del Erlking frente a la totalidad de la
corte.
«No estoy lista, no estoy lista, no estoy lista…».
El silencio cayó sobre la arena; solo se oían las tristes gotas que
golpeaban el suelo, las plantas, las copas de los árboles sobre las gradas.
Los cazadores parecían inquietos, todavía cansados tras enfrentarse al
bärgeist. Los niños observaban con rostros curiosos y expectantes.
—Es un placer —comenzó el Erlking, levantando la mano de Serilda y
posando un beso en sus nudillos— compartir con vosotros la noticia más
gloriosa. —Le brillaron los ojos mientras veía retorcerse a Serilda—. Mi
reina, la joya de mi corazón, me ha informado de que esperamos un hijo.
Aunque las aguardaba, las palabras golpearon el pecho de Serilda como
un rayo.
«Esperamos un hijo».
Deseó alejarse de él. Decirles que no era cierto. El niño no era suyo. El
niño nunca sería suyo.
Pero mantuvo una expresión plácida.
«Wyrdith, que tus mentiras me ayuden a pasar por esto», pensó. Y
entonces, para su sorpresa, una diminuta sonrisa se atrevió a reptar por las
comisuras de sus propios labios.
Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.
—Por la gracia de Eostrig —dijo el Erlking con una mueca astuta que
dejaba claro que su afirmación era una burla—, tendremos un nuevo
príncipe o princesa para celebrar el Año Nuevo. —Elevó sus manos
entrelazadas al aire—. ¡Alabemos a nuestra reina de los alisos!
Un vítor se elevó en los jardines, aunque no estaba claro cuántos de los
oscuros se alegraban de verdad de la noticia. Después de siglos sin un
heredero real, debían de pensar que tal incorporación era frívola. Eran
inmortales. No necesitaban descendientes a los que trasmitir su legado.
Cuando los vítores murieron, el rey despachó a la audiencia. Mientras
los cazadores comenzaban a reunir sus armas y cadenas y los criados
empezaban a desmontar las gradas, Serilda intentó soltarse de la mano del
Erlking, pero este la sostuvo con fuerza.
—¿Algo más? —le preguntó ella, sin esconder su irritación.
—¿Por qué no pareces complacida? Disfrutas siendo el centro de
atención.
—¿Qué te ha dado esa impresión?
El Erlking la examinó.
—Uno no se mete en un castillo encantado y exige un trato con el rey de
los alisos a menos que tenga cierta inclinación por lo dramático.
Serilda lo fulminó con la mirada.
—Habría sido agradable recibir algún tipo de advertencia. —Intentó
zafarse otra vez. De nuevo, él se negó a soltarle la mano—. Me gustaría
retirarme —dijo con los dientes apretados. Después se acercó más a él,
bajando la voz hasta un gruñido—: No le negarás el descanso a tu esposa
embarazada, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Solo creo que hay algo que estás olvidando.
—¿Y qué es?
Él levantó una ceja.
—Lo mucho que nos adoramos.
El rey le colocó la mano sobre la oreja y el cuello, la inclinó hacia atrás
y reclamó su boca.
Serilda se quedó rígida.
En el momento en el que Erlkönig intentó intensificar el beso, le
mordió.
El rey se apartó con un siseo que consiguió esconder a cualquiera que
pudiera estar mirando.
Entonces, como nacido de la ira del Erlking, un relámpago atravesó el
cielo y golpeó el torreón con un trueno tan estrepitoso que hizo retumbar el
recinto del castillo. Serilda escapó de los brazos del rey y se cubrió las
orejas con las manos.
La lluvia se convirtió en un torrente. Las gotas, gruesas y pesadas, les
golpeaban como guijarros. Últimamente había hecho demasiado calor para
que Serilda usara su servicial capa de lana, la que Gild le había remendado
después del horrible ataque de un drude, pero, cuando la tormenta comenzó
de verdad, deseó tenerla con ella.
—¡Los niños y yo vamos a retirarnos! —dijo Serilda, gritando para que
la oyeran sobre la tormenta.
Pero el Erlking no le estaba prestando atención. Estaba concentrado en
el cielo, mirándolo con expresión recelosa mientras la lluvia le empapaba la
ropa.
—No puede ser… —murmuró.
Más rayos atravesaron las nubes, haciendo que a Serilda se le erizara la
piel de los brazos. Un relámpago golpeó la estatua del Erlking en los
jardines, tirándola al suelo.
—¡Cazadores! —bramó el rey, echando mano a su ballesta—. ¡Recoged
las cadenas y seguidme! ¡Rápido!
Serilda no sabía qué pensaba que iba a hacer, saliendo a cazar en aquella
tormenta y con el velo bajado, ni más ni menos, pero estaba más
preocupada por sí misma y por los niños, sobre todo por la pobre Anna. Los
encontró acurrucados en el refugio que habían podido encontrar bajo un
ciruelo. Anna había conseguido ponerse en pie, y rodeaba con los brazos los
hombros de Hans y Nickel.
—Anna, ¿puedes caminar?
—Sí —le contestó—. Eso creo.
—Bien. Entremos. Tomaremos un poco de sidra caliente.
No tenía sentido intentar mantenerse regia con el vestido ya empapado,
así que corrieron tan rápido como pudieron hacia el torreón, esquivando a
los cazadores que se apresuraban de un lado a otro como si se prepararan
para una guerra, sin intentar escapar de la lluvia.
Tan pronto como se hubieron adentrado en el refugio que les ofrecía el
torreón, Fricz sacudió la cabeza como un cachorro, lanzando gotas de lluvia
sobre las alfombras.
—¿Habías visto alguna vez una tormenta como esta? ¿Una que llegara
tan rápido?
—No la recuerdo, no —dijo Serilda—. Pero estamos en la estación de la
Luna de Trueno.
Fuera, otro estruendo hizo titilar las antorchas de las paredes.
—No pasa nada —dijo Serilda, tomando en brazos a Gerdrut, pues le
daban miedo las tormentas eléctricas—. Nos sentiremos mejor cuando nos
hayamos secado y calentado. No hay nada de lo que asustarse.
—¿Es cierto? —preguntó Hans, que parecía menos preocupado por la
tormenta que los demás—. ¿De verdad vas a tener un bebé?
Gerdrut sacó la cara del hueco del hombro de Serilda.
—¿Con él?
Serilda suspiró profundamente.
—Es bastante cierto. Pero no deseo hablar más de ello.
—Pero, Serilda… —comenzó Hans.
—Ni una palabra —insistió—. Así tienen que ser las cosas, y así serán.
Un silencio se cernió sobre ellos, seguramente debido a la brusquedad
de Serilda más que a otra cosa. Casi nunca les hablaba así.
Hasta que, justo cuando volvieron a los pasillos del castillo, Gerdrut se
aclaró la garganta.
—Puedo masajearte los pies, si eso te ayuda. A mamá siempre le dolían
los pies.
Ante esta amable sugerencia, una tristeza repentina e indescriptible
creció en el interior de Serilda. La madre de Gerdrut estaba embarazada de
su segundo hijo, el primer hermano de Gerdrut. Ese niño nacería pronto, y
Gerdrut no lo conocería. Nunca llegaría a ser la hermana mayor que tanto
había deseado ser.
—Cuando mamá estaba embarazada de Alvie —dijo Anna, refiriéndose
a su hermano de dos años—, le dolía un montón la espalda. Siempre me
pedía que le ahuecara las almohadas y que le preparara manzanillas. Puedo
traerte una cuando lleguemos a tu habitación.
—Y haremos ofrendas a Eostrig —sugirió Hans—. Rezaremos para que
el parto sea fácil. Al Erlking seguramente no le gustará que recurramos a
los antiguos dioses, pero mayor razón para hacerlo, si me apuras.
—Y… ¿sabes? Se supone que soy tu mensajero —apuntó Fricz—, pero
nunca me usas para entregar mensajes. Tendrás que empezar a hacerlo. No
deberías cansarte atravesando el castillo solo para decirle a los cocineros
que quieres pichón para cenar, o lo que sea.
—¿Pichón? —replicó Nickel—. ¿Cuándo ha pedido nuestra Serilda
pichón?
Fricz se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo se ponen las mujeres cuando están embarazadas.
Siempre quieren cosas que nunca han comido antes. Mamá dice que cuando
estaba embarazada solo quería harina de centeno. No pan ni pasteles… Solo
la harina, directamente del molino.
—Bueno, eso explica algunas cosas —murmuró Hans.
—¿Hay alguna matrona aquí, en el castillo? —preguntó Nickel—. No
podemos dejarte dar a luz sin una.
—Preguntaré a las criadas —dijo Anna—. Estoy segura de que alguien
tendrá experiencia trayendo bebés al mundo.
—No lo sé —dijo Fricz—. No creo que por aquí haya nacido nada en
mucho tiempo.
Siguieron así, pero Serilda apenas los escuchaba. Se colocó la mano en
el vientre, deseando poder sentir al bebé de su interior, pero su abdomen
seguía obstinadamente plano. Se había concentrado tanto en romper la
maldición y en evitar a su esposo que había pensado poco en el paso del
tiempo, pero seguramente ya debería haber empezado a sentirse distinta.
¿No? Una hinchazón, un poco de barriga, algún indicio de la vida de su
interior.
Pero no sentía nada.
No tenía los pies hinchados. No le dolía la espalda. Ni una sola vez
había tenido antojo de pichón o de harina de centeno o de algo que no
fueran copiosas cantidades de dulces, pero no había nada inusual en eso
último.
—¿Serilda? —le preguntó Gerdrut—. ¿Te sientes bien?
La preocupación era tan evidente en su voz que Serilda dejó de caminar
y los miró. Los niños le devolvieron la mirada, con los ojos llenos de
inquietud.
—¿Qué pasa? —dijo Hans—. ¿Te duele algo? ¿Quieres que vaya a
buscar a alguien, o…?
—No, ¡yo buscaré a alguien! —ladró Fricz—. ¡Soy el mensajero!
—No es eso —dijo Serilda, intentando ocultar la ansiedad por su bebé
con una carcajada, que se convirtió en un resoplido cuando las lágrimas se
asomaron a sus ojos—. Es solo que… os quiero mucho a todos. —Se puso
de rodillas y los atrajo hacia ella, teniendo cuidado con Anna y sus heridas.
Pasó por alto cómo se le erizó la piel al tocarlos, y presionó la mejilla
contra el cabello de Gerdrut—. Nunca ha existido una reina con mejores
sirvientes.
Un silencio descendió sobre ellos mientras Gerdrut escondía la cara en
el cuello de Serilda.
Hasta que Fricz gruñó sonoramente.
—Creo que el bebé la está poniendo sensible.
Serilda sonrió y se apartó, alborotándole el cabello.
—¿Qué bebé?
La sonrisa de Serilda murió.
—¡Gild! —exclamó Gerdrut, lanzándose a sus brazos. De todos los
niños, era ella quien más cariño le había cogido al poltergeist—. ¡Te has
perdido muchas cosas emocionantes!
—Sí —dijo Gild, devolviéndole el abrazo, pero no la sonrisa—. He oído
a los cocineros hablando del bärgeist y de la tormenta. ¿Una de las
doncellas de la reina se ha caído a la arena?
—Esa he sido yo —dijo Anna, apoyándose en Nickel—. Estoy bien. No
me he muerto. Bueno… No me he muerto más.
Gild le mostró una sonrisa distraída.
—Ha debido de dar mucho miedo.
—No tanto —dijo Anna—. Agathe estaba allí. Ella me ha protegido del
bärgeist.
—Es la maestra de armas —añadió Fricz—. No la conocíamos, pero se
ha sentado con nosotros en las gradas y, cuando Anna se ha caído, ha
saltado y ha luchado contra el oso. ¡Ha sido fantástico!
—¿Tú la conoces? —le preguntó Serilda.
—Un poco, pero no bien —contestó Gild—. Siempre ha sido callada,
solitaria. Pero es muy rápida con la espada. La he visto practicar y entrenar
con los oscuros. No me gustaría contrariarla, eso lo sé. Me alegro de que
haya estado allí para protegerte, Anna.
Serilda quería decirle que quizá había sido Agathe quien le había
enseñado a usar las armas, hacía mucho tiempo, pero la cara con la que la
estaba mirando hizo que las palabras murieran en su lengua.
—Después de que estallara la tormenta, he visto a un puñado de
cazadores corriendo hacia… —continuó Gild, cargando su voz de
significado—. Hacia la…, eh…, la habitación en la que hemos estado. Esta
mañana.
Los ojos de Serilda se llenaron de sorpresa. ¿Era posible que aquella
fuerte tormenta tuviera algo que ver con la extraña criatura mitad gallina,
mitad serpiente a la que Gild y ella habían despertado? ¿Era eso lo que
había preocupado tanto al Erlking?
—Además —añadió Gild, con la negación grabada en la cara—, he oído
algo sobre un anuncio de la reina.
Se detuvo, esperando. Horrorizado, pero también esperanzado por que
no fuera cierto. Por que fuera un malentendido. Serilda podía vérselo con
claridad en la cara.
Pero, al final, no tuvo que decírselo. Gerdrut lo hizo por ella.
—¡Vamos a tener un bebé! —gritó, brincando sobre las puntas de sus
pies—. Bueno, lo tendrá Serilda. Pero ¡yo lo cuidaré!
—Ah —dijo Gild, asintiendo con rigidez—. Entiendo. Enhorabuena.
Serilda lo observó con cautela, deseando que él la mirase durante más
de medio segundo. Entonces quizá vería la verdad que ella no podía decir
en voz alta.
El niño era suyo.
Pero él evitaba mirarla.
¿Cuántas veces había abierto la boca para contarle la verdad, antes de
que él se enterara de la mentira y esta lo destrozara? No debería haberle
sorprendido. Él creía que llevaba semanas intimando con el rey. Él creía que
esa había sido la intención del rey al casarse con ella: engendrar un hijo con
su esposa mortal.
Después de aquel día, no podría negarlo. No podría fingir que no había
estado en la cama del rey.
Pero no era cierto, quería gritar. ¡El Erlking ni siquiera tenía cama!
—Tú… Bueno… Seguramente deberías descansar —dijo Gild.
—No, no estoy cansada —replicó Serilda, lo que era cierto. Aunque se
había sentido agotada durante la demostración de los cazadores, de repente
estaba totalmente espabilada. Se le ocurrió algo nuevo al pensar en lo que
Agathe le había contado—. Deberíamos seguir buscando mientras los
cazadores están ocupados con la… tormenta. —Le clavó a Gild una mirada
cargada de intención.
—De acuerdo —dijo él con incertidumbre—. Si estás segura.
—Deja que arrope a estos pequeños gamberros. Ha sido una noche
larga, y un día aún más largo. ¿Crees que podrías encontrar algo para las
heridas de Anna? Piensa que podría haberse roto algún hueso.
—Le pediré al boticario algo que la ayude con el dolor —dijo Gild—.
Ya verás que los fantasmas sanan mucho más rápido ahora que cuando
estaban vivos.
—Puedo ir yo —interrumpió Fricz—. ¿Por qué nadie se toma en serio
mi trabajo?
—No, por favor —dijo Gild, retrocediendo—. Vosotros ocupaos de
Anna, y… y de Serilda. Yo volveré pronto.
Con una sonrisa débil, desapareció. Serilda sabía que no solo iba a
buscar ayuda para Anna. Necesitaba un momento para él, para asimilar la
noticia.
Aquello le rasgaba las entrañas. La verdad gritaba en el interior de su
cráneo.
Cerró los ojos y se obligó a tragársela.
—Vamos —dijo—. Nos pondremos cómodos, y entonces os contaré una
historia.
Se dice a menudo que un dios apresado durante la Luna Eterna se verá
obligado a conceder un único deseo, pero antaño habría sido ridículo
imaginar a uno de los dioses antiguos atrapado por trucos o artimañas. Así
como los humanos están hechos de piel y hueso, los dioses están formados
de magia y luz de las estrellas. Tienen el poder de cambiar deforma a
voluntad, sin limitaciones terrenales para sus figuras. Solo con pensarlo y
guiñar el ojo, un dios podía convertirse en el más pequeño de los insectos o
en la mayor de las serpientes marinas. Durante miles de años, los siete
dioses moraron en las tierras, los mares, los cielos; a veces como humanos,
a veces como bestias. Interfirieron poco en los asuntos de los mortales,
pues preferían ocuparse de sus cosas y disfrutar de la libertad y de los
placeres que su magia les ofrecía.
Pero eso comenzó a cambiar hace muchos años.
Para empezar, los oscuros escaparon del Verloren.
Velos había hecho todo lo posible por detenerlos. El dios de la muerte
había intentado mantener a los demonios atrapados en la tierra de los
perdidos, pero los demonios consiguieron huir cruzando el gran puente y
atravesando las puertas hacia el reino mortal, donde ahora eran libres
para vagar por la tierra.
A diferencia de los dioses, los oscuros no eran discretos. No deseaban
asentarse en las aldeas humanas, pasando desapercibidos y viviendo vidas
sencillas y tediosas. No se ocupaban de las cosechas ni de hilar lana o
aprender un oficio. Se creían superiores a los humanos. Eran más fuertes,
más rápidos y más guapos. Y, sobre todo, eran inmortales.
Y deseaban gobernar.
Pronto, los oscuros comenzaron a atemorizar a los pobres y asustados
humanos. Tomaban lo que deseaban sin consecuencias. Sus vidas se
convirtieron en una diversión sinfín, gracias a la servidumbre de los
mortales, que no podían oponerse a ellos.
Al principio, los dioses no intervinieron, pues preferían dejar que las
cosas se arreglaran solas. Pero, cuando la fuerza y la crueldad de los
oscuros se acrecentó, los dioses llegaron a la conclusión de que debían
hacer algo.
Se reunieron en la cumbre del monte Grarnen una fría noche de
invierno, cuando la luna del solsticio pendía llena y pesada en el cielo. Allí
hablaron y conversaron y discutieron para encontrar una solución.
Tyrr deseaba masacrar a los oscuros y olvidarse del asunto, pero
Eostrig insistió en que eso enviaría sus espíritus de vuelta a la tierra, donde
toda esa maldad haría brotar algo aún más terrible y ponzoñoso.
Freydon abogaba por enviarlos de nuevo al Verloren, de donde habían
salido, pero Velos sabía que los demonios no lo harían por voluntad propia
y que intentar apresarlos conduciría a una guerra como el mundo no había
visto nunca.
Huida sugirió que los apresaran con cadenas doradas y que los
lanzaran al fondo del mar, pero Solvilde no quería ni oír hablar de dañar
tanto las aguas.
Y así siguieron, y siguieron, y siguieron, sin que se planteara ninguna
sugerencia que los convenciera a todos.
Hasta que, al final, Wyrdith se levantó. El dios de las historias y el
destino se había mantenido en silencio hasta entonces, pero en ese
momento sacó la rueda de la fortuna de su pesada túnica.
El resto de los dioses se mantuvieron en silencio mientras Wyrdith
levantaba una mano y hacía girar la rueda con fuerza.
Lo observaron, esperando a ver dónde se detenía el destino.
Cuando la rueda se detuvo por fin, los dioses miraron a Wyrdith
deseando oír la solución que ofrecía.
—La suerte nos sonríe —dijo Wyrdith—, porque he visto lo que
debemos hacer.
Pero, incluso mientras lo decía, había tristeza en sus ojos, porque solo
él sabía cuál sería el sacrificio.
Wyrdith se explicó, y los dioses, al entender que ese era el único modo,
le entregaron un único hilo de su magia encantada.
Wyrdith entregó su pluma dorada. Velos entregó un diente. Eostrig, un
cuerno, y Huida, una escama de serpiente. Tyrr entregó una piedra
preciosa, Solvilde cedió un huevo y Freydon renunció a una garra.
Huida tomó los siete regalos y los usó para tejer un ovillo irrompible.
Hiló durante horas y, cuando el ovillo estuvo terminado, comenzó a tejer.
Una vez más, pasaron las horas. Casi había llegado el alba cuando por fin
terminó su trabajo.
Usando la magia de los dioses, Huida había tejido una capa que
cubriría el mundo. Un velo que era irrompible e impenetrable, uno que
atraparía a los oscuros para siempre y los mantendría apartados del
mundo real.
Mientras Huida trabajaba, el resto de los dioses agarraron los bordes
del velo y lo tensaron alrededor del mundo entero para protegerlo.
Pero, mientras la luna descendía hacia el horizonte, Perchta, la gran
cazadora, vio lo que los dioses pretendían hacer. Sin perder un segundo,
tomó su arco y una flecha de su carcaj y apuntó al cielo.
Disparó.
Aunque el velo estaba casi colocado, la flecha atravesó el único hueco
restante en el sudario mágico y golpeó la luna llena que había al otro lado.
La herida de la luna comenzó a sangrar, y una única gota de luz cayó sobre
el velo. En aquel punto, Huida descubrió que no podía completar la última
puntada, lo que dejó para siempre una abertura en un tejido por lo demás
perfecto. Una abertura que solo sería visible bajo la luna llena, y en las
noches en las que el sol y la luna se disputan el dominio del cielo.
Aceptando que habían hecho todo lo que habían podido y que el velo,
aunque era imperfecto, sería suficiente para evitar que los oscuros
continuaran con su devastación del reino mortal, los dioses regresaron a
sus dominios. Tyrr a los volcanes de Lysreich. Solvilde a la costa del mar de
Molnig. Huida a las laderas de las montañas Rückgrat. Eostrig al profundo
corazón del bosque de Aschen. Freydon a los exuberantes prados de
Dostlen. Velos a las sombrías cavernas del Verloren. Wyrdith a los
acantilados de basalto de la frontera norte de Tulvask.
Allí vivieron en paz durante algún tiempo, satisfechos con el desempeño
del velo, pues el daño que los oscuros podían causar en una única noche de
cada ciclo lunar era limitado. Creían que habían conseguido atemperar
aquella enorme amenaza.
Solo Wyrdith comprendía el alcance de lo que cada uno de ellos había
entregado aquella noche. Pasarían muchos años antes de que los otros
dioses entendieran que, al ceder una parte de sí mismos para crear el velo,
su magia había cambiado irremediablemente. Al crear una prisión para los
oscuros, también se habían atrapado a sí mismos. Al entregar un hilo de
magia, los dioses descubrieron que su capacidad para cambiar su forma
física tenía ahora una única limitación.
En las noches de Luna Eterna, como aquella en la que se había creado
el velo, los dioses ya no conservaban el dominio de sí mismos. En lugar de
eso, se veían obligados a asumir la forma de siete bestias terribles.
Después de eso, se volvió posible atrapar a un dios en esa larga y
oscura noche. Era posible cazarlos, apresarlos… y reclamar ese
inaprensible deseo.
Desde entonces, siempre que la luna llena se eleva en la noche más
larga del año, los cerberos se oyen olfateando y buscando a su presa.
Siete dioses convertidos en siete bestias extraordinarias.

Fueron necesarios cuatro cuentos para que los niños se quedaran


dormidos después de la excitación del día. Anna fue la última en caer
rendida; le costó encontrar una postura cómoda en la que tumbarse, y
hacía una mueca cada vez que alguno de los niños se movía a su lado. Gild
había regresado con un elixir del boticario del castillo para el alivio del
dolor, sin el que Serilda dudaba que Anna hubiera conseguido dormir.
—Tus historias —susurró Gild desde el otro lado de la habitación— no
son para niños.
Serilda lo miró, parpadeando. Apenas recordaba los cuentos que había
narrado, pues había estado distraída con Gild y sus reacciones,
preguntándose si estaría pensando en el hijo que esperaba y si de verdad
creía que era del Erlking. No sabía qué haría ella si él le preguntara al
respecto, ni cómo conseguiría mantener aquella mentira hasta la Luna
Eterna.
Así que su afirmación la pilló desprevenida.
—¿A qué te refieres?
—¿Demonios esclavizando a los humanos? ¿Dioses que se convierten
en bestias? ¿Y lo del niño al que engañaron para que se comiera los dientes
de su abuela? ¿Qué era eso?
Serilda se frotó los ojos con las palmas.
—Ni siquiera sabía qué estaba diciendo.
—¿Nunca se te ha ocurrido que quizá podrías…? Ya sabes. Leerles un
cuento. Antes he estado hojeando este libro. Hay algunos bastante buenos.
Gild levantó el libro de cuentos de hadas que Leyna había robado de la
biblioteca de Frieda. Las últimas semanas había estado tan distraída
pensando en su bebé, su maldición y los cinco niños y haciendo su papel de
reina de los alisos que no había estado de humor para cuentos que
terminaban con un «y fueron felices y comieron perdices». No había pasado
de la primera página del libro, una nota para los lectores sobre la erudita
que había recopilado las historias tras años viajando por Tulvask,
reuniendo y transcribiendo los cuentos populares que ella creía que
coincidían con hechos históricos reales. Normalmente, era el tipo de
afirmación que habría intrigado a Serilda, pero ahora solo podía pensar en
el lujo que era que aquella erudita viajara por el país, escuchando historias
y escribiéndolas sin miedo a que uno de los villanos de esos cuentos la
secuestrara, la maldijera y la atrapara en un castillo embrujado.
—Este me ha gustado mucho —dijo Gild, pasando a una página con el
grabado de un príncipe y un campesino que estaban unidos de las manos y
sostenían tres árboles jóvenes entre ellos. El título estaba escrito con una
caligrafía florida: «El trabajador Stiltskin y el príncipe del norte»—. Tiene
una buena moraleja —añadió—. Para la gente a la que le gustan esas
cosas.
—Quizá puedas leérselo tú a los niños, entonces.
—Quizá lo haga. —Gild cerró el libro y la miró—. Pareces cansada,
Serilda. Quizá deberíamos…
—No, quiero que busquemos nuestros cuerpos. Quiero ayudarte.
¿Siguen ocupados los cazadores?
Gild se rascó detrás de la oreja.
—La última vez que lo comprobé, sí. Pero, Serilda…, seguramente me
he recorrido cada centímetro de este castillo una docena de veces, como
mínimo, cada centímetro que conozco. Hay un número sorprendente de
almacenes en el sótano, y los he comprobado todos. Además de las capillas,
las torres, los calabozos, todos los armarios… Cosa que no fue agradable.
Los despachos, los áticos de la torre… Incluso bajé hasta el fondo del pozo.
—Se encogió de hombros—. Nada. El rey no dejaría nuestros cuerpos en un
sitio donde cualquiera pudiera toparse con ellos, y menos yo. No sé dónde
los esconde, pero no creo que sea un lugar es el que pueda entrar y salir
con facilidad, no si ni siquiera sé que existe. No descarto la posibilidad de
que haya pasadizos o habitaciones secretas, pero en ese caso…, a menos
que echemos abajo los cimientos, no sé dónde más mirar.
—En realidad, antes he tenido una idea. Aunque seguramente no nos
lleve a nada.
—Seguramente nos lleve a algo espeluznante y horrible —dijo Gild—. A
eso parecen conducirnos siempre tus ideas.
Serilda puso los ojos en blanco.
—¿Y la sala del trono?
—¿Qué le pasa?
—Hoy, cuando he estado hablando con Agathe, me ha mencionado que
recordaba que durante la masacre había estado en la sala del trono, y que
no había podido marcharse. Creo que estaba protegiendo a tus padres.
Gild se movió nerviosamente, como hacía siempre que ella mencionaba
a la familia a la que él no podía recordar.
—Y me he dado cuenta de que gran parte de lo que ocurrió esa noche
tenía que ver con esta zona del castillo. Tus padr… Esto, el rey y la reina
fueron asesinados allí. La princesa estaba… —Se detuvo, recordando la
horrible visión de la niña colgada de las vigas. Negó con la cabeza—. Fue
allí a donde te atrajo el Erlking cuando regresaste, y donde te maldijo… Y
donde me maldijo a mí, por cierto. Cuando abandonamos los muros de este
castillo, la maldición nos trae de vuelta a la sala del trono, una y otra vez.
Bueno, podría no significar nada, pero… en el reino mortal hay algo
distinto en la sala del trono. Todo lo demás en el castillo está decrépito y
dañado por el paso de los años, pero el estrado y los tronos… Es como si
estuvieran atrapados en el tiempo. No han cambiado, a pesar de los siglos,
mientras que todo lo demás se desmorona a su alrededor. Hay algún tipo de
magia allí. ¿Y si…? —Se encogió de hombros—. ¿Y si tiene algo que ver
con la maldición?
—Pero… nuestros cuerpos no están en la sala del trono —dijo Gild—.
Los habríamos visto. No es que haya un montón de sitios donde
esconderlos.
—¿No?
Gild abrió la boca, pero dudó. Se echó hacia atrás sobre sus talones,
pensando.
—Los muros —murmuró—. O… quizá el suelo.
—Exacto —dijo Serilda—. Creo que podrían estar debajo de los tronos.
Me pregunto si es posible que la magia necesaria para preservar nuestros
cuerpos esté…, no sé, filtrándose desde el suelo. Y que sea eso lo que está
conservando todo lo demás. Podría estar equivocada. No tengo ni idea de
cómo funciona todo esto, solo…
—No, no, tiene sentido. —Gild sonrió—. Deberíamos inspeccionarlo
durante la Luna de Paja.
Serilda negó con la cabeza.
—Me gustaría ir ahora. Mientras el Erlking está ocupado con la… con
esa cosa. Lo que despertamos.
—El legendario pollo serpiente —dijo Gild, sin diversión.
—Sé que es arriesgado, pero…
Serilda se detuvo. Quería decirle que se estaban quedando sin tiempo.
Los meses pasaban demasiado rápido; pronto nacería su hijo, y el Erlking
atraparía a un dios y pediría el regreso de Perchta como deseo. Pero no
sabía cómo sacar el tema de su embarazo. No sabía qué decirle. Así que
terminó diciendo, sin convicción:
—En realidad, nadie usa la sala del trono. Nunca he visto al Erlking
allí, aparte del momento en el que me maldijo.
Gild inhaló despacio.
—No deberíamos tardar mucho en comprobarlo.
Serilda sonrió con gratitud, pero su sonrisa se crispó con rapidez. La
joven se levantó, retorciéndose las manos.
—Gild…, sobre el anuncio…
—No tienes que hacerlo.
Serilda dudó.
—¿No tengo que hacer qué?
—Lo que estás a punto de hacer. Explicarte o disculparte o… hablar de
ello. Quiero decir… No va a salir bien. Si quieres hablar de ello, podemos
hacerlo, por supuesto. Quiero que sepas que puedes hablar de cualquier
cosa conmigo. Pero solo si necesitas hacerlo. No me debes nada, supongo,
eso es lo que quiero decir. Yo solo… —Se pasó una mano por el cabello—.
Solo quiero que sepas que estoy aquí, Serilda. Para lo que necesites.
Serilda deseó que esas palabras le hicieran sentirse mejor, pero no fue
así. En todo caso, que Gild intentara apoyarla y cuidarla a pesar de todo
solo le hacía sentirse peor.
—Gracias —exhaló.
Gild frunció el ceño.
—Está el…, bueno, el asunto del…
No terminó, y Serilda no sabía de qué estaba hablando. ¿El asunto de
que ella estuviera enamorada de él? ¿El asunto de que su marido fuera un
canalla homicida? ¿El asunto del…?
—Trato —dijo Gild—. El… acuerdo al que llegamos.
—Ah. Ese asunto. No se lo he contado.
—Eso lo suponía.
—Nunca creí… Cuando hicimos ese trato…
—Yo tampoco.
Serilda apretó los labios.
Gild se pasó las palmas nerviosamente por la túnica.
—Esta noche no podemos hacer nada al respecto —dijo ella.
—Estoy de acuerdo —contestó Gild—. Deberíamos concentrarnos en
las cosas importantes. No es que ese niño…, tu niño…, no sea importante.
—¿A la sala del trono, entonces?
Gild asintió enérgicamente.
—Te veo allí.
Desapareció de la vista y Serilda se sintió agradecida por tener un
momento para recobrar el aliento y recuperarse de la incómoda
conversación. ¿De verdad conseguiría sobrevivir hasta el solsticio de
invierno sin contárselo?
Cerró los ojos.
—Que Wyrdith me ayude.
Capítulo 17

La sala del trono estaba decorada con dos hileras de enormes columnas de
piedra a cada lado sobre las que se enroscaba el cuerpo de un tatzelwurm.
Había tapices y molduras doradas en las paredes, y una hilera de ventanas
con vistas al lago y a las lejanas montañas dejaba entrar la luz del sol
durante el día. Por la noche, los centenares de velas de los candelabros
proyectaban su halo dorado en los muros.
La estancia era majestuosa, sin duda, pero Gild tenía razón: no había
lugares evidentes donde esconder un cuerpo. No había armarios, ni
alacenas, ni tumbas de piedra instaladas convenientemente por allí.
—Es muy distinto al otro lado del velo —dijo Serilda—. Imagínatelo
con telarañas y nidos de ratas, y con el mobiliario volcado y roto… Lo que
queda de él, al menos. Hay arbustos espinosos cubriendo gran parte del
suelo. Las ventanas están rotas. Pero los tronos no han cambiado…, como si
algo los estuviera protegiendo. —Se acercó al estrado donde se alzaban las
dos butacas, tapizadas de azul cobalto, con respaldo alto y patas como
zarpas de león—. Están justo así. No hay una sola mota de polvo en ellos.
Gild rodeó el estrado, examinando los tronos desde cada ángulo. Dio un
pisotón en el suelo de piedra.
—Estoy bastante seguro de que el suelo es de piedra sólida. Pero…
¿debajo del estrado? Quién sabe.
Ambos se situaron a un lado de este, una plataforma elevada sobre tres
peldaños y cubierta por una alfombra decorada con un complicado
estampado de nudos dorados. Juntos, se agacharon junto a la plataforma y
presionaron el borde con las manos.
—A la de tres —dijo Gild—. Uno. Dos. ¡Tres!
Empujaron.
Y gimieron.
Y gruñeron.
Serilda estaba a instantes de rendirse cuando, por fin, la plataforma se
movió. Perdió el equilibrio y se golpeó la rodilla contra el suelo de piedra,
pero era innegable que el estrado se había movido unos centímetros.
Lo suficiente como para revelar lo que parecía el borde de una abertura.
Inhaló con brusquedad.
Sus ojos se encontraron con los de Gild, cargados de una energía
renovada. Lo intentaron de nuevo. El estrado se movió con mayor facilidad
esta vez, permitiéndoles retirarlo un centímetro tras otro.
Se detuvieron cuando sus pies llegaron al límite del agujero. Por lo que
podían ver, era casi un rectángulo perfecto, del mismo tamaño que el
estrado que lo mantenía oculto. Habían eliminado las losas del suelo y
excavado en el lecho inferior, dejando unas paredes toscas y una fosa de
casi un metro y medio de profundidad.
Serilda se quedó sin aliento. Agarró el brazo de Gild y ambos se
arrodillaron ante el borde.
Ella nunca había visto tantos huesos. La fosa estaba llena: fémures,
caderas y colecciones de diminutos huesos de dedos entre los cráneos
blanqueados. En contraste, los dos cuerpos que parecían estar solo
dormidos destacaban como rosas carmesíes sobre la nieve.
Estaban perfectamente preservados, aunque no los habían tratado con
ningún tipo de cuidado.
Reconoció al príncipe, aunque lo habían lanzado bocabajo. Llevaba una
capa de un verde vibrante con bordados dorados, unas elegantes botas de
cuero y un jubón entallado. La capa que llevaba rodeaba algunos huesos, y
Serilda se imaginó la piel, la carne y la ropa de los que habían estado debajo
pudriéndose lentamente mientras él se mantenía encantado, intacto por el
tiempo.
Maldito.
No conseguía pensar en el cuerpo que estaba allí tumbado como Gild.
Iba vestido regiamente, pero muy anticuado, como un príncipe de hacía
trescientos años. Y estaba casi muerto, a pesar de que Gild siempre le había
parecido muy vivo.
Había un segundo cuerpo. Una niña.
Debería haber sido el cuerpo de Serilda, pero no lo era.
Serilda se sintió extrañamente vacía mientras miraba a la pequeña.
Quizá era un poco más alta que Gerdrut, con similares rizos dorados.
Podrían haber sido hermanas, aunque aquella niña era una princesa: la
hermana de Gild, que también había sido lanzada descuidadamente a la
fosa. Yacía de lado, con una pierna extrañamente torcida hacia atrás y un
rizo perdido escondiéndole la mitad de la cara. Pero tenía las mejillas
sonrosadas, ruborizadas. Era como si, en cualquier momento, su hermano y
ella pudieran despertar y mirar a su alrededor y asustarse al descubrirse en
aquella fosa común.
Serilda se estremeció. Cuando consiguió dejar de mirar los cuerpos del
príncipe y la princesa y enfrentarse al horror del resto de la tumba, vio una
daga con la empuñadura dorada. Un broche enjoyado. Cerca de un cráneo,
en la esquina, había una corona.
Los oscuros no se habían molestado en registrar aquellos cadáveres para
llevarse sus objetos de valor. Solo habían querido librarse de ellos.
Parpadeó para alejar las lágrimas. Aquellos no eran unos restos
cualquiera, con sus cuencas vacías y sus sonrientes hileras de dientes y sus
huesos esparcidos y enterrados entre tejidos lujosos. Aquella era la familia
de Gild. Su madre y su padre, el rey y la reina que en el pasado habían
gobernado aquel castillo. Y los demás… ¿habrían sido criados, cortesanos,
guardias? ¿Cuántos cadáveres abandonados allí para pudrirse pertenecerían
a los fantasmas que todavía vagaban por aquellos pasillos?
Sabía que esos no podían ser todos los que habían sido asesinados
aquella noche. Dudaba que en aquella cripta construida apresuradamente
hubieran cabido más de un par de docenas de personas cuando eran más
carne que huesos. Quizá eran los que habían muerto allí, en la sala del
trono. Los oscuros no habían intentado preservar su dignidad, no habían
llevado a cabo ningún ritual funerario. Solo habían querido librarse de los
cadáveres del modo más eficiente posible. Era probable que los hubieran
dejado allí porque el Erlking necesitaba un lugar donde mantener los
cuerpos del príncipe y la princesa, y era más fácil arrastrar el resto de los
cadáveres a aquel agujero que llevarlos hasta el puente levadizo.
Se preguntó si Agathe estaría entre ellos.
Se preguntó qué habrían hecho los oscuros con todos los demás.
¿Habrían lanzado sus cuerpos al lago? ¿O habría otras tumbas como
aquella, dispersas y sin señalizar, en el recinto del castillo?
—Esta era mi gente —susurró Gild a su lado. Su expresión era sombría,
un cruce entre la incredulidad y el horror—. La… gente del príncipe.
Nuestra corte, nuestros sirvientes. Él los mató, y después solo… los
desechó. Como si sus vidas no importaran.
Serilda le dio la mano, pero Gild mantuvo los dedos inmóviles, como si
no se hubiera dado cuenta o no quisiera consuelo.
El joven bajó la cabeza y, cuando vio los dedos de Serilda entrelazados
con los suyos, se sobresaltó levemente. La miró a los ojos. Serilda no lo
había visto tan devastado desde…
Bueno. Desde que el Erlking había declarado que sería su esposa.
—Los desechó como si fueran basura —murmuró—. No quería el
castillo por su riqueza… No quería nada más que venganza. Mató a toda
esa gente solo para hacerme daño. Mató a mis padres. —Se le agudizó la
voz, pero dio un paso adelante y su tristeza se convirtió en rabia—. Solo
para hacerme daño a mí. Y ni siquiera lo recuerdo. Ni siquiera pude
llorarlos como es debido.
—Lo estás haciendo ahora —susurró Serilda.
Él negó furiosamente con la cabeza.
—Les fallé. A todos y cada uno de ellos…
—No, Gild. No pudiste hacer nada. Ni siquiera estabas aquí cuando
ocurrió, y aunque hubieras estado, los oscuros pillaron a todo el mundo por
sorpresa. Son inmortales. Son cazadores expertos. Tienen magia y… no fue
una pelea justa. —Se inclinó hacia él y apoyó la cabeza en su hombro,
aunque él se tensó—. Nada de esto es culpa tuya. Lo único que hiciste fue
intentar salvar a tu hermana.
Tan pronto como lo dijo, deseó retirar las palabras.
Gild había intentado salvarla, pero había fracasado.
No podría haber detenido la masacre. Serilda sabía que eso le abrumaba,
el hecho de que ni siquiera había estado allí cuando había ocurrido. El
Erlking lo había hecho para vengarse de Gild, que había matado a Perchta y
había enviado su espíritu de nuevo al Verloren.
Había pagado mucho por ello. Seguía pagándolo. Siempre estaría
pagándolo, a menos que encontraran un modo de poner fin a su maldición.
—¿Por qué está ella aquí? —le preguntó Gild, elevando la voz—. Tú
me dijiste que estaba muerta.
Serilda se apartó. Pero, a pesar del enfado que había en la voz de Gild,
sabía que no estaba enfadado con ella. Estaba mirando la fosa, los cuerpos
de los olvidados, de los malditos, respirando con jadeos estrangulados.
—No está muerta. Serilda. No está muerta.
Serilda miró de nuevo a la princesa. No tenía sentido. Ella había visto su
cadáver colgado, no muy lejos de aquella misma fosa.
Abrió los ojos de par en par.
Su cuerpo.
Había visto el cuerpo de la princesa, aquel mismo cuerpo, allí colgado.
—Ya la había maldecido —susurró—. Ya había separado su espíritu de
su cuerpo. Pero entonces…
—¿Dónde está? —terminó Gild por ella.
—No lo sé.
Serilda deseaba poder hacer algo, cualquier cosa, para mitigar el dolor
de Gild. Lo vio sacar el medallón de debajo de su ropa y apretarlo en su
puño, con los ojos clavados en el cuerpo de su hermana. Su hermana, que
no estaba muerta.
—No.
Serilda se tensó.
—¿No qué?
Él se sorbió la nariz, aunque no había derramado ninguna lágrima.
—No me mires con lástima. No estoy triste. Ni siquiera la recuerdo. Y,
de todos modos, no tenemos tiempo de estar tristes.
Ella levantó una ceja.
—¿Más de trescientos años y de repente tienes prisa?
—¡No me preocupo por mí, y tampoco me preocupa ella! No la
conozco. Me preocupas tú. Quiero alejaros a ti y… y a tu hijo del Erlking lo
antes posible.
El corazón de Serilda se ablandó. Era por ella por quien estaba
preocupado. Claro.
—Está bien que te preocupes también por ella, ¿sabes? —le dijo—.
Incluso que la eches de menos.
—No la recuerdo —repitió Gild, con una voz inusualmente dura—. No
puedes echar de menos a alguien a quien no recuerdas.
—Eso no es cierto. Yo echo de menos a mi madre cada día, y tampoco
tengo recuerdos de ella.
Los ojos de Gild destellaron, llenos de pesar.
—Lo siento. No pensaba…
—No pasa nada, Gild.
El joven soltó el colgante y se pasó ambas manos por la cara.
—A veces olvido que él también se llevó a tu madre. Es lo único que
hace: robar, asesinar y destruir. Hay que detenerlo. Quiero detenerlo,
descubrir cómo… matarlo. O cómo enviarlo de nuevo al Verloren. No lo sé.
No sé qué puedo hacer, pero… lo odio. Lo desprecio.
Serilda quería aliviar su dolor, pero no sabía qué decir. No se trataba
solo de la familia de Gild. No se trataba solo de la suya. No eran solo los
niños, o aquel castillo lleno de fantasmas. ¿Cuántas vidas había arrebatado
demasiado pronto? ¿A cuántas familias había destrozado la cacería salvaje?
¿A cuánta gente del bosque había asesinado? ¿A cuántas criaturas mágicas
había cazado y matado?
Y seguiría así para siempre.
¿Y si no había ningún modo de detenerlo?
Gild se apartó y descendió a la fosa. Tuvo cuidado y lo hizo despacio,
intentando no perturbar los restos de los que estaban allí enterrados, pero
era imposible evitar los huesos. Serilda hizo una mueca ante cada crujido y
repiqueteo que Gild hizo al avanzar hacia los cuerpos.
Se detuvo junto al príncipe y giró el cuerpo sobre su costado. Fue
surrealista ver a su doble idéntico tumbado entre los huesos: el mismo
cabello ondulado y cobrizo, la misma constelación de pecas, los mismos
pómulos y hombros y dedos elegantes. Solo se diferenciaban en la ropa y en
el hecho de que aquella versión de Gild no había causado ningún problema
en trescientos años.
Una flecha con la punta dorada y una sedosa pluma negra atravesaba su
muñeca en el punto exacto donde Gild tenía una cicatriz.
El chico miró el rostro del príncipe durante un largo momento. Serilda
ni siquiera podía comenzar a imaginar qué estaría pensando.
Con un gemido dolorido, Gild se quitó el anillo dorado del dedo, el que
Serilda le había entregado a cambio de que convirtiera la paja en oro.
Ninguno de ellos se había dado cuenta en el momento, pero el anillo era
legítimamente suyo. Llevaba el sello real de su familia, un tatzelwurm
enroscado en la letra R, y Serilda sospechaba que se lo había entregado a la
Abuela Arbusto y a las doncellas del musgo como pago por su magia
curativa. Antes de la maldición. Antes de que le borraran la memoria.
Gild tomó el valioso anillo y se lo puso al príncipe en el dedo. Después,
se quitó la cadena del cuello, se la puso al príncipe por la cabeza y le metió
el medallón en el interior del elegante jubón de piel.
—Creo que estas cosas te pertenecen a ti —le dijo—. El verdadero
príncipe de Adalheid.
Serilda se mordió el labio. Quería preguntarle si estaba seguro de querer
ceder aquellos valiosos artículos, lo único que lo conectaba con su vida
anterior. Pero tenía la garganta cerrada y temía hablar, como si se estuviera
entrometiendo en un momento sagrado que en realidad no le pertenecía.
Gild se giró y miró a la niña. Su hermana.
A diferencia del príncipe, que parecía ileso, excepto por la flecha, la
princesa tenía moratones púrpuras en la garganta. A Serilda se le constriñó
el pecho al verlos.
Gild tomó una de las pequeñas manos de la niña y la levantó hacia la
luz, revelando la flecha de punta dorada que le atravesaba el brazo delgado.
—Debería estar aquí —dijo Serilda—. Anclada al castillo. Entonces,
¿dónde está?
Él no tenía respuesta. Lo único que sabían era que, si la niña hubiera
estado en alguna parte de aquel castillo, embrujándolo como el propio Gild,
seguramente él lo sabría.
Serilda no sabía qué pensar de aquella nueva información, y estaba
segura de que Gild también tenía problemas para asimilarla. En muchos
sentidos, la muerte podía ser un consuelo. Pero el Erlking no había matado
a la princesa. Había separado su cuerpo de su alma, pero ¿adónde lo había
anclado? ¿La habría dejado en Gravenstone, su castillo en las profundidades
del bosque de Aschen? ¿Había estado aquella niña sola, abandonada,
durante siglos?
—Está exactamente igual que en el retrato —dijo Gild—. Quizá un
poco mayor, si acaso.
Con dolorosa ternura, Gild recolocó el cuerpo de la niña. La puso sobre
su espalda y le alisó las arrugas del descolorido camisón. Le colocó las
manos sobre el vientre y le apartó los rizos de la frente.
Cuando terminó, de verdad parecía dormida.
Al final, Gild miró a Serilda.
—¿Dónde está tu cuerpo?
—No lo sé —susurró ella—. Debe de tenerlo en otro sitio.
Gild suspiró, frustrado.
—Tenemos que volver a colocar la plataforma. Si el Erlking descubre lo
que hemos visto, cambiará los cuerpos de sitio.
Serilda frunció el ceño.
—Gild…, puedes extraer la flecha. Desanclarte. Romper la maldición.
Puedes hacerlo ahora.
Él le sostuvo la mirada, confuso.
—¿Y qué pasa contigo?
Ella negó con la cabeza.
—No te preocupes por mí. Esta es tu oportunidad de escapar de este
sitio, de ser libre…
Gild resopló.
—¿Y dejarte aquí sola? Nunca. Tan pronto como rompa la maldición,
me quedaré atrapado al otro lado del velo, sin ti.
Serilda quería discutir, pero su tono era decidido, y sabía que no lo
convencería. Una parte de ella se sintió aliviada.
Pero las palabras de Gild también le hicieron sentirse culpable. No
quería ser la razón por la que él se quedara allí atrapado. Y, aunque
encontraran su cuerpo…, ¿se marcharía ella con él? ¿Abandonaría a los
niños?
—Gild… —comenzó, intentando sonar segura y lógica—. No sabemos
si alguna vez…
—Lo haremos —dijo, volviendo al borde de la fosa—. También
encontraremos tu cuerpo, Serilda. Cuando nos marchemos, lo haremos
juntos.
Rara vez lo había visto tan estoico. Tan decidido.
Lentamente, asintió.
—De acuerdo.
Gild salió de la fosa y comenzó a caminar hacia el otro lado del estrado
para empujar de nuevo la plataforma.
—Espera —le pidió Serilda—. Deberías llevarte esto. —Alargó el brazo
y recogió la corona que había cerca de la esquina de la fosa. Era de factura
delicada, con filigranas doradas, esmeraldas y perlas incrustadas—. Tú
deberías haber sido rey.
Gild se rio, aunque sin su buen humor habitual.
—No la quiero. No he hecho nada para ganármela.
Entonces algo cambió en él. Una sombra. Una tensión. Se mostró en la
postura de sus hombros y en la elevación de su barbilla.
—Pero quiero ganármela.
Un destello inusual apareció en sus ojos mientras miraba de nuevo la
fosa. Sus padres, su corte. Muchos de los que todavía vagaban por aquellos
pasillos, obligados a servir al Erlking.
—Romperemos las maldiciones, Serilda. Y encontraremos un modo de
hacer que Erlkönig se arrepienta de haber venido a este castillo.
Alguien se aclaró la garganta, sorprendiéndolos a ambos.
Gild desapareció.
Serilda giró sobre sus talones.
Agathe estaba en la puerta, con vendas nuevas y el brazo en cabestrillo.
Tenía una sonrisa torcida.
—Yo podría ayudaros con eso.
Gild asomó la cabeza desde detrás de una columna. Miró a la maestra
de armas y a Serilda.
—¿Ayudarnos… a poner los tronos de nuevo en su lugar? ¿O ayudarnos
a romper la maldición?
La sonrisa de Agathe se amplió.
—Ambas cosas.
Capítulo 18

Agathe sabía dónde tenían el cuerpo de Serilda.


Serilda no podía creérselo. No se lo creía.
Mientras Gild y ella se apresuraban tras la maestra de armas, sintió que
su esperanza forcejeaba con su incredulidad.
Habían encontrado el cuerpo de Gild, y ahora estaban a punto de
descubrir también el suyo. Después de meses de búsqueda, casi parecía
demasiado fácil. ¿Sería una trampa?
Salieron del torreón, cruzaron el jardín y entraron en el patio, cubierto
de barro y charcos tras el reciente aguacero, aunque la lluvia había cesado
hacía mucho. Agathe no los condujo a una cripta o a una mazmorra o a una
torre o a un ala misteriosa del castillo bloqueada por una puerta de hierro y
una serie de complicadas cerraduras.
Los condujo a la cochera.
Fue entonces cuando Serilda comenzó a sospechar que sí, que la mujer
fantasma estaba jugando con ellos.
Agathe levantó el postigo que cerraba una de las enormes puertas de la
cochera y les indicó a Serilda y a Gild que entraran.
Serilda estaba tensa, con la abrumadora sensación de que la habían
atraído hasta una trampa.
Agathe sonrió, como si le hiciera gracia.
—¿Os dan miedo los carruajes, mi señora?
—¿Mi cuerpo está aquí? —le preguntó Serilda, incrédula. Miró a Gild
—. ¿Nunca se nos ocurrió mirar en la cochera?
Él negó con la cabeza, igualmente abatido.
—Nunca.
Serilda cuadró los hombros. Levantándose el dobladillo del vestido,
entró. Ante ella había una hilera de carruajes en un largo y polvoriento
pabellón con el aire cargado y húmedo por la tormenta de verano.
Reconoció el pequeño carruaje que en la Luna de Hambre había aparecido
en Märchenfeld para llevarla al castillo del Erlking. El habitáculo era la caja
torácica de una bestia enorme forrada de pesados cortinajes negros que le
daban la apariencia de una lujosa jaula.
También había un carruaje con las paredes de cuero tensado y estatuillas
plateadas de cuervos nocturnos posadas en cada esquina del techo.
Y uno de madera tallada con columnas y altas figuras embozadas que
parecía un mausoleo sobre ruedas.
El carruaje más grande estaba al final de la hilera, y fue a este al que
Agathe la condujo. Se parecía más a una carreta, en realidad, con un
compartimento de almacenamiento grande construido con madera de aliso.
A Serilda le pareció una versión lujosa de las carretas que habían
atravesado Märchenfeld para recoger los cadáveres cuando la peste se había
extendido por la aldea, años antes. Solo tenía cuatro o cinco años en ese
momento, y lo que más recordaba eran las miradas recelosas que le echaban
y los rumores supersticiosos que la seguían por la plaza de la aldea. Porque,
claro, ¿qué podría haber traído tal desgracia a su aldea, sino la niña impía
tocada por los dioses?
No había sido hasta años después cuando Serilda había descubierto que
la peste también había asolado gran parte de Tulvask y de Ottelien, y que
por tanto no había podido ser culpa suya.
Hasta aquel día, los túmulos de las víctimas de la peste todavía podían
verse salpicando algunos de los campos a las afueras del pueblo, ahora
cubiertos de hierbas y de flores silvestres.
Fue aquello en lo que pensó, en aquellas tumbas olvidadas, en aquellas
carretas cargadas de cuerpos putrefactos, mientras la maestra de armas
quitaba el postigo de la parte de atrás del carruaje y abría sus puertas
dobles.
En el interior había una caja… No muy distinta de un ataúd, pero sin
tapa. Y dentro, acunado sobre un lecho de tela escarlata, estaba el cuerpo de
Serilda.
Llevaba meses preparándose para aquello, y aun así le fue imposible no
sentir ese primer arrebato de asombro. Aunque había sido testigo del
momento en el que su cuerpo se había separado de su espíritu y se había
derrumbado en el suelo de la sala del trono cuando el rey la había
maldecido, le era muy fácil olvidar que ya no habitaba un cuerpo físico.
Después de todo, todavía sentía. Todavía distinguía entre el calor y el frío,
la suavidad y la firmeza. Las lágrimas todavía le ardían en los ojos cuando
se sentía triste. El calor todavía reptaba por su cuello cuando se sentía
avergonzada.
Pero, en ese momento, al mirar el rostro que tenía delante, su propio
rostro, la realidad fue discordante.
Más discordante aún era que la chica que tenía delante estaba
innegablemente embarazada.
Le habían colocado las manos para que descansaran justo encima de su
vientre hinchado, redondeado y pronunciado en su posición acostada. El
mismo vestido cubierto de barro que había llevado la noche en la que había
llegado corriendo al castillo para convertirse en la prisionera del rey seguía
envolviendo suavemente su figura, destacando cada curva.
Serilda se puso una mano en su propio vientre, pero no había ningún
niño en él. El espíritu de su bebé no estaba en su interior. Estaba creciendo
allí, en aquel cuerpo, en aquella cochera. Nunca estaría físicamente
conectada a su hijo. No mientras estuviera maldita.
Le sorprendió la oleada de desesperación que la inundó ante la idea.
Su mirada se posó en la flecha que atravesaba su muñeca.
Tomó aire, insegura.
—¿Cómo puede el niño sobrevivir así? ¿Cómo puede estar creciendo si
yo no…? ¿Si yo no puedo cuidar de él?
—La magia preserva nuestros cuerpos —le dijo Gild—. Debe de estar
protegiendo también al niño.
—Pero está creciendo —replicó—. No es solo… existir, como hacemos
tú y yo. ¿Qué ocurrirá cuando llegue el momento del parto?
Gild no respondió a su pregunta.
En lugar de eso, le colocó una mano en la espalda.
—Serilda, creo que nos estamos quedando sin tiempo.
A la joven se le aceleró la respiración.
Sabían dónde estaban sus cuerpos. Podían romper las maldiciones, las
dos.
Podrían marcharse esa misma noche. No importaba qué planes tuviera el
rey para el momento del parto. Al alba, estaría de nuevo en su cuerpo y
tendría a su hijo, y también a Gild. Tendría a Gild y se lo contaría todo.
Sería libre.
Cerró los ojos y se permitió tener aquel único momento, en el que había
esperanza. En el que el problema horrible en el que se había metido se
resolvía.
Cuando abrió los ojos de nuevo, las lágrimas le emborronaban la visión.
Se giró hacia Gild.
Él la miró sin sorpresa.
—No vamos a romper las maldiciones esta noche, ¿verdad?
Serilda tragó saliva.
—No puedo marcharme.
—Los niños.
Ella se secó una lágrima de la mejilla.
—No puedo abandonarlos. Para empezar, es culpa mía que estén aquí.
—Miró a Agathe, que estaba observándola con sincera lástima—. El
Erlking me prometió que liberaría sus almas en el Verloren si yo… si hago
lo que quiere que haga.
—Te refieres a tener un hijo para él —dijo Gild con un gruñido.
—Me preguntaba si de verdad estabais tan encantada con el matrimonio
como él nos hace creer —replicó Agathe—. Parecíais demasiado sensata
para estar enamorada de ese monstruo.
—No —dijo Serilda, con una risa amarga—. Definitivamente, no estoy
enamorada. —Tan pronto como lo dijo, captó la mirada de Gild y el calor
atravesó sus mejillas. Apartó los ojos—. Pero estoy atrapada. Te agradezco
mucho que me hayas traído aquí, pero… no puedo romper mi maldición.
No hasta que sepa que los niños estarán bien.
—Lo comprendo —le aseguró Gild—. Yo tampoco puedo romper mi
maldición hasta que sepa que tú estarás bien.
Gild le apretó la mano, y sus expresiones se llenaron de dolor al darse
cuenta de cuántas esperanzas habían puesto en aquel momento. En
encontrar sus cuerpos. En romper las flechas, desanclar sus almas, liberarse.
Pero solo había sido una distracción.
No podía ser tan fácil.
—En ese caso —dijo Agathe—, la solución es muy sencilla, ¿no?
Ambos la miraron con el ceño fruncido.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Serilda.
Agathe se ajustó el pañuelo ensangrentado.
—Debéis liberar a los niños. Vos podéis hilar oro, ¿no?
Serilda abrió los ojos con sorpresa, antes de darse cuenta de que Agathe
se lo estaba preguntando a ella, no a Gild.
—Sí. Pero ¿qué tiene eso que ver con nada?
—Bueno —comenzó Agathe—, los fantasmas son criaturas mágicas,
como las bestias a las que cazamos. Les afecta el oro bendecido por los
dioses. Se dice que, si atas una hebra de oro a un fantasma bajo una luna
llena y llamas a Velos… Bueno. Se… Ya sabes. —Agitó la mano buena en
el aire.
Serilda miró a Gild con la boca abierta. Parecía igualmente perplejo.
—Se… ¿qué? —preguntó Serilda.
Agathe suspiró.
—Se libera su alma. Se le permite el paso al Verloren.
—¿Qué? —gritó Gild, sorprendiéndolas a las dos. Se cubrió la boca con
la mano, pero la bajó rápidamente a su costado y se acercó más a Agathe—.
¿Me estás diciendo que todos estos fantasmas…? ¿Que todo este tiempo
podría haberlos…? ¿Qué podrían haber sido libres? ¿Todo este tiempo?
—Bueno —comenzó Agathe—, se necesita oro hilado por los dioses
para que funcione. —Miró a Serilda, y se detuvo—. Oh. Lo siento. Lo había
olvidado. Ya no podéis hilar, ¿verdad? Su oscuridad estaba muy molesto
porque ya no tendremos más cadenas…
—Esto… No —replicó Serilda—. No puedo. Es complicado.
—Lo siento —dijo Agathe—. Creía que sería de ayuda.
—Lo has sido —le aseguró Gild, pasándose las manos por el cabello.
Comenzó a caminar; aquella nueva información, aquel regalo increíble e
inesperado de la maestra de armas, hacía que una energía frenética lo
atravesara—. Has sido de gran ayuda.
—Pero tú has tenido acceso a las cadenas de oro —dijo Serilda—. ¿No
podrías haberte liberado durante la cacería?
Agathe se rio.
—El rey es muy protector con esas cadenas, y no estoy segura de que
hubiera conseguido robar una sola hebra sin que se diera cuenta. Pero… —
su expresión se volvió seria— no creo que lo hubiera hecho, aunque hubiera
tenido la oportunidad. Antes habéis mencionado que es culpa vuestra que
esos niños estén aquí. Bueno, es culpa mía que el resto estemos aquí. Soy la
culpable de la masacre que ocurrió en el interior de estos muros. Fracasé en
mi deber de proteger a la gente de este castillo. Dejé entrar a los oscuros.
Dejé que nos mataran a todos.
Serilda negó con la cabeza.
—No, Agathe. Son inmortales. Tienen magia. No es tu culpa…
—Gracias, mi reina, pero no pido consuelo ni absolución. He vivido con
mis errores mucho tiempo. La cuestión, supongo, es que, aunque no
recuerdo la dinastía a la que serví, recuerdo una inquebrantable lealtad.
Orgullo de servir a una familia, a un reino. El Erlking me arrebató eso, y
nos ha mantenido prisioneros a mí y a muchos otros todos estos años. —A
pesar de sus palabras sombrías, una pequeña sonrisa rozó sus labios—. Tú,
poltergeist…, y ahora vos, mi reina, parecéis los únicos que pueden…
¿Cómo expresarlo? Luchar contra él. Eso me da la esperanza de que, algún
día, quizá yo también pueda oponerme. Entonces por fin compensaré mi
fracaso.
Serilda se sintió animada por sus palabras. Se sentía tentada de contarle
la verdad sobre Gild, el supuesto poltergeist. ¿Qué pensaría Agathe si
supiera que aquel muchacho travieso era en realidad el príncipe al que había
sido tan leal en el pasado?
Pero Serilda sabía que no podía decirle nada. Si lo hiciera, la
información podría llegar hasta el rey, que entonces sabría que Serilda había
descubierto la identidad del príncipe. Ya arriesgaban mucho dejando que
Agathe los ayudara. Serilda no sabía qué haría el Erlking si descubriese que
había estado colaborando con el poltergeist para encontrar sus cuerpos.
Pero quizá no importaba. Agathe les había hecho un regalo increíble, un
modo de liberar a los niños, de liberar a todos los fantasmas… Y, en última
instancia, de liberarse a sí mismos.
Sin saber qué más decir, en respuesta a la historia de la mujer, Serilda
terminó:
—Gracias, lady Agathe. No sabes cuánto nos has ayudado esta noche.
Protegiste a Anna del bärgeist, y ahora esto… Eres un auténtico regalo. Te
prometo que no lo olvidaré.
LA LUNA DE PAJA
Capítulo 19

Una comida más con el Erlking.


Solo una.
Eso sería todo.
Solo tenía que sobrevivir a una cena más con ese hombre insufrible,
arrogante y malvado. Y, cuando la comida hubiera terminado, la cacería
salvaje partiría bajo la Luna de Paja, y Gild y ella liberarían no solo a sus
cinco queridos ayudantes, sino a todos los fantasmas de aquel castillo.
Aunque Serilda sabía que no debía elogiar el día antes de que llegara la
noche, no podía evitar la sensación de que estaban muy cerca.
Gild llevaba semanas recluido en su torre, desde que Agathe les había
contado cómo arrebatarle al Erlking aquellos espíritus, hilando oro con el
pelo del dahut que tenían en la casa de fieras, y con el pelo de las cabras
que tenían para la leche y el queso, y con la hierba verde de verano de los
jardines del castillo, y con cualquier otra fibra con la que habían conseguido
hacerse. Serilda no sabía si los espíritus, una vez liberados, se llevarían las
hebras doradas con ellos al Verloren, así que no querían depender de
reutilizar las mismas una y otra vez. Necesitaban suficientes para todos. Y
necesitaban mantenerlo todo en secreto. Ni siquiera los niños podían saber
qué estaban haciendo, por miedo a que su falsa alianza con el Erlking los
forzara a confesar el plan.
No; esperarían hasta que los cazadores se marcharan y, entonces,
actuarían. La Luna de Paja se estaba alzando, y ellos estaban preparados.
Serilda solo tenía que sobrevivir a una comida más. Ahora que el
embarazo se había anunciado, ya no tenía sentido fingir intimidad tras las
puertas cerradas, y por eso el Erlking requería con frecuencia su presencia
en el comedor. Normalmente solo estaban ellos dos y un puñado de criados,
pero, cuando se sentaban en extremos opuestos de una mesa enorme,
Serilda podía fingir que estaba sola.
No obstante, cuando entró en el comedor aquella noche, supo de
inmediato que había algo distinto. Y en aquel castillo había llegado a
asociar los cambios con una muda amenaza en ciernes. Su marido era un
hombre de costumbres. Cuando las cosas cambiaban, normalmente
significaba que estaba planeando algo. Y, cuando planeaba algo, solía ser
contra ella.
Examinó el comedor, ya tensa. Habían empujado la enorme mesa a un
lado, y la silla de caoba de respaldo alto del Erlking estaba colocada ante
una pequeña mesa redonda preparada para dos. La vajilla de plata y la
cubertería con mango de perla resaltaba contra un mantel de terciopelo
oscuro que arrastraba sobre el suelo de piedra. En el centro de la mesa había
una vela larga en un candelabro plateado, rodeado por una corona de
lavanda y lobelia. Había varias bandejas a rebosar de las delicias de finales
del verano: moras y un queso fuerte rociado de miel y pistachos, codorniz
asada servida con mostaza dulce, tartaletas de manzana y nueces, peras
empapadas en hidromiel.
—Mi querida esposa —dijo el Erlking, soltando una copa de vino tinto
y levantándose para recibirla.
Serilda levantó las cejas. Aquello también era nuevo. El Erlking nunca
se levantaba por nadie, y menos por ella.
—¿Qué es esto? —le preguntó mientras él le separaba la silla.
—Últimamente he estado distraído —le dijo—, y no te he prestado
suficiente atención. No debería omitir mis deberes, pues no quiero que
pongas en duda mi gran afecto, debido a lo reciente que es nuestro romance
y, por supuesto, a tu especial estado.
Serilda frunció el ceño aún más.
—¿De qué va esto, en realidad?
Él se rio.
—¿Siempre eres tan desconfiada?
—La verdad es que no. Pero estar maldita y encerrada en un castillo
embrujado ha cambiado mi perspectiva del mundo.
El Erlking tamborileó el respaldo de la silla con los dedos.
—Toma asiento, mi amor. Solo quiero disfrutar de una buena cena con
la madre de mi hijo.
Las palabras le hicieron estremecerse, pero se obligó a cruzar el
comedor y a aceptar el asiento que le ofrecía. El Erlking le llenó una copa
de agua de una jarra de cristal y añadió un par de bayas de enebro con una
floritura. Serilda las vio hundirse en la copa con creciente inquietud.
Después, el rey le sirvió bayas y peras, junto con unas rodajas de pechuga
de perdiz.
Para su fastidio, le rugió el estómago. Era una sensación extraña, pues
estaba convencida de que, sin su cuerpo físico, en realidad no necesitaba la
comida. Pero la ansiaba igualmente.
—Estos son algunos de mis platos favoritos —dijo, sorprendida.
—Sí. Se los he pedido a los cocineros.
Serilda le dedicó una sonrisa tímida.
—Dime. ¿Qué delicias prefieres tú? ¿Púdines con la sangre de tus
víctimas? ¿Pasteles decorados con los dientes de leche y los huesos de los
dedos de los niños desaparecidos?
Al rey le brillaron los ojos.
—No seas morbosa, cariño. Solo me como los dientes de los ancianos,
cuando están un poco podridos. Están más tiernos, y no es tan difícil
masticarlos.
El Erlking unió los dedos en una imitación de la masticación, y Serilda
contuvo el aliento. Era broma. ¿No?
Mientras él servía, Serilda dejó que su mirada vagara por la habitación,
y se detuvo en la enorme ave disecada de la pared sobre el largo bufé. Era
un hercinia, una criatura mágica con las alas como un feroz atardecer que
incluso muerta seguía brillando tenuemente en la oscura habitación. La
primera vez que la habían llevado a aquel castillo, el Erlking le había
contado que los cazadores lo habían apresado en el bosque de Aschen.
También le había dicho que la cabeza de ella y la de su padre decorarían
pronto la pared a cada lado de la fabulosa criatura si fracasaba en su tarea
de convertir la paja en oro.
Al recordarlo, Serilda empezó a reírse.
El Erlking, que estaba poniendo una tira de ternera en el plato de la
joven, se detuvo.
—¿Qué te divierte tanto?
—Tú —le dijo—. Una vez, en esta misma habitación, me amenazaste
con cortarme la cabeza. Y ahora me estás cortando la carne. Si no me
pareciera gracioso, sería un caso perdido.
El Erlking miró al hercinia.
—En realidad, eran las cabezas de las doncellas del musgo las que
quería.
Serilda hizo una mueca.
—Lo recuerdo.
El rey le colocó el plato delante y se sentó.
—Quizá debería hacerme con ellas.
Serilda no respondió. Sospechaba que lo había dicho sobre todo para
incomodarla.
—¿No deberías estar preparándote para la cacería de esta noche? —le
preguntó, abriendo un panecillo de oscura corteza y liberando una vaharada
de vapor de dulce aroma.
—La cacería puede esperar. Estoy disfrutando de la compañía de mi
amada. —Sonrió, y Serilda buscó en su expresión su habitual desdén, su
risa burlona.
Lo buscó, pero no estaba allí. Solo era un recuerdo de lo que debería ser.
—Encantador —musitó—. No te tenía por un romántico.
—¿No? Entonces no he estado tratándote como debería.
El rey soltó el cuchillo, miró a Serilda un largo momento y se inclinó
sobre la mesa para, con el afecto de un hombre enamorado, meterle un
mechón de cabello tras la oreja.
El escalofrío que recorrió a Serilda llegó hasta sus pies.
Cuando se apartó, la joven se sintió pegada a la silla.
—Vale —dijo. Su voz se cubrió de hielo—. Ya está bien. ¿De qué va
esto en realidad?
Él se rio de nuevo.
—Siempre presta a cuestionar mis motivos.
—¿Puedes culparme?
—En absoluto. De hecho, hay un pequeño misterio que esperaba que me
ayudaras a resolver.
Erlkönig se metió la mano en un bolsillo y sacó una flecha con la punta
negra.
Serilda contuvo el aliento, al reconocer el arma que le había extraído a
la criatura venenosa que parecía una gallina. La que casi los había matado, a
Gild y a ella, desde el interior de su jaula.
El rey dejó la flecha sobre la mesa entre ellos.
—La encontraron en una habitación de la segunda planta en la que todo
estaba destrozado. Cortinas, mobiliario… Todo excepto una jaula dorada
especialmente resistente.
Incluso algunos de los muros interiores sufrieron daños. Los carpinteros
llevan todo el mes trabajando para intentar reforzarlos. —Ladeó la cabeza
—. No sabrás por casualidad qué causó tal destrucción, ¿verdad?
Serilda titubeó, como si considerara la pregunta.
—Bueno —dijo en voz baja, alargando la mano y levantando la flecha
para inspeccionarla—. He oído hablar de estas flechas. Si es lo que creo. —
Sostuvo la flecha a la luz de las velas—. Ah, sí. Lo que tenemos aquí es la
mítica flecha negra que en el pasado portaba Solvilde, dios del cielo y del
mar. Cuando se utilizan sus poderes, el mismo aire parece chisporrotear con
la energía de un millar de relámpagos, liberando el fuego y el caos sobre
todo lo que toca. —Chasqueó la lengua y soltó la flecha—. Tus oscuros
deberían tener más cuidado con tus tesoros.
Una sonrisa lenta se curvó en la boca del rey.
—En realidad —le dijo con lentitud—, no fue un rayo lo que causó la
destrucción, sino el veneno de un basilisco.
La palabra hizo que Serilda se irguiera.
«Un basilisco».
Claro. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
En los cuentos de hadas modernos, la bestia se representaba a menudo
como una enorme serpiente, pero en la tradición más antigua era mucho
menos aterradora…, aunque no menos mortífera. Mitad serpiente, mitad
gallina. Su mirada podía convertir a cualquiera en piedra, lo que explicaba
por qué le habían sacado los ojos. Y su veneno era lo bastante fuerte como
para…
Bueno.
Para atravesar los muros de un castillo, evidentemente.
—Oh —dijo—. Entonces… ¿esta no es la mítica flecha negra de
Solvilde?
—No, aunque supongo que podríamos llamarla la mítica flecha negra de
Perchta. Después de que me la arrebataran, he usado en nuestras cacerías
las armas que ella dejó atrás, siempre que ha sido necesario. Dudo que
pudiera haber atrapado al basilisco sin esto. No obstante, lo extraño es que
el basilisco se ha mantenido tranquilo durante muchas décadas. No sé quién
se atrevió a quitarle la flecha y se arriesgó a enfrentarse al carácter de la
bestia.
—No —dijo Serilda, negando con la cabeza—. ¿Quién sería tan
temerario?
El Erlking le sostuvo la mirada. Ella no flaqueó mientras el rey tomaba
la flecha y volvía a guardársela en el bolsillo.
—No importa. Ya nos hemos ocupado de la amenaza, y esta flecha
podría venirme bien en futuras cacerías.
Serilda tragó saliva.
—El basilisco… ¿Has tenido que matarlo?
—¿Te molestaría que lo hubiera hecho?
Serilda dudó, sin saber qué sentía. La criatura era una amenaza, pero
también era gloriosa. Aunque resultaba rara, sus plumas eran las más
bonitas que había visto nunca, y que una criatura tan pequeña fuera tan
temida era admirable, incluso inspirador.
—No me gustan las muertes innecesarias —dijo al final.
—¿No? —El Erlking gruñó, sorprendido—. Ese es uno de mis
pasatiempos favoritos. —Se llevó la copa a la boca y tomó un sorbo.
Cuando la bajó de nuevo, su expresión era más escrutadora—. ¿He sido
desagradable contigo, hija del molinero?
Serilda se detuvo. Tardó un largo momento en decidir si se lo estaba
preguntando en serio.
—Asesinaste a cinco niños de mi aldea. Tus cuervos se comieron sus
corazones. Y todo porque no podía darte lo que querías.
El rey arrugó las cejas, confuso.
—Los asesiné a ellos. No a ti.
—¡Me maldijiste! —gritó, levantando la muñeca para mostrarle la
cicatriz—. Me atravesaste el brazo con una flecha y me atrapaste aquí para
siempre.
—Lo que es una mejoría, ¿no?
Ella resopló.
—¿Una mejoría con respecto a qué?
—Tu vida anterior. Aquí eres reina. Vives en un castillo. Tienes criados
y ayudantes y… banquetes. —Señaló la comida que tenían delante—. No
irás a decirme que cenabas así en Märchenfeld.
Dijo el nombre de su aldea como si estuviera infestada de ratas y
basura. Cuando, en realidad, a pesar de las supersticiones y los recelos de
los aldeanos, Serilda siempre había pensado que era un lugar bonito.
Aunque esa no era la cuestión. ¿De verdad era el rey tan burro como
para pensar que algo de aquella vida era preferible a lo que le había
arrebatado?
Serilda se inclinó sobre la mesa.
—Mis sirvientes son almas torturadas que preferirían seguir el farol de
Velos a traerme un par de zapatillas. Mis ayudantes son los mismos niños a
los que mataste y a los que sigues usando para amenazarme. Y no, nunca
cenaba así en Märchenfeld, porque allí disfrutaba del estofado de nabo
junto a un fuego acogedor con mi padre, al que también asesinaste tú.
El Erlking la estudió un largo momento antes de inclinarse y colocar su
palma fría sobre la mano de Serilda. La joven se tensó. Durante su diatriba,
no se había dado cuenta de que él tenía el cuchillo agarrado como un arma.
—Y, hasta ahora —dijo el rey en voz baja—, ¿te he tratado mal a ti?
Serilda no sabía qué decir. El Erlking parecía sincero, y tenía la extraña
sensación de que estaba intentando complacerla.
Con aquella cena, con las velas, con la conversación. Pero ¿con qué fin?
Él nunca daba nada sin querer más a cambio. Le parecía una trampa, pero
una que no veía con claridad, y que por tanto no sabía cómo evitar.
—En absoluto —dijo al final, permitiéndose animarse mientras apartaba
la mano—. Me has tratado con la mayor amabilidad y el mayor respeto.
Cada día entre estos muros ha estado cargado de delicias que esta ordinaria
mortal desconocía.
Si el Erlking asintió, como si le alegrara oír aquello, fue mérito del dios
que la apadrinaba. Apenas consiguió evitar poner los ojos en blanco cuando
él concentró su atención en una tira de jabalí de su plato.
—A veces me pregunto —dijo el rey, mojando la carne en un cuenco de
salsa— si has tenido motivos para extrañar a tu cortejador.
Serilda miró la carne goteante en el extremo del cuchillo del Erlking.
—¿Cortejador?
Tras meterse la carne entre los dientes, él señaló con la punta del
cuchillo la parte delantera de su vestido.
Ella tardó un instante más en comprenderlo.
Ah. El padre de su hijo. El que, por lo que el Erlking sabía, no era más
que un granjero con el que se había dado un revolcón. Nada significativo.
Nada importante.
—No —dijo, pescando algunos guisantes con mantequilla con el borde
de su cuchillo—. ¿Por qué debería?
El rey emitió un sonido gutural y evasivo.
—Las damas pueden ser sentimentales.
Serilda le echó una mirada irritada.
—No somos las únicas.
—¿Cómo era él?
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué deseas saber?
—¿Era encantador?
Serilda se imaginó a Gild, no pudo evitarlo. Pero después intentó borrar
su imagen, pues le preocupaba que incluso pensar en él delatara la verdad
que deseaba mantener oculta.
En lugar de eso, pensó en Thomas Lindbeck, el hermano mayor de
Hans. En el pasado Serilda había creído que estaba enamorada de él; le
parecía que había pasado toda una vida desde entonces. Se preguntó si se
habría casado con la chica que le gustaba. Si estaría trabajando en el
molino, tras la larga ausencia de su padre. ¿La vida habría seguido en
Märchenfeld, o las cicatrices de la pérdida de cinco niños inocentes a manos
de los cazadores les obsesionarían como a ella?
—Era… bastante encantador.
—¿Atractivo?
Deseó (oh, cuánto lo deseó) poder fingir neutralidad, igual que él había
hecho la pregunta como si no significara nada. Pero de nuevo se descubrió
pensando en Gild, y no pudo evitar que el calor trepara por su cuello y se
extendiera por sus mejillas.
—No puede compararse contigo, mi señor, si es eso lo que preguntas.
Al rey le brillaron los ojos.
—¿Y lo amabas?
«Amor».
La palabra llegó como una flecha, atravesándole el corazón, totalmente
inesperada. ¿Qué podía contestar a algo así? Ya notaba cómo se expandía el
vacío de su interior, buscando el aleteo de un corazón. Casi podía sentirlo.
¿Lo amaba?
¿Amaba a Gild?
Si era sincera consigo misma, no creía haber estado enamorada de él la
noche en la que se habían acostado. Lo había deseado. Anhelado. Había
deseado experimentar algo con él que era totalmente nuevo para ella, para
ambos. No se había arrepentido de intimar con él entonces, y a pesar de
todo lo que había ocurrido después, tampoco se arrepentía ahora.
Pero ¿lo había amado?
No exactamente. El amor crecía de los recuerdos compartidos, de las
historias compartidas, de las risas compartidas. El amor tenía como
consecuencia que, aun sabiendo las numerosas cosas que te podían sacar de
quicio de alguien, todavía quisieras, de algún modo, abrazarlo al final del
día y que te abrazase a ti al salir el sol cada mañana. El amor era el
consuelo de saber que alguien estaría contigo, que te aceptaría, a pesar de
todas tus excentricidades, de todos tus errores. Que quizá te querría, en
parte, debido a ellos.
No había tenido ese consuelo con Gild, a pesar de lo que habían
compartido, a pesar de que el simple hecho de pensar en él la ponía
nerviosa, ansiosa por estar a su lado.
Quizá no era amor, entonces. Pero se había plantado una semilla que, en
los meses posteriores, había seguido creciendo. Crecía cada día que pasaba.
Estaba floreciendo algo inesperado, aterrador y auténtico. Su anhelo se
había transformado en ternura. En un deseo muy poderoso de ver libre a
Gild, de verlo feliz… Aunque no pudiera ser libre y feliz con ella.
¿Era eso amor?
No lo sabía. Pero sabía que no tenía otras palabras que consiguieran
describir lo que sentía por Gild.
—Me habías convencido de que no sentías nada por él —dijo el
Erlking, arrancando una oscura uva púrpura del racimo con los dientes
afilados—. Ahora veo que no es así. Me pregunto en qué más me habrás
mentido…
—Tú no lo ves —replicó, sorprendida por el arrebato furioso de su
interior—. No puedes verlo.
—Quizá te sorprenda —contestó Erlkönig, con una nueva sonrisa
burlona en la boca.
—¿Por qué estamos hablando de esto? ¿Qué importa?
—Llámalo curiosidad, tanto por el niño como por el padre. Me gusta
saber qué esperar.
Serilda tragó saliva con dificultad. Había intentado no pensar demasiado
en qué rasgos podría tener el bebé. ¿El cabello cobrizo de Gild? ¿Sus
pecas? ¿Su sonrisa incorregible? ¿O se parecería a ella, con los ojos
malditos, la inclinación por la mentira y el carácter testarudo que tan a
menudo la metía en problemas?
—Te equivocas, ¿sabes? —La melancolía de la voz del rey la
sorprendió más que sus palabras.
—¿En qué? —le espetó, reacia a aplacar su enfado tan rápido.
El rey se rio.
—Cree lo que quieras. Pero yo sé lo que es el amor, y lo que se siente
cuando ese amor se pierde.
Capítulo 20

