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determinados libros no salen en español y quiere incentivar a los lectores
a leer libros que las editoriales no han publicado. Aun así, impulsa a
dichos lectores a adquirir los libros una vez que las editoriales los han
publicado. En ningún momento se intenta entorpecer el trabajo de la
editorial, sino que el trabajo se realiza de fans a fans, pura y
exclusivamente por amor a la lectura.
Erotic By PornLove al traducir ambientamos la historia
dependiendo del país donde se desarrolla, por eso el
vocabulario y expresiones léxicas cambian y se adaptan.
L O V E L I K E P O I S O N

#1 CORSICAN CRIME LORD

CHARMAINE PAULS
C a d a a ñ o , e n m i c u m p l e a ñ o s , m i t o r t u r a d o r v u e lv e p a r a
reclamar una de mis primicias.

U N OSCU RO ROM ANCE M AFIOSO DE M ATRIM ONIO CONCER TA DO

El día de mi decimosexto cumpleaños, un desconocido de


C ó rc e g a s e p r e s e n ta e n m i f i e s ta . A n g e l o Ru s s o pa r e c e u n
á n g e l , p e ro m á s d e l o s q u e d e c a p i ta n d r a g o n e s q u e d e l o s
d e s u av e s a l a s b l a n c a s . Es oscuro como el océano y sin aliento
como el agua. Dice que quiere todas mis primicias como si ya le
pertenecieran, pero mi padre me ordena que me aleje de este hombre.

Por mucho que lo intente, no puedo escapar de él. Nadie puede


mantenerme a salvo. Cada año, en mi cumpleaños, me trae un regalo, y
cada uno tiene un efecto perjudicial en mi vida, con consecuencias
inimaginables. Con cada regalo que me ofrece, reclama otra de mis
primeras veces. A n t e s q u e m e d é c u e n t a , h a t o m a d o e l
control de mi existencia, convirtiéndome en un manojo
d e n e r v i o s , p o r q u e c u a n d o c u m p l a d i e c i o c h o, ya s é q u é e s
lo primero que vendrá a buscar.

CORSICAN CRIME LORD #1


Love Like Poison (Amor como el veneno) es el primer
libro de la serie Corsican Crime Lord y termina en un
final inesperado. La historia de Sabella y Angelo
continúa en Hate Like Honey (segundo libro).
Love Like Poison es el primer libro de la serie Corsican
Crime Lord y termina con un final inesperado. La historia de Sabella
y Angelo continúa en Hate Like Honey (Libro Dos) y Tears
Like Acid (Libro Tres), y concluye en Kisses Like Rain
(Libro Cuatro). La historia incluye violencia, una relación de odio, un
hijo de puta alfa irredimible y escenas no recomendadas para
lectores sensibles. Se recomienda encarecidamente discreción al
lector.
Los desencadenantes incluyen, entre otros, abuso,
tortura, agresión, sangre, muerte, armas, violencia
gráfica, escenas sexuales gráficas, castigo, azotes,
marcas, matrimonio forzado, embarazo forzado,
s e c u e s t r o , a b u s o d e s u s t a n c i a s , n o - c o n / d u b c o n 1.

