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Los poderosos no tienen misericordia ni con la gente, ni con las naciones, ni con
la tierra. Usan el poder para su beneficio, oprimen a los que deberían regir con
justicia y rectitud, expolian las riquezas naturales y determinan el futuro de los seres
humanos. Y muchas veces eso significa la muerte. Así ocurrió con Jesús. Pilato, que
era un gobernante sin escrú pulos, decretó su muerte como había decretado antes la
de muchos otros. Hoy nos estremecemos por la condena a muerte de millones de
inocentes en todo el mundo; la condena de personas cuya vida se ve truncada sin
salida, sin misericordia.
Madres de Ucrania, madres del Sáhara, madres con hijos en paro. Madres
marcadas por las adicciones de sus hijos. El corazó n de las madres sufre de modo
especial por sus hijos. Quieren salir al encuentro, abrazar, proteger, besar. ¡Cuá nto
desgarro en los corazones de las madres del mundo! ¡Cuá nto dolor insoportable que
solo aguanta el amor increíble de una madre! Este dolor tiene que ser semilla de un
mundo nuevo, fecundo, lleno de vida.
Caín es la expresió n del hombre que dañ a al hombre. Es la presencia del mal en el
mundo. Desolació n y sufrimiento sembrados por el ser humano. Pero Dios no nos
hizo para el mal, sino capaces del bien. Hay muchas manos tendidas para
socorrer al que se hunde; para partir el pan; o abrir la puerta de una casa para el que
acude, frá gil, herido. Hay proyectos de progreso para las naciones o los pueblos. Hay
quien organiza caravanas de ayuda, quien visita a los enfermos, quien alza la voz
contra las injusticias. No faltan cirineos en nuestro mundo para aliviar las terribles
cruces.
Una mujer en la calle, entre la multitud horrorizada que sufre por Jesú s; y la multitud
que reclama su muerte. La mujer se adelanta para ser consuelo y gesto de
misericordia en medio de la crueldad desatada. ¡Cuánto precisan nuestro mundo y
la Iglesia encontrar en sus caminos difíciles la presencia de la mujer! En la Iglesia
muchas mujeres nos recuerdan que el Dios de la vida, el Dios creador, el Dios salvador
es má s madre que padre. Ellas son las que riegan la fe familiar en la catequesis; las que
acompañ an con la oració n; son el rostro de la caridad activa en nuestras comunidades;
las que cuidan del templo; las que hacen realidad una Iglesia sinodal, compañ era de
camino, dialogante, compasiva.
El agua, contaminada; los bosques, quemados; las tierras, esquilmadas. Y los mares,
con auténticos continentes de plá stico dentro. ¡La Creación entera se estremece,
herida de muerte! Los científicos avisan del colapso inminente, buscan soluciones,
crean productos que ayuden a remediar la terrible agonía de lo creado.
¡Cuá ntas lá grimas solidarias y de impotencia en nuestro mundo! Al ver los pueblos
destrozados por la guerra, la gente huyendo, el hambre hundiendo en la indignidad al
ser humano. Lá grimas que hay que consolar. Lá grimas que piden otras lá grimas
hermanas, un abrazo que ponga calor en el alma fría.
Hay que consolar a las que cuidan durante añ os a enfermos incurables, a los que ven a
sus seres queridos convertirse en sombras silenciosas; a los que sienten su casa vacía
y las calles sin juegos y sin el trajín de los trabajadores que van y vienen. Hay que
consolar al pueblo, como nos pide Dios.
Sin tierra, sin casa, sin escuela, sin agua limpia, sin futuro. Tantas naciones del
mundo miran sus manos y están vacías. Han sido despojadas y abandonadas.
Lo mismo pasa en nuestros pueblos: cada vez con menos niñ os, sin bancos, sin
servicios, sin oportunidades para los jó venes, sin empuje. Nuestros pueblos han sido
despojados, vaciados. Tierras vaciadas, eriales donde es difícil sembrar la semilla del
futuro y la esperanza. Tierras despojadas, pueblos despojados, personas despojadas.
Sus miradas piden dignidad y humanidad para acercarnos.
El enfermo incurable; el parado cró nico; el deprimido que no ve nunca luz al final de
su tú nel; el anciano en soledad; el pueblo silencioso y vacío; la sociedad pasiva y
callada; la política alejada del pueblo y de sus carencias. Cruces que a diario nos
sangran por dentro, nos anclan en ellas para morir lentamente, en una agonía
cruel en la que nos falta el aire de la esperanza. Impotentes, retenidos, clavados a esa
cruz que nos destruye y nos reduce a la nada. Tristes cruces de nuestro mundo.