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clasicismo (de clásico e -ismo). 1. m. Estilo artístico o literario conforme a los ideales de la Antigüedad grecorromana.

//
2. m. Modo de expresión artística y literaria que responde a los ideales del clasicismo. El clasicismo de Eugenio d’Ors. //
3. m. Condición de clásico.

clásico, ca (del lat. classĭcus). 1. adj. Dicho de un período de tiempo: De mayor plenitud de una cultura, de una civiliza-
ción, de una manifestación artística o cultural, etc. // 2. adj. Dicho de un autor, de una obra, de un género, etc.: Que
pertenece al período clásico. Apl. a un autor o a una obra, u. t. c. s. m. Esa película es un clásico del cine. // 3. adj. Dicho de
un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia. U. t. c. s. m. // 4. adj.
Perteneciente o relativo al momento histórico de una ciencia en el que se establecen teorías y modelos que son la base
de su desarrollo posterior. // 5. adj. Dicho de un autor, de una obra, de un género, etc.: Que pertenece a la literatura o
al arte de la Antigüedad griega y romana. Apl. a pers., u. t. c. s. m. // 6. adj. Perteneciente o relativo a la Antigüedad
griega y romana. // 7. adj. Dicho de la música y de otras artes relacionadas con ella: De tradición culta. // 8. adj. Que no
se aparta de lo tradicional, de las reglas establecidas por la costumbre y el uso. Un traje de corte clásico. Apl. a pers., u. t.
c. s. Apl. a cosa, u. t. c. s. m. // 9. adj. Típico, característico. Actúa con el comportamiento clásico de un profesor. // 10. m. Arg.,
Ur. y Ven. Competición hípica de importancia que se celebra anualmente.

clasicismo m. Cualidad de clásico.

clásico -ca (del lat. «classĭcus»). 1 adj. y n. Se aplica a la *lengua, al *estilo, las obras, los artistas,
etc., pertenecientes a la época de mayor esplendor de una evolución artística o literaria.  Igualmente,
a los que se adaptan a las normas consideradas como fórmulas de perfección.  Académico.  Perte-
neciente a los antiguos griegos y romanos; se aplica particularmente al arte y la literatura.  adj. Por
oposición a «romántico», se aplica a cualquier creación del espíritu humano en que la *razón y el equi-
librio predominan sobre la pasión o la exaltación.  Se aplica a la música de tradición culta.  En sen-
tido restringido, a la de la segunda mitad del siglo xviii. 2 Referido a costumbres, gustos, etc., conforme
a principios tradicionales: ‘Es muy clásico en su forma de vestir’. 3 (gralm. antepuesto) Típico: que po-
see claramente las cualidades que le son propias o que se expresan: ‘Es la clásica ciudad de provincias’.

clasicismo m 1 cualidad de clásico, esp [1, 2, 4, 5, 6 y 8]. ■ 2 Estilo o manera clásicos [1a, 2a, 5 y 8b]. ■ 3 Época clá-
sica [1, 3 y 4].

clásico -ca I adj 1 De la antigüedad griega y romana, esp. de su cultura o de su literatura. Tb n, referido a artista o es-
critor. b) Que versa sobre la antigüedad griega y romana, o que la estudia. ■ 2 Que se inspira en los modelos o en las
normas de la literatura o del arte clásicos [1a]. b) [Escritor, artista u obra] en que lo equilibrado y lo racional predomi-
nan sobre lo dinámico y lo emotivo. ■ 3 [Período] de máximo esplendor. Referido normalmente a la literatura, la cultura
o a actividades culturales o artística. ■ 4 (Mús) [Período del s. xviii] que sigue al barroco. ■ 5 Del período clásico [3 y 4].
Tb n, referido a pers. ■ 6 (Ling) [Variedad de la lengua latina] propia del uso escrito de las personas cultas, esp. de la
literatura. Opuesto a vulgar. ■ 7 [Escritor, artista u obra] que se consideran con autoridad o dignos de imitación y estu-
dio. Tb n: m y f, referido a pers, y m, referido a obra. ■ 8 [Música] de la tradición culta occidental. Opuesto a ligera y a po-
pular. b) De (la) música clásica. Tb n, referido a pers. ■ 9 Consabido o habitual. Tb n m, referido a hechos u otra cosa. b)

Tradicional, o no caracterizado por lo novedoso o llamativo. Tb n: m y f, referido a pers, y m, referido a cosa. ■ 10 (Dep)
[Prueba] importante y consagrada que se celebra con regularidad. Frec n. f. II f 11 En pl (col): Filología clásica [1b]. III
loc v 12 conocerse [alguien] a sus -s. (col) Penetrar en los pensamientos o en las reacciones de la gente que le rodea.

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¿Hacemos un juego? Necesitamos un tema de esos típicos, de esos de 8+8
compases, bien simétricos, tan clásicos ellos. En Mozart, sin ir más lejos, quien
tanto nos ha acompañado a lo largo de este libro. Habrá mil, en Mozart, ¿no?
¿No es un perfecto representante del Clasicismo? ¿Y no son así esas melodías
típicas del Clasicismo?

Vamos allá, pues. Una sinfonía, por ejemplo. ¿Qué hay más clásico que una
sinfonía? Mozart ha escrito muchas, así que tendremos mucho por donde
escoger. Ya que estamos, empecemos por el principio, por la primera sinfonía
escrita por el que entonces era un niño de ocho años, la K. 16. ¿Será por haber
sido un chico travieso que en lugar de atenerse a las reglas nos regala una
maravillosa frase inicial simétrica de… 11+11 compases? Ups… Pequeño
resbalón inicial. Nada, sigamos con la siguiente, la K. 19 (porque las cataloga-
das como nº 2, K. 17, y nº 3, K. 18, son en realidad de Leopold Mozart y Carl
Friedrich Abel, respectivamente). Esta sí empieza con 8 compases, a los
que siguen otros… 12. ¡Ay! ¿Y la simetría? ¿Dónde está? Que no cunda el
pánico; con la tercera seguro tendremos más suerte. Llegamos así a la K. 22:
de nuevo 8 compases más… 10. ¡No puede ser! Y los primeros 17 de estos 18
compases están enteramente construidos sobre un pedal de tónica, de modo
que armónicamente el tema inicial de esa Sinfonía K. 22 acaba siendo un
17+1. Y la siguiente sinfonía, la K. 43, es aún peor: un inicio de 13+9 compa-
ses, claramente repartidos en dos semifrases ambas indivisibles.

Para llegar a tener un bloque reconocible de 16 compases tenemos que


esperar a la Sinfonía K. 45. Pero al verlo de cerca… nuestro gozo en un pozo.
La estructura de esa frase es cualquier cosa menos un 8+8, sino un increíble
1+5+10. Y las cosas no cambian en las siguientes sinfonías. La K. 48 nos
regala un 13+8 que parece sacado de una serie de Fibonacci. La siguiente,

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K. 73, un aún más sorprendente 4½+6+4½ (imposibles verlos de otro modo).


