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FERNANDO G I O B E L L I N A B R U M A N A

SEÑTIDOS DE LA
ANTROPOLOGÍA

ANTROPOLOGÍA
DE LOS SENTIDOS

SERVICIO DE
PUBLICACIONES
UNIVERSIDAD
or CÁDIZ
SENTIDOS DE LA ANTROPOLOGÍA

ANTROPOLOGÍA DE LOS SENTIDOS

Fernando Giobellina Brumana


SENTIDOS DE LA ANTROPOLOGÍA

ANTROPOLOGÍA DE LOS SENTIDOS

Fernando Giobellina Brumana

^UCA Universidad
de Cádiz

Servicio de Publicaciones
2003
Giobellina Brumana, Fernando

Sentidos de la antropología, antropología de los


sentidos / Fernando Giobellina Brumana. - Cádiz :
Universidad, Servicio de Publicaciones, 2003. - pp. 304

ISBN 84-7786-870-0

1. Antropología cultural y social. I.Universidad de Cádiz.


Servicio de Publicaciones, ed. II. Título

316.7

® Servicio de Publicaciones
Fernando Giobellina Brumana

Edita: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz

Depósito legal: CA-353/03


I.S.B.N.: 84-7786-870-0

Diseño: Cadigrafía
Maquetación y fotomecánica: Produce
Imprime: Imprenta Vistalegre
A Herminia Solari y sus circundantes
FUENTES ....................................................................................................................11

PRIMERA PARTE. LOS SENTIDOS DE LA ANTROPOLOGÍA

A. De la disciplina

UNO. Notas sobre la identidad de la antropología ..........................................17

1. La propia alteridad ............................................................. 17


2. Campo revisitado ................................................................. 21
3. El universo de la palabra .................................................... 31
4. Retórica y escepticismo .................................................... 36

DOS. Del saber antropológico .............................................................................. 41

B. De gabinete

TRES. La hechicería y sus sentidos ..................................................................... 51


1. El brujo ausente .................................................................. 52
2. El brujo presente ..................................................................61
3. Brujo ausente, brujo presente ...........................................64
4. Brujo en sistema ..................................................................69
5. El sentido de la hechicería ............................................... 75

CUATRO. La identidad y sus señas ..................................................................... 85


1. Los posos teóricos..................................................................87
1.1. Hablan los filósofos .........................................................88
1.2. La vez de los psicoanalistas ........................................... 91
1.3. Ahora, los antropólogos ................................................ 97
2. La ocasión de la identidad ................................................102
3. Entonces, ¿qué? .................................................................. 104

C. De campo

CINCO. La cura de la enfermedad en el campo religioso brasileño ......... 115


SEIS. Procesos identificatorios en el candomblé ......................................... 123
Los sistemas clasifícatenos..................................................................... 134
Los procedimientos identificatorios ................................................... 136
Los orixás como significantes.................................................................137
D. Hacia el límite

SIETE. La escalera de Witgenstein o cómo dejar de rompernos


la cabeza con la eficacia simbólica..................................................................... 141
0.1. Un drama teórico ............................................................................................ 141
0.2. El argumento ................................................................................................. 144
1. Acerca del Sujeto................................................................... 146
1.1. La histeria ............................................................................146
1.2. El cogito ........................................................................... 149
1.3. La máscara y la cara ......................................................... 151
2. El Big Bang ........................................................................... 154
2.1. La escisión original ......................................................... 154
2.2. Ausencia y significación ............................................... 157
Inciso: pensando en la vagina ................................................... 159
3. Sobre lo sagrado .................................................................. 161
3.1. La marca ritual .................................................................. 161
3.2. Ritual y sistema clasificatorio ...................................... 165
4. En fin .................................................................................... 166

SEGUNDA PARTE. ANTROPOLOGÍA DE LOS SENTIDOS. INTRODUCCIÓN A LAS


IDEAS DE MARCEL MAUSS

1. Mauss, encanto radical .................................................................................. 171


2. Ciencia de lo concreto,ciencia del significado ........................................177
3. El lugar de las ¡deas ..................................................................................185
4. La totalidad concreta ................................................................................. 209
5. La reciprocidad ..............................................................................................225
6. Las presencias maussianas ........................................................................... 245

APÉNDICES. SOBRE LAS TÉCNICAS DE CAMPO

I. La entrevista....................................................................................................... 257
II. Trabajo de campo ........................................................................................ 277

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ......................................................................... 287


Fuentes

En la primera parte de este libro y en el Apéndice he reunido, con


diversas modificaciones, textos publicados como artículos de revistas y
capítulos de libros; éstas son las fuentes:
- Notas sobre la identidad de la Antropología Antropología. Revista
de pensamiento antropológico y estudios etnográficos. 8 1994
- La hechicería y su sentido Antropología. Revista de pensamiento
antropológico y estudios etnográficos 10. 1995
- La identidad y sus señas Arbor 607. 1996
- Del saber antropológico Espiral 10 Universidad de Guadalajara
(México) 1997
- La escalera de Witgenstein o Cómo dejar de rompernos la cabeza
con la eficacia simbólica Revista de Dialectología y Tradiciones
Populares Tomo LIV Cuaderno Segundo 1999 Publicado en portugués
como A escada de Wittgenstein: ou como deixar de quebrar a cabera com
a eficácia simbólica en Ilha. Revista de Antropología N°0. octubre 1999
- La cura en las religiones populares brasileñas Sustentos aflicciones
y postrimerías de los amerindios (Gutiérrez Estévez, M. compilador)
Editorial de la Casa de América. 1999
- Articulación de las lealtades y desafección de la desafección,
Procesos identificatorios en el candomblé. La pluralidad y sus atributos.
(Dascal, M., Gutiérrez Estévez, M. y Salas, J. compiladores). Ed.
Biblioteca Nueva. 2001. Publicado en Brasil en Saberes emergentes
(Adriando de León y Simone Carneiro Maldonado org.) Joao Pessoa.
Manufatura . 2001
- La entrevista Técnicas de la investigación social Fernando
Giobellina Brumana (ed.) Ed. Nueva Escuela. Córdoba. 1995
- El trabajo de campo Técnicas de la investigación social Fernando
Giobellina Brumana (ed.) Ed. Nueva Escuela. Córdoba. 1995
La segunda parte está constituida por un pequeño libro publicado en
1983 por la Editora Brasiliense (Sao Paulo, Brasil) como Antropología
dos sentidos. Introdujo as idéias de Marcel Mauss.
■ ■■ Primera Parte. Los sentidos de la antropología

ei6o|odojiue e| ap soppuas sog -a^ej ejaiupj ■ ■■


A

DE LA DISCIPLINA
VNIldlDSIO VI 30
UNO
NOTAS SOBRE LA IDENTIDAD DE LA ANTROPOLOGÍA

1. La propia alteridad

Las distintas piezas que se fundieron en lo que hoy llamamos


Antropología han hecho que su objeto fuese entendido, de manera más o
menos clara, como los ‘otros’. En la etapa fundacional y heroica, se trata­
ba de ‘otros’ lejanos y evidentes, exóticos y tranquilizadores. Esta alteri­
dad radical, la ausencia de un compromiso personal y cultural del inves­
tigador con su universo de estudio, ha podido ser visto como una garantía
de objetividad a la que el estudio de su propia sociedad sólo podría aspi­
rar por medio de sofisticadas técnicas no siempre eficaces o que ahogan
las conclusiones cualitativas en una maraña sociométrica.
Una objetividad tal, por cierto, se ha mostrado muy endeble. El grupo
exótico, aun como tabula rasa, puede operar como pantalla en la que el
investigador proyecte los fantasmas de su propia sociedad. O simplemen­
te puede ocurrir que el estudioso no sea consciente del carácter cultural,
histórico, relativo, de sus propias categorías. Recordemos la ironía de
Hoccart (1937) al hablar de quienes investigaban los sistemas de paren­
tesco melanesios y que, de manera ingenua, al traducir el término ‘tama’
por ‘padre’, provocaron resultados desastrosos en la teoría del parentesco.
El propio Evans-Pritchard en su estudio sobre las prácticas místicas de los
azande, se condenaba a la invisibilidad del sistema que tenía ante sus ojos
al no admitir la capacidad terapéutica de los agentes de este grupo; la cura
era algo reservado a los médicos europeos.
El carácter absoluto dado a la extrañeza de los grupos estudiados no
dejaba de producir curiosos efectos. Según la idea habitual de los antro­

17
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap ei6o|odojju\/

pólogos anglosajones de las primeras décadas del siglo, el real objetivo de


sus investigaciones no era la cultura que en verdad encontraban en sus
lugares de trabajo, sino resabios más o menos distorsionados de lo que
había sido antes que la presencia occidental garantizase su propia tarea.
Una cultura original, incontaminada, auténtica, que se extraía laborio­
samente de relatos de ancianos y de vestigios cuyo control no podía ser
más que conjetural.
La propia investigación de Radcliffe-Brown entre los andamanes
estaba basada en la presunción de que “lo que verdaderamente tiene inte­
rés para el etnólogo es la organización social de estas tribus tal como exis­
tían antes de la ocupación europea de las islas”. A lo que A. Kuper, de
quien tomo la cita (1973:59), agrega: “(...) la observación directa tenía
poca utilidad y había que fiarse de los recuerdos de los informadores”. En
su posterior expedición a Australia, Radcliffe-Brown debió -por razones
que aquí poco importan- trabajar en un ámbito muy peculiar, una isla que
era una suerte de hospital-prisión en donde las autoridades coloniales
habían enclaustrado de manera forzosa a nativos aquejados de en­
fermedades venéreas. De la realidad que allí habrá encontrado -el tipo de
situación que hoy en día sería la privilegiada por la mayoría de los antro­
pólogos- no tenemos información más que gracias a las memorias de uno
de los integrantes de la expedición. Su jefe estaba interesado, y para eso
permaneció varios meses en la isla, en la concentración de viejos infor­
mantes porque le permitía obtener datos sobre un único tipo de cuestión:
los sistemas tradicionales de matrimonio australianos1.
Con su extermino o con su absorción por el desarrollo y expansión de
Occidente, los ‘otros’ estudiados han sido cada vez más próximos. Puede
pensarse que el desembarco en las propias playas se ha hecho a costa de
segregar el nuevo espacio de estudio y equipararlo a los tradicionales. Esta

1 De todos modos, Radcliffe-Brown ha sido considerado -aun por su más conspicuo rival,
Malinowski- como uno de los principales precursores en la moderna investigación antropo­
lógica. Como hay que reconocer, sea cual fuere el tema de su interés, permaneció largos perí­
odos en campo y su información provenía, en gran medida, de su relación con los nativos.
Esta metodología implicaba una superación de la forma de recolección de datos con la que la
Antropología anterior acostumbraba a tomar contacto con sus ‘objetos’: estancias de tres días
-como la de W.H.R.Rivers en Fidji-, conversaciones circunstanciales con colonos europeos,
mediciones antropométricas, breves sesiones fotográficas de nativos llevados por la
administración colonial a algún congreso.

18
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

es al menos la acusación de Llobera (1990) contra la llamada Antropolo­


gía del Mediterráneo, que se habría desarrollado a base de tornar exótica,
primitiva, no europea, una región de Europa. No era, sin embargo, un exo­
tismo que hubiese de durar mucho. El desarrollo de las regiones así abor­
dadas, por un lado, y el de la propia disciplina mudarían pronto el pano­
rama.
En efecto, con la reciente Antropología Urbana estaríamos asistiendo
a una actitud más extrema, el extrañamiento de áreas de sociedades que el
investigador no puede dejar ya de reconocer como propias. Se trata ahora
de ‘otros’ internos, de los que nos separan pocos metros, que consumen o
desean consumir los mismos bienes que nosotros. Son ‘otros’ hechos de
nosotros, en la medida en que, cualquiera que sea el grado de posesión ma­
terial o política nuestra, formamos para ellos parte de un centro respecto
al cual están en una posición subalterna, marginal, periférica. El hecho de
que la Antropología Urbana se haya dedicado de una manera primordial al
estudio de fenómenos marginales, no ha dejado de provocar malestar entre
algunos de sus practicantes: este privilegio dudoso pondría a la disciplina
en un papel normalizador de su realidad circundante.
Pero a pesar de las objeciones que puedan levantarse, la mayoría de
los trabajos de Antropología Urbana se encaminan por ese derrotero. Es
como si la inercia académica, o tal vez mejor la sorda intuición de que de
todos modos la disciplina tenía que habérselas con la alteridad, hubiese
hecho que en nuestro entorno nos dedicásemos a trabajar sobre aquello
que se encontraba en tensión con nosotros, que mantenía con esa primera
persona de un plural en el que estamos incluidos la máxima lejanía en la
máxima proximidad.
Nuevos pasos en las investigaciones, sin embargo, cambian el panora­
ma. Ya no se enfoca una substancialidad ajena, sino espacios intersticiales,
puntos negros, invisibles e intangibles desde el sistema o desde otras apro­
ximaciones disciplinarias. Una vuelta de tuerca más y ya tocan a nuestras
puertas, como es el caso de una investigación llevada a cabo en Madrid
sobre mujeres ejecutivas. Antropología feminista, por cierto, que trata del
último ‘otro’, pero no queda ya barrera que interponer entre nosotros y
nuestra mirada alterizante. Hay ya atisbos de análisis antropológicos sobre
departamentos de Antropología. ¿No es esto signo de que, después de
todo, ‘nosotros’ -cualquiera que sea la extensión y comprensión del pro­
nombre- somos ‘otros’?

19
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap ei6o|odojiuy

En este punto yace, pienso, la clave de la cuestión del ‘objeto’ de la


Antropología. Se ha trabajado tranquilamente sobre ‘primitivos’ para lle­
gar a la tardía conclusión de que todos lo somos en una u otra circunstan­
cia. Se ha trabajado también sobre los ‘otros’ para determinar en la prác­
tica investigativa que todos somos ‘otros’. ¿Se disuelve así la especifi­
cidad de la Antropología2? O, por el contrario, al mostrarse la alteridad que
desde siempre estuvo en su punto de mira como una condición que tam­
bién puede abarcarnos a nosotros, ¿no se llega a un punto más firme, a la
roca misma que puede basar su condición de disciplina autónoma? Esa
alteridad ya no puede ser la de lo exótico ni lo convertido en tal por un pro­
cedimiento narrativo. No es la extrañeza de lo que nos es ajeno, sino de lo
que también nos es propio.
Emerge aquí la visión de la Antropología como disciplina que conju­
ga la unidad y la diferencia de los hombres, la humanidad como un todo a
base de volcarse sobre humanidades particulares. Pero si la diferencia es
evidente, y el asombro ante ella está en el origen mismo de la labor antro­
pológica, ¿dónde está la unidad, más allá de un imperativo ético, más allá
de un principio ideológico? Una vez más, es Marcel Mauss (1950
[1924]:296) quien responde, siempre con voz titubeante: lo común entre
todos los hombres es el ‘trieb’ (‘instinto’, traduce él; ‘pulsión’ es hoy la

2 Ocurre, pienso, exactamente lo contrario. Encerrar a la Antropología en la fidelidad a los


‘primitivos’ -cualquiera que sea el eufemismo que el pudor anti-etnocéntrico les dé- produce
la amenaza, al menos imaginable, de hacer estallar la disciplina en una serie de estudios
subsidiarios de otras ciencias. Recordemos que el propio Radcliffe-Brown se consideraba un
sociólogo de los pueblos primitivos. Las ‘especialidades’, aun las escuelas antropológicas,
pueden verse atrapadas por la alteridad exótica; sus distintos ‘objetos’ se convertirían así en
lo que disciplinas constituidas no tematizan como foco central de interés. La Antropología
económica puede, de esta manera, ser vista como la Economía de los modos de producción
pre-capitalistas, o de enclaves pre-capitalistas en contextos capitalistas (el caso obvio de la
Antropología agraria); la Antropología política, como la ciencia política de pueblos sin
Estado; la Antropología cognitiva, como una rama de la Psicología experimental o de ciertos
desarrollos de la Lingüística (Chomski); la Antropología psicológica (lo que antes conocía­
mos como ‘Cultura y Personalidad’), como una extensión de la Psicología, de la Psicología
social o del Psicoanálisis -en su vertiente americana tipo Karen Homey-, según el autor de
que se trate; la Antropología ecológica, como un momento de la Ecología.
El hecho de que una descomposición tal, sin embargo, no esté a la orden del día, de que las
crisis, las fugas escépticas, las idas y vueltas por las que la Antropología puede deambular,
sean de otro tipo, es correlativo -es mi hipótesis- al abandono que ésta ha hecho de sus pri­
meros intereses.

20
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

acepción universal), es decir, el Inconsciente. Si esta es la buena senda, ese


Otro que somos, ese Otro que nos habita, es el Inconsciente, tal como
Lacan lo indica al mismo tiempo que insta una y otra vez a no confundir­
lo con los pequeños ‘otros’. Yace allí el descontrol que controla nuestra
vida en sociedad3.
¿Es esto una novedad? Quizás sí en una disciplina como la nuestra en
la que la reflexión teórica o no se produce o es, salvo excepciones, de una
mezquindad descorazonadora. En un ámbito más amplio, en el del marco
de los otros discursos disciplinarios sobre la realidad humana, social o
como se la quiera llamar, la alteridad de todo sujeto es la clave del corte
epistemológico que ha hecho posible estos discursos (hitos como Marx,
Saussure, Jacobson, Freud, Lévi-Strauss, etc.). La anticipación poética de
Rimbaud -je est un autre- señalaba el camino, el giro copemicano, que
abriría el ámbito de nuestra palabra. La pregunta que resta es si la
Antropología, por su largo comercio con el otro, está o no capacitada para
vérselas con el Otro.

2. Campo revisitado

Kaplan y Manners (1975:58) marcan las constricciones del trabajo de


campo que toman cuestionables sus resultados. La principal de éstas es
que el investigador, por las propias condiciones de su tarea limitada en el
espacio y en el tiempo, identifica de manera abusiva la unidad sobre la que

3 Para quienes se sientan, como yo, tocados por la intuición maussiana las dificultades no
hacen más que comenzar. En efecto, qué es ese Inconsciente que opera con un locus diferen­
te al aparato psíquico individual? ¿Tendríamos que retomar a las ideas de Inconsciente colec­
tivo o de los arquetipos de Jung? Además, ¿cómo operar con esta idea, aún por definir sin
quebrantar una de las reglas de oro de la Antropología, mejor aún, del pensamiento socioló­
gico fundado por Durkheim, la de articular el propio discurso de manera autónoma, sin abre­
var en fuente disciplinaria ajena? Regla, por cierto, incumplida a menudo por los más fieros
sociologizantes de la Antropología británica, como I.Lewis (1973), cuando hace recaer en el
‘complejo de culpa’ de los hombres de cierto grupo africano, la eficacia del trance mediúm-
nico de sus mujeres, o como A. Meiggs (1978) al intentar rebatir las propuestas de M.
Douglas sobre contaminación basándose en la idea del horror a la decadencia.
Hablar de Inconsciente en el sentido maussiano, sin embargo, no implica reducir los fenóme­
nos sociales a un sustrato psicológico, como en estos ejemplos funcionalistas. Significa, por
el contrario, descentrar el término de su origen disciplinario y abrirlo a un discurso sobre el
aparato simbólico como unidad articulada y total.

21
Sentido de la antropología m sopguas so| ap BiSoiodojjuy

opera -el grupo concreto sobre el que trabaja- con la totalidad de la que
ese grupo forma parte. Una aldea o un puñado de ellas es la muestra so­
bre la que fundan conclusiones que pretenden validas para el conjunto al
que pertenecen.
El problema de la validez, de la representatividad, de lo en verdad
observado, es candente. Una de las respuestas es bajar las exigencias teóri­
cas, las pretensiones de generalización, y no ir más allá del universo estu­
diado. Otra opuesta, trabajar sobre casos polares, suponiendo que lo que
sea válido para ellos lo será también para los intermedios. De todas mane­
ras, a nadie se le oculta la fragilidad de sustentación que las etnografías
ofrecen a la reflexión teórica. Como también es evidente la facilidad con
la que esta reflexión puede deformar la información etnográfica. Aun los
defensores más militantes del análisis levistraussiano de los sistemas de
parentesco impugnaron buena parte de sus ejemplos. Recordemos, por
ejemplo, las discusiones de E. Leach a propósito de los kachin que él
mismo había estudiado. O, para seguir con Lévi-Strauss (1962:190), la
manera errónea en que analiza el uso de mano izquierda en las relaciones
sexuales entre los kaguru estudiados por T.O. Beidelman (1973; cf.
Giobellina Brumana, 1990:81).
Los problemas no acaban aquí. El instrumento que el etnógrafo
emplea es él mismo. Instrumento poco confiable, como los propios inves­
tigadores bien saben. Frente a tal debilidad, una actitud posible es la de un
G. Condominas, que nos cuenta su vida de mestizo euro-asiático para que
así tengamos en nuestras manos una suerte de grado de refracción que,
descontado, nos permitiera reconstruir con mayor objetividad la des­
cripción etnográfica que nos presenta. ¿Cómo aceptar que el sesgo
supuesto en la etnografía del grupo que ha investigado no opere también
en la ‘etnografía del etnógrafo’ que se empeña en brindamos? ¿Cómo
aceptar que esta autobiografía se ordene ante nuestros ojos para damos la
clave de re-interpretación de la interpretación del autor? Cualquiera que
sea la respuesta a estas dudas, no estamos ante un caso único. Décadas
antes, Leiris (1996 [1934]: 4.IV32) justificaba su Afrique Fantóme, el
diario que registró paso a paso la Misión Dacar-Yibutí, en que “la subje­
tividad extrema lleva a la objetividad total; es decir, que al exponer las
condiciones personales de la investigación se permitía que los resultados
de ésta pudiesen ser expurgados del grado de refracción que inevitable­
mente cargaría” (Giobellina Brumana, 2001: 189). Los propios avalares

22
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

orgánicos deberían ser tomados en cuenta: “cómo se ha comido, cómo se


ha hecho el amor, cómo se ha meado, (...) exponiendo el coeficiente per­
sonal, a fin de permitir el cálculo del error, lo que es la mejor garantía
posible de objetividad”. Algo parecido también está en de Martino (1999
[1961]: 18):
“(...) la objetividad del etnógrafo no consiste en fingir desde
el principio de su trabajo que está por encima de las pasiones,
con el riesgo de caer en pasiones mediocres y vulgares, y dejar
que influyan inconscientemente en el discurso etnográfico,
como gusanos pululando dentro de un sepulcro de mármol; se
basa, por el contrario, en el propósito de unir su viaje al
reconocimiento explícito de una pasión actual (...)”4.

Ahora bien, la ‘base empírica’ de la Antropología es de un orden dife­


rente al de cualquier otra ciencia o proyecto de tal. No son simples datos
lo que se cosecha en la primera etapa de la práctica antropológica; el tra­
bajo de campo representa una experiencia muy peculiar y deja una marca
en el profesional, en su producción, en la disciplina como un todo, que
provoca no pocas reacciones, fobias y mistificaciones.
En los últimos años pareciera que se ha producido un cierto desinte­
rés por el trabajo de campo, relegado, más que por investigaciones teóri­
cas, por exploraciones meta-antropológicas (epistemológicas, históricas,
de crítica literaria, etc.). De manera concomitante, se puede percibir algún
intento de demoler el paradigma global de la labor disciplinaria que la
hace girar sobre esa personal experiencia cognoscitiva. Pienso, por ejem­
plo, en el texto de J. R. Llobera (1990), pero también en otros a los que
este autor critica, como J. Clifford (1991 [1986]). De hecho, la conciencia
sobre la tensión entre la labor de campo y la reflexión teórica no es nove­
dosa. Ya la señalaba Radcliffe-Brown (1952:28), lamentándose de que el
énfasis en la práctica etnográfica resta espacio a la práctica teórica. Es cu­
rioso, sin embargo, que mientras que un Lévi-Strauss (1958:409) afirma
que el trabajo de campo es indispensable para la formación profesional de
los antropólogos, cuando él ha tenido una experiencia muy limitada al res­
pecto, Evans-Pritchard (1978 [1937]:73) -tal vez el antropólogo que más
trabajos de campo diferentes haya realizado- ponga a Lévi-Strauss como

4 Algunos antropólogos americanos de los años ‘60, se sometían a un psicoanálisis antes de


ir ‘a campo’, para de esa manera obtener un control de sí que les permitiese depurar los resul­
tados a obtener (O.Lewis, 1975 [1953]: 104).

23
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odoj;uy

ejemplo para afirmar que bien se puede ejercer el oficio desde un gabine­
te.
Clifford (1991 [1986]: 158) ironiza sobre la leyenda del investigador
de campo que, en prólogos o confesiones publicadas de manera indepen­
diente, compara los inicios de su inserción en el grupo con el que ha tra­
bajado con los primeros pasos de un niño. El proceso de socialización en
una cultura ajena, sin embargo, puede cargar con el peso de esa metáfora.
El lugar del antropólogo en ‘su’ grupo, empero, no está decidido de ante­
mano y no se establece de una vez para siempre; es producto de una diná­
mica muy compleja, específica, intransferible, y está sujeto a mudanzas.
Puede ser el del niño o el del tonto del pueblo, el del intermediario con
poderes externos, el del benefactor o el del continuo receptor de favores,
u otros que ni siquiera puedo imaginar.
Sea cual sea este lugar, de él dependerá la visibilidad que obtenga de
la realidad que estudia. Puesto que el grupo nunca es homogéneo, puesto
que siempre presenta una topología heterogénea, la capacidad de recorrer­
la con mayor o menor libertad determinará la complejidad, articulación y
finura de la etnografía que se obtenga. Metraux en Haití, Evans-Pritchard
entre los azande o Bastide en Brasil confiesan no haber nunca tenido ac­
ceso a prácticas de hechicería. ¿No será esto signo de que la respetabili­
dad que habían adquirido en sus respectivos grupos los incapacitaba para
la confianza que implica mostrar fenómenos tan poco respetables? Esta res­
petabilidad se ha pagado cara; es correlativa a la ceguera teórica con la que
la Antropologías británica y francesa han tratado a la hechicería y al hechi­
cero -desde M. Wilson hasta M. Douglas- como un fantasma manipulado
en vistas a la resolución de tensiones internas y externas del grupo.
Pero la cuestión del trabajo de campo, el papel que de manera tradicio­
nal se le ha dado en la formación y práctica antropológicas, no depende sólo
de su carácter de fuente de datos, de generador de base empírica. Hay una
mitología del trabajo de campo, que algunos intentan demoler, y es frecuen­
te que se hable de él, jocosamente o no, como el ‘rito de paso’ del profesio­
nal. Ahora bien, discurso sobre mitos y ritos de paso, ¿a cambio de qué la
Antropología renunciaría a tener los suyos propios? Por más que la legiti­
midad de la Antropología de gabinete es incuestionable -y allí está, entre
otros, Mauss para reafirmarla aún más-, permanece la intuición de que ‘en
campo’ ocurre algo de difícil reemplazo. Intuición oscura, cuya formulación
objetiva, ‘científica’, tal vez esté condenada al fracaso. Ya que el trabajo de

24
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

campo es una tarea artesanal, tan poco adaptable a reglas universales, tan
personal, se entenderá que lo que sigue es una reflexión idiosincrásica.

‘En campo’, el investigador experimenta en carne propia la alteridad.


La socialización de la red de reglas, valores, categorías interpretativas, etc.
por la que pasa, la asunción obligada de disciplinas ajenas que compro­
meten no sólo la conducta, sino su propio cuerpo (comer, dormir, mover­
se por el espacio del que se trate con los otros y como los otros) lleva -al
menos ése ha sido mi caso- a una descentración respecto a la cultura pro­
pia. Al cabo de algún tiempo, la persona que realiza un trabajo de campo
ya no es de su lugar de origen, como tampoco lo es de su lugar de traba­
jo: no es de lugar alguno. No es tanto el representante de su cultura, sino,
en buen medida, un exilado de ella.
El esfuerzo para absorber en las propias prácticas la distancia con las
normas ajenas produce una distancia equivalente en relación con las pro­
pias. Una descentración tal, y éste es un postulado de comprobación difí­
cil o imposible, es la condición de posibilidad de una descripción objeti­
va. Captar el sentido ajeno, y los mecanismos de producción de ese senti­
do, pasa por perder el propio sentido. Una captura tal se produce -sigo
hablando de mi propia experiencia- por insights de dos tipos, uno que lla­
maría ‘metafórico’, otro ‘metonímico’, y que revelan rasgos fundamenta­
les de la situación estudiada, elementos claves de su sentido global. Daré
ejemplos de uno y otro.
El primero, tomado de mi investigación sobre Umbanda (Giobellina
Brumana y González Martínez, 2000 [1989]). Durante una visita al
cementerio, Vera -la sobrina de una ‘hechicera’ con la que había yo traba­
jado algo más de un año, hasta su muerte por cáncer- limpiaba su tumba
con toda meticulosidad. A pesar de tener a pocos metros una papelera, to­
do lo que recogía -hojas y flores secas, papeles, velas negras de una
intranquilizadora acción de hechicería realizada allí por desconocidos- lo
dejaba caer junto a la tumba. Este hecho desencadenó en mí una com­
prensión que sedimentaba lo vivido y registrado en casi dos años de
investigación y que se convirtió en la clave interpretativa de mi trabajo: pa­
ra los fieles umbandistas, para los sectores subalternos de los que el culto
es expresión ‘salvaje’, el ámbito de orden se limita a la frontera más
inmediata; todo lo que la exceda, todo lo que esté más allá de esta fronte­
ra, es ajeno, arbitrario, incontrolable. Es inútil, pues, encaminar esfuerzo
alguno a conquistar esta región, a provocar o mantener algún orden en ella.

25
Sentido de la antropologia /// soppuas so| ap ei6o|odojjuv

El segundo, de mi trabajo sobre Candomblé (Giobellina Brumana,


1994). A pesar de haberlo oído desde el comienzo de mi investigación, me
llevó mucho tiempo escuchar que la ropa ceremonial no debía ser lavada
junto a la profana, unir esto con la utilización de cocinas diferentes para la
comida sagrada y la habitual, y, además, con el rechazo -que tantas veces
había presenciado por parte del sacerdote- del uso religioso de instru­
mentos domésticos (cuchillos, recipientes, etc.). Cuando por fin escuché,
se precipitó en mí la intelección de un elemento estratégico del sistema;
detectaba así la oposición entre ‘casa de santo’ y ‘casa doméstica’ que, en
su mutua contradicción con la ‘ciudad’, proporciona el marco lógico de la
ubicación del Candomblé en la sociedad brasileña.
En ningún caso estos ‘insights’ se tratan de transferencias empáticas
de las que nos habla la hermenéutica. No se captan con ellos el sentido
producido y/o aprehendido por los actores, sino un sentido actuado por
ellos, elaborado en y por el sistema, cualquiera que sea el nivel de con­
ciencia que tengan de él sus agentes.
Por detrás de esta distinción, hay una oposición teórica muy clara: o se
supone (Clifford, 1991 [1986]: 158) que existe una ‘fuente de intención sig­
nificativa’ y que ésta equivale a las personas concretas con las que se traba­
ja, o se parte del postulado de que no hay sujeto alguno al que se pueda adju­
dicar intención alguna, y que la significación es una red lógica y ontològica
si no cronológicamente anterior a cualquier sujeto. Es, una vez más, la
oposición planteada por Lévi-Strauss entre Sujeto sin Razón y Razón sin
Sujeto.

En campo uno no se encuentra ante los distintos elementos del objeto


estudiado como ante las estanterías de un supermercado que ofrecen al
mismo tiempo todos y cada uno de sus productos al eventual comprador.
Lo que uno estudia tiene sus resistencias, sus impermeabilidades, sus líne­
as ocultas. El trabajo de campo tiene su historia, que en buena medida va
marcando el pasaje entre un afuera y un adentro de la comunidad con la
que se convive. Esta historia, el antes y el después de los distintos descu­
brimientos que se van realizando, de las distintas fronteras que se van tras­
pasando, muchas veces indica propiedades esenciales del objeto. Veamos
un ejemplo.
El contacto con acciones de hechicería en mi investigación sobre el
Candomblé fue mucho más demorado que en mi trabajo sobre Umbanda.

26
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

Mientras que en este segundo culto se me ofreció la posibilidad de ‘casti­


gar a mis enemigos’ desde el primer día que asistí a las ceremonias de un
grupo -con el que trabajaría luego más de un año-, en mi experiencia con
el Candomblé tal oferta sólo la recibí siete años después de haber iniciado
mi trabajo, ante un caso muy visible de ofensa sufrida por mí5. Esta dife­
rencia deriva del distinto lugar que en un culto y otro ocupa la agresión
mística: si en Umbanda es la preocupación central (ya en su producción,
ya en la mera protección ante ella), en el Candomblé es un fenómeno si no
marginal, secundario respecto a su cuestión crucial, la relación entre los
adeptos y sus divinidades. Pienso que mantener conmigo un cierto sigilo
sobre la utilización concreta de la capacidad agresiva brindada por el culto
no significaba tanto librarse de una carga estigmática; datos tanto o más
‘condenables’ me habían sido revelados mucho antes, y mi relación previa
con acciones de hechicería era conocida por el grupo, así como mi interés
por el tema. Esa reserva, en mi opinión, se debe mucho más a la propia
tensión que la práctica hechiceril produce en el sistema y que lleva a que,
en el límite, la mano que opera con los eguns -los espíritus de los muertos
que quizás sean el arma más dañina que un agente del Candomblé tenga a
su disposición- no pueda ponerse sobre la cabeza de nadie (es decir, no
pueda establecer la relación de filiación entre un adepto y su divinidad).
En otras palabras, el agente místico puede ver amenazada su condición
sacerdotal por su práctica de hechicero.

El trabajo de campo no sólo depende de las anfractuosidades del


‘objeto’, sino también de las del ‘sujeto’. La mirada del investigador es
idiosincrásica; la detección o no de los diversos elementos del objeto, o la
demora en detectarlos y reconocerlos, puede depender de variables abso­
lutamente subjetivas. Mi nulo oído musical, por ejemplo, ha sido un esco­
llo muy serio respecto a las canciones rituales que en todo momento acom­

! Esto ocurrió en Madrid, donde fui visitado por un pai-de-santo del Candomblé. La ofensa en
concreto eran los ataques continuos (verbales y hasta en una ocasión físicos) que sufría yo por
parte de una anciana perturbada (para no decir ‘vieja loca’) que vivía en la primera planta de
un viejo edificio en el que yo ocupaba la segunda. Durante su permanencia en mi casa, el pai-
de-santo no sólo presenció alguna de estas escenas, sino que también fue objeto de un trata­
miento similar. Doy estos detalles para que se entienda mejor lo que voy a decir, que refleja
a la perfección el sentido de buena parte de las acciones de hechicería, al menos en Brasil. La
propuesta de represalia mística tenía dos ofertas alternativas: cagar junto a la puerta de mi
vecina y ponerle silicona a su cerradura.

27
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odoj}uy

pañan a las acciones ceremoniales del Candomblé y que, en buena medi­


da, les sirven de emblema. A pesar de haber registrado, trascripto y obte­
nido traducciones/ interpretaciones de un gran número de ellas, sólo en los
últimos tiempos consigo reconocer algunas de ellas, detectar la divinidad
a la que están dedicadas y su valor ritual.
Un excelente libro sobre cultos de posesión brasileños que leí mucho
después de publicar los míos (Boyer-Araujo, 1993), me mostraba una
ceguera mía, esta vez relacionada, supongo, con mi género. En mi libro
sobre umbanda dediqué un capítulo al seguimiento de la red de relaciones
de una mujer, una médium umbandista. Leyendo el libro de la investiga­
dora francesa -que explota de una manera sistemática la idea de redes
femeninas- caigo en la cuenta de que la red de la que hablo estaba com­
puesta esencialmente por mujeres y que, si en el momento de mi trabajo
etnográfico hubiese sido éste un dato consciente para mí, quizás parte de
los desarrollos de mi libro habrían seguido otros derroteros.

La formación profesional y las ideas preconcebidas hacen que uno


busque en campo algunas cosas que pueden o no encontrarse. No encon­
trarlas es ya un dato relevante: ya para eliminar su necesidad y pertinencia
en el marco teórico con que bien o mal uno trabaja, ya para exigirse una
explicación de esa ausencia. Este es el caso de la expresión mística de los
conflictos del grupo de culto, tan habitual en Umbanda y que procuré in­
fructuosamente en el Candomblé. Pero mucho más importante que el
hallazgo o no de algo esperado es encontrar lo insospechado, aquello para
cuya previsión uno no tenía instrumentos y que, como el ejemplo que he
dado más arriba sobre la oposición entre ‘casa de santo’ y ‘casa domésti­
ca’, pueden convertirse en las claves interpretativas de la realidad estu­
diada. Abandonar poco a poco toda búsqueda y conformarse a un acecho
indeterminado es, pues, la actitud más fructífera que, desde mi experien­
cia, se puede adoptar.
Este acecho constante, por ejemplo, me permitió descubrir, en una
estadía en campo posterior a la finalización de Las formas de los dioses,
un hecho que hasta entonces pensaba imposible y que torna aún más com­
pleja la relación entre los diversos cultos del campo religioso brasileño:
hay sacerdotes pentecostales que acuden a agentes del Candomblé para
solicitar sus servicios profesionales. Brandáo registra en Os deuses do
povo el caso de un pastor enfermo de cáncer que había buscado la solu­
ción a su mal con un curandero. La situación que he conocido ahora es

28
Uno. Notas sobre la identidad de la antropologia

más radical: la de un pastor que llegó a la casa en la que yo trabajo para


pedir que el pai-de-santo impidiese, por medios místicos, que otro pastor
abriese una nueva iglesia enfrente de la suya. La justificación de este hom­
bre era que su contendiente era un borracho y un libertino: sus Dioses no
eran los mismos; el de la futura nueva iglesia era en parte Dios, en parte
el Demonio. Pero, cualquiera que fuese su coartada, el hecho esencial es
que un agente de un culto que, como el Pentecostalismo, se dedica de
manera central al combate contra la hechicería, recurra a ella cuando lo
necesite.
Esta idea de ‘acecho’ implica, por cierto, que relación entre teoría e
investigación empírica es bastante más compleja que lo que una visión
tipo ‘manual’ nos hace suponer. Dicho de una manera extrema, los marcos
teóricos, las ortodoxias, sólo son buenos para hacerlos añicos. Cuanto más
acepte un investigador entrar en contradicción con sus puntos de partida,
sus marcos teóricos originales, más posible es que sus resultados sean real­
mente de interés. La alternativa es la monotonía de esas exploraciones
empíricas que sólo sirven para reafirmar la validez de la perspectiva doc­
trinal que las ha iluminado -poco importa si funcionalista, hermenéutica,
marxista-. Quizá, el mayor marbete de una investigación empírica sea el
que no esté cubierta por ninguna teoría existente, que no se constituya en
otro caso confirmatorio, que exija renovación de la teoría, su crisis, su cre­
cimiento.
La falta de compromiso personal con el grupo estudiado en la que el
estudioso se encuentra en un inicio de su trabajo de campo se trasmuta
poco a poco en una implicación alta, de una intensidad emocional nada
desdeñable. Puede surgir aquí, al menos es mi experiencia, un fantasma al
que llamaría, recordando el cuento de Henry James, el de ‘Los papeles de
Aspem’. En la Venecia de fines del siglo pasado, un crítico literario trata
de apoderarse de cartas que un escritor famoso ya muerto, Aspern, había
enviado a su amante, ahora una vieja decrépita cuidada por una solterona
sobrina suya. Todo tipo de estratagema, hasta la seducción amorosa de la
sobrina, es puesta al servicio de tal empeño obsesivo. Poco importa ahora
el desenlace de la historia, el éxito o el fracaso del protagonista. Señalo
sólo lo que une, para mí, la aventura veneciana con la labor etnográfica: el
asedio codicioso de algo que tiene un valor tan heterogéneo para cazador
y presa, la ineludible sensación de rapiña, de timo.

29
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odojjuv

¿Cómo se maneja el estudioso ante la asimetría de las relaciones que


ha establecido? Ganarse la vida, tal vez prestigio y probablemente un lugar
mejor en su propia sociedad, oyendo y contando las vidas de los demás,
encontrando y mostrando el sentido de la realidad de los otros, sin dejar
de lado la razón (o la justificación) primera, la de conocer: eso es lo que
obtiene. Pero, ¿qué da a cambio de lo que le es dado? Porque el producto
de su trabajo no es aprovechado, o pocas veces lo es, por sus ‘objetos’6. Es
en su propio territorio, no en el ajeno, donde su producción va a tener
valor. Tal vez el pago en dinero que de manera frecuente los etnógrafos
ingleses, franceses y americanos hacen a sus colaboradores e informantes
sea una tentativa de tener las cuentas saldadas a ese respecto, de equilibrar
monetariamente el ciclo de reciprocidad. De todas maneras, las cosas no
quedan resueltas con tanta facilidad: la deuda permanece siempre sin
cubrir. Los problemas éticos no acaban aquí.
No se puede aceptar de manera automática la idea de que desde el
punto de vista político, la autoría textual deba ser diluida. El autoritarismo
imperialista o colonialista sobre grupos exóticos, o del ‘centro’ sobre sus
marginados, no tiene como necesario correlato la práctica etnográfica;
tampoco es ésta un instrumento adecuado para la lucha revolucionaria.
Puede verse aquí un eco, en registro bien diferente, de la crítica marxista
de los años ‘60 y ‘70. Hay, sí, una cuestión ética -además de la deuda
impagable ya indicada, y de la obvia exigencia de que la actividad del
investigador no sea utilizada para dañar de una u otra forma a la gente con
la que trabaja- que lo muestra en una posición paradójica, si no condena­
ble -pero de la que no es tan simple evadirse- lo que, a falta de un térmi­
no mejor, llamaría su (nuestro) esteticismo.
¿Cuál es la raíz de la seducción que sobre el investigador produce el
grupo estudiado? La pregunta no es caprichosa ni el término empleado
-‘seducción’- gratuito. Años de trabajo con una comunidad no se explican
sin una fuerte fascinación, de la que el investigador es al mismo tiempo
objeto y cómplice. El grupo ha sabido producir un mundo de sentido,

6 En mi campo de estudio ha habido, sí, aprovechamiento hasta el exceso por parte de los
agentes del Candomblé -y del Candomblé como totalidad- de los trabajos de los antropólogos
que estudiaron el culto a partir de los años ‘40, para obtener una legitimidad que les había
sido vedada hasta el momento (cf. Giobellina Brutnana, 1994: 25-36). No es casual, por cier­
to, que cuanto más apologéticos eran los textos de estos estudiosos, menos certeros eran en la
descripción e interpretación del culto.

30
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

muchas veces -pienso más que nada en el tipo de trabajo con sectores su­
balternos de nuestra sociedad al que más y más nos abocamos- como
remedo alternativo y condenatorio de aquél del que se nos supone porta­
dores o participantes. La obcecación en esa producción de sentido contra
todos los impedimentos es, a mi entender, lo que nos atrapa, aunque al
mismo tiempo los contenidos explícitos de ese sentido nos resulten a me­
nudo deplorables (pensemos en las ablaciones clitoreanas realizadas por
mujeres subsaharianas a sus hijas).
El investigador sabe que el mundo construido del que trata de dar
cuenta en sus trabajos es, en gran medida si no de manera total, conse­
cuencia de la inferioridad social, de la injusticia, de la explotación, de la
marginalidad a las que, por una u otra vía, se ha condenado al grupo estu­
diado, y puede, sin duda, dar testimonio de ello, denunciarlo en sus escri­
tos. Pero, en real conciencia, ¿renunciaría a la existencia de ese mundo, y
a la comprensión que bien o mal va logrando de él, a cambio de una su­
peración de las condiciones sociales que sabe están en su base 7?
Por cierto, el dilema no existe, o sólo existe como mala conciencia. No
está en manos del científico social cambiar una cosa por la otra; mejor, el
científico social, como tal, no tiene manos, sólo oídos y ojos. Cuanto más
fiel es a su ciencia, cuanto más profundamente descubre los mecanismos
que constituyen la ‘real ilusión’ (Mauss), más ‘inútil’, más alejada de la
dinámica de los agentes, menos capaz de ser apropiada por éstos.

3. El universo de la palabra

Como herramienta o como objeto, como ambas, el científico social


trabaja con la palabra. La pregunta de la encuesta masiva o el silencio
meditado de la entrevista en profundidad, la línea de la carta de torpe letra
o el texto de periódico que se analizan: encontrar la propia palabra que
desencadene la ajena y, después, la que revele su sentido, ése es en buena
medida el quid del oficio de sociólogo. Ahora bien, la palabra recogida, el
discurso capturado en la investigación, puede ser un objeto directo e

’ En mi propio trabajo, la riqueza simbólica que he encontrado en las religiones que he inves­
tigado en el Brasil, el juego de astucias alternativas y de compromiso que he creído encontrar
en Umbanda y Candomblé, ¿las supondría resignables en trueque de la opulencia del país que
ha sostenido financieramente la mayor parte de mis investigaciones, la gris Suecia a la que
veo al borde de la anomia, la desintegración social y, más que nada, el tedio?

31
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap eißoiodoquy

intransitivo del trabajo sociológico, o un trampolín hacia otras dimen­


siones suyas (tanto del habla cuanto de la labor investigativa).
Muchos informes finales elaborados a partir de entrevistas y encues­
tas no van más allá de lo que de manera explícita se encuentra en el dato
verbal. El objetivo de la investigación ha sido averiguar a quién se va a
votar o que detergente se emplea en casa, qué se opina de los marroquíes
inmigrantes o qué cualidades se le pide a una margarina, qué lecturas se
realiza o cómo se valora distintos servicios públicos. Este tipo de trabajo
sociológico, posiblemente el más habitual y conocido, brinda mucha infor­
mación tan útil cuanto irremplazable.
Hay, sin embargo, otra forma de trabajar con la palabra que implica
una suerte de torsión: no se apunta ya a lo que ésta dice de boca abierta,
sino a otras formas de manifestación significativa que la preñan de mane­
ra más oculta. La palabra dice: por lo que dice y por lo que calla, por sus
condiciones de emisión y recepción, por lógicas de diferentes planos que
operan en ella.
La idea de que un discurso dice algo diferente de lo que encierra de
manera explícita no es demasiado antigua. Quizás sean los románticos
alemanes -Schelling, Schleiermacher, en especial el Fichte del Discurso a
la nación alemana- quienes por vez primera percibieron que la lengua
tiene una densidad y una dinámica que no se reduce a la voluntad signifi­
cativa de los emisores de mensajes atómicos. La labor de filósofos y poe­
tas, músicos y pintores de este movimiento giraban sobre la intuición de
que ‘el hombre no habla, es hablado’.
Heidegger, con su profúnda herencia romántica, lleva esta perspectiva
al límite, y la convierte en el resorte de una nueva apertura filosófica. No
importa aquí la relación que el profesor de la selva negra establece -sobre
todo en sus últimas indagaciones- entre Ser y Lengua. Baste decir que en
su idea la articulación individual de la lengua, el pensamiento, es episódi­
ca, secundaria, irrelevante, frente a aquello que en realidad habla, la len­
gua. Recordemos las bellas e inquietantes palabras finales de la Carta
sobre el humanismo: “El pensar abre con su decir modestos surcos en el
lenguaje. Los surcos son más modestos aún que los surcos que el labriego
abre con paso lento en el campo”.
Ahora bien, la meticulosidad filológica con que una y otra vez se res­
cata lo ‘no dicho’ de lo dicho (pensemos, por ejemplo, en el análisis de
palabras como ‘erfarenheit’ -experiencia- y úZ-qUeia -verdad-) pone en

32
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

juego al conjunto de una lengua y a los contenidos articulados en ella,


como lo que está allí desde siempre. No se asiste desde esta perspectiva a
formación alguna de sentido; en última instancia es cuestión del oculta-
miento del sentido, algo acaecido desde el siglo V a.c. y, en forma más
acelerada -si ése es el término adecuado- desde el Renacimiento, el surgi­
miento de la tecnología, la cuantificación de la Naturaleza y la Sociedad.
Poco pueden arrastrar las redes sociológicas de una visión tal.
El freudismo, también con su raíz romántica, ha dado carta de ciuda­
danía científica a la categoría de ‘inconsciente’. Es difícil exagerar la
importancia de sus hallazgos, tanto en el plano de fenómeno social (la
conformación de una cultura, de un sentido común psicoanalítico que ya
es nuestro), como en el de instrumento de conocimiento. Es evidente que
Freud se nos ha hecho carne, como pocos otros pensadores, y que, por más
críticas que le podamos hacer un siglo después de sus primeros trabajos
fundadores, nos resulta un background del que es imposible escapar. De
todos modos, hay un punto en el que -al menos en su versión clásica y de­
jando de lado las exploraciones de Lacan- el psicoanálisis como marco
teórico de interpretación hace agua y se vuelve un lastre para la labor so­
ciológica. Establece en un sólo lugar -las tensiones de las pulsiones
libidinales, para darle un nombre posiblemente inapropiado- el ámbito de
significación, aquél que provee de significado a significantes de cualquier
plano de realidad socio-cultural. La traducción de la Monalisa, de la
fundación mosaica o de un chiste se teje con hilos monocromos; decrece
así el nivel de riqueza del significante, se corta el circuito de significación.
Una perspectiva teórica y metodológica que, con buen conocimiento
de los sistemas mencionados y de otros (Saussure, Jacobson, Propp, etc.),
ha revolucionado el enfoque de la cuestión es la iniciada al filo de la mitad
del siglo por Lévi-Strauss para pensar cuestiones vinculadas a las clasi­
ficaciones ‘primitivas’ y las narraciones mitológicas. En síntesis telegráfi­
ca: los términos arrastran consigo los lugares que hayan ocupado en las
distintas cadenas sintagmáticas de las que se las haya tomado para su
nuevo uso.
Este es el concepto de ‘bricolage’ que Lévi-Strauss explícita al
comienzo de La pensée sauvage y que pone en operación en el transcur­
so de todas las Mithologiques y sus posteriores ecos. El resultado del aná­
lisis, para decepción de los empiristas -pensemos en la crítica de Douglas
(1972; cf. Giobellina Brumana y González Martínez, 1981; Giobellina

33
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odo4uy

Brumana, 1990: Cap.3)-, no podrá ser un valor semántico escondido en el


texto analizado, sino una relación sintáctica, puntos de una red y sus líne­
as virtuales de unión en la que los textos -míticos, en el análisis levistraus-
siano, pero de alguna otra índole, al menos en otros análisis virtuales- se
refieren entre sí. Los mitos no piensan otra cosa que a sí mismos.
Para tomar fructífera esta perspectiva habría que ir más allá o más acá
de la manera en que fue formulada y empleada por Lévi-Strauss y retornar
a las grandes intuiciones maussianas para abordar no sólo discursos, sino
las prácticas como narraciones. Sin embargo, lo que nos han dejado en las
alforjas los teóricos del relato (Propp y Greimas, fundamentalmente) no
permite avanzar mucho en esta dirección8. En general, los intentos de mos­
trar la significación de discursos y prácticas desde una perspectiva
estructural han debido moverse en plena heterodoxia.
La acción ritual ha sido el dominio preferido por los funcionalistas
británicos para mostrar la razón profunda de lo en apariencia irracional. El
truco consistía en dar una referencia social inmediata al fenómeno en
cuestión que lo revele como una elaboración y resolución simbólica del
conflicto, un instrumento de cohesión grupal o cualquier otro mecanismo
homeostático de mantenimiento y/o restablecimiento del orden. Autores
como Leach y Tumer, con influencia clara de Lévi-Strauss, intentaron
aventuras más originales aunque no alcanzaron cotas muy satisfactorias.
El brasileño Da Matta (1981), con una apropiación renovadora de la tradi­
ción teórica, ha realizado estudios de rituales profanos y religiosos (sema­
na santa, carnaval, un desfile militar), poniéndolos en estructura y mos­
trándolos como reveladores no sólo de una realidad circunscrita a sus lími­
tes, sino de rasgos culturales estratégicos del Brasil, constitutivos de su
identidad diferencial (lo que hace al Brasil ser Brasil).
De todas maneras, las expectativas que despertaban los análisis
semiológicos tres décadas atrás han sido satisfechas sólo en parte. Ha
habido promesas no cumplidas. No sólo la teoría ha sido insuficiente; los
análisis se han mostrado reiterativos o demasiado apegados a los modelos

8 La crítica de Lévi-Strauss a Propp, respondida por éste con tanta amargura, da en el clavo
de su impropiedad teórica: un formalismo que ahoga la intuición estructural. Gutiérrez Es-
tévez (1985) ha intentado cabalgar por tierras míticas con dos corceles dispares, Lévi-Strauss
y Greimas. El formalismo del segundo empobrecía el resultado del análisis.

34
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

y sus resultados, a menudo estériles 9. De todos modos, las ciencias socia­


les no pueden renunciar a la tarea de hacer hablar a las cosas, a los actos,
a las propias palabras. La interpretación es un paso insoslayable de la
acción sociológica ,0.
&
Pero antes de este plano interpretativo, cuando ya se ha capturado la
palabra del otro y se opera sobre ella en la soledad del gabinete, está el
momento del acecho, de la pesca, de la caza, de la recolección; actos
primitivos, si los hay. Entonces, la palabra es algo que se escucha y emite;
es la Entrevista.
La Entrevista es un medio, un elemento, tanto en el sentido instrumen­
tal de la palabra cuanto en el otro, según informa Corripio, el de ámbito,
ambiente, esfera, espacio, zona, nivel, estado. Todo eso es la entrevista: un
territorio y una condición que se comparte, que sólo existe por el hecho de
compartirse. En la Entrevista, un Uno se encuentra con un Otro, ese Otro
se encuentra con Uno y consigo mismo, y Uno -¿por qué no?- también se
encuentra con uno mismo. Múltiples encuentros, múltiples efectos, la
Entrevista es una gran producción.
Generada por la Palabra y generadora de Palabra es, lamentable para­
doja, silenciosa. En efecto, poco de la densidad y textura de su práctica ha
sido tematizado por sus practicantes más allá de algunas cuestiones técni­
cas. Puedo suponer hasta un cierto pudor, un cierto reparo, en volver sobre
esa palabra pasada, gastada, usada. Sin embargo, allí ocurre algo intransfe-

’ Leger y Florand (1985) analizan un mismo fragmento de una entrevista empleando dos
metodologías de análisis de contenido, el análisis proposicional del discurso y el análisis de
relaciones por oposición. Es difícil decidir cuál de ambos es más estéril; ninguno de los dos
aporta elemento alguno a la comprensión de la entrevista, por otra parte de mucha riqueza
inmediata. Este tipo de ejercicio escolar, que he tomado de un tratado sobre la Entrevista edi­
tado por Alain Blanchet, muestra hasta dónde los abordajes semiológicos han perdido pie.10
10 En ‘Los lugares de lo sagrado’ (Giobellina Brumana, 1997 [1985]) he intentado el análisis
de unos pocos fragmentos del discurso de una entrevistada -una agente religiosa-. Más allá
del interés de sus resultados, lo que allí se planteaba era a) que en determinadas circunstancias
el discurso se rige por una lógica propia que dice algo diferente -y hasta contrario- a los pro­
pósitos explícitos del emisor y, b) que esa lógica diseñaba el campo desde el cual el discurso
era emitido. En otras palabras, lo que subyacía al discurso analizado y, con mayor amplitud,
a la matriz de la que era efecto, era una sociología salvaje, una teoría de la sociedad produci­
da desde los sectores marginales de la misma.

35
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap ei6o|odoj}uy

tibie pero que nos convierte en transmisores de un sentido ajeno, propio,


común.
¿Cómo pensar la Entrevista? Ante todo, tratando de descentrarla de la
visión. Se ve, por cierto, y también se prevé. Hay un imaginario en juego
aun antes de establecer el diálogo. Pero junto a una oftalmología, y hasta
anteponiéndose a ella, hay, si se quiere, una otorrinolaringología de la
entrevista. Está la garganta y el oído por el que pasa la palabra, y también
la nariz, si por ello se entiende una relación sensible, hasta ‘prejudicativa’
-dicho de una manera no fenomenològica- no sólo entre los participantes
del encuentro, sino entre cada uno de ellos -o ambos- y el ámbito físico
en el que se establece.
Circunstancia en nada fortuita; el local del encuentro es un indicativo
estratégico dé la naturaleza de la reunión. La impersonalidad del despacho
o la densa impronta doméstica, la publicidad del bar o la clausura del cuar­
to de hotel; fronteras erguidas o traspasadas que también son palabra
informulada. Hay también una kinestesia y una cenestesia de la entrevis­
ta; los cuerpos están de alguna manera precisa, cada una también indica­
dor estratégico, productora de significado: caminando, tendidos, de pie
junto a la barra de un bar o en la puerta de un templo, sentados (en tantos
sitios, desde la consulta hasta el coche en movimiento o aparcado).
Hecha con todos los sentidos y de todos los sentidos, de lo que se trata
en ella es del sentido. En el espacio de negociación que es la entrevista,
este sentido nunca es único. Por debajo subyacen los sentidos pre­
constituidos, o mejor, las matrices de significación que, en buena medida
son el blanco de la investigación; pero, además, en la entrevista se cons­
tituyen sentidos que comprometen al par en juego. De la Entrevista no se
sale, no se puede salir, indemne.

4. Retórica y escepticismo

Una de las varias discusiones que escritores como Tyler, Marcus o


Rabinow han puesto a la orden del día en la disciplina es el de la autoría
-monopólica o compartida- del texto etnográfico. La cuestión que se plan­
tea es la de evadir la forma tradicional de presentar los datos recogidos en
campo, en especial los discursos capturados por el investigador.
Ahora bien, introducir o no la palabra de los ‘otros’ en el texto etno­
gráfico, la manera de hacerlo, la magnitud de las citas, la relación entre e­

36
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

lias y la intervención del autor, así como otras similares, son decisiones re­
tóricas entre otras muchas que apuntan a la eficacia textual, a la idea que
se tenga de la labor etnográfica, al tema específico sobre el que se traba­
ja, etc. No remiten, desde mi punto de vista a una cuestión ética relativa al
poder que el observador impone al grupo estudiado. Textos dialógicos o
polifónicos no evitan -como ya apuntan algunos representantes del
desconstructivismo antropológico- el hecho de que el producto final sea
decidido por el autor y/o por la red institucional (académica, editorial) en
la que éste está inmerso. La autoría plural o bien es una ilusión, o bien es
lo que siempre ocurre en toda escritura etnográfica, en la medida en que
es impensable un informe que no tenga como fuente privilegiada la pala­
bra nativa, aparezca o no entrecomillada.
La experimentación con la escritura etnográfica es, por cierto, una
buena señal de renovación. No lo es tanto si se supone que se trata de pro­
ducir un nuevo canon textual, tan rígido como los anteriores, peligro sobre
el que también advierten algunos escritores ‘postmodernos’. Pero el ries­
go mayor proviene del punto exacto sobre el que ese experimento se lleva
a cabo. Escritos como el de Rabinow sobre su trabajo en Marruecos, sin
dudas atractivo, no introducen novedad apreciable respecto a libros de
antropólogos como Maybury-Lewis (1965) o Landes (1967 [1947]), o a
memorias no destinadas en principio a su publicación como las de Mali­
nowski. Esto es reconocido, al menos en parte, por esta corriente que
busca afanosamente precursores a sus actuales intentos; pero, de esa
manera, al mismo tiempo que buscan legitimidad por la tradición, la pier­
den como innovadores."
Ahora bien, este tipo de trabajo tiene, por así decir, un carácter com­
plementario a lo que hasta ahora se suponía labor central del antropólogo:
dar cuenta de aquella realidad ajena que le había hecho abandonar por un
tiempo la propia. El propio texto de Rabinow ha aparecido tiempo después
de la publicación de su tesis de doctorado (cf. Cátedra, 1992). La intención
programática de convertir esa suerte de etnografía de la etnografía en re-

" Otro mecanismo es el de buscar una tradición diferente; ésta es, supongo, la razón de la
recuperación de autores mal recibidos en su momento por los círculos académicos, como
Condominas o Bateson. Ahora bien, ¿no es justamente el desorden expositivo de estos auto­
res, que había chocado a sus críticos, lo que, por el mismo hecho de ser ‘desorden’, seduce a
los postmodemos? El gusto por la infracción, el gusto por el espectáculo de la infracción, es
una de las más pesadas herencias de Foucault.

37
Sentido de la antropología iu soppuas so| ap Bi6o|odojiuv

emplazo de la etnografía a secas, ¿dónde nos colocaría? ¿Qué significa


que el centro de interés no sea ya el ‘otro’, sino nuestra relación con él, las
aventuras y desventuras de nuestra experiencia de la alteridad?
Es curioso que autores tan prolijos a la hora de analizar las condicio­
nes de producción de textos ajenos estén tan poco interesados en ponerse
a sí mismos bajo la misma lente. Poco importa, sin embargo, el diagnósti­
co que pudiera hacerse de esta corriente siguiendo su baremo de crítica
literaria: narcisismo de representantes de sociedades ahítas, lucha de mer­
cado entre centros universitarios (cf. Reynoso, 1991) o lo que sea, lo que
en realidad interesa es lo que toman y lo que dejan.
Desde este punto de vista, no me parece adecuada la observación de
Llobera de que con esa corriente se enfatiza aún más la mitologización del
trabajo de campo y su prioridad sobre la intervención teórica. Si leemos
los textos del seminario de Santa Fe u otros artículos de representantes de
esta tendencia, poco o nada encontraremos sobre cuestiones ligadas a la
labor y experiencia de campo. Toda la atención está concentrada sobre la
‘grafía’ de la etnografía. Lo que hace el etnógrafo, se nos dice, es escribir;
y es sobre los diversos modos -pasados, presentes y futuros, reales o vir­
tuales- de la escritura, sobre lo que se piensa, litiga, anatemiza, pontifica.
Si la etnografía es cuestión textual, sin embargo, no lo es sólo, o no lo
es tanto, porque el etnógrafo escriba. El observador, pienso yo, no escribe
nada que no haya leído (o creído leer) antes. La cuestión central sigue
siendo la decodificación, el recorte del mensaje a decodificar, y aun la
decodificación de lo que por sí mismo no es discurso explícito (es decir,
en ortodoxia maussiana, el reconocimiento de la textura de objetos, espa­
cios, acciones, etc.). Si se insiste en hablar de retórica, no está en juego
tanto la del etnógrafo cuanto la del grupo estudiado. La mirada antropo­
lógica o, mejor, la escucha antropológica (en el sentido en que se habla de
‘escucha psicoanalítica’) es, a mi entender, el centro de la discusión sobre
la labor antropológica, que, de esta manera, no excluye, sino que exige y
potencia, el plano de la reflexión teórica. Aquí nos encontramos ante otro
colapso del cual la antropología ‘postmoderna’ es síntoma y amenaza.
Da la impresión de que el poner como eje prioritario de interés la rela­
ción del etnógrafo con sus informantes, y la narración de la misma, es
correlativo al poco esfuerzo desplegado en propuestas originales y des­
centradas para tomar inteligible lo que le es dado presenciar a aquél. Así,
por ejemplo, Rabinow (1992: 66), para describir una ceremonia extática de

38
Uno. Notas sobre la identidad de la antropología

cura, sólo encuentra una fórmula banal que la adscribe a su experiencia


americana: se trata para él de un mecanismo para expresar, al mismo tiem­
po que serenar, estados de ánimo turbados, equiparable a la audición de la
música de John Coltrane. ¿Qué pensar de una observación en tal tono de
revista de viajes?
A mí, en principio, me suena como si el autor supusiese que todo está
dicho antes de su llegada a campo, antes de su experiencia etnográfica,
antes de verse obligado a reflexionar sobre la realidad en la que se está
insertando. Los paradigmas no estarían agotados o en crisis -como recla­
man los postmodemos-, sino que, muy por el contrario, todo lo cubrirían,
lo sabido y lo por saber. Aunque quizás no sea del todo así, o lo sea de una
manera invertida; como en la ‘Lógica’ de Hegel, Todo y Nada se equipa­
ran. Es decir, la abstinencia teórica es pensada menos como resultado de
una saturación que como un dictado programático: la renuncia a toda
meta-narrativa.
Si todo está dicho, o si no hay nada que decir, esa palabra
sobreimpuesta a la descripción, o aun la de la propia descripción, es sos­
pechosa por el hecho mismo de tener una fuente precisa de emisión. El
antropólogo, piensan estos ‘grafistas’, está preso en una épistéme, una
matriz de inclusiones y exclusiones discursivas determinada por la sinta­
xis del Poder, que sesga de manera inevitable y autoritaria la representa­
ción que del ‘otro’ se efectúa. Foucault dixit.
Estamos, pues, frente a un tipo de escepticismo relativista, es decir, de
una transmutación del relativismo cultural, irrenunciable por la Antropolo­
gía, en relativismo epistemológico. Escepticismo bien diferente, por cier­
to, al sustentado por Boas frente a las teorías con pretensión universal de
su época; todo lo que éste tuvo de seminal, aquél lo tiene de estéril12.
Este escepticismo, este cortar la rama en la que se está sentado, deri­
va a mi entender como consecuencia última de la aproximación herme­
néutica. Disolver las realidades culturales en praxis constituyentes ha sido
condición necesaria -no digo que suficiente- para que el propio sujeto an­

12 Hay que valorar el ‘escepticismo’ en toda su dignidad, como enseñaba Hegel. Pienso en un
escepticismo que una propedéutica científica esté obligado a elaborar y reabsorber, que no
puede ser dejado de lado. El escepticismo de Hume con relación a la síntesis kantiana, p.ej.,
no el de los sofistas con relación a Platón; el desarrollo del pensamiento exigió la absorción
del primero y la eliminación del segundo.

39
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap Bi6o|odouuy

tropológico fuese así analizado. La descentración de la labor an­


tropológica, su depuración anti-etnocéntrica, tiene sin embargo otra vía: la
de apostar a que la práctica científica escapa, puede escapar, a sus
condiciones de producción y que genera, puede generar, un discurso que
ya no es de lugar alguno por serlo de todos. Apuesta que, a diferencia de
la de los desconstructivistas, tiene como punto de mira la objetividad y la
universalidad.
No estoy por cierto suponiendo la existencia de una ciencia constitui­
da, ni siquiera de una ciencia futura, sino más bien de una suerte de prin­
cipio regulador, un ideal de cientificidad al que las prácticas reales de la
disciplina nunca terminen de adecuarse, a las que siempre se aproximen
de forma asintótica. La cientificidad de la Antropología no es un hecho
dado ni a construir; es una apuesta, una exigencia, de rigor y racionalidad
que no puede dejar escapar de las manos eso que la disciplina promete y
que es insustituible: la experiencia de la alteridad en los ‘otros’ y en uno
mismo.
&
¿Cuál es el grado de verdad de todo lo dicho? El que se le dé, el que
se le niegue en la lectura, en la reflexión, en la polémica. No es, por cier­
to, lo que más importa, ni dentro de los límites de este texto, y aún mucho
menos en la amplitud de nuestro trabajo como antropólogos, en las labo­
res de nuestro oficio. Importa, sí, el movimiento y la multiplicidad con que
éste se despliega. Si la Antropología es el discurso de la diversidad, no lo
es tanto por sus ‘objetos’ o por los ámbitos de donde los toma; lo es por sí
misma como sujeto múltiple. La tensión irresoluble de los planteamientos
confrontados diseña y amplía la extensión de nuestros intereses, de nues­
tras problemáticas. En nuestro oficio hay que saber convivir con la incerti­
dumbre.

40
DOS
DEL SABER ANTROPOLÓGICO

Vico, al igual que Hobbes, pensaba que a los hombres les es más fácil
conocer lo que hacen -la Historia, la Sociedad, la Cultura, también las
Matemáticas- que aquello -la Naturaleza- que no han hecho. Desde hace
mucho tiempo sabemos que esa era una vana ilusión. Cualesquiera que
sean las matizaciones de las últimas corrientes epistemológicas, las cien­
cias de la Naturaleza -las ciencias ‘duras’- han logrado un status al que no
han accedido ninguno de los discursos sobre las realidades humanas.
Es que ‘el hombre’ no existe; siempre es otra cosa, más allá o más acá.
Entre las prácticas y representaciones humanas, por un lado, y los resortes
de estas instancias, se abre un hiato, una distancia, una diferencia. Esa
diferencia del hombre consigo mismo es sobre lo que operan todas las
disciplinas sociales y/o humanísticas en el sentido más lato de la palabra,
desde la Economía a la Lingüística, desde la Sociología al Psicoanálisis, y,
de una manera más radical y totalizante -esa es al menos mi esperanzada
apuesta-, la Antropología.
Si hay algún acuerdo entre las diversas escuelas que anidan en esta
disciplina es el de que toda representación social explícita o implícita
sobre sí, sobre actos y producciones, sobre el mundo, exige, para formar
parte del discurso legítimo de la Antropología, una segunda representa­
ción, no importa que denominación se da esta duplicidad (‘emic/etic’,
‘modelo operativo/ modelo cognitivo’, etc.). La labor antropológica no se
limita a describir los principios que ordenan un universo social y cultural
para sus actores, sino que debe dar razón de ellos.
Cuando esto no ocurre, cuando el investigador intenta dar a una
categoría ‘nativa’ valor heurístico, se supone que su discurso ha caído en
una trampa que lo invalida, la ‘trampa del nativo’. Tal vez sea ésta, re­

41
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ej6o|odojjuv

cordemos, la crítica mayor que dirige C. Lévi-Strauss (1950: XL) a M.


