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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
¡Abajo las hamburguesas!
1. Un mensaje volante
2. Villa Munchin
3. Una misión terrorífica
4. Pelos en el retrete
5. A remojo
6. Demasiados dientes
7. Un encuentro inesperado
8. Moda monstruosa
9. Corazones rojos
10. El baile de los vampiros
11. Peludos y chupasangres
12. Patatas fritas de postre
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SINOPSIS

Cuando Marcus aceptó convertirse en repartidor de magia, jamás imaginó que tendría que
entregar un paquete en Villa Medianoche, la ciudad donde viven los monstruos. Y menos
aún que él y su pandilla acabarían metidos en medio de una batalla vecinal entre vampiros
y hombres lobo…

¿Cuál será el bando vencedor?


Eh, no tan deprisa.
Supongo que no te lo habrás creído.
La verdad es que ADORO las hamburguesas. De hecho, hasta hace
poco formaban parte de mi lista de cosas favoritas del mundo. Igual que la
magia, la naturaleza, los superhéroes y Mr. Rayo, mi cuervo. Pero no le
digas que le he llamado «cosa» porque se enfadaría.
Claro que, ahora que lo pienso, se pasa el día enfadado. Además de
plumas, tiene malas pulgas. No como yo, que siempre estoy de buen humor.
Al menos hasta el día en que se inauguró Lady Burger.
Así se llama la hamburguesería más moderna de Suncity, un local
reluciente que apesta a patatas fritas. ¡Y qué peste tan deliciosa! Solo de
acordarme, se me cae la baba encima del libro.
Lo único malo es que Lady Burger fue a abrir justo enfrente de El Rey
de Champiñones, la pizzería de mi padre. En Suncity hay montones de
calles y avenidas, ¡¿de verdad tenían que venir a robarnos la clientela en
nuestras narices?!
Aunque no suelo enfadarme, el día en que lo supe me puse más furioso
que mi cuervo. Era viernes por la noche y había venido a pasar el fin de
semana con mi padre.
—Tranquilo, Príncipe Marcus —me sonrió papá frente al local—. Al
fin y al cabo, tienen tanto derecho como nosotros a vender su comida. No
puedes hacer nada para impedirlo.
No lo creas. Soy brujo y de un golpe de varita podría convertir sus
hamburguesas en repollos. Pero las reglas de mi club impiden usar la magia
para cometer trastadas.
—Marcus tiene razón —dijo una voz desde la pizzería—. ¡Deberíamos
hacer algo!
¡¿De verdad había dicho eso mi hermana Loreta?! No me sorprendió
verla allí, porque se encarga de repartir las pizzas en su bici. Lo
sorprendente fue que estuviera de acuerdo conmigo.
Eso es más extraño que ver a una bruja volando en fregona.
—Deberíamos probar esas hamburguesas —añadió Loreta, quitándose
su gorra con forma de corona—. Así sabremos a qué nos enfrentamos.
¿Vienes, Marcus?
Me pareció buena idea. Antes de que papá pudiera decir nada, mi
hermana y yo ya estábamos cruzando la avenida rumbo al flamante local de
Lady Burger.
El interior estaba limpio y reluciente, pero el olor a patatas era tan
fuerte que me mareó.
Por eso pensé que alucinaba cuando vi que todo tenía forma de
hamburguesa. Las papeleras, los servilleteros, los mostradores… Hasta las
paredes estaban pintadas de amarillo-queso, verde-lechuga y rojo-tomate.
El techo y el suelo eran anaranjados como pedazos de pan.
Me sentí como un pepinillo con flequillo cuando Loreta me arrastró
hasta el mostrador.
—Bienvenidos a Lady Burger, ¿qué desean? —nos sonrió un
empleado.
Era un chico muy joven de pelo rizado y grandes gafas de pasta.
Supongo que no hace falta que te diga de qué tenía forma su gorra. El caso
es que, al verlo, a Loreta se le puso cara de tonta.
—Yo… yo quería… quería… —titubeó, hecha un flan.
No entendí qué le ocurría hasta que vi un cartel colgando del techo.
Este no tenía forma de hamburguesa, sino de corazón. Anunciaba una oferta
especial de San Valentín.
Creo que entonces se me puso cara de tonto a mí también.
¡A Loreta acababan de alcanzarle las flechas del amor!
Solo hay una cosa peor que el día de San Valentín: el día de San Valentín
con una hermana enamorada. Peor aún: ¡enamorada de un empleado de la
competencia!
Aquella noche, Loreta salió de Lady Burger completamente
hipnotizada, como si acabara de beberse una poción de amor eterno. Solo
que, en vez de poción, se había zampado una hamburguesa con extra de
patatas. Para colmo, el chico se las había dado gratis.
—La verdad es que el sitio está bien —dijo Loreta al día siguiente,
durante el desayuno.
—¿Qué? —exclamé indignado—. ¡Pero si ni siquiera tienen
hamburguesas vegetales!
—Bueno, pero los empleados son muy majos —replicó ella, con una
sonrisilla de felicidad.
Claro, sobre todo uno con gafas, rizos… y cerebro de hamburguesa.
Debía de tenerlo porque, además de las patatas, le había dado a Loreta su
número de teléfono.
Imagínatelo. Yo allí masticando con furia mientras ellos tonteaban
junto al mostrador. Estaba claro que Lady Burger tenía una aliada más en la
guerra contra El Rey de Champiñones: ¡la traidora de mi hermana!
Aquel día me encerré de un portazo en mi pequeño cuarto del piso de
papá. Es tan diminuto que apenas queda espacio para que mi cuervo levante
el vuelo. Por eso lo cogí entre las manos y, furioso, empecé a darle algunas
uvas que habían sobrado del desayuno.
Él las engullía con graznidos de satisfacción. Por una vez, parecía más
feliz que yo. Pero solo hasta que oyó unos golpecitos que venían de la
ventana.
Creí que se volvía loco al ver a un pajarillo de colores picoteando el
cristal.
—¡Quieto! —ordené, pero Mr. Rayo siguió batiendo las alas como
loco—. ¡Para o te echo un conjuro Serenidad Máxima!
Cuando al fin se calmó, me acerqué a mirar al pajarito, que seguía dale
que te pego. Tenía tantos colorines que parecía pintado. Como una paloma
mensajera… vestida de payaso.
Lo más curioso es que llevaba un papelito enrollado en la pata. ¡Toma
ya!

O a alguien se le había roto el móvil, o aquel mensaje procedía del


mundo mágico.
Abrí la ventana muy despacio para no asustar al ave. Al verlo posarse
en mi dedo, Mr. Rayo emitió un graznido de despecho.
«Ah, muy bien —pareció decir—. Cámbiame por un pajarito cursi.»
—No hagas caso a este gruñón —le dije al pájaro—. Déjame ver lo
que traes aquí.
Con cuidado, desenrollé el papel de su pata y lo leí. ¡Pero si era un
mensaje de Bubu!

El nombre real de Bubu era Bubuligurkin. Te parecerá raro, pero al


parecer en el mundo de los elfos resulta de lo más corriente. En cambio,
«Marcus» les daba risa.
Bingo, Bubu era un niño elfo. Diría que el único de Suncity si no fuera
porque también conocía a su abuelo, el huraño Mr. Munchin. No se
parecían más que en las orejas.
El anciano tenía una tienda de artículos mágicos llamada Ojos de
Tritón situada al fondo de una estrecha callejuela. Me sorprendió que Bubu
no me hubiera citado allí.
¿Qué necesitaría de mí? ¿Y en qué apuro se habría metido? ¿Sería
peligroso?
Me pareció mejor no acudir yo solo a la cita.
Dejé que el pájaro saliese volando y luego abrí mi diminuto armario.
El espejo de la puerta es tan pequeño que tengo que mirarme a trozos, como
cuando haces un puzle. Un puzle muy bonito.
Luego saqué mi varita y toqué con ella el cristal.
Aún estoy aprendiendo a enviar mensajes con el Código Espejo, por
eso no me extrañó ver a Anna Kadabra un poco cambiada. Lo que sí hice
fue romper a reír.
Mi amiga había surgido en el cristal con orejas de burro y nariz de trol.
Toma ya.