Un mínimo de regularidad llega con la K. 74 (nada del otro mundo: 8+14),
en una frase inicial que, por otra parte, es justo lo contrario de ese sereno
equilibrio que supuestamente correspondería al ideal clásico: una frase
cómica, reflejo de una significativa asociación entre simetría y humor.

El humor aparece también en la siguiente Sinfonía K. 84, donde a los 8 prime-


ros compases les siguen, sí, otros 8, pero inseparables del siguiente otro
bloque de… 11. Muchos números primos, ¿no? La que iba a ser una búsqueda
fácil, de un caso ejemplar, se ha convertido en una caza del tesoro de imprevi-
sibles resultados. Incluso cuando las estructuras de 8 compases están clara-
mente presentes, no hay manera de que se combinen de forma simétrica. En
la Sinfonía siguiente, la K. 110, tras los primeros 8 compases llegan otros 8…
más 2. En la K. 112, la primera frase acaba, sí, con un bloque de 8 compases,
pero al que llegamos a pie cambiado tras otros quince divididos en 2+4+4+5.
Con la Sinfonía K. 114, por fin, sí tenemos un 8+8 inicial (el único, de hecho,
definible como tal en todas las sinfonías de Mozart); pero incluso aquí es una
estructura simétrica solo en parte, porque el siguiente fragmento temático
entra en la anacrusa del compás 16.

Volvemos a la aritmética avanzada con la Sinfonía K. 124 (4+8+5+8) y la


cosa empeora con la K. 128, donde no sólo hallamos una estructura de 7
compases claramente reconocible (a partir del c. 9), sino que los dos prime-
ros bloques de 4 compases cada uno están claramente repartidos en 1+3,
de modo que llegamos a (1+3)+(1+3)+7+2. ¿Qué pensar, por otra parte, de
la siguiente Sinfonía, K. 129, con sus 17 compases partidos en dos bloques
de 4 (¡idénticos!) y otro de 9? Sin olvidar la intricada continuación, donde
las cosas se enredan todavía más… Van pasando las páginas de esta colec-
ción de sinfonías y hallamos cada vez más temas principales que parecen
buscar con ahínco los números primos: 19 (Sinfonía K. 199), 13 (Sinfonía
K. 319), 11 (Sinfonía K. 318), mientras que en la Sinfonía K. 130 el principio
es un 5+5 de indudable aroma brahmsiamo (como en la siguiente K. 132,
por otra parte, en ese caso seguido de un no menos chocante 4+4+3+2+2+3),
a su vez inicio de una frase que en su globalidad alcanza el hasta entonces
inexplorado número 29.

¿Tengo que seguir? ¿De verdad las sinfonías de Mozart serían perfectos
ejemplos de ese clasicismo musical que se caracterizaría por el “equilibrio

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CLASICISMO

formal” y la “simetría de las frases”, tal como afirma sin rechistar la Wikipedia
(2020a y 2020b, respectivamente)? Mi perplejidad va en aumento, porque
estas expresiones no sólo registran y ratifican la opinión común (la Wikipe-
dia, al fin y al cabo, es la enciclopedia más leída y consultada del mundo),
sino que combinan perfectamente con otras y más eruditas publicaciones
sobre el tema.

Para prevenir la posible sospecha de que tal vez ese equilibrio clásico aún
no estaba plenamente asimilado por ese muchacho todavía tan joven, com-
paremos las que fueron las últimas cinco sinfonías (excluyendo la nº 37, que
es en realidad de Michael Haydn y para la que Mozart únicamente escribió la
introducción), cuyas frases iniciales son:

• 10+7, tras una introducción de 19 compases (Sinfonía “Linz”, K. 425).


• 8+21 (a su vez subdividibles, en realidad, como 6+2+6+15), tras una
introducción de 36 (Sinfonía “Praga”, K. 504).
• 8+6, tras una introducción de 25 compases (Sinfonía K. 543).
• 1+8+7+4, sin introducción (Sinfonía K. 550; un inicio infernal se mire por
donde se mire, considerando que el acompañamiento empieza en el
tiempo fuerte del primer compás, mientras la melodía principal tarda
tres tiempos antes de entrar, siendo por tanto anacrúsica, de modo que
el material melódico ocupa prácticamente 19 compases).
• 8+15, de nuevo sin introducción (Sinfonía “Jupiter”, K. 551).

La asimetría triunfa por doquier. Como lo hace en otras sinfonías no menos


célebres escritas en los años anteriores. La Sinfonía “Haffner”, por ejemplo,
empieza con una clarísima estructura 5+7 a los cuales sigue un largo desa-
rrollo contrapuntístico que empieza con un bloque de 7 compases y prosigue
durante otros 47 (!) hasta llegar a alcanzar por fín un lugar donde proponer
una idea segundaria. 5+7+7+47: que viva la simetría del clasicismo. Incluso
cuando, tras mucho buscar, pescas alguna frase que sí podría encajar con esa
supuesta simetría, siempre hay algún elemento que rompe la baraja. El caso
del comienzo de la Sinfonía K. 134, en este sentido, es ejemplar: la repetición
en los cc. 5 y 6 del característico patrón rítmico con el que la obra había
empezado hace que los dos compases siguientes parezcan llegar a destiem-
po, a pesar de que la armonía siga el más convencional de los itinerarios.
No menos fascinante es cómo Mozart rompe en pocos segundos el esque-
matismo casi insultante de los primeros doce compases de la K. 162, o cómo

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el desconcierto métrico se insinúa en texturas tan aparentemente luminosas


como las que abren la K. 181. La acumulación de patrones rítmicos contras-
tantes al principio de la Sinfonía K. 338 parece parodiar la solemnidad de
las primeras notas, e incluso cuando en alguna sinfonía los bloques de 32 por
fin aparecen, cualquier cosa hallamos menos dos partes de 16: en la ya citada
K. 318, por ejemplo, esos 32 están repartidos en 11+16+5.

