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Miguel Ángel Hernández

Demasiado tarde
para volver
Miguel Ángel Hernández

Juego

El tren llegó a la hora prevista y, como siempre, ella


estaba esperando en el andén. Sin saber exactamente
por qué, quise tensar la situación y descender del
vagón en el último momento, como en las películas,
cuando las puertas comienzan a cerrarse y ya se ha
perdido toda esperanza para el reencuentro.
Escondido tras una cortina, quise observar su
inquietud al buscar mi rostro entre los pasajeros que
abandonaban el tren, su impaciencia al mirar el reloj
más de cien veces y su perplejidad al quedarse sola en
el andén. Pero nada de eso ocurrió. Ella permaneció
inmóvil, como si nada ocurriese, con la mirada fija
en la ventana del vagón en el que yo me ocultaba.
Ahora, pasados los años, estoy convencido de
que me vio. Quizá también estuviese jugando. Pero
no me atreví a bajar para comprobarlo.

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Miguel Ángel Hernández

Hace tiempo que me fui

Hace tiempo que me fui. Tanto, que ya casi no lo


recuerdo. Algunos días, no obstante, regreso a casa
e intento buscarme. Me siento a la mesa, acaricio a
mi gato, escucho a mis hijos y copulo con mi mujer.
Duermo en mi cama y sueño que siempre he estado
aquí. A la mañana siguiente, cuando observo mi
rostro en el espejo, todo regresa de nuevo. Respiro
hondo, me anudo la corbata y compruebo que hace
tiempo que me fui.

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Previsión

Confirmando el peor de sus temores, encontró la


casa vacía. Nadie lo estaba ya esperando. Había pa-
sado demasiado tiempo. Tanto, que incluso le había
costado trabajo recordar el camino de regreso. Sin
embargo, todo estaba exactamente igual que el día
en el que tuvo que partir a toda prisa. Nada había
cambiado. Aunque lleno de polvo y desvencijado,
todo estaba en su sitio, como si nadie más hubiera
vuelto a pisar la casa desde entonces. Recorrió una
por una todas las habitaciones en busca de alguna
señal. Pero no había signos de vida. Tan solo estaban
las cosas, inmóviles, perennes, aguardando su propia
desaparición. Entre ellas, le sorprendió encontrar
en el mismo lugar la nota que escribió para dejar
constancia de su partida: «No me esperes despierta.
Llegaré tarde. Ulises».

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Premonición

El avión se estrelló con ciento quince pasajeros a bor-


do. Cuando vio la noticia en la tele, suspiró aliviado.
La noche anterior algo le había dicho que no debía
subirse a aquel avión. La noche siguiente ese mismo
algo se presentó en su habitación. Lo acompañaban
ciento catorce. Y habían llegado para quedarse.

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Miguel Ángel Hernández

Inmóvil

Cerraba los ojos intentando recordar su pasado. Lo


hacía a menudo, pero solo encontraba un carrusel
de imágenes lejanas que se desvanecían al intentar
atraparlas. Un día, sin embargo, el rostro que tanto
había deseado encontrar, el rostro borroso que creía
olvidado, se presentó claro y definido a su memoria.
Intentó entonces no abrir los ojos. Sabía que la luz
se llevaría su tesoro. Necesitaba la oscuridad y el si-
lencio. Y así quiso permanecer para siempre: inmóvil,
quieto, en penumbra, respirando apenas lo justo para
no morir. Lo justo para mantener allí aquel rostro.
Lo justo para mantenerse frente a sus ojos. Aquellos
en los que se había perdido.
Todo. Allí de nuevo. Frente a él. Fijo. Eterno.
Para siempre.
Fue en ese momento cuando sonó el móvil, y
todo lo que había anhelado se marchó para no volver
jamás. Entonó entonces el más dramático de los adio-
ses: ¿Sí? Sí, soy yo. No, no me molestas. De acuerdo,
mañana paso. Perfecto. No, gracias a ti.

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Viajar a ninguna parte

Memento

Tras veinte años de búsqueda surcando los mares más


lejanos, el pirata encontró al fin el ansiado cofre del
tesoro. Con lágrimas en los ojos y esbozando una leve
sonrisa, comprobó que no contenía oro, ni reliquias,
ni diamantes, ni siquiera monedas de plata, sino algo
mucho más valioso y extraño al mismo tiempo, un
papel amarillento que, décadas atrás, alguien había
puesto en aquel lugar: el mapa de regreso.

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Poéticas del fango

Indecisión

¿Por qué has dejado de escribir?, me pregunta a veces


el hombre de gris. Yo lo miro fijamente, pero no sé
qué responderle. Entonces me levanto del fango, hago
como que estoy vivo, me siento frente al ordenador
y escribo estas líneas. Perfecto, dice el hombre de
gris. No queda ya nada en tu mente digno de ser
contado. Vuelve al lugar donde te escondes. Nadie
irá allí a buscarte.