—¡Marcus! —dijo ella, también a carcajada limpia—. ¡Has aparecido


con ojos de mosca!
Eso no me hizo tanta gracia, porque me chiflan mis ojos. Aun así, ya
estaba de mejor humor.
—¿Qué tal, brujicolega? —pregunté.
—Aburrida —suspiró ella—. Es San Valentín y mis padres han salido
temprano para la pastelería. Van a pasar tooodo el fin de semana amasando
tartas en forma de corazón.
—¡Perfecto! —sonreí—. Entonces te vienes a verme a Suncity,
¿verdad?
—Espera —se mosqueó ella—. Dime que no te has metido en otro lío
con esos elfos raros.
—Qué va —la tranquilicé, aunque luego lo pensé mejor—. Bueno… a
lo mejor.
Después, para quitarle importancia al asunto, le hice un guiño de
complicidad. Ella rio de nuevo. Claro, había olvidado que me estaba viendo
con ojos de mosca.
Si existe algo bueno en Suncity, eso es el Parque del Lago. Parece un
pequeño bosque en mitad de la ciudad, y tan grande que creo que dentro
cabría todo Moonville. Está rodeado de una verja de puntas afiladas como
puñales. O como cuernos de cerdicornio.
Allí, frente a una de sus elegantes puertas, me estaba esperando ya
Anna Kadabra.
—Llegas tarde, brujitardón —me saludó con rencor.
Qué lista. Ella podía viajar en un suspiro gracias al poder
teletransportador de su gato, que en aquel momento maullaba en sus brazos.
Yo había tenido que ir a patita.
—Pensé que tu padre no te dejaba salir solo por Suncity —comentó mi
amiga.
Y no me dejaba. Lo que pasa es que había llegado a una especie de
pacto con Loreta. Ella diría que había estado conmigo toda la tarde. Y, a
cambio, yo no diría que en realidad iba a citarse con el chico de Lady
Burger. Era solo una tregua en la guerra entre pizzas y hamburguesas.
—¡Muy bien, allá vamos! —canturreé cuando juntos nos internamos
entre los árboles.
—Estupendo —resopló ella—. La pregunta es… ¿adónde vamos?
Buena observación. Aunque Bubu había dicho que vivía en una casa
del parque, yo no recordaba que dentro hubiese más edificio que los baños
públicos. Y, sinceramente, no creía que a los elfos les gustase vivir en un
retrete.
—Pues yo allí veo una chimenea —dijo Anna, atisbando entre los
árboles.
—Ah, sí —repliqué—. Es la casa del antiguo jardinero del parque,
pero lleva siglos abandonada. Está en ruinas, medio podrida y…
Tuve que callarme cuando llegamos frente al edificio.
Hacía poco, papá y yo habíamos pasado en bici junto a la vieja
casucha. Me había fijado en sus ventanas cegadas con tablones, en la
fachada cubierta de malas hierbas y en las tejas cayéndose de puro viejo. Ni
siquiera un fantasma la hubiese elegido como vivienda.
Ahora, de repente, parecía un lugar distinto. Una especie de agradable
hotelito pintado de verde. ¡Era imposible que alguien la hubiera arreglado
en tan poco tiempo!
Hasta la veleta giraba alegremente en el tejado, y eso que no hacía ni
pizca de viento.
—Esto me huele a magia —comenté.
—Pues a mí me huele a chamusquina —repuso Anna, siempre tan
optimista.
Sin hacerle caso, me acerqué a la puerta y llamé con unos golpecitos.
—¡Ya voy, ya voy! —chilló antes de abrir alguien que sonaba muy
nervioso.
Me alegré al reconocer la inocente sonrisa de Bubu y sus orejas
picudas, que apenas podía esconder entre su cabello pelirrojo.

