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I. El libro.
II. Lo posdramático.
Según Lehmann existiría un teatro predramático -desde Grecia hasta el Renacimiento-, uno
dramático -desde el Renacimiento hasta las vanguardias- y uno posdramático -a partir de
1970. Este último ya no puede percibirse de acuerdo a las reglas y categorías del teatro
‘dramático’ o tradicional (aristotélico, al decir de Brecht), un teatro cuyo fundamento es el
drama moderno y entre cuyos principios constructivos encontramos la fábula, la acción
progresiva, la intriga, el personaje, la ilusión dramática…
Pero aun cuando este nuevo teatro se constituye, en gran medida, por su oposición con el
drama tradicional, Lehmann ha encontrado un conjunto de características que definen lo
posdramático ‘por la positiva’, y no meramente como la negación del drama. Algunas de esas
características son:
Lo posdramático no puede ser pensado como una estética, sino apenas como una serie de
principios constructivos que aparecen solo parcialmente en cada espectáculo concreto.
Asimismo, un espectáculo puede ser posdramático aún cuando no se verifique el
cumplimiento de alguno de los puntos precedentes (es el caso, por ejemplo, de Kantor, quien
no incluye tecnología en sus obras).
Lo posdramático, por otra parte, no termina con el teatro dramático, sino que coexiste con él,
tal como podemos ver en cualquier escenario del mundo, donde las formas dramáticas gozan
de buena salud y son disfrutadas cada día por miles de espectadores. Hay que decir, sin
embargo, que Lehmann cree que las formas dramáticas están destinadas a desaparecer, en la
medida en que sus principios constructivos no se corresponden con el desarrollo de nuevas
formas perceptivas entre un público formado por Internet y la realidad virtual.
Los antecedentes del teatro posdramático deben situarse en las vanguardias, en donde vemos
algunos gestos que son afines a los de este teatro: crisis de la representatividad y fuga hacia la
abstracción, disolución de los límites entre las artes y atentados contra la tradición,
desconfianza ante un sentido organizado por la razón, etc. Por otra parte, en el happening y la
performance percibimos el deseo de las otras artes (sobre todo las artes plásticas) de
acercarse al teatro: quieren dejar de ser objeto y ser más acontecimiento.
Pero probablemente nadie haya contribuido más al desarrollo de la posdramaticidad que
Artaud y Brecht, quienes cuestionan el teatro representativo aristotélico de un modo radical y
definitivo. No casualmente Aristóteles, Artaud y Brecht son los teóricos que más se citan en el
texto de Lehmann.
IV. Contra el teatro posdramático.
Quiero terminar formulando tres críticas al teatro posdramático (podría señalar también
algunas otras). Son tesis provisorias y, naturalmente, no pueden desarrollarse en la extensión
de este artículo. Pero no quería dejar de apuntarlas para favorecer una visión crítica acerca de
este teatro híper-legitimado.
1ra. crítica.
Como apunté más arriba, teóricamente, el teatro posdramático le otorga al espectador
autonomía en la construcción del sentido, que ya no se reconoce como inherente a la obra,
sino como producción del espectador. Este se emancipa de la tiranía impuesta por el discurso
de autor y director, y produce su propia visión en la que interviene su sensibilidad, su historia,
su ideología, etc.1
Pero aunque el gesto es (en teoría) democratizante, la realidad es diametralmente opuesta:
gran parte de la producción posdramática se constituye como un lenguaje críptico,
impenetrable para la gran mayoría del público. Todos hemos asistido a esos espectáculos ante
los cuáles nos quedamos perplejos, tratando de entender ‘esto con qué se come’. Y si esto
ocurre entre un público con tradición teatral, se nota todavía más entre un público no
especializado (que no tuvo la gracia de leer a Lehmann).
El problema se da porque el teatro posdramático no tiene ninguna intención de ‘dialogar’ con
el espectador; se comporta como emisor impune de un discurso cuya interpretación no lo
compromete. “El público es libre”, parece decir; y esa libertad otorgada lo exime de tomar en
cuenta al espectador concretamente, como sujeto activo. Tenerlo en cuenta concretamente
significa analizar las condiciones históricas, los hábitos y aptitudes perceptivas del
espectador, e incorporar esos hábitos y aptitudes en la gestación misma del espectáculo como
una hipótesis de vínculo, como una invitación al ‘diálogo’. Solo en este sentido podemos hablar
de una verdadera participación del espectador.
En la medida en que el teatro posdramático no toma en cuenta al espectador real, se
constituye como un discurso producido para una elite, pese a toda su retórica progresista.
2da. crítica.
¿Por qué los teatristas hacen, a pesar de todo, este teatro? Naturalmente, hay muchas razones;
la mayoría, incluso, legítimas. Voy a meterme, sin embargo, con un par que no lo son.
La primera es: por esnobismo. El teatro posdramático ha sido construido, en el relato de
Lehmann y la crítica ‘especializada’, como portador de un conjunto de valores que lo
enaltecen: es un teatro ‘nuevo’, ‘contemporáneo’, ‘experimental’ y europeo. Pero estos
términos no son más que eslóganes publicitarios si no los sometemos a una revisión crítica. La
‘novedad’ de este teatro lleva 50 años, por lo que ya empieza a oler a tradición. Por otra parte,
su condición de ‘experimental’ también debe ser puesta en duda, sobre todo en la medida en
que sus rasgos más visibles comienzan a ser replicados como una especie de receta.2 La
1 Digo al pasar que esta no es una concesión propia del teatro posdramático: también en el teatro
‘tradicional’ el espectador es soberano del sentido.