Mauss por no haber querido o podido ir más allá de la noción de mana en
su tratado sobre la magia o de la de hau en el ‘Ensayo sobre el don’.
Esta antítesis entre la construcción ‘nativa’ y la reconstrucción antro­
pológica no es siempre del mismo rango. En algunos casos, la distancia es
extrema: las prácticas y creencias de los agentes aparecen como una suer­
te de instrumento inerte de una Astucia de la Razón Social que controla de
manera homeostática la armonía de la comunidad. El funcionalismo britá­
nico parece manejarse de esta manera, por ejemplo, en el análisis de las
manifestaciones místicas. En un registro muy diferente, Lévi-Strauss
(1962) cae en una postura equivalente cuando afirma que el sentido ‘nati­
vo’ siempre es falso. En otros casos, la distancia es mínima. Esta es la
perspectiva maussiana al dar ‘la última palabra’ a los agentes o de la
corriente hermenéutica cuando, siguiendo a P. Ricoeur (1975:69), supone
que el observador sólo puede captar el sentido ajeno transfiriendo el suyo
propio.
Es evidente que tales diferencias de rango no derivan sólo de distintas
perspectivas teóricas, sino también de la diversidad temática. Una
investigación orientada hacia la cultura material de un grupo operará al
respecto de una manera diferente que otra dedicada a las clasificaciones
de los colores, a los mecanismos de control político o a las prácticas reli­
giosas.
De todas maneras, se trata de una cuestión central de la discusión teó­
rica en Antropología. Esta se mueve entre dos límites. Por un lado, las
representaciones sociales, los conocimientos, los principios que rigen las
prácticas, los sentidos que se producen y captan, constituyen las condicio­
nes de posibilidad de la realidad social; no son un producto aleatorio,
secundario, indiferente. Pero, por el otro, no son el término de la búsque­
da de la investigación, sino uno de los elementos que deben resplandecer
en la figura intelectiva de la interpretación.
Esta problemática se reproduce en otro plano a la hora de proceder al
recorte de objetos y a la adopción del instrumental conceptual y termino­
lógico empleado en investigación. ¿Hay que considerar sólo aquellos fenó­
menos que son tomados como tales por los agentes que de ellos participan
o es también legítimo darles ese status desde las categorías del observa­
dor? Esta cuestión se plantea, p. ej. , en la discusión entre P. Bohannan y
M. Gluckman con relación al vocabulario con el que debe describirse la

42
Dos. Del saber antropológico

normatividad en sociedades tribales, en la polémica dentro de la antro­


pología económica entre formalistas y sustantivistas respecto a la perti­
nencia de la aplicación de nociones de la economía capitalista a socieda­
des pre-capitalistas, o en la negativa de D. Schneider (1965) a considerar
las relaciones de parentesco en términos genealógicos. Como sabemos,
éstas no son polémicas saldadas; las perspectivas que al respecto se asu­
man implican posturas teóricas bien definidas y determinan el tipo de
etnografía que se lleve a cabo.
&
Especialidades y escuelas comparten, aunque con diversos intereses
teóricos y temáticos, y guiados por paradigmas diferenciados, un espacio
disciplinario común. La existencia de escuelas, corrientes de interés, cam­
pos de trabajo y hasta de sensibilidades distintos, no hace de la Antropología
un mosaico cuya fragmentación sólo es contenida por una denominación
común o por centros comunes de formación de profesionales. El encuentro
implícito que unifica a la disciplina, en sus diversas vertientes y matices, se
produce al menos por dos puntos, o, si se quiere, uno sólo a dos caras.
Ante todo, la perspectiva antropológica apunta a la totalidad, bien
como horizonte, bien como tema explícito. No por cierto una totalidad
externa, señalizada, del tipo de las enciclopedias imaginadas por Borges.
Esta pretensión está anulada por la conciencia de la incompletitud insal­
vable de toda producción antropológica. Se trata de una totalidad interna,
la intuida por M. Mauss en su noción de ‘hecho social total’. En esta
noción, recordemos, se encuentran dos factores concomitantes.
Todo hecho social es parte de una totalidad, con una especificidad
propia, un ‘estilo’ que impregna cada uno de sus momentos. Por lo tanto,
cada elemento sólo es realmente comprensible por medio de su remisión a
la totalidad. Pero esto no es todo; junto a esta primera idea de ‘totalidad’,
opera otra que indica que cada hecho social compromete, al mismo tiempo,
a todas y a cada una de las instancias que el observador pueda distinguir.
De igual manera, los hechos sociales son significativos. Con esto se
quiere decir varias cosas al mismo tiempo. Por un lado, que no son una
respuesta inmediata y unívoca de condiciones materiales, que mantienen
respecto a éstas el mismo tipo de arbitrariedad que se establece entre sig­
nificante y significado. Por otro, que tienen sentido, es decir, que esa arbi­
trariedad no es aleatoria, sino que responde a una razón. Por último, que

43
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ej6o|odojju\/

se conectan entre sí de una manera sistemática, aunque esta sistematicidad


pueda ser inarmónica.
Este suelo común permite suponer que las oposiciones que las diver­
sas perspectivas de la Antropología mantienen entre sí no anulan la posi­
bilidad de que puedan ser englobadas por un plano teórico superior. Por el
contrario, una eventual teoría universal podría ser articulación integradora
de diversas teorías restringidas, como supone L. Dumont (1975 [1970]:
10) con relación a las teorías sobre los sistemas de parentesco.
Los avalares sufridos por la Antropología tras su fase heroica, sus
mudanzas temáticas, son una comprobación del carácter unitario de la
disciplina y de la existencia de un objeto suyo subyacente a cualquier
materia específica que haya tratado Nuestra disciplina no puede ya man­
tenerse en su ghetto inicial (‘los primitivos’, ‘otras culturas’). La alteridad
característica de estas cuestiones es el real campo de la Antropología, aun
cuando su accionar no se despliegue en tierras lejanas, sino en las más cer­
canas. Si tiene sentido hablar de ‘objeto’, hay que verlo en la instancia en
la que nosotros somos otros, el Inconsciente.
Pero, de todas maneras, ¿cuál es el sentido de preguntamos por un
objeto de la Antropología, más allá de ejercicios escolares o de tentacio­
nes enciclopédicas? Con relación a las prácticas concretas de la investiga­
ción, esta idea de ‘objeto’, ¿indica un contenido concreto, un principio
regulador establecido de antemano o una resultante post hoc? Todo esto,
quizás, pero más que nada un horizonte de inteligibilidad.
&
Los temas específicos de la Antropología, su evolución, su redefini­
ción, constituyen una cuestión crítica de la disciplina. Con Boas y
Malinowski surgió la convicción de que la tarea del antropólogo era la de
dar una idea total de una cultura. Fue en esa dirección por donde se
encaminaron los esfuerzos de los investigadores durante mucho tiempo.
Desde entonces, la rueda del mundo ha dado varias vueltas; ese tipo de
producción es hoy vista como obsoleta.
La monografía ha muerto, nos informa, entre otros, R. Creswell
(Cresswell et Godelier, 1976:17). Los viejos intentos, exitosos o no, de dar
cuenta de toda una cultura exótica están ya fuera de cuestión. Es posible
que sea cierto, ya que en la bibliografía de las últimas décadas casi no
encontramos tales téntativas. Aunque este silencio tampoco es prueba
definitiva; tras el descrédito de la gigantesca tarea de Frazer en La rama

44
Dos. Del saber antropológico

dorada, pocos pensaban que hubiese sitio para una labor equiparable, la
recopilación analítica y comparativa de centenares de mitos, como la aco­
metida por Lévi-Strauss desde 1964 a 1971, sin contar con esa suerte de
apéndice a las Mythologiques que es La potière jalouse.
De la decadencia de la monografía, los antropólogos han caminado en
dos direcciones divergentes. En una, ampliando la perspectiva; el tema no
es ya la comunidad como tal, sino su enlace con un entorno regional, con­
tinental o mundial que ha modificado de manera radical la realidad previa
a su ingreso en el mercado mundial. El tema ya no es tal grupo, sino la
forma en la que el colonialismo o el imperialismo lo ha sojuzgado, las
condiciones que toma esa subalternidad, las alternativas de resistencia que
el grupo asume; quizás La paix blanche de R. Jaulin sea uno de los más
evidentes ejemplos de este tipo de empresa. En la otra, reduciendo los
objetivos y trabajando no ya sobre la totalidad del grupo, sino sobre algu­
no de los elementos de su cultura.
Los recortes temáticos no pueden ser juzgados o decididos a priori.
Los bancos de tesis o los índices de las revistas antropológicas muestran
una variedad que sería difícil -y no sé si útil- catalogar. Nuevos cruces,
nuevas perspectivas, nuevos intereses, así como el regreso de otros hoy
abandonados, vendrán aún a volver más complejo el panorama. Esa es la
riqueza y la fuerza de la disciplina.
Con todos estos elementos en vista cabe ahora plantearse el status
epistémico del la Antropología. ¿Hay algún tipo de universalidad a la que
ésta pueda aspirar o, por el contrario, su espacio de operación la ciñe a lo
particular? En otras palabras, ¿es, o puede llegar a ser, una ciencia, o remi­
te a un saber de otro tipo? No es ésta una cuestión puesta de moda por los
desconstructivistas; ha sido desde siempre, al menos desde Boas, un inte­
rrogante clave de la disciplina. El propio Evans-Pritchard (1978 [1962]:
19) se lo planteaba en los años ‘50, tras la evidencia del fracaso de su
maestro Radcliffe-Brown, y terminaba optando por una Antropología
escorada hacia las humanidades, alejándose así de la tentación de formu­
lar leyes sociales y culturales.
Tanto Radcliffe-Brown cuanto Lévi-Strauss han propuesto colocar a la
Antropología dentro de las ciencias naturales. Cada cual lo ha hecho a su
manera, desde perspectivas bien diferenciadas, pero con logros similares.
El antropólogo británico lo planteó como una tarea para la cual la
Antropología Social estaba madurando mediante la acumulación de infor­

45
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ej6o|odojju\/

mación etnográfica. Incorporarse a los criterios epistémicos de las cien­


cias naturales significaba establecer generalizaciones, basadas en la com­
paración de observaciones, que permitiesen la formulación de leyes uni­
versales.
Ahora bien, los resultados que Radcliffe-Brown presentaba nos dicen,
por ejemplo, que en cada sociedad debe haber un cierto grado común de
sentir y pensar o un ‘cierto grado de coherencia funcional’ entre sus par­
tes constitutivas (Radcliffe-Brown, 1952: 43). La vaguedad y pobreza de
tales formulaciones es evidente. No es por ellas que su autor ha adquirido
la significación que se le reconoce en la Antropología Social, sino por
desarrollos al mismo tiempo más concretos y penetrantes, como sus tra­
bajos sobre sistemas de parentesco.
El investigador francés lo ha propuesto como un horizonte lejano, una
perspectiva filosófica general, una paradójica esperanza basada en desa­
rrollos futuros de la Antropología y de las ciencias naturales. ‘Paradójica’,
digo, en cuanto que la provocativa idea de las páginas finales de El pen­
samiento salvaje de disolver al Hombre en la Fisicoquímica, o su espe­
ranza de que la Antropología renazca entre las ciencias naturales, formu­
lada en el ‘Elogio a la Antropología’, entra en contradicción, al menos apa­
rente, con otras propuestas suyas más operativas en el desarrollo concreto
de sus trabajos. Por un lado, la de entender a la Antropología como una
ciencia del significado y subsumirla así en lo que Saussure, a comienzos
de siglo y de manera prospectiva, había llamado Semiótica. Por el otro, el
corte adámico entre Naturaleza y Cultura, de importancia primordial ya en
su obra sobre sistemas de parentesco, ya en las Mitológicas. La metafísi­
ca materialista desplegada en la remisión de la Antropología a las ciencias
naturales no ha tenido, pues, consecuencias en la práctica investigativa de
Lévi-Strauss o de quienes han sido tocados por su influencia.
Pero si la idea de la Antropología como una ciencia natural no parece
ya poder tomarse en serio, ¿cual es el tipo de cientificidad, si hay alguna,
a la que puede aspirar? Por de pronto, es necesario señalar algunos de los
rasgos de la disciplina que la apartan de los criterios con que los episte-
mólogos definen ‘Ciencia’, es decir, que caracterizan a las ciencias natu­
rales.
La Antropología no cumple normas básicas respecto a la relación
entre los postulados que pueda emitir y la base empírica sobre la que éstos
puedan sustentarse, como tampoco cumple los requisitos lógicos que

46
Dos. Del saber antropològico

hacen ciencia a la ciencia. La propia idea de ‘explicación’ como la inclu­


sión de un fenòmeno en una ley generai no tiene mayor sentido en
Antropología, puesto que, ¿de qué leyes podríamos hablar, si dejamos de
lado las pobres tautologías de Radcliffe-Brown? Se puede echar mano a
términos como ‘inducción’ o ‘método hipotético deductivo’, pero sólo si
se acepta que se los está usando de una manera metafórica. Podemos tal
vez pensar en análisis de tipo topològico, como están esbozados en los
desarrollos de Tumer sobre la base de los ritos de paso estudiados por A.
Van Gennep (1978 [1909]) y, en un plano diferente, por la manera en la
que M. Douglas (1975 [1970]) resuelve las posiciones posibles del hechi­
cero en diversas sociedades. Pero por más sugerentes y promisorios que
parezcan estos avances, queda claro que no encierran una propuesta
epistémica definida, no esbozan una idea sobre su campo de aplicabilidad
ni pretenden de manera alguna ser completos.
Esta inconsistencia epistémica tiene como correlato obvio el que no
exista en la Antropología una comunidad científica que acepte un para­
digma único. Esta situación es más que evidente y no es cuestión de
tomarla como un rasgo positivo o negativo; deriva de la propia naturaleza
de la disciplina, o, quizás, de toda aquella que tenga como objeto la reali­
dad humana.
Como correlato de una multiplicidad tal, y a diferencia de lo que ocu­
rre en las ciencias ‘duras’, la Antropología no puede desprenderse de su
pasado. En eso -tanto cuanto en la duda obligatoria a la que alude
Lévi-Strauss (1996 [I960]: 35)- se equipara nuestra disciplina a la
Filosofía. Al igual que en ésta, y las cuestiones y los enfoques con que se
encaran, nunca están superadas de una manera definitiva. Aunque supon­
gamos que exista algo así como un ‘corte epistemológico’ que diferencie
una historia y una prehistoria de la Antropología como disciplina, nunca
sabremos con precisión dónde establecerlo ni, lo más importante, se
encontrarían así descalificados como fuente de reflexión teórica y/o de
datos etnográficos quienes queden del otro lado de la frontera, trátese de
Rousseau o Montesquieu, de los cronistas de Indias o de los viajeros del
siglo XVII.
Sea como sea, el discurso antropológico que pretenda un segundo
rango respecto a la mera descripción etnográfica no puede dejar de ser
comparativa. No está aquí en juego una acepción del comparativismo que
apunta más bien a contraponer la sociedad estudiada con la propia -vieja

47
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odoj;uv

acepción que parece haberse puesto otra vez de moda-, sino la perspectiva
clásica por la que la formulación de algún tipo de universales, invariables
culturales o juegos de oposiciones reveladores, etc., se hace posible por el
cotejo de distintas realidades sociales. En el primer caso, se piensa en la
Antropología como en una traducción cultural; no se sale de distintos cen­
tros entre los que se establece una suerte de puente, de mundos subjetivos
en una triangulación que une al nativo, el etnógrafo y su lector. En el
segundo, se abre el campo a la ciencia, a la objetividad, a la descentración.
Esta declaración es más bien programática y su supuesto opti­
mismo no debe hacer olvidar las dificultades que encierra. Dificultades
que se concentran en una única cuestión: ¿qué se compara? En otras pala­
bras, cuál es el nivel de abstracción que se considera legítimo para que, por
un lado, las diversas realidades puestas en liza no pierdan su especificidad,
su valor en el contexto del que han sido tomadas, y, al mismo tiempo, para
que sean unidades homogéneas entre sí. Mapas universales como el de
Murdock parecen mecanismos inutilizables a fuerza de aprisionar los
datos en un lecho de Procusto. Pero, por el contrario, la multiplicación de
definiciones de ‘matrimonio’ en Leach, en extremo empiristas, amenazan
con hacer estallar toda construcción teórica sobre parentesco. La falta de
consenso respecto al nivel de abstracción ha llevado a polémicas tan
estériles y aburridas como la de Lévi-Strauss y Needham sobre la alianza
con la prima cruzada patrilateral y su carácter prescriptivo o preferencial.
&
De todas maneras, y contra los ataques y desmitificaciones que
periódicamente sufre la práctica etnográfica, la antropología nace y rena­
ce en la labor solitaria del trabajador de campo, en las selvas de Guyana o
en la lonja de Barbate, en los barrios marginales de Sao Paulo o en la cam­
piña normanda. Reflexiones como la aquí propuesta ni empañan el goce
del contacto con el otro ni alivian la fatiga del comercio con él. Son ‘sen­
das perdidas’, pequeños intervalos en la producción de un conocimiento
que está ahí, fuera de cualquier duda que deba acometernos.

48
B

DE GABINETE
313NI9V0 30
TRES
LA HECHICERÍA Y SUS SENTIDOS

Mis investigaciones en Brasil han hecho que desde comienzos de los


‘80 me aproximase mucho a creencias y prácticas de hechicería. Al inicio
de este largo comercio, me envanecí con mi experiencia de campo donde
desde el primer día me vinculé con hechiceros de todo pelaje y presencié
todo tipo de ataques y contraataques místicos. La raíz de tanta inmodestia
estaba en el contraste con mis lecturas de una extensa bibliografía produ­
cida sobre el tema por antropólogos -en general británicos pero también
algunos franceses'- a quienes tales contactos les había sido negado. En esa
diferencia no veía yo tanto la distancia entre mi lugar de trabajo y los de
mis predecesores, cuanto, del lado de éstos, maneras débiles de insertarse
en campo y cegueras teóricas que no hacían más que multiplicarse.
Mucho me costó darme cuenta de que estaba yo cometiendo un error
simétrico al que criticaba en los antropólogos funcionalistas: si a éstos el
hechicero imaginario les ocultaba el de carne y hueso, a mí la relación
fácil y frecuente con éste me hacía invisible el primero. Contra mi orgullo,
supongo ahora que hay hechiceros que deben ser vistos y hechiceros que
no pueden ser más que fantasmas.
En términos más generales, distintos son los sistemas a los que los
acontecimientos, creencias y prácticas vinculadas a la hechicería pueden
remitirse. Uno de ellos, el del conflicto y la exclusión, es el que ponen en
primer plano las contribuciones funcionalistas que giran en tomo al brujo

1 “El hechicero es como la Artesiana” -palabras de Marc Auge que me complacía yo en citar-
“se habla mucho de él, pero nadie lo ve”. También me regocijaba sobremanera una adverten­
cia de Metraux (1958: 243): “Es superfino decir que jamás he sido invitado a un conjuro
mágico o a un encantamiento. Los trabajos que he visto han sido de magia blanca. Debo todos
mis testimonios sobre este asunto a diversos informadores.”

5/
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ei6o|odojjuv

ausente, producto de las pesadillas de una sociedad; otro, el del orden con­
ceptual que debe ser producido en todo lugar social (con un papel para el
brujo presente), es el bosquejado con cierta timidez por Lévi-Strauss.
De una forma titubeante e insegura, en distintos trabajos he esbozado
la fusión de ambas perspectivas, o, mejor, la absorción de la primera por
la segunda, de la sociología por la semiología, si se quiere. En el trabajo
que ahora presento la seguridad no ha aumentado, si no ha disminuido;
intento, sin embargo, ordenar los papeles, sistematizar los resultados de
lecturas, experiencias y escrituras en un campo abierto, el del sentido de
la hechicería.

1. El brujo ausente

Los trabajos sobre brujería y hechicería realizados por antropólogos


británicos son más abundantes que los de cualquier otro origen. Esta
disparidad no puede explicarse por el hecho de que tales creencias y
prácticas existiesen sólo o de manera prioritaria en las regiones estudiadas
por los ingleses. Para entenderla hay que dirigir la mirada en otra direc­
ción: el papel cumplido por dichos hallazgos etnográficos y los desarro­
llos teóricos correspondientes en la constitución y normalización discipli-
nario-corporativa de la Antropología.
El fenómeno en cuestión ofrecía un atractivo muy alto para el enfoque
íuncionalista; un hecho de absoluta apariencia irracional podía ser con­
vertido en uno de racionalidad absoluta. El carácter aberrante de las cre­
encias en hechiceros, brujos y afines era el elemento básico de la pers­
pectiva asumida por los antropólogos que las encararon; si la falsedad de
tales creencias era tan patente cuanto extendida era su vigencia, éstas debí­
an encerrar una razón más profunda que justificase su existencia2.
Las intuiciones de Durkheim pudieron entonces ser puestas a prueba
de forma sistemática y masiva del otro lado del Canal de la Mancha. El
discurso íuncionalista sobre la hechicería se tejía con referencias y des­
cripciones de propiedades sociales de la realidad que las albergaban. Esas
condiciones sociales se expresaban de tal manera por el bajo nivel cien­

2 Se podría llegar a pensar que la absorción de las creencias en la hechicería acabó la tarea de
constitución de la antropología como disciplina autónoma, que había sido iniciada por los
estudios del parentesco de Morgan. En un caso como en otro, cobraba un sentido lo que hasta
el momento parecía carecer de él.

52
Tres. La hechicería y sus sentidos

tífico de las culturas en las que se encontraban3 y por su baja especializa-


ción social4. Sea que se enfatizase una u otra de estas características o que
se las tomase juntas, las sociedades en la que los antropólogos británicos
detectaban creencias en la hechicería eran siempre ‘primitivas’.
Ahora bien, ¿qué hay de aquellas sociedades ‘primitivas’ donde tales
creencias no se registran5? En la respuesta a esta cuestión, sacada a luz por
Nadel (1952:270) con relación a los korongo, también se hace presente la
aplanadora sociologizante. La hechicería se explica, en su presencia o en
su ausencia, por las características de la estructura social en cuestión. Así,
M. Douglas (1976: 64) respondía a la hipótesis avanzada por Nadel de que
la existencia de una fuerte mitología omni-explicatoria en el grupo estu­
diado por Nadel haría innecesarias creencias en la hechicería que:
“Los hombres pueden prescindir de las explicaciones de la
desgracia. Pueden vivir en tolerancia y concordia y sin curio­
sidad metafísica. La condición previa es que sean libres para
separarse siempre que surjan tensiones. El precio de esa cos­
mología es un nivel bajo de organización”

Para los investigadores británicos, este tipo de creencia refleja, por


cierto, una realidad por completo diferente a la propia: o se detecta en
sociedades ‘primitivas’ exóticas, coto privado de los antropólogos, o en la
propia pero en períodos lejanos, campo del historiador. Nuestra sociedad

3 “Las creencias en la brujería florecen en aquellas sociedades que tienen un conocimiento


médico insuficiente (...) donde aquellos que caen enfermos no pueden hacer otra cosa que
dejar que la enfermedad siga su curso” (Mair, 1969: 9)
4 Veamos las características de las relaciones sociales imperantes -objetivas y contractuales-
de nuestra sociedad que, en apariencia, imposibilitan las creencias en este tipo de amenaza:
“(...) una sociedad en la que una amplia proporción de nuestras relaciones cotidianas son
impersonales y segmentarias, en la que las tensiones pueden ser aisladas y compartimentadas,
y expresadas en formas muy diferentes a aquéllas de una sociedad lo bastante pequeña en esca­
la como para ser dominada por la idea de una influencia personal” (Marwick, 1967:126).
5 Habría que preguntarse primero qué garantías tenemos en verdad de que las creencias y/o
prácticas de hechicería están en realidad ausentes de los grupos en cuestión. Podemos, por el
contrario, planteamos la hipótesis no necesariamente postmoderna de que los antropólogos
que trabajaron con ellos ocuparon un lugar que les hacía invisible la hechicería y/o que los
convertía en objetos de un respeto incompatible con la obtención de tal información (cf. nota
9). Existe también la posibilidad de que los antropólogos que trabajen con un grupo quieran
negar en él la relevancia o hasta la existencia de manifestaciones de hechicería, a fin de man­
tener de éste una imagen idealizada; esto es lo que ocurrió con los dogon y los estudios de la
saga Griaule .

53
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap ei6o|odojjuy

tiene sus ‘brujos’, pero éstos exigen las comillas porque son metafóricos;
tan metafóricos como los de la ‘caza de brujas’ del Senador Me Carthy, en
quien piensa Monica Wilson (1951:263) o Peter Fry (1979: 260) al seña­
lar un tipo de chivo emisario contemporáneo.
&
La clave del enfoque de los antropólogos funcionalistas sobre el tema
es que, para ellos, el brujo no tenía realidad empírica alguna; no existía
más que como un fantasma, como la condensación de las ‘pesadillas
estandarizadas de un grupo’ en una persona, según la formula de Mónica
Wilson. El supuesto victimario de estos dramas es su víctima real. Nunca
se subrayará lo suficiente este hecho, determinante de la forma en la que
se trabajó y pensó sobre el tema durante décadas: la agresión mística tanto
cuanto el agresor son fantasías sociales6. No hay brujería, sino acusaciones
de tal. El foco de interés de los análisis antropológicos se centraba, pues,
en la razón de estas irrazonables acusaciones, razón que no podía encon­
trase en otro lugar más que en las relaciones sociales entre quienes expli­
can así sus males y aquéllos a quienes adjudican el habérselos provocado.
La forma específica en que se manifiestan en una sociedad estas
creencias operan, pues, como una suerte de instrumento para medir la ten­
sión que permitiría al observador captar, con mucha más precisión que por
las declaraciones de los informantes, las áreas de conflicto del grupo. El
estudio de la brujería y la hechicería en una sociedad no es así otra cosa
que una herramienta oblicua del estudio de esa sociedad: “(...) estamos
justificados para estudiar estas creencias porque tienen concomitancias
sociales” (Marwick, 1967: 285). Es decir, el vínculo supuesto en un ata­
que místico imputado esconde y expresa otro tipo de vínculo:
“Mientras que la relación entre el supuesto brujo o hechicero
y la presunta víctima es usualmente imaginaria, la que existe
entre el acusador y el supuesto hechicero o brujo es de la
mayor realidad” (ídem: 285).

Las acusaciones de brujería, pues, no se realizan al azar, sino que obe­


decen a una selección en la que determinadas líneas de sospecha son

6 Este punto ciego es constante en la antropología británica a pesar del reconocimiento virtual
de la hechicería hecho por Evans-Pritchard (1976 [1937]: 376): “(...) la diferencia entre la
hechicería y la brujería corresponde a la diferencia entre una supuesta actividad posible y otra
supuesta actividad imposible”.

54
Tres. La hechicería y sus sentidos

mucho más posibles que otras. La tarea que surgió de este paradigma fue
la de establecer estas regularidades para cada sociedad. Algunos ejemplos
servirán para ilustrar tal procedimiento.
En el caso de los mesakin, un grupo matrilineal de Sudán estudiado
por Nadel, las acusaciones de brujería se establecen entre tio materno y
sobrino, grado de parentesco que, como se ha detectado desde al menos
los trabajos de Junod, tiene características muy peculiares y marcadas para
distintos grupos africanos. Los mesakin hacen trasmitir determinado tipo
de herencia -ganado vacuno- de un hombre al hijo de su hermana. De esta
herencia, y para determinados efectos, se realiza una suerte de adelanto, el
traspaso de un animal; esta costumbre provoca conflictos entre tío y sobri­
no por más que no dé lugar a ambigüedades jurídicas. Esto tiene como
agravante una división de clases de edad poco articulada que hace que la
entrega de la cabeza de ganado tenga para el tío la connotación psicoló­
gica de pérdida de vigor y juventud a una edad temprana (20/22 años). La
aceptación obligada de esta sesión lleva a que el sobrino, a su vez, adquie­
ra sentimientos de culpa que supera acusando a su tío de brujería cada vez
que le sobrevenga una desgracia. El sentido contrario de la acusación es
en teoría aceptado por los nativos, pero no se registran casos en los que se
hayan producido.
Entre los kuranko, grupo patrilineal de Sierra Leona analizado por
Jackson, “la bruja es o bien una hermana o bien una esposa que, o ataca
directamente a su hermano o esposo, o ataca indirectamente al hijo de su
hermano o al hijo (o nieto) de su marido” (1975: 397). Esta línea de ame­
naza deriva de la posición estructural ambigua de la mujer en esta socie­
dad, dividida entre dos lealtades: a su anterior hogar paterno, a su actual
hogar marital.
Los cewa, grupo matrilineal al que Marwick (1964, 1967) ha dedica­
do varios estudios, no parecen tener una categorización tan definida; al
menos eso es lo que muestran las estadísticas aportadas por el antropólo­
go nombrado. De todos modos, es entre miembros de cada matrilinaje y
no entre éstos, que se producen las acusaciones. ¿Por qué? Porque, aunque
esta sociedad pueda mostrar otras formas de conflicto, aquellos surgidos
dentro de la matrilínea no tienen mecanismos objetivos de resolución
(arbitrio judicial, p. ej.) ni pueden ser expresados en forma abierta.
Ahora bien, las creencias en la hechicería no están ahí sólo para servir
de indicador social al observador, sino por necesidades internas de la

55
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odoj}uy

comunidad. La utilidad que prestan al observador externo deriva de otra


interna; cumplen una función o, mejor, varias funciones dependientes de una
general. Los antropólogos ingleses han marcado con frecuencia el carácter
moral, normativamente positivo de estas creencias, su papel conservador.
Una buena síntesis de esta perspectiva nos la brinda Marwick (1967: 124):
“Es ampliamente sostenido que las creencias en la brujería (y
en la hechicería) son un medio efectivo de dramatizar normas
sociales y que proveen, en la figura mística del malhechor, un
símbolo de todo aquello que es considerado antisocial e ilegí­
timo. La función conservadora de creencias de este tipo es
puesta en relieve cuando, como resultado del cambio social,
los valores indígenas son amenazados por valores intrusos y
las relaciones sociales indígenas son desplazadas por otras
nuevas o, al menos, alteradas fundamentalmente por nuevas
condiciones”.

Esta función general se concreta en la vida social en la que las acusa­


ciones de hechicería se producen. Así, el mismo autor citado nos dice, en
otro texto, que estas creencias
“ponen fin a las relaciones que se han hecho redundantes e
insoportables y que, sin embargo, a causa de la inversión emo­
cional que tienen, no pueden disolverse por el simple proceso
de romper un contrato” (Marwick, 1964:293).

Este modelo homeostático tuvo, por cierto, disidentes. Uno, por ejem­
plo, proveniente no de la antropología, sino de la historia, señalaba que las
creencias en la brujería en la Europa de los siglos XVI y XVII cumplió un
papel revolucionario al apoyar el proceso de individuación que contrade­
cía el tipo de cohesión social vigente en las aldeas:
“(la caza de brujas) sucedía dentro del contexto de la vida de
la aldea, donde había inmensas dificultades enfrentadas a
aquéllos que deseaban negar la existencia de los lazos de
vecindad. (...). No había código al que pudiera apelar una per­
sona que quisiera cortar o reorientar sus relaciones. (...) La
persecución de las brujas, por lo tanto, puede haber sido prin­
cipalmente importante como una fuerza radical que quebró el
modelo comunal heredado del período medieval”
(Macfarlane, 1970: 303).

En otras palabras, las creencias en la brujería son funcionales pero no


son conservadoras. Otra voz, ya dentro de la antropología, tendía a marcar

56
Tres. La hechicería y sus sentidos

algo simétrico e inverso: un conservadurismo no funcional. Nadel (1952:


279) admitía que las creencias en la brujería “permiten que una sociedad
se mantenga en funcionamiento de una manera dada”, pero, por un lado,
aumentan las tensiones sociales y, por el otro, “absuelven a la sociedad de
la tarea de algún reajuste social”.
Turner, sin apartarse por completo del modelo clásico, ha propuesto
una fórmula más elástica al señalar que las relaciones familiares entre acu­
sador y acusado pueden ser sólo un caso de relaciones más significativas:
“El status de parentesco puede resultar (...) tan sólo ‘fenotípi-
co’; lo ‘genotípico’ sería la pertenencia a facciones opuestas
de la comunidad local en lucha por la tierra, la autoridad, el
privilegio o las riquezas, la pertenencia a grupos religiosos
opuestos, los odios o afinidades existentes entre los actores
principales o la combinación de todos estos factores local­
mente significativos. (...) En situaciones de cambio radical,
en las que las ‘estructuras’ empiezan a desmembrarse, las
normas de parentesco tradicionales apenas sirven de guía”
(Turner, 1980: 293)

Una aproximación tal parecería volver inútil la meticulosa labor de


quienes intentaron dar una base social estrecha y unívoca a las creencias
en la hechicería. Sin embargo, exige un registro de mayor sensibilidad y
menos esquemático que el previo, y una inmersión de mayor profundidad
en la vida del grupo, tanto como para captar las líneas de conflicto exis­
tentes en él y la unidades que en realidad operan. De tal manera, el resul­
tado puede llegar a estar más directamente enlazado con procesos sociales
concretos.
Es así como Turner (1972) mostraba entre los mndembu -de igual
manera que Middleton (1960) hizo con los lugbara- cómo las acusaciones
de hechicería se entretejen en forma tal de dar apoyatura a distintas fac­
ciones en pugna y a legitimar su separación y la creación de nuevos pobla­
dos. Esto, que en apariencia sería antifuncional, no lo es desde una pers­
pectiva ecológica y económica que reafirma la necesidad objetiva de tal
escisión.
M. Douglas (1976), en su Introducción a la edición de un seminario
sobre el tema, retomaba la cuestión en su totalidad, en vistas de darle un
orden sistemático mediante la integración de resultados de investigaciones
anteriores, varias de ellos publicadas en el libro al que servía de Intro­
ducción. El primer efecto de esta reorganización del campo era pasar de la

57
Sentido de la antropología ni sopguas so| ap ej6o|odojjuv

definición de la relación social entre acusado y víctima a la del lugar so­


cial de la amenaza, es decir, en términos de Tumer, de lo fenotípico a lo
genotípico.
En una forma más refinada que la mayoría de sus predecesores, la
autora intentaba construir un modelo que permitiese integrar todo fenó­
meno posible de hechicería, algo así como una ley del correlato social de
las creencias en la brujería:
“En los casos en los que la relación social recíproca es inten­
sa y está mal definida, es de esperar que encontremos creen­
cias en la brujería. En los casos en los que las relaciones
humanas sean escasas y difusas, o en los que los papeles
sociales están asignados en forma muy precisa, no es de espe­
rar que encontremos creencias en brujería” (1980:68)”.

Según este modelo, “las creencias en la brujería son esencialmente un


medio para clarificar y afirmar las definiciones sociales” (1976:51).
Ahora bien, esta clarificación y afirmación se efectúan mediante la detec­
ción del hechicero. Según el lugar del supuesto agresor, la acusación que
lo determina cumplirá distintas funciones englobadas en la general de
aumentar la definición social.
De esta manera, si el hechicero es una persona exterior al grupo, ya
lejano, ya infiltrado en él, “la función de la acusación consiste en reafir­
mar las fronteras y la solidaridad del grupo”. En el caso de que sea un ene­
migo interno, nos encontramos ante tres posibilidades: a) miembro de una
facción rival (“Función de la acusación: volver a distribuir su jerarquía o
dividir la comunidad”), b) desviacionista peligroso (“Función de la acusa­
ción: controlar a desviacionistas en nombre de los valores de la comuni­
dad”); c) enemigo interior en contacto con el exterior (“Función de la acu­
sación: promover la rivalidad de facciones, dividir la comunidad y volver
a definir la jerarquía”).
Pero la cuestión no acaba aquí. La etnografía y la historia no sólo
muestran acusaciones a terceros. Sin embargo, aquellos casos de auto­

58
Tres. La hechicería y sus sentidos

acusación7 que se vieron aparecer en los tribunales de la caza de brujas eu­


ropea, o en diversos pueblos africanos contemporáneos en los que la
confesión voluntaria parece dar una fisonomía concreta e indudable al
malhechor místico, tienen una integración menos automática en los análi­
sis funcionalistas:
“Normalmente los antropólogos han enfocado la brujería
desde el punto de vista del acusador, suponiendo siempre que
la acusación carecía de fundamento. Esa ha sido la razón de
que nos resulte difícil interpretar las confesiones de brujería
(...). La idea de que una persona pueda creer sinceramente que
es un brujo (...) nos resulta difícil de entender desde el punto
de vista de nuestro análisis” (Douglas, 1976:66)

Difícil, pero no imposible; al menos así lo pretende el breve trabajo de


Wyllie (1973) sobre los effutu de Ghana y el de Jackson (1975) sobre los
kuranko de Sierra Leona. Veamos el primero de los casos.
Entre los effutu, mucho más común que la acusación de brujería con­
tra un tercero es la propia confesión de serlo. Estas confesiones se dan en
un marco religioso y en procura de perder esa peligrosidad mística, ya por
medios exorcísticos, ya por otras formas de terapia, en manos de agentes
de cultos proféticos-curadores -Wyllie no nos aclara si se tratan de agentes
evangélicos, aunque todo parece indicarlo- o de sacerdotes tradicionales.
Los confesores son, en la abrumadora mayoría de los casos, personas de
situación subordinada (mujeres, niños) y el daño del que se acusan casi
nunca es dirigido contra sus superiores (maridos, padres), sino contra quie­
nes están en una situación dependiente de su cumplimiento correcto de los
roles sociales que les corresponde (hijos, hermanos). La interpretación
brindada por Wyllie está en la misma sintonía que la de I. Lewis (1977)

7 La preocupación por los mecanismos subjetivos que llevan a la confesión no es pertinente


en el plano en el que me muevo. Sin embargo, no hay que desdeñar las semejanzas que
Henningsen (1983:67) trae a colación entre el proceso de Logroño y los de Moscú o los pro­
cedimientos sufridos por prisioneros americanos en manos chinas. En todos estos casos, fren­
te a una figura dicotòmica, los sujetos se recubren con la máscara de lo excluido como medio
de ingresar o de reingresar en el centro de exclusión. Cualquiera que sea la verdad histórica
de los manejos y resultados del fiscal Vishinsky, hay una verdad poética que debemos al
Koestler de El cero y el infinito, y al Merleau-Ponty de Humanisme et terreur según la cual
viejos bolcheviques como Bujarin y Kamenev fueron muy conscientes de que su propia con­
dena era el doloroso precio a ellos exigido para proteger la sociedad naciente de la que se con­
vertían en fantoches abominables (cf. Cohen, 1973). La confesión era asi una forma de salva­
ción.

59
Sentido de la antropología /// soppuas so¡ ap ei6o|odoj)u\/

sobre los cultos de posesión periféricos: se trata de una suerte de ritual de


rebelión, “una forma relativamente tibia de protesta y pedido de reconoci­
miento y respeto por parte de la gente de posición social subordinada”.
&
Los intentos de sociologizar sin más el tema de la brujería, aun los
más refinados, dejan sin responder un interrogante: ¿por qué es éste el
medio elegido para elaborar los conflictos sociales de un grupo? Este
silencio es correlativo, a mi entender, a la perspectiva teórica central del
funcionalismo: pensar toda cuestión como si una infraestructura social
segregase una superestructura adecuada a su mantenimiento. Por un lado,
insisto, queda siempre sin respuesta la pregunta por el carácter, los meca­
nismos y mediaciones de la adecuación; por el otro, se depende de un pos­
tulado metafísico implícito, el de la existencia de una Astucia de la Razón
social que todo lo regula.
¿Cómo dudar, sin embargo, del carácter social de las creencias en los
poderes místicos? ¿Qué significaría eso? Pero este carácter no es
equivalente a ‘funcionalidad’. Si funcionalidad hay, ahí donde la haya, es
lógicamente posterior a la existencia de estas creencias y a las prácticas a
ellas asociadas: la brujería tiene una entidad y una lógica propias que no
derivan de su utilidad social. Para que alguien o algo se exprese mediante
el código de la brujería, para que éste cumpla una u otra función, el códi­
go debe preexistir8. La dinámica social de la hechicería es mucho más pro­
funda, mucho más nuclear que lo supuesto por los funcionalistas.
Por más reservas que provoquen las elaboraciones teóricas británicas,
un aspecto de sus contribuciones es incuestionable: el rigor etnográfico
que caracteriza sus trabajos de campo, salvo allí donde -como en el caso
de las estadísticas de Marwick que ya comentaré- el sesgo doctrinario
haya mutilado la investigación. La imagen del hechicero, la construcción
que de ésta hacían los diversos pueblos africanos estudiados, fue centro de
atención privilegiada; los resultados de este interés, como establece Lucy
Mair (1969: Cap.2) muestran que la figura del hechicero conjuga signos

8 Retomando el último caso presentado, el de las autoacusaciones entre los effutu: la eviden­
cia de que la brujería no se agota en la confesión, de que hay una brujería más allá de la
presuntamente ejercida por los auto-inculpados, está en el hecho de que el propio agente que
los cura sea él mismo visto como brujo: “(...) ellos tienen que ser brujos; nadie puede curar a
la gente de la manera que ellos dicen que hacen sin hierbas ni medicinas a no ser que sea un
brujo” (Wyllie, 1973:79).

60
Tres. La hechicería y sus sentidos

de trasgresión del orden social de todo tipo: excesos o infracciones sexua­


les (homosexualismo, incesto), apetitos alimenticios desmedidos (p.ej.,
canibalismo), nocturnidad, actividad externa al poblado (naturaleza vs.
cultura), etc. Además, se presentan otras regularidades cuya traducción
sociológica es menos transparente. El poder místico es recibido por heren­
cia; remite a peculiaridades orgánicas que la autopsia puede revelar; el
brujo tiene animales asociados, en los que, en ciertos casos, puede tras­
formarse.

2. El brujo presente

Buena parte de la información etnográfica, sino toda, que he registra­


do hasta ahora en este trabajo entra en contradicción con la recogida por
mí en las investigaciones que he llevado a cabo en Brasil: cultos surgidos
y desarrollados en grandes ciudades industriales, en los cuales el anti­
hechicero/ hechicero es lo bastante activo y poco oculto como para que yo,
desde el primer contacto con este universo, lo viera operar castigando a los
enemigos suyos y de sus clientes9.
Existen más diferencias entre las descripciones clásicas y las nociones
existentes entre las gentes con las que he trabajado, o, quizás mejor, la
especificidad que el objeto de mi trabajo tiene en los ejes que han servido
para hacer tales descripciones. El poder místico aunque sea a veces sea un
don, algo innato, no tiene relación necesaria con la herencia. Es personal
y con una historia particular de manifestación que en general pasa por
traumas, estigmas, etc. Además, no muestra, salvo excepciones, correlatos
físicos materializados en animales o detectables en autopsias; es un don
exclusivamente espiritual. Por último, no es, en general, un poder auto-

’ La ‘invisibilidad’ para el antropólogo del agente que actúa para dañar a otras personas es
índice, pienso, del lugar social que adquiere el primero en las comunidades en las que se
inserta para ‘observar participando’; recordemos, por ejemplo, la cita de Metraux inserta en
la nota n°l.
En mi caso me ha sido dado presenciar decenas de acciones rituales en las que el objetivo era
‘castigar a los enemigos, a los hijos de puta’, y algunas veces he sido invitado a aprovechar
la ocasión para castigar a los míos propios. En algunos casos, estas acciones eran disfrazadas
muy ligeramente como actos de anti-hechicería, dejando suponer que se trataban de respues­
tas a agresiones emprendidas por quienes eran blanco de los rituales. En otros, la operación
era emprendida sin ninguna excusa.

61
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odoj}uy

suficiente, sino una capacidad de manipular y dejarse manipular por enti­


dades espirituales, reales fuentes de la eficacia mística.
Aparte de estas disparidades o peculiaridades etnográficas, hay otra de
significación sin duda mayor. Mientras que en las sociedades africanas, obje­
to clásico de la literatura británica, la ideología de la hechicería es una teoría
del conjunto de la sociedad sobre esa sociedad, en Brasil la hechicería es una
teoría recogida en un sector más o menos extenso de la sociedad sobre esa
sociedad. Es la manera en la que la sociedad es vista a partir de determinada
experiencia sectorial que esa sociedad posibilita y a la que realimenta esa
experiencia. Como he insistido en otros trabajos, las creencias y prácticas de
hechicería, los cultos en los que éstas se insertan, son sociologías subalternas.
No hay que dar demasiadas vueltas a la idea funcionalista de que las
creencias en la hechicería son incompatibles con sociedades desarrolladas;
la evidencia brasileña -entre otras- la echa por tierra. Este error se des­
prende de una ingenuidad de raíz victoriana unida a una sociologización
apresurada. Sin embargo, este traspié de manera alguna puede indicar que
el fenómeno carezca de correlatos sociales específicos.
Punto más destacable es el primero que he señalado. Los especialistas
en ataques y contraataques místicos están a disposición de quienes quie­
ran solicitar sus servicios, con una gran transparencia y accesibilidad.
¿Cómo aparece el hechicero? ¿Cuáles son sus prácticas?
En mi experiencia de campo he encontrado distintas formas por las
que la gente indica al hechicero. El hechicero puede ser revelado en dis­
cursos explícitos, con distintas formas de decir que una persona realiza
operaciones místicas destinadas a dañar a terceros. Sólo el contexto de la
alocución en la que tal referencia se produce permite saber si se trata de
una acusación o no, en ciertos casos hasta puede tratarse de una recomen­
dación. No es algo diferente -en una gradación cuya escala no viene al
caso ahora dilucidar- a decir que otra persona, o la misma, se dedica al
cambio negro, a la prostitución, a realizar abortos, a la venta de droga o al
asesinato por encargo. Se sabe que estas acciones no son lícitas ni, la
mayoría de ellas, ‘buenas’; sin embargo, todo depende de si uno es o no
cliente potencial, a veces en estado de real emergencia. Presentar un buen
y eficaz hechicero puede ser un gran favor al eventual cliente, al mismo
tiempo que, además del beneficio económico o de otro orden, un halago
para el especialista religioso recomendado.

62
Tres. La hechicería y sus sentidos

La afirmación puede también ser peyorativa, aunque no quiere decir


por necesidad que el acusador piense que la persona así indicada sea en
realidad un hechicero; tampoco que él mismo no lo sea. Estamos, muchas
veces, ante un ataque denigratorio que utiliza a la hechicería como un
estigma, sumado por lo general a otros (drogadicción, ignorancia, miseria,
delincuencia, desvío sexual, etc.).
El hechicero puede también ser señalado por dos tipos de prácticas
opuestas pero complementarias: el contrato y la evitación. Se contrata al
hechicero para determinados fines, contrayendo con él un pacto en el que
la defensa y la ayuda son compensadas por algún tipo de retribución (eco­
nómica, de subordinación, etc.). Se evita al hechicero cuando se corre el
riesgo de caer en desgracia con él. Mientras que en el caso de la indica­
ción explícita, el hechicero puede ser ficticio, en los otros dos se trata de
alguien bien real, alguien que haya dado pruebas de eficacia.
Las acciones de hechicería1011
pueden apuntar a un arco muy amplio de
efectos, a daños de grados muy variados: desde robar el marido (o la
mujer, por cierto), hasta provocar la locura, la ceguera, la muerte. Pueden
ser acciones desencadenadas por accesos episódicos de ira o por odios
antiguos. Ataques que no tienen otra alternativa o reemplazables por agre­
siones secundarias". Cualquiera que sea el daño, cualquiera que sea el
mecanismo de su producción, el circuito entero de la religiosidad subal­
terna brasileña está a disposición de este esquema: el hechicero está pre­
sente por doquier.

10 Abundantes descripciones y análisis de este tipo de acciones, así como de su ubicación en


el campo religioso brasileño, se encuentran en Giobellina Brumana y González Martínez,
1989 y Giobellina Brumana, 1994.
11 En un trabajo anterior he relatado la oferta que un agente de un culto brasileño me hizo ante
un caso muy visible de ofensa sufrida por mí:
“Esto ocurrió en Madrid, donde fui visitado por un pai-de-santo del Candomblé. La ofensa en
concreto eran los ataques continuos (verbales y hasta en una ocasión físicos) que sufría yo por
parte de una anciana perturbada (para no decir ‘vieja loca’) que vivía en la primera planta de
un viejo edificio en el que yo ocupaba la segunda. Durante su permanencia en mi casa, el pai-
de-santo no sólo presenció alguna de estas escenas, sino que también fue objeto de un trata­
miento similar. Doy estos detalles para que se entienda mejor lo que voy a decir, que refleja a
la perfección el sentido de buena parte de las acciones de hechicería, al menos en Brasil. La
propuesta de represalia mística tenía dos ofertas alternativas: cagar junto a la puerta de mi veci­
na y ponerle silicona a su cerradura”.

63
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ej6o|odojjuy

3. Brujo ausente, brujo presente

Una cuestión que permite replantear la coexistencia de un brujo


imaginario y un brujo actuante es la de la caza de brujas desatada en buena
parte de Europa en los siglos XVI y XVII12. Los planteamientos que ex­
pondré al respecto son dos13. Ante todo, que la creencia popular en la bru­
jería no fue producida por la intervención erudita, sino que preexistía a
ésta que la condenó durante siglos. Además, que el ‘brujo’ de unos y otros
no es el mismo, no responde al mismo tipo de problemas, opera con
principios clasificatorios diferentes.
Se sabe que la creencia en la brujería fue rechazada desde el Estado y
desde la Iglesia durante siglos. En su propia consolidación y consecuente extir­
pación de remanentes religiosos pre-cristianos, la Iglesia anatemizó la creen­
cia en la hechicería como un pecado, como un signo de paganismo. El ataque
a un supuesto brujo podía llegar a ser -he aquí la intervención del Estado- un
delito. Fue sólo a finales del siglo XV cuando la Iglesia comenzó a producir
un nuevo tipo de discurso, la elaboración de un ‘brujo’ que se superponía a la
imagen mantenida al margen de sus enseñanzas hasta el momento.

12 M. Douglas, en su breve pasaje por la caza de brujas de los siglos XVI y XVII, llega a dos
conclusiones:
a) que la creencia de las elites intelectuales de la Europa occidental derivaba de su propia
inseguridad social, de su lugar mal definido en las cortes: “Estos eran los intelectuales que no
supieron sacudirse de encima las creencias en la brujería. Lógicamente aquellos inseguros
competidores en su aspiración a las prebendas vieron el universo como una reproducción de
su sociedad” (1976: 62).
y b) que fueron estas elites las que impusieron el fantasma de la agresión mística en el resto
de la población:”La experiencia de la inseguridad, caprichos humanos y competencia desleal,
propia de los humanistas, se extendió al resto de la población” (1976: 63).
Como queda claro en el cuerpo del texto, mi posición es exactamente la contraria a esta supre­
sión de distancia, de mediación, entre la situación de los intelectuales y su respuesta ‘su­
perestructura!’, a la suposición de que su visión del mundo no era más que una reproducción
directa de su situación social.
13 En el prólogo de su libro sobre los juicios de hechicería en la Francia del siglo XVII,
Mandrou dice que la bibliografía crítica sobre la cuestión atestaría al menos tres gruesos
volúmenes. La lista de mis lecturas, por el contrario, apenas alcanzaría uno o dos folios. La
composición de lugar que me he hecho y que formulo en las páginas que siguen está basada
en un puñado de obras cuya crítica documental no estoy en condiciones de realizar. Mandrou,
Guinzburg, Trevor-Roper, Henningsen, Cohn, Baroja, Lamer, Macfarlane, Thomas, son los
principales autores por los que me he guiado; en beneficio de la comodidad de la lectura, he
preferido minimizar las citas.

64
Tres. La hechicería y sus sentidos

Este brujo era, ante todo, quien había firmado un pacto con Satán; era el
agente de un poder que amenazaba con dominar al mundo -y que usaba al
brujo como un medio para lograrlo-, poder que invertía de manera absoluta al
del Bien, al de Dios. Esta oposición total se expresaba en la imagen de este
brujo, cuyas prácticas eran el reverso de las de la liturgia católica: la misa
invertida, el sortilegio maléfico, la utilización maligna de objetos sagrados
(cruces, hostias, etc.), muestran que el brujo es un reflejo invertido del hombre
de Iglesia, de la misma manera que el Diablo es la imagen invertida de Dios.
Es esta figura, la del nuevo Diablo, la que sí es introducida por cléri­
gos y eruditos entre los sectores populares, ya por la prédica desde los púl-
pitos, ya por la multiplicación de imprentas que publican textos en lengua
vulgar. El desarrollo y banalización de la figura de Satán están ligados a
una mudanza en la demonología cristiana. Se pasó de un Demonio inma­
terial que ejercía su influencia en los hombres por ensueños y tentaciones
subjetivas, a uno de materialidad absoluta.
Asistimos entonces a dos discursos paralelos sobre brujería. Uno, el
que siempre había existido en las aldeas y que hasta entonces no había
encontrado eco, sino todo lo contrario, en la teoría y en la práctica de
Iglesia y Estado; otro, el que se gestó en ese momento en el seno de estas
instituciones. Esta duplicidad es la que ha dado lugar a interpretaciones
encontradas de la ‘witch-craze’. Según una, sostenida p.ej. por Trevor-
Roper (en cuyo trabajo, por otro lado, se basa M. Douglas) centrada más
que nada en el discurso erudito, la caza de brujas es, esquemáticamente,
una persecución religiosa montada desde la superestructura. Según la otra,
mantenida por Macfarlane (que analiza con perspectiva antropológica los
acontecimientos de las aldeas de Essen en este período) es la propia diná­
mica lugareña lo que estaba por detrás de los juicios de brujería14.

14 De todos modos, resultan algo dudosas las interpretaciones calcadas de las de la antropología fúncio-
nalista hecha por Macfarlane. ¿Cómo saber realmente que ha habido brotes de caza de brujas en tal o cual
época si lo único que tenemos como prueba es la intervención oficial en las aldeas? Los archivos judi­
ciales nada nos dicen sobre lo que ocurría en el ámbito popular respecto a la brujería en tal o cual época,
sino, de manera exclusiva, cuál ha sido la actitud de la judicatura al respecto. Christina Lamer (1984:22)
piensa lo mismo: “Hay tres partes en un juicio por brujería: el acusador, el acusado y el juez; el papel de
este último es lo que se tiende a dejar de lado en las explicaciones que apelan a las tensiones sociales”.
Hay aquí otra cuestión de tipo metodológico. Para un antropólogo que tiene en sus archivos un par de
miles de páginas de transcripciones de entrevistas, es acongojante la miseria documental sobre la que
muchas veces el historiador basa su labor. Frente a una cuestión por completo diferente, y en un período
anterior, véase en el delicioso libro de Duby (1992:47 ss) una lección de lectura de un manuscrito.

65
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap Bj6o|odojiuy

Si aceptamos la evidencia presentada por este último autor, los brujos


no eran producto de la inventiva de los jueces, sino de la acusación de sus
propios vecinos. Pero aunque esto fuera cierto, su imagen, la conjunción
de sus poderes y tropelías tal como se expresaba en la ideología jurídica y
teológica, era un elemento sobreimpuesto a la imaginación campesina.
Tendríamos, así, por un lado un universo campesino volcado sobre sí
mismo en el que las creencias seculares en el poder místico que algunos
tienen para dañar estaban articulados como un sistema de partes y
contrapartes, un sistema que daña tanto cuanto repara, con lugares atri­
buidos para sus distintos protagonista: brujos malos que provocan
enfermedad en los ganados y brujos buenos que curan o ayudan a encon­
trar objetos perdidos, adivinos que señalan el lugar de donde el mal ha sido
enviado, personas que anuncian que un daño en apariencia sin sentido en
realidad lo tiene15. El estereotipo popular fue ahogado, manipulado y rein­
terpretado por el estereotipo erudito, condensado en libros que, como el
Martillo de los brujos, eran la guía de la investigación judicial, el verda­
dero instrumento de homogeneización de las confesiones16.
La diferencia esencial entre las creencias campesinas -con las
acusaciones que éstas implicaban- y las de jueces y teólogos es que mien­
tras que para los primeros lo que está en juego es la seguridad individual,
salud, amor, propiedades estrictamente limitadas por fronteras personales,
familiares o, en casos extremos, comunales, para los segundos lo que es

15 Veamos la descripción muy vivida de un escritor inglés del siglo XVI:


“Una mujer se querella enconadamente con su vecino, a lo que sigue un daño grave. (...) En el
curso de muy pocos anos riñe con otro vecino, al que también le ocurre una desgracia. (...) Los
rumores sobre el asunto aumentan día en día. (...) Poco después, un hombre cae enfermo y lan­
guidece. Los vecinos van a visitarlo, ‘¿Qué, muchacho?’ -dice uno de ellos- ‘¿todavía no sos­
pechas que la causa de tu sufrimiento esta en la venganza de una persona perversa? ¿Por casua­
lidad no molestaste a la tía W.?”’ (cit. en Mair, 1969).
Creencias seculares que ni siquiera hoy han desaparecido. En el trabajo de J. Fabret-Saada
(1977) sobre el Bocage podría escucharse el diálogo trascrito entre la víctima y lo que la auto­
ra llama 1 ‘annonciateur, aquél que ayuda a interpretar el mal echando mano de un código mís­
tico y a acceder a los contrapoderes que puedan vencerlo.
16 Sobre el contenido mixto de queja campesina y acusación erudita, dice Mandrou (1979:
104):
“(...) las piezas de los procesos revelan una acumulación de quejas aldeanas clásicas (hechizo,
enfermedad y muertes de animales) y la acusación mayor de renegar de Dios, la Virgen y los
Santos y su bautizo, de olvidar Pater, Ave y Credo para ir a la Sinagoga y entregarse al Diablo.”

66
Tres. La hechicería y sus sentidos

amenazado es el propio orden del universo, mucho más allá de sus propias
personas nunca puestas en cuestión. En otras palabras, si en lo primero
estamos frente a la dinámica micro-política de una sociedad civil, en lo
segundo, lo que sale a luz es una cuestión macro-política, una cuestión de
Estado: dos ámbitos heterogéneos de orden y desorden.
Ahora bien, si el desorden aldeano podía ser absorbido -como lo fue
antes y después de este período- por la articulación de una serie de instan­
cias propias, si este desorden no era más que un momento del orden, la
‘alianza’ entre ideología erudita y popular hizo estallar el sistema17. Quien
se consideraba víctima de la hechicería no tenía ya a su disposición los
instrumentos tradicionales y subalternos de reparación, sino los nuevos y
eruditos de represalia. La detección del agresor místico no era ya un
momento de la curación, un eslabón de un proceso autónomo y oculto a la
mirada de ‘los de arriba’, sino una parte de una guerra que éstos sostení­
an contra sus propios fantasmas, guerra en la que los muertos la mayor
parte de las veces los pusieron otros, los ‘de abajo’, en una hoguera que
iluminó macabramente a Europa durante doscientos años. De aquí, dos
cosas.
La primera. Este siglo, el nuestro, ha sido rico en muestras de guerras
entre fracciones eruditas en las que al menos uno de los contrincantes ha
tenido como ejército voluntario a sectores subalternos. Este no fue el caso
de la witchcraze. Cuando la inercia retórica de la máquina puesta enjuego
amenazó con desembocar en esto, todos se pusieron de acuerdo en parar­
la. Este momento límite fue, al menos en Francia, el de los juicios de Aix,
Loudon y Louviers18.
En estos procesos sensacionales, se produjo una mudanza del código
usado hasta el momento. El Diablo ya no aparecía sólo en el discurso
arrancado en el potro y amoldado en los breviarios demonológicos de los

17 “La ‘witch-craze’ no posee función reguladora y conservadora de la sociedad, al menos en


el ámbito local; todo lo contrario, es destructiva y carece de función” (Henningsen, 1983:
346).
18 Hay, sin embargo, juicios contra nobles en los que intervino la acusación de brujería. Este
fue el caso de los promovidos por James VIo de Escocia, posteriormente 1° de Inglaterra. Pero
la ferocidad de estos juicios no se debió a que sus encausados lo fuesen en realidad por bru­
jería; ésta sólo fue un tema adicional de juicios por traición contra el monarca, un medio de
desacreditar a los acusados, no un delito perseguido judicialmente en sí mismo. Como dice
C. Lamer (1984: 10), “Cuando la persecución de la brujería se volvió un fin en sí mismo, los
juicios fueron principalmente de gente desconocida”.

67
Sentido de la antropología /// sopquas so| ap ei6o|odojiu\/

interrogadores, sino en el propio cuerpo de quienes se interrogaba. Fue el


gran momento de la posesión demoníaca, y Juana de los Angeles desapa­
recía de la sala del tribunal para que por su boca hablasen directamente las
legiones enviadas por Satán para señalar como cómplices suyos no ya a
viejas miserables o campesinos sin posesiones, sino a señores. No signifi­
ca esto que la posesión demoníaca no existiese en teórica y práctica antes,
sino que nunca había tenido una expresión judicial, nunca se había yuxta­
puesto con el ejercicio del poder.
Ambos extremos fusionados, ambas novedades, este código introdu­
cido por primera vez en la escena judicial sumado al nuevo tipo de pro­
metido a la hoguera, parecen haber sido el umbral que permitió que otro
discurso erudito fuese convirtiéndose en el oficial, el de la disolución de
la brujería en un diagnóstico psiquiátrico y/o sociológico y, al mismo
tiempo, la mudanza de actitud de la judicatura iniciada en su punto más
prestigioso: el Parlamento de París.
La segunda. Como ya he señalado, los fantasmas contra los que lu­
chaban estas elites no eran tanto los de su inseguridad personal, sino más
bien los de un universo social en expansión, de Estados en procesos de
consolidación que dimensionaban su potencia muy por encima de las cotas
alcanzadas hasta entonces. No es en la micro-sociología de las cortes rena­
centistas donde estaba el secreto de Bodino o de del Rio, sino en este uni­
verso impersonal de leyes que estaba siendo construido por los propios
juristas que mandaron millares a la pira. La brujería de las elites no era una
mera aberración irracional, sino un momento de la construcción de la
racionalidad.
Más aún. Ahí donde esta racionalidad hubo llegado a su punto más
alto, ahí donde el nivel de objetividad institucional fue logrado, la caza de
brujos no existió. España, el primer Estado moderno, protegió a los acu­
sados en las aldeas de brujos contra la furia de sus vecinos. En otras pala­
bras, les impuso penas leves -multas, azotes, expulsión de la aldea- que
conformaban a la parte supuestamente dañada, manteniendo así la legiti­
midad del poder, sin castigar en forma extrema a quienes los detentores
del poder político y religioso -intervino aquí “el escepticismo de una
minoría de burócratas españoles”, del que habla Henningsen (1983: 342)-

68
Tres. La hechicería y sus sentidos

pensaban que, a pesar de la autoacusación, no podían ser culpables de algo


que suponían no existir19.
Los intelectuales de los siglos XVI y XVII creyeron en la brujería
pero en forma distinta a la de sus coetáneos aldeanos: como una manifes­
tación del poder del Diablo en el mundo. En los siglos anteriores no habí­
an tomado en serio a ese personaje, el brujo, que, con una malignidad
mucho menos nítida, se recluyó en la vida campesina. En los siglos
posteriores, tampoco. ¿Era más segura la vida de los intelectuales en las
cortes de los siglos XIV o XV? ¿Lo fue en el siglo XVIII?

4. Brujo en sistema
Entre los azande estudiados en los años ‘30 por Evans-Pritchard se
diferencian dos tipos de amenaza mística provenientes de seres humanos:
una no depende de la voluntad de la persona que la produce, es hereditaria
y se origina en una substancia física oculta en su cuerpo; la otra es volun­
taria y se consuma por la manipulación de ciertos objetos, medicinas.
Evans-Pritchard tradujo el término nativo empleado para nombrar a la pri­
mera como witchcraft (‘brujería’) y el usado para la segunda como sorcery
(‘hechicería’)20.
Esta oposición entre un poder dañino ejercido de manera involuntaria
y uno voluntario cautivó la imaginación de los antropólogos británicos
durante décadas. De todas formas, ni siquiera en la forma establecida por
los continuadores de Evans- Pritchard las cosas estaban claras. Este esta­
do de confusión llevó a que Turner (1980 [1964]: 124) intentase mostrar,
ante todo, que la división w./s. no sólo no era la antítesis universal en la
que se la había convertido, sino que se trataba de una excepción; en segun­
do lugar, que algunos autores estaban utilizando esas categorías en forma
errónea y, a veces, inversa; por último y como conclusión, que el ‘para-

19 “La intervención de la Inquisición (en el dominio) de la ilusión demoníaca es una táctica


adoptada a un objetivo fluctuante: el mantenimiento del orden religioso (...). Aunque fueran
juzgadas como desobedientes, no por ello dejaban de plantear un problema. ¿Y si fueran lo­
cas?, se interroga el Tribunal. No es la acusada que se defiende así. Es la Iglesia y la
Inquisición quienes recurren al argumento de la locura. (...) Así, el Santo Oficio español hace
de la bruja una variedad de ilusa, no más temible y poderosa, sino loca y estúpida” (C.
Guilhem, 1981: 207; cf. también, Baraja, 1966 y Kamen, 1977).
20 Hasta ahora he usado ‘brujería’ y ‘hechicería’ en forma indistinta o ambos términos juntos;
seguiré ignorando la diferencia, salvo en referencias específicas a E. P. y sus continuadores.

69
Sentido de la antropología m sopguas soi ap ei6o|odo4uy

digrna’ de la distinción entre un y otro tipo de acción mística no sólo esta­


ba ya agotado, sino que ahogaba los estudios del tema.
M. Douglas, sin embargo, era sensible al mantenimiento de la dife­
rencia y, años después del artículo de su colega, insistía en ella y se pro­
ponía encontrarle un sentido. “En las sociedades que reconocen dos tipos
de brujería” -dice la autora- “es de esperar (...) que las formas de brujería
expresen alguna característica de la situación social” (1976 [1970]: 58).
La sugerencia de la autora es que lo tradicionalmente llamado ‘brujería’
corresponde a la amenaza del ‘desviacionista peligroso’, en la terminolo­
gía del esquema presentado páginas atrás. Más fructífera que esta refe­
rencia, sin embargo es el planteamiento formulado en Purity and danger.
La autora intentaba aquí trazar el mapa de los poderes y peligros que se
encuentran en una sociedad ‘primitiva’. Sigamos su razonamiento.
La única ‘substancia’ de la que pueden estar hechos estos poderes y peli­
gros es la que les da la propia estructura social en la que se insertan. Poderes
y peligros sólo son el registro social de los éxitos y fracasos que determina­
das personas pueden tener en el desempeño de los roles derivados de los luga­
res ocupadas por ellas en la topología social. En forma de feed-back positi­
vo, el éxito produce más éxito así como el fracaso genera más fracaso. El
éxito se vincula con la reputación de poderes positivos mientras que el fraca­
so da lugar a la de poderes negativos y peligrosos. En caso de que el lugar
social de la persona exitosa sea central, vinculada al ejercicio de la autoridad,
se considerará que estos poderes son mantenidos bajo control (mana, hechi­
cería), en caso contrario serán vistos como incontrolados (baraka, brujería).
Si la autora se hubiese dejado llevar por sus lecturas de Lévi-Strauss habría
podido presentar su mapa en forma de matriz combinatoria:

ÉXITO FRACASO

A
U
T + mana hechicería
O
R
I
D
A - baraka brujería
D

70
Tres. La hechicería y sus sentidos

Seduce la elegancia del esquema; no lo suficiente, sin embargo, como


para apartar las dudas. La primera es la ya señalada de que, con ‘hechice­
ría’ y ‘brujería’ no se está hablando de prácticas, sino de acusaciones. La
segunda apunta a la concordancia del esquema con los datos etnográficos;
¿desde cuándo ‘hechicería’ está vinculada a la autoridad? ¿Acaso el pro­
pio ejemplo zande no indica lo contrario? Por último, estamos ante un
‘objeto’ comparatista, un producto de gabinete -dicho con el mayor de los
respetos- que no habla de la distribución de poderes y peligros en una
sociedad específica, sino de un repertorio universal virtual. El mérito
mayor de la propuesta de M. Douglas es la de plantear la cuestión del
‘objeto’ en un juego de oposiciones e inversiones.
La revisión de los distintos autores que he abordado deja ya suponer
que el ‘objeto’ está mal definido, que se lo ha recortado en forma indebida
de otro más amplio. Esta es la posición de Hald (1986) quien exige inte­
grar las acusaciones de brujería en el ‘contexto general de crimen y con­
trol social’ por lo que equipara, en un estudio sobre los gisu (Uganda), la
caza de brujas con la de ladrones. ¿Convierte esto al ladrón en un ser tan
imaginario como el brujo o, por el contrario, toma al brujo tan real como
el ladrón? La respuesta es, por cierto, la primera: “Con frecuencia, hay tan
poca evidencia objetiva que vincula una persona con un robo (...) como en
las acusaciones de brujería” (1986: 67).
Aceptado o no el análisis de Hald, queda un interrogante: ¿la bru­
jería es un objeto autónomo que puede ser encarado en sí mismo o exige
formar sistema con algo más? Como he mostrado, hay varias respues­
tas: o tomarlo como un objeto independiente y único, como uno desdo­
blado (w. and s.), como uno integrado en un sistema de poderes y peli­
gros, como parte de los mecanismos de control social.
Hay otra posibilidad, en general no reconocida por los antropólogos
funcionalistas. Podemos ver a la amenaza mística formando sistema con
los mecanismos puestos en operación para deshacer, controlar o neutra­
lizar sus efectos, es decir, con las formas simbólicas de terapia.
Podemos suponer que no puede existir la primera sin la segunda y que
sólo pueden explicarse en conjunto. Curiosamente, quien primero nos
ha dado la pista de esta vía alternativa es aquél cuyo paradigma fue en
apariencia seguido por todo el mundo desde 1937: Evans-Pritchard.
Veamos lo central de su descripción.

77
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ei6o|odoj}uv

Los azande disponen de un complejo sistema de amenazas, diag­


nósticos, curaciones y represalias místicas, en el que intervienen distin­
tos mecanismos y agentes. Una desgracia puede ser diagnosticada
mediante distintos oráculos o por exorcistas como provocada por la bru­
jería de otra persona o como resultado de una acción de hechicería, que
puede ser ilegítima, es decir, un ataque inmotivado, o legítima, una
agresión contra un brujo al que no se puede atacar por otros medios. De
esta manera, la víctima puede llegar a ser considerada ella misma agre­
sora.
El sistema tiene así tres planos: uno de diagnóstico, en manos del
príncipe, de particulares o de exorcistas; otro de terapia, campo de los
exorcistas; un ultimo de punición, a cargo de sociedades secretas cuyo
status es ambiguo, ya que están compuestas por anti-hechiceros que
castigan las agresiones místicas ajenas, con lo que su acción puede ser
interpretada como de hechicería directa:

Diagnóstico Punición
del príncipe
oráculos de
particulares
exorcistas

exorcistas

El sistema no se cierra, cuando tenía todo para hacerlo. ¿Por qué?


Porque a pesar del rigor de sus descripciones, Evans- Pritchard tropezó con
el carácter mistificador de los exorcistas y no aceptó que sus trucos de
prestidigitación, sus modos circenses, tuviesen -no a pesar, sino justamente
por el mismo hecho de ser circenses- valor curativo. Pensaba que el sistema
sólo servía como principio explicatorio de aflicciones personales; lejos de sí
la idea de que, por ejemplo, tales explicaciones fuesen una herramienta tera­
péutica. Se trataba, para él, de un mecanismo para satisfacer la curiosidad y
descargar en otros la responsabilidad de las desgracias que a uno le suceden.
En otras palabras, el sentido le parecía un dominio sólo mental.

72
Tres. La hechicería y sus sentidos

De esta manera ha resultado fácil convertirlo en un aparato de auto­


rregulación social, ya en forma tan ingenua como la de Gluksman o en la
más sofisticada de Douglas, quien -seguramente con razón- suponía que el
problema central de Evans-Pritchard era el de cómo se hace que una teo­
ría inconsistente (la creencia en la brujería) se tome consistente en vistas
de favorecer la estabilidad social:
“(...) aparecen huecos en el sistema de pensamiento azande,
pero las instituciones están integradas. Los huecos del pensa­
miento garantizan la interrelación de las instituciones. Ahí
donde se produce alguna presión para poner orden en la con­
ducta social se desarrollan ideas reguladoras, pero así que se
logra aplicar un juego de regulaciones, se crean otras áreas en
las que la incertidumbre necesita ser reducida. Para hacer fun­
cionar a las instituciones, se producen nuevas ideas que
ensamblan coherentemente las piezas o mantienen la credibili­
dad del conjunto” (M. Douglas, 1980: 58/59)
Es decir, la creencia en brujería-hechicería-oráculos, etc. es una racio­
nalidad indirecta; no una racionalidad explícita como la nuestra, com­
patible con la ciencia. Es una irracionalidad como sistema de pensamien­
to que se muestra racional por un ajuste oblicuo de la realidad, no del
enfermo por medio del diagnóstico y de la terapia, sino del aparato social;
no por lo que sus protagonistas creen hacer, sino por lo que hacen sin
saber.
El desdén de Evans-Pritchard respecto al aspecto terapéutico del sis­
tema se vio multiplicado en otros autores. Marwick, por ejemplo, en sus
estadísticas sobre efectos supuestos de agresión mística sólo tomó en
cuenta las muertes, no las enfermedades u otras desgracias. Nadie sabe
qué resultados podrían haberse obtenido contabilizando ganado perdido,
abandonos de la pareja, esterilidad, incendio de chozas, huesos rotos, etc.
Además, el que trabajase sólo sobre casos fatales y no -como reconoce
podría haber hecho- sobre casos menores obligaba a que la ‘creencia’
fuese vista sólo en su carácter explicatorio, no en el operativo: la muerte,
a diferencia de la enfermedad u otro tipo de pérdida, es irreparable aun
para el más poderoso de los hechiceros. Otros autores, sin embargo, han
destacado la faz terapéutica.
Robin Fox (1967) iniciaba su exposición sobre los cochiti, un grupo
Pueblo de Nuevo México, con una observación de gran interés. A diferen­
cia de Evans-Pritchard, que parecía entender por enfermedad sólo aquello

73
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ei6o|odoj}uv

que un médico inglés diagnosticase como tal, este autor subrayaba el ca­
rácter social, cultural, de la dolencia; su definición varía de sociedad en
sociedad. Los cochiti clasifican las enfermedades en dos grupos: aquellas
‘naturales’ de jurisdicción de la medicina oficial y las provocadas por bru­
jería. Las segundas se dividen entre las que son agudas y las que no lo son.
Estas últimas son encaradas con una especie de ‘terapia de clan’ por medio
de la cual el enfermo es adoptado por un clan y readaptado a la sociedad.
Las primeras son objeto de las prácticas de asociaciones de cura
especializadas según el tipo de caso. Veamos rápidamente como operan.
La división entre agresión mística voluntaria e involuntaria no es
demasiado clara entre los cochiti. Sí lo es la que hay entre las dos posibles
formas por las que los brujos provocan daño: o bien arrojan objetos den­
tro del cuerpo de la víctima, o bien roban su corazón. Según el diagnósti­
co sea uno u otro, los curadores “deben succionar los objetos del cuerpo o
recobrar el corazón luchando contra los brujos” (1967: 265). El primer
caso, de menor gravedad, requiere la intervención de sólo un miembro de
la asociación de cura; el segundo, la de la asociación en su conjunto. En
este último caso se ve con mayor claridad el principio en el que se basa la
acción terapéutica.
En una ceremonia que dura hasta ocho días, la asociación dramatiza
una lucha contra los brujos cuyo resultado está hasta último momento en
duda, lo que aumenta el temor y la ansiedad del paciente. Es decir, la prác­
tica curadora opera por un reforzamiento límite del código en el que el
diagnóstico ha sido efectuado. La victoria final de los miembros de la aso­
ciación sobre los brujos y la recuperación del corazón del cliente se con­
vierte para éste en una victoria sobre su enfermedad y en la recuperación
de su salud.
Trabajos como el de Fox avalan la hipótesis de que la amenaza místi­
ca nunca se presenta sin una contrapartida defensiva. Como dice Metraux
(1958: 238): “Al menos, la magia tiene la ventaja de ser un mal contra el
que el hombre no está totalmente impotente”. En otras palabras, no hay
hechicería o brujería sin una instancia que la combata y permita paliar los
supuestos daños que ésta provoca.

74
Tres. La hechicería y sus sentidos

5. El sentido de la hechicería

Tomar en serio la capacidad terapéutica de la acción ritual, significa


aceptar que la palabra es de alguna manera hecha carne, que tiene el poder
de actuar sobre el cuerpo2'. Es bien conocido el trabajo de Lévi-Strauss
(1958) en el que, basándose en el análisis de un largo canto usado por un
chamán cuna para auxiliar un parto dificultoso, concluye que su propósi­
to es el de volver conceptualmente controlable el trastorno orgánico. En
esta operación, el desorden representado por la enfermedad se canaliza
hacia un orden que lo integra, que le da sentido; así se permite el desblo­
queo de la situación orgánica. El canto del chamán de esta manera da
expresión a algo que no lo tiene de por sí; torna pensable aquello que per­
tenece al nivel de lo vivido como sensación y afectividad; ofrece un len­
guaje sin el cual el estado del paciente permanecería informulable2122.
El agente místico, el código que sustenta su accionar, proporciona un
sentido; he ahí la clave de su intervención y operación. Desde mi perspec­
tiva, sin embargo, la forma en la que esto se produce, la forma en la que

21 Ha habido intentos no muy fructíferos de avanzar sobre los mecanismos neuro-fisiológicos


a través de los cuales se efectúa este pasaje, aunque no tanto con relación a la cura como a la
producción de daño. Esta cuestión, que se ha dado en llamar ‘muerte vudu’ está estudiada,
entre otros por Cannon (1942), Lex (1974) y Eastwell 1982).
22 M. Douglas acepta este análisis. En un texto suyo (1967: Cap. 3) que desemboca en la
mención de este trabajo de Lévi-Strauss y de un ejemplo similar brindado por Tumer, se
dedicaba a mostrar cómo los rituales de las sociedades ‘primitivas’ no son gestos sin sen­
tido, sino mecanismos puestos en operación para enmarcar y producir experiencia, hasta un
punto tal que llegan a producir efectos corporales. En este texto de M. Douglas, como en
otros de diferentes autores, se mantiene la comparación establecida por Lévi-Strauss entre
terapia mística y psicoanálisis. Es indudable que poner una y otro en el mismo eje ha
permitido una revolución copemicana en el estudio de estos fenómenos, sin embargo, es
hora ya de establecer las diferencias para avanzar en entendimiento de una y otra reorde­
nación:
“El accionar psicoanalítico, al menos como modelo teórico, fuera de las prácticas analíticas
concretas, apunta no a producir un mito sino exactamente a lo contrario, a des-producirlo
recorriendo en forma inversa la ‘novela familiar del neurótico’ para desmontarla: es cortar los
efectos sintomáticos de lo simbólico; al mismo tiempo que el sentido es revelado, es disuelto.
Por el contrario, la acción chamánica se basa en los efectos materiales producidos por un mito
construido o reconstruido. De esta manera, allí donde la cura se efectúa estaríamos ante una
situación que podría condensarse en esta fórmula altamente paradójica: el agente místico cura
enfermando. En efecto, si nuestra hipótesis no es falsa, la desaparición del síntoma no sería
tanto la reabsorción del trastorno en un orden restaurado cuanto la producción de un síntoma
de sentido inverso al del daño, de un ‘contra-síntoma’, derivado de la ‘novela’ a la que el clien­
te ha sido integrado por el discurso del agente” (Giobellina Brumana, 1997 [1988]: 149).

75
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap ei6o|odojjuv

se reorganiza la aflicción del paciente no pasa tanto por nombrarla, por dar
a ésta un nombre -estableciéndose en un plano atómico de la significa­
ción-, sino por narrarla, por integrarla en una historia, en un relato23. La
terapia mística, pues, convierte al paciente y a su daño en protagonistas de
un relato; de esto deriva su eficacia. Pero esto no es todo.
La acción de hechicería narra por medios rituales lo que ha de suce-
derle al blanco de la agresión, de la misma manera que el ritual de
anti-hechicería relata en forma invertida la acción del ofensor para así
borrar sus secuelas. Al mismo tiempo, existe una contrapartida a los dis­
cursos prácticos; el relato vivido en las acciones y reacciones de la
hechicería tiene su expresión explícita en el relato hablado. Este plano
verbal es el de una infinidad de discursos, más mutilados algunos, más
plenos otros, emitidos por víctimas, por verdugos, por testigos, por todos
aquéllos, en fin, que hayan tenido, que piensen haber tenido, algo que ver

a Simplifico, por cierto, mi planteamiento. El propio título del escrito citado en la nota ante­
rior, La metáfora rota, indica un elemento clave de la producción de efectos corporales que
aquí elido, el de la opacidad de la referencia de significación entre el desarreglo del paciente
y la narración práctica que cura. Se trata de
“(...) una acción en la que (la etiología de la aflicción) sea un referente significado y en la que
la huella de la significación quede borrada, un discurso práctico y/o una práctica discursiva de
un plano diferente a aquél en el que la historia ha sido contada, cuyo lazo con ella es hecho
invisible” (Giobellina Brumana, 1997: ).
El carácter narrativo de la acción mística aparece también en los resultados de otros investi­
gadores.
Bleek ha intentado desplazar la cuestión de las líneas por las que la antropología británica
había pensado la cuestión, movido por la perplejidad que le causaba el hecho de que las
acusaciones “tienden a ocurrir entre parientes muy próximos” (1976: 529). Esta concentración
de las acusaciones es uno de los elementos que permite incluirlas dentro de la categoría de
cotilleo y abordarlas desde esa perspectiva (cf. Handelman, 1973). Su caso específico, un
grupo de Ghana, los kwalu, revela que: 1) la acusación no traduce necesariamente un con­
flicto social -puede haber conflicto sin acusación y acusación sin conflicto-, y, 2) el acusado
no pertenece a un estamento social inferior, sino superior. Mucho más interesantes que estas
diferencias con la ortodoxia, desde mi punto de vista, son algunas de las observaciones de
Bleck, por desgracia poco desarrolladas. Ante todo, la ubicación de la acusación de agresión
mística dentro de lo que es una forma específica de discurso, el cotilleo. Además, la indi­
cación de que la explicación proporcionada por la brujería no sólo brinda una ‘explicación so­
cialmente relevante’, como suponía Evans-Pritchard, sino ‘una explicación dramática y exci­
tante’ (1976:536), implícita en la ‘manera teatral’ en la que se expone la acusación.

76
Tres. La hechicería y sus sentidos

con alguna acción de hechicería, en los que es cuestión de las distintas


secuencias y consecuencias de las acciones y de las pasiones de ésta.
No se trata, sin embargo, de una distinción demasiado significativa.
Relato hablado y relato vivido se reflejan uno al otro y se potencian, pero
no sólo esto. El pasaje entre uno y otro es muchas veces imperceptible; su
separación es casi un ardid analítico. La frontera se desdibuja en la fór­
mula transmitida, en el diagnóstico del agente de cura, en el consejo de
evitación. Ambos tipos de relato son variaciones de un mismo aconteci­
miento. Estamos ante una serie de registros, de prácticas y alocuciones de
diversa índole, que se nos presentan como fragmentos, segmentos dispa­
res que parecen converger en un foco virtual, un todo sintético que como
tal no aparece nunca: la matriz discursiva de la hechicería. ¿De qué habla
este discurso condensado? ¿Cómo lo hace? Comencemos por la primera
cuestión.
La afirmación de Nadel, a la que ya hice referencia, que oponía
sociedades con mitología a sociedades con creencia en brujería se suma a
la observación de Metraux24 sobre la inexistencia de una mitología vudu
-culto en el que las acciones de hechicería y anti-hechicería tienen un
papel central- y a mi propia experiencia en relación al campo religioso
brasileño, tan parco en relatos míticos. En estos tres casos pareciera que el
silencio de la mitología es compensado por otra palabra, es como si otro
discurso fuese a ocupar ese lugar dejado vacante. O, mejor, como si el
orden conceptual que el mito produce pudiese ser generado de manera
equivalente por la productividad mística.
Esta alternativa es la que me impulsó a sostener, en mi libro sobre
Umbanda, que la hechicería debía ser abordada como un Mito que resuel­
ve en el plano simbólico una contradicción irresoluble en el plano de la
realidad. En un texto de la misma época, que entonces preferí dejar inédi­
to, esto se explicaba de la siguiente manera:

24 “La mitología (...) ha sido rebajada al nivel del comadreo, de los chismes de aldea; se intere­
sa menos en la vida personal de los espíritus que en sus relaciones con los fieles Su leyenda
dorada está formada por relatos de una uniformidad fastidiosa. La mayoría tiene por tema bien
las intervenciones de los loa (espíritus) en favor de sus servidores, bien los castigos que infli­
gen a quienes los descuidan” (Metraux, 1958: 81).
Ya Mauss (1950:78) había advertido que “(...) aunque la magia tenga mitos, éstos son muy
rudimentarios, muy objetivos, relacionados únicamente con cosas y no con personas espiri­
tuales. La magia es poco poética, no ha querido hacer la historia de sus demonios”.