—Bienvenidos a Villa Munchin —nos saludó—. Me alegra veros a los


dos.
—Y a nosotros verte a ti —sonreí—. Pero, oye, ¿tenéis permiso para
vivir aquí?
—¡Claro! Los pájaros y las ardillas del parque no pusieron ningún
problema.
Como venía del bosque, el pobre Bubu no acababa de entender cómo
funcionaba la ciudad. Sin embargo, nunca había querido decirme por qué su
abuelo y él se habían mudado.
El caso es que nos invitó a pasar al interior de la casa. ¡Y, caray,
menuda casa!
Los muebles, aunque anticuados, eran bonitos y elegantes. El suelo de
madera crujía a nuestros pies. Bubu nos condujo al salón, en cuya chimenea
ardía un alegre fuego.
Lo que no parecía alegre era el rostro arrugado que miraba las llamas.
Me recordó a una manzana que llevase demasiados días en el frutero.
Bingo, era la del abuelo de Bubu. El anciano iba en bata y zapatillas de
casa.
—Buenas tardes, señor Munchin —lo saludé con educación.
—Serán buenamente buenas para ti —gruñó.
—Venga, abuelo, no seas así —lo animó Bubu—. Tú me diste permiso
para invitarlos.
—¡Porque tú te has empeñado en el empeño! —replicó él, de mal
humor.
Mientras ellos discutían, Cosmo saltó de los brazos de Anna y trepó a
la repisa de la chimenea. Olisqueaba una especie de cristal que, incrustado
en la madera, brillaba con luz anaranjada.
—¡Dile a tu fiera con bigotes que no toque eso! —nos advirtió el señor
Munchin.
—Perdón —se disculpó Anna, cogiendo al gato—. ¿Qué es?
—¡Oh, eso! —exclamó Bubu—. Es la Gema del Hogar, la que nos
permite vivir aquí dentro.
Luego, poniéndose de puntillas, arrancó la joya de su sitio. De
inmediato, las luces se apagaron y la casa se volvió de pronto oscura, fría,
ruinosa y abandonada. Tal y como yo la recordaba.
—¡Vuelve a ponerla en su lugar! —ordenó el anciano.
Cuando Bubu devolvió la piedra a la repisa, todo recuperó
mágicamente su aspecto elegante.
Me hubiera venido genial aquel chisme para ordenar mi habitación.
Dos tazas humeaban en nuestras manos, pero ni Anna ni yo nos atrevíamos
a beber. Habíamos visto a Bubu echar en la tetera musgo, helechos, agujas
de pino y otras cien plantas más.
Soy un gran amante de las plantas… ¡pero no para bebérmelas!
—Muy rico —disimulé, fingiendo un sorbo—. Pero ¿por qué nos
habéis llamado?
—Humm —murmuró Mr. Munchin, sentado en una butaca—. Porque
mi nieto es un cobarde.
—¡No soy un cobarde! —se defendió Bubu—. Es solo… que me dan
miedo las cosas.
Sí, aquella era una definición bastante exacta de «cobarde».
—Bubuligurkin tiene que ir hoy mismo a hacer un reparto urgente —
explicó el anciano—. ¡Y se niega negativamente a ir!
Casi había olvidado que la tienda de Mr. Munchin tenía un servicio de
reparto de artículos mágicos. Anna y yo habíamos ido a entregar un paquete
en lugar de su nieto.
—¿Y adónde hay que viajar ahora? —preguntó Anna, escamada.
—A un lugar llamado Villa Medianoche —contestó Bubu con un
escalofrío.
No sonaba muy terrible, pero Bubu era tan pequeño que debía de darle
miedo la oscuridad.
—Villa Medianoche es la ciudad monstruosa donde viven los
monstruos —añadió Mr. Munchin—. Algo así como la fiesta de
Halloween… pero todo el año. ¡Bah, una bobada de sitio!
Confieso que en aquel momento fui yo quien se quedó congelado. Solo
hay una fiesta que me guste menos que San Valentín, y esa es precisamente
Halloween.
Vale, no es que no me guste. ¡Es más bien que me aterroriza!
—No me atrevo a ir allí yo solo —murmuró Bubu—. Pero con
vosotros, sí.
—¿Con no-no-nosotros? —tartamudeé.
—¡Mi abuelo os pagaría por el trabajo! —explicó Bubu—. ¿A que sí,
abuelo?
De mala gana, el hombre se llevó la mano al interior de su bata. De allí
sacó un saquito de cuero anudado con un cordón. Al desatarlo, unos
destellos multicolores salieron de la bolsa.
¡Eran gemas tan brillantes como la que había sobre la chimenea!
—Veamos —gruñó el hombre, rebuscando dentro—. Podría prestaros
la Gema contra Catarros Persistentes. O la Gema del Vocabulario Infinito.
O esta, ¡la gran Gema Antimosquitos!
O sea, que así funcionaba la magia de los elfos. En vez de varitas,
usaban gemas.
De todos modos, daba igual. Yo no pensaba ir a Villa Medianoche ni
por la Gema del Batido de Chocolate Eterno con Nata Montada y Guindas.
—Bueno, también está la Gema del Amor Roto… —dijo entonces
Munchin, mirándome fijamente.
—Por las verrugas de la bruja Piruja. —Anna miró aquella piedra de
cristal rojo—. ¿Para qué sirve?
—Para cortar de un tajo el amor entre dos personas —sonrió el
anciano—. ¿Os interesa?
De acuerdo, lo has adivinado. Al final acepté acompañar a Bubu a
cambio de aquel maldito cristal. ¡Con él podría impedir que Loreta y el
chico de la hamburguesería se enamorasen!
No me juzgues, lo hacía por salvar el honor del negocio familiar.
—¿Y cuándo nos iríamos? —pregunté, como sin darle importancia.
—Ahora mismo —repuso Mr. Munchin—. El paquete tiene que estar
entregado a medianoche. No será difícil… porque allí siempre es
medianoche.
Luego se levantó trabajosamente de su sillón y se dirigió a la puerta
del salón. Entonces me fijé en que el pomo era otro de aquellos cristales
mágicos.
—La Gema del Viaje Rápido —explicó, tirando de él—. Muy útil para
ahorrarse el autobús.
Nada más abrir la puerta, al otro lado apareció un cuarto lleno de
chismes que ya conocía.
¡Era Ojos de Tritón, la tienda de magia! Eso es lo que yo llamo un
atajo.
El señor Munchin se quitó la bata, bajo la que vestía un anticuado
traje. Nosotros cogimos a nuestras mascotas y lo seguimos al interior del
local. Bubu cerró la puerta tras él.
—Todos a la trastienda —dijo alegremente.
Allí se escondía el armario ambulante que servía para los repartos. De
su interior, el señor Munchin sacó unos disfraces que olían a cualquier cosa
menos a rosas frescas.
Uno era de vampiro, otro de hombre lobo, y otro de bruja. De bruja de
hacía diez siglos.
—Es un camuflaje para que os camufléis —dijo Mr. Munchin con una
ridícula sonrisita.
A Anna le tocó el traje de bruja, a Bubu el de hombre lobo y a mí el de
vampiro. No es por presumir, pero me sentaba genial. Aunque me vi un
poco raro cuando Munchin me puso al cuello la bufanda verde de
repartidor. No me quejé, porque la bufanda Wanda era una prenda mágica
que podía sernos muy útil.
Mr. Rayo no se rio porque no tiene dientes, pero nos miraba con cara
de guasa.
Cosmo, por su parte se escondió bajo el armario ambulante. El pobre
se acordaba perfectamente de lo que ocurría al meterse en él.
Se llamaba «armario ambulante», pero igual podrían haberlo llamado
«montaña rusa».
Una vez dentro, el viejo ropero empezó a sacudirse, a dar saltos y a
girar como la última vez. En esta ocasión, tuve cuidado de agarrarme bien a
las paredes para no perder el equilibro.
Bingo, otra vez fracasé. Cuando todo se detuvo con una especie de
frenazo, me tambaleé y caí de un culetazo. Pero no en el armario… porque
aquello ya no era un armario.
¡De pronto estábamos amontonados en un estrecho retrete! Y yo había
caído sentado justo sobre la taza de váter, en mitad del mogollón. Pero lo
peor no era eso. Lo peor era que…
—¡Aquí huele a huevo podrido! —gritó Anna, tapándose la nariz con
el gorro.
A huevo podrido, no. A huevo muerto. Para colmo, estaba lleno de
pelos.
De inmediato, empujamos la puerta del baño para salir de allí en
tropel. Entonces tomamos aire como si nunca en la vida lo hubiéramos
hecho.
Era noche cerrada y nos encontrábamos en mitad de un camino
bordeado por florecillas. Y menudas florecillas. Eran negras y tenían
dientes entre los pétalos. Supuse que, en vez de oler, mordían. Debíamos de
estar muy cerca de Villa Medianoche.
—Qué curioso —dijo Bubu, señalando la caseta de la que acabábamos
de salir—. ¡Mirad!
La puerta de aquel retrete solitario tenía dibujada la huella de una
garra.
—Bah —comentó una vocecilla aburrida desde el suelo—. No es más
que un aseo para hombres lobo. Ya he visto otros antes.
Era Cosmo. Por si no lo he dicho todavía, al otro lado del armario
teníamos la capacidad de entender sus maullidos… y también las quejas de
Mr. Rayo.
—Agh, odio a los hombres lobo —graznó el cuervo.
Ya, y yo también, ¡y eso que aún no había visto a uno de verdad! Pero
incluso el peludo disfraz de Bubu me daba escalofríos. Guárdame el
secreto, por favor.
—Qué bien —sonrió el elfo—. Al menos el armario nos ha llevado al
sitio correcto.
Entonces sacó un pequeño paquete alargado que llevaba oculto bajo el
disfraz. Era el que teníamos que repartir, y llevaba escritas las señas para la
entrega.

Qué mala suerte. Propuse que hiciéramos el reparto y nos largásemos


cuanto antes.
Echamos a andar por el camino hacia unas luces que brillaban en la
distancia. Parecía que habíamos ido a parar a las afueras de la ciudad.
—¡Viva! —canturreó al fin Bubu—. ¡Ya veo Villa Medianoche!
—Pe-pe-pero ¿a ti no te asustaba tanto esta misión? —tartamudeé.
—Qué va, jijiji. —El elfo rio entre dientes—. Es que era el único
modo de que mi abuelo os dejase venir conmigo. En realidad, los monstruos
no me dan ningún miedo.
¡A él no, pero a mí sí! Lo que pasa es que no me atrevía a decirlo.
Solo Anna conocía mi secreto. Ella fue la que, disimuladamente, me
tomó de la mano y me la apretó con fuerza. Intentaba darme ánimos.
Anna no será la mejor bruja del mundo, pero sí la mejor amiga.
Y así, pegado a ella, seguimos avanzando hasta llegar a una gran verja.
Era tan alta y puntiaguda como la del Parque del Lago, solo que esta estaba
medio oxidada y cubierta de enredaderas. Sus tallos se deslizaban muy
despacio entre los barrotes, como culebras con espinas.
Entre ellas colgaba un enorme y elegante cartel… que se caía a
pedazos.