2 Hago una confesión para que no se piense que veo la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio: mi
primera obra como director fue una obra posdramática. Era 1997 y yo recién había egresado de la
Escuela de Teatro. Como era malo actuando, mis compañeros me sugirieron dedicarme a la dirección.
Creían que dirigiendo podía hacer menos daño. El caso es que, por sugerencia del gran maestro Roberto
De Souza, tomé un texto de Heiner Müller y produje una puesta que no ilustraba el texto, sino que
amplificaba el sentido y fracturaba el punto de vista, algo que ya había visto en las obras de Bob Wilson
(era una receta, pese a su aspecto experimental). Aunque tengo un gran recuerdo de la experiencia,
confieso que lo hice por puro esnobismo: ese teatro parecía novedoso y yo me sentí ‘contemporáneo’.
confusión es tan grande en este campo, que basta prescindir del relato para que el espectáculo
parezca experimental.
La segunda razón es la otra cara de la primera: por la crítica legitimante. Si hiciéramos una
historia de la teoría de la recepción aplicada al teatro veríamos que el poder se desplaza del
autor al director, del director al espectador… y de todos ellos al crítico. En un teatro que
resulta tan hermético y que, como dijimos anteriormente, no contempla al espectador
concretamente, el crítico aparece como una intermediación necesaria entre la obra, que es
inaccesible, y el espectador, cuyas herramientas perceptivas adquiridas están preparadas
para otro teatro. Es la misma farsa del arte (plástico) contemporáneo: el arte no está en el
objeto, sino en el gesto del artista, cuya explicitación y justificación teórica es desarrollada por
el crítico. El crítico tiene, en este teatro, un poder que no tiene en el teatro dramático, en
donde el sentido se produce en el vínculo.
¿De qué sirve una obra experimental si los conceptos y herramientas que permiten percibirla
están por fuera de la obra? Toda verdadera obra experimental debería poder explicarse a sí
misma. En otros términos, debería poder establecer una ‘negociación’ con las herramientas
perceptivas del espectador concreto e inducirlo a aplicar esas herramientas de un modo no
tradicional, o a encontrar, en el mismo espectáculo, herramientas nuevas.
3ra. crítica.
Vivimos en un mundo globalizado. A partir de 1970, el capitalismo ha entrado en su fase
trasnacional y los estados, que en la teoría clásica (marxismo y anarquismo), eran una
herramienta del capital, hoy aparecen como el único arma de los pueblos para resistir el flujo
arrasador del dinero.
La globalización del dinero lleva aparejada una globalización de la cultura: escuchamos el
último reggaeton en las radios de todo el mundo; vemos los mismos formatos televisivos en
Moscú o en El Cairo; y asistimos al estreno de la última de Star Wars en los cines de 200
capitales alrededor del globo. Parece evidente que hoy las culturas regionales están
amenazadas y que corremos el serio peligro de construir una cultura única y universal,
condenando a la extinción a miles de bienes culturales: ritos, idiomas, comidas…
El teatro tiene, en su propia naturaleza, los anticuerpos que impiden su mundialización: a
diferencia de las demás artes, que admiten su multiplicación y reproducción mediante
diversos formatos tecnológicos, el teatro solo admite el vínculo real, en un mismo espacio-
tiempo, entre realizadores y espectadores: no puede mundializarse como el cine. Pero sí
pueden mundializarse ciertas estéticas.
La legitimación que el teatro posdramático ha tenido durante los 90’s en festivales
internacionales, teatros oficiales y revistas especializadas ha propagado sus principios
alrededor del globo y se ha enraizado en los sistemas teatrales de los cinco continentes con
una voracidad solo atribuible a una especie de ‘imperialismo cultural’ contemporáneo (de
otro modo no podría entenderse una ‘aceptación’ universal a principios tan nítidamente
vinculados a la tradición teatral de un único país: Alemania).
Podrá señalarse, y con razón, que esos principios son asimilados, en cada caso, en una especie
de sincretismo cultural con las tradiciones locales. Y que ese proceso da como resultado
tradiciones locales dialécticamente renovadas. Pero esto es cierto solo relativamente: hay que
ver qué anticuerpos tienen, en cada caso, los sistemas teatrales regionales, y qué grado de
esnobismo y colonialismo cultural hay en los gestores a cargo de las instituciones de cada país
(pensemos, por ejemplo, en un esnob bruto como Lopérfido y dimensionemos el peligro que
nos acecha).
Se podrá argumentar que el resto de los teatristas tienen más dignidad que yo, pero lo dudo: la simple
moda tiene en el teatro un valor mayor que el que estamos dispuestos a aceptar.
Por otra parte, esto ya ocurrió: la entrada del realismo europeo en la década de 1950 puso en
jaque las tradiciones y procedimientos del actor criollo, que Bartís va a proponerse recuperar
en la década de 1980.
La puesta en valor de las tradiciones culturales regionales es un acto de resistencia activa
contra el capitalismo mundial. Así de pomposo como suena.