1
En términos generales, no-con se utiliza para fic con explícita, violación física, o una
clara negación antes de que ocurra el sexo, y el consentimiento dudoso se utiliza para
todo lo que un autor en particular piensa que una de las personas involucradas en los
actos sexuales pueden tener razones para no ser capaz de decir que no, es decir,
discapacitados/borracho/drogado/esclavitud.
AC L ARAC IÓ N DE L CAPÍTULO 14 ________ 139
S TA F F : _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ 4 CAPÍTULO 15 ________ 144
LOVE LIK E POISO N ____ 5 CAPÍTULO 16 ________ 154
SINOPSIS _____________ 6 CAPÍTULO 17 ________ 164
N O TA : _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ 7 CAPÍTULO 18 ________ 175
AC L ARAC IÓ N _ _ _ _ _ _ _ _ _ 8 CAPÍTULO 19 ________ 188
A DV E RT E N C I A S _ _ _ _ _ _ _ 9 CAPÍTULO 20 ________ 201
ÍNDICE ______________ 10 CAPÍTULO 21 ________ 207
CAPÍTULO 1 __________ 10 CAPÍTULO 22 ________ 218
CAPÍTULO 2__________ 25 CAPÍTULO 23 ________ 230
CAPÍTULO 3 __________ 40 CAPÍTULO 24 ________ 248
CAPÍTULO 4 _________ 45 CAPÍTULO 25 ________ 252
CAPÍTULO 5 __________ 55 CAPÍTULO 26 ________ 267
CAPÍTULO 6__________ 64 CAPÍTULO 27 ________ 283
CAPÍTULO 7 __________ 78 CAPÍTULO 28 ________ 287
CAPÍTULO 8__________ 82 CAPÍTULO 29 ________ 296
CAPÍTULO 9__________ 96 CAPÍTULO 30 ________ 307
CAPÍTULO 10 ________ 102 P RÓXI M AM E NT E _ _ _ _ _ 3 1 1
CAPÍTULO 11 ________ 109 S O BRE L A AUT ORA _ _ _ 3 12
CAPÍTULO 12 _________ 119
CAPÍTULO 13 ________ 124
La mayoría de las personas no saben que van a casarse la
primera vez que se conocen. Las relaciones se desarrollan con el
tiempo. Algunos hombres y mujeres sopesan los pros y los contras
para decidir si pueden vivir con alguien hasta que la muerte los
separe. Otros siguen a su corazón.
Yo no.
En mi familia, la tradición dicta otra cosa. La decisión fue
tomada por mí hace mucho tiempo. Así es como funciona el negocio.
El dinero es poder, y el poder lo es todo. Poder significa
supervivencia. Es la regla más fundamental del mundo.
Solo sobreviven los más fuertes.
Por eso estoy aquí, por eso conducimos por la carretera que
zigzaguea hasta la cima de la colina y termina en un callejón sin
salida. Una mansión asoma tras altos muros. Más allá, el océano
brilla en el atardecer dorado. Abajo, a la derecha, la laguna es un
espejo impecable que rodea las cabañas sobre pilotes de la isla. La
ciudad de Great Brak River se encuentra un kilómetro tierra
adentro, a orillas del río, consta de un supermercado, una oficina
de correos, una iglesia antigua y otra nueva, una pequeña
comisaría, una galería de arte, una gasolinera, un puñado de
tiendas y restaurantes.
La anticipación me aprieta las tripas. La reacción es
involuntaria, lejos de ser pura o inocente, nace del instinto, del lado
más oscuro y animal de mí que necesita reclamar y procrear.
Supervivencia.
Por eso vinimos desde Córcega hasta esta apartada ciudad de
Sudáfrica que no es más grande que la punta de una aguja en el
mapa.
A conocer a mi novia.
Lo sé desde hace diez años, pero veinte o treinta no podrían ser
suficientes para prepararme para el momento. Mientras que la
mayoría de los seres humanos dan por sentada la libertad de salir
con quien quieran, yo lo veo como lo que es. Una tarea.
Las citas no son más que un tedioso proceso de selección por
eliminación. Hay cierta calma en saber que una mujer está
destinada a ser mía. Nuestra unión servirá para cumplir con mi
deber. Hay lógica en eso. Da estabilidad a la vida en un mundo
donde poco y nada son de fiar. Da sentido a la existencia. No son
necesarias búsquedas del alma ni introspecciones.
Está decidido.
El resultado está predeterminado.
Sin embargo, el momento podría haber sido mejor. Dejamos a
mi madre y a mi hermana solas en Año Nuevo, pero entiendo
perfectamente por qué mi padre está tan ansioso para que este
contrato llegue a buen puerto. La razón de su prisa también me
corroe.
En lugar de volar al aeropuerto más cercano, alquilamos un
auto en Ciudad del Cabo y recorrimos los cuatrocientos veintiocho
kilómetros hasta George. Mi padre quería ver Garden Route y parar
en el camino para comprar vino. Tomamos la carretera panorámica
a lo largo de la costa, pasando por acantilados que se rompen en el
mar tempestuoso y bahías salpicadas de rocas lisas y pingüinos.
Bambúes marinos a la deriva en las oscuras aguas de pequeñas
calas marcaban la costa ballenera. Las escarpadas costas acabaron
dando paso a dunas cubiertas de Aloe Vera, cuyas flores rojas
parecían antorchas encendidas en el cielo azul claro, y a largas
extensiones de arena blanca donde el aire olía a sal y a suculentas
plantas tapizantes.
Tras alojarse en un hotel del campo de golf de la vecina ciudad
de George, mi padre necesitaba un día para descansar y recuperar
fuerzas. Al día siguiente, hicimos un reconocimiento de la zona y
visitamos a nuestro socio, mi futuro suegro, en su oficina. A mi
padre le gusta tomar desprevenidos a sus socios. De ese modo, no
tienen tiempo de ocultar cualquier negocio poco ortodoxo que
prefieran mantener en la oscuridad.
—Si quieres conocer la verdadera naturaleza de un hombre —
dice siempre mi padre—. Atrápalo con los pantalones abajo.
Mi padre se detiene junto a un interfono con cámara y pulsa el
botón. Las puertas se abren sin chirriar. Seguimos la carretera
hasta donde hay varios autos aparcados alrededor de una fuente
en un camino circular.
Benjamin Edwards aparece en su puerta antes que mi padre
haya apagado el motor. Me bajo y me aliso la chaqueta, observando
los alrededores como un soldado explora un campo de batalla.
La casa es la más impresionante en kilómetros a la redonda,
construida en la colina más alta. Edwards se yergue en el porche
como un gallo que canta en su estercolero. En esta parte tan poco
poblada de Sudáfrica, puede que sea el hombre más rico que vive
en la casa más grande. Comparada con nuestra propiedad en
Córcega, que es nada menos que un castillo, la casa que define el
estatus de Edwards es insustancial. Intrascendente.
Nos sirve de mucho todo ese dinero. Al igual que la pretenciosa
residencia de Edwards, nuestra fortaleza y jardines son para
aparentar. Es como poner a un canalla un traje elegante. El estigma
de siglos todavía se aferra a nuestro nombre. Venimos de una larga
estirpe de piratas despiadados y sinvergüenzas incultos. No somos
bienvenidos en los círculos refinados, religiosos y elitistas.
Eso cambiará pronto.
Edwards baja los escalones para reunirse con nosotros.
—Me alegro que hayan podido venir —dice estrechándonos la
mano, pero su falsa sonrisa dice otra cosa.
El jardín bulle con el alboroto propio de la fiesta de dieciséis
años de una niña rica. Personal con uniforme negro y delantal
blanco corre de un lado a otro entre la casa y un camión frigorífico
aparcado en la esquina más alejada del jardín. Coronas de flores
blancas y rosas decoran las balaustradas, y un arco de globos
plateados enmarca la entrada. La brisa transporta las notas de la
música de cuerda desde la parte delantera de la casa.
Edwards nos conduce al salón, igualmente decorado con flores
y globos. Ramos de lirios y rosas perfuman el ambiente. Una mesa
redonda en el centro de la sala está repleta de paquetes envueltos
en rosa con lazos blancos y viceversa. ¿Especificaron el color del
papel de regalo como un puto código de vestimenta en la invitación?
No me sorprendería que Edwards presentara a su hija haciéndola
bajar las escaleras vestida de blanco y rosa.
¿Qué aspecto tiene? Resistí el impulso de buscarla en las redes
sociales. Una parte de mí, la parte más oscura y desviada que no
puede resistirse ni al juego ni al atrevimiento, quería entrar en esto
sin estar preparado y dejar que la sorpresa me llevara donde
quisiera. Sorprenderme. Complacerme.
Estoy a punto de descubrir cuál.
Mi padre saca del bolsillo de su chaqueta la caja envuelta en
papel dorado y la deja con la montaña de paquetes sobre la mesa.
Se ha tomado muchas molestias para seleccionar una fina pieza de
artesanía de uno de los mejores joyeros de Italia.
Las puertas correderas están abiertas, dejando ver el verde
césped que se extiende hasta el borde de la duna y el mar que se
divisa hasta la curva convexa del horizonte. La fiesta ya está en
marcha. Los invitados se reúnen en torno a mesas de cóctel y sus
conversaciones se oyen por encima de la música. El cuarteto de
cuerda está instalado bajo un pino y los músicos mantienen el
volumen a un nivel que permite la charla.
Las mujeres visten sus mejores galas, algunas con sombreros
propios del Derby, y los hombres, como mi padre y Edwards, van
de esmoquin. Personalmente, prefiero un estilo menos universal.
Opté por un estilo europeo moderno, con chaqueta de diseño,
camisa entallada y pantalones a medida.
—Bienvenido a mi humilde casa —dice Edwards, haciendo
señas a un camarero para que se acerque—. ¿Puedo ofrecerte una
copa de champán?
—Tal vez whisky primero —dice mi padre—. Mientras hablamos
de negocios.
Edwards echa un vistazo al final de la escalera y luego a su reloj.
—Ya casi es el momento.
La sonrisa de mi padre es indulgente.
—No tardaré mucho.
Nuestro anfitrión no tiene más remedio que acceder. Nuestra
familia es un importante proveedor de servicios -a falta de una
palabra mejor- en su negocio. Aunque, por nuestra visita
improvisada de ayer a su oficina, me dio la impresión que no estaba
muy feliz con nuestra presencia.
Como mandan los modales, mi padre preguntó por el bienestar
de su familia y, específicamente, acerca de su hija pequeña. Casi
pude ver los engranajes girando en la cabeza de Edwards,
cuestionando la improbable coincidencia de nuestra visita sin
invitación que casualmente caía en la fecha del decimosexto
cumpleaños de su hija. No pudo hacer otra cosa que hablarnos de
la fiesta. El pueblo es pequeño. Las noticias corren. Habría sido
grosero y políticamente incorrecto no invitarnos. Después de todo,
viajamos por toda África, haciendo esfuerzos y gastos considerables
para visitarlo. Por supuesto, mi padre aceptó la invitación con
elegancia.
A juzgar por la reacción de Edwards ayer, no me sorprendería
que mi futura esposa no sepa de mi existencia. Edwards no es un
buen actor. No pudo ocultar su aversión. Apenas soportó darme la
mano. La gente me teme o me desprecia. En general, ambas cosas.
Lástima.
Benjamin Edwards puede pensar que es mejor que nosotros en
lo que a moral se refiere, pero nosotros lo pusimos en su trono.
Puede sentarse ahí con la conciencia en blanco y fingir que su
imperio no está construido sobre sangre, pero no tengo miedo de
enfrentarme a la verdad ni de arremangarme y ensuciarme las
manos.
Edwards nos hace pasar a un estudio con sofás de cuero frente
a una mesita en el centro e indica las sillas de los visitantes frente
al escritorio.
Mi padre me lanza una mirada mientras tomamos asiento. No
hace falta ser psiquiatra para comprender que Ben Edwards está
rebuscando todo el poder que puede, aunque ese poder provenga
de esconderse detrás de un escritorio.
Se sienta y cruza las manos sobre el escritorio.
—¿Qué puedo hacer por ti, Santino?
Mi padre saca la caja de cigarrillos del bolsillo y se la tiende a
Ben. Este niega con la cabeza.
—Es hora que Angelo y Sabella se conozcan —dice mi padre,
midiendo a Edwards.
Edwards mantiene la cara de póquer, pero se sienta más
erguido.
—¿Por qué?
—Sabella tendrá dieciocho dentro de dos años.
La única reacción que muestra Edwards es el tic de sus ojos.
—En efecto. ¿Y qué?
Mi padre juega un cigarro entre los dedos y guarda la caja.
—Será adulta. —Cuando Edwards no hace ningún comentario,
continúa—: En edad de casarse.
Edwards no me dedica más que una mirada, su labio superior
se curva como si yo fuera una visión desagradable.
—No veo qué tiene que ver eso con Angelo.
—Está prometida a Angelo. —Mi padre sonríe—. ¿Lo has
olvidado?
La cara de Edwards se pone roja.
—No he accedido a tal cosa.
Mi ira se enciende en un segundo. Sé lo que está haciendo, por
qué niega el juramento que hizo. Somos lo bastante buenos para
hacer su trabajo sucio, pero no para su hija.
—Nos dimos la mano en el trato —dice mi padre.
Edwards ya no se esfuerza por disimular su enfado.
—No he consentido lo que estás insinuando.
—De donde yo vengo, un apretón de manos es tan bueno como
una firma. Dar tu apretón de manos es dar tu palabra. —Mi padre
mira a Edwards directamente a los ojos—. Mentir sobre ello no solo
te convierte en un cobarde, sino que también es una bofetada en
nuestra cara.
Edwards pasa del rojo al morado.
—En mi país, un apretón de manos no tiene ningún significado
oculto. Su único propósito es expresar cortesía. Nos felicitamos
mutuamente por el éxito de una negociación, nada más. Cada año
recibes tu parte justa.
—Parece que tienes poca memoria, amigo mío. —Mi padre se
inclina hacia adelante, apoyando el codo en el escritorio—. Parte del
trato siempre fue que Angelo entraría en el negocio cuando se
graduara de la universidad y que reforzaríamos nuestros intereses
mutuos con sangre.
—Te equivocas —dice Edwards, subiendo el volumen de su voz.
—Actúas como si estar ligado a la familia Russo fuera un
insulto. —Mi padre hace esa afirmación como un desafío—. Solo te
beneficiará a ti. —Saca un montón de papeles doblados del bolsillo
interior de su chaqueta y los desliza sobre el escritorio—. Me he
tomado la libertad de pedir a mi abogado que redacte un contrato.
Se casarán cuando ella cumpla dieciocho años, pero podrá
quedarse con nosotros para aclimatarse mientras Angelo termina
su máster en Roma. Por supuesto, tendrá una casa a su nombre y
una asignación mensual. Se han estipulado disposiciones para los
hijos nacidos de su unión, incluidos gastos, educación, fondos
fiduciarios y demás. No le faltará nada. El matrimonio será en
régimen de gananciales, pero en el improbable caso que mi hijo
decida abandonarla, ella conservará sus propiedades, posesiones y
recibirá una suculenta indemnización. —Mi padre vuelve a relajarse
en su asiento—. Tómate tu tiempo para estudiarlo.
Edwards ni siquiera echa un vistazo al contrato.
—Parece que lo tienes todo planeado —se burla—. ¿Qué pasa si
lo deja?
—En ese caso, ella no consigue nada, pero no les traigamos mala
suerte centrándonos en los aspectos negativos antes incluso de
haber celebrado su compromiso. Como sabes, el divorcio es muy
inusual en mi familia.
—¿Compromiso? —exclama Edwards—. Tiene dieciséis años,
por el amor de Dios. —Me señala con el dedo—. Tú tienes veinte —
con desdén, añade—: Corrígeme si me equivoco.
—Así es —digo—. No pido casarme con ella de inmediato. Al
igual que mi padre, prefiero que termine la escuela. Creo que asiste
a un excelente centro con una prestigiosa reputación, y una buena
educación es importante para mí. Cuatro años pueden parecer una
gran diferencia de edad ahora, pero cuando sea adulta, la diferencia
no será significativa. ¿No es usted siete años mayor que su esposa?
Casi ahogándose en saliva, Edwards empuja su silla hacia atrás.
No vinimos a la fiesta de cumpleaños de una chica de dieciséis
años con armas, pero quizá debimos haberlo hecho.
Cuando hago ademán de levantarme, mi padre intercambia una
mirada conmigo, indicándome sin palabras que deje que se ocupe
él.
—Deberían anunciar sus esponsales lo antes posible —dice en
tono apaciguador—. Pero el compromiso real no tiene que tener
lugar hasta que ella haya alcanzado la mayoría de edad. Mientras
tanto, será prudente dejar que se conozcan. —Mi padre extiende las
manos—. El hecho que me comporte con tanta consideración y en
el mejor interés de tu hija debería tranquilizarte.
La risa que suelta Edwards es fría.
—¿Tranquilizarme?
Mi padre agita los papeles sobre el escritorio.
—Si mi promesa no es suficiente, las cifras seguro que te
satisfacen.
—Como ya he dicho —dice Edwards, cerrando las manos en
puño sobre el escritorio—. Eso no va a ocurrir. Mi hija es
independiente. Tiene libre albedrío. —Da un puñetazo en el
escritorio—. Se casará cuando esté preparada y con quien le dé la
gana.
La paciencia desaparece de las facciones de mi padre. Se
levanta. Su sonrisa está intacta, pero la serena autoridad de su voz
mientras se eleva sobre Edwards no deja lugar a dudas sobre el
resultado de esta conversación.
—Tómate un tiempo para compartir la feliz noticia con ella. Veo
que no será hoy. ¿Qué importan unos meses más si así se hace a la
idea? Sin embargo, no te equivoques. La boda se celebrará. Tú
hiciste el trato y te obligaré a cumplirlo.
Edwards se levanta de un salto. Abre la boca, pero piensa mejor
lo que iba a decir y la vuelve a cerrar. Él tiene dinero, pero somos
nosotros los que negociamos con el miedo. Nuestras amenazas
nunca son vacías.
La puerta se abre de un tirón, interrumpiendo el tenso
ambiente.
Una mujer rellenita, de pelo castaño corto y vestido de seda
burdeos, irrumpe en la habitación.
—Sabella aún no ha bajado. Juro que... —Se detiene al vernos
y se recompone rápidamente—. Oh. No sabía que estabas ocupado.
Como se enseña a hacer a los caballeros cuando una mujer
entra en una habitación, me pongo de pie. No es que sea nada de
eso. Simplemente prefiero la ventaja intimidatoria de mi altura.
Cuando se hecha atrás un poco, no puedo reprimir una sonrisa.
Mi padre se inclina.
—Ya habíamos terminado. —Le toma la mano y besa sus dedos
sin tocar su piel con los labios—. ¿Cómo estás, Margaret?
—Bien, gracias —dice con la espalda rígida.
Mi padre extiende un brazo hacia mí.
—Este es mi hijo, Angelo.
Le ofrezco la mano.
—Es un placer conocerla, Sra. Edwards.
Sus dedos están flácidos entre los míos. Se aparta antes que nos
hayamos dado la mano y me mira con la boca fruncida.
Sigue un silencio incómodo, que ella rompe preguntando a mi
padre:
—¿Cómo está Teresa?
—Con buena salud. —Mi padre inclina la cabeza—. Me pidió que
te felicitara por el cumpleaños de Sabella. Ella habría venido, pero
este es un viaje de negocios para Angelo y para mí.
El cortés intercambio es divertido. No es más que un juego de
roles, una práctica escénica ideada por la sociedad civil. Sin
embargo, cuando se nos desmenuza, todos somos monstruos
egoístas. En el fondo, solo nos preocupamos por nuestros propios
intereses.
Margaret aprieta los labios.
—Quizás la próxima vez.
—Tal vez. —Mi padre se encoge de hombros—. ¿Quién sabe?
Quizá la próxima vez te recibamos en Córcega.
Mira a su marido con una pregunta encendida en los ojos.
—Te hemos alejado de tus invitados —dice mi padre—.
Deberíamos dejarte volver con ellos.
—Sí. —Margaret parece preocupada y aliviada a la vez—. Será
mejor que salgamos antes que nuestra ausencia parezca grosera.
Edwards rodea su mesa y abre una puerta que da al porche.
—Por aquí.
Nos hacemos a un lado para que Margaret siga adelante.
—Si nos disculpan —dice cuando estamos afuera—. Necesito
hablar con mi marido.
—Sé lo agotadores que pueden ser estos asuntos. —Mi padre
saca un mechero del bolsillo—. No te preocupes por nosotros. Nos
sentiremos como en casa.
Frunce el ceño, toma a su marido del brazo y lo conduce al
porche a través de las puertas correderas. Antes de desaparecer en
el salón, mira por encima del hombro con la expresión de alguien
que acaba de pisar caca de perro.
Mi padre enciende su cigarro, le da una calada y estudia a la
multitud mientras expulsa el humo.
Como la mía, su calma es engañosa. Por dentro, soy un maldito
cartucho de dinamita con una mecha encendida.
Nadie me promete algo y luego me lo quita.
Nadie me niega lo que es mío.
Es un error táctico.
Negármelo solo hace que lo desee el doble. No solo lucharé diez
veces más para conseguirlo, sino que además lo ensuciaré todo lo
que haga falta.
No puedo decir que no esperaba resistencia después de nuestra
fría bienvenida en la oficina. Preveía algunas negociaciones y
modificaciones de los términos de nuestro contrato. Lo que no preví
fue la rotunda negativa de Edwards a cumplir un juramento que le
había hecho a mi padre. Recuerdo su promesa. Yo estuve allí.
Nadie nos jode y nadie nos echa en cara nuestra generosidad.
Por algo nos apellidamos Russo.
—Esa es la hermana mayor —dice mi padre, agitando su
cigarrillo hacia la gente que se arremolina en el césped—. La del
vestido burdeos.
La reconozco fácilmente. Es una mujer atractiva para los
estándares clásicos. Según los rumores, es la bonita. Cuando la
gente habla de las hermanas, se refieren a Sabella como la otra.
—Se parece a su madre —reflexiona—. El hombre que está a su
lado es su prometido. No está involucrado en el negocio.
Lo que significa que no es nadie de quien preocuparse. Eso no
es lo que me interesa. Mi mirada se dirige a Ryan Edwards, el
primogénito de Benjamin.
Como lo miro fijamente, él me mira desde la distancia. Nos
conocimos ayer en la oficina de su padre y ya somos enemigos.
—Es a él a quien tienes que vigilar —dice padre, siguiendo mi
mirada—. Es el único heredero del negocio Edwards. No se pondrá
contento cuando sepa que tendrá que compartir el poder.
No estoy preocupado por Ryan Edwards. Puede que tenga seis
años más, pero no es rival para mí. Es blando e impasible, un
hombre al que no le gusta ponerse manos a la obra cuando el
trabajo se pone duro.
Mi padre tose.
Levanto la barbilla hacia el cigarrillo.
—¿Deberías estar haciendo eso?
—Concédele a un viejo los pequeños placeres que le quedan —
dice, pero apaga el cigarro en un cenicero de la mesa del jardín—.
¿Quieres beber algo? Necesito algo para aliviar este rasguño en la
garganta.
Miro a la barra, donde el rosé y el champán se enfrían en
cubiteras, y sacudo la cabeza. No he probado el whisky que me ha
servido Edwards. Estoy demasiado furioso y el alcohol solo me
vuelve más agresivo.
—Como quieras —dice, dirigiéndose al césped por donde
circulan los camareros—. En ese caso, tú conduces.
Silencioso, vigilo su espalda. No me gusta cómo ha tratado a
Edwards. Debió haber sido más firme con él.
Hace años, Edwards acudió a mi padre y le pidió ayuda para
eliminar algunos obstáculos en su negocio. Como intermediario de
importaciones y exportaciones, Edwards vio una oportunidad de
ganar dinero dejando entrar cargamentos ilegales en el país a través
del puerto de Ciudad del Cabo. Tenía los contactos adecuados.
Tenía el capital para sobornar a los funcionarios del gobierno y
pagar a los controladores para que hicieran la vista gorda. Nuestro
trabajo era deshacernos de los que se interponían en su camino, los
que no podían ser sobornados.
La parte que aportamos, haciendo su trabajo sucio durante más
de una década, lo convirtió en uno de los grandes del sector. Hoy
controla todo lo que entra y sale de Ciudad del Cabo por mar. Sí,
recibimos nuestra parte, pero no necesitamos el dinero. Ya no lo
necesitamos. Ya hemos ganado suficiente. Lo que necesitamos es
poder. Reconocimiento. Una puerta abierta a los círculos en los que
nacen con el apellido y el estatus adecuados nos tiran de las
narices. Necesitamos participar en los tratos. Ese ha sido siempre
el objetivo.
Como yerno de Edwards, me recompensará con acciones y un
puesto en el consejo de su empresa. Según el contrato, me dará un
título de lujo y derecho a voto. De sus tres hijos, Sabella es la
favorita de Edwards. Es la niña de sus ojos desde que nació. No lo
oculta. Nunca hará nada que ponga en peligro su futuro. Casarme
con ella es la única manera segura de poner mi pie en la puerta y
mantenerlo allí. Tan pronto como mi semilla esté plantada en su
vientre y ella me dé un heredero, la guerra ya no será necesaria. La
familia Edwards no matará al padre de su nieto. Corrección, no
contratarán a un asesino para hacerlo.
Poseer una participación en la empresa nos dará acceso a
información que nos hará más poderosos que los gobiernos de los
países implicados en el contrabando ilegal de Edwards. Nos abrirá
una nueva vía, dándonos acceso directo a África. Nos garantizará
una influencia inigualable a la hora de negociar las condiciones con
las empresas que actualmente pagan sobornos al gobierno para
pasar sus armas ilegales a través del puerto de Durban, en la
provincia de Kwazulu-Natal. Podemos tener al gobierno agarrado
por las pelotas y asegurarnos sobornos que nos harán ganar un
monopolio en África. Tanto los gobiernos como los traficantes de
armas no tendrán a nadie más a quien recurrir que a nosotros.
Serán nuestras marionetas. La familia Russo gobernará. Nuestro
nombre será venerado. Lo único que se interpone entre ese tipo de
poder y mi familia es una niña de dieciséis años.
Edwards sale, busca entre la multitud y se dirige hacia dónde
está mi padre, al borde del césped. A pesar de su corpulencia, su
paso es ágil. Lo observo como un tigre, listo para atacar. Antes, mi
padre era invencible. Podía defenderse de cualquier puñetazo o
tiroteo. Ahora es viejo y cada día está más débil.
Entablan lo que parece una tensa discusión, pero no se
arrancan la cabeza. ¿Cuánto tiempo va esperar la princesa antes de
hacer su gran entrada? En cuanto terminen las presentaciones,
podemos largarnos de aquí. No la veré más que un par de días al
año hasta que la traslademos a Córcega. Soy un demonio, pero no
soy un sucio. Nunca me han gustado las menores. Lo de conocernos
es una brillante idea de mi padre. Si fuera por mí, me metería de
lleno en el asunto.
Me meto una mano en el bolsillo y pliego los dedos alrededor del
porro que me pasó el botones del hotel. Me molestan las mujeres
demasiado elegantes con sus encajes, sedas y plumas de avestruz.
El aire de superioridad esnob de Margaret cuando se mezcla con los
invitados me irrita de sobremanera. La pretenciosidad de todo el
grupo reunido en el césped, sonriendo y besándole el culo a
Edwards, me pone de los nervios.
Mierda, necesito irme.
Tomando una decisión impulsiva, recorro la veranda y doblo la
esquina.
Necesito un porro antes de perder la cabeza y hacer pedazos a
alguien.
Sólo un minuto más.
Dejo salir un poco de aire de mis pulmones y me hundo más en
el agua fresca. La sal ya no me quema los ojos abiertos. Una cuña
de rayos de sol atraviesa la superficie y se abre en abanico hasta el
fondo. Las burbujas captan la luz. Como pequeñas gotas de frágil
cristal, se pegan a mis brazos y piernas. La vida bajo el agua se
silencia, los sonidos se dispersan. El rítmico flujo y reflujo de la
rompiente es una lejana canción de cuna. La marea me mece
suavemente a ese compás. Adelante y atrás. Empuja y tira.
Si pudiera, me quedaría aquí para siempre, pero sólo puedo
aguantar la respiración un tiempo.
Nado hacia arriba y trago aire cuando salga a la superficie. Al
contacto con el agua, alcanzo a respirar. En el agua hace más calor
que fuera. El cielo de la tarde ya brilla con un tinte color champán.
El quejido de un violín llega desde el jardín. Debe de ser el cuarteto
de cuerda que mamá ha contratado para la fiesta.
Prefiero aprovechar la última hora de luz del día y nadar hasta
que se me acalambren los músculos que escuchar las críticas de la
tía Judith sobre la última obra de teatro o fingir que el tío Fred no
ha contado la historia de cómo se metió en un atraco a un banco
por trillonésima vez. Daría todo mis ahorros por sentarme en la
arena y ver la bioluminiscencia en el agua en lugar de decirle a tía
Mary que no, que no estoy demasiado delgada y que sí, que estoy
comiendo lo suficiente. Pero es mi fiesta y ya tengo problemas por
llegar tarde.
Incapaz de aplazar lo inevitable por más tiempo, nado hasta la
orilla y surfeo las olas para evitar caer aplastada por la rugiente
masa de espuma. Cuando mis pies tocan tierra, salgo del agua. La
fina arena está espolvoreada con motas de oro. El agua poco
profunda es como una lupa sobre las partículas brillantes que, en
otro tiempo, fueron conchas majestuosas y abulones nacarados.
Hundo los dedos de los pies en la arena húmeda, disfrutando
del cosquilleo cuando el agua retrocede y la arena absorbe mis pies.
Se levanta una brisa del mar. Se me pone la piel de gallina. La
estridente risa de una mujer atraviesa la música procedente de la
colina, recordándome que los invitados están esperando.
Saco los pies de la suave succión de la arena con un suspiro y
corro hacia la cueva al pie del acantilado donde dejé mi ropa.
Apresuradamente, me pongo los vaqueros y la camiseta por encima
del bikini. El fino lino no me da mucho calor. En la oscuridad de la
cueva, la arena está fría y el aire mohoso es húmedo. Debí haberme
traído un jersey, pero no pensaba quedarme hasta tan tarde.
Ha subido la marea. El río que alimenta la laguna fluye ahora
con demasiada fuerza como para cruzarlo a nado. Al otro lado del
río, un puente cruza la laguna para conectar la playa con la isla.
Otro puente en la parte trasera de la isla conduce a la carretera
principal que va a la ciudad. Una curva de noventa grados a la
derecha desvía hacia la primera línea de playa. Nuestra mansión se
alza en la colina más alta al final de esa carretera, justo en el borde,
con vistas a las enormes dunas y a una extensión de arena tan larga
que se puede ver Glentana al norte y Mossel Bay al sur.
En lugar de ir por la carretera, subo directamente por la
empinada ladera de la duna más grande. Es alta, y cuando he
subido tres cuartas partes, estoy jadeando por el esfuerzo. La
vegetación que cubre la cima es densa. Tengo que arrastrarme por
el sendero secreto que he recorrido a lo largo de los años. El fynbos
forma un túnel a mi alrededor hasta que salgo por el otro lado.
Desde aquí, giro a la izquierda y troto por el borde del afloramiento
hasta llegar a la carretera de alquitrán.
Sólo se puede acceder a nuestra casa por la parte trasera de la
colina. Doy la vuelta a la colina y atravieso el barrio por un camino
más pequeño. Al doblar la esquina, un ruido procedente de uno de
los cubos de basura de la acera me detiene. Me acerco, me detengo
y escucho. Ahí está de nuevo, un leve arañazo. Se me acelera el
pulso. Puede ser una serpiente, pero también un erizo atrapado
dentro. Con cuidado, echo la tapa hacia atrás y miro por encima,
con el cuerpo preparado para la acción, y entonces el corazón se me
derrite en el acto.
Un pequeño rostro peludo con grandes ojos amarillos y largos
bigotes blancos se asoma desde la basura. Su pelaje es negro
excepto por una mancha blanca sobre su ojo izquierdo. Al verme, el
gatito maúlla. Para ser tan pequeño, el grito que lanza desde su
pecho es fuerte. Intenta salir a rastras, pero se hunde más. A juzgar
por el estado de las bolsas rotas y los desechos que salen de ellas,
lleva tiempo intentando salir.
—Pobrecito —exclamo, metiendo la mano dentro y sacándolo
con cuidado.
Es tan pequeño que puedo sentir sus frágiles costillas bajo la
suavidad de su pelaje. Su corazoncito late con fuerza entre mis
palmas. Maúlla aún más fuerte, dando zarpazos al aire.
—Ya está. —Lo abrazo contra mi pecho y le acaricio la cabeza—
. Estás a salvo.
El gatito se calma con un ronroneo que vibra en su pecho.
Vuelve a maullar, esta vez de forma inquietante, e instintivamente
sé que la pequeña criatura tiene hambre. Es demasiado pequeño
para la comida sólida. Necesita leche.
Mientras acurruco al hambriento e indefenso animal, haciendo
todo lo posible por calmarlo, la ira me calienta la sangre. ¿Quién
abandona a un gatito y lo tira a la basura? Tengo ganas de llamar
a la puerta de la casa y decirles unas cuantas cosas, pero
cualquiera podría haber conducido hasta aquí y dejar al gatito en
la papelera. Además, la prioridad es alimentarlo. Pero, ¿cómo lo
meto a escondidas en casa? A mi madre le dará un ataque si se
entera.
Unas cuantas cajas de cartón se apilan junto a la papelera. Las
reviso hasta encontrar una que esté limpia y vacía antes de meterlo
dentro. Protesta ruidosamente al separarse del calor de mi cuerpo.
—No te preocupes. —Le acaricio la espalda—. No te dejaré. Te lo
prometo.
Sus garras son minúsculas pero afiladas. Me gano un arañazo
en la mano por mi esfuerzo. Después de acariciarlo un poco, el
gatito vuelve a calmarse.
—Te llamaré Pirata. Es un nombre bonito, ¿verdad?
A Pirata no le gusta su nueva prisión. Pone sus patas delanteras
en el lateral de la caja e intenta salir.
—No tengas miedo —digo, cerrando las solapas—. Sólo tienes
que quedarte ahí un ratito.
Pirata vuelve a maullar cuando me enderezo con la caja en
brazos. Ignoro sus maullidos de angustia y me dirijo a casa lo más
rápido que puedo sin empujarlo.
Las puertas dobles que dan acceso a nuestra propiedad están
cerradas. A través de las rejas se ve el camino de entrada a la casa.
El aparcamiento delantero ya está abarrotado de autos de lujo. Tras
asegurarme que no hay nadie merodeando por la entrada, saco la
llave del bolsillo y entro por la puerta peatonal antes de
escabullirme por el lateral de la casa.
Los servicios de catering transportan cajas de comida desde un
camión refrigerado aparcado en una franja de pavimento. En el
jardín delantero, donde se mezclan los invitados, los camareros
sirven champán y ostras. La tía Judith, hermana de mi difunta
abuela, está de pie al borde del jardín, con un vestido de encaje azul
claro y un sombrero a juego. Habla animadamente y agita una copa
de champán vacía para enfatizar lo que quiere decir.
Mi hermana, Matilde, la mira con rostro solemne. Vestida con
un vestido de seda color malva, tacones a juego y un collar de
perlas, Mattie parece mayor que sus dieciocho años. Su prometido,
Jared, permanece como una marioneta en esmoquin a su lado,
ofreciendo una sonrisa rígida a cualquiera que establezca contacto
visual. Un hombre desconocido habla con papá. Papá se mete un
dedo en el cuello de la camisa y se cruje el cuello. Parece como si
su pajarita ya le estuviera estrangulando.
Estupendo.
¿Cómo voy a pasar esta noche?
Siguiendo el paso de uno de los camareros, consigo llegar a la
puerta lateral por la que el personal accede a la cocina sin que
ninguno de los invitados me vea. Justo cuando exhalo un suspiro
de alivio, Doris, nuestra ama de llaves, entra por la puerta. Tiene
las mejillas enrojecidas y la frente sudorosa.
Se arrastra por el camino, agitando un paño de cocina en el aire.
—Eh, tú. Sí, tú, el del bigote. Vuelve aquí.
Me agacho, tratando de hacerme pequeña, pero el hombre que
estoy usando como escudo se aparta para dejarla pasar y así me
expone.
Cuando su mirada se posa en mí, sus ojos se abren. Su rostro
se vuelve rosado cuando se da cuenta de mi estado.
—Ya era hora que dieras la cara —dice con el ceño fruncido—.
Deberías haber estado lista hace dos horas. Qué insolente eres. —
Señala hacia la cocina—. Entra antes que llame a la Sra. Edwards.
—Lanzando los brazos al aire, se apresura a seguir su camino—.
Eh, tú. ¿Estás sordo? Te dije que esperaras. Necesitamos más hielo.
Conteniendo la respiración, miro la retirada de Doris por encima
de mi hombro. Está tan ida con los preparativos de la fiesta que no
ha prestado atención a la caja que tengo en las manos.
—¿Dónde demonios está tu encargado? —le pregunta al pobre
hombre al que ha acorralado—. Llevas retraso con los entrantes. —
Lo agarra del brazo y lo arrastra en dirección al camión frigorífico—
. Esto no sirve. No servirá de nada. No es mi trabajo...
Sus desvaríos se interrumpen cuando ella y el hombre
desaparecen al doblar la esquina.
—¿Tampoco tienes ganas de fiesta? —pregunta alguien con voz
grave y un ligero acento extranjero.
Giro la cara hacia la voz y todo en mi interior se paraliza. El tipo
apoyado en la pared junto a la puerta es a la vez el espécimen
masculino más llamativo y aterrador que he visto. De mandíbula
cuadrada y nariz fuerte, su rostro anguloso es sorprendentemente
atractivo. Sin embargo, desde cierto ángulo, esas líneas son duras.
Alto y ancho, con el pelo negro como el carbón y una piel de color
mediterráneo, parece un personaje salido directamente de un libro
de fantasía. De un mundo diferente. Puede ser un ángel caído o un
demonio, según su estado de ánimo.
Ahora mismo, con la inclinación de los labios, se inclina hacia
el lado angélico, pero más un arcángel con una espada decapitando
dragones que un ángel con suaves alas blancas. Si frunce el ceño,
se parecerá más a un demonio. Es tan hermoso, tan perfectamente
creado, que algo se retuerce en mi estómago. Es oscuro como el
océano y sin aliento como el agua. Así es como lo describiría si sólo
pudiera usar una palabra.
Agua.
Sin embargo, no es su belleza exterior lo que hace que mi
corazón se detenga por completo antes de volver a latir como un
tambor en mi pecho. Es la energía que lo rodea, una vibración de
peligro y encanto mortal. Parece tener diecinueve o veinte años,
pero tiene un aire mundano que le hace parecer mayor y más
experimentado. Aunque se me acelera el pulso y se me contrae la
piel, el instinto me dice que es el tipo de hombre del que debería
alejarme. Sin embargo, no me muevo del sitio. ¿Qué puedo decir?
No es culpa mía, soy Capricornio y mi signo zodiacal es la cabra
marina, a la que le atrae el agua.
Con una mano metida en el bolsillo del pantalón y la rodilla
doblada, su pose es relajada. Sin embargo, es sólo actuación. La
tensión rezuma por sus poros. Soy buena sintiendo a la gente.
Se ríe ante mi silencio.
—Supongo que no.
Con una sacudida interior, intento recordar lo que me ha
preguntado.
¿Tampoco tienes ganas de fiesta?
No lleva esmoquin, pero sus pantalones de etiqueta y su
chaqueta me dicen que es un invitado. La punzada en mi vientre se
intensifica. Reconozco el sentimiento con un sobresalto. Me
arrepiento. Lamento no conocerlo. Me arrepiento de no haberlo
hecho. Arrepentida de hacer caso a mi mente aunque mi corazón
ame el agua.
—¿Qué haces aquí? —pregunto en un tono hostil diseñado para
enmascarar mi reacción abrumadora hacia él—. Esta entrada es
sólo para el personal.
Levanta la mano libre, mostrándome un porro. Bajo el cuello de
la camisa blanca, abierta hasta el tercer botón, se le ve el pecho.
Sólo un atisbo basta para insinuar unos pectorales bien definidos.
Está tatuado, la parte superior del tatuaje que muestra es de color
negro azabache. Distingo los bordes decorativos de una cenefa.
Ojalá pudiera verlo entero. Dónde termina. Sus anchos hombros se
estrechan hasta la cintura. Los pantalones entallados y el corte
entallado de la camisa donde la chaqueta cae abierta muestran su
esbelta figura. Viste bien. Lo sé todo sobre la elegancia discreta.
Mamá me lo inculcó.
Vuelvo a mirarlo a la cara para no darle la impresión que le estoy
mirando. Sus labios carnosos se estiran, mostrando unos dientes
blancos y rectos que resaltan el tono aceitunado de su piel. Me
observa con ojos más negros que el ónice, enmarcados por largas
pestañas oscuras y espesas cejas. Me recorre con la mirada y me
estudia. Cuando se detiene un par de segundos en mis pechos, mi
corazón hace algo raro dentro de mí. Mi camiseta aún está mojada
en algunas partes, sobre todo donde está pegada a mis pechos.
Debajo se me ve la parte de arriba del biquini rojo, así como la zona
del vientre en la que se fija a continuación.
—No pareces lo bastante mayor para ser camarera —dice,
terminando su evaluación inspeccionando mis piernas—. ¿Cómo de
jóvenes contratan hoy en día?
No lo corrijo. Si sabe lo joven que soy en realidad, no me prestará
ni un ápice más de atención. Aunque irme es sin duda la opción
más sensata, no quiero darle la espalda. Todavía no.
Sus labios se mueven, la diversión brilla en sus ojos.
—¿Te ha comido la lengua el gato, bella?
Una sacudida me recorre. ¿Cómo sabe mi nombre? Sólo mi
familia y mis amigos íntimos me llaman Bella. Pero no. Lo dijo de
otra manera. Lo dijo como un término cariñoso. Sé lo que significa
bella en ese contexto, y me calienta el pecho con un calor agradable.
—Tienes acento —le digo.
—Francés-Italiano.
—¿Eres de Italia o de Francia?
—Córcega.
—Hablas inglés muy bien.
—Mi madre insistió en que aprendiéramos desde pequeños. Es
importante hablarlo para los negocios.
Sus respuestas crípticas y educadas son una clara señal que se
está aburriendo con la conversación. Debería irme, pero me quedo,
incapaz de apartarme.
—Ojalá supiera hablar un idioma extranjero.
—¿No deberías estar trabajando? —me pregunta, señalando con
la cabeza la caja que tengo en las manos.
Su animosidad me pone los pelos de punta.
—¿No deberías estar mezclándote con los invitados?
Sonríe. Saca un encendedor Zippo del bolsillo y lo golpea contra
el metal.
—Las fiestas son aburridas, pero las de cumpleaños son las
peores. —Echa otro vistazo a mi atuendo poco apropiado—. Está
claro que estás de acuerdo.
Aunque comparto su sentimiento, no puedo evitar ponerme a la
defensiva.
—¿Entonces por qué has venido?
Se lleva el porro a la boca y me mira desde la rendija de sus ojos
mientras lo enciende. Inhala y expulsa una fina línea de humo.
—Negocios.
El humo se enrosca en una cinta antes de dispersarse en el aire,
dejando tras de sí el penetrante olor de la hierba.
—¿Negocios? —¿Me equivoqué al decir que era un invitado?—
¿Estás con los del catering?
Se ríe.
—Mi padre y el señor Edwards son socios. —Me estudia a través
de las gruesas pestañas de sus ojos oscurecidos mientras da otra
calada al porro, y añade después de soplar el humo—: Más o menos.
—Así que sólo estás aquí por motivos de trabajo —digo, con mi
ego injustificadamente herido.
—Eso es lo que parece.
No puedo evitar el sarcasmo en mi voz.
—Puedo ver cómo eso debe apestar para ti.
Se encoge de hombros.
—Son gajes del oficio.
Como no respondo, me tiende el porro.
Sacudo la cabeza.
—No fumo.
—¿Bebes?
Mis padres me dejan tomar un poco de vino o champán en
ocasiones importantes.
—No muy a menudo.
Su voz baja una octava.
—Bien.
Él sigue fumando mientras yo me quedo ahí, devanándome los
sesos en busca de algo que decir.
Girando la cara, me mira como preguntándome por qué sigo allí.
—Será mejor que entres y te pongas a trabajar.
No me gusta cómo me habla. Me molesta que crea que puede
darme órdenes. Sobre todo, odio la facilidad con la que me
desprecia.
Cuando apaga el porro en la pared y tira la colilla a la basura de
la fiesta que se amontona junto a la puerta, sé que se va a marchar.
Y no quiero que lo haga. Me entretengo usando lo que mi intuición
femenina me dice que llamará su atención. Desafío.
—No —digo levantando la barbilla.
Sus ojos se encienden como si no oyera esa palabra a menudo.
—No saltaré porque tú me lo digas —continúo.
Se aparta de la pared.
—¿Qué me has dicho?
De pie, más alta, recurro a la confianza en mí misma que
normalmente me sale de forma natural pero que, por alguna razón,
ahora me ha fallado.
—¿Por qué debo irme? Vete si no me quieres aquí. No deberías
haber elegido este sitio si esperabas fumar tu mariguana sin que te
atraparan. Lo cual no está nada bien. No fumar a escondidas, sino
fumar en absoluto. Especialmente drogas. Te hace totalmente
antipático.
Mierda. ¿Puedo callarme ya?
Sus ojos oscuros se ensanchan con humor más que con ira. Una
sonrisa coquetea con sus labios.
Se está riendo de mí. Qué vergüenza.
No espero su respuesta. Mi intención es hacer una gran salida
mientras aún me queda algún resto de dignidad al que aferrarme,
pero justo cuando me giro hacia la cocina, mi madre entra por la
puerta.
Doble mierda.
—Sabella Daphne Edwards. —Me agarra del brazo, sus uñas se
clavan en mi piel—. ¿Dónde has estado? —Su rostro palidece
mientras me asimila—. Dios mío. Mírate. Esto es demasiado. —Me
da una sacudida no demasiado suave—. Estoy harta de ti.
El desconocido desliza la mirada hacia el césped, donde unos
globos blancos y rosas se arquean alrededor de unos números
plateados inflados que escriben dieciséis en el centro. Sus labios se
curvan en una amplia sonrisa mientras, sin duda, suma dos más
dos.
Casi me muero de humillación. Esta vez mi madre está muy
enfadada conmigo, tanto que no se da cuenta que el joven está de
pie a un lado mientras el personal del catering entra y sale de la
casa como una hilera de hormigas.
—Entra. —Me suelta el brazo y me quita la caja de las manos—
. Ahora.
—Espera —grito, intentando recuperar la caja—. Se te va a caer.
Mi madre sostiene la caja fuera de su alcance.
—¿Qué has hecho ahora?
—Nada, lo juro.
Frunce los labios y abre la solapa.
—Se llama Pirata —digo, hablando tan rápido que mi lengua
tropieza con las palabras—. Por favor, tienes que dejar que me lo
quede.
Mi madre sostiene la caja a distancia.
—Sabes que soy alérgica a los gatos.
—Por favor. —Aprieto las palmas de las manos en un gesto de
súplica—. Es el único regalo de cumpleaños que quiero. Nunca te
pediré nada más.
Mi madre chasquea los dedos. Milagrosamente, un miembro del
personal aparece a su lado.
—Pon esto en el baño de invitados de arriba. —Le empuja la caja
al hombre, que es uno de nuestros jardineros—. Lo llevaremos a la
Sociedad Protectora de Animales mañana.
—No —dice el desconocido, la palabra cargada de tanta
autoridad que tanto mi madre como el jardinero se quedan helados.
No sé quién está más sorprendida, si mi madre o yo.
Mi madre se da la vuelta y da un respingo cuando su mirada se
posa en el hombre. Mira entre nosotros, con los ojos llenos de
sospecha.
—¿Qué estás haciendo aquí en la parte trasera de la casa?
Se acerca y toma la caja del jardinero.
—Le estaba dando a Sabella su regalo de cumpleaños.
Tambaleándose, mi madre dice con voz aguda:
—¿Perdón?
Con cuidado, me devuelve la caja.
—Si hubiera sabido que era alérgica, Sra. Edwards, habría
incluido antihistamínicos con el regalo. Es un problema bastante
fácil de resolver y un pequeño sacrificio a pagar por la felicidad de
Sabella. —Y añade con una sonrisa burlona—: Estoy seguro que me
perdonará por el descuido.
Las fosas nasales de mi madre se agitan. Se le levanta el pecho
e inspira bruscamente. Incapaz de hilvanar palabras para formar
una frase, vuelve a chasquear los dedos y el jardinero desaparece
tan rápido como apareció.
—Bueno —dice mi madre, mirándome con los ojos
entrecerrados—. Será mejor que vayas a acomodar a tu nueva
mascota y te prepares. Ya has hecho esperar bastante a todo el
mundo. Le diré a Mattie que te ayude a vestirte para que tus
invitados no tengan que esperar otra hora.
Levantando la nariz, se marcha con toda la elegancia que le
permiten sus tacones.
Me quedo paralizada, sin poder creerme mi suerte. Boquiabierta
ante el apuesto desconocido, digo con toda la sinceridad que poseo:
—Gracias.
Una pizca de calidez suaviza la dura negrura de sus ojos.
—De nada, Cara.
Mi estómago se revuelve ante otro término cariñoso.
—¿Por qué lo hiciste?
Su declaración es casual, pero las palabras están cargadas.
—Porque deberías tener lo que quieres por tu cumpleaños.
—Tu negocio debe ser muy importante para mi padre. Mi madre
nunca cede así.
Se mete una mano en el bolsillo y mira a los asistentes a la
fiesta.
—Aquí sólo hay gente mayor. ¿No tienes amigos?
—No soy socialmente torpe e incapaz de hacer amigos, si eso es
lo que insinúas —digo con una sonrisa.
—Yo nunca sería tan grosero —contesta—. Sólo me pregunto
por qué no están invitados.
—Todo el mundo está fuera por las grandes vacaciones de
verano. —Hago un mohín—. Si no fuera por esta fiesta, ahora
estaría en Plettenberg Bay con ellos.
Su expresión se ensombrece.
—¿Sola?
—Ojalá. —Hago una mueca—. Mi hermano y su esposa habrían
ido como mis acompañantes.
—Ah. —Parte de su tensión se evapora—. Si te hace sentir mejor,
podría haber estado esquiando en los Alpes.
—¿En serio? —Esa punzada de defensividad me golpea de
nuevo—. Debes estar muy decepcionado por haberte perdido eso.
—Ahora no tanto. La vista aquí es muy bonita.
Me río.
—¿Bonita?
—Mucho más de lo que esperaba.
Mi respiración se acelera. Soy nueva en los matices de nuestro
juego, pero me gusta jugar con él.
—¿Puedo ver? —pregunta, señalando la caja.
—Oh. —Su interés en Pirata me hace feliz. De verdad—. Por
supuesto.
Levanto la tapa. Ambos miramos dentro de la caja, con las
cabezas muy juntas. Su colonia es una mezcla de algo amaderado
y cítrico, un perfume sutil que me hace querer enterrar la cara en
su cuello e inhalar la fragancia de su piel. Le hace cosquillas a
Pirata bajo la barbilla y se ríe cuando el gatito ronronea, pero no me
centro en el gato. Soy demasiado consciente de nuestra proximidad
y de lo bien que huele.
—Es lindo —dice, levantando su mirada hacia la mía.
Me aclaro la garganta.
—Lo es.
Una mirada extraña, casi calculadora, aparece en su rostro.
—¿Quién te lo dio?
—Lo encontré en un cubo de basura de camino a casa.
Sus facciones se relajan.
—Me alegro que haya encontrado un buen hogar.
—Siento lo de antes —digo impulsivamente mientras me invade
una nueva oleada de gratitud—. Fui grosera.
La sonrisa que me ofrece es tan cálida y desprevenida que no
sólo me hace sentir como si el sol brillara en mi cara, sino también
que soy especial. Para él.
—Siento haberte confundido con una camarera —dice—. Debí
preguntar en vez de suponerlo.
—¿Empezamos?
—Empezamos. —Asiente, su mirada oscura se clava en la mía.
La intensidad de su mirada me calienta la sangre. Nunca nadie
me había mirado con tanta posesión. Ningún hombre me había
sonreído como si fuera valiosa e importante.
Poco a poco, algo serio sustituye a la calidez de su expresión,
algo depredador y carnal. Sé que es consciente de lo cerca que
estamos, invadiendo el espacio personal del otro. Estoy fuera de mi
alcance, no estoy preparada para lo que pasa por sus ojos, pero no
puedo moverme.
Él actúa primero, no alejándose sino acercándose aún más,
tanto que la caja queda apretada entre nosotros. Levanta el brazo,
me roza la sien con las yemas de los dedos y lleva mi cabello detrás
de la oreja. El roce es tan suave que apenas se siente, pero me
estremece. Me recorre todo el cuerpo y me pone la piel de gallina.
—Feliz cumpleaños, Cara —dice con esa voz grave y profunda
con un toque de acento.
Pasa un tiempo en el que contengo la respiración, aunque no sé
muy bien por qué.
Y entonces retrocede, poniendo espacio entre nosotros.
Me duele físicamente. Ya sea por la distancia o por su
proximidad, me duele con la misma intensidad, dejándome una
sensación de vacío en el estómago y un aleteo en las sienes. Me late
el corazón y me tiemblan las rodillas. Es confuso. Quiero a la vez
esconderme contra su pecho y huir de estos sentimientos tan
maravillosos y aterradores a la vez.
Temerosa que note mi debilidad, huyo hacia el interior de la
casa, logrando milagrosamente esbozar una sonrisa inquebrantable
por encima del hombro, pero él ya se aleja con las manos metidas
en los bolsillos y la mirada fija en el horizonte. Justo cuando mi
corazón está a punto de hundirse, vuelve la vista. Estoy tan
extasiada que no me importa que me haya atrapado mirando,
porque yo también lo he atrapado a él.
Por primera vez en mi vida, me apresuro a ponerme bonita.
La posesión fluye por mis venas cuando dejo a Sabella para
vestirse y volver a la fiesta. El embriagador cóctel de propiedad y
responsabilidad me recorre el cuerpo y me llega al cerebro como
una droga.
Los sentimientos son extraños e inesperados. He cuidado de
nuestras mascotas desde muy joven, pero un ser humano nunca
ha dependido de mí. Hasta ayer, Sabella Edwards era un concepto
abstracto. Aposté con el elemento sorpresa, y no fue la sorpresa lo
que ganó. Ni mucho menos. Lo que vi me gustó. Mucho. Verla
provocó algo en mí. Casarse con ella ya no es una imagen borrosa
con bordes intangibles. La perspectiva es real. Ella no es una
imagen de una persona con rasgos indistinguibles. Es una mujer
joven de carne y hueso, y además impresionante.
Saber que esta preciosa chica es mía me llena no sólo de orgullo,
sino también de una fuerte dosis de celos. Es una belleza, y ella no
lo sabe. Aún no lo sabe. Pero pronto será consciente de su belleza
y del poder que puede ejercer sobre los hombres.
A mí, por ejemplo. A los cinco minutos de conocerla, ya he roto
la promesa que me hice a mí mismo. La he tocado cuando sabía
que no debía hacerlo. Es una chica inocente con curvas de mujer.
Sólo un muerto no se fijaría en esos pechos firmes, ese culo
bronceado y esas piernas largas. Su cuerpo es como una fruta
suculenta a punto de madurar, pronto lista para la cosecha.
La sola idea es suficiente para ponerme verde cuando pienso en
la distancia que pondré entre nosotros mañana y en cuántos chicos
cachondos pueden aparecer en su puerta mientras estoy librando
esta guerra con su padre.
Tendré que enviar a un hombre para que la vigile. Nuestro
hombre más leal y de confianza. La decisión alivia mi preocupación,
aunque sólo marginalmente.
De vuelta en el jardín, busco a mi padre entre la multitud.
Finalmente, lo veo sentado en un banco en un rincón apartado del
porche. Tiene la cara blanca como la tiza y tose en el pañuelo.
La alarma me triplica el pulso. Llego hasta él a grandes zancadas
y le sirvo un vaso de agua de la jarra más cercana. Le pongo el vaso
en la mano y le protejo con mi cuerpo de posibles espectadores
curiosos.
—Bebe —digo, mirando a mi alrededor para ver si alguien me
mira, pero nadie se da cuenta.
Consigue tragar un sorbo, que le ayuda a calmar la tos, y bebe
del vaso mientras apoya la cabeza en la pared y respira por la boca.
—Ven. —Dejo el vaso sobre la mesa y lo tomo del brazo,
ayudándolo a ponerse en pie—. No dejes que te vean así.
Incapaz de hablar, asiente con la cabeza y me deja guiarlo hasta
el auto. Apenas estamos dentro, otro ataque de tos le sacude los
hombros. Busco su inhalador en el maletero, pero niega con la
cabeza.
—Déjalo. Ya pasará.
Bastardo testarudo.
—No tienes nada que demostrar rechazando tu medicina. Nadie
pensará que eres débil por tomarla.
Aspira aire entre los dientes y saca las palabras de un pecho
jadeante.
—Sólo necesito un momento.
Discutir es inútil. Mi padre es muy testarudo y orgulloso.
Arranco el auto y conduzco hasta las puertas. Pulso el botón del
interfono situado en el interior del jardín. Un instante después, las
puertas se abren y alguien de la casa, presumiblemente uno de los
empleados, nos deja salir.
La etiqueta dice que marcharse sin despedirse del anfitrión es
una grosería imperdonable, pero Edwards se declaró nuestro
enemigo, esta noche, y nunca debes mostrar a tu enemigo tu
debilidad.
Manteniendo un ojo en mi padre y el otro en la carretera, tomo
la curva hacia George. Él baja la ventanilla y respira profundamente
el aire fresco. Cuando veo las luces del aeropuerto, el ataque ya ha
pasado y sus músculos vuelven a estar relajados.
—Deberías llamar a tu médico —le digo. —Tienes que verlo
cuando lleguemos a casa.
Descarta la idea con un movimiento de la mano.
—No es más que una pérdida de tiempo. —Me mira y me dice—
: Ni una palabra de esto a tu madre.
—No deberías ocultarle esto.
—¿Qué sentido tiene preocuparla? No va a cambiar nada.
Aprieto el volante. Estoy de acuerdo y en desacuerdo con esa
afirmación, pero respeto su decisión. Es lo que yo habría querido si
hubiera estado en su lugar.
—Lo siento —dice, mirando por la ventana hacia la lejanía,
donde las colinas aparecen a la luz de la luna.
Es tan raro que mi padre se disculpe que no sé qué responder.
Lo único que puedo decir es:
—No es culpa tuya.
Su voz se endurece.
—Me refería a que teníamos que irnos antes que Sabella hiciera
su aparición.
—La conocí.
Me mira.
—Nos encontramos por accidente —le explico—. Intentó entrar
por la parte de atrás de la casa sin que se dieran cuenta.
Las comisuras de sus labios se inclinan hacia abajo.
—No parece una hija muy obediente.
Sintiéndome obligado a defenderla, digo:
—Estaba rescatando a un gatito abandonado.
Hace un sonido de no compromiso.
—¿Cuál fue tu impresión?
Considero mi respuesta.
—Le gusto. —Sorprendentemente—. Creo que puedo hacer que
se enamore de mí. No será muy difícil.
—Mm. —Contempla mi respuesta, estudiando la carretera bajo
los faros del auto—. Eso sin duda hará que acepte casarse contigo,
pero las emociones son volubles. No puedes confiar sólo en el amor
para sellar un acuerdo tan importante. Por lo que he oído, está muy
unida a su padre. Si él no da su consentimiento, puede que ella se
niegue a casarse contigo por no querer decepcionarlo o evocar su
desaprobación. Si Edwards fuera el único escollo, habría sido
bastante fácil deshacerse simplemente de él, pero si muere antes
que hayas tomado posesión de tu parte de la empresa, Ryan lo
heredará todo. No —reflexiona—. Necesitamos que Edwards esté de
acuerdo. Necesitamos un incentivo mucho más fuerte que el amor.
Piso el freno y reduzco la velocidad hasta el límite cuando nos
acercamos al campo de golf. Un guardia nos registra en la entrada.
Tamborileando con los dedos sobre el volante, contemplo
nuestra situación. Edwards no se retira del trato que hizo sólo
porque no quiere que su princesa se case con un Russo rastrero y
mugriento con sangre y pecados en sus manos. Edwards no quiere
compartir su poder y su fortuna. No me parece un hombre que ceda
fácilmente. Un poco de pulseada no será suficiente para
convencerlo. No. Edwards declaró la guerra, y la guerra requiere un
enfoque mucho más radical. No descansaré hasta que lo que se me
ha prometido sea mío.
Aparco delante del hotel y apago el motor. Mi voz es llana, mi
mente decidida.
—Déjamelo a mí. Yo me encargo de Edwards.
—Tenemos que convocar una reunión con tus tíos. Deben
participar.
Me giro en mi asiento y miro a mi padre.
—Sabella es mi responsabilidad. Es mi problema, no un asunto
familiar.
—Eres joven. Hay muchas cosas del negocio que aún tienes que
aprender. Edwards puede parecer dócil, pero es más astuto y
peligroso de lo que crees.
Sonrío.
—Entonces esta es la oportunidad perfecta para demostrar mi
valía. Tú me enseñaste. Ahora es un buen momento para demostrar
a nuestra familia que confías en mí.
A la luz de la luna que se cuela por la ventana, las sombras bajo
sus ojos son profundas.
—El destino te obliga a asumir demasiado, demasiado pronto.
No deberías tener que llevar mis zapatos cuando tu vida no ha
hecho más que empezar. Deja que tus tíos te ayuden.
—Trataré esto a mi manera. Si no funciona, involucraremos a
tus hermanos.
Se ríe entre dientes y me agarra del hombro.
—No hay duda. Sin duda eres mi hijo. —Su expresión se
tranquiliza—. No subestimes a Edwards. Será un error.
—No te preocupes. —Abro la puerta y salgo—. No tengo
intención de cometer errores.
Si Edwards cree que ha visto lo peor de lo que somos, se va a
llevar una desagradable sorpresa. Desató el diablo en mí.
Pronto se enfrentará a ese monstruo.
La voz de Mattie me saca de mi ensimismamiento.
—¡Bella! ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no estás en la ducha?
Mamá está teniendo un ataque de nervios. ¿Y qué hay en esa caja
que llevas? —Se estremece—. Juro que acabo de oír algo arañando
dentro.
Mecánicamente, miro a mi hermana, pero mi corazón se ha
quedado en el lateral de la casa, junto a los cubos de basura. Tengo
la espantosa y aterradora sensación que es ahí donde está
destinado a quedarse para siempre.
Ella frunce el ceño.
—¿Por qué pones esa mirada?
Intento relajar mis facciones.
—¿Qué mirada?
—Esa mirada tonta.
—Nada.
Entrecerrando los ojos, se dirige a la puerta trasera y echa un
vistazo al marco. Cuando vuelve al fregadero, tiene los labios
fruncidos y la frente arrugada, lo que la asemeja más que nunca a
mamá.
—Ven —dice, tomándome del brazo—. Vamos a limpiarte. —
Levanta la nariz—. Al menos lo mejor que podamos.
Por una vez, no discuto. No me molesta el conjunto que eligió mi
madre para la fiesta, pero ahora me alegro que el vestido me haga
parecer mayor. Es entre burdeos y malva, como el de mi madre y
Mattie, pero dos tonos más claro. Un delicado encaje se superpone
a un slip de seda y se ata con un fajín a mi cintura. Con los tacones,
seré tan alta como Mattie.
Sigo a mi hermana a mi habitación, donde le hago una cama a
Pirata con mi manta más suave mientras ella abre el agua de la
ducha para que salga caliente. Saco el teléfono del bolsillo, llamo a
la clínica veterinaria de urgencias de George que atiende las
veinticuatro horas y, tras describir el problema, pido que lo traigan.
George es una ciudad grande, pero lo bastante pequeña como para
que todo el mundo se conozca. La recepcionista no discute cuando
le digo quién soy y que mi padre pagará la factura.
Tranquila porque la leche para Pirata llegará en veinte minutos,
le doy un poco de agua y me preparo lo más rápido que puedo. Mi
impaciencia no tiene nada que ver con la rabieta que va a montar
mi madre y todo con el hombre que me ha hecho el mejor regalo de
cumpleaños del mundo. Quiero que me vea con mi vestido nuevo,
bien peinada y maquillada. Por primera vez en mi vida, quiero
parecer femenina y deseada.
Doris llama a la puerta con el biberón y la leche de Pirata
mientras Mattie me riza el pelo. Mi hermana suelta una maldición
cuando abandono mi puesto frente al espejo para mezclar la leche
y darle el biberón a Pirata. Me amasa la muñeca con las patas
mientras engulle con avidez la leche hasta que no queda ni una
gota. El hecho que tenga la barriga llena me recuerda que
necesitará una bandeja higiénica, pero cuando le pido a Mattie que
llame a la clínica, me dice que un poco de arena del jardín en una
caja de zapatos tendrá que ser suficiente porque ella tiene cosas
mejores que hacer, como terminar de peinarme.
Para cuando Pirata se duerme acurrucado en la manta, Mattie
ha terminado de maquillarme. Estudio mi reflejo en el espejo con
ojo crítico. Mi pelo no tiene el tono castaño de Mattie, pero los
mechones oscuros son gruesos y brillantes. Las muchas horas que
he pasado al aire libre me han oscurecido la piel. Tengo algunas
manchas blancas en brazos y piernas, pero mis mejillas tienen un
brillo saludable y el color del vestido resalta mi bronceado.
Mattie pone los ojos en blanco cuando me quito el labial rojo y
lo sustituyo por un poco de gloss. Me da más volumen a los labios.
—¿Lista? —pregunta con una nota de irritación—. Dejé a Jared
solo con los buitres.
Me quito el exceso de brillo con un pañuelo y le sonrío en el
reflejo del espejo.
—Seguro que sobrevive una hora.
Miro a Pirata una última vez antes de bajar corriendo tras Mattie
por las escaleras.
Ya es de noche. El jardín está iluminado con luces de hadas que
cuelgan alrededor de los árboles y farolillos que arden sobre las
mesas. Me pongo de puntillas en la terraza y observo a la gente.
—Se fue —dice Mattie en tono seco.
Finjo ignorancia.
—¿Quién?
—Angelo.
Así que ese es su nombre. Es apropiado.
—¿Qué Angelo? —pregunto, disfrutando del sonido de su
nombre en mi lengua.
—Russo.
—¿Dónde se aloja? —pregunto, intentando parecer indiferente—
. ¿En la casa de huéspedes o en un hotel?
Sus modales son bruscos.
—Regresó a su casa.
Me invade la decepción. No me verá con mi vestido. Ni siquiera
pudo esperar hasta el final de la fiesta. Córcega está al otro lado del
mundo. Puede que nunca vuelva a verlo.
—Menos mal que se fue —dice—. No tenía nada que hacer
apareciendo en un evento familiar.
—¿No estaba invitado?
—Él y su padre se autoinvitaron. Papá solo les dijo que vinieran
por educación.
—¿Cómo es que sabes tanto?
—Ryan me lo dijo. —Mattie se pone delante de mí, impidiéndome
ver—. Él es un problema, Bella, con una gran P.
—Ni siquiera lo estaba buscando.
—Bien. —Se cruza de brazos—. Aléjate de él y de su familia. Son
gente mala.
—¿Cómo puedes decir eso? Ni siquiera lo conoces.
—¿Te acuerdas de aquel chico de la escuela primaria, el que
siempre tenía el pelo revuelto aquí? —Se pasa un dedo por la base
del cuello—. Tomaba los uniformes del colegio del baúl con los
desechables de segunda mano del gimnasio. Su camiseta tenía
agujeros bajo las axilas.
Frunzo el ceño.
—¿Isaac?
—Sí. Angelo es como él. Bueno, no en la forma en que estaba
vestido esta noche, pero su familia viene del mismo lugar que la
familia de Isaac.
—Me gustaba Isaac. Era listo y se le daban mejor las
matemáticas que a nadie en la escuela. Y era bueno con los
animales. Era muy amable con los gatos callejeros que vivían en los
desagües detrás de los retretes.
Ella suspira.
—Confía en mí cuando te digo que la familia Russo es la peor
clase de mala.
Quiero decir que no pueden ser tan malos si papá los considera
lo bastante buenos como para hacer negocios con ellos, pero mi
padre se acerca con una sonrisa orgullosa.
Me besa la mejilla.
—Estás preciosa, cariño.
Mi madre le pisa los talones, tropezando con la hierba.
—Casi lo arruinas todo, Sabella. Solo me alegro que nadie
decidiera irse.
Tomándome del brazo, mi padre dice:
—¿Hacemos el brindis?
Cuando mamá no mira, me guiña un ojo.
No estoy tan entusiasmada ahora que se ha ido. Para ser
honesta, estoy un poco dolida. Bueno, mucho. La noche ha perdido
su chispa. Solo aguanto la fiesta por el bien de mis padres. Como
una buena anfitriona, hago la ronda y hablo con los invitados, les
ofrezco refrescos y escucho educadamente la historia del tío Fred
sobre el atraco al banco.
Cuando llega el momento de abrir los regalos, suspiro aliviada.
Eso significa que pronto cortarán la tarta y la servirán con café, lo
que anuncia el fin de la fiesta.
La familia Russo me regaló un intrincado brazalete de oro en
forma de margaritas entrelazadas con un diamante en el centro de
cada flor. Es hermoso. Deben de tener mucho dinero. Si papá se
sintió obligado a invitarlos a mi fiesta, deben ser muy importantes
para su negocio. Nunca invita a sus colegas o socios a casa. No cree
en mezclar negocios y placer.
Todo el mundo admira la pulsera, menos mi madre. Parece
disgustada por el hecho que me guste tanto, pero es solo porque no
quiere que el regalo de nadie eclipse al suyo. El regalo de mis padres
es un piano de cola envuelto en terciopelo blanco y atado con un
gigantesco lazo rosa. Nunca he tocado el piano, no tengo talento
para ello ni nunca lo tendré. Cuando se lo señalo a mamá, me dice
que el piano quedará bien en mi salón, algún día, y que tengo
muchos amigos que pueden entretenerme tocando.
Por muchos amigos, se refiere a Colin, mi amigo de la infancia y
vecino. Ninguno de mis otros amigos tiene talento musical. Colin y
yo nacimos con una semana de diferencia y estuvimos en la misma
clase durante toda la primaria. Solo nos separaron en el instituto
porque mis padres me enviaron a un colegio privado solo para
chicas mientras que a Colin lo mandaron al colegio de chicos. Mi
madre aún espera en secreto que nos casemos algún día. Ni hablar.
Colin es como un hermano para mí.
Una vez servida la torta de lichi con ganache de rosas, me quedo
en la entrada y estrecho la mano de todos los asistentes para darles
las gracias por haber venido. Cuando por fin cierro la puerta,
apenas puedo mantenerme en pie. A pesar del cansancio, me invade
una extraña desgana.
Quitándome los tacones que me aprietan los dedos de los pies,
deambulo sin rumbo por la casa vacía. El equipo del catering ya ha
retirado las mesas de cóctel alquiladas y ha recogido.
—Es por lo que pago —dice siempre mi madre con un suspiro
de agradecimiento cuando se despierta a la mañana siguiente con
una ligera resaca en una casa limpia.
Mis pies me llevan automáticamente al estudio de papá. Darle
las buenas noches es una costumbre desde que soy pequeña.
Siempre trabaja una o dos horas cuando todo el mundo se ha ido a
la cama, nunca hace excepciones, ni siquiera los fines de semana o
después de las fiestas.
La voz acalorada de mi madre atraviesa la madera antes incluso
que llegue a la puerta.
—No voy a decir que te lo dije, pero te advertí que no hicieras
negocios con esa gente. No puedes dejar que esto ocurra.
—No lo haré —refunfuña mi padre—. Ahora, dame un descanso.
—Déjalo ya —exclama—. Nada bueno va a salir de esto.
—Tú ocúpate de tus asuntos y yo me ocuparé de los míos.
—Quieres decir que llevas tu casa y crías a tus hijos pero no
tienes opinión cuando se trata de cómo tu negocio afecta a nuestras
vidas.
—No seas tan dramática, por el amor de Dios. Yo me encargo.
¿No lo hago siempre?
—¿Dramática? —Le tiembla la voz—. A veces, Benjamin
Edwards, puedes ser un hijo de puta condescendiente.
Un momento después, la puerta se abre en mis narices. Salto
hacia atrás y mi madre atraviesa el marco de la puerta con la cara
llena de rímel negro. Me fulmina con la mirada antes de salir
corriendo por el pasillo, descalza y con los tacones colgando de una
mano.
No me tomo su animosidad como algo personal. Simplemente
no le gusta mostrar debilidad. A nadie se le permite verla en
cualquier estado de vestimenta o compostura que no sea perfecto.
Nunca la he visto en pijama o sin maquillaje. Siempre está
inmaculadamente arreglada cuando baja las escaleras por la
mañana.
Vacilante, asomo la cabeza por el marco de la puerta. Mi padre
está sentado detrás de su escritorio, garabateando en su pequeña
libreta negra. Llamo para que se dé cuenta de mi presencia. Como
siempre, cierra el libro y lo guarda en el cajón superior izquierdo.
—¿Interrumpo? —pregunto.
Sonríe, pero la habitual inclinación fácil de su boca está tensa.
—Nunca.
Lanzo un pulgar en dirección a la huida de mamá.
—No pude evitar escuchar algo de eso.
—¿Todo? —pregunta alarmado.
Frunzo el ceño.
—Solo la última parte. ¿Va todo bien?
Suspira.
—Ven aquí. No estés tan preocupada. Sabes que tu madre
exagera cuando está cansada.
No es un eufemismo.
Entro en la habitación y aspiro la familiar fragancia de la madera
pulida y el cuero. Cuando era pequeña, solía quedarme dormida en
el sofá mientras mi padre trabajaba. Siempre me despertaba con
una manta cubriéndome, sintiéndome segura y protegida. Me
quedaba despierta escuchando el sonido de su lápiz sobre el papel.
Mi padre es un anticuado en lo que respecta a los ordenadores.
Sigue garabateando en su cuaderno en lugar de utilizar los
programas que Ryan instaló en su portátil.
Me tumbo en el sofá y meto las piernas debajo de mí.
—No me gusta cuando se pelean.
Se acerca y toma asiento a mi lado.
—Es un desacuerdo tonto. Mañana se olvidará.
—Espero que no sea por mí.
—¿Por qué piensas eso?
—Le arruiné la fiesta a mamá, ¿no?
Pellizcándome la mejilla, me dice:
—Has estado perfecta. ¿Te divertiste?
Odio mentirle a mi padre, así que me encojo de hombros.
Hace un gesto de dolor.
—Siento lo del piano. Tu madre no se dejaría disuadir.
—No pasa nada. —Sonrío y apoyo la cabeza en su hombro—.
Puedo usarlo como mesa algún día cuando tenga mi propio
apartamento.
Una suave carcajada sacude su cuerpo.
—Que no te oiga tu madre. —Saca una cajita de su bolsillo y me
la pone en el regazo—. Tengo algo para ti.
Me incorporo rápidamente y miro su atractivo rostro, la gratitud
me calienta el corazón.
—No debiste hacerlo.
Él rechaza mi protesta.
—Ábrelo.
Se me dibuja una sonrisa en la cara cuando abro la tapa y
descubro una delicada cadena de oro con un colgante de tortuga
marina.
—Ay, papá. —Le echo los brazos al cuello y lo abrazo—. Gracias.
Es precioso.
—Pensé que te gustaría —me dice con un guiño conspirador
cuando lo suelto.
Acaricio las líneas del colgante.
—Me encanta.
—Bien. —Me da una palmadita en la mano—. Eso es todo lo que
importa.
—¿Te has enterado de lo del gatito?
—Tu madre me lo dijo.
Ocultando mi expresión fingiendo estudiar el colgante, indago
con cuidado:
—Creí que no invitabas a socios a las reuniones familiares.
—No lo hago. Resulta que estaban en la ciudad para una
reunión. No pude evitar invitarlos.
—Lo dices como si no te gustaran.
—Sabella.
El raro uso de mi nombre completo me hace mirarlo.
—Tienes que alejarte de ese hombre. No es bueno para ti.
¿Entiendes?
—¿Por qué? —pregunto, con la voz ronca.
—Tiene una reputación. Créeme cuando te digo que no es el tipo
de hombre que quieres en tu vida.
Mi padre siempre ha sido estricto a la hora de dejarme salir con
chicos, especialmente hombres mayores que yo.
—No quiero que te mezcles con él ni con nadie de su familia. ¿Lo
entiendes? —vuelve a preguntar—. Te lo prohíbo absolutamente.
Nunca me había hablado tan severamente.
Trago saliva y asiento.
—Bien —dice—. Ahora, ve a dormir un poco.
Le doy un beso en la mejilla y le deseo buenas noches, dejándolo
con su trabajo.
Una extraña sensación anida en la boca de mi estómago
mientras camino por la oscura y desierta casa hacia mi habitación.
No puedo explicar lo que ha pasado esta noche. Solo sé que mi
mente sólida y fiable ya no tiene el control.
En algún momento entre la puesta de sol y ahora, mi corazón
se convirtió en el amo de mis decisiones.
Una hora antes del amanecer, me pongo un chándal y busco en
la habitación del hotel objetos adecuados para un secuestro. Me
decido por la bolsa de la ropa sucia y uno de mis calcetines. La
gruesa bolsa negra no deja pasar la luz y el calcetín no deja marcas.
Luego garabateo una nota en la papelería del hotel para informar a
mi padre que me voy a correr a la playa. Después de pasar la nota
por debajo de su puerta, tomo un par de guantes de golf del quiosco
de la recepción al salir.
En el auto, busco en el GPS la dirección que saqué de los
registros de Recursos Humanos de la oficina de Edwards.
Selecciono la ruta más corta, me dirijo a un barrio acomodado de
las afueras de George y aparco delante de una casa moderna que
domina el valle.
La mañana es brumosa, el sol lucha por abrirse paso entre las
nubes del horizonte. Las vacas pastan en las verdes colinas detrás
del mar. Enciendo la calefacción del auto para desempañar el
parabrisas. Mientras espero, mando un correo electrónico a nuestro
padrino para que tome el próximo vuelo disponible a Sudáfrica. Le
doy instrucciones detalladas y le pido un informe diario.
Estoy terminando un correo electrónico para liquidar el pago de
sus gastos cuando se abre la puerta de la casa de enfrente y sale el
contable junior de Edwards. Elijah Johnson es un hombre bajo y
delgado, con las uñas cuidadas y el pelo castaño perfectamente
peinado. Lleva pantalones ajustados y una chaqueta Karl Lagerfeld
con chaleco a juego. Se pasa una cartera de cuero de una mano a
la otra, comprueba su reloj de pulsera y se apresura hacia un BMW
aparcado en la entrada.
Se pone al volante e inspecciona su reflejo en el espejo retrovisor
antes de salir del patio. Espero a que haya doblado la esquina, me
pongo los guantes, arranco el motor y lo sigo a una distancia
