Está en la página 1de 2

LA GENERACIÓN DEL BOSTEZO

Dicen que la enfermedad del verano es el aburrimiento. Yo me temo que sea hoy
más bien la enfermedad del verano, del invierno, del otoño y de la primavera, porque quizá
nunca en la historia del mundo tantas personas se aburrieron tanto. Acaba de decirlo el
arzobispo de Valladolid, para quien «parece que jamás hubo tantas diversiones y
posibilidades de alcanzarlas y probablemente, por contraste, jamás hubo tanta gente
aburrida, incluso entre la misma juventud». A este paso nos definirá la historia como «la
generación del bostezo», verán ustedes.
Y, naturalmente, no estoy hablando de esos aburrimientos transitorios que todos
padecemos. ¿Quién no tiene, de cuando en cuando, una «tarde boba» en la que nada le
apetece, o uno de esos días en los que, por cansancio acumulado, lo único que uno desea es
no desear nada y aburrirse a fondo? Lo grave es hoy el «aburrimiento como forma de vida»,
el carecer de horizontes como horizonte único. Lo preocupante es ese alto porcentaje de
coetáneos nuestros que —como describe monseñor Delicado— puede definir su vida sobre
estas coordenadas: «No quiero a nadie verdaderamente, y nadie me quiere. Nada me
importa seriamente y a nadie le importo nada. No sé vivir o no me dejan vivir. Las cosas
que deseo no las puedo alcanzar o lo que alcanzo está vacío por dentro. No me siento
llamado a nada importante que me pueda llenar.» ¿Vale la pena vivir desde estos
planteamientos? ¿O esa vida es una forma de muerte cloroformizada?
Lo asombroso es que esto pueda ocurrir en un siglo en el que parecemos tenerlo
todo: en cosas poseídas, en diversiones. Porque uno entendería el aburrimiento del
campesino del siglo XVII perdido en una aldea sin nada que llene sus horas, sus ojos y su
alma. Pero resulta inverosímil que eso pueda ocurrir en una ciudad del siglo XX, asediados
como estamos por todo tipo de propuestas incesantes desde los anuncios por las calles hasta
las pantallas de televisión.
Y, sin embargo, es cierto que jamás se vieron tantas caras aburridas y
desilusionadas. Y que parecen abundar entre los jóvenes más que entre los adultos. ¿Qué es
la droga sino un último afán de escapar de la realidad, como quien, hastiado de los sabores
cotidianos, sólo tiene paladar para los estridentes? «Tengo un aburrimiento mortal», nos
dicen a veces. Y es cierto: viven en un aburrimiento asesino, que lentamente va asfixiando
sus almas. Y quizá el gran error está en que hemos pensado que el aburrimiento se mata con
diversiones. Y la experiencia nos demuestra a diario que éstas son, cuando más, un
paliativo, una aspirina que calma el dolor, pero no cura la enfermedad. Quien, porque se
aburre, no encuentra otra salida que irse a un cine o a una discoteca, tiene —a no ser que se
trate de uno de estos aburrimientos transitorios de que antes hablé— una gran probabilidad
de seguir aburriéndose de otra manera en el cine o en el baile. Contra el vacío, la solución
no está en cambiar de sitio, sino en llenarse.
Porque lo más gracioso del asunto es que, bien pensadas las cosas, resulta
incomprensible que un ser humano se aburra: ¡con la de cosas apasionantes que pueblan
nuestra existencia! Esto es lo tremendo: los hombres estamos convencidos de que, por
mucho que corramos en vivir, nunca agotaremos ni el diez por ciento de los milagros que la
vida nos ofrece. No leeremos ni un uno por ciento de los libros interesantes. No veremos ni
un uno por ciento de los paisajes que merecen ser visitados. No podremos gozar más que
las experiencias de una entre los millones de vocaciones que existen. No entraremos en
contacto ni con una diezmillonésima parte de los seres humanos que valdría la pena
conocer. Ni siquiera paladearemos una pequeña parte de los sabores que merecen ser
gustados. ¿Y aun así tenemos tiempo para aburrirnos?
Yo he pensado muchas veces que Cristo participó de todas las cosas de los hombres
menos de dos: del pecado y del aburrimiento. ¿O son, tal vez, una sola cosa? No logro
imaginarme a Cristo aburrido, desilusionado, sin nada que hacer o que amar. Menos aún
logro imaginarle esperando, entre bostezos, la muerte.
«En el largo camino, la paja pesa», dice uno de nuestros viejos refranes. Y quienes
vivieron almacenando paja en sus vidas se cansarán llevándola a hombros durante la noche
y no podrán hacerse, a la mañana, el pan fresco que su hambre necesita.
Cuando, en cambio, uno vive amándolo todo, decidido a vivir a tope (no a
gamberrear a tope), ¡qué incomprensible se vuelve el aburrimiento! Lo dijo el clásico
castellano: «No hay quien mal su tiempo emplee / que el tiempo no le castigue.» Es cierto:
quien vive bostezando, morirá de un bostezo. Y sin haber llegado a vivir.

También podría gustarte