La afirmación del rey se cernió en el aire que había entre ellos. Nunca se
había mostrado tan vulnerable en presencia de Serilda y, para su desagrado,
aquello hizo que su enfado la abandonara en un cristalizado aliento.
El Erlking la miró, examinándola a través de sus abundantes pestañas
negras.
—Pero solo soy un demonio. Así es como nos llamáis en vuestras
historias, ¿no?
Serilda se estremeció, sin atreverse a admitirlo, aunque el rey no parecía
especialmente dolido.
—Es posible que no lo creas, pero el amor entre los demonios puede ser
real.
La joven abrió los labios, pero no salió ninguna palabra. No sabía qué
creer. Lo único que había visto en el rey de los alisos y en su corte era
crueldad y egoísmo, nada parecido al amor, tal como ella lo entendía.
Pero recordó la historia del Erlking y de la cazadora. De algún modo,
sabía que, si le dieran la oportunidad, él reorganizaría las estrellas para
reunirse con ella.
—Vas a intentar recuperar a Perchta —susurró.
El rey no sonrió. No frunció el ceño. No se movió. La miró fijamente,
observando algo, aunque Serilda no sabía qué era. Solo cuando se
estremeció de nuevo, él pestañeó y se apartó. Ninguno de ellos se había
dado cuenta de que había comenzado a inclinarse hacia ella, de que sus
elegantes dedos estaban sobre el mantel, a apenas unos centímetros de los
de Serilda.
La joven negó con la cabeza, como si se hubiera quedado
conmocionada.
—¿Crees que puedo arrancar un espíritu de las garras del Verloren?
—Creo que lo intentarás.
Él no lo negó.
—Creo —continuó Serilda, observándolo con atención, aunque su
expresión no revelaba nada— que pretendes capturar a uno de los dioses
antiguos durante la Luna Eterna. Y, cuando lo tengas, desearás el regreso de
Perchta y le entregarás a mi hijo.
Serilda le sostuvo la mirada, esperando que reconociera que tenía razón.
Se vio recompensada cuando entornó los ojos.
—Eres lista —murmuró.
—Solo observadora —dijo—. Se llevaron a Perchta hace trescientos
años. ¿Llevas todo este tiempo intentando apresar a un dios?
Él se encogió de hombros.
—¿No lo hace todo el mundo?
—No lo creo, no.
El rey sonrió.
—Lo harían, si tuvieran los medios.
—El oro.
—El oro —asintió.
—Pero no crees tener suficiente.
El Erlking apretó la mandíbula.
—Tengo otros recursos.
A Serilda la sorprendió que no intentara negar sus planes, pero, claro,
¿qué sentido tendría? ¿Qué podría hacer ella al respecto?
—Si lo consigues, ¿no se pondrá celosa cuando descubra que te has
casado con una mortal?
Él arrugó la frente, y Serilda se dio cuenta de que no comprendía a qué
se refería. Después, bajo la luz de las velas, su expresión se aclaró y su
rostro se animó.
—Mi Perchta —dijo, despacio—. Celosa… ¿de ti?
Serilda nunca se había sentido más ofendida con menos palabras. Se
puso recta.
—Soy tu esposa, ¿no es así?
El Erlking ladró una carcajada.
—Los mortales le dais demasiada importancia a esos títulos tan
arbitrarios. Lo encuentro bastante pintoresco.
Esta vez, Serilda no se contuvo al poner los ojos en blanco.
—Sí, sí. Qué tontos somos los mortales. Qué adorables debemos de
resultar, mirados desde tal superioridad.
—A ti te encuentro bastante refrescante.
—Me alegro mucho de agradarte, mi señor.
El Erlking dejó de sonreír solo lo suficiente para tomar un sorbo de
vino.
—Ahora eres tú la que no lo comprende —dijo, girando el cáliz
distraídamente—. Todo lo que soy pertenece a la cazadora. Siempre ha sido
así, y eso nunca cambiará. Jamás podría entregarme a otra, porque no hay
nada que dar. Así que… no, Perchta no se pondrá celosa. En lugar de eso, se
mostrará encantada con el niño que le daré, el único regalo que no pude
darle antes.
—Pero le diste niños, y se cansó de todos ellos. ¿Y después qué?
¿Asesinarás a mi hijo o lo abandonarás en el bosque?
—Conoces bien las historias.
—Todo el mundo conoce esas historias. Viviendo tan cerca del bosque
de Aschen, son de los primeros relatos que contamos a nuestros niños. Una
advertencia para que se mantengan alejados de ti.
El rey se encogió de hombros.
—Le llevé niños, pero nunca a un recién nacido. Puede que su afecto
maternal necesite desarrollarse desde las primeras etapas.
Serilda apretó el cuchillo.
—Tonterías. Todos los niños merecen ser amados. Todos los niños
merecen una madre o un padre que se ocupe de ellos y que los proteja
incondicionalmente, no alguien que los mime un tiempo y que pierda el
interés cuando la maternidad deje de apetecerle. Esos no son los actos de
alguien que desea ser madre. Eso es lo contrario a una madre. Eso es
alguien que solo se preocupa de sí mismo.
Una advertencia oscureció la mirada del Erlking y, aunque Serilda tenía
mucho más que decir sobre el tema, se obligó a cerrar los labios.
—Supongo que ya lo veremos —dijo el rey tranquilamente—. Si todo
sale bien.
«Si todo sale bien».
Si apresaba a un dios y deseaba el regreso de Perchta. Si ella le
entregaba a su hijo a ese monstruo.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —le preguntó Serilda—. Tienes lo que
quieres, así que, ¿por qué molestarte con velas y flores y… —señaló la
mesa con el cuchillo— romance?
—¿Eso es lo que te molesta?
Serilda resopló.
—No puedo ni empezar a contar la cantidad de cosas que me molestan.
—Ah, sí. Porque estás prisionera, maldita, atrapada en un castillo
encantado, porque esos roedores a los que llamas niños están muertos,
etcétera, etcétera. Perdóname por olvidar tus muchas quejas. —Suspiró,
sonando aburrido—. Solo pensaba que sería agradable disfrutar de una
velada tranquila juntos. Como marido y mujer.
—Como carcelero y prisionera.
—No te pongas a la defensiva. Te hace parecer humana.
—Soy humana. Y mi hijo también lo será, por si todavía no te has dado
cuenta. Tendrá emociones y necesidades humanas. ¿Quieres saber qué
esperar? Bueno, yo te lo diré: todas las cosas caóticas, ilógicas y ridículas
que los humanos experimentamos cada día de nuestras vidas. Porque
tenemos corazones y almas… Algo que tú no puedes comprender, por
mucho que creas saber qué es el amor.
El rey escuchó su sermón. Había olvidado su expresión altiva, y se
mostraba frío y duro de nuevo.
—¿Eso es todo? —le preguntó al final.
Serilda exhaló con brusquedad, a través de las fosas nasales.
—No. Eso no es todo —le espetó. Pero rápidamente volvió en sí,
recordando la importancia de aquella noche. Todo por lo que Gild y ella
habían estado trabajando—. Pero se hace tarde, mi señor. Deberías
prepararte para la cacería. Para atrapar un nuevo bärgeist o un… grifo, o lo
que te apetezca.
—Ah, ¿así que has oído hablar de nuestro grifo?
—He oído que tampoco tienes oro suficiente para eso —replicó,
deseando que él dejara de alargar la conversación. Deseando que se
marchara por fin.
—Puede que no —dijo el rey, visiblemente sereno—. Pero siempre
podríamos matarlo. Y colocar su cabeza… allí, quizá. —Señaló la repisa de
piedra que había detrás de Serilda, pero ella no se giró para mirar—.
Aunque eso sería una pena. Hay bestias que deben estar colgadas en las
paredes, y hay bestias que deben ser admiradas en carne y hueso. No deseo
matar al grifo, y tienes razón: no creo que tengamos suficientes cadenas
para someterlo. —Ladeó la cabeza—. Quizá debería traerte un regalo a ti,
querida.
—Te ruego que no lo hagas.
—Vamos. Debe de existir alguna criatura mágica que te guste. ¿Qué
niño mortal no ha soñado con cabalgar un unicornio blanco a través de los
prados del sur?
—¡Un unicornio! Eso suena muy aburrido comparado con los grifos, los
bärgeists y los tatzelwurm.
El rey sonrió.
—Lo dice alguien que nunca ha intentado apresar uno. Son bestias más
astutas de lo que esperarías.
—Por supuesto que sí. —Serilda se inclinó hacia delante con
complicidad—. Se sienten atraídos por las doncellas inocentes y por los
niños, mi señor, mientras que tú estás siempre rodeado de demonios
homicidas. Quizá te equivocas de compañía.
—Lo tomaré como un consejo. Aunque no me gustaría que fuera tan
fácil. No habría satisfacción en ello. —Pasó una uña por el borde de su copa
—. Doncellas inocentes y niños, dices. Qué idea tan novedosa.
—En realidad no vas a cazar un unicornio, ¿verdad?
—¿Por qué no? Es una presa valiosa. —Curvó los labios—. Esos dos
sirvientes tuyos. La pequeña y el… —Agitó la mano lánguidamente en el
aire—. El que nunca se queda quieto. No los necesitarás esta noche,
¿verdad?
Serilda se detuvo. Quería creer que se estaba burlando de ella, pero no
podía estar segura.
—No lo decía en serio —le aseguró—. Nadie se cree de verdad que los
unicornios tengan debilidad por los niños. Solo es un cuento tonto.
—Hay verdad en los cuentos tontos.
—No en este. Los unicornios son demasiado listos como para eso. Sería
mejor que buscaras en la parte más oscura del bosque, donde la luz nunca
llega. A los unicornios no les gusta competir con la luz del sol. Construyen
sus hogares en cañadas donde hay montones de… —examinó lo que había
sobre la mesa— zarzamoras. Y ortigas. Y un roble. Siempre tienen que
estar cerca de un roble, porque esa es la única madera que resiste que se
afilen el cuerno con ella. Todo lo demás se marchita y muere hasta las
raíces. —Se encogió de hombros—. Al menos, eso es lo que me han
contado. ¿Ves? No se necesitan niños.
El Erlking la miró fijamente un momento, inescrutable.
Después se levantó y (algo de lo más desconcertante) se apoyó sobre
una rodilla junto a Serilda y tomó su mano.
—Eres un tesoro —susurró, presionando los labios contra los dedos de
la joven.
Serilda se apartó, horrorizada.
De inmediato recordó la historia del tatzelwurm. Solo había sido una
mentira ridícula y, aun así, esa misma noche, los cazadores habían
encontrado a la bestia justo donde ella había dicho que estaría. ¿Lo había
hecho de nuevo?
—Mi señor…
—Vamos —dijo Erlkönig, poniéndose en pie y bebiéndose el resto del
vino de un solo trago—. No debemos retrasarnos. El trabajo de la
madrugada vale oro.
Serilda frunció el ceño.
—Querrás decir «por la mañana». El dicho es… Oh, da igual.
El Erlking se marchó del torreón camino del patio, que bullía de
actividad, como siempre en la noche de la cacería. Pero Serilda supo tan
pronto como salió que algo era diferente.
No solo se estaban preparando los cazadores, los perros y los caballos.
También había docenas de carruajes y carretas enganchadas a los bahkauv,
extrañas criaturas parecidas a los toros. Serilda vio al mozo de cuadra y a
casi todos los criados del castillo corriendo de un lado para otro,
comprobando y engrasando los ejes de las ruedas de los carruajes y
cargando cajas y equipaje en las carretas.
—¿Qué está pasando? —preguntó Serilda.
—He preparado un nuevo alojamiento —dijo el Erlking. Su sonrisa se
volvió taimada cuando tomó la mano de Serilda, la posó sobre su antebrazo
y alejó a la chica del torreón—. No hay motivo para inquietarse.
—No estoy inquieta —replicó con un gruñido—. Es solo que me parece
indeciblemente irritante que todo lo que digas tenga siempre más capas que
una cebolla.
—Perdóname. Odio estropear una sorpresa. En pocas palabras, mi
amor: nos marchamos.
—¿Os marcháis? —Serilda miró con la boca abierta a los cazadores que
comprobaban sus armas, y también a un grupo de oscuros que normalmente
no asistían a la cacería subiendo a los carruajes cerrados—. ¿Abandonas
Adalheid?
—Ya he informado del traslado a tus pequeños sirvientes —le dijo—.
Sospecho que pronto aparecerán con tus cosas… Ah, sí. Aquí vienen.
Serilda vio a Hans y a Fricz portando un baúl entre los dos. Anna y
Gerdrut los seguían, con los brazos cargados de cajas y bolsas de tela.
Aunque solo habían pasado cuatro semanas desde que Anna se había caído
a la arena, sus heridas habían sanado tan rápidamente como le habían
asegurado, y no parecía tener problemas para llevar el pesado equipaje.
Los niños se detuvieron ante un carruaje, el que a Serilda le había
recordado a un mausoleo. Nickel estaba ayudando a enganchar el caballo.
—No lo comprendo. ¿Adónde te los llevas?
—¿A ellos? No seas absurda. ¿Para qué necesito yo a esos parásitos?
Por si no te has dado cuenta, son unos criados terribles. He visto cómo te
arregla el cabello la pequeña, y si te soy sincero… —le echó una mirada
cargada de intención—, es difícilmente tolerable.
Serilda frunció el ceño.
—El cabello me lo arreglo yo.
El rey parpadeó.
—En ese caso, preferiría que no lo hicieras. En cuanto a tu pregunta,
están aquí para acompañarte. Son tus sirvientes, ¿no?
—Pero… —Negó con la cabeza, cerrando los ojos con fuerza por la
exasperación—. No puedo marcharme. Estoy atrapada aquí.
—¿Eso es lo que te molesta? —Le pasó la punta del dedo por el interior
del codo—. ¿Crees que no lo he preparado todo? —Levantó la voz—.
¡Manfred! Que nuestras dos bestias más fiables y un contingente de
guardias se ocupen de esta carreta. Lleva mi cargamento más valioso. No
soportaría que le ocurriera algo.
Manfred, que estaba comprobando algo en un pequeño pergamino,
asintió con firmeza.
—Por supuesto, mi señor oscuro. Me ocuparé de ello.
Serilda miró tras él para ver el carruaje al que el Erlking se refería.
Un peso se asentó sobre ella. Era la carreta grande y lujosa que Agathe
les había mostrado en la cochera. La que contenía su cuerpo.
Preparado para el viaje.
Así podría abandonar Adalheid. E iba a ocurrir. Iba a ocurrir ya, aquella
misma noche.
—No —dijo, mirando las ventanas del castillo con los ojos entornados,
buscando algún rastro de Gild—. Esta noche no. Mi señor, sé sensato. —Se
agarró al brazo del Erlking—. Si deseas viajar, ¿no deberíamos partir bajo
la protección del velo? ¿Por qué marcharnos esta noche, durante la Luna de
Paja? Deberías salir de caza, y yo… yo me prepararé para partir mañana. Si
me hubieras avisado para que me preparara, pero es que… esta noche no
puedo marcharme.
Él sonrió de oreja a oreja.
—¿Tienes planes importantes para esta noche, paloma mía?
Serilda tragó saliva.
—No… No. Yo solo…
—¡Giselle! —ladró el rey, silenciando a Serilda del susto. La
adiestradora de los sabuesos apareció, más taciturna de lo habitual.
—Te quedarás a cargo de este castillo en mi ausencia —dijo el Erlking
—. Espero que mi corte responda ante ti como lo haría ante mí.
—Será un honor, mi señor.
—Pon especial cuidado en la casa de fieras —añadió el rey—. Espero
tener nuevas adquisiciones cuando regrese. Giselle hizo una reverencia.
—¿Y estáis seguro de que vuestros cazadores conseguirán controlar a
los perros? Tienen un horario de alimentación concreto y necesitan ejercicio
regular, además de las cacerías, y…
—Relájate, Giselle. Pareces tan inquieta como la mortal. Serilda y
Giselle se miraron con una mueca de disgusto. —Los perros estarán bien
cuidados, te lo aseguro. Y te prometo que serás recompensada por tu buena
disposición para quedarte aquí.
Giselle apretó los labios en una línea fina.
—Lo que mi rey necesite de mí.
Hizo una nueva reverencia antes de girarse y marcharse para examinar a
los sabuesos.
—Bien, entonces —dijo el Erlking, tomando la mano de Serilda y
pasando sus fríos pulgares sobre la cicatriz de la muñeca de esta. Una lanza
de hielo subió por el brazo de la joven hasta la cavidad de su pecho—.
¿Estás lista?
—¿Para qué? —exhaló, con las entrañas cubiertas por una escarcha de
invierno.
El Erlking se acercó tanto a ella que Serilda tuvo que estirar el cuello
para sostenerle la mirada. Antes de saber qué estaba ocurriendo, sintió el
inesperado aunque conocido tirón de la magia. Un chisporroteo en lo
profundo de su vientre. Una chispa en el aire. El fino vello erizándose en su
nuca.
—«Disuelvo las ataduras que te anclan a este castillo» —dijo, y sus
palabras resonaron en el interior del cráneo de Serilda—. «Aunque tu
espíritu aún no pertenezca a los confines de tu cuerpo mortal, ya no estarás
atrapada. Como propietario de tu alma, te libero de estos muros».
Cuando la última de sus palabras titiló en el aire que había entre ellos,
Serilda sintió el mismo dolor abrasador que cuando la había maldecido,
subiendo desde la cicatriz donde la flecha había atravesado su carne. Gritó,
sorprendida, y se encorvó hacia delante. Se habría desplomado, si el rey no
la hubiera atrapado.
El dolor no duró mucho.
Cuando volvió a inhalar, aunque temblorosa, pudo incorporarse de
nuevo.
—¿Por qué haces esto? —le preguntó, desconcertada—. No lo
comprendo.
—Lo harás —le dijo con alegría, acariciándole la mano. Era la viva
imagen de un marido cariñoso—. Lo único que tienes que hacer es ponerte
cómoda. Tu carruaje te espera.
El rey la condujo al carruaje donde los cinco niños la esperaban. Hans
llevaba la capa favorita de Serilda, una muy usada. Había incertidumbre en
sus rostros. La chica sabía que estaban tan abatidos por aquella salida
inesperada como ella misma.
—Toma —dijo el Erlking, quitándole a Hans la capa de las manos y
rodeando con ella los hombros de Serilda, que intentaba disimular su
creciente temor. El rey comprobó el cierre, con ternura, antes de ayudarla a
subirse al banco del cochero—. Desde aquí tendrás una buena vista.
—Mi señor. —Agathe apareció y miró a Serilda con una expresión
inescrutable antes de dirigir su atención al Erlking. Sostenía una cadena
dorada, rodeando una docena de veces su puño, y una espada larga
envainada—. Las armas que pedisteis.
El rey tomó la cadena y la espada y se las aseguró al cinturón.
—Los cazadores están listos —añadió Agathe.
—Bien. Partamos.
—¡Espera! —gritó Serilda.
El Erlking la miró con una ceja levantada.
—Por favor —suplicó—. Dime qué está pasando.
—¿No es evidente? —le preguntó—. Nos vamos de caza.
Dicho eso, se alejó. Sus compañeros cazadores lo rodearon con rapidez.
El mozo de cuadra le llevó el caballo de guerra negro.
Hans subió al banco del cochero junto a Serilda. Aquella noche, él sería
su conductor. Nickel ayudó a Gerdrut a entrar en el carruaje, antes de subir
con Anna y Fricz.
—¿Qué está pasando? —susurró—. ¿Adónde vamos? ¿Cómo es que
yo…? —Se quedó sin palabras.
Hans le tomó la mano, y el gesto fue consolador, aunque hizo que se le
erizara la piel del brazo. El niño no contestó; tenía los labios cerrados con
fuerza, y Serilda se preguntó si el Erlking le habría prohibido hablar.
Cuando el carruaje comenzó a traquetear sobre los adoquines,
uniéndose a la hilera de caballos y carretas que se desplazaban hacia el
puente, Serilda estiró el cuello para mirar de nuevo el torreón del castillo.
En las ventanas resplandecía la luz de las chimeneas, pero no había ni rastro
de Gild.
El carruaje pasó junto a la sombra de la garita. El sonido de los cascos
de los caballos y de los bahkauv cambió a un melódico repiqueteo cuando
entraron en el puente de madera.
Serilda contuvo el aliento.
Las ruedas del carruaje traquetearon y chirriaron y tronaron sobre el
puente.
El vehículo emergió de las sombras de la garita, y Serilda no se
desvaneció.
Su espíritu no se vio arrastrado de vuelta a la sala del trono, en el
corazón del torreón.
Había abandonado el castillo de Adalheid y, en algún lugar de aquel
oscuro desfile, su cuerpo también lo había hecho.
Capítulo 21

Serilda siguió mirando el castillo hasta que el carruaje llegó a la carretera


de Adalheid. Su atención se concentró en la carretera que corría paralela al
lago. A lo lejos, apenas visible bajo la luz de la Luna de Paja, solo
distinguía la bonita fachada azul de la posada del Cisne Salvaje. Agarró el
borde del banco del cochero, deseando salir corriendo del carruaje. Era
libre. Libre. Y sus amigas estaban muy cerca. Leyna. Lorraine. Sin duda
estarían ya en la cama, con las puertas y las ventanas cerradas, debido a que
aquella noche debería haber salido la cacería salvaje, en lugar de aquella
caravana apresuradamente organizada.
¿Hasta dónde conseguiría llegar antes de que los oscuros la atraparan y
la arrastraran de vuelta?
Seguramente no muy lejos, pensó. El grupo de viajeros era enorme, y
Serilda se preguntó si todos los criados fantasma estaban entre ellos, porque
cuando miró atrás, le pareció que sus siluetas borrosas los seguían por la
carretera hasta donde podía ver. Sabía que algunos de los oscuros se habían
quedado en el castillo, pero todos los cazadores parecían estar allí. Estaba
rodeada y la sobrepasaban en número, como siempre.
El Cisne Salvaje quedó atrás y el carruaje siguió avanzando junto a los
edificios oscuros, los corrales con cabras y gallinas encerradas durante la
noche, los florecientes jardines de verano.
Serilda miró hacia delante. No quería ver la panadería, el zapatero, la
biblioteca de Frieda… Añoraba aquel pueblo cada instante, pero se obligó a
quedarse quieta hasta que la caravana pasó bajo la sombra de las puertas de
la ciudad.
—Serilda —dijo Hans, soltando una de las riendas para ponerle una
mano en la muñeca—. ¿Estás bien?
—No estoy segura —respondió—. ¿Tú sabes de qué va todo esto?
Hans negó con la cabeza.
—Nos han dicho que hiciéramos tus maletas y que nos preparáramos
para una ausencia de un mes o más.
—¡Un mes! Pero ¿dónde…?
Hans se encogió de hombros.
—Él no confía en nosotros.
—No, ni en mí.
La mente de Serilda giró frenéticamente mientras intentaba encontrarle
sentido. En un momento estaba preocupada por si le había dado al rey
alguna pista inadvertida de dónde encontrar un unicornio, y al siguiente, los
niños y ella estaban atravesando Adalheid hacia los dioses sabían dónde.
Pronto, la línea de árboles del bosque de Aschen apareció para
recibirlos. Incluso en el caluroso verano, la niebla se cernía sobre el lecho
del bosque, como si no hubiera ninguna época en la que aquel lugar mágico
no diera un poquito de miedo.
Los sonidos de las carretas se amortiguaron cuando se adentraron en el
bosque. Su paso se ralentizó cuando las sombras se los tragaron. El camino
estaba iluminado por los faroles de los carruajes, aunque su luz apenas
atravesaba la envolvente oscuridad.
Con un escalofrío, Hans golpeó la pared del carruaje dos veces con la
palma de su mano.
—¿Todo bien ahí dentro? ¿Gerdy?
Tardó un instante, pero Gerdrut replicó con voz aguda:
—Me alegraré cuando hayamos salido de aquí.
—Yo también —le dijo Hans—. Sé valiente.
Serilda se sintió triste al recordar que la última vez (la única vez) que
Gerdrut y los demás habían atravesado aquel bosque había sido cuando se
los había llevado la cacería salvaje. La noche en la que habían sido
asesinados.
Incluso Hans parecía perturbado por el recuerdo, lo que hizo que Serilda
se acordara de que, a pesar de todos sus esfuerzos por ser el serio y el
pragmático del grupo, seguía siendo un niño.
—Todo saldrá bien —le aseguró Serilda.
Hans la miró. Le sostuvo la mirada un largo momento. Sus ojos
destellaron a la luz de las antorchas.
—¿Sí? —le preguntó.
—Yo me aseguraré de ello.
Sabía que Hans quería creerla, pero no lo hacía. En realidad no.
Se quedaron un rato en silencio, escuchando los sonidos de las ruedas
atravesando el bosque, aunque lo único que Serilda podía ver era el abismo
negro más allá de las antorchas. Habría sido mejor esperar hasta la mañana,
pensó. Ni siquiera la Luna de Paja llegaba a aquella parte del bosque, donde
las copas de los árboles crecían densas sobre sus cabezas.
De repente, la caravana se detuvo.
—¡La reina! —gritó alguien desde el frente—. ¡Traed a la reina!
Hans puso un brazo delante de Serilda, como para protegerla; un
impulso que ella valoró, aunque ambos supieran que era inútil.
Un segundo después, el rey apareció galopando desde la cabecera de la
caravana, tirando de un segundo caballo. Se detuvo en seco y desmontó
delante del carruaje.
—Necesitamos tus servicios.
Serilda intercambió una mirada con Hans.
—¿Debería acompañarme uno de mis sirvientes?
—Eso no será necesario. —El Erlking le ofreció la mano.
La joven se aclaró la garganta, se puso en pie y aceptó su ayuda para
montar el segundo caballo.
—¿Qué pasa? —preguntó Anna, con un quejido en la voz. Fricz y ella
asomaron la cabeza por la ventanilla del carruaje.
—Nada por lo que debáis preocuparos —les aseguró Serilda—. Volveré
pronto.
Su caballo no necesitó ninguna orden para trotar junto al del rey hasta la
parte delantera de la caravana, donde esperaban los cazadores.
—La parte más oscura del bosque —dijo el Erlking, señalando las
sombras—. La luz del sol no llega hasta aquí. La luz de la luna nunca roza
este terreno sagrado. —Se detuvo, echando una aguda mirada a Serilda—.
Pero hemos dado a oler a los perros las moras y las ortigas y no detectan
nada de eso aquí.
Serilda lo miró fijamente, incrédula.
—¿Hablas en serio? ¿De verdad hemos venido hasta aquí buscando un
unicornio? —Soltó una carcajada amarga—. Me lo he inventado, mi señor.
Lo hago a veces.
—Lo he notado. —Acercó su caballo hasta que su rodilla rozó la de
Serilda—. Sígueme el juego.
—¿Qué quieres que diga? —Serilda señaló frenéticamente el bosque—.
Continúa cincuenta pasos al este hasta que te topes con el borboteante
arroyo donde descansan los huesos de una ardilla…, los tristes restos de la
cena de un lobo.
Después sigue el camino de la dedalera de finales de verano hasta que te
topes con un círculo de setas donde un duendecillo del bosque se sentó una
vez para bordar constelaciones en una hoja de roble que siempre señala
como una brújula hacia el prado del unicornio.
El Erlking la miró sin expresión.
—Eso servirá. Cazadores, avanzad. Cincuenta pasos al este.
Serilda elevó las manos en el aire.
—Tonterías. ¡Tonterías! —bramó—. ¡No son más que tonterías! ¡No
hay ningún unicornio! ¡No hay setas, ni una! ¡Estoy mintiendo! ¡Y ni
siquiera son mentiras decentes!
—Ya veremos.
Y eso hicieron. Dieron cincuenta pasos al este y, para sorpresa de
Serilda, se toparon con un pequeño puente sobre un borboteante arroyo.
Uno de los cazadores sostuvo una antorcha sobre el agua, y… ¿eran huesos
lo que había en la corriente, o solo pequeñas piedras blancas?
—Allí —dijo otro, señalando un sendero que se alejaba del camino
principal, tan estrecho que Serilda se preguntó si los carruajes conseguirían
pasar.
Lo consiguieron, claro. Avanzaron y pronto vieron las afiladas lanzas de
las flores de una dedalera cubriendo ambos lados del sendero.
Serilda se presionó la sien con la mano, abrumada por un extraño
vértigo. ¿Cómo era posible?
No mucho después, antes de que pudieran buscar setas y una hoja de
roble bordada, los perros captaron un aroma y salieron corriendo. El Erlking
espoleó su caballo, y el de Serilda lo siguió con rapidez. Las sombras del
bosque se emborronaron a su paso. De vez en cuando, un rayo de luz de
luna atravesaba el denso follaje e iluminaba los árboles y los helechos.
Nada le resultaba familiar. Todo era extraño, imposible y confuso.
Aquello no estaba bien. De repente se sintió abrumada por la sensación
de que no debía estar allí.
Pero no podía escapar. No solo porque el Erlking nunca se lo permitiría,
sino también porque de inmediato se perdería en aquel denso bosque lleno
de monstruos y magia.
—¡Zarzamoras! —gritó alguien—. ¡Aquí arriba hay zarzamoras! Y un
roble.
El Erlking sonrió con arrogancia.
—Tonterías —susurró.
Cuando alcanzaron a los perros, estos habían llegado a un roble. Era el
roble más grande que Serilda había visto nunca, con el tronco más ancho
que los carruajes que traqueteaban a lo lejos, intentando mantener el ritmo.
Serilda contuvo el aliento, sabiendo que a aquellas alturas no debería
sorprenderse de que sus absurdas mentiras se hicieran realidad. Pero… ¿en
serio? Aquellas mentiras en concreto habían sido especialmente ridículas,
hasta para ella.
—He encontrado esto —dijo uno de los cazadores, levantando lo que
parecía una hoja de roble bordada. El cazador la lanzó al aire y la hoja
planeó hasta el suelo del bosque, donde aterrizó con la punta señalando al
árbol.
El roble… Cuanto más pensaba Serilda en ello, más terriblemente
familiar le parecía.
Pero era imposible. La única vez que se había adentrado en el bosque
había sido cuando el schellenrock y las doncellas del musgo la habían
llevado a ver a Pusch-Grohla, la Abuela Arbusto. Recordaba con
sorprendente claridad todo lo que habían hablado aquel día. Sobre todo las
amenazas poco veladas contra su vida, si alguna vez se atrevía a
traicionarlas ante el Erlking.
Pero, ahora que lo pensaba, ¿por qué no recordaba cómo había llegado
hasta allí? ¿Y dónde era allí?
Un borboteante arroyo. La salige que había intentado atacarla. El
tintineo del abrigo del schellenrock. Una aldea entre los árboles. Pusch-
Grohla sentada sobre un tocón.
Serilda recordó sus palabras.
«Si alguna vez intentas encontrar este lugar o conducir a alguien hasta
nosotras, tus palabras se convertirán en un galimatías y te perderás tanto
como un grillo en una tormenta de nieve».
Serilda no recordaba aquel roble, pero de repente supo dónde estaba.
Sabía a dónde acababa de conducir a la cacería salvaje.
No a la madriguera de un unicornio, sino a algo mucho peor.
Sus ojos se llenaron de horror.
—Mi señor —dijo, buscando el brazo del Erlking—. Acabo de
recordar… una historia que oí cuando era pequeña. Sobre un unicornio al
que le gustaba dormir entre un grupo de abedules, a la orilla del río
Sieglin…
—Basta —replicó el Erlking—. Aprecio tu entusiasmo, pero con esto
será suficiente por ahora.
El rey saltó de su caballo y aterrizó en silencio entre la maleza.
—¡Espera! —gritó Serilda, bajando de su corcel con mucha menos
elegancia.
El Erlking no esperó. Se acercó al roble y retiró la capa de enredaderas
y musgo que se pegaba al ancho tronco, revelando un estrecho agujero entre
las raíces del árbol. Era lo bastante alto como para que Serilda lo atravesara
erguida, aunque el Erlking tenía que agacharse. Se dio cuenta de que el rey
estaba intentando no tocar la corteza del árbol, y eso le recordó una antigua
superstición: que el roble mantenía alejadas a las criaturas malvadas.
—Luz —dijo el rey, y un cazador apareció con una antorcha. El Erlking
la tomó y la elevó sobre su cabeza, iluminando el interior hueco del tronco,
como una pequeña caverna.
Colgado al otro lado había un tapiz. Serilda contuvo el aliento mientras
el Erlking sostenía la luz para revelar la delicada imagen: un unicornio
blanco se mostraba orgulloso en un vibrante prado, rodeado de todas las
criaturas del bosque, desde la ardilla más ordinaria a la nix de agua más
atrayente. La imagen era sobrecogedora, un vibrante trabajo de impecable
arte.
—Encantador —dijo el Erlking.
Entonces acercó la llama de la antorcha a la tela.
—¡No! —gritó Serilda—. ¡Por favor!
El tapiz se incendió como si estuviera hecho de hojas secas. Las llamas
se extendieron. Un humo negro llenó rápidamente la caverna del interior del
roble, y el Erlking empujó a Serilda fuera del árbol mientras el fuego
empezaba a consumirlo desde el interior. El humo se elevó, bloqueando la
escasa luz de la luna que intentaba encontrarlos a través de las retorcidas
ramas sobre sus cabezas. Las ramitas crujieron, se quebraron y cayeron. El
calor les abofeteó la cara, e hizo retroceder a Serilda hasta la hilera de
cazadores.
No pasó mucho tiempo antes de que las llamas se tragaran el árbol
entero y de que el fuego se extendiera, saltando a las ramas de los árboles
cercanos.
—Por todos los dioses —exhaló Serilda—. Destruirás el bosque entero.
A su lado, el Erlking gruñó.
—Merecerá la pena.
Serilda lo miró, desconcertada.
—Oh, relájate. El bosque sobrevivirá. ¿Ves? El fuego ya está
conteniéndose. Solo destruirá lo que ese árbol pretendía esconder.
La joven no lo comprendía. Las llamas estaban extendiéndose, y rápido.
La ceniza caía del cielo como la nieve sobre el lecho del bosque.
Ceniza.
Cubriendo el mundo ante ella.
Dejando al descubierto no un denso bosque, sino una aldea. Una aldea
formada por casas en los árboles y puentes de enredaderas y hogares
acunados entre las raíces.
El fuego no estaba quemando el bosque de Aschen.
Estaba quemando Asyltal.
Cuando el enorme roble se derrumbó, liberando una ráfaga de chispas
cegadoras, Serilda vio la figura que se alzaba entre las llamas y la
destrucción.
La Abuela de las doncellas del musgo. La protectora del bosque. Pusch-
Grohla.
Fulminando con la mirada no al Erlking, sino a Serilda.
Capítulo 22

D
— ebí saber que no era prudente dejar con vida a una humana que
hubiese visto nuestro hogar —dijo Pusch-Grohla. Su largo cabello blanco
estaba enredado y lleno de nudos, atravesado por ramitas y trozos de
musgo, e incluso con un terrón de barro endurecido. La elegante diadema
de perlas que rodeaba su frente arrugada parecía totalmente fuera de lugar.
—Lo siento —exhaló Serilda—. Ha sido un accidente.
—Aun así, los has traído hasta aquí. Cosa que no debería ser posible.
Me aseguré de que no pudieras encontrarnos de nuevo.
—¡No lo pretendía! Él me ha preguntado por… un unicornio. Yo solo
me he inventado una historia, lo juro. ¡Nunca te habría traicionado!
—Lo del unicornio ha sido un buen detalle —dijo el Erlking despacio,
caminando hasta el claro—. Todo este tiempo ha estado oculto tras uno de
los tapices de Huida. Qué listos los dioses. —Miró a su alrededor—. ¿Tus
hijas han puesto los pies en polvorosa, asustadas? Esperaba más de la
llamada gente del bosque. Creía que las estabas criando para ser una especie
de guerreras. O… deja que adivine. —Echó la cabeza hacia atrás, mirando
los árboles que los rodeaban—. Están escondidas, resguardadas entre las
ramas, esperando justo el momento adecuado para lanzarse heroicamente a
la batalla. —Levantó una ceja—. Espero que ese momento llegue antes de
que todo arda.
—Con o sin nuestro hogar —replicó Pusch-Grohla—, nos
enfrentaremos a ti y detendremos tu egoísta camino de destrucción.
Él se rio.
—No si estáis muertas.
Con un solo movimiento, desenvainó la espada y atacó a Pusch-Grohla.
Ella bloqueó el golpe con su cayado y, donde el metal golpeó la madera, un
enjambre de polillas de alas blancas aparecieron revoloteando. Se lanzaron
sobre el Erlking; en ese momento de distracción, resonó un grito de guerra.
Centenares de doncellas del musgo aparecieron en el bosque. Sus
cuernos y astas lanzaban destellos dorados a la luz del abrasador fuego.
Portaban arcos y dagas y lanzas con las que cargaron contra los cazadores,
que se apresuraron a recibirlas con sus propias y ansiosas armas.
Serilda gritó y se agachó, intentando protegerse con los brazos, pero
nadie le prestó ninguna atención mientras el mundo se sumía en el caos. El
terreno retumbó y la joven cayó sobre una rodilla, pensando que eran los
caballos de los cazadores uniéndose a la batalla. Pero entonces descubrió
que las enormes raíces de los árboles se estaban levantando del lecho del
bosque para golpear a los cazadores, como si fueran serpientes. Pronto, a las
raíces se les unieron las enredaderas que restallaban en las ramas
incendiadas y las zarzas que se colaban entre las piernas de los cazadores.
En los árboles aparecieron pájaros que se lanzaron contra los invasores con
sus picos afilados y sus más afiladas garras. Enormes esporas de hongos se
mezclaron con el humo del fuego, ahogando y cegando a todo el que
entraba en contacto con ellas.
Pero, aunque la magia del bosque era fuerte, los cazadores eran brutales,
estaban bien entrenados y eran inmortales. En el fragor de la batalla, se
concentraron en las doncellas del musgo, respondiendo con un golpe a cada
golpe.
Había gritos por todas partes. De dolor. De rabia.
Entonces «¡Serilda!», unas vocecitas la llamaron.
Serilda parpadeó para quitarse el polvo de los ojos.
Los cinco niños estaban escondidos entre las ruedas de un carruaje.
Aunque temía moverse, la joven se obligó a acercarse. Esquivando el
cuchillo de un cazador y el hacha de una doncella del musgo, se lanzó bajo
el vehículo, jadeando.
—¿Alguien está herido?
—Estamos bien —contestó Hans por los demás, aunque Gerdrut lloraba
mientras los dos mellizos intentaban protegerla con los brazos.
Desde aquel punto, Serilda tenía una mejor vista del caos. El fuego
seguía propagándose, formando una barrera alrededor del claro donde había
estado la aldea de Asyltal. De vez en cuando, una rama se quebraba sobre
su cabeza, y caía estrellándose con un rocío de chispas.
Los fantasmas estaban casi todos intentando refugiarse, escondidos
dentro o debajo de los carruajes. La maldición que los unía al Erlking
evitaba que huyeran al bosque.
Todos excepto Agathe. Como los cazadores, estaba batallando. Con una
espada en las manos, se movía como una bailarina en el combate,
atravesando doncellas del musgo con asombrosa velocidad y elegancia. Oh,
cómo habría deseado Serilda que la habilidad de la maestra de armas se
usara contra los oscuros, y no contra la gente del bosque.
No podía seguir mirando.
Se giró y vio la carreta grande, no demasiado lejos, resguardando a un
puñado de cocineros y de ayudantes de cocina. Reconocía aquella carreta.
Era su carreta. La que contenía su cuerpo.
¿Conseguiría llegar hasta ella? ¿Romper la maldición? ¿Reunir su
espíritu con su cuerpo y liberarse? Nadie estaba mirándola.
Pero… no.
Los niños seguían atrapados, esclavizados por el Erlking. No podía
abandonarlos. Tenía que…
Contuvo el aliento y se concentró en él. Estaba tomando la delantera
sobre la Abuela Arbusto, que contraatacó con una embestida de magia del
bosque. Las raíces subieron por las piernas del rey. Los brotes le agarraron
los brazos. Cuando buscó sus armas, de las vainas y los bolsillos del rey
brotaron flores silvestres. Sin importar lo rápido o lo implacable que fuera
el Erlking, Pusch-Grohla siempre tenía un truco para lanzarle o para
ralentizarlo. Cualquier guerrero se habría sentido frustrado, pero el Erlking
sonreía, con sus ojos azules brillantes y entusiastas.
Todavía no había usado la larga cadena dorada que llevaba atada al
cinturón, como si la estuviera reservando para una ocasión especial. Serilda
sabía que los cazadores tenían más, en alguna parte, de cuando habían
atrapado al tatzelwurm y habían luchado contra el bärgeist, pero no tenía ni
idea de dónde las guardaban. No obstante, la cadena del Erlking estaba
justo allí, destellando a la luz del fuego.
Si conseguía llegar hasta ella, podría usarla para liberar a los niños.
—Quedaos aquí —dijo, saliendo a rastras de debajo del carruaje.
Los gritos consternados de los niños la siguieron, pero Serilda los
ignoró. Solo pensaba en el Erlking y en esa cadena, y en que tenía que
acercarse a él sin que la apuñalara una daga perdida o la empalara una lanza
rebelde.
Al menos, los cazadores y las doncellas del musgo estaban tan
concentrados en matarse unos a otros que no prestaron atención a la chica
que los esquivaba. Que reptaba y corría entre ellos.
Se lanzó detrás de una roca para recuperar el aliento. Estaba cerca. El
Erlking y la Abuela Arbusto combatían a menos de una docena de pasos de
ella.
El rey estaba concentrado, muy centrado en su pelea.
Pero Serilda notaba que la batalla estaba llegando a su fin… Y los
oscuros estaban ganando. Los cuerpos atravesados por flechas o proyectiles
o espadas de las doncellas del musgo cubrían el suelo, junto a todo tipo de
criaturas del bosque: murciélagos y tejones, zorros y búhos. Sus ojos inertes
atravesaban la noche. El musgo del lecho del bosque estaba empapado de
sangre, y por todas partes, entre la carnicería, había ramas caídas y ascuas
ardientes.
Incluso Pusch-Grohla estaba perdiendo terreno. El Erlking avanzó,
golpeándola sin cesar, hasta que la anciana retrocedió contra el tronco de un
altísimo pino. Sus ramas superiores estaban en llamas. La ceniza se
arremolinaba a su alrededor.
Erlkönig sonrió y levantó su espada hasta la garganta de la anciana.
—¿Por fin te has quedado sin trucos, vieja bruja?
Para sorpresa de Serilda, una lágrima brilló en el rabillo del ojo de
Pusch-Grohla al ver la devastación que había causado el fuego.
—Por favor…, Solvilde —susurró la Abuela Arbusto, con la garganta
ronca por el humo—, si alguna vez te ha importado algo que no seas tú,
ayúdanos.
El Erlking se rio, un sonido frío y cruel.
—La gran Pusch-Grohla… ¿suplicando qué? ¿Una nube de lluvia?
¿Una tormenta? —Chasqueó la lengua—. Desafortunadamente, hace mucho
tiempo que Solvilde no se encuentra en posición de responder plegarias
desesperadas.
Conteniendo el aliento, Serilda abandonó la relativa seguridad de la
roca, y se acercó con la vista fija en la cadena.
La Abuela Arbusto hizo una mueca.
—¿Qué has hecho con Solvilde?
—Lo mismo que estoy a punto de hacer contigo.
El rey bajó la espada. Buscó en su cinturón con la otra mano.
Y soltó la cadena en el mismo momento en el que Serilda atrapaba su
extremo.
El Erlking se sobresaltó y se giró hacia ella con la espada preparada.
Pero se detuvo en seco cuando la vio agarrando la cadena con ambas
manos.
—¡No dejaré que le hagas daño! —gritó—. Ella solo quiere proteger el
bosque. ¡Tú eres el villano aquí! ¡No puedes hacer esto!
Una comisura de la boca del rey se curvó, divertida.
—Ningún humano me ha sorprendido nunca tanto como tú.
Con un simple tirón, atrajo a Serilda hacia sí y le rodeó la cintura con el
brazo. La joven gritó, negándose a soltar la cadena, aunque esta se había
quedado atrapada entre sus cuerpos. El Erlking acercó la cabeza; su aliento
danzó sobre la mejilla de Serilda.
—No olvides cuál es tu lugar.
El rey la apartó con un gruñido, arrancándole la cadena dorada. Esta le
arañó la palma, dejándole unos feos surcos en la piel. Serilda se cayó al
suelo.
—¡No!
El Erlking levantó su espada… No contra Pusch-Grohla, sino contra una
serie de espinas enormes que brotaron del suelo, justo donde Serilda y él
habían estado. Serilda estaba segura de que una de ellas la habría empalado
si el Erlking la hubiera retenido allí un segundo más.
—¡Basta! —bramó el rey. Con un movimiento de su muñeca, desenrolló
las cadenas de oro y se las lanzó a la Abuela Arbusto. La rodearon, a ella y
al árbol en llamas, atrapándola contra el tronco.
La andana emitió un sonido gutural e inhumano, más aullido que grito.
Forcejeó contra las ataduras, pero sus esfuerzos solo sirvieron para tensar
más las cadenas.
—Adelante —dijo el Erlking—. Sigue luchando. Lo estoy disfrutando
bastante.
La Abuela Arbusto rugió y le lanzó un escupitajo. Aterrizó sobre el
jubón de piel del rey, y el tejido empezó a sisear como si le hubieran echado
algún tipo de veneno corrosivo.
El Erlking gruñó.
—Criatura asquerosa.
Pusch-Grohla abrió las fosas nasales y levantó la barbilla, desafiante.
Después, para sorpresa de Serilda, silbó una melodía armoniosa y
aleteante, como un trino encantado, que resonó a través del bosque.
La esperanza brotó en el interior de la chica. ¿Estaría pidiendo
refuerzos? ¿Algún aliado inesperado del bosque que aparecería y destruiría
a los cazadores?
No.
Su esperanza murió rápidamente cuando vio a las restantes doncellas
del bosque, agotadas por la batalla, pero todavía vivas, girando sobre sus
talones y huyendo, obedeciendo la orden de su Abuela.
—¡Se retiran! —gritó uno de los oscuros—. ¡Mi señor!
—No las sigáis. —La voz del Erlking reverberó mientras las doncellas
del musgo desaparecían como luciérnagas al alba—. Tenemos lo que hemos
venido a buscar.
El rey contempló a Pusch-Grohla, que había dejado de retorcerse contra
sus ataduras. Su expresión seguía siendo obstinada. Cuando el Erlking se
acercó a ella, la vieja le mostró los dientes, y Serilda recordó lo extraña que
le había parecido su boca la primera vez que la había visto. Como si los
pocos dientes que tenía se los hubiera arrancado a un caballo y los hubiera
apiñado tras sus labios agrietados.
—Ha sido una victoria fácil —dijo el Erlking—. Esperaba asesinar a
muchas más de tus hijas antes de que les ordenaras retirarse. ¿Adónde irán,
me pregunto, ahora que Asyltal ha ardido hasta los cimientos?
Erlkönig fingió examinar los árboles en llamas. El aire estaba tan
cargado de humo que a Serilda le escodan los ojos, pero a los oscuros no
parecía molestarles.
—Sabes que todo esto podría haberse evitado —continuó el Erlking—.
Podríamos haber sido…, bueno, no amigos, pero sí conocidos cordiales.
Hace muchos años. Si me hubieras prestado tu ayuda cuando acudí a ti. Si
hubieras puesto un niño en el vientre de Perchta. No me digas que tu magia
no podía conseguirlo. Al rechazarnos, al rechazarla a ella, trajiste la
desgracia sobre tu bosque y tus hijas.
La Abuela Arbusto gruñó.
—Perchta es una bárbara sin alma. El veneno de su sangre habría
marchitado a cualquier niño colocado en su vientre. Si por algún milagro
hubiera conseguido llevar el embarazo a término, habría nacido un
monstruo que crecería para convertirse en una bestia que soy incapaz de
imaginar. Yo nunca daría mi bendición a una madre tan inadecuada. No me
arrepiento de mi decisión, y nunca lo haré.
El Erlking sostuvo su mirada un largo y silencioso momento.
—Entonces supongo que no vamos a llegar a ningún acuerdo. Es una
pena. —Extendió la mano y golpeó con el dedo la diadema de perlas que
Pusch-Grohla llevaba en la frente—. Voy a necesitar ese cuerno.
—Y yo voy a necesitar una taza de sidra de bayas de invierno fuerte —
replicó Pusch-Grohla—, pero estamos en pleno verano, y no siempre
conseguimos lo que queremos.
—Yo suelo conseguir lo que quiero sin problemas.
El rey buscó en su carcaj y sacó no una flecha dorada, sino la que tenía
la punta negra. Idéntica a la que Serilda le había extraído al basilisco.
Pusch-Grohla solo tuvo tiempo suficiente para contener el aliento
cuando la vio, antes de que el Erlking se la clavara en la carne donde su
cuello se encontraba con su hombro.
Serilda gritó.
Pusch-Grohla echó la cabeza hacia atrás, agonizante, mostrando los
dientes.
Con un movimiento de la mano, el Erlking recuperó las cadenas doradas
que la rodeaban y retrocedió. Pusch-Grohla cayó de rodillas entre las raíces
cubiertas de ceniza.
Y comenzó a Cambiar.
Los ojos de Serilda se llenaron de sorpresa cuando el cuerpo de la
anciana se transformó: sus manos arrugadas se convirtieron en brillantes
cascos negros, su largo cabello se convirtió en una melena blanca como la
leche.
Apenas había parpadeado y de repente había un unicornio ante ella,
majestuoso y orgulloso, recostado sobre sus patas plegadas. De la perla que
había en el centro de su diadema emergió un cuerno en espiral, más largo
que el brazo de Serilda y tan brillante como un ópalo de fuego.
Como mujer, Pusch-Grohla era una de las criaturas más feas con las que
Serilda se había topado nunca. Pero, como unicornio, era magnífica. Tanto
que las lágrimas anegaron los ojos de Serilda al verla con la flecha
enterrada en su manto irisado.
Tan pronto como se transformó, el Erlking volvió a rodearla con la
cadena, atrapando su cuello en un bucle dorado. Pusch-Grohla sacudió la
cabeza en un esfuerzo poco entusiasta de liberarse, pero fue inútil. La había
derrotado.
—Me gustas más cuando no puedes hablar —dijo el Erlking. Miró
sobre sus hombros y chasqueó los dedos—. Niña, ven aquí.
Un momento después, Gerdrut dio un paso adelante, con su rostro
redondo cubierto de lágrimas y ceniza.
—Por favor —gimió Serilda—. Déjala en paz. Ya ha sufrido bastante.
—No voy a hacerle daño, mi querida esposa —dijo el rey, indicándole a
Gerdrut que se acercara más. La niña obedeció, aunque le temblaba todo el
cuerpo—. Para esto necesito un inocente. Como te he dicho, la mayoría de
los mitos tienen una parte de verdad.
Gerdrut negó bruscamente con la cabeza.
—Por favor. No quiero. —Se le rompió la voz.
—Pero lo harás de todos modos.
Agitó los dedos y Gerdrut se acercó al unicornio. Sus sollozos se
volvieron más fuertes cuando agarró el cuerno con sus pequeñas manitas.
—Espera —dijo Serilda—. No. No la obligues a hacer eso. No. Por
favor.
El Erlking la ignoró. Asintió a Gerdrut.
La niña cerró los ojos y tiró tan fuerte como pudo, quebrando el cuerno
por su base. El unicornio retrocedió, pero, apresado por la cadena de oro, no
podía ir a ninguna parte.
—Lo siento —susurró Gerdrut, entre sollozos temblorosos—. ¡Lo
siento mucho!
—Bien hecho —dijo el Erlking, alargando una mano—. Por fin me has
servido para algo.
Gerdrut le entregó el cuerno, y después se lanzó a los brazos de Serilda.
El Erlking lo sostuvo a la luz del fuego con una sonrisa triunfal,
mientras las ascuas y la ceniza se elevaban a su alrededor.
—¿Sabes? De haberlo hecho yo, se habría convertido en polvo. Eso
habría sido una pena, ¿no te parece? —Señaló a los cazadores que
esperaban—. Llevad al unicornio a una de las carretas, rápido. Me gustaría
estar en casa al amanecer.
Capítulo 23

Cuando la caravana dejó atrás los restos humeantes de Asyltal, así como
los incontables cuerpos de las doncellas del musgo caídas, Serilda se sentía
aturdida. El humo seguía aferrado a ellos. Finos copos de ceniza se
asentaban en montículos grises sobre los carruajes y las carretas.
Los cazadores habían sufrido muchas heridas, desde extremidades
perdidas a profundos tajos que revelaban la carne putrefacta bajo su
luminosa piel. Serilda los vio sacándose flechas de los costados y anudando
tiras de tela alrededor de las heridas que chisporroteaban y humeaban casi
tanto como el lecho del bosque.
A pesar de aquello, los ánimos parecían exaltados. Serilda nunca los
había visto sonreír tanto, con sus labios escarlata y sus pómulos marcados.
Nunca había visto sus ojos tan brillantes.
Se movían a través del bosque como vencedores.
Su actitud contrastaba abruptamente con la de Serilda, los niños y el
resto de los criados presentes, que podrían haber estado marchando hacia su
propio funeral.
Serilda estaba tan perdida en los recuerdos dolorosos (el horrible
momento en el que le habían arrancado el cuerno al unicornio se reproducía
en su mente una y otra vez) que tardó mucho tiempo en darse cuenta de que
el cielo, que se veía ocasionalmente a través de los árboles, se estaba
iluminando, y de que no estaban avanzando en la misma dirección por la
que habían llegado.
Todavía montada en su caballo, a la cabeza de la caravana, miró al
Erlking con el ceño fruncido.
—Has dicho que íbamos a casa.
Él levantó las cejas.
—Y así es.
—Este no es el camino de Adalheid.
—¿Te he hecho pensar alguna vez que Adalheid es mi hogar? —
Después de un momento de duda, añadió—: O el tuyo, para el caso. Ella, la
que adora su supersticiosa y pequeña aldea.
—Gravenstone —dijo Serilda, pasando por alto la pulla—. Vamos a
Gravenstone.
—Como he dicho. —El Erlking le mostró los dientes—. A casa.
—Pero ¿por qué ahora? Según tengo entendido, abandonaste
Gravenstone hace trescientos años.
—Yo no abandoné nada. Mi castillo me fue arrebatado, y ahora por fin
tengo un modo de reclamarlo.
Serilda cerró las manos con fuerza sobre la crin de su caballo.
Durante un rato, continuaron callados, en un silencio que se volvió más
pronunciado por el paso firme de sus caballos y de los animales de carga,
por las rechinantes ruedas de las carretas y de los carruajes que los seguían,
por los sonidos de un bosque que comenzaba a despertar ahora que la noche
se convertía en mañana.
—Intentamos regresar a Gravenstone —dijo el Erlking, sorprendiéndola
después de tan largo silencio—. Nunca fue mi intención quedarme en
Adalheid. No había nada que quisiera más que perder de vista a los
fantasmas y a ese… príncipe. Cuando el velo cayó, regresamos a
Gravenstone y lo descubrimos… cambiado. —Parecía casi melancólico al
hablar—. En nuestra ausencia, Pusch-Grohla había embrujado el recinto del
castillo, formando una barrera infranqueable. Su único objetivo era
mantenernos alejados de allí. No permitir que regresáramos al castillo que
era legítimamente nuestro. Que jamás volviéramos a acceder a Gravenstone
ni a… —Se detuvo tan abruptamente que un escalofrío reptó por la
columna de Serilda.
El Erlking no sabía que ella conocía parte de aquella historia. Mientras
él hablaba, Serilda recordó la historia del príncipe… La historia de Gild.
Después de que Gild le hubiera atravesado el corazón a Perchta con una
flecha, el sol había salido mientras ella yacía herida en el puente hacia
Gravenstone. En el lado mortal del velo, ya no era un castillo al que ella
pudiera huir. En lugar de eso, era una puerta. La puerta del Verloren.
Mientras el príncipe observaba, Velos había emergido y había
reclamado a Perchta, a la que se había llevado a la tierra de los perdidos.
Después de eso, Pusch-Grohla había aparecido y había sellado las puertas.
Al hacerlo, evidentemente, también había sellado la entrada a Gravenstone.
—Por eso buscabas a Pusch-Grohla —murmuró Serilda—. La
necesitabas para romper el hechizo del castillo.
—Necesito el cuerno para romper el hechizo —le aclaró el Erlking—.
Para Pusch-Grohla tengo otro objetivo. —Su expresión se relajó—. Aunque
no diré que no es gratificante tener a la vieja bruja encadenada.
Serilda apartó la mirada. Se sentía muy culpable. Todavía estaba
intentando asimilar el hecho de que Pusch-Grohla fuera en realidad un
unicornio y de que el Erlking lo hubiera sabido, pero aquel parecía un
misterio sin importancia, después de todo lo que había pasado.
El camino se estrechó, las ramas arañaron los laterales de los carruajes.
Parecía que el bosque se oponía a ellos. Había troncos caídos en el sendero,
gruesas raíces que hacían tropezar a los caballos, espinas que azotaban a los
intrusos. Los troncos de los árboles estaban más cerca, como si fueran un
ejército de soldados cerrando filas. Serilda sintió un hormigueo de inquietud
mientras el bosque de Aschen se hacía cada vez más denso, bloqueando
cualquier rastro de cielo, de montañas, del mundo más allá.
El rey curvó los dedos y los criados fantasma se adelantaron para
aclarar el camino, haciendo retroceder el bosque con palas y guadañas.
Atravesaron la línea de los árboles todos a la vez, descubriendo un cielo
amatista y una imagen que le robó el aliento a Serilda.
Ante ellos se alzaban dos árboles, un fresno y un aliso, con los troncos
entrelazados como si estuvieran atrapados en un abrazo eterno. Eran
demasiado grandes como para ser reales, tan altos que sus copas
desaparecían entre las nubes. Una bóveda de ramas se extendía como un
enorme paraguas en todas direcciones, desapareciendo en el neblinoso
bosque. En su base había un laberinto de raíces retorcidas tan extenso que
podría haber cubierto la ciudad entera de Adalheid.
El fresno estaba floreciendo. Sus delicadas hojas con forma de lágrima
eran de un vivido verde mayo.
El aliso, por otro lado, parecía moribundo. Sus ramas marchitas y
teñidas de gris habían perdido la mayor parte de las hojas, que cubrían los
espacios entre las enormes raíces con una quebradiza alfombra de marrón y
ocre. Era como si la ceniza estuviera drenando lentamente la vida del aliso.
El aliso. Serilda lo entendió entonces. Era el árbol que había brotado de
las profundidades del Verloren y que había emergido al reino mortal,
creando para siempre el abismo a través del que habían escapado los
oscuros y otorgando a su líder el título de rey de los alisos.
Pero… no había castillo.
Al darse cuenta de ello, se quedó boquiabierta. Aquellas raíces enormes
y enredadas habían crecido sobre el castillo, escondiéndolo de la vista y
alejando a cualquiera que deseara entrar.
Aquel era el hechizo que la Abuela Arbusto había puesto sobre aquel
lugar. El saludable fresno luchaba por su dominio con el del rey de los
alisos, para evitar el regreso de los oscuros.
El Erlking puso su caballo al trote mientras la caravana se dispersaba
por el claro. El mundo era allí inquietantemente silencioso, desprovisto de
los trinos y del silbido de la brisa del bosque.
Serilda miró atrás, buscando entre la multitud, hasta que vio a los niños.
Intentó mostrarles una sonrisa de ánimo, pero estaban demasiado ocupados
mirando los árboles con sorpresa como para darse cuenta.
El Erlking desmontó y se acercó a una raíz gigante que zigzagueaba por
el suelo como una serpiente mítica; su circunferencia era casi tan alta como
el propio rey. Sacó el cuerno de unicornio de la funda de su cinturón. Este
brilló bajo la tenue luz de la mañana.
Serilda se mordió el labio. El caballo relinchó y la joven le puso la
mano en el cuello, antes de sentirse tonta por intentar domar a un animal
que seguramente era más una bestia mágica que real. Aun así, bajo sus
dedos, el corcel pareció calmarse.
El rey levantó el brillante cuerno sobre su cabeza. Serilda habría jurado
que el fresno temblaba y se estremecía, como frenético.
Entonces el Erlking clavó el cuerno en la raíz.
En algún lugar de la caravana, el unicornio emitió un bramido horrendo.
Las raíces del fresno chillaron.
No había otra palabra para describirlo. Serilda se cubrió las orejas con
las manos. En todo el claro, las raíces del fresno comenzaron a
ennegrecerse y a encogerse. Murieron rápidamente; las que estaban más
cerca del bosque de Aschen se desmoronaron sobre la tierra. La decadencia
se extendió hacia el interior. Las raíces se convirtieron en polvo.
Al caer, revelaron el castillo que llevaba tanto tiempo oculto.
Gravenstone.
Capítulo 24

Cuando el fresno se desintegró, una capa de polvo gris se aferró a los


muros del castillo y se extendió por el claro y hacia el bosque. Las delicadas
ramas del árbol cedieron por fin y cayeron sobre la tierra, convirtiéndose en
arena y tiza y desapareciendo antes de golpear el suelo. Solo las hojas
quedaron atrás, lanzadas como una ventisca esmeralda en cada dirección.
Una brisa ligera ya estaba levantando el polvo y las hojas en remolinos,
enviándolas al bosque. Serilda sospechaba que una buena lluvia se lo
llevaría todo, y entonces nadie sabría nunca que aquel castillo había estado
escondido tanto tiempo.
Atrás solo quedaba el aliso. Todavía enorme, aún enfermizo y débil.
El castillo también parecía abandonado. Serilda siempre lo había
imaginado parecido a Adalheid, con sus altas torres y sus impresionantes
agujas recortadas contra el cielo. Pero mientras que Adalheid era alto y
elegante, Gravenstone parecía una achaparrada fortaleza. En lugar de una
imponente muralla, su estructura exterior era una galería abierta apoyada en
dos hileras de gruesas columnas negras que se extendían hasta donde podía
ver. Una niebla sombría se derramaba entre las columnas, ocultando lo que
había más allá.
El castillo había estado protegido por un foso cenagoso que había
formado parte de tantas historias como el propio palacio, con su legión de
monstruos del pantano y sus aguas ponzoñosas. Pero ahora esa profunda
zanja estaba seca y vacía, llena solo de hojas de aliso mustias y
putrefacción.
Con el cuerno del unicornio todavía en la mano, el Erlking se pasó un
largo momento observando su castillo. Serilda se fijó en las expresiones de
los oscuros a su alrededor. Nunca había visto nada que imitara a la dicha en
sus rostros, pero aquello podía ser lo más cercano. Orgullo, quizá.
Por fin, el rey dio un paso adelante. Sus botas se adentraron en el puente
negro como el ónice sobre el foso vacío, donde unas esculturas de
escamosos dragones se curvaban en cada esquina.
Un momento después, pasó entre dos de las enormes columnas de la
galería y se lo tragó la bruma.
Serilda dudó. ¿Debía seguirlo? ¿Sería peligroso? Nadie más se movía.
—Soy la reina —susurró, y clavó los talones en el costado del caballo.
Este brincó hacia delante, nervioso de un modo que la puso a ella todavía
más nerviosa. Después de todo lo que aquellos caballos habían visto y
experimentado, esperaba que se mostraran impasibles. ¿Qué era lo que la
esperaba en aquel castillo que inquietaba a aquellas bestias que habían
cazado junto a cerberos y demonios?
El caballo avanzó con paso vacilante. Mientras sus cascos resonaban
sobre el puente, los ojos de Serilda se vieron atraídos hasta un punto en el
que la antigua piedra parecía más oscura, como si estuviera manchada.
Se estremeció, preguntándose si habría sido allí donde Perchta había
caído.
Pensarlo puso una punzada de dolor en su pecho.
Cómo habría deseado que Gild estuviera allí.
Agarró las riendas del caballo hasta que le dolieron los dedos y atravesó
la columnata para detenerse ante un palacio de piedra y madera. De piedra y
raíces. Era como si el castillo y el aliso fueran uno. Inseparables. Como si
se hubieran forjado juntos cuando el aliso había brotado de las
profundidades del Verloren, y ahora sus raíces corrieran como vetas a través
del mármol. La estructura era amplia; se extendía en ambas direcciones, y
cada una de sus dos plantas estaba bordeada por estrechas ventanas
arqueadas con incrustaciones de obsidiana y cuarzo. Una serie de peldaños
amplios conducían a la puerta principal, decorada con altísimas esculturas
de monstruos horribles, todo alas y colmillos y piedra.
Y allí estaba el aliso, alzándose hacia el cielo desde el mismo centro del
palacio.
El Erlking no estaba a la vista, pero la enorme puerta de entrada, tallada
en brillante piedra negra, estaba abierta. Las sombras se derramaban desde
el interior, tan densas que eran casi tangibles.
Unos pasos la sorprendieron. Serilda miró atrás para ver a algunos de
los fantasmas cruzando el puente… Unos sobre mulas y bahkauv, otros a
pie.
—¿Ato vuestro corcel, su luminosidad? —le preguntó el mozo de
cuadra, mirando en todas direcciones—. Supongo que tiene que haber un
establo por aquí…, en alguna parte.
—Gracias —dijo Serilda, aceptando su mano para bajar del caballo—.
¿Hemos traído comida y utillaje para los animales?
—Sí, mi señora. En una de esas carretas. —Parecía inexpresivo
mientras miraba las paredes cubiertas de liquen—. Bastante, en realidad.
Supongo que el rey planea que nos quedemos aquí algún tiempo. —Tragó
saliva. Estaba claro que la idea no lo hacía feliz.
Serilda no podía culparlo. En una sola noche, el Erlking se había
llevado a su contingente de sirvientes lejos del vínico hogar que habían
conocido para reubicarlos en aquel lugar extraño y triste.
—No pasa nada —dijo Serilda, poniéndole una mano en el hombro e
intentando no estremecerse cuando su palma amenazó con atravesarlo—.
Nos adaptaremos lo mejor que podamos.
El mozo de cuadras la miró a los ojos. Se irguió y Serilda se dio cuenta
de que era casi tan alto como ella. A menudo parecía tan asustado e
inseguro que era fácil olvidar que no podía haber sido mucho más joven que
ella cuando había muerto.
—Por supuesto que no pasa nada —dijo él, con un poco de color
floreciendo en sus mejillas—. Nos ocuparemos de que así sea. Por vos, mi
señora.
A Serilda se le escapó una carcajada de sorpresa, hasta que se dio
cuenta de que el mozo hablaba en serio, y de repente le dieron ganas de
llorar.
—No estoy segura de haber hecho algo para ganarme tal lealtad, pero
sin duda intentaré ser merecedora de ella.
Animada por las palabras del muchacho, Serilda subió los peldaños
hasta la amplia puerta negra. Su mirada ascendió hasta las gárgolas posadas
en los salientes superiores: alps y drudes y todo tipo de seres de pesadilla
que la miraban con brillantes piedras negras por ojos.
Se adentró en la oscuridad. El silencio la recibió. No cualquier silencio,
sino el silencio de una tumba que había pasado siglos oculta del mundo
exterior. El aire olía a tierra arcillosa y a helechos desplegados, como si el
castillo estuviera arraigado en la tierra. Incluso detectó una pizca de olor a
humo de madera quemada, aunque quizá era el humo de Asyltal todavía
aferrándose a su capa.
Serilda esperó a que sus ojos se adaptaran. Lentamente, la luz tenue que
se filtraba a través de las ventanas opacas le mostró un vestíbulo. Las
paredes eran de piedra oscura. Raíces de aliso formaban las vigas y los
travesados. No había mobiliario allí, como si el castillo no quisiera que sus
visitantes se pusieran cómodos demasiado pronto.
Su atención bajó hasta el suelo y, donde esperaba encontrar los pasos
del Erlking marcados sobre tres siglos de polvo, encontró una tarima de
madera que brillaba como si acabaran de pulirla. De hecho, aunque un
ominoso silencio se cernía sobre el castillo, no parecía abandonado. No vio
telarañas colgando de los apliques de las paredes, no había nidos de pájaros
en las vigas, el agua no corría por los muros. Incluso vio un arreglo floral en
una hornacina, un jarrón de cerámica grande repleto de llamativos acianos
azules y vibrantes amapolas rojas.
Las flores no estaban muertas. Podrían haberlas recogido aquella
mañana.
Serilda pensó en los tronos de Adalheid, preservados por algún
encantamiento, atrapados para siempre en un momento del tiempo mientras
el resto del mundo se derrumbaba a su alrededor. Sospechaba que una
magia similar sostenía también aquel castillo, preservado e inmutable.
Esperando el regreso de su señor.
Los pasos de la joven resonaron, huecos, mientras atravesaba el
cavernoso pasillo, donde tres altas puertas con arcos apuntados daban paso
a lo que creía que podía ser el gran salón. Había algunos muebles dispersos
sobre alfombras de pelo. Podía imaginarse a los cortesanos y las cortesanas
pasando las noches jugando a las cartas y a los dados junto al fuego. Al
menos, podía imaginarse a la familia real de Tulvask jugando a las cartas y
a los dados. Los oscuros seguramente habrían pasado el rato allí lanzando
huesos de pajarillos y prediciendo sus propios y miserables destinos
basándose en cómo caían.
La chimenea estaba vacía, pero creía sentir todavía un poco de calor en
sus cenizas, como si se hubiera apagado hacía poco.
Allí también encontró al Erlking.
Estaba en el centro de la estancia, mirando un tapiz que ocupaba toda
una pared.
—Aquí estás —dijo Serilda—. El mozo de cuadra se pregunta dónde
debería dejar a los animales. Y creo que todos los fantasmas están un poco
perdidos y sin saber qué hacer. Les vendrían bien algunas directrices de su
rey.
Él no respondió. No pestañeó. Tenía el rostro sereno, pero parecía
concentrado.
Serilda frunció el ceño y caminó sobre las suntuosas alfombras hasta
detenerse a su lado. Miró con los ojos entornados el tapiz que tan absorto lo
tenía. Esperaba que sus gustos decorativos imitaran los de Adalheid, donde
no había escasez de pinturas y tapices en los que se representaba una
interpretación tremendamente idealizada de la cacería salvaje masacrando
con brutalidad a alguna bestia mítica.
Pero aquel tapiz no mostraba a la cacería salvaje.
Serilda tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando una
imagen que representaba las cuevas del Verloren. Estalactitas goteaban
desde la roca fundida. En el fondo, un atisbo de una cascada verde grisácea
llenaba una humeante cuenca.
En el centro de una cámara subterránea, sumidos en un apasionado
abrazo, estaban el propio Erlking… y Perchta, con la piel de un azul
plateado, como si tuviera la luz de la luna en su interior. Su cabello era tan
blanco como el del Erlking negro, y caía en lustrosas ondas hasta sus
caderas. Vestida como una cazadora, como una guerrera, parecía fuerte e
invencible, la pareja ideal para el aterrador rey de los alisos.
Habría sido romántico, de no ser por los drudes que los rodeaban a
ambos, una imagen perfecta de las criaturas de pesadilla que habían atacado
a Serilda y a Gild en Adalheid, con sus vientres protuberantes, sus garras
curvadas y sus alas de murciélago. En el tapiz, estaban torturando a los dos
oscuros. Aunque el Erlking y Perchta estaban perdidos en un beso, los
monstruos les roían la carne de las piernas y de los hombros. Un drude
había abierto un agujero en la espalda de Perchta y estaba desmantelándole
la columna, vértebra a vértebra, mientras otro clavaba una garra en el
estómago del Erlking y extraía sus intestinos en una larga y ennegrecida
cuerda. Otro más estaba a punto de clavar una garra en la oreja de Perchta.
Otro sostenía una vela encendida sobre el codo del Erlking. Todos los
drudes los miraban con lascivia, y sus enormes ojos estaban llenos de un
nauseabundo deleite.
A Serilda se le revolvió el estómago. ¿Por qué, se preguntó, desearía
alguien mantener una imagen tan grotesca en un lugar tan visible?
Se giró hacia el Erlking, preparada para preguntarle justo eso, cuando su
expresión le hizo detenerse.
No era una expresión que le hubiera visto antes, y tardó un momento en
descifrarla.
Confusión.
Serilda volvió a mirar el tapiz, y después lo miró a él y una cosa le
quedó clara.
Era la primera vez que el rey veía aquella obra.
La joven se aclaró la garganta.
—Mi señor… ¿Quieres que…? ¿Quieres que le pida a los criados que lo
retiren?
La mirada del Erlking se aclaró. La película de hielo tardó un momento
en caer de nuevo sobre sus ojos.
—Creo que no. El parecido es muy bueno. —Se le movió un músculo en
la mandíbula, y le ofreció a Serilda su codo—. Vamos, mi reina.
Buscaremos los aposentos apropiados para ti y tu séquito. Nos quedaremos
aquí al menos hasta la Luna de Luto.
—¿La Luna de Luto? —replicó Serilda, permitiendo que la condujera
hasta el vestíbulo, desde donde podía oír a los criados descargando las
carretas—. Para eso faltan dos meses.
—Mi señor —dijo Manfred, que apareció en la puerta.
El Erlking suspiró.
—Los establos están en el ala oeste.
—No, mi señor, ya hemos encontrado los establos. Nos preguntamos
qué deseáis que hagamos con el unicornio.
Los ojos del Erlking se iluminaron.
—Ah, sí. Dejadlo en la carreta por ahora, pero hacedle sitio en el
establo. Que los carpinteros y el herrero le construyan una jaula.
—Sí, mi señor. ¿Y el poltergeist?
Serilda contuvo el aliento. Su cuerpo se tensó.
El Erlking le echó una mirada taimada.
—Casi lo había olvidado —dijo, aunque su tono sugería que no lo había
olvidado en absoluto—. Traedlo aquí. Tenemos algunas cosas que discutir.
—Sus labios se curvaron en una sonrisa—. Después de eso, se quedará en
las mazmorras.
Capítulo 25