razonable. Cuando llega a la carretera secundaria que atraviesa el
descampado antes de incorporarse a la nacional que va a la ciudad,
le corto el paso.
Su reluciente auto negro derrapa sobre el alquitrán mientras
levanta el volante para evitar atropellarme. Los neumáticos chirrían
cuando pisa el freno. Salgo y me acerco a su lado. La caja de
cambios se queja porque, obviamente, no consigue meter la marcha
atrás en su frenesí de torpeza nerviosa.
Llamo a su ventana.
Levanta la vista, entrecerrando los ojos como un niño que mira
a través de los dedos una película de terror. Cuando me reconoce,
se le caen los hombros.
Baja la ventanilla.
—Casi estrello mi auto. ¿Has perdido la puta cabeza?
—Fuera. Vas a dar un paseo conmigo.
Se pone más pálido que Blancanieves. Me mira con expresión de
pánico y pulsa el botón para subir la ventanilla. Lo vi venir. Ya estoy
metiendo la mano dentro y pulsando el botón de su reposabrazos
para desbloquear las puertas. Grita como una banshee cuando abro
la puerta y lo saco del brazo.
—¿Qué quieres? —grita, pegando los brazos a los costados y
levantando las manos como si le estuviera apuntando con una
pistola.
—Compórtate y llegarás a la oficina sin una arruga en el traje.
—No es un traje —dice, sonando ofendido.
Lo arrastro hasta el auto de alquiler y lo pongo boca abajo sobre
el capó, sin perder de vista la carretera para asegurarme que está
despejada.
—Oh, Dios —grita con voz débil—. ¿Vas a violarme?
Me rio entre dientes.
—No eres de mi gusto.
—Oh Dios, oh Dios, oh Dios —gime, mientras le llevo las
muñecas atrás de la espalda con una mano y saco el calcetín del
bolsillo con la otra—. Me vas a matar. Me vas a matar.
—Cállate. —Le ato las muñecas y lo pongo de pie—. Como dije,
coopera, y estarás sorbiendo tu café de filtro orgánico en tu
escritorio antes de las ocho.
—Esto no funciona así —chilla, mientras abro la puerta trasera
y lo empujo dentro—. Sé cómo funciona la gente como tú.
Sus ojos se abren ampliamente cuando saco la bolsa del
compartimento de la puerta.
A pesar que se retuerce de un lado a otro y se agita como un
cerdo con rabia, no cuesta mucho esfuerzo pasarle la bolsa por la
cabeza y empujarlo hacia el asiento.
—Mantente agachado —le digo—. Si asomas la cara, te corto la
nariz.
Gime ante la amenaza.
Cierro la puerta y el auto, por si se le ocurre correr con una
capucha en la cabeza y la mano atada a la espalda. No estoy de
humor para perseguirlo por estiércol de vaca y campos embarrados.
Es temprano. La carretera está desierta, pero pronto empezará
el tráfico matutino. Subo a su auto, pulso el botón de arranque y lo
conduzco hasta la carretera secundaria que hay unos metros más
adelante, donde lo aparco en el ancho arcén. Dejo la llave dentro y
vuelvo al auto de alquiler. Con el alto índice de delincuencia de la
zona, un auto de lujo no estará aquí mucho tiempo. Puede atribuir
su tardanza en llegar a la oficina a que le han robado el auto. Al
menos no tendrá que mentir sobre eso.
Alterna lloriqueos y gritos obscenos mientras recorro la costa
hasta una casa abandonada e inacabada en lo alto de un acantilado
cerca de Victoria Bay. Es una de las muchas grandes casas de la
costa que nunca se terminaron por falta de fondos.
Un corto camino de grava conduce a la obra. El lugar es perfecto.
La construcción está lo suficientemente lejos de la carretera como
para que no se oiga. Un alto muro que delimita el perímetro oculta
la entrada. Al frente, el acantilado se hunde en el mar.
Aparco detrás del muro donde el auto no está a la vista y lo
arrastro pataleando hasta la planta baja del edificio de hormigón en
bruto. La planta superior no tiene paredes, solo pilares y un tejado
plano, lo que hace que sea demasiado probable que te vean desde
allí.
Nuestros pasos resuenan en el suelo polvoriento. Por fin se calla,
probablemente al darse cuenta que sus súplicas y gritos son
inútiles. Le conduzco entre los pinchos de metal oxidado que
sobresalen de los pilares a medio terminar hasta el centro del suelo,
donde hay un montón de ladrillos de hormigón apilados. El cielo
azul es visible a través del marco de la ventana abierta en el
acantilado del edificio. Lo empujo sobre los ladrillos, de cara a la
ventana, y le quito la bolsa de la cabeza.
Aspira aire y, parpadeando varias veces, lanza una mirada
desconcertada a su alrededor.
—¿Dónde estoy? ¿Por qué estoy aquí?
Apoyo un pie en los ladrillos.
—Estás aquí para decirme algunas cosas.
Se aparta y pregunta en voz alta:
—¿Qué cosas?
—Cosas que quiero saber. Voy hacerte algunas preguntas. Vas
a responderlas. Fácil.
Me observa con desconfianza mientras tomo un ladrillo y lo peso
en la palma de la mano. Con el pelo alborotado y la elegante
chaqueta colgando de su cuerpo, resulta patético.
—Tu jefe soborna a unos cuantos altos cargos del gobierno —le
digo—. Empecemos por sus nombres.
Cambiándose al extremo de su improvisado asiento, lo más lejos
posible de mí, dice:
—No sé nada de eso.
—Vamos, Johnson. No soy idiota y no tengo tiempo para juegos.
Moviéndome a su alrededor, dejo el ladrillo a un lado.
—¿Qué haces? —grita, estirando el cuello para seguir mis
movimientos.
Le desato las manos y se las pongo con las palmas hacia abajo
a su lado.
—Por cada mentira que digas, voy a aplastar uno de tus dedos.
Aparta las manos y las entierra bajo las axilas.
—Baja las manos, Johnson. Si no separas los dedos, siempre
puedo aplastarte las pelotas.
—No lo sé —grita—. Quiero decir, sé lo de los sobornos —
balbucea—. Pero no sé a quién va el dinero.
—Mm. —Levanto el ladrillo y lo rodeo de nuevo—. No estoy
seguro de creerte.
—Lo juro. —Cruza las piernas en un débil esfuerzo por proteger
sus huevos—. Nadie lo hace. Solo el Sr. Edwards.
—Alguien les paga. —Lanzo el ladrillo al aire justo por encima
de su cabeza y lo atrapo antes que golpee su cráneo—. Por lo tanto,
alguien debe saberlo.
—Yo no —chilla, agachándose a un lado—. El Sr. Edwards se
encarga él mismo de los pagos.
—Sin embargo, tienes acceso a las cuentas.
—Ingresa el dinero en cuentas en el extranjero a nombre de
varias empresas. —Sube los hombros hasta las orejas—. Es
imposible rastrearlo hasta un individuo. El sistema de pago está
diseñado para ser imposible de rastrear.
Esto sí lo creo. Sé cómo funciona.
—¿Qué hay de la Sra. Thomson?
Sacude la cabeza.
—Ya te lo dije. Nadie lo sabe.
¿Debería creerle? La razón por la que no tomé a Thomson, la
directora financiera, es porque es mucho más difícil que Johnson.
Habría tomado mucho más esfuerzo para obtener respuestas de
ella, y no tengo mucho tiempo.
¿Dice la verdad sobre Thomson, que también no sabe? Johnson
solo se preocupa de él mismo. Ya he llegado a mis propias
conclusiones sobre él al verlo en acción en la oficina. Es astuto,
ambicioso y egocéntrico. Lo único que le importa es el dinero, el
estatus y un ascenso. Está deseando que Thomson se jubile para
poder instalarse en su despacho de la esquina. No se sacrificará
para salvar el pellejo de esa mujer malhumorada.
Johnson sigue mis movimientos con la mirada, sus pupilas se
agitan en sus órbitas mientras hago rebotar el ladrillo en la palma
de mi mano.
—Edwards lleva un registro de las sumas que paga en algún
sitio —le digo—. Los destinatarios deben confirmar la llegada de
esos pagos. Edwards es demasiado meticuloso como para no
conservar un comprobante de envío. Deberías poder conseguir esa
información. ¿Qué tan difícil puede ser curiosear un poco en la
oficina?
—Si la información se hubiera registrado electrónicamente,
habría sido posible. —Traga saliva—. Difícil pero posible. El
problema es que el Sr. Edwards anota todo en un libro.
—¿Un libro? Eso suena anticuado, incluso para Edwards.
—Tiene este... este pequeño libro negro. —Hace un gesto con la
mano y luego, al parecer pensándoselo mejor, vuelve a esconder
rápidamente los dedos—. Thomson mencionó una vez que el Sr.
Edwards anota en ese libro cuánto paga a quién.
—Eso es arriesgado.
—No es tan arriesgado como guardar los datos en un portátil.
Los programas de encriptación no son seguros. Solo hace falta un
buen hacker para descifrar el código. La información es demasiado
sensible como para dejarla en el ciberespacio. Las personas que
soborna firman en ese mismo libro para confirmar que han recibido
el dinero. El libro no solo contiene la información que puede
condenar a cada mujer y hombre cuyos nombres figuran en sus
páginas, sino que también contiene la prueba que puede enterrar a
esos funcionarios entre rejas durante mucho tiempo. Provocará un
escándalo nacional, si no el colapso total del partido gobernante.
Sonrío.
—En ese caso, tu trabajo es aún más fácil.
Parpadea.
—¿Quieres que le robe el libro? Es imposible. Lo guarda bajo
llave en el escritorio de su casa. Nunca nos invita a su casa. No cree
en mezclarse con sus empleados fuera del trabajo. Incluso si
alguien tratara de entrar, sería inútil. He visto las precauciones que
tomó porque pagué a las empresas de seguridad que le instalaron
las rejas antirrobo y las alarmas. Por los detalles de la factura,
incluso hay barras antirrobo en el techo para evitar que los ladrones
entren por el tejado. El lugar es como Fort Knox. El Sr. Edwards
tiene uno de los sistemas de alarma más sofisticados de su mundo.
Es infalible. Es un obseso de la seguridad, por eso vive en este lugar
tranquilo y olvidado de Dios y tiene una oficina en George en vez de
en Ciudad del Cabo. Aquí es mucho más seguro.
Después de ese largo discurso, aspira un suspiro.
—Bien —digo.
Me mira con desconfianza.
—¿Bien?
Dejo caer el ladrillo.
—Te creo.
Sus facciones se contorsionan alarmadas.
—¿Y ahora qué? ¿Qué me vas a obligar a hacer?
—Nada.
—¿Nada? —grita.
—No me sirves de nada.
No es lo suficientemente competente para hacer de ladrón.
Tendré que ingeniar otro plan para conseguir ese libro.
Encogido, gime:
—Vas a matarme. Lo sé.
Me rio, moviéndome a su alrededor para atarle las manos de
nuevo.
—No si guardas el secreto de esta reunión. —Levanto el
calcetín—. Sin embargo, si dices una palabra...
Antes que me dé tiempo a terminar la frase, se pone de pie de
un salto y carga hacia la ventana como quien lleva el diablo detrás.
—Espera —grito, lanzándome tras él pero sin agarrar nada más
que aire.
Es demasiado tarde. Antes que pueda agarrar su chaqueta,
atraviesa la ventana como un atleta saltando vallas. El alféizar de
la ventana se clava en mis caderas al golpear mi cuerpo contra los
ladrillos.
Anonadado, lo veo agitarse en el aire, intentando salvar un
desnivel que claramente no había previsto. Suena un ruido sordo
cuando su cuerpo golpea las rocas del fondo del acantilado. Yace
inmóvil, con los brazos a los lados y la pierna izquierda doblada en
una posición incómoda, mientras un círculo rojo sangra por debajo
de la cabeza. No necesito bajar para saber que está muerto.
Estúpido, maldito loco bastardo.
Una ola le cae encima y tira de su cuerpo hacia el mar cuando
el agua retrocede. La siguiente ola lo arrastra un poco más lejos. En
un minuto, su cuerpo será llevado por la corriente.
Le dedico una última mirada al idiota antes de ponerme manos
a la obra, utilizando una rama frondosa que arranco de un árbol
cercano para borrar mis huellas. Conduzco hasta la carretera de
alquitrán y hago lo mismo con las marcas que los neumáticos han
dejado en el polvo. Llevo la rama conmigo y regreso a casa en
George. Por el camino, tiro la rama por la ventanilla hacia un
barranco.
Joder.
Todavía no puedo creer que Johnson fuera tan idiota,
intentando escapar por una ventana sin saber lo que hay más allá.
Su miedo a mí debió de pesar más que su temor a correr un riesgo
tan poco calculado, lo que es una prueba de cuánto terror le
inspiraba.
No es el primer hombre que veo morir. Ser testigo de la tortura
y la muerte forma parte de mi herencia. Mi padre nunca me protegió
de lo que somos. He visto hombres golpeados, descuartizados y
fusilados desde que cumplí diez años. Sin embargo, Johnson es el
primer hombre que murió por mi mano. Es el primer hombre que
mato en nombre de mi futura esposa, y mi instinto me dice que no
será el último.
Mi madre llama a mi puerta temprano, diciéndome que tengo
visita. Me levanto de la cama de un salto. Me visto
apresuradamente, me pongo unos pantalones cortos y una
camiseta. Cuando mi madre asoma la cabeza por el marco de la
puerta para preguntarme si estoy lista, me lanza una mirada de
desaprobación y me ordena que me ponga algo más presentable,
como el vestido rojo que saca de mi armario.
—¿Quién está aquí? —pregunto, metiéndome en el vestido
demasiado formal para un viernes por la mañana, demasiado
emocionada para discutir sobre el atuendo que me ha elegido mi
madre. Si me obliga a vestirme elegantemente, mi visita debe ser
alguien importante para mis padres, alguien con lazos comerciales
con papá.
Alguien como Angelo.
Me da mis sandalias rojas.
—Arréglate el pelo y baja rápido. —Al salir, añade por encima
del hombro—: No olvides lavarte los dientes.
Se me revuelve el estómago mientras me arreglo y me peino el
cabello. Me aplico máscara de pestañas, brillo de labios y me miro
en el espejo antes de salir corriendo hacia la puerta.
Espera.
Giro sobre mis talones y me apresuro hacia mi cómoda, donde
tomo del cajón la pulsera que me regaló la familia de Angelo y me
la ciño a la muñeca.
Así. Perfecto.
Ni dos segundos después, estoy bajando las escaleras a toda
prisa. Apuesto a que Angelo volvió para ofrecer una excusa por dejar
la fiesta temprano. No volverá a Córcega sin despedirse. Algo pasó
anoche. No sé qué pasó entre nosotros, pero apuesto todo el dinero
de mi cuenta bancaria a que él también lo sabe.
Doy la vuelta al salón tan deprisa que mis sandalias resbalan
en las baldosas, y luego ralentizo mis pasos. Mi ánimo se hunde.
Colin está sentado en el sofá, enmarcado por la vista del mar y el
cielo brillante a su espalda. La luz del sol corona su cabeza rubia
con un borde plateado. Va vestido con camisa de rayas, pantalones
chinos beige y zapatos sin calcetines. Sus ojos azules se arrugan en
las comisuras cuando me ve.
—Oh, eres tú —digo, incapaz de evitar la decepción en mi voz.
Frunce el ceño. Normalmente, me extasío al ver a mi mejor
amigo, sobre todo cuando acaba de volver de unas vacaciones en el
extranjero. Debe de estar reflexionando sobre el repentino cambio.
Mi madre, que debió de haber entrado pisándome los talones,
carraspea detrás de mí.
—Me alegro mucho de verte —continúo rápidamente, lo cual es
la verdad. Siempre me apetece pasar el rato con Colin. Pero no es a
quien esperaba ver hoy.
Se pone de pie, toma de la mesita un ramo de flores multicolores
envueltas en celofán y me lo tiende.
—Feliz cumpleaños, Bella. Siento no haber podido estar aquí
para la fiesta. Nuestro vuelo aterrizó a las seis de la mañana.
—Está bien. No tienes que estar en todas las fiestas de
cumpleaños. —Tomo las flores—. Gracias. Son preciosas.
Se inclina y me besa la mejilla.
—De nada.
—No debiste haber venido corriendo enseguida. —Me llevo el
cabello detrás de la oreja, me siento demasiado arreglada e
incómoda—. Debes estar cansado.
Esta situación es muy incómoda. Normalmente nadamos o
jugamos al voleibol en la playa, no nos vemos en el salón formal
reservado para los invitados importantes con mi madre sentada
como una carabina.
—¿Estás de broma? Claro que tenía que venir. —Me guiña un
ojo—. Si no hubiera necesitado ducharme primero, te habría
despertado incluso antes. ¿Recibiste mi mensaje de vídeo? No es lo
mismo que felicitarte en persona, pero es lo más parecido.
—Sí, gracias. Siento no haber contestado. La fiesta terminó
tarde.
Mi madre me da un codazo en las costillas, lo que me indica que
dirija la conversación a él.
Resistiendo el impulso de fulminarla con la mirada, le pregunto:
—¿Qué tal Nueva York?
Por supuesto, me contará todos los detalles jugosos más tarde,
cuando estemos solos, pero como mi madre no da señales de irse,
me limito a entablar una conversación cortés.
—Frío. Mi madre consiguió su Año Nuevo en Times Square, pero
ella apenas aguantó fuera más de diez minutos antes de que
tuviéramos que volver al hotel.
—¿Cómo están tus padres? —Mamá pregunta—. ¿Y tu
hermana? Clara debe haberse divertido.
—Papá lo disfrutó menos que mamá, ya que ella se dedicaba
sobre todo a ir de compras y lo llevaba a rastras. Clara se resfrió el
segundo día. No hace falta decir que se sintió muy mal.
—Pobrecita —dice mamá—. Siento oír eso.
Se encoge de hombros.
—Son cosas que pasan. —Volviendo su atención a mí,
continúa—: Más importante, ¿cómo estuvo el gran evento?
Como mi madre no puede verme la cara, pongo los ojos en
blanco mientras digo con entusiasmo:
—Genial.
Una sonrisa estira sus mejillas regordetas. Colin es guapo como
un surfista rubio y bronceado, pero no ha perdido la gordura
infantil de su rostro.
—Ha sobrado tarta —dice mi madre—. ¿Quieres un poco? Es de
un famoso pastelero francés.
Responde con una brillante sonrisa:
—Eso suena genial, gracias, Sra. Edwards.
Mi madre levanta el auricular del interfono de la pared y llama
a la cocina, ordenando a Doris que sirva té y tarta.
—De paso, trae un jarrón con agua... —añade mamá antes de
colgar. De cara a mí, se frota las manos—. Colin tiene una sorpresa
para ti.
Lo miro.
—¿En serio?
—Siéntate —dice, tomando las flores de mis manos y dejándolas
sobre la mesa—. Es tu regalo de cumpleaños.
Me dejo caer en el sofá y sonrío con ansiedad. Odio las
sorpresas.
—Creí que las flores eran por mi cumpleaños.
—Este es tu verdadero regalo —dice acercándose al piano de
cola.
Oh, no. Me estremezco cuando se sienta en el banquillo y sacude
los dedos para calentarlos. A veces puede ser un nerd. Es un
polifacético, bueno en los estudios, la música y el deporte. Siempre
es considerado y amable. Sus modales son impecables. Nunca
pierde la calma y nunca dice nada malo de nadie, ni siquiera para
ponerse de mi lado cuando tengo una disputa con uno de los chicos
de nuestro barrio. No sé por qué su carácter intachable me irrita
tanto hoy en día. Solo me gustaría que a veces fuera un poco menos
perfecto.
Pasa los dedos por las notas de Do a Si o como se llamen,
probándolas.
—No lo han afinado —dice mi madre, tomando asiento a mi lado
y cruzando las piernas—. El técnico no puede venir hasta la semana
que viene.
—Es un piano muy fino, Sra. Edwards.
Ella sonríe.
—Gracias.
Se sumerge en una versión de Happy Birthday al estilo saloon y
canta:
—Feliz cumpleaños a ti. Feliz cumpleaños, querida Bella.
Hago un gesto de asco.
Se ríe y cambia de dirección, dejando que sus dedos vuelen
sobre las teclas mientras se lanza a una complicada pieza de
música moderna.
Aunque admiro su habilidad, la música no es mi estilo.
Llámenme poco sofisticada, pero me parece horrible. Aprieto las
manos en mi regazo mientras él se pierde en la música.
Da la sensación que ha durado una eternidad antes que el ritmo
se ralentice y él haga una pausa dramática antes de pulsar la última
tecla. La nota aguda aún resuena en el espacio cuando Doris entra
con una bandeja.
Colin me lanza una sonrisa expectante.
Mi madre aplaude.
—Bravo. Eso fue excepcional, Colin.
Me uno a los aplausos, pero mi esfuerzo carece de entusiasmo.
—¿Cómo se llama? —pregunta mamá.
—La compuse para Bella —dice—. Aún no le he puesto título.
Quizá la llame Dulces Dieciséis.
Doris deja la bandeja en la mesita y se endereza.
—Bella tiene otro invitado.
Muevo la cabeza en su dirección, esperando que me diga que mi
visita está esperando en la entrada para que la invite a pasar, y
entonces hago un movimiento de sorpresa. Angelo está en el marco
de la puerta con una enorme caja en las manos. El estómago se me
revuelve como si estuviera en una montaña rusa. La sangre me
recorre el cuerpo y el calor me quema las mejillas.
Con jeans negros, chaqueta de cuero y expresión sombría, tiene
un aspecto siniestro y enfadado. Los anillos en sus dedos y las
gruesas pulseras en sus muñecas le dan un aire de chico malo y
arte alternativo. A mí me gustan los accesorios masculinos, pero la
sonrisa de mi madre cuando se fija en sus manos me dice que son
demasiadas joyas para su gusto.
Recorre la habitación con la mirada, fijándose en las flores, mi
vestido y la vajilla fina reservada para ocasiones especiales. Cuando
fija su atención en Colin, la mirada de sus ojos glaciales se vuelve
diabólica.
Colin palidece. ¿Quién no lo haría bajo una mirada así? Esa
mirada promete tortura, asesinato y todos los horrores
indescriptibles de las pesadillas.
Colin se mueve en el banco y nos mira a Angelo y a mí.
—Angelo —dice mamá, poniéndose rígida como un cartón—. No
te esperábamos.
Le clava una mirada penetrante. Como si el espectáculo le
aburriera, no tarda en avanzar y su próximo objetivo soy yo. Me
quedo congelada en el sitio, expuesta y vulnerable, mis secretos se
derraman en el color de mis mejillas y en el jadeo que me sale del
pecho.
Inclina la cabeza e inspecciona mis rasgos. Lo que ve le divierte.
Enarca una ceja. Una sonrisa cómplice curva sus labios.
Lo sabe.
Él sabe el efecto que tiene en mí.
Soy un maldito libro abierto.
—He traído el resto del regalo de Sabella —dice con voz suave,
su acento apenas detectable.
Mi madre dice con los labios apretados:
—Como puedes ver, Sabella tiene un invitado.
El tono de Angelo es seco:
—Me he dado cuenta.
—Voy por otra taza y un trozo de tarta —dice Doris, disfrutando
del espectáculo con demasiado regocijo. Nunca ha sido gran fan de
mi madre.
La mirada cortante de mi madre se pierde en ella mientras sale
de la habitación.
Siguiendo siempre el protocolo de los buenos modales, mi madre
se levanta y se alisa la falda.
—Angelo, este es Colin, un amigo muy especial de Sabella. Colin,
este es Angelo, un socio de negocios de mi marido.
Como en las reuniones de negocios, Angelo le dedica a mi madre
una sonrisa burlona. Cruza el suelo y pone la caja sobre la mesa.
Colin se levanta y rodea el piano. Le tiende la mano a Angelo.
—Es un placer conocerte.
Las largas pestañas de Angelo se hunden mientras mira la
palma de la mano de Colin antes de tomarla en un apretón de
manos que hace estremecer a Colin.
—¿Lo es?
Colin frunce el ceño.
Despidiendo a Colin con aire de desinterés, Angelo se dirige a
mí.
—Traje algunas cosas que Pirata puede necesitar.
Colin mira entre mi madre y yo.
—¿Pirata?
—Um, Angelo me dio un gato.
Colin levanta una ceja. Conoce la aversión de mi madre a las
mascotas y su supuesta alergia.
—Pensé que necesitaría una cama, juguetes y una bandeja
sanitaria. —Angelo señala la caja—. Hay todo tipo de comida blanda
y seca, así como diferentes tipos de arena. Así puedes probarlo todo
para ver qué prefiere.
—Vaya. Gracias. —Le sonrío—. Qué detalle. Iba a rogarle a mi
hermana que me llevara a la tienda de mascotas para comprar todo
eso.
—Colin escribió una balada para el cumpleaños de Sabella —
dice mamá—. ¿Te gustaría escucharla?
—Lo he oído. —La sonrisa de Angelo es fría—. Creo que todos
tus vecinos lo hicieron. Espero que tengan tapones para los oídos.
Un sonido ahogado sale de los labios de mamá.
Colin frunce el ceño y sonríe al mismo tiempo, como diciendo:
"¿Qué mierda te pasa?"
—Tengo que seguir mi camino. Nuestro vuelo sale en unas
horas. —Angelo me ofrece su brazo—. ¿Me acompañas, Cara?
Aunque es una pregunta, la formula como una orden.
Me levanto sobre piernas temblorosas, le pongo la mano en el
antebrazo y murmuro:
—Permiso. —En dirección a Colin, mientras Angelo me
acompaña a la salida.
—¿Y tu té? —pregunta Doris cuando nos cruzamos con ella en
el vestíbulo. Lleva una bandeja con una taza y un trozo de tarta.
—En otra ocasión —dice, inclinando la cabeza y llevándome
afuera.
En el patio delantero, me dirige al banco columpio de la esquina
y baja el brazo. No tengo más remedio que retirar la mano.
Observándome con astuta atención, apoya un hombro en la pared
y saca un porro del bolsillo.
—¿Es un hábito? —pregunto.
—Me ayuda a relajarme cuando los negocios están tensos. —Me
escruta—. No te gusta.
—Odio el olor del humo del tabaco. Se pega al pelo y a la ropa y
deja un olor rancio horrible en la habitación. —Arrugo la nariz—.
Por no hablar del aliento a cigarrillo.
Parte el porro por la mitad y se mete los trozos en el bolsillo.
Algo cálido se extiende por mi pecho, sabiendo que hizo eso solo
porque odio el olor a humo.
Se hace el silencio mientras sigue estudiándome con mirada
penetrante.
—¿Qué? —digo, cuando ya no puedo más.
Me agarra la cadena del cuello y toca el colgante de tortuga
marina.
—¿Te lo dio él?
—¿Quién, Colin? No. Fue un regalo de mi padre.
Suelta la cadena.
—¿Es tu novio?
—No —exclamo, sin querer que se haga una idea equivocada—.
Colin es mi vecino y mi mejor amigo. Crecimos juntos. Es como un
hermano para mí. —Le pongo un dedo en el pecho—. Por eso no
puedes tratarlo así.
—¿Cómo qué?
—Como si fuera tu enemigo. Vi cómo le estrechaste la mano.
—¿Quieres que sea suave con él? —pregunta con una risita.
—Quiero que seas educado. No puedes ser grosero con mis
amigos.
Arrastra su mirada sobre mí.
—¿Así es como te vistes para todos tus amigos?
Cruzo los brazos.
—El vestido fue idea de mi madre, no es que lo que elija ponerme
sea asunto tuyo.
Se frota el labio inferior con el pulgar mientras piensa en mi
respuesta. Al cabo de un rato, sus labios se curvan en una sonrisa
indulgente.
—Parece que tu madre tiene una idea diferente sobre tu
fraternal amigo.
—De acuerdo, admito que ha sido incómodo.
Me escruta.
—¿Tu madre siempre hace de casamentera?
Mamá puede ser exasperante a veces, pero no voy a dejar que la
juzgue.
—Ella tiene buenas intenciones.
—Estoy seguro que Colin estará de acuerdo.
—Puedo asegurarte que Colin estaba tan incómodo como yo.
—¿Nunca has sentido la más mínima atracción por él, ni
siquiera cuando jugaban a las casitas de niños?
Enderezo la espalda.
—No jugamos a las casitas. ¿Por qué esto empieza a sonar como
un interrogatorio? No me gusta que me interroguen así.
—¿Nunca lo has besado? —pregunta, con tono incrédulo.
El hecho que dude de mi honestidad me enfada.
—Como lo que me pongo, eso tampoco es asunto tuyo.
Levanta una ceja gruesa y oscura.
—¿No lo es?
El significado de esa afirmación me produce un escalofrío de
anticipación, pero no voy a dejar que me intimide.
—¿Esta conversación va a alguna parte o solo estás siendo
grosero?
Se acerca tanto que el calor de su piel es como una niebla cálida
a mi alrededor.
—Sí, esto va a alguna parte, pero tú ya lo sabes. —Y añade con
un brillo malvado en los ojos—: A pesar de lo que digan tu madre y
tu padre.
Mi corazón empieza a galopar en mi pecho. Su masculinidad es
abrumadora. No soy rival para el poder que desprende ni para la
experiencia que da su edad, pero no me importa.
—Ahora, dime, Cara —dice con voz suave, inclinándose más
cerca—. ¿Tienes dulces dieciséis y nunca te han besado, o ya han
reclamado esa tarjeta?
Molesta, el calor que arde en mis mejillas me delata de nuevo.
Odio que sepa lo inexperta que soy.
La satisfacción sangra con algo más oscuro en sus ojos negros.
—Bien. Sigue así. Tu primer beso es mío.
Me invade la conciencia de él, de su olor, de lo alto y fuerte que
es. Se me pone la carne de gallina.
Se inclina aún más y continúa en tono posesivo:
—Todas tus primeras veces son mías.
Con esas palabras, invade mis espacios, mis sueños y mis
esperanzas, y se construye un nido indestructible en mi futuro.
El pulso me late en las sienes. Angelo Russo quiere mi primer
beso. Y mucho más. Mucho más.
Fija su mirada en la pulsera de mi muñeca. La aprobación que
desprenden sus ojos me calienta. Siento un deseo inexplicable de
complacerlo. Mis padres siempre me han colmado de amor y
aceptación. No estoy hambrienta de aprobación, pero ansío la suya.
El aprecio de nadie importa tanto como el suyo. Hasta ayer, mi
padre era mi héroe. Mi todo. En algún momento entre entonces y
ahora, Angelo ha desafiado ese primer lugar que mi padre ocupaba
en mi corazón.
La urgencia infunde sus palabras:
—Dime que lo entiendes. Hazme una promesa. A mí. Ahora.
—¿Una promesa? —Su repentina intensidad me asusta. Empuja
mi recién fortalecido corazón a un segundo plano y permite que mi
razonamiento lógico vuelva a ocupar el centro del escenario—.
Volverás a Córcega en unas horas.
—Siempre volveré por ti. Recuérdalo. No importa lo que digan
los demás.
Ahora está tan serio, tan prepotente, que no puedo evitar dar un
paso atrás para respirar, para concentrarme. Para poner distancia
entre nosotros.
Así no es como se desarrollan las relaciones. Este no es un chico
pidiéndome una cita. Se está saltando todo lo que hay en medio,
saltando directamente a lo que suena como un compromiso serio.
—No entiendo lo que me pides —digo, con la garganta apretada
mientras miro fijamente su hermoso rostro.
Su mirada se clava en la mía.
—Te pido que seas paciente. Que esperes.
—Nos conocimos ayer.
—No importa cuándo nos conocimos. —Me tiende la mano—.
Dame tu teléfono.
—No lo tengo conmigo. Está en mi habitación.
—Dame tu número.
Mi madre asoma la cabeza por la puerta principal.
—Sabella, tu invitado está esperando, y tu padre está al teléfono.
Quiere hablar contigo.
—Ya voy —digo—. Solo me estoy despidiendo.
Mamá frunce los labios pero vuelve a entrar.
—Dame tu número, Sabella —dice Angelo.
No, ¿podrías darme tu número, por favor? No. Lo exige como si
tuviera derecho a tenerlo.
Una mirada calculadora aparece en su rostro.
—Puedo conseguirlo fácilmente, pero será más dulce si me lo
das.
La parte de mí a la que no le gusta que le digan lo que tiene que
hacer quiere resistirse, pero otra parte de mí, la que necesita
complacerlo, quiere hacer lo que él exige. ¿Quiero hacerlo? Ni
siquiera me lo cuestiono. Yo quería que él fuera dueño de algo más
que mi número antes incluso que me hablara. Desde el momento
en que lo vi, quise cosas que no puedo expresar con palabras.
—Sabella —me llama mi madre desde adentro de la casa, con
tono de advertencia.
Si no vuelvo a la casa en un segundo, mi madre saldrá y me
arrastrará dentro. Haber sido avergonzada una vez delante de mí
enamoramiento instantáneo es más que suficiente.
Rápidamente le digo mi número.
La aprobación que deseo tan desesperadamente se muestra en
la curva de sus sensuales labios.
—Buena chica.
Esa cálida sensación de antes se extiende por todo mi cuerpo.
Me fijo en sus labios. Tiene el labio inferior más grueso que el
superior, lo que da a su boca un aspecto sexy y decidido a la vez.
—Te enviaré mi número por mensaje de texto —dice—. Si alguna
vez necesitas algo, solo tienes que llamar.
La enormidad de la afirmación me desconcierta. No me debe
nada y, sin embargo, se comporta como si ya fuera mucho más para
mí, incluso más que un novio.
Metiéndose las manos en los bolsillos, se dirige al auto aparcado
junto a la fuente. Esta vez, cuando se aleja, no se voltea para
mirarme, pero es como si una parte de él se hubiera quedado atrás.
Dentro de mí.
Cuando vuelvo al hotel, Edwards me espera en la recepción. Se
levanta de la silla junto a la ventana, con el rostro más enrojecido
que de costumbre. Me mira con expresión malhumorada, se ajusta
la chaqueta y se reúne conmigo a medio camino.
—Tómate un café conmigo —dice, inclinando la cabeza hacia la
barra.
Sonrío mientras lo sigo, sabiendo lo que se avecina.
Tomamos asiento en el mostrador, donde reina el silencio.
—Dos expresos —le dice al camarero. Luego, dirigiéndose a mí—
. Quiero que te mantengas alejado de mi hija. No quiero que vuelvas
a acercarte a mi casa.
El camarero nos pone un café a cada uno.
Acercándome, me fijo en la fina capa de brillo de su frente, en
cómo prefiere sudar con el calor a quitarse la chaqueta.
—Las noticias vuelan.
—Mi mujer me llamó a la oficina cuando apareciste en nuestra
casa. —Rompe el paquete de azúcar y lo vierte en su café,
desordenando los granos sobre la encimera—. Dejé una reunión
importante para tener esta conversación contigo.
—Me siento halagado. Sin embargo, despedirnos en persona no
era necesario.
Su mandíbula se tensa, pero su tono sigue siendo paciente.
—Pensé que deberíamos hablar antes que te vayas.
—Sin mi padre.
—Sí. —Remueve su café y golpea con la cuchara el borde de la
taza—. Es mejor que hagamos esto solos.
Esto a lo que se refiere va a ser interesante.
—Te escucho.
—Eres un hombre joven con toda la vida por delante. Estar
atado en matrimonio a una chica que no conoces no puede ser algo
que quieras.
—No asumas saber lo que quiero.
Se pone rígido.
—Puedo asegurarte que no es lo que Sabella quiere.
Levanto una ceja.
—¿Estás seguro de eso?
La cuchara repiquetea en el plato cuando la deja caer.
—Puede que los matrimonios concertados aún se practiquen de
dónde vienes, pero aquí no funciona así.
—De donde yo vengo, la familia y el deber son lo primero.
Cumplimos nuestras promesas.
Su rostro enrojece.
—No hice ninguna promesa. Tu padre se equivocó.
—Mi padre es muchas cosas, pero no es un mentiroso. Yo estaba
allí, ¿recuerdas? Puede que fuera joven entonces, pero presté
atención a su conversación, sobre todo porque su discusión me
involucraba.
Pone la mano en un puño sobre el mostrador.
—Si no estás dispuesto a dar marcha atrás en esta ridícula idea,
no me dejarás otra opción que buscar otro proveedor de servicios.
Mi sonrisa es fría.
—¿Quieres decir que nos dejarás fuera?
Levanta la barbilla y dice con voz firme:
—Sí.
Hasta ahora, siempre hemos recibido los pedidos a través de
terceros. Nada por correo electrónico. Nada en papel. Ningún rastro
que pueda llevarnos hasta él. Es inteligente, pero yo soy más
inteligente.
—Si saca el tema, Sr. Edwards, ya debe tener a alguien en
mente.
Levanta la barbilla otro centímetro.
—Sí, lo tengo.
Lo estudio mientras bebo un sorbo de mi café. A juzgar por las
manchas de sudor bajo las axilas de su chaqueta, no está tan
seguro de él mismo como le gusta aparentar. Pero esto es África.
Aquí nada es imposible. En el continente no faltan criminales
poderosos. No tenemos un contrato legalmente vinculante que le
impida conseguir sus servicios en otra parte. Nuestra clase de
tratos se sellan con un apretón de manos y se mantienen con
derramamiento de sangre.
Pongo mi taza sobre la encimera.
—Ya veo.
Pone los ojos en blanco.
—¿Eso significa que vas a hacer algo al respecto?
—Supongo que sí.
Me da una palmada en el hombro y se pone de pie.
—Me alegro que hayamos podido llegar a un acuerdo. Dejaré en
tus manos el trato con tu padre. Tú sabrás mejor cómo convencerlo.
—Sus labios se curvan en una apariencia de sonrisa, pero el gesto
es frío y formal—. Me alegro que sigamos haciendo negocios.
Deja su café sin probar y se dirige a la puerta.
Lo miro con lástima, porque voy hacer algo al respecto.
Y no le va a gustar.
Saco un billete de doscientos rands de mi cartera y lo deslizo
sobre el mostrador.
Si Edwards malinterpretó lo que quise decir, es culpa suya.
Me acurruco una almohada contra el pecho en la cama mientras
repaso mentalmente la mañana, o más exactamente, la parte en la
que está involucrado Angelo. Pirata está acurrucado a mi lado, su
cálido cuerpecito me tranquiliza.
Tomo el teléfono y compruebo la pantalla como si no lo hubiera
hecho cinco minutos antes. Todavía no hay nada, ninguna palabra
de Angelo. Quizá esté en el avión. ¿Se acuerda siquiera de mi
número? ¿Y si lo ha olvidado? No. De alguna manera, una memoria
inadecuada parece estar por debajo de él. Parece una de esas
personas que es perspicaz y buena memorizando hechos.
Inteligente. Como alguien que va como la seda por la vida,
sorteando los escollos sin esfuerzo y con eficacia, es inteligente a
todos los niveles.
Tal vez me envíe un mensaje de texto cuando aterrice en
Córcega. ¿Se puede volar hasta allí directamente? ¿Hay que pasar
por Francia? Mis conocimientos de geografía son buenos, pero
nunca he viajado al extranjero, así que no sé cómo funciona. Hago
una nota mental para buscarlo.
Una nueva punzada de culpabilidad golpea mi conciencia. Se
me retuerce el estómago. Mentí a mi padre. Es una línea que nunca
he cruzado y que me hace aborrecerme a mí misma. Odio esa
sensación, pero ¿qué otra opción tenía?
Cuando llamó papá, nunca le había oído tan enfadado. Nunca
pierde la calma, y menos conmigo. Le dije que Angelo había
entregado el resto de mi regalo y que eso era todo. Me preguntó si
Angelo había iniciado algún tipo de conversación y le dije que no
sin pestañear. Si hubiera dicho la verdad, papá me habría
confiscado el teléfono, y no podía permitir que eso ocurriera. Moriré
si no sé nada de él.
Ay. ¿Por qué papá tiene que ser tan difícil? Es obvio que no
confía en Angelo conmigo. Lo dejó claro cuando dijo que Angelo no
volvería a poner un pie en nuestra casa. Cuando le pregunté a papá
por qué le caía tan mal, me dio la misma respuesta que anoche: que
es una mala persona y no es bueno para mí.
Llaman a la puerta, sacándome de mis pensamientos. Mattie
entra sin esperar mi respuesta.
Se acerca y se sienta en el borde de la cama.
—Mamá dijo que estás castigada.
—No puedo creer que corriera directamente al teléfono y llamara
a papá. —Me paso la almohada por la cara y suelto un grito antes
de tirarla contra la pared—. Estoy tan enfadada con ella.
Pirata se despierta de un tirón al oír el movimiento repentino, y
sus grandes ojos amarillos miran alerta y desorbitados a su
alrededor.
—Lo siento, Pirata —murmuro, acariciando su pelaje.
Se calma con un ronroneo y vuelve a hacerse un ovillo.
—No culpes a mamá —dice Mattie—. Ella hizo lo que creyó
correcto. Papá obviamente está de acuerdo.
Las palabras de Mattie despiertan en mí un sentimiento de
traición.
—Oye, ¿de qué lado estás?
—Todo el mundo te dijo que te alejaras de ese hombre. Es lo
mejor. —Se pone de pie—. Jared y yo estamos tomando algunas
ideas para el lugar de celebración, ¿Quieres mirar folletos de boda
con nosotros?
Prefiero tragar agujas.
—¿Por qué no se fugan y tienen una boda en una isla?
—Quiero una gran boda con todos los adornos. Si es lo máximo
que voy a conseguir, más me vale ir por todas.
Consciente de no volver a molestar a Pirata, me siento con
cuidado.
—¿Cómo puedes aceptarlo todo? ¿Cómo puedes sacrificar
obtener un título y tener una carrera por Jared?
Se encoge de hombros y se vuelve hacia la puerta.
—Lo amo. —Llamando por encima del hombro, añade—:
Estamos en la sala informal si cambias de opinión.
—Gracias —murmuro, pero ella ya ha cerrado la puerta.
En exactamente diez minutos, mamá va a irrumpir aquí y me
dirá que sea una buena hermana mostrando interés en la boda de
Mattie. No es que no me interese. Es solo que no quiero leer revistas
elegantes y hojear decoraciones de pasteles durante horas. ¿Qué
puede ser más aburrido?
Me quito rápidamente el vestido rojo y me pongo el bikini, unos
pantalones cortos y una camiseta de tirantes que anudo por
delante. Después de asegurarme que Pirata tiene comida y agua,
cierro la puerta tras de mí y corro descalza escaleras abajo.
Mamá está hablando con Doris en la cocina, dándole
instrucciones para la cena.
—Me voy a casa de Colin —digo, mientras paso por delante de
la puerta, sin darle a mamá la oportunidad de protestar. No es que
espere que lo haga, viendo lo mucho que nos empuja a Colin y a mí
a abrazarnos.
—Vuelve a casa a las cinco —me dice mamá—. Tu padre no
llegará más tarde de las seis.
Eso es nuevo. Normalmente, los viernes, toma unas copas
después del trabajo con sus clientes. Es una tradición de la
empresa. Como nunca llega a casa hasta después de medianoche,
los viernes cenamos sin él. Espero que no haga una excepción
volviendo pronto a casa para sermonearme otra vez. Mantener la
cara seria mientras le miento a papá no es fácil ni agradable.
Tras salir por la puerta peatonal, camino los doscientos metros
que me separan de la casa de Colin y llamo al interfono de la verja.
Nuestros jardines tocan el lado Este, pero su mansión no tiene
vistas al mar.
Cuando se abre la verja, corro por el camino asfaltado hasta la
entrada. La casa es moderna, con líneas angulosas y mucho cristal.
Me gusta mucho más el diseño y el mobiliario escaso y
contemporáneo que nuestra imponente estructura palaciega, con
sus sofás fríos y formales.
Colin abre la puerta principal, vestido con un par de bermudas
de natación y con una maxi bolsa de patatas fritas en una mano.
Sus abdominales ridículamente perfectos y su pecho sin vello no
conservan ni un gramo de la grasa infantil que da a sus mejillas su
aspecto regordete. Además de su aspecto rubio y sus ojos azules,
sus pectorales bien proporcionados, sus bíceps y su vientre de tabla
de lavar son algunas de las principales razones por las que las
chicas de mi colegio lo persiguen con tanto ahínco. Otras razones
son el dinero de su familia, sus buenas notas, su futuro prometedor
y sus modales intachables. Ah, ¿y he mencionado que es la estrella
rugby del pueblo?
—Hola —dice, metiéndose un puñado de patatas fritas en la
boca—. ¿Qué pasa?
—Mattie y Jared están eligiendo los colores y temas de la boda.
—Ouch. —Aspira aire entre los dientes—. Parece una pesadilla.
—Me tiende la bolsa y dice con la boca llena—: ¿Quieres una patata
frita?
Hago una mueca.
—No, gracias. Tu mano ha estado ahí, y no sé dónde ha estado
tu mano.
Encoge un hombro.
—Tú te lo pierdes. —Volviendo a la casa, dice—: Mis padres
fueron al supermercado. No hay mucho que picar en la casa
Lo sigo adentro.
—No tengo hambre.
Hoy no. Normalmente, siempre tengo apetito. Estoy demasiado
fuera de mí como para tener ganas de picar algo.
Atravesamos la sala de televisión hacia la terraza del fondo y nos
detenemos junto a la piscina, donde Clara está nadando un tramo
bajo el agua.
Sale a la superficie y se limpia las gotas de los ojos.
—Hola, Bella.
Saludo con la mano.
—Hola.
Se aparta de un puntapié, se sumerge bajo el agua y reanuda la
natación.
Colin va al bar y abre la nevera.
—Solo hay Pepsi y agua tónica.
—No tengo sed.
Saca la cabeza de la nevera y me mira con cara de horror.
—¿Qué? ¿Sabella Edwards no tiene hambre ni sed? Va a nevar
y ya he tenido bastante en Nueva York.
Mi tono es sarcástico:
—Ja, ja.
Toma una lata de Pepsi.
—¿Seguro que no quieres una?
—Yo sí —dice Clara, empujándose para salir del agua.
Le tira la lata a su hermana y toma otra para él. Después de
abrirla, se sienta en una tumbona.
Clara bebe unos tragos antes de dejar el refresco sobre una
mesa y tomar una toalla del montón que hay en la estantería junto
a la barra.
Colin y Clara se llevan tres años, pero si no supieras que son
hermanos, nunca lo adivinarías. Su parecido termina en el cabello
dorado y los ojos azules claros. Su rostro es más estrecho y su
pequeño cuerpo de complexión pixie.
Mueve las cejas.
—Voy a darme una ducha para que tengan tiempo de ponerse
al día. —Cuando dice ponerse al día, hace un corazón con las
manos.
Colin se la quita de encima. Se ríe mientras pasa junto a mí y
entra en la casa.
—No vas a crecer más por estar ahí de pie —dice Colin—.
Siéntate.
Demasiado nerviosa para relajarme, me meto las manos en los
bolsillos traseros y pateo los granitos del borde de la terraza.
Se sienta y balancea una pierna a cada lado de la silla,
agarrando la lata con las dos manos.
—Clara va a una fiesta de pijamas a las cinco. Tengo que
vigilarla hasta entonces, pero después estoy libre. ¿Quieres ir a ver
una película?
—No. —Suspiro—. Estoy castigada no puedo ir a la ciudad.
—¿Castigada? Vaya. ¿Qué ha pasado?
Exhalo por la nariz.
—Angelo.
—¿Qué has hecho?
—Nada. —Levanto las manos—. Me castigaron por hablar con
él. —Sola. Afuera.
Da un sorbo a su bebida, mirándome por encima del borde de
la lata.
—¿Solo por hablar con él?
—Sí.
Apoya los codos en los muslos.
—Eso es duro.
—Dímelo a mí. —Me acerco a la mesa de ping-pong y tomo la
pelota y una paleta—. Mi padre dice que debí rechazar las cosas
que compró para Pirata. Está enfadado porque lo acompañé. Quería
saber de qué hablamos a solas afuera, como si yo fuera una niña
en la que no se puede confiar. Debo decirle a Angelo que no es
bienvenido si vuelve a aparecer.
—¿Por qué?
Hago rebotar la pelota con la paleta.
—Papá dice que viene de mala familia y que solo hace negocios
con ellos porque no tiene elección.
—¿No le crees a tu padre?
—Sabes que mi padre es sobreprotector. Busqué a Angelo en
Google. No había mucha información personal, solo que su familia
posee toneladas de negocios en Córcega. Donan montones de dinero
a obras benéficas. Su madre es inversora providencial en varias
empresas y madrina de un programa que reinserta en la sociedad
a adolescentes que huyen de casa.
—Cualquier cosa puede quedar bien sobre el papel. Tienes que
admitir que el tipo es raro.
Lo miro rápidamente, fallando un golpe. La pelota salta de la
mesa y rueda bajo un rosal.
—¿Por qué dices eso?
—Parecía que quería arrancarme la cabeza y comerse mis sesos
para desayunar.
Ocupada en ir tras la pelota, evito su mirada.
—Estás exagerando.
—¿Qué pasa con ustedes dos?
El calor me sube por el cuello. Me tomo un momento para
recomponerme antes de enderezarme.
—No pasa nada.
—Vamos, Bella. No te conozco de ayer. El tipo entra en una
habitación y tú te pones más roja que una señal de stop.
Lanzo la pelota y la atrapo en el aire.
—Me sorprendió, eso es todo. No tenía que comprar todas esas
cosas para Pirata.
—Nunca te he visto sonrojarte en los dieciséis años que te
conozco.
No puedo discutir ese hecho.
—¿Estás enamorada de él? —pregunta en voz baja.
El calor viaja de mi cuello a mi rostro. Ignorando la pregunta,
golpeo la pelota con la paleta sobre la mesa.
—Lo estás. —Y añade en tono incrédulo—: Después de conocerlo
anoche.
No puedo negarlo. No se tragará la mentira. Si alguien me
conoce al dedillo, es Colin.
Dejo caer la paleta y me giro hacia él.
—Puede que lo esté. ¿Y qué?
—¿Y qué? —Suelta una carcajada—. Ni siquiera lo conoces.
Frunzo el ceño.
—Lo dices como si lo desaprobaras.
—¿Cómo puedes enamorarte sin saber nada de él?
Me pongo rígida.
—Sé muchas cosas.
—¿Sí? ¿Cómo qué?
—Es amable.
Se ríe entre dientes.
—¿Lo es?
—Sí —digo, mi tono a la defensiva—. Hizo que mi madre me
dejara quedarme con el gato.
—¿Cómo lo ha conseguido? Espera. ¿Cómo sabía que querías
un gato?
—No lo sabía. Encontré el gato en una papelera y me lo llevé a
casa. Cuando mi madre lo vio, quiso llevarlo a Servicio De
Protección De Animales, pero Angelo estaba allí por casualidad y le
dijo que me había regalado el gato por mi cumpleaños.
—¿Y ella aceptó? ¿Así de fácil?
—Sí. —Me paso las manos por el pantalón corto—. Su negocio
debe ser muy importante para mi padre.
Mira hacia el horizonte y vuelve a mirarme.
—Mintió y luego manipuló a tu madre para que te dejara tener
un gato. ¿Basas tus sentimientos en eso?
—¿Por qué no? —digo, con la irritación burbujeando en mi
interior—. No mintió con malas intenciones. Solo quería ayudarme.
Riéndose, echa la lata hacia atrás y bebe un largo trago. Tras
limpiarse la boca con el dorso de la mano, dice con expresión
irónica:
—Gracias a él por fin tienes un gato, y yo te escribí una estúpida
balada de mierda.
—No es una estupidez. —Cuando levanta una ceja, encontrando
mi mirada con un desafío en la suya, añado rápidamente—: De
acuerdo, tienes que ser sincero, la situación fue rara. Esa no es
nuestra dinámica.
—¿No? —Busca en mi rostro—. Podría ser.
Me acerco a su silla y lo golpeo en el pecho.
—Eres mi amigo, mi mejor amigo.
Me mira con los ojos entrecerrados.
—Exactamente. Conocemos nuestros defectos y debilidades. Sé
que odias el avo y que haces puré de plátano con tu tostada de
mantequilla de cacahuete. Somos perfectamente compatibles. Todo
el mundo dice que somos la pareja más guapa de la ciudad. Los dos
tenemos grandes logros y somos buenos deportistas. Todos creen
que acabaremos juntos. ¿Por qué no íbamos a hacerlo?
—No hay chispa —digo, levantando las palmas de las manos y
alzando los hombros.
—Las chispas están sobrevaloradas. Creo que la amistad es
mucho más importante.
Apoyo las manos en las caderas y lo miro con los ojos
entrecerrados.
—Todo esto es por lo de esta mañana. Mi madre te metió en eso.
La balada fue idea suya. Admítelo.
Se burla. Como no me muevo, desvía la mirada hacia la piscina.
—Mencionó que te habían regalado un piano por tu cumpleaños
y que, como no tocas, una pequeña actuación sería un buen regalo.
—Lo sabía —digo con una pizca de triunfo y alivio—. Estoy muy
avergonzada por su intromisión. Siento mucho que sea así.
—Gah. —Agita una mano—. No es nada. —Su nuez de Adán se
mueve mientras traga—. No tienes que disculparte.
Me siento a horcajadas en la silla, frente a él.
—¿En serio vamos a tener esta conversación? No quiero que las
cosas se pongan incómodas entre nosotros.
Vuelve a inclinar la lata y bebe, fingiendo mirar al océano.
—Porque eres mi único amigo de verdad. —Pongo cara de
cachorro—. Mi mejor amigo. —Agacho la cabeza, capto su mirada y
digo con mi voz de puchero—: Mi amigo oso. Mi osito de peluche.
Se le dibuja una sonrisa en la comisura de los labios, aunque se
esfuerza por mantener un rostro serio. Me da un suave empujón.
—De acuerdo, de acuerdo. Lo entiendo.
Riendo, me inclino hacia atrás con el peso apoyado en los brazos
y le hago cosquillas en el costado con los dedos de los pies.
—Vamos. Sonríe. Sabes que quieres hacerlo.
Me aparta el pie, pero sus facciones se suavizan al tiempo que
su determinación se desmorona. Nunca se le ha dado bien fingir
enfado.
—Así que quieres chispas, ¿eh?
Dejo escapar un suspiro soñador.
—Sí.
—Si tus padres no quieren que veas a ese tipo, ¿qué vas a hacer?
De todos modos, tu madre mencionó que vive en el extranjero.
Córcega, ¿verdad?
—Claro. —Me muerdo el labio, pensando en cómo ser sincera,
pero Colin es mi mejor amigo y confío en él. No me delatará ante
mis padres—. Le di mi número.
—¿Sabes algo de él?
Se me aprieta el pecho al admitir:
—Todavía no.
La cautela se desliza en su voz:
—Digamos que tienes noticias suyas. ¿Entonces qué?
—Entonces vamos a mandarnos mensajes y hablar por teléfono.
¿No es por eso que le das a alguien tu número?
—¿Cómo va a funcionar esto si no lo vuelves a ver?
—Lo haré —digo, enfatizando las palabras con convicción más
por mi propio bien que por el de Colin—. Dijo que volvería.
—¿Te verás con él en secreto? —Me estudia con algo que se
parece demasiado a la lástima—. ¿Cómo funcionará eso a largo
plazo? ¿Puedes ocultarles a tus padres que lo ves para siempre?
Los obstáculos en mi camino son amortiguadores de mi efímera
excitación. Las dificultades desconocidas que se avecinan me
oprimen el pecho. Pero no seré una menor para siempre. Cuando
sea adulta, podré tomar mis propias decisiones. Incluso entonces,
no tengo ganas de decepcionar a mi padre.
Poniendo una sonrisa despreocupada, digo:
—Cruzaré ese puente cuando llegue.
La preocupación pasa por sus ojos.
—Ten cuidado, Bella. No hagas algo que te haga daño. No quiero
eso para ti, porque también eres mi mejor amiga.
—Gracias. —Mi sonrisa vacila—. De todos modos, no es serio.
No es que esté haciendo planes para casarme con él. Como dijiste,
solo nos conocimos ayer.
—De acuerdo —dice, sin parecer convencido.
Mi teléfono suena. Lo saco del bolsillo y compruebo el mensaje.
Es de Angelo.
Mi corazón empieza a latir con fuerza y me corre un torrente de
sangre por las venas.
Angelo: ¿Estás pensando en mí?
Escribo una respuesta rápida.
Yo: ¿Estás pensando en mí?
Su respuesta llega un segundo después.
Angelo: Graciosa. E inteligente. Sí.
Sencillo y honesto. No tiene pelos en la lengua. Eso me gusta.
Consciente que Colin me mira, me levanto.
—Lo siento. Es él. Dame un minuto.
Le doy la espalda a Colin y tecleo:
Yo: Sí, yo también.
Angelo: Bien. Haré que te entreguen un teléfono mañana.
Mis mejillas se calientan, sabiendo que él se anticipó al hecho
que mis padres podrían confiscarme el teléfono o revisar mis
mensajes.
Angelo: La entrega se hará a las diez. ¿Puedes esperar
afuera?
Para que mis padres no se enteren.
Yo: Sí, pero dile a la empresa de mensajería que se reúna
conmigo al final de la calle.
Angelo: Hecho.
Yo: ¿Dónde estás?
Angelo: En nuestro camino a Ciudad del Cabo.
Pienso un momento, tratando de encontrar una respuesta
apropiada. Es demasiado pronto para decirle que lo extrañaré. No
quiero insinuarme demasiado.
Yo: ¿Buen viaje?
Espero unos instantes, pero como no contesta, escribo:
Yo: ¿A qué hora sale tu vuelo?
Su respuesta llega inmediatamente.
Angelo: Medianoche. Te avisaré cuando aterricemos en
Marsella.
Mi dedo se posa sobre el emoji del beso, pero como no ha
utilizado ningún emoji, decido no hacerlo. Me quedo mirando la
pantalla otros tres segundos y, cuando los puntos que indican que
está escribiendo siguen ausentes, guardo el celular.
—¿Qué ha dicho? —Colin pregunta.
Fijo la mirada en el océano, intentando imaginar Córcega al otro
lado.
—Que está pensando en mí.
—Maldita sea, Bella.
Me doy la vuelta.
Colin se pasa los dedos por el pelo, despeinándolo.
—Nada bueno puede salir de esto.
Eso se parece mucho a lo que dijo Mattie, pero no le hago caso
a la profecía pesimista. Mi estómago vuelve hacer esa cosa rara y,
de repente, el mundo es un lugar maravilloso.
Cuando aterrizamos en Marsella a las once de la mañana, envío
un mensaje de texto a Sabella preguntándole si ha recibido su
nuevo teléfono. Me tomé muchas molestias para conseguir una
línea segura con datos ilimitados por una buena razón. Varias
razones, en realidad.
Las llamadas no serán rastreables, lo que significa que su padre
no se enterará de lo que estoy haciendo, y el rastreador de
localización que he activado me dará su paradero. La tendré vigilada
no solo a través del hombre que envié para mantenerla a salvo e
informarme de sus actividades, sino también a través de su
teléfono.
Quiero tener un medio de comunicación con ella cada minuto
de cada hora. Quiero poder comunicarme con ella las veinticuatro
horas del día. Le enseñaré a llevar ese teléfono encima día y noche,
como se usan las golosinas para enseñar a un animal a hacer
trucos. Le enviaré mensajes cuando llegue al colegio y cuando se
vaya. Ya sé que está ansiosa por saber de mí.
La atraeré y tejeré una red a su alrededor, conquistando su
corazón hasta que no pueda pasar un día sin saber de mí. Sé cómo
convertir a la gente en adictos. Soy un buen manipulador. Tiraré
algunas migas de pan, atrayéndola poco a poco hasta que coma de
mi mano como un pájaro. Ni siquiera se dará cuenta de lo que está
pasando. Se despertará mirando el celular y será lo último que haga
antes de irse a la cama.
No le enviaré mensajes cuando esté en el colegio. No quiero
desconcentrarla ni influir negativamente en sus notas. Sin
embargo, fuera del colegio, controlaré su vida y nadie se dará
cuenta. El pensamiento es dulce. El día que Edwards se entere,
quiero estar allí. Quiero mirarlo a los ojos y ver su desilusión
cuando se dé cuenta que le he robado a su preciosa princesa
delante de sus narices.
Como esperaba, me contesta inmediatamente, agradeciéndome
el teléfono y preguntándome qué tal el vuelo. Me gusta eso de ella,
que sea sincera y directa sin caer en juegos. Solo las mujeres
inseguras se hacen las difíciles. Sabella es directa y sin
complicaciones. No ve la necesidad de ocultar sus sentimientos, lo
que cuenta a mi favor. Me resultará más fácil conocerla y saber qué
la mueve.
En mi trabajo, ser un libro abierto es una debilidad, pero
prefiero ese rasgo en las mujeres. Sabella es dulce e inocente.
Algunos dirían ingenua. Veo esa característica por lo que es. Es
virgen, aún no está envenenada por el lado tóxico de la vida. Es
fresca y hermosa, una bella joven en el precipicio de la edad adulta.
Podría haber tenido una esposa mucho peor.
En el puerto, me hago una foto en nuestro yate de lujo con el
que navegamos a Córcega. El cielo es azul cerúleo y el mar turquesa
translúcido. El paisaje es muy bonito. Nunca es demasiado pronto
para que conozca el aspecto de su futuro hogar. Le envío la foto con
un mensaje para que se cuide.
Las condiciones meteorológicas son buenas. Tardamos unas
siete horas de navegación a veinticinco nudos en llegar a Bastia. Al
ver Terra Nova, una ciudadela centenaria con murallas construida
por nuestros antepasados genoveses, se me alivia la opresión en el
pecho. Respiro mejor, inhalando el familiar olor a sal y a mar con el
aire fresco.
Soy más feliz en el agua, una cualidad que heredé de nuestros
antepasados marineros. En tierra, es en Bastia donde me siento
más a gusto. Mi padre procede de una larga estirpe de antepasados
italianos. Mi abuelo llegó a Córcega cuando Italia ocupó la isla en
1942. Mi madre es de origen local. Por eso, mi hermana y yo no
hablábamos italiano hasta que fuimos a la escuela. Mi padre
apenas participaba en nuestras vidas cuando éramos jóvenes.
Estaba demasiado ocupado construyendo su negocio y haciéndose
rico.
Mis tíos y mis primos nos esperan cuando llegamos al puerto
deportivo. Es un frío día de invierno con un cielo despejado y
soleado. Tienen autos esperando, pero mi padre dice que quiere
caminar para hacer ejercicio. El tío Nico manda a los conductores
que se adelanten. Mientras paseamos hasta un bar de la ciudad,
nos pone al día de lo que ha pasado en el negocio.
Cuando entramos, el dueño despeja la barra y manda a la
clientela fuera. Nadie discute mientras llevan sus cafés a las mesas
de la acera. Saben quiénes somos.
El tío Enzo cierra la puerta. Los hermanos menores de mi padre
son gemelos idénticos. Se parecen tanto que es difícil distinguirlos,
pero si los conoces tan bien como yo, puedes diferenciarlos
fácilmente por sus gestos. El tío Nico es el más bullicioso. Además,
es más redondo de cintura que el tío Enzo. Mi madre dice que su
sobrepeso es el resultado de comer tan poco sano desde que sus
esposas fallecieron muy jóvenes. La mujer del tío Nico murió al dar
a luz. La del tío Enzo se fue apagando poco a poco después que su
medicación para la menopausia le provocara un derrame cerebral a
los cincuenta años.
Mi padre se sienta a la mesa y se pasa un pañuelo por la frente.
A pesar del frío, está sudando. Pido un vaso de agua y un café. El
dueño los sirve personalmente, dejando ambos al codo de mi padre.
Una camarera trae una bandeja con bollería y café para los demás
mientras nos quitamos los abrigos y nos ponemos cómodos.
—¿Qué tal está? —me pregunta mi primo Tommaso, dándome
un codazo en las costillas.
Su alegre expectación me molesta. Me hago el tonto.
—¿Quién?
—Tu novia. ¿Quién más?
—¿Crees que voy hablar de mi prometida contigo?
—Solo quiero saber si tiene un bonito...
Le doy una palmada en la cabeza.
—Hey—. Se inclina hacia un lado. —¿Por qué fue eso?
—Si insultas a mi esposa, te romperé la nariz.
—Futura esposa —dice con aire contrariado.
—Es lo mismo —digo.
—Tomma —refunfuña el tío Nico.
Tomma se frota la cabeza.
—No quise decir nada, papá. Solo quería saberlo, ya que ahora
me toca a mí. —Y añade en tono enfurruñado—: Y ni siquiera tengo
dieciocho años.
Lo golpeo de nuevo.
—Muestra algo de respeto por tu futura esposa.
—Oye —grita—. Solo estaba diciendo.
El tío Nico dice con su voz grave:
—No des la impresión que no te apetece conocerla. Angelo tiene
razón. Demuestra falta de respeto y mal carácter.
Gianni le da una palmadita en la espalda a Tomma y sonríe.
—Tomma acaba de perder su virginidad. No le gusta que le
recuerden que pronto le pondrán grilletes.
Cuando Tomma se pone rojo, los hombres se ríen. No se
pretende faltar al respeto. En nuestros círculos, diecisiete años se
considera tarde para iniciarse en la hombría. Normalmente, eso se
hace en el decimoquinto cumpleaños de un hijo. Tomma tenía
problemas, parece. Las prostitutas que su padre pagaba no lo
hacían por él.
Ningún hombre sentado alrededor de esta mesa sabe que soy
tan virginal como puedo serlo. No tengo intención de tirar algo
sagrado por la borda en aras de la experiencia. La puta que me
regalaron por mi cumpleaños estaba muy contenta de que la echara
sin tener que acostarse con un chico. Le pagué extra para que
mantuviera la boca cerrada. Por lo que mi padre y mis tíos saben,
ella hizo el trabajo. Quiero que mi novia espere. Así que esperaré.
—Hablando en serio —dice el tío Enzo—. ¿Cómo ha ido la
reunión? ¿Cuándo podemos esperar una integración?
—Cuanto antes, mejor. —La expresión del tío Nico es sombría—
. Los casinos están perdiendo dinero. Nuestro contacto en Marsella
y Niza quiere aumentar su tajada al quince por ciento. Negarse será
declarar la guerra, y será sangrienta.
—Eso es lo que espera el gobierno francés —dice el tío Enzo—.
Mientras mantengamos nuestras narices limpias, no podrán
presentar pruebas contra nosotros. La más mínima muestra de
violencia, sin embargo, les dará la excusa para una limpieza que
están esperando.
Mi padre se aclara la garganta. Sorbe el café, intenta disimular
una tos pero no lo consigue. Tarda un momento en hablar.
—Edwards negó haber hecho el trato.
Tomma y Gianni se quedan boquiabiertos. El tío Enzo mira a mi
padre, estupefacto.
El tío Nico aprieta la mandíbula.
—Eso es un insulto para ti y tu familia. No puedes dejarlo pasar.
Mi padre me mira.
—No lo hago.
—Estoy lidiando con ello —digo, arrastrando la mirada por la
mesa.
—¿Cómo? —pregunta el tío Nico.
Me tomo mi tiempo para terminar el café antes de contestar:
—Necesito un año.
El tío Enzo se sienta.
—¿Por qué un año?
—Para que mi plan funcione, necesito la conformidad tanto de
Edwards como de su hija. Convencer a Edwards que cumpla su
promesa no será difícil -puedo doblegarlo a nuestra voluntad
mañana mismo-, pero ella tiene que creer que nuestra relación es
idea suya. Al menos por ahora.
Mis tíos lo consideran así.
—Siempre puedes amenazarla con la vida de su familia —ofrece
Tomma.
Le clavo una mirada ante la que rápidamente cierra la boca.
Gianni silba entre dientes.
—Parece que tienes mucho trabajo por delante, Angelo.
Siempre atento, el tío Enzo me dice:
—Tendrás que encontrar algo que sostener sobre la cabeza de
su padre mientras haces que se enamore de ti.
—No caerá tan rápido a tus pies cuando se entere que
chantajeas a su padre —apunta el tío Nico.
Mi sonrisa es fría.
—Para entonces, no importará. —Ella es mía, y haré lo que sea
necesario para reclamarla.
—Un año —dice mi padre, como el mayor, su palabra final—.
Luego lo haremos a nuestra manera.
A nuestra manera, secuestraremos a Sabella y la obligaremos a
ponerse un anillo en el dedo mientras apuntamos con una pistola
a la cabeza de su padre. Le pondremos una pluma en la mano
derecha mientras, uno a uno, le cortamos los dedos de la izquierda
hasta que firme el contrato. Pero eso no ocurrirá hasta que ella
cumpla dieciocho años, y si mi plan funciona, no tendrá que ocurrir
en absoluto.
—Bien —digo—. Entonces está decidido.
Y con esas palabras, sello el destino de Sabella Daphne
Edwards.
¿Sabía Angelo qué pensaría en él cada vez que abrasara a Pirata
cuando le dijo a mi madre que me dejara quedarme con el gato?
Cada vez que miro a Pirata, me acuerdo de Angelo. Estos días, él
ocupa la mayor parte de mis pensamientos, así como mis
ensoñaciones.
Nos comunicamos a diario. Se interesa por mi vida y me hace
preguntas de todo tipo, desde mi comida favorita hasta mis libros
preferidos. Quiere saber qué me gusta desayunar y por qué me
gusta tanto el mar.
La atención es halagadora. Me da vueltas la cabeza, pero no lo
suficiente como para no darme cuenta que no comparte tanta
información conmigo. Cuando se lo hago notar, dice que su vida no
es tan interesante. Lo único que sé de él es que su familia es
asquerosamente rica, que está involucrado en el negocio de su
padre, del que algún día se hará cargo, y que vive en Córcega.
Durante una de nuestras muchas charlas, le pregunto cuál es
su cargo.
Angelo: Un experto en todo.
Yo: No eres un maestro de nada.
Angelo: Me halagas.
Yo: Lo digo en serio. Eres una de esas personas que son
buenas en todo.
Angelo: Algunos no me llamarían bueno.
Yo: Sí.
Angelo: ¿Eso significa que te gusto?
Yo: ¿Estaría charlando contigo si no lo hiciera?
Angelo: Un día, bella, cambiarás de opinión sobre eso.
Yo: Nunca. Siempre me gustarás.
Entonces se calla, lo que me hace temer que lo haya asustado
por insinuar demasiado, pero luego me pregunta qué más me gusta,
una forma inteligente de cambiar de tema.
Yo: El océano. Como siempre. Eso ya lo sabes.
Angelo: ¿Por qué?
Yo: No lo sé. Porque me siento como en casa en el agua.
Creo que quiero ser bióloga marina.
No dice nada al respecto.
Pienso en ello a menudo, en lo que quiero hacer con mi vida y
en por qué Angelo no está tan interesado en mi elección de carrera
como en todo lo demás que me preocupa. Estoy segura al noventa
por ciento que lo incomodé al decirle que me gusta. Algunos chicos
no se sienten cómodos hablando de temas tan sensibles. A partir
de entonces, me abstengo de revelar demasiado de lo que hay en mi
corazón.
A lo largo del año, cada vez estoy más segura que quiero ser
bióloga marina. He estudiado varias carreras con mis padres, pero
siempre me ha gustado trabajar con la vida marina. Los criterios de
admisión para una licenciatura son estrictos, y las plazas en la
Universidad de Ciudad del Cabo son limitadas. No puedo estropear
mis notas. Tengo que sacar buenas notas en ciencias, biología y
matemáticas.
Cuando no estoy nadando para el equipo de nuestro colegio,
estudio con Colin. Quiere ser ingeniero civil como su padre, una
carrera igual de competitiva. Nos sacamos el carné de conducir el
mismo día y trabajamos duro para conseguir nuestros objetivos
académicos. En lugar de distraerme, Angelo me apoya
increíblemente, acorta nuestras conversaciones cuando necesito
estudiar y se asegura que duermo lo suficiente.
No le conté a nadie más que a Colin lo del teléfono que Angelo
me había entregado. Como no puedo compartir mi mal de amores
con mi familia, solo tengo a Colin, a quien le mastico la oreja sobre
lo estupendo que es Angelo, lo guapo, lo maduro y lo absolutamente
considerado que es. Colin soporta mis desvaríos sin decir una
palabra, escuchando como un buen amigo. Desde aquel primer día,
nunca me ha vuelto a advertir sobre que hable con Angelo en
secreto. Ha aceptado con tranquila tolerancia el hecho que esté
enamorada de un hombre que vive a miles de kilómetros, en una
isla.
Llevo el conocimiento como una preciosa semilla dentro de mí y,
a medida que pasa el tiempo, crece como una flor en un jardín
secreto, alimentada por la atención y el afecto. Antes que me dé
cuenta, el año ha pasado, y los preparativos para la celebración de
mi decimoséptimo cumpleaños me dejan con una nostalgia
agridulce, que me recuerda a cuando Angelo y yo nos conocimos.
Diecisiete años no es un hito. Por suerte, este año no habrá un
cuarteto de cuerda ni gente agolpada en nuestro césped. Mi padre
hace una reserva para cenar en un nuevo restaurante frente al mar
en Wilderness.
Durante la cena, me escapo al baño y compruebo mi teléfono, el
que me regaló Angelo, pero no hay ningún mensaje suyo. No me ha
deseado feliz cumpleaños. ¿Se le ha olvidado? ¿No recuerda el día
en que nos conocimos? La ausencia de noticias y la falta de noticias
suyas arruinan la velada y me quitan el apetito.
Me echo agua en la cara, pongo una sonrisa radiante y vuelvo a
la mesa. Mattie y Jared están allí. Por fin han conseguido un lugar
para la boda en octubre, y es de lo único que habla mi hermana.
Ryan y su mujer, Celeste, no han podido venir. Celeste está
embarazada de su primer hijo y dará a luz cualquier día.
—Así que —dice Mattie cuando estoy sentada—. ¿Qué te
regalaron por tu cumpleaños?
—Una cámara subacuática de mamá y papá. —Les sonrío—.
Colin me regaló una nueva máscara de buceo.
—Qué pena que no haya podido venir esta noche —dice mi
madre.
—Oh, no —digo rápidamente—. Es mejor que lo mantengamos
en familia.
Mattie mezcla su gin-tonic rosa con una pajita de bambú.
—Si Colin no es de la familia, entonces no sé lo que es. —Le da
un codazo a Jared—. ¿No es cierto?
Jared se endereza las gafas.
—Oh. —Mira a Mattie y se aclara la garganta—. Sí. Tengo un
amigo que me gustaría que...
—No quiero conocerlo —digo.
—Vamos, Bella. —Mattie apuñala el hielo con la pajita—. Queda
con el chico para tomar algo.
Mi padre consulta su reloj por segunda vez en cinco minutos.
—¿Por qué tardan tanto? ¿Están pescando las gambas?
Mamá toma su vino y pregunta con labios finos:
—¿Tienes que estar en otro sitio?
—Solo cansado —dice mi padre, guiñándome un ojo—. Ha sido
un día largo.
Lo observo atentamente, fijándome en las bolsas que tiene bajo
los ojos y en el peso extra que ha cogido alrededor de la cintura.
—¿Va todo bien en el trabajo?
—Por supuesto —dice—. No hay de qué preocuparse.
—¿Estás seguro?
Se inclina sobre la mesa y me da unas palmaditas en la mano.
—Es el efecto del estrés de fin de año. Ya sabes cómo va. —
Cuando mira por encima de mi hombro, su expresión mejora—. Ah.
Aquí están nuestros entrantes.
Mamá y Mattie se lanzan a una conversación sobre los
preparativos de la boda mientras papá engulle su comida y Jared
parece desconectar. Saco el celular del bolso que tengo sobre el
regazo y miro la pantalla bajo la cubierta de la mesa.
Todavía nada.
—Sabella —dice mi madre.
Salto, la culpa pinta mis mejillas de calor.
Frunce el ceño.
—Nada de teléfonos en la mesa.
—Lo siento. —Guardo el teléfono—. Estoy esperando un
mensaje de Colin.
Mentir se me ha hecho más fácil con el paso de los meses. Ahora
lo hago sin siquiera hacer una mueca de dolor. El sentimiento de
culpa todavía me atormenta, pero no tanto como al principio.
Supongo que con el tiempo te vuelves inmune a ella.
Los pliegues de su frente se suavizan. Algo apaciguada, dice:
—Puedes consultar tus mensajes en casa.
Durante el resto de la velada, empujo la comida en mi plato
mientras pienso en cien razones por las que Angelo se olvidó de mi
cumpleaños. Después de todo, es el aniversario de nuestro primer
encuentro. ¿No tiene importancia para él?
Papá se excusa cuando tenemos el postre para hacer una
llamada afuera.
—¿Qué es tan urgente que no puede esperar a mañana? —
pregunta mi madre cuando vuelve—. ¿Tu director financiero sigue
trabajando a estas horas?
Ignorándola, papá llama a un camarero y pide un café.
Las cosas han estado agitadas en la oficina desde que su
contable junior fue asesinado. Papá sigue luchando por encontrar
un buen candidato para sustituirlo. Los que contrata no se quedan
mucho tiempo. Oí a Ryan decirle a Celeste que la rotación de
personal nunca había sido tan alta.
Según el artículo publicado en Internet, la policía sospecha que
la víctima fue secuestrada cuando se dirigía al trabajo. Los
asaltantes debieron arrojarlo por un acantilado. Su cuerpo apareció
dos semanas después cerca de Buffels Bay. Me estremezco al
pensarlo. Más tarde, la policía de tráfico localizó su auto en una
autopista cerca de Ciudad del Cabo.
Detuvieron al conductor, que afirmó haber comprado el auto a
un vendedor particular. El vendedor había sido condenado por
varios robos de autos en toda la Provincia Occidental. Había sido
detenido acusado de robo y asesinato, pero fue puesto en libertad
por falta de pruebas. Estos delitos ocurren con tanta frecuencia que
ya nadie pestañea cuando sale en las noticias. Sin embargo, es la
primera vez que le ocurre a alguien de nuestro círculo cercano.
Mientras papá paga la cuenta, conduzco a casa con Mattie y
Jared. Este se despide de Mattie con un beso y se marcha justo
cuando llegan papá y mamá. Papá se va a su estudio a trabajar una
hora más, y mamá y Mattie se van a la cama. Me doy una ducha,
me visto con mi camiseta y mis pantalones cortos favoritos y bajo a
darle las buenas noches a papá.
—Feliz cumpleaños, cariño —dice con una sonrisa, cerrando su
cuaderno en el cajón antes de apagar la lámpara de su escritorio—
. Yo también me voy a dormir.
Papá cierra las puertas y activa la alarma mientras voy en busca
de Pirata, que ahora tiene acceso al jardín y a toda la casa. Resultó
que a mi madre se le pasó la alergia.
Pirata sale del salón cuando lo llamo, sabiendo que le espera
una golosina. Lo meto bajo el brazo y lo llevo arriba.
Cuando vuelvo a mi habitación, suena mi teléfono. Dejo el
bocadillo de Pirata en su cuenco y me apresuro a tomar el teléfono
del bolso.
Es el teléfono equivocado. Es Colin. Mis hombros se desploman.
Colin: ¿Qué tal la cena?
Suspiro.
Yo: Agradéceme luego que te haya evitado pasar por eso.
Envía un emoji de risa.
Colin: Me hubiera gustado ir.
Yo: Créeme. No lo habrías disfrutado.
Colin: Buenas noches, Bella.
Sonriendo, tecleo:
Yo: Buenas noches, Colin.
Dejo el teléfono en la mesilla y compruebo el otro.
Nada.
Después de apagar la luz, me meto en la cama con Pirata, como
siempre, reconfortada por su cálido cuerpo apretado contra el mío.
Estoy a punto de dormirme cuando mi teléfono vuelve a sonar.
Frotándome los ojos, tomo el teléfono para decirle a Colin que
se vaya a dormir, y entonces el corazón me da un vuelco en el pecho.
No es Colin.
Tomo el otro de donde lo he escondido debajo de la cama.
La pantalla se ilumina con un mensaje de texto de Angelo.
Angelo: Abre la puerta, bella. Estoy afuera.
Angelo Russo está aquí, afuera, frente a mi puerta.
Quiero creerlo, pero me da miedo. Si es una broma, no podré
soportar la decepción.
El corazón me martillea en el pecho mientras echo las sábanas
hacia atrás y salgo de la cama. Abro la puerta y asomo la cabeza
por el marco. El pasillo está oscuro. No entra luz por debajo de la
puerta de Mattie. Al final del pasillo, los ronquidos de mi papá ya
atraviesan la puerta del dormitorio de mis padres.
Sin atreverme a encender una luz, camino descalza por la casa.
La luz de la luna que cae por los grandes ventanales ilumina mi
camino. Me detengo en la cocina para comprobar la pantalla del
interfono. Angelo Russo mira fijamente a la cámara, su rostro es
una nítida imagen en blanco y negro que me roba el aliento y me
hace sudar las palmas de las manos.
Está aquí.
Me invade una mezcla de emoción, sorpresa y ansiedad. Tardo
un momento en orientarme y en calmar un poco la respiración. No
quiero ni pensar en la reacción de mi padre si se entera.
Pero está aquí.
Angelo Russo voló por toda África porque no olvidó mi
cumpleaños.
Tardo una fracción de segundo en tomar una decisión. Cruzo
rápidamente la planta y abro la puerta de acero de la sala de control
