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En su nuevo libro, Max Hastings se centra en la crisis de los misiles de Cuba,

los trece días de octubre de 1962 que mantuvieron el mundo al borde del
abismo nuclear. Hace una nueva aproximación a este momento histórico
desde los distintos puntos de vista de líderes nacionales, oficiales rusos,
campesinos cubanos, pilotos estadounidenses y desarmadores británicos, a la
vez que aporta entrevistas con testigos visuales, documentos de archivo y
diarios, grabaciones en cinta de la Casa Blanca, para ofrecer un retrato
aproximado de la guerra fría en la Cuba de Fidel Castro, la URSS de Nikita
Jrushchov y los Estados Unidos de Kennedy.
Más allá de la historia militar y de la confrontación, Hastings profundiza en
las causas de fondo que propiciaron el conflicto, desde la situación de la Cuba
aliada de Estados Unidos bajo el mando de Batista hasta el régimen de
extrema hostilidad hacia los americanos de Castro, pasando por el sentimiento
de debilidad de los soviéticos ante los americanos después de la segunda
guerra mundial y su necesidad de reafirmación en el pulso de la guerra fría.
La crisis cubana puso de relieve el riego nuclear, así como la dificultad de
hacer una buena estrategia ante la incomprensión del enemigo. En este
sentido, Hastings describe con detalle y de forma innovadora las actitudes y la
conducta de rusos, cubanos y estadounidenses, a la vez que analiza el clima
de tensión que afectó a todo el mundo ante uno de los episodios más críticos
de la segunda mitad del siglo XX.

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Max Hastings

La crisis de los misiles de Cuba,


1962
ePub r1.0
Watcher 01-12-2023

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Título original: Abyss. The Cuban Missile Crisis 1962
Max Hastings, 2022
Traducción: Luis Noriega
Diseño de cubierta: HarperCollinsPublishers Ltd 2022
Imagen de cubierta: Getty Images; Flags © Shutterstock

Editor digital: Watcher


ePub base r2.1

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Para HARRY HASTINGS,
que tanto ama a Latinoamérica y sus gentes.

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And we will all go together when we go
What a comforting fact that is to know
Universal bereavement
An inspiring achievement
Yes, we will all go together when we go.[1]

Canción de TOM LEHRER, 1959

Nos encontramos realmente al borde de la guerra.

NIKITA JRUSHCHOV, 30 de octubre de 1962

Nadie quiere pasar por lo que hemos pasado en Cuba muy a


menudo.

JOHN F. KENNEDY, diciembre de 1962

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Introducción

Hace cuatro años mi amigo Robert Harris escribió una novela titulada El
despertar de la herejía, ambientada en una primitiva comunidad medieval en
el suroeste de Inglaterra. Solo bien avanzado el libro llegamos a una escena
crucial en la que el sacerdote que hace las veces de protagonista encuentra por
casualidad un extraño artefacto que el lector, pero no el hombre de Dios,
reconoce como un teléfono móvil. En ese instante resulta evidente que la
acción de la novela transcurre no en un pasado remoto como creíamos, sino
varios siglos en el futuro, cuando el planeta ha vuelto a ser un yermo
despoblado debido a una serie de catástrofes sucesivas desencadenadas, en un
primer momento, por el colapso de Internet. La novela es un vistazo a lo que
podría ser el futuro de lo que quedara de la humanidad después de un
conflicto entre las superpotencias, que casi de forma inevitable terminaría
siendo una confrontación nuclear. Mientras investigaba y escribía este libro
acerca de unos acontecimientos que tuvieron lugar hace sesenta años no dejé
de tener presente la fantasía de Robert, enmarcada en las que probablemente
serían las consecuencias irreversibles de semejante día del juicio. No
obstante, en los últimos meses, mi relato, que parecía tener un interés
exclusivamente histórico cuando me embarqué en él, ha adquirido una
actualidad y relevancia nuevas y estremecedoras gracias a la invasión y
destrucción de Ucrania a manos de Rusia.
A lo largo de las más de cuatro décadas que duró la Guerra Fría, cada
bando fue responsable del lanzamiento de peligrosas embestidas y la
comisión de errores garrafales. En el lado soviético, tenemos el fallido
estrangulamiento de Berlín Oeste en 1948-1949 y la invasión norcoreana de
Corea del Sur en junio de 1950. Cinco meses después, el soberbio general
Douglas MacArthur dirigió a las fuerzas de la ONU en un veloz avance hacia
la frontera de Corea del Norte con China para luego abogar por el uso de
armas nucleares contra este último país como castigo por la humillación que
los «voluntarios» del Ejército Popular de Liberación de Mao Zedong le
habían infligido en el campo de batalla. Más tarde vinieron la represión

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soviética del levantamiento húngaro de 1956 y la invasión anglo-francesa de
Egipto para recuperar el control del canal de Suez. El intento de invasión de
Cuba patrocinado por Estados Unidos en abril de 1961 sacudió a la recién
estrenada administración Kennedy. En 1968, las tropas soviéticas reprimieron
de forma sangrienta la Primavera de Praga. Dos años más tarde, el gobierno
polaco también recurrió a los disparos para poner fin a las huelgas en los
astilleros de Gdansk. La intervención en Afganistán entre 1979 y 1989 fue
para la Unión Soviética un desastre comparable al generado por la larga
agonía de Estados Unidos en Vietnam y la profunda tragedia que supuso para
los pueblos de Indochina.
Sin embargo, ninguno de esos acontecimientos, ni otros en los que se
vieron involucrados los satélites de las dos potencias, creó una situación tan
peligrosa como la planteada por la crisis de los misiles de Cuba en 1962.
Algunos historiadores contemporáneos intentan minimizar la gravedad de lo
ocurrido. Afirman, por ejemplo, que ninguno de los bandos quería una guerra
nuclear; pero si bien eso es muy cierto, sería por completo errado suponer que
las probabilidades de que sucediera lo peor eran en realidad escasas. En un
congreso sobre la crisis celebrado en La Habana en 1992, el exsecretario de
Defensa estadounidense Robert McNamara manifestó el asombro que le
produjeron las revelaciones acerca del arsenal que tenían a su disposición los
defensores soviéticos de Cuba treinta años atrás, en el que se incluían armas
nucleares tácticas. «Fue espeluznante», le dijo a un periodista. La existencia
de esas armas «implicaba que de haberse producido una invasión
estadounidense, que es lo que hubiera ocurrido si no se hubieran retirado los
misiles, la probabilidad de que estallara una guerra nuclear era del 99 %».[1]
Tales declaraciones se enmarcan, por supuesto, en el mea culpa que
McNamara entonó después de ver destruida su reputación en Vietnam (y es
obvio que hablar de una probabilidad del 99 % es una conjetura muy
exagerada), pero no cabe duda de que su estupor estaba más que justificado.
Durante el mes de octubre de 1962, John F. Kennedy citó con frecuencia
Los cañones de agosto, la galardonada obra de Barbara Tuchman sobre el
comienzo de la primera guerra mundial, que había sido publicada ese mismo
año (en el Reino Unido, por la empresa de la familia del entonces primer
ministro Harold Macmillan). Algunos historiadores modernos consideran
debatibles ciertos aspectos del relato de Tuchman; sin embargo, hay una
cuestión en la que su perspectiva sigue pareciendo incuestionable: aunque
ninguna de las potencias beligerantes deseaba la gran guerra en la que se
estaban embarcando, Austria-Hungría y Alemania querían una de menor

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envergadura que les permitiera aplastar a Serbia y desmembrarla; y, por otro
lado, a ciertos generales alemanes les entusiasmaba la idea de aprovechar la
oportunidad para humillar a Rusia antes de que su creciente poderío militar y
económico se hiciera abrumador. Los actores perdieron el control de los
acontecimientos, con consecuencias catastróficas para Europa.[2]
En los primeros días de la crisis de 1962, los jefes del Estado Mayor de
las fuerzas armadas estadounidenses transmitieron a la Casa Blanca la
recomendación unánime de lanzar un bombardeo masivo sobre Cuba para
luego invadir y ocupar la isla. Resulta escalofriante leer hoy en los archivos
de la USAF el testimonio posterior de sus oficiales de mayor rango, en el que
dejan constancia de su falta de arrepentimiento por haber aconsejado ir a la
guerra; su imperecedera convicción de que de haberlo hecho Estados Unidos
se habría asegurado una «victoria decisiva»; y su desprecio por el presidente y
los civiles que lo rodeaban, que, en su opinión, se habían «acobardado».
Hubo varios momentos durante los trece días que duró la crisis, del 16 al
28 de octubre, en los que John F. Kennedy estuvo sometido a una presión
inmensa en la Casa Blanca por parte de los miembros de su propio equipo que
querían que cediera ante los halcones (entre ellos el asesor de seguridad
nacional McGeorge Bundy). «Ken, nunca sabrás cuán malos consejos recibí»,
le diría más tarde el presidente a John Kenneth Galbraith.[3] Parecería
temerario dar por sentado que los oficiales rusos que se encontraban en Cuba
hubieran aceptado sufrir miles de bajas entre los 43.000 efectivos a sus
órdenes, además de una derrota en la isla, sin recurrir al menos a una parte de
las armas nucleares tácticas que estaban bajo su control (con independencia
de que el Kremlin pudiera estar en contra de que lo hicieran). Esas armas
carecían entonces de dispositivos de seguridad tecnológicos que impidieran a
sus operarios dispararlas cuando los oficiales al mando decidieran que debían
hacerlo. Y una vez que los invasores hubieran sufrido considerables bajas
debido a una explosión nuclear por pequeña que fuera, es improbable que el
pueblo estadounidense hubiese permitido que Kennedy se negara a escalar el
conflicto.
Ciertos detalles siguen siendo materia de discusión, como los relativos al
episodio en que se vio involucrado un submarino ruso de la clase Foxtrot
(según la denominación de la OTAN) que se encontraba a unos mil
kilómetros en el Atlántico: según se cuenta, el capitán, no sabiendo si la
guerra había estallado o no en la superficie, amenazó con disparar sus
torpedos nucleares al verse hostigado por los buques de guerra
estadounidenses. No obstante, lo fundamental es que ambas partes

