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ANTONIO SARABIA

ACUÉRDATE DE MIS OJOS


1a edición: Septiembre 2002
© Antonio Sarabia
© Ediciones B, S.A. 2002
INDICE

EL ÁNGEL DE LA GUARDA ..................................................................... 5


LAS GLORIAS DEL NIGUAS .................................................................... 31
EL ÚLTIMO ABORDAJE DEL DON JUAN ............................................. 55
ENTREGA A DOMICILIO ........................................................................ 75
ANTIGUA MORADA ................................................................................. 93
ACUÉRDATE DE MIS OJOS ................................................................... 115
LA CONTINUIDAD DE LOS LIBROS ................................................... 149
EL ÁNGEL DE LA GUARDA

A Luis Sepúlveda.

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Algo falta. Y por eso va uno por la
vida caminando como un insecto cojo,
una lagartija sin cola, o algo así.

El mismo Lucho.
Historia de amor sin palabras

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Sí, pero ¿de dónde me viene esta urgencia, esta apremiante
necesidad de contar una historia que sucedió hace tanto tiempo,
tan antigua que la creía olvidada para siempre? ¿Qué me obliga, en
realidad, a rememorar ese episodio? ¿Por qué se alza, intempestivo,
frente a mí, sin planearlo, sin requerirlo, con su feroz carga de
ternura malograda, de nostalgia, de remordimiento tardío y de
dolor todavía intacto? ¿Cómo es que, precisamente esta noche, me
dejo dulcemente demoler por la añoranza? La saudade, habría
dicho Nadia en su incierto portugués, aprendido en los discos de
Toquinho y de Jobim. Nada puedo hacer para evitarlo. Te miro a ti
y la veo a ella. Tus ojos no tienen su azul, es cierto, son negros
como ese cielo sin estrellas tras los ventanales del bar. Tan oscuros
como tus cabellos, mientras que los de Nadia eran de un rubio que
relucía como oro molido bajo el sol. Tu boca, en cambio, sonríe a
menudo con esa misma gracia traviesa con que la vi sonreír por
primera vez. Me pregunto si en verdad será tan notable el parecido
o si son sólo atributos de la edad: Nadia tendría aproximadamente
la tuya cuando la encontré en el lobby de aquel hotel de medio pelo
en el centro de la ciudad de México. Yo era apenas un inexperto

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jovenzuelo y ella acababa de cumplir, como esta noche tú,
veintiséis años. ¿Qué habrá podido ver en mí, tímido estudiante de
provincia recién llegado a la capital para ingresar a la carrera de
Letras Españolas, aquella joven y espléndida mujer? Nunca lo supe
y ya nunca lo sabré. Yo, por mi parte, en cuanto la percibí de pie,
toda vestida de negro, en medio del vestíbulo, quedé deslumbrado
por su inusitada belleza. Recuerdo haberme sorprendido de que
una mujer tan distinguida se hospedara en un sitio de tan escasa
categoría.
Yo también me alojaba ahí. Me había detenido un momento,
a recoger algo importante, mientras dos de mis nuevos camaradas
de la universidad daban con el auto una vuelta a la manzana,
porque no habían encontrado donde estacionarse. Me volví a
mirarla mientras el conserje me entregaba de mala manera la llave
del cuarto y advertí que ella me observaba con evidente curiosidad.
La contemplé una vez más, al esperar el ascensor para subir a la
habitación, y noté que no me había quitado los ojos de encima. Me
examinaba con esa mirada seria e inquisitiva a la que yo no tardaría
en acostumbrarme. Oculté mi turbación tras una media sonrisa
acompañada de una leve inclinación de cabeza. Un gesto que yo
creí más bien mundano pero que ella interpretó, según me dijo
después, como una apocada manera de desearle buenas noches.
Tardé apenas un instante en recoger lo que había ido a buscar, y
me precipité de vuelta al lobby espoleado tanto por la impaciencia
que intuía en mis compañeros como por el deseo de admirarla otra
vez. Al llegar a la planta baja me di cuenta de que ya no se hallaba
ahí. Desilusionado, salí a la calle a esperar a que me recogieran mis
amigos.

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Había un taxi detenido ante la puerta del hotel. De momento
pensé que esperaba un cliente, pero en seguida advertí que el
conductor no estaba solo. Prestaba atención a lo que le decía su
único ocupante, como si recibiera instrucciones detalladas del lugar
al que debía dirigirse. En el asiento posterior alcancé a distinguir
parte de un elegante vestido negro y un retazo de cabellos del
mismo tono rubio que tanto había llamado mi atención minutos
antes. Me incliné un poco para ver si, en efecto, se trataba de la
misma mujer. Ella debió verme también porque asomó su blonda
cabeza por la ventanilla y me dirigió la palabra sin más preámbulo:
“¿Qué tal, Antonio, cómo estás, ya no te acuerdas de mí?”. Quedé
paralizado por la estupefacción. Un trueno cayendo de improviso
en medio de la calle no me habría aturdido tanto como sus
preguntas. Ella sonreía, divertida, con ese gesto travieso que me
recuerda tanto al tuyo, mientras la persistente mirada de sus ojos
azules sujetaba con firmeza los míos. Por fin di dos pasos para
acercarme, todavía atónito, negando con la cabeza mientras
balbuceaba no sé qué disparates sobre mi mala memoria. “No te
preocupes”, agregó ensanchando la sonrisa maliciosa al advertir mi
desconcierto, “ya me recordarás”.
“Estás en la habitación doscientos ocho”, añadió, “¿no es
cierto? Mañana te busco.”
El taxi arrancó de pronto como si esa fuera la señal
convenida para irse y yo quedé confundido al borde de la acera,
atontado bajo el impacto múltiple de la euforia, el pasmo y el
misterio, sin saber quién era aquella bendita aparición ni cómo, de
haberme codeado con ella alguna vez en el pasado, había podido
olvidarla.

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Yo tenía en esa época veinte años. Desconocía aún ciertos
extravagantes caprichos de la naturaleza femenina que he
aprendido a sobrellevar mejor desde entonces. Recién llegaba de
Guadalajara, a cursar mi primer año en la universidad. Mi padre,
que debió conocerlo en tiempos menos arduos, me había
conseguido alojamiento en aquel vetusto hotel del antiguo centro
de la ciudad de México, incrustado entre almacenes de ropa y
ruinosos palacios virreinales convertidos en sombrías dependencias
de gobierno. Se trataba de un acomodo provisional, para salir del
paso los primeros días de clase mientras yo, indagando entre los
compañeros y las autoridades universitarias, encontraba algo más
apropiado donde instalarme.
Mis camaradas pasaron instantes después. Abordé el auto
refrenando un silencioso júbilo que no me atreví a participarles. El
asunto me parecía aún demasiado insólito, demasiado irreal como
para compartirlo con nadie, y menos con aquellos recientes
condiscípulos con quienes empezaba apenas a relacionarme. Me
acuerdo que nos apresurábamos por llegar a tiempo al teatro
Hidalgo, donde exhibían “La Tempestad” de William Shakespeare,
y ya no recuerdo nada más. Supongo que López Tarso estaba en el
elenco, actuando en el papel de Próspero, pese a que jamás lo vi en
el escenario. Me pasé los cinco actos meditando, obnubilado, en
quién sería la maravillosa aparición de aquella noche y dónde y
cuándo, o cómo, pude haberla conocido. ¿Estaría confundiéndome
con otro? No, no era posible, porque me había llamado por mi
nombre. Mientras Calibán intentaba violar a Miranda, yo repasaba

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en mi memoria las facciones de las hijas de ciertos amigos de mis
padres, y los de las hermanas mayores de antiguos camaradas, a las
que había dejado de ver antes de que se convirtieran en mujeres,
sin dar con ningún rostro que se le pareciera.
Al regresar al hotel seguí dándole vueltas al asunto. Aquella
fue una de las noches más largas de mi vida. Me metí en la cama sin
poder conciliar el sueño. Revivía el encuentro, maldiciéndome por
no haber encontrado nada inteligente, nada airoso, que decir y
haciendo resonar, una y cien veces, sus pocas frases en mi mente.
Ella había dicho “mañana te busco”, es cierto, pero sin mencionar
la hora. Tampoco estaba claro si tenía intenciones de venir o de
hablar por teléfono. Tuve miedo de que lo hiciera mientras yo
estaba en la universidad y no me encontrara. Decidí faltar a clases y
acantonarme en el cuarto todo el día en espera de su visita o de una
posible llamada telefónica.
Pasé la mañana, y la tarde, encerrado en mi habitación, a
ratos intentando leer una novela que tenía pendiente y sobre la cual
me resultaba imposible concentrarme, a ratos mirando cualquier
cosa en la televisión. Desesperándome la mayor parte del tiempo
porque las horas transcurrían y ella no daba señales de vida. Ni
siquiera osé bajar al lobby, no se me fuera a escapar su telefonazo.
Por fin, al caer la noche, casi a la misma hora en que me la había
topado el día anterior, llamaron a la puerta.
Para mi sorpresa apareció recién salida del baño, envuelta en
una bata blanca, de casa, con los cabellos todavía húmedos. No
llevaba maquillaje pero esa natural exposición la hacía parecer aún
más joven y atractiva que la víspera. Había algo de infantil, de
juguetón en aquel rostro a la vez pícaro e ingenuo cuyos ojos, a

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ratos profundamente reflexivos, ahondaban el misterio que la
rodeaba.
No traía ninguna otra prenda bajo el sencillo peinador e
hicimos el amor casi de inmediato. Ella con una mezcla de sabia
desenvoltura y de total desesperación, con furioso arrebato, como
si deseara perderse, abatirse, despeñarse entre los forcejeos del
coito.
Después, cuando yacíamos ahítos sobre el lecho, el aliento y
el sosiego recobrados, mientras intentábamos poner el intelecto al
corriente del conocimiento que del uno y del otro ya habían
adquirido nuestros cuerpos, me reveló una primera parte del
enigma: ella, en efecto, estaba también hospedada en el hotel,
apenas un piso más arriba del mío. En cuanto a su identidad, me
había quebrado la cabeza en vano. No, jamás nos habíamos visto
antes, me confesó encantada de la jugarreta. Había averiguado mi
nombre la noche misma en que nos encontramos, por el sencillo
procedimiento de preguntarlo al recepcionista en cuanto me vio
entrar en el ascensor. Así averiguó no nada más quién era yo sino,
también, el número del cuarto en el que me alojaba. Había
advertido, con muy femenina certeza, cuánto había llamado mi
atención en el lobby y, con el “qué tal, Antonio,” quiso hacerme
una broma, a ver qué cara ponía. A mí, a esas alturas, y después de
hacer el amor con ella, ya no me importaba la impostura ni el
haberme devanado los sesos la víspera preguntándome de quién se
trataba, pero ella reía, traviesa, acariciándome el rostro a modo de
disculpa, mientras celebraba el engaño.
Al principio no supe qué pensar de ella, ni cómo interpretar
lo que había sucedido entre nosotros. Me inventó ya no sé cuántas

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historias, sin pies ni cabeza, sobre una madrastra que la odiaba, que
la hizo huir de su casa, y sobre el padre millonario que la sostenía.
Sin embargo, poco a poco, los días siguientes, aportando un detalle
imprevisto aquí, otro dato nuevo allá, articularon fragmento tras
fragmento el inopinado rompecabezas, de manera que hasta un
provinciano más o menos ingenuo como yo pudo intuir la verdad a
través de la red de patrañas tras la que pretendía escudarse. Deduje
que se trataba en realidad de una call girl, una prostituta de lujo que
utilizaba el hotel como cuartel general y centro de operaciones. Ni
siquiera estoy seguro de que Nadia fuera su verdadero nombre.
Sospecho que no, aunque nunca me lo dijo ni me dejó jamás
entrever otro. De cualquier forma, la vida que llevaba no había
logrado amargarla, ni endurecer sus facciones. Su rostro
resplandecía de frescura, de gracia juvenil, de humor, de un
contundente optimismo que hacía chispear de felicidad sus ojos
azules. Era muy curiosa, se interesaba por todo a su alrededor y leía
cuanto se le pusiera enfrente. Si yo le exponía alguna cosa se
quedaba muy seria y me miraba con reconcentrada atención. En
verdad me gustaba. A mí, sus actividades profesionales, mientras
no intentara cobrarme, pensé con un cinismo que no dejó de
sorprenderme, en verdad no me concernían. Una vez develado el
misterio que me quitó el sueño una noche completa, ya no me hice
ilusiones al respecto, ni le di a entender que había adivinado su
auténtico oficio. La consideré nada más como una puta de alta
calidad, excepcionalmente hermosa, con la cual lucirme ante mis
compañeros de la universidad, a quienes tampoco tenía por qué
poner al tanto de su desdichada manera de ganarse el pan. Pero,
sobre todo, la tomé como una espléndida hembra, la primera de mi

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vida, bien dispuesta a darse un revolcón conmigo en una cama,
para pasar el rato, cuando me viniera en gana.

Así, muy poco antes de que tú nacieras, se inició mi aventura


con Nadia. Comenzamos viéndonos de tarde en tarde y
terminamos encontrándonos cada vez que nos era posible. Desde
los primeros días me colmó de mimos y regalos, de pequeños
obsequios para demostrar que pensaba en mí durante la jornada
aunque no estuviese presente. Pronto tuve que dejar el hotel y
mudarme a un sencillo departamento en la colonia Condesa, cuyas
habitaciones y gastos compartía con otros dos camaradas, y donde
quedé instalado hasta terminar mis estudios en la capital. Pero eso
cambió muy poco, o nada, nuestra relación. Nos veíamos cada vez
más a menudo, sobre todo cuando yo no tenía clases, o los fines de
semana, en los que ella estaba menos ocupada. Empecé a llamarla a
diario por teléfono, aunque a veces me fuera imposible encontrarla
porque se esfumaba días enteros. Sin embargo, siempre después de
alguna de aquellas inopinadas ausencias, se presentaba de
improviso en el departamento trayendo consigo una bolsa repleta
de víveres y surtía la alacena como si nos aprestásemos a pasar un
áspero invierno. Sabía lo que le gustaba a mis amigos y lo incluía
con generosidad entre las provisiones. A mí me atiborraba de libros
y de discos de boleros o de las dulces baladas de bossa nova que,
en las voces y arreglos de Toquinho, Vinicius de Moraes, Joao
Gilberto, Sergio Méndez o Carlos Lyra, prefería a cualquier otro
tipo de música. Cuando nos quedábamos solos los ponía en el
estéreo de la sala y, después de apagar las luces, se quitaba los

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zapatos para bailar descalza conmigo. Era capaz de susurrarme, al
oído, las letras de las canciones en portugués sin entender lo que
decían. Después nos encerrábamos a hacer el amor en mi
habitación. Mis amigos se habituaron rápido a las incursiones de
Nadia quien, con sus minuciosas atenciones, se ganó sin esfuerzo
su complicidad y simpatía. Así, cada vez que llegaba, fingían
compromisos previos o idas al cine para despedirse con discreción
y dejarnos tranquilos.
Una noche me dijo que les había hablado de mí a unas
amigas. Éstas deseaban conocerme y nos habían invitado a comer
el domingo siguiente en su casa.
“Son muy curiosas ¿sabes? Querrán saber quién eres, pero tú
no tienes que explicarles gran cosa. Si te preguntan les dirás tan
sólo que eres mi papacito, ¿de acuerdo?”. Quedé estupefacto, ¿qué
significaba aquello de “papacito”? Ella sonrió con su habitual
picardía, escrutándome a los ojos para ver si en verdad yo no
adivinaba el sentido de la palabra. Se dio cuenta de que no estaba
fingiendo, pero no le interesaba dar más explicaciones. Encendió
un cigarrillo sin volverse a mirarme, como desdeñando una
bobería. “Así les dices”, insistió: “son algo desvergonzadas pero yo
las aprecio mucho ¿entiendes? Son amigas muy queridas. Anda, no
me hagas quedar mal”.
Las amigas eran dos y vivían solas en un moderno suburbio
de casitas idénticas, al este de la ciudad. A pesar de que llegamos a
la hora del almuerzo se veían acabadas de levantar porque nos
recibieron en camisón de dormir y se paseaban casi desnudas
frente a nosotros con la mayor naturalidad del mundo sin que a
nadie, aparte de mí, pareciera preocuparle el asunto. Nadia se

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divertía horrores al advertir cómo me hallaba obligado a desviar a
cada rato la vista en busca de lugares más o menos púdicos donde
posar los ojos. Tampoco tuve que dar explicaciones ni decirles lo
que se había convenido porque ella se apresuró a esclarecer la
cuestión apoyando blandamente su cabeza sobre mi hombro y
acariciándome un brazo “Este es mi papacito”, afirmó. Cualquiera
habría dicho que estábamos comprometidos y que les habíamos
anunciado la fecha de la boda porque, al escucharlo, ellas
aplaudieron entusiasmadas, me besaron las mejillas, me revolvieron
el cabello y nos dieron de comer, y más tarde de cenar, en medio
de una alegría desbordante.
Sin embargo, reparé que, a veces, se referían a cuestiones de
las que no juzgaban conveniente mantenerme al tanto.
Conversaban en clave, intercambiando miradas cómplices, de
modo que sólo ellas sabían de lo que se hablaba. A mí me tenían
muy sin cuidado sus intimidades y se me escapó la mayor parte de
lo que debatían. No obstante, logré intuir lo suficiente, a través de
sus gestos y sus medias palabras, para darme cuenta de qué había
alguien más en la vida de Nadia, alguien que detentaba cierta
autoridad, o poder, sobre ella y a quien podía, si llegaba a enterarse,
pesarle mi presencia.
Nos despedimos en medio de una lluvia de besos, abrazos
cariñosos y deseos recíprocos de felicidad y buena suerte. “Te
portaste muy bien”, me dijo Nadia en el camino de vuelta. “Les
caíste de maravilla. Dicen que estoy loca pero me ven feliz, y eso es
lo único que cuenta para ellas”.

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El fin de semana siguiente la invité a un paseo campestre,
organizado por los compañeros de la universidad, al antiguo
Desierto de los Leones. Aquel espeso bosque de cedros y de pinos
que ahora se ha tragado la ciudad, y al que nunca comprendí bien
por qué se le denominaba desierto. Yo no quise ir solo y pensé en
Nadia para acompañarme. La llevé con la certeza de que no me
haría quedar mal, que ni su atuendo ni sus maneras delatarían su
verdadera ocupación. Había salido con ella lo suficiente como para
darme cuenta de que tampoco se sentiría muy fuera de sitio entre
mis compañeras de clase. Podría con facilidad tomársele por
alumna de un curso superior, apenas un poco mayor que las demás.
Nos fuimos todos amontonados en los cuatro o cinco vehículos de
los que se disponía. Después de una larga caminata por el bosque,
merendamos con vino y bocadillos entre los restos del derruido
convento. A alguien se le había ocurrido llevar una guitarra y, para
deleite del grupo, a la sombra añosa de las coníferas, Nadia entonó
con voz dulce y melodiosa varios de sus boleros favoritos. Me
dedicó a mí uno en particular, escrito por el compositor cubano
José Antonio Méndez:

Si me comprendieras, si me conocieras, qué feliz sería.


Si me comprendieras, si me conocieras, jamás llorarías,
ya que, estando lejos, tú no eres ajeno porque vas conmigo.
Tus fieles reflejos alivian mis penas, la noche es testigo.

Cantaba con extraordinaria naturalidad, pero había algo de


sorprendentemente profesional en su acento y en sus maneras. Me
pregunté si, en otra etapa de su vida, habría trabajado en algún

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centro nocturno o cabaret. Su voz vibraba de ternura, de
sinceridad. Las palabras se desprendían una a una de su boca
cargadas de una inequívoca intención que, subrayada por el modo
de mirarme, corroía de envidia a mis compañeros de clase.

Si me comprendieras, si me conocieras, jamás dudarías,


y mis condiciones serian las razones que tu aceptarías.
Si me conocieras tan siquiera un poco,
todo cambiaría porque al fin verías que por ti estoy loca.

Ni siquiera mis condiscípulas, a quienes les habría sido


natural ponerse celosas al ver el entusiasmo que la ilustre
desconocida despertaba entre sus acompañantes del sexo
masculino, fueron capaces de sustraerse a su encanto. Se unieron
sin reservas a la admiración que despertaba entre nosotros. Le
pidieron otras canciones, le corearon con ebria y desentonada
efusión las más conocidas, y la trataron como a una igual. Me di
cuenta también de que, a los otros, a pesar de nuestra diferencia de
edades, la relación no les parecía ni tan chocante ni tan dispareja
como yo me temía. Nadia era mayor que yo, y eso se notaba, pero
su frescura juvenil, más esa engañosa feliz ingenuidad que la
caracterizaba, la hacían aparentar menos años de los que en
realidad tenía.

Una noche llegó a visitarme más cariñosa que de costumbre.


Yo no llevaba la cuenta de esas cosas pero ella me dijo que
cumplíamos dos meses de andar juntos y se imponía celebrarlo.

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Insistió en que fuésemos a bailar a un bar muy elegante, en lo más
alto de un hotel superlujoso del Paseo de la Reforma, desde el que
se dominan todas las calles aledañas. A mí me aterraba lo caro del
lugar. Calculé que ni juntando todo lo que me quedaba como
presupuesto para el resto del mes alcanzaría a pagar el importe de
la cuenta. Sin embargo, no hubo manera de disuadirla. Me obligó a
ponerme una corbata, ella traía el vestido negro que tanto me
gustaba y, aferrándome un brazo, casi me arrastró al sitio que
quería.
Sólo hasta que estuve instalado en los mullidos sillones de
cuero, junto a los amplios ventanales que nos mostraban, allá
abajo, como en otro mundo lejano y ajeno, las iluminadas avenidas;
ante las mesitas de maderas preciosas adornadas con exquisitos
bocadillos y ceniceros de cristal, y viendo circular a mi alrededor
atentos camareros de guantes y librea, comprendí la magnitud de
mi equivocación. Lo insensato que había sido al aceptar su
propuesta. Se me ocurrió que podía limitar el gasto utilizando la
vieja treta de pedir unos tragos, permitirle beber un sorbo y sacarla
de inmediato a bailar para que la bebida durara el mayor tiempo
posible. Pero el sistema no funcionaba bien con Nadia porque, al
regresar a nuestros asientos, cuando la orquesta se tomaba un
respiro o ella decidía descansar, no se contentaba con un pequeño
sorbo, sino que apuraba el vaso transida de inconsciente felicidad y
luego pedía otro, sin reparar en la angustia que me embargaba.
Después de largo rato de refinado tormento me decidí a
pedir la cuenta, antes de que el monto sobrepasara demasiado mis
posibilidades económicas. No necesité muchos cálculos, cuando
me la trajeron, para comprender que, en efecto, mis magros

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ahorros estaban lejos de cubrirla por entero. Pregunté a Nadia, con
el rostro ardiendo de una vergüenza agravada por la mordaz mirada
del obsequioso mesero quien, al percatarse de mi apuro, se propuso
gozar plenamente de la humillación, si podía prestarme algún
dinero porque no llevaba suficiente. Ella extrajo un grueso fajo de
billetes de su elegante cartera de piel negra y poniéndolo en mi
mano sin contarlos, al tiempo que me daba un amoroso beso en la
mejilla, dijo: “toma lo que quieras”. Su actitud no permitía
equívocos: proclamaba a los cuatro vientos que yo tenía a mi
disposición no sólo todos sus haberes personales sino cualquier
otra cosa que tuviera a bien pedirle. Me dejé invadir por un
sentimiento de íntima revancha al advertir la incredulidad del
mesero, el desconcertado parpadeo de sus ojos atónitos, la sonrisa
burlona tornándose en una mueca de súbita envidia.
Tomé lo que faltaba, añadí con generosidad señorial, y un
meticuloso gesto de desprecio, una buena propina, y devolví
escrupulosamente el resto del dinero. Nadia lo guardó
encogiéndose de hombros con indiferencia.
Después de aquella, para mí, ruinosa experiencia, no debió
resultarle difícil comprender, si es que aún no lo sabía, que mi
modesta asignación de estudiante no bastaba para sufragar mi
relación con ella. El dinero apenas tocaba mis manos desaparecía
entre paseos, cafés, idas al cine, y otras nimiedades, de modo que,
desde el final de la quincena, me veía en serios aprietos para
esperar a que llegara el mes siguiente con una nueva remesa de mis
padres. Ella optó entonces por suplir con delicadeza la
insustancialidad de mi bolsillo. Aumentó las reservas de víveres,
sobre todo en cuanto notaba vaciarse el refrigerador. En lugar de

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persuadirme a salir, se ofrecía a preparar algo de comer o de cenar
en casa y, si quería ir al cine o al teatro, por ejemplo, llegaba con los
boletos en la mano y le daba un aire fortuito al asunto. “Hoy pasé
por casualidad frente al teatro tal”, solía decirme, “y vi que
representaban la obra esa que tienes tantas ganas de ver. Pensé que
te agradaría que fuésemos juntos y aproveché la oportunidad para
comprar dos entradas. Son para el próximo viernes. Así podrás
levantarte tarde la mañana siguiente porque no tienes clases en la
universidad”.

Aquí querría suspender el relato. Que nos quedásemos, tú y


yo, con esa postrera imagen de ella y de nuestra historia juntos,
pero cuando a uno le llega, como a mí hoy, la hora de las
confesiones se obliga a seguir narrando hasta el final. Un sábado en
la noche, casi a fines de diciembre, acudí al hotel sin prevenirla.
Acababan de iniciarse las vacaciones navideñas y los cursos se
interrumpirían durante dos semanas completas. Mis padres me
esperaban en Guadalajara para pasar la nochebuena y las
festividades de fin de año con ellos, en familia, solían decir. Me
comprometí a volver a casa el lunes siguiente. Tenía la intención de
quedarme ese último fin de semana en México y cenar con Nadia.
Reunir de alguna manera los eventos que se aproximaban en un
solo festejo, adelantarlo, y que lo celebráramos juntos. Luego,
pasar, tal vez, toda la mañana del domingo acostado con ella.
En la recepción me dijeron que no estaba. Esperé un rato
largo hasta que, harto de aguardar, me fui a dar una vuelta por los
alrededores para hacer tiempo. Todavía podríamos encontrar algún

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lugar abierto donde comer algo, me dije sin perder por completo la
esperanza. Cuando volví, aún no había regresado. Decidí olvidarme
de la cena con ella, buscar un sitio cercano donde matar mi propia
hambre y, más tarde, antes de retornar al departamento, pasar una
última vez por el hotel, a ver si ya estaba de vuelta.
Rondaba la medianoche cuando me dirigí de nueva cuenta al
hotel. Al aproximarme, la descubrí de improviso caminando
delante de mí, en íntima conversación con quien entonces me
pareció un viejo repugnante, un hijo de puta asqueroso que la
doblaba en edad. Ahora, casi treinta años más tarde, al ver aún a
aquel individuo en el recuerdo, puedo hacerle justicia. Me doy
cuenta de que era un hombre maduro y elegante. Vestía traje y
corbata de tonos grises que le sentaban bien a sus cuidadosamente
peinados cabellos canosos. Tenía un aire a la vez docto y mundano
y la trataba con manifiesto afecto y cierta condescendencia. Junto a
él, aunque en aquel momento no quise aceptarlo, me sentí pobre,
niño, inexperto, carente de interés, más provinciano que nunca,
inferior en todos los aspectos, menos en aquel celoso furor que me
embargaba.
Me cobijé en la penumbra para no ser descubierto, y los
seguí con la vista hasta la puerta del hotel. Ella prendida de su
brazo, con el mismo abandono con el que se apoyaba en el mío.
No sé cuánto tiempo permanecí haciendo guardia allá afuera, con
la frente sudorosa, el corazón queriéndome explotar en el pecho y
el terroso sabor de la derrota en la boca. Esperaba que salieran de
nuevo, o que él se largara, para yo entrar a verla, pero ya no los vi
aparecer. Por fin decidí asomarme yo mismo al hotel. Me introduje
subrepticiamente con la ridícula idea de que tal vez se encontraran

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conversando en el lobby pero, además del conserje que se
entretenía mirando la televisión, no había nadie a la vista. Su
ausencia produjo en mí la desgarradura final: ¿dónde podían estar
sino en el cuarto mismo de Nadia? Me di cuenta de que ella nunca
me había invitado a dormir a su habitación. Ni siquiera sabía cómo
era. Sin que yo lo notara, la mantuvo siempre como un terreno
privado del que prefirió mantenerme aparte.
¿Por qué me irritaba tanto la situación si yo la conocía de
antemano? ¿Me dolió constatar un hecho del que en realidad, hasta
esa noche precisa, nunca había recibido pruebas fehacientes? No lo
sé. Huí al departamento casi llorando de rabia, de despecho, de
amor propio masacrado, de lo que, ahora me doy cuenta, era una
cruel herida en la que yo mismo escarbaba con el filo punzante de
los celos. Ella no era más que una infeliz, me repetía incansable,
una cualquiera, una puta costosa a la cual, tontamente, yo me había
aficionado. Qué mayúsculo chasco, y qué bien merecido lo tenía
por cretino, por confiado, por imbécil, ¿quién me había creído que
era?, grandísimo estúpido.

Al día siguiente Nadia fue a buscarme al departamento. Traía


un nuevo disco con composiciones de Antonio Carlos Jobim que
puso de inmediato a tocar en el aparato de la sala. Mi brusca y
persistente frialdad debió tomarla por sorpresa. Cuando Sylvia
Téllez y Lucio Alves empezaron a cantar “Esa mirada suya”, y
siguieron con “Estoy en tus brazos”, ya no pude más. “Yo no soy
tu papacito”, le solté al cabo del ominoso silencio que ella había

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intentado romper con halagos y caricias, “yo sé quién es en realidad
tu papacito: anoche te vi con él”.
Mis palabras no parecieron extrañarle. Hizo, sin embargo,
un ademán de interrogación.
“Un viejo cincuentón”, le dije en el colmo de la ira, “un hijo
de puta que se metió contigo a medianoche en el hotel. Andaban
muy juntos, muy abrazados. Parecían la bella y la bestia”.
Primero rió de la ocurrencia y, luego, al advertir mi seriedad,
me miró con aire de enfado. Se dio el tiempo de encender un
cigarrillo y aspirar, abstraída, las volutas de humo que escapaban,
con morosa lentitud, de entre sus labios. Reflexionaba con el ceño
fruncido. “No seas bobo, te molestas por nada”, afirmó después de
un momento: “tú eres mi papacito, el único papacito que tengo en
el mundo, el único a quien quiero, además. Él es mi ángel de la
guarda”.
Quedé alelado al escuchar su respuesta. Me pareció de una
increíble desfachatez. Pero lo que más me admiraba era la
naturalidad con la que la había enunciado. Sin contradicciones ni
de términos ni de sentimientos. Su mundo era diáfano y, en él, cada
quien ocupaba su justo lugar. Nada parecía ocasionarle problemas.
No supe qué responder. Se acercó a besarme con una
sonrisa pícara, como perdonándome el malhumor, aunque yo no le
había pedido disculpas. Luego me dijo, tal vez en un intento de
cambiar el tema de la conversación: “vine porque quiero hacerte un
regalo”, indicó mirando su reloj: “a partir de este momento, son las
cinco de la tarde, y hasta mañana a la misma hora, te daré o haré lo
que te venga en gana, cualquier cosa que esté en mi mano ofrecerte.
Veinticuatro horas, un día completo de mi vida. Lo que a ti te

24
plazca. Sin condiciones ni restricciones. Ese será mi regalo de
navidad para ti. Decide tú mismo lo que desees obsequiarte”.
Nunca supe lo que tenía proyectado. Una buena cena, tal
vez, en cualquier restaurante caro de la Zona Rosa, o de Polanco, y
luego una inolvidable noche juntos o, ¿por qué no?, echarnos en la
cama desde ese mismo instante, y ensayar lo que fuera, hasta que
llegara la hora de abordar mi autobús al día siguiente. Ya nunca
sabré lo que ella planeaba, pero sé que no pudo prever a lo que me
iba a inducir su propuesta. Para mí ese era el momento, o nunca, de
plantearle las preguntas que, sin darme bien cuenta, me rondaban
en la cabeza desde que la conocí, las preguntas que desde la noche
anterior me roían en el pecho, que en ese momento se me
agolpaban, atragantándoseme, en la garganta y que, si no
aprovechaba la ocasión, jamás me atrevería a formular.
Le dije que le tomaba la palabra. Los dos estábamos
completamente solos en el departamento. Mis amigos habían salido
ya de vacaciones. Nadie podía ni escuchar ni interrumpir. Quería
que me contara todo sobre ella. Cómo llegó a la vida que llevaba,
quién la había iniciado en esa lastimosa actividad, si tenía alguna
idea de con cuántos hombres se habría metido, si le gustaba lo que
hacía con ellos y cuánto les cobraba, si se había acostado con
varios a la vez, a qué sarta de perversiones se le había forzado, y no
sé cuántas cosas más que en ese momento atravesaron mi
calenturienta cabeza. Todo. Quería saberlo todo y ella estaba
obligada a contármelo. Se había comprometido. Ese sería mi regalo
de navidad.
Su rostro se puso cenizo al escuchar mi demanda. La sonrisa
se le esfumó de la cara. Aquella maliciosa alegría con la que me

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propuso el obsequio desapareció por completo. Me miró, pasada la
sorpresa, con una tristeza indecible. Vi cómo empezaban a
humedecérsele los ojos azules.
“Vamos a hacer el amor”, me dijo poniéndose en pie y
tomándome de la mano. Noté que estaba temblando. “Ven, por
favor, añadió, vamos a tu cuarto ¿quieres?”
Me hizo el amor como un animalillo herido. Sin el frenesí
que yo le conocía. Luego, abrazada de mí, todavía desnuda, en la
absoluta oscuridad de la recámara empezó a contármelo todo. Su
cabeza se apoyaba en mi pecho y yo no podía ver sus ojos pero los
imaginaba bien abiertos, clavados con horror en las tinieblas.
Hablaba como si pudieran oírnos, con una voz que no era la suya,
más vieja, baja y desencantada, en un tono lejano y monocorde,
penitencial, que me recordaba los antiguos bisbiseos de los
confesionarios de mi infancia.
Me relató la miseria de su nacimiento, la promiscuidad de su
familia. Los vicios de su madre. Las relaciones con su padre y con
su hermano, de quienes no había vuelto a saber nunca y que la
habían violado de niñita. El hombre que se la llevó de la casa,
prácticamente comprada a sus progenitores, cuando no llegaba aún
a la adolescencia. La perversión, los maltratos, las vejaciones, el
abandono, y luego la fuga, la pobreza, la soledad, la codicia de
otros hombres que la hicieron descender por una pendiente en la
que nunca tuvo la libertad de escoger. Un declive donde su tez
blanca, sus cabellos rubios, su excepcional hermosura, fueron a la
vez una ventaja y una terrible maldición pues le dieron acceso a lo
mejor y a lo peor de su oficio. Así había sido su vida. Hasta que
encontró a un hombre solo, ya mayor, que la trataba con más

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respeto y consideración (¿o habrá dicho conmiseración?) que los
demás. Ese era su ángel de la guarda. Alguien muy rico que se había
encariñado con ella, le pagaba sus gastos y la proveía de dinero sin
exigirle gran cosa. Le ofreció incluso ponerle una casa, un
departamento propio donde ella pudiera dejar la vida que llevaba e
intentara ser feliz. Pero ella, hasta entonces, se había rehusado a
abandonar el hotel en que vivía. Como si su mísero cuartucho
representara el último baluarte de su libertad y renunciar a él
equivaliera a perder la poca independencia que había podido
ganarle a la vida.
Habló toda la noche. Te he resumido, en muy pocas frases,
ahorrándote los detalles perversos, apenas un fragmento de lo que
ella me dijo. Aquel sombrío domingo Nadia encontró, en las
palabras, matices de dolor suficiente para pintar con fidelidad el
infierno. Jamás, en mi vida, he vuelto a escuchar pormenores tan
terribles.

