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Piel que no miente

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Silvia Jiménez G.

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Piel que no miente

Piel que no miente


Mayela, una mujer transgenérica

Silvia Jiménez G

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Silvia Jiménez G.

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Piel que no miente

Primera Parte

La oscuridad

“...la verdad os hará libres”


(Jesucristo)

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Silvia Jiménez G.

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Piel que no miente

Este es uno de los recuerdos más remotos que guardo en mi memoria. Yo


tendría unos cuatro o cinco años, no más. Me encontraba con mi madre
en su recámara, sentado al borde de la cama. Ella, frente al tocador, se
arreglaba para salir con mi papá.
Miraba como hipnotizado cada uno de sus movimientos; el rimel que
alargaba y daba volumen a sus pestañas... las sombras de colores que
aplicaba con sumo cuidado... la polvera que abría suavemente y de la que
extraía una borla con la que acariciaba su rostro... el lápiz labial de un rojo
intenso que luego de aplicarlo le hacía apretar y soltar los labios en un
ritual que con el tiempo llegué a conocer muy bien.
Mientras eso ocurría, en mi interior volaban ilusiones, ensueños, dudas...
muchas dudas.
Quería ser grande y ser yo quien estuviera frente al espejo, iluminándome
el rostro, poniéndome los aretes de perla que ahora mi madre se colocaba
sobre el lóbulo de la oreja. Me gustaba pensarme así, frente al espejo.
Pero sabía que eso jamás podría suceder. Yo era hombre y, decía mi
padre, los hombres no se pintan.
-¿Y por qué no? –pregunté a mi mamá mientras ella se ajustaba las
medias al liguero.
-¿Por qué no qué, mi amor? –preguntó a su vez con dulzura.
-¿Por qué los hombres no se pintan?
-Porque los hombres como tú son feos, fuertes y formales –y dándome
un apretón en el antebrazo, agregó: -como tú, que si sigues comiendo
bien te vas a poner tan fuerte como tu papá.
Lo que mi madre no sabía es que yo no quería ser como mi papá; un
hombre bueno, ciertamente, y en efecto fuerte y muy formal, aunque
no tan feo. En eso estábamos cuando escuché pasos que subían las
escaleras. Al poco rato mi padre entró a la habitación, me saludó con una
palmada en la espalda y vertió algunos elogios a la belleza de mi madre
que, viéndolo bien, era muy hermosa.
-¿Así te vas a ir a la reunión? –preguntó ella. Él asintió de la manera más
natural. No recuerdo qué ropa habría llevado mi padre en ese momento,
pero de seguro era un traje oscuro, corbata y zapatos negros, impecables.
De no ser los fines de semana, cuando usaba playeras y mocasines, no
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lo recuerdo de otra manera.
Mi madre, en tanto, terminó de darse unos toques en el cabello, se puso
los zapatos de tacón alto y se levantó. Qué linda se veía... un vestido
guinda escotado sin mangas, que le llegaba justo a las rodillas, un collar
de perlas, pulseras doradas, anillos... era una princesa que a sus 28 o 29
años lucía en todo su esplendor.
Mis padres se fueron y yo me quedé con mi hermano y la señora que,
cada vez que ellos salían, llegaba a cuidarnos. Y pensé en esas palabras...
“feo, fuerte y formal”.

II

Todavía recuerdo la habitación de mi madre, en especial ese tocador


lleno de tesoros que contribuían a transformar el rostro de una mujer que
no había dormido bien, en la faz esplendorosa de una reina. Sombras,
delicados polvos, bilés... cosméticos que en ese momento no sabía bien
a bien para qué servían ni cómo se usaban, pero que al contacto con la
cara de mi madre la embellecían.
Había también, sobre ese viejo tocador de madera laqueada negra, con
molduras doradas, una buena colección de fragancias, botellas de formas
caprichosas que al abrirlas despedían aromas inigualables.
Una gran luna coronaba el mueble y, al lado derecho, una cajita que me
parecía mágica pues apenas abierta dejaba mirar una delicada bailarina
que giraba con el sonido de una bonita melodía. Otros tesoros guardaba
la caja: collares, aretes, prendedores, anillos...
Más de una vez le pedí a mi madre que me mostrara sus joyas, pero
invariablemente algo impedía que lo hiciera. Si mi padre estaba presente,
era él quien me llamaba para mostrarme alguno de sus avioncitos a
escala de la Segunda Guerra Mundial que, dicho sea de paso, me tenían
sin cuidado.
No me lo decían abiertamente, pero algo en mi interior me hacía suponer
que no estaba bien que me interesara en las alhajas de mi mamá y que,
en cambio, despreciara los avioncitos de mi padre.
De mis primeros años de escuela no es mucho lo que recuerdo. Lo más
agradable fue mi amistad con Lucy, una güerita que en alguna ocasión me
llegó a invitar a comer a su casa. Mi hermano se burlaba de mí y decía que
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no estaba bien que me juntara con las niñas; en todo momento quería que
me pusiera a jugar futbol con él y con sus amigos.
Aprendí a jugar futbol y confieso que no fui del todo malo, pero lo que
más me gustaba era jugar con Lucy, platicar con ella, de lo que fuera, y
estar con sus amigas. Me sentía bien con ellas.
Otro de mis recuerdos tiene que ver con Andrés, el vecino de la casa de
abajo, apenas un año menor que yo. Frágil y delicado, era constantemente
reprendido por su madre, una mujer ancha, de carácter severo y voz de
trueno.
Ocurría muy de vez en cuando, cierto, pero esos días eran
desconcertantes para mí. Andrés no salía al patio a jugar, a lo sumo
platicábamos a través de la ventana de su cuarto que daba a un patio
general. Recuerdo muy bien la imagen de ese niño vulnerable, tímido y
con una expresión de vergüenza, quizá porque en esas ocasiones no traía
pantalones como de costumbre, sino un vestido de su hermana.
Alguna vez le pregunté a mi madre la razón de tan extraño comportamiento
y me dijo que ocurría cuando Andrés no tenía ropa limpia que ponerse,
entonces usaba la ropa vieja de su hermana dos años mayor que él. Todo
eso me confundía.

III

Y un día sucedió. He de decir que crecí muy cerca de mi hermano –un


año mayor que yo- y tres primos, dos hombres y una mujer. Todos –yo
incluido- en ese entonces estaríamos entre los siete y los nueve años de
edad.
Con frecuencia coincidíamos los domingos en casa de los abuelos,
e invariablemente, entre nuestros juegos incluíamos la representación
teatral de algún cuento de hadas. Sobra decir que mi prima –la única
mujer en el grupo y, por cierto, la mayor de todos- hacía siempre los
papeles de princesa.
Aquella ocasión, sin embargo, cayó enferma y no llegó a casa de los
abuelos. Aun así no quisimos dejar de representar el cuento de hadas.
Pero había un problema, no teníamos princesa. Mi hermano propuso que
jugáramos a otra cosa; uno de mis primos sugirió que representáramos el
cuento sin princesas, pero Gerardo, el más chico, se opuso e insistió que
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representáramos el cuento tal cual.
-Miren –dijo, al tiempo que sacaba un pequeño libro de su mochila- aquí
traigo el cuento, se llama “La princesa y el dragón”, y ya me aprendí la
parte del dragón.
-Pero –continuó Víctor, mi hermano- nos falta la princesa, mejor
armemos un rompecabezas o algo así.
-¿Rompecabezas? qué aburrido –terció mi primo Armando- total, que
uno de nosotros la haga de princesa, es sólo un juego.
Nos quedamos mirando, como sopesando las posibilidades de que
fuera otro, y no uno mismo, el que representara el papel.
Todavía recuerdo la cara de susto que puso mi hermano. Gerardo, en
cambio, estaba tranquilo, seguro que por haber llevado el cuento y haber
leído su parte, la haría de dragón.
Armando me volteó a ver, como diciendo, yo fui el de la idea, así es que
a ti te toca el papel. Entonces me imaginé vestido como una princesa y
me acordé de mi vecino Andrés, cuando tenía que ponerse los vestidos
de la hermana.
Un impulso me hizo ofrecerme para hacer el papel, sólo puse una
condición. –Pero no se vale que se burlen ni que se lo digan a nadie ¿eh?
Todos asintieron de buena gana, aliviados de que ellos no tuvieran que
hacer el numerito de ponerse vestido y zapatillas. Además, como la obra
la hacíamos solamente para nosotros, era de esperar que, efectivamente,
nadie se enterara.
Gerardo fue el primero que hurgó en los cajones de la tía Leonor. Sacó
un fondo blanco y una crinolina. Víctor, mi hermano, encontró en el ropero
unos zapatos blancos de tacón alto y Armando vio sobre el buró unos
aretes y un collar.
Mientras los demás se ponían de acuerdo en sus personajes y leían el
cuento, yo me quité la camisa, el pantalón, los calcetines y los zapatos, y
lentamente me fui poniendo la ropa de mi tía. Primero el fondo... estaba
tan nervioso que no sabía por dónde meter los brazos... luego la crinolina...
finalmente, y con ayuda de Gerardo, me entró la ropa que, por cierto, me
quedaba a la perfección, pues la tía Leonor era bajita y delgadita. Las
zapatillas también me ajustaron y, aunque me tambaleaba un poco, pude
dominar los tacones de aguja. Mi hermano me abrochó el collar y con los
aretes no tuve problemas pues eran de broche. Sólo recuerdo que me
apretaban un poco.
Mi primera reacción fue dirigirme al espejo que mi tía Leonor tenía en
una de las puertas de su ropero. Era de cuerpo entero. Al verme tuve
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una sensación muy extraña; ciertamente no parecía una princesa, pero sí
parecía una niña, una niña disfrazada de princesa.
No era la imagen que veía en mi vecino Andrés, de ninguna manera.
Por alguna razón, en él se notaba de inmediato que era un niño, quizá por
el corte de pelo, por su expresión sombría, avergonzada, qué sé yo. Mi
imagen, en cambio, era diferente, radiante, mi rostro se iluminaba con una
sonrisa de satisfacción. No sé cuánto tiempo permanecí frente al espejo,
pero la voz de mi hermano rompió la ensoñación. –Ya, así estás bien,
ponte a leer lo que tienes que decir, nosotros ya sabemos lo que nos toca.
De lo que haya tratado el cuento es lo de menos, seguramente la vieja
historia del caballero que derrota al dragón y salva a la princesa del castillo
embrujado. Lo que sí recuerdo es que me sentí muy bien al representar a
la princesa y que, una vez que terminamos y tuve que volverme a poner
la camisa y el pantalón, sentí un gran desasosiego.

IV

Toda la tarde del domingo y buena parte de la noche me la pasé pensando.


Una y otra vez recreaba en mi mente la imagen del espejo, la sensación
de las zapatillas, el fondo, los aretes... una y otra vez me imaginaba como
una niña que juega a ser princesa.
Todo habría sido maravilloso, de no ser porque en mis pensamientos
acudía, también, aquella sentencia de mis padres: tú eres un hombre, y
los hombres son feos, fuertes y formales.
Quizá podría pensarse en una princesa formal, pero ¿una princesa fea?
¿y fuerte? No, eso no podía ser.
No podía ser, entonces, que yo jugara de esa manera y que yo me
vistiera de esa manera.
-¡Dios mío! –pensé- ¿y si mi hermano le dice algo a mis papás? De
seguro me regañarían. Pero no, mi hermano y mis primos habían prometido
solemnemente no decirle nada a nadie y seguramente cumplirían su
palabra.
El domingo siguiente volvimos a vernos en casa de los abuelos y, para
entonces, mi prima ya había salido de su enfermedad y volvió a interpretar
el papel de la princesa. Yo tuve que conformarme con ser un pirata que la
raptaba o algo así.
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Mi hermano y mis primos no hicieron ningún comentario en relación
con el domingo anterior. Yo tampoco toqué el tema. Debo confesar, sin
embargo, que en mi fuero interno deseaba que mi prima se enfermara
nuevamente para volverme a poner la ropa de mi tía Leonor. Pero no fue
así. Nunca más volví a hacer el papel de princesa.

Cuántos pensamientos empezaron a revolotear en mi mente a partir de


ese momento. Cuántas sensaciones, cuántas dudas.
Me quedaba claro que como hombre que era no tenía porqué ponerme
vestidos de niña, ni mucho menos sentirme bien al hacerlo.
Con gran dedicación me esforcé en practicar todos los deportes que se
me ofrecían en la escuela, principalmente el fútbol.
No faltaban las amigas de mi madre que al verme exclamaban -¡pero
qué bonito niño! –yo, enojado, decía que no era bonito, afirmaba, una y
otra vez, que yo era feo, fuerte y formal. Y doblaba el antebrazo hacia
arriba para mostrar, orgulloso, un bíceps inexistente.
Las señoras se reían y empezaban a decir –de veras, qué fuerte, y qué
feo eres –y yo salía de ahí sintiéndome todo un hombre.
Fue en aquella época cuando descubrí una fotografía que me habían
tomado antes de cumplir los dos años de edad. No tengo ningún recuerdo
del momento en que me retrataron, pero conservo en mi mente la imagen
de la fotografía.
Luzco con unos caireles rubios y una sonrisa escarlata, coloreada al
igual que las mejillas. En ese entonces era habitual que se tomaran las
fotos en blanco y negro para después iluminarlas en el laboratorio. Visto
un trajecito con peto y tirantes, así como una camisa con mangas cortas y
bombachas, parecidas a las de Blanca Nieves.
Quien viera esa fotografía pensaría que se trata de una niña, eso me
molestaba, por eso es que al encontrar la foto escribí con lápiz: “Esta niña
no soy yo, es mi prima Mónica”.
Fue en ese entonces que nos mudamos de San Pedro de los Pinos a
un departamento en la colonia Mixcoac, así que dejé de ver a mi vecino
Andrés.
Hacía tiempo, también, que no veía más a mi amiga Lucy, compañerita
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en el kínder, pues ingresé a una escuela primaria para varones dirigida
por hermanos lasallistas. Qué espanto.
La disciplina rígida y la práctica del deporte consiguió apartarme por un
tiempo de mis inclinaciones hacia lo femenino, pero a eso de los diez u
once años sucedió algo que hizo renacer mis impulsos.

VI

Había sido una tarde calurosa, de finales de abril. Mi madre acostumbraba


ver las telenovelas en su cuarto, recostada en su cama. Ese día, sin
embargo, su televisor se descompuso y miraba, muy atenta, la tele que
había en mi recámara.
Yo no me di cuenta en ese momento, pero se quitó las medias y las
dejó sobre mi cama. Al poco rato terminó la programación, merendamos
cualquier cosa y nos fuimos a dormir.
La noche era tibia y escondía un misterio que muy pronto empezaría a
descubrir.
Al desembarazarme de algunas de las cobijas, mi mano se topó con las
medias que mi madre había dejado sobre la cama. Mi primer impulso fue
arrojarlas al piso con los cobertores sobrantes, pero algo me detuvo. Fue,
sin duda, su textura. Qué suavidad... estaba oscuro, así es que no podía
verlas, pero las sentía y sabía muy bien que eran las medias de mamá.
No quería dejar de tocarlas... de sentirlas... me acariciaba con ellas...
las pasé sobre mis brazos... sobre mis piernas. Me quité el pantalón
de la pijama para sentirlas mejor, y en unos segundos mis piernas se
introdujeron a las medias y yo me introduje a un mundo misterioso y
fascinante.
Mi piel se volvió más sensible que nunca y mi imaginación emprendió el
vuelo y alcanzó alturas insospechadas. No recuerdo qué pudo más, si la
textura de las medias sobre mi piel, o soñarme como una quinceañera que
por primera vez en su vida podía lucir unas medias.
De buena gana me habría quedado así toda la noche, pero mi hermano
dormía en la litera de arriba y podía despertar. No quería imaginar lo que
sucedería si me descubriera con las medias de mamá.
Sufrí cuando me las quité, pero me consolé sabiendo que a la primera
oportunidad me las pondría de nuevo. Me dormí y a mis once años me
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soñé como una quinceañera ilusionada.

VII

No pasó mucho tiempo antes de encontrarme con la esperada oportunidad.


Mi hermano se sometió a un tratamiento de ortodoncia al que acudía todos
los jueves acompañado de mi madre. Mi papá trabajaba todo el día, así es
que los jueves me quedaba solo en la casa.
No esperé más y desde el preciso momento en que vi por la ventana
que se alejaba el auto, con mi mamá y mi hermano, me dirigí a los cajones
en busca de aquellas medias.
Ahí estaban, esperándome. Con gran emoción me quité zapatos,
calcetines y pantalones, y me las puse.
De nuevo ese caudal de sensaciones. Una y otra vez pasaba mi mano
por las piernas más suaves y sedosas que hubiera acariciado jamás.
No contento con todo ello, seguí buscando en los cajones. Unas
pantaletas amarillas con liguero me salieron al paso, y luego un brasier
blanco. Me quité la truza y la playera y en su lugar me puse las pantaletas
y el brasier.
Sentado y con la pierna cruzada sujeté torpemente las medias al liguero,
queriendo imitar a mi madre cuando se arreglaba para salir con papá. Qué
trabajo me costó abrochar el brasier, pero al fin lo hice y lo rellené con mis
calcetines mugrosos. No importaba, me sentía la mujer más sensual del
mundo.
Luego tocó el turno a los zapatos de tacón alto y a un vestido rosa de
cuello redondo y manga corta, lo recuerdo bien. De inmediato acudí al
espejo, mi más fiel, mi único confidente. A nadie más le revelaría ese
secreto tan mío.
El mismo ritual siguió todos los jueves, pero cada vez le agregaba más
ingredientes a mi fantasía. Los aretes, el collar... cuando descubrí la
peluca fue sensacional... y un día hasta llegué a pintarme los labios.
Todo era muy hermoso mientras ocurría, pero al día siguiente, u horas
más tarde, empezaban –otra vez- los remordimientos, las dudas, los
temores.
Todo parecía confabularse en mi contra por una simple y sencilla razón:
los hombres no se pintan, los hombres no se ponen faldas, los hombres
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no se ponen medias, los hombres no esto, los hombres no lo otro. Y yo –o
al menos eso es lo que me habían dicho- yo era hombre.
Entonces surgió una pregunta más en mi de por sí confundida y
atribulada cabeza: ¿cómo saben que soy hombre, quién les dijo a mis
papás que soy hombre?
Hoy, estas reflexiones en la mente de un niño de once años pueden
parecer ociosas. Pero en ese entonces el sexo era tabú, nadie hablaba
de eso a los menores, Y sin hermanas en casa y con una familia católica
y tradicionalista, no cuesta mucho trabajo entender que ese niño de once
años no supiera las diferencias biológicas entre uno y otro sexo.
Una tarde, armándome de valor, me atreví a preguntar.
-Oye mamá, ¿y cómo saben los doctores si el bebé que nace es niño
o niña?
Mi madre se turbó, pero de inmediato recuperó el aplomo y respondió,
con toda la autoridad que un ama de casa de los años sesenta –todavía
no se enteraba de la revolución sexual- podía tener.
-Pues por la carita, mi amor. Si tiene la cara tierna y delicada, es niña. Si
la tiene más tosquita, entonces es niño. –Y se alejó de inmediato a lavar
los trastes.
Pobrecita, no la culpo, sólo respondió a la educación que había recibido.
Yo me quedé espantado. No podía creer que algo tan importante como el
sexo de la gente se decidiera con sólo verle la cara a los bebés.
En cuanto pude busqué fotos mías y de mi prima cuando éramos bebés.
Las encontré en un viejo álbum de pastas negras. Comparé los rostros...
la verdad es que no veía diferencias, tan tierna y delicada era la cara de
mi prima, como la mía. Me decía, sin embargo, que por algo los médicos
estudiaban tantos años, y los imaginaba cursando una materia que
pudiera llamarse “reconocimiento de bebés” en donde los aspirantes a
ginecólogos adquirían una destreza muy particular para distinguir mínimas
diferencias en el rostro de un niño o una niña. Pero a simple vista, insisto,
yo no percibía diferencias.
Esto abría nuevos horizontes para mí; por un lado esperanzadores y
maravillosos, pero por otro escalofriantes.
Si los médicos se habían equivocado y yo era una niña, entonces eso
explicaba todo. Eso explicaba que me gustara jugar con otras niñas,
que me sintiera bien poniéndome medias y vestidos... se acababan mis
problemas. Ya no tendría que ser feo, fuerte y formal, podía aspirar a ser
hermosa, tierna y delicada.
Pero había un problema, cómo convencer a los demás de que yo era
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una niña. Pensaba que nadie me creería y que me obligarían a seguir
actuando como un niño. ¿Y qué iba a pasar cuando en lugar de que me
creciera la barba y el bigote, me crecieran los pechos y las caderas? Ya
me imaginaba a mis padres preocupados al notar que no me cambiaba la
voz y demandando ante los tribunales al médico que había dictaminado
que yo era un niño.
Pero a final de cuentas no me importaba que metieran a la cárcel al
doctorcito ni que hubiera un lío y tuvieran de cambiarme de escuela.
Me emocionaba pensar que a lo mejor yo sí era una niña y que, tarde o
temprano, viviría como las demás mujeres. Lo único que deseaba es que
se dieran cuenta antes de que cumpliera los 15 años para que me hicieran
mi fiesta. Qué contento me puse.
Poco me duró la ilusión. En cuanto vi a mi primo le comenté lo chistoso
que se me hacía que con sólo verle la cara a los bebés supieran si eran
niños o niñas.
-No seas tonto –me dijo en un tono que sonó a burla- ¿quién te dijo esas
tonterías?
-Este... lo leí en alguna parte –no quise echar de cabeza a mi propia
madre.
-Pues eso no es cierto –repuso, y me enseñó unas revistas pornográficas
que tenía escondidas su papá. Ese fue mi libro de texto de sexología.
No dije nada, pero tuve una gran desilusión. Y, otra vez, más dudas,
más remordimientos, más temores.

VIII

Pocos días después de cumplir catorce años me levanté como todos los
días, pero al quitarme el saco de la pijama en el baño noté que mis pechos
habían empezado a crecer. Ciertamente, no eran como los de mi madre o
los de mis tías, pero insinuaban una redondez característica. Me di cuenta
que mis caderas también se estaban ensanchando.
Con emoción corrí al cuarto de mis padres; era domingo, apenas se
estaban despertando.
-¡Mamá, mamá! –le dije entusiasmado- ¡mira lo que le está pasando a
mis pechos!
Ella me miró con detenimiento y dijo.
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-Esos no son los pechos de un niño.
Mi padre intervino e hizo notar que mi voz no había cambiado; pidió que
acercara mi rostro a su cara. Pasó sus dedos por ambos lados de mi boca.
-Mmmmm.... no... nada –señaló con gravedad- ni rastros de que fuera
a salir el bigote.
-Víctor, ¿tú crees que...?
-Sí, -interrumpió mi padre con un aire entre molesto y divertido- ese
doctorcito se equivocó. Jorge no es hombre, es mujer.
-¿De veras? –pregunté con ilusión.
-Claro, a tu hermano desde los 13 años le empezó a salir el bigote y le
cambió la voz; y esos pechos... definitivamente eres una mujer.
Con la mayor naturalidad mi madre me dijo que tendría que buscar otro
nombre y que el lunes veríamos lo del cambio de escuela.
-También tendremos que comprarte vestidos, faldas...
-¿Y tendré una fiesta de 15 años? –interrumpí a mi padre sin ocultar mi
alegría.
-Yo creo que sí –dijo sereno- tenemos tiempo.
Le dije que con calma pensaría en un nombre de mujer y que para
mi fiesta me gustaba el vestido blanco que había visto en el aparador
de un almacén de Tacubaya. Me preocupaban las damas, por supuesto
que invitaría a mi prima, a Lucy, mi antigua compañera de kínder a quien
tendríamos que buscar, a Yoli, una amiguita con la que a veces jugaba
cuando iba a casa de mi abuela materna. Como yo estudiaba en una
escuela de puros varones no tenía más amigas, quizá tendría que pedirle
a mi prima que invitara a algunas de sus compañeras.
Todo pasó muy rápido, la compra del vestido, las invitaciones, los
ensayos... hasta que llegó el gran día.
Yo lucía radiante, con mi vestido blanco. Qué emoción sentí al ponerme
las medias, las zapatillas de tacón alto... una señora me maquilló y quedé
como una reyna.
En el salón de fiestas ya estaban todos los invitados. Yo en la parte
superior para descender lentamente por la escalinata que me llevaría a
la pista donde bailaría mi primer vals. La orquesta empezó a tocar y yo,
lentamente, a caminar.
En ese momento escuché la voz de mi madre que me decía, -Jorge,
Jorge...
Con molestia volteé para decirle que ya no me llamaba Jorge.
Pero la voz continuó.
-¡Jorge! Hijo, despierta, tienes que irte a la escuela.
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-¿Qué? –contesté adormilado.
-Ya son las siete, se nos va a hacer tarde.

IX

Todo había sido un hermoso sueño. La realidad me devolvía a mis once


años... y a mi condición de varón. Jamás me crecerían los pechos, mi
voz se haría más gruesa y mi rostro se cubriría de barba y bigote. Era
inevitable.
Debía conformarme, sí, conformarme porque no era lo que había
soñado, conformarme entonces con esas breves incursiones de los jueves
al inigualable encanto de sentirme mujer.
El espejo, cómplice callado, era mi único aliado. Me devolvía a la
ensoñación de esa mujer que solamente ese objeto inanimado era capaz
de mirar.
¿Qué pasaría –me pregunté alguna vez- si mis padres me vieran en mi
metamorfosis femenina, si mi hermano descubriera mi secreto? Por las
noches imaginaba que alguna vez me armaría de valor y, ataviado con
falda, tacones y peluca, llegaría hasta mi padre y le diría, mira quién soy,
todos se equivocaron, los médicos, ustedes, los demás; soy una niña, ¿no
lo pueden ver? Una niña, una mujer...
Pero sabía que era un disparate. Bastaba con llevarme la mano a la
entrepierna para convencerme que el equivocado era yo.
Así pensaba en ese entonces, y antes de contemplar la posibilidad de
recurrir a mis padres para que aclararan mis dudas, me aterraba que
llegaran a conocer el secreto que guardaba con tanto celo.
Un jueves, sin embargo, como de costumbre esperé a ver por la ventana
que mi madre y mi hermano se alejaban en el auto para, rápidamente,
acudir a los cajones en busca de mi otro yo.
A fuerza de hacerlo periódicamente, conocía a la perfección dónde
estaba cada una de las prendas... la ropa interior, el vestido, los tacones
altos, la peluca, el lápiz labial...
Como de costumbre, una vez que me puse toda la indumentaria me
contemplé en el espejo. Era ya todo un ritual, sabía que tenía más de hora
y media para sentirme mujer.
Alguna vez pensé en pintarme las uñas y ponerme sombras y rimel
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Piel que no miente
, pero temía que no me diera tiempo de despintarme, que mis huellas
delatoras permanecieran en mi cara. Me conformaba, entonces, con la
ropa y el lápiz labial.
Como siempre, me senté en la sala con la pierna cruzada, imaginando
que tomaba café con las amigas de mi madre.
De pronto, el ruido de un motor conocido rompió mis ensueños. De
inmediato me asomé por la ventana y, en efecto, se trataba del renolito
verde de mi madre. No había pasado ni media hora, ¿por qué habían
regresado tan pronto?
Sin querer encontrar explicaciones en ese momento, corrí a la recámara
de mi madre con intención de cambiarme, pero hice un rápido cálculo
y deduje que el tiempo no me lo permitiría, mucho menos si quería
despintarme la boca y dejar todo en su lugar.
Instintivamente recogí mi ropa masculina y me metí al baño, algo se me
ocurriría.
Justo en el momento en que echaba llave a la puerta del baño escuché
que se abría el departamento y, de inmediato, los pasos de mi madre y de
mi hermano.
-¿Dónde estás? –sonó la voz de mi madre.
-¡Aquí en el baño, ahorita salgo!
-¿Te sientes mal?
-Un poco, yo creo que me cayó mal la comida –inventé, sin dejar de
quitarme silenciosamente cada una de las prendas.
-¿Quieres que te preparé un té?
-Ahorita que salga vemos, gracias.
Entonces vi lo que podría ser mi salvación... la lavadora. Afortunadamente
estaba vacía. Así es que con el mayor cuidado, para no hacer ruido, fui
dejando cada una de las cosas que me había quitado. Acto seguido, me
puse mi ropa habitual, jalé la cadena del excusado y procedí a lavarme
las manos, simbólica y literalmente. Había que hacer creíble el momento.
Al salir, mi madre, cariñosa, me preguntó que qué me habría hecho
daño. –El pollo y el arroz estaban buenos –apuntó.
-No sé, en la escuela me invitaron un sándwich de jamón –volví a
inventar- a lo mejor no estaba muy bueno.
-Te voy a preparar un té y si mañana sigues así te llevo con el doctor
Legorreta.
Con tal de que me creyera tuve que tomarme el té de manzanilla.
Mientras lo hacía, pensaba en la segunda parte del plan que, sin duda,
sería más difícil: cómo llevar de nuevo la ropa de mi madre a sus cajones.
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Pensé en salir con cualquier pretexto y al regresar decirle a mi madre
que una vecina la buscaba. Pero no funcionaría, mi hermano se daría
cuenta de la maniobra y, además, la vecina me desmentiría.
Le daba vueltas y vueltas y no se me ocurría nada que de verdad
pudiera resultar. En último caso, pensé, iría por la noche y arrojaría las
cosas por la ventana del baño... no, tampoco era una buena idea, por
muchas razones. La primera es que tarde o temprano mi mamá notaría la
ausencia de sus cosas; la segunda, que podría suceder que ella misma
las encontrara en la mañana al salir a la calle; y la tercera, que yo mismo
me haría un daño, pues ya no me las podría volver a poner. La ropa, como
quiera, buscaría otra, pero la peluca era la única que tenía mi madre.
Terminé el té y seguí dándole vueltas al asunto. El resto de la tarde
ni siquiera pude concentrarme en la tarea por estar piense y piense. Lo
único que se me ocurrió fue esperar a que en la noche todos estuvieran
dormidos para ir por la ropa y esconderla en un lugar seguro de mi
recámara, con la idea de devolverla a su lugar el próximo jueves que me
quedara solo.
Tampoco era la mejor idea. Una semana era mucho tiempo. Mi madre
podría echar de menos alguna de sus cosas o mi hermano encontrarlas
accidentalmente.
Más tarde me enteré que habían regresado tan rápido porque el dentista
tuvo un contratiempo y no llegó al consultorio. Odié con todas mis fuerzas
al irresponsable sacamuelas.
Mientras terminaba de hacer una de las peores tareas de mi vida vi
que mi madre se metía a su recámara y hacía ruido en el clóset. ¿Estaría
buscando su vestido rosa?, me pregunté, paranoico. ¿Se habrá dado
cuenta que no está la peluca? Era algo peor, a los pocos minutos la vi
salir con el tambache de ropa sucia en dirección al baño.
Sentí cómo la temperatura de mi cuerpo subió en un santiamén, me
ardían las mejillas y me temblaban las manos. En unos segundos abriría
la lavadora y...
-Jorge –me dijo ecuánime- ¿puedes venir tantito?
Acudí como el condenado a muerte que camina rumbo a la silla eléctrica.
Ni siquiera pensaba en lo que podía decir, sólo deseaba que en ese
momento comenzara a temblar y todos tuviéramos que salir corriendo del
departamento; o que se abriera la tierra y me tragara, o que un rayo me
partiera en dos. Nada de eso sucedió y tuve que enfrentar el interrogatorio.
-¿Tú pusiste esas cosas ahí?
-Este... yo... no, no mamá –mentí-
20
Piel que no miente
-¿Cómo que no? Antes de que nos fuéramos al dentista la lavadora
estaba vacía. Y nadie ha entrado a la casa, sólo tú estuviste aquí.
Su lógica resultó más que demoledora.
-Bueno –confesé asustado- sí, yo la metí.
-¿Y para qué? –preguntó intrigada.
-Bueno... pues quería lavarla... yo quise ayudar, la iba a lavar mientras
ustedes estaban en el dentista.
-¿Y también ibas a lavar la peluca, y los zapatos?
-Pues sí, ¿no se lavan?
-Pero no en la lavadora. ¿Te das cuenta lo que pasaría con la peluca
si echas a andar la lavadora? Y además con los zapatos, ¿cómo se te
ocurre?
-Pues quería saber qué pasaba.
-Dime la verdad, Jorge –me advirtió en tono serio.
-Es la verdad, perdóname, quería saber qué pasaba –le dije al borde
del llanto.
Mi madre no me creyó e hizo lo que muchas mamás solían hacer en
aquella época. Amenazarme con decirle a mi padre si no confesaba la
verdad.
-Pero si te digo –alcancé a balbucear aguantando el llanto- si te digo
¿me prometes que no le dices nada a mi papá?
-Te lo prometo.
Qué momento tan horrible. Sentí que el mundo se me venía encima.
Estaba a punto de confesar el mayor de los delitos. ¿Así se habría sentido
Lee Harvey Oswald al confesar que había matado a Kennedy, hacía
apenas unos cuantos años?
-¿Pero de veras no le dices a nadie? –quise ganar tiempo.
-A nadie –y cerró la puerta del baño para que no escuchara mi hermano.
-Yo... yo iba a... a ponérmela –dije por fin, al tiempo que en mi interior
sentía cómo se derrumbaba todo mi ser.
-¿Y por qué lo hiciste? Tú eres hombre.
Luego de comprobar que seguía vivo, dije lo primero que se me ocurrió.
-Pues nada más, para ver qué se siente, ya ves que luego en la tele
salen hombres que se ponen ropa de mujer.
-Sí, mi cielo –dijo en un tono que sonó hasta divertido- pero eso lo hacen
para hacer reír a la gente, para imitar a las cantantes, no vuelvas a hacer
eso. Además, me puedes maltratar mis cosas.
-Sí, mamá, no lo vuelvo a hacer.
No, no se había acabado el mundo, pero una parte de mí estaba muy
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Silvia Jiménez G.
lastimada.

Esa noche volví a soñar.


Era la misma escena. Mi madre me interrogaba con toda su ropa metida
en la lavadora.
-Es que me la iba a poner –confesaba yo, asustado y nervioso.
-¿Te querías poner mi ropa?
-Sí, me la quería poner.
-Pero es ropa de mujer.
-Sí, ya lo sé.
-¿Has hecho eso antes?
-Sí, mamá, muchas veces.
-¿Y te gusta?
-Sí, no sé por qué; yo sé que soy hombre, pero me gusta. Es malo, muy
malo, ¿verdad? –preguntaba a mi vez, con vergüenza.
-No, mi amor. Eso pasa a veces. Pero si te gusta ponerte esa ropa no
tiene nada de malo. Dime, ¿te gustaría ser una niña?
-Me encantaría.
-No hay ningún problema, yo siempre quise tener una niña. Tú puedes
ser mi hija.
-¿De verdad?
-Claro. Vamos a decirle a tu papá y mañana te llevamos con el doctor, le
decimos que nos dé una medicina para que te vuelvas niña.
-¿Eso se puede?
-Sí, la medicina ha avanzado mucho. Ya ves cuántas vacunas han
descubierto.
-¿Y si soy una niña me podré poner vestidos y usar el pelo largo?
-Claro. Mañana, saliendo del doctor te iremos a comprar muchos
vestidos.
-¿Y podré usar medias y pintarme los labios?
-Cuando seas más grande, claro que sí.
-Entonces, ¿ya no me llamaré Jorge?
-No, mi amor, ¿cómo te gustaría llamarte?
-Mmmm... me gustaría llamarme...
22
Piel que no miente
En ese momento mi madre me despertó y, una vez más, el “Jorge, ya
levántate” me regresó a la realidad.

XI

Nunca más se volvió a hablar del asunto. No sé siquiera si mi madre


guardó su promesa de no divulgar el incidente; el caso es que 15 días
después mi padre llegó con un regalo para mí.
-Toma –me dijo mientras me entregaba un paquete muy bien envuelto.
No imaginaba qué podría ser, ni siquiera era Navidad o mi cumpleaños.
Pero, como todo niño curioso, lo desenvolví ansiosamente. Eran unos
guantes de box.
No me pareció del todo extraño el regalo de mi padre. Hacía unos días
que Rubén Olivares había conquistado el título mundial de peso gallo
y aun cuando no era un fanático del pugilismo, mi padre se entretenía
viendo las peleas por televisión.
Además, no hacía mucho que se habían cambiado al edificio Ricardo y
Olga, niños que tendrían unos 11 y nueve años, respectivamente, y con
los que empezaba a llevarme muy bien.
Así es que pensé que era tiempo de darle gusto a mis padres y hacerme
un hombre fuerte con el box.
Esa tarde bajé a buscar a Ricardo para mostrarle mis guantes. Eran
marca “Palomares”, de los buenos.
-Pues vamos a estrenarlos –me dijo entusiasmado mientras se los
probaba.
Minutos más tarde ya estábamos en la azotea del edificio, adentro de
una de las jaulas para tender.
-Pierde el primero al que le salga sangre, ¿sale? –propuso mi vecino.
¿Al que le salga sangre?, pensé en mi interior, -¿qué no se supone que
son rounds de tres minutos? –dije en voz alta.
-Sí, pero no hay quien tome tiempo, así que podemos jugar de esa
manera, o qué ¿tienes miedo?
Estaba asustadísimo, ¿cuánto tiempo podría pasar antes de que alguno
de los dos empezara a sangrar? ¿cómo terminaríamos de golpeados?
-No, claro que no tengo miedo –mentí- pelearemos como tú digas.
Y así, luego de cerrar la puerta de la jaula, quitarnos la playera y
23
Silvia Jiménez G.
ponernos los guantes, empezamos a pelear.
A cada golpe que me daba sentía que la cabeza retumbaba y que en
cualquier momento se desprendería del cuello. Yo también daba mis
buenos derechazos con el deseo de pronto sangrar a mi adversario y
terminar de una vez con todo esto.
Para mi fortuna, a los pocos minutos un golpe de derecha se estrelló
contra mi nariz y comencé a sangrar.
-¡Te gané, te gané! –exclamó jubiloso mi rival.
Ambos teníamos la cara roja de tanto golpe y los cabellos empapados
en sudor. Yo veía cómo las gotas escarlata escurrían de mi nariz y se
estrellaban contra el piso, dejando estelas imborrables de mi valor. Estaba
adolorido y sentía que la cabeza me daba vueltas pero, en el fondo, estaba
orgulloso de mi coraje.
Este es mi mundo, me repetía una y otra vez, el de los hombres, el
de la fuerza. Ver las estrellas que mi sangre había dejado en el piso me
provocaba una extraña satisfacción. Lo de menos era haber salido con la
derrota, lo verdaderamente relevante era haber aguantado hasta el final.
Las peleas continuaron con cierta frecuencia y los golpes estrecharon
aún más mi amistad con Ricardo.
Cierta ocasión invitamos a mi hermano a que se nos uniera, pero él, un
año mayor que nosotros, no accedió. Esgrimió que podría lastimarnos al
ser más grande.
Ricardo lo tomó como un pretexto para no ponerse los guantes, pero
yo, que había visto cómo dejaba en la escuela a quien le buscara pleito,
comprendí que no era temor sino cordura, lo que por cierto agradecí.
Al hacerme más amigo de Ricardo tuve oportunidad de acercarme a
su hermana Olga, de nueve años y con una carita muy tierna y carácter
dulce. Algunas veces, al no encontrar a Ricardo en su casa, me quedaba
a platicar con Olga y me sentía muy bien. Más de una ocasión bajé
expresamente para estar con ella y ver, juntos, el Teatro Fantástico, un
programa en donde escenificaban cuentos de hadas. Mi hermano me
hacía burla, decía que eran programas para niñas, pero yo alegaba en mi
defensa los pleitos sangrientos que tenía con Ricardo y que él, de una u
otra manera, siempre rehuía.
Así pasé una buena temporada en convivencia con mis vecinos, ya
fuera golpeándome con Ricardo o viendo historias de princesas con Olga.

24
Piel que no miente

XII

El día que mis padres se enteraron de las extrañas reglas que Ricardo y
yo habíamos inventado para nuestros combates, me quitaron los guantes
y me regalaron una bolsa de canicas, cosa que agradecí sobremanera.
Además de que las canicas eran inofensivas, he de mencionar sin falsas
modestias que yo era bastante bueno para este juego, así es que con los
tréboles, las ágatas y las agüitas me desquité de todas las derrotas que
Ricardo me había propinado en el pugilismo.
No pasó mucho tiempo antes de que él y su hermana dejaran el edificio,
pues regresaban a León, Guanajuato, donde trabajaba su papá.
Los extrañé a los dos, pero quizá un poco más a Olga, pues con ella
podía platicar de cosas que con nadie más hablaba. Para ese entonces yo
ya había cumplido los 12 años de edad.
Qué triste y qué vacío se miraba el edificio sin mis amigos. Mi hermano
y yo éramos los únicos niños, el resto de los inquilinos lo formaban parejas
de recién casados o de viejitos, además de Sonia, una brasileña no mayor
de 30 años que vivía sola y que usaba ropa muy elegante.
La miraba y deseaba ser como ella; que por un extraño sortilegio
chocáramos y al levantarnos mi alma quedara en su cuerpo.
La presencia de Ricardo y Olga, así como el susto que me llevé al ser
descubierto, había alejado un poco mi necesidad de travestirme. Pero
al verme nuevamente en la soledad, volvió a brotar el deseo de sentir la
suavidad de unas medias y la sensualidad de unos tacones altos, como
los que usaba la brasileña.
Más de una vez vi la deliciosa ropa interior de Sonia colgada en las
jaulas donde no hacía mucho tiempo intercambiaba golpes con Ricardo.
Cómo me hubiera gustado ponérmela. Me entretenía ver cómo escurrían
sus pantaletas recién tendidas, sobre todo cuando las gotas caían sobre
las manchas de sangre, de mi propia sangre que habían quedado en el
suelo como huellas imborrables de mi valentía y coraje. Pensé robarme
alguna de esas prendas para sentirla sobre mi cuerpo, ¿me vería tan linda
como la brasileña?. Nunca lo sabría, el miedo o el respeto –o quizá un
poco de las dos- me lo impidieron.
Entonces tuve un sueño. Soñé que por fin me animaba a robarme su
ropa interior. Era un coordinado guinda, de satín, precioso. Caía la tarde
25
Silvia Jiménez G.
y, paciente, esperaba que no hubiera nadie en la azotea. Al verme solo
me lancé hacia la jaula; tenía candado. Pero eso no era un obstáculo,
las jaulas estaban en tan mal estado que bastaba levantar un poco la
malla para arrastrarse por debajo. Así lo hice y con un rápido movimiento
descolgué la ropa. Ya estaba seca.
Repetí los movimientos y antes de hacerlo guardé las prendas debajo
de mi playera para no ensuciarlas al momento de arrastrarme por debajo
de la reja. Una vez que traspasé los límites de la jaula, y todavía en el
suelo, sentí el peso de una bota que oprimía mi espalda. Volteé y desde
el suelo vi a Sonia, lucía impresionante, con sus piernas en primer plano.
Desde la posición en que me encontraba alcancé a ver uno de los tirantes
de su liguero.
-¡Deja de mirarme las piernas y levántate! –dijo molesta.
Apenado de que hubiera descubierto mi mirada me incorporé de
inmediato con la vista perdida en otra parte.
-¿Qué hacías adentro de la jaula?
-Este... yo... me metí porque se me fueron las canicas, mire –y al
momento le mostré un par de tréboles que oportunamente recordé que
traía en el bolsillo.
-¿A quién quieres engañar? –tronó.
-De veras, perdóneme, no lo vuelvo a hacer. Lo que pasa es que estaba
jugando con las canicas y...
-¿Qué traes ahí? –interrumpió agresiva mientras señalaba el bulto que
se notaba bajo mi playera.
-Nada... ¿por qué?
-¡No te hagas! ¡enséñame lo que traes ahí o aquí mismo te encuero!
No tuve alternativa. Humillado, debí entregarle sus cosas.
-¿Y para qué querías mis calzones?
-Mire... yo...
-¡De seguro para masturbarte! ¿verdad? ¡pervertido de mierda!
-No, le juro que no era para eso.
-¿Entonces?
-Es que... se las iba a llevar a mi novia.. quería ver cómo se veía con...
-¡Tu novia! ¡qué vas a tener novia si todavía juegas a las canicas!.
Aunque... –de pronto, Sonia cambio su tono de voz y de agresiva pasó a
sarcástica. Gozó cada una de sus siguientes palabras. –Aunque creo que
ya sé para qué querías mi ropa.
-¿Para qué? –pregunté para saber si me convenía su versión.
-Pues para ponértela, por supuesto.
26
Piel que no miente
-No... yo... –el color se me subió a la cara.
-Sí, claro –siguió divertida- eres una nenita que quiere ponerse ropa
sensual.
Por el tono de voz y por su mirada me di cuenta que ella misma no creía
lo que estaba diciendo. Ignoraba a dónde quería llegar pero me percaté
que traía algo entre manos.
-Y yo que pensé que eras un pervertido. Pero no, cómo pude ser tan
malpensada. ¿Y sabes una cosa linda? Te voy a ayudar. Voy a dejar que
te pongas mi ropa; ven, vamos a mi departamento para que escojas lo
que más te guste.
Si lo hubiera dicho en serio yo habría sido muy feliz; pero era muy
claro que ella seguía pensando la primera versión y que ahora pretendía
humillarme.
No había nada que pudiera decir en mi defensa. Amenazó con decirle
a mi madre si no cooperaba. –Así es que –dijo divertida ya en su
departamento y con el clóset abierto de par en par- escoge pequeñita,
dime qué ropa te quieres poner.
-Ya le dije que no me quería poner su ropa –seguí mintiendo.
- Bueno, entonces la escogeré yo por ti.
Sacó una minifalda de cuadros cafés con beige, una blusa beige de
cuello alto sin mangas, liguero y unas medias. –Ponte esto o ya sabes lo
que te espera; tus padres sabrán qué clase de hijo tienen –dijo enérgica.
En el fondo era lo que yo deseaba, pero no de esa manera tan humillante.
Obedecí sin embargo.
Una vez que me puse su ropa, Sonia me pintó, me puso una peluca,
me colocó aretes, pulseras y anillos y se quitó sus botas, las mismas con
las que me había sometido hacía unos minutos. –Póntelas, te vas a ver
preciosa.
La verdad es que lucía hermosa, el maquillaje había logrado un efecto
maravilloso en mi rostro. De la humillación pasé al gozo.
-Te ves hermosa –me dijo Sonia- no dudo que atraerás la mirada de los
hombres; acompáñame.
-¿A dónde? –pregunté asustado.
-¿A dónde va a ser? A dar un paseo.
-Pero... ¿así? me van a ver.
-De eso se trata. ¿O prefieres que llame a tu mamá para que venga a
ver a su preciosa hija? –volvió a sonar sarcástica.
De nuevo me vi obligado a obedecer a la brasileña. Bajamos las
escaleras y yo con un miedo enorme de toparme con mi madre o mi
27
Silvia Jiménez G.
hermano, o peor, con mi papá que a esas horas solía regresar del trabajo.
Afortunadamente no nos encontramos a nadie conocido, pero a los
pocos minutos ya estábamos “las dos” caminando en la Zona Rosa.
No faltó quien me chiflara o quien me lanzara un piropo. Yo, la verdad,
estaba aterrado pero me sentía muy bien, sobre todo cuando entramos a
tomar un café y la mesera se refería a mi vecina y a mí como “señoritas”.
En un momento llegó un amigo de la brasileña y le dijo que su amiga, o sea
yo, estaba preciosa. Nos presentó y él, sin ningún miramiento, me plantó
un beso en la mejilla. Me incomodé pero no podía rechazarlo. Sonia me
preguntó, delante de él, que si me gustaba su amigo. Por cortesía yo dije
que me parecía un hombre elegante. En ese momento él me tomó entre
sus brazos y me dijo que tenía muchas cosas que enseñarme. Volteé a
ver a la brasileña en señal de auxilio y ella solamente dijo que si quería
ser una mujer tenía que aceptar las consecuencias. El tipo me manoseó,
forcejeamos y estuvo a punto de besarme cuando de pronto desperté y
me di cuenta que estaba forcejeando con mi propia almohada.

XIII

El sueño me dejó pensando muchas cosas. Lo primero, que fue


maravilloso poder salir a la calle como una mujer, y que en todos lados
me trataran como a una mujer; incluso los piropos me hicieron sentir bien.
De alguna manera era la forma ideal en la que podía ver realizados mis
sueños, digamos que “obligado” a hacerlo. Así nadie me podría tachar
de maricón, sino, en todo caso, compadecerse de que me humillaran de
semejante manera, sin sospechar que en mi interior yo gozaba al tener
que comportarme como una mujer.
Pero lo que me dejó pensando fue lo que pasó con el amigo de Sonia. “Si
quieres ser una mujer –me había dicho ella en el sueño- tienes que aceptar
las consecuencias”. Es decir, que tenía que permitir que los hombres me
besaran y me manosearan. Eso no me gustaba, en lo absoluto. Pero me
gustaba ser una mujer... qué lío.
El caso es que mis buenos propósitos de no volver a travestirme
empezaban a hacerse cada vez más débiles.
Hacía mucho que el tratamiento de ortodoncia de mi hermano había
concluido, así es que no era fácil quedarme solo en la casa.
28
Piel que no miente
No obstante, al salir de primero de secundaria y poco antes de cumplir
los 13 años, mi madre acompañó a mi hermano a la ceremonia de entrega
de calificaciones. La mía había sido el día anterior y se había desarrollado
con toda la pompa y circunstancia que sólo una escuela como la nuestra
podía ofrecer. Cualquiera pensaría que premiaban a los integrantes del
Escuadrón 201 que regresaban de la guerra.
El caso es que sabía que el numerito iba para largo, de dos a tres horas
mínimo, tiempo suficiente para volver a sentir las prendas femeninas
sobre mi piel.
Hacía más de un año del incidente de la lavadora, así que había
recuperado la confianza. Pero aunque así no hubiera sido, era tal mi
desesperación que decidí correr el riesgo.
Me costó un poco de trabajo reunir toda la ropa pues algunas prendas
habían cambiado de lugar y otras, como el vestido rosa, ya no existían;
seguramente habían acabado sus días en el carrito del ropavejero.
Pero en cambio había prendas nuevas y maravillosas, como ese liguero
rojo que me quedó tan bien, y las pantaletas negras con encaje... y el
brasier... Las zapatillas de tacón alto que la vez pasada me quedaban
un poquito grandes ahora eran justo de mi medida, incluso me costaba
menos trabajo caminar con ellas.
Fue al ponerme las medias y abrocharme el liguero cuando empecé
a sentir algo. Primero una elevación de la temperatura corporal,
seguramente era la emoción, pensé. Sin embargo, después vino una serie
de pequeños toques eléctricos entre las piernas, pulsaciones aceleradas
que extrañamente me hacían sentir bien.
Recostado boca abajo en la cama de mis padres, empecé a frotar el
cuerpo contra el colchón, una y otra vez. El miembro se puso duro, como
ya otras veces al despertar lo había sentido, pero ahora eso me provocaba
un gusto singular. Toda la sangre circuló por mi cuerpo, el pulso se aceleró,
yo me acariciaba las piernas y no sólo sentía la suavidad de las medias
sino un estremecimiento que crecía más y más... y más... y más... hasta
que estallé en una experiencia fabulosa y desconocida para mí.
En menos de un segundo descargué toda la energía que había venido
acumulando. Fue sensacional, a excepción de un pequeño y desagradable
detalle: en ese preciso momento, y sin darme cuenta siquiera, me había
orinado con la ropa puesta. Al menos eso fue lo que creí al descubrir que
las pantaletas y el colchón estaban mojados.
Pero no, eso no se parecía de ninguna manera a la orina, ni el color ni el
aroma ni la textura; ni siquiera la temperatura era la misma.
29
Silvia Jiménez G.
Entre asustado y exhausto por el esfuerzo, traté de encontrar alguna
explicación. Así de ignorante era yo, a los casi 13 años, en esas cuestiones.
Ni la escuela ni mis padres se habían tomado la molestia de decirme lo
que era una eyaculación.
Días más tarde mi primo –escasamente seis meses mayor que yo-
tendría que ser quien me aclarara el punto. Por lo pronto, lo que urgía
era salir del apuro, no quería que mi mamá me preguntara porqué estaba
mojada la cama.
Lo único que se me ocurrió, después de quitarme la ropa y meterme a la
regadera, fue hacer lo propio con las cobijas: lavarlas ‘in situ’ con agua y
con jabón. Lo malo es que no daría tiempo a que se secaran.
Tuve una idea, encendí el televisor y puse una botella de refresco sobre
la cama, la destapé y la dejé caer. No era creíble que le cayera agua
y jabón a la colcha, pero dejar caer el refresco era un accidente que a
cualquiera le podía suceder. En cuanto a las pantaletas, opté por subirlas
al incinerador que estaba en la azotea y en donde irresponsablemente se
quemaba la basura de todo el edificio.
No me salvé de la regañiza por cometer la imprudencia de ver la tele
con un refresco, pero al menos no hubo interrogatorio como la ocasión
anterior.
Una vez repuesto del susto, me puse a pensar en lo agradable que había
sido ese día, pues al gusto de verme ataviado con prendas femeninas se
agregaba un insospechado y delicioso placer.

XIV

A partir de ese momento, cada vez que por alguna razón me quedaba
solo en la casa, volvía a ponerme la ropa de mi madre y a disfrutar en
solitario de ese inigualable placer.
Fue mi primo quien me explicó, con aire de suficiencia, que el líquido
que expulsaba en la eyaculación era, ni más ni menos, la materia prima
con la que se formaban los seres humanos en el vientre materno. Gracias
a él supe también que esta práctica era conocida como masturbación.
Claro que nunca le dije cómo era que me masturbaba, pero ciertamente
le confesé que era una práctica bastante placentera y que se empezaba
a hacer común en mi vida.
30
Piel que no miente
Aquellas fueron épocas muy complicadas y definitivamente
contradictorias. Me empezaba a salir el vello de la cara y eso me provocaba
reacciones encontradas; estaba dejando de ser un niño, cosa que me
hacía sentir bien, pero al mismo tiempo me estaba convirtiendo en un
hombre. Es decir, que las fantasías que alguna vez contemplé acerca del
crecimiento de los pechos y de no cambiar de voz, quedaban definitiva e
irremediablemente canceladas.
Y entonces otra vez volvía a la vieja pregunta: ¿por qué, si soy hombre,
me siento tan bien al vestirme como mujer?
Para ese entonces ya empezaban a llamarme la atención las chicas, ya
no en el plan de amigas, sino de una manera distinta. Si en la televisión
aparecían bailarinas con poca ropa, tenía sensaciones semejantes a las
que me producía el ponerme unas medias o un brasier.
Cada vez estaba más confundido. Pensaba, además, que por disfrutar
del uso de prendas femeninas, irremediablemente, tendrían que gustarme
los hombres, y eso me llenaba de pánico.
Pero todo eso se me olvidaba en cuanto me quedaba solo en la casa y
comenzaba a hurgar en los cajones de mamá. La excitación y el desahogo
lo justificaban todo.
Hubo un detalle que vino a complicar aún más las cosas. Como
estudiante de segundo grado de secundaria en una escuela confesional,
era frecuente que tuviéramos misas, confesiones y clases de religión que
para guardar las apariencias en un Estado laico como el que se supone
que nos regía, recibían el pretencioso nombre de Ética.
Recuerdo bien a mi maestro, era un hermano lasallista bajito y rechoncho,
de piel muy blanca, cabello entrecano y penetrantes ojos azules que tras
los gruesos cristales de sus anteojos se veían aún más grandes.
No me acuerdo de su nombre, pero todos le decían Winnie Pooh por el
parecido que guardaba con el osito de las caricaturas.
La clase transcurría con entera normalidad; creo que el asunto ni
siquiera venía al caso, pero de pronto uno de mis condiscípulos que se
sentaba en la parte de atrás del salón levantó la mano.
Pocos prestaban atención a la clase, algunos cuchicheaban en un
rincón, otros garabateaban algo en sus cuadernos y no faltaba quien
aprovechara para adelantar la tarea de otras materias.
-Maestro –dijo Castañeda, mi compañero- ¿puedo hacerle una
pregunta?
-Claro que sí –accedió solícito el profesor.
Nervioso y casi arrepentido de haber pedido la palabra, Castañeda la
31
Silvia Jiménez G.
soltó de golpe: -¿La masturbación es pecado?
En ese momento todos dejamos lo que estábamos haciendo y volteamos
a ver al compañero. Se hizo un silencio tenso y expectante, de alguna
manera todos teníamos la misma inquietud pero ninguno de nosotros nos
atrevíamos a expresarla.
Las miradas a Castañeda se dirigieron de inmediato al profesor. Lo
observé detenidamente, con sus ojos aún más grandes y penetrantes. Y
dijo, seca y lapidariamente:
-Sí, sí es pecado.
Su voz resonó en el interior de cada una de nuestras conciencias; como
un eco taladró nuestros oídos y penetró al corazón, a nuestros sentidos, a
nuestra genitalidad, a nuestros más íntimos rincones.
Ignoro de que se haya hablado en el resto de la clase. Yo sólo pensaba
en la temprana condena de ese nuevo placer descubierto no hacía mucho,
y en todas las ocasiones en que había ofendido a Nuestro Señor con mis
actos impuros.
En efecto, ya no era solamente la perversión de vestir ropas “del otro
sexo” sino la comisión grave y flagrante de una falta.
En ese momento, por enésima vez, me hice el propósito de nunca volver
a pecar.

XV

A causa del miedo que me provocaba arder en los infiernos, y deseoso


de no ofender a ese Dios bueno y misericordioso que había muerto a
causa de mis pecados, fue que logré –por un tiempo- cumplir con mi
propósito.
Pero cada vez que veía a mi madre frente al espejo con un lápiz labial o
con una sombra de ojos, cada vez que miraba la ropa interior de mujer en
los aparadores de las tiendas, y cada vez que veía las medias de mamá
sobre su cama, brotaba de nuevo el deseo de sentir aquellas prendas en
mi propio cuerpo.
Es el diablo el que me tienta con esas cosas –me repetía a mí mismo- y
ofrecía al Señor mi sacrificio, la renuncia al placer, la inmolación de mis
deseos.
Pero era inevitable padecer, una y otra vez, las tentaciones de Satanás
32
Piel que no miente
que se presentaban en cosas tan simples como una carrera con los
amigos de la escuela. -¡Vieja el último! –gritaba de pronto uno de ellos y
todos debíamos de correr al poste más próximo.
Cómo deseé en algún momento llegar en último lugar y que se cumpliera
la maldición, convertirme en una vieja, como despectivamente le decían
a las mujeres, y entonces sí ponerme faldas, medias y tacones altos sin
remordimientos.
Pero ya estaba más que convencido que aquello jamás sucedería.
En alguna otra ocasión mi abuela me pidió que le ayudara a lavar los
trastes. Al notar mi poca disposición para hacerlo, me dijo –¡ándale!, ¡no
te han de salir faldas por lavar los platos!
No dije nada, pero en mi interior pensé que, de salirme faldas por lavar
los trastes, tendría toda su vajilla reluciente.
Fue en ese tiempo cuando, de camino hacia una excursión de la
escuela, mis compañeros –dirigidos por uno de los maestros- se pusieron
a cantar en el camión: “...ese niño que tiene Asunción, se pone vestidos,
medias y tacón; ese niño que tiene Asunción –repetían a coro- se pone
vestidos, medias y tacón. Asunción, Asunción, ese niño va a ser marinero,
Asunción, Asunción, ese niño va a ser... ¡maricón!”
Maricón, cuántas veces, a partir de ese momento, me empezó a taladrar
esa palabra en la cabeza. Yo me ponía vestidos, medias y tacón, y era un
niño, asi que la conclusión era irrefutable. No podía ser otra cosa más que
un maricón.
No recuerdo si canté con los demás, si volteé a otro lado para que no
me vieran o qué cosa habré hecho, pero lo cierto es que empecé a sentir
un miedo enorme de que se dieran cuenta de mis gustos y descubrieran
que yo era tan maricón como el hijo de Asunción.
Fue por aquellas fechas que sobre mi espalda empezó a crecer una loza
que al cabo del tiempo se haría más grande: la enorme responsabilidad
de demostrarle a los demás –y a mí mismo en primer lugar- que yo era
todo un hombre.
Afortunadamente no era malo para deportes como el futbol o el beisbol.
Así es que me concentré en cuerpo y alma para ser de los mejores y no
dejar lugar a dudas de que yo era un hombre hecho y derecho.
Otra de las pruebas que debía sortear todo aquel que quisiera presumir
de ser muy hombre era el saber conquistar a las mujeres, ligar, como de
manera coloquial se decía en aquellos tiempos.
En este renglón los resultados no eran del todo satisfactorios. Yo veía
que mi hermano y mis primos –sobre todo el mayor- empezaban a tener
33
Silvia Jiménez G.
novias y a mí ningún lazo me echaban las muchachas, ni siquiera querían
bailar conmigo en las fiestas. Y si lo hacían era solamente durante una
pieza o dos, pues yo no sabía de qué platicarles e invariablemente se
alejaban de mí pretextando un dolor de cabeza o que ya tenían que irse,
aunque a los cinco minutos las encontrara bailando muy contentas con
otros chicos.
A pesar de ello yo me sentía muy bien porque cada vez duraba más
tiempo sin caer en la tentación de las medias y los tacones, y porque en la
escuela nadie se había percatado de mis raras aficiones. Me comportaba
como todo un hombre a la hora de poner la pierna fuerte en el futbol o en
caso de que estallara una bronca durante los partidos.
Sucedió sin embargo que por aquel entonces mi prima estaba por
cumplir sus 15 años y mis tíos comenzaron a organizar su fiesta. Todos
mis buenos propósitos se vinieron abajo.

