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EL FRUTO DEL ESPÍRITU III

Por José Belaunde M.

Fidelidad, mansedumbre y templanza conforman el último artículo de la serie El fruto del


Espíritu Santo. ¿Son estos frutos visibles en su vida? ¿Sabe diferenciarlos? El Espíritu Santo
desea producir fruto en nosotros, entonces, ¿para qué esperar más? Empecemos hoy a vivir
una vida marcada por el Espíritu.

La fidelidad
Es una lástima que en muchas versiones de la Biblia la palabra griega pistis que figura en
Gálatas 5.22, haya sido traducida por «fe» en lugar de «fidelidad», ya que este es el sentido
en este pasaje y esta es la virtud cristiana que Pablo quiere destacar. La fidelidad es una
cualidad única, preciosa, importantísima, que refleja el carácter de Dios. Es cierto
que pistis tiene ambos significados según el diccionario, y que ambos sentidos están
estrechamente vinculados y se implican el uno al otro.

La palabra inglesa faithful, que se traduce por «fiel», expresa muy bien la relación mutua
entre fidelidad y fe. Esa palabra literalmente quiere decir «lleno de fe». Y efectivamente, el
que es fiel está lleno de fe. Es la fe la que lo hace fiel. O dicho de otro modo, el cristiano es
fiel porque cree. La medida de su fe es la medida de su fidelidad.

Los conceptos de fe y fidelidad están relacionados con el de adhesión. El hombre que cree
en Cristo se adhiere a él firmemente y a las verdades que él encarna y, por tanto, le será fiel
en todo. La persona que ha empeñado su palabra o su afecto a otra, se adhiere a ella y le es
por consiguiente fiel. La fidelidad implica permanencia, solidez, lazo indestructible.

De hecho, sabemos que en el mundo natural la fidelidad es una cualidad sumamente


apreciada, que juega un papel importantísimo en las relaciones humanas. Si es así ¿por qué
habría de ser la fidelidad además específicamente parte del fruto del Espíritu? ¿Acaso solo
los cristianos son fieles? ¿no lo son también los incrédulos? Precisamente porque la
fidelidad juega un papel importantísimo en las relaciones humanas, en la vida social,
laboral, empresarial, matrimonial, etc., es conveniente que el Espíritu produzca una forma
superior de fidelidad como fruto suyo para que las promesas y los compromisos de los hijos
de Dios adquieran una solidez, una permanencia indestructible, como la tienen los de su
Padre.

La fidelidad es uno de los rasgos supremos del carácter de Dios, uno de sus atributos que
más exalta el Antiguo Testamento. La Escritura dice en muchísimos lugares: «Dios es fiel»
(1Co 1.9) y en muchos pasajes alaba su fidelidad: «...de generación en generación es tu
fidelidad» (Sal 119.90; 36.6; 117.2, etc.). Lo cantan los salmos, lo afirman las epístolas. Si
Dios no fuera fiel, todo el mensaje de las Escrituras no tendría valor. Gracias a su fidelidad
su palabra es verdad, su palabra se cumple y lo que promete se realiza.

Toda la relación del hombre con Dios está basada en Su fidelidad. La fidelidad de Dios es la
roca sobre la cual se sustenta la vida del hombre como criatura, en primer lugar, porque la
fidelidad de Dios es la que lo mantiene en vida y lo alimenta; y como hijo, porque su
fidelidad es la garantía de nuestra fe. Porque ¿cómo podríamos creer en Dios si él no fuera
fiel, si nuestra fe estuviera plagada de dudas acerca de su fidelidad? ¿Puede alguien creer en
otro de quien duda? El pacto de Dios con Israel era firme porque se basaba en la fidelidad
de Dios. El Nuevo Pacto, sellado con la sangre de Cristo, lo es también por el mismo motivo.

Es interesante notar que si nosotros podemos tener los frutos del Espíritu, y entre ellos, la
fidelidad, es porque, por el nuevo nacimiento, hemos sido hechos partícipes de la
naturaleza divina (2 Pe 1.4). La participación en su naturaleza nos permite tener el fruto de
su Espíritu. Somos fieles porque participamos de su fidelidad. Su fidelidad es origen y
fuente de la nuestra.

Igualmente, el hombre natural puede ser fiel porque lleva en sí, aunque desfigurada, la
imagen y semejanza de su Creador que es fiel. Cuando el autor de Hebreos dice que «sin fe
es imposible agradar a Dios» (He 11.6), está diciendo también que sin fidelidad es imposible
agradarle. La fe que no genera fidelidad es una fe de cobre, no de oro.