Y hablamos de sinfonías, no de fantasías —obras que en esa época estaban tan


íntimamente ligadas al mundo de la improvisación— ni del infierno aritmético
(y armónico, y melódico, y rítmico) propio de obras religiosas como el “Kyrie”
de la Misa K. 427. Porque, al igual que en otras dimensiones de esa cultura, la
posteridad decidió que ciertos aspectos eran “característicos de esa época”,
cuando la realidad fue mucho más compleja. Ese racionalismo ilustrado que
tan bien encaja con la idea de orden y simetría, por ejemplo, fue sólo un
aspecto de la filosofía de aquella época (y, por supuesto, un aspecto a su vez
mucho menos homogéneo de lo que podríamos pensar si sólo nos agarramos
a unas pocas frases). En la propia París revolucionaria que idealizamos como
desenlace del sueño racionalista de Voltaire y los enciclopedistas, también se
leían, con igual fervor, las novelas eróticas del Marqués de Sade y los escritos
esotéricos de Louis-Claude de Saint Martin, el philosophe inconnu, que
practicó la castidad toda su vida (o eso decía) en nombre de un misticismo
intimista que alcanzó enorme éxito popular. Y en la Inglaterra del desarrollo
industrial, la fascinación por la tecnología —que se traslada en tiempo real a la
construcción de instrumentos mecánicamente cada vez más eficientes— y el
naciente capitalismo —inseparable de la consolidación de la moderna
industria concertística— florecen en un medio de un panorama cultural del
que también forman parte el satanismo de William Beckford y la fascinación
por la mitología gaélica alimentada por la pluma de James Mac­pherson.

Es cierto, por otra parte, que al hablar de clasicismo en música solemos


excluir en bloque tanto la Inglaterra de Jorge III como la Francia revoluciona-
ria. Por excluir, excluimos prácticamente todo lo que no haya acontecido
en los escasos 3 km2 que ocupaba entonces el centro histórico de Viena:
cuando miras cualquier “historia de la música occidental”, parece que los
únicos que han hecho algo relevante, durante más de medio siglo a caballo
de los siglos XVIII y XIX, hayan sido Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert,
hombres que desarrollaron la práctica totalidad de su vida adulta en esa
ciudad. Esos cuatro individuos monopolizan el discurso historiográfico sobre

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CLASICISMO

aquella época, tanto que parece que lo hayan hecho todo ellos: ellos protago-
nizan cualquier descripción del bendito clasicismo y su evolución; ellos han
compuesto las obras más representativas de esa época; y de nuevo ellos
permiten ver cómo se abre camino la nueva sensibilidad romántica, porque,
como todo el mundo sabe, tras el Clasicismo viene el Romanticismo, que es
otra cosa completamente diferente.

Eso, naturalmente, es lo que decimos hoy, porque cuando esos términos


empezaron a circular significaban otra cosa. La propia idea de que antes haya
existido algo llamado clasicismo y luego algo llamado romanticismo tardó en
afianzarse. Gente como Goethe, Schumann o Victor Hugo, por ejemplo, que
se supone que algo tienen que explicarnos acerca de qué puede ser lo “ro-
mántico”, nunca sintieron suya esa sucesión cronológica. Lo romántico era
entendido como una actitud del espíritu, al igual que esa fascinación por el
equilibrio que, mientras tanto, sobre todo a partir de 1790, se empezó a ver
identificada con los equilibrios arquitectónicos griegos y romanos. Tanto es
así que se tardó mucho en aplicarlo a una música, como la de Haydn y Mozart,
cuya vinculación con esa antigüedad clásica era francamente dudosa.

Durante un tiempo, de hecho, lo “clásico” en música se aplicó más bien de


forma genérica hacia música suficientemente antigua y venerable como para
ser considerada digna de admiración a pesar de no seguir la moda. Todavía en
1857, por ejemplo, Carl Czerny tituló Der Pianist im klassischen Style [sic] la
última de sus publicaciones de grandes dimensiones: una monumental
colección de 48 preludios y fugas que, como es fácil imaginar, no tienen a
Mozart ni a Haydn en mente, sino a Johann Sebastian Bach como modelo
de “estilo clásico”. Y ya estábamos en la segunda mitad del siglo XIX; la Bach
Gesellshaft estaba ya en marcha; la musicología estaba afianzando su meto-
dología; la música del pasado se interpretaba con creciente devoción. Sin
embargo, habrá que esperar todavía un poco para ver a Bach como barroco y
que lo clásico se convirtiera en esa otra cosa que desde entonces aprendemos
en los conservatorios. Esa música en la que predominaría la simetría de las
frases, dicen. Y junto con esa supuesta simetría de las frases también otras
cosas que yo tampoco acabo de ver nada claras. Según la misma Wikipedia an-
tes citada, otro de esos aspectos sería la “consolidación de la tonalidad plena”.
¿En serio? ¿Plena? Y la tonalidad de las óperas de Händel… ¿qué es? ¿“Vacía”?
¿“Parcial”? ¿A medias? Sin olvidar otra característica esencial, según esa
misma fuente: la “claridad de las texturas”. Se ve que las cantatas a voz sola y

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las invenciones a dos voces, tan “barrocas” ellas, tenían texturas más oscuras
que el “Caos” de La creación de Haydn o el “Dies Irae” del Requiem de Mozart.

Esto del clasicismo, francamente, me parece un circo. Sé perfectamente que


personas más famosas, más citadas, más poderosas y, supongo, más inteli-
gentes que yo han defendido y siguen defendiendo esta idea. Y por supuesto,
la gente pensante que, en medio de mil matizaciones, sigue creyendo que el
concepto de clasicismo explica cosas, habla de él de un modo más articulado
de cómo lo estoy haciendo yo en estas páginas cargadas de sarcasmo. Pero
no pueden evitar hacer lo mismo que hacemos siempre, cuando presentamos
nuestra visión del mundo: seleccionar y presentar una visión. Una de las
muchas posibles, efectivamente. Pues a mí ese supuesto clasicismo no me
convence. Mientras pretendamos definirlo así, mirando a la forma musical de
ese modo, hablando de claridad, simetría y orden, de un novedoso balance
de regularidad y rupturas de las expectativas, y además contraponiéndolo al
romanticismo en el marco de una historia evolutiva, a mí me parece que hace
agua por todos lados. Una contraposición que, por otra parte, no ha surgido
de la nada. De hecho, un texto de referencia como el diccionario de María
Moliner llega incluso a presentarla como un universal que trasciende el
espacio y el tiempo, y por supuesto la dimensión musical: el adjetivo clásico,
“por oposición a ‘romántico’”, se aplicaría a “cualquier creación del espíritu
humano en que la razón y el equilibrio predominan sobre la pasión o la
exaltación”. ¿Visto? La razón y el equilibrio. Como en Mozart, vamos.

Podríamos seguir así indefinidamente, porque si de Mozart pasáramos a


otras figuras la cosa no cambiaría mucho. Cierto es que él fue maestro de la
asimetría, lo que hace especialmente increíble el hecho de haberlo converti-
do en un emblema de semejante idea de la “clasicidad”. Pero también lo es
que una contemporánea suya como Hélène de Montgeroult nos pondría ante
cortocircuitos aún peores; que la tradición inglesa encarnada por Clementi
acudía, una y otra vez, a yuxtaposiciones de materiales de lo más diverso que
no tiene sentido analizar únicamente con la partitura en mano basándose en
las proporciones formales, y que el propio Haydn nos propone, una y otra
vez, estructuras que no encajan dentro de ese equilibrio que caracterizaría,
dicen, la música de su tiempo.