77
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ei6o|odojjuv

“¿Cuál es esta contradicción? La condición de quienes son


iguales sociales pero carecen de instrumentos institucionales
que sostengan esa igualdad. La hechicería elabora simbólica­
mente, desde este punto de vista, relaciones sociales entre
pares a quienes esta paridad les resulta costosamente
mantentenible por no basarse en un principio asumido como
obligatorio. Estar juntos y no estarlo, la situación de atracción-
repulsión es la contradicción expresada en la hechicería”.

El significado de la hechicería no puede ser detectado como mecanis­


mos de autorregulación de la sociedad ni como expresión directa de cier­
tas condiciones sociales, sino como parte de las formas de producción de
sentido y de control de la realidad de determinados sectores de una socie­
dad25. Este sentido y este control tienen como efecto la elaboración sim­
bólica del propio lugar social y las relaciones con aquéllos que ocupan uno
equivalente.
Al mismo tiempo, su contrafigura, la anti-hechicería, sus prácticas
terapéuticas, reorganiza el desorden del enfermo víctima supuesta de la
hechicería, echando mano al mismo código que ésta. Más que nunca, se
puede decir entonces, que la enfermedad es social. La dolencia es pro­
ducto del conflicto que la víctima tiene con sus pares; su resolución pasa,
la mayoría de las veces, por transferir simbólicamente el mal a la sociedad,
contraatacando al hechicero. Cuerpo y sociedad se convierten así, por la

25 Léase también entrecomillado otro fragmento del mismo texto:


“El código corporal es utilizado por aquéllos que no tienen más que, o tienen muy poco más
que, su propio cuerpo como área del mundo controlada, a diferencia de aquéllos que dominan
sectores de la realidad más amplios, mas abstractos, más generales. En otras palabras, la hechi­
cería ocupa lugares marginales de lo que, en términos generales, podemos llamar ‘campo
religioso’, está vinculada a lo que Lewis (1977) denomina ‘cultos periféricos’, así como en tér­
minos sociales corresponde a los sectores subalternos’’.
Esta nota debería también tenerse en cuenta en el próximo párrafo referido a la dinámica
‘cuerpo/ sociedad’. La cuestión de la subaltemidad, que tanto me ha interesado en las des­
cripciones e interpretaciones de mis trabajos de campo, ha sido dejada de lado en este texto.
Esta estrategia expositiva no debe hacer olvidar que esta es la cuestión clave en la investiga­
ción de casos concretos de hechicería y, en este sentido, inevitable al menos como primer paso
de la elaboración teórica.
Las viejas ideas de Mauss y sus compañeros de L’année sociologique sobre la relación ‘reli­
gión/ magia’ pueden así ser recuperadas. Público (religión) y privado (magia) no se oponen,
desde este punto de vista, como lo colectivo y lo individual, sino como lo legítimo y lo ilegi­
timo, cualquiera que sea la cantidad de gente que esté involucrada en uno y otro: la cuestión
es la posición relativa al ‘centro’ de la sociedad.

78
Tres. La hechicería y sus sentidos

acción de la hechicería y de la anti-hechicería, en un campo semántico


único y homogéneo”.
La hechicería, la creencia en su realidad, su propia práctica, abre el
pasaje entre sociedad y cuerpo. Interpretación que a un Evans-Pritchard,
al sentido común que lo albergaba, no se le podía ocurrir pero que hoy en
día no parece tan absurda al sentido común de nuestras sociedades mol­
deadas por el psicoanálisis y la new-age. Cada uno merece las enfermeda­
des que tiene, ¿no es eso lo que piensa tanto el cliente del exorcista zande
cuanto el médico para quien su paciente ha hecho un cáncer, expresión que
no es raro escuchar en nuestro medio? La ciega casualidad como corte ale­
atorio de líneas causales -lo que estaba detrás del ejemplo zande del gra­
nero carcomido por las termitas que se derrumba sobre una persona y la
mata- ha dejado lugar entre los propios sectores eruditos a una tentación
interpretativa no tan ajena a la ‘mentalidad primitiva’. Eso refuerza, dicho
sea de paso, la idea de que o bien todos somos primitivos o los primitivos
no existen.
De todos modos, siento frente al texto que acabo de citar cierta
incomodidad; por algo lo he entrecomillado y no lo he absorbido sin más
en este artículo. Aunque, fuera de ciertas imprudencias de estilo, nada
tengo que oponer a lo que escribía entonces.
Nada, salvo su insuficiencia. La hechicería elabora simbólicamente la
situación de sectores subalternos para los cuales la Ley es sólo una volun­
tad ajena y arbitraria. Pues sí, ¿pero entonces, qué? En el mejor de los
casos, se ha resuelto así la pregunta de ‘¿qué dice la hechicería?’, pero no
la de por qué lo dice de tal manera y no de otra. Es en el ‘cómo’, la segun­
da pregunta que me planteaba poco antes, donde esta cuestión debe ser
establecida.
Toda narración es un modelo a escala reducida (Giobellina Brumana,
1990: Cap. III) de un universo siempre desbordante; es decir, un recorte,
una apropiación conceptual, una carta de navegación, un manual de ins­
trucciones. Ya he adelantado la premisa menor del predecible silogismo:
en su práctica y en su teoría, el sistema de productividad mística (hechi­
cería, anti-hechicería, terapia), o ‘magia’ -para volver a la denominación
que este acontecimiento simbólico tiene en el trabajo de Mauss y Hubert
(1950 [1902]) en el que voy ahora a apoyarme- es narrativo. Si Sócrates es
mortal, nada impide encarar la magia como un modelo a escala reducida.

79
Sentido de la antropología m soppuas so| ap eiBoiodojjuy

No un modelo cualquiera ni una escala cualquiera. Se trata, esa es mi hipó­


tesis, del modelo más operacional y, por ende, de la escala más reducida.
En síntesis: la magia traza un círculo en el que encierra una serie limi­
tada de piezas sin distancia entre sí; entre ellas no hay aire, no hay juego.
Modelo mínimo del mundo la solidaridad de cuyos elementos permite
trasmitir un movimiento entre una fuente y un destino; la determinación
aquí es absoluta26. La exigencia de totalidad -como decía Lévi-Strauss -
(1950: XLIV)- está cumplida de la manera más perfecta.
El arte mágico, el conocimiento y habilidad requeridos al agente mís­
tico, o mejor el código que lo hace real, esperable y necesario, pasa, pri­
mero, por producir esa abstracción radical; mejor aún: crear el ámbito sólo
en el cual tal abstracción es posible. Pero hay más. Al mismo tiempo que
el gesto del agente místico establece ese ámbito abstracto, desencadena
una fuerza que se desplaza por un itinerario único, inevitable y opaco,
cuyos hitos están establecidos por procedimientos metafóricos y metoní-
micos, la simpatía de la que se hablaba en tiempos de Frazer27. Esta suposi­

26 La sociologización de esta hipótesis puede ser inmediata, cualquiera que sea la ventaja que
así se obtenga. En ese texto inédito mío al que ya he hecho referencia se afirmaba algo que
hoy no me parece falso pero sí secundario:
“Los distintos tipos de modelo reducido de la realidad que diferentes pensamientos y prácticas
míticas construyen tienen una heterogeneidad cuantitativa que produce un salto cualitativo,
como dirían los viejos dialécticos. En otras palabras, a pesar de que lo que se llama ‘magia’ y
lo que se llama ‘religión’ son, en un plano, sistemas equivalentes o indiscernibles, existe otro
plano en el que la diferencia es marcada y evidente. Aun cuando todo sistema místico com­
porte elementos ‘religiosos’ y ‘mágicos’ en distintas proporciones, existen polos definidos
tanto en términos de la naturaleza de los sistemas cuanto de los lugares sociales de su emisión
y/o consumo, aunque no haya un punto claro de ruptura entre ambos. Cuanto más eruditos y
centrales sean los sistemas conceptuales en juego más indeterminado será el sistema consti­
tuido, más espacio habrá entre sus distintas piezas, menos manipulable será. Cuanto más
periféricos, cuanto más subalternos, más mecánico será el sistema, más próximos estarán sus
componentes de manera tal que lo producido en un punto del mismo producirá efectos en cual­
quier otro punto. Es decir, no habrá espacio entre sus componentes, más determinada será cual­
quier acción y, por lo tanto, más manipulable será el sistema. Por detrás de esto, se podría ver
un mecanismo compensatorio que da más control místico de la realidad a quienes menos con­
trol empírico poseen sobre ella; aquéllos que la controlan ‘de verdad’, menos necesidad tienen
de sujetarla simbólicamente”.
27 Los narradores eruditos pueden tomar conciencia del vínculo entre su arte y la magia
ajena, al menos como programa propio. Veamos unas palabras de Octavio Paz (1974:51) en
respues-ta a un cuestionario de André Bretón sobre el 'arte mágico':
"(...) volver a la magia no quiere decir restaurar los ritos de fertili-dad o danzar en coro para
atraer la lluvia, sino usar de nuevo los pode-res de exorcismo de la vida: restablecer nuestro
contacto con el todo y tomar erótica, eléctrica, nuestra relación con el mundo. Tocar con el
pensamiento y pensar con el cuerpo" (énfasis de O. P.).

80
Tres. La hechicería y sus sentidos

ción, por cierto, no es demasiado diferente a la propuesta en el Esbozo de


una Teoría General de la Magia de Mauss y Hubert; o, mejor, encuentra
su espacio en el vaivén entre los hallazgos de ese texto y la crítica realiza­
da por Lévi-Strauss (1950) medio siglo más tarde.
¿Qué encontramos en el texto de 1903? Ante todo, un par de anticipa­
ciones básicas de elementos que sólo décadas más tarde serían redescu­
biertos, a veces sin conciencia de que ya estaban en Mauss. Por un lado,
la idea de que la magia no se define por características de sus acciones o
por contenidos de las creencias vinculadas a ella, sino por su lugar social28.
Por el otro, la indicación de que el hechicero es un ser del margen, lo que
M. Douglas llamaría una ‘anomalía clasificatoria’29. Pero esto es sólo una
parte.
El texto encierra además la búsqueda de algo que dé fundamento a las
ideas y prácticas mágicas. Dentro del programa de L’année..., eso no
podía querer decir otra cosa que ir tras una de esas lunas muertas de las
que hablaba Mauss, una categoría. Mana, orenda, manitu, (también axé, en
las religiones brasileñas que he estudiado) son nombres que diversas
culturas han dado a esta noción aunque, por cierto, no hayan llegado a una
formulación explícita; otros pueblos ni siquiera han llegado a atribuirle
nombre, por más que operasen con prácticas y representaciones que la
suponían de manera implícita. ¿Qué valor semántico tiene esa categoría,
explícita o implícita? ¿Cómo se traduce a términos inteligibles por noso­
tros?
“A la idea de simpatía” - dice Mauss (1950 [1903]:92)- “se superpo­
nen claramente, por una parte, la idea de una emisión (dégagement) de
fuerza y, por otra parte, la de un medio mágico”. En la treintena de pági­
nas que siguen a esta cita, no se va mucho más lejos en el esclarecimien­
to de mana y sus equivalentes. Lo que importaba a los entonces jóvenes
colaboradores de Durkheim, adelantándose a las incursiones que éste hizo
diez años más tarde en Las formas elementales de la vida religiosa, era,
primero, mostrar el carácter social de la magia y, segundo, establecer su
vinculación con la religión, superando el corte rígido que entre ambas ins­

28 “(...) no definimos la magia por la forma de sus ritos, sino por las condiciones en las que
éstos se producen y que marcan el lugar que ocupan en el conjunto de los hábitos sociales”
(Mauss, 1950 [1903]: 16).
M “Se puede decir que (...) los poderes mágicos han sido definidos topográficamente. (...) el
mago tiene, en cuanto tal, una situación socialmente definida como anormal” (Mauss, 1950
[1903]: 23-24).

81
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap ei6o|odojju\/

tancias místicas habían visto sus antecesores30. Mostrar que las prácticas
místicas poseían una eficacia simbólica fundamentada en una categoría,
en un componente del ‘esqueleto del entendimiento’, era ya un logro sufi­
ciente.
‘Trasmisión de fuerza + ámbito diferencial’, he aquí, pues, el punto de
partida y de llegada en la exploración maussiana del significado de las cre­
encias y prácticas mágicas. He aquí también el punto donde Lévi-Strauss
(1950: XLIV ss.) se enfrenta a su maestro putativo. No nos basta, dice
aquél, la mera referencia a una categoría; hay que bucear en su índole
semántica.
Se desencadena aquí uno de los pasajes más ricos -aunque menos
aprovechados- de la escritura levi-straussiana que postula la abrupta irrup­
ción adámica de la significación y el surgimiento, de una vez para siem­
pre, de una masa de significantes sin una masa de significados que le
correspondan bi-unívocamente; esta disparidad deja así un margen va­
cante de significación no cumplida, el significante flotante. Existen, de
esta manera, términos sin significado que cumplen la función de represen­
tar al mismo tiempo que absorber tal contradicción. Mana o hau se iden­
tifican por pertenecer a esta clase de términos, en el plano más general,
aunque puedan diferir en planos más concretos.
Ahora bien, lo único que este abordaje revela es que nociones de este
tipo significan, más allá de lo que legítimamente les es debido. Nada avan­
za sobre los campos específicos abiertos por esos remedos de significa­
ción, nada sobre aquello de lo que quieren hablar sin poder en verdad
hacerlo.
El punto que permite salir de este nivel de abstracción es un
complemento a algo dicho páginas atrás cuando discutía la concepción
lévi-straussiana sobre terapia mística. La sobresignificación no se produ­
ce en el eje paradigmático ‘significante/significado’, sino en el sintagmá­
tico de la narración. Es en ese sentido en el que puede verse a la produc­
ción mística, a la magia, a la hechicería, a la contra-hechicería, como “el

50 Más allá de la enorme erudición puesta en juego en la tarea, tanto en este texto como en
otros recogidos en la recopilación de Karady, la semejanza y diferencia entre ‘religión’ y
‘magia’ podía ser formulada de una manera muy sintética, como lo muestra este resumen del
curso de 1903-1904 de la Ecole des Hautes Études: “(...) se ha concluido provisoriamente que
la magia es un fenómeno religioso, pero que se distingue de la religión propiamente dicha en
que es inorgánica y no está determinada de manera obligatoria” (Mauss, 1974: 390).

82
Tres. La hechicería y sus sentidos

símbolo en estado puro”. No porque pueda estar disponible para cualquier


contenido, sino porque es la matriz de toda producción de sentido; las
ideas de totalidad y de sujeto31 tienen aquí su manifestación modélica. La
magia, así, no anticipa la ciencia -como suponían tanto Mauss cuanto
Lévi-Strauss-; es la matriz de toda práctica y de toda palabra -de Borges a
Hitler- que pende del ‘árbol verde de la vida’.

31 Supongo que tanto la idea de totalidad cuanto la de sujeto son exigencias simbólicas, hechos
de sentido, no de conocimiento. Supongo también, por lo tanto, que una Sociología que se
base en esas categorías -y no que las estudie como objeto de conocimiento- está aún presa del
pensamiento mágico, no ha dado su ‘corte epistemológico*. Como se ve, es mucho suponer y
no es éste el lugar adecuado para mayores desarrollos.

83
CUATRO
LA IDENTIDAD Y SUS SEÑAS

“Sea dicho de paso: decir de dos cosas que son


idénticas es un sin sentido, y de una que es idéntica
consigo misma no es decir nada”.

Ludwig Witgenstein
“Identidad, esta difícil evidencia”

Carlos R. Brandao

La selección española fracasó en el mundial de fútbol, según algunos


críticos, por su falta de identidad; los brasileños obtuvieron su cuarta copa
a pesar de no jugar según la suya. La fracción más radical del Partido
Comunista Alemán en vísperas del triunfo nazi acusaba a sus dirigentes de
desdibujar la identidad comunista. Una asociación de sordos gaditanos
proclama la necesidad de conformar una identidad de los sordos. Un Papa
citado por E. Erikson hablaba de la crisis de identidad de los sacerdotes.
Los ejemplos podrían multiplicarse al infinito.
Del deporte a la política, de la religión a la minusvalía, ‘identidad’ es
un término significativo y de empleo habitual; lo es también en el mundo
académico, al menos para diversas disciplinas de su ámbito. Los sociólo­
gos, los antropólogos, los psicólogos y psicoanalistas, los filósofos, acu­
den una y otra vez a este término, a veces para emplearlo sin más, ya como
categoría descriptiva, ya como herramienta interpretativa, otras para inda­

85
Sentido de la antropología ni soppuas so| ap ej6o|odo4uv

gar lo que en él se expresa1. De todas maneras, no parece que profanos o


académicos tengamos muy claro qué estamos diciendo cuando hablamos
de identidad. Este trabajo intenta esbozar de una manera programática
algunas líneas abiertas en la tentativa de echar luz sobre tal cuestión.
Me propongo en él explorar ‘identidad’ en varios aspectos que cobra­
rán sentido, espero, en su transcurso: el dominio de lo real del que es
acontecimiento, los ejes en los que puede producirse, los efectos que ori­
gina, las diversas dimensiones que puede adquirir, el eventual límite de su
accionar, etc. Estas preocupaciones, además, no pueden separarse de otra
que le sirve de prolegómeno, en cierta manera una pregunta por la propia
identidad de quienes la formulamos: su aparición como tema y como ca­
tegoría, sus condiciones de producción y formulación, las líneas de refle­
xión que así fueron abiertas.
Hablando de condiciones de producción, ¿cuáles son las de este
texto? Estos apuntes teóricos acompañan el estudio de campo -que vengo
realizando desde hace poco más de un año- del embrión de lo que supon­
go puede llamarse una ‘identidad’, la de los pequeños núcleos de
inmigrantes senegaleses y marroquíes en Cádiz. La idea general de la que
parto y que en este trabajo he tratado de formular de una manera telegrá­
fica e incompleta es que la identidad es un juego de espejos, una comple­
ja transacción entre actores que, por ese procedimiento, cobran el carácter
ilusorio y real de tales. No se trata de una substancia fija, aunque todo está
montado para que tenga esa apariencia, aunque ese sea el efecto de senti­
do que este acontecimiento provoca.
En lo que refiere a mi tema de investigación: el perfil de un grupo se
construye desde sus fronteras, en la interacción con el medio en el que se
mueve. Cuál es el grado de auto-reconocimiento que ese perfil permite,
cuál es la manipulación más o menos consciente que implica, cuál el éxito
adaptativo que garantiza, son cuestiones que sólo pueden determinarse por
la investigación empírica. Lo que vuelve apasionante el estudio de la inci­
piente y reducida inmigración marroquí y senegalesa en Cádiz es que per­

1 En mis propios trabajos sobre religiosidad popular brasileña he hablado de los instrumentos
mediante los cuales los sectores subalternos elaboran formas específicas de identidad (cf.
Giobellina Brumana y González Martínez, 2000 y Giobellina Brumana, 1994). En tales apro­
ximaciones no había ningún intento de definición del término. En mi libro sobre clasifica­
ciones (1990: 18) el tema era explícitamente descartado por las desordenadas perplejidades
que me provocaba.

86
Cuatro. La identidad y sus señas

mitiría ver desde su origen la constitución de tal perfil; en términos empí­


ricos, se trata de una etnografía del contacto; en términos teóricos, es un
fenómeno precioso para avanzar en la comprensión de las estructuras
simbólicas más profundas: los juegos clasificatorios.
La perspectiva teórica con la que abordo este objeto me lleva a la
suposición de que lo que los senegaleses o los marroquíes son en Cádiz,
en España, lo que van siendo en el imaginario gaditano y español, no es
un derivado directo ni mucho menos de una ‘marroquinidad’ o de una
‘senegalidad’ preexistentes; más aún, esas hipóstasis son sólo eso, hipósta-
sis. Ese carácter de marroquí y de senegalés lo van a ser en una situación
y en un contexto específicos, construidos por agentes específicos y a par­
tir de exigencias simbólicas específicas; la ineludible facticidad de todo
orden (fenotípica, cultural, lingüística, histórica, etc.) que pende sobre el
contacto es pre-texto del texto que llegue finalmente a elaborarse. Y no
sólo de manera metafórica: hay de mucho de narrativo en eso de la iden­
tidad.
Lo que el discurso de la identidad dice, en buena medida lo articula
de una manera equivalente a la de los mitos, los cuentos fantásticos y las
novelas policíacas. Habría aquí dos niveles textuales. Uno obvio, aunque
no siempre presente, de narraciones explícitas sobre el sujeto así -en parte-
constituido (la invención vasca de Sabino Arana, la deducción tras­
cendental del proletariado en Marx o un mito de origen de un grupo totè­
mico, para entendemos). Otro, menos aparente pero siempre operante, de
la identificación -la constitución del sujeto- como mecanismo básico de
instauración de sentido. Los sentidos formulados a boca plena en el primer
plano son uno, pero sólo uno, de los materiales puestos a disposición del
segundo.
Pero no nos adelantemos.

1. Los posos teóricos

Una primera mirada adjudicaría eso que se llama ‘identidad’ al reino


del orden. En efecto, ¿qué mayor equilibrio podríamos imaginar que la
calma tautología supuesta en tal término? Sin embargo, sólo surge ‘identi­
dad’ como tal allí donde se ha producido desorden. No hay ‘identidad’ a
secas, hay ‘identidad amenazada’, ‘identidad dañada’, ‘crisis de identidad’.
Es el propio desorden de una entidad en cuestión lo que crea, como en el

87
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap Bi6o|odojiuy

vaciado en bronce de una escultura, la imagen de la igualdad consigo, de


esa consistencia, de esa autenticidad anhelada, en fin, de esa identidad.
Esa igualdad no va, pues, de suyo. El A=A que se estipula no se pro­
duce por la mera postulación de A, sino mediante la intervención de otro
u otros términos. Consideraciones como éstas son una suerte de punto de
partida a la indagación y pueden ser vistas como un lugar común, un con­
senso de las reflexiones ya realizadas desde diversas perspectivas disci­
plinarias. Veámoslo más de cerca.

1.1. Hablan los filósofos

Como en todo o casi, el pensamiento filosófico ha sido el primero en


ocuparse de la cuestión. Quienes entienden el poema parmenideo suponen
que en él se equipara Ser e Identidad, pero no una identidad lógica sino
ontològica. Aristóteles pensó la identidad desde esa primera perspectiva
aunque sin mayores desarrollos; sin embargo, en ella descansa todo el
entramado de nuestra racionalidad. La acostumbrada prolijidad de los
escolásticos desmenuzó ‘identidad’ en diversas alternativas: real, racional,
numérica, específica, genérica, intrínseca, extrínseca, causal, primaria,
secundaria... Tal vez, la mayor utilidad de este vértigo clasificatorio sea
mostrar su inutilidad2.
Orientemos la mirada hacia panoramas más feraces.
Los empiristas británicos -Locke, Hume- se plantearon interrogantes
más próximos a nuestros intereses actuales: ¿qué hace idéntica a una per­
sona, qué garantiza su unicidad y continuidad, la unidad de su cuerpo o la
de su alma? En una sintonía similar, la filosofía analítica ha abordado la
cuestión de la identidad, al menos durante las últimas décadas, en semina­
rios, libros y múltiples artículos de revistas especializadas3. El tipo de pro­
blema que en estos textos se enfoca es, por ejemplo, la conversión de la

2 Dejo de lado las discusiones, mucho más interesantes que éstas, de pensadores como
Abelardo. Es indudable, sin embargo, que una historia filosófica de ‘identidad’ no podría
ignorarlas.
’ Estos son los trabajos que he consultado para la elaboración de este texto, en los que se
encuentra numerosa bibliografía adicional: Lewis, 1984; Parfit, 1985; Perry, 1984;
Shoemaker, 1986. Dejo de lado, entre otras cosas, la crítica del Witgenstein del Tractatus...
a la pertinencia de '=’ en los Principia... de Russell, de la que he tomado el epígrafe que
encabeza este artículo.

88
Cuatro. La identidad y sus señas

mujer de Lot en estatua de sal y la posible o no identificación de una y


otra, o la enigmática mismidad del longevo Matusalén en las sucesivas eta­
pas de su vida. Por desgracia, ocurre aquí lo que en general pasa con las
producciones de esta corriente, al menos en mi opinión; el no iniciado ni
llega a enterarse de lo que se está hablando ya que un lenguaje formali­
zado y críptico convierte las discusiones en un objeto opaco, en un espec­
táculo de secta. De todas maneras, permite ver que lo que en apariencia
debería ser el paradigma de la ausencia de problema, el principio lógico de
identidad, es fuente de preocupación y ardiente disidencia: la identidad no
es algo que vaya de suyo.
Otro de los hermetismos que han poblado la filosofía de este siglo, el
de Martin Heidegger, nos proporciona un trabajo con el nombre de
Identidad y diferencia, pieza de la tarea del desmonte retrospectivo de la
historia de la Metafísica -tentativa que sólo puede ser entendida de mane­
ra cabal por su remisión al horizonte global del pensador de Heidelberg-;
he aquí un fragmento:
“En todas partes, donde quiera y como quiera que nos relacio­
nemos con un ente del tipo que sea, nos encontramos llama­
dos por la identidad. Si no tomase voz esta llamada, lo ente
nunca conseguiría aparecer en su ser. En consecuencia,
tampoco se daría ninguna ciencia. Pues si no se le garantiza de
antemano la mismidad de su objeto, la ciencia no podría ser lo
que es: mediante esta garantía, la investigación se asegura la
posibilidad de su trabajo. Con todo, la representación conduc­
tora de la identidad del objeto no le aporta nunca a las ciencias
utilidad tangible. Así, el éxito y lo fructífero del conocimiento
científico, reposan en todas partes sobre algo inútil. La llama­
da de la identidad del objeto habla, tanto si las ciencias escu­
chan esa llamada como si no, tanto si lo escuchado son pala­
bras echadas al viento como si dejan que les afecte”
(Heidegger, 1988 [1957]: 67)

Sin mismidad de sus objetos el discurso científico se desmorona, en


la medida en que se desmorona todo lo que es. Esta mismidad, sin embar­

89
Sentido de la antropología ni sopquas so| ap Bj6o|odoj;uy

go, está como supuesta, como dada de suyo; no exige ser tematizada4.
Pronto veremos cuándo no y cuándo sí esta llamada ha encontrado oídos
en las ciencias sociales, de qué condiciones ha dependido el que esto
ocurriese y qué efectos ha producido este encuentro para el propio objeto
y para nuestros discursos disciplinarios.
Este texto presenta, por otro lado, una utilidad metodológica al ser una
demostración específica de lo que se ha dado en llamar ‘desconstrucción’.
Este engendro lingüístico, desembarcado en la antropología en naves post­
modernas, no quiere decir en Heidegger -que no usa el término como tal-
otra cosa que analizar una categoría, descomponerla y rastrearla hacia sus
orígenes, para revelar qué es lo que deja ver y qué es lo que oculta, por un
lado, y cuál es el sentido -el significado y la dirección- de esa visibilidad
y de esa invisibilidad, de ‘lo no pensado en lo pensado’, como suge-
rentemente escribe Heidegger. Tras pasar por manos de Derrida, y mucho
más de sus discípulos americanos ávidos de novedad (en el sentido en que
Heiddeger denostaba en Ser y Tiempo), ese desmontaje a contrapelo se
convirtió en una crítica literaria banal y sarcástica.
De todos modos: ¿hay que desconstruir ‘identidad’? Para dar res­
puesta a este interrogante, habría que responder antes a otro: ¿es ‘identi­
dad’ una categoría? En cuyo caso, ¿de quién?, ¿del observador?, ¿del nati­
vo?, ¿de un observador que inaugura una épistémel En un caso, estaría­
mos ante una tarea similar a la emprendida por Lévi-Strauss respecto a
‘totemismo’5; en otro, no nos encontraríamos demasiado lejos del progra­
ma de la escuela de L’année sociologique que produjo trabajos como los
de Mauss sobre las lágrimas, la noción de persona o las disciplinas corpo­
rales; en el último, resonaría Heidegger y también -en otro registro, pero

4 Aquí la cuestión abierta es la mismidad del ente. En El Ser y el Tiempo había sido la de la
mismidad de un ente muy peculiar, del hombre, del da-sein en la terminología del filósofo.
Es el problema de la autenticidad, de la propiedad del ser ‘mío’, como opuesta a la trivia-
lización y anonimato de la manera de ser cotidiana. En la existencia vulgar, para entendemos,
el hombre pierde su distinción, su individualidad, su autenticidad; se disuelve en los otros:
“Uno mismo pertenece a los otros y consolida su poder. ‘Los otros’, a los que uno llama así
para encubrir la peculiar y esencial pertenencia a ellos (...)” (Heidegger, 1962 [1927]: 143).
5 Aun cuando, de hecho, estaríamos en una situación ‘simétrica e inversa’. Cuando Lévi-
Strauss publicó Le totemisme aujord’hui, ‘totemismo’ era a) un objeto tematizado décadas
antes por 41 teorías diferentes; b) una cuestión ya olvidada. Con ‘identidad’ nos vemos ante
un tema de actualidad del que sería difícil decir que ha sido convertido en objeto teórico al
menos una vez.

90
Cuatro. La identidad y sus señas

con la misma minuciosidad- Lacan (1961-62: II) cuando abordaban ambos


la idea de Sujeto en Descartes.
El presente texto es la evidencia de la dificultad de una respuesta
directa a tales interrogantes. Queda claro, respecto a la cuestión de la ‘des­
construcción’, o, dicho de manera menos postmoderna, de la crítica, que
más que de la adecuación de la metodología se trata de la naturaleza del
objeto. Dicho de forma más estricta, de si estamos o no ante un objeto
verdadero. Es de suponer -y en esa dirección labora este texto- que la duda
sobre el carácter de objeto de ‘identidad’ se va resolviendo en los propios
actos que intentan establecer sus lugares y condiciones de emisión.
Sartre, para dar algún término a esta lista apresurada y arbitraria, tam­
bién puede ayudarnos en nuestro itinerario; aunque no haya tematizado
‘identidad’ con tal nombre, es de ella de lo que habla en diversos momen­
tos de su obra. ¿Cuál es el lugar del Ego, esa clave de la unidad y mismi-
dad de la subjetividad? Esa es la pregunta que guía un pequeño trabajo, La
trascendencia del Ego, escrito a mediados de los ‘30. La respuesta: la
unidad del Yo no es un dato propio de la conciencia, sino una instancia ex­
terna a ella; el Ego no es un hecho de la experiencia, es un constructo.
Pocos años más tarde, en El Ser y la Nada, encontramos unos desa­
rrollos complementarios. Se trata de dos ideas, las de ‘espíritu de seriedad’
y ‘mala fe’, mecanismos básicos por los que la condición humana trata de
concederse a sí misma la entidad de cosa, que pueden trasferirse a la
manera en la que la identidad tiene como efecto tomar facticidad a grupos
virtuales.

1.2. La vez de los psicoanalistas


En el campo psicoanalítico, la cuestión de la identidad lleva a pensar
ante todo en alguien que ha trabajado sobre el tema desde comienzos de
los años ‘50 basado en su experiencia de tratamiento a adolescentes, Erik

91
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ejBoiodojjuy

Erikson6. Después de todo, ha publicado decenas de trabajos en cuyos títu­


los aparece el término; en la propia Enciclopedia de Ciencias Sociales, fue
él el encargado de redactar el verbete sobre dicho tema. Que la cuestión
haya salido a luz a partir de la práctica clínica, es decir, de una situación
de conflicto, no nos puede causar asombro, como tampoco el hecho de que
quien lo haya hecho fuese el psicoanálisis americano, culturalista y volca­
do a la problemática del yo.
Para Erikson, la elaboración de la identidad es un mecanismo por el
cual el individuo logra con mayor o menor fortuna integrarse a la sociedad
y cumplir las exigencias de las que es objeto. El interés del autor recae en
el marco valorativo, los paradigmas positivos y negativos, que una cultura
dispone a los miembros que se suman a ella, así como el grado de estabili­
dad que les permita el desempeño de los papeles que esos paradigmas
suponen. El pasaje a la vida adulta, la adolescencia, es el período en el que
el individuo debe comenzar a organizarse en este panorama, lo que en
ciertas etapas históricas puede ser muy complicado; la actual es una de
ellas. De ahí, que -dice Erikson (1979:48)- “el análisis de la identidad
adquiere en nuestra época un carácter tan estratégico como pudiera serlo
el de la sexualidad en la época de Freud”.
En Erikson está presente algo que encontramos en otros trabajos de
manera bastante frecuente: una duplicación de ‘identidad’, o mejor, su
escisión en psicológica y social, individual y cultural, etc. Es decir, la idea
de que hay dos instancias de realidad humana -sobre cuya interdependen­
cia, por cierto, no se duda- en la que la cuestión adquiere significado: una,
la subjetividad personal; otra, la intersubjetividad colectiva; una identidad
de la persona, otra identidad del grupo.

6 Este hombre, dicho sea al pasar, podría ser visto como una suerte de ejemplo concentrado
de dificultades identificatorias. Producto de diversos exilios: hijo de un danés con una ale­
mana a la que éste abandonó y que luego casó con un judío; exilado él mismo, dejó Austria,
primero por Dinamarca, y, tras la invasión nazi, por los Estados Unidos. En otro orden de
cosas, era casi el único psicoanalista que no había hecho la carrera de medicina. Además,
sufrió la marginación que su ideología de izquierdas le provocó en la época de Me Carthy. Un
último dato: su realización de trabajos de campo antropológicos entre grupos indígenas en
USA.

92
Cuatro. La identidad y sus señas

Creo que esta separación sólo puede confundir y esta confusión no


puede superarse acudiendo al remanido plano ‘psicosocial’7; no entra aquí
enjuego el ‘nivel de integración’, como antes se llamaba a estos supues­
tos diferentes planos de realidad. La cuestión primera de ‘identidad’ no es
la alternativa o el vaivén entre dos tipos de sujeto -individual o grupal-,
sino la existencia misma de sujeto, su constitución desde una exigencia
simbólica.
Nada impide, por otro lado, hablar de ‘identidad personal’, en el sen­
tido de algo que me haga diferente de todos los demás e igual a mí mismo
en todo momento y circunstancia. Pero, ¿qué es tal autoidentificación, tal
especificidad individual, sino una equivalencia universal? En qué me
diferencio yo de cualquier otra persona, sino en el propio hecho de ser
diferente, indiscerniblemente diferente, y, por lo tanto y como diría
Leibnitz, idéntico no ya a mí, o no sólo a mí, sino a todos, a cualquiera8.
‘La infancia es la patria del hombre’ dice más o menos Rilke. Todos
tenemos, pues, la misma patria; como todos tenemos una casa primigenia
(pienso ahora en el Bachelard de ‘La poética del Espacio’) de la que se
alimentan las metáforas topológicas con las que nos movemos por la vida
y con las que nos comunicamos. Esa indiscernibilidad, esa serialidad, esa
equivalencia, están, como afirmaba Mauss, por debajo de la posibilidad
misma de comunicación: en fin, es el inconsciente.
Justamente allí donde más somos nosotros, más somos Otro. Aquí
yace, en última instancia, el núcleo del corte epistemológico en el que se
funda nuestro discurso sobre la realidad humana (hitos como Marx,

7 Freud (1965:83) había ya advertido contra esta dualidad, en su texto clave sobre identidad:
“Es que el Otro juega siempre en la vida del individuo el papel de un modelo, de un objeto,
de un asociado o de un adversario, y la psicología individual se presenta desde el comienzo
como siendo al mismo tiempo, en cierta forma, una psicología social”.
8 Y, ¿en qué me igualo a mí mismo?, la otra parte de la cuestión. Esa diferencia con uno
mismo, objeto de reflexión científica y filosófica, ha sido desde siempre causa de perplejidad
literaria y poética. Un ejemplo:
“Pero para hablar de ellos tengo que hablar también de mí, y de mi estancia en la ciudad de
Oxford. Aunque el que habla no sea el mismo que estuvo allí. Lo parece, pero no es el mismo.
Si a mí mismo me llamo yo, o si utilizo un nombre que me ha venido acompañando desde que
nací y por el que algunos me recordarán, o si cuento cosas que coinciden con cosas que otros
me atribuirían, o si llamo mi casa a la casa que antes y después ocuparon otros pero yo habité
durante dos años, es sólo porque prefiero hablar en primera persona, y no porque crea que
basta con la facultad de la memoria para que alguien siga siendo el mismo en diferentes tiem­
pos y en diferentes espacios. El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquél que lo vio
y al que le ocurrió, ni tampoco es su prolongación, ni su sombra, ni su usurpador” (Marías,
1993: 9).

93
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odojjuy

Saussure, Jacobson, Freud, Lévi-Strauss, etc.); es decir, la revolución


copernicana que descentra e irrealiza todo sujeto, y que se puede concen­
trar en la anticipación poética de Rimbaud: je est un autre, yo es un otro.
El Sujeto ha sido el precio sacrificial de la constitución de los discur­
sos disciplinarios sobre la realidad humana; sólo pasando a aquél por la
piedra, pudieron éstos levantar vuelo. Toda primera persona se disuelve así
en lo que no es: somos nuestras ausencias.
En la identidad personal, en la identidad de cada persona, lo que
encontramos, pues, es la identidad entre todos los hombres. De todas
maneras, no es a esta identidad robinsoniana a la que en general se refie­
ren los autores que se ven tentados por esta división, Erikson entre ellos,
sino a una dialéctica entre lo personal y lo colectivo, en la que una instan­
cia funda y garantiza a la otra. Pero, ¿a qué tanto malabarismo metafísi-
co?, ¿a qué esta taxidermia que separa para unir y une para separar?
Como siempre que se habla de psicoanálisis hay que volver la vista al
padre fundador. Hay muchas pistas sobre ‘identidad’ en los textos freudia-
nos; al menos las hay en el par de trabajos a los que yo he acudido. Uno
de ellos es considerado fundamental al respecto, Psicología colectiva y
análisis del yo, publicado en los años ‘20 en un período abierto por Más
allá del principio del placer y que culmina con El yo y el Ello.
La primera impresión que da este texto es la de su absoluta anacronía;
en el que se toma como interlocutores a figuras -Le Bon o Me Dougall- de
las que sólo se hacen hoy referencias históricas o se apoya como autoridad
antropológica en un antecesor tan alejado de nosotros como es Robertson
Smith. Esta misma sensación hace que el vigor de sus intuiciones, la fuer­
za de su novedad, se destaque mucho más. Pero, ¿qué dice Freud?
Ante todo, habla no de ‘identidad’, sino de identificación, la acción
que la deja atrás como a una cáscara substancial; la acción de encontrarse,
de inventarse, a uno mismo fuera de uno mismo. La identificación, indica
Freud, puede tener dos direcciones: o hacia objetos de deseos libidinales o
hacia aquéllos con quienes este vínculo no exista.
Es este segundo apartado el que interesa aquí a Freud; el ámbito que
la sublimación, al escamotear la etiología pulsional última del lazo, ha
debido hacer más fuerte y estable: el campo de la Cultura. Dentro de éste,
el estado de identificación es isotópico -es decir, ocupa el mismo espacio
discursivo- con el amor y la hipnosis (técnica con la que Freud había traba­
jado). La clave de tal equivalencia recae en juegos entre el yo, el ideal del

94
Cuatro. La identidad y sus señas

yo y objeto del yo; mientras que en el amor ocurre que el yo se disuelve


en el objeto, en la identificación, el yo absorbe el objeto.
La identificación se produce por rasgos comunes -según entiendo, lo
que Lacan (1961-62: III) llamará el ‘trait unaire’- a partir de los cuales se
generan agrupamientos con un recorte de la realidad similar que el de la
horda/multitud y el del estado gregario, objetos que en ese momento atra­
ían la atención académica. Esos colectivos virtuales o más o menos empí­
ricos son ‘almas colectivas’:
“Cada individuo forma parte de varias multitudes, presenta las
más variadas identificaciones, está orientado por sus próximos
en múltiples direcciones y ha construido su ideal de yo según
los modelos más diversos. Cada individuo participa de esta
manera de varias almas colectivas, la de su raza, de su clase,
de su comunidad confesional, de su Estado, etc., y puede, ade­
más, acceder a un cierto grado de independencia y de ori­
ginalidad”. (Freud, 1965: 157)

De El malestar en la cultura, de 1930, nos viene una intuición


complementaria: sólo se es sí mismo si hay un otro al que oponerse. El ser-
contra, en vez del ser-con de Heidegger: “Siempre se podrá vincular amo­
rosamente entre sí a mayor número de hombres con la condición de que
sobren otros en quienes descargar los golpes” [59])9.
Aparece, por fin, la cuestión del ‘otro’ frente al cual, contra el cual, un
sí-mismo se constituye. Ahora bien, no hay un único otro en juego, el
punchball del que nos habla Freud, sino que el otro está también de este
lado del espejo. La lengua castellana recoge esa alteridad en el otros del
‘nosotros’; la identidad es siempre una cuestión de otros, en última ins­
tancia, de dos tipos de otro. Como recuerda Lacan (1961-62:4): “Cuando
se habla de identificación, en lo primero que se piensa es en el otro con el
que uno se identifica”. No sólo inventamos a los otros contra los que

’ ¿Cuál es el grado de oposición que aquí se diseña?, ¿cuantos son los actores admitidos?, ¿en
qué cuadro clasificatorio están insertos? Todas estas preguntas que hoy podemos hacemos es­
tán ausentes en Freud. De todas maneras, en este texto hay una anticipación oblicua y puntual
de algo que más tarde mencionaré al pasar: el surgimiento de esquemas de oposición binaria
en un molde polinómico, en la referencia al ‘narcisismo de las pequeñas diferencias’. Por otra
parte, la felicidad expresiva de Freud, la aparente claridad de sus afirmaciones, no debe ocul­
tarnos las dificultades inherentes a una tentativa de definición de los términos empleados, ni
menguar la profundidad resonante de sus observaciones.

95
Sentido de la antropologia m sopquas so| ap ei6o|odojjuy

somos, sino a los otros que somos; ambas creaciones son fruto de un
mismo y único gesto.
Lacan no sólo está para pequeñas citas incidentales como las que he
hecho; algunas de las aportaciones más ricas sobre ‘identidad’ las vamos
a encontrar en sus escritos y seminarios. Los textos freudianos están, en
alguna medida, embebidos en una metafísica naturalista que quizás entur­
bien algunas certezas estructurales. Los de Lacan, por lo que llego a
entender, parten de la intuición de que la topología pulsional es, ante todo,
una topología simbólica. De lo que no puede dejarse de hablar, de lo que
es ante todo cuestión, es de esa ‘presencia en la ausencia y ausencia en la
presencia’, como decía un día en su seminario Lacan a Hippolite para
definir ‘símbolo’. La lógica de la significación es la instancia en la que
todas las interrogaciones deben abrirse.
En uno de sus seminarios, Lacan (1985: 20) hablaba de “la ingenui­
dad individual del sujeto que cree en sí, que cree que él es él -locura
bastante común y que no es una locura total, ya que forma parte del orden
de las creencias. Evidentemente, todos tenemos la tendencia a creer que
nosotros somos nosotros”. Se trata del reino de las creencias, todas
respetables, ya sea en Dios o en el ratoncito Pérez, todas igualmente ajenas
a la verdad y a la falsedad. Ese ‘redoblamiento de sí mismo’ que implica
la identidad -acto de creencia- es del orden de lo simbólico, en la diferen­
ciación triàdica completada por ‘real’ e ‘imaginario’10. Pero la identidad
afirma lo contrario de lo que ocurre; “‘a es a’ no significa nada; es justa­
mente de esa nada de lo que va a tratarse”, dice Lacan.
Esta es la nada que irrumpe para hacer añicos la unidad A=A; la
tautología es imposible. El trabajo de la identidad destinado a sofocar tal
imposibilidad opera por lazos unificadores, los rasgos comunes que per­
miten las identificaciones. Se trata de los ‘rasgos unarios’, los nexos que
hacen uno a uno, en la misma medida que lo hacen uno con otros.

No sólo no estoy en condiciones de aclarar estas nociones centrales en el pensamiento del


autor; tampoco creo demasiado necesario hacerlo y dejarse raptar por ese sistema. Me pare­
ce más oportuno entrar a saco y robar palabras brillantes más que conceptos estructurados
para recrearlas y experimentarlas en el propio universo teórico; la poética puede dar resulta­
dos insospechables. De todos modos, Lacan (1961-62: 65) a veces puede trasmitir con mucha
eficacia algunas de sus ideas, como lo hace con relación a ‘imaginario/simbólico’ con la
distancia entre la huella del paso (‘pas’) dejada en la playa por Viernes y la negación (‘pas’)
de ‘Robinson no está solo’ (‘R. n’est pas seul’).

96
Cuatro. La identidad y sus señas

1.3. Ahora, los antropólogos


Es inútil buscar ‘identidad’ o ‘etnicidad’ en los manuales y tratados
antropológicos tradicionales". No era una cuestión que como tal haya
atraído la atención; no era un ‘objeto’ detectable entre los pueblos estu­
diados ni un fantasma impostado entonces por los investigadores. Una
revista de los clásicos no es más afortunada. En los textos de Durkheim no
aparece el tema en la dimensión que hoy se le da; hay, de todas maneras,
referencias a algunos de sus aspectos. De hecho, uno de los problemas
claves de los desarrollos durkheimianos es el de la cohesión y perma­
nencia del grupo, el mantenimiento de su unicidad en el tiempo. Sin
embargo, esto es pensado -y en el tratamiento que Durkheim hace de ‘tote­
mismo’ resulta evidente11 12- desde dentro, sin considerar las fronteras, en
otras palabras, ignorando el aspecto de diferenciación y oposición a otras
unidades sociales, en otras palabras, la cuestión clasificatoria.
Con Mauss se hace presente un rasgo central en la configuración de
la idea de identidad, aunque el término como tal no aparezca en los textos.
Aquí también el juego de contraposiciones entre unidades actuales o vir­
tuales es elidido, pero se avanza la intuición de que toda conformación
social posee un estilo propio. Esta ‘manera de ser’ no puede explicarse, no
puede reducirse a ninguna otra realidad más que a la misma sociabilidad
del grupo, y, en todas sus manifestaciones (desde la forma de una azada
hasta el paso de desfile de los soldados) sostiene un único grado de refrac­
ción respecto a cualquier facticidad natural.
Tal grado de refracción reside en la arbitrariedad significativa de cada
cultura (ver Segunda Parte). Sin embargo, una cosa es saber que existe,
otra volverla contenido semántico, hablar de las ‘almas de los pueblos’ de

11 Pienso en los Notes and Queries... de los ingleses, el Manuel., de Mauss..., la


Introduction... de Lowie, etc. Esta ausencia se repite aún en textos mucho más actuales: nin­
guno de los volúmenes de la obra colectiva People in Culture. A Survey of Cultural
Anthropology, publicada en inglés por los americanos y en español por Anagrama a comien­
zos de los ‘80 tiene ninguna entrada con esos títulos, aunque uno de los autores, George De
Vos ha publicado varios trabajos sobre etnicidad. Sin embargo, la sexta edición de un manual
publicado en español por McGraw-Hill en 1994 y firmado por C. Ph. Kottak contiene ya un
capítulo con el título ‘Etnicidad y relaciones étnicas’.
12 La función del totemismo era para Durkheim la de fortalecer la unidad del clan; el tótem, o
mejor, el churinga emblemático era el medio simbólico que brindaba al clan una consistencia
que no le podía provenir de ningún otro sitio. En ningún momento está en cuestión, sin embar­
go, las fronteras entre clanes.

97
Sentido de la antropología /// soppuas so¡ ap ej6o|odojiu\y

una forma que vaya más allá de una verdad poética13. Una cultura, insisto,
se conforma como un acto de significación, pero de una significación que
se agota en sí misma, que significa sin significar, en verdad, nada.
En el ‘estilo’ encontramos una de las connotaciones de identidad; ser
de determinada manera, diferente a la de los demás y en permanente igual­
dad a la de uno mismo. Aquí se abre una cuestión de vital importancia en
la antropología que ha sido explorada de manera sistemática por Mary
Douglas: la de la definición de sí de un grupo (desde los hebreos bíblicos
hasta los antillanos inmigrados a Londres, desde los lele del Congo entre
los que hizo su trabajo de campo hasta aquellos aborígenes para quienes
el casuario no es un pájaro).
Definición no substancial: no es el qué del grupo lo que está enjuego,
sino, de alguna manera su cómo y su dónde: las fronteras internas y exter­
nas en las que se ha establecido, la sintaxis clasificatoria correlativa y, tal
vez la intuición más vigorosa de M. Douglas14., la manera en la que los
cuerpos de sus integrantes -ante todo, según la hipótesis de M. Douglas,
sus orificios- operan como registro vivo de las clasificaciones sociales y
como repertorio de significantes por el que el sistema se expresa, preser­
va y realimenta
‘Identidad’, su ‘llamada’ -recordar la cita de Heidegger-, encierra, sin
embargo, algo más que el ‘estilo’ maussiano o que la elaboración simbó­
lica de fronteras de M. Douglas. La evidencia de que ‘identidad’ no se

13 El tipo de narración que se conoce, al menos, desde Herodoto y que este siglo ha alimenta­
do producciones tan disímiles y tan similares como las aventuras de Asterix o de Tintín y la
obra de Ruth Benedict sobre los japoneses.
"No encuentro referencias explícitas de M. Douglas sobre ‘identidad’. Una continuadora
suya, Annita Jacobson-Widding de la Universidad de Uppsala, organizó un seminario sobre
Identidad -en el que participaron, entre otros, M. Douglas y Erik Erikson- al que presentó un
análisis de datos obtenidos en campo sobre otro grupo congoleño, los buissi, con aportacio­
nes a la relación entre cuerpo y sociedad. Sin embargo, las conclusiones de la antropóloga
sueca significan, desde mi perspectiva, un retroceso respecto a los planteamientos de la pro­
fesora Douglas. Lo elaborado en el código corporal es la ansiedad personal de los miembros
del grupo; su alternativa, una preocupación colectiva. En un caso como en el otro, nos
enclaustramos para no salir en el reino de la subjetividad:
“(...) el sistema de jerarquía, con su a veces ambigua legitimidad de autoridad, se refleja en este
modelo de control corporal pronunciado, por razones personales de ansiedad respecto a la pro­
pia identidad y auto-control más que por razones de preocupación colectiva respecto al orden
y al mantenimiento del sistema social” (Jacobson-Widding, 1983: 381 [cursivas de la autora].

98
Cuatro. La identidad y sus señas

reduce a la manera de ser de un colectivo real o virtual, ni a la manera en


que tales colectivos controlan sus limites, está en el hecho de que colec­
tivos hay que no existen como tales más que -o fundamentalmente- para
establecerse como fuente de identidad. No pienso sólo en los cultos brasi­
leños que he estudiado, sino en otros fenómenos como las hinchadas de
fútbol o las tribus urbanas.
Eso que excede al recorte de distintos tipos de entidades sociales
muestra resistencias a una formulación explícita. Ese plus participa del
‘plus de significación’ al que se refería Lévi-Strauss (1950: XLIX) al ana­
lizar la categoría de mana en su prólogo a la coletánea de 1950 de los tex­
tos de Mauss15. He aquí, supongo, y como argumentaré más adelante, la
raíz no sólo de la cuestión, sino del proceso que la ha convertido en tal.
El poco arraigo que hasta hace no mucho tiempo ha tenido la cuestión
‘identidad’ en la antropología está patente en la incomodidad con que al
respecto se manejaba Lévi-Strauss en el seminario que por razones sin
duda comerciales se le ha adjudicado. De hecho y como una mínima lec­
tura muestra, su real organizador fue J.M. Benoist, un profesor de filoso­
fía dado a publicar sobre generalidades de moda.
Lévi-Strauss no presentó en este seminario trabajo alguno; en los bre­
ves comentarios y discusiones que seguían a las intervenciones de los
ponentes su discurso parecía hasta ridiculizar un poco el tema, trasmitien­
do su sensación de que tal problemática es una renuncia ante el espíritu del
tiempo, la traslación al plano científico de un malestar del momento, la
crisis de identidad; sobre todo, una tentación romántica e irracionalista.
Una y otra vez se lo ve como a contramano del interés del seminario;
de manera explícita o implícita dice: esta no es la cuestión, esta no es la
cuestión. Su actitud crítica lo lleva a negar a ‘identidad’ valor de objeto y
disolverla en un mecanismo clasificatorio, en una cuestión más de la rela­
ción entre lo discreto y lo continuo. Esta naturaleza clasificatoria es, sin
duda, la clave de la cuestión; sin embargo, de la misma manera que en su
ataque a la noción de totemismo, a Lévi-Strauss se le ocultaba que los
procedimientos de discriminación envueltos en la identidad son producto­
res de sentido y que sólo esta producción de sentido hace operante a la

15 Este texto de Lévi-Strauss -abrupto y enigmático, olvidado por su propio autor-, sobre el
que he vuelto una y otra vez en diversos trabajos anteriores, representa tal vez su mayor
contribución a la comprensión de lo simbólico, es decir, de lo humano.

99
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ei6o|odoj}uv

identidad. Tal reserva no obsta para reconocer en sus palabras finales algu­
nas de las reflexiones más útiles en la investigación sobre identidad:
“(...) me pregunto hasta dónde esta unidad que se postula
corresponde de alguna manera con algo real.

Que sea necesaria que exista una energía para que algo exista,
es bien evidente. Pero tras que postular esa energía, de la que
nada sabemos, ¿hemos adelantado algo en el camino de una
solución? (...)

(...) ¿hacia dónde nos orientaremos para formular la noción de


identidad y resolver el problema? Sería en la dirección opues­
ta a la de un substancialismo dinámico; sería considerando
que la identidad es una suerte de foco virtual al que nos es
indispensable referimos para explicar cierto número de cosas,
pero sin que tenga nunca una existencia real” (Lévi-Strauss,
1977:331-332).

Una de las sorpresas que brinda este seminario es la ausencia de refe­


rencias al antropólogo que con mayor claridad, pertinencia y fruto había
tratado el tema de la identidad étnica, Fredrik Barth. Sin embargo, en los
textos de este autor se aportaban elementos básicos para apoyar las
reflexiones de Lévi-Strauss que he citado. ¿Cuál es el corte que hace
Barth? Mostrar que las diferencias entre grupos étnicos en contacto no
están establecidas de antemano, no van de suyo, no son ‘naturales’, sino
producto de una lógica de inclusiones y exclusiones determinada por el
propio proceso de intercambio, un juego diacrítico por el que se definen
los rasgos emblemáticos. De esa manera:
“(...) algunos rasgos culturales son utilizados por los actores
como señales y emblemas de diferencia, otros son pasados por
alto, y en algunas relaciones, diferencias radicales son
desdeñadas y negadas” (Barth, 1976:15)

La red de contenidos que es una identidad étnica -el trait unaire de


Lacan, supongo una vez más- se teje desde la frontera entre los grupos; es
el contacto lo que da forma a los grupos que entran en él. La identidad es

100
Cuatro. La identidad y sus señas

una estrategia; no hay identidad sin política de identidad1617


. En cierto senti­
do, hay aquí un eco de la manera en que G.H. Mead describía la constitu­
ción del self y del interaccionismo con que Goffman ha encarado los con­
tactos y la manipulación de las identidades estigmáticas, aunque sin
ninguna tentación fenomenológica1’.
Ahora bien, si al atacar la substancialización de la identidad substra­
yéndola de un substrato cultural para remitirla a una red de relaciones
sociales -lo que supongo ha hecho Barth- no se tiene cierta precaución, se
corre el riesgo de que ‘identidad’ se disuelva en ‘rol y status’. Algún soció­
logo americano puede haber saltado esta barrera: todo lugar social sería
fuente de una identidad específica; llegaríamos así a hablar de identidad
de los dentistas, de los profesores de provincia o de los fontaneros.
Pero, ¿por qué no? Una pluralización tal exigiría quizás plantearse la
existencia de niveles de identidad, unas básicas y otras secundarias; ¿cómo
determinar la jerarquía? De todos modos, queda el interrogante general:
las múltiples identidades disponibles, las varias ‘almas colectivas’ de las
que habla Freud, ¿cómo se engarzan entre sí? La respuesta sólo puede sur­
gir de la investigación empírica sobre casos específicos que permita regis­
trar las topologías de las identidades, es decir de los sujetos virtuales.

16 Perspectiva que algún científico político de hoy en día también asume, quizás sin siquiera
conocer los textos de Barth. Véase, por ejemplo, este fragmento de una discusión sobre racio­
nalidad política, virtud cívica e identidad nacional (y sub-nacional) aplicada a los casos ale­
mán e italiano:
“ (...) no es verdad que las identidades son inatacables a lógicas instrumentales. En realidad, de
la propia ‘reserva de sentido’ (= a ‘identidad’, en la definición del autor) los agentes sacan
recursos que, desplegándose estratégicamente, retroactúan sobre los mismos procesos identi-
tarios, dando lugar a cambios y ajustes de la identidad misma” (Rusconi, 1994:27).
Para otras aportaciones en la dirección de las investigaciones de Barth y sus colaboradores,
hay que echar mano de los textos de Cardoso de Oliveira (1976) y Rodrigues Brandáo (1986);
cf. también la obra colectiva dirigida por León-Portilla, Gutiérrez Estévez, Gossen y KJor de
Alba (1992-1993).
17 Habrá que volver a leer las incursiones de la sociología anglo-sajona en temas fronterizos,
como la teorización hecha por Merton sobre los grupos de referencia o los cuasi-grupos estu­
diados por Ginsberg o Mayer (cf. Mayer, 1990).

101
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odoj)uy

2. La ocasión de la identidad
¿Por qué las ciencias sociales han tematizado la ‘identidad’ tan tardí­
amente? No puedo dejar de vincular este hecho al ánimo universalizante
‘de las elites progresistas, al menos desde el cosmopolitismo iluminista de
la ilustración; el propio Kant imaginaba un gobierno mundial. Al contra­
rio que la reacción romántica, el racionalismo apuntaba a la disolución de
las especificidades, a la superación de las diferencias. La propia idea de
‘patria’ y de ‘nación’ tal como se conformaron a partir de finales del XVIII
alude mucho más a la lealtad cívica, a la comunidad de ciudadanos, a una
reformulación de la nóXtq, que a lo que hoy la palabra ‘nacionalismo’
evoca, es decir, contenidos diferenciales, sean étnicos, culturales, históri­
cos, etc.
Tal vez haya sido en el marxismo donde esta actitud se llevó al lími­
te; al mismo tiempo fue en él, en las vicisitudes del movimiento
revolucionario mundial, donde se produjo un giro radical para pensar y
actuar desde la disparidad18. En los textos de Marx y Engels hay una cons­
tante promesa de superación de las contradicciones; no sólo de la princi­
pal, aquélla a la que desde el Manifiesto del 48 se le adjudicaba el carác­
ter de motor de la historia: las diferencias entre trabajo manual e intelec­
tual, entre campo y ciudad19, serán disueltas. La actitud del dúo revolucio­
nario frente a la cuestión colonial, que tanta incomodidad provocaría un
siglo más tarde a los marxistas del Tercer Mundo, no deja lugar a dudas.
Los textos de Marx sobre el dominio inglés en la India o de Engels sobre
la ocupación de Nuevo México por los americanos son una celebración del

18 Estoy hablando, si se quiere, en términos del ‘fondo de la caverna’ platónico, es decir, en


términos de la historia del pensamiento. El proceso de homogeneización universal, qué duda
cabe, es correlativo a la expansión de las relaciones capitalistas de producción. La propia
vuelta sobre la especificidad, sobre la identidad, puede ser entendida también como resultado
del desarrollo de las fuerzas productivas:
“La planificación se toma una prospectiva de la identidad. Aquélla no sólo debe tener en cuen­
ta elementos que antes el economista hubiera desdeñado por completo, sino ponerse a su ser­
vicio. Sólo a ese precio, será ‘científica’. De tal manera, la civilización industrial, so pena de
fracasar, debe personalizarse en esos pueblos, es decir, encontrar entre sus datos, sus caracte­
res y sus proyectos, las mismas convergencias que había encontrado en sus lugares de origen.
(...) El progreso se vuelve antropomorfo” (J. Berque, 1970:471).
” ¿Qué otras diferencias? No conozco lecturas del pensamiento marxiano que se hayan pre­
ocupado por lo que aquí estoy planteando; una investigación que avance por el programa
esbozado en este texto debería, quizás, llevarla a cabo.

102
Cuatro. La identidad y sus señas

progreso implicado en la universalización de las relaciones capitalistas,


cualquiera que haya sido el costo humano de la operación20.
Rosa Luxemburgo tal vez represente el punto más alto de esta posi­
ción unlversalizante, anti-nacionalista; éste fue uno de sus puntos de fric­
ción con sus camaradas rusos. No es casual que, bajo el paraguas de
Lenin, Trotzky y Stalin hayan concordado en su tratamiento de lo que lla­
maban ‘la cuestión nacional’21. De todos modos, en los albores de una
revolución mundial hecha estallar heterodoxamente desde su periferia, no
es de sorprender que se jugase la carta de contradicciones -coloniales o
imperialistas- que ayudasen a acorralar a las metrópolis capitalistas. De
ahí el congreso de Bakú en 1918 y alianzas con gente como Enver Pasha
en Turquía, que tuvo el privilegio de llevar a cabo el primer genocidio del
siglo XX, asesinando a centenares de miles de armenios en pos de su
sueño pan-turco.
Estas contradicciones, a pesar de la propia cúpula de la Komintern, se
tornaron el resorte principal de acción revolucionaria en la arena mundial.
Desde la intentona del ‘23 en Hamburgo no hubo ya insurrecciones en los
países centrales; el testigo de la revolución pasó a los países periféricos:
primero China, tras la segunda guerra mundial, Vietnam, y más tarde los
movimientos anticolonialistas africanos victoriosos. En estos procesos,
cada vez más el carácter nacional se sobreponía al de clase, por un lado, y,
por el otro, antagonizaba con lo étnico. Las naciones emergentes, las revo­
luciones triunfantes, disolvieron las diferencias étnicas internas, como
ocurrió en Vietnam y Laos con los meo y en Nicaragua con los misquitos
y otras minorías indígenas de la costa atlántica.
Los sectores progresistas no podían apoyar las reclamaciones étnicas
en estos casos; al contrario, la asunción de la diferencia fue vista como
reaccionaria y los grupos en cuestión condenados al ‘basurero de la histo-

20 La excepción, en el caso de Marx, es Manda (europeos, blancos, hasta cierto punto nórdi­
cos). Se huele, sin dudas, un cierto tufillo racista en las consideraciones de ambos pensado­
res. Hay que recordar el desprecio de Engels, en el artículo sobre Nuevo México, por la pere­
za hispana y sus loas a las virtudes anglo-sajonas. Habría que revisar el violento enfrenta­
miento con Bakunin, que terminó arrasando la Ia Internacional, desde esta perspectiva:
recuerdo algún texto de Engels en el que deplora las intentonas insurreccionales del dirigen­
te anarquista por haber sido realizadas con pueblos balcánicos.
21 Sobre la dinámica de las diversas nacionalidades en la URSS, cf. Traverso y Samary, 1990.

103
Sentido de la antropologia in soppuas so| ap ei6o|odo4uy

ria’22. Habría que esperar al agotamiento definitivo de los partidos comu­


nistas europeos como fuerza insurgente, al abandono por parte de sus
conducciones del modelo del Palacio de Invierno y de consignas como la
de ‘dictadura del proletariado’, para que un tipo de contradicción que has­
ta entonces no había tenido relevancia y/o que había sido bandera de la
derecha o de la extrema derecha tuviese atractivos para los residuos de la
militancia más radical e inteligentzia aledaña: los movimientos separatis­
tas europeos (bretones, corsos, valones, vascos, etc.). Es curioso ver cómo
algunos de los intelectuales europeos más extremistas (de Sartre a Sastre)
se agarraron a este clavo ardiente al que veían como el último foco de con­
flicto, la última contradicción en un momento de reflujo de la revolución
mundial, el único enterrador superstite de este sistema maldito. Se había
pasado de la utopía de la homogeneidad a la utopía de la diferencia.
No es éste, sin embargo, el único frente del que ha surgido, esta preo­
cupación por lo específico, por el mantenimiento de la diferencia, por la
identidad. Aun cuando también vinculados con la quiebra del optimismo
revolucionario, los movimientos que a partir de los años ‘60 han reivindi­
cado a las minorías (feminismo, negros americanos, indigenistas, minus­
válidos, etc.) tienen características diferentes, por su origen, la naturaleza
de sus consignas, la amplitud de sus propósitos, los logros obtenidos. Es
también de estas prácticas, que tanto han ayudado en la democratización
de nuestras sociedades, desde donde ha surgido la problemática de la dife­
rencia y de la identidad de la diferencia.

3. Entonces, ¿qué?
‘Identidad’ se ha tomado, pues, una categoría, pero parece serlo más
de la ética que del conocimiento. Así, hay al menos dos valoraciones ope­
rantes, muchas veces en un mismo discurso: la existencia (es decir,
resistencia, mantenimiento, refuerzo, etc.) de una identidad es ‘buena’; la
segregación de otros externos y/o internos es ‘mala’. Si advertimos que,
como señalan los autores presentados someramente páginas atrás, la

22 De hecho, las ofensivas contrarrevolucionarias tuvieron en estos grupos una magnífica base
de acción. Para seguir con el par de ejemplos dados, los meo fueron empleados por la C.I.A.
y los traficantes de opio, y la ‘contra’ nicaragüense contó con mucha simpatía entre los mis-
quitos.

104
Cuatro. La identidad y sus señas

identidad exige otros, salta a la vista la contradicción de ambas proposi­


ciones2’.
La tensión de ambas afirmaciones, la exigencia antagónica de una
identidad no excluyente, está indicando en el plano del observador algo ya
adelantado con relación a los fenómenos observados y que define, a mi
parecer, la naturaleza misma de la cuestión. Como en el mito, como en el
sueño, estamos en el dominio de la sobre-significación, es decir, del sen­
tido. Se confluye así con las observaciones de Lacan y de Lévi-Strauss y
con la base que nos brinda el viejo Mauss.
‘Identidad’ es un acontecimiento, una torsión, un centramiento en el
campo clasificatorio, es decir, en la lógica por la que la realidad social se
arranca de lo continuo, de la indiferencia, y se constituye como un uni­
verso de diferencias. ¿Qué efectos de sentido acompañan a ‘identidad’?
Dos espejismos simultáneos: la ilusión del sujeto, de que hay un sujeto (de
acción y de pasión, pero ante todo de predicación); la ilusión de entidad
(ser es ser sí mismo). En otras palabras, la identidad está ahí para negar la
negación que amenaza la realidad de cualquier unidad clasificatoria, para
darle un ser que sólo le puede provenir de ella.
Hay otra cuestión, no muy lejana a la que hemos visto de ‘identidad’
como categoría ética. Alguna literatura, más que nada política, acude al
plano emocional para definir ‘identidad’: se trata del sentimiento de per­
tenencia, de comunidad. Desde la cegadora certeza hasta la apática con­
formidad hay un abanico tan grande de sentimientos como grande es su

25 No me interesa aquí discutir la validez ética de tales posturas. En un libro sobre una reli­
gión afro-brasileña, el Candomblé, (Giobellina Brumana, 1994: 424 n.l) he hecho, también
en nota a pie de página, las siguientes afirmaciones:
“El tono apologético de muchos escritos sobre el Candomblé indica, en forma implícita o
explícita, que todo aquello que conduce a la producción y mantenimiento de una identidad es
‘bueno’. Si aceptamos bajar a la arena de la ética, deberemos planteamos que esto no es por
necesidad cierto. Las cámaras de gas hitlerianas o la rotura sistemática de huesos de jóvenes
palestinos son hechos derivados de la construcción de identidades y dirigidos a su protección
y refuerzo. Se dirá, por cierto, que una cosa es una identidad que resiste a un poder avasalla­
dor, otra la identidad de ese poder. No hay que olvidar, sin embargo, que nazismo y sionismo
surgen de situaciones en las que los grupos que se galvanizan alrededor de ese eje de identi­
dad eran víctimas avasalladas -o podían pensarse como tales- de un poder ajeno contra el que
construyeron un poder propio. Los pequeños nacionalismos europeos irredentos del siglo XX,
tan similares, tan profundamente emparentados con nazismo y sionismo o cualquier otro fas­
cismo, vencidos políticamente y al borde del desbaratamiento definitivo en lo militar, mues­
tran a las claras cuál es el contenido de la identidad que alimentan y de la que se alimentan: el
poder que jamás podrán alcanzar se esboza en sus masacres indiscriminadas”.

105
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap eiGoiodonuy

irrelevancia explicatoria. La identificación no puede verse reducida a un


acontecimiento empírico tan abstracto cuanto lábil (‘lo que siento’); por el
contrario, la identidad como acontecimiento simbólico es el molde en el
que tales sucesos emocionales cobran entidad y significación, un modelo
al que la facticidad y la subjetividad de cada cual nunca terminan de ade­
cuarse.
Es un lenguaje a disposición de quien quiera o pueda24 emplearlo. No
es un lenguaje, sin embargo, con diccionario editado. Sus términos son
borrosos, su sintaxis imprecisa; más que decir, quiere hacerlo. En otras
palabras, es un aparato de significación sin significado: un remedo de
significación.
¿Qué es ser gaditano, mujer, proletario, ultra sur, gitano o católico,
para mencionar algunas posibles condiciones a las que se les puede atri­
buir una identidad? La gran cantidad de respuestas virtuales o reales a
estos interrogantes deja claro que, por un lado, no hay un contenido
semántico único al que se pueda ceñir -no habría dónde buscarlo en
conciencia o práctica alguna-, y por el otro, refieren a vividos intransferi­
bles y náufragos en la indiferenciación. Pero, por otro lado, no cabe duda
de que de una u otra manera se establecen términos diacríticos, sin los cua­
les la diferencia y, por tanto, la identidad, se desmoronaría.
No se trata, por cierto, del tipo de rasgo distintivo determinado, obje­
tivo, material, que nos muestra la fonología. Pero, entonces, ¿qué es lo que
hace que un grupo difiera de otro y se iguale a sí mismo? Es decir, ¿de qué
está hecha la frontera?, ¿cuáles son los hitos que marcan el lado de aquí y
el de allí? Por un lado, no hay respuesta única para ningún caso ni puede
haberla, como ya he dicho; por otro, allí donde se formulan estas respues­
tas -desde el observador- no puede haber evidencia ni de la completitud
del cuadro retratado ni la jerarquía de los diversos elementos intervinien-

24 Por tal entiendo disponer de rasgos característicos del perfil sobre el que opera una identi­
dad. Pensar en la historia del patito feo, fracasado como pato y exitoso como cisne.

106
Cuatro. La identidad y sus señas

tes25. De todos modos, esto no importa demasiado. Lo que sí importa es


que los rasgos distintivos pueden ser cualesquiera.
Como en el caso de los negros brasileños en Lagos de los que acabo
de hablar en la nota anterior, donde con mayor nitidez se percibe la
arbitrariedad significativa de los signos diacríticos es en esas unidades vir­
tuales de identidad controvertida -piedras de escándalo, de las que pronto
hablaré- como el RH negativo vasco o los imperdibles en la nariz de los
punkies. Es aquí donde la vuelta de mano del prestidigitador realiza su
proeza: el sujeto imaginario construido por las diferencias se convierte en
un sujeto de acciones reales, materiales, hasta predecibles.
Lo estoy viendo en mi investigación actual con los inmigrantes
senegaleses y marroquíes en la provincia de Cádiz. Los primeros, al
comienzo de su aventura en tierra gaditana, copiaron a los segundos la
manera de vestir y se convirtieron, con su ropa barata, en europeos de
segunda clase como éstos26. Al poco tiempo, sin embargo, comenzaron a
usar las bellas ropas tradicionales que ya todos conocemos -no he conse­

25 Veamos un caso, el de los negros brasileños que comenzaron a establecerse en la capital de


Nigeria, Lagos, a mediados del siglo pasado, tomado de la apasionante investigación que
debemos a Manuela Cameiro da Cunha (1986:87):
“La identidad brasileña se mantuvo mediante varias señales distintivas, entre las cuales, el uso
de nombres portugueses, la construcción de casas al estilo bahiano, la celebración de fiestas
típicas, como la ‘burrinha’, el ‘boi’ y el ‘Bomfin’, la preservación de una comida considerada
típicamente brasileña (y a la que en el Brasil se la tomaba por africana) (...); el uso de la len­
gua portuguesa, enseñada en las escuelas católicas de Lagos hasta 1879, pero conservada hasta
mucho más tarde; en fin, la fidelidad ostensiva a la religión católica (...)”.
26 Los marroquíes han jugado la estrategia de la igualdad con los españoles, mientras que los
senegaleses han preferido la de la diferencia. En un principio, han usado -ésa es mi hipótesis-
a la gente de Acoge como una suerte de banco de ensayo de su relación con los españoles.
Veamos un fragmento de un informe de mi investigación:
“Las mayores o menores simpatías de los colaboradores de la ONG por los distintos grupos
nacionales con los que se relacionan son muy marcadas y comunes a todos los entrevistados.
Estas actitudes tienden a marcar una dicotomía muy fuerte entre marroquíes y senegaleses (los
grupos principales, casi exclusivos), en la que todo lo que los últimos tienen de bueno, los pri­
meros lo tienen de malo. Así, p.ej., los senegaleses son muy unidos y solidarios entre sí, mien­
tras que los marroquíes son individualistas e insolidarios; unos mantienen sus costumbres
(alimentarias, religiosas, familiares, etc.), los otros las abandonan poco a poco; unos son agra­
decidos y amables, los otros desagradecidos, exigentes y protestones, unos ligan con españo­
las, los otros van de putas (marroquíes; hasta en el sexo se mantienen en un gheto), etc., etc.,
etc. En boca de una de mis entrevistadas, los senegaleses llegaban a ser retratados como ‘el
buen salvaje’ rousseauniano: África negra era la Naturaleza”.

107
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap ei6o|odojjuv

guido saber si en realidad las usaban antes de llegar a Cádiz27-; el remedo


de Europa se cambió por la afirmación de una África que comenzaba ya a
seducimos con Ali Farka, los documentales de la segunda cadena, la prop­
aganda de Twingo y los recuerdos de las Minas del rey Salomón. Es, por
cierto, el tipo de situación que Barth y sus discípulos describen en sus tra­
bajos; lo que de todas maneras fascina es la constatación de ese amolda­
miento de la serie de conductas individuales a un patrón grupal, la visión
del surgimiento de un Sujeto desde una estrategia.
&
Recordando el programa con que iniciaba este trabajo, estaría así esta­
blecido el dominio de lo real del que ‘identidad’ es acontecimiento, las
dimensiones que adquiere (=los rasgos diacríticos) y los efectos que ori­
gina. Esta caracterización global, empero, tiene poco interés si no es segui­
da de la preocupación por las formas y articulaciones que asume en cada
caso este aparato de sentido. Más aún, el carácter de ‘identidad’ como
acontecimiento simbólico -en su calidad de ámbito referencial indetermi­
nado, arbitrario28- se hace patente en y por la constatación de la existencia
de múltiples ejes identificatorios. La interrogación debe apuntar, pues, al
engarce de la almas colectivas, a la topología de los traits unaires, en fin,
a los ejes en los que ‘identidad’ puede producirse.
Carlton, el primo del Príncipe de Belair (hablo de la serie de televi­
sión), llega por primera vez a su universidad y busca enrolarse en una de
esas hermandades que, al menos en las series y películas americanas, son
una de las actividades académicas más significativas. Su opción es un
grupo de jóvenes blancos pijos que cantan en coro baladas del estilo que
a fines de los ‘50 impuso Pat Boone29. Llega Willie y queda boquiabierto
ante la elección: ¿qué hace allí un negro?, ¿qué tiene en común con ellos?
Carlton se asombra del asombro de su primo: ¿acaso no se da cuenta de

27 He llegado a ver a uno de estos muchachotes -entre los muchos que vendían radios corea­
nas y gafas turcas por el Paseo Marítimo de Cádiz- con un turbante hecho de una sábana.
28 Veamos las certeras palabras de Jacques Berque (1970: 478):
“Tales conjuntos reúnen modos heterogéneos y planos desnivelados. (...) Se distingue en ellos
lo inmediato y lo elaborado, lo sensible y lo abstracto y los cambios de uno al otro. Su exis­
tencia, como la de una palabra, se sostiene por su propia opacidad, quiero decir, el desvaneci­
miento de los fonemas que en ella se opera en beneficio de un sentido. Son, si se quiere, arbi­
trarios”.
29 Quienes recuerden el brutal sarcasmo con el que el jefe de los Panteras Negras Eldridge
Cleever atacaba a este tipo de música disfrutarán más aún del gag.

