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Sobre “Teatro posdramático”, de Hans-Thies Lehmann.

Teatro dramático y posdramático


Por Diego de Miguel.

I. El libro.

El libro Teatro posdramático, de Hans-Thies Lehamnn fue publicado originalmente en Alemania, en


1999. La publicación en español se debe a la CENDEAC, en Murcia, España, y a la editorial Paso de gato,
en México, y es recién de 2013. Su impacto en la teoría teatral mundial fue sin embargo tan grande,
que mucho antes de su traducción el término se había popularizado entre los teatristas
hispanoparlantes y sus conceptos habían circulado en el ambiente académico y crítico.
En el libro, Lehmann describe gran parte de la producción teatral más significativa de la escena
europea (alemana, sobre todo) desde 1970 en adelante: desde la dramaturgia de Heiner Müller y Peter
Handke, hasta el trabajo de directores como Bob Wilson (el nombre más citado), Tadeusz Kantor o
Heiner Goebbels. El texto se propone “servir a la comprensión conceptual y a la verbalización de la
experiencia de este teatro contemporáneo, a menudo difícil, y contribuir así a su percepción y
discusión”. En este sentido, el libro es inobjetable, aún cuando por momentos resulta tan oscuro como
el teatro que viene a esclarecer.
Hay que reconocer a Lehmann varios méritos, el más importante de los cuales es haber popularizado
un concepto (lo ‘posdramático’) que ha funcionado como una especie de certificado de autenticidad
para todo teatro que aspire a ‘ser contemporáneo’. Aunque para obtener ese certificado haya que
adecuarse a un conjunto de mandamientos que hacen del libro de Lehmann, en cierto sentido, una
preceptiva.
Si la tarea de un crítico es crear conceptos que expliquen el desarrollo y el vínculo entre diversas obras
de arte, el trabajo de Lehmann ha trascendido el campo de la crítica: su obra ha producido un teatro y
lo ha mundializado como manufactura de exportación.

II. Lo posdramático.

Según Lehmann existiría un teatro predramático -desde Grecia hasta el Renacimiento-, uno dramático
-desde el Renacimiento hasta las vanguardias- y uno posdramático -a partir de 1970. Este último ya no
puede percibirse de acuerdo a las reglas y categorías del teatro ‘dramático’ o tradicional (aristotélico,
al decir de Brecht), un teatro cuyo fundamento es el drama moderno y entre cuyos principios
constructivos encontramos la fábula, la acción progresiva, la intriga, el personaje, la ilusión
dramática…
Pero aun cuando este nuevo teatro se constituye, en gran medida, por su oposición con el drama
tradicional, Lehmann ha encontrado un conjunto de características que definen lo posdramático ‘por la
positiva’, y no meramente como la negación del drama. Algunas de esas características son:

a. El espectáculo posdramático cuestiona los principios fundantes de la puesta en escena: ya no se


construye ni se percibe como una unidad, sino a través de fragmentos, a veces contradictorios, que no
confluyen hacia una acumulación cuyo clímax es el final; la obra no aparece como algo terminado ni
fijo, sino que lo aleatorio y lo azaroso son parte inherente del espectáculo.
b. También se cuestiona el sentido, principio articulador de la puesta en escena tradicional. Se aspira a
un espectador emancipado que no se sitúe en relación de subordinación con el espectáculo, ni suponga
que este es portador de un sentido definido de antemano por el autor y/o el director; sentido que él
solo debe interpretar. El espectador es productor de sentido, no intérprete.
c. Se prescinde de la ficción como convención articuladora. El teatro ya no representa, sino que se
manifiesta como una realidad autónoma, algo que acontece escénicamente y que no reconoce su
fundamento de verdad en la representación de otra cosa.
d. Naturalmente, se evita completamente la construcción de una fábula (en el sentido de relato), con
todos sus atributos: diálogos, personajes, situación dramática… El texto deja de ser el elemento
principal sobre el que se estructura el espectáculo. Aún en el ‘posdrama textual’, por ejemplo en
Müller, el texto es un elemento más, que no somete a la escena, sino que esta conserva plena
autonomía, constituyéndose como un sistema significante independiente del texto (a veces como
complemento, a veces como oposición).
e. Siguiendo el camino iniciado por las vanguardias, el teatro posdramático cuestiona los límites de
cada campo artístico en particular, incorporando procedimientos de otras artes (danza, música,
plástica, video) y creando una hibridación de lenguajes que pone en crisis la separación entre las artes.
f. Este teatro es receptivo a la inclusión de nuevas tecnologías (videos, Internet, telefonía móvil, etc.),
así como también a la ‘participación’ y/o mediación del público mediante estos formatos.