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Miguel Ángel Hernández

Déjà vu

Todo le recordaba a algo. Estaba harto de sentir siem-


pre las mismas cosas, el mismo trabajo, los mismos
bares, las mismas mujeres, los mismos problemas…
La misma rutina, una y otra vez, el hastío más ab-
soluto, el eterno retorno de lo mismo, la condena de
algún dios perverso. Por eso se introdujo la pistola en
la boca, cerró los ojos y apretó con fuerza el gatillo.
Tuvo la sensación de haber muerto en otro momento.

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Miguel Ángel Hernández

Dualidad

Resistió todo lo que pudo a los designios del Oráculo.


Durante años se esforzó en ser un buen cristiano.
Se desprendió de todas sus riquezas, fue misionero
en Ruanda, construyó un colegio, curó a enfermos,
incluso cumplió condena por un desconocido. Pero
al final de su vida, no pudo escapar de su destino y
tuvo que violar y matar a aquella niña de ocho años.
Algunos le guardan rencor.

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Miguel Ángel Hernández

Visita inesperada

Dijeron que eran amigas de mi mujer y que habían


quedado con ella en casa. Aunque no tenía noticias de
eso y conocía a casi todas sus amigas, tuve la cortesía
de invitarlas a entrar.
Cuando me ataron a la silla y comenzaron a
golpearme sin piedad, supe que no mentían y que mi
mujer no tardaría mucho en llegar.

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Poéticas del fango

Un cuento sin sentido

En la página cincuenta y tres, justo después de «Re-


surrección», el lector se encontró con un cuento sin
sentido. Comenzó a leerlo con curiosidad, aunque
pronto comprendió que se trataba de un simple
ejercicio metaliterario. De todos modos, un extraño
impulso le animó a seguir leyendo. Una frase más.
Y otra. Y otra después. Y así continuó hasta que el
cuento comenzó a darle órdenes. «Levántate», le dijo.
Pero él hizo caso omiso y siguió leyendo. «Levántate
de una puñetera vez», insistió el cuento. Pero él no
quiso hacerlo.
El relato pegó entonces un pequeño salto de pá-
rrafo y lo siguió importunando, ahora con órdenes
más imposibles y absurdas. «Ponte a cuatro patas y
ladra», «cierra los ojos y levanta un pie», «dobla los
codos hacia atrás». Órdenes que el lector se negó a
acatar.
Tras otro pequeño salto de párrafo, el cuento le
dijo «Repite conmigo en voz alta: siento un dolor
inmenso y no puedo salir de aquí, siento un dolor
inmenso y no puedo salir de aquí», «sácame de esta
prisión», «no me dejes solo», «quédate conmigo»,
«no te vayas». «Dame sentido, por lo que más

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Miguel Ángel Hernández

quieras, dame un sentido. Es lo único que te pido.


Sentido. Un sentido». Pero el lector no hizo nada. Ni
siquiera se inmutó. Simplemente siguió leyendo como
si nada, como si aquellas palabras fuesen como otras
cualquiera. Solo letras y nada más. Letras sin sentido.
Sin embargo, en aquel cuento había algo escondi-
do, algo que clamaba por salir de allí y ser liberado.
Un sentido. Algo a lo que el lector no quiso atender.
Por esa razón, al final, el cuento no tuvo más remedio
que expulsarlo.

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Miguel Ángel Hernández

El llanto

Dicen los neurólogos que si lloramos en los sueños es


porque nuestro ojo está seco y es necesario humede-
cerlo. La mente busca un escena que nos haga llorar y
así se impregna de lágrimas la pupila. Hoy he soñado
que ya nunca más te volvía a ver, que me decías adiós,
que todo esto se acababa, que nuestros días jamás
se repetirían y que el futuro llegaba antes de lo que
habíamos imaginado. Me he levantado con lágrimas
en lo ojos, suspirando y con el corazón encogido.
Luego me he consolado y he tenido que inventar esa
teoría descabellada. No sufras, he dicho. Es cosa del
cerebro. Solo eso. Nada más. Más tarde he pensado
que es mañana cuando me voy, que todo acaba y debo
decirte adiós para siempre. Y he comenzado a llorar
de nuevo. Pero ahora estoy despierto. Y en el mundo
real no lloramos porque los ojos se nos secan. Es por
ti, por nosotros, por todo lo demás.

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Miguel Ángel Hernández

Sueño

En ocasiones sueña que está muerto. Se ve, amortaja-


do a la antigua usanza, acostado en su cama y vestido
con el traje de boda. Al principio, nunca hay nadie
en la habitación, y piensa que está dormido. Pero
enseguida comienzan a entrar hermanos, familiares,
amigos y hasta el conductor de un autobús. Todos,
excepto el conductor, van vestidos de ceremonia.
Los visitantes se quedan en la habitación, alrede-
dor de la cama, mirándolo con rostros inexpresivos,
como si no supieran qué están haciendo allí. Al final
entra su mujer, vestida de novia, y, también con gesto
neutro, se encarama sobre él para besar sus labios.
Pero el beso es tan aséptico y gélido que no puede
soportarlo. Es en ese momento cuando despierta,
sobrecogido por la situación. Entonces comprueba
que sigue estando en su cama. El traje de boda ya
no le viene.