XVI

Naturalmente que mis primos, mi hermano y yo fuimos invitados como


chambelanes a la fiesta de 15 años de mi prima Mónica.
Recuerdo muy bien aquel primer ensayo. Mónica y sus amigas
platicando animadamente acerca de la próxima celebración, de cómo
sería su vestido, del salón, del peinado que llevaría y todo tipo de detalles.
Las tres o cuatro chicas que ya rebasaban los 15 años recordaban
entusiasmadas los momentos más emocionantes de su fiesta. Mientras
tanto, los chambelanes aguardábamos aburridos en un rincón, callados,
con cara de pocos amigos y con ganas de que todo concluyera lo más
rápido posible. A los pocos minutos llegó la maestra de baile y empezamos
a ensayar.
Me di cuenta que en los espacios que había cada vez que se volvía
a poner el disco, o cuando la maestra hacía indicaciones a algunos de
los bailarines, tanto mi hermano como mi primo sostenían animadísimas
charlas con sus respectivas parejas, en tanto que yo no sabía qué hacer
para conversar con Leonor, mi compañera de baile. No se me ocurría nada
y sólo me quedaba esperando, con el deseo de que pronto se reanudara
el ensayo.
Al terminar la sesión, las chicas volvieron a integrarse y a platicar
34
Piel que no miente
acaloradamente de los mil y un detalles de la fiesta. Los chambelanes, en
cambio, nos retiramos silenciosos.
Esa noche me puse a pensar muchas cosas. Pensé, por ejemplo, que
me hubiera encantado ser una de esas chicas que le preguntara a mi
prima cómo iba a ser el vestido que llevaría a la fiesta, y poder soñar con
el día en que a mí también me tocara cumplir 15 años.
Pensé, también, que era mucho más cómodo dejar que la responsabilidad
de sostener la plática recayera en el otro y que no tuviera que ser yo quien
debiera tomar la iniciativa. No es que me gustaran los hombres, más bien
que me parecía que iba mucho más con mi forma de ser la condición
femenina, pues ella no tienen que tomar la iniciativa para provocar el
encuentro, sacar a bailar a alguien o muchas otras cosas.
Pensaba también en esas conversaciones con los amigos de la escuela,
llenas de albures, referencias a la mujer como mero objeto o a presunciones
de violencia y agresividad. En el mejor de los casos, la charla aburrida y
presuntuosa de las características del nuevo automóvil de papá. Me atraía
mucho más la conversación que de lejos había escuchado entre mi prima
y sus amigas.
Para alguien que no tuvo hermanas y que estudió en escuelas de varones,
los ensayos para la fiesta de mi prima fueron una buena oportunidad para
asomarme al mundo de las mujeres, un mundo que para mí era fascinante
y atrayente.
Conforme se acercaba la fecha de la celebración e iba conociendo más
detalles de la fiesta, crecían en mí esos sentimientos de frustración e
impotencia. Sabía que yo no tendría ninguna esperanza de poder lucir
un vestido y unas medias el día que cumpliera 15 años, y que jamás
podría sentarme a platicar con mis amigas acerca de peinados, zapatillas
y maquillaje.
El día de la fiesta resultó de lo más incómodo para mí. Desde el momento
en que me puse el triste y aburrido traje empecé a sentirme mal. Cuando
me anudaba torpemente la corbata pensaba que en ese mismo momento
mi prima, y todas las damas, se estarían poniendo unos elegantes y
encantadores vestidos, y que se estarían maquillando el rostro y pintando
las uñas.
Al llegar al salón me pude dar cuenta que, efectivamente, las damas
lucían hermosos vestidos y sofisticados peinados. Yo, en cambio, mi
anodino traje azul marino y una apretada corbata guinda.
El vestido de Mónica era blanco y vaporoso, sin mangas, escotado,
con unos listones rosas que de igual manera lucía en el peinado. Fue la
35
Silvia Jiménez G.
primera vez que la vi maquillada y con medias. Cómo cambiaba. Ya no era
la niña de tobilleras con la que jugábamos no hace mucho tiempo. Ahora
era una mujer.
¿Y si se hubiera enfermado? Habría sido yo quien ocupara su lugar
como en aquel cuento de hadas? ¿sería yo quien luciera el vestido blanco
y vaporoso, las medias y el maquillaje? Desde luego que no, bien que
lo sabía, porque mi prima sí era mujer. Yo no lo sería jamás, aunque
cumpliera 15, 20, 30 o cualquier cantidad de años.
Me preguntaba si mis primos o mi hermano sentían, como yo, envidia
al ver a mi prima tan hermosa y tan feliz. No lo sé. En todo caso, jamás
me hubiera atrevido a preguntarles. Por ningún motivo podría divulgar mi
secreto.
Pero lo cierto es que en mi interior seguía creciendo el deseo enorme de
ser mujer o, al menos, de parecerlo.

XVII

Fueron tantas las sensaciones que me provocó la celebración de los


15 años de mi prima que olvidé mis buenos propósitos y busqué, una
vez más, la oportunidad para transformarme en una chica, así fuera
temporalmente.
No fue sencillo, pues raras veces salía mi madre por las tardes, y aunque
lo hiciera, era inevitable que se quedara mi hermano.
Los domingos seguíamos yendo a comer con los abuelos paternos,
así es que uno de esos días pretexté estar enfermo para quedarme en
casa. Hacía tiempo que habíamos dejado de representar los cuentos de
hadas, lo que significaba que la posibilidad de que mi prima se volviera a
enfermar y yo interpretara su papel ya no era factible.
La reacción de mis padres a mi malestar fue que todos nos quedáramos
en casa, pero yo insistí en que no era necesario, con que me dejaran algo
para comer era suficiente. Alegué en mi defensa que no había terminado
mi tarea y que aprovecharía la tarde para acabarla. Como mi hermano
no quiso pasar el domingo metido en la casa, resultó ser mi mejor aliado
pues votó por que fueran con los abuelos, no sé qué asuntos pendientes
tenía que tratar con mi primo. El caso es que me dejaron pollo y arroz en el
refrigerador, así como una serie de recomendaciones -no le abras a nadie,
36
Piel que no miente
cualquier cosa nos llamas, etc. etc. etc.- recomendaciones que a mis 14
años me parecieron ociosas.
Me dejaron también, sin proponérselo, toda la ropa que mi mamá
guardaba en el clóset y en sus cajones.
Una vez que se marcharon me dirigí a esa mina de oro que era la
habitación de mi madre. Ligueros, medias, brasieres, vestidos, zapatillas...
todo lo que alguien como yo podía ambicionar.
Hacía tiempo que no me ponía la ropa de mi madre, así es que mi
emoción era más fuerte. Comenzó en el momento mismo en que empecé
a buscar las cosas. Quería algo tierno, romántico, como de quinceañera.
Encontré unas pantaletas, liguero y brasier blancos y con encaje, un
vestido amarillo vaporoso, que aun cuando no era precisamente de fiesta,
a mí me parecía el atuendo de una princesa.
Me puse todo con piadosa devoción. Al final las zapatillas blancas de
tacón alto que, debo confesar, empezaban a apretarme un poquito. Pero
nada me importaba, quería ser yo la quinceañera, la que atrajera las
miradas de los demás, los halagos, las atenciones.
Con esmero me coloqué aretes, collar, pulsera y anillos, así como un
reloj descompuesto de mi madre que no daba la hora pero adornaba la
muñeca.
Eso es lo quería ser yo, la muñeca de una niña que me cambiara de
ropa a voluntad; ahora el vestido rojo, ahora el rosa; ahora la minifalda,
ahora las botas... siempre luciendo más bella que la vez anterior.
Cuando, al final, me puse la peluca, corrí a pararme frente a mi viejo y
discreto amigo: el espejo. Me dijo que lucía hermosa, pero que me vería
aún más bella con algo de maquillaje. Como otras ocasiones me pinté los
labios y repetí el mismo movimiento de juntarlos y despegarlos que tantas
veces le vi hacer a mi madre. Mejoró mi aspecto.
Tenía unas ganas enormes de pintarme el rostro, ponerme rimel,
sombras, qué sé yo, todo lo que se ponía mi madre y lo que se había
puesto mi prima y que las hacía verse tan bien.
Encontré una cajita con cosméticos... los veía y luego me miraba en el
espejo, como si el puro deseo de pintarme bastara para que se reflejara
en mi rostro. O, más bien, imaginando cómo me vería con aquellos polvos
mágicos.
Intuí que me vería hermosa, pero el timbre del teléfono interrumpió mi
ensoñación.
Era mi madre, preocupada por mí. Que cómo me sentía, que si ya
había comido, que no debieron haberse ido, que mejor se regresaban...
37
Silvia Jiménez G.
y yo contestaba que ya mejor, que todavía no tenía hambre pero que al
rato comería, y que no se preocuparan, que comieran tranquilos con los
abuelos, al fin y al cabo yo ya me sentía bien.
La llamada vino a borrar de mi mente la idea de pintarme, pues me
llevaría mucho tiempo, no sólo el acto de maquillarme en sí, sino el de
desmaquillarme, pues además era algo que nunca había hecho y no sabría
cuánto tiempo podía llevarme. Pero me daba rabia no poder hacerlo. Si
ya voy a cumplir mis 15, pensé para mis adentros, ya tengo derecho a
maquillarme.
Para mi consuelo me topé con un barniz de uñas de un rojo intenso.
Nunca me había pintado las uñas, pero sospeché que me llevaría menos
tiempo que el maquillaje, así es que, con manos torpes y temblorosas por
la emoción, procedí a hacerlo.
Cómo disfruté el permanecer con las manos abiertas, tal como veía que
lo hacía mi madre para que se le secaran las uñas. Al cabo de un rato ya
estaban secas y mis manos listas para seguir con mis planes.
Entonces fui a la sala, busqué entre los viejos discos de mi padre y
encontré uno de Richard Strauss, “El Danubio Azul”, que poco tiempo
antes habría conocido en la película “2001, Odisea del Espacio”.
Hice a un lado la mesa de centro y en cuanto comenzó la música empecé
a bailar con un apuesto chambelán imaginario. Era, por fin, mi fiesta de
15 años. Imaginé a mi padre diciendo que estaba orgullos de su hija que
ya era “toda una señorita”, a mis amigas comentando lo bien que se me
veía el vestido, y a las amigas de mi madre reconociendo que lucía más
hermosa que nunca. En mi fantasía también entró un galán atractivo que
con timidez pero con determinación trataba de sacarme plática y me pedía
insistentemente que bailara con él.
Terminó el vals y miré el reloj de la sala. Debía darme prisa si no quería
que mis padres llegaran antes de que terminara el hechizo. Así es que
de ser una linda y romántica quinceañera pasé a ser una responsable y
hacendosa ama de casa.
Busqué un delantal y saqué la comida del refrigerador para calentarla.
Imaginaba que estaba esperando a mi esposo y a mis hijos para servirles
la comida. Cómo disfruté ese momento: Me encantó ver que el vaso y las
servilletas que utilicé conservaban restos de mi lápiz labial.
Me fascinaba, también, ver mis uñas pintadas al manejar los cubiertos
como toda una dama. Procuraba juntar las rodillas al estar sentada y
llevar a la boca pequeños trozos de alimento, como correspondía a mi
nueva condición.
38
Piel que no miente
Al terminar, como buena madre de familia, recogí la mesa, tiré hasta el
fondo del bote de basura las servilletas con huellas de labial y me puse a
lavar los trastes, comenzando por el vaso.
Recordé lo que decía mi abuela: “no te han de salir faldas por lavar los
trastes”, Esta vez sí me salieron, y con gusto los lavaría todos los días si
pudiera conservarlas.
Antes de que terminara de lavar los trastes sonó el timbre. Era algo que
no había contemplado. Mis padres no podían ser, ellos siempre traían la
llave. Y en el remoto caso que la hubieran olvidado, mi padre nunca tocaba
el timbre, prefería golpear la puerta con los dedos, como si tamborileara.
Me extraño, también, que sonara el timbre de la puerta del departamento
y no el interfón que estaba abajo, pues siempre cerraban el portón de
acceso al edificio.
Mi primera reacción, entonces, fue ignorar el timbre y dejar que la
persona se desesperara y se fuera pensando que no había nadie. Cerré
las llaves del agua para no hacer ruido y me alejé, pero el timbre volvió a
sonar y escuché una voz con marcado acento que decía –ya te oí, Julieta,
ábreme, soy Sonia.
-No, mi mamá no está –me animé a contestar desde adentro a la vecina
brasileña.
-Ah, hola Jorge –me reconoció la voz- ábreme por favor, le traigo a tu
mamá las cremas que me pidió. Se las dejo y luego paso por el dinero.
-Este... no... no le puedo abrir... –tartamudeé.
-Tantito, nada más para dejarle las cremas.
-Es que... –no sabía qué inventar- es que... se fueron... se fueron y sin
darse cuenta cerraron con llave y yo no la tengo, pero en cuanto regresen
yo les digo que usted vino.
-Está bien –contestó un poco contrariada- pero no se te vaya a olvidar
¿eh?
Por fin se fue y recuperé mi color. Caminé a la cocina para terminar
de lavar los trastes y fue entonces que me percaté que los tacones altos
hacían un ruido muy característico que seguramente habría llegado hasta
Sonia. Por eso fue que pensó que ahí estaba mi madre. Qué terrible, al
hablar yo mismo me delaté. De seguro la vecina le diría a mi mamá que
me oyó caminar con tacones altos. Eso era espantoso.
Pensé que quizá hubiera sido preferible abrir la puerta y mostrarme tal
cual estaba. Tenía unos deseos enormes de que alguien me viera, que
me hiciera el más leve elogio hacia mis piernas, mis ojos o lo que fuera.
Cómo me hubiera gustado abrir la puerta y decirle pásale. Vamos a tomar
39
Silvia Jiménez G.
un café, amiga, y mientras enséñame cómo maquillarme para lucir tan
hermosa como tú. Me hubiera encantado abrirle y decirle, mírame, así me
siento bien, pero sé que no soy una mujer, ¿por qué me gusta vestirme
así, por qué si todos me dicen que soy hombre? Ayúdame, por favor.
Pero no me atreví a hacerlo. Sabía que tarde o temprano la vecina
le contaría a mi madre y las consecuencias serían impredecibles. Si
después de que mi mamá descubrió su ropa en la lavadora me regalaron
unos guantes de box, de seguro que ahora me mandarían a un internado
de puros varones o, de perdida, a una escuela militarizada. Lo peor es
que ahora, por el sonido de los tacones, de todas maneras Sonia se
habría dado cuenta y le platicaría todo a mi madre. De haberlo podido
platicar frente a frente, por lo menos habría tenido la posibilidad de pedirle
discreción. Y en el peor de los casos, al menos habría logrado que alguien
me viera como mujer. Pero así, pensaba, estaba a merced de la brasileña.
Un montón de pensamientos se agolpaba en mi mente. Decidí ignorarlos
y terminar de disfrutar este domingo que, salvo el incidente con la vecina,
estaba resultando maravilloso.
Terminé de lavar los trastes y calculé que me quedaba algo de tiempo,
pues la casa de los abuelos quedaba lejos. Así es que tomé el directorio
telefónico y llamé a un salón de belleza. Costó trabajo, pues siendo
domingo casi todos estaban cerrados o, al menos, no contestaban. Por fin
se escuchó la voz de una señorita.
-Salón de belleza Diana, a sus órdenes.
-Buenas tardes –dije con la voz más suave y tersa que pude- quisiera
saber si ustedes me pueden maquillar.
-Claro que sí, señorita, ¿para cuándo quiere que la programemos?
-Sería el próximo sábado, tengo una boda.
-Muy bien, ¿a las cinco de la tarde le parece bien?
-Sí, es buena hora.
-¿Con quién tengo el gusto?
-Con... con Mayela Beltrán –inventé.
-Correcto señorita Mayela. Una última pregunta, ¿sería solamente
maquillaje o también quiere peinarse?
-Mmmm –dudé un momento, no esperaba la pregunta- sí, , también el
peinado.
-¿Algo en especial, señorita?
-Pues –no sabía qué decir- ...pues me imagino que ustedes tendrán
algunas revistas, algunos modelos.
-Claro que sí. Entonces aquí lo decidimos juntas. ¿Algún teléfono donde
40
Piel que no miente
podamos localizarla?
Inventé cualquier número.
-Correcto,–dijo finalmente la peinadora- entonces por aquí la esperamos
el próximo sábado, señorita, ojalá nos pueda llamar un día antes para
confirmar, mi nombre en Patricia.
Me despedí de Patricia, colgué y me quedé en una ensoñación. Una y
otra vez en mi mente repetía sus palabras, “señorita”, “aquí lo decidimos
juntas”, “dónde podamos localizarla”, “por aquí la esperamos”. Me habían
tratado como a una mujer, era maravilloso.
Hice un par de llamadas más. La primera a un consultorio donde un
doctor me dijo “señora” cuando le comenté que sospechaba un embarazo,
y otra a una vulcanizadora donde les dije que estaba muy “preocupada”
porque se me había ponchado una llanta y no traía refacción. –Díganos
en dónde está y vamos para allá, señorita –me dijeron.
Qué sensaciones. Ya no era solamente el ponerme un vestido y unas
medias; ahora era, también, el escuchar que se referían a mí en femenino
y el hecho de que yo mismo hablara de mí en ese género. Era lo más
cerca que había estado de ser una mujer.
Vi el reloj y me empecé a preocupar. Debía hacer otra llamada. Esta
vez fue a casa de los abuelos. Tuve cuidado de volver a mi voz habitual.
Por fortuna todavía encontré a mis padres, ya estaban de salida, así que
les dije que para mi tarea necesitaba dos folders verdes y dos azules.
Muy pocas papelerías abrían en domingo, por lo que tendría tiempo para
cambiarme y despintarme las uñas con toda calma.
Lo primero que hice fue buscar la acetona con la que mi madre se
despintaba. No estaba en ninguna parte. Abría un cajón y otro, y otro
más... y nada.
Opté por dejar las uñas para el final, así es que me despinté los labios,
me quité aretes, collar, reloj, pulsera y anillos.
Poco a poco la mujer que había sido empezaba a desaparecer. Me
quité el vestido y al verme en el espejo con medias y liguero me excité.
Sabía que el tiempo estaba en mi contra pero confiaba en que tardarían
en encontrar una papelería abierta, así es que decidí entrar al baño y darle
salida a mis impulsos.
Como siempre, una vez que eyaculaba dejaba de sentir placer con la
ropa femenina, así es que rápidamente me quité lo que faltaba y me puse
mi atuendo de varón. Me sentía ridículo con las uñas pintadas.
Pensé en ir a la farmacia, que si abría en domingo y estaba casi enfrente
de la casa, para comprar la acetona. Pero me resultaba sumamente
41
Silvia Jiménez G.
embarazoso llegar con las uñas pintadas.
Con los dientes raspé las uñas lo más que pude, pero aún así se notaba
claramente el barniz escarlata. Probé con restos de aguarrás que mi padre
guardaba en su caja de herramientas... sirvió de muy poco.
De nuevo el teléfono. Eran mis papás, sólo habían conseguido folders
amarillos. Con ánimo de hacerles perder más tiempo les dije que era
necesario que fueran verdes y azules. Con cierta molestia mi padre me
dijo que ya habían dado 20 mil vueltas y era lo único que habían podido
conseguir, que si no les había dicho de esto desde el viernes era mi
responsabilidad y debía afrontar las consecuencias. No tuve más remedio
que aceptar los folders amarillos, pero al menos pude saber que seguían
en los rumbos de la casa de los abuelos, lo que me daba algo de tiempo.
Afrontar las consecuencias. Exactamente. Yo había decidido libremente
pintarme las uñas y ahora debía aceptar las consecuencias cuando mis
padres llegaran y me vieran las manos. Claro que, en todo caso, era
preferible que quien me viera las uñas pintadas fuera el encargado de la
farmacia y no mis padres.
Tenía que actuar rápido y con decisión. Así es que me vendaría la
mano derecha, dejando de lado solamente el pulgar, el índice y el medio
para poder pagar y recoger la acetona. La punta de esos tres dedos –
uñas incluidas, por supuesto- la cubriría con tela adhesiva o con curitas.
La mano izquierda la llevaría permanentemente adentro del bolsillo de
la chamarra. Por el dinero no había problema, tenía una alcancía que
se podía abrir y cerrar cuantas veces fuera necesario sin necesidad de
romperla.
Rápidamente fui al botiquín que estaba en el baño, donde sabía que
guardaban vendas y tela adhesiva. Al abrirlo, para mi sorpresa, me
encontré con un tesoro: un frasco de acetona y algodones.
Cuando llegaron mis papás ya todo estaba en su lugar, aunque debo
confesar que procuraba no mostrar mucho mis manos, no fuera a ser que
hubieran quedado algunos vestigios de barniz. Cualquier partícula, por
minúscula que fuera, en cuanto la detectaba era roída inmediatamente
por mis dientes.
Mi madre se sorprendió de que hubiera lavado los trastes, no solamente
los que use para mi comida, sino también los del desayuno. Lo único que
pude decirle, con cara angelical, fue que deseaba darle una sorpresa. Me
dio un beso.
Esa noche tardé en dormirme. En mi mente recreaba cada uno de los
momentos que había vivido durante el día; la ropa, el vals, los trastes, las
42
Piel que no miente
llamadas telefónicas... qué ganas de poder decirle a mis padres, ¿saben?
estoy feliz, hablé por teléfono y me dijeron señorita; ¿saben? estoy feliz,
me veía preciosa con el vestido amarillo de mamá y con sus medias;
¿saben? estoy en la mejor disposición de lavar los trastes todos los días
si puedo hacerlo con vestido y delantal; ¿saben? me encantó hablar por
teléfono con ustedes mientras yo estaba vestido de chica; ¿saben? fue
emocionante pintarme las uñas.
Pero nada de eso sería posible. Era, entonces, un placer íntimo, muy
íntimo, al grado que ni siquiera podía compartirlo con ese Dios bondadoso
que tanto me quería, pues se habían encargado de decirme que lo que
hacía era pecado.
Pensé una vez más en lo que me había dicho mi padre de afrontar las
consecuencias. Sí, podría condenarme si seguía vistiéndome de mujer,
podría sufrir castigos muy severos si mis padres se enteraran, podría
ser la burla de los demás. ¿Afrontaría las consecuencias? Y si Sonia, la
brasileña, le decía a mi madre que me oyó caminar con tacones altos,
¿afrontaría las consecuencias?
De nuevo el temor de que la vecina le contara todo, y yo sin poder
hacer nada. Casualmente, esa tarde de domingo México le había ganado
milagrosamente a la selección brasileña de futbol en el estadio de
Maracaná. ¿Sería un buen presagio?

XVIII

Los siguientes días los pasé con la angustia de que Sonia le fuera a
decir algo a mis padres.
A la semana, noté que mi madre le comentaba a mi papá que le habían
llegado las cremas; le dijo que eran muy finas.
Traté de poner atención a cualquier detalle que mi mamá tuviera
conmigo, con la intención de descubrir si Sonia le habría comentado algo.
Pero nada raro apreciaba yo en su conducta. Ni siquiera hizo alusión a
que no le hubiera abierto a la brasileña aquel día.
Creo que la incertidumbre era peor que haber tenido la certeza de que
Sonia les habría contado todo. Yo, por mi parte, trataba de evitar a la
vecina. Si al bajar las escaleras escuchaba que ella subía –claro, por el
ruido de los tacones- me regresaba a mi casa. O si era a la inversa –ella
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Silvia Jiménez G.
quien bajaba- entonces me regresaba a la calle.
Una ocasión, sin embargo, no la escuché –después me di cuenta que
llevaba puestos unos tenis- y nos topamos en las escaleras.
-Hola –me dijo amable- hacía tiempo que no te veía.
-Sí –dije sin mirarla a la cara.
-Ya supe lo de tu novia ¿eh? –me dijo con una expresión que reflejaba
complicidad y picardía.
-¿Mi novia? –pregunté asombrado.
-Ay, corazón, cuando tú vas yo ya vengo, como dicen ustedes. Pero no
te preocupes, que no le voy a decir nada a tus papás, es natural que a tu
edad...
-Sí... –balbuceé- se lo agradezco.
-A ver cuándo me la presentas, ¿eh?
-Un día de estos, claro –respondí nervioso y me marché.
Me intrigó lo que me dijo la brasileña. Tenía sentido lo de la novia. Ella
escucha el ruido de los tacones y asume que es mi madre, pero luego oye
mi voz y entonces algo no le cuadra. Busca una explicación y concluye
que yo estoy con una mujer y que por eso no quiero abrirle. Suena lógico.
Pero también está la otra opción. Que asuma que yo soy mi novia;
que sea una manera sutil de decirme que ella entiende que a ratos yo
pueda ser una mujer. Y cuando dice “a ver qué día me la presentas” está
queriendo decir que le gustaría conocer mi caracterización femenina.
También suena lógico.
Y el comentario de que “es natural que a tu edad...” Entonces quizá
yo no lo sepa, pero ella sí por su mayor experiencia en la vida, que a
muchos hombres a esta edad les da por vestirse de mujer. Claro que no
lo sé porque nadie lo confiesa abiertamente. Si es así, entonces tengo
esperanzas de que esto se me quite, son cosas de la edad. Y recuerdo
cómo fue que un día me enteré que los papás eran quienes llevaban los
regalos de los Reyes Magos. A partir de entonces ya podía participar en
conversaciones con adultos en donde abiertamente se hablaba de lo caros
que estaban los regalos que había que comprar o cosas por el estilo.
Imaginaba, entonces, que un buen día también me enteraría que todos
los hombres, a la edad que yo tenía en este momento, se vestían con
ropa de mujer, y que ya en la edad adulta platicaban entre sí divertidos
de cuando los descubrían sus papás. Qué curioso, los adultos tenían que
evitar que sus hijos descubrieran que ellos eran los Reyes Magos; y los
adolescentes como yo teníamos que evitar que los adultos descubrieran
que nos poníamos ropa de mujer. Qué cantidad de dudas tenía yo en la
44
Piel que no miente
cabeza.
Cómo me gustaría poder hablar con Sonia abiertamente. Preguntarle
qué tanto sabe ella acerca de este asunto. A lo mejor en Brasil se habla
más abiertamente de todo esto. Recordaba haber visto en la tele imágenes
del Carnaval de Río de Janeiro en donde una buena cantidad de hombres
bailaban felices ataviados con ropa de mujer, sin que nadie les dijera nada.
Lo que me tranquiliza, por otra parte y sea que piense que tengo una
novia o no, es que la vecina no le dijo nada a mi madre, ni piensa decirle
nada. Por como veo las cosas, ni siquiera le comentó que ese domingo
había bajado a buscarla. Amo a Sonia.
Las llamadas telefónicas que hice el otro día me dejaron muchos
pensamientos. Me sentí tan bien que me trataran como a una mujer... ¿qué
tal si esto fuera en vivo y no por teléfono ni en un sueño? Me emociona la
idea, pero confieso que me asusta.
La opción de hablar con Sonia puede ser interesante. Ha demostrado
que sabe guardar un secreto aun sin habérselo pedido. Por otro lado,
insisto, me da la impresión de que puede verlo con cierta naturalidad; al
menos con mayor naturalidad que mis padres. No sólo por ser más joven
o por ser extranjera sino, principalmente, porque no soy su hijo.
Me emociona la idea de platicar con la brasileña y que me enseñe a
maquillarme... pero me da miedo, mucho miedo.

XIX

Hoy cumplo 15 años. Casualmente es sábado, así que no voy a la


escuela.
Despierto a las siete de la mañana y ya no puedo dormir. Pienso que
será un día como cualquier otro; en cambio, si fuera mujer a esta hora ya
estaría viendo lo del salón de belleza, el vestido y todo lo demás. Lloro en
silencio.
A las ocho o a las nueve de la mañana –ni cuenta me doy de la hora- se
dejan escuchar Las Mañanitas en el viejo Motorola y entran mis padres
a mi cuarto. Llevan una caja envuelta en papel de China. La abro y saco
unos tenis. Mis papás me abrazan y yo les agradezco el regalo.
El resto del día es como cualquier otro.

45
Silvia Jiménez G.

XX

Ya estoy en prepa. De nuevo, una escuela enorme manejada por


hermanos lasallistas en la colonia Escandón, muy cerca de la Condesa.
De nuevo puros varones, sólo una que otra maestra da el toque delicado
y femenino aunque, hay que decirlo, de no ser por las profesoras de inglés
y de literatura mexicana, todas las demás tienen cara de sargentos.
La disciplina es rígida. No se han enterado que los Beatles han venido a
cambiar muchas cosas. Tampoco quieren saber nada de los hippies y les
asustan los colores vivos y brillantes. Para ellos sólo existen el negro y el
blanco. Mi maestro de cálculo tiene la desfachatez de mandar a su casa a
quien se atreva a presentarse con el cabello más largo que el que pudiera
traer un teniente alemán de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora que recuerdo todo esto, me doy cuenta que éramos tan brutos
–estábamos tan domesticados- que no nos atrevíamos a protestar o, al
menos, a cuestionar semejantes barbaridades. Como en una escuela de
párvulos, acatábamos todo.
En aquel entonces se jugó el Mundial de Futbol en nuestro país. Los
fabricantes de medias aprovecharon para lanzar al mercado un producto
que, según ellos, revolucionaría la moda: las pantimedias. “Ya no más
incómodos -¿incómodos o sexis? diría yo- ligueros, ya no más ligas que
corten la circulación, el nuevo producto permite a la mujer moderna lucir
piernas más bellas con mayor comodidad”. Así las anunciaban.
El caso es que mi padre y mis hermanos acudimos a algunos partidos
del Mundial. Y a cada uno de nosotros –como a los miles de asistentes-
nos entregaron un paquetito con las nuevas pantimedias.
Yo me hice el disimulado y como que quería guardar el sobre, pero mi
hermano –que, estoy seguro, no tenía ni idea de lo que estaban regalando-
volteó hacia mi padre para preguntarle:
-¿Y esto, qué onda?
-Dénmelos –dijo mi papá y tuve que entregar el producto.
-¿Se las vas a dar a mi mamá? –pregunté derrotado.
-No, estas cosas son para jovencitas, se las vamos a dar a tu prima.
Mi prima... mi prima... mi prima... otra vez mi prima. ¿Por qué ella tiene
fiesta de 15 años? ¿por qué para ella son las pantimedias? ¿por qué
todo para ella? Y yo, ¿no cuento? ¿no existo? ¿nadie me va a pedir mi
46
Piel que no miente
opinión? Pero aunque lo hicieran, no creo que me atreviera a decirles que
quisiera conservar el regalo para mí. En todo caso, podría inventar que
tengo una novia y se las voy a regalar... como la novia que le inventé en
sueños a Sonia y que luego ella me inventó en la realidad, todavía no sé
si pensando que en verdad existe o que yo soy mi propia novia. No es
mala idea. El caso es que tampoco serviría ese invento para conservar
las pantimedias, ¿dónde podría ocultarlas de manera que estuvieran lejos
del alcance de mi hermano, mi madre o la señora que hace la limpieza?
Tendré que conformarme con seguir tomando prestadas las “incómodas”
y “anticuadas” medias de mamá y dejar la “máxima comodidad de la mujer
moderna” para mi prima, pues ni siquiera me queda el consuelo de que las
pantimedias sean para mi madre y se mantengan a mi alcance en uno de
los cajones de su clóset.

XXI

Por fin me atreví. No lo puedo creer. Todavía no sé si fue una locura, una
tontería o un acto de mucho valor.
El caso es que mi abuela materna vive muy cerca de la prepa donde
estudio. De repente tenemos horas libres, así que resulta de mucha
utilidad irme a echar un ‘sueñito’ o adelantar alguna tarea, por eso es que
me dieron la llave del departamento.
Ella vive sola y desde temprano sale a trabajar. El maestro de Geografía
avisó que no va a llegar, su clase es justo antes del recreo, así es que
tengo bastante tiempo.
Decido ir a casa de la abuela, un descanso no me caerá mal.
Al llegar, sin embargo, veo sobre la cama un fondo negro; me pregunto
si me quedará. No hay nadie, tengo tiempo, por lo que me desvisto y
procedo a probármelo. Si me queda. Me gusta el encaje que tiene en el
pecho.
Minutos después ya estoy buscando ropa interior, medias y todo
lo demás. Un vestido verde botella de cuello redondo se encarga de
completar el atuendo. Y me acuerdo de la peluca que mi madre le regaló
a la abuela, nunca le gustó, dijo que a su edad ya no le quedaban esas
cosas, pero el caso es que se la regaló y en algún lugar debe de estar. Sí,
está en uno de los cajones grandes del ropero; es de color castaño claro
47
Silvia Jiménez G.
y me llega a los hombros. No se me ve mal.
Al buscar aretes, collares y pulseras me topo con un cajón repleto de
cosméticos. Calculo el tiempo. Sí, en el peor de los casos faltaré a la
clase de Etimologías. Ya cumplí 15 años y aún no me he maquillado, no
es justo, pienso para mis adentros.
Nerviosamente trato de recordar lo que tantas veces le he visto hacer a
mi madre. Primero el maquillaje líquido, con los dedos, muy bien. Ahora el
polvo, con el cojincito... las sombras, el rimel... el rubor... el bilé.
Me veo en el espejo. Nadie me daría trabajo en un salón de belleza,
pero ciertamente mi rostro se ha transformado. Se parece al de una mujer.
Todo esto me emociona muchísimo.
Decido completar el arreglo y pintarme las uñas. Antes me cercioro de
tener la acetona para despintarlas llegado el momento. Muy bien, aquí
está. No lo puedo creer, esto es maravilloso.
Nunca me había maquillado... me encanta haberlo hecho. Necesito que
alguien me vea, que me diga “señorita”, como en el teléfono, pero ahora
en directo, cara a cara.
Tengo que salir a la calle, confundirme entre la gente, ser una más de
las mujeres que caminan por la ciudad, ver aparadores, recorrer tiendas.
Pero –otra vez mis miedos- ¿y si alguien me reconoce? ¿y si me hacen
algo? ¿y si me llevan a la cárcel? Es una lucha interna. ¿Y si mejor vuelvo
a hacer llamadas telefónicas? No, de nada habría servido tanto esmero en
maquillarme. El tiempo pasa; si sigo deliberando tendré que regresar a la
escuela y no habré hecho nada.
Ya basta de dudas, basta de miedos, que pase lo que tenga que pasar.
Está decidido. Necesito que me vean como una mujer.
¿Qué necesito para salir? Un poco de dinero, las llaves –sería terrible
quedarme afuera sin las llaves- y creo que nada más. Busco alguna bolsa
de la abuela. Encuentro una que me sirve a la perfección y que hace
juego con las zapatillas. Meto las llaves, el dinero y, coqueta, también el
espejito, el lápiz labial y la polvera.
Al abrir la puerta, el corazón me late a toda prisa. Salgo, reviso una vez
más que traigo las llaves y cierro. Allá voy.
Bajo las escaleras y para mi sorpresa no me topo con ningún vecino.
Salgo a la calle y siento lo que seguramente siente quien sale de prisión
luego de muchos años de encierro. El cielo es más azul, el sol es más
brillante... siento el aire correr por entre mis piernas. Es bonito.
Camino por la avenida Revolución, la gente me ignora, uno que otro
voltean a verme con curiosidad. Mi corazón sigue acelerado.
48
Piel que no miente
Le hago la parada al autobús. Lo abordo y el conductor me dice “¿uno,
señorita?”. Asiento con la cabeza –prefiero no hablar- y pago mi pasaje.
Hay un lugar vacío junto a un señor. Me siento y el tipo, como no
queriendo, abre más las piernas para hacer un leve contacto con las mías.
Son sensaciones muy extrañas, no se si me gusta o no. Tres cuadras más
adelante me bajo del autobús para regresar caminando.
Regreso despacio, miro los zapatos de mujer en los aparadores. -¿Quiere
que le muestre un modelo, señorita? –me pregunta una empleada. Yo
niego pero me siento feliz. Qué ganas de probarme unas zapatillas, pero
no me atrevo a tanto.
Al atravesar una calle dos sujetos me chiflan desde un Volkswagen. Es
el clásico fiu-fiiiuu. No sé si se dieron cuenta de mi condición y lo hacen en
tono de burla o si es un chiflido como el que le lanzan a cualquier mujer.
Prefiero pensar esto último.
Me animo a entrar a una tiendita para comprar unos dulces, lo que sea.
Utilizo la misma voz que en aquellas llamadas telefónicas. Funciona, al
darme el cambio me dicen “gracias, señorita”. Estoy que no quepo en mí
de gozo.
Llego de regreso al edificio. Al subir las escaleras me cruzo con una
vecina que no conozco, me ignora y yo hago lo mismo. Me aseguro que
no se dé cuenta del departamento al que entro. Abro la puerta y al entrar
se acaba la magia.
Miro el reloj que está en la pared, ya no entré a Etimologías. No me
importa.

XXII

El resto de las clases de ese día pasé lista de presente pero, al igual que
en Etimologías, estuve ausente. Mi mente estaba mucho más concentrada
en recordar todos y cada uno de los momentos que acababa de vivir, que
en entender las características de los gases o las teorías de Max Weber.
Me preocupaba, también, el hecho de que no me hubiera desmaquillado
bien y que permanecieran restos de rimel o de lápiz labial en mi rostro. El
pensar que mis compañeros pudieran darse cuenta que horas antes había
estado vestido de mujer era aterrador. No quería ni imaginarme cómo
sería mi preparatoria en medio de burlas, agresiones y humillaciones.
49
Silvia Jiménez G.
Así es que, entre clase y clase, me iba al baño para revisar, frente al
espejo, cada una de mis pestañas, cada uno de los surcos de mis labios
en busca de huellas delatoras.
-¿Qué tanto te miras, qué se te corrió el delineador? –me dijo Noriega
en tono burlón al entrar y ver que escudriñaba mis ojos frene al espejo del
baño.
-No... este -¿sería broma o de verdad se habría dado cuenta de algo?-
lo que pasa es que se me metió una pestaña en el ojo.
-¿Quieres que te revise? –preguntó, solícito.
-No, gracias, creo que ya la encontré –respondí de inmediato, pues lo
que menos quería en ese momento es que revisaran mis pestañas.
Ciertamente fue maravilloso haber vivido lo que acababa de pasar, pero
era un tormento estar bajo el temor de que alguien se diera cuenta. Y
mientras más lejos llegara mi travestismo, más detalles habría que cuidar.
Cuando solamente me ponía medias y pantaletas bastaba con dejar la
ropa en su lugar y a otra cosa. Ahora, en cambio, no sólo era necesario
dejar todo tal y como lo había encontrado, sino borrar cualquier huella en
ojos, labios y uñas.
No habían pasado muchas semanas después de aquella aventura,
cuando al regresar de la escuela con Noriega y Castañón, de camino
a la parada del autobús, nos topamos con un puesto de periódicos. En
la parte superior destacaban varios ejemplares del Alarma! que en su
portada mostraba la foto de cuatro o cinco hombres vestidos de mujer y
un encabezado a ocho columnas que decía: “¡Mujercitos degenerados!”.
Según explicaba el pie de foto, los sujetos habían sido remitidos a la
delegación por vestir ropas de mujer.
–Se lo merecen –fue el comentario burlón de Noriega- pinches putos,
quién les manda andarse exhibiendo.
-Esos tipos están enfermos y corrompen a la sociedad –opinó Castañón,
con aire de autosuficiencia- ojalá que los refundan en el tambo para que
no anden dando lástima.
-¿Te imaginas la violada que les van a poner en el bote? –dijo Noriega,
divertido.
-Pues ellos felices –remató Castañón y ambos soltaron la carcajada.
Yo también tuve que reírme y me sentí obligado a hacer algún comentario
ofensivo, algo así como “se ven grotescos”. No quería que mis amigos
pensaran que yo tenía algún tipo de simpatía hacia aquellos individuos.
Pero en el fondo me hubiera gustado decir que tenían todo el derecho
del mundo a vestirse como se les diera la gana, y que ni la policía ni nadie
50
Piel que no miente
tendrían por qué meterse con ellos. Pero de inmediato imaginé lo que
me habría costado ese comentario. Así es que me uní a la inmisericorde
lapidación.
Todavía en el autobús siguieron los comentarios. Castañón dijo que por
su casa vive un jotito que de repente sale vestido de vieja –así dijo- y que
lo que más le gustaba a él –a mi cuate- era aventarle bolas de lodo, sobre
todo cuando traía vestido blanco. –Se pone unas encabronadas el pinche
putito.
Noriega contó que una vez estaba ligando con quien él creía era una
chava, pero de repente se dio cuenta que era un maricón –fue la palabra
que empleó- y entonces tuvo que darle una madriza. –Ya hasta le había
agarrado las nalgas, fue lo que más coraje me dio –manifestó sumamente
indignado.
Yo confesé que nunca había visto a un hombre vestido de mujer en la
calle, o al menos no que me hubiera dado cuenta.
-¿Y qué tal si ya que estás fajando con una vieja te das cuenta que es
puñal? –me preguntó Noriega.
-No, pues le parto la madre, no mames –dije en el tono más machista
que pude.

XXIII

Mi vida se debate entre dos extremos. Por un lado, la fascinación que


viví al salir a la calle con vestido y maquillaje, las muchas veces que me
dijeron “señorita”, el trato amable de los demás; hasta el silbido de los
sujetos del Volkswagen me hizo sentir bien. Y por el otro, lo que había
visto en el periódico amarillista, el escarnio que la sociedad hace de
quienes osan romper las reglas, la burla y el desprecio que mis amigos
manifestaron aquel día hacia los ‘jotitos’, como ellos mismos dicen. Y no
sólo es la burla, es también el riesgo; riesgo de sufrir agresiones, de pasar
una o más noches en la cárcel -¿de veras los violarán?- y de vivir el resto
de mis días bajo la burla y la humillación.
Qué grave debe ser todo esto para que el castigo resulte tan severo y
para que la gente sea tan cruel. Me doy cuenta, entonces, que valgo muy
poco como ser humano. Ni siquiera soy capaz de refrenar mis impulsos y
a la primera oportunidad ahí estoy vistiéndome de vieja, convertido en un
51
Silvia Jiménez G.
“jotito”, en un “pinche puto” que merece la cárcel.
¡Oh, Dios! qué sentimientos tan encontrados, cuántas dudas, cuánta
confusión. Ni pensar en hablar con mis padres, mucho menos con mis
amigos, ni siquiera con mi primo. Sonia... sí, quizá la brasileña me pueda
aclarar algunas cosas; al menos tendré con quién desahogar todo lo que
siento y hablar de lo que por tanto tiempo he debido callar. No hace falta
que le presente a “mi novia”; así, tal cual me presentaré y le contaré mi
historia. Tendré que confiar en ella.

XXIV

Hace días que no veo a Sonia, la vecina brasileña. No quiero irla a


buscar, prefiero esperar a encontrarme con ella en las escaleras y en ese
momento decirle que me gustaría platicar con ella.
Lo que son las cosas; cuando no quería verla, a cada rato me topaba con
ella, más de una vez tuve que desandar mis pasos para no enfrentarla. Y
ahora que lo que quiero es justamente encontrarme con ella, ya no la he
visto.
Confieso que me da mucha pena hablar con ella. Tengo una leve
sospecha de que se dio cuenta de mi gusto por la ropa de mujer cuando
me escuchó caminar con tacones altos el domingo que fue a buscar a mi
madre; pero no tengo la completa seguridad. ¿Y si en verdad piensa que
era una mujer la que estaba ahí conmigo? Qué paradoja, de pensar que
soy un conquistador que a mis 15 años puedo llevar a una mujer a mi
casa, se dará cuenta de todo lo contrario, que no soy más que un maricón
que a escondidas se pone la ropa de su mamá.
Una cosa, sin embargo, me queda muy clara. Sea cual fuere lo que ella
pensó aquella vez, tuvo la delicadeza de no decirle nada a mis padres. En
este momento eso es lo más importante para mí, que ellos no se enteren.
Y, desde luego, que pueda decirme porqué soy así, porqué si soy hombre
y me gustan las mujeres, es que me siento tan bien con la ropa de mujer.
Creo que tendré que vencer la vergüenza y tocar el timbre de su
departamento; está visto que no me toparé con ella en las escaleras.
Es curioso, muchas veces mi madre me pidió que le llevara dinero a
Sonia, o que pasara a recoger algunas de sus cremas; obviamente en
esas ocasiones tuve que tocar el timbre, me vieron los vecinos y no pasó
52
Piel que no miente
nada, ni temores ni pena ni nada. Pero ahora, que de nuevo toco el timbre
de la brasileña, me asomo a todos lados para asegurarme que nadie
me vea, como si supieran que vengo a decirle que me encanta ponerme
vestidos, medias y zapatos de tacón alto.
De nada ha valido sobreponerme a mis temores. Parece que Sonia no
está, ni siquiera la muchacha que hace la limpieza me ha abierto. Tendré
que seguir esperando.
Días después, mientras hago la tarea en la mesa del comedor, mi madre
platica en la sala con una de sus amigas. En algún momento la amiga
comenta lo limpio que se le ve el cutis a mi madre. Ella habla de las
maravillas de sus cremas que le traen quién sabe de dónde.
-Pero han de ser muy caras, ¿no? -preguntó la amiga.
-Ni te creas, no tanto. No más que las que venden en las tiendas, pero
estas son más finas. Lo malo es que no sé que voy a hacer ahora que se
me acaben las que acabo de comprar.
-¿Por qué?, ¿ya no las venden?
-No, lo que pasa es que me las traía una vecina, pero hace como 15
días se fue del edificio. Ella es brasileña y creo que se regresó a Brasil, y
a mí nunca se me ocurrió preguntarle dónde le surtían esas cremas.
En ese momento me olvidé por completo de mi tarea y traté de escuchar
con mayor atención la conversación de mi madre. No volvieron a hablar de
la brasileña, pero quedó muy claro que ya no vive en el edificio. Con razón
no la había visto. Ahora seguramente se encuentra en un departamento
de Río de Janeiro, Sao Paulo o qué se yo. Lo cierto es que ya no le traerá
cremas a mi madre, ni tenderá su ropa en la azotea ni, mucho menos,
podrá explicarme qué demonios está pasando con mi vida. Qué lejos está
Brasil.

XXV

Me siento en el total desamparo. Primero se fueron Ricardo y Olga,


ahora Sonia. Estoy tan solo en el edificio.
Escucho en la tele la final del Festival de San Remo, en Italia. “Ya mis
amigos se fueron casi todos, los otros partirán después que yo... qué será,
qué será, que será...”
No sé qué será de mi vida. Creo que mi destino es tener que seguir
53
Silvia Jiménez G.
fingiendo. No confío en nadie.
Meses después de la partida de Sonia, nosotros también dejamos el
edificio de Mixcoac. Mi padre consiguió un crédito y nos fuimos a Ciudad
Satélite, fraccionamiento al norte de la ciudad donde las familias abrigan
la esperanza de una vida mejor. Ya no el estrecho departamento con
ruidos por arriba, por abajo por cada uno de los costados, ya no tirar el
dinero en las rentas de cada mes. El sueño de la casa propia, de la vida
mejor, del futuro promisorio.
No me desagrada la idea. De hecho no tengo nada que me arraigue
a este viejo edificio, de no ser los recuerdos que para un muchacho
que acaba de cumplir los 16 años caben en el bolsillo de los pantalones
vaqueros.
Con cuánta ilusión empacaron mis padres, ilusión que muy pronto me
contagiaron, aun sin proponérselo.
Mi hermano es el más entusiasmado. Conoció a una chica que vive por
aquellos rumbos y ahora estará más cerca de ella.
La casa es hermosa, amplia, moderna, con un pequeño jardín donde no
podremos tener un perro –mi madre los odia- pero al menos tendremos
dónde tomar el sol si nos place.
No tenemos ni un mes en la nueva casa y mi hermano ya se hizo novio
de su amiga, la ve todos los días. Ella es bonita y él está muy contento.
Una novia, no había pensado en eso. Creo que debo empezar a
contemplar esas posibilidades. Bien dice mi padre que el cambio de casa
ha de traducirse en un mejor porvenir para toda la familia. Me propongo,
entonces, respetar el nuevo hogar como un santuario y nunca más
cometer esas mariconerías que irremediablemente tendrán que quedarse
en el viejo departamento de Mixcoac.
Con ánimo renovado me doy cuenta que ya no soy un niño y que debo
disfrutar la juventud que comienza. Sí, tendré novias, me dejaré crecer
la barba, haré ejercicio, seré un hombre. Se acabaron las dudas, los
temores, las culpas; nunca más haré nada que vaya en contra de mi
virilidad. Estoy feliz.

XXVI

Todo marcha sobre ruedas. La novia de mi hermano me presentó a una


54
Piel que no miente
vecina suya. Se llama Yasmín. Me agrada y creo que no le soy del todo
indiferente. Dice que le gusta cómo se me ve la barba.
Mis padres se inscriben en un club deportivo, procuro ir una o dos veces
por semana para nadar y hacer pesas. Estoy decidido a ser un hombre
fuerte, viril, que nadie pueda poner en duda mi masculinidad.
Semanas después, lleno de nervios, le pido a Yasmín que sea mi novia.
Ella acepta y nos damos un beso en la mejilla. Me siento tan bien.
Han quedado atrás los días difíciles. Creo que Sonia tenía razón, era
cuestión de la edad. Pero he crecido y me he convertido en un joven de
buen ver que en poco tiempo, si sigo nadando y haciendo pesas, tendré
un cuerpo que impondrá respeto.
Mi hermano y su novia organizan un día de campo a donde acude
la numerosa familia de ella. Nos invitan a Yasmín y a mí, Acudimos
encantados.
El lugar es precioso, un bosque de coníferas del estado de México. Luego
de comer, Yasmín y yo decidimos caminar un poco por entre los árboles.
Hay un frío que lejos de molestar agrada, un frío húmedo, brumoso. Nos
sentamos sobre una roca, lejos de los demás invitados, La tomo de la
mano, nos miramos... veo en sus ojos una enorme ilusión, yo debo mirarla
igual. No hablamos. Lentamente acerco mi rostro al de ella. Yasmín no se
mueve, permanece en su lugar. Me doy cuenta que estamos listos. Acerco
mis labios a los suyos, muy despacio, como dándole la oportunidad de
que los retire si así lo desea. No los retira, tampoco los acerca. Entonces
me aproximo aún más hacia ella, acaricio su cabello con mi mano y por fin
sus labios y los míos se juntan. Un beso. Un ritual que por milenios han
llevado a cabo hombres y mujeres, pero ahora somos ella y yo, eso es
lo importante. Dura solamente unos instantes, apenas lo suficiente para
darme cuenta lo que es un beso en los labios y todo lo que significa.
Apartamos despacio los rostros pero mantenemos la mirada; no decimos
nada, sólo nos miramos. Y de nuevo, con más confianza, mis labios
depositan en los suyos todo el cariño que un hombre de 16 años puede
sentir por una mujer de 15. Este beso es más prolongado y delicioso.
De nuevo se encuentran nuestras miradas. -¿Nos vamos, mi cielo? –me
dice ella, dulce y cariñosa.
Acepto y a los pocos minutos estamos otra vez en el bullicio, con los
parientes de la novia de mi hermano, como si nada hubiera pasado.
Pero en mi interior hay una gran ilusión por ese cariño que comienza y,
sobre todo, una convicción muy fuerte. Me encanta Yasmín.

55
Silvia Jiménez G.

XXVII

Nuevas y mejores experiencias van llegando a mi vida. ¿Cuántas


veces vi películas de amor en donde dos jóvenes flotaban sobre la playa,
enamorados, ilusionados con un nuevo amor? Ahora soy yo el joven que
camina sobre las nubes pensando en su amada.
Para cualquier joven de mi edad la experiencia sería más que maravillosa,
ese cosquilleo en el estómago y la ilusión de saber que alguien piensa en
mí, que hay una mujer que antes de dormir hace una plegaria por nuestro
amor. Pero en mi caso la felicidad es aún mayor. Me doy cuenta que me
fascinan las mujeres, que me hacen vibrar, emocionarme, soñar. No soy,
entonces, el maricón que alguna vez creí ser cuando me ponía las medias
de mi mamá. Eso se acabó, estoy curado. Ya no me interesa ponerme
un vestido ni unos tacones altos, nada de eso; lo único que me importa
es ver a mi amada y darle un beso. Eso también me excita, eso también
me provoca toques eléctricos entre las piernas, pero desde mi condición
masculina.
Sigo yendo al gimnasio y parece que mis brazos y mi espalda han
crecido. La barba, cuidadosa, sigue brotando y me da un aspecto rudo, viril.
Nadie pensaría que hace apenas unos meses, en el viejo departamento
de Mixcoac, hurgaba ansioso en los cajones de mi madre.
Me felicito de no haber encontrado a Sonia. No hubo necesidad de
confiarle mi secreto. Me hubiera dicho lo que ahora ya sé, consíguete una
novia. Yasmín es mi mejor medicina, mi remedio, mi ilusión. Me encanta.
Ya llevamos tres semanas de novios y la veo prácticamente todos los
días. Hoy me ha pedido que la acompañe al súper, tiene que comprar
unas cosas para su mamá y quiere que le ayude a escoger una falda para
ella.
La acompaño con mucho gusto. Conforme vamos poniendo la mercancía
en el carrito imagino que somos marido y mujer que hacemos las compras
de la semana. Yo sé que no me voy a casar con ella –somos tan jóvenes-
pero ciertamente me agrada la idea de pensarme casado, me veo en el
súper con mi esposa, luego vendrán los hijos, les enseñaré a jugar futbol,
a treparse a los árboles, a cruzar los ríos sobre las piedras. La vida es
hermosa.
Hemos agotado la lista de cosas que le encargó su mamá. Me pide,
56
Piel que no miente
entonces, que la acompañe al departamento de Damas para buscar su
falda- -Te prometo que no me tardo, mi cielo –me dice con ternura. Y
qué me importa si se tarda o no, lo único que quiero es estar con ella,
escucharla platicar de sus cosas, tomarla de la mano, besarla de repente...
Llegamos al lugar de las faldas. Con gran minuciosidad mira cada una
de ellas, las despliega, las vuelve a poner en su lugar, y repite la operación
con las demás.
Toma una falda roja de cuadritos, corta, se la pone por encima y me
pregunta -¿Cómo se me ve? –Muy bien, mi amor, se te ve linda.
Entonces hace algo inesperado. Despliega la misma falda sobre mi
cuerpo, como si me la pusiera y me dice, divertida: -¿Y a ti cómo se te
vería?
Río nerviosamente. –Te ves bonita –dice ella y ríe de buena gana.
Finalmente pone la falda en el carrito y nos vamos a su casa. Yo no digo
nada.
Parece increíble que un detalle tan tonto y tan insignificante pueda
moverme tanto el tapete. Cuando Yasmín me puso la falda encima de
los pantalones volví a tener una excitación, me gustó. Y no sólo eso,
por la noche estuve piense y piense, y mis pensamientos iban desde las
fantasías que quería evitar a toda costa, hasta un terrible sentimiento de
derrota. No estoy curado, de ninguna manera.
Imagino que luego de que Yasmín me pone la falda y me dice, “te ves
bonita”, yo le digo que puede hacer conmigo lo que quiera. Entonces me
lleva a su casa y me da su ropa para que me la ponga, todo ello por
supuesto dentro de un divertido juego. Y entonces jugamos a que somos
dos buenas amigas, jugamos incluso a que somos un par de lesbianas
que nos besamos... por más esfuerzos que hago no puedo rechazar esos
pensamientos. No quiero pensar en eso. Prefiero seguir pensando en lo
que pensaba todavía hoy por la tarde, en que yo era el esposo fuerte y
varonil de Yasmín y salíamos a pasear con nuestros hijos. Se confunden
mis pensamientos, las imágenes van del hombre fuerte que se trepa a los
árboles con sus hijos, a la persona que se somete dócil a los juegos de la
novia, y se deja pintar los labios y poner faldas.
No puedo dormir, es horrible lo que me está pasando. Qué débil soy,
bastó una inocente broma de mi novia para que de nuevo brotaran mis
joterías. ¿Dónde está ese hombre fuerte? ¿de qué han servido el gimnasio
y la barba? Es inútil, no tengo remedio.

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Silvia Jiménez G.

XXVIII

La novia de mi hermano nos invita a un grupo juvenil. Tiene que ver


algo con la Iglesia, se trata de recolectar ropa entre los vecinos y llevarla
a algún pueblito del Estado de México. Parece interesante.
Hombres y mujeres jóvenes nos vamos una semana a un poblado
cercano a Villa del Carbón. Haremos labor social, prepararemos a los
niños para su primera comunión y entregaremos la ropa.
El asunto no tendría nada de particular de no ser por un detalle que
sucede al tercer día.
Estamos en el dormitorio de los hombres arreglando la ropa que vamos
a regalar, la separamos por edades, por sexo, por prendas.
De pronto, por detrás de una puerta aparece una pierna enfundada
en una media haciendo movimientos sugerentes; detrás de la puerta se
escucha a alguien que tararea una melodía marcadamente erótica. Todos
se ríen y Alfredo –uno de los compañeros del grupo- sale riéndose con las
medias puestas debajo de un short.
De nuevo me pongo a pensar muchas cosas. A mí me hubiera
encantado hacer eso, ponerme esas medias delante de todos, pero no lo
habría hecho por nada del mundo. Mi miedo, mi permanente y constante
miedo, era que se burlarían de mí y que quedaría marcado de por vida.
Alfredo, sin embargo, lo hizo, y nadie se burló, al contrario, le festejaron
la ocurrencia, si acaso se habrá escuchado por ahí un “qué buena estás
mamacita”, pero en tono completamente jocoso, sin ánimo de burla.
¿Por qué pasan estas cosas? ¿qué fue lo que llevó a Alfredo a ponerse
esas medias delante de todos? ¿por qué él sí se atreve y yo no? ¿por qué
a los demás les parece divertido? Y yo que pensé que ya había superado
todas estas cosas.
A mis casi 17años sigo tan confundido, o más, que a los 10. No es cierto
que esos gustos se me quitaran con la edad. ¿A los 60 años me seguirá
gustando ponerme medias? ¿seguirán existiendo las medias?
¿Y qué hay con Alfredo? ¿le gusta ponerse las medias o sólo lo hace
por diversión? ¿no tiene miedo que se burlen de él?
Es de noche. Todos duermen y a un lado del dormitorio está un cuartito
en donde guardamos la ropa que vamos a regalar. Ya está separada; hay
medias, faldas, brasieres... qué ganas de ir y ponérmela. ¿Y si me pongo
toda esa ropa y, como Alfredo, salgo a mostrarme delante de todos para
58
Piel que no miente
que suelten la carcajada? ¿les parecería divertido? ¿de verdad creerían
que lo hago por diversión o sospecharían que me gusta?
Desde luego que no me atrevo, ni a escondidas ni delante de todos.
Pero me gustaría.
Y de inmediato pienso en Yasmín, ¿qué haría si supiera que estoy
deseando ponerme unas medias y un brasier? Seguramente se
decepcionaría de mí. Soy un fracaso. Le estoy fallando a mi novia, no
soy el hombre que ella cree. La barba y los hombros anchos son sólo una
ilusión.

XXIX

Los siguientes años de mi vida transcurrieron de manera muy parecida.


Promesas de no volverme a travestir que no se cumplen, la ilusión de
nuevas novias que me hacen olvidar por lo pronto el asunto pero que al
cabo de un tiempo, con cualquier pretexto, renacen con mayor fuerza.
Mi noviazgo con Yasmín se terminó a los dos meses; nunca más volvió
a hacer bromas como la de la falda en el súper y jamás se enteró de mis
gustos por las prendas femeninas. Terminamos como cualquier pareja de
novios de 16 años, por cualquier cosa.
Tuve otra novia con la que duré seis meses, hubo mayor confianza y
aunque nunca llegamos a la cama –no por falta de deseo sino por mi
educación religiosa- sí hubo mayores caricias.
En cierta ocasión, como muchas parejas de esas edad, aguardábamos
en el auto en una calle solitaria. Nos besamos, nos acariciamos, la pasión
estaba al máximo. Mi mano derecha acarició su rodilla izquierda, por
debajo de la falda jugaban mis dedos, subiendo cada vez más. Ella seguía
besándome y no parecía que le incomodaran mis caricias, al contrario.
Mi mano siguió subiendo y se topó con una tira elástica... el liguero que
sostenías sus medias. Mi excitación era mayúscula, pero lo que recuerdo
con mayor nitidez es que en ese momento, además del deseo de querer
estar con ella en la cama, era el de ponerme ese liguero.
Otra vez, a sentirme un gusano, un ser despreciable que no merecía el
amor de ninguna mujer, y que en el momento de mayor pasión salía con
una más de sus joterías.
Episodios de esa naturaleza acompañaron mi vida en los años siguientes.
59
Silvia Jiménez G.
Entré a la universidad, tuve otras novias y siempre era lo mismo.
Una de mis parejas, a quien recuerdo con un enorme cariño, era muy
bella, tenía el cutis suave y terso, y unos ojos preciosos. Sin embargo era
más alta que yo y no era nada femenina para vestir. Muy rara vez se ponía
una falda o un vestido y prácticamente no se maquillaba.
Recuerdo que en cierta ocasión fuimos a una fiesta muy elegante,
seguramente una boda o algo así. Yo, por supuesto, me llevé un aburrido
traje gris. Y cuando pasé por ella imaginé que saldría con un vestido
largo, zapatillas de tacón alto y cosas por el estilo. Pero no, llevaba un
traje gris, también, muy parecido al mío, de saco y pantalón. Sin corbata,
desde luego, pero que no irradiaba nada de feminidad. Fue entonces
que tuve otra de mis fantasías; que ella fuera con ese traje y con una
corbata, y yo con el vestido largo que imaginé, las zapatillas de tacón alto
y perfectamente bien puesto el maquillaje.
Claro que nunca platiqué con ella de mis fantasías, pero confieso que
me hubiera gustado hacerlo y, no sé, por como veía que se arreglaba,
quizá le hubiera divertido cambiar los papeles.

