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B A TA LLA D E ID EA S 22 septiembre, 2021

MAYRA ARENA Y CÉSAR GONZÁLEZ: CUÁNDO LOS


POBRES NO OPINAN COMO QUIERO
¿Qué sucede cuando los condenados a no saber decir hablan y diluyen la asimetría
asumiendo un yo soy, yo opino, yo digo?

POR ANA CLARA AZCURRA MARIANI*

En 1961 Fernando Birri, padre del Nuevo Cine Latinoamericano, filma Los inundados. Se trata
de una comedia pícara y satírica al estilo del neorrealismo italiano con el que se había
encontrado y educado en su primer paso por Italia, donde estudió en el Centro Experimental
de Cine de Roma en 1950.

La película cuenta la historia de una de las tantas familias que en aquella década vivía a orillas
del Río Salado de Santa Fe y sufrían inundaciones regulares. Cada vez que esto ocurría,
recibían la ayuda estatal pero también la de políticos en plena campaña electoral y la situación
desgraciada se convertía así en una oportunidad de conseguir bienes materiales que en
condiciones normales -sin inundarse- les eran por completo ajenas e imposibles.

En una de las escenas Dolores “Dolorcitos” Gaitán, el jefe de una familia y protagonista junto
a su mujer Óptima, “Oti”, tiene un diálogo con dos varones de la beneficencia que se acercan
al campamento de los inundados. Estos le ofrecen una changa a Gaitán, de la que -le
aseguran- se pueden sacar “unos buenos pesos” por descargar unos cajones. Pero
Dolorcitos es muy tajante: “Hoy no va a poder ser don, además yo soy inundado, ¿sabe?”.
“¡No les importa ni el país, ni nada!”, se quejan los señores que, enojados, se retiran de la
escena.

Gaitán no acepta. Evalúa sus posibilidades, los costos y los beneficios de su posición
subalterna -y además, de inundado- y elige. Esa elección de parte de quien no tiene nada
salvo -justamente- la posibilidad de elegir no se tolera. La expectativa recae como ley y orden
en el subordinado: si no tiene nada, ¿cómo no va a aceptar cualquier cosa que se le ofrezca?

Otro ejemplo, más actual, que recuerda a esta película es el testimonio de Miriam Zelaya, una
mujer hondureña integrante de la caravana migrante que atravesó a pie México para llegar a
Estados Unidos, y que se quejó en cámara de que la ayuda solidaria de las personas y
municipios de los pueblos que atravesaban caminando fuera ofrecerles para comer frijoles
molidos como “a los chanchos”. Le cayeron con todo el peso de la ley tácita de las redes
sociales: “Encima que le dan de comer”, etc. Cuando asistir se asemeja a una orden, lo que
se espera es sumisión y no resistencia.

Estos últimos días recorrió los grupos de Whatsapp más disímiles -para celebrarla o para
denostarla- una nota que escribió Mayra Arena sobre los resultados de las últimas PASO. En
su texto despliega muchas interpretaciones categóricas acerca de por qué el peronismo
perdió y ofrece una lista de soluciones políticas para recuperar -según ella- el vínculo con los
sectores populares que van desde endurecer las políticas en materia de seguridad; ocuparse
menos de las minorías y del lenguaje inclusivo que en villas y barrios de emergencia no
interpelan a nadie; o convocar a la ambición empresarial para mejorar convenios y aumentar
cantidad de puestos laborales porque eso de que el trabajo lo generan los trabajadores es
un clisé de la izquierda utópica. Una izquierda que -nuevamente según Arena- no es la salida
en absoluto.

En 2018 escribí una nota sobre su primera aparición en la charla TEDx Bahía Blanca
titulada Qué tienen los pobres en la cabeza, que fue su entrada espectacular al discurso
público de los medios de comunicación tradicionales, los digitales y las redes sociales y que
causó, como ahora, mucha atención. No había muchas dudas: pocos ponían reparos en la
escucha de esa chica que se presentaba como pobre y que enunciaba desde esa condición.
Ella lo vivió, ella sabe, ella son los pobres.

