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La mano del extranjero


Blog sobre ficciones del cine, la
literatura y el cómic

Los sombríos guerreros de Robert E. Howard


Publicado el 14 de marzo de 2019 por Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

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Como Tarzán o como Drácula, el nombre de Conan el bárbaro ha devorado


a su creador. Y sin embargo, el texano Robert E. Howard fue un escritor
extraordinariamente prolífico para los escasos años de carrera profesional
que tuvo tiempo de desarrollar antes de suicidarse con solo treinta. Dejó
cerca de doscientas obras, entre relatos (la mayoría), poemas, algunas
novelas y muchos fragmentos, un tercio de todo lo cual no llegó a publicar
en vida porque el mercado donde lo hacía, las revistas pulp, tenían un
espacio limitado y eran muchos los autores que lo frecuentaban. Conan no
fue el único personaje al que dedicó un ciclo. Después del cimerio, el más
conocido es el espadachín puritano (la mera asociación entre estos dos
términos ya resulta interesante) Solomon Kane, que al mismo tiempo
resulta el más singular, aun cuando solo sea porque su tipología física es
muy diferente a la de las otras muchas creaciones del joven escritor.
¿Muchas… o solo una con distintos nombres? Y es que todas están trazadas
bajo el mismo modelo, el representado físicamente por Conan, sin que este
siquiera fuese el molde original: añadamos a Kull, rey de Valusia, al también soberano picto Bran Mak Morn,
al irlandés Turlogh O’Brien, al aventurero estadounidense conocido bajo el apelativo árabe de El Borak, al
boxeador Steve Costigan… Todos ellos, con independencia de la época o la profesión, son guerreros natos,
combatientes de valor y fuerza extraordinaria, que si son capaces con un solo puñetazo de hundir un cráneo, con
una espada o un hacha en la mano pueden dar buena cuenta de una docena de rivales.

Sin embargo, la filiación más notable se encuentra entre el puñado de personajes que, habitando supuestamente
en distintas épocas, incluso a caballo entre las eras legendarias ideadas por el escritor (la «precataclísmica» en
que vive Kull, y la hiboria de Conan) y las históricas no menos tamizadas de leyenda (la Britania de la dominación
romana o la Irlanda de las invasiones vikingas), bien podríamos considerar un único individuo y sus diversos
avatares a través de las eras. No en vano Howard, ya fuera por convicción existencial o por necesidad estética
(¿pueden desligarse ambas dimensiones en el interior de una mente sensible?), fue un fervoroso convencido de la
reencarnación, de que cada ser humano es un eslabón —intermedio, ni siquiera final— de una cadena de
encarnaciones previas, a lo largo de la cual, como no puede ser de otro modo, se han ido repitiendo una serie de
rasgos constitutivos.

Javier Martín Lalanda, en su excepcional Cuando cantan las espadas


—magnífico ensayo donde pasa revista a todos los héroes de fantasía heroica
de Howard, editado por La Biblioteca del Laberinto (2009)—, señala que

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Robert E. Howard poseyó «una concepción mítica del mundo». Del mismo
modo, muchos otros (comenzando por su biógrafo L. Sprague de Camp),
aplicando el inevitable análisis psicoanalítico a su literatura, la han calificado
de fantasía compensatoria, según la cual el temperamento melancólico e
imaginativo de Howard lo llevó a proyectarse en unos escenarios de fábula,
que eran justo lo opuesto al horizonte cotidiano y trivial en que se
desarrollaba su existencia. No en vano, el mismo físico hercúleo de todos sus
héroes bien puede considerarse un eco hipertrofiado de su propia
constitución física, alta y robusta, que él mismo gustó de modelar desde la
adolescencia.

