Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
POLEVOI BORIS Maresiev Alexis UN HOMBRE DE VERDAD
POLEVOI BORIS Maresiev Alexis UN HOMBRE DE VERDAD
Alexéi Marésico,
Héroe de la Unión Soviética
Borís Polevói
Quieto, con esa quietud que sólo las fieras saben man-
tener, el oso permanecía sentado junto a la inmóvil figura
humana que apenas se distinguía en el montón de nieve
azulada, refulgenteal sol.
Lassucias aletas de sus fosas nasales palpitaban suave-
mente. De las entreabiertas fauces, en las que se veían los
viejos y amarillentos colmillos, todavía poderosos, pendía
y se balanceaba al viento un fino hilillo de espesa baba.
Sacado porla guerra de su invernal guarida, se hallaba
hambriento e irritado. Pero los osos no comen carroña.
Después de olfatear el cuerpo inmóvil, que olía intensa-
mente a gasolina, retrocedió perezosamente al calvero,
donde también yacían en abundancia cuerpos humanos
semejantes, incrustados en la duracorteza de la nieve.
Un gemido y un leve rumor hiciéronle volver sobre sus
pasos.
Y allí estaba sentado junto a Alexéi, El hambre acu-
ciadora luchaba en él con la repulsión a la carroña. Pero
el hambre comenzaba a prevalecer. La fiera resopló, le-
vantóse, dio con la garra media vuelta al hombre sobre el
montón de nieve e intentó desgarrar con las uñas el fuerte
tejido del mono. Este resistió, El oso lanzó un sordo gru-
5
Para ahogar el dolor que le producía cada paso, co-
menzó a distraerse pensando y calculando su trayecto,
Si
en cada jornada hacía diez o doce kilómetros, llegaría
hasta los suyos en tres, cuatro días a más tardar.
¡Muy bien! Ahora, ¿qué significa recorrer diez o doce
kilómetros? Un kilómetro son dos mil pasos, por lo tanto,
diez kilómetros hacen veinte mil, cantidad bastante consi.
derable si se tiene en cuenta que a cada quinientos o seis-
cientos pasos hay que detenerse y descansar...
La víspera, para acortar el camino, se señalaba algu-
nos puntos de referencia visuales —un pino, una copa, un
bache del sendero— y a ellos tendía como a un lugar
de
descanso. Ahora, todo aquello lo había traducido
al len-
guaje de las cifras, lo había reducido al número de
pasos.
Decidió hacer entre dos descansos un trayecto de
mil pa-
sos, es decir, de medio kilómetro, y descansar
a lo sumo
cinco minutos, reloj en mano. De esta forma,
desde la
aurora al ocaso recorrería, aunque con trabajo, unos
diez
kilómetros.
¡Pero qué penosos le fueron los primeros mil pasos!
A
fin de mitigar el dolor, intentaba concentrar toda
la aten-
2—1932
10
cómoda. Enla izquierda, que tuvo que atar con los dientes,
el artilugio resultó menos perfecto. Pero las manos estaban
ya “calzadas” y Alexéi siguió arrastrándose, notando que
le era más fácil avanzar. A la siguiente parada, atóse tam-
bién a las rodillas unos trozos de corteza.
Al mediodía, cuando el calor comenzó a notarse sen-
siblemente, había dado ya un respetable número de “pasos”
con las manos. El cañoneo, bien porque Alexéi se hubiese
aproximado a él o por un engañoso efecto acústico, sonaba
con más fuerza. Hacía tanto calor que hubo de descorrer
la cremallera del mono y desabrocharse el cuello.