108
Cuatro. La identidad y sus señas

que todos ellos llevan prendas en las que hay un pequeño cocodrilo bor­
dado (=Lacoste=$)?
En otras palabras y a riesgo de cansar con la reiteración: hay diversos
lazos de identificación, no siempre son obvios, nunca son obligatorios.
Podemos formar parte de distintas ‘almas colectivas’, estar clasificado por
traits unaires de distinta especie. En algunos casos, una forma de identi­
ficación puede convivir con otra y hasta reforzarla (el catolicismo anticomu­
nista y el nacionalismo anti-ruso de los polacos30); en otros, el antagonismo
es indispensable: el agrupamiento virtual supuesto por un eje identificatorio
opera por la neutralización o subordinación de toda otra clasificación posi­
ble (los pentecostales que no aceptan estar bajo una bandera).
En ese sentido, este tipo de identidad está, por así decir, no realizada,
en cierne, fuera de este mundo. El hecho mismo de su postulación tiene un
carácter de communitas en el sentido que le da V Turner, es decir, un
carácter anti-estructural que disuelve las diferencias internas al grupo vir­
tual y fortalece la externas. Se trata de un proceso identificatorio mesiáni-
co que sólo puede prosperar por la negación del sentido común vigente.
No es esta una cuestión muy disímil a la que, en un trabajo anterior, bau­
tizaba yo como ‘clasificación transversal’, cuyo significado quizás se
aclaraba en la discusión del trabajo de Elkin sobre la pluralidad de tote­
mismos31.
Subvertir el sentido común -los valores establecidos, las clasifica­
ciones ‘del centro’ (M. Douglas dixit)- es el objetivo central de una estrate­
gia de consolidación de identidad. En efecto, esta consolidación implica
una definición de sí que impugna la dada desde afuera, la generada por el
otro, imposición que ante todo debe darse en la conciencia de los miem­
bros del grupo virtual. Tal vez la lucha principal de las feministas, mos­
trada de una manera más radical y provocativa en sus comienzos -en los

30 Brandao (1985) estudia la forma en que coinciden y se realimentan ejes identificatorios,


en el caso específico del Brasil y las adscripciones religiosas.
31 “Una misma persona -nos dice Elkin- pertenece a varios sistemas totémicos, desde aquéllos
que tienen una ‘substancia’ social (...) hasta otros que no tienen ni base ni operatividad social
alguna (...). Vemos entonces que (...) la clasificación totèmica tiende a la construcción de uni­
dades que rompen las dadas como obvias. En otras palabras, frente a cualquier clasificación
operante, por más substancial y absorbente que sea, hay siempre otra que, en un momento u
otro, la desplaza, la logra poner entre paréntesis, la irrealiza. No cuesta mucho trabajo perci­
bir que estamos ante un procedimiento equivalente al que Turner detectaba en los ritos de paso
y que he llamado ‘clasificación transversal.” (Giobellina Brumana, 1990: 173-175)

109
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odoj;uv

primeros años ‘60- era por dar un significado al ‘ser mujer’ que derribase
la tradicional noción implícita o explícita en las sociedades falócratas
extirpando ciertos emblemas: recordemos la quema en plaza pública de
sujetadores y otros adminículos de ‘belleza femenina’.
En este ejemplo podemos ver que el efecto a lograr es el muy paradó­
jico de la normalización del escándalo. Afirmar un tipo de identidad puede
-o debe- resultar escandaloso en términos de las otras identidades dispo­
nibles, pero al mismo tiempo convertirse en norma, en modelo dé con­
ducta y valoración. El presunto padre del nacionalismo vasco, Sabino
Arana, ante el asombro y la turbación de la gente de su clase, contrajo
matrimonio con una mujer de condición social mucho más baja pero con
una filiación de 126 apellidos vascos. El solitario voto de Karl Liebknet
en la Dieta alemana de 1914 contra los presupuestos que permitieron la Ia
Guerra Mundial -optando por una clase obrera sin patria, internacional,
contra los intereses nacionales- fue profundamente reprobado por sus
compañeros de filas socialdemócratas. La negativa a servir en ejércitos
nacionales de los testigos de Jehová les ha significado en muchos países
la cárcel.
Por último, para establecer las distintas topologías de las identidades
es necesario desentrañar los cuadros clasificatorios involucrados. Hay
identidades que, para realizar sus exigencias, apuntan a su propia supre­
sión anulando la diferencia: en un cierto feminismo, la asunción y
rehabilitación de la identidad femenina apunta a la superación de ‘hombre
vs. mujer’ hacia la génesis de ‘persona’; asumir la condición proletaria
hasta el límite (=la revolución) produce una sociedad sin clases.
Hay otras identidades que tienden a la universalidad, es decir, a la eli­
minación del otro, como nos muestra el expansionismo católico q musul­
mán. Pero también hay aquéllas para las cuales la existencia del otro, su
supervivencia como diferente, es indispensable. Otro que puede ser único,
en la conformación de un cuadro binario, o múltiple, en la de uno polinó-
mico. O puede ocurrir que un sistema polinómico sufra efectos binarios,
como en las Ligas de fútbol, donde la pluralidad de equipos no impide que
haya rivalidades históricas entre varios pares de ellos, o como la tendencia
que Pitt Rivers advirtió en la sierra de Cádiz de que los pueblos se opon­
gan por parejas.
El mostrar el carácter ficcional de ‘identidad’ no produce alteración
alguna en el mundo donde estas ficciones cada vez con mayor frecuencia

no
Cuatro. La identidad y sus señas

se convierten en los Sarajevos de la vida. Deja, sin embargo, un interro­


gante. ¿Hay sitio para una no-identidad? Esto es lo mismo que preguntar­
se si se puede pasar sin Sujeto, o, en términos del programa planteado
mucho más atrás, interrogarse por el eventual límite del accionar de ‘iden­
tidad’.
Si éste existe, si podemos suponer -digo, es un decir- un ámbito en el
que la locura de ser uno mismo no opere, habría que buscarlo en el ‘hom­
bre fragmentado’, el hombre indeterminado, libre, “que sabe controlar las
diferentes esferas de su conciencia” al que refería Mauss (1950
[1924]:201) en oposición al ‘hombre total’, al legítimo agente social, al
sujeto simbólico. Se trata del imperio de la razón crítica, el punto final de
‘el rey está desnudo’. Trocaríamos así una ficción operante en la realidad,
productora de ella, por una utopía de viejos libros.
&
¿Hemos llegado a algún sitio tras todas estas páginas de referencias y
reflexiones? Tal vez la mayor incomodidad que pueda provocar la cuestión
‘identidad’ es que, al fin de cuentas -o allí donde las cuentas y los cuentos
acaban-, nada queda entre los dedos salvo la certeza de haber salido de un
laberinto de espejos como aquél que Orson Wells hacía despedazar a tiros
al final de una de sus películas. Pero como lo muestra la recuperación de
esa escena en otro final -el de Misterioso asesinato en Manhatan de
Woody Alien-, el laberinto sigue indemne, resucitado función a función, al
acecho en los video-clubs o en nuestras memorias.

111
DE CAMPO
Odl^VD 30
O
CINCO
LA CURA DE LA ENFERMEDAD EN EL CAMPO
RELIGIOSO BRASILEÑO

Quizás sea en Brasil donde se haya llevado más lejos el proceso de


fusión religiosa común a todos los pueblos de Iberoamérica, no sólo por la
diversidad de proveniencia de las distintas tradiciones convergentes, sino
también por el vigor y originalidad de sus resultados y por el espacio
social y cultural que han llegado a ocupar. Distintos sistemas de creencias
africanos -de raíz iorubá y bantu, en lo esencial-, prácticas europeas tan
alejadas entre sí como el catolicismo agrario, la hechicería ibérica y el
espiritismo decimonónico, así como nociones y prácticas religiosas here­
dadas de los indígenas, se han entrelazado para constituir nuevos cultos en
los que enormes masas poblacionales encuentran los instrumentos para
volver al mundo inteligible y practicable1.
Una confluencia tal se ha podido producir, pienso, porque los distin­
tos elementos que entraron en el proceso compartían una misma forma de
definir lo sagrado y de relacionarse con él. Por debajo del libre pasaje
entre figuras provenientes de sistemas muy diferentes yacía una sintonía
religiosa similar, una manera equivalente de caracterizar a los protago­
nistas místicos y a los vínculos que los hombres tienen con ellos.
Entidades cargadas de poder y peligro exigen de los humanos, para pre­
miarlos con sus favores, devoción y ofrendas cuya negativa provoca su
castigo: una perspectiva que parte de la defensa de lo más próximo -lo
doméstico, lo inmediatamente vinculado al propio cuerpo (salud, dinero y

' Tengo grandes resistencias a utilizar, como en general se ha hecho, el término ‘sincretismo’
para denominar este proceso y situación: hablar de ‘religiones sincréticas’ es suponer que hay
otras que no lo son. ¡Que la religión que esté libre de mezcla tire la primera piedra!

115
Sentido de la antropologia m sopguas so| ap ei6o|oóojiuv

amor)- y que se exime de las grandes cuestiones públicas, dejadas en


manos de los eruditos.
Devoción desde el propio cuerpo y que se muestra en la ofrenda perió­
dica del propio cuerpo, ya que estas manifestaciones religiosas se centran
en la entrega temporaria de éste para que las entidades místicas puedan
aparecer entre los hombres: los cultos que han florecido en Brasil son de
posesión. La danza, la fiesta, en fin, el espectáculo, son el ámbito privile­
giado de lo sagrado, que contagia al resto de la cultura nacional, al mismo
tiempo que se contagia de ella. Porque una de las características claves de
esta religiosidad ha sido la superación de un gueto social o étnico; a todos
los desbordó hasta permear a toda la sociedad y convertirse en un signo de
su manera de ser -ya volveré sobre ello-, Brasil, ese constructo, cumplió
así la paradoja de ser encontrado2, a una imagen privilegiada, allí donde
perdía pie el dominio de lo institucional, de lo dominante, de lo erudito.
El mestizaje de todo orden producido en Brasil ha tenido una doble
manifestación en el campo religioso. Por un lado, la adopción por parte de
amplios sectores de la sociedad global de una serie de prácticas y valores
religiosos en buena medida provenientes de y/o identificadas con sus secto­
res más relegados: negros e indios. Por el otro, la conversión de éstos, de su
imagen romantizada, en objetos de devoción y acción religiosa. Es así cómo
negros e indios son tema privilegiado en las creencias y ceremonias de los
cultos populares, ya en las congadas, mozambiques y caboclinhos de las
procesiones del catolicismo popular agrario, ya en los espíritus de negros vie­
jos y de caboclos que se encaman en los fieles multirraciales de la umbanda,
del catimbó o del candomblé, y cuyas estatuillas pueblan sus altares.
Los cultos populares no sólo operan con esta inversión de tipo étnico;
otras formas de ‘margen’ están a su disposición para todo tipo de operación
mística. Margen social: espíritus de prostitutas, delincuentes y gitanos;
margen etario: espíritus de niños; margen topològico: espíritus vinculados
al mar, a la selva, a las zonas semidesérticas; margen temporal: soldados
‘de los de antes’. Las ‘personajizaciones’ religiosas del margen no son
exclusividad de ningún culto; hay un repertorio de figuras definidas a veces
como dioses, otras como diablos, también como espíritus de muertos, que
aparecen de una u otra manera, para un u otro fin, con un u otro papel ritual
(desde la veneración al exorcismo), en los templos de los distintos cultos.

2 O, por favor, encontrada. ¿Qué género gramatical adjudicar a esa idea?

116
Cinco. La cura de la enfermedad en el campo religioso brasileño

Pero, ¿cuáles son estos cultos? En el medio urbano de las grandes ciu­
dades altamente industrializadas de Estados como Sao Paulo, Rio de
Janeiro, Minas Gerais, Paraná, son cuatro los cultos populares hegemóni-
cos: dos de factura nacional (candomblé y umbanda), dos de proveniencia
externa (espiritismo y pentecostalismo)3.
El candomblé es una religión de raíz afro, en la que se rinde culto a
una serie de divinidades (Oxalá, Oxum, Xangó, lemanjá, Abaluaé, Ogum,
lansá, Oxosse, etc.), con dominios sobre distintas regiones del mundo,
actividades humanas y/o partes del cuerpo, con quienes los fieles asumen
relaciones individuales de filiación (aunque, de hecho, a cada fiel corres­
ponden dos divinidades, una principal, otra secundaria) que se materiali­
zan en un largo ciclo ceremonial de iniciación y que se mantienen y res­
guardan con rituales de ‘obligaciones’ anuales. Las divinidades bajan a tie­
rra en fiestas dedicadas a ellas en las que encarnan los cuerpos de sus
‘hijos’ para danzar engalanadas con bellos ropajes emblemáticos4.
La umbanda sintetiza, bajo una lógica propia, rasgos del candomblé
con elementos del espiritismo y del catolicismo popular. En ella, el obje­
to de culto son clases estereotípicas de espíritus de muertos (líneas):
indios, negros viejos, soldados romanos, vaqueros, gitanos, prostitutas,
etc., que bajan a tierra tomando los cuerpos de los fieles (cada médium
puede incorporar una cantidad indeterminada de espíritus) en ceremonias
de finalidad eminentemente terapéutica para las clientelas que asisten a
ellas5.
Espiritismo y pentecostalismo, por su parte, no se apartan demasiado
de los cánones generales que han adquirido en otras regiones salvo, qui­
zás, en su particular énfasis en el carácter terapéutico. El espiritismo bra­
sileño es, sin duda, el único en todo el mundo que ha obtenido éxito de
masas e influencia social y cultural. El pentecostalismo brasileño, alguna
de sus vertientes, se exporta en la actualidad a diversos países europeos
(Portugal, el caso más evidente y exitoso); además, por su militante carác­

’ Las variaciones en el resto del mapa no son demasiado grandes. El espiritismo y el pente­
costalismo son omnipresentes; el Candomblé y Umbanda pueden verse sustituidos -o supera­
dos- por cultos no muy diferentes: carimbó y tambor de Minas, en lo esencial.
4 He dedicado un largo estudio a la descripción e interpretación de este culto (Giobellina
Brumana, 1994).
5 Sobre este culto también he llevado a cabo una investigación (Giobellina Brumana y
González Martínez, 2000).

117
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap eiBoiodonuy

ter excluyente, se excluye de formar parte del imaginario Brasil; es decir,


no dan material a la producción de emblemas.
Los juegos de margen de los que obtienen operatividad son, si así se
puede hablar, el ‘secreto’ de los cultos populares brasileños: esta religiosi­
dad venida del margen ha podido ocupar el corazón del ‘centro’ en la
medida en que ofrecía el doble poder de un margen social y un margen
místico. El carácter masivo, multitudinario, dominante, de estos fenóme­
nos es la primera sorpresa que depara la realidad religiosa brasileña a la
visión europea.
La segunda, correlativa a lo ya señalado y ya adelantada, es la baja
sociologización de las creencias y prácticas. Es decir, que si en general los
cultos populares han sido generados por sectores subalternos y represen­
tan la visión de la realidad desde estos sectores, no se limitan a éstos en el
reclutamiento de clientelas, sino que, muy por el contrario, alcanzan todos
los niveles de la sociedad.
A nadie extrañaba, por ejemplo, que la ministra de economía del
gobierno Collor, con sus masters y sus doctorados en prestigiosas univer­
sidades extranjeras, ofrendase flores a la diosa del mar -lemanjá- ante los
ojos de todo el mundo. Tampoco era tomado como un gesto folclórico o
demagógico. Quizás alguno, sin embargo, temblase al preguntarse qué
estaba dejando en manos divinas la responsable de la mayor economía del
continente. Todo el mundo en Brasil ha escuchado, otro ejemplo, las his­
torias sobre Collor (el presidente de esa ministra) rodeado, primero en
Brasilia y después en su exilio de Miami, por macumberos (=hechiceros)
que laboraban para matar a su propio hermano, porque con sus declara­
ciones había desencadenado el proceso que llevó a su destitución (y este
hermano en verdad murió de improviso, ‘podrido por dentro’).
Esta religiosidad no es, pues, un fenómeno esotérico o minoritario.
Por más exótico que nos parezca, allí es una suerte de sentido común, por
un lado, y, por el otro, una cantera de la que se extraen emblemas nacio­
nales o regionales. Esta religiosidad subalterna ocupa y reinterpreta espa­
cios y tiempos oficiales. Así, el gobierno del Estado de Sao Paulo cede
todos los años el Gimnasio de Ibirapuera para que los umbandistas reali­
cen sus reuniones, el ayuntamiento de Santos erige con fondos públicos
una estatua de lemanjá en la Praia Grande, el 8 de diciembre -día de la vir­

118
Cinco. La cura de la enfermedad en el campo religioso brasileño

gen- se convierte6 en el día de lemanjá (lo que significa el viaje a las pla­
yas de Santos de millones de personas y un dispositivo de la dirección de
tránsito que lo garantice), el 13 de mayo -aniversario de la abolición- se
celebra la fiesta de pretos velhos o el 15 de septiembre, San Cosme y
Damián, la fiesta de los espíritus de niños.
Es raro, además, que los brasileños se aferren a una opción religiosa
única. Más allá de una adscripción formal al catolicismo oficial, toda
combinación, simultanea o sucesiva, se abre de manera legítima para
quien requiera socorro místico. De esta manera, una misma persona puede
recurrir el lunes a un caboclo en una ceremonia umbandista, hacerse
‘echar los búzios’ (un rito adivinatorio) por un sacerdote del candomblé al
día siguiente, asistir el miércoles a una sesión espiritista y la noche del
sábado concurrir al templo pentecostal, sin dejar por eso de bautizar a su
hijo en la iglesia católica el domingo por la mañana.
La permeabilidad, el pasaje continuo, entre las diversas manifesta­
ciones religiosas brasileñas, paralela a la libertad de movimiento con que
operan las gentes entre estas diversas ofertas, obliga también a un acto de
descentramiento, de extrañamiento para quienes -como los europeos-
están acostumbrados a campos religiosos monótonos y rígidos, con hege­
monías obvias y márgenes en verdad marginales7.
Esta compatibilidad entre diversas opciones religiosas no está sólo
presente entre las clientelas que se mueven en función de sus necesidades
inmediatas, sino también entre los propios agentes de los cultos. El espiri­
tismo aparece como una agencia a la que un sacerdote umbandista o del
candomblé puede acudir sin con ello menoscabar el poder de la propia
religión. Hay mucha gente de la umbanda que ‘hace’ la cabeza (=se inicia)
en el candomblé, como gente ‘hecha’ en el candomblé que abre templos
de umbanda. Los pentecostales son el enemigo juramentado de todas las
demás religiones, más que nada de las mediúmnicas; justamente por eso,
aparecen como una defensa contra el accionar de éstas. Sus templos se ali­
mentan de clientelas que se suponen atacadas por el accionar de umban-
distas y candombleros, a menudo cargando consigo espíritus manipulados

6 En el Estado de Sao Paulo; Rio de Janeiro lo festeja con la noche vieja y Salvador de Bahía,
el 2 de febrero.
’ Aunque es cierto que las nuevas corrientes migratorias, por un lado, y el desembarco de
corrientes pentecostales predatorias están cambiando estos últimos tiempos el panorama. Para
el caso de los evangélicos entre los gitanos, cf. Cantón, 1997.

7 79
Sentido de la antropología m sopguas so¡ ap ei6o|odojjuv

por éstos, que los poseen en las ceremonias pentecostales, con los códigos
estereotípicos idénticos a los que representan en los templos de origen,
para ser expulsados por acciones exorcisticas.
Religiones ‘cuerpo a cuerpo’, estos cultos tienen en la aflicción, fun­
damentalmente en la que atañe a la salud, el principal resorte de recluta­
miento de agentes, fieles y clientes. Lo tienen, por así decir, de manera
conjunta; esta concordancia esencial es el correlato de la libertad de movi­
mientos entre cultos que antes he señalado: se realimentan uno a otro,
sosteniendo una interpretación similar de la enfermedad y un esquema
etiológico común.
Ante todo: hay enfermedades cuya causa es espiritual, lo que legitima
una intervención espiritual para ponerles remedio. Este punto no sólo es
doctrina de los cuatro cultos, sino ‘sentido común’, lo que está ‘en el aire’.
La determinación por las agencias de cuándo una dolencia es ‘material’ o
‘espiritual’ no depende de su localización: a un pie infectado puede dárse­
le una etiología tan ‘espiritual’ cuanto a un trastorno psíquico o a la inver­
sa. Para las vertientes más radicales del pentecostalismo, además, la clase
‘enfermedad material’ es vacía y toda enfermedad, como prueba o como
castigo, tiene origen divino: su tratamiento médico es pecaminoso. Pero
para el sentido común que alimenta la religiosidad brasileña el criterio que
divide ‘material’ de ‘espiritual’ es la capacidad o incapacidad del aparato
médico oficial de dar solución a la dolencia.
Hay aquí que vencer otro malentendido. Las religiones populares bra­
sileñas no operan como agencias de cura por la inexistencia de hospitales
o por la imposibilidad de los sectores populares de pagar el gasto de far­
macia. Cualesquiera que sean las crisis financieras brasileñas, sus centros
urbanos cuentan con infraestructuras sanitarias mucho más cercanas a las
de España que a las de Liberia, así como sus cifras de esperanza de vida o
mortalidad infantil son mucho más primermundistas que tercermundistas.
La formación en las escuelas de medicina brasileñas es de igual calidad
que la de las de cualquier país europeo. Además, un tratamiento en manos
de un sacerdote del candomblé o de la umbanda puede costar más que una
internación en una clínica privada; el diezmo pentecostal se llevará más
dinero que un seguro de salud. La cuestión pasa por otro sitio.
La primera instancia a la que una persona recurre ante una dolencia es
a una agencia oficial de cura, sea el dispensario de una favela o la consul­
ta paga de un especialista caro. La no resolución de su caso, el fracaso del

120
Cinco. La cura de la enfermedad en el campo religioso brasileño

tratamiento, la propia duda médica sobre el diagnóstico, da pie a que eche


mano del código que está en el aire: es al agente religioso a quien hay que
apelar, a veces empujado por el propio médico (“acuda a otros medios”8).
Las ofertas a las que puede acudir son numerosísimas y están siempre a su
alcance.
Es difícil, al menos en la umbanda, el espiritismo y el candomblé, que
el agente religioso -o el espíritu que lo posea durante la consulta- no quie­
ra saber del enfermo que le cuenta su caso si no ha ido ya al médico (‘capa
branca’, en la jerga de un cabocló). Es más difícil aún que acceda a inter­
venir (salvo limpiezas espirituales o fortificaciones genéricas) sin que lo
haga antes -y fracase en el intento- el agente oficial. Los cultos populares
juegan con cautela y astucia su papel alternativo al dominio erudito.
Nunca se enfrentarán a él; esperarán a que tambalee, a que tropiece, a que
caiga, para sólo entonces intentar llevarse la victoria. La mayor glorifica­
ción, tantas veces conseguida: triunfar allí donde el aparato oficial ha sido
derrotado.
Pero, como he dicho, el especialista religioso aparece para el cliente
cuando el oficial no ha tenido éxito. La oferta primera que aquél va a brin­
darle y el marco en el que va a darse toda otras oferta, es un esquema de
interpretación de su mal; este esquema es el mismo en todos los cultos,
cualquiera que sea el lenguaje concreto empleado y las entidades místicas
a las que se haga intervenir. La enfermedad va a ser entendida como pro­
vocada
- bien por una entidad superior (Jesús en el pentecostalismo, un ‘guía
de luz’ en el espiritismo, alguna divinidad en el candomblé o algún espíri­
tu en la umbanda), que por ese medio empuja a que el enfermo acepte
entablar con ella un estrecho vínculo personal (el desarrollo de la medium-
nidad, en los cultos que se reconocen como de posesión; el baño del
Espíritu Santo en el pentecostalismo -en lo que tiene de culto de posesión-
y, por lo tanto, ingresar en el culto, convertirse en un agente suyo. La cura,
pues, pasa por aceptar esa voluntad, plegarse a ella, convertirse en un

8 Expresión atribuida a médicos que me ha aparecido más de una vez en las historias de vida
al narrar el entrevistado su aproximación a la umbanda o al candomblé. Loyola (1984:29) da
un retrato del tipo de médico que acepta transferir sus enfermos a los especialistas religiosos
cuando, por una razón u otra, no consigue sanarlos.

121
Sentido de la antropología ni sopguas so| ap ej6o|odojjuv

instrumento suyo y, con ei tiempo, pasar a ser otro especialista de curación


mística
- bien por una entidad inferior (el demonio en sus diversas manifesta­
ciones para el pentecostalismo, espíritus ‘sin luz’ para el espiritismo,
diversas entidades perturbadoras y hasta letales -exus, eguns- en la umban-
da y el candomblé) que interfieren en la vida del enfermo. Lo hacen a
veces sin intenciones malignas (interpretación típica del espiritismo);
otras, con propia voluntad dañina; la mayoría, manipuladas por el hechi­
cero, el macumbero omnipresente en la imaginación generalizada. Este
diagnóstico señala como acción terapéutica el corte de esa relación no
deseada con la o las entidade(s) detectada(s): limpieza a la que puede o no
acompañar un contraataque: el castigo, la neutralización o el aniquila­
miento del humano que ha iniciado la guerra mística.
En el primer caso, se trata, para el sujeto, de una redefinición de sí
mismo a través de la relación a establecer con un otro superior; en el
segundo, de una relación a interrumpir con un otro del mismo rango que
el sujeto (el hechicero o un espíritu no manipulado de un muerto cual­
quiera como podría ser uno mismo) y que encarna el conflicto. En ambos,
de una topología cuya traducción social es demasiado transparente como
para que no resulte sospechosa, pero que de todos modos está ahí. Lo que
importa: la ecuación que trasmuta relaciones sociales en afecciones cor­
porales y afecciones corporales en relaciones sociales vuelve común el
sentido común del que estoy hablando y abre camino a la manipulación de
los símbolos, a su eficaz camino a la carne.
Las religiones curativas curan, como no podían dejar de hacerlo;
curan enfermedades. Pero más que anteceder la enfermedad a la cura, tal
vez la precendencia sea la inversa. Porque, en efecto, cuando hablamos de
‘enfermedad’, ¿estamos acaso hablando de un hecho natural, puro pro­
ducto de disfunciones biológicas? Si aceptamos la construcción social de
la enfermedad -tanto en su definición como en su producción-, ¿no podrí­
amos suponer que la curación provoca las enfermedades que está a dispo­
sición de curar?, ¿no podríamos pensar que, en una suerte de hipocondría
radical, la gente en Brasil enfermase para poder entrar, por fin, en un
orden del que sanos, irremediablemente sanos, serían excluidos? La pro­
pia enfermedad no curada por el sistema oficial, ¿no provendría de una
demanda de orden, de que ese código en el aire sea orden en el cuerpo, en
la vida, en la realidad?

122
SEIS
PROCESOS IDENTIFICATORIOS EN EL CANDOMBEÉ ARTICULA­
CIÓN DE LEALTADES Y DESAFECCIÓN DE LA DESAFECCIÓN.

Mi presentación trata del candomblé, un culto de posesión brasileño


con raíces africanas, emparentado con otras religiones afro-americanas
como el vudú haitiano o la santería cubana. El candomblé opera con un
amplio panteón de orixás (dioses: Oxalá, lemanjá, Xangó, Oxum, Ogum,
Abaluaé, lansa, Oxumaré, Naná, etc.) vinculados a regiones del mundo,
actividades humanas, partes del cuerpo humano, colores, etc. A cada per­
sona corresponde un par de estas divinidades -una principal y otra secun­
daria-; esta correspondencia, determinada por un complejo rito adivinato­
rio, refleja características fisiológicas, psicológicas, fisiognómicas, etc. -
derivados del odum, ‘instinto y destino’ según palabras de un sacerdote-,
que asemejan la divinidad con su ‘hijo’. La iniciación en el culto implica
el establecimiento de un pacto de por vida con los dioses, con las habitua­
les obligaciones de ofrendas, interdicciones, etc., por parte del humano, y
la esperada protección por parte del dios. El axé -la fuerza sagrada, un
equivalente del mana de la antropología clásica- circula por este entrama­
do y lo fúnda.
Por lo que aquí nos interesa: el candomblé tiene como uno de sus efec­
tos esenciales el identificar a sus fieles, o sea, el decirles quiénes y cómo
son. Detengámonos aquí.
Más acá de los contenidos concretos que en cada caso asuma la
identificación, de sus textos y pretextos, ésta ante todo dice que se puede
decir, que la configuración de cualquier individuo tiene aristas a las que
aferrarse, que es lo bastante provista de entidad como para que se pueda
emitir un discurso que la indique y tematice. En otras palabras, acomete,
por así decir, el pasaje entre lo continuo y lo discreto: el mundo de lo vivi­

123
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap Ej6o|odojjuy

do en la relación consigo mismo y con los demás puede controlarse con­


ceptualmente. La labilidad esencial de todo sujeto1, eso es lo que intenta
contrarrestar este y cualquier otro instrumento identificatorio, en una
inversión del principio cartesiano: ‘Soy pensable, luego existo’.
Decir que se puede decir y qué se puede decir; la identificación es del
dominio del significado. Y también: decir quién se es es decir quién no se
es. Pero la alteridad no sólo define por contraposición; el otro está en uno
de manera más íntima. Esto, en el plano prejudicativo que Lacan llama
‘imaginario’ (según entiendo: lo conductal, lo animal en plan Konrad
Lorenz), se produce como constitución unitaria del propio cuerpo a partir
del espejo que le brinda el cuerpo otro de la madre. En el plano simbólico,
el reflejo es de un orden diferente; se produce como acto clasificatorio,
subsumiendo al individuo en alguna clase, cualquiera que sea. Todo pro­
ceso identificatorio articula, pues, diversos niveles de colectivo, diversos
recortes de dos tipos de ‘otros’, aquéllos con los que el individuo hace un
‘nosotros’ y aquéllos que son los ‘otros’ de descarte, los que permiten con­
solidar por contraste esa primera persona del plural, sin la que, por cierto,
no habría primera persona del singular.
Veremos todo esto con mayor detenimiento al tratar de desplegar la
realidad del candomblé alrededor de los ejes que este seminario se ha
propuesto: lealtad/ desafección. ‘Lealtad’ es, según la Real Academia:
“1. Cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y
las del honor y hombría de bien. 2. Amor o gratitud que mues­
tran al hombre algunos animales; como el perro y el caballo.
3. p.us. (poco usado) Legalidad, verdad, realidad”.

‘Desafección’, a su vez, significa, única acepción, “mala voluntad”.


Con “desafecto” el diccionario ha sido algo menos lacónico: “1. Que no
siente estima por una cosa o muestra hacia ella desvío o indiferencia. 2.
Opuesto, contrario”.
‘Lealtad’ deriva, pues, de alguna forma de pertenencia a un ‘otro’ de
nivel indeterminado de abstracción. Es Ley, pero puede que Ley no
cumplida, ya que no alcanza a quienes no se guíen por el honor. La desa­
fección no es ese incumplimiento, sino una suerte de lealtad inversa, una

' Este text.o ha sido redactado en forma simultánea con otro (La escalera de Witgenstein,) que
también aparece en este libro. Allí he volcado una reflexión sobre la cuestión del sujeto que
omitiré en este artículo.

124
Seis. Procesos identificatorios en el candomblé

especie de obligación negativa, la voluntad mala que apunta a lo opuesto,


a lo contrario. ¿Cómo se manifiestan una y otra en el ámbito en el que se
mueve mi exposición? __ ________
La primera lealtad, la primera ‘ley’, es la de la definición de sí como
‘religioso’ frente a quienes no lo son. No se trata aún, por cierto, de una
religiosidad específica; no se trata de una devoción particularizante, sino
de la participación en un código (que en las tipologías clásicas estaría más
del lado de lo ‘mágico’) por el que siempre hay algo más aparte de lo visi­
ble: una realidad espiritual que explica y funda la realidad empírica en la
que uno se mueve, un ámbito donde se puede intervenir para resolver las
cuestiones que se plantean en la vida cotidiana. Lo que esta lealtad débil
y difusa deja fuera es poco y desdibujado, más propio de la carencia que
de una voluntad positiva.
Además, no hay en verdad lugar para la desafección, salvo en una sen­
tido de ‘indiferencia’. El retruécano entre ‘ateo’ y ‘á toa’ (frivolo, inútil,
sin razón), que a veces se puede escuchar en la voz popular, refleja la difi­
cultad de entender que esa renuncia a la dimensión mística sea real, sin­
cera, reflexiva, en fin, la suposición de que una actitud así no es más que
una broma o una pose. ‘Ateísmo’ y ‘ateos’ no son objeto de abominación,
sino de irrisión.
A la hora de una definición mayor, esa cuasi uniformidad desaparece,
aunque no de un modo mecánico. La multiadscripción religiosa caracte­
rística de la mayoría de los brasileños complica el panorama. Un ‘hijo de
santo’ del candomblé, aun un sacerdote, no ve incompatibilidad alguna
entre esa pertenencia suya y su consumo de servicios de la Iglesia católi­
ca, sobre todo de aquéllos que acompañan las crisis de vida (nacimiento,
casamiento, muerte). En el templo donde he realizado la mayor parte de
investigación sobre este culto, la larga iniciación de los neófitos acaba en
una iglesia, encendiendo una vela a Sta. Rita. Es frecuente, por otra parte,
que la ceremonia funeraria del candomblé (axexé) se complemente con
una misa de cuerpo presente: el muerto es transportado del balé (el recin­
to que algunas casas de santo dedican al culto a los muertos) a la iglesia.
De todas maneras, esta permisividad es cada vez más acompañada de
un refuerzo de la diferenciación entre ambos cultos: contra la vieja cos­
tumbre de asimilar orixás y figuras del catolicismo, los miembros de un y
otro repertorio sagrado son distintos. Cualquiera que haya sido la situación
anterior, los agentes ‘hechos’ desde comienzos de los ‘60 insisten en

125
Sentido de la antropología ni sopguas so| ap ei6o|odojjuv

subrayar la incorrección de atribuir nombres católicos a los dioses del can­


domblé: nada tienen que ver unos con otros más que la astucia de los afri­
canos que ocultaron su devoción a estos bajo la dedicada a aquéllos2. Unos
y otros, por cierto, son tan reales cuanto objetos apropiados de devoción y
socorro, pero unos son unos y otros, otros.
No sólo existe comercio con la religión dominante. Los sacerdotes de
umbanda, y esta es una tendencia en aumento, se inician en el candomblé
sin por ello abandonar el desarrollo de aquel culto: lo mantendrán en los
templos de los que son responsables y seguirán las prácticas del candom­
blé en aquéllos a los que se han incorporado, o harán que en sus templos
se ‘toquen’ ceremonias de ambas religiones. No es difícil, por su parte,
que gente del candomblé acuda a sesiones espiritistas, en las ocasiones en
las que sus problemas hayan sido diagnosticados como provocados por
espíritus de muertos -en verdad, de cierto tipo de muertos, pero no puedo
aquí entrar en sutilezas-, esfera de la realidad mística más acorde a las
capacidades del espiritismo. En Pemambuco, muchos templos de can­
domblé cuentan con un cuarto separado donde se lleva a cabo otro tipo de
culto, el catimbó, también conocido como jurema o culto dos mestres. La
única condición para esta vecindad es la separación total de los recintos de
una religión y otra. Los orixás, se dice, no soportan el humo de tabaco,
elemento central de las prácticas del catimbó.
Este aislamiento riguroso de un recinto respecto al otro da la pista, a
mi entender, de la visión que la gente del candomblé tiene sobre la rela­
ción entre religiones: cada una -salvo la excepción que ya veremos- es
buena en mayor o menor grado, todas son respetables, ninguna está veda­
da, pero deben mantener su total autonomía entre sí, su separación, su
distancia. Lo inaceptable es la confusión, la disolución de las fronteras, la
mezcla, la contaminación. Esta es una de las razones, ya veremos otras,

2 Teoría nativa que coincide con la de algunos observadores (Bastide, p.ej.). Otros autores
(Ribeiro, Matta) piensan, a mi entender con toda la razón, que la fusión de las figuras de
ambos panteones fue resultado de que unas y otras eran objeto de actitudes devocionales equi­
valentes. Una confluencia tal se ha podido producir porque los distintos elementos que entra­
ron en el proceso compartían una misma forma de relacionarse con lo sagrado. Por debajo del
libre pasaje entre santos, diablos, dioses, espíritus de la naturaleza, almas errantes, etc., yace
una sintonía religiosa semejante, una manera similar de definir a los protagonistas místicos y
de relacionarse con ellos. Entidades cargadas de poder y peligro, exigen de los hombres, para
premiarlos con sus favores, devoción y ofrendas cuya negativa provoca su castigo.

126
Seis. Procesos identificatorios en el candomblé

por la cual los ‘hijos’ del candomblé menosprecian a umbanda, culto híbri­
do que recoge elementos del espiritismo, del candomblé, del catolicismo,
del budismo, etc. La tolerancia es, pues, enorme; sus límites son dos: la
pérdida de contornos y la intolerancia ajena.
Hay un espacio del campo religioso brasileño donde la permeabilidad
que he mostrado se interrumpe. El protestantismo, más específicamente
las denominaciones pentecostalistas, se postula a sí mismo como lo otro,
el espacio cuyo acceso implica no sólo el abandono de todos los demás,
sino un estado de guerra contra ellos. Aunque por cierto las cosas tampo­
co son aquí tan simples: los agentes y fieles pentecostales muchas veces
provienen de otras religiones subalternas y la mayoría de las presencias
espirituales de los templos evangélicos son entidades a las que se rinde
culto en los templos de umbanda y del candomblé, que en este contexto
son combatidas por medios exorcísticos. De todos modos, los evangélicos,
las múltiples iglesias y sectas en las que se dividen, son los paladines de
una cruzada contra las religiones de posesión -a pesar de que el pente-
costalismo también es, al fin y al cabo, una religión de posesión-3, sobre
todo contra umbanda y, más aún, contra el candomblé. Esta intolerancia,
mostrada en campañas de TV, en acusaciones judiciales, en la prédica
callejera, en las relaciones vecinales y hasta familiares, es lo único intole­
rable para los seguidores del candomblé.
Cualesquiera que sean las tensiones entre ellos, los agentes de las
diversas religiones se reconocen entre sí -para bien o para mal- como
agentes religiosos, o, mejor, como especialistas místicos eficientes.
Ninguno discutirá la realidad de las instancias espirituales que uno y otro
manipula, ni la capacidad taumatúrgica que puedan llegar a tener; la dife­
rencia proviene, ante todo, de la naturaleza que unos y otros suponen a
esas presencias y de la legitimidad que otorguen a su manipulación.
Pero este reconocimiento mutuo no diseña un campo del todo homo­
géneo. La adscripción religiosa del candomblero -desde cuya perspectiva
vemos en este texto el mapa- lo coloca en una situación de superioridad
respecto al de umbanda, ante sí mismo, ante la sociedad general y también
ante el umbandista. Por de pronto, su religión moviliza dioses y no espíri-

3 El Espíritu Santo desciende como un baño sobre algunos electos que así investidos muestran
Su Presencia por el movimiento incontrolado del cuerpo y ‘el don de lenguas’ o glosolalia
(hablar en lenguas que nadie conoce).

127
Sentido de la antropología m soppuas so¡ ap BiBoiodojjuy

tus de muertos como la otra. Su poder -sin hablar ya de su dignidad teoló­


gica- es, pues, superior; o sea, es mayor su protección mística frente a la
aflicción y a la hechicería, tanto cuanto mayor es su capacidad de provo­
car daño a los demás. Pero además, sabe -y sabe que el umbandista tam­
bién lo sabe- que el candomblé es una práctica mucho más exigente que
umbanda, por las largas, complejas y costosas ceremonias a las que debe
someterse con regularidad, además de los prolongados periodos de res­
guardo (abstinencia sexual, prohibiciones alimentarias, etc.) que éstas
conllevan. Todo esto sin hablar del prestigio que el conjunto de la socie­
dad brasileña ha terminado dando al candomblé y ha negado a umbanda.
Esa superioridad no la siente con relación al espiritista, cuya sabidu­
ría de lo sagrado, desinterés y bondad son emblemas tópicos, reconocidos
no sólo por todos los integrantes del campo religioso -con la obvia excep­
ción de los pentecostalistas-, sino por el conjunto de la sociedad civil. Esto
hace que, en algunos aspectos, la gente del candomblé pueda sentirse infe­
rior a los espiritistas. Pero por más que uno frecuente las casas de ‘mesa
blanca’ -otro nombre del espiritismo-, que uno consuma servicios de esta
agencia religiosa o que uno tenga al espiritismo y a los espiritistas en la
mayor de las consideraciones, no por eso va a hacerse uno mismo espiri­
tista. ¿Por qué no?
He aqui otra de las claves del campo religioso brasileño, al menos de
lo que algunos autores llaman ‘continuo mediúmnico’ (umbanda, espiri­
tismo, candomblé): no es uno el que elige religión, es la religión la que lo
elige a uno. O con mayor rigor: el tipo de presencia mística que se mani­
fiesta de una u otra manera en uno es lo que determina a qué tipo de agen­
cia religiosa debe uno acudir. Es común oír historias en las que un sacer­
dote de una de las religiones de las que estoy hablando advierte a alguien
que ha acudido en procura de algún tipo de auxilio espiritual (que la mayo­
ría de los casos implica la resolución de una aflicción de salud, de dinero
o de amor) que ese no es el sitio adecuado para obtenerlo, ya que la cabe­
za del cliente (= las entidades místicas que se han apoderado o que quie­
ren apoderarse de su cabeza) corresponde a otro culto. En ese sentido, la
lealtad a un culto no es otra cosa que lealtad a sí mismo, en la medida en
que el tipo de presencia mística que acompaña a un individuo depende de
sus características personales.
La lealtad al candomblé, el reconocerse en ese colectivo, no implica,
por lo tanto, desafección respecto al resto de las ofertas del campo, salvo

128
Seis. Procesos identifícatenos en el candomblé

allí donde su propia supervivencia está enjuego. La pluralidad externa, la


pluralidad de religiones, es una realidad no sólo aceptada por las gentes
del candomblé, sino hasta bienvenida. Por un lado, diversos requerimien­
tos hacen necesaria la oferta de diversos tipo de agencias religiosas. Por
otro lado, la noción de ‘verdad’ no es aplicable por fuerza al dominio reli­
gioso. Como me decía un sacerdote: “Si hubiese religión verdadera, habría
una sola religión”. Esta tolerancia no obsta para que no haya un orgullo de
candomblé, a menudo ligado a un orgullo negro, a veces -Brasil todo lo
permite- sentido por hijos de húngaros o italianos, blancos por fuera -
como ellos mismos dicen- pero negros por dentro.
A esta pluralidad interreligiosa corresponden varias más, ya propias
del candomblé. Ante todo, la de sus ‘naciones’, corrientes internas -algo
así como los ‘ritos’ dentro del catolicismo (‘rito armenio’, ‘rito copto’)-,
escuelas que comparten el sistema general de creencias y de prácticas pero
que difieren en aspectos litúrgicos (toques de tambor, pasos de danza, a
veces los nombres de algunos orixás). Nagó, queto, angola, gége, son las
naciones más habituales, diferenciadas al parecer -y los nombres apuntan
a apoyar esta idea- por las distintas regiones africanas que alimentaron el
tráfico negrero y con ello los aportes que se fundieron en el candomblé.
La actitud de los candombleros respecto a esta multiplicidad tiene la
misma sintonía que la que mostré al hablar de la relación con umbanda y
catimbó: conservar la pluralidad manteniendo las fronteras. No es, por lo
tanto, bien visto que un ‘hijo’ iniciado en una nación, siga las reglas de
otra en caso de abrir su propio templo. Mucho peor, el que en una ‘casa de
santo’ se mezclen características de naciones diferentes4. Las diversas
maneras de desarrollar el culto son todas ellas legítimas; la confusión, el
escamoteo de la alteridad, es ilegítimo.
Ahora bien, ‘nación’ es de hecho una entidad ideal, un referente
genérico; un plano de mayor realidad empírica es el de las ‘raíces’, los
‘pueblos’, las ‘líneas’, es decir, las procedencias genealógicas por las que
un templo es una suerte de sucursal de otro anterior, a su vez proveniente

4 Peor aún, que se inventen naciones, como he visto en una casa de santo, de agentes y públi­
co casi exclusivamente blancos, en un barrio de clase media de Sao Paulo. Aquí, además de
Umbanda, se ‘tocaba’ candomblé de la nación Congo. La propia mae-de-santo me decía que
había sólo otra casa en Brasil -en Salvador de Bahia, ¿dónde si no?- adscrita a esa nación.

129
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojtuy

de otro más antiguo5. Verdadera o no -la picaresca está muy presente en el


candomblé, y los primeros en ser conscientes de ello son sus propios adep­
tos-, la historia a la que se acoge un templo y que los ‘hijos’ de éste toman
como propia es para ellos un elemento básico de identificación, así como
objeto obligatorio de lealtad (a los ‘superiores’, a los ‘mayores’, a los
‘antepasados’). La desafección aquí también está ausente; el orgullo de la
propia raíz nada dice contra las raíces ajenas. Las acusaciones, cuando las
hay, giran sobre la mistificación de quien dice ser lo que no es, provenir
de donde no proviene, en fin, de quien confunde y difumina la alteridad.
El último círculo de esta serie concéntrica es el templo, la casa de
santo, y su jefe, la mae o el pai de santo. La lealtad a éste es máxima,
correlativa a la lealtad a uno mismo sobre la que el culto gira. Ante todo,
la mano del sacerdote es el instrumento básico de la iniciación del ‘hijo de
santo’, el procedimiento mediante el cual el candomblé procede a
materializar, como veremos, su identificación más profunda. Además, es
quien cuida de su orixá, y quien, de alguna manera, lo controla, desde el
mismo hecho material de que es quien permite o no el acceso del ‘hijo’ al
recinto donde mora el dios personal de éste; el sacerdote, además, puede
llegar a manipular al orixá contra su ‘hijo’ o actuar al respecto en forma
impropia.
Una vez más, la lealtad no es correlativa a desafección alguna. Haber
adoptado un pai o una máe-de-santo no lleva enfrentamiento alguno con
los demás sacerdotes. Más aún, un enfrentamiento del jefe de la propia
casa de santo con otro agente no compromete necesariamente a sus ‘hijos’;
es muy probable que el conflicto sea tomado como una cuestión personal
que no tiene por qué influir sobre la actitud de sus subordinados, aunque
éstos se cuiden mucho de demostrarlo frente a su pai o su mae.
A la pluralidad desplegada en los círculos concéntricos que he mos­
trado hasta ahora (religiosidad-continuo mediúmnico-candomblé-nación-
línea-casa de santo) corresponde otra pluralidad, ínsita en el sistema de
prácticas y creencia del culto. Este se manifiesta como un sistema polinó-
mico-totémico, es decir, un sistema integrado por un número superior a
tres -en este caso, bastante superior a ese número- de miembros de valor

s Dicho sea de paso, no creo que haya antecedentes de centros de candomblé anteriores a
mediados del siglo XIX. Ese es pues el límite de estas genealogías, lo que no impide que haya
agentes que inventen memorias de cuatro siglos.

130
Seis. Procesos identificatorios en el candomblé

equivalente, que, al mismo tiempo que mantienen una alta separación dia­
crítica, realimentan su equivalencia por relaciones de reciprocidad6.
El panteón establece una serie de modelos de ‘formas de ser’ a los que
no puede uno adherir de forma voluntaria: se ‘es’ de tal o cual orixá de
manera por completo independiente al propio deseo. Hasta se puede llegar
a ‘gustar’ más de un dios que no sea el propio, sobre todo por considera­
ciones estéticas puestas en juego en la presencia de los dioses en tierra, es
decir, en su danza ceremonial en las fiestas. La lealtad al propio dios -
materializada en el complejo y pesado sistema de obligaciones y precep­
tos- no implica para nada desafección de los ajenos. Más aún, en las
obligaciones, las ofrendas no sólo se entregan a las divinidades ‘del’ adep­
to, sino a varias otras, según esquemas que varían de caso a caso.
La filiación a una divinidad tampoco conlleva una lealtad específica a
las demás personas con las que se comparte el carácter de ‘hijo’ de un
orixá'. no hay cofradía alguna de ese tipo, por más que haya una relación
de hermandad que va más allá de las fronteras del templo: se considera
que relaciones amorosas, más aún -en el caso de vínculos heterosexuales-
de matrimonio, entre ‘hijos’ del mismo santo7 no pueden llevar a buen
puerto. Por el contrario, los adeptos que hayan pasado juntos por la ini­
ciación mantienen de por vida una relación particular: son ‘hermanos de
barco’. Ambas hermandades -de barco, de templo- son diferenciadas jerár­
quicamente. Nadie puede ser exactamente igual a los demás, y su lugar

6 Hablo de ‘tótem’ en oposición a ‘casta’; como en tantas otras cosas, soy aquí deudor de Lévi-
Strauss (1962: Cap. IV) cuando revela que ambos son alternativas estructurales de articula­
ción de elementos discretos en una unidad social. En un libro sobre clasificaciones simbóli­
cas, he estudiado con mayor detenimiento este tema, con la siguiente conclusión:
“Con unos y otras (grupos totémicos y castas) se resuelve una misma cuestión, la
de la conjugación de la identidad y la diferencia. La oposición entre casta y tótem
está en que si con la primera se vuelve discreta una comunidad de manera tal que
sus elementos ne sean intercambiables, que el lugar que ocupen esté determinado
por una situación de más y de menos según un parámetro específico (...), con el
segundo la separación se produce por un tipo de diferencia ‘horizontal’, en la que
los elementos son, por así decir, isotópicos, pertenecientes a un mismo registro,
tanto como lo son -en el plano emblemático con los que los grupos totémicos man­
tienen relación de significación- los seres de la naturaleza que los representan”
(FGB, 1990: 179).
7 De todas maneras, estas relaciones sólo son posibles -al menos como modelo- entre adep­
tos de templos diferentes. Relaciones entre ‘hijos’ del mismo pai o de la misma mae de
santo -y por lo tanto, ‘hermanos’- son consideradas incestuosas.

131
Sentido de la antropología ni sopguas so| ap ei6o|odotjuv

preciso es señalado en diversos momentos por gestos rituales como el


orden de saludos; el criterio general de diferenciación es el de la ‘edad de
santo’.
El hecho de que la clase identificatoria por excelencia, la de hijos del
mismo santo, no sea una corporación tiene como correlato la prioridad
absoluta de la agencia, de la casa de santo, sobre toda otra instancia -exter­
na o interna-, la eliminación preventiva de cualquier foco de poder inter­
no diferente al del jefe de la casa o no derivado de él; esta prioridad está
por detrás, a mi entender, de la prohibición de relaciones amorosas entre
hermanos de santo: no puede haber potestad sobre un individuo dentro de
la casa de santo que no emane de ella misma. Pero además de lo revelado
por esta interpretación de corte weberiano, hay otros factores en juego,
propios a la teo-lógica del culto. El dios no es una entidad única y
monolítica; está articulado en tres planos8.
Uno de máxima generalidad, donde se habla, p.ej., de Oxalá o de
Ogum, de Abaluaé o de lemanjá. Este plano tiene un primer efecto
identificatorio en términos de las características emblemáticas más gene­
rales: la belleza y vanidad de Oxum, la duplicidad de lemanjá, el aventu-
rerismo de Oxosse, etc. Ahora bien, como bien ha sabido ver Segato
(1995: 181 ss) “el sistema presenta la singularidad de que cada individuo
no exhibe todos los trazos reconocidos para cada orixá, sino sólo algunos”;
es decir, la pertenencia a la misma clase no implica una indiscriminada
equivalencia con los demás miembros de la misma. Más aún teniendo en
cuenta que la caracterización de cada ‘hijo’ no sólo toma en cuenta a su
santo principal, sino al secundario o adjunto (juntó en el habla del can­
domblé). Una eventual corporación, pues, no podría pues estar compues­
ta, p.ej., de ‘hijos’ de Xangó, sino de ‘hijos’ de Xangó y Oxum, diferentes
a los de Xangó con lemanjá, diferentes a su vez de los de Xangó con lansá,
etc.
Un plano más específico es el de las ‘cualidades’: cada dios se mani­
fiesta en varias de éstas, de igual manera que en el sistema católico tene­
mos una multiplicidad de Vírgenes. Las cualidades de cada orixá se dife­
rencian entre sí de diversas maneras, a veces por edad (así tenemos un

1 He dedicado el capítulo V de Las formas de los dioses al desarrollo de esta cuestión que,
en general, ha sido poco tratada por otros investigadores, con la gran excepción de Rita Laura
Segato y su Santos e daimones.

132
Seis. Procesos identificatorios en el candomblé

Oxalá joven (Oxaguiá) y uno viejo (Oxalufa), a veces por la presencia de


rasgos no característicos del estereotipo genérico (Oxum, en general pací­
fica, tiene una cualidad guerrera, Oxum Pandá) o por la ausencia de ras­
gos que sí son característicos (lansá, de gran vinculación con el mundo de
los muertos, tiene alguna cualidad que carece de esta propiedad). Tales
diferencias se ven reflejadas en particularidades rituales, como ritmos de
danza, ropajes y aditamentos emblemáticos de los orixás en tierra, tipos de
ofrendas, etc.
El último plano es el de la divinidad personal que el candomblero
‘tiene’ en su cabeza, la misma que anida en la piedra sagrada (ota) que se
guarda en el recinto sagrado del templo, el roncó. Más allá de los relatos
teogónicos por los que tal o cual orixá ha nacido en tal o cual circunstan­
cia y producto de tal o cual unión de otros dioses, aquél propio de un hijo
de santo nace en el mismo momento que éste nace como fiel del culto9. El
santo nace en la mano del pai o de la mae-de-santo; esta denominación
asume así todo su valor literal, a pesar de la incomodidad de muchos agen­
tes a quienes esta paternidad o maternidad les resulta casi sacrilega y pre­
fieren pensarse a sí mismos como zeladores de santo. La paternidad de los
santos es paralela a la paternidad de los hijos de santo. Con el mismo gesto
el sacerdote hace el santo para el hijo y el hijo para el santo: uno es refle­
jo del otro.
Así es pues la manera en la que el candomblé brinda a sus miembros
‘identidad’, un encuentro con la verdad de uno, verdad al mismo tiempo

9 “El orixá, como dueño de la cabeza del hijo y padre o madre de ese hijo, en el lenguaje popular (de acuer­
do con el género del santo que le haya correspondido) existe en el mundo sola y exclusivamente a través
de éste, y es en la forma, en los gestos y en el carácter de éste que puede llegar a ser conocido” (Segato,
1995: 332).

Este es, supongo, uno de los núcleos más densos y misteriosos del culto:
“El santo concreto de la cabeza del adepto (...) nace en y para esta relación:
“Nace, ¿no? Vino ahí, aquella primera vista. La energía nació en mi mano, del orixá.
‘El santo nació’, se dice. Nació ahí, en aquella hora, en mi mano. ‘Nació en su cuer­
po’, es la expresión, ¿no? Nació esa energía. Es la expresión: ‘Nació en mi mano’”.
Nacimiento del santo que no niega que existiese antes de ese acontecimiento. El
dios no nace, pero nace. Esta es la paradoja que cierra el misterio -en el mismo sen­
tido en que se habla del misterio de la Santísima Trinidad- de la pluralidad de pla­
nos del orixá” (FGB, 1994: 136).

733
Sentido de la antropología m sopguas so| ap Bi6o|odo.uuy

compleja y elemental. Esta verdad, el sí mismo, se construye a partir de


personajes-modelos, los orixás, o mejor aún, de los oduns, las maneras de
estar en el mundo que los orixás encarnan y ejemplifican, y sus ‘hijos’
reproducen y realimentan. La estratificación de niveles de ‘santo’ hace que
este modelo sea al mismo tiempo del entendimiento y de la imaginación.
Si en el plano genérico y en el de las cualidades, uno puede ser pensado -
por los otros y por sí mismo-, en el del santo de la cabeza de uno, uno
puede vivirse10.
Ahora bien, tanto en el orden del pensamiento cuanto en el de la
vivencia, no hay verdad una, hay la verdad de cada cual que llegue a ser
sí-mismo. No hay manera auténtica de ser, dice el candomblé, salvo ser
auténticamente.
&
Una piedra para cada individuo, un individuo para cada piedra; el ser-
de-tal-manera (y no de otra), esbozado en los otros planos identificatorios,
se transforma aquí en un dato incompartible, único, intransferible. La
identificación ofrecida por el candomblé reduce los ‘otros’ en los que uno
se refleja hasta llegar a la clase de un solo miembro, el espejo único de
imagen única, allí donde mi mismidad alcanza la densidad de la piedra.

Dicho lo cual quiero prolongar esta presentación en tres direcciones


complementarias. Por un lado, hacia la cuestión de los cuadros clasifi-
catorios que las diversas religiones ponen en operación; por el otro, hacia
las características que, a partir de estos cuadros clasificatorios, imprimen
los diversos cultos a sus procedimientos identificatorios; por último, hacia
dimensiones más concretas de estos procedimientos.

Los sistemas clasificatorios


Una religión brinda a sus eventuales seguidores, ante todo, un mapa
del mundo, es decir, un esquema que lo organiza y da sentido según un
esqueleto lógico: su sistema clasificatorio. Sistemas que son de diferente
complejidad y de diferente efecto.

10 Segato (1995: 331) habla del “santo individual, personal, atributo de lo sensible, y el santo
como entidad del más allá, padrón inteligible que estampa su forma en el imaginario colecti­
vo”.

134
Seis. Procesos ¡dentificatorios en el candomblé

El pentecostalismo trabaja con el modelo más simple, el del dualismo


mesiánico que postula la eliminación del otro. Para ello debe suprimir toda
pluralidad; la del lado de acá, eliminando las figuras sagradas pero no
divinas tradicionales del cristianismo (santos, vírgenes, cristos, ángeles);
la del lado de allá, comprimiendo en la persona del diablo la diversidad de
espíritus de muertos y divinidades que habitan los templos del candomblé,
el espiritismo y umbanda.
El catolicismo, ejemplo opuesto, engarza prácticamente todas las
posibilidades. Un dualismo Dios/ Diablo, que a menudo hace de este últi­
mo una figura a la que no se puede renunciar; temas como la obvia de las
tres figuras (Padre, Hijo, Espíritu Santo) o las de mediación de la Virgen
y de los santos; los polinomios establecidas en el santoral y en los diver­
sos Cristos y Marías; un individualismo residual en la imagen del Angel
de la Guarda. La larga y poderosa vida de esta religión, su gran capacidad
de absorber lo ajeno, debe sin duda mucho a esta pluralidad clasificatoria
y a la capacidad de poder ser puesta enjuego sin mayores contradicciones
por todo tipo de demanda de sus fieles.
El catolicismo está a disposición de erguirse junto al Bien contra el
Mal -sea en España junto a Franco contra la República o en Brasil junto a
los campesinos sin tierra contra los terratenientes y el Estado-; la vertien­
te mesiánica está siempre a mano. Esto no es óbice para que todo fiel sepa
a qué santo encomendarse en diversas aflicciones: a quién pedir por la
vista amenazada, por el novio que no se encuentra, por el empleo que se
ha perdido. O dirigirse a otra mediación, la de la gran aberración clasifi­
catoria, María, madre virgen e hija de su hijo, a cuyas diferentes imáge­
nes, cuando se las prepara para las procesiones de Semana Santa en la ciu­
dad en la que vivo -Cádiz-, sólo pueden vestir homosexuales.
El candomblé, por su parte, opera con tríadas y polinomios: las ternas
explícitas en la configuración espacial de sus templos o implícita en la
lógica que subyace11 al culto, el polinomio ‘horizontal’ (cf. nota 6) del pan­
teón y de los fieles. Mediante estas figuras clasificatorias huye del dualis­
mo, al que, por cierto, lleva marcado en su carne, en cuanto producto de

" En un caso, se trata del triángulo que opone el roncó (el cuarto que alberga las piedras donde
moran los orixás), la casa de Exu -divinidad liminar de gran poder y peligro- y la sala en la
que bailan los santos incorporados. En el otro, el triángulo cuyos vértices son el dominio
doméstico, el templo y el dominio público de la ciudad. En FGB, 1994: cap. III, se describen
con todo detalle estas temas.

735
Sentido de la antropología /// sopguas so¡ ap Bi6o|odojjuv

la esclavitud, pero que conserva sólo como aquello que debe ser negado.
El tipo de alteridad con la que trabaja este culto es siempre plural.
Lo que sorprende en el candomblé es lo bien montadas que están las
piezas como para que la afirmación de sí no sea la negación del otro, y,
además, para que la pluralidad campe por doquier. Todo eso, de la mano
con que el sujeto de identificación no es el colectivo, sino el individuo que
lo emplea, que emplea, -si esa es la palabra-, los diversos colectivos con­
céntricos de los que he hablado, como objeto de identificación: como
espejo que muestra, que crea, la verdadera imagen de sí.

Los procedimientos identificatorios

En momentos como los actuales, marcados por eso llamado


‘globalización’ -no otra cosa que la entropía de la que hablaba Lévi-
Strauss en las páginas finales de sus Tristes tropiques, no otra cosa que
las previsiones olvidadas de Rosa Luxemburgo-, pareciera como que la
búsqueda de nichos de especificidad, la resistencia a la uniformidad, sea
como un valor positivo. No hay que olvidar, sin embargo, que la mayoría
de las veces la homogeneidad negada con lo que queda fuera de las fron­
teras establecidas se implanta en forma implacable dentro de ellas; la anti­
uniformidad se conjuga con la máxima uniformidad. La ‘limpieza étnica’
amenaza siempre en las profundidades -o en la superficie- de todo mesia-
nismo identitario, sea de pre-texto religioso, político, étnico, nacional,
genérico, etc. Toda ‘identidad’ implica exclusión, pero ésta no tiene una
sola modalidad. El tipo de exclusión -el tipo de ‘otro’ y de qué hacer con
él- con que opera un sistema es tal vez el rasgo que más profundamente lo
particulariza (¡lo identifica!).
La especificidad del candomblé respecto a otros procedimientos
identificatorios es que, por un lado, presenta una compleja articulación de
niveles (que recuerda la segmentaridad que Evans-Pritchard veía en la
sociedad nuer), y, por el otro, que las diversas alteridades con las que juega
no producen antagonismo ni son producto de él. El principio del candom­
blé es el de la exclusión incluyente, un particular arreglo entre la unidad y
la diferencia.
Veamos cómo opera la lógica de la producción de ‘identidad’ en diver­
sos ejes por los que se define: por un lado, con relación a su carácter; por
otro, con relación a la extensión y comprensión de las unidades clasifica-

136
Seis. Procesos identificatorios en el candomblé

tonas que establece; por último, con relación a los mecanismos discrimi­
natorios en operación. La forma en la que los distintos miembros del
campo religioso brasileño cumplimentan cada uno de estos ejes forma
estructura -en un sentido fuerte de la palabra- con las formas que emple­
an las otras alternativas dentro del campo religioso. Estos son, p.ej., los
juegos de simetrías, inversiones y otras figuras de conversión que se
establecen si ponemos frente a frente candomblé y pentecostalismo.
Carácter: En la conversión evangélica, se ofrece una manera de ser
(una ‘identidad’) nueva, tras la muerte de la anterior. En la iniciación del
candomblé, por el contrario, se franquea el regreso a un sí mismo origi­
nario que la vida social ha ocultado o desfigurado; usando una expresión
que no es mía, el candomblé libera a sus miembros del fuera que llevan
dentro.
Extensión y comprensión: El pentecostalismo brinda un referente
único, indiscriminado y abstracto -los salvos-, correlativo a Jesús. Para el
candomblé, toda clase no es más que una entre varias, cada una está articu­
lada en su interior, y es correlativa en su pluralidad a un mundo espiritual
segmentado horizontalmente en un número indeterminado pero limitado
de unidades (los orixás) y estratificado verticalmente en tres planos (el
santo genérico, la ‘cualidad’ y el orixá intransferible y concreto de la cabe­
za de uno).
Procedimientos discriminatorios Los pentecostalistas se oponen,
como Dios al Diablo, a quienes cierran el corazón a Su Palabra: hay ‘dos’
donde debe haber ‘uno’. La gente del candomblé se mueve entre oposi­
ciones plurales de las que sólo está excluida la exclusión. Las fronteras
entre unidades (cualesquiera que sean, desde las naciones a los orixás), sin
embargo, siempre son muy altas, ya que la mantener la pluralidad implica
evitar la contaminación.

Los orixás como significantes

Mi exposición se ha mantenido en un plano lógico, o, mejor, teo-lógi-


co. Esta determinación abstracta no ha tomado en cuenta otras de mayor
concreción. Ante todo, el descubrimiento y asunción del propio santo no
es el procedimiento mecánico y lineal, atemporal, que, dados los objetivos
que en este texto me planteaba, podría sugerir la forma en que lo he pre­
sentado. Rita Laura Segato, en el libro ya citado, describe, como nadie

137
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap ei6o|odoJiuv

antes lo había hecho, el complejo proceso en el cual se determina la filia­


ción sagrada del neófito: una tensa y prolongada negociación cuyo fruto
es la adopción mutua de individuo y santo, y con ello la construcción
narrativa de sí mismo que la agencia brinda al primero. El sujeto es efec­
to del significante12, he aquí, si hacía falta, una comprobación adicional.
Ahora bien, ¿cómo son estos significantes-oráós?, ¿cuáles los planos
que en ellos se articulan?, ¿de qué están hechos?, ¿cómo se presentan a (y
desde) la conciencia de quienes se definen a partir de ellos? Segato avan­
za mucho en esta senda; imposible en los límites de este trabajo volcar sus
diversas exploraciones. Quiero, de todas maneras, señalar una de estas
vías que me interesa en particular, la de los ejes semánticos sobre los cua­
les se produce la noción de cada orixá, de cómo se describe a cada santo,
de cómo se señalan verbalmente las marcas en los humanos de su presen­
cia. Más que resumir lo expuesto por la autora, me importa indicar, sobre
la base de su texto y de mis propias indagaciones, un esbozo de programa
sobre la cuestión que sólo puede ser resuelta en campo.
Se trata de palabras ajenas, de las de los hombres y mujeres que con
sus cuerpos y vidas hacen y son el candomblé: ¿De qué hablan cuando
hablan de los santos, de los suyos y de los ajenos (¿hay diferencias en un
caso y el otro?)? ¿Con qué términos lo hacen? ¿Cuáles son las metáforas
que refieren a lo humano desde adscripciones del mundo natural y social?
¿Con qué ámbitos de la materia y del espíritu humanos juegan los discur­
sos? ¿Qué anatomía (es decir, qué clasificación del cuerpo -de sus partes
o factores, de los distintos cuerpos, de las acciones-) les subyace? ¿Y qué
psicología, es decir, qué clasificación de facultades, emociones, pasiones,
etc.?

12 Proposición y propuesta sobre las que gira el texto mío del que hablo en la nota 1 de este
trabajo.

138
D

HACIA EL LIMITE
BlIlAin 13 VI3VH
SIETE
LA ESCALERA DE WITGENSTEIN O CÓMO DEJAR DE
ROMPERNOS LA CABEZA CON LA EFICACIA SIMBÓLICA

0.1. Un drama teórico

“No nos quedan más que citas. La lengua es un sis­


tema de citas "
J. L. Borges

En diversas circunstancias, al enfrentarme a cuestiones como las de la


hechicería o de la posesión, he tenido la evidencia de que la teoría tejida
hasta el momento me dejaba sin cobertura alguna, como huérfano. Así lo
he dado a entender en escritos en los que intentaba paliar mi perplejidad
ante el desencuentro entre literatura y experiencia de campo o, las más de
las veces, el desencuentro de la literatura consigo misma, su falta de con­
sistencia. Ahora bien, si en un primer momento una carencia tal me resultó
gravosa, más tarde me mostró sus beneficios. Tanto que, por último, he lle­
gado a pensar que no vale la pena un trabajo que no desemboque en la
diferencia, no denote una ausencia, no desafíe lo ya establecido, no lo
ponga en cuestión, en crisis. ¿Cómo se desarrolla más en vivo este drama?
En campo, uno escribe. Es la ‘grafía’ de la etnografía. Pero no escribe
si antes no ha leído. Leído no sólo o no tanto lo que de manera explícita
es mensaje -lo expresado de una manera u otra por los agentes-, sino todo
aquello que dice a pesar suyo, que dice sin decir, que dice -tal vez- sólo
para nosotros, observadores. En otras palabras, uno debe convertir en texto
lo que, para ser eficaz, no se presenta a la luz como tal. Estas labores de
traducción, a poco que se las acometa, se muestran necesitadas de reglas,

141
Sentido de la antropología ni soppuas so| ap Bi6o|odoj}uv

reglas que conforman lo que se puede llamar ‘teoría’: el cañamazo sintác­


tico que subyace a la descripción que uno hace'.
Es entonces cuando uno echa en cuenta que ese cañamazo no está
disponible, que nadie lo ha levantado. Pero esa falta, al menos es mi expe­
riencia, sólo brilla cuando uno ya ha diseñado como en una línea de pun­
tos su perfil borroso. ¿Qué plano discursivo, por encima del que uno está
empleando, debería existir para legitimar tal descripción de espacios ri­
tuales o tal interpretación de un sistema adivinatorio, que las convirtiera
en casos suyos? ¿Y qué diría? ¿Cómo se formula la Ley*2 de la que lo que
uno ha revelado sería un mero caso, pero un caso que exige serlo de una -
alguna- Ley? Esto uno lo sabe como en sueños, si se me permite la compa­
ración; la figura nunca está completa. La descripción o la interpretación se
articula, pues, según una lógica cuya formulación es ausente: una teoría
virtual. La ‘grafía’ de uno vive a crédito de una construcción en cierne.
Veamos un ejemplo.
Cuando en el prólogo a su coletánea de trabajos sobre witchcraft and
sorcery M.Douglas (1976) intentaba poner algún orden en ese campo de
estudio, inauguraba una tentativa que, por fructífera que parezca, no tuvo
continuidad ni sistematización en lugar alguno de su obra posterior, ni, que
yo sepa, en la de nadie. La perspectiva implícita propuesta era la de tomar
a las sociedades como espacios, topologías cuya nudosidad interna al
mismo tiempo es la conformación de la sociedad tanto cuanto la manera
en la que ésta es vista y actuada por los integrantes de tal conformación.
De tal guisa, la creencia en w. and s., o en todo otro peligro, como el de

' Es necesario diferenciar esta manera de pensar ‘teoría’ -definida así como una suerte de
gramática de un discurso disciplinario- de otra posible acepción suya que la concibe más bien
como un contenido, un diagnóstico del estado del mundo. Es decir, modelo de discurso vs.
modelo de ‘realidad’. Esta segunda versión anhela ser en verdad fiel a su etimología, ‘theo-
rein’, visión de lo real. Pero, ¿cómo lo haría si -Witgenstein mediante- se necesitaría la tota­
lidad del significante para dar cuenta del mundo? Como un mapa al estilo Borges, tan gran­
de o mayor aún que el territorio representado, ‘teoría’ -en este sentido- sería el conjunto de
proposiciones que dan cuenta de los hechos atómicos. Lejos de tamaña desmesura mi reque­
rimiento.
2 Que a nadie espante el uso de este término, al que le doy más que nada valor de norma de
discurso. De todas maneras, cuando se apela a ‘ley’, hay que hacerlo, y así lo hago, bajo la
advocación a Witgenstein, quien casi al final del Tractatus (1979 [1922]: 6.371-6.372) habla­
ba de “(...) la ilusión de que las llamadas leyes naturales sean la explicación de los fenómenos
naturales. (...) Así los modernos confían en las leyes naturales como en algo inviolable, lo
mismo que los antiguos en Dios y en el destino”.

742
Siete. La escalera de Witgenstein

los leprosos a los que Douglas refiere en un texto posterior, o el ya preté­


rito de los comunistas, despliega el mapa sobre el que se establecen dis­
tintas posiciones posibles: enemigos externos del grupo, alejados de él o
infiltrados, desviacionistas peligrosos, enemigos internos aliados con el
exterior. Las formas mostradas, las combinaciones topológicas, ¿agotan el
campo de posibilidades? No lo parece. Sin embargo, ¿dónde encontrar,
cómo formular la totalidad de arreglos? ¿Existe acaso la posibilidad de
establecer una geometría a-priori de la que estos ejemplos sean casos
deducibles? O, viendo las cosas desde otro ángulo, ¿existe la necesidad de
una cobertura tal, un juego de legalidades que quizás no fuese más rico
que las anodinas leyes de la naturaleza social formuladas por Radcliffe-
Brown? ¿No bastaría, por el contrario, quedarse con el recurso más o
menos intuitivo de fuertes términos topológicos, tal ‘centro’, ‘periferia’,
‘fronteras’, etc.3?
Pensaba al comienzo, en la medida en que me formulaba a mí mismo
la cuestión, que lo que se me presentaba como agujero negro de teoría sólo
podría ser resuelto en el cuadro de paradigmas aún inexistentes. Los Maes­
tros -fuesen quienes fuesen los ilustres difuntos, o aún vivientes, a quienes
adjudicase yo tal responsabilidad liminar (al menos: Durkheim, Mauss,
Van Gennep, Freud, Saussure, Jacobson, Lévi-Strauss, Lacan)- habían lle­
gado a un cierto punto; la disolución de mis perplejidades estaba más allá
de esa frontera.
La idea que de esto me hago ahora es la inversa. No hay fronteras o,
mejor, si las hay, encierran dentro de sí, como bolsones de resistencia,
ciertas regiones intransitadas o mal transitadas. En otras palabras, todo el
espacio de lo pensable está ya abierto. Todo objeto social -en el sentido
más abarcador del término-, todo aquello que pueda ser enunciado en una
proposición sociológica -también en el sentido más abarcador del término
(es decir, hablando en instancias académico-administrativas: sociológica,
antropológica, lingüística, psicoanalítica)- se inscribe en ese espacio,
ilimitado pero finito como la cosmología contemporánea ve al Universo

3 En estas regiones del mundo, puede pensarse que, como en la Ithaca del poema de Cavafis,
valen más los caminos que llevan que la meta:
“¿(...) quién se atrevería a negar que, en nuestras disciplinas, las conclusiones valen esencial­
mente por el camino que a ellas conducen, las tesis propuestas por sus supuestos, las claves
teóricas por las cerraduras que permiten abrir, las generalizaciones avanzadas por la exposición
minuciosa de las singularidades que encierran?” (Lenclud, 1991: 50).

143
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ei6o|odojjuy

físico. Es evidente que no todo ha sido dicho, pero la lengua que permite
cualquier formulación ya está urdida. Nuestros paradigmas son consisten­
tes, si no quizás en el sentido duro de que no admitirían proposiciones que
se contradijesen mutuamente, sí en el de que toda proposición posible es
derivable de ellas. A partir de este cierre del Campo, las posibilidades son,
creo, dos: o partir hacia el escepticismo estetizante posmodemista o
emprender la vía del conocimiento. Pero si se sigue la segunda alternativa,
¿de qué puede haber conocimiento?, ¿de qué puede haber ciencia?