XXX

Salí de la universidad, conseguí un buen empleo y antes de cumplir los


24 años ya estaba casado.
Me uní con una chica que conocí en la escuela. No era fea, más bien
era agradable y me encantaba que le gustara la filosofía y la literatura,
pasábamos horas platicando de cualquier cosa.
Fue una relación complicada, terminamos y volvimos más de una
vez; en el inter, ella tenía otros novios y yo otras novias, pero al final
regresábamos. Hasta que decidimos casarnos.
Yo nunca le había dicho nada de mis gustos por la ropa de mujer. Si
acaso alguna vez, en el auto y en medio de un embotellamiento. Más para
tranquilizar mi conciencia que por otra cosa, le dije: -¿Sabes una cosa?,
no sé por qué, pero a veces me ha gustado ponerme ropa de mujer
-¿Ah, sí? –fue su único comentario.
No volvimos a hablar del asunto.
De cualquier forma, yo estaba convencido que el matrimonio sería
mi cura definitiva. Mi razonamiento era el siguiente. Cuando me pongo
60
Piel que no miente
ropa de mujer me excito y termino con una autocomplacencia erótica –
masturbación, para decirlo en... ¿cristiano?- Bueno, el caso es que una
vez casado, y con una vida sexual activa, ya no necesitaré masturbarme
y, en consecuencia, tampoco necesitaré vestirme como una mujer.
Elemental, mi querido Watson.
Nos casamos, nos fuimos a la Luna de Miel, la disfrutamos muchísimo y,
en efecto, tuvimos una vida sexual muy activa y muy placentera. Fuimos
muy felices... durante un tiempo.
A los pocos meses, mi trabajo en una revista me obligaba a salir de la
ciudad con cierta frecuencia. Mi primera salida fue a Guadalajara donde
estuve unos tres o cuatro días.
Al segundo día pasé por una tienda de lencería y me quedé viendo
la ropa que tenían en el aparador. Era hermosa en verdad, pero muy
cara. Y el establecimiento también era muy elegante. Descarté la idea de
comprarme alguna prenda en ese lugar, pero se me ocurrió que no sería
mala idea, dado que estaba solo en un cuarto de hotel, tratar de conseguir
algunas cosas.
Por la tarde me fui al mercado de San Juan –creo que así se llama- y me
puse a dar vueltas por donde estaba la ropa interior de mujer.
Quería comprarme unas pantaletas pero no me atrevía, sentía que todo
el mundo se me quedaría mirando y que me descubrirían. En mi mente
me inventé una historia, que iba con mi esposa en el auto y de pronto
ella se sintió mal del estómago y tuvo un accidente, entonces necesitaba
cambiarse de ropa interior pero no podía salir del coche; me pedía que yo
le comprara sus cosas.
Así, con esa historia en la cabeza y casi queriendo gritarla a los cuatro
vientos, me dirigí a uno de los puestos. –Buenas tardes señorita –dije
nerviosamente- mi esposa tuvo un accidente –aclaré- y necesito unas
pantaletas.
-Claro que sí, señor –respondió solícita- ¿de qué talla?
-Este –no había pensado en ese detalle- una talla grande, señorita.
-¿De qué color?
-Este –otro detalle no considerado- rojas están bien.
La mujer guardó la prenda en una bolsa de plástico transparente, la
pagué, me la entregó y me fui. Nadie me preguntó nada. Yo, sin embargo,
trataba de ocultar el paquetito, que nadie supiera que llevaba unas
pantaletas.
Con un poco de mayor confianza, en otro puesto compré unas medias.
–Deme una talla grande y de cualquier color –dije, para evitar problemas.
61
Silvia Jiménez G.
En el cuarto de hotel estaba nervioso; era la primera vez que me pondría
unas prendas nuevas, compradas expresamente para mí. Claro que eran
de lo más baratas, pues bien sabía que antes de volver al Distrito Federal
tendría que deshacerme de ellas, pero al fin y al cabo eran mías. Además,
me podría vestir sin el temor de que alguien llegara a descubrirme. Incluso
podría dormir con ellas. Qué maravilla.
Al sacar las medias me di cuenta que no tenían elástico en la parte
superior. No se me ocurrió pensar en eso y no compré liguero. Qué
contratiempo, el mercado está lejos y seguramente ya habrán cerrado.
No importa, salí a la calle en busca de algo que me pudiera servir.
A dos cuadras del hotel estaba un establecimiento de lencería. Nada que
ver con la ropa sexi que habia visto en la tienda elegante por la mañana.
Todo lo contrario, era un lugar viejo, con ropa horrible, como para señoras
gordas. De cualquier manera entré y sin dar mayores explicaciones
pedí unas ligas para medias –los ligueros estaban muy caros y eran
espantosos-. Una señora, tan vieja como el propio establecimiento y más
malencarada que un árbitro de futbol me dijo, indignada: -Discúlpeme,
señor, pero aquí no vendemos cosas para gente como ustedes, este es
un establecimiento de ropa para dama.
Salí corriendo de ahí. Ni por aquí me pasó explicarle a la santa señora
que no eran para mí, que eran para mi esposa. Mucho menos pensé
decirle que qué le importaba quién usara esas prendas, que bastaba
con pagarlas y punto, y que su obligación, de acuerdo a la flamante Ley
de Protección al Consumidor, era vender sin hacer distingos de ninguna
especie.
Pero no, nada de eso se me ocurrió. Salí despavorido pensando que
se habían dado cuenta que yo era un maricón. “No vendemos cosas para
gente como ustedes”. ¿Y quiénes eran la gente como nosotros? claro, los
maricones, ya se habían dado cuenta. Di gracias a Dios de estar en una
ciudad extraña, donde nadie me conocía y a la que no volvería en mucho
tiempo.
No recuerdo cómo resolví el asunto de las ligas, creo que finalmente
compré unas ligas delgaditas en una papelería, o algo así. El caso es que,
efectivamente, dormí con medias y pantaletas, tanto esa noche como la
siguiente.
Y otra vez los sentimientos encontrados. Por una parte, el goce de poder
sentir esas prendas sobre mi piel; pero, por otro, el sentirme humillado,
el saberme descubierto por la empleada de una lencería y el saber
que de nada había servido el casarme, de ninguna manera me había
62
Piel que no miente
traído el remedio a mis males. Si mi esposa se enterara... qué horribles
pensamientos cruzaban por mi mente.
Todavía hubo otro detalle más que vino a complicar las cosas. Al día
siguiente, al dejar el hotel, el gerente me llamó y me dijo que me cobrarían
un poco más, pues había metido a otra persona a mi cuarto.
-¿Cómo? –pregunté verdaderamente sorprendido.
-Sí, señor –me explicó- la camarera vio ropa de mujer en su cuarto.
Usted metió a una mujer, por eso le cobraremos la tarifa correspondiente.
Claro, al hacer la limpieza la camarera vio las medias y las pantaletas,
eso era evidente. ¿Qué hacer? ¿decir que yo me las puse y que no entró
ninguna mujer a mi cuarto? No, creo que prefería pagar la tarifa más alta
antes que aceptar mi travestismo. Se me ocurrió, sin embargo, una salida
más oportuna.
-Sí señor –repuse a mi vez con toda calma- es posible que haya
encontrado ropa de mujer en el cuarto. Lo que pasa es que mi esposa y
yo hicimos un viaje hace poco y algo de su ropa se quedó en las maletas;
cuando saqué mis cosas, salieron las de ella.
El tipo no quedó muy convencido y me pidió un momento para que
fueran a revisar el cuarto. Seguramente buscaban encontrar condones
en el cesto de la basura, o pañuelos faciales con restos de maquillaje o
qué sé yo. A los pocos minutos bajó el empleado, le cuchicheó algo al
gerente –seguramente le dijo que no encontraron ninguna evidencia- y
me cobraron la tarifa sencilla.
Después de todo fue divertido. Tanto, que a mi regreso me hubiera
gustado comentar ese incidente con mi esposa, o por lo menos con los
amigos, pero imposible; de eso no se podía hablar. Tenía que seguir
tragándome yo solo todo lo que de bueno o malo tuviera esa parte de mi
vida. Lo más oscuro, lo más vergonzoso, lo más humillante.

XXXI

Seguí saliendo de la ciudad por razones de trabajo y, a donde iba,


procuraba comprar algo de ropa para ponérmela en el cuarto del hotel.
Descubrí que en las tiendas de autoservicio era más fácil, sobre todo
si las medias y las pantaletas –alguna vez llegue a comprar hasta un
brasier- iban junto con refresos, pan y otras mercancías que adquiría para
63
Silvia Jiménez G.
camuflajear la ropa.
Otra novedad fue descubrir los shows travestis. Por alguna extraña
razón, ver a esos hombres vestidos como mujeres me provocaba la misma
excitación que si yo mismo fuera quien me pusiera esas prendas. Me
imaginaba ahí, en el lugar de ellos y me parecía maravilloso. Pero, desde
luego que jamás de atrevería a participar en uno de esos espectáculos.
En alguna ocasión, al término del show, uno de ellos agradeció al
público y dijo algo así como “gracias, muchas gracias porque ustedes nos
permiten vivir nuestra fantasía de ser mujeres, al menos por unas horas”.
.”..ser mujeres por unas horas...” sí, entendía perfectamente a lo que se
referían. Yo también quisiera ser mujer por algunas horas, que me vieran,
que me admiraran, que me dijeran “señorita” como en aquella fugaz y
efímera oportunidad.
Para ese entonces, mi esposa trabajaba los sábados, así es que tenía
unas horas en las que me quedaba solo en casa. Más de una vez me
puse su ropa que, además, me quedaba más o menos bien. Recuerdo
con especial nitidez una minifalda verde, tejida, que hacía juego con un
chaleco del mismo material y el mismo color. Cómo me gustaba ponerme
esas prendas. Recuerdo también unos zapatos negros de tacón alto que,
aunque me apretaban un poco, me los podía poner.
Alguna ocasión me puse las medias –para entonces ya disfrutaba de las
otrora modernas pantimedias- la minifalda verde y los tacones altos. Y me
tomé una fotografía de la cintura para abajo.
Con qué emoción llevé a revelar el rollo. Cuando me lo entregaron
me solazaba viendo mis piernas con los tacones altos. Guardaba esas
fotos como el mayor de mis tesoros. Hubiera querido mostrárselas a todo
mundo, que me dijeran que eran las piernas de una mujer lo que ahí se
veía. Pero, como todo lo que pertenecía a ese mundo, debía permanecer
en el más absoluto de los secretos.
Me conformé con irme a una colonia alejada y parar a algunos
transeúntes.
-Disculpe –les decía con la mayor amabilidad- yo soy daltónico así que
no distingo bien los colores y necesito saber de qué color es esta falda.
¿Usted me podría decir?
En ese momento sacaba la foto y se las mostraba. Ellos la veían y con
la mayor naturalidad me decían, verde, y seguían su camino.
Hubiera querido que me dijeran, oiga, qué bonitas piernas, presénteme
a la modelo, o cosas por el estilo. Desde luego que eso nunca sucedió,
si acaso un tipo se quedó viendo las fotos un rato más que los demás,
64
Piel que no miente
imagino que contemplando las piernas, pues no lleva mucho tiempo
darse cuenta del color de una falda. Me conformaba, entonces, con saber
que alguien había visto mis piernas envueltas en unas pantimedias y
rematadas con unos tacones altos, aunque jamás supieran que esas eran
mis propias piernas.

XXXII

Debo decir que por alguna razón mis pechos se desarrollaron un


poquito –sólo un poquito- más que en la mayoría de los hombres. En mi
adolescencia y juventud eso me incomodaba muchísimo.
La única vez que tuve un pleito callejero –participaba en ‘broncas’
durante partidos de futbol o en la escuela, pero lo que se llama un pleito
callejero, fue a raíz de esta peculiar condición de mi cuerpo. Aderezada,
desde luego, con un pobre diablo alcoholizado.
El caso es que acompañé a mi esposa a la boda de su hermano. A mí
nunca me ha gustado vestir bien, detesto el traje y mucho más la corbata.
Así es que en aras de conciliar, en aquella ocasión me puse un traje pero
no llevé corbata; opté por un suéter de cuello alto, de esos que puso de
moda José López Portillo cuando era presidente.
Aquello sucedió en esas épocas, así es que estaba perfectamente a la
moda y, lo que era mejor, sin corbata.
Hacía calor, por lo que me despojé del saco y me quedé solamente
con el suéter. Cabe decir que ese tipo de prendas acentuaban aún más
la prominencia de mis pechos. No faltaba quien hiciera algún comentario
pretendiendo ser gracioso, pero hasta ahí.
El caso es que un tío lejano de mi esposa –de poco más de 50 años,
calculo- bebió en exceso. Cuando nos despedimos, el tipo me manoseó el
pecho y me dijo algo así como “estás re’buena”. De un violento manotazo
retiré su mano y le dije “¡estate quieto, cabrón!” Y bajé con mi esposa al
estacionamiento.
Apenas al bajar las escaleras el tipo me empieza a gritar desde arriba.
–No le hagas caso, está borracho –me dice mi esposa. Yo la obedezco.
Pero una vez en el estacionamiento, el hijo del tipo –que tendría más o
menos mi edad- me empieza a golpear. Yo me defiendo y cuando empiezo
a tirar golpes el sujeto que me había molestado llega a detenerme. Su
65
Silvia Jiménez G.
hijo se da gusto golpeándome. Como puedo, logro pescar la corbata del
muchacho y de esa manera lo jalo hacia mí. En ese momento lo sujeto
fuertemente del cabello e impido que me siga golpeando. Al darse cuente
de eso, su padre propone el clásico “a’i muere”. Nos soltamos y ellos se
van. Apenas en ese momento llegó mi esposa que había ido a buscar
ayuda.
Nunca me había peleado. Me dio mucho coraje que me agarraran entre
dos, pero más gusto el saber que había podido salir airoso. De alguna
manera había sido una prueba a mi masculinidad y la había superado.
Días después, cuando la familia se enteró hicieron comentarios muy
negativos acerca del tío y de su hijo, y de alguna manera yo quedé –sobre
todo con mi esposa- como un héroe que había logrado defenderse.
Este tipo de detalles no tendrían mayor relevancia en la vida de cualquier
hombre, si acaso para presumir un rato con los cuates, pero nada más.
En mi caso, en cambio, era diferente. Tenía tantas dudas de mi propia
hombría y necesitaba tanto que los demás me vieran como un hombre,
que representaban oro molido, no importaba que me hubiera quedado la
cabeza adolorida de tanto golpe, finalmente me había demostrado ante
mí mismo y ante los demás que a pesar de tener pechos prominentes yo
era todo un hombre.
Muchos meses después, y sin ninguna relación con aquel incidente –
incluso puede ser que haya sido antes, en términos cronológicos- sucedió
otra cosa en relación con mis pechos.
Era domingo, yo acababa de bañarme y me metí a la recámara para
vestirme. Mi esposa se estaba vistiendo, tenía un brasier en la mano.
Entonces me ve y me dice, -¿cómo te verías con un brasier?
Yo me turbo, pero me agrada el juego. –Pónmelo –le digo.
Ella me lo pone, me queda perfectamente y se realzan aún más mis
pechos. Supongo que mi esposa esperaba que yo me opusiera o que,
en todo caso, me lo quitara al instante, pero no, no hice ningún intento de
quitármelo.
-Ya quítatelo –fue ella quien lo sugirió- no te vaya a dar un aire.
El aire ya me había dado hacía mucho tiempo. Y al igual que cuando
Yasmín me colocó su falda por encima, yo tuve deseos de decirle déjame
el brasier, y ponme tus pantaletas y tus medias y conviérteme en una
mujer. Pero, igual que en aquel entonces, no lo hice. Fingí que era sólo un
juego, pero un juego que no quería dejar de jugar.

66
Piel que no miente

XXXIII

Meses después sucedió algo que cambió mi vida matrimonial.


Ya casi no teníamos contacto con el grupo aquel de la Iglesia en donde
mi esposa y yo –ella se había integrado en cuanto nos hicimos novios-
hacíamos labor social.
Ocurrió sin embargo que vimos a unos buenos amigos del grupo y
nos dijeron que estaban organizando un rally enigmático para conseguir
fondos, que si les podíamos ayudar.
-Claro –dije de buena gana, pues a mí siempre me habían gustado esos
eventos, en donde uno se sube a su auto y tiene que ir descubriendo
pistas y cumpliendo requisitos.
-Nos gustaría que fueran jueces en algunas metas –se apresuró a decir
mi amigo, y para quitarnos cualquier posibilidad de decir que preferíamos
entrarle como participantes, nos dijo cuáles iban a ser las metas y cuáles
algunos de los requisitos.
-En la última meta –precisó- los hombres tienen que llegar vestidos
como mujeres y las mujeres como hombres. Va a estar divertido, ¿no
creen?
-Sí –contesté- y lo odié por haberme echado a perder lo que pudo haber
sido una magnífica oportunidad para travestirme a la vista de todos sin
que nadie lo tomara a mal.
Era justo lo que siempre había querido. Que se diera una situación en la
que las circunstancias me obligaran a vestir ropas de mujer; un poco como
aquel sueño con la brasileña en donde ella, para castigarme por robar su
ropa, me obligaba a usarla. Ya me veía como participante poniéndome la
minifalda verde de mi esposa, maquillándome perfectamente y yendo a
casa de mi madre en busca de sus viejas pelucas. Pero no era posible,
sabíamos las metas y ya no podíamos participar. Así que lo único que
acerté a decir fue que aceptábamos ser jueces.
Llegó el día del rally. Hubo una buena participación, la gente llegaba con
lo que se le pedía y mi esposa y yo revisábamos que estuviera correcto.
Todo marchaba sobre ruedas.
En la última meta fue donde se empezó a desencadenar una serie de
situaciones de lo más extrañas. Los primeros en llegar fueron Alfredo y su
novia, buenos amigos. El llevaba un vestido muy amplio –su madre era
más gruesa que él- medias y tacones altos; llevaba un maquillaje apenas
67
Silvia Jiménez G.
y para cumplir. Su novia iba de chamarra, pantalones y unos bigotes
pintados.
Siguió llegando la gente. Algunos apenas y con la falda por encima de
los pantalones, se notaba que no les había caído nada bien el jueguito.
Pero otros iban perfectamente bien maquilados, con pelucas, aretes y
todo lo que una mujer coqueta puede ponerse. No faltaban las risas y los
comentarios chuscos, pero todo en un tono de respeto. Nadie pensaría
que mis amigos disfrutaban con esa ropa.
Me imaginé en ese momento. Con la minifalda verde, pantimedias,
tacones altos, aretes, peluca... perfectamente bien maquillado...convertido
en toda una mujer. No me hubiera importado perder algo de tiempo con
tal de cuidar mi arreglo. Y si mi esposa hubiera hecho algún comentario
habría sido muy fácil decirle, “es un juego, no lo tomes tan en serio”.
Pero no fue así, tuve que conformarme con ver cómo mis amigos
llegaban perfectamente travestidos.
Me llamó la atención Marcela, mi antigua novia, la que jamás usaba
vestidos y que se fue de traje gris conmigo a una boda. Parecía un
hombre, el cabello corto, las patillas y el bigote perfectamente colocados
y hasta sus modales y sus actitudes se notaban hombrunos. Cualquier
habría pensado, insisto, en que representaba muy bien el papel. A mí me
quedó la duda de hasta qué punto lo estaba interpretando o lo estaba
gozando, hasta qué punto ella era como yo, pero a la inversa. Y volví a
pensarme con ella, con los roles cambiados.
Fue frustrante todo aquello. Además, me había excitado sobremanera
viendo a mis amigos vestidos como mujeres. Y no sólo eso, los había
envidiado.
Por la noche llegamos tan cansados que mi esposa cayó rendida, ni la
más remota posibilidad de haber buscado un desahogo sexual con ella.
Yo estaba cansado pero no podía dormir. En mi mente recreaba una
y otra vez a mis amigos en la última meta del rally. Y me imaginaba con
ellos, con mi falda verde. En mis fantasías, Marcela, vestida como todo un
hombre, se me acercaba y empezaba a coquetear conmigo. -¿Por qué tan
sola, chula? –me decía.
No puedo más. Estoy muy ansioso. Mi esposa duerme profundamente.
Entonces obedezco a mis impulsos; me levanto, abro el cajón en donde
guarda su ropa interior y saco unas pantaletas y unas pantimedias. Me
voy al baño a ponérmelas. Me siento tan bien. Decido entonces regresar
a la cama y permanecer un ratito con esas prendas puestas, sólo un rato.
Pero al relajarme me quedo dormido.
68
Piel que no miente
A la mañana siguiente, para mi desgracia, mi esposa despierta antes
que yo. Seguramente sus piernas hacen contacto con las mías y se da
cuenta que hay una textura extraña. Cuando despierto es porque ella ya
ha levantado las cobijas, se ha dado cuenta de la ropa que traigo y me
dice, alarmada –Jorge, Jorge...despierta...
-¿Qué pasa? –pregunto yo, todavía adormilado.
-¿Por qué te pusiste esa ropa? –pregunta asustada.
Me doy cuenta que me quedé dormido. No sé qué hacer y, como
siempre, trato de sacarme de la manga cualquier explicación.
-No sé –finjo sorpresa- con eso del rally soñé que me ponía tu ropa para
llegar a la meta... seguramente me levanté dormido y sin darme cuenta
me la puse.
Acto seguido, me quito su ropa y trato de no darle importancia al asunto,
me volteo con intención de seguir durmiendo.
Mi esposa, sin embargo, está muy intranquila.
-Ya duérmete –le digo- todavía es temprano.
Aparentemente la he librado. Yo me volteo para seguir durmiendo y ella
no insiste. No es mucho lo que puedo dormir, estoy inquieto con la duda
de qué tanto habrá creído lo del sonambulismo. Cierto, en otras ocasiones
he hablado dormido y hasta me he levantado en busca de cebollas o
cualquier otra cosa, pero de eso a levantarme, buscar la ropa y ponérmela,
hay diferencia.
Minutos después despierto y volteó para ver si ella hace lo mismo, pero
ya no está en la cama. Me levanto y la escucho llorar, está en la sala.
Me siento el ser más despreciable del mundo; me acerco a tratar de
consolarla pero ella me evade y sigue llorando.
-Ya, mi amor, no es para tanto. Fue que me levanté dormido, de veras.
-No es cierto.
¿Por qué no me crees?
-Te veías horrible con esas cosas.
-Mi amor, todo se vistieron así. Tú misma hace tiempo, ¿no me pusiste
tu brasier?
-Sí, pero fue jugando.
-Esto también.
-No, esto no fue un juego –y se soltó a llorar con más fuerza.
La escena es dramática. Ella llorando a lágrima viva y yo no sabiendo
qué hacer para consolarla y para salir del atolladero.
Luego de mucho insistir, y tras darme cuenta que ninguno de mis
argumentos sería creíble, decido contarle la verdad.
69
Silvia Jiménez G.
Yo también lloro al decirle que desde muy chico he sentido esa extraña
inclinación y que no me explico por qué ocurre ni cómo controlarla.
Luego de más llantos, más explicaciones que ni yo mismo entiendo y
el propósito de que no vuelva a pasar, trato de encontrar una solución
definitiva.
-¿Sabes una cosa mi amor? –le digo, convencido en ese momento de
que lo que voy a decirle es la verdad.
-¿Qué?
-Te digo que no sé por qué me pasa esto, pero quiero quitármelo. Y se
me ocurre algo. Desde siempre he mantenido esto en secreto, ahora que
te lo he contado siento que se me quita un peso de encima. Se me ocurre
que esto se me puede quitar para siempre, pero necesito que me ayudes.
-¿De qué se trata?
-Mira, siempre he querido que alguien me vea, no sé por qué, pero es
importante para mí. Yo creo que si tú me ves, no sé, que podamos estar
un ratito... pienso que eso me ayudaría mucho.
-¿Pretendes que vea a mi propio esposo vestido de mujer? –pregunta
asustada.
-Yo sé que es difícil, pero va a ser la última vez. Ya quedaré tranquilo
y no lo volveré a hacer. Es más, te prometo que me voy a volver a dejar
crecer la barba –al empezar el verano me la había quitado, por el calor.
-¿Pero me prometes que no lo vuelves a hacer?
-Claro que sí, mi amor, te lo prometo.
Dejamos pasar unos días y, tal como lo habíamos acordado, ella
aceptó verme y yo prometí que no lo volvería a hacer. Realmente estaba
convencido que era lo único que necesitaba para quitarme esos impulsos.
Mi esposa permaneció en la sala y yo me quedé en la recámara para
cambiarme. Estaba sumamente nervioso, por fin alguien conocido
podría verme transformado en una mujer. Puse un gran esmero en todos
los detalles, la ropa interior, el maquillaje, la falda verde que tanto me
gustaba...
Ella, angustiada, me preguntaba a cada momento si ya estaba listo. –Ya
mero, mi amor, espérame tantito.
Por fin había terminado. Dudé al final. Me costaba trabajo salir. Era lo
que deseaba pero... después de tanto tiempo de mantenerlo en secreto
me parecía difícil atreverme.
Pero no podía dar marcha atrás. Lo difícil, pensé, es este momento, ya
después todo será más sencillo. Así es que me armé de valor y anuncié
mi salida.
70
Piel que no miente
En cuanto me vio soltó a llorar como nunca antes la había visto llorar.
-No te pongas así –le dije.
-¡Te ves horrible! ¡quítate eso!
-Pero es que...
-¡No te quiero ver! ¡me das asco! –y se cubrió la cara con las manos.
Yo no sabía qué hacer. Entendía que no iba a lanzarme piropos ni a
llenarme de besos, pero tampoco esperaba esa reacción. En algún
momento pensé que podríamos estar un ratito platicando como buenas
amigas, pero no, nada de eso sucedió. La vi tan triste y desesperada que
no tuve más remedio que volver a la recámara y quitarme en 10 minutos lo
que había tardado casi una hora en ponerme. Aquello fue horrible.

XXXIV

No se volvió a hablar del tema. Yo, desde luego, me sentía muy mal. Mal
conmigo mismo, mal con ella, mal con mi propio destino.
Por enésima vez me propuse olvidarme de la ropa femenina y deseé
con todas mis fuerzas poder cumplir, ahora sí, con mi propósito. A pesar
del calor me volví a dejar crecer la barba.
Me sentí tan mal y estaba tan decidido a alcanzar mi objetivo que acudí
a confesarme y a buscar ayuda con un sacerdote.
Nuestras actividades en grupos de la Iglesia me habían permitido
establecer amistad con algunos curas, muchos de ellos inteligentes,
preparados y abiertos a los problemas de los jóvenes. Pero no quise ir con
nadie que me conociera. Otra vez esa sensación de sentirme descubierto.
Preferí el anonimato, alguien que no supiera quién soy y que en un
momento dado jamás volvería a ver. Así es que acudí a una iglesia que
estaba cerca de donde yo trabajaba.
Me recibió un cura bonachón, de esos que uno se imagina en las
películas comiendo biscochos y tomando chocolate.
Con mucha pena, y lleno de nervios, le conté que desde chico me
gustaba ponerme ropa de mujer, que pensé que al casarme se me quitaría
y que no fue así, al contrario. -He lastimado a mi esposa -le dije.
Él se quedó pensando y me preguntó que si yo me compraba esa ropa,
al decirle que no, que eran prendas de mi esposa las que me ponía, lo
único que atinó a inquirir fue si me quedaba su ropa.
71
Silvia Jiménez G.
No tenía ni idea de lo que le estaba hablando. De cualquier forma me
dijo que hiciera mucha oración y que regresara a la semana siguiente para
ver cómo me había ido.
Regresé y me recibió con una gran noticia. –Lo que tú tienes –me dijo
en tono paternal- se llama trasvestismo.
Valiente cosa, Todos los miedos que tuve que vencer para por fin abrirme
con alguien, para que me saliera con el nombre de lo que tengo. Como si
no lo supiera desde hace años. Me dieron ganas de decirle al santo curita
que ya no se decía trasvestismo, sino travestismo, sin la ese.
Me dijo, también, que no pensara en eso, que dejara de pensar en la
ropa de mujer y ya no se me antojaría, y ofreció hacer oración por mí.
Agradecí sus oraciones –al menos tenía buenas intenciones- pero salí de
ahí decepcionado, convencido de que nadie podría entenderme jamás.
A los pocos meses mi esposa tuvo una contrariedad en el trabajo. Su
jefa directa renunció y ella pensó que por su experiencia y capacidad sería
ascendida. No fue así, trajeron a alguien de fuera. Ella se molestó y como
en ese entonces yo ganaba bien, tomó la decisión de renunciar y hacer lo
que habíamos estado postergando a causa del trabajo: encargar un bebé.
No pasó mucho tiempo antes de que se embarazara. Cuando nos dieron
la noticia nos pusimos felices, aunque a partir de ese momento nuestra
vida sexual no volvió a ser la misma.
Yo lo atribuí al embarazo y asumí que mi mujer quería extremar
precauciones y por eso evitaba toda actividad sexual. Muchos años
después supe que esa no había sido la razón.
Pero yo estaba tan contento con la llegada del bebé que no reparé
en esos detalles. Cuando me preguntaban qué prefería, si niño o niña,
yo decía que me daba igual o que, en todo caso, que fuera niño para
enseñarle a jugar futbol. Pero en el fondo deseaba la llegada de una
niña, para volcar en ella mis deseos de ser mujer. No propiamente para
vivir a través de ella, más bien para verla disfrutar su propia feminidad,
comprarle vestidos, casitas de muñecas, hacerle su fiesta de quince años
y todo lo que yo nunca tuve. Aún no le comprábamos su cuna y yo ya
estaba pensando en su vestido de novia.
Finalmente nació, fue una hermosa niña y yo me puse muy feliz.

XXXV

72
Piel que no miente
Efectivamente, en mi hija pude volcar una parte de mi feminidad
reprimida. Le compraba vestidos, muñecas, le contaba cuentos de
hadas... pero más allá de todo eso, yo estaba feliz con ella.
Además del firme propósito que me había hecho de dejar atrás el
travestismo, la responsabilidad de ser papá me ayudaba a cumplir con
mis buenas intenciones.
Y una vez más, como cuando tuve mi primera novia o como cuando me
casé, ahora me dije: –Jorge, ya eres un padre de familia respetable, ya no
tienes por qué estar pensando en esas tonterías.
Si todo lo anterior no bastara, el hecho de que mi esposa no trabajara
y se quedara en casa todo el día con la niña, hacía imposible cualquier
posibilidad de quedarme solo. Así es que pasé un buen rato sin travestirme.
Me sentía tan bien, disfrutaba tanto el verme como un padre de familia,
que acepté con gusto la invitación que un antiguo amigo mío, compañero
de viejas correrías futbolísticas, me hizo para integrarme a un equipo de
rugby.
-¿Rugby? –pregunté sorprendido- ¿a poco se juega rugby en México?
-Sí –me dijo- son unos cuántos equipos, pero se la pasa uno bien, es
buen ejercicio.
Yo había visto reportajes en televisión de este deporte, sin duda uno
de los más violentos, pues utiliza muchos de los recursos del futbol
americano, como las tacleadas, pero sin ninguna protección. Me enteré
que el rugby era hermano del futbol soccer y padre del futbol americano.
Me pareció que era el complemento perfecto a la vida que llevaba en
ese momento. A mis 27 años, y gracias al gimnasio, la natación y el futbol,
estaba en condiciones de emprender esta nueva aventura. Además, qué
actividad puede ser más masculina y viril que un deporte como el rugby.
Mi hija crecería y se pondría orgullosa de mí.
Tres meses después, y siendo yo un auténtico guerrero del rugby, nació
nuestra segunda hija, a pesar de que mi esposa y yo llevábamos una vida
sexual muy limitada. También fue una hermosa y linda niña. Me llenó de
ilusión.
No había cumplido un año la pequeña cuando la empresa para la que yo
trabajaba emigró a la ciudad de Guadalajara.
El éxodo nos vino bien y mi esposa y yo lo tomamos como una buena
oportunidad de enderezar una relación que hacía tiempo había empezado
a dar evidentes muestras de desgaste.
Al principio las cosas marcharon bien, podía comer con la familia todos
los días, convivir más con mis hijas y tener más tiempo para mi pareja. Lo
73
Silvia Jiménez G.
único que extrañaba era a los amigos que había dejado en la Ciudad de
México y, sobre todo, el rugby.
Al cabo de unos meses, sin embargo, la convivencia con mi esposa
resultó contraproducente. Ahora teníamos más tiempo para estar juntos,
cierto, pero era tiempo que empleábamos en peleas y discusiones tontas.
Además, nuestra vida sexual no había mejorado en absoluto.
Fue entonces que a mi mujer le dio por irse algunos fines de semana con
sus papás a la Ciudad de México, desde luego que se llevaba a mis hijas.
Yo me quedaba solo en casa, con un clóset repleto de faldas, vestidos,
blusas, tacones altos...sí, efectivamente, mis buenas intenciones se fueron
por la borda, una vez más. Lo primero que hice fue rasurarme la barba.
Si en un principio me molestaba que mi esposa se llevara a mis hijas
algunos fines de semana, ahora esperaba ansioso ese momento. Era
maravilloso llevarlas a la estación del ferrocarril los viernes en la noche,
regresar a la casa, bañarme y al salir del baño maquillarme y ponerme
toda esa ropa que tanto me gustaba.
Era agradable prepararme de cenar vestido como una mujer, ponerme
un camisón para dormir y al día siguiente, al despertar, descubrirme con
las uñas pintadas y la ropa femenina. Entonces me volvía a maquillar,
me ponía un vestido y así me la pasaba toda la mañana, preparando mi
comida, haciendo quehacer o escuchando música.
Uno de esos viernes por la noche, mientras yo estaba viendo la
tele vestido como toda una dama, sonó el timbre. Mi corazón se agitó
aceleradamente, lo primero que pensé es que había ocurrido algún
contratiempo en los ferrocarriles y que no había salido el tren a la Ciudad
de México; en consecuencia mi esposa y mis hijas estaban de regreso.
Me dirigí a una de las recámaras con la intención de asomarme. Si
eran ellas tendría que encerrarme en el baño, pero entonces no podrían
entrar. Ya sé, sin que me vieran les arrojaría las llaves por la ventana y
de inmediato me metería al baño, otra vez a fingir un malestar. No, nada
funcionaría, estaba en serios problemas.
Discretamente corrí muy despacio la cortina de la ventana. Respiré, no
eran ellas. La que tocaba el timbre era Mariana, una muy buena amiga
mía, psicóloga por cierto, con la que había hecho algunas investigaciones
sobre niños de la calle y con quien de repente me iba a jugar frontenis los
domingos. En verdad la apreciaba, era de las pocas personas que conocí
en Guadalajara con las que me llevaba bien.
En otras circunstancias me habría dado un enorme gusto hacerla
pasar, invitarle un café o un tequila y platicar tan sabroso como sólo
74
Piel que no miente
con ella podía hacerlo. Pero en mi condición, con las uñas pintadas y
el rostro maquillado... no, imposible. Pensé en cambiarme para bajar a
abrir, pero calculé que tardaría tanto tiempo que antes de que terminara
ella se habría marchado. Además, no quería acabar tan pronto con mi
ensoñación femenina.
Mariana seguía tocando. Seguramente al ver el auto y algunas luces
encendidas asumió que había alguien en casa. Pensé en abrirle la puerta
y que me viera tal como estaba, explicarle y, en todo caso, pedirle que me
ayudara a encontrar explicaciones a todo esto. Al fin y al cabo, ella era una
psicóloga y sabría algo más que el nombre de mi “padecimiento”.
Durante un buen rato me debatí entre abrirle la puerta y platicar con ella,
o dejar que se aburriera de tocar el timbre.
Me acordé de aquella vez que intenté platicar con Sonia, la vecina
brasileña, o de cuando al fin me decidí a hablar con el curita. Fueron
muchos días de estar piense y piense antes de lanzarme a hacerlo. No
podía esperarse que ahora, en sólo unos minutos, me decidiera a abrirme
de capa con mi amiga.
A la distancia pienso que lo mejor hubiera sido abrir la puerta, confiarle mi
secreto y escuchar sus puntos de vista. No me cabe duda que habría sido
lo suficientemente discreta, y se me ocurre pensar que en su condición de
psicóloga quizá hasta me habría ayudado bastante.
Recuerdo ese momento, los nervios, la emoción, el miedo... lo pensé
demasiado. Y antes de que pudiera tomar una decisión, Mariana se
desesperó y se fue.
No obstante, la inquietud se había vuelto a hacer presente. Era necesario
hablar con esto de alguien que me entendiera. Esto me rebasaba por
completo, no podía controlarlo.
Debía encontrar explicaciones. Y es que, mientras duraba el hechizo de
las medias y el vestido, aquello era sensacional, fantástico. Pero luego
venía el vacío, la cruda moral, las dudas, el miedo, los sentimientos de
culpa, los remordimientos... Soy el padre de dos niñas, me decía a mí
mismo, no puedo estar haciendo estas mariconerías. Pero entonces,
¿por qué lo hacía? Yo siempre había sido una persona equilibrada,
mesurada; vamos, ni siquiera fumaba y si bebía alcohol era muy de vez
en cuando, en fiestas y reuniones sociales, y con moderación. Nada de
vicios, responsable y trabajador; ¿por qué, entonces, unos trapos eran
capaces de dominarme? ¿por qué unos tacones altos podían más que
mi propia voluntad? Eran preguntas para las que no tenía respuestas.
¿Acaso Mariana, la psicóloga, las tendría?
75
Silvia Jiménez G.

XXXVI

Después de más de diez años de aquella primera vez, volví a salir.


Fue un fin de semana en el que, como muchos otros, mi esposa y mis
hijas se fueron a la Ciudad de México.
Por alguna razón, en esta ocasión no me vestí desde el viernes, sino el
sábado en la tarde. Me acuerdo muy bien que me puse un vestido negro
con motivos rojos, de cuello redondo y manga larga, muy elegante.
Mi intención no era salir, simplemente vestirme, arreglarme y quedarme
en casa como siempre. Pero una vez que terminé de arreglarme me vi en
el espejo y sentí que había quedado bastante bien, mejor que en otras
ocasiones.
Quizá fue que el cabello me había crecido y parecía el de una mujer,
o que estaba aprendiendo a maquillarme mejor o simplemente que tenía
una enorme necesidad de que alguien me viera, no lo sé a ciencia cierta.
Serían algo así como las ocho de la noche, ya estaba oscuro. Me puse
a ver la tele, pero una y otra vez acudía al espejo como para preguntarle,
espejito, espejito, ¿verdad que soy una mujer? Y el espejo me contestaba,
claro que sí, eres una hermosa mujer.
Me desesperé. Me daba rabia que tuviera que ser el espejo mi único
admirador. Yo necesitaba que alguien me viera, que alguien me confirmara
que podía pasar entre los demás como una mujer. Estaba tan ansioso que
si en ese momento hubiera llegado Mariana le habría abierto la puerta. Me
hubiera encantado que llegara.
Pero no llegó. Y yo seguía dándole vueltas y vueltas al asunto. Me asomé
por la ventana y me di cuenta que los vecinos no estaban en su casa. Las
luces se mantenían apagadas y no se encontraba el auto. Entonces tomé
las llaves de la casa y salí a la banqueta, quería que por lo menos los
automovilistas que pasaban por ahí me vieran por unos segundos. De
nuevo la agradable sensación del aire pasar por entre las piernas.
Habrán pasado tres o cuatro autos, no más. Entonces, respondiendo
más a mis impulsos que a la razón, regresé a la casa, busqué una bolsa
de mi esposa, metí las llaves de la casa y del auto, algo de dinero, la
licencia de conducir y me subí al coche.
Di algunas vueltas por la ciudad. No tenía un lugar preciso a dónde ir,
76
Piel que no miente
simplemente quería salir de esas cuatro paredes que me aprisionaban.
En una glorieta solitaria vi una farmacia; luego de pensarlo mucho por
fin me estacioné y bajé del auto. Fue deliciosa la sensación de caminar
por las calles, escuchando el sonido de los tacones sobre el pavimento.
Entré a la farmacia. Además del encargado había un cliente que ya
estaba por irse, nos cruzamos y se me quedo viendo sin decir nada. Yo
me dirigí a uno de los refrigeradores donde tenían helados, tome uno de
chocolate y fui al mostrador; sin hablar mostré el helado y pagué con un
billete que sobradamente cubría el precio del producto. No quería que
mi voz me delatara. De la misma manera, sin decir una sola palabra, el
empleado me dio el cambio.
Al salir, mientras caminaba hacia el auto por una calle solitaria, vi una
patrulla que circulaba hacia mí. Mi pulso se aceleró, me puse de todos
colores, pensé en regresar a la farmacia pero temí que fuera peor si
intentaba alejarme... no sabía qué hacer. La patrulla pasó a mi lado, uno
de los policías se me quedó viendo y el vehículo siguió su camino. Qué
susto.
Emocionado, pero todavía asustado por la patrulla, regresé a la casa.
Me reproché el haber salido. Recreaba en mi mente lo que pudiera haber
pasado, veía a la patrulla cómo me llevaba con lujo de violencia e insultos
ante el Ministerio Público, donde periodistas de pacotilla me tomaban
fotos y en donde me obligaban a pasar la noche en la cárcel. Imaginaba
entonces la escena del lunes en el trabajo; mi jefe me llamaba a su oficina,
me hacía tomar asiento y de la manera más amable me mostraba mi foto
en el periódico y me decía que en esa empresa no podían darse el lujo de
tener maricones trabajando. Qué imprudente fui al hacer todo esto, pensé.
Pero, por otra parte, me había encantado.

XXXVII

Antes de cumplir nuestro noveno aniversario la relación matrimonial


llegó a extremos insostenibles. Peleas, discusiones, chantajes y una
vida sexual totalmente insatisfactoria nos llevó a tomar la decisión de
separarnos.
En su momento yo pensé que la relación se había empezado a deteriorar
en el momento mismo en que ella dejó de trabajar. Para mi esposa, la
77
Silvia Jiménez G.
realización profesional era importante. Y sospeché que no se sentía muy
bien con el rol de madre de familia y ama de casa.
Años después me enteré que el momento crucial fue cuando mi esposa
se enteró de mi travestismo, que a partir de ese instante ya no pudo
disfrutar una vida sexual en pareja. Cada vez que estaba conmigo en la
cama –llegó a decirme- se imaginaba que estaba con una mujer y no con
el hombre con quien había creído casarse. Al preguntarle por qué razón
jamás habló de eso conmigo, ella mencionó que era porque también se
sentía culpable, pensaba que si yo me vestía como una mujer era porque
ella no era lo suficientemente mujer.
No sé qué tan cierto haya sido todo eso, o si hayan sido argumentos
que, a toro pasado, pudieran exculparla de muchas otras cosas. Lo
cierto es que en algo tenía razón: el asunto de mi travestismo no sólo me
afectaba a mí, también a ella le había alterado su vida. Ni ella ni yo fuimos
educados para entender estos asuntos.
El caso es que regresó con mis hijas a la Ciudad de México. Y a mí, la
verdad, no se me antojaba seguir viviendo en Guadalajara, así es que
busqué trabajo en el DF y pronto lo conseguí con unos buenos amigos.
Regresé a vivir a casa de mi abuela materna.
Mi abuela ya no trabajaba, pero pasaba la mayor parte del tiempo en
casa de mis papás, así es que prácticamente tenía su departamento para
mí solo.
Fueron épocas muy difíciles, marcadas por la soledad y por un
sentimiento de fracaso. Desde niño me habían dicho que el matrimonio
era para toda la vida, yo mismo me había dado cuenta que pese a las
dificultades mis padres siempre siguieron unidos, y aunque me daba
cuenta que había parejas que se divorciaban, yo pensaba que eso jamás
me sucedería a mí.
La ventaja de volver a la Ciudad de México es que me pude reincorporar
al rugby y volver con mis viejos amigos. Todas mis energías estaban
concentradas en el deporte y en el trabajo. Me puse a leer, a escribir, ya
no sabía cómo llenar mis horas.
Desde luego que, al verme solo y sin tener que estar escondiéndome de
nadie, volví a travestirme, ahora con mayor frecuencia e intensidad.
Ya no tenía la ropa de mi esposa a mi disposición; las prendas de mi
abuela que alguna vez usé para salir a la calle por primera vez ya no me
quedaban. Entonces hice algo que siempre había querido hacer: tener mi
propio guardarropa.
Cada vez que cobraba me iba a las tiendas de autoservicio y me
78
Piel que no miente
compraba una falda, una blusa, un vestido... ropa interior... ya no me
daba pena adquirirla. Lo que me costó más trabajo fueron los zapatos.
Tuve que recorrer varias zapaterías para encontrar mi número y, una vez
que lo hube localizado, comprar a ciegas pues no podía probármelos.
Los primeros pares fueron blancos, de tacón alto y con tiritas; estaban
hermosos. Al salir de la zapatería no pude esperar a llegar a casa, busqué
una calle solitaria y me los probé. Me quedaban bien.
Pasaba largas horas travestido en el viejo departamento de Tacubaya, y
recordé mi primera salida, pero no me atreví a repetirla.

XXXVIII

Sábado por la tarde. En el Club Reforma jugamos un partido de rugby


contra Wallabies, equipo formado por franceses –o hijos de franceses-
que habían estudiado en el Liceo Franco-Mexicano.
Wallabies es el líder del torneo seguido muy de cerca por nosotros. Si
ganamos los alcanzamos, si no, estaremos aún más lejos.
Me toca jugar en el scrumm, es decir, en el grupo de ocho jugadores que
forman un bloque compacto que a cada momento debe chocar contra el
scrumm rival.
Desde el principio salimos con todo, una y otra vez debo taclear con
fuerza a mis rivales. Una y otra vez son ellos quienes me taclean.
Las melés son cada vez más difíciles, cuesta trabajo resistir el peso
del equipo contrario. Antes de que termine la primera mitad, ellos logran
anotar. Nos vamos al descanso con el marcador en contra.
En la segunda parte salimos a darlo todo. Sabemos que una derrota nos
alejaría de nuestras aspiraciones. Quince minutos antes de que finalice el
encuentro logramos una anotación. El juego está empatado.
Son los últimos minutos; uno de los rivales toma el balón y se dirige a
la zona de anotación, yo lo persigo, debe pesar unos 95 o 100 kilos por
lo menos; lo enfrento con decisión y logro derribarlo antes de que pueda
anotar. Me duele el hombro y me retumba la cabeza, pero no importa.
Faltando cinco minutos se produce una melé cerca de la línea de
anotación del equipo contrario, empujamos con fuerza, uno de los nuestros
logra jalar con el pie el balón hacia nuestro lado; estamos a dos yardas
de la línea... seguimos empujando... más fuerte... más fuerte... ya casi no
79
Silvia Jiménez G.
siento las piernas cuando Gonzalo Iriarte –mi compañero- se da cuenta
que hemos rebasado la línea y se tira para cubrir el balón. Anotación.
Ganamos el encuentro.
Festejamos jubilosos y no importan los golpes ni el cansancio. Me
despido de mis amigos y regreso a mi casa.
En cuanto llego abro la llave del agua para llenar la tina. Mientras se
llena busco en el clóset la ropa que habré de ponerme al salir.
Cómo disfruto ese baño... el agua tibia recorre mi cuerpo... me dejo
llevar por el silencio... nada hay que me presione, nada que me distraiga.
Salgo del baño y voy a la recámara. Ahí me está esperando mi ropa.
Me pongo unas pantys guindas, con encaje, y un brasier del mismo color,
también con encaje. Hay un liguero negro, lo abrocho alrededor de mi
adolorida cintura.
Lentamente, como en un ritual, me pongo las medias. Disfruto desde
el momento mismo en que abro el paquete, están nuevas. Qué bien me
quedan. Esas piernas maltratadas, esas piernas que hacía apenas unas
horas luchaban incansables contra unos hombres rudos, ahora visten unas
sedosas medias color ala de mosca. Me aplico desodorante femenino y
unas gotas de perfume; qué aroma tan delicado. El vestido es negro, a
la rodilla, ligeramente escotado y manga corta. Me cuesta trabajo subir
el cierre por atrás, me duelen los brazos, pero no importa, logro cerrarlo.
Ahora las zapatillas, son negras, de tacón alto y pulsera en el tobillo.
Elegantes, sin duda, casi diría que hasta sexis.
Me siento en el tocador. Y del cajón extraigo los polvos mágicos que
han de transformar mi rostro. Primero el corrector, ahora el maquillaje
líquido, muy bien. El polvo... las sombras... el rimel... el rubor. Es un ritual
lento; mientras lo ejecuto, el estéreo hace sonar música medieval, laúdes,
percusiones, instrumentos de una época llena de magia y de misterio.
El lápiz labial completa el hechizo. Es momento de colocarme aretes,
collar, anillos y pulseras... cuido hasta el último detalle. Peino bien mi
cabello largo que seco con pistola para darle forma.
Finalmente me pinto las uñas de un rojo intenso y espero a que sequen.
Listo, me miro en el espejo y disfruto como pocas veces. El indómito
guerrero se ha transformado en una hermosa y tierna doncella. Qué
felicidad.

80
Piel que no miente
XXXIX

Viví más de un año, solo, en casa de la abuela. En ese tiempo adquirí


una buena dotación de ropa, cosméticos y zapatillas. Muchas veces pasé
la noche con las uñas pintadas, con medias y camisón. Y al despertar
el inevitable desahogo sexual en solitario. Era agradable, pero no me
llenaba.
Tuve una novia por unos meses, pero nada formal. Ella era una mujer
posesiva y aunque el ámbito sexual era satisfactorio yo lo que quería era
compartir mi libertad, pero no entregársela por completo. Ni siquiera fue
un aliciente que me ayudara a olvidar mi travestismo. Más aún, en cierta
ocasión en que llegó a mi casa para pasar la noche, al ir al baño me
encontré con sus medias y su brasier... tuve unos enormes deseos de
ponérmelos.
Meses después, sin embargo, conocí a otra mujer, completamente
diferente. Era tierna, dulce y muy femenina, además de culta e inteligente,
atributos que, desde luego, no tienen porqué ser excluyentes pero que por
alguna extraña razón no suelen encontrarse juntos.
Empezamos a salir. Yo estaba muy entusiasmado, pero no quería
precipitar las cosas. Desde los primeros momentos me di cuenta que ella
podía ser mi compañera en un futuro, quien acabara con mi soledad y me
permitiera compartir mis anhelos y frustraciones.
Me estaba enamorando de Olivia. Como en los viejos tiempos, cuando
de joven me fijaba en una mujer, ahora también me empecé a olvidar del
travestismo. Llegué a ilusionarme tanto con ella, que me prometí a mí
mismo, y a ese Dios en quien creía, que si llegaba el momento de poder
juntar nuestros cuerpos, de inmediato procedería a deshacerme de toda
la ropa de mujer que había comprado.
No fue rápido, ni fue fácil. Requirió paciencia, entrega, y diría que hasta
algo de astucia. Finalmente llegó el momento en el que empezamos a
salir de una manera más formal, y a partir de ahí, adultos y enamorados al
fin, vivimos en la intimidad el ritual más antiguo y más intenso que pueden
vivir dos amantes.
Al día siguiente, fiel a mi promesa, junté todas mis cosas. Vestidos...
faldas... zapatos de tacón alto... cosméticos... alhajas... no guardé nada.
Pensé en obsequiarle algunas cosas, pero habría sido muy difícil explicar
su procedencia, pues se notaba que no eran nuevas. Lo más probable
es que ella sospechara que habían pertenecido a mi ex esposa, lo que
sin duda habría resultado de muy mal gusto. Así es que en solemne
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Silvia Jiménez G.
ceremonia guardé todas las cosas en unas bolsas de plástico y fui a
depositarlas debajo de un puente peatonal en la colonia Tacubaya. Deseé
que las encontrara una joven que pudiera aprovechar esas prendas que
durante mucho tiempo me provocaron tanta ilusión pero que yo ya no iba
a necesitar jamás, al fin había encontrado a una mujer.

XL

La relación con Olivia es maravillosa. Nos entendemos en todo, nos


gustan las mismas cosas, nos queremos.
Como en otras ocasiones, eso hace que me olvide un poco del
travestismo, pero sólo un poco.
En cierta ocasión planeamos un viaje a Valle de Bravo. A mis 33 años y
a sus 27 no tenemos que pedirle permiso a nadie, pero como ella vive con
sus padres, para evitar explicaciones deja su maleta en mi casa desde el
día anterior. Por la noche, no puedo evitar la tentación de abrirla. No es
un interés morboso ni mucho menos, tampoco quiero saber qué lleva al
viaje, simplemente es poder conocer su ropa; o más que conocer, porque
más de una vez se la he visto puesta, es poderla sentir, palpar. Es terrible,
me doy cuenta que no tengo remedio pues siento un enorme deseo de
ponérmela. Claro que no lo hago, está tan bien planchada y tan bien
doblada que no me siento capaz de volverla a dejar igual.
Pero lo que me hace sentir muy mal es saber que sigue mi obsesión de
ponerme unas pantaletas, un brasier, unos tacones altos... ¿pero... es voy
a llegar a la ancianidad con este mismo deseo de ponerme unas medias?
No puede ser.
No hago ningún comentario y al día siguiente viajamos a Valle de Bravo.
Es un viaje maravilloso, nosotros dos solos, sin nadie que nos interrumpa,
sin nada que nos perturbe, sin tener que llevarla a su casa a las 11 de la
noche.
Pero verla con esa ropa interior que descubrí en su maleta la noche
anterior me provoca sensaciones encontradas. Lo primero que viene a mi
mente es que luce hermosa, bellísima, pero luego de eso pienso en cómo
me vería yo con esas prendas, en querer sentirlas yo mismo en mi piel.
Aún en la cama, y en una tregua que se dan nuestros cuerpos, nos
miramos a los ojos, emocionados. Ella me observa detenidamente y me
82
Piel que no miente
dice que le encantan mis ojos. -¿Te imaginas cómo se te verían con rimel?
–me pregunta.
-¿Con rimel? –me sorprende su comentario.
-Sí, con esas pestañas imagínate. Me gustaría ponerte rimel un día,
para ver cómo te ves.
-Pues cuando quieras –respondo, tratando de seguir la broma pero con
un deseo enorme de que no fuera solamente una broma.
Y me acuerdo de Yasmín y de mi ex esposa, cuando respectivamente
me colocaron una falda por encima de los pantalones y un brasier. Ahora
Olivia dice que le gustaría aplicarme rimel en las pestañas. ¿Por qué será
que a algunas mujeres les parece tan divertido jugar con feminizar a su
hombre, pero al momento de verlo feminizado de verdad ponen el grito
en el cielo?
Semanas después no puedo resistir la tentación. Estamos en mi casa –
mi abuela se ha ido a vivir definitivamente con mis papás- y nos besamos,
nos tocamos, nos acariciamos. Ella está casi completamente desnuda,
sólo unas pantaletas me separan de su intimidad. Entonces invento:
-¿Te puedo decir una cosa y no la tomas a mal, mi amor?
-Dime –responde ella, cariñosa.
-¿Sabes? Me gustaría ponerme tus pantaletas... no vayas a pensar mal,
es que, al sentir la humedad de tu ropa en mi piel imagino que así estoy
más dentro de ti. Pero si eso te hace sentir mal no me hagas caso.
Ella pone cara de extrañeza, pero acepta. En cuanto me las pongo mi
excitación crece y me parece que ella se da cuenta. Hacemos el amor de
una manera sublime.
A partir de ese momento es frecuente que ella me preste sus prendas
íntimas. Sabe que al darme ese extraño gusto ella también sale ganando
pues mi deseo –y no solamente mi deseo- se hace más grande.
Yo disfruto mucho todo esto, sin embargo me cuestiono acerca de esas
inclinaciones que parecen la peor de las plagas, el más grande de los
vicios; no hay manera de dejarlas.
Pienso si debiera hablar con ella abiertamente o dejar que sigan las
cosas como están.
Recuerdo que, en mi primer matrimonio, a mi entonces esposa la noticia
le cayó como un balde de agua. No quiero correr el mismo riesgo; es
preferible que Olivia lo sepa de una vez, antes de que nos casemos, pues
ya hemos hablado de unirnos en matrimonio.

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Silvia Jiménez G.

XLI

Es un sábado en la mañana. He invitado a Olivia a desayunar a mi


casa. Luce preciosa, un pantalón blanco ajustado, una blusa azul rey sin
mangas y el rostro tan hermoso como siempre.
Luego de un suculento desayuno en el que me he esmerado para
complacerla –jugo de naranja, huevos rancheros, frijoles refritos, café y
pan dulce- pasamos a la sala.
Yo estoy muy nervioso. He decidido contarle mi secreto y no sé cómo
vaya a reaccionar.
Trato de ir directo al grano, pero no puedo. Es algo tan íntimo y que
he debido callar por tanto tiempo que me cuesta mucho trabajo sacarlo.
Siento que a partir de este momento mi imagen ante Olivia puede quedar
destruida. Ella me considera un hombre fuerte, protector, hasta rudo
cuando me acompaña al rugby y me ve salir con el labio ensangrentado
luego de una jugada violenta en donde el codo de un adversario se estrella
contra mi boca.
Luego de muchos rodeos finalmente empiezo a tocar el tema.
-Creo que es necesario que sepas esto de mi vida. Ya no es importante,
y ahorita te voy a decir por qué, pero de todos modos prefiero que lo
sepas.
-¿De que se trata? –pregunta ella, intrigada.
-Mira, desde muy chico me ha gustado... bueno... no sé por qué... pero
me ha gustado mucho la ropa de mujer.
-¿Qué tiene de raro? –dice ella- a muchos hombres les gusta la ropa de
las mujeres, eso es lo que se conoce como fetichismo, ¿no?
-Sí, pero en mi caso... no sé cómo decirte. No es solamente... o sea...
me encanta ver a las mujeres con ropa interior, no sé, con un liguero, unas
medias... pero... pero a veces a mí me gusta ponerme esa ropa.
-¿Te gusta ponerte medias y ligueros? –pregunta asustada.
-Bueno –trato de matizar- hubo un tiempo en el que me gustaba, y de
repente todavía se me antoja.
-¿En tu anterior matrimonio hacías eso?
-Al final –concedo- pero eso no tuvo nada que ver con el divorcio. Más
bien al revés. En los últimos años nuestra vida sexual fue un desastre,
casi no teníamos relaciones. Entonces sí, en ocasiones me ponía esa
ropa. Pero lo que pasaba es que al no tener una mujer a mi lado, pues yo
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Piel que no miente
quería ser esa mujer.
La cara de Olivia es de asombro y tristeza, no puede creerlo.
-¿Y salías así a la calle? –pregunta.
-Una vez, cuando vivíamos en Guadalajara –confieso, y noto que a
Olivia le brota una lágrima.
-Pero no te preocupes mi amor –trato de tranquilizarla- eso fue antes,
en otras circunstancias. Yo estoy seguro que contigo las cosas serán
diferentes. Mientras tengamos una buena vida sexual pues no habrá
necesidad de que me ponga esa ropa. De veras.
-Yo no podría soportarlo.
-No te preocupes, mi amor. Sólo quería que estuvieras enterada, pero
vas a ver que no habrá problema.
-¿Me prometes que nunca más vas a salir así a la calle?
-Claro que sí. Te digo que mientras tenga una mujer a mi lado no tendré
porqué buscar ser yo mismo esa mujer. Y contigo las cosas van muy bien.
Olivia se entristece. No hay enojo ni reclamos ni nada por el estilo. Más
bien tristeza. Me pide que la lleve a su casa, que quiere pensar y asimilar
las cosas. Que entienda que no es algo que pueda manejar fácilmente,
pero que me agradece que le haya tenido confianza para contarle esto
que es tan complicado.
La llevo a su casa y me quedo pensando todo el fin de semana. En
verdad creo lo que le he dicho. Estoy convencido que con ella a mi lado y
con una vida sexual activa ya no tendría necesidad de hacer esas cosas.
Tengo un velo que me impide ver las cosas con claridad. No me doy cuenta
que a pesar de tenerla a mi lado y de compartir con ella mi sexualidad,
sigo pensando en cómo me vería yo con su ropa y busco la manera de
que me preste sus prendas íntimas.
El lunes que volvimos a vernos ya estaba más tranquila. Me reiteró que
no aguantaría saber que salgo a la calle con ropa de mujer y me pidió que
no habláramos más del tema.

