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Duschatsky, Silvia. ¿Qué es un niño, un joven o un adulto en tiempos


alterados? En: Arias, Delfina… [y otros]. Infancias y adolescencias:
teorías y experiencias en el borde: cuando la educación discute la noción
de destino. Buenos Aires: Novedades Educativas, 2003.

Ficha bibliográfica

¿Qué es un niño, un joven o un adulto


en tiempos alterados?
Duschatsky, Silvia

La autor a analiza los modos de existencia actuales que, a su


juicio, se manifiestan de manera tal que hacen estallar cualquier
categoría ordenadora. En ese contexto de turbulencia y alteración
presenta dos experiencias: la de un niño que habita en un barrio
del conurbano bonaerense y la de un grupo de jóvenes que viven
en la periferia de la ciudad de Córdoba. Ambas situaciones le
Resumen: permiten transitar por la consideración del campo de la fraternidad,
las prácticas rituales y la producción de valores, en condiciones
particulares de inscripción social y en circunstancias específicas de
vida. El artículo es un llamado a ala reflexión sobre la humanidad,
sus formas de perderla o de ganarla. En este último caso, resulta
fundamental la intervención de la escuela y la producción de
situaciones de ligadura social.

Tiempo atrás, cuando la vida transcurría en el suelo sólido y en


consecuencia nuestro modo de habitar el mundo se construía en condiciones
relativamente estables y previsibles, ser madre, padre, joven, niño, alumno,
maestro, no era problema o, por lo menos, no lo era en términos de su
definición. Ser adulto en la forma que fuera (padre, maestro) suponía ocupar un
lugar en torno de la ley - el lugar del portados - y ser niño, joven, hijo o alumno,
asumir su lugar complementario.
La ley podía transgredirse, violarse y los contenidos de la legalidad podían
ser objeto disputa, pero nada había por fuera de la instancia de la ley. La Ley
no constituía un mero ordenamiento jurídico sino una experiencia forjada en la
vida institucional. Familia y escuela eran los pilares por excelencia encargados
de inscribir subjetivamente los lugares de enunciación de niños, jóvenes y
adultos, las posiciones que cada uno ocupa en torno del principio de ley. Las
sociedades disciplinarias disponían de una serie de dispositivos que hacían
posible que la ley en sí, la verdad en su enunciado, adquiriera consistencia
emocional, ya sea para configurase a imagen y semejanza de ella o para huir
de sus efectos opresivos.
Las formas de configuración históricas de la infancia y la juventud podían
ser pensadas como acto de institución.
Ser niño o joven no correspondía a un acto natural sino a una producción
social orientada a consagrar un estado de cosas a imponer -un derecho de ser
que es un deber ser-. Un acto de institución es un acto de comunicación

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particular que logra conferirle a alguien sus marcas de identidad. El siglo XX