Sin fidelidad es imposible desempeñar alguna función o responsabilidad en la iglesia (y de


hecho en ninguna parte): «Ahora bien, se requiere de los administradores que cada uno sea
hallado fiel» (1 Co 4.2). Sólo la persona fiel es digna de confianza. ¿No es eso lo que todos
buscamos, una persona fiel, digna de confianza, para encomendarle nuestros asuntos,
nuestras preocupaciones, nuestros hijos, e incluso confiarle nuestro amor y hasta nuestra
vida?

La fidelidad es una virtud que Jesús apreciaba mucho. Narró dos parábolas para elogiar e
ilustrarla dicha característica, la de los talentos (Mt 25.14–30) y la de las minas (Lc 19.11–
27. Véase también Lc 12.41ss). «Porque fuiste fiel en lo poco sobre mucho te pondré.» Si no
somos fieles en lo poco ¿quién nos confiará lo mucho? Sería una necedad suicida. Nadie
confía un encargo a quien desempeñó mal e irresponsablemente una tarea encomendada.
En el campo espiritual eso es igualmente válido. Dios confía sus obras importantes a
quienes han sido fieles en lo poco. Si los hombres buscan personas en quienes confiar, tanto
más Dios.
La fidelidad implica honradez, veracidad, cumplimiento, lealtad, diligencia, sentido de
responsabilidad, valor. La persona fiel tiene un carácter sólido, maduro, estable. El hombre
superficial, alborotado, difícilmente es fiel porque asume sus compromisos a la ligera, sin
reflexionar.
El gran valor que la fidelidad tiene para nosotros radica en que, gracias a ella, se puede
confiar. ¡Qué terrible es cuando no se puede confiar en nadie!

La primera cualidad del siervo de Dios es la fidelidad, no la elocuencia, no la erudición, no


la sabiduría, no la inteligencia, no las dotes de liderazgo, no los dones del Espíritu, etc. Sin
fidelidad las otras cualidades, por muchas que sean, valen poco o nada. Pero sin piedad no
hay fidelidad.

El predicador debe ser ante todo fiel a la Palabra. Es decir no debe trastornarla,
desvirtuarla, cambiarla, sino debe manifestar su fidelidad predicando verazmente «todo el
consejo de Dios» (Hch 20.27).
Pero así como el predicador debe ser fiel a «la Palabra», todo creyente debe ser fiel a la suya
propia: «Que tu sí sea sí y tu no, no.» (Stg 5.12) ¿Cómo podrían ser algunos hombres
«creyentes» si nadie pudiera «creer» en su palabra? Así como la palabra de Dios es digna
de ser creída, la palabra de sus hijos debe serlo también. Como dice el refrán: «de tal palo
tal astilla».

Que tu palabra sea firme como un contrato. Ser un «hombre o una mujer de palabra» es
una de las características de alguien que es digno de aprecio. Cuando se dice: «Me dio su
palabra», se está expresando la seguridad de que cumplirá lo prometido.

El libro del Apocalipsis fue escrito para animar a los cristianos que iban a enfrentar pronto
una terrible persecución, para permanecer fieles al Dios que los había llamado y escogido, a
fin de alcanzar el premio. Por eso la máxima expresión de la fidelidad a la que nos alienta el
Señor es serle «fiel hasta la muerte» (Ap 2.10).

La Escritura reserva los mejores elogios para las personas que fueron fieles. La epístola a los
Hebreos alaba la fidelidad de Moisés «en toda la casa de Dios» comparándola con la
fidelidad de Jesús (He 3.2, 5). Pablo elogió la fidelidad de sus colaboradores Epafras (Col
1.7; 4.12) y Timoteo (1 Co 4.17). Pero es sobre todo el libro del Apocalipsis el cual, queriendo
honrar a Jesús en el momento trascendental en que se produce el desenlace cósmico de
toda la historia humana, le da el nombre de «Fiel y Verdadero» (Ap 19.11. Véase también
1.5). Porque él es fiel y verdadero todo lo anunciado por él llegará a cumplirse.

La mansedumbre
Hay tres características en la mansedumbre, dice Donald Gee, que la destacan sobre otras
virtudes. Primero, es una cualidad muy rara que pocas personas poseen realmente.
Segundo, es excepcionalmente preciosa a los ojos de Dios. Tercero, es el aspecto más
desafiante de todas las enseñanzas de Cristo, quizá el más difícil de poner en práctica, pues
supone un morir radical a sí mismo.