Debo decir que la enumeración precedente no pretende ser completa, ni reproduce exactamente la
forma en que Lehmann desarrolla estas características en su texto. Pero da cuenta, de modo lo más
simple posible, de sus postulados. Y resume, un poco brutalmente, sus 478 páginas.

II. Dramático y posdramático.

Lo posdramático no puede ser pensado como una estética, sino apenas como una serie de principios
constructivos que aparecen solo parcialmente en cada espectáculo concreto. Asimismo, un espectáculo
puede ser posdramático aún cuando no se verifique el cumplimiento de alguno de los puntos
precedentes (es el caso, por ejemplo, de Kantor, quien no incluye tecnología en sus obras).
Lo posdramático, por otra parte, no termina con el teatro dramático, sino que coexiste con él, tal como
podemos ver en cualquier escenario del mundo, donde las formas dramáticas gozan de buena salud y
son disfrutadas cada día por miles de espectadores. Hay que decir, sin embargo, que Lehmann cree que
las formas dramáticas están destinadas a desaparecer, en la medida en que sus principios
constructivos no se corresponden con el desarrollo de nuevas formas perceptivas entre un público
formado por Internet y la realidad virtual.
Los antecedentes del teatro posdramático deben situarse en las vanguardias, en donde vemos algunos
gestos que son afines a los de este teatro: crisis de la representatividad y fuga hacia la abstracción,
disolución de los límites entre las artes y atentados contra la tradición, desconfianza ante un sentido
organizado por la razón, etc. Por otra parte, en el happening y la performance percibimos el deseo de
las otras artes (sobre todo las artes plásticas) de acercarse al teatro: quieren dejar de ser objeto y ser
más acontecimiento.
Pero probablemente nadie haya contribuido más al desarrollo de la posdramaticidad que Artaud y
Brecht, quienes cuestionan el teatro representativo aristotélico de un modo radical y definitivo. No
casualmente Aristóteles, Artaud y Brecht son los teóricos que más se citan en el texto de Lehmann.

IV. Contra el teatro posdramático.

Quiero terminar formulando tres críticas al teatro posdramático (podría señalar también algunas
otras). Son tesis provisorias y, naturalmente, no pueden desarrollarse en la extensión de este artículo.
Pero no quería dejar de apuntarlas para favorecer una visión crítica acerca de este teatro híper-
legitimado.

1ra. crítica.
Como apunté más arriba, teóricamente, el teatro posdramático le otorga al espectador autonomía en la
construcción del sentido, que ya no se reconoce como inherente a la obra, sino como producción del
espectador. Este se emancipa de la tiranía impuesta por el discurso de autor y director, y produce su
propia visión en la que interviene su sensibilidad, su historia, su ideología, etc.1

