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2. m. Modo de expresión artística y literaria que responde a los ideales del clasicismo. El clasicismo de Eugenio d’Ors. //
3. m. Condición de clásico.
clásico, ca (del lat. classĭcus). 1. adj. Dicho de un período de tiempo: De mayor plenitud de una cultura, de una civiliza-
ción, de una manifestación artística o cultural, etc. // 2. adj. Dicho de un autor, de una obra, de un género, etc.: Que
pertenece al período clásico. Apl. a un autor o a una obra, u. t. c. s. m. Esa película es un clásico del cine. // 3. adj. Dicho de
un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia. U. t. c. s. m. // 4. adj.
Perteneciente o relativo al momento histórico de una ciencia en el que se establecen teorías y modelos que son la base
de su desarrollo posterior. // 5. adj. Dicho de un autor, de una obra, de un género, etc.: Que pertenece a la literatura o
al arte de la Antigüedad griega y romana. Apl. a pers., u. t. c. s. m. // 6. adj. Perteneciente o relativo a la Antigüedad
griega y romana. // 7. adj. Dicho de la música y de otras artes relacionadas con ella: De tradición culta. // 8. adj. Que no
se aparta de lo tradicional, de las reglas establecidas por la costumbre y el uso. Un traje de corte clásico. Apl. a pers., u. t.
c. s. Apl. a cosa, u. t. c. s. m. // 9. adj. Típico, característico. Actúa con el comportamiento clásico de un profesor. // 10. m. Arg.,
Ur. y Ven. Competición hípica de importancia que se celebra anualmente.
clásico -ca (del lat. «classĭcus»). 1 adj. y n. Se aplica a la *lengua, al *estilo, las obras, los artistas,
etc., pertenecientes a la época de mayor esplendor de una evolución artística o literaria. Igualmente,
a los que se adaptan a las normas consideradas como fórmulas de perfección. Académico. Perte-
neciente a los antiguos griegos y romanos; se aplica particularmente al arte y la literatura. adj. Por
oposición a «romántico», se aplica a cualquier creación del espíritu humano en que la *razón y el equi-
librio predominan sobre la pasión o la exaltación. Se aplica a la música de tradición culta. En sen-
tido restringido, a la de la segunda mitad del siglo xviii. 2 Referido a costumbres, gustos, etc., conforme
a principios tradicionales: ‘Es muy clásico en su forma de vestir’. 3 (gralm. antepuesto) Típico: que po-
see claramente las cualidades que le son propias o que se expresan: ‘Es la clásica ciudad de provincias’.
clasicismo m 1 cualidad de clásico, esp [1, 2, 4, 5, 6 y 8]. ■ 2 Estilo o manera clásicos [1a, 2a, 5 y 8b]. ■ 3 Época clá-
sica [1, 3 y 4].
clásico -ca I adj 1 De la antigüedad griega y romana, esp. de su cultura o de su literatura. Tb n, referido a artista o es-
critor. b) Que versa sobre la antigüedad griega y romana, o que la estudia. ■ 2 Que se inspira en los modelos o en las
normas de la literatura o del arte clásicos [1a]. b) [Escritor, artista u obra] en que lo equilibrado y lo racional predomi-
nan sobre lo dinámico y lo emotivo. ■ 3 [Período] de máximo esplendor. Referido normalmente a la literatura, la cultura
o a actividades culturales o artística. ■ 4 (Mús) [Período del s. xviii] que sigue al barroco. ■ 5 Del período clásico [3 y 4].
Tb n, referido a pers. ■ 6 (Ling) [Variedad de la lengua latina] propia del uso escrito de las personas cultas, esp. de la
literatura. Opuesto a vulgar. ■ 7 [Escritor, artista u obra] que se consideran con autoridad o dignos de imitación y estu-
dio. Tb n: m y f, referido a pers, y m, referido a obra. ■ 8 [Música] de la tradición culta occidental. Opuesto a ligera y a po-
pular. b) De (la) música clásica. Tb n, referido a pers. ■ 9 Consabido o habitual. Tb n m, referido a hechos u otra cosa. b)
Tradicional, o no caracterizado por lo novedoso o llamativo. Tb n: m y f, referido a pers, y m, referido a cosa. ■ 10 (Dep)
[Prueba] importante y consagrada que se celebra con regularidad. Frec n. f. II f 11 En pl (col): Filología clásica [1b]. III
loc v 12 conocerse [alguien] a sus -s. (col) Penetrar en los pensamientos o en las reacciones de la gente que le rodea.