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atravesaron la crisis a tientas, con percepciones tremendamente erróneas de la
situación, y que algunos oficiales subordinados tuvieron a su disposición unas
armas de destrucción masiva cuya utilización podría haber desencadenado
una catástrofe que no deseaban ni el Kremlin ni la Casa Blanca. Cuanto más
escribo narraciones históricas, más me impresiona la bruma de ignorancia en
la que los gobiernos toman decisiones trascendentales. En el siglo XXI,
Estados Unidos y China se entienden no mucho mejor que hace seis décadas.
No es más fácil para la Casa Blanca adivinar las intenciones del autócrata
furioso y medio trastornado que ocupa el Kremlin en 2022 que las de su
predecesor en 1962. Los gobiernos de las tres superpotencias, por no hablar
de las demás naciones con capacidad nuclear, asumen riesgos que algún día
podrían resultar desastrosos para la humanidad si alguien comete un error de
cálculo, se extralimita o concede a un subordinado la oportunidad de hacerlo.
Hay un aspecto muy importante de la crisis de los misiles que con
frecuencia se pasa por alto, a saber, que fue una crisis en gran medida política,
no estratégica. John Lewis Gaddis ha escrito: «Las armas nucleares…
tuvieron un efecto increíblemente teatral en el curso de la Guerra Fría.
Crearon el estado de ánimo dominado por oscuros presentimientos que
subyugó al mundo a medida que los últimos años de la década de 1950 daban
paso a los primeros de la de 1960. Forzaron a los estadistas a convertirse en
actores: el éxito o el fracaso dependían (o esa al menos era la impresión que
se tenía) no de lo que estaban haciendo en realidad, sino de lo que parecían
estar haciendo».[4] En términos racionales, y desde cualquier punto de vista
salvo el más cortoplacista, la instalación de armas nucleares soviéticas en
Cuba no hacía a los estadounidenses significativamente más vulnerables de lo
que ya lo eran: para entonces ambos bandos contaban con submarinos
armados con misiles balísticos y estos se estaban haciendo ubicuos en los
océanos del mundo. El problema era más bien de percepción: Estados Unidos
se sentía obligado a responder a la intención indiscutiblemente agresiva del
gesto cubano de los soviéticos.
Si la guerra de Corea (1950-1953) fue el conflicto más sangriento de la
Guerra Fría, la crisis de los misiles fue su episodio más peligroso, con un
elenco de personajes extraordinario en ambos bandos (y es obvio que, además
de a los estadounidenses y a los rusos, debemos incluir a los cubanos).
Muchos de los relatos que se ocupan de la crisis se limitan a examinar lo que
ocurrió en esos trece días cruciales, algo que me parece desacertado. Aquí, en
cambio, he intentado enmarcar los acontecimientos de octubre en el contexto
de lo que entonces eran Estados Unidos, la Unión Soviética y Cuba. No se me

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ocurre otro modo de entender el comportamiento de los diversos actores, que
eran portaestandartes de sus respectivas sociedades y productos de
experiencias históricas muy diferentes. Habían pasado apenas nueve años
desde que Nikita Jrushchov desempeñara un papel prominente en la comedia
negra que fue la muerte del satánico Iósif Stalin; menos de cuatro meses
desde que autorizó con antelación y luego respaldó que se disparara contra los
obreros desarmados que protestaban en Novocherkask.
Apenas un par de semanas antes de que estallara la crisis de Cuba,
Kennedy hubo de hacer frente a los amargos disturbios promovidos en la
Universidad de Misisipi por los supremacistas blancos que se oponían a la
inscripción de un estudiante negro. Fidel Castro, entre tanto, había hecho
realidad su ambición de toda la vida de convertirse en el revolucionario más
famoso del mundo, a pesar de dirigir uno de sus países más pequeños.
Algunos historiadores aseguran que las personalidades apenas tienen una
incidencia menor en el curso de la historia, que en realidad está más
determinado por las corrientes de los acontecimientos y las ideas. No
obstante, después de estudiar la crisis de los misiles, es difícil pensar en esa
tesis como una verdad de aplicación universal. Tres hombres extraordinarios
—Castro, Jrushchov y Kennedy— fueron quienes tomaron las decisiones
clave y, por ende, quienes decidieron el resultado.
El presidente estadounidense continúa siendo una figura controvertida
entre los historiadores. Su imagen pública heroica y glamurosa escondía
algunos defectos de carácter considerables. Sin embargo, durante los mil días
que estuvo en la Casa Blanca, fue una figura destacada e inspiradora en la
Guerra Fría, a la que aportó parte de la retórica más memorable del
prolongado enfrentamiento entre las superpotencias. Son muchísimas las
personas que sin saber gran cosa de la historia de Estados Unidos recuerdan la
frase del discurso que pronunció en su toma de posesión en enero de 1961:
«No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por
tu país». Los europeos nunca olvidarán su aparición en junio de 1963 en un
asediado Berlín Oeste, donde se ganó el aplauso histérico de un millón de
personas al declarar: «Ich bin ein Berliner». Su intervención en la crisis de los
misiles de Cuba constituye su mejor baza para aspirar a la grandeza, como se
argumentará en este libro, que, no obstante, también reconoce los errores y
fallos de la política estadounidense que la precedieron, así como los que
vinieron después.
Evocar el estado de ánimo de aquellos días en el mundo occidental no
resulta sencillo. Inmersos en la tranquilizadora cotidianidad que nos rodeaba,

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la amenaza de aniquilación suscitaba una incredulidad instintiva; yo mismo
era entonces un adolescente estudiante de instituto cuya principal
preocupación era evitar el campo de fútbol. Y, sin embargo, veíamos el
reconocimiento del peligro reflejado en los titulares de los periódicos; en la
ubicuidad de los refugios nucleares y los simulacros de ataques aéreos dentro
de Estados Unidos; y, en el Reino Unido, en los patéticos preparativos de
protección civil para socorrer a los supervivientes de la potencial catástrofe.
El historiador Peter Hennessy ha escrito con gracia sobre el horror que le
produjo descubrir que la Unión Soviética tenía reservados cinco megatones
para el puerto de Liverpool: si una guerra nuclear hubiera estallado en 1962, y
la ciudad se hubiera evaporado antes del inminente amanecer de la era de los
Beatles y el «sonido de Liverpool», lo más probable es que para cualquier
posteridad a la que semejante conflicto diera lugar Cliff Richard representaría
la cumbre creativa de la música popular británica.[5]
Graham Perry, hoy un oficial retirado de la fuerza aérea británica (RAF) y
entonces un estudiante de diecisiete años que estaba terminando su
bachillerato en Kent, cuenta que durante la crisis discutió el pulso nuclear con
algunos compañeros mientras esperaban la llegada del profesor de
matemáticas. Una chica muy guapa llamada Gillian (eran aún, recordemos,
tiempos de adolescencias relativamente virginales) explicó que cuando el
apocalipsis estuviera a la vuelta de la esquina, ella y sus amigas pensaban
pasar sus últimos instantes en la tierra con ciertos chicos afortunados. Luego
agregó: «Pero, claro, si tenemos una de esas advertencias de cuatro minutos y
después resulta que era una falsa alarma, algunas vamos a parecer bastante
estúpidas».[6] Tras compartir conmigo esta anécdota, el teniente coronel Perry
comentó con ironía que, en el curso de su larga carrera en la RAF, parte de
ella en comisión de servicios con la fuerza aérea de Estados Unidos (USAF),
«nunca oí un análisis más sucinto o profundo de las implicaciones de la
destrucción mutua asegurada».
En cuanto a mis propias credenciales para escribir esta historia, dudo que
me hubiera atrevido siquiera a intentarlo de no haber vivido en Estados
Unidos e informado desde allí durante casi dos años en 1967-1968, por lo que
tengo un vívido recuerdo del país en esa década. Quizá tenga algún valor el
hecho de haber conocido entonces a muchos gigantes de la época, incluidos
Robert Kennedy, Robert McNamara, Dean Rusk y Lyndon Johnson; más
tarde llegaría a conocer bastante bien a Arthur Schlesinger. Menos de seis
años después de la crisis de los misiles, me senté en la sala del gabinete de la
Casa Blanca, en la que en su momento se celebraron la mayoría de las

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reuniones del Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional (ExCom),
para escuchar al sucesor de John F. Kennedy en la presidencia hablar por
extenso y de forma apasionada acerca de otro trauma nacional: Vietnam.
También visité la sala de guerra en la sede del Comando Aéreo
Estratégico de la USAF en las afueras de Omaha, Nebraska, coronada por el
orgulloso cartel con el lema LA PAZ ES NUESTRA PROFESIÓN,
inmortalizado en la película de Stanley Kubrick ¿Teléfono rojo? Volamos
hacia Moscú. Antes, en 1966, en el interior de un submarino de la armada
británica, había tenido ocasión de oír durante un ejercicio práctico el eco,
como de golpes de martillo, generado por las cargas explosivas lanzadas por
los buques de guerra, como debió de oírlo la tripulación del B-59 soviético
que en medio de la crisis de los misiles se vio acosado por las naves de la
marina de Estados Unidos.
Se han escrito miles de libros sobre los acontecimientos de octubre de
1962. No aspiro a rivalizar, por ejemplo, con los meticulosos análisis de las
reuniones del ExCom de Sheldon Stern o James Hershberg, ni con las
indagaciones de otros especialistas sobre el equilibrio nuclear y muchos temas
más. Esta es una narración destinada al público en general, que busca
enmarcar este extraordinario episodio en el contexto, las personalidades y el
mundo de la época para una nueva generación de lectores fuera de la
comunidad académica y los expertos en defensa y, de hecho, más allá de
Estados Unidos, que siempre ha reivindicado una especie de derecho de
propiedad sobre la crisis. Mi deseo, mi esperanza, es que cualquiera que lea
este libro entienda un poco más no solo la saga cubana, sino la Guerra Fría en
su conjunto.
Dado que si el resultado de esos trece días hubiera sido diferente,
incontables millones de personas nos hubiéramos convertido en víctimas de la
crisis sin importar que no fuéramos rusos, cubanos o estadounidenses, no me
parece descabellado que, en cuanto partes interesadas, reclamemos también su
memoria. He dedicado algo más de espacio a la perspectiva británica, y en
especial a la de Harold Macmillan, de lo que acaso justifica nuestro papel
como espectadores. Pero tuve algunas oportunidades de escuchar al ex primer
ministro, ya en la vejez, hablar largo y tendido sobre la crisis. Los
estadounidenses, y en particular los historiadores estadounidenses, no siempre
reconocen que si bien los aliados aplaudieron públicamente la actuación del
presidente Kennedy, durante el desarrollo de los acontecimientos temían que
Estados Unidos cometiera un error de juicio en igual medida que temían que
lo hicieran los soviéticos.

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Durante la segunda guerra mundial, Winston Churchill observó con
irónica complacencia que la historia sería amable con él porque él mismo se
encargaría de escribirla, como de hecho hizo. Algo parecido podría decirse de
John F. Kennedy y la crisis de los misiles cubanos. Las reuniones que
tuvieron lugar cada día, y en ocasiones cada hora, en la Casa Blanca quedaron
grabadas en cintas, y la principal fuente de los historiadores que han analizado
el proceder estadounidense son las transcripciones de esas grabaciones. Sin
embargo, solo dos de los participantes sabían que las cintas estaban girando:
el presidente y su hermano menor. No hay razón para considerar que eso
influyera de forma significativa en sus palabras y sus acciones, pero es
verosímil pensar que seguramente hubo momentos en los que el mandatario,
en especial, recordó que estaba preservando para las generaciones futuras una
crónica de su conducta en la crisis.
En el verano de 1940, Churchill solía murmurar en voz alta en presencia
de su equipo la frase de Andrew Marvell sobre la ejecución del rey Carlos I
en 1649: «No hizo ni quiso decir nada ordinario en esa escena memorable».
El primer ministro, por supuesto, había resuelto conscientemente que la
posteridad iba a decir lo mismo de él. Es posible que John F. Kennedy, un
estudioso aplicado de Churchill, pensara algo parecido en octubre de 1962.
Otros, en cambio, se sintieron traicionados cuando las grabaciones se
revelaron en 1973.[7] Dean Rusk telefoneó a la Biblioteca Kennedy para
protestar con vehemencia por que se hubiera mantenido tal registro sin el
conocimiento de miembros del gabinete como él.
Algunos testigos de los hechos han sostenido que existen disparidades
entre lo que Kennedy y otros participantes dijeron en las reuniones del
ExCom y las opiniones que manifestaron en otros momentos y lugares
durante esos trece días y que no quedaron registradas en las cintas. Sin
embargo, ninguna acotación de ese tipo invalida las transcripciones, que son
mucho más creíbles que las actas escritas de las grandes conferencias
internacionales. Pese a lo que puedan pensar Rusk y otros, resulta fabuloso
que contemos con semejante registro, que constituye un documento sin
precedentes en la historia.
Hoy es posible acceder a todos los archivos estadounidenses relevantes,
incluidos los de los servicios de inteligencia. Una de las muchas razones para
admirar la cultura de Estados Unidos es su disposición a someter al escrutinio
de los historiadores no solo los triunfos de la nación, sino también sus locuras
y errores. Las fuentes soviéticas, por el contrario, son mucho menos
completas; los documentos únicamente estuvieron disponibles para los