Un criado acudió para encender el fuego en la enorme chimenea, pero eso


hizo poco por ahuyentar el frío que se había filtrado en los huesos de
Serilda. Estaba sentada en el borde de un sofá, sintiendo en cada tensa
inspiración el firme paso del tiempo. El Erlking estaba ignorándola. Desde
que Manfred se había marchado, el rey había estado ladrando órdenes al
flujo de sirvientes y oscuros que entraban y salían del gran salón como si se
hubiera pasado los últimos trescientos años practicando para aquel
momento. Había que lavar la ropa blanca y tenderla a secar, y todas las
camas debían estar preparadas para la caída de la noche. Tenían que hacer
inventario del vino y de la cerveza y de las provisiones que habían dejado
en la despensa. Había que ocuparse de los animales y se debían examinar
las carretas y los carruajes antes de guardarlos por si había ruedas sueltas o
ejes rotos. Ya se estaba realizando un examen exhaustivo del castillo,
dirigido por los cazadores, para asegurarse de que ningún bicho del bosque
se hubiera refugiado allí durante su ausencia, y al parecer había un montón
de escombros en algo llamado rotonda lunar que el Erlking insistía en que
había que comenzar a despejar de inmediato.
Aunque el castillo le había parecido ominosamente silencioso cuando
habían entrado, ahora los pasillos eran un hervidero de actividad.
Serilda esperó. A los niños. A Gild. Mientras tanto, observaba al
Erlking, que no dejaba de caminar de un lado a otro delante del horrible
tapiz. Cada vez que alguien entraba en la estancia, Serilda se tensaba,
esperando que fuera él. El príncipe. El poltergeist. Su Gild, que no debería
haber podido abandonar Adalheid, no más que ella.
Pero, como si el Erlking estuviera decidido a hacerla sufrir, nunca era él.
—Nada hasta ahora, mi señor oscuro —dijo un cazador, dándose un
golpe en el hombro con una daga curvada—. Aunque tardaremos un par de
días en registrar concienzudamente el castillo.
—Sí, de acuerdo —replicó el Erlking, agitando los dedos—. Avísame
tan pronto como los encuentres. A cualquiera de ellos.
—¿A quién estás buscando? —le preguntó Serilda cuando el cazador se
marchó—. Creía que este castillo estaba abandonado.
El rey suspiró, como si su presencia lo agotara de repente.
—Se quedaron aquí algunos siervos. No fantasmas, sino monstruos.
Deberían estar aquí.
—Han pasado trescientos años. ¿Los monstruos no mueren?
—Algunos viven más. Otros se reproducen, como cualquier otra bestia.
Este castillo no debería estar vacío.
Serilda se encogió de hombros.
—Puede que se hayan escapado.
El Erlking resopló, como si la sugerencia fuera ridícula, y repitió:
—No debería estar vacío.
—Bueno —dijo Serilda—, no es que nos falte ayuda.
Un gruñido resonó en el pasillo y, de inmediato, Serilda se puso
nerviosa. Gild.
Se obligó a mantenerse tranquila mientras arrastraban al príncipe a
través de una de las puertas arqueadas, aunque no levantarse de su silla y
correr hacia él le provocó un dolor físico. Le habían rodeado el cuello, las
muñecas y los tobillos con cadenas doradas para inmovilizarlo, pero al
principio no supo si estaba herido.
No estaba solo. Agathe sostenía la cadena de hilo dorado que colgaba de
sus muñecas como una correa. Tras ellos entraron los cinco niños,
abrazándose unos a otros. Los ojos de todos ellos se iluminaron cuando
vieron a Serilda y ella los llamó. De inmediato, se adelantaron y se
reunieron a su lado en el sofá.
Los ojos de Gild también se encontraron con los de Serilda, pero él los
apartó rápidamente. Levantó la barbilla, haciendo todo lo posible por no
evidenciar la diferencia de altura mientras fulminaba con la mirada al alto
Erlking.
Gild mostró su practicada sonrisa. El brillo burlón apareció en sus
pupilas.
—Justo estaba pensando que me vendrían bien unas vacaciones. Habría
preferido una casita junto al mar, en lugar de unas ruinas abandonadas en
mitad de la nada, pero aun así es agradable cambiar de aires. ¿La
decoración es tuya? —Sus ojos se posaron en el tapiz—. Tenemos gustos
muy distintos.
—¿Y bien? —dijo el Erlking, ignorando a Gild y concentrándose en
Agathe.
—Hemos encontrado esto en la torre, después de apresarlo —dijo la
maestra de armas, evitando la mirada de Serilda mientras abría una bolsa
grande—. Junto con una rueca.
El Erlking tomó la bolsa y sacó de ella un puñado de hilo dorado.
A Serilda se le tensaron las entrañas.
El oro. Todo el hilo dorado que Gild había tejido el mes anterior, cuando
estaba preparándose para liberar a los fantasmas del castillo y enviarlos al
Verloren.
Serilda miró a Agathe con la boca abierta, pero esta siguió concentrada
en el Erlking, impávida.
¿La maestra de armas se había visto obligada a traicionarlos?
Seguía siendo un fantasma. Seguía estando a las órdenes del Erlking.
Qué idiotas habían sido al creer que su plan no llegaría a los oídos de
rey.
—Pero es imposible —dijo el Erlking, despacio, mientras inspeccionaba
el hilo—. Mi esposa ya no puede hilar oro, así que, ¿de dónde ha salido
este? —Echó una desagradable mirada a Serilda, y fue entonces cuando el
estómago de la joven comenzó a llenarse de piedras. Aquello no había sido
una sorpresa para él.
¿Cuánto hacía que lo sabía?
—Quizá —continuó— fue el elusivo Vergoldetgeist quien hiló este oro.
—Rodeó a Gild, retorciendo el hilo dorado para que brillara bajo la luz—.
Así fue como te llamó la niña humana, ¿no? El Fantasma Dorado. Cuando
lo oí, estuve seguro de que había oído antes ese nombre. —Se golpeó los
labios con el hilo, como si estuviera sumido en sus pensamientos—. Hace
mucho mucho tiempo, oí rumores de un fantasma que lanzaba pequeños
objetos al lago para que los recogiera la gente de Adalheid. Suena absurdo,
¿verdad? Una leyenda tonta, algo sin importancia. Pero, cuando esa niña
nos visitó en nuestra noche de bodas con oro bendecido por un dios, un
regalo de Vergoldetgeist, empecé a hacerme preguntas. Porque esos
rumores comenzaron mucho antes de que mi bella esposa nos honrara con
su talento. Y no quería creer que mi amada me hubiera engañado, pero allí
estaba. Por suerte —sonrió de oreja a oreja—, fue una sospecha fácil de
confirmar.
Curvó un dedo, y al principio Serilda pensó que estaba llamándola. Pero
entonces Hans se levantó y se acercó al Erlking con movimientos forzados.
Serilda apretó las manos de Anna y Gerdrut, mirando mientras el
Erlking tomaba uno de los hilos dorados y rodeaba con él dos veces el
cuerpo de Hans, cruzándolo sobre su corazón.
—Velos, señor de la muerte —dijo el Erlking, con voz fuerte y audaz—,
por la presente libero esta alma. ¡Ven a reclamarla!
Serilda contuvo el aliento. ¿A qué estaba jugando? ¿De verdad iba a
liberar a Hans tan fácilmente?
El eco de las palabras del Erlking se disipó. Esperaron.
No ocurrió nada.
El Erlking se rio.
—Qué tontería. —Chasqueó la lengua mientras enrollaba el hilo dorado
y volvía a guardarlo en la bolsa—. ¿De verdad creías que sería tan fácil
liberarlos? —Se concentró en Serilda, y su mirada se oscureció—. Los
humanos sois unos bobalicones optimistas. Solo se necesitó una sugerencia
para convenceros de que siguierais hilando oro. O quizá debería decir —se
acercó a Gild y le agarró la barbilla con ferocidad entre la punta de los
dedos— que solo se necesitó eso para convencer a Vergoldetgeist. —Le
soltó la cara y se giró hacia Serilda—. La pobre hija del molinero. Nunca
fuiste tú, sino el poltergeist. Todo este tiempo era él el ahijado de Huida.
Asintió a Hans, que regresó a su sitio en el sofá con una expresión
difusa y distante.
Serilda miró a Agathe, que miraba el fuego sin expresión.
—Me mentiste —murmuró—. Me dijiste que el oro liberaría sus almas.
¿Fue solo una treta cruel?
Agathe cerró los ojos un instante, pero, cuando los abrió de nuevo, la
expresión triste y lánguida había desaparecido, reemplazada por una fría
ferocidad.
—No se trataba de ti ni del poltergeist —dijo—. Su oscuridad me
ofreció algo que no podía rechazar.
Serilda abrió los ojos con sorpresa. No quería creerlo, y aun así…
—¿Hiciste esto por elección?
—No podía arriesgarme a que descubrieras que yo le había pedido que
plantara esta idea en vuestras mentes —dijo el Erlking—. Necesitaba que
actuara… con naturalidad.
Serilda negó con la cabeza.
—Pero tú me enseñaste dónde estaba escondido mi cuerpo. Me
ayudaste. Tú…
—Tenía que ganarme tu confianza —dijo Agathe en voz baja.
Serilda la miró, consternada.
—¿Qué podría haberte ofrecido para que nos traicionaras así?
—Expiación —dijo Agathe, como si fuera la respuesta más sencilla del
mundo—. Ambas nos culpamos de las cosas que le han pasado a la gente a
la que queríamos proteger, así que creo que tú lo comprenderás mejor que
nadie. —Miró con intención a los cinco niños reunidos junto a Serilda—.
Haría cualquier cosa por compensar a la gente de Adalheid. Les fallé, pero
no volveré a fallarles. —Se ajustó el pañuelo ensangrentado de la garganta
—. Su oscuridad me prometió que, si lo ayudaba con esto, enviará sus
espíritus al Verloren en la Luna de Luto.
—¡Miente! —gritó Serilda, poniéndose en pie—. ¡Sabes que miente!
—No lances acusaciones tan rápidamente, mi reina —refunfuñó el
Erlking—. Después de todo, ¿cuántas mentiras has contado tú?
Serilda lo fulminó con la mirada; el comentario había atravesado la
caverna vacía de su pecho. Pero pronto volvió a concentrarse en la maestra
de armas.
—No comprendes lo que has hecho. No solo me has traicionado a mí o
a estos niños. —Señaló a Gild—. Este es tu príncipe. El príncipe de
Adalheid, al que juraste proteger. Le fallaste a su familia y le fallaste a él, y
ahora le has fallado de nuevo.
Agathe entornó los ojos. Su mirada se deslizó sobre Gild, deteniéndose
en su camisa de lino demasiado grande, en su cabello alborotado, quizá
intentando imaginarlo como algo que no fuera un fantasma entrometido.
Serilda lo admitía: a ella también le había parecido inverosímil que Gild
fuera un príncipe, hasta que lo había conocido bien.
—Me preguntaba si lo sabías —musitó el Erlking—. ¿Cuánto hace que
sabes que no es solo un hilador de oro?
Serilda se mordió el interior de la mejilla. ¿Debía mentir? Pero ¿qué
importaba ya? El Erlking conocía todos sus secretos, todo lo que tanto se
había esforzado por ocultarle.
No.
No, eso no era cierto.
Todavía no sabía que Gild era el padre de su hijo. Todavía no sabía nada
del trato mágico por el que le había prometido a su primogénito.
—Lo descubrí el día que vine a rescatar a los niños —admitió.
—Ah, sí. Ese día tampoco salió como habías planeado, ¿verdad? —El
Erlking se rio como si recordara algo agradable. Continuó, disfrutando de
su cautiva audiencia mientras comenzaba a caminar—: Debí descubrir la
verdad de la habilidad del poltergeist hace mucho. Sabía que uno de los
príncipes de Adalheid había recibido la bendición de Huida, pero creía que
era la pequeña princesa. Esa fue, de hecho, la razón por la que quise
regalársela a Perchta. —Negó con la cabeza y le echó una mirada a Gild—.
Es asombroso que consiguieras mantenerlo en secreto tanto tiempo. Y, aun
así, solo fue necesaria una patética mortal para que te volvieras descuidado.
Gild se mantuvo en silencio durante el intercambio, con los ojos
pegados a la alfombra y un músculo latiendo en su mandíbula. Serilda sabía
que decir algo sería decir demasiado. Pero odiaba verlo así, atrapado por las
cadenas doradas, después de descubrir que el Erlking había estado jugando
con ellos durante semanas sin que tuvieran ni idea.
—Y tú —dijo el Erlking, dirigiendo su sonrisa cruel de nuevo a Serilda.
Se acercó un poco más, estudiándola. Ella esperó, decidida a mostrarse
valiente… Por los niños, al menos—. Bendecida por un dios, pero no por
Huida —murmuró en voz baja—. Mi esposa, la cuentacuentos. Siempre con
una mentira presta en la lengua. Ni siquiera sabes cuál es tu don, ¿verdad,
querida? Fortuna y destino… —dijo estas palabras con cierta entonación,
como si cantara una canción olvidada hacía mucho—. Tus ojos no son
ruecas, ¿verdad?
—No —exhaló—. No lo son.
—La rueda de la fortuna… —El Erlking tomó su mano entre las de él,
heladas—. ¿Y bien? ¿Te sientes afortunada, ahijada de Wyrdith? —Bajó la
voz mientras apoyaba la frente contra la de Serilda—. Porque yo me siento
muy afortunado. Creía que me vería obligado a esperar hasta que tu hijo
fuera adulto antes de tener otro hilador de oro. Estaba decidido a ser
paciente. A esperar una Luna Eterna más… Pero ahora tú, maravillosa
mortal, me has entregado a otro hilador.
Bajó la cabeza para posarle un beso en la frente.
Serilda se estremeció y se apartó.
—No te he entregado nada —le espetó—. ¡Y eres más tonto que yo si
crees que va a hilar oro para ti! Gild no es uno de tus fantasmas, a los que
puedes manipular y controlar. No puedes obligarlo a hacerlo.
—Puedo ser muy persuasivo.
—No —dijo Gild. La palabra sonó cargada de odio—. Puedo tejer oro
para mí, si lo deseo, pero cuando otra persona me lo pide, la magia no
funciona. No sin un precio. —Aún encadenado, conseguía mantenerse
erguido, mirando al Erlking no como un poltergeist, sino como un príncipe
real—. Y ningún trato podría forzarme a ayudarte.
El Erlking sonrió de oreja a oreja.
—Al contrario. Sospecho que será bastante fácil que lleguemos a un
acuerdo. Quizá podría pagarte con utensilios de cocina. Pareces tenerle
mucho cariño al cucharón de sopa.
Gild tensó la mandíbula.
—Tentadora oferta, pero creo que paso.
—Y yo creo que tú lo reconsiderarás —dijo el Erlking. Bajó los dedos
por el brazo de Serilda y tomó su mano, entrelazando sus dedos. Ella se
estremeció—. No hace mucho, creía que estas manos habían sido
bendecidas por Huida. Qué don tan valioso. Pero ahora sé… que en realidad
no las necesitas, ¿verdad?
Sin advertencia, agarró el pulgar de Serilda y tiró hacia atrás,
rompiéndole el hueso.
El dolor la atravesó. Chispas y estrellas inundaron su visión, y comenzó
a derrumbarse hacia delante, pero el Erlking la abrazó, sosteniéndola. A lo
lejos, Serilda oyó a los niños llorando. Gild rugió, gritando su nombre.
—Tranquila, tranquila —murmuró el Erlking a su oído—. Te curarás
rápido, como estos dulces espíritus. Y cada día que pase en el que nuestro
dotado príncipe se niegue a hilar oro, te romperé otro dedo, y otro. —Se
encogió de hombros—. Por tu bien, espero que no sea tan testarudo como
para que tengamos que considerar también otros huesos.
La soltó. Serilda se tambaleó, haciendo todo lo posible por tragarse su
angustia mientras los niños se reunían a su alrededor.
—¿Tenemos un trato, poltergeist?
Capítulo 26

Serilda sanó rápidamente, en cierto modo para su disgusto. En cuestión de


un par de días, el hueso se había curado, igual que los de Anna después de
caerse a la arena. Pero Serilda no se sentía agradecida. No había visto a
Gild desde ese horrible día en el gran salón de Gravenstone, pero tenía que
asumir que, ya que el Erlking no la estaba torturando, él estaba haciendo lo
que el rey quería. Lo que significaba que, en algún lugar de las mazmorras
bajo aquel castillo embrujado, estaba hilando oro para la cacería.
Todo para que el Erlking pudiera apresar a un dios y desear el regreso
de Perchta.
La enfermaba pensar en ello, así que intentó apartarlo de su mente.
Había muchas otras cosas en las que pensar, de todos modos, mientras
intentaba acostumbrarse a su extraño nuevo hogar.
Le habían otorgado unos aposentos en la esquina noroeste del castillo,
justo enfrente de las habitaciones del Erlking. Eran lujosos, con un dosel
burdeos en la cama y una chimenea tan grande que Gerdrut podría haberse
acostado dentro… Algo que hacía cada vez que Fricz la retaba.
Por suerte, el Erlking les dejaba a ella y a los niños una sorprendente
cantidad de libertad. Aunque en Adalheid había fingido mimarla, parecía
haberla olvidado por completo en Gravenstone, y solo seguía fingiendo su
romance durante la cena compartida. Incluso entonces, apenas le hablaba.
Era un cambio bienvenido.
Los cazadores y él solían estar preocupados, murmurando en salones
mal iluminados o estudiando enormes mapas desplegados en el comedor.
Discutían las siguientes cacerías, las próximas lunas llenas. Serilda había
oído hablar mucho de raíces y zarzas, de piedras desprendidas y muros
derrumbados. Había oído que habían ordenado al herrero que hiciera picos
y palas y hoces con los que atravesar la maleza más densa. Veía a los
criados empujando carretillas llenas de piedras y de manojos de ramas
secas. Suponía que estaban intentando reparar alguna zona de los niveles
subterráneos del castillo que se hubiera derrumbado o que hubiera sido
invadida por el bosque, pero no comprendía para qué querían los oscuros
más bodegas o despensas, cuando el castillo era ya enorme.
Ansiosa por distraer a los niños, Serilda usó aquella inesperada libertad
para inventarse un juego en el que cada día exploraban un rincón nuevo del
castillo. Ganaba aquel que descubría lo más extraño o interesante.
Anna fue la primera ganadora. Encontraron las perreras de los cerberos
y, como no tenían nada más que hacer, decidieron quedarse para ver cómo
les daban de comer aquella tarde. Era una grotesca exhibición de carne
cruda y babas en la que una docena de criaturas sobrenaturales se gruñían
las unas a las otras para demostrar su dominio, justo el tipo de actividad que
a Anna, Fricz y Hans les resultaba fascinante, y que Serilda, Nickel y
Gerdrut apenas conseguían tolerar.
Y fue Anna la primera en darse cuenta de que los perros tenían un
comportamiento diferente.
Parecían… nerviosos.
Los cazadores tuvieron que sacar a algunos de sus perreras para que
reclamaran su carne, y mientras comían, algunos sabuesos parecían
inquietos. Abandonaban su porción para mirar a su alrededor con unos ojos
grandes y abrasadores, o incluso volvían a meterse en sus perreras.
—¿Qué les pasa? —susurró Anna.
—Puede que les den miedo los fantasmas —dijo Hans.
Serilda lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Este sitio está encantado —replicó el niño, como si fuera obvio—.
¿No lo notas?
Serilda lo miró un largo momento, examinándolo para descubrir si
intentaba ser irónico. Como no lo parecía, suspiró.
—Hans…, tú eres un fantasma. Todos sois fantasmas.
El niño puso los ojos en blanco.
—No me refiero a los fantasmas como nosotros. Me refiero a lo que se
quedó en este castillo… Creo que está enfadado. —Miró a Serilda,
pestañeando—. ¿No lo sientes?
Entonces fue cuando se dio cuenta de que los cinco niños podían
sentirlo… Fuera lo que fuera.
Tragó saliva.
—Bueno, esperemos que solo esté enfadado con los oscuros, y no con
nosotros.

Al día siguiente, Fricz hizo el descubrimiento más interesante.


Se había pasado la mañana ayudando al mozo de cuadra a reorganizar
algunos de los cobertizos, donde había encontrado la carreta en la que
habían transportado el cuerpo de Serilda desde Adalheid hasta Gravenstone.
Como ya no tenía razones para mantenerlo en secreto, Serilda les contó la
traición de Agathe, y cuando Fricz había visto la carreta, creyó haber
encontrado también su cuerpo.
Pero estaba vacía.
Llevó a Serilda y a los demás a verla, para asegurarse de que era,
efectivamente, la misma carreta, ahora sin rastro del féretro abierto.
—¿Adónde crees que la han… que te han trasladado? —le preguntó
Anna.
—¿Quién sabe? —dijo Serilda, intentando no desanimarse—. Quizá lo
descubramos si seguimos explorando.
Sabían que no era probable. Gravenstone guardaba aún más secretos y
pasadizos que Adalheid.
—En realidad no importa —dijo Serilda con un suspiro. Luego,
consciente de lo abatida que había sonado, les mostró una sonrisa—. De
todos modos, nunca podría dejaros.
Los niños la miraron, frustrados y consternados.
—¿Qué pasa? —les preguntó.
—Serilda —dijo Nickel, en el mismo tono que usaría para explicarle a
Gerdrut por qué es necesario ponerse guantes durante una ventisca—, si
vuelves a encontrar tu cuerpo, tienes que romper tu maldición.
Ella miró sus rostros decididos.
—Pero no podría…
—Tienes que hacerlo —insistió Nickel.
—Mientras estés aquí, el Erlking tendrá algo con lo que presionar a Gild
—añadió Hans—. Seguirá hilando oro.
—Y el Erlking ganará —dijo Gerdrut, con los ojos serios y muy
abiertos.
Serilda contuvo el aliento. Los miró, horrorizada por la idea de dejarlos
atrás.
—Pero… ¿cómo podría dejaros? Es culpa mía que estéis aquí. Si os
abandono…
—No, no es tu culpa —dijo Hans—. Los cazadores nos secuestraron.
—¡Por mí!
—Porque son monstruos —replicó Hans—. Porque han secuestrado a
gente durante cientos, quizá miles de años. ¿También vas a culparte de
todas esas muertes?
Serilda suspiró.
—Vosotros no lo comprendéis.
—No, eres tú la que no lo comprende. —Hans alzó la voz—. Te
queremos, Serilda. No queremos que estés atrapada aquí, y odiamos que
seas… que seas su esposa. —Hizo una mueca—. Si alguna vez tienes la
oportunidad de marcharte de aquí, tienes que aprovecharla, con o sin
nosotros. Si no lo haces por ti misma —le señaló el vientre—, hazlo por el
bebé.
Serilda tragó saliva.
Todos comprendían ya que su hijo estaba creciendo en el interior de su
cuerpo físico, aunque su vientre no se hincharía hasta que fuera de nuevo
mortal. Serilda quería discutir con ellos, insistir en que no podía
abandonarlos…
Gerdrut se lanzó hacia ella. Enterró la cara en su vientre, la rodeó con
los brazos y dijo, con la voz amortiguada:
—Por favor, Serilda. Sería mejor para nosotros que fueras libre. Así no
tendríamos que preocuparnos por ti todo el tiempo.
La boca se le quedó seca mientras apretaba a Gerdrut contra su cuerpo.
Nunca se le había ocurrido que los niños se preocuparan por ella tanto como
ella por los niños.
Al final, tomó una larga inhalación.
—De acuerdo —suspiró—. Si encuentro mi cuerpo, intentaré romper la
maldición y huir.
Serilda no tenía muchas esperanzas de volver a ver su cuerpo físico. No
hasta que llegara el momento del parto, suponía, y entonces sería demasiado
tarde para romper la maldición, salvar a su hijo y desaparecer. Gravenstone
era un laberinto lleno de pasillos oscuros y escaleras sinuosas. No sabía
dónde habían escondido su cuerpo, pero estaba segura de que estaría en
algún lugar seguro y protegido. En algún lugar al que ella no debiera ir.

El tercer día, llamaron a los niños para que ayudaran a lavar y tender las
cortinas y los manteles del castillo, así que Serilda se quedó sola para
explorar.
Durante la cena, el Erlking le mencionó la biblioteca. Le dijo que estaba
llena de tomos antiguos que habían sido recopilados hacía mucho, y eso era
lo que Serilda pretendía encontrar. Su esposo le había indicado cómo llegar
(en el ala sur, más allá de la rotonda lunar, girando antes de llegar al
solario), pero estaba irremediablemente perdida. No había encontrado ni la
rotonda ni el solario, solo una cadena interminable de salones, salas de estar
y galerías con más cabezas decapitadas que una granja de pollos.
Serilda estaba mirando con recelo un impresionante venado de enormes
astas plateadas cuando oyó una risa distante.
Se giró, prestando atención.
El sonido se oyó de nuevo.
—¿Gerdrut? —llamó, entrando en un despacho sombrío. No vio a
nadie, solo pinturas de melancólicos y tormentosos océanos en las paredes
—. ¿Anna? ¿Sois vosotras?
Otra risa, más lejos.
Serilda dudó. Sonaba como una niña, pero ¿sería una de sus niñas?
Atravesó la habitación y salió a un largo pasillo. A la izquierda, se
filtraba un rumor de luz solar. Entornó la mirada para protegerse de la
inesperada luminosidad y entró en una enorme sala circular con el techo
abovedado.
Contuvo el aliento. Las paredes estaban pintadas de un oscuro azul
zafiro, y estaban salpicadas de brillantes constelaciones. Aunque el techo
era casi por completo de cristal, los paneles entre los vidrios estaban
decorados con las fases lunares, junto a las lunas anuales en los bordes,
desde la Luna de Nieve a principios de año a la Luna Oscura a finales de
este. La que aquel año se llamaría Luna Eterna, ya que la Luna Oscura
coincidía con el solsticio de invierno.
Serilda lo miró todo, asombrada. Aquella debía de ser la rotonda lunar
que el Erlking le había mencionado.
No eran solo las fases de la luna; había todo un calendario allí
representado. Mientras estiraba el cuello para observar el techo de cristal, se
preguntó cómo atravesaría la luna aquel espacio transparente. Cómo
aparecerían y desaparecerían las estrellas, a medida que avanzara la noche.
Pero, aunque el techo de la rotonda era glorioso, la habitación estaba
desordenada, y el suelo estaba cubierto de desechos e indicios de trabajo.
Había carretillas de mano medio llenas de piedra y escombros. Cinceles y
hachas dispersos sobre las baldosas.
Y de nuevo oyó un extraño ruido. No eran risas.
Más bien parecían… susurros.
Un sonido distante.
Como un grupo de niños ocultos tras una cortina, incapaces de
mantenerse en silencio.
Serilda se giró.
La puerta estaba enclavaba en una sombría hornacina, difícil de ver. No
era una puerta, descubrió al acercarse, sino la entrada de una cueva. La
negrura rezumaba de aquel agujero. Las paredes que lo rodeaban estaban
talladas en la roca y en la tierra y mostraban gruesas raíces enredadas.
Algo se movía. Se retorcía, reptaba por las paredes.
¿Serpientes?
Con la respiración acelerada, Serilda se acercó a la cueva con paso
vacilante.
No, no eran serpientes. Eran zarzas. Un caos de enredaderas cubiertas
de espinas que serpenteaban sobre los azulejos rotos del suelo de la rotonda.
Habían arrancado montones de ellas, dejando atrás espinas rotas y bordes
astillados.
Pero todavía parecían vivas. Extendiéndose hacia ella. Retorciéndose a
la luz, como si buscaran la calidez del sol.
«Serilda…».
Se detuvo. No era una voz de niño.
Esa voz pertenecía a un adulto. A un hombre. A alguien conocido…
Notó el latido de su corazón en las orejas.
Había oído mal. Su mente estaba jugando con ella, burlándose de ella
con crueldad.
Lo oyó de nuevo. Su nombre.
«Serilda…».
Más fuerte ahora. Más inseguro. Más… esperanzado.
—¿Papá? —exhaló, una palabra débil y temerosa. Estaba segura de que
el susurro venía de aquella abertura. Estaba segura de que era su padre
llamándola.
Pero era imposible.
Estaba muerto.
Ella lo había visto convertido en un nachzehrer, un monstruo devorador
de carne. Había visto a la señora Sauer cortándole el cuello con una pala.
No podía estar allí, en aquel horrible castillo en mitad del bosque de
Aschen.
No podía estar allí, justo al otro lado de aquella profunda oscuridad.
«Seril… da…».
Con un sollozo estrangulado, Serilda se adelantó y agarró una de las
enredaderas, con la intención de apartarla de la entrada, de adentrarse en la
boca de la caverna.
El dolor le atravesó la palma. Siseó y retrocedió. Una espina se le había
clavado en la carne bajo el pulgar. La herida era pequeña, pero le escocía, y
se la presionó contra la boca para detener el sangrado.
Levantó la mirada. Se detuvo en seco.
Las zarzas habían empezado a unirse, agrupándose en crueles nudos
ante la entrada de la cueva, formando una densa barrera.
Retrocedió, temblando.
—¡Sal de aquí!
Se giró, sobresaltada al ver a un cazador que se dirigía hacia ella, con un
pico en la mano enguantada. Serilda gritó y se apartó. Alejándose del
cazador, alejándose de las espinas.
—Humana idiota —murmuró—. ¿Has dejado que te toque? Nos has
hecho perder horas de trabajo. —La miró con una mueca—. ¡Sal de aquí,
antes de que destroces algo más!
Serilda abrió la boca con la intención de contarle lo que había oído, con
la intención de preguntarle a dónde conducía aquella cueva, qué había allí
abajo.
Pero el oscuro ya le había dado la espalda e, irritado, inspeccionaba las
enredaderas que habían vuelto a unirse, negando con la cabeza.
Sabía que no recibiría ninguna respuesta de él.
Además, los susurros se habían acallado. Seguramente se lo había
imaginado todo.
Sin esperar a que le gritaran de nuevo, se marchó corriendo de la
rotonda. Solo cuando recuperó el aliento pensó si debía contarles a los niños
el descubrimiento. No quería asustarlos (ya estaban bastante inquietos),
pero también sabía que aquella cueva, con sus serpenteantes enredaderas,
no tendría competencia como descubrimiento más interesante del día.
Capítulo 27

Los niños se habían acostumbrado a dormir en la habitación de Serilda,


con ella, como hacían en Adalheid. A Serilda no le importaba. Por la noche,
le gustaba estar sola tan poco como a ellos, y se alegraba de tener
compañía. Si perdía un poco de sueño porque se quedaba aplastada entre
cinco cuerpos pequeños, fríos y resbaladizos, no se quejaba.
Lo que le molestaba, no obstante, eran las pesadillas de los niños, que
habían tenido lugar cada noche desde su llegada a Gravenstone. Antes,
habían dormido como lirones. Ahora, alguno de ellos despertaba llorando
casi a diario.
Serilda se despertó con los movimientos agitados de alguno de los
niños. En su estado de duermevela, miró las sombras de la habitación,
intentando recordar qué niño se había quedado dormido a los pies de la
cama, de donde venían los gemidos aquejados.
Frotándose el sueño de los ojos, Serilda se sentó, intentando no molestar
a los demás.
—¿Gerdrut? —preguntó, buscando su hombro—. Gerdy, despierta.
Estás teniendo otra pesadilla.
Pero su mano no tocó el camisón de raso de Gerdrut.
En lugar de eso, notó algo… curtido. Una membrana fina y huesos
quebradizos.
Contuvo el aliento y retiró la mano. Un siseo resonó en sus oídos.
Reptó, casi cayéndose sobre Anna para salir de la cama y encender la
vela de la mesilla de noche. Tan pronto como lo hizo, su mirada se posó en
una silueta sombría.
Una criatura con enormes ojos amarillos y alas como las de un
murciélago. Tenía las garras clavadas en los hombros de Gerdrut, y su
lengua serpenteaba hacia la cara de esta.
Serilda gritó.
El instinto tomó el control mientras se abalanzaba sobre el drude,
intentando golpearlo con la vela. Pero la llama titiló y se apagó,
sumiéndolos de nuevo en la oscuridad.
Serilda gritó de nuevo, y a su grito se sumó el de los niños, que
despertaron aterrados. Intentó encender de nuevo la vela mientras,
desesperada, intentaba decidir qué podía usar como arma, cuando en
aquella habitación había poco más que horquillas y una palangana. La jarra
del agua. Eso tendría que servir.
Pero, cuando la vela cobró vida de nuevo, el drude ya se había ido y los
cinco niños corrían frenéticamente por la habitación; se escondieron debajo
del colchón y se taparon con las colchas, intentando protegerse, aunque
nadie tenía ni idea de qué estaba ocurriendo.
La puerta estaba abierta.
Serilda corrió hacia ella justo cuando el Erlking abría su puerta al otro
lado del pasillo.
Ignorándolo, miró a un lado y después al otro.
El drude estaba posado tras uno de los candelabros apagados del pasillo.
—¡Allí! —gritó Serilda, señalando.
El drude siseó y saltó, extendiendo sus alas. Aterrizó en el muro y se
escabulló sobre la piedra, intentando sujetarse con las garras para llegar a la
ventana opuesta.
Tan pronto como llegó al saliente de la ventana, una daga le golpeó,
clavando una de sus alas al marco de madera.
Serilda se llevó las manos al pecho, sorprendida una vez más cuando no
notó su corazón latiendo con rapidez. Miró al Erlking, que todavía tenía la
mano extendida. Su expresión era calculadora, con los ojos entornados.
—Gra… Gracias —tartamudeó Serilda—. Ha atacado a Gerdrut.
El rey pasó a su lado. Llevaba unos pantalones de lino y no tenía
camisa, lo que resultaba desconcertante. Su piel pálida y plateada brilló bajo
la tenue luz de las velas cuando se acercó a la forcejeante criatura y extrajo
su cuchillo.
El drude cayó al suelo, pero de inmediato se alzó sobre sus patas
traseras y mostró los dientes.
Impasible, el Erlking le rodeó el ala herida con el puño y apretó.
Serilda oyó el crujido de los huesos e hizo una mueca.
Mientras el monstruo chillaba, el Erlking lo levantó para ponerlo al
nivel de sus ojos y lo examinó un largo y horrible momento.
—Estaba buscándoos —le dijo—. ¿Por qué os escondéis de mis
cazadores?
En respuesta, el drude siseó de nuevo. Su lengua bífida saltó ante la cara
del Erlking.
Serilda no sabía si el rey esperaba una respuesta, pero no parecía ni
sorprendido ni decepcionado mientras usaba la punta de su daga para
desplegar el ala sana e inspeccionar a la criatura desde cada ángulo.
—Quiero saber qué ha pasado desde que nos marchamos —le dijo—.
¿Dónde están el resto de mis monstruos?
Los ojos de la criatura se iluminaron hasta que fueron casi de un naranja
dorado. Sus garras repiquetearon.
—Adelante —continuó el Erlking—. No temo tus pesadillas.
Muéstramelo.
Serilda separó los labios. El Erlking quería que el drude entrara en su
mente, que le diera no una pesadilla, sino la verdad de lo que había ocurrido
allí desde que los oscuros se habían marchado.
Pero el drude no lo hizo.
En lugar de eso, la pequeña bestia se clavó las garras en su propio
pecho.
El Erlking lo miró con sorpresa y lo lanzó al suelo. Se apartó y observó
junto a Serilda cómo la vida abandonaba a la bestia en ríos de sangre oscura
y viscosa.
—Bueno —dijo el Erlking, con tono brusco—. Supongo que no tenía
nada que decir.
Serilda dejó escapar una exhalación temblorosa.
—Yo… tengo que ir a ver cómo está Gerdrut.
Sin esperar la respuesta del rey, regresó al dormitorio.
Los niños se habían reunido en la cama, abrazándose unos a otros.
Protegiéndose unos a otros.
—Gerdy —dijo Serilda, sentándose junto a la niña y agarrándole la
mano—. ¿Estás bien?
Gerdrut le mostró una sonrisa débil.
—Estoy bien.
—De acuerdo. Ya ha pasado. El drude está muerto. No volverá a hacerte
daño. Y, te lo prometo…, ha sido una pesadilla. Solo una pesadilla.
La niña parecía afligida. Miró a Hans, que asintió para animarla.
—Nos estaba contando el sueño —explicó Nickel—. Vamos, Gerdy.
Cuéntaselo a Serilda.
Serilda se preparó. Ella también había sido víctima del ataque de un
drude. En esas visiones había visto cosas que todavía la despertaban,
temblando, en mitad de la noche. Había oído contar que los drudes
provocaban tanto terror que algunos habían muerto, literalmente, de miedo.
Odiaba pensar en lo que aquella bestia le habría hecho a aquella pobre y
dulce niña…
Gerdrut se sorbió la nariz. Había estado llorando. De haber tenido
corazón, a Serilda se le habría roto.
—He visto a mi… a mi abuela —comenzó Gerdrut.
La abuela de Gerdrut se había ido al Verloren justo un año antes.
Siempre había sido una señora amable, de esas que siempre tenían
caramelos para los niños los días de fiesta, y era una de las pocas que nunca
habían mirado a Serilda con recelo.
—Estaba ayudándome a hacer muñecas con retales de muselina —
continuó—. Yo cortaba la tela y ella le añadía botones y flores. Y
entonces…
Serilda se mordió el labio inferior, esperando el momento en el que el
sueño se convertía en pesadilla.
—Me ha abrazado —dijo Gerdrut, encorvándose con un sollozo—. Y
me ha dicho cuánto me quería y que tenía muchas ganas de estar de nuevo
conmigo. Me ha dicho que estaba esperándome, y que algún día estaríamos
juntas. Y yo… la echo mucho de menos, Serilda.
Mientras el resto de los niños se inclinaban para abrazar a Gerdrut,
Serilda se echó hacia atrás, confusa.
—Eso… no parece una pesadilla.
Gerdrut negó con la cabeza, todavía llorando.
—¡Ha sido… un sueño precioso! —dijo entre sollozos.
Serilda abrió la boca, pero la cerró de nuevo. Miró a Gerdruty al resto
de los niños antes de girarse hacia la puerta cerrada.
Eso no tenía ningún sentido.
—De acuerdo —dijo al final, tomando aliento profundamente—. De
acuerdo, mis amores, deberíamos intentar dormir un poco más, si podemos.
—Se levantó, alisó las colchas lo mejor posible y les hizo tumbarse—.
Acostaos, y os contaré una historia.
—¿Esta vez será una historia alegre? —le preguntó Anna.
Serilda se rio, antes de darse cuenta de que Anna lo había preguntado en
serio.
—Bueno —dijo, vacilante—. Supongo que puedo intentarlo.
El velo se había creado. Sin acceso al mundo mortal, los oscuros ya no
podían atormentar a los humanos, y se recuperó cierto equilibrio. Los
dioses regresaron a sus vidas solitarias.
Pero Wyrdith no estaba satisfecho.
Una historia no terminaba del todo hasta que encontraban a un oyente,
y aunque Wyrdith disfrutaba de la brutal belleza del océano cuando rompía
contra los acantilados de basalto del norte, se descubrió sintiéndose más y
más infeliz. Y, por eso, la deidad de las historias decidió aventurarse entre
los mortales.
Wyrdith se dedicó a viajar por el mundo humano.
Asumía la forma de un gorrión y se posaba en un alféizar para
escuchar los cuentos que las madres contaban a sus hijos.
Se disfrazaba de anciano y se encorvaba en un rincón de una taberna
para escuchar las historias de ballenas y sirenas que contaban los
pescadores.
Hubo una época en la que Wyrdith se hizo pasar incluso por trovador, y
actuó para los campesinos y para la realeza por igual. Entre representación
y representación, tomaba nota de las historias que se contaban en cada
aldea por la que pasaba.
Cuanto más oía, más se enamoraba de los humanos, que encontraban
placer tanto en un tranquilo cuento antes de dormir como en una aventura
épica. Sus historias estaban llenas de alegrías y dificultades, de victorias y
derrotas, pero siempre había una corriente de esperanza que llenaba un
vacío en el interior de Wyrdith que él hasta entonces no había sabido que
existía.
Cualquiera diría que el cuentacuentos había comenzado a amar a
aquellos mortales.
Cierto año, Wyrdith se reunió con los aldeanos de una —pequeña aldea
para celebrar la Cosecha de Freydon durante el equinoccio de otoño. Pero
ese año había más inquietud que dicha, porque la cosecha había sido tan
pobre que los aldeanos temían no tener suficiente comida para pasar el
invierno.
En lugar de culpar a Freydon, el dios de la cosecha, los aldeanos
acusaron a Wyrdith. Estaban seguros de que el embaucador dios había
girado su rueda, y de que aquel año, esta les había deparado una gran
desgracia.
Wyrdith se sintió abatido, porque sabía que la culpa no era de su rueda.
Incapaz de comprender por qué Freydon rehusaba su responsabilidad y
no se aseguraba de proporcionar una cosecha abundante, y enfadado
porque siempre le echaban la culpa a él, Wyrdith asumió la forma de una
gran ave y voló para buscar al dios de la cosecha.
Freydon disfrutaba de una vida sencilla en las llanuras al este de
Dostlen, donde se ocupaba de su pulcro jardín y se pasaba las tardes
pescando en el delta del río Eptanie. Se sorprendió mucho al ver a su viejo
amigo, el dios de las historias, y de buena gana lo invitó a sentarse con él a
la sombra de una vieja higuera para disfrutar de una partida a los dados y
de una taza de sidra de pera.
Pero Wyrdith estaba demasiado enfadado como para que aquello lo
apaciguara.
—La cosecha de este año ha sido pésima —dijo Wyrdith—, y la gente
está sufriendo. ¿Por qué no has hecho que haya grano de sobra y que los
huertos estén a rebosar? ¿Por qué has abandonado a los buenos aldeanos
que confiaban en ti?
La ira de Wyrdith pilló a Freydon desprevenido. Soltó su taza y se
inclinó hacia delante con una expresión casi compasiva.
—Mi querido amigo, llevo muchos siglos sin interferir en los asuntos de
los mortales.
Wyrdith no lo comprendía.
—Pero ¡si el año pasado la cosecha fue muy abundante!
—Sí, como lo ha sido durante más de una década, según me han dicho.
Pero eso se debe a la lluvia que ha caído y al sol que ha brillado y a los
campesinos que han labrado la tierra y sembrado las semillas.
Wyrdith abrió los ojos de par en par.
—Entiendo —dijo—. Entonces debería hablar con Huida, pues ha de
ser culpa suya que los campesinos hayan sido perezosos este año. Y debería
hablar con Eostrig, que no habrá bendecido las semillas recién plantadas.
Y debería hablar con Solvilde, que nos ha traicionado a todos con un
verano de sequía.
Ante esto, Freydon soltó una enorme carcajada.
—No, no, no lo comprendes. Los demás han estado recluidos en sus
santuarios, comb yo, pues prefieren evitar el ciclo de culpa y alabanza que
nos han impuesto durante demasiado tiempo. Las semillas y la lluvia…
tienen ahora voluntad propia. En cuanto a los campesinos, si han cedido a
la pereza, la culpa solo puede ser de ellos.
Viendo que Wyrdith seguía confuso, Freydon suspiró.
—Tyrr lleva eones sin tomar parte en una guerra humana, y aun así las
guerras siguen existiendo. Hay conquistadores y conquistados, como
siempre, pero ahora son los humanos quienes forjan su camino. Del mismo
modo, Velos guía a las almas por el puente hacia el Verloren, pero hace
siglos que no impone su voluntad sobre quién debe morir o cuándo. Y, aun
así, la muerte acude a todos los mortales. —Se encogió de hombros—.
Somos dioses antiguos, Wyrdith. El mundo ha seguido girando sin nosotros.
Los mortales han seguido adelante sin nosotros. Invocan nuestros nombres
y nos dejan sus ofrendas y susurran sus oraciones, pero, al final, su destino
está en sus manos.
Al ver que la expresión de Wyrdith se había convertido en algo vacío y
triste, Freydon frunció el ceño.
—No desesperes, amigo mío. Habrá penurias. Habrá tragedias. Pero
los humanos prosperan mejor sin nuestra interferencia.
—Eso no es lo que me preocupa —dijo Wyrdith.
—Entonces, por favor, desahógate conmigo.
—No puedo hacerlo. Porque, verás, de repente entiendo por qué es
siempre mi nombre el que maldicen cuando la desgracia cae de un modo
injusto sobre la buena gente. Ahora entiendo que soy el único que de
verdad quiere a esos mortales. Pero, para ellos, siempre seré el
embaucador de la rueda de la injusticia… Y me temo que, por esa razón, mi
amor nunca será correspondido.
Freydon le puso una mano en el hombro.
—Eres más que fortuna y destino. Eres el historiador del mundo. Eres el
guardián de las historias y de las leyendas olvidadas. Si los mortales no
pueden amarte por tu rueda, te amarán por eso. —A Freydon le brillaron
los ojos—. Porque no hay un alma viva, ni siquiera entre los dioses, que no
disfrute de una buena historia.
Wyrdith se despidió de Freydon sintiéndose desconectado tanto del
mundo de los dioses como del mundo de los mortales, preguntándose si
pertenecería a alguno de ellos. Aun así, entendía la sabiduría que
guardaban las palabras de Freydon. A los humanos les gustaban las
buenas historias, y si eso era lo único que Wyrdith podía ofrecerles,
entonces sería eso lo que les daría.
El dios de las historias regresó al mundo de los mortales. Siguió
viviendo entre ellos durante muchos años.
Siempre escuchando los cuentos bien contados.
Siempre reuniendo los mitos y las leyendas del gran mundo.
Siempre listo para hilar sus propias historias ante cualquiera que
quisiera escucharlas.
Y a veces, solo a veces, Wyrdith miraba los rostros de sus oyentes, de
los niños angelicales con mejillas sonrosadas o las ancianas de ojos
nublados o los jóvenes cansados después de todo el día en el campo, y veía
amor en ellos.
Durante mucho tiempo, eso fue suficiente para él.
LA LUNA DE LA COSECHA
Capítulo 28

Semanas después de contar la historia de Wyrdith, Serilda todavía no


podía dejar de pensar en ella. Toda su vida había tenido una relación
complicada con el padrino al que no había llegado a conocer. Con el dios
que la había maldecido antes siquiera de haber llegado al mundo.
A pesar de todos los problemas que las historias le habían causado, le
encantaba contarlas. No podía evitarlo. Los romances desventurados y los
villanos inesperados envolvían su corazón y le hacían sentir como si flotara
sobre el mundo mientras la historia se escribía sola. Le hacían sentir que
formaba parte de algo importante, de algo eterno.
Nunca antes se había preguntado si el viejo dios se sentiría igual.
¿También vivía para la emoción de una resolución perfectamente ejecutada?
¿Ansiaba la revelación de un misterio, el desarrollo del destino, el sendero
atribulado de una empresa imposible?
¿Y alguna vez se preguntaba, como hacía Serilda tan a menudo, si sus
historias hacían más daño que bien? Los relatos podían ser una vía de
escape, pero al final solo eran eso. Al final, la realidad siempre regresaba
con fuerza.
No podía evitar preguntarse dónde estaría Wyrdith en ese momento. ¿Se
habría cansado por fin de los mortales y se habría marchado, como habían
hecho los otros dioses, para vivir una vida de reclusión? ¿O seguiría
vagando por los reinos, entreteniendo a príncipes y campesinos por igual?
Serilda nunca había conocido a un bardo errante, pero su padre le había
contado que, cuando él era joven, un trovador había llegado al pueblo y se
había pasado tres noches seguidas relatando una historia épica sobre un
caballero que había cruzado la tierra y el mar, luchando contra monstruos y
brujos, para rescatar a una princesa que se había convertido en una
constelación. Su padre le había dicho que la gente no había hablado de otra
cosa durante semanas. Cuando el trovador se marchó, los niños de la aldea
lloraron.
¿Podría haber sido Wyrdith?
Por alguna razón, la idea envió una oleada de alegría por la piel de
Serilda. Tras su nacimiento, la gente de Märchenfeld había comenzado a
recelar de las historias, por miedo a la niña maldita de los ojos dorados.
Pero le gustaba pensar que había habido una época en la que ellos también
se habían reunido en la plaza del pueblo para oír una mágica historia.
Era lo que Freydon había dicho. «No hay un alma viva que no disfrute
de una buena historia».
Los días eran largos en Gravenstone, y aquellas preguntas al menos
ayudaban a Serilda a no pensar tanto en Gild, que seguía encerrado en algún
lugar, solo y obligado a hilar día y noche. Había tenido un nudo constante
en las entrañas al pensar en todas las cosas terribles que podrían haberle
pasado. Se imaginaba una cama infestada de pulgas y ratas, y después se
preguntaba si le habrían permitido dormir. Se imaginaba sus manos en
carne viva, sangrando por el trabajo con la paja. Oía su voz sarcástica
diciéndole al Erlking dónde podía meterse el oro hilado, y sus gemidos
durante la posterior paliza.
Todo aquello era suficiente para enfermarla de preocupación, sobre todo
porque no podía hacer nada por él. Ansiaba una distracción.
Los niños habían estado ocupados al principio, trabajando con el resto
de los fantasmas para quitar el polvo y las telarañas. Pero, cuando el trabajo
terminó, tuvieron que encontrar un nuevo modo de entretenerse en aquel
deprimente lugar. Inventaban juegos de mesa y rogaban a los músicos del
castillo que les enseñaran canciones con la cítara y la mandolina. Pasaban
horas haciendo farolillos de papel que planeaban llenar con velas y colgar
de las ramas del aliso durante la Luna de Luto, una tradición que había sido
muy preciada para ellos en Märchenfeld. Hans estaba ayudando a Gerdrut a
hacer su primer libro de la amistad, llenando una libreta mal encuadernada
con dibujos y flores secas, fragmentos de poesía y recuerdos alegres. Nickel
había vuelto a dibujar, y Anna había regresado a su antiguo ser: era
inmutable y enérgica, y hasta rebotaba por las paredes cuando el
aburrimiento era demasiado. Mientras, Fricz estaba decidido a aprender a
hacer trampas jugando a los dados con huesos.
Al final, todos hacían lo que podían, aunque el ambiente del castillo
resultaba opresivo de un modo peculiar e intangible. Había secretos ocultos
entre aquellos muros. Misterios a la titilante luz de las velas. Adalheid
estaba encantado, pero Gravenstone provocaba en Serilda un prolongado
temor siempre que atravesaba los desconocidos pasillos.
Tal vez fuera su imaginación, pero parecía que incluso los oscuros
estaban inquietos. Decían que sus cosas se movían o que desaparecían
cuando no había nadie cerca, y por una vez nadie podía culpar al
poltergeist. Los cerberos aullaban a todas horas, como si intentaran
comunicarse con monstruos que nadie más podía ver. El mozo de cuadra
decía que los caballos también estaban nerviosos, siempre relinchando y
con los ojos frenéticos. Y había ruidos extraños, susurros y correteos y
golpes inquietantes que llenaban los pasillos sin un origen obvio.
Quizá, después de tanto tiempo lejos, Gravenstone ya no era su hogar.
Quizá se habían acostumbrado demasiado a Adalheid. O quizá eran los
misterios del lugar los que les enervaban. La furiosa presencia que hacía
que todos los fantasmas miraran sobre sus hombros. Los susurros
fantasmales. El hecho de que el castillo pareciera más un mausoleo que un
santuario. La corte del Erlking se había acostumbrado a vivir en un castillo
embrujado, pero había algo en Gravenstone que los atemorizaba, y el
ambiente empeoró después de que el drude atacara a Gerdrut.
Aunque, en realidad, el drude no la había atacado. Los días siguientes,
la historia de Gerdy no cambió. No había sido una pesadilla, sino un sueño.
Un sueño bonito que la había llenado de la esperanza de que algún día
terminaría aquello, su pesadilla en el mundo real. Algún día tendría paz y
descanso y volvería a estar con su familia.
A Serilda la ponía indeciblemente triste oír unas palabras tan agridulces
y profundas en boca de una niña tan pequeña.
Pero, sobre todo, la confundía.
¿Por qué, por el nombre de todos los dioses antiguos, se colaría un
drude en sus aposentos para hacer que una niña soñara con su abuela
fallecida?
No le había contado al Erlking la verdad de la visión de Gerdrut. El rey
ya estaba de mal humor. Él también había estado inusualmente tenso desde
su llegada. Sus ojos se movían por la estancia como si esperara que las
mismas sombras lo atacaran. O… que hablaran. O que cantaran o bailaran o
lo que fuera que los oscuros temieran que hicieran las sombras.
Serilda tampoco mencionó la voz de su padre llamándola desde la
abertura de la rotonda lunar. Descubrió que sus pies la conducían en aquella
dirección más de una vez antes de obligarse a darse la vuelta.
Su padre se había marchado. Se lo había llevado la cacería salvaje, se
había caído del caballo y lo habían dejado morir en la cuneta de la carretera,
porque el Erlking no valoraba su espíritu lo suficiente como para llevarlo de
vuelta al castillo. El cadáver de su padre se había convertido en un
nachzehrer: un ser putrefacto y sin razón que la había atacado, hambriento
de la carne de su propia hija. Habría matado a Serilda si la señora Sauer no
la hubiera salvado. Después de eso, ambas habían lanzado su cuerpo al fío.
Estaba muerto. Nunca regresaría.
Quien fuera o lo que fuera que la había llamado no era su padre.
—¿Mi señora?
Serilda regresó de su ensoñación mientras miraba el bosque de Aschen
por la ventana del salón, para ver a Manfred a su lado.
—Su oscuridad solicita el honor de vuestra presencia.
Se estremeció al oír sus palabras, exactamente las mismas que cuando
se habían conocido, cuando Manfred había acudido al molino con un
carruaje hecho de costillas para llevarla a Adalheid.
—¿Qué quiere? Quedan horas para la cena.
—Tiene algo que ver con… el poltergeist —le dijo.
Serilda se tensó. Un centenar de posibilidades terribles cayeron sobre
ella. No había visto a Gild desde la mañana después de la Luna de Paja,
cuando se lo habían llevado, encadenado a las mazmorras. Como el Erlking
no le había roto más dedos, solo podía asumir que Gild estaba obedeciendo
sus órdenes y convirtiendo la paja en oro, seguramente noche y día.
No se había atrevido a preguntar por Gild, por miedo a que el Erlking
descubriera lo que sentía por él, pero también porque no habría soportado
saber que le estaban golpeando o torturando. Al menos, en su ignorancia,
podía seguir imaginándolo como la noche en la que lo había conocido en las
mazmorras de Adalheid, descarado y desaliñado y totalmente exasperante.
Pero no era tonta. Hilar era un trabajo laborioso, incluso para un
poltergeist, y suponía que él odiaría cada momento del mismo, sabiendo
que el Erlking había ganado.
Siguió a Manfred fuera de la habitación. Aunque era un castillo distinto,
no pudo evitar revivir su larga caminata hasta los calabozos de Adalheid,
cuando estaba segura de que el Erlking la asesinaría al llegar la mañana.
Era curioso, pensó, que tantas cosas hubieran cambiado, y que tantas
cosas no hubieran cambiado en absoluto.
Mientras descendían a los niveles subterráneos del castillo, se descubrió
rodeada de nudosas y antiguas raíces. El aliso formaba parte de los
cimientos sobre los que se había construido Gravenstone.
No obstante, la celda tenía barrotes de hierro, porque suponía que
incluso las raíces de un árbol mágico cederían ante una espada o unas garras
o… unas uñas insistentes.
Se preparó para ver a Gild. No lloraría, se prometió. Aunque tuviera el
rostro hinchado y magullado, aunque tuviera los huesos rotos y la ropa
manchada de sangre. Sería fuerte, por el bien de Gild.
Entonces Manfred abrió la puerta, vio al joven y todas sus expectativas
se vinieron abajo.
Gild estaba sentado sobre un montón de paja, con los brazos
testarudamente cruzados y la barbilla levantada con obstinación.
No había sangre. Ni moratones. Ni huesos rotos.
Los ojos de Gild se posaron en Serilda y se puso en pie de un salto.
—¡Estás aquí! —gritó, llegando hasta ella en tres pasos gigantes y
rodeándola con sus brazos. Serilda contuvo el aliento, demasiado aturdida
como para devolverle el abrazo de oso.
—¿Estás bien? —le preguntó ella. Tenía lágrimas en los ojos cuando él
se apartó, sosteniéndola a la distancia de un brazo—. Estaba segura de que
estarías… —Se detuvo. No quería poner palabras a sus miedos.
—Podría decir lo mismo de ti —dijo Gild, inspeccionándola de la
cabeza a los pies. Le agarró las manos y le examinó los dedos—. No sabía
qué te estaba haciendo. No dejaba de pensar… —Se le cortó la voz, y tragó
saliva—. Le dije que me negaba a seguir hilando hasta que viera con mis
propios ojos que estabas bien. —Sus siguientes palabras fueron apenas un
susurro—. ¿No te ha hecho daño?
Serilda negó con la cabeza.
—No. No desde… ese primer día. ¿Y a ti?
—Estoy bien. Genial, de hecho. He estado hilando día y noche, y
parecía que se me iban a caer los dedos, pero mira todas mis cucharas
nuevas. —Señaló un montón de cucharas de madera lanzadas
anárquicamente en una esquina—. ¿Quién habría esperado que el
cascarrabias fuera tan generoso?
Serilda estaba tan sorprendida de verse sonriendo que casi se puso a
llorar.
—Es una bonita colección.
Gild se encogió de hombros, con expresión seria.
—Satisface la necesidad de pago de la magia, pero no creo que Huida
esté contenta.
—Me alegro de que estés bien. Estaba muy preocupada. Gracias a los
dioses.
—Puedes darme las gracias a mí —dijo una voz brusca.
Serilda se giró mientras el Erlking emergía de un rincón sombrío.
—Te lo aseguro, los dioses tienen poco que ver con mi bondad.
Gild apretó la mano de Serilda rápidamente antes de soltarla, pero el
Erlking aun así tomó nota del gesto. No obstante, tenía una expresión
serena y les mostró una sonrisa expectante.
—Aquí la tienes —dijo—. Querías una prueba de que no ha sufrido
daño, y te la he dado. Ahora, vamos. Tienes trabajo que hacer, y yo
también. Manfred, llévatela.
—¡Espera! —gritó Serilda, agarrando a Gild por el codo.
El Erlking levantó una ceja con irritación.
—Cinco minutos —le pidió—. Por favor, ¿podemos tener cinco
minutos?
El rey resopló.
—¿Por qué permitiría yo eso? Manfred.
El aludido dio un paso adelante, pero Serilda se acercó a Gild, que
instintivamente la rodeó con los brazos.
—Lo permitirás o no hilaré más —dijo Gild.
El Erlking se rio.
—Como desees. No hiles más. Me divertiré extrayéndole los dientes a
mi esposa con un cincel viejo. Estoy seguro de que he visto uno por aquí, en
alguna parte.
Apartándose de Gild, Serilda se dirigió al rey.
—Vamos a hablar —gruñó, antes de salir al pasillo.
El Erlking la siguió.
—No tengo la costumbre de ceder a las demandas de los mortales.
Serilda se giró para mirarlo.
—Y, a pesar de todo, lo has hecho —le espetó.
Los ojos del Erlking destellaron, pero Serilda ignoró la advertencia que
había en ellos, y se acercó hasta que tuvo que estirar el cuello para
sostenerle la mirada.
—¿Crees que no podría decirle a toda la corte que tú no eres el padre de
este niño?
La advertencia se transformó en una creciente amenaza.
—Cuidado, hija del molinero. Conoces las consecuencias de echarte
atrás en nuestro trato.
—Y aun así lo haría para fastidiarte. ¿Qué pensaría la corte si
descubriera que el hijo que pretendes criar como tu heredero no es nada más
que el hijo de un campesino desconocido? Humano hasta la médula.
El rey entornó los ojos, calculando.
—¿Un campesino desconocido? —replicó con frialdad—. Empiezo a
preguntarme si eso no será solo una mentira más.
Miró con intención la celda de Gild.
Serilda resopló.
—Qué imaginación tienes. —Se plantó las manos en las caderas—.
Solo te estoy pidiendo cinco minutos para hablar con él. Para asegurarme de
que lo estáis tratando bien. Cinco minutos. —Ladeó la cabeza—. ¿Qué
temes que ocurra?
Un músculo se movió en la mandíbula del Erlking. Inhaló despacio, a
través de sus fosas nasales.
Sin responder, giró sobre sus talones y le hizo una señal a Manfred.
—Me necesitan en la rotonda —gruñó—. Dales cinco minutos, y ni un
segundo más. Y no los dejes solos.
Con una última mirada de advertencia a Serilda, abandonó el pasillo.
Aunque intentaba parecer indiferente, la joven sabía por la sorpresa
visible en el ojo bueno de Manfred que estaba impresionado por su
habilidad para negociar. Y que seguramente sentía curiosidad por saber de
qué habían hablado exactamente.
Pero no preguntó. En lugar de eso, un destello de desafío apareció en su
ojo.
—He visto un horripilante e intolerable número de telarañas en el
pasillo. Supongo que no os importará que vaya a ocuparme de ellas.
Serilda se sintió conmovida.
—En absoluto.
—Bien. Dejaré la puerta un poco abierta, para no dejaros solos.
No podía estar segura, pero a Serilda le pareció que el modo en el que
entornaba el ojo pretendía ser un guiño. Manfred se marchó de la celda,
dejando abierta una rendija apenas del grosor de su pulgar.
—Siempre me ha caído bien —dijo Gild.
Serilda se giró, abrumada… por la gratitud, por el alivio.
Por la desesperación. El tiempo ya había comenzado a agotarse.
Se lanzó a los brazos de Gild.
—¿Qué le has dicho a su funebridad para que se marche?
—Nada importante. Ven, cuéntamelo todo.
—No tengo nada que contar —le aseguró Gild—. ¿Cuánto tiempo llevo
aquí abajo?
—Cuatro semanas. Esta noche es la Luna de la Cosecha.
Gild gimió.
—Y yo que pensaba que el tiempo pasaba despacio en Adalheid.
Serilda miró el montón de paja, la rueca en una esquina de la celda.
—¿Cuánto tienes que hilar?
—Lo suficiente como para apresar a todos los animales del bosque de
Aschen —dijo Gild, quitándose un calambre de los hombros—. Ni siquiera
sabía que podían salirme ampollas. —Levantó las manos para mostrarle los
puntos doloridos de sus palmas y sus dedos—. Tengo un dolor permanente
en la pierna, de pisar ese maldito pedal. Me alegraré si, después de esto,
jamás vuelvo a hilar.
—Gild, no deberías hacer esto. Planea capturar a un dios. Va a traer a
Perchta de regreso…
—¿Tengo otra opción? —Se rodeó los dedos con una de las trenzas de
Serilda—. No puedo dejar que te haga daño. Igual que tú no puedes dejar
que le haga daño a esos niños.
Serilda se encorvó, frustrada por la facilidad con la que el Erlking los
manipulaba.
—Además, que traiga a su cazadora, si quiere. Ya la maté una vez, ¿no?
Puedo hacerlo de nuevo.
—¿Puedes?
Gild se rio y se encogió de hombros.
—Seguramente no. No tengo ni idea de cómo lo hice la primera vez.
¿Sería con una flecha? Soy un arquero decente.
—Es posible que Tyrr tuviera algo que ver con eso.
Tyrr, el dios de la arquería y la guerra, se alababa a menudo después de
un disparo afortunado.
Gild gimió.
—Les das a los dioses el mérito de todo. Pero no quiero hablar de
Perchta ni del Erlking ni de hilar oro. Serilda…, estamos en Gravenstone.
—Le clavó una mirada cargada de intención—. ¿Has…? Quiero decir…
¿La has visto?
Serilda lo miró fijamente.
—¿A Perchta?
Gild hizo una mueca.
—A mi hermana.
La comprensión la atravesó. Había pensado a menudo en la princesa los
primeros días después de su llegada, pero desde entonces la habían distraído
los susurros inquietantes y los ataques de los drudes.
Negó con la cabeza.
—No está aquí. El castillo estaba abandonado.
La decepción nubló el rostro de Gild.
—Se la llevó por mi culpa. Había oído que uno de los príncipes había
recibido la bendición de Huida, y Erlkönig supuso que era ella.
—Quizá también lo era —replicó Serilda—. Puede que lo llevéis en la
sangre.
Gild curvó una de sus comisuras, y Serilda tuvo que admitir que la
posibilidad no era demasiado consuelo.
—¿Cómo crees que era? —le preguntó Serilda.
La expresión de Gild se suavizó, y Serilda supo que él había pensado en
aquello a menudo desde que había descubierto que la niña del retrato era su
hermana.
—Tontorrona —replicó—. Creo que era muy traviesa. Sé que el pintor
intentó que pareciera decorosa, pero no creo que fuera así. Me la imagino
sentada durante horas mientras le decían que se estuviera quieta, que dejara
de moverse. Pero eso no estaba en su naturaleza. —Comenzó a sonreír
mientras hablaba, pero de inmediato su expresión se oscureció—. Pero solo
me lo estoy inventando. ¿Quién sabe cómo era?
Bajó la mano al costado. Serilda se la tomó, y entrelazó los dedos con
los de él.
—Todavía debe de estar ahí fuera, Gild. En alguna parte. No pierdas la
esperanza.
La expresión del joven se volvió amarga.
—La verdad es que, cuando miraba su retrato, no tenía la sensación de
estar mirando a mi hermana. Era como mirar a una desconocida. —Suspiró
—. Ella no está aquí, pero tú sí. —Le acarició con ternura el cuello,
pasándole el pulgar por la mandíbula—. Tú eres lo único que me importa.
—No digas eso…
—Es la verdad. ¿Quieres que tenga esperanza? Esta es mi esperanza. Tú
y yo, Serilda. Algún día. Lejos de estos castillos encantados. En alguna
aldea, bailando bajo la luz del sol, contando historias en una taberna. Quizá
sea imposible, pero… podría ser lo único que me queda.
Una lágrima escapó por entre las pestañas de Serilda.
—Gild, yo…
Manfred se aclaró la garganta, e incluso llamó suavemente a la puerta
antes de abrirla.
—Lo siento —dijo, con voz más ronca de lo habitual—. Os he dado seis
minutos. No creo que sea prudente permitiros más.
Serilda bajó la cabeza. Se sorbió la nariz. Se apartó de Gild, despacio.
Él dejó caer las manos a sus costados.
Compartieron una larga mirada antes de que Serilda dejara que Manfred
se la llevara de allí.
Capítulo 29

Se había hablado poco de caza desde la llegada a Gravenstone, y Serilda


había comenzado a temer que los cazadores no salieran en la Luna de la
Cosecha. Pero, para su alivio, cuando el sol se puso y la luz de la luna se
filtró a través de las ramas del aliso, los cazadores parecían ansiosos por
partir. Los sabuesos salivaban, tiraban de sus cadenas para liberarse. Los
caballos también brincaban con entusiasmo mientras los conducían a la
columnata que hacía de límite entre el castillo y el bosque de más allá.
Serilda vio a Agathe entre ellos. La maestra de armas había estado
evitándola desde que la había traicionado, y aquella noche no fue diferente.
Agathe mantuvo la mirada clavada en las puertas, dándole la espalda a
Serilda.
El Erlking y su corcel fueron los últimos en pasar. Se detuvo y examinó
a Serilda, junto a la puerta de piedra negra del castillo, de la mano de
Gerdrut y Anna.
—Si intentas visitar al poltergeist, lo sabré —le advirtió. Serilda levantó
las cejas.
—¿Y qué ocurrirá si lo hago?
La mirada del Erlking se deslizó hasta la cavidad hueca del pecho de
Gerdrut, y después lentamente de nuevo hasta Serilda.
—Déjalo en paz. No ha terminado su trabajo.
Serilda señaló a los cazadores con la barbilla. Todos ellos llevaban
cadenas doradas sujetas a sus cinturones y abarrotando las alforjas de sus
corceles.
—A menos que estés planeando zarpar al mar de Molnig y capturar a un
kraken, sospecho que tienes suficientes cadenas para cualquier bestia con la
que te pudieras encontrar.
El Erlking sonrió.
—Siempre he querido un kraken. —Se giró en su silla de montar—.
Podría vivir en el lago de Adalheid.
Serilda resopló.
—Espero que os ahogue a todos.
La sonrisa del rey se amplió.
—Tendré que probar suerte otra noche. Para esta cacería tenemos una
presa distinta en mente.
Serilda sabía que quería que le preguntara qué era, y esa fue
precisamente la razón por la que no lo hizo. En lugar de eso, hizo una
desganada reverencia.
—Entonces, buena caza y adiós muy buenas, mi señor.
—Qué rápidamente te ha abandonado el primer rubor del amor —le dijo
—. Qué pena.
Dicho eso, extrajo el cuerno de caza de su cinturón y sopló su triste
melodía. Segundos después, los cazadores y él ya se habían marchado.
Nickel miró a Serilda.
—Me da igual lo que planee hacernos. Me encantaría ir a visitar al
poltergeist.
Serilda soltó la mano de Gerdy para alborotarle el cabello a Nickel.
—A mí también me gustaría visitarlo. Por desgracia, a mí sí me importa
lo que os haría su oscuridad, así que no me arriesgaré. —Echó la cabeza
hacia atrás para mirar el paraguas de las ramas de los árboles, que
destellaban plateadas bajo la luz de la luna—. No obstante, sería una
lástima desperdiciar una noche tan perfecta, ahora que los cazadores se han
marchado por fin. ¿Qué podríamos hacer?
—Oh…, ¡juguemos al escondite! —sugirió Fricz—. Piensa en cuántos
escondites estupendos hay aquí.
Hans frunció el ceño, mirando el vestíbulo del castillo.
—Demasiados, ¿no te parece? Jamás nos encontraríamos. Gerdy
seguiría perdida hasta el Día de Eostrig.
—Limitaremos la distancia en la que podemos movernos —sugirió
Anna—. Quizá podríamos jugar solo en el patio.
El patio estaba en el centro del recinto del castillo, justo en el interior de
la primera columnata, fácil de encontrar porque era allí donde crecía el
aliso. Desde casi cualquier parte del castillo, uno podía levantar la cabeza o
mirar por una ventana y ver el enorme tronco extendiendo sus ramas hacia
el cielo. Era un punto de referencia conveniente, según había descubierto
Serilda mientras se movía por la enorme fortaleza.
En la base del aliso había una dispersión de raíces enormes, como un
nido de víboras, de modo que solo un sendero estrecho de piedras rotas
bordeaba el muro exterior. De cerca, la enfermedad del árbol era incluso
más evidente. Su corteza estaba debilitada y seca. Las ramas inferiores
caían sin fuerza hacia el suelo, muchas ennegrecidas y desprovistas de
hojas. Como en el caso del claro al otro lado de los muros del castillo, una
capa de hojas frágiles llenaba el patio debajo del aliso.
Había algunas estructuras esparcidas a lo largo del extremo más alejado
del patio: cobertizos y establos, una forja grande, un pozo y cosas así.
—Bueno —comenzó Hans, rascándose la nuca—, no hay demasiados
escondites, pero supongo que servirá.
—¡Ya sé! —gritó Gerdrut, saltando de puntillas—. ¡Vamos a jugar al
trece! Hace siglos que no jugamos a eso.
Su sugerencia recibió una exuberante aprobación, y en cuestión de
segundos decidieron que se la quedaba Serilda. La joven cerró los ojos y
contó desde trece, escuchando los pasos rápidos de los niños que corrían
buscando escondite.
—Tres… Dos… ¡Uno!
Abrió los ojos. Miró a su alrededor, intentando escuchar movimientos o
risitas delatoras. Gerdrut era casi siempre la primera a la que encontraban,
ya que todavía no había aprendido a mantenerse quieta el tiempo suficiente.
Anna normalmente no se quedaba muy atrás.
Pero, desde su lugar junto a la puerta de piedra, Serilda no vio a nadie.
Levantándose el dobladillo de la falda, dio tres pasos enormes hacia el
patio… Todo el movimiento que se le permitía.
No había ni rastro de los niños.
—¡De acuerdo, contaré de nuevo! —gritó, cerrando los ojos. Esta vez,
comenzó por el doce.
De inmediato se oyeron pasos cuando los niños salieron corriendo de
sus escondites para tocar a Serilda mientras esta contaba. Sintió el aleteo de
las manitas golpeándola, antes de que todos se alejaran otra vez buscando
nuevos refugios.
—¡Uno!
Abrió los ojos y buscó a su alrededor. Nadie.
—Uhm… —dijo en voz alta, golpeándose los labios con los dedos—.
¿Dónde podrían estar?
Esta vez, usó sus tres pasos para moverse hacia la izquierda. Todavía no
había ni rastro de los niños.
—¿Listos de nuevo? —preguntó. La cuenta atrás era más corta ahora,
pues los niños solo tenían once segundos para salir de sus escondites, tocar
a Serilda y encontrar un nuevo lugar.
Esta vez, cuando abrió los ojos, estuvo segura de haber visto un borrón
de movimiento entre una de las raíces, pero incluso después de dar sus tres
pasos, no consiguió ver a los niños.
—¡Sois demasiado buenos en esto! —dijo con una carcajada.
Contó de nuevo desde diez.
Y desde nueve.
Cada vez, daba tres enormes pasos, trazando un lento y serpenteante
camino alrededor de las dispersas raíces de los árboles. Cada vez, buscaba
en todos los huecos y rincones que veía. Pero los niños seguían
esquivándola.
Comenzó a contar desde ocho.
Risas y correteos. El roce de las puntas de los dedos antes de que los
pasos retrocedieran apresuradamente.
—Dos… ¡Uno!
Serilda abrió los ojos.
Un movimiento captó su atención, un destello de rizos dorados
desapareciendo detrás del pozo.
—¡Ja! —gritó, señalando—. ¡Mohines y gritos y repollos fritos, veo a
Gerdrut y me importa un pito!
—¡No! —gritó Gerdrut—. ¡Siempre me pillas a mí primero!
Serilda se giró mientras Gerdrut salía de detrás de una carreta vacía.
—Espera —dijo Serilda, girándose de nuevo hacia el pozo—. Tú
estabas… Te he visto…
Frunció el ceño y se dirigió al pozo. Aunque sabía que la figura que
había visto era pequeña, llamó a los gemelos rubios.
—¿Nos has visto? —dijo Nickel mientras Fricz y él salían juntos de
detrás de dos barriles.
—No, ¡no nos habías visto! —se quejó Fricz—. ¡Estás haciendo
trampa!
Serilda lo ignoró. Aceleró el paso a un trote. El pulso le tronaba en los
oídos.
Pero, cuando rodeó el pozo…, no había nadie allí.
Retrocedió un paso, sorprendida, mirando el suelo cubierto de hojas.
—¿Qué pasa? —le preguntó Hans.
El niño, los gemelos y Gerdrut se acercaron a ella. Anna, siempre
testaruda, parecía negarse a renunciar a su escondite.
—Me ha parecido ver a alguien —dijo Serilda—. Una niña pequeña…
La atravesó un escalofrío. ¿Podría ser…?
Quizá estaba imaginándose cosas. Quizá había sido un reflejo de la luz
de la luna.
—Puede que haya sido el fantasma de la reina —dijo Gerdrut.
Todos la miraron.
—¿Quién? —le preguntó Serilda.
Gerdrut se encogió de hombros.
—Así es como la llamo, al menos. La semana pasada estuve quitando el
polvo a los tapices con las doncellas, y había uno que me gustaba mucho.
Mostraba a una niña que creo que tenía mi edad. Pero estaba sentada en un
trono, rodeada de nachtkrapp. Aunque, en lugar de atacarla, creo que eran
sus mascotas. —Se tiró de uno de los rizos—. Supongo que suena como si
diera miedo, pero en realidad no lo daba. Me dieron ganas de tener una
mascota. De todos modos, supongo que debía de ser la reina de este castillo
en el pasado.
Serilda negó con la cabeza.
—Gravenstone nunca ha tenido a una reina. Solo al rey de los alisos…
Y bueno, a Perchta. La cazadora.
—Oh. —Gerdrut sacó el labio inferior—. Entonces no sé quién ha sido.
Serilda miró de nuevo el espacio vado detrás del pozo, pero este no le
ofreció respuestas.
—Si veis u oís algo más sobre niñas o fantasmas que no vinieron con
nosotros de Adalheid, ¿me lo contaréis?
Los niños le prometieron que lo harían, y Hans ladeó la cabeza con
curiosidad, mirando el aliso.
—¿Soy yo o el aliso parece distinto? No está como cuando hemos
llegado.
Siguieron su mirada y examinaron el enorme árbol, iluminado por la
luna y por la luz de las antorchas. Serilda veía a qué se refería. La corteza,
que antes era de un gris ceniza, ahora tenía partes de un blanco vibrante,
casi como un abedul. Y, arriba, mucho más allá de las primeras ramas, se
veían los primeros brotes de hojas nuevas empezando a desplegarse.
Entonces oyeron a Anna llamándolos desde el extremo opuesto del
patio.
—¡Serilda! ¡Todos, venid aquí!
Intercambiaron una mirada rápida antes de correr en su búsqueda. Anna
estaba ante la puerta abierta de uno de los establos, con los ojos muy
abiertos y un palo en la mano.
—Puede que haya hecho algo que no debía hacer —dijo, apartándose
para dejar pasar a Serilda.
Con el estómago lleno de nervios, la joven entró en el establo oscuro,
donde apenas se filtraba suficiente luz de la luna como para ver los barrotes
de una jaula instalada en el interior de un compartimento, en cuyo interior
estaba la silueta dormida del unicornio blanco.
Se detuvo.
Lo más raro de todo no era la jaula del unicornio. Eran las flores. El
suelo de tierra del establo estaba cubierto de hojas diminutas, como hierba,
y de grupos de preciosas y delicadas flores blancas.
—¿Eso son campanillas de invierno? —susurró Nickel cuando los niños
se agolparon alrededor de Serilda.
—Eso parece —dijo ella.
Se agachó para ver mejor, con cuidado de no pisar ninguno de los
capullos. Las campanillas eran las primeras flores que aparecían al final del
invierno, y sus pequeñas cabezas colgantes a menudo atravesaban los
últimos montones de nieve. Era una flor pequeña y delicada, no ostentosa,
como la apreciada rosa o las exóticas orquídeas o el inusual edelweiss, pero
siempre había sido una de las favoritas de Serilda, ya que era la primera en
anunciar la llegada de la luz del sol y del calor.
—No debería haber campanillas de invierno hasta dentro de meses.
—Es más extraño todavía —dijo Anna, con voz temblorosa—. No…
No estaban aquí. Antes.
—¿A qué te refieres?
Anna tragó saliva y se guardó las manos en la espalda.
—He venido aquí a esconderme, y entonces he visto el unicornio y me
ha parecido muy triste. Todavía tenía la flecha del Erlking en el flanco y…
y he pensado que debía de estar sufriendo, así que yo…
Les mostró la mano, y Serilda descubrió que, lo que a primera vista le
había parecido un palo, era en realidad la flecha de punta negra del Erlking,
la que le había clavado a Pusch-Grohla para obligarla a transformarse en
unicornio.
Serilda abrió los ojos con sorpresa.
—¡Dame eso, antes de que te hagas daño!
Anna se enfadó, pero le entregó la flecha sin discutir.
Serilda se giró para mirar la jaula, esperando que la criatura se hubiera
convertido de nuevo en la Abuela Arbusto, pero… no. El unicornio seguía
allí, todavía dormido, con las patas debajo del cuerpo y la cabeza inclinada
serenamente hacia la tierra.
—No se ha despertado, como pensaba que haría —dijo Anna—. Pero,
en lugar de eso, ha ocurrido esto. —Se señaló los pies.
Serilda negó con la cabeza.
—¿Qué ha ocurrido?
—Las flores. No estaban aquí al principio, pero después han empezado
a brotar por todas partes.
—Esto… ¿Serilda? ¿Anna? —dijo Fricz, mirando desde la puerta—.
Esas no son las únicas flores.
Regresaron al patio y Serilda se llevó una mano a la boca, asombrada.
Un camino se extendía ante ellos desde la puerta del establo hasta la base
del aliso, cubierto no solo por campanillas de invierno, sino por las flores
del azafrán, de un oscuro color amatista.
Gerdrut chilló y salió corriendo.
—¡Tulipanes! —gritó, cayendo de rodillas junto a un grupo de tulipanes
pintados de naranja y rojo. No muy lejos había otro grupo de flores rosa
pálido.
Entonces Nickel señaló unos narcisos de color amarillo mantequilla.
Empezaba a parecer que estaban buscando un tesoro: cada paso que
daban los alejaba más de la prisión del unicornio, y cada paso les revelaba
más flores, como si acabaran de brotar de la tierra en respuesta a sus
pisadas. Al final, Serilda se detuvo y examinó el patio con la mirada,
observando el primer bucle de hojas verdes abriéndose camino desde la
tierra hasta la base del árbol o reptando entre las piedras desiguales de los
senderos del patio. Se transformaban en momentos. De la nada pasaban a
ser apretados capullos y flores totalmente abiertas, todo en cuestión de
segundos. No obstante, el ciclo no continuaba, no decaían ni se marchitaban
ni morían. Las flores se mantenían vibrantes, llenando el aire con el
perfume de la primavera.
Bajo la Luna de la Cosecha, el patio de Gravenstone se transformó; pasó
de ser un lugar de triste decadencia a un suntuoso prado de flores silvestres.
El aliso, en su centro, prácticamente resplandecía con una magia renovada.
—¿Podemos recoger algunas? —preguntó Gerdrut, esperanzada.
Serilda dudó. Miró la puerta del establo, la penumbra donde yacía el
unicornio. ¿Se enfadaría Pusch-Grohla si lo hacían?
Entonces miró a los niños, sus rostros iluminados por el asombro.
Asintió mientras se metía la flecha del Erlking en un bolsillo de su capa.
—Recoged tantas como queráis. Llenad nuestra habitación con ellas.
También las habitaciones de los criados… Cualquier sitio del castillo al que
pueda venirle bien un poco de alegría. —Sonrió—. Un regalo como este no
debería malgastarse.
Capítulo 30

Durante toda la noche, Serilda y los niños reunieron ramitos de flores de


primavera bajo la otoñal Luna de la Cosecha. Asaltaron las cocinas,
buscando todos los cuencos y las jarras que consiguieron encontrar para
crear bonitos arreglos que colocaron por todo el castillo. Al final, incluso
los criados fantasma, absortos por el milagro de lo ocurrido, abandonaron
su trabajo para ayudar.
Con el paso de las horas, el patio se volvió cada vez más exuberante,
como si cada flor arrancada hiciera brotar tres más, y pronto cada estante,
cada repisa y cada escalón del vestíbulo, del gran salón y de los
alojamientos del servicio, e incluso de sus propios aposentos, estuvieron
abarrotados de flores, hasta que el castillo entero parecía transformado.
Como por un hechizo mágico, las flores convirtieron los pasillos oscuros y
las inquietantes habitaciones en lugares vibrantes, fragantes y casi alegres.
Cuando el sol del alba comenzó a iluminar el cielo, a Serilda le dolían la
espalda y las piernas como no recordaba que le hubieran dolido nunca antes
de su maldición. Gerdrut se había quedado dormida, acurrucada entre un
grupo de nomeolvides, y todos se quejaban del hambre.
Decidieron dirigirse a las cocinas para buscar los restos del estofado y
del pan de romero cuando el estruendo del cuerno de caza se elevó sobre los
muros del castillo.
Serilda suspiró profundamente.
—Todo lo bueno tiene un final.
Los cazadores atravesaron la galería como una tormenta, con el rey a la
cabeza. Al ver el aliso y el campo de coloridas flores de primavera, se
sorprendió y detuvo su caballo abruptamente.
Serilda entrelazó las manos con recato delante de su falda y fue a
recibirlo; sus zapatillas aplastaron el lecho de tréboles que habían asaltado
el camino.
—Bienvenido de nuevo, mi señor —dijo mientras los cazadores se
reunían, estupefactos, alrededor del árbol—. Nosotros hemos pasado una
noche encantadora.
Una sombra cayó sobre el rostro del Erlking. Sin responder a Serilda,
saltó de su corcel y cargó hacia el establo donde el unicornio estaba
enjaulado.
Serilda corrió con él.
—Espero que no te importe que le haya pedido a los criados que pongan
algunos ramos de flores en tus aposentos. No estaba segura de qué te
gustaría, así que nos hemos decidido por las campanillas de invierno y los
lirios blancos, para que la paleta de colores fuera más discreta. Pero hay
muchas otras opciones, como puedes ver, así que si prefieres…
La puerta se abrió con tanta fuerza que Serilda se sobresaltó.
El Erlking no entró. Se detuvo, fulminando con la mirada al unicornio.
No se había movido de su lugar de reposo en el suelo de la jaula, pero
ahora tenía los ojos abiertos y miraba al rey de manera amenazante.
El Erlking se giró hacia Serilda con el ceño fruncido.
—¿Dónde está mi flecha?
Serilda levantó la barbilla.
—¿Qué flecha?
—La que paralizaba al unicornio —gruñó.
—Oh. Esa flecha. Se la han quitado.
El rey se acercó, usando su impresionante altura para intimidarla. Pero
esa táctica había dejado de funcionarle hacía mucho.
—¿Quién?
—Los monstruos.
No le vaciló la voz. Su mirada no flaqueó.
El recelo del rey compitió con su enfado.
—Explícate.
—Estaba jugando con los niños, poco después de que los cazadores
partierais, cuando hemos oído un ruido en el interior de este establo. Hemos
venido a comprobarlo, justo a tiempo de ver a un alp extrayendo la flecha
del costado del unicornio. Se ha marchado corriendo y, un segundo después,
un nachtkrapp ha bajado volando de las ramas del aliso, ha agarrado la
flecha y ha alzado el vuelo, hasta desaparecer sobre el muro del castillo. —
Señaló un lugar arbitrario, por donde su inventado cuervo nocturno se
habría marchado—. El alp ha volado tras él; yo creo que estaban
compinchados. —Se encogió de hombros—. Después de eso, las flores han
empezado a brotar.
El rey apretó la mandíbula. Un músculo se movió en el rabillo de su ojo.
Serilda no se inmutó.
A continuación, el Erlking miró sobre su hombro.
—¿Dónde está la flecha?
Serilda se giró e hizo una mueca al ver allí a los cinco niños. Podía
verlo en sus caras: se estaban mordiendo la lengua, intentando oponerse a la
magia del Erlking con todas sus fuerzas para no darle la respuesta que les
estaba pidiendo.
Pero la pequeña Gerdrut se derrumbó.
—¡Anna se la ha quitado al unicornio!
—No sabía qué iba a pasar. ¡Me daba mucha pena! —añadió la aludida.
—Después Anna se la ha dado a Serilda —admitió Nickel, con
expresión abatida.
—Y Serilda se la ha guardado en el bolsillo —dijo Fricz, que parecía
furioso.
El Erlking clavó su mirada en Hans, que se encogió de hombros.
—Mi señor.
Con el ceño fruncido, el Erlking extendió la palma ante Serilda.
Ella suspiró, se sacó la flecha del bolsillo y se la dio. El rey la guardó en
su carcaj y se giró, señalando a uno de los cazadores.
—Que los herreros construyan un arnés para el unicornio. Por suerte,
ahora tenemos tanto oro que podemos permitírnoslo.
—¿Es necesario? —le preguntó Serilda—. Las flores no le hacen daño a
nadie.
El Erlking resopló.
—Las flores son solo el principio de la irritante magia de esa bruja.
Serilda estaba a punto de señalar que su irritante magia había revivido al
aliso, cuando un chirrido ensordecedor detuvo su lengua.
—¿Qué es eso?
La irritación del rey dio paso rápidamente a una sonrisa arrogante.
—Nuestra más reciente adquisición.
El resto de los cazadores aparecieron por fin mientras el susurro de la
luz del sol rozaba las copas del aliso. Los caballos relincharon y golpearon
el suelo con las patas, sin dejar de mirar a la bestia a la que rodeaban,
intentando mantenerse alejados. El mozo de cuadra, por una vez, no se
movió para llevarse a los corceles, porque él, como el resto de los
cortesanos que se habían reunido para recibir a los cazadores, estaba
mirando con la boca abierta a su presa.
—¿Eso es… —susurró Hans— un grifo?
A Serilda se le secó la boca al verlo. La bestia era dos veces más grande
que el bärgeist, con sus sinuosos músculos cubiertos de pelo dorado, dos
inmensas zarpas en sus ancas traseras y garras como dagas en las
delanteras. La regia cabeza de un águila plateada se alzaba más alta que la
del corcel del Erlking, y Serilda podía imaginar que las alas, cuando las
extendiera para alzar el vuelo, proyectarían una sombra como la de una
nube de tormenta.
Pero tenía las alas encadenadas. El cuerpo del grifo (poderoso y
glorioso) estaba atado desde el pico hasta la cola con varias capas de
cadenas doradas.
También estaba herido. Serilda podía ver una docena de flechas alojadas
en su lomo y sus alas, y una mancha de sangre seca sobre su pelaje leonado.
Aun así, sabía que solo con eso jamás habría sido abatido, si los cazadores
no hubieran conseguido rodearlo con las cadenas. A pesar de sus heridas y
de los terrones de tierra apelmazada sobre ellas, lo que sugería que lo
habían arrastrado durante una gran distancia, el grifo seguía forcejeando.
Salía espuma de su pico mientras luchaba contra sus ataduras; las cadenas
le cortaban profundamente la carne.
—¿Y bien? —dijo el Erlking—. ¿Qué te parece?
Le hizo la pregunta como si nada, como si hubieran llevado a casa un
venado ordinario. El orgullo le iluminaba la cara. Le rodeó la cintura con el
brazo para acercarla a él, pero Serilda estaba tan aturdida tras ver al grifo
que apenas notó el tenue rastro de escarcha que los dedos del Erlking
dejaron sobre su vestido manchado de tierra.
—Una vez más, debo darte las gracias.
El rey inclinó la cabeza y le posó los labios en la sien.
Serilda se estremeció y se apartó. Todo su ser hervía cuando la tocaba,
cuando miraba aquella criatura fantástica, rota y atormentada. Otra
desagradable victoria de la que su oscuridad podría alardear.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó—. Yo nunca te he contado
ninguna historia sobre un grifo.
—¿Estás segura? —replicó el rey, con una leve sonrisa burlona.
Serilda lo fulminó con la mirada. Sí, estaba segura.
Pero algo en su tono le hizo detenerse.
Nunca se había inventado nada ni le había dado ninguna pista sobre un
grifo. Nunca.
—Mi señor —dijo un cazador—, tardaremos un tiempo en construir una
jaula que pueda retenerlo. ¿Qué deberíamos hacer mientras con el grifo?
—Metedlo en la jaula del unicornio. —Sus ojos destellaron; había
diversión en su tono—. Ambos nos ayudarán a proteger el castillo de los
espíritus malévolos.
—¡No! —gritó Serilda—: ¡El grifo se lo comerá vivo!
El Erlking se echó a reír, como varios de los oscuros.
Furiosa, la joven señaló a la bestia, que todavía rugía y tiraba de sus
cadenas.
—¡Míralo! ¡Mira esas garras! ¡El unicornio no sobreviviría ni una sola
noche con esa cosa!
—Oh, cuánto disfrutaría viéndolos pelear a muerte —dijo el Erlking—.
Aunque no estoy seguro de estar de acuerdo con tu evaluación de quién
sería el vencedor.
El rey comenzó a gritar órdenes a los cazadores y los criados. Pronto,
arrastraron a la gran bestia a través de la exuberante flora que cubría el
suelo. Sus estridentes chillidos hicieron que a Serilda se le erizara el vello
de la nuca.
La joven miró al unicornio. Los ojos oscuros del animal se encontraron
con los de Serilda y destellaron. Ella deseó saber qué estaba pensando, si
Pusch-Grohla seguía detrás de esos ojos oscuros. ¿Aquella criatura seguía
siendo inteligente, luchadora, decidida? ¿O solo era un caballo mágico con
el cuerno roto?
Antes de estar segura de una cosa o de la otra, el unicornio giró la
cabeza y Serilda se sintió terriblemente rechazada.
Capítulo 31