El conocimiento de la biblioteca de Howard desvela un doble amor a la


novela de aventuras y a los libros de historia, que combinó en el grueso de su literatura. De hecho, los elementos
sobrenaturales de muchos de sus relatos, por ejemplo los de Conan, en buena medida se debieron a las exigencias
de publicación de la revista donde consiguió vender el mayor número de sus relatos, y que estaba especializada en
lo fantástico orientado al terror, tal y como indica su título. El ciclo de Conan, como ya indiqué en el oportuno
artículo, fue para Howard una forma de equilibrar devociones y necesidades, remodelando a su gusto la Historia
con mayúsculas: como bien saben sus incondicionales, tanto la onomástica como la geografía y buena parte de sus
referencias tienen evidentes lazos con la realidad histórico-geográfica de sus épocas favoritas, esa intersección
entre la antigüedad y el medievo en que la humanidad todavía no ha descubierto las armas de fuego, esa innoble
forma de combate que elimina la justicia que ha de haber en toda lid al permitir que cualquiera, con la
salvaguarda de la distancia, abata al mejor guerrero.

Ese concepto mítico al que se refería Lalanda, su creencia en la reencarnación y su prodigioso sentido de la
narración activa, se unen en Howard para crear un concepto de la fábula épica que, una vez que uno penetra en
él, resulta arrebatador: deja sin aliento. Para quien acceda superficialmente a su ciclo de guerreros, sin mayor
conocimiento ni aprecio por la literatura de género (no digamos ya el pulp, siempre considerado el momento de
embrutecimiento de aquella, algo así como el western italiano con respecto al cine del Oeste de Hollywood),
parecerá tan solo una crónica habitada por personajes primarios y unidimensionales que combaten con
salvajismo, derramando toda la sangre que pueden y complaciéndose de modo fetichista en el manejo de sus
armas. Sin embargo, Howard entendió bien que la verdadera épica ha de estar siempre habitada por la lírica, y él
tuvo un sentido de la poesía (de la poesía agreste, no lo discuto) capaz de impregnar de una indefinible belleza
unas situaciones que, en principio, no podrían parecer menos poéticas. Nunca me ha cabido duda: para apreciar
mejor a Henry James o Marcel Proust, debe conocerse bien a Homero y a Robert L. Stevenson (que cada cual
ponga, en una u otra categoría, el nombre que más le apetezca). Un menú compuesto siempre por los mismos
platos no es un menú: es una dieta.

Los héroes de Howard, por lo común, son guerreros sombríos que


saben que luchan por un mundo o por una civilización que se muere
(para ser sustituida por otra que, aunque inevitable, les es ajena). Ese
sentimiento crepuscular —que resulta genuino, mucho antes de que
acabara convirtiéndose en un tópico con el que la modernidad se
enfrenta al clasicismo en cualquier práctica artística— engrandece a los
personajes, al otorgarles una nobleza elegíaca: aun venciendo en la

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batalla, todos ellos saben que esa victoria no es sino el canto del
ruiseñor antes de morir atravesado definitivamente por la espina de la
rosa. Y aun así lo aceptan y parten a la batalla, porque saben que el
descanso les está negado: son héroes sombríos, pero también héroes errantes.

Es evidente que el concepto de civilización que Howard utiliza como imprescindible base dramática de su ciclo
guerrero debe mucho a las teorías darwinistas en boga de su tiempo: se sabe, por ejemplo, que leyó con deleite la
entonces muy célebre obra de Oswald Spengler La decadencia de Occidente. Así, el escritor texano se identificaba
con el concepto cíclico que defendía este autor alemán: una vez superado su cénit, cada pueblo inicia, de modo
inevitable, una decadencia que lo llevará a su desaparición. Esta desaparición puede ser acelerada por la
competencia y la invasión de otro pueblo que inicia el camino inverso, o bien (sin influencia externa) puede
incurrir en un lento languidecimiento, que se traduce en una degradación que Howard asoció siempre (lo expresa
incluso en sus cartas) a la adicción sensual y a la perversión sexual. El magnífico relato Clavos rojos, cima del ciclo
de Conan, es buena muestra de esto último; los cuentos de sus guerreros sombríos, de lo primero. El mérito de
Howard, y lo que hace intemporal su literatura, por encima del sustrato ideológico en que sustenta su
dramaturgia, reside en la trascendencia intemporal que consigue otorgarle esa fusión de épica crepuscular y
lirismo agreste.