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¿Hacemos un juego? Necesitamos un tema de esos típicos, de esos de 8+8
compases, bien simétricos, tan clásicos ellos. En Mozart, sin ir más lejos, quien
tanto nos ha acompañado a lo largo de este libro. Habrá mil, en Mozart, ¿no?
¿No es un perfecto representante del Clasicismo? ¿Y no son así esas melodías
típicas del Clasicismo?
Vamos allá, pues. Una sinfonía, por ejemplo. ¿Qué hay más clásico que una
sinfonía? Mozart ha escrito muchas, así que tendremos mucho por donde
escoger. Ya que estamos, empecemos por el principio, por la primera sinfonía
escrita por el que entonces era un niño de ocho años, la K. 16. ¿Será por haber
sido un chico travieso que en lugar de atenerse a las reglas nos regala una
maravillosa frase inicial simétrica de… 11+11 compases? Ups… Pequeño
resbalón inicial. Nada, sigamos con la siguiente, la K. 19 (porque las cataloga-
das como nº 2, K. 17, y nº 3, K. 18, son en realidad de Leopold Mozart y Carl
Friedrich Abel, respectivamente). Esta sí empieza con 8 compases, a los
que siguen otros… 12. ¡Ay! ¿Y la simetría? ¿Dónde está? Que no cunda el
pánico; con la tercera seguro tendremos más suerte. Llegamos así a la K. 22:
de nuevo 8 compases más… 10. ¡No puede ser! Y los primeros 17 de estos 18
compases están enteramente construidos sobre un pedal de tónica, de modo
que armónicamente el tema inicial de esa Sinfonía K. 22 acaba siendo un
17+1. Y la siguiente sinfonía, la K. 43, es aún peor: un inicio de 13+9 compa-
ses, claramente repartidos en dos semifrases ambas indivisibles.
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¿Tengo que seguir? ¿De verdad las sinfonías de Mozart serían perfectos
ejemplos de ese clasicismo musical que se caracterizaría por el “equilibrio
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formal” y la “simetría de las frases”, tal como afirma sin rechistar la Wikipedia
(2020a y 2020b, respectivamente)? Mi perplejidad va en aumento, porque
estas expresiones no sólo registran y ratifican la opinión común (la Wikipe-
dia, al fin y al cabo, es la enciclopedia más leída y consultada del mundo),
sino que combinan perfectamente con otras y más eruditas publicaciones
sobre el tema.
Para prevenir la posible sospecha de que tal vez ese equilibrio clásico aún
no estaba plenamente asimilado por ese muchacho todavía tan joven, com-
paremos las que fueron las últimas cinco sinfonías (excluyendo la nº 37, que
es en realidad de Michael Haydn y para la que Mozart únicamente escribió la
introducción), cuyas frases iniciales son:
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aquella época, tanto que parece que lo hayan hecho todo ellos: ellos protago-
nizan cualquier descripción del bendito clasicismo y su evolución; ellos han
compuesto las obras más representativas de esa época; y de nuevo ellos
permiten ver cómo se abre camino la nueva sensibilidad romántica, porque,
como todo el mundo sabe, tras el Clasicismo viene el Romanticismo, que es
otra cosa completamente diferente.
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las invenciones a dos voces, tan “barrocas” ellas, tenían texturas más oscuras
que el “Caos” de La creación de Haydn o el “Dies Irae” del Requiem de Mozart.