Al día siguiente partí a Guadalajara. Pensé mucho en ella


durante las cenas de navidad y año nuevo en casa de mis padres.
Me pregunté con quién habría estado durante los festejos. ¿Con
algún cliente de ocasión dispuesto a desembolsar una pequeña
fortuna para pasar la última noche del año con una mujer como
ella? ¿La habría, tal vez, invitado a salir su protector, su ángel de la
guarda?
Al volver, lo primero que hice fue llamarla al hotel pero me
dijeron que ya no se hospedaba ahí. No había dejado ninguna
dirección, los empleados ignoraban su paradero y no, tampoco

27
dejó recados a mi nombre. Esperé varios días con la convicción de
que no tardaría en comunicarse conmigo o que, la tarde menos
pensada, la vería entrar de improviso al departamento con su
habitual cargamento de víveres. Pero pasaron las semanas, y luego
los meses, sin que nada supiera de ella.
Busqué la casa de aquellas amigas a las que una vez me llevó
a visitar y que habrían podido, tal vez, orientarme sobre su
paradero, pero no di con ella. El único día que fuimos a verlas,
Nadia me guió a través de calles iguales, por entre fachadas
simétricas, yo no presté entonces suficiente atención y, a pesar de
hacer luego diversos intentos, ya no supe encontrarla. Pregunté por
aquí y por allá. Visité los prostíbulos más caros de México,
merodeé alrededor de los bares y de los restaurantes de lujo en lo
alto de todos los hoteles imposibles desde donde se divisa la ciudad
pero el resultado fue el mismo. A Nadia se la había tragado la
tierra.
En el departamento apagaba las luces y ponía sus discos, por
si algún indicio de su inasible presencia persistía flotando en la sala.
Debo haberla buscado durante años aquella primera juventud.
Ahora sé que, sin saberlo, la he seguido buscando el resto de mi
vida. Después tuve muchas otras mujeres en mi ya larga existencia.
Recibí mucho, incluso demasiado, de todas pero ninguna, como
Nadia aquella Navidad, supo dármelo todo.

He llegado a la edad de aquel hombre que entreví una noche


con Nadia colgada del brazo. Presiento que me falta su elegante
prestancia, su aplomo, su generosidad, su comprensión, su

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benevolencia. Hasta la cuidada melena de cabellos canosos ahí
donde yo los tengo casi ralos o los perdí para siempre. No obstante
he tenido la suerte de encontrarte. De que hayas aceptado
acompañarme estos años difíciles en los que la edad anuncia la
decadencia. Me pregunto qué habría sido de mí si tu gracia, tu
juventud, tu belleza, no hubieran proporcionado la alegría y el calor
que le faltaba a mi vida. O dónde estarías tú, hacia qué otros
horrores te habría empujado el acaso, de haber continuado la
existencia que llevabas. Debo considerarme también afortunado
por haber podido ofrecerte el sostén y el consejo necesarios para
abandonar todo aquello y salir adelante.
Pero dejémonos de historias amargas. Admiremos, mejor,
desde estas colosales ventanas, como se extienden allá abajo, como
ríos luminosos, las calles de la ciudad. Perdona mi humor lúgubre y
mis torpes relatos. No tienes por qué ponerte celosa, provienen de
un pasado remoto en el que aún no nacías. No sé qué me ha dado
por rememorarlos ahora, precisamente este día de tu cumpleaños.
Aún eres muy joven para saberlo, pero hay sombras en la memoria
que, cuando uno menos lo espera, se revuelven silenciosas e
invictas contra nosotros. Que nos obligan a recapitular cómo, en el
desigual espacio de una vida, se puede pasar de tierno papacito a
ángel de la guarda. Sombras que esta noche no me han permitido
olvidar aquella otra noche en que la conocí, asomando la rubia
cabeza fuera del taxi, la sonrisa coqueta, llena de picardía y aquella
frase que me ha perseguido siempre y que entonces no supe
profética:
“ya me recordarás”.

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30
LAS GLORIAS DEL NIGUAS

A Gustavo, mi hermano.

31
…la vida es como ir andando por un
país enemigo. Tienes que estar siempre en
guardia, y acampar a escondidas…

Rosa Montero
El Corazón del Tártaro

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El Niguas salió retratado en el periódico. La cabeza a medio
rapar, el rostro pintarrajeado con los colores de su equipo favorito,
el moreno torso desnudo y los brazos levantados en alto,
celebrando el gol que al final daría la victoria a los suyos sobre el
otro equipo local, en un duelo del que los diarios habían hablado
toda la semana, y que los comentaristas del radio y de la televisión
denominaron “el clásico del siglo” porque, por una vez en la vida,
el Atlético y el Deportivo se enfrentaban en lo alto de la
clasificación. Daba algo de miedo el rostro del Niguas, su actitud
entre arrobada y fanática, como si aquel gol, anotado en los últimos
minutos del encuentro, significara su venganza personal contra
todo y contra todos, y constituyera la palpable demostración de que
en algo se podía ganar a pesar del jodido mundo en el que le había
tocado vivir. Así salió retratado, a todo color, ocupando casi un
cuarto de página en la primera plana de la sección deportiva del
matutino más vendido del país.
En el barrio de la Candelaria leemos muy poco pero la
imagen no necesitaba del trivial pie de grabado en el que se glosaba
la orgullosa fiereza de los partidarios del Atlético. A nadie le

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quedaba muy claro el plural porque en la foto no se veía más que al
Niguas. Detrás de él estábamos el Guama, el Chicho, el Macaco, el
Jetas, el Tribi y hasta el Negro, que lo habíamos acompañado al
partido. Que lo invitamos, incluso, porque esa mañana el Niguas
no había vendido ni uno sólo de los artículos que traficaba entre
los autos detenidos ante el semáforo del puente y andaba, como se
dice, en la inopia. De no ser porque el Tribi organizó una rápida
colecta entre nosotros para pagarle el boleto, no habría entrado al
partido. Pero no hay justicia en eso de la fama, y ninguno de los
que nos cooperamos para facilitarle el acceso aparecía en la foto.
Aunque ahí andábamos, claro, formando parte del borroso núcleo
de sombras confusas y dispersas, de gestos beligerantes, que sólo
servían para enmarcar la imagen triunfalista, perfectamente en
foco, plena de animosidad y de pasión que festejaba la victoria. Ni
siquiera cuando intentamos explicar a los vecinos del barrio, con el
diario en la mano, que ahí estábamos sentados un poco a la
derecha y a la izquierda del afortunado, que habíamos saltado de la
misma manera y que también levantamos los brazos con aquella
actitud de orgullosa fiereza que en la foto parecía ser, pero no era,
exclusiva del Niguas, daba igual. La gente contemplaba el recorte
moviendo la cabeza o encogiéndose de hombros. Nadie conseguía
distinguir nuestros rostros.
La foto convirtió al Niguas en celebridad instantánea,
elevándolo dentro del barrio casi al rango de actor de cine. Sólo
don Jacobito, quien años antes apareció unos segundos en la
televisión sosteniendo una pancarta durante la huelga de los
recolectores de basura, había gozado de una notoriedad similar.
Pero aquello era ya historia vieja y lo del Niguas estaba ahí,

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palpitante, indiscutible, actual. El día en que salió publicada, él se
paseó muy orondo por la calle, y hasta se fue a vender sus
cachivaches con la cara listada de azul y de rojo, aunque no había
juego, para parecerse más a su propia efigie en el periódico.
Semejaba un apache con pintura de guerra. Luego tuvo que lavarse
porque no lo dejamos en paz con las pullas pero, aún sin las rayas
con los colores del Atlético, su fama continuó intacta. Todos lo
saludaban en el barrio. Don Paco, el tendero que una semana antes
había dejado de fiarle a su madre, le prorrogó el crédito. Doña
Felipa, la panadera, les envió una rosca a casa adornada de azúcar
teñida con los colores del equipo ganador. Don Ramiro, el dueño
de El Surtidor, colocó la página íntegra a la entrada de su ferretería.
Cuando los vecinos nos veían tomando una cerveza en la tienda de
la esquina, se acercaban al Niguas para darle unas palmaditas
cariñosas en la espalda. Hasta la Olguita, que le había fruncido el
ceño antes de hacerse la desentendida cuando la invitó a la velada
con la que el padre Núñez, el curita de la iglesia de San Felipe,
quiso recaudar fondos para las misiones en China, empezó a
hacerle caritas, a sonreírle, a dirigirle la palabra cuando se acercaba,
y a perderse con el Niguas en lo oscuro en cuanto se quedaban a
solas.

No todos apreciaron de la misma manera la repentina fama


del Niguas. Los de Lerdo, el barrio de al lado, el que comienza
nada mas cruzando las vías del ferrocarril y cuyos vecinos más
jóvenes asistían al estadio haciendo tremenda alharaca, mientras
agitaban trapos y banderas con los colores del Deportivo,

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quedaron dolidos porque el Atlético les había desbancado de la
cima del torneo. Para ellos, la foto en el periódico, con su brutal
gesto de júbilo, era una humillación inaceptable. Una constancia del
doloroso tropiezo que había sufrido su equipo, una evidencia que
no hacía mas que arrojar sal, y de la gruesa, a la herida abierta por la
derrota.
Se les ocurrió, para desquitarse, desafiarnos a un partido de
fútbol en los llanos de la Esperanza, unos terrenos de tierra dura a
espaldas del rastro viejo donde tanto ellos como nosotros
asistíamos a veces los sábados, a buscar equipos rivales con quienes
pasar la tarde jugando. Es un sitio más bien apartado, que atrae
poca gente. El sol cae a plomo sobre las canchas sin hierba, el
balón se disputa entre el bote impreciso y la nube de polvo y, a
trechos, hay que usar la imaginación para seguir los trazos de las
bandas. Sin embargo, los postes de las porterías están completos y,
en los costados, hay espacio suficiente para acomodar a cuantos
ociosos deseen detenerse a presenciar el encuentro. El Niguas
jugaba de portero y, aquel día, para restregarles aún más las
magulladuras de la reciente derrota, salió al campo vistiendo una
camiseta con los colores del Atlético. En parte por eso, y en parte
porque no olvidaban la expresión triunfal de la foto, los delanteros
de Lerdo se dedicaron desde el principio del juego, y con toda la
mala leche del mundo, a cargarle la mano en las entradas. El Tribi,
para quien el Niguas era como un hermano, comenzó a su vez a
atizarles por lo bajo, tundiendo de lo lindo tobillos y pantorrillas,
aunque cuidaba bien en hacerlo fuera del área porque, pese a que se
jugaba sin árbitro, todos eran muy puntillosos en marcar donde se
cometieran las faltas. El primer tiempo transcurrió entre codazos,

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insultos, veladas amenazas y constantes infracciones de una y otra
parte, lo que tampoco era tan fuera de lo común, vale la pena
señalarlo, en los partidos entre la Candelaria y Lerdo.
Muy al inicio del segundo período, el Pájaro, el delantero
más aguerrido de Lerdo, a quien el Deportivo había hecho ya
incluso una prueba para integrarlo a sus fuerzas inferiores, pateó el
balón cuando el Niguas lo tenía bien controlado y éste recibió el
pleno impacto en las costillas. El partido tuvo que interrumpirse
mientras el Niguas recuperaba el aliento. En ese instante preciso el
encuentro habría podido suspenderse en definitiva y concluir como
finalmente acabó, en medio de gritos, empujones y escupitajos, de
no ser porque el mismísimo Niguas, quién lo hubiera creído, se
incorporó con trabajos para imponer calma. Fue de unos a otros
separando a los más enardecidos mientras levantaba las manos con
las palmas hacia abajo para apaciguarlos. Algo tuvo que
murmurarle al oído al Tribi, quien andaba muy exaltado, para que
se estuviera quieto y aceptara continuar en el juego. En el siguiente
tiro de esquina cobrado contra la Candelaria, el Niguas saltó a
cortarlo con las piernas encogidas y los tacos de los zapatos por
delante. Casi le arranca la cabeza al Pájaro quien, haciendo honor a
su apodo, se había lanzado de palomita a rematarlo. El delantero
quedó completamente inconsciente y entonces sí se armó una
batalla campal. Los de Lerdo querían comerse crudo al Niguas a
quien no lograban echar mano porque el resto de nuestro equipo se
interponía, formando una valla humana, entre él y sus adversarios.
El zipizape fue interrumpido por una ambulancia, llamada de
urgencia por algún espectador para que recogiera al Pájaro, a quien
nadie atendía pese a continuar inmóvil en el suelo. Luego supimos

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que se le había fastidiado una vértebra, y que estuvo muy cerca de
quedar paralítico para el resto de su vida. La llegada de los
socorristas, y la de una motocicleta de la policía que le venía
abriendo paso, puso fin a nuestras hostilidades. Varios jugadores de
Lerdo tomaron el camino del hospital para acompañar a su amigo y
el partido ya no se reanudó. Los demás tuvimos que retirarnos
cuando el marcador estaba aún cero a cero cosa que, a fin de
cuentas, tampoco dejó contento a nadie.
El Pájaro se recuperó después de usar un yeso en el cuello
durante varios meses y pasar bastantes más en rehabilitación. La
fractura le obligó a retirarse para siempre del futbol, actividad en la
que más de uno le había vaticinado un ventajoso porvenir. Sus
compinches le mandaron decir al Niguas que ni se parara por los
alrededores de Lerdo.

Lo malo es que la Olguita vivía en la calzada del Estaño,


justo por donde pasa la vía férrea que delimita ambos barrios. El
nuestro comienza, o termina, según quiera verse, del lado de la casa
de la Olguita. Se habría podido alegar que el terreno vedado se
iniciaba en la acera de enfrente, pasando los rieles, y que éstos
mismos constituían en perfecta justicia tierra de nadie, pero la
verdad es que los ánimos se hallaban bastante caldeados y nadie se
sentía de humor para delimitaciones.
Los de Lerdo se dedicaron desde entonces a esperar el
momento oportuno para ejecutar su venganza. Sin que nosotros lo
advirtiéramos, vigilaban al Niguas. Era sólo cuestión de tiempo, y
paciencia, para que les llegara su turno.

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La ocasión pareció presentárseles un día en que la Olguita y
el Niguas estuvieron en lo de doña Josefa, la anciana que por las
noches, con sacar un foco a la calle, más un par de mesas y sillas
plegables, improvisaba un puesto de comida fuera de su casa. En
su endeble tenderete se cenaba bien y barato, e incluso hasta fiado,
si uno andaba escaso de centavos. Los vecinos que no tenían
donde proveerse de un último plato, acostumbraban reunirse ahí
antes de retirarse a dormir. El Niguas se separó de la concurrencia
levantando el brazo en un gesto de adiós, igual que hacen las
estrellas de cine, y se dispuso a acompañar a la Olguita a su casa.
Caminó con ella hasta su domicilio y se despidieron en la entrada
con un beso fugaz de buenas noches. Él estaba feliz. Si la relación
con ella le había costado, en sus principios, mucho trabajo, en ese
momento sus amores marchaban como sobre ruedas. Apenas había
emprendido el regreso, con las manos metidas en las bolsas de la
estropeada chaqueta de mezclilla, cuando aparecieron los de Lerdo.
Surgieron de improviso de la penumbra, poco más de una media
docena, con garrotes, cadenas de bicicleta y cinturones a medio
enrollar en los puños cerrados, prontos a golpear con la hebilla de
metal. Otros dos grupos similares le cortaban la retirada vigilando
las calles que conducían al interior de la Candelaria para que no
intentara escabullirse por ahí.
El Niguas se dio cuenta de la maniobra. No podía huir a lo
largo de la calle, ni escapar corriendo sobre la vía férrea, porque
cualquiera de las pandillas apostadas en las esquinas le cerraría el
paso. Cruzar los rieles para introducirse en el barrio de Lerdo
significaba meterse en la madriguera del lobo, el suicidio. Tal vez
eso era, precisamente, lo que sus adversarios deseaban porque no le

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dejaban otro camino disponible, pero el Niguas no era ni suicida, ni
tonto, ni tampoco cobarde, y prefirió detenerse y enfrentar a sus
agresores.
-A ti te estábamos esperando, hijo de puta. Por ahí tenemos
unas cuentas pendientes.
-¿Cuentas? ¿Conmigo? ¿De qué? Yo no tengo tratos con
pedazos de mierda como ustedes. Si vienen a recoger la basura,
mejor regresen por la mañana con sus botes limpios.
-No necesitamos esperar hasta mañana, cabrón. Las cuentas
que tenemos pendientes te las vamos a arreglar ahora mismo.
-Pues acérquense nada más. Uno por uno, a ver si son tan
machos.
-¿Cómo que uno por uno? Si no se trata de ser machos sino
muchos, pendejo, ¿qué no ves?. Por eso venimos en montón.
Dieron un paso adelante. La mano derecha del Niguas salió de
la bolsa con un clic metálico y una hoja de acero parpadeó más allá
de sus dedos, la punta hacia arriba, la cacha bien apoyada en la
palma. Sus contrincantes se detuvieron al unísono y levantaron
palos y cadenas con gesto amenazador, pero ya no siguieron
avanzando. El Niguas calculaba cuántos ombligos alcanzaría a
duplicar antes de sucumbir bajo los golpes de quienes quedaran de
pie cuando oyó el familiar silbido de alerta de su propia pandilla y
un grito a sus espaldas:
-¡Niguas!
Era la Olguita, cuya ventana daba a las vías del ferrocarril y
había escuchado voces afuera. Por suerte se asomó a ver qué
ocurría. Al percatarse, bajó de nueva cuenta para abrir
sigilosamente la puerta de la calle y llamar a su amigo.

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Éste se inclinó de pronto hacia delante alargando el brazo que
sustentaba la navaja. El movimiento hizo saltar hacia atrás a sus
contendientes más cercanos y permitió al Niguas ganar el instante
preciso y el espacio necesario para retroceder hacia la puerta. Le
bastó ser una fracción de segundo más rápido que quienes
intentaron cortarle el paso para franquear el umbral de un salto, al
tiempo que la Olguita cerraba de golpe, dejando fuera a sus
seguidores.
En toda la noche no volvió a pisar el exterior de la vivienda.
La Olguita vivía prácticamente sola porque su padre rara vez se
paraba en la casa y su madre, según refería ella misma a quien se
prestara a escucharla, estaba muy enferma del corazón y por eso
casi no salía de la cama. La buena mujer ni siquiera debe haberse
enterado de lo que estaba ocurriendo.

Llegó la mañana siguiente y los de Lerdo continuaban


empecinados montando guardia en los alrededores, sabiendo que
su acorralado enemigo tendría, tarde o temprano, que abandonar
su escondrijo. Algunos permanecían ocultos tras los camiones
estacionados en el taller mecánico de don Cipriano, otros
aguardaban a la vuelta de la esquina, disimulándose dentro de la
afiladuría, todos intentando echar ojo sin ser descubiertos. La
Olguita sospechó, sin embargo, que aunque era de día y la ruta
aparentaba estar libre, aún podían quedar moros en la costa. Tuvo
la buena intuición de enviar una amiga a prevenirnos. La noticia se
propagó en la Candelaria y, en un dos por tres, con el Tribi a la
cabeza, nos presentamos en la calzada del Estaño armados con

41
cuanto encontramos a mano. Al vernos llegar, los de Lerdo
salieron de sus madrigueras y se fueron congregando del otro lado
de las vías. El Niguas, ni corto ni perezoso, nada más nos vio
aparecer bajo la ventana de la Olguita, vino a reunirse con
nosotros.
Al principio no pasó nada. Desde una prudente distancia, con
los raíles de por medio, ambos grupos nos contentamos con
lanzarnos bravatas, gritos de escarnio, fanfarronadas, sin que
ninguno de los dos se animara a cruzar los angostos carriles de
acero para enfrentar al rival en su propio terreno. Alguien, me
parece que fue de los nuestros, tal vez el Tribi, pero pudo haber
sido el mismísimo Niguas, se acercó a tomar un grueso pedrusco
del escabroso terreno donde están montadas las vías y lo lanzó con
todas sus fuerzas al centro del corrillo adversario. Los de Lerdo se
precipitaron a responder de la misma manera y aquello desató una
lluvia de proyectiles, un tupido caos de piedras volando por encima
de los rieles, hacia las cabezas de uno y otro bando. Fue una
memorable batalla, plena de saña, que al final dejaría un amplio
saldo de heridos, descalabrados los más con los rostros
sanguinolentos, pero que continuó sin pedir ni dar cuartel hasta
que escuchamos las sirenas de las patrullas alertadas por los
vecinos, el abrir de las puertas de las primeras que llegaban, los
silbatazos y las vociferaciones de los uniformados acercándose con
los garrotes en la mano. Entonces, en un tácito sálvese el que
pueda, cada quien se internó en los confines de su propio arrabal,
buscando el resguardo de un techo cómplice, cubriéndose aún la
cabeza con los brazos y restañando como se podía la sangre de las
heridas.

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El Niguas aprendió la lección y ya no le vimos acercarse de
nuevo ni a las vías del ferrocarril ni a los límites del barrio de
Lerdo. Una duda, no obstante, quedó flotando en el ambiente. Una
duda que, al exponerse, originaba un torrente de comentarios
suspicaces, de guiños y sonrisas maliciosas entre los amigos de la
banda: ¿dónde habría dormido el Niguas la noche que pasó metido
en casa de la Olguita, con el padre ausente y la madre recluida en su
cama, sin advertir su presencia? ¿En el abarrotado cuartucho que
hacía, al mismo tiempo, las veces de sala, comedor y cocina en el
diminuto hogar de las dos mujeres? Porque las únicas otras dos
habitaciones disponibles eran la propia recámara de la Olguita y la
de su madre enferma. A nadie le pasaba por la cabeza que el
Niguas se hubiese quedado toda la noche en compañía de la
anciana. Si no fue sentado en el minúsculo sillón de la sala, donde
no había un claro acomodo, fue en el cuarto mismo de la Olguita,
donde apenas cabía la cama y tampoco quedaba espacio para
acostarse en el suelo. ¿Qué pudo suceder entre él y su novia
mientras la pandilla de Lerdo acechaba allá afuera? Es algo que el
Niguas no dijo y que siempre quedó al vuelo de nuestra
imaginación. Lo cierto es que, desde aquella noche que se vieron
forzados a pasar juntos, su relación cambió a los ojos de todos. Fue
la Olguita la que empezó a venir a entrevistarse con él al corazón
de la Candelaria, donde ningún forastero habría osado
incomodarlos. Se veían en la calle, se sentaban a conversar por la
tarde al borde de la acera y luego, al anochecer, iban a abrazarse y a
besarse al quicio de la tienda de don Paco cuando éste cerraba su

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expendio bajando la cortina de metal. Si no, desaparecían en la
oscuridad del callejón de San Felipe. Se iban hasta el más profundo
rincón, donde no llegaba el alumbrado de la esquina, más allá de la
casa del párroco que acostumbraba acostarse temprano para
madrugar a la misa. Ahí, todos lo maliciábamos, el Niguas y la
Olguita se hacían el amor. Algunos conjeturaban que ni siquiera el
vestido le quitaba. Le bajaba las braguitas, le subía la falda y se la
tiraba de pie, arrinconada contra el muro de la iglesia.

El incidente de las vías desquició la vida en los dos arrabales y


suscitó una guerra abierta entre ambas pandillas. A diario aparecían
heridos y maltratados, graves algunas veces, de uno y otro bando.
Los periódicos se percataron del asunto y empezaron a reportarlo
en la sección policíaca dándole, como siempre, un tinte
sensacionalista a la nota. Un profesor calvito, de anteojos, se
presentó en la televisión para dar su punto de vista sobre lo que
estaba sucediendo. Según él, el aumento del índice de la
criminalidad en los barrios más pobres de la ciudad era
consecuencia directa del crecimiento de la deuda externa y de la
política económica impuesta por el Banco Mundial al país. Su
opinión fue reproducida al día siguiente en los diarios, mereció una
aclaración del secretario de Hacienda, hecha ante el Congreso, y un
mensaje televisado del Presidente de la República. Nosotros nos
cuidábamos poco de eso. Todos sabíamos cuándo, cómo y por qué
había comenzado el conflicto. Nos habría parecido más natural ver
otra foto del Niguas en la prensa, en lugar de la del pelón de los

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anteojos pero, ya lo dije en su momento y vale la pena repetirlo
ahora, en cuestiones de fama no hay ninguna justicia.
Eso sí, la policía empezó a recorrer con más frecuencia
nuestro sector de la ciudad. Los gendarmes no osaban adentrarse
demasiado en los arrabales, ni se detenían a conversar con nadie, ni
mucho menos se bajaban de sus patrullas, pero andaban por ahí,
conduciendo despacio y mirando todo a su alrededor con ojos
amenazadores y alertas, como una presencia hostil que hacía aún
más patente los estados de sitio y de guerra en que vivíamos.
Tampoco esa constante vigilancia cumplía sus propósitos. Los más
belicosos encontraban el modo de enfrentarse lejos de la
inoportuna presencia de los uniformados. No existía terreno
neutral, ya fuera la ciudad deportiva, los llanos de la Esperanza, los
alrededores del mercado, las gradas del estadio de futbol en día de
partido, o cualquier otro sitio donde miembros de los bandos
rivales se encontraran, adrede o por casualidad, solos o
acompañados, en que, nada más verse, no se desatara una riña.

Fue al Macaco a quién le arrancaron una lista con los nombres


de los presuntos dirigentes de ambas pandillas. No es difícil
imaginar que la policía haya cotejado esa relación con otra
semejante, obtenida de la misma manera, de cualquier miembro del
barrio de Lerdo que hubiese caído en sus manos, aunque ellos
nunca supieron de quién. Nosotros sí porque el Macaco, en cuanto
lo soltaron, vino corriendo, con el rostro todavía hinchado por la
tortura y las lágrimas, a confesárnoslo todo. No se lo tomamos a
mal. En un trance como ése uno es capaz de decir cualquier cosa

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con tal de no morir ahogado con la cabeza metida en un barril
lleno de agua, o de que ya no lo golpeen con un trozo de manguera,
o dejen de acercarle alambres de electricidad a los testículos. El
Macaco les dijo lo que quisieron oír, más la suma total de cuanto le
pasó por la cabeza, con tal de que interrumpieran el castigo. Su
enumeración, por supuesto, no pasaba de ser una retahíla de
nombres berreados al azar porque la pura verdad era, aunque no se
la quisieran creer, que hasta el momento de su confesión ninguno
de los bandos tenía cabecillas. De todos modos, visto el castigo
impuesto al Macaco, para no tentar al diablo el Chicho y el Tribi se
fueron de la ciudad, a ganarse la vida trabajando de mozos en un
hotel de lujo, en un puerto lejos de la capital, donde uno de los dos
tenía parientes y donde, estaban seguros, nadie se molestaría en ir a
buscarlos.
Los demás nos quedamos a torear la vida como se nos
presentara, a lidiarla con la inútil muleta de siempre. El Tribi le
sugirió al Niguas que se fuera con ellos que, para la ocupación que
tenía, daba igual, en cualquier lado encontraría un empleo mejor,
pero éste rechazó la oferta. Él no era líder de nada, les dijo, ni
buscaba pendencia con nadie, ni había manera de responsabilizarlo
de lo que estaba ocurriendo. Lo que no dijo, pero que todos
sabíamos, es que se sentía incapaz de abandonar a su novia, y ésta
no iba a partir así como así, dejando a su madre enferma.
Lo peor del caso fue que alguno de los interrogados, el
Macaco juró que no había sido él, mencionó la relación entre el
Niguas y la Olguita, e incluso la noche que habían pasado
encerrados en la casa de ella. Tampoco está claro cómo se enteró
Don Plutarco, su padre. El viejo ocupaba un puesto menor en una

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oficina del servicio público que tenía permanentes contactos con la
policía judicial. Tal vez los mismos agentes, que le estimaban y le
debían favores, creyeron pagárselos contándole historias sobre lo
que sucedía entre su hija y el Niguas. La verdad es que don
Plutarco tenía a la familia casi abandonada en la Candelaria y muy
rara vez iba a dormir a su hogar. Se rumoreaba que vivía la mayor
parte del tiempo con una secretaria de su misma oficina, a quien le
había puesto departamento en un rumbo menos sombrío de la
ciudad. Pero la Olguita seguía siendo la niña de sus ojos y, tal vez,
la única razón por la que de cuando en cuando se acercaba al barrio
y contribuía con una pensión, aunque fuera mezquina, al
sostenimiento de ella y su madre.
Por esas razones algunos quisieron echarle después la culpa
de lo sucedido. Alegaron que se trataba de un viejo miserable, un
desertor de nuestra humilde barriada, al que se le había metido
entre ceja y ceja terminar, a como diera lugar, con la relación entre
su hija y el Niguas porque éste no le satisfacía como yerno. Otros,
que lo defendieron, opinaron que el responsable era el propio
gobierno, el cual estaba bastante enervado con los disturbios en
nuestro distrito, con el hecho de que la policía no lograra
refrenarlos, y decidió que ya estaba bueno de escándalos, que había
llegado el momento de ponerles fin con un escarmiento adecuado.
Por último, los más ecuánimes, o menos parciales, sostuvieron que
tal vez la mala fortuna había hecho posible que se conjugaran
ambos eventos.