Puestos a buscar la simetría, es más fácil aplicar este término a las arias ABA,
tan típicas de la ópera italiana de principios del siglo XVIII o a las canciones

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CLASICISMO

estróficas que hallamos incluso en autores tan poco “clásicos” como Mendels-
sohn o Schumann. Y si de verdad queremos encontrar frases de 8+8 compases,
el siglo XIX está lleno de ellas: en primer lugar, y de forma agotadora, en la
música de baile, pero también en música de otra índole, desde las baladas de
Chopin hasta los caprichos de Paganini. Conviviendo con otras estructuras,
por supuesto. Como en Mozart. Y en Haydn, y en Beethoven.

El supuesto equilibrio de ese “clasicismo musical” y su pretendida contrapo-


sición con el Romanticismo es un ejemplo perfecto de que si queremos
construir un edificio conceptual avalándolo con datos pretendidamente
objetivos, lo podemos conseguir. Siempre. Porque una cosa es decir que la
música compuesta en la Viena de Mozart es “clásica” siguiendo las definicio-
nes de amplio alcance que solemos dar a este término: por haber sido vista
como referencia y como ejemplo admirable por las generaciones posterio-
res. Hasta ahí, es cierto. El problema es cuando queremos detallar cuáles
serían, en música, esas características. El diccionario de la Real Academia
no lo hace, y con ello se ahorra un problema. María Moliner tampoco,
aunque sí nos habla de esa música “de la segunda mitad del siglo XVIII” para
la que usamos de forma restringida el adjetivo clásica que se aplicaría a la
“música de tradición culta”. Por ello me enamora la solución de Manuel
Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, que sí introdujeron en la primera
edición de su diccionario especificaciones para algunos de los “períodos
clásicos” más significativos (teniendo por tanto que seleccionar, sin que la
definición del término propiamente lo necesitara, tanto que esas especifi-
caciones desaparecieron en la edición actualizada del mismo diccionario
publicada en 2011). Se recordaba, por ejemplo, que el período “clásico” de la
literatura francesa “corresponde al s. XVII, especialmente su segunda
mitad” y en él “se siguen las normas de la literatura clásica latina”. ¿Y el pe-
ríodo “clásico” en música? Según ese diccionario es el “[período del s. XVIII]
que sigue al barroco”. Eso y nada más. Una definición que se mantuvo inclu-
so en medio de la minuciosa revisión de otras muchas acepciones del que
fue objeto este vocablo. No sé cuánto hayan sido conscientes, quienes han
redactado esta definición, que en esos 17 caracteres sintetizan a la perfec-
ción toda una problemática historiográfica. Lo que han acabado por decir,
literalmente, es que lo que define como “clásico” ese período es su ser “pos-
terior al barroco”. Sin ese devenir cronológico no hay definición posible. Y es
exactamente lo que globalmente llevamos haciendo con la historiografía
musical desde hace generaciones.

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MALDITAS PALABRAS

La cosa no había empezado exactamente así, en realidad. Raphael Georg


Kiesewetter, que con su Geschichte der europäisch-abenländischen Musik
(1834) tanto contribuyó a esa construcción según la cual Haydn y Mozart
serían un pasaje obligado para la música europea en su conjunto, no pensaba
tanto en términos de períodos y estilos como en función del ejemplo que los
grandes genios (vistos románticamente como seres únicos y excepcionales)
sabían dejar a la posteridad. Pero fue en ese contexto, el de la historiografía
alemana del siglo XIX, donde las cosas fueron asentándose, arropadas ideo-
lógica y económicamente por una realidad muy distinta de la que había visto
nacer esa música. Palabras como progreso y evolución se volvieron moneda
corriente, eslóganes de una civilización que en esa sucesión de estilos reco-
nocía su propio camino hacia un presente en el que Europa se veía como el
centro de cualquier cosa y donde en Alemania, concretamente, se hacía más
y más fuerte la convicción de una superioridad espiritual que ya sabemos
adónde condujo. Luego la realidad no acabó pareciéndose mucho a lo que en
su momento —dentro y fuera de Alemania— se llegó a imaginar: el idealismo
filosófico se ramificó de tantas maneras diferentes que sus derivados acaba-
ron declarándose guerra eterna; los delirios de dominación, también; y esa
supuesta “evolución del lenguaje musical” generó mutaciones inesperadas,
enfrentándose a criaturas y artefactos con las que el siglo anterior no
contaba. Pero en lo que a esa música se refiere, el grueso de las categorías
decimonónicas, en lugar de reinventarse y lanzarse al descubrimiento de
un mundo que se estaba revelando más diverso y apasionante de lo que se
había pensado, se hicieron fuertes dentro de sus fortines, como una corte
que, ajena a lo que sucede en su propio reino, empieza a generar una realidad
autorreferencial y una visión enajenada del mundo en su conjunto.

La historiografía musical del siglo XX y, aún más, el destilado de ésta que


llegó a las aulas de los conservatorios y el lenguaje corriente de las audiencias
apasionadas de esta música es un curioso producto de esta alienación, gene-
rando una larga serie de curiosas situaciones. El antiguo convencimiento de
que la serie de los armónicos podía servir para explicar el funcionamiento
de la armonía fue usado, por ejemplo, simultáneamente como (1) demostra-
ción científica de la superioridad estética e incluso ética de la armonía tonal
frente a otros sistemas de organización sonora y (2) demostración científica
de… justo lo contrario. En la década de 1930, figuras de alcance histórico
como Heinrich Schenker y Wilhelm Furtwängler consideraban la música
atonal como reflejo de la perversión de un presente en el que se estaban

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CLASICISMO

supuestamente perdiendo los ritmos naturales, biológicos y morales de la


vida humana, acudiendo a esa serie de sonidos armónicos como argumento
eje. Esa misma serie, en esos mismos años, les servía a Arnold Schönberg y a
Anton Webern para justificar la legitimidad de su composición con doce
sonidos, como “natural” prolongación de la progresiva conquista de intervalos
que desde el unísono habría supuestamente procedido a incorporar progresi-
vamente los intervalos de 5ª, 4ª y 3ª. Seguir más allá del 6º armónico —es decir,
aquello que los defensores de la tonalidad presentaban como la demostración
de que la humanidad ha perdido su rumbo— se veía simplemente como una
nueva fase de un proceso que, también en este caso, se ilustraba acompañado
de metáforas biológicas (“así como una manzana madura cae de un árbol, del
mismo modo la tonalidad…”). Y todo ello sucedía en los mismos años y en el
mismo contexto cultural. Nótese, sin embargo, que unos y otros, en medio
de tantas incompatibilidades, estaban de acuerdo en afirmar la centralidad de
los “clásicos vieneses”. Las divergencias vertían sobre cómo valorar el después.
Pero no había diferencias evidentes en torno a cómo valorar conceptos como
“forma clásica”, “tema”, “tensión armónica”, “punto culminante” o la centrali-
dad de la tríada melodía-armonía-ritmo como eje de cualquier discurso
sobre esa música (o más bien sobre la música, a secas).