Caray con los monstruos. En vez de la bienvenida te daban la


malvenida.
Hasta Bubu se quedó callado cuando juntos cruzamos la reja y
entramos en el recinto de la ciudad. El camino serpenteaba entre árboles
muertos que brotaban como enormes zarpas negras. No les hubiera venido
mal un hechizo refrescante.
Luego, poco a poco, los árboles fueron dejando lugar a grandes
campos de cultivo.
En todos crecía lo mismo: ¡calabazas! Unas pequeñas como manzanas
y otras más altas que yo.
—Anda, creía que los hombres lobo preferían comer gente —comentó
Bubu, tan pancho.
—Son para Halloween —nos informó Cosmo, que gracias a sus viajes
sabe de todo—. Los hombres lobo las cultivan para venderlas como
decoración.
—¡No te preocupes, brujibobo! —me sonrió Anna—. Al menos las
calabazas no muerden.
Fue justo entonces cuando dos de los frutos que estaban al borde del
camino se giraron lentamente hacia nosotros. Cada uno tenía una cara feroz
tallada en su cáscara.
Cuando las calabazas se pusieron de pie, yo creí que me caía al suelo.
Resulta que, bajo su cabezota naranja, las dos tenían cuerpos cubiertos
por sábanas sucias. No sabía qué tipo de monstruos eran, pero no me
pareció educado preguntar.
—¡Hola, hola, humanos! —exclamó una de las calabazas con voz
honda.
—Hola, hola… y ñam, ñam —añadió la otra, y soltó una risa
estremecedora.
—Hola, hola —dijo educadamente Bubu, tendiéndoles la mano.
—¡Adiós, adiós! —exclamé yo, apartándosela—. ¡Y corre, que se nos
quieren zampar!
Echamos a trotar por el camino con nuestras mascotas. Las calabazas
nos seguían aullando y agitando sus brazos bajo las sábanas.
—¡Eso, corred! —chillaban—. ¡Así estaréis más calentitos cuando os
comamos!
Pensé en lanzarles un conjuro… pero no sabía cuál. Mi magia verde es
perfecta para que las plantas crezcan, ¡no para que se queden quietecitas!
Los dos espíritus nos ganaban ventaja poco a poco. Y es que, más que
correr, parecían deslizarse sobre la tierra. Me volví hacia atrás para
mirarlos… y por eso no vi lo que tenía delante.
Un pantano verde, espeso y burbujeante como el puré de lentejas.
Supe que no era puré cuando me caí dentro. ¡Plof!, hice al
zambullirme de cabeza. Después sonaron dos «plofs» más. Anna y Bubu
tampoco habían podido frenar a tiempo.
Lo último que oí fueron unas ruidosas carcajadas desde la orilla.
Al limpiarme el barro de la cara, descubrí que las dos criaturas se
estaban partiendo de risa. Pero no con sus caras de calabaza, que ahora
tenían entre las manos. Reían con sus verdaderos rostros.
Que resultaron ser los de los bromistas Truco y Trato.
Los dos hermanos trabajaban como repartidores de artículos mágicos.
Los dos estaban montados en sus monopatines. Y los dos eran peores que
Drácula con dolor de muelas.
—¡Vosotros! —gruñó Anna, cuya melena se había vuelto más verde
que mis ojos.
—¿Los conocéis? —preguntó Bubu, haciendo una reverencia en el
agua—. Pues… encantado.
Caray con el elfo. No perdía la educación ni aunque el barro le llegase
a las orejas.
—Encantados, nosotros —sonrió Truco—. Vosotros lo que estáis es
EMPAPADOS.
—Ahora decidnos qué hacéis aquí —añadió Trato, menos sonriente
que su hermano.
—Un reparto —mascullé—. O eso intentábamos hasta que llegasteis
vosotros.
—Teníamos que vengarnos por lo de la última vez —replicó Truco—.
Ahora estamos en paz.
—De momento —aclaró su hermana.
—¿Y vosotros? —gruñó Anna, vaciando su gorro de agua —. ¿Tenéis
familia aquí o qué?
—Estamos trabajando, listilla —respondió Trato—. Igualito que
vosotros.
Luego sacó de entre sus sábanas un paquete lujosamente envuelto.
También era mala suerte que les hubieran encargado un reparto
precisamente allí.
—¿Dónde tenéis que hacer vuestra entrega? —preguntó Truco.
—En el barrio donde viven los hombres lobo —respondió Bubu—.
¡Auuuuuu!
—¿Y la vuestra? —quise saber yo.
—No pensamos decíroslo. —Trato soltó una risotada—. Lo que es
seguro es que llegaremos antes. ¡Magic Exprés siempre triunfa!
Ese era el nombre de la enorme empresa de magia para la que
trabajaban.
—Mucha suerte con el reparto —se despidió Truco—. Sobre todo para
ti…, Marcus Pochus.
A continuación, ambos impulsaron sus monopatines y se alejaron
rodando por el camino.
—¡¿Esos dos trabajan para Magic Exprés?! —gruñó Bubu—. Jo. Si lo
sé, no los saludo.
Era la primera vez que lo veía enfurruñado. Claro, es que Magic
Exprés amenazaba el pequeño negocio de su abuelo. Era algo así como
Lady Burger para nuestra pizzería.
—Bueno —suspiró Cosmo desde la orilla—. ¿Durará mucho el baño o
qué?
Caray, se nos había olvidado que seguíamos en el agua. Los tres
salimos trabajosamente de allí, empapados. Luego, Anna se sacó la varita
de una media y murmuró:

Una vez limpios, nos dispusimos a buscar el barrio de los hombres


lobo.
—Esperad —dijo entonces Bubu—. Creo que hay un pequeño
problema.
Entonces nos mostró el paquete que llevaba oculto bajo su capa de
vampiro.
¡Con el agua del pantano, la dirección de entrega se había
emborronado por completo!
—Genial —resopló Anna—. ¿Y ahora cómo la encontramos?
Yo no contesté. Seguía preguntándome por qué Truco y Trato me
habían deseado suerte.
Fue bastante sencillo llegar hasta el barrio de los hombres lobo. Solo hubo
que seguir el rastro de pelos que cubría el camino.
Era una zona humilde de calles estrechas y casas de madera. Por
suerte, todo estaba oscuro y desierto. La única luz venía de las cabañas, de
donde salía un rumor de babeos y dentelladas. Ups, debía de ser la hora de
la cena.
—Seguramente —nos confirmó Cosmo—. Los hombres lobo cenan
once veces al día.
—Odio las cenas —dijo Mr. Rayo—. Casi tanto como las comidas. ¡Y
los desayunos!
—No debería ser tan difícil encontrar al destinatario del paquete —dijo
Bubu—. Recuerdo que era un nombre muy largo y complicado.
Tenía su gracia, teniendo en cuenta que él se llamaba Bubuligurkin.
—Sí. —Anna intentó hacer memoria—. Llevaba muchas uves dobles,
jotas, erres… y alguna hache.
—Genial —me animé—. Entonces quizá lo encontremos consultando
los buzones.
Estos, por si no lo he dicho, estaban hechos con calabazas huecas. En
todos se leía el nombre y apellido del dueño. Ansioso por largarme de allí,
encendí la punta de mi varita y con su luz empecé a descifrarlos, uno por
uno:
Horan Warjowaj. Jarinen Huwernejen. Wujira Runhon. Jor
Rajinherujin.
Uf, volvíamos a tener un problema. Aquellos nombres no solo eran
difíciles de pronunciar. ¡Es que, aunque lograses hacerlo, todos sonaban
igual! ¿Cuál sería el que buscábamos?