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Sea lo que fuere, el caso es que ante el mismo semáforo
donde el Niguas voceaba sus invendibles baratijas, también se
ganaba la vida uno de los pequeños del barrio, a quien él protegía,
apodado el Guachito. Con la cara pintada de payaso, durante el
breve lapso de tiempo que se mantenía la luz roja, lanzaba unas
naranjas al aire y hacía malabares con ellas para obtener lo que se
tuviera a bien darle. Por él nos enteramos de aquel auto negro, con
dos individuos a bordo, que vino a estacionarse muy cerca de
donde ellos hacían su trabajo. El Guachito los vio y, después de sus
suertes, se acercó a mendigar unas cuantas monedas. Lo único que
recibió fue una brutal indicación con la mano, hecha por el hombre
al volante, ordenándole que se retirara y les dejase tranquilos. Si el
Niguas se percató de la presencia de aquellos dos hombres no lo
sabemos pero, de una manera u otra, no debió darle importancia al
asunto. Aunque sospechase que eran agentes de alguna
corporación policíaca él, se lo había dicho al Tribi, se consideraba
limpio de culpa. No era un ladrón, nunca lo fue, los productos que
revendía entre los automovilistas no eran robados. Se los
suministraba la esposa de un conocido político que se enriquecía
comerciándolos a través de toda una chusma de vendedores
ambulantes, como el Niguas. No había por qué tener miedo de
nada. Así pues, si los vio, no hizo caso, y siguió pregonando su
mercancía entre los distintos vehículos que aguardaban la remolona
luz verde.
Al poco rato se detuvo una camioneta gris ante el semáforo.
Mientras el Guachito se colocaba enfrente de los autos, hacía una
infantil reverencia antes de iniciar su número y se disponía a lanzar
las naranjas al aire, el hombre sentado en la parte trasera de la

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camioneta hizo una seña al Niguas para que se acercara, como si
tuviera la intención de comprar o preguntarle algo. El Niguas se
aproximó y, cuando estaba al lado de la portezuela, ésta se abrió y
el Niguas fue forzado a su interior por el sujeto que lo había
llamado y por uno de los ocupantes del auto negro que había
bajado para deslizarse subrepticiamente a sus espaldas. Aventarlo
dentro y meterse tras él, todo fue uno. El Guachito aún alcanzó a
vislumbrar cómo le cubrían la cabeza con un saco oscuro y lo
empujaban hacia abajo del asiento. Uno de sus secuestradores se
sentó encima de él. La camioneta gris arrancó con un agudo
chirriar de neumáticos, casi rozó al sorprendido Guachito que tuvo
que quitarse para no ser arrollado, pasó bajo el arco del puente y se
perdió en la distancia con el auto negro siguiéndole de cerca.
El chico desatendió sus naranjas, se colgó del primer
autobús que pasaba y se vino al barrio a narrarnos lo sucedido. No
se necesitaba demasiada astucia para darse cuenta de que se trataba
de una operación policíaca. ¿A quién más se le iba a ocurrir raptar
con ese lujo de fuerza a un vendedor callejero, a un pobre diablo
que no tenía ni en qué caerse muerto? La madre del Niguas
recurrió a don Ramiro, el de El Surtidor, que tenía un sobrino en la
prefectura, y ambos se precipitaron en su busca con la esperanza de
que les ayudara a localizar al Niguas. El pariente de don Ramiro los
recibió de inmediato, demostrando con su diligencia el aprecio que
profesaba a su tío, y se puso a revisar los expedientes del día. No
encontró nada. Examinó una y otra vez las listas de detenidos, los
registros de entradas a la cárcel preventiva y movió la cabeza
desencantado. En ninguna de ellas había trazas del Niguas. Estaba
desaparecido. Igual que si se le hubiera borrado del mundo. Los

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despidió con visible inquietud prometiendo mover sus influencias,
investigar en otras partes y mantenerlos al tanto de lo que indagara.

Después se averiguó, por otros medios que no vienen al


caso, y porque estas cosas siempre llegan a saberse, que quienes
detuvieron al Niguas no lo entregaron en la prefectura. De hecho,
nunca tuvieron intenciones de hacerlo. Lo llevaron a una casa de
detención que tenían para interrogar sospechosos por el rumbo del
canal del desagüe. Ese pestilente río de aguas negras al oriente de la
ciudad que se lleva consigo gran parte de los deshechos de la urbe.
El sitio es uno de los varios recintos clandestinos que la policía
tiene a su disposición para operaciones encubiertas y que no
aparecen entre las propiedades oficiales de la agrupación. A pesar
de las gruesas paredes, y de que los cuartos están construidos a
prueba de ruidos, los vecinos contaban que a veces, por las noches,
cuando todo estaba en silencio, se alcanzaban a oír los aullidos de
los interrogatorios.
Cuando le retiraron al Niguas el trapo que le cubría la
cabeza, estaba amarrado a una silla. Como no necesitaban una
confesión, lo primero que hicieron fue ponerle una mordaza. Debe
haberle llenado de pavor el contemplar el cuarto donde se
encontraba. Casi por completo despojado de muebles. Una pesada
cómoda cuyos macizos cajones albergaban quién sabe qué
siniestros objetos. Otras cuantas sillas frente a él y, desperdigada en
desorden por la habitación, la sorprendente variedad de objetos
banales con los que se puede herir a un ser vivo. El rostro de sus
verdugos observándolo, unos con fijeza, otros con aburrimiento.

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Lo que no se entiende es que lo golpearan sabiendo que lo iban a
matar.
Uno de los hombres acercó una silla y se sentó a horcajadas
en ella, el respaldo vuelto hacia delante. Aspiró largamente el humo
de su cigarrillo y acercó el extremo ardiente a la cara de su
prisionero.
-Así que tú eres el Niguas, ¿no? Don Plutarco te manda decir
que su hija es demasiado buena para un marica como tú.
Él comprendió entonces que sus captores no lo conocían en
persona. No había manera de que tuvieran una certeza absoluta
sobre su identidad. Tuvo entonces la loca ocurrencia de negarla
con desesperados movimientos de cabeza, de dar a entender que le
confundían con otro. Se sacudió todo él en un no total, en un no
rotundo a su propio nombre y apellidos, a su trato con la Olguita, a
cualquier factor que lo conectara con ese ser al que apodaban el
Niguas, creyendo que esa última argucia podía ganarle un poco de
tiempo y, quién sabe, a la larga salvarle la vida, maldiciéndose en lo
más hondo por no haber acompañado al Tribi a su refugio en la
costa y rogando a Dios porque aún no fuera demasiado tarde.
El hombre lo observó con curiosidad, sacó una vieja sección
deportiva que llevaba enrollada en el bolsillo trasero del pantalón y
la desenvolvió frente a él. Luego la puso junto al rostro del Niguas
y comparó su rostro amedrentado con el otro, lleno de orgullosa
fiereza, que ostentaba los colores del Atlético. Después la dobló de
nuevo y se la guardó parsimoniosamente en el mismo bolsillo.
-No te hagas pendejo, si te tenemos bien controlado.

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El cuerpo del Niguas apareció esa misma madrugada en los
tiraderos de basura de Lerdo. Aunque los vecinos del barrio no
sintieran ninguna simpatía por él, se horrorizaron al verlo. Nos
mandaron de inmediato un recado avisando que ellos nada tenían
que ver en el asunto. Les respondimos que se estuvieran tranquilos,
que ya lo sabíamos. Contábamos con el testimonio del Guachito y,
más tarde, con las confidencias del sobrino de don Ramiro. Los de
Lerdo podrían ser nuestros enemigos de siempre, pero nunca les
consideramos capaces de cometer un crimen parecido: se necesita
ser muy hijo de puta para acabar así, porque sí, con una vida
humana, y arrojar luego el cadáver entre los desperdicios.
Las pesquisas iniciales indicaban, según fuentes cercanas a la
investigación, al decir de los medios electrónicos que desde esa
misma noche cubrieron el caso, que se trataba de una víctima más,
la primera fatal, de la guerra entre pandillas que se había desatado
por aquel rumbo de la ciudad. Entre los agentes que aparecieron
una y otra vez ante las cámaras dando su opinión o haciendo
declaraciones sobre la muerte del Niguas, el Guachito no reconoció
a ninguno de los involucrados en su secuestro, con lo que se
demostró una vez más que, en eso de la fama, no hay justicia
ninguna.
Y, a la mañana siguiente, el Niguas salió de nuevo retratado
en el periódico. Los ojos fijos, abiertos a la nada, las facciones
tumefactas, estropeadas por el maltrato y los golpes. No quedaba,
en aquel semblante yerto, vencido, ni un rastro de la apasionada
vehemencia que había caracterizado su foto anterior. Ésta era
bastante pequeña, apenas un recorte en las columnas de lo policial,
sin ningún paralelo tampoco con aquella primera que don Ramiro

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mantuvo todavía un tiempo, sujeta con chinches, a la entrada de su
ferretería. A los amigos nos llevó unas semanas comprender que, a
fin de cuentas, aquel nuevo rostro, sin su antigua orgullosa fiereza,
reflejaba con anticipación el postrer desengaño del que le había
librado la muerte: ni el Atlético ni el Deportivo ganaron el
campeonato.

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54
EL ÚLTIMO ABORDAJE DEL DON JUAN

A Arturo Pérez Reverte.

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Sus facciones eran hermosísimas: la nariz de gran
regularidad; los labios pequeños y rojos como el
coral; la frente, amplia, surcada por ligeras
arrugas, lo cual imprimía a aquel rostro un no sé
qué de melancólico; ojos de perfecto diseño,
negros como carbuncos y animados por una luz
tal que, en ciertos momentos, debían de asustar
incluso a los más intrépidos filibusteros del
golfo.

Emilio Salgari
El Corsario Negro

Hoy se ha fraguado aquí una espada para cuyo


temple se necesitará sangre.

Rafael Sabatini
El Halcón del Mar

56
La fragata, enarbolando la siniestra bandera de los
filibusteros, acechaba oculta tras un promontorio de la costa. La
caña trincada a sotavento y el trapo desplegado de dos velas
menores la mantenían inmóvil en su sitio, a la capa, según la jerga
marinera, para evitar que recalara contra los cercanos arrecifes. El
nombre de Don Juan, pintado en ambos lados de la proa y el
esqueleto de cuerpo entero, con un reloj de arena entre las manos,
bordado en el negro pabellón que ondeaba en lo alto del palo de
mesana, la identificaban como el barco insignia de Jean le Chien, el
sanguinario renegado francés, célebre por sus excesos y su pasión
por la mandolina, instrumento con que acompañaba sus canciones
y que sabía tañer con la misma destreza con que empuñaba la
espada. Un ser extraño, imprevisible y cruel, nacido en el seno de
una familia de la más alta aristocracia de su país, que había
renunciado por razones misteriosas a sus tierras y a sus títulos para
consagrarse a la piratería.
Se contaba que en una época había sido contramaestre y
hombre de confianza del célebre corsario Jan Janszoon van Hoorn,
con cuya hija tuvo amores terminados en Dios sabe qué secretas

57
aberraciones y a quien acompañó, junto con Diego el Mulato, en el
asalto a las murallas de Campeche. Un día, sin que se divulgaran los
motivos, dejó la sociedad del legendario capitán flamenco para
fletar su propio barco y adherirse a la Hermandad de la Costa.
Desde entonces, si no se le encontraba en los peores tugurios y
prostíbulos de la isla de La Tortuga, despilfarrando las piezas de a
ocho arrancadas a los galeones españoles, se le sabía merodeando
en el verano por las costas de la Nueva Inglaterra para bajar luego,
durante los duros meses de invierno, a las de Veracruz, Yucatán,
Venezuela y las islas antillanas. Recorría incansable las rutas de
intercambio marítimo asaltando a las naves que las frecuentaban,
sin importar su origen, destino o procedencia. Ninguna escapaba a
su furia, como si detestara al género humano y hubiese decidido
emprender una guerra privada contra él. Saqueaba desde los altos
galeones españoles, cargados de la plata acuñada en Zacatecas,
hasta las barcas de pescadores y los ligeros pataches apátridas que
contrabandeaban tabaco, azúcar, paños, lienzos o el producto de
sus propios pequeños latrocinios entre los pueblos de la costa. Se
consideraba a sí mismo un perro del mar, de ahí el haber
renunciado a su nombre verdadero para adoptar el de Jean le
Chien, apelativo que gustaba portar con mordaz solemnidad.
Por todo el caribe corrían de boca en boca los relatos tanto
de sus hazañas como de sus tropelías. Se hablaba de barcos al
garete iluminando la noche con el fuego de sus incendios, de otros
echados a pique con las cubiertas ennegrecidas por la sangre de sus
pasajeros, de tripulaciones enteras arrojadas al mar con los
tendones de las corvas cercenados, o abandonadas a su suerte en
cualquier estéril arrecife, sin agua y sin un mendrugo que comer.

58
Esas atrocidades se llevaban a cabo por órdenes del músico pirata
quien, mientras las presenciaba, componía canciones tristes a los
dulces acordes de su mandolina. Así se mantenía durante meses
alejado de su cuartel general en La Tortuga. Si escaseaban los
víveres, se reaprovisionaba entrando a saco en cualquier villorrio
del litoral para abastecerse de nuevo de agua, leña, aceite, frutas,
ganado, vino y aguardiente.

La mañana despuntaba apenas. El sol no abrasaba aún con


el sofocante calor del mediodía. Sobre el combés del barco puesto
al pairo pareciera que no soplaba el viento, apenas si se escuchaba
el ruido del agua al chocar contra las amuras. De no ser por el
gemir del casco y el leve cabeceo de la nave, se habría dicho que
ésta se hallaba suspendida entre dos mundos, sosteniéndose a flote
entre el cielo y la tierra, más allá del bien y del mal, sin que nada,
aparte de las cuatro yardas de tela negra enarboladas en el pico de
la cangreja, traicionara sus aviesos propósitos.
La tripulación, aventureros de toda laya, prófugos, parias y
malhechores de los cuatro rincones de la tierra, a quienes los azares
de la vida habían transformado en encallecidos ladrones del mar,
mataba el tiempo poniendo a punto sus armas, afilando espadas y
dagas, cebando granadas, pistolas y arcabuces, engrasando el cuero
de sus coseletes, o bruñendo el bronce de los cañones de
veinticuatro libras, cuyas amenazadoras bocas permanecían ocultas
tras las portañolas cerradas en ambos costados de la fragata.
Desde su puesto de mando, acompañado por un joven
grumete de piel oscura que yacía echado como un fiel cachorro a

59
sus pies, Jean le Chien se aburría oteando el horizonte y vigilando
el escrupuloso quehacer de sus marineros. Era de talla pequeña y
musculosa, con el rostro curtido por el sol y el cuerpo cruzado de
costurones y cicatrices, fieros recuerdos de otros tantos duelos y
abordajes; llevaba el rubio cabello cubierto por un curioso bonete
que le concedía un imprevisible aire eclesiástico, traicionado de
inmediato por la implacable mirada de sus deslavados ojos verdes.
Al cabo de un rato el filibustero extendió los brazos,
desperezándose, y bostezó como si despertara de un sueño. Lanzó
una última mirada melancólica a la inmensa y desolada masa de
agua que se extendía ante su barco, e hizo una seña al joven que le
acompañaba. El grumete mulato, que no le perdía de vista, estaba
al parecer entrenado a discernir hasta el último sentido de sus
gestos más ínfimos porque se levantó sin esperar explicaciones y
volvió trayendo consigo una primorosa mandolina que puso sin
tardanza en manos de su capitán. Éste acarició con evidente placer
la madera preciosa del instrumento, rasgueó las cuerdas para hacer
unos cuantos ajustes y empezó a tocarlo, y a cantar, con aquella
dulce voz de barítono que enloquecía a las prostitutas en los
burdeles de La Tortuga.

Drinke to me, onely, with thine eyes


And I will pledge with mine;
Or leave a kisse but in the cup,
And Ile not looke for wine.1

1 Brinda sólo conmigo, con los ojos, / los míos te imitarán / o deposítame en la copa un beso
/ y no habrá vino igual.
A Celia, Ben Jonson (1572-1637). T. del A.

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Como invocada por el hechizo de la melodía, una silueta fue
asomando allá en el horizonte, tras la eminencia rocosa que
escondía al barco pirata. Primero las lonas del bauprés, después la
proa, luego las velas cuadradas del trinquete y, en seguida, las del
palo mayor, todas hinchadas al viento, navegando confiada rumbo
al norte. Su aparición fue señalada por los gritos de los gavieros
trepados a las cofas. Los marineros abandonaron sus tareas para
congregarse en la amura de babor y observar con atención a su
posible presa. Se trataba del Duquesa de Weltendram, una urca
flamenca de gran porte perteneciente a la Compañía Holandesa de
las Indias Occidentales. Bastante mayor que el Don Juan, la sabían
artillada con cañones de dieciocho pulgadas en el centro y de doce
en la popa. Acababa de hacer escala en Basseterre, donde su
tamaño y armamento atrajeron la atención de los espías a sueldo
que los filibusteros conservaban en los puertos más importantes
del caribe. Algo valioso traería a bordo, algo que justificara esa
potencia de fuego en un barco de carga. En las tabernas del muelle
se averiguó que venía de Pernambuco con varios pasajeros y las
bodegas repletas de palo de brasil y de metales preciosos. Una bella
pieza si lograban capturarla. Los piratas la contemplaron en ávido
silencio, imaginando ya suyas las riquezas que portaba. Sólo Jean le
Chien permaneció impasible. Siguió cantando, como si el bajel
holandés necesitara de la siguiente estrofa para materializarse por
completo:

The thirst, that from the soule doth rise,


Doth aske a drinke divine:

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But might I of Jove’s nectar sup,
I would not change for thine.2

Cuando la urca estuvo toda a la vista, Jean le Chien devolvió


la mandolina al chico que se la había traído e hizo al contramaestre
un ademán de aprobación. Éste dio de inmediato la orden de largar
velas y ponerse en movimiento. Los hombres se precipitaron a
levar anclas, extinguir fogones, trepar flechastes y maniobrar
jarcias. Hubo un balanceo de mástiles, de lonas que se van
desplegando unas sobre otras, y el Don Juan cabeceó antes de
abalanzarse hacia adelante, cual pantera en acecho que se
enderezara de pronto. El tajamar, bajo el mascarón de proa tallado
en forma de sirena, hendió las aguas como un cuchillo abriendo un
surco espumoso en el líquido azul. La fragata abandonó la rada que
la había acogido y ocultado y puso rumbo al noroeste dispuesta a
cortar la ruta del bajel holandés.
Los marineros flamencos no tardaron en advertir la
presencia del navío pirata. El sol de la mañana les daba en los ojos,
impidiéndoles identificar al barco que se acercaba y mucho menos
distinguir el gallardete rojo ondulando en un extremo del palo
mayor y la bandera negra en lo alto del mesana. De cualquier
modo, la presencia de una fragata desconocida en esas aguas no
auguraba nada bueno. La urca no perdió tiempo en izar el paño
restante para aprovechar hasta el último soplo de brisa y alejarse
del intruso que tan resueltamente le salía al paso.

2
Si para saciar la sed del alma / licor divino hay, / ni el néctar de los dioses yo cambiara / por
el que tú me das.
A Celia”, Ben Jonson (1572-1637). T. del A.

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El Don Juan navegaba más cerca del viento, con los alisios
empujando fuerte, por lo que el Duquesa de Weltendram decidió
virar dos puntos al noroeste, en el mismo derrotero que sus
perseguidores, y ceñirse al viento con todos sus aparejos para
acelerar la fuga. La maniobra lo ponía, además, sobre la ruta de la
isla de San Martín, uno de los últimos reductos holandeses del
caribe. Con un poco de suerte, podría ganar la costa y ponerse a
salvo de peligros bajo la sombra protectora de los cañones del
fuerte.
Pero los piratas acortaban distancias a ojos vista. El Don
Juan, más velero, hecho a las persecuciones y con el casco recién
encalado en La Tortuga, se deslizaba como un gavilán a ras del
mar. Todas las velas desplegadas, los cabos tensos como si
estuvieran a punto de romperse, inclinado sobre la amura de babor,
su borda casi rozaba la superficie de las aguas que bañaban a
ramalazos la cubierta.
Para los perseguidos se hizo pronto evidente que no
pasarían muchas horas antes de que se les diera alcance. Se daban
también cuenta de que, cuando se acercaran lo suficiente, a los
piratas les bastaría un golpe de caña hacia el poniente para mostrar
todos los cañones de su banda de estribor contra casi ninguno de
los holandeses. Seguiría una descarga cerrada de las piezas de
veinticuatro que no tendría como propósito destruir la urca sino
averiar sus masteleros e inmovilizarla lo bastante como para
intentar el abordaje. Para evitarlo, si antes no llegaban a la isla, esto
estaba muy claro para sus tripulantes, al Duquesa de Weltendram
no le quedaría más remedio que orzar la barra y hacerles frente.

63
La persecución llegó a su fin al mediar la tarde, cuando el
litoral de San Martín se divisaba ya en el horizonte. Demasiado
lejos todavía para permitirle abrigar a nadie la inútil esperanza de
refugiarse en su costa. A los holandeses no les quedaba más
alternativa que cobrar ánimos, encomendarse tanto a Dios como al
calibre de su propio armamento y decidirse a entablar combate. La
urca describió una rápida curva a barlovento y se dispuso a encarar
al Don Juan con todos los cañones de la banda de estribor. La nave
pirata siguió de largo, a toda vela, fuera del alcance de las baterías
holandesas, antes de virar a su vez en redondo y, con las lonas
empezando a gualdrapear, venir a situarse a la altura del Duquesa
de Weltendram.
Jean le Chien dio orden de abrir las portañolas y las
formidables piezas de veinticuatro asomaron sus siniestros morros
por las aberturas de las troneras, los artilleros fijos en sus puestos,
los ojos quietos en la mira y las mechas encendidas en la mano,
aguardaban la señal de hacer fuego.
El capitán pirata concibió en pocos instantes un plan simple
y atrevido para librar la batalla decisiva. Convocó a sus asistentes y,
con voz áspera y cortante, dio las instrucciones necesarias para que
se llevara a cabo. Dispuso emparejar la fragata con la urca,
desafiarla con una descarga de artillería y, después de arrostrar una
primera andanada holandesa, aproximarse lo suficiente para lanzar
los garfios de abordaje y emprender el asalto sin darles tiempo a
recargar los cañones.
A dos cables de distancia, las baterías del Don Juan abrieron
fuego sobre el Duquesa de Weltendram con un estruendo

64
ensordecedor, intentando poner fuera de combate el mayor
número posible de cañones holandeses y minimizar con ello los
estragos de su respuesta. Aunque la densa humareda de la descarga
les impedía de momento apreciar el efecto de sus disparos, el
crujido de aparejos que se desploman, los gritos, quejidos y
maldiciones les permitieron inferir que varios de ellos habían dado
en el blanco. El Duquesa de Weltendram respondió después de
unos instantes de vacilación con una salva no menos atronadora.
Dos proyectiles hicieron impacto directo en el Don Juan abriendo
sendos boquetes en la amura y convirtiendo lo que encontraron a
su paso en un sanguinolento revoltijo de fragmentos de madera,
hierros retorcidos, carne humana reventada y huesos
entremezclados, otras pasaron sobre el puente con un silbido
lúgubre para ir a chapotear más allá de la fragata y, una más, trozó
una verga del trinquete que se vino abajo con un fragoroso gemido
de madera fracturada arrastrando consigo lonas y cordajes y
rompiéndole la espalda a un marinero en su caída.

Al disiparse el humo de las andanadas los dos barcos se


encontraron navegando todavía lado a lado, casi a tiro de pistola, y
Jean le Chien pudo comprobar que el Duquesa de Weltendram
había sacado la peor parte en el cañoneo. La cubierta de la urca
estaba sembrada de cadáveres, muñones de aparejos y piezas de
artillería arruinadas o fuera de sitio, con las bocas apuntando hacia
ninguna parte. Pero no por eso los holandeses cejaban en la lucha:
desde el bajel pirata se veía a los artilleros preparar afanosos una
segunda andanada y se escuchaba el ruido de sus baquetas

65
introduciendo nueva carga en las baterías disponibles. El resto de
los tripulantes se aprestaba a resistir el abordaje alineando sobre el
puente trozos del maderamen demolido, fardos, barriles y maromas
a modo de improvisado parapeto tras el que cada cual acudía a
resguardarse avivando la chispa del mosquete, presto el dedo en el
gatillo, bien dispuesto a acribillar a los primeros asaltantes. El Don
Juan siguió acercándose mientras los filibusteros apostados en lo
alto de su arboladura, a caballo sobre las crucetas y los baos de las
gavias, interrumpían esos apresurados preparativos de defensa con
una cerrada descarga de arcabuces que procuró sobre todo causar
bajas entre artilleros y oficiales. Al agotar las municiones, los piratas
no perdieron tiempo recargando las armas, continuaron desde
arriba su obra destructora lanzando las granadas de mano que
tenían acumuladas en las cofas y que terminaron por diezmar a los
despavoridos holandeses. Casi al mismo tiempo, sus cañones de
persecución, dos baterías de nueve libras colocadas arriba del
alcázar, y que habían sido previamente vueltas hacia la inerme
silueta del Duquesa de Weltendram, vomitaron su dura carga de
metal sobre lo que restaba en pie de las inconclusas barricadas,
haciéndolas saltar en pedazos y provocando una nube de escombro
y astillas que, además de herir, aumentó el pánico y la confusión
entre sus defensores.
Mientras duró aquel mortífero intercambio de metralla, el
joven grumete se mantuvo muy cerca de su amo, agazapado junto a
él, con un sable en la mano. Fingía una sonrisa de falsa resolución,
pero la inquietud se le retrataba en el semblante. Cuando los
ganchos de abordaje volaron por encima de sus cabezas para asir la
nave enemiga, Jean le Chien le pasó los dedos por entre los

66
cabellos rizados, con un gesto que entrañaba algo más que el fútil
intento de alentarlo, y en seguida se irguió, espada en mano, el
primero entre todos, para conducir a sus hombres al asalto.

Los piratas se precipitaron hacia el Duquesa de Weltendram


lanzando alaridos para infundirse ánimo y aterrar a sus
contrincantes. Mientras los de arriba se dejaban caer desde los
aparejos, descolgándose por los obenques y los cabos de las gavias,
los demás trepaban por las sogas de los bicheros y las troneras de
los cañones, con los arcabuces a la espalda, la daga entre los
dientes, el sable o el hacha de abordaje en la mano hábil y un par
de pistolas bien fajadas a la cintura.
Sobre el puente de la urca fue pronto todo confusión,
exclamaciones, ruido de hierro, votos a Dios y al diablo, gemidos
de agonía, estampidos, humo y tufo a pólvora, estocadas que iban y
venían, pies tropezando con cuerpos derribados o resbalando
sobre los charcos de sangre que se iban extendiendo sobre la
cubierta.
En un momento de la refriega, en medio del entrechocar de
los aceros, Jean le Chien descubrió al grumete que le acompañaba
en el Don Juan. Yacía con los ojos en blanco, tumbado contra uno
de los toneles de la inútil barricada que se quiso oponer al asalto
pirata. Al filibustero le bastó una sola ojeada para comprender que
el mulatillo no volvería a tirarse jamás como un perro a sus pies
atento a sus deseos, ni le traería otra vez la mandolina, ni le
escucharía entonar canciones de amor. Alguien había puesto fin a
su incipiente existencia abriéndole el vientre de una enorme

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cuchillada. El pirata se acercó a cerrar sus ojos con el mismo gesto
con que le había acariciado los cabellos antes de subir al abordaje y
se dispuso a proseguir la lucha.
Ya no quedaba gran cosa por hacer. El capitán holandés y la
mayor parte de sus oficiales estaban muertos o fuera de combate y
los pocos sobrevivientes deponían las armas en señal de rendición.
No tenía objeto prolongar aquella inútil resistencia, murmuraban,
podría incluso enfurecer más a sus captores y multiplicar las
humillaciones y tormentos a los que ya se sabían predestinados.

Sólo un animoso joven, de cabellos oscuros y rostro


bronceado se negaba a rendirse. Se sostenía como fiero león, sin
flaquear, sin retroceder, defendiendo a pie firme la puerta de un
camarote del castillo de popa. Su hierro estaba empapado hasta la
empuñadura en la sangre de los enemigos que había muerto o
herido protegiendo esa entrada. Los piratas habían formado un
semicírculo a su alrededor y le miraban con una mezcla de rencor,
mofa y estupefacción. Una manada de lobos en espera del
momento propicio para arrojarse todos al mismo tiempo sobre su
víctima y despedazarla.
Jean le Chien lo contempló con curiosidad. En sus ojos
pálidos y turbios se reflejó algo semejante a una involuntaria
admiración. No era alguien que desdeñara a los hombres de
bravura aunque, en esa que le tocaba presenciar, hubiera mucho de
insensato e, incluso, de patético. Pero al joven no debía parecerle
así. Sostenía, impávido, la espada en alto, apuntándola ora aquí, ora
allá, ora acullá, como si en verdad el continuo trazo del acero a su

68
alrededor fuese el pivote invisible que impedía al grillete humano
acechando en torno suyo cerrarse en definitiva sobre él y
aniquilarlo.
Vestía con una sobria elegancia que hacía justicia a su porte
aristocrático. Se trataba, sin duda alguna, de un hombre bien
nacido, tal vez de elevado linaje. En todo caso, de un caballero
cuyos movimientos revelaban al esgrimista competente, orgulloso
del oficio, bien familiarizado con el ejercicio de las armas.
A Jean le Chien le bastó alzar una mano para contener a su
gente. Ésta, al verlo acercarse, le abrió paso ampliando el círculo
que rodeaba a su indómita presa para incluir en él a su capitán. Él,
todavía sin pronunciar palabra, remedó una calmosa venia y fue a
chocar con suavidad la hoja de su espada, también tinta en sangre,
contra la de su oponente. La tocó con deliberada delicadeza. El
gesto entrañaba una burlona, aunque comedida, invitación a batirse
con él. El joven hizo, a su vez, una reverencia y devolvió el saludo
con frío refinamiento. Algo había de macabro en ese cortés
intercambio de cumplidos, como si se encontraran en la sala de
armas de algún palacio europeo y no en medio del mar, sobre un
barco recién convertido en cementerio y hostigados por una feroz
turba de seres que, menos que humanos, semejaban más bien
bestias salvajes. Ambos se pusieron en guardia, el caballero dando
siempre la espalda al camarote cuyo acceso deseaba a todas luces
proteger.
El joven se lanzó con intempestiva furia al ataque. El
instinto le decía que, si era capaz de eliminar a aquel malévolo
caudillo, podría tal vez salir de apuros sobornando más tarde a sus
lugartenientes. Pero sus esperanzas se desvanecieron al darse

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cuenta de que tenía que habérselas con un consumado espadachín,
no sólo de mayor experiencia, sino mejor instruido que él en el arte
de la esgrima.
No fue un largo duelo. La destreza de Jean le Chien se
impuso con rapidez a la vehemencia de su adversario. Media
docena de paradas y una última finta bastaron para que la espada
del impetuoso caballero volara por los aires, arrancada con
violencia de su puño, dejándole inerme, con la punta del acero
enemigo apoyada en la garganta, pero sin apretar demasiado, como
si su contrincante apreciara en toda magnitud la rabia y la
impotencia que le embargaban y temiera que, en su desesperación,
se dejara ir él mismo contra el filo del arma para cortarse el
pescuezo.

El consiguiente vocerío de los piratas, que festejaban


ruidosamente la victoria de su capitán, hizo que la puerta del
camarote se entreabriera y un agraciado rostro de mujer asomara en
el umbral. Un murmullo de grosera admiración acogió, entre los
filibusteros, la aparición de aquel ángel de negros rizos cuyos
intensos ojos azules parpadeaban intentando habituarse a la
extrema luz exterior. Al conseguirlo, la hermosa mujer comprendió
en un santiamén la gravedad de la situación y no vaciló en arrojarse
a los pies del vencedor para implorar clemencia. Jean le Chien la
miraba entre admirado y desdeñoso, con el brazo extendido y, un
poco más allá, la punta de la filosa hoja amenazando todavía la
garganta del hombre que acababa de desarmar. Ella suplicó

70
hablando en un inglés con el acento de Escocia, la voz entrecortada
por el miedo y los ojos anegados en lágrimas:
-Piedad, piedad, por lo que más améis en el mundo, piedad
para mí y para mi esposo.
Los piratas se miraron entre sí. La tozudez del joven, su
gallarda defensa del vestíbulo, se justificaban ahora plenamente a
los ojos de todos. Si el capitán no hubiese intervenido él se habría
sin duda dejado asesinar antes que ceder el paso. La explicación
estaba ahora bien clara a la vista, despertando la lascivia de cuantos
la rodeaban. Ambos constituían una envidiable pareja. No era
atrevido suponer que llevaran poco de casados. ¿Qué oscuro
designio del destino, qué malvada ocurrencia del azar habría
colocado a ese matrimonio de nobles escoceses en aquel barco
flamenco y en aquellas latitudes? Sólo el diablo lo sabía. Pero Jean
le Chien no se interesaba en esas nimiedades de la historia ni se
dejó conmover por los sollozos de la beldad que se aferraba a sus
piernas. Apoyó un poco más la espada en la piel del cuello del
inerme marido, amenazando rebanarlo al menor paso en falso,
mientras, con la mano libre, tomaba a la mujer por los cabellos
obligándola a ponerse en pie y le arrancaba de un tirón la fina seda
del corpiño exponiendo a la vista de todos la blancura de su piel y
la turgente forma de sus senos desnudos.
El joven se revolvió con rabiosa impotencia, pero lo
precario de su situación le impedía cualquier movimiento de
defensa. Ella inclinó la cabeza, vencida, subyugada y, luego,
pudorosa, cubriendo su desnudez como mejor pudo con los jirones
del vestido, fue a ponerse otra vez de rodillas ante el capitán:

71
-Tomadme. Haced de mí como gustéis pero, por el amor de
Dios, a él dejadlo libre.
-Un conmovedor ejemplo de abnegación conyugal, -replicó
Jean Le Chien contemplándola con sorna. Luego, mirando
directamente a los ojos del marido y oprimiendo aún más la espada
en su garganta añadió: -¿seríais acaso vos capaz de un sacrificio
similar?
El joven no titubeó al responder:
-Quitadme todo lo que tengo. Matadme ahora mismo si así
lo deseáis, o hacedme lo que os venga en gana, pero no toquéis uno
solo de sus cabellos.
-Bien, veamos qué tan cierto es, -dijo Jean le Chien
empujándolo hacia la semioscuridad del camarote y cerrando la
puerta tras de sí.