0.2. El argumento

Las reflexiones que aquí presento no están destinadas a fundamentar


esta imagen o a responder a ciencia cierta los interrogantes abiertos, sino
que, basadas en aquélla y con el fondo de éstos, vuelven sobre pasos ya
dados para encontrar lo que estaba allí inadvertido. Reflexiones estas que,
para mí, sólo valen como la escalera con la que Witgenstein comparaba la
labor de su Tractatus: un utensilio que no está más que para ser usado una
única vez. Lugar de paso, no de estancia. Lugar que muestra su vacuidad
cuando se lo supera, que se desvanece. Si hay cuentas pendientes hay que
cancelarlas de una vez por todas para abocarse a lo que en verdad intere­
sa: construir una casa en la campiña austríaca o producir conocimientos
limitados de objetos delimitados. Develar figuras.
Decir las cosas de una vez, decir las cosas una vez, ¿cuánto texto
ocupa? Tengo la impresión de que cuanto más central, más fructífera, más
reveladora, una idea, más breve su formulación. ¿Cuántas líneas necesitó
Mauss para postular la noción de ‘hecho social total’? Comparemos esta
virtud telegráfica con la abundancia minuciosa y cargante de los burócra­
tas académicos -pienso en Parsons o en Merton- que normalizaron el pen­
samiento y la labor sociológicos décadas más tarde. El ‘Di tu palabra y
rómpete’ no sería apotegma desacertado para estas lides. De hecho, lo que
quiero decir, lo que digo que está ya dicho, como horizonte último de la
indagación sobre eficacia simbólica puede condensarse en pocas líneas.
1. No nos es necesario a los antropólogos dilucidar los mecanismos
neuro-vaya-a-saber-qué intervinientes. Nuestro cometido es otro.
2. Ese cometido es el de damos cuenta de lo que ya nos hemos dado
cuenta, es decir, de aquello sin lo que nuestra disciplina no sería tal.
En otras palabras, abandonar el sentido común de nuestra cultura

144
Siete. La escalera de Witgenstein

para asumir la disolución de eso que se nos dice que somos: ‘yo’,
‘persona’, en fin, la denominación que mejor entendamos ajustarse
a esa categoría, a ese construido.
3. Los ‘efectos corporales’ -es decir, la productividad de la ‘eficacia
simbólica’- se inscriben en el juego entre sujeto y significación, en
la misma medida en que el sujeto es un espacio abierto por la sig­
nificación. La ‘eficacia simbólica’ es el traslado al cuerpo de la sig­
nificación que el cuerpo ya es; como enseñó Mauss, el cuerpo es un
hecho -acontecimiento y producto- de sociedad. En la pregunta por
la ‘eficacia simbólica ’ se revela como en ningún otro sitio, como
punto estratégico de mostración, el carácter fantasmático, especu­
lar, constituido, del sujeto. Tal pregunta se muestra, pues, no como
una cuestión periférica o pintoresca en el campo de nuestra(s) dis­
ciplina (s), sino como indicador estratégico del nivel más fundante
de toda interrogación Antropológica, su centro mismo. ¿Cuál es
este centro, ese horizonte de inteligibilidad?
4. Éste: La prioridad de la significación sobre el sujeto, correlativa a
su surgimiento abrupto y total. Tal irrupción es al mismo tiempo la
de la separación entre Significante y significado, y entre dos tipos
de mujeres (instaurado por la prohibición del incesto). Esta doble y
coincidente escisión (materialización del corte Naturaleza/Cultura),
es el punto de partida de toda clasificación. Orden clasificatorio
que abre con sus articulaciones el campo de lo sagrado. ¿Qué quie­
re esto decir?
5. Que la fuerza de la sociedad -lo sagrado de Durkheim- no se
encuentra tanto en sus grandes movilizaciones extraordinarias, sino
en la micro-costura y en la micro-repulsión implícitas en sus crite­
rios clasificatorios. Lo sagrado, las operaciones que giran sobre él,
trabaja con estas valencias positivas y negativas. Hacer lo sagrado
presente es fruto de la manipulación de las fronteras clasificatorias.
Sus efectos -tanto los que hacen el orden de la sociedad, como los
que hacen el orden del cuerpo- son producto de esa energía.
Las páginas que siguen recorren estas formulaciones de manera más
demorada. No se trata, bueno es advertirlo, de un trayecto lineal, sino más
bien del tipo al que Heidegger se refería con holzweg, la pista trazada por
el andar del leñador por el bosque, chemin que ne mène nulle part -dice la
version francesa-, ‘senda perdida’ -la española-; tal vez una referencia

145
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap ei6o|odoj}uy

náutica hablase de ‘deriva’. Las páginas que siguen van pues ‘a la deriva’
entre los islotes detectados en la enumeración precedente. ¿Cabrá la
posibilidad de una aforística antropológica?

1. Acerca del Sujeto.


1.1. La histeria

El Verbo se hace carne, ese es el fenómeno con el que nos encontra­


mos en las cuestiones que nos ocupan. Desde siempre, el pasaje entre lo
corporal y lo simbólico ha producido entre los observadores que no se han
negado a verlo muchas incomodidades. Uno de los procedimientos para
superarlas ha sido remitir el asunto a la psicopatología: lo que ocurre es
del dominio de la histeria. El propio Charcot, nos cuenta Freud (1988
[1893]: 35), veía en los fenómenos demoníacos históricos una raíz de esta
naturaleza4. Esta psiquiatrización de los fenómenos místicos no era, sin
embargo, más que la reformulación de una tendencia muy antigua. En
pleno período de la witch-craze, algunos de sus propios actores dieron una
interpretación semejante. Los hombres de Estado y de Iglesia en España,
a diferencia de lo que hicieron sus equivalentes en el resto de Europa,
veían locura en las confesiones y auto-acusaciones de los supuestos hechi­
ceros (C. Guilhem, 1981: 207; Henningsen, 1983: 342). Como correlato
de este saber, la Inquisición española -como ya he dicho, a contramano de
la tendencia europea general- no quemó brujas; por el contrario, las prote­
gió de las furias aldeanas. Sin embargo, lo que fue una visión esclarecida,
propia de una nueva épistémé se volvió con el tiempo un escollo a la apro­
ximación sociológica, no a una épistémé más, sino a la Ciencia -si se me
permite-.
Las críticas a un escamoteo tal -realizadas por gentes como Bastide,
Metraux, Leiris, Lévi-Strauss- fueron indispensables para sustentar los
estudios llevados a cabo sobre estos problemas: no se trataba de una
anormalidad clínica, sino de una normalidad culturalmente pautada y

“En realidad la Edad Media escogió ya esta solución (la hipótesis de una disociación de la con­
ciencia) al admitir como causa de los fenómenos histéricos la posesión por el demonio. Todo
se reduce a sustituir la terminología religiosa de aquella oscura y supersticiosa época por la
científica de los tiempos presentes. Charcot (...) acudió al rico material de datos contenidos en
los procesos por hechicería y posesión satánica, para demostrar que los fenómenos de las neu­
rosis habían sido los mismos en todos los tiempos”.

146
Siete. La escalera de Witgenstein

requerida. Sin embargo, al dar la espalda a la histeria no se caía en cuen­


ta de que se dejaba de lado algo que podría ayudar en mucho a encuadrar
nuestro objeto. No, por cierto, porque sirva para algo poner el nombre
‘histérica’ a la india cuna cuyo parto dificultoso es asistido por el canto del
abisúa, o a cualquier otro caso descrito en tantas etnografías. Esta etique­
ta es inútil o, para ser más preciso, anti-útil, no sólo, o no tanto, porque,
como se dice en estas ocasiones, no se hace con ello más que desplazar la
dificultad, sino porque el echar mano de una categoría que en un caso así
sólo puede ser abstracta (además, pero eso es otra cuestión, de extra-disci­
plinaria) nos ciega el acceso a la lógica específica del fenómeno, a su lógi­
ca cultural.
Tener a la histeria en cuenta no puede significar mantenerla en la
reserva como término descriptivo o heurístico a ser aplicado en caso de
emergencia. Significa sí que lo que llamamos ‘eficacia simbólica’ no
necesita una propia legitimidad disciplinaria; no es cuestión de los antro­
pólogos fotografiar por vez primera al monstruo del lago Ness. La cons­
trucción psicoanalítica de la histeria -de la histeria de conversión, por mor
de exactitud- nos proporciona la evidencia clínica de que -uso una fórmu­
la débil- cuerpo y signo no son realidades heterogéneas. El actual furor
genético y neuroquímico concordará con ello, pero sólo para postular una
línea de determinación no demasiado diferente, por cierto, a la que man­
tenía Lévi-Strauss en La pensée sauvage al anhelar la disolución de las
ciencias humanas en la físico-química. La idea de que el mundo del sím­
bolo es un efecto de la Naturaleza, sin embargo, tendría su baza máxima
en la inexistencia de una lógica de aquél: un producto inerte de algo que
ocurre en otro plano de realidad, el juego de sombras en las paredes de la
caverna platónica.
Es esto, precisamente, lo contrario a lo que desde hace un siglo han
mostrado aquéllos que a estas cosas se dedican. Ahora bien, el tratamiento
de la histeria tal vez sea el punto primero de la revelación de esta lógica
del símbolo y de su potencia. Para eso, por cierto, había que pasar de Char-
cot a Freud, de la comprensión de la histeria como un desarreglo orgánico
hereditario a su revelación como acontecimiento en el campo de la signifi­
cación.
Ese trabajo, Freud no lo hizo en un día. Los primeros casos cuyos
tratamientos registró nos lo muestran como a medio camino entre una
visión y otra. Tocaba el cuerpo de la Sra. Emmy de N. con sus manos -los

147
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ei6o|odojiuy

masajes que le aplicaba día a día- o con sus palabras -la sugestión hipnóti­
ca-, pero no a sus propias palabras, a las que aún no había aprendido del
todo a escuchar, como reconocía en las notas a pie de página que agregó
sólo cinco años más tarde5.
En lo que aquí me interesa: el psicoanálisis nació en el momento en
que se intervino con símbolos sobre símbolos, teniendo no ya al cuerpo,
sino al sujeto, a un sujeto segmentado, como diana de la operación6. Es así
como de la secular pareja ‘cuerpo’/ ‘psique’ se pasó a la de ‘sujeto’/’sig-
nificación’. No hay que dudar en subrayar que el psicoanálisis ha surgido
a partir de la lectura de los síntomas histéricos; es decir, por la conversión
del cuerpo del paciente histérico en texto. Una técnica médica se convertía
así en teoría de la significación y del sujeto, de la primacía establecida
entre ambos términos, pero lo hacía dentro del espíritu de la época, sólo
en la medida en que tal teoría estaba siendo requerida, que estaba sur­
giendo y difundiéndose al mismo tiempo por todo el campo no sólo del
discurso científico, sino de la revolucionaria producción cultural, de
Schoenberg a Joyce, de Picasso a Bretón7. Sólo en la medida, también o
ante todo, en que la propia idea de Sujeto, tal como había sido constituida
desde Descartes se desplomaba.

5 Unos ejemplos (Freud, 1988 [1895] notas 39, 45 y 46):


“Un simbolismo especial debió de hallarse enlazado aquí, sin duda, a la imagen del sapo; pero,
desgraciadamente, no me ocupé de investigarlo”.
“(...) Al dia siguiente, una observación critica de la enferma me hizo darme cuenta del error
cometido al interrumpirla”
“Desgraciadamente, no me ocupé, en este caso, de investigar la significación de la zoopsia,
distinguiendo lo que la zoofobia tenía de horror primario, tal y como las presentan muchos
neurópatas, desde la infancia, y lo que en ella había de simbolismo”
6 Revelación de la ciencia que, como tantas otras, ha sido anticipada por las creencias y prác­
ticas místicas. En este caso, pienso en los dogon, de cuya visión de la palabra nos dice
Calame-Griaule (1987 [1965]: 284): “Actuar sobre la palabra de alguien es actuar sobre todo
su ser, sobre todos sus componentes físicos y espirituales”.
7 El flujo de la consciencia inaugurado en Ulysses documentó por primera vez lo caduco de
la subjetividad. El uso desconcertante de la metáfora inaugurado por los surrealistas (de quie­
nes tanto Lacan cuanto Lévi-Strauss estuvieron próximos) abrió una nueva forma de pensar -
o, quién sabe, de des-pensar- que revelaba lazos inesperados por los cuales la significación se
producía. Rupturas con el orden establecido en la representación musical y pictórica reali­
mentaron y se realimentaron de esas y otras rupturas.

748
Siete. La escalera de Witgenstein

1.2. El cogito

La filosofia fue el ámbito de discurso donde el Sujeto recibió la legiti­


midad del estatuto que había acumulado en la vida social y que ha mante­
nido durante siglos. Sin embargo, hasta ahora no ha dado cuenta de su
deterioro. Con la salvedad de Nietszche y en menor medida de Heidegger,
y dejando de lado las escuelas analíticas, que van por otro lado, la filoso­
fia de nuestro siglo ha continuado en la senda cartesiana y la ha transitado
-con Husserl y sus continuadores- hasta las últimas consecuencias. La
oposición entre la fenomenología y lo que han ido develando los nuevos
discursos disciplinarios se puede formular, entiendo, de la siguiente mane­
ra: o bien la significación es un acto intencional del sujeto o bien el suje­
to es un efecto del significante, para retomar una fórmula lacaniana. O
bien el sujeto constituye la significación, o bien el propio sujeto es el
constituido por la significación. No se trata, por cierto, del estúpido juego
del huevo y la gallina o de una contradicción que se pueda saldar con una
banalidad dialéctica.
Sartre, al tratar de superar en El Ser y la Nada lo que él llama ‘el
escollo del solipsismo’, dice algo así como que de la subjetividad se puede
sacar cualquier cosa a condición de poder salir de ella. De esta manera,
sintetizaba en gruesos trazos el punto de partida y la puerta de salida del
pensamiento filosófico desde el siglo XVII hasta ahora. Cupo a la subjeti­
vidad la carga de sustentar la realidad del mundo, ya vía un Dios que no
podría engañamos (Descartes), ya por la mirada del Otro (Sartre), ya por
cualquier otro artilugio ontològico. En otros casos -Kant y, como caso
extremo, Husserl- la única tarea en rigor admisible fue la de describir los
mecanismos por los que la realidad de la experiencia se constituye en el
Sujeto. La res cogitans cartesiana -la cosa pensante, el Sujeto- se sobre­
puso a la res extensa: la substancialidad pasó de ésta a aquélla. ¿Cuál fue
el punto focal de esta inversión de veinte siglos de pensamiento? El que la
evidencia se convirtiese en la piedra de toque de todo discurso, aconteci­
miento del orden de la historia social y cultural8. La subjetividad es el

8 “La evidencia (en términos cartesianos: la idea clara y distinta) como contraseña y criterio dis­
tintivo de la verdad es fenómeno cultural constitutivo de una civilización en la cual el hombre
es pensado y definido en términos de conciencia, de hegemonía del conocimiento sobre todas
las otras instancias de la personalidad” (Vattimo, G., 1986: 46).

149
Sentido de la antropología ni soppuas soi ap ej6o|odojjuy

terreno único de la evidencia y la evidencia primera, tal el punto de parti­


da de Descartes, es la de la propia subjetividad.
Cogito ergo sum es una de las expresiones latinas -sursum corda, alea
jacta est, curriculum vitae, habeas corpus son otras que ahora me vienen
a la cabeza- que forman parte de nuestro cotidiano idiomático; tal es la
formula con la que cuando adolescentes se nos enseña a no dudar de la
duda. Formula tan compacta cuanto apócrifa; gestada a posteriori (¡otro
latinazgo!), al volcar el texto francés a la lengua universal de la época, don
Renato no la produjo de su pluma. Lo apócrifo de la formula potencia su
compactibilidad; no es ya la transmisión de la translucidez de una
experiencia liminar, sino, como la Gioconda reproducida en camisetas o
en botes de mermelada, un objeto de cultura, una cosa, hasta un emblema
nacional.
Ese triste destino del cogito, sin embargo, no traiciona su origen. La
inmediatez de la existencia que así se expresa no es en verdad realidad
primera. Lo que a Descartes se le ocultaba era, como la carta robada del
cuento de Poe, lo más visible: cogito... o je pense, je suis es, ante todo, un
hecho de significación, es acto de lenguaje. Insisto: aunque hubiese algo
así como una evidencia originaria de la propia existencia, el ‘cogito’ no
sería más que una re-presentación suya. El lenguaje no será una evidencia,
pero es condición de evidencia, lo que ya la mediatiza, la corrompe, la
amenaza de ficcionalidad, la des-evidencia. Derrida, un autor que siempre
me ha resultado en extremo opaco, viene por una vez en mi auxilio. En
nota a pie de página de su estudio sobre las Investigaciones Lógicas de
Husserl (Derrida, 1995 [1967]: 92 n.3), entre signos de interrogación,
itálicas y múltiples comillas se nos permite leer: “la percepción no existe
o (...) lo que se llama percepción no es originario, y (...) todo ‘comienza’
por la ‘representación’”9.

’ Páginas antes (ídem: 52) leemos:


“Pero puesto que la posibilidad de constituir objetos ideales pertenece a la esencia de la con­
ciencia, y estos objetos ideales son productos históricos, que no aparecen más que gracias a
actos de creación o de enfoque, el elemento de la conciencia y el elemento del lenguaje serán
cada vez más difíciles de discernir. Ahora bien, su indiscemibilidad, ¿no introducirá la no-pre­
sencia y la diferencia (la mediatez, el signo, el remitir, etc.), en el corazón de la presencia a
sí?”.

150
Siete. La escalera de Witgenstein

Quiero echar, por un momento, un cable a tierra etnográfica, a mi tie­


rra etnográfica del Candomblé. Una frase del tipo ‘el sujeto es efecto del
significante’ tiene correlato empírico en la manera en la cual el fiel se des­
cubre a sí mismo, se crea y se revela, en el estereotipo de su dios tutelar:
es a partir de la divinidad -es decir, del (de un) significante- que él es él,
que él es como él es. Lo tiene también en el acto de posesión, en el que el
‘caballo’ debe aproximarse de manera asintótica, sin alcanzarlo plena­
mente nunca, al modelo de trance -un significante- que el culto le brinda
y le impone. La acción adivinatoria produce, asimismo, al consultante
desde el saber sobre él que se articula en la boca del sacerdote -varios sig­
nificantes superpuestos-, desde la disposición de las conchillas sagradas
sobre el tablero -más significante-, desde los dioses que así se expresan -
ídem-. Todas las acciones a las que el novicio se ve sometido en su inicia­
ción están destinadas a producir ciertas marcas y a borrar ciertas otras en
el individuo que está (re)naciendo. ‘El sujeto es efecto del significante’ es,
pues, la manera más general y abstracta que tengo para hablar sobre las
descripciones e interpretaciones que hago en campo; si se quiere -aunque
no sea obligatorio quererlo- su ‘explicación’ como nivel teórico más abar­
cador, o quizás también la Ley, la Ley sobre cuya formulación me inte­
rrogaba yo al comienzo de este texto.

1.3. La máscara y la cara

Los sociólogos no necesitan de tanto rodeo para saber que pre-ju-


dicativo no hay; la escuela del Année... , y más que nadie Marcel Mauss,
lo vio con toda claridad desde un comienzo. Entre sí y sí, siempre está lo
otro: la Sociedad, es decir, la arbitrariedad, la Significación. Desde las
lágrimas vertidas en los funerales hasta la forma en que una tropa marcha,
todo es dado, todo es previo a los agentes, todo es constringente. El pro­
pio cuerpo es un constructo social; las ‘técnicas corporales’ encarnan
-nunca mejor dicho- las ‘representaciones colectivas’ de cada sociedad
(Mauss, 1950 [1935]).
El descubrimiento del Inconsciente por Freud, con las dos tópicas que
lo formulaban, había hecho estallar la idea de un Sujeto unívoco, monolíti­
co. Del otro lado del Atlántico, G.H.Mead lo había dotado de una diacro-
nía evolutiva (s/d: 49: “Si abandonamos la concepción de un alma subs­
tantiva dotada, desde el nacimiento, del yo del individuo...”). Mauss, otra

151
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ej6o|odojguv

vuelta de tuerca, le ha aplicado el programa de su escuela; la historia es


ahora de las culturas. Un trabajo suyo (1950 [1938]) nos pone en buena
pista.
El Sujeto (la persona, el moi -el ‘yo sustantivo’, diríamos en una len­
gua como la nuestra que no hace la diferenciación francesa entre moi y je)
aparece en una secuencia milenaria de categorías, de representaciones
colectivas, de ideas. No fantasmagorías, por cierto, en la medida en que las
‘ideas’ de las que hablo, como la fe, mueven montañas y mucho más: pro­
ducen la realidad. Ahora bien, la historia -lo ocurrido y lo narrado unidos-
no es arbitraria; o, al menos, muestra en sus huellas su ley. Es de la más­
cara que surge la categoría que nombra, condensa y constituye eso que
está por detrás y por delante -nunca en el foco- de Sujeto. ‘Persona’, tér­
mino latino unlversalizado por el derecho romano, es en su origen ‘másca­
ra’; ‘prosopon’ guarda en griego el mismo deslizamiento de significado:
esta condensación es de importancia primera.
Máscaras hay tantas; tal multiplicidad tiene un grado cero, el de la
máscara sin máscara, la pintura facial de los caduveo o de los maoríes,
cuya absoluta geometricidad subraya su alineamiento con la Cultura para
equilibrar su sujeción al natural elemento de la piel del rostro. En el otro
extremo del espectro, las máscaras de los indios del noroeste americano
cuyo análisis también debemos a Lévi-Strauss (1979)10.
Este estudio, herencia de demorados paseos por entre las vitrinas del
Museo de Historia Natural de Nueva York a comienzos de los ‘40, se
desencadena por la inquietud despertada por máscaras “hechas para ser
llevadas delante del rostro, sin que el reverso, apenas cóncavo, case real­
mente con el modelo. (...) ¿Por qué esta forma inhabitual y tan mal adap­
tada a su función?” (ídem: 13). Esta tensión es producto de que la másca­
ra debe conciliar reverso y anverso, sujeción al rostro y conformación de
ese sobre-rostro a la confluencia de múltiples planos de significación:
mitos y leyendas sobre el origen de las máscaras, mitos reverberados en su
confección, lugares sociales de sus portadores, ceremonias en las que son
utilizadas, etc. Las máscaras, cada máscara, son nudos de redes de signifi­

10 Y tantas otras máscaras, muchas ya citadas por Mauss. U otras más, como las de los dan de
Costa de Marfil, la música de cuyos desempeños rituales, grabadas hace varias décadas por
investigadores franceses, estoy ahora escuchando (Ocora C 580048).

752
Siete. La escalera de Witgenstein

cación y de reciprocidad"; es desde el sistema en cierne que cobran senti­


do. Ya alejándome de mi actual centro de interés: la vida de las máscaras
llega a ser reproducción de la vida social hasta en el gesto de generación
de Margen que las ha creado. Los mecanismos de inversión y camava-
lización, a cuyo servicio se inventó la máscara y que escanden toda cul­
tura, son re-producidos en algunos juegos de las máscaras; así hay algunas
de éstas que juegan papeles camavalizantes frente a otras ‘del centro’11 12.
El texto de Mauss nos provee de una ruta adicional. Ver que el Sujeto
se hace, que es una categoría, es una cosa. Constatar que el Sujeto puede
no hacerse, o, mejor, que una cultura haga todo para que esa ilusión se des­
haga, es otra. Esto es lo ocurrido en las antiguas civilizaciones de la India
y de la China: desde visiones religiosas -de religiones ateas, por cierto- ese
acontecimiento que denominamos ‘individuo’, ‘persona’, ‘sujeto’, es di­
suelto como espejismo. La categoría -o, mejor, esta anti-categoría- no se
plasma en la organización del mundo, sino como lo que el mundo no es
pero es para el mundo: margen presente en el centro. Presencia física, en
los cuerpos de los monjes mendicantes: el despojamiento total13. Volver
vida ejemplar la verdad del sujeto como espejismo; esa es la apuesta que
los monjes viven por la disolución del yo, por la pérdida de sentido: el
Nirvana. Pero esta nihilización de las clasificaciones es correlativa de
algunos de los mecanismos clasificatorios más minuciosos, activos y mar­
cantes de la vida social que se conocen -el sistema de castas indio y la
identificación genealógica de los chinos-, como si un exceso de clasifi­
cación exigiese una contrapartida de fuerza semejante. Sea como sea, esa
anticipación religiosa de lo que este siglo ha dado (aunque quizás mejor
fuese decir ‘quitado’) sobre el ‘Sujeto’ es vista por Mauss como un caso

11 “(...) las máscaras, los privilegios que les son atribuidos, eran el trofeo de rivalidades y de
intercambios, al mismo título que las mujeres, los nombres de personas y los productos ali­
mentarios” (Lévi-Strauss, 1979: 42).
12 Un ejemplo:
“En ciertos grupos del estuario (del río Frazer, costa oeste de Canadá), un payaso ceremonial
que lleva una máscara algo diferente atacaba a las máscaras swaihwé a golpes de lanza como
para perforarles los ojos, y los bailarines hacían como si los echasen” (Lévi-Strauss, 1979: 20).
13 Despojamiento que coincide con el de nuestros místicos medievales, que forjaron una
corriente ‘anti-yoica’ en el cristianismo, presente aún en lugares comunes tipo el ‘No somos
nada’ conque a veces acompañamos nuestros pésames.

153
Sentido de la antropología m sopquas so¡ ap ei6o|odojjuy

entre tantos. Este ‘Sujeto’ que nos empeñamos en ser es un invento nues­
tro, de nuestra Cultura.
&
La cara se endurece por la máscara; el sudor adhiere piel y materia
muerta, las hace indiscernibles. La cara es lo que la máscara pide que sea.
Es eso, y no otra cosa, lo que ocurre con persona. Somos desde fuera. El
Sujeto, Mauss así lo muestra, se hace desde nombres, desde máscaras,
desde instrumentos jurídicos. Es decir, se hace desde la significación, o
mejor, desde significantes, si se quiere, desde el Significante. Hay Sujeto,
porque hay una barra que separa ‘Significante’ de ‘significado’. Esa prio­
ridad lógica está inscrita en su propia constitución.

2. El Big Bang

El descubrimiento fortuito realizado en 1965 por Amo Penzias y


Robert W. Wilson de un fondo de radiación a 3o absolutos desencadenó la
carrera hacia la comprensión del origen del Universo (Weinberg, 1994
[1977]: Capítulo 3). Ha habido, nos dicen quienes están revestidos con
autoridad para ello, un momento de equilibrio 0 que puede ser datado y
cuya evolución cronométricamente descrita, de una manera que a quienes
trabajamos en ciencias light nos parece alucinante (por más que estos mis­
mos días nos enteremos que últimas observaciones del Hubble acortan
bastante estos cálculos). La exploración estelar realizada con diversos
instrumentos permite ver, nos dicen también, estadios del Universo pró­
ximos a la explosión inicial que corroboran tales aseveraciones. No me
resulta esto tan impresionante, sin embargo, como el hecho de que haya
una huella -el fondo de radiación, un calor inexplicable- del Origen que
permita su rastreo; que la forma en la que el Universo ha venido a la
existencia tenga consecuencias que, miles de millones de años más tarde,
posibiliten su reconstrucción teórica. Traigo a colación mis rudimentarias
lecturas de textos de divulgación de ciencia dura porque supongo que hay
otra huella y otro origen enjuego. Es de esto de lo que quiero hablar ahora.

2.1. La escisión original

Mientras que la cuestión del origen del Universo, la pregunta


cosmogónica, no había sido hasta hace pocas décadas una preocupación

154
Siete. La escalera de Witgenstein

legítima para físicos, astrofísicos y especímenes equivalentes, sino más


bien una inquietud mística, el origen del homo sapiens sí tuvo desde
Darwin un venerable status científico, un camino ornado por los huesos
fosilizados de las Lucys de la vida. Origen que, en sí mismo, no plantea­
ba duda alguna. Cualquiera que fuese el cálculo del Carbono 14 u otro
método de datación, cualquiera que fuese la decisión sobre qué maxilar es
ya humano y cuál aún no lo es, un hecho era incuestionable: hay hombres
y hubo una época en la que no los había.
La hominización de los primates, el cómo, el cuándo, el dónde y el
porqué de ese tránsito, ha sido y sigue siendo objeto tanto de estudio cuan­
to de especulación. Como es obvio, un elemento clave de este proceso es
la adquisición del lenguaje que, en general, se ha pensado como gradual.
Ahora bien, ¿cómo entender esta gradualidad, sino como la aparición de
significaciones atómicas que se enlazan en forma de alcanzar en algún
momento la unidad de una lengua? ¿No se conjuga esta postura a la
perfección con una concepción substancialista de Sujeto, esa misma cuya
crisis acabamos de ver? Pensar en significaciones atómicas, es decir,
significaciones cuyo valor se establece per se, de manera autónoma, impli­
ca a mi entender que deben sostenerse de algo. ¿De dónde, sino del suje­
to que les traspasaría su propia substancia?
Esta perspectiva, por otro lado, entra en contradicción con la doctrina
sentada por E de Saussure en su curso de Ginebra: la significación es un
hecho de sistema; sólo existe desde y por éste. Una concepción lingüísti­
ca tal da pie a pensar en un origen abrupto de la Lengua. Es el sistema, la
articulación de todos los significantes, lo que se pone de una vez a ser; lo
contrario es imposible. Aun sin echar mano de este razonamiento, Lévi-
Strauss (1950) -con el antecedente de Sapir- postulaba la irrupción repen­
tina y conjunta de la significación: las cosas se pusieron a significar todas
a la vez. Es decir, hubo significación (= la barra del S/s) donde antes ni
siquiera no la había.
Vale la pena unir esta idea con otra también de Lévi-Strauss: la
prohibición del incesto como pasaje de la Naturaleza a la Cultura, como
origen de la Sociedad. ¿Qué es la prohibición del incesto? ¿Cuál es su
efecto y sentido? La escisión entre dos tipos de mujeres (o de hombres, si
se quiere ver la cuestión del otro lado); aquéllas a quienes un individuo
masculino determinado tiene acceso legítimo y aquéllas a la que no lo

755
Sentido de la antropología m soppuas so¡ ap ei6o|odojjuy

tiene. La primera división social no es entre hombres y mujeres14; esa es


una división de naturaleza. La primera división social es entre dos tipos de
mujeres -o, insisto en plan políticamente correcto, entre dos tipos de hom­
bres-. Quiero sugerir que ese corte es similar (¿metáfora?, ¿aliteración?, ¿a
qué lingüistería acudir?) a la barra que separa Significado de Significante.
En un caso como en el otro, es el Dos donde antes, en verdad, no se puede
decir que hubiese uno: en ambos hay la diferencia.
Si el Dos es efecto de esta doble ruptura originaria, es desde él desde
donde se despliega todo juego clasificatorio: el dualismo de equilibrio que
necesita mantenerse binario (como los casos estudiados por Needham y su
entorno), el dualismo mesiánico que quiere retornar a la confusión de oro
del Uno -sea etnia, nación, clase, fe-, las diversas ternas (la de mediación,
la puesta a luz por Propp en los cuentos fantásticos rusos, etc.), el polino­
mio totémico y el de castas. La intuición durkheimiana sobre la existencia
de un eje ‘organización social/principio clasificatorio’, bajo esta perspec­
tiva, se confirma al mismo tiempo que se reformula.
Las clasificaciones son sociales y no hay sociedad sin clasificación,
pero queda ya atrás la idea de determinación unilineal por la que los
procedimientos clasificatorios -o mejor, sus resultados- no son más que la
transposición ideal de una forma de vivir social, como Durkheim intentó
mostrar con todo esfuerzo. La clasificación, entonces, es social porque
(significa que) la sociedad, la cultura, no ha podido surgir más que de -y
no puede mantenerse más que en- un juego de inclusiones y exclusiones.
Toda sociedad, a su vez, se despliega en sistemas clasificatorios cuyas
lógicas son limitadas -no todo puede ocurrir, o mejor, puede ocurrir muy
poco- y preestablecidas: los binarismos, temarismos y polinomismos que
antes he mencionado. Una perspectiva tal me podría llevar a sostener que
sí hay (que puede haber, que hay que apostar porque haya) conocimiento
y Ciencia en Antropología: la de las topologías simbólicas subyacentes a
la realidad social.

14 Por más que, como Durkheim sostiene en La división del trabajo social, sea sí la primera
división de trabajo. Pero esta especialización por género, si no parece demasiado sexista
decirlo de esa manera, atiende en primer lugar a una diferenciación de naturaleza y proviene
de otros primates antecesores. Ya entre los babuinos y más tarde entre los cazadores proto-
homínidos se dio “la necesidad de una división del trabajo por razón del sexo (...): los machos
deben procurar la carne y las hembras las verduras” (Fox: 188).

156
Siete. La escalera de Witgenstein

2.2. Ausencia y significación

Pero volvamos al origen del lenguaje. Si, para la mayoría de quienes


se enfrentaron con la cuestión, éste ha sido gradual, para quienes suponen
-los mismos u otros- que tras un idioma único, hubo su pérdida y confu­
sión, su multiplicación en lenguas diferentes, ésta fue fulminante. Hablo
de Babel. El enciclopedista que tomó sobre sí la entrada ‘Lengua’ nos lo
dice: “Si esta confusión del lenguaje primitivo no hubiera sido súbita,
¿cómo habría podido sorprender a los hombres hasta el punto de recono­
cerla como un monumento duradero, como el nombre que le fue dado a
esa misma ciudad, Babel?" (B.E.R.M.: 150; apéndice de Rousseau, 1980).
Un psicoanalista de sintonía lacaniana, Pérez Peña (1982:66), encara
Babel desde la carta del Tarot llamada ‘La Casa de Dios’, una torre rota
por un rayo. ¿Qué indica Babel? Una castración, castración segunda; la
primera ha sido la de la prohibición del incesto. Castración, palabra que
aunque nos suene tan mal a los ajenos a la terminología psicoanalítica en
verdad no indica a mi entender otra cosa que la fundación de un plano que
deja los testículos fuera: el plano de lo simbólico, de la Cultura. Babel,
pues, es “un signo de la castración en el sujeto humano, porque también
en él su lenguaje se toma equívoco, ya que con una palabra puede señalar
muchas cosas y no quedan señaladas unívocamente”. Russell y sus allega­
dos vieron con claridad que todo lenguaje natural encerraba equivocidad;
sólo un lenguaje artificial podría llegar a ser unívoco.
La equivocidad -esto ya no es Russell- no es otra cosa que la prima­
cía del Significante sobre el significado, el hecho de que el significado no
sea -como parece que Saussure suponía- una instancia previa al
Significante, y que éste sea un mero medio de comunicación suyo, sino
que el Significante constituye y recorta su significado. ¿Cómo no habría
de ser Babel un monumento duradero si marca en el plano del mito el
momento en el que, en realidad, ha habido significación primera, es decir,
en el que un Significante podía producir diferentes efectos de sentido y
que los mismos sentidos pudieran ser efecto de Significantes diferentes.
Ahora bien, si Babel es monumento de una frontera, ¿qué habría de
haber antes? Veamos cómo se lo representa un teólogo loco, personaje de
la trilogía de Nueva York de Paul Auster (1997:57):
“La única tarea de Adán en el Edén había sido inventar el len­
guaje, ponerle nombre a cada criatura y cada cosa. En aquel

157
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ej6o|odojjuy

estado de inocencia, su lengua había ido derecha al corazón


del mundo. Sus palabras no habían sido simplemente añadidas
a las cosas que veía, sino que revelaban su esencia, literal­
mente les daban vida. Una cosa y su nombre eran inter­
cambiables. Después de la caída, esto ya no era cierto. Los
nombres se separaron de las cosas; las palabras degeneraron
en una colección de signos arbitrarios; el lenguaje quedó apar­
tado de Dios. (...) En otras palabras, la torre de babel repre­
senta la última imagen antes del verdadero comienzo del
mundo”15.

Tal lengua edénica es lo que es: si idea colectiva, mito; si idea indivi­
dual, como en la novela citada, delirio psicótico16. Aun en el supuesto de

15 En el Cratilo de Platón (1967), tal vez la primera reflexión sobre el origen del Lenguaje,
encontramos una concepción no muy lejana. No se sabe a ciencia cierta -nos dice el traduc­
tor francés E. Chambry- si se trata un texto ‘serio’ o una farsa paródica de las invenciones de
los sofistas; es decir, no sabemos si es un texto del mismo nivel del de Auster o del de su per­
sonaje demencial. De todas maneras, en él vemos la esencia de las cosas en la raíz de los
vocablos que las mientan. Habla Sócrates:
“Cratilo tiene pues razón de decir que los nombres de las cosas derivan de su naturaleza, y que
no todo hombre es un artesano de nombres, sino sólo aquél que, con los ojos fijos sobre el
nombre natural de cada objeto, es capaz de incorporar su forma en las letras y las sílabas”
(390d).
Sigue a esta declaración una multitud de explicaciones etimológicas, muchas veces
extravagantes, que buscan fundamentar lo apropiado de cada nombre. Así ‘héroe’ permite ver
el origen de estos seres en el amor (eros) entre divinidades y humanos; en ‘hombre’ (anthró-
pos) subyace la condición de aquél que ‘contempla lo que ha visto’ (anathrón ha opópé); los
propios dioses (theoi) han sido designados así por la “facultad natural de correr (théin)” (397
c). Platón, o mejor, su personaje Sócrates, no puede dejar de desesperar de esta vía; si no, no
se explicaría que la segunda parte del diálogo se dedique a acumular argumentos contrarios a
la tesis de Cratilo.
¿Por qué? Porque, como dice Lacan (1989 [1972]:40), nunca se sale de un juego referencial
entre significantes: lo que el texto refleja en las diversas explicaciones que se dan de algún
término -Chronos- o en el reconocimiento que los nombres dados a los dioses por los hom­
bres no recogen más que “las opiniones que (los hombres) debieron tener cuando se los die­
ron” (400 e).
16 Parece que Freud -no he podido encontrar dónde- pensaba en una lengua primera, pura
expresión del Inconsciente. Tal es, al menos, la impresión que me deja lo que dice Julia
Kristeva (1981: 270):
“Sin llegar a la hipótesis que supone que ‘la lengua primitiva’ se conformaría a las leyes del
inconsciente -hipótesis que el lingüista no admite y que ninguna lengua antigua o primitiva
parece confirmar en el estado actual del conocimiento-, parecería más pertinente buscar las
reglas lógicas descubiertas por Freud en la organización de ciertos sistemas significantes que
son tipos de lenguajes por sí mismos”.

158
Siete. La escalera de Witgenstein

que haya habido alguna vez una única lengua, su arbitrariedad habrá sido
tanta como la de cualquiera de las tantas lenguas que los hombres hablan
hoy en día: la equivocidad encama dentro de cada una lo mismo que la
diferencia puesta en juego por la traducción”. La significación, al igual
que el sujeto, sólo es tal por la ausencia.
‘Somos nuestras ausencias’, decía yo en un texto anterior; el sujeto no
está presente a sí mismo -como la metafísica cartesiana ha querido-, sino
radicalmente ausente a sí mismo. No soy transparente a mi mismo, soy
opaco. “Puedo saber lo que piensa el otro, no lo que yo pienso”, dice
Witgenstein en las Investigaciones filosóficas17 18. El gnosi seautó -conó­
cete a ti mismo- helénico es una tarea infinita o imposible, un engañabo­
bos o la temprana certeza de que una auto-aprehensión nada tiene de inme­
diato. Este corte de uno con uno es correlativo a que (producto de que) la
significación misma sea, Lacan dixit, “la presencia en la ausencia y la
ausencia en la presencia”. En el origen del signo, dice Derrida (1995
[1967]: 104), está nuestra ausencia, nuestra relación con la muerte. Diría
yo: en la raíz de nuestra ausencia está el signo.
Inciso: pensando en la vagina

He hablado del origen del universo, ¿por qué no del Origen del
Mundo, el cuadro de Courbet19? En esta pintura asistimos a la íntima des­
nudez de una mujer sobre una cama deshecha; como centro, su sexo entre­
abierto. El sesgo con que éste se ofrece a la vista, sin embargo, lo revela
menos propicio para el coito que para la significación. Significación in­
dicada en el título del cuadro, sí, pero también reflejada de una manera
más esencial.
Me costaría no ver en la oblicuidad de ese sexo, la misma inclinación
del signo gráfico 7’, la barra con la que los lingüistas indican el hecho de

17 Derrida también habla, y en varias ocasiones, de Babel. Vale la pena, tal vez, ver una sínte­
sis de por dónde van sus tiros, en palabras de un coautor suyo (Bennington & Derrida, 1994:
191): “Al gritar su nombre, Babel, Dios exige una traducción que no se consigue sino produ­
ciendo precisamente la confusión”.
18 Frase que Manuel Gutiérrez Estévez nos recuerda en el epígrafe de un texto suyo (“De la
conversación yucateca al diálogo cristiano y viceversa”) de donde lo he robado.
19 Cuadro que tiene su historia. Pintado en 1866 para el embajador turco en Francia, fue com­
prado por Lacan (!) casi un siglo más tarde. Como nos cuenta Elizabeth Roudinesco en su
biografía, lo guardaba disimulado bajo una representación abstracta encargada por su mujer
a André Masson. ¡Vaya con los juegos de espejos!

159
Sentido de la antropología m soppuas so| ap eiBoiodojjuy

la significación S/s. Es cierto que una metaforización tal, por más que me
resulte sugerente, es tan arbitraria cuanto anacrónica; no obstante, traslu­
ce una verdad. En efecto, qué mayor metáfora de la significación puede
ofrecer un cuerpo que un agujero -y ese preciso agujero-, lo que es por no
ser: una presencia que se revela como ausencia, una ausencia que se reve­
la como presencia.
A este sexo de paradoja y esfumación se corresponde el de la ineludi­
ble y mera presencia: el Falo, lo que es por ser. En el ámbito de discurso
lacaneano o mejor en una traducción al lévi-straussiano de una cuestión
lacaneana, se trata de una masa que toma no euclideo -curvo, cerrado
sobre sí mismo- el espacio mítico en el que se da el pasaje de significación
entre diversos códigos -vegetal, animal, sexual, astronómico, etc.-: un
significante primordial, un centro de gravedad. El mundo de la signifi­
cación se despliega en tomo a este eje, gira a su alrededor. Pero esto es otra
historia.
&
Uno es ausente a sí mismo. No hay substancia alguna a la que agarrar­
se; el único recurso es que esa ausencia se niegue. Ausencia de la ausen­
cia, ese es el propósito tras el que van los mecanismos que hacen que el
sujeto sea... algo. Sujeto, para no ir más lejos. Justo mediante la aparien­
cia de lo contrario, la identidad produce entidad. Proposición que en rea­
lidad encierra: los procesos de identificación hacen que uno sea. La
identificación me convierte en uno, sólo a costa de ser otro, sólo a costa
de que no haya un uno que sea. Esta insubstancialidad es la misma de la
de la significación y le proviene de ella. La significación no tiene antece­
dente; en nada se basa y viene de la nada. La significación ha acontecido,
como ha acontecido el universo. Le ha caído encima a una especie que
había abandonado en dos pies la selva por la sabana, que había aumentado

160
Siete. La escalera de Witgenstein

su capacidad craneana, que había llegado a determinado plano de socia­


bilidad. Como dice La Biblia, en el principio era el Verbo20.

3. Sobre lo sagrado

‘La sociedad se adora a sí misma, a su propia fuerza, en la figura de


sus dioses’. ‘Lo sagrado es cuestión de contagio, de contaminación, de
cosas que se pueden tocar y de cosas que no se pueden tocar’. No creo fal­
sear la doctrina de Durkheim si afirmo que esos dos -hay un tercero, ya
veremos- son sus postulados centrales en la dilucidación de lo religioso.
El sociologismo de la primera aserción y el supuesto emotivismo de la
segunda irritaron a Lévi-Strauss. No obstante, no son tan lejanas a sus pro­
pias enseñanzas; o al menos, no difíciles de conciliar. Por otra parte, estas
dos afirmaciones dan la base de todo lo que pueda decirse sobre la región
de lo sagrado, el terreno en el que se desenvuelve la ‘eficacia simbólica’.
Base que, para ser operativa, debe ver completada su figura con otra
afirmación. ‘El rito organiza el mundo del fiel’. Entremos en este trián­
gulo por el último de sus vértices. ¿Qué pasa con el ritual?

3.1. La marca ritual

Recordemos la escena de la rendición argentina en el conflicto de las


Malvinas. En Puerto Stanley, cara a cara, dos hombres. Uno, el jefe britá­
nico, con ropa de combate, con barba de varios días, seguramente sudoro­

20 No me resigno a ignorar el ingenioso y atrevido libro de Robin Fox (1990) -La roja lám­
para del incesto- que fusiona Darwin, Marx, Freud y Lévi-Strauss, en una interrogación
sobre el origen del hombre. Hay aquí también huella, pero esta vez es neurogenética: el cere­
bro humano guarda como información lo que Freud vio como la muerte del padre en la horda
primitiva. “(...) llevamos a la sociedad dentro de nuestra mente, tal como lo vio Durkheim,
pero no sólo porque la incorporemos por medio de la socialización: está en nosotros desde el
principio” (253). La culpa es, pues, nuestro lote, lo que nos caracteriza como especie y lo que
explica nuestro origen. Fox oculta su voz bajo un remedo de la de Freud para formular lo que
me parece el centro de su argumento:
“(...) toda la fuerza de la lógica de nuestras observaciones de neuróticos, de niños y salvajes,
por no mencionar la culpa humana y todo el aparato de la religión y de la política, nos obliga
a concluir que algo muy drástico ocurrió en la evolución del hombre, que desembocó en un ser
así, tan obsesionado por estas extrañas fantasías, y tan compulsivo por razón de ellas mismas”
(81-81).
Sí, pero, ¿cómo pensar en ‘culpa’ sin significación, anterior a ella?

161
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojjuv

so y maloliente. El jefe argentino, por el contrario, lucía uniforme de gala


y su afeitado era tan impecable como su peinado, y éste tan brillante como
sus lustrosos zapatos. Para el primero, me permito imaginar, el acto de
rendición no era más que la conclusión técnica de una serie de actos téc­
nicos que lo habían llevado, a la cabeza de sus hombres, de la playa de
desembarco hasta el cuartel general argentino por muchos kilómetros de
tierras intransitables bajo fuego enemigo. Acababa así con la resistencia
del contrincante, lo desarmaba, lo hacía cautivo. Como dice Bernanos en
su Cementerios bajo la luna: la guerra es tratar de meter metal en los
cuerpos de otros hombres, una cuestión de cosas.
Para el segundo jefe militar, en este caso la presunción es más fuerte,
se trataba un acto ritual. En efecto, no había mostrado virtud castrense en
el campo de batalla; para un general argentino acostumbrado a torturar
cuerpos atados a una mesa y a mandar el producto de sus robos a bancos
suizos, el silbido de las balas es un sonido desconocido, ya Borges lo dijo
por esas fechas. Pero si no había combatido como un soldado, tenía aún la
posibilidad de rendirse como tal. La virtud castrense sólo podía exhibirse
en las formas: la acción ritual era, pues, indispensable, aunque por cierto
no es frecuente que los rituales sean correlativos de la maldad y la cobar­
día.
Ahora bien, ¿qué hace ritual al ritual? ¿Su contenido? En principio, no
pareciera que lo fuese, si pensamos que vemos ritual en acontecimientos
tan lejanos uno al otro como una junta de accionistas, una boda, unas opo­
siciones para funcionario público o la consagración de la hostia en nues­
tras misas católicas. ¿Su fúnción? ¿Cuál sería?
Es clara la respuesta durkheimiana, tanto del Maestro como de toda su
cohorte: la función del ritual es el mantenimiento de la cohesión social. No
es necesario para sostener esto siquiera la suposición de una astucia de la
razón social, un resorte que actúe con independencia de la voluntad y de
la conciencia de los agentes. Estos, por el contrario, la mayoría o quizás la
totalidad de las veces son conscientes del mecanismo en juego, muchas
veces lo han puesto ellos mismos en marcha. Recordemos las carcajadas
con que los bosquimanos Ikung recibieron la pregunta del antropólogo de
turno sobre si creían que la lluvia que estaba cayendo era en verdad pro­
ducto del ritual propiciatorio al que acababa de asistir (Douglas, 1966:
Cap. 4). “¿Cómo podemos ser tan ingenuos con las creencias de los
demás?”, se termina preguntando la autora.

162
Siete. La escalera de Witgenstein

Pero, ¿acaso no es también ingenuo suponer que el hecho de que la


interpretación del observador y la de los observados coincida es garantía
de su adecuación? No es que piense yo que el ritual no cumpla funciones
homeostáticas en el sistema, que no opere a favor del mantenimiento del
sistema. Resulta obvio.que los casos descritos y analizados durante déca­
das por los antropólogos británicos se ajustan a este esquema. Pero, el
conjunto del universo ritual, ¿está cubierto por el modelo que responde a
estos casos?
Mi primera y lógica tentación es acudir a los ceremoniales a los que
he dedicado mis investigaciones de campo en Brasil, destinados a provo­
car efectos materiales y espirituales en ciertas personas. Efectos positivos,
a veces; otras, negativos. Acciones destinadas a que alguien (el cliente o
aquél a quien el cliente pretende favorecer) cure de una enfermedad,
encuentre empleo o compañero/a sentimental. Acciones destinadas a que
alguien (esta vez, el enemigo) pierda la salud, el trabajo, el amor, a veces
la propia vida. Es bien sabido que la separación entre eso que llaman la
magia ‘blanca’ y la otra se difumina entre los dedos, que el anti-hechicero
no es otro que el hechicero. Pero no es en esa dirección que ahora me diri­
jo. Ambas acciones místicas son, a mis actuales efectos, idénticas.
En efecto, estas prácticas están tejidas como breves narraciones que,
con mecanismos metafóricos y metonímicos, cuentan lo que debe ocurrir
al objeto de la acción mística. Aunque sean espectaculares, además, estas
acciones no tienen en el espectáculo su objetivo, sino un medio para otros
fines. No pienso ya en las operaciones de hechicería, cuya no publicidad,
su ocultación, forma parte de la acción y coadyuvan a su eficacia. Pienso
en un caso extremo de no ocultación, de publicidad y hasta de teatralidad:
las manifestaciones mediúmnicas descritas por Leiris en Etiopía, Metraux
en Haití o por mí mismo en Brasil. Por más vital y pleno sensorialmente
que en este caso sea el espectáculo, no es su razón primera; lo es el carác­
ter terapéutico, para el agente o los eventuales clientes, que tiene la in­
corporación de ciertos espíritus o la obligación que los fieles del culto a
una cierta periodicidad en la presencia ‘en tierra’ de las entidades místicas
con las que han sellado pactos de protección y cuidado, so riesgo de conse­
cuencias negativas. La relación con lo sagrado, en estos casos, tiene su
órgano de pertinencia en el cuerpo.
En estos ceremoniales, la función reguladora no es tan fácil de reco­
nocer. No obstante, I. Lewis (1977), en el sendero abierto por Gluckman

163
Sentido de la antropología m sopguas so¡ ap ej6o|odojjuv

con sus ‘rituales de rebelión’, los absorbe en el marco funcionalista con la


hipótesis de que la posesión, típica de cultos periféricos, es una protesta
simbólica ante la marginación de los sectores sociales que alimentan esos
cultos. La insuficiencia de esta teoría es una repetición monótona de lo
que siempre se puede decir de las explicaciones de la escuela británica:
¿por qué tal conflicto social se expresa en este registro y no en otro? En lo
que ahora nos atañe: ¿protesta simbólica? Si, ¿pero es eso todo? En estos
casos cuanto en aquéllos en los que la reproducción del orden social es
más evidente, una vez más ¿es eso todo o hay además otra cosa, menos
visible para agentes e investigadores, pero al mismo tiempo mas obvia? Si­
gamos con otro ejemplo militar.
Claude Roi, un francés de izquierdas con pasado militar, visitó China
no demasiado después de la victoria maoísta. Lo primero que le sorpren­
dió, y así lo contaba en su Claves para China, fue que los soldados que
vio en el aeropuerto no parecían tales. Uniformes poco cuidados se unían
a una marcha sin paso de marcha. Quienes hayan visto por TV los solda­
dos de Pekín que llegaban a Hong Kong las vísperas del final de la
administración inglesa no han podido obtener una imagen más opuesta:
impecables hombres en posición de firme, inmóviles durante horas en los
camiones que los transportaban. Ninguna necesidad material detrás de ese
espectáculo, sólo el propio espectáculo, pero no tanto algo para ver, sino
más bien algo para asistir como acto simbólico, como algo significativo.
Ritual es precisamente eso: una señal de significación. ‘Esto está para
significar’, eso dice el ritual. Pero, ¿significar el qué? De hecho, cada rito
carga en sí significaciones particulares, emplea pre-textos específicos;
preguntar por la significancia ritual apunta al efecto de sentido
suplementario -o primero- que tiene el significar esas particularidades por
medio ritual, o mejor, hacer ritual con pre-textos particulares. ¿Cuál es
este efecto de sentido? Veamos un último ejemplo militar.
El desfile de tropas, de cualquier tropa, que Mauss recordaba en su
texto sobre las técnicas corporales, se basa en imponer a aquéllas, al
desempeño de sus cuerpos, un estilo diferenciado al habitual. Aunque en
este ejemplo, dicho sea de paso, la diferenciación es doble: el paso de un
ejército debe al mismo tiempo destacarse de los pasos de otros ejércitos

164
Siete. La escalera de Witgenstein

(paso de oca prusiano, carrerilla de los bersaglieri italianos, etc.)21 y de la


manera en que sus componentes caminan en el día a día. Lo que aquí
importa: el círculo de tiza que separa de lo cotidiano, eso es ‘ritual’.

3.2. Ritual y sistema clasificatorio

Lo cotidiano es la norma, la estructura -en el sentido que le da M.


Douglas-, el sistema. El ritual abre un agujero en la uniformidad de la vida
social: pone al margen, liminariza -si un verbo tan horrible existe-, aunque
a veces sea el propio centro lo puesto al margen -lo liminarízado, con per­
dón-, como en el caso de los casamientos de las Infantas españolas o los
funerales de Lady Di. Carnaval, semana santa y día de la patria -los casos
rituales tomados por Da Matta (1980)- dan aire, dan juego a la vida de la
sociedad produciendo margen. Pero eso no es todo.
No puedo recordar si era o no Leach quien clasificaba los rituales en
‘expresivos’ y ‘productivos’, para marcar la distancia entre, p. ej., la cere­
monia Ikung a la que refería M.Douglas y la ordalía de pollos zande. De
todos modos, la realidad es -como se decía hace mucho tiempo- ‘dialécti­
ca’: la expresividad de los ritos expresivos es productiva, produce algo -en
este caso, al menos, cohesión social-: a su vez, la productividad de los pro­
ductivos es expresiva, expresa algo -al menos aquello que sirva al obser­
vador para interpretarlos-. En un caso, se trata de operaciones que ponen
la acción al servicio de la significación, en el otro, que emplean la signifi­
cación con fines instrumentales. En ambos, de juegos con los poderes del
entramado clasificatorio. Aquí yace el sagrado-durkheimiano (remozado).
La fuerza de la sociedad no está tanto, como sostenía Durkheim, en el
fervor multiplicado del intichuma, la festividad anual que reúne a los cla­
nes de la tribu australiana para el sacrificio de sus especies totémicas,
medio de conservación de la fertilidad natural y de la sociabilidad huma­
na. La fuerza de la sociedad no es tanto el poder macroscópico de su con­
densación en la conciencia colectiva de sus miembros. Es más bien el

21 Los distintos pasos de marcha nacionales operan como emblemas de unidades de un siste­
ma polinómico-totémico, es decir de unidades del mismo rango, equivalentes, en ese sentido,
a los cánticos de hinchadas de fútbol o a las danzas diferenciales de los dioses del candom-
blé o de la santería cubana.
No es tema de este texto las formas en que se articula el espacio dentro de lo cerrado por el
círculo de tiza del que hablo en la próxima frase.

165
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojjuy

cemento intersticial de la cohesión del mundo; se manifiesta antes y ocu­


rre primordialmente en un plano más microscópico y permanente, menos
espectacular, hasta invisible. Es el plano en el que se producen, p.ej., las
prohibiciones alimentarias bíblicas, tan bien interpretadas por M. Douglas,
o cualquier otro tipo de tabú. Es el plano en el que las mujeres no pueden
entrar en las bodegas jerezanas a la hora en que la uva es prensada, en el
que la mano izquierda es izquierda o en el que hay que ir de chaqueta y
corbata a una entrevista de trabajo.
Lo sagrado, pues, anida y se manifiesta en la clasificación. La
manipulación de ésta es el ritual, sea para subrayarla, sea para invertirla.
El poder del ritual, tanto en su faz ‘expresiva’ cuanto en la ‘productiva’,
proviene de la fuerza que une las cosas que el ritual separa, o de la que
separa las cosas que el ritual une.
&
Lo sagrado es un acontecimiento de la significación. Más aún, es la
propia significación ante sí misma. Si se me apura, es la propia barra del
S/s. Es desde este núcleo duro de la realidad que somos, desde este Big-
Bang que nos produjo, desde este pasaje de la naturaleza a la Cultura,
desde la hominización de la Humanidad -si nos ponemos muy cursis-,
desde donde se despliega la lógica clasificatoria (2, 3, n>3) por donde dis­
curre nuestra vida social. Lo sagrado es las fuerzas subatómicas que hacen
que algunas cosas vayan juntas y otras vayan separadas. Lo sagrado apa­
rece, opera y produce efectos en la inversión del sentido de esas valencias.
Lo sagrado es camavalizante. Obscuro espejo invertido.

4. En fin
Sujeto y sagrado provienen del Big Bang de la significación, del
erguimiento de 7’, lo que nada tendría que sorprendernos. Algo de esto
está ya intuido en la idea dogon de ‘palabra’, en el Verbo bíblico, en el pen­
samiento romántico, en Heidegger, en los budistas. Pero toda la fuerza de
la cultura está puesta para ocultarlo. Sin el espejismo resultante, no hay
sociedad posible. Ese es el suelo de la ‘real ilusión’ de la que hablaba
Mauss.
Dentro de este cuadro, la ‘eficacia simbólica’ es la prueba del nueve
del pensamiento sociológico: el punto en el que se toma transitable a la
investigación la vía que debe ser invisible para que haya cultura, aquélla

166
Siete. La escalera de Witgenstein

que une las formas y peripecias de las relaciones entre los hombres -por
un lado- y sus cuerpos -por el otro-.
&&&
Pues eso. “Y no tenemos nada que añadir”, como decía una propa­
ganda de conservas de pescado.

167
ideas de Marcel Mauss

Segunda Parte. Antropología de los sentidos.


a las
Introducción
Segunda Parte. Antropología de los sentidos.

"Je ne formule qu'un souhait:


laisser de mon passage parmi
vous une fugitive et modeste
trace" M.M.

Introducción
a las ¡deas de
Marcel Mauss
■ ■■
1. MAUSS, ENCANTO RADICAL1

¿Cuál es el radicalismo de Mauss con el que podríamos encantamos?


No el político, por cierto, ámbito donde incursionó más que nada como
colaborador de L’Humanité, periódico dirigido en ese momento por el
moderado y bien-pensante socialdemócrata Jean Jaurés. No el vital,
tampoco, si su biografía alcanza apenas a engarzar sus distintos puestos
académicos y publicaciones, en una existencia acabada en el miedo a la
persecución nazi y la confusión mental.
¿Y su actualidad? La fecha de su muerte, 1950, puede dar el espejis­
mo de una contemporaneidad que los hechos desmienten. Si bien su
Manual de etnografía fue publicado en los años ‘40, éste provenía de
notas tomadas por sus alumnos en cursos muy anteriores, organizadas y
editadas por Denise Paulme. Su obra característica se desarrolló en poco
más de las primeras tres décadas del siglo; su momento culminante se cen­
tra quizá en 1924 con el Ensayo sobre el don. La mayoría de aquéllos a
quienes convierte en sus interlocutores válidos son hoy fantasmas anacró­
nicos y olvidados, personajes para alguna historia meticulosa hasta la
exasperación -contabilidad avara y pedante- de la pre-historia de nuestro
pensamiento de hoy: psicólogos como Head y Mourgue, etnólogos como
Strehlow y Roth, estudiosos de las religiones como Cabrol y Tiele.

1 Este trabajo tiene su historia. Fue en un principio proyectado para la colección Encanto radi­
cal (de una ya desaparecida editorial brasileña -Brasiliense- en otra de cuyas colecciones -
Primeiros vóos- salió). La opción por Mauss para entrar en la compañía de radicales más
obvios y notorios surgió inmediata y espontáneamente; de hecho, en la antropología social,
Mauss es uno de los pocos y el que merece con mayor propiedad esa calificación. Sin embar­
go, el propio carácter de Mauss y de su obra exigía que se explicase aquello que era sólo una
sensación a flor de piel, tanto a los lectores como al propio autor, y es esa la reflexión a la que
está dedicado este primer apartado.

171
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojjuy

Para una mirada disciplinada en modas y estridencias, nada más lejano


de su interés que esta figura en apariencia gris y desfasada. Hasta podríamos
decir, empujados por un cierto vértigo de la paradoja, que en buena medida
Mauss no es Mauss. En muchos de sus trabajos, entre los cuales algunos de
los más relevantes, comparte firma con otros autores: Durkheim, Hubert,
Beuchat, Fauconnet. Ni siquiera podemos pretender que Mauss represente
una época, como sí podríamos ver en Durkheim el reflejo de las contra­
dicciones de los primeros tiempos de la Tercera República francesa y los
intentos de resolverlos en la teoría y en la práctica.
Pero llevado hasta aqui el despojamiento de su figura, es necesario
volver a tomar impulso e intentar reconstruir un Mauss radical y actual,
unitario y fascinante. Para lograrlo de una manera convincente, el mejor
camino tal vez sea recomenzar esta introducción desde las raíces.
Es costumbre dar a Durkheim y a Weber el prestigio de la paternidad
de la Sociología como disciplina autónoma. Mantengámonos dentro de la
tradición pero dejemos de lado al pensador alemán. Un acercamiento rápi­
do y esquemático a la obra del sociólogo francés nos permite deslindar dos
niveles de su proyecto, niveles solidarios entre sí de manera absoluta y que
se realimentan uno al otro: el político y el científico. En términos políti­
cos, su problema era el de los hombres de la Tercera República: la norma­
lización de una sociedad burguesa cercada a la izquierda por el fantasma
de la Comuna de París y a la derecha por la reacción católica que aún con­
trolaba resortes de poder en el Estado y en la sociedad civil. El correlato
teórico de este dilema también es doble. Por un lado, se condensa en la
afirmación de la sociedad como una realidad en sí, autónoma, indepen­
diente de la voluntad de sus integrantes. Si lo social es una instancia cog­
noscible racionalmente es porque responde a leyes, a regularidades dis-
cemibles en el acontecer de la vida de los pueblos, que excluyen todo
elemento o explicación que no provenga de sí mismo (“Los fenómenos so­
ciales deben ser estudiados como si fueran cosas”). Consecuencia no leja­
na de esta concepción -y Durkheim no tardó demasiado en demostrarlo- es
que nada de lo que acontece en la realidad social puede ser remitido, como
fuente de explicación y/o justificación, a una trascendencia. Es por el con­
trario esa trascendencia -Dios, lo sagrado- lo que debe ser remitido a la
Sociedad (y en Durkheim la mayúscula es más que nunca obligatoria) para
ser explicada.

172
1. Mauss, encanto radical

Por otro lado, el centro neurálgico de lo social es la integración. Con


un modelo organicista de la sociedad, Durkheim entiende cada uno de sus
aspectos en términos de la funcionalidad respecto al mantenimiento del
todo. De igual manera que el crecimiento de un organismo vivo, el cam­
bio social, en ciertas circunstancias y dentro de determinados límites, es
funcional. Pero existe también una patología social que amenaza a la
sociedad, a su integración. El hecho de que, es un ejemplo, los miembros
de una sociedad le exijan más de lo que está en condiciones de pro­
porcionarles entra en este cuadro patológico tanto como causa cuanto
como consecuencia. No es necesario cavar mucho para ver por debajo de
esta idea la de un Estado capitalista que administre con parsimonia el pro­
greso tecnológico y que controle inmoderadas reivindicaciones obreras.
La educación fue la preocupación práctica que Durkheim quizá tuvo
mas en cuenta, hecho que casa -dentro del esquema en el que nos move­
mos- con el nacimiento de la escuela estatal, pública y laica; escuela que
rompía con el monopolio de la Iglesia Católica sobre la educación y que
ofrecía una poderosísima herramienta de control social.
Pocos años antes del fin de siglo XIX, Durkheim fundaba una publi­
cación dedicada al estudio de los fenómenos sociales, L’ année sociologi­
que. En el marco de esta publicación se reunía una camada de jóvenes
interesados en la perspectiva abierta por Durkheim en el análisis de la rea­
lidad social: Hubert, Hertz, el propio hijo de Durkheim, Davy, Beuchat,
otros más y, por supuesto, Marcel Mauss. Sobrino de Durkheim, su dife­
rencia de edad no era mucha; habían nacido los dos con catorce años de
intervalo en el seno de una familia judía de una pequeña ciudad alsaciana.
El tío no sólo se mantuvo muy próximo a la formación del sobrino; de
hecho se convirtió en su mentor intelectual, y sus vidas y obras se mantu­
vieron entrelazadas hasta la muerte del primero.
Pero quizá no se trate de una relación unívoca. Si bien fue Durkheim
quien descubrió al joven Mauss un nuevo mundo de pensamiento -y ya
veremos que la aceptación de éste de las teorías de aquél no está exenta de
reservas y heterodoxias- fue Mauss quien precedió en varios años a
Durkheim en el estudio de los fenómenos religiosos. Si Mauss preparó las
series estadísticas que basaron los análisis de El suicidio -la primera y tal
vez la principal obra en la que Durkheim puso en juego su metodología de
investigación sociológica- hay quien piensa -como Lévi-Strauss- que su
colaboración superó en mucho el papel de un simple asistente.

173
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ej6o|odoquy

La guerra del ‘14 acabó físicamente con el grupo de L’année sociolo-


gique. Lo más significativo de la joven generación cayó en el frente, salvo
Hubert, muerto en 1930. Durkheim murió de enfermedad en 1917. Quedó
Mauss. Aquí se hace necesario retomar la cuestión desde otro ángulo.
En el pensamiento de Durkheim se produce una distinción que no
subrayamos en la presentación tan esquemática y no poco traicionera que
hemos hecho: morfología social y simbolismo. El primero es relativo a lo
que se podría llamar, sin mayores precisiones, ‘estructura social’. El
segundo, presente cuando se mencionaba la relación entre sagrado y socie­
dad, apunta a la explicación sociológica de lo que la escuela francesa lla­
maba ‘representaciones colectivas’: las categorías con las que los miem­
bros de una sociedad determinada se expresan, se comunican, tratan de
entender y controlar la realidad. En la obra de Durkheim estos aspectos
son indisociables y, de hecho, difícilmente podrían dejar de serlo en cual­
quier análisis que parta de la realidad social para dar cuenta de la ideacio-
nal. Pero la herencia del maestro funcionalista se desarrolló en dos
vertientes que dirigieron su interés de manera preferente hacia uno u otro
de estos polos, sin abandonar por ello la tesis de su concomitancia. De tal
manera, el funcionalismo anglo-sajón (Radcliffe-Brown, Parsons) operará
más que nada en el plano de la interrelación, del juego de relaciones entre
personas que ocupen los distintos puestos establecidos en una sociedad
para garantizar su funcionamiento, mientras que los estudiosos franceses
de L’année... tenderán, ante todo, a encontrar el sentido, a primera vista
oculto, de los marcos conceptuales en los que se dan estas relaciones. La
atmósfera neo-kantiana finisecular está presente, pero las categorías no
remiten ya a un sujeto trascendental ni a un sujeto psicológico, sino a un
sujeto social.
En los trabajos de los representantes de esta corriente se suceden los
análisis destinados a encontrar el correlato social de una serie de catego­
rías: espacio, tiempo, fuerza, izquierda y derecha, etc. Una operación qui­
rúrgica peligrosa y difícil podría tal vez extraer de este magma intelectual
el pensamiento de Mauss puro, diferenciándolo escrupulosamente del de
sus compañeros; esa tarea no es la que se propone este libro. Mauss fue el
albacea de una generación de sociólogos franceses, sus propias pertenen­
cias se entremezclan con la herencia conservada; cuidó el patrimonio en la
misma medida en que lo enriqueció. Ese pensamiento cuya delimitación
de paternidad y propiedad tiene márgenes desdibujados es, sí, nuestro

174
1. Mauss, encanto radical

objeto. De todas maneras, en un momento u otro sí interesará marcar las


rupturas maussianas respecto al maestro, o, para seguir con la vaga imper­
sonalidad por la que hemos optado, ciertos ambiguos cortes entre dos
momentos de la escuela: el paso del esquematismo entusiasmado de los
inicios a la reelaboración del esquema en la desilusionada madurez.
¿Y cuál es entonces este pensamiento maussiano? ¿En qué nos atañe?
¿Dónde está esa presencia imponente de una forma de pensar, ya que no
de actuar, ya que no de vivir, que nos vuelve obligatorio recurrir a ella para
interrogarla, proponernos recuperar sus implicaciones, sus consecuencias?
Una nueva aclaración se hace necesaria. Ya se ha dicho, se ha repeti­
do, que mientras que la obra de Mauss tenía un espíritu de sistema, su letra
estaba muy lejos de ello. Obra fragmentada en centenas de artículos y
reseñas, en clases y discusiones, abordando infinidad de temas y autores,
con algunos hitos mayores -en general, ya se ha señalado, de autoría com­
partida-; es el hombre que no llegó a redactar su tesis doctoral, que no
quiso o que no pudo hacerlo. Muchas veces con lenguaje ambiguo, no
falto de confusión y algunas veces sí de elegancia -pecado capital en un
francés de esos tiempos-, esboza ideas, intuiciones iluminadoras y llenas
de promesas, que abandona embrionarias, retoma luego en algún otro
texto para seguir desarrollando u olvida para siempre. Textos inundados de
erudición, minucioso cuidado en la preparación de nuevas camadas de
etnógrafos, continua indagación en la labor de todas aquellas disciplinas
que le permitieran adentrarse en la comprensión del hombre.
Porque, en resumen, se trata del hombre. No del hombre como fan­
tasma ideológico e impostado, un agujero lleno de retórica. Es el hombre
como una doble totalidad, como proceso de reconstrucción crítica (crítica,
ya que debe negar el análisis desintegrante) de lo descompuesto en la ide­
ología. En un plano: cuerpo, alma, inteligencia, producciones materiales y
espirituales, etc.; en otro plano: las distintas humanidades dispersas y
segregadas en el tiempo y el espacio: el maorí y el parisino de los subur­
bios, los antiguos escandinavos y los indios, los romanos y los algon-
quinos. Este hombre único puede, tal vez, ser base de un nuevo humanis­
mo.
¿Cuál es el procedimiento de esta reconstitución? Por un lado, ensan­
char hasta sus límites más extremos el campo de las significaciones. Con
Durkheim se trataba de encontrar significado oculto, un segundo signifi­
cado, a fenómenos que de manera explícita se movían en un ámbito de sig­

175
Sentido de la antropología m sopguas so¡ ap ei6o|odojtu\/

nificación, que eran símbolos manifiestos -discursos míticos, prácticas


rituales, sistemas clasifícatenos-; con Mauss se trata de hacer hablar a
aquello que hasta entonces se suponía mudo. Como dice Lévi-Strauss: de
los fenómenos sociales estudiados como cosas se pasa a estudiar las cosas
como fenómenos sociales. Mauss invierte el procedimiento marxista; no
se trata ya de desentrañar procesos materiales en las superestructuras ide­
ológicas, sino de identificar los sistemas simbólicos que fundan y otorgan
inteligibilidad a los procesos económicos. Por último, el propio cuerpo
deja de ser el punto de determinación de la naturaleza sobre la cultura; no
resta nada de natural en un cuerpo cuyos mínimos movimientos son
socialmente significativos, responden a códigos establecidos de manera
minuciosa y en buena parte arbitraria. Por el otro, angostar hasta los lími­
tes más estrechos el mapa de la heterogeneidad humana. Adiós mentalidad
pre-lógica, adiós hombres no-civilizados, adiós evolucionismo ufano.
Una dificultad en Mauss es la ausencia de un orden explícito, de un
principio rector en su producción. Todo eje, toda idea directriz que se quie­
ra ver en ella es, en buena medida, decisión del lector, del intérprete. Toda
lectpra de Mauss es también una re-escritura.

176
2. CIENCIA DE LO CONCRETO, CIENCIA DEL SIGNIFICADO

En muchas ocasiones, aunque no siempre, se siente en Durkheim una


suerte de violencia contra los hechos, como si éste, todavía en una pers­
pectiva de filósofo social, usase los datos como meras ilustraciones de una
tesis, los subsumiese en hipótesis generales independientes y ajenas. En
Mauss, por el contrario, los datos aparecen como una resistencia de lo real
ante cualquier intento apresurado de la razón. Mauss se mueve así en lo
que en su momento era una estrecha faja divisoria entre el empirismo y la
metafísica: a) hacer inteligible la realidad social implica rechazar la acti­
tud disgregante, atomista, del ‘historiador’. No se trata de fotografiar
hechos, se trata de constituirlos, b) el sistema de lo social no es un a prio-
ri, sino un construido en la investigación que debe encerrar en sí la com­
plejidad de lo real y dar cuenta de ella. Esta actitud se refleja en su actitud
frente a la sistematización de la sociología.
Tras disquisiciones, marchas y contramarchas, Mauss considera que
la manera en la que la Sociología había sido articulada en compartimien­
tos internos es un instrumento de análisis confiable dentro de límites muy
precisos. Las sociologías especiales dividen analíticamente la realidad
social en distintas esferas (jurídica, económica, religiosa, etc.). Bajo estos
distintos rótulos existía una producción a la que Mauss no estaba dispues­
to a renunciar; sin embargo, la eficacia de una división tal está condicio­
nada por tres criterios epistemológicos:
1) La manera en que dividamos a una sociedad que no es la nuestra en
diferentes esferas institucionales es un hecho histórico, social. No
representa una forma lógica o natural de ser de toda sociedad, sino
el modo en que nuestra sociedad nos impone categorías de com­
prensión y clasificación (lo que autores posteriores bautizarán
como ‘etnocentrismo’):

177
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odoj}uv

“(...) los títulos de las propias sociologías corresponden dema­


siado a las divisiones más actuales, más efímeras de lo que se
cree, del trabajo social moderno, de las actividades de nuestras
sociedades occidentales. Traen profundamente, pues, la marca
de nuestro tiempo, la de nuestra subjetividad. Casan mal con
la vida de las sociedades que han dividido su trabajo de otra
manera o con la de las sociedades que algún día lo dividirán
de manera diferente a la nuestra” (MM, 1969 [1927]: 204)

2) Todo hecho social forma parte de una totalidad, es un hecho en una


sociedad total, con una especificidad propia y diferente, un estilo,
que impregna cada uno de sus momentos. Cada instancia analítica,
por lo tanto, sólo es en realidad comprensible por su remisión a la
totalidad.
3) Junto a esta idea de totalidad opera otra que indica que cada hecho
social compromete al mismo tiempo a todas y a cada una de las ins­
tancias distinguibles en teoría. Esta es la noción de hecho social
total que opera en distintos registros, o, mejor dicho, que tiene dis­
tintas formas de exposición y aplicación, pero un único objetivo:
señalar el carácter total y concreto de lo social y reclamar de la
investigación sociológica procedimientos que lo transcriban.