¿Y cómo no sería difícil? Pensemos ¿cómo podemos conjugar la mansedumbre con la


afirmación de sí mismo que se requiere para vivir e imponerse en el mundo? ¿Cómo
conciliar la mansedumbre de conducta con la defensa necesaria de nuestros derechos frente
a la injusticia y el abuso?

Los consejos que muchos libros de autoayuda contienen parecen contradecir abiertamente
a la mansedumbre: «Toot your own horn» [Toca tu propia trompeta], aconsejaba un
conocido libro norteamericano. Es decir, proclama tus cualidades y tus méritos, no seas
modesto al redactar tu hoja de vida; usa tus contactos cuando sea necesario para avanzar,
ponte en la primera fila para que te tengan en cuenta (justo lo contrario de lo que enseña
Jesús en Lc 14.10).

Nuestro primer ejemplo de mansedumbre es Jesús, que dijo de sí mismo: «Aprended de


mí que soy manso y humilde de corazón». A lo que añade: «Y hallaréis descanso
para vuestras almas» (Mt 11.28).

Una de las mayores recompensas de la humildad y de la mansedumbre (virtudes que están


íntimamente relacionadas) es que nos permite descansar de la competencia feroz, de la
encarnizada lucha diaria por conquistar posiciones y riqueza.

El profeta Isaías hace el elogio de la mansedumbre de Jesús cuando dice: «No quebrará
la caña cascada». Es decir, la tratará con tanta delicadeza que, por frágil que sea, no se
romperá entre sus manos. «...no apagará el pabilo humeante» que al menor soplo se
extingue. Al contrario, con su gentileza y cuidado amoroso reanimará la llama vacilante. No
obstante, establecerá la justicia en la tierra. La establecerá por modos de obrar y estrategias
desconocidas por el mundo (Is 42.3–4).

Es innegable que existe cierta resistencia aun entre los cristianos a darle a la mansedumbre
el lugar que se merece, porque se la asocia con debilidad, con blandura de carácter. Y sobre
todo, porque cuesta. Pero la mansedumbre no es debilidad sino, todo lo contrario, fortaleza.
El caso más destacado en el reino animal lo constituye el buey que, pese a su enorme fuerza,
es manso y se deja guiar por el agricultor como si fuera un cachorro. Ciertos animales
domésticos, como el caballo o el perro, son mansos porque su fuerza ha sido domada. Esto
es un símbolo de la mansedumbre: fuerza sometida al control del Espíritu Santo.
Hay un proverbio que hace el elogio de la mansedumbre (pero también de la longanimidad
y del dominio propio): «Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se
enseñorea de su espíritu que el que toma una ciudad» (Pr 16.32).

Moisés es el ejemplo humano más destacado de mansedumbre que contiene la Biblia: «Y


aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había
sobre la tierra» (Nm 12.3). Sin embargo, él pareciera ser ejemplo de lo contrario. Él no
tuvo temor de desafiar al Faraón de Egipto diciéndole las palabras fuertes que Dios ponía
en su boca (Ex 8.20–23; 9.1–4, etc.). Reprimió a los israelitas infieles con toda severidad y
los obligó a beber el polvo al que había reducido el becerro de oro que habían adorado (Ex
32.19–20); luego ordenó la matanza de los apóstatas (vers. 25–29).

Cuando Coré y su clan se rebelaron contra la autoridad de Moisés él no les respondió con
mansedumbre ni inclinó resignado la cabeza ante sus pretensiones, sino los acusó
duramente y los exhortó a presentarse delante del Señor para que él juzgara entre ambos.
Conocemos el trágico desenlace (Nm 16).

En esas ocasiones, cuando el honor de Dios y la misión que le había sido encomendada
estaban de por medio, Moisés reacciona con energía (lo que no le impide interceder por los
culpables). Pero cuando es su propia dignidad la que es afectada, como cuando sus
hermanos Aarón y Miriam murmuran de él, deja que sea Dios quien lo defienda y, más
bien, ora para que sean sanados (Nm 12).

Nuestra mansedumbre, o la falta de ella, se revela en la forma como contestamos a las


críticas y a los consejos no solicitados. La persona mansa no rechaza indignada las críticas
que se le dirijan ni menosprecia los consejos francos, pensando que él sabe más, sino que
los acepta agradecido y toma seriamente las observaciones que se le hacen. Pero ¿cuántos
adoptan esta actitud? Lo más frecuente es que los afectados rechacen indignados las
críticas, muy seguros de poseer la verdad, o de ser tan perfectos conocedores de la palabra
que no necesitan que nadie venga a enseñarles. Y no falta quienes aleguen la autoridad que
han recibido para acallar todas las objeciones que puedan hacérseles. Esa no era la actitud
de Pablo frente a sus críticos.