—Al menos son bonitos —dijo el bonachón de Bubu, siempre tan


optimista.
—Bueno, pero ¿qué hacemos? —pregunté entre las sombras.
—Eso digo yo —rugió una voz a nuestra espalda—. ¿Qué hacéis aquí?
Guárdame el secreto, pero nada más oírla corrí a esconderme detrás de
Anna y Bubu.
Sinceramente, ¿tú qué hubieras hecho al volverte y ver la sombra de
dos enormes hombres lobo frente a ti? O quizá eran mujeres lobo. No
resultaba fácil saberlo por la oscuridad y porque tenían pelo hasta la nariz.
Por un momento, incluso eché de menos a Truco y Trato.
Vale, vale, tampoco hay que exagerar.
—Os pregunto qué hacéis aquí —insistió el monstruo más grande.
Tenían pinta de guardias, porque llevaban antorchas e iban armados
hasta los dientes. Y eso que sus dientes ya parecían arma suficiente. ¡Y
cuántos tenían!
—Eeeh…, pues dando un paseo —contestó Bubu—. Hoy está muy
bonita la luna, ¿verdad?
Estaría preciosa, pero también oculta por grandes nubarrones. Menuda
metedura de pata. Las criaturas nos miraron con aire de sospecha y
acercaron un poco sus antorchas.
—¿Es que no sabéis que estamos en guerra con los vampiros? —
preguntó el otro guardia.
—Esos malditos chupasangres podrían estar en cualquier lado —
añadió el otro.
Sí, de hecho muy cerca había uno: YO. De golpe y porrazo entendí por
qué Truco y Trato me habían deseado suerte. ¡Ellos sabían que los hombres
lobo odiaban a los vampiros!
Ay, ¿por qué no me había tocado un disfraz de zombi?
Podría quitarme la ropa, pero no era cosa de quedarme en calzoncillos.
Por eso me encogí un poco más tras mis amigos. A su vez, ellos se juntaron
para ocultarme.
—Humm —dijo el guardia más alto, mirando a Bubu—. ¿No eres tú el
hijo de los Hojenwarj?
—Oh, no —replicó el elfo—. Yo soy de la familia Wen… jer… ahur…
jor.
Asomado detrás de Anna, vi brillar los ojos de los guardias a la luz de
las llamas.
—Ah, ya —respondieron al fin—. Bueno, pues vuelve a casa y llévate
contigo a tus amigos.
Nos dimos la vuelta muy despacio. Menuda potra habíamos tenido.
Al menos eso creí hasta que un rayo de luna escapó de las nubes… y
cayó sobre mí como el foco de un teatro. De pronto me había convertido en
la estrella del espectáculo.
—Eh —oí decir al guardia bajito—. ¡Pero si ese crío es un vampiro!
—¡Maldita sea mi cola! —bramó su compañero—. ¡A por él!
—¡Hala, a correr otra vez! —gritó Anna.
A mí me encanta el deporte, pero no a todas horas. Además, no es lo
mismo hacer footing con mi chándal que galopar con una capa de
terciopelo. Y eso que me sentaba genial.
Mientras nos perseguían, los guardias comenzaron a aullar para alertar
a los vecinos.
—¿No pensáis hacer nada? —bostezó Cosmo, dando botes sobre el
gorro de Anna.
Por suerte, esta vez sí reaccioné a tiempo. Sin dejar de correr, volví mi
varita hacia atrás y pronuncié un conjuro Serenidad Máxima.
Mi brillante rayo verde acertó de pleno.
Lo supe al ver a los hombres lobo roncando panza arriba como dos
cachorritos peludos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Anna… unas siete u ocho veces.
Buena pregunta. Lástima no tener también una buena respuesta. El
tiempo pasaba y ni siquiera sabíamos a quién teníamos que entregar el
dichoso paquete.
Habíamos salido del distrito de los hombres lobo y nos encontrábamos
en un barrio diferente. Bueno, en lo que quedaba de él. Aunque las fachadas
eran de piedra, la mayoría estaban medio desmoronadas. Olía a moho y
varias farolas oxidadas parpadeaban entre la niebla.
—¿Qué monstruos vivirán aquí? —preguntó alegremente Bubu.
—Pues unos muy cochinos —comentó Anna.
Tenía razón, porque todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo.
A lo mejor Cosmo sabía dónde estábamos, pero se había quedado frito entre
los brazos de mi amiga.
Me llevé un nuevo susto al oír que nos llamaban desde una de las
casuchas.
—¡Por el espíritu de mis bigotes! —aulló alguien—. ¿Qué hacéis
vosotros aquí?
Ya estaba a punto de salir corriendo otra vez cuando reconocí a la
persona que había gritado.
Y cuando digo «persona» quiero decir «fantasma». ¡Apenas pude
creerlo al reconocer a Carapuerro!
Así se llama el mayordomo fantasma que cuida nuestra mansión
encantada de Moonville. Nosotros tampoco sabíamos qué hacía él allí.
—He venido a pasar el fin de semana con mi hermana y mis sobrinos
al bulevar de los Espectros —gruñó—. ¡A ver si vais a creer que me paso la
vida limpiando!
—Querrá decir la muerte —objetó Anna.
—Bueno, lo que sea —replicó él—. ¿Es que ni siquiera aquí podéis
dejarme en paz?
Íbamos a explicarle lo del reparto cuando una voz cantarina surgió del
interior de la casa.
—¡Carapuerritoooo! —La oíamos acercarse—. ¡No me digas que
tenemos visitas!
Por primera vez en todo el viaje, mi miedo se convirtió en risa. No sé
si fue por eso de «carapuerrito» o por ver aparecer a un fantasma clavadito
a nuestro mayordomo.
Solo le faltaba el bigote, así que tenía que ser su hermana. Todo lo que
él tenía de antipático, ella lo tenía de alegre y cariñosa.
—¡Pero si son unos monstruitos adorables! —exclamó al vernos—.
Encantada, yo soy Caraguinda.
Le iba bien el nombre porque, a pesar de estar muerta, tenía los
mofletes colorados.
—Pasad, pasad —añadió, sin hacer caso del gesto ceñudo de su
hermano—. Seguro que a mis pequeños les gustará tener compañía.
Un minuto después, ya estábamos en el desastroso salón de
Caraguinda. Todo estaba roto y polvoriento, y sin embargo resultaba
bastante alegre. Sobre todo por el jaleo de cinco o seis fantasmitas traviesos
aullando a nuestro alrededor. Bubu jugaba a perseguirlos sin ningún éxito,
porque incluso al alcanzarlos se le resbalaban entre las manos.
Solo había uno que, en vez de jugar, nos miraba encogido desde una
esquina. Se cubría con una sábana como los fantasmas de los cuentos.
—Es que el pobre Carahongo es muy tímido —lo excusó Caraguinda
—. Bueno, de modo que sois críos humanos. Pues yo en vuestro lugar haría
ese reparto y me largaría cuanto antes.
—Eso es lo que intentamos —gemí—. Pero hemos perdido la
dirección de entrega.
Bubu les mostró el negro manchurrón de tinta sobre el paquete
pringoso.
—¡Eso os pasa por despistados! —gruñó Carapuerro desde un rincón.
El mayordomo se afanaba en quitar el polvo de los muebles, sacudir
las cortinas de telarañas y poner los jarrones rotos en su sitio. Ni siquiera de
vacaciones podía dejar de limpiar.
—No seas pesado, Carapuerrito —repetía su hermana—. Me gusta
todo tal y como está.
—Quisimos buscar al dueño del paquete entre los hombres lobo —
expliqué—. Pero nos atacaron al verme disfrazado de vampiro. No
sabíamos que estaban en guerra.
—Oh, es una guerra que dura siglos —suspiró Caraguinda—. Los
peludos y los chupasangres llevan enfrentados desde los tiempos de
Frankenstein. ¡Siempre enseñándose los dientes!
Levanté una buena nube de polvo al suspirar profundamente. No sabía
cómo seguir adelante.
Fue entonces cuando, de pronto, el tímido Carahongo salió flotando de
su rincón. Luego se acercó, cogió el paquete del reparto… y le dio la vuelta.
¡Detrás estaba la dirección del remitente! Y lo mejor es que esta aún
podía leerse.
—Ay, ay —sonrió Bubu—. Hemos perdido las señas del reparto, pero
estas son las de la persona que hizo el encargo a nuestra tienda. ¡Era un
regalo para el hombre lobo!
—¡Entonces esa persona sabrá dónde debemos entregarlo! —exclamó
Anna.
Hasta los fantasmitas se amontonaron para leer la nueva dirección.
Y hasta ellos abrieron sus bocas huecas al descifrarla.
—¡Un chupasangre! —exclamó Caraguinda—. ¡El regalo lo ha
encargado un chupasangre!
Aquello no tenía sentido. Se suponía que los vampiros odiaban a los
hombres lobo, ¿no?
—Quizá el paquete contenga algo horrible —murmuré, extrañado—.
Arañas o algo así.
—¿Y qué tienen de horrible las arañas? —se ofendió Carapuerro.
Cierto. Casi había olvidado que estábamos entre monstruos.
—Sea lo que sea, hay que entregarlo —dijo Bubu—. ¡Venga, corriendo
al Barrio Vampiro!
—Muy bien, hijito —le sonrió Caraguinda—. Pero yo que tú, no iría
vestido así.
Tenía razón. Podrían atacarlo los vampiros, igual que los hombres lobo
me habían atacado a mí. Pero tal vez Caraguinda tenía por casa algunas
ropas viejas para prestarnos.
—¿Has olvidado que somos espectros? —gruñó Carapuerro—. Lo
único que hay aquí son telarañas.
Bueno, podía pedirle a Anna que usase su magia arcoíris para conjurar
nuevos disfraces.
Y, como es un poco torpe, podía acabar vestido de bombero o de
cantante de rock.
—De camino al Barrio Vampiro hay una pequeña boutique —dijo
entonces Caraguinda—. Seguro que allí encontráis algo, pero ¿creéis que
podréis llegar solos?
—Yo puedo acompañarlos, mamá —cuchicheó una vocecilla.
¡Era el miedoso Carahongo! Al final resultaba que le habíamos caído
bien.
Su madre y sus hermanos nos abrazaron cariñosamente. La verdad, fue
como revolcarse en una colada húmeda. Carapuerro, en cambio, se contentó
con torcer el bigote.