¿Estamos frente al proyecto de una sociología descriptiva o a la ela­


boración de un cuerpo teórico explicativo? La alternativa quizá carezca de
sentido, ya que el objetivo de Mauss no es la remisión de los fenómenos a
leyes generales (“No hay una ley única, universal, de los fenómenos socia­
les”), sino mostrar el hecho social concreto en la multiplicidad de sus rela­
ciones y determinaciones:
“Los fenómenos sociales tienen entre sí las relaciones más
heteróclitas (...). El objetivo principal de nuestros estudios es,
precisamente, dar el sentimiento de estos diversos vínculos de
causa y efecto, de fines, de direcciones ideales y de fuerzas
materiales (...) que (...) forman el tejido real, vivo e ideal, al
mismo tiempo, de una sociedad” (MM, ídem: 215)

Estamos lejos, pues, de un reduccionismo por el que se postula un


nivel ‘x’ de la realidad social como ‘verdad última’ de cualquier otro nivel
en cuestión. De lo que se trata es de una suerte de multi-determinación
(determinación circular dice en algún momento Mauss) en la que cada

i 78
2. Ciencia de lo concreto, ciencia del significado

nivel remite a otro hasta el punto en que la propia existencia de niveles


diferentes es cuestionable, más allá de una (eventual) perspectiva
metodológica. Dicho en términos algo diferentes pero que apuntan a lo
mismo: todo fenómeno social implica una representación colectiva que no
es su ‘superestructura’, sino el hecho mismo de su constitución, su posi­
bilidad dentro de un contexto.
La ruptura con una versión metafísica de la sociedad, tan fuerte en el
positivismo de Comte y aún remanente en Durkheim, emerge también en
la visión que Mauss propone sobre la relación entre ciencia y política. Al
ideal de una política que fuese la traducción práctica de una ciencia de la
sociedad, ideal que tiene en Lenin su expresión más desarrollada, se ante­
pone una propuesta más banal pero más realista de colaboración. Por de
pronto, todo mesianismo es descartado: la política no obtendrá la felicidad
de los hombres; mucho menos lo hará la sociología, cuya pretensión máxi­
ma es la de educar a la sociedad. La unión de ciencia y arte (política) brin­
da a los hombres la posibilidad de autodominio:
“Las obras de la razón sólo pueden dar el instrumento a los
grupos y a los individuos que los componen; a éstos es a quie­
nes cabe el servirse de aquéllas para su bien... si quieren... si
pueden” (MM, ídem: 245)

De tal manera, la ciencia no representa más que “una pequeña


contribución para la dirección real de las sociedades actuales” (ibídem).
La teoría está, pues, subordinada a la práctica, pero no en el sentido de
darle a ésta un carácter constituyente de aquélla, sino que, al ser ambas
instancias heterogéneas, el momento de creación en el plano social no le
corresponde al científico (“Es raro que la ciencia sea creadora” [MM,
ídem: 233)]), sino a los agentes sociales en cuanto tales (“el hombre de
leyes, el banquero, el industrial, el religioso...” [ídem: 244]). La ilusión
totalitaria de una praxis política legitimada por la ciencia se diluye: “no
hay razón alguna, ni teórica ni práctica, que justifique el despotismo de la
ciencia”. Regir la realidad social no es por fuerza idéntico a ese ‘andar el
mundo sobre su cabeza’ que el viejo Hegel tomaba como paradigma del
reino del Espíritu y creía reconocer en la etapa jacobina de la Revolución
Francesa. La ecuación Razón = Realidad se rompe, al menos en lo que
refiere al científico y al legislador. Hay una carencia de la ciencia, un
grado de indecidibilidad en determinadas áreas, que obliga a que lo más
racional en estos casos sea la no-intervención racional: la dinámica social

179
Sentido de la antropología /// sopguas so¡ ap ei6o|odojju\/

será siempre preferible a una práctica basada en un pretendido conoci­


miento. ¿Hasta dónde estas consideraciones pueden haber sido sugeridas
por el análisis de la temprana experiencia soviética? No es difícil suponer
una relación si tenemos en cuenta su rechazo socialdemócrata del bolche­
vismo.
No hay por parte de Mauss, sin embargo, un abandono radical de lo
político; no podía haberlo: si no hay ya una ciencia de la política en cuan­
to guía legitimante de la acción, hay -al menos en cierne- una ciencia polí­
tica en cuanto ‘teoría del arte político’, es decir, un análisis sociológico de
la acción política, tal como sus agentes la llevan a cabo.
El hecho mismo de plantear la posibilidad de una ciencia de la socie­
dad, de una sociología, implica la afirmación de la inteligibilidad de los
hechos sociales, en otras palabras, el sometimiento de estos “al principio
de orden y de determinismo universal” (MM, 1969 [1901]: 140). Orden y
determinismo que están acotados por el hecho de que lo social se consti­
tuye como un universal autónomo e independiente. La autonomía de lo
social recusa toda explicación que no se base, parta y se mueva exclusiva­
mente en términos sociales. Contra las interpretaciones psicologicistas,
Mauss sostiene que la psicología individual pude dar, en última instancia,
sólo una explicación general de la posibilidad de un hecho social, pero no
de su necesidad y menos aun de los contornos específicos que adquiere en
cada sociedad. La independencia de lo social es la otra cara de su interde­
pendencia; implica que todos los fenómenos sociales “son manifes­
taciones de la vida del grupo en cuanto grupo”. Pero esta interdependen­
cia forma un sistema orientado, es decir, los distintos fenómenos se estruc­
turan jerárquicamente, las diferentes instituciones dependen entre sí y
todas lo hacen de la constitución del grupo. De tal manera, las institucio­
nes son expresión de la vida concreta de los hombres entre sí.
Al hablar de ‘expresión’ nos zambullimos de pleno en el campo de la
significación. De lo que se trata en Mauss es de entender la realidad social,
de entender todos y cada uno de los fenómenos sociales como hechos de
significación; más aún, de introducir en el campo de lo social, de lo sig­
nificativo, toda una serie de fenómenos hasta el momento no considerados
como tales. Así, las categorías del pensamiento o la religión no son ya sólo
referentes dentro de un plano ideacional, sino que remiten como a su
matriz constitutiva a las condiciones sociales en las que fueron generadas.
Los acontecimientos sociales no se agotan en sí mismos, sino que refieren

180
2. Ciencia de lo concreto, ciencia del significado

a principios de los que constituyen la actualización. La tecnología y la


fisiología no son hechos de naturaleza; son complejos culturales que per­
miten leer el ordenamiento social que los subordina. Por otro lado, lo que
aparecía sin orden o con un orden ajeno se muestra como un mensaje,
como una cadena sintagmática en la que es posible y obligatorio distinguir
sus unidades significativas, rastrear sus leyes de composición, su sintaxis,
determinar su emisor y significado.
¿Pero que significa ‘significar’? En distintos autores encontramos dis­
tintas definiciones que, en contextos y con objetivos diversos, deslindan
diferentes formas en las que la significación se manifiesta (p.ej.: iconos,
señal, signo, símbolo, etc.). Lo que retendremos aquí en vistas a nuestras
necesidades es que ‘significar’ implica una remisión de un algo a otro algo
diferente, sea en el mismo plano de realidad (p.ej., la relación indicada en
un diccionario entre un vocablo y su definición -que se mueve en el mismo
plano lingüístico-, o en la relación abierta por la interpretación freudiana
de los sueños -que se mueve en el mismo plano psicológico-), sea en pla­
nos diferentes (p.ej., el intermitente de un coche que indica la intención de
su conductor de girar, un mapa respecto a un territorio, etc.).
Si hay un campo de significación, un universo en el que estas remi­
siones son posibles e inteligibles, aparecería como si estuviese acotado por
otros dos, un que, para decirlo de alguna manera, está por debajo del sig­
nificado, otro que está por encima. Los llamaremos ‘naturaleza’ y ‘ruido’.
En el primer plano, las cosas son lo que son. Estamos en el mundo de
a rose is a rose is a rose de Gertrude Stein, o, en el mejor de los casos,
frente a parejas ‘humo-fuego’, ‘gaviotas-tierra’ (vistas por un marinero),
etc. Pero de la misma manera que una rosa, en la tautología de su presen­
cia, no exige (ni puede) ser explicada, las parejas mencionadas son tam­
bién acontecimientos de hecho. Lo natural es así siempre opaco, mudo; no
significa porque está fuera de toda posibilidad de articulación.
El otro plano es el de acontecimientos no significativos pero tejidos
con materiales significantes (sonidos, gestos, acciones, etc.). La expresión
clásica en la teoría de la comunicación ‘ruido en el canal’ indica que, dada
una expresión (verbal, escrita, telegráfica, etc.) y un código determinados,
toda señal constituida por elementos típicos de esa forma de expresión o
bien se atiene al código empleado y constituye entonces un mensaje, o
bien no se atiene y no es, pues, significativa: es ‘ruido’. La frontera entre
mensaje y ruido está trazada por la posibilidad de encontrar código; así,

181
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odojjuv

pre-freudianamente y para muchos autores, sueños y actos fallidos eran no


significativos aun cuando movilizasen elementos significantes (imágenes,
palabras, actos, etc.)
Este carácter significativo del hecho social no es una simple cuestión
metodológica ni un rasgo secundario; es uno de sus aspectos esenciales. Y
esto no sólo por su carácter referencial y sistemático; tan importante o tal
vez más -ya que es una de las intuiciones maussianas más originales y
fructíferas- es su carácter arbitrario, la no obligatoriedad de correspon­
dencia unívoca entre un hecho social y cualquier otra instancia de la rea­
lidad. Así como en el signo, aquí también el significante es inmotivado:
“Todo fenómeno social tiene un atributo esencial (...) es todavía arbitrario”
(MM, 1969: 470). Y también:
“En la mayoría de las representaciones colectivas, no se trata
de una representación única de una cosa única, sino de una
representación elegida arbitrariamente, o más o menos arbi­
trariamente, para significar otras y para dirigir prácticas”
(MM, 1950 [1924]: 294).

Lo social, simbólico, representación arbitraria. ¿De qué? De todo, del


mundo, de sí mismo. La ‘textura’, la especificidad de una sociedad, es el
grado de refracción con que esta representación se realiza, su forma de
apartarse de un centro inexistente. No hay hechos sociales mudos, en su
seno habla siempre una representación colectiva; es una opción, una
modalidad, como gustá decir Mauss. En última instancia, una sociedad es,
en este plano, el perfil de sus opciones. Pero esta arbitrariedad no es idén­
tica en todos los hechos sociales; a algunos les cabe una indeterminación
que a otros les está restringida. La tecnología no puede, a diferencia del
derecho, la religión o la economía, dejar de mantener algún ajuste con la
naturaleza. Aquí comienza a trazarse uno de los principales cortes de
Mauss, no sólo respecto a Durkheim, sino también respecto a sus propias
posiciones de un comienzo. De acuerdo con los principios de la primera
época de los Année..., la religión era la matriz de toda representación
colectiva y, por lo tanto, de la racionalidad.
En el Mauss de madurez, esto no es ya así. Todo proviene, claro está,
de la definición que Mauss se da de ‘razón’: es la descentración de la inte­
ligencia del hombre que deja de plasmarse sobre sus condiciones concre­
tas, que sale fuera de sí y se identifica con el orden de lo real, con un orden
independiente de sí. La tecnología es el primer paso en esta dirección que

182
2. Ciencia de lo concreto, ciencia del significado

será complementado definitivamente por las ciencias. Las diferentes téc­


nicas con las que los hombres de una sociedad determinada llevan aún la
marca de esa sociedad (en la manera en que una pala inglesa -el ejemplo
es de Mauss- difiere de otra francesa) son en cierto grado simbólicas, arbi­
trarias; las ciencias, por el contrario, ya no tienen como correlato inter­
pretativo una sociedad específica, particular, sino -por un lado- la natura­
leza de la que da cuenta y -por el otro- una unidad extra-social, la huma­
nidad, de la que es atisbo y preanuncio.
Sería, sin embargo, errado interpretar esta perspectiva introducida por
Mauss como una suerte de sujeción al evolucionismo. La razón no tiene
una fecha de nacimiento diferente a la del hombre; no hay nada aquí que
se asemeje al pensamiento pre-lógico de Lévy-Bruhl. Toda sociedad
implica trabajo, tecnología, un cierto grado de conocimiento objetivo: “La
razón y la experiencia inteligente son tan viejas como las sociedades y tal
vez más durables que el pensamiento místico” (MM, 1969 [1927]: 230)
Ahora bien, no por esto dejará esta concepción de encerrar dificul­
tades muy serias que, aunque Mauss no las desarrolle, se hacen paten­
tes en su ambigüedad respecto a la situación de la ciencia y su relación
con la tecnología como objeto sociológico que lo coloca en una emba­
razosa irresolución (“Pesaríamos sin fin los pro y los contra y no sabrí­
amos cerrarlo. Al igual que el buen Píndaro, no sabemos qué es justo”
[ídem, 52]). ¿Cuál es el centro de estas dificultades? En síntesis: si las
categorías de la razón son sociales -entendiendo por tal no ya su enrai-
zamiento en una sociedad particular, sino de manera más abstracta su
carácter no-natural, no-psicológico, no-trascendental, sino constituido
socialmente- ¿cómo negar este carácter a aquella instancia de la razón
que con mayor propiedad se instaura como la Razón? Pero, ¿cómo atri­
buírselo sin correr el riesgo de particularizarla, de negarle su pretensión
de objetividad y universalidad? No encontraremos en Mauss respuesta
al dilema, aunque sí otros rastros de cómo se conforma y se extrapola a
la cuestión del hombre, cuando discutamos su concepción de ‘hombre
total’.
Podemos pensar que una de las tareas centrales que Mauss se impu­
so fue la ampliación al máximo extremo del campo de lo significativo
tanto disolviendo lo ‘natural’ en lo ‘social’ cuanto descifrando fenómenos
en apariencia caóticos al mismo tiempo que reorganizaba desde esta pers­
pectiva el campo de lo hasta entonces aceptado como objeto sociológico.

183
Sentido de la antropología m sopquas so| ap Bi6o|odojjuy

Esta es la línea que hemos elegido para explorar el laberinto maussiano;


no es el único posible, por cierto, pero quizás sea el más tentador y
fructífero.
En el próximo apartado se analizarán dos cuestiones: la primera, el
anclaje social de instancias tradicionalmente tomadas como ‘puras’:
categorías del pensamiento y religión; la segunda, la dimensión ‘ideal’
de hasta los hechos sociales más obvios. Esta simetría constituye uno de
los puntos básicos del pensamiento de la escuela francesa: si todo hecho
de conciencia es un hecho social, todo hecho social es un hecho de con­
ciencia.
En el cuarto apartado se verá cómo se procede a la ya anticipada diso­
lución de lo ‘natural’ en lo social en relación, específicamente, a la noción
de cuerpo y sus técnicas, apuntando a la noción de ‘hombre total’, corre­
lato de la de ‘hecho social total’. En el quinto apartado, a propósito del
principio de reciprocidad, se acompañará a Mauss en su hallazgo de la
roca en la que se apoya toda sociabilidad. Por último, en el sexto, se reve­
larán algunos de los ecos de la aventura maussiana en la actual investiga­
ción social.

184
3. EL LUGAR DE LAS IDEAS

Problema clásico de la filosofía: ¿cómo se piensa? Respuesta también


clásica: por medio de categorías. Estas “corresponden a propiedades más
generales de las cosas”, son los “cuadros rígidos que encierran el
pensamiento”, “la osamenta de la inteligencia” (Durkheim, 1978 [1912]:
211). En otras palabras, las nociones más generales (tiempo, espacio,
género, número, causa, etc.) que organizan el mundo como pensable y
operable. Cuestión resuelta que provoca de inmediato otra: origen y natu­
raleza de las categorías. Al respecto, la escuela francesa se asume como
superadora de dos posiciones tradicionales:
1) El apriorismo, que plantea su carácter anterior a toda experiencia,
sólo posible dentro de sus cuadros formales: el modo universal y
necesario, la forma misma de ser del espíritu por la que éste apre­
hende toda realidad.
2) El empirismo, para el cual son producidas en y por la experiencia
en cada uno de los individuos.
Este lenguaje, un poco anacrónico, no oculta empero el fondo de la
polémica; o, en un caso, los hombres siempre perciben el mundo y pien­
san de una única y misma manera (en lo que hace a las líneas más gene­
rales y abstractas, claro está; la historia del pensamiento es un proceso de
arreglos secundarios e internos a este marco inmutable) y esta manera es
provista a hombre y mundo de forma tal que el conocimiento es legitima­
do (aquí hay varias versiones, el realismo dogmático, el trascendentalismo
kantiano, etc.). O, en el otro, nada hay en el hombre fuera de sus sensa­
ciones; todo pensamiento de la realidad no es otra cosa que un derivado
exclusivo de la sensibilidad; el problema de la correspondencia con la rea­
lidad no tiene, en última instancia, sentido: las categorías no son un atri­
buto de las cosas, sino de la mente, un tejido psíquico con veleidades

785
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap eiBoiodoquv

transcendentales. Con estas premisas el resultado es de esperar: la relati-


vización de todo conocimiento (también en distintas versiones). Si esta
segunda posición era para Durkheim y sus alumnos inaceptable en cuanto
que al mismo tiempo que conducía al irracionalismo no daba cuenta del
carácter obligatorio y exterior que las categorías tienen para los hombres,
la primera no pasaba la prueba de un control experimental cuando trata de
explicar el origen de una razón a priori, apelando a instancias metafísicas
(Dios, ideas innatas, etc.). Pero la inaceptabilidad del apriorismo emerge
quizá con más fuerza aún de su choque con lo que es el centro rector del
pensamiento de la Escuela: las categorías son acontecimientos históricos,
nacen, evolucionan, se transforman, mueren. Como afirma el propio
Mauss en un bello texto de enormes proyecciones programáticas:
“Es preciso ante todo elaborar el catálogo más completo posi­
ble de categorías; es preciso partir de todas aquéllas de las que
se puede saber que el hombre se ha servido. Entonces se verá
que ha habido y que aún hay muchas lunas muertas, y pálidas
u obscuras en el firmamento de la razón. Lo pequeño y lo gran­
de, lo animado y lo inanimado, lo derecho y lo izquierdo han
sido categorías. (...) Todas las categorías sólo son símbolos
generales que, como los otros, jto han sido adquiridos sino muy
lentamente por la humanidad. Es preciso describir este trabajo
de construcción. (...) La humanidad ha edificado su espíritu
por todos los medios: técnicos y no-técnicos; místicos y no-
místicos; sirviéndose de su espíritu (sensibilidad, sentimiento,
razón), sirviéndose de su cuerpo; al acaso de las opciones, de
las cosas y de los tiempos; al acaso de las naciones y de sus
obras o de sus ruinas” (MM, 1950 [1924]: 309).

Poco importa aquí si el diagnóstico del dilema es totalmente adecua­


do o no; lo sí relevante es la disposición de colocarse como superación de
dos líneas de pensamiento de las que se recuperan algunos aspectos y se
rechazan otros. Pero esto no es un simple procedimiento de suma, un
‘justo medio’ entre posiciones extremas, es una reorganización total hecha
posible por la introducción de una novedad radical: el carácter histórico y
social del pensamiento que permitía al mismo tiempo mantener su carác­
ter inapelable de conductor externo de la experiencia e indicar en términos
empíricos contrastables su origen: las sociedades concretas.
Las categorías de pensamiento, caracterizadas así como sociales, his­
tóricas, son ‘representaciones colectivas’. Este es uno de los conceptos
más centrales del grupo del Année..., que expresa en una forma tal vez no

186
3. El lugar de las ¡deas

libre de ambigüedades y dificultades, su pretensión de establecer lo social


como un campo de radical autonomía.
¿Qué hay en una sociedad? Por un lado, gente distribuida en un
territorio de una cierta manera, con una composición específica según
sexo y edad, etc. Por el otro, las ideas y los actos (regidos por estas ideas)
de esta gente. Esta dicotomía es correlativa con la diferenciación metodo­
lógica de Durkheim, que un Mauss maduro no acaba de aceptar ni de
rechazar, entre una morfología y una fisiología sociales. Como opondrá el
alumno, con una cierta timidez, al ímpetu sistematizador del maestro: una
división tal, sobre todo si hay alguna tentación causalista, debe ser muy
matizada; los hechos demográficos son también determinables por la cul­
tura. Dejando esto de lado y centrándonos de forma exclusiva en el se­
gundo miembro del par: éste es el espacio específico de la vida del grupo,
tejida por pensamientos y actos en total correlación, ya que son tan incon­
cebibles actos sin pensamiento -inimaginables tropismos- como pensa­
mientos sin actos.
Y si una sociedad no es más que la gente que en ella y por ella vive,
dada así la imposibilidad de remitir su consistencia a instancia alguna, más
allá o más acá de sí misma, ¿cuál es entonces su peso, la raíz de su iner­
cia, de ella como totalidad y de cada una de sus instituciones? ¿Cuál es su
‘valor’? El procedimiento recuerda al de Marx. Así como éste disolvía
toda ilusión mistificadora, remitiendo el valor de la mercancía al trabajo
socialmente necesario que ésta encerraba, Mauss -y toda la escuela- remi­
te las instituciones, la sociedad, a actividad humana, social:
“Cuando decimos que las instituciones producen instituciones
(...) no significa que las concibamos como tipos de realidades
autónomas capaces de tener por si mismas una eficacia miste­
riosa de un tipo particular. (...) Las instituciones sólo existen
en las representaciones que la sociedad se hace de ellas”.
(MM, 1969 [1901]: 159)

¿Qué son, pues, estas ‘representaciones colectivas’? Mejor que una


respuesta directa y positiva quizá sea una primera aproximación negativa
por lo que éstas no son; se sigue así una preocupación central de la escue­
la que ya ha sido señalada: garantizar la autonomía de la sociología por la
autonomía de su objeto. Las representaciones colectivas son irreductibles
a las psiques individuales, de la misma manera en que la sociología no es
una psicología y con el mismo riesgo de confusión que un ángulo estrecho

187
Sentido de la antropología m sopguas so| ap e¡6o|odojjuv

de mira autorizaría. Esta no es una cuestión sólo retórica: si las institucio­


nes sociales son reducibles a representaciones, a ideas, a coloraciones
afectivas, a ‘hechos mentales’, por más que colectivos, ¿por qué no confi­
nar su estudio a un apartado de la psicología tal como proponían autores
del porte de Mac Dougall? Porque, responde y se responde Mauss, estas
representaciones colectivas se entretejen y objetivan en tres diferentes
niveles de facticidad, lo que él insiste en denominar lo morfológico, lo
fisiológico y lo histórico. Las cosas y los hombres, orden de lo físico y
numérico; la ineluctable resistencia de los hechos sociales a la voluntad
individual, evidenciada en fenómenos tales como la evolución de los pre­
cios, la tasa de criminalidad, los suicidios, acontecimientos todos registra-
bles y patentes en el orden de lo estadístico; finalmente, la densidad del
pasado palpable en el lenguaje, la tradición, los hábitos.
Ahora bien, si el peso de esta facticidad impide la volatilización de lo
social y de la sociología, un embate inverso, de la sociología sobre la psi­
cología, encontraría defensas más débiles. ¿Qué queda de la vida psíquica
individual, desprovista de todo aquello que la sociología reclama como
objeto propio y exclusivo: “razón, personalidad, voluntad de elección o
libertad, hábito práctico, hábito mental y carácter, variaciones de esos
hábitos (...) y muchas otras cosas”? (MM, 1950 [1924]: 289). Poco, casi
nada, un santuario de conciencia individual, capa tan delgada que podrá
ser desechada por Lévi-Strauss, aquí sí en plena legitimidad maussiana
(“no hay lugar entre un nosotros y una nada”). Mauss no se atreve a tanto,
se detiene ante esta última empalizada; volveremos en el próximo capítu­
lo sobre las razones de tal inhibición.
Las representaciones colectivas son, pues, del orden de lo psicológi­
co, pero ninguna psicología individual podría dar cuenta de ellas; por el
contrario, estas psicologías individuales, en su práctica totalidad, son remi­
sibles a ellas. No sería inútil recordar las palabras ortodoxas de Durkheim
(1978 [1912]: 216):
“Las representaciones colectivas son el producto de una
inmensa cooperación que se extiende no sólo en el espacio,
sino también en el tiempo. (...) Una intelectualidad muy parti­
cular, infinitamente más rica y más compleja que la del indi­
viduo, está aquí, pues, como concentrada”.

188
3. El lugar de las ideas

La necesidad con la que las representaciones colectivas se imponen a


cada uno de los miembros de la sociedad es de orden moral, es decir, de la
misma dimensión por la que la propia sociedad se impone.
¿Quién piensa estas representaciones colectivas? Pregunta de inme­
diata formulación y de resolución problemática. ¿Es válido preguntarse
por el sujeto de las representaciones? Es claro que si a esto último inte­
rrogante se responde afirmativa y al primero se contesta con ‘la sociedad’
no se hace más que, en un truco de prestidigitación, trasladar la cuestión.
¿Pero si esta cuestión no fuese más que el reflejo de un espejismo -teolo­
gía encubierta- el mito del ‘yo’? Espejismo que -es Lévi-Strauss quien
ahora habla- ha empujado a que muchos optasen por un Sujeto sin
Racionalidad frente a una Racionalidad sin Sujeto. Este dilema sigue
abierto; Mauss no se quedó con ninguna de las alternativas ni se propuso
resolverlo. Su apuesta fue la desproveerlo de su dimensión metafísica,
refiriendo las representaciones colectivas a grupos concretos dentro de
una sociedad. Rara vez es la sociedad la que “siente y reacciona” como un
conjunto; son los distintos agrupamientos que caben en una sociedad -for­
mados sobre ejes económicos, políticos, religiosos, militares, etc.- los por­
tadores originarios de las representaciones colectivas que, en su desem­
peño social, las convierten en patrimonio y marco de la sociedad como
conjunto.
¿Cuál es el lugar de estas representaciones? La formulación de esta
cuestión apunta a definir si se está o no frente a la posibilidad o -de mane­
ra aún más extrema- de la obligatoriedad de una salida trascendentalista,
ya metafísica, ya psicologista. Es decir, considerar las representaciones
colectivas como una instancia separada -aunque con lazos causales con
otras instancias- corroe los cimientos de la sociología como discurso autó­
nomo de la sociedad. El afán esquematizador de Durkheim ya lo había
vuelto bastante vulnerable por este flanco. El sentido de lo concreto de
Mauss le había advertido de este riesgo; aunque en sus trabajos tempranos
-el más destacado, en este aspecto, quizás sea el artículo escrito con Paul
Fauconnet en 1901 para la Grande Encyclopedie- se mueve por la cues­
tión con tranquila suficiencia, poco a poco adopta circunspectas precau­
ciones. Como ya veremos, la noción de ‘hecho social total’ es la salida que
encuentra al peligro: las representaciones colectivas son sólo distinguibles
desde un punto de vista analítico, metodológico.

189
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojjuy

Recapitulando: todo fenómeno social, toda institución, encierra como


a su razón, una representación colectiva. El conjunto de las representacio­
nes de una sociedad concreta nos podría dar el mapa de lo que se puede
pensar y hacer en una sociedad; este mapa virtual, de todos modos, se hace
actual y palpable, en sus instituciones. Lógica de una sociedad, las repre­
sentaciones colectivas lo son sólo en la medida en que no constituyen algo
diferente y externo a ella, y sí una instancia simbólica, expresiva, que dise­
ña la peculiaridad de las relaciones de los hombres que encierra. Así es
como si todo fenómeno social tuviese un valor semántico que podría arti­
cularse en un discurso unitario de y sobre la sociedad de la cual el fenó­
meno es emergente. Que el valor sea semántico -y no sintáctico como en
Lévi-Strauss- indica que mantiene un pie en el propio nivel en el que el
discurso ‘nativo’ es articulado. No que el nativo -ya sea éste el habitante
de las islas Trobriand o el de los suburbios parisinos- sepa de una manera
equiparable a la del científico lo que hace y piensa, sino que entre el nivel
en el que él se mueve y el nivel en el que su conducta es interpretada hay
una homogeneidad que abre paso a la comprensión entre culturas diferen­
tes; es el caso del etnógrafo de tierras exóticas, o entre planos de una
misma cultura, en el caso de la nuestra. Esta es la apertura a toda antro­
pología auténtica.
Es necesario, con buen espíritu maussiano, pasar de esta visión gene­
ral a elementos más concretos. Seguiremos Mauss, entonces, para comen­
zar en su análisis de la categoría de género, es decir, la idea que basa la
suposición de que el mundo puede ser clasificado.
Una temprana etapa de este enfrentamiento con las posiciones de
quienes consideraban que las clasificaciones o bien van de suyo o bien
derivan de la psique individual se encuentra en un temprano trabajo de
Mauss en colaboración con Durkheim (Algunas formas primitivas de
clasificación -1903-). En esta obra clásica de la sociología del conoci­
miento, se intenta mostrar que ni las clasificaciones son un hecho deriva­
do de las cosas ni una función espontánea de los hombres: no es en la natu­
raleza ni en sí mismo que el hombre podría encontrar los elementos esen­
ciales para constituir clases y ordenarlas.
Es en el origen histórico de toda forma clasificatoria, en su manifesta­
ción más simple y elemental, donde los autores van a centrar su análisis,
ya que esa elementalidad, esa simpleza, hace transparente lo que el desa­
rrollo posterior oculta. Es a las sociedades australianas, laboratorio clási­

790
3. El lugar de las ¡deas

co de las meditaciones antropológicas de la época, adonde este texto va a


recurrir inicialmente, tal como luego Durkheim hará en relación a la reli­
gión ‘primitiva’.
Siguiendo los datos etnográficos, se muestra cómo las divisiones de
grupo en fratrías y clanes son el modelo de la división del mundo general
entre género y especie. El hecho clasificatorio original es social; la clasi­
ficación de las cosas no es más que la extrapolación de la sociedad a ellas.
Todas las cosas del mundo se encuadran en las divisiones del grupo:
“La sociedad no fue simplemente un modelo según el cual el
pensamiento clasificatorio había trabajado; fueron sus propios
cuadros los que sirvieron de cuadros al sistema. Las primeras
categorías lógicas fueron categorías sociales; las primeras cla­
ses de cosas fueron clases de hombres en las cuales tales cla­
ses fueron integradas. Fue porque los hombres estaban agru­
pados y se veían en el pensamiento en forma de grupos que
agruparon idealmente a los otros seres y las dos maneras de
agrupamiento comenzaron a confundirse hasta el punto de
tomarse indistintas” (MM, 1974 [1903]: 85).

El totemismo no es, como Frazer había pensado, una agrupación de


hombres según la agrupación de los objetos naturales, sino por el contra­
rio, una agrupación de cosas según las divisiones de los hombres. Las
cosas de un mismo clan comparten la misma naturaleza, están indiferen­
ciadas entre sí; el corte diferenciador se realiza respecto a las cosas de los
otros clanes. Los wotjoballuck piensan las relaciones entre cosas en forma
claramente social: o como relaciones de parentesco o como relaciones de
propiedad. Pero la relación entre estructura de la sociedad y ‘representa­
ciones colectivas’, en concreto, principios clasificatorios, no es vista de
manera unilateral. Los elementos ideacionales tienen una realidad propia
que les permite subsistir a las mudanzas sociales y, más aún, actuar sobre
la sociedad: los sub-tótems de un clan pueden permitir la creación de nue­
vos clanes.
En el caso de los zuñi, la división del mundo es espacial, distinguién­
dose siete regiones que corresponden tanto a la naturaleza cuanto a los cla­
nes. Aquí, el campamento dividido en un espacio determinado socialmen­
te es el modelo del universo. De estos y otros ejemplos analizados, se deri­
va que en la base de un sistema clasificatorio que opera en términos de
parentesco entre las cosas yacen relaciones familiares entre los hombres y

797
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ei6o|odojjuy

en la base de un sistema clasificatorio espacial yace la distribución física


de las unidades sociales.
En el sistema adivinatorio chino, independiente de cualquier organiza­
ción social, se encuentran elementos remanentes de las formas espaciales
de clasificación. De esta manera, la dinámica autónoma de las representa­
ciones colectivas opera sobre elementos socialmente constituidos, pero
resulta opaca a una reducción inmediata. Así, se puede seguir una genea­
logía de las clasificaciones que tras las técnicas adivinatorias tomarán for­
mas mitológicas, y al hacerse éstas exhaustivas, pasarán a sistemas filosó­
ficos, anunciatorios del pensamiento científico. Esta continuidad expresa
y conserva una comunidad entre las formas primitivas de clasificación y
las científicas: ambas son sistemas ordenados y jerárquicos, con finalidad
especulativa, lo que las diferencia de las clasificaciones tecnológicas.
El cuadro social ha sido, pues, el marco de las clasificaciones de la
naturaleza; la misma espacialidad con que son representadas las relacio­
nes lógicas derivan de su origen en una espacialidad social; el propio
carácter unitario del mundo proviene de que la sociedad, su microcosmos,
es vivido y considerado como un todo unitario. Pero tras la demostración
del carácter social de las categorías, no se ha resuelto aún el de la razón,
el del motor de su utilización. Y esta razón, este motor, es constituyente de
la primacía de lo religioso como manifestación primigenia de la afectivi­
dad colectiva. La primera relación con las cosas es afectiva; esta afectivi­
dad está creada y moldeada socialmente. Va a ser la religión, como forma
social hegemónica de la afectividad, la que estructure el mundo natural, la
que lo divida antes que cualquier otra clasificación.
Ya hemos visto cómo Mauss, en elaboraciones posteriores, revierte
esta primacía de lo religioso: este giro interpretativo tiene como correlato
la ausencia casi total de esta cuestión en sus trabajos de madurez, en claro
contraste con el papel central que ocupaba en su primera producción. En
la edad de oro de los Années..., en la elaborada división del trabajo de los
miembros de la escuela, fue más que nada sobre Mauss -a veces solo, a
veces en colaboración con algún compañero, el más frecuente Hubert,-
sobre quien recayó la tarea de desarrollar este tema, preparando y anun­
ciando el gigantesco y, en cierto sentido, definitivo, libro de Durkheim,
Las formas elementales de la vida religiosa (1912). La ortodoxia funda­
da en este libro tal vez sea lo que mejor permita seguir más tarde sus dos
disoluciones, una hacia los trabajos preparatorios que hemos mencionado,

192
3. El lugar de las ideas

otra hacia la reconstrucción de las inconsistencias de ésta que determina­


ron el abandono de la problemática.
¿Qué encontramos en Las formas elementales...? Ante todo una defi­
nición de ‘religión’. Esta no podría ser provista por un objeto, pues, ¿cuál
seria? No lo sobrenatural, como unos querían, ya que sobrenatural y mis­
terio sólo derivan de una visión científica del mundo, son lo no com­
prensible desde un punto de vista científico. No lo divino, si se está dis­
puesto a abarcar en la definición religiones no teístas como el budismo y
si también se mantiene la necesidad de reafirmar el carácter religioso de
elementos no vinculados a divinidad alguna (como por ejemplo, las inter­
dicciones alimentarias hebreas). De una manera más profunda, este tipo de
definición parte de la supuesta autonomía de un espíritu religioso libre de
cualquier circunstancia social e histórica, dependiente sólo de instancias
trascendentales.
La religión, o mejor dicho, cada una de las religiones y por lo tanto
todas, sólo puede ser válidamente definida por las prácticas a que da lugar,
prácticas unidas en forma indisoluble a creencias. Ahora bien, estas prác­
ticas y estas creencias descansan en la división de las cosas del mundo
entre sagradas y profanas. Esta es la clasificación originaria, fuente y
motor de toda otra. La jerarquía es absoluta y obvia: lo sagrado es supe­
rior a lo profano tanto en dignidad cuanto en poder; son dos universos por
completo heterogéneos. La forma de pasaje del segundo al primero, los
ritos de iniciación, indica por su carácter de metamorfosis -muerte y resu­
rrección- esta alteridad. Esta dicotomía ya había sido presentada por un
autor muy leído por los miembros de la Escuela, Robertson Smith, en La
religión de los semitas, pero en esta nueva versión se le agrega un giro
esencial. La idea de poder, de fuerza externa, ineluctable y eficiente, ante­
rior al individuo y de la que él depende, no puede venirle a éste más que
de la presión social. Es la propia sociedad lo que es sagrado, y profano es
todo elemento centrífugo, el individuo a-social. Además, en toda devo­
ción, en todo altar, el centro de culto no es otra cosa sino la sociedad
misma, en la total magnificencia de su poder e irreductibilidad. Hasta
aquí, un Durkheim comprimido; ahora comienzan los problemas. Todos
provenientes de esta dicotomía ‘sagrado’/’profano’, que podría parecer en
un primer momento tan satisfactorio y fructífero; pueden resumirse en dos
cuestiones fundamentales:

793
Sentido de la antropologia ni soppuas so| ap Bi6o|odo4uv

a) Si todo lo social es sagrado (lo contrario, que todo lo sagrado sea


social, está fuera de discusión, victoria indiscutible de Durkheim y
compañeros), ¿cuál es entonces la especificidad de lo religioso?
b) ¿Hasta qué punto se puede pensar en conductas o instancias indivi­
duales no sociales? Este campo aislado, atomizado de lo individual
podía corresponder en el pensamiento de Durkheim a una dualidad
esencial del hombre, pero los desarrollos teóricos de Mauss la
convertían en inaceptable. ¿Qué sería, entonces, profano! Mauss
no llevó a cabo esta crítica en forma explícita. Pensar que estas difi­
cultades fueron lo que, al menos en parte, lo llevaron a abandonar
el campo de lo religioso sería lo que los fúncionalistas llaman des­
pectivamente de ‘reconstrucción conjetural’, pero parece bastante
adaptada a los hechos.
Ahora bien, un paso antes a este explosivo desenlace dicotòmico, se
postulaba un procedimiento muy concreto, ‘fenomenològico’: la religión
es los hechos religiosos, las prácticas y creencias. Esto puede parecer hoy
obvio, pero -como tantas otras cosas que hoy en día parecen de sentido
común sociológico- es una obviedad fundada por el grupo de Durkheim.
Fue precisamente tarea de Mauss la de explorar las distintas áreas de fenó­
menos religiosos, con lo que al mismo tiempo lograba dos objetivos: por
un lado, mostrar la especifidad histórica de cada manifestación religiosa,
descartaba su carácter natural, derivable -según los filósofos de la reli­
gión- de una ‘esencia’ del hombre; por el otro, iluminando su articulación
social superaba toda interpretación psicologicista de normalidad o de abe­
rración. El procedimiento es el que habíamos señalado en el apartado
anterior: naturaleza y ruido se disuelven, todo es social porque es signifi­
cativo, todo es significativo porque es social.
Vayamos a un ejemplo concreto para mostrar cómo lo en apariencia
caótico es descubierto como estructurado socialmente, con sentido. Es el
caso, entre otros, del análisis de Mauss sobre ciertos rituales funerarios aus­
tralianos. Un observador cualquiera podía constatar en un gran número de
tribus, que tras la muerte de uno de sus miembros, los sobrevivientes inte­
rrumpían una actividad trivial, una conversación, en fin, cualquier cosa que
estuviesen haciendo en común, y comenzaban a “aullar, a gritar, a cantar, a
insultar el enemigo y al maligno, a conjurar el alma del muerto” (MM 1969
[1921]: 273). Terminada esa explosión, se volvía a la actividad abandonada.

194
3. El lugar de las ¡deas

Es decir, injertado en un continuo de acciones con sentido (el que fuese; tec­
nológico, político, económico, lingüístico, etc.) un exabrupto que para el
observador -en principio- escapaba a las reglas de la lógica del conjunto.
“Escapar a las reglas de la lógica del conjunto” quiere decir “remitir a
un nivel (fisiológico, psicológico) diferente, extra-social”. Lo que con
toda brevedad señala Mauss es que tal ruptura no existe más que en una
mala lectura: nos encontramos siempre dentro del mismo continuo social
y frente a procedimientos similares (es decir, de significación).
Analizando con cautela y rigor lo por él presenciado, el observador
advertirá cómo no son todos, sino determinados, los miembros intervi-
nientes en el lamento colectivo y que esta delimitación no era consecuen­
cia de parentesco consanguíneo, sino de derecho; resultaría también visi­
ble que el sexo de los lamentadores tampoco está dejado al acaso -las
mujeres eran las encargadas casi exclusivas de este ritual-, que el momen­
to de esta expresión colectiva estaba también rígidamente pautado, los gri­
tos codificados, etc. En fin, el caos desaparece, puesto que sólo estaba en
la teoría que enmarcaba consciente o inconscientemente la observación.
Lo que surge, lo que estaba en la realidad desde un comienzo, es la volun­
tad significante de una colectividad. Esta es obvia y hasta invisible para
sus miembros; un extraño deberá hacer un esfuerzo -alcanzar una visión
etnográfica- para constatar que se encuentra frente a un sistema estructu­
rado de elecciones de distinto nivel y que esas elecciones son sociales.
La religión, insistamos una vez más, es sus sistemas prácticos y con­
ceptuales. Para que esta afirmación no fuese un simple recurso retórico
había sido necesario un trabajo de exploración investigadora de estos
distintos sistemas. Como ya habíamos señalado, fue sobre todo a Mauss a
quien correspondió esta tarea que constituyó el centro de su actividad
durante la primera etapa de los Année.... De su voluminosa y heterogénea
producción sobre temas vinculados a la religión de esos años, los trabajos
en general aceptados como más significativos son tres. Dos escritos y
publicados en co-autoría con Henri Hubert (Ensayo sobre la naturaleza
y función del sacrificio-1889*. Esbozo de una teoría general de la
magia-1902/1903); el tercero, La plegaria, de su exclusiva autoría, frag­
mento no acabado enviado a la imprenta en 1909, retirado y divulgado
sólo en forma particular. El extraño destino de este texto, esta semi-clan-
destinidad, parece indicar el reconocimiento de un fracaso, de haber llega­
do a una vía muerta. Las razones que Mauss pudo haber tenido para supo­

795
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ej6o|odoj;uv

ner esto no estarían tan sólo referidas a La plegaria, sino también a los
dos trabajos anteriores, con los cuales estaba emparentado en propósito y
metodología. Preguntar entonces por estas razones es preguntar por las
características del proyecto que había regido esas investigaciones. Este
consistía en el deslinde de los hechos religiosos en clases de fenómenos
que, en la medida en que se registraban en distintas sociedades, que apa­
recían como universales, prometían permitir la constitución de tipos idea­
les. La generalidad de los tipos remitía al cumplimiento de una misma
función; sus específicas variedades, a las condiciones sociales concretas
en las que se insertaban. Pero, como piensa Karady -el compilador de la
obra de Mauss-, la determinación de estos tipos ideales chocaba más y
más con la masa de nueva información provista por las nuevas camadas de
etnógrafos: la multiplicidad atentaba contra los esquemas.
¿Fue ésta realmente la causa de la interrupción de la redacción del
texto sobre la oración que ni siquiera tiene completa la última frase del
manuscrito conservado? Vamos al texto, dejemos hablar a Mauss.
Punto de conjunción entre rito y mito, síntesis de acción y de pensa­
miento -que es su último sentido-, la plegaria permite en su estudio recha­
zar toda pretensión de priorizar uno u otro momento religioso: ni el mito
antecede y causa el rito ni la inversa; por el contrario son fenómenos que
aislados uno del otro pierden su sentido por completo.
Su generalidad es más total y viva que la de los otros fenómenos reli­
giosos ya que abarca sociedades en las que otras manifestaciones están ya
ausentes, y que se convierte cada vez más en el centro de la vida religio­
sa, tendiendo a ocupar la totalidad de su campo. Su evolución apunta en la
misma dirección que la de la religión en su totalidad y se mueve en dos
ejes coligados: de lo meramente mecánico, corporal, externo a lo espiri­
tual e íntimo; de lo exclusivamente colectivo a lo individual.
Estas indicaciones señalan a la plegaria como un objeto privilegiado
de investigación que permitiría profundizar el conocimiento de la religión
y sus funciones. Pero los análisis realizados hasta el momento no corres­
pondían con sus resultados a la magnitud del objeto. Los antecedentes
filológicos perdían su especificidad simbólica; al buscar su sentido en la
significación de las palabras que la componían se dejaba de lado su rango
más relevante y revelador: su eficacia. Las tentativas de los historiadores
no iban más allá de un nivel descriptivo y cronológico, ajeno a una bús­
queda de principios, atomizando lo que debía ser sistematizado: la plega­

796
3. El lugar de las ¡deas

ria se presentaba fragmentaria y contingente. Las tentativas filosóficas no


buscaban ni encontraban más que lo que previamente habían puesto: un
estado natural del ‘alma humana’. En pocas palabras, invisible por ser caó­
tica o natural, la especificidad de la plegaria nunca había sido reconocida;
una tarea tal sólo podía ser llevada a cabo por la sociología.
El carácter social de la plegaria no le proviene sólo en forma indirec­
ta de la religión, sino directa por su propia codificación social. De ésta no
escapa ni la más íntima e individual de las plegarias, ya que aun así su
valor, su eficacia, dependen del respeto a las reglas aceptadas. Pero no se
puede atribuir carácter social a la plegaria sólo por su raíz, sino por su rele­
vancia en relación a otras instancias colectivas: la etiqueta, las fórmulas
jurídicas, los juramentos morales; en fin, a todo formalismo, a todo acto
en el que la palabra adquiere un valor creativo:
“Debido a que la plegaria sólo actúa por la palabra, es lo más
formal que hay en el mundo. Por lo tanto, nunca el valor efi­
caz de la forma es tan aparente, La creación por el verbo es el
tipo de creación ex nihilo” (MM, 1968 [1909]: 383).

Un estudio que intentase agotar la cuestión debería no sólo enfocar los


orígenes y primeros desarrollos de la plegaria, sino también el proceso por
el cual ésta se ha desarrollado hasta su espiritualización y su individuali­
zación progresivas, así como las circunstancias que, en ciertos casos, le
han impreso un impulso regresivo, convirtiéndola en un procedimiento por
completo mecánico. No obstante esto, Mauss pretende abordar sólo la pri­
mera parte de su programa. No importan las causas del abandono de las
otras tanto como la razón de su opción por la cuestión de los orígenes:
“Puesto que para comprender toda la secuencia de la evolu­
ción es necesario primero conocer las formas elementales.
Queremos proceder por orden, de acuerdo con la naturaleza de
los hechos; como el biólogo que ha comenzado por el conoci­
miento de los organismos monocelulares puede pasar después
al estudio de los organismos multicelulares, sexuados, y así en
más” (ídem: 366).

Entramos aquí en una de las cuestiones centrales de la escuela de


Durkheim respecto a la cual Mauss en este trabajo decide mantener -no
sin conflicto- la ortodoxia: la comprensión genética de los fenómenos
sociales. Entender un fenómeno social, una institución, elaborar su teoría,
no puede ser otra cosa que relacionarlo con hechos del mismo y de otros

197
Sentido de la antropología m soppuas so| ap eiBoiodojjuy

niveles, todos hechos sociales como es obvio, constituyendo asi un con­


junto ordenado, racional, que dé cuenta de la cuestión. Pero este objetivo,
piensa Mauss, puede ser alcanzado con idéntica validez científica median­
te dos procedimientos diferentes.
Uno, obtener en el estudio de los hechos un esquema que los abarque
y que muestre en la articulación de sus elementos la manera por la cual
opera el fenómeno: ‘género’ -como dice Mauss-, ‘estructura’ o ‘modelo’
-como se preferiría hoy en día- que permite experimentar sus modifica­
ciones a partir de la intervención de distintas variables. Otro, explicar el
fenómeno por su génesis y desarrollo. La idea que subyace a este segun­
do procedimiento es la hipótesis durkheimiana de que la realidad social es
un compuesto de partes simples y que la comprensión de lo actual pasa por
la reconstrucción de su formación. El ansia cartesiana de simplicidad den­
tro de una atmósfera evolucionista es el determinante de la decisión de
Durkheim -y con él, de su escuela- de tomar como tema privilegiado las
sociedades ‘primitivas’. En Mauss, sin embargo, esto no es tan así. El
corte es tajante frente a la cuestión de la simplicidad:
“Pero al derivar lo superior de lo inferior en forma alguna pre­
tendemos explicar lo complejo por lo simple. Puesto que las
formas rudimentarias no son de ninguna manera más simples
que las formas desarrolladas. Su complejidad es sólo de natu­
raleza diferente” (ídem: 396).

Dentro de esta semi-ortodoxia, Mauss opta por el método genético


para analizar la plegaria, sin descartar por ello la posibilidad de que este
camino sea preparatorio de la construcción de un modelo. La razón de esta
elección, más allá de alguna generalidad sobre las ventajas de una pers­
pectiva histórica, es la multiplicidad de formas asumidas por la plegaria,
ninguna de las cuales puede ser considerada plena.
El desarrollo propuesto es, entonces, rastrear la plegaria sin limitarse
a una genealogía, sino determinando las causas extrínsecas de las modifi­
caciones por ella sufrida. Pero este plan no logra desenvolverse más allá
de un par de decenas de páginas, de concentradísima información etno­
gráfica, sobre los intichuma -fórmula de encantamiento totémico- de una
tribu australiana, los arunta (una vez más el campo privilegiado de estu­
dio era Australia).
Interrumpido el texto, recomienza nuestro interrogante. ¿Qué detiene
a Mauss? ¿La raíz de esta dificultad es homogénea con las características

198
3. El lugar de las ¡deas

de los otros dos textos mencionados? La cuestión no es bizantina; tiene,


como se verá, una innegable importancia epistemológica.
El problema inicial es el del recorte del objeto. ¿Hasta dónde podia
fracturarse el universo ritual para delimitar a la plegaria definida como
‘rito oral’? ¿Qué prejuicio intelectualista llevó a realizar este corte? Un
desliz tal extraña más aún cuando el cuidado de Mauss frente a la inco­
rrecta definición de objetos era muy explícito:
“Como nuestra ciencia se encuentra todavía en sus inicios, la
atención se vuelve con más facilidad para las concordancias
que impresionan el espíritu por su repetición. No se busca lle­
var el análisis hasta el elemento diferencial. Fue así como se
han constituido vastos géneros de hechos dotados de contor­
nos indefinidos y compuestos de elementos heterogéneos,
como es el caso de ciertas nociones corrientes: totemismo,
tabú, culto de los muertos, patriarcado, matriarcado, etc.”
(ídem: 398).

Ahora bien, la imposibilidad de construir un modelo de plegaria pro­


viene exactamente de este recorte inconcluyente y constituiría la constata­
ción de su no pertinencia. Mauss naufraga en su tentativa genética porque
al no existir modelo, no existía objeto. Procedimiento esquemático y pro­
cedimiento genético no son métodos alternativos, que se puedan adoptar
según las circunstancias. Sólo la constitución del objeto, su modelización
abre caminos para una perspectiva diacrònica.
El procedimiento seguido con ‘sacrificio’ y ‘magia’ era, por el con­
trario, el de la elaboración de modelos y, cualesquiera que sean las difi­
cultades que hoy percibamos en estos dos trabajos, son de índole bien dife­
rente: no representaron para Mauss el tipo de fracaso que sí representó La
plegaria.
Mauss se esfuerza en mostrar cómo la unidad de todos los tipos de
sacrificio no proviene de su derivación de una forma única y primitiva,
que, contra la opinión de Frazer, Smith, etc., considera inexistente. La uni­
dad del sacrificio -su carácter de ‘objeto’- está en su esquema que, más
allá de toda diversidad, consiste en unir el mundo sagrado y el profano por
intermedio de una víctima, de algo destruido en el transcurso de la cere­
monia.
Lo profano ve en lo sagrado la fuente de su propia existencia, pero la
peligrosidad de lo sagrado exige que se establezca entre él y lo profano un

199
Sentido de la antropología m soponas so| ap e¡6o|odojjuv

intermediario; lo contrario llevaría a la autodestrucción. La virtud del con­


tacto con lo sagrado sólo es tal en la medida en que lo profano siga sien­
do profano; el contacto entre los dos mundos debe, por lo tanto, amorti­
guarse:
“Gracias al (intermediario/ víctima) los dos mundos pueden
penetrarse aún continuando distintos. (...) para que lo sagrado
subsista es menester que se le dé su parte, y es de la parte de
los profanos que esa porción se saca. Esta ambigüedad es
inherente a la naturaleza misma del sacrificio” (MM, 1968
[1899]: 304).

Ahora bien, este esquema, este sentido inmediato del sacrificio se des­
pliega en dos dimensiones. En una lectura más profunda del mismo resul­
ta patente que la dualidad interpenetración/ separación actuada ritualmen­
te es la transposición expresiva de la misma dualidad vivida socialmente
en la medida en que es la esencia de los hechos sociales que “existen al
mismo tiempo (...) fuera y dentro del individuo”. Más aún, la entrega de
algo propio a una entidad trascendente -descripción del sacrificio- es al
mismo tiempo descripción de la interacción social. Así el sacrificio no es
sólo social por estar pautado socialmente, sino porque su sentido es repre­
sentación de lo social.
Pero, ¿qué ha sido leído en este fenómeno para que este sentido
sobredeterminado surja? El propio acontecimiento ritual -y de aquí parte
Mauss en su exposición- es lo que debe ser desmontado en sus articula­
ciones para que aquél se revele. Una cadena de acontecimientos rituales
con un ordenamiento ineludible -una cadena sintagmática, podría decirse-
que determina los lugares de profano y sagrado, los mecanismos de apro­
ximación, las precauciones, las condiciones y formas de relación entre uno
y otro plano, su separación. El conjunto de estos tres planos -el esquema
de las articulaciones rímales, su traducción conceptual y su marco social-
constituye la teoría del sacrificio.
Introducir entre análisis estrictamente volcados al campo religioso un
trabajo sobre la magia es una clara infracción al pensamiento de Mauss.
Infracción consciente, voluntaria, intenta remarcar la ambigüedad que
infringe. La magia no es religión, todo lo contrario, pero... Estos puntos
suspensivos no son reemplazables coherentemente; tampoco lo serían en
el caso de “La magia es religión, pero...” Esta incomodidad por la imposi­
bilidad de unir lo que no puede estar junto y de desunir lo indisoluble es

200
3. El lugar de las ¡deas

uno de los problemas del texto de Mauss y Hubert, pero no es el único.


Veámoslo con algún detenimiento.
En su primera aproximación al problema, Mauss constata que hasta el
momento no se había construido de la magia “una noción científica que
abrace el conjunto”, en otras palabras, no se había elaborado el modelo
que diese cuenta de toda y cualquier manifestación empírica del fenóme­
no. Todo análisis que intentase saltar este paso y centrarse -como en el
caso de Frazer o Jevons- en los mecanismos psicológicos que la magia
envuelve y el lugar que ocupa en un conjetural esquema del desarrollo de
la humanidad, incurre entre otros errores en el de parcialidad, ya que sólo
rastrea uno de los elementos de la operación mágica. Es preciso entonces
reconstruir la especificidad y complejidad del acto mágico. Las primeras
determinaciones por las que esta reconstrucción se efectúa señalan, por un
lado, su carácter tradicional, social, consensual, y por el otro, su eficacia.
Pero esto no sería suficiente ya que hay otros actos que también acumulan
ambas determinaciones: los actos jurídicos, los técnicos y los religiosos.
¿En qué se diferencia la magia de ellos?
De los actos jurídicos, en que éstos son exclusivamente contractuales;
generan hechos y relaciones convencionales, mientras que los actos mági­
cos en forma alguna producen convenciones: son actos creadores materia­
les. De las técnicas, en que en su acción creadora hay una esencial homo­
geneidad entre medios y productos, al tiempo que en la magia se mani­
fiesta una heterogeneidad radical entre unos y otros. De la religión, en que
ésta es pública, cuando la magia es secreta y aislada; en que en ella existe
algo por completo ausente en la magia: la obligación moral.
Estas primeras determinaciones diferenciales ya serán profundizadas
más adelante. A esta primera etapa de la investigación, la del recorte del
objeto de estudio mostrando, aunque de manera tentativa, su especificidad
diferencial, sigue otra que sistematiza los elementos que en él se articulan.
Primer elemento destacado: el agente, el mago -o hechicero, o brujo,
no es este el lugar para discutir la terminología al respecto-. Este está defi­
nido por un puesto determinado por la sociedad, diferenciado del resto del
cuerpo social por alguna característica que lo segrega de éste, característi­
ca consagrada socialmente: ni siquiera un tipo de excepcionalidad física es
un hecho ’natural’, ya que sólo adquiere valor teniendo en cuenta la acti­
tud de una sociedad concreta en relación a esa clase de excepcionalidad
-el estigma-. Límite de este mecanismo de segregación es la hipótesis que

207
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap Bi6o|odojjuv

Mauss no se considera aún en condiciones de demostrar, “toda condición


social anormal prepara para el ejercicio de la magia”.
Los poderes de este agente, a diferencia de la cuidadosa codificación
de los agentes religiosos, son indeterminados, entregados para su defini­
ción a la imaginación popular. Tres son los ejes en los que son estipulados:
calidad excepcional de su alma, relación con los animales, relación con los
espíritus. El mago es así pensado como aquél que por una excepcionalidad
propia accede a la colaboración de instancias no humanas en su actividad,
excepcionalidad adquirida por tres vías: revelación, consagración, tradi­
ción. Ahora bien, todos estos rasgos dependen tanto del consenso de la
sociedad general como del de la propia categoría: hay una idea social de
mago a la que todo mago se debe esforzar en identificarse.
Segundo elemento: los actos. Estos van a poner enjuego participantes
y materiales en tiempos y espacios específicos; la determinación de nin­
guno de éstos puede ser dejada al acaso. Al lugar y al momento se los elige
entre aquéllos que ya tienen alguna carga significativa especial, agentes,
clientes y objetos deberán pasar por alguna especie de transformación que
los revista de un significado diferenciador de su condición normal. Esta
multiplicación de significantes es en extremo acentuada; el objetivo de su
complicación creciente es enfatizar el carácter extraordinario del acto, con
un beneficio suplementario: si la magia no fuera eficiente, la responsabi­
lidad puede descargarse en procedimientos de forma incorrectos.
Mauss presenta una clasificación de ritos, diferenciados entre manua­
les y orales; simpáticos, purificaciones, sacrificios, encantamientos, etc.
No importa aquí seguirlo a lo largo de este desarrollo, aunque tenga refle­
xiones muy fructíferas. Destacadle es, sí, su continua constatación del
carácter en extremo pautado de los ritos, de cómo estas pautas son pro­
ductos de la selección de un exiguo repertorio dentro de un universo
mucho más amplio de posibilidades lógicas de conductas y de que esa
determinación es colectiva: todos estos, indicadores del carácter simbóli­
co, expresivo, de los ritos mágicos. Pero ni en esta cualidad ni en los tra­
zos esenciales de los ritos se encuentra la diferencia absoluta entre magia
y religión que Mauss querría ver confirmada. Este corte actúa más como
un principio externo y se encuentra al final lo que ya se había colocado al
inicio.
Los elementos descritos operan, según Mauss, como una especie de
lenguaje; cargan, por lo tanto, mensajes, ideas. Ante todo, la noción de

202
3. El lugar de las ¡deas

efecto; todo acto mágico tiene un efecto: poner un ser en un estado


determinado o sacarlo del mismo. Además, ésta modificación es concreta,
física; es pensada como una condición material. Más aún, entre mago y
objeto se establece un vínculo que va desde la posesión a la fascinación,
una continuidad que es correlativa a la eficacia mágica.
El accionar mágico podría ser visto como regido por leyes de la
causalidad, ya que es en su esfera por donde se mueve; no podría dejar de
hacerlo, al ser la eficacia su principal resorte. Desde este punto de vista,
como Frazer había señalado, podría ser considerada una ‘ciencia primiti­
va’. Estas leyes son, en lo esencial, procedimientos metonímicos y meta­
fóricos: la de contigüidad, relacionando las partes, los atributos, al todo; la
de similitud, que permite evocar y, por tanto, actuar de semejante a seme­
jante. Como resultará obvio, la esquematización simbólica por la que estos
dos procedimientos opera reduce al mínimo los elementos intervinientes
condicionándolos a los efectos buscados: así un nudo bastará por simili­
tud, metafóricamente, para simbolizar el amor.
Pero de hecho, al movernos en el plano de la estructura lógica de la
magia, de las leyes de contigüidad y similitud, estamos construyendo,
nosotros observadores, el aparato conceptual atribuible a los agentes con­
cretos. Lo que para éstos está realmente enjuego en cualquier tipo de rito
mágico es la transmisión de una propiedad (“al niño que no habla se le
transmite la locuacidad del loro; a quien le duelen los dientes, la dureza de
los dientes de ratón”). Analizado desde esta perspectiva, resulta también
claro que el proceso simbólico parte de enfatizar de un objeto múltiple un
solo rasgo (locuacidad en el loro, dureza en el diente de ratón), elección
arbitraria, convencional, social. De todas maneras, este comercio del mago
con determinadas propiedades, esta preocupación a la que es obligado con
lo concreto, con la naturaleza, esta experiencia de búsqueda de especifici­
dades en el mundo, es donde “la magia toca de más cerca la ciencia”.
Esto no es todo; la magia supone también la idea de intermediarios.
En el límite del esfuerzo de representarse concretamente la eficacia de los
ritos surgen las figuras de entidades personales, demonios, espíritus de
muertos, dioses, santos. Auxiliares espirituales del mago, aunque provis­
tos de autonomía, le obedecen obligados o seducidos por la fuerza del
ritual desplegado y operan la acción deseada.
Hay, entonces, una idea de causalidad, de fuerza mágica, que está pre­
sente en la definición de cada uno de los elementos de la magia, que es

203
Sentido de la antropología /// soppuas so¡ ap EiBoiodojjuy

mencionada -aunque en forma inadecuada- cuando se habla de las leyes


de la simpatía (contigüidad y similitud), que es representada -aunque en
forma parcial- en las ideas de propiedad y de agente. “Es la idea de una
fuerza de la cual la fuerza del mago, la fuerza del rito, la fuerza del espí­
ritu, no son más que expresiones diferentes” (MM, 1950 [1903]: 100).
Para manifestarse, esta fuerza necesita de un medio en el que operar; un
medio en el que no se encuentren las resistencias del mundo empírico; un
medio inmediato, valga la paradoja, en el que no existe distancia ni espe­
ra. Es obvio que una y otro, fuerza y medio mágicos, no son más que
aspectos, momentos, de una misma figura ideal, “representación singular­
mente confusa y totalmente extraña a nuestros entendimientos de adultos
europeos” (MM, ibídem).
El hecho de que esta noción no exista de manera explícita en la mayo­
ría de los pueblos no es un escollo suficiente que impida aseverar que de
cualquier manera opera en ellos.
“(...) un pueblo tiene tan poca necesidad de formular una idea
parecida como de enunciar las reglas de su gramática. En
magia como en religión, como en lingüística, son las ideas
inconscientes las que actúan” (MM, ídem: 104).

De todos modos esta noción sí es manifiesta en muchos pueblos. Ha


sido designada por distintas tribus australianas como arungquitha, koo-
chie, boolya; en Méjico, nauab. entre distintos pueblos de América del
Norte, pokunt, mahopa, xube, wakan, manitu, orenda, etc. Mauss adopta­
rá mana, el termino empleado en Melanesia, ya que es allí donde se
presenta con mayor riqueza, al menos según el material etnográfico dis­
ponible en la época. Mana es una categoría, condición de posibilidad de
todo pensamiento y acción mágicos, histórica y social como toda otra
categoría. Por otra parte, sólo encierra contradicciones: cosa material al
mismo tiempo que espíritu, personal e impersonal, separada e inmediata,
motor inmóvil y hecho en movimiento, etc. El pensamiento mágico que
acompaña todo rito es como un juicio sintético a priori, es decir, un juicio
en el que predicado no es deducible del sujeto (sintético en contraposición
a analítico) e independientemente de toda experiencia (a priori en contra­
posición a a posteriori). El resorte de esa síntesis imposible en el mundo
empírico se hace imposible por el mana. Este, a su vez, se constituye en
los estados efectivos sociales; es la “falsa moneda del sueño” con la que
la sociedád se compensa de sus impotencias. Expectativa colectiva frus­

204
3. El lugar de las ¡deas

trada, dominio fantasmagórico del deseo, que por el poder de la sociedad


se convierte en marco de experiencia, en razón.
Estas conclusiones han sido severamente criticadas por Lévi-Strauss:
el concepto de mana no es más que una teoría de los propios agentes,
punto de partida fructífero para la búsqueda de realidades más profundas,
nunca resultado último y satisfactorio de una investigación científica. La
propia indeterminación en que Mauss deja las causas de su constitución,
su remisión a una afectividad colectiva vaga y de presencia arbitraria, es
signo de abandono de rigor. Lévi-Strauss propone una sugestiva teoría
alternativa con pretensión de fidelidad al espíritu maussiano. El acto mági­
co, según ésta, opera sobre la base de una síntesis inconsciente y simbóli­
ca, punto en común con Mauss. Este carácter inconsciente señala que no
es lo real lo que está en juego, sino el pensamiento, pero un pensamiento
incapaz de tematizarse a sí mismo, capaz sólo de representarse en térmi­
nos de los objetos a los que se refiere. Más sencillamente, para el mago o
para su cliente, la magia es -p.ej.- el efecto que se quiere provocar en
alguna cosa.
El carácter simbólico indica un desequilibrio original; el surgimiento
del lenguaje ha sido un hecho abrupto, no una adquisición progresiva, que
ha hecho que todas las posibilidades de significados y todas las posibili­
dades de significantes se constituyesen de una vez para siempre, pero en
buena medida irnos dislocados de los otros. La labor de relacionar ade­
cuadamente significantes con significados es el acto mismo de conoci­
miento, visto entonces como la acción de nombrar satisfactoriamente. Los
significantes disponibles por los hombres, el conjunto de los significantes,
se contrapone a un circulo más restringido de significados reconocidos;
hay como una “sobreabundancia de significante”. Así, el pensamiento que
aún no llega a conocer pero que no puede renunciar a la significación: es
el dominio del arte, de la mitología y también de nociones como mana.
Se pude discutir que esta interpretación algo críptica sea a su vez
satisfactoria, aunque no lo hagamos aquí. La interpretación de Mauss y
Hubert había sido dejada de lado bastante antes de la crítica de Lévi-
Strauss. Pero por más que se reconozca su falencia vale la pena enfatizar
su propósito: descubrir la representación colectiva, la categoría -mana-
que opera como sentido constituyente y condición de posibilidad de los
actos mágicos. Inconsciente como en la mayoría de los pueblos o cons­
ciente como en los casos citados, esta categoría debía tener un pie puesto

205
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojjuy

en la conciencia nativa, en la forma en que la propia acción era visible para


sus agentes. Esta homogeneidad de sentido, inaceptable para el estruc-
turalismo, es uno de los puntos centrales -insistiremos en esto en el próxi­
mo apartado- de la perspectiva abierta por Mauss.
Volvamos ahora a la ambigüedad de la relación entre magia y religión.
Hemos visto que entre rituales de uno y otro de los dominios no se detec­
tan diferencias esenciales. Más aún, para Mauss entre mana y sagrado hay
una profunda homogeneidad, provenientes -hay una promesa incumplida
de futura demostración- de una fuente común. No obstante, según su
intención central, habría una coincidencia entre las dicotomías ‘sagrado’/
’profano, ‘social’/ ‘individual’ y ‘religión’/ ’magia’. Ya hemos visto la fra­
gilidad de las dos primeras oposiciones; la tercera no parece ofrecer una
solidez mayor. La solución que intenta Mauss es presentar la magia como
una manipulación individual, amoral, de fuerzas colectivas. ¿Pero acaso
esta manipulación no se da también en la religión? ¿No es más satisfacto­
rio entender magia y religión como polos de un mismo continuo que nunca
pueden darse, más que en teoría, de forma aislada?
Además de diferenciarse de la religión, la magia se diferencia de la
tecnología. Esta última oposición es, sin embargo, de distinta índole.
Mauss ve la magia como una especie de madre de la técnica. Ya hemos
mencionado el afán de concreto que emparentaba la magia y ciencia; en
ese lazo de unión cabe por derecho propio también la técnica. Pero aún
más central es su común carácter productivo. De manera no demasiado
metafórica se puede decir, “que reemplaza la realidad por imágenes”. Más
aún, en esta línea, en cuanto individualizante la magia podría ser pensada
como el primer paso hacia el entendimiento, siendo el segundo la técnica.
De las categorías a los actos, de los actos a las categorías; éste es,
como estamos viendo, el procedimiento por el cual Mauss vuelve com­
prensible, significativa, la realidad humana. De esta manera, conceptos tan
sublimes como ‘persona’ y ‘libertad’ muestran su historicidad, la plenitud
de su significado social. Así también analizará otras instituciones, siempre
aceptadas como históricas y sociales, pero desprovistas hasta el momento
de un significado que trascendiese su mero papel instrumental: es el caso
de la moneda.
Aquí se recurre a un camino inverso pero complementario al de Marx.
Si éste disolvía el misterio de la moneda en su carácter de equivalente uni­

206
3. El lugar de las ¡deas

versal de cualquier mercancía, y al de ésta en la fuerza de trabajo que la


había producido, Mauss intenta rescatar la densidad del misterio que rodea
al hecho mismo de que una sociedad -toda sociedad- acepte esa condensa­
ción en un objeto. Sobreimpuesto a una racionalidad que hace que la
moneda sea lo que no es y no sea lo que es, el análisis de Mauss se centra
en el residuo, el peso, la inercia del mecanismo fetichizante. En otras pala­
bras, hay una dimensión ideológica, expresiva, simbólica de la moneda
que en vistas a restituirle todo su porte es preciso poner a luz. O sea, la
moneda tiene un valor propio más allá de su equivalencia cuantificable en
bienes: es lo que hace que sea moneda a diferencia de todo otro bien, es lo
que hace que haya moneda.
El valor de un objeto cualquiera ungido por la sociedad como equiva­
lente universal, que se impone con un poder universalmente aceptado, no
puede derivar de sus características físicas (¿en qué se diferencian desde
un punto de vista físico un montón de conchas o de puntas de flechas
-‘monedas’ en ciertas sociedades- de lo que se puede comprar con ellas?),
ni de un uso particular fuera de su papel de moneda, ni de la razón. Pero
esta indeterminación, este carácter arbitrario, no es más que la otra cara de
su peso simbólico, allí por donde la moneda habla de la sociedad. Si en
una primera instancia cualquier objeto puede ser moneda, en una segunda,
la determinación es total, tanto que uno y sólo uno asumirá ese papel. Este
proceso de determinación es general; no es válido entonces preguntarse
por su origen. Siempre ha habido moneda y toda sociedad ha puesto siem­
pre enjuego las ideas que en ella se encierran.
Remitiendo a la pulcra concreción maussiana: en diversos pueblos
(alguna isla melanesia, los algonquinos, los habitantes de Nueva Guinea,
de Togo, etc.) la palabra utilizada para nombrar los objetos que cumplían
la función de moneda guarda también el sentido de poder mágico o de
sagrado; en otros, son los propios talismanes los que poseen función me­
diadora en los intercambios (‘el dinero de los negros’, en palabras de
informantes de Spencer y Guillen). En síntesis, en toda sociedad hay una
determinación de ciertos objetos (sal, oro, ganado, metales, etc.) que son
al mismo tiempo depositario de valor religioso y aceptados como medio
de pago de cualquier otro bien. Es decir, el poder de compra de estos obje­
tos está indisolublemente unido a su poder religioso. La moneda encierra
entonces en sí la noción del poder de la sociedad, constituida originaria­
mente en el campo de la religión y la magia.

207
Sentido de la antropología m sopijuas so¡ ap ej6o|odoj}u\/

La moneda trasluce también como pocos otros hechos sociales no ya


una noción en particular, sino algo considerado por Mauss como de mucha
mayor relevancia, que hace al centro mismo de lo social: las ‘expecta­
tivas’: “Estamos entre nosotros, en sociedad, para esperar entre nosotros
tal o cual resultado; es ésa la forma esencial de la comunidad”. (MM, 1974
[1934]: 117). Sólo hay sociedad si ésta puede garantizar la estabilidad de
los códigos en ella empleados. La moneda, la idea que le subyace de equi­
valentes fijos, es lugar privilegiado en el que se hacen patentes las expec­
tativas cumplidas, o -en la manera en que la experiencia de hoy en día
muestra- cómo el incumplimiento de expectativas es productor de crisis.
Pero la moneda encierra, además, otra determinación clave: la numera­
ción. Es el paso de lo cualitativo a lo cuantitativo, o, mejor dicho, la cuan-
tificación de lo cualitativo. Esta obtención de medida permanente y uni­
versal es instauración de lo racional.

208
4. LA TOTALIDAD CONCRETA

Con la colaboración secundaria de Beuchat, Mauss acomete el estudio


de un pueblo, los esquimales, en procura determinar los lazos existentes
entre su vida material y “los diferentes modos de actividad colectiva”. Este
procedimiento claramente holístico permitiría, según el autor, obtener un
tipo de certeza inalcanzable por métodos que -clara referencia a Frazer,
Taylor, etc.- demuestran sus hipótesis “a través de la ilustración de hechos
numerosos pero dispares, de ejemplos curiosos pero confusamente toma­
dos de las sociedades, razas y civilizaciones más heterogéneas”. De esta
manera, un solo hecho, analizado en profundidad, es visto como capaz de
proporcionar conclusiones, totalmente validas. El rasgo peculiar que vuel­
ve a los esquimales un privilegiado campo experimental es su doble mor­
fología; según la época del año, invierno o verano, mudan la forma en que
los hombres se agrupan, el tipo de habitación, la naturaleza de sus encla­
ves y, de manera concomitante con estas variaciones, muda también la
vida religiosa, moral, jurídica. Aquí se encierra una ambigüedad que
Mauss no logra enfrentar ni deshacer, a la que ya haremos referencia.
Las morfologías estacionales de los esquimales, cuya descripciones
someras pasaremos a presentar, son variaciones de una morfología gene­
ral: una población en ese momento de alrededor de 60.000 personas, esta­
blecida, desde Groenlandia a Alaska, en las costas del norte del continen­
te americano, que no tiene en la tribu su unidad social -carente de una atri­
bución territorial fija, con fronteras netas- y sí en el ‘establecimiento’.
Mas que definido en términos geográficos abstractos, el establecimiento
lo es por un grupo estable de familias en él aglomeradas y por un dominio
territorial conformado por la práctica de los integrantes del grupo: “cami­
nos y picadas, lugares de caza, lugares de tiendas, canales y puentes”. El
establecimiento tiene siempre un nombre constante, nombre propio que es

209
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap eiBoiodoquy

usado por todos sus habitantes y sólo por ellos; mantiene fronteras fijas,
es decir, campos de caza, pesca y habitación exclusivos y conserva unidad
lingüística, moral y religiosa. Los establecimientos son pocos, de baja
densidad demográfica, y muy espaciados. Cada uno tiene unas pocas
decenas de miembros, su expansión está limitada por la mortalidad y la
migración; hay pocos niños y pocos ancianos; la mortalidad masculina es­
tá muy por encima de la femenina, lo que hace que el número de viudas
sea abundante. A diferencia de otros pueblos de la misma latitud, no han
llegado a domesticar el reno; su subsistencia proviene de la caza, terrestre
y marina -cetáceos-, y la pesca. Esta base tecnológica lleva a que su hábi­
tat deba responder a la necesidad “en invierno y primavera, de agua libre
o hielo para la caza de focas” y en verano de “territorios de caza y pesca
de agua dulce”.
En verano, los esquimales viven en tiendas dispersas por todo el esta­
blecimiento; en invierno, en casas concentradas con un centro comunita­
rio. La habitación estival, la tienda (tupik), construida con pieles de reno o
foca, maderas o huesos de ballena, alberga una sola unidad; una familia
nuclear, compuesta por el padre, su o sus esposas y los hijos. El hogar
ocupa el centro del perímetro abarcado por la tienda que cuenta con una
lámpara única; no existen dispositivos especiales para el alojamiento de
eventuales visitantes que duermen mezclados con los componentes de la
familia.
En invierno, se concentran en unas pocas casas, levantadas una junto
a la otra. Estas casas (iglú) mantienen por todo el territorio una estructura
común por más que los materiales de construcción sean muy variados
(piedra, madera, huesos de ballena, nieve): un corredor de entrada, par­
cialmente subterráneo; en su interior, bancos para dormir divididos por
tabiques en células, cada una de las cuales tiene un lugar para una lámpa­
ra. En estas casas conviven varias familias nucleares, ligadas por lazos
parentales, que ocupan las distintas células. El número de unidades que
ocupan una casa es bastante variable pudiendo llegar a alrededor de una
decena; el espacio otorgado a cada unidad no depende del número de
miembros de ésta, es idéntico en todos los casos.
Otra construcción forma parte del conglomerado invernal, aunque en
época de Mauss ya estaba en vías de desaparición: el kashin, lugar comu­
nitario de reunión y, en ciertas regiones, dormitorio masculino. Las carac­
terísticas del kashin son similares a la del iglú, salvo sus mayores dimen­

210
4. La totalidad concreta

siones, el lugar central del hogar y la inexistencia de compartimientos,


reemplazados por asientos. Por más que adaptadas a las condiciones cli­
máticas, las características de la casa esquimal no pueden ser explicadas
por éstas. Pueblos vecinos que sufren las mismas inclemencias invernales
no han escogido esa solución y grupos esquimales localizados en zonas
más templadas poseen el mismo tipo de habitación.
Esta dualidad ‘morfológica’ se corresponde con una dualidad religio­
sa. En verano la religión se reduce a algunos pocos ritos domésticos liga­
dos a nacimientos y muertes; la propia magia sólo tiene utilización medic­
inal. Todo lo opuesto acontece en invierno, cuando “el establecimiento
vive (...) en un estado de exaltación religiosa continua”: perpetuas sesio­
nes colectivas de chamanismo, confesiones públicas, ceremonias grupales
de levantamiento de tabúes, etc. El hecho de que todas estas actividades se
llevaban anteriormente a cabo en el kashin, y que allí donde éste pervivía
la costumbre era mantenida, señala que es el propio grupo, como unidad,
quien está envuelto en ellas.
La dualidad invierno/verano opera como principio clasificatorio tanto
de las personas (por la fecha de nacimiento) como de las cosas. Esta cla­
sificación es de significado muy fuerte; en el caso de las personas, se
materializa en diversos rituales, tipo de amuleto, etc.; en el de las cosas, en
la estricta prohibición ritual de contacto entre objetos de las dos clases.
La vida jurídica y moral se ve también escindida por esta dualidad:
hay un derecho de invierno y otro de verano. La propia familia, que en
verano es restringida, de nomenclatura individual, gobernada patriarcal­
mente, en invierno es ampliada, de nomenclatura clasificatoria (distintos
tipos de relaciones parentales biológicas son incluidos en una misma
denominación) y con una autoridad menos rígida e interventora que la
estival, no dependiente de criterios genealógicos sino personales. El tipo
de relación con la propiedad personal o familiar muda, llegando, en invier­
no, al ‘comunismo de mujeres’, a una cálida orgía ininterrumpida que, en
el plano sexual, reproduce la comunión social del grupo.
Por más que las condiciones ecológicas' provean las condiciones de
posibilidad de este fenómeno dual, no pueden constituir su explicación, ya
que dejan abiertas distintas variantes de las cuales el particular tipo de

' Podría también pensarse en causas tecnológicas, pero, además del hecho de que también
están mediatizadas, forman ya parte de lo social.

211
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odojjuv

concentración/dispersión de los esquimales representa una opción -expre­


siva, como todo hecho social- del singular ‘estilo’ de su sociedad:
“Se puede decir que la noción de invierno y la noción de vera­
no son como dos polos en tomo de los cuales gravita el sistema
de ideas de los esquimales” (1974 [1905]: 300) Énfasis de FGB.