produjo vastos inventarios sobre quién es el niño; la psicología informó sobre
sus etapas de desarrollo y los modos de estimular un crecimiento saludable; la
pedagogía, por su parte, se ocupó de prescribir qué debía saber el alumno en
cada momento y cómo colaborar para apoyar una progresiva autonomía. Por
su parte también los jóvenes fueron clasificables; la sociología los pensó desde
la categoría de “moratoria social”: tiempo de espera, tiempo de postergación,
paréntesis destinado para preparase para las responsabilidades ciudadanas.
Si la institución consiste en ligar símbolos a significaciones y hacerlos valer
como tales, los niños, jóvenes o adultos, en tanto instituidos, configuraban un
modo específico de habitar el mundo. En estas coordenadas, ser niño suponía
la condición de dependencia respecto del adulto, ausencia de saber,
indefensión, y, por el contrario, ser adulto implicaba portar autoridad, saber,
recursos de protección.
¿Qué ocurre cuando la experiencia muestra “niños”, “jóvenes” o “adultos”
que no se dejan atrapar por un conjunto preciso de atributos? Actualmente se
asiste a nuevas formas de existencia social que parecen generarse más allá de
variantes estructurales, leídas en término de sus correlatos o de sus
desviaciones, los tiempos actuales enfrentan a producciones de subjetividad
que no se dejan explicitar desde la perspectiva paterno-filial o desde las
operaciones instituidas, sostenidas en el principio de la ley y, en consecuencia,
demandan nuevas claves de pensamiento capaces de designar lo que
acontece.
El análisis de dos experiencias: la de Lucas, un niño que habita en un
barrio del conurbano bonaerense y la de un grupo de jóvenes que viven en la
periferia de la ciudad de Córdoba puede ayudar a desanudar el problema
planteado.
Lucas tiene 9 años y vive en Solano, participa de la murga y el merendero
que organiza el movimiento piquetero del barrio. Pero Lucas no fue traído por
sus padres, responsables de su alimentación y preocupados por que
despliegue alguna actividad artística. Mientras merodea las calles, choca con
un grupo de gente bailando y comiendo en el comedor barrial, se siente atraído
por esa presencia desea estar ahí. Sus padres parecen ignorar los ardides que
su hijo pone en juego en el barrio. Lucas y otros chicos comienzan a formar
parte de los talleres que impulsa la agrupación comunitaria de Solano, pero
muchos de estos lo hacen más allá del beneplácito de sus padres. Este hecho
provoca un conflicto en el MTD de Solano, que decide que los
emprendimientos realizados tienen como beneficiarios sólo a los que trabajan
en las iniciativas del movimiento. En una asamblea surge la pregunta: ¿Qué
hacer con estos chicos que se acercan espontáneamente, independientemente
de sus padres? Y la decisión no tarda en llegar: “ellos eligen venir, ellos son
compañeritos, compañeros pibes y nosotros nos equivocaríamos sino no lo
aceptáramos así”.
¿Es Lucas un niño, un ser inscripto en el espacio de la ley, sometido a las
figuras portadoras de autoridad (padres y maestros), incapaz de decidir,
resguardado en espacios especialmente diseñados para él y sus pares? ¿Son
sus padres referentes para Lucas, portadores eficaces de ley y de un conjunto
de significados que le confieren significado a su vida? ¿Son sus “compañeros”
del movimiento piquetero representantes de ley?
Frente a estas cuestiones se plantean las siguientes reflexiones: el
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campo de la fraternidad se perfila como un campo consistente de construcción


