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DOMINGO DE OTOÑO

Como cada domingo de otoño, me encontraba cocinándole uno de sus platos favoritos. No le
quedaría mucho por llegar, solía retrasarse, estaría retocándose el pintalabios rojo en el espejo
retrovisor del coche; o quizá se habría parado a hablar con su amiga la de la tienda de costuras,
no importaba. Lo que sí importaba era que, si no llegaba pronto, se le enfriaría la sopa. Sí, la
sopa era su comida favorita, yo la preparaba siguiendo las sabias recetas de mi madre. Recordé
que hacía tiempo que no llamaba a mi madre. Me dirigí al telefonillo del despacho, marqué con
decisión su número el cual me sé de memoria. Sin embargo, nadie contestó por la otra línea. Me
extrañó pensar que mamá estaría haciendo cualquier otra cosa que no fuera cuidar de sus cintas
y sus potos en el patio; –Ya me llamará–.

Debía volver a la cocina o sino la sopa se evaporaría con el calor de los fogones. Llegué al final
del pasillo donde me topé con aquel gran espejo de marco extravagante colgado de tal manera
que podías ver reflejado tanto el pasillo como la habitación del fondo, mi despacho. Fue idea
suya, la de colgar el espejo. Ella podía pasar horas posando con sus vestidos de volantes y sus
labios rojos. Yo la miraba desde mi despacho. Me quedaba embobado.
Ahora sin embargo solo se reflejaban los vestigios de lo que un día fue un atlético y honorable
muchacho, de tez brillante y vida por delante. ¿Cuándo habrían llegado esas arrugas a mí?
Como pasan los años. No me había dado cuenta de ello. Realmente no soportaba esa imagen
de mí. Me retiré a la cocina.

La sopa seguía burbujeando y el olor a tierra mojada entraba por las ventanas. Era octubre. Su
época favorita. Yo siempre la he definido como un alma libre llevada por el viento, por esto era el
otoño cuando ella más disfrutaba de la vida, de la calle, del café; era en otoño cuando sus (como
ella los llamaba) demonios dolorosos cesaban y volvía su risa, aquella que me resultaba
tranquilizadora y armoniosa.
Este domingo había llovido por la mañana y aún escurrían las gotas de agua por la ventana. Ella
todavía no había llegado. Me empezaba a preocupar. Fui al dormitorio y vi allí sus cosas, su
bolso, sus llaves y sus gafas. Que estaría pasando, yo recordaba haberla visto despedirse, como
siempre hacía, me besaba la mejilla dejándome marcados unos labios rojos y se iba sonriendo.
Volví a aquel espejo que tanto me recordaba a ella, sin embargo, esta vez no había rojo en mi
mejilla.

Metí la mano en mi bolsillo, donde sabía que encontraría algo mágico que me transportaría a su
lado. Desenvolví el pañuelo entre mis dedos y respiré ese aroma a frescor y comodidad que
deseaba volver a oler pronto. Cada vez que veía el pañuelo, se me venía la imagen de ese
verano. Ella llevaba aquel vestido de flores. Yo la llevé a ver las estrellas. Ella me insistiría en
que viajase al espacio a cogerle una. Yo le seguiría diciendo que no hacía falta, que el deseo
que un día pedí a una fugaz, estaba allí a mi lado. Esa noche me percaté del rastro de dulzura y
sencillez que dejaba. Me dio el pañuelo para recordarla eternamente, y así hago. También fue
esa la noche en que nos enamoramos.
Estaba tan ensimismado en mis pensamientos que, sin darme cuenta, una lágrima caía por mi
rostro buscando consolar un dolor que no entendía. No comprendía lo que me pasaba. Porqué
sentía que nunca la volvería a ver. Ella solo había salido. Ya estaría llegando.

Convencido, bajé a hablar con la costurera. Seguro que sabía dónde estaba. El camino se me
estaba haciendo eterno. El ascensor ocupado. Los vecinos vociferando sus historietas. Una
sirena sonando. Mucho ruido de fondo, me sentía mareado, no podía centrarme en mi objetivo.
Bajé las escaleras tan rápido como pude, recordando que ya no tenía las articulaciones de
cuando era deportista. Llegué a la tienda, un pequeño escaparate con un toldo. Muy pintoresco.
Muy rosa. Ahí estaba la costurera. Ella también había envejecido mucho desde la última vez.

La costurera era una mujer muy paciente y buena conmigo. Notó mi preocupación. Me cogió de
las manos y me miraba como una madre mira a su hijo cuando está enfermo, con compasión,
sentía que sus ojos me estaban entendiendo. Me hacía sentir bien.
–Carmina ya no está, señor. Ella está viajando, ¿no lo recuerda? Se fue hace tiempo. Tiene
usted que dejar de esperarla de una vez. Dijo que no volvería. Fue a visitar las estrellas.

Con el corazón en un puño, escuché esas palabras. Carmina, mi amada Carmina, había partido
hacia las estrellas. Volví a casa. Me aferré al pañuelo que me regaló aquella noche de verano,
tratando de encontrar consuelo en su aroma familiar. Todo parecía tan real, y a la vez tan lejano.

Así, con el pañuelo entre mis manos y los recuerdos de dos almas destinadas a amarse, me
consolaría pensando que ella había encontrado su camino hacia la eternidad. Aunque su ida
dejara un vacío en mi vida, su amor permanecería como una luz eterna, guiándome en los días
oscuros y acompañándome en los momentos de soledad.

Katniss Everdeen

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