1Digo al pasar que esta no es una concesión propia del teatro posdramático: también en el teatro ‘tradicional’ el
espectador es soberano del sentido.
Pero aunque el gesto es (en teoría) democratizante, la realidad es diametralmente opuesta: gran parte
de la producción posdramática se constituye como un lenguaje críptico, impenetrable para la gran
mayoría del público. Todos hemos asistido a esos espectáculos ante los cuáles nos quedamos
perplejos, tratando de entender ‘esto con qué se come’. Y si esto ocurre entre un público con tradición
teatral, se nota todavía más entre un público no especializado (que no tuvo la gracia de leer a
Lehmann).
El problema se da porque el teatro posdramático no tiene ninguna intención de ‘dialogar’ con el
espectador; se comporta como emisor impune de un discurso cuya interpretación no lo compromete.
“El público es libre”, parece decir; y esa libertad otorgada lo exime de tomar en cuenta al espectador
concretamente, como sujeto activo. Tenerlo en cuenta concretamente significa analizar las condiciones
históricas, los hábitos y aptitudes perceptivas del espectador, e incorporar esos hábitos y aptitudes en
la gestación misma del espectáculo como una hipótesis de vínculo, como una invitación al ‘diálogo’.
Solo en este sentido podemos hablar de una verdadera participación del espectador.
En la medida en que el teatro posdramático no toma en cuenta al espectador real, se constituye como
un discurso producido para una elite, pese a toda su retórica progresista.

2da. crítica.
¿Por qué los teatristas hacen, a pesar de todo, este teatro? Naturalmente, hay muchas razones; la
mayoría, incluso, legítimas. Voy a meterme, sin embargo, con un par que no lo son.
La primera es: por esnobismo. El teatro posdramático ha sido construido, en el relato de Lehmann y la
crítica ‘especializada’, como portador de un conjunto de valores que lo enaltecen: es un teatro ‘nuevo’,
‘contemporáneo’, ‘experimental’ y europeo. Pero estos términos no son más que eslóganes
publicitarios si no los sometemos a una revisión crítica. La ‘novedad’ de este teatro lleva 50 años, por
lo que ya empieza a oler a tradición. Por otra parte, su condición de ‘experimental’ también debe ser
puesta en duda, sobre todo en la medida en que sus rasgos más visibles comienzan a ser replicados
como una especie de receta.2 La confusión es tan grande en este campo, que basta prescindir del relato
para que el espectáculo parezca experimental.
La segunda razón es la otra cara de la primera: por la crítica legitimante. Si hiciéramos una historia de
la teoría de la recepción aplicada al teatro veríamos que el poder se desplaza del autor al director, del
director al espectador… y de todos ellos al crítico. En un teatro que resulta tan hermético y que, como
dijimos anteriormente, no contempla al espectador concretamente, el crítico aparece como una
intermediación necesaria entre la obra, que es inaccesible, y el espectador, cuyas herramientas
perceptivas adquiridas están preparadas para otro teatro. Es la misma farsa del arte (plástico)
contemporáneo: el arte no está en el objeto, sino en el gesto del artista, cuya explicitación y
justificación teórica es desarrollada por el crítico. El crítico tiene, en este teatro, un poder que no tiene
en el teatro dramático, en donde el sentido se produce en el vínculo.
¿De qué sirve una obra experimental si los conceptos y herramientas que permiten percibirla están
por fuera de la obra? Toda verdadera obra experimental debería poder explicarse a sí misma. En otros
términos, debería poder establecer una ‘negociación’ con las herramientas perceptivas del espectador
concreto e inducirlo a aplicar esas herramientas de un modo no tradicional, o a encontrar, en el mismo
espectáculo, herramientas nuevas.

3ra. crítica.
Vivimos en un mundo globalizado. A partir de 1970, el capitalismo ha entrado en su fase trasnacional y
los estados, que en la teoría clásica (marxismo y anarquismo), eran una herramienta del capital, hoy
aparecen como el único arma de los pueblos para resistir el flujo arrasador del dinero.