subjetiva, lo fraterno se insinúa como un modo subjetivante de habitar el
declive de aquellos anclajes sólidos que marcaban las formas de posicionarse
en una relación social. No es sustitutivo ni antagónico del eje paterno-filial, sino
suplementario, en el sentido de que aporta complejidad, diferencia y
singularidad.
Lo fraterno entendido como práctica de ligadura social se arma sobre tres
pilares: la confianza, la responsabilidad y el afecto. Confianza en el devenir, en
la activación de posibilidades, en el despliegue de diferencias; responsabilidad
como respuesta frente a la interpelación del otro concreto y afecto como
capacidad de ser afectado en un encuentro. Tanto Lucas como los mayores del
movimiento son afectados, alterados conmovidos en esa experiencia. Lucas
experimenta otro modo de habitar su infancia y los mayores, otro modo de
posicionarse frente a ese hablante llamado niño, así la infancia es una
productividad no determinada por una autoridad instituida.
¿Cómo pensar la emergencia de estas nuevas modalidades? ¿Qué ha
ocurrido con las condiciones de producción de las identidades sociales? ¿En
qué cuadro de situación nos encontramos? Se percibe que el mundo es otro y
que está caracterizado por la fluidez que es, el pasaje de un mundo estable a
un mundo desreglado y altamente inestable, que no se deja pensar en su
novedad por las viejas representaciones.
Algunas formas fluidas de existencia en condiciones de expulsión social se
presentan en los ritos de situación. Los ritos (prácticas regladas, cargadas de
densidad simbólica, que habilitan un pasaje) han sido históricamente
considerados como núcleos de inscripción de la subjetividad. Sin embargo,
existe una diferencia entre los ritos institucionales transmitidos de generación
en generación y los ritos armados en situación.
En los ritos de situación -tal como denominamos a los ritos que se
producen en circunstancias de mercado, de un devenir temporal aleatorio e
imprevisible-, el otro es el próximo, no el semejante. El otro no se instituye a
partir de la ley estatal, sino a partir de las regularizaciones grupales.
Me debo al próximo el que comparte mi circunstancia, con el que
establezco fidelidades y reglas de reconocimiento recíproco; es el otro, el par y
no la autoridad simbólica inscripta en la tradición, el saber y la legalidad estatal,
quien puede anticipar algo de lo que va a suceder por que ha vivido en la
inmediatez que compartimos.
Los ritos de situación tienen validez en un territorio simbólico determinado,
no se construyen sobre la base de la transmisión intergeneracional, sino sobre
la transmisión entre pares, son frágiles, no generan experiencia transferible a
otras situaciones, pero pueden cumplir la función de anticipar lo que puede
acontecer.
A continuación se presenta uno de los ritos de situación. Se trata de una
práctica grupal protagonizada por chicos, adolescentes o jóvenes que viven en
un barrio desgarrado de la ciudad de Córdoba.
Según relatan los protagonistas de este rito: “El bautismo es algo que se
hace cuando se ingresa a lo que es el choreo fino, no el rateo. No le vayas a
contar a nadie, pero la cosa es así: comienza por la siesta, nos vamos a la
casita y allí se llama a los chicos que están en edad de merecer o sea de ser
chorros finos. Se comienza con la fana y después se los revienta a palos, para
que cuando la cana los agarre, ellos no hablen. Y no van a hablar por que se la
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bancaron”.
“Los chicos entre 10 y 13 años y el que comienza es el más grande del
grupo, que ya a estado varias veces preso. Cuando llega la noche nos vamos
detrás del cañaveral y allí se lo cogen al que habían bautizado para que si llega
a caer en los reformatorios no hable para cuando le pase algo así. Después se
lo saca al centro y allí se lo deja para que haga el primer choreo”.
Este rito se arma con las reglas de la institución represiva -en este caso:
las de la policía, los institutos carcelarios y de minoridad-. La ley simbólica
aquella que al tiempo que prohíbe también posibilita, se ha borrado para
devenir sólo amenaza y agresión.
Las reglas que dan consistencia al bautismo reproducen la práctica de los
lugares de encierro, en esta operación se juega una respuesta a la perversión
ejercida por la fuerza represiva, respuesta que puede entenderse como un
modo de restarle poder o eficacia al poder del otro al ser apropiada y
anticipada por ellos. Los chicos se apropian de las reglas del otro represivo con
la finalidad de anticipar un peligro inminente (caer en “cana” o en un instituto de
minoridad), que se desata como consecuencia natural de la práctica del robo y
la transa de drogas: “ya me va a tocar a mí”. En este rito se juega el exceso, el
desafío al sufrimiento, una suerte de inmolación al exponer el cuerpo a la
agresión del par y a una práctica sexual que tiene como fin anticipar las
situaciones de vejación a las que están expuestos. El pasaje al estatuto de
“choro fino” simboliza la iniciación de otra condición: el que se la banca, el que
será capaz de tolerar el sufrimiento y la tortura, el que podrá callar. Haber
superado las pruebas implica alcanzar un estatuto de respetabilidad en el
interior del grupo.
Esta práctica ritual cumple una función de inscripción, filia a un grupo, no
a una genealogía o a una cadena generacional; marca formas comunes de vivir
un espacio y un tiempo que es puro presente y confiere una identificación en
las precisas y duras fronteras de esa situación.
Nos hallamos frente a una lógica de producción de valores bien distinta a
la transitada en las instituciones modernas. No se trata de valores en tanto
principios universales, enunciados en nombre del bien, sino de lo que resulta
“valioso” en condiciones particulares de inscripción social y en circunstancias
específicas de vida. Lo valioso es aquí una construcción situacional. Tampoco
se trata de los valores como un cuerpo que da forma a una experiencia
mediante la socialización institucional, sino que es la experiencia, la práctica de
vida, la que produce esto o aquello como valor. Así el zafe, las lealtades, el
aguante frente a las adversidades o la responsabilidad frente al rostro del otro
que me interpela son lo que arma lazo, ligadura, sostén, trama: precaria,
contingente, frágil, pero real. Nos encontramos con que la filiación puede ser
grupal, fraterna y no necesariamente genealógica y que la autoridad es más
operación de afectación que institución de ley.
¿Qué es ser humano cuando lo humano ya no es inexorablemente
producto de los instituidos? La humanidad es hoy más que nunca posibilidad
(puede ser) y contingencia (puede no ser). La humanidad puede perderse vía
default, disolución del trabajo, devastación de todo sostén de existencia social
o puede ganarse vía reapertura de fábricas, emprendimientos productivos en
barrios y escuelas, cadenas de trueque, producción de situaciones de ligadura
social. Se trata entonces de pensar como hacer para que un posible tenga
lugar, advenga existencia.
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