donde se encuentra nuestro equipo de seguridad. La sala está
bañada por la luz azulada de los monitores del escritorio. Dentro
hace frío. Me estremezco y miro por encima del hombro -una
reacción nerviosa y culpable- mientras pulso el interruptor para
desactivar las cámaras.
Lo que hago está mal. Estoy desobedeciendo a mi padre, pero
mi alegría por ver a Angelo es mayor que mi miedo a que me
atrapen. De todas formas, nadie ve nunca las grabaciones de las
cámaras. Es una precaución en caso de robo.
Cuando las pantallas se oscurecen, salgo y en silencio cierro la
puerta tras de mí. En la puerta principal, desconecto la alarma de
la casa y las alarmas perimetrales del jardín. Giro las tres
cerraduras de la puerta tan silenciosamente como puedo. Con cada
chirrido, contengo la respiración.
Por fin, la puerta principal está abierta. Un botón en la pared
abre la verja de seguridad. Tomo la llave del cuenco de la mesa de
la entrada y atravieso el césped hasta la puerta peatonal.
Angelo es visible a través de los barrotes. Está de pie en la acera,
bajo la luz amarilla de la farola, con una mano metida en el bolsillo
y la chaqueta colgada del hombro. Parece una aparición en la
bruma que llega del mar. Con pantalones oscuros y una camisa
blanca entallada con los tres primeros botones desabrochados, es
a la vez igual y diferente, familiar y extraño.
Emocionante y aterrador.
Su comportamiento es vigilante y alerta. Observa el entorno
mientras su atención se centra en mí. Como un soldado entrenado,
parece estar atento a cada imagen y sonido, a cada hoja que se agita
con la brisa.
Por un momento, no puedo hacer otra cosa que mirarlo. Lo
capto todo: los rizos más gruesos de su pelo, las líneas más duras
y angulosas de su rostro y la barba incipiente de su mandíbula.
Tiene los antebrazos al descubierto, remangados. El vello que cubre
su piel es oscuro. Sus bíceps son más grandes y su pecho más
ancho.
La diferencia entre nosotros me pega de golpe. Es un hombre,
incluso más ahora que el año pasado. Tiene veintiún años y yo
diecisiete. Comparada con él, soy una niña. Él tiene la experiencia
que me falta. Sin embargo, está interesado en mí. Un año no borró
la chispa de dos encuentros fugaces. El tiempo solo fortaleció
nuestra atracción.
La curva de sus labios es sensual. Su voz es rica y profunda, su
acento aún leve pero también deliciosamente diferente.
—Hola, Sabella.
Esto no es un sueño.
Está aquí.
—Estás aquí.
Ladea la cabeza.
—No pensarías que me perdería tu cumpleaños, ¿verdad? —
Como no me muevo, su sonrisa se vuelve divertida—. ¿Me vas a
dejar entrar o vamos hacer esto a través de los barrotes de tu
puerta?
Esto.
Esa pequeña palabra encierra tantas posibilidades, tantos
significados e interpretaciones.
¿Vamos a hacerlo?
Se me revuelve el estómago. Me muevo rápidamente, introduzco
la llave en la ranura y abro la verja. Entra en el jardín y me mira
mientras cierra la verja. Estamos juntos, yo mirando hacia arriba y
él hacia abajo.
Yo doy el primer paso, tomo su mano y cierro mis dedos
alrededor de los suyos. En cuanto nos tocamos, tomo conciencia de
mi cuerpo de una forma diferente, poderosa y aterradora. Tomo
conciencia de él. No estoy imaginando lo que se siente al tomarle la
mano. Esto es real.
Su piel es cálida. El contraste me hace darme cuenta que la
hierba cubierta de rocío está fría bajo mis pies descalzos. Miro
nuestras manos entrelazadas. Su gran palma apenas cabe en la
mía. El tono es más oscuro que mi bronceado.
Aparto la mirada de nuestras manos para mirarle a la cara. El
corazón me late tan fuerte que me duele. Me duele respirar. Por un
momento, tengo miedo, pero no sé de qué. ¿De qué me atrapen? No.
Es un miedo nacido del instinto de conservación, una vocecita que
me advierte que este hombre tiene el poder de destruirme. Siento
demasiado. Es la tercera vez que lo veo y ya es el centro de mi vida.
Parece percibir mi vacilación.
—No tengas miedo, Sabella. Siempre cuidaré de ti.
Siempre.
Siempre significa para siempre.
No es el tipo de persona que lanza palabras así a la ligera. La
declaración es enorme, pero también lo es su presencia. Todo en él
es más grande que la vida. El mundo es demasiado pequeño para
él. Lo percibí la primera vez, pero ahora es tan visceral que puedo
saborearlo en la lengua.
Entonces sonríe, y su calidez penetra en mí, derritiendo todas
esas advertencias internas y sentimientos de miedo. Una sensación
de seguridad me envuelve. ¿Cómo puedo tener miedo si lo llevo de
la mano?
Le devuelvo la sonrisa y tiro de él hacia la casa. Mientras lo
conduzco a través de la puerta y subo las escaleras, nuestro agarre
cambia. Cuando llegamos a mi habitación, ya no lo llevo de la mano.
Sus fuertes dedos rodean los míos con firmeza y seguridad. Nos
detenemos frente a la puerta, uno frente al otro.
No necesitamos palabras para comunicarnos. Lo entiendo. Sé
que espera mi permiso. Me entiende. Sabe que quiero que haga esto,
signifique lo que signifique, no en una noche granulada a través de
los barrotes del portal, sino aquí, en mi habitación, donde me he
tocado pensando en él.
Su sonrisa nunca decae. El gesto me tranquiliza cuando empuja
el picaporte y abre la puerta. Hace una pausa, esperando a que
entre, dándome a elegir. Solo que, con él, nunca ha habido elección.
Cuando entro en mi habitación, cierra la puerta. Me doy la
vuelta. Me mira, no vigilante y alerta como afuera, sino
recorriéndome lentamente con la mirada, hasta saciarse. Empieza
por los dedos de mis pies y termina en mi rostro y, finalmente, en
mis labios.
Él da un paso adelante. Yo doy uno hacia atrás. No quiero
correr. La habitación me parece demasiado pequeña con él dentro.
Su energía es abrumadora, su masculinidad me ahoga.
A la luz de la luna, algo oscuro destella en sus ojos. Le gusta
esto: mi huida y su persecución. Puede que no tenga experiencia,
pero lo sé instintivamente. Como el primer día, estoy por encima de
mis posibilidades.
Él avanza. Yo retrocedo. No sé por qué. Quizá porque le gusta el
juego. Quizá porque a mí también me gusta. Mi espalda choca
contra la pared. Se acerca a mí, apoyando una mano junto a mi
rostro. Deliberadamente, me da una vía de escape, deslizando su
mano libre en el bolsillo y dejando un lado de nuestros cuerpos
abierto.
Sus ojos son tan oscuros que brillan en su rostro como los de
un demonio. Aún más cautivador que esos estanques brillantes es
lo que veo en ellos. Algo profundo y más oscuro fluye debajo, algo a
la vez inquietante e hipnotizador.
—¿Lo has guardado para mí? —me pregunta, fijando su mirada
en mi boca.
Soy incapaz de hablar. Mi pecho se agita mientras lo miro
fijamente, con la respiración dolorosa atrapada entre mis costillas,
donde mi corazón late con fuerza.
Saca la mano del bolsillo y me aparta un mechón de cabello de
la frente. Me toca con cuidado, con ternura.
—¿Guardaste tu primer beso para mí?
Sabe la respuesta, pero quiere que se la diga.
—Sí —susurro.
En lugar de suavizar sus rasgos, la satisfacción los endurece. La
posesión en su expresión es tan feroz que casi lo hace parecer cruel.
Cuando baja la cabeza, aspiro bruscamente. Su olor me
envuelve, una combinación de cítricos, cedro y la piel limpia de un
hombre.
Nunca hemos sido sugerentes o físicos en nuestros mensajes.
Nada de hablar de sexo ni de fotos desnudos. Él puso las reglas y
los límites. En algún momento me preocupó que nuestro
intercambio fuera demasiado platónico, que no estuviera interesado
en mí de ese modo, pero todas esas dudas se esfuman cuando me
deja ver la intención en sus ojos. Los mantiene abiertos mientras se
acerca lentamente a mi boca, buscando mi mirada y leyendo mi
reacción.
Se me cierran los ojos. No soy lo bastante valiente para
mantenerlos abiertos. La expectación se prolonga, la espera es
como una tortura mientras su cálido aliento se abanica sobre mi
boca con un toque de menta. Quiero respirarlo, saborearlo.
Pasan los segundos, el mundo gira, y entonces lo hace. Acorta
la distancia. Sus labios son cálidos y suaves, su presión suave sobre
los míos. El beso es seco y agradable. Demasiado fugaz. No estoy
preparada para la reacción de mi cuerpo, para la excitación que
aprieta mis pezones y el calor que se acumula entre mis muslos.
Aprieto las piernas. Se me corta la respiración cuando el calor
desaparece de mis labios. Levanto la barbilla, persiguiendo el calor
embriagador, pero ya no está.
Confusa, abro los ojos.
Angelo se me queda mirando con expresión contrariada. Me
toma la mandíbula con su gran mano y me levanta el rostro hacia
el suyo.
—No puedo ir más lejos contigo, bella. Solo tienes diecisiete
años.
Me muerdo el labio, decepcionada y frustrada a la vez.
Rozando nuestras mejillas, acerca sus labios a mi oreja:
—Feliz cumpleaños, Cara.
Siento un hormigueo en la piel, donde la aspereza de su barba
de tres días la roza. Tengo la boca seca.
—Gracias.
—Un día me agradecerás algo más que besarte.
El matiz de sus palabras me hace arder. Recuerdo lo que me
dijo, la promesa que me hizo la mañana siguiente a mi fiesta.
Todas tus primeras veces son mías.
Tomándome de la mano, me aparta de la pared.
—¿Cómo está Pirata?
El cambio de tema me da tiempo para recomponerme. Es un
esfuerzo inteligente y deliberado por su parte.
—Míralo tú mismo —digo, señalando hacia donde Pirata duerme
semicubierto bajo mi edredón.
Se acerca y acaricia el pelaje de Pirata.
—Ha crecido mucho. Parece más grande que en las fotos.
Pirata maúlla, se estira y vuelve a hacerse un ovillo.
—Ha pasado un año —digo—. Ya es un adulto.
Se sienta a los pies de la cama y palmea el espacio a su lado.
—Ven aquí.
No dudo. Ahora que las sensaciones iniciales y el shock de verlo
han pasado, estoy más tranquila. Me ha robado el momento y tengo
que aprovecharlo al máximo.
Me tumbo a su lado.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—Vuelvo mañana por la noche.
—Oh —digo, incapaz de mantener la decepción en mi voz—. Está
muy lejos para venir solo por un día.
—No —reflexiona, estudiándome—. Por ti, incluso un minuto
vale la pena atravesar medio mundo.
El cumplido me calienta por dentro.
—¿Volaste a Ciudad del Cabo otra vez?
—A George esta vez.
—¿Dónde te alojas?
—En la finca de golf.
Lo miro de reojo, pensando en cómo decirlo.
—Puedo saltarme la escuela de verano mañana.
—No. —Su voz es áspera—. No harás tal cosa.
Doy un respingo, avergonzada por haberlo sugerido.
Continúa en un tono más suave:
—Tengo que ver a tu padre por negocios mañana. No tendré
mucho tiempo libre.
—¿Sabe que estás aquí? —exclamo—. ¿En la ciudad, quiero
decir?
—No. —Sonríe—. Es mejor que lo sorprenda. No soy su persona
favorita.
Frunzo el ceño.
—¿Y eso por qué? No entiendo por qué tiene tantas ganas que
no nos veamos si está trabajando contigo.
Su rostro permanece serio aunque dice en tono juguetón:
—No quiere que le quite a su princesa.
Le doy una palmada en el brazo.
—Él no es así.
Levanta una ceja.
—¿No es así?
—No. —Me rio, procurando bajar la voz—. Es estricto, sobre todo
cuando se trata de dejarme salir, pero no es uno de esos padres que
guardan una escopeta por si alguien muestra interés por su hija.
En un instante, sus ojos se oscurecen.
—Debería.
—No lo hizo con Mattie cuando Jared empezó a salir con ella.
—Contigo es diferente.
—¿Cómo de diferente?
Lleva su mano a mi rostro, pero la deja caer antes de tocarme.
—Eres mía.
Las palabras son pronunciadas con tanta convicción que me
dejan sin palabras. ¿Me acostumbraré alguna vez a su intensidad?
Mueve un anillo de oro de su dedo y dice:
—Dame la mano.
—¿Qué estás haciendo?
—Dame la mano, Sabella.
La forma en que pronuncia mi nombre me incita a actuar. Su
tono inflexible exige obediencia. A una parte de mí le gusta. Me
gusta que sea fuerte, que no le asuste tomar el control. Me agarra
la mano derecha y me coloca el anillo sobre el pulgar. Es demasiado
grande para que me quepa en los demás dedos.
—Es tuyo —dice, frotando con la punta de un dedo el escudo en
relieve.
—Angelo —exclamo—. Esto parece un anillo familiar.
—Es nuestro emblema. —Señala los lobos entrelazados—. Cada
primogénito de nuestra familia recibe uno cuando cumple dieciocho
años.
jadeo.
—No puedes regalar esto. Obviamente tiene un significado
especial.
Rodea la mía con su mano y aprieta el anillo entre los dos.
—Te mantendrá a salvo. Todo el mundo en mi país sabe lo que
significa.
Estoy aquí, no en su país, y no necesito que me mantengan a
salvo, pero supongo que es algún tipo de símbolo supersticioso
como un amuleto de la suerte que mantiene alejado el mal.
La idea es dulce, pero es una reliquia familiar.
—No puedo quedármelo. Es demasiado valioso.
—Guárdamelo. —Me lleva la mano a los labios y besa el anillo—
. Prométeme que lo llevarás hasta el día en que lo sustituya por
otro.
Se me seca la garganta. Debo de estar malinterpretando sus
palabras, pero no me da tiempo a reflexionar sobre su significado.
Se quita la chaqueta, se descalza y se estira en mi cama,
arrastrándome con él. Estamos apretados en un lado del colchón
porque Pirata ocupa mi lado.
—¿Puedo quedarme un rato? —pregunta frotando un mechón
de mi cabello entre sus dedos.
—Por supuesto. —Apoyo la cabeza en su pecho, donde puedo
oír los latidos de su corazón—. Aunque quisieras, no te dejaría
marchar, no si solo puedo verte unas horas.
Me rodea con un brazo y me abraza más fuerte.
—Nunca me perderé ni uno solo de tus cumpleaños.
Quiero preguntarle si eso significa que solo lo veré una vez al
año, pero no quiero estropear el momento. Seguramente, si se reúne
con mi padre por negocios, es posible que viaje a George más a
menudo.
No sé cuánto tiempo estuvimos tumbados en un silencio
agradable en la oscuridad, disfrutando simplemente de la presencia
del otro, mientras Angelo me pasaba los dedos por el brazo, pero en
algún momento debí quedarme dormida, porque cuando me
desperté, se había ido.
Bajo las escaleras con los pies en calcetines y la chaqueta
colgada del hombro. No tengo que buscar. Recuerdo el camino al
estudio de mi primera visita a la casa.
Tras empujar la puerta, me tomo un segundo para inspeccionar
el espacio como hago siempre que estoy en territorio enemigo.
Aspiro el aire, el olor a madera pulida y cuero, y deslizo la mirada
por la formal disposición de los libros en las estanterías. No son
libros muy queridos y vistos, sino libros con letras doradas en los
lomos de tapas de cuero verde a juego, pensados para decorar más
que para entretener o educar.
No tengo prisa. Me tomo mi tiempo para cruzar la planta. En el
escritorio, tapo con la chaqueta el respaldo de la silla giratoria y
saco el celular del bolsillo. Utilizo la luz de la pantalla para echar
un vistazo al contenido del escritorio, que incluye un ordenador
portátil y montones de papeles.
Una foto enmarcada de la familia Edwards posa en una esquina.
Están en un viñedo, sonríen y parecen felices. Edwards tiene más
pelo y es más delgado. Parece orgulloso. Su mujer está de pie con
la espalda recta, una sonrisa perfecta. La joven Matilde imita a su
madre, erguida y mirando a la cámara con una sonrisa de labios
cerrados. Ryan mira a su padre. Debía de tener unos doce años.
Sabella tendría dos. Lleva el pelo oscuro recogido en coletas, con las
puntas rizadas. Era una niña muy linda. Si tenemos una hija,
espero que se parezca a Sabella. Me fijo en cómo Matilde posa junto
a su madre mientras Sabella está al lado de su padre, con su manita
enredada en uno de sus dedos. Ryan está en medio, separando a
Edwards de su mujer. No se tocan ni posan abrazados como hacen
las parejas enamoradas en las fotos. ¿Están muy unidos?
Como no hay nada más de interés, rebusco en los cajones. No
tardo mucho en encontrar lo que busco. Edwards confía mucho en
su sistema de seguridad como para dejar su preciado cuaderno
tirado en un cajón sin cerrar. Es un error, un fallo del sistema, y a
mí se me da bien olfatear los fallos y utilizar los puntos débiles en
mi beneficio.
Doy la vuelta a la cubierta del pequeño libro negro. La letra es
cursiva y pulcra. La primera inscripción está fechada hace
dieciocho años. Cada página contiene una lista de nombres, fechas
e importes. Junto a cada cantidad, hay una firma. Una prueba de
recepción. Paso unas cuantas páginas, saltando a la fecha en que
Edwards hizo el trato con mi padre. Sabella solo tenía diez años.
Escudriño los nombres y reconozco algunos. Unos cuantos grandes
saltan a la vista, gente que ocupaba altos cargos en el gobierno y
que ya se han jubilado.
Los nombres cambian con el paso de los años. Es como un mapa
de la historia política del país, de quién ha estado en el poder y
quién ha sustituido a quién, pero también me fijo en algunos
actores internacionales: ministros extranjeros y grandes nombres
de la mafia. Dos de esos nombres me resultan especialmente
familiares. Uno está relacionado con los franceses y el otro con la
mafia corsa. Una cuarta parte del libro sigue vacía. Hará falta al
menos otra década para llenar esas páginas.
No hago fotos de las pruebas incriminatorias. No me molesta
tener que demostrar que no son falsas. No hay nada mejor que los
auténticos.
La pantalla de mi teléfono se ilumina con una u otra
notificación. No las leo. No es importante. Cierro el libro y lo deslizo
junto con el teléfono en el bolsillo de mi chaqueta. A través de la
ventana, el horizonte se tiñe de un morado intenso. Falta una hora
para el amanecer.
Me pongo la chaqueta y atravieso la casa en silencio hasta la
habitación de Sabella. Cuando abro la puerta, está sentada en la
cama, frotándose los ojos. Lleva el pelo oscuro alborotado alrededor
del rostro y está alarmada. Ha echado a un lado la manta con la
que la cubrí, dejando al descubierto sus largas piernas con un
bronceado dorado.
Parpadea. Tarda un segundo. Su pecho se desinfla, y la tensión
disminuye de sus hombros.
—Pensé que te habías ido.
Cierro la puerta.
—No me iría sin despedirme.
Casi distraídamente, acaricia a Pirata.
—¿Dónde estabas?
La mentira sale fácilmente de mis labios:
—Baño.
Sus ojos se agrandan.
—¿Y si alguien te hubiera visto?
La luna se ha movido. La oscuridad de la habitación es más
profunda, más densa. Es imposible distinguir el negro de sus
pupilas del intenso color marrón de sus iris. Parece una muñeca
frágil con bonitos ojos de cristal, totalmente vulnerable y frágil.
—Tuve cuidado —le digo, resistiendo el impulso de acariciarle el
rostro y saborear la pequeñez de mi palma. Ya he roto demasiadas
promesas que me hice a mí mismo.
Sigue mis movimientos con la mirada cuando me siento y me
calzo.
Abrazándose las rodillas contra el pecho, pregunta:
—¿No puedes quedarte un poco más?
Oigo el anhelo en su voz, la desesperación. La planté allí cuando
me aseguré que anhelara mi presencia. Un año es mucho tiempo,
pero es solo una gota en el océano en el gran esquema de la
eternidad.
—Son casi las cuatro. —Mantengo mi voz suave, suavizando el
desagradable asunto de decir adiós—. Pronto amanecerá.
Ella asiente, mordiéndose el labio.
Es tentador prometer que la visitaré más a menudo. Es aún más
tentador llevármela conmigo. Lo que diga su padre ya no importa.
En vez de eso, guardo la compostura.
Tiene diecisiete años.
No debo olvidarlo.
Soy demasiado débil cuando estoy con ella.
Hasta que tenga dieciocho años, es más seguro mantener las
distancias.
Como ya he hecho demasiado, le beso la cabeza. Es el único
capricho que me permito antes de tomarla de la mano y ponerla de
pie.
Miro a mi alrededor. Mi mirada se posa en un jersey colgado
sobre el respaldo de una silla. Lo tomo y le levanto los brazos antes
de ponérselo por la cabeza.
—Ponte calcetines y zapatos —le digo. Aquí las mañanas son
frescas, más frescas que las tardes, y la hierba siempre está mojada
por el rocío—. Te vas a resfriar.
Toma un par de calcetines de la cómoda y se los pone
obedientemente. Le doy una palmadita en la cabeza a Pirata
mientras ella se pone las zapatillas. Cuando está lista, la acompaño
escaleras abajo.
—Vuelve a poner la alarma —le ordeno cuando me ha visto salir.
Se abraza a sí misma, asintiendo, pareciendo pequeña tras los
barrotes de la verja.
—Esperaré hasta que estés dentro —digo.
Me ofrece una última sonrisa antes de hacer lo que le he dicho,
volver adentro y cerrar la puerta. Le agradezco que no haya hecho
un escándalo al despedirse.
Cuando las luces rojas de las cámaras de las paredes
parpadean, me dirijo al auto de alquiler que aparqué en la calle sin
salida. El cuaderno está cómodamente guardado en mi bolsillo, es
el billete que me lleva al lugar que me corresponde, y en él están las
pruebas que cambiarán el futuro de todos.
La noticia de anoche es tan emocionante que estoy deseando
contársela a Colin. Le toca a su madre llevarnos a la escuela de
verano, así que no puedo decir nada en el auto. Llegamos a mi
colegio, donde cada verano se presentan las clases mixtas para
chicos y chicas de undécimo curso, con solo un minuto de margen,
lo que significa que mi gran noticia tendrá que esperar hasta que
lleguemos a casa después de las cinco.
Todo el día estoy en las nubes. No puedo dejar de tocar el pesado
anillo de oro que llevo en el pulgar. Apenas consigo concentrarme
en los ejercicios de matemáticas. Cuando el tutor me hace una
pregunta, levanto la vista de mi libro aturdida, perdida en mi
ensoñación. Colin, que se sienta una fila delante de mí, me mira
por encima del hombro con el ceño fruncido. Nunca me equivoco en
una pregunta, y mucho menos tengo que pedirle al tutor que me la
repita.
—¿Qué te pasa hoy? —pregunta Colin, cuando por fin
recogemos nuestros libros a las cinco.
—Luego te cuento —digo con una sonrisa, colgándome la
mochila del hombro.
—Necesitas ese sobresaliente en matemáticas si quieres entrar
en la selección final de la uni. —Me quita la pesada mochila de la
espalda—. No puedes permitirte meter la pata.
Me adelanto a él hasta la salida.
—No lo haré.
Cuando bajamos los escalones, la señora Taylor, la madre de
Colin, toca el claxon para llamar nuestra atención hacia donde está
aparcada, a la sombra de un roble. Se baja y se apoya en el auto,
esperándonos con una sonrisa.
Emmaline Taylor es menuda, rubia y de ojos azules. En días
como hoy, cuando lleva el pelo recogido en una coleta y viste sus
leggings de gimnasio y su camiseta, el parecido entre ella y Clara es
asombroso.
Colin deja las mochilas en el maletero y se pone al volante. La
señora Taylor ocupa el asiento del copiloto. Desde que tenemos el
carné de conducir, la señora Taylor nos deja conducir por turnos
cuando nos toca compartir auto.
—Hola, Sra. Taylor —digo, entrando en la parte de atrás.
—Hola, Bella. —Se voltea en su asiento—. ¿Qué tal la clase?
—Bien.
Colin me lanza una mirada por el retrovisor, pero no dice nada.
Arranca el motor y se concentra en conducir.
La señora Taylor me pregunta cómo estuvo mi cena de
cumpleaños y si tenemos noticias del bebé de Ryan y Celeste. Ryan
y Celeste viven en Ciudad del Cabo, donde Ryan dirige la oficina
municipal de papá, así que no los vemos muy a menudo. Solo
vienen a Great Brak River para acontecimientos familiares como
cumpleaños y Navidad.
Mientras subimos por nuestra calle, veo el Audi de mi madre
aparcado delante de la casa. Es extraño, casi como si lo hubiera
dejado allí con demasiada prisa para abrir las puertas. Siempre
aparca dentro del garaje porque no quiere que los cristales se
ensucien con el aire del mar.
Doy las gracias a la señora Taylor cuando me dejan y le digo a
Colin que lo veré más tarde. Planeamos hacer ejercicios de
geometría juntos. Trabajaremos en su biblioteca, donde nadie nos
molesta, y podré contarle lo de anoche.
El comedor de la escuela de verano es horrible. No comí mucho
del pastel de pescado tibio y me muero de hambre. Entro por la
puerta y voy más despacio cuando veo los autos en la entrada. El
Rolls Royce de papá y el BMW de Ryan están allí. Mi padre nunca
llega a casa tan temprano. ¿Y qué hace Ryan aquí? No le gusta
viajar lejos de casa desde que Celeste tuvo complicaciones con el
embarazo.
Empujo la puerta y la cierro en silencio. La voz acalorada de mi
padre retumba desde su estudio. Ryan dice algo en tono
apaciguador. Dejo caer la mochila y avanzo al pasillo. Llegan unos
llantos del salón. Me detengo en el marco de la puerta. Mi madre
está sentada en el sofá, llorando en un pañuelo. Mattie se sienta a
su lado y le frota el hombro.
Mierda.
¿Qué ha pasado?
El frío invade mi cuerpo.
Mattie levanta la vista. Su expresión es grave cuando me mira.
Se pone de pie y cruza el suelo; sus pasos son silenciosos sobre las
baldosas de mármol, como cuando la gente camina en los funerales,
como si temiera hacer ruido.
Me pasa un brazo por el hombro y me lleva a la cocina. Doris
está en la encimera, extendiendo la masa. Por una vez, no nos corre
ni nos dice que no le estorbemos el camino. Se limpia las manos en
el delantal y desaparece en el fregadero.
—¿Qué está pasando? —pregunto, con el corazón latiéndome en
la garganta—. ¿Ha muerto alguien? —¿La tía Judith o el tío Fred?
Mattie se apoya en el mostrador y se cruza de brazos.
—Ha habido un incidente.
Mi voz sale ronca:
—¿Qué incidente?
Está tranquila, se parece a Ryan en ese sentido, pero no se me
escapa la tensión de su cara.
—Alguien robó el cuaderno de papá.
Lucho por encontrarle sentido.
—¿Qué?
—Alguien entró en casa y robó el libro de papá, el pequeño y
negro que guardaba en el cajón de su escritorio.
—Pero... —Sacudo la cabeza, abro y cierro la boca, y al final solo
acierto a decir—: ¿Por qué?
—El libro es importante.
—No lo entiendo. ¿Por qué está Ryan aquí? ¿Y por qué mamá
está llorando por eso?
Baja la voz:
—Papá ha estado involucrado en algunos sobornos.
—¿Sobornos? —Se me corta la respiración—. ¿Qué quieres
decir?
Agita una mano.
—Pagó a algunas personas por debajo de la mesa.
Me enfrío aún más.
—No puedo creerlo. Papá nunca haría eso.
—Así es como se hacen los negocios aquí. Todo el mundo lo
hace. La cosa es que no te atrapen.
—¿Qué significa eso? —Apoyo la mano en la mesa para
estabilizarme—. ¿Qué significa eso para papá?
—Papá y Ryan se están ocupando de ello.
—¿Qué nos va a pasar? —pregunto, con el pánico oprimiéndome
el pecho.
—Nada —dice, con voz severa—. Lo importante ahora es
averiguar cómo ha ocurrido, porque no puede volver a ocurrir. —
Mira hacia el fregadero y continúa en un tono más tranquilo—:
Alguien apagó la alarma y las cámaras anoche.
Sus palabras me golpean como balas. La sangre me recorre el
cuerpo y se me sube a la cabeza.
Se pone recta.
—Naturalmente, no podemos involucrar a la policía.
La oigo a través del ruido de mis oídos, sus palabras distantes y
distorsionadas. La miro, veo cómo mueve los labios, pero ya no
capto lo que dice.
Alguien apagó la alarma y las cámaras.
Y lo sé.
Sé quién se llevó el libro.
No sé qué es peor, si la traición que me quema como ácido en el
estómago y me sube la bilis a la garganta o la vergüenza que me
paraliza. La vergüenza, creo. De ser estúpida e ingenua. De ser
cómplice. De ser egoísta y hacer daño a mi familia.
Retiro la mano, notando lo mucho que tiembla, notando la
harina pegada a la palma.
—Solo hay que darles un momento. Papá no es él mismo.
Mattie. La miro fijamente. Sigue hablando.
Asiento con la cabeza, el movimiento es mecánico.
Me agarra del hombro de camino a la puerta, una rara muestra
de afecto. No, afecto no. Apoyo.
Mis pensamientos están revueltos, mi cuerpo tiembla por el
golpe devastador del engaño. Al rojo vivo, la estela de ese engaño es
un miedo nauseabundo. Es la primera vez que pruebo los
sentimientos desagradables, y no me gustan.
¿Qué he hecho?
Miro por encima del hombro la espalda recta de Mattie, lo fuerte
que es cuando lo necesita.
—Voy a casa de Colin —digo, tomando una decisión precipitada.
Mattie se vuelve hacia mí.
—No puedes contarle esto a nadie.
—Lo sé.
Suspira.
—Quizá no sea mala idea que vayas un rato a casa de Colin, al
menos hasta que haya pasado lo peor. Supongo que papá querrá
hablar con nosotros antes de la cena. Asegúrate de estar en casa
para entonces.
Sus tacones chasquean por el pasillo, sus pasos vuelven a ser
esa extraña marcha fúnebre, cautelosa y tenue.
Antes que Doris pueda volver e interrogarme, escapo a la
entrada y tomo la llave del auto de mi madre de la mesa, donde está
junto a su bolso. Estoy demasiado alterada para pensar en tomar
los papeles del auto o mi carné. Salgo por la puerta y atravieso el
portón. El Audi es automático. No es difícil de conducir. Me subo y
arranco el motor, sin molestarme en mirar los retrovisores ni
ajustar el asiento.
Al final de la calle, piso el acelerador. Me arden los ojos, pero
permanecen secos. Me alegro. Angelo no se merece mis lágrimas.
La línea en medio de la carretera se desdibuja y se duplica. Me froto
los ojos con el talón de la palma de la mano, intentando aclarar la
visión. Conduzco como una loca, demasiado deprisa, y es una
suerte que no me pare un policía de tráfico antes de llegar al campo
de golf.
Aparco delante de la entrada principal del hotel y entro,
ignorando al aparca autos que me persigue con la mirada. En el
mostrador, veo mi reflejo en el espejo. Mi máscara de pestañas se
ha corrido en círculos oscuros alrededor de mis ojos y mi expresión
parece salvaje. En la recepción me miran de reojo. Visten elegantes
trajes de golf o trajes formales de oficina. Mi camiseta favorita con
la ballena en la espalda, que data de una visita al acuario hace dos
años, destaca como un pulgar adolorido. También lo hacen mis
jeans desteñidos y auténticamente rotos, pero no me importa.
Como no llevo bolso, me meto la llave del auto en el bolsillo
trasero. Tamborileo con los dedos sobre el mostrador y espero. No
hay nadie más que yo, pero el conserje no tiene prisa por ayudarme.
La ira me vuelve descarada. Apoyo un codo en el mostrador y
me pongo en el espacio del conserje.
—El número de habitación del Sr. Russo, por favor.
La voz del hombre es neutra.
—No se nos permite dar números de habitación, señorita.
—Me está esperando —digo, sonriendo dulcemente, hablando
demasiado alto.
El conserje mira a su alrededor. No les gusta que la gente monte
escenas en lugares de lujo como estos, sobre todo las chicas
desnudas y menores de edad que piden los números de habitación
de hombres adultos.
Levanto la mano y le enseño el anillo de oro que tengo en el
pulgar.
—¿Por qué no le llamas y lo compruebas tú mismo?
Algo pasa por su rostro cuando contempla el anillo, algún
reconocimiento que da vida a su semblante, por lo demás en blanco.
No tiene que comprobar la lista de invitados.
—La suite del ático.
Por supuesto. Solo hay una suite en el ático.
Pongo una mano sobre el mostrador, con la palma hacia arriba.
—Dame una tarjeta.
Su boca se tensa.
—Necesitaré su nombre, por favor.
—Sabella Edwards.
Enarca una ceja, pero no dice nada. Sus largos dedos
repiquetean sobre el teclado mientras escribe. Un momento
después, me acerca una tarjeta en un sobre de papel.
—Gracias —le digo.
No se molesta en responder.
Tomo la tarjeta y atravieso el vestíbulo. Cuando vuelvo a mirar
por encima del hombro, tiene el teléfono pegado a la oreja, sin duda,
avisando a Angelo que estoy de camino.
Solo hay dos plantas, pero me tiemblan demasiado las piernas
para subir por las escaleras. Aprieto el botón del ascensor para que
baje y lo pulso repetidamente hasta que se abren las puertas. El
hombre y la mujer que también esperaban el ascensor se apartan
para no subir conmigo.
Golpeo con la palma de la mano el botón del piso superior. Las
puertas se cierran y me encierran. Giro en círculo como un animal
enjaulado, deseando que los números se enciendan más deprisa.
La música suave y genérica que suena por los altavoces del techo
no hace nada por calmarme. Solo me agita más.
Cuando el ascensor se detiene, atravieso las puertas antes que
se abran del todo. No hay pasillo, sino un vestíbulo con moqueta
burdeos y papel pintado plateado con flores de lis en relieve.
La única puerta de este nivel se abre antes que llegue a ella.
Angelo está de pie en el marco, con una camisa negra, pantalones
oscuros y una expresión inescrutable.
Toda la furia que he sentido desde que las palabras de Mattie
me desgarraron el corazón aflora a la superficie. Estoy ciega de
rabia mientras atravieso el suelo, planto las palmas de las manos
en su pecho y lo empujo con todas mis fuerzas.
Mi esfuerzo no le mueve ni un milímetro. Vuelve a la habitación
por su propia voluntad, dejándome entrar.
Levanto el brazo y le doy una fuerte bofetada. La huella de mi
mano yace roja en su mejilla cuando me aparto. Vuelvo a levantar
la mano, pero esta vez me toma por la muñeca.
Le doy un tirón.
—¿Cómo pudiste?
Me rodea y cierra la puerta.
Me giro, dando vueltas con él, sin querer darle la espalda.
—¿Cómo pudiste hacer algo así?
Solo me mira con ojos fríos.
—Me has utilizado —digo, alejándome de él, con la palma de la
mano ardiendo y las manos temblorosas.
No niega la acusación.
—Planeaste esto durante todo un año. —Me tiembla la voz. Se
me saltan las lágrimas cuando me doy cuenta de lo profundo que
es su engaño—. Por eso me diste un teléfono.
—No únicamente —dice con rostro estoico.
Mierda. Eso duele. Aprieto los dientes, conteniendo las lágrimas.
No voy a mostrarle con qué eficacia me ha roto en pedazos. Lo único
que merece presenciar es mi odio.
Lo empujo de nuevo.
—¿Cómo pudiste?
Se queda ahí, aguantando mis abusos.
—Maldito seas, Angelo Russo. Dímelo. —El volumen de mi voz
sube a un nivel histérico—. ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué vas
a hacer con la información que robaste?
Aun así, no dice nada, no muestra nada. Ninguna emoción. Ni
arrepentimiento.
Terminé. He terminado con esto. Esto que no quería hacer a
través de los barrotes de una puerta anoche no tenía nada que ver
conmigo. Se trataba de robar información de mi padre.
Lanzo una carcajada irónica. No podía robar eso a través de los
barrotes de nuestra puerta. No. Necesitaba que desconectara la
alarma y lo dejara entrar. Y lo hice. Lo invité a entrar, le di la
bienvenida como a un lobo en el corral de un cordero.
Se acerca al bar de la esquina y me sirve un vaso de agua.
Observo por primera vez el entorno, el amplio salón que da a un
balcón con macetas de árboles, la cama con dosel de la habitación
contigua y el gimnasio en casa frente a los grandes ventanales.
Pone el vaso en la mesita delante de mí.
—Necesitas un trago.
Tengo ganas de tirarle el agua a la cara, pero ya lo he agredido
físicamente, y no es así como me educaron mis padres. No me gusta
esta persona, en la que me convierto cuando estoy con él.
—¿Jugo, tal vez? —pregunta.
—Eres un hijo de puta.
Levanta una comisura de la boca.
—Tal vez debería añadir un poco de azúcar para esa boca tuya.
Lo he intentado. No voy a obtener respuestas de él. No hay cierre
para mí aquí, no hay razones o excusas.
Le tiendo la mano.
—Dame el libro.
—No habrá diferencia. La información ya ha sido copiada y
almacenada en la nube.
—Voy a decírselo a mi padre. Lo sabes, ¿verdad?
—No importa. Él ya lo sabe.
—¿Ese era tu asunto con él? —exclamo—. Hijo de puta. ¿Qué es
lo que quieres? ¿Dinero? ¿Lo estás chantajeando? ¿Es eso?
Su voz es uniforme:
—Si tu padre fuera un hombre de palabra, esto no habría sido
necesario.
—No sé de qué estás hablando, pero eso no cambia el hecho que
me manipulaste o que estás usando información robada para
chantajear a mi padre.
—Hice lo que tenía que hacer para que estemos juntos —dice
con naturalidad.
—¿Nosotros? —Mi risita es fea—. ¿En serio crees que alguna vez
estaré contigo después de lo que has hecho?
—Algún día lo entenderás.
—Nunca —escupo—. Nunca estaremos juntos.
Su mirada se vuelve calculadora.
—Entonces será mejor que lo pienses de nuevo, Cara. Tú eres
mía. Somos el uno para el otro. Nada cambiará eso. Mataré por ti si
es necesario.
Dios mío. No solo es malo. Es la definición del mal. El amor que
él encendió dentro de mí y tan cuidadosamente cultivó es como
veneno. Si no lo saco de mi corazón, me matará.
Mi padre tenía razón. He sido la tonta de Angelo, y ya no voy
hacer una idiota por él.
Me quito el anillo del pulgar y lo tiro sobre la mesa. Golpea el
cristal antes de rodar por el borde y caer sobre la alfombra con un
ruido sordo.
—No quiero volver a verte. Aléjate de mí y de mi familia.
Giro sobre mis talones y me dirijo hacia la puerta, pero no doy
ni dos pasos antes que Angelo me rodee la garganta con una gran
mano y tire de mí hacia atrás. La acción rompe mi impulso. Tropiezo
y mi espalda choca contra la pared de su pecho.
Aprieta, presionando sus dedos en puntos sensibles.
—No te gusté tan rápido ahora que has visto mi verdadera
naturaleza. —Casi suena como una acusación. Baja la cabeza y me
susurra al oído—: Ese anillo se queda en tu mano hasta que lo
sustituya por otro. ¿Lo has olvidado tan rápido?
Me alejo y doy media vuelta.
—Quédate con tu anillo. No lo quiero.
—Llevarás esa marca en tu dedo o marcada en tu piel. Tú eliges.
Mis labios se separan. Debe estar bromeando.
No lo hace. Se agacha, recoge el anillo sin prisa y saca un
encendedor Zippo del bolsillo. Es el mismo que utilizó para
encenderse un porro cuando nos conocimos. Observo, horrorizada,
cómo enciende el mechero y sostiene el anillo bajo la llama.
Es una broma.
Miro entre su rostro impasible y la superficie ennegrecida del
anillo, incapaz de creer que vaya a hacerlo.
—Prefiero que lo lleves en el dedo —dice—. Pero como he dicho,
es tu elección.
Cuando apaga la llama y se acerca a mí, retrocedo. Sus dedos
se enroscan alrededor de mi bíceps, arrastrándome más cerca.
Lucho contra su agarre, arañándole el antebrazo, pero mis
esfuerzos no surten efecto. Me pasa el pelo por encima del hombro,
con cuidado de no tocarme la piel con el anillo, y me besa un punto
del cuello.
Un escalofrío me recorre.
Lo va a hacer, justo ahí donde presionó sus labios sobre mi piel.
—Espera —grito, tensándome en su agarre.
Sopla sobre el punto húmedo por su beso, haciendo que mi piel
se contraiga.
—Te dolerá, pero primero te sacaré.
Espera, espera. ¿Qué? ¿Sacarme? ¿Qué significa eso?
—No. —Lo araño de nuevo—. Llevaré el anillo.
Se queda quieto.
—¿Qué fue eso?
Lo empujo.
—Llevaré el anillo.
—Definitivamente la mejor opción.
Se acerca a la mesa y deja caer el anillo en el vaso. Suena un
silbido al caer al agua. Remueve el agua varias veces con el dedo
antes de sacar el anillo y limpiar lo negro con una servilleta. Me
toma la mano y lo vuelve a poner en mi pulgar.
Vuelve a rodearme la nuca con los dedos, me acerca y acerca
sus labios a mi oreja:
—Si alguna vez te lo quitas, lo sabré.
No pregunto cómo. No quiero poseer ese conocimiento. Mis
piernas se doblan un poco. Solo quiero irme a casa.
Sin atreverme a mirarlo por miedo a ver la petulante victoria en
sus ojos, camino hacia la puerta.
Se pone delante de mí, cortándome el paso.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —Lo empujo, pero me agarra
del brazo—. ¿Quién te ha traído?
—Yo conduje.
—¿Tú sola?
—Sí.
Sin soltarme la muñeca, toma su chaqueta de un gancho que
hay detrás de la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto.
—Llevándote a casa.
—¿Estás loco?
—Solo tienes la licencia de aprendiz. Conducir sola es ilegal y
peligroso.
Lo miro boquiabierta.
—¿Te preocupa la conducción ilegal después de entrar en
nuestra casa?
—Yo no entré. —Me suelta para ponerse la chaqueta—. Tú me
dejaste entrar. Y es tu seguridad lo que me preocupa.
—Puede que te haya dejado entrar pero solo porque me
engañaste y me engañé.
Tomándome otra vez del brazo, abre la puerta.
—Ya se te pasará.
—Vete a la mierda.
—Vamos a tener una charla seria sobre esa boca.
—Déjame ir.
—Deja de forcejear, Sabella. —Él aprieta su agarre—. Te he
dicho que voy a llevarte a casa sana y salva.
—No finjas preocuparte por mi seguridad.
—No tengo que fingir.
Me arrastra por el vestíbulo hasta el ascensor. Salimos cuando
se abren las puertas de la planta baja. La gente me mira mientras
me guía por el vestíbulo, pero él no les hace caso. Un hombre con
la cabeza rapada y vestido con un traje oscuro espera afuera.
Angelo saca una llave de su bolsillo y se la lanza al hombre.
—Síguenos. —Señala el Audi de mi madre—. ¿Es este su auto?
El hombre asiente.
Angelo mete la mano en mi bolsillo trasero y saca la llave.
—Eh. —Intento quitársela, pero la mantiene fuera de mi
alcance—. Dame eso.
El hombre sube a un Mercedes aparcado en el aparcamiento
mientras Angelo me mete en el lado del copiloto del auto de mi
madre.
—¿Quién es ese hombre? —Mi tono es sarcástico—. ¿Tu
guardaespaldas?
—Tuyo —dice, arrancando el motor.
—¿Qué?
—Se llama Roch. —Lo pronuncia como rock—. Te estará
vigilando.
Cruzo los brazos, mirando al frente.
—¿Para asegurarte que no voy corriendo a la policía?
Solo se ríe, sabiendo muy bien que si mi padre está implicado
en el pago de sobornos, ir a la policía no es una opción.
Parte de la lucha me ha abandonado, provocando un
agotamiento repentino. Sin la armadura de la ira, tengo miedo.
¿Cómo reaccionará mi padre? ¿Me odiará? ¿Mi ingenuidad y mi
desprecio por sus deseos arruinarán nuestra relación?
Conducimos en silencio, Roch nos sigue en el Mercedes.
En nuestra casa, Angelo se detiene delante de la verja y apaga
el motor.
—Hasta pronto, Cara.
—No lo creo.
Solo sonríe, sale y cierra la puerta.
Como no me muevo, se acerca a mi ventana.
—Entra.
Él no puede decirme lo que tengo que hacer, pero es casi la hora
de cenar y no quiero que mis padres vayan a buscarme a casa de
Colin. No quiero que me vean fuera de casa con Angelo.
Me abre la puerta y me tiende la mano. Ignoro la mano que me
tiende, tomo la llave de la consola que hay entre los asientos y salgo.
Sus ojos se clavan en mi nuca cuando atravieso el portón, pero no
miro atrás. Esta vez no. Nunca más.
De camino al aeropuerto, me detengo en lo alto de un punto de
mira, salgo y observo el mar. Es una mañana clara pero con mucho
viento. Las olas rompen furiosas en la orilla. Las gaviotas se lanzan
en picado sobre el agua y sus gritos atraviesan el ruido aplastante
del oleaje.
El paisaje cada vez me gusta más. Puedo acostumbrarme, pero
prefiero la escarpada costa de Ciudad del Cabo. Está más cerca de
casa, salvo por la corriente del Atlántico que hace que el agua esté
fría, incluso en verano. Es mucho más agradable bañarse aquí, en
el océano Índico, que es más cálido.
Como tengo unos momentos libres antes de mi vuelo, dejo vagar
mis pensamientos. No es un lujo que me dé a menudo. He ido
asumiendo más responsabilidades en casa y en el negocio a medida
que mi padre se ha ido debilitando. Eso me ha obligado a
interrumpir mis estudios, pero no me importa. La vida es la mejor
escuela. He aprendido más del negocio que de cualquier libro.
La familia es mi prioridad. Mis tíos y la familia de mi madre,
aunque nunca los hemos conocido, dependen de nuestro negocio.
El dinero que ganamos alimenta muchas bocas, incluidas las
familias de los cuatrocientos y pico empleados que tenemos
contratados. No puedo defraudarlos. Pronto, Sabella será una de
esas personas que dependen de mí. Seré un marido, mi deber no es
solo proteger y cuidar a mi esposa, sino también garantizar la
continuidad de la línea de sangre. Producir un heredero.
Saco el teléfono del bolsillo y hago una videollamada a mi padre.
Un momento después, el rostro de mi hermana aparece en la
pantalla. A la luz del sol que cae sobre la mesa del comedor, su pelo
tiene un brillo rojizo. Salvo por esa diferencia y por ser más
femenina en estructura ósea y constitución, somos una réplica
exacta del otro.
—Hola, Ang —dice, metiéndose una cucharada de cereales en la
boca—. Wow. Bonita vista. ¿Dónde estás?
—Cerca del aeropuerto. ¿Por qué no comes una cena apropiada?
Adeline pone los ojos en blanco.
—Esto es una cena como Dios manda.
—Sabes que apenas hay nutrientes en esa basura que estás
comiendo. Solo te estás atiborrando de azúcar y fibra.
Me apunta con la cuchara.
—Que hayas nacido tres segundos antes que yo, no te hace ni
más viejo ni más sabio.
—Obviamente más sabio en lo que a nutrición se refiere. ¿Qué
clase de esposa serás para tu marido? —digo esto último solo medio
en broma.
Ella se burla.
—Me casaré con un hombre que sepa cocinar.
—Te casarás con un hombre que será un buen proveedor.
El teléfono se sumerge, la cámara apunta a sus piernas
mientras las balancea sobre la silla antes que su rostro vuelva a
aparecer.
—A diferencia de ti, yo no tengo prisa por casarme. —Su pelo
rebota sobre sus hombros mientras camina—. Primero terminaré la
carrera y veré el mundo.
Mi gemela no es ni romántica ni maternal.
—¿Cómo va la escuela?
Entra en una habitación -la cocina, a juzgar por las grandes
ventanas que dan al jardín- y hace una mueca.
—Me lo preguntaste antes de irte. —Se pasa un dedo por los
labios—. A ver. ¿Ayer?
—Corta el sarcasmo. Tenías un examen de economía. ¿No
pensaste que lo olvidaría?
Está toda llena de vida y brillo, su sonrisa mostrando sus
dientes blancos.
—Qué dulce de tu parte recordarlo.
No puedo resistir una sonrisa.
—Sarcasmo, Adeline.
—Por supuesto que fue bien. ¿Qué esperabas?
—Nada menos. —Me pongo serio—. ¿Cómo está papá?
Se tranquiliza.
—Tan bien como puede estar. Mamá le está dando sopa. Estaba
esperando tu llamada. Me pidió que contestara su teléfono mientras
dormía la siesta.
—¿Puedes ponerlo al teléfono? Tengo noticias. Buenas noticias.
Le animará.
—Claro. Deja que ponga mi cuenco en el lavavajillas y le llevaré
el teléfono. —Ella avanza por el pasillo y sube las escaleras—.
¿Quieres que te recoja en el aeropuerto mañana?
—De ninguna manera. —Mi tono es severo—. No vas a conducir
el barco a Marsella.
Ella pestañea.
—Lo haces.
—Es diferente.
—Eres un machista, ¿lo sabes? El sexismo pasó de moda hace
como cinco décadas.
—La respuesta es no. En cualquier caso, tienes escuela.
—Bien. —Suelta un suspiro dramático—. Pero no te excedas en
tus prácticas como cabeza de familia. —En el momento en que las
palabras están fuera, se muerde el labio—. No quise decir eso.
Hago una mueca.
—Lo sé.
—Aquí está papá. —Me lanza un beso—. Buen viaje.
La cámara se acerca a unas mantas antes que el rostro de mi
padre llene la pantalla. Tiene los ojos rojos y hundidos, con bolsas
debajo. El color pálido de su piel me impresiona como cada vez que
lo miro. Mi madre está a su lado, apretando un paño en su frente.
—Estoy bien —grazna él, apartando la mano de mamá.
—Hola, Angelo. —Mi madre se inclina hacia mi padre, con una
sonrisa cálida aunque un poco tensa. Lleva el pelo oscuro recogido
en un moño y le caen mechones alrededor de la cara ovalada. A sus
treinta y ocho años, apenas tiene arrugas. Su piel es tersa y sus
rasgos juveniles, pero un cansancio permanente la hace parecer
mayor—. ¿Te encuentras bien?
—Hola, Maman. Nunca he estado mejor.
Toma una bandeja.
—Haré pisto mañana.
—Eso suena bien.
Nos despedimos y nos deja a mi padre y a mí para hablar de
negocios.
—¿Cómo ha ido? —pregunta con voz ronca.
—Exactamente como estaba previsto.
Asiente con la cabeza, cierra los ojos un momento e inspira larga
y ruidosamente.
Se me revuelven las tripas. Como en una respuesta empática,
me cuesta respirar.
El tiempo se acaba. Las palabras del especialista se repiten en
mi cabeza. Sin una operación, a mi padre le quedan unos meses.
Un año como mucho. Si al menos no fuera tan testarudo para
operarse.
Queda tan poco. Tanto que aún quiero dar.
No dejaré que se vaya a la tumba con la preocupación de los
asuntos pendientes.
Solo por eso, me consuela decirle:
—Ya está hecho. —Agarro el teléfono con fuerza, sintiendo la
ausencia de mi anillo de sello—. Edwards firmó.
La casa está extrañamente silenciosa. El ruido metálico cuando
dejo caer la llave del auto de mi madre sobre la mesa de la entrada
suena anormalmente alto. De la cocina sale un olor a tarta de
manzana, pero el delicioso aroma de la repostería casera no me
calienta por dentro ni me da la bienvenida como suele hacerlo.
Algo ha cambiado. Ya no me siento en casa. Angelo destruyó mi
refugio con su despreciable traición. Soy como una extraña en el
lugar donde crecí. Las paredes se cierran sobre mí, pero tampoco
me siento segura afuera. Las palabras de Angelo se repiten en mi
cabeza, que siempre habrá alguien vigilándome. Que siempre
volverá por mí. Pero no quiero pensar en él. No puedo. No puedo.
Ahora no. Tengo que apartar esos pensamientos perturbadores y
hacer lo que hay que hacer.
Saco el celular de la mochila, que sigue en el suelo junto a la
puerta, y envío un mensaje a Colin para decirle que no iré esta
noche.
Mattie sale de la cocina mientras me meto el teléfono en el
bolsillo.
—Aquí estás. —Me escruta, estudiándome más de cerca que de
costumbre, y dice de una manera mucho más amistosa que la
habitual—: Cenamos dentro de diez minutos. Ve a ducharte rápido.
Rascándome una cutícula, miro hacia el pasillo.
—¿Dónde están?
—En el estudio.
Asiento y trago saliva.
—¿Estás bien? —pregunta, expresándolo como si no debiera
estarlo.
No lo estoy, pero vuelvo a asentir.
—De acuerdo. —Se alisa la falda.
—Estoy ayudando a Doris con los detalles finales de la cena.
Ven a ayudarnos para poner la mesa cuando termines.
Cuando vuelve a la cocina, camino con pasos de plomo hacia el
estudio. Me detengo en el marco de la puerta. Mi madre está
sentada en el sofá, con los ojos desenfocados mientras bebe a
sorbos un licor ámbar de un vaso. Ryan se apoya en el alféizar con
una mano en el bolsillo y un vaso del mismo licor en la otra. Mi
padre está sentado detrás de su escritorio, con la mirada perdida,
y su copa sin tocar delante de él.
Los tres dirigen sus miradas hacia mí. Como siempre, Ryan está
impasible y tiene una expresión neutra. Mi madre tiene la
mandíbula rígida y en sus ojos marrones brilla algo parecido a la
ira impotente. Mi padre parece cansado y abatido, y eso me produce
una sacudida de pánico, porque papá es invencible. Nunca lo había
visto tan derrotado.
Mi madre se aclara la garganta. Ella es la primera en hablar,
siempre haciéndose cargo de las conversaciones difíciles como los
pájaros y las abejas y las lecciones de moral.
—¿Mattie te puso al tanto?
—Sí. —Desvío la mirada, incapaz de mirarlos a los ojos—. Fui
yo.
El silencio se apodera de la sala.
Cuando levanto la cabeza, mi madre está sentada más erguida,
mirándome fijamente con las mejillas descoloridas.
—Lo siento —digo, con la lengua tropezando con las palabras—
. No lo sabía. No sabía...
El vaso tintinea cuando mi madre lo deja sobre la mesa.
—¿Qué has dicho?
Miro entre ellos, desde la conmoción en el rostro de mamá y la
tristeza en la de papá hasta la nada en la de Ryan.
—Desactivé las cámaras y la alarma. He sido yo.
Mamá se levanta, con los brazos rígidos a los lados.
—¿Por qué harías algo así?
Fijo la mirada en una mancha de la alfombra.
—Para que Angelo entrara en casa.
Sigue otro rato de silencio que me hace un nudo en el estómago.
Ojalá alguien dijera algo. El juicio silencioso es peor que los
latigazos verbales que merezco. Cuando me atrevo a levantar la
cabeza de nuevo, mis padres me observan con decepción.
Incomprensión. Incluso el habitual rostro carente de emoción de
Ryan muestra lástima.
—¿Por qué? —exclama mamá, la palabra no es más que un
susurro.
—Quería desearme feliz cumpleaños. —Me retuerzo las manos—
. No sabía que pensaba llevarse el libro.
Mamá cierra las manos en puños.
—¿Lo trajiste a nuestra casa? ¿A tu habitación?
—No ha pasado nada —digo rápidamente—. Lo juro. Me envió
un mensaje para decirme que estaba fuera. Vino hasta aquí para
felicitarme en persona. —Hago una pausa—. Así que lo dejé entrar.
La voz de mi padre es dura:
—¿Qué pasó, Sabella?
—Nada. Solo hablamos. Me quedé dormida. Cuando me
desperté, se había ido. Pensé que se había ido, pero volvió diciendo
que había ido al baño. Luego se despidió y lo dejé salir. —Me encojo
de hombros, sintiéndome miserable, estúpida y pequeña—. Eso es
todo.
Mi madre echa los hombros hacia atrás y se dirige a la puerta
sin mirarme.
—Mamá —digo, con tono suplicante.
Cuando casi me empuja, no tengo más remedio que apartarme.
Me muerdo el labio y me vuelvo hacia mi padre.
—Lo siento. —Mi voz se quiebra cuando las lágrimas que intento
contener se escapan y ruedan por mis mejillas—. Lo siento mucho,
papá. —Los sollozos me sacuden los hombros—. No lo sabía. No
sabía que solo me utilizaba para robarte el libro.
Con un suspiro, mi padre se levanta y da la vuelta a su mesa.
Estoy hecha un lío cuando me rodea con los brazos y me abraza.
Casi me derrumbo de alivio en su abrazo, aceptando el consuelo
que me ofrece.
—Shh. —Me frota la espalda—. No es culpa tuya.
—Al menos ahora sabemos cómo lo consiguió. —Ryan suelta
una risita irónica mientras da un sorbo a su bebida—. No contrató
a nadie para entrar, lo que significa que el sistema de alarma sigue
siendo infalible. —Su sonrisa es cínica—. Supongo que eso ya es
algo.
Me echo hacia atrás con un hipo.
—¿No estás enfadado conmigo?
El rostro de papá se endurece.
—Angelo Russo es una criatura vil. Te utilizó como un peón en
este asqueroso plan suyo. ¿Cómo puedo estar enfadado contigo
cuando él es el culpable?
—Gracias. —Lo rodeo con mis brazos—. No tienes ni idea de lo
asustada que estaba de contártelo.
—Hiciste lo correcto.
Me alejo, buscando sus ojos.
—¿Qué va a pasar?
Mi padre y Ryan intercambian una mirada.
Me vuelvo hacia Ryan.
—¿Por qué se ha llevado el libro? ¿Qué va a hacer con él?
En mi visión periférica, papá aprieta la mandíbula.
Ryan se aparta del alféizar. Su tono es tranquilo, como si nada
de lo ocurrido le afectara.
—Quería acciones del negocio. —Hace girar el vaso—. En lugar
de quedarse solo con una parte de los beneficios, también quería
poder.
—¿Es verdad? —le pregunto a mi padre—. ¿Lo de los sobornos?
La sonrisa de papá se dibuja.
—Un mal necesario.
Le tomo la mano, rozando con el pulgar la alianza de ónice que
lleva en el dedo, trazando la piedra cuadrada como solía hacer
cuando era pequeña y papá me tomaba la mano.
—¿No hay otra forma?
Papá mira el reloj.
—Tu madre nos está esperando. Será mejor que cenemos.
—Lo siento. —Le aprieto la mano—. Siento no haberte
escuchado. —Se me llenan los ojos de lágrimas—. No volverá a
ocurrir.
—Lo sé, cariño. —Papá hace una pausa—. ¿Solo lo viste una
vez? Si hubo otras veces, tienes que confesarlas ahora.
—Solo anoche.
Papá se queda pensativo y luego asiente.
—Ve a limpiarte la cara. La comida se está enfriando.
Mis hombros se hunden mientras camino hacia el baño y me
lavo la cara. Mi padre ha perdido acciones de su empresa, y es culpa
mía. Por mi culpa, tuvo que ceder una parte de su empresa, ganada
con tanto esfuerzo, a la familia Russo. Si Angelo utilizó el soborno
para chantajear a mi padre para que cediera una parte de su
negocio, entonces Angelo también está consintiendo el soborno.
Es un trago amargo. Una parte de mí desearía no haber sabido
nunca la verdad. No me gusta pensar que esta casa y todo lo demás
fue comprado con medios deshonestos. Papá nunca nos ha
involucrado en sus negocios. Nunca lo he entendido mucho porque
se ha esforzado mucho por mantener separadas su vida privada y
su vida profesional.
Siempre lo he puesto en un pedestal. Siempre ha sido mi héroe,
y hoy ha hecho mella en la imagen que he mantenido durante tanto
tiempo, demostrando que incluso mi fuerte, exitoso e invencible
padre es solo humano. Que tiene defectos. Supongo que él siente lo
mismo por mí, al darse cuenta que su pequeña no es tan perfecta
ni obediente después de todo.
Después de secarme el rostro, bajo. Ryan se queda a cenar.
Mattie no deja de echarme miraditas durante la comida. Seguro que
Ryan le ha contado lo que ha pasado. Mamá se queda mirando el
plato sin decir nada. Papá está igual de callado. Me siento aliviada
cuando el calvario llega a su fin.
Mamá quiere que Ryan se quede a dormir, viendo lo tarde que
es, pero él prefiere volver con Celeste. Después de despedirme de
mi hermano, por fin puedo escaparme a mi habitación.
Paso la mayor parte de la noche en vela, consolándome
acariciando a Pirata. Cuando amanece, envío un mensaje a Colin
para decirle que no voy a clase. Me pregunta si estoy enferma, así
que me invento otra mentira y le digo que tengo la regla. Los
calambres y los dolores de cabeza suelen ser tan fuertes que mamá
me deja quedarme en casa en vez de ir al colegio. Es una excusa
factible.
Cuando bajo, papá ya se ha ido a la oficina. Mamá no se
sorprende cuando le digo que no voy a clase. Recibe la noticia con
una actitud inusualmente indiferente.
No tengo hambre, pero me obligo a comer una tostada con
mantequilla de cacahuete y banana. Luego me pongo el bañador,
tomo la bolsa de playa y paso junto a Mattie, que está desayunando
en el porche mientras habla con Jared por teléfono. Sin duda, lo
está poniendo al día de los acontecimientos de ayer, contándole lo
que he hecho. La forma en que todos pasan de puntillas a mi
alrededor no hace sino agravar mi sentimiento de culpa. Me siento
tonta y humillada. Horrible. Tengo que salir de la casa.
Utilizo el sendero para bajar la duna y trotar hasta la playa. Es
temporada alta de vacaciones, pero las sombrillas más cercanas
están al otro lado de la laguna. Gracias a que es privada, nuestra
playa siempre está tranquila.
Agradecida por no tener que enfrentarme a la gente, dejo la
mochila en la cueva y saco el teléfono de Angelo. Hay dos mensajes
nuevos, uno de anoche y otro de esta mañana. Los borro sin leer
ninguno. Debería haberle dicho a papá lo del teléfono, pero no me
atrevo a hacerle más daño del que ya le he hecho.
Dejo el teléfono en la bolsa con la cámara subacuática, que
sujeto a un cinturón que llevo puesto, y salgo al sol. El pesado anillo
que llevo en el pulgar capta la luz. Aprieto los dientes mientras lo
miro, deseando poder tirarlo al mar, pero Angelo dijo que se
enteraría si no lo llevaba. Su amenaza aún está demasiado fresca
en mi mente. La seriedad de sus actos me dice que no bromeaba.
No se lo pensaría dos veces antes de marcarme como a un animal.
¿Cómo pude equivocarme tanto con él? Debo ser un mal juez de
carácter. Como papá me advirtió, Angelo no es el hombre que creí
que era.
¿Está Roch aquí, observándome? Miro a mi alrededor y un
escalofrío me recorre la espalda. Las dunas y la playa están
desiertas. También debería habérselo dicho a papá y a Ryan, pero
no quiero asustarlos innecesariamente. Ya he hecho suficiente
daño. Seguramente, ahora que Angelo consiguió lo que quería, me
dejará en paz. Esperaré unas semanas y haré una prueba yendo a
la ciudad sin llevar el anillo. Si no pasa nada, lo tiraré a la basura.
Por ahora, no hay nadie aquí para presenciar mis acciones.
Con ese pensamiento que me tranquiliza un poco, me quito el
anillo y lo tiro dentro de la cueva. Es una pena que no haya nadie
cerca para robarlo. De vez en cuando, la gente cruza el río con la
marea baja y camina por la playa hacia Glentana. Cuando eso
ocurre, mamá llama a la policía y presenta denuncias por
allanamiento. A veces, los jóvenes de la isla conducen sus motos
acuáticas y lanchas motoras por el oleaje de nuestra playa solo para
enojarla.
Hoy, el mar es llano y tranquilo. Me adentro, abrazando el
frescor, y me sumerjo bajo las olas hasta alcanzar el oleaje. Desde
allí, nado con fuertes braceos adentrándome más en el mar.
A pesar de la quietud del agua, las corrientes que corren bajo la
superficie son fuertes. Son especialmente traicioneras donde el río
desemboca en el mar. Casi todos los años aquí se ahoga algún
veraneante desprevenido. Desde que la laguna se hizo popular entre
los visitantes de un día y la gente que acampa en el cercano parque
de caravanas, el municipio puso socorristas. Eso no impide que
cada verano se produzcan trágicos accidentes.
Nado hasta que me duelen los brazos y tengo calambres en las
piernas. Es demasiado lejos. Lo sé. Pero quiero castigarme. Quiero
purgarme de Angelo Russo. No quiero volver a oír su nombre ni ver
su cara, ni en mis pensamientos ni en mis sueños.
Cuando estoy demasiado cansada y tengo demasiado frío, me
tumbo un rato a la deriva. Desde esta distancia, nuestra casa es un
pequeño faro blanco sobre una colina verde, enmarcada por una
duna de arena. Las coloridas sombrillas y toallas de la izquierda
son puntitos de alfiler sobre la arena nacarada. Me coloco la nueva
máscara de buceo que me regaló Colin, aspiro una bocanada de aire
y me hundo bajo el agua, pero hoy no encuentro alegría en la
tranquilidad.
Un banco de sardinas torpedea a mi izquierda, con movimientos
entrecortados y sincronizados. Cambian de dirección, dirigiéndose
como un solo cuerpo hacia la playa. Cuando se comportan así, es
porque tienen un depredador pisándoles los talones. Quizá sea un
atún o un pez espada. Giro en círculo bajo el agua y entonces lo
veo. A menos de cinco metros, un gran tiburón blanco de al menos
diez metros se desliza por el agua. Nunca había visto uno tan
grande, y nunca en el mar. Mi único contacto con tiburones blancos
fue en el acuario.
Mi pulso se acelera. El latido de mi corazón retumba en mis
sienes. Olvido que necesito aire. Me olvido de todo menos de lo que
tengo delante. Abro la cremallera de la bolsa que llevo en el
cinturón, saco la cámara y activo el vídeo. El majestuoso cazador
pasa a pocos metros delante de mí. La visibilidad es buena, la luz
que atraviesa el agua azul oscuro hace brillar el cuerpo gris y el
vientre blanco. Como tengo las manos ocupadas, tengo que nadar
solo con los pies para girar, siguiendo al depredador mientras me
rodea.
La sangre que bombea por mi cuerpo entra a borbotones en mis
oídos. El tiburón se aleja nadando, gira y se dirige a toda velocidad
directamente hacia mí. Intento recordar lo que leí. No te alejes
nadando: No te comportes como una presa. La mejor defensa es un
puñetazo en las branquias, no en la nariz.
Me fijo en los ojos, vidriosos como canicas, y en la mandíbula
entreabierta tachonada de dientes puntiagudos que se asemejan
extrañamente a una sonrisa. Está tan cerca que puedo distinguir
la superficie arenosa de su piel. Me preparo para el impacto. No sé
cuánto pesa, pero no dudo que una colisión me hará daño, si no me
deja inconsciente.
En el último momento, cambia de dirección y gira hacia la
derecha. Probablemente me ha olfateado y se ha dado cuenta que
no soy un bocado con el que esté familiarizado. Los tiburones
blancos no son agresivos por naturaleza como los tiburones
Zambeze. La mayoría de los accidentes ocurren porque confunden
a los surfistas con focas.
El tiburón se da la vuelta y vuelve a rodearme. Ahora estoy más
tranquila. Creo que sabe que no soy comida. La adrenalina que
recorre mi cuerpo se debe más a la excitación que al miedo. El
depredador pasa lentamente a mi lado y luego sale disparado,
desapareciendo en la misma dirección que las sardinas.
Desesperada por respirar, doy una patada y salgo a la superficie.
Durante largos segundos, no hago más que arrastrar oxígeno hacia
mis pulmones. Cuando mi respiración se calma, apago el vídeo y
me aseguro para guardarlo. Estoy eufórica por la experiencia, con
el cuerpo y el cerebro alimentados por la increíble belleza y gracia
de la que he sido testigo. Me quedo aquí en el agua, saboreándolo
durante un rato.
Ya no siento frío, pero cuando empiezo a temblar, es mi señal
para dar la vuelta. Antes de nadar hacia la orilla, hago lo que he
venido a hacer. Saco el teléfono de Angelo de la bolsa y lo dejo caer
al fondo del océano.
Nuestra casa es una estructura de piedra que se alza sobre un
acantilado. La pared de roca se sumerge directamente en el mar. A
la izquierda, una pequeña bahía con una franja de arena ofrece
protección suficiente para amarrar una barca. Más allá de la bahía,
jardines en terrazas suben por la ladera de la colina hasta la casa.
En el lado Este, una piscina olímpica da al mar. El jardín está
plantado con romero, tomillo, lavanda y olivos. Un viñedo se
extiende colina abajo en la parte trasera. Es un pequeño viñedo que
produce unas pocas botellas de vino de calidad mediocre al año,
pero nunca fue concebido como una empresa industriosa. Es el
hobby de mi padre. Siempre soñó con tener un viñedo.
Lanzo la cuerda del yate a uno de nuestros hombres que espera
en el embarcadero. Me saluda con una inclinación de cabeza. Una
vez asegurado el yate, sube a bordo para cerrarlo todo y tapar los
accesorios. Miro al cielo gris, observando el espeso banco de nubes
mientras subo los escalones de piedra que atraviesan el jardín
hasta la fachada de la casa. Esta noche nevará en las montañas.
Mi madre espera en el porche. Mechones de cabello oscuro que
muestran las primeras mechas blancas se agitan alrededor de su
rostro. Lleva un jersey con cuello alto de color crema y pantalones
blancos, que le cuelgan holgadamente de su frágil cuerpo. Ha
perdido mucho peso. La enfermedad de mi padre nos ha afectado a
todos.
Extiende los brazos y me abraza.
—Angelo.
Su pelo huele a mantequilla frita y calabacín. Ha estado
cocinando.
—Te he guardado algo para comer. —Se aparta para mirarme,
sus ojos marrones penetrantes—. ¿Qué tal el viaje?
—Bien. ¿Cómo está papá?
—Mejor. —Su sonrisa no delata nada—. Ya ha pasado lo peor
del resfriado. Te está esperando en vez de acostarse. Le dije que no
llegarías antes de las tres. —Se vuelve hacia la casa—. Vamos. Te
prepararé un plato.
Me detengo un momento para apreciar la vista. El mar pasa del
turquesa a un anillo de azul más oscuro. Aquí los colores son más
claros, no azules negruzcos como las aguas profundas y
tormentosas del Cabo.
—Angelo —me llama mi madre desde casa.
Entro y cierro la puerta. La casa es cálida. Los techos altos y los
grandes ventanales permiten que entre mucha luz natural, pero
hoy, las suaves y doradas luces del techo y el suelo expulsan la
grisura del día.
Gracias al color amarillo de las paredes de arenisca, el edificio
de tres pisos no es lúgubre como la mayoría de las otras fortalezas
que custodian la costa. No como el cuchitril en el que nací antes
que mi padre consiguiera el dinero suficiente para comprar y
renovar este lugar. Con suelos de teca y techos encalados, la casa
parece espaciosa y luminosa.
Heidi, nuestra ama de llaves, toma mi abrigo. El hombre que se
ocupaba del yate entra con mi bolso y mi mochila. Me entrega la
cartera y se lleva mi bolso arriba.
Un tintineo de ollas y cubiertos procede de la cocina. De fondo
suena música clásica. A mi madre le gusta cocinar escuchando a
Mozart o Bach. La radio de la cocina está siempre encendida,
sintonizada en una emisora clásica. En el aire flota una fragancia
de ajo, orégano y pimientos.
Estoy en casa.
Estas son las cosas que valoro: mi madre canturreando en la
cocina, Mozart sonando en la radio, el olor a berenjena y ajo fritos,
y la masa madre subiendo en el gran cuenco de porcelana de mi
difunta abuela bajo un paño de cocina, sobre la mesa. Es lo único
que mi madre trajo consigo cuando se casó con mi padre: ese
cuenco con flores azules pintadas en el borde.
Un ataque de tos me saca de mi estado de paz. Camino hacia la
biblioteca. Mi padre está sentado en una tumbona frente a la
chimenea con una manta sobre las rodillas. Da vueltas a un vaso
de vino tinto frente a las llamas, estudiando el color a la luz. Sobre
la mesita hay una caja de cigarrillos abierta.
Me acerco, le aprieto el hombro y acerco una silla.
Bebe un sorbo de vino y lo sostiene en la boca antes de tragarlo.
—Las uvas tuvieron muy poco sol, el año pasado. Demasiado
viento, tal vez.
Me siento.
Tras dejar el vaso a un lado, toma un cuaderno de la mesa y
apunta algo.
—¿Ha ido todo como esperabas?
—Mejor.
Saco de mi mochila el contrato firmado por Edwards y se lo
entrego. Hice que nuestro abogado lo redactara. Mi padre aún no lo
ha visto. Estaba demasiado enfermo para acompañarme a la cita.
Se toma su tiempo para leerlo, repasando cada línea.
Mi madre entra con una bandeja. Pone un plato cargado de
berenjenas fritas y una generosa ración de pisto, así como una copa
de vino en la mesita de café frente a mí.
—Gracias —le digo.
Hace tiempo que dejé de decirle que dejara trabajar a la dama
de llaves. Mi madre necesita hacerlo. Le gusta mimarnos.
Su sonrisa es cálida mientras sale de la habitación.
Mi padre levanta la vista de los papeles que tiene en la mano.
—Esto es mucho más de lo que esperábamos. —Deja caer los
documentos sobre su regazo—. ¿Qué hiciste para que firmara? ¿Le
pusiste una pistola en la cabeza?
—Algo así.
Saco el libro negro de mi mochila y se lo entrego a mi padre.
Le da la vuelta y voltea la cubierta. Su expresión no revela nada
mientras hojea el contenido. Hojea algunas páginas y luego me
mira.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Entre en su casa y me lo llevé.
No pregunta cómo. No es importante.
—Si tienes el libro, no necesitas a la chica. —Recoge los papeles
que tiene en el regazo y los agita hacia mí—. No con esto.
Me tenso al oírlo. Tomo la botella de la mesa que hay entre
nosotros y me sirvo un vaso de vino.
—El trato está hecho.
—¿Por qué?
Pruebo el vino. Mi padre tiene razón. Es demasiado tánico.
—Me la prometieron.
—¿Esa es tu razón?
—¿Necesito otra razón? Le dijiste a Edwards a la cara que la
boda se celebraría pasara lo que pasara. Es tu honor lo que estoy
protegiendo, tu palabra.
—¿Es esa la única razón, o es porque lo que viste te gustó
demasiado?
—Nadie me quita lo que me pertenece. Si me gustaba u odiaba
lo que veía no importaba antes. ¿Por qué iba a importar ahora?
—Porque, por tu propio destino, tienes la oportunidad de elegir.
Puedes elegir entre todas las mujeres solteras. Puedes casarte por
apariencia, amor, dinero o lo que te plazca. Pocos hombres de
nuestra posición tienen ese tipo de libertad. Tus primos no. Tus tíos
y yo no la tuvimos.
—Amas a Maman.
Tose, hace gárgaras y se aclara la garganta antes de continuar:
—Llevó tiempo, y puedo decirte que no fue un camino de rosas.
Ayuda que tu madre sea una buena mujer con una voluntad de
hierro que conoce su deber y que ama a su familia. No es fácil
convivir conmigo.
Me rio entre dientes. La enfermedad lo ha ablandado, pero no es
tan malo como él mismo dice. Todo el mundo sabe que adora a mi
madre.
—Ya lo he decidido —le digo—. Cuando cumpla dieciocho, su
padre me dará su bendición, y ella dirá que sí.
—¿Por qué estás tan empeñado en llevar esto a cabo?
—Tienen un buen nombre. Será valioso para el negocio.
No puede rebatir el hecho.
Sin decir nada, me entrega el libro, el contrato y vuelve a tomar
su copa.
Guardo el libro y los documentos en la mochila y me como el
almuerzo. Cuando termino, mi padre está roncando, con la copa
vacía inclinada en la mano. Retiro la copa con cuidado y la dejo
sobre la mesa. Después de subirle la manta hasta la cintura, tomo
la mochila y salgo sin hacer ruido.
Mi madre espera al otro lado de la puerta, de pie, pequeña y casi
culpable en el pasillo, como alguien que no tiene derecho a vagar
libremente por su propia casa.
Frunzo el ceño. No me gusta que ande a hurtadillas como un
ratón, demasiado asustada para hacer el menor ruido. Después de
tanto tiempo, debería estar acostumbrada al lujo y a la grandeza de
todo. Mi padre manda en el negocio, pero en la casa ella es la jefa.
Aquí debería ser la reina, no arrastrarse por los pasillos y caminar
de puntillas por las habitaciones. La cocina es el único lugar donde
baja la guardia y donde parece realmente despreocupada. ¿Es una
coincidencia que también sea la única habitación en la que mi
padre nunca pone un pie?
—¿Qué haces aquí afuera? —pregunto.
—Esperándote.
—¿Pasa algo?
Me levanta la barbilla.
—Háblame de la chica.
No me apetece hablar de Sabella. Es privado.
—Ella es amable.
—¿Amable?
—Sí.
Ella espera.
—Sin pretensiones. Honesta.
—Suena bien.
—Eso es lo que dije.
Mi madre me sostiene la mirada.
—¿Ella quiere esto? ¿A ti?
—¿Importa?
—Le gustas.
Observo las ojeras permanentes y la frágil estructura ósea de su
rostro, cómo los huecos bajo sus pómulos dejan sombras en su tez
aceitunada y limpia. ¿Es realmente feliz?
—Nunca dije que le gustara. —Hago un gesto con la cabeza
hacia la biblioteca—. ¿Has estado escuchando nuestras
conversaciones?
Se encoge de hombros.
—Las paredes tienen oídos.
Mi madre nunca sobrepasa sus límites, pero a veces olvido lo
perspicaz que es. Es tan callada que a veces olvido que está aquí.
—¿A dónde quieres llegar?
—Que no deberías haber estropeado eso.
—¿Estropeado qué? —pregunto, los músculos alrededor de mis
ojos se tensan.
—Buenos sentimientos consentidos. Ya hay pocos en la vida.
No es asunto suyo, pero sé que tiene buenas intenciones. Aun
así, no puedo evitar mi respuesta brusca.
—No había otra manera.
Junta las manos delante de ella.
—¿Que robarle información a su padre?
—Sí. —Mi tono es entrecortado, mi impaciencia me gana—. Sin
algo que sostener sobre la cabeza de Edwards, él nunca hubiera
dejado que el matrimonio sucediera. Aunque ella estuviera
dispuesta, él la habría puesto en mi contra.
—Si esperabas a que fuera mayor...
—Los sentimientos son volubles —digo, repitiendo las palabras
de mi padre—. Algún día entenderá por qué tuve que hacerlo.
—¿No lo sabe?
—No por qué lo hice. Su padre no le ha hablado de su promesa
ni de nosotros. Ella es joven. Dentro de un año, será más madura
y estará mejor preparada para manejar la verdad.
—Deberías decírselo. Mantenerla en la oscuridad no le facilitará
las cosas más tarde.
El asa de la mochila me aprieta la palma de la mano mientras
aprieto los dedos en torno a ella.
—Me ocuparé de ello como crea conveniente. La discusión ha
terminado. No vuelvas a sacar el tema.
Algo parecido al dolor pasa por sus ojos, pero antes que pueda
obtener una lectura precisa de ella, aparta la mirada.
—¡Ang! —Adeline grita, corriendo por el pasillo.
Solo tengo tiempo de soltar la mochila antes de atrapar a mi
hermana, que me echa los brazos al cuello.
Me da un beso en la mejilla.
—Has vuelto. —Se ríe, me suelta y me limpia algo de la cara,
probablemente su labial—. Deberías habérmelo dicho. Habría
venido a casa justo después de mi última clase en vez de ir a la
biblioteca.
Mi madre esboza una sonrisa incómoda antes de irse,