Serilda pellizcó la trenza de pan caliente que tenía delante. Humeaba


cuando la partió, y emitió un aroma celestial. Pero tenía poco apetito.
Empezaba a sentir que la vida con los oscuros era solo una enorme
celebración tras otra… Siempre en honor de algún suceso grotesco.
¡Es el equinoccio de primavera! ¡Cacemos algo y devoremos el
banquete que nos proporciona esta pintoresca ciudad junto al lago mientras
sus residentes pasan miedo en el interior de sus hogares!
Una mortal ha sido hechizada y obligada a casarse con nuestro rey de
los alisos… ¡Celebrémoslo!
Una de las criaturas mágicas más magníficas de todos los tiempos ha
sido enjaulada para que disfrutemos observándola… ¡Hurra!
Las sombras se volvieron más oscuras mientras Serilda picoteaba su
comida y escuchaba las melodías que un par de fantasmas con heridas
abiertas en el vientre tocaban con una vieja mandolina y un waldzither. Las
conversaciones se mezclaban a su alrededor. El aire del castillo era
obstinadamente frío, a pesar de los fuegos que habían ardido en las
numerosas chimeneas durante semanas. Al menos, ahora el aire portaba un
tenue perfume floral por los pasillos.
—¿No disfrutas de nuestras celebraciones? —murmuró el Erlking. Su
aliento se deslizó sobre la sien de Serilda al acercarse.
La joven apretó la mandíbula. Miró su plato, donde sus dedos habían
convertido el bollo en un montón de esponjosas migas, y señaló con los
dedos los tarros de mantequilla con miel y las bandejas de ganso asado.
—Estoy acostumbrada a alimentos más sencillos.
El Erlking asintió, pensativo. Después de un momento, dijo:
—La única comida que teníamos en el Verloren eran las ofrendas del
reino mortal, las que entregaban cuando rezaban a Velos en los altares o los
regalos que enviaban los seres queridos de aquellos que cruzaban el
puente… —Chasqueó la lengua, aunque sus siguientes palabras sonaron
cargadas de resentimiento—. Como supondrás, pocas ofrendas se dejaban
para nosotros, los demonios.
Serilda lo miró, dándose cuenta de que, a pesar de su gran imaginación
y de todas las historias que había contado sobre ellos, había pensado poco
en cómo debía de ser en realidad la cautividad para los oscuros, antes de
que se escaparan del Verloren.
—Crees que no valoramos nada —continuó—. Los banquetes, el vino,
la libertad de la cacería… Cabalgar bajo cada gloriosa luna. —Negó con la
cabeza—. Pero te equivocas. Cuando sabes lo que es no tener nada, nunca
vuelves a subestimar lo que consigues. Te lo aseguro. Cada bocado de
nuestra mesa. Cada nota de cada cuerda del arpa. Cada estrella del cielo.
Para nosotros todo es valioso. —Su sonrisa se volvió curiosa—. No es un
modo horrible de soportar la eternidad. ¿No te parece?
Como odiaba estar de acuerdo con algo que él dijera, Serilda se metió
un poco de pan en la boca. Después de tragar, dijo:
—Me gustaría ver de nuevo mi cuerpo. Para comprobar cómo está
creciendo mi… nuestro hijo.
—Lo harás, en su momento.
—¿Cuándo?
El rey levantó una copa e hizo girar el vino púrpura en ella.
—Cuando creía que podías hilar oro, me convenciste de que tu hijo
heredaría esa misma habilidad. Ahora me pregunto si también poseerá el
don de Wyrdith. Si será un cuentacuentos tan hábil como mi esposa.
Serilda tragó saliva, esperando con cada dolorido hueso de su cuerpo
vivir lo suficiente como para descubrirlo ella también.
—No lo sé.
El Erlking le dio un sorbo a su copa.
—Hubo una época en la que los dioses otorgaban sus dones alegremente
a los mortales, aunque ahora es inusual. ¿Cómo recibiste tu bendición?
Dudo que tuviera algo que ver con el hecho de que tu madre fuera modista,
como me contaste.
—No deseo hablar de ello —dijo Serilda—. Ni de Wyrdith ni de mi
madre ni de mi padre… Nada de eso es asunto tuyo.
El rey golpeó la mesa con una uña.
—Si insistes, paloma mía… —replicó. Serilda resopló—. ¿Quieres que
sea yo quien te hable de mi familia?
Serilda se detuvo en seco. Lentamente, se giró para mirarlo con el ceño
fruncido.
—Te estás burlando de mí. Los oscuros no tienen padres.
El rey se encogió de hombros.
—Tenemos, más o menos. Nacemos de los vicios y los pesares que
exudan los mortales al atravesar el puente hacia el Verloren, de los pecados
que se filtran en el ponzoñoso río… —Lo dijo como si estuviera recitando
poesía—. Es necesario que centenares de almas crucen el puente y
abandonen sus pecados para que emerja un nuevo oscuro. Pero todos
sabemos de dónde venimos. Todos conocemos los tristes y dolorosos
fragmentos que se arremolinaron en esas aguas muertas y se unieron para
formarnos… a nosotros.
Levantó su cuchillo de caza de la mesa (pues él no usaba cubertería
normal), y lo giró en sus dedos mientras hablaba.
—¿Conoces a Giselle, la adiestradora canina? A uno de sus mortales le
gustaba torturar animales, sobre todo perros callejeros. Los cegaba y los
obligaba a luchar unos con otros. —Se detuvo, antes de añadir—: En mi
corte, muchos tienen retales de los humanos que acudían a apostar en esas
peleas.
Serilda dejó caer el último trozo de pan. El desagrado le retorcía las
entrañas.
—Por todos los dioses…
Entonces él señaló con el cuchillo la fila de cazadores sentados en una
de las largas mesas, uno a uno:
—Un mortal que golpeaba a su esposa y uno que golpeaba a su caballo,
una mujer que golpeaba a sus hijos. Un general militar que ordenó que toda
una aldea fuera quemada hasta los cimientos, con la gente encerrada en sus
casas. Una mujer que estafó a varias familias pobres hasta arruinarlas. Un
señor que se negó a ocuparse de sus siervos y dejó que se murieran de
hambre durante una sequía. Y después está lo habitual. Engaños y
asesinatos y…
—Basta —dijo Serilda. Se tragó la bilis que le había subido a la
garganta—. Ya he oído suficiente.
El Erlking, para su sorpresa, se calló.
Se sentaron en un largo silencio mientras el banquete continuaba a su
alrededor. Serilda vio a Agathe… Sentada no con los cazadores, sino con
los fantasmas. Pero la maestra de armas apartó rápidamente la mirada, con
expresión preocupada.
Cuando el Erlking volvió a hablar, lo hizo en voz baja:
—Se necesitaron los vicios de solo dos mortales para convertirme en lo
que soy.
Serilda tragó saliva. Temiendo lo que iba a decir, pero curiosa a la vez.
—Un rey —continuó él— que ordenó el asesinato en masa de miles de
niños porque un adivino le dijo que un muchacho pelirrojo sería algún día
su ruina.
La joven se sentó recta. Era imposible no pensar en Gild, aunque aquel
rey sin nombre debía de haber vivido miles de años antes.
—¿Lo fue? —le preguntó—. Quiero decir, ¿un pelirrojo…?
—No —dijo el Erlking, divertido—. El rey murió de una fiebre
sudorosa, a una edad bastante avanzada. Pero para entonces era demasiado
tarde. Para los niños.
Serilda se llevó una mano a su pecho vacío.
—¿Y el otro?
—Una duquesa —le contó—. Bastante diestra en arquería. —Se detuvo
un largo, largo momento—. En sus últimos años, desarrolló cierto gusto por
usar a mujeres a las que consideraba más guapas que ella, sobre todo a
pobres…, como diana.
Serilda se masajeó la frente.
—¿Por qué me estás contando esto?
—Porque tú, mi hermosa reina, no eres Wyrdith.
Ella frunció el ceño.
—Claro que no soy Wyrdith.
El Erlking sonrió, pero había una inusual tristeza en sus ojos cuando
volvió a mirarla.
—Quiero que nos entendamos. Yo comprendo por qué me mientes.
Igual que comprendo que eres más que tus mentiras.
Ante aquellas palabras, la inundó la calidez más extraña, extendiéndose
hasta llegar a los dedos de sus manos y sus pies.
«Eres más que tus mentiras».
El Erlking acercó su silla a la de Serilda.
—Al igual que tú no eres solo el don que te concedió el dios…, al igual
que no eres tu madre o tu padre…, nosotros no somos los vicios que nos
crearon.
Serilda le sostuvo la mirada durante mucho tiempo, sin saber si decir o
no las palabras que subieron a la superficie. Al final, no pudo evitarlo.
—Entonces —dijo, despacio—, ¿tú no has clavado tus flechas en la
carne de mortales indefensos? ¿Y… no has asesinado a niños solo porque
ya no los necesitabas? —Negó con la cabeza—. ¿De verdad intentas
convencerme de que no eres malvado?
No se había dado cuenta de que se había derrumbado un muro entre
ellos hasta que se elevó de golpe de nuevo. El Erlking se desplomó en su
silla y pasó la punta del dedo por el pie de su copa.
—Perdóname por pensar que lo comprenderías.
Alguien se aclaró la garganta, atrayendo su atención. Agathe estaba ante
ellos, con la cabeza inclinada.
—Perdón por la interrupción, mi señor. Esperaba poder robaros a
vuestra reina durante un instante.
—¿Para qué? —le preguntó el Erlking.
Agathe le clavó una mirada directa.
—Traicioné su confianza. Creo que le debo una disculpa.
—Qué sentimiento tan mortal. De acuerdo. —Agitó la mano hacia ella,
y después miró a Serilda—. Si estás interesada en oírla, por supuesto.
Serilda cerró los puños bajo la mesa. No estaba especialmente
interesada, no. Pero, claro, no podía ser peor que aquella conversación.
Apartó su silla y se levantó. No miró a Agathe mientras salía de la
habitación, pero podía oír los pasos suaves de las botas de la mujer a su
espalda.
Serilda entró en un salón de juegos y se cruzó de brazos.
—Si él me pregunta de qué hemos hablado —le dijo Agathe—, no
tendré más opción que decírselo.
—Lo sé —replicó Serilda—. Pero parece que la vez anterior nos
delataste porque quisiste Agathe no parecía atribulada ni culpable, como
Serilda había esperado. En lugar de eso, parecía decidida.
—¿De verdad es el príncipe?
Serilda parpadeó.
—¿Qué?
—El poltergeist. ¿Es el príncipe de Adalheid?
—Oh. Sí. Lo es.
Agathe caminó hasta una ventana con vistas al patio.
—¿Qué más sabéis sobre la familia real?
—Creía que estábamos aquí para que pudieras disculparte por lo que
hiciste.
Agathe ensanchó las fosas nasales.
—Todavía no he decidido si lo siento o no.
Serilda lanzó las manos al aire.
—De acuerdo. Bien. Gracias por rescatarme de una conversación muy
incómoda con mi esposo, pero si me disculpas…
—Por favor —le pidió Agathe, con énfasis—. No recuerdo nada. A
algunos de los criados, sí, pero ¿al rey y a la reina? ¿Al príncipe? No los
recuerdo en absoluto. Me gustaría saber a quién le fallé cuando llegaron los
oscuros. Me merezco saberlo.
—¿Por qué? No puedes cambiar lo que ocurrió. Solo te estás torturando.
Ella negó con la cabeza.
—¿Cómo me resarciré, si no sé qué errores cometí?
Serilda gruñó.
—¿Y eso es lo único que te importa? ¿No el hecho de que me
engañaras? ¿De que Gild haya hilado oro suficiente como para atrapar a
todas las criaturas del bosque de Aschen? ¿De que me hicieras tener la
esperanza, la esperanza de verdad, de que esos dulces niños pudieran
encontrar la paz por fin?
Cuando Agathe habló, su voz sonó débil.
—Me gustaría que descansaran en paz todos los espíritus que el Erlking
ha reunido. Por eso os traicioné.
Serilda se tiró a un sofá.
—No puedes creer de verdad que va a liberarlos, solo porque tú le hayas
pedido que lo haga.
—No confío en él, no. Pero… nunca antes había ofrecido esto. Y si hay
aunque solo sea una mínima posibilidad de que haya dicho la verdad, tengo
que aprovecharla. Haría ese trato de nuevo. Vos y el poltergeist a cambio de
todos los fantasmas de Adalheid. —Tragó saliva, y el movimiento hizo que
una gota de sangre se filtrara sobre el borde de su pañuelo—. Lo haría de
nuevo, mi reina.
—No me llames así.
—Entonces háblame de mi verdadera reina.
Serilda se frotó la sien, preguntándose si sería seguro contarle algo a
aquella mujer que los había traicionado, sabiendo que podía ir directa a
contárselo al Erlking. Pero el Erlking ya conocía la historia de Adalheid, y
también que Serilda lo había descubierto casi todo. Así que… ¿qué
importaba?
—Sé muy poco de la familia real. Todo rastro de ella se borró de la
historia. Sus ancestros se perdieron. Solo sé que, en la época en la que tú
vivías en Adalheid, había un rey y una reina, un príncipe y una princesa. Y
sí, Gild es el príncipe. La princesa fue secuestrada por la cacería salvaje, y
él cabalgó tras los cazadores, disparó a Perchta y la mató. O… al menos, le
dio a Velos la oportunidad de reclamarla para el Verloren. El Erlking se
enfadó y atacó Adalheid para vengar la muerte de Perchta. Eso es lo único
que sé.
Agathe dirigió su mirada de nuevo a la ventana.
—En cuanto a Gild —continuó Serilda, cuando el silencio se volvió
insoportable—, puede que no lo parezca al mirarlo, pero es hábil con la
espada, aunque no recuerda haber aprendido a luchar. Y le atravesó el
corazón a Perchta con una flecha, así que también debió de ser un arquero
diestro. —Dudó, antes de concluir—: Es probable que tú fueras su maestra.
Agathe bajó la mirada.
—Sí —dijo en voz baja—. Supongo que lo fui.
Sintiendo la primera punzada de empatía, Serilda se puso de nuevo en
pie.
—Gild se siente tan responsable como tú. El cree que lo que ocurrió en
Adalheid fue culpa suya. Que debería haber estado allí para proteger a todos
los del castillo cuando llegaron los oscuros. Pero no es culpa suya. Ni
tampoco tuya.
Agathe se rio sin ganas.
—¿Y qué hay de ti? Tú te culpas por las muertes de esos cinco niños,
aunque fue el Erlking quien los secuestró. Fueron sus monstruos quienes los
mataron.
—Fueron mis mentiras las que los convirtieron en un objetivo. ¿Wyrdith
te maldijo a ti? ¿Cada palabra que sale de tu boca pone en peligro a todos a
los que quieres? —Serilda se presionó las manos contra los costados,
descubriendo, de repente, que estaba temblando—. A diferencia de ti y de
Gild, yo soy la culpable de gran parte de lo que ha pasado. Y aquí estoy. La
reina de los alisos. —Negó con la cabeza—. Incapaz de ayudar a nadie.
—¿Incapaz? —replicó Agathe—. Te he visto hablar con su oscuridad.
Eres testaruda y valiente y…
—Y voy a conseguir que los maten a todos —dijo Serilda. Un segundo
después, entornó la mirada—. Ya he conseguido que los maten.
—Escúchame —comenzó Agathe, caminando hacia ella—. ¿No
contaste una vez una historia que consiguió abrir un agujero en la tela del
velo?
Serilda frunció el ceño, pensando en el día que había acudido a
Adalheid sabiendo que cuatro de sus adorados niños estaban ya muertos,
pero aun así decidida a rescatar a Gerdrut.
—El agujero ya estaba en el velo. La historia solo… lo reveló.
—¿Para ti? ¿Y solo para ti? Eso es poder.
Serilda negó con la cabeza.
—No, es… es otro truco. Otra trampa. Otra maldición, si me apuras.
Aun así, al decirlo, no estaba segura. ¿Cambiaría algo de aquel día? ¿Su
determinación para enfrentarse al Erlking y exigir la libertad de la pequeña
Gerdrut? Aunque al final fracasara, no sabía si ahora actuaría de otro modo.
Porque todavía había esperanza. Entonces se dio cuenta.
Era una esperanza patética y desesperada. La esperanza de conseguir, de
algún modo, la libertad para los niños. Para Gild. Para sí misma y su bebé.
De algún modo.
Se imaginó al Erlking riéndose de ella. «Mortal patética y bobalicona».
—Lady Serilda —dijo Agathe—, no deseo ser tu enemiga. Tú y yo
luchamos por lo mismo: la libertad de las almas inocentes que están
atrapadas en la corte de los oscuros. En parte… porque nosotras les
fallamos.
Serilda tragó saliva.
—No los liberará, Agathe. Erlkönig no va a hacer nada que no le
convenga. Debes saberlo ya.
—Tienes razón. Y, aun así, en mi corazón, sé que me dijo la verdad. En
la Luna de Luto liberará sus almas. Todas ellas.
Serilda no sabía si podía fiarse de Agathe, pero si la maestra de armas
mentía, era tan convincente como si también ella hubiera recibido el don de
Wyrdith.
—¿Y si lo hace? —le preguntó Serilda, mostrando las palmas—. ¿Cuál
será el precio? Porque te aseguro que, de todos los tratos que hace, siempre
pretende sacar provecho.
Capítulo 32

En su cumpleaños, Serilda solía preferir la soledad. El día estaba tan cerca


de la Luna de Luto (el aniversario de la desaparición de su madre) que
siempre llegaba acompañado de una tristeza que ella abrazaba. No tenía
sentido fingir que no le entristecía haber crecido sin madre, a pesar de los
años que habían pasado.
Pero, cuando era pequeña, su padre se había esforzado mucho para
distraerla y entretenerla en su cumpleaños. Planeaba viajes a los festivales
de otoño en Mondbrück, se pasaban horas pescando junto al río y hacían
pícnics por la tarde en el huerto, aunque en el molino hubiese más trabajo
que nunca y el clima no fuera agradable.
Sin embargo, lo único que Serilda había querido era sentarse bajo el
avellano de su madre y autocompadecerse durante una hora o dos.
Ahora no había nada que deseara más que merendar con su padre una
última vez.
Se había pasado la noche anterior lamentando que, cuando los niños
habían preparado sus maletas en Adalheid, ninguno se hubiese acordado de
añadir el libro de cuentos que Leyna le había regalado. Necesitaba
desesperadamente una historia que se la llevara lejos de aquel lugar, así que
había decidido volver a buscar la biblioteca, aunque para ello tendría que
aventurarse a atravesar la rotonda lunar.
Esta vez, cuando pasó por allí, había docenas de fantasmas y oscuros
trabajando, cortando las insistentes enredaderas y sacando cubos llenos de
escombros de la cueva. Podía ver faroles colgados más allá de la entrada y
oír el sonido de las herramientas metálicas golpeando la piedra en el interior
de la caverna. Se sintió tentada de detenerse y preguntarles qué estaban
haciendo, pero no quería molestar. Y, si era sincera consigo misma, temía
oír esa voz de nuevo. La de su padre llamándola desde las profundidades de
esas insondables sombras. Sabiendo que no era él. Que no podía ser él.
Pasó rápidamente, sin hablar con nadie y manteniendo tanta distancia
con la entrada de la cueva como pudo.
Después de eso, encontró la biblioteca sin incidentes. Era todo lo que
podía haber esperado. Había estantes y estantes de libros encuadernados en
cuero, escritos y coloreados meticulosamente a mano, con los lomos
estampados en oro, muchos de ellos tan antiguos que sus páginas eran
frágiles. También había pergaminos, y hojas sueltas de vitela y fardos de
mapas antiguos dibujados sobre pieles de animales tensadas. Grimorios y
bestiarios, libros sobre alquimia y matemáticas y astronomía.
Después de horas subiendo y bajando las desvencijadas escaleras de los
estantes, Serilda había reunido un montón de títulos intrigantes: cuentos de
hadas y mitologías y un fascinante estudio sobre cómo habían cambiado las
representaciones artísticas de los dioses antiguos con el paso de los siglos.
Ocupó un diván acolchado junto a la ventana, desde donde podía ver el
aliso, cuyas hojas seguían siendo de un verde oscuro, aunque el bosque se
había vuelto escarlata y dorado. Parecía cada día más sano, aunque las
flores de primavera habían comenzado a marchitarse y a desvanecerse en su
sombra.
Serilda acababa de terminar de leer un relato del lejano Isbren sobre una
chica que se había enamorado de un oso de las nieves cuando oyó pasos en
el pasillo. Cerró el libro y la esbelta silueta del Erlking apareció en la
entrada.
—Y aquí está mi esposa desaparecida —dijo—. Perdida en un libro.
Debí suponerlo.
—¿Estabas buscándome? —le preguntó, devolviendo el libro al estante
donde lo había encontrado.
—Acabo de ver al poltergeist —le contó, entrando en la estancia y
fijándose en los estantes como si fueran antiguos amigos—. He pensado
que te gustaría saber que por fin tengo lo que necesito.
Serilda negó con la cabeza.
—Has apresado a un grifo. A un unicornio. A un tatzelwurm. ¿Qué más
podrías querer?
El Erlking se rio.
—El mundo entero, mi amor.
Ella le clavó una mirada.
—Nadie debería conseguir el mundo entero. Ni siquiera tú.
—¿Por qué poner límites a la imaginación? —replicó, con una sonrisa
arrogante.
Serilda esperaba que se marchara, ahora que se había burlado de ella,
pero en lugar de eso se sentó en una butaca y subió las botas sobre el
reposapiés. Algo en su estado de ánimo le hizo tensarse. Desde que habían
llegado a Gravenstone, el Erlking había tenido a menudo un aire
melancólico. Serilda no sabía qué pensar de ello. ¿Se acordaba de Perchta?
¿Soñaba con el momento en el que volviera a estar con ella? ¿O había algo
en aquel castillo que pesaba en el alma de la gente, disminuyendo cualquier
sensación de alegría, de dicha?
Pero aquel día había una jovialidad inusual en los movimientos del rey,
un destello en su mirada que le hacía sentirse incómoda.
—También he hablado con tu mensajero esta mañana —continuó—, y
me ha contado una noticia de lo más interesante. Resulta que hoy es el
cumpleaños de nuestra hermosa y querida reina. —La miró con una ceja
levantada—. Qué cruel por tu parte no avisarme. Te estaba preparando un
regalo especial para la Luna de Luto, pero creo que te lo daré antes. He
ordenado que nos lo traigan.
—¿Debería preocuparme? —murmuró—. Tradicionalmente, tus regalos
no han sido bien recibidos.
El Erlking se rio.
—Es solo un regalo de un rey a su reina. Nada más.
—No hay nada que tú puedas darme y que yo quiera.
—Qué desagradecidos podéis ser los mortales. Además, ambos sabemos
que eso no es cierto.
Serilda le clavó una mirada airada.
—Tienes razón. ¿Vas a romper mi maldición? ¿A liberar las almas de
mis siervos? ¿Las del resto de tu corte? ¿La del poltergeist, al menos?
¿Harías eso si te lo pidiera? Es mi cumpleaños, después de todo.
Aunque Serilda intentaba provocarlo, el Erlking se echó hacia atrás y
apoyó la mejilla sobre un nudillo, impasible.
—Si hiciera realidad todos tus sueños, ¿qué te regalaría el año que
viene?
—¿El año que viene? Qué optimista eres.
—No descartes tan rápidamente mi generosidad, amor. —Se cruzó de
piernas—. Me pregunto qué estarías dispuesta a sacrificar por la libertad de
tus pequeños y dulces ayudantes.
Serilda frunció el ceño.
—Eso es lo bueno de los regalos. Por lo general, no hay que hacer
ningún sacrificio para recibirlos.
—Eso no es una respuesta.
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué quieres que diga? ¿Qué daría cualquier cosa, mi corazón y mi
alma y todo lo que soy, para que fueran libres?
Él se encogió de hombros.
—¿Esa es la verdad?
Serilda resopló.
—Eres despreciable. Usándolos contra mí… Son niños. No han hecho
nada para merecerse esto.
—Sí, bueno… Quizá algún día consigamos llegar a un acuerdo.
Un sonido distante hizo que se erizara el vello de los brazos de Serilda.
Era un largo y melódico aullido. Miró hacia la puerta.
—¿Has oído eso?
—Oh, sí —dijo el Erlking, sonando aburrido—. El lobo lleva así toda la
semana. ¿No lo habías notado?
Serilda lo miró, parpadeando.
—¿El lobo?
—Velos, protegiendo las puertas del Verloren —dijo, como si estuvieran
hablando de la pastelería de la plaza del pueblo—. Esta biblioteca está
terriblemente cerca.
—Velos… protegiendo… —Serilda quería preguntar más, pero no tenía
palabras.
El Erlking suspiró.
—A medida que se acerca la Luna de Luto, Velos se pone nervioso,
porque las puertas se abrirán una vez más. —Sonrió con tristeza—. Espero
que el dios nos haga una visita.
Las palabras de Serilda fueron poco más que un susurro.
—Gravenstone emergió de las puertas del Verloren y el aliso brotó de
sus profundidades.
Se giró en dirección a la rotonda lunar. La cueva. Las zarzas. Los
susurros.
La voz de su padre…
—Vamos —dijo el Erlking, poniéndose en pie y ofreciéndole una mano
—. Veo que estás intrigada. Te lo enseñaré.
—Eh… No. Gracias. Estoy bastante a gusto aquí, con mi poesía y mis
cuentos de hadas.
Él se acercó un paso.
—¿Lees cuentos de hadas, hija del molinero? ¿O vives uno? —Se
acercó y bajó la voz hasta un susurro, burlándose de las palabras que ella le
había dicho en el calabozo—. Son solo las puertas hacia la tierra de los
perdidos. ¿Qué temes que ocurra?
Serilda lo fulminó con la mirada. Después de una larga inhalación, le
dio la mano.
No tuvieron que caminar demasiado para llegar a la rotonda. Los
fantasmas y los oscuros que había visto antes se habían marchado, y la sala
estaba sobrenaturalmente silenciosa, como si las paredes estuvieran atentas
a los aullidos y los susurros y las voces que venían de abajo. La sala seguía
tan magnífica como la recordaba, con sus altos muros y su techo de cristal
circular, el mural de estrellas y las lunas dispersas en cada dirección. Pero,
cuando Serilda posó su mirada en la entrada de la cueva, un sudor frío reptó
por su piel.
Esta vez, nada obstruía la entrada. Todavía emergían enredaderas de su
interior, y se extendían por las paredes como un kraken saliendo del fondo
del mar; sus espinas se clavaban en la piedra y en los puntales de madera.
Pero ya habían cortado y eliminado las que dificultaban la entrada. Ahora,
podían atravesarla.
Serilda pensó en todos los fantasmas que habían estado trabajando allí,
en el sonido de los cinceles y los picos resonando en las profundidades.
¿Estaban abriendo un camino hacia el Verloren?
Pero… ¿por qué?
Serilda apenas se atrevió a acercarse lo suficiente como para ver una
estrecha escalera más allá de la entrada, unos toscos peldaños cortados en la
piedra que descendían abruptamente, desapareciendo de la vista. Había un
farol colgado justo en el interior de la pared de la cueva, pero estaba
apagado y la luz de la rotonda apenas penetraba en la oscuridad que había
más allá. Esperaba que el aire que escapaba del abismo estuviera húmedo y
rancio, que oliera a putrefacción. En lugar de eso, olía como el resto del
castillo, a tierra fértil y a humo de madera quemada.
—No sé por qué, pero esperaba que las puertas del Verloren fueran más
grandiosas —murmuró, sintiéndose extrañamente decepcionada.
—Oh, esta no es la puerta.
Serilda se giró hacia él.
—Pero tú has dicho…
—Esta escalera conduce a las puertas. Hay una cámara abajo. Estaba
hundida cuando llegamos, sospecho que debido a la magia de Pusch-
Grohla. Esa cámara señaliza el final de mi dominio. Actúa como barrera
entre el mundo de la superficie y el Verloren. Más allá… están las puertas.
El puente. —Agitó una mano lánguida hacia la entrada—. La tierra de los
perdidos.
—Has estado abriendo un camino hacia esa cámara, hacia las puertas —
dijo Serilda—. Pero ¿por qué? No podría salir… ¿algo?
—Supongo, si consiguiera atravesar el puente. Pero me atrevería a decir
que Velos aprendió hace mucho a protegerlo mejor.
—¿Mi señor? —Una modista fantasma con el cráneo golpeado y
ensangrentado se detuvo en una de las entradas de la rotonda, con una caja
grande en las manos—. Traigo lo que habéis pedido.
—Gracias.
El Erlking se acercó y aceptó la caja. Con gesto aliviado, la modista giró
rápidamente sobre sus talones y se marchó. El rey se volvió hacia Serilda,
divertido.
—Tu regalo.
Ella miró la caja. Estaba envuelta en gasa y tenía una ramita de acebo
atada con un lazo negro.
—Bayas venenosas —dijo—. Qué… dulce.
Al Erlking le brillaron los dientes.
—Adelante.
Serilda contuvo el aliento, apartó el acebo con sus hojas afiladas y
desató la cinta. Esta cayó al suelo. Colocó las manos alrededor de la tapa de
la caja y la levantó.
En el interior encontró un suave campo de terciopelo rojo sangre. Dejó
que sus dedos danzaran por la superficie, sintiendo la suavidad de la tela.
Agarró sus pliegues y la sacó de la caja. Una cascada escarlata cayó al
suelo. Tenía brillante pelo negro por dentro, terciopelo rojo por fuera, y
todos los dobladillos bordados con complicados diseños de delicados lirios
del valle.
Era la prenda más bonita que había visto nunca. Una capa de invierno
adecuada para una reina.
Dejando la caja a un lado, el Erlking buscó el cierre en el cuello de
Serilda. Tan pronto como lo abrió, Serilda contuvo el aliento y se apartó,
sosteniendo la capa de terciopelo sobre un brazo mientras sujetaba la tela de
su antigua y querida capa de viaje con la otra.
—Ya no la necesitarás —dijo el Erlking—. Mi reina no necesita vestir
algo tan andrajoso y viejo.
Serilda tragó saliva y miró la lana gris. Su padre se la había comprado
en Mondbrück hacía años, y había sido una compañera constante. Cálida en
invierno, y aun así cómoda durante gran parte del otoño y la primavera. Sí,
estaba andrajosa. Gildle había remendado un agujero en el hombro, donde
la garra de un drude la había atravesado. Y sí, olía un poco como Zelig, su
viejo caballo, que esperaba que ahora viviera una vida tranquila en las
praderas cerca de Adalheid.
Sí, su capa era adecuada para una campesina. Para la hija de un
molinero.
No para la reina de los alisos.
Pero un vacío se abrió en su pecho cuando el Erlking se la quitó. Lanzó
la lana gris en la caja vacía y le puso la capa nueva con una floritura. Su
peso se asentó sobre los hombros de la joven. Notó una extraña rotundidad
cuando le sujetó el cierre en el cuello.
—Mucho mejor —susurró el rey—. ¿Te gusta?
Serilda pasó las manos sobre el terciopelo. Nunca en toda su vida había
soñado con llevar algo tan exquisito.
Nunca en toda su vida se había sentido tan indigna.
—Las he visto más bonitas —replicó.
El Erlking sonrió, porque sabía lo mentirosa que era.
—Haré que te la pongas en la Luna de Luto.
Ella lo miró, sorprendida.
—¿Cabalgaré con los cazadores?
El rey le apoyó las manos en la parte superior de los brazos, y su peso,
junto con el pelaje, hizo que la capa fuera extrañamente sofocante, incluso
en aquel castillo frío.
—No, amor. Mis cazadores y yo tenemos algo más glorioso en mente.
Capítulo 33

S
—¡ orpresa! —gritaron cinco voces agudas tan pronto como Serilda entró
en su habitación.
Los niños se habían reunido alrededor de un pequeño escritorio, donde
había una bandeja llena de pastelillos de miel y nueces, el postre favorito de
Serilda.
De inmediato, el ambiente de la tarde se aligeró.
—¿Qué es esto?
—¡Una fiesta de cumpleaños! —gritó Fricz.
—¡Tu capa! —exclamó Gerdrut, corriendo a tocar el terciopelo.
Serilda se alegró de quitársela y rodear con ella a Gerdrut,
envolviéndola con ella como si fuera una colcha. La niña chilló, escondida
entre los pliegues.
—¡Es muy suave!
—Es magnífica —asintió Serilda—. Un regalo de cumpleaños de su
oscuridad. No estoy segura de qué pensar de ello.
Gerdrut salió nadando de la tela, pero siguió envuelta en ella, con el
exceso encharcado en el suelo a sus pies.
—Yo me la pondré, si tú no quieres hacerlo.
Serilda se rio.
—Por ahora, considérala tuya. —Todavía tenía el hato de lana gris—.
Anna, ¿podrías hacer que lavaran y guardaran mi vieja capa? El Erlking
quería dársela a las criadas para que la hicieran trapos, pero he insistido en
que le tenía cariño.
—Por supuesto —dijo Anna, tomando la capa—. Lo haré mañana.
Se sentaron para disfrutar de los pasteles, que habían pedido a los
cocineros semanas antes para asegurarse de que no se agotaban las nueces
que habían llevado consigo desde Adalheid antes del cumpleaños de la
reina.
—Habéis sido muy amables —les dijo Serilda—. Ojalá pudiera daros
algo la mitad de especial.
—¿De verdad? —replicó Fricz—. Solo son pasteles. Ni siquiera los
hemos cocinado nosotros.
—Además, tú nos cuentas cuentos —apuntó Nickel—. Eso es muy
especial.
La sonrisa de Serilda se volvió triste. Le habría gustado que sus
historias siguieran pareciéndole un don a ella también, en lugar de una
carga.
—Yo también tengo algo para ti —dijo Gerdrut, rebuscando en su
bolsillo—. ¡Un bonito regalo para su luminosidad!
Con una sonrisa chispeante, le mostró la mano. En sus dedos había un
pequeño anillo dorado.
Serilda lo tomó y, cuando lo miró a la luz de las velas, el aire abandonó
sus pulmones.
En el oro había un sello que conocía. Un tatzelwurm rodeando la letra
R.
—El anillo de Gild —exhaló—. ¿Has estado con el poltergeist? ¿Te lo
ha dado él?
—No —contestó Gerdrut, confusa—. Lo encontré. En la sala de los
tapices. Me ordenaron que barriera el suelo, y lo encontré en un hueco
detrás de la pata de una mesa, cubierto de polvo. Pero lo he limpiado bien,
creo. —Su sonrisa se volvió aún más orgullosa.
—¿De verdad? —le preguntó Serilda—. ¿Lo encontraste allí?
Intentó ponérselo, pero se le quedó atrapado en el primer nudillo.
—Sé que es pequeño —se apresuró a añadir Gerdrut—, pero he pensado
que quizá podrías ponértelo con una cadena. Quizá… Quizá Gild podría
hacerte una, o algo.
Serilda acercó a la niña hacia sí y le dio un fuerte abrazo.
—Me encanta. Gracias. Hasta que encuentre una cadena, ¿me lo
guardarás? —Le puso el anillo en el dedo—. Te queda perfecto.
La niña se sonrojó.
—¿Estás segura?
—No se lo confiaría a nadie más.
Gerdrut se cubrió el pecho con las manos.
—Lo protegeré, te lo juro.
Serilda asintió.
—Tengo una petición más. Cuando hayamos terminado con este
magnífico postre…, ¿me llevarás a ver esos tapices?

Las lámparas, las antorchas y los candelabros siempre ardían con fuerza
en el castillo, y en la sala de los tapices no era diferente. Tres enormes
lámparas de araña colgaban de las altas vigas en el centro de la
impresionante cámara, y junto a cada tapiz había un candelabro de pie,
iluminando las obras de arte con su luz ambarina.
Y eran obras de arte.
Serilda nunca había visto una artesanía tan impresionante. Las hebras
eran delicadas, y cada detalle tejido era asombrosamente realista.
No obstante, lo más peculiar era que muchos de los tapices parecían
sacados de un cuento.
Un cuento que Serilda había contado. En algunos casos, un cuento que
Serilda había vivido.
Una horda de oscuros, con el Erlking a la cabeza, atravesando el puente
del Verloren mientras un enorme lobo negro aullaba en sus profundidades.
Perchta muriendo ante el castillo de Gravenstone, con una flecha
atravesándole el corazón mientras la observaba un apuesto Gild.
Gild en su rueca, rodeado por montones de paja mientras un hilo de
brillante oro envolvía la bobina.
El Erlking preparándose para apuñalar una masa de raíces con un
esbelto cuerno mientras un unicornio blanco observaba con expresión
abatida.
También había imágenes que le provocaron un escalofrío que atravesó
su columna. Historias que no conocía.
Allí estaba el tapiz del que Gerdrut le había hablado: una joven princesa
(que sin duda era la hermana de Gild) sentada en un trono de espinas con
una corona de ramas de sauce en la cabeza. Estaba rodeada de monstruos,
pero en lugar de atacarla, como los monstruos del tapiz del Verloren habían
atacado al Erlking y a Perchta, aquellas criaturas rodeaban a la niña con
respeto y deferencia. Como si estuvieran protegiéndola.
El siguiente tapiz era uno de los más grandes de la sala. Serilda tuvo que
retroceder muchos pasos para ver la imagen completa.
A la izquierda estaba el Erlking, bajo una brillante luna llena. A sus pies
había blancos montones de nieve, y en la mano sostenía el extremo de una
cadena dorada. Esa cadena lo conectaba con una hilera de bestias que
ocupaban el resto del tapiz. Tenían las cabezas bajas; su postura hablaba de
derrota mientras el Erlking se alzaba sobre ellas.
El basilisco.
El guiverno.
El tatzelwurm.
El unicornio.
El grifo.
El lobo negro.
Y, por último, una rapaz con plumas doradas más grande que cualquier
águila o halcón que Serilda hubiera visto nunca.
La miró durante mucho tiempo, con las entrañas revueltas.
El Erlking tenía cinco de aquellas bestias.
Todas menos el lobo y la rapaz.
¿Qué significaba? ¿Por qué estaba reuniendo a aquellas siete magníficas
criaturas, cuando lo único para lo que necesitaba las cadenas doradas era
para atrapar a un dios la noche de la Luna Eter…?
Serilda se detuvo; un murmullo distante frenó sus pensamientos y le
nubló la mente, reemplazando todo aquello de lo que había estado tan
segura. De que el Erlking quería apresar a uno de los viejos dioses. De que
el Erlking quería pedir un deseo. De que el Erlking quería traer a Perchta de
vuelta del Verloren.
Había estado muy segura de ello.
Pero no.
No lo había entendido del todo.
Siete dioses.
Siete bestias.
Tragó saliva con dificultad, inspeccionando la imagen hasta que no tuvo
duda de que aquella no era una representación de siete bestias cualquiera.
Aquel era el mismo basilisco del que Gild y ella habían huido. El guiverno
que estaba colgado en el gran salón de Adalheid. El tatzelwurm que había
intentado robar la figurilla dorada de Leyna. El unicornio que había sido la
líder de las doncellas del musgo durante siglos. El grifo que, apenas unas
semanas antes, había sido arrastrado por las puertas de aquel castillo.
¿Quiénes eran? ¿Qué eran? Si el unicornio había sido humano (bueno,
si había tenido forma humana), ¿no podrían haberlo sido todos? ¿No
podrían serlo de nuevo, si no estuvieran atrapados por flechas envenenadas
y cadenas doradas?
Su mirada se detuvo en el lobo negro y recordó la historia de la huida de
los oscuros del Verloren, así como los aullidos que subían desde las puertas
de la rotonda lunar.
Velos. Velos se había convertido en un lobo.
Examinó a los demás.
El unicornio. Pusch-Grohla. Protectora del bosque, de las doncellas y
las madres. Con una magia que hacía que los árboles cobraran vida, que
había llenado el patio de tulipanes y campanillas. ¿Podía ser Eostrig, la
diosa de la primavera y de la fertilidad? Serilda nunca había oído ningún
relato que relacionara a Eostrig con la Abuela Arbusto, y la arrugada y
desaliñada anciana no se parecía en nada a las ilustraciones que había visto
de la diosa, que normalmente se representaba esbelta y grácil, con unas
manos fuertes y un largo cabello violeta. Se decía que Eostrig era tan dulce
como intimidante. Tozuda pero amable.
Pusch-Grohla era intimidante y tozuda, pero ¿dulce? ¿Amable? Serilda
hizo una mueca al pensarlo.
Pero, claro…, tampoco había esperado que se transformara en un
unicornio, la más elegante de las criaturas. Y Pusch-Grohla sabía que
Serilda estaba embarazada; había mencionado su «estado» mucho antes de
que ella misma lo supiera.
A continuación, observó al tatzelwurm, recordando el blasón de la
familia de Gild. «Puede que lo llevéis en la sangre». El tatzelwurm se había
sentido atraído por la figurilla creada con el oro bendito. Huida. Huida era
la patrona de Gild. Huida era… ¿el tatzelwurm?
¿Y qué le había dicho el Erlking a Pusch-Grohla? «Hace mucho tiempo
que Solvilde no se encuentra en posición de responder plegarias
desesperadas». El basilisco o el guiverno, que habían sido apresados por los
cazadores años, quizá décadas antes. Recordó los siete vitrales. Solvilde,
vestido de vibrante naranja y azul, los mismos colores de las plumas del
basilisco. Y Tyrr, con el rubí entre los ojos, igual que el guiverno.
Y Freydon…
El grifo. Debía serlo.
Estaba segura de que no había contado ninguna historia sobre un grifo.
Pero había contado la historia en la que Wyrdith iba a visitar a Freydon para
exigirle respuestas sobre la mala cosecha. «En las llanuras al este de
Dostlen, donde se ocupaba de su pulcro jardín y se pasaba las tardes
pescando en el delta del río Eptanie».
Otra historia. Otro cuento absurdo. Otro puñado de verdades que le
habían revelado el paradero de una criatura mítica a la cacería salvaje. Una
criatura mítica que era en realidad… un dios.
No volvería a contar una historia jamás, se prometió en silencio. No
cuando todo, todo, terminaba siendo de algún modo un beneficio para el
Erlking.
Le temblaban las piernas cuando se acercó al tapiz para examinar a la
última bestia.
Recordó las vidrieras de Adalheid y el hecho de que Wyrdith se
representaba a menudo con una pluma dorada en la mano. En su forma
animal, Wyrdith era una enorme rapaz de brillantes plumas doradas. Podía
imaginarlo tan elegante como un halcón, tan despiadado como un águila.
Pero allí aparecía sometido. Allí, el Erlking había ganado.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué quiere a los siete?
—¿Serilda?
Se giró para ver a los niños, que la observaban con unos ojos enormes y
temerosos. ¿Ellos también se habían dado cuenta de la verdad? ¿Sabían qué
significa aquello?
No. Ni siquiera ella estaba segura de comprender del todo lo que
significaba aquello. Quería creer que solo era su imaginación desbocada.
Seguramente se equivocaba. Aquel solo era un tapiz, no significaba nada.
Y, aun así, sabía que estaba en lo cierto. Pondría la mano en el fuego por
ello.
—Tenemos que enseñarte una cosa —dijo Hans, con una mano tensa
sobre el hombro de Gerdrut.
—Eso no estaba aquí antes —dijo la niña—. Lo juro. No lo he visto
antes… ¡De lo contrario te lo habría contado!
Serilda tardó un momento en alejarse de los siete dioses atrapados con
cadenas de oro y darse cuenta de que lo que perturbaba a los niños era algo
totalmente distinto de lo que la había inquietado a ella.
—¿Qué pasa?
La condujeron hasta el final de la sala, en cuya esquina colgaba un
último tapiz, apenas rozado por la luz de las velas.
Serilda tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando un
retrato suyo. Vestida con ropa de caza negra y su nueva capa escarlata, con
el cabello recogido hacia atrás, parecía más que nunca la reina de los alisos.
Pero las ruedas doradas de sus ojos eran inconfundibles. Era ella.
Estaba en la sala del trono de Adalheid, flanqueada por dos columnas,
cada una de ellas con un tatzelwurm tallado. En sus brazos había un bebé.
La esperanza destelló en su interior.
Una esperanza brillante, eufórica.
Era ella. Ella y su hijo. No estaba muerta.
Le temblaron los labios y se atrevió a permitir que una sonrisa vacilante
le rozara la boca. Entonces, Hans le puso una mano en el brazo.
—Hay más —le dijo, y Serilda recordó las expresiones aturdidas de los
niños. No solo aturdidas. Horrorizadas.
Fricz movió uno de los candelabros.
—Queríamos verlo mejor —le explicó—. Y cuando lo iluminas…
Arrastró el candelabro hasta que estuvo justo delante del tapiz,
dispersando las sombras contra el muro.
Ante sus ojos, el tapiz cambió.
Ya no era Serilda la que sostenía a su hijo.
Era la cazadora.
LA LUNA DE LUTO
Capítulo 34

Liberaría al unicornio y al grifo.


Se prometió hacerlo mientras daba vueltas en la cama en su
cumpleaños, pensando por una vez no en su madre desaparecida, sino en
algo totalmente distinto. No podía hacer nada por Solvilde, Tyrr o Huida, no
mientras ella estuviera en Gravenstone y ellos en Adalheid. Pero Eostrig, el
unicornio, y Freydon, el grifo, estaban allí, encerrados en el patio. No sabía
cómo abriría la jaula ni cómo les quitaría los arneses dorados que
inmovilizaban sus enormes cuerpos, pero encontraría un modo.
No permitiría que el Erlking tuviera a los dioses. No para que pidiera un
deseo, y desde luego no para que pidiera siete. Debía liberarlos.
Aquella noche, se prometió. Durante la Luna de Luto, después de que
los cazadores se marcharan.
Cuánto habría deseado poder liberar también a Gild. Lo echaba de
menos cada día más; era un dolor que nunca se marchaba de su pecho
hueco.
Pero no podía perder tiempo intentando infiltrarse en las mazmorras. No
podía llegar hasta Gild. No podía ayudarlo.
Tendría que hacer aquello sola, y esperar que los dioses tuvieran
suficiente consciencia en su forma de bestia como para no intentar
devorarla cuando los soltara.
Su decisión de liberar a los dos dioses tenía una cosa buena. Mientras lo
planeaba, se había olvidado de temer la llegada de la Luna de Luto, a pesar
de que aquel ciclo lunar solía ponerla de mal humor. Había llegado a
esperar la profunda sensación de pérdida que siempre la abordaba durante
aquellos tristes días.
La Luna de Luto debía ser un momento para recordar a los ancestros
que se habían marchado al Verloren. Se colgaban farolillos de papel de los
árboles y había procesiones por las calles en honor a los fallecidos. Se
cantaba y se vertía vino sobre las tumbas. Las familias se reunían y
contaban historias: no de pérdida, sino para rememorar los momentos
felices vividos con las personas a las que se echaba de menos. Era una
celebración lúgubre, pero una celebración, al fin y al cabo.
Para Serilda y su padre, sin embargo, la Luna de Luto no había sido
tanto un momento para recordar a su madre como un momento de
solidaridad entre ellos. Ambos comenzaban a abatirse tan pronto como
desayunaban. Prácticamente lo habían convertido en una competición para
ver quién se regodeaba en su miseria con mayor desespero, quién suspiraba
más alto, quién se enfoscaba con la melancolía más irreprimible… Hasta
que ambos terminaban siendo tan ridículos que no tenían más opción que
reírse.
Incluso tenían una tradición: Serilda tomaba prestado un libro de poesía
de la escuela de la señora Sauer y hacía turnos con su padre para leer los
poemas más trágicos, llenos de palabras como «desamparo» y «desdicha» y
«ruiseñor». Después, cenaban dulces de la pastelería local. Cualquier cosa
con miel, cualquier cosa con melaza, cualquier cosa que los dejara a ambos
con dolor de barriga, porque eso era mejor que el dolor de corazón.
La sorprendió descubrir cuánto cariño le tenía a aquellos recuerdos, de
unos días que deberían haber sido horribles, que habían sido horribles, pero
que también habían sido extrañamente consoladores.
Allí, en Gravenstone, había poco consuelo, poca alegría, solo su tristeza
acercándose a ella de puntillas. Una tristeza que había comenzado a
manifestarse en forma de amargura.
E impaciencia.
¿Por qué no se marchaban?
Estaba sentada en el gran salón, fulminando a su marido con la mirada.
Los oscuros estaban de celebración. ¿Por qué? No lo sabía. No le
importaba. Históricamente, la Luna de Luto era una de sus noches más
prolíficas, pues en ella se llevaban más almas que en ninguna otra luna llena
del año. Pero casi había caído la noche y la velada se había convertido en
un jolgorio inesperado; alguien tocaba un enorme órgano mientras los
cazadores bebían licor de mora y participaban en juegos de mesa que
normalmente exigían un pago espantoso del perdedor, como cortarse la
punta de la oreja.
Serilda llevaba lo que le habían parecido horas sentada con la espalda
recta. Tenía los músculos agarrotados. No apartaba los ojos de los niños. Ya
habían colgado sus farolillos en el aliso, pero esperarían la llegada de la
noche para encenderlos. Era un símbolo que representaba el farol de Velos,
aunque para propiciar el regreso de los espíritus de sus seres queridos, en
lugar de conducirlos a la tierra de los perdidos.
Pero, en vez de encender sus farolillos y recordar a sus familiares
fallecidos, los niños, como todos los criados, estaban atareados con
bandejas de comida y jarras de licor ambarino.
Serilda habría deseado decir que su marido la ignoraba, como a menudo
era el caso durante aquellas veladas, pero no podía. Si acaso, su atención
era implacable. Cada vez que miraba en su dirección, él la estaba
observando, aunque no sabía por qué.
Allí estaba de nuevo aquella mirada penetrante, buscándola en la
multitud.
Con una sonrisa falsa, Serilda elevó su copa de agua de salvia en un
brindis fingido. Los dientes del Erlking brillaron a la luz de las velas y, para
el desagrado de Serilda, abandonó a la cortesana con la que estaba hablando
y se encaminó hacia ella.
Serilda miró a su alrededor e hizo un ademán apresurado a Hans, con la
intención de enfrascarse en una conversación para evitar la atención del rey,
pero el niño estaba sirviendo cerveza en la jarra de un cazador. Lo siguiente
que supo fue que su marido se había arrodillado junto al diván y que se
había acomodado en un cojín a su lado.
No pudo evitar que se le escapara un gruñido.
—¿Disfrutas de la celebración?
—¿Quién habría esperado que los demonios dedicaran tanto tiempo a
beber y a comer y… —señaló una mesa donde unos dados de hueso
repiqueteaban ruidosamente sobre un tablero de juego— a jugar?
—¿Los mortales no lo hacéis?
Serilda arrugó la nariz.
—Es solo que me parece extraño que lo celebréis. La Luna de Luto
tiene un significado especial para nosotros, pues tenemos multitud de seres
queridos fallecidos a los que presentar nuestros respetos. Qué suerte tenéis
vosotros, que no la consideráis nada más que una noche de juerga.
—No siempre se llamó Luna de Luto, ¿sabes?
Serilda frunció el ceño, odiando (odiando) que su comentario
encendiera una chispa de interés en ella.
Parecía el inicio de una historia.
—Ah —dijo el Erlking, muy consciente de ello—. No lo sabías.
—Tengo la sensación de que estás a punto de iluminarme.
Él se rio. Dudó. Pero después…, sí, continuó.
—Antes de que las puertas del Verloren se cerraran, esta era la noche en
la que las almas de los seres queridos podían regresar al reino de los
mortales. Bajo la luz de la luna llena, cruzaban el puente. Los humanos se
reunían en los cementerios para hacer sus ofrendas y pedir bendiciones. En
aquel entonces, se llamaba la Luna de Velos —dijo el nombre con evidente
escarnio—. Aunque Velos no tenía mucho que ver con ello.
—¿No? ¿No era él quien permitía que las almas regresaran?
El rey levantó una ceja.
—¿No fue Velos quien se llevó a esas almas en primer lugar?
Serilda frunció el ceño.
—Conducirlas a un lugar de descanso tras la vida no es lo mismo que
secuestrarlas.
El Erlking chasqueó la lengua.
—A los mortales os encanta darnos el papel de villanos, mientras que
Velos recibe todo el respeto, igual que el resto de esas estiradas deidades. El
dios de la muerte se lleva a los niños que aún están en el vientre. Reclama
las almas tras la enfermedad, el parto, la hambruna… ¿Por qué no es él un
villano?
—Quizá porque Velos nos trata con respeto. No provoca las muertes,
necesariamente… Solo acude para reclamar nuestras almas y conducirnos al
Verloren cuando abandonamos el reino mortal. Como ambos sabemos, las
almas que se quedan aquí no son felices. No pertenecen a este lugar.
—Tienes el corazón demasiado blando, mi reina.
—No lo sé. Me quitaste el corazón hace tanto que he olvidado lo que se
siente al tener uno.
Él la miró por el rabillo del ojo, curvando los labios con picardía.
—Me gustaría mostrarte las puertas.
Serilda se tensó.
—¿Del Verloren?
—Sí. En la rotonda tenías curiosidad, lo sé. Y, durante la Luna de Luto,
es una imagen impresionante.
Serilda se echó a reír. El rey casi parecía deseoso de enseñarle algo
romántico. Una rosaleda, un atardecer. Pero no. El rey de los alisos quería
enseñarle las puertas de la muerte.
—Preferiría no ir —replicó Serilda—. Todavía no estoy muerta.
Él se acercó y le pasó un dedo por la cicatriz de la muñeca. Serilda se
apartó.
—Mientras estés maldita —le dijo—, también serás inmortal. Quizá
nunca cruces el puente hacia el Verloren.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Y yo que pensaba que pretendías asesinarme tan pronto como diera a
luz… ¿Debería alegrarme de que hayas cambiado de opinión? —Se acercó
a él—. ¿Podría ser que hayas empezado a encariñarte conmigo?
Él ladeó la cabeza, como si estuviera considerando la cuestión. Después
dejó escapar un suspiro largo y apesadumbrado.
—No. Tienes razón. Me libraré de ti cuando ya no me sirvas.
Serilda se echó hacia atrás, horrorizada por su descaro.
—Más razón —continuó, ajeno a su reacción— para que disfrutemos de
nuestro limitado tiempo juntos. Es la Luna de Luto. Quizá podrías ver a uno
de esos seres queridos que has mencionado.
Serilda le sostuvo la mirada, intentando decidir si aquella era otra broma
cruel. ¿Le estaba ofreciendo llevarla a las puertas para mostrarle a su… a su
padre?
¿Quizá incluso a su madre?
—No —exhaló—. No creo que deba.
—¿Te asusta la muerte?
—No tanto como antes. —Entonces tuvo una idea, y lo miró de nuevo
—. ¿A ti te asusta?
Él se echó hacia atrás, solo un poco, como si le preocupara que la propia
pregunta pudiera corromper su respuesta.
—Por última vez, mi amor. No puedo morir.
Serilda puso los ojos en blanco.
—Estuviste atrapado en el Verloren miles de años. ¿No temes que Velos
te aprese de nuevo, como hizo con Perchta?
Su expresión se oscureció hasta que casi humeó.
—Cuando libere a Perchta, Velos jamás volverá a reclamarnos. —Las
palabras estaban teñidas de su arrogancia habitual. En su boca había un
gesto malvado. Después, de la nada, continuó—: Creí haberte dicho que te
pusieras la capa esta noche.
Serilda se encogió de hombros.
—Hace demasiado calor junto al fuego. Además, nunca te ha importado
mi ropa, excepto cuando me hiciste ponerme esa ridícula armadura de cuero
en la boda. ¿Por qué vas a empezar ahora?
Ignorándola, el Erlking llamó a su asistente más cercano, Fricz.
—Tráele su capa a la reina. —Se levantó y tomó la mano de Serilda,
tirando de ella para ponerla en pie—. Hará frío en el lugar al que vamos.
Fricz salió corriendo. Serilda miró a su marido con el ceño fruncido.
Pensó en los aullidos que había oído, en los susurros, en la voz de su padre
llamándola.
—No quiero ver las puertas.
—Mentirosa —dijo el rey con un guiño—. Piensa en la gran historia
que será.
Serilda se enfadó. Sobre todo porque, maldición, tenía razón.
Se irguió.
—De acuerdo. Pero si tengo la oportunidad de lanzarte a una fosa de la
que no puedas salir, créeme, la aprovecharé.
Capítulo 35

Serilda esperaba un pequeño séquito. El Erlking y ella. Puede que un par


de cazadores, quizá incluso Manfred o Agathe.
No esperaba que toda la maldita corte se uniera a ellos en aquella
desacertada excursión, pero cuando comenzaron a atravesar los
serpenteantes pasillos del castillo, se dio cuenta de que todos los demonios
y fantasmas que habían venido con ellos de Adalheid los estaban siguiendo,
llenando los corredores en su estela. Manfred, sí, y también el mozo de
cuadra, los cocineros, las doncellas, los jardineros, los carpinteros. Los
niños seguían a Serilda de cerca, y ella sabía por sus expresiones confusas
que no tenían ni idea de qué estaba ocurriendo.
Fricz los esperaba en la rotonda lunar. El Erlking tomó la capa roja y se
la puso a Serilda con la misma solemnidad con la que alguien colocaría una
corona.
—Me lo he pensado mejor —dijo Serilda—. Continuad vosotros. Los
niños y yo os esperaremos aquí.
La única respuesta del rey fue una irritante sonrisa antes de dirigirla
hacia la cavernosa abertura, pasando sobre las enredaderas muertas que
salpicaban las baldosas como si no fueran más que juguetes infantiles
tirados por el suelo. Sin dudar, el rey tomó una antorcha de la pared y
desapareció entre las sombras.
En cuanto estuvo fuera de su vista, Serilda reunió a los niños a su lado y
comenzó a retroceder hacia el pasillo, pero algo afilado se le clavó en el
costado.
Se detuvo en seco.
Una cazadora la estaba mirando con malicia. Giró su daga y señaló la
entrada con la cabeza.
—Después de vos…, su luminosidad.
—¿Qué está pasando? —susurró Anna.
Serilda negó con la cabeza.
—Nada. Su oscuridad solo está… presumiendo de nuevo. Ya sabéis
cómo es.
Se acercó a la entrada hasta que pudo ver el titilar de la antorcha del rey
brillando en una estrecha e inclinada escalera. Había zarzas cubriendo las
paredes y el techo, pero quedaba espacio para caminar por los peldaños de
piedra.
Envolviéndose en la capa, se obligó a avanzar. No miró atrás, pero
podía oír a los niños y a los oscuros y a los fantasmas siguiéndola. Muchos
llevaban su propia antorcha, y pronto la escalera estuvo tan bien iluminada
como podía estarlo un túnel que conducía a la tierra de los muertos.
Ante ella, la escalera se curvaba abruptamente, y el Erlking desapareció
de la vista. Serilda tragó saliva y pensó en apoyarse en la pared para
mantener el equilibrio sobre los peldaños desiguales, pero la amenaza de las
espinas hizo que mantuviera sus manos en el pelo del interior de su capa. El
aire era más frío allí, tanto que podía ver su aliento ante sí. Había humedad
allí abajo. El agua bajaba por los muros y se reunía en las ramas, se
encharcaba en los peldaños.
Y, una vez más, oyó los susurros. Las voces que se elevaban de las
profundidades de la tierra, mezclándose en un coro indistinguible.
Hasta que una nueva voz se alzó sobre las demás. Un aullido.
Velos.
El dios de la muerte, que podía transformarse en un gran lobo negro.
Serilda se giró tan de repente que Hans colisionó contra ella. Apenas
consiguió agarrarlo por los hombros para sujetarlo antes de que él se
agarrara a una de las ramas espinosas.
Los oscuros se agolparon en la escalera. Los que estaban más cerca la
fulminaron con la mirada y le gritaron que siguiera caminando, pero ella los
ignoró.
Entonces lo vio. El ocasional destello del oro en sus cinturones u oculto
bajo sus capas.
Al final, aquella noche cazarían.
Pero, si iban a intentar atrapar a Velos, ¿para qué quería el Erlking a
Serilda y a los fantasmas?
—Sigue —dijo la cazadora de antes, mostrándole la empuñadura de la
daga—. No te detengas.
Serilda miró a los niños, estudiando sus queridos rostros.
—Pase lo que pase, manteneos a mi lado.
Siguió bajando. La escalera parecía no terminar nunca, y ya no podía
ver la luz de la antorcha del Erlking.
Los susurros regresaron, se hicieron más fuertes, mientras que sus pasos
se volvían más vacilantes, más acallados.
Bajo las nudosas enredaderas, las paredes pasaron de la piedra a la tierra
apelmazada.
Tenía mucho frío. Ya no se sentía los dedos de las manos ni de los pies,
y deseó no sentirse agradecida por el hecho de que el rey hubiera enviado a
buscar su capa.
Al final, vio una luz más adelante, iluminando el pie de la escalera.
Contuvo el aliento mientras atravesaba un arco de zarzas, tan gruesas
como troncos de árboles, hasta una amplia cámara. Era más grande que el
gran salón de arriba, como una cueva octogonal, con las paredes de tierra,
piedra y arcilla y un techo que se alzaba muy alto sobre su cabeza.
En el centro de la estancia, junto a un altar de piedra plana sobre el que
había una caja de madera, estaba el Erlking.
Una caja que reconoció.
Mientras los oscuros emergían a su alrededor y colocaban sus antorchas
en los apliques de hierro de las paredes, Serilda miró el ataúd donde había
visto su cuerpo por última vez. Lo habían cubierto con una tapa de madera,
pero sabía, sabía, que su cuerpo seguía en el interior.
Así que era allí donde lo había escondido. En el último lugar donde ella
se habría atrevido a buscar.
Serilda notó la resbaladiza presión de las manos de los niños en sus
brazos y sus manos. Intentó humedecerse los labios apergaminados, apartó
la mirada del ataúd y miró más allá del altar. En el extremo opuesto de la
cámara, unos enormes monolitos de un negro brillante estaban volcados
sobre la tierra y señalaban las raíces del aliso que trepaban por las paredes,
formando los cimientos del castillo.
Entre dos de las enormes raíces había una abertura.
Allí, las raíces estaban ennegrecidas y retorcidas, con ramas muertas y
las zarzas con las que subían las escaleras.
Más allá de aquella entrada había un abismo. Al principio le pareció una
nada de oscuridad total, aunque, cuanto más la miraba, más luces tenues
detectaban sus ojos, brillando lejos, muy lejos en la oscuridad, como
luciérnagas azul pálido y lavanda entrando y saliendo de una niebla densa.
Como un brillante océano negro reflejando las constelaciones de un cielo de
medianoche.
El Verloren.
Serilda sintió que la tensión se incrementaba en su interior. La imagen la
atraía y la repelía al mismo tiempo.
Los oyó de nuevo. Subiendo desde aquellas inquietantes profundidades.
Susurros.
Más claros ahora.
«Serilda…».
Las lágrimas se acumularon en sus ojos. Intentó apartar a los niños.
Conducirlos a las escaleras…
El rey lo notó y la miró, ladeando la cabeza.
—No tengas prisa, mi reina. Acabamos de llegar.
—No… No deberíamos estar aquí —dijo Serilda, sin sentir vergüenza
por cómo se le rompió la voz—. No es… No es natural que los vivos estén
tan… tan cerca de este sitio.
El rey ladró una carcajada y señaló la estancia con el brazo.
—¿Quién entre nosotros está vivo?
A Serilda se le revolvió el estómago.
Ella estaba viva, quería decir. Todavía no estaba muerta. Estaba maldita,
pero no muerta.
Sin embargo, antes de que pudiera responder, la voz la llamó de nuevo.
«Serilda…, mi dulce niña…».
Le tembló el labio inferior. No pudo evitar dar medio paso hacia la
puerta antes de sentir la mano de Nickel en su muñeca, y la viscosidad de su
carne fría y espectral puso una mueca en su rostro. Lo apartó sin darse
cuenta de lo que hacía y lo miró a tiempo de ver su expresión dolida.
Un pesar la atravesó.
«Vete…», la urgió la voz. «Huye mientras puedas».
—¿Papá? —gimió mientras la primera lágrima escapaba de sus
pestañas.
—No —murmuró Hans—. Ese no es tu padre. Es… Yo oigo a mi
abuelo.
Serilda se detuvo.
—¿Qué?
—Falleció cuando yo tenía ocho años —dijo, en voz muy baja—. Pero
ahora me está llamando. —Tenía los ojos clavados en la puerta; su
expresión era mitad miedo, mitad anhelo.
—¿Te dice que huyas? —exhaló Serilda.
La sorpresa atravesó el rostro de Hans, que negó con la cabeza.
—Me dice que vaya con él.
«Serilda…».
La chica miró al Erlking, que parecía estar observándola. Esperando…
algo.
Serilda tragó saliva y pasó junto a él, junto al ataúd, hasta que estuvo lo
bastante cerca como para ver la bruma que había más allá del límite de la
puerta.
A lo lejos, como si estuviera mirando un reflejo iluminado por la luna
en un estanque de tinta, podía ver un puente blanco extendiéndose sobre…,
bueno, no estaba segura. Un barranco. Un río. La luz dorada de las velas
iluminaba las rigurosas piedras blancas del puente. La niebla se reunía,
densa, en su extremo opuesto, ocultando lo que había después.
Entonces… Una única luz. Acercándose. Balanceándose suavemente,
hacia delante y hacia atrás.
La esperanza brincó en su interior, brillante como una cerilla encendida
de improviso.
—Papá —susurró, antes de poder evitarlo. Dio otro paso hacia delante,
pero una mano se detuvo sobre su codo, reteniéndola. Se estremeció y se
zafó del Erlking, con los ojos clavados en el oscilante farol, en la figura que
emergió de la niebla.
Que cruzó el puente, paso a paso, sin prisa.
Alta. Esbelta. Con una capa esmeralda bordeada de greñudo pelo negro.
No era su padre.
Y entonces recordó qué estaban haciendo allí.
—¡No! —gritó. El sonido escapó de su garganta antes de saber qué
estaba haciendo—. ¡Huye! ¡Velos! Quieren…
Unas manos la agarraron, una palma le presionó la boca, silenciando sus
gritos. Serilda se retorció, intentó zafarse de la mano que la acallaba, pero
más aún de la asfixiante sensación de muerte y maldad.
—Lo siento —susurró una voz rota.
Serilda dejó de luchar. Le bajaban las lágrimas por ambas mejillas; tenía
las extremidades tensas por el horror.
Estiró el cuello para ver a Manfred mirándola con expresión
atormentada.
Con esa mirada, Serilda sintió que perdía las fuerzas para luchar. No
podía enfrentarse a Manfred. No quería hacerlo. Él no era su enemigo.
Con un sollozo mudo, volvió a mirar las puertas.
Vacilante, Manfred le quitó la mano de la boca, pero no la soltó.
Velos había llegado a este lado del puente. Serilda todavía no podía
verle la cara mientras subía las escaleras. Había una sutil elegancia en sus
movimientos. Un ritmo hipnotizante.
Había visto a Velos en otra ocasión, cuando se había bebido la poción
de muerte que le había preparado la señora Sauer. Esta la había puesto en un
estado similar a la muerte durante la noche de la Luna del Despertar. Por un
momento, se había olvidado de agarrarse a la rama de fresno que
mantendría su espíritu anclado a la tierra hasta que la señora Sauer pudiera
revivirla y había comenzado a elevarse. Había visto a Velos y su farol,
esperándola. Llamándola. Preparado para acompañar a su alma hasta el
Verloren.
Entonces no había tenido miedo, y tampoco lo tenía ahora. No de aquel
dios.
Solo temía lo que el Erlking planeaba hacer.
Velos atravesó la puerta y miró con serenidad el rostro del rey.
Con el farol colgando del codo, el dios levantó la otra mano y se echó
hacia atrás la capucha de la capa, dejándola sobre sus hombros. Serilda lo
miró, sin aliento, fijándose en unos rasgos que eran de algún modo
juveniles y vetustos. El dios tenía una piel blanca que resplandecía como las
perlas, una nariz y una boca delicadas y un cabello negro y corto que se
rizaba ligeramente alrededor de sus orejas. Su expresión no contenía
crueldad, pero tampoco demasiada amabilidad.
«Vete», suplicó en silencio, esperando que Velos la mirara y lo
comprendiera. Pero el dios de la muerte solo tenía ojos para el Erlking. No
estaba asustado, ni siquiera receloso. Solo parecía… curioso.
Despacio, el rey extendió las manos, mostrando sus palmas.
—La Luna de Luto te saluda, Velos. Espero que podamos conversar
tranquilamente.
Velos levantó la barbilla y Serilda notó el primer indicio de emoción en
sus rasgos afilados. No era arrogancia. No era diversión.
¿Resignación?
—Sé qué es lo que has venido a buscar —dijo Velos, revelando unos
caninos afilados. Sus palabras sonaron medidas y reflexivas—. Como
sabes, el precio es demasiado alto, y tú no estás dispuesto a pagarlo.
—Al contrario —dijo el Erlking, cuya voz tranquila tenía un borde
áspero—. Estoy dispuesto a pagar el precio que pidas.
Velos ladeó la cabeza. No sonrió. No se rio. Solo dijo, como si fuera
obvio:
—A cambio te quiero a ti.
Los brazos que rodeaban a Serilda se tensaron. Ella misma sintió un
espasmo en su estómago.
¿El Erlking a cambio de qué? De…
No. No qué. Quién.
Estaba pidiendo el regreso de Perchta.
Capítulo 36

Se suponía que aquello no debía ocurrir en aquel momento, en aquella


noche. Serilda tenía hasta la Luna Eterna, para lo que todavía quedaban dos
meses. El Erlking no podía pedir un deseo.
Aunque Serilda suponía que no estaba pidiendo un deseo. Estaba
haciendo una petición. Ofreciendo un trato.
¿Y qué aceptaría a cambio el dios de la muerte?
Solo al propio rey de los alisos.
El Erlking sonrió, solo ligeramente.
—No lo creo.
—Entonces no se cerrará ningún trato esta noche.
Velos bajó la cabeza, casi en deferencia, o quizá como muestra de
respeto mutuo. Serilda sabía que los oscuros sentían una gran animosidad
hacia aquel dios, que en el pasado había sido su amo y señor. Pero, si Velos
sentía el mismo odio hacia ellos, no se reflejó en su rostro.
—Tengo mucho trabajo en esta luna —continuó—. Te agradezco que
hayas vuelto a abrir la puerta, lo que hace mi camino al reino mortal menos
traicionero. Por favor, discúlpame, porque hay almas que desean ver de
nuevo a sus seres queridos. —Sus ojos se posaron en Serilda, mirándola por
primera vez.
Ella se detuvo, sintiéndose perdida y encontrada en el interior de esa
tranquila mirada. Una mirada que contenía mundos y eternidades.
—Incluyendo —continuó Velos— a algunos de los que están aquí esta
noche.
El Erlking dejó escapar un resoplido molesto.
—No he abierto de nuevo la puerta para que mi castillo te sirva de atajo
al reino mortal. Estoy aquí para hacer negocios contigo.
Ignorando al Erlking, Velos extendió la mano hacia la escalera y llamó a
las sombras.
Enseñando los dientes con un gruñido, el Erlking se acercó.
—Ni se te ocurra traer a esas almas patéticas a mi corte. Ya tengo de
sobra.
Una silueta se movió a los pies de la escalera, apareció en el lado más
cercano del puente y se acercó. Su cuerpo era poco más que una voluta de
niebla, pero se volvió corpóreo al acercarse a la puerta.
Serilda entornó los ojos. Había algo familiar en el modo en el que
caminaba. Algo en el peso que cargaban sus hombros.
—A menos que quieras que me los quede a todos —gruñó el rey—, te
sugiero que los envíes de vuelta.
La figura que había en los peldaños levantó la mirada.
—¡Papá! —gritó Serilda.
Los brazos de Manfred se tensaron a su alrededor. Entonces, para su
sorpresa, la soltó. Serilda no se cuestionó si su libertad se la había
proporcionado el fantasma o el rey. Tan pronto como la soltaron, corrió
hacia su padre. Este atravesó la puerta. Su alma se solidificó. Estaba entero.
No era un nachzehrer. No era un cadáver con la cabeza cortada para detener
su depravada hambre.
Sus ojos se encontraron.
A una parte de ella le preocupaba atravesarlo y caerse de cabeza
escaleras abajo. Pero… no. Llegó hasta su padre y lo rodeó con los brazos.
Y era sólido, estaba allí de verdad, estaba…
Vivo no. Por supuesto, no estaba vivo.
Pero tampoco era exactamente un fantasma. Era más parecido a ella. Un
espíritu. Un alma sin anclar a un cuerpo mortal.
Él la abrazó con fuerza, apretándola entre sus brazos, fortalecidos por
años de trabajo con las pesadas muelas del molino.
—Papá —dijo Serilda, sollozando en su hombro—. Creía que no
volvería a verte más. —Fueron las únicas palabras que consiguió
pronunciar antes de que los sollozos la dominaran. Estaba llorando
demasiado como para oír su respuesta, pero él le acarició el cabello y la
abrazó, y eso fue suficiente.
Entonces se produjeron a su alrededor una serie de gemidos y gritos. El
miedo la atravesó y soltó a su padre, se giró hacia los niños.
Pero sus gritos no eran de miedo. Tenían los ojos brillantes por el
asombro y por una alegría sin par. La pequeña Gerdrut dejó escapar un
chillido y se lanzó hacia delante, pasando junto a Serilda como un feliz
borrón.
El padre de Serilda no había acudido solo. La abuela de Gerdrut estaba
allí, la misma que había estado en el sueño de la niña. Y los abuelos de
Hans. Y la tía abuela de los gemelos, y la prima favorita de Anna. Y
muchos muchos más. Espíritus y almas se reunieron entre los fantasmas. La
cámara se convirtió en una cacofonía de lágrimas, risas e incredulidad. Allá
a donde miraba, Serilda veía llantos y besos y sonrisas asombradas.
Entonces atravesaron las puertas dos figuras vestidas con ropajes reales,
un hombre y una mujer, ambos con una fina corona en la cabeza. El hombre
llevaba una barba corta, y el cabello rubio le caía hasta los hombros. La
mujer tenía una melena de ondas rojizas y un rocío de pecas sobre su piel
pálida.
Serilda se quedó sin aliento. Reconocía aquellas coronas. Reconocía el
jubón del hombre. Reconocía la sonrisa de la mujer, cálida y encantadora y
un poquito traviesa. Era la sonrisa de Gild.
El rey de Adalheid caminó directamente hacia Manfred y lo abrazó
como si fuera un viejo amigo. La reina caminó entre la multitud, con las
lágrimas brillando en sus mejillas mientras saludaba a los miembros de su
corte. Tomó todas las manos ofrecidas, besó todas las mejillas, abrió sus
brazos a cada noble y criado como si fueran iguales. Tras la muerte, quizá
lo eran.
Al principio, los fantasmas parecían desconcertados por la aparición de
aquellos dos monarcas. No reconocían a los reyes. Aún no los recordaban.
Pero su vacilación fue breve, porque el rey y la reina sin duda los
conocían a ellos. Los querían y los respetaban, incluso. No les fue difícil
aceptar a aquellos sonrientes nobles como sus verdaderos soberanos, sobre
todo después de siglos sirviendo a los oscuros.
El dolor atravesó el corazón de Serilda. Oh, cuánto habría deseado que
Gild estuviera allí.
Mientras, los oscuros observaban, golpeando sus armas con sus largos
dedos, airados e impacientes.
Serilda examinó la cada vez mayor multitud de almas, y se dio cuenta
de que algo extraño estaba ocurriéndoles a aquellos que todavía estaban
cruzando el puente. Muchos de ellos desaparecían en el momento en el que
atravesaban el arco de la puerta, en lugar de entrar en la cámara bajo el
castillo de Gravenstone. ¿Estaban enviándolos a otra parte, se preguntó, allí
donde sus seres queridos los esperaban, llorando en los cementerios o
encorvados sobre las ofrendas iluminadas por las velas?
Se giró de nuevo hacia su padre.
—¿Y mamá? ¿Está contigo?
Su padre se mostró abatido.
—Está… —dudó; su voz se quedó atrapada en su garganta—. No lo sé.
No la he visto nunca en el Verloren. No creo que esté… No creo que esté
allí.
Serilda parpadeó con lentitud.
¿No estaba en el Verloren?
¿Qué significaba eso? ¿Seguía viva?
Aquello era, de algún modo, tanto la mayor esperanza como el mayor
miedo de Serilda. Que su madre siguiera allí, en alguna parte. Que no
hubiera fallecido la noche en la que se la había llevado la cacería. Que
todavía tuviera la oportunidad de encontrarla.
Y, aun así, esa sería la verdad más dolorosa de todas. Que su madre la
hubiera abandonado y no hubiera regresado nunca. No porque se viera
obligada a ello, sino por voluntad propia.
Serilda empujó la sensación a lo más profundo de su interior. Se obligó
a sonreír mientras tomaba la cara de su padre entre sus manos.
—No pasa nada. Tú estás aquí. Eso es lo único que importa.
—Por ahora —dijo, abrazándola de nuevo—. Es maravilloso tener
aunque solo sea un momento. Para decir adiós. Después de todo lo que
pasó…
Serilda le apretó los hombros, pero incluso mientras intentaba hacer un
espacio en su corazón para aquel inesperado regalo, para aquel valioso
momento con el hombre que lo había sido todo para ella durante tanto
tiempo, su mirada se detuvo en Velos, no demasiado lejos. El dios estaba
regresando a la puerta, arrastrando la capa sobre el polvoriento suelo.
—¡No hemos terminado! —dijo el Erlking, con la voz tan afilada como
una espada.
Velos se detuvo, pero no parecía perturbado por el enfado del rey.
—¿No?
El Erlking señaló la cámara con el brazo.
—Ya que valoras tanto a tus queridas almas humanas, te daré a todos los
fantasmas de esta cámara.
Serilda se detuvo.
Todos los seres de la estancia, oscuros y fantasmas por igual, se
quedaron inmóviles.
Serilda se apartó de los brazos de su padre, incapaz de creer que hubiera
oído bien. ¿El Erlking iba a renunciar a aquellas almas? ¿Les concedería su
libertad? ¿Los dejaría escapar del control de los oscuros?
En la Luna de Luto, justo como le había prometido a Agathe.
—Todos —añadió el Erlking, posando su aguda mirada sobre Serilda, y
después sobre los cinco niños que la rodeaban, acurrucados con sus seres
queridos—, excepto esos cinco.
Fue como si la atravesara con una espada.
—No —dijo Serilda—. Por favor.
El rey miró de nuevo a Velos.
Temblando, Serilda tomó la mano de Gerdrut y se la apretó con fuerza.
Aquella injusticia era abrumadora. Que el Erlking estuviera dispuesto a
intercambiar a todos los fantasmas que había reunido, a todos los espíritus
encerrados en Adalheid…, excepto a los cinco que más le importaban a
Serilda. A todos excepto a los niños. Solo para conservar su poder sobre
ella.
El dios no habló, pero la joven sabía que estaba considerando la oferta.
Seguramente, el dios de la muerte vería aquello como una gran victoria.
Reclamaría por fin los centenares de almas a las que les habían negado su
descanso final.
Pero, a cambio, tendría que liberar a Perchta.
Velos entornó la mirada.
—Quiero también a los niños.
—No —dijo él Erlking—. Tengo otros planes para ellos.
Velos negó con la cabeza.
—Entonces rechazo tu oferta. No es suficiente a cambio de liberar esa
plaga de nuevo al mundo.
El Erlking frunció el ceño.
—Entonces pon tú el precio.
—Ya lo he hecho —dijo Velos—. No hay nada más que puedas
ofrecerme a cambio de la cazadora. Adiós, Erlkönig.
Comenzó a girarse cuando la voz del rey resonó:
—Te entregaré a mi corte.
Todos en la cámara contuvieron el aliento.
El dios dudó.
—¿Tu corte?
El Erlking levantó la barbilla.
—Todos los oscuros que han bajado conmigo desde Gravenstone.
Serilda inhaló con brusquedad y miró a su alrededor. Los oscuros tenían
un halo perpetuo de arrogancia y egolatría, pero ahora parecían inseguros,
incluso confusos. Entornaron los ojos mientras echaban mano sigilosamente
a sus dagas, hachas y arcos.
¿El Erlking lo habría tenido planeado? ¿Ninguno de ellos lo
sospechaba? ¿De verdad era tan desalmado como para cambiarlos a todos
solo por Perchta?
—¿Los fantasmas y los oscuros? —dijo Velos.
—Esa es mi oferta.
—Incluyendo a tus cazadores.
—Sí.
El Erlking ignoró a los que se acercaron a él, así que no pudo ver sus
rostros hostiles. ¿Se marcharían pacíficamente si él lo ordenaba? ¿O se
rebelarían contra el rey al que habían seguido durante siglos?
Después de una eternidad de silencio, Erlkönig preguntó:
—¿Trato hecho?
A Serilda se le revolvió el estómago. Toda la corte desaparecida. Los
cazadores. Los oscuros, que habían apestado los caminos, las aldeas y el
bosque de Aschen desde que existían los cuentos de hadas. Se marcharían.
Para siempre.
Aunque quería enfadarse con el Erlking por retener a los niños, se dijo a
sí misma que aquello era una victoria. Mayor de lo que habría creído
posible en aquella Luna de Luto, cuando apenas había tenido una esperanza
débil de liberar al grifo y al unicornio.
Entonces, ¿por qué se sentía más tensa a cada momento que pasaba?
Estaba segura de que el rey de los alisos no renunciaría a aquello tan
fácilmente. No a cambio de la cazadora. No sin luchar.
¿Se había equivocado sobre los planes del Erlking para atrapar a los
siete dioses?
¿O aquello era una trampa?
—No es tan sencillo, Erlkönig —dijo Velos, sonando verdaderamente
decepcionado—. Para recuperar un espíritu del Verloren y que su estancia
en el reino mortal sea permanente, debes pronunciar su verdadero nombre.
—Estoy listo para hacerlo —dijo el Erlking. Su tono era cortante—.
¿Trato hecho?
Otra vacilación.
—Sí —dijo Velos con voz solemne.
Tan pronto como se cerró el trato, gritos furiosos resonaron en la
cámara. Serilda miró a su alrededor, anonadada, mientras las cadenas de oro
que colgaban de las caderas de cada cazador comenzaban a retorcerse y
agitarse. Como serpientes, las ataduras rodearon a los oscuros,
inmovilizando sus muñecas una a una. Atando a unos demonios con otros
por una serie de cadenas irrompibles.
Los oscuros forcejearon contra sus ataduras, pero el Erlking ignoró sus
arrebatos.
¿Qué podían hacer?
Eran criaturas mágicas.
Aquel oro hilado estaba bendecido por un dios.
¿Cuánto tiempo llevaba el Erlking planeando aquello? ¿Toda su
palabrería sobre cazar bestias y necesitar más cadenas había sido un truco
contra sus propios cazadores? ¿Para aquello había querido el oro? ¿Para
asegurarse de que su propia corte no podía huir cuando decidiera
entregársela al dios de la muerte?
La traición le parecía especialmente cruel, incluso para él.
Los demonios forcejearon. Aullaron y gritaron. Tiraron de las cadenas.
Hicieron todo lo que pudieron para escapar de aquel destino cruel.
Pero el Erlking los había intercambiado como si no significaran nada
para él. Y, cuando las cadenas se tensaron y los obligaron a bajar la larga
escalera hacia el Verloren, los oscuros no tuvieron más remedio que ir.
Sus gritos horrorizados resonaron en la cámara mucho después de que
desaparecieran al otro lado de las puertas.
Velos ignoró sus gritos y se dirigió al rey sin emoción:
—Ahora los espíritus mortales.
—Primero llamarás a Perchta.
Velos inclinó la cabeza.
—Di su verdadero nombre y así será.
El Erlking se irguió en toda su imponente altura y sus ojos azules
grisáceos destellaron.
Su voz era inestable. Habló tan bajo que Serilda apenas lo oyó.
—Te invoco a ti, mi reina de los alisos. Heraldo de la Cacería Salvaje.
Dama del Último Banquete. Señora del Embertide. Perchta Pergana
Zamperi. Regresa a mí, mi amor.
El farol que Velos tenía en la mano titiló, y después se iluminó con un
tono azulado sobrenatural. A continuación se extinguió por completo,
sumiendo la tumba en la oscuridad. Serilda contuvo un grito, y se aferró al
brazo de su padre con una mano y a la mano de Gerdrut con la otra,
preocupada por si alguno de ellos desaparecía como la bruma de la mañana.
El farol parpadeó de nuevo, recuperando poco a poco su cálida luz, y
con él las antorchas sostenidas por los antiguos apliques de hierro de las
paredes.
El desfile de almas había desparecido del puente hacía mucho,
dirigiéndose a donde los esperaban sus seres queridos. Pero, en ese
momento, una nueva silueta emergió de la niebla.
Serilda abrió los labios. Con un terror instintivo, pero también con
asombro.
La mujer de los tapices. La protagonista de un sinfín de historias, de un
sinfín de pesadillas.
Perchta, la gran cazadora, atravesó las puertas.
Capítulo 37

