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Desde siempre la humanidad no ha cesado de anhelar con una familia

universal que haría de cada uno el hermano del prójimo. Ese es el ideal que
avizoraba ya el pueblo del Antiguo Testamento a través de su búsqueda de
comunidades fraternas fundadas en la raza, la sangre, la religión. Su puesta en
práctica tropieza con la dureza de los corazones humanos: Caín, celoso de su
hermano, lo mata. Sin embargo, las tradiciones patriarcales nos traen bellos
ejemplos y gestos: Abrahám y Lot escapan de las discordias, Jacob se reconcilia con
Esaú, José perdona a sus hermanos. Este sueño se convierte en realidad en Cristo
cuando se hace hombre.
Esto es lo que revela la Biblia y más particularmente el Nuevo Testamento:
Jesús el primer nacido de entre una multitud de hermanos. Si los primeros cristianos
se llaman “hermanos”, no es porque hayan obtenido grandes éxitos o se hayan
entendido a la perfección, sino porque, reconciliados en la fe de Cristo, y
comulgando con su Cuerpo, encuentran en El, el fundamento y la fuente de su
fraternidad. La sinodalidad expresa la condición de sujeto que le corresponde a toda
la Iglesia y a todos en la Iglesia. Los creyentes son compañeros de camino, llamados
a ser sujetos activos en cuanto participantes del único sacerdocio de Cristo. «El
camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer
milenio»: este es el compromiso programático propuesto por el Papa Francisco. La
vida sinodal de la Iglesia se realiza gracias a una efectiva comunicación de fe y vida.
El pensamiento de San Cipriano ayuda a comprender el sentido de comunidad
dentro de la Iglesia católica:

“Por la misma razón el Espíritu Santo bajó en forma de paloma. Pues la paloma es
un animal sencillo y alegre, ni tiene amarga hiel, ni se ensaña con mordiscos, ni viola por
sus laceradas uñas; ama las mansiones humanas y conoce la unión de una sola casa; educa
en común la prole procreada, se mantiene unida a las demás al volar; pasa la vida en
comunidad, conoce la concordia de la paz con el ósculo de la boca, y cumple la ley de la
unanimidad en todas las cosas. Esta simplicidad hay que conocer en la Iglesia, esta caridad
debe alcanzarse, de suerte que se imite a las palomas en el amor de la fraternidad, y se
iguale a los corderos y ovejas en la mansedumbre y bondad” (San Cipriano, La Unidad De
La Iglesia Católica. 42).

San Cipriano ve a la Iglesia desde la perspectiva de la unidad, como


verdadero misterio de comunión. Misterio, porque los vínculos de comunión entre
los miembros de la iglesia no poseen sólo una dimensión terrena, temporal, sino que
tienen al mismo tiempo una dimensión escatológica: es comunión también con los
bienaventurados, con aquellos que han alcanzado la plenitud de la comunión en su
doble dimensión, con Dios y con los demás fieles.
La oración, la palabra de Dios, la Eucaristía son el alimento espiritual
necesario para la profundización y el crecimiento en el camino de la sinodalidad,
pero también es necesario el espacio de esparcimiento, recreación y convivencia
entre las diferentes partes del Cuerpo. Sabemos que el ser humano es un ser gregario
que no puede vivir solo fácilmente. Es por eso que la convivencia entre los distintos
individuos es un pilar básico y elemental de la vida humana. Convivir es conocer al
otro y saber reconocerse como un individuo social. Una parte importante de nuestro
crecimiento es aquel momento en el que nos damos cuenta que estamos rodeados de
otros semejantes.

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