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La gran revolución griega contra el

Imperio otomano
El levantamiento de los griegos contra el dominio turco
en 1821 dio paso a una década de lucha encarnizada,
con asedios, batallas y masacres que tuvieron en vilo a
toda Europa
10 de agosto de 2015 · 06:00 Actualizado a 14 de mayo de 2018 · 16:45

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Foto: AKG / ALBUM

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Asedio de Missolonghi

Extenuados por largos meses de sitio en 1826, los combatientes griegos realizan una
salida a la desesperada para sacar de la ciudad a las mujeres y los niños. Óleo por
Theodoros Vryzakis. 1853. Galería Nacional, Atenas.
Stapleton Collection / Corbis / CORDON PRESS

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La batalla marítima

Pese a la ferocidad de los combates terrestres, el destino de la revolución griega se


resolvió en el mar. Inicialmente, la flota de los mercaderes griegos de Hidra y Spetses
fue decisiva para impedir que los turcos enviaran fuerzas al Peloponeso. Luego, en
1827, la armada inglesa, francesa y rusa, gracias a su superioridad artillera, destruyó la
flota turca en la bahía de Navarino, matando a 6.000 combatientes otomanos.
RICHARD T. NOWITZ / AGE FOTOSTOCK

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Castillo de Bourtzi

Conquistado por los rebeldes griegos en 1822, les sirvió como trampolín para asaltar la
base de Nauplia.

A principios del siglo XIX, Grecia llevaba casi 500 años bajo dominio del Imperio
otomano. En ese largo período los griegos habían gozado de cierta autonomía gracias al
régimen turco de los millets, comunidades religiosas reconocidas legalmente. Sus élites,
además, habían logrado una posición de privilegio, especialmente los fanariotas, las
familias que vivían en el barrio de Fanar en Estambul. En las islas del Egeo, los grandes
mercaderes disfrutaban de notable prosperidad. En cambio, los habitantes de las
regiones montañosas de Grecia estaban sometidos a los caprichos de la administración
turca, corrupta y que castigaba con brutalidad cualquier amago de rebelión. Su
descontento, además, era avivado por el rico y poderoso clero ortodoxo, guardián de la
identidad nacional frente a los dominadores musulmanes.

Sin embargo, fue sólo en los años de la Revolución Francesa y de las guerras
napoleónicas cuando surgió por primera vez el plan de un alzamiento general contra el
Imperio turco para hacer de Grecia una nación independiente. En 1814, tres
comerciantes griegos residentes en la ciudad rusa de Odesa constituyeron la Filikí
Etería, o Sociedad de Compañeros. Pese a unos inicios difíciles, en 1819 esta sociedad
de estilo masónico contaba con 452 afiliados. Su plan consistía en lanzar una invasión
armada desde Rusia que desencadenara el levantamiento general.

En marzo de 1821, un pequeño ejército al mando de Dimitrios Ypsilantis –un fanariota


que servía como ayuda de campo del zar– cruzó la frontera rusa y se adentró en
Moldavia y Valaquia. Ypsilantis quiso aliarse con los independentistas rumanos de
Tudor Vladimirescu, pero éstos consideraban a los griegos fanariotas tan opresivos
como los turcos y se negaron a seguirlos. Ypsilantis y su «batallón sagrado» –un
nombre inspirado en las glorias de la Grecia clásica– fueron aplastados el 19 de junio de
1821 en Dragatsani. El cabecilla huyó a Austria donde permaneció recluido hasta su
muerte en 1828.

Entretanto, la revolución había estallado en el Peloponeso, aprovechando que los turcos


lo habían desguarnecido para hacer frente a Ypsilantis. El 25 de marzo de 1821 –que se
celebra actualmente como el día de la Independencia de Grecia–, en el monasterio de
Agia Lavra, en Kalávryta, al norte del Peloponeso, el arzobispo de Patras, Germanos,
hizo un llamamiento a la guerra santa contra los turcos. Miles de campesinos tomaron
las armas, agrupándose en partidas lideradas por kleftes, auténticos bandidos más
dispuestos a robar y masacrar que a hacer una guerra organizada. El más famoso de
estos cabecillas fue Theodoros Kolokotronis, llamado el «Viejo de Morea».

El Gobierno otomano respondió a la revuelta ordenando una represión brutal e


indiscriminada. En Constantinopla se masacró a gran parte de la población griega,
desoyendo las protestas de los embajadores occidentales; el patriarca ortodoxo, pese a
que había condenado la acción de Ypsilantis, fue ahorcado en la puerta de su palacio y
su cadáver arrastrado por las calles y arrojado al Bósforo. Lo mismo ocurrió en Rodas,
Cos, Esmirna y otros lugares.