Así, Howard llegó a concebir un ciclo —bautizado por los expertos como de «memoria racial o ancestral»—
en el que un individuo, James Allison, que acaba de quedar lisiado y siente por ello un profundo dolor físico y
existencial, rememora sus encarnaciones pasadas, en todas las cuales, y a modo de contraste con su actual estado
de impotencia, fue un guerrero indómito. En vida, publicó dos magníficos cuentos del personaje (dejando, como
en todos los demás ciclos, otros cuantos sin publicar, algunos en el estadio del mero fragmento), en los que el
ancestro de Ellison es un guerrero proto-nórdico que vive en una era inconcebiblemente lejana en el tiempo y
corre diversas aventuras en el curso de las migraciones que su pueblo realiza hacia el sur. El contacto con otras
civilizaciones, más primitivas o más declinantes, hace que estos relatos sean un óptimo punto de entrada para
estudiar el modo en que REH aplicó el concepto a su literatura.

El primero es El jardín del miedo (publicado en la revista Marvel Tales,


jul.-ag. 1932), cuyo argumento gira en torno al enfrentamiento entre un
joven guerrero, Hunwulf, y el ser alado que ha raptado a su amada. Por
encima del majestuoso sentido del escenario que posee el cuento —el
adversario del protagonista habita un valle perdido custodiado por animales
antediluvianos, y dentro de él en una torre sin puertas rodeada por un espeso
campo de flores que se alimentan de sangre humana—, resulta memorable
por la singular plasmación que Howard efectúa sobre el concepto de choque
de razas. Hunwulf pertenece a un pueblo joven, en ascenso, y así lo delata su
aspecto físico, propio de un nórdico rubio y robusto. En cambio, el ser alado,
último ejemplar de una raza que otrora fuera poderosa y dominara el mundo,
es alto, de piel negra y membranosas alas de murciélago: lo que una vez fue
corriente, lo señala ahora como un monstruo. Cierto es que su forma de
burlarse del joven guerrero (a cuya amada ha raptado y arrastrado a la torre,
con la intención de ofrendarla a las flores vampíricas) señala una vesania
interior que parece corresponderse a la monstruosidad exterior pero, insisto,

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no debe olvidarse que todo esto se narra desde el punto de vista de Hunwulf/Allison. Y si este conseguirá
derrotarle no es por que resulte ser más inteligente, sino porque, en el credo howardiano, la decadencia es
cuestión tanto de una pérdida de vitalidad (de voluntad, de la que rebosan los pueblos jóvenes) como de un
destino fatal: aunque traten de resistirse, para los pueblos que ya no son no queda sino la extinción.

El otro cuento de Allison, El valle del gusano (WT, feb. 1934), es igualmente emblemático porque señala la
importancia que Howard daba a la influencia mutua entre los pueblos y el espacio natural en que viven y, sobre
todo, entre los seres en apariencia «normales» del presente y el atavismo que todavía sobrevive en el subsuelo
racial, cuyo símbolo son las criaturas cuyo físico abominable es expresión de la esencia corrupta que las ha
despojado de su dominio sobre la tierra. En concreto, el relato aborda una versión de la eterna lucha entre San
Jorge y el dragón (Howard, hombre de cultura, añade los nombres de Beowulf, de Sigfrido o de Tyr para
establecer el parangón) a través de otro guerrero proto-nórdico que supone su doble exacto, física y moralmente.
Esta complejidad mitopoética es bien significativa del rigor con que este escritor pulp, en apariencia desaliñado
intelectualmente, fundió historia, mitología y literatura de ficción.

El personaje con que Howard dio inicio a su serie de guerreros sombríos fue
Kull, rey de Valusia, creado en el relato El reino de las sombras,
publicado en el número de agosto de 1929 de la revista Weird Tales. Lalanda
considera que con él nace la fantasía heroica en sentido moderno (o Espada y
Brujería si utilizamos el otro término, no exactamente equivalente, que yo
prefiero para la literatura de REH). Howard lo situó en un mundo de ficción
supuestamente situado en el remoto pasado de la humanidad, el continente
thurio. Kull, en realidad, es el primer bárbaro de Howard, por cuanto no es
un valusiano sino un exiliado de la Atlántida convertido en rey por el
expeditivo procedimiento de derrocar al anterior y tiránico soberano. La
descripción física de este personaje se corresponde, casi punto por punto,
con la que un par de años después otorgará a Conan —no por casualidad:
como se sabe, el primer cuento de este no es sino uno de Kull rechazado por
la revista, que el texano reconvirtió—, sin más cambio que sustituir los ojos
grises del atlante por los azules del cimerio. Entre los incondicionales de
Howard, Kull posee una consideración especial, tanto por su condición de
precedente directo de Conan como por la excelsa calidad de los cuentos que el texano pudo completar. Asimismo,
también fue protagonista de una serie en cómic para Marvel (que constituyó más una obra de culto que un éxito
comercial) y, con el tiempo, también sería trasladado al cine, si bien sin comparación posible con la suerte que
tuvo el cimerio en manos de John Milius.