Al atravesar a gatas un pantanillo musgoso de verdes
montículos que asomaban sobre la nieve, la suerte le de-
paró un nuevo presente: entre el blancuzco musgo, húmedo
y blando, vio los delgados filamentos de unos tallos con
hojas espaciadas, puntiagudas y brillantes y, entre ellas,
sobre la superficie misma de aquellos montículos, las pur-
púreas boyas —un poco pasadas, pero todavía jugosas— de
arándano. Alexéi se inclinó hacia el montículo y, con los
labios, comenzó a arrancar del aterciopelado musgo, tibio,
oliendo a palustre humedad, una baya tras otra.
El ácido agradable, dulzón de los arándanos subníveos,
que era además el primer alimento auténtico que ingería
en las últimas jornadas, le produjo espasmos en el estóma-
go. Pero no tuvo fuerza de voluntad para esperar a que
pasara el agudo y punzante dolor. Se arrastraba por los
montículos, arrancaba con lengua y labios, como los osos,
las bayas agridulces y fragantes. De esta forma limpió va-
rios montículos sin sentir ni la gélida humedad del agua
primaveral en sus botas, ni el punzante dolor de los pies,
ni el cansancio: nada sentía, excepto el sabor del ácido dul-
zón y acerbo en la boca y una agradable pesadez en el es-
tómago.
Sintió náuseas. Comprendió que había comido dema-
siado, pero, incapaz de contenerse, siguió tragando arán-
danos. Se quitó de las manos las almohadillas, llenó la
lata de bayas, colmó de ellas el casco de vuelo, lo ató con
cuerdas al correaje y continuó arrastrándose, venciendo a
duras penas el plomizo sopor que paralizaba todo su or-
ganismo.
A la noche se recogió bajo la cúpula de un viejo abe-
dul, comió las bayas, masticó corteza y semillas de las pi-
11
7 12
13 >
14
15
16
17
18
19
dos días junto al río. Hacía cinco días tan sólo que la
aldea había ardido por los cuatro costados. La prendieron
fuego, porque alguien, durante la noche, había quemadolas
cisternas de gasolina instaladas en las cuadras del koljos.
La viejecita condujo al tanquista a las cenizas de la
casa y le mostró el viejo abedul. Cuando él era niño, de
una gruesa rama colgaba su columpio. Ahora, el abedul
habíase secado y en la rama muerta por el calor balan-
ceábanse al viento cinco cabos de cuerda. Bailoteando y
mascullando plegarias, la viejecita condujo a Gvózdiev al
río, mostróle el lugar donde estuvo tendido el cadáver de
la muchacha, a la que había hecho promesa de escribir
todos los días, cosa que después no había cumplido ni
una sola vez. Durante algún tiempo permaneció entre los
murmuradores carrizos y después volvió al bosque donde
le esperaban sus soldados. No dijo ni una palabra, no
vertió ni una sola lágrima.
A fines de junio, durante la ofensiva del ejército del
general Kóniev en el Frente Occidental, Grigori Gvóz-
diev, en unión de sus soldados, se abrió paso a través del
frente alemán. En agosto recibió una nueva máquina, el
famoso tanque ““T-34”, y antes del invierno había logrado
ya conquistar en el batallón fama de hombre para el que
no había obstáculos. De él se contaban y escribían en los
periódicos historias que parecían inverosímiles, pero que
eran reales, Una véz, enviado de exploración en su máqui-
na, salvó a todo gas, durante la noche, las fortificaciones
enemigas, atravesó felizmente un campo de minas, pe-
netró disparando y sembrando el pánico en una pequeña
ciudad ocupada por los alemanes —semicercada por las
unidades del Ejércitó Rojo—, y unióse con los suyos en
el otro extremo, después de haber causado no pocos estra-
gos entre los alemanes. Otra vez, cuando actuaba en un
grupo móvil en la retaguardia del enemigo, saltó de su
escondite, y lanzándose sobre un convoy de carros alema-
nes, aplastó con sus orugas a caballos, vehículos y sol-
dados. .