Como me suele pasar, también en este asunto me convence más cualquier


cosa que no parta de categorías propias del siglo XX y se atreva a crear otras
nuevas a partir de una lectura dinámica y creativa del rico legado que nos ha
precedido. Empezando por las categorías estéticas que efectivamente se
empleaban en esa época, que no seccionaban la diversidad de la música
según criterios cronológicos basados en la idea de lo que puede considerar-
se común en una determinada época, sino partiendo de la multiplicidad de
prácticas, códigos comunicativos y realidades culturales que podían darse
si­mul­táneamente incluso en un mismo lugar. En un mismo teatro hoy podía
es­cucharse una ópera y mañana otra que apelaba a otros códigos. Y en una
misma ópera de Mozart cada personaje suele estar definido por categorías
estéticas que pueden no ser las mismas que explican a otro personaje de esa
misma ópera. Por supuesto había aspectos en común. Pero también es cierto
que esos aspectos supuestamente decisivos para enmarcar todo ese reper-
torio en una única categoría como es “clasicismo” pueden servir para definir
otras realidades. Esas cadencias perfectas las encontramos cien años des-
pués idénticas en otra música; esas tríadas, doscientos años después; esas
arias ABA, 60 años antes; esas frases de 8 compases, en cualquiera de los

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MALDITAS PALABRAS

valses de Chopin. ¿En qué quedamos? Sin duda podemos definir una receta
concreta en la que ese balance que se da en Mozart sólo se da en Mozart.
Pero más fácil habría sido hablar de una receta totalmente distinta. Por
ejemplo, aquella según la cual la música de baile en ¾ no cambió para nada
durante 300 años en toda Europa. Igual de falaz, igual de tendenciosa. E igual
de defendible, según se mire.

No menos incrédulo me quedo ante lo que se ha dicho acerca de este reper-


torio y de su relación con otras músicas. ¿Qué decir, por ejemplo, de la idea
según la cual Beethoven habría pasado de una mayor simetría a una forma
más libre y abierta? ¿Seguro? ¿Viendo qué aspectos? ¿La Sonata para piano
op. 10 nº 3 sería más simétrica y equilibrada que, por ejemplo, la op. 90?
¿Las melodías de los Cuartetos op. 18 serían más ajustadas a esos “cánones
clásicos” que el “Himno a la alegría”? Y los supuestos “antecedentes clásicos”
de obras beethovenianas sin precedentes como la Sonata para trompa o la
segunda Sonata para cello y piano, ¿cuáles serían? Porque yo no los conozco,
la verdad.

El problema no es Beethoven, evidentemente, ni se trata de una cuestión


acotada al supuesto Clasicismo: todo lo que solemos definir como romántico
tiene problemas parecidos, y también los tienen músicas de épocas anterio-
res. Es legítimo preguntarse, por tanto, si realmente nos sirven estos relatos.
Porque son eso: formas de contar cosas que se pueden contar perfectamen-
te de otro modo, generando conclusiones opuestas. El supuesto período
barroco se extendería, según los manuales todavía en uso hoy, año 2020, en la
mayoría de los conservatorios del mundo, de 1600 a 1750. ¿En serio conside-
ramos que hay tanto en común entre el Orfeo de Monteverdi y las Variaciones
Goldberg, obras supuestamente esenciales para entender “el” barroco? ¿Hay
más en común entre ambas que entre las propias Goldberg y las primeras
sonatas de Haydn? Y, sin salir del mundo de la ópera, ¿tiene el Orfeo de
Monteverdi más en común con Les Boréades de Rameau (que seguiría siendo
un “compositor barroco”, Wikipedia dixit) que esta última con Il re pastore,
escrita por el “clásico” Mozart?

En el ámbito de la música y de la musicología, desde hace generaciones se


habla largo y tendido de las limitaciones de todo este discurso. Pero sigue
ahí, como si explicara algo. Evidentemente, a mucha gente les explica algo.
A mí, no. Seguimos encasillando a estos autores presentándolos así al

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CLASICISMO

alumnado y al público. Las narraciones paralelas que se han propuesto —pro-


blemáticas, también ellas, pero sin duda más defendibles— no han tenido,
ni remotamente, la misma difusión; incluso entre quienes se dedican
profesionalmente a la música es más fácil que parezca necesario hablar
en términos de Barroco, Clasicismo y Romanticismo que evocando cualquier
otro sistema de categorías.

De estos tres grandes “períodos”, el más problemático es, sin duda, ese
“clasicismo” que aquí nos ocupa, y no es casual que figuras de primer plano de
la historiografía y el análisis musicales lleven décadas utilizando esa palabra
lo menos posible o evitándola por completo. Pero el problema no reside en
cambiar un nombre por otro o replantear las fronteras cronológicas, sino
en los fundamentos del propio sistema. De nuevo, no soy ni mucho menos el
primero que lo dice. Pero esta superposición de épocas y estilos, esta visión
diacrónica y evolucionista de prácticas en las que cada momento tendría
un “estilo” propio, me parece francamente perversa.

El aspecto quizás más interesante es que esa visión de la historia de la música


tiene una relación simbiótica con cómo interpretamos ese mismo repertorio.
Es una realidad que ya destaqué en un artículo por el que siento un especial
cariño, “Undisciplining Music” (2017), y que excede el problema del Clasicis-
mo, porque lo mismo sucede con música de otras épocas y autorías de lo
más diverso. Pero con ciertos autores las implicaciones de esta simbiosis
se muestran en toda su magnitud: las “características esenciales” (¡ay, la
esencia!) de la música de ese “período”, deducidas del estudio de las
partituras, se tras­ladan directamente a la interpretación de las mismas. Si
nos convencemos de que en las obras de un autor predomina el orden y el
equilibrio, y a la vez asumimos que nuestra tarea a la hora de interpretarlas
es ajustarse a esos principios, acabaremos tocándolas con un tempo constan-
te, sin estridencias dinámicas, articulaciones comedidas y atentas al detalle,
rechazando los gran­des contrastes y cualquier experimentación tímbrica
que pueda generar sorpresas y desconcierto, muy probablemente produ-
ciendo todo ello con una compostura global y una actividad motora que
trasladarán a la propia vista esa misma sensación de ponderación.