dejándonos espacio como si no fuera bienvenida en nuestro círculo.
Como una intrusa. La culpa me oprime el pecho mientras sigo su
retirada con la mirada por encima del hombro de Adeline.
—Oye —dice Adeline, dándome un puñetazo en el estómago—.
Estoy hablando contigo.
—Silencio. —Miro hacia la biblioteca—. Papá está durmiendo.
Exhala un suspiro.
—Ha sido duro. —Luego su expresión se anima—. Pero el
médico cree que estará bien en un par de días. Solo es un resfriado.
—Recoge la mochila y engancha su brazo alrededor del mío—. ¿Has
comido? Si conozco a mamá, lleva todo el día cocinando. Tomemos
un chocolate caliente y me cuentas todo sobre el amor de tu vida.
Me burlo.
—Ella no es eso.
Gira la mochila y me golpea con ella.
—Pórtate bien.
—El amor necesita tiempo para crecer. No sucede de la noche a
la mañana.
—Ahh. Eres un cínico. —Tirando de mí hacia la cocina,
continúa—. ¿Qué le regalaste por su cumpleaños? Espero que te
esforzaras con el regalo. Las mujeres prestan atención a esos
pequeños detalles. La pulsera era bonita, pero la eligió papá. No es
lo mismo, ¿sabes?
El entusiasmo y el amor por la vida de Adeline son siempre
contagiosos. Sonriendo a mi pesar, le digo:
—Le regalé un gato.
—Dijiste que ella lo rescató.
—Le di todo lo que el gato necesitaba.
Me lleva a la cocina y niega con la cabeza.
—No. Eso no cuenta.
—¿Un teléfono?
Deja la mochila en una silla.
—Mejorando, pero eso sigue siendo el año pasado. ¿Y este año?
Tomo asiento en la mesa y cruzo las manos sobre el tablero.
Un beso.
No. Eso era para mí.
—¿Y? —Adeline pregunta con la cabeza enterrada en la nevera—
. Espero que no le hayas entregado algo impersonal. —Se endereza
con un cartón de leche—. Como flores o bombones. —Hace una
mueca—. Eso es para los hombres que no quieren tomarse el tiempo
de pensarlo y esforzarse en elegir algo ellos mismos.
—Le di mi anillo.
El silencio nos envuelve mientras mi hermana se queda
paralizada de camino a la cocina, mirándome con ojos redondos.
¿Por qué le dije eso? No estaba en mi plan. Tampoco era mi plan.
Si alguien se da cuenta que me falta el anillo, no tengo ningún
problema en decirle lo que he hecho con él. Tal vez solo quería
hacerla callar.
Tarda un momento en volver en sí. Me mira el dedo anular
desnudo de la mano derecha y vuelve a mirarme a la cara. Una lenta
sonrisa curva sus labios. Me señala con la leche y dice:
—Eso sí que es un regalo de cumpleaños con sentido.
—Lo reemplazaré con su propio anillo, por supuesto.
—Por supuesto. —Su expresión es radiante—. Y como un
prometido considerado, la dejarás elegirlo.
No contesto.
Dudo que Sabella quiera un anillo, especialmente de mí. No es
que importe. No habrá elección. Ni en el anillo que lleve, ni en el
marido con el que se case.
Un hombre está de pie en la orilla. Reconozco el traje oscuro y
su cabeza rapada incluso antes de llegar a la primera rompiente. El
frío que recorre mi cuerpo no es solo del agua. Roch es un
recordatorio sólido y demasiado real de que Angelo no estaba
bromeando, al menos no en lo que respecta a vigilarme.
La ira alimenta mi cuerpo, dándome la energía que me faltaba
hace unos minutos para surfear las grandes olas. Mi agotamiento
es tan completo que me rindo cuando salgo a la superficie tras la
última pared de espuma, dejando que la marea me empuje hacia la
playa.
Roch viene corriendo.
Estoy tumbada boca abajo en el agua poco profunda, demasiado
cansada para impulsarme sobre las rodillas, cuando un par de
zapatos negros y unos pantalones oscuros entran en mi campo de
visión. Una mano firme me agarra del brazo y me arrastra fuera del
agua hasta la arena. A pesar de mi asfixia, veo los pantalones y los
zapatos empapados de Roch. Una nueva oleada de furia me recorre
las venas.
Me suelto de un tirón.
—No me toques.
Sorprendentemente, me suelta.
Me tumbo boca arriba y toso hasta que se me saltan las
lágrimas. Cierro los párpados contra el resplandor del sol y
permanezco tumbada durante veinte segundos o más, aspirando
aire como una persona asfixiada.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, un rostro redondo me mira
fijamente, tapando el sol.
—Tengo permiso para tocarte cuando sea necesario —refunfuña
Roch.
—No tienes mi permiso.
—Casi te ahogas, maldición —casi gruñe.
Me burlo.
—Soy una buena nadadora. Sé lo que hago.
—¿Sí? —Entorna los ojos—. No se veía así cuando llegaste como
un trozo de madera a la deriva. Si esto es un hábito tuyo, tendré
que conseguir un maldito bote, y no hay lugar para amarrar un bote
en esta playa de mala muerte.
Sentada, apoyo mi peso en los brazos y entrecierro los ojos para
mirarlo. No le digo que se pueden amarrar barcos en la laguna. No
hay mucha gente que salga al mar desde allí. El río es demasiado
imprevisible. El banco de arena que forma el cauce cambia
constantemente. A veces, el paso es profundo y el caudal tan fuerte
que incluso una nadadora experimentada como yo arriesga la vida
cruzándolo. Otras veces, es tan poco profundo que se puede
caminar hasta la otra orilla. Una moto acuática sería más práctica,
pero tampoco se lo digo.
Aunque estoy mareada y aturdida, me levanto. Nunca me había
esforzado tanto ni tan lejos. Me agarra del brazo y me ayuda a
ponerme de pie.
Me alejo de nuevo.
—He dicho que no me toques.
La línea de su mandíbula se endurece. Un hilo de sudor recorre
su sien. Tiene que estar muriéndose de calor con ese traje negro
bajo el sol abrasador.
Bien.
Quitándome el polvo de arena húmeda del culo lo mejor que
puedo, pregunto:
—¿Qué haces aquí? ¿Investigándome? ¿Qué voy hacer? ¿Nadar
hasta la comisaría más cercana?
Sus fosas nasales se agitan mientras mete la mano en el bolsillo
y saca un teléfono.
—Te he traído esto. —Y añade con una sonrisa malvada—: Como
el tuyo murió.
Aprieto los dientes. Sabe lo que hice. Sabe que tiré el teléfono de
Angelo al mar.
No tomo el teléfono nuevo. Giro sobre mis talones y me dirijo a
la cueva.
Se interpone en mi camino.
Durante unos instantes, nos quedamos mirando fijamente, sin
movernos.
Bien.
Me tumbo en la arena y finjo estar tomando el sol.
Por el rabillo del ojo, le veo alejarse dando pisotones, con sus
zapatos de vestir hundiéndose en la arena.
Ni diez segundos después, vuelve con mi ropa en una mano y
mi toalla en la otra.
Lo deja todo sobre mi pecho.
—Vístete.
—¿Es eso parte de tu trabajo? , decirme lo que tengo que hacer?
—Te evita daños, incluso que te quemes y padezcas cáncer de
piel.
—No me quemo tan fácilmente.
—No importa. Necesitas usar bloqueador solar.
Haciendo una mueca, digo:
—¿Te ha dado Angelo un libro de reglas con una lista de cosas
que se supone que no debo hacer?
En cuanto pronuncio su nombre, un profundo y punzante dolor
se instala en mi pecho. Puede que no quiera volver a verlo, pero va
hacer falta algo más que decirlo para sacármelo de la cabeza. Ha
calado hondo. Caí duro y completamente. Exorcizarlo no va a
suceder de la noche a la mañana.
Me trago el nudo en la garganta.
—Vístete —vuelve a murmurar Roch, cruzándose de brazos y
dándome la espalda.
Echo un vistazo a la cima de la duna. Las ventanas de nuestra
casa dan al mar, pero no se ve la playa directamente a menos que
estés de pie sobre el césped. Mi madre y Mattie casi nunca bajan
aquí. No quieren estropear su cutis perfecto ni que les salgan
arrugas por el duro sol del hemisferio sur. Las dos odian la arena.
Papá está demasiado ocupado en el trabajo para disfrutar de la
playa. La única otra persona que viene aquí es Colin, y está en la
escuela de verano. Nadie va a ver a Roch y preguntarme por él.
Menos mal, porque no sabría cómo explicárselo. Mis padres no
saben que me enfrenté a Angelo ni lo que ocurrió durante esa
conversación.
Me planteo discutir, pero pensaba irme a casa de todos modos.
Odio admitir que Roch tiene razón. Ser rencorosa solo me dejará
una dolorosa quemadura de sol. Es casi mediodía. El sol está en lo
más alto.
—¿Esto va a ser algo habitual? —pregunto desabrochándome el
cinturón y dejándolo caer sobre la toalla. Subo una pierna para
ponerme los pantalones cortos.
—¿Va a ser algo habitual?
—Estás interfiriendo en mi vida. —Me meto los brazos en las
mangas de la camisa—. ¿Voy a tener que mirar por encima del
hombro cada vez que salga de casa? —Aunque infundo a mi tono
una buena dosis de sarcasmo, la idea me hace estremecer.
—La idea no es hacerte sentir incómoda.
—¿No? —Fuerzo una carcajada—. ¿Acosar no se supone que me
haga sentir incómoda?
Girándose, me mira a través de las rendijas de sus ojos.
—No hagas ninguna tontería y olvidarás que estoy aquí.
Resoplo.
—Bien.
Murmura algo en francés, creo, algo que suena como una
retahíla de blasfemias, y me empuja el anillo de Angelo.
—No deberías dejar esto por ahí.
Arrebatándoselo de la palma de la mano, lo empujo sobre mi
pulgar.
—¿Preferías que nadara con él? Quizá lo haga. Puedes decirle a
tu jefe que insististe cuando le expliques por qué se cayó al mar. —
Y añado en voz baja—: Donde debe estar.
—No seas tan listilla.
—No te quedes demasiado tiempo.
Una fina sonrisa estira sus labios mientras ladea la cabeza,
sacudiéndola mientras me estudia.
Mi bolsa de playa cuelga de su hombro. Agarro la correa y tiro
de ella. Me mira con expresión melancólica mientras meto la toalla
y el cinturón en la bolsa.
—Tu teléfono —me dice, lo saca del bolsillo y me lo tiende. Como
no me muevo, lo deja caer en mi bolso—. Llévalo siempre encima y
cargado.
Cruzo los brazos.
—¿O?
Su sonrisa se convierte en una mueca.
—O prepárate para ver mucho de mí.
Sin dedicarle una mirada más, me dirijo hacia la laguna. Hoy el
río no baja con fuerza. El agua se ha comido los bancos de arena
de los lados, dejando un profundo cañón de castillos de arena, pero
en el fondo, el desagüe es poco profundo.
Clavo los talones en el borde de la orilla y me deslizo hacia abajo
mientras la arena cede bajo mis pies. En algún lugar detrás de mí,
Roch maldice. Me abro paso a través del agua y subo por el
terraplén del otro lado. Mirando hacia atrás, veo con perverso placer
cómo Roch se hunde hasta las rodillas en medio del río con los
zapatos en una mano y los calcetines en la otra. El lecho del río es
como arenas movedizas en algunos lugares. Si no sabes por dónde
caminar, te puede hundir hasta la cintura. Hay que buscar las
zonas más oscuras de arena dura.
Rápidamente me abro paso entre los niños que chapotean en las
aguas poco profundas de la laguna y los hombres que pescan en la
orilla. La arena me quema las plantas de los pies cuando atravieso
la playa en dirección al puente.
Entre los veraneantes en bañador y bikini, un hombre con traje
llama la atención. Me atrevo a echar otro vistazo por encima del
hombro y veo a Roch caminando sobre la arena abrasadora con su
chaqueta colgada al hombro, aparentando no tener ninguna
preocupación en el mundo. Parece uno de esos anuncios de
vacaciones en los que un francés se pasea en esmoquin, con los
pantalones remangados, por una playa de Saint-Tropez.
Empiezo a correr, cruzo la isla por los dos puentes y giro a la
derecha por la carretera que sube la colina. Estoy pegajosa y
sudando por el mar y la arena cuando por fin llego a casa. Cruzo la
verja, pero no me siento segura al otro lado de ella. Ni siquiera
cerrándola de golpe me siento mejor.
—¿Va todo bien? —pregunta Doris, saliendo al porche.
—Sí —digo, intentando sonar normal mientras la alcanzo—. El
alquitrán está caliente. Olvidé llevarme chanclas.
Chasquea la lengua.
—No deberías ser tan descuidada.
La empujo hacia la casa y subo corriendo las escaleras. Después
de ducharme, tomo un tentempié y me encierro en mi habitación.
Cuando he comido, descargo el vídeo en mi portátil y lo veo varias
veces, incapaz de reponerme de la excitante experiencia.
Estoy deseando compartirlo con mi familia, pero mamá se
asustaría y papá me prohibiría nadar. No entienden a los tiburones
como yo. Solo piensan en peligro en lugar de belleza cuando alguien
menciona la palabra. Además, si se enteran de lo lejos que me he
metido hoy en el mar, probablemente me castigarán de por vida.
Pirata está tumbado en mi cama deshecha. Me tumbo a su lado
y duermo una siesta irregular; cuando me despierto, la habitación
está bañada por una luz sombría.
La aguja del reloj de mi cómoda marca las seis. La habitación
está sofocada y hace calor. He olvidado cerrar las persianas y
encender el aire acondicionado.
Me levanto y abro las puertas del balcón para que entre la brisa.
Pirata salta de la cama y se frota contra mi pierna. Algo me oprime
el pecho cuando me agacho para acariciarlo. No puedo mirarlo y no
pensar en Angelo, y no puedo pensar en Angelo y no sentir dolor.
Unos golpes en la puerta me sacan de mis pensamientos.
Mi madre abre la puerta y asoma la cabeza por el marco.
—Estás despierta. —Sonríe con dificultad—. Colin está aquí.
¿Puede entrar?
—Oh. —Me enderezo—. Claro.
Colin entra con la mochila al hombro, un paquete de seis
botellas de jengibre y una bolsa de gominolas.
—¿Qué pasa, Bella? Te he tomado apuntes en clase. He traído
los ejercicios que hicimos para que te pongas al día. —Me ofrece los
bocadillos—. Son para la regla. El jengibre y el azúcar siempre
ayudan.
Mi madre se aclara la garganta.
—Te dejo para que trabajes. ¿Quieres algo de beber, Colin?
—Estoy bien, gracias, Sra. Edwards.
Cierra la puerta y se va.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta—. ¿Quieres que te prepare
una bolsa de agua caliente? A Clara siempre le funciona.
—No. —Me tumbo en la cama—. Pero gracias.
—Parece que te ha calentado la muerte. ¿Estás segura que no
te estás viniendo abajo con algo?
Subo las rodillas hasta la barbilla y sacudo la cabeza.
—Hola. —Deja su mochila en el suelo y se sienta a mi lado—.
¿Qué te pasa? ¿Ha pasado algo? No es Celeste o el bebé, ¿verdad?
Anoche vi a Ryan saliendo de tu casa tarde.
—No —vuelvo a decir—. Celeste y el bebé están bien. Quiero
decir, Celeste dará a luz cualquier día de estos, pero Ryan no ha
venido por eso.
—¿Por qué ha venido? —Me estudia—. Está tan poco por aquí
que me preocupaba que algo fuera mal.
—Algo va mal. —Me cubro la cara con las manos—. Oh, Colin.
—Bella. —Me pone una mano en el hombro—. Háblame. Puedes
contármelo.
Sí que puedo. Confío en él, así que le cuento la historia,
omitiendo la parte de los sobornos. Solo digo que Angelo se llevó
información sensible sobre los negocios de mi padre.
Me mira fijamente cuando termino, con la boca abierta.
—¿Robó información? ¿Para hacer qué?
Me estremezco cuando digo -espionaje industrial-. Eso es robar
pruebas incriminatorias para chantajear a alguien para que ceda
acciones, ¿no? Bueno, en cierto modo.
Colin saca una lata del paquete de seis, la abre y me la ofrece.
Cuando niego con la cabeza, se quita los zapatos, se acerca a la
pared y se sienta con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en
el cabecero.
—No puedo creer que ese baboso hijo de puta te haya hecho
esto. —Bebe un trago largo—. Debe haberlo estado planeando desde
el principio. —Aprieta la mandíbula—. Ese hijo de puta te utilizó.
Me enrollo el pelo en un moño y lo sujeto con un lápiz.
—No me lo restriegues. Ya me siento bastante mal por todo esto.
Es una tontería, pero siento que han invadido mi intimidad.
Después de todo, yo lo dejé entrar.
—No es ninguna tontería. —Me lanza una mirada severa—. Te
mintió. Te engañó. Si hubieras sabido lo que planeaba, nunca lo
habrías dejado entrar. Eso es una invasión de tu intimidad. —Y
añade con desprecio—: De la peor manera posible.
—No, eso no es lo peor. —Me muerdo el labio, contemplando si
debería decir más, pero la siniestra promesa es demasiado
aterradora para afrontarla sola—. Lo peor es que dijo que volvería
por mí. —Y añado con voz apenas audible—: Siempre.
—Maldita sea, Bella. —Se sienta erguido, con la ira brillando en
sus ojos—. Tienes que conseguir una orden de alejamiento contra
ese cabrón.
Eso no es una opción, no mientras no pueda ir a la policía, y
con lo que ha hecho papá, nunca podré ir a la policía.
—Hablo en serio —dice—. Voy a hablar con mi padre. Él conoce
gente en la fuerza...
—No. —Le pongo una mano en la rodilla—. Solo estaba
hablando tonterías, tratando de asustarme. Consiguió lo que
quería. No tiene motivos para volver.
—Sigo pensando...
—No —digo con más fuerza, pensando rápido—. Mi padre no
quiere que la noticia se filtre a los medios. No sería bueno para las
acciones de su empresa en la Bolsa. No puedes decírselo a nadie.
¿Entendido?
La mirada que pasa por sus rasgos es conflictiva.
—Sigo pensando que deberías protegerte, pero nunca haré algo
que no quieras.
Exhalo un suspiro tembloroso.
—Sabía que podía contar contigo.
Si tiene tantas ganas de ir a la policía a pedir una orden de
alejamiento, no le voy a hablar de Roch. Solo empeorará las cosas.
Angelo se ha ido. Ganó. No hay nada que podamos hacer al
respecto. Pero Roch está aquí. Colin no dejará pasar un
allanamiento tan flagrante. Verá que es su deber decírselo a mi
padre. Si mi padre se entera que un hombre me está siguiendo,
preferirá que lo arresten y lo metan en la cárcel en medio de un
escándalo de sobornos y destruir a nuestra familia en el proceso
antes que dejarme mantener la boca cerrada. Estoy segura que
Angelo solo se está cubriendo las espaldas, asegurándose que no
me pase de la raya. Dentro de unos días, cuando se dé cuenta que
nadie habla con la policía, volverá a llamar a Roch.
—Sí. —Colin me revuelve el pelo, desordenando mi moño. No
parece convencido—. Cualquier cosa por ti.
—¿Vamos a trabajar en esos ejercicios? —pregunto, forzando la
luminosidad en mi tono—. Para eso viniste en primer lugar.
—¿Por qué no?
Deja el jengibre ale en la mesilla de noche y toma su mochila,
pero sus acciones carecen de entusiasmo.
Durante la siguiente hora, repasamos los apuntes que tomó y
hacemos un par de ejercicios. Mi madre me llama poco después de
las siete e invita a Colin a quedarse a cenar. Colin y yo trabajamos
otras dos horas después de recoger la mesa y ayudar a ordenar la
cocina antes que se despida.
—¿Segura que estarás bien? —me pregunta, asomándose al
marco de la puerta cuando lo veo salir.
—Sí. —Como no se mueve, añado—: Te lo diré si no.
Asiente una vez, baja los escalones y se detiene al final.
—¿Vienes a clase mañana?
—Sí.
Colin tiene razón. No puedo permitirme arruinar mi futuro, y me
aseguro que no dejaré que Angelo sea la causa para que pierda mis
sueños.
Intentando aligerar el ambiente, digo:
—Solo si conduzco yo.
Quería bromear, pero su respuesta es seria.
—Claro.
Lo veo alejarse, sintiéndome una falsa y una mentirosa porque
fingí que no era serio. Porque fingí que no importaba. Porque mentí
cuando dije que Angelo volviendo por mí es lo peor.
Lo peor está lejos de ser eso. Lo peor ni siquiera es llorar la
pérdida de mi primer amor.
Lo peor es que mi corazón no puede soportar la idea que Angelo
nunca regrese.
Mi madre baja las escaleras cuando salgo del comedor después
de desayunar. Lleva un abrigo Dior color camel, una bufanda
Hermes y un bolso Louis Vuitton colgado del brazo. Desde que
ganamos dinero, mi padre la ha convertido en una marca de lujo
andante. Es una exageración. Intenta compensar aquellos días que
ninguno de nosotros puede olvidar pero que nunca mencionará.
—Buenos días —digo, con la culpa y las preguntas de ayer
todavía clavadas como astillas bajo mi piel.
Se pone unos guantes y se detiene al pie de la escalera con una
suave sonrisa. Sus palabras son igualmente suaves, como si tuviera
miedo de hablar, miedo de ser escuchada.
—Buenos días.
Me detengo frente a ella.
—¿Adónde vas? —Es temprano. Mi padre aún duerme.
—A la tienda. Nos hemos quedado sin arroz. De paso compraré
naranjas. Sé cuánto te gustan las de Marruecos. Son más dulces
que las variedades locales. ¿Se ha ido Adeline?
—Hace cinco minutos.
Frunce el ceño.
—Iba a despedirme. Perdí la noción del tiempo mientras me
preparaba. ¿Necesitas algo mientras estoy fuera?
—Yo te llevo —digo impulsivamente.
Parece sorprendida.
—Es muy amable de tu parte, pero sé lo ocupado que estás.
Lo dice como si nunca tuviera tiempo para ella, porque no lo
tengo. No le doy la atención que se merece. La doy demasiado por
sentada. Todos lo hacemos.
—No tengo nada planeado para esta mañana. —Saco la llave del
bolsillo—. Ha salido el sol. Un paseo en auto será agradable.
Parpadea.
Ella no me cree. Sabe mejor que nadie que la pila de papeles
sobre la mesa del estudio es más alta que la Torre de Pisa. Hay
mucho de lo que ocuparse, demasiado, y la pila no hace más que
crecer mientras nunca hay tiempo suficiente.
—De acuerdo —dice, con una sonrisa insegura, y avanza y toma
la cesta que hay junto a la puerta.
Mientras la acompaño afuera, me mira de reojo. Cuestiona mis
motivos para llevarla. No puedo culparla, viendo lo poco que salgo
con ella. Rara vez tengo tiempo para nada ni para nadie fuera de
los negocios.
El hombre que cuida los autos es nuevo. Está puliendo el
Mercedes de mi padre en la entrada.
Le tiro la llave.
—Toma mi auto. ¿Está lleno el depósito?
—Sí, señor —dice, tomando la llave y corriendo a tomar la cesta.
Cuando trae el auto, asiento a mi madre y tomo el camino por
la montaña hasta el pueblo del valle.
Mi madre me mira mientras aparco en un estacionamiento a las
afueras de la ciudad.
—¿No vamos a Bastia?
—Aquí hay un buen mercado. Es más tranquilo. Menos
contaminación.
No dice nada mientras salgo del auto. Doy la vuelta y abro la
puerta. Ella se tapa los ojos con unas gafas de sol de gran tamaño
mientras tomo la cesta de la parte de atrás.
El mercado se instala en la plaza, bajo las copas de los pinos de
Córcega. La mañana es fresca. Nuestras respiraciones hacen
bocanadas blancas en el aire. Me aprieto el abrigo y me subo el
cuello. La calle adoquinada está mojada, ya fregada por los dueños
de bares y cafeterías que han sacado sus sillas a la acera. A pesar
del frío, algunos ancianos toman un café en las mesas. Levantan la
vista cuando pasamos, desvían la mirada y vuelven el rostro.
—Deberíamos ir directamente al supermercado —dice mi
madre—. Allí podemos comprar de todo. Ahorraremos tiempo.
La observo atentamente, intentando leerla. Está nerviosa.
—No tengo prisa —digo, los músculos alrededor de mis ojos se
tensan en un reflejo involuntario—. Pasemos por el mercado. Me
gustaría verlo.
Mi madre camina un paso por delante de mí con la cabeza alta
y la cesta colgada del brazo. Parece pequeña y delgada frente a los
robustos aldeanos, más una niña desnutrida que una adulta.
Un bullicio de actividad nos recibe en la plaza. Los agricultores
locales descargan cajas de chirivías y puerros de las furgonetas, y
las mujeres llenan cestas con aceitunas, tomates, queso de cabra y
ramilletes de tomillo seco que exhiben en las mesas.
Caminamos por las filas, mi madre inspecciona los productos, y
en cada mesa nos encontramos con la misma reacción. Los
hombres dan la espalda y las mujeres miran hacia otro lado.
Presencio el comportamiento con una desagradable sospecha
creciendo en la boca del estómago. La rabia me invade por dentro
cuando nos faltan al respeto puesto tras puesto. Mi madre no se
detiene en ningún sitio, ni ante el vendedor de arroz de Camargo ni
ante el frutero de Marruecos. En lugar de eso, se dirige al
supermercado del otro lado de la plaza, donde una adolescente con
un aro en la nariz está sentada detrás de la caja registradora.
El tipo no levanta la vista del teléfono cuando entramos. Cobra
las naranjas y el arroz que mi madre pone en el mostrador sin
mirarnos.
Sí. Eso no va a funcionar para mí.
Agarro la cesta, tomo a mi madre del brazo y la arrastro hasta
la puerta.
—Eh —dice el tipo, levantando por fin la cabeza—. ¿Qué pasa
con esto? ¿Lo compras o no?
No me molesto en contestar.
—Angelo —exclama mi madre—. ¿Qué estás haciendo?
Cruzo la carretera y empujo la puerta del almacén. El tintineo
de una campana anuncia nuestra entrada.
—Enseguida voy —dice un hombre desde una habitación del
fondo—. Sírvanse mientras tanto.
El lugar dista mucho del supermercado con sus verduras
frescas y lechugas empapadas que se hacinan en hileras de
frigoríficos. Aquí, los productos frescos se presentan en cajas y
ordenados en mesas de caballete. Los tomates son gordos y rojos y
no están medio congelados. Los productos locales y ecológicos se
exponen en estanterías de madera. Los embutidos secos cuelgan de
la viga sobre el mostrador. Un jamón salado entero está sobre un
bloque de corte. El espacio huele a pimentón y clavo. Dentro hace
calor, es acogedor, no está helado como en el supermercado
genérico.
Mi madre me mira como en el auto.
Ignorando la súplica silenciosa en sus ojos, empujo la cesta
hacia sus brazos.
—La calidad parece mejor aquí.
Su voz es suave:
—Angelo.
—Querías arroz. Tómalo. Y las naranjas también. Llévate más.
A papá le gusta el zumo de naranja recién exprimido.
Su actitud es de tranquila aceptación, como cuando mi padre le
da una orden. Nunca le ha dicho que no, ni a él ni a nosotros, pero
tiene esa mirada que dice: "No digan que no se lo he dicho". Es la
misma mirada que ponía cuando nos advertía que no subiéramos
demasiado al columpio, pero lo hacíamos de todos modos y
volvíamos a casa con las rodillas raspadas y las rodillas sangrando.
Toma arroz salvaje, el favorito de mi padre, y unas naranjas.
Un hombre, que supongo que es el dueño, sale de la trastienda
justo cuando ella lleva la cesta al mostrador. Se quita el polvo de
las manos en el delantal a rayas que lleva atado a la cintura y
desliza su mirada de mi madre a mí. Su expresión se apaga. Tiene
unos cincuenta años, los suficientes para saber quiénes somos.
Mi madre se desabrocha el bolso y saca la cartera.
Frunce los labios y empuja la cesta hacia mi madre.
La furia que ha ido creciendo desde que pisamos el pueblo
estalla. En dos largos pasos, estoy frente a él, enroscando mis dedos
alrededor de su nuca. Sus ojos se desorbitan cuando aprieto.
—Cobra —grito.
Sacude la cabeza todo lo que puede en mi agarre.
Empujo, golpeando su cabeza tres veces contra el mostrador.
—Vamos. Cobra. Ahora.
Se apoya con las manos en la madera, sin luchar contra mi
agarre, pero vuelve a sacudir la cabeza.
Le abriré el puto cráneo.
Mi madre apoya la espalda en la encimera. Mira hacia otro lado,
pero no me dice que pare. Sabe que no la escucharé. No importa lo
que diga. No es ajena a la violencia que corre por nuestras venas.
Mi padre ha sido descuidado a veces, dejándola presenciar cosas
que no debería haber visto.
Vuelvo a golpear la cabeza del dueño de la tienda contra el
mostrador.
—¿Por qué no aceptas nuestro dinero?
Gruñe por el impacto.
Mi voz es burlona, mi sonrisa fría.
—¿Crees que es sucio?
—No quería faltarte al respeto —tartamudea—. No puedo
cobrarte. Invita la casa.
No lo creo. Sujetándolo mientras le clavo los dedos en el cuello,
saco unos cuantos billetes del bolsillo y se los pongo delante.
—Mira el dinero.
Levanta la mirada hacia mí.
Aplico la presión suficiente para que mueva su peso.
—He dicho que mires el puto dinero. —Un poco más, y puedo
hacer que se desmaye. Sé exactamente dónde y con qué fuerza
presionar, pero lo quiero lúcido.
Baboseando, entrecierra los ojos ante los billetes.
—Bien —ronroneo—. ¿Se ve sucio?
—No —resopla—. No, señor.
Cambiando de posición, le agarro un puñado de pelo y le froto
la nariz con el dinero.
—¿Huele mal?
Murmura algo ininteligible.
Empujo más fuerte, aplastando su nariz.
—No te oigo.
—No —grita con voz nasal.
Le suelto de un empujón, golpeándole la nariz con fuerza. Se
levanta de un salto y se agarra la nariz con las palmas de las manos.
Una gota de sangre le gotea de la fosa nasal y salpica el billete de
cien euros que hay encima del alijo de dinero. Pinta una gran
salpicadura en el centro con algunos puntos rojos alrededor.
—Quédate con el cambio —digo, tomando la cesta y
entregándosela a mi madre antes de llevarla afuera tomada del
brazo.
No decimos nada de camino a casa.
Solo hablo cuando me detengo frente a la casa.
—¿Cuánto tiempo ha sido así?
Se queda mirando al frente.
—Ya sabes cómo es en los pueblos pequeños.
Casi para siempre entonces.
Me giro hacia ella.
—A partir de ahora, llévate a un hombre cuando vayas de
compras.
Lo asimila antes de alcanzar el pomo de la puerta.
—Iras al pueblo. —Aprieto la mandíbula—. Comprarás en el
mercado y donde te dé la gana.
Mi madre sale. Yo también, pero me quedo atrás, apoyado en la
puerta abierta, mientras la veo caminar hacia la casa con los
hombros erguidos y la expresión oculta tras esas gafas que le tapan
media cara.
Heidi sale y baja los escalones para tomar la cesta.
En la puerta principal, mi madre se da la vuelta.
—¿No vienes?
—Tengo asuntos que atender. Estaré en casa para comer.
Ella asiente y desaparece en la casa.
Me agarro con fuerza al techo del auto. Tengo ganas de golpear
algo. A alguien. Aflojo los dedos uno a uno y vuelvo al auto.
El hombre nuevo se acerca corriendo. Se quita la gorra y la
agarra con las manos.
—¿Quiere que aparque el auto, señor?
—No. —Lo estudio a través de la ventana, bajándola un poco—.
Es Cusso, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Probablemente necesite un lavado cuando vuelva.
—Sí, señor.
Retrocede cuando arranco. No cierro la ventanilla. La abro del
todo, dejando que el aire frío me despeje la cabeza. La ira tiene una
forma de trastornar mi mente. No veo las cosas con claridad cuando
la furia oscurece mi razón.
Aunque no he estado allí, no necesito poner en el GPS el lugar
al que me dirijo. Conozco esta isla como la palma de mi mano.
Conozco las carreteras y a dónde conducen, incluso aquellas por
las que nunca he viajado.
Mientras conduzco, activo mi teléfono mediante comando de
voz. Nuestro abogado ha dejado un mensaje diciendo que recogerá
el contrato firmado por Edwards en la tarde. Se asegurará que se
hagan copias y se validen con una declaración jurada de la policía
antes de guardar el original en la caja fuerte. Es bueno saberlo, pero
no es el mensaje que me interesa. Todavía no hay nada de Sabella.
Roch me envió un mensaje ayer para decirme que reemplazó el
teléfono que Sabella tiró al mar.
Si cree que puede deshacerse de mí tan fácilmente, es que me
ha entendido mal.
Mis pensamientos alternan entre la visita de Sabella a la finca
de golf y lo que significan los acontecimientos de esta mañana hasta
que, unas dos horas más tarde, tomo una carretera de tierra que
serpentea en una hendidura entre dos colinas. Está a poco más de
cien kilómetros de nuestra casa, pero las estrechas y traicioneras
carreteras de montaña hacen que la conducción sea lenta.
Una capa de nieve cubre el suelo. El blanco es marrón sucio en
el fondo del desfiladero, donde se ha convertido en aguanieve. Unas
cuantas tiendas y chozas se levantan desordenadamente alrededor
de una gran hoguera cerca de un arroyo helado. No es ni un pueblo
ni una granja. Ni siquiera puede considerarse un asentamiento. Un
embudo de humo se eleva desde las brasas moribundas de la
hoguera, dispersándose en el aire. Incluso el cielo parece más gris
aquí, como una escena perteneciente a una película en blanco y
negro.
No me atrevo a conducir hasta el fondo. Los neumáticos se
atascarían en el barro. Me detengo donde la carretera se ensancha,
aunque no espero que haya más tráfico, y salgo.
Unos cuantos niños corren al ver mi auto. Son morenos y
mocosos con la piel curtida por la intemperie.
—¿Quieres hierba? —pregunta el más viejo de todos.
Las pecas espolvorean su nariz. Mirando más de cerca, me doy
cuenta que su piel no está tan llena de pecas como sucia. Sus ropas
están hechas jirones. De sus caderas cuelgan jerséis de punto de
colores e hilos mezclados. Los dedos de sus pies asoman por los
agujeros de sus zapatos. Los zapatos de un niño están rellenos de
papel de periódico arrugado para tapar esos huecos.
—¿Quieres puta hierba o no? —dice el chico, sacando una
navaja del bolsillo y enseñándome la hoja.
Mi tono carece de emoción. Aún estoy procesando lo que he
visto, no sé qué pensar.
—No.
Balancea el cuchillo en mi dirección.
—Entonces, ¿qué mierda estás haciendo aquí?
—Sí. —Un chico más joven se limpia los mocos de la nariz con
el dorso de la mano—. ¿Qué haces aquí?
—¿Dónde están tus padres?
El mayor, que obviamente está al mando, se encoge de hombros.
—¿Quién sabe?
Uno pequeño con voz musical dice:
—Hace mucho que no están en casa.
La voz pertenece a una niña. Lleva el pelo corto y su pequeña
figura está envuelta en harapos sucios. A primera vista, la confundí
con un niño.
—El abuelo está en casa —dice, señalando con una uña sucia
una de las chabolas.
Me abro paso por el sendero resbaladizo con el mayor
pisándome los talones y los demás niños haciendo un ruido
estridente.
Un anciano encorvado sale de la chabola indicada por la niña.
Le cuelga una pipa de la comisura de los labios y en las manos lleva
una escopeta.
—¿Qué será de tu incumbencia? —grita antes que llegue.
—Soy Angelo Russo.
Arruga la cara.
—¿Quién?
—El hijo de Teresa.
Sus pobladas cejas se arquean y se ríe tan fuerte que se le cae
la pipa de la boca.
Me detengo frente a él, esperando a que se haya secado las
lágrimas de los ojos con una mano mugrienta. Empuja la escopeta
a los brazos del mayor, que devuelve el arma a la choza.
—¿Qué quieres? —pregunta el anciano.
—¿Eres el padre de Teresa? —¿Mi abuelo?
—Sí. —Engancha un pulgar en los tirantes que sujetan sus
pantalones—. ¿Y qué?
Le di muchas vueltas a mi pregunta. Es la razón por la que
conduje hasta aquí.
—¿Por qué se casó con mi padre?
Se rasca la cabeza.
—¿Santino?
—Sí.
Me mira de arriba abajo, observando mi ropa.
—Eres tan elegante como esa inútil de tu madre. —Su labio
superior se curva—. Puta.
Viejo o no, estoy a un segundo de darle un puñetazo.
—Responde a mi pregunta.
Gorgoteando, escupe al suelo.
—Guerra.
—¿Qué?
—Guerra. —Me mira con un ojo entrecerrado—. Tu padre se
casó con ella para detener la guerra entre nosotros. Nos quedamos
aquí. —Hace un círculo con el dedo—. Él se queda allá.
Una vieja venganza. Explica por qué no nos vemos y por qué mi
padre no ha mencionado la guerra. Nunca deshonrará a mi madre
hablándonos a sus hijos de la enemistad entre él y su familia.
—No olvides el dinero.
Sé cuánto pagamos cada mes a la familia de mi madre porque
he estado haciendo esos pagos durante los dos últimos años. El
valor acumulado vale una pequeña montaña de oro.
Sonríe, mostrando dos dientes que le faltan.
—¿Lo traerás ahora en persona?
Mirando a mi alrededor, digo:
—Hace frío aquí afuera. Y sucio también.
Una mueca contorsiona sus facciones.
—¿Vienes a decirme que eres mejor que yo?
—Solo me pregunto por qué no te has hecho un buen hogar en
alguna parte, un lugar con calefacción y agua corriente.
Me señala con un dedo huesudo.
—No vengas aquí a juzgarnos por nuestra forma de vivir. Somos
lo que somos. Siempre lo hemos sido. Nunca hemos necesitado una
casa lujosa con calefacción y agua.
Miro a los niños.
—¿Qué pasa con ellos?
—Harán lo que se les diga si saben lo que les conviene.
La miseria flota en el aire. Se adhiere a su ropa y al hedor que
sale del agujero junto a la choza, donde zumba un enjambre de
moscas.
—¿Qué haces con todo ese dinero? —le pregunto.
—Eso no es de tu maldita incumbencia.
—Compra oro —dice la niña—. Lo guarda en el...
El viejo levanta el brazo. La niña se acobarda. Antes que pueda
darle un revés, le agarro la muñeca. Es frágil y esquelético bajo mis
dedos. Puedo romperla con poca fuerza.
Los niños se dispersan, algunos se ríen, pero la niña no. Salta
por encima del arroyo y corre en dirección al bosque.
Le suelto el brazo y me limpio la mano en los pantalones.
—A partir de ahora, no vas a recibir dinero. Tendrás casa,
comida y ropa. Los niños irán a la escuela.
Su cara se pone roja.
—No vas a cambiar nuestras costumbres con tu boca sabelotodo
y tu gran auto. Hacemos lo que queremos.
—Hacemos lo que queremos —gritan los chicos, lanzándome
piedras.
—Puedes tener una asignación para entretenimiento o lo que
sea que hagas con el dinero —le digo—. El resto cubrirá tus gastos
de manutención.
Lo he decidido. Arrastraré al viejo atado fuera de aquí si es
necesario.
Doy media vuelta y subo la colina. Cuando llego arriba, suelto
una maldición y corro hacia mi auto. Los dos niños de en medio
han forzado la puerta y están desvalijando mi auto de todo lo que
pueden echar mano, que incluye las alfombrillas, un paquete de
toallitas para el cuero y el libro de mantenimiento de la guantera.
Los tapones de las ruedas ya no están.
Saltan sobre trozos rotos de madera prensada y los utilizan
como trineos para deslizarse colina abajo con su botín.
Asumo el estado de mi auto, las marcas de arañazos en la puerta
donde forzaron la cerradura y el barro en los asientos.
Malditos salvajes.
Arranco el motor y doy la vuelta al auto, mirando el lamentable
campamento por el retrovisor.
No me extraña que mi padre nunca nos trajera de visita.
Entiendo por qué nos mantenía alejados de aquí. Siempre supe por
qué mi padre era odiado y temido. Viene de una mala estirpe de
carroñeros que robaban las riquezas de los demás. Sin embargo,
nunca supe hasta qué punto despreciaban a mi madre, no solo por
estar casada con mi padre, sino también por ser de aquí.
Somos la escoria de la isla, y la gente de aquí no lo olvida. Ni
todo el dinero del mundo puede cambiar eso. Algunas criaturas
legendarias como Midas convierten en oro todo lo que tocan. Todo
lo que cae en nuestras manos se ensucia.
Las vacaciones de verano siempre han sido mi época favorita,
pero me alegro cuando empieza el último curso escolar en enero.
Estar ocupada me ayuda a olvidarme de todo lo que pasó alrededor
de mi cumpleaños.
El ritmo es duro y la materia difícil. Colin y yo trabajamos duro,
estudiamos juntos todos los días. Me exijo más que nunca, porque
cuando estoy ocupada, no tengo que pensar. No tengo tiempo para
llorar la pérdida de algo que nunca tuvo la oportunidad de empezar.
No veo a Roch desde el día que me sacó del mar. Eso no me
impide estar nerviosa cuando salgo de casa. Observo
constantemente las caras de la gente en la calle o en el centro
comercial. Tanto Colin como Mattie comentan lo nerviosa que
parezco cuando salgo, pero yo atribuyo mi comportamiento al estrés
del año de matrícula.
El bebé de Celeste y Ryan nace a finales de enero. Nos dirigimos
a Ciudad del Cabo para visitarlos en la clínica privada donde Ryan
ha quedado para dormir hasta que Celeste y el bebé estén lo
bastante fuertes para recibir el alta.
Mamá, papá, Mattie y yo nos alojamos en casa de Ryan y
Celeste, una gran propiedad con paredes encaladas y un frontón al
típico estilo holandés del Cabo en Bloubergstrand. Jared se aloja en
una pensión. Mamá no quiere que duerma en la misma casa que
Mattie antes que se casen.
La fiesta para dar el nombre al bebé es el día en que Ryan y su
familia llegan a casa. Mattie y yo ponemos mesas en el césped y las
decoramos con manteles azules y sobrecubiertas blancas. Mamá
supervisa las flores y el catering. Papá está constantemente al
teléfono, apartado del resto de nosotros.
Tomo una botella de agua con gas de la cubitera y la llevo hasta
donde está apoyado contra un árbol.
—Tengo que irme —dice cuando me acerco—. Te llamaré más
tarde.
—Toma —le digo—. Debes tener sed. Hoy hace calor.
Sonriendo, toma el agua, pero no la abre. Frunce el ceño
mientras mira al mar.
—¿Con quién estabas hablando? —pregunto—. No quería
interrumpir tu conversación.
—Solo trabajo. No te preocupes.
Le tomo la mano.
—Pareces estresado.
—Se acerca el cierre del ejercicio financiero. Siempre es un
periodo estresante.
—Trabajas demasiado. Me preocupas.
Me aprieta los dedos.
—Se calmará cuando termine la auditoría.
La ternura me embarga cuando estudio su rostro. Las ojeras se
han convertido en rasgos permanentes.
—Hace años que no vamos al acuario. —Recuerdo lo relajado
que estaba cuando me llevó hace tres años, cómo se reía cuando
me subía a sus hombros para ver mejor el tanque de los tiburones—
. Podemos ir al paseo marítimo mañana. Ya estamos aquí.
—Quizá en otra ocasión. —Me suelta la mano—. Estoy
planeando volver a George temprano.
—Claro —le digo, sin querer demostrarle cuánto me duele su
rechazo.
Esperaba que mi error no provocara una ruptura entre nosotros,
pero mi padre está más distante desde el incidente con Angelo. No
estamos tan unidos como antes, y odio el poco tiempo que pasa en
casa últimamente. Odio que sea mi culpa.
Debe ver el abatimiento en mi cara, porque me agarra del
hombro y me dice:
—¿Sabes qué? Esta noche emiten en Discovery Channel un
documental sobre la vida de un pulpo. ¿Te apetece verlo? Podemos
hacer palomitas. —Hace una mueca—. Si es que podemos
encontrar algo así en esta casa. Parece que solo hay algas y tofu.
Sonrío, pero su intento de humor no me llega al corazón.
—De acuerdo.
Solo me propone ver el programa porque se siente mal por haber
rechazado mi idea de visitar el acuario. No es una invitación
espontánea porque quiera pasar tiempo conmigo, y no es que yo
merezca su tiempo. No puedo esperar que sienta lo mismo por mí
cuando lo he traicionado.
—Sabella —me llama mi madre, acercándose a nosotros—. Los
padres de Celeste acaban de llegar. ¿Por qué no los ayudas a traer
algunos de los... —Hace una mueca—... Adornos florales de origami
de su auto? —Reconoce a mi padre con una sonrisa tensa—. Me
preguntaba qué te había pasado. Mattie y Jared quieren decirles a
los del catering dónde colocar los spritzers de vino. —Añade antes
de marcharse—: Si no es mucha molestia, puedes darles tu opinión.
La madre de Celeste es yogui y su padre es pastor no
confesional, pero prefiere que le llamen trabajador espiritual. Su
padre lleva a cabo la ceremonia del nombre, que consiste en quemar
incienso mientras se pide al universo que bendiga al pequeño de la
familia. Cuando llega el momento de la gran revelación, Celeste y
Ryan comparten el nombre de su bebé. Deciden llamarle Bradfield
Edwards.
Bradfield es el apellido de soltera de Celeste. Mamá odia el
nombre al instante. Papá, como siempre, es imparcial.
—Uno pensaría que lo llamarían Benjamin Junior —dice mamá
con los labios apretados cuando Celeste y sus padres están fuera
del alcance del oído.
—No llamaste a Ryan Benjamin Junior —señalo.
Mi madre me pone su taza de té vacía en la mano y me dice con
una sonrisa sacarina:
—Sé un cielo y pon eso en la mesa.
No me importa cómo se llame el bebé. Con sus rizos rubios, es
lo más lindo que hay. Se parece a Ryan. Lo acurruco contra mi
pecho hasta que Celeste lo aparta, diciendo que es demasiado
pequeño para cargarlo tanto.
Una vez pasada la emoción del parto, caigo en una especie de
depresión. Nunca leo los mensajes de texto ni escucho los mensajes
de voz que Angelo envía como un reloj todos los días. Siempre los
borro inmediatamente, pero no me atrevo a deshacerme del
teléfono. Recibir esos mensajes cada mañana y cada noche, aunque
no los abra, hace que sea imposible olvidarme de él. Me hace entrar
en una espiral de desesperación y angustia de la que me cuesta
volver.
Durante un periodo más oscuro de febrero, dejo de borrar sus
mensajes. Me digo que no los leeré, que simplemente ya no me
importan lo suficiente, pero, como muchas otras cosas que me digo
sobre Angelo, es mentira.
Una noche, en mi cama, cuando estoy en mi punto más bajo,
hago clic en su mensaje.
Angelo: Duerme bien, Cara. Te veré en mis sueños.
Una flecha se clava en mi corazón. Se me llenan los ojos de
lágrimas. No tiene derecho a decir cosas así. No tiene derecho a
hacerme guardar este teléfono y obligarme a pensar en él día y
noche. Nunca sanaré así, y tengo la ligera sospecha que esa es su
intención. Me engañó, pero no me concederá la misericordia de
liberarme.
Angelo: Estás despierta.
La doble marca de su teléfono le habrá dicho que leí su mensaje.
Me limpio con rabia las lágrimas de la cara.
Angelo: Extraño hablar contigo.
¿Por qué estoy llorando? Lo odio.
Angelo: Te extraño.
Angelo: ¿Necesitas algo, bella? Solo tienes que pedirlo.
Parpadeo y se me escapan más lágrimas.
Angelo: ¿Cómo va la escuela? Háblame de...
Dejo caer el teléfono sobre la cama y entierro la cara entre las
manos. No puedo hacerlo. No puedo suspirar por un hombre que
no me merece, un hombre que es un chantajista mentiroso. Así que
vuelvo a borrar los mensajes y a poner una sonrisa radiante para
mi familia y mis profesores hasta que llega marzo y los preparativos
de mi matrícula en la universidad me distraen.
En abril, Colin y yo presentamos nuestras solicitudes de ingreso
en la Universidad de Ciudad del Cabo. Mucho depende de las notas
que saquemos en los exámenes finales de octubre. La lucha está
lejos de haber terminado. Mi padre nos lleva en auto a la
universidad y nos da una vuelta por los edificios. Es un día mágico
en el que lo tengo todo para mí -bueno, si no contamos a Colin-,
pero Colin es lo bastante amable y sabio como para dejarnos
espacio a papá y a mí.
Mi ánimo se levanta un poco en mayo. Hace cuatro meses que
no veo a Roch. Es muy posible que ya no esté y que yo me esté
estresando por nada. Cuanto más lo pienso, más creo tener razón.
Mis actos vuelven a ser despreocupados y me siento más como yo
misma. Cuando una chica de mi clase me invita a su fiesta de
cumpleaños, acepto. Es hora de volver a vivir y divertirse.
May es una chica guapa con un gran sentido del humor. No les
digo a mis padres que los suyos están fuera de la ciudad el fin de
semana de su fiesta. Si mamá y papá saben la verdad, no me
dejarán ir. May ha invitado a toda nuestra clase y también a la de
Colin. El hecho que Colin vaya a ir convence a mis padres para que
me dejen quedarme hasta medianoche.
Me pongo medias de rejilla y una falda vaquera negra con mis
botas Caterpillar, completando el conjunto con una de las camisas
de Colin anudada por delante. Me hago un maquillaje oscuro y me
recojo el pelo en dos coletas altas.
Me estoy pintando las uñas de negro cuando Mattie entra en mi
habitación.
Se detiene detrás de mí y estudia mi reflejo en el espejo del
tocador.
—No sé qué aspecto intentas conseguir, pero no te queda.
Me encojo de hombros.
—Es mi look.
Ella suspira.
—Por eso no voy a dejar que te pongas lo que quieras en mi
boda. Menos mal que los vestidos de las damas de honor se diseñan
en Ciudad del Cabo. —Se acerca a mí y toma el bote de esmalte de
uñas—. Te estás manchando. Déjame a mí.
Apoyo la mano izquierda bajo la barbilla y le doy la derecha,
separando los dedos. Llevo un anillo en cada dedo, como suelo
hacer cuando me visto para salir, pero su mirada se fija en el anillo
del pulgar.
—Nunca me había fijado en este anillo —dice, frunciendo el
ceño—. Parece un anillo de sello.
Trago saliva.
—Es algo que encontré en el mercadillo de antigüedades.
Agarra el pincel, lo moja en el esmalte y arrastra una línea nítida
sobre mi uña.
—¿Alguien te ha dicho que tienes un gusto raro?
—Tú. Todo el tiempo.
Suspira de nuevo como si no hubiera esperanza para mí.
—Al menos una de nosotras nació con buen sentido del vestir.
Cuando se me secan las uñas, tomo el celular y una cazadora
de cuero, me despido de mis padres y me reúno con Colin afuera.
Mattie nos lleva. Estoy deseando sacarme el carné definitivo cuando
cumpla dieciocho años.
La casa de May está en un suburbio de George. El antiguo
edificio de piedra, bellamente reformado, se alza en la ladera de una
colina. Los Porsches y descapotables de época aparcados en la calle
dan una idea del estatus de los chicos a los que ha invitado. Todos
tenemos dinero. El colegio privado al que asistimos tiene fama de
elitista. La admisión no es fácil, y no todo el mundo puede
permitirse las exorbitantes tasas.
—Parece que hay muchos chicos mayores aquí —dice Mattie con
el ceño fruncido mientras pasamos junto a la fila de autos
aparcados en la acera.
—No te preocupes. —Colin se inclina desde atrás y le palmea el
hombro—. Yo cuidaré de Bella.
Un auto viene demasiado rápido detrás de nosotros, los faros
rebotan en el retrovisor.
—Mm. —Mattie entrecierra los ojos y ajusta el espejo—. Tal vez
debería entrar contigo.
—Ah claro que no —digo, poniendo los ojos en blanco.
El auto que nos sigue se salta el carril. Pasa un Alpha Spider
azul noche. El tipo del asiento del conductor tiene el pelo oscuro y
la mandíbula cuadrada. Me recuerda un poco a Angelo. Se me
aprieta el corazón. El tipo sonríe y nos adelanta para aparcar más
adelante.
—Hijo de puta —murmura Mattie.
Salto antes que detenga el auto por completo, preocupada que
cumpla su promesa y nos acompañe a la casa.
—Gracias, Mattie.
Colin me sigue, agradeciéndole el viaje mientras sale de la parte
de atrás.
—Estaré aquí a medianoche —dice a través de la ventanilla
abierta del lado del pasajero—. Espérame dentro.
Me despido con la mano, ya corriendo por las puertas abiertas.
—Avísame si quieres que te venga a buscar antes —me llama—
. O si hay algún problema.
Antes que pueda decir nada más, subo los escalones del porche
de dos en dos y atravieso la puerta. Suena la música. Hay gente en
el pasillo, charlando y agarrando vasos de papel. Me dirijo al salón,
que está abarrotado. Las luces de la discoteca iluminan a los que
están bailando que se mueven al ritmo del rap.
—Vaya —me dice Colin al oído, su volumen me hiere el tímpano.
Veo a May en el centro de la pista y la saludo con la mano.
Cuando me ve, lanza un grito tan agudo que se oye por encima de
la música y se abre paso entre la multitud hacia nosotros.
—Bella —grita cuando me alcanza, echándome los brazos al
cuello—. Me alegro que hayas venido. —Me suelta y pestañea a
Colin—. Estás muy guapo. Como siempre. —Enganchando un
brazo en el mío y el otro en el de Colin, nos arrastra hasta la terraza
de la piscina, donde hay un bol con ponche y vasos de papel—.
Vamos a tomar algo.
Cuando cada uno tiene un vaso en la mano, nos presenta a la
gente que pasa el rato junto a la piscina. La decoración es bonita,
con velas de té flotando en el agua y luces de colores que recorren
el borde del toldo. En el césped hay antorchas chinas, cuyas llamas
proyectan una luz dorada sobre el jardín. Gracias a un inesperado
verano indio, la noche no es fría, pero sí lo bastante fresca como
para que nadie se bañe.
No recuerdo ni la mitad de los nombres de la gente después de
haber hecho toda la ronda. A algunos los reconozco del colegio.
Muchos de ellos terminaron el año anterior y están en primer curso
en la uni. May siempre ha sido sociable y popular.
—Vamos a bailar —dice, tirando de Colin y de mí hacia el salón.
Bailar no es uno de mis puntos fuertes, pero a Colin se le da
genial. Uno de los compañeros de clase de Colin hace de DJ. Se
acerca a él y le dice algo al oído. Un momento después, el ritmo hip-
hop cambia a rock and roll. El público abuchea, pero May se ríe,
señala con el dedo a Colin y le lanza una mirada de "ven aquí".
Los bailarines forman un círculo, Colin la toma de la mano y la
hace girar. Olvidé que ambos tomaron clases de baile en décimo
grado. Están bien coordinados. Rápidamente atraen a un buen
grupo de espectadores que les silban y animan.
Observo durante un rato hasta que termino mi bebida. Como no
me gustan los empujones en la pista de baile, salgo a rellenarla y,
cuando vuelvo, May y Colin ya se han ido. La música vuelve a ser
hip-hop y la gente se agolpa en la pista.
Mi bebida se derrama sobre mis botas mientras me abro paso
entre los cuerpos que se contonean. Cuando llego al pasillo, mi
bebida ya está medio vacía otra vez. No me importa. El ponche es
una asquerosa mezcla de algo efervescente que sabe a naranja,
azúcar artificial y aguarrás. A juzgar por las botellas vacías
alineadas sobre la mesa, el aguarrás es tequila barato.
Vacío el resto de la bebida en una maceta, murmurando una
disculpa al árbol de plástico, e intento localizar una papelera. Sigo
una fila de gente hasta lo que supongo que es el baño, doblo a la
izquierda hacia lo que debe de ser la cocina y me detengo en el
marco de la puerta.
Solo están encendidos los focos bajo las estanterías altas.
Gruesas velas blancas arden sobre las encimeras. Los rincones de
la habitación están a oscuras, pero no se puede pasar por alto a la
pareja enredada el uno en el otro frente a la nevera abierta. La luz
que sale de la nevera es como un foco sobre Colin y May. Están tan
ocupados besuqueándose que no se fijan en mí. O de cualquier otra
cosa.
Sonriendo, los dejo solos y me voy a la terraza de la piscina,
donde la música no está tan alta. Encuentro una tumbona libre y
me tumbo en ella. Se supone que tengo que divertirme, pero la
verdad es que me aburro.
Un chico sale del salón. Me llama la atención porque es mucho
más alto que los otros chicos que están vaciando la ponchera. Lleva
jeans, una camisa de rayas y una cazadora vaquera. Cuando gira
la cabeza y fija su mirada en mí, lo reconozco. Es el conductor del
Alpha Spider.
Sus labios se inclinan mientras aprieta la taza que tiene en la
mano y apunta a la papelera contra la pared, lanzando un golpe
perfecto sin apartar los ojos de mí.
Solo le devuelvo la mirada porque se parece mucho a Angelo.
No. Nadie puede parecerse a Angelo. Solo me recuerda mucho a
Angelo. Es el corte duro de su mandíbula y la forma en que sus
rizos oscuros caen desordenadamente sobre su frente, pero ahí es
donde termina el parecido.
Apunta directamente a mi silla y se detiene delante de mí.
—Hey.
—Hey, a ti también.
Sonríe.
—¿Te diviertes?
Subo las rodillas. No me preocupa que vea mi ropa interior,
porque siempre llevo pantalones cortos debajo de las minifaldas.
—¿Y tú? —Me quedo muda.
—Todavía no. —Abre las piernas y se sienta a horcajadas en el
borde de mi silla—. Tengo la sensación que estoy a punto de
hacerlo.
Por reflejo, me echo hacia atrás.
—Si no te importa, puedes tomar tu propia silla.
Su sonrisa es infantil.
—¿Y si me molesta?
—Esto es un acto de ligue terrible. —Hago una mueca—. El peor
que he visto.
—Eso es porque nunca te han tomado bien.
—¿Sí? —Su elección de palabras me hace reír—. ¿Exactamente
cómo se toma a una persona correctamente?
Se acerca más.
—Para empezar, no le preguntas su nombre.
Levanto una ceja.
—¿No?
—Eso es demasiado aburrido, ¿no crees?
—¿Qué pides entonces?
Su atención se fija en mi boca.
—Un beso.
Me vuelvo a reír.
—Tal cual. ¿Y por qué te daría una chica un beso si no te
interesa saber quién es?
—Nunca he dicho que no me interese. —Sus pestañas caen y,
cuando vuelven a levantarse, me mira a los ojos—. Un nombre no
define a una persona. Un beso, sin embargo, dice todo lo que hay
que saber.
Es un mentiroso, pero al menos es entretenido.
—¿Me estás pidiendo un beso?
—¿Y si lo hago?
No estoy ni remotamente interesada en él. Es atractivo, pero
parece superficial. Inmaduro. No seguro de sí mismo y un poco
peligroso como...
Mierda.
¿Lo estoy comparando ahora con Angelo?
¿Qué demonios me pasa?
Miro hacia la cocina, donde probablemente Colin y May siguen
lamiéndose las amígdalas. Solo me han dado un beso, y no fue más
que un picotazo en los labios. Fue un beso que guardé para alguien
especial, y se lo di al hombre equivocado. Tengo diecisiete años. La
mayoría de mis amigas ya han hecho mucho más que besar. Me
falta experiencia. Me falta diversión. Diablos, me falta una vida.
Mirándolo de frente, le digo:
—¿Y si digo que sí?
Sus ojos se entrecierran con satisfacción y un poco de sorpresa,
tal vez. Se inclina hacia adelante, se agarra a los reposabrazos y se
coloca en mi espacio.
—¿Sabes qué sería aún mejor? —Me pone las manos en las
rodillas y me aprieta la piel con los dedos mientras me arrastra
hacia él—. Sentarte en mi regazo mientras te beso.
Ew. Mi culo no es un cojín para pajas. Quiero decirle que se tire
a la columna si está tan desesperado, pero antes que pueda
pronunciar una palabra, el tipo es tirado de la silla y lanzado por
los aires. Me quedo boquiabierta cuando cae de espaldas sobre la
piscina, provocando un tsunami que apaga las velas.
La cubierta se ha quedado en silencio. Tardo un momento en
asimilar lo que está pasando. Miro a Roch a la cara, de pie junto a
mi silla, con los dedos flexionados a los lados.
El tipo de la piscina balbucea y rema con los brazos para
mantenerse a flote.
—¿Qué te pasa? —le pregunto a Roch, conmocionada y furiosa.
Conmoción, sobre todo. Porque mierda. Está aquí.
En lugar de responder, me agarra del brazo y me levanta. La
gente nos mira boquiabierta mientras me arrastra por la terraza y
el jardín hasta la entrada de la casa.
—Suéltame —digo, tensándome en su agarre.
Su tono es duro:
—Silencio.
Está aquí.
Aunque Angelo no lo esté, su prepotente presencia está en todas
partes, gobernando mi vida con mensajes de texto y un monstruo
musculoso empeñado en arruinar lo que queda de mi libertad y mi
cordura.
Me hundo en la sujeción de Roch cuando me asalta una terrible
sensación.
No hay escapatoria para mí. Nunca.
—Edwards está esperando su momento para matarte —dice mi
padre—. Lo sabes, ¿verdad?
Estamos sentados en la biblioteca, frente a la chimenea,
tomando coñac después de cenar. Registro el color de su piel. En
estos días, la evaluación es una reacción automática para mí. Tiene
un brillo saludable en las mejillas por el calor del fuego. La palidez
de hace unos meses ha desaparecido. El cirujano está contento con
su recuperación. Mi padre aún está aprendiendo a respirar con la
mitad de su capacidad pulmonar, pero su esperanza de vida se ha
prolongado, un regalo que no damos por sentado. Solo agradezco
que por fin entrara en razón y accediera a la operación.
Hace un sonido de impaciencia.
—¿Has oído lo que he dicho?
Envuelvo el vaso con la mano para calentar el digestivo y liberar
sus aromas.
—Sabe que he tomado medidas para que la información sobre
el soborno se haga pública si me pasa algo. Además, estaré casado
con su hija antes que pueda intentarlo.
Mi madre entra con una bandeja del café turco que le gusta a
mi padre. La pone sobre la mesa baja y se arrodilla para servir la
fuerte infusión del cezve.
—¿Se celebrará allí la boda? —pregunta mi padre.
—Nos casaremos legalmente ante un oficiante en Sudáfrica. —
Hago girar la copa e inhalo el aroma de pera bosc, caramelo y
vainilla antes de dar un sorbo. El licor es opulento y aterciopelado.
Es una marca excelente—. La ceremonia y la celebración tendrán
lugar aquí.
En el pecho de mi padre suena un tosco ruido.
—¿Cuándo?
—Tan pronto como cumpla dieciocho años.
—Angelo —exclama mi madre con voz suave, levantando
rápidamente la vista de remover azúcar en el café—. No en enero.
—Cuando frunzo el ceño, continúa—: Una boda de invierno, no. La
elección de flores es tan limitada, por no hablar que no podremos
celebrarla en el jardín y aprovechar las vistas. Al menos que lleve
un vestido bonito sin morirse de frío.
Lo pienso mientras disfruto de mi bebida. Lo que dice tiene
sentido. De todos modos, ¿qué sé yo de lo que quieren las mujeres
el día de su boda? Sin embargo, estoy ansioso por cerrar el trato.
Lo que me impide decirlo es la rara emoción que ilumina el rostro
de mi madre. Está deseando que llegue esta boda, que será la
primera de mi generación en la familia.
—¿Quieres encargarte de los arreglos? —pregunto.
Su expresión se ilumina.
—Será un honor.
—¿Segura que no será demasiado trabajo? —Dejo mi copa de
tulipán vacía sobre la mesa auxiliar—. Puedo contratar a una
empresa para que supervise la planificación.
—Tonterías. —Se endereza—. Me encantaría hacerlo. Podemos
poner un cenador en el jardín. Necesitaremos muchos arreglos
florales para darle color. —Le brillan los ojos—. Tendrá que haber
una banda. Habrá suficientes jóvenes para llenar una pista de baile.
Podemos construirla en un lateral del cenador y poner luces de
hadas en los árboles. Ah, y los cócteles tendrán que servirse al
atardecer. La vista sobre la bahía será espectacular. Serán unas
fotos de boda muy bonitas. Champán. Francés, por supuesto. No
queremos que tu novia piense que estamos acostumbrados a nada.
Y cócteles sin alcohol para los que conduzcan.
—Más despacio y dame mi café antes que se enfríe —refunfuña
mi padre—. Hablas como si la boda fuera la semana que viene.
Un rubor oscurece las mejillas de mi madre. Nos da primero a
mi padre y luego a mí una taza de café antes de tomar la bandeja y
dirigirse a la puerta con la mirada perdida, pero no se me escapa la
sonrisa que se dibuja en sus labios.
—Hiciste bien en dejar que se ocupe de la boda —dice mi padre
cuando ella se va—. Cuando nos casamos, no había dinero. Ella no
tuvo nada de eso.
Mis pensamientos se dirigen a Sabella. ¿Qué querrá? ¿Una
pequeña reunión íntima o todo lo que mi madre tiene en mente?
Sea como sea, no voy a quitarle esta alegría a mi madre. Sabella se
adaptará. Verá las buenas intenciones de mi madre por lo que son.
Hablando de bodas.
—¿Cuándo vas a ponerte a elegir una pareja apropiada para
Adeline?
Como primogénito, aunque solo sea por tres segundos, tengo
derecho a casarme antes que mi hermana, pero Adeline no debería
esperar demasiado. Ella es hermosa, amable y generosa. No estoy
ciego a cómo los hombres la miran en la calle. La única razón por
la que nuestro padre le permite estudiar en la ciudad es porque
tiene un guardaespaldas que protege no solo su vida, sino también
su virtud.
—Hay tiempo. —La taza de café expreso parece un juguete de
uno de los juegos de té de la infancia de Adeline en la gran mano
de mi padre—. No tenemos que apresurarnos. Acabemos con lo tuyo
y luego nos ocuparemos del resto.
Suena mi teléfono. Dejo el café y pongo la taza en la mesilla para
sacar el celular del bolsillo. Es Roch. Se me revuelven las tripas. Si
llama a estas horas, es que algo va mal.
Me pongo de pie.
—Discúlpame. Tengo que contestar. —De camino al estudio,
respondo a la llamada—: ¿Qué está pasando?
—Ha habido un incidente.
Mis músculos se tensan.
—¿Qué ha pasado?
—Tuve que apartar a un tipo de Sabella en una fiesta.
Me detengo en seco. Mi visión se deshace. La furia estalla en mis
venas.
—¿Le rompiste los huesos?
—No tuve que hacerlo. No fue tan lejos.
Reanudo la marcha.
—¿Dónde está ahora? Déjame hablar con ella.
—Ya la he dejado en su casa. No creo que hubiera sido el
momento adecuado para un sermón. Estaba llorando.
Mierda.
Apretando la mandíbula, entro en el estudio y doy un portazo.
—¿Alguien va a presentar cargos por asalto?
—No. La fiesta fue en casa de una amiga, una chica de la clase
de Sabella. —Se ríe entre dientes—. Hubo un revuelo después que
tiré al chico a la piscina. May, la chica que organizó la fiesta, quería
saber quién era yo. Estaba asustada porque me había colado en su
fiesta. Sabella le dijo a May que Edwards me había contratado como
su guardaespaldas antes que pudiera decir nada.
Me siento detrás del escritorio.
—¿Se lo creyó su amiga, May?
—Sabella fue muy convincente. Es evidente que no le gusta que
sus amigos sepan que trabajo para ti. Tengo la idea que no le ha
hablado a nadie de mí, ni siquiera a su familia, porque llamó a su
hermana de camino con la excusa que la fiesta era aburrida y que
el chófer del padre de su amiga la llevaba a casa.
No me importa si Edwards sabe que estoy vigilando a su hija.
Debería alegrarse que me tome tan en serio mis deberes como su
futuro esposo. Sabella obviamente piensa diferente.
—A May le preocupaba que le dijera a Edwards que no había
supervisión adulta. Dijo que sus padres no sabían que ella
organizaba la fiesta y que se metería en problemas si se enteraban.
Me preguntó si podíamos mantener en secreto lo que había pasado,
para que Edwards no se enterara.
—¿Quién llevó a Sabella a la fiesta?
—Su hermana la llevó y su vecino, Colin Taylor. Colin no quería
dejar que Sabella se fuera sola a casa. Insistió en venir con
nosotros, pero Sabella lo convenció para que se quedara. Creo que
estaba avergonzada.
Aprieto con fuerza el teléfono. Soy una vergüenza para ella,
¿verdad? La inexplicable decepción que se había alojado en mi
corazón cuando rompió su palabra de gustarle siempre me golpea
de nuevo directamente en el pecho. Es infundada. Siempre supe
que llegaría un día en que me odiaría. No tengo escrúpulos sobre
quién y qué soy. Soy un demonio. Escoria. Despreciarme es
inevitable. Pero ella dijo que siempre me querría, y el sonido de eso
fue dulce. No esperaba que lo hiciera, pero quería que me
demostrara que estaba equivocado. No lo hizo, ¿verdad? No. Dejó
de mirarme como si fuera su héroe, tal y como supe que haría.
Si no fuera por el deshonroso engaño de su padre al engañarnos
con sus falsas promesas, Sabella podría haberme querido todavía.
Ahora, eso es agua pasada. Todo eso. Pero eso está bien. Una vez
que Sabella viva conmigo, trabajaré en moldearla a mí de nuevo.
Como le dije, hice lo que tenía que hacer para unirnos. Haré lo que
sea necesario para mantenernos juntos.
—¿Qué pasa con Colin Taylor? —pregunto, rechinando los
dientes.
—Uno de sus amigos del colegio se ofreció a llevarlo a casa.
—Me importa una mierda cómo va a llegar a casa. —Los celos
estallan dentro de mí—. ¿Es alguien de quien deba preocuparme?
—Los he estado observando de cerca. Son más como hermano y
hermana qué lo que son Sabella y Ryan.
—¿Cómo estaba? —pregunto, esperando, necesitando,
queriendo y odiándome por ello. Solo estoy preparando el escenario
para una mayor decepción—. Cuando la dejaste.
—¿Sabella? Molesta. Habladora.
¿Molesta?
—¿En serio le importa una mierda ese maldito imbécil que trató
de tocarla? —Porque si lo hace, lo mataré. Con mis propias manos.
—No sobre él. Ella dijo que iba a mandarlo a la mierda. Estaba
enfadada conmigo. Dijo que mi interferencia está arruinando su
vida. —Él duda—. ¿Quieres que ilumine a su familia sobre mí? Tal
vez deberías hacerles saber que la estoy vigilando. De esa manera,
no tenemos que mentir para salir de situaciones incómodas. No les
hará daño saber que la estás vigilando. Les motivará a ser más
cuidadosos sobre dónde y con quién la dejan salir.
—No. Es su familia. Ella puede decirles lo que quiera.
En unos meses, no importará. Que sea un año, ya que le dije a
mi madre que podemos tener una boda en verano. Sabella estará
aquí, segura en mi cama, no es que ella lo considere un lugar
seguro.
Tras el incidente de la fiesta de May, me siento más aislada. Las
chicas de mi clase son tan ricas y autoritarias como pueden serlo
los chicos de nuestro colegio, pero ninguna de ellas tiene
guardaespaldas. La mentira que dije, que mi padre contrató a Roch
para protegerme, me coloca en una posición diferente. Mis
compañeros son más reservados conmigo. Algunos están celosos.
Sigo quedando con ellos para almorzar en el centro comercial o
en eventos deportivos los fines de semana, pero hay un abismo
entre nosotros. Nadie va a invitar a alguien a una fiesta si tiene que
arrastrar a un guardaespaldas. No quieren qué lo que ocurre en
esas fiestas llegue a oídos de sus padres. Hacen lo mismo que
muchos otros chicos de su edad: experimentar con el alcohol y los
cigarrillos y, a veces, alguna que otra droga. También hay mucho
ligoteo, por lo que un guardaespaldas que tira a la piscina al chico
más guapo de la fiesta por ligarse a una chica no es bien recibido.
Eso, y que nuestra comunidad es conservadora. Se supone que
estas cosas no deben ocurrir. En lo que respecta a los adultos, no
pasan. No estoy segura que sea ignorancia. Creo que es más una
cuestión de hacer la vista gorda. Ojos que no ven, corazón que no
siente, ¿verdad?
Además, después de la fiesta, May y Colin se convirtieron en
pareja, lo que significa que veo menos a Colin. May es la única chica
de la escuela que es realmente amable conmigo. Ella y Colin
siempre me invitan al cine o a pasar los fines de semana en la casa
de sus padres en la playa de Hermanus, pero no quiero ser la
tercera en discordia.
Si no fuera por Pirata, mi soledad habría sido completa. Para
llenar las horas vacías en las que no tengo deberes que hacer, nado
mar adentro y filmo la vida bajo el agua. Cada día me esfuerzo más
y más. Roch cambió el traje por bermudas y camisetas sin mangas.
Para mi desgracia, se compró una moto acuática, y siempre está
rondando, invadiendo incluso esta parte de mi vida, el único lugar
donde puedo encontrar paz.
La boda de Mattie está en plena preparación, y si estoy retraída,
nadie lo nota. Intento ser una buena hermana, implicándome en
los preparativos. En octubre, cuando termine mi examen final,
tendrá la boda de sus sueños en una finca vinícola de Paarl. Jared
ha sido ascendido a ejecutivo junior en el bufete de abogados de su
padre en Stellenbosch. Estoy llorando a lágrima viva cuando la
habitación de mi hermana se vacía en un camión de mudanzas y
ella me abraza con fuerza y se despide.
La casa se siente horriblemente vacía sin ella. A mamá le afecta
más que a mí. Siempre ha estado más unida a Mattie, viendo lo
mucho que se parecen. Al menos papá pasa más tiempo en casa.
Lleva a mamá a cenar y a la ópera en Ciudad del Cabo. Ahora que
el estrés de organizar la boda de Mattie ha terminado, se gritan
menos. Cuando entro en la cocina a tomar un tentempié después
de volver de la playa, los sorprendo abrazados. Se separan de un
salto, con cara de culpabilidad. Mamá sigue haciendo a toda prisa
la lista de la compra mientras papá se aclara la garganta y dice que
tiene que ordenar el garaje.
Cuando en noviembre llega la carta que confirma mi admisión
en la universidad, papá nos lleva a mamá y a mí a una granja
cinegética durante el fin de semana para celebrarlo. Un cálido
sábado, Colin, May y yo celebramos una pequeña fiesta para unos
cuantos amigos en casa de Colin. Para variar, el padre de Colin está
en casa después de su trabajo, que lo obliga a viajar
constantemente. El Sr. Taylor prepara filetes en el asador y la Sra.
Taylor mantiene las cubiteras llenas de agua y refrescos.
Mientras tomamos unos aperitivos en la terraza de la piscina, el
Sr. Taylor hace un brindis para felicitarnos por haber aprobado con
sobresaliente. Colin y yo empezaremos en la Universidad de Ciudad
del Cabo en febrero. May ingresará en una universidad de George
para estudiar estética. May y Colin han decidido romper su relación
antes que Colin se marche a Ciudad del Cabo, y ambos parecen
sorprendentemente despreocupados al respecto.
Mientras May y yo preparamos una ensalada en la cocina,
aprovecho para sacar el tema.
—¿Estás bien? —pregunto, enjuagando la lechuga en agua con
sal.
—Claro. —Me sonríe desde donde está cortando tomates en la
tabla de cortar—. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Colin me lo dijo.
Ella raspa los cubos en un tazón.
—¿Que rompimos?
Escurro el agua y transfiero la lechuga a la centrifugadora de
ensalada.
—No me lo esperaba. Encajan tan bien. —Girando la manivela,
digo—: Son perfectos el uno para el otro.
Ella se encoge de hombros.
—Quiero a Colin, pero aún somos jóvenes. No quiero impedirle
que salga o se divierta en la universidad. No sería justo.
—Vaya. —Tomo un paño de cocina y me seco las manos—. Eso
es muy desinteresado de tu parte.
—Quiero lo mejor para los dos.
—¿No estás un poco triste?
—Seguro que sí. —Exhala un suspiro—. Pero no hoy. Todavía
está aquí, y tengo la intención de aprovechar al máximo cada
minuto antes que se vaya.
—¿No hay forma de seguir juntos? —Llevo el hilandero a la mesa
y le imploro suavemente—: ¿Por qué no lo sigues a Ciudad del
Cabo? ¿No puedes estudiar allí?
Se vuelve hacia mí.
—Podría, pero Ciudad del Cabo no es para mí. Mi vida está aquí.
Mi familia está aquí. Aquí es donde soy feliz. No voy a sacrificarlo
todo por un hombre. No quiero acabar resentida con él por
decisiones que tomé por razones equivocadas. —Abre la
centrifugadora y empieza a desmenuzar la lechuga en el bol—. Cada
uno tiene que seguir sus sueños.
Apoyo una cadera en la encimera.
—¿No es estar juntos parte del sueño?
—Es más complicado que eso. —Se quita el polvo de las palmas
de las manos y me estudia con la cabeza ladeada—. ¿Nunca has
querido ligar con él?
—¿Qué? —exclamo—. No. Es como mi hermano.
—Sé que los dos son íntimos. Solo quiero que sepas que
entenderé si llevas las cosas más lejos, viendo que ambos asistirán
a la misma uni.
—No nos gustamos así.
—Hazme un favor. —Ella rocía aderezo sobre la lechuga y
revuelve la ensalada con cucharas de servir—. Cuida de él en
Ciudad del Cabo. Tengo toda la intención de vivir mi vida al
máximo, y no quiero que se pierda los mejores años de su juventud
por estar esperándome. —Levanta el cuenco—. Es lo
suficientemente caballeroso como para hacer eso.
—Espera. ¿Qué quieres decir?
—Hay muchas ranas guapas por ahí, Bella. Merezco besar a
unas cuantas antes de sentar la cabeza con un príncipe. —Mueve
las cejas—. En la variedad está el gusto.
Se me ponen los pelos de punta.
—No estarás jugando con los sentimientos de Colin, ¿verdad?
Es un buen tipo y se preocupa mucho por ti.
Ella arquea una ceja.
—¿Es eso lo que ha dicho? ¿Está hablando de nuestra relación
contigo?
—Por supuesto que no. Colin es demasiado honorable para
hacer eso. No hace falta ser un genio para darse cuenta. He visto
cómo es contigo. No eres solo una aventura para él. Se toma en
serio su relación. Espero que seas tan honesta con él como lo estás
siendo conmigo. Es mi mejor amigo y odiaría que le hicieran daño.
—Colin sabía dónde se metía cuando nos enrollamos. Estamos
a punto de empezar nuestras vidas. No puede esperar que me ate a
un hombre cuando ni siquiera tengo veinte años.
—Obviamente no es así como se siente.
—Ya sabes cómo es. Siempre está demasiado serio. —Se dirige
a la puerta—. Trae la sal, ¿quieres?
—¿Y si es el elegido? ¿No te preocupa estar tirando por la borda
algo especial?
—¿Cómo puedo saber que es el elegido si no he probado a otros?
—Y añade por encima del hombro—: Deberías seguir mi ejemplo.
Eres la única de último curso que no ha entregado su tarjeta V.
La indignación arde en mis mejillas.
—Eso no lo sabes.
—Oh, vamos. Tienes un guardaespaldas, por el amor de Dios.
Todo el mundo sabe que nunca has besado a un chico.
—Eso no es cierto —le digo, pero mis palabras se pierden en el
aire. Ya ha salido de la habitación.
Colin entra en la cocina y se dirige a la nevera.
—Necesitamos más hielo. —Toma una bolsa del congelador y me
la lanza—. Toma. Haz algo útil.
Tomo la bolsa con el piloto automático. ¿Le digo lo que dijo May?