La joven quedó fuera, aturdida, desconcertada,


boquiabierta. Su mente atónita hacía esfuerzos por entender lo que
pasaba. Los piratas intercambiaron guiños y ademanes procaces
mientras festejaban lo ocurrido con carcajadas burlonas. Luego se
dispersaron dejándola sola. Ninguno se atrevería a tocarla hasta que
su capitán decidiera qué hacer con ella. Algunos se sentían
dispuestos a sacrificar su parte del botín con tal de gozar una noche
de amor entre sus brazos. Otros se preguntaban dónde conseguir
oro suficiente para pagar su rescate y adjudicársela después como
pareja. Quizás hasta su jefe se dignara tocarles una tierna canción
de amor mientras la violaban. Por lo pronto importaba atender a
sus heridos, hacerse del botín y trasladarlo al Don Juan, donde

72
quedaría depositado al pie del palo mayor hasta la hora del reparto;
transferir también a la fragata las armas y cañones que pudieran
serles útiles; arrojar los cadáveres al mar y, con ellos, los tripulantes
holandeses que habían quedado malheridos o baldados; limpiar a
cubetadas la sangre de cubierta y tener, en suma, todo preparado
para cuando recibieran la orden de partir.
Ella continuó de hinojos en el suelo, abandonada a su
suerte, escuchando azorada las lejanas voces de la marinería
mezclarse con los suspiros y gemidos que provenían del camarote y
con el suave palmoteo del mar contra los cascos enlazados.
Entonces se puso en pie y echó a caminar como sonámbula.
Sin atreverse a llamar a la puerta tras la que los dos hombres solos
consumaban lo impensable. Sin que le importara ya mostrar su
desnudez entre los despojos del vestido. Por eso nadie hizo caso al
verla recorrer alucinada la cubierta del barco, sin que su mirada
perdida topara con una vía de escape, aprendiendo que rondaba en
una cárcel, que a todas las salidas las obstruía el océano que los
rodeaba. Tal vez también por eso ninguno la vio descender con
inocente sigilo, la frente sudorosa y los azules ojos afiebrados, por
la escalera que conducía a la santabárbara.

La enorme explosión partió en dos el casco de la urca y


arrancó de cuajo los aparejos del Don Juan que se vinieron abajo
en medio de un ensordecedor estrépito de madera desquebrajada
derrumbándose sobre un combés igualmente hecho pedazos. El
Duquesa de Weltendram se fue a pique en un abrir y cerrar de ojos

73
arrastrando tras de sí al bajel pirata, al que los bicheros de abordaje
le mantenían aún asido en un mortal abrazo.
Un amplio remolino señaló, durante breves instantes, el
abismal túmulo de agua a donde fueron a parar los dos navíos con
sus cargamentos, hombres y cañones. Después, el silencio y la paz
rizaron otra vez las crestas de las olas sobre la indiferente superficie
del mar. Un trozo de la amura de estribor, arrancado a la fragata
por la extrema violencia de la explosión, quedó flotando entre
toneles, masteleros fracturados y otros vestigios del naufragio.
Sobre su costado, entre manchas de tizne y pólvora, se alcanzaba a
leer el nombre de Don Juan pintado con letras rojas sobre fondo
negro. Más allá, como una diminuta nave que se negara a hundirse,
se veían navegar al garete los incongruentes restos de una
mandolina.

74
ENTREGA A DOMICILIO

A Rosa Montero

75
Er queré quita er sentío:
lo igo por esperensia,
porque a mí ma suseío.

Canto flamenco

Los vientos eran contrarios,


la luna estaba crecida,
los peces daban gemidos
por el mal tiempo que hacía.

Anónimo
Visión del Rey Rodrigo

76
Su gato se llamaba Passepoil y cuando aquel repartidor de
pizzas le insinuó con un guiño cómplice que de seguro había
sacado el nombre de un folletín de Paul Feval ella no dudó haber
encontrado al hombre de sus sueños.
No es que fuera muy bien parecido, ni tampoco demasiado
simpático. De hecho había algo irritante en el atrevido mirar de sus
ojos claros pero, con el estupor del descubrimiento, creyó ver en él
aquella alma gemela con la que podría compartir el hasta entonces
inédito bagaje de lecturas juveniles, e ilusiones adolescentes, que
arrastraba sola desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Nadie más
en su entorno, que ella supiera, había leído a Paul Feval. El
problema fue que el hombre, después de aquella feliz observación
que la dejó mirándole pasmada con la pizza en la mano, había
montado con agilidad en su pequeña moto y desaparecido en la
oscuridad de la noche.
¿Como se puede enamorar una, instantánea, perdida y
tontamente, de un repartidor de pizzas de insolentes ojos claros ni
muy bien parecido ni tampoco demasiado simpático? Esa fue la
pregunta que la obsesionó durante la noche, impidiéndole dormir,

77
y que la persiguió desde muy temprano a la mañana siguiente, hasta
el diario en el que trabajaba formateando planas con la información
de los teletipos y los despachos de las agencias internacionales de
prensa. ¿Cómo habría conocido aquel sencillo motociclista una
obra tan poco ordinaria, sobre todo en esta época, como “El
Jorobado” de Paul Feval? Para ella, esa era una novela-culto, casi
una reliquia de infancia, descubierta en la acogedora biblioteca de
su padre las tardes en que, con el pretexto de hacer la tarea, se
encerraba ahí al regresar de la escuela. Ni siquiera estaba segura de
que existiese aún en librerías. Su repartidor de pizzas debía ser un
puro y duro de la literatura, un lector voraz como siempre fue ella,
que se interesaba por cuanto libro cayera en sus manos.
La jefatura de redacción le había encomendado dar
preferencia a lo que desde ese momento titularon “La Crisis de los
Balcanes”. Ella puso manos a la obra y, de entre los acostumbrados
cables comunicando inundaciones en buena parte del mundo, con
fotos que mostraban hombres de rostros sudorosos, afligidos y
sucios, esforzándose en rescatar los cadáveres de sus familiares de
entre los escombros y el lodo, así como de bombas terroristas que
detonaban de improviso mutilando paseantes desprevenidos y
convirtiendo parques públicos en humanas carnicerías, seleccionó
los referentes al conflicto interno en la región sur de la antigua
Yugoslavia. Sin dejar de preguntarse quién era el chico de la pizza y
cómo se las ingeniaría para encontrarlo de nuevo, relegó a un
segundo plano la nota sobre una recién descubierta banda de
tratantes de blancas que explotaban a mujeres inmigradas
haciéndoles pagar el precio de su boleto al primer mundo con años
de prostitución, para encabezar la página con la noticia de que las

78
fuerzas armadas serbias, con casi treinta mil efectivos entre
soldados, policías y otros grupos paramilitares, habían sido
movilizadas por el gobierno de Belgrado para poner orden en la
rebelde provincia de Kosovo. Las familias kosovares, intuyendo el
horror de lo que se les venía encima y portando sus magras
pertenencias sobre los hombros, huían en hordas a refugiarse en
los bosques cercanos o imploraban protección en el vecino
territorio albanés. ¿Y si la pizzería fuese chica y no tuviera
demasiados repartidores?, pensó de repente, ¿cuáles serían las
posibilidades, si ordenaba otra, de que se la entregara la misma
persona de la víspera? Desde luego le parecía una locura, pero tal
vez valiera la pena intentarlo. Los primeros incidentes que le
llegaron sobre la guerra resultaron aterradores. Los desmanes se
sucedían unos a otros y la sangre empezaba a correr incontenible,
exacerbada por los odios raciales, el clima de violencia y la falta de
orden. Pensando en las conveniencias e inconveniencias de
ordenar esa noche una pizza, hizo lugar, en la plana principal, al
despacho que reseñaba cómo veintiséis habitantes de las aldeas de
Likozane y Cirez, entre quienes se encontraba una mujer encinta,
habían sido inmisericordemente ejecutados por las avanzadas. A la
futura madre le dispararon, sin más, un balazo en la cara.

Dejó el periódico con una aguda sensación de malestar en la


boca del estómago porque no se le había ocurrido nada concreto
para ver de nuevo al erudito repartidor de los ojos claros. Así, sin
un plan preconcebido, decidió tentar una vez más a la suerte y
pedir otra pizza por teléfono, pero el joven que se la trajo no era el

79
mismo del día anterior. Una mirada desapasionada le habría
juzgado hasta más guapo y más simpático que el de la víspera, pero
a éste no se le ocurrió preguntar el nombre del gato que de nuevo
había asomado su negra y aterciopelada cabeza a la puerta de su
casa. De todos modos, ella estaba segura, de haberlo hecho jamás
habría adivinado de dónde le vino el nombre a su querido
Passepoil.
Se quedó por segunda noche consecutiva con la pizza en la
mano mientras la roja motocicleta de las entregas desaparecía en la
oscuridad. Lo peor es que ni siquiera tenía hambre y, menos aún,
ganas de pizza. Un alimento que ordenaba de tarde en tarde, sin
excesivo entusiasmo, para variar una solitaria dieta de conservas o
no verse obligada a cocinarse algo ella misma. Pero aunque hubiese
llegado a casa muerta de hambre, pensó decepcionada, la
frustración le habría quitado el apetito.
¿Qué hacer? ¿Arriesgarse a encargar otra pizza, ésta de
jamón con higos, alegando que la de pepperoni estaba en mal
estado? ¿Ordenar que le expidieran una nueva, que se habían
equivocado al recabar el pedido, pero que ella pagaría de todas
maneras el cargo extra? Tal vez hasta podría fingir que se le cayó en
el piso de la cocina y por eso se veía en la necesidad de solicitar una
más. Al final de éste prolongado debate interior arrojó de mal
modo la inviolada y aún caliente caja de cartón al bote de
desperdicios y no se molestó en llamar por teléfono. Lo más
probable es que le enviaran otro repartidor y ella quedara en las
mismas, se dijo compungida, con dos pizzas en vez de una
abarrotando la basura y el frío de la desilusión como una bayoneta
serbia clavada en las entrañas.

80
Se conformó con un vaso de leche tibia y un par de aspirinas
antes de retirarse a dormir. Aún así, esa noche tampoco pudo
conciliar el sueño. La pasó dando vueltas en el lecho,
rememorando los argumentos de ciertos enternecedores
culebrones que había leído en la infancia, mientras el desasosegado
Passepoil se enrollaba y desenrollaba incómodo a sus pies.

Al día siguiente en el periódico se enteró de que la situación


se deterioraba cada vez más en la región de los Balcanes. Los
invasores habían perdido la razón o estaban ya completamente
ebrios de sangre. La policía paramilitar serbia había bombardeado
el pueblo de Obrinje antes de ocuparlo. Al entrar en él sólo
encontraron a un anciano inválido de noventa y cuatro años de
edad, Fazli Deliaj, cuya incapacidad física le había impedido
ponerse a salvo en los bosques, como creyeron hacer sus vecinos y
el resto de su familia. Antes de asesinarlo a sangre fría lo torturaron
hasta hacerlo confesar dónde se ocultaba la gente. Una vez
averiguado el paradero fueron a buscar a los demás para darles
muerte en masa, incluyendo a la pequeña Valmir Deliaj, de apenas
dieciocho meses de edad. Por el apellido habría sido
probablemente bisnieta del pobre viejo, pensó ella mirando la
imagen de la niña asesinada de un disparo a quemarropa en la
cabeza, el infantil chupón prendido aún a los diminutos pliegues de
la pechera, como para que no se le extraviara. Colocó la foto en el
centro de la plana, con su respectivo pie de grabado, y se dijo que
la vida no podía ser tan cruel como para privarla de una segunda
oportunidad de entrevistarse con el ser amado y que, con un poco

81
de inteligencia y otro más de dedicación, encontraría la manera de
localizar al evasivo lector de Paul Feval.
Por la noche se detuvo frente a la pizzería. Se sorprendió a sí
misma contemplando la larga fila de motocicletas escarlatas
alineadas al borde de la acera, prestas a cumplir, por los cuatro
rumbos de la ciudad, con el servicio de entrega a domicilio. Su
repartidor preferido no estaba a la vista. Se entretuvo un rato
haciendo un cálculo mental de las posibilidades que tenía de que
fuera él quien le llevara su pizza esa noche y no le quedó más que
mover la cabeza desalentada: aproximadamente veinte a una. Entró
en la pizzería y se puso a hojear el folleto con las diferentes pizzas
fotografiadas a colores, fingiéndose indecisa, como si no pudiera
decidir cuál se le antojaba. En realidad hacía tiempo pensando que,
de un momento a otro, asomaría el mandadero que le quitaba el
sueño, pero éste no llegó a presentarse. ¿Y si aquel fuera su día de
asueto? Peor aún ¿y si hubiese cambiado de empleo? ¿Qué tal si la
víspera misma le habían ofrecido, en cualquier otra parte, uno
mejor remunerado? Porque ¿cuánto ganarían esos chicos? No tan
mal, supuso. Después de todo arriesgaban la vida yendo de un lado
a otro en sus motos diminutas. Apresurándose siempre para que la
clientela comiera su pizza caliente. Y para cobrarla, desde luego,
porque, según rezaba el anuncio, después de treinta minutos de
espera la pizza era gratis. Abandonó, fatigada, el local y continuó
rumbo a su casa. Passepoil, para quien no había pasado
desapercibido el retardo, la esperaba maullando quejumbroso.
Abrió una bolsa nueva de croquetas para gatos, puso agua limpia
en su escudilla, y esperó un momento más antes de levantar el
teléfono. Esta vez pidió una de queso y champiñones mientras

82
cruzaba los dedos con fuerza para que se la trajera el elegido de los
dioses. El huidizo vendedor de impertinentes ojos zarcos. Ella no
creía en casualidades. Si aquel era el hombre de su vida tendría que
ser él mismo quien se la llevara esa noche, aunque la ley de
probabilidades estuviese en su contra.
El milagro se produjo. Ante sus ojos incrédulos, espiando a
través de los visillos de la ventana, le vio descender de su ligero
vehículo silbando una tonadilla de moda y abrir la pequeña urna
montada sobre la parte trasera de la motocicleta donde se guardan
las cajas de pizzas para conservarlas calientes. Ella se dio prisa en
responder al llamado a la puerta mientras el corazón la aporreaba
en el pecho. Ya con el oloroso paquete quemándole las manos
ensayó la mejor de sus sonrisas y su tono más seductor para hacerle
una propuesta. ¿No querría pasar a acompañarla a comer un
pedazo? El dijo que no mientras agradecía con amplia sonrisa la
substanciosa propina. No le gustaban las de queso con
champiñones, dijo guiñando el mismo ojo de la primera ocasión,
las de salchicha italiana con tomate eran bastante mejores, o al
menos esas eran las que él prefería, añadió al tiempo que arrancaba
la moto y se desvanecía una vez más en la oscuridad.

En los Balcanes el horror parecía no tener límite y, aunque


eso pareciera imposible, las cosas iban de mal en peor. Los
hombres conservaban con trabajos la apariencia humana mientras
se iban convirtiendo en realidad en bestias sueltas, señores de la
vida y de la muerte, que hacían y deshacían a su antojo. En
Golubovac, un policía serbio dio muerte a trece jóvenes alineados
frente a él ametrallándolos arrellanado en el cómodo asiento de un

83
auto deportivo. Después sus compañeros se divirtieron pinchando
los ojos de las víctimas con una varita bien afilada. Ella se sentía
deshecha, ¿cómo pudo permitir que se le escapara habiéndole
tenido tan cerca? Por otro lado ¿qué hubiera tenido que hacer, o
decir, para retenerlo? Y, sobre todo, ¿cuándo se le presentaría la
siguiente oportunidad? La nota terminaba con un colofón casi tan
sangriento como su inicio. En el mismo Golubovac, una ronda
había sorprendido a Ramadán Hodxaj, de treinta y siete años,
intentando evadirse del lugar de los hechos. Sus captores ya no
quisieron malgastar en él más plomo de sus ametralladoras. Sin
perder un momento le ataron a un árbol, lo rociaron de gasolina, y
le prendieron fuego.
Los días y las noches siguientes tampoco fueron mejores ni
en el trabajo ni en la casa. En los primeros se acumulaban cada vez
más fotos y reportajes de la brutal limpieza étnica realizada en
Kosovo, y en las segundas veía desfilar a su puerta una serie de
repartidores que no se iban sin infligirle una doble aflicción: una
por la noche, al verlos llegar y partir sin que ninguno fuera el que
su corazón aguardaba, y otra por la mañana al subir a la pequeña
báscula del cuarto de baño que le notificaba un constante y
rotundo aumento de peso debido a su nuevo régimen alimenticio.
Y es que le había dado por ordenar cada día una pizza distinta.
Como si tuviera que encontrar una conjunción secreta de salami
con pimiento verde, aceitunas negras con anchoas, tocino con
queso cabrales o pollo picante con cebolla y salsa de tomate, cuya
combinación fuera la clave cabalística que convocaría al ser amado.
Hasta el momento no le había resultado ninguna pero tampoco
estaba dispuesta a rendirse. Enrique de Lagardere, el protagonista

84
de “El Jorobado”, había sido junto con Edmundo Dantés y
D’Artagnan uno de los grandes héroes de su adolescencia. Le
recordaba joven, orgulloso, noble, altivo, valiente. Siempre le
admiró el respeto, la devoción y la ternura que había demostrado
hacia su protegida, la pequeña Aurora, heredera del ducado de
Nevers, a quien recogió de manos de su madre en los fosos del
castillo de Caylus cuando era apenas una niña de brazos y a quien
tuvo que nutrir y educar al tiempo que la ocultaba y protegía de sus
implacables enemigos. Le conmovía rememorar cómo ella, la
inefable Aurora, ignorando que Lagardere no era en realidad su
verdadero padre, luchaba dentro de sí contra un amor incestuoso
hasta que, al final, él le decía la verdad y la tomaba como su esposa.
Si su desaparecido mandadero compartía algunas de esas
cualidades, al menos algo de esa generosidad, de esa hidalguía,
habrían valido la pena todas las entregas de Hawaianas,
Neoyorquinas, Al pastor, Chiken grill, Extravaganzas, Regias,
Calsones, Thin and crispy o Sicilianas que arribaban cada noche a
su puerta. La pasión amorosa la había convertido en cliente
destacado del negocio de entrega a domicilio y en una experta
catadora de pizzas. Passepoil se paseaba inquieto por la casa,
considerando esas novedades con amarillos ojos atónitos.
Por fin, una noche de aquellas, cuando ya no lo esperaba,
cuando casi se había dado por vencida, regresó el repartidor de
impertinentes ojos claros que detentaba el secreto poder de evocar
todos los nombres.
¿Cómo te llamas? preguntó ella al recibir el paquete,
cuidando bien de no pagar el importe hasta no obtener las
respuestas que buscaba. “Raúl”, dijo él mirando sin comprender el

85
dinero en aquella mano encogida que no se extendía para
entregárselo. Oye, ¿se puede encargar una pizza desde hoy de
manera que me la traigas tú, en persona, mañana, a esta misma
hora? Claro, respondió él, en cuanto regresara al negocio anotaría
el pedido. ¿Y te comprometes a traerla tú mismo? Él se encogió de
hombros en señal de asentimiento. Ella puso en sus manos, por
fin, el importe de la pizza al que había añadido una jugosa propina
para que no se olvidara del trato. Pues me la pides de salchicha
italiana con tomate, le dijo a modo de despedida, y me la traes, sin
falta, a eso de las nueve de la noche.

Ese día en el periódico las horas se sucedieron con


implacable lentitud. Ella las resistió lo mejor que pudo soñando
despierta mientras realizaba maquinalmente sus labores. Mandó a la
última página la quiebra de unas casas de bolsa cuyos accionistas se
habían enriquecido dejando a los pequeños ahorradores en la
miseria, y volvió a encabezar la sección con más noticias de
Kosovo, donde la vida había perdido por completo su valor y la
muerte se paseaba infatigable por calles y caminos esgrimiendo una
hoz apocalíptica. “Raúl”, divagaba sin poner demasiado interés en
la información vomitada por los teletipos, qué romántico nombre,
se dijo, igual al del vizconde de Bragelonne. Esa, junto con “El
Jorobado” de Paul Feval y “Los Tres Mosqueteros”, era otra de sus
novelas favoritas. Organizaba las noticias en columnas que luego
dejaba caer como fichas de dominó sobre las planas. En Galica, el
ejército serbio había sorprendido a un enjambre de personas que se
alejaban de su pueblo bombardeado. Los soldados separaron a las
mujeres de los hombres y, al menos a quince de ellos, incluyendo a

86
una joven, los llevaron a un bosquecillo cercano donde los
ejecutaron sin piedad. ¿Habría leído Raúl ya los “Tres
Mosqueteros”? De seguro que sí, y también “Veinte Años
Después”. Tal vez su propio padre había sido tan buen lector de
Dumas como el de ella misma y tomó el nombre del hijo de Athos,
Raúl, para dárselo al suyo. Y ya puesta a reflexionar sobre la obra
de otro de sus autores favoritos ¿qué pensaría Raúl de “El Conde
de Montecristo”? Ansiaba que llegara la noche para preguntárselo.
En Visegrad, una cincuentena de hombres, mujeres y niños,
pertenecientes a una misma familia, fueron quemados vivos por el
ejército yugoslavo. Los vecinos estuvieron escuchando durante
horas los gritos de los pequeñuelos sacrificados. ¿Pero vendría? ¿de
verdad vendría? ¿qué tal si mandaba a otro por su cuenta?. No le
vió tomar demasiado a pecho el asunto. Tal vez sólo dijo que sí por
parecer amable y levantar la orden. Quien la surtiera después, se
habrá dicho, en el fondo no tenía ninguna importancia. En
Orahovac, los policías serbios se sirvieron de bulldozers para
deshacerse de los cadáveres de sus víctimas. Empujaron a cientos
de ellos a una fosa común excavada en un basurero y después los
cubrieron con montones de desperdicios. Pero tenía que venir, no
podía dejar de venir. Si había un Dios en el cielo, un dios como ella
imaginaba, pleno de bondad y misericordia, no la desampararía en
semejante coyuntura. Le permitiría encontrarse una vez más con el
hombre de sus sueños esa misma noche.

Esa tarde regresó más temprano a su casa. Se detuvo en la


vinatería de la esquina y pidió al dependiente que le recomendara
una botella de buena calidad. Salió con una por la que tuvo que

87
pagar un día completo de salario pero, si estaba a la altura de sus
expectativas, bien habría valido la pena, se dijo. Después de dar de
comer al gato desempolvó con celeridad los muebles y se puso a
aspirar la raída alfombra que de gris claro había cambiado a gris
oscuro por falta de limpieza. Luego se metió a una tina de agua
caliente y jabonó con fruición su espesa cabellera azabache. Sólo
encendió las lámparas de mesa de modo que la luz fuera menos
directa y seleccionó algunos viejos discos de música brasileña, el
bossa nova le producía siempre una romántica languidez que se
adecuaba bien a las circunstancias. Cubrió con unas fundas las
marcas dejadas por las garras de Passepoil en las poltronas de la
sala. Decoró la mesa con velas de cera roja y compuso, frente a
frente, con los cubiertos antiguos, chapeados de plata, herencia de
la abuela, un irreprochable servicio para dos. Después desconectó
el teléfono para prevenir interferencias y se dispuso a esperar.
Él llegó muy puntual, tocó el timbre con la pizza en la mano,
y se topó con una cliente transformada en la imagen misma de la
provocación. Los ojos zarcos encararon un par de ojos negros que
les sostenían la mirada con la misma atrevida fijeza. Los dedos de
ambos se rozaron, como por casualidad, al entregar él su encargo.
¿No querría pasar a compartir un pedazo? Le susurró ella con la
voz más sugerente del mundo, la puerta abierta a sus espaldas
mostrando un acogedor espacio a media luz en el que se oía a Stan
Getz ensimismado, soplando el saxofón, mientras Joao Gilberto, a
la guitarra, cantaba “Doralice” con voz melancólica y dulce.
Tenía que volver al trabajo, repuso él después de lanzar, por
encima del hombro de ella, una inquieta mirada al interior de la
casa, le quedaban aún varias pizzas por repartir. Un momento nada

88
más, insistió ella, cosa de catar una botella de Ribera del Duero que
conservaba desde hacía tiempo en el armario. Más tarde, cedió él
suavizando la mirada de sus ojos claros y bajando la voz. Su turno
terminaba a medianoche, agregó mirando furtivamente en rededor
como si temiera ser escuchado, si ella lo deseaba podría regresar,
claro, ¿por qué no?, pero tal vez no valiera la pena porque para
entonces la pizza estaría incomible. Ella dominó bien un incipiente
sobrecogimiento de pánico. La calentarían, no faltaba más, o
podría traer otra, sí, mejor traer otra. Esa la daría a la vecina: a su
hija adolescente le encantaban las pizzas. Se las comía haciendo
tareas escolares o mirando la televisión. Ella no tenía hambre aún,
esperaría a que él regresara con otra recién salida del horno. De
todos modos era mejor que volviera más tarde, así ya no tendría
tanta prisa en marcharse, le dijo, y no pudo evitar un tono de reto,
de provocación, al pronunciar esa última frase.
Él no se fue sin lanzarle una última ojeada, la más cínica que
le dirigieran jamás, pensó ella al sentir cómo la recorría con descaro
evaluándola de la cabeza a los pies. Se estremeció. No era el tipo de
miradas que le habría imaginado ella al vizconde de Bragelonne. De
cualquier manera, resolvió esperarlo escuchando más música de
Joao Gilberto, leyendo una novela del Capitán Alatriste a la media
luz de una lámpara, y acariciando a Passepoil que vino a
acurrucarse en su regazo. Al terminar el libro lo colocó sobre la
mesa de centro de modo que destacara bien el título. Más tarde
podría ser un buen tema de conversación, especuló, encendiendo el
televisor. Los noticiarios de la noche mostraban imágenes de las
mismas notas que ella había seleccionado para el periódico durante
la jornada. Un corresponsal denunciaba, además, ante las cámaras,

89
que los miembros del ejército serbio secuestraban sistemáticamente
a las mujeres de las regiones ocupadas, incluyendo a las niñas, para
servirse de ellas unas horas como prostitutas y, en muchos de los
casos, asesinarlas más tarde. En Kosovo, por ejemplo, ocho
jovencitas, después de ser violadas y sometidas a todo tipo de
ultrajes y vejaciones, habían aparecido muertas en el fondo de un
pozo.

Él regresó poco después de medianoche con el ardor y las


urgencias de un húsar recién escapado de una ruda campaña en la
helada estepa siberiana y la poseyó casi de inmediato, con el
ansioso apremio de un cosaco que hubiese pasado el invierno
batallando contra ese mismo húsar. Ni siquiera había querido
perder tiempo en recoger otra pizza caliente en el negocio. La
botella de tinto quedó apenas descorchada junto a las velas a medio
consumir, sobre la mesa cubierta con el coqueto mantelito bordado
y la falsa plata familiar.
Después del brutal embate amoroso él apoyó satisfecho la
espalda en la cabecera de la cama y, equilibrando un cenicero sobre
su vientre desnudo, encendió un cigarrillo. Ella puso la mejilla en la
almohada y aprovechó el respiro para preguntarle cuáles eran sus
novelas predilectas. ¿Novelas? El jamás había leído una novela en
su vida, le dijo. La literatura lo fastidiaba. Entonces ¿cómo supo
que el nombre de su gato había sido sacado de un libro de Paul
Feval, murmuró ella con un primer indicio de horror en la voz. De
la película, claro, respondió él sin inmutarse. ¿No había visto ella la
película? ¿La película? ¿qué película?, preguntó ella cada vez más
alarmada. Un film francés con muchos duelos y aventuras, insistió

90
él, “El Jorobado”, se llamaba. Cocardasse y Passepoil eran los
compañeros del héroe. Se trataba de un tipo formidable, uno de
esos espadachines de otro tiempo, que se finge contrahecho para
vengar la muerte de un amigo suyo que, además, le deja encargada a
una hija de pocos meses de nacida. La chica crece pensando que el
espadachín es su padre, porque la crió desde niña, pero al final el
héroe, después de castigar a los asesinos de su verdadero
progenitor, le dice la verdad y se mete en la cama con ella. No le va
nada mal al falso jorobado porque la agarra pollita y educada a su
gusto. El tenía una memoria estupenda para todas esas cosas.
Además, claro, había conseguido el video para mirarlo en casa
cuantas veces le viniera en gana. La cinta le gustó mucho a pesar de
que los actores eran muy poco conocidos. Al menos para él, claro,
que no estaba acostumbrado a ver películas francesas, a menos de
que estuviesen bien dobladas. Detestaba andar leyendo subtítulos...
En los créditos de “El Jorobado”, el nombre que más atrajo su
atención fue el de Paul Feval, ya que él mismo se llamaba Raúl
Feral y eso le hizo fijarse en el detalle. Eran muy similares ¿no le
parecía? Paul Feval, Raúl Feral ¿se daba cuenta? Al verlo imaginó
su propio nombre de ese mismo tamaño en la pantalla. Lo
destacaban con letras muy grandes: sacado de una novela de Paul
Feval, decía. De seguro un premio Nobel de la literatura o algo así.
Pero esa era una de las pocas películas francesas que le gustaban
porque, en general, las otras que había visto eran bastante tristonas.
Se aficionó a las de capa y espada desde que vio a Leonardo di
Caprio en “El Hombre de la Máscara de Hierro”, aunque él
prefería los filmes de acción en los que actuaban Schwarzeneger,
Stallone, o Bruce Willis…

91
Al día siguiente ella se reportó enferma y no fue al trabajo.
Un suplente se encargaría de recoger, seleccionar y montar la
información para las páginas de internacionales. La comunidad
mundial parecía, por fin, despertar de un profundo letargo al
tiempo que algunos políticos y jefes de estado se percataban de que
la llamada crisis de los Balcanes podía representar una fuente hasta
entonces insospechada de votos. La Organización del Tratado del
Atlántico del Norte amenazaba al gobierno yugoslavo con
bombardeos discriminados si las tropas serbias continuaban
martirizando Kosovo. Un portaaviones de la sexta flota
norteamericana navegaba en aguas del Adriático con los
cazabombarderos calentando motores en cubierta, listos para
entrar en acción. La amenaza era lanzar una letal lluvia de bombas
sobre la población civil de Belgrado. Mientras ella se encerraba en
su casa a rumiar el cruel desengaño, los muertos proseguían su
macabro y rutinario desfile por el mundo. Sólo cambiaban de
bando.

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ANTIGUA MORADA

A la memoria de Remedios Varo, a quien


a diario veo sin jamás haberla conocido.

93
No dejes vacía ante la luna tu ánfora de oro

Li Po

94
La noche en que se fue se detuvieron los relojes de la casa. El
despertador de la recámara fue el primero en negarse a señalar la
hora. Quedó inmóvil, abandonado sobre el velador, sus diminutas
manecillas fijas en el instante justo en que ella cerró la puerta tras
de sí para no volver más. El colgado en la sala de estar hizo lo
mismo, paralizando al momento el fino engranaje tras las cifras
romanas de su redonda carátula. En cambio, el grande adosado al
muro de la biblioteca refrenó el balanceo de su péndulo hasta
segundos más tarde, sobreponiéndose con esfuerzo a la inercia de
sabrá Dios cuántas décadas, como si le hubiera tomado más tiempo
comprender que su dueña se marchaba para siempre. Al final ese
fue el único que no tuvo compostura. Era tan viejo como la casa
misma, murmuró el operario que se presentó a repararlo y,
moviendo la cabeza con aire apenado, agregó: es una pieza de
museo, más vale dejarlo como está, sería una lástima arruinarlo
sustituyendo el mecanismo original por otro más nuevo.
Esa única frase habría podido describir también la ruinosa
mansión heredada de nuestros padres que a su vez nos dejaron
habitando a su partida. Ella y yo acabábamos de cumplir entonces

95
trece años y, una vez idos ellos, no hubo nadie que se ocupara de
nosotros. Nos quedamos solos, abandonados a los ojos de todos,
en aquella fría casona desolada. Nadie nos vio nunca ni vestir duelo
ni expresar congoja. Nadie estuvo ahí al transformarse ésta última
en algo parecido a una sensación de infinita nostalgia. Dos
huérfanos dejados atrás por la vida o, sería mejor decir, por la
muerte, habitando la antigua mansión familiar por costumbre e
incapacidad de encontrar acomodo en otra parte, amparados en la
certeza de que ya no nos quedaban parientes vivos y, por ello,
nadie se presentaría a reclamarla.
Nuestros padres nos habían dejado como herencia, aparte de
la casa, un mínimo caudal cuyos réditos nos eran entregados con
puntualidad. Una magra pensión que nos permitía sufragar sin
penurias los gastos cotidianos y hasta ofrecernos de cuando en
cuando el consuelo de algún pequeño lujo. Sin embargo, el monto
resultaba insuficiente para costear el mantenimiento del vetusto
caserón ancestral y del añoso parque de robles y abedules que lo
rodea. Por ello, inevitablemente, una buena parte de ambos fue
cayendo en el abandono, y el polvo, la humedad, las telarañas o la
maleza se lanzaron sin tregua a ocupar los espacios y recovecos que
nosotros íbamos condenando al desuso.
Por comodidad o por flojera, casi desde un principio
limitamos nuestras actividades a ciertas áreas de la casa: el baño, la
cocina, el gabinete que da al jardín, la biblioteca. Abrumados por la
amplitud de la vivienda desertamos nuestros respectivos
dormitorios infantiles para instalarnos en la recámara grande del
segundo piso, el ala de la casa que en otro tiempo estuvo destinada
a los huéspedes. Ahí tomamos posesión de la enorme cama de

96
baldaquino y ahí dormíamos abrazados, para infundirnos calor y
darnos confianza, sin todavía sospechar que nos convertíamos en
blanco de un cerco de miradas invisibles, en el asunto central de un
conciliábulo de voces inaudibles que parlamentaban en lo oscuro.
Es curioso cómo hablan las viejas casonas a quien se propone
escucharlas. Dentro se ejecuta un concierto de ruidos que nunca se
sabe a ciencia cierta de dónde proceden ni qué los origina. Vigas
que gimen sin razón aparente, puertas que se abren o cierran
empujadas por imposibles corrientes de aire, pisos de madera que
crujen al paso de los recuerdos, chasquidos imprevistos en muebles
y cerraduras que nos hacen pensar que no estamos solos, que hay
alguien más en la casa, que la hosca sensación de soledad que nos
domina no es más que una ceguera momentánea de la cual nos
curaremos pronto. En cuanto se levante la gasa que, como
impenetrable neblina, nos obstruye la vista desde el nacimiento.
Entonces podremos encontrarnos cara a cara con los espíritus que
nos acompañan desde la sombra, y aprenderemos a mirarlos a los
ojos, y a reconocerlos, y a amarlos.