La cazadora se detuvo en el centro con una sonrisa afilada como una hoz
en sus labios escarlata. Llevaba los brazos atados, y sus grilletes no eran
muy distintos de los que habían aparecido en las muñecas de los demonios
reunidos, aunque eran de hierro, en lugar de oro.
—Mi estrella —le susurró al Erlking—. ¿Por qué has tardado tanto?
Él no le devolvió la sonrisa, no exactamente, pero algo había
comenzado a arder en su escarchada mirada.
—Han pasado solo trescientos años —dijo con tranquilidad—. Apenas
un pestañeo.
—Siento disentir —replicó Perchta—. Pero, claro, he sido yo la que ha
estado atrapada, ahogándome en ese río infame. La mirada del Erlking se
detuvo en el dios.
—Suéltala.
Velos inclinó la cabeza.
—Tú primero.
El rey tensó la mandíbula. Pasó un instante. La tensión chisporroteaba
en el aire.
Al final, echó una larga y calculadora mirada a la estancia, deteniéndose
en todos los fantasmas reunidos, muchos de la mano de sus seres queridos y
ancestros, que habían regresado durante la Luna de Luto. Sus expresiones
portaban una esperanza que hizo que le doliera el corazón a Serilda.
Un movimiento captó su atención y miró detrás del rey, segura en aquel
momento de que había visto una sombra en movimiento, una figura oscura
deslizándose por las paredes. Pero solo vio a los espectros reunidos. La
tenue luz le había jugado una mala pasada.
Con gran teatralidad, el rey echó mano a su carcaj y sacó una flecha con
la punta de oro, exactamente igual que la que había usado para anclar las
almas de Serilda y de Gild al lado oscuro del velo. La sostuvo en la palma
de su mano.
Alrededor de Serilda apareció una red de hilos casi transparentes, de un
negro plateado, extendiéndose en todas direcciones. Cada uno de ellos
estaba unido al pecho de uno de los fantasmas de la cámara, desde Manfred
al mozo de cuadra, el personal de limpieza, el jardinero y la modista. El
herrero, los carpinteros, los pajes y los cocineros.
Y cinco hilos conectados a los queridos ayudantes de Serilda.
Hans, su serio y protector lacayo.
Nickel, su amable y atento mozo.
Fricz, su tontorrón y testarudo mensajero.
Anna, su brillante y entusiasta doncella.
Y Gerdrut, su fervorosa e imaginativa camarera.
Todos conectados a unos hilos resplandecientes y tan delicados como la
tela de una araña, todos unidos a la flecha del rey.
Todos menos uno, descubrió Serilda. Agathe, la maestra de armas, que
había traicionado a Serilda y a Gild a cambio de aquel trato.
Ella no estaba a la vista.
—Disuelvo los lazos que os anclan… —dijo el rey, y sus palabras
reverberaron en la cámara—. Os libero de vuestra esclavitud. Ya no soy el
guardián de vuestras almas; os entrego a Velos, dios de la muerte, para que
alcancéis la paz eterna.
Los oscuros y destellantes hilos comenzaron a desintegrarse.
Comenzando por el astil de la flecha, los hilos se desmoronaron,
desvaneciéndose en el aire. Solo las cinco hebras reservadas para los niños
permanecieron sólidas y unidas a la flecha.
Serilda siguió uno de los hilos hasta Manfred y observó cómo el cincel
que había estado alojado en su cuenca durante trescientos años se evaporaba
hasta desparecer. Su herida abierta sanó. La sangre, el daño…
desaparecieron. Como si nunca hubiera sucedido.
Y entonces el siempre estoico Manfred comenzó a llorar.
No fue el único. A su alrededor, todas las heridas sanaron. La sangre y
las magulladuras desaparecieron.
—Hijos míos —dijo Velos, con una nueva ligereza en la voz—. Sois
libres. Durante la Luna de Luto, regresaréis para visitar a vuestros
familiares y descendientes. Cuando salga el sol, os guiaré al Verloren,
donde alcanzaréis la paz.
Con estas palabras, las almas de los muertos empezaron a desvanecerse.
No solo la corte de prisioneros de Adalheid, sino también aquellos que
habían acudido a visitarlos. Los abuelos, los primos…, el rey y la reina.
Serilda quería llamarlos. Quería hablarles de su hijo. Quería
preguntarles si ellos lo recordaban, aunque nadie más lo hiciera.
Pero no tuvo tiempo. Cuando las últimas hebras que los conectaban con
la flecha maldita desaparecieron, también lo hicieron los fantasmas. Uno a
uno, todos los espíritus se disiparon.
Como la bruma sobre los campos golpeada por la luz del sol.
—Serilda…
Se sorbió la nariz y miró a su padre. La expresión del hombre le retorció
las entrañas.
—No —susurró—. No te marches. Por favor…
—Yo no pertenezco aquí —murmuró, mirando la cámara subterránea—.
Y tampoco tú. —Le rodeó la cara con las manos—. Sé valiente, mi niña. Sé
que lo serás. Tú siempre has sido más valiente que yo.
—Papá… —Lo rodeó con los brazos y lo apretó con fuerza—. Lo
siento. Perdóname por todo. Por mis estúpidas mentiras. Por llevar a los
cazadores hasta nuestra puerta. Por lo que te ocurrió…
—Calla. No pasa nada. —Le pasó una mano por la parte de atrás de la
cabeza—. Tú fuiste siempre mi mayor alegría, tú y esa imaginación salvaje
tuya. Igual que la de tu madre. —Suspiró, y había una profunda tristeza en
ello—. No te cambiaría por todo el tiempo del mundo.
—No quiero decirte adiós. No quiero que te vayas.
Él le besó la cabeza.
—No es para siempre. Ten cuidado, mi niña. Por favor. Ten cuidado.
—Te quiero —le dijo, sollozando, apartándose para mirarlo a los ojos
—. Te quiero.
Él sonrió y le limpió las lágrimas de las mejillas.
Y entonces desapareció.
Serilda se encorvó, rodeándose con los brazos como un escudo. Se
sentía vacía, como si un nachtkrapp se hubiera comido su corazón. Sabía
que ver a su padre de nuevo era un regalo, pero eso también abrió una
herida que apenas había comenzado a sanar.
—No me digas que esta es la chica mortal a la que has nombrado reina
de los alisos.
Serilda levantó la cabeza con brusquedad. A través de sus ojos borrosos,
vio a Perchta observándola con una mirada pétrea. A menudo había
pensado que verse atrapada en la mirada del Erlking era como cuando te
golpeaba un viento helado. Pero quedarse atrapada en la mirada de Perchta
era más parecido a zambullirse en un lago cubierto de hielo.
—Tanto sentimentalismo difícilmente podría ser adecuado para la reina
de Gravenstone —dijo Perchta con mordacidad.
Serilda se detuvo. Se sentía demasiado aturdida como para que le
importara el insulto, pero no lo bastante como para ignorar la amenaza en la
sonrisa de buitre de la cazadora.
Se estremeció. De repente, la cámara parecía demasiado vacía,
demasiado silenciosa. Los cazadores y los oscuros se habían marchado. Los
fantasmas y los espíritus visitantes se habían marchado. Su padre se había
marchado. Solo quedaban allí Serilda y la cazadora, el Erlking y el dios de
la muerte y los fantasmas de los cinco niños a los que todavía no había
conseguido salvar.
No quería mostrarse asustada ante aquella demoníaca cazadora, pero su
tristeza había debilitado las ascuas que normalmente sentía brillando en su
interior. Aquella mujer no la asustaba. La aterraba. Y se sintió desprovista
de valor, de obstinación, de ingenio, de todo lo que le habría permitido
mantenerse erguida y mirar a la cazadora con dignidad. Solo pudo ofrecerle
las manos a los niños, urgiéndolos a mantenerse a su lado como si pudiera
protegerlos, aunque nunca había podido hacerlo antes.
Perchta le echó una mirada cruel que hizo que se le erizara el vello de la
nuca.
—Patético.
—Está hecho —dijo el Erlking—. Libera a la cazadora.
La expresión de Velos se oscureció, pero al momento siguiente los
grilletes de las muñecas de Perchta se abrieron.
Cayeron al suelo con un repiqueteo y desaparecieron en una espiral de
humo negro.
Perchta no se miró las manos libres, sino que mantuvo la mirada fija en
Serilda, con los labios curvados en una sonrisa más amplia. Después, sin
mirar a su amante, alargó los dedos y agarró la parte delantera de la túnica
del Erlking. Clavó sus uñas afiladas en los pliegues de la tela y tiró de él.
Giró la cabeza en el último momento, atrapando su boca.
Cerró los ojos y enterró la otra mano en el largo cabello del rey. Este le
rodeó la cintura con un brazo, avivando el beso.
Estuvo cargado de pasión y posesión, y quizá incluso de un poco de
venganza. Serilda no sabía qué pensar de ello, pero sintió que el calor subía
por sus mejillas. No conseguía despojarse de la sensación de que parte del
beso pretendía ser una advertencia, pero ¿para quién? ¿Para ella? ¿Para el
Erlking? Él había estado muy seguro de que Perchta no se pondría celosa,
pero se preguntó si él la habría juzgado mal.
Perchta terminó el beso tan rápidamente como lo había comenzado.
—¿Me has echado de menos? —ronroneó.
—Como la luna añora al sol —respondió el Erlking.
—Repugnante —murmuró Fricz.
El Erlking se apartó de Perchta.
—Bienvenida a casa.
—Sí —dijo Velos, con una sonrisa extrañamente triunfal en la cara—.
Disfruta de tus horas en el reino mortal, Perchta Pergana Zamperi, porque
volverás a unirte a tus iguales cuando el alba rompa sobre la Luna de Luto.
El Erlking levantó una ceja, tensando los nudillos en la cadera de
Perchta.
—Ese no ha sido nuestro trato. Tienes lo que te he prometido, y yo me
quedaré lo que se me ha prometido a mí.
—He liberado a la cazadora, como me has pedido. —Velos levantó su
oscilante farol—. Pero sin un receptáculo adecuado, ningún espíritu puede
mantenerse en el reino mortal. Se verá obligada a regresar al Verloren al
amanecer.
Serilda esperaba que el rey gruñera, que maldijera…, no que sonriera.
Ni que después se riera.
—¿Crees que soy idiota? Por supuesto que tengo un receptáculo
adecuado.
Levantó el tacón contra la tapa del ataúd de madera y empujó. Esta se
deslizó y cayó con un golpe, revelando el cuerpo de Serilda en el interior.
Al verlo, Serilda sintió un escalofrío. La vez anterior, cuando había
visto su cuerpo en la cochera, tenía el mismo vestido pardo manchado de
barro y las botas que había llevado cuando había llegado al castillo de
Adalheid. Pero ahora su cuerpo vestía una camisa de lino, suelta alrededor
de su vientre hinchado y con los cordones abiertos en el cuello; pantalones
de montar y unos guantes de cuero negro, elegantes botas que subían por
sus gemelos y una capa rojo rubí idéntica a la que cubría a Serilda, más
parecida a la sangre que al terciopelo. En lugar de llevar el cabello en dos
trenzas despeinadas, lo tenía suelto en ondas que caían alrededor de sus
hombros. Le habían limpiado la suciedad de la cara y le habían ungido los
labios y los párpados con un aceite que los hacía brillar a la luz de las
antorchas.
Casi no se reconocía. Aquella no era la hija de un molinero. Era una
cazadora, una guerrera… Una madre resplandeciente y llena de la vida que
crecía en su interior.
—He tenido algunos problemas para conseguirlo —dijo el Erlking—,
pero sospecho que servirá.
La expresión de Velos cambió, pero no dijo nada mientras Perchta se
acercaba al ataúd y miraba el cuerpo de Serilda. Pasó un dedo por la
espinilla y el muslo, y después, despacio, muy despacio, sobre el abultado
vientre. Aunque Serilda no podía sentir nada, se estremeció, imaginando la
intimidad del roce. Después, Perchta levantó los ojos para mirar al Erlking.
—Es débil —dijo con voz mordaz.
Serilda dejó escapar un resoplido molesto que fue ignorado por todos.
—En apariencia sí —respondió el rey—, pero su fuerza de voluntad ha
resultado ser extraordinaria. —Sus labios se curvaron con una pizca de
orgullo—. Un rasgo que sin duda heredará nuestro hijo.
Perchta dibujó un círculo completo con el dedo alrededor de la barriga
de embarazada.
—El bebé es un buen detalle. Un recién nacido… mío.
—Gestado por ti —dijo el Erlking—. Parido por ti.
Serilda se irguió.
—No. ¡Es mi hijo!
Dio un paso adelante, pero en el momento en el que Perchta la miró con
un desprecio helado, Serilda sintió que sus pies se detenían sobre el suelo
de piedra. Se quedó sin respiración.
—Ese es mi cuerpo —dijo, con voz temblorosa esta vez—. Mi hijo. Por
favor. No hagas esto.
Sin dejar de mirar a Serilda, Perchta se acercó al ataúd y pasó sus largas
uñas por el cabello del cuerpo del interior.
—Me habría costado reconocerte. —Dejó que el cabello escapara de su
mano mientras la pasaba sobre el hombro y el brazo.
Serilda observó, apresada por un miedo indecible, cómo los dedos de
Perchta bajaban hasta la muñeca en la que estaba clavada la flecha de punta
dorada.
—¿Qué…? ¿Qué estás haciendo? —susurró.
La cazadora sonrió.
—Estoy aceptando un amable regalo.
—Para —dijo Velos, con un gruñido en la garganta—. Ella no está
dispuesta. Por tanto, el receptáculo no es válido. El hechizo no funcionará.
—Cerró la mano en un puño—. Has perdido, Erlkönig. Me llevo mi premio
conmigo, y veré a la cazadora al alba.
—No te recordaba tan impaciente, Velos —dijo el Erlking—. ¿Tan
seguro estás de que el espíritu no está dispuesto?
Velos levantó el farol, iluminando a Serilda.
—Tú la has oído tan bien como yo. Esta humana quiere recuperar su
cuerpo, y a su hijo. ¿Qué razón podría tener para estar de acuerdo con esto?
—Qué razón, efectivamente. —El Erlking le clavó a Serilda una mirada
cómplice—. Una vez te pregunté qué sacrificarías para liberar a estos niños.
Ha llegado el momento, hija del molinero, de que tomes esa decisión.
Capítulo 38

Sus palabras sonaron distantes. Imposibles. ¿Qué estaba pidiéndole el


Erlking? ¿Que le cediera su cuerpo a Perchta, y con él a su hijo? ¿Que
permitiera que el espíritu de la cazadora habitara su forma física? ¿Durante
cuánto tiempo? ¿Para siempre?
—No lo hagas —susurró Hans a su lado—. Serilda, no puedes hacerlo.
La joven se estremeció.
—¿Qué…? —comenzó, y se detuvo para humedecerse la lengua seca—.
¿Qué será de mí?
—¿Importa eso? —le preguntó el Erlking. Señaló a los niños con sus
largos dedos—. Ellos serán libres, justo como querías. Velos puede
llevárselos ahora mismo. Todavía estamos en la Luna de Luto, quizá incluso
tengan tiempo de visitar a sus familias al otro lado del velo antes de que los
llamen al Verloren. ¿No era esto lo que querías?
Era lo que Serilda se había jurado desde el principio. Que encontraría un
modo de liberar a aquellas almas, sin importar cuál. Pero ¿a aquel coste? Su
cuerpo, su bebé…
¿Podría vivir con aquella elección, sabiéndose responsable del regreso
de la cazadora al reino mortal?
Bajó la mirada hasta los niños, los examinó uno a uno.
¿Podría vivir consigo misma si no lo hacía?
Nickel negó con la cabeza.
—Hans tiene razón. No puedes.
—Tengo que hacerlo —susurró. Le temblaba el labio. Cayó de rodillas
y los abrazó. Tenía las mejillas húmedas, pero no sabía cuánto tiempo
llevaba llorando.
—Serilda, no —dijo Anna mientras la abrazaba. Todos lo hicieron
excepto Hans, que se mantuvo a un par de pasos de distancia, con una
expresión preocupada cincelada en sus rasgos.
—Esto está mal —dijo, con las palabras ahogadas por la emoción—. Se
supone que él no debe ganar.
—No está ganando —dijo Serilda—. Esto es lo que yo quiero. No pude
protegeros antes. Tengo que hacerlo ahora.
—¿Alguna vez volveremos a verte? —murmuró Gerdrut, agarrada con
fuerza al costado de Serilda.
—Sí —dijo, sin saber si era mentira—. Claro que sí.
Perchta se rio, un sonido como el de una criatura salvaje.
—Estamos en las puertas del Verloren. Confío en que ella os seguirá
poco después.
Serilda se estremeció. ¿Eso era, entonces? ¿Entregaría su cuerpo a la
cazadora y su espíritu se… desvanecería sin más? ¿La conducirían al
Verloren, como a su padre y a los fantasmas?
Jamás vería a su hijo, nunca miraría su carita preciosa.
Y Gild…
No volvería a verlo. Nunca le contaría la verdad. Sobre su hijo. Sobre
sus sentimientos por él.
Por mucho que aquello la destrozara, no tenía elección, como el Erlking
sabía. El rey no volvería a ofrecerle aquello. Tenía que hacerlo ahora.
—De acuerdo —exhaló.
—No —dijo Velos. La palabra fue apenas un gruñido. Pero él había
hecho su propio trato, y ahora era el momento de que Serilda firmara el
suyo.
Miró los ojos penetrantes del Erlking.
—Libéralos, y haré lo que necesitas que haga.
—Solo una palabra —dijo el Erlking, levantando la flecha con los cinco
hilos restantes—. Di que entregas tu cuerpo voluntariamente como
receptáculo para el espíritu de Perchta y nuestro trato estará cerrado.
Serilda observó a los niños. Les acarició la cara. Les besó la frente. Se
levantó y, aunque Hans todavía tenía la mandíbula apretada, no se opuso
cuando lo abrazó y presionó la mejilla contra su coronilla.
—No estaréis solos en el Verloren —susurró—, pero espero que cuides
de ellos de todos modos.
Él cerró los ojos con fuerza y sollozó.
—Nunca te hemos culpado —le dijo.
Serilda se tragó el nudo de su garganta.
—Estoy muy orgullosa de ti. —Miró a los demás—. Muy orgullosa de
todos vosotros. Os quiero mucho a todos. Ahora tenéis que ser fuertes.
Se preparó y se irguió de nuevo, aunque le temblaba la voz.
—Acepto tu oferta. Puedes usar mi cuerpo como receptáculo, a cambio
de su libertad.
—Trato hecho —dijo el Erlking rápidamente, como si le preocupara que
cambiara de idea. Sonriendo, volvió a pronunciar el hechizo para romper la
maldición—: «Disuelvo las ataduras que os anclan…».
Cuando las hebras comenzaron a disolverse, Serilda miró a los niños.
Ellos la miraron, inseguros. Asustados. Esperanzados.
Cuando los hilos desaparecieron hasta los huecos vacíos de sus
corazones, comenzaron a cambiar. Como si se lavaran, la sangre
desapareció de sus túnicas y vestidos. Sus horribles heridas sanaron.
—Serilda —dijo Nickel—, te echaremos de menos.
El niño la abrazó y los demás lo imitaron, enterraron sus rostros en el
cuello de Serilda y apoyaron las cabezas en sus hombros. Ya parecían de
nuevo sólidos. Estaban calientes y suaves, como si hubieran vuelto a ser los
niños a los que tanto había querido.
—No nos olvides —susurró Gerdrut, poniendo algo pequeño y frío en
su palma.
—Claro que no. Nunca.
Serilda sollozó y los abrazó con fuerza, posando los labios contra su
suave cabello, contra los tirabuzones y las trenzas y…
La nada.
Sus brazos se cerraron sobre el aire. Sobre el vacío. Sentía la piel fría
allí donde habían estado cinco de sus mayores amores.
Dejó escapar un grito. Su repentina ausencia la golpeó como una daga
atravesándole el corazón.
Como no confiaba en el Erlking, miró a Velos.
—¿Están… a salvo?
Aunque el dios tenía una expresión lúgubre, asintió.
—Erlkönig ha renunciado a ellos. Ahora son míos.
Serilda se derrumbó al oír las palabras. En aquella repentina e
inesperada pérdida, también había una enorme e inenarrable felicidad.
Lo había conseguido.
Eran libres.
En aquel momento, sus espíritus estarían de nuevo en Märchenfeld,
visitando a sus familias. Cuando llegara el alba, atravesarían la puerta hacia
el Verloren. Eso era precisamente lo que Serilda había deseado, por lo que
había luchado.
Se secó las lágrimas y abrió el puño. Gerdrut le había entregado el
pequeño anillo de oro, la versión infantil del que tenía Gild, con el sello de
la familia real.
Sorbiéndose la nariz sonoramente, se lo puso en el meñique.
—Y ahora —dijo Perchta— reclamaré lo que es mío.
Serilda levantó la cabeza de nuevo. Todo estaba ocurriendo demasiado
rápido.
—Espera. Mi hijo. Por favor, deja que me despida. Deja que al
menos…, que sienta al menos… —Se puso en pie, tambaleándose, con una
mano extendida, pero estaba demasiado lejos del ataúd y del vientre
hinchado que albergaba a su bebé.
—Ya he esperado suficiente.
Perchta se inclinó sobre el cuerpo de Serilda, rodeó con el puño la
flecha de su muñeca, justo por debajo de las plumas, y quebró el astil en dos
antes de arrancarle la flecha de la carne.
Serilda sintió un tirón en el pecho, en el espacio hueco donde debería
estar su corazón, seguido de un dolor en la muñeca…
La cicatriz se había abierto. La sangre bajaba por su mano. Cerró la
palma sobre la herida. Al momento siguiente se sintió desfallecer. Un mareo
hizo que se tambaleara, y apenas consiguió tenerse en pie antes de
desplomarse. La cámara se inclinó hacia un lado.
Después, se sintió liberada.
Era un copo de nieve atrapado en una ráfaga. Buscando algún sitio
donde aterrizar. Algún sitio al que pertenecer.
Miró el farol de Velos, su llama eterna, brillante. Era un consuelo. Una
promesa. Sintió que la calidez se filtraba en su interior y que el mundo
entero se convertía en aquella luz.
Dio un paso adelante.
—Maldito seas, Erlkönig —gruñó Velos. El dios estaba furioso, pero no
con ella. Serilda dio un paso más, atraída, más que repelida, hacia aquel ser
enfadado—. No era su momento, y ese niño no te pertenece.
El Erlking respondió sin pesar:
—Tampoco era el momento de Perchta. Deberías estar contento tras
recibir tan generosa compensación. Nuestro trato ha terminado. Toma a tus
nuevos prisioneros y vete.
Velos negó con la cabeza. Aunque tenía una expresión atormentada,
levantó el farol hacia Serilda. Un gesto de bienvenida.
Ella se acercó. Ignorando la sangre que caía de su herida, levantó la
mano.
—Serilda… ¡No!
Dudó. Esa voz… La conocía. Reconocía cómo la luz del interior de su
pecho titilaba ante su sonido.
Una silueta emergió de las sombras y se lanzó al suelo ante el ataúd para
recoger algo. Su cabello era cobrizo bajo la luz tenue; sus ojos, grandes y
frenéticos. Tenía en la mano el extremo roto de la flecha que la había
maldecido.
En la otra, una espada dorada.
—¿Gild? —exhaló Serilda, bajando un poco la mano.
Gild estaba allí. ¿Cómo era posible?
Negó con la cabeza, intentando aclarársela, pero se sentía muy cansada,
agotada.
—¿Qué hace él aquí? —rugió el Erlking—. ¿Quién lo ha soltado?
El chico se levantó del suelo y corrió hacia Serilda. Le agarró la mano, a
pesar de la sangre pegajosa, y le cerró los dedos con fuerza alrededor del
astil de la flecha. La pluma negra le acarició la palma.
De inmediato, la sensación de mareo y de no estar anclada a nada
desapareció. Se sentía más sólida, más completa. No totalmente intacta,
pero tampoco vacía ni buscando algo. Arraigada una vez más a la tierra.
—Madera de fresno —dijo Gild, como si eso lo explicara todo—. No la
sueltes.
Una carcajada resonó, reverberó entre los muros de piedra de la cámara.
El sonido era un poco feroz, un poco jubiloso, pero también se parecía un
poco a la risa de la propia Serilda, cuando se alegraba mucho de algo
inesperado.
Gild se plantó ante ella con la espada preparada, aunque estaba
temblando. Serilda buscó el origen de la carcajada, y se vio… a sí misma.
Su cuerpo. Estaba sentada en el interior del ataúd. Unas ruedas doradas
brillaban en sus ojos abiertos. Su cabello largo caía en cascada sobre la capa
rubí, idéntica a la que llevaba ella sobre los hombros.
—Oh, vaya —dijo Perchta, mirando su nuevo cuerpo y posando su
mano libre en su vientre—. Esta es una nueva sensación.
—Serán solo un par de meses —le contó el Erlking, arrodillándose a su
lado—. Después tendrás un hijo, como siempre has deseado.
Perchta le sonrió, y Serilda se sintió como si el suelo se moviera bajo
sus pies. Verse a sí misma, sus propios ojos, mirando al Erlking así… Sus
manos tomando su rostro. Su boca presionada con ansia contra la del rey.
Una mano se detuvo en su brazo, sobresaltándola.
—Vamos —susurró Gild—. Tenemos que salir de aquí.
Tiró de Serilda hacia las escaleras. Ella se tambaleó tras él, agarrando el
astil de la flecha y sintiéndose todavía como si pudiera desaparecer al
primer tropiezo. Pero la flecha era sólida y la mano que Gild tenía en su
codo era real, aunque él tampoco fuera más que un espíritu maldito y sin
cuerpo.
Sin cuerpo.
No. Gild todavía tenía un cuerpo en alguna parte, con una flecha
atravesándole la muñeca. Él todavía tenía la cicatriz. Todavía estaba
atrapado por la maldición que lo mantenía en aquel mundo, medio vivo.
Lo único que tenía ella era una flecha rota. Sin eso, su espíritu
aprovecharía la primera oportunidad para marcharse al Verloren.
Abrió el puño para ver la madera astillada, la pluma negra, pero, tan
pronto como lo hizo, volvió a sentirse mareada. Tropezó, colisionando
contra Gild. Casi habían llegado a la escalera. Él paró para comprobar cómo
iba Serilda, pero su atención se detuvo en otra cosa. Abrió los ojos con
sorpresa.
—Vaya, pero si es el caballeresco príncipe encantador.
Agarrando el astil de la flecha, Serilda se giró.
Perchta se había puesto en pie y atravesaba la cámara con decisión,
dirigiéndose directa hacia ellos. ¿Se estaba imaginando Serilda que las
ruedas de sus ojos brillaban de un rojo fundido?
—He estado trescientos años atrapada en ese lugar. Por tu culpa.
Perchta levantó la otra mitad de la flecha rota, sosteniéndola como una
daga en su puño. Aunque Gild tenía una espada y Serilda sabía que su
antiguo cuerpo no tenía demasiada fuerza física, sintió una punzada de
miedo.
Perchta le mostró los dientes y se abalanzó sobre él.
Gild levantó la espada.
Una sombra saltó entre ellos, gruñendo. Serilda gritó y cayó hacia atrás,
aplastada contra la pared. Gild estaba justo a su lado, boquiabierto, mientras
miraban al monstruo que había ante ellos.
Era un lobo negro, tan grande como la rueda del molino de su padre.
Tenía el pelaje del lomo erizado; sus enormes garras arañaron el suelo de
piedra.
El Erlking dejó escapar un grito de victoria, un sonido tan escalofriante
para el oído de Serilda como el retumbante gruñido de la enorme bestia. El
dios estaba protegiéndolos. Enfrentándose a Perchta, la gran cazadora.
Pero, si Perchta resultaba herida…, ¿qué sería del hijo de Serilda?
—Es Velos —murmuró Gild, con tono sobrecogido—. El gran lobo que
protege las puertas del Verloren…
Serilda negó con la cabeza. Las lágrimas le nublaban la visión.
—No puede hacerle daño —dijo, agarrándole el brazo a Gild—. Mi
bebé…
Gild parpadeó, momentáneamente confuso. Entonces lo comprendió y
la miró horrorizado. Agarró la espada en su puño, mirando atrás mientras
Velos se preparaba y abría las mandíbulas.
—¡No! —gritó Serilda.
No importó. Perchta era demasiado rápida; esquivó a la criatura y corrió
hacia delante para agarrar su largo y greñudo pelaje. A pesar de no estar
familiarizada con el cuerpo de Serilda, a pesar de tener a un niño creciendo
en su interior, Perchta era rápida como un zorro, vivaz como un gato. Se
colocó el astil de la flecha entre los dientes y se subió al lomo del lobo,
agarrándose a su pelo con ambos puños.
Velos aulló, intentando deshacerse de ella, pero Perchta se rio, con los
ojos iluminados por un deleite inhumano.
—¡He soñado con esto muchas veces, viejo chucho!
Un sonido grave y melódico reverberó entre las paredes de piedra: el
cuerno de caza del rey. Un tronido de pasos siguió la llamada. Al principio,
Serilda pensó que venían del castillo de arriba, pero después un enjambre de
figuras emergió en los peldaños que conducían al Verloren y volvió a
atravesar las puertas.
No eran fantasmas. No eran espíritus perdidos…
Eran oscuros.
Los mismos que habían sido atados y reclamados por el dios de la
muerte. Las cadenas doradas brillaban en sus muñecas, pero sus
expresiones de traición se habían transformado en otras de victoria.
—¡Ahora, mi amor! —gritó el Erlking.
Perchta levantó su mitad de la flecha. La punta dorada brilló a la luz de
las antorchas. Velos se lanzó hacia delante, pero, como no consiguió
quitársela de encima, el lobo comenzó a cambiar. Durante apenas un
instante, Serilda pudo ver la forma animal empezando a reducirse, el pelo
negro alargándose, convirtiéndose de nuevo en la capa oscura del dios.
Pero entonces Perchta soltó un grito de guerra y bajó la flecha sobre la
nuca del lobo.
Capítulo 39

Un grito sobrenatural escapó de la garganta de la bestia. Un sonido que


hizo que Serilda se tambaleara. Un grito que hizo que la misma tierra
temblara. La piedra que tenían debajo se agrietó, un único corte aserrado
que serpenteó desde las puertas del Verloren como un relámpago que
atravesó los peldaños del castillo. La piedra se movió y gimió mientras la
tierra se dividía bajo sus pies.
—¡Ahora! —gritó el Erlking—. ¡Rápido!
Los oscuros se abalanzaron, arrancándose las cadenas doradas de las
muñecas. Debían de tenerlo planeado. Practicado. Cómo engañarían al dios
para que creyera que las cadenas eran para ellos, a pesar de que el Erlking
nunca había pretendido mantener su parte del trato.
Con una precisión impresionante, los cazadores rodearon al gran lobo y
lanzaron las cadenas doradas alrededor de su enorme cuerpo. La criatura
luchó y corcoveó y mordió, pero los oscuros eran demasiado numerosos y,
tan pronto como las cadenas ciñeron su cuerpo, su energía se agotó. Velos
jadeaba, rodeado de cadenas desde el cuello a las patas traseras, derrotado.
—Por fin —dijo el Erlking, dando un paso adelante para mirar a la
enorme bestia a los ojos—. Derrotar a Eostrig fue una alegría, pero ¿vencer
al dios de la muerte? He esperado mucho para tenerte a mis pies. Señor. —
Hizo una mueca de disgusto—. ¿De verdad creías que te entregaría a toda
mi corte? ¿Que la sacrificaría ante ti? —Chasqueó la lengua—. Puede que
tú seas un dios, pero yo soy el rey de los alisos. Los oscuros son míos.
El Erlking le ofreció la mano a Perchta. Ella la tomó, como si fuera una
novia a la que ayudan a bajar de su carruaje nupcial. Descendió del lomo
del lobo hasta los brazos del Erlking.
A su alrededor, las paredes gimieron. La serrada grieta del suelo se
amplió, se abrió. Las puertas se estremecieron. Motas de polvo y
fragmentos de roca cayeron del tembloroso techo.
La brecha más cercana a las puertas se abrió con un grito que se enterró
en la cabeza de Serilda. La joven se cubrió las orejas. Incluso los oscuros
hicieron una mueca ante el impío sonido, y retrocedieron mientras el suelo
se abría.
Las puertas empezaron a desmoronarse. Madera astillada y ceniza caía
sobre la tierra abierta. Más allá de las puertas, la escalera también tembló y
comenzó a derrumbarse. El puente hacia el Verloren…
—¡Vamos! —gritó Gild, aunque Serilda apenas podía oírlo sobre el
caos. La apartó de la destrucción, conduciéndola a través del arco. Las
paredes temblaron mientras subían. Las escaleras gemían, las grietas se
extendían.
—¿Qué está pasando? —gritó Serilda.
—Han atrapado a Velos —replicó Gild—. ¿Puede ser que las puertas
estuvieran alimentadas por la magia del dios?
Mientras se acercaban a la parte superior de la escalera, Serilda notó que
las paredes habían dejado de temblar. La tierra se había detenido. Pero a
Serilda le preocupaba que los siguiera.
Que el abismo bajo el castillo se hiciera tan grande que se tragara
Gravenstone entero, llevándoselos con él.
Tenían que marcharse.
Ella ya no estaba atrapada, ya no estaba maldita. Pero ¿podría
marcharse Gild? Su cuerpo estaba en Adalheid, pero, como había estado
encarcelado en las mazmorras, no habían podido comprobar qué ocurriría si
abandonaba aquellos muros. Serilda no se había atrevido a salir de
Gravenstone desde su llegada, ya que no podía llevarse a los niños con ella.
Además, estaban rodeados por todas partes por el bosque de Aschen.
¿Adónde habría ido?
Llegaron a la parte superior de la escalera y Serilda atisbo la luz de la
Luna de Luto brillando a través del techo de cristal de la rotonda lunar,
tiñendo las paredes de plata.
Pero, tan pronto como salieron a la rotonda, les lanzaron encima una
pesada tela, sumiéndolos en la oscuridad. Serilda gritó y empujó el tejido,
intentando encontrar un modo de salir, pero este solo se tensó a su
alrededor.
—¡Gild!
—¡No te muevas! —gritó él. Atravesó la tela con la punta de su espada
y cortó hacia abajo, rasgando un agujero.
—¡Esperad! —gritó una voz infantil—. ¡No es Erlkönig!
Metiendo el brazo en el agujero, Gild rompió la tela lo suficiente como
para que Serilda y él pudieran escapar. La tela, un enorme tapiz, se
encharcó a sus pies.
Rodeándolos había una horda de monstruos: nachtkrapp, drudes,
hobgoblins. Había duendes diminutos y peludos waltschrats. Bukavac de
seis patas y halgeists de narices largas y todo un contingente de katzenveit,
cada uno de ellos con un diminuto sombrero rojo brillante. Había muchos
monstruos para los que Serilda no tenía nombre. Bestias con colmillos y
cuernos, con escamas y alas, con pelo y enormes ojos saltones.
Ante ellos también estaba una niña humana. Una niña con unos
brillantes ojos azules y tirabuzones de cabello dorado. Serilda la habría
reconocido en cualquier parte, aunque estaba muy distinta del retrato en el
interior del colgante. Aquella no era una princesa mimada; la niña que
tenían delante era una guerrera. Vestida con una mezcolanza de pieles y
escamas, con los rizos recogidos detrás y una expresión de oscura ferocidad
en la cara, a Serilda le recordó a las doncellas del musgo. Y, como la gente
del bosque, ella también estaba bien armada: llevaba tres dagas en la
cadera, otra en el muslo y un hacha de batalla agarrada en el puño.
—No sois los oscuros —dijo la princesa, con una mueca de decepción
—. Dónde está Erlko… —Se detuvo abruptamente, abriendo mucho los
ojos—. Tú eres el que puede hilar oro. Y tú. —Señaló a Serilda con la hoja
del hacha—. Su esposa. ¿Qué te ha pasado en la mano?
Serilda la miró, boquiabierta. Se había olvidado de la herida, de la
sangre que goteaba de su muñeca. Seguía agarrando el astil de la flecha con
tanta fuerza que se le habían entumecido los dedos.
Sin esperar la respuesta de Serilda, la niña contuvo el aliento.
—¡Dame eso! —gritó, agarrándole la mano a Serilda.
—¡No! —gritó Gild—. Si suelta la flecha, se… —Se calló de repente.
La princesa no le había quitado la flecha. En lugar de eso, le había
arrebatado con destreza el pequeño anillo dorado del meñique.
—¡Esto es mío! —le espetó, mirándola como si fuera una vulgar
ladrona—. ¿Dónde lo has encontrado?
—Yo… En la sala. La de los tapices. No sabía… —Lamente de Serilda
daba vueltas en todas direcciones—. Eres tú de verdad. ¿Has estado aquí
todo este tiempo?
Un grito irrumpió en la escalera, seguido de un aullido angustiado.
Velos.
—¿Qué está pasando ahí abajo? —preguntó la princesa—. ¡Llevamos
horas esperando para emboscar a los oscuros, pero parece que la guerra ya
ha estallado y que la estamos perdiendo! ¿Sabes cuánto tiempo llevamos
planeando esto? Vamos… ¡Todo el mundo listo! ¡Reagrupaos!
Los monstruos corrieron hacia el tapiz, casi tirando a Serilda y a Gild
por las prisas al recuperarlo. Se oyeron gritos en las escaleras. Gruñidos y
pasos atronadores.
—¡Volved a vuestros puestos! —ladró la princesa.
Los monstruos retrocedieron contra las paredes para no ser visibles
cuando los oscuros aparecieran, dejando a Gild y a Serilda solos bajo el
cristal de la rotonda.
—¡Moveos! —gritó la princesa—. ¡Ya vienen! Y, por el amor de Huida,
véndate esa herida. ¡Estás manchando todo el suelo de sangre!
Viendo que Gild estaba estupefacto mirando a su hermana (que
claramente no lo recordaba), Serilda lo agarró por el codo y lo arrastró hasta
la pared, consternada al ver que, efectivamente, había dejado un rastro de
sangre tras ella.
Apenas pasaron unos segundos antes de que los primeros oscuros
aparecieran corriendo para escapar del derrumbe de la cámara subterránea.
—¡Ahora! —gritó la princesa.
Los monstruos cayeron sobre ellos, como lo hizo su líder, un hacha
moviéndose junto a las garras y los colmillos.
Pillaron a los demonios por sorpresa, y Serilda vio a seis de ellos
cayendo en cuestión de segundos; sus heridas abiertas expulsaban nubes
negras de vapor pútrido. Pero eran seres inmortales. Eran cazadores. Y
pronto reanudaron la lucha, y su número creció cuando aparecieron más en
la rotonda desde la escalera.
—No pueden ganar —dijo Gild. Le temblaban las manos mientras
rodeaba la muñeca de Serilda con una tira rasgada de su camisa para
contener el sangrado—. Los oscuros los masacrarán.
Puede que tuviera razón, pero parecía que la tenaz princesa y su tropa
de monstruos eran adversarios decentes para los sorprendidos oscuros, al
menos por el momento.
Entonces, en mitad de la refriega, apareció un grupo de oscuros tirando
de cadenas doradas. Tenían los músculos tensos y expresiones de esfuerzo.
Los cazadores se agruparon para protegerlos de los monstruos de la
princesa mientras ellos arrastraban al lobo negro al rellano.
—Por los grandes dioses, ¿qué es eso? —bramó la princesa—. ¿Y
quién…? —Parpadeó. Un oscuro la atacó con una espada, pero lo bloqueó y
le cortó el brazo justo por encima del codo. La espada y la extremidad
cayeron al suelo. El oscuro gritó y se alejó a trompicones, pero la princesa
ya se había olvidado de él y miraba con la boca abierta a la mujer con la
capa roja que examinaba la batalla.
La princesa ladeó la cabeza. Miró a Perchta y a Serilda. A Serilda y a
Perchta.
—Hogar, dulce hogar —musitó la cazadora. Entonces levantó un brazo
y atrapó a un drude en el aire. En medio segundo, le había roto el cuello.
La princesa gritó.
—¡Günther!
Su grito atrajo la atención de Perchta.
—Vaya, pero si es la pequeña y encantadora niña de Adalheid. ¿Quién
habría esperado que causaras tantos problemas?
La princesa retrocedió, estupefacta.
Perchta recogió una maza abandonada en el fragor de la batalla y se
unió a la lucha con alegría. Atacó a cualquiera que se acercara demasiado,
abatiendo al caos de monstruos en lo que Serilda tomaba una nueva y
temblorosa inhalación. Fue un momento antes de que se diera cuenta de que
el Erlking también había salido y de que se había detenido sobre el cuerpo
yaciente de Velos para observar a su amada, que golpeaba y atacaba de una
forma tan elegante como una bailarina en el escenario.
—Escóndete —dijo Gild, empujando a Serilda hacia un pasillo—. ¡Sal
de aquí!
—¿Qué? ¿Qué vas a…?
Gild corrió a la refriega con la espada levantada y se abrió camino a
golpes entre los demonios. Al principio, Serilda pensó que iba tras la
cazadora, y el terror volvió a apresarla al pensar en su hijo, tan vulnerable
en el interior del cuerpo de esa mujer cruel y sedienta de sangre. Pero no,
Gild corría hacia la princesa, que se había unido de nuevo a la lucha. Gild
atravesó con su espada la espalda de su oponente más cercano y empujó al
demonio a un lado, sorprendiendo a la princesa, que tenía tanto su hacha
como una espada corta preparadas para atacar.
—¡Otra vez tú!
—¡Ven conmigo! ¡Rápido!
La agarró por el codo y tiró de ella hasta el hueco en el que Serilda se
había escondido; la joven estaba segura de que, si la princesa no hubiera
estado tan confusa por todo lo que estaba ocurriendo, se habría zafado del
brazo de Gild tan fácilmente como había cortado el de ese demonio.
—¿Qué hacéis? —les preguntó la princesa—. ¿Escondiéndoos como
cobardes?
—¡No puedes ganar esta batalla! ¡Son inmortales! —Gild señaló a un
oscuro que estaba poniéndose de nuevo en pie a pesar del humeante agujero
de su pecho—. ¿Y qué crees que hará el Erlking cuando te capture? Vamos,
¡tenemos que salir de aquí!
Agarró a la princesa del brazo y le indicó a Serilda que empezara a
correr. Pero, a pesar de que era mucho más alto que la niña, tan pronto
como empezó a tirar de ella, esta retrocedió y le golpeó la rodilla con el
talón.
Gild gritó y se derrumbó.
—¡No dejaré a mis soldados en el calor de la batalla! —bramó la
princesa.
Gild la miró, boquiabierto, y señaló a su alrededor.
—¡Tus soldados son un puñado de monstruos que van a hacer que los
maten!
La princesa rugió.
—Expulsaremos a los intrusos —le espetó—. ¡Este es mi castillo! ¡Mi
plan!
—¡Y son sus vidas! —le gritó Gild en respuesta—. Mira a tu alrededor.
Ya has perdido a la mitad. ¿A cuántos oscuros habéis matado?
La princesa se irguió, con una tensión testaruda en la mandíbula. Pero
miró a su alrededor. El suelo de la rotonda estaba cubierto de bestias caídas,
pequeñas y grandes. Y sí, había oscuros heridos. Algunos con extremidades
cortadas, otros siseando por el dolor y apenas capaces de andar. Pero se
recuperaban. Seguían luchando.
La niña tragó con dificultad, con los ojos brillantes de repente; no de
furia, sino por la derrota. Ensanchó las fosas nasales al mirar a Perchta, que
gritaba con un frenesí eufórico mientras abatía monstruo tras monstruo.
—¿Quién es esa? —exhaló, mirando a Serilda—. Tú eres la
cuentacuentos, la esposa del rey. Entonces, ¿quién es esa?
Serilda tragó saliva.
—Perchta, la cazadora. El Erlking ha intercambiado a los fantasmas por
su alma, y ha usado… está usando mi cuerpo como receptáculo.
La princesa palideció, pero su horror duró poco. Cuadró los hombros y
señaló el pasillo con su hacha.
—¡Retirada! —gritó, saliendo del hueco—. Monstruos…, ¡atrás! ¡Huid
de este lugar! Escapad mientras podáis. ¡Es una orden de vuestra reina!
Los monstruos que estaban más cerca la miraron, momentáneamente
perplejos, pero no desobedecieron. Pronto, los gritos de la batalla fueron
reemplazados por el caos de la retirada: docenas de monstruos corrieron
hacia los pasillos, algunos rompiendo ventanas al atravesarlas y dejando
una lluvia de esquirlas de cristal en el castillo mientras huían hacia el
bosque.
—Bien. Ven con nosotros —le dijo Gild.
Pero, esta vez, la princesa apartó el brazo antes de que él pudiera
agarrarla. Miró a Perchta, gruñó y levantó el hacha.
—¿Qué haces?
—Estoy defendiendo mi castillo. No puedo abandonarlo, así que seguiré
luchando mientras pueda. —Echó una mirada fulminante a Gild—. Ellos no
son los únicos inmortales.
Capítulo 40

La niña gruñó y se preparó para atacar a la cazadora.


—¡Nosotros podemos romper tu maldición! —gritó Gild. Ella se
tambaleó y dudó mientras, desde el otro lado de la rotonda, Perchta los
descubría en su escondite. Sin más monstruos contra los que luchar, la
cazadora se dirigió hacia ellos.
—¿Qué has dicho? —preguntó la princesa, sin apartar los ojos de
Perchta.
—Tu cuerpo está en Adalheid —le explicó Gild—. Si conseguimos
llegar hasta él, romperé tu maldición. Podrás marcharte de Gravenstone.
Pero necesito tiempo. Por favor, no la desafíes. Ahora no. ¡Tienes que
esconderte!
La princesa negó con la cabeza, despacio, todavía mirando a la cazadora
que se acercaba.
—¿A ti qué te importa? —replicó la princesa, tensando los nudillos
alrededor del mango de su hacha—. Estos demonios… vienen y quieren
arrebatármelo todo. No lo permitiré. ¡No otra vez! —Elevó la voz,
hablándole a Perchta y al Erlking, que observaba la batalla como si esta
fuera un gran espectáculo para su disfrute—. Puede que seas la cazadora,
pero tu cuerpo parece muy frágil.
Perchta sonrió con arrogancia y se pasó una mano por el vientre.
—Me viene mejor de lo que esperaba. Me hace sentirme un poco más…
peligrosa. —Le arrebató la daga a un oscuro caído y la levantó sobre su
hombro—. Supongo que no puedes morir, pero hay otros modos de castigar
la falta de respeto.
La cazadora soltó una risotada y lanzó la daga. Gild se lanzó sobre la
princesa; la tiró al suelo y se preparó para el impacto del cuchillo. En el
mismo instante, una silueta bajó del cielo con un estridente graznido. Un
nachtkrapp cortó el aire entre Gild y la cazadora y la hoja se clavó en su ala.
Gritó de dolor y cayó, deslizándose sobre el suelo de baldosas.
—¡Lovis! —gritó la princesa, forcejeando bajo el peso de Gild—. ¡No!
¡Apártate de mí!
Perchta se llevó una mano a la mejilla, burlándose.
—¡Oh, pobre bicho! ¡Qué trágico!
La princesa rugió, empujando a Gild.
—¡Voy a matarla! ¡La mataré!
—Oh, hazlo, por favor —dijo Perchta.
Gild se puso en pie y agarró a la princesa para ponerla a su espalda.
Levantó su espada.
Perchta rugió.
—Aún mejor. Llevo mucho tiempo esperando para vengarme de ti,
principito.
—Si lo quieres a él —dijo una nueva voz—, primero tendrás que luchar
conmigo.
Agathe apareció con una espada corta en cada mano, abatiendo con
facilidad a cualquier oscuro que se atreviera a ponerse en su camino, hasta
que se detuvo como un escudo delante de Gild y de la princesa.
Perchta levantó una ceja, poco impresionada.
—¿Y tú quién eres?
—Una cazadora y una guerrera, como tú. Una que está en deuda con el
príncipe de Adalheid.
Perchta la examinó.
—A mí me pareces un fantasmita triste. ¿Por qué no te has ido con los
otros?
—Se me ofreció la posibilidad de quedarme. Y tenía otros asuntos que
atender. —La mirada de Agathe se detuvo en el Erlking, que estaba
apoyado en el hombro del lobo negro, tan cómodo como si fuera una butaca
orejera—. Y sí, su oscuridad podría obligarme a arrodillarme. Podría insistir
en que entregara mis armas y no me defendiera mientras los demonios me
cortáis la cabeza de los hombros por segunda vez. Pero no creo que lo haga.
—Clavó una sonrisa lobuna en la cazadora—. No queremos acabar con la
diversión, ¿verdad?
Agathe cargó.
Perchta graznó, esquivando los ataques de la maestra de armas hasta
que consiguió agarrar una jabalina del suelo. Con el arma en la mano,
respondió golpe tras golpe a los ataques de Agathe, como dos bailarinas en
un encuentro coreografiado.
Agathe desvió la punta de la jabalina y empujó a la cazadora hacia atrás.
—¡Alteza, huid! ¡Salid de aquí, idiotas!
—¡Sí, huye! —dijo Perchta—. Pero no te vayas muy lejos. ¡Todavía no
he terminado contigo!
Serilda apartó la mirada de la batalla y vio que la princesa estaba
agachada sobre el nachtkrapp que había resultado herido. Las lágrimas
bajaban por sus mejillas cubiertas de suciedad. El cuervo nocturno era una
criatura sin ojos y sin alma que, de algún modo, había llegado a querer a
aquella niña. O, al menos, a admirarla lo suficiente como para sacrificarse
para protegerla. Serilda apenas podía creer que fuera posible.
—Princesa —dijo Serilda—, esta podría ser nuestra única oportunidad.
Has estado escondida todo este tiempo. Si pudieras esconderte solo un poco
más, nosotros regresaremos a Adalheid y romperemos tu maldición.
—No soy una princesa —replicó, pero gran parte del fuego había
desaparecido de su voz—. Soy la reina de Gravenstone. La única reina que
ha tenido este lugar durante mucho tiempo.
Extrajo la daga del ala del ave. Seguía respirando, pero apenas. El dolor
retorcía su cuerpo.
—Mi querido Lovis, lo siento —susurró, antes de clavarle la daga en el
corazón.
Serilda se estremeció, aunque sabía que aquella muerte rápida era
piadosa.
—Tu sacrificio no será olvidado —dijo la princesa, con voz temblorosa
—. Ni será en vano.
La niña inhaló profundamente, se levantó y miró a las muchas criaturas
caídas a su alrededor. El suelo estaba cubierto de salpicaduras y charcos de
sangre, algunos rojos, pero otros de un negro pegajoso o incluso de un
brillante dorado. La sangre de los monstruos.
—Ninguno de estos sacrificios será en vano —añadió. Miró a Gild y a
Serilda y asintió con ferocidad—. ¿Estáis seguros de que conseguiréis
liberarme de estos muros?
—Seguros no —dijo Gild—. Pero creo que lo haremos.
—Entonces intentadlo. Conozco una salida. Vamos. —Sin esperar una
respuesta, la niña corrió al pasillo.
Serilda miró la batalla por última vez.
Perchta, vistiendo la piel de Serilda, se movía con una elegancia y una
fuerza que la hija del molinero nunca había poseído.
Aunque Agathe era una oponente diestra, Serilda sabía que no podía
ganar aquel combate.
¿Qué sería de ella?
Había elegido quedarse y ayudarlos cuando podría haberse marchado al
Verloren con el resto de los espíritus. ¿Qué le haría el Erlking por su
traición?
Entonces vio al rey. No estaba mirando a Perchta y a Agathe, sino a ella.
Intrigado. Curioso.
Echó mano al carcaj que llevaba a la espalda y extrajo una flecha de
punta negra. Dos veces había visto Serilda a los dioses atrapados por
aquellas flechas negras; así había capturado al basilisco y al unicornio. Pero
también había visto al Erlking usar una flecha de punta negra para otra
cosa. Lo había visto matar a un fantasma. Liberar su espíritu.
El Erlking cargó la flecha en su ballesta y apuntó a Serilda.
Con un grito, la joven agarró a Gild y tiró de él tras la pared del pasillo.
Oyó el chasquido del disparo y se agachó por instinto.
Pero no le había disparado a ella, ni a Gild. A través de la puerta, vieron
la flecha alojándose en el costado de Agathe. Esta contuvo un grito de
dolor. La sangre que manó de la herida no era roja, como la que cubría su
túnica, sino oleosa y negra.
Perchta, que había estado preparada para clavarle la jabalina en el
gemelo, levantó la mirada con una mueca.
—Disculpa la intromisión —dijo el Erlking con voz melosa—, pero me
temo que tu príncipe se escapa.
—¿A qué estáis esperando vosotros dos? —siseó la princesa,
reapareciendo en el pasillo.
Bajo la rotonda lunar, los ojos de Agathe se encontraron con los de Gild
por última vez.
—Alteza. Perdonadme. Quería salvar a los fantasmas. No sabía… Mi
lealtad a vuestra familia… Mi deuda con ellos…
Gild negó con la cabeza, sin palabras.
—Idos —exhaló Agathe—. ¡Huid!
Fue la última palabra que consiguió decir antes de que su cuerpo se
convulsionara y quedara inmóvil. La sangre negra cubrió su cuerpo,
devorándola entera.
Serilda agarró a Gild del brazo y juntos corrieron.
A pesar de sus piernas cortas, la princesa era de pies rápidos y
prácticamente volaba por los pasillos del castillo. Gild y Serilda jadeaban
tras ella; la capa roja se hinchaba como una vela. A su espalda todavía
podían oír la risa de Perchta. Cruel y fría, con la voz de la propia Serilda.
La princesa los condujo por una serie de estrechos pasillos del servicio,
por un tramo de escaleras, a través de las cocinas y, por fin, al exterior.
Corrieron bajo la galería exterior y se aplastaron contra las columnas,
atentos a las señales de persecución. Lo único que Serilda podía oír eran los
sonidos del bosque que los rodeaba. El viento golpeando las ramas y el
canto de los insectos y de los sapos.
Y un sonido más profundo. Más lejano, aunque parecía venir de debajo
de ellos. Un profundo gemido en la tierra.
—¡Mira! —gritó Gild, señalando.
Las ramas del aliso, que habían formado un dosel que cubría el castillo,
estaban cambiando. Las hojas caían a su alrededor como una ventisca. Era
otoño, lo que era evidente por los vibrantes rojos y naranjas del bosque,
pero Serilda sabía que aquella no era la progresión natural de un aliso
preparándose para el invierno. Había visto cómo el unicornio le devolvía la
vida, y ahora estaba de nuevo marchitándose, muriendo apresuradamente.
—El aliso brotó del Verloren —dijo Serilda—. Si el Verloren se está
muriendo…
La princesa se giró con brusquedad.
—¿A qué te refieres? ¿El Verloren se está muriendo?
Gild negó con la cabeza.
—No creo que tengamos tiempo para explicaciones.
—Espera —dijo Serilda, viendo cómo las raíces del aliso se secaban y
se ennegrecían—. ¡Eostrig y Freydon!
—Este no es momento de oraciones —murmuró la princesa.
Gild se encogió de hombros.
—Eso es discutible.
—No es eso. Están…
Serilda miró en dirección al establo, pero se sentía impotente. El
unicornio y el grifo estaban demasiado lejos. Aunque consiguieran llegar
hasta los dioses antes de que Perchta y los oscuros los atraparan, no estaba
segura de poder abrir sus jaulas para liberarlos.
—Nada. Te lo explicaré más tarde. Vamos.
—No puedo acompañaros más —dijo la princesa—. Si pongo un pie en
ese foso seco, desaparezco, solo para reaparecer en el puente levadizo. Una
y otra vez. No puedo abandonar este castillo.
—Todavía no —dijo Gild—. Ahora escóndete, y yo te liberaré. Lo juro.
La princesa lo miró con una ceja levantada.
—Ya veremos.
El dolor atravesó el rostro de Gild, y Serilda supo que quería abrazar a
su hermana, aunque ella seguramente lo partiría en dos si lo intentaba.
Entonces oyeron la risa de Perchta en el interior de los muros.
—Tenemos que irnos —dijo Serilda—. ¿Te esconderás?
La princesa resopló.
—No me encontrarán.
Gild asintió, y Serilda y él corrieron juntos por la galería, entraron y
salieron del foso seco y se apresuraron al bosque de Aschen. No estaban
atrapados en ningún castillo, pero seguían malditos. Seguían atrapados en el
lado oscuro del velo, incapaces de caminar entre los mortales.
Las sombras de los árboles se cerraron a su alrededor. Un segundo
después, oyeron silbidos y pasos atravesando el lecho del bosque. A
continuación, escucharon la cantarína voz de Perchta:
—Corre a esconderte, principito. Esta es mi parte favorita.
A Serilda se le erizó el vello de la nuca. Se detuvieron, intentando
descubrir dónde estaba la cazadora mientras la tenue luz de la mañana se
filtraba a través de las hojas de otoño.
Se rompió una ramita.
Ambos se agacharon en la maleza. Serilda apretó el astil roto de la
flecha mientras Gild preparaba su espada.
—Puede que este cuerpo sea lento e incómodo, pero sigo siendo la gran
cazadora —continuó Perchta, como si cantara una nana—. Os encontraré y
disfrutaré desollándoos. No podéis esconderos de mí.
Serilda la vio entonces. Se movía entre los árboles como un fantasma.
La joven tragó saliva, temblando.
Sabía que no podían huir. Podían luchar, pero ni siquiera Agathe había
sido capaz de rozar a la cazadora, y Serilda temía que hacerle daño
perjudicara también al bebé de su vientre.
¿Qué podían hacer?
Estaban muy cerca de escapar y, aun así, mientras Perchta se acercaba,
se sentía tan atrapada como siempre.
Miró a Gild. Él respondió a su mirada con la misma impotencia,
igualmente perdido.
Las hojas que rodeaban la capa de Perchta susurraron y crujieron. Un
paso más y los vería…
Rápida como una víbora, Perchta metió la mano entre los arbustos y
agarró una de las trenzas de Serilda. La joven gritó mientras la cazadora
tiraba de ella hasta ponerla en pie.
De su capa, la cazadora sacó una flecha de punta negra, quizá la misma
que había disparado a Agathe, reclamada para un nuevo propósito. Una
flecha que podía matar fantasmas. Presionó la punta contra la garganta de
Serilda.
—Tú —susurró Perchta—. Se suponía que debías marcharte al
Verloren.
—¡Espera! —gritó Gild. Su espada destelló.
Demasiado lento. Perchta atravesó la garganta de Serilda con la flecha.
Capítulo 41

Serilda se encorvó. Estaba paralizada.


Gild gritó y atacó con su espada, atravesando el brazo de Perchta.
Pero Serilda no sintió nada.
Y la espada… atravesó a la cazadora como si estuviera hecha de bruma,
dejando el cuerpo mortal de Serilda intacto.
La trenza de Serilda escapó de la mano de Perchta, y la muchacha se
tambaleó hacia atrás, apenas recuperando el equilibrio antes de caerse al
suelo del bosque.
La flecha de punta negra la había atravesado sin rozarla. El silencio
descendió sobre ellos. Perchta, iluminada por los primeros rayos filtrados
de luz de la mañana, miraba confusa el lugar donde estaban Gild y Serilda.
—No puede vernos —susurró Gild—. El velo… Ella está al otro lado.
La cazadora se dio cuenta de ello al mismo tiempo. Examinó la flecha
que tenía en la mano, y después miró la carne caliente de sus manos y sus
brazos.
—¿Ahora… es mortal? —preguntó Serilda.
La cazadora se rio de nuevo, sonando un poco más parecida a Serilda
ahora que su sed de sangre se había disipado.
—Supongo que tendré que esperar un poco más para vengarme. Hasta
entonces, mi príncipe.
Ajustándose la capa, se giró hacia Gravenstone.
Gild miró a Serilda, boquiabierta.
—¿Qué ha ocurrido en esa cueva? ¿Los oscuros son ahora mortales?
—No —contestó Serilda—. No lo creo. Debe de ser porque Perchta está
en mi cuerpo mortal. Pero el resto de ellos… —Se encorvó—. Velos lo
sabía.
—¿El Erlking también lo sabía? ¿Esperaba que ella estuviera en el lado
contrario del velo?
—No lo sé. —Serilda se apoyó en el tronco de un árbol, todavía
agarrando en su puño la flecha de fresno—. Aún intento encontrarle el
sentido a lo que ha ocurrido.
—Yo también. —Después de un largo silencio, Gild susurró—: Esa niña
es mi hermana.
Serilda le tomó la mano y se la agarró con fuerza.
—Lo siento. Ha estado aquí siempre, y yo no tenía ni idea.
—Yo tampoco. Parece… fantástica.
—Feroz, sin duda.
—¡Sí, exacto! —Gild sonrió, pero su sonrisa desapareció rápidamente
—. No he tenido la oportunidad de decirle quién soy. Ni siquiera de
preguntarle su nombre.
—Lo harás. Romperemos su maldición, Gild. La verás de nuevo.
Él tragó saliva y asintió, aunque sabía que no se sentía consolado.
—¿Cómo está tu muñeca?
Serilda comprobó las apresuradas vendas, pero apenas había calado la
tela una diminuta mancha de sangre.
—Casi no lo siento.
Lo que era cierto, aunque no estaba segura de que aquello fuera bueno.
—No creo que el Erlking haya traído a Perchta de vuelta solo para estar
junto a ella durante las lunas llenas. —Miró a Gild, pero él no tenía más
respuestas que ella. Con un suspiro, continuó—: Seguramente deberíamos
continuar. Alejarnos tanto de Gravenstone como sea posible.
Gild inhaló profundamente.
—Cuanto antes lleguemos a Adalheid, mejor.
Serilda miró el bosque, fijándose en las ramas nudosas sobre su cabeza,
en los grupos de hongos grandes como platos que brotaban de los troncos
caídos, en los helechos retorcidos y en el rastro de liquen. Olía a bayas
silvestres y a terreno arcilloso y a cosas podridas y a cosas vivas y a cosas
creciendo a su alrededor.
—Por aquí, creo —dijo Gild sin demasiada confianza, pero Serilda no
tenía ninguna idea mejor.
Caminar entre la maleza era lento y traicionero. Serilda se sentía
agradecida por el calor que le proporcionaba su capa, aunque, cada vez que
se le enganchaba en las zarzas, creía que eran unas garras intentando
apresarla.
Después de un rato, Gild se arrancó un hilo de lino de la manga de la
túnica y se lo entregó a Serilda.
—Usa esto para atarte el astil de la flecha alrededor del cuello. Si lo
perdieras…
Se detuvo.
No tuvo que terminar. Serilda recordó la sensación de su alma al
soltarse de aquel reino. El deseo que había sentido de seguir el farol de
Velos.
—¿Cómo has conseguido escapar? —le preguntó la chica, aceptando el
hilo y asegurándolo alrededor de la flecha, justo debajo de la pluma.
—La maestra de armas. Agathe. Me ha dicho que el Erlking le había
contado que estaba planeando liberar a los fantasmas y dejar que Velos se
los quedara durante la Luna de Luto, pero ella le pidió que la dejara
quedarse. Le dijo que prefería ser cazadora, pero en realidad sabía que esa
sería su oportunidad para ayudarme. Creo que se imaginaba lo que estaba a
punto de ocurrir, así que me ha sacado de las mazmorras, me ha dado una
espada y me ha dicho a dónde te había llevado el Erlking. No dejaba de
llamarme «alteza», y de preguntarme si podría perdonarla. Yo no le he
dicho nada. Creía que era otra trampa, que iba a traicionarnos de nuevo.
Pero ahora… —Se pasó una mano por el cabello—. De verdad intentaba
compensar lo que hizo. Creo que se habría quedado con los oscuros,
formando parte de los cazadores, a pesar de lo mucho que los despreciaba.
Ha renunciado a su oportunidad de ser libre solo para ayudarme. —Suspiró
—. Espero que ahora esté en paz.
Serilda tragó saliva mientras se anudaba el hilo alrededor de la garganta
y se guardaba la flecha bajo el cuello del vestido.
—Su espíritu debe de estar ahora en el Verloren. Lejos de los oscuros. Y
lo ha conseguido: todos los fantasmas, incluidos los niños, son ahora libres.
—Se le rompió la voz. Una repentina tristeza creció en su interior. No había
tenido tiempo de llorar sus pérdidas, de asimilar lo que había ocurrido en
esa cámara—. Agathe ha conseguido ayudarte, al príncipe de Adalheid, y lo
ha hecho mientras estaba bajo el control del Erlking. En realidad, es
impresionante. Decidió oponerse a él, a pesar de las pocas opciones que
tenía.
Mientras tanto, ¿qué decisiones había tomado ella? Le había dado al
Erlking justo lo que quería. Se había perdido a sí misma. Había perdido a su
bebé. No pudo evitar maldecir la Luna de Luto por todo lo que le había
arrebatado.
—¿Sabes qué es lo peor? —comenzó Gild, con tristeza—. Que me he
marchado de ese calabozo tan rápido que me he olvidado por completo de
mis cucharas. —Suspiró—. He trabajado un montón para conseguirlas.
Serilda se rio, pero su risa sonó desganada y fugaz.
—Todo este tiempo he creído saber qué tenía planeado el Erlking. Qué
pretendía hacer. Pero llevaba meses siguiendo una pista falsa.
—Cuéntame qué ha pasado —le pidió Gild, con voz amable—. Cuando
he bajado, todo era un caos.
Serilda se frotó los ojos con las palmas.
—Todo ha ocurrido muy rápido, pero intentaré contártelo lo mejor
posible.
Así que comenzó. Desde que el Erlking los había conducido a las
profundidades bajo el castillo hasta la llegada de Velos y los fantasmas. Le
dijo que había visto a su padre, y también a los de él, al rey y a la reina. El
chico se encogió de hombros y Serilda cayó en la cuenta de que Gild
todavía no los recordaba, así que no habría sido una reunión demasiado
emocionante aunque él hubiera estado allí. Pero sabía que su despreocupada
respuesta no era sincera. Con o sin recuerdos, le habría encantado ver a sus
padres, igual que Serilda todavía anhelaba ver a su madre, el único espíritu
que no había regresado del Verloren.
Le contó las negociaciones y el hecho de que el Erlking se había
ofrecido a intercambiar los fantasmas y a sus oscuros por el espíritu de
Percha. Que había usado el cuerpo de Serilda como receptáculo para
contenerla. Pero el acuerdo había sido una treta: el Erlking nunca había
pretendido sacrificar a los oscuros y, tan pronto como Perchta había
regresado, los demonios habían vuelto y habían atrapado a Velos en su
forma de gran lobo, inmovilizándolo con las cadenas doradas.
Se dejó solo la parte de que había sido decisión suya intercambiar a los
niños por su cuerpo. ¿Qué importaba ya? Lo hecho, hecho estaba.
Gild silbó en voz baja.
—Ha apresado a un dios. Canalla astuto.
—No se trata solo de Velos —lo interrumpió Serilda—. Intenta capturar
a todos los dioses. Tiene a Eostrig, a Freydon y a Huida, y estoy bastante
segura de que también a Solvilde y a Tyrr, y ahora a Velos. Solo queda…
—Espera —dijo Gild con una mueca—. He visto a Velos convertirse en
lobo, pero ¿los demás? ¿Cómo es posible? Ni siquiera es la Luna Eterna.
—Lleva años cazándolos. Y últimamente… ha tenido ayuda. —Frunció
el ceño—. Tu oro.
Continuó explicándole lo que había visto en el tapiz de la sala. Las siete
bestias… Los siete dioses. Gild era escéptico, y cuando Serilda le dijo que
creía que el basilisco era Solvilde, dios del cielo y del mar, él no pudo evitar
el destello de diversión que apareció en sus ojos.
—No te atrevas a reírte —le advirtió Serilda.
Se rio de todos modos.
—¿Crees que ese bicho raro, el pollo serpiente, es un dios?
—Es un basilisco. Y sí, sé que tiene un… aspecto inusual. Pero es una
de las bestias más temidas del folclore. Tú mismo viste lo poderoso que es
su veneno.
—Ya, pero… No sé. —Gild extendió las manos—. Es mitad pollo.
—Y Pusch-Grohla se convirtió en un precioso unicornio justo delante
de mis ojos. Y si Huida es el tatzelwurm… Bueno. Tiene sentido.
Gild resopló.
—¿Lo tiene? El tatzelwurm es mitad gato, mitad serpiente. ¿Y me estás
diciendo que es de algún modo responsable de que yo pueda convertir la
paja en oro?
—Sí —insistió Serilda—. El tatzelwurm es una bestia venerada. Es
elegante y feroz, y en tu castillo está por todas partes. Hay esculturas en los
jardines, y trepando por las columnas de la sala del trono y, por supuesto, en
tu escudo familiar. Creo que Huida podría haber sido la patrona de tu
familia, lo que explicaría tu don. Que Huida se transforme en un
tatzelwurm… tiene sentido.
—A mí me suena a algo sacado de un cuento de hadas.
Ella lo miró con la boca abierta.
—¿No lo entiendes, Gild? Esto está sacado de un cuento de hadas. Tú
estás sacado de un cuento de hadas. Si hay algo que podría estar sacado de
un cuento de hadas, es un príncipe atractivo que derrota a una cazadora y
termina encerrado en un castillo encantado.
Él ladeó la cabeza. Sus ojos atraparon un rayo de luz.
—¿Atractivo?
Serilda puso los ojos en blanco.
—Atractivo y humilde.
Gild le guiñó el ojo y le dio la mano para ayudarla a pasar sobre un
tronco caído.
—No digo que te equivoques. Es solo que… son dioses. Son mágicos y
poderosos y… ¿me estás diciendo que el Erlking ha atrapado a cuatro de
ellos en casi esos mismos meses, cuando en todos los siglos hasta ahora
solo había conseguido apresar a dos?
—Casi se hizo con Wyrdith —le dijo—. La anterior Luna Eterna. El año
en el que mi padre encontró al dios herido y deseó un hijo.
—De acuerdo, así que el Erlking casi atrapó a Wyrdith, pero no lo hizo.
—No, pero eso demuestra que lleva persiguiéndolos mucho tiempo, y
como tú has dicho, no es fácil atrapar a un dios. Al principio usaba esas
flechas negras. Tienen una especie de veneno que puede apresar a los
dioses. Los obliga a asumir su forma animal y los mantiene… inmóviles, en
cierto sentido.
—Las flechas de Perchta —dijo Gild—. Seguramente es eso lo que la
convierte en tan buena cazadora. Pero, si el Erlking las tenía, ¿para qué
necesitaba las cadenas de oro?
—No tenía suficientes. Usó dos para pacificar a Tyrr y a Solvilde. Sé
que tiene al menos otra, pues la usó para matar a un fantasma una vez.
Déjame pensar. La flecha que le extrajimos al basilisco fue seguramente la
misma que usó para atrapar al unicornio. Y la que usó para matar a ese
fantasma podría haber sido la misma que ha usado para matar a Agathe.
—Que Perchta seguramente ha recogido para perseguirnos.
Serilda asintió.
—Son solo tres flechas negras. No son suficientes para apresar a siete
dioses. Necesitaba algo más.
Una sombra cruzó el rostro de Gild.
—Y el oro hilado le sirve. Había planeado esto desde el principio.
—Entre tu oro y mis historias, que le dicen dónde encontrarlos
exactamente, se lo hemos puesto fácil.
Gild maldijo bajo su aliento.
—Ya me parecía bastante malo cuando cazaba bestias míticas, pero…
¿a los dioses antiguos? Y yo he estado ayudándolo.
—Has estado protegiéndome —dijo Serilda, apretándole la mano.
—Y lo he hecho fenomenal —murmuró, usando la espada para retirar
una densa masa de zarzas.
Serilda suspiró, pero sabía que no lo convencería para que no se sintiera
culpable por su papel en aquello. Ella también se sentía responsable. Si no
hubiera mentido sobre lo de convertir la paja en oro, para empezar…
—Pero ¿por qué? —preguntó Gild—. ¡Solo se necesita a un dios para
pedir un deseo! ¿Quién perdería el tiempo reuniendo a los siete?
—Yo tampoco lo comprendo. Estaba segura de que tenía la intención de
desear el regreso de Perchta, pero ha encontrado otro modo de traerla de
vuelta, lo que significa que nunca ha querido a los dioses para eso. Pero
ahora que la tiene a ella, y a su corte, y su castillo…
Un momento de silencio pasó entre ellos. Ninguno tenía respuestas.
¿Qué otra cosa podría querer el Erlking?
—¿Crees que vendrá a por nosotros? —le preguntó Gild—. Aunque
Perchta esté al otro lado del velo, no parece que lo estén los cazadores. Y tú
sabes cuánto odia perder.
—Odiaría perderte a ti, quizá —dijo Serilda—. Pero a mí… Ya tiene lo
que quería de mí. Tiene mi cuerpo como receptáculo para Perchta. Tiene a
mi hijo…
Le tembló la voz y miró a Gild, dándose cuenta de que por fin podía
contarle la verdad.
El niño que tenían cautivo aquellos demonios también era su hijo. Ya no
tenía que seguir mintiendo. Los niños de Märchenfeld estaban a salvo en el
Verloren. El Erlking ya no tenía poder sobre ella.
Pero, cuando abrió la boca, las palabras se quedaron atrapadas en su
garganta. Dudó.
—¿Qué? —dijo Gild, echándole una mirada peculiar. Dejó de caminar
para observarla—. Vas a empezar a llorar. Serilda. —Le puso las manos en
los hombros—. Lo siento. Todo esto ha sido demasiado. Pero
encontraremos una solución. Juntos. ¿De acuerdo?
Serilda sonrió con debilidad.
—Sí. Juntos.
«Juntos».
Desde la noche en la que lo había conocido, siempre había habido algo
que los había mantenido separados. El velo. El Erlking. Una mazmorra.
A pesar de todas las cosas horribles que habían pasado, aquello era, al
menos, una bendición. Estaban juntos. Encontrarían una solución.
Le contaría la verdad sobre su hijo. Le contaría la verdad.
Pero todavía no, no cuando estaban perdidos en un bosque implacable
que podría tanto matarlos como resguardarlos.
—No tendrá que buscarte —dijo Serilda, despacio—. Sabe que quieres
romper tu maldición, y para eso necesitas regresar a Adalheid. Esperará que
vuelvas en algún momento. Así que tiene más sentido que se concentre en
cazar a los dioses.
—Al dios —la corrigió Gild—. Si estás en lo correcto, solo queda uno.
Un escalofrío bajó por la columna de Serilda cuando hizo el cálculo
mental.
Tyrr era el guiverno.
Solvilde era el basilisco.
Huida era el tatzelwurm.
Eostrig era el unicornio.
Freydon era el grifo.
Y Velos era el lobo.
El único dios que todavía no había sido atrapado era Wyrdith, la rapaz.
El dios de las historias. El dios de las mentiras. El dios de la fortuna y del
destino.
El padrino de Serilda.
—Tenemos que encontrarlo nosotros primero —murmuró—. Aunque no
sepamos qué planea el Erlking, sabemos que será horrible.
—No me parece mal —dijo Gild—, pero ¿cómo planeas encontrar a un
dios?
Serilda pensó en ello. ¿Por qué había encontrado el Erlking a la mayoría
de los dioses? Porque ella le había dicho dónde encontrarlos exactamente.
Recordó la historia que había contado sobre cómo los dioses habían
creado el velo, y a dónde se habían retirado cuando habían terminado.
«Wyrdith a los acantilados de basalto de la frontera norte de Tulvask».
—Los acantilados —dijo—. Wyrdith estará en algún sitio cerca de los
acantilados de basalto, en el norte.
Gild parecía preocupado.
—De acuerdo, a los acantilados. Iremos al norte, entonces.
Ella lo miró a los ojos. Vio la tormenta tras su mirada.
—Después de ir a Adalheid. Después de liberar a tu hermana.
Gild abrió la boca, pero dudó. Después, una sonrisa triste apareció en su
rostro.
—Gracias.
—No se trata solo de liberarla. O de liberarte a ti, para el caso. Wyrdith
es solo un dios, pero hay otros tres encerrados en Adalheid. Sin duda parece
que el Erlking necesita a los siete para lo que está planeando. Tenemos que
intentar liberarlos. A Huida, Tyrr y Solvilde.
—El pollo serpiente —dijo Gild con un escalofrío—. ¿No podríamos
dejar que Erlkönig se quedara con un solo dios?
Serilda puso los ojos en blanco.
—¿Y si lo conseguimos? —continuó Gild—. ¿Y si liberamos a esos
dioses, justo ante las narices del Erlking? Los cazadores los encontrarán de
nuevo, ¿no? No suelo ser la voz de la razón, pero son inmortales. Ni
siquiera los dioses consiguieron mantenerlos encerrados. Tuvieron que
crear el velo para contenerlos, y los deja escapar una vez al mes. Todo
parece… inútil.
—Espera —dijo Serilda, irguiéndose. Levantó un dedo, abriendo los
ojos con sorpresa—. ¡Tienes razón!
Gild frunció el ceño.
—¿En que ni siquiera deberíamos molestarnos?
—En eso no. Los dioses no consiguieron retener a los oscuros.
Construyeron el velo, pero tenía una debilidad…, las lunas llenas. ¿Y qué
han querido siempre los oscuros? ¿Qué han deseado más que nada?
—¿Mutilar y torturar a los inocentes mortales hasta que se escriban
poemas épicos sobre su maldad que se reciten generación tras generación?
—Bueno, sí —admitió Serilda—. Pero, más que eso, quieren libertad.
Del Verloren. Del velo. —Se llevó una mano a la garganta, segura de que
podría sentir en ella su pulso desbocado. Pero no…, nada latía bajo su piel
—. El Erlking me dijo una vez que quería el mundo entero. Para eso está
reuniendo a los dioses. Quiere destruir el velo, pero los necesita a todos
ellos para deshacer el hechizo.
—Por todos los dioses —murmuró Gild—. Puede que tengas razón.
—Tras la destrucción del velo, serían los amos del mundo mortal.
Serilda intentó imaginarlo. Su crueldad. Cómo esclavizarían a los
mortales, igual que habían esclavizado a los fantasmas. Tenía que
detenerlos. No solo por sí misma. No solo por su hijo, que aún no había
nacido, sino por todos los humanos inocentes que no tenían ni idea del
horrible destino que les esperaba si los oscuros tenían éxito.
—Gild…, somos los únicos que sabemos esto. ¿Y si somos los únicos
que podemos evitarlo?
Él se rio amargamente.
—Entonces supongo que deberíamos andar más rápido.
Capítulo 42

