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Cuando los padres de Monchi se separaron, su mamá se fue

con él a Bariloche. En la ciudad tenía una hermana, que les hizo


lugar en su departamento mientras ella buscaba trabajo.
La tía Verónica también era separada y no se había
vuelto a casar. Tenía dos nenas mucho más chicas que
Monchi. El padre de las nenas vivía cerca y las iba a buscar
seguido. Cuando las traía de vuelta y se despedía, siempre le
decía a él que le encargaba a todas esas mujeres, porque era
el hombre de la casa.
Eso a Monchi le gustaba. Pero más le gustaba cuando
terminaban las clases y se iba al campo a visitar a su papá. Le
ponían un aviso en la radio para comunicarle qué día viajaba,
su mamá y su tía lo llevaban a la terminal de ómnibus y lo
saludaban con la mano mientras el micro salía. Entonces sí,
se sentía grande.
El colectivo se apartaba enseguida del asfalto y
entraba en la ruta de ripio, dejaba atrás los últimos barrios y
avanzaba entre los potreros sin alambrar y los cerros cada
vez más bajos, rematados en paredones de roca labrada por
el viento. Había que pasar un par de pueblos grandes hasta
llegar al parador de la ruta donde su papá lo esperaba con
caballos. Entonces se palmeaban las espaldas y se alegraban
los dos rnedio en silencio, porque su padre era hombre de
pocas palabras, sobro todo desde que so había quedado
viviendo solo on el puesto.
Desde la ruta hasta la casa había sólo tres horas a
caballo, pero esas tres horas le devolvían a Monchi una
alegría que no sentía en ninguna otra parte ni al hacer
ninguna otra cosa. No recordaba cuándo había aprendido a
montar. En realidad, no maginaba algún momento de su vida
en que no lo hubiera hecho. Con el viento en la cara, entre
las matas espinosas, recorría el campo sin pensar en nada,
dejándose gozar.
La casa de su papá sí que era linda. Tenía el piso de
cemento alisado y las paredes hechas con ladrillones de
adobe. Junto a la cocina a leña estaba su cama de antes,
que siempre lo esperaba. Cerca se hallaban el galpón, el
corral de los caballos y las cuchas de los tres perros.
Estar allí era lo mejor que le podía pasar. Salía a la
mañana, después del mate cocido, a cabalgar sin rumbo, sin
límites, sin nadie más que su caballo y los tres perros, que
siempre lo seguían. A veces asustaba a los guanacos, que se
escapaban a velocidades increíbles. Otras veces se detenía a
curiosear nidos de aves, el cadáver de algún animal o a juntar
piedras. El tordillo y los perros siempre lo esperaban.
Una mañana el sol apretó desde temprano. Raro era
que el viento no se hiciera sentir. Para colmo, Monchi había
salido sin gorra y en el camino no habían cruzado ni un hilo de
agua para
hacer beber a los animales y refrescarse un poco. Se habían
alejado demasiado. Llegaba el mediodía y estaban a mucha
distancia de la casa. Entonces decidió pasar por una aguada a
la que nunca antes se había acercado. A él no le daba miedo,
porque se sabía cuidar solo. Quién iba a ser tan tonto de
meterse al agua, sabiendo que de allí no se salía más. Quién
se iba a dejar tentar por más maravillas que viera, si en el
lugar todos sabían que aquello era un menuco y en el fondo
estaba la salamanca. Pensaba en eso para darse ánimos,
mientras torcía el rumbo hacia la aguada.
En poco tiempo empezó a divisarla. El agua resplandecía
con furor. Era tanta la reverberación, que no se distinguía dónde
acababa la superficie del bañado y dónde empezaba a ondular el
aire. La visión era extrañamente poderosa. Más se acercaba a
ella, más deseos sentía de avanzar. "Hasta la orilla" pensó "para
que los animales tomen agua y me voy." Siguió adelante.
Casi llegaba a la tierra húmeda del contorno cuando vio
emerger de las profundidades un caballo blanco y brillante. Salía
de las aguas con paso sereno, firme. Se detuvo en el borde de la
aguada, exhibiendo su porte. Tenía las crines y la cola sin cortar.
Seguro que no tenía dueño. Monchi desmontó sin pensar en lo
que hacía. Quiso tocarlo. Por algún motivo, contra toda razón,
intuyó que el caballo lo esperaba y que él podría montarlo. Se
fue acercando. ¿Y si no era manso? Él lo amansaba. Ese
caballo reluciente, ese caballo de plata sería suyo. Y él sería
domador. Se acercó más. Aunque sus perros ladraban, el
caballo de plata permanecía inmóvil, a la espera. Se lo
quedaría para siempre. De pronto el animal echó a andar.
Lentamente se adentraba en el agua. Monchi se apresuró a
seguirlo. No quería perderlo.
A sus espaldas, alguno de los perros empezó a aullar.
Escuchó los cascos del tordillo, que escapaba. Él mantenía
la vista fija en el caballo de plata y avanzaba con paso firme
y sereno hacia el agua.
Un resbalón, un pie atorado en el barro, la caída y el
no poder levantarse fueron todo en un segundo. Dejó de
prestar atención al animal cuando entendió que se hundía.
Trató de levantarse pero, al desenterrar un pie, se le
atascaba el otro. Trastabilló y cayó de bruces. Cada vez le
resultaba más difícil poder salir del mallín. Los perros
aullaban y ladraban, nerviosos, hasta que uno se animó a
acercarse y lo agarró de un brazo. Lo lastimaba, es cierto,
pero apenas logró arrastrarlo un poco, los otros dos se le
sumaron.
Algo mordido, sucio, transpirado y con la remera rota,
Monchi llegó a la tierra firme arrastrado por los perros, que, ni
bien
comprendieron que el chico estaba a salvo, le hicieron fiestas
por un rato largo. Cuando se calmaron, Monchi miró hacia el
agua. No había ni rastros del caballo albino, ni siquiera otras
huellas que las suyas y las de sus perros, en la orilla. Su tordillo
no estaba demastado lejos. Lo alcanzó a pie y, todos juntos,
regresaron a la
-pero mirá que sos...!- le dijo el padre.- j¿Cómo se te
ocurrió seguir al caballo de plata?! ¿No sabés que es un
peligro?
Cuando volvió a Bariloche, les contó a su madre y a sus
tíos lo que le había pasado. Lo contaba a borbotones, volvía a
sentir fascinación y miedo, no podía parar de hablar.
-iMonchi!- exclamó Verónica- iMirá si te hundías en el
menuco!
-Parece mentira, ya sos grande...- le dijo el tío.
-iEl caballo de plata!- murmuró la mamá. Cerró los ojos y
lo abrazó muy fuerte, durante mucho rato, como cuando era
chico.

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