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académicos durante la preciosa ventana que creó el glásnost en la década de
1990 (e incluso entonces solo de forma muy selectiva). El actual inquilino del
Kremlin no está más interesado que sus predecesores del siglo XX en que se
conozca toda la verdad acerca de ciertos acontecimientos del pasado.
Al igual que la mayoría de los autores que se han ocupado de estos
hechos, he de rendir un homenaje especial a One Hell of a Gamble (1997), el
revolucionario trabajo de Aleksandr Fursenko y Timothy Naftali, los primeros
historiadores que tuvieron la oportunidad de acceder a algunos de los archivos
soviéticos. También debo declarar mi admiración por la investigación en
fuentes primarias realizada por Michael Dobbs para su One Minute to
Midnight (2008). Entre los relatos más recientes de la crisis, Nuclear Folly
(2021), de Serhii Plokhy, hace un buen uso de las fuentes ucranianas. Cuba:
An American History (2021), de Ada Ferrer, me parece, de lejos, la mejor
exposición de la experiencia de la isla, lo que probablemente debe mucho al
hecho de que la autora sea cubanoestadounidense.
Al igual que en mis últimas obras, para todos los asuntos rusos abordados
en este libro me he beneficiado enormemente de la maravillosa labor de mi
propia investigadora y traductora, la doctora Lyuba Vinogradova, que me
proporcionó cientos de páginas de material traducido, en particular de diarios
contemporáneos y memorias de la vida en la Unión Soviética de la época.
También organizó entrevistas en Ucrania con veteranos que en 1962 habían
prestado servicio en el ejército cubano de Jrushchov. No hay ningún
diplomático soviético cuyas memorias puedan leerse sin sospecha, pero las
del notable Anatoli Dobrynin, que se desempeñó como embajador de la
URSS en Washington durante veinticuatro años, resultan inusualmente
valiosas, no tanto por ofrecer información detallada acerca de la crisis, sino
por lo mucho que revelan sobre quién en el bando soviético sabía qué y
cuándo. Asimismo, las memorias de Anastás Mikoyán constituyen uno de los
testimonios menos increíbles de un miembro del Presídium soviético. Los
recuerdos de Oleg Troianovski, asesor de política exterior de Jrushchov,
también tienen un gran valor.
Durante más de cuarenta años, me he preciado de realizar la investigación
primaria para mis libros en los países sobre los que escribo, incluidos Francia,
Alemania, China, Rusia, Vietnam, Corea, Japón, así como de pasar largas y
felices estancias en Estados Unidos. Sin embargo, como le ocurrió a un
sinnúmero de historiadores por todo el mundo, mi trabajo en esta historia se
vio obstaculizado por el cierre de los archivos como consecuencia del covid-
19 y la prolongada interrupción de los viajes a larga distancia. No obstante,

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me pareció casi un milagro comprobar la gran cantidad de fuentes primarias
que en la actualidad es posible encontrar en Internet, en especial en el
Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos y en el Centro Wilson en
Washington D. C. El Centro Miller, en la Universidad de Virginia, es otra
mina llena de tesoros, que me permitió, entre otras cosas, escuchar extractos
de las cintas de las reuniones del ExCom en la Casa Blanca mientras, de
forma simultánea, la transcripción que se mostraba en la pantalla identificaba
qué participante decía qué. Mi querida amiga la profesora Margaret
MacMillan contribuyó enormemente al proyecto al señalarme los diversos
recursos estadounidenses que conoce a fondo.
Cuando me vi obligado a cancelar los viajes que había planeado realizar a
Cuba, Alexander Correa Iglesias se encargó de entrevistar en mi nombre a un
buen número de personas en la isla, que recordaron sus experiencias no solo
de octubre de 1962, sino de la vida y la política en la Cuba de mediados del
siglo XX, experiencias que merecen recopilarse y publicarse por derecho
propio. Sospecho que esos ancianos y ancianas hablaron con más libertad y de
forma más vívida en español con Alex de lo que lo hubieran hecho conmigo a
través de un intérprete. Escaparate del fracaso de la ideología, Cuba ha
sobrevivido como sociedad comunista más tiempo que cualquier otra nación
del planeta, con excepción de Corea del Norte. En la actualidad, cuando los
últimos miembros de la generación de los revolucionarios «barbudos»
empiezan a desvanecerse del poder, las protestas masivas en las calles de La
Habana demuestran el anhelo de cambio de la población. El que los
revolucionarios hayan conseguido mantener el control del país durante tanto
tiempo se debe, al menos en parte, a la terca hostilidad de Estados Unidos,
todavía frustrado y amargado tras sesenta años de desafío de los hermanos
Castro.
Un motivo para estar permanentemente agradecidos por el desenlace de la
crisis de los misiles es, por supuesto, el hecho de que estemos aquí para leer y
escribir sobre ella. Hoy, en la estela de los nuevos y monstruosos actos de
agresión llevados a cabo por Rusia en Ucrania, lo ocurrido en esos trece días
adquiere una actualidad inquietante y angustiosa, pues nos enseña los peligros
de que las grandes potencias se aventuren hasta el borde del abismo, un
abismo del que en 1962 por suerte supieron retirarse. El mundo no tiene
garantía alguna de que siempre seamos tan afortunados como para ver a los
líderes nacionales demostrar una sabiduría comparable.

MAX HASTINGS,

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Chilton Foliat, Berkshire Occidental,
junio de 2022

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Una cronología de acontecimientos significativos a
nivel mundial durante la era de la Guerra Fría

1945
4-11 de febrero En la conferencia de Yalta los Aliados occidentales aceptan
la hegemonía de Stalin sobre Europa oriental.
8 de mayo Los Aliados occidentales declaran el fin de la segunda guerra
mundial en Europa, mientras que la Unión Soviética establece su
propio día de la victoria en Europa.
17 de julio-2 de agosto Se acuerda la partición de Alemania en la
conferencia de Potsdam, en la que los líderes occidentales conocen la
noticia de que el 16 de julio se ha probado con éxito una bomba
atómica en Alamogordo. Stalin se compromete a declarar la guerra a
Japón.
6 de agosto La fuerza aérea estadounidense arroja una bomba atómica
sobre Hiroshima.
8 de agosto La URSS declara la guerra a Japón.
9 de agosto La fuerza aérea estadounidense arroja una bomba atómica
sobre Nagasaki.
14 de agosto Rendición de Japón.
24 de octubre Fundación oficial de las Naciones Unidas en San Francisco.

1946
9 de febrero Stalin pronuncia un discurso en el que declara que el
comunismo y el capitalismo son irreconciliables, con lo que parece
rechazar la posibilidad de una coexistencia pacífica.
5 de marzo Churchill pronuncia en Fulton, Misuri, el discurso sobre el
«telón de acero».
1 de julio Estados Unidos realiza en el atolón Bikini la primera de las 23
pruebas con bombas atómicas que llevará a cabo en tiempo de paz.

1947

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12 de marzo En un discurso ante el Congreso el presidente estadounidense
promulga la Doctrina Truman, que declara la voluntad de Estados
Unidos de oponerse a la expansión comunista y hacerlo de manera
inmediata en Grecia.
5 de junio En un discurso en la Universidad de Harvard el secretario de
Estado George Marshall anuncia el Plan Marshall, que ofrece ayudas
económicas por valor de trece mil millones de dólares para la
reconstrucción de Europa. La URSS rechaza la parte de esos fondos
propuesta para Europa oriental y anuncia como alternativa su propio
Plan Mólotov.
15 de agosto La India logra la independencia. La partición del
Subcontinente da lugar a la creación de Pakistán Oriental y
Occidental, de mayoría musulmana.
2 de septiembre Una conferencia convocada por Estados Unidos proclama
el Pacto de Río, que establece una zona de seguridad hemisférica.

1948
25 de febrero Los comunistas se hacen con el control del gobierno checo.
Dos semanas más tarde, el ministro de Exteriores, Jan Masaryk, es
hallado muerto.
17 de marzo Con el Pacto de Bruselas los gobiernos europeos declaran su
intención de hacer frente al comunismo.
14 de mayo Proclamación del Estado de Israel.
24 de junio Stalin impone el bloqueo de Berlín, que se prolonga durante
once meses, a lo largo de los cuales los Aliados occidentales
abastecen la ciudad de alimentos y combustible mediante un puente
aéreo ininterrumpido.
Yugoslavia abandona el bloque soviético, después de lo cual Tito lleva a
cabo una purga general de estalinistas y acepta la ayuda económica
de Estados Unidos.

1949
4 de abril Se ratifica el tratado que crea la OTAN.
12 de abril Moscú levanta el bloqueo de Berlín.
23 de mayo Los Aliados occidentales crean la República Federal de
Alemania con Bonn como capital.
29 de agosto La Unión Soviética prueba su primera bomba atómica.
1 de octubre Mao Zedong emerge como el vencedor de la guerra civil china
y proclama la República Popular China. Chiang Kai-shek, el

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derrotado líder nacionalista, se retira a Formosa (la moderna
Taiwán), donde anuncia la formación de un gobierno rival bajo la
protección de la armada estadounidense.
7 de octubre Moscú crea la República Democrática Alemana en su zona de
ocupación.

1950
30 de enero Truman aprueba el desarrollo de la bomba de hidrógeno.
Febrero El senador por Wisconsin Joseph McCarthy lanza su cacería de
brujas contra los «comunistas en las altas esferas» dentro de Estados
Unidos e impulsa la introducción de «pruebas de lealtad».
24 de junio El ejército norcoreano, armado por la Unión Soviética, invade
Corea del Sur con la bendición de Stalin. Fuerzas estadounidenses y,
en menor número, británicas intervienen en defensa de los
surcoreanos; y pese al intento soviético de bloquear el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas, Estados Unidos consigue que se vote
una resolución que le insta a liderar una fuerza multinacional bajo la
bandera de la ONU con el fin de repeler la agresión norcoreana.
Noviembre-diciembre Un ejército de «voluntarios» (2.300.000 chinos
terminarían prestando servicio a lo largo de la confrontación) entra
en Corea del Norte desde China para salvar al gobierno ante el
avance de las fuerzas de la ONU encabezadas por general Douglas
MacArthur, a las que infligen una humillación en el campo de batalla
antes de que se logre frenar su ofensiva en medio de la península.

1951
18 de febrero Grecia y Turquía se convierten en miembros de la OTAN.
11 de abril Truman destituye a MacArthur como jefe supremo de las
fuerzas de Estados Unidos y la ONU en Corea por proponer el uso de
armas nucleares contra China.

1952
3 de octubre El Reino Unido prueba su primera bomba atómica.
1 de noviembre Estados Unidos prueba la primera arma termonuclear.
4 de noviembre Elección de Eisenhower como presidente de Estados
Unidos.

1953
5 de marzo Muerte de Stalin.

