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Estaba consciente de que al menor capricho eólico la carta iba a correr la

misma suerte que con el hilito. Pero el destino es benévolo a veces, hasta
eso, y esa noche apenas se movían las ramas de los árboles. La primera
parte del plan, claro, era sustraer discretamente de la alacena la caja de
popotes y una vela. La segunda parte era cerrar con llave la puerta de mi
cuarto, porque, como de costumbre, cualquiera que me hubiera
descubierto a media operación hubiera dudado seriamente de mis
facultades. Junté ese popote con otro, y con otro, y con otro, hasta que
tuvo la longitud suficiente como para alcanzar la azotea de la casa de
junto. Hice muchos esfuerzos por dirigirla hasta allí, pero parecía como si
una especie de campo magnético impidiera que el mega popote se
acercara siquiera a la azotea. Por más que intenté mantener derecha la
línea, era imposible. Me ensalivé el dedo índice y lo saqué por la ventana,
sólo para comprobar que no soplaba nada de viento. Después traté de
ubicar los popotes hacia otros lugares y estoy seguro de que no hubiera
tenido problema si hubiera querido depositar mi carta en cualquiera de los
demás departamentos, o en alguno de los coches que estaban
estacionados abajo. Pero el destino de mi carta no era ninguno de esos
lugares. Por primera vez no me había agarrado la niña de los ojos verdes
con aspecto de haber salido directamente de ultratumba. Digamos que no
iba arreglado así como para una fiesta de noche, pero al menos no tenía
babas en la cara. Mientras recorría esos veinte metros que me separaban
de ella, sudé como lo hubiera hecho un marrano en Acapulco. Venía sin el
perro, con unos pantalones de mezclilla rotos y una camisa como tres
tallas más grande. Mi primer impulso fue correr a abrazarla, pero claro está
que me contuve. Y, vaya, no me comporté como un maestro de oratoria,
pero tampoco me entró la tartamudez de costumbre. Eso de andar
poniendo en evidencia a alguien que uno tenía enfrente no estaba nada
bien. Sin embargo ella no me dijo, como yo esperaba, ni depravado ni
ridículo. No entendí si esa frase significaba que no era correcto andar
aventándole cartitas hasta que ella me invitara a su casa o si de hecho me
estaba haciendo la invitación. Pero la opción que me convenía era la dos,
así es que le dije: -me preguntó para cambiarme el tema, y por alguna
razón me pareció que me lo estaba preguntando nomás por preguntar,
porque ya lo sabía. En ese momento no quise hablarle del grupo, porque
temía que creyera que me estaba burlando de ella, así como yo pensé al
principio que la señorita del teléfono lo estaba haciendo conmigo. La
estaba parafraseando, y de momento pensé que me iba a mandar mucho
al diablo. Pero no fue así. ¿Cómo que "bueno, vamos"? ¿Y la loción, y las
florecitas, y todas esas cosas que yo había imaginado para cuando la
visitara por primera vez? Lo único que tenía posibilidades de ofrecerle en
ese momento era un compás, cosa que tampoco podía hacer porque lo
necesitaba para mi tarea. Pero hay oportunidades en la vida que no se
pueden desaprovechar, y ésta era una de ellas. -Pues bueno, vamos.
Había que darle media vuelta a la manzana para llegar a su casa. Yo para
entonces me sabía casi de memoria todos los detalles del camino que
separaba su puerta y la mía, es más, había contado los pasos;
evidentemente, estaba cayendo sin remedio en la ridiculez. Ella daba
pasos normales, así es que fueron ciento veinte, en los que, por más que
pensé, no se me ocurrió nada inteligente que decir. Ni nada estúpido
tampoco, parecía que tenía los dientes pegados con cemento, y la lengua
hecha nudo, sólo me volvía de vez en cuando para ver su perfil de nariz
respingada, y sus mejillas que al rayo del sol insistían en ponerse
coloradas. Las mías, por la misma extraña razón que aún no alcanzaba a
comprender. En fin, el caso es que después de los ciento veinte pasos de
silencio, llegamos a su casa. Sacó sus llaves, y cuando estaba a punto de
darle vuelta a la cerradura, dijo: Y, ¿qué otra cosa se puede responder a
eso que "gracias"? De modo que dije gracias y entramos a su casa.

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