Seguramente, si rompieron, él ya lo sabe.
—Hola —le digo—. Estás bien, ¿verdad?
Se mete una zanahoria en la boca y mastica.
—Sí. —Toma otra bolsa de hielo y se dirige a la puerta—. Vamos.
La carne está lista. Toma las servilletas al salir.
Recojo la sal y las servilletas, pensando en cómo están
cambiando nuestras vidas. May se quedará en la ciudad pero saldrá
con otros chicos, y Colin se mudará al apartamento que sus padres
le alquilan en Ciudad del Cabo. Sus caminos parecen tan seguros.
May sabe exactamente lo que quiere. Y Colin también. Yo, en
cambio, sigo luchando por proyectarme dentro de cinco años. Salvo
que quiero un título y encontrar un trabajo, no tengo ni idea de
dónde me estableceré.
¿Qué me depara el futuro? Ni siquiera sé dónde voy a alojarme
en Ciudad del Cabo. Papá no dice nada sobre mi alojamiento.
Como pasan los días y no hace ningún esfuerzo por ponerse en
contacto con agencias de alquiler, sugiero mudarme a una
residencia de estudiantes, pero él dice que será mejor que me quede
con Ryan y Celeste. La perspectiva me hace muy feliz. He visto muy
poco a mi sobrino. Bradfield tuvo cólicos de pequeño y duerme fatal.
Mi hermano y su mujer siempre están cansados, por eso nos visitan
aún menos que antes.
Yo tampoco duermo bien. No recuerdo la última vez que
descansé ocho horas seguidas. No es solo la carga de trabajo de la
escuela y la perspectiva de ir a la universidad lo que me desvela. Es
la proximidad de mi decimoctavo cumpleaños. Cuanto más se
acerca el día, más aprensión siento. No tengo motivos para creer
que Angelo vaya a aparecer. Sus mensajes de texto y de voz se
acabaron en junio.
Su silencio puede significar muchas cosas. Quizá se dio cuenta
que iba en serio lo de ignorar sus mensajes. Tal vez solo estaba
jugando con mi cabeza y se cansó del juego. O tal vez conoció a
alguien y perdió el interés en atormentarme.
Ojalá fuera tan fácil para mí seguir adelante. Nunca he tenido el
valor de volver a mostrar interés por otro chico. Cada vez que me
planteo hacer insinuaciones, se me cierra la garganta y siento que
me viene un ataque de ansiedad. En lugar de hacer el ridículo,
siempre me alejo de las situaciones potencialmente coquetas. Las
cosas irán mejor en Ciudad del Cabo. Es una gran ciudad. No es
Great Brak River, donde me acuerdo constantemente de Angelo.
Ciudad del Cabo será un nuevo comienzo. Todo cambiará allí.
Sin embargo, no lo creo al cien por cien. Si lo creyera, hace
tiempo que habría tirado el anillo de Angelo a la basura. En cambio,
es un accesorio permanente en mi pulgar, un recordatorio
constante de su promesa. Lo que simboliza dicta mi
comportamiento y envuelve mi vida en el miedo. No entiendo los
motivos de Angelo. No sé por qué juega a este juego enfermizo de
posesión. Solo que, en el fondo, conozco la respuesta. Solo puede
haber una razón por la que Angelo siga queriendo atormentarme.
Quiere todas mis primeras veces.
La idea es demasiado desconcertante como para pensar en ella.
Cada vez que me viene a la mente, lo aparto. El partido ha
terminado. Tiene que acabarse. Sigo diciéndome que ha seguido
adelante y ha encontrado otro objetivo, pero solo hay una forma de
saberlo con seguridad.
Lo sabré el día de mi cumpleaños.
Todos mis compañeros ya han cumplido dieciocho años. Mis
padres me enviaron a la escuela un año antes, por eso soy la última
en celebrar el gran día. Muchos padres intentaron superarse con
las fiestas de mayoría de edad que organizaron en locales lujosos y
en yates en Mossel Bay. Les rogué a mis padres que no organizaran
otro cóctel en casa. No podré vivir otra noche de ostras y champán
con la familia mientras Colin nos entretiene en mi piano
infrautilizado.
Es idea de Ryan organizar una fiesta en la discoteca del casino
de Mossel Bay. ¿No está todo el mundo ansioso por enseñar el carné
de identidad por primera vez en un club? No es lo que yo hubiera
elegido, pero Ryan tiene buenas intenciones. No me ha dicho nada,
pero después del nacimiento de Bradfield, ha empezado a notar mi
alejamiento de mis amigos y del mundo. Mi apático hermano es más
perceptivo de lo que creo.
Con un poco de persuasión por parte de Ryan, mis padres
aceptan. Como el casino está a treinta minutos en auto de casa y la
carretera es oscura por la noche, su única condición es que nos
quedemos a dormir en el hotel del casino. El hecho que seamos
mayores de edad y, según la tradición, consumamos algo de
alcohol, también influye en su decisión. No se arriesgan a beber y
conducir.
Mi madre dice que son demasiado mayores para acompañar a
un grupo de jóvenes a una discoteca y que ella se sentirá fuera de
lugar. La afortunada tarea de hacer de niñera recae en Ryan y
Celeste. Celeste dejará a Bradfield con sus padres durante el fin de
semana. Ryan y Celeste lo llaman Brad ahora que ha alcanzado el
nivel de caminar. Mi cuñada tiene extraños rituales.
Mattie vuelve a casa para llevarme a comprar un vestido.
Demasiado nerviosa para entusiasmarme con nada, me dejo
convencer para que me compre un vestido dorado de tirantes finos
que combina con unos tacones a juego. Es demasiado formal y
elegante para mí, pero Mattie jura que el vestido me da un aire
sofisticado y con clase.
Invito a Colin, a May y a unos cuantos chicos y chicas del
pueblo. May no puede venir porque está visitando a sus abuelos en
Port Elizabeth. Cuando llega el gran día, Ryan y Celeste vienen a
buscarme. Colin nos acompaña. Está charlando con Ryan sobre su
próximo semestre y las asignaturas que ha elegido en la universidad
mientras yo miro por la ventanilla y me muerdo las uñas.
Celeste se revuelve en su asiento y me da una palmada en la
mano.
—No hagas eso. Estás arruinando tu esmalte.
Apoyo las palmas de las manos en el regazo. Celeste me ha
pagado la manicura y la pedicura. Fue su regalo de cumpleaños.
Colin me lanza una mirada inquisitiva.
En el casino, me aparta a un lado cuando Ryan está haciendo
nuestra reservación.
—No eres tú misma. ¿Es él?
No tengo que preguntarle a quién se refiere. Como no quiero
estropear el fin de semana, le digo:
—Sabes que no sé nada de él desde junio. ¿Qué va a hacer?
¿Aparecer por aquí?
—Esta es tu fiesta, Bella, y vas a divertirte.
—Claro que sí. —No sueno tan convincente como me gustaría—
. Es el estrés por ir a la universidad y mudarme de casa. A Celeste
no le entusiasma que me aloje con ellos.
—Ya se le pasará. —Sonríe—. ¿Quién no puede quererte? —Su
expresión se vuelve seria—. Hay algo más. No me lo estás contando
todo.
Solo quiero relajarme y disfrutar de la fiesta. La carga que he
estado llevando durante los últimos doce meses me arrastra un
poco más cada día que pasa, y me siento cerca de tocar fondo.
—Puedes decírmelo, Bella. No hemos pasado mucho tiempo
juntos, últimamente, pero siempre estoy aquí para ti.
Tiene razón. Ya no salimos tanto como antes, pero sigue siendo
mi mejor amigo, la única persona a la que puedo confiar mi terrible
secreto. Tal vez si comparto el miedo con alguien, la carga no se
sentirá tan pesada.
—Esto va a sonar estúpido —digo.
Su sonrisa es alentadora.
—Dímelo.
Mirando a mi alrededor, bajo la voz:
—Es algo que dijo Angelo. —Me muerdo el labio, pensando en
cómo explicarlo.
—¿Sobre qué?
Respiro hondo antes de admitir:
—De querer todas mis primeras veces.
Colin frunce el ceño.
—¿Tus primeras? ¿Qué se supone que significa eso?
—Sabes... —Taladro la punta de mi zapatilla en la alfombra—.
Primeros besos y todo lo que eso conlleva.
Se tambalea.
—¿Lo besaste?
Mi tono se vuelve defensivo.
—Solo fue un pico. —Ante el asombro y la desaprobación que
pasan por sus ojos, añado—: Fue antes de saber que me estaba
utilizando.
—¿Por eso te besó? —pregunta con incredulidad—. ¿Porque
quiere todas tus primeras veces?
—No lo sé —admito con un resoplido frustrado—. Me lo dijo
aquella mañana cuando dejó los regalos para Pirata. Volvió a sacar
el tema en mi cumpleaños el año pasado.
—Entonces, ¿qué se supone que es lo siguiente? ¿Tu virginidad?
—No lo dijo con tantas palabras. Tal vez estoy viendo demasiado
en su significado. Realmente no creo que vaya aparecer este año,
pero no puedo dejar de estar paranoica. —Mi risa es incómoda—.
Supongo que estoy nerviosa por perder mi tarjeta V, teniendo
dieciocho años y todo eso. Soy la última virgen que queda en mi
clase. Odio las burlas. Hay mucha presión para reventar mi
virginidad.
No puedo hablarle de los ataques de ansiedad que me impiden
ligar con nadie. A este paso, estoy destinada a convertirme en
monja. Contemplo la compasiva expresión de su apuesto rostro.
Colin es atractivo, elegante y amable. Nos conocemos desde
siempre. Está prácticamente soltero, y el mes que viene volverá a
serlo.
Una idea echa raíces.
Antes que pueda perder los nervios, me apresuro a decir.
—Quizá deberíamos hacerlo y perder la virginidad juntos, ya
sabes, como amigos, y así no tendré que estresarme por ello.
Me mira fijamente en silencio.
—No me refiero a ahora —digo, continuando—. Me refiero a
cuando estemos en Ciudad del Cabo y ya no estés con May. Sé que
no nos gustamos de esa manera, pero...
Interviene con una declaración en voz baja:
—No soy virgen, Bella.
La afirmación me sorprende. Me he quedado sin palabras. Creía
que Colin y yo lo compartíamos todo, pero supongo que nos hemos
distanciado más de lo que imaginaba. ¿Por qué me golpea tanto esa
idea?
Cuando por fin encuentro mi voz de nuevo, digo:
—Oh. Lo siento. Solo supuse...
—No hay nada que lamentar —dice Colin con buen humor.
Ryan se gira y me hace señas para que me acerque.
—¿Fue con May? —pregunto.
—¿Importa?
Por supuesto Colin no hablará de lo que sucede en la habitación.
Es demasiado caballero. Es tan típico de él proteger el honor de una
chica.
—Um, no. —Me llevo el cabello detrás de la oreja—. No quería
entrometerme.
Sonríe, haciéndome saber que estoy perdonada.
—No voy acostarme con una chica si no hay nada a largo plazo
para nosotros en las cartas. —Él reparte el rechazo suavemente—.
Yo no soy así. ¿Lo entiendes?
—Claro —tartamudeo.
—Nuestras habitaciones están listas —llama Ryan.
—Vamos. —Colin se adelanta, marcando el camino—. Llevaré tu
equipaje. Seguro que te gustaría tender tu vestido.
Lo sigo como una sonámbula, sintiendo que el abismo entre
Colin y yo se estira. Sintiendo que ya no lo conozco. Que me he
caído del vagón en algún punto del camino. Sintiendo por primera
vez que ya no somos niños. Y por alguna extraña razón, estoy más
sola que nunca.
La cola para entrar en la discoteca llega hasta el bar, junto a las
máquinas tragamonedas. Nos saltamos la cola y nos dirigimos al
portero. Mis tacones se hunden en la alfombra roja de felpa con el
logotipo del casino, mis pantorrillas ya sufren calambres por la
altura desconocida de los zapatos. Necesito toda mi concentración
para no tropezar.
Ryan le dice algo al portero. El hombre comprueba nuestros
carnet y nos hace pasar uno a uno.
Cuando llega mi turno, levanta la vista de mi carnet.
—Primera vez, ¿eh? —Me devuelve la tarjeta—. Feliz
cumpleaños, cariño. Que te diviertas.
Colin me toma del brazo y me deja apoyarme en él mientras
seguimos a Ryan y Celeste al club. Está claro que Ryan ya ha estado
aquí. A juzgar por la forma en que atraviesa la pista hasta llegar a
un salón elevado sobre la barra, es un buen conocedor.
Las luces rojas, azules y añiles que parpadean en la pista de
baile son cegadoras. No son ni las diez, pero la música está que
arde. El risotto que comí en el restaurante es como un trozo de
arcilla en mi estómago. Ryan insistió en que comiera y me obligó a
terminar cada bocado del plato. No es que la comida no fuera
buena. El restaurante es famoso por su cocina.
Es el estrés.
Agarro el bolso bajo el brazo y tiro del dobladillo del vestido,
asegurándome que me cubra el culo. ¿Por qué dejé que Mattie me
convenciera para comprar este trozo de tela? Miro hacia abajo y
compruebo que no se me salgan las tetas. No son grandes, pero el
escote se abre si no echo los hombros hacia atrás.
Colin se inclina más y dice por encima de la música:
—¿Te he dicho lo impresionante que estás?
Me burlo:
—Solo unas diez veces. Sé lo que intentas hacer y no funciona.
El peluquero me secó el pelo en ondas y me lo colocó sobre un
hombro. Mi maquillaje es ligero, con un poco de sombra de ojos
dorada y un pintalabios nacarado a juego con el vestido. No soy yo.
Mi aspecto es diferente. Me siento diferente. Pero no ayuda a calmar
mis nervios.
—Eres un bombón, Bella. —Colin sonríe—. Admítelo.
Lo empujo juguetonamente e inmediatamente me arrepiento
cuando tengo que maniobrar sola el peligroso paseo sobre el
resbaladizo suelo de mármol.
Ryan lleva a Celeste al interior del club con la mano en la parte
baja de la espalda. Está rebosante de emoción por salir por primera
vez después del nacimiento de Brad. Se ha esmerado mucho en su
aspecto y está guapísima con un vestido negro entallado con
delicadas cadenas plateadas como tirantes y tacones de platino.
La miro más de cerca. ¿Por qué nunca me había dado cuenta de
lo guapa que es? Lleva el pelo rubio planchado y recogido en una
coleta alta que deja al descubierto la fina estructura ósea de su
rostro. La esteticista la ha maquillado muy bien. La sombra de ojos
ahumado resalta el azul cobalto de sus ojos y el labial brillante
acentúa sus pómulos. No es de extrañar que Ryan se aferre a ella
con tanta posesión, empeñándose en demostrar a cualquiera que
mire, que está tomada.
Con un traje gris de tres piezas y una camisa blanca sin corbata,
mi hermano no tiene mal aspecto. Su pelo, más claro que el de
Mattie y el mío, es rubio sucio con reflejos naturales del sol. Al igual
que su pelo, ha heredado de papá un tono de piel más pálido. Mattie
y yo heredamos la tez aceitunada de mamá.
En la sección VIP de la plataforma elevada, Ryan vuelve a
mostrar su carnet de identidad. El portero descorre el cordón que
delimita la zona y nos deja pasar. Una camarera que pasa mira a
Colin con aprecio. Su camisa blanca entallada y sus pantalones
beige a medida muestran sus músculos. La chaqueta formal que
combina con el atuendo informal, así como sus característicos
mocasines, le dan ese aire distinguido de la gente adinerada que
viste poco. Lo consigue con facilidad.
A mi pesar, sonrío.
—Yo no soy el que está en peligro de romper corazones, esta
noche.
—No hay peligro de eso —dice.
Lo dice en serio. Aunque han roto, se mantiene fiel a May hasta
que se mude a Ciudad del Cabo.
Agradecida por haber encontrado por fin un asiento, me hundo
en una de las sillas de plástico transparente disponible alrededor
de una mesa de metacrilato. El respaldo es curvo y el asiento bajo.
Será difícil levantarse sin enseñar la tanga. El moderno diseño del
mobiliario favorece la estética en lugar de la comodidad. Ahora más
que nunca, me arrepiento de llevar tanga, pero el vestido es tan
ajustado que se habrían visto las líneas de las bragas.
Colin se desliza con bastante menos dificultad en la silla de al
lado. Una camarera retira la tarjeta reservada de la mesa y nos
pregunta qué queremos beber. Abro la boca para decir ginger ale,
pero Ryan pide champán y agua con gas.
Celeste se acerca a la balaustrada y se inclina, contoneando el
culo al ritmo de la música. Ryan se coloca a su espalda,
aprisionándola entre sus brazos con las palmas de las manos
apoyadas en la barandilla. Incapaz de deshacerme de mi inquietud,
miro a mi alrededor, evaluando las caras en el suelo de abajo antes
de buscar en el puente junto a la caja del DJ.
Confundiendo mi motivo, Colin dice:
—No te preocupes. Los demás llegarán pronto. Ya sabes cuánto
tardan en prepararse.
Le dirijo una débil sonrisa.
Cuando llega el champán, la camarera descorcha la botella y
sirve cuatro copas. Tomo una y me la bebo, necesitada de valor
líquido. Me llena la copa antes de irse.
—¿Tienes sed? —pregunta Colin con una risita.
Ryan toma a Celeste de la mano y la arrastra hasta nosotros,
evitando que tenga que dar explicaciones. Mi hermano se sienta,
sube a su mujer a su regazo y le da una copa. Le rodea la cintura
con un brazo, le apoya la mano libre en el vientre y le dice algo al
oído. Sus mejillas se sonrojan. No suelo verlos en un ambiente ajeno
al familiar. Me alegra verlos tan felices.
Cuando llega el resto del grupo, ya voy por la tercera copa de
champán. Ryan saluda a la camarera y le dice que siga sirviendo.
Bebo otra copa mientras Ryan hace un brindis, recordando
demasiado tarde que hay que alternar con agua. Como si leyera mis
pensamientos, Colin me tiende un vaso de cristal de agua con gas.
—Bailemos. —Celeste balancea su copa vacía en una mano
mientras rodea el cuello de Ryan con los brazos. Menea el culo en
su regazo—. Me encanta esta canción.
Toma su copa y la pone sobre la mesa.
—Estamos aquí para acompañar, ¿recuerdas?
—Urgh. —Hago una mueca—. No dejes que mis amigos oigan
eso. —Aunque, amigos no es el término que debería usar. No
estamos tan unidos. Compañeros de clase o conocidos sería una
descripción más adecuada—. Lleva a tu esposa a bailar, Ryan. —Mi
tono es burlón—. ¿Qué clase de marido eres?
Ryan sonríe a Celeste y la pone de pie con un golpecito en el
culo. El DJ aún no ha abierto la pista de baile, pero algunas
personas ya están calentando motores y moviendo el cuerpo al
ritmo de la música.
Observo a los bailarines hasta que alguien me pone en las
manos una bebida azul con gas. Levanto la vista.
—Un gin-tonic de arándanos —dice con un guiño Verónica, la
atleta estrella de nuestro instituto. Choca un vaso de contenido
similar con el mío.
El cóctel es dulce. Ya estoy zumbando con el champán.
Mezclarlo no es buena idea, pero necesito el alcohol para calmar mi
ansiedad. Al fin y al cabo, esta es mi fiesta, y sigo persiguiendo la
diversión que parece empeñada en eludirme.
El DJ abre la pista de baile con una canción popular. Todos,
excepto yo, Veronica y Colin, están bailando.
—Unámonos a los demás —digo impulsivamente.
Durante la siguiente hora, intento entrar en ambiente en la pista
de baile repleta, pero las ráfagas fragmentadas de luces láser y la
música a todo volumen me hacen daño en los ojos y los oídos. Me
empieza a doler la cabeza en las sienes. El alcohol no ayuda.
Tampoco la paranoia que me hace ver hombres morenos y de
aspecto peligroso por todas partes entre la multitud.
El calor es insoportable. O quizá solo sea yo. El sudor cubre mi
piel.
Toco el brazo de Colin para llamar su atención.
—Voy al baño.
—Iré contigo —dice, alzando la voz por encima de la música.
Me alegro de tener su mano alrededor de la mía para
estabilizarme.
—Hola. —Frunce el ceño cuando casi pierdo el equilibrio en las
escaleras—. ¿Estás bien?
Debería estarlo. Debería estar pasándomelo como nunca, pero
no es así. Puedo fingir todo lo que quiera. La verdad es que estoy
odiando esto.
—Creo que has bebido demasiado —dice riendo, abriendo la
puerta del baño de damas VIP y sujetándola para que entre—.
Esperaré aquí. Grita si me necesitas.
—Gracias —digo, con más intención que nunca.
Por suerte, los baños VIP están menos concurridos que los
normales. Entro en el más cercano y vacío mi vejiga llena. Cuando
tiro de la cadena, me llama la atención el anillo de oro que llevo en
el pulgar. Como una brillante pieza de oro de los tontos, se burla de
mí, pareciéndose a todo lo que me ha estado comiendo desde el día
en que Angelo me puso ese anillo en el dedo.
La indignación sube por mi interior a fuego lento. La ira erradica
mi autocontrol y mi razón. En el punto más bajo es cuando estallo.
Suficiente.
Angelo dominó mis pensamientos y mi vida durante los últimos
dos años. No permitiré que se lleve más de lo que ya tiene. No
destruirá esta noche también.
Me quito el odiado anillo del pulgar y lo tiro al váter. Golpea el
agua con un ruido sordo y cae con un ruido metálico en el fondo de
la taza. Observo la joya que brilla en el agua con indiferente
fascinación mientras pulso el botón y tiro de la cadena.
Se ha ido.
Así de fácil.
El hecho tarda un momento en asentarse.
Siento la mano extrañamente ligera.
Mi pecho también.
Me detengo un momento como quien está junto a una tumba.
Solo que no estoy de luto. Me satisface perversamente ver el agua
cristalina.
La puerta del baño se abre y se cierra de golpe.
Respiro hondo y salgo del baño. Una atractiva mujer me dedica
una sonrisa ausente mientras entra en el retrete contiguo al que yo
he desocupado.
Me muevo con el piloto automático hacia el tocador. El mundo
no da vueltas, pero estoy desorientada. Un poco borracha. Me lavo
las manos y me echo agua fría en la cara, sin importarme estropear
el maquillaje.
Entra otra persona. Apenas le dirijo una mirada mientras
arranco una toalla de papel del dispensador y me seco la cara.
Se detiene a mi lado y saca un tubo de pintalabios de su bolso.
—Tú, um, tienes algo aquí.
Tardo un momento en darme cuenta que me está hablando a
mí. Capto su mirada en el reflejo del espejo.
Señala la zona debajo de su ojo.
—Rímel. ¿Necesitas ayuda para limpiar eso, amor?
Sacudo la cabeza, saco otra toalla de papel del dispensador, la
mojo bajo el grifo y me froto el rímel que se me ha corrido bajo los
ojos. En el reflejo que me devuelve la mirada, mi piel bronceada está
pálida.
Me enderezo. Puedo hacerlo. Puedo divertirme.
Como prometió, Colin espera fuera de la puerta.
—¿Segura que estás bien?
—Sí —digo, mi voz pertenece a otra persona.
—Creo que has bebido demasiado.
Me dirijo hacia la pista de baile.
—Ya lo has dicho.
—Te traeré un vaso de agua. Si no te sientes bien, podemos dar
por terminada la noche.
Froto el índice sobre el pulgar desnudo. Hacia atrás y hacia
adelante. Hace calor aquí. Asfixiante. Quiero salir, desnudarme y
nadar kilómetros y kilómetros en el océano.
—¿Bella? —Colin me detiene con una mano en el hombro—.
¿Quieres que te lleve a tu habitación?
Preferiría ir a la playa, donde puedo respirar mejor, pero tengo
el dedo libre y es mi cumpleaños. Si es que eso tiene sentido.
Estamos aquí para divertirnos. Para ser libres.
Abro la boca para decir que no, pero la palabra se me queda
atascada en la garganta mientras levanto la mirada hacia el puente
que tenemos delante, donde todo el mundo baila excepto un
hombre. Se agarra a la barandilla con las dos manos y me mira
fijamente con los ojos más oscuros y demoníacos que he visto, como
si fuera el diablo con un traje negro que se amolda a su alta estatura
y sus anchos hombros. Las luces bailan sobre su rostro,
iluminando los rasgos devastadoramente atractivos que conozco
mejor que los míos.
Angelo Russo.
Permanece de pie como conjurado mágicamente por el acto de
deshacerme de su anillo.
La adrenalina corre por mis venas. Los latidos de mi corazón se
aceleran. Mi mente no puede decidir si la reacción es de asombro,
miedo o excitación. No puedo interpretar las emociones que me
invaden.
Cierro los ojos y los abro.
El lugar donde estaba parado está vacío.
No hay hombres, solo parejas bailando.
¿Estoy viendo cosas ahora, cosas que no son reales? ¿Es tan
grande su dominio sobre mí que estoy alucinando solo porque por
fin he reunido el valor suficiente para deshacerme de su maldito
anillo?
Trago saliva.
—Bella —dice Colin, dándome una suave sacudida.
—Sí. —Mi voz es sorprendentemente tranquila—. Por favor,
llévame a mi habitación.
—Ven.
Me toma de la mano y se abre paso entre los bailarines hasta
que llegamos a Ryan y Celeste. Ryan tiene las manos en las caderas
de Celeste, meciéndola al ritmo de la música. La mira a los ojos con
expresión intensa.
Vaya.
Nunca había visto a mi hermano mostrar tanta emoción.
Colin le da un golpecito en el hombro y dice algo. Ryan me mira.
Alguien choca contra mi espalda, haciéndome tropezar. Colin me
toma.
Inclinando la cabeza hacia la salida, Ryan toma la mano de
Celeste y avanza en esa dirección. Una vez despejada la pista de
baile, se detiene.
—Bella ha bebido demasiado —dice Colin lo bastante alto como
para que se le oiga por encima de la música—. La llevaré a su
habitación.
Ojalá dejara de decir eso. Es verdad, pero no quiero que lo oiga
toda la discoteca.
Ryan me estudia con gran atención.
—¿Estás bien?
—Sí. —Es mentira. Todavía estoy temblando por lo que pasó,
por lo que creí ver—. Estoy cansada. Solo necesito descansar.
Mi hermano asiente.
—Iremos contigo. Dame un momento para decírselo a los
demás.
—Aw. —Celeste hace un mohín, tomando la mano de Ryan con
las dos suyas y reteniéndolo—. Me estoy divirtiendo mucho, cariño.
—Pone cara de cachorrito—. Hace un año que no salimos.
Mi cuñada está achispada. Si la situación no fuera tan
estresante, habría sido divertido.
—Estamos aquí por Bella, ¿recuerdas? —Ryan dice.
—No. —Agarro el bolso bajo el brazo para poder agarrarme a la
barandilla con la mano libre y mantener mejor el equilibrio—.
Deberías quedarte. Colin puede acompañarme a mi habitación. La
fiesta no tiene por qué acabar porque me haya tomado una copa de
champán de más. No quiero estropear la diversión de los demás.
Además, es mejor que te quedes para vigilar a los demás.
—¿Ves? —Celeste mueve las pestañas—. Bella quiere que nos
quedemos. Colin es lo suficientemente grande como para
protegerla. —Se ríe—. ¿Verdad, Colin?
—No hay problema —dice Colin—. No es como si tuviéramos que
cruzar la ciudad o algo así. La habitación está justo arriba.
Ryan busca mis ojos.
—Estaré bien. De verdad. —Le doy lo que espero que sea una
sonrisa brillante—. Solo es medianoche. Después de todo lo que has
hecho con los preparativos, será un desperdicio que te vayas tan
pronto.
—Bien —dice Ryan con su habitual conducta ilegible—.
Llámame si nos necesitas. Si no, nos vemos mañana en el almuerzo
tardío.
—Tal vez. Con la forma en que me siento, no estoy segura de
hacer al almuerzo tardío. Gracias por lo de esta noche. —Me
despido de Celeste con la mano antes que Colin me dirija hacia la
puerta—. Diviértete.
Ryan nos sigue con la mirada. Es una cabeza más alto que la
gente que lo rodea, lo que le hace destacar entre la multitud. No lo
pierdo de vista. Se queda en el mismo sitio hasta que la puerta se
cierra detrás de nosotros, ocultando su imagen.
El tintineo de las máquinas tragamonedas es estridente. La
planta está abarrotada. Miro a mi alrededor, buscando a Angelo
entre el mar de caras mientras Colin me lleva al ascensor. Por
supuesto que no está. Solo ha sido mi imaginación. Tirar su anillo
fue un acto simbólico que tuvo tal impacto en mi psique que
desencadenó la visión.
Entramos en el ascensor y subimos a la última planta. Solo hay
dos plantas, pero me alegro que Colin no me haga subir las
escaleras con tacones.
—¿Dónde está tu tarjeta? —Colin pregunta, cuando nos
detenemos frente a mi puerta.
Saco la tarjeta de mi bolso y se la doy.
—Puedo quedarme si quieres —dice—. Podemos ver una película
o comernos todos los aperitivos de la nevera del bar.
—Muy amable, pero no. —Necesito estar sola, y ni siquiera
puedo decirle por qué—. Voy a meterme en la cama y dormir para
siempre.
—No olvides que Ryan reservó el almuerzo tardío para las once.
—No cuentes conmigo para entonces.
—La salida es a las doce. ¿Quieres que te llame para asegurarme
que estás despierta?
—Pondré mi alarma.
Introduce la tarjeta en la ranura y abre la puerta antes de
entregármela.
—Bebe un vaso de agua antes de irte a la cama.
—Gracias por acompañarme. —Un escalofrío me recorre. Miro
por encima del hombro, pero el pasillo está vacío—. Vuelve a la
fiesta y diviértete. No todos los días invita Ryan las copas.
Sonríe.
—Buenas noches, Bella. Llama si necesitas algo. Llevaré el
teléfono encima.
—Te lo agradezco.
—Feliz cumpleaños. Estás oficialmente inaugurada. Bienvenida
al club de los borrachos.
Me despido con el dedo por encima del hombro mientras entro
y cierro la puerta. Me invaden la oscuridad y el silencio. Por fin. Se
acabaron las luces cortantes y la música estridente. Lanzo un
suspiro de alivio y mis hombros se hunden cuando me quito los
zapatos.
El dolor de cabeza ha crecido hasta convertirse en una incómoda
presión en mi cráneo. Necesito paracetamol.
Dejo el bolso en el banco de la entrada y enciendo la luz. Las
tenues luces del techo bañan la habitación, bañando el moderno
mobiliario con un suave resplandor dorado. Disipan la oscuridad
de los rincones e iluminan al hombre que está sentado en el sillón
con un tobillo apoyado en la rodilla, la sombra que hace en la pared
parece más grande que la vida.
Se me corta la respiración. El corazón empieza a latirme con
fuerza, con el pulso acompasado en las sienes. El latido es como un
martillo en mi cerebro.
Miro fijamente lo que tengo delante, luchando por procesar que
es real. Que él es real. Que está aquí de verdad y no solo en mi
cabeza.
—Hola, Sabella —dice Angelo, su voz suave como el terciopelo.
Me trago la sequedad de la boca. La ira enmascara mi miedo.
—¿Qué haces aquí?
—¿No pensaste que olvidaría tu cumpleaños?
Las palabras son como un déjà vu. Su significado me ahoga.
—¿Cómo has entrado en mi habitación?
Sus labios se curvan.
—Con una tarjeta llave, por supuesto.
Si la recepcionista le dio una, debió de sobornarla. Le devuelvo
la sonrisa, la mía irónica.
—El dinero siempre te compra lo que quieres, ¿no?
Se levanta, con un movimiento ágil como el de una pantera.
Miro hacia la puerta.
—Ni se te ocurra —dice rodeando la cama—. No querrás que te
persiga por el casino con todo el mundo de testigo.
Retrocedo, chocando contra una barrera de ladrillos mientras
Angelo se detiene a un paso de mí.
Fingiendo calma, cruzo las manos detrás de mí y me apoyo en
la pared.
—Fuiste tú. —Mi acusación es aguda y amarga—. En el club. Tú
estabas allí. —Entonces caigo en cuenta—. Querías que te viera.
Me recorre con la mirada.
—Estás preciosa. Fue difícil dejar que te divirtieras con ese
vestido pecaminosamente sexy. Lo único que me ha impedido
sacarte a rastras del club es que te has portado muy bien. —Cierra
el último paso entre nosotros, deteniéndose demasiado cerca—. No
has bailado con otro hombre. Eso me hizo muy feliz.
Mi pulso está por las nubes, el ritmo de mis latidos ahora es
errático. Me permitió verlo porque quiso. Dejó que sucediera cuando
quiso.
—¿Cuánto tiempo has estado observándome como un sucio
acosador?
El insulto no le inmuta.
—Desde el principio.
—¿Por qué no te presentaste antes?
Considera la pregunta durante un par de latidos.
—Disfruté viéndote. Me gustaba ver a los hombres babear por ti
aunque no pudieran tocarte.
—¿Cómo sabes que no iban a tocarme? ¿Quién dijo que no les
dejaría?
—Nunca dejaría que eso pasara.
—Estás loco.
Se inclina más hacia mí, apretando su cuerpo contra el mío. Con
la mirada fija en mi boca, y me pregunta con voz ronca:
—¿Has reservado tu primer baile para mí?
Su proximidad me provoca cosas que no puedo controlar. Mi
cuerpo se tensa y una llama me lame el vientre.
—Vaya, Angelo. —Mi tono es sarcástico—. ¿Estás aquí para
reclamar otra primicia?
Se acerca aún más, dejándome sentir su peso. Su calor. La
amenaza de su mera presencia. La dureza que crece contra mi
estómago.
—¿Por qué, Sabella? —exclama, estudiándome con una luz
burlona en sus ojos más oscuros que la noche—. ¿Es eso lo que
esperas? ¿Que estoy aquí para tomar?
Es difícil respirar cuando él ocupa todo mi espacio. Es imposible
pensar con el matiz silencioso de esa burla atrapada entre nosotros
y con la verdad que se derrama como calor líquido entre mis
piernas.
Mi debilidad me enfurece. Que lo siga deseando después de todo
lo que ha hecho me enfurece. Su poder sobre mí me aterroriza.
Son la rabia y el miedo los que me hacen arremeter contra él.
Es el alcohol en mi sangre lo que me hace valiente. Irresponsable.
—No aguantes la respiración. —Mi risa es fría—. La primera vez
ya no se puede tomar.
El cambio en él es instantáneo y aterrador. La furia contorsiona
sus rasgos. El cálculo endurece las líneas de su rostro.
—No me mientas. No sobre eso.
El límite se estrecha entre nosotros. Siento el golpe, pero no
cierro la boca.
—¿Qué? ¿De verdad creíste que Roch podía estar en todas
partes? ¿En un retrete sucio del centro comercial? ¿En el asiento
trasero de un auto? ¿En un aparcamiento oscuro? Detrás del...
Los músculos de su mandíbula se contraen y golpea más rápido
de lo que puedo imaginar, apretándome el cabello con la mano y
tirando de mi rostro hacia arriba.
—No quieres ir allí. No conmigo.
—Oh. —Parpadeo, poniendo cara de inocente—. Pensé que
querrías los detalles jugosos. Dónde ocurrió. Cuántas veces lo
hicimos. —Empujo, sin importarme que nos esté llevando al
límite—. Lo grande que era su polla.
Él escupe las palabras.
—Estás mintiendo.
—¿De verdad? —Le sostengo la mirada con un descarado
desafío—. ¿Lo estoy?
Me aprieta el cabello con los dedos. Me escuece el cuero
cabelludo donde tira de las raíces, pero dudo que la incomodidad
que me inflige sea consciente. Está demasiado consumido por la
furia para notar la fuerza de su agarre.
—Última oportunidad para ser honesta, bella.
Odio las cadenas invisibles que me ha puesto. Tengo tantas
ganas de romperlas que haría cualquier cosa, incluso dejarle creer
la mentira.
—Ha sido increíble. El mejor polvo de mi vida. Ya está. He
confesado. Esa primera vez no fue tuya. ¿Sabes cuál fue la mejor
parte? Fue saber que no conseguirías lo que querías. Solo eso hizo
que cada segundo fuera agradable.
Su mirada cambia. La escalofriante expresión de su rostro casi
me hace querer retractarme de la falsedad que he contado, pero el
impulso solo dura un segundo antes que una acumulación de
frustración y resentimiento que se ha extendido durante meses me
vuelva acerar el corazón.
—Vaya, pareces decepcionado. Apuesto a que te mueres por
saber lo que te perdiste. ¿Estás seguro que no quieres los detalles,
Angelo?
—Solo hay una cosa que me interesa —dice mesuradamente,
con las fosas nasales encendidas—. Su nombre.
Frunzo los labios.
—¿Quién? —Me sacude—. Dame su nombre.
Me enfrento a su fría rabia y a sus celos, y me satisface golpearlo
donde es más vulnerable: en su ego.
—¿Para que puedas hacer qué? —Me rio—. ¿Hacer que Roch lo
tire a la piscina? ¿Darle una paliza?
Las comisuras de sus ojos se arrugan.
—No importa. —Su sonrisa es cruel—. Lo averiguaré. —Me
rodea el cuello con la mano libre y ejerce una ligera presión—.
Cuando lo mate, no importará que haya estado dentro de ti. —Me
observa, dejándome ver la intención en sus ojos—. ¿Sabes por qué?
—Se abalanza sobre mí, inhalando profundamente mientras
arrastra su nariz por mi sien antes de susurrarme al oído—: Te lo
voy a sacar.
Es entonces cuando me asusto, cuando la promesa me excita
en lugar de repugnarme. Lleva mi cabello hasta su nariz y, como
hizo con mi piel, me aspira como un animal macho olfateando a
una hembra. Como un depredador decidiendo si la carne en sus
garras es una presa.
Cuando se ha saciado, me deja el cabello sobre un hombro
exactamente igual como me lo había peinado el peluquero. Por
alguna razón, esto es lo que más me asusta, que no me haya dado
cuenta de cuánto tiempo lleva observándome. Acechándome. Que
no lo vi antes. Pero lo sentí. Mi instinto no estaba equivocado.
Al mismo tiempo que me quita peso de encima, me aprieta el
cuello con sus dedos. Lo utiliza como palanca para sujetarme y, al
mismo tiempo, mete la mano libre entre nosotros. Tardo un
momento en darme cuenta de lo que está haciendo. No me lo creo
del todo hasta que oigo el ruido metálico de su hebilla. El chirrido
de su cremallera.
Saco las manos detrás de la espalda y extiendo las palmas sobre
su pecho. En lugar de apartarlo, meto los dedos bajo la tela de su
chaqueta. El tira y afloja es como estar atrapada en una corriente,
pero no es el suave chapoteo del mar en la orilla durante la marea
baja. Es el agitado y violento embate de la marea viva.
Me agarra la muñeca, apretando con demasiada fuerza. Miro
hacia abajo. Tiene la bragueta abierta y la polla libre. Está dura, su
gruesa longitud sobresale de la tela oscura de sus pantalones. Es
la única parte de él que está desnuda, la más íntima. La visión es
erótica, más de lo que esperaba. Es grande, la corona es grande. Me
fijo en las venas que corren bajo la piel aterciopelada a lo largo de
su erección, en cómo la piel alrededor de la cabeza es más oscura y
en la humedad que gotea de la punta.
—No deberías haber hecho eso —dice, llevándose la mano a los
labios y metiéndose mi pulgar en la boca. Su lengua está caliente y
húmeda, y la punta se enrosca alrededor de mi dedo. Me saca el
pulgar de los labios y me suelta la mano—. Te vas a arrepentir.
No sé si se refiere a quitarme el anillo o a supuestamente darle
mi tarjeta V a otra persona. Ambas cosas, probablemente.
Casi me arrepiento cuando toma el dobladillo del vestido con la
mano y me lo sube hasta la cintura. Lo observo mirándome, su
mirada fija en el triángulo de seda húmedo por mi excitación.
Me agarra por el cuello y me da el aire justo para respirar. No lo
suficiente.
—Eres desagradecida y desobediente. Comportarte como una
puta no te convierte en una. —Afloja un poco su agarre, dejándome
aspirar una bocanada de oxígeno—. ¿Qué hiciste con mi anillo?
No sé qué me pasa. Quizá solo quiero que él también se lleve
esto, que rompa el hechizo mágico que me ha lanzado para que esto
se acabe. Que me quite lo último y me deje vivir en paz.
Otra falsedad sale de mis labios, su crueldad provocada por la
desesperada necesidad de equilibrar la balanza entre nosotros.
—Yo se lo di. Lo tomo como pago por haberme reventado la
virginidad. —La sucia invención es vil, pero fue él quien me enseñó
a mentir.
Me rodea el cuello con tanta fuerza que veo borroso. Su rostro
es una imagen borrosa tras un velo de niebla mientras mete los
dedos bajo el elástico de mi tanga y tira. Un desgarro atraviesa el
espacio. La tanga se desliza por mis muslos y roza mis tobillos. Mi
vista se desvanece en los bordes cuando lo siento entre mis piernas,
un puño caliente, duro y aterciopelado que se encaja entre mis
pliegues. Los dos estamos resbaladizos. Cuando roza con la punta
mi clítoris, el placer golpea mi núcleo.
—Eres una puta, Sabella —me dice, sus palabras me llegan a
través de un ruido sordo en mis oídos.
Como para dar validez a la afirmación, enrosco los dedos
alrededor de las solapas de su chaqueta, agarrándome
instintivamente.
Me da dos o tres golpecitos en el clítoris con la cabeza de su
polla, una leve reprimenda. Un dulce castigo.
—Pero eres mi puta.
Para demostrarlo, se desahoga conmigo.
Creo que me voy a desmayar, y no por falta de aire: el dolor es
insoportable. Mis labios se separan, pero no sale ningún sonido. Es
la peor tortura, estar partido en dos.
Se detiene, se echa hacia atrás para mirarme y afloja la presión
sobre mi cuello. Su cara vuelve a estar enfocada. De algún modo, lo
siento todo más intensamente, como si mis terminaciones nerviosas
estuvieran hambrientas de oxígeno, como mis pulmones, y la
repentina prisa provocara una avalancha de sensaciones.
—No —dice, sonando enfadado. Preocupado—. No, no, no. —
Mira hacia donde estamos unidos—. Sabella, eres una cruel
mentirosa.
La venganza no es tan satisfactoria como pensaba. El zumbido
del alcohol no es suficiente para mitigar el malestar cuando empieza
a moverse. Lanzo un grito de dolor.
—Shh —dice, flexionando los músculos de la mandíbula—. El
daño ya está hecho. Tenemos que terminar esto ahora.
Y lo hace. Empuja más profundo, estirándome más. Hasta el
fondo. No se detiene hasta que he tomado cada pulgada de él.
Respirando con dificultad, apoya la frente en la mía y me rodea
las caderas con las manos. Luego sale hasta que solo queda la
cabeza dentro y me penetra de nuevo. Sus movimientos son bruscos
y descoordinados. Parece luchar por controlarse. Al igual que yo,
parece luchar contra el torrente de estimulación. Me agarra entre
sus brazos hasta que encuentra un ritmo que le funciona.
Incapaz de mantener el ritmo o de seguirlo, entierro la cara en
su cuello y simplemente dejo que suceda, abrazando el dolor, pero
justo cuando lo hago, el estiramiento se convierte en placer. Mis
músculos internos se someten a la intrusión. Inhalo su aroma:
huele a cítricos, cedro y sexo. Su piel sabe a sal donde aprieto con
los labios el pulso que late en su garganta.
Se tensa, los músculos de su cuello se tensan.
Se corre.
Se acabó.
Sin embargo, sigue bombeando hasta secarse. Empuja hasta
que se ablanda dentro de mí, esperando y observando.
Apoya una mano en la pared junto a mi rostro, su brazo es una
masa rígida y sólida de músculo bajo la chaqueta.
—¿Te has corrido?
Me muerdo el labio y sacudo la cabeza.
Asiente. Se retira. Mira hacia abajo.
Sigo su mirada. Estamos hechos un desastre, cubiertos de mi
sangre y su semen.
—Sabella. —Me agarra la barbilla y me inclina la cara,
obligándome a mirarlo a los ojos—. ¿Por qué mentirías sobre esto?
—Su voz es dolorosa—. ¿Es esto lo que querías? ¿Cómo querías que
sucediera?
Desvío la mirada, hundiéndome un poco al dejar que la pared
soporte mi peso. Mis piernas no están a la altura. Mis miembros
pesan, mis brazos parecen de plomo. A duras penas consigo
bajarme el vestido y cubrirme.
—Estoy borracha.
Su voz es uniforme:
—Lo sé.
Me levanta en brazos y me lleva al cuarto de baño. Es un baño
grande con bañera de hidromasaje. Mis padres no repararon en
gastos. Me deposita sobre la tapa cerrada del inodoro y se desnuda.
Veo cómo se quita la ropa, primero la chaqueta, luego los zapatos,
los calcetines y por último, la camisa. Es delgado pero fuerte, sus
músculos son el retrato de una masculinidad perfecta.
La tinta de su pecho capta mi atención. Dos lobos salivando con
dientes feroces se miran fijamente. El dibujo es exquisito. Es la
primera vez que lo veo bien, y me pica el deseo de trazar con la
punta de los dedos los ornamentados contornos que enmarcan el
dibujo negro. Una sola palabra está entintada sobre las profundas
líneas que cortan con una V su cintura.
Resiliencia.
Es apropiado. La palabra resume todo lo que él representa y es.
Se desabrocha el botón de los pantalones y se los baja junto con
los bóxer por los muslos. Es grande y tonificado por todas partes,
sus poderosas piernas están bien proporcionadas. Su polla vuelve
a estar semidura, teñida del color de nuestra lujuria.
Nuestro pecado.
Un error.
Deja la ropa amontonada en el suelo y rodeándome los brazos
con las manos, me arrastra hacia arriba. Me balanceo cuando
encuentra la cremallera lateral de mi vestido y tira de él hacia abajo.
Me pasa los finos tirantes por los hombros y me roza las caderas
con la tela. Me rodea con los brazos y me desabrocha el sujetador
de tirantes de la espalda. Por un momento pensé que me estaba
abrazando. Me alegro que no sea así. Es demasiado tentador dejarse
abrazar y absorber su calor.
Cuando estoy desnuda, mi reacción automática es cubrirme con
las manos, pero él me toma de las muñecas y me acomoda los
brazos a los lados.
—No. —Agarra mis mejillas entre sus palmas—. Déjame mirarte.
La delicadeza del acto me atrapa desprevenida. Me acaricia la
mandíbula con un dedo antes de rozarme el cuello con los nudillos.
Se toma su tiempo para estudiarme, acompaña cada mirada con
una caricia, me sopesa el pecho con la palma de la mano y me palpa
el pezón entre los dedos. Mide el hundimiento de mi ombligo y la
hinchazón de mi vientre antes de recorrer mis muslos. Luego
invierte la dirección para probar cómo le llenan las manos los globos
de mi culo.
Estoy demasiado hipnotizada por la reverencia de sus ojos para
detenerlo. Me mira como si nunca hubiera visto a una mujer
desnuda. La fascinación y el asombro sensual que se dibujan en
sus rasgos me dan un poder que nunca he tenido.
Cuando por fin está satisfecho, abre el grifo de la ducha.
Después de probar el agua, me lleva de la mano. Sin prisas y
meticuloso, me limpia cada centímetro del cuerpo y me masajea el
cuero cabelludo cuando me lava el cabello. Es delicado cuando me
lava la sangre entre las piernas.
Se toma menos tiempo para él, sus movimientos son eficientes
y cuidadosos. Estoy absorta estudiando sus acciones, echando un
vistazo íntimo a la rutina de aseo de un hombre, así que cuando me
empuja hacia el banco y se arrodilla frente a mí, me toma por
sorpresa.
Sin dejar de mirarme, me toma las rodillas y me separa los
muslos. El agua le corre por la cabeza y la espalda, haciendo que
su pelo oscuro parezca más negro y resbaladizo que el aceite.
—¿Qué haces? —pregunto, agarrándolo por los hombros.
Me observa con ojos oscuros mientras baja la cabeza y entierra
su cara entre mis piernas. La suave presión de sus labios sobre mi
clítoris hace que se me cierren los párpados. Cuando me separa con
la lengua y recorre la línea de mi abertura, mis caderas se levantan
del banco por sí solas.
—¿Se siente bien? —pregunta.
Abro los ojos. Angelo arrodillado entre mis piernas es una de las
imágenes más calientes que he visto. A pesar de ser él quien está
de rodillas, parece poderoso. Da miedo. Como si tuviera mi futuro
en sus manos. Como si pudiera darme placer o romperme a su
voluntad.
—¿Esto? —Me lame el clítoris, haciendo que se me enrosquen
los dedos de los pies—. ¿O esto? —Hace lo mismo con mi abertura.
Gimo.
—Ambos.
—No te corriste cuando estaba dentro de ti. —Hay
vulnerabilidad en sus palabras. Un matiz de incertidumbre—. ¿No
duré lo suficiente?
—No lo sé.
—¿Cómo te haces correr normalmente?
Frunzo el ceño e intento apartarme, pero él me sujeta y me
mantiene las piernas abiertas.
—¿Por qué quieres saberlo? —le pregunto.
—No hemos terminado. No te he comido el coño.
—¿Estás fingiendo que te importa mi placer?
Su sonrisa es castigadora.
—No hago las cosas a medias.
—Entonces, se trata de tu ego y no...
Me aprieta el clítoris con los labios antes que pueda terminar la
frase. Lo que iba a decir salta por los aires cuando me mordisquea
antes de chupar.
Solo tarda unos segundos. Me corro tan fuerte que siento como
si una corriente eléctrica recorriera mi cuerpo, convulsionando mis
músculos. En el fondo de mi mente, me preocupa que no le guste
mi sabor, pero estoy demasiado aturdida por las réplicas que
sacuden mi cuerpo como para pensar en ello.
Sentado sobre sus rodillas, se limpia la boca con el dorso de la
mano y me tranquiliza:
—Eres un encanto. Puedo volverme adicto a comerte el coño.
¿Cuánto te has corrido?
Estoy demasiada adormilada para contestar, lo cual es una
respuesta en sí misma.
La satisfacción brilla en sus ojos.
—La próxima vez, bella, nos correremos juntos.
Quiero decirle que no habrá una próxima vez, pero ya me está
tomando en brazos y poniéndome de pie. Cierra el grifo y toma una
toalla de la barra y me la pone sobre los hombros. Después de
secarme y escurrirme la mayor parte del agua del cabello, me deja
en la alfombra para que me seque.
Esta es la versión de Angelo que conocí durante el primer año
después de conocernos, el hombre melancólico y clásico que es
amable y gentil conmigo. Sólo que engañar y utilizar a alguien no
es amabilidad.
Hago ademán de girarme hacia la puerta, pero sus palabras me
detienen:
—No te muevas.
Suelta la toalla y me levanta.
—Bájame —le digo.
—¿Vas hacer pelear conmigo un hábito? —Camina hacia la
cama y me tira sobre el colchón—. Ya está. ¿Contenta?
Intento taparme con el edredón, pero él me lo quita de un tirón,
se sube a la cama y se arrastra sobre mí. Su calor es embriagador.
El contacto de su piel con la mía es relajante y suave. Caliente.
Quiero acurrucarme en la seguridad de sus fuertes brazos, pero no
puedo olvidar que somos enemigos. No puedo olvidar lo que pasó,
ni cuando cumplí diecisiete años ni lo que acabamos de hacer.
Se cierne sobre mí, estudiando mi rostro.
—Hemos terminado —digo—. Ya me has tomado. ¿Por qué no te
vas?
Una sonrisa poco amistosa se dibuja en sus labios.
—No hemos terminado ni mucho menos, Cara.
—¿Qué quieres todavía? —pregunto, cansada -no, agotada- y
sin fuerzas para luchar con inteligencia o con palabras.
—Mucho. Empezando por asegurarme que entiendas que si
vuelves a mentirme así, te daré con el cinturón y no jugaré. Las
ronchas que dejaré en tu bonito culo serán la prueba.
—¿Algo más? —pregunto con sarcasmo.
—Si consigues evadir a Roch y follarte a otro hombre en un sucio
callejón, en un baño público, en el asiento trasero de un auto, o en
cualquier puto sitio, mataré a Roch por fallar en su trabajo. Luego
perseguiré a todos los hombres que te hayan puesto un dedo
encima.
No puede hablar en serio.
—Estás loco.
—Seré muy claro. Si eso sucede, bella, estarás firmando la
sentencia de muerte de esos hombres. Su asesinato estará en tu
conciencia.
No, no está bromeando. La afirmación es enorme. No quiero
creerlo, pero lo hago. Angelo es el tipo de hombre que piensa lo que
dice.
No entiendo su posesividad.
—Tienes lo que querías. Ahora, vete. Déjame en paz.
Su respuesta es calmada, casi tranquilizadora.
—No.
La terquedad irrazonable solo me confunde más.
—Estoy cansada. Solo quiero dormir.
—Lo sé, Cara. —Su voz es suave—. Podrás dormir pronto, pero
aún no.
—¿Por qué? —pregunto con frustración—. No puede haber nada
que añadir después de todo lo que has dicho.
Apoya su peso en un codo y me aparta el pelo mojado de la
frente.
—Me guardé para ti, Sabella. Te esperé mucho tiempo. Mucho
tiempo. Por esto.
Me guardé para ti.
No puede querer decir lo que yo creo. No Angelo. No el hombre
atractivo, moreno, viril, con el cuerpo de un dios y una polla que
me aprieta el estómago como una barra de acero. No un hombre de
veintidós años que parece mucho mayor que su edad, un hombre
rico de una familia poderosa que debe tener muchas admiradoras.
Sin embargo, su voz contiene vulnerabilidad e incertidumbre. Su
manera de follar era brusca y torpe, casi violenta.
Me doy cuenta de algo.
Dios mío.
No luchaba por controlarse.
No tiene experiencia.
—¿Era tu primera vez? —pregunto, estupefacta—. Pensé... —
Espera. La forma en que me miró en el baño—... ¿Nunca habías
visto a una mujer desnuda?
Su sonrisa no es insegura ni vergonzosa. Es orgullosa.
—Eres la primera.
—¿Por qué? —susurro.
—Tú eres mía y yo soy tuyo.
Mi cabeza se agita con sus palabras, mi cerebro lucha por
procesar su significado. Quiero pedirle una explicación, pero él baja
la cabeza y presiona sus labios sobre los míos. El beso no es como
el primero. No es un beso seco que se acaba demasiado pronto. Es
húmedo, sucio e indómito, lleno de anhelo y pasión, y vuelve a
despertar algo en mi cuerpo, algo que Angelo sació no hace ni unos
minutos.
No sé por qué no le digo que pare. Quizás es su confesión lo que
me ablanda. Que esperó. A mí. Tal vez es estar borracha de
champán y lujuria, pero cuando acaricia su lengua sobre la mía,
me olvido de todo lo demás. No, no es verdad. No me olvido.
Simplemente elijo no recordar. Solo por un momento, ignoro todas
las razones por las que esto está mal.
Le rodeo el cuello con los brazos, le enredo los dedos en el pelo
y tiro de él. Le beso con toda la rabia que llevo dentro, castigándolo
por todo el sufrimiento que me ha causado. Mis dientes hacen daño,
pero él no se resiste. Me da una válvula de escape para mi venganza
y me permite utilizarlo de forma salvaje y primitiva.
La excitación se enciende en mi vientre cuando me separa las
piernas con la rodilla y se acomoda entre mis muslos. Su polla me
roza la entrada, caliente, dura y resbaladiza. Mis músculos internos
ceden cuando me separa con su ancha cabeza; mi cuerpo ya está
tomando la posesión.
Esta vez, me penetra lentamente. Sin dolor. El estiramiento
sigue ardiendo, pero el placer que despierta mis terminaciones
nerviosas es instantáneo. La anticipación que me recorre contrae
mis pezones. Los sonidos que salen de mis labios deberían hacerme
estremecer, pero estoy demasiado perdida en el momento como
para preocuparme, demasiado perdida en la bruma del placer,
demasiado perdida en la oscuridad infinita de sus ojos.
Es más suave que antes, meciéndose dentro de mí con un ritmo
perezoso. Levanta mi pierna y dobla mi rodilla para encontrar un
ángulo diferente. La penetración es más profunda.
Grito.
—¿Así? —pregunta, con la concentración grabada en el rostro.
Intenta que me sienta bien. Gimo y asiento. Rápidamente
encuentro su ritmo, moviendo mis caderas con las suyas.
—Joder, bella. —Un hilillo de sudor recorre su sien—. Un poco
más despacio, cara.
Rozo con una mano los duros músculos de su pecho, cerrando
los dedos sobre la tinta negra. Una provocación, otra vez.
—¿Estás cerca?
—Demasiado cerca —gruñe las palabras—. Lo que me haces.
—Entonces hazlo. —Arqueo mi cuerpo, frotando mi clítoris
contra su ingle—. Haz que nos corramos.
Gruñe, me suelta la pierna y desliza una mano entre nuestros
cuerpos. Cuida de no aplastarme, apoyando su peso en el brazo que
pone junto a mi rostro. Giro la cabeza, atraída por la flexión de sus
poderosos músculos. Su bíceps se contrae cuando acelera el ritmo
mientras frota círculos sobre mi clítoris. No puedo apartar la mirada
del corte perfecto de esos músculos, pero entonces las chispas entre
mis piernas desaparecen y él me clava los dedos en las mejillas,
obligándome a mirarlo.
Nuestras miradas se cruzan. La verdad está desnuda y
desordenada. ¿Cómo puede algo tan hermoso ser tan feo? El olor a
sexo y a nosotros se adhiere a sus dedos. No me pide que se lo diga.
Está buscando la respuesta en mis ojos. Aprieto su pelo con una
mano, deslizo la otra entre nuestros cuerpos y termino lo que él
empezó. Un poco de presión sobre mi clítoris es suficiente. Cuando
mi cuerpo se inclina y mi visión se nubla, él estrella su boca contra
la mía y se libera.
Nuestras embestidas son como el enredo de nuestras lenguas,
salvajes y desesperadas. Cada uno persigue su liberación para
poder correrse juntos. Incluso en esto, en nuestro objetivo físico
compartido, estamos en guerra, castigándonos mutuamente con
placer.
Se corre mientras me besa y las réplicas convulsionan mi
cuerpo. Después, me abraza. La tormenta ha causado estragos y
me deja como un naufragio en la orilla. El dolor de cabeza que se
me había instalado en las sienes se agudiza.
Empujo su pecho, intentando levantarme.
—Mi cabeza. Necesito una pastilla.
—Espera. —Me besa la frente y se separa de mí, haciendo que
sienta frío cuando se retira.
Debería decirle dónde encontrar mi neceser, que dejé en el
armario del cuarto de baño, pero el sueño ya se apodera de mí.
Cuando vuelve con un vaso de agua y paracetamol, ya me estoy
durmiendo.
—Toma. —Me toca la nuca y me ayuda a incorporarme antes de
llevarme el vaso a los labios—. Bébetelo todo. Te sentirás mejor por
la mañana.
Dejo que me ponga la pastilla en la lengua y bebo el agua como
me ha indicado. Cuando el vaso está vacío, lo deja a un lado.
—Una cosa más y luego prometo dejarte dormir. —Se sienta en
el borde de la cama y me roza la nuca con los dedos—. ¿Dónde está
mi anillo?
Por un momento, considero no decírselo solo por ser rencorosa,
pero estoy tan cansada. Estoy cansada de mirar por encima del
hombro. De sentirme culpable por lo que le hice a mi padre. De
todas las mentiras.
—Lo tiré por el retrete.
Levanta una ceja.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Pero si piensas ir a buscarlo, probablemente
necesitarás un fontanero para desenterrar las tuberías.
—No te preocupes —dice, tomando algo de la mesilla y
poniéndolo delante de mi cara—. Tengo otro.
La insignia del anillo de oro me viene a la mente, la imagen de
los lobos enfrentándose que tengo grabada a fuego.
—¿Cuántas de estas malditas cosas tienes? —pregunto.
Su tono está impregnado de humor:
—Al parecer, no los suficientes.
¿Por qué no suena enfadado? Y por qué, cuando dice:
—Dulces sueños, cara. Ahora puedes dormir —¿Hay una nota
de arrepentimiento en su voz?
Aumenta la presión de sus dedos sobre mi cuello. Aprieta esos
puntos sensibles como hizo cuando me agarró con un apretón
similar el día que me quité el anillo en la habitación del hotel de
George. Ese fue el día que me amenazó con marcarme. Ahora
aprieta con más fuerza. Lucho por liberarme mientras su agarre se
vuelve doloroso, casi insoportable, pero no soy rival para su fuerza.
Lo último que oigo antes que se apague la luz es:
—Lo siento, cara la mia bella.
Una presión suficiente durante el tiempo suficiente sobre las
arterias carótidas a ambos lados del cuello puede dejar inconsciente
a una persona. Aprendí el truco en una clase de artes marciales.
Practiqué la habilidad con los niños de mi colegio hasta que el
director envió una carta a mi padre para quejarse de mi
comportamiento violento e invasivo.
Aquella noche, mi padre me dio un billete de cien euros y una
pistola. Yo ya sabía disparar. Tener un arma propia fue solo una
formalidad. Tenía once años. Desde entonces he disparado muchas
balas, pero ninguna de ellas tenía como objetivo matar. Hasta
ahora, mi padre siempre ha apretado el gatillo, una tarea que ahora
ha recaído en mí.
Pero esta noche, no quiero pensar en el negocio, no cuando he
reclamado a mi mujer con una extraña necesidad tanto de
consumirla como de protegerla. No cuando está desnuda y la noche
tiene muy pocas horas.
Sabella duerme plácidamente. Su cabello oscuro está extendido
sobre la almohada, con las ondas sedosas y los rizos ordenados de
antes enredados ahora. Sus largas pestañas rozan sus mejillas. Me
fijo en sus rasgos: la fina línea de sus pómulos, el perfil recto de su
nariz, la carnosidad de sus labios y el lunar que tiene sobre la
comisura de los labios.
Llevo mi exploración más abajo, observando los débiles
moretones que mis dedos han dejado en su cuello. No lamento la
aspereza porque forma parte de mí. Puedo cambiarlo tan poco como
dejar de desearla. Las marcas, sin embargo, sí las lamento. Acaricio
el arco de su cuello y trazo la delicada línea de su clavícula. Es como
un pájaro, sus huesos son tan frágiles como los de una paloma. Sus
pechos son pequeños y turgentes, sus pezones de un hermoso color
melocotón.
Sin resistir el impulso de tocarla, dejo que mis manos también
la conozcan. La toqué en el baño, pero podría tocarla hasta el
amanecer, y no será suficiente. Su piel es suave y cálida. Sus
músculos están tonificados. No se mueve cuando le rozo el
abdomen con la mano. Solo su vientre se estremece bajo mi palma.
Agarro el triángulo entre sus muslos y enhebro los dedos entre
los rizos oscuros. Vuelve a invadirme esta inexplicable necesidad de
ser rudo. El deseo no nace de la violencia. Nace de la necesidad de
acariciar algo tan ferozmente que una caricia no puede ser un suave
roce de las yemas de los dedos. Tiene que ser un abrazo que corte
el aire, un beso que muerda, un apretón que posea. Cierro los dedos
con dureza, tirando del cabello y clavando las uñas en la piel cálida
y húmeda. Deseo tanto esta parte de ella que, si no me controlo, la
aplastaré como si reventara una jugosa naranja madura en mi
puño, convirtiéndola en un delicioso y pegajoso revoltijo y
cubriéndome la cara con él mientras caigo sobre el festín como una
bestia hambrienta.
Limpiando el escozor de mi tacto, acaricio más abajo. Entre sus
piernas. Está más caliente allí. Más húmeda. Sus caderas están
bellamente curvadas. Su culo se adapta perfectamente a mis
manos. Sus piernas delgadas se verán tan bonitas cuando las rodee
en mi cintura. ¿Es flexible? ¿Seré capaz de colocar sus muslos sobre
mis hombros y doblarlos mientras la penetro, cada vez más
profundo y más fuerte, hasta que encuentre todos sus rincones
secretos? No hay duda que estará impresionante, la doble como la
doble. Sobre mi regazo, de rodillas y cabalgándome. Será una
imagen que me excitará desde cualquier ángulo.
Es perfecta.
Toda mía.
Cada centímetro de ella, por dentro y por fuera.
Desciendo por su cuerpo y le froto los pies. Tiene pies de
bailarina, estrechos y con un puente alto. Los arcos son
pronunciados. Está hecha para llevar tacones o caminar de
puntillas. Con el esmalte rosa en las uñas, su pequeño pie en mi
gran mano es abrumadoramente femenino. Retiro las mantas y le
separo las piernas. Como precaución, por si se despierta demasiado
pronto, uso los cinturones de las batas gemelas del baño para atarle
las muñecas al poste de la cama. No quiero que se haga daño en un
ataque de pánico.
Tumbada de espaldas, es un espectáculo para la vista. Puedo
mirarla toda la noche, pero mi trabajo no ha terminado. Tomo la
cuchilla y el gel de afeitar del baño, le pongo una toalla debajo del
culo y me pongo manos a la obra.
Primero, recorto los rizos con unas tijeras para el pelo y luego le
afeito el coño. No me importa el vello corporal. No tengo una
preferencia particular, pero la vista es tan caliente como el infierno.
Ella está expuesta para mi observación, presentada sin otro
propósito que mi placer de mirar.
Y miro. Está hinchada por nuestro encuentro, roja y turgente,
lista para la acción. Después de limpiarle la crema de afeitar, le seco
la piel y me aprendo su forma trazando el contorno de los labios de
su coño con el pulgar. La separo solo con la punta del dedo,
revelando el botón de su coño que desencadenó su orgasmo.
Pero sentir y mirar no son suficientes. Entierro la cabeza entre
sus piernas e inhalo profundamente. Huele a jabón y almizcle. A
mujer. A mi mujer. Incapaz de resistirme a probarla de nuevo, la
lamo de arriba abajo. Esta vez, sin prisas. Puedo sentir más su
sabor cuando lamo más despacio.
Me gusta que nadie más que yo haya tenido su lengua dentro
de ella. Me gusta cómo se hincha ese botoncito en mi boca cuando
chupo. Me gusta cómo sus músculos internos agarran mi dedo
cuando lo hundo hasta el nudillo dentro de ella. Me encanta tocar
cada centímetro de ella, me encanta cómo se siente por todo el
cuerpo, pero soy jodidamente adicto a cómo se siente por dentro.
La humedad que cubre mi lengua me hace delirar. Gruño a su
alrededor, mordiéndola, porque saber que la excito, incluso
mientras duerme, me vuelve loco. Soy como un animal a su
alrededor. Lo deseo todo.
Si pudiera correrse dormida, la llevaría al clímax ahora mismo,
con los dedos, los dientes y la lengua. ¿Siente placer en su estado
inconsciente? Está resbaladiza, su excitación es como néctar en mis
labios. La forma en que su cuerpo reacciona a mis caricias me
complace de sobremanera. Estoy hecho para arrancarle orgasmos,
y lo haré por medios honorables o sin escrúpulos. Por cualquier
medio necesario. Ella está hecha para darme placer.
No tengo suficiente, ni mucho menos, pero me obligo a parar. A
sentarme. A mirarla. Desnuda, así. Desnuda por todas partes.
Joder, es preciosa. Tan bonita. Tan impresionante. Ya no es
inocente porque tomé eso. Me llevaré todo. Todo de ella.
Mía.
También lo probaré. A ella. A mí. Al mundo.
Me levanto de la cama, voy al baño y enciendo la vela decorativa.
La luz es más suave, más amable. La dejo en la mesilla y apago las
luces del techo. La cera huele a vainilla. Es romántico. Así dormirá
mejor.
Recojo el anillo y lo estudio a la suave luz de la llama. El
emblema es apropiado. Se ajusta a nuestra familia y a lo que
representamos. El oro es de veinticuatro quilates, el más puro que
se puede comprar. Su punto de fusión no es tan alto como el del
hierro. El oro es un metal blando. Necesita alcanzar doscientos
sesenta grados centígrados para infligir una quemadura de tercer
grado que dejará una cicatriz permanente. La temperatura en el
centro de la llama es de mil cuatrocientos grados. Sostengo la
cabeza el tiempo suficiente sobre la llama, sin dejar de quemarme
los dedos.
La banda del anillo me abrasa las yemas de los dedos cuando
me arrodillo entre las piernas de Sabella. Con cuidado, presiono el
lado plano que brilla en rojo sobre el montículo de su coño, justo
encima de su raja. Diez segundos bastan. Cuando me alejo, ella
lleva un círculo con dos lobos enfrentados, sus cuerpos
entrelazados eternamente encerrados en su piel.
Marcada con mi marca en su coño, no solo es etéreamente
hermosa. Es completamente perfecta.
El resto de la noche no duermo. Desato las muñecas de Sabella
y me aseguro que esté cómoda antes de sacar un botiquín de mi
bolsa. Nunca viajo sin uno. En mi profesión, nunca sé cuándo lo
voy a necesitar. Con una solución salina estéril, desinfecto la
marca. Luego simplemente la observo.
Me estoy volviendo adicto a verla desnuda. No quiero ver nunca
a otra mujer sin ropa. No quiero estropear la imagen perfecta
grabada en mi cerebro.
La quemadura está un poco hinchada. Le dolerá durante unos
días, pero es una lección que tiene que aprender. Tendré que tener
cuidado que la herida no se infecte. Tiene que cicatrizar bien. La
imagen que marqué en su piel tiene que ser tan impecable como
ella. Es demasiado hermosa para llevar algo feo en su cuerpo.
Cuando sale el sol, apago la vela y pongo el cartel de no molestar
en la puerta. Su familia y sus amigos no van a buscarla antes de
las once. Estoy al tanto del almuerzo que ha organizado su
hermano. Lamentablemente, no va a poder ir.
A una hora razonable, llamo a recepción y les ordeno que dejen
un mensaje de Sabella para su hermano, diciendo que está
durmiendo la resaca. Rebuscar en su bolso de mano y sacar sus
teléfonos, tanto el suyo como el que le regalé, es otro acto descarado
de invasión de su intimidad. Mi objetivo es asegurarme que los
teléfonos están cargados, pero no voy a perder la oportunidad de
echar un vistazo a su contenido.
Utilizando la huella de su pulgar para desbloquear el teléfono,
abro sus fotos. La mayoría son de la playa, de Pirata o de su familia.
Parece que no le gustan mucho las selfies. Lo que me sorprende son
los vídeos. Debe tener un centenar o más, todos de vida marina
submarina. Algunos de esos vídeos son realmente asombrosos.
Por nuestras charlas durante ese primer año, sé que su sueño
es ser bióloga marina. Ahora entiendo lo mucho que le apasiona el
tema. Iba a decirle que no hacía falta que fuera a la universidad.
Matricularse en febrero para dejarlo en junio no tiene sentido. Sin
embargo, no tuve en cuenta la profundidad de su interés. Si
realmente es lo que quiere, debería buscar una carrera que pueda
estudiar en casa. En mi casa. Que pronto será nuestra. Por ahora,
tal vez sea mejor que se mantenga ocupada. Es mejor mantener el
frente hasta que sea el momento adecuado.
Dejo los teléfonos cargando, vuelvo a la cama, la pongo boca
abajo y le paso una almohada por debajo de las caderas. La
acomodo con los codos doblados a los lados y las manos junto a la
cabeza. La cara hacia un lado. Los pies separados. Las piernas
abiertas. Luego me arrastro sobre ella y mojo la punta de mi polla
dura en su resbaladiza abertura.
Apoyando mi peso en las palmas de las manos, rozo con mis
labios la punta de su oreja.
—Sabella. —Mi voz es ronca por el deseo, áspera por
contenerme—. Despierta, cara.
Sus pliegues se estiran a mi alrededor. Muevo las caderas,
hundiendo la cabeza de mi polla en el dulce calor de su coño.
Le beso la sien.
—Abre los ojos, bella. —Una promesa del diablo ahora—. No
quiero follarte mientras estás inconsciente.
Gime, separa los labios y frunce el ceño.
—Eso es, mi chica buena. —Presiono mis labios en su cuello—.
Es hora de despertar, preciosa.
Lucha por salir de sus sueños. Sus pestañas se agitan. Vuelve
a protestar suavemente.
Sus músculos internos se aprietan alrededor de mi polla,
succionándome más profundamente en una humedad
aterciopelada. Maldición. Está tan apretada que es como meter mi
polla en un puño cerrado. Un puño lubricado y resbaladizo.
Mi moderación ya es débil. ¿Y ahora? Se rompe. Entro hasta el
fondo, enterrando mi entrepierna contra su culo.
Eso la despierta.
Tensa el cuello, con los ojos desorbitados, mirándome por
encima del hombro.
—Angelo.
Sí, suena perfecto. Salgo y empujo de nuevo. Jadeando, ella
ahueca la espalda. Los dos estamos resbaladizos. Entro y salgo con
facilidad, trabajando suavemente, haciendo que sus músculos se
relajen y me dejen entrar como yo quiera, lo que yo decida darle.
Poco profundo. Fuerte. Suave. Profundo.
Ya respiro rápido, mi cabeza está tan borracha como mi cuerpo,
pero presto atención a las señales. Ella aprieta las sábanas con los
puños, levanta el culo para recibir mis embestidas y gime mientras
marca el ritmo. Más rápido. Más fuerte. Más profundo. Ella elige.
Le doy lo que quiere, todo, meciéndome cuando lo hace y
golpeándola cuando me empuja. No estamos desordenados ni
inconexos como anoche. Estamos aprendiendo, conociendo
nuestros cuerpos y nuestros puntos débiles. El suyo es cuando
deslizo una mano entre el colchón y su vientre para masajear el
pequeño capullo que he chupado toda la noche.
Sisea cuando rozo accidentalmente con la muñeca la marca de
su piel. Cambio de ángulo, asegurándome de no irritar el punto, y
cuando pellizco, su cuerpo se arquea como la cuerda de un arco. El
clímax me golpea como una flecha. Me he corrido en el puño
muchas veces, pero correrme dentro de su coño es diferente.
Incomparable. Una tonelada y algo más satisfactorio.
Apoyándome en un codo, beso su hombro y retiro la mano de
entre sus piernas. Nuestros pechos se mueven rápidamente.
Nuestras pieles están cubiertas de una capa de sudor. Retiro la
mano solo para ver cómo mi semen se desliza por sus muslos.
Intenta cerrar las piernas y darse la vuelta, pero la inmovilizo con
la palma de la mano en la parte baja de la espalda.
Se da la vuelta y sus bonitos ojos marrones echan chispas.
—Te gusta eso, ¿verdad?
Me siento sobre mis talones, dejándola mirar.
—¿Qué?
Su mirada se dirige a mi polla.
—Mirar.
—A ti también.
Se sonroja.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—¿Mi semen goteando de tu coño? Sí, eso es una vista caliente
y jugosa.
Su cara se vuelve roja.
—Eres grosero.
—Pero eso también te gusta.
Se estremece, mira hacia abajo y palidece. Casi se cae de culo
mientras se aleja de mí, subiéndose al cabecero.
—¿Qué has hecho? —exclama.
Muchas cosas. Demasiadas para responder. Solo la observo
mientras la verdad se posa en sus bonitas facciones.
—Maldito hijo de puta. —Suena sin aliento, como si luchara por
llevar aire a sus pulmones—. Me has marcado, maldita sea. Como
a una vaca.
Es obvio. No es necesaria ninguna respuesta excepto:
—No como una vaca.
Se acerca al borde de la cama e intenta saltar, pero la agarro por
la muñeca.
—Te lo advertí, Sabella. Eso es algo que aprenderás de mí.
Nunca bromeo y siempre cumplo mis promesas.
Sus huesos son frágiles bajo la prensa de mis dedos. Tan
pequeños. Su delgado brazo tiembla en mi mano.
—¡Me has afeitado!
—Solo podía aplicar la marca sobre la piel lisa.
—Mientras dormía. —Ella tira, tratando de liberarse—. Espera.
Era más que dormir. Me hiciste algo. Me presionaste el cuello. Me
dolió. Y luego todo quedó en blanco. ¿Qué me hiciste?
Le froto el pulgar sobre el pulso.
—Te apagué para que no sintieras dolor.
—¿No sentir dolor? —se burla—. Duele como una perra.
—Ahora, sí. Intenté minimizar la fricción poniéndote boca abajo,
pero debiste rozarte con la almohada.
—¿Yo? —Se cubre los pechos con un brazo—. Tú eras el que me
follaba por detrás.
No puedo evitar sonreír.
—Si recuerdo bien, me follaste de vuelta. Y me corrí muy fuerte.
—Meto dos dedos entre sus piernas y atrapo un poco del líquido.
Pongo la mano delante de su rostro y digo—: Esto es más que mío.
Huélelo si no me crees.
Le arden los ojos. Me aparta la mano de un manotazo.
—Vete a la mierda.
—Eso ya no es necesario. Lo estamos haciendo muy bien juntos.
Ella lanza un grito.
—Te odio.
—No tienes por qué hacerlo. Lo harás mucho más fácil para ti si
te gusto. Sabes que quieres.
Ella aprieta los dientes.
—Suéltame. La cabeza me está matando y la quemadura que me
has hecho en la piel me duele muchísimo. Necesito analgésicos.
—¿Te vas a portar bien? —pregunto, apretando su muñeca con
una suave advertencia.
—Sí —dice con labios finos—. ¿Tengo elección?
—Buena chica. —La suelto y me pongo de pie—. No te muevas.
Te traeré lo que necesites.
Su tono es de enfado, pero hay algo más en sus palabras cuando
dice:
—Necesito algo más que analgésicos.
—Pediré el desayuno. Café. A los dos nos vendrá bien.
Se cubre con una sábana.
—La comida no es lo que tenía en mente.
—Necesitas comer, y lo harás, pero ¿qué más te apetece?
—La píldora del día después —dice en voz más baja.
La petición me toma desprevenido. Claro que se lo pensaría.
Debería habérmelo esperado. Eso no significa que tenga que
gustarme.
—No usamos protección —dice—. Quiero decir, sé que los dos
estamos limpios, viendo que era nuestra primera vez. —Se aclara la
garganta—. Primeras veces. Pero no hablamos de anticonceptivos.
No tomo la píldora.
No puedo evitar que eso me enfurezca, no porque no tome la
píldora, sino porque quiera usar protección conmigo. Entrecierro
los ojos.
—Anoche no te molestó.
—No seas hijo de puta, Angelo. —Me mira con dureza—. Estaba
borracha.
—Sí, bebiste demasiado, pero no puedes jugar esa carta. Sabías
perfectamente lo que hacías.
—Todo lo que digo es que probablemente habría reaccionado de
otra manera si hubiera estado sobria.
Me acerco un paso y me detengo en el borde de la cama,
sobresaliendo por encima de ella.
—Sobria o no, no me arrepiento de lo que hicimos. Soy dueño
de mis actos, y tú también lo serás. Pase lo que pase, lo
solucionaremos.
Me mira con los labios entreabiertos, despeinada, salvaje y
jodidamente hermosa.
—Tengo dieciocho años, Angelo. Tú tienes veintidós. No puedes
insinuar en serio que si me quedo embarazada, simplemente nos
dejaremos llevar y todo irá bien.
—Si te quedaras embarazada.
Ella palidece.
—¿Qué clase de padres crees que seremos? ¿Con todo lo que ha
pasado? —Las lágrimas se agolpan en sus ojos, haciéndolos
brillar—. Yo tampoco puedo afrontar algo así. Ahora no.
Hago un ovillo con las manos para no tocarla, para no
tranquilizarla. De sentir lástima por ella.
—No pensaste en ello cuando te corriste en mi boca y en mi
polla. No me dijiste que parara cuando gritaste de placer.
—No he gritado —dice con una fuerte inspiración.
Mi sonrisa es salvaje.
—Nuestros vecinos no estarán de acuerdo.
—Mierda. —Se pasa las manos por los ojos y se aparta el pelo
de la cara—. Si Ryan se entera...
—¿Y qué si lo hace? —digo más duro de lo que pretendía.
Me mira.
—Mis padres son religiosamente conservadores. No conoces a
mi madre. La vergüenza que traeré sobre mi familia la matará.