Las que son supuestamente propiedades de las obras se convierten, de este


modo, en su propio sonido gracias a una acción interpretativa que lee
esas partituras de una manera precisa: aquella que mejor se ajusta a ese

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MALDITAS PALABRAS

estilo que deducimos a su vez de una lectura muy concreta de las mismas.
Y esta operación retroalimenta la propia consistencia de esas conclusiones
analíticas: cualquier escucha de las sinfonías de Mozart tocadas dentro del
canon do­minante parece una demostración palpable de la validez de aquellas
frases simplistas que reducían el Clasicismo a un mundo de simplicidad y
orden. Especialmente si la ponemos al lado de un Rachmaninov sobrecargado
de decibelios, generoso con el rubato y repleto de fraseos edulcorados. Pero
¿qué sucedería si hiciéramos lo contrario? ¿Si pensáramos la segunda mitad
del siglo XIX a partir de una idea sonora basada en la compostura y en ese
recelo hacia los excesos que tanto se respira en las novelas y las propias fuen-
tes musicales de la época? ¿Qué sucedería si interpretáramos un concierto
como el Primero de Brahms con un fortepiano sin doble escape como el que
usó su autor al estrenarlo, o una plantilla orquestal de tan sólo 35 personas
como la que tuvo a su disposición Hans von Bülow al presentar por primera
vez en público, en 1875, el Concierto nº 1 de Chaikovsky? ¿Y si a su lado
pusiéramos una plantilla como la que Beethoven empleó para el estreno de
su 8ª Sinfonía (una sinfonía “pequeña”, se suele decir: “a beautiful, brief, ironic
look backward to Haydn and Mozart”, en palabras del inefable Jan Swafford,
2014, p. 624), con 36 violines, 14 violas, 12 cellos, 7 contrabajos, 4 flautas,
4 oboes, 4 clarinetes, 4 fagotes, 4 trompas, 4 trompetas y hasta 2 contrafago-
tes (instrumento, este último, que ni siquiera aparece en la partitura)? ¿O la
Music for the Royal Fireworks de Händel con la monstruosa plantilla original
que incluyó al menos 24 oboes, 12 fagotes y 8 percusionistas? ¿Seguiríamos
sintiendo —materializada en forma de sonido— esa idea evolutiva del lenguaje
musical que se quiso promover con tanta tenacidad durante el siglo XX? ¿Ese
contraste entre la claridad contrapuntística del Barroco, la equilibrada lumino-
sidad del Clasicismo y los grandes contrastes expresivos del Romanticismo?
Por supuesto se trata de casos excepcionales (no tanto, en realidad, en lo que
se refiere a la segunda mitad del XIX, una época que en música seguimos defi-
niendo como “romántica” basándonos en una extravagancia historiográfica
incomprensible fuera de nuestro campo y, en mi opinión, necesitada de una
revisión profunda también dentro de él). Pero me sirven para recordar cuán
importante es nuestra mirada y nuestra forma de interpretar esa música. Que a
su vez realizamos en espacios que no suelen ser los originales y para un tipo de
escucha que casi nunca se parece a la que hubo el día del estreno.

Construimos significados a través de prácticas en las que el modo de tocar


esa música es decisivo para que podamos pensar y escuchar esa música de la

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CLASICISMO

forma en que lo hacemos. Y la plantilla orquestal es sólo un aspecto puntual,


tan específico que puede resultar incluso contraproducente. Porque sin salir
de un solo instrumento el paseo entre estilos contrastantes puede ser infi­nito,
especialmente si utilizamos un mismo modelo de instrumentos para música
de épocas diversas. Un violín, una flauta, un piano pueden moldear su sonori-
dad hasta ubicar cualquier pieza en mundos de lo más variado. Si lo hacemos
poco es porque asumimos los cánones interpretativos dominantes. Y no
hay nada malo en ello: esos cánones forman parte de nuestra cultura. Pero
asumirlos como nuestros o dar un paso al frente para cambiar las cosas es
una decisión que está en nuestras manos.

Es cierto que no todas las obras se prestan por igual a ser desplazadas de
los angostos marcos estilísticos en las que las tenemos encasilladas, al menos
mientras aceptemos la convención propia del siglo XX según la cual interpre-
tar una pieza significa tocar todas las notas escritas. La música clásica
occidental ha ido afianzando esta idea paulatinamente, pero con tal determi-
nación que todo lo que no se ajuste a este criterio entra automáticamente
dentro del mundo del “arreglo”, entendido como actividad que tiene más
que ver con la composición que con la interpretación propiamente dicha.

Sin embargo, incluso aceptando esta limitación, el margen es enorme. Y no


es un margen que necesariamente nos aleje del mundo en que esas obras
surgieron. Al contrario, a menudo la realidad es justo la contraria: la tradición
interpretativa ha cumplido travesías de tal complejidad que, para que hoy la
interpretación se ajuste a esos dogmas estilísticos, necesitamos transgredir
hasta la propia notación.

Mozart, que está dominando este capítulo, nos ofrece multitud de ejemplos
al respecto. El Concierto K. 467, que desde el siglo XIX es uno de los más
interpretados entre sus conciertos para piano y orquesta, es especialmente
estimulante al respecto. Lo es en la riqueza operística de sus movimientos
extremos, que si se ven desde una perspectiva realmente teatral podrían
invitar a una interpretación que renunciara por completo a esa homogenei-
dad de tempo que, en cambio, parece condición indispensable para tocar
Mozart “en estilo”. Pero lo es aún más en su movimiento central, que tocado
tal como se suele hacer habitualmente parece un ejemplo emblemático de
aquel espíritu apolíneo que es orden y armonía de las formas. Sólo que algu-
nos detalles nada despreciables nos invitan a ver más allá de esa realidad.

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MALDITAS PALABRAS

Por supuesto es posible imaginar así esa obra. Y es probable que así sea
como más nos guste. Pero esa obra, como cualquier otra, no se agota en esa
interpretación que se ajusta como un guante a la idea de clasicismo propia de
la historiografía canónica. Otra historia probablemente fomentaría otra
interpretación. Pero también es cierto lo contrario: otra interpretación
podría invitarnos a ver más allá del pensamiento único que subyace a esa
historia canónica, en busca de diferentes categorías y nuevas formas de
pensar la relación entre estilo y tiempo, entre determinadas características
que solemos apreciar en la obra y otras quizás no tan evidentes hoy, pero
que siguen ahí desde el momento en que Mozart puso la obra por escrito. Un
manuscrito que de por sí da algunas pistas: en aquel autógrafo las corcheas
repetidas del acompañamiento no están escritas una a una, como suele ser
hoy habitual (y, menos aún, tan espaciadas entre sí como las propone la edi-
ción más empleada actualmente, la prestigiosa Bärenreiter), sino mediante
una grafía abreviada que permite a cada compás ocupar unos escasos dos
centímetros de longitud.

