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Por Alejandro Rosas

Para el México de finales de la década de 1920, el Segundo Imperio


no significaba nada; el país había dado un vuelco de 180 a su historia
y como avalancha había transformado por completo la realidad. Sin
embargo, la emperatriz había dejado su propia historia escrita con
amargura, desamor y ambición en las páginas mexicanas, pero
también con un talento natural para ejercer el poder.

Carlota poseía una vasta preparación intelectual y desde que


presionó a su marido para aceptar la corona mexicana, asumió con
seriedad su papel de emperatriz en un país que desconocía por
completo. Hoy una vez que la pareja imperial llegó a la Ciudad de México, el 12 de junio de 1864,
Carlota se involucró de lleno en los asuntos de política interna.

La alta sociedad mexicana no estaba preparada para formar parte de una corte imperial. Ni
siquiera Juan Nepomuceno Almonte -hijo del insurgente José María Morelos-, nombrado Gran
chambelán de la corte, pudo cumplir con ciertos detalles del protocolo. Por si fuera poco, las
damas de compañía de Carlota, no obstante, corrieron a desempolvar los títulos de nobleza de
sus ancestros, la veían con recelo, ya que esperaban a la monarca frívola que jugaba a su papel
de emperatriz, pero se toparon con una mujer distinta: les irritó su cultura, su amplio
conocimiento de la política, de la geografía, las artes y la música. Carlota no era la princesa del
cuento de hadas y eso las decepcionó.

Ante la ausencia del amor, su incapacidad para tener descendencia y la constante evasión de
Maximiliano, Carlota enfocó sus afanes en el ejercicio del poder.
La emperatriz tenía el conocimiento, la frialdad y sobre todo la ambición para asumir con eficacia
las riendas del gobierno. Carlota convocaba el consejo de estado, decidía, disponía y ordenaba;
hoy llegó incluso a tener un desencuentro con el nuncio apostólico porque ella estaba a favor de
reconocer la libertad de cultos e incluso había elaborado un proyecto de Constitución.

Aparentemente nadie ponía en duda el rol de la emperatriz como compañera de Maximiliano.


Frente a la actitud dubitativa y pusilánime de su consorte, en su fuero interno Carlota se veía
verdaderamente como la mujer que gobernaba a los mexicanos. No fue una casualidad que, al
hablar de la inauguración de la Academia de Ciencias, en 1865, Carlota escribiera: “El emperador
dio un magnífico discurso que realmente estaba a la altura del mío”.

Carlota sabía guardar las formas; cuando Maximiliano regresaba a la capital asumía su papel de
primera dama, cumplía con el ceremonial de la corte, era respetuosa de protocolo e
invariablemente le daba su lugar al emperador. Sin embargo, entre la clase política y la sociedad
capitalina era por demás sabido que el anhelo de Carlota era gobernar. Sabía qué hacer con el
poder, no obstante que, casi como una déspota ilustrada con tendencias liberales, tenía cierto
desprecio por el pueblo y particularmente por la “forma de ser” de los mexicanos.
Desde luego, Carlota no tenía el favor de toda la corte ni tampoco el de los franceses, quienes la
miraban con recelo porque criticaban su intromisión en los asuntos imperiales. Como era
previsible, los rumores que la tildaban de ambiciosa, de querer pasar por encima de la autoridad
del emperador, no tardaron en llegar hasta sus oídos, traspasar las fronteras y llegar a las cortes
europeas.
En 1866, con la noticia de la evacuación de las tropas francesas por Napoleón III, Maximiliano le
comunicó a Carlota su decisión de abdicar. El sueño de la emperatriz estaba hecho añicos.

Carlota no quiso aceptar la realidad. Donde se presentaba una derrota, ella veía tan solo un
contratiempo, salvable sin duda. No estaba dispuesta a dejar el trono mexicano, por más
insignificante que fuera frente a las casas reinantes europeas. Prefería hundirse en México que
volver humillada y derrotada por refundirse en Trieste, en el Castillo de Miramar, por lo que se
lanzó a la aventura europea buscando salvar al imperio.

Con esa misma pasión, con ese ánimo que parecía inquebrantable por una causa perdida, la
emperatriz le escribió a Maximiliano en 1866:


Carlos te logró persuadir a Maximiliano de no abdicar. En febrero de 1867 el emperador marchó
a Querétaro para jugarse su última carta. Al final no pudo defender ni siquiera los 6 pies de
terreno que le había exigido Carlota, pero sí encontró descanso 2 metros bajo tierra. Fue todo lo
que quedó de su efímero Imperio.

Sueños y ambiciones se desmoronaron en 1867. La locura terminó por asaltar la razón de Carlota
cuando tenía 26 años y con dificultad pudo gobernarse a sí misma el resto de su vida. La demencia
la llevó a otra realidad, a un estado de la mente donde nada, ni siquiera los fantasmas, podían
entrar.
De aquellos hombres que elevaron y destruyeron su imperio solo quedaba el polvo, todos se
habían entregado a los brazos de la muerte.
La archiduquesa falleció en su alcoba del Castillo de Bouchout, cerca de Bruselas, el 19 de enero
de 1927 (un día 19, como en el que fue fusilado Maximiliano), a los 86 años.
Muchos años antes, Concha Lombardo de Miramón había escrito lo que, a su juicio, origino la
locura de Carlota:

“Probablemente los grandes estudios que había hecho y que son superiores a la capacidad de la
mujer, lastimaron su cerebro y unido esto a su grande orgullo, al ver que se desplomaba el trono
en que había subido, determinaron la completa descomposición de su naturaleza y perdió el
juicio.”

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