No me importa nada de eso: la vergüenza, la religión, el bien y
el mal. Me criaron como católico, pero nunca lo he practicado como
adulto. Sin embargo, puedo imaginar cómo le molestaría a mi
madre un bebé concebido fuera del matrimonio. Eso lo puedo
entender.
Enrosco los dedos y cierro los puños con fuerza. Más fuerte aún.
Hasta que mis nudillos hacen un crujido.
—Bien. Iré a la farmacia. Pero tú te quedarás aquí hasta que
vuelva. ¿Está claro?
Asiente con la cabeza y se muerde el labio mientras me mira.
Veo que está a punto de llorar y que siente dolor. Ambas cosas me
preocupan: su dolor y sus lágrimas.
—Nos ducharemos cuando vuelva —digo, rebuscando en mi
bolso donde lo dejé en el sofá y sacando ropa limpia.
—Tus cosas están aquí —dice como si le sorprendiera.
La miro por encima del hombro.
—¿Quién crees que paga tu habitación?
—Pero... —Mira hacia la puerta como si fuera a encontrar las
respuestas más allá de ella—. Pero mis padres...
Ella no lo sabe. No le dijeron que toda esta fiesta corre por mi
cuenta, que fue idea de su hermano pero que yo pago.
Me pongo unos bóxer y unos jeans limpios. Sabella no sabe
muchas cosas. No sabe en qué negocios está metido su padre. No
voy a desilusionarla. Ella claramente lo adora. No seré tan brutal.
Tras ponerme una camiseta, tomo la cartera y la llave del auto
y me dirijo a la puerta.
—La hiperfarmacia del pueblo debería estar abierta —me dice
en voz baja a mi espalda—. ¿Sabes dónde está?
Mi respuesta es brusca:
—La encontraré.
—Puedo pagar...
Abro la puerta de un tirón.
—No será necesario. —Me detengo y vuelvo a mirarla,
observando sus mejillas pálidas y el sudor que le corre por la frente,
así como la forma en que se balancea como si tratara de controlar
el dolor—. ¿Debo comprar píldoras anticonceptivas mientras estoy
allí, o vamos a usar preservativos hasta que quedarse embarazada
deje de ser un problema?
Me mira con los ojos muy abiertos durante un momento, abre
la boca, la vuelve a cerrar, sacude la cabeza y mira hacia otro lado.
—Ha sido un error. Sé que haber estado borracha no es una
excusa, pero no volverá a ocurrir.
Me rio.
—Hay tantos errores en esas dos frases. Esto no ha sido un
error. Te follaré borracha o sobria porque no soy un caballero ni un
hombre lo bastante bueno como para preocuparme por zonas
moralmente grises. Y lo más importante, volverá a pasar. Así que
decidiré por ti. Viendo que la píldora te va a joder las hormonas,
preservativos serán. —La miro fijamente—. Entérate de esto. Esta
es la última vez que matamos algo que podríamos haber creado. El
hecho que esté haciendo esto debería decirte lo mucho que me
importan tus deseos.
La dejo con esa afirmación y cierro la puerta tras de mí. Todo lo
que ha dicho tiene sentido, pero no me gusta lo fácil que cree que
puede librarse de esto, lo poco que quiere a mi bebé en su vientre.
Porque yo no siento lo mismo. Exactamente lo contrario, de hecho.
Me encantaría plantar mi semilla dentro de ella y verla crecer con
mi hijo. Me encantaría ver a mi bebé en sus brazos y mi anillo en
su dedo, y me importa un bledo en qué orden suceda.
Pero solo tiene dieciocho años. Solo hace unas horas que es
legal, y ya he reclamado lo que es mío. Ya he reclamado todo por lo
que he esperado dos largos años.
El vestíbulo del hotel está tranquilo a estas horas. Me recuerda
a la mañana en que salí para secuestrar a aquel contable junior, el
que saltó por la ventana.
Subo a mi auto y localizo fácilmente la hiperfarmacia que
mencionó Sabella. Tras comprar la píldora del día después de
emergencia y varias cajas de preservativos, así como analgésicos y
pomadas para las quemaduras, conduzco de vuelta al hotel.
Sabella espera obedientemente desnuda en la cama. La visión
calma un poco mis turbulentos pensamientos. Su sumisión
apacigua parte de mi ira. La hago beber otro vaso de agua con dos
analgésicos y la píldora del día después, y luego me desnudo y nos
lavo a los dos en la ducha, una tarea que ya me encanta. Disfruto
cuidando de ella.
Cuando la he secado, mezclo unas gotas de aceite de lavanda en
gelatina de aloe vera y le aplico la pomada casera sobre la marca.
La lavanda tiene propiedades antibacterianas y el aloe vera alivia
las quemaduras. La cicatriz quedará bonita cuando el rojo furioso
se haya desvanecido y solo queden las líneas en relieve.
Me deja administrar el tratamiento, por una vez sin decir nada.
Soplo un beso sobre la herida y la cubro con una venda
antiadherente.
Acariciando su mejilla, le pregunto:
—¿Mejor?
Gira la cara hacia un lado, lejos de mi contacto. La dejo escapar.
La he hecho sufrir mucho en unas pocas horas.
Mientras nos vestimos, pido servicio de habitación. Me pongo mi
ropa desechada con ropa interior limpia mientras ella se pone unos
jeans ajustados y un jersey ligero de verano. Se desabrocha el botón
de los jeans y lo esconde bajo el jersey.
Un camarero llama a la puerta justo cuando se ha secado el
pelo. Cuando abro la puerta, lleva un carrito a la habitación.
Levanta las tapas plateadas y descubre huevos revueltos, tocino y
tostadas con alubias.
Le doy propina y cierro la puerta cuando se va.
—Ven aquí —digo, acercando una silla.
Se acerca sin discutir.
La siento delante del carrito y le extiendo una servilleta sobre el
regazo. Sin poder resistirme, le beso la parte superior de la cabeza.
Huele a champú de hotel, un aroma que me recuerda a los
balnearios de lujo. Utilizo el banco como asiento y me siento frente
a ella. Después de servirle una buena ración de todo, le sirvo café,
le añado azúcar y leche a su gusto. La observo por debajo de las
pestañas mientras me sirvo la comida. Debe de tener hambre,
resaca, o ambas cosas, porque se come todo lo que hay en el plato
y toma una ración de macedonia y yogur.
Para cuando terminamos de comer, sus mejillas han recuperado
el color.
—No te preocupes por tus padres —digo, terminando mi café—.
Yo me encargaré de ellos.
Empuja la silla hacia atrás y se levanta de un salto.
—¿Qué significa eso?
—No voy a ser tu pequeño y sucio secreto, Sabella. —Ante el
brillo de sus ojos, añado—: Serán más comprensivos de lo que
crees.
—No —dice rápidamente—. No tienen por qué saberlo. Nadie
tiene por qué saberlo.
Me levanto.
—¿Por qué? ¿Te preocupa lo que pensará tu familia porque
tuviste sexo o porque tuviste sexo conmigo?
—Las dos cosas —admite con una franqueza que no esperaba.
Me rechinan los dientes. El insulto escuece, provocando un
humor cruel.
—Me temo que tu virginidad no es retornable, así que tendrás
que morder la bala.
Jadea, con la sorpresa y el dolor brillando en sus ojos.
Sin importarme su expresión, me dirijo al baño y recojo nuestras
pertenencias. Me estudia mientras meto la ropa y los artículos de
aseo en nuestras maletas. Quiero confesar y contarle al mundo lo
nuestro. Quiero que todo el mundo sepa lo que hemos hecho.
Aunque quiero gritar a los cuatro vientos que es mía, ella prefiere
ocultar que me ha dado su primera vez.
Eso no importa. Su primera vez fue mía, y ninguna negación
podrá cambiar eso. Su inocencia siempre me perteneció. Su virtud
siempre fue mía. Ha sido mi legítima reivindicación. Dentro de unos
meses, cuando ponga un anillo en su dedo, no habrá dudas sobre
lo que ocurre en nuestro lecho conyugal. La gente a la que quiere
ocultar su secreto impropio lo sabrá. Todos lo sabrán.
Tomo su bolso en una mano y el mío en la otra, lo llevo abajo y
se lo dejo a un botones mientras hago el registro de salida. Sabella
no dice nada. Se queda a un lado, como conmocionada a la fría luz
del día.
Justo antes de las doce, salimos del vestíbulo. Ryan, su mujer y
Colin, ese chico guapo de manos blancas y suaves como las de un
piano al que Sabella llama su mejor amigo, están fuera. Ryan y
Colin están cargando los equipajes en el maletero del BMW de Ryan.
Celeste, la mujer de Ryan, es la que peor aspecto tiene, con un par
de enormes gafas de sol protegiéndole los ojos. Está sentada en un
banco junto a la entrada, con la cara más blanca que la porcelana,
sorbiendo un granizado verde que debe de ser un remedio milagroso
para la resaca en un vaso para llevar.
Al ver a su familia, Sabella se detiene en seco. Da tres amplios
pasos hacia un lado, dejando un trecho de espacio entre nosotros.
Celeste la ve primero. La saluda con la mano y pone cara de asco.
La acción llama la atención de los hombres. Ryan y Colin
levantan la vista simultáneamente. Cuando reparan en mí, se
quedan quietos. La expresión de Ryan no delata nada. Tampoco su
postura relajada. Colin cierra los puños y da un paso adelante, pero
Ryan lo detiene con un brazo extendido sobre el pecho.
Sin apartar los ojos de mí, Ryan pregunta en un tono tranquilo,
casi curioso:
—¿Qué haces aquí?
Miro a Sabella, con una sonrisa burlona.
—¿Se lo dirás tú o se lo digo yo?
El pánico recorre su rostro. Sus bonitos ojos me suplican. No
soy inmune a sus sentimientos. Ni mucho menos. Pero cuando me
suplica, no puedo negárselo.
Me dirijo a su hermano.
—Parece que voy a dar la noticia.
Sabella se balancea sobre las puntas de los pies como un conejo
a punto de correr. Hacia mí. A detenerme.
Antes que se delate, digo:
—Vine a dejar el regalo de cumpleaños de Sabella, por supuesto.
Ryan me mira con la mirada entrecerrada y una media sonrisa
en los labios, sin duda cuestionando mi explicación.
Para demostrar mi afirmación, saco la llave del bolsillo y pulso
el botón para abrir las puertas. La alarma del Ferrari rojo del
aparcamiento emite un pitido y las luces de señalización
parpadean.
Colin me mira con la mandíbula floja. Celeste suelta un fuerte
suspiro y se sienta más erguida. La sonrisa de Ryan crece, pero no
es un gesto amistoso. Sin embargo, no son sus reacciones lo que
me interesa. Busco en la cara de mi chica. Y no me gusta lo que veo
ahí: Conmoción. Vergüenza. Enfado.
—Mandé traer el auto porque pensé que te gustaría conducirlo
hasta casa —le digo—. Los papeles están en la guantera.
Se vuelve hacia mí, erguida con los hombros cuadrados.
—No lo quiero.
—¿No vas a dar las gracias primero? —me burlo—. Al menos
antes de decirme qué modelo prefieres.
Ella muerde cada palabra.
—No quiero un auto.
Levanto una ceja.
—¿No es un regalo apropiado para un decimoctavo cumpleaños?
—De mis padres, tal vez. —Levanta la barbilla en un desafío
tácito—. Un Ferrari, no. —Omite el "de ti".
—Vamos, Sabella. —Me rio—. No finjas que en tus círculos no
es común. —Le tiro la llave—. Llévatelo a dar una vuelta. Sé que te
mueres de ganas.
Toma la llave más por reflejo que por libre albedrío.
Su reticencia a aceptar mi regalo me enfurece. Recorto la
distancia que nos separa y me detengo cerca de ella.
—Pensé que te gustaría —más burla—. ¿No es el rojo tu color?
Colin amplía su postura, pero Ryan le pone una mano en el
brazo.
—Es inapropiado —dice entre dientes apretados, sus palabras
destinadas solo a mis oídos—. Demasiado.
No sé por qué no le digo que como mi futura prometida un auto
es el menor de sus derechos. ¿Por qué no le digo que nos vamos a
casar? ¿Por qué no lo hice anoche cuando tuve la oportunidad? ¿O
hace un año, o el año anterior, o el mismo día que nos conocimos?
Porque sé que no le gustará la idea. Sé que se resistirá. Sé que se
negará. Me lo dijo con pocas palabras cuando me tiró el anillo. No
hay nada más claro que fingir ante el mundo que lo de anoche no
ocurrió. Pero bueno, ¿por qué prolongar la guerra? Me ocuparé de
ello cuando llegue el momento de llevarla al altar. La ataré y la
arrastraré hasta el altar si es necesario.
Me tiende la llave con la palma abierta.
—No puedo aceptarlo.
Me acerco más y digo en voz baja para que su familia no me
oiga:
—Nada de mi regalo ni de anoche es inapropiado. No tienes ni
idea de lo apropiado que es. —Cierro mi mano alrededor de la suya
y cierro sus dedos en la llave—. Disfruta el auto, Sabella. —Le
acaricio la nuca, la arrastro más cerca y le doy el beso que me
corresponde. Mi merecido. Mi despedida hasta que le ponga un
anillo en el dedo. Le susurro al oído mis palabras de despedida—:
Cuida mi marca. Avísame si se infecta. Enviaré a un médico para
que le eche un vistazo.
Se echa hacia atrás, se agarra a mí y me mira con ojos grandes
y desorbitados. Si tiene miedo que revele su secreto, no tiene por
qué preocuparse. Puede que no me guste ser la basura que esconde
bajo la alfombra, pero nunca falto a mi palabra.
—Feliz cumpleaños —digo, con el volumen normal destinado a
todo el mundo.
El botones sale con nuestras maletas.
—¿Son suyas, señor?
Sabella se pone roja, pero no rompe el contacto visual. Deja que
le haga sombra, ocultando a su familia la verdad que lleva escrita
en la cara.
Probablemente, al percibir la tensión en el ambiente, el botones
deja las maletas en la acera y se escabulle hacia el interior del hotel.
Le sostengo la mirada mientras recojo mi maleta. Dejarla ir
requiere toda mi fuerza de voluntad.
Cinco meses.
Eso es lo que me digo a mí mismo. Cinco meses, y tendrá una
bonita boda de verano.
Yo, lo tendré todo.
No perdono ni una mirada a su familia y me alejo antes de hacer
algo de lo que me arrepienta, como robarle sus últimos cinco meses
de libertad.
Angelo se aleja con pasos largos y poderosos, zancadas furiosas,
y sube a un auto. Nos quedamos mirando tras el elegante Jaguar
mientras arranca con el chirrido de los neumáticos y gira por la
carretera que lleva al aeropuerto.
Respiro hondo, preparándome mentalmente para enfrentarme a
las personas que dirigen sus miradas hacia mí como un solo
hombre.
La voz de Ryan es tranquila:
—¿Te molestó?
Molestar es una forma ligera de decirlo. La vergüenza me
calienta las mejillas. Nunca podrán saber lo que pasó, que me
acosté con el hombre que me traicionó y robó una parte de la
empresa de mi padre. Eso no solo es débil, sino también
despreciable. Herí a mi padre cuando dejé entrar a Angelo en
nuestra casa. No quiero herirlo de nuevo. Nunca superaré la
humillación si alguien descubre que Angelo y yo tuvimos sexo -
repetidas veces- y que me marcó como propiedad. Como un animal
o una esclava.
—¿Sabella? —Ryan dice, dando un paso hacia mí.
Celeste se desplaza al borde del banco, toda ojos y oídos.
—No —digo, acumulando mentiras.
—¿Qué mierda quería? —Colin pregunta.
Celeste tira el vaso de plástico con el logotipo de Starbucks, al
que se aferraba, a la basura.
—Lenguaje, Colin, por favor. Creo que ya hemos tenido
bastantes disgustos esta mañana.
—Lo siento —murmura—. En serio, ¿qué quería, Bella?
—Ya lo has oído. —Señalo con la mano al auto ridículamente
caro—. Me trajo un regalo de cumpleaños.
—¿Vino desde Córcega para darte la llave de un auto que le
habían entregado? —Colin pregunta, claramente sin creérselo.
—Eso es lo que parece —digo.
Colin flexiona la mandíbula.
—¿Eso es todo?
—Mira, me encontré con él cuando salía —le digo—. Igual que
tú. ¿Qué más quieres que te diga? —Me voy directo al infierno.
—¿Por qué te daría un auto? —Colin mira a Ryan—. ¿No te
parece raro, maldita sea?
—Lenguaje —canta Celeste.
Ryan toma una maleta y la mete en el maletero.
—¿Quién diablos sabe? El tipo es la personificación de lo raro.
—Pero no crees... —empieza Colin.
—Déjalo, Colin —dice Ryan, cerrando el maletero de golpe.
La dureza de su voz no solo me sobresalta a mí, sino también a
Celeste y a Colin. Colin lo mira con los labios entreabiertos, como
si quisiera decir algo más, pero cuando toma aire para hablar, Ryan
lo interrumpe.
—¿Qué quieres hacer con el auto, Bella?
Observo a mi hermano, intentando leerlo. Su rostro está
inexpresivo. ¿Por qué tengo la impresión que oculta algo? No quiere
que Colin le haga esas preguntas. ¿No debería Ryan hacer las
mismas preguntas? No es que me queje que me haya librado.
—Lo conduciré —digo.
—¿Estás segura? —pregunta Ryan—. Los autos deportivos
pueden ser complicados hasta que te acostumbras a ellos.
—Es un Ferrari. —Recojo mi equipaje—. Son todos automáticos.
Me las arreglaré.
—Iré con ella —dice Colin.
Ryan asiente.
—Te seguiremos.
Colin me quita la maleta y la mete en el maletero mientras yo
ajusto los retrovisores y el asiento. Cuando se ha abrochado el
cinturón, salgo del aparcamiento y me dirijo a la autopista.
—Te perdiste el almuerzo tardío —dice Colin.
—Dije que lo haría.
—¿Cómo está tu resaca?
—No tan mal. Tuve que tomar pastillas.
Me lanza una mirada de reojo.
—Los otros preguntaban por ti en el restaurante.
Miro por el retrovisor para asegurarme que Ryan me sigue.
—¿Qué les dijiste?
—Que disfrutaste demasiado de tu fiesta y necesitabas dormir
la resaca.
—Gracias.
—No te hará daño hacer un esfuerzo, ya sabes.
Freno con demasiada fuerza y el impulso hace que nuestros
cuerpos avancen. Levanto el pie del pedal y vuelvo a intentarlo,
consiguiendo la fuerza necesaria para frenar al tercer intento.
—Lo siento. Ryan tenía razón. Maldita sea, los frenos son
sensibles. Esta conducción es muy diferente a la del Audi de mi
madre. —En la salida, me giro hacia George—. ¿Un esfuerzo con
qué?
—Hacer amistad con las otras chicas de tu clase. Lo están
intentando.
Me burlo.
—No lo están. No sabes cómo son las cosas. Y se supone que
estás de mi lado.
—Lo estoy. Por eso te lo digo, Bella. ¿Por qué te aíslas así?
Manteniéndome dentro del límite de velocidad, acelero.
—No lo hago.
—Nunca sales con nadie más que conmigo.
Sonrío, buscando el humor.
—Porque me gustas. Pensé que te alegrarías.
—Ni siquiera intentas conocer a alguien. ¿Cuántos chicos de mi
clase te han coqueteado? Finges no darte cuenta. Es tu
cumpleaños, pero no bailas con los solteros. No le das a ninguno la
oportunidad de acercarse a ti. Tienes ese aire de ser inalcanzable
que aleja a los hombres antes que puedan hacer un movimiento. Es
como si mantuvieras a todos a distancia. Si solo te comportaras así
con los chicos porque no te interesan las citas, lo entendería, pero
como he dicho, no te tomas la molestia de conocer a las otras
chicas. La amistad requiere inversión, Bella. Es como si no te
importara nada. Ni siquiera vienes a tu maldito almuerzo de
cumpleaños.
Apoyo una mano en el volante.
—¿Por qué me lo pones tan difícil? ¿Y qué si no soy una persona
sociable? No todo el mundo es como tú.
Su voz sube de volumen:
—¿Qué mierda te parezco?
—Perfecto —grito, arrepintiéndome en cuanto la palabra sale de
mi boca.
—Caray. —Se aparta de mí, mirando por la ventana—. Mierda,
muchas gracias.
—Por el amor de Dios, Colin. ¿Qué te pasa? ¿Puedes dejarlo ya?
—A lo mejor lo que me pasa es lo de Angelo —refunfuña en voz
baja.
Lanzo un sonido de frustración.
—Ya tengo bastante con lo que lidiar. ¿Te importaría no añadir
más?
—Te tiene atada. —Se retuerce en su asiento, continuando con
renovada ira—. Te dijo que no faltaría a uno de tus cumpleaños.
Dijiste que no iba aparecer, y lo hizo. El tipo te regaló un puto
Ferrari por tu cumpleaños. Voló desde Córcega para estar aquí,
resultando que sabía dónde ibas a dar tu fiesta. ¿No te parece
extraño?
—Está haciendo negocios con mi padre. Él podría haber
mencionado algo a alguien. —Me encojo de hombros—. George es
pequeño. Ya sabes cómo habla la gente. No es difícil averiguar
detalles así aquí.
—Bien. Digamos que se enteró de algo a través de la red. Sigue
siendo una locura. El tipo está claramente obsesionado contigo.
¿Ves ahora por qué necesitas una orden de alejamiento?
Mi conducción es casi agresiva en la forma de tomar las curvas.
Por la forma en que el auto se agarra a la carretera, está claro que
fue hecho para la velocidad. Ryan se ha quedado atrás. Su BMW ya
no se ve por el retrovisor. Reduzco la velocidad y respiro hondo para
tranquilizarme.
No puedo confesar por qué ir a la policía no es una opción. El
negocio de mi padre sigue en juego. Además, una orden de
alejamiento no hará ninguna diferencia para un hombre como
Angelo. No sé cómo explicarle eso a Colin, que vive su vida al pie de
la ley. No sé cómo transmitir con palabras la oscuridad que hay en
Angelo. No puedo hablarle a Colin de la marca de la vergüenza que
llevo en el cuerpo ni que no puedo pedir dinero a mi hermano o a
mi padre para que me la quiten. Tendré que operarme cuando
pueda trabajar y ahorrar el dinero. No puedo decirle que el auto no
es más que el pago por lo de anoche. ¿Por qué si no me daría Angelo
un auto?
Estoy perdiendo el entusiasmo por los cumpleaños. Angelo me
desafió por mi decimosexto cumpleaños, permitiéndome quedarme
con Pirata. La traición por mi decimoséptimo fue sellada con un
dulce beso. Pagó mi tarjeta V en mi decimoctavo con un Ferrari.
En George, me dirijo hacia el Este de la ciudad y entro en el
aparcamiento de la iglesia donde todos los fines de semana se
celebra un bazar en la sala contigua para recaudar fondos para el
albergue de personas sin hogar.
Durante un rato, estamos callados.
Cierro los ojos y apoyo la frente en el volante.
—No estoy tratando de ser duro contigo, Bella. Solo te estoy
cuidando.
Suspiro y me siento.
—Lo sé.
Cuando veo a Ryan detrás de mí por el retrovisor, apago el
motor.
—No tardaré.
Colin sale cuando yo lo hago, con una pregunta ardiendo en los
ojos. Subo los escalones del pasillo de dos en dos y voy más
despacio cuando mi ropa interior roza la quemadura, rozando la
piel inflamada.
La señora que se sienta detrás de la caja registradora en el
vestíbulo levanta la vista con una sonrisa.
—Los puestos con los artículos de segunda mano están a la
izquierda, y los de repostería casera y artesanía, a la derecha.
Empujo la llave sobre el mostrador.
—Me gustaría donar un Ferrari. Está estacionado en el
aparcamiento. Los papeles están en la guantera. —Tomando el
bolígrafo que hay sobre el libro en el que ella anota las ventas,
escribo mi nombre y mi número de teléfono—. Aquí están mis datos.
Llámame cuando tenga que bajar a firmar los documentos que sean
necesarios.
Me mira como si fuera un extraterrestre y sigue boquiabierta
cuando me doy la vuelta y salgo.
Afuera, Colin se apoya en el auto con los brazos cruzados.
—Vamos —digo, tomando mi bolsa del maletero—. Tendremos
que viajar con Ryan.
—¿Qué has hecho? —Ryan pregunta, cuando me meto en la
parte trasera de su auto.
—No lo hiciste —dice Celeste, retorciéndose en su asiento.
Colin se sube a mi lado, negando solo con la cabeza.
—¿Qué? —Levanto las palmas de las manos—. ¿No pensaste
que me lo quedaría?
—Maldición. —Ryan se ríe mientras da la vuelta al auto y sale a
la carretera—. No puedo esperar a contar esta historia en la oficina.
Estamos callados el resto del camino a casa. Colin salta con un
adiós ahogado cuando Ryan aparca en la calle sin salida frente a
nuestra casa. Mi mejor amigo se dirige a su puerta sin mirar atrás.
La distancia entre Colin y yo es cada vez mayor. Entiendo que
esté preocupado, pero comportarse de una manera tan prepotente
hace que sea difícil sincerarme con él. No será capaz de manejar la
verdad. Menos mal que no tengo intención que nadie se entere de
lo que pasó en mi fiesta.
Celeste me lanza un beso cuando salgo. No me sorprende que
no entre. Mi madre no es loca por Celeste. Nunca ha aprobado la
elección de esposa de Ryan. Ni que decir tiene que a Celeste
tampoco le gustan mucho mis padres.
—Dale a Brad un abrazo de mi parte —le digo, cerrando la
puerta.
Ryan ya está tomando mi maleta. Se queda quieto,
observándome con una mirada demasiado perspicaz mientras doy
la vuelta al auto. Nos miramos un par de veces antes que me
entregue la maleta.
—Mamá y papá lo saben. Los llamé desde el auto. —La comisura
de sus labios se levanta—. Espera algo de drama.
Me acomodo la correa del bolso sobre el hombro.
—Gracias por el aviso.
Me lanza una mirada penetrante.
—Tenía que avisar a papá.
Pateo un mechón de hierba y desvío la mirada.
—Lo sé.
—Buena suerte, Bella. —Me aprieta el hombro—. Ya sabes
dónde encontrarme si necesitas algo.
Está a mitad de camino alrededor del auto antes que yo diga:
—¿Ryan?
Se detiene.
—¿Cómo supo Angelo dónde encontrarme?
La máscara habitual vuelve a su sitio.
—No puede ser muy difícil conseguir información así. —
Continúa con expresión estoica—: ¿Te sientes en peligro?
—No —digo rápidamente, no quiero que indague más y plantee
preguntas que no puedo responder.
Esboza una sonrisa y abre la puerta.
—Gracias de nuevo por la fiesta —digo.
Asiente y se pone al volante.
Cuando se marcha, miro a mi alrededor. Roch está ahí afuera,
en alguna parte, siempre vigilando. Un escalofrío me recorre la
espalda. Seguramente fue él quien le contó a Angelo lo de la fiesta.
Por fin a solas, pierdo la compostura. Le mentí a Ryan. Me siento
insegura, pero no en el sentido que él sugirió. Me siento insegura
sobre todo por mí misma, por lo que siento cuando Angelo presiona
sus labios sobre los míos y me dice cosas despreciables al oído. No
puedo confiar en mí misma cuando me desnuda bajo las brillantes
luces del baño de un hotel y estudia mi cuerpo con descarada
fascinación.
Soy la primera mujer que ve desnuda, pero ese dato inesperado
no es lo que más me afecta ni lo que más me debilita. Fue la forma
en que me miró, como si fuera la última mujer que vería desnuda.
Luego me marcó, recordándome con toda claridad por qué debería
odiarlo. Por qué lo odio.
Mierda. Soy una traidora, y traicioné a mi familia de la peor
manera. Angelo tenía razón en una cosa. No puedo culpar de mi
momento de debilidad al alcohol. Hice lo que hice, y ahora tengo
que vivir con ello.
Respiro hondo, lo alejo todo y me preparo para enfrentarme a
mis padres al entrar en casa. Se me contrae el pecho cuando me
llegan sus voces acaloradas desde el jardín delantero. Se están
peleando otra vez. Últimamente las cosas iban muy bien.
—Tienes que decírselo —dice mamá—. Por el amor de Dios, Ben.
¿No puedes asumir tus acciones por una vez?
Cruzo el salón y me detengo en la puerta corredera abierta. Mis
padres están de pie en el porche, frente al mar. Cada uno tiene una
copa en la mano. La preciada botella de whisky escocés de papá
está sobre la mesa. Teniendo en cuenta que ni siquiera es la hora
de comer, lo que sea que estén discutiendo es lo bastante grave
como para justificar un trago fuerte.
Las palabras de mamá tienen un filo:
—¿Es tan difícil admitir que cometiste un error estúpido porque
te dejaste llevar por tu codicia?
—Basta —dice papá, con voz dura—. Decírselo no le servirá de
nada.
Dejo caer mi bolso al suelo.
—¿Decirme qué?
Mi madre se da la vuelta y me mira con los ojos entornados.
—¿Estás espiando? ¿En mi casa? ¿No sabes cómo...?
—Margaret —dice papá, su tono la hace callar—. Esta casa
pertenece a todos en esta familia, no solo a ti.
—Veo que nada cambia por aquí. —Mamá golpea su vaso contra
la mesa—. Está claro que mi opinión no importa.
Mi padre inclina la cara hacia el cielo.
—Por el amor de Dios. ¿Podemos no hacer esto ahora?
—Claro. —Mamá sonríe dulcemente—. Lo que tú quieras. Eres
el sostén de la familia. Eso te da derecho a opinar.
Miro entre ellos.
—¿Decirme qué?
—No se trata de ti —dice papá—. Está relacionado con los
negocios.
Mamá tensa los labios en una fina sonrisa y mira hacia otro
lado.
—Lo más importante es que queremos hablar contigo de lo que
ha pasado esta mañana —dice papá.
No quiero discutirlo más.
—Ryan dijo que ya te lo había dicho.
Mamá se cruza de brazos.
—¿Dónde está el auto?
—Lo doné a la caridad.
—¿Qué? —Se ríe como cuando está enfadada—. ¿Qué caridad?
—El refugio de los sin techo.
—Hiciste lo correcto —dice papá, lanzando una mirada a mi
madre—. ¿Eso es todo?
—Les dije que me llamaran cuando tuviera que firmar los
papeles de transferencia de propiedad.
—Me refería a Angelo Russo. —Aprieta la mandíbula al
pronunciar el nombre.
—Sí —digo, cruzando los dedos detrás de la espalda. Sigo
odiando mentirle a mi padre, aunque ahora puedo hacerlo sin
sonrojarme—. ¿Por qué no dejas de hacer negocios con su familia?
Mi padre frunce el ceño. Suelta una risita suave e incómoda.
—¿Qué?
—¿Por qué sigues haciendo negocios con ellos?
Mamá levanta la barbilla y le mira de un modo que dice: Te lo
dije.
—Es complicado —dice papá—. Por desgracia, es uno de esos
males necesarios.
Mamá resopla.
—Eso es decir poco.
—Margaret —dice de nuevo, más duro esta vez—. ¿No deberías
comprobar el almuerzo?
—Por supuesto. —Desenreda los brazos y cuadra los hombros—
. Lo que tú digas.
Papá gime mientras ella camina con la espalda rígida hacia el
salón.
—Margaret, vamos. No quería decir eso.
Ignorándolo, se dirige a la cocina.
Mi corazón late un poco más deprisa cuando miro a mi padre.
—¿Qué está pasando de verdad, papá? Me asustas cuando
mamá y tú se pelean así.
—Nada. —Cruza la veranda y me frota el brazo como solía hacer
cuando era pequeña y quería tranquilizarme—. ¿Te apetece un vaso
de vino antes de comer? Después de todo, ya tienes dieciocho años.
—No, gracias.
Se ríe entre dientes.
—Ryan dijo que bebiste demasiado champán anoche. Me alegro
que te divirtieras.
No le corrijo lo de la diversión.
Se aclara la garganta.
—Sabes lo mucho que tú y tus hermanos significan para mí,
¿verdad?
—Por supuesto.
—Siempre has sido la niña de mis ojos. —Sonríe como para sí
mismo—. Siempre me meteré en problemas con tu madre por eso.
—¿Por tener un favorito? —pregunto, con un nudo en la
garganta. Mattie es la favorita de mamá, y sé cuánto me dolía eso
antes de tener edad para entenderlo. Odiaría que Mattie sintiera lo
mismo por papá y por mí.
—Por mimarte. —Da un sorbo a su bebida—. Sin embargo, no
eres un niña mimada. —Se ríe entre dientes—. Lo siento. No eres
una adulta malcriada. ¿Adónde va el tiempo? Mi niña ya es una
mujer adulta. Eres una buena persona.
—Gracias —digo, sin encontrarme con su mirada, porque no soy
una buena persona.
—Tu felicidad es importante para mí. Mucho.
—¿Papá? —Busco sus ojos—. ¿Qué estás diciendo?
—Si Colin y tú deciden casarse algún día, me hará muy feliz.
Suelto un suspiro.
—Mamá te metió en esto, ¿no?
Se encoge de hombros.
—Colin es un buen joven. Sé que te gusta.
—Como un hermano —exclamo—. Por favor, no empieces
también con lo de buscar pareja. Ya es bastante malo que mamá
lleve encima de mí sobre esto desde el instituto.
—Solo digo que si alguna vez desarrollas sentimientos
románticos por él, me iré a la tumba tranquilo, sabiendo que estás
en buenas manos y cuidada.
Engancho mi brazo alrededor del suyo.
—En primer lugar, sé cuidarme sola. Segundo, no te vas a ir a
la tumba pronto, así que dejemos el tema de buscarme marido.
—Solo digo. —Me da una palmadita en la mano—. Sé que eres
capaz de hacerlo perfectamente bien sin que yo -o tu madre- se
entrometa.
—Gracias —digo, besándolo en la mejilla—. ¿Vamos a ver si
mamá necesita ayuda? No quiero que piense que la excluimos de
nuestras conversaciones.
—Ve tú. Estaré allí en un minuto.
Cuando entro en la cocina, mamá está golpeando la encimera
con las especias. El olor fragante del bobotie sale de los fogones.
Aunque el curry dulce malayo es uno de mis platos favoritos, se me
revuelve el estómago al sentir el olor del ajo, la cúrcuma, la canela
y el jengibre que flota en el aire. Tardaré un rato en recuperar el
apetito. Los analgésicos están haciendo efecto. Estoy en carne viva
y dolorida, no solo donde tengo la piel quemada, sino también por
dentro.
—¿Puedo ayudar? —pregunto.
Doy un respingo cuando mi madre se vuelve bruscamente y me
rodea con los brazos. Me estrecha, me abraza como nunca lo ha
hecho. Le rodeo los hombros con los brazos y le doy una torpe
palmada en la espalda.
Las lágrimas brillan en sus ojos cuando se aparta.
—¿Estás bien? —pregunto, tensa por la alarma.
Se limpia una lagrima bajo un ojo, atrapando una lágrima.
—Oh, es solo la idea que tú también te vayas de casa tan pronto.
No estoy deseando ser un nido vacío.
—No estaré lejos. Ciudad del Cabo está a solo cuatro horas en
auto.
Ella resopla.
—Lo sé, pero te mudas con Ryan y Celeste, y no soy bienvenida
allí.
—Oh, mamá. Sabes que siempre eres bienvenida en su casa.
Celeste solo se siente herida por cómo la criticas.
Agita una mano.
—No voy a convertir mi propio corazón en un pozo negro de
pecado mintiendo sobre mis sentimientos.
Me rio.
—Eso es un poco dramático, ¿no crees?
—Tú y tu padre piensan lo mismo. Cuando los dos están juntos,
no importa lo que yo diga.
—Eso no es verdad. —Me apoyo en la encimera y agacho la
cabeza para mirarla—. Tu opinión sí importa. Puede que no siempre
estemos de acuerdo, pero eso es otro tema.
Saca pasas de un tarro y las añade a la carne picada especiada
que se está dorando en la sartén.
Me muerdo el labio y la estudio. Siempre recurro a mi padre
cuando tengo preguntas porque me da respuestas directas y
honestas. Su verdad no está tan contaminada por la manipulación
como la de mi madre.
Sin embargo, hay algo que no me está diciendo. No me tragué la
historia de discutir de trabajo cuando los encontré peleándose. Esta
vez, mi madre puede ser a la que pregunte.
—¿Sabes una cosa? —Empiezo con cuidado—. Nunca hablamos
de la noche que dejé entrar a Angelo en casa. Sé que te decepcioné
y te hice daño.
Sorprendida, me mira.
—Dijiste que lo sentías. No había nada más que decir.
—Todavía me arrepiento de haberlo hecho. A veces, creo que la
culpa nunca desaparecerá.
—Tonterías. —Agarra un trapo y limpia el mostrador con
movimientos bruscos—. Ya lo hemos superado. Angelo Russo te
manipuló de forma escandalosa.
—Y por eso, papá perdió una parte de su negocio.
Se queda quieta, apretando los dedos alrededor de la tela.
—Nunca me lo perdonaré —digo sinceramente.
—¿Es así como te sientes después de todo este tiempo?
¿Culpable?
—Sí —admito en un susurro. Por mucho más de lo que le estoy
diciendo.
—Bueno, no deberías. Se acabó. No podemos cambiar lo que
pasó. Solo tenemos que seguir adelante. —Añade después de un
tiempo—: Sin culpa.
—Antes, afuera... —Dudo—. ¿De qué discutían realmente papá
y tú? ¿Qué es lo que papá no quiere decirme? ¿Tiene algo que ver
con el dinero que perdió?
Tira el trapo en el fregadero y se pasa las manos por el delantal
antes de mirarme.
—Parece que ya has sufrido bastante culpa. ¿Por qué no lo
dejamos estar? Ya lo verás. Las cosas irán mejor cuando estés en
Ciudad del Cabo.
Quiero creerlo. En algún momento, lo hice. ¿No me dije lo mismo
a mí misma? Después de anoche, ya no. Nada será diferente. Angelo
siempre será parte de mí, arraigado en mi alma. Hizo un trabajo
demasiado bueno durante ese primer año. Él es parte de mis sueños
y de mis pesadillas. Está incrustado en mi culpa y quemado en mi
piel. Seguirá apareciendo cada día que cumpla un año más. Lo sé
con una certeza profundamente arraigada.
La situación no cambiará en Ciudad del Cabo.
No cambiará en ningún sitio.
La cuestión es por qué.
¿Es un juego enfermizo? ¿Le gusta atormentarme? ¿Arruina la
vida de otras personas por diversión?
La única forma de detener un juego es dejar de jugarlo. Parece
fácil, pero no lo es tanto. ¿Cómo puedo terminar o ganar la partida
si ni siquiera conozco las reglas?
Cuando llego a casa, mi madre está arrodillada en el suelo de la
biblioteca con cientos de folletos extendidos ante ella.
—Oh, hola —dice, revolviendo los brillantes folletos—. Llegas
pronto a casa.
—Hice buen tiempo con el barco. El viento estaba detrás de mí.
Me sonríe.
—¿Cómo fue la fiesta de cumpleaños?
Los recuerdos que me inundan me hacen trabajar la mandíbula.
—Bien. —Y malos. Pero sobre todo memorables. Inevitablemente
satisfactorio.
—¿Le gustó el auto?
—Parece que no. —Mi tono es irónico—. Lo donó a la caridad.
Mi madre frunce el ceño.
—Te dije que era demasiado llamativo.
—No te preocupes por eso. Le he dicho a su hermano que le
compre un auto más normal. —Miro por encima de su hombro—.
¿Qué estás haciendo?
—Organizar los folletos de boda por temas y colores. Estaba
pensando en albaricoque como color principal y paletas de naranja
como colores de acento. ¿Qué te parece?
Hay que esforzarse para sonreír. La forma en que dejé Sudáfrica
me puso de mal humor.
—Como si tuvieras todo bajo control.
—¿A Sabella le gustan las rosas? He pensado que podríamos
hacer arreglos florales con rosas blancas, marrones, beige y naranja
quemado. Las rosas marrones están de moda. ¿Le gustarán? Estoy
haciendo tableros temáticos que podemos compartir con ella para
que nos dé su opinión.
—No necesitamos su opinión. Lo que quieras estará bien.
—Pero Angelo...
—Confía en mí, Maman. Sabella tiene otras cosas en la cabeza.
—¿Cómo qué? —pregunta incrédula. Como si los colores y las
flores de una boda no fueran lo más importante del mundo.
—Como la universidad.
Se sienta sobre sus talones.
—¿Qué? ¿Va a ir a la universidad? ¿A estudiar qué?
—Biología marina.
—¿Dónde? No hay ninguna facultad de ciencias marinas en
Corte.
—Tendrá que ser en Marsella, pero aún no lo he mirado. De
momento va a ir a la universidad en Ciudad del Cabo.
—Las solicitudes ya se habrían cerrado. —Ladea la cabeza,
estudiándome—. Deberías haber hecho eso por ella el año pasado.
¿No quieres que estudie?
Me meto las manos en los bolsillos y me pongo de puntillas.
—No tengo ningún problema en dejarla ir a la universidad.
Adeline sí, ¿verdad? Aunque la logística será un reto. Tendremos
que quedarnos allí entre semana y volver a casa los fines de
semana.
—¿Y la solicitud?
—Puedo presentar una solicitud tardía hasta abril. Además, con
nuestros contactos, hacerla entrar no será un problema.
—Bien. —Sus hombros se hunden mientras exhala un suspiro—
. No deberías impedir que reciba una buena educación. —Su voz es
melancólica cuando añade—: Yo no tuve esa oportunidad.
Nunca dice nada, pero sé que se avergüenza de no haber
terminado los estudios. Noto cómo se retrae de las conversaciones
sobre temas académicos y cómo se calla en compañía de mujeres a
las que considera cultas.
Mi padre se casó con ella cuando tenía dieciséis años. Un año
después nacimos Adeline y yo. Aunque su rostro es joven, parece
veinte años mayor en espíritu. Todos los abortos que sufrió después
de mi hermana y de mí le pasaron factura. Sus otros embarazos
terminaron siempre de la misma manera: con dolor y lágrimas. Mis
padres dejaron de intentar tener otro hijo hace dos años, cuando el
obstetra dijo que su cuerpo no podía soportar otro embarazo.
—O de conseguir un trabajo —añade.
—Yo tampoco me opongo.
—Bien —vuelve a decir, asintiendo como si el asunto estuviera
zanjado.
Miro hacia las escaleras.
—¿Papá?
—Está mucho mejor. Incluso fue ayer a la ciudad a ver a tus
tíos. Lo encontrarás en el estudio, repasando los libros. —Toma un
folleto y me enseña una tarta de tres pisos con unos novios de
plástico encima—. ¿Pedimos una tarta clásica tradicional o algo
más francés como una pièce montée?
Mi teléfono vibra en el bolsillo.
—Lo que decidas será perfecto —digo mientras saco el teléfono.
Es Edwards. Estaba esperando su llamada—. Disculpa. —Aprieto
el teléfono contra mi oreja y camino hacia la puerta—. Tengo que
contestar.
Agradecido por escapar de la charla sobre bodas y pasteles,
salgo al jardín. El sol de invierno brilla en el cielo y se refleja en el
océano.
Respondo:
—Sr. Edwards.
Desde el día en que robé su libro, nuestra interacción ha sido
mínima y solo por correo electrónico. Por razones comprensibles,
me ha estado evitando. He tratado sobre todo con Ryan, pero las
instrucciones que envié ayer se refieren al padre, no al hijo.
—¿Qué significa esto? —balbucea, sonando incoherente y
angustiado.
—Supongo que te refieres a los preparativos de la boda que envié
ayer por correo electrónico —digo entre dientes.
—Conseguiste lo que querías —se queja—. No tiene que haber
una boda.
—Si crees que dirigir tu negocio es lo que yo quería, no tienes ni
idea.
—Tienes el dinero —dice, volviéndose suplicante—. El poder.
Deja a mi hija fuera de esto.
—Ves, esto es lo que no entiendes. No hice lo que hice por el
dinero o el poder. —Me rio entre dientes—. Bueno, no solo. Lo hice
por Sabella. Lo hice por lo que siempre me debiste.
—¿De verdad crees que hará las maletas, dejará sus estudios y
te seguirá a un país que nunca ha pisado y donde no conoce a
nadie? Si crees que mi hija se pondrá un vestido blanco para ti y te
dirá que sí, eres tú el que no tiene ni idea.
—No estoy preocupado por Sabella. Hará lo que yo diga. Solo
asegúrate que sus cosas estén empacadas. O no lo hagas.
Realmente no me importa. Ella puede comprar ropa nueva aquí. Si
asistes a la boda depende de ti. Por cortesía hacia Sabella, reservaré
lugares para tu familia en la mesa de los novios. Tú decides si
ocupas esos asientos.
Con eso, termino la llamada.
La vida es frenética cuando Pirata y yo nos mudamos con Ryan
y Celeste y mi curso universitario empieza en febrero. Acepto el
ritmo extenuante con los brazos abiertos. Estar ocupada me ayuda
a olvidarme de los cumpleaños y de los regalos inesperados -o más
bien, maldiciones- que traen consigo.
Como necesito mi propio auto para ir de Bloubergstrand al
campus, papá me compra un Mini Cooper básico. El auto sigue
siendo caro, pero está muy lejos de ser un Ferrari.
Colin y yo pasamos juntos el tiempo libre estudiando en la
biblioteca. La separación de May lo dejó con el corazón roto. Ya no
estamos tan unidos como antes, pero sigue siendo mi único amigo.
Los momentos de tiempo libre son escasos al principio. Tengo
clases seguidas desde las ocho de la mañana hasta las seis de la
tarde. Los fines de semana voy a comer al apartamento de Colin o
él cena en casa de Ryan y Celeste. En alguna que otra ocasión, nos
damos un baño en alguna de las muchas playas bonitas. Si Celeste
está ocupada, llevamos a Brad a la piscina de rocas. Me encanta
pasar tiempo con mi sobrino. Cuanto más crece, más se parece a
Ryan.
Celeste retomó su antiguo trabajo como voluntaria en la
Asociación Tierra Verde, lo que significa que tengo que hacer de
niñera por las tardes cuando se le hace tarde. Ryan siempre la
recoge de la oficina por la noche. Le prohibió conducir sola por la
noche. Vivir con ellos reveló la vena sobreprotectora de mi hermano,
otra faceta de su carácter que no sabía que existía.
Mattie se queda embarazada en abril. Todos vamos a visitarlos
a Stellenbosch el fin de semana. Mamá se ha quedado a dormir con
ellos con frecuencia, al menos un par de semanas cada mes, lo que
me hace preguntarme por la relación entre ella y papá. Papá
siempre ha estado ocupado con el trabajo, a menudo viajando para
visitar a sus clientes por todo el país, pero estos días, mamá se
ausenta de casa con más frecuencia. Si no está en casa de Mattie,
está en un balneario. ¿Y qué pasa con Jared? ¿No le molesta que
su suegra viva más con ellos que en su propia casa? Cuando le
comento a Mattie mi preocupación, ella dice que mamá solo está
disfrutando de su nueva libertad ahora que ya no hay niños en
casa.
Mayo pasa volando. Mi piel hace tiempo que cicatrizó donde
Angelo dejó su sello. El sello está dibujado con líneas en relieve que,
una vez desvanecido el rojo furioso, son más claras que mi tono
aceitunado. El vello que Angelo afeito volvió a crecer, cubriendo la
marca. No tengo espacio para un trabajo medio tiempo durante la
semana, pero cuando disminuyan las horas de clase en mi segundo
año, puedo trabajar de camarera para ahorrar dinero para la cirugía
plástica, que no está cubierta por mi seguro médico. Un injerto de
piel cuesta un ojo de la cara.
Tendré que someterme al procedimiento a escondidas, quizá
durante unas vacaciones de invierno, cuando pueda inventarme la
excusa de irme fuera un par de semanas. Siempre puedo decir que
participo en una expedición de clase. Los estudiantes de último
curso a veces se unen a equipos de rodaje o investigadores en
barcos, ofreciendo sus servicios gratuitamente a cambio de
experiencia. Las oportunidades de trabajo en mi campo son escasas
y cada pequeño extra que puedas añadir a tu currículum ayuda.
Participo con frecuencia en la vida social del campus. Incluso
me uno a una recaudación de fondos para salvar a los tiburones en
peligro de extinción. La empresa de mi padre dona una cantidad
considerable, lo que me vale el título de secretaria de nuestra
asociación. Cuando no estoy presentando propuestas de
financiación a empresas de alto nivel de la ciudad, doy charlas los
fines de semana en centros de información turística sobre
conservación y falsas percepciones de los tiburones.
Tampoco soy ajena a las fiestas dentro y fuera del campus.
Asisto a todos los conciertos y festivales de cerveza. Mentiría si
dijera que disfruto con el olor a cerveza rancia en carpas sudorosas,
con las mesas cubiertas de alcohol pegajoso, con el hedor del vómito
en los cubos de basura y con caminar por un campo de deportes
embarrado entre una masa de gente borracha. La única razón por
la que lo hago es para demostrar a mi familia y a Colin que no soy
antisocial. Que no soy prisionera de las siniestras promesas de
Angelo. Que no tiene un control invisible sobre mí.
Cada vez que me planteo aceptar una invitación para tomar una
copa de vino barato o compartir una pizza, pienso en lo que ocurre
después del vino y la pizza. ¿Una relación? ¿Sexo? No me apetece
ni lo uno ni lo otro. Como no tengo un minuto que perder, siempre
acabo declinando. No tiene nada que ver con el recuerdo del sexo
que tuve con Angelo y el miedo a que ningún otro hombre se le
compare. Tampoco tiene que ver con el miedo a que Roch me esté
observando. Al menos, eso es lo que me gusta creer. De vez en
cuando, creo ver la cabeza rapada de Roch entre la multitud o fuera
de mi clase, pero si está ahí, sabe esconderse.
El teléfono de Angelo sigue cargado y en mi poder, pero ya no
envía mensajes de texto ni de voz. Está inquietantemente callado
después que rechazara su regalo y lo donara a la caridad. ¿Es la
calma que precede a la tormenta? ¿Aparecerá el año que viene en
enero? ¿Qué reclamará esta vez? Le di mi inocencia y mi virtud. Le
di mi amor y mi odio. ¿Queda algo por dar?
Cuando nos vamos de vacaciones de invierno en junio, Colin se
va con su familia a una granja cinegética del norte. En lugar de
volver a casa, a Great Brak River, me quedo en Ciudad del Cabo.
Prometí a la asociación que daría charlas en el acuario, y necesito
repasar unos estudios que tengo atrasados.
Mis padres vienen a comer un domingo. Pasan el fin de semana
en casa de Mattie y Jared, pero es el cumpleaños de Ryan y Celeste
ha invitado a la familia a una reunión íntima. Sus padres, Vida y
Oliver, llegan con el viento a favor y delgados desde la choza de la
Costa Oeste a la que se mudaron hace unos meses. El traslado
desde su confortable casa de Constantia pretende ser un retiro
espiritual para volver a conectar con la naturaleza.
Oliver nos cuenta orgulloso cómo viven de los percebes que
arrancan de las rocas y de las algas que les regala el mar,
sacudiendo la cabeza cuando Celeste le ofrece un aperitivo de pato
a la naranja. Mi madre resopla y se marcha a jugar con su nieto.
—Yo me encargo —digo, tomando la bandeja con caviar y
tostadas de chapata con aceitunas de Celeste.
—Gracias. —Me ofrece una sonrisa de agradecimiento—. Eres
una estrella.
Salgo al porche con la bandeja. Mi madre está tumbada en el
columpio del banco con Brad, leyendo su libro favorito sobre una
mariposa azul que sale de su capullo para dar la vuelta al mundo.
Vida y Oliver beben zumo de limón diluido en agua mientras
explican los beneficios del ayuno a Ryan, que parece aburrido. Mi
padre está sentado en la mesa del jardín, cuidando un vaso con
líquido ámbar.
Solo son las once. Espero que beber temprano no se esté
convirtiendo en un hábito.
Acercándome, hago brillar mi voz:
—¿Caviar?
Mira la bandeja y luego mi cara, parece a kilómetros de
distancia.
—Oh. No, gracias, cariño.
Dejo la bandeja en un lugar sombreado de la mesa y me siento
a su lado.
—Te extraño.
Sonríe.
—Yo también te extraño. La casa está vacía.
—¿Es por eso que mamá está fuera tanto últimamente?
Su sonrisa se vuelve cómplice.
—Deja de preocuparte por tu madre y por mí. No pensamos
separarnos.
—Eso no es lo que quise decir. Solo quiero que ambos sean
felices.
—Lo somos. —Guiña un ojo—. Las relaciones son dinámicas.
Tienen una forma de evolucionar con el tiempo y las situaciones. —
Mirando hacia el mar, continúa—: Significa adaptarse
constantemente para acomodarte a ti mismo y a la persona que
amas. Es algo que tenemos que ir descubriendo sobre la marcha.
Ahora mismo, la relación entre tu madre y yo ha cambiado.
Pasamos de estar solos en el mundo a tener a nuestros hijos y de
nuevo a estar solos. Requiere algunos ajustes. ¿Entiendes lo que
digo?
—Sí. —Apoyo la cabeza en su hombro—. ¿Eres feliz?
—Mucho —dice—. No podría pedir una familia más hermosa.
—Bien. —Me enderezo para mirarlo—. ¿Qué tal el trabajo?
—El trabajo es el trabajo. —Da un sorbo a su bebida—. Ya
conoces mi filosofía. No mezclo el trabajo con mi vida personal. Es
un buen lema para la felicidad, Bella.
—Lo recordaré.
Nos sentamos en un agradable silencio, disfrutando del sol
invernal en nuestras caras, hasta que suena su teléfono.
—Lo siento —murmura, sacando el teléfono del bolsillo.
Su expresión cambia cuando mira la pantalla. Saca el pañuelo
del otro bolsillo y se limpia la nuca y la frente. No me pierdo la fugaz
mirada que intercambia con Ryan ni cómo se tensa la postura de
mi hermano. Oliver sigue hablando como un loco, pero Ryan tiene
la mirada fija en mi padre. Están aislados en el momento,
compartiendo algo que hace que el resto de nosotros nos
desvanezcamos. No sé por qué eso me asusta.
—¿Papá? —digo, tocando su mano.
Aparta el teléfono y rodea con sus dedos los míos.
—Te amo, Bella, cariño. Nunca lo olvides.
Se me hace un nudo en la garganta. Extraño pasar tiempo con
él. Extraño quedarme dormida en su estudio y despertarme con el
sonido de su lápiz rascando sobre el papel y una suave manta
cubriéndome. Extraño quedarme dormida en la parte de atrás del
auto cuando volvemos de una velada con amigos y despertarme
cuando papá me sube a la cama.
Mi padre nunca ha sido tacaño con sus cumplidos ni a la hora
de mostrarnos afecto a Mattie o a mí. Sin embargo, por alguna
razón, este momento me parece importante. Ha engordado más y
las ojeras dicen que está perdiendo horas de sueño, pero está sano
y sigue en buena forma. Es fuerte y fiable. No va a tener un ataque
al corazón o un derrame cerebral.
Me lo digo a mí misma mientras envuelvo con los dedos el
colgante de tortuga marina de la cadena de oro que llevo al cuello y
me acurruco más.
—Yo también te amo, papá.
La joya es mi posesión materialista más preciada. La pulsera
que me regaló la familia Angelo yace ahora en el fondo de mi cajón.
Después de mi decimoséptimo cumpleaños, nunca volví a
ponérmela.
Celeste sale y aplaude.
—Todos a la mesa, por favor. —En su camino de regreso a la
casa, ella llama—. Ryan, estás en la cabeza. Todos los demás
pueden sentarse donde quieran.
Sabiendo lo que se avecina, no me ofrezco a ayudar. Me quedo
junto a mi padre mientras los demás ocupan sus sitios. Mamá lleva
a Brad de la mano a su puesto, que está colocado entre Ryan y
Celeste. Mamá se sienta al otro lado de papá. Cuando él le toma la
mano y se la apoya en el muslo, se me calienta el corazón.
Un momento después, Celeste sale con una tarta gigante
cubierta de glaseado de chocolate. Encima arden veintiocho velas.
—Feliz cumpleaños, Ryan —dice, brillando más que las llamas
combinadas de las velas de cumpleaños.
Ryan le dedica una sonrisa reservada cuando le pone la tarta
delante y le toma la mano cuando se endereza junto a su silla. Sus
padres empiezan a cantar feliz cumpleaños. Mi madre pone los ojos
en blanco, pero se une a la canción cuando todos la siguen. Ryan
parece ligeramente avergonzado.
Brad aplaude y se ríe por lo bajo, lo que hace que todos se rían
a su vez.
—Ya sabes qué hacer —dice Celeste, besando la mejilla de Ryan.
Se vuelve hacia Brad.
—¿Listo, campeón?
Brad pone ojazos.
—Espera. —Vida saca un teléfono del bolsillo—. Tengo que
grabar esto. Oh. No funciona. No. Está bien. Yo me encargo.
Adelante.
Mi madre vuelve a poner los ojos en blanco.
Ryan respira hondo y apaga las velas, para regocijo de Brad.
Celeste le da un cuchillo a Ryan.
—El honor es tuyo.
—Nada de pasteles para nosotros —dice Oliver—. Alteraría
nuestra dieta. Si no viene directamente del mar, me temo que no
podemos tocarlo.
—¿Cuenta el caviar? —Mamá pregunta con un mordisco en el
tono.
Oliver parece realmente perplejo.
—Esa es una muy buena pregunta. No, supongo que no. El mar
no lo ofreció, ¿verdad?
—¿No ofrecía el pescado? —pregunta.
Papá la patea por debajo de la mesa.
Celeste reparte los trozos de tarta, empezando por Brad, que
hunde sus pequeños puños en el glaseado y se hace un lío enorme
rellenándose la cara.
—Uno pensaría que comeríamos antes que se sirva el postre —
dice mamá en voz baja.
—No hay nada malo en hacer cosas fuera de lugar de vez en
cuando —responde papá.
Mattie se agarra la barriga.
—A este bebé no le gusta el chocolate.
—¿Necesitas ir al baño?— Jared pregunta, saltando a sus pies.
Mattie lo rechaza.
—Puedo ir sin problemas.
—Primer trimestre —anuncia mamá con aire experto a Vida y
Oliver.
—Oh. —Vida toma un sorbo de su zumo de limón—. Todas
hemos pasado por eso.
Mamá me clava una mirada.
—Casi todas nosotras.
—No empieces —digo con la boca llena de tarta—. Está delicioso,
Celeste.
—Gracias. —Se sienta en una silla junto a Ryan—. ¿Quién tiene
hambre de comida? Alguien que no sea Ryan tiene que encargarse
de la barbacoa. No puede trabajar el día de su cumpleaños.
—Oh, querido. —Mamá bebe un trago de vino—. Si es tu padre,
comeremos pollo quemado.
—Pollo a la brasa —dice con un guiño.
Todos se ríen.
Me siento y observo a la gente alrededor de la mesa. Todos
hablan a la vez. La conversación es caótica y ruidosa. Mamá lanza
indirectas y Celeste la ignora. Brad ha tirado un trozo de glaseado
en el regazo de Vida. Oliver intenta limpiarlo con una servilleta que
ha mojado en su vaso de agua, haciendo un desastre aún mayor.
La reunión es inconexa, pero somos nosotros. No es el cóctel que le
habría gustado a mamá, pero, de alguna manera, parece normal.
Como en familia.
Por una vez, a pesar de nuestros problemas, todo el mundo
parece feliz.
La mejoría de mi padre es notable. A la luz del sol que se filtra
por los grandes ventanales del comedor, su semblante está
radiante. Sus mejillas tienen un color saludable y sus ojos están
claros. Han perdido la nubosidad de los últimos meses. Sin
embargo, el cirujano le dijo que no lo operaría si mi padre no dejaba
de fumar. Mi padre dejó sus cigarros, lo que lo ponen de mal humor.
Contempla la ensalada de frutas y el yogur que Heidi le pone
delante con la boca gacha.
—¿Qué ha pasado con lo de desayunar un cruasán como hace
toda la gente normal?
—Untar un centímetro de mantequilla en un croissant que ya
contiene medio kilo en la masa y añadir cincuenta gramos de
mermelada por encima es lo que le ha pasado —digo con una
sonrisa—. Y no todo el mundo desayuna croissants.
—Esta dieta me matará —dice, mirando a Heidi.
—Todo lo contrario. —Hago un gesto a Heidi para que retire la
cesta de pasteles de la mesa—. Ya sabes lo que dijo el médico sobre
tu colesterol.
Se burla.
—Voy a morir de todos modos. ¿Por qué no puedo al menos
disfrutar de la comida que me gusta?
Heidi se va rápidamente. Mi padre ya la ha insultado bastante
desde que el cardiólogo le cambió la dieta.
A mí tampoco me gustan la fruta y el yogur en el desayuno, pero
sirvo una ración de cada uno en un bol como forma de mostrar
apoyo empático.
—Cuanto mayor te haces, más te quejas como un niño. —Y
añado con buen humor—: Es un milagro que mamá aún te aguante.
Pinchando una uva con el tenedor, me lanza una mirada desde
el otro lado de la mesa.
—Hablando de tu madre, ¿cómo crees que se va a sentir al tener
a su familia en la propiedad cuando se entere?
Lo contemplo mientras goteo miel sobre mi yogur. Debería
haberlo pensado antes de hacer declaraciones y tomar decisiones.
Como siempre, siento que le estoy fallando a mi madre, que todos
le estamos fallando por no pedirle su opinión. Ahora es demasiado
tarde. La pelota ya ha echado a rodar.
Mi tono es displicente, enmascarando el error que he podido
cometer.
—Estará contenta.
—No estés tan seguro. —Se mete la uva en la boca y mastica—.
¿Por qué crees que no tienen contacto? Ese cabrón nunca fue un
padre para ella. Seguro que no será abuelo de nadie.
—No espero que lo sea. Puede hacer lo que quiera, pero hay que
alimentar, vestir y escolarizar a esos niños.
—¿Esos mestizos? —Agita el tenedor en una dirección general—
. No dudarán en morder la mano que les da de comer.
—Entonces podrán hacerlo con un techo adecuado sobre sus
cabezas.
Abandona el tenedor y toma una cuchara.
—¿Tiene que ser en nuestra propiedad?
—En el límite de nuestra propiedad. No tienes que verlos si no
quieres. Ninguno de nosotros tiene que hacerlo.
Hundiendo la cuchara en su cuenco, remueve el contenido.
—Tuviste que tomar las riendas pronto. Gestionar la empresa y
responsabilizarse de todos es duro. —Se lleva una cucharada de
fruta y yogur a la boca. Levanta la nariz ante el yogur desnatado
que recubre dados de manzana y kiwi, suspira y vuelve a dejar caer
la cuchara en el cuenco—. Estás haciendo un buen trabajo. Te
admiro por ello. No todo el mundo puede hacerlo a tu edad.
Recuerda que aún no estoy muerto. Deberías haberme consultado.
—Tienes razón. —Echo muesli en mi bol. No se lo admitiré a mi
padre, pero elegiría diez veces un cruasán antes que el yogur
aguado—. Tomé una decisión impulsiva de improviso.
Palmea el espacio junto a su cubierto, una reacción habitual al
tantear un paquete de cigarrillos que ya no está allí. En lugar de
eso, toma su taza de té de hierbas.
—Ojalá no hubieras ido allí para empezar.
Me levanto y voy por zumo de naranja a la mesa del bufé para
llenar su vaso, porque el té verde a la menta será criticado a
continuación. Mi madre sigue al pie de la letra las órdenes del
médico, reduciendo también la cafeína.
—Tenía curiosidad —digo, omitiendo la parte de llevar a mi
madre al pueblo y presenciar la falta de respeto de los habitantes.
Si se entera, el pueblo será un baño de sangre al mediodía.
Murmura un gracias, pero ignora el zumo que le sirvo.
—¿Alguna noticia de Edwards? —pregunta.
—Todavía no.
Me sirvo zumo y me dirijo a las ventanas. El jardín se transformó
para preparar la boda. Se despejó un espacio en el césped delantero
para el cenador. Se sacaron las plantas de sus camas en el suelo y
se trasplantaron temporalmente a macetas. Se construyó una
pérgola de hierro forjado en el punto más alejado para aprovechar
las vistas al mar. Se colocaron macetas con rosas trepadoras en los
pilares y las rosas se enroscaron sobre el armazón de la estructura.
Dentro de un mes, las flores y las hojas formarán un dosel que no
solo proporcionará sombra, sino también el techo que exige la ley
para que los novios puedan pronunciar sus votos.
—No cumplirá —dice mi padre—. No hará nada para facilitarte
las cosas. Viste su reacción, viste por ti mismo cómo nos trató.
Desprecia nuestro nombre.
Me enfado al recordarlo. Me vuelvo hacia mi padre.
—No importa. Yo mismo volaré a Sudáfrica a buscar a Sabella.
Me estudia con expresión socarrona.
—¿Por qué no le has hablado del trato o de nuestro negocio? Si
va a ser tu mujer, tiene que saberlo.
¿Para qué me desprecie más de lo que ya lo hace? Llevo toda la
vida viviendo con el juicio y la maldición de la mala fama. Estoy
acostumbrado al desprecio de la gente. ¿Qué más da el suyo? El
problema es que me acostumbré a su amabilidad, amor y
admiración. Siempre supe que iba a destruir esos sentimientos -
tenía que destruirlos si quería sacar mi prometida tajada del
negocio y hacerla mía-, pero nunca hubiera imaginado cuánto me
iba a gustar toda esa dulzura que ella me prodigaba.
—Se lo diré cuando llegue el momento —le digo.
—Será mejor que estés seguro que puedes confiar en ella. Si
acude a los medios o a las autoridades...
—Yo me encargaré de ella.
—Eso espero. —Atrapa mi mirada con una mirada oscura—.
Porque sabes lo que tendrás que hacer si se convierte en una
amenaza para nuestra familia.
Matarla. No lo creo. Preferiría encadenarla en el sótano.
—Y será una pena —continúa mi padre—. Viendo que esta boda
está costando una maldita fortuna.
Mi sonrisa es sombría.
—No es que no podamos permitírnoslo.
Aparta el cuenco.
—Tener en abundancia no significa que tengas que
desperdiciarlo.
—No te preocupes. —Mierda, necesito una taza de café—. Me
aseguraré que no se desperdicie.
—Oh, Ang —exclama Adeline, entrando corriendo en la
habitación y tapándose la boca con las palmas de las manos—.
Acabo de verlo. —Sus ojos brillan—. El vestido de novia. El vestido
de novia es increíble. Va a estar bellísima.
Mi madre le pisa los talones a mi hermana y viste un traje de
diseño blanco hueso con costuras negras en el cuello y un fino
cinturón negro. Con un bolso y unos zapatos negros de charol, tiene
un aspecto elegante y adinerado, exactamente como a mi padre le
gusta que vista.
—No le des a tu hermano ninguna descripción —dice mi madre
alarmada—. No puede saber nada del vestido antes del gran día. —
Frunce el ceño mientras se dirige a mí—. Ojalá hubieras dejado que
Sabella se probara el vestido antes. ¿Y si no le gusta?
—Mamá. —Adeline junta las manos—. Es perfecto. No hay nada
que no guste.
Mi madre se ajusta el pañuelo de seda.
—Todas las mujeres tenemos gustos diferentes, por no hablar
que el vestido puede no quedarnos bien.
—Estará bien —le digo—. Estará aquí al menos un par de días
antes de la boda. Si hay que hacer arreglos, habrá tiempo.
—Bueno —dice mi madre, empujando la correa del bolso sobre
el antebrazo—. El diseñador estará de guardia por si acaso. Se
ofreció a venir para la boda y ayudarla a vestirse.
Eso último me llama la atención.
—¿Él?
—No te preocupes. —Mi madre me da unas palmaditas en el
brazo—. Es su trabajo. Es como un médico viendo pacientes.
—No. —Mi tono no deja lugar a discusión—. Ningún hombre
ayudará a mi novia a vestirse.
Adeline se ríe.
—Eres tan celoso, Ang, y ni siquiera estás casado todavía.
Aprieto la mandíbula.
—Casado o no, no hay diferencia.
—Tenemos problemas mayores que los celos de Angelo. —
Dirigiéndose a mí, mi madre continúa—: Tengo una cita con el
pastelero de Bastia para probar la tarta, y parece que a mi auto se
le ha pinchado una rueda. Ya llego tarde.
Dejo mi vaso sobre la mesa.
—Voy a echar un vistazo.
—Gracias —dice, exhalando un suspiro.
Mi padre se levanta de un empujón.
—¿No podía traer el pastel aquí?
—Hay tantas opciones —dice mi madre, con cara de
nerviosismo—. Es más fácil hacerlo en la tienda. Hay que tener en
cuenta el glaseado, los colores y las decoraciones.
—¿Sabes qué? —Adeline engancha su brazo con el de mi
madre—. ¿Por qué no voy contigo? Será divertido, ¿no?
—Pero... —Mi madre trabaja su labio entre los dientes—. ¿Y tus
clases?
—Puedo faltar a clases un día. De todas formas, la semana que
viene cerramos por vacaciones.
—No —le digo—. Comer tarta no es una razón válida para faltar
a clases.
—¿Adivina qué, hermano? —Adeline pestañea—. Los tres
segundos de diferencia en nuestra edad no te convierten en mi jefe.
—El argumento de los tres segundos se está haciendo viejo,
hermana.
—¿Por favor, papá? —Hace un mohín—. No he participado en
los preparativos de la boda porque siempre tengo clases.
Mi padre mira a mi madre.
Mi madre le dedica una suave sonrisa.
—Una boda es un acontecimiento único en la vida. Puede que
los hombres no le den mucha importancia, pero es uno de los días
más importantes en la vida de una mujer.
Mi padre traga saliva. Por un segundo, la culpa se dibuja en su
rostro, pero rápidamente la oculta con una respuesta cortante.
—Bien. Pues vete. Pero te pondrás al día con el trabajo que te
faltará.
—Gracias, papá. —Adeline se acerca y le besa la mejilla—. Mis
notas son siempre buenas. ¿No es así? No tienes que preocuparte.
Ojalá mi novia esté tan emocionada el día de nuestra boda. Una
cosa es segura. No será el día más feliz de su vida. Sin embargo,
tengo la sospecha que tampoco fue el mejor día de la vida de mi
madre, y mira cómo salieron ella y mi padre. Hacen que funcione.
Se respetan y se cuidan. Mi madre quiere a mi padre a su manera.
En cuanto a él, nunca lo dirá, pero no puede vivir sin ella.
—Entonces será mejor que le eche un vistazo a ese neumático
—digo, caminando hacia el exterior—. ¿Por qué Cusso no se dio
cuenta que el auto tenía una rueda pinchada?
—Dejé el auto delante de casa —dice mi madre, pisándome los
talones—. Ayer llegué tarde de hacer la compra y sabía que hoy
tenía que salir temprano. —Y añade rápidamente—: No le pedí que
me aparcara el auto en el garaje.
Siempre está cubriendo al personal, asegurándose que no se
metan en problemas por no hacer su trabajo. Cusso debería haber
aparcado su auto en el garaje sin que nadie se lo dijera. Para eso le
pagamos. Pero mi madre tiene debilidad por el ex mecánico que fue
despedido de su anterior trabajo y que necesita el dinero para
alimentar a sus seis hijos.
Adeline sale con mi padre apoyado en su brazo.
—Me habría ofrecido a llevar mi scooter —dice mi hermana con
humor—. Pero supongo que no te apetece dar una vuelta en la parte
de atrás, Maman. Además, no vas precisamente vestida para ello.
—Otra razón por la que deberías conducir un auto y no un
juguete con ruedas —dice mi padre.
—Vamos. —Adeline le da un codazo a mi padre—. Mi scooter es
vintage. Tiene estilo. —Sonríe—. Además, es rosa.
—Siempre podemos comprarte un auto rosa si ese es el punto
de inflexión de tu decisión de compra —le digo.
Mi padre resopla.
—Sobre mi cadáver.
—Hola. —Adeline apoya una mano en la cadera—. Al menos mi
color favorito no es el negro como el del resto de mi familia, a juzgar
por sus autos. No puedo evitar que sean aburridos. —Pone a prueba
el equilibrio de mi padre antes de dirigirse a la puerta principal—.
Dame un minuto para tomar mi bolso. Vuelvo enseguida.
Cusso ya ha llevado el auto de mi padre a la entrada de la casa.
Hace una pausa para pulirlo y se quita la gorra cuando nos
acercamos.
La rueda delantera izquierda del auto de mi madre está
pinchada. Me agacho para inspeccionar la rueda. El problema es
una espina clavada en la llanta. Los jardineros han podado las
palmeras datileras porque mi madre quiere decorar los troncos con
luces para la boda. Quitaron las ramas y rastrillaron el camino de
entrada, pero mi madre debió de tener la mala suerte de pasar con
el auto por encima de una de las partes espinosas que quedaron.
—Pinchazo lento —digo, enderezándome—. Cusso, arréglalo lo
antes posible.
—Sí, señor —dice, manteniendo la cabeza inclinada.
—La próxima vez, asegúrate de darte cuenta antes que lo haga
mi madre —añado.
Gira la gorra entre sus manos.
—Sí, señor.
Mi madre me lanza una mirada de pánico.
—No puedo cancelar la cita. El panadero es el mejor del país.
Está lleno desde hace meses.
—Cambiará la cita para cuando yo le diga —dice mi padre con
voz acalorada.
—No, Santino —responde mi madre, sobresaltada—. No te
agobies por esto. No es bueno para tu corazón. Además, no
queremos organizar la boda así. Sin amenazas ni violencia. Se
supone que es un día de amor.
—Ah, diablos —dice refunfuñando, sacando la llave del
bolsillo—. Toma mi auto.
El alivio inunda su expresión.
—¿No dijiste que ibas a reunirte con tus hermanos en el club?
Adeline regresa con una bolsa colgada del hombro. El hombre
que hoy está de guardaespaldas se acerca desde el cuartel. Seguirá
a las mujeres en su propio auto. Mi padre siempre da a mi madre y
a mi hermana la ilusión de privacidad. Algunos llamarán a esa
ilusión de privacidad la ilusión de libertad.
—Llevaré a papá —le digo—. Hace tiempo que no veo al tío Enzo
y a Nico. Será una buena oportunidad para ponernos al día antes
de la boda.
—Es una buena idea —dice mi madre, que ya está pulsando el
mando para desbloquear las puertas—. Sobre todo porque te irás
de luna de miel después de la boda.
Levanto una ceja.
—¿Quién ha hablado de luna de miel?
—Angelo Russo. —Mi madre se pone en pie—. Llevarás a tu
esposa a una luna de miel apropiada a un lugar romántico. Es lo
menos que puedes hacer.
Entra en el auto y cierra la puerta. Adeline guiña un ojo
mientras se sube al asiento del copiloto, disfrutando claramente de
cómo nuestra madre me ha puesto en mi sitio.
Mi hermana baja la ventanilla, saca el brazo y saluda con la
mano mientras mi madre arranca.
—Míralas —dice mi padre, sacudiendo la cabeza—. Mujeres.
Jurarías que van a un parque de atracciones.
No se me escapa la nota de orgullo en su voz.
Mirando tras el auto, reflexiona:
—Organizar esta boda hizo que tu madre estuviera más segura
de sí misma. Casi asertiva.
—Es bueno para ella. —Estoy de acuerdo, observando el auto
mientras mi madre gira a las puertas y sigue la carretera que
serpentea a lo largo del acantilado—. Quizá deberíamos darle un
trabajo en el negocio, algo que la mantenga ocupada y que le guste.
—Algo que la saque del maldito aislamiento de la cocina.
El guardaespaldas nos saluda con la cabeza.
—¿Un trabajo? —pregunta mi padre—. ¿Cómo qué?
Me encojo de hombros.
—Organizadora de eventos. Puede organizar viajes y cenas.
Parece que le gusta dirigir la boda, y se le da bien.
Hace un sonido de no compromiso.
Cuanto más lo pienso, más sé que es una buena idea. Mi madre
pasa algún tiempo trabajando en organizaciones benéficas, pero eso
solo la ocupa unas horas al mes.
Sigo la trayectoria del auto con la mirada mientras reflexiono
sobre la posibilidad que parte de la baja autoestima de mi madre
provenga de no tener otro propósito que cuidar de nosotros, lo cual
no quiere decir que cuidar de una familia no sea importante. Parte
de su inseguridad proviene del hecho que se siente inferior porque
no tiene educación. Otra parte proviene de sus raíces. La boda le
dio un objetivo y un reto. La hace sentirse necesaria y útil.
Los rayos del sol rebotan en la brillante carrocería del modelo
deportivo de Mercedes, reflejándose en mí como en un espejo y
cegándome temporalmente. Entrecierro los ojos. El brillante mar
turquesa al fondo del acantilado contrasta con el azul celeste del
cielo. El calor del verano ya es sofocante. Un hilillo de sudor me
recorre la espalda.
El auto va demasiado deprisa, acelerando hacia la curva. Mi
padre dice algo y se vuelve hacia la casa. Mi madre es una buena
conductora. Debería frenar.
Pero no lo hace.
Lo asimilo todo como una experiencia extracorpórea: el clima
cálido, las maravillosas vistas y el auto de carreras. Parece un
sueño. Irreal.
Los neumáticos pierden tracción sobre el alquitrán. El auto
derrapa hacia la curva cerrada. Mi madre rectifica y tira
bruscamente hacia la izquierda.
Alguien dice:
—No. —Yo.
El auto choca contra la barrera y da una vuelta de campana.
Las ruedas traseras caen primero por el precipicio. El auto se
zambulle, da volteretas y cae. Cae y cae mientras el horror me
desgarra el pecho y tanteo el aire como si pudiera detenerlo. Y
entonces se estrella contra las rocas, sobre el techo, con el ruido
nauseabundo del metal aplastado.
No recuerdo cómo he llegado hasta aquí. Lo único que sé es que
estoy medio cayendo, medio deslizándome por el fondo del
acantilado y abriéndome paso entre las rocas hasta el auto
siniestrado. La voz que grita los nombres de mi madre y mi hermana
pertenecen a un loco, a un salvaje, no a mí.
Suenan sirenas en algún lugar por encima de mí. No tengo ni
idea de quién ha llamado a una ambulancia. Mi única idea es
sacarlas de allí.
Llego primero al lado del conductor.
—¡Mamá!
Tiro de la puerta. Está destrozada, el metal doblado. La
ventanilla explotó. El airbag también. Ya se ha desinflado. Mi madre
cuelga boca abajo, sujeta por el cinturón de seguridad. El pelo le
cae como una cortina, ocultándole la cara. Todavía está liso y
peinado como lo peinó esta mañana. No está despeinado ni
descuidado. No está lleno de sangre.
—Maman. Ya te tengo. —Alargo la mano hacia dentro y busco el
broche de su cinturón junto a la puerta—. Te vas a poner bien.
Aguanta, Adeline. Ya voy. Aguanta.
Sujeto a mi madre con un brazo mientras la libero del cinturón.
Su peso se hunde contra mí, sus escasos cuarenta y cinco kilos me
agobian.
Podría haberse lesionado el cuello o la columna. El humano
lógico que hay en mí sabe que debería esperar a los paramédicos,
pero el ser que hay dentro de mí y que se rige por el instinto solo
sabe cómo frenar su caída para que no se golpee la cabeza contra
el tejado. Solo sabe cómo arrastrarla, con los hombros por delante,
a través del estrecho espacio de la ventana condensada.
El auto de mi padre es duro Tiene un armazón fuerte. Está
hecho para resistir cualquier impacto. Podría haber sido peor. El
auto no ha sido aplastado.
No es para tanto.
No es para tanto.
Su pelvis se atasca. Alguien me agarra del bíceps y me aparta.
Balanceo los brazos, dejando que mis puños se vuelvan feroces.
Aterrizo un puñetazo en la mandíbula de un hombre.
Más manos me sujetan mientras otras extienden a mi madre
sobre las rocas. Está entera y limpia, salvo por el hilillo de sangre
que mana de un corte en la frente, pero no necesito que el médico
me diga que está rota. Lo veo en sus ojos, los ojos marrones que
heredé, en cómo se ha ido la luz de ellos.
Cristo.
Ni siquiera tiene cuarenta años.
—Adeline.
Empujo a las personas que me sujetan, fingiendo calma.
Funciona. Me dejan ir.
Trepo por las rocas. Caída. Continúo.
Pero ya lo siento, el hueco bajo el esternón, como si me hubieran
arrancado una parte de mí.
—Adeline.
Está cubierta con una manta espacial que oculta su rostro.
Un hombre sacude la cabeza cuando me agarro a la esquina,
pero también lo empujo.
Tengo que ver.
Mi hermana es sangre y devastación, sus bellas facciones
aplastadas en el hueco donde antes estaba su cara, pulverizada por
la roca que penetró en el parabrisas del lado del pasajero.
La muerte arde fría en mí, pero la vida arde más caliente.
Una parte de mí muere.
Otra parte se despierta.
El demonio que nace de las llamas en mi interior no es nada
comparado con el monstruo que surge de las frías cenizas.
Quien haya hecho esto lo pagará.
Están a punto de sufrir la ira del infierno.
¡Gracias por leer la historia de Sabella y
Angelo!
E l p r e c i o q u e pa g u é p o r e l l a m e
cos tó demas iado caro como
pa r a d e ja r l a m a rc h a r .