Vagaron durante casi una semana. Deambularon a través del bosque,


durmieron entre las raíces de los árboles, perdiéndose y retrocediendo y
encontrando el camino antes de perderse de nuevo. Era una bendición que
en realidad no necesitaran comida ni agua para sobrevivir, aunque era una
bendición todavía mayor cuando conseguían encontrar bayas y frutas de
otoño maduras.
Las criaturas los observaban desde las sombras. No solo las aves y los
zorros, sino también los monstruos. A veces oían el melancólico tintineo del
abrigo de un schellenrock, los gritos agudos de un bazaloshtsh lejano. Dos
veces había atisbado Serilda el gorro rojo de un espíritu del bosque entre un
grupo de champiñones, y una noche se habían topado con un pequeño y
peludo waltschrat en el camino, que había siseado y chillado y los había
seguido durante casi una hora, lanzándoles bellotas y guijarros a los talones
hasta que Gild había desenvainado su espada dorada y lo había perseguido
hasta los árboles. El monstruo más aterrador con el que se habían
encontrado era un drekavac, que habría parecido un bebé humano, de no ser
por el largo pelaje marrón y las garras.
Les había gruñido a Gild y a Serilda desde las ramas de un árbol;
aunque ella había estado segura de que los atacaría en cuanto le dieran la
espalda, después de un largo respiro la criatura se había escabullido y había
desaparecido.
A pesar de que los espíritus del bosque acechaban en cada sombra,
Serilda pronto se había acostumbrado y había dejado de sentir miedo. Si
acaso, con el paso de los días, había empezado a sentir cierta afinidad con el
bosque. Ahora no era más que un espíritu, separada de su cuerpo e incapaz
de cruzar al lado mortal del velo. Era tan monstruo como ellos, pensaba.
¿De qué debía asustarse?
Al final, una noche en la que la luna menguante trazaba su camino sobre
su cabeza, llegaron al límite del bosque de Aschen y emergieron a un valle
de fértil tierra de labranza.
Se dirigieron al sur y pasaron la noche en un establo.
Dos días después, a última hora de la tarde, se dieron cuenta de que
deberían haberse dirigido al norte.
Cuando por fin encontraron el camino de vuelta a Adalheid, estaban
cansados, de mal humor y doloridos. Su estado de ánimo estaba en abrupto
contraste con la atmósfera festiva de la ciudad, que notaron tan pronto como
atravesaron las puertas de la ciudad.
De los muelles del lago venía una música desenfadada, mezclada con
risas y vítores. El día estaba nublado, el frío del otoño cargaba el aire, y aun
así docenas de ciudadanos estaban fuera. Ninguno de ellos podía ver a
Serilda ni a Gild, dos espíritus atrapados en el lado oscuro del velo. Serilda
había estado ansiosa de regresar a Adalheid. De ver a Leyna y a la madre de
esta, Lorraine. De ver a Frieda, la bibliotecaria, y a toda la gente que se
había reunido alrededor de la chimenea del Cisne Salvaje para escucharla
hilar sus historias nocturnas.
No había esperado sentirse tan sola tras regresar con ellos, tan invisible.
No podía tocarlos. No podía hablar con ellos. No podía decirles que estaba
bien.
Casi bien.
Llegaron al muelle. En el lago, el castillo se alzaba tan imponente como
siempre bajo el sol del otoño.
Gild le dio la mano, un gesto que la había tranquilizado muchas veces
los últimos días.
—¿Qué celebran?
Serilda se fijó en el aire jovial de los reunidos. Parecía que todos los
habitantes de la ciudad estaban en aquellas calles, envueltos en abrigos y
gorros para protegerse de la brisa que llegaba del lago, pero sonriendo tan
alegremente como si fuera un perfecto día de verano. Habían colocado
mesas en la plaza central, cerca del muelle, con un gran banquete: bandejas
abarrotadas de quesos y calabacines, embutidos y empanada de pescado,
castañas asadas y granadas.
Y flores. Había flores por todas partes. No solo las habituales hierbas
aromáticas y los pensamientos que se agolpaban en los maceteros de las
ventanas, sino también rosas y crisantemos y fruncidas hojas de kale en
jarrones y jarras a lo largo de la calle, y más aún fijadas a un arco
decorativo que habían instalado en uno de los muelles.
—Parece una boda —murmuró Serilda.
Los músicos tocaron una exuberante melodía con sus trompetas,
atrayendo la atención de todos.
—¡Tres hurras por la feliz pareja! —gritó el carnicero del pueblo,
señalando el Cisne Salvaje con el brazo—. ¡La señora alcaldesa y la señora
profesora!
La puerta de la taberna se abrió y Lorraine y Frieda salieron. Frieda se
sonrojó, y Lorraine negó con la cabeza como si toda aquella pomposidad
fuera absurda, pero ambas sonreían de oreja a oreja. Aunque sus vestidos
eran sencillos, Serilda sospechaba que seguramente eran los mejores que
tenían, y cada una de ellas llevaba una corona de flores en el cabello.
Estaban adorables y felices, con los brazos entrelazados.
Serilda unió las manos, encantada.
—¡Es una boda!
Quizá no debería haberla sorprendido tanto. La primera vez que había
visto a Lorraine y a Frieda sus sentimientos le habían parecido evidentes,
aunque ambas eran demasiado tímidas como para expresarlos. Se preguntó
si habría sido Leyna, la hija de Lorraine, la que las había unido.
Tan pronto como lo pensó, la niña asomó la cabeza desde la puerta de la
posada y se aclaró la garganta.
El carnicero soltó una estruendosa carcajada.
—¡Y la señorita Leyna, por supuesto!
Leyna brincó tras su madre y la bibliotecaria, sosteniendo un ramito de
crisantemos. Lorraine se detuvo, le dio la mano a su hija y juntas caminaron
hacia el arco de flores mientras la gente de la ciudad se reunía a su
alrededor con gritos de entusiasmo.
La boda fue encantadora y ruidosa, una celebración para todos. Hubo
rubores y risas y promesas. Un intercambio de anillos. Durante la
ceremonia, Frieda le entregó a Leyna un brazalete dorado y le prometió que
nunca sería una madrastra malvada como las de los cuentos de hadas. Leyna
parecía a punto de explotar de alegría cuando Frieda la ayudó con el cierre.
Serilda y Gild se mantuvieron apartados de la multitud, observándolo todo.
Cuando las novias se besaron, los vítores fueron tan estruendosos que
Serilda creyó que los oídos seguirían zumbándole toda la noche.
—¡Un brindis! —gritó Roland Haas, que una vez había llevado a
Serilda en la parte de atrás de su carro, junto con un montón de gallinas.
Elevó una jarra de cerveza y los demás se le unieron rápidamente—. Por la
alcaldesa y la profesora, ambas buenas y luchadoras. Todo el mundo es
testigo de vuestra alegría, y esperamos que viváis en armonía. Si alguien
duda alguna vez de vuestro amor… —Roland dudó, buscando un final
adecuado—. Esto… ¡Venid a hablar conmigo y yo lo sacaré de su error! —
Su ingenio fue recibido con hurras, y Roland hizo una breve reverencia—.
Aunque no soy poeta, esta no es cosa secreta. ¡Un amor tan especial debería
ser inmortal!
Su brindis rimado fue recibido con exclamaciones y un buen número de
tragos.
Los músicos comenzaron a tocar de nuevo, una tonadilla alegre con
flautas y cañas. Lanzaron al aire pétalos de rosa. El baile comenzó con un
grupo de pescadores que bailaron una enérgica giga justo allí, sobre los
adoquines, seguidos por docenas de niños que entrelazaron sus brazos y
brincaron entre los espectadores. Pronto condujeron a Lorraine y Frieda a
un banco, que después los ciudadanos elevaron sobre sus hombros mientras
los demás cantaban una balada nupcial tradicional, demasiado rápido y casi
todos desafinados.
A Serilda le dolían las mejillas, pero no podía dejar de sonreír.
Y, aun así, a pesar de la dicha que la desbordaba, también sentía una
profunda tristeza. Gild seguía dándole la mano y, cuando lo miró, sus ojos
estaban apesadumbrados.
—¿Te habría gustado asistir? —le preguntó, apretándole la mano.
—Sí. ¿Y a ti? —le respondió Serilda.
—Más que nada. —Se encogió de hombros, fingiendo desinterés—.
Pero ya estoy acostumbrado. Llevo mucho tiempo deseando estar aquí, a
este lado del velo.
—¿Se vuelve más fácil con el tiempo?
Él frunció el ceño, pensándolo.
—Creía que sí. Pero, después de conocerte, se volvió un millar de veces
peor. Habría dado cualquier cosa por seguirte fuera del castillo.
Serilda apoyó la cabeza en su hombro.
—Ahora estamos juntos.
—Y ahora —dijo él— haría cualquier cosa por verte al otro lado, con
ellos.
La joven tragó saliva. Si conseguían romper la maldición de Gild y la de
su hermana, los dos volverían a ser mortales. Gild estaría al otro lado del
velo. Sería mortal de nuevo.
Pero Serilda seguiría siendo un espíritu, sin un cuerpo mortal que la
retuviera. Ni siquiera podía albergar la esperanza de romper su propia
maldición, no mientras Perchta habitara su cuerpo.
—Gild —dijo, girándose para mirarlo—, cuando liberemos a Huida, a
Tyrr y a Solvilde, intentaré encontrar a Wyrdith.
Gild frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque quiero pedir un deseo.
Gild la miró un largo momento.
—¿Vas a liberar a tres dioses y después te vas a marchar para atrapar a
un cuarto? Serilda, no creo…
—No lo atraparé. No se trata de capturar a nadie. Wyrdith me maldijo
antes siquiera de que hubiera nacido, ¿y por qué? Porque mi padre lo ayudó.
—Se apoyó en Gild y se ciñó la capa ante el viento crudo que soplaba del
lago—. Wyrdith me lo debe. Y, cuando lo encuentre, haré que me conceda
un deseo.
—¿Cuál?
—Quiero recuperar mi cuerpo —le dijo—. Y a mi hijo.
«Mi hijo. Mi hijo. Mi hijo».
Las palabras resonaron en su cabeza como el tañido de una campana.
Una y otra y otra vez.
—Gild, tengo que contarte una cosa —comenzó.
Él se tensó ante su repentina seriedad.
—¿Qué pasa?
—Nada. Quiero decir, todo. Obviamente. Pero no es… Solo tengo que
contarte una cosa. Y quizá debí contártelo hace mucho tiempo. Quería
decírtelo, pero no podía. Esperaba que tú lo adivinaras para no tener que
seguir manteniendo el secreto, pero no sé si alguna vez lo has pensado. Si
alguna vez te has preguntado… —Se detuvo.
Gild estaba mirándola con el ceño fruncido.
Había intentado contárselo un millar de veces desde que habían huido
de Gravenstone. Había repasado las palabras en su mente demasiadas veces
como para contarlas. Había practicado qué le diría, imaginando su
respuesta. Había abierto la boca y la había cerrado, insegura, una y otra vez.
El momento nunca le había parecido adecuado mientras atravesaban el
bosque, pues temía que los cazadores los encontraran en cualquier
momento.
Incluso ahora no sabía cómo comenzar.
La música era de repente demasiado animada, demasiado bulliciosa.
Estridente a los oídos de Serilda.
—Aquí no —dijo, tirando de él para alejarlo de la multitud, hacia el
puerto, hacia el final de uno de los muelles. No había botes en el lago, pero
el agua estaba picada por el viento. Desde allí, la música y las risas tenían
que competir con el crujido de los barcos de pesca, con los golpes secos de
los cascos contra los muelles, con las olas que lamían sus costados.
—¿Serilda? —dijo Gild, nervioso por su silencio.
Ella le tomó las manos, aunque le empezaban a sudar las palmas.
—¿Qué? —insistió Gild—. Dímelo, sea lo que sea.
Serilda tomó una larga inspiración.
—El niño. Mi hijo. Es… Es… Es tuyo. Tu hijo.
Gild frunció el ceño todavía más.
—¿Por…? ¿Por el trato que hicimos? ¿El oro a cambio de tu
primogénito? Serilda, no creerás que yo…
—Porque tú eres el padre, Gild. —Tragó saliva y lo dijo de nuevo, más
bajo esta vez—. Tú eres el padre.
Él la miró, pestañeando.
—¿De qué estás hablando? El Erlking…
—Nunca me ha tocado. No así. Él… —hizo una mueca, deseando que
aquella conversación no tuviera que ensuciarse con el rey y el horrible
acuerdo al que habían llegado— descubrió que estaba embarazada, y al
principio quiso… —se estremeció— sacármelo. Pero entonces lo convencí
de que el niño podría hilar oro cuando creciera. Después de eso, me exigió
que me casara con él y que fingiera que el niño era suyo, para entregárselo a
Perchta cuando esta regresara y que nadie cuestionara que era suyo, de
ellos. Me dijo que, si le contaba a alguien la verdad, castigaría a los niños, y
yo no podía… no podía permitir que les hiciera más daño. Estaba
desesperada por contarte la verdad, pero no podía.
Gild le soltó las manos y se las pasó por el cabello.
—Pero solo fue una noche. Y… Y yo estoy… —Señaló su cuerpo. Su
cuerpo espiritual—. ¿Cómo…?
—No lo sé. Yo tampoco lo comprendo, pero no ha habido nadie más. El
Erlking dice que los oscuros y los mortales pueden tener hijos. Quizá
funcione igual con los espíritus. No lo sé. Pero sé que el niño es tuyo.
Bueno, nuestro.
Gild la miró, sorprendido, durante un largo momento. Después, sin
advertencia, se sentó con las piernas cruzadas en el muelle, abatido.
—Tendrías que haberme dicho que me sentara primero.
Haciendo una mueca, Serilda se arrodilló a su lado y le colocó una
mano en la espalda.
—Lo siento.
—Por los grandes dioses, Serilda. Un bebé. —Se masajeó la sien—.
Voy a ser padre.
Serilda no se atrevió a responderle. Hizo una mueca de nuevo,
esperando.
—Quiero decir, mentiría si dijera que no he pensado…, que no tenía la
esperanza… de que quizá, si encontrábamos un modo de recuperar tu
cuerpo y tenías el bebé, pudiéramos estar juntos, y yo, por supuesto, lo
trataría como si fuera mío… Lo criaría como si fuera mío. Si tú quisieras.
—Su voz se llenó de asombro—. Pero… es mío. Voy a ser padre. Yo…
Se detuvo de repente. Un segundo después, cayó en la cuenta. Gimió
miserablemente mientras se presionaba la cara con ambas manos y
maldecía entre dientes.
—Habría sido padre.
Un silencio cayó sobre ellos. La animada música no encajaba con los
pensamientos que los acosaban a ambos.
Su hijo nunca los conocería. Su hijo tendría al Erlking y a la cazadora
como padres.
Serilda intentó imaginar cómo sería esa infancia, pero sabía que no
estaría llena de paciencia, de compasión y amor.
Con una larga exhalación, Gild bajó las manos y miró a Serilda a los
ojos.
—Aunque creía que el niño era suyo, una parte de mí se sentía
responsable de él. Y no solo debido a nuestro trato, sino porque era tu
hijo… Yo ya lo quería. Quería estar en su vida. Y ahora…
Serilda se sorbió la nariz.
—¿Qué vamos a hacer?
Gild miró a Serilda un largo momento, pensando. Ella vio los cambios
atravesando sus ojos. De la desesperación a la esperanza y a la
determinación.
Sin advertencia, agarró a Serilda y tiró de ella hasta su regazo. Ella
emitió un gemido, y apenas recuperó el aliento antes de que la besara. Sus
brazos la rodearon, sus manos se perdieron en el cabello de Serilda.
Vertiendo un millar de promesas en cada caricia.
Gild detuvo el beso tan rápido como lo había comenzado. Tenía las
mejillas sonrosadas bajo las pecas y un destello resuelto en los ojos.
—Encontraremos a Wyrdith y pedirás tu deseo. —Presionó la frente
contra la de Serilda y le pasó los pulgares por las mejillas—. Erlkönig nos
lo ha quitado todo. No permitiremos que nos quite esto también.
LA LUNA DEL CAZADOR
Capítulo 43

Llevaban semanas esperando para infiltrarse en el castillo de Adalheid,


mucho antes de que tuvieran que temer el regreso del Erlking y los
cazadores. Pero, cada vez que lo habían intentado, se habían encontrado el
puente levadizo levantado y las puertas del castillo bien cerradas. A menos
que intentaran escalar los enormes muros usando ganchos (una idea que
Gild estaba ansioso por poner a prueba, pero para la que Serilda dudaba que
tuviera fuerza), tendrían que esperar. Así que esperaron.
En el lado oscuro del velo, ignoto para la gente de Adalheid, reclamaron
una habitación vacía del Cisne Salvaje. El lugar había recibido un flujo
constante de vecinos que querían dar su enhorabuena, sus regalos o
consejos no pedidos a la pareja recién casada.
Serilda, con la ayuda de Gild, descubrió que, a pesar de estar al otro
lado del velo, había pequeñas cosas que podía hacer para influir en el reino
mortal. Al igual que el poltergeist había cerrado puertas y volcado
candelabros, Serilda conseguía con esfuerzo que los candelabros
traquetearan, agitar las cortinas, e incluso, si se concentraba de verdad,
deslizar una bandeja de tartaletas de fruta sobre la mesa.
Usando estas habilidades, intentó comunicarse con Leyna para que la
niña supiera que estaba allí, a su lado, con ella.
Pero no sirvió de nada. Sus esfuerzos no se ganaron más que un
ocasional gesto confuso y una mirada recelosa a la habitación, y después
Leyna seguía como si no hubiera ocurrido nada peculiar.
Serilda suponía que sería lo normal en una niña que había crecido
rodeada de historias sobre el castillo encantado y la cacería salvaje.
Por fin, en la fría y lluviosa mañana de la Luna del Cazador, miraron al
otro lado del lago y vieron que las puertas del castillo estaban abiertas.
Serilda se sintió desfallecer de alivio. Había estado segura, después de
esperar casi un mes, de que las puertas no se abrirían hasta la caída de la
noche, y entonces seguramente solo bajarían para el regreso de los
cazadores.
—Perfecto —susurró—. El velo no caerá hasta dentro de unas horas.
Gild le había asegurado que nunca había guardias apostados en la garita
ni en las torres, ya que los oscuros, que eran las criaturas más aterradoras a
aquel lado del velo, nunca habían tenido que preocuparse por defender su
castillo de los intrusos. No obstante, ambos estuvieron de acuerdo en que
sería prudente tener una excusa por si se encontraban con algún demonio.
Serilda se quitó su capa roja y se aseguró la espada dorada a la cadera.
Gild se rodeó las muñecas con una cuerda birlada y le entregó el cabo largo
como si fuera una correa.
Juntos cruzaron el puente. Serilda mantuvo la cabeza alta y una
expresión severa; estaba casi ansiosa por explicarle a cualquier oscuro que
se atreviera a detenerlos que ella, su reina, había regresado antes de
Gravenstone para devolver al poltergeist a su encierro en Adalheid. Su
presencia había sido demasiado molesta, les diría, y el Erlking se había
negado a tolerar sus payasadas un momento más.
Si era necesario, estaba preparada para entregar una lista completa de
las ofensas del poltergeist (desde atar los cordones de las botas favoritas del
Erlking a poner estiércol en los toneles de vino, dos bromas que Gild
aseguraba haber hecho de verdad) hasta que los oscuros se cansaran de
escucharla y la dejaran pasar.
Y por eso no pudo evitar sentirse decepcionada cuando llegaron hasta la
garita y las únicas criaturas que se fijaron en ellos fueron dos nachtkrapp
posados en los muros del castillo.
El patio también estaba vacío. Serilda sabía que todos los fantasmas se
habían ido, y al menos la mitad de los oscuros. Esperaban que el castillo
estuviera más tranquilo y vacío de lo habitual antes del regreso de los
cazadores, pero el opresivo silencio le provocaba escalofríos.
Ni siquiera cuando Gild se aclaró la garganta sonoramente apareció
alguien para interrogarlos.
—Gild —susurró—. ¿Puedes…? Ya sabes. Puf —Chasqueó los dedos.
Él sonrió.
—¿Puf? ¿Eso es lo que yo creo que es?
—Ya sabes a qué me refiero.
Gild miró el torreón, donde las vidrieras de los siete dioses parecían
tristes y miserables tras la cortina de lluvia.
Pasaron un par de segundos antes de que negara con la cabeza.
—No funciona. Cuando Erlkönig revocó mi maldición y me desancló de
este castillo, debió de cambiar eso para que no pudiera moverme como
siempre.
—No importa —dijo Serilda, desatándole las cuerdas—. Yo iré a por
Solvilde, tú ve a por Huida y nos encontraremos en la sala del trono para
liberar a tu hermana y soltar a Tyrr.
Tan pronto como las cuerdas cayeron, Gild la sorprendió atrayéndola
hacia él y dándole un beso en la boca. Ella respondió al beso con fuerza,
echándole los brazos alrededor del cuello.
—Ten cuidado —susurró la chica, apartándose.
Gild la miró con ternura.
—Ten cuidado tú. El legendario pollo serpiente no es poca cosa.
—¡Oh! Casi lo olvido. —Serilda echó mano a la espada de su cadera,
pero Gild la detuvo.
—Quédatela tú.
—Pero… eres tú quien sabe pelear.
—Creo que tú la manejarás bien —dijo, con los ojos brillantes—.
Además, me siento mejor sabiendo que no estás desarmada. —Gild se
colocó las cuerdas sobre un hombro—. ¿Nos vemos en la sala del trono?
—Tan pronto como sea posible. No hagas nada demasiado estúpido.
Él le guiñó el ojo. Después se marchó, rodeando el torreón en dirección
a la casa de fieras. Serilda subió corriendo las escaleras y entró en el torreón
del castillo. Ahora que los criados fantasma se habían ido, notó de
inmediato las telarañas colgadas de los candelabros y el hecho de que una
capa de polvo se había reunido en los rincones.
Ya había girado hacia la escalera que conducía a la sala de los dioses
cuando oyó voces que venían del gran salón. Rodeó una columna y se
aplastó contra la pared justo cuando aparecieron dos mujeres.
—Tengo que pelar las patatas un mes más —gruñó una—. Preferiría
arrancarme los dientes con unas tenazas oxidadas.
—¿Qué es un mes, comparado con la eternidad? —dijo su compañera
—. Su oscuridad nos prometió que, cuando llegue la Luna Eterna,
tendremos más criados que nunca.
La mujer resopló.
—Ya teníamos criados de sobra. Fantasmas. Mortales. ¿Qué más da?
—Bueno —dijo la segunda mujer—, los mortales no sangran sobre las
alfombras, ¿no?
Esto llevó una oscura sonrisa a los labios de la otra.
—Lo hacen cuando yo quiero que lo hagan.
Sus carcajadas reverberaron entre los muros mientras se alejaban en
dirección a los salones.
Cuando salió de detrás de la columna, Serilda estaba temblando de
furia. Aquello lo demostraba: el Erlking pretendía destruir el velo y
esclavizar a los mortales. La idea abrió un abismo en su estómago.
Tan pronto como dejó de oír a las mujeres, subió corriendo los peldaños
hacia los pasillos superiores. Con la espada en la mano, atravesó el pasillo,
preparada para abatir a cualquier drude que se atreviera a atacarla.
Para su sorpresa…, no recibió ningún ataque.
Llegó al final del pasillo sin incidentes; su respiración jadeante era el
único sonido que se oía.
Plantó un pie en la puerta y la abrió de un empujón. Aquella parte, lo
sabía, era incluso más peligrosa que enfrentarse a una horda de drudes. No
podía dejar que el veneno del basilisco la tocara antes de conseguir liberarlo
de la jaula y…
Se detuvo, mirando boquiabierta la habitación.
No fueron los restos de la destrucción lo que hizo que se detuviera,
aunque había marcas quemadas en el suelo y una pared seguía apuntalada
con andamios de madera. La estancia estaba vacía, excepto por el tapiz de
Gild y su familia, que parecía haber escapado indemne a la destrucción del
veneno.
No. Lo que detuvo a Serilda fue el hecho de que el basilisco había
desaparecido y, en su lugar, rodeada por cadenas doradas y sentada en la
jaula de la bestia, había una persona.
Tenía la piel oscura como el basalto pulido y un cabello voluminoso que
brillaba en tonos turquesa, cobalto y un feroz naranja. Con su nariz afilada y
sus labios gruesos, era una imagen impresionante, aunque estuviera
durmiendo. Su apariencia se veía potenciada por su llamativo atuendo:
botas hasta las rodillas, una camisa de seda negra con mangas amplias bajo
un largo chaleco burdeos y brillantes botones metálicos en todos los lugares
donde a alguien se le podría ocurrir poner un botón.
Serilda no pudo evitar una punzada de satisfacción al descubrir que
había tenido razón. Solvilde de verdad iba vestido como un pirata.
Bajó la espada y entró en la habitación.
No había dado ni media docena de pasos cuando el dios tomó una larga
inhalación y emitió un bostezo exagerado. Abrió los párpados, somnoliento,
y ladeó la cabeza para mirar a Serilda con unos ojos de color mandarina.
Aunque estos estaban intactos, Serilda podía ver el áspero tejido cicatrizado
alrededor de sus cuencas, y recordó que el basilisco estaba ciego,
supuestamente, para que su mirada no pudiera convertir a nadie en piedra.
—¿Sol…? ¿Solvilde? —exhaló.
El dios del cielo y del mar examinó a Serilda un largo momento,
inspeccionándola de la cabeza a los pies y prestando un interés especial a la
espada. Después bajó de nuevo la cabeza.
—Ven a despertarme de nuevo cuando aparezca un héroe de verdad.
Serilda frunció el ceño.
—Estoy aquí para liberarte.
—Eres un espíritu errante.
Serilda miró su cuerpo, preguntándose cómo lo sabía el dios.
—Puede —admitió—, pero también soy la que te extrajo la flecha para
que no siguieras atrapado en tu forma de basilisco.
Solvilde emitió un sonido de descontento con la garganta.
—Sí. Una gran victoria fue esa. Te aplaudiría si no tuviera las manos
atadas.
—Bueno, estoy aquí para arreglar eso, ¿no? —Dejó la espada contra la
pared y se acercó para inspeccionar las cadenas doradas—. Quizá no
deberías juzgar tan precipitadamente.
—Todavía no has hecho nada más que menear esa espada. Y ni siquiera
es una espada de verdad. Es de adorno.
Serilda resopló.
—¿Sabes? Cuando era pequeña, tú eras mi dios favorito. Ahora me
estoy arrepintiendo. —Tiró de algunas de las cadenas, pero estaban bien
sujetas. Si pudiera encontrar dónde se unían a la jaula…
—Déjame adivinar —dijo Solvilde—. Te gustaba contar historias de
marineros en alta mar, de sirenas encantadoras y beligerantes monstruos
marinos.
—Bueno, sí, la verdad. ¿Cómo lo sabes?
Solvilde gruñó.
—Ahijada de Wyrdith.
—Oh. —Serilda se llevó una mano a la mejilla. A veces se olvidaba de
las ruedas doradas de sus ojos—. Eran buenas historias, te lo aseguro.
¿Tienes alguna idea de cómo funcionan estas cadenas? Si pudiera
soltarlas…
—Es demasiado tarde para eso —dijo Solvilde—. Seguramente deberías
huir.
—¿Huir? ¿Por qué?
El sonido del acero resonó en la habitación. Serilda contuvo un grito y
se giró, elevando la espada justo a tiempo de bloquear el golpe de un alto
candelabro. El oro se encontró con el hierro y Serilda retrocedió un paso
tambaleante. La oscura (una mujer con la piel de color ámbar y unos
enormes ojos esmeralda) avanzó, golpeando de nuevo con un gruñido
gutural. Serilda la detuvo, pero la fuerza la empujó de nuevo hacia atrás.
Golpe, bloqueo, ataque, parada, cada movimiento empujaba a Serilda
alrededor de Solvilde y la jaula del centro de la habitación, hasta que trazó
un círculo completo. Sabía que tenía suerte de que aquel demonio no fuera
uno de los cazadores, de que no todos los oscuros fueran luchadores
excepcionales.
Pero Serilda tampoco era una guerrera.
—¡Detente! —gritó la joven entre jadeos—. ¡Soy tu reina!
Aquello provocó una carcajada estridente en la mujer.
—Tú nunca has sido nuestra reina. Eres una mortal patética. —Lanzó
un escupitajo a los pies de Serilda—. ¿Crees que no sabíamos que su
oscuridad estaba usándote? Necesitaba a una chica mortal para tener un
hijo. Tras conseguirlo, te habría lanzado al lago con el resto de los
desechos.
Serilda frunció el ceño.
—Bueno —dijo, retrocediendo mientras la oscura atacaba de nuevo—,
todavía me necesita para tener a ese niño, y se enfadará mucho si me haces
daño.
—Por desgracia para ti, llegó un nachtkrapp justo después de la Luna de
Luto para contarnos que Perchta, nuestra auténtica reina de los alisos, ha
regresado. Así que no, en realidad no creo que su oscuridad vaya a
molestarse demasiado cuando se entere de que me he librado de su
inoportuna esposa mortal.
Serilda maldijo entre dientes. A duras penas, consiguió bloquear otro
golpe del candelabro.
—Sinceramente, esto podría seguir para siempre —se quejó Solvilde—.
¡Solo tienes que hacer una finta a la izquierda y, cuando vaya a bloquear el
golpe, hazla tropezar hacia la derecha y huye!
Serilda apretó los dientes.
—No voy a huir. He venido aquí a salvarte.
—Y has hecho todo lo que has podido, cariño. Te lo agradezco mucho,
de verdad. No seas tan dura contigo misma.
A Serilda le temblaban los brazos por el esfuerzo de contener a su
oponente, de bloquear sus ataques. Cuando la mujer retrocedió para asestar
otro golpe, Serilda siguió la sugerencia de Solvilde e hizo una finta a la
izquierda. La mujer la bloqueó. Sus armas repiquetearon y Serilda pasó el
pie derecho alrededor del tobillo de la oscura. Esta gritó y se cayó hacia
atrás; el candelabro voló de su mano y se deslizó sobre el suelo.
—¡Bien hecho! —exclamó Solvilde, estirando el cuello para ver.
—¡No me puedo creer que eso haya funcionado! —jadeó Serilda.
—No hay tiempo para celebrarlo. Vendrán más.
Serilda giró sobre sus talones.
—¡Siento mucho dejarte así!
—Ah, gracias de todos modos por intentarlo.
Serilda le tomó la mano.
—Regresaré a por ti, si puedo.
Solvilde sonrió.
—Y a mí me llaman dramático. ¡Vete! ¡Vete!
Con un asentimiento cargado de pesar, Serilda se marchó.
Capítulo 44

Tenía que encontrar a Gild. Él sabría cómo romper las cadenas de los
dioses o, al menos, cómo soltarlas. ¿No? Corrió escaleras abajo hacia el
vestíbulo mientras la oscura le chillaba que se detuviera. Serilda se apresuró
al gran salón y se lanzó debajo de una mesa, acurrucándose tanto como
pudo e intentando calmar su trabajosa respiración.
Oyó que la mujer se detenía en la puerta, pero no mucho. Un segundo
después, corrió a la sala del trono, gritando que había una intrusa en el
castillo.
Serilda salió de debajo de la mesa, temblorosa. Encontraría a Gild, lo
ayudaría a liberar al tatzelwurm si no lo había hecho ya, y después trazarían
un plan para ayudar a Solvilde.
Mientras atravesaba el castillo, manteniéndose en las sombras y en los
pasillos del servicio, oyó un alboroto distante. Gritos y golpes y pasos
apresurados.
Dobló una esquina… y se topó con alguien que corría en la dirección
contraria.
Gritó, recuperó el equilibrio antes de caerse y miró boquiabierta la
expresión agobiada de Gild.
—¡Gild!
Él miró, parpadeando y con los ojos muy abiertos, la espada que le
había cortado la manga al chocar.
—¡Vienen! —gritó, quitándole la espada a Serilda y agarrándola de la
mano. Echó a correr en la dirección de la que ella venía, entrando y
saliendo de pasillos mientras los pasos que los seguían se oían más fuertes.
—¿Has liberado a Huida? —le preguntó Serilda, jadeando.
—No. Tienen oscuros apostados alrededor de la casa de fieras. Uno de
ellos me ha visto y me ha perseguido, ¡y tienen oro hilado, Serilda! Si nos
atrapan… ¡Por aquí!
Un grito interrumpió sus palabras. Gild se soltó de su mano. La espada
repiqueteó en el suelo.
Serilda se giró para ver a Giselle, la adiestradora canina, que rodeaba a
Gild con una cadena dorada. El chico tenía los brazos inmovilizados en los
costados.
—¡Corre! —gritó, forcejeando contra su captara.
Con una sonrisa arrogante, Giselle se acercó y colocó el tacón de su
bota en la empuñadura de la espada.
—Vaya, pero si es el poltergeist. Cuánto he soñado con esto.
Más oscuros se acercaban por el pasillo, veloces.
Hubo un momento de indecisión. Un terrible momento en el que todo se
detuvo y Serilda no supo qué hacer. No podía abandonar a Gild, pero
tampoco podía ayudarlo. No podía luchar contra todos ellos.
—¡Corre! —gritó él de nuevo.
Serilda tomó una decisión. Se giró y corrió a través del pasillo, entrando
y saliendo de los salones y los estudios.
Los pasos sonaban lejos cuando llegó a la sala del trono vacía. Corrió
hasta el estrado donde estaban los dos tronos y plantó los pies contra el
pulido suelo de piedra. Colocó ambas manos contra la plataforma
enmoquetada y empujó.
Se deslizó con un estridente chirrido.
La joven tenía todos los músculos tensos. Empujó y empujó hasta que
hubo movido el estrado lo suficiente como para bajar a la fosa donde
estaban los huesos y los cráneos. Las coronas y las joyas.
Y los dos cuerpos perfectamente preservados.
Intentó no pensar en la gente a la que habían lanzado allí, a la que
habían abandonado para que se pudriera. Intentó ignorar cómo los huesos
repiqueteaban contra sus tobillos mientras los vadeaba.
Llegó primero al cuerpo de la princesa. Apenas había recuperado el
aliento cuando agarró la flecha alojada en la muñeca de la niña y la rompió
con un chasquido limpio. El sonido resonó en la sala del trono.
A continuación, se giró hacia el príncipe. Estaba tumbado
descuidadamente sobre los huesos de la fosa, con un brazo extendido como
si quisiera alcanzar a alguien. A sus padres, quizá. O a su hermana.
Serilda agarró la flecha. Las lágrimas le emborronaban la visión, pero se
negó a dudar de aquella decisión. De lo que implicaría. Para ella. Para él.
Aquello no había sido parte del plan. Iban a romper la maldición de su
hermana, que regresaría a su cuerpo mortal, pero esperarían antes de salvar
a Gild. Porque, tan pronto como lo hicieran, él volvería a ser mortal y ella
todavía sería un espíritu cuyo cuerpo seguiría ocupado por la cazadora.
Estarían separados, excepto en las noches de luna llena, cuando el velo
cayera. Gild estaría en el lado mortal. Igual que Perchta. Igual que su hijo,
cuando Perchta diera a luz.
Mientras, Serilda seguiría atrapada allí. Quizá para siempre, si no
encontraba un modo de recuperar su cuerpo.
Pero no había otra opción. No lo dejaría atrapado allí, no otra vez.
Tomó la flecha con la que habían hechizado a Gild hacía trescientos
años y la rompió en dos.
Retrocedió, con las dos flechas rotas entre las manos y el sudor
goteando por su nuca.
Se mordió el interior de la mejilla y esperó. Esperaba tener razón.
Esperaba que aquella maldición pudiera romperse.
La princesa fue la primera en abrir los ojos, en el mismo momento en el
que Gild tomaba una sibilante inspiración. Se giró sobre el costado con un
violento ataque de tos. La princesa se tocó el brazo y se cubrió la herida
sangrante mientras miraba a su alrededor, aturdida. Se levantó con
brusquedad, al ver los huesos que la rodeaban.
Conteniendo el aliento, Gild miró a su hermana. Ambos parpadearon.
Entonces el príncipe se puso en pie.
—¡No! ¡Serilda! ¿Qué has hecho?
Lo había liberado.
Temblando, la chica se guardó los fragmentos de flecha en un bolsillo
del interior de su capa. Él no podía verla. La Luna del Cazador todavía no
se había alzado. Pero lo haría pronto, y entonces el velo caería.
—¿Dónde estamos? —preguntó la princesa—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién
es este? —Recogió un cráneo.
—En Adalheid. Serilda ha roto nuestra maldición. No lo sé. Vamos.
Gild se dirigió al borde de la fosa, sin tener ni idea de que Serilda estaba
a apenas unos centímetros de él.
—¡En Adalheid! —gritó la princesa—. ¿Ha funcionado? ¿He salido de
Gravenstone?
—Muy lista, su luminosidad.
Serilda se giró para ver a Giselle esperando en la entrada, lanzando un
cuchillo al aire y atrapándolo en una exhibición de arrogancia tan descarada
que le dieron ganas de reír.
En lugar de eso, luchó por cambiar su expresión a una de miedo
mientras se acercaba al borde de la fosa y salía sobre sus temblorosas
extremidades. A su espalda, podía oír las insistentes preguntas y los
comentarios de la princesa, pero intentó ignorarla, a ella y a Gild. No
podían verla. No podían ver a los oscuros. No podían ayudarla.
Ahora estaba sola.
—Por favor —dijo, levantando las manos en una súplica—, no me
hagas daño.
—¿Por qué no debería? —Atrapando el cuchillo, Giselle señaló a Gild
con él mientras salía con la princesa de la fosa—. Has despojado a mi rey
de una de sus posesiones más valoradas.
—Sí, bueno. —Serilda le dedicó una sonrisa—. No será lo último que le
arrebataré esta noche.
Giselle frunció el ceño.
Serilda corrió hacia el pasillo.
El cuchillo voló tras ella y repiqueteó contra la pared. Serilda exhaló,
agradeciendo que su suposición fuera correcta. Si Giselle hubiera sido
buena con el cuchillo, si hubiera sido una cazadora, no la habrían dejado
atrás para que se ocupara de los animales.
Atravesó el enorme comedor y una sala de juegos, y después entró en el
gran salón. Rodeó la enorme chimenea. El guiverno rubinrot seguía colgado
sobre la repisa, tan inquietantemente realista como siempre, inmóvil
después de tantos años. Sus ojos rasgados parecían seguirla mientras
buscaba la flecha incrustada en su costado.
Sus dedos se cerraron alrededor del astil y, con un gruñido decidido, tiró
de ella. La punta negra de la flecha emergió, junto con un trozo de carne y
de brillantes escamas. Su fuerza la envió volando hacia atrás, y Serilda
aterrizó sobre su trasero, jadeando mientras miraba, boquiabierta, a la
enorme bestia.
Giselle corrió tras ella con una mueca en el rostro.
—Por qué no dejas de correr, pequeña mort…
Se detuvo cuando el guiverno giró la cabeza en su dirección. Sus
rasgados ojos verdes parpadearon. Una vez. Dos veces. Una lengua bífida
apareció entre unas horribles fauces bordeadas de dientes que eran como
agujas.
Con un gruñido grave y vibrante, el guiverno tiró de un ala y luego de la
otra, arrancándolas de los clavos que las sujetaban a la pared del castillo. La
bestia se estremeció de dolor, pero eso no evitó que extendiera sus enormes
garras traseras hacia el suelo. Caminó hasta Giselle, que retrocedió
lentamente.
Serilda no recordaba haber visto nunca a un oscuro asustado. Asustado
de verdad.
Giselle levantó una mano, como si pudiera razonar con la criatura.
Como si pudiera domarla con un par de trozos grasientos de carne. Pero ni
siquiera tenía eso a mano para defenderse de la enorme bestia.
La adiestradora giró sobre sus talones. Comenzó a correr, justo cuando
el guiverno abría sus mandíbulas y expulsaba una oleada de fundente fuego.
Serilda gritó y retrocedió cuando un calor casi insoportable atravesó la
estancia.
Cuando el guiverno terminó, lo único que quedaba de Giselle era una
marca negra en la pared de piedra y un tapiz convertido en cenizas y humo.
Serilda estaba boquiabierta. Parpadeó una vez, dos veces, tres veces,
antes de conseguir hablar.
—¡La has matado! ¡Has matado a un demonio! No sabía que podían…,
que eran…
Se detuvo cuando el guiverno se giró para mirarla. Se acercó sobre sus
patas pesadas y garrudas. Gotas de aceitosa sangre manaban de su herida
sobre las alfombras.
Serilda se estremeció mientras levantaba la flecha negra, todavía
cubierta por la sangre del guiverno.
—¿Tyrr? Me llamo Serilda. Soy una ahijada de Wyrdith. No soy tu
enemiga. Yo te he liberado.
Detrás del guiverno, vio a Gild y a su hermana moviéndose a través del
castillo… Aunque ellos veían un castillo muy distinto al que estaba viendo
ella. Uno que llevaba mucho tiempo abandonado, que se había deteriorado
con el devenir de los siglos.
Tragó saliva, deseando que Gild pudiera verla. Deseando que él supiera
que ella estaba allí.
Pero ahora estaban separados, y lo estarían hasta que el sol se pusiera.
¿Cuánto faltaba?
Miró de nuevo los aterradores ojos de Tyrr y decidió que era una buena
señal que el dios no la hubiera abrasado todavía como a un cerdo asado.
El guiverno resopló y una oleada de calor le escaldó la piel. El animal
ensanchó las fosas nasales. Entornó los ojos.
Serilda tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando con
odio no a ella, sino la flecha que tenía en la mano.
—Oh… ¡Esto no es mío! —le aseguró—. Yo nunca… Uhm. Mira. —
Rompió la flecha sobre su rodilla y lanzó los fragmentos a la chimenea—.
¿Mejor?
En los pasillos, un estruendo de pasos hizo temblar las paredes. El
repiqueteo de las armas.
—Vienen los oscuros. Por favor…, necesito tu ayuda.
La bestia se acercó tanto que Serilda pudo ver su propio reflejo en el
tenue brillo de sus ojos. Y también vio una profunda sabiduría en esas
pupilas estrechas. Una magia antigua, extraordinariamente poderosa.
Tyrr. El dios de la arquería. El dios de la guerra.
—Por favor —exhaló, estremeciéndose—. ¿Me ayudas?
La bestia rugió y la envolvió en una vaharada de aire hirviente.
Después bajó la cabeza hasta el suelo.
Serilda tardó un momento en darse cuenta de que la estaba animando a
subirse a su grupa.
—Yo… ¿Estás seguro? —le preguntó, poniéndose en pie con dificultad.
La bestia agitó la cabeza, pero no la tiró cuando se agarró a la hilera de
escamas de su lomo y subió para sentarse entre sus alas.
Serilda apenas había entendido qué estaba ocurriendo antes de que el
guiverno rubinrot se lanzara contra las puertas y atravesara el vestíbulo,
deteniendo a docenas de oscuros en seco.
Entonces comenzaron las llamas, lanzadas contra la multitud. Serilda
mantuvo la cabeza baja contra las escamas de Tyrr, temiendo que el calor le
ampollara la piel. Pero no duró mucho. Un segundo después, el guiverno
continuó avanzando por el vestíbulo hasta los peldaños del torreón del
castillo. La criatura estiró el cuello hacia el crepuscular cielo gris, y rugió
haciendo temblar las paredes de piedra que los rodeaban. Extendió las alas
y, con dos poderosos impulsos, alzó el vuelo.
Serilda se mordió la mejilla para contener un grito y bajó la cabeza
contra el musculoso lomo, agarrándose a las escamas tan fuerte como podía.
Las nubes eran de un gris oscuro y, aunque no podía ver el sol, sabía que el
ocaso estaba cerca. Cuando el guiverno sobrevoló las murallas del castillo,
la chica vio a dos figuras corriendo por el puente levadizo.
Gild y su hermana.
—¡Allí! —dijo, señalando—. ¿Puedes aterrizar delante de esos
edificios?
Al principio, no pensó que el guiverno fuera a hacerle caso. Después, la
bestia se inclinó con fuerza.
Bajaron hacia la tierra. Serilda sintió el brillo del velo cayendo sobre el
mundo justo cuando aterrizaron delante de Gild y su hermana, con un golpe
seco y un movimiento de sus enormes alas.
Gild gritó y colocó el brazo ante la princesa para protegerla. Abrió los
ojos con sorpresa al ver a la enorme bestia dorada con el rubí en la frente…
y a Serilda montada en su grupa.
Ella sonrió, aunque le temblaba todo el cuerpo y no conseguía soltar las
escamas del guiverno.
—No hemos conseguido ayudar a Solvilde ni a Huida —dijo, jadeando
—, pero hemos liberado al dios de la guerra.
Capítulo 45

Las calles de Adalheid estaban oscuras, los postigos de las ventanas


cerrados; ni una vela o antorcha podía verse bajo el cielo cubierto de nubes.
Pero Serilda todavía temía que algún ciudadano decidiera apartar las
cortinas y mirar al exterior para ver si la cacería salvaje estaba pasando, y
no quería que vieran a Tyrr. Los oscuros ya daban miedo suficiente. La
gente de Adalheid no necesitaba empezar a tener también pesadillas con
guivernos.
Se retiraron más allá de las puertas y encontraron una seguridad relativa
en el cementerio que se extendía sobre las colinas al norte de la ciudad.
—Manteneos alerta —dijo Serilda, que ya había recuperado el aliento
—. El velo ha caído y puede haber criaturas crueles en los cementerios. —
Se estremeció, pensando en cuando el cadáver de su padre había despertado
como un nachzehrer.
En respuesta, la princesa empezó a reírse.
Gild y Serilda la miraron con el ceño fruncido, y ella se detuvo
abruptamente, como si le sorprendiera que ellos no se rieran también. Les
devolvió la mirada con fuerza.
—Yo soy una criatura cruel —dijo—. El cementerio debería temerme a
mí.
Serilda no pudo evitar la sonrisa que reptó sobre sus labios. Aunque
tuviera trescientos años, era imposible no pensar que aquella niña estaba
jugando a los guerreros.
Pero sabía que eso no era justo para ella. Había conseguido el apoyo de
un sinfín de monstruos y se había enfrentado a Perchta y a los oscuros.
Había luchado valientemente.
—Yo haré guardia —gruñó una voz gutural.
Serilda se sobresaltó y se giró para descubrir que estaba cara a cara no
con un guiverno, sino con un humano. Era más bajito que ella, pero fornido
y musculoso, con una trenza de largo cabello castaño sobre un hombro,
labios gruesos y unos penetrantes ojos verdes. Lo más sorprendente de todo
era el rubí tallado que brillaba en el centro de su frente, marcando la
división entre su rostro y su cuerpo: la mitad estaba cubierto de escamas
como las de los lagartos; la otra mitad, de una brillante piel ámbar.
Tyrr no se movió mientras lo miraban boquiabiertos, como si estuviera
acostumbrado a que su repentina apariencia dejara sin habla a los humanos.
—Gra… Gracias —tartamudeó Serilda—. Eso nos vendría muy bien.
Con una lenta inclinación de cabeza, Tyrr recogió una rama que había
caído de un roble cercano y la rompió sobre su rodilla antes de descartar el
extremo menos afilado. Se acercó a una lápida cubierta de musgo y, con una
sencilla elegancia, se subió encima. Se quedó allí agazapado, agarrando su
lanza improvisada, inmóvil como una gárgola.
Serilda se aclaró la garganta. A pesar de todas las veces que se había
imaginado conociendo a los dioses desde que Gild y ella habían trazado su
plan, nunca había pensado que se pondría nerviosa con uno cerca.
—No puedo ir así vestida —dijo la princesa, pellizcando con desagrado
el camisón que llevaba—. Quiero mi armadura.
—Tu armadura está en Gravenstone —contestó Serilda—. Por ahora,
tendrás que conformarte con eso, hasta que te encontremos otra cosa.
—Toma —le dijo Gild, desabrochándose el jubón que llevaba cuando lo
habían maldecido. Debajo tenía la misma camisa de lino que usaba siempre,
pero mucho más limpia y de aspecto más nuevo. Le entregó el jubón de piel
a la niña, que lo miró con recelo—. Te estará grande, pero es lo mejor que
tenemos por ahora.
La princesa resopló, pero se lo puso sobre el camisón.
—Esto está un poco mejor —admitió, con una mueca—. Pero ¿y mis
armas? ¿Y mi telar?
—¿Tu telar? —le preguntó Gild.
—Para mis tapices —replicó ella, como si fuera obvio.
—Por los grandes dioses —murmuró Serilda—. ¡Hemos roto tu
maldición! Te hemos liberado de Gravenstone, como dijimos que haríamos.
Lo estamos haciendo lo mejor que podemos.
La niña levantó la barbilla y miró a Serilda y después a Gild. Al final,
dijo:
—Sí, vale. Os estoy agradecida. —No sonaba agradecida—. Y me gusta
que hayas traído a un dios. Nunca había visto a un guiverno. —Asintió
hacia Tyrr con aprobación.
El aludido levantó una ceja, pero no dijo nada.
—Quizá deberíamos presentarnos —dijo Serilda, percatándose de que
Gild no dejaba de mirar, incómodo, a la princesa, antes de apartar los ojos y
volver a mirarla.
—Sé quiénes sois —contestó la princesa.
Los ojos de Gild se llenaron de sorpresa.
—¿Sí?
—Bastante. Vuestras caras llevan siglos apareciendo en mis tapices. —
Señaló a Serilda—. Ahijada de Wyrdith y esposa del Erlking. —A Gild—.
Hilador de oro. Bendecido por Huida, como yo. —Después a Tyrr—. El
dios de la guerra. Obviamente.
Gild y Serilda intercambiaron una mirada.
—Sí, bueno —dijo Serilda—. Es un poco más complicado que eso.
La niña le echó a Serilda una mirada significativa.
—Pareces de esas a las que les gusta complicar las cosas.
—No, no es eso lo que… —resopló—. Gild, ¿por qué no empiezas tú?
—Le dio un codazo en el costado.
—Yo… Sí. Me llamo Gild. —Levantó los hombros, nervioso, hasta sus
orejas.
La princesa lo miró, esperando.
Gild miró a Serilda, como si le suplicara ayuda, pero ella solo asintió,
animándolo a continuar.
—Y soy… —comenzó, despacio— el príncipe de Adalheid.
Los ojos astutos de la princesa no abandonaron los de él.
—¿Debería hacerte una reverencia?
—No. No, no. —Se aclaró la garganta—. ¿Sabes quién eres tú?
La niña se irguió, consiguiendo de algún modo que el jubón que llevaba
sobre su camisón de lino pareciera casi respetable.
—Soy Erlenkónigin.
Serilda dejó escapar una carcajada sorprendida.
—¿La reina de los alisos?
La princesa sonrió levemente.
—Puedes llamarme Erlen, para abreviar.
—Erlen —repitió Gild—. Me gusta.
—No te he pedido tu opinión.
La sonrisa de Gild se amplió.
—Me caes bien.
La niña resopló.
—A mí me pareces un bufón real disfrazado de héroe.
Sobre ellos, Tyrr se rio.
Gild le echó una mirada ofendida, y el dios volvió a tallar su rostro en
piedra, fingiendo que buscaba potenciales amenazas en el cementerio.
Suspirando, Gild buscó la cadena que llevaba alrededor del cuello. Unos
meses antes había colocado su medallón en su cuerpo mortal. En ese
momento, se quitó la cadena por la cabeza.
—De acuerdo. Pero antes de que fueras la reina de Gravenstone, fuiste
la princesa de Adalheid. —Abrió el medallón, revelando el retrato de la
niña del interior.
Erlen se lo quitó y lo inspeccionó; lo ladeó hacia un lado y después
hacia el otro.
—¿Cuándo pintaron esto?
—Antes de que el Erlking te secuestrara —le dijo Gild—. Antes de que
nos hechizaran a ambos. De que me robaran los recuerdos de mi vida.
—Es parte de la maldición de tu familia —le explicó Serilda—. El
Erlking eliminó los recuerdos que todo el mundo tenía de la familia real de
Adalheid. ¿Tú tienes algún recuerdo? De antes de estar en Gravenstone,
quiero decir.
La princesa miró fijamente el retrato.
—No muchos. Recuerdo un castillo. Jardines. Haber aprendido a tejer…
—Levantó la mirada—. ¿Debería acordarme de ti?
—Nadie lo hace. Resulta que soy increíblemente poco memorable —
dijo Gild, intentando cubrir su tristeza con una pizca de humor.
Nadie se rio.
El joven hizo una mueca y alargó la mano para recuperar el medallón.
Pero ella lo apartó, escondiéndolo en su puño. El anillo de oro de su dedo
brilló bajo la luz de la luna.
—Ese anillo —dijo Gild—. Es el sello de nuestra familia.
Erlen ladeó la mano, mirando el símbolo grabado del tatzelwurm
alrededor de la R mayúscula.
—He tenido este anillo desde que puedo recordar. Una vez lo perdí. Me
lo quité mientras tejía porque no dejaba de enredarse en el telar. Eso fue
hace años.
—Gerdrut lo encontró en la sala de los tapices —le contó Serilda—.
Gild tiene un anillo igual.
Tragando saliva con dificultad, Gild levantó la mano para enseñarle su
propio sello real.
Erlen entornó los ojos.
—¿Princesa de Adalheid?
Él asintió.
—Y… también… mi hermana.
Se miraron el uno al otro un largo momento. Los ojos de Gild estaban
llenos de preocupación y esperanza, y los de Erlen estaban llenos de…
duda, sobre todo.
Pero también de un poco de comprensión.
Al final, la niña apartó la mirada y miró de nuevo el retrato. Cerró el
medallón.
—Esta niña parece una bonita muñeca de porcelana. Esa no soy yo. Ya
no.
Le devolvió el medallón a Gild, que lo aceptó con una sonrisa.
—No. Esa niña nunca habría organizado a un puñado de monstruos para
que le tendieran una trampa al Erlking.
Erlen gruñó.
—Trampa que tú arruinaste.
—Sin pretenderlo. —Negó con la cabeza; su expresión dio paso al
asombro que había estado conteniendo desde la primera vez que habían
visto a Erlen en la rotonda lunar—. Creí que estabas muerta. Creí que el
Erlking te había matado hace muchos años.
—Por favor —dijo Erlen—. Solo me dejó para que me pudriera en ese
castillo suyo. Pero le salió el tiro por la culata, ¿no? Me subestimó. Me dejó
como prisionera, pero me convertí en reina. Tardé menos de un año en
ganarme el respeto y la lealtad de los monstruos que había dejado allí.
Resultó que los oscuros no eran mucho más agradables con ellos que con
los humanos, así que me fue fácil hacerme con su confianza. —Sonrió con
travesura, pero esta se desvaneció rápidamente—. No obstante, supongo
que ahora soy la reina de nada. Estos últimos meses han sido los peores de
todos mis años de cautiverio. Tener que esconderme mientras los oscuros
actuaban como si el castillo fuera suyo… Y ahora ni siquiera tengo ya a mis
monstruos. Eran mi familia, mis amigos, pero huyeron después de la batalla
y nunca volvieron, y yo… les fallé. Confiaban en mí y les fallé.
—No le fallaste a nadie —dijo Serilda—. Fuiste valiente al enfrentarte a
los oscuros. Son un enemigo imposible.
—No. No es imposible —replicó Erlen—. Yo los he visto derrotados.
Lanzados de nuevo a las fosas del Verloren. Creí que nosotros… que yo…
Creí que quizá podría ser yo quien lo hiciera. Quien nos salvara a todos.
Erlen apartó la mirada y, por primera vez, Serilda vio que todavía tenía
el corazón de una niña en su interior. De una niña que estaba haciendo las
cosas lo mejor que podía.
—¿A qué te refieres? ¿Los has visto? —le preguntó Gild.
Ella le echó una mirada desconcertada.
—En mis tapices, por supuesto.
Gild frunció el ceño.
—Él no los ha visto —le explicó Serilda—. Estuvo encerrado en las
mazmorras todo el tiempo que pasamos en Gravenstone.
—No —dijo Gild, chasqueando los dedos—. Vi uno. En el gran salón.
Ese tan desagradable en el que se están comiendo vivos al Erlking y a
Perchta en el Verloren.
Erlen se animó.
—Es sin duda mi favorito. ¿Y ves? Si el tapiz los muestra en la tierra de
los perdidos, entonces hay un futuro posible en el que ya no están en el
reino mortal. —Se encogió de hombros—. Pero los tapices solo me enseñan
lo que es posible, no cómo conseguirlo.
Serilda tomó aire despacio, entendiéndolo por fin.
—Has dicho que Huida te bendijo —le dijo—. Ese es tu don. Tejes
tapices que muestran el futuro.
—Un futuro posible —le aclaró Erlen—. Los uso siempre que puedo.
Así fue como supe que los oscuros iban a regresar a Gravenstone; de lo
contrario, no nos hubiéramos preparado como lo hicimos. Mantenernos
escondidos durante semanas sin ser descubiertos no fue solo cuestión de
suerte.
Serilda sentía las piernas débiles de repente, y se derrumbó sobre el
escalón de un mausoleo.
—El tapiz de los siete dioses. —Levantó la mirada hacia Tyrr—.
Muestra que atrapará a los siete. Y… —Le temblaron los labios—. Y el que
muestra a Perchta con mi hijo en brazos…
—Es Perchta a veces —dijo Erlen—. Pero a veces eres tú. ¿Ves? El
futuro no está decidido todavía. Cuando el futuro sea permanente, el tapiz
tampoco se podrá cambiar. —Frunció el ceño—. En cuanto al que
representa a las siete bestias celestiales…, ese nunca ha cambiado. Me temo
que es inevitable.
—¡No! —exclamó Serilda. Señaló a Tyrr con la mano—. Hemos
rescatado a Tyrr, y el Erlking todavía no tiene a Wyrdith.
Erlen se encogió de hombros.
—No sabemos cuándo sucederá. Tejí ese tapiz hace más de doscientos
años, y nunca he sabido cuándo ocurrirá. Pero estoy segura de que lo hará.
Serilda examinó a la princesa, asombrada por su don.
—Hay un tapiz en Adalheid. Muestra una fiesta en el jardín, y estáis
vosotros y vuestros padres…, el rey y la reina.
Pero el rey y la reina están muertos. Representados como esqueletos. —
Hizo una mueca, deseando que hubiera un modo más amable de hablar de
ello—. ¿Crees que quizá lo tejiste tú?
Erlen palideció.
—Yo… No lo recuerdo. —Se tiró del puño de encaje del camisón—.
Pero podría ser, sí.
—Eso es horrible —murmuró Gild—. Debías de ser muy pequeña
cuando lo tejiste. ¿Crees que sabías qué significaba? Que era… inevitable.
Que asesinarían a nuestros padres y que nosotros estaríamos… así.
Erlen se encogió de hombros.
—Supongo que nunca lo sabremos.
Serilda apretó los labios.
¿Habría sabido Gild qué significaba? ¿Lo habrían sabido sus padres? ¿O
la joven princesa habría estado demasiado horrorizada como para
enseñárselo a ellos?
Eso explicaba por qué el tapiz parecía brillar en el lado mortal del velo.
Por qué no lo había destruido el veneno del basilisco. Estaba hecho con
magia. Era un tapiz creado con el don de un dios.
De repente, Tyrr se puso en pie sobre la lápida.
—¡Nachtkrapp!
Serilda contuvo un gemido, y se levantó buscando la espada de su
cadera, solo para recordar que la había perdido en el interior del castillo.
Una gran ave negra batió sus alas, volando hacia ellos.
Tyrr levantó el palo roto sobre un hombro, preparándose para lanzarlo.
—No es tan bueno como un arco —murmuró—, pero servirá.
—¡Espera! —gritó Erlen—. ¡No le hagas daño!
Tyrr dudó.
El nachtkrapp soltó un graznido estridente y bajó directo hasta los
brazos de la princesa.
—¡Helgard! —gritó—. ¡Estás bien!
Acarició con ternura las alas del pájaro.
Este graznó y presionó la cabeza afectuosamente contra la palma de la
princesa.
Entonces, de repente, el follaje del roble cercano comenzó a temblar.
Más criaturas emergieron, graznando y siseando.
Erlen soltó un grito de alegría mientras las criaturas la rodeaban.
—¡Udo! ¡Tilly! ¡Wendelina! ¡Estáis aquí!
Dejó al nachtkrapp sobre una lápida y abrió los brazos para recibir al
monstruo más cercano, un pequeño y desgreñado elfo de la madera.
Después acarició el pelaje de un feldgeist que habría parecido un gato
amarillo ordinario, de no ser por las chispas de energía que ocasionalmente
le recorrían la cola.
—Oh… ¡Pim! ¡Estás herido! —Erlen cayó de rodillas ante un pequeño
drude con un ala rota—. ¿Fue durante la pelea con los oscuros? Pobre
salchichita. Vamos a tener que volver a romper el hueso para que cure como
es debido.
El drude siseó y retrocedió.
—Lo sé, lo sé. No lo haremos ahora. Necesitaremos vendas antes, y
algo para entablillarlo. Pero habrá que hacerlo, y espero que seas valiente.
—Erlen —dijo Serilda—, ¿cómo te han encontrado?
—Son mis súbditos. Estamos conectados por el alma —contestó—.
Ellos siempre me encuentran.
Tyrr emitió un gutural ruido de duda.
—Seguramente estaban esperando en el bosque y la habrán olido
cuando ha salido del castillo.
Erlen le sacó la lengua.
—Lo que significa que los cazadores también nos encontrarán
fácilmente. —Serilda miró el cielo, donde las nubes habían cubierto
parcialmente la Luna del Cazador—. Ahora podrían estar de camino a
Adalheid.
—O a la caza de Wyrdith —dijo Gild.
Serilda apretó los labios. Si Erlen tenía razón y era inevitable que el
Erlking apresara a los siete dioses, ¿qué sentido tenía intentar encontrar a
Wyrdith primero? Parecía que el maléfico plan del Erlking no se podía
detener.
Pero todavía quedaba la cuestión del deseo. Wyrdith le debía un favor,
lo supiera o no.
Su destino no estaba sellado. Todavía podía reclamar su cuerpo y a su
hijo. Pero para eso tenía que encontrar a Wyrdith primero.
—Espera —dijo Serilda, ladeando la cabeza—. Tus tapices. Has dicho
que el futuro en el que el Erlking apresa a los siete dioses es inevitable, pero
¿y el futuro en el que el Erlking y Perchta son enviados de vuelta al
Verloren?
Erlen se dejó caer en mitad del sendero, permitiendo que los monstruos
se reunieran a su alrededor. No era muy distinto de cómo solían reunirse los
cinco niños alrededor de Serilda cuando les contaba historias.
—Supongo que no pasaste mucho tiempo examinando ese tapiz.
Serilda hizo una mueca.
—Me parecía bastante perturbador. Así que no. Supongo que no.
—¿Perturbador? —repitió la princesa—. Siempre he creído que era mi
mejor obra. Pero, si hubieras visto ambas representaciones, entonces sabrías
que cierta luz mostraba a Erlkönig y Perchta en el Verloren. Otra… los
mostraba en Gravenstone. No torturados por los monstruos, sino… siendo
servidos y atendidos. —Suspiró con tristeza—. Por humanos.
Serilda cerró los ojos, desanimada.
—Pero eso significa que todavía hay esperanza —dijo Gild, atrayendo
su atención de nuevo—. Hay un modo de expulsarlos al inframundo. Solo
tenemos que descubrir cuál es. Erlen, ¿tus tapices no muestran qué es lo que
provoca que un futuro ocurra, en lugar de otro?
Ella negó con la cabeza.
—No. Yo solo tejo, y el futuro es el que es.
Gild se rascó detrás de la oreja, pensando.
—¿Y si tejes el futuro que queremos? ¿Y si creas un tapiz que nos
muestre derrotando al Erlking?
Erlen resopló.
—No funciona así. He intentado un millar de veces tejer el futuro que
quiero. Mostrar mi maldición rota. A mí libre de Gravenstone. Los oscuros
enterrados bajo un montón enorme de estiércol de dragón. Pero no
funciona. Los hilos tejen lo que quieren tejer.
—Pero los hilos que usas son hilos normales, ¿no? —le preguntó Gild.
Erlen lo miró con recelo.
—Claro. Lo que podíamos encontrar en el castillo. Mis monstruos
deshicieron un montón de sábanas para mí. —Acarició con cariño la cabeza
de un alp que había a su lado.
—¿Alguna vez has trabajado con oro hilado?
Erlen detuvo los dedos.
—¿Te refieres… a tu oro?
—Exacto. Puede sonar absurdo, pero… Huida nos entregó a ambos
estos dones. ¿Y si…? ¿Y si estaban pensados para ser usados juntos? —
Gild continuó antes de que ella pudiera responder—. ¿Y si…? ¿Y si tejieras
un tapiz usando oro hilado? Se supone que es indestructible, así que quizá
eso también haga indestructible el futuro que tejas con él. ¿Y si pudieras
crear una imagen que nos muestre cómo derrotar a los oscuros? Sabemos
que es posible, ¿no? Solo tenemos que descubrir cómo.
Erlen comenzó a negar con la cabeza, pero dudó.
—Supongo que podría intentarlo. ¿Tienes oro que pueda usar?
—Aquí no —contestó Gild—. Necesitaré una rueca.
—Y yo necesitaré un telar.
—¿Cuánto tardaréis? —preguntó la voz ronca de Tyrr—. En tejer ese
tapiz.
—Días, si no semanas —contestó Erlen—. Depende de lo grande que
sea. Las obras grandes suelen tener más detalles, y los detalles dan más
información.
—Pero la cacería salvaje ya cabalga buscando a Wyrdith —dijo el dios
—. Buscándome a mí, cuando Erlkönig descubra que me he escapado.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Gild—. No tenemos
ningún modo de luchar contra ellos. Son inmortales.
—A mí me parece —dijo Tyrr— que ya te enfrentaste a Perchta una vez
y ganaste. —Se cruzó sus gruesos brazos sobre el pecho—. No te recuerdo,
joven príncipe, pero recuerdo la flecha que atravesó el corazón de Perchta,
que la ancló al velo hasta que Velos pudo reclamarla. Fue un tiro muy
bueno.
—Eh… Gracias —dijo Gild—. ¿Tuviste algo que ver con ello?
Tyrr sonrió.
—Solo fue una pequeña ayuda.
Gild se enfurruñó.
—Creía que el mérito había sido solo mío.
—No fue la precisión de tu flecha lo que derrotó a la cazadora —le dijo
Tyrr—. Si cualquier flecha pudiera apresar tan fácilmente a un oscuro, no
serían tan formidables. Así que me pregunto qué tenía de especial aquella
flecha.
Serilda contuvo el aliento.
—¡Oro! ¡Era una flecha de oro!
Gild la miró, parpadeando.
—¿Lo era?
—Sí. O, al menos, una flecha con la punta de oro. Como las flechas que
el Erlking usó para apresar nuestros espíritus, y para apresar a los dioses.
Sus flechas también deben de estar creadas con el oro de un dios. Apostaría
cualquier cosa a que las flechas que usa fueron tuyas en el pasado.
Seguramente te las robó después de maldecirte.
Gild comenzó a caminar.
—Entonces…, si tuviéramos cientos de flechas doradas, ¿podríamos
disparar a todos los oscuros y enviarlos de vuelta al Verloren?
—En teoría, sí. Si Velos fuera libre para llevárselos de nuevo.
—Son un montón de condicionantes —dijo Erlen.
—Pero no es imposible, ¿verdad? —replicó Serilda.
Gild exhaló un largo suspiro.
—Hilo para un tapiz, oro para las flechas… Llevará tiempo. ¿Dónde
encontramos una rueca?
—En Adalheid —contestó Serilda—. Ahora sois mortales. La gente te
recibirá con los brazos abiertos… Vergoldetgeist en persona. Además, ya
hay mucho oro hilado en la ciudad gracias a todos los regalos que les diste
durante años. Quizá puedas usar algunos de ellos.
—Pero, si es indestructible —musitó Erlen—, ¿cómo lo convertirás en
cabezas de flecha?
—Gild puede darle la forma que quiera. ¿Verdad, Gild?
Él asintió.
—Es fácil. Pero…, Serilda —alzó la mirada hasta las nubes, atravesadas
por el tenue halo de la luna llena—, cuando el velo caiga…
No tuvo que terminar. Mientras Serilda no tuviera un cuerpo mortal,
estarían separados.
Es decir, a menos que el Erlking consiguiera que los dioses destruyeran
el velo, pero eso provocaría más problemas de los que quería sopesar.
—No me quedaré con vosotros —le dijo—. Erlen y tú iréis a Adalheid,
y yo intentaré encontrar a Wyrdith.
—No es la Luna Eterna —apuntó Gild—. ¿Y si Wyrdith no puede
concederte tu deseo y devolverte tu cuerpo?
Serilda se encogió de hombros.
—El bebé nacerá pronto. Si espero hasta el solsticio de invierno, quizá
sea demasiado tarde.
Gild se pasó una mano por el cabello, frustrado.
—No puedes ir sola. La cacería salvaje seguramente está ya buscando a
Wyrdith.
Serilda tragó saliva y miró a Tyrr.
—Bueno —dijo, despacio—, esperaba no ir totalmente sola.
—Wyrdith vive una vida nómada —dijo Tyrr—. Podría ser difícil de
encontrar.
—Lo sé —contestó Serilda—. Pero sé que hubo una época en la que
vivía en los acantilados de basalto, al norte. Puede que me equivoque, pero
creo que podría seguir allí.
Tyrr la miró un largo momento.
—Los acantilados no están lejos. Podríamos estar allí antes de la
medianoche.
La atravesó una oleada cálida.
—¿De verdad? ¿Vendrás conmigo?
—Te llevaré a los acantilados —dijo Tyrr. Sonrió ávidamente,
mostrando sus dientes—. Y, si nos topamos con los cazadores, aprovecharé
la oportunidad para devolverle a Erlkönig el favor y atravesarle la carne con
una flecha.
Capítulo 46

Serilda no sabía si estaba más aterrada o eufórica. El viento que le azotaba


la cara sabía a sal, así que el océano no estaba lejos. La capa escarlata se
hinchaba a su alrededor, golpeándole la espalda, y mientras tanto, muy
abajo, el mundo estaba pintado con franjas burdeos y ocres: el último
estallido de brillantes colores del bosque antes de la llegada del invierno,
que lo cubriría todo de gris y blanco. La moteada luz de la luna iluminaba la
tierra en parches plateados y, de vez en cuando, se veían las titilantes luces
de las antorchas de una aldea a lo largo de un río negro y serpenteante.
Buscó en la tierra rastros de la cacería, pero todo estaba sereno e
inmóvil.
Deseó sentirse consolada por ello.
Aquella era la última luna llena antes del solsticio de invierno. Aquella
era la noche en la que el Erlking cazaría a Wyrdith.
Se zambulleron en una nube, y Serilda no vio nada más que volutas
grises. El frío le mordisqueó los dedos al acercarse al norte y le dificultó
agarrarse a las escamas del lomo de Tyrr.
Bajó la cara mientras el viento le azotaba las mejillas y la escarcha se
reunía en las puntas de sus trenzas.
Tyrr viró bruscamente al oeste. Se lanzaron bajo la capa de nubes, y
Serilda contuvo el aliento, sorprendida, al ver un abismo negro bajo sus
pies.
El océano.
Las olas parecían salpicadas de plata y blanco cuando rompían contra
las irregulares rocas, que estaban muy muy abajo.
—¡Allí! —gritó—. ¡Aterriza allí!
La tenue luz de la luna definía la abrupta línea negra de los acantilados
de basalto, como columnas gigantes desplomándose hacia el océano. Eran
más grandes de lo que había imaginado, y no pudo evitar tener un mal
presentimiento, una sensación de desamparo. ¿De verdad estaría Wyrdith
allí, en aquel lugar frío y poco hospitalario? Los acantilados se extendían
durante kilómetros y kilómetros. ¿Cómo conseguiría encontrarlo?
—¡Allí! —dijo, señalando una estrecha meseta. Tyrr aplanó las alas y
descendió. A Serilda se le subió el estómago a la garganta y se agarró más
fuerte.
Un silbido llegó hasta ellos desde abajo.
Serilda oyó un ruido sordo y algo golpeó al guiverno. Tyrr siseó y se
sacudió, inclinándose tan inesperadamente que ella gritó y apenas consiguió
sujetarse. Mientras el guiverno recuperaba el control, la chica atisbo la
pluma negra de una flecha sobresaliendo tras uno de los hombros de la
bestia.
Con los ojos muy abiertos, miró a su alrededor, buscando a los
cazadores, pero estaba demasiado oscuro.
Otro silbido.
Otra herida.
—¡Tyrr! —gritó mientras el guiverno viraba bruscamente de nuevo. De
repente estaban cayendo. La bestia giraba a través del aire. Serilda terminó
bocabajo, después se elevó y sus dedos se soltaron del escamoso lomo del
dios sin que pudiera evitarlo.
Gritó, agitando los brazos mientras el viento azotaba su capa a su
alrededor y caía de cabeza.
Entonces el guiverno reapareció. Clavó las garras en su capa. La rodeó
con sus alas.
Golpearon el suelo con tanta fuerza que le sacó el aire de los pulmones.
Sus cuerpos rodaron juntos sobre las rocas de la meseta y Serilda sintió
cada arañazo, cada trastazo, cada golpe brutal contra el implacable terreno.
Cuando se detuvieron, se descubrió tumbada junto a Tyrr en su forma
humana: no eran sus alas, sino sus brazos los que la rodeaban.
—Tyrr —gruñó, intentando respirar mientras se ponía de rodillas. Vio
las flechas. Una se había quebrado en la caída, y solo su astil roto seguía
clavado en el hombro del dios. La otra flecha estaba intacta en su muslo—.
¡Tyrr! ¿Estás bien?
—Lo estaré —gimió él, sentándose y mirando a su alrededor—. Pero
los cazadores están cerca.
—Lo siento —jadeó Serilda—. ¡No debí pedirte que me trajeras aquí!
—Tomé mi decisión —dijo Tyrr en su tono bronco. Agarró la flecha de
su pierna y se la arrancó de la carne. No era de oro, descubrió Serilda, lo
que explicaba que Tyrr no se hubiera quedado atrapado en su forma de
guiverno. Puede que el Erlking se estuviera quedando por fin sin flechas
mágicas.
La chica hizo una mueca y se cubrió la boca con ambas manos cuando
la sangre manó sobre el terreno rocoso.
—Eres inmortal. ¿Por qué sangran los dioses, si los oscuros no lo
hacen?
—Nosotros somos de carne y hueso —dijo Tyrr—. Ellos no están
hechos más que de oscuridad.
Tyrr se puso en pie, tambaleándose, y tiró de Serilda a su lado. Le
colocó sus enormes manos sobre los hombros y la miró a los ojos.
—Encuentra a Wyrdith. Adviértele que la cacería viene de camino. Yo
alejaré a los oscuros y los mantendré ocupados hasta que el velo caiga. —
Tyrr le mostró una sonrisa arrogante—. Ten cuidado, ahijada de Wyrdith.
Con una floritura y una flecha rota todavía clavada en su hombro, Tyrr
se transformó de nuevo en el gigantesco guiverno rubinrot. Corrió hacia el
borde de la meseta y saltó, planeando sobre las olas del océano. La luz de la
luna se reflejaba en sus escamas mientras subía en una espiral, intentando
que los cazadores lo vieran. El dios de la guerra giró de nuevo hacia la
tierra y se elevó, desapareciendo en el cielo nocturno.
Serilda se estremeció; se ciñó la capa y miró a su alrededor. Durante un
largo momento no pudo moverse, paralizada por el miedo y el frío y la
horrible sensación de que los cazadores caerían sobre ella en cualquier
momento. El Erlking debía de estar cerca, si había golpeado a Tyrr, y aun
así no oía el aullido de los sabuesos ni los cascos de los caballos ni el
espeluznante bramido del cuerno.
La noche estaba inquietantemente silenciosa. Solo se oían las olas
rompiendo muy abajo.
Le temblaban las piernas, después del vuelo y de la caída, pero se
dirigió al acantilado de todos modos.
Sus límites parecían haber sido tallados con un cuchillo; el acantilado
caía en picado hacia las crestas blancas del oleaje, y solo algún saliente
ocasional rompía su abrupta pared. Serilda se sentía como si estuviera de
pie en el borde del mundo.
—¿Wyrdith? —llamó. Pero su voz sonó débil, y el viento le robó el
nombre tan pronto como abandonó su boca.
Una vez más buscó indicios de los cazadores. La meseta era lo bastante
amplia como para verlos acercarse, pero allí sería vulnerable, pues no había
ningún sitio en el que esconderse.
Miró sobre el borde de nuevo, examinando el despeñadero. No vio nada
que pudiera ser un refugio o un hogar. Ningún sitio donde un dios pudiera
tener su morada.
¿Cómo se encontraba a un dios, si ese dios no deseaba ser encontrado?
Una nube pasó por delante de la Luna del Cazador, sumiendo al mundo
en la oscuridad.
Entonces vio un destello dorado.
Entornó los párpados. El viento hacía que le escocieran los ojos y se los
frotó con las palmas, justo cuando la luz de la luna se derramaba de nuevo
sobre los acantilados.
Estaba mirando una larga pluma dorada atrapada debajo de una roca
suelta en un saliente; el viento implacable la agitaba.
Serilda se apoyó en sus manos y sus rodillas. Era una buena caída, pero
había un saliente lo bastante ancho como para permitir el paso y algunas
zonas irregulares que podría usar para sujetarse.
—¿Wyrdith? —llamó de nuevo—. ¿Puedes oírme?
Solo el viento respondió.
Comprobó el cierre de su capa, deslizó una pierna sobre el saliente y se
giró con torpeza sobre su vientre antes de bajar también la otra. Tanteó las
rocas con los pies hasta que encontró un sitio donde apoyarse. Inhaló
profundamente y descendió hasta que apenas estuvo agarrada al borde del
acantilado. Ya le temblaban los brazos por el esfuerzo, pero consiguió
encontrar una pequeña grieta en la que meter los dedos de la mano
izquierda. Bajó paso a paso, y casi consiguió llegar hasta la pluma antes de
que el pequeño saliente se rompiera bajo su peso.
Serilda gritó y cayó, arañándose las manos contra el muro.
Aterrizó en un montículo.
Con un gemido, levantó las manos. Tenía las palmas rasguñadas y
ensangrentadas, pero no se había roto ningún hueso.
Miró el borde de la meseta y se dio cuenta, con pesadumbre, de que no
podría volver a subir. Entonces miró el océano y se estremeció. Lo último
que quería era descender por aquel acantilado, porque, aunque consiguiera
llegar hasta abajo, las olas la lanzarían contra las rocas, pues no había costa
a la vista.
Después de quitarse las esquirlas de roca de las palmas, se acercó a la
pluma. ¿Cuánto podría durar una cosa tan delicada allí, bombardeada por el
viento del océano? ¿Un día? ¿Una estación? ¿Una década?
No tenía modo de saberlo, pero, cuando se hizo con la pluma, estuvo
segura de una cosa.
Era de Wyrdith. La gran rapaz dorada.
La hizo girar entre sus dedos. Una sutil bruma luminosa se reflejó en el
negro puro de la pared.
Serilda frunció el ceño. Giró la pluma de nuevo, observando el reflejo
de su luz, casi imperceptible en la superficie.
Brillo… Destello… Nada.
Había un vacío, una abertura, solo un poco más allá, por el saliente.
Se puso en pie, inestable, e hizo una mueca cuando le dolió el tobillo,
aunque no tanto como para no poder caminar. Avanzó por el saliente hasta
que llegó a la amplia boca de una oscura cueva.
Serilda entró. El brillo de la pluma hacía poco por ahuyentar las
sombras, así que tuvo que tantear las paredes de roca, húmedas y
resbaladizas.
Tropezó con algo. Se volcó con un estrépito, y Serilda gritó,
sobresaltada.
—Perdón, lo siento —murmuró, buscando a tiendas lo que se había
caído. Sus dedos se detuvieron sobre una vela alargada. Tanteó un poco más
y encontró un candelabro de piedra tallada y, por último, pedernal y acero.
La esperanza atravesó sus venas cuando encendió la vela. La llama
crepitó y chisporroteó; el aire húmedo no quería que prendiera. Al final, la
vela ardió con la suficiente estabilidad como para que Serilda la elevara y
examinara lo que la rodeaba.
En la entrada de la cueva no había nada más que una pequeña mesa que
había volcado, una caja de velas y dos faroles.
Y justo más allá había una pesada cortina negra que cruzaba una zona
en la que la cueva se estrechaba. Para evitar el frío y, quizá, para que no
escapara la luz, si alguien no quería ser encontrado.
Conteniendo el aliento, Serilda apartó la cortina.
Capítulo 47