Parece una simple decisión editorial, y sin embargo bastaría ella para
invitarnos a tocar mucho, mucho más rápido de cómo lo hacemos habitual-
mente. ¿Y esa indicación de compás alla breve? ¿Cuánto llevamos sin marcar
a dos ese andante? “Andante” que a su vez, como es conocido, era en el siglo
XVIII una indicación de tempo mucho más ágil de lo que fue más tarde.
De hecho, su diminutivo “andantino” dejó de verse con el tiempo como una
forma de suavizar esa tendencia a “caminar” para convertirse en justo lo
contrario: una forma de no excederse con la lentitud, un cambio puntual-
mente ilustrado por los métodos instrumentales del siglo XIX. Hoy en día las
interpretaciones de este movimiento raras veces superan el 60 MM la
negra, quedándose a menudo entre 50 y 56. Cada compás dura por tanto
entre los cuatro y los cinco segundos. La primera frase, que abarca la
nada despreciable cifra de 22 compases, dura fácilmente un minuto y medio,
y en algunos casos hasta dos. Más tarda la agonía de Isolda, desde luego.
Pero… ¿qué sucedería si tocáramos esa misma frase a otra velocidad? A dos,
para empezar: alla breve. Y con un tempo que partiera de ese andar, de
ese proceder hacia delante. Con ello redescubriendo, quizás, la inaudita
extensión del intervalo de 17ª que rompe como una deflagración el ambien-
te generado hasta el momento, pero también transfigurando el rol de ese
acompañamiento en notas repetidas que, a partir de cierta velocidad, dejan
de ser una amable alfombra sobre la cual acomodar la melodía principal para

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CLASICISMO

convertirse en una presencia obsesiva, casi oprimente, tal vez subterránea


pero amenazadora en su insistencia.

Inmediatamente aparecerían asociaciones de ideas que jamás consideramos


propias de esta composición. Esas notas repetidas en subdivisión ternaria
como acompañamiento de una melodía aparentemente amable empiezan a
parecerse peligrosamente al Erlkönig de Schubert, y con ello a la tradicional
aceleración del pulso simbólicamente asociada a la ineluctabilidad del
destino. Y esos grandes saltos se vuelven gritos repentinos alternados a
momentos de inmediata introversión, en busca de un sosiego que tanto tarda
en llegar. Incluso las notas iniciales de la melodía principal, a partir de cierta
velocidad y si aprovechamos la chocante diferencia de duración entre las
notas pares y las impares se cargan fácilmente de una inquietud que habi-
tualmente no percibimos. Una inquietud que —por muy sorprendente que
nos pueda parecer— bien encaja con otros elementos que saltan a la vista
con solo observar la partitura. La propia estructura tonal de la pieza, para
empezar, con esa reexposición del tema, inicialmente presentado en fa
mayor, en la lejana tonalidad de… ¡la bemol mayor! Y la propia organización
internas de las frases. Si ya hemos visto que los teóricamente habituales
8+8 compases no son la regla, en Mozart, aquí la asimetría alcanza cotas de
verdadero delirio. Esta simple estructura A-A’-B-A’’, rematada por una coda
aparentemente tan apacible, resulta estar compuesta por una sucesión tan
irregular como la siguiente:

(1+3+3+4+5+3+3)+(1+3+3+2+4+1)+(4+4+5+3+3+2+4+4+7)+
(3+3+4+5+3+3)+(2+4+5)

Semejante sucesión de compases no nos habla de equilibrio ni de simetría.


¿Cómo es posible, por tanto, que la escucha suela transmitirnos una impre-
sión tan distinta? Porque la interpretación se ajustará, sin duda, al ideal
clásico. Y con la mejor de las intenciones, al sumarse a una tradición que
desde hace generaciones nos ha llevado a disfrutar de esa estética sonora y a
compartir ese sistema de valores. Pero para que esta obra suene tan ordena-
da y comedida hay que silenciar esos contrastes. Hay que domesticarlos
hasta convertirlos en piezas de un paisaje idílico y amable.

Dilatar el tempo es un recurso esencial de esa operación: al difuminarse la


percepción de la irregular distribución de los compases, queda la simetría

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MALDITAS PALABRAS

(¡por fin!) de esos cuatro tiempos, siempre cuatro en cada compás (cuatro
y no dos, ya que al tocar tan despacio es imposible que un director marque
sólo dos veces por compás). Y otras estrategias contribuyen a generar esa
impresión global. Una tiene que ver con la dinámica, y consiste en renunciar
a cualquier brusco acento incluso allá donde Mozart indica explícitamente
el sforzando. Esos acentos que nos permitiríamos en autores tan distintos
como Liszt o como Prokofiev están prohibidos en Mozart. Como es conocido,
en el Clasicismo los acentos son desagradables: lo aprendemos desde la
más tierna infancia. Y no menos importante es la atención a la continuidad
de la línea, que subordina el acompañamiento (con toda la información
que conlleva, especialmente poderosa en este caso) y lo arrincona subordi-
nándolo a uniformidad general en la que la armonía y el perfil melódico a gran
escala dominan sobre las múltiples pequeñas estridencias, las disonancias
puntuales, la irregularidad de los intervalos.

El resultado es, literalmente, bellísimo: lo bello triunfa sobre cualquier otra


categoría estética, y probablemente hubiera gustado al Kant de la Crítica del
juicio. Encaja, además, con esa tendencia clasicizante que prendió con fuerza
en la alta cultura en lengua alemana especialmente a partir de 1788, y que
explica la peculiar retórica de una ópera como La clemenza di Tito. Pero inclu-
so en el momento de su mayor auge, esa moda no monopolizó, ni muchísimo
menos, el abanico de opciones estéticas que conformaba la riqueza de lo que
se podía escuchar y ver en un teatro. Lo bello era sólo una de las múltiples
categorías estéticas, que a su vez eran una forma de encontrar patrones
comunes en un panorama que, obra tras obra, estaba diversificándose por
momentos. Leer todo lo “clásico” en función de la categoría de lo bello, que es
lo que llevamos haciendo desde hace generaciones, supone alejarse a veces
de forma flagrante de la riqueza que suponía aquella diversidad. Los contras-
tes se matizan, la comicidad desatada se sustituye por un humor comedido,
los excesos y las incongruencias se reconducen hasta que dejan de serlo:
todos elementos que, por cierto, abundan en los libretos de tantas óperas de
Mozart. Y conseguir semejante compostura supone forzar a menudo —como
hemos visto en el caso de este concierto— la propia notación.