Página 20
17-24 de junio Por toda Alemania Oriental se producen huelgas y protestas
en las que participan unos 230.000 obreros, algunos de ellos antiguos
nazis, y que los soviéticos reprimen con soldados y tanques; hay
decenas de bajas, al menos cuarenta ejecuciones, y se encarcela a
miles de manifestantes.
27 de julio Se firma el armisticio que pone fin a la guerra de Corea en
Panmunjom, cerca de la línea de partición original entre el Norte y el
Sur. Las graves tensiones entre los dos países persisten en el
siglo XXI, con las fuerzas de uno y otro enfrentadas a lo largo de la
frontera establecida en el armisticio.
12 de agosto Los soviéticos prueban su primera bomba termonuclear.

1954
1 de marzo Estados Unidos prueba la primera bomba de hidrógeno en el
atolón Bikini.
7 de mayo Las fuerzas francesas sufren una derrota aplastante a manos de
las fuerzas comunistas de Ho Chi Minh en Dien Bien Phu: Francia ha
perdido su guerra contra los nacionalistas indochinos.
Julio Vietnam, el componente más grande de la antigua Indochina francesa,
se parte en dos países a lo largo del paralelo 17 según los acuerdos
alcanzados en la conferencia de Ginebra.
Septiembre-diciembre El Ejército Popular de Liberación chino bombardea
los archipiélagos de Quemoy y Matsu, en poder de los nacionalistas
de Chiang Kai-shek.

1955
14 de mayo Se firma el Pacto de Varsovia, la alianza militar de las fuerzas
armadas del imperio soviético. El Ejército Rojo se retira de Austria,
como también lo hacen las fuerzas de ocupación occidentales.
Austria se convierte en un país neutral.
Septiembre Tras dos años de lucha por el poder en el Kremlin, Jrushchov
emerge victorioso y se convierte en primer secretario del Comité
Central del Partido Comunista, el líder de la Unión Soviética.
22 de noviembre La URSS prueba su primera bomba de hidrógeno.

1956
14-25 de febrero El XX Congreso del Partido Comunista de la Unión
Soviética marca el comienzo de la desestalinización.

Página 21
29 de junio La URSS envía tanques a Poznan, Polonia, para reprimir las
protestas de los trabajadores contra el gobierno comunista.
Octubre-noviembre Fuerzas de la URSS sofocan la revolución húngara
contra el dominio soviético.
29 de octubre La crisis del canal de Suez, que empezó el 26 de julio con la
nacionalización del canal por parte del presidente Nasser, escala de
forma espectacular con la invasión israelí de territorio egipcio. La
operación había sido acordada en secreto con los gobiernos de
Francia y el Reino Unido para justificar su propio asalto anfibio el 5
de noviembre. La agresión se aborta de forma abrupta debido a la
insistencia del presidente estadounidense, Dwight Eisenhower. Las
fuerzas anglo-francesas se retiran en diciembre.

1957
25 de marzo Se firman en Roma los tratados que crean la Comunidad
Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica.
26 de agosto La Unión Soviética prueba con éxito el primer misil balístico
intercontinental (ICBM, por sus siglas en inglés).
4 de octubre La URSS pone en órbita el satélite Sputnik 1.
3 de noviembre Se lanza el Sputnik 2, que transporta a la primera criatura
viva en entrar en el espacio desde la Tierra: la perra Laika, que muere
durante el vuelo.
8 de noviembre El Reino Unido prueba su primera arma termonuclear.

1958
1 de junio El general Charles de Gaulle vuelve al poder en Francia.
21 de julio La NASA inicia el programa espacial Mercury utilizando
cohetes Atlas.
Agosto Los chinos bloquean los archipiélagos de Quemoy y Matsu.
Noviembre Jrushchov exige la retirada de las tropas occidentales de los
sectores que controlan en Berlín.

1959
Enero Fidel Castro asume el poder en Cuba tras la huida del dictador
Fulgencio Batista.
Junio La URSS revoca el acuerdo de cooperación nuclear sino-soviético.
15-27 de septiembre Jrushchov visita Estados Unidos.

1960

Página 22
13 de febrero Francia detona en el desierto del Sahara su primer dispositivo
nuclear con miras al desarrollo de una fuerza de disuasión propia
(también conocida como force de frappe o «fuerza de choque»).
1 de mayo Misiles antiaéreos soviéticos derriban un avión espía U-2 de
Estados Unidos en el espacio aéreo de la URSS.
5 de mayo Jrushchov anuncia la captura del capitán Francis Gary Powers, el
piloto del U-2 derribado.
15-16 de mayo Fracasa la cumbre de París entre Jrushchov, Eisenhower,
Macmillan y De Gaulle.
La marina estadounidense bota el primero de sus 41 submarinos armados
con misiles balísticos Polaris.
8 de noviembre John F. Kennedy derrota a Richard Nixon y se convierte en
presidente electo de Estados Unidos.
19 de diciembre Castro se compromete a alinearse con la Unión Soviética y
el comunismo.

1961
12 de abril Yuri Gagarin se convierte en el primer cosmonauta del mundo.
17 de abril Exiliados cubanos con el apoyo de la CIA lanzan la invasión de
bahía de Cochinos.
21-26 de abril Fallido golpe militar contra De Gaulle en Argelia.
5 de mayo Primer vuelo espacial tripulado estadounidense.
4 de junio Cumbre de Viena entre Kennedy y Jrushchov.
12-13 de agosto Se cierra la frontera de Alemania Oriental, y el día 17
comienza la construcción del Muro de Berlín.

1962
Estados Unidos se implica de forma creciente en la guerra de Vietnam.
18 de marzo En Évian, Francia firma el alto el fuego en Argelia como paso
previo al reconocimiento de la independencia del país.
Abril Jrushchov concibe la operación Anádir: el despliegue de misiles
nucleares soviéticos en Cuba.
Junio El Presídium de la URSS respalda de manera oficial la operación
Anádir. En Novocherkask, el ejército mata a 26 manifestantes
desarmados.
Julio Primer envío a Cuba de armas y personal en el marco de la operación
Anádir.
14 de octubre Al sobrevolar Cuba, un avión U-2 obtiene las primeras
fotografías de la instalación de misiles en la isla.

Página 23
16 de octubre Se informa al presidente estadounidense acerca de los
misiles.
22 de octubre En un discurso televisado, Kennedy se dirige a los
estadounidenses y revela el descubrimiento de los misiles.
23 de octubre Estados Unidos pone en marcha el bloqueo naval de Cuba.
28 de octubre Jrushchov escribe una carta a Kennedy comprometiéndose a
retirar los misiles; Radio Moscú difunde la misiva.
20 de noviembre La Unión Soviética acuerda también retirar de Cuba los
bombarderos Iliushin Il-28 con capacidad nuclear; en respuesta,
Estados Unidos levanta el bloqueo naval de la isla.
21 de diciembre En la cumbre bilateral celebrada en Nasáu Estados Unidos
acuerda proporcionar al Reino Unido misiles Polaris para su
programa de disuasión nuclear.

1963
25 de julio Tras solo doce días de negociaciones, Estados Unidos, la URSS
y el Reino Unido acuerdan un tratado que prohíbe parcialmente las
pruebas nucleares en la atmósfera, el espacio exterior y bajo el agua.
2 de noviembre Generales survietnamitas asesinan en Saigón al presidente
Ngo Dinh Diem en un golpe de Estado patrocinado por Estados
Unidos.
22 de noviembre John F. Kennedy es asesinado en Dallas.

1964
Agosto El incidente del golfo de Tonkín y la resolución del Congreso a la
que da lugar señalan una escalada de la implicación de Estados
Unidos en la guerra de Vietnam.
13-14 de octubre Destitución de Jrushchov en el Kremlin; le reemplaza una
jefatura colectiva dominada por Leonid Brézhnev.
16 de octubre China prueba su primer dispositivo nuclear.

1965
30 de abril Marines y fuerzas aerotransportadas de Estados Unidos llegan a
la República Dominicana para impedir una potencial toma del poder
por parte de los comunistas, o lo que en Washington se percibe como
una repetición de lo ocurrido en Cuba.
Julio Se anuncia el despliegue de doscientos mil soldados estadounidenses
en Vietnam; los B-52 comienzan a bombardear Vietnam del Norte.

Página 24
Agosto La India y Pakistán libran una breve guerra por la región de
Cachemira; el conflicto termina en septiembre.
1 de octubre El ejército de Indonesia frustra un supuesto golpe
procomunista en el archipiélago.

1967
Protestas masivas contra la guerra de Vietnam en el mundo entero y en
especial en Estados Unidos.
5-10 de junio Israel logra una victoria devastadora sobre Egipto, Siria y
Jordania en la guerra de los Seis Días.
9 de octubre El ejército boliviano ejecuta a Ernesto «Che» Guevara, de
treinta y nueve años.

1968
Enero El Reino Unido anuncia la decisión de retirar, para 1971, todas sus
fuerzas armadas desplegadas al este de Suez.
23 de enero Corea del Norte captura el buque espía USS Pueblo. Sigue
siendo materia de discusión si la embarcación se encontraba en aguas
internacionales, como aseguró en su momento Estados Unidos. Los
82 miembros de la tripulación supervivientes (un marinero había
muerto víctima de los disparos norcoreanos) permanecen prisioneros
durante once meses.
31 de enero En Vietnam, los comunistas lanzan la devastadora ofensiva del
Tet, que conmociona a la sociedad estadounidense, pese a saldarse
finalmente con una victoria militar de Estados Unidos.
31 de marzo El presidente Lyndon B. Johnson anuncia, en un discurso
televisado a toda la nación, que no se presentará a la reelección.
6 de junio El senador Robert Kennedy es asesinado en Los Ángeles.
20-21 de agosto Fuerzas de la URSS aplastan la revuelta de la Primavera de
Praga, contra el dominio soviético en Checoslovaquia.
5 de noviembre Richard Nixon es elegido presidente de Estados Unidos.

1969
28 de abril De Gaulle dimite como presidente de Francia.
20 de julio El Apolo 11 aterriza en la Luna, un triunfo decisivo para
Estados Unidos en la «carrera espacial» con la Unión Soviética.

1970

Página 25
28 de abril Nixon inicia una ofensiva de Estados Unidos y Vietnam del Sur
en Camboya.
Diciembre Normalización de las relaciones diplomáticas entre Polonia y
Alemania Occidental.

1971
3-16 de diciembre Guerra indo-paquistaní: Pakistán Oriental se convierte
en la nación independiente de Bangladés.

1972
21-28 de febrero El presidente Nixon visita China.
26 de mayo Se firma en Moscú, durante la cumbre entre Nixon y Brézhnev,
el acuerdo SALT I (por las siglas en inglés de «Conversaciones sobre
limitación de armas estratégicas»).
21 de diciembre Alemania Oriental y Occidental se reconocen mutuamente
como Estados soberanos, como parte de la Ostpolitik («política del
este») promovida por el canciller Willy Brandt para normalizar las
relaciones.

1973
1 de enero El Reino Unido, Irlanda y Dinamarca se unen a la Comunidad
Económica Europea.
27 de enero Alto el fuego entre las fuerzas estadounidenses y comunistas
en Vietnam, tras la firma de los acuerdos de paz de París por parte de
Kissinger y Le Duc Tho.
11 de septiembre Un golpe militar patrocinado por Estados Unidos derroca
al gobierno socialista de Chile, cuyo presidente, Salvador Allende,
muere durante el asalto al palacio de La Moneda.
6-25 de octubre Egipto y Siria atacan Israel. Por intermediación de Estados
Unidos se alcanza un alto el fuego después de la victoria abrumadora
de Israel. Estados Unidos sustituye a la Unión Soviética como
influencia exterior dominante en el gobierno de Egipto.

