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“Señor, Dios grande y terrible, que guardas la alianza y eres leal con los que te
aman y cumplen tus mandamientos. Hemos pecado, hemos cometido crímenes y
delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos. No
hicimos caso a tus siervos, los profetas, que hablaban en tu nombre” (Dn 9, 4).
El evangelista san Lucas nos regala como fruto de la inspiración divina y los datos
que ha recogido, una parábola muy hermosa y bien conocida por todos, en los la‐
bios del Señor Jesús nos da el ejemplo del hijo pródigo. Él nos representa, que
seguramente en algún momento hinchados de egoísmo hemos querido hacer
nuestros propios planes sin tener en cuenta el amor y la voluntad de Dios. Nos
hemos ido lejos y como aquel que se distancia de la luz, hemos comenzado a vivir
en las tinieblas, entre los cerdos, hemos despreciado el banquete para pretender
saciarnos de las algarrobas. No obstante, en nuestro interior permanece ese ser de
hijos que reclama la compañía y el amor del Padre, es la gracia bautismal la que se
agita en nosotros y nos hace “recapacitar”. Como un ejercicio de la conciencia, la
voluntad queda motivada para regresar: “sí, me levantaré y volveré junto a mi
Padre” dice el hijo, nosotros también decididos, nos apuramos en volver.
Dios ama a la humanidad, es un filántropo sin fin. Así que no digas: “Yo solía pros‐
tituirme, cometer adulterio, pequé. Y no una vez, sino muchas. ¿Me perdonará?
¿Me liberará de la condena?” Escuche lo que dice el salmista: “¡Qué grande, Señor,
es tu bondad!” (Salmo 30, 20). Tus pecados nunca vencen la magnitud de la
misericordia de Dios. Tus heridas nunca exceden su poder curativo. Solo ríndete a
Él con fe. Confiesa tu pasión. Di también con el profeta David: “Confesaré sincera‐
mente mi iniquidad al Señor”. Luego será seguido por lo que el versículo dice: “Y
tú, Señor, perdonaste la iniquidad de mi corazón” (Salmo 31, 5).
San Simeón el Nuevo Teólogo dice que “la metanoia es la puerta que nos saca de
la oscuridad y nos introduce a la luz”. Gregorio Palamás, refiriéndose a este es‐
tado, dice que la metanoia es el volver a la gloria original y, en consecuencia, la
sanación del hombre. Por eso, dice: “Al nacer en el alma la metanoia, apartamos
nuestra mente del hábito pérfido y del conocimiento pecaminoso… sanando
nuestra maldad, pero sin dejarnos matar por esta”. El arrepentimiento es la piedra
angular de la vida espiritual. El reconocimiento de nuestra pecaminosidad, el dolor
de afligir a Dios, la decisión de cambiar y la confesión son el comienzo de nuestra
salvación. El Honorable Precursor (Juan el Bautista) y el Señor mismo comenzaron
a predicar el arrepentimiento. Nadie puede salvarse a menos que se arrepienta.
Solo con arrepentimiento un gran ladrón incluso robó el paraíso. El arrepentimien‐
to ha sido llamado por los Padres de la iglesia “segundo bautismo” o “renovación
del bautismo”. El arrepentimiento es necesario para recibir el perdón, de no ser así
eres imperdonable.
Este es el tiempo de la misericordia, un ofrecimiento que hace del buen Dios para
que los hijos recapacitemos, nos arrepintamos, confesemos nuestro pecado y
volvamos. ¡Hagámoslo! Con una gran confianza, apoyados en el bastón de la hu‐
mildad no caigamos en la desesperación de Judas el Iscariote sino que por el con‐
trario, como Pedro, lloremos y dejemos que el Señor nos confirme en la dignidad
de hijos para heredar su gloria. Arrepentidos volvamos a casa.