Durante el invierno, al frente de un pequeño grupo de
carros de asalto, atacó la guarnición de una aldea fortifi-
cada junto a Rzhev, donde se hallaba instalado un pe-
queño Estado Mayor operativo del enemigo. Cuando se
hallaba aún en las afueras de la aldea, al pasar los tan-
6
Después de la operación ocurrióle a Alexéi Merésiev
lo más terrible que puede suceder en casos semejantes: se
encerró en sí mismo. No se quejaba, no lloraba, no se irri-
taba. Limitábasea callar.
Durante días enteros yacía inmóvil, boca arriba, miran-
do invariablemente a una misma grieta tortuosa que había
en el techo. Cuando los camaradas le hablaban, respon-
día —y con frecuencia a destiempo— “sí”, “no”, y vol-
vía a encerrarse en su mutismo y a fijar sus ojos en la
oscura grieta del techo, como si se tratase de un jeroglí-
fico de cuyo descifrado dependiese su salvación. Cum-
plía obediente todas las prescripciones de los médicos,
tomaba todo lo que le recetaban, comía indolentemen-
te, sin apetito, y tendíase de nuevo boca arriba.
— ¡Eh, barbudo! ¿En qué piensas? —le gritaba el
Comisario.
— Beber, beber...
Klavdia Mijáilovna salió del biombo y con manos
temblorosas llenó un vaso de agua.
Pero el enfermo no admitió el agua. El vaso golpeaba
inútilmente en los dientes, el líquido derramábase por la
almohada. El Comisario, unas veces rogando, otras exi-
giendo y ordenando, no cesaba de repetir aquella misma
palabra. De súbito Merésiev comprendió que no era
“beber”, sino “vivir”, lo que decía aquel hombre poderoso
que, en su inconsciencia, se rebelaba contra la muerte con
todas las fuerzas de su ser.
Después el Comisario sosegóse y abrió los ojos.
— ¡Gracias a Dios! —susurró Klavdia Mijáilovna y
comenzó a recoger, aliviada, el biombo.
— Déjelo, déjelo —la detuvo la voz del Comisario—.
No se moleste, hermanita, así se está más cómodo. Y no
hay que llorar: sin necesidad de las de usted ya hay en
el mundo demasiadas lágrimas. ¡Tranquilícese, ángel
soviético! ... Lástima que ángeles como usted se los en-
cuentre uno tan sólo en los umbrales. .. del más allá,
10
12
en aquel mo-
pital, todos los de la sala estarían asomados
mento a las ventanas para despedir al camarada.
i y, por
No obstante, a pesar de todo, escribió a AlexéDe él se
, muy pront o. La carta era seca y escue ta.
cierto
ían haberse
limitaba a decir que en el regimiento parec
da, y a rengl ón segui do añadía que,
alegrado de su llega
o much as bajas,
como en los últimos combates había habid
todo homb re más o menos
se alegraban de la llegada de
a los apell idos de los cama rada s muer-
experto. Enumerab
daban como
tos y heridos, escribía que a Mertsiev le recor
ba de ser
siempre, que el jefe del regimiento -—que acaba
de las haza-
ascendido a teniente coronel—, al enterarse
s de volver
ñas gimnásticas de Alexéi y de sus intencione
siev volve rá. Si lo ha
a la aviación, había dicho: “Meré
la suya” ; y que el jefe del Estado
decidido, se saldrá con e,
ndió que no se podía abarc ar lo inaba rcabl
Mayor respo -
homb res como Meré
pero que el jefe contestó que para
bro de Alexéi,
siev no existía nada inabarcable. Para asom
rológi-
había también unas líneas sobre el “sargento meteo gado
co”. Kukushkin decía que este sargento le había atosi
se había visto
tanto con sus preguntas, que él, Kukushkin,
obligado a mandarle: “¡Media vuelta a la derecha,
n que
march! ...” Al final de la carta, contaba Kukushki
dos
el primer día de estancia en la unidad había efectuado que,
vuelos, que las piernas habían sanado por completo y
con los
en fecha próxima, el regimiento sería reequipado
no tarda rían en llegar , y
nuevos aviones “La-5”, que
acerca de los cuale s Andr éi Degti arenk o —que había sido
ración
comisionado para recibirlos—, decía que, en compa unos
con ellos, todos los aparatos de marc a alem ana eran
baúles y unos trastos viejos.