—Nos vemos a la vuelta —gruñó—. Suponiendo que logréis volver…


Eso es lo que yo llamo dar ánimos.
—Por aquí —dijo Carahongo, echando a flotar entre la niebla.
El fantasma nos guio a toda prisa por un laberinto de calles
polvorientas. Y solo se detuvo al llegar frente a un escaparate iluminado
con candelabros.
«EL BELLO AULLIDO —decía el cartel de la boutique—. Ropa para
el monstruo moderno.»
Entre las velas se distinguían capas de vampiro, chisteras con agujeros
para meter los cuernos, camisetas con cinco o seis mangas y collares hechos
de colmillos.
—Lo odio todo —declaró mi cuervo de inmediato.
Por una vez, no pude reprochárselo. Tampoco era exactamente mi
estilo.
Algo sonó sobre nuestras cabezas al cruzar la puerta de la tienda. Pero
no era una campanita. Más bien sonó como un gato al que acabaran de
pisarle la cola.
—¿En qué puedo ayudarosss? —preguntó alguien desde la penumbra
del mostrador.
A estas alturas no me sorprendió ver a una momia enfundada en un
vestido de terciopelo rojo. Para ser tan vieja, resultaba de lo más moderna.
—Hola —le sonrió Bubu—. Mi amiga y yo queremos dos trajes bien
elegantes. Talla pequeña.
—Essstupendo —replicó ella, marcando mucho las eses—. Pero
¿tenéisss con qué pagarlosss?
Ups, habíamos olvidado ese detallito. Los bolsillos de nuestros
disfraces estaban vacíos.
—¿Con qué se paga aquí? —susurré a Carahongo—. ¿Con gusanos o
algo así?
El fantasmita me miró como si estuviera loco. Luego sacó algo
brillante de entre sus sábanas.
¡Era una moneda de plata! Lástima que los hechizos multiplicadores
no funcionen con dinero.
—Es mi paga semanal —sonrió, pero la momia miró la moneda como
si fuera una cucaracha.
Bueno, o una magdalena de fresa, o lo que sea que les dé asco a los
monstruos.
—Ni hablar —masculló—. Con esssa birria no puedo darosss másss
que esssto.
De malos modos, la momia plantó sobre el mostrador una calabaza y
un pequeño gorro picudo.
—Oh —murmuró Carahongo, muy decepcionado—. Pero eso no es lo
que…
—¡Sí! —lo interrumpí yo, asaltado por una idea repentina—. Es justo
lo que necesitamos, nos los llevamos. Pero póngalos para regalo, por favor.
La antipática momia se dio la vuelta para envolver las prendas con
brillantes telarañas.
Fue entonces cuando le pegué un tirón a mi bufanda. Supe que la había
despertado al sentir a Wanda reptando sobre mi cuello. Luego le señalé algo
que había visto en el escaparate.

Eran dos pequeños trajes de vampiro.


De reojo, vimos a la bufanda deslizarse perezosamente hasta ellos y
rodearlos como una serpiente a su presa. Regresó a mí con el tiempo justo
para esconderme las prendas a la espalda.
¡No creas que pensaba robarlas, era solo un préstamo!
—¿Algo másss? —preguntó la momia.
—No. —Anna me guiñó un ojo—. ¡Ya tenemos todo lo que
necesitamos!
—¡Soy un chupasangre y os morderé a todos, jijiji!
Bubu nos perseguía con su capa, muerto de risa. Creo que no tenía
muy claro lo que era un vampiro. Sobre todo porque, en vez del cuello,
intentaba mordernos el trasero. Carahongo también reía, disfrazado con el
gorro y la calabaza que había comprado.
Al final, a mí también se me escapó la carcajada.
—¿Qué, más tranquilo? —me preguntó Anna.
—Sí —asentí—. Además, esta calle me gusta más que las otras.
Caminábamos entre mansiones de torres puntiagudas y bien
iluminadas. Grandes flores rojas brillaban en los árboles. Bajo su copa,
cogidos del brazo, paseaban elegantes damas y caballeros.
Unas y otros se inclinaban para saludarnos. Desde luego, tenían mucha
educación.
—Sí —se atrevió a murmurar Carahongo—. Y también unos colmillos
muy afilados.
Cierto, había olvidado mencionar que estábamos en pleno Barrio
Vampiro.
Me envolví en mi capa y evité mirar las bocas rojas de los paseantes.
En su lugar, me concentré en otra cosa roja: la Gema del Amor Roto que
necesitaba para salvar nuestra pizzería.
Lo único que teníamos que hacer era buscar al tal Lord Migus y
preguntarle a quién debíamos entregarle su regalo. Después del reparto,
Munchin nos dejaría regresar a su tienda.