Al escuchar una interpretación canónica de este segundo movimiento, el


lema que Winckelmann había forjado para describir la belleza de la escultura
griega —edle Einfalt und stille Größe (“noble simplicidad y serena grandeza”)—
se nos presenta ante nuestros oídos con toda su seducción. Yo, francamente,

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CLASICISMO

al observar la partitura no veo ni simplicidad ni serenidad. Veo una obra


inquieta, de una inquietud tal vez contenida, quizás reprimida bajo las
apariencias de un porte aristocrático o de una dificultad de asumir el drama
que interiormente se está fraguando. No necesito ir muy lejos para encontrar
un posible modelo teatral: el personaje de la Condesa de Almaviva de Le
nozze di Figaro. Lo que Mozart plasma en este Andante podría ser un nuevo
momento en aquel drama interior tan eficazmente plasmado en dos célebres
arias, “Porgi Amor” y “Dove sono i bei momenti”. E incluso, si nos ponemos a
fantasear, podría ser perfecta para una secuela de esa ópera, una secuela
para la cual existe, de hecho, un texto ya hecho. Beaumarchais, después de
escribir Le Marriage de Figaro —la obra teatral de cual surge la ópera de
Mozart— acabó su trilogía, iniciada con Le Barbier de Sevilla, con la increíble
La Mère coupable. Mozart no pudo conocer esa pieza teatral, escrita en 1792
y convertida en ópera tan sólo en 1962 gracias a un libreto de Madeleine
Milhaud con música de su primo (y marido) Darius, pero el mundo emotivo
de este movimiento encaja de maravilla con el drama íntimo que se despliega
en ese desenlace. La “madre culpable” que da título a esa tercera entrega del
ciclo, ambientada veinte años después de Le Nozze di Figaro, no es otra que
la propia Condesa. Todavía casada con el Conde (quien mientras tanto ha
tenido una hija ilegítima, Florestine), la Condesa tiene un secreto: el padre
natural del único hijo de ambos, Léon, no es el conde, sino el mismísimo
Cherubino, con quien hacía muchos años había pasado una noche mientras el
marido estaba de viaje. Antes de percatarse del embarazo, y arrepentida de lo
sucedido, la Condesa había decidido alejarse de Cherubino, que a su vez había
optado por dejarse herir mortalmente en el campo de batalla. Moribundo,
había escrito a la condesa una última carta, que la condesa nunca quiso
destruir, en la que mencionaba lo que habían hecho y declaraba su amor por
ella. La existencia de la carta resulta decisiva para que, tras muchos sobresal-
tos, la trama acabe con el deseado matrimonio de Florestine y León, ambos
hijos ilegítimos y por tanto no consanguíneos. Pero el final feliz no lo es para
la Condesa, que aquí más que nunca es una mujer atrapada entre pasiones
imposibles, recuerdos agridulces y siniestras maquinaciones, en medio de un
antiguo régimen que se derrumba y un matrimonio que la aprisiona.

Ese latido y esas pasiones sí las reconozco en los pentagramas de esta pieza.
Y no es esto lo que oigo cuando la veo tocada de esa forma tan acorde con esa
idea de “Clasicismo” que hemos heredado del siglo XX. Oigo otra cosa, y no
tengo nada en contra. Incluso la llego a disfrutar enormemente. Pero sí tengo

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MALDITAS PALABRAS

mucho en contra de la pretensión de que ésa sea la única opción. Me niego


a aceptar que cualquier lectura posible tenga que caber en esa estrecha
horquilla que nos hemos inventado. Y el concepto de clasicismo tiene, en
este juego, un papel decisivo. Creo que renunciar a él, radical y definitiva-
mente, sería un buen paso. Yo lo llevo haciendo desde hace años y os puedo
asegurar que la vida sigue y no han aparecido efectos secundarios. Incluso
se duerme mejor.

Bromas aparte, el caso del Andante del Concierto K. 467 me parece tan reve-
lador porque lleva al extremo una realidad válida para Mozart en general y,
en mayor o menor medida, para toda nuestra tradición musical. Lo que nace
como proyección de la complejidad de la existencia, y que puede alimentar
la riqueza de nuestro mundo emocional mediante el encuentro con experien-
cias —reales o imaginadas— de infinita hondura, se reduce a un estímulo que
parece apuntar esencialmente al disfrute de bellas sensaciones que nos de-
jen siendo, al finalizar la escucha, la misma persona que éramos al empezar.
Esto no es lo que yo busco en la música, y en el arte en general. De hecho, es
el único sentido que le encuentro para seguir utilizando esta palabra, en sí
misma tan connotada: su capacidad de aportar algo que trascienda la simple
sensación, y que a través de esas sensaciones cambie mi vida, la enriquezca y
transforme mi manera de interactuar con mi entorno.

De ahí el espacio peculiar que ocupa el concepto de clasicismo, que desde la


época de Kant en adelante está tan asociado a la idea de la contemplación
de la belleza. El placer de la contemplación. Ya sé que el tema es complejo, y
que en el propio mundo de la filosofía alemana el debate se ramificó inme-
diatamente y sigue haciéndolo. Pero la aplicación de este sustrato idealista
a la música, muy marcado por el manejo que de él ha hecho la musicología a
lo largo del tiempo, tiene implicaciones que siguen hoy muy presentes. Y tal
como se ha ido conformando, no hay concepto que resuma mejor lo que yo
no quiero de la música que el de clasicismo tal como hoy se suele emplear: un
concepto cuyo etnocentrismo no podría ser más descarado, al presentar
como referente ideal para siglos de música supuestamente universal lo
acontecido en una sola ciudad, una sola, y que nos habla continuamente de la
autoridad de la forma abstracta y de la sumisión de la interpretación al texto
escrito, de la práctica a la teoría, de la fugacidad de la comunicación a la
verdad última presentada por lo que la música supuestamente es, plasmada
en la notación.

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CLASICISMO

Esto no excluye que esta misma idea se pueda contar de un modo francamen-
te emocionante y que cualquier cosa parezca menos una militante forma de
hacer violencia a otras posibles alternativas. Pienso, por ejemplo, cuánto me
fascinó, durante años, el célebre y todavía tan estimulante Musik und Sprache
de Thrasybulos Georghiades, o cuántas carreras han pasado por la emoción
sincera que sabía generar Charles Rosen, ejemplo de una interacción entre
reflexión y práctica musical que tanto necesitamos y cuyos escritos son tan
brillantes como lo fue su carrera de intérprete. Dos aproximaciones diversas,
dos hombres de dos generaciones diferentes y procedentes de contextos
diferentes, pero que a pesar de todo compartían algunos elementos de
fondo, aparentemente fundacionales para la existencia misma de la música
clásica en torno a lo que hicieron unos pocos compositores, en Viena, a lo
largo de esas tres o cuatro décadas.

A estas alturas del siglo XXI debería parecer más bien obvio, pero en la
música clásica nunca hay que dar nada por descontado: se trata de formas
de concebir, leer e interpretar ese repertorio. Hay otras posibles, otras que
conducen a otras conclusiones y necesitan de otro vocabulario.

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