Las siguientes palabras del comentarista Franz Delitzsch (1) explican sabiamente en qué
consistía la mansedumbre de Moisés: «Nadie igualó a Moisés en mansedumbre porque
nadie fue elevado tan alto por Dios como él. Cuanto más alta sea la posición que alguien
ocupa entre los hombres, más difícil es para el hombre natural soportar ataques con
mansedumbre, especialmente si se dirigen contra su posición oficial y su honor.» Yo
añadiría: cuanto más se acerca el hombre a Dios más humilde y manso se vuelve, porque
contempla cuán grande es Dios y cuán pequeño es el hombre, y la distancia que los separa.
Y sigue Delitzsch: «Moisés no solo se abstuvo de defenderse sino que ni siquiera clamó a
Dios que lo vengara… Porque él era el más manso de todos los hombres, podía dejar
tranquilamente el ataque que había sufrido en manos del Dios omnisciente y recto.» Ojalá
obremos nosotros de manera semejante cuando la ocasión lo requiera.

Los salmos están llenos de elogios y promesas para el manso: «...los mansos heredarán
la tierra...» (Sal 37.11), promesa que Jesús retoma transformándola en una
bienaventuranza: «Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra
por herencia.» (Mt 5.5. Véase Salmos 76.9; 25.9). Los mansos a los que el mundo empuja
y relega al último lugar heredarán las promesas de Dios en su reino y ocuparán los primeros
lugares (Mr 10.31).

Ser manso es todo lo contrario a reaccionar con cólera o con violencia. Jesús nos dejó un
modelo de mansedumbre cuando dijo: «Al que te hiera en la mejilla derecha
preséntale también la otra... y a cualquiera que te obligue a llevar carga por
una milla, ve con él dos.» (Mt 5.39,41). Aquí nuevamente presentar la otra mejilla o
caminar un kilómetro adicional no es señal de debilidad sino de fuerza.

La experiencia enseña que la mansedumbre es más eficaz que la fuerza a la hora de resolver
los conflictos humanos: «La blanda respuesta quita la ira, mas la palabra áspera
hace subir el furor» (Pr 15.1). Los pacificadores, que Jesús llama bienaventurados (Mt
5.9), han de ser mansos y pacíficos para poder pacificar a otros.

Pablo aconseja restaurar al caído con espíritu de mansedumbre (Gá 6.1). Cuando anuncia
su retorno a Corinto para corregir los abusos, pregunta si ellos desean que venga con vara o
con amor y espíritu de mansedumbre (1 Co 4.21) (2).

¿Por qué dice «espíritu de mansedumbre» y no mansedumbre simplemente? Pudiera


ser que tenga que usar de severidad y de esa manera pudiera no parecer manso, como
nuestro Señor cuando expulsó a los mercaderes del templo (Mt 21.12–13). Lo que importa
no es la apariencia de mansedumbre, sino la realidad. Uno puede parecer manso por
debilidad, pero no tener un verdadero espíritu de mansedumbre. El que trata de afectar
mansedumbre y cordialidad es un enemigo peligroso, que oculta su juego y disfraza su
odio. «Líbreme Dios del agua mansa que de la brava me libro yo», dice un viejo refrán.
Detrás de la mansedumbre hipócrita puede recelar una trampa.

Pablo aconseja corregir con mansedumbre a los que se oponen «por si quizá Dios les
conceda que se arrepientan» al ver la humildad y gentileza del siervo de Dios, que son
más propicias que la severidad para reconducir al bien a los que se apartan.

El evangelio debe presentarse y definirse con mansedumbre, dice Pedro (1 Pe 3.15), para
avergonzar a los opositores y a los que calumnian a los santos. La mansedumbre es una
condición indispensable para mantener la unidad del cuerpo de Cristo y de la iglesia local
(Ef 4.1–3). ¿Cuántos conflictos no surgen en las congregaciones por la soberbia y la
ausencia de espíritu de mansedumbre?