—Veamos —dijo Bubu—. Aquí dice que nuestro vampiro vive en la


Carretera del Mordisco.
Sí, y yo prefería no saber por qué se llamaba así.
—La Carretera del Mordisco sale de una plaza que hay más adelante
—nos informó Mr. Rayo tras un vuelo de reconocimiento—. Es un lugar
odioso.
A medida que nos internábamos en el barrio, las calles se iban
llenando de gente.
Y no solo vampiros. También había ogros peludos, y momias, y
gárgolas planeando entre los balcones, y hasta brujas jóvenes con arañas en
el pelo y jorobas postizas. Y otras criaturas aún más terroríficas que no
mencionaré para no quitarte el sueño.
El caso es que todos iban tan felices y sonrientes que era difícil
tenerles miedo.
—Más que monstruos parecen payasos —comentó Anna—. ¿Adónde
irán tan contentos?
La pregunta se contestó sola cuando aparecimos en la gran plaza.
Era un lugar muy animado… y plagado de vampiros con sus mejores
galas. De los edificios colgaban banderines en forma de murciélago y de
corazón.
—Humm —dijo Cosmo—. Ya sé lo que ocurre.
Por supuesto, tuvimos que acariciarle todos para que nos lo contara.
—Están festejando San Valentín —explicó, con un ronroneo de
satisfacción.
—Pero ¡¿es que los monstruos también celebran esas cosas?! —
pregunté.
—Los vampiros, sí —respondió el gato—. No sé si es que les gusta el
amor… o los corazones rojos.
Mira, otra cosa que no necesitaba saber.
—Bien, busquemos a ese tal Lord Migus —propuse.
Tuve que gritarlo porque en la plaza había empezado a tocar una
orquesta. Era un conjunto de esqueletos, y en todos sus instrumentos ponía
«Los Huesos Traviesos».
—Bueno —sonrió Bubu, agitando las orejas—. ¡Pero antes hay tiempo
de bailar un poco!
No tenía ni idea de que los elfos pudiesen menearse de aquel modo. Se
movía con tanto entusiasmo como mi amiga Ángela Sésamo… después de
revolcarse en polvos picapica.
—¡A los elfos nos encanta la música! —explicó Bubu—. Tendríais que
ver bailar a mi abuelo.
Me costaba imaginar al tieso señor Munchin dando saltos y piruetas.
Pero aún podía imaginar menos que un simple bailecito fuera a meternos en
otro lío.
Mientras Bubu se retorcía en la pista, una anciana vampira de moño
blanco exclamó:
—¡Mirad a ese monstruito tan simpático!
—¡Y qué buen bailarín! —repuso otro—. Debería acompañarnos a la
fiesta.
—¡Sí, sí! —corearon otros—. ¡Tiene que venir a la fiesta!
Creo que el elfo apenas se dio cuenta de que lo alzaban en hombros. Ni
tampoco de que lo subían a un gran carruaje aparcado en la plaza. El pobre
seguía riendo y dando brincos sobre el vehículo.
—¡Que se lo llevan! —gritó Anna, temblando bajo su capa—. ¡Que se
lo llevan!
—Oiga —pregunté a una ogra que pasaba por allí—. ¿Sabe adónde va
esa carroza?
—Al baile que organiza un gran conde vampiro —gruñó ella—. Creo
que se llama… Lord Migus.
Menos mal que Carahongo reaccionó al oír aquel nombre.
Rápidamente, nos agarró a Anna y a mí con una esquinita de su sábana.
Luego nos arrastró a toda prisa hasta la carroza.
Nosotros saltamos dentro, justo antes de que los caballos del vehículo
echasen a galopar.
Apenas pudimos ver el gorro del fantasma agitarse en señal de
despedida.
El viaje hasta el castillo de Lord Migus resultó de lo más tranquilo y
agradable.
Supongo que no te lo habrás creído.
Amontonados entre un puñado de vampiros juerguistas, Anna y yo
temblábamos. Menos mal que el traqueteo del carro lo disimulaba. Olía a
una mezcla de rosas y moho. Aquel aroma mareaba más que el de las
patatas de Lady Burger.
—Tra-tra-tranquilo —me susurró Anna, pero ni siquiera ella podía
dejar de tartamudear.
Solo Bubu seguía sonriendo, con Cosmo entre los brazos y Mr. Rayo
en la cabeza.
La Carretera del Mordisco serpenteaba, alejándose de la ciudad. La
calzada de adoquines se volvió de tierra cuando comenzamos a ascender
por una colina.
Y allí, en lo más alto, brillaba la fortaleza de Lord Migus.
Te la describiría, pero seguramente has visto otras parecidas en las
películas: piedras negras, torres picudas, escaleras retorcidas y una tormenta
enganchada en la punta. Ya sabes.
—¡Qué elegante es Lord Migus! —comentó alguien a mi lado—.
Tiene hasta su propia tempestad.
Al llegar a la cima, los caballos frenaron y todos los vampiros saltaron
en tropel. Nosotros los seguimos al interior del castillo, muertos de miedo.
—Qué divertido —dijo Bubu—. No voy a una fiesta desde que vivía
en el bosque.
—¿Recuerdas que es una fiesta vampira? —preguntó Anna con gesto
sombrío.
Sí, y una muy lujosa. Además de muchos monstruos bailando, en el
salón había grandes lámparas de cristal, relojes de oro y retratos de los
antepasados de Lord Migus.
Todos tenían gesto altivo y unos colmillos de aquí te espero.
Lo que más me preocupó, sin embargo, fueron los espejos que
multiplicaban las luces de la sala.
¡Y no porque me viera feo, claro! El problema era que solo nosotros
nos reflejábamos en ellos. En su cristal, el resto del castillo parecía vacío.
Podrían delatarnos fácilmente.
—Mejor alejaos de ellos —aconsejé a mis amigos—. Venga, hay que
encontrar a Lord Migus.
Eso fue sencillo. El anfitrión de la fiesta estaba junto a su esposa en el
centro del salón. Los dos vestían capas hechas con plumas negras y estaban
ofreciendo cócteles rojos a sus invitados.
Bubu caminó hacia ellos sin pararse a pensarlo. Como siempre, vamos.
—Buenas noches —les sonrió—. Vengo de Ojos de Tritón.
—Ah —murmuró Lady Migus, confundida—. Estoy segura de que es
un pueblo precioso, querido.
—Huy, no —dijo el elfo—. Es la tienda de magia donde su marido
hizo ayer un encargo.
—¿Quién, yo? —preguntó Lord Migus—. Creo que te confundes,
pequeño. Yo no conozco ninguna «Ojos de Ratón». Anda, ¡ve y diviértete
con los demás!
El elfo regresó hasta nosotros con cara de no comprender nada.
—¿Nos habremos equivocado? —preguntó—. Este no es el Lord
Migus que hizo el encargo.
—Él no, pero yo sí —susurró alguien.
El que había hablado era un vampiro muy joven, casi adolescente.
Tenía la cara rolliza y cubierta de pecas. A su vez, las pecas estaban
cubiertas de sudor. Parecía nerviosísimo.
—So-soy el hijo de los dueños del castillo —titubeó—. Yo hice el
encargo en Ojos de Tritón.
—¡Claro, se trata del joven Lord Migus! —exclamó Anna—. Entonces
tú podrás decirnos a quién…
Sin dejarla acabar, el joven ordenó silencio y nos empujó fuera del
salón, por la escalera que conducía a una de las torres. Allí, tras un arco de
piedra, estaba el dormitorio del chico.
Lo supe al ver su ataúd, decorado con un edredón de murciélagos.
También había una araña de peluche, que el vergonzoso joven se apresuró a
esconder entre las sábanas.
—¿Por qué estáis aquí? —nos preguntó, tembloroso—. ¡Encargué el
paquete para otra persona!
—Es que perdimos su dirección —murmuré, enrojeciendo hasta el
flequillo.
—Ay —gimió el joven—. Como mis padres se enteren, me meten en
una caja de ajos.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Anna.
—Pasa que es un regalo para Hons —suspiró—. Y Hons es… un chico
lobo.
Por fin lo entendí todo. El joven había hecho el pedido a espaldas de
sus padres. Estos se enfadarían al saber que su hijo andaba haciendo regalos
a uno de sus enemigos.
—Tranquilo —dije para calmarlo—. Danos sus señas e iremos
directamente a…
Fue entonces cuando la puerta del dormitorio se abrió con un gemido.
Al otro lado estaban los padres del muchacho. Los dos sonreían con sus
enormes colmillos.
—Hijo —dijo Lady Migus—. ¿Qué haces aquí? Anda, baja con tus
amigos a divertirte a la…
—¡Un momento, querida! —la detuvo su esposo—. Mira eso.
El imponente conde señalaba al cristal oscuro de la ventana.
Allí solo se reflejaban tres personas: Anna, Bubu y yo.
—¡Son humanos! —chilló Lady Migus—. ¡¡Hay tres horribles humanos en
nuestro castillo!!
—Oh, no —sonrió Bubu—. Yo solo soy un elfo.
—¡Dos horribles humanos y un espantoso elfo! —se corrigió ella.
Bubu todavía quería seguir discutiendo, pero yo lo arrastré lejos de la
pareja.
—Papá, mamá, no os pongáis así —trató de calmarlos su hijo—. Yo os
explicaré…
Fue un gesto bonito, pero nosotros no teníamos tiempo de
explicaciones.
—Meteos en el ataúd —dije a Anna por lo bajo—. Y usa el hechizo
Levantaculos Cósmico.
Mientras yo abría la ventana, ella saltó con Bubu al cajón. Luego sacó
su varita y murmuró:

Dile adiós al suelo y levanta el vuelo...,


¡por arte de magia flotas en el cielo!
¡Zum! Debió de ser la primera vez en la historia que un ataúd
despegaba como un cohete.
—¡Se escapan! —nos señaló Lord Migus al vernos huir por la ventana
—. ¡Y se llevan tu cama!
—¡Se la devolveremoooos! —prometí, mientras nos sumergíamos en
el cielo nocturno.
Eso suponiendo que no nos estrelláramos antes, claro. Anna manejaba
con dificultad el pesado vehículo, intentando sortear las torres… y los
relámpagos.
Al fin, nuestra extraña nave logró enfilar la Carretera del Mordisco
para alejarse del castillo. Habíamos fracasado en nuestra misión, pero al
menos estábamos a salvo.