Noción de invierno, noción de verano; no invierno y verano. Es decir,


lo que determina el tono de la vida social es, no la sucesión natural de las
estaciones, sino la forma especifica en que ésta es mediatizada por el cuer­
po social. Invierno y verano operan como datos brutos que son reestructu­
rados, cargados de sentido -y sólo así son operativos-, por la comunidad.
La descripción de la sociedad esquimal ha ido marcando la existencia
de un todo sin rupturas ni bases causales unívocas. En la introducción al
trabajo se marcaba que uno de sus objetivos era “describir y explicar el
substrato material de las sociedades” (énfasis de FGB) ¿Pero de dónde
podría extraerse esa explicación? No de las condiciones del entorno físi­
co, como quería una escuela contemporánea, la de la antropogeografía, ya
que jamás podría ser pensado por Mauss como una causa eficiente y sufi­
ciente, y sí como una motivación mediatizada y hasta neutralizada por el
entretejido social:
“Para que los hombres se aglomeren en vez de vivir dispersos
no basta que el clima o el suelo los convide; es también preci­
so que su organización moral, jurídica y religiosa permita su
vida en aglomerado” (ídem: 241).

Por todas estas razones, marcadas y enfatizadas con tanta claridad, la


conclusión del estudio sorprende. En ésta se señala -en seguimiento fiel de
las ideas de Durkheim- que lo realizado en el ensayo es la demostración
de que “la vida social, en todas sus formas, moral, religiosa, jurídica, etc.,
es función de su substrato material”. Pero, en realidad, se mostró algo dife­
rente. Se mostró que la morfología, ese substrato material, es inexplicable
fuera de un discurso eminentemente social, de un discurso en el que inter­
vengan, como premisas, todas esas instancias morales, jurídicas, religio­
sas, etc., que aquí se presentan como derivadas. Esta paradoja señala la
inconformidad de las ideas plásticas de Mauss con la camisa de fuerza del
sistema cerrado de Durkheim. El primero, por diversas razones, jamás
llegó a una denuncia de esta contradicción y sólo marginalmente levantó
sus diferencias. No obstante, el conjunto de su trabajo las revela sin cesar
y remarca su magnitud.

212
4. La totalidad concreta

¿Hasta donde Mauss dejó de ser consciente de ellas? Es difícil supo­


ner un grado de ceguera tal en un pensador tan sutil. Lo que quizá haya
ocurrido es una jerarquización entre acuerdos y desacuerdos diferente a la
que la actual perspectiva histórica nos lleva a establecer. Desde un punto
de vista contemporáneo, Mauss se destaca de Durkheim como lo nuevo de
lo viejo, como lo que aún hoy es fructífero y operante de viejas aventuras
encerradas. Es posible que tal visión incurra en injusticias o que la des­
cripción aquí hecha sea exagerada, pero es evidente que mantenemos a un
y otro sociólogo en casilleros separados.
Mauss no lo veía así; pensaba -y no le faltaban razones- que las dife­
rencias eran secundarias frente a las líneas generales de concordancias.
Todo hace creer que se veía a sí mismo embarcado en un proyecto cientí­
fico fascinante inaugurado por su tío y maestro y que tomaba las conse­
cuencias embarazosas de sus investigaciones como derivadas de ese pro­
yecto por más que contradijesen la letra de Durkheim. Ya habíamos visto
las incertidumbres con que Mauss se maneja frente a la división de la
sociología. Es, en todos los casos, como si tuviese la convicción de que
aún no se había digerido una serie de resultados de investigaciones par­
ciales, que el camino abierto tenía todavía más espacio por frente que por
detrás, que la reformulación del cuadro teórico era secundario (y un obs­
táculo, quizás) a ese proceso de integración y exploración y, en fin, que las
intuiciones básicas de la sociología de Durkheim marcaban un camino
irreversible aunque matizable en lo que él consideraba problemas secun­
darios.
Mauss era lo bastante lúcido como para percibir - y señalar repetidas
veces- la inadecuación de los instrumentos teóricos a la magnitud de la
tarea sociológica; su interés permanente en la colaboración interdiscipli­
naria, su idea de que en los márgenes de cada ciencia era donde se encon­
traba la problemática más rica, lo convierten en una especie de pensador
de intersticios que a veces anuncia una ciencia total, una antropología que
diese cuentas sin residuo del hombre. Pero la crítica epistemológica nunca
cautivó su interés; citando a un amigo anónimo -y quizás inexistente- afir­
ma: “Los que no saben hacer una ciencia, hacen su historia, discuten su
método o critican su alcance”
Y, en el mismo texto, comunicación presentada a una reunión de la
Sociedad de Psicología, expresa tajantemente:

213
Sentido de la antropología m soppuas so| ap Ei6o|odo.nuv

“La discusión de la relación de nuestras dos ciencias (psicología


y sociología) parece más bella y más filosófica, pero ciertamen­
te es menos importante que el menor de los programas de hecho
o de teoría sobre cualquier punto” (MM, 1950 [1924]: 283).

Se pueden ver, entonces, las razones por las cuales no se espera encon­
trar entre los textos de Mauss algún escrito meta-teórico. El conjunto de su
obra, en la práctica totalidad, está por completo volcado a la elaboración de
material empírico. El trabajo que más se aproxima a un texto meta-teórico
es éste que acabamos de citar. Como redención de un pecado, este trabajo
fue acompañado de un breve ensayo sobre los efectos de la idea de la muer­
te, iniciado por una invectiva contra las metodologías que no consigan pro­
bar su valor heurístico: “Pasemos, pues, al trabajo positivo...”.
Y este ‘trabajo positivo’ debe ser rastreado, en busca de ideas centra­
les que organizan y articulan esa nueva visión de lo social, de lo humano.
Entre estas ideas, la de mayor peso, la que más interviene como principio
analítico es la de ‘totalidad’. Con la excepción del estudio sobre la plega­
ria, la idea de totalidad fundamentó, como directriz, todos los desarrollos
que hasta aquí hemos presentado -sea como una totalidad construida com­
parativamente, sea como la totalidad de una única sociedad-; hemos visto
también de manera general los ejes centrales de esa idea; es tiempo ahora
de profundizar las determinaciones de esa noción, tal como se explícita en
las concepciones de ‘hombre total’ y de ‘hecho social total’.
Para entender con mayor fidelidad la primera de estas nociones, tal
vez sea más conveniente partir de su reverso, del punto en el que se agota
su validez. Porque este ‘hombre total’ tiene un límite en el surgimiento de
escisiones, de fisuras que vuelven autónoma la conducta de los hombres,
o, mejor, de algunos de ellos: “el hombre civilizado de los altos estratos de
nuestras civilizaciones” (ídem: 306) y también de algunas ‘más atrasadas’.
Este tipo de hombre presenta una fractura que provoca un doble efecto: lo
separa de sus instintos y lo separa de las cadenas sociales causales. Su
conducta ya no es producto de la vida social. Hombre indeterminado,
hombre libre, hombre no mensurable estadísticamente, es un resultado del
proceso de individualización y de internalización de aquello que comenzó
como un ajuste de cuentas de la comunidad con el mundo: la Razón. Este
hombre incomún, o común sólo en los ámbitos académicos, heredero pri­
vilegiado de la especialización y de la división del trabajo, es aquél cuya
inteligencia “sabe controlar las diferentes esferas de su conciencia” (ibí-

214
4. La totalidad concreta

dem). Ilusión filosófica, típicamente francesa, típicamente cartesiana,


aunque inoperante en la concepción maussiana de realidad social y de los
criterios científicos con los que es preciso abordarla; es precisamente por
contraposición a este ser atípico que se debe concebir al agente real, el
‘hombre completo’, el legítimo sujeto sociológico.
Quiere esto decir que las conductas racionales, inmotivadas, exclusi­
vo producto del rigor crítico, de una percepción desapasionada y no dis­
torsionada de la realidad -que, para un Mauss con tantas reservas contra
el psicoanálisis existen de hecho- no son significativas, no son expresio­
nes de la sociedad en la que ocurren. Son mudas, como muda es la cien­
cia, y ese corte mutuo con lo simbólico es una señal de equivalencia, ya
que la ciencia es dominio y producto de esa elite racionalista. Además, la
ciencia que no se refiere a una sociedad concreta, se refiere de hecho a la
humanidad como un todo, encerrándola como sujeto virtual de esa rela­
ción inequívoca con el mundo, de la cual la ciencia es representante. Pero
esa humanidad operaría quizá como un principio regulador ideal, no como
un punto de llegada de un proceso real, actual. El panorama entre las dos
guerras muestra a Mauss un acontecimiento doble y coherente: por un
lado, la internacionalización, la interdependencia cada vez mayor entre
naciones; por otro, la garantía progresiva de sus autonomías nacionales. Es
decir, un mundo en el que subsisten la identidad y la especificidad de las
diversas sociedades, pero que al mismo tiempo hace que éstas convivan en
una esfera moral común. En lo que se refiere a un hoy mucho más amplio,
este hombre, esta humanidad, estas ciencias puras están en un futuro utó­
pico.
De tal manera, este proceso de control de sí mismo, de mediatización
de los instintos, cuya última etapa es ese hombre dividido, portador de la
ciencia, representa una intervención de la comunidad, es social. La más
amplia y básica de estas intervenciones es la modelación de un estilo cor­
poral. Toda forma de servirse del cuerpo es una técnica, una técnica cor­
poral, y en tanto tal, aunque tenga que moverse entre limites dados por la
naturaleza, aunque el repertorio de sus posibilidades sea acotado extrínse­
camente, es expresiva, refiere a la sociedad en que se produce. Hecho de
tradición, transmitido por la educación, difundido e impuesto por la auto­
ridad social, su objetivo es el logro de rendimientos adecuados. De esta
manera, se camina, se hace el amor, se nada, se pare, se duerme, se defe­
ca... en forma siempre característica, portando en cada una de estas acti­

275
Sentido de la antropología m sopguas so¡ ap ei6o|odo4uv

vidades y en todas las imaginables el sello de la sociedad de la que se


forma parte. La sociedad controla y uniformiza el cuerpo de sus miem­
bros. La nación forma la raza, no lo contrario.
Las conductas humanas no son entonces respuestas inmediatas y
mecánicas a estímulos naturales, sino que están codificadas y mediatiza­
das por la comunidad. Este lapso entre estímulo y respuesta es la concien­
cia: “Es gracias a la sociedad que hay intervención de la conciencia. No es
gracias a la inconsciencia que hay una intervención de la sociedad” (MM,
1950 [1934]: 386).
En este contexto, preguntarse por el ‘hombre’ no tiene ya las resonan­
cias metafísicas o éticas que esta cuestión ha albergado en siglos de filo­
sofía. Aquí el problema es ante todo metodológico: si las prácticas socia­
les se establecen en líneas previsibles, si en el caso de no ser uniformes,
su dispersión es estadísticamente regular, ¿cuáles son las características
propias de cada uno -y de todos- los elementos intervinientes, “los indivi­
duos, (...) los seres discretos, las multitudes donde las cosas ocurren”? En
Durkheim se mantenía el supuesto de una dualidad del hombre (“En él
existen dos seres: un ser individual (...) y un ser social”.) correlativa a la
división ‘sagrado’/’profano’. En Mauss, como hemos visto, esta dualidad
es mucho más problemática y en la práctica desaparece con la noción de
‘hombre total’, el postulado que trata de resolver la cuestión.
Toda conducta encierra tres niveles posibles de observación, tres nive­
les recortados que se funden en una sola realidad: fisiológico, psicológi­
co, social. La idea que fundamenta el concepto de ‘hombre total’ es que
jamás encontraremos elementos independientes que, así como no hay
hecho social sin referentes psicológicos y fisiológicos, no existen conduc­
tas psicológicas o fisiológicas espontáneas, pues ambas están constituidas
socialmente. No existen, por ejemplo, lágrimas que indiquen la mera reac­
ción de un circuito x del sistema nervioso, de las glándulas, etc., o que se
refieran a una afectividad individual. Las lágrimas están tan codificadas
cuanto las palabras y, como ellas, cumplen el papel de transmitir mensajes
entre agentes sociales. Sólo desde esta perspectiva podemos comprender
las lágrimas. Y si, como piensa Mauss, es preciso recurrir a la fisiología y
a la psicología para agotar el fenómeno, esta búsqueda sólo es válida una
vez establecido que el objeto es social y que, en caso contrario, no existe
(o existe sólo dentro de un laboratorio): sólo hay lágrimas en sociedad,
transmitiendo de tal o cual manera ese o aquel mensaje.

216
4. La totalidad concreta

No niega esto que los individuos sean lo concreto, muy por el contra­
rio. Lo que se afirma y reafirma es que ese concreto es social, y que toda
tentativa científica de escamotear ese hecho central está condenada al fra­
caso. Ahora bien, esto es así porque el agente social el ‘hombre total’,
actúa integralmente, comprometiéndose “en todas las fibras de su ser”.
Sabemos que Mauss entendía por psicología la que controlaba los medios
académicos franceses de la época -dedicada al estudio de las ‘facultades’
(emoción, percepción, memoria...), atomizando así la realidad psíquica- y
que compartía con esa psicología las críticas a las ‘exageraciones freu-
dianas’. Este tipo de psicología no podía en manera alguna alcanzar una
concepción semejante de unidad (de la que, por otro lado, parte la teoría
freudiana). Esta noción, por lo tanto, debía ser postulada por encima de la
psicología, desde la sociología, reduciendo la primera a un carácter mera­
mente auxiliar y hasta, como hemos visto, amenazado en su objeto.
Ahora bien, este hombre deshecho en la psicología, reconstruido en la
sociología, es como la ‘caja negra’ de los teóricos de la cibernética, de la
que, comparando sus ‘inputs’ y sus ‘outputs’, puede intentarse desentrañar
el mecanismo, su composición interna. ¿Cuál es este mecanismo? El de
una solidaridad total de los fenómenos psíquicos que no deja espacio a
ninguna refracción, una causación irresistible:
“Posiblemente podremos entonces comprender estos movi­
mientos de masas y grupos que son los fenómenos sociales, si
como nosotros creemos, son instintos y reflejos escasamente
iluminados por un pequeño número de ideas-signos enlazados
a ellos, por los que los hombres entran en comunión y comu­
nican” (ídem: 305).

No es por supuesto un humanismo bien pensante el que está detrás de


estas afirmaciones que quizá en otros textos estén algo más matizadas. Es,
por el contrario, un embate radical contra ese hombre metafisico de la
libertad y de la indeterminación, cuyo proceso de construcción ideológica
tan bien ha descrito -décadas después de la aparición de la obra de Mauss-
Foucault. Pero por otro lado, abre camino a otro tipo de humanismo, un
humanismo desencantado y concreto en el que las ilusiones son absorbi­
das no como un emblema de virtud, sino como una marca característica e
ineluctable de la condición humana. Esta nueva perspectiva inaugura la
posibilidad de descarte definitivo del evolucionismo, del etnocentrismo,
de toda forma de jerarquizarnos a nosotros frente a los otros y, al mismo

217
Sentido de la antropología ni sopguas so¡ ap ei6o|odojjuv

tiempo, de ese neo-romanticismo culposo que hace elegir a los otros con­
tra nosotros. Como señala Merleau-Ponty en un breve trabajo escrito poco
antes de su muerte, el problema central de la sociología, de la antropolo­
gía, es la comprensión del otro sin absorber su especificidad en la nuestra
y sin abrir mano de la propia. El fracaso del pensamiento social anterior o
contemporáneo a Mauss había vacilado entre estas dos sin salidas. Las
‘sociedades primitivas’, el ‘otro’ más rotundo, carecen de la elementalidad
con que Durkheim las integraba antropofágicamente a su sistema, pero
esta complejidad ‘de otro orden’ que Mauss les reconoce se contrapone
igualmente a la especificidad opaca y excluyente que adquieren en las
investigaciones de Lévy-Bruhl. Es el reconocimiento de lo simbólico
como el centro de la vida social lo que autoriza esta doble superación.
Mauss insiste una y otra vez en su intuición central: “sólo hay símbo­
lo porque hay comunión y (...) el hecho de la comunión crea un vínculo
que puede dar la ilusión de lo real, pero que ya es de lo real” (MM, 1974
[1934]: 154). Real ilusión de la realidad: esta peculiar hipóstasis que es
una sociedad en sus opciones constituyentes de su relación consigo misma
y con el mundo. Por más que estas opciones, que estos símbolos, nazcan
y muchas veces mueran con un pueblo hay un universal más amplio, uni­
versal concreto y no abstracto como el de las antropologías antropofági-
cas: el campo simbólico. Es aquí donde los hombres comunican (y entran
en comunión, como repite Mauss), no sólo dentro de una cultura, sino
entre culturas diferentes, otras. Porque es precisamente por el hecho de no
decir lo mismo del mundo, por no traducir de manera idéntica determina­
das circunstancias extra o intrasociales, su carácter simbólico, arbitrario,
unifica a los hombres. Y los unifica porque son una instancia que al
mismo tiempo se amarra en el grupo y en el inconsciente: “Los hombres
no pueden tener estos símbolos y comunicar por ellos más que porque tie­
nen los mismos instintos “ (MM, 1950 [1924]: 296). Estos instintos -pul­
siones, diríamos hoy-, en fin, el inconsciente, es una de las caras del sen­
tido del símbolo, que en la otra inscribe la sociedad.
Este inconsciente, por más que base las representaciones colectivas,
no es identificable con el inconsciente colectivo postulado por la hetero­
doxia psicoanalista de Jung. pero también está lejos de esa estructura
atemporal del espíritu humano a la que remite el estructuralismo de Lévi-
Strauss. Instintos, pulsiones, “necesidades directas de cada y de todos, de
su personalidad, de sus relaciones recíprocas”, tampoco son traducibles a

218
4. La totalidad concreta

la banal teoría de las siete necesidades humanas fundamentales del fun­


cionalismo biologicista de Malinowski. Ni secreto tesoro de símbolos
constituidos, ni formalismo vacío, ni clasificación arbitraria de moti­
vaciones históricas, las escasas referencias que se encuentran en la obra de
Mauss dificultan mayores determinaciones con pretensiones de fidelidad
a su pensamiento.
Este status de total del agente social, discemible en niveles desde una
perspectiva metodológica, pero que sólo existe concretamente como una
unidad solidaria, tiene como correlato, ya lo hemos señalado, otras exi­
gencias de totalidad en el discurso sociológico. Por un lado, cuestionando
la validez última de los análisis sectoriales o del comparativismo clásico,
la de sistematicidad:
“( ...) describir (cualquiera de los hechos de una sociedad) sin
tomar en consideración la totalidad y sobre todo, sin tener en
cuenta el hecho dominante de que forman un sistema, es vol­
verse incapaz de comprenderlos. Pues, en última instancia, lo
que existe es tal o cual sociedad, tal o cual sistema cerrado (...)
de un número determinado de hombres, ligados unos a los
otros por ese sistema “ (MM, 1969 [1934]: 306).

Esta totalidad cerrada, al restar significación a investigaciones que


fragmentan sociedades otras según la división que se cree detectar en la
propia, lleva a un descentramiento que, desde un comienzo, renuncia al
etnocentrismo. Descentramiento que exigiría ser llevado a cabo también
en otro planos; por ejemplo, la sociología ha abordado su objeto -indica
Mauss- exclusivamente desde un punto de vista masculino (“sólo hemos
hecho la sociología de los hombres y no la sociología de las mujeres o de
los dos sexos”). La estructura de poderes que subyace a estos procedi­
mientos de esquematización de la realidad de otras sociedades, las domi­
naciones reales que basan estas dominaciones teóricas, no entran en las
consideraciones de Mauss, lo que no impide reconocer que es su línea de
pensamiento la que, prolongada, exigida en sus últimas instancias, las
hacen visibles.
A Mauss lo que aquí en verdad le importa es marcar la especificidad
de toda sociedad y cómo esta especificidad había sido ignorada; punto de
partida de una silenciosa reformulación de la sociología. La particularidad
irreductible de toda sociedad al mismo tiempo que su esencial comunica­
bilidad reconocidas por la ciencia (que se hace tal en este reconocimiento):

219
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odoj;uv

movimiento en cuyo centro opera la homogeneidad entre observado y ob­


servador. Pero para que este acontecimiento sea posible, la sociología debe
descubrirse, en su proceso de descentramiento, no como una visión abs­
tracta, desencamada, sino como la sistemática perseverancia de la asun­
ción del carácter de comunicación y comunión de lo simbólico. Como dice
Merleau-Ponty (1953:157):
“Se trata de construir un sistema de referencia general donde
puedan encontrar lugar el punto de vista del indígena, del civi­
lizado y los errores de uno sobre el otro, construir una expe­
riencia ampliada que se tome, en principio, accesible para
hombres de otro país y de otro tiempo”.

A esta exigencia de sistematicidad se suma otra sutilmente diferen-


ciable que es, podríamos decir metafóricamente, la de la ‘personalización’
de cada hecho de una sociedad. Cada uno de estos hechos sólo lo es de esa
sociedad, tiene su marca y, al mismo tiempo, la representa como un micro­
cosmos, relación metonímica entre parte y todo. Esta consideración
refuerza las dudas sobre la validez respecto a procedimientos comparati­
vos y sus resultados:
“No hay ningún fenómeno social que no sea parte integrante
del todo social. No lo es solamente a la manera por la cual
nuestro pie o nuestra mano (...) son parte de nosotros mismos,
sino -aun cuando esta comparación con las funciones fisio­
lógicas sea todavía insuficiente y aunque la unidad de los
fenómenos sociológicos sea todavía superior- a la manera por
la cual un estado de conciencia o una parte de nuestro carác­
ter son no una parte separable de nuestro yo, sino nosotros
mismos en un momento dado” (MM, 1969 [1927]: 214).

Estas dos exigencias se funden en la visión de que los objetos a recor­


tar, a definir, a estudiar en una sociedad son “hechos (o fenómenos) socia­
les totales”. Es decir, que no son extraídos de una esfera desgajada de acti­
vidad económica, religiosa, jurídica, estética, moral, etc., sino que son
acontecimientos que envuelven todas estas perspectivas: cada fenómeno
social es al mismo tiempo jurídico, económico, moral, religioso, estético,
etc. Encarado desde otro punto de vista: la división por área de activida­
des, tal como por lo general se hace, no es un dato de la realidad, sino, por
el contrario, un esquema que el observador extrapola de su sociedad a la
sociedad estudiada.

220
4. La totalidad concreta

No es tanto, sin embargo, que nuestras sociedades -las sociedades que


producen estos observadores- estén así divididas ‘realmente’, sino que
para pensarse a sí mismas han generado ese tipo de esquematización, por
más que en ellas también se produzca esa integración de esferas, aunque
con una intensidad menor. Cualquiera que sea la forma en que una so­
ciedad piense y clasifique sus actividades, esta división se sobreimpone a
una realidad compleja, continua, no discreta. En la investigación científi­
ca, mantenerse en el respeto a unidades discretas, provengan del pensa­
miento de la sociedad del observador, o provengan del de la del observa­
do, deja escapar esta integridad de lo real que es una de sus características
esenciales. O, presentándolo aún desde otra perspectiva complementaria y
sintetizadora: las realidades sociales, las realidades de cada sociedad, son
complejas, específicas, integradas. La tarea del investigador es extraer de
ellas, encontrar en ellas, un determinado orden. Pero este orden no les
puede ser impuesto desde fuera, so pena de falsear la realidad.
El abordaje que para ello es necesario debe partir no tanto del olvido
de las propias categorías, sino de su reacomodamiento, de su relativiza-
ción, de la conciencia de que la realidad ‘otra’ estudiada está moviéndose
y está siendo pensada por sus agentes en un registro distinto al propio y
que lo central de la investigación científica es reconstruir la textura, el
tono, el ritmo de este registro. Ahora bien, uno de los ejes, una de las coor­
denadas, de este registro es el grado y la forma de diferenciación produci­
da en cada sociedad. Esta diferenciación se da en varias dimensiones
coordinadas: establecimiento de instituciones autónomas de actividades,
individualización de los agentes, des-totalización del individuo.
Tomando el conjunto de las sociedades que existen y que han existi­
do, el grado de diferenciación es mayor en nuestras sociedades, menor en
las ‘otras’, en las ‘primitivas’. Esta falta de diferenciación de las socieda­
des ‘primitivas’, es bueno recordar la aclaración de Mauss frente a la opi­
nión de Durkheim, no es indicio de elementalidad, de simpleza, sino de un
grado de complejidad diferente. Grados distintos de diferenciación que
están correlacionados, es obvio, con las categorías de cada sociedad. Las
categorías de nuestra cultura, la forma en que entre nosotros se distingue
práctica y teóricamente el conjunto de actividades -nuestra división social
del trabajo- son también históricas, y como tales “más efímeras de lo que
se cree”: pensamos separadas cosas que en otras culturas fueron, o son,
pensadas juntas; esta diferencia seguramente se establecerá también entre

221
Sentido de la antropología m soppuas so| ap eiBoiodoquy

nosotros y culturas posteriores. En las sociedades ‘primitivas’, la más


densa integración de sus fenómenos, su grado más bajo de diferenciación,
es lo que permite y exige que éstos sean abordados como fenómenos
sociales totales. Con esto se quiere subrayar que esta noción marca tanto
una característica de la realidad social como una obligatoria precaución
metodológica.
Las dos intuiciones básicas de Mauss, la de la múltiple totalidad de lo
social y la de su carácter simbólico, se entrelazan. Entre fenómeno y
fenómeno se interpone siempre el conjunto de la realidad social, sus rela­
ciones están establecidas por las específicas características del todo. Es
por esto por lo que esta realidad es simbólica, arbitraria, producto signifi­
cativo de una opción: ese ‘todo’ es el código, el particular juego de equi­
valencias con que una sociedad llega a establecer sus relaciones consigo
misma y con el mundo. Y del hecho de ser simbólica le previene el de ser
total: cerrada sobre sí misma, la sociedad sólo puede serlo porque no hay
significación fuera de ella. Adiós sentido inscrito en el cielo, adiós senti­
do inscrito en la materia.
Sentido total y concreto es entonces lo que no puede perderse en la
investigación sociológica, en la antropología que está refundando Mauss.
Esta, a manos de buena parte de los grandes fundadores, como Frazer y el
propio Durkheim -caso diferente es el de Morgan o Boas- había sido
impregnada de un estilo que coincidía con el tipo de teoría adoptada. A un
pensamiento esquemático y etnocéntrico correspondía una actividad de
gabinete. El orgullo con el que Frazer se jactaba de no haber estado nunca
en terreno, de no saber en carne propia qué era el trabajo de campo, iba de
la mano con su comparativismo evolucionista que negaba doblemente la
riqueza concreta de la realidad ‘primitiva’: al atomizar las sociedades de
las que extraía elementos vivos como meros y cuestionables ejemplos para
sus demostraciones, al comprimirlas en un arrogante esquema de desarro­
llo de la humanidad que desembocaba en su sillón de sabio en el medio
de un Inglaterra victoriana. ¿Hasta qué punto esta relación fue patente para
Mauss?
Quizá haya sido una de las razones -subordinada a su pasión por los
datos concretos- para que, aunque en lo vital reprodujese el tipo de activi­
dad de sus antecesores -por lo que se sabe su contacto ‘en directo’ con
otras culturas se resume a una corta estadía en Marruecos de la que no hay
mayores detalles-, se esforzase para establecer las condiciones de forma­

222
4. La totalidad concreta

ción de un nuevo tipo de investigador. Su fundación, junto a Rivet y Lévy-


Bruhl, del Instituto de Etnografía de la Universidad de París, está al servi­
cio de este propósito que fue también el motor durante muchos años de sus
cursos de preparación de etnógrafos, registrados y años después llevados
a libro por uno de sus alumnos. Modelo de este nuevo tipo de investiga­
ción y de investigador, ha sido, sin lugar a dudas, Malinowski y su inno­
vadora forma de encarar el trabajo de campo que, en 1922, revolucionaba
la antropología con su monografía sobre los trobriandeses, pieza clave en
el Ensayo sobre el Don de Mauss.

223
5. LA RECIPROCIDAD

“Marcel Mauss= Ensayo sobre el don”. Esta hipotética identidad no


es poco común; el Ensayo... ha pasado a ser el aporte de Mauss más cono­
cido y reconocido, su trabajo más importante. Una prioridad tal, sin
embargo, quizás diga menos sobre las condiciones de producción de la
obra maussiana, sus jerarquías internas, sus ritmos y necesidades propias,
que sobre sus condiciones de lectura. La lectura contemporánea de Mauss
surge en buena medida condicionada por las interpretaciones y las preten­
siones de filiación estructuralista: desde esta perspectiva, lo más aprove­
chable del Corpus maussiano, hasta como rasgo emblemático, era el
Ensayo... Por cierto, esta visión no deja de ser una distorsión y aquí inten­
tamos una perspectiva más integral del autor. No obstante, el tratamiento
por separado que aquí se da al Ensayo... habla también del tipo dirigido de
influencia que sobre nosotros ha tenido.
De hecho, pensar con Lévi-Strauss que en esta obra Mauss abre la
posibilidad -que debe ser explorada- de entender la realidad social en tér­
minos de comunicación requiere cierto énfasis en esta obra. Pero en una
presentación de Mauss, que debería pretender algún equilibrio y justicia,
ciertas precauciones se hacen también imprescindibles. Una de estas exi­
gencias es señalar, como ya se ha hecho, el carácter no obvio de esta jerar-
quización; otra, explicitar la visión que la ha producido.
Otra precaución será presentar el Ensayo... en sí, por decirlo de algu­
na manera, o sea, analizándolo tanto en lo que éste dice de forma más o
menos manifiesta, cuanto en relación con el corpus maussiano, indicando
sus correlaciones, continuidades, cortes. Otra más deberá ser la puesta a
luz de lo no manifiesto, de aquello que está como exigiendo una sis­
tematización y una definición incumplidas por Mauss. Por último, la refe­
rencia al manejo que esta obra ha sufrido en manos de Lévi-Strauss,

225
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odoj)uy

Lefort, Merleau-Ponty, etc., no puede ser hecha sin más, sino que exige
analizar las distintas pretensiones de subordinación en que se pretende
encerrar a Mauss.
El Ensayo... fue pensado por Mauss dentro de una problemática sur­
gida del campo jurídico y económico y está en principio dirigido a resol­
ver -o mejor dicho a manifestar- las múltiples determinaciones presentes
en el sistema de trueques de las sociedades ‘primitivas’. La cuestión des­
borda la esfera jurídica y económica en dos dimensiones. Por un lado, el
trueque es un hecho total y en calidad de tal -como ya hemos visto-
envuelve el conjunto de tipos de actividad social, las distintas categorías
con que se quiera clasificarlo. Pero lo trasciende también en otro plano;
Mauss presenta una aparente paradoja: los trueques entre distintas unida­
des sociales no se manifiestan -como en nuestras sociedades- en forma
contractual, como obligación formal para ambas partes, sino como libre y
voluntario obsequio que para los dos intervinientes en el proceso encierra
un carácter obligatorio implícito. Este juego entre aparente libertad y ver­
dadera constricción es “tan solo uno de los rasgos, profundo pero aislado”
del hecho social total constituido por el trueque y va a ser el centro de
atención de Mauss.
Tal vez no esté de más aclarar que esta dualidad Tibertad’/’constric-
ción’ nada tiene que ver con la que en la tradición hegeliano-marxista está
en la base de la astucia de la razón, condensable en la afirmación de que
los hombres hacen la historia sin saberlo. Aquí, por el contrario, las cons­
tricciones operadas en y por los sistemas de prestaciones, las obligaciones
manifestadas en el sistema de trueques, son por completo conscientes para
los agentes y la libertad es tal -y sólo en un primer momento- para un
observador exterior; para el agente no cabe duda alguna que no puede
dejar de hacer lo que está haciendo. Ahora bien, la raíz de esta obligato­
riedad va más allá de los elementos por los que se manifiesta.
El intercambio, como piensa Lévi-Strauss, es más importante que las
cosas intercambiadas, y, por otro lado, supera también y con mucho lo que
hoy consideraríamos de dominio económico, ya que, además de todo tipo
de objetos, intervienen “cortesías, festines, ritos, servicios militares, muje­
res, niños, danzas, fiestas, ferias en las que el mercado no es sino uno de
los momentos”, etc. Estamos entonces frente a una instancia muy especial
que requerirá un análisis más afinado. Pero antes será necesario iniciar la

226
5. La reciprocidad

exploración del texto y subrayar los principales procedimientos e ideas en


él manifestados.
Ante todo, la metodología empleada en el Ensayo... es comparativista,
lo que podría producirnos un cierto embarazo, si recordamos las
incompatibilidades varias veces señaladas entre éste y el pensamiento de
Mauss. Esta contradicción es superable por de las condiciones y
precauciones con que esta empresa comparativista es llevada a cabo. La
integración funcional del elemento recortado en su entorno social es punto
de partida no abandonado: “hemos renunciado a esa comparación cons­
tante en la que todo se mezcla y en la que las instituciones pierden todo
color local y los documentos su sabor” (MM, 1950 [1924]: 149). Más
importante aún es que de lo que se trata es de la formación de un objeto,
no con la suma de hechos de distintas realidades sociales, sino con sus
formas, su sentido; lejos de toda tentación substantivista, Mauss está tras
la construcción de un modelo del sistema de trueques por donación.
Con esta metodología, Mauss va a inventariar algunas de las socieda­
des en las que el sistema de intercambio por donación se manifiesta con
mayor claridad; tratará entonces de determinar tanto las reglas que lo rige
como “la fuerza en la cosa donada que hace que el receptor la devuelva”.
Las áreas recorridas son la Melanesia, la Polinesia y el Noroeste de
Norteamérica; también se efectuará un rápido repaso de algunos de los
derechos antiguos (romano, indio, germánico, chino, etc.) tras rasgos
supervivientes del fenómeno. Las conclusiones, por último, tratarán de
“extender estas observaciones a nuestras propias sociedades”.
En el área polinesia, en Samoa, el procedimiento pasa primero por
determinar el tipo de acontecimientos del que estas prestaciones hacen
parte: casamiento, “nacimiento, circuncisión, enfermedad, pubertad de la
hija, ritos funerarios, comercio” (ídem: 154). Además, dos elementos
morales entran en juego: el prestigio otorgado por la riqueza y la obliga­
toriedad -so pena de pérdida de prestigio- de la devolución de bienes al
donador. Así también, en este pueblo es costumbre que el hijo de una pare­
ja se entregue para su educación a otra, formada por la hermana del padre
y su esposo. Ahora bien, el canal inaugurado por este traspaso transmitirá
en el mismo sentido bienes nativos, y en el contrario bienes de origen ex­
tranjero; de esta manera se ha creado un medio de intercambio sistemáti­
co de bienes entre unidades familiares:

227
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap ei6o|odojiuy

Esquema de traspaso de hijos y de bienes

Entre los maoríes, los objetos (taonga) están ligados al suelo de donde
provienen y al propietario y al clan al que éste pertenece. Estos lazos están
condensados en el concepto de hau, la fuerza que impregna la cosa y que
la impulsa a regresar al sitio de donde ha salido, a su propietario original,
cerrando así el ciclo de sucesivos poseedores. El objeto encierra parte de
la personalidad del donante y la atracción que aquél sufre por éste amena­
za con dañar a todo otro poseedor. En palabras de un nativo, interpretadas
por Mauss:
“Los taonga y todas las propiedades rigurosamente llamadas
personales tienen un hau, un poder espiritual. Usted me da
uno, yo le doy a un tercero; éste me devuelve otro, porque está
poseído por el hau de mi regalo; y yo estoy obligado a entre­
garle a usted esta cosa, porque es necesario que le devuelva lo
que en realidad es el producto del hau de su taonga” (ídem:
159).

El caso andaman es diferente al de Samoa. En este pueblo -estudiado


por Radcliffe-Brown en una época temprana, antes de que Malinowski lle­
gase a las islas Trobriand- la autosuficiencia material de las unidades
intervinientes en el trueque lo priva de cualquier sentido económico.
Mauss cita a Radcliffe-Brown: “El objetivo (del intercambio) es ante todo
moral, el objeto es el producir un sentimiento amistoso entre las dos per­
sonas en juego, y si la operación no tenía ese efecto, todo había fallado”
(ibidem, 172).
Radcliffe-Brown, seguido por Mauss, marca tanto la imposibilidad del
andaman de rehusar un obsequio, cuanto su necesidad de derrotar a los
demás en cantidad y calidad de los objetos que él da. Por otro lado, los

228
5. La reciprocidad

presentes intercambiados en ocasión de un casamiento tienen el efecto de


sellarlo contractualmente, convirtiendo a las dos familias intervinientes en
homogéneas; esta “identidad de naturaleza” alcanzada tiene un correlato
ritual, el evitamiento mutuo al que los miembros de las dos familias están
en lo sucesivo obligadas.
En el área melanesia, en Nueva Caledonia, los hechos son similares.
La naturaleza moral del fenómeno se patentiza en el discurso de un nati­
vo: “Nuestras fiestas {en las que las prestaciones totales tienen lugar) son
el movimiento de la aguja que sirve para ligar las partes del techado de
paja, para no hacer más que un solo techo, una sola palabra” (ídem: 174).
Entre los trobriandeses estudiados por Malinowski en diversos traba­
jos -Mauss se refiere sobre todo al más famoso, Los argonautas del
Pacífico Occidental de 1922-, se distinguen dos tipos de trueque. Uno,
guimwali, con evidentes objetivos utilitarios, claramente comercial en
nuestro sentido del término; otro, kula, que aquí es el centro de interés. En
ciertos casos, en ocasión de kulas de menor envergadura, ambos tipos de
trueque pueden coexistir, ser realizados en forma conjunta aunque sin con­
fundirse, pero en los más importantes el carácter moral del kula impide
esta conjunción. Los objetos intervinientes en los trueques son ante todo
una suerte de moneda1 de dos tipos, ambos objetos suntuarios, joyas sólo
utilizadas en ocasiones muy especiales y solemnes y hasta sin utilización
alguna, reducidas a una transitoria y fugitiva tesaurización: brazaletes de
conchas y collares de nácar rojo. La circulación de estos objetos tiene un
curso geográfico definido, irreversible e inverso, en las embarcaciones de
las expediciones trobriandesas: los brazaletes navegan en el sentido de las
agujas del reloj, los collares en el contrario2.
La escena misma de la entrega y recepción del don está muy rituali-
zada, con un código dramático y solemne:

' Mauss esclarece aquí que esa cualificación es de su autoría, mientras que la opinión explí­
cita de Malinowski es la contraria. Este piensa que ‘moneda’ implica una despersonalización
y una abstracción del medio de intercambio, lo que en el caso sería impensable. Para Mauss,
por el contrario y como se ha visto, entender estos objetos como moneda no sólo era cohe­
rente, sino que constituía un ejemplo más, y muy feliz, de la validez de la teoría.
2 Este carácter circular del kula recuerda el esquema del matrimonio asimétrico con la hija del
hermano de la madre (prima cruzada matrilateral) que ocupa un lugar tan destacado en el tra­
bajo sobre parentesco de Lévi-Strauss.

229
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ei6o|odojjuv

(...) la cosa recibida es desdeñada, uno desconfía de ella, no


se la toma más que un tiempo después de que ha sido arroja­
da a sus pies; el donador afecta una modestia exagerada: des­
pués de haber llevado solemnemente su presente al son del
cuerno de concha, se excusa por no dar sino sus restos y arro­
ja a los pies del rival y socio (partenaire) la cosa dada. Sin
embargo, el cuerno de concha y el heraldo proclaman ante
todos la solemnidad de la transferencia. Con todo esto se
busca mostrar liberalidad, libertad y autonomía, al mismo
tiempo que grandeza”. (ídem: 177).

Estas descripciones corresponden al kula ‘internacional’, el más


solemne entre los intercambios trobriandeses, y quizás el único que en
propiedad de términos podría ser denominado con ese término y a cargo
exclusivo de la nobleza. Pero hay también una serie de fenómenos del
mismo tipo, aunque de menor escala, que envuelven figuras de jerarquía
más baja y otro tipo de bienes, con menor intensidad dramática, represen­
tando travesías mucho más cortas y de más bajo riesgo, etc. En fin, pres­
taciones de todo tipo, establecidas entre unidades sociales equivalentes o
complementarias, entre tribus agrícolas y marítimas, entre vasallos y seño­
res, etc., que impregnan por completo la sociedad trobriandesa y tienen
una estructurada contrapartida jurídica, moral, mágica, etc.
Mauss reconoce en el kula el exponente de intercambios por donación
“más claro, más completo, más consciente y por otra parte mejor com­
prendido por el observador que lo registra”. Desde ese punto de vista, la
prestación adquiere, en cuanto “fenómeno social total”, una dimensión
suplementaria: la de ser un fenómeno estratégico que condensa la socie­
dad en la que se manifiesta y la hace patente. Ahora bien, Mauss reprocha
a Malinowski que, de esta multiplicidad de determinaciones, una ha esca­
pado a su observación: ¿cuál es la sanción contra aquéllos que se rehúsan
a entrar en el kula? ¿Esta es sólo moral o mágica? ¿Encierra alguna pér­
dida de poder y status? Pero hay otra carencia, tal vez tan importante o
más, que Mauss no parece advertir, la de establecer con claridad el papel
de los lazos de afinidad en la determinación de los ‘socios’ del kula, dejan­
do así en la obscuridad la cuestión entre el esquema del kula y la estruc­
tura de parentesco. De todas maneras, la tan fructífera asimilación por
Mauss de los datos etnográficos de Malinowski obliga a repensar la con­
dena que, en su carácter de teórico, ha recibido.

230
5. La reciprocidad

Se ha dicho, se ha repetido, que hay dos Malinowski, el uno maestro


ejemplar, el otro desdeñable mediocridad; en fin, el Malinowski etnógra­
fo y el Malinowski teórico. Sea justa o no una tan tajante condena de sus
elaboraciones teóricas (‘un vulgar pelmazo’, en palabras de Edmund
Leach), hay una distancia muy grande entre sus teorías generales sobre la
cultura, o parciales, como la influenciada por Frazer sobre la magia, y el
resorte que le permitió -por primera vez en la historia- una visión tan ínti­
ma, tan real y concreta de un pueblo otro.
Ahora bien, la idea de una etnografía neutral, no condicionada por la
teoría, inerte, no parece demasiado satisfactoria. No es que ‘en campo’ se
encuentre sólo aquello que ya se ha llevado consigo -aunque a veces eso
ocurre-, sino que el encuentro con lo inesperado, con lo no previsto a prio-
ri, requiere una disposición a aceptarlo. Es decir, la objetividad, la concre­
ción, en fin, todas las cualidades que hacen de Los argonautas del
Pacífico occidental el libro que es, no pueden ser gratuitas. Indican y
diseñan una visión que si bien no aparece en forma explícita, o mejor
dicho, si bien aparece diluida en el trivial empirismo biologicista, tiene
tanto o más derecho que éste a un rango teórico. Si Mauss puede recono­
cer en Los argonautas... “la superioridad de la observación de un verda­
dero sociólogo” es porque en él encuentra lo esencial de su propia pers­
pectiva en el análisis antropológico de la observación etnográfica: el res­
guardo de la especificidad del grupo abordado, la noción de totalidad, la
visión de lo concreto.
Luego de haber mostrado cómo esquemas similares a los descritos tie­
nen lugar en otras sociedades melanesias (Fidji, Nueva Guinea, etc.),
Mauss aborda el análisis de una manifestación extrema, agonística, del
trueque, el potlach, quizás el fenómeno que con el kula más lo impresio­
nó y empujó a estudiar la cuestión de las prestaciones totales. El área de
investigación es ahora el noroeste de Norteamérica: Alaska y la Columbia
británica (Canadá). Los grupos de tribus ahí instalados (tlingit, haida,
tsimshian y kwakiutl) son pueblos ricos, más dependientes de la pesca
marítima y fluvial que de la caza, obteniendo de ambas excedentes consi­
derables. Hábiles artesanos, cuentan con una importante industria de la
madera de cedro, poseen las mejores casas entre todas las tribus
norteamericanas, así como buenas embarcaciones. Son así mismo artífices
del cobre y tras su llegada con los europeos, del hierro. Sus mantas son de
una calidad excepcional y son utilizadas, al igual que sus escudos de

231
Sentido de la antropología m soppuas so| ap eiboiodonuy

cobre, como moneda, pero no agotan sus actividades artesanales y artísti­


cas que también se canalizan en la escultura y dibujo y en la manufactura
de todo tipo de utensilios. Su morfología es doble como la ya descrita
entre los esquimales; al igual que entre ellos, la vida social de estos pue­
blos llega a la ‘efervescencia’ en invierno. Algunos de filiación matrili-
neal, los otros patrilineal, tienen en común “la inestabilidad de una jerar­
quía que la rivalidad de los jefes tiene precisamente como meta fijar por
instantes”.
Esta rivalidad se manifiesta y dramatiza a través del potlach, que no
difiere de los sistemas de intercambios descritos en la Polinesia y en la
Melanesia más que por su radicalidad. La compleja trama jurídica que en
las sociedades del Pacífico rodea los intercambios está aquí más desdibu­
ja; sin embargo, dos elementos se destacan mucho más rotundamente: el
de crédito y el de honor.
En los pueblos del Pacífico la idea de que el regalo no exige su con­
traprestación inmediata, sino que implica un crédito, un tiempo de espera,
de expectativa, está claramente en operación. La garantía del cierre del
circuito, del cumplimiento del acuerdo implícito a término, está conden-
sada en la creencia del poder del espíritu encerrado en el bien entregado.
En el caso que ahora se está describiendo, el carácter contractual y su
garantía no adquieren sólo formas místicas de seguridad, sino también
empíricas y colectivas. Como explica con mucha llaneza Boas, citando por
Mauss:
“El indio no tiene sistema de escritura y, (...) para dar seguri­
dad a la transacción, ésta es hecha en forma pública. Contraer
deudas de un lado, pagar deudas del otro lado eso el potlach
(...) (El primer objetivo de un indio que hace un potlach) es
pagar su deuda públicamente, con muchas ceremonias y como
si fuese un acto notarial “ (ídem: 198 n.2).

La idea de honor está ligada al hecho de que los bienes devueltos


deben superar a los recibidos. Mas aún, es la propia riqueza lo que debe
ser impuesto a los ojos de los demás como insuperable. Riqueza que no
implica sólo un hecho material, sino -y con más fuerza- espiritual. El
privilegio de propiedad es signo y producto de que uno ha sido privilegia­
do por instancias extrahumanas’. Aún hoy, la propia equivocidad que con-

5 ¡Como si fueran suizos calvinistas!

232
5. La reciprocidad

servamos en el término ‘fortuna’ -riqueza, suerte- puede damos un eco de


esta concepción ‘primitiva’.
El resultado de estas ‘guerras de riqueza’ era uno de los mecanismos
básicos de ubicación de los clanes y familias en la jerarquía social. Es así
que el potlach no es sólo donación, sino también destrucción; se intenta
así señalar que los bienes puestos en juego no suponen el reclamo de una
devolución, muestra suprema de superioridad y desinterés:
“Se queman cajas enteras de aceite de pescado o de aceite de
ballena, se queman las casas y millares de mantas; se rompen
los cobres más caros, se los arroja al agua, para destrozar, para
‘aplastar’ a su rival”. (ídem: 201-2).

Esta lucha por el honor no deja de hacer recordar, en un registro y con­


texto diferentes, la lucha por el reconocimiento que Hegel, en el capítulo
dedicado a la Autoconciencia en la Fenomenología del Espíritu, presen­
ta como una figura, un momento del desarrollo del espíritu. Pero si la con­
frontación entre hombres iguales en abstracto lleva, en el filósofo alemán,
a su radical división entre señores y siervos, es decir, al no reconocimien­
to del otro como libre, en el potlach, en las prestaciones totales, lo que
surge es lo contrario, o quizás mejor lo complementario, el reconocimien­
to de la existencia del Otro como imposición de obligaciones; es la propia
libertad la que está mediatizada y condicionada por la presencia del Otro,
que no puede llegar a su supresión física o moral, que establece la fronte­
ra última que delimita el campo de la cohesión de una comunidad: el lími­
te entre la paz y la guerra.
Pero, al mismo tiempo, el incumplimiento de las reglas de juego
puede llevar a la exclusión, al menos temporaria, de aquél que no satisfa­
ce las expectativas puestas en él: en la mayoría de estas tribus norteameri­
canas la falta de pago de las deudas puede ser castigada con la esclavitud.
Es que no hay que confundir reciprocidad con igualdad. Por el contrario,
la reciprocidad abre el campo de la dinámica social en el que las jerarquí­
as, las desigualdades, se hacen posibles.
El repaso de los ‘derechos y economías antiguas’ no es más que la
constatación de cómo nuestros conceptos modernos de contrato y la
diferenciación entre obligación y regalo son nociones surgidas hace no
mucho tiempo, y, además, de cómo en las primeras codificaciones jurídi­
cas se mantuvieron con mayor o menor claridad supervivencias de las for­

233
Sentido de la antropología m soppuas so| ap eiboiodojjuy

mas de trueque por donación. No importa demasiado seguir de cerca este


recorrido, pero sí vale la pena retener que uno de los elementos centrales
por los que Mauss piensa reconocer esas supervivencias es el carácter no
inerte de la cosa. Ya volveremos sobre esta insistente preocupación.
En nuestras propias sociedades, el principio de reciprocidad está pre­
sente en muchos usos populares en los que se patentiza la necesidad de
devolver favores y presentes, recibirlos y darlos, los lazos que las cosas
mantienen con sus primeros propietarios, etc. Además, aunque lo central
de las legislaciones vigentes corten con esa tradición, racionalizando y
despersonalizando las relaciones sociales, una nueva tendencia -en época
de Mauss- reintegra en el plano jurídico y económico el principio de reci­
procidad: la legislación de seguro social, las cajas de asistencia familiar, el
seguro contra desempleo, etc.
Mediocre logro, podemos pensar hoy y quizás también fuese visto así
en esos años ’20, llenos en Europa de furor revolucionario. Es que la pers­
pectiva política de Mauss no acompaña esta ola; por el contrario, sus espe­
ranzas apuntaban al logro de una medición entre realidad e idea que evi­
tase simultáneamente “la vida del monje y la de Shylock”. Cada persona,
cada unidad social, debería en sus acciones no sólo tomarse a sí misma en
cuenta, sino a los demás, al conjunto de la sociedad:
“Así, de un extremo a otro de la evolución humana, no hay dos
sabidurías. Que se adopte pues como principio de nuestra vida
lo que siempre ha sido un principio y lo será siempre; no se
correrá el riesgo de equivocarse. Un bello proverbio maori lo
dice: (...) ‘Da tanto cuanto tomas, todo irá muy bien’” (1950
[1924]: 272)

Volvamos al cuerpo del texto. De los casos analizados se puede extra­


er un primer rasgo general. Todo en ellos indica que el tipo de relación
establecida por intermedio de lo regalado es espiritual, y trasciende a la
cosa dada y recibida. Trasciende también a las personas intervinientes y,
en general, al circuito de lo humano, alcanzando e influyendo al mundo
natural y al de los espíritus: en diversas sociedades la generosidad mutua
de los hombres lleva a una generosidad de las instancias no-humanas para
con los hombres. En su límite, ciertos sacrificios pueden ser comprendi­
dos como un trueque entre personas, por un lado, y espíritus y dioses, por
el otro.

234
5. La reciprocidad

El acto del intercambio por donación descansa sobre un triple impe­


rativo: el de devolver, el de recibir, el de dar. El tratamiento que Mauss da
a estas obligaciones es dispar. La obligación de recibir es presentada en
forma tautológica: no se es libre de no recibir; no se acude a ninguna ins­
tancia ideal subyacente, sino tan sólo a material etnográfico que garantiza
que está difundida entre culturas muy diferentes. La obligación de dar está
explicada por el poder que a través del don, el donador obtiene sobre el
receptor. Pero este poder no alcanzaría explicación, si no fuese por la que
basa la otra obligación. Esta, la de devolver, encuentra como elemento
esclarecedor una categoría nativa, una representación colectiva, la del
hau, la noción de que en la cosa hay algo del donador que exige su resti­
tución. Ya hemos visto cómo esta cuestión del espíritu de la cosa es recu­
rrente; pregunta inicial del trabajo, se la busca y halla en todos los casos
estudiados y reaparece en los derechos antiguos como supervivencia.
Este procedimiento es criticado, ya que así se intenta explicar el fenó­
meno por la conciencia explícita que de él tiene el agente. El problema es
que esta remisión a la categoría de hau o a sus similares en otros pueblos
es totalmente solidaria con lo que Mauss concibe como fin de la explica­
ción, su objetivo y límite: “la explicación sociológica está terminada cuan­
do se ha visto qué es lo que la gente cree y piensa, quiénes son las gentes
que creen y piensan eso” (ídem: 273).
Como resultará evidente, esto es coherente con el programa de Mauss,
y de toda la escuela, para la elaboración del catálogo general de las cate­
gorías humanas: una sociedad se explica por sus categorías, una categoría
se explica por su sociedad, pero, ¿qué ocurre cuando no nos las tenemos
que ver con categorías? Porque lo puesto enjuego en las prestaciones no
es una categoría, una representación colectiva.
Hay que insistir sobre lo dicho. La reciprocidad no es una representa­
ción colectiva; es de un nivel -como la expectativa, con la que está enla­
zada- más fundante. Las representaciones colectivas forman, como hemos
visto, algo así como la lógica de las sociedades, las condiciones de visibi­
lidad y operatividad. Este nivel aparece más bien como condición de posi­
bilidad en un sentido aún más radical: la condición de posibilidad de la
existencia misma de la sociedad.
Las representaciones colectivas son un producto de la vida social,
producto que, también se ha visto ya, la reproduce y condiciona. Ese tipo
de dialéctica no se daría con el principio de reciprocidad que no sería un

235
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odojjuy

producto reproductor de la sociedad, sino el acto mismo de su producción.


Más aún, las representaciones colectivas, cosa en la que se ha insistido
suficientemente, son históricas, mudables; la universalidad que se puede
enunciar a su respecto es que en toda sociedad existen insertas en cual­
quier fenómeno social, al mismo tiempo que cambian de comunidad en
comunidad.
Por el contrario, el principio de reciprocidad es el mismo en toda cul­
tura, basa toda sociedad. Aun los tres imperativos (las obligaciones de dar,
recibir y devolver) son universales: es un principio sintético universal. Lo
que varía y pueden hasta no existir como tal explícitamente es la repre­
sentación colectiva ligada a él, la forma en que se hace consciente en los
agentes sociales. Mauss no formula esta diferencia; y este silencio es
causa de no pocas ambigüedades. Pero de cualquier manera, hay en Mauss
la certeza -no elaborada, pero presente-, de encontrarse frente a una ins­
tancia muy particular: “creemos haber encontrado aquí una de las rocas
humanas sobre las cuales están construidas nuestras sociedades”. No muy
diferente es la forma en que presenta en forma sintética la expectativa
(“forma esencial de la comunidad”); salta a los ojos hasta dónde una y
otra, reciprocidad y expectativa, operan juntas.
El carácter espiritual de los lazos establecidos por el don, las distintas
formas de trascendencia a su contenido concreto, material, indican -como
es ya obvio- que el intercambio de presentes aparece siempre como un
mecanismo cuyo efecto es la creación y/o fortalecimiento de vínculos
entre unidades sociales. ¿Entre qué tipos de unidades se da el intercambio?
¿Qué vínculos sociales tienen el mismo trazado que el de la transmisión
de bienes? Respecto a la primera pregunta el texto de Mauss no nos ofre­
ce, en la totalidad de los casos, respuesta lo bastante esclarecedora. Es
como si hubiese dos niveles de mantenimiento de cohesión, una confor­
mando grupos básicos, otro de unidades mayores por alianza entre los gru­
pos.
No es preciso pensar mucho para percibir que se está frente a un
esquema similar al que surge de las relaciones parentales: grupos de filia­
ción vinculados por matrimonio entre sus miembros. Pero aun los grupos
de filiación son explicables en términos de alianza matrimonial; después
de todo, los nuevos miembros que van a alimentar a aquéllos, los hijos,
provienen del matrimonio, no podrían existir sin la alianza. La segunda
cuestión tiene uná respuesta evidente; el canal inaugurado por el don está

236
5. La reciprocidad

disposición para transmitir cualquier cosa que sea: es la instauración de la


alianza.
Tal como está planteado por Mauss, el traspaso de mujeres es un caso
entre otros del intercambio por donación. Lo que podría ser entonces obje­
to de análisis es si entre estas prestaciones recíprocas existe alguna jerar­
quía, si hay trueques que fundan la posibilidad de otros trueques. Mauss
nada dice al respecto, pero, como se sabe, para Lévi-Strauss esa es exac­
tamente la situación: el intercambio de mujeres entre hombres de distinto
grupos de filiación -la prohibición del incesto y su faz positiva, la exoga­
mia- es la condición de posibilidad de toda otra relación, de todo otro true­
que y, más aún, de la sociedad, de la cultura.
No hay que pensar, sin embargo, que esta prioridad sea aceptada por
todos; en la discusión sobre el sistema de relaciones de parentesco de un
pueblo birmano, los kachin, Edmund Leach intenta impugnar la interpre­
tación que al respecto da Lévi-Strauss con el argumento de que éste -en un
presunto signo de desobediencia a Mauss- no integraba la alianza matri­
monial entre las prestaciones totales, es decir, no veía como equivalente el
traspaso de mujeres y el de bienes. Esta jerarquización interna de los ele­
mentos enjuego en el don es sólo uno de los elementos de la lectura que
Lévi-Strauss hace de Mauss y del Ensayo....Veamos sus elementos cen­
trales.
El análisis que Lévi-Strauss hace sobre Mauss es muy característico.
Descubre en él el primer esfuerzo en la historia de la etnología “para tras­
cender la observación empírica y alcanzar realidades más profundas”. El
eje de este logro ha sido doble: el carácter inconsciente de los principios
en operación (sumado a que es una estructura inconsciente común la que
permite el reconocimiento del Otro) y la intuición de que fenómenos
sociales y fenómenos lingüísticos comparten una misma naturaleza. Ahora
bien, un comienzo tan promisorio no tiene el fin esperado; Mauss queda a
medio camino, atrapado por el plano empírico, por la ideología explícita
del plano empírico, que debería trascender. Pero tanto en la coincidencia
como en la crítica parece haber varios malentendidos. Veámoslo con ma­
yor detalle.
Cuando Mauss afirma que el nativo no sabe lo que piensa o lo que
hace, está moviéndose en un plano diferente al de Lévi-Strauss cuando
éste dice lo mismo. Para el último, este corte entre sentido del agente y
sentido verdadero (es decir, construido por la ciencia) es absoluto y uni­

237
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap eiBoiodoquy

versal; para Mauss, el sentido de lo real está inserto en la acción del agen­
te y éste en muchas ocasiones puede recuperarlo autónomamente por más
que otras veces no lo haga: es el cuadro de las representaciones colectivas,
las categorías que organizan su mundo como pensable y actuable. Es claro
entonces que en uno y otro pensador, ‘inconsciente’ está indicando cosas
diferentes.
Esto no escapa a Lévi-Strauss cuando critica a Mauss el que se haya
dejado ‘mistificar por el indígena’ por aceptar como perteneciente al
mismo nivel del discurso científico las teorías del hau o del mana; no obs­
tante Lévi-Strauss está construyendo sobre bases muy endebles cuando
trata de emparentar su visión con la de Mauss en la toma de la lingüística
como modelo científico y en la postulación de un inconsciente unificador
de los hombres.
La lingüística es modelo para Mauss -modelo metafórico y no real- en
cuanto ésta ha dejado atrás toda filosofía, ha descubierto el carácter his­
tórico de su objeto y se ha vuelto una fenomenología. No son esquemas
lingüísticos los que deben ser empleados para dar cuenta de fenómenos
sociales, sino, mucho más vagamente, el espíritu de lo concreto de los lin­
güistas debe difundirse a los sociólogos. Al contrario de Lévi-Strauss, que
intenta remitir la sociología a la lingüística, Mauss -aunque nada hace al
respecto- podría parece mucho más tentado de recorrer un camino inver­
so, como lo haría Benjamín Whorf: remitir la lingüística a la sociología.
Más concretamente, Lévi-Strauss se identifica con Mauss cuando lee
en el Esbozo de una teoría de la magia que los fenómenos deben anali­
zarse como si fuesen hechos de lenguaje. Pero, ¿qué entiende por esto
Mauss? Que está frente a un sistema significativo codificado socialmente.
Es decir, que implica un repertorio restringido y fijo, que este repertorio
es arbitrario, que esa arbitrariedad es significativa de la sociedad. Es el
procedimiento que ya hemos visto por el que se muestra a la sociedad
como una matriz articuladora de significados.
Muy incitante, sin duda, pero muy lejano aún de la perspectiva estruc-
turalista. En efecto, Mauss analizará la magia, y no sólo la magia, sino las
técnicas corporales, la moneda, las lágrimas, en fin, todo, como un men­
saje. A Lévi-Strauss le interesan las propiedades formales del mensaje, sus
leyes generales de constitución y su remisión a una matriz inconsciente.
Todas estas instancias son por completo heterogéneas con el valor semán­
tico del mensaje, con un emisor, etc. Mauss, a su vez, está preocupado por

238
5. La reciprocidad

el proceso de selección, de inclusiones y exclusiones (quizás más que nada


éstas) que dicen sobre el emisor. Es el emisor concreto, la sociedad con­
creta, su específica constitución, el centro de mira de Mauss, que se le apa­
rece como la sumatoria, o mejor dicho quizás, como la matriz de todo
mensaje, de todo hecho que es siempre significativo.
Respecto a la segunda determinación del inconsciente como campo
unificador de lo humano, ya hemos visto la dificultad, la tan escasa
elaboración que al respecto ha dejado Mauss. Pero no obstante una ausen­
cia tal, parece bastante improbable que éste tuviese en mente, o que el
curso de sus desarrollos lo llevase a, una concepción del inconsciente que,
como cada vez ha quedado más patente en los trabajos de Lévi-Strauss,
carga una teleología menos y menos oculta que amenaza con una metafí­
sica naturalista, lindante en la teología.
Pues bien, Mauss reduce una realidad empírica multiforme a una rea­
lidad subyacente más simple y sistemática. ¿Pero dónde debe terminar este
procedimiento reductor? De hecho, ya la reconstrucción de las categorías
se inscribe en él. En el programa maussiano bastaba para satisfacer las
necesidades heurísticas llegar a las ideas latentes y a su base social. En el
Ensayo... -como en su trabajo sobre la moneda- se arriba, esto es cierto,
a una instancia no prevista en el programa. Dejando -como deja Mauss- las
cosas así, ¿es qué no ha querido llegar a las últimas consecuencias de su
investigación? Esta ‘esencia de las relaciones sociales’ sobre cuya exis­
tencia aún se pregunta en un trabajo tres años posterior, ¿podría ser tan cla­
ramente reconocible y postulable como el principio de reciprocidad?
Había dificultades de distinto orden para impedirlo.
Por un lado, es imaginable que Mauss retrocediese ante un acto tal que
podía recordarle demasiado a los de los filósofos sociales de quienes que­
ría diferenciarse. Pero hay, por otro lado, un escollo menos subjetivo, más
estratégico que el que acabamos de esbozar: ¿cuál sería el lugar del prin­
cipio de reciprocidad, de la roca, en la realidad analizada y en los instru­
mentos de análisis? ¿Es que podría ser una instancia diferente (más ‘pro­
funda’, más ‘verdadera’) de su propia manifestación, como su sentido
implícito?
No encontramos respuesta en Mauss. Sí en Lévi-Strauss, pero al coste
de una gigantesca hipóstasis: estructuras mentales innatas ad hoc, a su vez
remisibles a las condiciones físico-químicas del cerebro, la estructura
molecular de la naturaleza, etc. De hecho, el alumno invierte así la totali­

239
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odojjuy

dad del Maestro: hombre, sociedad, cultura, son, en última instancia,


hechos de Naturaleza. Pero si Lévi-Strauss avanza sobre Mauss intentan­
do prolongar sus conclusiones hacia planos más y más distantes de la
experiencia del agente, encontramos otro análisis, simétrico e inverso, que
intenta adentrarnos aún más en esta experiencia.
Claude Lefort, alumno de Merleau-Ponty, compañero por entonces
(1952) de Castoriadis en la aventura de Socialisme ou barbarie, enfoca el
problema en otra dirección. En una época de reciente descubrimiento de
los trabajos juveniles de Marx, comienza arriesgando una comparación
entre este joven hegeliano y Mauss que hoy no parece tan relevante ni
acertada: ambos partirían del hombre total, ambos aspirarían a captar lo
concreto. Es en la contraposición Lévi-Strauss/Mauss donde el texto de
Lefort entra de lleno en su objetivo, apuntando a subrayar la diferencia
entre uno y otro que ya hemos destacado y que él sintetiza señalando que
“(...) es a la significación a lo que Mauss apunta, no al símbo­
lo; apunta a comprender la intención inmanente a las conduc­
tas, sin dejar el plano de lo vivido, no para establecer un orden
simbólico en relación al cual lo concreto no sería más que una
apariencia“ (Lefort, 1979: 23).

Esto no basta para que en el propio discurso de Mauss se filtre -según


Lefort- una perspectiva alienada. En efecto, lo que es una relación entre
hombres -el intercambio-, un acto, es descrito como una relación entre
cosas. Mauss forzaría la realidad introduciendo como constricciones
extrínsecas lo que en la experiencia vivida de los agentes no es tal, ya que
el contrato puede ser roto en cualquier momento. Pero en realidad, lo que
en esta crítica de Lefort aparece es, más que un error o la mala conciencia
de Mauss, la duplicidad de lo real: los actores viven la obligación del inter­
cambio como proveniente de la cosa; la suspensión del intercambio es la
guerra. La descripción hecha en el Ensayo... ilumina al mismo tiempo la
cuadrícula mental que transmite el intercambio (relación entre cosas) y los
lazos sociales alimentados por ella (relación entre hombres). La experien­
cia del agente no es negada, sino asumida hasta ahí donde esta es opaca a
sí misma.
No hay que olvidar la crítica marxista, o, mejor dicho, las críticas de
la antropología económica marxista francesa. La primera: en el trabajo de
Mauss la producción es olvidada, subordinada por completo al intercam­
bio. Como se sabe, Marx en su crítica a la economía política clásica britá­

240
5. La reciprocidad

nica había impugnado un procedimiento tal, mostrando cómo en el capi­


talismo el sistema de producción determina las formas de intercambio.
Dicho esto surgen algunos reparos a un enfoque crítico esbozado en
estos términos. El primero es obvio. ¿Hasta dónde esta conclusión válida
para nuestras sociedades es extrapolable a sociedades otras? Esta propia
división institucionalizada hasta físicamente en el capitalismo entre pro­
ducción, distribución, consumo, ¿se encuentra como tal en las sociedades
‘primitivas’? Pero además, y más profundamente, al hablar de producción
e intercambio, intentado encerrar en estas categorías las realidades descri­
tas en el Ensayo... y las que tendrían que haberlo sido pero no lo fueron,
como instancias homogéneas, pertenecientes a un mismo plano de reali­
dad social, ¿no se está acaso perdiendo de vista lo central de la intención
maussiana?
En efecto, para Mauss no se trata de ver cuál es la relación entre dos
momentos de una misma realidad, la realidad económica -producción/dis-
tribución-, homogéneos y, por lo tanto, que pueden ser pensados con algún
tipo de lazo de determinación entre sí. De lo que se trata es de encontrar
la ‘roca’, la base fundamental de toda sociabilidad. Lo que en un extremo
parece decir Mauss es que si hay sociedad es porque hay un principio ope­
rante, el principio de reciprocidad. Esta prioridad lógica no es tanto del
intercambio, sino del sentido del intercambio.
Otro aspecto de esta crítica no está ya dirigido contra el Ensayo... en
particular, sino contra la idea de totalidad que basa toda la obra maussia­
na. Usando una idea de Althusser, se trataría de una totalidad leibniziana,
expresiva, en vez de la totalidad articulada utilizada conceptualmente por
el marxismo. La escuela francesa en su totalidad está centrada en el pro­
blema de la cohesión, mientras que la marxista gira sobre el tema de la
contradicción. Esta es una cuestión insoluble dentro de los marcos de este
libro; sólo sería útil destacar algunas líneas por las cuales habría que pen­
sarla.
El problema de la cohesión ha sido -no se puede discutir- uno de los
problemas claves de la sociología francesa y más tarde del funcionalismo
en todas sus versiones. Pero no ha dejado de serlo en algunos pensadores
marxistas. Es el caso de Adler o Bauer -lo que se dio en llamar ‘austro-
marxismo’ en su época- y hasta de pensadores bolcheviques como Bujarin,
cuando era aún miembro no fusilado del gobierno soviético, es decir,
cuando el problema de la cohesión de una nueva sociedad surgía para él

241
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odoj}uv

como un imperativo de la realidad a ser resuelto tanto en la teoría cuanto


en la práctica.
Cohesión y contradicción son ambos elementos esenciales de una
sociedad; la cuestión es cómo jerarquizarlas en el análisis, permitiendo
que ambas sean comprensibles, racionales. Las fallas del funcionalismo, y
en el colmo de su vertiente norteamericana, en comprender ‘el cambio’,
han sido analizadas durante décadas. Pero la agudeza de las contradiccio­
nes en una sociedad -la lucha de clases, en fin- no puede hacer dejar de
ver que ellas también son expresivas, que tienen el sello de la sociedad
concreta en la que se dan. Señal de ello es la diferencia entre los movi­
mientos obreros -diferencias ideológicas, políticas, en fin, culturales- de
los distintos países y aun entre áreas culturales. ¿Cómo entender por ejem­
plo que en Europa los países sajones y nórdicos (Alemania, Inglaterra, los
países escandinavos) hayan tenido un movimiento obrero trade-unionista,
mientras que en los latinos (Francia, España, Italia) la clase obrera haya
sido anarquista y después marxista?
Podría pensarse, quizás no lejos de la verdad, que la decisión primera
es ideológica. Ver en la realidad social cohesión a ser mantenida o contra­
dicción a ser desarrollada hasta su desencadenamiento superador, ambas
son tareas que la sociedad reclama sólo a partir de un posicionamiento pre­
vio (no prejuicio, sino un compromiso humano ‘total’). Posicionamiento y
tarea que recortan la realidad de una manera determinada, que producen
efectos de conocimiento específicos. Ajeno por completo al propósito de
este trabajo, el intento de elucidar los parámetros que jerarquizasen una
perspectiva sobre la otra. Lo que sí: si existe al menos una cierta autono­
mía del discurso científico, si éste tiene una entre sus varias dimensiones
que puede pretender descentramiento, objetividad y universalidad, es aquí
donde debería recomponerse las visiones fragmentarias abiertas por estos
dos ángulos de mira.
Habíamos comenzado nuestra lectura de Mauss partiendo de su
ampliación del campo de lo significativo hasta límites imposibles de tras­
cender. Tratamos de mostrar luego cómo esta perspectiva iba de la mano
con su articulada concepción de totalidad. Acabamos de ver ahora cómo
se cierra -como lectores- rastreando lo más profundo y fundante de la rea­
lidad social en un circuito de intercambio, es decir, en un circuito de
comunicación.

242
5. La reciprocidad

La cuestión que permanece, que amenaza cualquier fácil optimismo


epistemológico, es si esta trayectoria basta para fundar ciencia social. En
el límite: una ciencia por la cual su objeto pueda tratarse a sí mismo como
Otro y al Otro como sí mismo, un abordaje de las expresiones ajenas, de
los sistemas simbólicos otros, que sólo puede ser efectuado a partir de
descubrirse en lo que uno tiene de simbólico. Otras alternativas ofrecen
indudables eficacias cognoscitivas, ofrecen también poder y/o están dise­
ñadas desde proyectos de poder. La perspectiva abierta por Mauss, tal
como la entendemos, aun en su ambigüedad, en su fragilidad, en su renun­
cia a la sistematicidad, o quizás por todo esto, abre algunas puertas a una
nueva comprensión de la realidad social y, quizás también, a una nueva
relación con esa comprensión
&
Dedicamos el último apartado a un breve repaso de algunas pocas
líneas de la investigación actual que están emparentadas de una u otra
forma con esta perspectiva. Ninguna, sin embargo, asume en su totalidad
la visión maussiana. Quizá esta orfandad invertida sea signo de fracaso,
pero hay fracasos que valen más que muchas victorias.

243
6. LAS PRESENCIAS MAUSSIANAS

Hay en la historia del pensamiento social no pocos autores en quienes


los temas y las perspectivas maussianas permanecieron vivos. No nos
importa señalar entre continuidad en aquéllos que, para nuestra perspectiva
actual, llevaron esa carga a puertos errados, tal el caso del culturalismo nor­
teamericano. De hecho, entre la vía cerrada, entre la banalización de estos
últimos y la riqueza en ciernes, la potencia liminar del pensador francés
parece cavarse un abismo. Pocos leerán hoy Pattems of culture de Ruth
Benedict más que con curiosidad histórica. Por el contrario, leer y releer
Mauss hoy es un camino hacia adelante, una promesa de nuevas cosechas.
Su presencia en el pensamiento que hoy nos circunda, en el pensamiento que
hoy constituye nuestro horizonte de inteligibilidad, que engarza las catego­
rías con que tratamos de pensar la realidad es tan amplia que intentar deta­
llarla nos llevaría a una tarea que escapa de nuestras manos.
Una opción más válida y provechosa a tal tipo de sobrevuelo enciclopédi­
co nos parece ser la detención en tres de las perspectivas que parecen hoy
más significativas. Una de ellas, representada por Lévi-Strauss se presen­
ta como una reivindicación explícita; otra, encamada en Foucault, es una
presencia activa pero silenciada; la última, desarrollada por Mary
Douglas, emerge heréticamente.

Lévi-Strauss

Una aclaración previa: la lectura de Mauss desde Lévi-Strauss oculta


una trampa que es necesario evitar. El primero no es un embrión del
segundo, ese Moisés que conduce su rebaño hacia tierra santa pero que no
llega a pisarla. Por más anticipaciones que de la trayectoria del segundo
encontremos en la del primero, hay una diferencia insalvable que estable­

245
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap ei6o|odojtuv

ce la especificidad del pensamiento de Mauss allí mismo donde entra en


incompatibilidad con el de Lévi-Strauss.
Para este último el sentido que la acción, que su propia realidad, tiene
para los agentes concretos es, de por sí, siempre falso y, en última instan­
cia, constituye para el observador científico un enigma más a ser desci­
frado. Para Mauss por el contrario, la idea de hecho social total encierra la
imposibilidad de abandonar esa dimensión de lo social inscrita en la sub­
jetividad de los actores sociales. Pero no obstante este claro contraste, su
presencia en la obra de Lévi-Strauss es notoria en más de un punto y deci­
siva en el que vamos a tratar aquí: el principio de reciprocidad.
Este principio, puesto a luz en el Ensayo sobre el don, articula las
ideas centrales de Las estructuras elementales del parentesco; más aún,
si esta obra gigantesca (por su contenido y por su integración, y, según
alguno de sus críticos, por su fracaso) hace agua por alguno de sus costa­
dos, es justamente allí por donde la inspiración maussiana ha sido aban­
donada. ¿Qué función juega la reciprocidad en Las estructuras...? Es
necesario ir por partes.
¿Cuál es el propósito de Lévi-Strauss en esta obra? Sintéticamente y
a grandes rasgos, éste es doble. Por un lado, mostrar cómo las relaciones
de parentesco y con ellas la sociedad toda, la Cultura, surgen de la eclo­
sión del principio de reciprocidad. Por el otro, lograr la sistematización
-es decir, mostrar que son un conjunto ordenado por un principio lógico-
de lo que él llama ‘estructuras elementales de parentesco’1. Sólo el primer
aspecto de este propósito puede ser considerado en verdad maussiano y su
tratamiento nos lleva a la cuestión de la prohibición del incesto.
Esta prohibición, es decir, la existencia de alguna categoría parental
de mujeres cuyo acceso es prohibido a un sujeto masculino -esta categoría
puede variar, ampliarse o disminuir de sociedad en sociedad- tiene, según
Lévi-Strauss, una peculiaridad que la coloca en una situación incompara­
ble privilegiada. Normatividad y universalidad, que, en cuanto rasgos defi-
nitorios de dos órdenes distintos de la realidad no se amalgaman más que
en esta prohibición. Al mismo tiempo forma parte de la Cultura, en cuan­
to regla, y del reino de lo universal, es decir, de la Naturaleza. Momento

1 Aquellas estructuras donde existe una regla que determina que a un hombre x le correspon­
de en casamiento una mujer que tenga con él una relación determinada de parentesco: pri­
mas cruzadas, ya sea matri-, patri- o bilaterales.