En esa primera época tan parecida por su espontaneidad e


inocencia a la del paraíso terrenal, llegué a creer que poseíamos
cuanto pudiera desearse sobre la tierra. La gente del pueblo, por su
parte, prefirió ignorarnos, seguir ocupándose de sus nimios
asuntos, hacerse la desentendida. Encontraba más sencillo y
conveniente encogerse de hombros y mantenerse lejos de nosotros,
últimos vástagos de una estirpe arruinada, que meter las narices
donde nadie les llamaba y tomar a su cargo a unos huérfanos.

97
A pesar de vivir solos continuamos asistiendo a la escuela
como si nada de particular nos hubiese ocurrido. Nos poníamos el
uniforme azul del colegio, cruzábamos el parque escuchando
crepitar a la hojarasca bajo las ruedas de la bicicleta, y
descendíamos zigzagueando la colina rumbo a la pesada verja de
hierro verde ante la cual se arremolinaban los chicos y chicas del
poblado a la hora de entrar a clases. Yo pedaleaba seguro,
empuñando con firmeza el manubrio, y ella viajaba sentada detrás,
aferrándose con ambas manos a mi cintura y ocultando a menudo
su cabeza en mi espalda para protegerse del viento.
Al bajar por el camino bordeábamos el cementerio y la iglesia
gótica cuya dura piedra tallada ha sido testigo de los más
destacados eventos de la aldea y de nuestra propia historia familiar
antes y después de nuestro nacimiento. Bodas, natalicios y
defunciones están cabalmente anotadas en las amarillentas páginas
de sus registros. En su parte trasera, copado entre la parroquia
medieval, la calle y el mar, como otro macabro archivero, se alinean
las tumbas de incontables generaciones de seres que un día se
detuvieron en brazos de sus padres ante la pila bautismal, y otro se
marcharon dentro de un féretro a ocupar el sitio que desde siempre
les estuvo reservado apenas unos pasos más lejos.
Casi a diario, a la salida de la escuela, antes de remontar la
empinada cuesta que conducía de vuelta al derruido caserón donde
nadie aguardaba, dejábamos la bicicleta apoyada contra el muro del
templo y nos entreteníamos explorando el cementerio.
Aprendimos así, ella mejor que yo, los nombres inscritos sobre casi
todas las lápidas. Me bastaba indicar una con la mano para que me
dijera, sin ver, el nombre de quien ahí estaba enterrado, incluyendo

98
la fecha del nacimiento y del día del deceso. También nos gustaba
internarnos, como por una ciudad diminuta, entre los altos
mausoleos que albergan a los muertos de la rancia aristocracia del
pueblo. Se diría que aquellos linajudos difuntos, para perpetuarse
aún sobre la tierra, precisaran de un espacio semejante al que
ocuparon cuando vivos.
Ahí mismo, a la orilla del mar helado cuyas olas lengüetean
infatigables el breve parapeto que separa al camposanto de la playa,
pasábamos largas horas ante la tumba de nuestros padres. Yacen el
uno junto al otro, compartiendo un solo sepulcro en la cripta
familiar. Yo, sentado en una piedra, aspiraba el salado aroma del
océano contemplando al mismo tiempo la lápida y las aguas
mientras ella se dedicaba a decorarla con flores silvestres,
esmerándose en mantenerla limpia y libre de abrojos.
Me complace recordarla así, pulcra, atenta y minuciosa, de una
sensibilidad y una delicadeza heredada de nuestra madre, de quien
gustaba imitar gestos y repetir actitudes. Durante el invierno, por
ejemplo, a pesar de ser de la misma edad que yo, se divertía
dispensándome los cuidados debidos a un hijo: me abotonaba el
abrigo hasta el cuello y me ceñía la bufanda. Yo me dejaba hacer a
regañadientes. Aborrecía esos pesados ropajes que entorpecían mis
movimientos, y el gorro de lana que ella me calaba de modo que
me cubriera bien las orejas, pero agradecía su solicitud, su dulzura,
y el incorregible afán de revivir los ademanes y ofrendar las caricias
que, ella bien lo sabía, yo añoraba en mi madre.
Aunque atendíamos con aplicación y seriedad las enseñanzas
de los maestros encargados de nuestra educación en la insulsa
escuela del villorrio, nuestro verdadero aprendizaje se realizaba en

99
la bien surtida biblioteca de la vieja mansión. Sé que alguna vez, en
los albores de la historia, en unas cuantas inscripciones y tablillas
cupo la suma del saber humano. Tal vez por eso, al contemplar los
polvorientos volúmenes amasados por nuestros padres y abuelos,
al curiosear sus lomos alineados en compactas hileras sobre los
numerosos estantes de caoba, a mí me parecía que en ellos estaba
contenido todo el conocimiento y la sapiencia del hombre. Ella, en
cambio, los percibía como una prolongación del cementerio dentro
de nuestra propia vivienda. Conjeturaba que los nombres impresos
en las cubiertas equivalían a los grabados en las tumbas, ya que los
autores estaban igualmente muertos y lo esencial de sus vidas
sepultado en el papel. Tal vez estuviera en lo cierto y al leer y releer
esos textos celebráramos, sin sospecharlo, un constante y solapado
oficio de difuntos. Puede ser. Lo que acaeció después me hace
pensar que ella tuvo siempre una mejor y más sutil percepción de
esas cosas.
A menudo, por las tardes, después de nuestra acostumbrada
visita al camposanto, ella tomaba un libro al azar y leía en voz alta.
Era un modo, decía, de conjurar al fallecido escritor y de que sus
palabras nos llegaran desde más allá de la tumba. Su voz, sonora y
melodiosa, se alejaba despertando ecos por los corredores vacíos, o
se transformaba en un susurro dramático, bajo y acuciante, siempre
adecuado al tono de la obra que sostenía entre las manos. Entonces
la casa guardaba un respetuoso silencio, como si sus paredes, sus
rincones y desvanes con su heterogénea multitud de huéspedes
intangibles, extendieran las orejas atentas a su conmovedora
interpretación de un verso de Ovidio, una oda de Tasso, o aquel
poema chino de Li Po, viejo de mil años, que tanto me gustaba:

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Aquí fue la antigua morada del rey Wu
Libre crece la hierba hoy sobre sus ruinas.
Más lejos, el inmenso palacio de los T´sing, antaño tan suntuoso y tan
temido.
Todo eso fue y no es, todo llega a su término.
Los hechos y los hombres viajan hacia el morir,
Como pasan las aguas del río azul a perderse en el mar.

Otro de nuestros pasatiempos favoritos, el que a la postre


tuvo tan imprevistas consecuencias, era jugar a la geografía. Para
ello, hacíamos girar velozmente la reproducción del globo
terráqueo sobre su firme soporte de madera. Entonces, con los
ojos cerrados, ella apoyaba un dedo sobre la brillante superficie
deteniendo de golpe la rotación de la esfera y ambos nos
acercábamos a mirar el punto señalado. Luego abríamos el
almanaque, más algún caduco manual del viajero, junto con el
correspondiente tomo de la carcomida enciclopedia, para estudiar a
fondo las peculiaridades del sitio elegido y nos divertíamos
viajando hasta ahí con la imaginación. En un instante nos
desprendíamos de la humedad y lobreguez de la casa, del frío y de
la niebla propias al pueblo, para de un salto trasladarnos a cualquier
playa perdida en Samoa, del otro costado del mundo, y caminar
entre las rocas de origen volcánico, hundiendo los pies desnudos
en la arena blanquísima, o explorar su profuso mundo submarino
buceando ante los arrecifes de coral. También podíamos descender
la corriente del Nilo y, en su margen derecha, casi al pie de las
montañas, encontrarnos con una ciudad llamada El Cairo, a la que

101
contemplábamos desde los acantilados de Yebel Muqattam,
maravillándonos de su riqueza y colorido. Admirábamos las
cúpulas de sus mezquitas y sus airosos minaretes espolvoreados de
oro a la mortecina luz del atardecer, mientras las velas de las
embarcaciones se destacaban como pequeños triángulos blancos
sobre el intenso azul del Nilo. O vagabundeábamos por París a la
orilla del Sena, bordeando el quai de Grands Augustins, dedicados
a husmear entre los puestos de libros de segunda mano un soleado
e imaginario mediodía de verano. Ella deambulaba libre y feliz. No
agitándose como de costumbre entre sus compañeras de clase con
el aniñado uniforme azul de cuello blanco que usaba en la escuela,
si no vistiendo una blusa y una falda corta que mostraban su
esbelta silueta y la interminable perfección de sus piernas. Unas
piernas que comenzaban a atraer la atención masculina en las aulas,
donde mis camaradas demostraban una cada vez más odiosa y
aduladora solicitud hacia su persona.
Fue ella quien tuvo la idea de escribir una carta y enviarla a
cualquiera de los insólitos parajes que visitábamos con la fantasía.
Entre los huéspedes del cementerio local, cuyos nombres tan bien
conocíamos, había una mujer, ya mayor, que alguna vez frecuentó
nuestra casa y que llevaba amistad con mi madre a pesar de la
diferencia de edades. En vida nos visitaba a menudo y nos aburría
con su insoportable parloteo sobre su reiterados viajes por el
mundo. Para ella, huir varios meses al año de ese pueblo neblinoso
y remoto era el objetivo central de su vida. Así había recorrido
cuantos países nos era dado imaginar. Por eso cuando la casualidad
hizo al dedo caer sobre Delhi elegimos su nombre, en broma,

102
sofocando apenas las risas traviesas, como el de nuestra primera
corresponsal.
Lo que en verdad nos sedujo fue considerar el trayecto de
aquella misiva nuestra, y cuan poco variaría del que nosotros
fabulábamos. Una hoja de papel rotulada con el caduco blasón
familiar, escrita de nuestra mano y metida dentro de un pliego
timbrado que saliera de la aburrida casona y volara como
hubiésemos querido hacerlo nosotros hacia otros aires, otros
climas distintos del nuestro, tan brumoso y tan gris, en apartadas
regiones del mundo. Nos ilusionaba suponerla llegar una mañana,
después de cruzar bajo el cielo de quién sabe cuántos otros países,
a una desvencijada oficina postal bajo el sol intratable de la India,
en medio del asfixiante conglomerado urbano, entre carromatos
tirados por caballos, palacios, monumentos y mezquitas. Ahí la
examinaría distraído un empleado de turbante quien, al advertir que
el destinatario no existía, o que la dirección era falsa, nos la
devolvería sin tardanza con la consabida leyenda estampada en el
sobre: domicilio desconocido. Al recibirla nosotros de vuelta,
semanas más tarde, como a una extenuada paloma mensajera,
podríamos sentarnos a mirarla y fantasear sobre su recorrido.
Eso fue lo que creímos. Sin embargo, nunca se sabe lo que
nos espera a la vuelta de la esquina. Entre los numerosos
volúmenes ordenados en los estantes de la biblioteca solariega hay
uno que cuenta cómo el poderoso Califa Aziz se hizo enviar
cerezas desde Baalbek usando para el caso precisamente seiscientas
palomas mensajeras a cuyo cuello, dentro de una bolsita de seda,
mandó colocar una cereza. Lo que fascina de la anécdota es, como
siempre, el detalle inesperado que tuerce de pronto la hebra de la

103
historia. Pensar, por ejemplo, en el estupor de un despistado
halconero que, al recuperar la presa de su azor, le encontrara
colgando en la garganta un minúsculo saquito conteniendo una
cereza. Lo imagino saboreándola caviloso, incapaz de adivinar
cómo pudo parar ahí.
Algo similar sucedió con nosotros. Aquella primera carta a la
India, y las dos o tres siguientes, parecieron extraviarse en la ruta
dejándonos sin la codiciada respuesta. Insistimos, aunque era
posible, especulamos, que los abrumados funcionarios de aquellas
polvorientas administraciones de correos de ultramar ni siquiera se
estuvieran molestando en devolverlas.
Fue de Marruecos, de la ciudad imperial de Mequinez, de
donde recibimos una sorpresiva contestación, y no de la oficina
postal sino de nuestra improbable destinataria. Era una nota
puntillosa y cortés agradeciéndonos la misiva y elaborando, para
nuestro conocimiento, con el tono jactancioso que recordábamos
de sus visitas a la casa, una prolija relación de lo que había visitado
en el lugar: elogiaba el rico y fértil valle donde los antiguos
berberiscos fundaron la urbe, sus espléndidas huertas y olivares, el
palacio del sultán, con sus soberbias columnas de mármol y sus
jardines milenarios. En su centro hay una fortaleza de
impenetrables subterráneos, añadía en tono confidencial, en cuyo
fondo yacen, desde tiempo inmemorial, fastuosos tesoros
custodiados por trescientos esclavos negros que jamás han visto la
luz del sol.
A esa siguió otra, igualmente extensa, desde Dawson, en la
confluencia de los ríos Yukon y Klondike, en el territorio del
Canadá, a donde habíamos garabateado unas líneas sin sospechar

104
que obtendríamos respuesta. Mencionaba los años gloriosos de la
ciudad a la que, durante la Fiebre de Oro, se llegó a llamar La París
del Norte, a pesar de sus míseros cementerios helados, sus calles
lodosas y sus siniestros salones de madera donde se jugaba y bebía
sin cesar. Hasta allá iban los obstinados gambusinos a morir o a
dilapidar las contadas pepitas y el codiciado polvo de oro, extraído
a duras penas a la arena del río, en dados y baraja, cuando no en
champaña, ostras, caviar y, sobra decirlo, en las putas más vulgares
y costosas del país.
Esas respuestas nos obligaron a considerar de otra manera
nuestras habituales visitas al cementerio. A meditar a fondo sobre
la misteriosa conexión entre esa diminuta necrópolis habitada sólo
por huesos humanos y polvo de huesos humanos y los
interlocutores que recién hallábamos en otras ciudades del mundo.
Fue así como vislumbramos la existencia de esa muchedumbre
incorpórea que reside, creo yo, en una dimensión paralela a la
nuestra, al margen de las restricciones que imponen el espacio y el
tiempo. Comprendimos que todos aquellos murmullos y pasos,
todos esos ruidos y chasquidos que en parte achacábamos a la
imaginación y en parte a la decrepitud de la casa tenían otro origen,
que sus autores nos acechaban a todas horas, en la biblioteca, en las
recámaras, en el camposanto, o en cualquier país a donde
decidiéramos escribirles. Porque después no nos limitamos a la
anciana viajera amiga de nuestra madre, si no que resolvimos
ampliar el número de corresponsales para incluir los nombres de
otros antiguos conocidos nuestros consignados en las lápidas. Ya
no importó a quién nos dirigiéramos, ni qué tan lejos hubiera que

105
enviarle una carta: a partir de ese momento, ninguno nos dejó sin
respuesta.

Me doy perfecta cuenta de que al relatar estos eventos los


pervierto, que al esmerarme en hacerlos accesibles los reduzco a
una mera relación de incidentes desconcertantes cuya coherencia
escapará a quien se acerque a leer éstas páginas, pero no encuentro
mejor manera de hacerlo. Esta confesión se nutre más de sombras
que de luces, más de lo que no sé que de aquello que entiendo
plenamente. Es natural. Lo conocido no es mas que un fragmento
insignificante de la realidad. Lo desconocido lo envuelve todo, lo
toca todo, le da forma y sentido a lo que los ojos ven, las manos
tocan, los oídos oyen. Cuando ella y yo reparamos en ésto nos
sentimos aún más desamparados en la ya no tan desierta mansión.
Nos apretamos más el uno contra el otro al meternos por la noche
en la mullida cama de baldaquino y perdimos el miedo explorando
nuestras diferencias, palpando nuestros cuerpos con dedos
codiciosos, hurgando lo que antes nunca osamos y, al cabo,
acoplando mis perentorias durezas a sus repentinas humedades.
Durante varios días, con sus noches, descubrí el paroxismo del
gozo resbalando dentro de aquella angosta funda de seda que
escondía entre sus piernas hasta que, una turbia mañana
inexplicable, se mudó abruptamente a la antigua alcoba de nuestros
padres dejándome solo.
A partir de ese momento, convertido en testigo impotente de
su desasosiego, la miré transformarse en otra mujer. Advertí nuevas
arrugas en su frente, me consternó el perenne brillo de ausencia y
preocupación en sus ojos, noté cómo se apartaba de mí al mismo

106
tiempo que de las sombras espectrales que nos asediaban. Todavía
me pregunto cómo habrán advertido ellas que algo había
cambiado, o estaba cambiando, en su interior. ¿Presintieron cierto
apresuramiento en la caligrafía de sus cartas? ¿Les pareció que el
tono era otro, más abstraído, tan distante que rayaba a veces en
abierta indiferencia? ¿Se habrá registrado alguna vibración, un
rompimiento apenas perceptible, en esa sutil tela de araña que
enlaza a los vivos con los muertos? No lo sé. Quizás empezaron a
verme pasear solo entre las tumbas, al irse espaciando sus
caminatas por el cementerio, y eso les hizo maliciar que habían
dejado de ser el centro de su atención, que su interés era otro, cada
vez más inaplazable y más suyo, cada día más alejado de la opresiva
presencia de ellos, nuestros inoportunos huéspedes y
corresponsales. Sea como sea, el hecho es que sus contestaciones
desde aquellas ciudades imposibles se volvieron más arrebatadas y
urgentes, como si con esa nueva imperiosa intensidad desearan
conservar su interés, atraérsela de nuevo. Impedir que se les fuera,
que se nos fuera, escapándose hacia ese sitio vedado donde, todos
lo sabíamos de antemano, ya no me estaba permitido acercarme ni
ellos llegarían con su hechura incorpórea. Las misivas siguieron
arribando, de Milán, de las Antillas, de Estambul, aunque el dedo
que ahora indicaba el lugar de procedencia era el mío y, al final, las
cartas que generaban tan apremiantes respuestas las redactaba yo
solo, sentado a la mesa de la biblioteca, mientras ella fingía
distraerse en cualquier otro menester, lejos de ese recinto
inquietante al que ya casi no entraba. Reacia a remover cenizas de
difuntos, rehusaba incluso aproximarse a los pensamientos de los

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muertos. Un día me encontré leyendo solo, en voz baja, otro de
mis poemas predilectos, unos versos premonitorios de Li Po:

Ni el agua que transcurre torna a su manantial,


Ni la flor desprendida de su tallo
Vuelve jamás al árbol que la dejó caer.

Para empeorar las cosas, los jóvenes del pueblo, atraídos por
nuestro desamparo y su núbil belleza, empezaron a merodear la
casa por las noches, como gatos famélicos en busca de comida.
Ella los sentía rondar y no tardaba en salir a buscarlos, en seguirlos
hacia donde les viniera en gana llevarla, aunque nunca se alejaban
demasiado. Se perdían sin tardanza en la sombra del parque, o se
encerraban en el ruinoso gabinete que da al patio desde donde a mí
me llegaban primero sus exclamaciones lujuriosas y más tarde sus
gemidos ahogados.
Los otros huéspedes de la casa, los celosos espectros que la
habitaban, se revolvían ofendidos, coléricos. Tal vez para mí fuera
más fácil aceptar la conciencia inútil de los hombres que la tenían
en sus brazos, que contemplaban su cuerpo desnudo, entregado
con furiosa complacencia a sus caricias, que apreciaban su
semblante descompuesto por el gozo y sus ojos cerrados
concentrándose en el espasmo del coito. Siento que me hubiera
gustado ser todos y cada uno de ellos para haberla amado siempre,
desde antes, desde después, todo el tiempo y todas las veces que
hizo el amor lejos de nuestra relegada cama de baldaquino.
Sin embargo, en esas constantes aventuras había algo que me
tranquilizaba. Era la misma diversidad de sus encuentros la que me

108
proporcionaba fuerza para soportarlos e ignorar sus escapadas.
Comprendía a la perfección que su extravío no dependía de
nuestros nocturnos visitantes si no de ella misma, de sus propias
urgencias interiores, de su prematura orfandad, de su frustración,
de su abandono. Acaso el ominoso peso del fúnebre cortejo que se
había constituido en nuestra inseparable comitiva le resultaba
insufrible.
Pero esa certidumbre debió hacerme, hacernos, suponer lo
que sucedería después. Creo que lo vimos venir desde siempre,
pero nos negamos a aceptarlo. Yo encastillado en mi aislamiento y
ellos en sus casi ininteligibles lamentos estériles. Un buen día,
aunque será mejor decir un mal día, los supuestos pretendientes
desaparecieron y sólo quedó uno, más perseverante que el resto, o
elegido por ella entre todos para sustituirlos. Uno que continuó
viniendo a casa con mortificante puntualidad. Uno de quien, nos
dimos cuenta de inmediato, no sería nada fácil desembarazarse.
Se instalaba siempre en la misma esquina del patio, a la vista
del balcón de la recámara de nuestros padres. La espalda apoyada
contra el muro de piedra, mirando hacia lo alto, inmóvil, esperando
en silencio con paciencia y mansedumbre que ella asomara a la
ventana. Cuando por fin lo hacía, él avanzaba unos pasos, como
para ser reconocido y ella, al percatarse de su presencia, se echaba
de inmediato un manto a la espalda y salía sin decir palabra.
Me los figuraba sentados en una banca del parque, cogidos de
la mano, abrazados, mirándose. En sus rostros verían reflejarse,
como espejos, sus mutuos sentimientos. El le pasaba el brazo sobre
los hombros para protegerla del frío sin sospechar la tormenta de
voces ultrajadas, denuestos y maldiciones ahogadas desatándose

109
sobre sus cabezas. Ella la conocía y desafiaba mofándose de sus
lamentos inútiles, juzgando incongruentes sus imprecaciones e
inofensivos sus airados puños de aire agitándose al aire. La
hartaban, la repelían. Abominaba de ellos cuando hacía el amor
sobre la hojarasca.
Yo los espiaba desde la ventana al despedirse. Los miraba
envidioso retardar la partida. Un aroma mustio, de melancólica
ternura, subsistía flotando en el ambiente. Como si sus sombras
quedaran tras ellos, demorándose sobre las baldosas del patio,
todavía unidas cuando sus cuerpos se separaban.

Presiento que nuestros impalpables inquilinos sospechaban, al


igual que yo, que él ambicionaba escaparse con ella, llevársela lejos,
acaso hacia alguno de esos lejanos países que ellos mismos nos
habían mostrado en sus cartas, y que ella tan bien conocía sin
haberlos visitado jamás. Yo casi podía escuchar los gemidos de
furor, las vociferaciones y los insultos, en parte dirigidos a ella, a
esa nueva relación que les traicionaba, en parte dirigidos a mí
porque yo no hacía nada por impedirla.
Pienso que fueron ellos los que me inspiraron la idea, tan
sencilla y terrible, y los que habrían debido dirigirle los pasos hacia
la trampa que me sugirieron cerrar sobre su cabeza. Justo bajo el
balcón, al lado del sitio donde él solía detenerse, se encontraba,
cubierta, la boca del primitivo aljibe de la casa. Ese profundo
depósito, ya caído en desuso, contenía en su fondo tan sólo lodo y
agua podrida. Una pesada losa, con un grueso anillo de hierro en el
centro, sellaba desde hacía muchos años la abertura. Sé que ellos
estaban conmigo al pardear aquella tarde, porque de otro modo me

110
habría resultado imposible levantar la gran piedra y dejar el
maloliente agujero al descubierto. Se hallaba exactamente en el
camino que él seguía cada noche para venir a instalarse ante la
ventana. Apenas removida la baldosa, el siniestro boquete
desapareció como por arte de magia confundiéndose su negra
mancha con la inmensa sombra del piso en la oscuridad de la
noche.
Después estuve atento a su llegada. Reconocí su alta silueta al
cruzar el derruido portón de la casa y encaminarse resuelta hacia su
rincón de costumbre. Ella conversaba conmigo en la alcoba. Decidí
alejarla de ahí con un pretexto cualquiera y la conduje a la
biblioteca, en el otro extremo de la casa, donde no podría escuchar
ningún ruido, ni atender una eventual llamada de auxilio. Me puse
hasta contento cuando la vi sentarse en el sofá y hojear, distraída,
uno de aquellos volúmenes que llevaba tanto sin abrir. Entonces
me asomé a la ventana del pasillo y no vi la figura en el patio. La
luna bañaba con tenues destellos la esquina desierta y yo me
precipité a grandes pasos escaleras abajo apurándome en devolver
la piedra a su lugar. No había un alma viva en los alrededores.
Calculé que tenía unos cuantos minutos antes de que ella reparara
en mi ausencia. Al pasar junto a la cisterna me asomé al agujero y
fui incapaz de descubrir nada dentro. Pensé que el aborrecido
visitante se habría roto la cabeza en la caída. Ni un ruido, ni el
menor chapoteo, delataban el crimen. Sólo la humedad y el aliento
fétido del pozo corrompían el ambiente. El nerviosismo debió de
darme alas y fuerzas, porque deslicé la baldosa sobre el piso de
piedra hasta hacerla embonar en su sitio con un crujido seco.
Luego vino la quietud, el silencio. Sentí el convulso revuelo de

111
cuerpos inasibles agitándose en mi derredor, más un soplo helado
que refrescó mi frente sudorosa. Me pregunté cuánto tardaría ese
muerto en convertirse a su vez en fantasma, en errar por los
corredores de la casa como hacían los otros. ¿Podría ella
reconocerlo, adivinarlo entre la etérea y confusa turba que nos
rodeaba? ¿y cuánto tiempo lamentaría su pérdida? Cuando subí a
buscarla de nuevo atravesé la sala de estar y descubrí que el reloj
había dejado de marcar la hora. Ella no estaba ya en la biblioteca.
El gran reloj adosado a la pared detenía a duras penas el vaivén de
su péndulo, sus manecillas se habían inmovilizado apenas
momentos antes, tal vez mientras yo me apresuraba en subir la
escalera del patio.
Desde luego el pozo estaba vacío, no tuve necesidad de
levantar de nuevo la tapa para comprobarlo. ¿Cómo pudo ella
prever lo que teníamos planeado? ¿Acaso su oído, más fino y
desarrollado que el mío, era capaz no sólo de intuir si no de
comprender lo que trataba ese coro de voces susurrantes en torno
nuestro? ¿Una de ellas, sin quererlo, nos habría delatado?
¿Aprovechó la coyuntura para irse, pretendiendo librarse de
nosotros para siempre? ¿O tenía la huida planeada de antemano y
la casualidad le hizo escoger precisamente esa noche para escapar
con su amante?
Tal vez nunca llegue a saberlo. Ahora estoy solo. Me ha
costado trabajo habituarme a este vasto silencio a mi alrededor. No
tengo a nadie que disipe mis dudas. Lo que sí sé es que ella se
convirtió para mí, sin desearlo, en un nuevo flautista de Hamelyn
porque se los llevó a todos consigo. Para los espectros, ya dije, no
existe ni el espacio ni el tiempo y, desde nuestro primer contacto

112
con ellos, siempre la prefirieron a mí. Su amante no debe
percatarse de nada, acaso morirá sin entreverlos jamás, sin advertir
su nauseabunda presencia. Le falta, como a la otra gente del
pueblo, el olfato especial necesario para percibir ciertas cosas. Pero
ella lo sabe y yo me pregunto cómo será su vida, dondequiera que
se encuentre, con esa horda inasible cuchicheando incansable en las
inmediaciones. No he dejado de interrogarla al respecto. Le escribo
todos los días. Cartas y más cartas, tarjetas y más tarjetas, dirigidas
al azar a cualquier punto del planeta donde mi dedo detiene el
globo terráqueo. Todavía no recibo ninguna respuesta.

113
114
ACUÉRDATE DE MIS OJOS

A Hugo Gutiérrez Vega y a Margo Glantz, quienes


gustan de estas cuestiones.

115
Que se emplee el que es discreto
en hacer un buen soneto,
bien puede ser.
Mas que un menguado no sea
el que en hacer dos se emplea,
no puede ser.

Góngora

¿De quién me quejo con tan grande extremo,


si ayudo yo a mi daño con mi remo?

Góngora

116
Es el domingo 29 de mayo de 1627, fiesta de Pentecostés. La
habitación en la ilustre casa venida a menos es alta y espaciosa,
desprovista de lujo. Sólo lo amplio del aposento y la solidez de sus
muebles, la buena madera bajo la pátina añosa, dan cuenta de una
prosperidad ciertamente pretérita. El anciano de rostro noble y
severo, tumbado en el lecho, no duerme, pero tiene los ojos
cerrados. La cabeza semihundida en un manchado almohadón. En
las demacradas facciones asoman los vestigios del mal que pugna
por llevarlo a la muerte. Tiene los pocos cabellos revueltos, la nariz
aguileña más angulosa que nunca, el perfil afilado por los estragos
de la enfermedad. Oye murmullos de rezos. Siente una mano
robusta oprimirle la suya y no sabe si se trata de un gesto viril de
solidaridad, de un afán de alentarlo durante el difícil trance por el
que atraviesa o si es, nada más, un intento taimado de cerciorarse si
todavía tiene pulso. Oye una voz masculina decir:
-Don Luis, don Luis, ¿me escucha? ¿está aún con nosotros?
Él no se molesta en responder. Vaya, ni siquiera en mirarlo.
Desde luego que se encuentra ahí, ¿dónde diablos estaría, si no?
Sólo que se siente invadido por una inmensa fatiga que le inhibe el

117
deseo de moverse. Hay un oscuro deleite en dejarse arrastrar por
esa perezosa molicie hacia la inercia total. De improviso escucha
otra voz, esta vez femenina, a su lado, y se estremece de júbilo. Es
la de su hermana menor, la pequeña María. Hace un esfuerzo por
volver la cabeza y entreabre apenas los ojos en una azarosa
tentativa de verla. No reconoce a la mujer que se inclina hacia él
para que la mire mejor mientras le acaricia una mejilla. ¿Quién será
esa matrona tan compasiva y tan dulce, toda vestida de trapos
oscuros, como si alguien fuera a morirse o llegara a un entierro? En
todo caso, esa anciana piadosa no se asemeja en nada a su querida
Marica.
El contacto de la mano del hombre en la suya es sustituido
ahora por el de la mujer con la voz de su hermana. No se dirige a
él, como si la gravedad de su estado le impidiera escucharla, sino a
las otras personas que, aunque no ve, el enfermo presiente en la
habitación.
-Ha perdido la memoria de las cosas recientes, -la oye decir-,
sólo conserva las de un pasado más o menos lejano, con algunos
raros destellos de lo que acontece en el día.
¿La memoria? ¿Qué habrá querido decir esa buena señora? La
memoria la tiene él muy fresca. Recuerda con precisión cada detalle
de su vida, de su juventud, vaya, hasta cada rima de cuanto verso
escribió. Desde los más inocuos a los terriblemente malévolos. Por
eso puede arrepentirse de haber zaherido y denigrado con ellos a
quienes sólo merecían alabanza y elogio.
Había comenzado a componerlos desde antes de marcharse a
estudiar a Salamanca y lo siguió haciendo a su regreso, tanteando la
lengua de Virgilio, mientras crecía arropado por el bienestar

118
material de la familia. Éste era obra casi en su totalidad del
hermano de su madre, el tío don Francisco de Góngora, capellán
principal de Su Majestad en la capilla real de la catedral de
Córdoba, racionero del cabildo en esa misma antigua mezquita
omeya, prior del puerto de Santa María, amén de otros títulos y
canonjías que le representaban varios miles de ducados de renta al
año. De aquel ilustre señor, como se hacía llamar don Francisco, y
siguiendo la tradición eclesiástica en la que los bienes se heredaban
de tío a sobrino, él sería legatario de multitud de prebendas,
circunstancia que le obligó a ordenarse de menores cuando apenas
contaba catorce años de edad.
Entonces no quiso pasar del diaconado, mínima exigencia
para ser recibido en el cabildo y desempeñar ahí sus deberes. El
sacerdocio no vendría sino muchos años más tarde, como
preámbulo a su aciaga aventura en la corte de Madrid, y como una
postrera concesión sin la cual le habría sido imposible obtener el
beneficio de la capellanía de su majestad. En realidad nunca tuvo
vocación religiosa. Le aburrían los oficios del culto y no lograban
conmoverle los ritos. Realizaba sus funciones sin excederse,
excusándose de cumplirlas cuantas veces podía. Amaba demasiado
el sol, la luz, el aire libre, los árboles y arroyos de la huerta en el
solar ancestral. Le llamaban afuera las angostas callejuelas de
Córdoba, su esplendoroso pasado romano y califal, los mustios
patios, tan blancos y callados, su escrupuloso silencio roto apenas
por las graves campanadas que llamaban a misa, las tertulias bajo el
Arco de las Bendiciones, donde se trataban todos los asuntos,
desde los muy divinos hasta los escandalosamente humanos. Todo
lo que exacerbaba sus sentidos. De ahí su afición a los juegos, -

119
“misal apenas, naipe cotidiano”, subrayaría después Quevedo,
siempre malintencionado-, a los festejos, a la música, a la poesía y a
la comedia.
Por desgracia su enaltecida y en el fondo provinciana ciudad
con el tiempo empezó a quedarle chica. Le dio por soñar desde su
lejano parapeto con los esplendores de la corte. Se imaginaba a sí
mismo, tan hidalgo y andaluz, luciéndose en las justas de ingenio,
entre saraos y galanteos, ante los ojos de aquellos grandes
caballeros y aquellas nobilísimas damas que, en sus adolescentes
espejismos, se figuraba como la encarnación de la inteligencia, la
bizarría y el refinamiento. Que torpe, que necio había sido, como
escribió él mismo años más tarde “celebrando con tinta, y aún con
baba / las fiestas de la corte…”, y qué caro pagaría su simpleza.
Esas inquietudes le impelieron a iniciarse en lo que, para él,
desde un principio, no pasaría de ser un juego. Una manera de
llamar la atención desde lejos. Una forma de decir aquí estoy yo
también, mírenme, de hacer alarde y destacar midiendo su ingenio
al de los más encumbrados del reino. Ese engreimiento, ese afán de
notoriedad, aunque entonces no se diera muy bien cuenta, no hizo
más que agravar la soterrada pugna literaria entre Andalucía y
Castilla y convertir su pretendida caballeresca competencia en una
guerra cruel y despiadada en la que él y otros sufrirían y en la que, a
fin de cuentas, ninguno ganaría nada.
Siente la frente anegada en sudor. Qué lejos están, y qué
cercanos le parecen, aquellos días de temprano señorío en los que
se daba el lujo de escribir, y hacer, lo que le venía en gana mientras
que ahora, inmóvil, no tiene forma de escapar de la persistente
cantinela de padresnuestros y avesmarías que sólo terminan para

120
recomenzar, como si un demonio disfrazado de ángel le
atormentara recorriendo con sus deudos las cuentas de un rosario
infinito. Al menos, se consuela, gracias a Dios, o a ese demonio
tutelar, quienes están a su lado no lo distraen ya con el murmullo
de sus conversaciones porque se han unido a los rezos.
Él concebía el ejercicio de las letras como un entretenimiento
aristocrático, un arte noble, docto, para el cual era necesario
estudiar a Ovidio y a Horacio y leer con igual atención en su
idioma toscano a Ariosto, Tasso y Petrarca. En Madrid, sin
embargo, existía una persona que adoptaba una postura diferente
respecto del quehacer literario. Alguien que no componía versos
para divertirse o pasar el rato, ni lo consideraba tampoco una mera
distracción de caballeros como pretendía él mismo, o Quevedo, o
Villamediana. Alguien para quien escribir, a diario, era una forma
provechosa y legítima de ganarse el sustento. Se llamaba Félix Lope
de Vega y Carpio. Sus seguidores, admirados, le apodaban “el
Fénix de los Ingenios”. Se había constituido en el gran ídolo del
público, que abarrotaba entusiasta los corrales donde se
representaban sus comedias, y mantenía a todos embobados,
boquiabiertos, con su talento y su facilidad para hacer poesía.
-A Dios gracias razona mejor que los primeros días de su
llegada a Córdoba, -interrumpe la mujer con la voz de Marica-,
entonces no le dirigía la palabra a nadie. Se la pasaba encerrado en
sí mismo, repitiendo sin cesar los mismos gestos de
arrepentimiento, como si cargara con una culpa atroz.
-Yo lo encontraba seguido, -abunda la voz del hombre,
merodeando la iglesia de san Juan, inquiriendo siempre si había

121
quien saliese a decir misa. Si no, se quedaba sólo en su interior
horas enteras, orando y pidiendo perdón a Dios por sus pecados.
-A Dios y a cuantos hubiera podido ofender con sus sátiras, -
otra voz masculina se añade a la anterior- dice que le acongoja el
no poder restituirles con el dolor lo que les desdoró con la pluma.
-Alaba ahora a quienes antes zahería, -responde el primer
hombre-. El Señor le ha tocado con su gracia. Él, que siempre fue
tan arrogante y desdeñoso, se ha vuelto ahora mucho más sumiso y
compasivo.