XLII

Los meses siguientes pasaron sin muchos contratiempos. Olivia y yo


nos veíamos con regularidad y una o dos veces a la semana teníamos
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Silvia Jiménez G.
oportunidad de pasar unos momentos en mi casa. De repente ella accedía
a que yo me pusiera alguna de sus prendas, unas medias, unas pantaletas,
no más. Yo lo disfrutaba mucho y se lo agradecía en silencio.
Fiel a mi promesa, no volví a comprarme ropa de mujer ni me ponía
nada de no ser en su presencia.
Nos casamos y poco antes de cumplir un año llegó un bebé. Yo tuve la
oportunidad de estar en el parto y lo primero que vi cuando nació es que
era un varón. Me puse feliz, tendría a quien enseñarle los secretos del
rugby y del futbol. Sería mi compañero de aventuras.
Los primeros años fueron de una felicidad inimaginable. Juntos, veíamos
el crecimiento de nuestro hijo y veíamos cómo también iba creciendo
nuestro amor.
Tiempo después el trabajo me llevó a vivir a Chiapas. En un principio
me fui yo solo, la idea es que una vez que el trabajo se consolidara me
alcanzaran mi esposa y mi hijo que para ese entonces estaba por cumplir
los cuatro años.
No pasó mucho tiempo antes de que me volviera a comprar ropa de
mujer. En un principio fueron medias y ropa interior, después un camisón
y finalmente una falda, una blusa y algunos cosméticos. Había roto la
promesa hecha años atrás. Yo me justificaba diciendo que mi esposa
estaba lejos, lo que me provocaba una abstinencia sexual. Era preferible,
decía para mis adentros, ponerme esa ropa y buscar la autocomplacencia,
que buscar desahogarme con una mujer.
Mis compañeros de trabajo, también emigrados de la Ciudad de México,
eran el prototipo del macho mexicano. Albureros, con una imagen de la
mujer muy devaluada y que a la menor oportunidad iban a los entonces
nacientes table dance.
Muchas ocasiones me invitaban a sus francachelas, cosa que yo
trataba de evadir con cualquier pretexto. Cierta ocasión, sin embargo, fue
inevitable negarme.
He de confesar que me la pasé muy mal. No niego que me gustaban
–y me siguen gustando- las mujeres, y que me excitaba ver cómo las
bailarinas se iban despojando de la ropa. Confieso, también, que a la
muchacha que llevaron a la mesa le acaricié las piernas dos o tres veces.
Pero después de ver a 10 bailarinas y de estar dos horas viendo cómo
manoseaban de manera grosera a las pobres meretrices, lo único que
quería era irme a mi casa. Me indignaba la forma en que trataban a la
mujer, como si fuera un ser inferior única y exclusivamente al servicio
de los hombres. Pero imposible decir algo, había que mantener las
86
Piel que no miente
apariencias y dar la imagen de un hombre muy hombre, de un macho,
pues. Pude zafarme de irme a la cama con una sexoservidora; alegué
que el lugar no me inspiraba confianza y que no quería correr riesgos de
pescar una enfermedad.
A las tres o cuatro de la mañana por fin llegué a mi casa. Entonces hice
lo que hubiera querido hacer en lugar de irme a meter horas y horas a ese
tugurio. Me puse las prendas que ya había adquirido, me pinté las uñas y
me dormí. En mi interior pensaba que finalmente mi gusto por travestirme
me ayudaba a serle fiel a mi esposa.

XLIII

Cierta ocasión en que fui a lavar el auto a un negocio especializado tuve


que esperar pacientemente en una salita. Ahí me encontré con revistas
del corazón y me puse a hojearlas, con la única intención de matar el
tiempo mientras quedaba listo el coche.
Llegué a la sección de encuentros. Hombres y mujeres solitarios
escribían en espera de encontrar un romance por correspondencia. Me
puse a pensar.
Al día siguiente acudí a la oficina de correos y contraté un apartado
postal. Por la noche, en mi casa, me puse a escribir. Inventé que yo era
una joven de 22 años, chiapaneca, soltera y en busca de amigos. Conté
toda una historia de cómo había sido mi vida, mis gustos, mis ilusiones,
y una descripción de cómo era físicamente. No puse que fuera miss
Universo, pero dejé entrever que tampoco era fea.
Compré una de las revistas como la que había visto en el autolavado,
busqué alguna de las cartas que me parecieron más convincentes y les
escribí, dando como dirección mi apartado postal.
No es que me gustaran los hombres ni que quisiera sostener un
romance con uno de esos corazones solitarios. Lo que yo quería era que
me trataran como a una mujer, así fuera por correspondencia.
Disfruté mucho al momento mismo de escribir las cartas. Al describirme,
al hablar de mí en femenino, al contar mis anhelos de mujer. Es curioso,
pero el solo hecho de escribir que estaba muy ilusionada –y no ilusionado-
ya me hacía sentir bien.
Deposité las cartas en el buzón y luego de dos o tres semanas acudí al
87
Silvia Jiménez G.
apartado postal en busca de las respuestas.
No sé si mi descripción fue muy mala, si de alguna manera descubrieron
que yo no era una mujer o si las cartas se perdieron en el camino, lo cierto
es que nunca obtuve respuesta. Llegué a pensar que esa sección era una
tomada de pelo y que los supuestos corazones solitarios que escribían
eran un invento de los editores.
El caso es que me di cuenta que había otras maneras de sentirme
mujer. Y me acordé de aquellas llamadas telefónicas de mi adolescencia,
cuando me hacía pasar por mujer.

XLIV

Meses después llegaron a vivir conmigo Olivia y el niño. Me dio gusto,


ciertamente, pues no quería perderme la oportunidad de ver crecer a mi
hijo y, por otra parte, ya no aguantaba la soledad. Lo único que lamentaba
es que ya no tendría las mismas oportunidades de vestirme que cuando
estaba solo; aunque mi razonamiento era que al tener a mi esposa
conmigo y recuperar la actividad sexual, ya no sería necesario que me
travistiera.
Así es que, como en otras oportunidades, días antes de que llegara
mi familia me vestí, pasé toda la tarde y noche como una mujer y al día
siguiente, luego de bañarme y cambiarme, puse todas las prendas en una
bolsa y las fui a arrojar al río Grijalva.
Las primeras semanas fueron una segunda luna de miel. Pero no
habrían pasado ni dos meses cuando, otra vez, se hizo presente en mí
el deseo de ponerme la ropa de mi esposa, o mis propias faldas que
seguramente reposaban en el fondo del Grijalva.
Debía conformarme, entonces, con los premios de consolación que
esporádicamente me ofrecía mi mujer, la posibilidad de ponerme su ropa
interior al hacer el amor. Claro que ahora había menos oportunidades,
pues al crecer el niño Olivia no dejaba de tener ciertos temores de que
súbitamente se metiera a nuestra recámara y nos descubriera. -Si nos
descubre haciendo el amor -decía ella- como quiera le podríamos explicar
cualquier cosa, pero si te ve con mi ropa sería un trauma.
Otro detalle bastante incómodo es que cuando lo hacíamos de esa
manera tenía que ser con la luz apagada, un poco para evitar que nuestro
88
Piel que no miente
hijo me viera en caso de entrar y un mucho porque era mi esposa la no
quería verme con esa indumentaria.
Entiendo que para ella la situación no era nada fácil. Y aprecio
enormemente el esfuerzo que seguramente hacía para complacerme.
Pero lo cierto es que si en algún momento lo disfruto, quizá porque aquello
me provocaba una mayor excitación, ahora era una situación incómoda
para ella.
Yo gozaba al tener vida sexual con mi mujer, ya fuera con su ropa o
sin ella, pero extrañaba mucho aquellas noches de viernes en las que, al
llegar del trabajo, me despojaba de camisa, pantalón y calcetines, y me
ponía las medias, las pantaletas, el brasier y el camisón. Tenía muchas
ganas de pintarme las uñas, de maquillarme, de ponerme aretes, collar
y pulseras. Pero imposible, no había manera de quedarme solo en casa.
Por mi mente cruzaron muchas ideas. Pensaba que podría inventar un
viaje a San Cristóbal de las Casas –hermoso lugar colonial a poco más
de hora y media de Tuxtla Gutiérrez- meterme a un hotel y cambiarme.
Entonces saldría a pasear por la plaza principal del pueblo convertido en
una hermosa mujer. Sólo lo pensaba, pero no me atrevía.
Otra idea, menos audaz, era llegar al hotel, vestirme y bajar al
restaurante a cenar. Tampoco me atrevía. Llegué a urdir un plan aún más
conservador. Llegar al mismo hotel, cambiarme de la cintura para abajo,
ponerme solamente medias, falda y tacones altos, y así bajar a cenar.
Pero por más vueltas que le daba no acababa de convencerme.
Mis argumentos eran que no tendría caso gastar tanto, en hotel,
gasolina y ropa, para después tener que deshacerme de las prendas que
comprara. Pero en el fondo sabia muy bien que era el miedo lo que me
impedía llevar a cabo mis planes.

XLV

Así pasé poco más de los dos años siguientes en Chiapas. Pensando
cómo poder hacer lo que tanto me gustaba pero renunciando en cuanto se
presentaba cualquier obstáculo. Y vaya que había obstáculos.
No tardaron en surgir dificultades con mi pareja; cualquier pretexto
era bueno. Ya fuera los chismes de la gente acerca de que me habían
visto con otra, hasta dificultades cuando mis hijas del primer matrimonio
89
Silvia Jiménez G.
llegaron a pasar unas semanas conmigo en vacaciones.
El encanto de los primeros años de casados se había quedado muy
atrás, en el lejano departamento del sur de la Ciudad de México, de donde
salimos para emprender la aventura chiapaneca.
Mi hijo me daba muchas satisfacciones, lo veía crecer y empezaba a
enseñarle los secretos del futbol. Me aterraba pensar que algún día se
enterara de otros secretos, los que yo guardaba celosamente en el fondo
de mi conciencia.
Los 40 años me sorprendieron en Tuxtla Gutiérrez. Acostumbrados
como estamos a pensar la vida cíclicamente, me di cuenta que se cerraba
un ciclo importante. Y constataba que el tiempo no daba tregua. En lo
profesional y en lo económico no podía quejarme, en cuestiones de salud
tampoco. Mi trabajo era gratificante, bien remunerado y me dejaba tiempo
para hacer ejercicio, ya fuera nadar, correr o simplemente ir al parque a
jugar futbol con mi hijo. Me sentía mucho más joven que lo que pudiera
declarar mi acta de nacimiento.
Pero por otra parte me daba cuenta que de nada, o de muy poco,
había servido el correr del tiempo en otros aspectos. Si Sonia, la vecina
brasileña, quiso decir alguna vez que el travestismo se me quitaría con la
edad, estuvo muy equivocada. A mis cuarenta años seguía teniendo las
mismas dudas, los mismos temores, los mismos remordimientos. Lo peor
de todo, que a mis 40 años seguía siendo el mismo maricón que se ponía
vestidos, medias y tacón. El hijo de Asunción no había madurado.
Poco después se acabó el trabajo y tuvimos que regresar a la Ciudad
de México. Afortunadamente había podido hacer algunos ahorros, así que
no tuvimos muchos problemas. De todas formas, tanto mi esposa como
yo nos abocamos a la ingrata tarea de buscar trabajo. Ella lo consiguió
muy pronto.
Eso generó una nueva dinámica en nuestra vida. Por las mañanas yo
llevaba a mi hijo a la escuela y a mi esposa a su trabajo. Por las tardes
recogía al niño y por las noches a mi mujer. El tiempo que me sobraba lo
empleaba en buscar trabajo y en mantener la casa en orden. También me
ocupaba de preparar la comida para mi hijo y para mí.
Algunos días, cuando no tenía citas de trabajo, aprovechaba para
vestirme en las mañanas, mientras mi hijo estaba en la escuela. Esas
ocasiones era cuando la casa quedaba más arreglada, pues me daba
gusto haciendo las tareas que en otras circunstancias odiaba, como
barrer, preparar la comida, lavar trastes y arreglar la casa. Me sentía toda
una ama de casa. Lo único malo es que a cierta hora había que cambiarse
90
Piel que no miente
para ir a recoger a mi hijo a la escuela. Como me hubiera gustado ir de
faldas y que todos creyeran que yo era su mamá. Pero ni pensarlo.

XLVI

Las posibilidades de vestirme hicieron que me olvidara por un momento


de aquellos planes audaces en San Cristóbal de las Casas, los de vestirme
en un hotel para salir a caminar por la ciudad.
Había un detalle, sin embargo, que hacía que las cosas fueran diferentes.
Un cuarto de servicio en la casa me permitía tener mis cosas sin que
Olivia se enterara, así es que el argumento de que era gastar mucho para
luego tener que deshacerme de la ropa ya no funcionaba.
Pensé, entonces, en irme a Toluca –San Cristóbal ya quedaba muy lejos-
y hacer exactamente lo mismo que había planeado en aquella ciudad
colonial. Tenía miedo, cierto, pero por otro lado deseaba fervientemente
que alguien me viera convertido en una mujer.
Se me ocurrió otro plan aún más conservador. Ir a un hotel, vestirme y
desde ahí ordenar algo de comer al restaurante. No tendría que exponerme
ante todo mundo, solamente el encargado de llevar las viandas me vería.
Era suficiente.
Muchas otras ideas revoloteaban en mi mente. Se me antojaba mucho
arreglarme como para ir a una fiesta, con vestido largo y un maquillaje
perfecto. Sabía que existían lugares que alquilaban vestidos de noche,
entonces se me ocurrió que podría ser muy agradable rentar uno de ellos
y ponérmelo, aunque sólo fuera en la intimidad de un cuarto de hotel. Claro
que no era fácil llegar y decir quiero alquilar un vestido, y que me dijera
la empleada, claro que sí señor, pase a probárselo. Imaginaba, entonces,
que podía decir que era para mi madre que vendría de provincia a la boda
de mi hermano pero que no tendría tiempo de pasar al establecimiento a
probárselo. Más aún, pensaba también en contratar a una señora que me
maquillara; lo mismo, decirle que mi madre llegaría de provincia a un hotel
y que fuera al cuarto de hotel a maquillarla, si en ese momento se daba
cuenta que no había tal y que la supuesta madre era yo mismo, pues ya
ni modo, quizá estando ahí no le importaría maquilar a quien fuera con tal
de cobrar sus honorarios.
Es increíble cómo estas cosas despertaban mi imaginación. Lo terrible
91
Silvia Jiménez G.
del caso es que los planes no pasaban de ahí. Eran sólo sueños, fantasías
que yo pensaba que algún día las podría llevar a la realidad pero que en
el momento preciso se quedaban en el aire, como pompas de jabón que
reventaban a la menor provocación.
En ese entonces, y por razones de trabajo, tuve que meterme a Internet;
había que mandar mi currículum por e-mail. Acudí a un cybercafé, me
auxiliaron para que abriera una dirección de correo electrónico y me
explicaron cómo mandar y recibir mensajes.
Aquello abrió nuevos horizontes. A los pocos días me explicaron cómo
funcionaban los chats, salas virtuales donde se podía platicar por escrito
con gente de todo el mundo. Para mí era algo maravilloso, no podían
verme, no podían escuchar mi voz, así que podía hacerme pasar por
mujer para que me trataran como tal.
Las posibilidades eran ilimitadas, podía ser una jovencita de 17 años,
una mujer de 30 o una señora de 40, lo que quisiera. Podía ser rubia,
morena, alta, delgada... yo mismo me inventaba una y otra vez.
Las conversaciones en el chat no pasaban de ser banales e
intrascendentes. Descubrí –o confirmé- que a la mayoría de los hombres,
al menos los que entraban a esos lugares, sólo les interesaba el sexo.
Pero en una de esas conversé con un chico argentino que me cayó muy
bien. Y creo que yo también le simpaticé. Al término de la charla me pidió
mi dirección de correo electrónico, me dijo que quería seguir en contacto
conmigo. Obviamente no le iba a dar mi verdadera dirección; tuve que
decirle que aún no tenía. Pero él me dio la suya y me dijo que en cuanto
abriera una dirección le escribiera.
Volví a pedir ayuda para abrir otra dirección electrónica. Inventé que mi
hija se había ido a vivir a Guadalajara y que deseaba mantenerme con
contacto con ella a través del Internet. Dije que ella era muy desidiosa y
que jamás acudiría a sacar una dirección electrónica, así es que yo tenia
que hacerlo desde aquí. Al momento de dar los datos dije que mi hija
tenía 21 años y que se llamaba Mayela Beltrán. En cuanto tuve la nueva
dirección acudí a otro cybercafé –no sé porqué, pero sentía que se darían
cuenta si lo hacía desde ahí mismo- y desde ahí le mandé un e-mail al
argentino. Se llamaba Ángel.
Todos los días acudía a revisar mi correo y todos los días encontraba
mensajes de Ángel. Poco a poco nos fuimos conociendo mejor. Yo me
inventé toda mi vida, estaba por terminar la carrera de Comunicación,
vivía con mis padres y era muy buena para el nado sincronizado.
Con el tiempo Ángel se empezó a enamorar de mí. Yo sentía muy bonito
92
Piel que no miente
cuando él me decía palabras tiernas, o cuando me platicaba que se la
pasaba pensando en mí. Yo me sentía muy bien, no por relacionarme con
un hombre, sino porque él me trataba como a una mujer. Llegó a estar
tan entusiasmado este joven que en alguno de los correos me dijo que ya
estaba ahorrando para venir a México. Me asusté un poco, pues habría
sido imposible llevar la fantasía hasta esos niveles, pero afortunadamente
nunca más volvió a tocar el tema con seriedad, solamente decía que le
encantaría conocerme, que si yo no podía ir a Argentina, que podríamos
vernos en un punto intermedio y cosas por el estilo, pero no pasaba de
buenas intenciones.
Más de una ocasión, por las noches, me descubrí pensando en Ángel.
Y otra vez me asaltaban las dudas, y otra vez me sentía mal conmigo
mismo. ¿Cómo es posible que me ponga a pensar en un hombre? ¿cómo
es posible que me emocione al leer los mensajes de un hombre? ¿cómo
es posible que llegue con ilusión a buscar en mi correo el mensaje de un
hombre?. ¿Es que acaso soy un homosexual? Me aterraba la idea de
descubrirme gay y más de una vez me hacía el propósito de no volver a
escribirle a Ángel; pero en cuando llegaba al Internet lo primero que hacía
era buscar sus mensajes.

XLVII

No cabía la menor duda, la tecnología cibernética le había dado un giro


importante a mi travestismo. Ahora, ya no sólo era el ponerme una falda y
unas medias para sentirme mujer. También lo podía hacer a través de la
pantalla; bastaba que me presentara con un nombre femenino.
Cierta ocasión me sorprendió encontrar en un chat a una persona que
abiertamente se declaró como travesti. De inmediato me puse a conversar
con él y le expuse mi propia condición.
La historia era parecida, muchos años de represión, de no poderlo
platicar con nadie, de tener que quedarse callado y el pánico enorme de ser
descubierto. Nos dimos nuestras direcciones electrónicas y empezamos a
mantener una buena amistad por correspondencia
Ambos teníamos un nombre femenino y al comunicarnos, ya fuera por
el chat o por los correos electrónicos, nos llamábamos con ese nombre,
A pesar de saber que ambos éramos hombres, nuestra relación era la de
93
Silvia Jiménez G.
dos mujeres. Él –o ella- usaba el nombre de Brenda y, al igual que yo, era
de la Ciudad de México.
En uno de sus correos Brenda me propuso que nos conociéramos,
primero en nuestra condición de hombres para poder platicar de
nuestros sentimientos, de todo aquello que durante mucho tiempo tuvo
que permanecer en el más absoluto silencio. Más adelante, me decía,
podríamos ir a un hotel, cambiarnos y platicar como dos buenas amigas.
Me emocionaba la idea de conocernos, pero me daba pánico. Lo único
que sabía de él era lo que me había contado en el chat y en los correos,
¿cómo podía tener la seguridad de que fuera cierto? ¿cómo saber si una
vez que estuviéramos en el hotel cambiándonos tratara de violarme o
hacerme algo?
Pero por otro lado, era la única persona con la que podía hablar
abiertamente de mi travestismo. Y aunque el chat y los correos habían
sido un buen medio, nada se comparaba a la comunicación cara a cara.
En algún momento pensé en otra posibilidad. No hacía mucho tiempo,
para ayudarle a un amigo de Chiapas que vendría por unos días a trabajar
a la Ciudad de México, debí buscarle alojamiento. Encontré unas suites
con cocineta y comedor que rentaban por día.
Se me ocurrió entonces ponerme de acuerdo con mi amigo travesti para
alquilar una de esas suites. Lo haríamos en dos ocasiones. La primera
yo llegaría y me cambiaría, para convertirme en una mujer. Previamente
llevaría lo necesario para preparar una buena comida. Ya cambiado
esperaría la llegada de mi amigo y mientras le prepararía de comer, lo
atendería como si fuera mi marido. Y platicaríamos sin llegar a ninguna
otra cosa, solamente jugar a que yo era la esposa que esperaba la llegada
de su hombre. En otra oportunidad cambiaríamos los papeles.
Se lo propuse en un mail y le agradó la idea. Yo volvía a tener emociones
encontradas. Confieso que me ilusionaba mucho la idea de que alguien me
viera vestido de mujer, y no solamente eso, sino poder interactuar como
una mujer, preparar la comida, lavar los trastes... cosas intrascendentes
y que ahora veo como muy apegadas a los estereotipos femeninos pero
que en ese momento me hacían mucha ilusión.
Para nada me agradaba la idea de la segunda parte, cuando Brenda la
haría de esposa y yo de varón. Pero con gusto lo haría con tal de vivir la
primera experiencia.
Eran emociones encontradas, insisto. Me daba mucha ilusión todo esto,
pero al mismo tiempo me provocaba terror. No solamente de que pasara
algo estando en la suite, sino de descubrir facetas de mi vida que no
94
Piel que no miente
quería aceptar.
Alguna vez en unas caricaturas vi como el angelito y el diablito
aconsejaban al pato Donald para hacer o dejar de hacer algo malo. Así me
sentía yo; por un lado el ángel bueno que me decía que yo era hombre,
que no tenía por qué andar haciendo esas mariconerías. Y por el otro el
diablito que me decía que por fin podría ser una mujer, que me tratarían
como a una mujer, ya no en un frío y distante chat, sino en vivo y a todo
color.
Tenía tanto miedo de sucumbir a la tentación y hacerle caso a mis
demonios, que pensé en platicarle a Olivia y decirle que no me permitiera
hacer una tontería. Tampoco le dije nada, imaginé que sería peor y que
ella se preocuparía tanto o más que yo.

XLVIII

Leo en el periódico que la Comisión de Derechos Humanos del Distrito


Federal publica una cartilla con los derechos de la comunidad lésbico,
gay, bisexual y transgenérica. Por el contexto de la nota infiero que eso
de transgenérico se refiere a travestis. O sea que ya dejé de ser travesti,
ahora soy transgenérico. Me parece bien. Lo que me parece mejor es que
ya tenemos derechos. Según la cartilla, nadie puede detenernos en la
calle por la forma de vestir. Qué maravilla.
Días después, en otra sección del diario veo que una agrupación llamada
AMAC –nunca he sabido bien a bien qué significan esas siglas- está
promoviendo un curso para brindar orientación telefónica a las personas
lésbicas, gays, bisexuales y transgenéricas. De pronto se empieza a
hablar de estas cosas. No viene el número telefónico pero sí una dirección
electrónica.
De inmediato escribo a AMAC y brevemente les cuento mi historia, una
historia de dudas, confusiones, temores y remordimientos a causa de mi
gusto por vestir ropas de mujer. Es un mensaje de auxilio, les pido que me
oriente, que me ayuden a entender lo que me sucede.
La gente de AMAC le envía copia de mi correo electrónico a un grupo
que se llama ‘Eón, Inteligencia Transgenérica’. Y a partir de ese momento
me empieza a mandar información que tiene que ver con lo que hoy
entiendo que es la diversidad sexual, pero que en ese entonces para mí
95
Silvia Jiménez G.
se reducía a los homosexuales.
La gente del grupo no me responde, pero en una de las informaciones
que me envía AMAC se menciona un evento denominado “Días de
Transgénero” que organizan precisamente el grupo ‘Eón’ y el Instituto
Mexicano de Sexología. Viene el programa, con pláticas, conferencias
y talleres acerca del transgénero. No lo puedo creer. ¿Es posible que se
hable de esto en forma seria? ¿hay especialistas que han estudiado el
tema? Me parece un gran descubrimiento, como cuando los hombres del
Renacimiento se dieron cuenta que la Tierra era redonda. Pero al igual
que en aquellos tiempos, yo tenía miedo de lanzarme a la aventura. Lejos
estaba de ser el Cristóbal Colón que quisiera corroborar por sí mismo la
redondez de la Tierra.
Los temas eran más que interesantes: “Derechos humanos y
transgénero”, “Hormonas y cirugía estética”, “El continuo transgenérico”,
“Taller de travestismo”... qué ganas de estar ahí y poderme enterar de
todas esas cosas, qué ganas de platicar con gente como yo, ya no en un
hotel de mala muerte con alguien que ni conozco, sino con especialistas
serios.
Me emociona la idea de asistir al evento, pero me aterra pensar que
alguien que me conozca me vea entrar o salir del lugar y descubra que
soy travesti.
Todo esto, sin embargo, me permite desechar la idea de verme con
Brenda en un hotel. Ya no es necesario, si voy a superar mis temores
mejor hacerlo en un lugar serio y seguro como el Instituto Mexicano de
Sexología, del que nunca había escuchado hablar pero que suena bien.
Poco después recibo un correo del grupo ‘Eón’. Me explican que debido
al evento que tuvieron no habían podido contestar mi mail, pero se ponen
a mis órdenes. A partir de ese momento entablo una comunicación
constante. Les explico mis dudas, mis temores, todas las telarañas que
había venido acumulando a lo largo de más de 30 años.
En breves mensajes Anxélica, la coordinadora del grupo, me va sacando
de algunas dudas y me invita a una plática que darán en un bar gay.
La sola idea me aterra, ¿yo entrar a un bar gay? Pero si no soy gay. Si
no fui capaz de ir a un lugar serio como el Instituto Mexicano de Sexología,
¿cómo se me ocurre meterme a un bar gay?
Le expongo mis temores a Anxélica y ella pacientemente me explica
–vía mail por supuesto- que es mi decisión, pero que ya es hora de
atreverme a ser feliz y a conocer esto que me ha atormentado por tanto
tiempo. Me armo de valor y acudo a la plática. Antes de entrar volteó a
96
Piel que no miente
todos lados, como para asegurarme que nadie que me conozca vea a
dónde voy a entrar. Me siento en un rincón y quiero aplastarme contra el
asiento para que nadie me vea. Finalmente comienza la plática y empieza
a desbaratarse, muy lentamente, la enorme y pesada loza que he debido
cargar durante tanto tiempo.

XLIX

No me atreví a hacer preguntas al término de la plática. Tenia muchas,


muchísimas dudas, pero no quería que nadie se diera cuenta que yo
estaba ahí. Tampoco me acerqué a platicar con Anxélica, aunque me
hubiera gustado hacerlo para agradecerle todo el apoyo que me estaba
brindando.
Desde que comenzamos a mandarnos mails, asumí que Anxélica era una
persona travesti, pero cuando la vi sentarse a la mesa para dar la plática
empecé a tener dudas. Se veía tan femenina... en sus movimientos, en su
arreglo personal, en su forma de ser... nada que ver con los travestis que
hacían shows en los teatros ni con aquellos comediantes que se vestían
de mujer en la televisión.
Al poco tiempo, un poco por su voz y por lo que ella misma dijo, me di
cuenta que en efecto era travesti pero, insisto, muy alejada de lo que yo
había visto hasta ese momento.
Continuó el intercambio de mails y Anxélica me sugirió que platicara
con Alejandra, otra de las chicas del grupo que, además, era psicóloga
y con estudios en sexología. A ella la vería en el Instituto Mexicano de
Sexología, el Imesex.
Luego de vencer el miedo de entrar al bar gay no me costó tanto trabajo
tocar el timbre en el Imesex, aunque a cada momento volteaba para
asegurarme que ningún conocido me viera entrar y deseaba que no se
tardaran en abrirme la puerta.
Es la propia Alejandra quien me abre. Me llama la atención verla
arreglada como una mujer. A los pocos minutos de hablar con ella llega otra
chica, alta, de bonitas piernas y muy bien arreglada. Por la voz descubro
que no es mujer –al menos no mujer biológica, como después aprendo a
diferenciar- mas sin embargo se comporta como si lo fuera y se pone a
trabajar. Trato de no descuidar lo que platico con Alejandra, pero no puedo
97
Silvia Jiménez G.
evitar pensar en qué clase de mundo es el que estoy conociendo, donde
hombres como yo pueden vivir como mujeres sin ninguna vergüenza, sin
ningún pudor. Me parece fascinante.
En poco más de una hora, Alejandra empieza a sacar el polvo que se
acumuló en mi mente y en mi alma por más de 30 años. Me hace ver las
trampas de aquello que llamamos ‘normal’, como si lo que no fuera normal
resultara malo por el solo hecho de no ocurrir con mucha frecuencia.
Me hizo ver que así como a los zurdos antiguamente se les obligaba a
reprimir su tendencia a utilizar la mano izquierda, por no ser ‘normal’,
así también ahora a las personas transgenéricas se les obliga a reprimir
sus deseos de vestir y comportarse como mejor se sientan. Me habla de
los estereotipos, de los prejuicios y de cómo para algunos sectores de la
sociedad sólo hay blanco y negro, hombres y mujeres, y no se dan cuenta
de la enorme gama de colores que existen.
Me platica de sexo, género y preferencia sexual; y me dice que el sexo
se conforma por las características biológicas que distinguen a machos
y hembras, principalmente en razón de los genitales y los cromosomas.
Que género es una construcción social, aprendida, que tiene que ver
con sentirnos y comportarnos como hombres o como mujeres. Y que la
preferencia sexual se refiere a con quién nos gusta relacionarnos afectiva
y eróticamente. Mucha gente, me explica, piensa que tiene que haber una
relación directa entre sexo, género y preferencia sexual; así, un macho
tiene que ser, vestir y comportarse como hombre y tiene que preferir a las
mujeres; en cambio una hembra tiene que ser, vestir y comportarse como
mujer y tener predilección por los hombres. Pero, insiste, esto no es así
en todos los casos, puedes ser macho biológicamente y sentirte mujer, y
optar por hombres o por mujeres o por ambos. Empiezo a entender eso
que llaman diversidad sexual.
Salgo muy contento de ahí, con la emoción de haber conocido gente
como yo pero que vive sin miedos ni vergüenzas. Por fin puedo hablar de
aquello que debí callar durante tanto tiempo, y aunque me costó trabajo
hacerlo, siento que hay gente interesada en escucharme y que de ninguna
manera toma a mal lo que yo diga. Todavía sigo con muchas dudas, por
supuesto, pero al menos tengo la certeza de que hay un lugar en donde
puedo irlas develando.

98
Piel que no miente
L

Hay asuntos que todavía no me quedan muy claros pero que se insinúan
como pistas importantes para reflexionar y entender muchas cosas. Esto
del sexo, el género y la preferencia sexual me parecen conceptos muy
interesantes sobre los cuales nunca nadie me había hablado.
En efecto, yo era de los que había crecido dando por hecho que si
tenías testículos debías ser hombre, necesariamente, y en consecuencia
debían gustarte las mujeres. Ahora empezaba a ver que podía sentirme
una mujer sin necesidad de contar con una vagina. Y no por ello tenían
que gustarme los hombres. Qué confuso resulta todavía esto, pero creo
que por ahí iré encontrando muchas respuestas.
Le cuento en un mail a Anxélica que me fue muy bien con Alejandra y
me invita a las reuniones del grupo que se llevan a cabo cada quince días
en el Parque Hundido.
Qué curioso, el Parque Hundido tiene un lugar muy especial en mi vida.
Vecino de Mixcoac desde los ocho hasta los 16 años, fue en esta zona
donde pasé parte de mi infancia y casi toda mi adolescencia. Recuerdo
muy bien que esperábamos con ansia la llegada de las vacaciones.
Era cuando el tiempo era nuestro, nada de tareas, nada de levantarse
temprano sometidos a la tortura de la XEQK, estación de radio que cada
minuto daba la hora exacta y en donde el resto del tiempo se transmitían
anuncios leídos a una velocidad descomunal por locutores que tenían
que pasar cierta cantidad de mensajes en sólo 55 segundos. Todavía
me acuerdo de algunos de los anunciantes, Chocolates Turín, ricos
de principio a fin... Marcos Carrasco rectifica su motor en ocho horas,
consulte a su mecánico... Asociación Hipotecaria Mexicana, Reforma 96...
Corona, cerveza de barril embotellada... Haste, la hora de México, ponga
a tiempo su reloj…
Todavía años después cuando por alguna razón escuchaba esa
estación, mi pulso se aceleraba y me daba la impresión que se me hacía
tarde. Así me marcó la costumbre de mi madre de dejar puesto el radio
desde que despertábamos hasta que nos íbamos a la escuela. Qué ganas
de torturarse.
El caso es que a la llegada de las vacaciones se acababa la XEQK y
empezaban los paseos al Parque Hundido, donde mi hermano, mi primo
y yo formábamos improvisados encuentros de futbol contra quienes se
nos pusieran enfrente. Debo decir, por cierto, que las más de las veces
éramos nosotros quienes nos alzábamos con la victoria.
99
Silvia Jiménez G.
He de mencionar, también, que la primera vez que mi hermano y yo
fuimos solos a un lugar que estuviera más allá de la panadería o la
papelería fue, precisamente, el Parque Hundido.
Así es que lleno de recuerdos me dirigí al evocador parque de mi
infancia. Qué curioso, este lugar que fue escenario de batallas deportivas
en donde valeroso me revolvía en busca del gol, ahora sería un lugar
en donde seguramente hablaría de faldas, vestidos y maquillajes. Ajeno
estaba a lo que este mismo parque llegaría a ver algunos meses más
adelante.
Fui, entonces, al Parque Hundido y busqué las señales que me habían
dado; entre el módulo de policía y la caseta de helados. ¿El módulo de
policía? Me pregunté, extrañado. Qué valientes, reunirse no solamente en
un lugar público y abierto sino, justamente, enfrente de los policías. Venían
a mí las imágenes de travestis en el Ministerio Público que publicaban los
periódicos amarillistas de mi infancia.
Al llegar al sitio indicado lo primero que vi fue a dos personas, una de
ellas con el cabello muy largo y vestido con pants deportivos. El otro era
un señor de unos 40 años, de lentes, vestido con camisa y pantalón de
mezclilla.
Yo aguardaba a prudente distancia; no me animaba a llegar con ellos,
prefería que se juntara más gente. Al cabo de unos minutos, el grupo
había crecido, unas seis o siete personas departían amistosamente.
Fue entonces que me animé. De nuevo el temor de ser descubierto, de
que algún conocido me viera integrarme a ese extraño grupo. El miedo,
también, a ser rechazado, no sé, Anxélica y Alejandra me habían caído
muy bien, pero no sabía cómo sería recibido por los demás.
Por fin me animé. Cauteloso y sin ocultar mi nerviosismo llegué a donde
estaba la gente y tímidamente pregunté:
-Buenas tardes, disculpen, ¿ustedes conocen a Anxélica Risco?
Un hombre de unos 30 años, de cabello rubio y ojos verdes me respondió
y me dio la mano:
-Servidora.
No la reconocí. Sin duda era la misma persona que había dado en la
plática en aquel bar gay, pero no parecía serlo. Aquella ocasión la vi tan
femenina, tan delicada en sus movimientos, tan propia… en cambio, el
sujeto que ahora me saludaba era un hombre por donde se le viera, sus
gestos, sus actitudes… me sorprendió gratamente.
Me identifiqué y luego de que me presentara a los demás nos fuimos
aparte para platicar.
100
Piel que no miente
Para empezar me contó brevemente la historia del grupo. Me habló del
Caballero D’Eon, un personaje interesantísimo que vivió en el siglo XVIII,
en la corte del rey Luis XIV de Francia. Según cuentan, este personaje
era un gran espadachín, valiente y arrojado. Pero gustaba de vestir
ropas de mujer y comportarse como toda una dama durante tertulias que
organizaba con sus amigos más íntimos.
Esta peculiaridad fue conocida por Luis XIV quien decidió que podría
serle de gran utilidad. Así es que, convertida en Lia de Bueaumont, el
caballero D’Eon sirvió a su rey como espía en Inglaterra y Rusia.
Era tal la feminidad que proyectaba el otrora caballero, que a la muerte
de Luis XIV, nadie sabía a ciencia cierta si este personaje era un hombre
que a ratos vestía como mujer o una mujer que a ratos vestía como
hombre. El nuevo monarca, Luis XV, ordenó a sus allegados develar el
misterio y luego de sesudas investigaciones concluyeron que el Caballero
D’Eon era una mujer que por momentos se hacía pasar por varón. Molesto
por aquella indefinición, el rey publicó un decreto en donde ordenaba a la
dama en cuestión dejarse de engaños y la obligó a no volver a vestir
jamás atuendo de caballero. Así, el célebre personaje debió pasar sus
últimos años como una mujer de la refinada sociedad francesa. Hubo
gente que no compartía las conclusiones de los emisarios reales y se
llegó al extremo de cruzar apuestas acerca del sexo del controvertido
personaje. A su muerte, el médico que le practicó la autopsia determinó
que el Caballero D’Eon, conocido como Lia de Beuaumont había sido un
hombre. Me pareció fascinante esta historia.
Otro aspecto que me gustó desde el momento mismo de conocer el
nombre del grupo fue aquello de ‘Inteligencia Transgenérica’. Podría
parecer un poco pretencioso, pero ciertamente daba cuenta del interés
de sus fundadoras para hacer planteamientos inteligentes y reivindicar
el transgénero, asunto que durante mucho tiempo había sido motivo de
burla y escarnio.
No recuerdo muy bien qué más platicamos aquel día, lo que tengo más
presente fue la buena disposición de la coordinadora general de Eón para
ayudarme, para apoyarme en lo que fuera necesario. Dejé de sentirme
un bicho raro; por el contrario, me di cuenta que Ánxélica y yo teníamos
mucho en común. Así como yo había jugado rugby hacía no muchos años,
ella –o él, según se viera- había practicado el futbol americano. Además,
estaba casado y tenía un hijo.
Luego de platicar con Anxélica pude conversar con muchos otros
miembros del grupo y en casi todos los casos la historia era muy parecida.
101
Silvia Jiménez G.
Minutos después llegó Sofía, una persona de más de 40 años vestida
como toda una dama. Me enteré que era maestra en una universidad y
que todo el tiempo vestía con ropa de mujer, aún en sus clases. Platiqué
con ella y me dijo que era transexual, y que hacía no muchos años había
empezado a vivir en su rol femenino. Me comentó que en la universidad
donde daba clases desde hacía diez años le dijeron que no había ningún
reglamento que le impidiera ir como mejor se sintiera. -Claro que hubo
gente que me rechazó al principio –dijo- pero fueron los menos. Más bien
esto me permitió darme cuenta de toda la gente que me apoyaba.
Al término de la reunión, y de regreso a casa, tenía mil cosas en qué
pensar. Me llamaba mucho la atención, por ejemplo, que la parte masculina
de Anxélica pudiera ser tan viril como la de cualquiera de mis compañeros
del rugby. De alguna manera yo pensaba que las personas travestis eran
hombres afeminados, y yo no me identificaba con esa imagen; así es
que no cabía ni entre los hombres, hombres –por decirlo así- ni entre los
travestis. Pero al ver a Anxélica de inmediato me identifique y dejé de
sentirme extraño.
Sofía también me puso a pensar. ¿Así que era posible vivir como mujer
las 24 horas del día e, incluso, ir a trabajar con faldas y con los labios
pintados? Qué maravilla. Una nueva etapa de mi vida comenzaba en ese
momento.

102
Piel que no miente

Segunda Parte

La luz

“...la libertad os hará verdaderas”


(Erika)

103
Silvia Jiménez G.

104
Piel que no miente

LI

La semana siguiente a mi primera reunión el grupo cumpliría tres años


de haberse fundado. Para celebrarlo harían una fiesta en el bar donde
había sido la plática. Anxélica me mandó la invitación por mail y me dijo
que llevara mis cosas, que ahí había lugar donde nos podíamos cambiar
y maquillar.
Cómo se me antojaba asistir. Me imaginaba por fin convertida en una
mujer sin que nadie lo tomara a mal, sin que nadie se burlara, sin que
nadie me agrediera.
Es un lugar seguro, solamente iría gente cercana al grupo, estarás en
confianza, me decía Anxélica en el mail y me animaba a que fuera. Le dije
que lo pensaría y que le avisaría por ese mismo medio.
Toda la semana estuve piense y piense. La idea era más que tentadora,
pero ¿cómo justificar con mi esposa que me ausentara el sábado por
la noche? Tampoco era cosa de llevarla. Todavía no le contaba nada
de esto, no sabía cómo pudiera tomarlo. Por otra parte, aunque había
conocido a algunas personas del grupo, no conocía a todas, ni mucho
menos a quienes irían a la celebración, ¿cómo me sentiría con esas otras
personas? ¿cómo me tratarían?
Pensaba también en que mi aspecto femenino dejaba mucho que
desear, ni siquiera sabía maquillarme, apenas y lo hacía para estar en la
soledad de un cuarto de hotel o en mi propia casa, pero no estaba seguro
de que me sintiera bien con gente desconocida.
Por la ropa no había problema, había ido acumulando buena cantidad
de cosas, vestidos, ropa interior, tacones altos, ya hasta tenía una peluca
que había comprado muy barata en Chiapas… también tenía algo de
maquillaje… pero… no, no me atrevía.
Ese sábado me la pasé en mi casa, con mi esposa y mi hijo. Recuerdo
que alquilamos una película, pero aunque estuve frente al televisor no la
vi, yo sólo pensaba y pensaba en la fiesta. En este momento, me decía
a mí mismo, podía haber estado vestido como una mujer platicando muy
a gusto con mis nuevas amigas. Pero otra vez el miedo, las dudas, la
sensación de que no estaba bien lo que hacía. Aún no estaba lista para
esas cosas.

105
Silvia Jiménez G.

LII

A la siguiente reunión del grupo llevaron las fotos de la fiesta. Muchos


de los hombres que estaban en ese momento en la reunión, como todos
unos caballeros, lucían como hermosas señoritas en la fiesta. Algunos
no era posible identificarlos, otros se veían francamente mejor como
mujeres que como varones. Pero todos, y todas, lucían muy contentos en
la celebración. Qué ganas de haber estado ahí.
Ya habrá tiempo, me decían mis nuevas amigas. Y sucedió un detalle
que me pareció de lo más agradable. Me preguntaron que si ya tenía un
nombre de mujer.
-Mayela –respondí, pensando en el nombre con el que había abierto la
dirección de correo electrónico.
-Pues mucho gusto, Mayela, bienvenida –me dijeron, y a partir de ese
momento cada vez que se dirigían a mí lo hacían con ese nombre y, por
supuesto, en femenino.
Cada vez empezaba a ver con mayor claridad lo que estaba pasando
conmigo. Y si en un momento me preocupaba mucho saber por qué
razón yo era así, poco a poco me iba interesando menos averiguarlo. Lo
importante es que así era y así tenía que aceptarme a mí misma si quería
que los demás me aceptaran.
Muchas veces yo atribuí mi travestismo al deseo de mi madre por
tener una niña cuando yo nací. Suponía que estando yo de meses de
nacido me ponía un vestidito y me trataba como a una niña, quizá me
diría cosas como “...pero que bonita bebé”, “te quiero tanto, mi hijita” y
otras parecidas. Entonces mi razonamiento era que al ponerme la ropa de
mujer volvía a sentir en el inconsciente esa seguridad y esa aceptación
de mi madre. Pero nunca tuve evidencias que me permitieran pensar de
esa manera; la fotografía donde aparezco con algo parecido a un vestido
era una sospecha, pero de ninguna manera representaba una certeza.
Era, tal vez, el deseo de encontrar a quien echarle la culpa de lo que me
pasaba y así dejar de sentirme culpable.
No había descubierto porqué era así, pero ya no me sentía culpable.
Paulatinamente me iba dando cuenta que era la sociedad la que tenía
que avanzar y dejar atrás prejuicios y convencionalismos. Al fin y al cabo,
pensaba, durante mucho tiempo menospreciaron a los negros y a las
mujeres y hoy, gracias a la lucha que ellos y ellas han dado, no podemos
106
Piel que no miente
concebir a gente decente que en su sano juicio piense que negros o
mujeres son inferiores a los hombres blancos.
Estaba tan contenta con mi nueva situación y tan convencida que lo que
había hecho durante tantos años no era malo, que en cuanto regresé de la
junta le conté a mi esposa. Yo pensaba que, siendo una mujer inteligente
y preparada, podría entenderlo en cuanto le diera algunos argumentos y
le precisara algunos conceptos.
La respuesta no pudo ser más desalentadora. Se asustó, se molestó y
me reclamó que no le hubiera dicho que estaba yendo a esas juntas.
-Es que pensé que lo podrías tomar a mal, pero viéndolo bien no tiene
nada de malo, el asunto está en…
-¿No tiene nada de malo? –me interrumpió al borde del llanto- ¿no tiene
nada de malo que mi esposo se junte con una bola de maricones que…
-No son maricones –ahora fui yo quien la interrumpió.
-¿Cómo no van a ser maricones? Todo hombre que se viste de mujer
es un maricón.
Era inútil, nunca entendería razones si no era capaz de escucharlas.
Preferí dejar de discutir y buscar un mejor momento para platicar. Las
cosas no habían sido tan fáciles como lo esperaba.

LIII

El asunto se complicaba. No podía seguir inventando pretextos para ir


a las juntas, menos ahora que mi esposa estaba enterada. De no haberle
dicho nada, quizá hubiera podido inventar un diplomado o clases de inglés
o cualquier otra cosa, pero confié demasiado en que lo entendería y yo
misma me puse la soga al cuello.
Decidí que seguiría yendo a las reuniones, pasara lo que pasara. Había
estado tanto tiempo sumida en las dudas y los remordimientos que no
estaba dispuesta a seguir encerrada en ese calabozo.
No le dije nada a mi esposa, no tenía caso empezar a pelear antes de
tiempo. Esperé a comentarle un día antes de la junta.
Como era de esperarse hubo discusiones y reclamos. Pero la decisión
estaba tomada, nada me impediría seguir en este camino de liberación
que por fin había encontrado.
Aproveché la reunión para comentar con mis amigas la situación en
107
Silvia Jiménez G.
mi casa. Muchas me dijeron que habían pasado por el mismo calvario;
algunas, incluso, comentaron que el asumir su transgénero les había
costado el matrimonio, pues sus parejas jamás lo pudieron entender,
mucho menos aceptar.
-Pero una no puede estar viviendo toda la vida para los demás –me dijo
Alicia, transexual que ya vivía su rol femenino de 24 horas y que había
estado casada con una feminista.
Anxélica me sugirió que le diera información a mi esposa.
-Es natural que reaccione así –me dijo- con la educación que hemos
recibido no podemos esperar otra cosa. Pero en la medida en que vaya
conociendo de qué se trata lo podrá entender mejor.
Maricruz, también transexual pero más radical que Alicia, dijo que ya
se había cansado de pretender que la entendieran. –Creo que lo mejor
es que nosotras entendamos a los demás, entender que no le cabe en su
cabeza que alguien que tiene unos testículos entre las piernas sienta, se
comporte y se vista como una mujer.
Me quedé con la sugerencia de Anxélica y quedé de pasar en la semana
por una serie de documentos, entre ellos un libro llamado “El travestista
y su esposa” en donde se brindan testimonios de mujeres que finalmente
pudieron aceptar que sus parejas se pusieran ropa de mujer.
Hubo otra noticia que me puso a pensar. Una cafetería lésbica nos
ofrecía un espacio los jueves en la tarde. Podíamos ir ahí, cambiarnos y
pasar toda la tarde convertidas en señoritas. La invitación me emocionó,
por fin poder estar vestida como una mujer en un lugar con más gente, ya
no en la prisión de mi casa o de un cuarto de hotel. Pero había algunos
inconvenientes, ¿estaba lista para mostrarme en público? ¿cómo lo
tomaría mi esposa? El espacio estaba ahí, nos lo habían ofrecido con
muy buena voluntad. De mí dependía, y sólo de mí, aprovecharlo o seguir
escondida en las paredes de mi habitación.

LIV

Decido ir el jueves a la cafetería pero no le digo nada a mi esposa.


La noche del miércoles me cuesta trabajo dormir, pienso en la ropa que
llevaré, en cómo hacer para verme mejor, en el color del labial, del barniz
de uñas... en todos los detalles.
108
Piel que no miente
Llega el jueves. Es un día como cualquier otro. Amanece nublado, con
un poco de frío y con el tráfico intenso de todos los días. Parece que la
vida no se ha enterado que hoy es un día especial.
Dejo a mi hijo en la escuela y a mi esposa en su trabajo. De regreso paso
al Metro Insurgentes. Mientras no encuentre un empleo bien remunerado
no puedo gastar mucho en ropa y cosméticos. Compró un labial rojo
cereza y un barniz de uñas de un color muy parecido.
Minutos después estoy en San Bartolo, Naucalpan, en un local donde
la Cannon Mills vende sus productos al público en general a un precio
bajísimo. Desde hace tiempo sospecho que es mercancía con algún
defecto, medias que a las tres puestas se corren, pero no importa, servirán
para el día de hoy, y están muy baratas.
Llego a la casa y me sumerjo en el cuarto de servicio en busca de la ropa
que me voy a llevar. Tengo un vestido negro con florecitas muy pequeñas
estampadas, es amplio, largo y ligeramente escotado. Me parece perfecto.
Procuro plancharlo lo mejor que puedo. Escribo una lista con todo lo que
tengo que llevar, no quiero llegar a la cafetería y darme cuenta que no
llevo la peluca o los tacones.
Me siento como una novia que prepara su ajuar. Qué nervios.
Por fin llega la hora de recoger a mi hijo en la escuela. Pasó por él y lo
llevo a casa de sus abuelos. Son las tres de la tarde, la cita en la cafetería
es a las 4 de la tarde. Tengo tiempo, paso a comer algo, muy ligero, no
quiero que se abulte mi vientre.
Es curioso, como hombre suelo vestir muy mal, no me importa si la
camisa está bien planchada o si los zapatos están sin bolear. Pero ahora
es distinto. Cuido que las zapatillas estén relucientes, las medias sin un
rasguño, la peluca perfectamente bien peinada.
Por fin llego a la cafetería. Son las cuatro con seis minutos. No veo a
ninguna de mis amigas. Pregunto en la entrada si no ha venido la gente
de Eón, me dicen que no, pero que puedo pasar al baño a cambiarme.
Mientras subo las escaleras se acelera mi pulso y se agita mi respiración.
Estoy nerviosa. Pienso si debiera regresarme, ¿qué tal si no llegan mis
amigas? ¿qué tal si llega pura gente desconocida? Pero ya estoy aquí,
imposible dar marcha atrás.
El lugar es pequeño, como puedo voy acomodando las cosas tratando
de que no se arruguen. Rápidamente me despojo de mi ropa de varón,
pero antes me afeito con mucho cuidado, que no queden rastros del vello
facial. Luego, con parsimonia, inicio el ritual de la transformación. Primero
la ropa interior, las pantimedias... qué bonito es abrir un paquete nuevo
109
Silvia Jiménez G.
de medias e irlas desdoblando, para luego llevarlas a mi piel. Confieso
que tengo una excitación. Qué pena, ¿y qué tal si estando con las demás
me sucede lo mismo? Sería horrible que detrás del vestido apareciera un
bultito. Escondo al culpable lo mejor que puedo, entre las piernas, entre la
ropa, que no vaya a sobresalir.
Resulta curioso darse cuenta de cómo cambian las cosas. Cuando me
visto en soledad este tipo de circunstancias no importan, pero ahora hay
que cuidarlas, como la rasurada, por ejemplo.
Me pongo el vestido negro y empiezo a maquillarme. Quiero hacerlo
todo a la perfección pero la mano me tiembla mientras me aplico las
sombras y el rimel. En ese entonces no uso delineador, es de los detalles
que al paso del tiempo, y con la ayuda de mis amigas, fui aprendiendo.
Cuando una de mis amigas me enseñó a usarlo, en este mismo lugar,
fue un hallazgo maravilloso, a cada momento iba al espejo para constatar
cómo se veían mis ojos, más grandes, más expresivos; incluso pude
percibir cierto parecido con mi madre. Claro, ella fue muy hermosa en
su juventud, sigue siéndolo a pesar de la edad y me gustaría mucho
parecerme a ella.
Termino de maquillarme y me pongo los anillos, el collar, los aretes, una
pulsera... trato de ser lo más femenina posible.
Me pongo la peluca y la cepillo lo mejor que puedo. Una y otra vez me
veo en el espejo... ¿qué me falta, qué me sobra?
Nerviosa, me pinto las uñas. Escucho ruido afuera, imagino que ya
habrán llegado algunas de mis amigas. Cómo me gustaría tener las uñas
largas, pero imposible, el resto del tiempo hay que guardar las apariencias.
Por más esfuerzos que hago no es posible que queden bien pintadas. Hay
restos de barniz en los dedos. Ni modo, ya habrá tiempo de aprender a
hacerlo mejor.
Espero a que se sequen las uñas, es una eternidad. Agito las manos, le
soplo a las uñas como veía que lo hacía mi madre... cuánto tiempo más
hay que esperar. Ya quiero salir, que me vean mis amigas, que me vean
las meseras, sentirme libre por fin.
Paso uno de mis dedos por encima de las uñas. Sí, ya están secas. Es
hora de salir, el pulso se vuelve a acelerar. Reviso que en el bolso esté el
maquillaje en polvo, el lápiz labial y algo de dinero, no creo necesitar más
cosas.
El momento ha llegado, abro la puerta del baño y en ese momento abro
la puerta a una nueva vida. Una vida sin barreras, sin escondites, sin
remordimientos.
110
Piel que no miente
Salgo y ya está Alejandra, Bertha Alicia y otras dos chicas que no
conozco. Tardan en reconocerme, pero en cuanto lo hacen me saludan
con gusto.
-Hola, Mayela, qué guapa –dice Alejandra, más por cortesía que porque
realmente le parezca que me veo bien.
-Hola –respondo nerviosa y saludo también a Bertha Alicia.
Me presentan a las otras chicas, Norma y Andrea.
Me sienta en su mesa y a los pocos minutos llega la mesera y me
pregunta:
-¿Qué vas a tomar, amiga?
-Una naranjada –contesto fascinada.
Más tarde llegan Anxélica, Alicia y Sofía.
No puedo creer lo que estoy viviendo, me encuentro en una cafetería,
con más gente, convertida en una mujer. A cada momento veo mis manos
con las uñas pintadas para constatar que efectivamente estoy ahí, en mi
condición femenina. Miro emocionada cómo mis labios dejan la huella
del bilé en el popote de la naranjada y en la servilleta. Detalles que para
una mujer de nacimiento resultarían triviales pero que a mí me ayudan a
reforzar mi propia identidad.
Platicamos de todo. Desde cómo fue que comenzamos a vestirnos
con ropa de mujer, casi todas durante la infancia, hasta los esfuerzos
que hicimos para proyectar una masculinidad que no sentíamos pero
que estábamos obligadas a buscar. Muchas de nosotras habíamos
pasado largas horas en el gimnasio o, incluso, jugado deportes violentos
como futbol americano –rugby en mi caso- con tal de tener una imagen
definitivamente masculina.
Platicamos, también, de cosméticos, de dónde se consiguen cosas de
cierta calidad a buenos precios, de dónde hay zapatos de nuestro número,
de algunos tips para maquillarnos, en fin, de cosas que podría platicar
cualquier grupo de mujeres.
Qué rápido corre el tiempo cuando estamos a gusto. Ya son las siete;
debo cambiarme para ir a recoger a mi esposa a su trabajo. Me despido
de mis amigas, pago mi cuenta y voy al baño. Es extraño, estoy excitada
pero es mayor mi emoción que el deseo de desahogarme. Además, me
parecería de muy mal gusto hacerlo en ese lugar. Así es que por primera
vez en muchos años mi aventura travesti no termina en masturbación.
Eso hace que me cueste más trabajo cambiarme, pues no quiero quitarme
el vestido ni despintarme, quisiera quedarme así toda la noche, dormir y
despertar como una mujer y que el nuevo día me descubriera con las uñas
111
Silvia Jiménez G.
pintadas y el cabello largo.
Pero es mucho pedir. Me basta con saber que pude pasar algunas horas
como una mujer en compañía de gente buena, que me acepta, que me
entiende, que igual que yo sueña y anhela construir una sociedad más
abierta en donde todas tengamos cabida.
A la salida del lugar me topo con Anxélica. Me pregunta que cómo me
sentí. De maravilla, le digo, esto es un sueño, estoy fascinada.
-¿Cómo te diste cuenta que te gustaba la ropa de mujer? –me pregunta.
-A los ocho años, me puse un vestido y al verme en el espejo me sentí
muy bien. ¿Y tú?
-También fue desde muy chica. Pero no hizo falta mirarme en el espejo,
fue la sensación de sentir la textura de unas medias en la piel, de un
brasier, de un camisón de satín, porque, ¿sabes una cosa? –me dijo- la
piel desnuda no miente.

LV

El resto de la tarde y noche me la pasé pensando en esa experiencia


maravillosa. Y con el temor de que Olivia fuera a detectar algún rastro que
delatara lo que había hecho. Puntual, como acordamos, a las nueve de la
noche llegué por ella.
Me saludó como siempre, parece que no sospechó nada, sin embargo
me comentó:
-Me dijeron mis papás que llevaste al niño con ellos ¿a dónde fuiste?
-Fui a tomar un café con mi primo Arturo, parece que hay una posibilidad
de chamba.
-¿En esas fachas?
-Él me conoce bien, no tengo porqué fingir. Si se hace la cita con sus
cuates pues entonces ya me pondré el disfraz.
-Hablando de disfraces, ya vi la información que me diste para que
leyera.
-¿Por qué dices que hablando de disfraces?
-Porque eso es lo que hacen tus amigos y tú, ¿no? disfrazarse de lo que
no son.
-Eso no es un disfraz. Yo creo que no leíste bien lo que te di.
-Mira –apunta, enfática, Olivia- puedes darme a leer veinte mil cosas, yo
112
Piel que no miente
no tengo problema con eso, acepto a los gays y a los travestis...
-Los travestis no necesariamente somos gays –interrumpo.
-Para mí es lo mismo, un hombre que quiere con otro hombre, o un
hombre que quiere verse como una mujer, al final es la misma cosa.
-Pero no es lo mismo. Una cosa es con qué genero me identifico y otra
es con quién me gusta relacionarme.
-Otra vez tus términos domingueros. Ya te enseñaron tres o cuatro
palabrejas y crees que con eso lo sabes todo.
-No, no es eso. Es simplemente darnos cuenta que la sociedad nos ha
llenado de telarañas. Lo mismo pasaba con las mujeres, hace cincuenta
años ni siquiera podían votar en México, y hace cien ni pensar que
estudiaran en la universidad. Y mira ahora...
-Pues dentro de 50 o cien años los travestís podrán salir a la calle
vestidos como se les pegue la gana, pero no en este momento.
-Pues yo conozco a muchos que salen a la calle y que incluso así van
a trabajar.
-Trabajarán en un circo –dice burlona.
-No leíste nada de lo que te di, ¿verdad?
-Sí, lo leí. Y está bien. Por mí que se vistan como quieran, pero no mi
esposo. Imagínate, mi propio esposo vestido como una mujer, ¡lo que me
faltaba!
-Yo no tengo la culpa de ser así.
-Yo tampoco, y cuando antes de casarnos me dijiste que te gustaba eso
yo me asusté mucho. Estuve a punto de decirte que mejor no me casaba,
¿qué vida me esperaría con alguien así?, pensé en ese momento. Pero tú
me dijiste que si estábamos bien en lo sexual no habría ningún problema,
y hemos estado bien. Entonces ¿por qué ahora me sales con esas cosas?
-Yo no sabía en ese entonces casi nada de esto. Pensé que...
-Pues como sea yo no voy a permitir eso en mi casa, imagínate si un día
se entera mi hijo, le vas a echar a perder la vida.
-¿Y mi vida no cuenta? A mí sí me echaron a perder la vida, todo el
tiempo escondiéndome, todo el tiempo avergonzándome, y ahora que
por fin empiezo a entender muchas cosas y a darme cuenta que no
soy un pervertido ni un enfermo, tú me sales con que tengo que seguir
reprimiéndome.
-Eso lo hubieras pensado antes de casarte conmigo. Hubieras podido
vivir como mujer todo el tiempo o hasta hubieras podido operarte, pero
estamos casados y tenemos un hijo. Si no estuviera el niño, como quiera
te vas y haces tu vida, pero tienes responsabilidades con ese hijo.
113
Silvia Jiménez G.
-Oye, hablas como si lo que hiciera fuera el peor de los crímenes.
Además, si se le explica bien al niño no le echamos a perder la vida, como
tú dices, él no está lleno de telarañas como nosotros.
-¡Ni lo mande Dios!, primero muerta que decirle algo. Y ya te dije, los
demás pueden hacer lo que les venga en gana, me opondré a que los
metan a la cárcel o a que los agredan, pero no voy a permitir que mi propio
esposo se junte con maricones.
En ese momento llegamos a casa de mis suegros y terminó la discusión.
Había cosas que me quedaban muy claras, tenía que pensar muy
seriamente en lo que pasaría con mi hijo. No quería echarle a perder la
vida, desde luego, ni mucho menos que se avergonzara de su padre, pero
tampoco era cosa de volver a encerrarme y reprimirme, una vez que estaba
empezando a saborear las mieles de la libertad. Tendría que reflexionar
mucho a ese respecto, platicar con gente que esté mejor informada y
mientras tanto tener mucho cuidado para que no se diera cuenta de nada,
al menos mientras fuera posible platicar con él y explicarle las cosas.
Lo otro que me quedaba más que claro es que mi esposa no quería
entender mi posición. De nada serviría la información, de nada serviría
explicarle las cosas, ella tenía muy arraigados sus prejuicios y se aferraría
a lo que yo le dije antes de casarnos, cuando no tenía la menor idea de lo
que era todo esto.