1974
18 de mayo La India prueba su primer dispositivo nuclear.
20 de julio Tras el golpe de Estado llevado a cabo por militares griegos en
Chipre el día 15, Turquía invade la isla, que a partir de entonces
queda dividida.

Página 26
8 de agosto Richard Nixon renuncia a la presidencia de Estados Unidos
como consecuencia del escándalo del Watergate. Le reemplaza
Gerald Ford.

1975
30 de abril Saigón cae en poder de las fuerzas comunistas: la derrota de las
fuerzas survietnamitas apoyadas por Estados Unidos es completa; el
país se reunifica bajo el dominio de Hanói.

1976
Fuerzas soviéticas y cubanas ayudan a instalar un gobierno comunista en
Angola.
9 de septiembre Muerte de Mao Zedong.
2 de noviembre Jimmy Carter es elegido presidente de Estados Unidos.

1979
1 de enero China y Estados Unidos establecen relaciones diplomáticas
formales.
17 de enero El sah de Irán, entonces un prominente satélite de Estados
Unidos, abandona Teherán después del derrocamiento del régimen a
manos de los islamistas liderados por el ayatolá Jomeini.
17 de febrero China invade Vietnam en represalia por la intervención
vietnamita en Camboya que puso fin al régimen de los jemeres rojos,
que los chinos apoyaban. El conflicto se prolonga hasta el 16 de
marzo.
4 de mayo Margaret Thatcher se convierte en primera ministra del Reino
Unido.
18 de junio Se firma el acuerdo SALT II para limitar la producción de
misiles balísticos intercontinentales.
4 de noviembre 52 miembros de la delegación diplomática son tomados
como rehenes en la embajada de Estados Unidos en Teherán.
Comienza así la «crisis de los rehenes», que se prolongará durante
444 días.
12 de diciembre En respuesta al despliegue de misiles SS-20 por parte de la
Unión Soviética, la OTAN decide desplegar en Europa 572 misiles
(balísticos y de crucero) de fabricación estadounidense.
25 de diciembre Las fuerzas de la URSS entran en Afganistán para apoyar
al régimen títere del Kremlin en Kabul, fruto de un golpe de Estado;
la intervención soviética en la guerra civil afgana durará diez años.

Página 27
1980
3 de enero El Senado estadounidense suspende el acuerdo SALT II en
respuesta a la invasión de Afganistán.
24 de abril La operación militar Garra de Águila para rescatar a los rehenes
de la embajada de Estados Unidos en Irán fracasa de forma
desastrosa, lo que inflige un daño tremendo a la credibilidad tanto de
la administración Carter como del ejército estadounidense.
4 de mayo Muere el presidente de Yugoslavia, Josip Broz, «Tito».
14 de agosto Huelga de los trabajadores de los astilleros y creación del
sindicato Solidaridad en Polonia; el líder de la organización, Lech
Wałęsa, se convierte de inmediato en un héroe popular.
4 de noviembre Ronald Reagan es elegido presidente de Estados Unidos.

1982
2 de abril Argentina invade y ocupa el archipiélago de las Malvinas.
6 de junio Israel invade Líbano.
14 de junio Las fuerzas argentinas en las Malvinas se rinden.
10 de noviembre Muere el líder soviético Leonid Brézhnev, le reemplaza
Yuri Andrópov.

1983
23 de marzo El presidente Reagan anuncia la Iniciativa de Defensa
Estratégica «guerra de las galaxias», una fantasía tecnológica que, no
obstante, aterroriza a los soviéticos, que la consideran una amenaza
capaz de destruir el «equilibrio de terror» entre las superpotencias y
dejar a la URSS a merced de Estados Unidos.
25 de octubre Fuerzas estadounidenses invaden la isla de Granada, una
antigua colonia británica, sin consultar con la primera ministra del
Reino Unido, Margaret Thatcher.

1985
Marzo Tras la muerte de Konstantín Chernenko, Mijaíl Gorbachov se
convierte en líder de la Unión Soviética e inicia un programa de
apertura (glásnost) y reorganización (perestroika).
19-20 de noviembre Reagan y Gorbachov celebran en Ginebra su primera
cumbre bilateral, que finaliza sin resultados concluyentes.

1986

Página 28
26 de abril Explota el reactor de la central nuclear de Chernóbil, el peor
accidente nuclear de la historia.
11-12 de octubre Reagan y Gorbachov celebran una histórica cumbre en
Reikiavik en la que acuerdan eliminar los misiles nucleares de
alcance intermedio desplegados en Europa, un hito crucial en los
años finales de la Guerra Fría.
1987
Octubre Reagan y Gorbachov acuerdan retirar los misiles de corto y medio
alcance de Europa.
8-10 de diciembre Reagan y Gorbachov celebran una tercera cumbre
bilateral en Washington D. C. Las conversaciones sobre el desarme
fracasan en el último minuto, pero allanan el camino para el Tratado
sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF por sus siglas en
inglés).

1988
8 de noviembre El vicepresidente George H. W. Bush es elegido presidente
de Estados Unidos.

1989
Enero Las fuerzas soviéticas se retiran de Afganistán.
4 de junio Con el abrumador triunfo de Solidaridad en las elecciones,
Polonia se independiza del bloque soviético.
23 de octubre Hungría se declara república independiente.
9 de noviembre Cae el Muro de Berlín y los alemanes del Este pueden
acceder sin restricciones al Oeste.
Diciembre Caen los gobiernos comunistas de Checoslovaquia, Bulgaria y
Rumanía.

1990
Marzo Lituania se independiza de la Unión Soviética.
29 de mayo Borís Yeltsin es elegido presidente de Rusia.
2 de agosto Irak invade Kuwait.
3 de octubre Reunificación alemana.
22 de noviembre Margaret Thatcher renuncia al cargo de primera ministra
del Reino Unido.

1991

Página 29
16 de enero La coalición liderada por Estados Unidos inicia una campaña
aérea contra Irak.
15 de febrero Las fuerzas de tierra de la coalición entran en Kuwait.
28 de febrero El presidente George H. W. Bush anuncia el final de las
operaciones y la liberación de Kuwait.
25 de junio Yugoslavia comienza a desintegrarse.
26 de diciembre La disolución de la Unión Soviética señala el final de la
Guerra Fría.

Página 30
Principales participantes en la crisis de los misiles

EN ESTADOS UNIDOS

John F. Kennedy (1917-1963), presidente de Estados Unidos.


Lyndon B. Johnson (1908-1973), vicepresidente de Estados Unidos.
Dean Rusk (1909-1994), secretario de Estado.
Robert McNamara (1916-2009), secretario de Defensa.
General Maxwell Taylor (1901-1987), presidente del Estado Mayor
Conjunto.
General Curtis LeMay (1906-1990), jefe del Estado Mayor de la USAF.
Almirante George Anderson (1906-1992), jefe de Operaciones Navales.
John McCone (1902-1991), director de la CIA.
Theodore Sorensen (1928-2010), asesor político, consejero de la Casa
Blanca y escritor de los discursos del presidente.
Llewellyn Thompson (1904-1972), embajador extraordinario para asuntos
soviéticos; exembajador de Estados Unidos en Moscú.
George Ball (1909-1994), subsecretario de Estado.

Los servicios de inteligencia estadounidenses en 1962

La Agencia Central de Inteligencia, la CIA, creada en 1947, era la principal


rama civil del espionaje del gobierno de Estados Unidos, y era asimismo la
organización responsable del análisis de la información y las operaciones
paramilitares en el extranjero; el director de la agencia era nombrado por (e
informaba a) el presidente de Estados Unidos, en cuanto jefe del Consejo de
Seguridad Nacional, otra institución creada en 1947. El presupuesto de la CIA
en 1962 duplicaba el del Departamento de Estado. La Oficina de
Estimaciones Nacionales (ONE, por sus siglas en inglés) era el órgano
encargado de hacer las valoraciones estratégicas dentro de la Agencia, y no

Página 31
debe confundirse con la Oficina de Evaluación Estratégica (ONA, por sus
siglas en inglés) del Ministerio de Defensa, que no se crearía hasta 1973 y
cuyas conclusiones estarían con mucha frecuencia en desacuerdo con las de la
ONE.
La Agencia de Seguridad Nacional, la NSA, fundada en 1952 sobre los
cimientos establecidos en la segunda guerra mundial por los descifradores de
códigos del Ejército de Estados Unidos en Arlington Hall, informaba al
secretario de Defensa y se ocupaba de lo que se conoce como SIGINT o
«inteligencia de señales»: el espionaje electrónico, la creación de claves
secretas y el descifrado de códigos. La Agencia de Inteligencia de Defensa, la
DIA, creada en 1961 dentro del Departamento de Defensa, recababa
información directamente relevante para las actividades de las fuerzas
armadas de Estados Unidos, cada una de cuyas ramas tenía además su propia
división de inteligencia que informaba a su respectivo jefe de Estado Mayor.
La Junta Nacional de Inteligencia se fundó en 1957 como un grupo asesor
conformado por miembros de toda la comunidad de inteligencia, incluidos
representantes del FBI, la agencia federal de investigación criminal, que
realiza labores de inteligencia y contrainteligencia a nivel nacional. El Centro
Nacional de Interpretación Fotográfica (NPIC, por sus siglas en inglés) nació
en 1961 para colaborar tanto con la CIA como con los servicios de
inteligencia del Departamento de Defensa.
Durante la crisis de los misiles hubo tensiones considerables, así como
bastante confusión y rivalidad, entre estas organizaciones, y en especial entre
la CIA y el Departamento de Defensa, pese a lo cual la colaboración
profesional entre ellas se mantuvo.

EN LA UNIÓN SOVIÉTICA

Miembros del Presídium del Comité Central del Partido Comunista


(conocido en ocasiones como Politburó) que estuvieron presentes en todas o
algunas de las reuniones clave durante la crisis:

Nikita Jrushchov (1894-1971), jefe del gobierno, primer secretario del


Comité Central del Partido Comunista y presidente del Consejo de
Ministros.
Frol Kozlov (1908-1965), segundo secretario del Comité Central del
Partido Comunista.

Página 32
Anastás Mikoyán (1895-1978), primer vicepresidente del Consejo de
Ministros.
Leonid Brézhnev (1906-1982), protegido de Jrushchov, era entonces
secretario general del Partido.
Alekséi Kosyguin (1904-1980), primer vice primer ministro.
Dmitri Polianski (1917-2001), jefe del Partido Comunista de la República
Socialista de Rusia y más tarde presidente del Consejo de Ministros.
Mijaíl Súslov (1902-1982), ideólogo y fuerte adversario de Jrushchov.
Nikolái Shvérnik (1888-1970), antiguo presidente del Presídium y jefe de
los sindicatos.
Miembro candidato Víktor Grishin (1914-1992), más tarde jefe del Partido
Comunista de Moscú.
Secretarios: P. N. Démichev, L. F. Ilichev, B. N. Ponomariov, A. N.
Shelepin, V. V. Kuznetsov.

Asistentes en momentos puntuales

Andréi Gromiko (1909-1989), ministro de Asuntos Exteriores de la URSS.


General Rodión Malinovski (1898-1967), ministro de Defensa de la URSS.
General Issá Plíyev (1903-1979), oficial al mando de las fuerzas soviéticas
en Cuba.
Aleksandr Alekseev (1913-2001), agente de la KGB, embajador soviético
en Cuba entre 1962 y 1968.