Él quisiera, si eso fuese posible, cerrar aún más los ojos,


apretarlos con firmeza, hundirse muy tras de ellos, alejarse en la
distancia y en el tiempo de esas voces aisladas, de esos fragmentos
de conversaciones que le impiden concentrarse en el recuerdo, en
la memoria de otros días, cuando los poemas más populares y
celebrados del reino estaban compuestos en forma de romance.
Lope de Vega excedía escribiéndolos. Algunos susurraban que
incluso se inspiraba en episodios de su propia existencia para
redactarlos. Tampoco a él se le dificultaba el género y resolvió
cultivarlo para demostrar que podía competir al tú por tú con el
mayor ingenio de la corte. Así fue. Pronto alcanzó el éxito y el
reconocimiento que ambicionaba. Sus romances se hicieron tan
famosos, tan aplaudidos y comentados como los de su insigne
oponente. La diferencia estribaba, no tardó en comprenderlo, en
que Lope, pluma en mano era, como le llamaban algunos de sus
colegas y admiradores, un verdadero monstruo de la naturaleza,
una furia desencadenada, un vendaval de palabras que, al inclinarse
sobre los pliegos en blanco, los devolvía al instante inundados de

122
versos. Sus rimas y composiciones, al igual que sus comedias,
chorreaban sin cesar de entre sus manos prodigiosas, como si
tuviese a su servicio un taller de aventajados discípulos que se
consagraran sin tregua a escribir versos a los que no hubiera más
que estamparles la firma y lanzarlos a la calle. Esa inagotable
fecundidad le hacía imponerse a sus adversarios, sino en calidad y
rigor, al menos en fogosidad y abundancia.
Él no pudo menos que admirar la fecundidad de aquel “poeta
acelerado”, como le llamaría luego en un soneto, pero la
comparación de ambas cosechas le hizo rehuir pronto aquel duelo
desigual que, intuyó con claridad, a la larga no le conduciría a
ninguna parte.
Se le ocurrió ponerle punto final echando mano de su don para
la sátira, y escribir una parodia en la que ridiculizaba a su rival.
Escogió uno de los romances más conocidos de Lope, aquel en el
que su héroe, el moro Azarque, en el momento de partir hacia la
guerra, demanda:
“Ensíllenme el potro rucio / del alcalde de los Vélez, / denme
la adarga de Fez / y la jacerina fuerte, / una lanza con dos hierros,
/ entrambos de agudo temple, / aquel acerado casco / con el
morado bonete…”, y lo sustituyó por otro cargado de malicia y
socarronería: “Ensíllenme el asno rucio / del alcalde Antón
Llorente, / denme un tapador de corcho / y el gabán de paño
verde, / el lanzón en cuyo hierro / se han orinado los meses / el
casco de calabaza / y el vizcaíno machete…”
Un modo astuto de hacer mofa no nada más de los versos,
desde luego, sino del autor de los mismos, del tan mentado y
prolífico Lope de Vega, que gustaba retratarse en ellos como un

123
gallardo caballero no siendo más que un vulgar criado de mecenas
poderosos para quienes hacía las veces de secretario, amanuense,
alcahuete, o lo que le ordenaran sus antojadizos amos. ¿A qué
pretenderse noble y linajudo en los poemas cuando se veía
constreñido a vivir con la cerviz doblada ante el marqués de
Malpica, el conde de Lemos o el duque de Sessa?
La pulla que más le hizo reír en su propia parodia fue la que
contrapuso a las rimas en las que Lope decía: “Acuérdate de mis
ojos / que muchas lágrimas vierten / ¡a fe que lágrimas suyas /
pocas moras las merecen!”. Él las remedó con humor y malicia:
“Acuérdate de mis ojos / que están, cuando estoy ausente, /
encima de la nariz / y debajo de la frente…”
Lope no respondió a la provocación. Si le hizo gracia o no
aquel romance contrahecho, don Luis nunca lo supo. Tal vez no le
importara gran cosa. El madrileño, seguro de sí mismo, de su
poesía y de la posición que ocupaba a los ojos de todos, se
interesaría poco en el quehacer literario de los demás poetas del
reino, sobre todo si la novedad procedía de la muy periférica
Córdoba. Prefirió mejor hacerse el desentendido, preocupado,
como siempre andaría, por sus aprietos económicos o por sus
enredos sentimentales, entre los que se sucedían sin cesar
matrimonios y amasiatos con mujeres de noble cuna, como Isabel
de Urbina, o cómicas distinguidas, verdaderas estrellas de los
corrales de comedias, como Elena Osorio o Micaela de Luján.

Don Luis se agita intranquilo en el lecho. Su movimiento


provoca un breve revuelo en el grupo que reza y cuchichea a su
alrededor. Él percibe la ligera conmoción, el aumento de susurros y

124
exclamaciones ahogadas que se van apagando conforme él se
aquieta de nuevo. Otra mano solícita viene a posarse en la suya.
Alguien le seca el sudor de la frente. En verdad, él tenía la culpa de
todo, reflexiona volviendo al tema que le obsesiona. Dios le había
otorgado un don único, junto con una posición envidiable y él los
había empleado de la manera menos cristiana posible: haciendo
mofa de quienes no habían tenido la misma suerte, burlándose de
sus semejantes. ¿Quién le había inspirado ese horroroso pecado de
soberbia? El propio Satanás, seguramente. Fue el mismísimo
demonio quien le indujo a aprovechar el siguiente desliz de Lope
de Vega, su boda con Juana de Guardo, la hija de un rico carnicero
de Madrid, para dispararle un nuevo saetazo. Arruga la frente,
refresca la memoria: el matrimonio coincidió con la publicación del
primer libro del poeta madrileño, “La Arcadia”, sobre cuya
portada, pobre diablo, siempre intentando aparentar lo que no era,
se le ocurrió la barbaridad de imprimirse nada menos que un
escudo nobiliario con las diecinueve torres de Bernardo el Carpio.
Añadió una línea a manera de divisa: “De Bernardo es el blasón, las
desgracias mías son” como intentando asociar su apellido con el
del famoso caudillo de los antiguos romances.
Suspira débilmente. Si un mezquino súcubo le movió a escribir
aquellos versos, también es cierto que Lope se puso de modo con
sus estúpidas pretensiones hidalgas. Aquella absurda fanfarronería,
dadas las circunstancias, a él no sólo le pareció infundada, sino
monstruosa, porque ocurría en el momento de tomar como esposa
a la hija de un vulgar matarife del mercado, un plebeyo que, por
muy rico que fuese, no pasaba de ser un villano adinerado. Pero esa
era la eterna mortificación de Lope, sus orígenes humildes. Quién

125
sabe si no habría sido incluso capaz de trocar lo mejor de su poesía,
a cambio de un simple título nobiliario.
Le compuso entonces un soneto feroz, en él ridiculizaba a un
tiempo su reciente obra, junto con su boda y sus lamentables
ínfulas aristocráticas:
“Por tu vida, Lopillo, que me borres / las diecinueve torres de
tu escudo, / que aunque tengas mucho viento, dudo, / que tengas
viento para tantas torres. / ¡Válgante los de Arcadia! ¿no te corres /
de armar de un pavés noble a un pastor rudo?…” y, en los últimos
tercetos, comparaba su trabajo en los corrales de comedias a los
tocinos del villano negocio de su suegro: “No le dejéis en el blasón
almena. / Vuelva a su oficio y, al rocín alado, / en el teatro sáquele
los reznos. / No fabrique más torres sobre arena, / si no es que ya,
segunda vez casado, / nos quiere hacer torres los torreznos.”
Esa gratuita y arrogante arremetida en contra de “La Arcadia”,
y de las vanas presunciones nobiliarias de su autor, las siguió con
otras a “La Dragontea” y a la “Jerusalén Conquistada”, todas obras
queridas de Lope, quien respondía con tibieza a la agresión.
Apenas, en una carta a un amigo mutuo, toledano, don Gaspar de
Barrionuevo se atrevió a referirse a los ataques diciendo “Otros
hay, de blasón más levantado, / que piensan que burlándose de
todo / su ingenio ha de quedar calificado”. Eso era lo que
refrenaba a Lope, vislumbra él con tardío remordimiento: el
blasón. No es que le faltara talento para la sátira, don para el
escarnio y la burla personal, al contrario, Lope tenía un gran
sentido del humor, era fino y gracioso. Su comedimiento se debía a
ciertos rancios escrúpulos provenientes de su modesta ascendencia.
Su padre, siendo de oficio bordador, había usado las manos para

126
trabajar. Ese hecho denigrante vedaba a Lope el acceso a la
nobleza, a anteponer a su nombre el título de “don”. Por eso no se
atrevía a enfrentarse abiertamente con hombres cuyos linajes se
elevaban tan por encima del suyo.
Y él, don Luis, lo admite ahora al repasar su vida tumbado en el
lecho de la vieja casona ancestral, se aprovechó hasta hartarse de la
condición inferior de Lope de Vega, de sus hereditarios complejos
y de la insalvable diferencia de estirpes cavada entre los dos.
¿Cómo podría hacerse perdonar, y perdonarse a sí mismo, la
maldad de su proceder, su inquina de aquellos tiempos? Tuvo que
ser don Francisco de Quevedo, cuya alcurnia le permitía lujos
prohibidos al poeta madrileño, quien entrara en defensa de su
amigo de manera inequívoca, insultante, con un soneto que
muchos quisieron achacar a Lope: “…¿quién con Lope de Vega te
entremete? / si te ha ofendido en algo de las siete / vele a buscar y
dícelo delante / bellaco a las fruteras semejante / que hablas por
soneto o sonsonete. / No te piensa pagar con versos vanos / mas
de suerte que el mundo te desprecie, / villano, picarón, amujerado,
/ ¡Qué palos te ha de dar!, lengua sin manos, / cornudo y puto por
la quinta especie, / y por la ley antigua chamuscado.
Algo excesivo, sí, medita él frunciendo el entrecejo: escrito en
el estilo florido y abundante, tan característico de don Francisco
cuando se proponía maltratar a alguien. Abundaba en falsas
alusiones a sus preferencias sexuales y a su limpieza de sangre, pero
en el fondo, ahora se daba cuenta, lo tenía quizás bastante
merecido.
Ese mismo pecado de soberbia le había llevado a entrever
hechuras más altas a su quehacer literario. Soñaba con una forma

127
distinta de concebir la poesía, más concisa y eficaz, impecable en su
forma, que apelara al intelecto tanto como a los sentidos y que
rompiera con todo lo escrito hasta entonces. Una poesía que
abandonara las consideraciones populares para consagrarse a las
exclusivamente estéticas. Había comenzado a hacer experimentos
en un estilo novedoso en el que en lugar de nombrar al objeto, le
aludía indirectamente a través de su rasgo distintivo. Así redactó un
extenso poema bucólico al que intituló “Soledades”. Quizás sólo
unos cuantos fueran capaces de entenderlo, pero esos pocos, por
su saber, su cultura y su obligada influencia en la corte, eran los que
a él le interesaban. Además, el proyecto le pondría en definitiva
fuera del alcance de su célebre rival y del limitado entendimiento de
la chusma despreciable que le idolatraba. Lo situaría en un terreno
inaccesible a Lope de Vega, un terreno en el cual no osaría
enfrentarlo porque le separaba de la vena popular que le proveía de
fama y pan diario.
Abrigaba, sin embargo, ciertas dudas respecto a su trabajo.
Temía que se le considerara demasiado confuso, erudito, recargado,
difícil de leer. Por eso, cuando tuvo listos algunos borradores,
seleccionó a un grupo de amigos doctos y capaces en cuyo criterio
profesaba una confianza absoluta, para que los analizaran y le
concedieran la merced de su juicio. Escogió a don Francisco
Fernández de Córdoba, el Abad de Rute, a don Rodrigo Pimentel,
a Pedro de Valencia, y a otros pocos más, quienes le leyeron con
evidente entusiasmo dándole su parecer y sugiriéndole apenas unas
cuantas reformas. La aprobación de tan instruidos censores le
alentó. Un año más tarde y después de hacer las correcciones
necesarias, solicitó a uno de sus más fieles partidarios, Andrés de

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Almanasa y Mendoza, vecino de Madrid, que hiciera circular la
primera parte del poema en la corte. Almansa y Mendoza cumplió
con entusiasmo y fidelidad su cometido. Redactó, de su propio
coleto, unas “Advertencias para inteligencia de las Soledades” y
agregó, con la anuencia de don Luis, una escueta lista con los
nombres de catorce letrados, únicos a quienes consideraba
suficientemente entendidos como para “que pudieran hablar en
estas materias”. En la lista se incluyó a Lope de Vega pero se dejó
fuera a Quevedo. Don Francisco lo detestaba demasiado, piensa
aún él estremeciéndose entre las sábanas húmedas: escribiera lo que
escribiera, sus enconados sentimientos cegarían su buen juicio.
De lo que nunca albergó ninguna duda, y eso le hace sentir aún
más apesadumbrado y contrito, era de que si alguien, en el reino
entero, poseía la lucidez poética y el talento necesario para discernir
lo que intentaba con su obra, ese era Lope de Vega. Además de
reconocerlo abiertamente en la lista de Almansa, intentó por otros
medios, más sutiles pero no menos eficaces, ganárselo a su causa.
Envió copias de esa primera parte del poema a Tamayo de Vargas
y a Baltasar de Medinilla, los más fiables y devotos de entre los
amigos del poeta madrileño, e insistió en el apoyo que le había
previamente otorgado el Abad de Rute, pariente cercano del gran
protector y confidente de Lope de Vega, el duque de Sessa, a quien,
además, se le dedicaron las “Advertencias para inteligencia de las
Soledades”. No quedaba más que cruzar los dedos y aguardar.
No tuvo que esperar largo tiempo. A través de las noticias que
le proporcionaban sus amigos pudo seguir atento, desde Córdoba,
las reacciones que esa primera parte del poema despertaba en la
corte. Por lo pronto, la aparición de semejante novedad, de esa

129
“nueva poesía”, como comenzaron a llamarla de inmediato ciertos
incondicionales, levantó una gran polémica en los círculos y
corrillos literarios de Madrid. Todos parecían tener algo que decir
al respecto, y el torbellino de opiniones, de voces discordantes, de
juicios irreconciliables, no tuvieron al principio más rasgo en
común que la sorpresa y el escándalo. A pesar de los buenos oficios
de Almansa y Mendoza era difícil decidir si los reparos superaban a
los elogios o si estos últimos eran los que prevalecían.

También en la habitación las voces van y vienen, suben y bajan


de tono, llegan a concretarse de improviso en unas frases aisladas,
en el extremo de un diálogo, y luego se pierden de nuevo en el
murmullo del fondo, como arrastradas por el mismo viento que las
trajo. Esa otra voz, por ejemplo, a él le parece conocida también.
¿Es la de Francisca, su hermana mayor? ¿Estará ella ahí? Se
encuentra demasiado débil para cerciorarse. ¿Cómo nadie le avisó
de su llegada? Se habría levantado de la cama para recibirla. A ella
le encantan las flores. Ojalá haya ordenado que se corten ramos del
jardín para adornar la casa. Y que se abran las ventanas. Esta
habitación hiede a encierro. Una fuerza superior le impide girar la
cabeza y abrir los ojos. De todos modos, no tiene importancia.
Algo en su interior le previene que no encontrará el familiar rostro
de Francisca sino el de otra mujer, tan anciana e irreconocible
como la primera. Como en sueños la oye decir:
-Te ha heredado sus versos, Luis, con el encargo de que los
hagas imprimir. No eches su disposición en saco roto, hijo. Tómala
como si se tratara de una postrera voluntad.

130
La segunda voz de hombre le responde con un incontestable
matiz de queja y fastidio que al enfermo le resulta familiar:
-Lo sé, madre, pero ¡son tantos! ¡y tantos otros más los que se
le atribuyen! Amén de que nunca terminó sus Soledades, y de que
son tan oscuras y difíciles de leer que aún hay quien se burle de
ellas.
-No te los dejó por vanidad, hijo, él nunca se molestó en
publicarlos. Pensó, más bien, en el dinero que su venta podría
reportarte.
-Sin contar con que su recopilación está dedicada al conde
duque de Olivares, -tercia la primera voz masculina-. He oído que
él está muy al pendiente de su publicación. El verlos editados, con
su nombre estampado en la cubierta, podría hacer que se mostrara
agradecido y, ¿por qué no?, bastante generoso.
-Pues buena falta haría porque, aparte de sus versos, nada más
deja mi tío. El escaso caudal que le quedaba lo ha destinado a misas
y a oraciones por el perdón de sus pecados y la eterna remisión de
su alma.
¿Oscuras sus soledades? Desde luego. Fue, de hecho, la única
objeción que les hicieron Pedro de Valencia y el Abad de Rute
cuando se las dio a leer, meses antes de que se difundieran en
Madrid. De allá, la primera réplica formal le llegó en forma de una
carta pública dirigida a él, sin firma, pero escrita por alguien que se
fingía gran adepto suyo. Él sospechó desde un principio que el
supuesto incondicional, autor de la misiva, escamoteaba más de
una autoría. Debió ser redactada, se dijo, por alguna camarilla de
envidiosos, entre los que indudablemente se contaban don
Francisco de Quevedo y don Juan de Jáuregui, enemigos

131
implacables, celosos del aprecio y la admiración que su nueva obra
podría granjearle ante ciertos ojos ilustres de la corte y, a través de
ellos, ante el mismísimo rey, don Felipe Tercero. De lo que no
estaba seguro era de si Lope de Vega estaría incluido entre los
conspiradores. Algunos de sus amigos se inclinaban a creerlo así.
Otros, que los desmentían, aceptaban sin embargo que los autores
verdaderos no se habrían arriesgado a enviarla sin antes ponerle al
tanto de su contenido.
El hipotético admirador iniciaba su misiva acusando nada
menos que a Andrés de Almansa y Mendoza de esparcir “un
cuaderno de versos desiguales y consonancias erráticas” que “por
ser de tal calidad, justamente están dudosos algunos devotos de
Vuesamerced de que sea suyo”. El remitente encontraba tan
inadmisible la aseveración que le había “querido preguntar para
desarraigar ese error” ya que, le constaba, si las dichas Soledades
“las quisiera escribir en lengua vulgar, igualan pocos a
Vuesamerced; si en la latina, se aventaja a muchos; y si en la griega,
no se trabajara tanto para entenderla”. “Y como ni en éstas, ni en
las demás lenguas de Calepino están escritos los tales soliloquios, y
se cree que Vuesamerced no ha participado de la gracia de
Pentecostés, muchos se han persuadido de que le ha alcanzado un
ramalazo de la torre de Babel”. Tampoco faltaba quien sostuviera,
en cambio, que tal vez él había “inventado esta jeringonza para
rematar el seso de Mendoza, que si Vuesamerced tuviera otro fin
no lo hiciera tan dueño destas Soledades, teniendo tantos amigos
doctos y cuerdos de quien pudiera quedar Vuesamerced advertido
y ellas enmendadas ya que de todo ello hay tanta necesidad”. Le
pedía que se apiadara del pobre Mendoza, “que hace lo imposible

132
por parecer que entiende lo que Vuesamerced escribió” y hasta “ha
escrito copiosos corolarios de su canora y esforzada prosa diciendo
que disculpa y explica a Vuesamerced. Mire en qué parará quien
trae esto en la cabeza y un cotidiano ayuno en el estómago”. Y si
acaso, aunque “no lo permita Dios”, el fuera en verdad el autor de
semejante galimatías y se aprestara a defenderlo, no cayera en “la
tentación ya que tiene tantos ejemplos de mil ingenios altivos que
se han despeñado por no reconocer su primer disparate”.
Terminaba afirmando que “las invenciones son buenas en cuanto
tienen de útil, honroso y deleitable… dígame Vuesamerced si hay
algo desto en esta su novedad para que yo convoque amigos que la
defiendan y la publiquen que no será pequeño servicio, pues las
más importantes siempre en sus principios tienen necesidad de
valedores. Madrid, septiembre 13 de 1615”.
La carta se burlaba tanto de su admirador, Almansa y Mendoza,
como del poema mismo. Eso le hizo comprender, aunque
demasiado tarde, la equivocación de escoger como embajador a su
discípulo madrileño. Acaso el citado Mendocilla, así le apodaban
algunos, no había sido, en efecto, el conducto ideal para difundir
sus Soledades, pero ya no era momento de reemplazarlo. Él lo
estimaba porque siempre se había mostrado diligente y leal a su
causa, aunque no ignoraba que muchos otros lo despreciaban por
su servilismo e indiscreción. Tenía fama de intrigante, provocador
y entremetido. “Paraninfo de los predicadores, le llamaría Lope en
otra ocasión, el que duerme en sus celdas y lleva las cédulas a los
púlpitos, el que anda en todos los coches, conoce a todas las
damas, oye todas las comedias…”.

133
De todos modos respondió a la carta de inmediato, irritado,
rotundo, cediendo al primer impulso. Ojalá nunca lo hubiera
hecho, se lamenta ahora con un breve suspiro, tan débil que no
alarma a quienes le rodean porque no alcanzan a escucharlo. La
indignación le hizo dar lo que, no tardaría en hacérselo ver Lope de
Vega, era un paso en falso pero estaba tan exaltado y enfurecido
que no quiso dilatar su respuesta. La escribió sin humor, su arma
favorita, y dando palos de ciego porque el remitente se había
servido del anonimato para escurrir el cuerpo privándole de un
blanco legítimo sobre el cual dirigir sus sátiras. Procuró entonces
que su réplica constituyera, más que nada, una declaración de
principios literarios, un manifiesto de su postura estética y una
enunciación de lo que la nueva poesía significaba para él y para sus
seguidores. Al terminarla, dejó al mismo Andrés de Almansa y
Mendoza la tarea de hacerla pública, de pregonarla en la corte
entera, haciendo circular copias de su respuesta en el patio de
Palacio, en la puerta de Guadalajara, en los corrales de comedias y
en dondequiera que su misterioso e inoportuno corresponsal
pudiese enterarse de ella.
Comenzaba llamándolo atrevido y criticando la sintaxis de su
escrito, tan “falto de artículos y conjunciones copulativas como
carta de vizcaíno”. Le censuraba el no haber sabido organizar los
“mil fragmentos de disparates” que se acumulaban en ella, “como
de diferentes dueños, de donde infiero los tiene el papel”. Se
felicitaba “de haber dado principio a algo, pues es mayor gloria
empezar una acción que consumarla”. Respecto a que las
invenciones sólo sean buenas si tienen un fin útil, honroso y
deleitable, se preguntaba que tan “útiles han sido al mundo las

134
poesías”, y se respondía a sí mismo: aparte de servir a la
“educación de cualquier estudiante de estos tiempos”, “hase de
confesar que tienen la utilidad de avivar el ingenio, y eso nace de su
oscuridad. Eso mismo hallará Vuesamerced en mis Soledades, si
tiene capacidad para quitar la corteza y descubrir lo misterioso que
encubren. De honroso, en dos maneras considero que me ha sido
honrosa esta poesía: si entendida por los doctos, causarme ha
autoridad, siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua, a costa
de mi trabajo, haya llegado a la perfección y alteza de la latina a la
que no he quitado los artículos como le parece a Vuesamerced y a
esos señores, sino excusándolos donde no son necesarios”. En
cuanto a lo deleitable, “quedará más deleitado cuando, obligándole
a la especulación por la oscuridad de la obra, fuera hallando debajo
de las sombras de la oscuridad asimilaciones a su concepto”. “Al
ramalazo de la desdicha de Babel, aunque el símil es humilde,
quiero descubrir un secreto no entendido por Vuesamerced al
escribirme: no los confundió Dios a ellos dándoles un lenguaje
confuso, sino en el mismo suyo ellos se confundieron, tomando
agua por piedra y piedra por agua”. “Yo no envío confusas las
Soledades, sino la malicia de las voluntades en su mismo lenguaje
halla confusión”. Aprovechó también la coyuntura, o al menos eso
creyó él, para librarse de la acusación de judaizante, reproche que
se le había hecho en más de una ocasión debido a los rumores de
que su abuela materna, Ana González de Falces, era hija de
converso: “A la gracia de Pentecostés querría obviar el responder,
que no quiero a Vuesamerced tan aficionado a las cosas del
testamento viejo, y a mí me corren muchas obligaciones de saber
poco de él por naturaleza y por oficio”. “No van en más que una

135
lengua las Soledades, aunque pudiera, quedando el brazo sano,
hacer una miscelánea de griego, latín y toscano con mi lengua
natural, y creo que no fuera condenable: que el mundo está
satisfecho, que los años de estudio que he gastado en varias lenguas
han aprovechado algo a mi corto talento”. Terminaba tendiendo
una mano, actitud de la que habría podido beneficiarse Lope
mismo si así lo hubiese querido: “ya mi edad más está para veras
que para burlas: procuraré ser amigo de quien lo quiera ser mío y,
quien no, Córdoba y tres mil ducados de renta, y mi patinejo, mis
fuentes, mi breviario, mi barbero y mi mula, harán contrapeso a los
émulos que tengo, granjeados más de entender yo sus obras y
corregirlas que no de entender ellos las mías. Córdoba, septiembre
30 de 1615”.
Entonces fue cuando Lope intervino en la disputa. Saltó a la
palestra, preciso, mordaz, demoledor, escribiéndole una nueva
carta. La rapidez con la que se había redactado la respuesta dejó
muchos flancos descubiertos y el madrileño se dio gusto
aprovechándolos. ¿Habría estado ya entre los que redactaron la
primera misiva? ¿Fue, en realidad, una idea suya? No, don Luis no
lo creía así aunque, estaba de acuerdo, los verdaderos autores le
habrían puesto de seguro al corriente de lo que trataba. ¿No había
sido siempre la víctima propiciatoria de sus puyas y sarcasmos?
Ahora no cabrían incertidumbres. Se erguía desafiante. Estampaba,
como para no dejar dudas, su firma al calce de la extensa misiva y
se cobraba en la hiriente moneda de la burla y el escarnio, todas
cuantas le debía.