Puestos a buscar la simetría, es más fácil aplicar este término a las arias ABA,
tan típicas de la ópera italiana de principios del siglo XVIII o a las canciones
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estróficas que hallamos incluso en autores tan poco “clásicos” como Mendels-
sohn o Schumann. Y si de verdad queremos encontrar frases de 8+8 compases,
el siglo XIX está lleno de ellas: en primer lugar, y de forma agotadora, en la
música de baile, pero también en música de otra índole, desde las baladas de
Chopin hasta los caprichos de Paganini. Conviviendo con otras estructuras,
por supuesto. Como en Mozart. Y en Haydn, y en Beethoven.
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valses de Chopin. ¿En qué quedamos? Sin duda podemos definir una receta
concreta en la que ese balance que se da en Mozart sólo se da en Mozart.
Pero más fácil habría sido hablar de una receta totalmente distinta. Por
ejemplo, aquella según la cual la música de baile en ¾ no cambió para nada
durante 300 años en toda Europa. Igual de falaz, igual de tendenciosa. E igual
de defendible, según se mire.
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De estos tres grandes “períodos”, el más problemático es, sin duda, ese
“clasicismo” que aquí nos ocupa, y no es casual que figuras de primer plano de
la historiografía y el análisis musicales lleven décadas utilizando esa palabra
lo menos posible o evitándola por completo. Pero el problema no reside en
cambiar un nombre por otro o replantear las fronteras cronológicas, sino
en los fundamentos del propio sistema. De nuevo, no soy ni mucho menos el
primero que lo dice. Pero esta superposición de épocas y estilos, esta visión
diacrónica y evolucionista de prácticas en las que cada momento tendría
un “estilo” propio, me parece francamente perversa.
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estilo que deducimos a su vez de una lectura muy concreta de las mismas.
Y esta operación retroalimenta la propia consistencia de esas conclusiones
analíticas: cualquier escucha de las sinfonías de Mozart tocadas dentro del
canon dominante parece una demostración palpable de la validez de aquellas
frases simplistas que reducían el Clasicismo a un mundo de simplicidad y
orden. Especialmente si la ponemos al lado de un Rachmaninov sobrecargado
de decibelios, generoso con el rubato y repleto de fraseos edulcorados. Pero
¿qué sucedería si hiciéramos lo contrario? ¿Si pensáramos la segunda mitad
del siglo XIX a partir de una idea sonora basada en la compostura y en ese
recelo hacia los excesos que tanto se respira en las novelas y las propias fuen-
tes musicales de la época? ¿Qué sucedería si interpretáramos un concierto
como el Primero de Brahms con un fortepiano sin doble escape como el que
usó su autor al estrenarlo, o una plantilla orquestal de tan sólo 35 personas
como la que tuvo a su disposición Hans von Bülow al presentar por primera
vez en público, en 1875, el Concierto nº 1 de Chaikovsky? ¿Y si a su lado
pusiéramos una plantilla como la que Beethoven empleó para el estreno de
su 8ª Sinfonía (una sinfonía “pequeña”, se suele decir: “a beautiful, brief, ironic
look backward to Haydn and Mozart”, en palabras del inefable Jan Swafford,
2014, p. 624), con 36 violines, 14 violas, 12 cellos, 7 contrabajos, 4 flautas,
4 oboes, 4 clarinetes, 4 fagotes, 4 trompas, 4 trompetas y hasta 2 contrafago-
tes (instrumento, este último, que ni siquiera aparece en la partitura)? ¿O la
Music for the Royal Fireworks de Händel con la monstruosa plantilla original
que incluyó al menos 24 oboes, 12 fagotes y 8 percusionistas? ¿Seguiríamos
sintiendo —materializada en forma de sonido— esa idea evolutiva del lenguaje
musical que se quiso promover con tanta tenacidad durante el siglo XX? ¿Ese
contraste entre la claridad contrapuntística del Barroco, la equilibrada lumino-
sidad del Clasicismo y los grandes contrastes expresivos del Romanticismo?
Por supuesto se trata de casos excepcionales (no tanto, en realidad, en lo que
se refiere a la segunda mitad del XIX, una época que en música seguimos defi-
niendo como “romántica” basándonos en una extravagancia historiográfica
incomprensible fuera de nuestro campo y, en mi opinión, necesitada de una
revisión profunda también dentro de él). Pero me sirven para recordar cuán
importante es nuestra mirada y nuestra forma de interpretar esa música. Que a
su vez realizamos en espacios que no suelen ser los originales y para un tipo de
escucha que casi nunca se parece a la que hubo el día del estreno.