Gobierno soviético en 1962

La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas aparece en la siguiente


narración bajo varias denominaciones —la URSS, la Unión Soviética, Rusia
— sencillamente para evitar las repeticiones. Creado en 1922, el Estado
soviético estaba gobernado por el Partido Comunista, que cada cinco años
celebraba un congreso para elegir un Comité Central formado por los
trescientos funcionarios más influyentes del Partido. Ese Comité elegía a su
vez un órgano ejecutivo, o gabinete, de alrededor de una docena de miembros
conocido como el Presídium o Politburó (los rusos usaban ambos términos de
forma indistinta), que era el que ejercía el poder real. El Comité Central
también elegía a los «secretarios» como administradores del Partido, de los
cuales Jrushchov era el más importante. El parlamento o Sóviet Supremo
tenía funciones principalmente ceremoniales y elegía un Consejo de
Ministros, del que en 1958 Jrushchov había asumido también la presidencia.

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Entre tanto, Leonid Brézhnev, como presidente del Sóviet Supremo, era
nominalmente el jefe de Estado. Con todo, estos detalles tienen en realidad
poca importancia en el relato que sigue. Mientras gozó de la confianza, o al
menos la aquiescencia, del Presídium del Partido, Jrushchov ejerció una
autoridad dictatorial.

EN CUBA

Osvaldo Dorticós Torrado (1919-1983), presidente.


Fidel Castro (1926-2016), primer ministro y primer secretario del Partido
Unido de la Revolución Socialista de Cuba.
Raúl Castro (1931- ), ministro de Defensa.
Ernesto «Che» Guevara (1928-1967), ministro de Industria.
Raúl Roa García (1909-1982), ministro de Relaciones Exteriores.
Emilio Aragonés (1928-2007), estrecho colaborador del Che Guevara y,
más tarde, secretario de organización del Partido Comunista de Cuba.
José Abrantes Fernández (1935-1991), jefe de seguridad del Estado y, más
tarde, ministro del Interior.

Página 34
Husos horarios

Cierta confusión alrededor del tiempo resulta ineludible, pero solo es posible
atribuir a los acontecimientos la hora del lugar en que se produjeron. Gran
parte de la acción ocurrió en el este de Estados Unidos y, por ende, se registra
aquí siguiendo el horario de verano de esta zona del país (EDT, por sus siglas
en inglés). Con respecto a este huso horario los relojes en Cuba estaban una
hora adelantados (la hora estándar cubana se mantiene todo el año); Londres,
por su parte, estaba cinco horas por delante de Washington; y Moscú, siete.
Esto cambió a las dos de la madrugada del 28 de octubre, cuando Estados
Unidos atrasó sus relojes una hora, aumentando la diferencia horaria entre
Moscú y la costa este de Estados Unidos a ocho horas.

Página 35
Prólogo
Operación Zapata, 17-19 de abril de 1961

Justo antes de la medianoche del 16 de abril de 1961, a poco más de dos


kilómetros de la costa de Cuba, cinco destartalados buques de transporte
echaron el ancla para iniciar una de las operaciones militares más desastrosas
de la historia. Los aspirantes a libertadores que se encontraban a bordo de
esos barcos, vestidos con uniformes de camuflaje y ataviados ya con el
correaje y las armas, se sorprendieron al ver luces en la costa, pues según la
información que les habían proporcionado los estadounidenses iban a
desembarcar en un área desierta. Fuera como fuese, resolvieron continuar
adelante con la operación. Con rapidez y algo de torpeza, los buzos
descendieron a los botes de goma para poner las balizas que servirían para
guiar a la fuerza de asalto. En contra de las órdenes que habían recibido,
algunos instructores estadounidenses acompañaron a los equipos encargados
de realizar esa labor. Los invasores abrieron fuego contra un todoterreno que
avanzaba por la playa, lo que hizo que de inmediato desaparecieran las luces
que veían en la orilla. Se produjo entonces un feroz tiroteo entre los atacantes,
desde el mar, y los efectivos de la milicia local, desde las palmeras y los
manglares. Entre tanto, en uno de los transportes, a instancias de los hombres
de la Agencia Central de Inteligencia que los habían acompañado hasta allí,
José Pérez, «Pepe», San Román, uno de los comandantes cubanos de la
invasión, se dispuso a desembarcar a sus hombres. El exoficial del ejército
cubano tenía entonces veintinueve años. Encarcelado por el régimen de
Batista y liberado por los revolucionarios victoriosos en enero de 1959, San
Román había roto poco tiempo después con Fidel Castro y, tras volver
brevemente a prisión, acabó exiliándose en Estados Unidos. Su principal
mérito para estar al mando en playa Girón («Playa Azul», en la designación
de la operación) era el hecho de ser uno de los poquísimos invasores que
tenían alguna experiencia militar, aunque no en el campo de batalla.
San Román fue lo bastante realista acerca de las posibilidades de éxito de
la misión para pedirle a un estadounidense que le guardara los 10.000 dólares,

Página 36
en moneda de Estados Unidos, y otros 25.000, en pesos cubanos falsificados,
que se le habían dado para pagar a la población local una vez que se hubiera
conseguido establecer una cabeza de playa. No obstante, tras llegar a la orilla,
hizo el gesto convenientemente teatral de besar la arena. Su desembarco fue
más tranquilo que el de la mayoría de los invasores. Los cerebros de la CIA
que habían planificado la operación no tuvieron en cuenta los arrecifes de
coral que había frente a la costa y en los que encallaron varias embarcaciones.
Cuando Erneido Oliva, otro oficial exiliado, y su equipo saltaron desde el
buque de transporte al bote ligero de aluminio que debía llevarlos a la playa,
uno de los hombres aterrizó sobre el timonel, que cayó al mar, y la
embarcación quedó a la deriva, sin nadie a bordo que supiera cómo poner en
marcha el motor fueraborda. Los siete hombres que formaban este grupo
estuvieron meciéndose en el limbo durante cuarenta y cinco minutos, viendo
desde la distancia el espectáculo de juegos pirotécnicos de la playa y oyendo
las explosiones y ráfagas de disparos, hasta que una lancha los rescató y los
remolcó a la orilla. La mayoría de los motores fueraborda resultaron inútiles,
por lo que a las 05.30 del 17 de abril el desembarco se había desviado
horriblemente del cronograma previsto y un batallón de infantería completo
seguía atrapado en un transporte junto con los pertrechos de toda la fuerza.
Los mentores estadounidenses de la operación habían asegurado a los
invasores que podrían desembarcar sin encontrar resistencia y que Fidel
Castro necesitaría setenta y dos horas para desplegar al ejército regular y estar
en condiciones de hacerles frente. Sin embargo, se toparon con una milicia
por completo en alerta que les disparaba con furia; y la artillería pesada estaba
ya en camino. A los invasores también se les había dicho que la fuerza aérea
revolucionaria sería neutralizada por los aviones de la fuerza de liberación,
que atacarían disfrazados de aeronaves cubanas. En realidad, los aviadores
renegados no lograron infligir un daño decisivo, aunque sí matar y herir a
suficientes personas como para obsequiar a Castro un golpe propagandístico.
Un avión, en apariencia dañado por las baterías antiaéreas de la isla, causó
sensación al realizar un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto
internacional de Miami, donde las autoridades afirmaron que era pilotado por
desertores del régimen comunista.
La aviación cubana comenzó a atacar a la flotilla invasora poco después
de las siete de la mañana con consecuencias catastróficas para esta. El
Houston fue alcanzado por un cohete que atravesó el casco sin hacer
explosión, pero abrió un agujero lo bastante grande como para que, dos horas
después, el capitán se sintiera obligado a varar la embarcación. Un Hawker

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Sea Fury (uno de los cazas de fabricación británica que el Reino Unido había
vendido al régimen de Batista) alcanzó el Río Escondido, que estalló con
rapidez. Este buque transportaba todas las reservas de combustible,
suministros médicos, equipos de comunicación, raciones y munición de la
fuerza invasora. Mientras tanto, tierra adentro, un batallón de paracaidistas
exiliados se precipitó a un caos similar al que estaba teniendo lugar en la
playa. Muchos cayeron en medio de pantanos y casi todos no tardaron en
descubrir que estaban perdidos.
En apenas unas horas resultó evidente que los exiliados estaban
condenados, y si la muerte o la rendición se retrasaron fue solo debido a la
lentitud de los defensores. El combate, reducido a unos pocos miles de metros
de arena, manglares y palmeras con el mar a la vista, se prolongó durante tres
días. Los estadounidenses que habían planificado la operación pretendían que
esta desencadenara un levantamiento masivo del oprimido pueblo cubano,
ansioso por liberarse de las cadenas de Castro. En lugar de ello, los exiliados
que fueron hechos prisioneros se toparon con una multitud furiosa que los
insultaba y les escupía en la cara: «¡Paredón! ¡Paredón! ¡Paredón!». Los
cubanos, que querían sangre, pero no la de Fidel, exigían que se ejecutara a
los «libertadores».
En la costa, los barcos de transporte que habían sobrevivido al ataque de
la aviación cubana zarparon para ponerse a salvo y abandonaron a los
invasores a su suerte. El mundo aprendería a hablar de lo ocurrido como la
invasión de bahía de Cochinos. El pueblo cubano, sin embargo, quiso dar al
acontecimiento un nombre más sonoro y grandioso y eligió para ello otro
topónimo local: playa Girón; hasta el día de hoy, en la isla el ataque se conoce
y celebra como la invasión o batalla de playa Girón. El presidente John F.
Kennedy, el jefe supremo de la nación más poderosa del planeta, le había
concedido a Fidel Castro, el jefe supremo de una de las más débiles, una
victoria de valor incalculable que fortalecía el prestigio grotescamente
desorbitado del líder cubano, su condición de superestrella.