13
|
Í
Í bib. estrella roja khalil.rojo.col£gmail.com
190 B. POLEVOL
14
15
1
En pleno verano de 1942, por las pesadas puertas de
roble del hospital X de Moscú, apoyándose en un recio
bastón de ébano, salía un hombre joven, robusto, con las
insignias de teniente en la guerrera de aviador militar.
Llevaba pantalones largos de uniforme. Le acompañaba
una mujer vestida de bata blanca. La toca con la crúz
roja daba a su rostro bondadoso y simpático una expre-
sión un tanto solemne. Se detuvieron en el “descansillo
de la entrada. El piloto se quitó el desteñido y arrugado
gorro y se llevó torpemente la' mano de la enfermera a
los labios; ella tomó en sus manos la cabeza de él y
besóle en la frente. Luego, con un ligero balanceo, el
aviador bajó rápido los escalones y, sin volver la cabeza,
marchó por el asfalto del malecón frente al largo edificio
del hospital.
Desde las ventanas, los heridos —con pijamas azules,
amarillos y marrones— le despedían agitando las manos,
bastones y muletas, gritaban, dándole algún consejo por
lo visto o deseándole buen viaje. También él agitaba su
mano en señal de despedida, pero era evidente que tenía
prisa por huir cuanto antes de aquel gran edificio gris
y dar la espalda a las ventanas para ocultar la emoción
que le embargaba. Caminaba de prisa, con un andar
extraño, recto, saltarín, apoyándose ligeramente en el
bastón. A no ser por el suave crujido que marcaba cada
uno de sus pasos, a nadie podría ocurrírsele que a aquel
hombre esbelto, vigoroso y ágil, le faltaban ambos pies.
Desde el hospital, Alexéi Merésiev era enviado, para
su convalecencia, a un sanatorio de las Fuerzas Aéreas
situado en las afueras de Moscú. Allí iba también el
comandante Struchkov. Del sanatorio habían enviado por
ellos un automóvil. Pero Merésiev convenció a la jefatura
del hospital de que tenía parientes en Moscú, sin visitar
a los cuales no podía marchar. Dejó su macuto a Struch-
11
1
Los adversarios se habían lanzado, a pleno gas, el uno
contra el otro,
El “Lávochkin-5” y el “Focke-Wulf-190” eran avio-
nes veloces. Alexéi Merésiev y el “as” alemán, descono-
cido para él, de la famosa división “Richthofen” lanzá-
ronse a un ataque frontal, con una velocidad que supe-
raba a la del sonido. En la aviación este ataque dura sólo
unos instantes, durante los cuales ni el hombre más dies-
tro podría encender un cigarrillo, pero que exigen del
piloto tal tensión de nervios, fuerzas morales tan bien
templadas que en el combate en tierra bastarían para
estar luchando todo un día.
Hay que imaginarse lo que significa dos aviones de
caza veloces lanzados a toda celeridad el uno contra el
otro. El avión del adversario crece a ojos vistas. Van sur-
giendo todos sus detalles, se le ven los planos, el círculo
brillante de la hélice, los puntos negros de los cañones.
Un momento más, y los aparatos chocarán, haciéndose
añicos, y nadie podrá encontrar ni el más mínimo trozo
de los aviones ni de las personas. En esos instantes no
sólo se pone a prueba la voluntad del piloto, se contras-
tan también todas sus fuerzas morales. El pusilánime, el
que no resiste la espantosa tensión nerviosa, el que es
incapaz de inmolarse en nombre de la victoria, tira instin-