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Es cierto que no todas las obras se prestan por igual a ser desplazadas de
los angostos marcos estilísticos en las que las tenemos encasilladas, al menos
mientras aceptemos la convención propia del siglo XX según la cual interpre-
tar una pieza significa tocar todas las notas escritas. La música clásica
occidental ha ido afianzando esta idea paulatinamente, pero con tal determi-
nación que todo lo que no se ajuste a este criterio entra automáticamente
dentro del mundo del “arreglo”, entendido como actividad que tiene más
que ver con la composición que con la interpretación propiamente dicha.
Mozart, que está dominando este capítulo, nos ofrece multitud de ejemplos
al respecto. El Concierto K. 467, que desde el siglo XIX es uno de los más
interpretados entre sus conciertos para piano y orquesta, es especialmente
estimulante al respecto. Lo es en la riqueza operística de sus movimientos
extremos, que si se ven desde una perspectiva realmente teatral podrían
invitar a una interpretación que renunciara por completo a esa homogenei-
dad de tempo que, en cambio, parece condición indispensable para tocar
Mozart “en estilo”. Pero lo es aún más en su movimiento central, que tocado
tal como se suele hacer habitualmente parece un ejemplo emblemático de
aquel espíritu apolíneo que es orden y armonía de las formas. Sólo que algu-
nos detalles nada despreciables nos invitan a ver más allá de esa realidad.
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Por supuesto es posible imaginar así esa obra. Y es probable que así sea
como más nos guste. Pero esa obra, como cualquier otra, no se agota en esa
interpretación que se ajusta como un guante a la idea de clasicismo propia de
la historiografía canónica. Otra historia probablemente fomentaría otra
interpretación. Pero también es cierto lo contrario: otra interpretación
podría invitarnos a ver más allá del pensamiento único que subyace a esa
historia canónica, en busca de diferentes categorías y nuevas formas de
pensar la relación entre estilo y tiempo, entre determinadas características
que solemos apreciar en la obra y otras quizás no tan evidentes hoy, pero
que siguen ahí desde el momento en que Mozart puso la obra por escrito. Un
manuscrito que de por sí da algunas pistas: en aquel autógrafo las corcheas
repetidas del acompañamiento no están escritas una a una, como suele ser
hoy habitual (y, menos aún, tan espaciadas entre sí como las propone la edi-
ción más empleada actualmente, la prestigiosa Bärenreiter), sino mediante
una grafía abreviada que permite a cada compás ocupar unos escasos dos
centímetros de longitud.
Parece una simple decisión editorial, y sin embargo bastaría ella para
invitarnos a tocar mucho, mucho más rápido de cómo lo hacemos habitual-
mente. ¿Y esa indicación de compás alla breve? ¿Cuánto llevamos sin marcar
a dos ese andante? “Andante” que a su vez, como es conocido, era en el siglo
XVIII una indicación de tempo mucho más ágil de lo que fue más tarde.
De hecho, su diminutivo “andantino” dejó de verse con el tiempo como una
forma de suavizar esa tendencia a “caminar” para convertirse en justo lo
contrario: una forma de no excederse con la lentitud, un cambio puntual-
mente ilustrado por los métodos instrumentales del siglo XIX. Hoy en día las
interpretaciones de este movimiento raras veces superan el 60 MM la
negra, quedándose a menudo entre 50 y 56. Cada compás dura por tanto
entre los cuatro y los cinco segundos. La primera frase, que abarca la
nada despreciable cifra de 22 compases, dura fácilmente un minuto y medio,
y en algunos casos hasta dos. Más tarda la agonía de Isolda, desde luego.