LVI

Ya llevaba yo unas dos o tres reuniones con mis amigas en la cafetería;


cada vez me sentía más segura, más confiada. El lugar me agradaba, y si
en un primer momento me incomodaban las miradas que de repente nos
lanzaba la clientela habitual del lugar –mujeres lesbianas, todas ella- ya ni
cuenta me daba. O sería, quizá, que ellas mismas se iban acostumbrando
a nosotras. De repente alguna chica que llegaba antes que sus amigas o
a quien de plano la habían dejado plantada, se nos unía y la tertulia era
aún más agradable.
No tendría ni diez minutos de haberme cambiado cuando sonó el celular.
Era mi suegra, que le llamara a mi esposa porque tenía algo importante
que decirme. En ese momento mi teléfono podía recibir llamadas pero
ya no contaba con crédito para hacerlas. Además, desde su oficina mi
114
Piel que no miente
esposa no podía hacer llamadas a celulares, por eso es que triangulaba
con su mamá, mi esposa le hablaba a su madre y ella a su vez me llamaba
a mí.
Imposibilitada de llamarle desde mi celular, pregunté a una de las
meseras si me podían prestar el teléfono. Me dijo que se los habían
cortado. Pregunté a mis amigas si alguna traía un celular que me prestara,
que yo le pagaría la llamada, pero nadie llevaba teléfono.
-Yo tengo tarjeta telefónica, si quieres te la presto para que hables en un
teléfono público –me ofreció Maricruz.
-Ese no es el problema –le dije- lo que no quiero es volverme a cambiar
para salir a la calle. Casi acabo de llegar.
-No te cambies –me dijo Bertha Alicia.
-¿Pero cómo voy a salir así? ¿cómo crees?
-¿Cuál es el problema? –dijo a su vez Anxélica.
-¿Cómo cuál? –me parecía evidente- me pueden reconocer, me pueden
hacer algo.
-No pasa nada –dijo Anxélica con una sonrisa benévola, mientras movía
ligeramente la cabeza como negando la posibilidad de que ocurriera
cualquier contratiempo- que te acompañe alguien.
Me quedé paralizada tan solo de pensar en la posibilidad de salir a
la calle vestida de esta manera. Imaginaba que me encontraría a mis
parientes, a mis amigos... que el lugar estaría rodeado de patrullas listas a
llevarme a la cárcel y que me toparía con todo tipo de rufianes dispuestos
a violarme.
Pero, por otro lado, tenía que hacer esa llamada. Yo no sabía qué tan
importante pudiera ser. Lo más lógico es que mi esposa me avisara que
saldría más tarde –o más temprano- y si fuera la primera opción pues
dispondría de más tiempo para quedarme en la cafetería. Era necesario
saberlo.
Por nada del mundo quería volverme a poner los pantalones tan pronto,
así es que armada de valor, y luego que Bertha Alicia y Maricruz se
ofrecieron a acompañarme, decidí salir a hablar por teléfono.
Con el pulso acelerado bajé las escaleras. Bertha Alicia abrió la puerta y
dijo con solemnidad: -Este es un pequeño paso para un hombre, pero un
gran salto para una travesti.
Di el paso y mi zapatilla derecha pisó el pavimento. Volteé para todos
lados y no vi ni a mis conocidos ni a las patrullas ni a los violadores. La
ciudad seguía su vida normal.
Hombres, mujeres y niños caminaban por la banqueta; los autos
115
Silvia Jiménez G.
circulaban por el arroyo; el sol de las cinco de la tarde brillaba tímido. Y
yo, sintiéndome más mujer que nunca, caminaba con paso decidido hacia
el teléfono de la esquina. Lo que no sabía, ni siquiera intuía, es que en
realidad caminaba con paso firme hacia mi liberación.
Uno que otro transeúnte se me quedaba viendo, pero más con curiosidad
que con molestia. Ningún comentario ofensivo, ninguna agresión. Todo
era maravilloso; sentía el aire correr por entre mis piernas y el sol de frente
en mi rostro maquillado. Me sentía como el prisionero que después de 30
años de encierro sale de prisión.

LVII

Mis sospechas fueron, felizmente, acertadas. Mi esposa tendría que


quedarse a trabajar hasta más tarde así es que disponía de una hora más
para compartir con mis amigas.
Todo se fue en comentarios de esa primera salida. Los nervios iniciales,
la confianza de saber que no hubo incidentes, la emoción... el gusto de
poder mirar el cielo desde mi condición de mujer.
Durante las siguientes reuniones en aquella cafetería no faltó pretexto
para salir a la calle vestida con ropa femenina. Casualmente dejaba el
celular en el auto y tenía que ir por él, o de nuevo necesitaba hablar por
teléfono... llegó un momento en el que salía con entera confianza. Pero
no iba más allá. Era como aquellos antiguos marinos que se lanzaban a la
mar, pero sin perder de vista las costas.
Semanas después, sin embargo, llegué como siempre a la cafetería,
me vestí y al salir me encontré con Maricruz, nadie más había llegado.
Estábamos muy quitadas de la pena tomando un capuchino cuando
la encargada de la cafetería llegó a decirnos que ya no podríamos
cambiarnos en ese lugar.
-Parece que algunas de las chicas que vienen se han quejado –explicó-
dicen que acaparan el baño y que no se sienten a gusto con ustedes. Pero
por hoy pueden quedarse y a la hora que se vayan a ir se pueden volver
a cambiar.
La noticia me cayó como un balde de agua helada. Era el único lugar
en donde podía cambiarme sin correr ningún riesgo. Maricruz, en cambio,
reaccionó más airadamente.
116
Piel que no miente
-¿Y ese es el respeto a la diversidad? –dijo molesta- ¿pues qué se
creen?
-No es cosa mía –se disculpó la encargada, la licenciada nos dijo que...
-Pues que la licenciada se quede con sus pinches baños de mierda –
dijo- vámonos Mayela, ya no tenemos nada que hacer aquí.
Yo me desconcerté, ¿a dónde podíamos ir en esas circunstancias?
-Vamos al Imesex para hablar con Alejandra, a ver si sabe de esto –me
dijo Maricruz mientras la encargada hacía mutis.
-Pero apenas me acabo de cambiar, vamos a tomarnos un café cuando
menos.
-¿Y qué tiene que te acabes de cambiar? Vámonos así.
-¿Cómo se te ocurre? Ni siquiera traigo coche hoy.
-No importa, tomamos un taxi.
-¿Así como estoy? –pregunté asustada.
-Claro, ya has salido otras veces, ¿no?
-Sí, pero aquí cerquita, caminando..
-Pues ya es hora de que te subas a un taxi, amiga. Vámonos.
-¿Y dónde me voy a cambiar después?
-Ahí en el Imesex, le pedimos a Alejandra que te deje pasar al baño.
-¿Y si no está Alejandra?
-Ya veremos, tú vente y no preguntes.
Minutos después estoy en la calle esperando un taxi que, cosa rara, se
tarda en pasar. Y yo con mi maletita y mi falda roja. Qué cosas. A veces
pienso que si pasan taxis vacíos pero que al verme se van por otro lado.
Finalmente llega un taxi y Maricruz me dice:
-Nada más no hables, yo me encargo de todo.
Efectivamente, Maricruz, transexual que vive como mujer las 24 horas
del día, se hace cargo de la situación. El taxista busca sacarnos plática y
es ella la que responde. Yo me siento nerviosa, pensando si el taxista ya
se habrá dado cuenta y con el temor de no encontrar a Alejandra.
Llegamos al Imesex y, para mi fortuna, sí está Alejandra. Le exponemos
la situación, ella promete hablar con la famosa licenciada para no perder
el espacio y de buena gana me permite pasar al baño a cambiarme.
Por la noche, de regreso a mi casa, pienso que hoy he dado otro paso
importante. Me he lanzado a navegar en alta mar.

117
Silvia Jiménez G.
LVIII

Hasta ahora he logrado que Olivia ignore que me visto los jueves en la
cafetería; mucho menos se imagina que así salgo a la calle.
Le he manejado que nos reunimos en una cafetería a platicar, pero evito
decirle que me visto. Lo que hago al regreso es dejar la maleta en la
cajuela del auto por las noches y sacarla al día siguiente, cuando estoy
sola en la casa.
Tampoco le agrada que me reúna con mis amigas a tomar un café, no
las baja de maricones y dice que alguien se va a dar cuenta con quienes
me junto y que entonces qué vergüenza. Así dijo, qué vergüenza.
Los días que no llevo auto la situación es más complicada. Después de
la jornada debo ir a la Central del Norte y dejar mi maleta en uno de los
casilleros que alquilan por 30 pesos diarios. Al día siguiente, ya con auto,
paso a recogerla. Todo lo que tengo que hacer para que no se dé cuenta
y evitar pleitos.
Hoy, sin embargo, ha notado algo.
Es de noche, nuestro hijo duerme y mi esposa y yo estamos en la cocina
terminando de merendar.
-¿Qué tienes en los ojos? –pregunta.
-Nada, ¿por qué? –contesto nervioso.
-A ver, acércate.
-Espérate, déjame merendar.
Es ella la que se acerca y levanta mi cara para que me dé bien la luz.
-Tienes rimel, te pintaste ¿verdad?
-No, sólo nos juntamos para tomar café.
-No, Jorge –dice entre triste y molesta- esos maricones ya están
haciendo que te pintes. Ya me imagino, qué monas se han de ver todos
vestidos de mujer. Qué asco.
-¿Y tú no te pintas? –pregunto.
-Sí, pero es diferente.
-¿Qué tiene de diferente?
-Que yo soy mujer.
-¿Y no te has puesto a pensar si yo también soy mujer?
-No me hagas reír, ¿ya viste tu cuerpo? Tu cuerpo no es el de una mujer
y tú lo sabes.
-Ya te dije que una cosa es el sexo y otra el género.
-Otra vez vas a salir con las tres palabrejas que te enseñaron.
-Y tú con los prejuicios que te metieron desde chica y no te quieres
118
Piel que no miente
quitar.
-Todos tenemos prejuicios, tú también los tenías, por eso lo platicamos.
Y me dijiste que si nos llevábamos bien no te ibas a vestir, y que no ibas
a salir a la calle. ¿Te acuerdas? Pero no has salido, ¿verdad? –pregunta
preocupada.
-No, sólo nos vestimos en la cafetería –miento- pero nada más.
-¿Qué no puedes vestirte aquí, como antes? ¿qué tienes que andar
exhibiéndote en todos lados?
-No me ando exhibiendo.
-Por lo que más quieras, no vayas a salir a la calle. No podría soportarlo.
-No te preocupes –vuelvo a mentir.
-Por eso lo hablamos antes de casarnos. Si yo hubiera sabido esto no
me hubiera casado.
-Si yo lo hubiera sabido tampoco me hubiera casado.
-Entonces, ¿por qué me haces esto?
-¿Tú crees que lo hago para molestarte?
-No, yo sé que no, pero me lastimas, ¿no te das cuenta? Además lo
hablamos antes de...
-Lo hablamos, lo hablamos, es tu único argumento –exclamo molesto-.
¿Qué pensarías de un machito que se casa con una mujer abnegada? una
mujer que tuvo una educación muy rígida y que pensó que las mujeres no
tenían derecho de estudiar ni de trabajar. Entonces, antes de casarse el
machito la hace prometer que no trabajará y que no estudiará; ella, como
no tiene información le dice que está de acuerdo. Pero pasa el tiempo, una
amiga le abre los ojos a la pobre mujer y ella se da cuenta que tiene todo
el derecho del mundo de estudiar y le dice al marido que va a meterse a
la escuela. El marido pone el grito en el cielo y le dice que está loca, que
antes de casarse lo platicaron y que ni se le ocurra. ¿Tú crees que porque
la mujer no tenía información debe resignarse a dejar de estudiar si ella
así lo desea?
-Pues si quiere seguir casada con su esposo tendría que cumplir con lo
que pactaron al casarse.
-¿Y si no lo hace?
-Si no, pues que asuma las consecuencias.
-Bueno, pues yo asumo las consecuencias, voy a seguir yendo con mis
amigas.
-¿No te importa lo que pase?
-No, no me importa.

119
Silvia Jiménez G.

LIX

Está visto que la felicidad nunca es completa. Antes sufría por las dudas,
los temores y los remordimientos, por la vergüenza de querer vestirme con
ropa de mujer. Poco a poco he ido superando todos esos sentimientos;
cada vez conozco mejor mi condición y me doy cuenta que el problema es
de los prejuicios y estereotipos que ha forjado la sociedad.
Es lógico, una sociedad –y hablamos de la antigüedad- en constantes
guerras necesitaba una población en permanente crecimiento. Nada era
más valorado que la fertilidad de las mujeres. Se requería que hubiera
hombres que preñaran a las hembras y que salieran a combatir en las
guerras. No había lugar para mujeres como nosotras, con la fuerza
suficiente para pelear y que ni siquiera eran capaces de embarazarse.
En otros tiempos, en otras culturas, las personas como nosotras
eran muy reconocidas, tenían en sí mismas la dualidad, la fuerza de
los hombres y la sensibilidad de las mujeres. Hubo civilizaciones en las
que personas como nosotras ejercían su poder para conciliar disputas y
arreglar conflictos. Al fin y al cabo en cierto sentido podríamos ser seres
privilegiados al contar con lo mejor de los hombres y lo mejor de las
mujeres.
Pero eso era en otros tiempos. Igual que las guerras y la preocupación
por poblar el mundo. El problema es que tal parece que la sociedad no
se ha dado cuenta que la fertilidad ya no es un valor supremo, y que
hace mucho que los hombres se ganan la vida en una oficina y no en
el campo de batalla. Así es que es importante que vayamos cambiando
esas concepciones feudales. Yo lo entiendo perfectamente, no ha sido
fácil, claro, pues tantos años de una educación sexista y prejuiciosa no
se quitan de la noche a la mañana, pero creo estar en camino de poder
despojarme de muchas de esas telarañas.
El asunto es que Olivia no sólo no puede hacerlo, sino que tal parece
que no quiere. A veces pienso que necesita reafirmar su condición de
mujer y para ello necesita a un hombre que no deje lugar a dudas de su
virilidad. Otras veces se me ocurre pensar que ella se da cuenta que hay
razones muy válidas para entender y aceptar el transgénero, pero teme
que si se abre, al rato lo va a ver con tanta naturalidad que cometerá,
según ella, errores muy costosos al aceptarlo abiertamente ante su familia
120
Piel que no miente
o ante sus amigos.
Bien a bien no me queda claro cuál es el problema por el que mi esposa
no quiere enterarse de todo esto. Lo grave es que yo estoy en medio.
Ya no me siento mal por vestirme de mujer, ahora me siento mal porque
lastimo a una mujer a la que amo. Ya no me preocupa que la gente me
vea en la calle, pero ahora debo cuidarme de no dejar rastros de rimel
para que mi esposa no se entere que me vestí. Y como antes, debo seguir
inventando una serie de mentiras para ocultar lo que mi esposa no quiere
saber.
Claro, yo sé bien que la felicidad nunca es completa, y prefiero esto a la
represión y la vergüenza con la que debí vivir durante muchos años.
A pesar de las súplicas de mi mujer, yo sigo saliendo, cada vez más
confiada, cada vez intentando llegar más lejos.
No se pudo hacer nada para recuperar el espacio de la cafetería, pero
se me ocurre que puedo cambiarme en unos baños públicos. Elijo unos
baños que están cerca del Parque Hundido, en Mixcoac. La intención es
poder asistir a las juntas vestida. Llego al mostrador y abiertamente les
digo que soy travesti, que si no tienen inconveniente en que pase a sus
baños para cambiarme y ponerme ropa de mujer. La empleada se me
queda viendo con flojera y me dice que mientras pague puedo vestirme
como quiera.
Así lo hago. El empleado que distribuye las toallas me saluda al salir.
-Buenas tardes señorita, ¿se va a bañar?
-No –respondo con la voz más femenina que puedo- ya me bañé, ya
voy de salida.
-¿Cómo? –pregunta asombrado.
-Sí, ya me voy.
-No la vi llegar, ¿a qué horas le di las toallas?
-Ya no te acuerdas, pero fue hace rato –le digo, y me voy a la junta,
divertidísima.

LX

Prácticamente todos los sábados que tenemos reunión acudo vestida


al Parque Hundido. Me parece maravilloso, los prados que hace 30 años
vieron a un adolescente rifarse el físico detrás del gol, ahora son testigos
121
Silvia Jiménez G.
de esa misma persona, pero convertida –o transformada temporalmente,
al menos- en una mujer.
Después de las juntas solemos ir a comer o a tomar un café con las
amigas. Lo hago con confianza y naturalidad. Me encanta que en los
restaurantes me pregunten -¿qué va a querer, señorita?
Yo no sé si creen que de verdad soy una mujer. Seguramente no, quizá
uno que otro despistado, quizá quienes me vean a la distancia, pero de
cerca creo que queda clara mi condición. Acepto que mientras no tome
hormonas mi apariencia no puede ser muy femenina.
Pero no me importa, no pretendo engañar a nadie. Si alguien me ve en
la calle y piensa que soy una mujer, qué maravilla. Pero si se da cuenta
que biológicamente soy un hombre pues también es importante, creo que
ya es hora que la gente se vaya acostumbrando a nuestra presencia.
Empiezo a entender la diferencia entre travestis, transgéneros y
transexuales. Apenas empiezo a ubicarme. Creo que no soy transexual,
pues no deseo una operación en donde mis genitales masculinos se
transformen en una vagina, tampoco me interesa la ingestión de hormonas.
Si acaso, acepto, me gustaría depilarme el vello de la cara y hacerme una
cirugía facial, pero tampoco me quita el sueño el no poder hacerlo.
Creo, entonces, que estoy entre el travestismo y el transgénero. Y es
que por momentos me siento una mujer, más allá del cuerpo con que
la naturaleza me haya equipado. Es muy complicado todo esto. Pero
tampoco me preocupo demasiado en definirme, poco a poco, en tanto
vaya teniendo más información y en tanto vaya reflexionando sobre mi
propia vida, podré ubicarme mejor.
Por lo pronto disfruto mucho confundirme en la calle con el resto de las
mujeres. En todas partes me tratan bien, como a cualquier mujer.
Solamente tengo un incidente desagradable que frena un poco el
impulso y la confianza que he ido adquiriendo. Voy con Maricruz y su
novio a un Vips, yo tomo café y un pay helado de limón. Luego de unos
minutos las propiedades diuréticas del café empiezan a hacer efecto. No
me había ocurrido antes, falta mucho para que regrese a los baños a
cambiarme, debo pensar, entonces, en como satisfacer mis necesidades
fisiológicas.
Lo platico con Maricruz y ella, que todo lo ve muy fácil, me dice que
vayamos al baño.
-Yo te acompaño, no te preocupes –comenta.
-¿Pretendes que entre al baño de mujeres? –pregunto preocupada.
-Claro, no te vas a meter así al de los hombres.
122
Piel que no miente
-¿No me dirán algo?
-No, no pasa nada, vamos, nada más no vayas a hablar.
Muerta de miedo, pero con una exigencia física difícil de posponer, sigo
a Maricruz a los baños. Entramos y solamente hay una empleada que
hace la limpieza, ella saluda y Maricruz responde, yo me quedo callada.
Me meto al baño y me siento; es agradable me siento más mujer al estar
en esta posición.
Maricruz sale primero; luego lo hago yo. Al cruzar la puerta me intercepta
el capitán, gerente o qué se yo.
-Usted no puede entrar a ese baño, no vuelva a hacerlo –me dice en un
tono enérgico.
-¿Entonces tengo que entrar al otro? –respondo, señalando al de los
hombres.
-Tampoco, a ninguno. Y no se me ponga difícil porque en este momento
llamo a la policía.
-Está bien –acepto asustada y me retiro a mi mesa.
Me siento muy mal, de verdad logró amedrentarme el tipo. Maricruz
me dice que debí haber reclamado, que no tengo porqué dejarme; yo,
humilde, digo que ya es mucho con que me dejen entrar al restaurante,
que tampoco puedo pedir más. Apenas estoy empezando a navegar.

LXI

Olivia se ha dado cuenta que salgo vestida. Un poco por ese sexto
sentido que en ella está tan desarrollado y otro poco porque yo, a pesar
de tener que hacerlo tantas veces, no soy muy buena para mentir.
Ahora fueron restos de barniz de uñas los que me delataron. Como ella
sabe que las reuniones son en el Parque Hundido, en un sitio público y
abierto, concluyó que anduve vestida en la calle.
En un primer momento le dije que la junta se había llevado a cabo en
casa de Olga y que ahí me había cambiado, pero a fuerza de insistir me
obligó a decir la verdad.
Histérica, bañada en llanto me empezó a gritar y se metió al cuarto de
servicio, donde sabe que guardo la ropa. Tomó algunas prendas y las
empezó a romper con una furia descomunal. Yo traté de evitarlo y aquello
se convirtió en un forcejeo vergonzoso. Terminé por dejar que rompiera
123
Silvia Jiménez G.
alguna de las prendas, de otra manera aquello habría degenerado en
violencia física y era lo que menos quería. Sobre todo porque mi hijo dormía
en su recámara y no quería que los gritos y los insultos lo despertaran.
Me duele que se hayan destruido algunos de mis vestidos, pero lo que
más me duele y lo que más me indigna es que hayamos llegado a estos
extremos. Me da mucha tristeza, también, darme cuenta que no hay para
dónde voltear, que la relación está herida de muerte a menos que Olivia
me acepte como soy o que yo vuelva a meterme al clóset y renuncie a la
libertad que apenas estoy alcanzando.
En silencio nos vamos a dormir; me cuesta trabajo hacerlo, pienso si
haber entrado al grupo fue lo mejor que me pudo haber sucedido o si
hubiera sido preferible seguir en la más completa oscuridad pero sin tener
problemas tan serios con mi pareja.
Al día siguiente tampoco nos hablamos. Por la noche, una vez que
Jorge Alberto –nuestro hijo- se ha dormido, Olivia me dice.
-He estado pensando mucho todo esto que ha pasado entre los dos. Y
me doy cuenta que esto va más allá de mis fuerzas.
-Lo que pasa es que no lo entiendes –le digo- si de verdad quisieras
informarte, si al menos fueras a algunas de las juntas, platicaras con la
gente...
-No, no podría estar ahí viéndote vestido como una mujer. No lo
soportaría.
-El día que vayas no me vestiría.
-Eso no importa, de todos modos sé que ahí es donde te vistes y te
exhibes en un parque, ¿te has puesto a pensar qué pasa si te ven mis
amigos?
-Es lo único que te importa ¿verdad?
-Me importa todo. ¿Cómo quieres que me sienta sabiendo que vas a
ponerte esa ropa y andar por la calle? Ya no me siento mujer, me siento
un cero a la izquierda, me siento nada.
-¿Y tú te has puesto a pensar cómo me he sentido toda la vida creyendo
que soy un pervertido, un enfermo?
-Mira, no sigamos discutiendo porque vamos a volver a pelear. Lo
que quería decirte es que ya no aguanto. Yo te lo dije antes de que nos
casáramos, lo que aguantaría y lo que no. Y esto ya no lo aguanto. O
dejas tu grupo y te vistes como antes en la casa, sin que nadie se entere,
o te olvidas de mí.
-¿Es un ultimátum?
-Tómalo como quieras. Tú decides.
124
Piel que no miente
-¿Puedo pensarlo?
-Sí, pero no tardes mucho.
-Dame dos días,
-Está bien. Piénsalo. Nada más no vayas a perder lo más por lo menos.
Otra vez me costó trabajo dormir. No es fácil la decisión que debo
tomar, pero recuerdo lo que habíamos platicado a propósito de asumir las
consecuencias. Hace mucho años mi padre también me lo había dicho,
tienes que afrontar las consecuencias de tus actos. Ahora tendré que
hacerlo.

LXII

Tengo un sueño. Soy un presidiario que purga una condena de cadena


perpetua. Estando en prisión conozco a Olivia y ambos nos enamoramos.
Ella me visita cada fin de semana, platicamos, nos besamos, hacemos
el amor, en una palabra, nos amamos. Ambos sabemos de la cadena
perpetua, así es que nos queda claro que la relación será así toda la vida.
Alguien me presenta a unos abogados buenísimos. Ellos apelan la
sentencia y logran demostrar que los actos por los que me metieron a la
cárcel no constituyen delito alguno. El juez me otorga la libertad.
Feliz, espero la llegada de mi amada para comunicarle la buena nueva,
pero ella, antes que alegrarse, se molesta y se entristece. Y me dice que
si salgo de la cárcel se acabará la relación.
Yo no puedo entenderla, pero ella me explica que así nos conocimos,
que ambos sabíamos que pasaría toda la vida en la cárcel, que no espere
que ahora que voy a salir ella se ponga tan contenta.
Yo me quedo muy triste, en verdad amo a Olivia, pienso en todo lo que
podríamos hacer una vez que estuviera en libertad, pero no contaba con
la reacción de mi amada que no acepta mi libertad.
La amo tanto que en algún momento cruza por mi mente la posibilidad
de seguir en la cárcel con tal de no perderla; toda la noche, en prisión,
le doy vueltas al asunto, no sé qué decisión tomar. Finalmente amanece
y llega el carcelero con las llaves de mi celda y el papel de mi libertad.
Yo sigo sin saber qué hacer, el carcelero abre la reja y en ese momento
despierto.

125
Silvia Jiménez G.

LXIII

Han pasado los dos días y tengo que responder al ultimátum de mi


esposa.
Le he dado muchas vueltas al asunto. Pienso en todo lo que puedo
perder; en primer lugar el amor de Olivia; la convivencia diaria con mi hijo;
la casa, la estabilidad... Ya viví el rompimiento de un matrimonio, pero
ahora las cosas son diferentes. Aquella ocasión ya no había amor, casi
hasta podría decir que la separación fue un descanso para mí. Lo único
grave fue alejarme de mis hijas. Pero a Olivia si la amo.
Tampoco puedo obligarla a entender algo que a mí me llevó muchos
años. No me incomoda demasiado que no lo entienda, eso lo puedo
aceptar, lo que no me cabe en la cabeza es que no quiera entenderlo, que
no sea solidaria conmigo y que, por lo menos, haga el intento de platicar
con la gente que me ha apoyado y que conoce del asunto.
Mi decisión va de un lado a otro. ¿Qué futuro me espera viviendo sola?
Ya no soy joven, no será fácil empezar a vivir como mujer, ¿quién me va a
dar trabajo? Si como hombre resulta complicado encontrar empleo, como
mujer imposible.
Pero tampoco estoy dispuesta a volver a encerrarme. Recuerdo a Erich
Fromm cuando habla del “Miedo a la Libertad”. Es más cómodo dejar que
los demás decidan por una, que una no asuma riesgos ni tome decisiones;
pero eso no es lo que me llevará a la felicidad.
Es en estos momentos cuando tengo que sostenerme de mis principios.
La libertad, la autenticidad, el ser uno mismo, o una misma, en este caso...
eso vale más que la comodidad. Yo no pretendo que Olivia se vista de
determinada manera; más de una vez me ha dicho qué hubiera hecho
yo si las cosas fueran al revés, es decir, que ella quisiera vestirse como
hombre, ponerse un bigote y todo eso. Desde mi actual condición es muy
fácil entenderla, pero supongamos que yo no tuviera nada que ver con al
transgénero. Desde luego que sería muy difícil para mí, pero una cosa
me queda muy clara, antes de ponerle un ultimátum me preocuparía
por informarme, por conocer a sus amigos, por ver qué clase de lugares
frecuenta.
Eso es lo que me duele de mi, todavía, esposa; su falta de solidaridad.
Pero no puedo evitarlo, la amo. La amo aunque desde el momento mismo
126
Piel que no miente
en que le comenté del grupo se haya alejado de mí en el ámbito sexual.
Dice que ya no se le antoja, que siente que no está con un hombre y eso
le hace perder la libido. Acepto que ya no quiera tener sexo conmigo,
temo incluso que tarde o temprano lo busque en otra parte. Eso me duele,
porque me parece que no es lo mismo una cosa que la otra. Pero no me
sorprendería demasiado. Quizá hasta ya esté saliendo con alguien más,
no lo sé, nunca lo sabré.
Qué difícil decisión, el amor o la libertad. El encierro o la soledad. No lo
sé.
Paso por ella al trabajo y su actitud es como la de otros días, cordial sin
llegar a ser cariñosa. Platicamos de trivialidades.
Al llegar a la casa, luego de mandar a la cama a Jorge Alberto, me
pregunta:
-¿Ya lo pensaste?
-Sí, le contesto.
-¿Y?
-Te amo, Olivia, te amo mucho. No quisiera perderte ni quisiera alejarme
de mi hijo, me pones en una situación muy difícil.
-¿Eso qué significa?
-Que estoy consciente de lo que voy a perder, pero no puedo renunciar
al derecho que todos los seres humanos tenemos de buscar la felicidad y
de ejercer la libertad.
-¿Eso quiere decir que vas a seguir saliendo?
-Sí –contesto, y siento que algo se me atora en la garganta.
Ella se pone a llorar y se va a dormir.

LXIV

Hay momentos de desesperación, cuando dan ganas de reclamarle al


destino, a Dios, a la vida... ¡vaya uno a saber a quién! pero reclamarle
y pedirle explicaciones del porqué de las cosas, del porqué soy como
soy. Tan fácil que hubiera sido nacer como una mujer, la mitad de los
seres humanos en este planeta lo son. O, en todo caso, ser un hombre,
pero estar contento con mi género, gustar de los trajes, las corbatas, los
avioncitos de guerra a escala...
Es cuando uno mira hacia el cielo y dice ¿por qué a mí? ¿por qué yo?
127
Silvia Jiménez G.
Lloro con una rabia contenida. Entiendo a las transexuales que en su
desesperación optan por el suicidio. No pasa por mi mente una salida
extrema, pero las entiendo. No hay lugar para personas como nosotras.
Entiendo, también, a todas aquellas transexuales que terminan en las
calles ejerciendo el sexoservicio. A mí ni siquiera me queda ese recurso,
por mi edad y porque nunca he tenido un cuerpazo, ya no digamos
como mujer, ni siquiera como hombre. Pero las entiendo porque veo mi
futuro incierto. Si he renunciado a mi familia, al menos quisiera tener la
posibilidad de vivir como una mujer, tomar hormonas, hacerme algunas
operaciones... pero ¿con qué he de hacerlo? ¿quién me va a dar trabajo
en estas condiciones? Temo que a final de cuentas he de quedarme con lo
peor de todo. Viviendo como hombre para poder ganarme la vida, y lejos
de mi familia, en soledad.

LXV

No entiendo. Por la noche, mi esposa y yo hemos vuelto a hablar. Ella


me dice que seguirá conmigo, que trate de no salir mucho, de no dejarla
mucho tiempo sola. Que no me entiende ni le gusta mi forma de ser, pero
que tampoco quiere perderme.
-Jorge Alberto necesita un padre –me dice- y me da miedo que si nos
divorciamos ya no te importe nada y empieces a vivir como mujer.
-¿Entonces a qué vino ese ultimátum?
-Sólo quería saber qué tanto te importo; ya me di cuenta que no mucho.
-Y yo –reviro la pregunta- ¿te importo mucho? ¿te importa mi felicidad?
¿te importa saber por qué soy como soy?
-Me importas, pero como hombre, como te conocí.
De nuevo, la plática se va a terrenos que de tan conocidos resultan
hartantes. Está visto que no nos podremos poner de acuerdo, pero al
menos seguiremos juntos. Todo fue una farsa con el único propósito
de ponerme a prueba. Una apuesta a la segura, sin riesgos. Si hubiera
optado por ella, Olivia habría logrado lo que quería, volverme a meter a
la caja fuerte. Al optar por mi libertad, ella hace como que no pasó nada
y todo sigue igual.
Cruza por mi mente la posibilidad de irme, pero prefiero esperar un
poco. No pierdo las esperanzas de que con el tiempo Olivia vaya viendo
128
Piel que no miente
las cosas con mayor naturalidad.
Mientras tanto sigo saliendo. Quizá más fortalecido por lo que acaba
de pasar. Ante cualquier reclamo puedo decirle a mi esposa que está en
libertad de hacer lo que mejor le convenga. Creo que a final de cuentas
sirvió el famoso ultimátum, me obligó a pensar qué es lo que realmente
quiero.
Es curioso, durante la discusión le pregunté a mi esposa si le ha
importado saber porqué soy como soy. A decir verdad, ni yo misma lo
sé. Al llegar al grupo esa era una de mis interrogantes, descubrir dónde
estuvo el error. Pero ya me di cuenta que el error está en la sociedad
que espera que los machos sean hombres y las hembras, mujeres. Hay
algunas personas como nosotras que no nos apegamos a esa norma, así
como hay una minoría que tiene mayor habilidad con la mano izquierda
y a estas alturas a nadie le sorprende. Incluso existen escuelas donde
cuentan con bancas para zurdos. ¿Llegará el día en que construyan
baños para transgenéricas? ¿o cosméticos pensados específicamente
para las condiciones de nuestra piel? Estoy segura que seríamos un nicho
de mercado interesante para las empresas del ramo.
El episodio de los baños me incomodó muchísimo. Iba tan bien, fue
como una cubetada de agua fría que me hizo volver a la realidad, Por
más que quiera, no soy una mujer. Mis amigas, sin embargo, me dicen
que no haga caso de esas tonterías, y atribuyen a mi propio nerviosismo
el hecho que me hayan llamado la atención. –Sucede como con los perros
–me explican- si les demuestras miedo te atacan, si tienes confianza y
seguridad ni quien te moleste.
De cualquier forma, durante las siguientes salidas tomo mis precauciones.
Procuro ir al baño antes de cambiarme y prácticamente no beber líquidos,
mucho menos café. He pensado, incluso, la posibilidad de ponerme un
pañal para adultos con el fin de evitar cualquier riesgo; pero lo descarto,
sería sumamente incómodo.
Llega el momento, sin embargo, en que es imposible seguir aguantando.
Estamos en un restaurantito comiendo tortas. El baño es individual, eso
significa que puedo entrar sin que haya nadie ahí adentro que pudiera
incomodarse.
Me armo de valor y con la mayor naturalidad me dirijo al baño. No
pasa nada; salgo y nadie me dice nada. Fabuloso. He dado otro paso
importante.

129
Silvia Jiménez G.

LXVI

Las cosas en el grupo van muy bien. Cada día que pasa aprendo más
sobre el transgénero y sobre mi propia vida.
Hoy hablamos sobre las enormes posibilidades que me puede dar mi
condición transgenérica si aprendo a sacarle jugo. Es un poco lo que
hoy está tan de moda entre los motivadores, convertir una debilidad en
fortaleza.
Y es que, cuando nacemos, casi irremediablemente limitan nuestro
potencial, prácticamente a un 50 por ciento. Si somos varones, nos
inculcan valores como la fuerza física, la valentía, la independencia,
el razonamiento lógico y la iniciativa. Si somos mujeres, entonces nos
enseñan a ser tiernas, sensibles, compasivas, intuitivas y hasta hermosas.
Nosotras, en nuestra condición de machos-mujeres, tenemos la enorme
posibilidad de aplicar en nuestra vida todos estos atributos, no tenemos
porqué renunciar a ninguno de ellos. Y si bien en nuestra infancia no
nos inculcaron los valores reservados a las mujeres, nosotras podemos
incorporarlos en virtud de que los sentimos como propios.
Otra ventaja que en un momento dado podemos tener sobre las mujeres
de nacimiento –mujeres biológicas les decimos, en un intento bastante
inexacto de distinguirnos- es que podemos construir nuestra propia
feminidad.
Las mujeres xx (léase equis equis) –prefiero llamarles así, a diferencia
de nosotras que en virtud de los cromosomas seríamos xy- tienen que
construirse como tales sobre la marcha, con la influencia de sus mamás,
de sus amigas, de algunas maestras y quizá hasta de las actrices o
las cantantes de moda. Todo ello a una edad en la que apenas están
entendiendo eso que llamamos vida.
Nosotras, en cambio, nos construimos como mujeres a una edad en
la que ya sabemos más de la vida, de nuestros anhelos, de nuestras
fortalezas y de nuestras debilidades. Todo esto que reflexionamos es
nuevo para mí, nada que ver con las imágenes grotescas de las travestis
que aparecen en los shows televisivos o en las páginas amarillistas de
algunos diarios.
Otro hallazgo maravilloso, al menos en mi caso, es que ya no tengo la
obligación de ser ni de parecer un hombre. Cuando descubrí todo esto se
me quitó una enorme loza de encima.
En nuestra sociedad sexista se le suele dar mayor valor al hombre que
130
Piel que no miente
a la mujer. Pero esa es una falacia. La vida misma se ha encargado de
demostrarnos que tanto valor pueden tener unos como otras. A final de
cuentas, antes de ser un hombre o una mujer, soy un ser humano. Y
es mucho más importante para mí convertirme en un ser humano pleno,
auténtico, feliz, que en un hombre resignado, hecho a fuerzas, por
obligación.
Esa obligación que durante mucho tiempo recayó en mis hombros. La
necesidad de demostrarme a mí mismo y a los demás que podía ser tan
hombre como el que más, y que me impedía demostrar mis emociones y
mis más profundos sentimientos, y que me orillaba a ser brusco, agresivo
y hasta violento si fuera el caso, no fueran a decir que me faltaban
pantalones.
Todo esto lo pensaba cierto día, mientras esperaba que mi hijo saliera
de la escuela.
Había estacionado mi auto muy cerca de ahí, adelante de un taxi. Al
regresar, ya con Jorge Alberto conmigo, me dispuse a sacar el auto. La
maniobra no era sencilla, pues enfrente se había colocado una camioneta
que me dejaba muy poco espacio. Eso provocó que en uno de los
movimientos le diera un pequeño recargón al taxi. En ese momento llegó
el taxista y me increpó:
-¡Órale güey! ¿qué te pasa? ¡Le pegaste a mi coche!
-¿Le pasó algo? –dije, de la manera más amable.
-No, pero de todos modos, no tienes porqué pegarle, aprende a manejar.
-Ah, bueno, si no le pasó nada no hay problema –respondí con serenidad,
sin caer en sus provocaciones.
En ese momento el taxista se enfureció aún más y luego de darle una
patada a mi auto –seguramente le dolió más a él que a mi auto- siguió con
sus imprecaciones.
-¡Bájate, cabrón, te voy a enseñar quién manda! –dijo.
-Mira, si eso te hace feliz, haremos de cuenta que tú eres el que manda,
¿de acuerdo? –repuse en tono irónico al tiempo que acababa de hacer
mis maniobras.
-¡Te voy a partir la madre, pendejo!
Y ya no supe qué más dijo el pobre hombre que, ciertamente, tenía una
necesidad enorme de demostrar su hombría a como diera lugar.
En otras circunstancias yo no “me hubiera dejado”. Y, por lo menos,
habría respondido con dos o tres insultos; pero, sobre todo, me hubiera
quedado igual de molesto y tenso que el taxista. Ahora, en cambio, me
retiré de ahí muerta de la risa. Y digo muerta –y no muerto- porque fue mi
131
Silvia Jiménez G.
parte femenina la que intervino y me evitó el coraje. A veces, el transgénero
tiene sus cosas divertidas.

LXVII

Cada vez me involucro más con el grupo. No sé si haya encontrado


muchas respuestas, tal vez no, pero lo que sí me queda muy claro es que
ahora sé cuáles son las preguntas.
Es un mundo nuevo el que se abre para mí. Yo sigo saliendo y cada
vez encuentro una mayor aceptación de la gente. Ya me he animado a
subirme a los microbuses, al Metro –es maravilloso poder viajar en los
vagones de adelante, reservados a niños y mujeres- y ya hasta entro a
los baños del Sanborn’s sin ningún problema.
Decido empezar a abrirme con la gente más cercana. Mi mejor amigo es
un arquitecto que conozco desde los 17 años, con él he vivido aventuras
de todo tipo, penas y alegrías, ilusiones y frustraciones. Nos conocimos
en aquellas actividades de labor social que hacíamos en poblados del
Estado de México.
Bien a bien no sé qué es lo que me mueve a contarle mi historia. Quizá
el deseo de que me conozca mejor, o la necesidad de no seguir callando
mi propia realidad, al menos de no callarla con la gente que más quiero.
El encuentro con Diego –así se llama- es casual, llega a mi casa en una
mañana calurosa; creo que va a recoger alguna herramienta que me había
prestado. Muchas veces, al vestirme en la casa, deseé que él llegara, sin
ninguna duda le habría abierto la puerta y me hubiera presentado ante él
como la mujer que soy.
Creo que fue mejor así, hubiera sido muy impactante que sin saber nada
me encontrada de falda y tacones altos.
El caso es que sin mucha ceremonia, antes de que se retirara le pregunté
si tenía tiempo para platicar. Me dijo que sí, entonces se la solté:
-¿Sabes una cosa?
-¿Qué?
-Soy una persona transgenérica.
-¿Y eso cómo se come?
-Las personas transgenéricas son aquellas que a pesar de nacer con
un sexo biológico determinado, se identifican con el otro género. En mi
132
Piel que no miente
caso, a pesar de nacer con órganos genitales masculinos, me reconozco
como mujer.
Mi amigo puso una cara que de inmediato me permitió darme cuenta
que no estaba entendiendo nada, pero que imaginaba que la cosa era
compleja.
De entrada no quise decirle que yo era travesti, el término está tan
asociado a perversiones, desviaciones y todo eso, que hubiera sido una
primera impresión un tanto incómoda.
Pero fue él quien en aras de comprender mejor sacó el asunto.
-¿Eso qué quiere decir? –preguntó- ¿qué te vistes de mujer?
-Sí, pero... –yo quise matizar.
-Entonces eres travesti –interrumpió.
-De alguna manera. Pero no es solamente el vestirme como mujer, es
sentirme una mujer, o al menos, es sentir que tengo los dos géneros, tanto
el masculino como el femenino.
No fue fácil ni para él entenderlo ni para mí explicarlo. Pero al final
me dijo que fuera como fuera, él me aceptaba, aunque me vistiera de
extraterrestre. Y que contaba con todo su apoyo.
Fue importante hablar con mi amigo. Le conté cómo fue que durante
tantos años tuve que reprimirme y luchar en contra de mi propia naturaleza.
Él me escuchó atento y aun cuando no entendió del todo los conceptos,
se preocupó por que yo me sintiera mejor.
Para mí fue empezar a quitarme la armadura. Sabía que de ahora
en adelante podría hablar abiertamente con él de este y muchos otros
asuntos. Podría contarle de mis salidas, de mis logros, hasta de cosas tan
triviales como comprarme un vestido o unas zapatillas.

LXVIII

Parece que el intento de ultimátum ha tenido ciertas ventajas A partir de


entonces hay un acuerdo tácito de no hablar del asunto. Pareciera que si
no lo hablamos no existe.
A estas alturas me queda muy claro que ella no me va a entender; ni
puede, ni quiere hacerlo. Es importante saberlo porque el tema se había
convertido casi en una obsesión. A toda costa quería hacerla entender
algo que para mí resulta muy claro pero que no es tan sencillo. Imaginaba
133
Silvia Jiménez G.
–y quizá con cierta razón- que en el momento en que ella me entendiera
se acabarían las discusiones y yo podría vivir mi transgénero con toda
libertad.
Pero lo único que conseguía eran pleitos, reclamos y discusiones
interminables. Ahora he tomado una actitud más pragmática y creo que
funciona. Lo único que me preocupa es que, en la medida en que ella
no tenga una idea clara de lo que es el transgénero, seguirá sufriendo al
saber que está casada con una persona como yo. Pero eso ya es asunto
suyo, yo intenté por todos los medios de brindarle información y no la
aceptó.
Por otra parte, ahora la entiendo mejor en ciertos aspectos y eso hace que
tengamos un poco de mayor armonía en la relación. Por ejemplo, cuando
antes la acompañaba a comprarse ropa, era desesperante aguardar a
que viera los vestidos una y otra vez. Nada que ver al momento en el que
yo compraba un pantalón o una camisa; era tan sencillo como llegar, ver
algo de mi talla a buen precio y listo. Pero ahora que de repente voy a las
tiendas departamentales a comprar ropa de mujer, me doy cuenta qué
difícil resulta elegir y cuánto tiempo hay que emplear. Veo un vestido y me
imagino cómo se me verá, y luego otro, y si en uno me gusta el color en
otro me gusta el corte... y así se va pasando el tiempo. Por eso ahora que
acompaño a mi esposa a comprar ropa ya sé que no puede ser tan rápido
como adquirir calcetines.
Lo mismo cuando vamos a salir. En otros tiempos era desesperante ver
cuánto se tardaba en vestirse y maquillarse. Ahora, si comparo lo que ella
se tarda con lo que yo me demoro en arreglarme cuando voy a salir en mi
rol femenino, hasta me sorprende su celeridad.
Claro que de repente sí hay fricciones. Sobre todo cuando ella tiene
algunos planes –una comida con sus amigos, por ejemplo- y yo no puedo
acompañarla por tener que ir a alguna de mis juntas.
Pero ya no son esos pleitos tan desgastantes ni esas explicaciones que
jamás ha querido escuchar. Tampoco se ha vuelto a meter con mis cosas.
La vida sexual es casi inexistente. Es curioso, antes de casarnos
yo pensaba que si en lo sexual íbamos bien, no tendría necesidad de
travestirme. Ahora que me travisto con mayor libertad, resulta que hemos
dejado de funcionar en lo sexual. Pareciera que una y otra cosa no son
compatibles.

134
Piel que no miente

LXIX

He dado un paso importante en lo que respecta a mi participación


en el grupo Eón. Según me explican, desde su fundación, el grupo ha
estado muy cercano con el Instituto Mexicano de Sexología, el Imesex.
Ellos nos brindan apoyo cada vez que se requiere y nosotras tratamos de
corresponder de alguna manera.
Cada cierto tiempo el Imesex brinda cursos de sexología a psicólogos,
terapeutas o educadores. El curso incluye el tema de la diversidad sexual
y, en particular, el asunto del transgénero.
Los directivos del Instituto han buscado que la gente que acude a sus
cursos tenga un contacto directo con la realidad, así es que nos piden que
acudamos a esos cursos para dar testimonio de nuestro transgénero.
Algunas de mis compañeras consideran que eso nos convierte en
conejillos de Indias. Yo no estoy de acuerdo. Por el contrario, creo que
es importante que los futuros terapeutas sexuales conozcan de primera
mano estos conceptos, y qué mejor que tener la experiencia directa de
platicar con gente que vive estas realidades.
Así es que en cuanto me invitan a dar mi testimonio yo acudo gustosa.
Claro que tengo un poco de nervios, pues nunca he platicado de esto
fuera del grupo.
Hoy debo hacerlo con gente extraña. No sé cómo lo irán a tomar, no
sé cómo me sentiré de estar vestida platicando de mis experiencias
personales ante un grupo de desconocidos. Pero acepto.
La experiencia es maravillosa. La gente muestra mucho interés y, sobre
todo, mucho respeto.
Cuento brevemente cómo fue que me empecé a dar cuenta de mi
transgénero y luego ellos nos hacen preguntas. La mayoría gira en torno
a si nos gustan los hombres o no, a cómo nos llevamos con nuestra pareja
en caso de tenerla, a la reacción de nuestros padres y cosas por el estilo.
Les resulta muy extraño darse cuenta que no necesariamente tenemos
predilección por los hombres, como si el objetivo último al ponernos un
vestido fuera conquistar a un galán. Pero entienden cuando les hablamos
que esto es algo más profundo y que tiene que ver con la propia identidad
y con identificarnos hacia uno u otro género.
Al final, la gente se nos acerca y nos dice palabras muy bonitas,
sobre todo las mujeres. Algunas nos felicitan por el valor –eso dicen- de
aceptarnos como somos y de buscar ser auténticas. Otras nos dicen que
135
Silvia Jiménez G.
nos vemos muy bien, cosa que agradezco, aunque sospecho que esas
palabras tienen mucho de cortesía y quizá poco de objetividad.
Pero a partir de ese momento no pierdo la oportunidad de participar en
cuanto evento se organice. Me gusta platicar de mi vida, no en un sentido
exhibicionista, para nada, sino para poder dejar algo a los demás y que
poco a poco se vaya comprendiendo mejor este asunto que resulta tan
complejo.

LXX

Nos invitan a la televisión. Son contados los programas que abordan


cuestiones que tienen que ver con la sexualidad, la gran mayoría lo
hacen desde un ángulo morboso y sensacionalista. Pero hay contadas
excepciones que manejan estos conceptos desde una perspectiva seria y
profesional. Diálogos en Confianza, que transmite el Canal 11, es una de
esas valiosísimas excepciones.
Esta serie dedica uno de sus programas para hablar del transgénero.
Mis amigas del grupo me invitan para que participe.
Me siento honrada de que me tomen en cuenta pero al mismo tiempo
me da miedo –como odio esa palabra-. Temo que mis padres o amigos
muy cercanos vean el programa y me reconozcan. Ciertamente no tiene el
rating de Cristina o de Paty Chapoy, pero de cualquier manera exponerse
ante las cámaras de televisión tiene sus riesgos, no se sabe quién estará
del otro lado de las pantallas.
Lo pienso mucho pero al final me decido. En una suerte de negociación
conmigo misma, decido participar con la condición de que no hable
durante el programa. Son tantos los invitados que no se vería nada mal.
Tomo esta decisión confiada en que ataviada como una mujer no será fácil
que algún conocido me reconozca. Y si a eso agrego que permaneceré
callada, pues no corro el riesgo de que me delate la voz. Pero considero
importante asistir, primero porque el hacer acto de presencia ya es un
testimonio importante, y en segundo lugar porque considero que puede
ser muy enriquecedor para mí el estar en una emisión de esa naturaleza.
Las dos horas del programa se pasan rapidísimo. Se manejan aspectos
muy interesantes, pues acuden sexólogos, psicólogos, terapeutas y,
desde luego, personas transgenéricas, muchas de ellas cuentan historias
136
Piel que no miente
desgarradoras.
Se presenta el caso de Dulce, una chica que nació biológicamente
como varón pero que desde los 10 años mostró una fuerte inclinación a
vestir ropas de mujer y comportarse como tal. En un momento dado lo
descubren sus padres y comienza el drama. Golpes, pleitos, presiones y
todo tipo de agresiones provocan que esta chica huya de su casa durante
la adolescencia. Es la historia de muchas otras; con un enorme deseo de
vivir como mujer y sin medios para ganarse la vida, una salida, entonces,
es el sexo servicio. Luego de algunos años de ejercer la prostitución, Dulce
empieza a inyectarse y aplicarse todo tipo de remedios –muchos de ellos
peligrosos para la salud- con tal de mejorar, así fuera temporalmente, su
aspecto. Su madre desconoce lo que está sucediendo pero algo intuye,
madre al fin, y decide buscarla. Preguntando aquí y allá logra saber de
Dulce y al darse cuenta del estado en el que se encuentra, su madre le
pide que regrese a casa y está dispuesta a aceptarla tal como es. El padre
se entera y en un primer momento se niega a aceptar que su hijo ya no
sea varón. Pero la insistencia de su madre logra ablandarle el corazón y
finalmente Dulce regresa a casa.
En el programa Dulce se mostró tal y como vive en la actualidad, como
la mujer que siempre ha sido, a pesar de lo que haya dicho su cuerpo al
momento del nacimiento. Ahora estudia, y tiene un novio. Ella, su novio
y sus padres estuvieron presentes en el programa y contaron su historia.
Fue conmovedor darse cuenta cómo el amor de unos padres puede más
que los prejuicios que nos han ido metiendo durante toda la vida.
A lo largo del programa se reciben muchas llamadas telefónicas por
parte del público. Hay dos que llaman poderosamente mi atención y que,
estoy segura, jamás voy a olvidar. La primera es de una madre que está al
borde del llanto. Dice que de haber existido este tipo de programas hace
cuatro años, su hijo todavía estaría con vida. La mujer cuenta que en ese
entonces su hijo de apenas 13 años fue descubierto con ropas de mujer.
Ella y su esposo –el padre del muchacho- antes que tratar de descubrir
por qué lo hacía, optaron por golpearlo y regañarlo con un enorme coraje;
y lo amenazaron. Le dijeron que la próxima vez que lo descubrieran
haciendo esas cosas se iba a arrepentir. Días después, el muchacho se
quitó la vida. La madre contó que fue la reacción tan violenta de ellos,
como padres, lo que orilló a su hijo a tomar esa decisión. –Y es que –dijo
al bode del llanto- nosotros no sabíamos qué era todo esto, éramos gente
ignorante y nos asustamos mucho, pensamos que si nos mostrábamos
firmes el niño dejaría de ponerse mi ropa, pero no fue así. Ahora entiendo
137
Silvia Jiménez G.
que él fue quien más sufrió, tanto que prefirió quitarse la vida.
El programa siguió su curso y minutos después entró otra llamada. De
nuevo una madre de familia, dijo que tiene un hijo de ocho años que de
repente se pone su ropa o que se amarra el suéter a la cintura, pero de
frente, de manera que parece que trae una falda. Preguntó con mucho
interés si esos pueden ser indicios de un posible transgénero, y dijo que
quiere tener información para apoyar a su hijo, o hija, en caso de que así
fuera.
Los expertos le sugirieron estar atenta a otro tipo de señales y muy
abierta al diálogo, para que en cualquier momento el pequeño sepa que
puede contar con su madre y le confíe sus dudas. Pero más allá de la
opinión de los especialistas, lo que más me llamó la atención fue la actitud
de la señora.
No sé qué haya pasado con esa familia, pero puedo estar segura que si
el niño desarrolló algún tipo de transgénero contó con todo el apoyo de su
madre. Ya me imagino el caso, el niño que confía en su madre y le cuenta
que le gusta ponerse ropa de mujer; la madre no se asusta y le dice que
eso ocurre con algunos varones y que no tiene nada de malo; en todo
caso, lo lleva a platicar con especialistas para que le expliquen de qué
se trata. Nada que ver con lo que me pasó a mí o, peor aún, con lo que
sucedió en el caso de Dulce o con el niño que llegó al extremo del suicidio.
Me convenzo de lo importante que es brindar información. No hay un
padre que quiera el mal para sus hijos, pero falta mucha, muchísima
información. A nosotras, que de alguna manera hemos vivido en carne
propia las consecuencias de la falta de información, nos corresponde
difundirla. Me siento comprometida, considero que como profesionista
de la comunicación poseo ciertas herramientas que me pueden ayudar
a hacerlo. Es un compromiso que establezco conmigo misma y con los
miles y miles de niños que no tienen por qué sentirse mal de ser como
son, y que tampoco tienen que esperar a cumplir cuarenta años para
empezar a entender lo que les sucede.
Quizá no sea mucho lo que puedo hacer al respecto, pero quiero hacerlo.

LXXI

Disfruto como nunca de mi transgénero. Poco a poco voy construyendo


138
Piel que no miente
esa mujer que quiero ser, esa mujer que siento dentro de mí, que desde
la infancia sentí en mi interior; aquella que gritaba por salir y que apenas
ahora puedo dejar que se exprese.
Descubro dos facetas muy importantes. Una es la parte frívola, casi
superficial, que busca la belleza, que cuida todos los detalles y que goza
al ir a comprar unas medias, un vestido o un lápiz labial.
La otra es la parte profunda, pensante, que reflexiona en todo lo que me
sucede y en lo que pasa a mi alrededor. Es la parte activa, que participa en
mesas redondas, que brinda testimonios de su transgénero, que lucha por
dignificar nuestra condición. Es la activista, la feminista, la transgenerista.
Ha pasado ya casi un año desde mi primer acercamiento con el grupo.
Es increíble cómo pasa el tiempo, un año ya de aquellos primeros mails...
Pero es increíble, también, cómo ha cambiado mi vida en tan sólo doces
meses. Han quedado atrás muchos de los miedos que me agobiaban, la
vergüenza, la mayoría de las dudas que una y otra vez me taladraban la
conciencia.
Me doy cuenta de los avances cuando Anxélica, la coordinadora
general del grupo, me pide que coordine la segunda edición de “Días de
Transgénero”, la serie de pláticas y conferencias a las que hace un año no
quise asistir por miedo a que la gente se fuera a enterar de mi condición.
Acepto gustosa y llena de ilusión. Son cuatro días en los que presento
a los ponentes, modero las sesiones de preguntas y respuestas, manejo
los tiempos, atiendo los requerimientos de los conferencistas, en fin, me
encargo de que todo marche bien. Incluso me doy el gusto de dar una
ponencia acerca del manejo que se le da al transgénero en los medios de
comunicación. Marketing transgenérico, se titula el tema.
Al término de la jornada cobro conciencia de todos los cambios que
ha experimentado mi vida en sólo un año. En ese entonces era tanto mi
miedo a que se descubriera mi condición que perdí la oportunidad de
asistir a las pláticas; hoy, no solamente asisto, sino que las coordino e
incluso soy yo misma una de las ponentes. Más de 30 años de mi vida
los pasé en la más completa oscuridad; ahora, doce meses han bastado
para recuperar la confianza en mí misma, para sentirme orgullosa, no
propiamente de mi transgénero, sino de mi propia vida.
Ya no me importa que la gente me vea entrar al evento, ya no me importa
que me vean en la calle vestida como una mujer. El ser hombre no me
hace mejor, el ser fuerte o brusco no me hace más importante. El vivir de
acuerdo con mi propia condición, el ser auténtica, el ser yo misma, eso sí
me hace mejor o, al menos, me ayuda a ser más feliz.
139
Silvia Jiménez G.