En vida, Howard solo llegó a publicar tres relatos de su ciclo, el último una especie de intervención «especial»
fuera de su ámbito natural. Un cuarto, el titulado ¡Con esta hacha gobierno! fue el que transformó en el arranque
del ciclo conaniano, El fénix en la espada. Sin embargo, en ese breve espacio, Howard hizo de Kull un personaje
de una complejidad que, en mi opinión, supera a todos sus futuros avatares (o puede que las características
psicológicas que le otorgó tengan la virtud de llegarme al corazón mucho más que las de sus otros héroes). Y es
que, aun tratándose del mismo combatiente prácticamente invencible con una espada o un hacha en las manos,
un hombre cuyo pasado (y presente) está marcado por la acción, por la supervivencia, por el combate, su rasgo
principal es una irremediable inclinación al ensueño y la melancolía. Es un guerrero reflexivo; es más: es un

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guerrero existencialista, que continuamente se pregunta por la sustancia de lo que le rodea, quizá porque el
mismo Howard sabía bien de la tentación de la irrealidad que se agazapaba detrás de su vida diaria: un joven
robusto que saltaba continuamente de una existencia apacible, incluso prosaica, a los trepidantes mundos que
poblaban su imaginación.

¿Vivimos en un mundo real o estamos rodeados de sombras y apariencias,


porque no somos sino eso: sombra y apariencia?, se pregunta Kull
continuamente. De ahí el hallazgo de la trama mediante la cual, en El Reino de
las Sombras, lo presenta Howard, y que gira en torno a la infiltración dentro de
la corte de una raza de hombres-serpiente capaces de duplicar los rasgos de
cualquiera (incluso del mismo Kull). Por cierto, que el conjuro (sin significado
alguno, REH lo deja bien claro) mediante el cual puede identificarse a estos
encubiertos ofidios, ka nama kaa lajerama, siempre me ha parecido una de
las más geniales frases absurdas de la historia de la ficción. Es lógico, por ello,
que el segundo relato del atlante, Los espejos de Tuzun Thune (WT, sep.
1929), el peligro provenga de unos espejos mágicos que amenazan con sumergir
al rey en la irrealidad más absoluta, mientras a su alrededor se ciernen sobre el
reino el caos y la corrupción.

El hombre más leal de Kull, y en cierto modo su único amigo, es Brule, apodado Lanza Mortífera, al cual Howard
hizo pertenecer a un pueblo que devendrá algo así como obsesión personal del autor, los pictos. En el ciclo de
Conan, también los hará reaparecer, pero revertidos a un estadio mucho más primitivo y brutal, un pueblo
periférico del continente hiborio al que el escritor convertiría en el equivalente de los indios estadounidenses: un
pueblo al borde casi de la animalidad, dotado por tanto de una especial capacidad para hacer del entorno natural
una prolongación de sí mismos, que tensarán al máximo las habilidades como guerrero del cimerio. Así se los
describe, por ejemplo, en el cuento Más allá del río Negro, uno de los más alabados de la saga de Conan.