La cueva estaba igualmente oscura y fría al otro lado de la cortina. Serilda


encontró un candelabro y encendió sus siete velas, iluminando la caverna
con su luz tranquilizadora. El espacio era más pequeño que el hogar que
había compartido con su padre junto al molino. En un escritorio junto a la
pared había plumas doradas, pergamino y tarros de tinta roja e índigo,
además de un pisapapeles de cristal soplado y enormes caracolas marinas,
una escultura de mármol de una mujer alada, un collar de enormes cuentas
de madera, un atlas de bolsillo que parecía estar soltándose del lomo y un
gorrito de bebé de suave lana gris.
Detrás del escritorio, había un catre abarrotado de mantas de pelo y
gruesas colchas.
En la pared opuesta había estantes toscos, con el centro abombado por
el peso de demasiado libros. Algunos tomos tenían la cubierta de piel y las
páginas doradas, otros eran poco más que fardos de papeles desordenados.
Había manojos de rollos amarillentos. Periódicos y cuadernos. Acercó la
vela a los lomos descoloridos para leer los títulos. Había textos académicos
de historia junto a fábulas y cuentos de hadas.
Las paredes eran tan eclécticas como los estantes. Una pintura al óleo de
una pequeña choza con una noria estaba colgada junto a un mapa de
Ottelien. Dos tapices en los que se representaba a los animales de la tierra y
el mar compartían el espacio con una serie de esbozos a carboncillo que
capturaban a un grupo de ancianos pescadores durante todo el día:
preparando sus redes, llevando a casa el botín de la jornada, relajándose
junto a una chimenea con jarras de cerveza.
Todo esto hacía que el espacio fuera cómodo. Acogedor, incluso.
Pero había un frío en el aire que le caló los huesos a Serilda, así como
un olor almizcleño que sugería que la estancia no se había ventilado en
algún tiempo.
Parecía que alguien había vivido allí, pero no recientemente.
Wyrdith no estaba allí.
Serilda pensó en la última historia que les había contado a los niños, en
la que Wyrdith se había marchado para vivir entre los mortales.
Y sabía que, casi diecinueve años antes, durante la Luna Eterna,
Wyrdith había estado cerca de Märchenfeld, porque su padre había
encontrado a la rapaz herida y escondida detrás del molino.
Sus esperanzas se disiparon. Wyrdith no estaba allí. Había abandonado
los acantilados hacía mucho.
Solo le quedaba un consuelo. Esta vez, al menos, su historia no
propiciaría que los cazadores consiguieran a otro dios.
Arrastró un dedo sobre la colección de rarezas del escritorio. No se
había dado cuenta hasta aquel momento de cuánto había deseado conocer a
Wyrdith, la deidad que le había otorgado su don. Que la había maldecido.
¿Y para qué? Su padre le había ayudado, y lo único que había deseado a
cambio era un niño sano. ¿Por qué le había otorgado aquellas ruedas en los
ojos, aquella lengua traicionera? ¿Por qué le había llenado el corazón de
historias, tanto ciertas como falsas?
Un trozo de papel llamó su atención; sobresalía de un montón de notas
escritas con la caligrafía más diminuta y meticulosa. Serilda apartó los
montones y extrajo un pequeño códice, encuadernado a mano con hilo
negro.
El trabajador Stiltskin y el príncipe del norte.
Recordaba aquel título de la antología de cuentos de hadas que Leyna le
había regalado. A Gild le había gustado, pero ella no lo había leído.
Recordó que Leyna le había contado que el libro era muy popular en la
biblioteca, pues lo había escrito una famosa erudita de Verene. ¿Qué decía
el prólogo? Algo acerca de que la autora había viajado por todo el país,
reuniendo historias populares mezcladas con la historia local…
Serilda suavizó una arruga en la portada y lo abrió. Aquella no era una
copia terminada, publicada. Había notas en todas las páginas. Palabras
tachadas y cambiadas, párrafos enteros marcados para ser reordenados.
Contuvo el aliento. ¿Era posible que aquella erudita de Verene fuera
Wyrdith?
—Pues claro —murmuró Serilda. Era el dios de las historias… ¿Qué
otra cosa podría estar haciendo?
Era tonta. Allí estaba, en el extremo norte de Tulvask, esperando
encontrar a una deidad escondida en una cueva oscura y fría, cuando
seguramente estaría en un apartamento de la Universidad de Verene,
pasando el tiempo en las tabernas y en los salones de la nobleza,
recopilando historias y contando las suyas propias.
Comenzó a reírse, sintiéndose como si el dios embaucador la hubiera
engañado de nuevo.
—¿Qué te divierte tanto? —le preguntó una voz cantarína.
Serilda gritó y retrocedió de un salto, tirando la vela al suelo. Se
extinguió de inmediato, pero el candelabro de la esquina iluminó la figura
asombrosamente alta que sostenía la cortina.
Entró en la estancia, dejando caer la tela. Serilda contuvo el aliento, sin
palabras. Tenía la piel clara y rosada y un cabello negro y corto que parecía
casi púrpura a la luz. Y… sus ojos. Vigilantes y curiosos, con radiadas
ruedas doradas sobre sus iris oscuros.
—Esa historia no es tan graciosa —dijo Wyrdith, porque debía ser
Wyrdith—. Es un cuento con moraleja, en realidad. Con determinación y
una buena disposición para el trabajo, tú también podrías levantar un reino.
—Resopló, casi con sorna—. Eso es lo que ocurre cuando uno le reza a
Elulda: que recibe un legado de trabajo duro y debe sentirse afortunado por
ello. —Tomó una vela de un estante y la encendió con el candelabro, antes
de ladear la cabeza hacia Serilda—. ¿Quién eres? ¿Cómo has llegado aquí?
—Yo… Me ha traído Tyrr —tartamudeó Serilda—. Te estaba buscando.
No pretendía… —Señaló los papeles sobre la mesa, avergonzada por que la
hubiera pillado leyéndolos.
—¿Tyrr? —dijo Wyrdith—. ¿De verdad? ¿Sigue tan gruñón como
siempre?
Serilda lo pensó un momento.
—Yo diría estoico, más que gruñón. Últimamente ha tenido una mala
racha.
Wyrdith se rio. No fue una risita suave y contenida, sino una
escandalosa carcajada, una risotada amistosa.
—Sí, bueno, es difícil tenerle pena al dios que comenzó una guerra de
diecinueve años por una partida de cartas. Bueno, ¿por qué te ha traído
Tyrr…?
Sus palabras se detuvieron abruptamente al levantar la vela e iluminar a
Serilda.
Wyrdith separó los labios con sorpresa.
Serilda estaba nerviosa. No había pretendido esconderle sus ojos, en
realidad, pero le resultaba difícil sostenerle la mirada.
—Mi padre te ayudó —dijo con vacilación—. La pasada Luna Eterna.
Te encontró en apuros, y a cambio de su ayuda tú le concediste un deseo. Te
pidió…
—Un hijo sano —susurró Wyrdith—. Lo recuerdo.
Serilda tragó saliva.
—Yo soy ese niño.
—Sí —replicó con asombro—. Sí, lo eres. —Negó con la cabeza y
apartó la mirada. Comenzó a ordenar los papeles sobre el escritorio, aunque
la habitación no estaba demasiado pulcra—. Le tenía bastante cariño a esa
aldea. Una vez la atravesé, con la guisa de un trovador, y pensé que quizá
sería buena idea volver y quedarme por allí un tiempo. Estuve años, y ni
una sola vez aparecieron los cazadores, así que dejé de tener cuidado.
Pensé… ¿qué puede pasar? Quizá esta Luna Eterna debería quedarme. No
creo que los cazadores sepan que tienen que buscar a una… aldeana
ordinaria. Seguramente, cuando tenga que asumir mi forma animal, pueda
escabullirme al bosque de Aschen y esconderme hasta que el velo caiga de
nuevo. —Una débil sonrisa rozó sus labios antes de desaparecer—. Pero los
cazadores me encontraron. No volví a cometer ese error. Ahora vengo aquí
en las lunas llenas, a donde la cacería nunca se ha aventurado.
Serilda rodeó el escritorio retorciéndose las manos, aunque todavía le
dolían por la caída en el acantilado.
—Perdóname. No pretendo inmiscuirme, pero tenemos que marcharnos.
Los cazadores vienen a por ti ahora. El Erlking está intentando apresar a los
siete dioses antes de la Luna Eterna. Creo que pretende destruir el velo. Ya
tiene a cinco de vosotros, y podría tener también a Tyrr antes de que
termine la noche. Si viniera a por ti… —Se detuvo.
La expresión de Wyrdith era más contemplativa que preocupada.
—¿Y adónde iré? —Señaló la cueva—. ¿Tienes algún sitio en mente
que sea más seguro que este?
La pregunta hizo que Serilda se detuviera.
—Yo… Solo he pensado en huir. Y seguir huyendo hasta que salga el
sol.
Wyrdith sonrió levemente.
—Ni siquiera con mis alas soy más veloz que los cazadores. —Miró el
techo—. El Erlking ha registrado estos acantilados antes, pero todavía no
me ha encontrado.
—¡Te he encontrado yo! —exclamó Serilda—. Y el Erlking siempre me
encuentra a mí.
Hizo una mueca, preguntándose si a Wyrdith le parecería una traición
que su presencia llevara a los cazadores hasta allí.
Pero su sonrisa vacilante no se desvaneció.
—Me has encontrado, desde luego. ¿Cómo, exactamente?
—Había una pluma atrapada debajo de una roca en el saliente.
—Una pluma. Vaya… Qué descuido. —Wyrdith se rascó la oreja, algo
que a Serilda le pareció un gesto extrañamente humano—. La has traído
dentro, espero.
—Sí. —Serilda señaló el lugar donde la había dejado, sobre un montón
de libros junto a la puerta.
—Quizá el destino y la fortuna pretendían que nos reuniéramos así. No
obstante, creo que estamos más seguros aquí de lo que lo estaríamos
desafiando al mundo bajo la Luna del Cazador.
Serilda se mordió el labio inferior. Se sentía inquieta; su instinto le decía
que huyera. Pero quizá Wyrdith tenía razón. Quizá era más seguro
esconderse.
Tragó saliva.
—¿Wyrdith? Hay… algo más. He venido por otra razón.
El dios la miró a los ojos.
—¿Sí?
¿Se estaba imaginando Serilda que también Wyrdith parecía sentir
nervios de repente? ¿Sabía qué iba a pedirle?
La joven se aclaró la garganta.
—Quiero pedirte un deseo. Es una historia muy larga, pero, verás…, el
espíritu de Perchta, la cazadora, está ocupando mi cuerpo, y quiero
recuperarlo.
Wyrdith la miró con la boca abierta, sin palabras.
—¿Puedes…? ¿Puedes ayudarme?
La deidad exhaló lentamente.
—Parece que tienes un montón de historias que contar.
—Eso es quedarse muy corto —dijo Serilda.
Un destello de pesar atravesó el rostro de Wyrdith, que negó despacio
con la cabeza.
—Me gustaría mucho ayudarte, pero…
—No digas que no —interrumpió Serilda—. Me lo debes. Me maldijiste
sin ninguna razón, y mi padre te ayudó. Por favor.
Wyrdith bajó la mirada. Se quedó en silencio un largo momento, como
si estuviera replanteándose la petición de Serilda, antes de decir:
—Solo puede concederse un deseo durante la Luna Eterna.
Serilda hizo una mueca. Le había preocupado que aquella fuera su
respuesta.
—Pero eres un ser mágico. Una deidad. Debe de haber algo que puedas
hacer.
Wyrdith se rio sin ganas. Después, levantó las páginas encuadernadas
que Serilda había estado examinando.
—¿Te gustan los cuentos de hadas?
El repentino cambio de tema fue tan desconcertante que ella no supo
qué contestar.
—Yo… Sí, me gustan —admitió—. Tengo esa historia en un libro, en
realidad. Tu libro, creo. Es una recopilación que me regaló una amiga,
aunque… me temo que no he tenido tiempo de leer la historia todavía.
Wyrdith se sentó en el borde de la cama, hojeando las frágiles páginas.
—Es un relato antiguo, uno que pocos conocen. He descubierto que, a
menudo, un buen cuento puede sobrevivir al olvido de la historia. Un buen
cuento puede vivir para siempre.
—Creía que era solo un aburrido cuento con moraleja.
Ante esto, Wyrdith sonrió, mirándola de nuevo.
—¿Un cuento con moraleja? Sí. ¿Aburrido? No. —La deidad ladeó la
cabeza, mirando a Serilda bajo la tenue luz con los ojos entornados—. ¿Te
gustaría oírlo?
Serilda sabía que debía decir que no. Los cazadores estaban
buscándolos en aquel momento. Seguramente debía de haber algo que
pudieran hacer para prepararse para el inevitable combate cuando el Erlking
los encontrara.
Pero algo la atrajo cuando Wyrdith le hizo la pregunta, un anhelo en el
fondo de su estómago. ¿Volvería a tener alguna vez la oportunidad de
escuchar un cuento de hadas contado por el dios de las historias?
—Sí —susurró—. Me gustaría.
En el pasado vivió un rey que tenía trece hijos. Como no quería que solo su
hijo mayor heredara el reino, decidió que dividiría la tierra en trece partes
iguales, de modo que cada príncipe y princesa recibiera una parte de su
reino y su riqueza. No obstante, aquello condujo a un problema, porque la
decimotercera parte del reino, que quedaba muy al norte, no era más que
un triste pantano invadido desde hacía mucho por crueles monstruos, y
ninguno de los hijos del rey deseaba gobernar un lugar así. El rey intentó
convencer a su hijo más pequeño, el príncipe Rumpel, para que aceptara el
regalo, porque era el más amable de todos sus vástagos y el menos
propenso a quejarse. Pero ni siquiera el cariñoso príncipe Rumpel quería
las tierras del norte, porque esperaba gobernar algún día un reino
próspero, y no deseaba verse cargado con una tierra en la que nada bueno
podía florecer.
Por tanto, el rey organizó una competición con la que creyó que se
determinaría justamente quién heredaría la parcela norte.
Decretó que aquel de los súbditos de su reino que le llevara una bellota
dorada del árbol mágico que crecía en el centro de un bosque encantado
recibiría su propio reino y la mano del príncipe o la princesa que eligiera.
De este modo, el elegido heredaría las tierras del norte.
En una aldea cercana vivía un campesino llamado Stiltskin, y aunque
era muy pobre, también era trabajador y con muchas destrezas. Todo lo que
tenía se lo había hecho él. Él mismo se había cosido sus botas de cuero.
Había hilado y tejido la lana de su capa de invierno. Comía el pan que
horneaba y la verdura que sembraba.
Cuando Stiltskin se enteró de la competición del rey, pensó que aquella
podía ser su oportunidad para mejorar en la vida, y partió al bosque para
buscar el árbol de las bellotas doradas.
Stiltskin no se había alejado mucho cuando oyó el lastimero chillido de
un ratón, que estaba tiritando debajo de una pequeña hoja.
—Buenos días, ratoncito —dijo—. ¿Qué te preocupa?
—El invierno estará aquí pronto —replicó el ratón—, y no tengo más
cobijo que esta pequeña hoja, que seguramente no me mantendrá caliente
ni seco cuando llegue la nieve.
Stiltskin pensó en ello, y después se quitó una de las botas que se había
cosido y se la entregó al ratón.
—Este será un buen refugio para ti hasta que llegue la primavera.
El ratón le estuvo muy agradecido. A cambio, le entregó una cáscara de
nuez que contenía una única gota de rocío de la mañana.
—Planta esto en el suelo y se convertirá en un gran lago lleno de agua
limpia y fresca —le aseguró el ratón.
Stiltskin le dio las gracias y, con cuidado, se guardó la cáscara de nuez
en el bolsillo antes de seguir con su camino.
No había andado mucho cuando oyó el triste gruñido de un gran oso
pardo, que estaba sentado, tiritando, en la entrada de su cueva.
—Buenos días, gran oso —lo saludó Stiltskin—. ¿Qué te preocupa?
—El invierno llegará pronto —contestó el oso—, y aunque mi cueva me
proporciona refugio, es muy fría. No tengo nada que me mantenga caliente
cuando llegue la nieve, y estoy seguro de que me pasaré todo el invierno
tiritando.
Stiltskin pensó en ello, y después se quitó la capa que había tejido él
mismo y se la entregó al oso.
—Esto te mantendrá caliente hasta la primavera.
El oso se mostró agradecido. A cambio, le entregó una piedra que tomó
de la boca de su cueva.
—Planta esto en el suelo y se convertirá en un gran castillo, con altas
torres y fuertes murallas —le dijo el oso.
Stiltskin le dio las gracias y se guardó la piedra con cuidado en el
bolsillo, antes de seguir con su camino.
No se había alejado demasiado cuando oyó el quejumbroso gemido de
un pequeño ciervo que lloraba en un claro.
—Buenos días, cervatillo —le dijo Stiltskin—. ¿Qué te preocupa?
—El invierno estará aquí pronto —contestó el ciervo—, y aunque mi
guarida me protegerá, y mis hermanos y hermanas me darán calor, no
tenemos suficiente comida para sobrevivir a la estación fría. Mi familia se
morirá de hambre.
Stiltskin pensó en ello. Después, abrió su bolsa y sacó las hogazas de
pan que había horneado y la verdura que había cosechado, y se lo entregó
todo al ciervo.
—Esto te mantendrá bien alimentado hasta la primavera.
El ciervo estaba agradecido. A cambio, le entregó a Stiltskin un ramo
de flores silvestres recogidas del prado.
—Esparce sus semillas sobre la tierra —le explicó el ciervo—, y todo
aquel que las coma se convertirá en tu amigo y sirviente.
Stiltskin le dio las gracias y se guardó las flores silvestres con cuidado
en el bolsillo antes de seguir con su camino.
Pronto llegó al gran roble que crecía en el centro del bosque. De sus
ramas colgaban brillantes bellotas doradas, pero el árbol estaba protegido
por un enorme tatzelwurm.
Stiltskin saludó amablemente a la criatura y le preguntó si podía
llevarse una bellota dorada para ganar la competición del rey.
El tatzelwurm estudió al pobre campesino.
—La magia no puede entregarse gratis —le dijo la bestia—. ¿Qué me
cederías a cambio?
Stiltskin pensó en ello. No quería renunciar a los valiosos regalos que le
habían hecho durante su viaje, pero no tenía nada más que ofrecer. Los
dejó ante el tatzelwurm: la cáscara de nuez con la única gota de rocío, la
piedra de la entrada de la cueva del oso y el ramo de flores silvestres.
El tatzelwurm asintió, como si estas ofrendas lo complacieran. Pero, en
lugar de tomar los regalos, la bestia dijo:
—Te he estado observando mientras atravesabas el bosque y he visto
que eres tan trabajador como generoso. No aceptaré estos regalos. En
lugar de eso, te pido que, cuando plantes esta bellota, me entregues lo que
crezca de ella.
Pensando que aquel era un trato muy justo, Stiltskin aceptó y recogió la
bellota dorada.
Le llevó la bellota al rey, que mandó llamar a sus trece hijos y le pidió a
Stiltskin que eligiera con quién quería casarse. Pero, antes de que Stiltskin
pudiera hablar, todos excepto el más pequeño le dieron la espalda,
afirmando que nunca se casarían con un campesino pobre y tan inferior a
ellos.
Solo el joven príncipe Rumpel se dio cuenta de que Stiltskin era
trabajador y generoso, atractivo y bondadoso, y aceptó casarse con el
portador de la bellota dorada. En su boda, el rey le regaló a la pareja la
bellota dorada y dos caballos con los que hacer el viaje a las tierras del
norte, que ahora les pertenecían.
Stiltskin y el príncipe viajaron muchas semanas, porque el terreno era
difícil y las tierras del norte estaban lejos. El invierno llegó y la nieve
cubrió la tierra. Cuando llegaron a su nuevo reino, el príncipe Rumpel miró
con tristeza aquel pantano donde no vivían nada más que monstruos y
bestias.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el príncipe—. Aquí no hay ningún
reino que dirigir.
Stiltskin le dijo al príncipe que no se preocupara. Tomó la cáscara de
nuez con la única gota de rocío y la plantó en la tierra. Tan pronto como lo
hubo hecho, las aguas del pantano se volvieron tan transparentes como el
cristal, y la tierra que tenían delante se transformó en un precioso lago
azul.
Después Stiltskin enterró la piedra de la entrada dé la cueva del oso, y
en su lugar emergió un majestuoso castillo.
Por último, tomó las flores y las sacudió para que sus semillas se
esparcieran por la tierra. Los monstruos se las comieron y, cuando lo
hicieron, se transformaron en humanos: panaderos y zapateros, hilanderos
y tejedores, granjeros y molineros y todo tipo de artesanos. Eran tan
trabajadores y diligentes, y sus reyes los gobernaron con tanta generosidad,
que las tierras del norte pronto se volvieron muy prósperas, justo como
había deseado el príncipe Rumpel.
Pero, con el paso de los años, los corazones de Stiltskin y de su príncipe
se llenaron de tristeza, porque querían un hijo.
—Podemos tomar la bellota dorada y entregársela a Eostrig, la diosa
de la fertilidad, como ofrenda —sugirió el príncipe Rumpel—. Rezaremos
para que nos dé un hijo.
Pero Stiltskin recordó la promesa que le había hecho al tatzelwurm y le
dijo a Rumpel que debían honrar ese acuerdo.
—Si el destino desea que tengamos un hijo, encontraremos otro modo
—dijo. Así que llevó la bellota dorada al jardín del castillo y la plantó allí.
De la bellota brotó un arbolito dorado. Cuando sus hojas se
desplegaron… en su interior había un niño recién nacido.
Stiltskin y Rumpel se alegraron, creyendo que sus plegarias habían sido
respondidas.
Pero al momento siguiente apareció Huida, la diosa del trabajo.
—Era yo, disfrazada de tatzelwurm, quien te entregó esa bellota —le
dijo—, y ahora he venido a reclamar lo que es mío.
Stiltskin estaba destrozado, pero, sabiendo que un trato era un trato, le
ofreció el niño a Huida.
La diosa tomó al bebé en sus brazos.
—Este niño portará mi bendición —afirmó—, así como todos vuestros
descendientes. Mientras sean tan trabajadores como sus primeros reyes, su
labor será fructífera y sus bendiciones abundantes, su pueblo próspero.
Solo tengo una condición: que el uso de mi magia nunca se entregue sin un
pago, porque toda buena obra debe recibir una recompensa adecuada.
Honrad mi bendición, y vuestro reino prosperará en las generaciones
venideras.
Con estas palabras, Huida devolvió el niño a los dos reyes y se marchó.
El niño creció para ser tan trabajador como Stiltskin y tan cariñoso
como Rumpel, y el reino del norte fue feliz y próspero para siempre.
Capítulo 48

Mientras Wyrdith hablaba, Serilda se había acomodado a los pies de la


cama, sorprendida por lo reconfortante que era escuchar su voz amable
relatando aquella nueva historia.
Aunque… no era totalmente nueva.
—Como Gild —susurró Serilda cuando Wyrdith terminó—. Recibió la
bendición de Huida, pero su magia no puede entregarse gratis. Siempre hay
un precio. —Frunció el ceño—. ¿Sois conscientes los dioses de que
vuestros dones causan a menudo muchos problemas?
—Sí —musitó Wyrdith—. Aunque normalmente nuestra intención es
buena.
Serilda sonrió un poco. Quería creerlo.
—Gracias por contarme esa historia. Tengo la sensación de que ya la
había oído, pero no sé dónde.
Las páginas gastadas se arrugaron entre los dedos de Wyrdith.
—Efectivamente. Has oído esta historia muchas veces, aunque no
esperaba que la recordaras. Eras muy pequeña, pero… hubo una época en la
que era una de tus favoritas.
Serilda frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
Las lágrimas brillaron en los ojos de Wyrdith.
—Serilda —dijo, aunque la chica estaba segura de que no le había dicho
su nombre—. Sé que no me reconoces, pero… yo te habría reconocido en
cualquier parte.
Exhaló despacio y se levantó del catre.
Mientras Serilda miraba, el cabello de Wyrdith se hizo más largo,
cambiando de un negro violáceo a un castaño ondulado. Sus mejillas se
redondearon, su figura se volvió más curvilínea, sus labios más gruesos. En
apariencia, la mujer que tenía delante no era mucho mayor que ella misma.
Cuando abrió los ojos, ya no contenían las ruedas doradas en sus iris. En
lugar de eso, eran de un verde azulado. Cuando sonrió, vacilante, Serilda
vio que tenía una paleta rota.
No la recordaba, no más de lo que su padre le había contado, pero
estaba claro que la mujer que tenía delante (la deidad que tenía delante) era
su madre.
Serilda se puso en pie con brusquedad y retrocedió. Wyrdith. La deidad.
El…
El mismo ser que la había maldecido.
¿La había bendecido?
¿La había parido?
—¿Có…? ¿Cómo? —balbuceó, golpeando una esquina del escritorio.
Wyrdith levantó una mano para tranquilizarla, con expresión
preocupada. ¿Cómo era posible que un cuento de hadas contado hacía
mucho le fuera más familiar que el rostro de su madre?
—Serilda…
—No —dijo, negando con la cabeza—. Eres un dios embaucador. Un
mentiroso. Esto no es… Tú no puedes ser…
—No quiero asustarte —le aseguró Wyrdith—. Pero… Oh, mi Serilda,
¡si supieras cuántas veces he soñado con verte de nuevo! Cuántas veces he
planeado contártelo. Qué te diría…
—¿Lo sabía mi padre? —le preguntó Serilda, sorprendida por el veneno
de su voz. Había tantas emociones batallando en su interior que no habría
esperado que la ira fuera en cabeza, pero allí estaba: ira, mezclada con una
extraña sensación de traición.
—¿Que yo era Wyrdith? No, claro que no. Él era muy joven cuando nos
conocimos. Y yo era solo… Yo era una pobre huérfana que había llegado a
Märchenfeld buscando trabajo para empezar de nuevo. Fue muy amable
conmigo. Muy bueno. Pero yo… no me di cuenta de lo profundos que eran
sus sentimientos por mí hasta la noche en la que pidió su deseo.
—¡Te quería! —gritó Serilda—. Te quería mucho. ¿Cómo pudiste…?
—Yo también lo quería. —Wyrdith se acercó a ella, con las manos
unidas en un ruego—. Como te quería a ti.
—Entonces, ¿por qué te marchaste? —gritó Serilda. Sus emociones se
derramaron de ella como de una cazuela hirviendo—. ¡Creímos que te
habían secuestrado los cazadores! ¡Pensamos que estabas muerta! Y todo
este tiempo has estado… has estado aquí. Escondida en una cueva y…
¿escribiendo cuentos de hadas? ¿Viviendo en Verene?
—Intentaba protegeros. A ambos. Sabía que el Erlking me encontraría
de nuevo. Casi consiguió atraparme, y sabía que no se rendiría. Si hubiera
descubierto tu existencia o la de Hugo, os habría usado contra mí. No podía
dejar que eso ocurriera.
Agarrándose las sienes, Serilda caminó entre el escritorio y las
estanterías. La cabeza le daba vueltas. El mundo entero giraba sobre su eje.
Wyrdith. Dios de las historias. Dios de la fortuna. Su deidad patrona.
Wyrdith era su madre.
Su madre estaba viva.
Su madre no era mortal.
—Por los grandes dioses —susurró Serilda—. ¿Yo soy…? ¿En qué me
convierte eso? ¿Soy… en parte dios?
Wyrdith soltó una carcajada resonante.
—No hay semidioses. No es así como funciona.
—Pero ¡mis ojos! ¡Y mis historias! Puedo… Cuento historias que a
menudo terminan haciéndose realidad, de algún modo.
Wyrdith asintió.
—Tienes parte de mi magia. Lo supe desde el momento en que naciste.
Por supuesto, tu padre lo achacó al deseo. —Los ojos de Wyrdith se
arrugaron por los rabillos—. ¿Está…? ¿Llegó a… encontrar la felicidad?
Después de mi marcha.
Serilda notó la esperanza y el temor ante aquella pregunta. ¿Era posible
que Wyrdith hubiera querido de verdad a su padre? ¿Al sencillo, compasivo
y trabajador Hugo Moller?
Serilda se derrumbó contra la estantería.
—Está muerto.
Wyrdith contuvo un gemido y se llevó una mano al pecho.
—No. Oh, Hugo. ¿Cómo ocurrió?
Una bruma de lágrimas se agolpó en los ojos de Serilda. Después, sin
advertencia, emitió un enorme y desgarrador sollozo.
Se deslizó por la estantería y enterró la cara en sus rodillas.
—¡Serilda!
Wyrdith se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Era demasiado. El
afecto, el consuelo, los brazos de su madre, la verdad de quién era en
realidad…
Entre sollozos, Serilda se lo contó todo. Desde la noche en la que había
escondido a las dos doncellas del musgo en el sótano, con las cebollas, para
protegerlas de la cacería salvaje, pasando por la mentira del hilado de oro
que le había contado al Erlking, hasta el momento en el que se la habían
llevado a su castillo. Le contó lo de Gild y los niños y que su padre se había
convertido en un nachzehrer. Lo de la maldición y Gravenstone y Perchta
y…
Su hijo.
Su bebé.
Que nacería en apenas cuatro semanas. Que ni siquiera había tenido el
placer de sentirlo creciendo en su interior. Y, aun así, el amor que sentía por
ese niño, aunque todavía no hubiera nacido, era tan fuerte que apenas podía
respirar cuando se permitía pensar en ello. Pensar en cuánto lo quería. En
cuánto deseaba que estuviera bien.
En que nunca estaría bien, porque Perchta tenía su cuerpo y todo iba
mal, todo era terrible y no sabía cómo arreglarlo.
Wyrdith la abrazó y la dejó llorar, y no interrumpió su relato ni una sola
vez.
Cuando Serilda terminó, ambas habían apoyado la espalda en la
estantería y Wyrdith estaba trazando círculos suaves entre los omóplatos de
Serilda.
—¿Qué voy a hacer? —le preguntó la chica, usando la capa roja para
secarse las lágrimas—. Erlkönig me lo ha quitado todo. No puedo
derrotarlo…
—Es un terrible oponente —asintió Wyrdith—. Uno contra el que
hemos luchado más tiempo del que puedo recordar.
Serilda gimió y presionó la frente contra sus rodillas.
—Y vosotros sois dioses. Yo solo soy yo. La hija de un molinero.
Wyrdith pensó en ello.
—También eres mi hija.
Las palabras desencadenaron un escalofrío que atravesó la columna de
Serilda.
—Esa es una de las mejores cosas de ser cuentacuentos. —Wyrdith le
dio un codazo suave—. Llegamos a escribir también nuestra propia historia.
Serilda le echó una mirada consternada.
—Mis historias suelen causar más daño que bien.
—¿Sí? ¿O han permitido que un castillo entero de fantasmas
esclavizados descansen por fin en paz? ¿O han reunido a un príncipe con su
hermana perdida? ¿O nos han reunido a nosotras?
—Tú no lo comprendes. Si el Erlking apresó a los dioses, fue por mi
culpa. No me di cuenta de ello, pero mis historias le decían a dónde ir
exactamente. ¡Es culpa mía!
—Lo comprendo —dijo Wyrdith—. Las historias son poderosas. —
Entrelazó los dedos con los de Serilda—. Lo que tú no comprendes es que
todavía no has escrito el final.
Serilda empezó a negar con la cabeza cuando un golpe fuerte las
sobresaltó a ambas.
Wyrdith se tensó y se levantó cuando la cortina se abrió. Unos dedos
pálidos aparecieron por el borde y la apartaron, revelando al Erlking a la luz
de las velas. Llevaba la ballesta colgada del costado y cadenas doradas en la
cadera.
—¡No! —Serilda se puso en pie y se lanzó delante de Wyrdith, con los
brazos extendidos—. ¡No puedes! ¡No te lo permitiré!
—Vaya, pero si es mi esposa mortal —musitó, sonriendo con voracidad
—. Oí rumores de que estabas todavía por aquí, siempre causando
problemas. —Entró en la caverna, como si lo hubieran invitado a tomar una
jarra de cerveza—. Tu espíritu no está anclado a nada. ¿Por qué sigues
aquí?
Serilda sintió la presión de la flecha rota, el astil de fresno, contra su
esternón.
—Venganza —le espetó—. No descansaré mientras esa cazadora
demoníaca lleve en su vientre a mi hijo.
El Erlking se rio.
—Dudo que lo lleve mucho más, dado su estado. —Miró a la espalda de
Serilda y su mirada se deslizó sobre Wyrdithde la cabeza a los pies—.
Wyrdith. ¿Por qué llevas el disfraz de una campesina ordinaria? No es
adecuado para ti.
—Entonces no has conocido a muchas campesinas ordinarias —dijo
Wyrdith. Le apretó el hombro a Serilda y pasó junto a ella—. Sé por qué
estás aquí, Erlkönig. No es necesario que vayas por ahí presumiendo de tus
armas y artefactos. Me marcharé contigo voluntariamente.
—¿Qué? —Serilda contuvo el aliento—. ¡No! ¿No has oído nada de lo
que te he dicho? ¿Sobre lo que planea hacer?
Wyrdith le mostró su paleta rota en una sonrisa.
—Tiene que ser así. Yo no lo habría escrito de otro modo. —La
emoción nubló su sonrisa frívola. Tomó el rostro de Serilda entre sus manos
—. La pregunta es: ¿cómo seguirá la historia a partir de aquí?
—No lo comprendo —dijo Serilda—. ¿Qué hago?
Wyrdith se encogió de hombros.
—¿Huir? —sugirió, echándole el cabello hacia atrás—. ¿Esconderte?
¿Rendirte? —En sus mejillas aparecieron hoyuelos, y le besó la frente a
Serilda—. Pero ¿qué tipo de historia sería esa, mi preciosa y tenaz niña?
El Erlking gruñó.
—No sabía que los dioses os preocuparais tanto por vuestros ahijados.
Wyrdith le dio la espalda.
—No nos conoces en absoluto.
De nuevo, Wyrdith cambió. De la madre que Serilda no recordaba a, de
repente, una enorme ave dorada. Sus alas extendidas llegaban de pared a
pared.
El Erlking fue casi tierno al rodear el cuello de Wyrdith con una cadena
y tensarla.
—No disfruto tanto haciéndolo así, pero aprecio tu cooperación. —Miró
a Serilda, inmovilizándola con su gélida mirada—. ¿Sabes qué les ocurre a
los espíritus errantes cuando no consiguen encontrar el camino al Verloren?
Serilda lo fulminó con la mirada, buscando la amenaza en sus palabras.
—Planeo acosarte hasta el final de los tiempos.
El Erlking sonrió, y después se acercó más.
—Se convierten en monstruos. —Alargó la mano y le pasó un nudillo
frío por la mejilla—. No sé qué te retiene aquí, querida Serilda, pero te
sugiero que lo olvides antes de que sea demasiado tarde.
Serilda se estremeció, y el odio inundó su interior. Quería gritarle.
Rodearle el cuello con las manos y apretar. Apuñalarlo con sus propias y
estúpidas flechas. Sacarle esos ojos suyos tan espantosamente bonitos.
Quería hacerle daño. Como él les había hecho a Gild y a Erlen y a los
niños y a su padre y a los siete dioses.
Quería destruirlo.
—Y… Oh, sí. Por si acaso te lo estás preguntando —dijo, retrocediendo
un paso—, hemos recuperado a Tyrr. Es fácil de rastrear cuando está herido.
Ha luchado bastante, pero ese carácter suyo siempre lo vuelve descuidado.
Ahora, si no me equivoco… —Levantó la mirada, fingiendo contar—.
Vaya, creo que son siete. No podría haberlo hecho sin ti, hija del molinero.
Serilda no dijo nada. No hizo nada. Solo lo fulminó con la mirada, con
sus emociones bullendo.
Y cuando el rey de los alisos le dio la espalda y se llevó a la rapaz
dorada (la deidad del destino y la fortuna, el dios de las historias y las
mentiras), Serilda se quedó allí y los vio irse.
Capítulo 49

Serilda estaba sentada en el saliente, con los pies colgando, mirando el


océano infinito mientras el sol prendía fuego al horizonte. Pensó en los
barcos de mercancías atrapados en las tormentas, lanzados contra las
implacables rocas de abajo. Pensó en las serpientes marinas deslizándose a
través de las negras profundidades. Se preguntó cuántos pescadores habrían
zarpado un día para no regresar jamás.
Solvilde era el patrón de los marineros y los pescadores, y debería haber
estado vigilando los océanos y a los hombres y las mujeres que desafiaban
sus aguas. Sabía que muchos todavía le rezaban pidiendo un viaje seguro,
un regreso seguro.
Aquellos marineros no sabían que el dios al que le estaban rezando
había dejado de escuchar sus oraciones hacía mucho. No sabían que
Solvilde estaba atrapado en el castillo de Adalheid, incapaz de ayudar a
nadie.
Serilda sollozó e inclinó la cabeza. Había intentado trepar de nuevo
hasta la cima del acantilado. Sus manos, todavía arañadas por la caída, no
eran lo bastante fuertes como para ayudarla a subir. Las columnas del
acantilado eran demasiado resbaladizas, demasiado escarpadas. Serilda era
demasiado débil.
¿Qué ocurriría si se caía?
El agua estaba muy lejos, y sabía que se vería lanzada contra las rocas,
afiladas como dientes. Le dolería terriblemente. Ni siquiera podía imaginar
cuánto.
Pero no moriría.
No podía morir.
Era solo un alma, y no estaba unida a ningún cuerpo humano.
Un espíritu errante, como la había llamado el Erlking.
¿Qué ocurriría si saltaba?
¿Se vería golpeada contra las rocas, atrapada en esas aguas frías hasta el
fin de los tiempos?
¿Conseguiría nadar hasta las ciudades portuarias del oeste, buscando un
lugar donde llegar a la orilla?
O… ¿habría otro modo?
¿Un modo más fácil?
Buscó el cordón de su cuello y extrajo el astil roto de la flecha. Lo giró
entre sus dedos. La pluma era de un sedoso negro. La madera de fresno,
flexible aunque fuerte.
Era lo único que la retenía allí. Lo único que tenía que hacer era
soltarlo. Tirarlo al agua, y sería libre. Su espíritu flotaría y, con el tiempo,
incluso sin el farol de Velos para guiarla, encontraría el camino al Verloren.
Con su padre.
Con los niños.
El Erlking ya no sería un problema por resolver.
Era tentador. Muy tentador. Pero cada vez que creía que podía hacerlo,
tirar la flecha y sellar su destino, pensaba en Gild. En cómo la miraba, como
si fuera el ser más increíble que hubiera existido nunca en el reino mortal.
En cómo la besaba, como si cada caricia fuera un regalo. Como si fuera un
tesoro mucho más valioso que el oro.
Y lo que habían creado juntos… sin querer, a través de un irónico giro
de la magia y del destino. Un bebé.
Si lo hacía, si se rendía, nunca conocería a su hijo. Nunca tendría la
oportunidad de salvarlo.
«¿Qué tipo de historia sería esa, mi preciosa y tenaz niña?».
Puede que su hijo estuviera bien, razonó. Quizá sería más fuerte que
ella, más valiente que ella. Quizá tuviera que ser él quien terminara aquella
historia.
—¿Cuánto tiempo más planeas quedarte ahí abajo?
Serilda gritó y soltó la flecha, que cayó por la cara del acantilado. Gritó
de nuevo y estiró el pie…, agarrando de chiripa el cordón con la punta de la
bota.
Su corazón fantasma galopó contra su pecho mientras, con cuidado, con
dedos temblorosos, sujetaba el cordón y volvía a ponérselo por la cabeza,
antes de levantar por fin la mirada.
Arriba, en la meseta, había dos figuras doradas por el sol del alba. Cada
una de ellas tenía unas orejas largas como las de los zorros y pequeñas astas
peludas y ojos negros de cervatillo.
Serilda entornó la mirada.
—¿Perejil? ¿Filipéndula?
Casi no podía creérselo, pero sí, eran ellas. Las mismas doncellas del
musgo a las que Serilda había escondido en el sótano de su padre. Las
doncellas del musgo que le habían entregado el anillo y el medallón de
Gild.
—¿Cómo habéis…? ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Después de esperar meses a que los cazadores se marcharan de
Gravenstone —dijo Perejil, con las manos en las caderas—, los seguimos
hasta aquí. Los hemos visto abatir al guiverno. Te hemos visto a ti bajando
este acantilado, y al Erlking siguiéndote y regresando con una enorme ave.
Hemos supuesto que te habrías marchado hacía horas. ¿A qué estás
esperando? ¿A que otro guiverno pase por aquí y te lleve?
—Yo… No puedo —les explicó Serilda—. Me duelen las manos, y no
se me da nada bien escalar.
—Te lo he dicho —dijo filipéndula, sonriendo a su hermana—. ¿Te
acuerdas de lo torpe que era en el bosque?
Perejil suspiró.
—Humanos. —Agarró una cuerda de enredaderas que llevaba a su
espalda y le lanzó un extremo a Serilda—. Rodéate con esto. Te subiremos.

—Mataron a más de la mitad de nuestras hermanas cuando atacaron


Asyltal —dijo Perejil. A pesar de la tragedia de sus palabras, su voz sonó
dura y pragmática—. Pero sobrevivimos bastantes y establecimos un
perímetro alrededor de Gravenstone. Sabíamos que los cazadores volverían
a salir, y planeamos usar esa oportunidad para asediar el castillo. Para
encontrar a Pusch-Grohla y liberarla. Pero no salió bien.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Serilda.
—Anoche, cuando el velo cayó, no solo se marcharon los cazadores:
toda una caravana de oscuros abandonó el castillo y atravesó el bosque,
igual que cuando llegaron a Asyltal. No tantos como antes; sin fantasmas,
esta vez. Enviamos un contingente para seguirlos y descubrimos que tenían
a Pusch-Grohla, junto con un grifo y un lobo negro gigante, en jaulas y bien
protegidos. Los cazadores iban después. Algunas seguimos al Erlking. Las
demás nos quedamos atrás para vigilar la caravana.
—Creemos que han regresado a Adalheid —dijo Filipéndula.
Serilda asintió.
—Así tendrán a los siete dioses juntos en la Luna Eterna.
Había esperado que las doncellas del musgo se quedaran estupefactas
cuando les contara que su Abuela Arbusto no era otra que Eostrig, diosa de
la fertilidad y de la primavera. Pero resultó que todas lo sabían, y que la
consideraban boba por no haberse dado cuenta antes. Esto provocó un par
de comentarios informales sobre lo desinformados que estaban los humanos
antes de que le dejaran explicar todo lo que sabía sobre los planes del
Erlking para capturar a los siete dioses y, según creía, desear la destrucción
del velo.
Lo único que pareció sorprenderles fue el regreso de Perchta, que no
había estado entre los cazadores que habían partido para apresar a Wyrdith.
—Lo más inusual —le dijo Filipéndula— es que, después de que la
caravana se marchara, se produjeron terremotos en el bosque. Crearon
enormes grietas en la tierra, como si se extendieran desde Gravenstone.
—Como si persiguieran a los oscuros —añadió Perejil con tono
sombrío.
Serilda se estremeció, recordando la destrucción de la cámara
subterránea. ¿Qué significaba?
Los acantilados de basalto dieron paso a un páramo rocoso y a una larga
extensión de praderas dispersas. Serilda se sentía como si llevaran
kilómetros caminando. Cuando por fin llegaron al extremo norte del
bosque, el sol estaba subiendo lentamente sobre sus cabezas.
Serilda oyó un sonido agudo que le puso la piel de gallina y le hizo
detenerse.
Perejil gruñó.
—Pasa de ella. Sigue caminando.
—¿Qué ha sido eso?
—Una salige —dijo Filipéndula, señalando el bosque—. Creemos que
llegó aquí desde una de las aldeas de pescadores, quizá se mató en el
despeñadero. La vimos anoche, vagando por el bosque. Se sienten atraídas
por los cuerpos de agua, así que quizá está intentando llegar al océano.
Se oyó otro descorazonador lamento, que sobresaltó a una bandada de
alcatraces de alas negras que tenían sus nidos en el acantilado. Graznaron y
giraron en el aire antes de volver a posarse.
Serilda la vio entonces, a la salige. Una mujer con un fluido vestido
blanco que se movía lentamente a través del bosque. Se estaba alejando de
Serilda y de las doncellas del musgo, sollozando.
Serilda se había topado con una salige antes, en el corazón del bosque
de Aschen. Hermosa pero miserable, le había suplicado a Serilda que
bailara con ella sobre un puente de huesos…, los huesos de todos los que
habían llegado antes y a los que había embrujado para bailar hasta que
habían caído muertos, intentando romper una maldición desconocida. «Solo
tú puedes romper esta maldición. Solo necesito que bailes».
Una mano se detuvo en el hombro de Serilda, y esta se sobresaltó.
Filipéndula estaba observando a la salige, con un atisbo de empatía en su
adorable rostro.
—No puedes ayudarla. Si lo intentas, solo conseguirás que te mate.
—Pero están malditas, ¿no? —dijo Serilda—. ¿No pueden romperse
todas las maldiciones?
Perejil se cruzó de brazos con impaciencia.
—Las salige están obligadas a matar a cualquiera que intente romper su
maldición. Así que no. No todas las maldiciones pueden romperse.
Los gritos de la salige se alejaron a medida que se dirigía a la meseta.
Sonaba muy devastada. Muy… perdida.
Las palabras del Erlking la golpearon entonces, robándole el aliento de
los labios.
—«Se convierten en monstruos» —susurró—. Las salige fueron
espíritus errantes. Mujeres que lloraban la pérdida de sus hijos o que
intentaban encontrar el camino de vuelta a casa…, pero vagaron demasiado
tiempo. En eso es en lo que se convierten cuando se niegan a dirigirse al
Verloren. Se convierten en monstruos.
Cerró la mano alrededor de la flecha de su cuello.
En eso se convertiría ella si no conseguía encontrar un modo de
recuperar su cuerpo. Un logro que no sabía si era posible.
Se quedaron en silencio hasta que ya no pudieron oír los lamentos
lastimeros y amargos de la mujer.
Perejil fue la primera en girarse y dirigirse al bosque.
—Si perdemos más tiempo aquí fuera, todas nos convertiremos en
espíritus errantes.
No se habían alejado demasiado antes de encontrarse con otras seis
doncellas del musgo que habían instalado un pequeño campamento entre
los árboles. Sirvieron a Serilda una comida no especialmente satisfactoria
de frutos secos y semillas mientras Filipéndula y Perejil les contaban todo
lo que habían descubierto.
—Perchta —gruñó una de las doncellas del musgo con una mueca—.
Ninguna criatura del bosque estará a salvo con su regreso.
—Oh… Hay una cosa más que he olvidado mencionar —dijo Serilda,
jugueteando con el dobladillo de su capa, que se estaba poniendo tan sucio
y deshilachado como la fiable capa de lana que tanto echaba de menos—.
Perchta no está… atrapada en el lado oscuro del velo.
Todas la miraron con el ceño fruncido.
—Pero es un demonio —dijo Filipéndula.
—Sí —contestó Serilda—. Pero…
—Pero es un demonio en el interior de un cuerpo mortal —apuntó
Perejil, mostrándole los dientes a Serilda como si fuera su culpa.
Lo que era justo, teniéndolo todo en cuenta.
Una de las doncellas escupió en el suelo.
—La gran cazadora campando a sus anchas por el reino mortal. La
abuela capturada. Asyltal destruido. ¿Qué implica todo esto para las
criaturas del bosque?
—Nada bueno —murmuró Filipéndula.
—Esperad —dijo Serilda—. El velo está bajado ahora. —Se llevó una
mano al pecho—. Yo estoy atrapada en el lado oscuro del velo, pero
vosotras no. ¿Cómo es que podéis verme?
Perejil ladeó la cabeza de manera extraña, como un ciervo.
—La gente del bosque es mágica, como los drudes y los nachtkrapp. El
velo nunca pretendió ser un límite para nosotras cuando se creó, así que
podemos entrar y salir de los reinos como nos place. Es solo que
normalmente no elegimos estar en el lado de los oscuros.
—Ah… Entiendo —dijo Serilda—. Gracias, entonces. Por quedaros
conmigo a este lado del velo. Y por venir a buscarme a los acantilados.
—No es un favor —replicó Perejil—. Tú tienes información sobre el
Erlking y los cazadores. Información que podría ayudarnos a rescatar a
Pusch-Grohla.
Serilda irguió la espalda, sorprendida por la esperanza que despertó
aquello en su interior. Cuando las habían pillado desprevenidas en Asyltal,
las doncellas del musgo no habían sido oponentes para los oscuros. Pero
eran aliadas feroces, y estaban decididas a liberar a al menos uno de los
dioses.
Era más de lo que había tenido aquella mañana.
La mirada de Serilda se detuvo en un arco largo apoyado contra el
tronco del árbol donde una de las doncellas se había sentado, y los primeros
resquicios de un plan acudieron a ella de repente.
—Flechas doradas —susurró.
—¿Qué? —dijo Perejil.
—Flechas doradas —repitió, con los ojos muy abiertos—. Así fue como
Gild derrotó a Perchta la primera vez. Una flecha de oro bendecido por un
dios le atravesó el corazón. —Miró al pequeño grupo—. ¿Cuántas doncellas
del musgo quedan? ¿Y son buenas arqueras?
Perejil le echó una mirada tan fría como cualquiera de las que el Erlking
le había echado.
—Solo una mortal haría una pregunta tan estúpida.
EL SOLSTICIO DE INVIERNO
La luna eterna
Capítulo 50

La nieve llevaba cayendo más de una semana.


Las doncellas del musgo habían instalado apresuradamente un
campamento en el bosque de Aschen, con refugios camuflados que se
confundían con los árboles. Era bastante cómodo, pero Serilda anhelaba un
fuego en la chimenea del Cisne Salvaje y una jarra de sidra caliente.
Anhelaba unas mantas gruesas y los brazos de Gild a su alrededor.
Cada noche se ponía más nerviosa. Durante semanas había observado la
luna menguando y desapareciendo, y después llenándose de nuevo. Cada
día, el suelo retumbaba bajo sus pies como si la tierra se agitara. Cada día,
nuevas grietas aparecían en el suelo del bosque. Pequeñas fisuras al
principio, que se hicieron más grandes hasta que una serie de grietas tan
grandes como puños atravesaron el campamento, siempre en la dirección de
Adalheid y el lago. Las doncellas del musgo parecían tan preocupadas por
la inestabilidad de la tierra como por la recuperación de Pusch-Grohla, pero
en la mente de Serilda había a menudo otras inquietudes.
En algún sitio, el vientre de Perchta se hinchaba más cada día.
El bebé nacería pronto.
Intentó no molestar mientras las doncellas del musgo fabricaban sus
armas y enviaban exploradoras para espiar Adalheid y el castillo, donde el
Erlking y su corte se habían instalado de nuevo.
Serilda les rogó que le permitieran acompañarlas, aunque solo fuera
para sentarse en un rincón de la taberna y observar a sus amigos desde las
sombras del velo. No sabrían que estaba allí, pero a ella le consolaría
mucho verlos.
Ver a Gild.
Saber que estaba bien.
Pero las doncellas del musgo se negaron. Era demasiado torpe,
demasiado temeraria, y no se arriesgarían a que los oscuros la vieran.
Al menos, le contaron que Gild y Erlen estaban vivos y que se alojaban
en el Cisne Salvaje. Al parecer, era de lo que hablaba todo el mundo en la
ciudad. Vergoldetgeist se encontraba entre ellos, enfrascado en un proyecto
secreto. Los ciudadanos, a petición de Lorraine, le habían proporcionado
una rueca y un telar y le estaban llevando carretadas de todo, desde lana de
oveja a paja marchita del invierno para que el hilandero trabajara.
Creando oro y, esperaba Serilda, convirtiéndolo en armas y flechas, tal
como habían acordado. Usándolo para los tapices de Erlen, para asegurarse
un futuro victorioso.
Serilda les había preguntado si no podían llevarse las armas que Gild
estaba construyendo y asaltar el castillo, pillar a los oscuros desprevenidos
antes de que saliera la Luna Eterna. Pero Filipéndula les explicó que,
mientras Gild estuviera en el reino mortal, su oro hilado no podría usarse
contra los oscuros hasta que cayera el velo.
No. Tendrían que esperar.

Al final llegó el día de la Luna Eterna, trayendo consigo una nieve fina
que caía soñadoramente del cielo, cubriendo los rastros que la noche
anterior habían dejado los ciervos y los conejos que buscaban comida.
A Serilda le temblaban las manos cuando se cerró la capa rojo sangre.
Con miedo y nervios, pero también con entusiasmo, porque por fin haría
algo. El solsticio había llegado. Salvarían a los dioses y reclamarían su
cuerpo. Derrotarían a los oscuros.
O fracasarían. El velo caería y el mundo mortal no volvería a ser el
mismo.
—Confío en no tener que recordarte tu papel en todo esto —le dijo
Perejil, entregándole el pequeño silbato de junco con el que las llamaría
cuando llegara el momento.
—Sé lo que tengo que hacer —le aseguró. El silbato estaba unido a un
cordón que se colocó alrededor de la cabeza y que se guardó junto a la
flecha rota—. Sé lo que está en juego, mejor que nadie.
—Entonces vete, y asegúrate de que nadie te vea abandonando el
bosque.
—Por supuesto.
Lo último que Serilda quería era conducir a su enemigo al campamento
apenas unas horas antes de que invadieran el castillo de Adalheid. Esperaba
y deseaba que la corte del Erlking estuviera ocupada preparándose para la
Luna Eterna, y no preocupada por un grupo de gente del bosque
deambulando entre los árboles.
—Estaremos listas.
Serilda brincó con nerviosismo sobre las puntas de sus pies. Una vez,
les había ofrecido un abrazo amistoso a Perejil y Filipéndula después de
haberlas protegido de la cacería salvaje. En ese momento, deseó ofrecerles
sus brazos de nuevo, después de todo por lo que habían pasado.
Pero la mirada de Perejil se oscureció, como si supiera en qué estaba
pensando. Tan gruñona como siempre.
Serilda retrocedió.
—Hasta esta noche, entonces.
—¿Serilda? —dijo Filipéndula.
Ella la miró. La esperanza le llenó el pecho.
Con un suspiro exagerado, la doncella le ofreció los brazos.
Serilda sonrió de oreja a oreja y aceptó el abrazo.
—No intentes nada nuevo —dijo Filipéndula—. Sigue el plan.
—Lo haré. Quiero decir… No lo haré. Quiero decir… —Serilda
retrocedió y se golpeó el pecho vacío con la mano—. Haré todo lo que
pueda.
—Qué alentador —murmuró Perejil.
Se despidió del resto de las doncellas del musgo, que, aunque habían
pasado el último mes con ella, todavía la miraban como un hatajo de zorros
recelosos. Serilda se marchó sola del campamento.
Iría a Adalheid y se colaría en la taberna, de modo que, tan pronto como
cayera el velo, estuviera lista para explicárselo todo a Gild y Erlen. Se
aseguraría de que las doncellas del musgo recibieran las armas que Gild
había fabricado. Después, entraría en el castillo y haría lo que tenía que
hacer, causar una distracción o detener al Erlking, evitar que pidiera su
deseo para darles tiempo a las doncellas del musgo a ocupar su posición.
Cuando llegara el momento adecuado, soplaría el silbato y las doncellas
caerían y masacrarían a los oscuros, uno a uno, usando las flechas doradas
que en el pasado habían matado a Perchta.
El plan era bueno, se dijo mientras atravesaba el bosque.
«Funcionará, funcionará, tiene que funcionar».
Tan pronto como llegó al límite del bosque de Aschen y vio la muralla
de la ciudad elevándose ante ella, sintió un profundo tirón en el interior de
su pecho. De algún modo, aquel lugar había empezado a parecerle un hogar,
más de lo que Märchenfeld lo había sido nunca. Todo lo que amaba de su
antigua vida había desaparecido, se lo habían arrebatado.
Todo lo que amaba ahora estaba allí, en el interior de aquellas murallas.
Si el velo caía para siempre, aquella ciudad desaparecería. Serían las
primeras víctimas de los demonios.
No podía dejar que eso ocurriera.
Serilda atravesó las tranquilas calles. Aunque las ruedas de las carretas
y los carruajes habían abierto surcos en la nieve, estos se estaban llenando
rápidamente de nuevo. Todo estaba tranquilo y silencioso; la mayoría de la
gente estaba a resguardo en sus hogares, de cuyas chimeneas se alzaba el
humo. Pasó junto a un joven qué estaba esparciendo semillas ante un grupo
de gallinas, y junto a un hombre que estaba quitando con una pala la nieve
del peldaño de su entrada, y junto a una anciana que caminaba con la
cabeza cubierta y una cesta de olorosos bollos calientes en el brazo.
Nadie vio a Serilda, que estaba cerca, pero oculta tras el velo. Un
espíritu que ni siquiera dejaba huellas en el manto de nieve.
Se dirigió a la taberna y se coló por la puerta delantera justo cuando
Frieda salía, canturreando y portando un puñado de libros. Se detuvo un
instante cuando pasó al lado de Serilda, con un escalofrío. Miró a su
alrededor con expresión curiosa, antes de dejarlo pasar y seguir tarareando
en dirección a la biblioteca.
El comedor estaba vacío: la nieve o la ominosa Luna Eterna alejaban a
los ciudadanos. Serilda se dirigió a la segunda planta. Había una puerta
abierta al final del pasillo, donde podía oír el delator sonido de una rueca
chirriando diligentemente, junto con la voz aguda de Leyna.
Serilda atravesó el pasillo, y ya sonreía cuando llegó a la puerta.
En la habitación hacía frío, debido a la ventana abierta, en cuyo alféizar
se estaba agolpando la nieve. A pesar del frío, Serilda notó que el calor la
inundaba al entrar.
Envuelto en una chaqueta y una bufanda, Gild estaba sentado ante la
rueca, introduciendo hebras de lana en el orificio del caballete y accionando
el pedal con el pie mientras las hebras de brillante oro envolvían la bobina
como si fuera lo más natural del mundo. En una mesa, a su lado, había una
bandeja con embutidos y quesos.
Leyna estaba sentada en la alfombra con las piernas cruzadas, usando
un peine para separar las fibras de lana y prepararlas para que Gild las
hilara. Estaba hablando de una broma que uno de sus amigos le había hecho
una vez al supersticioso viejo que vivía subiendo la colina, y Gild estaba
sonriendo, quizá con demasiado entusiasmo.
Verlos hizo que las terminaciones nerviosas de Serilda cantasen con una
indescriptible alegría.
Estaban a salvo. Gild estaba vivo (no maldito, ni atrapado), y ya no era
el poltergeist que había merodeado siempre por el castillo de Adalheid.
Es más: al fijarse en la estancia, descubrió que había estado muy
ocupado.
Había un montón de hilo dorado apilado contra las paredes. Parte de él
estaba trenzado para formar gruesas cadenas, como las que usaban los
cazadores, pero otra gran parte del hilo estaba retorcido y forjado para
formar flechas, espadas, dagas y lanzas. Serilda se preguntó si Gild habría
dormido.
Era más de lo que podría haber esperado.
Las doncellas del musgo estarían entusiasmadas. Más que nunca, al
menos.
Mordiéndose el labio inferior, Serilda entró en la habitación y se
arrodilló junto a la rueca.
—¿Gild?
¿Había imaginado la vacilación de sus dedos?
Pero entonces Leyna le entregó otro montón de lana y regresó a su
trabajo.
Serilda se inclinó hacia delante y trató de apartarle el mechón de cabello
que le cubría los ojos, pero sus dedos lo atravesaron.
Gild frunció el ceño y se rascó la frente.
Con un suspiro, Serilda miró por la ventana. Todavía quedaban horas
para el ocaso.
Un graznido fuerte la hizo sobresaltarse.
Un nachtkrapp aterrizó en el alféizar y se quitó los copos de nieve de
sus harapientas plumas. El instinto de Serilda fue lanzarse sobre él,
expulsarlo y cerrar la ventana.
Pero Leyna arrulló al ave.
—Bienvenido otra vez, Helgard. Erlen está en la otra habitación,
trabajando en su tapiz.
Helgard parecía mirar a Leyna a través de sus cuencas vacías. Después
ladeó la cabeza, y Serilda estuvo segura de que, aunque no pudiera verla,
podía sentirla.
Se levantó.
—¿Me recuerdas?
El ave agitó las plumas, y después bajó del alféizar de un brinco y voló
hacia el pasillo.
Gild dejó de hilar para mirar al pájaro con el ceño fruncido, antes de
hacerlo en la dirección de Serilda, con recelo.
—¿Has oído algo?
Leyna dejó de pellizcar la lana.
—¿Mi madre me ha llamado?
Gild no respondió. Después de un momento, negó con la cabeza y se
metió un cuadradito de queso en la boca.
—¿Sabes? Poder aceptar comida como pago por el hilado es una de las
mejores cosas que me han pasado nunca. Me encanta estar aquí. No quiero
marcharme nunca.
Leyna se rio.
—¿Queso a cambio de oro? Cualquier ciudad del mundo aceptaría ese
trato.
Erlen apareció en el umbral con Helgard posado en su hombro y una
expresión preocupada en la cara.
—¿Qué pasa? —le preguntó Gild.
Ella lo miró, con los ojos muy abiertos y mordiéndose el interior de la
mejilla. Abrió la boca para hablar, pero dudó y la cerró.
—¿Qué? —insistió Gild.
—¿Casi has terminado? —le preguntó ella.
—Casi. —Gild señaló los últimos fragmentos de lana—. Sacaré otra
media docena de flechas de esto. Habremos terminado al anochecer.
Erlen asintió.
—¿Cómo va el tapiz? —le preguntó Leyna—. ¿Podemos verlo ya?
—No —dijo Erlen, quizá con demasiada brusquedad. Después se
sonrojó y subió los hombros hasta sus orejas—. No está terminado. Pero…
lo estará. Al anochecer. Solo quería tomarme un descanso. Para ver cómo
van las cosas.
—Pareces nerviosa —dijo Gild.
Erlen se puso seria y levantó la barbilla.
—No estoy nerviosa —le espetó, antes de marcharse de la habitación.
Leyna y Gild intercambiaron una mirada.
—A mí también me ha parecido nerviosa —dijo Leyna.
—Mucho —contestaron Gild y Serilda, aunque nadie la oyó a ella.
No importaba… Ya tenía la información que necesitaba, y una de las
palomas mensajeras de las doncellas del bosque estaba esperando fuera de
la posada para llevar la información de vuelta al campamento. Serilda buscó
el papel de abedul y el carboncillo que le habían dado las doncellas del
musgo e hizo inventario de las armas disponibles.
Cuando terminó, se detuvo apenas lo suficiente como para inclinarse
sobre Gild y darle un beso en la mejilla.
Él se sobresaltó y se llevó una mano a la cara. Sus ojos se movieron por
la habitación.
Serilda se rio.
—Te veré pronto —susurró, y corrió por el pasillo y volvió a bajar las
escaleras—. Ah… ¡Buenos días, Lorraine! —trinó, viendo a la alcaldesa
detrás del mostrador—. Bonita noche para asaltar el castillo, ¿no te parece?
Casi había atravesado la estancia cuando la puerta delantera se abrió de
repente con un golpe sonoro.
Serilda se detuvo en seco, sorprendida, mientras una ráfaga de viento y
nieve se colaba en el interior y una figura aparecía, recortada por la luz gris
de la tarde.
Una figura con un largo cabello castaño y una capa escarlata.
A Serilda se le heló la sangre en las venas cuando la mujer se bajó la
capucha, revelando unos astutos ojos negros con ruedas doradas. Cerró la
puerta con la bota y dio un paso tambaleante, sujetándose el vientre
abultado.
Lorraine contuvo un gemido.
—¡Serilda! ¿Eres…? ¿Eres tú?
Rodeó el mostrador, atravesando a la Serilda invisible mientras se
acercaba a la mujer, que se había apoyado en el respaldo de una silla.
Perchta miró a Lorraine a los ojos y tomó una sibilante inspiración a
través de los dientes.
—Necesito una habitación —dijo con brusquedad—. Y una matrona.
Capítulo 51

B
— ueno, que me aspen —murmuró Lorraine, llevándose una mano a la
boca—. Serilda… ¿Cuándo…? ¿Cómo…?
Perchta apretó el respaldo de la silla, con los nudillos blancos. Le
mostró los dientes a Lorraine.
—No hay tiempo. ¡Ayúdame!
Era más una orden que una petición, y la sorpresa hizo que Lorraine se
tensara.
—Yo… Sí, por supuesto. Vamos, te llevaré a una de las habitaciones.
Dejó que Perchta se apoyara en ella mientras Serilda volvía a subir
corriendo las escaleras, de dos en dos. Tan pronto como llegó al rellano, oyó
que Lorraine llamaba a Leyna a gritos.
Serilda corrió por el pasillo y se detuvo en la entrada justo cuando la
niña se levantó.
—¿Sí, mamá? —gritó.
—¡Ven, rápido! —exclamó Lorraine—. ¡Y trae algunas toallas!
—¿Toallas?
Leyna miró a Gild con el ceño fruncido. Este se encogió de hombros y
empezó a levantarse.
—No —dijo Serilda, extendiendo los brazos—. ¡No vayas!
—¡Es Serilda! —El grito de Lorraine llegó acompañado del crujido de
los peldaños inferiores—. ¡Ha vuelto! ¡Date prisa!
—¿Serilda? —exhaló Gild. Sus ojos se llenaron de sorpresa y se
apresuró a la puerta.
—¡No! —gritó Serilda, intentando detenerlo. Su mano atravesó el
hombro y el brazo del joven, agarrando la nada—. ¡Gild, no!
El joven dudó y se frotó el codo, con la piel erizada de repente.
Las escaleras crujieron, seguidas de un gemido bajo y dolorido.
Gild miró el pasillo, con la esperanza iluminándole la cara. Dio otro
paso.
Serilda probó de nuevo, intentando agarrar esta vez el medallón de su
cuello.
Sus dedos se toparon con el frío metal. Apretó los dientes y tiró;
consiguió tensar el collar en el cuello de Gild solo un instante antes de que
las fuerzas la abandonaran y se le escapara la cadena.
Pero fue suficiente. Gild se detuvo y se llevó la mano a la garganta. Se
giró, examinando la habitación.
Cuando Leyna intentó pasar junto a él, Gild le agarró el hombro.
—Espera.
La niña lo miró con la boca abierta.
—Pero Serilda…
—No es ella —dijo, palideciendo—. Es Perchta.
El horror cubrió el rostro de Leyna.
—¿Qué? ¿Cómo…? ¿Cómo lo sabes?
Gild cerró la puerta mientras la tarima del pasillo gemía.
—¿Recuerdas lo que te contamos? —le dijo, bajando la voz—. ¿Lo que
pasó en Gravenstone?
Leyna se quedó sin respiración.
—¡Ma…! ¡Mamá! ¡Mamá está ahí fuera! ¡Ella no lo sabe!
Intentó alejarse de Gild, pero este la detuvo.
—No puedes dejar que Perchta descubra que sabes la verdad. Tienes
que fingir que es de verdad Serilda.
Leyna se quedó boquiabierta.
En el pasillo escucharon un grito de dolor seguido de la voz de
Lorraine, más tensa.
—¡Leyna! ¡Ahora!
—¿Perchta va a tener un bebé?
—Yo… Eso creo. Sí.
—¿Qué hago?
—Ve —dijo Gild—. Haz lo que te diga tu madre, pero no… no dejes
que Perchta se entere de que Erlen y yo estamos aquí. ¿Podrás hacerlo?
Leyna tragó saliva con dificultad y asintió bruscamente.
Gild la soltó.
—Todo saldrá bien.
La niña se acercó a la puerta con vacilación, y después cuadró los
hombros y salió al pasillo. Tan pronto como se marchó, Gild examinó de
nuevo la habitación.
—¿Serilda? ¿Estás aquí?
Al ver la ventana abierta, Serilda usó toda su voluntad para tirar un
puñado de nieve a la alfombra.
Gild inhaló, tembloroso.
—Te he echado de menos —le dijo—. Ojalá pudiera hablar contigo.
La emoción inundó la cara del chico, pero se deshizo de ella rápido.
—Tengo que advertir a Erlen.
—Por supuesto. Ve —dijo Serilda.
Gild acababa de empezar a caminar hacia la puerta cuando Erlen entró,
con los ojos muy abiertos.
—¿Qué está pasando? —susurró—. ¡Lorraine ha mandado llamar a una
matrona!
Mientras Gild se explicaba, Serilda siguió por el pasillo el sonido de los
gemidos de Perchta.
Lorraine la había llevado a una de las habitaciones de invitados y había
dejado solo las sábanas en la cama. Perchta estaba tumbada sobre una
montaña de almohadas, con los ojos frenéticos y los dientes apretados
mientras la posadera vertía una jarra de agua en una palangana. Leyna no
estaba a la vista.
—Todo saldrá bien, cariño —dijo Lorraine con dulzura—. La matrona
está de camino.
—No me llames así —le espetó Perchta.
Lorraine se rio con nerviosismo.
—El dolor cambia a la gente, ¿verdad? —Mojó una toalla en el agua y
la escurrió—. Intenta respirar profundamente. —Pue a colocarle la toalla
sobre la frente, ya cubierta de sudor, pero Perchta se la arrebató con un
gruñido.
Lorraine retrocedió con brusquedad.
Perchta resopló, se colocó la toalla en la frente y volvió a derrumbarse
sobre las almohadas.
—Qué mal momento —dijo—. Espero que merezca la pena.
—Toma, mamá —dijo Leyna, acercándose con un montón de toallas
limpias.
—Bien, bien, déjalas ahí —contestó Lorraine—. Todavía no le he
contado a Serilda la maravillosa noticia. He pensado que te gustaría hacerlo
a ti. Quizá eso la ayude a no pensar en el dolor.
Los ojos de Leyna se volvieron tan redondos como la luna llena que se
avecinaba.
—Eh… Sí. —Sonrió a Perchta de oreja a oreja, antes de encogerse bajo
la dura mirada de la cazadora. Se aclaró la garganta—. ¡Mamá y Frieda se
casaron el mes pasado!
Lorraine se rio.
—No esa noticia, tontuela —dijo, y después señaló a Perchta—. La
noticia sobre nuestros invitados especiales. Esos que Serilda estará
encantada de ver.
Leyna negó bruscamente con la cabeza, un gesto que Perchta se perdió
solo porque había cerrado los ojos cuando la golpeó la siguiente dolorosa
contracción.
Lorraine frunció el ceño.
—¿Qué…?
—¡Es una sorpresa! —dijo Leyna—. Dejemos… Dejemos que sea una
sorpresa. Dejemos que ella se concentre en… esto. —Señaló la cama—. Ya
es suficiente excitación por ahora, ¿no te parece?
Lorraine frunció los labios.
—Puede que tengas razón. Solo he pensado que se alegraría mucho…
Leyna se aclaró la garganta.
—No le digas nada todavía. ¿Qué hago, mamá?
—¡Oh! Eh… ¿Podrías poner un cazo de agua a hervir?
—¡Por supuesto! —Leyna comenzó a marcharse, pero se detuvo en la
puerta y se llevó un dedo a la boca—. ¡No se lo digas! —susurró antes de
marcharse corriendo de la habitación.
Perchta gruñó.
—¿Decirme qué?
Lorraine se rio con nerviosismo.
—Nada. Creo que acabo de oír un carruaje fuera. Esa debe de ser la
matrona.
Era la matrona, que un momento después entró corriendo en la
habitación con el cabello en un tenso recogido y una expresión sensata en la
cara. Su aparición llevó una sensación de calma a la habitación, y aunque
Lorraine era una de las mujeres más capaces que Serilda había conocido,
sabía que la posadera se sentía aliviada de poder pasarle la responsabilidad
a una profesional.
Serilda también se sentía aliviada. Odiaba a Perchta con toda su alma,
pero el niño… Deseaba con todas sus fuerzas que el niño naciera sano y
fuerte.
Se detuvo en la esquina, tragándose su envidia por que Perchta estuviera
experimentando algo tan valioso, tan milagroso, odiando que le hubieran
robado aquel momento. Y, aun así, cuando los gritos empezaron de verdad,
descubrió que se sentía un poco menos decepcionada.
Lorraine y la matrona estaban atareadas. Leyna iba y venía, corriendo a
por cualquier cosa que necesitaran. Perchta agarró las sábanas y maldijo a
gritos aquel «frágil y patético cuerpo mortal» e ignoró las miradas
desconcertadas que se intercambiaban a su alrededor. Serilda la observó,
conteniendo el aliento, sintiéndose desconectada de todo. Aquel momento
debería haber sido suyo.
Entonces, de repente, se oyó un nuevo grito.
Agudo y apabullado, un grito que rasgó las entrañas de Serilda.
Dio un paso adelante, intentando mirar sobre la matrona, que seguía a
los pies de la cama.
—Aquí está —dijo la mujer, cortando el cordón umbilical y tomando al
recién nacido en sus brazos—. Es una niña.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Serilda al verla arrugada y
sonrosada, con una mueca furiosa y una mata de cabello de un dorado
rojizo. Intentó tocarla, pero sus brazos se encontraron solo con el aire. Se
mantuvo cerca, con lágrimas en las mejillas, mientras Lorraine tomaba al
bebé y lo lavaba.
—Hola —susurró Serilda, deseando desesperadamente que la niña
pudiera oír su voz y supiera que era su madre quien hablaba. Su madre,
abrumada por un amor tan poderoso que casi la ponía de rodillas. Su madre,
que haría cualquier cosa por ella, cualquier cosa.
Lorraine envolvió a la niña en una manta limpia mientras Serilda se
mantenía cerca, deseando sostener al bebé. No estaba segura de cuándo
había comenzado a llorar de verdad, pero no pudo contener los sollozos
cuando Lorraine colocó a la niña en los brazos de Perchta.
—Háblale —la animó la matrona—. Querrá oír la voz de su madre.
Perchta se incorporó contra las almohadas, con la piel sonrojada y el
cabello húmedo por el sudor, y miró la cara de la niña. Había dejado de
llorar y se retorcía con curiosidad. Entonces arrugó la cara y abrió los ojos
lentamente.
Serilda contuvo el aliento.
La niña tenía sus ojos. Los ojos de Wyrdith. Iris negros con dos
perfectas ruedas doradas.
—Ahijada de Wyrdith —murmuró Perchta, trazando un dedo en
círculos sobre las mejillas del bebé—. Qué dulce.
—¿Qué nombre le pondrás? —le preguntó la matrona.
Serilda se mordió el labio, pensando. Había temido elegir un nombre
para el bebé, porque le preocupaba que hacerlo tan pronto le diera mala
suerte, una superstición absurda, habría dicho el Erlking.
Perchta solo sonrió.
—Los nombres tienen demasiado poder como para ser otorgados tan
fácilmente.
Leyna entró de nuevo en la habitación.
—He oído… ¿Es…? —Su mirada se posó en el bulto entre los brazos
de Perchta.
—Una niña —dijo Lorraine—. Completamente sana. —Apoyó una
mano en el hombro de Perchta—. Te prepararemos una habitación con
sábanas limpias. Puedes quedarte y descansar tanto como necesites.
Perchta resopló y se apartó de la mano de Lorraine.
—No necesito descansar, no en la Luna Eterna. Lo que necesito es una
nodriza.
La matrona dejó escapar una carcajada desconcertada.
—¡Una nodriza! ¿Qué eres tú, la reina?
Perchta le dedicó una mirada letal que cortó su risa en seco.
—No hay nodrizas en Adalheid —dijo, más seria—. Tendrás que
alimentar a la niña tú misma. Tú… eres su madre.
Perchta suspiró.
—Bien. Entonces necesitaré una niñera, al menos durante la noche. —
Echó un vistazo a Leyna—. Tú servirás. Ven, tómala en brazos.
—¿Qué? ¿Yo? —replicó ella, aceptando al bebé en sus brazos.
Perchta sacó las piernas de la cama. Lorraine y la matrona gritaron y
corrieron a detenerla.
—¡Tienes que descansar! —exclamó la matrona—. ¡Acabas de dar a
luz!
—No voy a descansar. Me necesitan en el castillo.
—¡En el castillo! —dijo Lorraine—. Serilda, sé sensata. Comprendo
que tú y ese príncipe habéis estado planeando…
—¿Príncipe? —dijo Perchta, con una llamarada en los ojos—. ¿Qué
príncipe?
Lorraine retrocedió, sorprendida, y después señaló la pared y, al otro
lado del pasillo, la habitación donde Gild se había hospedado todo el mes.
—Eso era lo que íbamos a contarte antes. Tu príncipe nos lo ha contado
todo, y está…
—¡En el castillo! —gritó Leyna.
Lorraine se sobresaltó.
—¿Qué?
—Está esperándote en el castillo —insistió Leyna, meciendo al bebé
nerviosamente en sus brazos—. Me ha pedido que te contara que iba a
marcharse antes. Para esperar la salida de la luna y preparar una trampa.
Para los cazadores.
Perchta levantó una ceja y no dijo nada durante un largo momento.
Después, una sonrisa lenta y cruel apareció en su rostro.
—Entiendo. Bueno. Como la Luna Eterna está a punto de salir, no le
haré esperar.
Serilda parpadeó. En cierto momento, Leyna había encendido las velas
de la habitación. En cierto momento, la nieve había dejado de caer y el cielo
se había oscurecido.
El sol se estaba poniendo.
El velo estaba a punto de caer.
Serilda contuvo el aliento y se marchó corriendo de la habitación. A su
espalda, oyó a Lorraine suplicándole a la cazadora que se tumbara.
Entonces lo sintió. Ese hormigueo que corría sobre su piel. Como una
oleada de un nuevo calor extendiéndose sobre el mundo, siempre una
sorpresa después de ver una paleta tan tenue durante tanto tiempo.
El velo había bajado.
—Deja de lloriquear y tráeme mis botas —exigió Perchta—. Y tú…
¿No puedes hacer que la niña deje de llorar?
El bebé no estaba llorando, en realidad no, pero empezaba a ponerse
nervioso.
—Puede que tenga hambre —dijo Leyna, vacilante.
—Tendrá que esperar.
—¡Serilda! —dijo Lorraine—. ¿Qué te ha entrado?
Serilda se escondió en una habitación vacía, dejando una pequeña
rendija abierta. Segundos después, Perchta emergió y atravesó el pasillo,
con Leyna y el bebé envuelto pisándole los talones.
—Estoy bien —le aseguró Perchta—. Nunca antes he descansado
durante una luna llena, ¿por qué debería empezar ahora?
—¿Lorraine? ¿Leyna? —dijo una voz desde abajo. Frieda—. Me ha
parecido oír… ¡Oh! ¡Serilda!
—¡Aparta! —gritó Perchta.
Cuando el pasillo se quedó en silencio de nuevo, Serilda salió de la
habitación y miró la escalera. Vio que Perchta agarraba su capa, que había
dejado sobre el mostrador, y se la ponía sobre los hombros.
—¡Dice que se va al castillo! —gritó Lorraine—. Minutos después de
haber tenido un bebé. Y quiere que Leyna vaya con ella. Serilda, estás
siendo ilógica. No puedes…
La vibración del acero la silenció.
Serilda contuvo el aliento y se llevó una mano a la boca.
Perchta había sacado un cuchillo de caza de algún sitio del interior de la
capa y lo sostuvo contra el pecho de Lorraine, justo sobre su corazón.
Leyna y Frieda se quedaron paralizadas, aterradas.
—Haré lo que me plazca —les aseguró Perchta—. Muchas gracias por
vuestra ayuda, pero vuestros servicios ya no son necesarios. Vamos, niña.
No te demores.
Con un movimiento de la mano, guardó el cuchillo y le dio a Leyna un
empujón hacia la puerta.
La niña tropezó, pero consiguió recuperar el equilibrio. El bebé
comenzó a llorar.
—¡Le…! ¡Leyna! —gritó Lorraine—. ¿Qué está pasando? ¡Leyna!
Agarrando contra su pecho a la llorosa recién nacida, Leyna miró a su
madre. Después su mirada se deslizó sobre su hombro… hasta la escalera.
Sus ojos se encontraron con los de Serilda. Contuvo un gemido.
Perchta la empujó hacia la puerta y se marcharon.
Capítulo 52