LXXII

El chat se ha convertido en un buen aliado de mi travestismo. Sin


necesidad de ponerme un vestido, aquí puedo transformarme en mujer,
adoptar un nombre femenino y que me traten como a una reyna. Es
divertido.
Ocasionalmente me hago pasar como mujer, pero no me gusta del todo,
siento que es un engaño, y aunque el chat es el reino de la ilusión, prefiero
ser más honesta. Descubro que hay salas de travestis, ahí me siento
mejor. Y aunque dudo mucho que hiciera en la realidad lo que muchos
hombres me proponen en ese lugar, me siento bien al saberme deseada.
En una de esas me meto a una sala de lesbianas, conozco a una chica
bastante agradable y le confieso que soy travesti. Ya en otras ocasiones
ha sucedido e, invariablemente, llegado a este punto se despiden
amablemente. Gabriela –así se llama- no hace lo mismo, por el contrario,
me dice que le parece que somos mujeres muy valientes que a pesar de
todo luchamos por vivir nuestro rol.
Luego de ese día nos mandamos algunos mails y quedamos de vernos
para podernos conocer.
Pasé a recogerla a su trabajo. Yo llevaba una blusa beige, una falda
negra y zapatos de tacón alto. Estuve en el auto esperándola afuera de
su oficina. Lo más maravilloso fue que cuando ella salió de su trabajo se
subió al auto sin importarle que nadie la viera subirse con un travesti. Y nos
fuimos a tomar un café. Ella, maravillosa y yo, encantada. Platicamos de
todo y hasta me dio recomendaciones para mejorar mi arreglo personal.
Me sentí fascinada sabiendo que hay una mujer que no se avergüenza
de salir conmigo, que no me exige que me ponga unos pantalones y
que me quite los aretes o me despinte los labios para ir a tomar un café
conmigo. Creo que una de las cosas más hermosas del mundo es ser
aceptada por los demás, sobre todo por la gente que vale la pena.
Yo sé que debo ser muy cautelosa; lo peor que me podría suceder en
este momento es enamorarme. Además, estoy consciente que puedo
malinterpretar muchas cosas. Siempre que me he relacionado con una
mujer ha sido en mi condición masculina, sé lo que puedo interpretar
desde esa condición, pero como mujer nunca había vivido algo semejante.
140
Piel que no miente
No quiero ilusionarme, pero a veces pienso que sería sensacional
mantener una relación lésbica; con otra mujer, pero desde mi condición
femenina. No sé si con el tiempo...
Quince días después de nuestro primer encuentro planeamos otra cita,
en la plaza central de Coyoacán, frente a la Iglesia. Estoy por salir de
la ciudad algunos meses y quiero despedirme de ella. Llego a la hora
indicada y no está, camino un momento por ahí. El lugar es precioso y
evocador; niños dándole de comer a las palomas, parejas de enamorados
que se hacen todo tipo de juramentos en las bancas, vendedores de
globos que llenan de color el ambiente, ancianos que salen para ver pasar
el tiempo de los demás...
Me siento en una de las bancas y a los pocos minutos llega una mujer
de cabellos blancos, andar pausado y un corazón lleno de bondad. Me
saluda y yo, respetuosa y amable, contesto con un buenas tardes.
Se pone a platicar; me cuenta de su nieto que está por entrar a la
universidad, de sus hijos que tuvieron que irse a trabajar a la provincia, de
su marido fallecido hace siete años y de toda su vida que ha transcurrido
en Coyoacán, “cuando la vida era muy diferente, señorita”.
Me pregunta acerca de mí, de dónde soy, si estoy casada... le digo que
sí, le invento que mi marido es publicista y que mi hijo el mayor está por
entrar a la secundaria.
Estoy fascinada, platicamos de cosas de mujeres, de la casa, los hijos,
ya ni me acuerdo que en cualquier momento puede llegar mi amiga.
Hace ya media hora que estoy con la buena anciana. Miro el reloj, volteo
a mi alrededor y concluyo que no llegará Gabriela. Entonces me despido
de la mujer y al levantarme, ella me dice:
-Pero mire nada más qué grandota está usted, y con esos tacones, no
se vaya a caer.
Yo le digo que tendré cuidado y, feliz de la vida, me despido de esa
mujer que siempre me trató como a una de las suyas y, sin proponérselo,
me hizo vivir plenamente mi anhelo de ser mujer.
Ese encuentro casual borra mi frustración de no haber podido ver a
mi amiga. Cuando estoy por subirme al auto suena mi celular, tuvo un
contratiempo pero ya está en Coyoacán, en la plaza, donde habíamos
quedado de vernos.
De inmediato me dirijo al punto de encuentro y ahí está, con una flor que
me obsequia como despedida. Me emociono, jamás me habían regalado
una flor.
Mientras tomamos un café le cuento que estaré unos tres o cuatro meses
141
Silvia Jiménez G.
fuera de la ciudad, pero quedamos en que nos estaremos escribiendo
correos electrónicos.
Es tarde, ella debe ir a Ciudad Universitaria para ver algunos asuntos
relacionados con su tesis y yo tengo que ir a los baños para cambiarme
antes de pasar a recoger a Olivia. El hechizo está por terminar.
Me ofrezco darle un aventón a Ciudad Universitaria, pero al echar a
andar el auto escucho un ruido extraño en el motor. Qué contrariedad.
Aun a pesar de mi atuendo, debo levantar el cofre y revisar algún posible
desperfecto, qué espanto. No veo nada extraño, si acaso unas mangueras
que están un poco flojas. Las aprieto bien y me subo al auto. Lo echo a
andar y parece que el ruido ha desaparecido. Qué alivio.
Al llegar a Miguel Ángel de Quevedo, sin embargo, de nuevo se escucha
el ruidito y de nuevo el numerito de bajarme, abrir el cofre y apretar las
mangueras.
-Es lo malo de ser mujer –me quejo ante Gabriela mientras me limpio
las manos con una franela roja- es muy incómodo hacer mecánica con
esta ropa.
-No te preocupes –me dice comprensiva- muchas mujeres son buenas
para la mecánica.
Pues yo ni como hombre, y mucho menos como mujer, soy buena para
andar arreglando automóviles, pues el ruido no cede. Pienso entonces
en dejar a mi amiga en Ciudad Universitaria y luego ir a cambiarme para
entonces llevar el coche a un mecánico, pero ya no es sólo el ruido, ahora
el auto comienza a jalonearse.
-Aquí adelante hay un taller mecánico –me dice Gabriela.
-¿Y pretendes que llegue así al taller?
-¿Por qué no? Muchas mujeres llevan su coche con el mecánico. Y
sería peor que se nos quedara a medio camino.
Su razonamiento es demoledor. Mi pregunta es si los mecánicos
estarán conscientes que yo soy una mujer. Cierto, he ido muchas veces
a restaurantes, a boutiques y en todos lados me han tratado muy bien.
Pero... ¿con un mecánico?
-¿Los conoces? –le pregunto, con la esperanza de que eso pudiera
suavizar las cosas.
-No, pero paso seguido por aquí y los he visto.
Mientras tanto el auto sigue tosiendo y jalándose. Imposible seguir así.
Llegamos al taller y, muerta de miedo, me bajo. No puedo evitar que las
miradas de esos hombres me intimiden, no dicen nada, pero me ven de
una manera muy especial.
142
Piel que no miente
-Buenas tardes –les digo con la voz más suave que puedo hacer- mi
coche está fallando, ¿podría revisarlo, por favor?
Sin decir nada, los rudos mecánicos abren el cofre y empiezan a mover
cables, conectar mangueras y quién sabe qué tanta cosa.
-Échelo a andar, señora –me dice uno de ellos, después de 15 minutos
de estar atando y desatando ahí adentro.
Lo echo a andar y, como por arte de magia, el auto deja de toser, otra
vez su rugido habitual. Me acuerdo de mi abuela cuando decía, en una
frase que seguramente odiarían las feministas, “Dios y hombre”.
Tranquila por haber recuperado la salud del automóvil, y repuesta de los
nervios, llevo a mi amiga a Ciudad Universitaria.
-Ya se te hizo tarde ¿verdad? –intuye.
-Un poquito –reconozco, pero lo bueno es que ya está bien el coche.
-¿Por qué no te cambias aquí en los baños? –sugiere.
-¿En los baños?
-Sí, para que no se te haga tarde. Podemos entrar al baño de mujeres
de la facultad de Filosofía y Letras, ni quien te diga nada.
La idea me parece descabellada, pero ya es tarde y, por otro lado,
después de todo lo que he pasado este día, ya nada me asusta.
Así es que, con el apoyo moral de mi amiga, entro al baño y procuro
cambiarme lo más rápido posible. Desde adentro del pequeño espacio
donde está el inodoro escucho a mujeres estudiantes que platican de sus
novios, de sus broncas con los padres, de sus sueños... qué diferente al
ambiente que priva en el baño de los hombres.
Como quiera, no resultó demasiado complicado entrar, finalmente
llevaba falda, pero la salida... pienso que será incómodo.
Realmente lo es, pero no pasa a mayores. Abro la puerta del cubículo
y como una exhalación salgo del baño; dos o tres chicas que se arreglan
frente al espejo me ven extrañadas, pero no dicen nada. O si lo dicen, ya
no las escucho.
Afuera me está esperando Gabriela. No me hubiera gustado que me
viera en mi condición masculina, pero qué remedio.
-¿Eres tú, Mayela? –me dice al verme salir.
-Sí.
-No te hubiera reconocido, te ves muy diferente.
-Hubiera preferido que no conocieras esta parte de mí.
-No importa, para mí sigues siendo Mayela en falda o con pantalones.
-Menos mal.
-Pero ¿sabes una cosa? –comenta.
143
Silvia Jiménez G.
-¿Qué?
-Te ves mejor como mujer.

LXXIII

Hay un sentimiento agridulce. Un buen amigo me invita a colaborar con


él en un proyecto de comunicación en los estados de Chiapas y Tabasco.
Puedo ganarme buen dinero en unos tres o cuatro meses. La oferta es
más que tentadora y, desde luego, acepto.
Estoy muy contenta porque finalmente podré tener algunos ingresos que
desde hace tiempo me vienen haciendo falta. Pero por otro lado tendré
que olvidarme por unos meses de mi parte femenina. Ni pensar vestirme
en esos lugares.
Mis amigas del grupo me organizan una despedida; es emocionante.
Me ausentaré unos cuántos meses pero pareciera que me voy a la guerra.
En Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, comparto una casa enorme con tres
compañeros, aunque tengo un cuarto para mí sola no puedo ni siquiera
pensar en la posibilidad de vestirme por las noches, en cualquier momento
podrían entrar o llamarme con cualquier pretexto.
Mis compañeros son buenas personas, pero irremediablemente tienen
un marcado machismo. Sus conversaciones giran en torno a los pechos o
los glúteos de fulanita o zutanita, o de las múltiples ocasiones en que se
han ‘picado’ –así dicen- a una u otra.
Al convivir tanto tiempo con sujetos tan machistas me avergüenzo de
ser hombre al menos biológicamente- de pertenecer a esa parte de la
población que ha puesto a la mujer como un ser inferior, sin ninguna
posibilidad de contar con mayores virtudes que un cuerpo bien dotado y
dispuesto a entregarse a cualquier patán.
Sé muy bien que no todos los hombres son así, pero al menos esa
parte no me permite identificarme con ese género. Me urge contar con un
espacio para poder expresarme desde mi condición femenina.

LXXIV
144
Piel que no miente

Hace más de quince días que no puedo ser yo misma.


Esta es mi primera crisis. Pero supongo que mañana me levantaré y
volveré a resignarme, con la certeza de que esto no será para siempre.
Pero ahora esto me resulta tan difícil. La gente aquí es cruel, muy cruel.
Hay un odio feroz contra los homosexuales, y aunque yo me considero
heterosexual, no dejo de indignarme en silencio. Primero, porque los
respeto y sé que son gente tan valiosa o más que cualquiera; y segundo
–y principal- porque sé que ese odio es también contra las transgenéricas,
sólo que ellos lo engloban en un mismo concepto. No hay día que no
hablen de que tal o cual persona es puto, así le dicen, con ese odio feroz
a quien no es como ellos. O, más bien, a quien sin proponérselo les hace
poner en duda su propia heterosexualidad. La gente puede ser borracha,
ladrona, irresponsable y casi hasta golpear a la mujer, eso lo perdonan,
pero jamás perdonan lo otro.
Es tan absurdo, como si odiaran a alguien por ser zurdo o calvo, o porque
le gusta el espagueti. No lo entiendo. Y he tenido ganas de levantarme y
decirles quién soy en realidad y cómo soy, y mostrarles mis vestidos y mis
aretes, y hacerles cuatro o cinco preguntas para callarles la boca. Pero
por supuesto que no lo hago, ni lo haré.
Pero me indigna, y me da mucha rabia porque me doy cuenta de todo
lo que falta para construir un mundo en donde quepamos todos y todas
Y mi mundo está tan lejos. Mi pequeño pero maravilloso, grandioso
mundo.
Estoy muy triste, quisiera ser más optimista, pero ahora no puedo serlo.
Ayer, por ejemplo, hablé por teléfono con mi esposa. Y a pesar de la
distancia, y a pesar de que no nos hemos visto en más de 15 días, volvimos
a pelear por lo mismo; que si yo no soy capaz de ceder, que cuando nos
casamos yo le dije que nunca iba a salir así a la calle, que si esto, que si
lo otro... es desesperante. Es desesperante porque me doy cuenta que
en este mi pequeño mundo no cabe Olivia. Ella pertenece a este enorme
pero ridículo mundo en donde tienes que guardar las apariencias, vestir
como los demás quieren, hablar como los demás quieren, pensar y soñar
como los demás quieren.
No puedo dejar de pensar en Gabriela, la extraño tanto. Ella me ha
enseñado que hay gente maravillosa que acepta a los demás por lo que
son, no por lo que aparentan; que aceptan a los demás por lo que traen
en su interior, no por la ropa que llevan puesta.
El solo hecho de pensar en Gabriela y en mis amigas del grupo me hace
145
Silvia Jiménez G.
sentir bien; quizá porque sé que no estoy sola; quizá porque sé que este
mi mundo, aunque pequeño, existe, no es una ilusión.
Es inevitable soñar y acariciar de pronto la posibilidad de que entre
Gabriela y yo hubiera algo más que una amistad. Sé que es una tontería,
apenas la acabo de conocer y, por si fuera poco, la diferencia de edades
es muy grande.
Pero no puedo menos que pensar en ella. Antes de que me viniera a
este viaje mi esposa me dijo ‘te amo’. Me sorprendió porque hacía tiempo
que no nos decíamos esas cosas, pero lo dijo, quizá porque sabía que en
mucho tiempo no nos veríamos. Yo no sé si esas palabras sean ciertas.
Cuesta trabajo creerlas cuando no ha habido una correspondencia,
cuando no ha querido involucrarse y ser solidaria conmigo, Pero bueno,
ella también podría pensar lo mismo de mí, que si la amara dejaría al
grupo y buscaría deshacerme de toda la ropa. Y sin embargo no lo hago
y eso no quita que le guarde cariño, quizá hasta un amor que tímido y
callado todavía queda por ahí.
Sin embargo, a estas alturas creo que lo que más necesito no es amor,
sino aceptación. Mi esposa me ama -concedamos que es así- pero no
me acepta. Gabriela no me ama, eso es evidente, pero me acepta. Si me
dieran a escoger, me quedaría con Gabriela, no es amor lo que necesito,
es aceptación. Los Beatles dijeron alguna vez que “todo lo que necesitas
es amor”. Yo diría que, en mi caso, todo lo que necesito es aceptación.

LXXV

Durante mi estancia en Chiapas se han agudizado mis crisis. Si no es


por el encierro, es por el hastío; hasta le edad, que en otras condiciones
no me importaba, ahora se me restriega en la cara. Me pongo a pensar
que si quisiera vivir como una mujer tendría serias dificultades con mi
cuerpo. Aunque me atiborrara de hormonas y me hiciera cientos de
implantes y cirugías mi cuerpo jamás podría ser como el de una mujer con
cromosomas xx.
Cuando veo la televisión y veo anuncios de cremas, de rimel, de labiales,
cómo añoro el no haber nacido mujer, con todo lo que implica. A veces me
da mucha tristeza, mucha rabia, no haber tenido 20, 25 años... me refiero
a no haberlos disfrutado desde mi condición femenina. Ya no digamos
146
Piel que no miente
haber nacido mujer, por lo menos haber tenido la oportunidad de vivir ese
rol como ahora lo hago, pero en mi juventud. Yo sé que no es culpa de
nadie, si acaso de esta sociedad cerrada que tendrá que cambiar, Y eso,
dentro de todo mi malestar, me llena de ilusión, saber que yo puedo hacer
algo para cambiarla, aunque sea un poquito.
Estoy segura que todo esto ha brotado de esta manera porque estoy
encerrada. Una vez que regrese y vuelva a sentir unas medias, a caminar
por las calles de mi ciudad, a dar un testimonio o una conferencia, sé que
las cosas serán distintas, aceptaré mejor mi condición.
Tengo crisis y periodos de depresión. Y trato de enfrentarlos como
muchas otras mujeres... yendo de compras.
La recompensa de este encierro es que cada quince días puedo contar
con un cheque generoso. En cuanto lo cambio me voy a una tienda
departamental para comprarme ropa. Adquiero una falda, una blusa y algo
de ropa interior.
Esa noche, en mi cuarto, anhelo estrenar las prendas que acabo de
comprar, pero sé que es arriesgado, apenas y me las pruebo un momento
en el baño. Me quedan muy bien, qué ganas de poderlas lucir en la calle.
En Villahermosa las cosas no son mejores. Por el contrario, allá debo
compartir la casa con sujetos aún más machistas y que, a deferencia
de quienes estuvieron en Chiapas, ni siquiera son buenas personas. En
algún momento tengo un altercado con uno de ellos que se mete a mi
cuarto sin siquiera tocar la puerta; de no ser por la prudencia que me ha
dado mi nueva condición, seguramente hubiéramos llegado a los golpes,
por lo menos todo quedó en palabras. Pero ya quiero regresar a la Ciudad
de México y poder estrenar toda la ropa y los cosméticos que me he
comprado.

LXXVI

A mi regreso a la Ciudad de México me encuentro con una muy buena


noticia. Alejandra y Rosario celebrarán su Santa Unión. Alejandra es la
psicóloga transexual con quien platiqué aquella primera ocasión en el
Imesex.
147
Silvia Jiménez G.
Rosario, mujer xx, es su pareja con la que vive desde hace tres o cuatro
años. Para la buena fortuna de ellas –y de muchas de nosotras que somos
creyentes- existe en México una comunidad cristiana, inspirada en el
catolicismo pero con un importante sentido crítico y ecuménico, conocida
como la Iglesia de la Comunidad Metropolitana. Esta iglesia está abierta a
la diversidad sexual y aprueba uniones entre personas del mismo género.
Así es que bendecirán la unión de Alejandra y Rosario.
Me han pedido que sea su madrina de anillos y yo, gustosa, acepto.
La ocasión es excepcional. No sólo porque es importante que mis
amigas se unan ante el Dios en el que creen y que, seguramente, está
mucho más allá de los prejuicios genéricos y sexuales de sus criaturas. La
ocasión es excepcional, también, porque me permitirá asistir a una boda
como siempre lo quise hacer, sin traje ni corbata, sino con vestido largo y
tacones altos.
Recuerdo que alguna vez quise alquilar un vestido de fiesta para
ponérmelo en la intimidad de un cuarto de hotel y contratar a una señora
que ahí mismo me maquillara. Es maravilloso pensar que ahora puedo
hacerlo, pero no en la soledad del hotel, sino en la ciudad, como cualquier
mujer. Celebro el haber trabajado unos meses en Chiapas y Tabasco, de
otra manera no tendría dinero para los anillos, el maquillaje y el alquiler
del vestido.
Me entra la duda. Hasta ahora he sido tratada muy bien en todos lados,
en los restaurantes, en las boutiques, hasta he podido probarme vestidos
más de una vez. Pero esto va más allá. ¿Cómo me irán a tratar en el salón
de belleza? ¿querrán alquilarle un vestido a alguien como yo? Tengo mis
dudas, pero la única manera de saberlo es intentándolo.
Me arreglo de la mejor manera posible, con el vestido más elegante
que tengo. Acudo entonces a un salón de belleza. Entro y pregunto si me
pueden maquillar. Con la mayor naturalidad me dicen que sí, pregunto el
precio y acuerdo el día y la hora.
-¿Y se va a peinar también o solamente el maquillaje, señorita? –me
preguntan.
-Nada más el maquillaje –contesto feliz. Recuerdo con mucho agrado
el día que, en mi adolescencia, llamé por teléfono para concertar una
supuesta sesión de maquillaje en un salón de belleza.
Busco ahora un lugar en donde alquilen vestidos de fiesta. En el directorio
telefónico encuentro uno en el cuarto piso de un edificio de Insurgentes
Sur. A la entrada me debo registrar. Es emocionante poner mi nombre
femenino y una firma que en ese mismo momento debo crear.
148
Piel que no miente
Nerviosa, subo en el elevador y busco el despacho 402. Me recibe una
señora que está detrás de una máquina de coser, con su ayudante. Le
platico que quiero alquilar un vestido, me mira de arriba abajo, sin ninguna
mala intención, y me dice que no será fácil encontrar uno de mi talla. –Es
que está usted muy alta, señora –me dice.
Se mete a un cuartito y sale con un vestido gris y uno negro. –Son las
tallas más grandes que tengo, si gusta probárselos por favor.
Sigo nerviosa y paso a otro cuartito en donde me pruebo los vestidos.
Es emocionante. El negro me queda muy justo, sobre todo debajo de las
mangas, El gris me queda un poco mejor. Sin quitármelo, salgo a donde
está la costurera y le explico.
-No hay problema, señora –me dice- sí le queda, nada más es cosa de
hacerle unos arreglos.
Baja y sube el cierre de la espalda. Es curioso, pero siento cierta
excitación al saber que ve mi brasier. Me toma algunas medidas y me dice
que regrese en una semana para probármelo.
Antes de irme llega otra señora en busca de un vestido. Me mira pero no
hace ningún comentario. ¿Qué pensará al verme?
Regreso a la semana y me dice la costurera que ya está. Es un vestido
gris de manga corta, con pedrería en el cuello, ligeramente escotado. Me
encanta.
No hay nadie, la mujer me dice que si gusto me lo puedo probar ahí
mismo. Qué cara habré puesto que de inmediato me indica que si prefiero
puedo pasar al cuartito. Seguramente muchas mujeres no tendrán
empacho en cambiarse delante de la costurera, pero imaginé que al verme
en ropa interior se daría cuenta de mi cuerpo y... bueno, no es que no
sospeche que ella bien que sabe mi condición, pero como que no quisiera
hacerlo evidente. Pienso si no, con toda intención y justamente para ver
qué cara ponía, fue que la costurera me dijo que me cambiara ahí mismo.
El caso es que me queda muy bien y quedamos en que puedo pasar a
recogerlo el día anterior a la boda.
-Lo único que necesita es dejar una identificación y un comprobante de
domicilio.
Con eso no había contado. Desde luego que no tenía ninguna
identificación a nombre de Mayela. Pensé que todo se iría por la borda,
lástima, estaba hermoso ese vestido, se me veía muy bien.
De nuevo la costurera debió haber notado mi turbación porque me dijo
comprensiva:
-Cualquier identificación nos puedo servir, aunque no sea suya, sólo que
149
Silvia Jiménez G.
esté al mismo nombre que el comprobante de domicilio.
Qué alivio. Les dejaré una identificación del hombre que soy en el
registro civil, se darán cuenta de quién soy en realidad, conocerán mi
nombre verdadero y me verán en una foto tal cual soy el resto de los días.
Imagino que ella y su ayudante verán mi foto divertidas y se sorprenderán
de cómo cambio con el arreglo femenino. No me importa, lo único que me
interesa es poder lucir ese vestido el día de la boda de mis amigas.

LXXVII

El día de la boda estoy tan nerviosa que hasta parece que yo soy la
novia. He cuidado todos los detalles, el maquillaje, el vestido, el peinado.
Me hubiera encantado que en el salón de belleza me peinaran, pero mi
cabello no da para esas cosas. Le pido entonces a una amiga del grupo
que sabe de eso, que me peine la peluca. Mientras, utilizo otra.
Desde el día anterior recogí el vestido y lo llevé a casa de mi amiga Olga,
en donde me lo pondré y a donde también me llevarán la peluca peinada.
De ahí nos iremos a la boda. Así es que acudo al salón de belleza para
que me maquillen. Debo esperar pues a pesar de que hice cita, no han
terminado con otras clientes. Espero y mientras hojeo algunas revistas
femeninas que tienen por ahí. Todo lo disfruto, hasta la espera.
Entran y salen señoras, algunas llegan con niños, una quinceañera llega
también a que la maquillen, pero ahora es ella quien tendrá que esperar
a que terminen conmigo.
La maquillista es una señora de unos 40 años que seguramente fue muy
hermosa en su juventud. Platica conmigo, me pregunta que a dónde voy,
me hace algunas observaciones sobre mi cutis y me pregunta del color del
vestido que llevaré para elegir los tonos más adecuados.
-Tiene un poco poblada la ceja, ¿se la depilo?
-Este... –no había contado con eso- no, así déjela.
-Se vería mejor si se la depilo –insiste.
-Sí, pero preferiría que no, gracias.
-¿Y eso por qué? –pregunta.
-Pues, es que me complicaría las cosas después –es lo único que se me
ocurre responder, pues no quiero decir que mi esposa pondría el grito en
el cielo al verme así. Al igual que en el caso de la costurera, estoy segura
150
Piel que no miente
que se dan cuenta de mi condición, pero me tratan como a cualquier otra
mujer. Es maravilloso.
Me veo en el espejo y no lo puedo creer. De verdad que el maquillaje
hace milagros. Me gusta cómo quedé.
Me subo al auto para dirigirme a la casa de Olga, pero con tan mala
fortuna que el coche se empieza a jalonear. No puede ser, ¿porqué en el
momento en el que más lo necesito me juega estas malas pasadas?
Recorro otras dos o tres cuadras y el auto sigue igual, no se detiene
por completo pero sospecho que en cualquier momento podría hacerlo.
Debo tomar el Periférico para ir a casa de Olga, si el auto se queda ahí
estaría perdida. Decido entonces buscar un lugar donde estacionarme y
medianamente seguro para dejarlo. Ya mañana vendré por él, ahora hay
cosas más importantes.
Me bajo y busco un taxi pero para mi mala fortuna todos pasan llenos.
Un joven que conduce un Jetta se da cuenta, se detiene y me pregunta
que a dónde voy, le digo que hacia el sur. Lástima, me dice, yo voy al
norte.
Sí, es una lástima, me hubiera encantado que me diera un aventón, pero
de todas formas me siento halagada que me haya preguntado. Aunque,
por otro lado, me entra la duda. ¿Se habrá dado cuenta de mi condición o
habrá pensado que yo era una mujer xx? Si así fuera, ¿qué habría pasado
cuando, una vez en su auto, se diera cuenta por mi voz o por cualquier
otra cosa, que yo no soy una mujer al cien por ciento? Creo que sería
arriesgado haber aceptado el aventón.
Finalmente pasa un taxi que me lleva a casa de Olga. Me pongo el
vestido largo, la peluca que quedó preciosa y me veo en el espejo. Una
emoción recorre todo mi cuerpo. Desde luego que disto mucho de ser
una modelo, pero de alguna manera me acuerdo de mi madre cuando se
arreglaba para ir con mi papá a alguna fiesta. Me doy cuenta, entonces,
que el atuendo es un reforzamiento de las emociones. Siempre soñé con
vestirme así para ir a alguna fiesta, alguna vez pensé en hacerlo para
quedarme en el hotel. Ahora estoy a punto de salir a la calle, de abordar
un taxi, de entrar a una iglesia... ¿qué más puedo pedir?
Justo cuando pensaba que no podía pedirle más a la vida, llego a
la iglesia y me encuentro con un cura que habla con palabras nuevas,
frescas. Lejos, muy lejos, están aquellos curas oscuros, tenebrosos, que
llenan de miedo y remordimiento a sus fieles. Por el contrario, habla de
amor, de reconciliación, de armonía, de vivir de acuerdo con nuestra
propia realidad, de aceptarnos a nosotros mismos tal y como Dios mismo
151
Silvia Jiménez G.
nos ama y nos acepta.
La ceremonia es emotiva, y más lo es para mí al momento de subir al
altar y entregar los anillos. Luego vendría el momento de la comunión.
Jamás pensé en recibir el Cuerpo de Cristo ataviada de esta manera. Doy
gracias a Dios por permitirme vivir todo esto que hace apenas poco más
de un año sólo era un sueño, una fantasía, una ilusión. Si en ese momento
una gitana me hubiera dicho que dentro de un año estaría viviendo todo
esto, la hubiera tildado de mentirosa y charlatana, jamás lo hubiera creído.
Pero es verdad, aquí estoy yo, dando gracias a Dios luego de recibir la
Eucaristía.
La fiesta no puede ser menos. Disfruto cada momento. Por primera vez
bailo con un hombre, y me encanta. No porque el individuo en sí me guste,
sino por todo lo que implica, el que me saquen a bailar, el que me digan
que me veo hermosa... y descubro que como mujer bailo mucho mejor
que como varón. Quizá porque puedo fluir sin ninguna inhibición. Pienso
que de alguna manera, al bailar en mi condición masculina, me reprimo
para que no se transparente esa mujer que soy y que gusta del baile. En
cambio, como mujer, liberada de ese temor, pues dejo que fluya toda la
energía que brota desde mi interior.
Paso la noche en casa de Olga. Ella misma me ofrece su casa al
saber que se ha descompuesto mi auto. Es maravilloso dormir con
fondo y pantimedias, y al día siguiente amanecer y descubrirme con las
uñas pintadas. Y volverme a poner un vestido y unos tacones altos para
preparar el desayuno.
Al medio día se acaba el hechizo, debo volverme a poner los pantalones
para ir a buscar un mecánico. Pero la experiencia de haber vivido tantas
emociones ya nadie me la quita. Y fue entonces que empecé a acariciar la
posibilidad de vivir como mujer de tiempo completo.

LXXVIII

Al cabo de una semana seguía maravillándome de todo lo que había


vivido en tan sólo un día. Sueños acariciados a lo largo de 30 años habían
visto su realización en un lapso no mayor a 24 horas.
Y esto es sólo el principio, pensaba, apenas una probadita de lo que es
ser y vivir como mujer. Claro, una mujer de nacimiento, acostumbrada a
152
Piel que no miente
todo esto, no puede entender que para alguien sea tan importante ponerse
un vestido largo, tener un maquillaje profesional y despertar con las uñas
pintadas. Imagino que es como el ver o el caminar para alguien como yo.
Todos los días me despierto con el milagro de la vida, con las enormes
posibilidades de poder ver, escuchar, caminar y correr, maravillas que
por cotidianas dejan de tener el valor que realmente poseen. Pero un
invidente, un sordo o un parapléjico darían lo que fuera por al menos
durante un día poder ver, escuchar o caminar.
Así me siento, como el prisionero al que dejaron salir por un día, el
mudo que pudo gritar, el loco que pudo recordar. Pude ser reyna por un
día. Ya no añoro mi fiesta de 15 años perdida, ni el vestido blanco que no
pude llevar el día que me casé, ni las pantimedias que debí entregar a mi
padre para que se las diera a mi prima en aquel día. Ya no necesito soñar
con vestirme en un cuarto de hotel y salir a la calle o bajar a cenar, con
pedir una pizza y recibirla en vestido y tacones altos, con contratar a una
maquillista para que me arregle en lo oscurito de una habitación. Nada
de eso, una y otra vez recreo mi imagen frente al espejo, vestido largo de
fiesta, maquillaje profesional, peinado de salón... y pensar que fue real, no
un sueño, no una ilusión.
Fue la probada de un manjar que se me antoja delicioso. Despertarme
todos los días con las uñas pintadas, en camisón. Ponerme un hermoso
vestido y no tener que quitármelo más que para dormir. Tener mis vestidos
colgados en el clóset y no arrugados y apretados en el fondo de una
maleta que se esconde en un cuarto húmedo y frío.
Qué maravilla no tener que despintarme hasta retirar el último rastro de
rimel o de lápiz labial, como si fuera un delincuente que borra las huelas
de su crimen; no vayan a descubrirme en la escuela de mi hijo, no vaya a
darse cuenta mi esposa, no vayan a sospechar mis amigos que me pinto
los labios.
Me ilusiona la idea de vivir como una mujer. No es fácil, desde luego,
habrá que tomar hormonas para feminizar mi aspecto, depilarme con láser
el vello facial y, quién sabe, quizá con el tiempo someterme a una cirugía
de reasignación para transformar mi pene y mis testículos en la vagina
que siempre debí haber tenido.
Algunas de mis amigas han logrado vivir como mujeres de tiempo
completo. Una de ellas incluso sigue ejerciendo su profesión; otras han
tenido que aceptar empleos no muy bien remunerados pero que les
permiten vivir en el rol que desean. Dos de mis amigas se hicieron la
reasignación quirúrgica y se han enfrascado en el complicadísimo trámite
153
Silvia Jiménez G.
de corregir sus actas de nacimiento para darle personalidad jurídica a su
nueva condición.
Todo esto pienso mientras viajo en el Metro. Un anuncio impreso me
saca de mis reflexiones: Mujer Total, curso de maquillaje y personalidad.
No es mala idea, aprender a maquillarme, a comportarme como una
mujer. Mi madre jamás me enseñó lo que las madres suelen enseñar
a sus hijas, así es que si quiero vivir como mujer tengo que empezar
por aprender muchas cosas, cómo maquillarme, cómo sentarme, cómo
caminar, cómo comportarme en sociedad. Es curioso, todo este tipo de
cosas que desde mi condición de varón me parecían tan frívolas y hasta
ridículas, ahora despiertan mi interés.
Me digo a mí misma, quizá para no sentirme tan mal con mis anteriores
convicciones, que todo esto no son más que apoyos para poder
construir la mujer que deseo ser, de ninguna manera la meta final o lo
más importante. ¿Acaso no puede haber feministas bien pintadas y de
tacones altos? ¿es una contradicción? Lo malo, digo yo, es someterse
a los dictados de la moda ciegamente, sin el menor sentido crítico; pero
como una opción voluntariamente aceptada yo no lo veo tan mal. Es más,
hasta me emociona la idea de estar ahí, tomar el curso y aprender a ser
una “mujer total”.

LXXIX

El curso comienza un domingo a las 8.30 de la mañana. Así es que


tengo que levantarme muy temprano, pues debo acudir a cambiarme a
los baños y emplear, por lo menos, una hora para quedar lista. No me
importa, sería capaz de no dormir con tal de vivir esta experiencia.
A las 8:25 ya estoy a las puertas del World Trade Center, donde se
lleva a cabo el curso, pomposamente llamado, “Mujer total”. Hay muchas
otras chicas, la mayoría jóvenes, pero algunas de mi edad. No falta quien
me voltee a ver con cierta curiosidad, pero he aprendido que lo mejor
es ignorar esas miradas. Cuando se vuelven insistentes, entonces la
estrategia es regresar la mirada, luego de dos o tres intentos desisten e,
154
Piel que no miente
imagino, se quedan con la curiosidad de saber si “eso” que tienen enfrente
es o no una mujer.
A lo largo de mis incursiones al mundo femenino he descubierto que
alrededor de un 80 por ciento de la gente me ignora. Un 10 por ciento me
mira con curiosidad, un 5 por ciento con molestia -¿será que les recuerdo
frustraciones o traumas que no han podido superar?- y un 5 por ciento
me mira hasta con cierto gusto, como se mira a una mujer atractiva.
Ese porcentaje es el que más disfruto. No han faltado quienes me han
abordado en la calle, algunos solamente para preguntarme mi nombre,
otros para invitarme un café o un refresco y algunos para decirme que
estoy muy guapa. Cómo agradezco a esos individuos que me hacen sentir
tan mujer. No faltan, claro, los piropos, las más de las veces respetuosos,
otros ingeniosos y los menos, afortunadamente, groseros o agresivos.
Subo con otras nueve mujeres al elevador que nos lleva al piso 42,
donde un equipo de especialistas nos da la bienvenida y muchas otras
participantes aguardan. Es un curso masivo, pero han prometido una
segunda parte dedicada exclusivamente al maquillaje donde no estaremos
más de 12 personas por sesión.
De esta primera reunión me llama la atención la manera en la que
nos tratan, sobre todo los varones. Es curioso, pero como nunca había
estado en una situación semejante no había reparado en ello. Nos
tratan como si fuéramos retrasadas mentales, hablándonos despacito,
dando explicaciones de más. ¿De veras los hombres creen que son más
inteligentes que las mujeres?
El curso no es la gran cosa, si acaso algunos tips interesantes acerca
de cómo caminar o cómo sentarnos, pero nada del otro mundo. Lo
mejor es la convivencia con el resto de las mujeres. No falta quien me
haga una pregunta, alusiva al curso, o me pida un bolígrafo. Durante un
receso aprovecho para entrar al baño, cosa que hacen muchas más de
las asistentes al curso, así es que se forma una fila afuera del baño de
las mujeres mientras que el de los hombres luce, naturalmente, desierto.
Temo que alguien me haga algún comentario o me reclame, pero no, nadie
me dice nada. Alguna sugiere al grupo que en virtud de que hay tantas
mujeres y ningún hombre, entremos también al baño de los caballeros,
sugerencia que muchas aprueban pero yo no, desde luego, no quiero
entrar a esos baños que ya conozco tan bien. Al final, me entregan un
diploma a nombre de Mayela Beltrán. Me encanta, poco a poco empiezo
a tener mi propia vida como Mayela, ya hay documentos que así lo avalan.
Este diploma se agregan a otros reconocimientos que me han entregado,
155
Silvia Jiménez G.
ya sea por testimonios, pláticas, participación en programas de radio o
televisión... cómo me gustaría enmarcarlos y colgarlos en el estudio de mi
casa, pero ni pensarlo.
Lo mejor del curso fue la segunda sesión, a la semana siguiente. En
efecto, no somos más de doce las que nos damos cita en un departamento
de Polanco. La interacción es más cercana, lo que provoca un poco de
nerviosismo de mi parte pero, a final de cuentas, disfruto el momento.
Además, aprendo muchos trucos que me serán de gran utilidad a la
hora de arreglarme. Debo prepararme para ser una mujer, en todos los
aspectos.

LXXX

Las cosas con Olivia son de lo más extrañas. Vamos de lo sublime a lo


espantoso. Y no hay manera de saber qué puede desencadenar un pleito.
En otros momentos, yo sabía muy bien que mientras no saliera ni me
vistiera, las cosas iban a marchar más o menos bien. Pero ahora resulta
impredecible. Hay ocasiones en las que un sábado por la noche, por
ejemplo, luego de volver de la reunión de mi grupo, platicamos como
recién casados y hasta nos acariciamos con ternura. Muy rara vez
tenemos sexo, aunque mentiría si dijera que nunca.
Otras ocasiones, sin embargo, aun y cuando tenga una o dos semanas
de no salir de pronto surge una discusión. El pretexto puede ser cualquiera,
que tengo las uñas muy largas, que el próximo sábado voy a salir y la voy
a dejar sola, que no le gustó cómo saludé a sus papás, lo que sea, tenga
que ver o no con el transgénero, aunque una vez avanzada la discusión
inevitablemente sale el tema.
Yo he tratado de no caer en su juego, aunque debo confesar que en muy
pocas ocasiones lo logro. Una y otra vez, al surgir el tema, procuro darle
algunas explicaciones, aunque sean tan inútiles como pretender hacerle
entender a un grupo de noruegos cómo se preparan los chiles en nogada,
y además en español.
Lo que me queda muy claro es que las cosas jamás volverán a ser como
156
Piel que no miente
antes. Para ello tendría que deshacerme de todas mis cosas, dejarme
crecer la barba y jurarle que jamás volvería a ponerme unas medias. Y a
estas alturas, luego de todo lo que he logrado y de lo bien que me siento
en mi interior, no podría hacerlo.
A mi regreso de Chiapas y Tabasco busqué a Gabriela, necesitaba
verla, platicar con ella de todo lo que había reflexionado en aquellos
lugares. Pensé incluso invitarla a la boda de mis amigas. Pero me llevé
una desagradable sorpresa, Al hablarle por teléfono me dijeron que había
sido transferida a la matriz en Detroit. Le mandé un mail y brevemente
me comentó que le había ido tan bien en su nuevo empleo que la habían
mandado a Estados Unidos, que estaba muy contenta y que no sabía
cuándo vendría a México. Me dijo también que estaba saliendo con un
gringo maravilloso. Me di cuenta que su lesbianismo no era tan radical.
Después de dos o tres mails dejamos de escribirnos.
En el grupo me hablan del continuo transgenérico. A grandes rasgos
consiste en una escala progresiva en donde el individuo va recorriendo
diferentes etapas del transgénero. Comienza con un fetichismo, el
puro gusto y la excitación al tocar o al ponerse prendas femeninas,
generalmente ropa interior. Seguiría un travestismo fetichista, en este
caso el individuo se pone la ropa pero con el único fin de provocarse una
excitación sexual. Después el travestismo propiamente dicho, en donde la
persona disfruta vistiendo y comportándose como una mujer, por periodos
breves y aislados. Más adelante llega el transgénero, en este caso existe
la conciencia de ser una mujer y el deseo de vivir como tal, pero no se
busca modificar el cuerpo mediante cirugías, únicamente con hormonas
y otras ayudas como depilaciones, etc. Al final del continuo se encuentra
la transexualidad, que es cuando la persona está convencida de ser una
mujer y busca adecuar su cuerpo a las características biológicas de las
mujeres, para ello recurre –o al menos procura hacerlo- a la reasignación
quirúrgica, que es la operación en donde a partir del pene y los testículos
se reconstruye una vagina.
Según me explican, no todas las personas recorren el mismo camino,
muchas se quedan en etapas intermedias, otras llegan hasta el final y
algunas más tienen periodos de una aparente regresión aunque suele ser
temporal, para después volver con más intensidad a la etapa donde se
encontraban. Es bastante complicado.
Yo me doy cuenta que he ido avanzando y no sé hasta dónde llegaré.
Me da miedo descubrirme como una persona transexual. Pienso que a
mi edad no sería fácil lograr un cambio físico convincente y, además, el
157
Silvia Jiménez G.
asunto jurídico es de lo más complicado, a esta y a cualquier otra edad. Ni
qué decir del aspecto laboral.
Me doy cuenta, sin embargo, que es recurrente el caso de muchas de mis
amigas que estaban en una situación semejante a la mía, casadas y con
hijos. Resulta que, debido al transgénero, comienzan a tener problemas
de pareja muy fuertes que terminan en el divorcio. Una vez viviendo solas,
comienzan a tomar hormonas y a tratar de feminizar su cuerpo. Muchas
de ellas ahora son transexuales, viven como mujeres todo el tiempo y
están ahorrando para someterse ala reasignación quirúrgica. Me doy
cuenta, entonces, que si me divorcio será muy probable que yo también
llegue a la transexualidad.
Pero tampoco quiero que mi esposa sea un ancla que me sostenga en
esta etapa de mi transgénero. Creo que las cosas deben ser al revés. Es
decir, estar muy atenta a lo que realmente quiero y si llego a convencerme
de que lo que busco es vivir como una mujer todos los días entonces
hablarlo con mi pareja y, seguramente, terminar la relación. Pero no
esperar a que ésta termine para tomar la decisión.
En este momento no me atrae la idea de someterme a la reasignación
quirúrgica, pero confieso que me gustaría tener un cuerpo más femenino,
quizá con depilación del vello facial y tal vez hormonas que suavicen mi
piel y me hagan crecer los pechos. Tendré que estar muy atenta.

LXXXI

Después de mucho tiempo de no vernos me encuentro con Lourdes.


Ella es esposa de uno de mis primos, pero desde hace más de 25 años –
cuando ni siquiera se habían casado- llevamos una amistad profunda que
no se ha roto ni con las distancias ni con la vorágine que de pronto nos
devora en una ciudad como ésta.
Nos encontramos por casualidad en la plaza de la Ciudadela, yo había
ido a comprar unas artesanías y ella salía de trabajar, muy cerca de ahí.
-¡Marilú! Qué gusto verte, ¿cómo te va? –la saludo en cuanto la
reconozco.
-¡Hola Jorge! –responde ella con el mismo entusiasmo- qué milagro. Te
veo muy bien.
-Estoy muy bien –digo, sin disimular lo contento que estoy.
158
Piel que no miente
-¿Y eso?
-Han pasado cosas en mi vida.
-¿Cosas?
-Sí, cosas agradables, ya te contaré.
-¿Y Olivia?
-Ella está bien.
-Y esas... ‘cosas’ ¿también son agradables para Olivia?
-No... para ella no. Ese es el problema. No se puede tener todo en la
vida.
-Me imagino por dónde vas.
-No creo, Marilú.
-Bueno, pero me tienes que contar, ¿eh?
-Claro que sí, ¿cuándo nos vemos?
-¿Qué te parece si me mandas un mail para contarme y luego nos
vemos para comer? –propone ella.
-Me parece perfecto.
Intercambiamos mails, actualizamos teléfonos y quedo muy formal de
contarle esas ‘cosas’ por vía electrónica.
Luego de despedirnos me quedo pensando... ¿realmente quiero contarle
a Marilú lo que me pasa? La verdad es que no lo había pensado, pero al
verla y recordar tantas cosas que hemos vivido juntos, me parece que lo
más honesto para nuestra amistad será ponerla al tanto de todo. Además,
la quiero tanto que creo que es importante compartir con ella este aspecto
que se ha vuelto fundamental en mi vida. No sé cómo lo tomará, espero
que bien, ella es muy abierta y hasta donde sé tiene buenos amigos
homosexuales, y aunque no sea lo mismo, pues de alguna manera refleja
su forma de pensar. Sin embargo, no dejo de abrigar ciertos temores,
no sé cómo vaya a tomarlo. Y ahora pues ni modo de no decirle o de
inventarle otra cosa. Le mandaré un mail y veremos que pasa.

LXXXII

Para: luluram@hotmail.com
De: jorgruv@yahoo.com

159
Silvia Jiménez G.

Hola, Marilú:

Qué gusto me dio volverte a ver después de tanto tiempo. No sé


porqué, seguramente porque te guardo un gran cariño y te tengo mucha
confianza, pero me sorprendí a mí mismo diciéndote que te iba a contar
algo importante.
Me conoces desde los 15 años y ya desde ese momento sentía en mi
interior lo que ahora siento, sólo que en ese entonces debía permanecer
callado y aparentar ser lo que nunca he sido; al menos lo que nunca he
sentido ser.
Sé que esto es muy complicado y quizá te lo estoy complicando aún
más. Trataré de ser más claro. Me gustaría ponerte un ejemplo. Imagínate
que en una determinada cultura sea muy mal visto traer los zapatos al
revés; es decir, el zapato derecho en el pie izquierdo y viceversa. Todo
mundo está muy contento con esa forma de usar los zapatos y de vez en
cuando nos enteramos que alguien los usa al revés, pero nos burlamos
de esa persona. O, si trata de hacerlo en serio, entonces la agredimos y
quizá hasta la metamos a la cárcel.
Bueno, pues resulta que a los 8 años, en un juego o con cualquier
otro pretexto, me pongo los zapatos al revés. Y me doy cuenta de algo
maravilloso: ya no me duelen los pies.
Sin darme cuenta, porque no conocía otra manera de usar los zapatos,
tenía que aguantar el dolor al usarlos “correctamente”, pero cuando lo
hago de una manera diferente, entonces veo que no sólo no me molestan
los zapatos sino que los disfruto. Claro que yo sé que la gente va a criticar
a quienes usen los zapatos al revés. Entonces trato de no hacerlo. Pero
de repente tengo unos enormes deseos de hacerlo... y cuando nadie me
ve, cuando estoy solo, lo hago. Y me siento muy bien, pero luego me
siento muy mal de haberlo hecho y, sobre todo, me preocupa mucho que
eso me guste.
Una y otra vez trato de no hacer eso, pero una y otra vez vuelvo a lo
mismo. Y así paso muchos años de mi vida. Me caso, tengo hijos y cuando
creo que ya superé ese “problema”, vuelve a mí el deseo de ponerme los
zapatos al revés.
Un día, sin embargo, conozco gente que al igual que yo gusta de
ponerse los zapatos al revés. Y me dicen que es algo que suele ocurrir,
que hay quienes tienen los pies diferentes y se sienten mejor al usar así los
zapatos. Y me doy cuenta que esa gente es buenísima onda, gente feliz, y
160
Piel que no miente
volteo a ver sus pies y me doy cuenta que, en efecto, traen los zapatos al
revés. A partir de ese momento trato de ponerme los zapatos al revés y lo
disfruto mucho. Claro que evito que me vea la gente que me conoce, pues
ellos no saben de estas cosas y se preocuparían o lo tomarían a mal. Pero
yo ya no me siento mal de poder disfrutar los zapatos de esa manera.
No sé si imagines a dónde quiero llegar. Bueno, pues la cuestión de
los zapatos es, obviamente, una metáfora. Pero es algo muy parecido,
a mí me gusta usar la ropa al revés. No, no se trata de ponerme una
camisa con los botones por detrás ni cosas por el estilo. Me gusta usar
la ropa al revés de cómo suele usarla la gente. Sí, en esta sociedad los
hombres usan pantalones y las mujeres usan faldas. Y desde chiquito
me dijeron que yo era hombre, así es que debería usar pantalones, pero
¿qué crees? me encanta ponerme vestidos, medias, zapatillas de tacón
alto. Lo he hecho a escondidas desde que tengo ocho años, pero siempre
sintiéndome el más despreciable de los mortales.
Hace unos meses, sin embargo, conocí a un grupo de personas como
yo que me han ayudado muchísimo a entender todo esto y, sobre todo, a
aceptarme a mí mismo.
Yo sé que no soy una mujer, al menos no como la mayoría de las
mujeres, pues no tengo una vagina ni unas trompas de Falopio, y mis
cromosomas son xy. Pero tampoco me identifico con los hombres. En el
grupo he entendido que soy una persona transgenérica.
Quizá deba ponerte otro ejemplo. Alguien que pierde la pierna por
alguna razón. Ciertamente está en desventaja. No podrá correr, no podrá
ir al bosque y subir las montañas, no podrá andar en bicicleta. Pero podrá
leer un libro, se emocionará con una sinfonía, podrá besar a su mujer,
abrazar a sus hijos... vivirá.
La vida es tan amplia que jamás podremos vivir todos los rincones
que nos brinda. Cuántos hay que con un par de piernas sanas jamás
ascenderán una pendiente o montarán una bicicleta.
Así siento yo mi feminidad. En cierta forma soy una mujer con alguna
discapacidad. Nunca podré embarazarme, nunca tendré una menstruación
(lo cual creo que es una ventaja) difícilmente tendré senos, nunca bailaré
un vals... pero ser mujer, aunque sea eso, no es sólo eso. Puedo, por
ejemplo, escribirte ahora y sentirme una mujer real, porque así me siento.
Y quién puede atreverse a decir cómo debe pensar una mujer y cómo
debe pensar un hombre. Es una realidad que mi parte masculina y mi
parte femenina no sentimos igual. Como mujer yo me siento más libre
para llorar -de alegría o de felicidad- yo me siento más libre para pensar
161
Silvia Jiménez G.
en mi propia belleza -poca o mucha pero intento de belleza, al fin- yo me
siento más comprometida para interesarme en asuntos que tienen que ver
con la discriminación por razones de género. Hay diferencias, Lourdes.
No se trata sólo de ponerse una falda y de pintarse las uñas.
Sé que a esta edad quizá ya no tenga tantas posibilidades de hacer
muchas cosas. Puedo pensar que la vida es injusta porque mi entrada
al mundo de las mujeres me recibe con la ‘crisis de la edad’. Yo nunca
tuve 15 años, y si los tuve debí estar muy bien encerradita. Pero no me
preocupa, porque ahora tengo elementos suficientes -o por lo menos más
elementos- para entender lo complejo que hay en mi existencia.
Todo esto es parte de un proceso. Al fin y al cabo, mucho tiene que
ver lo que una espera de la vida. Yo no espero ser Miss Universo, para
nada; mucho menos pescarme a un millonario que me mantenga y me
regale joyas. Viéndolo bien, quizás en el fondo me interesa más ser
transgenérica que mujer. Y soy tan transgenérica como tú eres mujer, o
como tu marido es hombre. Así es que no estoy tan perdida. Y en mi calidad
de transgenérica -muy cerca de los varones y muy cerca de las mujeres-
es mucho lo que puedo hacer. Y por ahí van mis ideales. Eso espero, eso
es lo que busco en lo femenino. Ser yo misma y poder contribuir, insisto,
a construir una sociedad más abierta y en donde todos y todas tengamos
un lugar. Hombres, mujeres, transgenéricas y transgenéricos, lesbianas y
homosexuales, personas con discapacidad, niños, niñas, tercera edad. Y
no estoy escribiendo un discurso, Lulú. Es una convicción.
Yo sé muchas cosas que la mayoría de la gente ignora. Yo sé muchas
cosas que a un muchacho de 15 años que gusta de ponerse vestidos quizá
le convenga saber, lo mismo que a sus padres. Yo estudié una carrera
universitaria para divulgar de la mejor manera la información. Entonces no
puedo cerrarme a lo que la vida me ofrece.
La vida ha sido generosa conmigo, Lulú. Me permitió vivir muchos años
el mundo de los varones. Creo que no estuve del todo fuera de lugar.
Ahora me permite acercarme -acercarme por lo menos- al mundo de las
mujeres. Lo estoy disfrutando mucho. Y me permite vivir plenamente el
mundo del transgénero; me siento como sirena en el agua. ¿Una sirena
se sentirá mal porque no es pez ni es mujer? ¿o se sentirá bien porque
puede ser un poco mujer y un poco pez?
Mira, Lulú. Si yo tuviera que decidir mi género, quizá tendría que
hacerme una bola de preguntas para poder tomar la mejor decisión. Y
ver si es mejor ser hombre porque ganan más en los trabajos y pueden
cambiar una llanta, o mujer porque pueden expresar más fácilmente sus
162
Piel que no miente
sentimientos o preparar un pastel. Pero no es el caso. Yo no tengo que
decidir. En todo caso, lo importante es saber quién soy, no qué quiero ser,
ni mucho menos qué me conviene ser. Y desde hace tiempo me queda
claro que soy transgenérica. Entonces no estoy -insisto- tan perdida.
Y si no trato de forzar las cosas puedo ser feliz; es decir, si no trato de
ser hombre a fuerzas o mujer a fuerzas, puedo ser feliz. Qué triste sería
la vida de una sirena que llorara por no ser mujer o que llorara por no ser
pez; o que a toda costa quisiera ser mujer o pez. Es sirena, simplemente.
No le demos más vueltas.

Un beso:

Mayela

P.D. Perdona que no utilice el nombre con el que me conociste hace


muchos años, pero creo que mereces saber quién soy yo en realidad, y
este es un nombre que he usado en mi imaginación desde hace mucho
tiempo y que ahora, por fin, puedo empezar a utilizar.

LXXXIII

La respuesta de Lourdes no pudo ser más favorable. De inmediato


respondió el mail y me dijo que la noticia le había sorprendido, pero que
después, al digerirla con más calma, le sirvió para entender muchas cosas
que había notado desde siempre en mi forma de ser.
–Como que me daba cuenta que algo no te dejaba soltarte por completo,
como que algo te obstruía, ahora entiendo que era esto –me dijo en su
mail.
Me pidió que le diera tiempo pues quería investigar más acerca del
asunto antes de que nos viéramos y lo platicáramos cara a cara.
Así lo hice y semanas después ya estábamos comiendo.
-¿Y cómo te sientes? –me preguntó.
-Ahora muy bien, pero antes vivía con un miedo espantoso, y sintiéndome
muy mal.
-No es para menos. ¿Sabes una cosa? Cuando me dijiste que era algo
que a ti te hacía sentir muy bien pero que a Olivia no, pensé que andabas
163
Silvia Jiménez G.
con otra.
-Bueno, de alguna manera es un problema de faldas.
-Sí, de tus propias faldas.
-Así es.
-Imagino que Olivia debe estar muy confundida.
-Muchísimo.
-¿Y ya le explicaste de qué se trata todo esto?
-He intentado, pero creo que no sirve de nada. Se niega a entender.
-Es que no es fácil, imagínate.
-Lo sé. Pero siquiera que tuviera la mente un poquito más abierta, no
necesariamente para entenderlo, sino al menos para enterarse de las
cosas.
-No hay mucha información. Yo estuve buscando y en las bibliotecas
no hay nada. Solamente encontré un libro de los años sesenta en donde
dicen que el travestismo es una perversión sexual.
-Imagínate, son los libros que pude ver cuando era joven. Me hicieron
mucho daño
-Como que de homosexualidad hay más cosas, más recientes, pero de
transgénero, nada. Tuve que meterme al Internet y ahí encontré algo, pero
tampoco creas que hay mucho.
-No, y lo poco que hay es de otros países. Pareciera que en México no
existe el transgénero.
-¿A quién más le has contado?
-Nada más a Diego, y ahora a ti.
-¿Y le piensas decir a tus hijos?
-No, por lo pronto no. Yo no tendría inconveniente, creo que si se les
plantea como lo que es, y se les hace ver cómo es que la sociedad se ha
equivocado en muchas cosas, pues lo pueden entender. Incluso creo que
lo puedan entender mejor que los adultos que tenemos tantas telarañas
en la cabeza.
-¿No será muy difícil para tu hijo saber que su papá se viste de mujer?
-Sí, sobre todo al principio. Pero yo pienso que poco a poco podría irlo
asimilando. El chiste es que se dé cuenta que ser hombre no es mejor que
ser mujer, sino que lo importante es ser un ser humano pleno, auténtico,
feliz, y si esto me ayuda a ser feliz, pues yo no vería dónde está lo malo.
También tendría que hacerle notar cómo es que la sociedad ha sido muy
cruel, no solamente con la gente transgenérica, sino en otros tiempos, o
todavía en algunos lugares, con los indígenas, con los negros, con las
mujeres.
164
Piel que no miente
-Eso si se me hace muy difícil.
.Pero, bueno, tanto Olivia como la mamá de mis hijas no permiten que
les diga nada. Y mientras no viva mi rol femenino de tiempo completo
pues creo que puedo mantener esto en secreto.
-¿Y has pensado en hormonizarte y llegar a vivir de tiempo completo?
-Por lo pronto no. Estoy muy contento con lo que está pasando, el poder
salir, el tener libertad para vestirme como me sienta mejor... pero no te
creas, de repente se me antoja, vamos a ver cómo se dan las cosas.
-Ahora entiendo por qué nunca te ha gustado vestirte bien, me refiero a
la ropa de hombre.
-Pues sí, no me hace ninguna ilusión un saco, una corbata... para nada.
-¿Y cómo te ves de mujer? ¿eh?
-Pues, qué te puedo decir. Trato de arreglarme lo mejor que puedo,
pero como no tomo hormonas ni nada, pues estoy muy lejos de ser una
modelo. Pero me siento muy bien, eso es lo importante.
-Claro, eso es lo que cuenta. Me da mucho gusto que hayas encontrado
este grupo.
-A mí también, no sabes cómo me han ayudado.
-¿Te digo una cosa? –preguntó Lulú con cierta timidez.
-¿Qué?
-Me gustaría conocer a Mayela, ¿tú crees que se pueda?
-Claro, yo encantada.

LXXXIV

Quince días después estoy en el área de libros y revistas del Sanborn’s


Coyoacán. Visto una falda azul rey con rayitas negras muy suaves que
llega apenas debajo de la rodilla y un blusón del mismo color. Pantimedias
color ala de mosca y tacones altos negros. Fui muy cuidadosa al
seleccionar mi ropa. Comeré con Lulú y Diego. Fue la propia Lulú quien
sugirió que invitáramos a mi amigo, no sé si para sentirse apoyada en caso
de que resultara muy difícil el verme con ropa de mujer, o si realmente
porque consideró que era una buena oportunidad para que también él me
conociera en este rol. Lo cierto es que me pareció buena idea.
Quedamos de vernos en este lugar para de aquí ir a comer a cualquier
otro lado. De alguna manera Coyoacán es el lugar donde mejor me he
165
Silvia Jiménez G.
sentido. Pienso que la gente que frecuenta este lugar suele ser más
abierta, menos convencional y, por ende, no tan llena de telarañas y
prejuicios como en otros lugares. No sé si sea correcta mi apreciación,
pero lo cierto es que es aquí donde mejor me han tratado y donde poco a
poco voy adquiriendo más confianza para salir a otras zonas de la ciudad.
Soy la primera en llegar, es viernes y la ciudad siempre se desquicia un
poco en estos días. A los pocos minutos veo entrar a Diego. Me pongo
nerviosa, muy nerviosa. Mi primera reacción es instintiva, ocultarme
detrás de uno de los libreros. Es curioso, durante muchos años me
programé para ocultarme de la gente conocida, ahora respondo a esa
programación. Finalmente me acomodo el cabello y me dirijo hacia donde
viene mi amigo. Noto que al verme insinúa en su rostro una expresión de
sorpresa que borra de inmediato.
-Hola, Diego –lo saludo, todavía nerviosa.
-Hola... ¿Mayela? –duda.
-Claro, así me llamo.
-¿Y Lulú no ha llegado? –dice, mientras mira alrededor como buscando
refuerzos.
-No, espero que no tarde.
En eso estábamos cuando la vemos venir y salimos a su encuentro.
-Hola, Mayela –me saluda con naturalidad y me da un beso en la mejilla.
-Qué tal, Lulú, ¿qué gusto verte?
-Hola, Diego, ¿ya tenían mucho rato?
-No, yo acabo de llegar, Jor... Mayela –rectifica- ya estaba aquí.
Atravesamos la plaza y entramos a un restaurante muy agradable, a
donde ya he ido en otras ocasiones en mi rol femenino.
-Las mujeres escogen mesa –dice Diego dirigiéndose a Lulú y a mí.
-Somos mayoría –comenta Lulú.
-Viéndolo bien, somos mitad y mitad, ¿o no? –apunta Diego y todos
reímos de buena gana.
-Sí, uno y medio hombres y una y media mujeres –explica Lulú.
Yo escojo una mesa cerca del rincón, en primer lugar porque siempre
he sido rinconera, y en segundo porque no sé cómo se sientan mis
amigos con alguien como yo, quizá puedan tener cierto temor de que
algún conocido los vea con una persona travesti. Así es que para evitarles
incomodidades, en la medida de lo posible, busco una mesa apartada de
la entrada.
El lugar es agradable, bien decorado, aunque sin lujos, y con buenos
aromas, propios de un buen restaurante. No hay mucha gente, algunos
166
Piel que no miente
hombres de negocios, unas parejas por allá y una familia con dos niños.
La comida se centra en mi travestismo. Diego trata de entenderlo y es
Lulú quien con la autoridad de haberse documentado lo empieza a ubicar.
-¿Y te gustan los hombres? –pregunta Diego.
-Es muy complicado. En rigor no me gustan, prefiero a las mujeres, pero
me encanta la manera en como me tratan. Me gusta que me digan cosas
bonitas, que me consientan –respondo.
-¿Has salido con hombres? –cuestiona Lulú.
-Sí, una vez –confieso apenada- lo conocí en un chat y quedamos de
vernos. Me trajo a comer aquí, justamente.
-¿Y te gustó? –quiso saber Lulú.
-Él no, pero la forma en que me trató sí. ¿Y saben que es lo que me
gustó más?
-Que él pagara la cuenta –bromeó Diego.
-Claro, esa es una gran ventaja. Pero me encantó que como mujer yo
no tengo que tomar la iniciativa para nada. O sea, él es el que llevaba la
plática, el que trataba de quedar bien. Eso es bien bonito.
Es inevitable que de repente se dirijan a mí en masculino, sobre todo
Diego. Cuando se lo hago notar, tanto él como Lulú me advierten que yo
misma, más de una vez durante la comida, he hablado de mí también en
masculino. No me había dado cuenta, son detalles que habrá que cuidar.
Antes del postre ya estábamos completamente identificados con la
nueva condición. Me pareció muy interesante como ahora me identificaba
más con Lulú que con Diego.
-Te ves bien –la soltó Mi amiga.
-¿De verdad? –respondí agradecida.
-Sí cuando me dijiste yo no quise formarme ninguna imagen en la mente,
preferí conocerte. Pero aún así me sorprendes. Creo que si te hubiera
imaginado como mujer no te hubiera imaginado de esta manera. ¿No se
ve bien? –le preguntó a Diego.
Un sí no muy convencido fue la respuesta de mi amigo. –Lo que pasa
–explicó- es que yo todavía no me hago a la idea. Como que me están
quitando a mi amigo.
-¿Crees que soy una impostora? –pregunté.
-No, no es eso. Yo creo que es cosa de tiempo, de acostumbrarme.
Disfruté muchísimo esa comida. De alguna manera sentí que estaba
invadiendo el mundo de Jorge, eran sus amigos, no los míos. Pero
descubrí con agrado que me aceptaban y que sentían por mí el mismo
cariño que por Jorge. Me di cuenta entonces que era yo –Jorge, Mayela,
167
Silvia Jiménez G.
como fuera- la misma persona, y que en la medida en que empezaba a
integrar ambos mundos así también integraba mi propia personalidad.
Tenía muy claro que Mayela y Jorge no eran dos personas distintas,
sino la misma con diferentes manifestaciones.
Agradecí sinceramente a mis amigos que hubieran hecho el esfuerzo de
conocerme en este rol. No me lo dijeron, pero intuyo que no ha de haber
sido nada fácil. Sobre todo por un comentario que días después me hizo
Lourdes en uno de sus mails. -Me la pasé muy bien en la comida –dijo-
pero confieso que cuando salimos me preocupé mucho porque vi que
pasaba una patrulla y me dio miedo que te fueran a hacer algo.
La verdad es que yo ni cuenta me di de la patrulla. Creo que he ido
adquiriendo seguridad y confianza.