La crisis de los misiles se produjo casi dieciocho meses después y para


comprenderla es fundamental situar los hechos de octubre de 1962 en el
contexto creado por los de abril de 1961. La invasión de bahía de Cochinos,
que la CIA bautizó con el nombre en clave de «Operación Zapata», se
concibió más de un año antes. El presidente Dwight Eisenhower, exasperado
por las incesantes burlas y provocaciones de Castro, autorizó a la Agencia

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Central de Inteligencia a reclutar y adiestrar una fuerza expedicionaria
formada por exiliados cubanos de Florida con el propósito de derrocarlo. Uno
de los primeros en dar un paso al frente fue Manuel Artime, de veintiocho
años; bajo y fornido, con una voz áspera que impresionaba por su dureza, era
un católico devoto que se había educado con los jesuitas. Se entrevistó con
unos agentes de la CIA, que al término del encuentro le dijeron: «Está bien,
Artime, eres nuestro amigo y nosotros vamos a ser muy amigos tuyos».[1]
Inicialmente se le trasladó en avión a Ciudad de México y luego pasó por una
serie de campos de adiestramiento, primero en la Zona del Canal de Panamá y
después en Guatemala. Otro hombre de la CIA, el alemán Gerard Droller, que
se hacía pasar por un magnate del acero bajo el alias de «Frank Bender», le
había dicho en Nueva York: «Recuerde, Manolo, no soy miembro del
gobierno de Estados Unidos, no tengo nada que ver con el gobierno de
Estados Unidos, solo trabajo para una empresa poderosa que quiere luchar
contra el comunismo». El hecho de que «Bender» no hablara español no
contribuyó a su credibilidad.
Al principio, el plan de los estadounidenses consistía en crear una fuerza
guerrillera. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que para tener alguna
posibilidad de derrocar al régimen instalado en La Habana dos años atrás se
necesitaba una invasión convencional. Recordando cuán pocos eran los
insurgentes que acompañaban a Castro a finales de diciembre de 1958,
cuando salió de las montañas para derrocar al dictador Fulgencio Batista, los
jefes de la CIA calcularon que con unos cinco mil hombres bastaría.
Otro de los primeros reclutas de la operación Zapata fue Erneido Oliva, un
exoficial del ejército cubano de veintinueve años. Unos amigos le contactaron
en La Habana en el verano de 1960: «Me dijeron que iba a haber una
invasión. Estaban reuniendo tropas en un campo en Latinoamérica y tenían
una oficina de reclutamiento en Estados Unidos, y querían que me uniera».[2]
Oliva, además, era negro, lo que entonces no le hacía la vida en Cuba mucho
más cómoda de lo que hubiera podido serlo en Estados Unidos. Huyó a
Miami, dejando atrás a su esposa y su hija, nacida muy poco antes, y se sumó
a la contrarrevolución. Los estadounidenses se comprometieron a pagar a
cada recluta 175 dólares mensuales; para los que estaban casados, había un
complemento de cincuenta dólares, además de 25 dólares adicionales por cada
persona que tuvieran a cargo.
La comunidad de exiliados cubanos en Estados Unidos se encontraba
escindida en facciones, en particular entre quienes habían sido soldados con
Castro y quienes lo habían sido con Batista. Algunos instaron a Oliva a no

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unirse a la invasión con el argumento de que Fidel se había hecho demasiado
fuerte para que fuera posible derrocarlo. El dictador en ciernes no
desaprovechaba ninguna oportunidad para provocar al enorme vecino del
norte: en septiembre de 1960, reconoció a la China roja y denunció a Estados
Unidos como «un buitre… que se alimenta de la humanidad». Desde Miami,
la CIA continuó enviando al sur a los hombres que iba reclutando en grupos
de cuarenta o cincuenta. Para el 4 de noviembre de ese año, había ya 430 en el
campo de adiestramiento de Guatemala. Con ellos se formó la Brigada de
Asalto 2506 (llamada así por el número de serie de un hombre que murió
durante el adiestramiento) con Pepe San Román al mando. Dos semanas
después, el director de la CIA, Allen Dulles, informó a John F. Kennedy sobre
el plan de invasión de los exiliados. Tras su estrecha victoria sobre Richard
Nixon, el presidente electo era consciente de que necesitaba algunos amigos
conservadores para mejorar sus credenciales anticomunistas. Quería acción y
decidió que los paramilitares de la CIA eran las personas indicadas para ello.
El prestigio de la Agencia había aumentado mucho a ojos de los políticos de
Washington en 1954, cuando organizó con éxito el derrocamiento del
presidente de Guatemala, el radical Jacobo Árbenz, a instancias de la United
Fruit Company. Sin embargo, mientras que este había sido un golpe
relativamente fácil debido a la falta de apoyo popular del mandatario
guatemalteco, los cambios de régimen posteriores resultaron más difíciles de
gestionar y con frecuencia fracasaron.
Kennedy asumió el proyecto cubano cuando la empresa ya estaba en
marcha. Pero durante la campaña presidencial había declarado en público:
«Debemos procurar fortalecer las fuerzas democráticas no vinculadas a
Batista, tanto en el exilio como en la misma Cuba, que son las que ofrecen la
esperanza de derrocar a Castro. Hasta este momento esos guerreros de la
libertad no han contado prácticamente con ningún apoyo de nuestro
gobierno».[3] La operación que planeaba la CIA se encontraba entre los
secretos peor guardados del hemisferio. Ya en octubre de 1960 un periódico
de Guatemala reveló la existencia de un campo de adiestramiento
estadounidense en la selva del país, así como que lo que se preparaba allí era
una invasión de Cuba. El New York Times, The Nation y otras publicaciones
se hicieron eco de la noticia. La víspera de Año Nuevo de 1961, Castro
pronunció un discurso en La Habana en el que mencionó la posibilidad de que
el pueblo cubano tuviera que hacer frente a un ataque de Estados Unidos muy
pronto. Dos días más tarde, Eisenhower, en uno de sus últimos actos de
relieve como presidente, rompió relaciones diplomáticas con el régimen de la

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isla, que se había tornado de forma progresiva cada vez más beligerante y
rencoroso.
La publicidad que recibió el proyecto de invasión se tradujo en una
avalancha de nuevos reclutas en Miami. Sin embargo, por esta misma época,
las actividades contrarrevolucionarias en Guatemala y Cuba eran un caos.
Una serie de grupos de infiltración enviados a la isla vararon en la costa sin
llegar a alcanzarla; y los primeros en conseguirlo llegaron sin armas ni
equipo, después de verse obligados a nadar hasta la playa prácticamente
desnudos cuando el bote en el que viajaban volcó. Las disputas internas en el
campo de adiestramiento en Guatemala derivaron en la renuncia de Pepe San
Román al mando de la brigada y el nombramiento de Oliva en su reemplazo.
Este incidente hizo que la mitad de los aprendices amenazaran con renunciar.
Con dificultad, se logró restablecer el orden. San Román se reincorporó. Los
principales amotinados fueron detenidos y puestos en aislamiento.
En Washington, Dulles y su segundo, Richard Bissell, el responsable
directo de la operación con los exiliados, instaron al nuevo presidente a actuar
con rapidez y autorizar sin demora la invasión. Bissell, considerado uno de
los funcionarios de alto rango más brillantes de la Agencia y padre del
proyecto del avión espía U-2, dijo en la vejez: «Mi filosofía… era que los
fines justificaban los medios y que nada me iba a frenar».[4] Evan Thomas, un
historiador de la CIA, escribe que Bissell «personificaba la soberbia
estadounidense en la era de la posguerra». El director y el subdirector de la
CIA le dijeron al presidente que el éxito de la invasión estaba asegurado
siempre y cuando esta se pusiera en marcha pronto; retrasarla, en cambio,
podía resultar fatal, debido a la avalancha de armamento que el Pacto de
Varsovia estaba enviando a Castro tras su abrazo con el líder soviético Nikita
Jrushchov: era posible que en mayo ya fuera demasiado tarde. Por otro lado,
advirtieron a Kennedy, si cambiaba de opinión y retiraba todo respaldo a la
operación, habría de enfrentarse a una publicidad hostil y feroz. En el
Capitolio y por todo el país, los conservadores le castigarían por su debilidad.
La ira de los más de cien mil cubanos exiliados en Miami se vería reforzada
por la de los estadounidenses que apoyaban su causa.
El argumento decisivo lo proporcionó el visto bueno del Estado Mayor
Conjunto, el cuerpo formado por los altos mandos de las principales ramas de
las fuerzas armadas de Estados Unidos, que se pronunció a favor de la
operación. Los jefes militares del país profesaban por el ejército de Castro la
misma clase de desprecio profesional que sentían por los insurgentes
comunistas del Sureste Asiático. Tras la inspección de los hombres de San

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Román realizada por los enviados del Pentágono, el 10 de marzo de 1961 los
militares informaron con entusiasmo sobre el estado de preparación de los
exiliados. Un oficial dijo a Washington que la Brigada 2506 estaba «ansiosa
por entrar en acción y absolutamente capacitada para la batalla».
Una generación antes, Winston Churchill había descartado el asesinato
selectivo de líderes nacionales, incluido Adolf Hitler, como herramienta de
guerra de un gobierno democrático. En cambio, en los años previos a su
asesinato, el presidente John F. Kennedy respaldó o por lo menos consintió
esfuerzos encaminados a deponer o liquidar a varios líderes extranjeros, en
particular en Cuba, Vietnam del Sur y la República del Congo. El historiador
Arthur Schlesinger, un abanderado de la memoria de los hermanos Kennedy,
rechazaba con rotundidad la acusación de que estos habían sido cómplices de
los planes para asesinar a Castro.[5] Sin embargo, su enfática defensa de su
inocencia resulta inaceptable.
El primer complot de la CIA contra el régimen de La Habana, todavía
durante la presidencia de Eisenhower, fue el ofrecimiento de diez mil dólares
al piloto del avión que debía transportar de Praga a la capital cubana a Raúl
Castro, el hermano de Fidel, si creaba un «accidente» fatal durante el vuelo.
Los agentes le dijeron que el dinero se le pagaría al completar con éxito la
misión y le prometieron que, en caso de que él mismo no sobreviviera, el
gobierno costearía la educación universitaria de sus dos hijos. El plan no llegó
a materializarse, como ocurriría con otros todavía más descabellados.
En lo que respecta a la invasión de bahía de Cochinos, McGeorge Bundy,
el asesor de seguridad nacional de Kennedy, diría mucho tiempo después que
«todos sentíamos que el régimen de Castro se había endurecido hasta
convertirse en una dictadura muy cerrada, que en verdad la libertad de
elección se había acabado, que no era malo permitir que un grupo de cubanos
lo intentara y que en la isla los cubanos en su conjunto en realidad veían con
poco entusiasmo a Castro. Llegamos a esa decisión a partir de pruebas que no
eran precisamente perfectas. Existía la opinión, que hoy quizá resulte
graciosa, pero entonces estaba bastante generalizada no solo en el gobierno
sino en toda la nación, de que cuando los comunistas tomaban el poder en un
país, la mayoría de la población de ese país realmente no los quería y, por
tanto, estaría a favor de que se la liberara de ellos».[6] El grupo de estudio
sobre Cuba de la Casa Blanca, dominado por Robert Kennedy y el general
Max Taylor, coincidía con ese punto de vista: «A largo plazo es imposible
vivir con Castro como vecino».[7] En lo que respecta a la relación con el
régimen de La Habana, el senador Mike Mansfield era una de las pocas voces

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influyentes en el Congreso que pedían cautela tanto en la retórica como en las
acciones.
La administración Kennedy habría podido ahorrarse problemas si hubiera
prestado atención al sabio consejo de un líder latinoamericano cuyo aprecio
por la cúpula cubana no era mayor que el de la Casa Blanca. En enero de
1961, Arturo Frondizi, el presidente de Argentina, explicó a los miembros de
una delegación estadounidense que estaba de visita en el país que la
eliminación de Castro no resolvería el problema fundamental: «Lo que se
necesita es atacar las condiciones que lo produjeron. Si se le elimina y no se
modifican esas condiciones, surgirán nuevos Castro a lo largo y ancho del
continente».[8]
En un comienzo, la CIA planeaba que el desembarco se realizara en
marzo de 1961 en un sitio cercano a la ciudad de Trinidad, en el centro sur de
la isla. Sin embargo, tras someter la operación a un análisis detallado, se
decidió que el lugar elegido era demasiado prominente y estaba muy
expuesto; la Casa Blanca, y en particular el presidente, instaron a los
planificadores a buscar una ubicación «más discreta» que permitiera a los
invasores consolidar su posición antes de que los defensores se enteraran de
su llegada. El desembarco, inicialmente previsto para el alba, pasó a ser
nocturno. En una serie de reuniones celebradas en el Departamento de Estado
en Washington y en la sede de la CIA, se acordó que la Brigada 2506 debía
tomar y mantener una cabeza de puente hasta que el «consejo revolucionario»
de los exiliados cubanos se declarara el «gobierno en armas» y fuera posible
utilizar la pista de aterrizaje que había cerca de la zona de desembarco. Pepe
San Román sostendría después que se le había dicho que si la invasión se
complicaba, Estados Unidos intervendría con fuerzas terrestres y aéreas.
El 11 de marzo de 1961, Kennedy presidió en la Casa Blanca una reunión
para formalizar la autorización a la que asistieron muchas de las luminarias de
la clase dirigente de la época: McGeorge «Mac» Bundy, Dean Rusk, Robert
McNamara, Paul Nitze, Richard Goodwin, Arthur Schlesinger, el senador
William Fulbright. En palabras de Schlesinger, «todos escuchamos
paralizados» la exposición de Richard Bissell sobre el plan de bahía de
Cochinos.[9] Schlesinger recibió instrucciones de preparar el borrador de la
declaración que haría el presidente una vez que la invasión se hubiera
producido para explicar al mundo que «no tenemos ninguna objeción a la
revolución cubana, sino al hecho de que Castro la haya entregado a los
comunistas». Uno de los pasajes del documento que el historiador escribió
para Kennedy decía: «El pueblo de Cuba sigue siendo nuestro hermano.