136
Se agita de nuevo, aún más desasosegado que antes, ¿a causa de
su mal? ¿o del recuerdo de aquella aviesa epístola que nunca pudo
quitarse de la cabeza? Manotea, incómodo. Se percata apenas del
sobresalto que ese mínimo gesto hace cundir a su alrededor.
¿Cómo comenzaba Lope la dichosa carta? Excusando, claro, al
autor de la primera, escrita por “un caballero soldado amigo mío,
aficionado a buenas obras, a hombres estudiosos dellas y a
Vuesamerced por extremo”, que había decidido enviársela “para
entender la verdad de lo que acá pasaba”. “Algunos aprobaron su
determinación y yo quisiera que no la ejecutara”, “que siempre temí
había de arrastrar a Vuesamerced a responder enojado y satírico
admitiendo mal el desengaño”. “Él se fue a Nápoles y a mí, entre
otros, llegó la respuesta de Vuesamerced y, como servidor y amigo
del ausente, he querido satisfacer a Vuesamerced”. Se había, sin
embargo, resistido a enviarla de inmediato pensando que él, don
Luis, recapacitaría y que el tiempo pondría de nuevo las cosas en su
sitio. “Así callaba persuadido de que lo que Vuesamerced escribió
era el primer movimiento que tanto excusan los teólogos, y no le
estaba mal a Vuesamerced que así lo entendieran todos”, “mas
visto que Vuesamerced prosigue en hacer versos con su
acostumbrada graciosidad, ofendiendo la carta del ausente como si
fuera de enemigo” se propuso responderle porque, -y con ese
ejemplo implicaba que la primera misiva había sido, en efecto, obra
de varios-, como dijo Agis, embajador espartano, al rey Filipo de
Macedonia cuando éste le reprochó llegar sin comitiva “para un
hombre solo, otro bastaba”.
“Si Vuesamerced, como lo dice, fuera observante de los
preceptos de Horacio, dejara reposar sus obras, si no el tiempo que

137
él aconseja, el necesario por lo menos, para que salieran libres de
descuidos”. “Tratar al ausente de ignorante y de que no ha de
entender lo que Vuesamerced escribe ni tiene capacidad para ello,
si es grosería Vuesamerced lo juzgue y también, si para decirlo con
esos mismos vocablos es necesaria mucha habilidad”. “Y no era de
propósito ese memento homo para levantar falso testimonio a la
fiesta de Pentecostés haciéndola del Testamento Viejo, que me ha
pesado porque no falta quien diga que por ser del nuevo se le ha
olvidado a Vuesamerced” Respecto a las referencias a la torre de
Babel “no sé como le parece humilde símil, aun cuando no
procediera de soberbia”, “que tan castigados fueron los que
hablaban como los que oían, que entendiendo los unos que decían
una cosa, los segundos entendiesen otra, y esto mismo ha sucedido
entre Vuesamerced y sus oyentes”. “Mas pase este descuido con los
otros y háganos Vuesamerced merced de sacar a luz la miscelánea
cuatrilingüe que ofrece, que es muy deseada y he visto a muchos
muy alborozados esperándola, porque de tal caudal nos
prometemos un monstruo de erudición y agudeza. Si bien algunos
con envidia esperan el que pinta Horacio o el parto ridículo de los
montes”. “Lástima que Vuesamerced esté engañado dándose a
entender que a costa de su trabajo ha llegado nuestra lengua a la
alteza de la latina”. “Si yo no quisiera bien a vuestra merced le
dejaría en ese pensamiento, que no se me ha olvidado el chiste del
que halló loco a su hermano después de una larga ausencia”. El
desdichado pensaba “que el puerto de Lisboa y los navíos que en él
entraban eran suyos”. El hermano “hizo tanta diligencia en curarle
que sanó al enfermo, pero éste no sólo no se lo agradeció sino que

138
“mostró mucho sentimiento porque sano perdía el señorío del que
en su imaginación gustaba estando loco”.
Criticaba la lista de letrados que precedió a las Soledades, “que
aunque Mendoza los reduce a catorce, pudiera acordarse de otros
hombres graves y doctos, que no sólo los que han hecho versos
públicos son capaces en materias tan graves, y si entre todos
juntare Vuesamerced tres pareceres aprobando el suyo”, le daba su
palabra de que no le escribiría más sino que iría a gozar de su
amistad y del “patinejo, el ama, la mula y demás sabandijas en
quien libra Vuesamerced el consuelo del aprieto en que lo puso la
carta del soldado”.
Censuraba el estilo de “sus Soledades, pues siendo ellas tan
intricadas y escabrosas”, “son tan superficiales sus misterios que
entendiendo todos lo que quieren decir, ninguno entiende lo que
dicen”. Y concluía su alegato a favor de la lengua castellana: “no es
perfección de nuestra lengua hacerla tan semejante a la latina, que
obligue para entenderla a preceptos de construcción dificultosa,
pues esto no es necesario, y sólo es tomar lo peor de la latina”.
Tampoco desaprovechaba la ocasión para echarle en cara la
incompatibilidad entre sus permanentes sátiras y bromas y la
seriedad con que deseaba se acogieran sus nuevos escritos: “a este
propósito aconseja Catón Senior que no se ponga gran cuidado, ni
gaste mucho tiempo, en los de la risa; porque el hombre que esto
hiciese, queriendo tratar después cosas importantes, también será
ridículo y burlado”. “Homero y Virgilio fueron poetas heroicos;
Horacio y Píndaro, líricos; Juvenal y Marcial, satíricos; Terencio y
Plauto, cómicos; Vuesamerced y Merlín Cocayo, ridículos; y
aunque algunos de ellos escribieron juntamente otras cosas en

139
diferentes estilos, hicieron su principal profesión en lo que cada
uno va nombrado”. Le alentaba, pues, a perseguir la fama en el
género en el que ya había obtenido reconocimiento y, si la
alcanzaba, “quedaré contento pareciéndome que a mi patria y a
Vuesamerced les he hecho un gran servicio. Este ha sido mi
intento principal, y si no me he dado a entender, reciba
Vuesamerced La buena voluntad, pues dado con ella hubo un rey
que recibió y agradeció un vaso de agua”. Se despedía lanzando un
postrer desafío porque quedaba “esperando la respuesta más aguda
y menos cuerda que Vuesamerced promete al ausente. Suplico a
Vuesamerced me favorezca con ella, que sería lástima se malograse.
Madrid, 16 de enero de 1616”.
Él no supo qué responder. La carta de Lope le dejó mudo de
rabia y estupor. Tanto así que tardaría más de cinco años en
formular una réplica. Y aún en su diferida carta de respuesta
recurriría de nueva cuenta a los ataques a la vida privada de su rival
madrileño acusándolo de hereje y alumbrado. Pero eso vendría
mucho tiempo después, ya bien instalado en la corte de Madrid.
Por lo pronto, aquel mes de enero de 1616, no acertó a salir del
aturdimiento y la misiva quedó sin contestar. Tuvo que leerla varias
veces para dar crédito a sus ojos. ¿Quién se había creído ese poeta
de la calle y del mercado, juglar de la baja estofa, trovador de
rufianes y rameras en los corrales de comedias, adulador y lacayo
de esa caterva de señores pretenciosos y haraganes que nuestro
difunto rey, don Felipe Tercero, que en paz descanse, tenía a bien
sustentar en la corte de Madrid? ¿De dónde sacaba esa sarta de
ironías, ese tonillo altivo, esa condescendencia al dirigirse a él?

140
Contraatacó de la mejor –o de la peor, por eso pedía perdón a
Dios ahora- manera que sabía hacerlo: escribiendo versos satíricos.
Acribilló a Lope de ironías mofándose de su pobreza, de su
vulgaridad, de sus admiradores, de su vida familiar, de sus
escandalosos amoríos, de su escabroso sacerdocio, y hasta del
incierto porvenir de sus dos pequeños hijos, Lopillo y Marcelica.
Lo que ya no continuó escribiendo fue la segunda parte de las
Soledades. El poema había sufrido un revés definitivo. La obra de
su vida, quedaría para siempre inconclusa.

Se siente fatigado. Respira cada vez con mayor dificultad. Es


curioso como, en un solo instante, el conjunto de sus esfuerzos
pueden concentrarse en el simple acto de continuar respirando.
Como si todo a su alrededor conspirara para impedírselo. El aire
mismo, denso y consistente parece negarse a penetrar en sus
pulmones, se incrementa la sensación de ahogo producida por el
cuarto repleto de gente, y los recuerdos, sobre todo los recuerdos,
se le amontonan encima y le oprimen el pecho hasta sofocarlo.
Y es que rememora aquellas otras penosas diligencias que
vendrían a distraerlo de su aplazada polémica con Lope de Vega.
Ya no era un jovenzuelo, la sesentena le acechaba pocos años
adelante. Había distribuido gran parte de sus privilegios y
prebendas entre su numerosa prole de sobrinos. Los tres mil
ducados de renta, de los que tanto se jactaba en su carta, se habían
reducido a un mínimo. No le quedaba más remedio, para recuperar
su fortuna, que ir a rehacerla en la corte. Por eso, cuando al año
siguiente, el conde de Villamediana tuvo la gentileza de enviar su
propia litera a buscarlo a Córdoba, no quiso desaprovechar la

141
oportunidad y se mudó a Madrid a finales de abril de 1617. Desde
luego aquella no era su primera estancia en la corte. Ya otras veces
antes había ido por lana y salido trasquilado, pero ni así aprendió la
lección. Esta nueva coyuntura, sin embargo, fuerza era confesarlo,
se presentaba mucho más auspiciosa que las anteriores. El duque
de Lerma había intervenido personalmente ante su majestad para
que se le concediera la capellanía real y él se fue a Madrid con la
certeza de obtenerla, cosa que sucedería pocos meses después. Para
proseguir con sus otras pretensiones, un par de hábitos para sus
sobrinos y una dote para la boda de su sobrina preferida, Leonor,
hija de su hermano Juan, alquiló una casita en la callejuela del niño
Jesús, casi esquina con la de Cantarranas. Apenas unos pasos más
allá de la que Lope de Vega habitaba en la calle de Francos. La bien
ganada fama que le precedía, más su intimidad con Lerma y
Villamediana, le abrieron otras puertas relevantes de la capital del
reino. Entre las que traspuso con mayor asiduidad estuvieron la del
conde de Lemos y la del marqués de Siete Iglesias, el hombre más
poderoso del reino después de su majestad, el rey Felipe Tercero, y
de su valido, el duque de Lerma. Así le fue envolviendo, mentirosa
e inexorable, la vida cortesana, atrayéndole con su constante
trajinar, sus visitas, cotilleos, recepciones y tertulias, que limaron
poco a poco las asperezas e ironías de su pluma obligándole a
escribir, a él también, versos dóciles e inocuos, cuando no
lisonjeros y serviles.
Lope y él, pese a habitar el mismo barrio, se vieron poco y se
frecuentaron menos. El madrileño seguía con sus habituales líos de
alcoba. Se murmuraba que, a pesar de su sotana y de sus cincuenta
y pico de años, había perdido la cabeza por una joven veinteañera,

142
casada por añadidura, doña Marta de Nevares Santoyo, y que no
era mal correspondido. Tampoco contribuía a su tranquilidad la
emergencia de autores novedosos, como Tirso de Molina y Juan
Ruiz de Alarcón quienes, con obras inteligentes y graciosas,
amenazaban arrebatarle el favor de los adictos a los corrales de
comedias. Tal vez por eso se mostró indulgente, incluso
conciliador, hacia su nuevo vecino, mencionándolo elogiosamente
en varias de sus comedias y escribiendo un par de versos en su
honor.
Éste, por su parte, se dedicó a malgastar cuanto le quedaba de
fortuna en convites y festejos, o dando rienda suelta a su
inmoderada afición por los juegos de naipes. Muy pronto, su ya de
por sí disminuido peculio se redujo a poco menos que nada. Dios
decidió entonces, medita él abatido en su lecho de enfermo, que
había llegado el momento de castigar su imperdonable soberbia, su
inconformismo, así como aquella antigua arrogancia y cotidiana
falta de respeto de la que había hecho tanta gala en su nativa
Córdoba. Para escarmentarlo, lo transformó en lo que él había
despreciado y zaherido durante toda su vida: el perfecto modelo de
cortesano pedigüeño. Fue el Todopoderoso quien, como una
terrible y última lección, le dejó consumir su tiempo en antesalas y
malogró sus empeños en las innumerables audiencias ante el rey y
sus validos. Él le hizo humillarse y mendigar día tras día sin recibir
nuevas mercedes que le permitieran, al menos, continuar con la
vida que llevaba.
-En Madrid las cosas nunca resultaron como él habría querido,
-dice la voz de Marica-. Sufrió penas y disgustos sin cuento. Fueron

143
los años de vida cortesana los que minaron su salud y le hicieron
arruinarse por completo.
-Al dejar la corte debía dinero a medio mundo, -agrega esa voz
que él logra ahora, por fin, asociar a la de su sobrino, Luis-. Sin
contar a quienes le prestaron para sostenerse, tenía deudas
atrasadas con todos sus proveedores, sin faltar uno, y llevaba meses
sin pagar el salario de sus criados.
-Adeudaba hasta el alquiler de la cama en que dormía, -añade la
primera voz de hombre ¿será acaso la de Francisco del Corral?-.
Nunca sabremos que hacía con el dinero. Lo jugaba a las cartas,
supongo, y escribía todos los meses exigiendo más y más, hasta que
nos fue imposible proporcionárselo.
-Sin embargo, la reina Isabel le tenía en gran estima. –escucha
ahora la voz de su hermana mayor-. Cuando le vino la apoplejía
envió a su propio médico para que lo examinara.

Don Luis aprieta los párpados y los recuerdos hierven de


nuevo bajo su frente afiebrada. Las cosas empeoraron de verdad
con la caída en desgracia del duque de Lerma y la muerte de Felipe
Tercero. Para colmo de males don Rodrigo Calderón, el marqués
de Siete Iglesias fue encarcelado por malversar los fondos reales. Su
cabeza rodó ante una multitud enardecida, sobre las tablas de un
cadalso levantado en mitad de la Plaza Mayor. A su otro gran
amigo y protector, Juan de Tassis, conde de Villamediana, mientras
paseaba en su carroza junto al portal de los pellejeros, le asesinaron
de lanzazo tal “que aun en un toro diera horror”, escribió él
acongojado. Todo a causa de sus supuestos amores con la reina
Isabel de Borbón. El conde de Lemos, también alejado del favor

144
real, fallecería de un mal misterioso y fulminante pocos meses
después. Don luis ya no pudo recuperarse, ni en lo moral ni en lo
económico, de semejantes pérdidas. La desaparición de sus
benefactores le precipitó a la ruina total. Empezó a hacer sus visitas
de noche, “a lo murciélago”, decía, para que nadie notara el
deterioro de su carroza, y luego, muerto de vergüenza, procuraba
hacerse invitar a la cena para no morir también de hambre. No
tardó en verse obligado a vender sus muebles y a vestir en cualquier
época del año las mismas prendas gastadas y rotas. Al final, los
fríos, sin leña, en el invierno resultaron tan insoportables como sus
apuros y embarazos. Pero no se conformó con eso Dios Nuestro
Señor, ni detuvo ahí su cólera: permitió que enfermara de los ojos y
padeciera una apoplejía. Luego, cuando se estaba reponiendo de
este último achaque, lo entregó a sus enemigos para que le dieran el
golpe de gracia. Éste le fue suministrado por, ¿quién si no?, don
Francisco de Quevedo y Villegas. A su vengativo adversario se le
ocurrió comprar la casa de la calle del Niño, donde él habitaba,
para darse la innoble satisfacción de lanzarlo a la calle. Luego, entre
risas, contaba a todos que antes de irse a vivir a ella “para
perfumarla / y desengongorarla / de vapores tan crasos / quemó
como pastillas Garcilasos”.
Ya no fue capaz de resistir más tiempo. Hastiado “de seguir
sombras y abrazar engaños”, sin nada real que le retuviera en la
corte, enfermo y vencido, tomó el camino de vuelta a su añorada
Córdoba. Al llegar le esperaban otras desilusiones. En la orgullosa
casona solariega se había instalado una forja y parte de ella estaba
convertida en granero. Su jardín derruido y abandonado, completó

145
la triste imagen que se hacía de sí mismo. De su paraíso de infancia
sólo quedaban escombros.
Abre de improviso los ojos. No es que desee abarcar, con una
última mirada, el piadoso cuadro familiar que le rodea, como se les
ocurre de pronto a sus desprevenidos parientes, sino porque le ha
venido a la mente un soneto. Su autor, Don Luis reprime un gesto
de pesar, es nada menos que Lope de Vega, y el poema está
dedicado a él:

Canta, cisne andaluz, que el verde coro


del Tajo escucha tu divino acento,
si, ingrato, el Betis no responde atento
al aplauso que debe a tu decoro.

Más de tu soledad el eco adoro,


que el alma y voz de lírico portento,
pues tú solo pusiste al instrumento
sobre trastes de plata, cuerdas de oro.

Huya con pies de nieve Galatea,


gigante del Parnaso, que en tu llama
sacra ninfa inmortal arder desea.

Que como, si la envidia te desama


en ondas de cristal la lira orfea
en círculos de sol irá tu fama.

146
Cierra los ojos al tiempo que la dueña con la voz de su hermana
Marica le toma, cariñosa, de la mano.
-Esta mañana pidió los santos sacramentos, -la oye murmurar-
y en seguida vinieron a administrárselos. Al menos se ha
reconciliado con Dios.
Él esboza una sonrisa débil, casi agónica. ¿Así que había
solicitado él mismo los santísimos sacramentos? ¿Cómo es que no
podía recordarlo? No sólo eso, la mujer afirmaba que ya se los
habían administrado. Tampoco era capaz de recordarlo pero eso le
ponía, fuera de toda duda, en paz con el Creador, aunque no lo
estuviese con la mayoría de sus criaturas.
Sin abrir ya los ojos imagina la gran ventana del aposento, tras
cuyos cristales, más allá de las macetas del balcón, fluye la vida de
la calle. Medita que, en esos momentos, aunque él no pueda verlos,
están en plena floración los naranjos, arrayanes y jazmines de su
huerta. Su cabeza se va llenando así de sol, de luz, de oro…
Siente una ligera convulsión, un postrer desfallecimiento.
Como si él mismo dentro de sí se esforzara por salir, por
desprenderse de ese viejo y deteriorado cascarón tendido entre las
sábanas sucias. ¿Serán así los últimos instantes? “¿Ahora que
empezaba a saber algo de la primera letra del abecedario me llama
Dios?”, se dice, “cúmplase su voluntad”. Luego rememora dos
líneas del soneto que le compuso su acérrimo rival, “pues tú solo
pusiste al instrumento / sobre trastes de plata, cuerdas de oro”.
Sonríe moribundo. No fue tan malo el hallazgo proviniendo de
aquel “repentino poeta acelerado, / morador de la fuente del
mercado” y de la grosera plebeyez de los corrales de comedia.

147
148
LA CONTINUIDAD DE LOS LIBROS

A Paco Ignacio, sentado en el


suelo en mitad de la sala.
Y a Paloma, y a Marina

149
Es una vieja máxima mía que, una vez
eliminado lo imposible, lo que reste, por muy
improbable que parezca, debe ser la verdad.

Sir Arthur Conan Doyle


La Aventura de la Diadema de Berilos

Vea el valor de la imaginación, dijo Holmes,


la única cualidad que falta a Gregory.
Nosotros imaginamos lo que pudo suceder,
actuamos conforme a esa suposición, y
dimos en lo cierto.

Sir Arthur Conan Doyle


Llama de Plata

150
A mí siempre me atrajeron los misterios. Alguien me dijo
una vez, citando en broma a un personaje de Oscar Wilde, que
lo único en verdad irresistible era la tentación. Para mí no. Lo
único que yo me sentía incapaz de resistir era el misterio. No
importaba que se tratara de un rostro al que tuviera la sensación
de haber visto en otra parte, de una callejuela semioculta tras
un recodo de imprevistas arboledas, o de una coincidencia
inexplicable y aparentemente idiota. Desde un sueño
incomprensible hasta un mate en tres jugadas, de los que
aparecen a menudo en las columnas de ajedrez de los
periódicos, cualquier tipo de acertijo que no supiera solucionar
en el instante, bastaba para sentenciarme al insomnio.
Nací, pues, condenado a este despacho, a este escritorio
repleto de papeles inútiles, a la discreta salita de espera y a la
minúscula placa de bronce atornillada a la puerta sobre la que
se lee, bajo mi nombre, el escueto aviso de mi trabajo:
Detective Privado. Mi vocación fue, desde siempre, este oficio
de intruso, aunque el ejercerlo nunca satisfizo plenamente mi
malsana pasión por los enigmas. La tarea de investigador carece
del brillo que uno le imagina al verla representada en el cine o
en los libros. En nada se parecen los asuntos que me ocupan a
los que hechizaron mi juventud en las plumas de Chandler,
Hammett, Conan Doyle o Simenon. Si alguna vez, en la lejana
adolescencia, soñé convertirme en Phillip Marlowe, Sam Spade

151
o Sherlock Holmes, la dura realidad de la profesión me llevó
mas bien al anónimo papel de un Maigret particular. Los casos
que me toca resolver son poco interesantes, carecen de
suspenso, y desembocan sin remedio en finales previsibles.
He dicho “los casos que me toca resolver”, donde debí
decir “la mayoría de los casos que… etcétera”, porque hace
poco tiempo me ocupé de un problema cuyo planteamiento
curaría para siempre mi afición por los enigmas y cuyo
desenlace ha cambiado el curso de mi vida. Pero importa
comenzar por el principio. El orden, pienso yo, es el hilo
conductor indispensable para despejar cualquier incógnita.
Todo comenzó hace varios meses, con una consternada
voz de mujer solicitándome una cita urgente en el teléfono. El
nombre con el que se identificó, Michelle Delorme, no me era
por completo desconocido. Lo había visto varias veces en las
notas de sociales del periódico, relacionado con uno que otro
escándalo. Se le mencionaba como la única heredera de una
familia bastante adinerada, y como una mujer muy poco
convencional pues, pese a su enorme fortuna, se había abierto
su propio camino en no recordaba qué disciplina científica.
La secretaria estaba de vacaciones y yo no había querido
sustituirla por otra. Mi despacho es pequeño, recibo pocos
clientes, y en realidad no la necesito más que para atender a los
contados visitantes y contestar el teléfono. Me ocupé, pues, yo
mismo del asunto. Puse en orden la recepción, su escritorio
nunca estuvo tan pulcro, y dejé la puerta entreabierta para
cuando, a la hora convenida, se presentara mi cliente.
Ella llegó con puntualidad a la cita. Se trataba de una
mujer alta y atractiva, de abundante cabellera cobriza, que
rebasaba los cuarenta con esa apariencia soleada y saludable de
quien ama el ejercicio o trabaja al aire libre. Sus maneras eran
francas y directas. Los finos rasgos de su cara, a pesar de los
evidentes desvelos y la inocultable impronta de las lágrimas,
denotaban que su hermosura debió ser en otro tiempo
espléndida. Por otra parte no le sobraba, ni le faltaba, un solo
gramo de grasa en ninguna parte del cuerpo.

152
Después de las presentaciones se sentó ante el escritorio,
sacó una ajada novela de su bolso, la puso sobre la maciza
superficie de madera y, sin mediar una palabra, la empujó con
suavidad hacia mí. Luego se quedó observándome, con inquieta
curiosidad, como si esperara una reacción de mi parte antes de
abordar el motivo de su visita. Yo no me moví, pero no se me
escapó el título del libro. Se trataba, aunque aquel maltratado
ejemplar no lo evidenciara, de una novela de moda. Algo había
leído yo sobre ella. Las columnas literarias le dedicaban grandes
espacios. La ópera prima de un autor extranjero, mexicano o
chileno, que había ganado distintos premios de la crítica y, por
consiguiente, vendido cientos de miles de ejemplares, aunque
no faltaba quien le reprochase una faceta sentimental,
rocambolesca, y hasta desvergonzadamente melodramática. De
todos modos, sin tocar el libro, esperé a que ella dominara sus
reservas y me dirigiera primero la palabra. No lo hizo de
inmediato. Antes me ofreció un cigarrillo que decliné con un
movimiento de cabeza. Acto seguido, sacó de su bolso un
hermoso encendedor de laca azul, y su mano tembló, de
manera casi imperceptible, al aproximar la flama al extremo del
tabaco. La agitación disentía con la entereza de su rostro y
traicionaba su apariencia de serenidad en la entrevista.
Cuando por fin, entre vacilaciones y rodeos, se decidió a
hablar, fue deshilando la más extraña historia que jamás se
hubiese escuchado entre las cuatro paredes del despacho. Se
iniciaba como una tonta novela rosa para irse adentrando, paso
a paso, en un misterio inverosímil.
Había descubierto el libro, me dijo señalando con la vista
el que reposaba encima de la mesa, pocas semanas antes, casi el
mismo día de su lanzamiento en Francia, en una pequeña
librería del diecisieteavo, junto al mercado donde acostumbraba
hacer sus compras los domingos. Desde el instante mismo en
que su mirada rozó, al pasar, la portada tras el escaparate, supo
que el libro se refería a ella. No podía tratar más que de ella. El
nombre del autor, escrito con letras negras y redondas sobre el
título, era el mismo que le había sido tan querido y familiar en

153
otra época, casi veinte años atrás, los meses que siguió un curso
sobre culturas prehispánicas en la universidad de Guanajuato,
en México.
Entró a la librería con paso incierto, agitada por las
emociones que la repentina irrupción del pasado en el presente
removían en su interior. El libro, de hecho una breve pila de
ellos, yacía acostado sobre una de las mesas destinadas a las
publicaciones más recientes bajo un letrero escrito a mano que
anunciaba las novedades extranjeras.
Lo abrió para examinar los datos que del autor se dice
siempre en la solapa y reconoció, en el rostro moreno y tristón,
algo enfermizo y prematuramente avejentado de la foto, los
mismos rasgos de aquel joven condiscípulo que tan
íntimamente frecuentó a su paso por México. Al pie del
grabado se hacía una breve apología del escritor de quien, se
afirmaba, vivía rodeado de misterio. En ese punto, y al oír esa
última palabra, apoyé ambos codos sobre el escritorio y me
dispuse a escucharla mejor.
La novela se había publicado en su lengua original un
par de años antes. Desde entonces, la obra se había traducido
con éxito a una docena de idiomas y buena parte de la crítica la
alababa por su penetración psicológica aunada a un estilo
acabado y directo, luminoso, según leí yo después en el análisis
de la contraportada. A ella no le extrañó el libro. Lo que en
verdad la sorprendía, pensó, era que nunca hubiese escrito nada
antes. Ya desde aquella época le habían admirado sus
indudables aptitudes poéticas, confirmadas después de su
partida por la dulzura de una estela de cartas que la siguieron
sin descanso hasta su departamento de soltera en la rue du
Dragon, infatigablemente tiernas y puntuales, a pesar de jamás
obtener respuesta de su parte.
Salió del local con la novela en la mano, hojeando con
interés las páginas. El relato, era cierto, la concernía. En ese
punto su intuición no la había engañado. La similitud entre el
personaje femenino de la obra y ella misma era bastante
evidente. No llevaban el mismo nombre, desde luego, la

154
heroína del libro se llamaba Denise, pero todo lo demás
coincidía: la nacionalidad, el color de sus cabellos, la
descripción de su rostro, ciertos gestos muy suyos y varias otras
particularidades de su personalidad. Era ella y, al mismo
tiempo, era otra: un ser radiante, sensible, excepcional, como
nunca se había visto retratada ni en el corazón ni en los ojos de
nadie.
Yo, conforme escuchaba el desarrollo de la historia, me
sentía cada vez más inclinado a compartir la opinión de quienes
la criticaban por su excesivo sentimentalismo. Estaba
acostumbrado a que buena parte de mis clientes me solicitaran
averiguaciones que, de una manera u otra, incumbían a su vida
privada y, muy a menudo, a sus problemas afectivos. Esta
inquisición, sin embargo, entre una mujer y su amante de
antaño me perturbaba sobremanera. Máxime que no tenía el
menor indicio de a dónde iría a parar con su monólogo. Me
moví incómodo en el asiento y le pregunté si deseaba café.
Mi visitante afirmó con la cabeza mientras aplastaba la
colilla del cigarrillo contra el borde del cenicero. Luego echó
mano de otro y se lo puso en los labios. Noté que al acercarle la
llama ya no le temblaba el pulso. Decidirse a hablar había
contribuido a serenarla.
Le acerqué una taza de café, muy cargado y todavía
humeante. Serví otra para mí y me acomodé de nuevo en el
asiento. Creí que llegaba el momento en que me expondría su
problema. Para mi sorpresa, en lugar de eso, continuó
ahondando en la novela. Por lo que pude entrever en la sucinta
relación que me hizo, el narrador actuaba como principal
protagonista y refería en detalle su apasionada experiencia
amorosa con su inolvidable Denise. Esa especie de idolatría le
llevaba con el tiempo a convertirse él mismo en una especie de
deidad tutelar que le seguía los pasos, a pesar del tiempo y la
distancia, y le hacía testigo de su vida interior, de sus más
secretos pensamientos y de sus más recónditas emociones.
En ello mostraba gran tino, añadió ella haciendo una
pausa para beber un pequeño sorbo del espeso café que tenía

155
delante y abandonar a medias su segundo cigarrillo. Él era en
verdad capaz de adivinar sus pensamientos como si, de algún
modo, pudiera mirar dentro de su corazón y su cabeza.
Yo no quise interrumpir su narración con una pregunta
trivial, pero ¿hablaba de sus propios pensamientos o de los de
Denise? Debía referirse a los suyos, desde luego. De otro
modo, ¿qué tanto tino necesita un escritor para adentrarse en
los de un personaje que él mismo está creando?
El libro se iniciaba el mismo día de su encuentro,
continuó mi cliente. El autor refería cómo, en Guanajuato,
aunque él no era originario de ahí, el destino le había hecho
trabar amistad con una hermosa extranjera de la que terminó
enamorándose. La joven del libro, estudiante de antropología,
había emprendido el viaje a México para tomar un curso sobre
culturas prehispánicas en aquella pequeña ciudad de provincia.
Ella misma, aclaró, era ahora una antropóloga de
reconocido prestigio que, en efecto, poco antes de su primer
matrimonio, había pasado un tiempo estudiando donde la
novela indicaba. Fue en esa época que conoció al autor y había
vivido con él una pasión juvenil tan corta como intensa. No se
percató, en el momento, de que significara tanto para él a pesar
de que, a su regreso, la persiguió con sus cartas. Esas misivas
henchidas de incurable nostalgia de las que había hablado
antes, y que ella se negó a responder para no alentar más un
amor que ya no quería retribuir. Con los años sus correos
fueron espaciándose y terminaron por extinguirse. No volvió a
saber más de él, hasta que se encontró con el libro que había
puesto sobre mi mesa y que, como espectro justiciero, se
levantaba ante ella para enunciar en detalle las mortificaciones y
penurias con las que la vida le haría pagar sus veleidades de
antaño.
“La mujer está loca”, me dije. Lo que contaba no tenía ni
pies ni cabeza. ¿Habría leído “Psiquiatra” ahí donde decía
claramente “Detective Privado”? Un gesto de impaciencia
debió traicionar mis especulaciones porque ella, después de un

156
casi imperceptible carraspeo, cortó por lo sano para entrar, por
fin, en materia.
Por esa razón venía a consultarme, indicó bajando la
voz: apenas dos años antes, aquel primer matrimonio había
terminado en un estrepitoso fracaso. Cometió el error de
involucrarse con un famoso director de orquesta italiano, a
quien conoció durante una cena de beneficencia en Roma. Su
primer marido, de quien vivía mas o menos separada,
aprovechó el desliz para demandar el divorcio. La relación con
el músico resultó, a su vez, tan desafortunada como la anterior.
Él estaba demasiado absorto en su arte y ella en sus propias
ocupaciones, por lo que su nuevo vínculo tuvo el mismo final
catastrófico que el precedente. Otro divorcio que costó
mantener en sigilo, lejos de los oídos curiosos y las lentes
codiciosas de los reporteros de sociales. Al parecer ella no
había nacido para compartir su vida con nadie y ya nada le
interesaba fuera de su trabajo. Pues bien, todo eso estaba
descrito, desde los incidentes menos conocidos hasta las más
vergonzosas intimidades de sus aventuras amorosas y de sus
respectivos divorcios, en la novela que había puesto sobre la
mesa.
Ni siquiera entonces vi clara mi posible participación en
el caso. Enarqué las cejas, escéptico. Cabía, desde luego, la
posibilidad de una demanda ante los tribunales por invasión de
su vida privada, le dije, pero esa no era mi especialidad. Podía,
sin embargo, recomendarle a un abogado de absoluta confianza
que…
Me interrumpió con un movimiento brusco de la mano.
¿No lo entendía? Pocos podrían relacionar a la protagonista
con su persona porque la mayor parte de los datos manejados
en la obra no eran asuntos del dominio público, sino que
pertenecían a la esfera de su propia intimidad. No había forma
de que el autor se hubiese enterado de ellos: ni de las
desventuras de su primer matrimonio, ni mucho menos de lo
que había pasado por su corazón o su cabeza al encontrar a
quien sería su segundo marido, ni del vía crucis que le había

157
tocado vivir durante ambos divorcios. Pero aún eso, si uno se
esforzaba elucubrando explicaciones, aunque ella no diera con
cuáles, tal vez podría aclararse. Lo verdaderamente
incomprensible era que el libro se hubiese escrito y publicado
en su lengua original antes de que ocurrieran los hechos. Si se sumaba
el tiempo de encontrar un editor, de lograr que se interesara en
el texto, de concluir un trato con la empresa editorial, de hacer
las correcciones necesarias, de imprimirlo y ponerlo en
circulación, el manuscrito dataría de, por lo menos, tres años
atrás. Meses antes de que ella encontrara a su dichoso director
de orquesta, de su idilio y de su separación, de la catastrófica
aventura de su segundo matrimonio y al menos dos años antes
de su último divorcio.
Se detuvo un instante para recuperar el aliento. Abrió el
bolso, tal vez con la intención de sustituir el medio cigarrillo
apagado por uno de repuesto pero cambió de opinión. En su
lugar respiró hondo, se echó hacia atrás en la silla y clavó en mí
sus profundos ojos castaños.
Yo estaba perplejo. Habría que esclarecer varias
cuestiones le dije: esa versión del libro que tenía entre las
manos, por ejemplo, ¿qué tanto estaría, en realidad, apegada al
manuscrito original? El asunto de sus divorcios y algunas otras
indiscreciones sobre su vida privada habrían podido, tal vez,
introducirse en la edición francesa como cambios de último
minuto. Esos datos, más lo que el escritor conocía de
antemano sobre ella y un buen tanto de la imaginación
desbocada de ambos habrían hecho el resto.
Suspiró antes de mover la cabeza con escepticismo.
Podría ser, me dijo, en todo caso, a mí me tocaba averiguarlo.
Ella estaba dispuesta a pagar lo que fuera necesario para dar
con el autor y resolver el enigma. Ponía el asunto en mis
manos, pero me aconsejaba, ante todo, que leyera el libro.
Había ciertos pormenores que me convenía descubrir por mi
cuenta.
Atribuí la recomendación al pudor ocasionado por dios
sabe qué vergonzosas intimidades develadas en el libro que no

158
se atrevía a mencionar ella misma, y no di mayor importancia a
lo dicho. El caso me interesaba, le expuse, porque ofrecía
aspectos poco usuales en mi trabajo. Estaba de acuerdo en
hacerme cargo del asunto e intentaría resolver el acertijo,
aunque tal vez la solución fuese mucho más simple de lo que
ella imaginaba y estuviera ligada a ciertas irregularidades, como
ya le había explicado antes, respecto a la fecha de la edición del
libro en Francia. De todos modos no nos tomaría mucho
tiempo, ni esfuerzo, averiguarlo.
Agradeció mis atenciones con una sonrisa y un
movimiento de cabeza en el que se reflejaba el poco
convencimiento que le inspiraban mis palabras y se puso de
pie, permitiéndome admirar otra vez plenamente esa natural
hermosura que tanto había llamado mi atención a su entrada.
Sentí alivio al pensar que, después de todo, no estaba tan loca.
Estrechó mi mano en señal de despedida y se retiró, la cabeza
erguida, la mirada triste, sin hacer más comentarios. Su aroma,
mezcla de perfume caro y del olor a tabaco de sus cigarrillos
quedó flotando largo rato en el despacho después de su partida.
La verdad es que, en esa ocasión, como en tantas otras
en las que uno se deja engañar por lo que parece evidente, yo
me equivoqué de medio a medio y mis optimistas predicciones
resultaron absolutamente erróneas. Pero eso no lo supe sino
hasta después de interrogar a los responsables de la edición del
libro en Francia.