246
6. Las presencias maussianas

liminar del pasaje humano de la Naturaleza a la Cultura, la prohibición del


incesto puede serlo porque su carácter negativo -la interdicción de acceder
a determinadas mujeres- está indisolublemente unido al positivo: estas
mujeres deben ser entregadas a otros hombres que por su parte entregaran
otras, sus hermanas, sus hijas.
La exogamia, este aspecto positivo de la prohibición del incesto, es lo
que permite la creación de lazos sociales entre grupos de hombres a través
de mujeres. En otras palabras, los vínculos de reciprocidad establecidos en
la alianza matrimonial entre distintos hombres son la base de la realidad
social. La prohibición del incesto, la exogamia, es entonces fundante de la
Cultura en un doble plano: en cuanto regla al mismo tiempo natural y cul­
tural; en cuanto puesta en operación originaria de la reciprocidad. Y el
valor de la reciprocidad consiste, repitámoslo, en que establece un lazo,
una síntesis, anterior o independiente a las cosas intercambiadas y que van
a manifestarla: “En un intercambio hay algo más que las cosas intercam­
biadas”.
El principio de reciprocidad como substrato de la prohibición del
incesto produce la aparición de lo racional, del orden, de lo intencional.
Para entender esta afirmación es preciso percibir que esta regla implica
que la sociedad se inaugura a sí misma como Intervención, imponiendo un
cierto orden en la distribución de mujeres, una especie de ‘racionamien­
to’, allí donde reinaba la contingencia y lo arbitrario.
Centrar el análisis de los sistemas de parentescos en la reciprocidad
significa establecer su clasificación tomando como base las distintas
modalidades existentes de intercambio de mujeres entre grupos, es decir,
de matrimonios, de alianza. Así, hay que diferenciar lo que se llama ‘inter­
cambio restringido’ y los ‘intercambios generalizados’. En el primero, dos
líneas de filiación efectúan un trueque directo de mujeres, mientras que el
segundo se trata de sistemas asimétricos en los que la devolución de muje­
res es diferida. Aquí también hay dos posibilidades: el ‘crédito’ es de una
secuencia -en el caso de casamiento patrilateral (el hombre casa con la hija
de la hermana del padre)- o por todas las secuencias que van hasta el fin
del ciclo -la cantidad de líneas de filiación intervinientes- en el caso de
casamiento matrilateral (el hombre casa con la hija del hermano de la
madre):

247
Sentido de la antropología ni soppuas so| ap ei6o|odojiuy

Intercambio restringido: matrimonio de primos cruzados bilaterales

Intercambios generalizados: a) matrimonio matrilateral b) matrimonio patrilateral

Una forma opuesta de pensar, estudiar y clasificar estos sistemas, lle­


vada a cabo fundamentalmente por la escuela antropológica británica, se
basa en el principio de filiación. Es decir, en dar prioridad a los mecanis­
mos por los que dentro de una sociedad se constituyen grupos unidos por
la descendencia de un antepasado común. Las polémicas entre estas dos
tendencias desarrolladas en las últimas cinco décadas son monótonas y
por completo prescindibles en el marco de este trabajo. Pero de la monta­
ña de papel impreso que ha dado lugar, existiría sí una conclusión: cua­
lesquiera que sean las peripecias de este enfrentamiento, cualquiera que
sea la cantidad de batallas polémicas que los teóricos de la filiación pue­

248
6. Las presencias maussianas

dan vencer, queda para éstos una fortaleza imbatible, una superioridad
cualitativa de la teoría de la alianza.
Las teorías de la filiación no pueden explicar por qué existen los gru­
pos de filiación, cuál es el resorte que funda la cohesión por ellos alcan­
zado. La teoría de la alianza, por más errores parciales que se le pueda
achacar, no deja de dar satisfacción al mismo tiempo como teoría parcial
(al menos de determinados sistemas de parentesco), teoría general de la
cohesión social y puente entre lo particular y lo general. Y si puede aspi­
rar a este status es por su fundamento maussiano del principio de recipro­
cidad.

Foucault

El proyecto de este autor es una radicalización del de la vieja guardia


de L’année sociologique, aunque en ningún lugar de su obra está recono­
cido. Como ya hemos visto, de Durkheim en adelante de lo que se trataba
era de dar cuenta de la generación de las categorías cognoscitivas de una
sociedad en función de su estructura. Esa tentativa se centró sólo en las
sociedades otras, ajenas, ‘primitivas’. Una incómoda ambigüedad invade
los escritos de esos sociólogos de principios de siglo cuando se trata de sus
propias categorías, los principios rectores de la cientificidad occidental.
¿Acaso el pensamiento adquiere en algún momento de su evolución un
status tal que le permite liberarse de toda base social? Sabemos que no
encontraremos una respuesta clara en aquellos pensadores.
Tal vez en el propio Foucault pueda descubrirse un núcleo categorial
no expuesto a este tipo de focalización, el del propio instrumental que basa
y empuja a un análisis tal. Pero no es esto lo que interesa aquí, sino dar
una idea general de cómo nuestra visión científica, nuestra ‘episteme’,
puede ser convertida a su vez en objeto de estudio, mostrando este proce­
so específicamente en las ‘ciencias humanas’. La presencia maussiana
detectable es doble; la ya mencionada de remitir formaciones conceptua­
les a prácticas sociales; la relación entre autoridad social y cuerpo.
Decir que toda categoría es social es lo mismo que decir que toda
sociedad genera reglas de control, organización y selección del discurso,
de lo que puede ser validamente dicho y pensado. Por cierto, esta regula­
ción implica un procedimiento de exclusión, exclusión que no es sólo ver­
bal; se realiza desde el poder de una sociedad. La definición de ‘locura’,

249
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap Bj6o|odoJiuy

por ejemplo, no sólo condena a la irracionalidad lo dicho o lo hecho por


el loco, sino que lo recluye en un hospital psiquiátrico. La exclusión es la
reclusión o cualquier otra manera de imposición de poder.
Las ciencias se generan en el seno de formaciones discursivas ligadas
a prácticas sociales que se han articulado en el ejercicio de poder. Las
ciencias humanas hunden sus raíces en discursos relativos a la imposición
de la autoridad social sobre el cuerpo. A partir del siglo XVII éste es foca­
lizado como objeto analítico y como blanco del poder, bajo la concepción
del Hombre-Máquina. Esta opera a un doble registro: anatòmico-metafisi­
co en la obra de pensadores como Descartes y La Metrie y político-técni­
co en la codificación de las reglamentaciones militares, escolares, hospi­
talarias, etc. Esta unidad ‘cuerpo inteligible’/ ‘cuerpo utilizable’ gira alre­
dedor del cuerpo dócil y constituye su figura. La minuciosidad a que llega
la descripción anatómica va unida a la meticulosidad con que se trabaja
sobre el cuerpo: el control se interioriza en la economía de las fuerzas cor­
porales.
Las disciplinas -la reglamentación de las formas de pararse, caminar,
sentarse, comer, escribir, etc.- se toman las ‘fórmulas generales de domi­
nación’. Pero esta dominación cuerpo -del cuerpo de los otros, claro esté­
se especifica. Difiere del de la esclavitud, ya que no existe una relación de
propiedad con el cuerpo ajeno; difiere del de la domesticidad, ya que no
hay una dominación masiva, global, no analítica, arbitraria, sino discrimi­
nada, analítica, racional; difiere del vasallaje, ya que no hay -como en
éste- una sumisión en extremo codificada, distante, dirigida hacia los pro­
ductos y los rituales más que hacia la producción; difiere por último del
ascetismo, ya que éste tiende a la renunciación y no a la maximización de
la utilidad. Utilidad y obediencia se unen en este arte del cuerpo, que
puede llamarse de ‘anatomía política’.
Vinculada con esta anatomía política surge una topología también
política, un arte de la clausura: colegios, cuarteles, fábricas, aseguran y
potencian el control que, a nivel del cuerpo, da la disciplina. Esta topolo­
gía disciplinaria, este orden disciplinario, se expande por toda la sociedad:
de ‘microfisica del poder’ pasa a ser un regulador del poder total. Este
pasaje se vuelve posible por la confluencia de dos condiciones que permi­
ten pasar de un poder personalizado y visible a otro anónimo y tejido por
las propias instancias de la sociedad civil: crecimiento demográfico y con­
centración capitalista.

250
6. Las presencias maussianas

El anonimato del poder tiene como correlato la individualización del


dominado; esta individualización organiza el campo discursivo humanis­
ta. La categoría de ‘hombre’, surgida de estas prácticas de control, es la
piedra fundamental de las ciencias humanas que conservan como matriz
los procedimientos de investigación del poder disciplinario.

Mary Douglas

Esta antropóloga, una de las figuras más importantes de las ciencias


sociales británicas de las últimas décadas, es representante de la segunda
ola de influencia, de la relectura, de Durkheim y el grupo de L'année
sociologique por los antropólogos sociales ingleses (la primera, en las
décadas del 20-30, incluía fundamentalmente los nombres de Radcliffe-
Brown, Malinowski y Evans-Pritchard). De alguna inspiración estructura-
lista, aunque muy crítica, su ascendencia se ha dejado sentir en mucha pro­
ducción antropológica, no sólo inglesa, sino francesa, belga, sueca, brasi­
leña... Su preocupación, dentro del campo del simbolismo, está centrada
en los mecanismos rituales y clasificatorios por los que las sociedades
reproducen su estructura y expresan sus conflictos. Lo que aquí va a inte­
resamos es el papel que hace jugar al cuerpo como expresión de la diná­
mica social.
Mary Douglas otorga al trabajo de Mauss sobre técnicas corporales un
papel no circunstancial, sino central en el desarrollo de sus ideas. Además,
reformula su hipótesis: si bien el cuerpo en toda sociedad la expresa esto
no indicaría que su existencia sea sólo social. Existe una tendencia natural
-es decir inconsciente y universal, aunque específica en cada cultura- de
que el cuerpo opere como significante de la sociedad. El lenguaje corpo­
ral -su estilo- está articulado por el control social. “El cuerpo físico es un
microcosmos de la sociedad, que se enfrenta con el centro de donde emana
el poder, que reduce o aumenta sus exigencias en relación directa con la
intensificación o relajamiento de las presiones sociales”. La relación entre
miembros y tronco, frente y espalda, cabeza y cuerpo, la actitud respecto
a los orificios, los cuidados y negligencias, todo en fin, implica una codi­
ficación extrema del cuerpo, sus conductas y las conductas respecto a él.
Ahora bien, en lo que hemos dicho no aparecería bien delineada la
diferencia entre esta escritora y su antecesor francés. De hecho, Mauss no
recusaría ese carácter de ‘natural’ de la tendencia a que el cuerpo signifi­

251
Sentido de la antropología m sopguas so| ap Bi6o|odojjuy

que socialmente, bajo la definición de inconsciente y universal que le da


Mary Douglas. Pero ésta insiste en la existencia de una divergencia y pien­
sa que la postura de Mauss “tergiversa la relación entre naturaleza y cul­
tura”. El desarrollo que a esta cuestión le da la antropóloga inglesa no es
todo lo claro que se podría esperar y exige, para ser comprendido, un tra­
tamiento que pase por encima de su letra para ser fiel al espíritu.
En Mauss el cuerpo, repitámoslo, es sólo social. Una idea similar
basaba el trabajo de uno de sus camaradas de L'année sociologique,
Robert Hertz, que intentaba mostrar cómo el valor de izquierda y derecha
no tiene fundamento en la naturaleza, que es una jerarquía exclusivamen­
te social. Si esta segunda idea parece desmentida por las investigaciones
recientes que revelan una orientación en esta polaridad a nivel molecular,
el análisis más general de la concepción de la indeterminación del cuerpo
en cuanto significante social exige una aproximación de otro orden.
La lingüística saussuriana rompió con una pesada e infructífera tradi­
ción psicologicista que intentaba hallar los mecanismos por los cuales los
objetos determinaban las palabras que los denominaban. En Saussure, el
signo, la palabra, tiene una doble dimensión; es por un lado significante (la parte
material: sonido, grafía, etc.) y por otro, significado (la parte ideal, su
correlato conceptual). La perspectiva tradicional es atacada en dos frentes:
poniendo fuera de juego el objeto empírico al cual el signo apunta (sólo se
toma en cuenta su concepto) y cortando cualquier relación de determina­
ción entre significante y significado: el signo es arbitrario.
Mauss se movía en una sintonía similar al tratar del cuerpo como
impreso de significaciones sociales: una sociedad articulaba un mensaje
utilizando el cuerpo de forma similar a como en el habla se utiliza el mate­
rial sonoro, pero el código es arbitrario, la significación puede ser trans­
mitida de diversas maneras (aunque se admita ciertos límites ecológicos,
tecnológicos, etc.).
Lo que Mary Douglas parece decir, aunque con alguna ambigüedad,
es no sólo que el cuerpo va a ser usado siempre por cualquier sociedad
como significante y que todo acto corporal tiene un significado social,
sino -y aquí reside la diferencia con la concepción ‘arbitraria’ de Mauss-,
que el código corporal del que cada cultura se sirve está preestablecida
inconscientemente. Los orificios del cuerpo, por ejemplo, mantienen no
importa dónde y cuándo un mismo referente social: ‘las salidas y entradas
sociales, las rutas de escape e invasión. Una sociedad x puede no tener

252
6. Las presencias maussianas

como problema sus límites, no sentirse, por ejemplo, amenazada por la


presencia de vecino y no necesitará utilizar el código de los orificios, pero
cuando una sociedad cualquiera prescriba un cuidado determinado de los
orificios, tendrá algún tipo de tensión con sus límites.
Esta determinación, o al menos esta motivación, de los códigos tiene,
aunque Mary Douglas no haga referencia a ello, también un correlato en
investigaciones lingüísticas más actuales: específicamente a nivel fonoló­
gico, y Jakobson ha sido uno de los que más con mayor insistencia han
trabajado al respecto, se rastrean las raíces naturales, fisiológicas, de los
sonidos significantes. Un emergente de esta tendencia es, por ejemplo,
intentar resolver la cuestión de la casi universalidad de palabras como
‘mamá’.
Pero por más que el actual rumbo contradiga la perspectiva abierta en
lingüística por Saussure y en sociología por Mauss es imprescindible reco­
nocer que sólo es posible por la ruptura epistemológica llevada a cabo por
éstos. La arbitrariedad del signo, sea lingüistico, sea corporal, así como la
ampliación del carácter simbólico a todo el campo de lo social han sido la
base de nuestras ciencias sociales.

253
■ ■■ Apéndice: técnicas de investigación

uopeópsaAui ap seaiuapt ^aipuady ■■■


I. LA ENTREVISTA

La entrevista puede ser parte de una investigación exclusivamente


cualitativa o un momento de un trabajo cuantitativo. En este segundo caso,
será sin dudas un elemento clave de la redacción del cuestionario de la
encuesta que se aplique luego a una muestra determinada. En el primero,
algunos fragmentos pueden aparecer en el informe final, como muestra de
la visión nativa, como transmisión de la coloración verbal, de la manera de
hablar, de la gente sobre la que se haya trabajado, como síntesis de un
razonamiento desarrollado o a desarrollar por el propio texto. En todos los
casos, la entrevista es un objeto de importancia crucial para el investiga­
dor, algo en cuyo análisis se detendrá mucho tiempo.

1. El protocolo

Cualquiera que sea el destino y utilidad de la entrevista, el investiga­


dor deberá tomar gran cuidado en el objeto físico en el que se ha conver­
tido, el protocolo, es decir, la trascripción de la grabación magnetofónica
que ha registrado la acción concreta de la entrevista. Los protocolos son
un capital inapreciable, un documento que no se agota en el empleo que se
le vaya a dar en la investigación específica para la que se ha realizado la
entrevista. Su utilidad no tiene tiempo de caducidad; uno puede trabajar
con protocolos de un par de décadas de antigüedad. Podemos pensar en
bancos de entrevistas en los que confluyan aportes de investigadores de
distintos países y épocas.

1.1. Conservación y empleos

Las posibilidades son muchas, a condición de proveer a la conser­


vación del protocolo. No podemos confiar en la base magnética, en discos

257
Sentido de la antropología m sopguas so| ap eiBoiodoquy

duros o disquetes; nada nos dice que los cambios continuos de programas
y ordenadores no vuelvan ilegible el material conservado así en su
momento. La base papel es, pues, irremplazable, por más que también
mantengamos esa información informatizada, en procesadores de texto
y/o en base de datos. Es conveniente tener al menos tres copias en papel.
Una para guardar sin más; ésta no se tocará salvo para realizar alguna
copia adicional. Se trata del capital del que hablaba antes y que deberá ser
conservado como un tesoro, fuera de los espacios habituales de trasiego.
Lo ideal es encuadernarlas con un canutillo para facilitar copias posterio­
res.
Otra para la lectura, relectura y análisis de la entrevista. Es, por así
decir, el protocolo ‘sucio’, la copia que vamos a subrayar, a veces con lápi­
ces o bolígrafos de distintos colores, a cuyos márgenes o entre cuyas líne­
as vamos a hacer comentarios de todo tipo o poner signos, títulos, etc. La
cuidadosa conservación de este material, sobre el que el investigador
habrá puesto mucho tiempo y esfuerzo, también es muy recomendable, ya
que va a permitimos historiar nuestros pasos investigativos, las diversas
interpretaciones que hemos ido dando al material, la secuencia de los
insights que hemos sufrido durante esa parte del trabajo.
Una última será destinada a tareas manuales de tijera y pegamento (lo
que quizás sea sustituible por algún procesamiento informatizado). La lec­
tura de la copia anterior respetaba la individualidad de la fuente de la
entrevista y la linealidad de su emisión; el destino de esta tercera copia es
ser recortada en fragmentos temáticos que serán recopilados junto a otros
fragmentos que hablen del mismo tema, extraídos de otras entrevistas,
dadas por otros sujetos. El resultado de este trabajo, además de un montón
de papel desechado, será una carpeta dividida en un número no demasia­
do extenso de ejes1. La gran utilidad de este instrumento es que a la hora
de redactar un informe sobre una cuestión particular del tema global, un

1 Estos son los 28 ejes -de hecho 27 y uno indeterminado- en los que articulé las entrevistas
de mi trabajo de campo sobre una religión popular brasileña, Umbanda, durante dos años
(1981-83):
campo religioso/ colectivo/ conflicto/ continuidad/ continuo mediúmnico/ desarrollo/ estigma/ federacio­
nes/ izquierda-derecha/jefes de terreiro/ legitimidad/ literatura/ macumba/ mediumnidad/ mitos/ muertos/
orixás/orixás-clientes/ orixás-médium/ portentos/ sacralidad/ santo/ seguridad-firmeza/ significados/
terreiros: orden-desorden/ terreiros: relaciones/ transporte/ varios.

258
La entrevista

capítulo de un libro o un artículo, podemos tener ante nuestros ojos el cor­


pus total emitido al respecto por todos los entrevistados.

1.2. La trascripción

El protocolo no crece en los árboles; es el producto laborioso, si lo


hacemos nosotros, o caro, si contratamos un asistente a tales efectos, de la
trascripción de la entrevista registrada en una cinta magnetofónica. El pri­
mer criterio de la trascripción es que debe ser de una fidelidad absoluta.
Nada de lo emitido por el sujeto debe ser eliminado: ni sus reiteraciones,
ni sus tacos, ni sus risas, ni sus lágrimas, ni sus silencios. Tampoco nada
debe ser corregido: la forma peculiar de hablar, los errores sintácticos o
léxicos deben ser volcados de la manera más fiel posible. Aun cuando uno
esté transcribiendo para sí mismo, debe proceder como si lo estuviese
haciendo para un tercero que no ha asistido a la entrevista.
Si el protocolo se hace en ordenador -algo recomendable desde todo
punto de vista- la cuestión del formato es secundaria, ya que podrá ser
adecuado a la hora de imprimirlo. En caso de que se trabaje a máquina -la
trascripción manuscrita es desanconsejable por completo- hay que pensar
desde un primer momento en las manipulaciones posteriores del protoco­
lo: amplios márgenes para comentarios, claridad gráfica, interlineado que
permita meter mano al texto, numeración coherente de las páginas, etc.
En un caso u otro, el protocolo debe tener en su encabezamiento, en
la primera página, una identificación clara del sujeto al que se ha realiza­
do la entrevista y la fecha de su ejecución, su duración en minutos y el
número de folios del documento. Ya en el cuerpo del texto, debe ser evi­
dente cuándo está hablando el entrevistado y cuándo el entrevistador.
Diversos códigos pueden ser empleados a tal efecto: poner en mayúsculas,
en negrita o cursiva (en caso de utilizar ordenador) las palabras del entre­
vistador, transcribirlas entre paréntesis, o la habitual P (pregunta), R (res­
puesta). Entre los dichos de ambos interlocutores debe dejarse un espacio
doble al que se esté empleando.
Por más que uno escuche una y otra vez algunos fragmentos, puede
ocurrir que no termine de entender lo que se ha dicho. La(s) palabra(s)
ininteligible(s) serán de todas formas señaladas en el protocolo. Si la inin­
telección es total, se volcará (...), si uno supone entender un término, aun­
que no esté seguro por completo se pondrá, p.ej. (casa?). Las risas o cual­

259
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojjuy

quier otro tipo de emisión significativa no semántica, serán indicadas


(risas), (sollozos), etc.
Más tarde hablaré del magnetófono de registro; en el caso de trascrip­
ción, el más conveniente es el de sobremesa, llamado por algunos ‘tipo
pianito’. El tamaño de las teclas y su distribución son muy adecuados para
el continuo pasaje entre PLAY, REWIND, STOP y PAUSE al que la tras­
cripción obliga.

1.3. El registro

La trascripción, como es obvio, sólo puede hacerse si ha habido una


grabación; comienzo ahora con una serie de tonterías que evitan tonterías
mayores. Es decir, pequeños o grandes detalles provenientes de la expe­
riencia de entrevista cuyo descuido puede ser fatal, una serie de cuestiones
técnicas vinculadas a la tarea de la entrevista que deben ser tomadas en
cuenta so riesgo de arruinar el trabajo.
La primera consideración es sobre el magnetófono. En la medida de
lo posible, hay que descartar aquéllos incorporados a radios portátiles u
otro tipo de artilugio. El magnetófono sólo debe ser magnetófono; el
usado por los periodistas es, sin duda, el más conveniente, tanto por su pre­
cio (menos de 30 euros) cuanto por su pequeño tamaño y calidad de pres­
taciones. Hay, por cierto, modelos mucho más caros y fieles, pero no creo
que la calidad de la grabación llegue a compensar la diferencia de precio.
De todas maneras, no hay que tratar de ahorrar en este instrumento de tra­
bajo comprando marcas desconocidas. Las mil o dos mil pesetas de dife­
rencia entre una marca china y Sony, Sanyo, Philips, etc. no nos valen los
sustos o preocupaciones que la primera puede darnos.
Lo mismo se puede decir sobre las cintas; hay que comprar primeras
marcas en su faja más barata. Necesitamos cintas que en el aspecto mecá­
nico sean fiables; la tracción que le daremos a la hora de la trascripción así
lo obliga. No nos hacen falta, por el contrario, las altas dinámicas del
Cromo o del Metal, ya que el registro de la voz humana está por debajo
del rendimiento de esas cintas. De todos modos, es indispensable que con­
temos con cintas de Ferro de buena calidad ya que, de lo contrario, el des­
prendimiento anormal de partículas puede dañar los cabezales del magne­
tófono; por otro lado, es insignificante un ahorro de unos pocos céntimos
entre una que no nos dé dolores de cabeza y otra que sí nos los dé. Un

260
La entrevista

punto que el entrevistador no puede olvidar es el de identificar la cinta que


ha grabado (sujeto y fecha), empleando para ello las pegatinas que vienen
en las cajitas; también es necesario recordar que tras la grabación hay que
quitar las plaquitas plásticas de detrás de la cinta para impedir que en un
descuido grabemos encima... Una buena medida es la de duplicar la cinta
para mantener una copia por lo que pueda ocurrir; esto es exigible cuando
uno emplea personal contratado para la trascripción.
Las grabadoras miniaturizadas, tan de ajuar detectivesco, más allá de
las confianzas o desconfianzas que despierten, tienen el inconveniente de
que sus registros sólo pueden reproducirse en ellas, con sus mandos tan
pequeños y el enorme gasto en pilas.
La alimentación del magnetófono es otro detalle. La trascripción debe
ser hecha con conexión a red; lo contrario significará un gran gasto en
pilas. Por el contrario, salvo que hagamos la entrevista en nuestra casa o
en nuestro despacho, debemos emplear pilas en la grabación. Desde el
punto de vista técnico, esto da mayor libertad para escoger el ámbito de
registro; pero además, llegar al sitio de la entrevista con el enchufe en la
mano buscando una toma da una imagen chapucera que debilita la posi­
ción del entrevistador. Las pilas alcalinas de larga duración son, sin dudas,
las más adecuadas para este servicio. ¿Es necesario decir que el entrevis­
tador debe comprobar su estado -hay unos pequeños y baratos medidores
para ello- antes de empezar la entrevista?
Hay que tener mucho cuidado con los sitios en los que se trabaja; los
peores son los que tienen paredes con azulejos y suelos embaldosados por
la reverberación del sonido. Las veces que de manera inadvertida u obli­
gada he debido trabajar en recintos de este tipo he obtenido una calidad
muy baja en la grabación, con la pérdida de información consecuente. Lo
ideal es un recinto con suelos de madera, cortinas u otro tipo de paños de
absorban, que no reboten los sonidos. Las entrevistas en dormitorios son,
por cierto, las mejores. Hay que tener mucho cuidado con las ventanas
abiertas y los sonidos que vienen del exterior. Debemos recordar que el
oído es mucho más elástico que el micrófono del grabador, sobre todo si
no se está usando equipos sofisticados y caros. Un ruido fuerte que el oído
ha conseguido neutralizar durante la realización de la entrevista, tapa con
frecuencia la palabra registrada en el magnetófono no sólo el instante en
que se ha producido, sino, por la inercia del micrófono automático, un
lapso mayor.

267
Sentido de la antropología /// soppuas so| ap eiBoiodojjuy

Tenemos ahora una información bastante completa de las cuestiones


materiales de la entrevista; no tomarlas en cuenta puede llevar a dolorosas
sorpresas. Sin embargo, nada se ha dicho hasta ahora de la entrevista
propiamente dicha. La cuestión es que sólo se aprende a entrevistar entre­
vistando. Las próximas páginas, más que dar directivas como las anterio­
res, apuntan a condensar una experiencia personal, la mía, que sin duda
será diferente a la de otros investigadores.

2. La entrevista, por fin2

Al hablar del desarrollo concreto de la entrevista entramos en aguas


mucho más profundas. Tal vez, lo primero a esbozar es la situación del
entrevistador respecto a un plan previo. ¿En qué medida la entrevista esta­
rá pautada? El abanico de posibilidades va de un marco rígido a posicio­
nes de enorme fluidez.

2.1. Las pautas

El caso típico de la entrevista muy pautada es cuando trabajamos para


otro investigador o para una agencia que nos dan un guión, un cuestiona­
rio, o al menos una lista de ejes que deben ser cubiertos con mucha exac­
titud. La pauta condensa la información que se necesita, la forma en que
la entrevista debe ser dirigida, y hasta las preguntas que deben ser formu­
ladas. En estos casos, la libertad es mínima. El interés tampoco es muy al­
to, ya que se trata, en general, de servicios mercenarios -las películas ali­
menticias, como llamaba Buñuel a la mayor parte de su producción en
México- muchas veces sobre temas que a uno le resbalan3. Pero no es éste
la única razón por la que uno trabaje de manera constreñida.
También nos basamos en pautas bastante rígidas en el caso de entre­
vistas que sabemos de antemano que no van a ser continuadas por otras,
que tenemos sólo una vez a ese entrevistado y que los datos que obtenga­

2 Las siguientes páginas son trascripción de mi intervención en un curso de postgrado sobre


técnicas de investigación realizado a fines de 1994. He preferido mantener la atmósfera de
clase y, por lo tanto, las modificaciones han sido mínimas.
’ Aunque no se debe despreciar de antemano ninguna entrevista. Un estudio sobre artículos
de limpieza, que en principio nos parecería banal, puede damos pautas sobre los perfiles
simbólicos de ‘pureza/contaminación’ - á la Mary Douglas- de valor estratégico.

262
La entrevista

mos van a ser los únicos. Es distinta la actitud que se tiene con un entre­
vistado que se sabe que se va a seguir entrevistando o que al menos está
disponible para que eso suceda: lo que hoy no he conseguido se conseguirá
mañana. En el primer caso, uno sabe que, en el momento en que se le da
el apretón de manos final, la relación se ha interrumpido para siempre; no
se puede volver al otro día para decirle ‘Mire, que me olvidé de pregun­
tarle tal o cual cosa’. En este caso, las pautas son estrictas, ya que uno
tiene que cubrir sí o sí todos los puntos indicados; no se puede dejar nada
en el tintero.
Podemos tener pautas más imprecisas, establecer que de esa persona
queremos saber sólo un par de cosas objetivas pero lo que en verdad este­
mos buscando es provocar con determinado tipo de pregunta el desenca­
denamiento de un discurso más libre por parte del sujeto, que nos dé no
tanto información de tal o cual característica, sino la forma de hablar, la
textualidad, la propia textura del discurso ajeno. Esto, sobre todo en
Antropología o en vertientes sociológicas más ligadas a la cuestión del
sentido, es algo muy valioso.
La entrevista es una tarea artesanal; no hay recetas mecánicas que
puedan guiarla, pero en todo caso hay que encontrar preguntas de la sufi­
ciente generalidad pero al mismo tiempo que toquen fibras del sujeto
como para que comience un discurso, que no produzca una simple afir­
mación o negación más o menos monosilábicas o que reproduzcan los tér­
minos empleados por el entrevistador, una fecha o una frase muy concisa.
Tenemos que obtener discursos largos por parte del sujeto. Esto no sólo
por la cantidad de información que pueda contener, sino porque la longi­
tud de la emisión obligará a que deba estructurarlo de alguna manera; esa
misma manera va a ser uno de los elementos claves de la interpretación, a
veces el más importante y rico.

2.2. La dinámica

La dinámica de la entrevista va a estar determinada no sólo o no tanto


por las preguntas que ya traemos de casa, sino por la forma en que atra­
pemos el final de la frase, por el término provisorio de lo emitido por el
otro. Uno pregunta, el sujeto comienza a hablar, sigue hablando, termina,
como que no se le ocurre qué más decir. Frente a ese final, podemos uti­
lizar el silencio, quedarnos mirándolo a la espera, hacerle sentir la incom-

263
Sentido de la antropología m sopguas so| ap ei6o|odoj;uv

pletitud, lo insatisfactorio de lo dicho. Puede ocurrir entonces que el suje­


to se desenganche de tierra y vuelva a emprender vuelo. O, por el contra­
rio, que se nos quede mirando a la espera de otra pregunta, o que directa­
mente nos pida que sigamos interrogándole.
Salvo que el entrevistador decida abordar otra cuestión, pasar a otra
pregunta o línea problemática, puede repreguntar sobre lo anterior; peque­
ñas observaciones afirmativas o interrogativas sobre algo a lo que el suje­
to haya hecho referencia y que parezcan promisorias como nuevos
desencadenantes. Siempre el entrevistador hablando poco.
El arte de la entrevista es que uno hable lo menos posible. La mayor
parte del tiempo tiene que ser del otro; el otro tiene que volar y uno apa­
recer como el suelo, como una playa en la que el otro baja para enseguida
remontar. Uno no tiene que prenderlo, uno debe favorecer su vuelo. Esto
se aprende en la marcha; no hay trucos que se puedan enseñar.Silencios,
pequeñas repreguntas o referencias a lo dicho, repetición semi-interroga-
tiva de las últimas palabras del sujeto, como diciendo ‘¿qué?’, ‘¿por qué?’,
‘¿y entonces?’.
Hay gente que es muy seca; hay gente con la que uno empieza una
entrevista y se da cuenta que de ahí no va a sacar nada, que es como tratar
de sacar leche de una piedra. Hay otra gente que se enrolla que es una
maravilla. Hay entrevistadores que consiguen que sus entrevistados digan
siempre cosas maravillosas y geniales. Estoy pensando en un colega bra­
sileño del que he aprendido mucho en el manejo de entrevistas y la forma
de trabajar en campo, Carlos Rodrigues Brandáo, que logra resultados que
siempre me han dado envidia. Es como si hipnotizase a sus sujetos e hicie­
se que saquen a flor de piel lo más inteligente, lo más lúcido, lo más poé­
tico de sí. Hay otros entrevistadores que, por el contrario, rompen el dis­
curso del sujeto, se meten demasiado, no dejan que el otro siga con sus
propios ordenamientos.
Esto también es bastante problemático, porque el entrevistador puede
tener intereses muy globales en el otro y dejar que hable de lo que él quie­
ra o puede ir a algo muy concreto y objetivo, querer saber, p.ej., la mane­
ra en que se realizan las transacciones en la lonja de Barbate, y el sujeto
se pone a divagar sobre historias que no tienen nada que ver, a contar lo
que el entrevistador no quiere que le cuenten; es como si sabotease la
entrevista. Depende del entrevistador el poder sortear esas situaciones. De
todas maneras, hay que tener los oídos muy abiertos; a mí me ha pasado

264
La entrevista

haber cortado al entrevistado en el momento en que me iba a contar algo


que en ese momento no me interesaba, pero que en el momento en que
estaba analizando el material, meses más tarde, me hubiese sido precioso
a efectos que ni suponía cuando estaba realizando la entrevista.
Las meteduras de patas en las entrevistas son inevitables; es imposi­
ble que uno siempre funcione bien. Hay porcentajes de pérdidas, porcen­
tajes de errores, porcentajes de pereza, de cansancio, de pasarse de listo,
de narcisismo por el que uno se pone a competir con el entrevistado. A uno
pueden ocurrirle todo tipo de historias, como al entrevistado también le
pueden ocurrir.
Hay que ir a la entrevista con tiempo, con todo el tiempo del mundo;
no podemos estar frente al sujeto con prisas, pensando en lo que haremos
cuando salgamos de su casa. Nunca se puede marcar otra cita u otra entre­
vista para el mismo día. Hay que estar, sentirse y hacerse sentir en abso­
luta disponibilidad.
El final de la entrevista va a depender de la situación global. Una cosa
es la entrevista de agencia, en la que nos damos la mano, alguna secreta­
ria se encarga de despedir al sujeto tras darle el regalo que le corresponda,
y adiós. Y esa persona desaparece. En el transcurso de la entrevista no
hemos estado pensando en la futura relación con el sujeto o con su entor­
no; se termina de una manera cordial; por más que haya una retribución
material, el sujeto nos ha hecho un favor, pero es distinto al caso del en­
trevistado que suponemos va a estar a disposición de nuevas entrevistas o
que va a seguir en el entorno de nuestra investigación: aquí se deja engan­
ches. Hacemos entender al sujeto que estamos muy satisfecho de lo obte­
nido de él, que es algo muy interesante; que es tan interesante el material
que es bastante probable que después de escuchar la entrevista, o después
de transcribirla y leerla, sintamos la necesidad de volver a hablar con él. A
veces se puede hasta esbozar temarios de futuras entrevistas: ‘me gustaría
hablar con Ud. de tal y cual cosa, pero dejémoslo para otra vez’. Hay dis­
tintos mecanismos que se puede inventar en el momento como para que la
relación no se elimine y que el otro quede con interés en mantenerla.
La entrevista es un pulso, una relación transaccional. Estamos con
otra persona, tomando, sorbiendo, casi físicamente, sus palabras. Es una
especie de transfusión. Pero el investigador no sólo toma; si no consigue
dar, la entrevista no conseguirá cuajar.

265
Sentido de la antropología /// sopijuas so| ap ei6o|odojjuy

Ante todo, el papel de entrevistado es bastante atractivo. Alguien


se interesa en uno con tanta profundidad como para estar una hora pregun­
tándole sobre ‘¿cómo se cepilla Ud. los diente, para arriba o para abajo?’
o ‘¿cómo limpia usted el water?’, o ya cosas más trascendentales, como
opiniones políticas, prácticas religiosas o sexuales, etc. Esa seducción es
lo que el entrevistador debe saber crear y usar para atrapar al entrevistado
o para dejar latente la relación de la entrevista. Pero hay más en la reci­
procidad abierta por la entrevista.

2.3. La concertación

Debe haber hasta un cierto ritual en esto de la entrevista. Dejo de lado


la entrevista de agencia de mercado en la que te traen al candidato y te lo
sientan frente a ti. Estoy pensando en el trabajo más habitual, en el que hay
que ir a encontrar esta persona que es de un grupo, que lo conocemos más,
lo conocemos menos. Aquí hay decisiones que tenemos que tomar con
mucha claridad. Es posible que usemos la entrevista como táctica para
agregarnos al grupo, como forma de entrar en el grupo. Nos dirigimos a
alguien a quien conocemos muy poco o que conocemos por intermedio de
otra persona, y le solicitamos y obtenemos una entrevista. Eso vamos a
hacerlo para empezar a movernos en ese ambiente. Esa es una posibilidad
que he utilizado con frecuencia.
La otra posibilidad es que no se necesite ninguna coartada para entrar
en el grupo, ninguna excusa para estar moviéndose con libertad dentro de
ese colectivo y empezar quizás meses después o semanas después a hacer
entrevistas. Entonces ya vamos tener otro tipo de relación con la persona
a la que vamos a entrevistar.
De todas maneras hay una suerte de pacto que abre la posibilidad de
la entrevista. Me dirijo a una persona y le pido una entrevista. Es bastante
variable el tipo de cosa que puede ocurrir. Mi idea es que, salvo riesgo de
perder a la persona que se quiere entrevistar, no se debe hacer la entrevis­
ta en el mismo momento que se la pide. Debemos concertar la entrevista
para ser realizada un tiempo después: un día, dos días. Tampoco puede ser
algo muy demorado. ¿Por qué pienso que debe ser de esta manera? Porque
creo que hay que darle cierto grado de ceremonia a la operación concreta;
no debe ser hecha en estilo “aquí te pillo, aquí te mato”. Se debe dar a
entender que es una acción de cierta importancia. Todo esto también

266
La entrevista

depende de la visión que el candidato a entrevistado tenga de uno, de si


somos o no conocidos, el grado de familiaridad con el entrevistado, de si
uno aparece como un pobre diablo que viene a golpear la puerta o es un
doctor con coche a la puerta.
Debemos darle ese aspecto ceremonial, de importancia. Tiene que
quedar también claro que estamos haciendo un pedido. El otro es el que
está dando; va a dar su tiempo y su palabra. Esto hay que subrayarlo cuan­
do se concierta una entrevista: estamos pidiendo a una persona, a la cual
suponemos con conocimientos especiales sobre una cuestión determinada,
que nos trasmita ese saber.
En caso de un inicio de relación, cuando no se sabe con total claridad
quién es uno, qué es lo que uno quiere, hay que decir sobre qué va a ser la
entrevista. Lo más probable es que cuando pidamos la entrevista a una per­
sona ésta pregunte sobre qué va a ser, qué queremos que nos diga. Hay una
situación de ansiedad del entrevistado que tenemos que cortar con mucha
rapidez; el entrevistado quiere ser entrevistado en el momento. Quiere
saber qué pregunta se le va a hacer y qué respuesta va a dar.
No hay que permitir que él juegue en ese momento, que anticipe la
entrevista, que se adueñe del espacio de la entrevista, que nos gane la
mano a nosotros. El control de la entrevista lo debemos mantener noso­
tros. Hay que desbaratar la ansiedad dando una información muy corta y
muy ambigua. Mejor dicho, con una peculiar mezcla de precisión y ambi­
güedad. Un ejemplo de mi trabajo sobre inmigración. Concierto una entre­
vista con un inmigrante. ¿Qué hago? Le digo, p.ej., ‘voy a preguntarte
sobre tu vida en España’. Cosas muy generales, ninguna de las preguntas
concretas que voy a hacerle cuando realice por fin la entrevista. Tenemos
que impedir que él nos haga formulaciones sobre qué supone o qué quie­
re, qué fantasías tiene sobre lo que va a ser interrogado.
Dejarle las 24 hs. o el tiempo que transcurra desde el momento de la
concertación hasta el momento de la realización, dejarle en barbecho la
cuestión como para que él mismo se interrogue a sí mismo. Darle el espa­
cio para que se construya distintas líneas arguméntales de la entrevista.
Que se diga: “Si me pregunta esto, contestaré tal cosa; si me pregunta
aquello, contestaré tal otra cosa, etc.”. No estamos tanto detrás de la
espontaneidad; estamos detrás de un discurso relativamente consolidado.
Consolidado pero no clausurado; hay que saber percibir los límites
entre una cosa y la otra. En una entrevista no va a interesar un discurso ce­

267
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojiuy

rrado por completo, un discurso ya hecho en todas sus piezas, para siem­
pre. A mí me han tocado entrevistas con autoridades de distinto tipo -
recuerdo el caso de un sacerdote, presidente de una ONG, aquí en
Andalucía- que ya han sido entrevistados muchísimas veces, que son ora­
dores, que son jefes de organizaciones importantes. Este tipo de personas
tiene, en general, todo su discurso preestablecido.
Es muy difícil romper la caparazón con la que ya han envuelto lo que
quieren que el entrevistador registre. Frente a discursos tan rígidos, lo
mejor es jugar al imbécil; sorprender al entrevistado con alguna pregunta
idiota. Tratar de descolocarlo; no preguntar lo que el otro espera que se le
pregunte.
En los casos habituales, vamos a encontramos con entrevistados que,
en el tiempo de espera, han elaborado algunas líneas arguméntales, las
distintas preguntas que se han hecho a sí mismos colocándose en el lugar
del entrevistador. La ventaja es que hay todo un procesamiento previo que
permite un mínimo de auto-conciencia por parte del sujeto. Esta cuestión
del saber de sí del entrevistado, es, para mí, algo clave.
Una entrevista va a ser en verdad buena si el entrevistado ha conse­
guido saber él algo sobre sí mismo que no sabía o que tenía más o menos
oscuro antes de la realización de la entrevista. Cuando el entrevistado hace
insight, cuando se le enciende la lamparita, cuando se da cuenta, cuando
su discurso se organiza en la entrevista de manera de producir algún
conocimiento sobre sí mismo que antes no existía; ése es el momento de
las grandes entrevistas. Eso ocurre sólo cuando hay un enterarse del otro
por primera vez sobre lo que le pasa, sobre lo que piensa, sobre lo que
hace. Es un momento muy interesante. No es frecuente, por cierto. Pero
las entrevistas más valiosas son aquéllas en las que se ha logrado desen­
cadenar esos efectos de autoconocimiento. Uso el neutro ‘se’ para indicar
que no sólo es el sujeto quien va a saber de sí; en el entrevistador ocurre,
esas grandes veces, algo similar.
La espera ya es ritualizante, ya está estableciendo un tipo de relación
distinta a la que ya hemos mantenido, en caso que sea alguien conocido.
Cuando uno hace estos trabajos lo que quiere es meterse en la casa del otro
lo antes posible, estar en el sitio del otro. Es raro que un científico social
trabaje en su propio espacio (despacho, casa). De las muchas entrevistas
que he hecho en mi vida profesional, recuerdo sólo dos que he hecho en
mi casa o en mi lugar de trabajo, pero fue con gente con la que ya tenía

268
La entrevista

una larga e intensa relación en sus propios espacios. Siempre he tendido a


trabajar en la casa del otro o si no en lugares de dominio del entrevistado
o, al menos, compartidos conmigo: hoteles, coches en movimiento o esta­
cionados, bares, templos, lugar de trabajo del entrevistado, etc.
Realizar la entrevista en a casa del entrevistado tiene la primera ven­
taja de que, si no hemos logrado ingresar antes en su espacio doméstico,
obtenemos así una autorización primera a esa familiarización. El otro se
siente obligado a absorbemos en su campo doméstico. Además, el entre­
vistado tiene así mayor tranquilidad respecto a sí mismo. En general se
habla, los manuales hablan, de hacer las entrevistas en sitios neutros, pero
se trata de otro tipo de entrevista, de otro tipo de investigación. En el tra­
bajo en el que yo y tantos otros sociólogos y antropólogos nos movemos
creo que es mejor que el entrevistado sienta un control, que sepa que está
en su campo. Otra cuestión: la entrevista en su casa, en casa del entrevis­
tado, resalta su carácter de donante. No sólo está dando sus palabras,
conocimientos, experiencias; también está dando acogida en su casa,
hospitalidad que en general se refuerza por otras donaciones: el café, el
refresco, la cerveza. Uno es un huésped; huésped de la palabra al mismo
tiempo que del sillón, del café o de la copa. Todos estos son elementos
muy positivos, que distienden la situación de la entrevista, que le dan
mucha más fluidez, mucho más movimiento. El entrevistado controla su
espacio, no se siente un intruso, sino alguien en situación acreedora.
La elección del cuarto específico de la casa en el que se lleve a cabo
la entrevista es otra cuestión. Por cierto, depende de la voluntad del entre­
vistado, pero no cabe duda de que nos conviene que el espacio elegido sea
el más familiar posible. Aquí, sin embargo, entran a veces en contradic­
ción las conveniencias técnicas con las conveniencias investigativas.
Recordemos lo dicho antes sobre las desventajas de las paredes de azule­
jos y suelos de baldosas; esto vuelve a las cocinas, tan familiarizantes, en
sitios dudosos. Lo mejor, por cierto, aunque difícil al menos en un primer
momento es el dormitorio, que une la ventaja técnica a la de la investiga­
ción.

2.4. Entrevistas individuales y grupales.

Se puede decidir no entrevistar a personas de manera individual, sino


pillar a tres o cuatro personas; hacer algo intermedio entre lo que es el

269
Sentido de la antropología /// sopguas so| ap ej6o|odojjuv

grupo de discusión y lo que es la entrevista. Se larga un tema y se trata de


que la palabra quede allí, entre los tres o cuatro entrevistados; intentando
el entrevistador quedar como auto-excluido, aparecer sólo en determinado
momento cuando ya baja el interés para cambiar el tema o repreguntar
sobre algo dicho.
Otra cosa que he hecho es entrevistas en las que no actuaba yo solo
como entrevistador, sino que tenía una persona del grupo como colabora­
dor, que me ayudaba a formular con más claridad la pregunta o que, como
conocía la historia de la persona iba a aspectos muy concretos que yo des­
conocía. En ciertos momentos los papeles se invertían y este colaborador
se convertía en el real entrevistador y yo operaba como ayudante suyo con
algunas acotaciones marginales. Esto sólo se puede hacer en momentos
muy avanzados de una investigaciones, cuando ya se ha llegado a grados
muy elevados de intimidad y confianza tanto con los entrevistados cuanto
con el ‘colaborador’.

2.5. Historias de vida

No hay aquí novedad alguna en los aspectos materiales y generales


que hemos visto con relación a la entrevista, todo lo vinculado a protoco­
los, grabadores, pilas, cintas, lugares de realización, etc. Ni siquiera el pro­
pio hecho de la entrevista, como tal. La historia de vida, ¿qué es? La his­
toria de vida es una o varias entrevistas que giran sobre la pregunta ‘qué
ha hecho Ud. o qué le ha ocurrido a Ud. en su vida’. Eso preguntado de
distintas maneras, preguntado y repreguntado, es lo que, tejido, se con­
vierte en una historia de vida.
El protocolo de tal trabajo puede ser directamente el documento. Son
conocidas las obras, que hasta han sido llevadas al cine, de Oscar Lewis,
un antropólogo americano que ha trabajo mucho en México y en Puerto
Rico. Él ha publicado varias historias de vida en diversos libros que nos
muestran documentos muy espesos, muy densos, monólogos de horas y
horas de entrevistas, de días y días, semanas, meses de entrevistas, que se
convierten, desde mi punto de vista en textos equívocos.
Nunca he conseguido terminar de leer los libros de O. Lewis; me
daban la sensación de falta de oxígeno. Tal sensación proviene, supongo,
del propio recurso estilístico de convertir en un texto único, con un prin­
cipio y un final centenares de páginas después, lo que de hecho era una

270
La entrevista

serie mucho más amplia en el tiempo de distintas entrevistas, durante la


cual había un trabajo del investigador, una presencia suya, que se elide de
manera artificiosa. La verosimilitud del texto está construida por la irreali­
zación de la tarea etnográfica que ha obtenido los datos con que ha sido
construido. Es una ficción, como toda obra etnográfica, por cierto, pero
que trata de ocultar de mala manera esa ficcionalidad, intenta borra las
huellas que han llevado al producto que uno tiene entre manos. Las reser­
vas que tengo frente a la obra de Lewis no deben ocultar que, aunque el
ambiente académico no le fue muy favorable, tuvo un gran éxito editorial
en su momento, vendió mucho, y fue leído con gusto por mucha gente.
En general, las historias de vida se llevan a cabo de manera fragmenta­
ria, y de manera fragmentaria también se emplean en los textos que escri­
bimos.
Otra posibilidad es trabajar sobre crisis de vida, sobre hechos determi­
nados. ¿cómo ingresó Ud. a este grupo? Una pregunta muy útil como
comienzo de una entrevista: ¿por qué está Ud. aquí ahora?’, ‘¿qué ha
hecho para convertirse en blanco de mi interés?’ En las investigaciones
que yo he desarrollado sobre religiones populares brasileñas, el ingreso al
grupo sobre el que yo estaba trabajando estaba vinculado, en la mayoría
de los casos, a un cambio de religión y a situaciones críticas: enferme­
dades, pérdida de trabajo o de pareja, revelaciones, etc. En mi investi­
gación actual sobre inmigración, la decisión y la realización del viaje, ese
gran cambio, es también una crisis.
Aunque ‘crisis’, de la manera que empleo el término, no se entiende
aquí en su sentido coloquial, sino de momento culminante: nacimiento,
primera comunión, casamiento, nacimiento de hijos, muerte, son lo que en
general entendemos por ‘crisis de vida’. Podemos trabajar con técnicas de
historia de vida pero referido a una crisis en particular.
Una forma de aprovechamiento que yo he visto hacer, lamenta­
blemente con muy poco fruto, de las historias de vida es el empleo de
interpretaciones narrativas tipo Propp, Greimas, etc. En esta forma de tra­
bajo desaparece por completo el interés por los contenidos concretos, el
‘qué’ que cuenta el sujeto. Lo que importa es el modelo narrativo al que se
ciñe el sujeto y la forma en la que las distintas unidades -ya sea episodios,
ya sea ‘actantes’ (Propp)- van interviniendo, van enlazándose. Detrás de lo
que se va en estas tentativas es de lógicas subyacentes a las autobiografí­
as, pero, como ya he dicho, el éxito hasta ahora es nulo. He participado

271
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ejBoiodojiuv

varios años en un seminario en la Complutense que trabajaba en ese sen­


tido sin, es una pena decirlo, resultado alguno o con resultados muy
pobres. El extremo formalismo los convierte en un vano juego narcisista.
Quizás halla instrumentos más eficaces de análisis de este tipo de relato,
pero nunca los he visto en acción y soy bastante escéptico al respecto.

3. Los informantes en el grupo investigado


La situación clásica es que nos veamos en la necesidad de organizar
un plan de entrevistas en un grupo en el que nos estemos integrando para
llevar a cabo nuestro trabajo de campo u, otra posibilidad, en el que que­
ramos integrarnos a tales efectos. Veamos las distintas posibilidades con
las que nos encontramos.
El tema es el grupo, con una topología determinada, con un centro,
una autoridad, y sectores periféricos dentro del grupo. ¿Cómo vamos a
manejamos en esa realidad tan compleja? No se trata, por cierto, sólo de
entrevistas, sino de la posición general que vamos a tener en el grupo, de
la que las entrevistas son emergentes e instrumento.
Uno no se plantea tanto a quién entrevistar, en la medida en que si
vamos a hacer un trabajo permanente en ese grupo terminaremos entrevis­
tando a la mayoría o, al menos, a buena parte de sus componentes. La
cuestión es quiénes van a ser los informantes que más útiles nos van a
resultar y qué relaciones van a ser útiles para la fluidez de nuestro trabajo
en el grupo y cuáles otras relaciones van, por el contrario, a convertirse en
un escollo.
Ante todo, el líder del grupo, el jefe del grupo, opera muchas veces -
y cuando más marginal es el grupo más ocurre esto- como una suerte de
frontera. Es él/ella quien regula los contactos del grupo, y quien regula la
imagen que se quiere dar para fuera del grupo. Es muy frecuente, por lo
tanto, que las entrevistas que hagamos con estos jefes-fronteras, con estos
centros-bordes del grupo, en general nos provean de mucho material
engañoso (digamos), mucho material destinado a provocar un efecto
positivo, a que se valore de manera positiva al grupo en términos de crite­
rios no definidos con mucha claridad. El pulso que se va a producir en una
forma más o menos clara entre entrevistado y entrevistador es que el
entrevistado va a intentar mostrar su grupo marginal como un grupo
‘bueno’ en términos de valores oficiales, las ‘clasificaciones del centro’,

272
La entrevista

tal como son interpretados desde ese ángulo social. Se va a pedir al entre­
vistador que sea solidario con esos valores, que responda a la imagen de
representante ‘del centro’ del que le inviste ante los ojos ‘del margen’ el
propio hecho de ser un universitario. Va a ser todo un juego en el que el
entrevistado va a decir que lo suyo es una maravilla porque cumple con los
criterios establecidos por el sistema y va a hacer una presión muy fuerte
sobre el entrevistador con distintos recursos, no necesariamente conscien­
tes, en la medida en que la mayoría de esta gente no está acostumbrada a
este tipo de tratamiento, a ser interrogados frente a un magnetófono. ¿A
qué está dirigida esa presión? ¿Cuáles son los efectos deseados?
El jefe entrevistado va a presionar de distinta manera al entrevistador,
primero, para que exprese su visión sobre el grupo, segundo, para que esa
visión sea positiva, tercero, para que esa visión sea positiva según los crite­
rios que el entrevistado supone que deben ser los del entrevistador, los
valores del sistema tal como son decodificados desde el ángulo periférico
en el que está el grupo. No le va a valer que la aceptación nuestra del
grupo, nuestra valoración positiva, provenga de que pensemos que es un
grupo marginal, un grupo trasgresor y que esa marginalidad, esa trasgre-
sión por una u otra razón nos complazca. Querrá que, a pesar de las visi­
bles transgresiones, nosotros supongamos que el grupo se atiene de una u
otra manera a los valores vigentes.
Como vemos, se trata de un juego bastante complejo. Este juego de
presiones y seducciones, de acorralamiento del entrevistador, que a veces
lleva a incomodidades serias en una entrevista, son muy útiles a la hora del
análisis para ver qué es lo que el entrevistado está tomando como valores
del sistema, en qué valores quiere encasillar al entrevistador.
Junto a esto, insisto, lo que vamos a tener en el discurso del jefe, por
lo menos en los primeros momentos, si es el primer contacto que se tiene
con el grupo, es la versión oficial de las cosas. Se va a tratar, en general,
de no mostrar resquicios internos; se va a ocultar las fracturas; no se va a
echar mano de los cotilleos internos para develarlos al observador externo.
Va a ser un discurso bastante monolítico, un discurso con pocas fisuras, en
el cual van a estar negadas, censuradas, no dichas, algunas de las cosas que
posiblemente más le estén preocupando al entrevistado en el mismo
momento que está siendo entrevistado: si el entrevistador se ha dado cuen­
ta de tales o cuales fallas del funcionamiento del grupo. Es muy probable
que aquello que está bajo cuerda en la preocupación por la imagen apa­

273
Sentido de la antropología m soppuas so| ap ei6o|odojju\/

rezca en forma latente, en forma fallida, de lapsus, a veces en algunas


cosas que se dicen a medias o de manera poco clara.
La otra posibilidad, el otro ángulo, es tomar de manera exclusiva gente
periférica del grupo. Eso lo podemos hacer sólo con grupos con los que va
a tener poco contacto. Es muy difícil estar en un grupo y no hacer una
entrevista al jefe; uno está como obligado a hacerlo. Va a quedar muy mal
que no se llegue en determinado momento al jefe, aceptando su situación
de primacía. Las pocas veces que yo he hecho entrevistas a sectores
periféricos y no al centro del grupo, han sido situaciones en las que con
toda claridad me daba cuenta de que no me iba a poder integrar. Entonces
aprovechaba, aprovechaba la oportunidad, hacía alguna entrevista y ya
salía a buscar otro grupo.
En un trabajo de campo clásico, en el que estemos insertos de mane­
ra casi exclusiva en un grupo por un período no menor de un año, no hay
duda de que las entrevistas deberán hacerse, a veces por un simple hecho
de cortesía, prácticamente a todo el colectivo. El itinerario concreto, por
quién se empieza, por quién se sigue, por quién se termina, depende de
manera absoluta de la historia concreta del trabajo de campo en cuestión,
cuál es la vía por la que nos hemos unido al grupo, qué papel cumplimos
en él, en casa de quién estamos alojados, el estado fraccional del grupo,
etc. De todas las maneras, las voces del centro y de la periferia del grupo
deben ser capturadas a toda costa.
¿Cuáles son las ventajas de una y otra perspectiva? ¿Qué nos aporta la
autoridad, que también es la frontera, la relación con el exterior? Ante
todo, la visión oficial que, si no está formulada en algún tipo de docu­
mento, es un material indispensable de trabajo. Datos personales que nos
permitan elaborar el perfil del jefe del tipo de grupo con el que se esté tra­
bajando. Información sobre los vínculos del grupo con el exterior, sobre
las estrategias de reclutamiento, y, con mayores reservas, elementos sobre
el funcionamiento del grupo y sobre los criterios con el que es regulado,
en general más una perspectiva ideal que real.
Por otro lado, si se trata de un comienzo de relación, una tentativa de
integración, el visto bueno del jefe abrirá las puertas para la relación con
los demás integrantes del colectivo. Esto hay que tomarlo con pinzas, por­
que podemos ser vistos como confidentes del jefe y privamos así de infor­
mación que otros miembros pretenden ocultar a sus ojos.

274
La entrevista

¿Qué nos aporta la visión de los elementos periféricos que esté ausen­
te del discurso del jefe? Aquí vamos a tener una información mucho
menos comprometida con la imagen externa. El personal periférico, es fre­
cuente, intenta tener una complicidad con el entrevistador en detrimento
del grupo. Como gente no comprometida al 100%, como alguien con un
pie fuera del grupo, puede tener una relación de complicidad con el
entrevistador que está fuera del grupo y compartir con él uno de los ele­
mentos básicos para la comprensión de un grupo: los cotillees.
Una de las cosas a las que más oído debemos prestar en un trabajo de
investigación con un grupo son los cotillees, los chismes. No tanto o no
sólo por la información objetiva que encierren -que puede también ser
muy valiosa-, sino por los criterios que descubren. ¿Qué se usa para hablar
mal de alguien? ¿Que es cornudo, que es ladrón, que usa corbata o que no
la usa? El mapa de los cotilleos nos va a dar el mapa valorativo del grupo
en cuestión. No importa tanto que María sea o no lesbiana, lo que impor­
ta es que se utilice una acusación sexual -y ésa en particular, para hablar
mal de ella. Ahora bien, estas confidencias no son automáticas; hay que
llegar a ser merecedor de escuchar los cotilleos.
En muchas entrevistas con esos sectores periféricos, aparecen las frac­
turas del grupo. Todo grupo tiene algún tipo de fractura, algún tipo de eje
a cuyos lados se tienen unos y otros. Puede tratarse de una fractura conti­
nua, permanente. Si esto no se corrige, si el grupo no tiene mecanismos de
control social, instrumentos de solidaridad eficaces, el grupo puede con­
vertirse en dos grupos. Esto ocurre con frecuencia en el campo religioso,
sobre todo en las sectas evangélicas.
La información que nos dan los sectores periféricos es esencial para
dibujar el mapa de tensiones y los conflictos del grupo. Pero hay más. La
información que nos den estos sectores periféricos no va a estar construi­
da en términos de un lenguaje oficial, como el del jefe, sino con un len­
guaje mucho más personal, más digerido, más disuelto. No nos va a dar la
Verdad del grupo, sino la verdad del grupo según María o Pepe: qué es lo
que significa para ellos, cómo se conjuga con su vida. Mientras que el dis­
curso del jefe va a hablar en términos más universales, más ‘objetivos’, lo
que vamos a tener aquí, con mucha más frecuencia es la experiencia per­
sonal de la práctica o de la creencia del grupo, en términos subjetivos y
vinculados a la historia personal, a la situación y contexto individual del
entrevistado.

275
II.TRABAJO DECAMPO

1. La esquizofrenia controlada

Se desembarca en una isla, se cruza un río en canoa, se baja en avio­


neta a un claro en la selva, se entra en un barrio de chabolas; cualquiera
que sea la magnitud del umbral, debe haber un traspaso; cualquiera que
sea la distancia física, las otras son de más difícil dominio. Ese primer
momento de encuentro con el otro, de desencuentro primero consigo, será
recordado siempre por su protagonista; a menudo su descripción ocupa un
plano relevante del libro en el que desemboque la experiencia. El trabajo
de campo inaugurado por esa escena es asunto implícito o explícito de
mucha literatura etnográfica y teórica, de emocionadas memorias y de
análisis sarcásticos. No aumentaré aquí tal lista más que para dar algunos
pantallazos técnicos.
El paradigma de trabajo de campo conformado a comienzo de los
años ‘20 por las incursiones trobriandesas de Malinowski se mantiene
hasta nuestros días: la misma idea de exilio, de tarea solitaria, de rito de
paso. Además, en los documentos publicados sobre la experiencia vivida
por los investigadores en tierras exóticas (del propio Malinowski a Lévi-
Strauss, de Maybury-Lewis a Condominas) encontramos tarde o tempra­
no la nota que une el sentimiento de misión con el de sufrimiento físico
y/o moral que su cumplimiento conlleva. ¿Cómo pensar que se está
haciendo un buen trabajo de campo si éste no implica un cierto nivel de
dolor, de incomodidad, de sacrificio? A la santidad por la etnografía, pare­
ce a veces nuestro lema.
Pero más allá del mantenimiento de las señas de identidad, las
condiciones del trabajo de campo, sus mismos ámbitos, han cambiado. Por
más que sepamos hoy que la alteridad nos espera a la vuelta de la esquina,
que es tan otro el maorí clásico de los textos de Mauss como el gitano pen-

277
Sentido de la antropología /// sopguas so¡ ap ei6o|odojjuv

tecostalista de Puerto Real, los pasos para llegar a ellos son diferentes. Hay
ahora etnógrafos domingueros que por el precio de un pasaje de autobús
ya están en campo. Dejando de lado las ironías, la forma en que podemos
encarar este tipo de investigación en nuestro entorno es bien diferente a la
manera en que se encaraba o se encara aún hoy estudios que implican el
traslado a ultramar del científico social y una estancia prolongada.
Cuando se plantea este tipo labor -lo que ocurre, ante todo, en función
de una tesis doctoral cubierta económicamente por alguna beca-, no se
puede contar con una permanencia de menos un año, el tiempo que per­
mita asistir, por ejemplo, al ciclo completo de las labores agrícolas y/o de
las festividades profanas y religiosas del grupo que se estudie. Junto a
estos macro-trabajos, existen otros, por cierto los más frecuentes, de
alcances más modestos. Aunque entre unos y otros cambien la dimensión
económica y temporal, el papel en la propia carrera y varios dilemas1,
ambos poseen una base común mucho mayor. Tal vez la noción de ‘obser­
vación participante’ sea la clave de esa comunidad.
El investigador que procede a eso que se llama ‘observación
participante’, que participa observando, que observa participando, se uti­
liza a sí mismo como instrumento de registro. En otras palabras, su (mi)
ideal es el de una suerte de esquizofrenia controlada: el cerebro dividido
en dos mitades; una que piensa, cree, siente y reacciona como los ‘nati­
vos’; otra que mantiene los valores propios y que mira de reojo a su veci­
na craneal. En buena medida, es a uno mismo a quien se interroga a la hora
de redactar el informe que habla del otro en el que uno debe haberse con­
vertido. La objetividad pasa, sea o no una paradoja, por la introspección.

2. Instrumentos de registro

A campo no se va sólo a sufrir y a plantar taro, se va a escribir. La


etnografía es, por cierto, una grafía. Se escribe lo que antes se ha leído, se
ha supuesto leer, en los actos y en las palabras de la gente con la que se
trabaja. No es ésta una escritura dejada a la ventura de las musas; es una
tarea sistemática, las más de las veces monótona y poco satisfactoria. No

1 Pensaba en la vieja polémica sobre el uso o no de intérpretes como ejemplo del tipo de cues­
tión que no se plantearía en un trabajo menor. Sin embargo, mi propio estudio con inmigran­
tes marroquíes y senegaleses me enfrenta a ese problema.

278
Trabajo de campo

descarto el empleo de un ordenador portátil -pienso en el trabajo de campo


tradicional, en territorio alejado del propio y de larga estancia-, pero las
dificultades que éste puede llegar a traer (su alimentación, cuidado, trans­
porte en ciertas condiciones, etc.) me parecen superiores a sus ventajas.
Por más colonizado que esté yo por la informática, sigo empleando las
herramientas clásicas para el registro de mi trabajo: cuaderno y bolígrafo.
No cualesquiera, sin embargo. Trabajos en zonas selváticas y húme­
das, con traslados continuos en canoas, exigirán tintas indelebles y pape­
les especiales. Aunque las condiciones no sean tan extremas, la elección
del material con que se opere debe tener consideraciones similares a las
formuladas en el capítulo anterior con relación a los protocolos de entre­
vistas: hay que tomar todas las precauciones para no perder nada de lo
registrado.
Lo primero que sabe el etnógrafo es que debe llevar un cuaderno de
campo. Según mi propia experiencia, sin embargo, no hay sólo una línea
de escritura y se debe, por lo tanto, acudir a diversos ‘cuadernos’; el nom­
bre que se les dé, el nombre que aquí les daré, es, como resulta obvio, bas­
tante arbitrario.

2.1. Cuaderno de campo.

Se debe llevar un registro diario de lo ocurrido en el grupo durante la


jomada; el cuaderno de campo es el lugar para ello. Se trata de una conta-
bilización avara y minuciosa que transcribe lo que hemos visto y oído -lo
que recordamos haber visto y oído- en ese lapso. No importa si la escena
carece de sentido para nosotros; hay que actuar como en las viejas nove­
las policíacas el detective pedía a los testigos que hicieran: dar todos los
detalles aunque parezcan no tener importancia o sentido. El propio hecho
de que nos queden en la memoria significa, a menudo, que algo tienen, un
algo que tal vez sólo nos sea revelado mucho más tarde.
Esta disciplina, para aquellos investigadores no acostumbrados a las
prácticas de escritura, es un entrenamiento que será agradecido cuando
deban enfrentarse a redacciones más audaces y ambiciosas, las de los tex­
tos que den cuenta de su trabajo. El cuaderno, es mi opinión, debe tener
un tono de la mayor objetividad, en estilo ‘conductista’ de los primeros
cuentos de Juan Goytisolo, para poner un ejemplo; muy ‘mamá me ama’.
No es un espacio de experimentación literaria.

279
Sentido de la antropología m sopijuas so| ap ei6o|odojjuy

La base física que yo personalmente uso a esos efectos es una libreta


de gusanillo, con no más de cien páginas y de un tamaño lo bastante
pequeño (con regla en mano: 10X15 cm.) como para que quepa en el bol­
sillo trasero de los pantalones. Puesto que se usarán varios en el mismo
trabajo de campo, es conveniente comprarlos desde el primer momento
para asegurar su homogeneidad.
Sigo hablando de mi práctica. Identifico las libretas colocando en su
portada, en un primer momento, la fecha de su comienzo y la de su termi­
nación cuando se le han acabado las hojas. En la parte interior de la por­
tada hago un índice -para lo cual numero antes las hojas de la libreta- en
el que señalo cada fecha de registro y el número de página correspon­
diente. Indico también si he grabado alguna entrevista u otro aconteci­
miento (en mi caso se trataba de rituales en los que la música de tambores
y los cantos ocupaban un papel central), y el número de cinta en la que la
grabación se encuentra. No es mala idea, en prevención de cualquier catás­
trofe, sacar fotocopias de todo este material.
Por más que durante el trabajo de campo uno lea con mayor o menor
asiduidad las anotaciones anteriores, su estudio sistemático va a producir­
se cuando se haya regresado a la normalidad del gabinete. Una práctica
que he seguido y que me ha resultado de mucha utilidad ha sido la redac­
ción de un índice temático de los cuadernos de campo, de naturaleza simi­
lar a la que indicaba en el capítulo anterior para las entrevistas, que per­
mita ver la recurrencia de situaciones y acontecimientos.

2.2. Diario de campo:

El investigador en campo no es sólo un instrumento más o menos deli­


cado de recolección de datos. Además piensa, siente, lee, tantas otras cosas
que van más allá de los acontecimientos objetivos, de las acciones y pasio­
nes, de las palabras y las cosas que la disciplina etnográfica exige incluir
día a día en el cuaderno de campo. Estos hechos más personales pueden
crear la necesidad de pasar a la escritura y convertirse en reflexiones de
todo tipo sobre las circunstancias del trabajo que uno desarrolla, notas de
sobre las lecturas que uno hace, tentativas primeras de encontrar sentido a
la realidad en la que se ha insertado.
Anotaciones de este tipo no pueden ser realizadas bajo la disciplina
exigida en el cuaderno de campo; uno no puede obligarse a hacerlas todas

280
Trabajo de campo

las noches como a cepillarse los dientes antes de acostarse. Responden a


otra clase de necesidad, a otros ritmos y proveen al investigador, a la hora
del análisis y de la redacción de su informe, materiales de orden diferen­
te.
He creído que las anotaciones en las que se volcase este nuevo tipo de
grafía no debía interferir en el registro anterior. He empleado cuadernos
algo mayores (de nuevo habla la regla: 15X21 cm.) de tapa dura y sin
gusanillo, sin duda con el propósito no muy consciente de volver su utili­
zación más ceremonial que la de los cuadernos de campo. En la medida en
que en el par de años que duró mi primer trabajo de campo sólo terminé
un cuaderno destinado a diario y apenas escribí unas diez páginas de otro,
no tuve necesidad de identificarlos. Tampoco creo que haga falta un índi­
ce, ya que las fechas de anotación no están vinculadas a las secuencias de
los hechos ‘de campo’.

2.3. Cuadernos auxiliares.

Pueden existir datos de campo que escapen tanto a los acontecimien­


tos cotidianos del grupo cuanto a las ocurrencias del investigador. Las
genealogías a las que los antropólogos han sido tradicionalmente tan caros
son un ejemplo; las canciones rituales que acompañan a ciertas ceremo­
nias es otro, más próximo a mis intereses. Dietas alimentarias, instruc­
ciones técnicas (desde la confección de una canoa a la de una flauta, rece­
tas de comida o de medicinas, conjuros, etc.), planos de poblados, casas o
plantíos, pasos de baile, o cosas que escapan a mi memoria y a mi imagi­
nación, son temas obligatorios de registro. En algunos casos, el investiga­
dor puede incluir estas notas en sus cuadernos de campo; en otros, estimar
que su importancia y volumen reclaman una libreta propia.
&
La escritura del investigador a menudo no es la única que se produce
en campo. Si se trabaja con población urbana, por más marginal que sea,
la letra, propia o ajena, está presente. La prensa leída por los miembros del
grupo así como los libros, folletos, etc., deben ser objeto de lectura, regis­
tro, copia, compra, etc. (toda forma de apropiación, salvo la sustracción
lisa y llana).
Cartas, diarios, anotaciones personales de diverso tipo, son materiales
preciosos y, en caso de que el investigador los detecte, tratará de que se le

287
Sentido de la antropología m sopguas so| ap Bi6o|odoj;uv

autorice leerlos -por cuestiones que más que éticas son ya de pudor, tal
autorización me parece indispensable-. Grupos religiosos como aquéllos
con los que yo he trabajado en Brasil acostumbran poseer cuadernos que
sirven de manuales de acción ritual; la utilidad que tienen estos documen­
tos es incalculable.

2.4. Registro gráfico

No sólo de palabras vive el investigador. Fotografías, películas y, la


última década, grabaciones en vídeo son una baza magnífica para el tra­
bajo de campo. No hablaré de lo segundo, que nunca he hecho y que, por
su carácter generalmente de equipo -camarógrafo, ingeniero de sonido,
iluminador, etc.- representa un plano diferente de trabajo.
2.4.1. Fotografías Las fotos cumplen una doble función. Por un lado,
para la divulgación; son un auxiliar excelente para mostrar de qué estamos
hablando. Para ello es aconsejable, desde todo punto de vista, trabajar con
diapositivas, tanto para su proyección como acompañamiento de conferen­
cias, seminarios, clases, etc., cuanto para su publicación.
Por otro lado, para el estudio. Ninguna descripción de nuestro cua­
derno de campo va a tener el detalle de una foto. Me ha resultado indis­
pensable ver una y otra vez los centenares de fotografías que he tomado en
campo a la hora de describir objetos, espacios, acciones. Cuántas cosas no
vistas en el momento aparecían intrigantes en el recuadro de cartulina o en
la pantalla, repreguntar tras el análisis fotográfico se vuelve impres­
cindible. La posibilidad de ver este material con gente del grupo puede ser
de gran utilidad.
Fotografiar, fotografiar mucho, regalar a las gentes sus fotos (con la
precaución de que no vayan a caer en manos ajenas, al menos si se traba­
ja con grupos vinculados a creencias y prácticas de hechicería). El de fotó­
grafo, además, es un papel social en el que el investigador puede escudar­
se cuando es llevado por miembros de su propio grupo a visitar a otros y
no se quiere dar mayores explicaciones.
2.4.2. Grabaciones en video Las mismas dos funciones cumplidas por
las fotos son cubiertas por el vídeo. Para las exposiciones, sin embargo, o
bien se ha hecho pasar al material grabado por un proceso de edición o se
corre el riego de marear a los espectadores buscando los fragmentos que

282
Trabajo de campo

se les quiere mostrar, ya que es impensable, salvo particular sadismo, exhi­


bir las horas y horas de cinta que uno ha filmado.
Como regla general, pienso que la foto es un instrumento insuperable
para el registro de objetos y espacios, mientras que el vídeo lo es para el
de acciones: ceremonias, operaciones técnicas, etc.

3. En campo
Cuadernos, bolígrafos, máquinas fotográficas, índices temáticos, etc.,
todas las cosas de las que he hablado en el apartado anterior: qué fácil, qué
consolador aconsejar sobre su empleo. Pero, más allá de tales instruccio­
nes, ¿qué se puede decir a quien emprende esta vía de conocimiento? Hay,
por cierto, otras cosas que podrían agregarse, como las recomendaciones
dadas por Rhys Williams (1974) sobre vacunas y visados, o las enseñan­
zas de Cresswell y Godelier (1976) sobre la forma de interpretar fotos
aéreas verticales y oblicuas, aspectos que he dejado de lado por la natura­
leza de este texto. Pero, ¿y después?
Veamos el Notes and Queries..., el manual con que se han formado
generaciones de etnógrafos británicos, los padres-paladines del trabajo de
campo. Ni una palabra sobre cómo han de buscarse la vida los jóvenes
investigadores cuando abandonen las aulas de Cambridge o del University
College de Londres para irse a vivir un año entre los lele de Kasai o los
makuna de la amazonia colombiana. Ni una palabra tampoco en el
Manuel d’etnographie del Maestro Mauss; los franceses debieron espe­
rar hasta mediados de los ‘70 a que a Crosswell y Godelier se les ocurrie­
se publicar su Outils d’enquete...
Los manuales clásicos de ingleses y franceses presentan de manera
exhaustiva las articulaciones sociales, culturales, económicas, etc. que,
según suponían sus autores, el investigador novel encontraría en su lugar
de trabajo. Eran, ante todo, una orientación a su mirada, un recordatorio
para que no se le olvidase traer las genealogías de sus sujetos o la des­
cripción de la manera en que confeccionaban su cestería, y, tal vez lo más
significativo, un instrumento para homogeneizar su producción con la de
sus colegas, sus antecesores, sus sucesores. Hacer que los resultados de los
investigadores fuesen comparables entre sí y, de alguna manera, piezas de
un todo del conocimiento sobre las sociedades humanas, ha sido siempre
una preocupación de los grandes centros de formación de investigadores.

283
Sentido de la antropología m sopguas so| ap Bi6o|odojjuy

Supongo que lo otro, lo que va más allá de cuadernos y vacunas, que­


daba para el momento del té después del seminario -comentarios nostálgi­
cos, leyendas forjadas- o como últimas palabras antes del apretón de
manos en el despacho o en el andén.
En las memorias de campo, en la corriente de textos inaugurada por
Tristes trapiques, el bello libro de Lévi-Strauss, podemos enterarnos de las
condiciones concretas del trabajo de campo de sus autores, de la manera
en que fueron absorbidos por los grupos con los que convivieron, el lugar
social que adquirieron, las relaciones que establecieron, etc., y, de manera
más específica, los equipajes que llevaban, los pagos que hacían a sus ser­
vidores, la manera en que se arreglaban para dormir, comer, todas esas
cosas del cuerpo, etc. Los textos que dan cuenta de los resultados del tra­
bajo de campo muchas veces también nos permiten enterarnos de muchos
de tales detalles. Pero quizás la mayor utilidad de esas informaciones sea
mostrar su carácter individual, irrepetible, idiosincrásico.
Conocer la experiencia de otros etnógrafos, ¿nos ayuda a organizar
mejor la nuestra? Leer este tipo de literatura para sabérselas apañar en
campo, ¿es una buena recomendación? Pienso que cargarse o no de esa
herencia, buscar modelos o tratar de desconocerlos, es una elección del
investigador tan personal como la de la tonada que silbe la mañana que,
cuaderno en mano, se dirija a hacer su primera visita en campo.

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seaipjßoi|qiq sepuajapy ■ ■■
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Este libro se terminó de imprimir
el 15 de septiembre, día de San Cosme y Damián,
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ISSN 84-7786-870-0

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