Pero… ¿qué sucedería si tocáramos esa misma frase a otra velocidad? A dos,
para empezar: alla breve. Y con un tempo que partiera de ese andar, de
ese proceder hacia delante. Con ello redescubriendo, quizás, la inaudita
extensión del intervalo de 17ª que rompe como una deflagración el ambien-
te generado hasta el momento, pero también transfigurando el rol de ese
acompañamiento en notas repetidas que, a partir de cierta velocidad, dejan
de ser una amable alfombra sobre la cual acomodar la melodía principal para
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(1+3+3+4+5+3+3)+(1+3+3+2+4+1)+(4+4+5+3+3+2+4+4+7)+
(3+3+4+5+3+3)+(2+4+5)
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(¡por fin!) de esos cuatro tiempos, siempre cuatro en cada compás (cuatro
y no dos, ya que al tocar tan despacio es imposible que un director marque
sólo dos veces por compás). Y otras estrategias contribuyen a generar esa
impresión global. Una tiene que ver con la dinámica, y consiste en renunciar
a cualquier brusco acento incluso allá donde Mozart indica explícitamente
el sforzando. Esos acentos que nos permitiríamos en autores tan distintos
como Liszt o como Prokofiev están prohibidos en Mozart. Como es conocido,
en el Clasicismo los acentos son desagradables: lo aprendemos desde la
más tierna infancia. Y no menos importante es la atención a la continuidad
de la línea, que subordina el acompañamiento (con toda la información
que conlleva, especialmente poderosa en este caso) y lo arrincona subordi-
nándolo a uniformidad general en la que la armonía y el perfil melódico a gran
escala dominan sobre las múltiples pequeñas estridencias, las disonancias
puntuales, la irregularidad de los intervalos.
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Ese latido y esas pasiones sí las reconozco en los pentagramas de esta pieza.
Y no es esto lo que oigo cuando la veo tocada de esa forma tan acorde con esa
idea de “Clasicismo” que hemos heredado del siglo XX. Oigo otra cosa, y no
tengo nada en contra. Incluso la llego a disfrutar enormemente. Pero sí tengo
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Bromas aparte, el caso del Andante del Concierto K. 467 me parece tan reve-
lador porque lleva al extremo una realidad válida para Mozart en general y,
en mayor o menor medida, para toda nuestra tradición musical. Lo que nace
como proyección de la complejidad de la existencia, y que puede alimentar
la riqueza de nuestro mundo emocional mediante el encuentro con experien-
cias —reales o imaginadas— de infinita hondura, se reduce a un estímulo que
parece apuntar esencialmente al disfrute de bellas sensaciones que nos de-
jen siendo, al finalizar la escucha, la misma persona que éramos al empezar.
Esto no es lo que yo busco en la música, y en el arte en general. De hecho, es
el único sentido que le encuentro para seguir utilizando esta palabra, en sí
misma tan connotada: su capacidad de aportar algo que trascienda la simple
sensación, y que a través de esas sensaciones cambie mi vida, la enriquezca y
transforme mi manera de interactuar con mi entorno.
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Esto no excluye que esta misma idea se pueda contar de un modo francamen-
te emocionante y que cualquier cosa parezca menos una militante forma de
hacer violencia a otras posibles alternativas. Pienso, por ejemplo, cuánto me
fascinó, durante años, el célebre y todavía tan estimulante Musik und Sprache
de Thrasybulos Georghiades, o cuántas carreras han pasado por la emoción
sincera que sabía generar Charles Rosen, ejemplo de una interacción entre
reflexión y práctica musical que tanto necesitamos y cuyos escritos son tan
brillantes como lo fue su carrera de intérprete. Dos aproximaciones diversas,
dos hombres de dos generaciones diferentes y procedentes de contextos
diferentes, pero que a pesar de todo compartían algunos elementos de
fondo, aparentemente fundacionales para la existencia misma de la música
clásica en torno a lo que hicieron unos pocos compositores, en Viena, a lo
largo de esas tres o cuatro décadas.
A estas alturas del siglo XXI debería parecer más bien obvio, pero en la
música clásica nunca hay que dar nada por descontado: se trata de formas
de concebir, leer e interpretar ese repertorio. Hay otras posibles, otras que
conducen a otras conclusiones y necesitan de otro vocabulario.
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