Santiago dice que debemos recibir la palabra de Dios con mansedumbre (Stg 1.21). Él
vincula la prontitud para escuchar, la lentitud para hablar, y el dominio sobre nuestro
temperamento y sobre la ira (v. 19), con la mansedumbre para escuchar la palabra. ¿Qué es
recibir la palabra con mansedumbre? Es escucharla como lo que es en verdad, no palabra
humana sino divina (1 Ts 2.13), y estar dispuesto a obedecerla. Por eso enseguida nos
exhorta a ser «hacedores de la palabra y no tan solamente oidores» (Stg 1.22). En
verdad, la mansedumbre está vinculada estrechamente a la obediencia a la voz de Dios.
¿Podríamos imaginar un animal manso que no obedezca? La mansedumbre se traduce en
obediencia o no es auténtica sino fingida.

La templanza o dominio propio


La palabra enkráteaia y sus derivados aparecen pocas veces en el Nuevo
Testamento (3). Designa una virtud que era muy apreciada por los filósofos antiguos pero,
a juzgar por los testimonios de sus vidas, era también muy poco practicada. Sin embargo, a
través de los escritos de Pablo, y por inspiración del Espíritu Santo, fue incorporada al
arsenal de virtudes que el Señor desea que desarrollemos.

Con la templanza viene la moderación de las manifestaciones del temperamento y de los


sentimientos y pasiones. La templanza puede ser una virtud innata, así como puede ser
también adquirida por la educación o el entrenamiento. El propio Pablo cuando él se
refiere, a modo de comparación, al entrenamiento riguroso al que se sometían los atletas de
su tiempo y que consistía posiblemente en un régimen estricto de comida y bebida, así
como de ejercicios exigentes para aumentar la agilidad y la fuerza. Estas prácticas
acrecientan también inevitablemente la fuerza de la voluntad y el dominio de sí mismo. Él
nos da a entender que él mismo se sometía a ciertas disciplinas para dominar los instintos
del cuerpo y los impulsos naturales del alma a fin de alcanzar un premio diferente al que
recibían los atletas, una corona imperecedera (1 Co 9.24–27).

Pero la gracia infunde en el creyente un dominio propio sobrenatural, cualquiera que sean
las tendencias innatas de su temperamento. Ese dominio, aunque provenga de la acción
interna del Espíritu Santo, debe ser no obstante concientemente cultivado. Hoy se rechaza
toda noción de disciplina corporal, como si ésta no influyera en el alma. La autodisciplina
ha caído en desprestigio como si estuviera sólo ligada a una religión de obras y no
consistiera en prácticas que fortalecen el espíritu para la oración, la meditación, el
discernimiento y el estudio. El hábito mundano de «darse gusto en todo» lo que no sea
directamente pecaminoso ha invadido las iglesias y a quienes predican la sobriedad se les
tacha de "aguafiestas".

Pablo le predicaba al gobernador Félix en Cesárea (Hch 24.24–25) —que parecía interesado
en la doctrina de Cristo— acerca del dominio propio, posiblemente porque él necesitaba
más que nadie abstenerse de los deseos de la carne y de la lujuria que combaten contra el
Espíritu (Gá 5.16–17). Pero ¿cuántos predican hoy día sobre el dominio propio, siguiendo el
ejemplo del apóstol de los gentiles, no solo a los incrédulos sino también a los propios? Por
ese motivo el pecado es rampante en muchas congregaciones.

Esta lucha contra la concupiscencia es una realidad de la vida cotidiana y es el primer


campo de batalla en el cual el cristiano debe ejercer dominio propio. Nótese que Pablo
habla del fruto del Espíritu precisamente en el marco de su exposición acerca del andar en
el Espíritu y contrapone las obras de la carne con el fruto (Gá 5.19–23), donde se observa
cuán opuestas son ambas naturalezas. Es obvio que no se puede desarrollar lo último si no
se lucha contra lo primero.
Éste es el verdadero combate espiritual, —la lucha contra las pasiones— en que debe
empeñarse el discípulo de Cristo, porque es en ese campo donde el enemigo de nuestra
alma tratará de hacernos caer y, si no nos mantenemos sobrios y vigilantes, puede
derrotarnos tristemente, tal como nos advierte el apóstol Pedro (1 Pe 5.8).

¡Cuántos son, en efecto, los creyentes, incluso los predicadores y líderes, que yacen vencidos
a la orilla del camino estrecho que conduce a la vida (Mt 7.13–14), porque no quisieron
esforzarse en luchar contra los apetitos inocuos pequeños, haciéndose vulnerables a los más
grandes y peligrosos!