LXXXV

Me invitan a dar unas pláticas para trabajadoras sociales del Gobierno


del Distrito Federal. Me parece muy buena idea. Son mujeres que trabajan
en comunidades y que muchas veces tienen que atender casos de
violencia intrafamiliar. Sabemos que algunos casos de maltrato se dan
por la orientación sexual o genérica de los hijos.
El caso es reiterativo, un padre que descubre a su hijo vestido con ropas
de mujer y que descarga con el pobre muchacho todas sus frustraciones
y toda su ignorancia. No sé qué tanta labor puedan hacer las trabajadoras
sociales, pero sin duda será más efectiva si ellas mismas conocen de
cerca lo que es el travestismo y los sentimientos contradictorios que
puede tener un adolescente cuando se da cuenta que disfruta al ponerse
las faldas de mamá.
El lugar está justo enfrente de la estación del Metro San Cosme, así es
que utilizo este medio de transporte.
Al bajar del convoy siento que alguien me sigue. Hay mucha gente,
así que no puedo tener la seguridad. El caso es que acelero el paso y
el sujeto hace lo mismo, y si lo disminuyo, igual. Procuro irme por donde
hay más gente para evitar algún incidente. Sin embargo, al salir de la
estación, el tipo me aborda. Es un hombre de unos 35 años, fuerte, ancho
de espaldas pero no muy alto.
-Buenos días, señorita –me dice.
168
Piel que no miente
Tímidamente respondo el saludo.
-No se asuste, no voy a hacerle nada, nada más quiero platicar tantito
con usted.
Imagino que si me niego puede ser peor, así es que le dirijo la palabra.
-¿Qué se le ofrece?
-¿Puedo hablarte de tú? –me dice.
-Sí.
-No lo tomes a mal, pero tú me gustas, eres muy bonita.
-Gracias –contesto halagada.
-Me gustaría invitarte a tomar un refresco.
-Gracias, pero tengo cosas que hacer.
-¿Otro día?
-No sé.
-¿No te molesta si te hago una pregunta?
-No.
-¿Tomas hormonas? ¿estás operada?
-No, ni tomo hormonas ni estoy operada.
-¿Y no te gustaría tomar hormonas?
-Pues... no lo he pensado. Es una decisión muy difícil.
-Mira, te voy a hablar con franqueza. Yo trabajo en una farmacia, la que
está aquí a cuatro cuadras. Y puedo darte las hormonas que necesites, yo
mismo te las inyecto, cuando gustes, si quieres de una vez...
-¿Y cuánto me costarían?
-Nada, te las estoy ofreciendo. Atrás de la farmacia hay una bodeguita,
ahí te inyectaría y, claro, me imagino que te portarías bien conmigo, eres
tan bonita, y ahora que te ponga las hormonas vas a quedar preciosa.
No sé qué pensar. Hay sentimientos encontrados. Por un lado me siento
bien de saber que puedo gustarle a alguien, por otro lado me molesta que
lo único que le interese a los hombres sea el sexo.
-No, muchas gracias, no me interesa –contesto muy digna.
-Mira –insiste- la farmacia está aquí cerquita, desde aquí la puedes ver.
Señala hacia donde, efectivamente, se mira el característico letrero
luminoso que usan algunas farmacias.
-Cuando gustes –sigue- puedes ir, pregunta por Marco Antonio, nos la
pasamos un rato bien a gusto y luego te pongo tus hormonas, vas a ver
qué bien vas a quedar en unos meses.
Le digo que uno de estos días lo iré a visitar y me despido, pues se hace
tarde para mi plática.
Durante la charla me cuesta trabajo quitar de mi mente el ofrecimiento
169
Silvia Jiménez G.
de Marco Antonio, sobre todo cuando, a la hora de las preguntas, alguien
me cuestiona si en algún momento he pensado en tomar hormonas.
-De repente ha cruzado por mi mente esa posibilidad –respondo- pero
no con seriedad. Mientras no tome la decisión de vivir como una mujer las
24 horas del día, siento que podría ser contraproducente.
Por la tarde sigo piense y piense. Me molesta dar mi cuerpo a cambio
de un bien material, de alguna manera sería prostituirme, y aunque
respeto mucho el trabajo de las sexo servidoras, no es precisamente lo
que quiero hacer con mi vida. Pero por otro lado de repente me asalta la
duda de cómo me sentiría al estar con un hombre. Y, claro, me atrae la
idea de las hormonas. Una de las razones por las que no he contemplado
hormonizarme es por el costo que representan, pero... no, estoy loca, debo
borrar de mi mente esas ideas. Si en algún momento decido inyectarme
hormonas será una decisión perfectamente planeada, bajo supervisión
médica y cuando tenga el dinero suficiente para comprarlas. Nunca iré a
esa farmacia.

LXXXVI

El grupo es mi refugio, la isla donde puedo encontrar la paz y la


serenidad, el oasis donde nadie me cuestiona mi manera de vestir o mi
modo de pensar.
Es una bendición que existan grupos de esta naturaleza, pero es una
desgracia que tengan que existir. Lo ideal sería que el mundo todo fuera
esa ínsula, la quimera donde cada quien, sin importar raza, edad, sexo,
preferencias, orientación genérica o manera de vestir, tuviera un lugar.
Qué maravilla sería que cada quien, según su propio gusto, pudiera
vestirse como le viniera en gana.
Han pasado casi dos años desde que entré al grupo y mi vida ha cambiado
completamente. Hago un recuento de estos 24 meses y descubro que en
este tiempo he vivido muchas más cosas que durante los más de 30 años
que debí permanecer encerrada en el clóset.
No resisto la tentación de darme unas vueltas por lugares donde siempre
quise estar como mujer. Voy a mi escuela primaria, evito entrar pero me
paseo por enfrente. No lo hago en un plan retador, sino simplemente para
experimentar una hermosa sensación. Me pongo a recordar, cuando salía
170
Piel que no miente
de estas aulas, la cantidad de dudas y de vergüenzas que debía cargar
porque la tarde anterior me había puesto una falda en la intimidad de
mi casa. Tuve ganas de decirle a mis antiguos maestros, véanme, ésta
soy yo, la que siempre debió estar oculta, la que condenaban sin razón,
pero por fin rompí las cadenas y aquí estoy, quería decirlo, gritarlo a los
cuatro vientos. Lo emocionante es que ahora puedo caminar con faldas y
tacones altos y nadie me dice nada, nadie me dice que es pecado o que
me voy a condenar. Y aunque así lo hicieran, sobra decir que no les haría
el menor caso.
Y lo más importante, yo misma me acepto de esta manera. No sólo me
acepto, estoy feliz de vestirme así, de vivir como una mujer, de expresarme
como una mujer, de ser tratada como una mujer, al menos por unas horas
a la semana.
Minutos más tarde entro al templo en donde hace muchos ayeres hice
mi Primera Comunión, la antigua Iglesia de Coyoacán. Y, por primera
vez en mi condición femenina puedo orar dentro de un recinto católico,
apostólico y romano. Lo hago con mucho respeto, pero con el deseo
ferviente de agradecerle a Dios el haber alcanzado la libertad. Y ante el
Cristo en el que creo, y que recibí por vez primera en aquella ocasión,
pienso que Armando no me condena. Él, que acogió a la Magdalena y que
curó al efebo del centurión, no podría condenar mi manera de vestir. Sería
indigno de un Padre bondadoso condenar a alguien por el sólo hecho de
querer ser auténtico, de buscar la felicidad, de querer alcanzar la libertad.
Hay algo que me queda muy claro, yo no escogí ser transgenérica,
pero sí debo decidir qué hacer con mi transgénero. Tengo dos opciones
diametralmente opuestas con una enorme gama de matices en el medio:
reprimirme como lo hice durante tantos años y renunciar a la felicidad,
o ejercer plenamente, y con responsabilidad, mi libertad. Mi opción se
acerca mucho más a la segunda. No me queda la menor duda que he de
vivir mis propios sueños y no los sueños que los otros han forjado para mí.
Paso también por enfrente del viejo edificio donde viví durante mi niñez
y buena parte de la adolescencia. Desde aquí abajo veo el balcón por
donde alguna vez, a mis 12 años, asomé unas pierna envueltas en medias
y rematadas con zapatillas de tacón alto. Nunca pude ver la reacción de
la gente que miraba desde abajo, seguramente ni siquiera se les habría
ocurrido voltear, pero en ese entonces para mí resultaba emocionante.
Hoy no tengo necesidad de asomar las piernas, aquí están, bajo esta
falda negra, con pantimedias y tacones altos para que las mire quien
quiera hacerlo. Ya no debo esconderme, ya no debo ocultar mi realidad.
171
Silvia Jiménez G.
Y en mi mente imagino que a mis 12 años salgo de ese edificio, lleno de
dudas y temores porque acabo de ponerme un vestido y de pintarme las
uñas. Y le digo a ese niño imaginario, a ese pequeño yo, ¿qué te pasa?
¿por qué estás tan asustado? No temas, no es malo lo que haces, no
puede ser malo buscar la propia identidad, no puede ser malo buscar ser
uno mismo, no puede ser malo expresarse desde el fondo de nuestros
sentimientos y no desde el guión que alguien escribió para nosotros.

LXXXVII

Viernes en la noche. Mi esposa y yo nos arreglamos para ir a la boda


de una de sus primas. Ella se está maquillando frente al tocador y yo,
divertido, la observo desde la cama. Recuerdo cuando de niño miraba
extasiado arreglarse a mi madre.
Muchas otras veces miré a mi propia esposa acicalarse para ir a alguna
fiesta y confieso que sentía envidia. Pero ya no. La miro pintarse los
labios y recuerdo cómo disfruté que me maquillaran cuando la boda de
mis amigas; la miro ponerse el vestido largo y me recuerdo poniéndome
el vestido que alquile para aquella ocasión.
Ya no envidio, tampoco, a aquellas mujeres que en el Metro o en el auto
se van maquillando. Más de una vez, en el Metro o en el auto, yo misma
he sacado el lápiz labial, la polvera o el rubor para aplicármelo.
Después de todo, la vida ha sido bondadosa conmigo. Más tarde que
temprano, tal vez, pero me ha dado la oportunidad de vivir muchos de
mis sueños. Claro, sería maravilloso poder ir de vestido largo a todas
las fiestas y nunca más usar una corbata, sería hermoso poder pasar las
Navidades convertida en una mujer y ayudar a mi madre y a mi hermana
a preparar la cena. Pero no puedo quejarme, sobre todo cuando volteo a
mi alrededor y veo mujeres que de ninguna manera disfrutan su condición
de mujer sino que, por el contrario, la padecen. Me refiero a aquellas que
por falta de educación –finalmente por falta de recursos, la pobreza, pues-
soportan sin saber qué hacer a un esposo egoísta, agresivo, abusivo.
Al día siguiente, en la reunión del grupo, otra buena noticia refuerza
mi optimismo: volveré a coordinar los Días de Transgénero, ahora en su
tercera edición. Además, impartiré un taller llamado “Conquistando la
calle” en donde reflexionaremos acerca de las precauciones que conviene
172
Piel que no miente
tomar al salir en nuestra condición femenina. Si se dan las condiciones,
haremos el taller de manera vivencial, saldremos a la calle y después
cada quien platicará cómo se sintió. Por supuesto, está dirigido a travestis
que apenas empiezan a salir del clóset.
No se trata de convencer a nadie de que salga, sino de brindarle apoyo
a quien desee hacerlo. Y debo confesar que desde mi punto de vista
es necesario que cada vez haya más personas transgenéricas en las
calles; no con un afán exhibicionista, desde luego, sino para ejercer una
libertad que apenas estamos conquistando, para hacernos visibles, para
que la gente se vaya acostumbrando a nosotras, y que se dé cuenta que
tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones que cualquiera
El evento, incluido el taller, es todo un éxito. El último día, rendidas y con
los pies hinchados por los tacones, hacemos un recuento de lo que fue. La
escena es más que divertida, casi todas nos hemos quitado las zapatillas,
la mayoría estamos sin aretes y no falta quien se haya arrancado la
peluca. Sentadas en el suelo nuestra imagen se parece más a la escena
de una cinta de Fellini que a una junta de trabajo.
Cuando todo ha terminado, Anxélica me llama aparte. Me pongo las
zapatillas y la sigo a otro de los salones.
-Tengo que hablar contigo, Mayela.
-¿Para qué soy buena? –pregunto.
-Para coordinar eventos y creo que para hacer spaghetti –bromea- pero
no nada más.
-¿De qué se trata? –sigo intrigada.
-Ya cumplí cuatro años al frente del grupo, es mucho tiempo.
-Lo has hecho muy bien.
-Sí, pero tengo otras cosas que hacer, quiero escribir, dedicarme a mi
hija que está por nacer, alejarme un rato de todo esto.
-Nos vas a hacer mucha falta.
-Nadie es indispensable, amiga.
-¿Y has pensado quién se pueda hacer cargo del grupo?
-Sí, claro que sí.
-¿Y en quién has pensado? –pregunto, curiosa.
-En ti, mi estimada Mayela.
-¿En mí? –no puedo menos de asombrarme, apenas estoy por cumplir
dos años en el grupo.
-Sí, ¿cuál es el problema?
-Estoy muy verde todavía, me falta mucho por aprender.
-Ya aprenderás.
173
Silvia Jiménez G.
-Pero, es mucha responsabilidad.
-Por eso te hemos escogido a ti. Ya lo platiqué con Alejandra y creemos
que tú eres la mejor opción.
-Bueno –empiezo a salir del asombro- ¿y cuándo dejarás el grupo?
-En este momento.
-¿Quéeeeeééé? –no lo puedo creer.
-Sí, no te dije antes porque quería que estuvieras concentrada totalmente
en el evento.
-Pero...
-¿No puedes?
-No, no es eso, es que me tomas de sorpresa.
-¿No te gustan las sorpresas.
-Sí, pero esto es muy serio.
-Lo sé, e insisto, por eso te escogimos a ti.
-Pues yo... –no sé ni qué decir, la noticia es completamente inesperada.
-Entonces, amiga, ¿aceptas?
-Sí... sí acepto.

LXXXVIII

Ahora entiendo perfectamente cuando hablan de “la rifa del tigre”. Tengo
sentimientos encontrados; por un lado, me siento más que honrada que
me hayan tomado en cuenta para encabezar al grupo, sin duda uno de
los más importantes en cuestión de transgénero en todo el país. Pero,
por lo mismo, siento que la responsabilidad es enorme, y me reconozco
inexperta en este campo. No quisiera que mi falta de experiencia le
afectara a este grupo que tanto me ha dado.
Por otro lado, es una excelente oportunidad de seguir haciendo lo que
tanto me gusta, trabajar desde mi condición femenina a favor de construir
una sociedad más abierta y más plural. Y, sobre todo, poder apoyar a
todos esos jóvenes que se sienten mal porque les gusta ponerse la ropa
de mamá.
Siento una enorme responsabilidad, pero en el fondo estoy feliz. Y
quisiera ir con mi pareja y compartir este momento tan emocionante para
mí, y con mis papás y transmitirles mi alegría y mis preocupaciones... pero
sé que no es posible.
174
Piel que no miente
Lo que son las cosas, los momentos más trascendentes de mi vida no
los puedo compartir con la gente que más quiero y que más me quiere.
Dentro de mis nuevas responsabilidades está la de representar al grupo
en algunos eventos de la diversidad sexual. Una ONG de Querétaro
organiza una semana de la diversidad y nos invitan para dar una plática
sobre transgénero. Nos pagan el autobús, las comidas y hasta el
hospedaje. Le pido a Alejandra, la psicóloga que ahora es una excelente
amiga y que sigue apoyando al grupo, que me acompañe. Ella acepta,
pero otra actividad que surge a última hora provoca que se tenga que
quedar y yo me vaya sola a Querétaro.
Decido irme vestida desde la Ciudad de México. Hay una sensación
muy extraña, no me gusta que la gente que me conoce en mi ámbito
femenino me vea en mi condición masculina. Es un poco a la inversa de
lo que sentía al principio, cuando no quería que nadie me viera vestida de
mujer. Ahora no soporto que la gente que me ha conocido como Mayela
me vea con ropa de hombre.
Lo pienso mucho, antes de tomar la decisión. No es un viaje muy largo
pero de cualquier manera implica salir de la ciudad. No sé cómo me vayan
a tratar en el autobús, no sé cómo me trate la gente en Querétaro. A
pesar de ser una ciudad grande y en constante crecimiento, no deja de
ser provincia, con todo el encanto que guarda la provincia mexicana pero
que, hay que reconocerlo, debido al centralismo feroz de nuestro país se
mantiene un poco a la zaga en relación con el Distrito Federal. Además,
Querétaro es un estado gobernado por la derecha, con toda la ideología
tradicionalista y conservadora que esto significa.
Confieso que me da un poco de temor, pero decido emprender el viaje.
Visto, como siempre, con la mayor discreción, con el ánimo de no llamar
la atención.
Desde el momento en que llego a la Central de Autobuses a comprar el
boleto empiezo a disfrutar el viaje.
-¿Qué asiento va a querer, señorita? –me pregunta la encargada de los
boletos.
-El 37 –prefiero irme en la parte de atrás con la esperanza de que no se
llene el autobús y pueda ir sola en el asiento.
-¿A qué nombre?
-Mayela Beltrán –respondo- y me dan ganas de gritarlo, que todo mundo
se entere que ese es mi nombre, que soy una mujer, que Jorge Ruvalcaba
no existe, nunca ha existido. Todavía con el boleto en la mano, me gozo
leyendo mi nombre impreso, mi verdadero nombre, no el que he tenido
175
Silvia Jiménez G.
que utilizar por razones prácticas, no el que me pusieron en el registro
civil engañados por unos genitales que apenas y dan cuenta del sexo,
pero no del género. El género, el ser hombre o el ser mujer, no está
entre las piernas, está entre las orejas, en el cerebro, en el alma, es una
convicción, es un sentimiento muy arraigado. Y a estas alturas no me
cabe la menor duda que yo soy una mujer, y como tal me gusta vestir y
como tal me gusta que me traten y que me llamen, y como tal me subo a
un México-Querétaro que en poco más de dos horas me deja en la Central
de Autobuses de aquella hermosa ciudad colonial.
No sé porqué, pero siento que la central de autobuses me da cierta
seguridad, de alguna manera es una extensión del viaje, pero al momento
de poner un pie fuera de la terminal y recibir el sol queretano en la piel,
me entra un temor de que algo pueda pasarme. Trato de disimular lo
mejor que puedo y me digo a mí misma que ahora es cuando necesito
aplomo y seguridad. Me dirijo a donde están los taxis y un ‘¿para dónde
va, señorita?’ me permite recuperar la confianza. Abordo la unidad y le
doy la dirección al taxista.
El chofer me va platicando, que de dónde vengo, que cuánto tiempo voy
a estar en Querétaro, que cómo está la inseguridad en el DF y todo lo que
suele platicar un taxista a los viajeros. Tanta naturalidad me sorprende.
No me queda claro si el chofer piensa que yo soy una mujer como todas
las que conoce, o si se da cuenta de mi condición pero no le importa y me
trata exactamente igual que a cualquier otra mujer. Nunca lo sabré pero
disfruto ese trato amable y hasta caballeroso.
La plática que doy en el evento es bien recibida, hay buena respuesta
de la gente y preguntas interesantes. En el siguiente capítulo reproduzco
el texto de la plática, quizá a alguien le pueda resultar de interés; en todo
caso, siempre queda el recurso de brincarse el tema.
Al terminar, los organizadores me llevan a cenar a un restaurante del
Centro que está bastante concurrido, una que otra mirada de curiosidad
por parte de los comensales, pero nadie dice nada. El servicio es de
primera.
Me ofrecen llevarme al hotel a donde ya me hicieron reservación e
invitarme a desayunar al día siguiente para después llevarme a conocer
algunos lugares de Querétaro. Qué ganas de quedarme, qué ganas de
pasar la noche en el hotel y despertar y verme con las uñas pintadas y
camisón, y después de bañarme volverme a poner un vestido y salir a la
calle a conocer Querétaro. Me emociona esa posibilidad, pero debo estar
muy temprano en la Ciudad de México para llevar a mi hijo a la escuela.
176
Piel que no miente
Nadie de los organizadores trae auto, me dejan, entonces, en un taxi
que me ha de llevar a la Central de Autobuses. El taxista igual de amable
y platicador que el primero. Me siento tan bien.
De nuevo compro uno de los asientos de la parte trasera del autobús
para tener la posibilidad de viajar sola. En cuanto arranca la unidad me
doy cuenta que podré ir más cómoda, nadie se sentó a mi lado.
A los pocos minutos, sin embargo, se acerca un hombre como de unos
35 o 40 años.
-¿Me puedo sentar aquí, señorita? –me pregunta amable.
-Sí –respondo, un poco sorprendida, pienso que quizá querrá sacarme
plática.
-¿Puedo poner mi refresco? –me dice, mientras señala el compartimiento
que está en la pared del autobús, justamente para las bebidas.
Yo digo que sí y él deposita su refresco, al retirar la mano roza apenas
mis piernas por encima de mi falda. Yo no digo nada.
El individuo no platica conmigo, pero cada vez que estira la mano para
tomar su refresco vuelve a rozar mis piernas.
Yo no digo nada, en primer lugar, porqué no sabría qué decirle o cómo
hacerlo. Y en segunda, y más importante, porque confieso que en el fondo
me hace sentir bien esa situación. Yo sé que es absurdo y que ser mujer
es mucho más que despertar deseos en un hombre, pero en ese momento
me hace sentir bien el hecho de que alguien quiera tocarme.
Llega el momento en el que hombre, al darse cuenta que no opongo
resistencia, acaricia descaradamente mis piernas. Y yo sigo sin oponer
resistencia.
En mi mente me invento una explicación. Seguramente, pienso, el tipo
me vio en la sala de espera y se dio cuenta de mi condición transgenérica.
Hay muchos hombres que por alguna razón se sienten atraídos por
mujeres como nosotras. Entonces, sigo pensando, el individuo al darse
cuenta que yo estaba sola quiso sentarse a mi lado para hacer lo que está
haciendo, acariciar mis piernas. Yo, entonces, me dejé querer.
Siempre me han gustado las mujeres, confieso sin embargo que en el
chat me siento muy bien cuando los hombres me dicen cosas bonitas.
Pero esto no es un chat, esta es la realidad, hay un hombre que me está
tocando. Es curioso, no dice nada, ni siquiera me voltea a ver, pero me
acaricia las piernas. Yo no sé si fuera capaz de darle un beso, seguramente
no, pero me gusta sentir sus caricias sobre mi piel, sobre las medias que
cubren mi piel. Sólo pongo la mano desde arriba, desde la falda, para que
la suya no llegue más lejos, no me gustaría que sintiera el bulto que hay
177
Silvia Jiménez G.
entre mis piernas, y no porque el tipo no sepa que existe, sino porque eso
ya no resulta agradable para mí, además no quiero darle mucha cuerda.
En ese momento me pongo a pensar... creo que ya le di demasiada
confianza; llegaremos como a las 12 de la noche a la Ciudad de México,
el tipo se ha dado cuenta que no tengo inconveniente en que me acaricie
y querrá hacer otras cosas... yo le inventaré que tengo que llegar a casa,
que me esperan, pero cómo lo irá a tomar... es alguien que ni siquiera sé
cómo se llama. Creo que fui una tonta al permitir estas cosas. Con razón
las mujeres –las que ejercen su feminidad desde que nacen- toman tantas
precauciones. Pero mi madre no se dio cuenta de que yo soy mujer y
nunca me previno ante estas cosas.
De pronto, surge otro pensamiento, y otro temor aún más fuerte. Todo el
tiempo he supuesto que el tipo me pudo ver perfectamente en la sala de
espera y que conoce mi condición, pero... ¿y si no es así? ¿Y si él me vio
en la penumbra del autobús y cree que soy una mujer con vagina y senos
y todo lo demás? ¿Qué va a pasar cuando lleguemos a la Central del Norte
y con la luz de los focos se dé cuenta que no soy una mujer como la que él
espera? Vienen a mi mente las noticias de nota roja: “Travesti asesinado
con saña cuando el hombre descubrió que no era mujer”. Tengo miedo y
como puedo, sin hacerlo demasiado evidente, empiezo a hacerme a un
lado y a acomodarme la falda, como para que el individuo se dé cuenta
que ya no quiero que siga tocándome.
Funciona, el hombre me ha dejado en paz. Pero no sé qué vaya a pasar
cuando lleguemos a la terminal.
Hemos cruzado Tepotzotlán, en unos minutos estaremos llegando a la
terminal de Cien Metros. ¿Qué debo hacer? Si el tipo se dio cuenta de mi
condición transgenérica desde el principio va a querer que terminemos
lo que empezamos. Y si no se dio cuenta, puede ser que reaccione con
violencia en cuanto se entere. Creo que no hay nada peor para un hombre
que darse cuenta que se excitó y que disfruto al acariciar a otro hombre,
o a lo que él cree que es otro hombre. Porque para ellos no valen los
géneros, no saben qué es eso, para ellos sólo hay penes y vaginas.
Por eso es que me preocupa lo que vaya a pasar en cuanto lleguemos.
Y una y otra vez me reprocho el no haber puesto un alto. Yo, que se
supone que soy la experta, que he dado cursos y talleres para quienes
quieren salir a la calle, yo que tomo todas las precauciones, he cometido
un error garrafal. Y ahora no hay manera de remediarlo.
Se me ocurren varias posibilidades. Una de ellas es entretenerme en el
autobús con cualquier pretexto, y esperar a que el sujeto se vaya. Otra es
178
Piel que no miente
bajarme y permanecer cerca de alguna señora hasta llegar al taxi, o por lo
menos hasta poder meterme a uno de los baños y ahí esperar un tiempo
razonable en espera de que el tipo se fuera. Pero siempre quedará el
temor de que me esté esperando, afuera del baño o afuera de la Central.
De cualquier forma creo que la opción del baño es la más acertada.
Tomamos la calzada Vallejo, no falta mucho para que el autobús termine
su recorrido. Qué nervios... y todo por tonta.
Al llegar a la terminal el desenlace es inesperado. En cuanto el autobús
se detiene el sujeto se baja de inmediato. A pesar de encontrarnos en los
asientos de atrás, es el primer pasajero en descender. Me sorprende pero
me llena de alivio.
Todavía, al bajar, volteo para todos lados, no vaya a ser que me esté
esperando en algún lugar. Afortunadamente ya no está. Y la explicación
que le encuentro a todo esto es que el sujeto siempre pensó que yo era
una mujer como cualquier otra; en algún momento se percató de mi
condición y entonces él fue el que tuvo miedo de que yo le fuera a hacer
algo. Ahora que lo platico me da risa, y hasta me siento bien de que me
haya confundido con una mujer de nacimiento, pero en ese momento fue
una situación muy incómoda y cargada de tensión.

LXXXIX

“...no podemos obligar a las estrellas a


dejar de brillar al mediodía”

Amigas y amigos:

Agradezco al grupo Ecodiversa su invitación para participar en la


Segunda Semana de la Diversidad Sexual en esta hermosa ciudad de
Querétaro, y agradezco a todos y a todas ustedes su presencia en este
antiguo y evocador recinto.
Para comenzar quisiera contarles que conozco a una pareja de buenos
amigos que están por tener un bebé. Por alguna razón no han querido
someterse a las pruebas de ultrasonido y conocer el sexo de la criatura,
prefieren que sea sorpresa. Sin embargo, cuando alguien les pregunta qué
quieren, responden que les da igual, “niño o niña –afirman- pero definido”.
179
Silvia Jiménez G.
Así hay mucha gente; son aquellos que llegan a ver una película ya
comenzada y preguntan, “¿quiénes son los buenos y quiénes son los
malos?”, me recuerdan a mi abuelita, que en paz descanse, que de
repente llegaba y me preguntaba, ¿hace frío o hace calor?.
Seguramente muchos de nosotros y de nosotras conocemos gente que
es así, para quienes no existen matices; o es negro o es blanco, o es de
día o es de noche, o es bueno o es malo, o es hombre o es mujer...
Estas personas necesitan crear esquemas y estereotipos que les
permitan entender el mundo. Les cuesta trabajo conocer e interpretar
cada caso en particular y difícilmente reconocen matices. Entonces
prefieren sujetarse a esquemas preestablecidos que les ayuden a, según
ellos, ‘conocer’ la realidad.
Estos esquemas –elaborados, por supuesto, desde las esferas
del poder- son los que nos han hecho creer que los blancos son más
inteligentes que los negros, que los hombres son más capaces que las
mujeres, que los comunistas son malos, que los indígenas son flojos y
muchos otros estereotipos por el estilo.
Uno de los esquemas más socorridos y que mucha gente defiende
como un axioma irrebatible, tiene que ver con el sexo y con el género.
Dicen, si el bebé que nace tiene pene, entonces es un hombre, si tiene
vagina, entonces es una mujer. Y no conformes con ello le atribuyen una
serie de características a esos supuestos hombres y esas supuestas
mujeres. Afirman, por ejemplo, que los hombres son valientes, fuertes,
independientes, activos, racionales, etcétera, etcétera. La mujer, en
cambio, es tierna, frágil, débil, pasiva, dependiente, intuitiva y, también,
una serie de etcéteras. Sin contar, desde luego, que los hombres visten
con pantalones y camisa, y las mujeres con falda y blusa.
Este esquema, repito, puede parecer evidente para muchísima gente de
sociedades como la nuestra. Y sería, junto con muchos otros esquemas y
estereotipos que se crean, una herramienta muy eficaz para entender la
realidad y organizar la vida social. Lo único malo es que tiene un pequeño
defecto: no siempre corresponde con la realidad.
En este punto quisiera poner un ejemplo: si suelto una piedra, sin
aplicarle ningún tipo de fuerza, siempre caerá hacia abajo, así lo haga una,
diez, veinte, cien o mil veces. ¿Pero qué ocurriría si de cada mil veces que
dejo caer la piedra, digamos que en diez o veinte ocasiones se fuera para
arriba? ¿Qué haría un científico serio? ¿obligar a la piedra a caer siempre
para abajo? ¿Hacerle creer a la gente que la piedra siempre cayó hacia
arriba para no tener que cambiar sus esquemas? O, más bien, aceptar
180
Piel que no miente
que su esquema estaba equivocado y seguir investigando para descubrir
cómo es que, en ocasiones, las piedras caen hacia arriba y a veces lo
hacen hacia abajo. Alguien me dirá que el ejemplo no es afortunado, que
las piedras siempre caerán hacia abajo; de acuerdo. Tomemos entonces
otro caso. ¿Qué pasaría si les digo que he visto brillar las estrellas a las
12 del día? Un científico aferrado no lo aceptaría, diría que las estrellas
sólo brillan de noche, pero en ciertas condiciones esto es posible. Ocurre
cuando hay un eclipse total de sol. Entonces los científicos tienen que
rendirse ante las evidencias. Porque, insisto, es la realidad la que modifica
los esquemas y no son los esquemas los que obligan a la realidad a ser
de determinada manera.
Pero en el caso del transgénero pareciera que la gente está empeñada
en negar que las estrellas puedan brillar a las 12 del día. Existen miles,
millones de casos de gente que nace con pene y testículos pero que se
siente bien al ponerse la ropa que tradicionalmente se considera para
las mujeres. Y gente que nace con una vagina pero que se siente bien
al interpretar un rol considerado como masculino. Y en vez de tratar de
investigar las razones de este comportamiento –y aceptarlo, como un
científico acepta los eclipses- mucha gente trata de negarlo, de ocultarlo
y, en ocasiones, hasta lo estigmatiza y lo condena. Se olvida que no
podemos obligar a las estrellas a dejar de brillar al mediodía.
La realidad, entonces, ha demostrado que el viejo esquema que dice
que pene es igual a hombre, y vagina es igual a mujer, no funciona, al
menos no en todos los casos.
Par entenderlo mejor habría que remitirnos a dos conceptos que suelen
confundirse pero que ni son lo mismo ni tienen una correlación fatal y
necesaria: el sexo y el género.
Sin ánimo de entrar a demasiadas profundidades, el sexo lo podríamos
definir como el conjunto de características biológicas marcadas por
los órganos reproductivos y los cromosomas, principalmente. Así, los
individuos con cromosomas xy y con pene y testículos se consideran
machos, y los individuos con cromosomas xx y con vulva y ovarios se
consideran hembras. Como decíamos al principio, la realidad va más
allá de la bipolaridad, por lo que incluso en este caso tampoco podemos
hablar de dos sexos perfectamente diferenciados, pues existen individuos
con estados intersexuales, lo que en algún tiempo se les conoció como
hermafroditas, y que presentan una combinación de algunas de estas
características. Pero no es el caso detenernos en estos aspectos por
ahora.
181
Silvia Jiménez G.
Con respecto al género, podemos decir que es una construcción social
marcada por convencionalismos, costumbres, tradiciones, rituales y
modos de ser, que se manifiestan en la manera de ver, sentir y vivir la vida.
Los dos extremos del género serían el hombre y la mujer pero, insisto,
con una amplia gama de matices entre uno y otro extremo. Y así como
no podemos decir exactamente dónde empieza el día y dónde termina la
noche, hay ocasiones en las que tampoco podemos decir dónde termina
el hombre y dónde comienza la mujer.
Pero retomemos el asunto central y recordemos el viejo esquema del
que hablábamos al principio y que dice que macho (sexo) es igual a
hombre (género) y que hembra es igual a mujer.
Cuando este esquema no se cumple –y sucede muchas más veces de
lo que algunos se imaginan- es lo que se conoce como transgénero. Es
decir, machos que se identifican, en mayor o menor medida, con el género
femenino. Y hembras que se identifican en mayor o menor medida con el
género masculino.
A grandes rasgos podemos hablar de cuatro momentos del transgénero,
que desde luego no son estáticos ni claramente distinguibles uno de otro,
pero que como herramienta nos permiten una aproximación al asunto.
Hablaríamos en primer término del fetichismo. Es el caso de individuos
xy (machos, sexualmente) que gustan de usar ocasionalmente prendas
femeninas con objeto de sentir placer. Lo más común es que se pongan
unas medias, unos tacones altos y obtengan un disfrute erótico al hacerlo.
En ningún momento pierden de vista que son hombres pero gozan con
algunas prendas que suelen usar las mujeres.
Luego vendría el travestismo propiamente dicho. En este caso, el gusto
por las prendas del género distinto al que nos marca el esquema es
mayor. Las personas travestis suelen adoptar la indumentaria completa
del otro género, y en ocasiones también los manierismos y las conductas
mientras permanecen vestidas de esa manera. Pueden salir a la calle o
hacerlo en su casa; muchas veces adoptan un nombre del otro género
y por lo regular les gusta que se refieran a su persona como ‘ellas’ si su
indumentaria es femenina; o ‘ellos’ si son hembras con ropa de varón.
Pero nunca pierden de vista su condición de hombres y mujeres, ni buscan
modificar su cuerpo.
Antes de hablar del transgénero –que de alguna manera sería un estado
intermedio entre el travestismo y la transexualidad- quisiera referirme a
éste concepto, la transexualidad.
Durante mucho tiempo se hablo de las transexuales como “mujeres
182
Piel que no miente
atrapadas en el cuerpo de un hombre”. No estamos de acuerdo con esta
definición, porque entonces estaríamos aceptando que hay cuerpos de
hombres y cuerpos de mujeres, y como dijimos hace rato, no existe una
correspondencia necesaria entre el sexo –de alguna manera marcado por
las características del cuerpo- y el género, que tiene más que ver con la
psique del individuo.
Diríamos, entonces, que una persona transexual es aquella que tiene
una clara identificación y una conciencia definida de pertenecer al género
que, de acuerdo con el viejo esquema del que hemos hablado, no va
de acuerdo con el sexo biológico determinado. Hablaríamos entonces
de mujeres con cromosomas xy y con órganos sexuales externos (en el
caso de transexuales de masculino a femenino) así como de hombres
con cromosomas xx y con órganos sexuales internos (de femenino a
masculino).
En este caso, el individuo tiene una clara conciencia de su género y
buscará por todos los medios modificar su cuerpo para que se parezca
al del sexo biológico deseado. Es decir, que las mujeres transexuales
buscarán modificar su pene y sus testículos para crear una vagina (es lo
que se conoce como reasignación quirúrgica) y los hombres transexuales
buscarán la creación de un pene, operación más complicada y costosa
pero que se puede realizar.
Obviamente, antes de llegar a la reasignación quirúrgica la persona
transexual buscará un tratamiento hormonal que le ayude a feminizar
su cuerpo, y otro tipo de acciones como depilación, cirugía facial y en
ocasiones implantes de pechos y caderas (en el caso de las mujeres
transexuales) o eliminación de los pechos en el caso de los hombres
transexuales.
Brevemente podemos hablar de transexualidad primaria y secundaria.
Primaria cuando la conciencia de pertenecer al género distinto al asignado
socialmente se da en los primeros años de vida. Es el caso de la niña que
se sabe niña, que gusta de ponerse la ropa de mamá, de practicar juegos
socialmente asignados a las niñas, pero que por nacer con un pene es
obligada a vestir como hombre y a practicar actividades masculinas.
La transexualidad secundaria se da cuando la conciencia de pertenecer
al otro género se da en una edad más avanzada; suele suceder que el
transexual secundario se vivió como travesti durante buena parte de su
vida y en algún momento cobra conciencia de su género y hace todo lo
posible por modificar su cuerpo.
Una vez que conocemos las características de la transexualidad
183
Silvia Jiménez G.
podemos hablar del transgénero en sentido estricto. Este es un término
que se presta a la confusión: sucede algo parecido al término “México”
que podemos utilizarlo para referirnos al país o a la ciudad. Es lo mismo,
en sentido amplio, transgénero abarca todas estas manifestaciones de las
que hemos hablado, y en sentido específico se refiere a esta condición
intermedia entre el travestismo y la transexualidad.
Las personas transgenéricas, entonces, son aquellas que tienen
conciencia de vivir un género distinto al asignado socialmente, que buscan
vivir las 24 horas en su rol genérico y que buscarán modificar su cuerpo
a través de ingesta de hormonas, depilaciones y algunas operaciones
estéticas pero sin llegar ala reasignación quirúrgica.
En los albores del siglo XXI, ante el estreno de una presunta democracia
y con una sociedad que busca ser cada vez más participativa e incluyente,
es importante que las personas transgenéricas –en su sentido más amplio-
conquistemos cada vez más espacios y tengamos una participación más
decidida en la construcción de nuestro país.
Mi percepción es que estamos en el camino, aunque ciertamente falta
mucho por recorrer. Cada vez hay más personas travestis que rompen
las puertas del clóset y salen a la calle a expresarse como lo que son.
Acuden a restaurantes, a establecimientos comerciales, a eventos
culturales y, en fin, hacen lo que cualquier hombre o cualquier mujer sin
sufrir discriminaciones o marginación. Incluso se han dictado leyes, al
menos en el Distrito Federal, que prohíben expresamente el maltrato o la
discriminación por razones de vestimenta o actitudes. Pero no podemos
olvidar que todavía hay sectores de la población que no entienden lo que
es el transgénero y que se burlan o maltratan a quienes no se apegan al
viejo esquema.
Lo más grave es cuando esto ocurre en el seno de la familia o, más
aún, cuando el propio individuo transgenérico ignora sus derechos y
lucha desesperadamente por ser como la sociedad le exige. Renuncia,
así, a vivir su propia vida y termina tratando de darle gusto a los demás
olvidando por completo su propia realización.
Aunque por fortuna cada vez hay más acceso a información a
través de grupos de apoyo o de publicaciones escritas o en Internet,
desgraciadamente todavía hay jóvenes que se sienten culpables de
sentirse bien al vestir prendas del otro género y, peor aún, cuando tienen
conciencia de ser mujeres pero por miedo, ignorancia o vergüenza
renuncian a expresarse como tales.
Sigue habiendo casos de familias que al descubrir el travestismo de
184
Piel que no miente
alguno de sus hijos responden con violencia y maltrato. En el mejor de los
casos obligan a esos adolescentes a la práctica de actividades bruscas y
violentas “para que se hagan hombres”, y en el colmo de la intolerancia
llegan al extremo de correrlos de la casa, condenándolos así a una vida
de prostitución o delincuencia, cuando no a la falsa puerta del suicidio.
Entramos a un nuevo siglo pleno de contrastes, donde por fortuna
podemos encontrar a personas transexuales que gracias a su tesón y
al apoyo de gente abierta y reflexiva, han logrado conseguir o mantener
un trabajo gratificante que les permite vivir las 24 horas del día como las
mujeres que son. Pero también existen casos de mujeres transexuales
que no pueden expresarse como tales por carecer de un empleo digno, o
deben aceptar desempeñar una actividad mal remunerada y en ocasiones
hasta degradante, con tal de poder vivir su rol.
La construcción de la nueva sociedad, en donde queremos ser actores
y actrices participantes, exige retos importantes.
El reto es lograr que las leyes que actualmente defienden a travestis
y transexuales se cumplan a cabalidad; y generar nuevas y mejores
legislaciones que otorguen seguridad jurídica a quien ha optado por vivir
su rol y ha dejado atrás un género que quizá nunca le llenó por completo.
Es el caso de quienes en su rol masculino estudiaron una carrera,
obtuvieron un título universitario, acumularon experiencia laboral y
quizá hasta se hicieron de algunos bienes; pero que al vivir su nuevo rol
deben renunciar a su pasado y hasta a sus bienes al adquirir una nueva
personalidad jurídica clandestina, porque hasta ahora la ley no contempla
cauces adecuados y satisfactorios para quien ha dejado de ser ciudadano
para convertirse en ciudadana, con todos los derechos y obligaciones que
debieran corresponderle.
El reto es seguir generando información y difundirla para romper los
viejos esquemas que, por desgracia, todavía se manejan en algunos
medios de comunicación donde el travestismo es motivo de burla y
escarnio, caricatura absurda con la que pretenden denigrar a quienes no se
someten a los caprichos de la vieja moral, conservadora y tradicionalista.
El reto es lograr que ninguna persona transgenérica se considere
enferma, pervertida o inmoral, y que nadie viva discriminación o maltrato
a causa de su orientación genérica. Por el contrario, que viva en paz
consigo misma y que logre expresarse con libertad y plenitud en el género
con el que se identifique.
El reto es lograr que los amigos y familiares de las personas transgenéricas
entiendan que el transgénero no es una enfermedad ni una perversión, ni
185
Silvia Jiménez G.
siquiera un capricho o una ocurrencia, sino una identidad y, en todo caso,
una diferencia en relación con la mayoría de la gente, así como la que
presentan los zurdos o los albinos. Nadie elige ser transgenérico, lo que
podemos elegir es expresarnos libremente o reprimir nuestra verdadera
identidad. Lo deseable es que las familias apoyen a quienes han optado
por vivir en plenitud.
El reto es lograr que las leyes permitan a las personas transexuales vivir
en el rol con el que se identifiquen, sin tener que recurrir a documentación
falsa ni renunciar a los bienes –materiales o culturales- que han acumulado
a lo largo de los años.
El reto es, en suma, ganar espacios en la nueva sociedad que estamos
construyendo, y con todos aquellos sectores que durante mucho tiempo
debieron vivir en la marginación o en el clandestinaje debido a esquemas
inoperantes –como las mujeres, los indígenas, las personas con alguna
discapacidad, los homosexuales, las lesbianas y los bisexuales, entre
otros- proponer nuevos modelos de participación social.
El esfuerzo es de largo plazo, pero habremos de alcanzar nuestras
metas al derribar los viejos esquemas que lo único que han logrado es
que cerremos los ojos a la realidad sin darnos cuenta que, como dijera
Antoine de Saint Exupéry, “lo esencial es invisible para los ojos”. Muchas
gracias.

XC

Conozco a Karla. Una joven egresada de la carrera de Antropología


que eligió el transgénero como tema de tesis. No es la primera persona
que se acerca a nosotras con la intención de hacer una tesis al respecto.
Curiosamente, casi todas ellas han sido mujeres, ya fuera psicólogas,
comunicólogas y, ahora, una antropóloga.
Ella es muy hermosa, rubia, delgada y con ojos verdes. Viste como
puede esperarse que vista una antropóloga, muchos motivos autóctonos,
vestidos de manta y colguijes, aretes y brazaletes que recuerdan a los
hippies de los años sesenta.
Se presenta a una de las reuniones y nos quedamos de ver en un Vip’s
para platicar largo y tendido acerca de su proyecto.
Sus ideas me parecen interesantes, sobre todo un discurso muy bien
186
Piel que no miente
elaborado en el que reivindica la condición transgenérica. Ella me habla
acerca de que en otras culturas y en otros tiempos, el transgénero no
solamente no ha sido condenado, sino que se le ha visto con muy buenos
ojos. Existen culturas en donde la divinidad tiene la doble condición
masculino-femenino. Otras, en donde los sacerdotes son quienes
desarrollan esa dualidad de género, son personas a las que se les respeta
y a las que se les escucha porque ven la vida de una manera más amplia,
desde la perspectiva femenina y masculina. Me habla de las mushes, un
grupo de personas del istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, que a pesar de
tener genitales masculinos viven como mujeres y son muy respetadas.
Ya antes había escuchado de estas mujeres. Según me cuenta, son
varones biológicos que de alguna manera durante la infancia dan muestras
de poseer ciertos rasgos femeninos en su manera de comportarse. La
familia las detecta y entonces las educan como a cualquier otra mujer;
las visten como mujeres, les enseñan las labores que en ese medio son
propias de la mujer y crecen como mujeres. Son personas que a la larga
le brindan un gran servicio a la comunidad, y a sus familias, pues realizan
las labores femeninas pero con la fuerza física de los varones. Existe toda
una concepción antropológica muy interesante a ese respecto.
El caso es que Karla y yo nos llevamos de maravilla. En todo momento
me presento ante ella desde mi condición femenina y nos hacemos
grandes amigas. Confieso que me gusta y que de haberla conocido a mis
25 años como varón, me habría encantado andar con ella. Posee todo
lo que en ese entonces –y de alguna manera todavía- me interesaba en
una mujer. Una gran inteligencia, amplísima cultura, gusto por nuestras
tradiciones y costumbres, y un cierto hippismo que aun y cuando pudiera
considerarse tardío, sigue teniendo vigencia en una sociedad marcada
por el capitalismo voraz y por la implacable economía de mercado. Y si
todo eso fuera poco, habría que destacar la hermosura de esta mujer,
no sólo en el aspecto físico –su figura me recuerda a las vírgenes del
Renacimiento- sino sobre todo por su belleza interior.
Pero soy realista y debo conformarme con ser su amiga. Claro que no
hay nada de conformismo, al contrario, bien mirado, su amistad es un
gran tesoro para mí. Parece que a ella también le agrada mi amistad.
Su amistad es un hallazgo más que afortunado que no quiero echar
a perder por nada del mundo. De alguna manera es la primera amiga
que tengo desde mi condición femenina. Claro, Lulú me ha aceptado
perfectamente bien y me considera su amiga, pero no deja de estar
presente la larga historia de Jorge. En cambio Karla ni siquiera sabe quién
187
Silvia Jiménez G.
es, o quién fue, Jorge; de repente le platico episodios aislados, pero más
como datos anecdóticos. A quien ella aprecia es a Mayela, a mi parte
femenina.
El caso es que nos conectamos desde el primer momento y empiezo
a ver nuevos horizontes que se abren a mi activismo transgenérico.
Hablamos de escribir libros, hacer revistas, videos, en fin, todo tipo de
materiales para difundir lo que es el transgénero y los derechos que
poseemos.
Si hacía tiempo que yo había dejado de sentirme mal por ser
transgenérica, después de conocer a Karla no sólo no me sentía mal, sino
que hasta le daba gracias a la vida por contar con esta condición. Así de
favorable era la influencia de mi amiga, tan positiva, tan optimista.
Una de las actividades que organizó para investigar en torno al tema de
su tesis, fue un foro, al que invitó no solamente a travestis y transexuales,
sino a personas que de alguna manera se vinculaban con nosotras, como
amistades, parejas o familiares.
Durante cinco semanas, yo esperaba la tarde de los viernes con ansia,
para ver a mi amiga y para debatir acerca de este tema que me interesaba
tanto. Conocí a otras personas que como yo gustaban de reflexionar
en torno a su propia condición. Ahí fue donde una de las participantes
protestó al escuchar el término de mujer biológica.
-Un momento, todas las mujeres somos biológicas, yo tengo células,
tejidos, órganos, soy tan biológica como cualquiera –decía, y se jalaba el
pellejo del brazo, como diciendo, mírenme, soy de carne y hueso.
Tenía razón. Lo interesante es que ahora habría que buscar un nombre
para distinguir a las mujeres que no eran como nosotras. Generalmente
es la condición excepcional a la que se le busca un nombre distinto para
diferenciarlo de lo común. Aquí era al revés, parecería que nosotras
éramos las mujeres, así, mujeres. Y las otras, las que tienen vagina y
cromosomas xx, eran las raras, a las que habría que buscarle un nombre.
Otro de los comentarios que se me quedó muy grabado durante el
evento fue el que hizo Erika, una chica transexual que iba con su novia,
una mujer “biológica” –o xx, o de nacimiento o congénita o como se le
quiera llamar-. Erika y su novia contaron cómo fue que ella –la novia- se
enteró de la condición transexual de Erika.
-Un día –contó Erika- me di cuenta que era necesario decirle toda la
verdad. Entonces se me ocurrió citarla en mi casa y arreglarme como una
mujer para que me viera, y ya después empezar a platicarle. Resulta que
llega mi novia, toca el timbre y, nerviosa, le abro la puerta. Ella, al verme,
188
Piel que no miente
puso una cara de espanto y me dijo qué horror. Creí que me moría, pensé
que nunca más querría volverme a ver y que la perdería para siempre.
Qué horror, dijo mi novia, no tienes ni idea de cómo se maquilla una mujer.
Y entonces me despintó y me maquillo, me dejó preciosa.
Fue la misma Erika la que, en otro momento, al hablar de la libertad hizo
una referencia al evangelio.
-La Biblia señala –comentó- que Jesucristo alguna vez dijo que la
verdad os hará libres, pues yo digo que en el caso de las transgenéricas
la situación es al revés: la libertad nos hará verdaderas.

XCI

A lo largo de estas páginas he dado cuenta de situaciones que sólo en


mis más febriles sueños pude haber imaginado y que ahora, como un
premio de la vida, he podido experimentar en plenitud.
Pero ha habido otras que ni en la más remota de mis fantasías pude
haber imaginado. Una de ellas se refiere a lo que me sucedió con uno de
los más influyentes sectores del clero en nuestro país.
Cierto día recibo la llamada de una de las oficinas del Arzobispado de
México.
-¿Bueno? –contesto.
-Buenos días, ¿podría comunicarme con la señorita Mayela Beltrán?
-me dice una voz de mujer.
-Un momentito, por favor ¿de parte de quién? –suelo hacer esto cuando
contesto en mi condición masculina; hacerle creer a mi interlocutor que
soy otra persona para luego tomar la llamada con voz más suave.
-Le hablamos del Arzobispado de México, de parte del padre José
Antonio Rivas.
-Permítame un momento, por favor.
Dejo pasar unos segundos y retomo la llamada, ahora con la voz de
Mayela.
-¿Diga?
-¿Señorita Beltrán?
-Servidora.
-Gracias. Mire, soy Alma Montaño, secretaria del padre Rivas, me pidió
el padre que me pusiera en contacto con su grupo pues le gustaría tener
189
Silvia Jiménez G.
una charla con ustedes.
-¿Con nosotras? –pregunto asombrada.
-Sí, son del grupo ‘Inteligencia Transgenérica’, ¿no es así?
-Sí,, así es.
Bueno, pues entonces ¿cuándo podrían venir?
Nos ponemos de acuerdo y quedamos de ir al día siguiente. Intrigadísima
le hablo a mi amiga Alejandra y le pido que me acompañe. Ella tampoco
tiene la menor idea de qué se pueda tratar. –No vaya a ser una trampa
–me dice.
Al día siguiente estamos con el famoso padre Rivas. Decido ir en mi
condición masculina en tanto no sepa bien a bien de lo que se trata.
Según nos explica el cura, el asunto es que hay una pastoral
penitenciaria que trabaja con reclusos recién liberados para apoyarlos en
su reintegración a la sociedad. Tres de las chicas con las que ahora hacen
labor se han declarado lesbianas y no saben cómo abordar el asunto,
quieren nuestro apoyo.
-¿Y por qué pensaron en nuestro grupo? –pregunto.
-Las escuchamos en un programa de radio en donde dieron sus
teléfonos y nos pareció que podrían ayudarnos, no tenemos idea de estas
cosas –señala el padre Rivas.
El caso es que quedamos de platicar con el resto del grupo para ver qué
tanto podemos apoyar y hacemos cita para volver a la semana siguiente;
nos darán mayor información sobre las chicas.
Resulta divertido que a la hora de despedirnos de la secretaria, ella le
manda saludos a Mayela Beltrán y nos pregunta por qué no vino. –Salió
de la ciudad –le digo- pero la próxima semana seguramente ya estará por
aquí.
En efecto, la semana siguiente hace su aparición Mayela. Visto con la
mayor discreción posible, como corresponde a una señora que acude a
las oficinas del Arzobispado de México. Falda rosa que me llega bastante
abajo de la rodilla, blusa blanca, saco rosa, collar de perlas -imitación,
desde luego- y una fragancia floreal.
La entrada es rigurosamente vigilada, todo mundo debe dejar una
identificación. Como yo no tengo, digo que la olvidé en otra bolsa, entonces
llaman a la señorita Montaño –la secretaria del cura- para que baje por mí.
La espera en la salita es divertida. Pasan señoras, sacerdotes, monjas, y
no falta quien se me quede viendo.
La señorita Montaño, envía a uno de los mensajeros para que me
permitan pasar. En el elevador un hombre de unos 60 años, ignoro si
190
Piel que no miente
laico o sacerdote, me saluda con mucha cortesía y me cede el paso. Es
divertido.
Al llegar a la oficina del padre Rivas me recibe la secretaria, nos
presentamos, me saluda con amabilidad y me entrega la documentación
que había quedado pendiente.
Desde su cubículo me mira de soslayo el padre Rivas, imagino que
sospecha algo pues noto cierta molestia en su expresión.
Un par de veces volví a ir en faldas y tacones altos a las oficinas
del Arzobispado. Y pensé todo lo que esta misma iglesia intolerante y
retrógrada me perjudicó durante mi infancia y juventud, llenándome de
culpas, sentimientos de pecado, remordimientos. El dominio sobre almas
y cuerpos de una iglesia que, por el contrario, debiera ser liberadora. Cristo
aceptó a todos por igual, no estableció condiciones ni marginó a nadie
por sus diferencias; todo su mensaje es de amor y de comprensión para
los más débiles. Pero la iglesia machista se ha encargado de alterar el
mensaje y condenar a quienes no nos ajustamos a sus reglas. Por eso es
que me dio tanto gusto poder estar aquí, donde obispos, arzobispos y todo
tipo de “buenas conciencias” se dan cita. Frente a ellos pude mostrarme
como lo que soy, con las faldas y los tacones altos que siempre hubiera
querido llevar cuando estudiaba en escuelas confesionales pero que, en
ese entonces, me hubiera costado la expulsión y la burla. Hoy, hasta la
secretaria del sacerdote me saluda de beso cuando llego a ir de vestido.
Qué bien me siento.