Un trato sellado con un apretón


de manos prometió que sería mía. Una
promesa rota la arrancó de mi futuro.
Hice sacrificios indescriptibles para
reclamar lo que por derecho me
pertenece. Después de toda la sangre
que derramé en su nombre, el vínculo
que nos une es el odio. La guerra nos
costó muy cara a ambos, pero el precio
que pagamos no será en vano. Nunca la
dejaré ir.

S i c r e e qu e p u ed e es c a pa r d e s u
d es ti n o, aún n o h a v i s to lo
peor de mí. Si cree que conoce
a l d i a b l o q u e h ay e n m í , e s t á a
p un to d e c o n o c er a l m o n s tr uo.

Hate Like Honey es el segundo libro de


la serie Corsican Crime Lord y termina con un final inesperado. La
historia de Sabella y Angelo continúa en Tears Like Acid, el tercer
libro.
Charmaine Pauls nació en Bloemfontein, Sudáfrica. Se
licenció en Comunicación en la Universidad de Potchefstroom y
siguió una carrera diversa en periodismo, relaciones públicas,
publicidad, comunicaciones, fotografía, diseño gráfico y marketing
de marcas. Su escritura siempre ha sido una parte integral de su
profesión.
Después de mudarse a Chile con su marido francés, cumplió su
pasión de escribir creativamente a tiempo completo. Charmaine ha
publicado más de veinte novelas desde 2011, así como varios
cuentos y artículos. Dos de sus relatos fueron seleccionados para
su publicación en una antología africana de todo el continente por
la Sociedad Internacional de Becarios Literarios, en colaboración
con el Consejo Internacional de Investigación sobre Literatura y
Cultura Africanas.
Cuando no escribe, le gusta viajar, leer y rescatar gatos.
Charmaine vive actualmente en Montpellier con su marido y sus
hijos. Su hogar es una mezcla lingüística de afrikáans, inglés,
francés y español.

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