Serilda subió corriendo la escalera y atravesó la puerta al final del pasillo,


la habitación donde había visto a Gild hilando. En cuanto la puerta se cerró
a su espalda, sintió la fría presión del metal contra su garganta.
Se detuvo en seco con un chillido.
—¡Quieta ahí, cazadora! —gritó Erlen, agarrando la espada con ambas
manos. Estaba sobre el taburete de hilar de Gild, justo al otro lado de la
puerta, para ser lo bastante alta como para mantener la espada contra su
cuello.
Gild estaba al otro lado de la habitación, con una flecha preparada en un
arco, apuntándole al corazón.
—Soy yo —dijo Serilda, levantando las palmas—. Soy Serilda. Lo juro.
—Demuéstralo —le espetó Erlen.
—¡El velo acaba de caer! —Tomó una inspiración temblorosa—. ¿Que
lo demuestre? ¡No sé cómo! Escuchad, Perchta ha tenido al bebé. Es una
niña preciosa, pero Perchta ha dicho que tenía que regresar al castillo y se
ha llevado a Leyna con ella para que cuide del bebé mientras ella…
mientras los oscuros… Pronto pedirán el deseo, ¡no tenemos tiempo para
esto! Tenemos que ayudar a Leyna, recuperar al bebé y…
Gild bajó el arco.
—¡Serilda! ¡Eres tú!
—Oh, por favor —dijo Erlen—. ¡No ha dicho nada convincente!
—¡Suéltala, Erlen!
La princesa resopló y bajó la espada.
—Si te mata, luego no te quejes.
Serilda sollozó y cruzó la estancia hasta los brazos de Gild. Él la abrazó
rápidamente, tirando la flecha y el arco para poder hacerlo.
El momento no duró mucho. Serilda contuvo el aliento y se apartó, le
clavó los dedos en los hombros.
—¡Se ha llevado a Leyna!
—¿Y los dioses? —le preguntó Gild.
Serilda hizo una mueca. Había olvidado que Gild y Erlen no lo sabían.
—Encontré a Wyrdith, pero… los cazadores aparecieron y apresaron
tanto a Wyrdith como a Tyrr. Los tienen. A los siete.
Erlen maldijo entre dientes.
—Entonces nos hemos quedado sin tiempo de verdad —dijo Gild—.
Erlen, prepara las armas.
Se apartó de Serilda y se colocó una vaina en el cinturón y un carcaj de
flechas a su espalda.
—Tengo una buena noticia —dijo Serilda, y les contó lo de las
doncellas del musgo y su plan.
Gild asintió.
—Los ciudadanos han decidido ayudarnos, los que tienen cierta
destreza con el arco, pero no son guerreros como las doncellas del musgo.
Erlen, ¿podemos enviar a algunos de tus monstruos para que se reúnan con
ellas y comiencen a organizar el reparto de las armas? —El chico tenía una
mirada intensa y concentrada de un modo que Serilda rara vez le había visto
—. Entraremos en el castillo y los entretendremos tanto como sea posible.
—No… ¡Espera! Tú no puedes —dijo Erlen, levantando la mirada del
manojo de flechas que había guardado apresuradamente en un carcaj. Se
levantó de repente, con los ojos muy abiertos—. Gild, tú tienes que
quedarte aquí.
Él pestañeó.
—¿Qué? Decidimos que yo lideraría el ataque.
Ella negó furiosamente con la cabeza.
—No puedes. Quise decírtelo antes, pero no sabía cómo, y después, con
lo de Perchta… —Tragó con dificultad—. He terminado el tapiz. ¡Y… tú
no puedes ir!
Gild apretó la empuñadura de su espada.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué te ha mostrado?
Erlen movió el brazo, indicándoles que la siguieran, y corrió por el
pasillo.
—¡No tenemos tiempo para esto! —se quejó Gild, aunque salió tras
ella.
Pero, tan pronto como entró en la otra habitación, se detuvo.
Serilda entró tras él y miró el tapiz en el enorme telar. La artesanía era
tan impecable como se esperaba de Erlen; los colores eran asombrosos y
vibrantes, atravesados por el destello ocasional del hilo dorado.
Pero la imagen era horrible.
El tapiz mostraba a Gild arrodillado y encorvado sobre el suelo, con una
espada atravesándole la espalda.
Era tan horrible que, durante mucho tiempo, Serilda apenas pudo
respirar.
—Lo he terminado esta tarde —dijo Erlen. Parecía a punto de echarse a
llorar—. Quiero decir, terminé esta parte del tapiz hace días, pero
esperaba… Tenía que creer que había algo más. Y aquí está, obviamente,
pero no es lo que esperaba.
—Por favor, explícalo —le pidió Gild con voz ronca.
Erlen pasó sus dedos temblorosos sobre la imagen.
—Aquí arriba vemos a los siete dioses con forma animal —dijo,
señalando a las siete bestias con las que Serilda se había familiarizado—. Y
aquí estás tú… muriéndote, obviamente. Pero allí… ¿Ves? Los dioses son
libres. —A la izquierda y a la derecha de Gild había siete figuras con
coloridas capas. Serilda reconoció a Wyrdith por la pluma dorada que
llevaba en la mano—. Y aquí… —Erlen señaló sin ganas la parte inferior
del tapiz, donde una serie de figuras sombrías habían caído a un tajo abierto
en el terreno— los oscuros, en el Verloren. Creo… ¡No lo sé! —Erlen dio
un pisotón, malhumorada—. ¡No sé qué pensar! Los mensajes de los tapices
no siempre están claros.
—Eso no es cierto —dijo Gild, sonando extrañamente distante mientras
miraba la trágica imagen—. Estabas intentando tejer un tapiz que nos
enseñara cómo derrotar a los oscuros. Así que… quizá sea así.
—No —replicó Serilda—. Gild, no puedes pensar…
—No lo comprendo bien, ni por qué ni cómo, pero quizá… quizá mi
muerte los libere. Mira. —Señaló las cadenas, fabricadas con hilo dorado,
que ataban a las siete bestias. Abajo, las cadenas estaban rotas a sus pies.
—Ahora somos mortales —susurró Erlen—. Si te mueres, será para
siempre.
—Pero ¿por qué? —dijo Serilda—. ¿Por qué tienes que morir para que
esto ocurra?
Él negó con la cabeza.
—No lo sé. Pero Erlen ha usado mi hilo en su diseño, y creo que eso
hace que este futuro no se pueda cambiar. Ese era el objetivo, ¿no? —Miró
a su hermana—. Liberamos a los dioses, derrotamos a los oscuros. Esto
es… Esto es bueno. Esto era lo que queríamos.
—¿Que tú murieras? —gritó Serilda.
Al mismo tiempo, Erlen exclamó:
—¡Esto no es lo que esperábamos!
Gild hizo una mueca.
—No tenemos tiempo para discutir. Si tengo que morir para que el
Erlking no consiga lo que quiere, lo haré. Para protegeros… a ambas. Y…
—Miró a Serilda, con los ojos brillantes—. Y a nuestro bebé. A nuestra
hija.
—No —dijo Serilda—. Nuestra hija te necesita. Este no puede ser el
único modo.
—Serilda…
—Prométemelo. —Le agarró las manos—. Prométeme que no irás a ese
castillo. Al menos danos a mí y a las doncellas del musgo una oportunidad.
Quizá no te necesitemos. Quizá podamos hacer esto solas.
—Pero el tapiz…
—¡Se equivoca! Tiene que estar equivocado. —Señaló a Erlen—.
Nunca había tejido nada con hilo bendecido por un dios. ¡Solo estamos
haciendo suposiciones! El futuro no está predeterminado. ¿No fue eso lo
que dijiste?
Erlen tomó aire, temblorosa. Parecía dolida.
—Cuando hay dos futuros posibles, el tapiz muestra ambos. Pero esto…
Solo hay una imagen aquí. Esta.
—No. Esto no está bien. Tu don debe funcionar de otro modo con el
hilo dorado.
—Sí —dijo Gild—. Esto hace que el tapiz sea indestructible. Como
pensamos.
—No vamos a discutir si el rey tiene barba —replicó Erlen—. La
cuestión es que, si vas esta noche al castillo, morirás.
Serilda colocó las manos a cada lado de la cara de Gild.
—No puedo perderte a ti también.
Él se puso serio. Soltó un largo suspiro; después la abrazó y la besó,
clavándole los dedos en la parte de atrás de la capa.
Cuando el chico se apartó, había lágrimas en sus mejillas.
—De acuerdo —susurró—. No iré con vosotras. Por favor… Por favor,
tened cuidado.
Serilda asintió.
—Traeré a nuestra hija. No fallaré.
Se giró hacia Erlen y repasó el plan rápidamente, decidiendo dónde y
cómo les entregarían los monstruos las flechas de punta dorada a las
doncellas del musgo.
—Tengo que darme prisa —dijo Serilda—. Planear no nos servirá de
nada si llego demasiado tarde y no puedo evitar que el Erlking pida el
deseo.
Le dio a Erlen un abrazo rápido y besó a Gild una vez más antes de
bajar corriendo las escaleras.
Lorraine estaba sollozando en una de las mesas. Frieda estaba a su lado,
haciendo todo lo posible por consolarla, pero ella también lloraba. Y, en los
minutos que habían pasado desde que Serilda había subido las escaleras,
parecía que habían llegado la mitad de los ciudadanos.
Cuando Lorraine vio a Serilda, soltó un chillido y se levantó tan rápido
que volcó la silla a su espalda.
—¡Serilda! Tú… ¿Cómo…?
—No tengo tiempo de explicártelo, pero Gild te lo contará todo. —
Tomó la mano de Lorraine—. Siento todo el dolor y los problemas que te he
causado. Te prometo que haré todo lo posible para traer a Leyna de vuelta.
—¿Qué…? ¿Qué vas a hacer?
Serilda no contestó, en parte porque no estaba totalmente segura.
Marcharía al castillo del Erlking. Salvaría a los siete dioses. Rescataría a
su hija y a la de Lorraine. Evitaría que el Erlking destruyera el velo que
protegía el reino mortal. Llamaría a la gente del bosque y enviaría a los
demonios de nuevo a la tierra de los perdidos.
Todo ello parecía imposible.
Solo un cuento de hadas.
Pero ella era la hija de Wyrdith. Historias y mentiras. Fortuna y destino.
Eso tenía que significar algo.
Caminó con decisión hacia la noche, donde las nubes plateadas se
arremolinaban frente a la Luna Eterna y la nieve crujía bajo sus botas. El
castillo de Adalheid se cernía sobre el lago; la luz de las chimeneas
iluminaba sus ventanas. El puente adoquinado estaba bordeado de
antorchas. Aunque la noche estaba inquietantemente silenciosa, también
había serenidad en ella, todo cubierto por la nieve brillante. Su aliento
danzaba en el aire. Las tranquilas olas lamían la orilla.
No veía a las doncellas del musgo. No veía a los monstruos de Erlen.
Pero sabía que estaban cerca. Camuflados en la noche. Sigilosos como
arañas, reuniendo las armas y las provisiones.
Serilda no estaba sola.
Y lo habría hecho de todos modos, aunque lo hubiera estado.
Al otro lado de las puertas del castillo, Perchta y el Erlking tenían a su
hija. Tenían a Leyna. Tenían a los siete dioses…, incluyendo a su madre. La
garita estaba abierta, llamándola. El patio que había más allá era como una
pintura; la luz de la luna iluminaba los muros de piedra gris, la nieve recién
caída, que se mantenía inmaculada, excepto por dos pares de huellas: las de
Perchta y las de Leyna.
Cerró los puños y avanzó sobre el puente levadizo. El torreón se alzaba
ante ella, con todos sus salientes espolvoreados de nieve. El patio destellaba
como un sueño. Podía oír los tranquilos resoplidos de los caballos en los
establos, el crepitar de las antorchas en los muros.
No necesitaba ser sigilosa. Quería llamar la atención. Aquella noche,
ella sería la distracción.
Pero, por el momento, no había nadie a quien distraer.
Casi había llegado al torreón cuando oyó el llanto agudo de un bebé,
lejano pero tan angustiado que a Serilda le dolió el corazón.
Corrió hacia el sonido, segura de que no provenía del interior del
torreón, sino más bien de los jardines. Muchas veces había huido de estos.
Había huido de aquel castillo, con sus monstruos y espectros. Ya no huiría
más.
Esta vez, quería que el Erlking supiera que iba a por él.
Capítulo 53

Los oscuros estaban reunidos en la casa de fieras, junto con un sinfín de


monstruos; sus antorchas proyectaban las sombras de las jaulas gigantes
contra las paredes del castillo. Nadie había visto a Serilda aún mientras
atravesaba el jardín, con sus árboles y setos cubiertos de nieve. Estaban
demasiado concentrados arrastrando a las siete bestias cautivas, todas
sujetas con cadenas doradas.
Leyna estaba a un lado, meciendo y acallando a la recién nacida, que se
negaba a calmarse.
—¿Quieres callarla? —le espetó Perchta, uniendo las cadenas entre el
grifo y el tatzelwurm. Freydon y Huida.
—Lo estoy intentando —dijo Leyna. Sonaba desesperada—. Tiene
hambre. ¡Todavía no la has alimentado!
—No pasa nada, amor mío —comenzó el Erlking, quitándole las
cadenas a la cazadora—. Ocúpate de nuestra hija. No aguantará para
siempre, y no debe darte vergüenza disfrutar de tu primera noche con ella.
—No me da vergüenza —murmuró Perchta—. Es solo que no esperaba
que un recién nacido fuera tan molesto. Los otros que me diste eran mucho
más independientes.
A pesar de su queja, le quitó la niña a Leyna. La expresión de Perchta se
suavizó cuando miró el rostro lloroso del bebé, y la tensión desapareció de
su voz.
—Son extraños estos pequeños mortales. Tan desvalidos.
Leyna la miró con temor, como si quisiera volver a arrebatarle a la niña.
Como si esperara que Perchta se dirigiera a las jaulas y le diera el bebé al
guiverno.
Solo se relajó cuando Perchta se bajó el corpiño para que el bebé
mamara.
Mirándola desde detrás de un seto, Serilda apretó la mandíbula. Ella era
la madre de esa niña. Debería estar alimentándola ella, cuidándola,
meciéndola en sus brazos protectores.
Todo aquello estaba mal, mal, mal.
Se preparó y estaba a punto de dirigirse a la casa de fieras cuando algo
afilado le presionó la espalda.
Contuvo un grito y se detuvo.
—Hola, fantasmita —se burló una voz—. ¿Qué haces merodeando por
aquí?
Serilda giró la cabeza lo suficiente como para ver al cazador, con la piel
de un dorado oscuro y un rostro que era poesía. Pero Serilda se había
acostumbrado a la belleza sobrenatural de los demonios, y ahora solo veía
lo que había debajo: crueldad, egoísmo y codicia.
—Oí que el Erlking iba a celebrar un baile —dijo Serilda—. Aunque mi
invitación se perdió. Esos nachtkrapp no son de fiar.
—Siempre con las historias ingeniosas. Vamos. —El cazador agarró el
brazo de Serilda, pero mantuvo la daga en su espalda mientras la empujaba
hacia el césped de la casa de fieras—. Mi señor, esta molesta mortal nos
honra con su presencia una vez más.
Los oscuros reunidos la miraron. Curiosos. Divertidos. Molestos. A
Serilda no le importaba. Fulminó al Erlking con la mirada, levantando la
barbilla.
—No sé por qué, pero no me sorprende —dijo él—. Siempre tan
testaruda, hija del molinero.
—Tengo asuntos sin terminar —replicó Serilda. Señaló a Perchta—. Esa
niña me pertenece.
Perchta se rio.
—Qué espíritu tan valiente. Casi entiendo que te gustara.
—Tiene sus encantos —murmuró el Erlking.
El bebé se había quedado dormido en brazos de Perchta, con los ojos
cerrados y su pequeña boquita abierta. La imagen hizo que algo dentro de
Serilda gritara de anhelo.
Perchta curvó un dedo para llamar a Leyna, que se acercó mirando al
bebé y a Serilda. Pero, justo cuando Perchta levantó a la niña para
entregársela a Leyna, esta tosió (dos veces) y un pegote de lechosa saliva
cayó sobre la pechera de su capa.
Leyna se detuvo, con las manos preparadas para recibir a la niña y una
expresión demasiado aterrorizada como para reírse, aunque Serilda
sospechaba que, en su interior, quería hacerlo.
Con una mueca y la cara enrojecida, Perchta dejó al bebé en los brazos
expectantes de Leyna.
—Niña insolente —gruñó, pero Serilda no sabía si estaba hablando de
Leyna o del bebé.
—Mi señor —dijo el cazador, todavía agarrando el brazo de Serilda—,
¿qué debo hacer con la mortal?
—Deja que se quede —le contestó el Erlking—. De no ser por ella,
quizá no habríamos conseguido a los siete dioses. Se merece formar parte
de esto, ¿no?
Serilda frunció el ceño. Había esperado que el Erlking hiciera algo al
verla. Que la encerrara en los calabozos o la encadenara, algo, cualquier
cosa que le robara un poco de su valioso tiempo. No había esperado que le
diera la espalda con tanto desdén y que caminara hacia el centro del patio,
rodeado por los dioses animales.
Era una visión impactante. Los oscuros en toda su gloria. El Erlking en
su armadura de cuero negro, armado hasta los dientes. Perchta con su
majestuosa capa roja, la auténtica reina de los alisos, a pesar de que le
habían regurgitado encima. A su alrededor, las siete bestias míticas. El
guiverno. El basilisco. El tatzelwurm. El unicornio. El grifo. El gran lobo
negro. La rapaz dorada. Juntos parecían demasiado gloriosos como para ser
reales.
—La Luna Eterna ha salido, oh, dioses antiguos —dijo Erlkönig con
voz burlona—. Habéis sido apresados y encadenados, y si queréis recuperar
la libertad, os la daré a cambio del deseo prometido.
—Espera… ¡No! —gritó Serilda, intentando pensar en algo. El cazador
la sujetó cuando intentó acercarse a trompicones—. No puedes… ¡Todavía
no!
El Erlking le dedicó una sonrisa antes de ofrecerle la mano a Perchta.
—Querida, ¿te unes a mí?
Los dioses observaron con ojos penetrantes mientras Perchta se detenía
junto al Erlking.
—Mi deseo es —declaró el Erlking— que el velo entre nuestro mundo
y el mortal sea destruido.
—¡No! —gritó Serilda. Eso no debería ocurrir ya, tan pronto. ¿No
tenían que hacer un ritual de algún tipo? ¿Un conjuro de magia negra?
¿Dibujar runas con sangre y beber vino negro en copas de cristal mientras
murmuraban cánticos bajo el cielo gris?
Siete bestias. Siete dioses. Una lima en el solsticio y un deseo.
¿Eso era lo único que se necesitaba?
Miró las murallas del castillo. ¿Dónde estaban las doncellas del musgo?
¿Habrían tenido tiempo suficiente? Era demasiado temprano, demasiado
pronto, y con el oscuro sujetándole los brazos, no podía usar el silbato de
junco.
En la estela del deseo del Erlking cayó un silencio más denso que el
manto de nieve bajo sus pies. Los dioses no se movieron, excepto por algún
pestañeo ocasional en sus ojos entornados.
El Erlking ladeó la cabeza y, cuando habló de nuevo, su voz portaba una
nueva corriente de brutalidad.
—¿Os atreveréis a rechazar mi petición?
El tatzelwurm se levantó y retrocedió sobre sus garrudas patas traseras,
una todavía torcida en un ángulo antinatural. Movió sus orejas felinas,
girándose hacia el Erlking. El tajo de su costado goteaba sangre esmeralda,
y Serilda se dio cuenta de que le habían quitado la flecha, la que había
mantenido a Huida atrapada en el cuerpo del tatzelwurm.
Con otro resoplido molesto, el Erlking caminó hacia la bestia. Echó
mano a las cadenas doradas que le rodeaban el cuello y se las quitó,
lanzándolas al suelo. Con tantos cazadores reunidos, debía de estar seguro
de que los dioses no intentarían escapar.
—Adelante —dijo el Erlking—. Si deseas hablar conmigo, hazlo.
El tatzelwurm le sostuvo la mirada, observándolo como si quisiera
devorarlo entero.
En lugar de eso, la bestia curvó su larga cola serpentina alrededor de su
propio cuerpo. La transformación fue rápida. Un parpadeo y Serilda se la
habría perdido, porque la criatura se despojó de su forma animal y emergió
como humana más rápido de lo que ella habría tardado en quitarse la capa.
Huida no era tan alta como Wyrdith o Velos, pero seguía siendo una
figura imponente, con la piel de color miel y unas orejas alargadas como las
de los gatos rodeadas de mechones de pelo moteado. Sus ojos también eran
felinos, de un penetrante amarillo, con las pupilas en forma de diamante.
Tenía las manos enormes y poderosas, hechas para el trabajo.
—No podemos cumplir tu deseo tal como lo has formulado —dijo
Huida, como si debiera ser obvio.
—He pedido el deseo bajo la Luna Eterna —gruñó el Erlking—. Según
las leyes de vuestra magia, debe cumplirse.
—Lo que has pedido —replicó Huida— no es poca cosa.
El rey flexionó los dedos, como si le tentara agarrar una de las espadas
de su cadera y empalar a la diosa solo por diversión.
—Vosotros creasteis el velo. Sé que podéis deshacerlo.
Huida apretó los labios en una línea fina. Después de un largo momento,
respondió:
—La creación del velo nos exigió a todos un sacrificio. Destruirlo
también lo exigirá.
—De acuerdo —le espetó el Erlking—. Sacrificad lo que queráis. Eso
no me importa.
—Nosotros no sacrificaremos nada, Erlkönig. Este es tu deseo y el de
tus demonios. El sacrificio debe ser tuyo.
Perchta dejó escapar una carcajada gutural.
—Este es el problema con vosotros, los dioses. Siempre exigís un pago.
—La magia siempre tiene un precio —respondió Huida—. Y la que
estáis pidiendo es una magia muy poderosa.
—Si insistes. —Perchta señaló las sombras—. Tú, niña humana. Ven
aquí.
La expresión de Leyna se llenó de horror.
Serilda intentó zafarse del oscuro, pero su mano era de hierro.
Lenta, insegura, Leyna se agachó bajo las cadenas que unían al grifo y
al lobo, todavía agarrando al bebé dormido en sus brazos.
—Dame a la niña —le ordenó, quitándole al bebé sin formalidades.
Sujetó a la recién nacida con un brazo, agarró el antebrazo de Leyna y la
lanzó de rodillas al Centro del círculo de dioses—. Tomad. Una niña mortal
totalmente sana. Una monada. Muy responsable. Esa mujer de la posada la
echará terriblemente de menos. ¿Qué mejor sacrificio podríais pedir? Yo
misma haré los honores. Estrella mía, ¿sostienes al bebé?
—¡No! —gritó Serilda, forcejeando contra su captor—. ¡No puedes!
—Eso no servirá —dijo Huida, antes de que Perchta pudiera entregarle
el bebé al Erlking—. No sientes amor por esta niña mortal, así que el
sacrificio no significaría nada. Debe ser algo valioso para ti. Algo
apreciado. Al crear el velo, nosotros cedimos una parte de nuestra magia, un
trozo de nosotros mismos. Si no hay nada tuyo de lo que estés dispuesta a
separarte, esta farsa ha terminado. Libéranos, Erlkönig.
El Erlking gruñó.
—Es que me gusta teneros como mascotas.
El rey ensanchó las fosas nasales y miró a Perchta. Esta parecía
igualmente frustrada por las palabras de Huida, pero tardó un largo
momento en comprender la expresión implacable del rey.
La cazadora se irguió, tensando los brazos alrededor del bebé.
—No. ¡Acabo de parirla! ¿Tú sabes por lo que he tenido que pasar?
El Erlking levantó una ceja.
—Para mí tampoco fue fácil conseguirla, mi amor.
Perchta se rio.
—Oh, sí, qué horrible, casarte con la pequeña mortal. Debió de ser una
tortura.
Los labios del rey se curvaron en una sonrisa mientras miraba a Serilda.
—Tuvo sus momentos.
—No quiero renunciar a la niña. ¡Es mi hija! ¡Ha salido de mí!
Serilda se quedó boquiabierta. Su alivio al saber que Leyna estaba a
salvo, al menos por el momento, se vio rápidamente eclipsado por aquella
conversación terrible e insoportable.
—No puedes. Por favor.
El Erlking la ignoró mientras deslizaba sus largos dedos por los brazos
de Perchta para agarrarle suavemente los codos.
—Odio pedirte esto, y desde luego no esperaba tener que hacerlo. Pero
si es el pago que exige la magia…
Perchta gruñó y abrazó al bebé con más fuerza, presionando la mejilla
contra su mata de cabello rojizo.
—Se suponía que era un regalo. Tuyo. Para mí.
—Es un regalo. —El Erlking pasó el pulgar por la mejilla de Perchta—.
El más valioso que te he hecho nunca. Pero, mi amor, ahora eres mortal. Tu
piel es mortal. —Bajó la voz—. Podemos hacer otro.
Un escalofrío recorrió a Serilda al pensarlo. ¿Cómo se les ocurría? Si
Perchta tuviera un mínimo de amor maternal, una pizca de instinto, aquella
conversación habría terminado antes de comenzar.
Pero Perchta no se apartó.
No le gritó al Erlking, no le dijo lo absurdo que era aquello. No les dijo
a los dioses que podían quedarse con el velo, pero que su hija se quedaría
con ella.
No. Bajó la cabeza y sus labios rozaron la frente del bebé, tan
despreocupado en su sueño.
Después, endureciendo su expresión, Perchta contempló a la diosa del
trabajo.
—¿Sacrificar a esta niña sería suficiente?
—¡No! —gritó Serilda—. ¡No puedes! ¡No puedes! Por favor, llevadme
a mí en su lugar. Pero no le hagáis daño, por favor.
Huida cerró los ojos brevemente, con una sombra de disgusto en la cara.
Cuando los abrió de nuevo, fue para mirar a Serilda con visible pesar.
—Lo sería —dijo la diosa.
Serilda gritó, un sonido agónico y furioso. Consiguió soltarse de las
manos del oscuro, cuyas uñas dejaron hendiduras rojas sobre su piel. Pero
cayeron dos demonios más sobre ella en un instante, reteniéndola. Las
lágrimas le nublaron la visión.
—¡No! Por favor… ¡Wyrdith! Es tu nieta. ¡No puedes dejar que lo
hagan!
Un llanto (un llanto de bebé) la golpeó como un millar de flechas. Sus
gritos habían despertado a su hija, pero todos los demás estaban
ignorándola.
Todos excepto Wyrdith, la rapaz gigante, que sacudía las cadenas que la
mantenían atada. Impotente.
—No lo hagáis —suplicó Serilda entre sollozos—. Por favor, no lo
hagáis.
—¡Perchta! ¡Erlkönig! —Una voz resonó a través de la casa de fieras,
abrupta y enfadada.
Los sollozos desiguales de Serilda se quedaron atrapados en su
garganta.
El Erlking y la cazadora se giraron hacia el recién llegado.
Gild atravesó las puertas del jardín con decisión. No parecía asustado;
parecía furioso. Las motas doradas de sus ojos destellaron bajo la luz de las
antorchas.
Perchta soltó una carcajada satisfecha.
—El regreso del príncipe pródigo —anunció—. Qué idiota.
Gild no miró a Serilda mientras avanzaba hasta el círculo de dioses
animales. Mantuvo sus ojos sobre los dos oscuros que tenía delante, y sobre
la pequeña niña que Perchta tenía en los brazos.
Leyna aprovechó la distracción para escabullirse del círculo de dioses.
Nadie le prestó ninguna atención.
—Yo me quedaré a esa niña —dijo Gild, señalando con la barbilla al
bebé que lloraba en los brazos de Perchta—. Por los términos de un trato
sellado con magia, a cambio de convertir la paja en oro, el primogénito de
Serilda me pertenece legítimamente a mí. —Dio otro paso adelante—.
Estoy aquí para reclamarla. Me la entregarás.
El color inundó las mejillas de Perchta. Gruñó y retrocedió.
—¿A cambio de convertir la paja en oro? —replicó, burlona, y después
echó una mirada de odio a Serilda—. ¿Qué tipo de mujer haría un trato así?
Serilda deseó rasgarle la garganta.
—¿Qué tipo de mujer sacrificaría a su bebé a cambio de un deseo?
Perchta negó con la cabeza, como si ambas cosas no fueran en absoluto
comparables, y después volvió a concentrarse en Gild, entornando los ojos.
—Te devolveré tu castillo.
El joven frunció el ceño.
—¿Qué?
—Tu castillo. Regresará con toda su gloria al lado mortal del velo. Será
tuyo. A cambio de la niña —le ofreció. Gild parpadeó, sin palabras—. Es el
hogar de tus ancestros, ¿no?
Al joven se le escapó una carcajada.
—No lo sé. Me robaron esos recuerdos.
—Aún mejor. Así recuperarás algo. Todo esto a cambio de una niña. Es
más que justo.
Gild hizo una mueca.
—Esa niña vale más que todos los castillos y que todos los tesoros y
que todo el oro del mundo. —Alargó los brazos—. Dámela.
La magia chisporroteó entre ellos. Serilda podía sentirla, una atracción
en el aire, un acuerdo mágico exigiendo su cumplimiento. Sabía que
Perchta intentaba oponerse a él. Agarró al bebé con fuerza, intentando
retroceder.
Pero la magia era demasiado fuerte. El trato se había sellado y era
irrompible. El primogénito de Serilda le pertenecía a Gild, y no había nada
que Perchta pudiera hacer al respecto.
Con un siseo furioso, soltó al bebé en los brazos del chico. Este se
tambaleó, sorprendido, antes de abrazar a la niña contra su pecho,
sosteniéndole la cabeza. El llanto del bebé se hizo más fuerte.
Gild parecía estupefacto, como si no se creyera del todo que hubiera
funcionado.
Serilda apenas podía creérselo. Una esperanza desesperada aleteó en su
interior, recibida con un alivio tenue y cauto.
Gild dio un paso atrás. Después otro. Tragó saliva.
—Y la niña mortal —dijo, señalando a la temblorosa Leyna con la
barbilla—. Ella también se viene conmigo.
El Erlking, que se había mantenido en silencio durante el intercambio,
levantó una ceja de advertencia. Perchta rechinó los dientes.
—Ya no necesitas una niñera, ¿no? —añadió Gild.
Leyna no esperó a que los oscuros respondieran. Con un chillido
asustado, corrió sobre la nieve hacia Gild y se escondió tras él mientras este
retrocedía otro paso nervioso.
Un grupo de oscuros se habían reunido junto a la puerta, con las manos
en las armas. Listos para detenerlo si su rey lo demandaba.
Gild miró a Serilda y ella supo que estaba intentando mostrarse seguro,
aunque no sabía qué hacer ahora que había conseguido a la niña.
—Vete —le espetó Perchta—. Ya tienes lo que has venido a buscar. Y
nosotros tenemos que discutir un sacrificio.
Gild no apartó la mirada de Serilda. Ella sabía qué estaba pensando: ¿de
verdad iba a marcharse sin ella?
Sí, por supuesto. Tenía que hacerlo.
—Vete —le suplicó—. Cuida de ella.
Agarrando a su hija, Gild miró al Erlking. A la cazadora. A los villanos
que le habían arrebatado tanto.
Rodeó al bebé con la manta y se giró lentamente.
Apenas había dado dos pasos hacia la puerta cuando Perchta dejó
escapar un rugido. Rápida como una serpiente, echó mano a la espada que
colgaba de la cadera del Erlking, la desenvainó y se la clavó en la espalda a
Gild.
Capítulo 54

E1 silencio cayó como una cascada sobre el mundo.


Gild se desplomó de rodillas, encorvado sobre el bebé. La niña había
dejado de llorar. Su repentino silencio fue tan abrupto como la caída de un
rayo.
Un grito amortiguado tronó en el interior de la cabeza de Serilda.
Su cuerpo se quedó sin fuerza. Los oscuros la soltaron y se derrumbó
sobre el terreno. No podía respirar. No sentía más que un enorme y
cavernoso vacío abriéndose en su interior, rompiéndola por la mirad.
Era el tapiz de Erlen. Gild muriendo. Con una espada clavada entre los
omóplatos.
Pero el tapiz no había mostrado al bebé en sus brazos, atravesado
también por la hoja de Perchta.
También muerto.
—¿Satisfechos? —graznó Perchta, girándose para mirar airada el
círculo de los dioses—. ¿Es sacrificio suficiente para vosotros? ¿U os
atreveréis a decirme que no apreciaba a esta niña, la primera a la que he
parido, la primera que podría haber dicho que era mía, a pesar de que cada
día bendecís a las mujeres mortales con este don? —Posó sus ojos furiosos
sobre Eostrig, el unicornio, y ensanchó las fosas nasales—. Una niña que
debería haber sido mía por fin. ¿Es este el sacrificio que queríais?
—No. Esto nunca ha sido lo que queríamos —dijo Huida, con voz
forzada. Perchta casi se puso púrpura—. Pero servirá.
El Erlking rodeó a Perchta con el brazo, sosteniéndola a su lado.
—Entonces nos concederéis nuestro deseo —dijo—. Destruiréis el velo.
Serilda estaba confusa. No lo comprendía. ¿Por qué demandarían los
dioses un precio así? ¿Por qué demandaría la magia un precio así?
Y Perchta…
Perchta no había querido a su niña. No había querido a su bebé. Había
descartado ese amor como si no fuera nada.
Huida cerró los ojos con un escalofrío.
—Permite que asumamos nuestra forma humana.
Un músculo se tensó en la mandíbula del Erlking, pero asintió y seis
oscuros se acercaron para eliminar las cadenas de las bestias restantes. Tan
pronto como los dioses fueron libres, asumieron sus formas humanas… y
los oscuros volvieron a rodearlos con las cadenas, les aseguraron las
muñecas con esposas. Los dioses rugieron, sintiéndose traicionados, pero el
Erlking resopló con desprecio.
—Os permito asumir vuestra forma humana para que podáis
concederme mi deseo —dijo con frialdad—. Pero no seréis libres hasta que
tenga lo que quiero.
Serilda oyó una voz llamándola. Una voz compasiva, cargada de dolor.
Wyrdith.
Pero Serilda no podía apartar la mirada de Gild y de la sangre que
empapaba su camisa.
—Bajo la Luna Eterna —dijo Freydon, con la voz cargada de ira—, por
las leyes de la magia que nos ata a este mundo, te concedemos tu deseo,
Erlkönig.
Serilda sintió un cambio en el aire. Una fuerza invisible estaba
empujándola mientras el cielo destellaba, cargado de una magia poderosa.
Se sentía como si estuviera en el ojo de una tormenta; la presión amenazaba
con asfixiarla.
Sin que nadie le prestara atención, Serilda luchó contra el malestar de
sus pulmones aplastados y se obligó a moverse, reptando sobre sus manos y
sus rodillas.
—Gild —jadeó, extendiendo una mano para tocarlo—. ¿Gild?
Oyó un gemido, tan tenue que apenas era audible.
—No te muevas. La espada. Voy a…
Tenía los brazos tan débiles que le temblaron los dedos al cerrarlos
alrededor de la empuñadura.
—Lo siento mucho —dijo, sollozando, y tiró.
Gild contuvo un gemido, pero no gritó. Tan pronto como le extrajo la
espada, se derrumbó sobre el costado, todavía sosteniendo en sus brazos al
bebé envuelto, con la mantita empapada de escarlata. Serilda cayó sobre
ambos. Se disolvió. Su niña. Su bebé. Muriéndose. O muerta. O…
Una mano, pegajosa y débil. Miró a Gild con los ojos borrosos.
—Toma… el anillo —gimió.
Serilda no sabía si era su dolor o la asfixiante magia que la rodeaba lo
que la hacía sentirse mareada, pero tardó mucho tiempo en encontrarle
sentido a sus palabras. Al final, miró el anillo dorado con el sello de la
familia de Gild. Ensangrentado, como todo lo demás.
—No me olvides —le pidió—. Al menos alguien… no me olvidará.
—Nunca, Gild. Yo nunca…
La luz estaba abandonando sus ojos, como si se hubiera aferrado
desesperadamente a aquellos últimos momentos de vida para poder hablar
con ella por última vez.
—Me alegro mucho… de haberte conocido —le dijo, intentando sonreír
—. Te quiero. Quería… protegeros… a las dos. Lo siento.
—No, lo siento yo. Soy yo quien lo siente. Gild. Gild.
Los ojos del príncipe dejaron de enfocar. Su mano cayó sobre la manta.
Entonces, tan rápido como había comenzado, terminó.
La presión de la magia se liberó. El aire regresó a los pulmones de
Serilda. El cielo ya no destellaba. Las nubes se deslizaron sobre la luna
llena como si nada hubiera ocurrido.
Y Gild y su bebé no respiraban.
—Está hecho —resolló Freydon. Los siete dioses gimieron y cayeron de
rodillas.
Ignorando a los dioses debilitados, los oscuros miraron a su alrededor,
como si inspeccionaran el mundo por primera vez. Como el velo ya había
caído durante la Luna Eterna, no sabrían hasta el alba si la magia había
funcionado.
Serilda gritó. Un torrente de lamento la abandonó mientras se encorvaba
sobre el cuerpo de Gild, sosteniendo con la mano la cabecita de su hija.
Increíblemente delicada, increíblemente suave, con esos rizos ligeramente
rojizos. Serilda lloró contra la mantita del bebé, maldiciendo a los demonios
y a los dioses y la fortuna y el destino.
Y allí se habría quedado, si el terreno que la rodeaba no hubiera
comenzado a temblar.
El Erlking miró con el ceño fruncido los muros temblorosos del castillo.
Los montones de nieve que caían de los parapetos.
—¿Qué está ocurriendo?
—El Verloren ha estado llamándome —murmuró Velos, mirando al
Erlking a través de unos ojos cansados—, desde que me apresasteis en las
puertas. Al usar mi magia, me ha encontrado.
Una grieta atravesó los jardines, rápida y desigual, creando un rasgón en
la tierra desde la base del torreón, a través de la casa de fieras y hasta la
muralla trasera.
—Libéranos —le pidió Velos—. Déjame regresar a mi hogar.
El Erlking gruñó.
—No hasta que esté seguro de que el deseo se ha cumplido.
Velos negó con la cabeza.
—Tu desconfianza terminará con todos nosotros, Erlkönig.
El Erlking soltó un bramido reprimido.
—¿Cuándo me has dado motivos para confiar en ti?
—¡Serilda! —Unas manos se detuvieron sobre ella. La zarandearon.
¿Era Leyna?—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Mira!
Ella miró, pero no lo comprendía.
Bajo sus pies, la tierra gimió y comenzó a dividirse. Serilda contuvo un
grito, clavando los dedos en la camisa de Gild. Un corte irregular atravesó
la nieve, que se abrió hasta alcanzar el tamaño de un puño. Serilda gritó y
tiró instintivamente de Gild y del bebé sobre el terreno nevado, justo
cuando los montones de nieve caían en la brecha donde ellos habían estado
segundos antes.
Gild no se movió. Su bebé no lloró.
El tajo en el terreno se amplió. Los oscuros estaban tensos, con las
manos en las armas. Los dioses parecían desesperados, suplicando a los
demonios que los soltaran.
—¡Silencio! —gritó el rey. Pero no podía haberlo. La piedra se
desprendía de los muros. El terreno chirriaba mientras el adobe y la roca y
el hielo se aplastaban y caían. El Erlking miró a Perchta, que contestó a su
mirada con un feroz asentimiento.
La expresión del rey se endureció cuando se dirigió a su corte.
—¡Que el Verloren se quede el castillo! Que se quede a los dioses
antiguos. Ahora que el velo ha caído, ¡el reino mortal será nuestro reino!
Los oscuros lo vitorearon.
—¡No! —gritó Eostrig, que parecía Pusch-Grohla de nuevo—.
¡Erlkönig, no puedes dejarnos así!
El rey ignoró a la diosa, los ignoró a todos.
—¡A las puertas! —declaró, y los oscuros corrieron a su lado. Los
monstruos del castillo, aquellos que podían volar, se elevaron hacia la
noche. Los imps y los hobgoblins corrieron ante sus amos, ansiosos por
escapar de la brecha que había crecido hasta tener el ancho de un carruaje.
La muralla exterior del castillo cedió con un rugido, desplomándose sobre
el límite oriental de los jardines.
No fue hasta entonces, mientras los cazadores y su corte huían a través
del jardín, cuando Serilda lo recordó.
Con mano temblorosa, buscó en el cuello de su vestido y sacó los dos
collares que llevaba en la garganta. Uno, la flecha rota que la mantenía
anclada a aquel mundo.
El otro, el silbato.
El odio bulló en su interior mientras se lo llevaba a los labios y soplaba.
El sonido era estridente, más fuerte que el de la tierra al abrirse, más fuerte
que los pasos a la huida, más fuerte que los gritos furiosos de los dioses
abandonados.
Sopló y sopló y dejó que el silbato sonara como un grito de guerra.
Acudieron, como habían prometido.
Docenas de doncellas guerreras saltaron los muros desmoronados del
castillo o atravesaron las puertas corriendo. El silbato seguía resonando
cuando la primera oleada de flechas doradas llovió sobre los oscuros que
estaban escapando.
No eran solo las doncellas del musgo. Erlen y sus monstruos también.
Avanzando. Abatiendo a los demonios con implacable brutalidad, con sus
espadas y dagas doradas destellando bajo la luz de la luna.
Sorprendidos por la emboscada, los oscuros retrocedieron, confusos. El
primer demonio cayó al abismo, donde el Verloren esperaba para
reclamarlo. Sus gritos resonaron en la oscuridad durante siglos, antes de
desvanecerse por fin.
Perejil gritó una orden y, como en un ejército bien entrenado, la táctica
de las doncellas cambió. Dirigieron a los oscuros hacia la brecha, cada vez
más amplia. El torreón del castillo comenzó a derrumbarse hacia dentro,
sobre sus cimientos destruidos.
¿Dónde estaba el Erlking? ¿Dónde estaba Perchta?
El odio atravesó a Serilda. Quería que regresaran al Verloren, el lugar al
que pertenecían. Quería verlos caer.
Allí.
Perchta y el rey de los alisos estaban en mitad de la batalla. El rey
disparaba con su ballesta al enjambre de doncellas del musgo, mientras que
Perchta las hacía retroceder con un bombardeo de dagas.
—¡Serilda! —gritó Leyna—. ¡Ayúdanos!
Se sobresaltó. Leyna y Erlen estaban intentando quitar las cadenas
doradas que todavía retenían a los dioses. No solo uniéndolos unos a otros,
sino también manteniéndolos atados a una serie de estacas en la casa de
fieras, como animales alrededor de un comedero.
Serilda se obligó a ponerse en pie, pero su atención regresó a la batalla.
A los gritos horrorizados de docenas (no, centenares) de demonios que
estaban cayendo por el serrado precipicio.
Pero nadie conseguía acercarse al Erlking y a la cazadora.
—¡Serilda! —gritó Wyrdith.
Serilda se acercó a trompicones al dios de las historias, cuyos
devastados ojos hicieron que deseara gritar. Se tragó el sonido y buscó las
cadenas en las muñecas de Wyrdith.
—Hija…
—No —le espetó Serilda—. ¿Es este el final que querías? ¿Es esto lo
que tu rueda de la fortuna ha decidido para mí?
Wyrdith hizo una mueca.
—Serilda, yo…
—No quiero oírlo. No puedo… No puedo.
La joven se tragó un sollozo mientras conseguía quitarle las cadenas.
Cayeron sobre la nieve con un golpe sordo, justo cuando otro muro se
desplomaba y caía al lago.
—¡Marchaos! —gritó Erlen, señalando el patio—. ¡Tenemos que salir
de aquí antes de que se derrumbe el castillo entero!
Aunque los dioses seguían débiles tras deshacer el velo, se apoyaron
unos en otros mientras Erlen y Leyna los conducían a la garita, hacia la
seguridad más allá del puente levadizo. Solo Velos y Wyrdith se quedaron
atrás.
—Serilda, ven conmigo —le pidió Wyrdith, buscando sus manos, pero
ella las apartó.
Serilda solo tenía ojos para el Erlking y la cazadora. Tras quedarse sin
proyectiles, el rey había desenvainado dos largas y esbeltas espadas, y
Perchta sostenía una maza. Pero las doncellas del musgo danzaban a su
alrededor, lejos de su alcance.
Y el resto de los demonios, los cazadores y la corte…
Habían desaparecido. La emboscada había funcionado. Pillados
desprevenidos por las doncellas del musgo y los monstruos de Erlen, habían
caído fácilmente bajo las flechas doradas de Gild. Los demonios se habían
visto obligados a caer en la grieta en la tierra, de nuevo hacia las
profundidades del Verloren.
Todos excepto dos.
—Serilda, por favor —insistió Wyrdith.
—No voy a marcharme hasta que Perchta y el Erlking hayan
desaparecido.
—¡Todos terminaremos en el Verloren si no nos vamos ya! —Wyrdith
se giró hacia Velos—. ¿No puedes parar esto?
La voz de Velos retumbó, llena de pesar.
—El terreno es demasiado débil, y la tierra de los perdidos se ha
desestabilizado en mi ausencia. Este castillo caerá.
Serilda miró los cuerpos de Gild y su hija. Se agachó ante ellos; le quitó
el anillo del dedo al chico y se lo puso ella, como él le había pedido, antes
de tomar a su bebé en brazos.
De sostenerla por primera vez.
Las lágrimas amenazaron con ahogarla de nuevo, pero se las tragó
mientras se giraba hacia Wyrdith.
—Llévatela, por favor.
Wyrdith hizo una mueca al tiempo que tomaba en sus brazos la forma
inmóvil de su nieta.
—Yo me llevaré al hilandero de oro —dijo Velos.
Serilda se giró hacia el dios, mostrándole los dientes.
—¡No! ¡No puedes quedártelo, todavía no!
Pero Velos le dedicó una sonrisa amable y le apoyó una mano en el
hombro.
—Sus espíritus ya se han ido. No puedes retenerlos aquí.
El horror atenazó la garganta de Serilda.
—No, no, no pueden…
—Me llevaré su cuerpo —dijo el dios—, para que puedas enterrarlo
adecuadamente.
Las lágrimas bajaron por las mejillas de Serilda mientras el dios tomaba
el cuerpo de Gild en sus brazos.
Wyrdith y Velos comenzaron a caminar tras los demás.
—¡Serilda!
Perejil corría sobre el parapeto, que se sacudía peligrosamente. Con un
gruñido, saltó y se lanzó al jardín. Al llegar al suelo realizó una grácil
voltereta y, tras ello, levantó la mirada, jadeando.
—Nos hemos quedado sin flechas doradas. Van a escapar… ¡El Erlking,
la cazadora! ¿Qué otra cosa podemos usar para luchar contra ellos?
Serilda se giró a tiempo de ver al Erlking y a Perchta abriéndose camino
a través de la gente del bosque, que aún intentaba detenerlos
desesperadamente. Pero era una batalla perdida. Sin las flechas doradas, no
eran oponentes para aquellos dos últimos demonios.
Serilda examinó la casa de fieras, los jardines, las puertas abiertas que
conducían al patio. Una ferocidad que nunca antes había sentido la atravesó.
—Tengo una idea.
Capítulo 55

D
— ame dos minutos —dijo Serilda—. ¡Reúnete conmigo en el puente
levadizo, y dile al resto de las doncellas del musgo que se retiren!
—¿Retirarnos? —bramó Perejil.
—¡Confía en mí!
La duda atravesó el rostro de Perejil. Después se recompuso y asintió
con firmeza. Sin decir otra palabra, se marchó, regresando a la batalla.
Serilda se afianzó en su resolución, la hizo tan irrompible como el oro
hilado. Después empezó a reunir puñados de las cadenas doradas que
habían usado para atar a los dioses.
El patio era un tumulto cuando llegó.
Los pilares y las columnas estaban volcados, el terreno de adoquines se
ondulaba como las olas del océano. Una telaraña de grietas se extendía
sobre la mampostería como relámpagos negros a través de la nieve fina. Y,
en el centro, corriendo desde la garita hasta el centro del patio y debajo del
desmoronado torreón, había un tajo tan ancho como el mismo puente
levadizo. El cristal de las ventanas del castillo se había roto y cubría con sus
resplandecientes fragmentos los peldaños. Los establos se habían
colapsado, pero, a juzgar por las huellas de cascos sobre la nieve, alguien
había pensado en liberar a los animales antes de escapar.
A todos excepto a los perros, a los que todavía podía oír aullando en las
perreras.
Serilda llegó a la garita y rodeó la extensa grieta, consciente de la piedra
cubierta de nieve que la haría resbalar y caerse por el borde en un parpadeo
si no tenía cuidado.
Acababa de comenzar a desenrollar las cadenas cuando oyó a Perejil y a
Filipéndula corriendo por el terreno desigual.
—¡Vienen! —gritó Perejil—. Las otras doncellas han escapado al lago y
nadarán hacia la orilla. ¡El Erlking y Perchta ya vienen!
Serilda les lanzó los extremos de las cadenas y se apresuró a explicarles
el plan.
No estaban listas cuando la risa demente de Perchta reverberó entre las
paredes del patio, una carcajada alegre mientras atravesaba con el Erlking
las puertas del jardín, prácticamente bailando sobre la piedra conforme
esquivaban los muros derrumbados.
No estaban listas.
Pero tenían que estarlo.
—¡Mi señor! —gritó Serilda desde su lugar, medio oculta tras la forja
del herrero.
El Erlking la miró, sorprendido.
Serilda le mostró los dientes.
—¿Te he contado la historia de cuando la tierra se abrió y se tragó al rey
demonio?
El Erlking comenzó a sonreír. Abrió la boca para hablar.
Perejil y Filipéndula salieron de sus lugares de detrás de la garita. Cada
doncella sostenía el extremo de dos cadenas de oro, con las que rodearon al
Erlking y a Perchta, rápidas como zorros, y de inmediato comenzaron a tirar
de ellos hacia la grieta.
Perchta gritó. No de dolor ni de miedo, sino de alegre deleite.
Serilda corrió a ayudar. Agarró las cadenas y tiró. Sus pies resbalaron
sobre las piedras congeladas.
Habían conseguido inmovilizar uno de los brazos de Perchta contra su
costado, pero no el otro. No tenían tiempo. Tiraron más fuerte.
Forcejeando, Perchta consiguió hacerse con una daga. La levantó sobre
su hombro y Serilda abrió los ojos con sorpresa.
Mientras la cazadora lanzaba el cuchillo, Serilda soltó la cadena y se
lanzó sobre Perejil, tirándola al suelo. El cuchillo voló sobre ellas, golpeó el
borde de la grieta y repiqueteó hasta sus profundidades.
Filipéndula no podía retenerlos sola. Gritó mientras le arrancaban las
cadenas de las manos. En segundos, los oscuros se habían despojado de las
cadenas.
Algo en el interior del torreón se vino abajo con un estruendo
ensordecedor. La grieta estaba destrozando la estructura. Las puertas se
doblaron sobre sus goznes. Una pared se desplomó hacia dentro. El tajo en
la tierra se hizo más ancho.
El Erlking corrió hacia Serilda. A su lado, Perejil intentó levantarse y
enfrentarse a él, pero gruñó y cayó sobre una rodilla.
Perchta agarró a Filipéndula por uno de sus cuernos y la arrastró a
través de la nieve. La lanzó al otro lado de Serilda.
El Erlking y su cazadora eran hielo y fuego. Y eran letales, cuando se
cernieron sobre Serilda y las dos doncellas del musgo.
Los labios del Erlking se curvaron en una sonrisa tan púrpura como un
moratón.
—Deberías haberte ido al Verloren hace mucho, hija del molinero. —
Extrajo una de sus finas espadas de su vaina—. Esta es la última
consideración que tendré contigo.
—¡Espera! —gritó Serilda, levantando las manos mientras él se
preparaba para clavarle la espada en el pecho—. Así no. Por favor. Yo…
soltaré la flecha que me mantiene anclada. Me iré voluntariamente al
Verloren. Por favor… No me lances ahí abajo. —Echó una mirada aterrada
al agujero que se extendía tras ella, el abismo que conducía a la nada.
El Erlking hizo una mueca.
—Una vez me dijiste que no eres un villano —le recordó—. Ten piedad.
Como dudó, Serilda se echó la capa hacia atrás, roja y con el forro de
pelo, manchada de sangre. Buscó en el bolsillo del interior y le mostró la
pluma de la flecha.
—La soltaré —le prometió, con voz temblorosa—. No intentaré
detenerte más. Por favor… Deja que me vaya en paz.
—Patética mortal —gruñó Perchta. Echó mano a la espada del Erlking,
pero este levantó una mano para detenerla.
La cazadora retrocedió, sorprendida.
—Es una pequeña petición —dijo el Erlking— de la mortal que fue mi
esposa.
—Gracias —susurró Serilda—. Gracias.
Entonces la joven sacó… no una, sino dos flechas rotas. Los mismos
fragmentos de las flechas de oro que había extraído de la carne de un
príncipe y de una princesa a los que habían hechizado para que sufrieran
toda la eternidad en sus castillos encantados. Idénticos a los de la flecha que
también la había maldecido a ella.
Tras proferir un grito feroz, Serilda atravesó las muñecas de los oscuros
con las flechas: una para el rey y otra para su cazadora.
En el mismo momento, Filipéndula saltó hacia delante y le arrebató la
espada. Perejil le quitó a Perchta del cinturón las dagas restantes.
—¡Esas flechas os anclan ahora a este castillo! —gritó Serilda sobre el
rugido de las piedras y el bostezo de la tierra—. Vuestros espíritus ya no
pertenecen a los confines de vuestros cuerpos inmortales, sino que estarán
atrapados para siempre en el interior de estos muros. ¡Desde este día hasta
la eternidad, vuestras almas pertenecen a Velos, dios de la muerte!
Cuando las palabras de la maldición resonaron entre los muros del
castillo, sus espíritus se separaron. Sus cuerpos (el cuerpo del Erlking, el
cuerpo de Serilda) se escindieron de las almas que los moraban y cayeron
sobre los adoquines helados.
Perchta, de nuevo con el aspecto de la gran cazadora, con un asombroso
cabello blanco y la piel teñida de un tenue azul, chilló y se abalanzó sobre
ella.
Pero, al momento siguiente, Serilda ya no estaba allí. Cuando abrió los
ojos, estaba tumbada sobre su espalda, mirando un cielo lleno de nubes, un
halo sobre el que la luna se negaba a mostrar su rostro.
Estaba en su cuerpo de nuevo. En su cuerpo.
Era mortal.
Estaba viva.
Y le dolía. Le dolía todo. Las piernas, los muslos, la tripa. Gimió y se
llevó una mano al bajo vientre. Notaba la carne distendida y distinta, los
músculos débiles. Perchta había dado a luz y de inmediato se había lanzado
a la batalla, tratando su cuerpo mortal como si fuera desechable. No había
tenido tiempo de descansar, y Serilda se sentía como si su carne se hubiera
tensado demasiado en un telar y ahora estuviera frágil y cansada y dolorida,
increíblemente dolorida.
Se giró sobre el costado e intentó incorporarse. Si Perchta podía ser una
guerrera en aquella piel, también podía ella. Pero, antes de que pudiera al
menos asimilar que aquello era real, que estaba de nuevo en su cuerpo, que
estaba de nuevo completa…, el suelo se abrió bajo sus pies. Una
ramificación irregular de la grieta surcó el patio hacia los establos
derrumbados. Los perros aullaban, Perchta gritaba y, de repente, Serilda se
cayó.
Gritó, agitando los brazos, intentando agarrarse a algo, pero solo había
nieve y hielo y piedra desmoronada. Sus piernas patearon la nada, y un
negro vacío elevó sus dedos para reclamarla.
Entonces unas manos apresaron sus brazos.
Perejil en un lado, Filipéndula en el otro. Sus dedos fueron tenazas
mientras la sacaban del abismo. Todas cayeron sobre la nieve.
Perchta y el Erlking corrieron hacia ellas.
—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó Filipéndula mientras retrocedían sobre las
resbaladizas piedras. Serilda se sentía incómoda en su cuerpo, con su
vientre débil y sus delicadas extremidades, como si fuera un vestido que ya
no le quedaba bien. Pero consiguió ponerse en pie. El Erlking y la cazadora
las persiguieron.
Unos largos dedos agarraron la parte de atrás de la capa, pero Serilda
buscó el cierre y la soltó. El Erlking se tambaleó hacia atrás, y Serilda
siguió corriendo hacia la garita. Las doncellas del musgo iban por delante.
Sentía los pies como el plomo mientras golpeaba los tablones del puente
levadizo…, hasta que resbaló sobre el hielo y se cayó.
Gritó y se dio la vuelta por instinto, preparada para luchar.
Perchta había reunido un puñado de cadenas doradas. Sonrió a Serilda,
tensándolas, con una venganza sedienta de sangre en sus ojos. Serilda sabía
que la cazadora le rodearía el cuello con aquellas cadenas y tiraría…, y
tiraría…
Perchta atravesó el umbral de la garita y salió de su sombra.
Y desapareció.
Serilda tomó una bocanada de gélido aire cuando la cazadora
reapareció, desconcertada, de nuevo en el centro del patio.
A apenas unos pasos de distancia de la grieta.
La garita emitió un último gemido. Las vigas de madera se astillaron.
La piedra comenzó a caer, amontonándose sobre el puente levadizo.
Serilda se puso en pie y salió corriendo. Perejil y Filipéndula se
acercaron a ella, y juntas se apresuraron sobre las planchas de madera hasta
que llegaron al puente de tierra, con sus hileras de titilantes antorchas.
Una multitud las esperaba en la orilla. Los ciudadanos se habían reunido
en el muelle, observando horrorizados. Las doncellas del musgo que habían
sobrevivido a la batalla, empapadas por el agua helada del lago, se cubrían
los hombros con mantas de lana. Serilda vio a Leyna, en los brazos de su
madre y con Frieda a su lado. Vio a los siete dioses. Vio a Wyrdith, su
madre.
Y, en el suelo, tumbados el uno junto al otro, vio a Gild y a su hija.
Serilda bajó del puente tambaleándose y cayó de rodillas. La fuerza la
abandonó, como si le hubieran quitado un tapón en el fondo del estómago.
Su corazón, un latido errático y estrangulado, estaba de nuevo allí.
Latiendo, latiendo, latiendo en el interior de su pecho.
Se giró a tiempo de ver la caída del castillo. El torreón, las torres, las
murallas. Devorado no solo por el tajo en la tierra, sino por el lago. El agua
inundó el vacío que había creado y un remolino absorbió al castillo en sus
profundidades. Las olas rompieron contra lo que quedaba del puente.
El castillo se hundió en el Verloren, llevándose al Erlking y a su
cazadora con él.
Serilda observó hasta que la destrucción terminó y la superficie del lago
volvió a ser gradualmente tranquila y uniforme.
El castillo había desaparecido.
Capítulo 56

Serilda se encorvó, sollozando. Cerró los ojos. Hundió los dedos en la


nieve hasta que ya no pudo sentirlos. Durante mucho tiempo, no se movió.
Temía demasiado enfrentarse a una realidad que la destrozaría.
Durante mucho tiempo, el viento silbó en sus oídos y nadie habló.
La historia había terminado. Ella había ganado. Y ella había perdido.
La rueda de la fortuna había vuelto a burlarse de ella. Con un escalofrío,
Serilda se pasó una manga por los ojos y se obligó a girarse. A mirarlos. A
verlos.
Alguien había pensado en envolver a su hija en una manta distinta, una
que no estaba cubierta de sangre. Pero eso no había devuelto el color a sus
labios y sus mejillas. Eso no podía devolverle la vida a su perfecta carita.
Erlen estaba agachada junto a Gild, rodeada por un grupo de monstruos
que parecían tan tristes como cualquiera de los humanos. Alguien, quizá
ella, le había desatado los cordones de la túnica y le había presionado la
herida con un paño limpio para que dejara de sangrar, aunque Serilda sabía
que era inútil.
Se había marchado.
Ambos se habían marchado.
Serilda reptó hacia ellos, ignorando la dolorosa fragilidad de su cuerpo
y la nieve helada que le empapaba la falda. Tomó a la niña en brazos, la
sostuvo contra su pecho. Estaba fría. Demasiado fría. Demasiado inmóvil.
Tomó una afligida inhalación y miró a los dioses reunidos. Los siete
dioses antiguos, que habían dejado de responder a las oraciones mucho
tiempo antes.
—Quiero pedir un deseo —declaró, con la voz más fuerte que consiguió
reunir—. Deseo que los traigáis de vuelta. ¡Devolvedme a Gild y a mi hija!
Los dioses la observaron; había dolor y compasión en sus rostros, pero
ninguno se movió. Ninguno contestó.
Fue Wyrdith quien al final se arrodilló delante de Serilda. Antes de que
hablara, Serilda ya notaba su pesar. La negativa preparada en su lengua.
—¡No! —gritó—. ¡No me digas que no puedes hacerlo! ¡Todavía no se
ha ocultado la Luna Eterna! ¡Tienes que hacerlo!
—Niña mía —murmuró Wyrdith, con los ojos brillantes—, el Erlking
ha usado ya el deseo de la Luna Eterna. Destruir el velo nos ha arrebatado
demasiada magia. No podemos conceder otro deseo.
Serilda gritó. Un grito desgarrador que le arrancó las entrañas. Se
encorvó sobre Gild y enterró la cara en su pecho, sosteniendo a su bebé
entre ellos. Gritó y gritó hasta que sus gritos se disolvieron en sollozos de
agonía.
Solo entonces oyó las palabras de Wyrdith, tan débiles que casi no las
entendió.
—Pero… Quizá… —comenzó el dios de las mentiras—. Es posible que
Velos pueda hacer algo.
La esperanza la atravesó. Serilda levantó de nuevo la mirada.
Velos miró a Wyrdith con seriedad, y negó estrictamente con la cabeza.
—Por favor —resolló Serilda—. Por favor, no me los quites.
Velos dio un paso adelante.
—Sus espíritus ya han pasado al otro lado. No había nada que anclara al
joven al reino mortal, y no puedo romper el lazo que hay entre él y la niña,
pues este se forjó con el trato que hicisteis. La niña es suya, tanto en la
muerte… como en la vida. Lo siento.
—¡No lo acepto! Trajiste de vuelta a Perchta, ¿por qué no puedes traerlo
de vuelta a él también? Hay un receptáculo aquí, justo aquí. —Colocó una
mano en el pecho de Gild—. ¡Tráelo de vuelta!
—Un receptáculo, sí, pero… para invocar a un espíritu al reino mortal,
alguien debe pronunciar su verdadero nombre. —Velos suspiró—. Ojalá
pudiera ayudarte, después de todo lo que has hecho por nosotros, pero no
puedo. Sin un nombre, el muchacho no podrá atravesar las puertas en la
Luna de Luto, como hacen la mayoría de los espíritus. Lo siento, pero
jamás podrá abandonar el Verloren.
Serilda miró a Velos, boquiabierta. A Wyrdith. A los dioses y a los
ciudadanos reunidos, a Erlen y a los monstruos, a Leyna y a sus amigos.
Nadie podía ayudarla.
La horrible verdad de la maldición del Erlking la golpeó de un modo
que nunca había comprendido antes. No se trataba solo de borrar a Gild y a
su familia de la historia. No se trataba solo de arrebatarle los recuerdos para
que nunca supiera quién había sido o de cuánto amor había disfrutado.
Era una crueldad que duraría para siempre. Aunque el príncipe
consiguiera abandonar el castillo, hacerse mortal, morir por fin y pasar a la
tierra de los perdidos…, su espíritu nunca podría regresar. Estaría en el
Verloren para siempre. Sin que nadie lo recordara, sin que nadie lo quisiera.
Miró a Erlen y se dio cuenta de que la maldición la afectaría a ella del
mismo modo. Trescientos años de edad, y todavía tan joven y audaz.
Atrapada por un destino injusto, y todo por la venganza del Erlking.
—Se llama Gild —dijo Serilda con debilidad, volviendo a concentrarse
en Velos—. El príncipe de Adalheid. Vergoldetgeist…, el Fantasma Dorado.
¿Cuántos nombres necesitas?
Velos negó con la cabeza.
—Ninguno de esos es su verdadero nombre.
—Pero esto no es justo. Estaba maldito. ¡El Erlking le robó su nombre!
Nadie sabe cuál era… ¡Ni siquiera tú!
—Eso es cierto —dijo Velos—, pero la magia solo responderá si dices
la verdad.
Serilda se abatió. Examinó el rostro de Gild, demasiado pálido bajo su
lluvia de pecas. Su cabello y su piel manchada de sangre. ¿De verdad no
volvería a ver su sonrisa traviesa? ¿No volvería a oír su risa picara ni sería
testigo de ese destello especial en sus ojos cuando estaba a punto de hacer
algo que sabía que ella no aprobaría?
—Lo amo —susurró—. Y nunca se lo he dicho.
—Lo siento —dijo Velos—, pero no hay nada que puedas hacer. Deja
que descansen en paz.
Serilda le quitó a Gild un mechón de cabello de la frente, y después
miró el rostro de su hija. A quien no había tenido la oportunidad de conocer.
A quien todavía no le había puesto nombre.
El bebé estaba unido a Gild. Si conseguía salvar a Gild, los salvaría a
ambos.
Pero no podía.
No conocía su verdadero nombre.
—¿Huida? —dijo. Se le rompió la voz—. Tú le otorgaste su don.
Bendijiste a toda su familia. Tú seguramente sabes su nombre.
Pero Huida negó con la cabeza.
—La maldición del Erlking era total. El nombre se borró incluso de la
memoria de los dioses.
—Pero no puede haber desaparecido. Algo sobrevive siempre, ¿no? Una
leyenda, un mito… Una verdad enterrada en el pasado. —Miró a Wyrdith
—. Eso fue lo que me dijiste. Un buen cuento puede sobrevivir al olvido de
la historia, puede vivir para siempre. Bueno, este es un gran relato. Un
príncipe que luchó contra los oscuros y la gran cazadora, que se unió a una
niña que todavía no había nacido, que salvó a la hija de un molinero, que…
que… —Sollozó de nuevo—. Que recibió la bendición de Huida.
Las lágrimas la abrumaron de nuevo, pero esas palabras se repitieron en
su mente.
«La bendición de Huida».
Se le escapó un gemido. Se quedó inmóvil.
—Un príncipe que recibió la bendición de Huida. Una familia que
gobernaba una tierra próspera, que vivía en un castillo junto a un lago, en
las tierras del norte, que…
Su corazón latía con rapidez, se volvió errático.
—El trabajador Stiltskin y el príncipe del norte —murmuró—. La
historia estaba inspirada en sus ancestros. Este fue el reino que fundaron.
Por eso Huida era su patrona, y el tatzelwurm su símbolo y… —Se fijó en
el anillo que tenía en el dedo—. La letra R. De Rumpel y… —Con su hija
en brazos, Serilda se puso en pie—. Rumpelstiltskin. El apellido de la
familia era Rumpelstiltskin.
La sintió entonces, la atracción de la magia. El viento silbando en sus
oídos. El aire chisporroteando contra su piel.
La presión, como si le estuvieran extrayendo el aliento de los pulmones.
El momento de pánico durante el que no pudo respirar.
Después terminó, y pudo verlo en los ojos que la rodeaban.
—Lo recuerdo —susurró Huida—. Recuerdo haberle dado mi
bendición. Y al niño pelirrojo, un pequeño precoz y travieso. Le concedí el
don del hilado porque esperaba imbuirle una fuerte ética del trabajo. Y a la
niña… le di el don del tejido. Los recuerdo a ambos, y a todos sus
ancestros.
Serilda emitió un grito sorprendido y esperanzado cuando miró a Velos.
—Ya está, entonces. ¡Rumpelstiltskin! Ahora, por favor… Por favor…
Pero no terminó. Ya podía ver la negativa grabada en el rostro del dios.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Me has dado su apellido —dijo el dios—. ¿Cuál era su nombre?
Serilda dejó escapar un gruñido frustrado.
—¡No lo sé! ¡Esa historia narraba el inicio de su linaje, siglos antes de
que él hubiera nacido! ¿Cómo voy a saber su nombre completo?
—¡Espera! —Fue Frieda quien gritó. La bibliotecaria, de la mano de
Leyna, se llevó la palma a la frente—. Espera. Yo he leído sobre esta
familia. En los libros que te enseñé, ¿recuerdas? Cuando viniste a la
biblioteca.
Serilda negó con la cabeza.
—Estaban en blanco. Todo estaba… —Se detuvo. No. No estaban en
blanco. Ya no. Ahora estarían llenos. Llenos de historia. Llenos de datos
sobre una dinastía poderosa y respetada… La familia que había gobernado
aquella ciudad y las tierras del norte durante siglos.
—Ha desconcertado a los eruditos durante años —dijo Frieda—. La
familia desapareció de repente hace trescientos años…
—El príncipe —le pidió Serilda, apenas atreviéndose a albergar
esperanza—. ¿Recuerdas el nombre del príncipe?
Frieda consideró la pregunta.
—Lo llaman el heredero perdido —contestó al final—. ¿Ermengild?
Yo… Creo que su nombre era Ermengild.
Serilda se giró de nuevo hacia Velos.
El dios de la muerte asintió con lentitud.
—¿A quién vas a invocar?
Ella se humedeció los labios y se preparó, temiendo que no funcionara
si le temblaba la voz.
—Me gustaría que trajeras de vuelta a Ermengild Rumpelstiltskin,
príncipe de Adalheid. Hilandero de oro. Bendecido por Huida. —Dudó,
antes de añadir—: Poltergeist.
Velos le echó una mirada que era casi de orgullo.
—Has dicho la verdad.
El dios de la muerte elevó su farol. La llama del interior se hizo más
luminosa.
Serilda contuvo el aliento. Demasiado asustada como para albergar
esperanza. Sintiéndose como si pudiera hacerse un millar de añicos frágiles
si se atrevía.
Y entonces… un bebé lloró.
Contuvo un gemido y miró el diminuto hato que tenía entre los brazos.
Su bebé estaba llorando. Con las mejillas sonrosadas, agitando las
manitas.
Serilda estaba tan sorprendida que casi se le cayó, y todos los que la
observaban saltaron hacia delante para intentar atrapar a la niña.
Comenzó a reírse. Entonces apretó a su hija contra su pecho y todas las
emociones escaparon de ella a la vez.
Sollozó y tembló, temiendo creer, temiendo confiar en que aquello fuera
real…
—¿Serilda?
Se giró. Gild estaba sentándose, mirándola. Parecía todavía medio
muerto. Estaba pálido y herido, con una mano presionada contra el pecho y
una mueca en el rostro, aunque intentaba sonreír.
—Después de todo esto…, por favor, que no se te caiga la niña.
Serilda siguió riéndose incontrolablemente mientras se arrodillaba.
—Lo siento. Tendré más cuidado. Tendré… Gild. ¡Estás vivo! Y no
estás maldito, y yo no estoy maldita, y nuestro bebé… Y el Erlking y…
—Demasiado —gimió Gild—. Más despacio.
Serilda no podía dejar de llorar. No podía dejar de reírse. La niña no
dejaba de llorar. Serilda sabía que necesitaría que la alimentara pronto, y
que la bañara, y que la quisiera… Que la quisiera mucho.
Pero primero…
—Te quiero, Gild —le dijo, poniéndole una mano en la mejilla—. Te
quiero.
Aunque todavía estaba exhausto, la sonrisa de Gild fue resplandeciente.
—Yo también te quiero, cuentacuentos. —Su mirada se detuvo en Erlen,
segundos antes de que ella se uniera al abrazo—. Plasta te quiero a ti, reina
de los alisos.
—Tú tienes tus momentos —replicó Erlen, sin intentar esconder el
hecho de que ella también estaba llorando—. ¿Crees que podríamos
descubrir mi nombre?
—Seguro que sí —le aseguró Serilda—. Haremos que Frieda
compruebe los libros de la biblioteca.
—¿Y esta pequeña? —dijo Gild, pasando un pulgar por el rostro
arrugado y moteado del bebé—. También la quiero a ella. Ni siquiera me
creo que sea posible. El ruido que está haciendo ahora mismo es lo peor que
he oído nunca, y he vivido en un castillo con un estruendoso bazaloshtsh.
Pero, aun así…, la quiero mucho.
El sol se alzó sobre el horizonte, ahuyentando el frío de mediados de
invierno. Serilda besó a Gild, y besó a su hija, y besó a Leyna y a Erlen, y
se rio cuando esta hizo una mueca y se limpió. Podría haber seguido
besando a todas las personas de Adalheid, pero Lorraine eligió aquel
momento para sugerir que todos fueran a la posada para calentarse los
dedos de los pies junto al fuego… Incluso los dioses serían bienvenidos.
Serilda ayudó a Gild a ponerse en pie, sonriendo de oreja a oreja.
—¿Qué nombre vamos a ponerle?
—No tengo ni idea. Nunca antes he tenido que ponerle nombre a nadie.
Me parece una gran responsabilidad, sobre todo ahora que sabemos lo
poderoso que puede ser un nombre.
El llanto de su hija se acalló mientras Serilda la mecía.
—Ya se nos ocurrirá algo —dijo, sobrecogida ante la ternura con la que
Gild pasó un nudillo por la mejilla sonrosada del bebé.
Entonces él sonrió y se acercó a Serilda. Presionó la frente contra la de
ella, con la niña acunada entre ambos.
—Te aseguro que el nombre que elijamos nunca será olvidado —le
prometió.
Este es el final de mi historia, de lo que ocurrió en realidad.
Pero veo que no estáis satisfechos. Esto es lo peor para los
cuentacuentos, saber que la historia nunca termina, que los que nos
escuchan nunca estarán contentos.
Ahora callad. Me gustaría contaros una historia diferente, y quizá, si
me escucháis con atención, oigáis las respuestas a vuestras preguntas.
Confío en que habréis oído hablar del gran tapicero, famoso en todo
Tulvask. Su trabajo más aclamado está colgado ahora en una universidad
de Verene. Gente de todo el mundo viaja para admirarlo, porque es una
gran obra de arte, la cumbre de la artesanía y la habilidad. Su temática se
consideró única cuando se reveló, aunque muchos artistas han intentado
replicarla desde entonces.
¿No habéis visto el tapiz? Permitid que os lo describa.
Imaginad una floreciente ciudad junto a un lago cristalino. Los
ciudadanos disfrutan de una celebración… el día de Año Nuevo, quizá. Hay
banderines colgados en las calles y cestas a rebosar de flores de primavera,
a pesar de que la nieve sigue cubriendo el suelo. Están la alcaldesa y su
esposa bailando un vals en el muelle. Y no muy lejos, una niña risueña
baila con un hobgoblin, de entre todos los seres posibles.
Ah, sí. Estáis sorprendidos. Como lo está todo el que lo ve. Cuando por
fin lo ve. Pensasteis que solo eran edificios con vigas de madera y puertas
de colores llamativos, aldeanos alegres y sus vidas sencillas. Pero ahora os
percatáis del drude que mira desde detrás de una chimenea. Del
nachtkrapp oculto entre los cuervos. A través de la ventana de la posada, se
ve a dos doncellas del musgo bebiendo cerveza.
Si miráis con mayor atención aún, os descubriréis haciendo algunas
interpretaciones inusuales sobre quiénes son estos sencillos aldeanos. Los
eruditos han dicho mucho al respecto, sin duda, pero ¿y vosotros?
¿Podría ser Huida la que está sentada ante la rueca, al fondo? ¿Sería
posible que el granjero con una hoz al hombro no fuera otro que Freydon?
¿Podría ser Tyrr el arquero con el carcaj de flechas? La figura con capa
que sostiene el farol podría ser Velos, y el desubicado marinero podría ser
Solvilde, y sí, ahí está Eostrig, en ese pequeño jardín, extrañamente
parecida a la mítica Pusch-Grohla. ¿Y el bardo de la pluma dorada?
Wyrdith, naturalmente.
Es impresionante, en realidad. Ahora entendéis por qué el tapiz fue
anunciado como un tesoro cuando se reveló, por qué nos condujo a una
nueva era en las artes y la iconografía. Vaya, ¿mostrar a los siete dioses no
solo en el reino mortal, sino interactuando con los humanos? ¿Mostrar a
los ciudadanos ya no solo no temerosos de los monstruos, sino dándoles la
bienvenida y tratándolos como amigos?
Fue novedoso en su momento, y sin duda será estudiado por las
generaciones venideras.
Sí, podríais decir, pero ¿y esas cuatro figuras, las que están en el centro
del jolgorio? ¿Las que están iluminadas por un radiante rayo de sol?
Seguramente son importantes, si se les ha reservado un lugar tan relevante.
Pero ¿quiénes son?
Ah, mis jóvenes estudiosos. Ahora entendéis por qué el tapiz sigue
desconcertando. Hay demasiadas teorías como para contarlas, y este
misterio todavía está por resolver.
Un hombre. Una mujer. Una niña. Un bebé.
La suposición más obvia es que son el señor y la señora de la villa,
presidiendo la celebración junto a sus dos hijos.
Pero, de los cuatro, solo uno (la niña, una pequeña con el cabello
dorado) lleva una corona en la cabeza.
El hombre y la mujer visten ropas sencillas: una túnica clara, una capa
de viaje gris.
Y ella tiene unos ojos extraños… No debemos olvidarlo. Es fácil
pasarlo por alto al principio, pues el detalle es demasiado pequeño. Pero
¿lo veis ahora? ¿El toque de oro? ¿Os parecen ruedas? Yo siempre lo he
pensado, pero ¿qué podría significar?
Mirad con mayor atención.
El bebé también tiene esos ojos dorados.
Son muy extraños, como los del dios de las historias.
Quizá sea ese el mensaje que el artista deseaba expresar. Humanos,
dioses, monstruos… Todos somos víctimas del destino y de la fortuna. Si la
gran rueda se mueve o no a nuestro favor, solo el tiempo lo dirá.
O quizá no sea ese el mensaje en absoluto.
Quizá estamos haciéndonos las preguntas equivocadas.
Preguntaos, en lugar de eso, por qué todos parecen tan tranquilos, tan
alegres, tan satisfechos.
¿Por qué el hombre y la mujer se miran el uno al otro con tanto amor?
¿Por qué el artista, después de crear tal obra de arte, la firmó solo con
una R rodeada por un tatzelwurm? Es una firma que no se había visto
antes, ni después.
Yo no tengo estas respuestas. Quizá nunca lo sabremos.
Quizá penséis que esta historia es falsa, y yo no intentaré persuadiros
de lo contrario. Porque todas las grandes historias contienen un poquito de
verdad en ellas, y un poquito de fantasía.
Os dejo con una última verdad… o una última mentira. Vosotros
decidiréis qué es.
¿Esa familia? ¿Esa ciudad? ¿Esos monstruos y dioses?
Todos vivieron felices hasta el fin de sus días.
Agradecimientos
¡Oh, mi corazón! Me siento muy agradecida con todos los que me han
ayudado a dar vida a este libro y esta historia. Entre ellos:
Las estrellas de Jill Grinberg Literary Management: Jill Grinberg,
Katelyn Detweiler, Sam Farkas, Denise Page y Sophia Seidner.
El fenomenal equipo de MacMillan Children’s Publishing Group: Liz
Szabla, Johanna Alien, Robby Brown, Mariel Dawson, Rich Deas, Sara
Elroubi, Jean Feiwel, Carlee Maurier, Megan McDonald, Katie Quinn,
Morgan Rath, Dawn Ryan, Helen Seachrist, Naheid Shahsamand, Jordin
Streeter, Mary Van Akin, Kim Waymer y los equipos de ventas y
producción que han ayudado a llevar los libros a los lectores de todas
partes.
Mi increíble correctora Anne Fieausler.
Mi inmensamente talentosa narradora de audiolibros Rebecca Soler.
Mi gurú de la cultura germánica Regina Louis.
Mi experta en pronunciación alemana Ezra Llughes.
Mi brillante compañera de crítica Tamara Moss.
Mi ayudante y cómplice de pódcast Joanne Levy.
Mi grupo de escritura local: Rendare Blake, Martha Brockenbrough,
Arnée Flores, Tara Goedjen, Corry L. Lee, Nova McBee, Lish McBride,
Margaret Owen, Sajni Patel (¡te echamos de menos!) y Rori Shay.
Jesse, Delaney, Sloane y toda mi familia y seres queridos. Gracias por
años de apoyo, risas, aventuras y alegría.
Y a ti, lector. Gracias por acompañarme en este viaje y dejarme
compartir mis historias contigo. Es un honor que espero no dejar de valorar
nunca.
MARISSA MEYER, escritora estadounidense nacida en Tacoma
(Washington). Es una fanática de las antigüedades y vive en Tacoma con su
esposo, sus hijas mellizas y tres gatos.
Ha estado enamorada de los cuentos de hadas desde niña, cosa que no tiene
intenciones de superar nunca.
Podría ser una cyborg. O no… Cinder, su primera novela, debutó en la lista
de best sellers de The New York Times con gran éxito.
Antes de escribir Meyer trabajó como editora de libros durante cinco años y
escribió relatos de ficción basados en el manga Sailor Moon con el
seudónimo de Alicia Blade.
Visita a la autora en marissameyer.com

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