Las represalias del sultán

El episodio más impactante tuvo lugar en Quíos. Los mercaderes griegos de la isla se
mostraron remisos a unirse a la revolución, pero cuando llegaron algunos destacamentos
de marina y de kleftes el sultán replicó con una represión que acabó en una masacre
general y la esclavización de los supervivientes.

En el Peloponeso, sin embargo, las fuerzas griegas lograron una victoria decisiva al
tomar el principal baluarte turco, Trípoli, tras un asedio de seis meses. Cuando la ciudad
cayó, miles de musulmanes fueron asesinados y sus riquezas saqueadas. El triunfo dio a
los griegos una base territorial donde asentar los cimientos del nuevo Estado
independiente. Una asamblea reunida en Epidauro adoptó una constitución que se
inspiraba casi palabra por palabra en los grandes textos de la revolución americana de
1776 y la francesa de 1789. Sin embargo, enseguida estallaron fuertes divisiones
internas, particularmente entre los políticos y los jefes militares. Los primeros, dirigidos
por Mavrokordatos, querían crear un régimen a la europea, mientras que Kolokotronis y
otros combatientes daban prioridad a la guerra y veían con suspicacia la ingerencia de
Francia e Inglaterra. De este modo, junto a la guerra contra los turcos se desarrolló entre
1823 y 1825 una guerra civil que sembró el desánimo entre muchos revolucionarios
entusiastas. Uno de éstos, Yannis Makriyannis, reconocía en sus memorias que «la
causa griega me empezó a dar asco» y clamaba que no habían tomado las armas contra
los turcos para terminar luchando contra griegos.
Los filhelenos

Un desengaño similar sufrieron los numerosos voluntarios europeos que acudieron a


Grecia a luchar por la liberación del país. En efecto, la noticia del alzamiento griego
había desencadenado entre la opinión liberal de Occidente una oleada de entusiasmo por
la gesta de los revolucionarios y de indignación por la brutal represión turca. Fue la gran
época de los filhelenos, los «amigos de los griegos». En Francia, poetas como Hugo y
Lamartine y artistas como Delacroix ensalzaron el movimiento griego. El célebre poeta
inglés Lord Byron, que ya en 1812 soñaba con un alzamiento griego –«El día en que la
valentía de Lacedemonia se despierte, en que Tebas engendre a otro Epaminondas, en
que los hijos de Atenas posean un corazón, […] podrás encontrar de nuevo tu grandeza,
pero no antes»–, se trasladó incluso a Grecia para organizar la ayuda europea. Pero la
Grecia que todos ellos imaginaban, inspirada en el pasado clásico, estaba muy lejos de
la realidad; ignoraba la mentalidad de clanes de los kleftes así como las absurdas
divisiones de la clase política griega. La muerte de Byron en Missolonghi, víctima de la
malaria, fue el mejor símbolo de esta incomprensión.

Frente a los éxitos militares griegos en la primera fase de la revolución, en 1825 las
tornas cambiaron. El sultán Mahmut II se alió con el pachá Mohamed Alí, señor de
Egipto, a quien convenció para que enviara a Grecia un poderoso ejército al mando de
su propio hijo, Ibrahim Pachá. Éste no tardó en conquistar las principales fortalezas
griegas –Navarino, Trípoli, Argos, Missolonghi, Atenas...–, tras asedios a veces
durísimos. En 1827 la insurrección en Grecia, reducida a ciertos puntos localizados,
parecía moribunda.

Los europeos, al rescate

La intervención europea salvó en ese momento la causa griega. Con claras segundas
intenciones, las grandes potencias encontraron al final un acuerdo para liberar a los
griegos del yugo turco. Londres seguía estando ansiosa por controlar la zona del
Mediterráneo, vigilar el avance ruso y frenar a Francia, que también quería intervenir en
los asuntos griegos. Todas las potencias europeas, con la excepción de Austria, se
alinearon para acrecentar la presión sobre el sultán y obligarlo a firmar un armisticio y
conceder a los griegos al menos la autonomía. La derrota de la armada turca en
Navarino en 1827, la invasión anglofrancesa del Peloponeso en 1828 y la ofensiva rusa
en Adrianópolis, que amenazó incluso Constantinopla, forzaron la claudicación del
sultán.

En 1829 éste firmó el tratado de Adrianópolis, que reconocía la independencia de


Grecia, aunque con ciertas condiciones y en un territorio limitado. Su reconocimiento
pleno llegó en 1832, con la entronización del príncipe alemán Otón I Wittelsbach como
soberano del nuevo reino de Grecia.

Para saber más

Memorias de la revolución griega de 1821. Yanis Makriyanis. Antonio Machado,


Madrid, 2011.

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