En esa nota ensayé algunas hipótesis de por qué su discurso podía sentirse tan atractivo. En
rápida síntesis, Mayra Arena no inquietó demasiado: su habla estaba despojada de
plebeyismo gracias al coacheo que la franquicia TED imprime sobre sus participantes, a
quienes también entrenan para asemejarse al stand up. En este punto el caso opuesto lo
entrega L-Gante, quien desafía a los policías del habla que son algunos periodistas y salta
los prejuicios que, como dice Ezequiel Gatto, es el modo negativo de la expectativa cuando
incluso, como a Eduardo Feinmann, les enseña el significado de las palabras que él utiliza.
Arena asumió en su monólogo ideas comunes -por lo muy escuchadas- sobre los sectores
populares, como que la cantidad de hijos está en relación directa con la única chance de
tener una posesión o que los pobres en condiciones de mayor marginalidad son resentidos
y por ende violentos. Y finalizó su discurso con la narrativa de que la salvación le acaeció por
juntarse con clases más aventajadas materialmente, personas que le demostraron que existe
lo diferente. Más bien, pienso, demostraron la desigualdad. De alguna forma esa charla cierra
con un llamado a entrenar la voluntad y la socialización interclases.

Unos años antes se hizo famosa otra voz autodenominada villera, la del cineasta y poeta
César González, otrora conocido como Camilo Blajaquis. Una vez, en pleno auge de
fascinación periodística con su biografía, en una emisión del programa “Palabras más,
palabras menos” del canal Todo Noticias de julio de 2013, González fue entrevistado por
Ernesto Tenenbaum y Marcelo Zlotogwiazda acerca de su primera película Diagnóstico
Esperanza (2013). Este último le planteó, con un poco de temor, que “si no lo conociera, si
no supiera quién hizo la película, que el director vive en la villa, sólo vería estigmatización”
(Vale decirlo: también lo escuché de boca de profesores e investigadores, se esperaba, al
parecer, un discurso y una imagen “positiva” sobre los barrios populares).

González no se inmutó demasiado y respondió que eso que se ve es “lo que pasa en la villa”.
Las drogas y los fierros, y que si no lo muestra, la gente de su barrio no se va a sentir
representada. Concluye que él con la película “retrata un hábitat y una cultura” (interesante
la idea del retrato: más que pensar en la llana representación, convoca a la expresión). El
sentido que quiso delinear en el título que elige para su ópera prima es más profundo que
quedarse con las armas y los choreos: la esperanza del título es que un pibe como él haya
podido filmar la película. Hay un pibe chorro, un pibe pobre, que habla.

Pero también: hay una piba pobre que habla en TED. Y si me permito decirlo es porque la
nominación parte de él, de ella, de cómo asumen una forma de la identificación pública.

Entonces, la expectativa es un problema de quien espera y no de quien está realizando un


discurso, una acción, una intervención. No interesa discutir con lo que los intelectuales
progresistas y bien pensantes esperan de “los pobres y los villeros” en quienes depositan el
anhelo de la transformación social, ni tampoco con la máquina oportunista de los portales
que disponen la información a conveniencia de sus quintas y convocan voces que legitiman
en su provecho. Si tenemos un poco de respeto por los otros y por las otras que hablan, que
dicen, que discurren, no puede ser una consecuencia de una operación de condescendencia
o fascinación o, luego, de rechazo y reacción cancelatoria porque ese otro no cumple la
expectativa resistente y justiciera, en este caso.

Como señala González, en un hilo de tweets acerca de la nota de Mayra Arena en el que
duda de que exista un canto monocorde de opiniones sobre política y economía en los
sectores populares como ella sugiere: “no cuestionarla sólo por ser pobre es culpa
pequeñoburguesa”. Y en una posterior entrevista con el periodista Alejandro Bercovich en su
programa “Pasaron Cosas” deshace otro mito: el de que la experiencia otorga verdades
absolutas y conciencias prístinas. Algo así como que ser pobre permite hablar por toda la
pobreza. Sin dudas, la experiencia convierte la propia historia en conciencia, pero arrogarse
la representación tiene otro estatuto y una relación vinculante con los demás que en este
caso no parece patentado.

Por otro lado, la experiencia es más que una anécdota. Pienso en la crónica Salario mínimo
(2015) de Andrés Felipe Solano, un periodista colombiano que decide trabajar y vivir con un
salario mínimo de aquel país durante seis meses en un barrio popular de Medellín. El autor
reconoce que todo el sufrimiento que le aqueja al verse en esa situación no lo asemeja a
quienes han atravesado toda su vida con un salario mínimo, que los ingenios y las
necesidades lo alejan de ese posible entendimiento. Su relato será, entonces, el de un
profesional de clase media que se somete pero con un deadline claro de la carencia. También
se me aparece la anécdota que roza el absurdo o el sketch cómico- del actor Nicolás Furtado,
quien decidió dormir en una plaza tapado con cartones y caminar caracterizado como su
futuro personaje “Diosito” por los pasillos de la villa 31 para ir al día siguiente con esa energía
al casting de la serie televisiva El Marginal.