La editora resultó ser una delgada y atractiva mujer de


hermosos ojos verdes que frisaba cincuenta años y que debía
fama y fortuna a su talento para descubrir y dar a conocer
narradores hispanoamericanos. Me recibió en su moderno
despacho, atiborrado de libros, y de fotos de autores
convenientemente colgadas detrás de su escritorio, en el primer
piso de un vetusto edificio de piedra tallada ubicado en una
callejuela del barrio latino. Me acogió con una inteligente
mirada, entre suspicaz y curiosa, que indicaba a las claras no
haberse creído del todo los pretextos de mi visita. Me aseguró,

159
sin embargo, que ella había leído el original mexicano y que la
novela publicada por su casa editorial era una versión fiel de la
impresa en lengua castellana. Ella no conocía al escritor y había
adquirido los derechos a través de su agente literario, una
conocida empresaria catalana que tenía su sociedad en la ciudad
de Barcelona. Recordaba vagamente que quien tradujo la obra,
un hispanista de reconocido prestigio, había entrado en
contacto con el autor para despejar ciertas dudas surgidas
durante su trabajo, pero no recordaba cómo ni en qué
circunstancias. Yo podía intentar comunicarme con él aunque
hacerlo no era una tarea sencilla. Al hombre le inspiraban una
gran desconfianza los aparatos modernos, por lo que redactaba
sus traducciones a mano y casi nunca respondía el teléfono.
Ella se comunicaba con él por correo. Vivía solo, en un
pequeño pueblo de la costa normanda y, sí, con muchísimo
gusto, la secretaria podía proporcionarme su domicilio y
cualquier otro dato que le solicitara.
Después de unos días desperdiciados en llamadas
inútiles a Flers, una diminuta localidad de Normandía, en las
que tuve la impresión de que el timbre del teléfono resonaba a
perpetuidad por los corredores de una casa desierta, opté por
abordar un tren y acudir a entrevistarme en persona con el
retraído traductor.
El libro no había sufrido ninguna alteración respecto del
original mexicano, me confirmó el hombre de cabellos canosos
y sonrisa afable mientras la lluvia golpeaba inclemente las
ventanas de su casa. Quienes consideraban la obra cursi y
sensiblera no sabían nada de literatura. Cierto que a ratos
pecaba de excesiva, pero ¿qué decir entonces de Flaubert,
Hugo o Dostoyevsky? Me encareció el trabajo del escritor
como el de un gran artista. Un verdadero orfebre de la palabra,
que la ponía al servicio de una intriga en la que se aunaban la
magia y el retrato psicológico. Eso era, en verdad, lo
excepcional de la obra: el aura de misterio que la rodeaba y que
lo singularizaba a él también como autor. Esa vida, secreta,

160
enigmática, que convertía al texto en una lúcida y aterradora
prolongación de su propia experiencia personal.
No, nunca lo había encontrado cara a cara pero sí,
conversaron un par de veces por teléfono. No, no era cosa de
magia, porque, cierto, él aborrecía el aparatejo y se negaba a
responderlo, pero en ese caso particular era él mismo quien
había llamado al autor, por cuenta de la editorial, para que le
aclarara unas dudas sobre el significado exacto de ciertas
expresiones mexicanas. El escritor se mostró bastante
asequible, le ayudó a esclarecer su incertidumbre pero no, no le
sugirió ningún cambio en el texto. Ni la trama ni las vivencias
de la protagonista habían sufrido modificaciones. Pensaba que,
poco después de la entrevista, el autor se había mudado de casa
porque cuando, semanas más tarde, intentó llamarle de nuevo
para invitarlo al festival de Saint Maló, se topó con una
grabación de la compañía de teléfonos anunciando que ese
número estaba fuera de servicio. Como no tenía otro, ya no
pudo transmitirle el convite y jamás había vuelto a tener
noticias de él.
Un par de llamadas a Barcelona me convencieron de que
no tendría más suerte allá. A la simpática operadora que
respondió el teléfono le conté que preparaba un importante
reportaje gráfico sobre uno de sus autores, le dije el nombre, y
que tenía necesidad de localizarlo. Me pidió que esperara unos
instantes para ponerme en contacto con la persona que tenía a
su cargo al escritor en cuestión. Al escuchar otra voz femenina
en la línea me convencí de que la mayor parte de la industria
editorial está manejada por mujeres. La segunda voz se mostró
menos afable que la anterior. Daba la sensación de encontrarse
ocupada y tener mucha prisa, por lo que respondía a las
preguntas de manera lacónica, expedita, aunque
impecablemente profesional. El autor se rehusaba
obstinadamente a conceder entrevistas, e incluso a
proporcionar sus datos particulares. Ni siquiera ellos sabían
dónde encontrarlo. La correspondencia se limitaba a una serie
de breves instrucciones manuscritas enviadas por él desde una

161
dirección de correos en la ciudad de México, puntualizó, y
tenían ya varios meses sin recibir nuevos mensajes. De hecho
no sabían qué hacer con los dividendos que aún estaban
llegando, fruto de sus últimas traducciones europeas. Las
instrucciones iniciales indicaban depositar los beneficios en una
cuenta bancaria de la misma ciudad de México, cosa de la que
ellos se encargaron con irreprochable puntualidad hasta que,
unas semanas atrás, se les avisó que había sido cancelada. Me
explicaba lo anterior porque a ella también le urgía localizar al
personaje y tal vez yo pudiera trasmitirle unos encargos.
Precisaba una comunicación suya donde se indicara qué hacer
con los nuevos ingresos. Por otro lado, le llovían ofertas para
una segunda novela y, según sus cálculos, a esas alturas debería
estar terminándola. Necesitaba conocer una probable fecha de
entrega. Le prometí, si me confiaba los datos a su alcance,
pasarle sus recados cuando lo encontrara y, si no, llamarla otra
vez por teléfono para ponerla al corriente de mis indagaciones.
Eso, contra todas mis presunciones originales, liquidaba
la investigación en Europa. No quedaba gran cosa por hacer de
este lado del Atlántico. Me comuniqué con madame Delorme
para hacerle saber que habíamos topado con un callejón sin
salida. Si seguía resuelta a esclarecer el misterio del libro y a
averiguar el paradero del autor, estaba obligada a proseguir las
pesquisas en México. No advertí ni sorpresa ni desilusión en su
voz. Me preguntó si ya había comenzado a leer la novela. Me
excusé alegando falta de tiempo pero le dije que me proponía
empezar pronto, e insistí: ¿qué opinaba de la posibilidad de
recurrir a un detective local para continuar las averiguaciones?
Alguien de absoluta discreción que…, empecé a decir, pero ella
me contuvo. No confiaba en la policía de ese país, aseveró, ni
siquiera en la privada. ¿Estaba entonces dispuesta a dejar
inconclusa la investigación? Su respuesta fue otra vez negativa.
Deseaba que yo continuara a cargo de ella, que hiciera de lado
cualquier otro caso en el que me encontrara trabajando para
dedicarme en cuerpo y alma al suyo, costara lo que costara.
Tenía necesidad de encontrar a su antiguo amante, de verlo, de

162
justificarse ante él. Estaba decidida, me repitió, y no la
detendrían los gastos. Eso, de hecho, era lo que menos le
preocupaba. Poseía suficiente dinero como para darse el lujo de
pasarse el resto de la vida buscándolo, desde el último rincón
de la Tierra del Fuego hasta la cima más alta del Tibet.
Dondequiera que se hubiese metido. Lo único que en realidad
le importaba era ponerse de nuevo en contacto con él,
explicarse y escuchar, a su vez, las explicaciones que él tuviera a
bien darle. Para ella esa era la única forma de llegar al fondo del
asunto.
Reservé un asiento en el vuelo directo de Air France que,
unos días después, saldría del aeropuerto Charles de Gaulle
rumbo al Miguel Hidalgo, de la ciudad de México. Compré el
libro antes de abordar el avión y me puse a leerlo mientras la
aeronave rodaba pesadamente hacia la cabecera de la pista para
alzarse luego, como un enorme pájaro torpe y desgarbado, muy
por encima de las nubes. Desde los primeros párrafos entendí
la razón de su éxito. Aunque se trataba de una novela bastante
gorda para mi gusto, casi cuatrocientas páginas, reunía
suficientes elementos de cursilería sentimental como para
inflamar las emociones y obsesiones de la mujer, su sensación
de ser incomprendida y estar subvalorada en una sociedad
eminentemente masculina. Eso explicaba el alto número de
ejemplares vendidos. El mercado femenino, según leí en alguna
parte, había rebasado al de los hombres en la compra de libros.
Ellas reivindicaban ahora viejos y queridos vicios nuestros,
como la lectura o el tabaco, pensé al recordar el aristocrático
perfil de madame Delorme fumando sin descanso en mi
oficina.
El libro narraba, en un tono de profunda tristeza, la
decepción del autor ante la inconstancia de Denise, la mujer de
la que se había enamorado, junto con algunas escabrosas
intimidades de su vida erótica, que de seguro proporcionarían
algún lascivo solaz a las lectoras. Rememoraba sus largos
paseos por San Miguel, un pueblo cercano a la ciudad donde
ambos estudiaban, sus entrevistas en un pintoresco café

163
llamado El Patio, donde ella tecleaba canciones francesas sobre
un viejo piano cuando se quedaban a solas. Me sentí naufragar
de repente en un río de melcocha. Busqué algún periódico, una
revista cualquiera a mi alrededor, una tabla de salvación a la
cual aferrarme para respirar una bocanada de aire. Nunca
obtuve tanto placer hojeando fotos de modas ni me
entretuvieron tanto las gráficas de finanzas. Después reflexioné
que la historia dejada de lado formaba parte del caso y que me
pagaban por conocerla. Me invadió un sentimiento de culpa y
reanudé la lectura. Él anhelaba que Denise conociera su nativa
Michoacán, y le propuso varias veces llevarla. Quería estar con
ella al borde de un lago, al que llamaba Pátzcuaro, donde las
barcas de los pescadores extendían sus redes como mariposas
al atardecer. Le hablaba de la noche de muertos en un
cementerio situado en una isla en mitad de las aguas. Un
espectáculo pasmoso, le decía, en el que los indígenas del lugar
ofrecían de comer a sus muertos y, en medio de cirios y rezos,
velaban con ellos hasta el amanecer. Ella le prometió que haría
el viaje, que vendría a verlo a la orilla de aquel lago fabuloso
pero, en lugar de ello, cuando terminaron los cursos tomó el
primer avión de vuelta a su país. Fue un alejamiento definitivo.
Nunca más volvió a poner los pies en México.
En seguida venía la reseña de sus posteriores fracasos
sentimentales y de sus matrimonios fallidos. Traté de relacionar
al personaje del libro con la elegante mujer que se había
entrevistado conmigo días atrás y con lo que entonces me
contó de sí misma. Si lo que se narraba en la obra tenía de
verdad alguna relación con la psicología y la existencia real de
madame Delorme, si sus desastres conyugales eran tal como el
autor los describía, mi cliente no dejaba de ser una mujer
extremadamente desdichada. Sus vínculos sentimentales
germinaban de una especie de curiosidad intelectual y carecían
de pasión. Por eso, todas sus relaciones, comenzando por
aquella primera en México, terminaban en medio del caos, del
abandono, de la desesperanza total. Según el autor, esa
insustancialidad de su vida no era más que el vacío creado por

164
la ausencia del único ser que alguna vez supo conocerla y
amarla, y a quien ella debió haber correspondido, o sea él
mismo. Hasta ahí llegaba más o menos lo que ella me había
relatado en el despacho. Estaba a punto de abandonar otra vez
la lectura cuando, al volver la página, el libro casi se me cae de
las manos: para demostrárselo el protagonista escribía una novela. Y
las cosas no paraban ahí. El texto me traía, de improviso, de
sorpresa en sorpresa, me costaba dar crédito a las líneas que
desfilaban ante mis ojos. Comprendí entonces a qué se refiría
madame Delorme al pedirme que lo leyera yo mismo. Con el
tiempo, la heroína, allá en su país, abatida y desengañada por
sus fracasos sentimentales, descubría la novela y, al leerla, se daba
cuenta por fin de lo que él la había amado y la antigua pasión
amorosa se despertaba con más violencia que nunca. Ella se
decidía a buscarlo, a pedirle perdón, a entregarse de nuevo a él
para reparar sus errores. Pero el objeto de su pasión ya no se
encontraba a la mano, había huido, se había ocultado del
mundo. Ahora su misión era encontrarlo de nuevo, hacerse
digna del amor que, en su momento, no supo apreciar.
El libro se excedía a sí mismo en lo inconcebiblemente
rebuscado, sensiblero, efectista y banal de la trama, ¿cómo
pudo ese desmesurado culebrón publicarse, venderse e, incluso,
ganar premios? No lo entendía. Algo andaba muy podrido en el
gusto del público y en el tejemaneje de la industria editorial. Sin
embargo, a mí, su chocante paralelo con la realidad me impedía
soltarlo. Conforme avanzaba en la lectura me iba hundiendo
cada vez más y más en el desasosiego hasta que, en mitad de la
noche, leí algo que, a novecientos kilómetros por hora y diez
mil metros de altitud sobre el océano Atlántico, camino a una
tierra desconocida, me heló la sangre en las venas. Denise,
desesperada al no dar con su antiguo amante, y para continuar
con las indagaciones, contrataba a un detective privado. El
investigador, sin embargo, resultaba una completa nulidad, no
servía para nada y se mostraba incapaz de localizarlo. Entonces
ella decidía tomar la averiguación por su cuenta y se lanzaba a
proseguirla en México.

165
Dejé el libro de lado para procesar con más calma la
información que tan de golpe me asaltaba la cabeza. Una duda
empezó a rondarme por la mente. ¿Habría leído madame
Delorme la edición original antes de venir a consultarme? Ella
estudió un tiempo en México, hablaba la lengua del país, no le
habría sido difícil procurarse una novela en castellano en
cualquier librería española del barrio latino y cotejarla con la
versión francesa. Por eso no se sorprendió al conocer el
resultado de mi investigación en Europa. Si nada dijo fue para
evitar que lo que se relataba en el texto influyera sobre mis
decisiones. ¿Hasta qué punto las palabras instigaban los hechos
y hasta qué otro los precedían? Eso era lo que importaba
dilucidar, no sólo porque para eso me habían contratado, sino
porque el caso exacerbaba como ningún otro mi pasión por los
misterios y éste me parecía cada vez más profundo. Le di
vueltas y más vueltas a esas y otras cuestiones hasta que,
fatigado por el trabajo de los días precedentes, más lo
repentino de los preparativos del viaje, cabeceé en el asiento
vencido por el sueño. Dormí arrullado por el rumor de los
motores y el ocasional bamboleo del avión al encontrar
turbulencia. Soñé a madame Delorme antropóloga, cavando
sola en el desierto, en busca de los restos de un antiguo faraón
del que se había enamorado. Sólo me despertó el ruido de las
azafatas recogiendo los cubiertos de la última colación y la voz
del capitán en el altavoz anunciando que estábamos a punto de
aterrizar en el aeropuerto de México.

Al desempacar en el hotel me di cuenta de que el libro


había desaparecido. No recordaba haberlo metido en la bolsa
de vuelo al descender del avión. Debió quedar en el asiento de
al lado, bajo las revistas desechadas. Salí a conseguir otro
ejemplar en las librerías de los alrededores, pero sólo encontré
la edición en español y mis conocimientos de ese idioma se
reducían a inciertos rudimentos aprendidos en los cursos del
liceo, unos treinta años antes. Apenas suficientes para sostener

166
una elemental conversación con mis interlocutores mexicanos y
descifrar con trabajos lo que ellos me dijeran.
El domicilio que el autor asentaba en sus contratos para
el extranjero, averigüé a la mañana siguiente, correspondía al de
las oficinas de sus editores en México. Tampoco ellos tuvieron
contacto directo con el escritor quien, según les había advertido
su agente catalán, no estaba disponible para entrevistas o
encuentros literarios. Una extravagancia de autor como había
tantas otras, dijo encogiéndose de hombros el hombre calvo y
rechoncho que me atendió. El verdadero misterio consistía,
para él, y en eso estábamos de acuerdo, en que un libro tan
malo tuviera tanto éxito y, además, sin hacérsele ninguna
promoción. Los ingresos se abonaban a unas cuentas abiertas
en un banco cercano. Me permitió mirar los registros. Los
números correspondían a los proporcionados por sus
representantes en Europa. Los editores mexicanos, tal vez más
reacios, o menos puntuales a la hora de pagar las regalías, ni
siquiera estaban al tanto de que hubiesen sido canceladas.
En el banco el misterio se hizo aún más denso, y no sólo
porque desconocieran también el paradero de su insólito
cuentahabiente. El interesado nunca dispuso de los fondos sino
hasta el día mismo en que se presentó a cerrar la cuenta y
recogerlos, me dijo el gerente del banco quien lo recordaba a la
perfección porque, como nunca le había visto antes, quiso
verificar sus credenciales dos veces. Todo porque el cliente,
quien llegó acompañado de un enjuto y malencarado
guardaespaldas, traía unos enormes anteojos oscuros, como
para no ser reconocido, y exigió una operación por completo
fuera de lo rutinario: retiró su saldo en efectivo, en fajos de
billetes de baja denominación, hizo que le hicieran un enorme
paquete con ellos, y se los llevó consigo en una maleta de
mano. Igual que en las películas de narcotraficantes, sólo que al
revés, observó mirándome con suspicacia. Lo imaginé
sintiéndose inmiscuido en la película The French Connection.
Me mostró una copia de los recibos. El retiro de los fondos y la
clausura de su cuenta coincidía más o menos con la fecha de

167
lanzamiento de su novela en París. Como si el autor hubiera
esperado ese momento para borrar sus huellas y desaparecer.
Llamé a madame Delorme para comunicarle mis magros
hallazgos. Ella me preguntó el día exacto en el que su amigo se
había presentado en el banco a cancelar su cuenta. Cuando se
lo dije se hizo un largo silencio del otro lado de la línea. Ese era
justo el día en que ella había comprado el libro en la rue
Poncelet. Me estremecí. Tantas coincidencias empezaban a
mortificarme. Me pregunté si, ese mismo día, en lugar de
adquirir la novela se hubiese roto una pierna, no lo habría
considerado igual de significativo. Le confesé que ya no me
quedaban más pistas por seguir en la ciudad de México. Con lo
que su amigo había retirado del banco podía darse el lujo de
estar viviendo de incógnito en Londres, Madrid o Nueva York,
pero algo me decía que no se hallaba tan lejos. Los dígitos del
número de teléfono desconectado que me había proporcionado
el traductor normando, correspondían a un pequeño pueblo del
estado de Michoacán. Hacia allá encaminaría mis pesquisas.
Ella me pidió que la esperara. Había tomado la decisión de
reunirse conmigo. Reservaría un lugar en el primer vuelo de la
mañana siguiente y, a causa de la diferencia de horarios, llegaría
al atardecer. No deseaba pasar la noche en el Distrito Federal.
Yo debía rentar un auto y esperarla en el aeropuerto. Después
conduciríamos hasta Pátzcuaro, me dijo adivinando el nombre
del poblado al que yo hice alusión, estaba a menos de tres
horas de camino, podríamos dormir allá.
La tarde siguiente la vi descender del avión con el
aspecto distinguido y deslumbrante de una reina, inmune a las
penurias del viaje. Ni rastros de la tristeza demostrada en mi
despacho apenas una semana atrás. Se habría dicho que el
hallarse en el país de su amor de juventud le proporcionaba una
particular felicidad. Acomodé sus maletas en la cajuela del auto,
donde ya esperaban las mías, y dejé que me guiara, mapa en
mano, por los intrincados vericuetos de la inmensa ciudad
hasta que salimos a la autopista de Toluca, primero, y a la de
Morelia, después. En el camino me estuvo hablando de los

168
misterios de las civilizaciones prehispánicas, como si el que nos
incumbía hubiese pasado a segundo término. Me contó del
centro ceremonial de Teotihuacan, de sus incógnitos
habitantes, de los secretos sepultados en el interior de algunas
pirámides y de las incomprensibles migraciones de los pueblos
mayas. La interrogué sobre la región de Michoacán y me
respondió que había sido cuna de la cultura conocida con el
nombre de tarasca, y contaba aún con una importante
población indígena, sobre todo en el punto hacia donde nos
dirigíamos.
En Morelia, capital del estado, abandonamos la carretera
principal para tomar el camino a Pátzcuaro, y ya había
oscurecido cuando entramos al pueblo. El clima era bastante
más frío y húmedo de lo que yo me esperaba. Las habitaciones
del hotel poseían cada una el encanto de lo rústico junto con
una plácida chimenea en donde un mozo colocó varios leños y
encendió fuego tan pronto como depositó el equipaje. Madame
Delorme se retiró de inmediato a descansar. Para ella era muy
de madrugada, hora de París, me dijo al despedirse, su jornada
se había extendido demasiado.
A la mañana siguiente recorrimos el pueblo buscando la
dirección a la que correspondía el número de teléfono. Me
sorprendió la excepcional belleza del lugar. Las calles
empedradas, las viviendas de adobe y madera, con techos de
teja y todas pintadas de blanco. Los arcos, a la vez acogedores y
severos que bordean sus insólitas plazas. Madame Delorme se
movía como en su propiedad, aspirando el aire a pleno pulmón
mientras enarbolaba una sonrisa dichosa. Yo la veía envuelta en
ese secreto resplandor que irradian las mujeres cuando van al
encuentro de su amante. Nuestras averiguaciones nos
condujeron por una angosta calleja que concluía de pronto ante
un portal de hierro forjado. A través de las rejas se observaba la
selvática belleza de un jardín en total abandono. A un costado
pendía el cordón de una campana de bronce que tocamos
varias veces sin que nadie acudiera a la puerta. Un enorme

169
perro que se levantó entre los matorrales, atento a nuestros
movimientos, fue la única señal de vida en la siniestra casona.
Llamamos en el domicilio de al lado. Una mujer joven
asomó en el umbral para responder con amabilidad y paciencia
a cuanto se nos ocurrió preguntarle. La casa, según ella, se
encontraba vacía, aunque era imposible afirmarlo con certeza
porque el propietario era un tipo huraño, escritor o algo así,
que viajaba a menudo y que rara vez salía a la calle cuando se
encontraba en el pueblo. Un individuo alto, seco y taciturno, un
empleado quizás, pasaba todos los días a media mañana a
cuidar del mantenimiento de la casa y a recibir instrucciones
cuando el dueño se alojaba en ella. Esa era, aproximadamente,
la hora en que solía hacer su visita. Tal vez él pudiera
proporcionarnos más datos. No creía que tardara mucho en
llegar.
El hombre se presentó media hora más tarde, al volante
de una destartalada camioneta de color rojo. Se disponía a abrir
el zaguán cuando Madame Delorme lo abordó preguntándole,
en perfecto español, por el propietario de la casa. Él nos
examinó de pies a cabeza, sin responder, antes de hacernos
ademán de que entráramos. Nos precedió bordeando el
descuidado jardín y nos hizo subir por una escalera del fondo
hacia un espacioso salón amueblado con rústica, aunque
bastante cómoda, simplicidad. Desde ahí, a través de dos
grandes ventanales, se admiraba mejor la agreste exhuberancia
de la vegetación en el patio.
Por desgracia la persona que veníamos a buscar no
estaba en casa, nos dijo indicándonos un asiento mientras
contemplaba con especial atención a madame Delorme, pero
tal vez, agregó, él pudiera sernos de alguna utilidad. Ella era una
amiga de adolescencia, de juventud más bien, respondió mi
acompañante, habían ido juntos a la universidad y deseaba
verlo de nuevo, tenía ciertas noticias que darle, pero importaba
hacerlo en persona, ¿habría alguna forma de comunicarse con
él? Él la observó con mayor fijeza que antes, ¿no sería ella,
acaso, Michelle?, le preguntó de pronto. Michelle, sí, Michelle

170
Delorme, la misma, reconoció mi cliente sorprendida. El rostro
de nuestro interlocutor se iluminó con una sonrisa de aprecio.
Era tal y como se la había descrito su amigo, creyó reconocerla
al primer golpe de vista, pero no estaba seguro, nos dijo. Tenía
una carta para ella, añadió sacando un pliego de uno de los
cajones del escritorio. Lo puso en manos de mi desconcertada
cliente y luego se retiró, con discreción, a mirar el jardín tras los
deslucidos cristales de las ventanas. Ella rasgó el sobre y leyó
con avidez las páginas. Después las dobló con lentitud sobre su
regazo y permaneció un instante en silencio. A pesar de que su
rostro hacía esfuerzos por permanecer impasible, tenía los ojos
anegados de lágrimas.
¿Cómo murió?, preguntó al fin dirigiéndose al hombre
que, de pie, no había dejado de contemplar el jardín.
De un tumor en el cerebro, hacía poco más de una
semana, respondió el aludido. Durante años padeció terribles
jaquecas, pero nunca hizo caso. No fue sino hasta que
comenzó su novela que se lo diagnosticaron los médicos. Se
propuso concluirla pese a la aterradora conciencia de una
muerte inminente y soportando migrañas que le imbuían
oscuras premoniciones. Barruntos de eventos que vivía con tal
intensidad que estaba seguro de que eran, o serían alguna vez,
ciertos.
Los dos últimos años ya no pudo escribir y se recluyó en
esa casa. Su vida se había convertido en un prolongado y atroz
dolor de cabeza al que sólo aplacaban las drogas. No era capaz
de concentrarse largo rato, la luz le hería los ojos y tuvo que
usar, incluso de noche, gruesos lentes ahumados. Por eso se
apartaba del mundo. No quería ver a nadie. Una tarde predijo
que ella vendría a buscarlo y dejó esa misiva para que se la
entregara.
Cuando intuyó que el final se acercaba, le pidió que le
acompañara al banco a recoger las ganancias que le había
reportado su libro. Las retiró en billetes pequeños y las
distribuyó en forma anónima entre los menesterosos del
pueblo. Él fue su único amigo. Como no tenía parientes

171
cercanos, le dejó el encargo de poner en orden sus asuntos
después de su muerte, y de continuar haciendo caridad con los
dividendos que todavía recibiera. Por eso iba a diario a la casa.
A recoger el correo y a dar de comer a su perro. Ya casi había
olvidado la existencia de la carta hasta que nos vio esperando a
la puerta y sospechó de quién se trataba.
Antes de despedirnos debía tomar nota de ciertas
direcciones, intervine yo recordando la súplica del agente
literario catalán, sobre todo de personas a las que debía
notificar el deceso e indicarles qué hacer con las regalías que
aún generaba la novela. Trámites engorrosos pero necesarios si
deseaba cumplir con fidelidad la postrera disposición de su
amigo.
Madame Delorme y yo le dejamos a solas, con sus
recuerdos y su perro, y salimos a recorrer otra vez las calles del
pueblo. Yo me limitaba a seguirla, permitiéndole elegir el
camino a su antojo, aunque sabía que deambulaba sin rumbo
agobiada por nuevos y dolorosos pensamientos. Después de un
rato desembocamos en la plaza principal bajo cuyos soportales,
en casi todos los puestos, se pregonaba la misma inusitada
mercancía: esqueletos danzantes de huesos de caramelo,
ataúdes de pan dulce, lápidas de mazapán, calaveras de azúcar
con nombres propios escritos sobre diminutos papelillos
pegados a sus frentes. Golosinas desusadas que sin embargo
nada tenían de siniestro, sino de alegre, de irrespetuoso, de
desenfadado. Por todo el pueblo proliferaban altares de
muertos cubiertos de papeles de colores y enormes flores
anaranjadas que los mexicanos llaman cempasúchiles y que, me
explicó madame Delorme rompiendo por fin el silencio que se
había establecido entre los dos, simbolizan la vida más allá de la
vida. Era el dos de noviembre, continuó como desde un sueño.
El día en que los mexicanos festejaban a sus muertos. Ella
pensaba ir esa noche al cementerio de Janitzio, la isla que se
levanta en medio de la laguna, a visitar el sepulcro de su amigo.
Cuestión de cumplir una vieja promesa. Yo era libre de hacer lo

172
que mejor me pareciera, el misterio estaba resuelto, mi labor
había terminado.
Resolví acompañarla. Adivinaba cuánto la habían
afectado los sucesos de esa mañana y pensé que sería mejor no
separarme de ella. Una mujer tan atractiva, sola en un país
extranjero, perturbada y afligida como estaba por los recientes
acontecimientos, podría ser víctima fácil de cualquier desafuero
de mano propia o ajena. Esa tarde la esperé en el lobby del
hotel y juntos nos embarcamos en un bote de pasajeros hacia el
islote que emergía en el centro del lago. Mientras cruzábamos
las aguas, recordé aquel capítulo de la novela donde el autor
describía las barcas de los pescadores con las redes extendidas
comparándolas a mariposas en el atardecer. Miré a madame
Delorme y se me ocurrió que estaría viendo y pensando lo
mismo.
Localizamos la tumba en un extremo elevado del
camposanto. Una lápida aislada sobre la que una mano piadosa
había dejado un ramo de flores que empezaban a marchitarse.
Me pregunté que dirían los editores de ambos lados del
Atlántico si me vieran ahí, ante esa piedra mortuoria, ellos, que
aún esperaban los beneficios de un nuevo best seller de la
mano del hombre que yacía bajo tierra.
Algunos grupos de turistas y curiosos empezaron a
desembarcar en la isla siguiendo a los primeros indígenas que
llegaban a depositar sus ofrendas. Madame Delorme se
envolvió en el grueso manto que había llevado consigo y,
apostados en esa esquina del cementerio, junto a la tumba de su
antiguo amante, nos dispusimos a observar el excepcional
espectáculo. Los deudos acudían trayendo consigo atadijos de
comida que depositaban junto a las lápidas antes de hincarse a
rezar frente a ellas. La oscuridad se desparramaba, morosa y
fría, sobre la prodigiosa necrópolis mientras ésta se iba
llenando de gente, de las flores amarillentas que yo había
admirado antes en Pátzcuaro y de cirios, centenares de cirios
encendidos, que iluminaban las aguas comunicando a la noche
del lago una fosforescencia irreal. Decenas de fotógrafos

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profesionales y reporteros de diversas partes del mundo,
accionando sin cesar los obturadores de sus artefactos,
pululaban entre las tumbas ante las que los indígenas oraban de
hinojos en una lengua extraña y fascinante.
Lo que más la había conmovido del libro, murmuró de
pronto madame Delorme sin perder de vista la escena, fue
reconocer en él ese afecto inmutable que ya había vislumbrado
en sus cartas y hacerse cargo, por primera vez en su vida, tal y
como estaba descrito en la novela, de lo que se había perdido.
Adquirir la dolorosa conciencia de que no se trataba de un
superficial amorío sino de ese sentimiento más puro, más
profundo, más completo, con el que soñaba toda mujer. Una
mezcla de la pasión juvenil con la sapiencia del amor maduro y
la ternura que acompaña la vejez. A eso era a lo que, en su
estúpida e ignorante ofuscación, ella había renunciado y lo que
ya no podría recuperar nunca más. Sólo restaba saber si alguna
vez lograría perdonárselo.
¿Cómo terminaba la historia? Le pregunté intrigado. ¿Se
reunía la protagonista con su antiguo amante? Ella movió la
cabeza desencantada. Tenía un final similar al que habíamos
vivido aquella mañana. Denise, por más esfuerzos que hacía,
era incapaz de encontrarlo de nuevo. Desilusionada, se
suicidaba como en las novelas de Víctor Hugo: arrojándose al
Sena. Me estremecí. No sólo porque sus palabras confirmaran
mi opinión de la novela y su insufrible cursilería, sino porque
ella hablaba en serio. Había un extraño brillo en sus ojos y una
inapelable decisión en su tono de voz. Hasta entonces, era
cierto, todo lo predicho en el libro se había, en apariencia,
realizado. Lo que ya nunca sabríamos era cuántos de nuestros
propios actos derivaban de su lectura, cuántos otros se debían a
meras coincidencias o especulaciones, y cuántos más fueron en
verdad vislumbrados por el autor durante sus insondables
neuralgias. Él, descansado por fin en esa húmeda tierra bajo
nuestros pies, dormía para siempre sobre su secreto. Me llené
de una enorme piedad hacia ella que, aterida de frío, desfallecía
apoyada en el sepulcro de su amante. Que una mujer tan

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hermosa cediera a tan funestos pensamientos, que meditara en
morir esa noche fantástica, me pareció de un desperdicio
insoportable. Acerqué mi rostro al suyo. Quise sellar su destino
con un beso.
Al final, lo comprendí más tarde, lo que ella necesitaba
con urgencia es que le hicieran el amor con la violenta
impaciencia con que yo se lo hice al despuntar el día, cuando
regresamos al hotel, a la primera luz del alba y al calor de las
últimas brasas de su chimenea. Como se lo he hecho cada
noche desde entonces, tras cerrar la puerta de esta sombría
oficina cuyos imponderables secretos han perdido todo
atractivo para mí.
Así se curó para siempre mi malsana manía por los
enigmas. Aprendí que vivimos cercados por lo impenetrable,
debatiéndonos entre el azar y el misterio, y que el único enigma
que vale la pena explorar reside en el cuerpo, los ojos y el
corazón de una mujer.
En cuanto a ella, la zambullida en el Sena ha quedado,
espero, indefinidamente pospuesta.

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