Si bien de un lado todo lo creado por Dios es bueno y fue hecho para que gozáramos
sanamente de ello y con acción de gracias (1 Ti 4.4), Pablo nos advierte que «todas las
cosas me son lícitas, mas no todas convienen; todas las cosas me son lícitas,
mas no me dejaré dominar de ninguna» (1 Co 6.12).

Aquí la palabra clave es «dominar». ¿Qué es lo que domina en mí: los apetitos de la carne
—incluso los legítimos— o los deseos del espíritu? Muchas veces la lucha no es entre el
pecado y la gracia, sino entre lo permisible y lo que es más útil y conducente al progreso
espiritual; esto es, entre lo bueno y lo mejor.
Un campo en el que los cristianos han desarrollado loablemente la templanza es el de la
abstención de bebidas alcohólicas. Beberlas en sí no es pecado —Pablo dice «no os
embraguéis con vino», no prohíbe beberlo (Ef 5.18)—, sino por el testimonio de
sobriedad que se brinda a los que con frecuencia se emborrachan para ruina de sus almas y
calvario de sus familias. En ocasiones conviene que nos abstengamos de ciertas cosas no a
causa de nuestra conciencia, sino de la conciencia ajena (1 Co 10.27–29) (4).

La lucha contra los pecados de la carne es un combate interminable porque sólo los
cadáveres no son tentados. Si bien el cuerpo puede estar como muerto, la imaginación no
envejece y se mantiene siempre inquieta y viva. De ahí la importancia de mantenernos
siempre ocupados —cualquiera que sea nuestra edad— a fin de no dar lugar al diablo.

Se ha dicho con razón que la condición del cuerpo influye en la del alma: cuerpo ocioso,
mente ociosa. El estudio, tan necesario para el conocimiento de las Escrituras, es
incompatible con la ociosidad. Éste es un campo en el que el dominio propio debe
ejercitarse vigorosamente.

Recuérdese que David fue tentado y cayó cuando ya no iba a la guerra, sino se quedaba para
gozar de las comodidades de su palacio. Muchas comodidades del cuerpo se convierten
fácilmente en incomodidades para el alma y ocasión de tropiezo. El que pasa horas
pasivamente delante de la pantalla de TV ¿cómo podrá mantener no solo su cuerpo, sino
sobre todo su espíritu, su mente y su memoria ágiles? El que disfruta demasiado de los
placeres del paladar puede volverse débil para enfrentar las tentaciones de la lujuria.
Otro campo en el que debe ejercerse el dominio propio es el del mal genio y la cólera.
Muchas personas se convierten en cargas difíciles de soportar para otros a causa de un
genio difícil o no controlado («Gotera continua [son] las contiendas de la mujer»,
dice Proverbios 19.13b, pero los malhumores del hombre pueden ser más duros de soportar
para ella y para sus hijos). Ya hemos citado más arriba un proverbio que se aplica también a
este campo (16.32). El que no controla sus arrebatos pierde autoridad ante los suyos.
Notemos: el que se domina irradia autoridad.

Los excesos de los sentimientos en las personas sensibles deben ser puestos también bajo el
control del espíritu, por no hablar de los celos y la envidia que suelen proceder del temor y
de la inseguridad.

Pablo dice que no hemos recibido «un espíritu de temor... sino de dominio propio» (2 Ti
1.7). Saber dominar el miedo frente a circunstancias de peligro es un fruto del Espíritu,
aquella condición de carácter que nos mantiene serenos ante las amenazas y las agresiones
y que nos permite reaccionar con serenidad y espíritu pacífico, con los que muchas veces se
conjura más fácilmente el peligro.

Pero es especialmente respecto de la lengua donde debemos ejercer el control. La lengua ha


sido comparada a un animal desbocado que no cesa de proferir palabras y que corre sin
freno. «En las muchas palabras no falta pecado» dice el sabio (Pr 10.19), porque la
lengua suele obedecer a una mecánica propia impía en la que pueden hallar expresión
muchos rincones y recovecos ocultos del alma a los que no llegó nunca la escoba del
arrepentimiento. ¡Cuántos sentimientos, a veces ignorados, afloran en las conversaciones
demasiado prolongadas! ¡Cuántas veces decimos palabras que hubiéramos preferido callar
porque dimos rienda suelta a nuestra lengua! «El que no ofende de palabra es varón
perfecto, capaz de refrenar todo el cuerpo» escribe Santiago, con lo que se entiende
que si alguno puede dominar su lengua ha ganado lo más difícil de la batalla contra los
bajos instintos (Stg 3.2). He aquí un campo en el que deben ejercitarse todos los creyentes.

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