Los pictos históricos fueron un pueblo primitivo que se asentó en el norte de Gran Bretaña, en la actual Escocia, y
que se enfrentó con indomable saña a los romanos, protegido al otro lado del Muro de Adriano. Es probable que el
misterio tanto de su origen como de su destino sea lo que sedujo de ellos a Howard para convertirlo en modelo de
pueblo ancestral cuya huella acaba desvaneciéndose en la leyenda. El joven escritor dio a sus pictos como
soberano a uno de sus mejores personajes, Bran Mak Morn, guerrero sombrío en su faceta más emblemática al
que Howard incluso otorgó un físico distintivo por encima del grueso de su pueblo: si estos (en correspondencia
con los pictos históricos) son seres de piel morena y estatura más bien mediana, Bran excede de la media en altura
y corpulencia, señalando Howard —recuérdese: fiel hijo de su tiempo, ni más ni menos racista que el común de los
mortales de entonces— que esto se debe a que si aquellos han acabado mezclándose con otros pobladores de
Britania, él pertenece a una estirpe que se ha mantenido pura. Según cuenta Lalanda en su mencionado libro, fue
el primero que surgió de la mente de Howard como molde para todos los que nos ocupan en este artículo, y quizá
por ello le tuvo un especial cariño y reverencia. Su espíritu, así, se proyecta fuera de su espacio cronológico o lo
lleva a convocar a alguno de los otros (en concreto, el rey Kull), como si fuera el nudo dimensional que los ata a
todos.

El principal relato del ciclo de Bran es Los gusanos de la tierra (WT, nov.
1932), una de las cimas de la literatura de Howard. El cuerpo del relato está

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ocupado por el esfuerzo de Bran para derrotar a los odiados romanos, pero el
modo que escoge, vista la tremenda superioridad militar de los invasores, es
hacer uso de los monstruosos poderes atávicos de la tierra (los «gusanos» del
título), a los que pone a su servicio después de cumplir toda una serie de ritos de
paso para doblegar su horrenda sevicia bajo su voluntad. Atavismo, pervivencias
ancestrales, crepúsculo histórico y voluntad indomable aun sabiendo su dueño
que su victoria solo podrá ser efímera y no duradera: he aquí los elementos con
los que Howard construyó sus mejores fábulas épicas, bajo una atmósfera de
increíble aroma preternatural que produce una sucia fascinación, la propia de
esas historias que nos revuelven las tripas con sus implicaciones morales.
Delante de sus páginas, uno tiene la impresión de que este texano tuvo sueños
más oscuros de los que les ha sido dado gozar a la mayor parte de los escritores.

Bran reaparece del modo más bello en otro espléndido relato cuyo protagonista es el irlandés Turlogh O’Brien,
un guerrero todavía más taciturno (su apodo, en gaélico Dubh, significa el Oscuro) pues se trata de un hombre al
que su propio pueblo ha proscrito: por tanto, ya no puede reclamar ni familia ni amigos ni una tierra a la que
volver a morir salvo en sus desgarrados sueños. Precisamente, la poderosa fuerza dramática del estupendo relato
El hombre oscuro (WT, diciembre 1931), gira en torno a la amarga aventura que protagoniza, marchando en
pos del rescate de la hija de uno de los caudillos que lo desterró, raptada por uno de los odiados invasores vikingos
de la verde Erín, durante el cual realiza toda clase de increíbles proezas mientras atraviesa los mares tormentosos
hasta llegar a la isla de sus enemigos en las Hébridas escocesas, sabiendo en todo momento que nadie le
agradecerá nada. En su empresa, sin embargo, Turlogh se verá beneficiado por la magia protectora de una extraña
escultura de piedra negra que ha encontrado en otra desolada isla de esos parajes, en circunstancias bien insólitas
(rodeada de muertos que debieron pelearse por ella), y que representa a un hombre de aspecto majestuoso, tal vez
un rey o un dios. En el final de este relato alucinante y alucinatorio, posiblemente la manifestación más alta de esa
capacidad que tuvo Howard para la épica crepuscular, Turlogh, que tristemente no conseguirá salvar la vida de la
muchacha si bien contemplará cómo mueren todos los vikingos que participaron en su secuestro, descubrirá que
el rey representado por la escultura es, no podía ser otro, Bran Mak Morn.