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Miguel Ángel Hernández

Bajo la cama

Miró bajo la cama para ver de dónde provenía aquel


extraño sollozo. Algo se movía allí debajo, aunque,
en la oscuridad, no pudo saber de qué se trataba. Se
introdujo un poco más, pero siguió sin ver nada. Y
fue entonces cuando le susurraron al oído. Podría
haber gritado y salir corriendo. Sin embargo, se sintió
cómodo. Tanto, que nunca más quiso moverse de allí.

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Memorias del otro lado

Destino

Todas las noches la misma historia. El marido entra


en la cocina, la tira al suelo y la acuchilla una y otra
vez. Luego, como si nada hubiera sucedido, ella se
levanta, ordena la casa y limpia los rastros de sangre.
No sabe por qué sigue ocurriendo. Lo único que tiene
claro es que debe limpiar con esmero. Los niños no
deben enterarse de nada.

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Memorias del otro lado

Refugio

Cuando vimos llegar a los hombres, propuse que nos


escondiéramos en el sótano. Allí estaríamos a salvo.
Aun así, lograron encontrarnos. Sin mostrar piedad
alguna, nos amordazaron, nos violaron y seccionaron
nuestros cuellos. Pasado el tiempo, sigo creyendo que
el sótano era el lugar más seguro de la casa. Por eso
me empeño en no dejarlas salir de aquí.

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Miguel Ángel Hernández

Efectos secundarios

Con el lógico nerviosismo de la primera noche, el hijo


del sepulturero ayudó a su padre a colocar la lápida
de una tumba. Mientras sostenía el mármol, escuchó
golpes y gritos en el interior del panteón. Miró a su
padre con el rostro desencajado por el terror. Pero la
voz de la experiencia logró tranquilizarlo:
—No te preocupes. Es normal. Enseguida se les
pasa.

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Memorias del otro lado

Malas sensaciones

Desde el infarto, yo me veía más blanco, y, por mucho


que me arrimase al fuego, mi cuerpo siempre estaba
frío como el hielo. Poco a poco, mis articulaciones
comenzaron a entumecerse y a veces me costaba
trabajo moverme sin parecer un robot. Aun así, con-
tinué yendo al trabajo, comiendo en restaurantes y
saliendo de copas con los amigos hasta altas horas
de la madrugada. Sin embargo, yo intuía que algo no
iba bien. Lo supe cuando uno de mis sobrinos — el
que vino a verme a casa— no pudo evitar taparse
la nariz. Y me cercioré del todo cuando los gusanos
amarillos que bullían en mis intestinos comenzaron
a comerse mi piel.
Ha pasado ya bastante tiempo y yo continúo con
mis rutinas. He logrado acostumbrarme y en el fondo
no me va demasiado mal. Lo único que me molesta es
que todavía nadie se haya atrevido a decirme nada.

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Miguel Ángel Hernández

Universos paralelos

Vienen a todas horas. Me escupen, me muerden, me


arañan y me arrancan parte del cabello. Yo los miro
y me dejo hacer. Sé que lo hacen por mi bien, para
que no me duerma, para que no acabe como ellos.
Por eso no les reprocho nada. Pero confieso que a
veces duele demasiado, sobre todo cuando me cla-
van sus garras en las encías. En esos momentos, me
entra la debilidad y les suplico que me dejen en paz.
Y el más pequeño siempre me responde lo mismo:
«Aguanta tanto como puedas, a nosotros nos duele
más que a ti.»

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Miguel Ángel Hernández

Te(le)ología

Al final, sobresaltado por la crudeza de las imágenes,


el hombre de blanco no tiene más remedio que ladear
la mirada y apagar la televisión. Antes de acostarse,
se frota los ojos y reflexiona unos segundos sobre lo
que ha visto: la gran explosión, el agua, los animales
descomunales, el cataclismo... Todo más o menos
aceptable hasta el que el bicho peludo se pone a dos
patas y logra decir «mío». A partir de ahí todo va a
peor. Lo más triste es que mañana ponen lo mismo.

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Futuros pasados

Impasibles

Ya no había soldados en la ciudad. Los tanques es-


taban vacíos. Ningún avión sobrevolaba ya los edi-
ficios. Habían pasado varios días desde que sonaron
por última vez los antiaéreos. Sin duda, la paz había
llegado a aquel lugar. Y, sin embargo, nadie salió a
la calle para celebrarlo. Todos continuaron con sus
rutinas, como si aquella última luz sobre el cielo no
hubiera conseguido mostrarles la esencia destilada
del género humano.

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