2Hago una confesión para que no se piense que veo la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio: mi primera obra
como director fue una obra posdramática. Era 1997 y yo recién había egresado de la Escuela de Teatro. Como era
malo actuando, mis compañeros me sugirieron dedicarme a la dirección. Creían que dirigiendo podía hacer
menos daño. El caso es que, por sugerencia del gran maestro Roberto De Souza, tomé un texto de Heiner Müller y
produje una puesta que no ilustraba el texto, sino que amplificaba el sentido y fracturaba el punto de vista, algo
que ya había visto en las obras de Bob Wilson (era una receta, pese a su aspecto experimental). Aunque tengo un
gran recuerdo de la experiencia, confieso que lo hice por puro esnobismo: ese teatro parecía novedoso y yo me
sentí ‘contemporáneo’. Se podrá argumentar que el resto de los teatristas tienen más dignidad que yo, pero lo
dudo: la simple moda tiene en el teatro un valor mayor que el que estamos dispuestos a aceptar.
La globalización del dinero lleva aparejada una globalización de la cultura: escuchamos el último
reggaeton en las radios de todo el mundo; vemos los mismos formatos televisivos en Moscú o en El
Cairo; y asistimos al estreno de la última de Star Wars en los cines de 200 capitales alrededor del
globo. Parece evidente que hoy las culturas regionales están amenazadas y que corremos el serio
peligro de construir una cultura única y universal, condenando a la extinción a miles de bienes
culturales: ritos, idiomas, comidas…
El teatro tiene, en su propia naturaleza, los anticuerpos que impiden su mundialización: a diferencia de
las demás artes, que admiten su multiplicación y reproducción mediante diversos formatos
tecnológicos, el teatro solo admite el vínculo real, en un mismo espacio-tiempo, entre realizadores y
espectadores: no puede mundializarse como el cine. Pero sí pueden mundializarse ciertas estéticas.
La legitimación que el teatro posdramático ha tenido durante los 90’s en festivales internacionales,
teatros oficiales y revistas especializadas ha propagado sus principios alrededor del globo y se ha
enraizado en los sistemas teatrales de los cinco continentes con una voracidad solo atribuible a una
especie de ‘imperialismo cultural’ contemporáneo (de otro modo no podría entenderse una
‘aceptación’ universal a principios tan nítidamente vinculados a la tradición teatral de un único país:
Alemania).
Podrá señalarse, y con razón, que esos principios son asimilados, en cada caso, en una especie de
sincretismo cultural con las tradiciones locales. Y que ese proceso da como resultado tradiciones
locales dialécticamente renovadas. Pero esto es cierto solo relativamente: hay que ver qué anticuerpos
tienen, en cada caso, los sistemas teatrales regionales, y qué grado de esnobismo y colonialismo
cultural hay en los gestores a cargo de las instituciones de cada país (pensemos, por ejemplo, en un
esnob bruto como Lopérfido y dimensionemos el peligro que nos acecha).
Por otra parte, esto ya ocurrió: la entrada del realismo europeo en la década de 1950 puso en jaque las
tradiciones y procedimientos del actor criollo, que Bartís va a proponerse recuperar en la década de
1980.
La puesta en valor de las tradiciones culturales regionales es un acto de resistencia activa contra el
capitalismo mundial. Así de pomposo como suena.

Diego de Miguel
Actor, dramaturgo y director teatral. Estudió Actuación en la Escuela de Teatro de La Plata y
Dramaturgia en la EMAD. Es docente de la ETLP, donde dicta las materias Historia del teatro I, Análisis
del Espectáculo, Teorías y tendencias teatrales contemporáneas y Dramaturgia. Estudió actuación con
Ricardo Bartís, dramaturgia con Susana Torres Molina y Mauricio Kartún, y dirección con Rubén
Szuchmacher, entre otros. Espectáculos: Tres, tres, tres (2002), ganadora de Comedia Municipal de
La Plata; Lo que trae la lluvia (2005); La bestia que habita la noche (2009); Mirapampa (2011),
ganadora de la Fiesta Provincial de Teatro 2013, Fiesta Nacional del Teatro, Venado Tuerto, 2013; El
país de los muertos (2013); La revoluta (2016), ganadora de la Fiesta Provincial de Teatro, 2017,
Fiesta Nacional del Teatro, Mendoza, 2017; El Perdido (2016), texto ganador del Concurso de
Dramaturgia 2015 del CPTI; y Con el cuchillo entre los dientes (2018). Forma parte del grupo del
Viejo Almacén El Obrero, con más de 20 años de trayectoria.

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