—No tan a salvo —maulló Cosmo, cómodamente sentado en la popa


—. Daos la vuelta.
Al principio me pareció que lo que venía hacia nosotros era una nube
de tormenta. Luego comprendí que, en realidad, se trataba de una bandada
de murciélagos.
—Huy —dijo Bubu—. Creo que los invitados se han transformado en
pajaritos negros.
Exacto, y ahora todos nos perseguían volando. Y no precisamente para
sacarnos a bailar.
—¡Más deprisa! —grité a Anna—. ¡Más deprisa!
Planeamos a toda mecha sobre la ciudad. Creo que hasta pasamos por
encima de un parque zombi. Lo supe porque todos iban vagando sin rumbo
y chocando contra los árboles.
Lástima que nuestros perseguidores no fuesen igual de lentos. De
hecho, los murciélagos nos iban pisando los talones. Bueno, la punta de las
capas.
—¡Aterriza! —grité a Anna—. ¡Hay que buscar una puerta a nuestro
mundo!
Mi amiga maniobró hábilmente y descendió hasta posarse en mitad de
una plaza. Al derrapar, nuestro ataúd levantó una nube de pelos del suelo.
Qué mala pata, otra vez el barrio de los hombres lobo. ¡Habíamos
vuelto a la casilla de salida!
Y lo peor es que aquella casilla ya no estaba vacía. Frente a nosotros,
entre la niebla, brillaban muchos ojos amarillos. Las bestias habían salido a
pasear después de la cena.
No, lo peor es que detrás también brillaban ya los colmillos de los
vampiros. Los murciélagos iban recuperando su forma según aterrizaban.
Solo hubo una cosa buena: que, al verse unos a otros, se olvidaron de
nosotros.
—¡Atención! —aullaron los hombres lobo—. ¡Una tropa de
chupasangres se aproxima!
—¡Cuidado con esos asquerosos peludos! —respondieron sus
enemigos.
Vale, había otra cosa mala: que nosotros estábamos justo en medio.
—¡Pelea, pelea! —gritaron unos y otros.
Se oyó un rechinar de dientes, gruñidos y algún insulto. De un
momento a otro, ambos bandos se lanzarían al ataque. Sentí una gota de
sudor resbalando bajo mi capa.
Fue entonces cuando una vocecita aguda se impuso a las demás. Una
vocecita que yo conocía.
—¡¡¡Quieto todo el mundo!!! —chilló con todas sus fuerzas.
Casi me desmayo al ver al pobre Bubu subido a lo alto de un poste, en
mitad de los dos bandos.
—¿Qué quiere ese crío? —rugió alguien.
—¡Quiero saber por qué os peleáis! —gritó Bubu, y sus orejas
temblaban de rabia.
—¿Cómo has dicho? —preguntaron los vampiros.
—¡¡Que quiero saber por qué estáis enfadados!!
De repente, todos se quedaron callados. Parecían estar haciendo un
esfuerzo por recordar.
—A mí una vez un vampiro me pisó la cola… —gruñó tímidamente
una chica lobo.
—¡Fue sin querer! —contestó una voz al otro lado.
Después de eso, a ninguno se le ocurrió nada más que decir. El brillo
de sus colmillos se estaba apagando. Con una inocente pregunta, Bubu
había conseguido calmarlos.
El elfo sonrió, satisfecho, y continuó hablando:
—¿Lo veis? —dijo—. ¡Ni siquiera vosotros sabéis por qué os odiáis!
Pensáis que sois diferentes, pero tenéis más en común de lo que pensáis.
Todos sois monstruos, a todos os gusta asustar… y todos tenéis unos dientes
de campeonato. ¿De verdad no podéis llevaros bien?
Uno a uno, los monstruos agacharon la cabeza, avergonzados.
Resulta que los vampiros y los hombres lobo llevaban tantos años peleando
que habían olvidado el motivo de su enemistad. Casi lo mismo que les
ocurre a los humanos.
La diferencia es que al menos los monstruos supieron perdonarse.
Luego, poco a poco, se pusieron a hablar para resolver sus diferencias.
Antes de que nos diéramos cuenta, todos estaban charlando
animadamente en mitad de la plaza.
Todos menos el joven Lord Migus. El vampiro se había abierto paso
hasta nosotros.
—Vengo a pediros el paquete que encargué —nos dijo—. Ahora ya
puedo entregarlo yo mismo.
El vampiro tomó la caja y caminó hasta un chico lobo que llevaba una
gorra de béisbol. Aquel debía de ser Hons. Juraría que el monstruo se
sonrojó bajo su espesa pelambrera.
—No puedo creerlo —murmuró al recibir el regalo—. ¡Pero si yo
también tengo un regalo para ti!
—¿En serio? —sonrió el vampiro, nervioso—. ¿Y dónde está?
—¡Aquí! —gruñó alguien de mal humor.
No supe si reír o llorar cuando vi aparecer a Truco y Trato. ¡Eran
precisamente ellos los que tenían que entregar el regalo a Lord Migus! Los
hermanos llevaban la ropa rota y llena de barro, pero al menos su paquete
de Magic Exprés seguía intacto.
—Te dije que no debíamos haber atajado por el jardín de plantas
carnívoras —gruñó Trato.
—Oh, cállate —respondió su hermano mientras entregaba la caja.
Emocionados, el vampiro y el chico lobo rasgaron sus envoltorios a la
vez.
Casi me da algo al ver que se habían regalado exactamente lo mismo:
un tubo de pasta dentífrica con un encantamiento Colmillos Extrafuertes.
—¡¿Todo esto por una simple pasta de dientes?! —estalló Anna.
Bueno, y también por ver juntos a Lord Migus y a Hons. Conmovidos,
Lord y Lady Migus los miraron darse un abrazo. Luego se volvieron hacia
nosotros.

—Debo decir un par de cosas —nos sonrió el conde—. Lo primero,


gracias por hacernos ver lo tontos que hemos sido. ¡Jamás habíamos visto a
nuestro hijo tan contento! A partir de este San Valentín, cualquier monstruo
se juntará con quien le dé la gana.
—Así es —asintió Lady Migus—. En cuanto a lo segundo…
Su sonrisa se convirtió en una mueca feroz.
—… seguís siendo humanos, ¡así que ya podéis correr!
—Jo —refunfuñó Bubu—. ¿Cuántas veces tengo que decir que soy un
elfo?
Y yo, ¿cuántas veces iba a tener que tirar de él para escapar? Mientras
mis amigos y yo huíamos en una dirección, Truco y Trato se escabulleron
en la contraria.
Menos mal que, en aquel momento, la puerta de una de las cabañas se
encendió. Aquella luz cegadora significaba que Munchin acababa de abrir
una salida a nuestro mundo.
Sin perder ni un segundo, agarramos a nuestras mascotas y nos
zambullimos de cabeza en el resplandor.
Y, al momento siguiente, ya estábamos todos en el armario ambulante.
Y patas arriba.
—Bueno, ¡por fin estáis aquí! —oí refunfuñar a Mr. Muchin.
Lo dijo como si volviéramos de comprar el pan.
—¡Ha sido increíble, abuelo! —exclamó Bubu—. He estado en un
baile de vampiros, y vi una familia fantasma, y entré en una boutique
atendida por una momia…
—Atiza —murmuré—. Hemos olvidado devolver los trajes que
cogimos de la tienda.
—¡Qué torpemente torpes! —nos regañó el anciano—. ¡Ahora tendré
que mandarlos por correo!
—Un momento —dijo Anna—. ¡¿Puede enviar cosas a Villa
Medianoche por correo?!
—Sí, pero odio gastar en sellos —replicó él sin alterarse—. Y
hablando de gastos…, supongo que os habéis ganado esto. ¡Espero que me
la devolváis sin un solo rasguño!
En su mano arrugada resplandecían los destellos rojos de la Gema del
Amor Roto.
Yo alargué el brazo para cogerla, pero luego lo pensé mejor.
—Quédesela —suspiré—. Si los monstruos pueden quererse, ¿por qué
no iban a quererse también la traidora de mi hermana y el chico del cerebro
de hamburguesa?
—Eso ha estado muy bien, Marcus —me dijo Anna, cuando salimos
con Bubu de la tienda—. ¿Y ahora nosotros qué hacemos?
—Pensaba que querrías volver a Moonville —respondí.
—Aún es pronto —sonrió—. Recuerda que el tiempo no avanza
mientras estamos en el armario.
Cierto. Me rasqué la cabeza para pensar, sin darme cuenta de que Mr.
Rayo estaba justo encima. Aunque mi cuervo protestó, ya no podíamos
entender sus graznidos.
—Yo sí lo he entendido —dijo Bubu.
—¿Y qué ha dicho? —preguntamos Anna y yo.
—Que odia las hamburguesas —rio—. Pero tal vez yo no. ¿Me lleváis
a probar una?
Bien pensado. Y con extra de patatas fritas.
Marcus Pocus 2. Un regalo monstruoso
Pedro Mañas y David Sierra Listón

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


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© del texto: Pedro Mañas, 2022


© de las ilustraciones: David Sierra Listón, 2022
© Editorial Planeta, S. A, 2022
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
infoinfantilyjuvenil@planeta.es
www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
www.planetadelibros.com
Editado por Editorial Planeta, S. A.

Primera edición en libro electrónico (epub): octubre de 2022

ISBN: 978-84-08-26480-4 (epub)

Conversión a libro electrónico: Acatia


www.acatia.es
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