Nicolás Furtado (izquierda) y Diosito (derecha), el personaje que interpreta en la serie El Marginal

Ni Solano ni Furtado pueden arrogarse un derecho más acabado para representar a nadie
por estas vivencias excepcionales. Y quizás lo más antipático sea que, llegados a este punto,
tampoco González ni Arena pueden. O los inundados de Birri que eran changarines,
desocupados y trabajadores no formalizados de los barrios populares santafesinos que, en
la búsqueda de una aproximación realista en aquellos años de exploración de
documentalismo comprometido con los oprimidos de su tiempo, se los convocó para trabajar
con su imagen y además, copar las salas de cine al estilo de una ranchada y fueron
expulsados por la policía de la ciudad por “afear la estética”. En todo caso, ante lo que sí nos
exponen es a preguntarnos si escuchamos y podemos aceptar que lo que esperamos que
piense, diga y/o haga un “pobre” o un “villero” -un inundado- no se cumpla; a descentrarnos
y ampliar el catálogo de lo visto, lo dicho y lo atendido.

Es lo que ocurre cuando Mayra Arena se dice peronista pero les genera un incendio o como
cuando César González no se asume kirchnerista en medio de esos años en que cierto
progresismo quiso arrogarse que los pibes presos de la década ganada salían de la cárcel
como poetas. Esto último -el incumplimiento de las pautas- es lo más usual cuando de voces
subordinadas se trata. Si no considero al otro como un igual y si encima no opina como yo,
aparece la idea repulsiva de que alguien les va a tener que explicar (desclasados, lumpenes,
ignorantes, etc.). Jacques Ranciere, con esto, ya escribió varios libros: el descubrimiento y la
perspectiva no son mías.

González también pisó el escenario de una charla TED. Fue en 2019 en la edición Río de la
Plata y leyó un poema de su autoría titulado Villas. Negoció -al igual que Arena en 2018- la
posibilidad de la existencia de su discurso en la selva mainstream. Mientras ella acepta el
coaching y negocia con Infobae (por citar ejemplos, Arena ha hecho y dicho muchísimas
cosas en estos años), González elige leer con papel en mano y tensiona la expectativa del
manual de estilo de TED. Lo que nos parezca una negociación más elegante o asertiva es
cosa nuestra, cada quien atiende a su juego.

Gracias a una cita que me hizo Martín Kohan en una entrevista para la revista Truman, llegué
a un texto de Josefina Ludmer que se llama Las tretas del débil. Frente a la pregunta por el
lugar que ocupan las voces subalternas en la literatura, Kohan señaló la potencia que tienen
las estrategias de existencia desde la posición de subalternidad, la fuerza de las astucias del
débil. Pero, cuando ese discurso subalterno se institucionaliza, modifica su condición
subalterna y realiza un pasaje a una posición -institucional- de poder. En ese texto, Josefina
Ludmer se refiere así a esta tensión entre la voz subalterna -la que no se atiende o incluso se
traduce antes de exponerla y por eso es subalterna (Spivak, 1988)- y su saber decir frente un
poder reconocido: “el no saber conduce al silencio y se liga con él; pero aquí se trata de un
no saber decir relativo y posicional: no se sabe decir frente al que está arriba, y ese no saber
implica precisamente el reconocimiento de la superioridad del otro”.

¿Qué sucede cuando los condenados a no saber decir hablan y diluyen la asimetría
asumiendo un yo soy, yo opino, yo digo? En principio dilatan y expanden las voces que
discuten, lo que no es poco si el anhelo es por más democracia. Sin embargo, todas las
voces agregan al tejido de lo ya dicho lo que la experiencia de su trayectoria biográfica y
colectiva les permite. Nunca lo que un pueblo, lo que la gente, lo que una sociedad. En
general, todo universal demuestra que el pueblo es lo que falta (disculpas a Gilles Deleuze
por el hurto), los pobres son los que faltan. La unidad, en estos tiempos de análisis cargados
del prefijo post y poca base material, parece una tarea imposible que sólo un regreso de la
épica, despojada por un rato de la parodia, podría devolvernos.

Pero existen los testimonios. Los de Arena, los de González. Pienso en el caso de la
guatemalteca Rigoberta Menchú y su testimonio sobre las matanzas a los campesinos de su
país que llevaron, por ejemplo, a que el antropólogo David Stoll se preguntase a quién
debemos escuchar. Lo que tensiona los diálogos es el discurso que negocia sus
posibilidades, que se cuela por los bordes y explota el centro, lo estable. Si Arena o González
son mejores o peores analistas políticos -al entender particular o corporativo de quien lee y
escucha- no se lo deben a sus orígenes villeros. Discutir con sus argumentos no es injusto,
es respeto.

* Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA) y doctoranda en Ciencias Sociales (UBA)

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