Howard todavía hizo aparecer a su soberano picto en otro relato espléndido,


Reyes de la noche (WT, nov. 1930), que aunque fue escrito antes que
muchos de los otros, supone no solo la culminación del ciclo sino la coherente
clausura del círculo abierto por El Reino de las Sombras, como bien advierte
la presencia del rey Kull. No es sin embargo Valusia el escenario de esta
historia sino un lugar cerca del Muro de Adriano donde va a tener lugar la
batalla definitiva entre los romanos y los pueblos de la isla, liderados por Bran
Mak Morn. Ahora bien, el combate depende de la participación en él de la
hueste britana que Bran ha convocado, y que habiendo perdido a su rey en la
escaramuza anterior, exige un soberano que los lidere so amenaza de unirse a
Roma: la falta de un soberano es la señal de que los soldados del águila son
invencibles. Ese rey llegará, pero procedente del pasado, del remotísimo
pasado que simboliza la joya que Bran porta en su corona, y que Kull diera a
Brule Lanza Mortífera, picto como él, en señal de su amistad.

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¿Es un falso Kull o un fantasma convocado por el brujo picto que aconseja a Bran? No: el hombre que aparece
recortado contra el sol del amanecer —y que de igual modo se desvanecerá cuando el astro rey se hunda en el
crepúsculo, concluida la batalla con la victoria— es el mismo rey de Valusia, el exiliado de la Atlántida, quien cree
estar viviendo uno de esos sueños que a veces él confunde con la vigilia, sombra entre sombras porque, como él se
ha dicho muchas veces, es difícil distinguir el sueño de la realidad. El aliento elegíaco que posee este relato, a la
vez idéntico en argumento y espíritu a los otros como sutilmente distinto en su condición casi metagenérica
(metahowardiana me atrevería a decir) le vale un aprecio muy especial entre los amantes de ese escritor que tal
vez también pensó muchas veces si no sería una sombra, una sombra capaz de sentir con exultante pasión, pero
también de desvanecerse en medio de la nada.

Si el espíritu de Bran Mak Morn permaneció en la estatua negra que tanto años después protegería a Turlogh
O’Brien, si el de Kull acudió en ayuda de su regio avatar a través del tiempo y de la leyenda, ¿por qué no pensar
que el del mismo Robert E. Howard permanece cerca de nosotros, lectores de su obra, esperando apreciar en
nuestro semblante la misma emoción primordial, ingenua pero no infantil, con que él mismo narró las hazañas de
sus guerreros sombríos?

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi


Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Los sombríos guerreros de Robert E. Howard

Germán Valdajos Pulgar dijo:


14 de marzo de 2019 en 15:10

Me ha gustado,yo cuando me cruzo con una serpiente,pronuncio «ka nama ka lajerama»� �y si es un insecto de gran tamaño
«basutu» recuerdo con deleite la lectura de las novelas y los comics,recuerdo «No tengo recuerdos de que alegrarme,ni futuro
al que mirar»
Lo leí todo en mi adolescencia ( tenia seguramente una de las mayores colecciones de España,que me fué robada) y apenas he
vuelto a tener algo,ni a leer nada.

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Responder

Jose Miguel García de Fórmica-Corsi dijo:


15 de marzo de 2019 en 19:38

Yo también he sido amigo de pronunciar en voz alta todo tipo de frases sacadas de algún cómic o de alguna
película. El conjuro de la creación de «Excalibur» era de mis favoritos («Anal rasrag, urbás besal, dogiel dienvé»),
o la frasecita que despertaba al robot Klaatu en «Ultimátum a la Tierra» («Klaatu barada niktu»).

En cuanto a tu colección sustraída, yo también sufrí un «robo» que me marcó la adolescencia, aunque en este caso
fue mi madre la que tiró a la basura los tebeos que pilló, alegando que ya era mayor y no los iba a leer nunca
más…. Triste destino.
Responder

Alvaro dijo:
17 de marzo de 2019 en 9:07

Extraordinario articulo, uno de los mejores y mas bellos que nunca he leido sobre Howard. Con tu permiso, comparto en
facebook. Unsaludo. Alvaro.
Responder

Jose Miguel García de Fórmica-Corsi dijo:


17 de marzo de 2019 en 12:41

Muchas gracias, Álvaro. Desde luego, mi intención primordial es hacer honor al placer que me proporciona la
lectura de Howard, e intentar transmitirlo, no solo a quienes ya admiramos a este gran escritor sino a todo aquel
que no lo conozca todavía y necesite un empujón para hacerlo.

Tiene todo mi permiso, como es natural. ¡Un abrazo!


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