XCII

Termina el año. Como nunca antes, deseo fervientemente pasar las


fiestas de Navidad y de Año Nuevo con un vestido largo. Es un sueño.
Debo estar consciente que mi familia es tan tradicionalista que jamás me
aceptaría de esa manera. A lo sumo, pienso yo, mi padre me diría que
está de acuerdo en que haga aquello que me permita sentirme mejor,
pero que a la casa llegue de pantalones y camisa. O, en el mejor de
los casos, quizá hasta pudieran aceptarme que llegara de falda y blusa,
pero se sentirían incómodos, lo harían sólo por el cariño que me tienen. Y
tampoco se trata de obligarlos a hacer algo que no los haga sentirse bien.
Pero no se me quita de la cabeza la idea de vivir de tiempo completo.
191
Silvia Jiménez G.
El problema es, como siempre, el trabajo, el poder ganarme la vida de
una manera que me haga sentir bien. Y, claro, que me permita apoyar
económicamente a mis hijos. No es nada fácil.
Por otro lado, debo tener una mayor certeza de que realmente eso es lo
que quiero. ¿Y qué tal si a los cuatro días de estarme maquillando ya no
aguanto el rimel, o me incomodan los tacones altos? Es una metáfora, por
supuesto, lo que quiero decir es que no estaré segura de que me sentiré
bien como una mujer de tiempo completo mientras no tenga la vivencia,
al menos de poder vivir así más allá de las 24 o 36 horas que he pasado
en este rol.
Una extraña mezcla de circunstancias favorables me permiten
experimentar de alguna manera esta situación. Mi hijo se va a un viaje con
la escuela que lo mantendrá lejos durante tres semanas. Dos días antes
de su partida, mi esposa debe someterse a una cirugía, nada complicado,
pero que la mantendrá una semana en el hospital y por lo menos dos en
casa de sus padres para recuperarse. Tendré tres semanas para mí sola.
Todos los días me visto a lo largo de ese lapso. Apenas y debo cambiarme
en algunos momentos, ya sea por la mañana o por la tarde, para ir a visitar
a mi esposa al hospital o a casa de sus papás, pero es rico despertar y ver
mis uñas todavía pintadas.
En uno de esos días como con Karla, por supuesto que acudo de vestido
a la cita. Durante la sobremesa, Karla la suelta de golpe.
-¿Y nunca has pensado vivir en tu rol de tiempo completo?
-Pues, lo difícil es poder conseguir un empleo bien remunerado –
contesto.
-¿Y tiene que ser muy bien remunerado?
-Bueno, por lo menos para vivir decorosamente y poder apoyar de
alguna manera a mis hijos.
-¿No has buscado en ONG’s?
-No, nunca se me había ocurrido.
-Yo conozco a gente de una ONG de la diversidad, hasta donde supe
están por echar a andar un proyecto muy interesante, ¿por qué no les
llamas?
-Pues –titubeo un poco- no sé...
-Mira, te voy a dar el teléfono, háblale a Paty Moreno, dile que hablas de
mi parte. De todos modos yo voy a tratar de llamarle antes para decirle,
¿cómo ves?
-Pues muy bien, Karla, te lo voy a agradecer mucho, de veras.
La propuesta de mi amiga me deja pensando. Muchas veces he
192
Piel que no miente
fantaseado con vivir en el rol femenino de tiempo completo, pero nunca
había considerado la posibilidad tan seriamente, al menos no tanto como
para empezar a buscar trabajo.
Por la noche, en la soledad de mi cuarto –no hay nadie en casa- y con la
almohada como única consejera, le doy vueltas y vueltas al asunto.
Me emociona la idea de trabajar en algo que me apasiona, es decir,
en poder dedicarme de tiempo completo a hacer algo por el transgénero
o, al menos, por la diversidad. Poder enfocar todas mis energías, mis
conocimientos, mi pasión a un compromiso de vida. Y si además de todo,
puedo hacerlo en mi condición de mujer, pues resulta más que atractiva
la idea.
Claro que por el otro lado está todo lo demás. Mi hijo volverá de su
campamento, mi esposa regresará del hospital. ¿Qué va a ser de mi vida
entonces? ¿Me levantaré temprano para pintarme y ponerme un vestido,
llevar a mi hijo a la escuela y de ahí irme a trabajar? Desde luego que no.
De aceptar el trabajo tendría que renunciar a mi esposa y a mi hijo.
Claro que la relación tampoco está tan sólida como para luchar con
todo por ella y seguir renunciando a mi libertad en aras de mantener un
matrimonio que ya ni siquiera en la cama puede tener comunicación.
En cuanto a mi hijos, bien podría verlo los fines de semana. Me
despintaría la cara y las uñas, me pondría un pantalón y vendría a verlos.
No sé cómo me sentiría viviendo como mujer todos los días. Estas
semanas que he estado sola en casa la he pasado muy bien, pero qué
pasaría después de un mes, de dos meses... ¿extrañaría mi condición
masculina? Claro que siempre tendría la posibilidad de volverme a poner
unos pantalones, de hecho tendría que hacerlo para ver a mis hijos, por lo
menos mientras el efecto de las hormonas no fuera tan notorio como para
que me impidiera mostrar una imagen masculina convincente. Llegado el
momento tendría que platicarlo con ellos.
A la mañana siguiente un solo pensamiento ocupa mi mente. Hacer o
no hacer esa llamada, buscar o no buscar trabajo desde mi condición
femenina. ¿Ser o no ser una mujer de tiempo completo? He ahí el dilema...
Llego a un punto en donde me convenzo de hablarle por teléfono a la
amiga de Karla. El asunto no está en ser o no una mujer. El asunto está
en ser o no ser libre. Y, desde luego, elijo la libertad.
La única manera de saber si me sentiré bien viviendo como mujer las 24
horas es haciéndolo. Antes, sólo podré tener aproximaciones, ideas más o
menos cercanas a lo que puede ser, pero solamente la vivencia me podrá
aclarar el panorama.
193
Silvia Jiménez G.
Me queda muy claro, además, que la felicidad no está en vivir como
mujer. Este será un elemento importante que me pueda ayudar a alcanzar
la felicidad, pero no es la felicidad. Me queda muy claro que la vivencia de
lo femenino es un medio, pero nunca será un fin.
He conocido algunas chicas transexuales que han puesto todo su empeño
y todas sus esperanzas en someterse a la reasignación quirúrgica y vivir
de tiempo completo. Y una vez que lo logran, antes de ser las mujeres
más felices del mundo, caen en terribles depresiones y angustias. Y es
que pensaban que el sólo hecho de tener una vagina las haría felices. Y
se olvidaban de otros asuntos importantes, como su propio crecimiento,
sus metas personales, sus relaciones con los demás, en fin, todo lo que
hace que un hombre o una mujer puedan vivir en plenitud.
Me convenzo, entonces, que más allá de vivir el rol de tiempo completo,
lo que me atrae de encontrar trabajo como mujer es el ejercicio pleno de
la libertad. El poder despertar y decir, hoy quiero ponerme una falda y
podérmela poner; hoy quiero andar de pantalones y andar de pantalones;
hoy no me quiero rasurar, hoy me quiero maquillar y poder hacerlo sin
tener que rendir cuentas a nadie.
Asumo, desde luego, que en caso de encontrar empleo en aquella ONG
tendría que ir a trabajar arreglada como una mujer, de lo contrario no
se justificaría el que apoyaran a una transexual; pero me queda claro,
también, que serían lo suficientemente abiertos como para en un momento
dado permitir que de repente me presentara de pantalones. Y aunque así
no fuera y tuviera que ponerme faldas muy a mi pesar, pues bien valdría
la pena el esfuerzo. Tantos años que he tenido que ponerme pantalones a
fuerza, pues gustosa aceptaría ahora que la obligación fuera vestir faldas
y tacones altos.
Por la tarde llamo a la amiga de Karla y me dice que justamente
acababan de hablar acerca de mí y que con mucho gusto me recibiría al
día siguiente.
Yo estoy feliz, es la primera vez que no debo ponerme saco y corbata
para acudir a una entrevista de trabajo. En cambio, me pongo un conjunto
de falda y blusa azul rey, pantimedias y tacones altos negros. Procuro ir
discreta y elegante. Qué emoción.
Llego puntual a la cita y Paty me recibe atenta y cordial. Le cuento
que quiero empezar a vivir mi rol de tiempo completo y le platico de mi
trayectoria profesional. Llevo un currículum en donde a mi experiencia
laboral le agrego el trabajo de activismo que he realizado a favor de la
diversidad sexual. Ella queda gratamente impresionada y me dice que
194
Piel que no miente
están por recibir un financiamiento de un organismo internacional para
llevar a cabo labores de difusión, así es que con mi experiencia como
especialista en comunicación y como activista del transgénero, ellos
estarían encantados de contar con mis servicios. Yo le digo que estaría
encantada igualmente de trabajar con ellos. Quedamos de hablarnos la
próxima semana. Estoy llena de ilusión. La sola posibilidad de trabajar
en una ONG como ésta, y de vivir como mujer de tiempo completo, me
genera muchas expectativas.
Creo que más allá de todas mis reflexiones, este momento es el que
me convence de que, efectivamente, por aquí puede estar mi camino.
Me veo escribiendo textos a favor de la diversidad, diseñando estrategias
de comunicación para divulgar los derechos de los y las transgenéricas,
desarrollando campañas para promover el respeto... y todo en un ambiente
de trabajo más que agradable, con gente que no te juzga y que no te
valora por lo que traes puesto sino por lo que realmente eres.
Espero ansiosa que pase la semana para ver si hay una respuesta.
Mientras tanto mi hijo ha vuelto de su viaje y mi esposa regresa de su
operación.
El día anterior a que regrese mi familia siento una gran desazón. Fueron
tres semanas en las que nadie me dijo qué ropa tenía que ponerme, en la
que no debía despintarme hasta el último rastro de barniz de uñas para no
dejar huellas de mi delito. Tres semanas en las que, como pocas veces,
viví en libertad.
Mi consuelo es que pronto se resuelva lo del empleo y de nuevo vuelva
a ser libre, esta vez para siempre.
No quiere decir que no disfrute el regreso de mi hijo y de mi esposa.
Desde luego que lo disfruto, no sólo el volver a estar con ellos, el tener
una compañía con quien platicar, sino el compartir con mi hijo todas las
aventuras que vivió en su viaje, eso me agrada.
Lo único malo es el costo que debo pagar por esta vida familiar. Resulta
paradójico, por otra parte, que aquello que más deseo compartir con mi
esposa, que es la posibilidad de obtener un empleo maravilloso, no puedo
ni mencionarlo siquiera. Ella sí me cuenta de su trabajo, de sus proyectos,
de sus anhelos... pero yo no puedo hacerlo.

XCIII
195
Silvia Jiménez G.

Ha pasado una semana de mi entrevista con Paty –la coordinadora de


la ONG- y no he recibido noticias suyas. Decido hablarle, me dice que se
ha complicado el asunto, pero que esperan que de un momento a otro se
desatore el financiamiento y echen a andar el proyecto.
Me da mala espina, no es la primera vez que veo proyectos
interesantísimos que deben abortar por falta de apoyo financiero. Sé que
tendré que seguir esperando, pero me desilusiono un poquito.
El solo hecho de pensar en trabajar como una mujer, sin embargo, me
ha movido muchas cosas. Entonces tomo la decisión de buscar en otros
ámbitos. Si se hace lo de la ONG, excelente; si no es así, al menos tener
otras opciones.
Recuerdo que una de mis antiguas compañeras de la universidad dirige
una revista femenina, de esas revistas frivolonas y superficiales, pero quizá
hubiera alguna posibilidad. Sé que puede ser una locura, presentarme
ante ella en mi nueva condición para pedirle empleo, pero también sé que
no pierdo nada al intentarlo.
Así es que, una vez más me arreglo con esmero y me dirijo a las oficinas
de la revista. Prefiero presentarme en persona, antes que hacer una cita
por teléfono.
Llegó y el policía de la entrada me lanza una mirada que me incomoda,
pero trato de no hacer caso y le digo que busco a la licenciada Ramírez
Cano.
-¿Quién la busca?
-La licenciada Mayela Ruvalcaba.
-Un momento por favor.
Utlizo el apellido que aparece en mi acta de nacimiento y con el que,
obviamente, me conocieron en la universidad. Pero con mi nombre
femenino. Es extraña la combinación pero me gusta el resultado. Debo
hacerlo así para que mi ex compañera tenga indicios de quién se trata.
Me pasan con la asistente de la licenciada Ramírez Cano –mi ex
compañera- quien me indica que va a tardar, pero que si gusto la espere.
Tomo asiento, me ofrecen un refresco y espero.
La gente pasa y no puede evitar lanzarme ciertas miradas, todas ellas
de curiosidad, ya no de rechazo como la del vigilante. Entiendo, no ha de
ser muy común que una persona como yo se introduzca a ese mundo tan
homogéneo, tan aséptico.
Una hora después sale la asistente y me dice que la licenciada va a
tardar mucho tiempo y me pide que le explique el motivo de mi visita. Le
196
Piel que no miente
cuento que fuimos compañeras en la universidad, que soy transexual que
desea vivir como una mujer y que por eso estoy buscando trabajo en esta
condición. La asistente me pide mis datos, incluido mi nombre de varón
“para que la licenciada la identifique”, lo cual es horrible. Y quedamos de
llamarnos más adelante para que “la licenciada” me dé una cita.
No me hago ilusiones. Creo que la sociedad aún no está preparada
para estas cosas. Si quiero trabajar como mujer tendré que hacerlo en el
ámbito de la diversidad sexual, dudo mucho que empresas o instituciones
que no tienen nada que ver con este segmento, quieran arriesgarse a
tener en su personal a una persona como yo.
Acudo entonces a una buena amiga, una sexóloga que tiene nexos con
editoriales y que, además, es una bellísima persona. Se llama Rita Reyes
Ríos. Le hablo por teléfono, hacemos una cita y luego de escuchar mi
asunto se muestra más que generosa.
Se pone a pensar, busca en su agenda, me hace algunas sugerencias
y finalmente me da teléfonos de revistas especializadas en sexualidad en
las que quizá podría conseguir trabajo.
Los teléfonos son útiles, desde luego, pero lo que más me llama la
atención es el interés que muestra en mi caso. Me atiende con muchísimo
interés y encuentro una enorme calidez. Qué diferencia de mi ex
compañera que ni siquiera quiso recibirme o incluso de algunos parientes
que están bien colocados y a los que en otras ocasiones había ido a ver –
en mi condición de varón, desde luego- para que me ayudaran a encontrar
trabajo. Quedó gratamente impresionada con la excelente disposición de
Rita. Es una gran mujer.

XCIV

Horas más tarde, luego de tener que irme a cambiar –no puedo dejar
de odiar ese momento- paso a recoger a Olivia a su trabajo. Ella está
completamente recuperada de su operación y se ha reincorporado a sus
labores.
Por la noche, una vez que Jorge Alberto se ha dormido, aprovecha para
reprocharme.
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Silvia Jiménez G.
-¿Por qué pasaste tarde por mí al trabajo?
-Discúlpame, me entretuve –digo sin ánimos de pelear,
-Seguro por andar en tus ondas.
-No andaba en mis ondas.
-Claro que sí, en lugar de ponerte a buscar trabajo.
-Precisamente estaba buscando trabajo.
-Sí, cómo no –responde irónica- ¿desde cuándo te pones rimel
para buscar trabajo? Ya nada te importa, ni siquiera te preocupas por
despintarte bien.
-No soy ningún criminal, no tengo porqué preocuparme por borrar los
rastros de un delito que no cometí –me empiezo a impacientar.
-De eso ya hemos hablado, un día se va a dar cuenta tu hijo y entonces
sí vas a ver lo que es bueno. Pero lo que me da más coraje es que me
mientas, no andabas buscando trabajo.
-Sí fui a buscar trabajo.
-¿Con rimel?
-Sí, con rimel.
-Pero... –se sorprende- no me digas que...
-Sí, Olivia, estoy buscando trabajo como sea, como hombre, como
mujer, donde haya. Y mira que me han tratado mejor cuando voy de
vestido y tacones.
-¿Te das cuenta lo que eso significa? ¿qué vas a hacer si te dan el
trabajo?
-Aceptarlo.
-Me refiero a qué vas a hacer con nosotros.
-Si no me queda otro remedio, irme a vivir a otro lado.
-Pero claro, ya parece que vas a andar así conmigo.
-No, ya sé que nunca podría andar así contigo, no te preocupes.
-Pero es que cuando nos casamos tú me dijiste...
-Sí, cuando nos casamos yo te dije, pero eso fue hace más de diez
años, han pasado muchas cosas.
-¡Vas a terminar por volverme loca! –exclama y se va llorando a la
recámara.
Yo me quedo en la cocina, pensando, pensando muchas cosas. Sé
que la he lastimado al decirle que estoy buscando trabajo en estas
condiciones, quizá lo mejor hubiera sido no decir nada y sólo en caso
de que lo encontrara entonces hablarlo. Pero me molestó muchísimo su
reproche, como si yo debiera estar a su servicio, no puedo llegar ni diez
minutos tarde a recogerla porque se acaba el mundo.
198
Piel que no miente
Muchas veces me pregunto si tengo derecho a lastimarla de esa manera.
Aún la amo y no quiero que ella sufra. Pero el precio que yo tendría que
pagar para no lastimarla es renunciar a mi libertad, al derecho que tanto
ella como yo tenemos de vestirnos como nos plazca para sentirnos bien.
Creo que están por llegar decisiones importantes, consiga o no el
trabajo, esto ya no puede seguir así. Es desgastante para ella y para mí.
Mi hijo se da cuenta que la relación no marcha bien y, por supuesto, que
eso le afecta. No sé qué esté pasando por su cabeza, no pregunta nada,
a veces sólo nos pide que no discutamos, pero bien a bien no sabe lo que
está sucediendo. Y por más que tratamos de no discutir en su presencia,
hay ocasiones en que no podemos evitarlo.
¿Qué pasará con Olivia si entro a trabajar a la ONG o a alguna se las
revistas donde me recomendó Rita? ¿de veras se volverá loca? Tal vez
descansará de mi presencia y terminará por encontrarse un hombre que
disfrute al máximo su masculinidad, que se emocione cuando le regalen
una corbata o unos zapatos, que se deje la barba, que tome cerveza
mientras ve el futbol por televisión y que, por supuesto, se burle de los
homosexuales.
No sé qué pasará, pero deseo fervientemente que algo suceda y que se
acabe esta situación que ya se está volviendo insostenible.

XCV

En caso de que consiga el trabajo y me decida a vivir de tiempo completo


como mujer, habría que resolver muchos detalles.
Desde luego tendría que ver lo de las hormonas para feminizar mi
cuerpo, y para ayudar entre otras cosas a que me crezca el cabello, no
me gustaría tener que estar usando peluca todos los días. Mucho menos
ser una mujer con entradas.
Habría que contemplar la posibilidad de una depilación facial definitiva y
más adelante algunas cirugías hasta, llegado el momento, la reasignación
quirúrgica. Claro que para eso falta mucho tiempo, ya habrá ocasión de
pensar al respecto.
Lo que sí me preocupa es qué va a suceder no solamente en mi relación
con mi esposa y mi hijo, sino con mis hijas del primer matrimonio, con
mis hermanos y con mis padres, personas a las que quiero y que no me
199
Silvia Jiménez G.
gustaría dejar de ver. Debo ir sondeando el ambiente para, llegado el
momento, contarles todo.
A petición mía, Lulú lo ha platicado con su esposo, mi primo, justamente
el que durante mi niñez propuso que interpretáramos el cuento de “La
princesa y el dragón”, donde yo hice de princesa y él de dragón. Pensé
que haría alguna alusión a ese momento, pero no fue así. Lo único que
comentó, según me dijo después Lulú, fue que ni loco se me ocurra
decirle a la familia, se infartarían. Mejor, sugirió, que me vaya a España o
a alguna otra parte del mundo y que no me vuelvan a ver.
No me convence su razonamiento. Cierto que puede ser muy difícil para
mis papás, incluso doloroso, pero no puedo decidir por ellos, no puedo
asegurar que ellos preferirían no volverme a ver en el resto de sus vidas
antes de saber que vivo como mujer. En todo caso creo que sería mejor
sondear con ayuda de mis hermanos o de alguno de mis tíos. Se me ocurre
que en una reunión totalmente casual, informal, uno de sus hermanos
podría sacar a colación el asunto de la transexualidad. Pretextos sobran,
una supuesta película que hayan pasado por televisión, algún artículo en
una revista, una transexual con la que se topo en el Metro, lo que fuera.
Entonces, ya entrados en el tema, plantear la pregunta, también como
por no dejar, ¿y que harías si uno de tus hijos hubiera sido transexual?
¿no habrías querido volver a saber de él? ¿lo habrías aceptado?
¿hubieras estado dispuesto a verlo como una mujer? ¿te habrías podido
acostumbrar? Claro que en una situación hipotética no decimos lo que
realmente pensamos por la simple y sencilla razón que tenemos que
imaginarlo, no es una situación real, pero creo que podría dar una pista
para saber cómo reaccionaría. Si la respuesta es el escándalo y un “de
ninguna manera lo soportaría”, pues entonces sí tendría elementos para
pensar que es preferible desaparecer. Pero quizá su respuesta fuera más
favorable, algo así como “hablaría con él” o “lo aceptaría pero le pediría
que cuando viniera a verme se vistiera como hombre”. Por lo que conozco
a mi padre, sospecho que su reacción estaría más cerca de ésta última
opción.
Decido platicarlo con mi hermano mayor, un año más grande que yo,
y quien también estuvo presente en la ya célebre representación de “La
princesa y el dragón”.
Él vive desde hace tiempo en Querétaro, pero viene con cierta frecuencia.
Aprovecho una reunión familiar para saber cuándo volverá y entonces
vernos para poder platicar largo y tendido.
-Necesito platicar contigo, ¿cuándo vuelves a venir? –le pregunto en un
200
Piel que no miente
momento en el que estamos lejos de los demás.
-Sobre qué.
-Cosas mías, importantes.
-Pues no sé... tal vez en una o dos semanas.
-Me avisas cuando vayas a venir, ojalá pudiéramos irnos a comer o a
desayunar.
-Claro que sí, pero dime por lo menos de qué se trata ¿no? ya me
dejaste intrigado.
-No es nada grave, pero sí es importante para mí.
-¿Andas con otra, te vas a divorciar?
-No exactamente.
-Bueno –insiste- por lo menos dime por dónde va para que me vaya
haciendo a la idea.
Ante su perseverancia, y porque me parece que puede ser interesante
que lo vaya digiriendo, se la suelto de repente, luego de cerciorarme que
ninguno de mis parientes se encuentra cerca.
-Soy transexual, o por lo menos tengo bastantes sospechas de serlo.
-¿Transexual? –pregunta sorprendido y en voz baja. Me toma del brazo
para que nos vayamos aún más lejos.
-Sí –preciso- desde niño me gustaba ponerme ropa de mujer y pienso
que me gustaría vivir como una mujer.
-O sea que te consideras una mujer pero estás atrapado en el cuerpo
de un hombre.
-Digamos que en cierta forma es así, aunque un poco más complicado.
-¿Y cómo te sientes?
-Ahora muy bien, entré a un grupo donde me han apoyado muchísimo,
pero durante mucho tiempo me sentí muy mal, con miedos, con muchas
dudas...
-¿Un grupo así como alcohólicos anónimos? ¿para quitarte eso?
-No, al contrario, para que me acepte a mí mismo tal como soy.
-¿Olivia y Jorge Alberto ya lo saben?
-Olivia sí, mi hijo no.
-¿Y ella cómo lo ha tomado?
-Muy mal, yo creo que nos vamos a tener que separar.
En eso estábamos cuando se acercó su esposa para decirle que se les
iba a hacer tarde, y que todavía tenían que tomar la carretera.
Quedamos de vernos en dos semanas, cuando mi hermano regresaría
a la ciudad a arreglar asuntos de trabajo.
-Pero aunque se posponga lo del trabajo –me dijo- yo vengo, aunque
201
Silvia Jiménez G.
sea nada más para que platiquemos, me interesa mucho que me cuentes
con más calma.
Y luego de cerciorarse que no había gente cerca, antes de irse me
apretó del brazo y me dijo:
-Yo te apoyo, Jorge, cuentas con todo mi apoyo. Y no te sientas mal por
nada, ni dejes que los demás digan lo que tienes que hacer, vive tu propia
vida y busca tu felicidad.
No esperaba esa reacción, un apoyo incondicional según me dio a
entender. Apoyo que me será de gran ayuda una vez que me decida a dar
el paso definitivo. Ya quiero volver a verlo

XCVI

Esa noche, desde Querétaro, me llamó mi hermano por teléfono. Sólo


para decirme que se había quedado pensando muchas cosas, que tenía
muchas dudas, que era necesario que nos viéramos pronto y que por
nada del mundo permitiera que mi hijo se enterara de todo esto.
-No te preocupes –le dije- no pienso contarle nada por lo pronto.
-Yo te llamo cuando vaya a México para que nos veamos, me interesa
muchísimo, y acuérdate que yo te apoyo, voy a hacer mucha oración por
ti, te quiero mucho.
Te quiero mucho, jamás me había dicho algo así mi hermano. Parece
que en verdad está preocupado por mí.
A la semana siguiente volvió a llamar para preguntarme como me sentía,
le dije que bien. Insistió en que no le dijera nada a mi hijo y reiteró que la
próxima semana vendría a la ciudad para que nos viéramos.
El martes siguiente estamos en un Vip’s. Casi no hay gente, son las
12:30 y las señoras que suelen ir a desayunar ya se han ido. La gente
que llega a comer aún no aparece. Yo pido una naranjada y mi hermano
un café negro.
-¿Cuándo empezó todo esto? –me pregunta.
-Como a los ocho años –y le cuento la historia de “La princesa y el
dragón”. Tampoco hace ningún comentario, como si ni él ni Gerardo
hubieran estado ahí ese día.
-Y si ese grupo que dices no te ayuda a quitarte esto, ¿entonces para
qué estás ahí?
202
Piel que no miente
-No entré al grupo para que me quitara nada. Me metí para conocer más
acerca de todo esto y me di cuenta que no tiene nada de malo ser así,
aprendí a aceptarme a mí mismo, creo que es lo importante.
-Sí, es importante que te aceptes –concede- pero creo que también
debes saber que esto no es natural.
-¿Cómo? –respondo sorprendido- ¿y acaso la música es natural? ¿y
la escritura es natural? ¿y quién le pone objeciones a la música o a la
escritura sólo porque no son algo natural? Además...
-Bueno, no importa –interrumpe- es algo que se sale de lo normal. Los
hombres tienen que ser como hombres y las mujeres como mujeres, es
la ley de la vida.
-¿Y quién dictó esa ley? –pregunto.
-Así ha sido siempre.
-Yo no estaría muy seguro. Siempre ha habido gente diferente que no se
ajusta a los esquemas de los demás.
-Mira –me dice en tono paternal- yo he estado haciendo mucha oración,
Dios es muy grande y estoy seguro que te va a ayudar.
-Pero si Dios ya me ha ayudado, yo me siento muy bien. Yo lo único que
quiero es compartir contigo esto que es importante en mi vida.
-Pero el otro día me dijiste que te habías sentido muy mal.
-Precisamente –aclaro- cuando yo no sabía de qué se trataba todo esto.
Pensaba que yo era un pecador, un enfermo, y por más que trataba no
podía dejar de ponerme la ropa de mujer. Eso me hacía sentir muy mal.
-Qué tristeza me da que hayas sufrido tanto.
-Además no podía contárselo a nadie.
-Me imagino, hubiera sido un schock si le dices algo a mis papás.
-Por eso ahora que ya tengo claro lo que me pasa es que quiero ver
cómo decírselo en caso de que empiece a vivir en el rol femenino las 24
horas.
-¿Piensas cambiarte de sexo?
-No es exactamente cambiar de sexo. Simplemente vivir como una
mujer, si acaso tomar hormonas para feminizar mi cuerpo y tal vez algún
día operarme, pero eso no lo tengo contemplado ahorita.
-No, eso sí está complicado, no vayas a tomar decisiones a la ligera.
-No es a la ligera, lo he pensado mucho.
-Mira –insistió- vamos a encomendarnos a Dios, Él es muy bueno y vas
a ver que te va a perdonar.
-¿A perdonar? ¿pero qué tiene que perdonarme? –pregunto indignado.
-Pues lo que haces, no está bien, la Biblia lo dice.
203
Silvia Jiménez G.
-¿Qué dice la Biblia?
-No sé exactamente, pero dice algo así como que no es bueno que los
hombres quieran hacerse pasar como mujeres.
-¿Eso dice la Biblia?
-Más o menos, no me acuerdo bien, pero es la idea.
-¿Y todo lo que dice la Biblia es cierto?
-Claro, es palabra de Dios.
-Entonces según eso las mujeres deben estar sometidas al varón.
-¿Por qué?
-Eso dice San Pablo en una de las epístolas.
-Bueno, pues necesitan al varón, eso es cierto.
-Una cosa es necesitarlo y otra muy distinta estar sometidas Además,
eso de que lo necesitan también es muy relativo.
-Bueno, pero es que esa era la mentalidad de aquellos tiempos.
-Exactamente, ¿y no era también esa la mentalidad de aquellos tiempos
con respecto a hombres que querían vivir como mujeres?
-Bueno, pues Dios es muy grande y seguro te va a perdonar si le pides
perdón –vuelve a lo mismo.
-¿Y se puede saber de qué le tengo que pedir perdón?
-De ser así.
-Oye –le pregunto- ¿y acaso crees que yo soy así por voluntad propia?
-Si pudieras cambiar, ¿cambiarías?
-La verdad preferiría ser mujer completamente y no estar metido en
tantos líos.
-Pero naciste hombre.
-Eso es muy relativo, porque una cosa es el sexo biológico y otra el
género.
-Yo no sé de eso –y según sospecho tampoco quiere saber- pero dime
una cosa. ¿No hay tratamiento para esto que tú tienes?
-No es ninguna enfermedad.
-Sí, pero me refiero, ¿no se puede hacer algo para ser como un hombre
normal? –otra vez la palabrita.
-¿Para ti qué es un hombre ‘normal’ –subrayo la palabrita.
-Pues alguien como cualquiera, que no se anda poniendo ropa de mujer.
-Mira –concedo- he sabido de algunos tratamientos, pero son así como,
digamos bastante agresivos, tipo Naranja Mecánica, ¿viste la película?
-Sí, claro.
Bueno, pues eso es lo que hay. Ponen al tipo en un sillón que provoca
descargas, le piden que se ponga un brasier y en el momento que se lo
204
Piel que no miente
pone, zas, la descarga, hasta que relaciona el ponerse esa ropa con el
dolor.
-¿En serio hay esas cosas? –pregunta asombrado.
-Sí, en Insurgentes hay unos consultorios. Pero ha quedado demostrado
que la gente más sana no es la que se “cura” de eso, sino la que se acepta
y vive en busca de la felicidad.
-Pues ya sé que eso es muy agresivo, pero deberías buscar otras cosas
para quitarte eso. Debe haber, psicólogos, terapia de grupos...
-Ya te dije que no me interesa quitármelo. Vivo muy feliz al aceptarme
como soy.
-Sí, pero los demás...
-Mira –me empiezo a impacientar- la gente que me quiere me acepta tal
y como soy, sin pretender cambiarme. Y la que quiere que cambie creo
que no me quiere tanto.
Mi hermano no entiende la indirecta y sigue diciendo que qué va a pasar
cuando se entere mi hijo, que pobrecita de mi esposa, que tenga mucho
cuidado y que va a hacer mucha oración.
-No sabes qué tristeza me da que hayas sufrido tanto –agrega.
-Sí –respondo con una sonrisa irónica- te da tristeza que haya sufrido
pero quieres que me siga reprimiendo sin importarte que siga sufriendo.
-Pero es que estamos en México, quizá si te fueras a España o a
Holanda, allá las cosas son diferentes.
-Sí, porque hay más gente pensante que está convencida que las cosas
se resuelven con algo más que oraciones.
-Lo que pasa es que es primer mundo.
-No, lo que pasa es que busca explicaciones a lo que sucede. Mira, yo
entiendo que tú pienses de esta manera porque la información que tienes
del transgénero es lo que has visto en la tele, con los talk shows, con los
Polivoces...
-No –interrumpe- yo no sé nada de esto, pero siento que no está bien.
-Bueno, pues el caso es que sepas un poco más. Mira, hay sexólogos
que dicen que...
-No, no me interesa saber, me preocupas tú y tus hijos.
Es inútil, me doy cuenta que no habrá nada que lo saque de sus
esquemas. ¿Esas eran sus dudas? ¿así las quiere aclarar, no dejándome
explicarle nada, cerrando los oídos a una realidad que no le agrada?
Salgo de ahí con una profunda decepción. Ahora entiendo que lo que
quiso decirme cuando hablo de apoyarme fue que me apoyaba para que
me “cure”, pero no para vivir feliz, no para ser libre. Qué diferencia de la
205
Silvia Jiménez G.
actitud de Lulú, ella se interesó por saber más, por investigar en los libros,
en Internet, por platicar conmigo, por conocer a mis amigas. En cambio mi
hermano, me condena amparado en una religiosidad fundada en el temor.
Todavía, al salir, me dice que tenemos que platicar mucho. Yo francamente
no sé para qué, si lo único que hizo fue tratar de convencerme de que me
vuelva a encerrar en el clóset. ¿A qué le tiene miedo? ¿a que le digan que
tiene un hermano maricón? ¿a que las muchachas no quieran salir con su
hijo cuando se enteren que tiene un tío que se “cambió de sexo”?
La verdad es que no me había hecho muchas esperanzas de poder
contar con su apoyo, justamente lo que quería era ir sondeando la
reacción de la gente cercana a mí. Pero el malinterpretar sus primeras
palabras es lo que ahora me tiene sumida en la más profunda tristeza. Y
pienso que será muy difícil que puedan entenderme y escucharme mis
padres, si mi hermano que es de mi edad y que, se supone, tuvo una
educación universitaria, ¿qué puedo esperar de alguien que nació antes
de que estallara la Segunda Guerra Mundial? Pienso que acaso Gerardo,
mi primo, tenga razón y deba alejarme completamente de mi familia. Qué
tristeza.

XCVII

Yo sigo buscando trabajo. Voy a algunas de las revistas a donde me


recomendó Rita, la sexóloga. En una me dicen que no tienen contemplado
contratar gente, en otra aceptan colaboraciones. Escribo un artículo y les
encanta. Me dicen que no cuentan con presupuesto para contratarme de
tiempo completo pero que siga escribiendo artículos y reportajes.
Me siento muy bien, me encanta ver mi nombre femenino impreso en
la revista, creo que además es un buen espacio para difundir aspectos
interesantes de la diversidad sexual. Lo único malo es que no se puede
vivir con lo que pagan por las colaboraciones. Es una buena ayuda, un
complemento a otros ingresos que pudiera tener, pero no suficiente como
para independizarme.
Qué ganas de poder tener un departamentito para mí sola. Colgar mis
vestidos en el clóset, tener la ropa interior en los cajones y mis cosméticos
en el tocador. Y no todo escondido en unas maletas, llenándose de olvido
y de humedad.
206
Piel que no miente
Qué ganas de levantarme en las mañanas y ponerme la ropa que mejor
me haga sentir, como hace la mayoría de los hombres y de las mujeres.
Qué ganas de verme al espejo y mirar reflejada a imagen que quiero
proyectar, no la que tengo que dar en aras de mantener una ficción, un
engaño.
Qué ganas de no tener que andar cambiándome en el clandestinaje
de un baño público, sino poder hacerlo en mi propia casa, y no tener que
preocuparme por quitar hasta el último rastro de maquillaje o de barniz de
uñas. Qué ganas de ser libre, de vivir mis propios sueños.
Por la mañana hablo a la ONG que me recomendó Karla. Todavía no
se resuelve nada y, según me dicen, ha habido complicaciones con el
financiamiento. Lástima.
En la tarde, sin embargo, recibo una llamada que me sorprende. Es
mi antiguo jefe con el que he trabajado en Chiapas y en muchos otros
proyectos. Un hombre capaz, bien preparado y con magníficas relaciones.
Me ofrece un trabajo muy bien remunerado en la ciudad de Xalapa,
Veracruz.
Confieso que me emociono. Primero porque veo la posibilidad, al fin,
de poder contar con ingresos suficientes como para pensar en diseñar un
proyecto de vida interesante. Segundo, porque Xalapa es una ciudad que
siempre me ha encantado, su clima, su gente, su cultura... creo que es un
buen lugar para vivir.
Claro que este trabajo es para Jorge, mi antiguo jefe no tiene la más
remota idea de mi transgénero. Y no sé cómo reaccionaría en el momento
en que lo supiera.
Debo ser realista y poner los pies en la tierra. El supuesto financiamiento
de la ONG no llega y quizá nunca llegue, las revistas no dan para vivir, los
currículos que he dejado con gente que me conoce en mi rol femenino les
han causado buena impresión, pero de ahí a que se traduzcan en chamba
hay un trecho largo. Lo que debo hacer, entonces, es aceptar el trabajo
de Xalapa y postergar mi entrada de tiempo completo al mundo de las
mujeres.
Tendré que dejar al grupo, imposible coordinarlo desde allá, incluso ya
no podré venir a las reuniones más que muy de vez en cuando. Tendré
que alejarme de mis buenas amigas, del activismo, de las pláticas, de los
testimonios... Pero a cambio podré contar con mejores ingresos. Ya no
más labiales de cinco pesos comprados a la salida del Metro, por fin podré
comprarme unas zapatillas decentes, vestidos elegantes, medias caras.
Qué ironía, ahora que tengo tiempo y que salgo muy seguido, no cuento
207
Silvia Jiménez G.
con buena ropa ni con buenos cosméticos; y una vez que empiece a
trabajar y que tenga buena ropa y buenos cosméticos, casi no tendré
oportunidad de lucirla. Qué contrariedad.

XCVIII

No ha sido fácil tomar la decisión de irme a vivir a Xalapa, pero he


debido tomarla. Habría sido una irresponsabilidad no hacerlo.
La reunión en el Parque Hundido fue muy emotiva. Una de las chicas de
reciente ingreso se acercó a mí, me dijo que me estaba muy agradecida
por todo el apoyo que le brindé, que gracias a eso ahora se siente mucho
mejor, sin culpas, sin remordimientos, sin conflictos internos. Es curioso,
es casi exactamente lo mismo que años atrás yo le había dicho a Anxélica
y a Alejandra. Me siento muy bien de haber podido hacer por otras lo que
ellas hicieron por mí.
Y me doy cuenta del valor de estos grupos. No he cumplido ni tres
años de haber ingresado y mi vida es otra. No exenta de dificultades,
ciertamente, pero mucho más plena, mucho más libre.
Siento que se cierra un ciclo en mi vida. Comenzará otro. Debo pensar
muy bien cómo viviré mi transgénero de ahora en adelante.
Mi activismo tendrá que limitarse, pero no desaparecerá. Se me ocurre
que puedo escribir, hay tantas cosas que decir, tantas reflexiones que
compartir. Imagino que ahora que viva sola tendré más tiempo para poder
hacerlo.
Se me ocurre, también, que al menos una vez al mes podré venir a la
Ciudad de México, meterme a un hotel, cambiarme y pasar todo el fin de
semana como una mujer. Puede ser atractivo. Procuraré que coincida con
las reuniones del grupo para poder asistir de vez en cuando.
Es curioso, una de mis mejores amigas del grupo, Bertha Alicia, me dice
que se va a ir a trabajar a Morelia. La voy a extrañar, a ella y a su pareja.
Cómo las quiero, ambas me ayudaron muchísimo. Bertha Alicia me
acompañó cuando salí la primera vez y desde entonces me tendió la mano
en todo momento. Hubo periodos en los que por diversas circunstancias
dejamos de vernos, pero siempre sabíamos que podíamos contar la una
con la otra. Ahora será lo mismo, a pesar de que ella se encuentre en
Morelia y yo en Xalapa, ambas sabremos que nuestra amistad estará ahí,
208
Piel que no miente
a pesar de las distancias.
A veces me da miedo el porvenir. No sé si llegará el día en que pueda
vivir de tiempo completo como mujer. Lo que me queda claro es que cada
día que pasa soy más vieja. No quiero empezar a vivir como mujer a los
60 años.
Sería una posición muy frívola decir que me he perdido los mejores
años de una mujer, pero hay veces en las que no puedo dejar de pensar
en esos términos. No tuve una fiesta de 15 años, no tuve los 20 o 25 años
para ponerme una minifalda y salir a bailar, no tuve los 30 para viajar
con un hombre interesante y conocer lugares exóticos... Pero vuelvo a
mi antigua reflexión, cuántas mujeres, a pesar de tener 15, 20 o 30 años
no cuentan con la oportunidad de disfrutar de una fiesta, ponerse una
minifalda o hacer un viaje.
Ser mujer, digo yo, es algo más que eso. Y a mis cuarentaytantos o
a mis cincuenta si es que sigo posponiendo el momento de empezar a
vivir mi rol, disfrutaré al máximo esa experiencia. Además, las incursiones
que ahora hago al mundo de las mujeres me dejan bastante satisfecha.
A veces he pensado que hasta poseo una cierta ventaja sobre el resto
de las mujeres, o incluso sobre la posible vivencia de tiempo completo.
Ahora cuento con un hombre que resuelve la vida cotidiana, los asuntos
complicados, difíciles o aburridos. Eso me permite vivir mi rol femenino sin
preocupaciones.
A veces hago la comparación con un noviazgo y un matrimonio. Un
matrimonio puede ser muy bonito, vives todos los días con tu pareja,
duermes con ella, te levantas con ella... pero en ocasiones llega el
momento en el que deja de ser divertido y hasta puede convertirse en
una carga. En cambio el noviazgo... cierto, no estás todo el tiempo con
tu pareja, pero cuando la ves lo haces con ilusión, pones lo mejor de ti,
disfrutas cada momento.
Pienso, entonces, que mi vivencia de lo femenino en este momento es
como el noviazgo. No vivo como mujer todos los días, pero cuando lo
hago lo disfruto al máximo. Espero que, aunque me vaya a Xalapa, pueda
seguir disfrutando.

209
Silvia Jiménez G.

XCIX

Llevo un mes en Xalapa. El trabajo es agradable, mis compañeros me


tratan bien, la relación con mis jefes es inmejorable. No me puedo quejar.
A Olivia le dio mucho gusto que consiguiera este trabajo. Tenía pánico
que le ofrecieran algo a Mayela y perder a Jorge para siempre.
Ahora es ella la que tiene que llevar a Jorge Alberto a la escuela, la que
debe manejar para regresar a casa, la que tiene que arreglar todos los
detalles de los que yo me hacía cargo y que apenas ahora, que no estoy,
empieza a darse cuenta y a valorar.
Pero por lo menos sabe que su esposo no ha desaparecido y, por otra
parte, le llevo quincenalmente una suma que, aunque no sea muy grande,
le brinda un desahogo económico.
La relación ha dado un giro muy grande. Creo que ocurre lo que
explicaba líneas arriba con el asunto del noviazgo y el matrimonio. Aunque
seguimos casados, no nos vemos todos los días, eso facilita que al vernos
lo hagamos con más ganas, con mayor ilusión. Hasta la actividad sexual
se está recuperando.
Hay otro detalle, cuando llego a verla, a ella y a mi hijo, me concentro
totalmente en ellos, no tengo que salir a las reuniones de mi grupo, ni a
dar pláticas ni nada por el estilo. Tampoco llego con restos de rimel o de
barniz de uñas. Eso reduce muchísimo los motivos de conflicto.
Mi vivencia de lo femenino, por otra parte, aunque más esporádica,
ahora es más plena. Ya no tengo la presión de cambiarme para recoger
a mi esposa, ya no tengo la preocupación de quedar perfectamente
desmaquillada, ya no tengo que darle explicaciones. Creo que mi vida
pinta bien.
Este fin de semana fui a la Ciudad de México, pero ya no para ver a mi
familia sino para darle salida a mi condición femenina. Fue maravilloso.
A las 6 de la mañana abordé el autobús y a las 11 ya estaba en mi
destino. De ahí me dirigí al hotel. Qué diferencia, todo un cuarto de hotel
para cambiarme, ya no el espacio reducido de un baño público.
Con toda la calma saco la ropa de mi maleta, la cuelgo en el armario,
guardo en los cajones la ropa interior, acomodo mis cosméticos. Me baño
y al salir me empiezo a arreglar.
Disfruto esa deliciosa libertad de poder elegir la ropa que me voy a
poner. Escojo un conjunto anaranjado, de falda y blusa, unas pantimedias,
tacones altos color beige. Ya me hacía falta sentir la textura de unas
210
Piel que no miente
medias en mis piernas, ver mis ojos con sombras, rimel y delineador,
ponerme aretes, collar, pulseras...
Salgo a caminar y voy al Mercado de Artesanías de la Ciudadela, hacía
tiempo que había visto unos vestidos de manta pero no había podido
comprarlos por falta de recursos. La gente de ese local me atiende de
maravilla.
-¿Busca algo en especial, señorita? –me dice la empleada.
-¿Qué precio tiene este vestido? –pregunto, mientras señalo el que
había visto desde la vez pasada.
-Le sale en 250 pesos, pero se lo vamos a dejar en 220, si gusta puede
pasar a probárselo.
Claro que paso a probármelo. Es un sueño poder hacer todo esto. No
hace ni tres años que hubiera considerado imposible cualquier posibilidad
de vivir estas experiencias.
Cualquier mujer que lea estas líneas pensaría que estoy exagerando.
Pero creo que es algo parecido a lo que puede pasarnos al ver una luna
llena o a unas aves volar. Podemos decir que es algo hermoso, pero
hasta ahí. Pero qué tal si esa luna llena o esa paloma en pleno vuelo son
observadas por un invidente que de pronto ha recuperado la visión. Así
me siento yo al probarme ese vestido en el vestidor de un establecimiento
comercial. Lo que alguna vez fue producto de mi imaginación, ahora
es real. Tan real como el vestido que acabo de comprar, ilusionada, al
descubrir que me queda muy bien.
Al salir de la Ciudadela un sujeto me pregunta la hora, es un hombre de
unos 30 o 35 años. Amable, le doy la hora y sigo mi camino.
Poco antes de llegar al Metro Juárez me topo con el mismo individuo.
-Perdone –me dice- ¿es usted de Guadalajara?
-No –respondo- soy de aquí, ¿por qué?
-Es que tienes los ojos muy bonitos.
Me emociona el comentario y sólo digo un gracias, apenada.
-¿A dónde vas? ¿te puedo acompañar?
-Estaba caminando, simplemente.
-¿Podemos caminar juntos? Me gustaría platicar contigo.
Me sorprende su petición y, nerviosa, acepto. No es un adonis el tipo,
pero tampoco es desagradable. Yo me siento halagada.
Mientras caminamos, trata de acercarse pero yo, discretamente,
mantengo la distancia. Vamos hacia la avenida Juárez y poco antes de
llegar a Bellas Artes me dice.
-Me gustaría que fuéramos a otro lado.
211
Silvia Jiménez G.
-¿A dónde? –pregunto.
-No sé, donde pudiéramos estar solos.
Imagino a dónde quiere llegar. Me siento bien de poder despertar algo
en un hombre, pero prefiero decirle que tengo cosas que hacer. Insiste un
poco, pero yo mantengo mi postura.
-¿No te gustaría que fuéramos a bailar en la noche? Dime a dónde paso
por ti.
-Me encantaría –respondo cortés- pero tengo cosas que hacer.
-¿Tal vez otro día?
-Tal vez.
Finalmente, escribe su nombre y su teléfono en una tarjeta y me la
entrega, pidiéndole que le llame cuando guste.
Me voy a comer, sola, y durante la comida pienso mucho en esta nueva
experiencia. Creo que no me desagrada del todo, aunque no pienso
llamarle.
Por la tarde me reúno con mis amigas, platicamos de muchas cosas,
de mi vida en Xalapa, del grupo, de mis planes. Su conversación y su
presencia es necesaria para mí.
En la noche regreso al hotel y me agrada encontrar algunos cosméticos
sobre el tocador, restos del paquete de las medias, un fondo... todo lo que
en otras ocasiones debía guardar escrupulosamente ahora me lo topo al
regresar. No cabe duda, es la habitación de una mujer.
Y al día siguiente, otra vez a vivir lo que por mucho tiempo fue un sueño,
una fantasía: despertar en camisón, con las uñas pintadas y lista para
volverme a poner un vestido después de bañarme. Me estreno el vestido
de manta que compré en La Ciudadela y me voy a desayunar al Sanborn’s
de Los Azulejos, en el Centro Histórico.
Más de cien años de ese hermoso edificio me contemplan con mi
vestido nuevo. Hay gente que aguarda mesa, me apunto en la lista de
espera y me encanta pronunciar mi verdadero nombre... Mayela Beltrán,
cuando me preguntan para anotarme. Y me encanta que digan “señorita
Mayela” cuando está lista la mesa. Y me encanta que me digan, “¿qué va
a querer señorita?”, “¿más café, señorita?”, “¿está bien atendida?”. Claro
que estoy bien atendida, mejor que nunca.
De ahí me voy a escuchar misa a la Iglesia de la Comunidad
Metropolitana, donde he ido en otras ocasiones.
Me doy cuenta que a pesar del tiempo, y a pesar de haber participado
en esta celebración muchas veces, me sigo emocionando. Sigo dándole
gracias a Dios el permitirme vivir estas experiencias. Y no puedo dejar de
212
Piel que no miente
sentir una emoción frívola cuando el reverendo, al momento de acercarse
a darme el saludo de paz, me dice, “está padrísimo tu vestido”.

No me puedo quejar. No conseguí un trabajo que me permitiera vivir


de tiempo completo mi rol femenino, pero creo que el empleo que me
ofrecieron en Xalapa fue lo mejor que me pudo pasar.
Cierto, extraño las responsabilidades que tenía en mi grupo, ya no
puedo vestirme tan seguido y salir de compras o a caminar, pero a cambio
he obtenido muchos beneficios.
Por principio de cuentas ya tengo un empleo bien remunerado, puedo
apoyar económicamente a mi esposa, a mis hijos y hasta me queda algo
para darme algunos gustos. Además, aún cuando mis salidas son más
esporádicas, ahora las disfruto más. Ya no hay presiones, ya no hay prisas,
ya no más llamadas telefónicas de mi esposa que quiere saber si me voy
a tardar. Ya no tengo que cuidar hasta el último detalle al momento de
desmaquillarme. Ya no hay pleitos porque llego tarde a la casa o porque
debo salir un fin de semana. Ya no debo guardar mis vestidos en cajas y
maletas, como si fueran mercancía prohibida; ya no olores a humedad en
mis faldas, ya no tener que esconder mis cosas.
Y todo esto sin necesidad de renunciar a mi esposa y a mis hijos. Los
veo cada quince días, con gusto, con ilusión, en un clima mucho más
sereno y tranquilo para todos. Desde luego que la felicidad nunca podrá
ser completa, pero creo que lo que estoy viviendo actualmente se parece
mucho.
Acabo de rentar un departamento amueblado. Es pequeño, pero lo
suficiente para mí. Quien entrara pensaría que aquí vive una pareja sin
hijos. En la recámara se toparía con una cama matrimonial, cubierta por
una colcha anaranjada y sobre ella una muñeca que si no es de porcelana,
se parece a aquellas antiguas con las que jugaban nuestras abuelas.
Al abrir el clóset encontraría vestidos y faldas y algunas blusas colgadas
del lado izquierdo; del lado derecho, apenas unos cuantos pantalones y dos
trajes. Camisas y playeras en uno de los cajones, calzones y calcetines en
otro. Los demás, cuatro en total, contienen pantaletas, brasieres, fondos,
medias y pantimedias, ligueros y camisones.
213
Silvia Jiménez G.
Sobre el tocador hay sombras, lápices labiales, barniz de uñas,
perfumes... me emociono sólo de pensar que puedo vivir en un lugar así.
Claro, muchas otras ocasiones he vivido en departamentos semejantes,
con toda esa ropa y esos cosméticos, la diferencia, la gran diferencia, es
que ahora todo eso es para mí, para mi propio uso.
Los fines de semana que no voy a la Ciudad de México me gusta
arreglarme bien y quedarme en mi departamento; todavía no me animo
a salir, pero espero hacerlo pronto. Cayó a mis manos un documento en
donde se habla de los principios de la institución en donde presto mis
servicios profesionales. En uno de los párrafos dice que pugnarán por
el respeto a la diversidad y promoverán la tolerancia. Es suficiente para
darme confianza; en el caso de que alguien se enterara de mi transgénero,
bastaría citar este punto para evitar que pudieran aplicarme cualquier tipo
de sanción. Por lo pronto no pienso decirle a nadie en mi trabajo, pero si
por ahí se enteran, no me preocupa. Creo que esta nueva etapa de mi
vida será muy plena. Insisto, no me puedo quejar.

CI

Estoy por cumplir seis meses de haberme venido a vivir a Xalapa.


Superados los temores iniciales, he empezado a salir, ya sea a cenar, a
desayunar, de compras... Al principio los vecinos me veían con curiosidad,
pero nunca me dijeron nada. Ya se acostumbraron, incluso llegan a
saludarme si me topo con ellos en las escaleras.
Mi vecina Leticia, que vive en el piso de arriba, fue la primera en
enterarse. Nos habíamos encontrado varias veces en los pasillos o en las
escaleras, pero siempre en mi condición de varón. Y alguna que otra vez
ha bajado a pedirme prestado un poco de azúcar o de café, que desde
luego no le he negado.
No sé si está divorciada o es madre soltera, el caso es que vive con una
niña de unos cuatro o cinco años que se llama Vanesa y tiene un novio
que la visita de vez en cuando.
Un viernes en la noche, sin embargo, bajó cuando yo estaba vestida y
arreglada. Luego de pensarlo un momento, recordé a mi antigua vecina
de Guadalajara, a la que no le abrí por el pánico de que conociera mi
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Piel que no miente
condición. Las cosas, sin embargo, han cambiado, por lo que decidí abrir
la puerta.
Su primera reacción fue decirme,” buenas noches señora, disculpe...”
pero en eso como que se dio cuenta de que yo era la misma que le había
prestado café y azúcar en otras ocasiones. Entonces se quedó callada y
no supo qué decir.
-Hola, pásele –la invité a entrar.
-No me diga que usted...
-Sí –le aclaré- soy la misma persona, sólo que vestida de otra manera.
Estuvimos platicando como unos 20 o 30 minutos y nos hicimos grandes
amigas. Incluso antes de irse ya nos estábamos tuteando. Le conté
brevemente mi situación y cómo fue que decidí abrirle la puerta, para no
tener que estarme escondiendo. Fue ella la que me animó a empezar a
salir.
-No te detengas, Mayela –así me dijo- no tienes porqué estar dándole
gusto a la gente. Y no te preocupes, que aquí nadie se mete con nadie. No
faltará el que se te quede viendo raro, pero de ahí no pasa la cosa.
-Es más, qué tal si un día nos vamos de compras –agregó divertida.
-Yo encantada, Lety –le dije.
En efecto, alguna vez hemos ido de compras a Plaza Las Ánimas o a
desayunar. En ambas ocasiones ha ido con su hija de quien ya también
soy una buena amiga.
Es curioso, cuando me ve en mi condición femenina, Vanessa me
habla de tú y me platica mucho, pero cuando me encuentra como varón
ni siquiera me saluda. He llegado a pensar que cree que somos dos
personas distintas.
Lety me ha comentado que para ella el asunto del transgénero no es del
todo ajeno. Tiene un hermano en México a quien le encantan las mujeres
como nosotras.
-En cuanto mi familia supo que salía con una chica transexual -me
confió- puso el grito en el cielo. Yo me desconcerté, pero él me empezó a
platicar y más o menos lo entendí. Me costaba un poco de trabajo, como
que habría sido más fácil para mí entender que le gustaran los hombres,
pero no las travestis y las transexuales, para eso mejor salir con mujeres.
Pero así es él y punto. Y si al final no lo pude entender del todo, pues lo
que yo le dije fue es tu vida y haz lo que te haga sentirte mejor.
El caso es que Lety me dijo que su hermano iba a venir a verla a Xalapa
y que le gustaría que nos conociéramos.
-Te va a caer muy bien, vas a ver –me dijo- y no es nada feo.
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Silvia Jiménez G.
Yo no sabía ni qué decir, nunca había salido con un hombre.
-No se trata de que te hagas su novia, nada más que se conozcan, que
platiquen –me animó.
Finalmente acepté y quedamos de ir a cenar con su hermano y su novio
el próximo fin de semana.
Ya es sábado, en una hora más el novio y el hermano de Lety pasarán
por nosotras para llevarnos a cenar. Estoy nerviosa.
Me miro al espejo, frente al tocador, mientras termino de arreglarme.
Vanessa ha venido a pedirme un quitaesmalte para su mamá y se
entretiene platicando conmigo. Está sentada al borde de la cama. Mira
como hipnotizada cada uno de mis movimientos, el rimel que alarga y da
volumen a mis pestañas... las sombras de colores que aplico con sumo
cuidado... la polvera que abro suavemente y de la que extraigo una borla
con la que acaricio mi rostro... el lápiz labial de un rojo intenso que luego
de aplicarlo me hace apretar y soltar los labios en un ritual que con el
tiempo he llegado a conocer muy bien.
Emocionada, me pongo unos aretes de perla y me abrocho el collar por
detrás de la nuca.
-¿Y cuando yo sea grande me voy a poder pintar como tú, Mayela? –me
pregunta Vanessa mientras me ajusto las medias al liguero.
-Claro que sí, mi amor –le respondo con dulzura- cuando tú seas grande
te vas a poder pintar, y lo van a poder hacer todas las personas que
quieran hacerlo... todas.

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Piel que no miente

Epílogo

Estoy a punto de terminar estas líneas. Nunca pretendí que fuera una
novela; ni siquiera una autobiografía. Son, más bien, apuntes de lo que ha
sido mi vida desde el transgénero. Apuntes que, en una primera instancia,
me resultan importantes para tratar de entender, yo misma y a la distancia,
cómo ha sido mi propio proceso, desde aquella primera ocasión en que
me puse el vestido de mi tía para representar a una princesa, hasta el fin
de semana que acabo de pasar en la Ciudad de México.
Ofrezco disculpas a quienes esperaban algo más espectacular. Ni
siquiera termina en el quirófano de una clínica especializada, mientras
me someto a la reasignación quirúrgica. Tampoco es el típico final de
telenovela: la boda con un millonario que me paga todas las operaciones
y vivimos felices para siempre. Ni siquiera –Dios me libre- es el final de
películas mexicanas de otras épocas, en donde un machito me confunde
y al darse cuenta que no tengo una vagina, luego de haberme dado besos
apasionados, saca su cuchillo y me lo encaja hasta hacerme desangrar.
No, nada de eso. Esto no es literatura, no pretende serlo; es más bien,
la vida misma. Y acaso la vida no sea tan espectacular, pero ciertamente
es plena de matices que nos enriquecen.
Confieso que en algún momento he aderezado un poco –y sólo un poco-
la realidad para hacer ligeramente más interesante el relato. Pero no tanto
como para perder de vista la esencia de la historia.
Es esta una historia de vida, de muchas vidas como la mía; algunas
más intensas, otras menos, pero ciertamente todas ellas marcadas por
un denominador común: la convicción de que no respondemos a los
esquemas que nos impone la sociedad. Cada quien tendrá una respuesta
diferente. Esta es la mía. Una historia inconclusa pero que acaso sirva
como referente a quienes, como yo durante mi juventud, me sentía sola,
completamente sola y desamparada.
Hay historias de vida mucho más plenas e interesantes. Mujeres
transgenéricas que han dejado todo para volar en pos de la felicidad. Que
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Silvia Jiménez G.
han arriesgado la vida, que han renunciado a sus bienes y a sus seres
queridos. Ojalá se atrevieran a contar sus experiencias, serían mucho
más enriquecedoras que las mías que con toda humildad he querido
compartir en aras de que a alguien le puedan resultar de alguna utilidad.
Tampoco quiero ser muy pretenciosa. Afortunadamente hoy en día existe
una amplia gama de medios en donde se puede encontrar información al
respecto. Hay más grupos de apoyo como ‘Eón, Inteligencia Transgenérica’;
hay centros de reunión para personas como nosotras; hay mayor apertura
en los medios de comunicación para, eventualmente, abordar este tema.
Hay muchos testimonios en las páginas de Internet. Espero que no tarde
en consolidarse una revista hecha por y para personas transgénero que
el propio grupo Eón ha venido publicando.
En fin, lo único que pretendo al escribir estas líneas es contribuir a
que exista más información a este respecto. Me daré por bien servida
si alguien se ve reflejada –o reflejado- en estas páginas y saca algún
provecho. Me daré por bien servida si algún familiar o amigo de personas
transgénero encuentra aquí una posible explicación de lo que le sucede
a su ser querido.
Ahora me queda claro que mi felicidad está en seguir mis sueños, y qué
mayor sueño que ser yo misma, sin pretender darle gusto a los demás en
mi forma de vestir o de comportarme. Nadie puede quitarnos el derecho
a nuestra propia identidad, nadie puede pretender encajonarnos en
esquemas caducos e inconsistentes, nadie puede obligarnos a quedarnos
encerradas en el clóset.
Ahora me doy cuenta de lo importante que ha sido que antes que
yo mucha gente transgenérica haya emprendido una lucha seria por
reivindicar nuestros derechos. Mucha gente ha perdido la vida, baste
pensar en las travestis y transexuales que murieron en Stonewall, Nueva
York, junto con lesbianas y homosexuales, a finales de los sesenta y que
dio origen a que se empezara a hablar de los derechos de la población
LGBT (lésbica, gay, bisexual y transgenérica). Baste pensar en las cientos
o miles de personas transgenéricas que en México han sufrido el acoso
policíaco, o de todo tipo de personas, por atreverse a salir a la calle en su
condición de mujeres. A todas ellas mi reconocimiento y gratitud.
Pareciera ocioso escribir de algo tan elemental como querer vestir ropas
distintas a las que la sociedad nos impone. Pero desde luego que esto
va más allá de algo que pudiera, y debiera, ser tan sencillo. Muchas,
muchísimas personas –desgraciadamente- han llegado al extremo de
atentar contra su propia vida al no poder manejar esto, o al encontrar
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Piel que no miente
cerrados todos los caminos.
Hay otras que se han mutilado los genitales, corriendo graves riesgos;
algunas más se inyectan aceite o lo que sea, con tal de aparentar unos
pechos y unas caderas femeninos. Conozco a una chica transexual que
estudió medicina y se inyectó formol o algo parecido en los testículos
para alterarlos y obligar a las instituciones de salud a que le practicaran la
orquideoctomía (extirpación de testículos).
Qué bueno fuera que la propia familia venciera obstáculos y prejuicios
profundamente arraigados a través de siglos de tradición, para que por
sobre todas las cosas triunfara el amor al ser querido y se le brindara el
apoyo que necesita. Conozco a niños, adolescentes y jóvenes que piden
a gritos el cariño y la comprensión de sus padres, antes que la burla o el
rechazo.
Quizá sea mucho pedir que hubiera comprensión para estos jóvenes.
Puede ser que a sus padres les resulte muy difícil entenderlos; pero al
menos sería deseable que se preocuparan por obtener información, y por
platicar con personas que han superado estas difíciles circunstancias,
antes que condenarlos o castigarlos.
Hay que reconocerlo. Existen personas transgenéricas que
desgraciadamente caen en vicios, depresiones, neurosis y quizá hasta
en desórdenes mentales. Al margen de hacer notar que hay personas no
transgenéricas que también pueden caer en lo mismo, quisiera hacer una
reflexión. No es el transgénero lo que nos hace llegar a esos extremos, es
el rechazo de la sociedad, es la burla, es la incomprensión de lo que nos
sucede lo que nos hace víctimas de esos padecimientos.
Si de pronto a la sociedad se le ocurriera decir que las personas pelirrojas
son la reencarnación del demonio, estoy segura que no faltarían personas
pelirrojas que tomarían la decisión de quitarse la vida, o por lo menos de
raparse o pintarse el pelo. Pero como afortunadamente nadie se mete
con el color del cabello, puede haber personas pelirrojas tan felices como
cualquiera.
Ojalá que no esté lejano el día en el que ser transgenérica sea algo tan
inofensivo y tan cotidiano como tener el cabello rojizo. Insisto en lo que
he expuesto a lo largo de estas páginas; ninguna de nosotras escogió ser
así, lo que sí podemos elegir es luchar por nuestra libertad y tratar de ser
felices; o, por el contrario, escondernos para darle gusto a los demás. Así
de sencillo.
Mientras escribo estas reflexiones pienso que quizá en unos años pueda
crear las condiciones que me permitan vivir mi rol femenino las 24 horas.
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Silvia Jiménez G.
Hay muchos obstáculos, una legislación que no nos brinda personalidad
jurídica, que nos margina de los servicios de salud, que nos impide gozar
de todos nuestros derechos y, desde luego, una sociedad que nos niega
un espacio. Existen, sin embargo, personas que a pesar de todo lo han
logrado. A ellas vaya mi admiración y reconocimiento.
Por lo pronto yo me siento como Sor Juana Inés de la Cruz. Ella
tuvo que vestirse como hombre para poder estudiar en la universidad,
cuando el acceso a la educación superior estaba vedado a las mujeres.
Yo también tengo que vestirme de hombre para poder tener un trabajo
bien remunerado en virtud de que estos empleos suelen estar vedados
a personas como nosotras. Algún día, sin embargo, espero quitarme el
disfraz definitivamente.

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