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Reconocemos que en nuestra pasada relación con él ha habido omisiones y
errores. Estados Unidos… expresa una profunda determinación de garantizar
a los futuros gobiernos democráticos en Cuba un apoyo pleno y positivo en
sus esfuerzos por ayudar al pueblo cubano a alcanzar la libertad, la
democracia y la justicia social».[10] Schlesinger comentó con el presidente la
reciente serie de artículos de Joseph Newman en el New York Herald Tribune,
en los que el periodista, que acababa de visitar la isla, daba cuenta de la
fortaleza actual de los sentimientos procastristas en el pueblo cubano.[11]
Más tarde él mismo admitiría que fue la soberbia de Kennedy lo que le
impulsó a tomar la decisión final de seguir adelante con la operación: el
mandatario tenía «una confianza enorme en su propia suerte. Todo le había
salido bien desde 1956… Todos a su alrededor pensaban que tenía el toque de
Midas y que no podía perder».[12] Se les habló de un informe de los servicios
de inteligencia que sostenía que «la fuerza aérea cubana se encuentra en un
estado de completa desorganización y carece de pilotos con experiencia y
especialistas cualificados para las labores de mantenimiento y las
comunicaciones… Los aviones son en su mayoría obsoletos y no están
operativos… La eficacia de combate de la fuerza aérea es prácticamente
inexistente». El presidente preguntó a cada uno de los presentes si se oponía
al proyecto. Si bien en esa ocasión Fulbright fue el único que manifestó con
vehemencia su oposición al plan, Arthur Schlesinger escribió después dos
memorandos destinados a Bundy, pero que también leyó Kennedy, en los que
expresaba profundas dudas acerca de la operación. Nadie prestó atención a
esas objeciones hasta después de la debacle.
Con el fin de preparar el terreno para lo que iba a suceder, el 3 de abril el
Departamento de Estado emitió una declaración en la que exponía su
ponderada evaluación del régimen de Castro, a saber, que constituía «un
peligro claro e inminente… para cualquier esperanza de difundir la libertad
política, el desarrollo económico y el progreso social a todas las repúblicas
del hemisferio… La situación actual en Cuba plantea al hemisferio occidental
y al sistema interamericano un desafío grave y urgente… Lo que comenzó
como un movimiento para ampliar la democracia cubana se ha pervertido al
convertirse… en un mecanismo para la destrucción de las instituciones libres
en Cuba, para la toma por parte del comunismo internacional de una base y
una cabeza de puente hacia las Américas».
El líder del exilio, José Miró Cardona, que había sido primer ministro de
Cuba tras el triunfo de la Revolución, hizo un llamamiento: «¡A las armas,
cubanos, que es preciso vencer para no morir asfixiados en la esclavitud! Hay

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miles de cubanos, hermanados en el ideal, que luchan ya en las sierras y en
los llanos contra los que vendieron a la Patria. ¡Únete a ellos! Es la hora de la
decisión y de la victoria. Invocando el favor de Dios, aseguramos que con la
victoria vendrán la paz, la solidaridad humana, el bienestar general y el
respeto absoluto a la dignidad de los cubanos sin excepciones. El deber nos
llama a la guerra contra los verdugos de nuestros hermanos. Cubanos: ¡a
vencer! ¡Por la Democracia! ¡Por la Constitución! ¡Por la Justicia Social! ¡Por
la Libertad!».
En una rueda de prensa ofrecida por el presidente y celebrada en el
auditorio del Departamento de Estado el 12 de abril, la primera pregunta fue
sobre Cuba. Kennedy descartó cualquier participación de las fuerzas armadas
de Estados Unidos en un ataque contra el régimen de Castro y dijo: «El
problema fundamental no es entre Estados Unidos y Cuba. Es entre los
mismos cubanos». En Río de Janeiro, el Jornal do Brasil aplaudió semejante
declaración pública de no injerencia: «Todo esto es muy positivo porque
muestra que Estados Unidos comienza a comprender la psicología
latinoamericana». Robert Kennedy, por su parte, nunca admitiría después su
responsabilidad en la intervención intimidatoria: en una reunión en
Washington, el entonces fiscal general afirmó que el presidente había tomado
la decisión de apoyar el plan de invasión de los exiliados y, por lo tanto, él no
deseaba oír nuevas críticas al proyecto.
Resulta asombroso que la CIA, los altos mandos de las fuerzas armadas y
algunos diplomáticos veteranos se convencieran de que un contingente de
1.500 exiliados cubanos (en lugar de los cinco mil previstos inicialmente)
sería capaz de derrocar al régimen de Castro. El exsecretario de Estado Dean
Acheson haría luego una evaluación demoledora: «No es necesario llamar a
Price Waterhouse para entender que 1.500 cubanos no son tan buenos como
25.000» (la fuerza que Castro tenía a su disposición). No obstante, en abril de
1961 la mentalidad de la administración estaba dominada por la misma
arrogancia cultural que tanto contribuiría a la posterior catástrofe de Estados
Unidos en Indochina. El gobierno y el pueblo estadounidenses despreciaban
por igual a Castro y a sus fuerzas armadas.
Además, incluso después de que el presidente ordenara de forma explícita
que ningún estadounidense participara en el desembarco, pocos de los
impulsores del proyecto en la CIA creyeron que estuviera hablando en serio.
Estaban convencidos, como sin duda lo estaban los exiliados cubanos, de que
una vez que lograran establecer en la isla una presencia militar, por precaria
que fuera, los poderosos Estados Unidos nunca permitirían que la empresa

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fracasara. Durante toda la operación Zapata, una fuerza de la armada
estadounidense permaneció delante de la costa, justo en el límite de las aguas
cubanas, a la espera de una orden para intervenir por aire y por mar que nunca
llegó. Quienes formaban parte de la conspiración creían que una vez que
comenzaran los disparos, Washington arrojaría por la borda su cautela previa
y apoyaría a los invasores con todas las fuerzas que fueran necesarias. Según
Pepe San Román, «los cubanos, en su mayoría, habían accedido a participar
porque entendían que los estadounidenses iban a dirigir la totalidad de la
operación… No estaban ahí porque confiaran en mí o en cualquier otra
persona. Sencillamente confiaban en los estadounidenses».[13]
El 10 de abril, San Román se dirigió a las tropas antes de que el
contingente abandonara su base centroamericana. Los hombres estaban
exultantes. Se cantaron canciones, incluido el himno nacional de Cuba. Oliva
diría luego que «fue un espectáculo grandioso, muy conmovedor. Una
charanga tocaba música, la gente cantaba y lanzaba vivas».[14] El 13 de abril,
un titular a toda plana del Miami Herald informaba de que la fuerza de los
exiliados se había puesto en marcha. En Puerto Cabezas, Nicaragua, los
hombres abordaron los viejos cargueros alquilados por la CIA. El embarque
de las armas y el resto de los pertrechos se retrasó debido al estado de los
destartalados cabrestantes y las grúas, que chirriaban bajo el peso de la carga.
Para el traslado de los pocos tanques M-41 con que contaban los invasores, y
otros vehículos, los estadounidenses les proporcionaron lanchas de
desembarco diseñadas específicamente para este tipo de operaciones; el
desembarco de la infantería, sin embargo, tendría que realizarse en botes.
Mientras tanto, en la base aérea, los exiliados que atacarían los aeródromos de
la isla y el Cuartel Columbia, en las afueras de La Habana, descubrieron que
sus bimotores B-26 Invader habían sido adornados con las insignias de la
fuerza aérea de Castro. En la madrugada del 15 de abril, se informó a los
pilotos de sus objetivos.
Luis Somoza, el dictador nicaragüense, con la cara empolvada para
satisfacer su peculiar vanidad, se presentó en el muelle para despedir a los
anfibios cubanos: «Tráiganme un par de pelos de la barba de Castro», gritó.
Los hombres de los cuatro batallones (que pese a esa designación eran en
realidad, por número de efectivos, meras compañías) recibieron pañuelos de
identificación negros, rojos, azules o amarillos, según el nombre en clave de
la playa que tenían que asaltar. Una vez en el mar, se les repartió la munición
y se les ofreció un último y apresurado adiestramiento en el manejo de las
armas. En uno de los buques, el Atlántico, un soldado torpe roció la cubierta

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con fuego de ametralladora calibre .50; como consecuencia del incidente un
hombre resultó muerto y otros dos heridos. El cuerpo de la víctima fatal se
entregó al mar en una solemne ceremonia fúnebre.
¿Quiénes eran esos cubanos? La categoría más numerosa, 250 hombres, la
formaban los estudiantes; los soldados con experiencia eran apenas 135. La
fuerza incluía maestros, mecánicos, periodistas, geólogos, ganaderos y
sacerdotes católicos (tres). Cincuenta eran negros. Había varios judíos, pero
no mujeres. Muchos «brigadistas», según ellos mismos se denominaban,
nunca habían empuñado un arma antes de ese fin de semana. En cuanto a su
afinidad cultural, algunos se sentían más cerca de Estados Unidos que de su
supuesta patria. Otras facciones del exilio cubano vituperaban a San Román,
al que consideraban un títere de Batista. Manuel Ray Rivero, que había sido
ministro de Obras Públicas tras el triunfo de la Revolución y que testificaría
luego ante el Comité Taylor, la comisión de investigación con la que la Casa
Blanca buscó encubrir su implicación en la penosa historia, dijo: «La
operación no arraigó en el pueblo de Cuba. Muchas de las personas que
formaban parte de la fuerza no sabían por qué estaban luchando… El control
estadounidense era excesivo… Muchos de los elementos de la fuerza
representaban al viejo ejército cubano».[15]
El sábado 15 de abril, al amparo de la oscuridad, el pelotón de
reconocimiento de la fuerza de distracción de 164 efectivos que debía
desembarcar a unos cincuenta kilómetros al oriente de la base estadounidense
de la bahía de Guantánamo, en el extremo opuesto de la isla respecto a playa
Girón, alcanzó la costa. Esta misión se había complicado porque apenas
cuatro días antes, durante una demostración a cargo de quien habría debido
ser el jefe del grupo, una granada estalló y, en palabras del informe del
Comité Taylor, «voló el destacamento».[16] Tras inspeccionar la costa, el
grupo de reemplazo volvió al barco de transporte para explicar que no había
conseguido desembarcar porque la milicia estaba en alerta. Sus instructores
estadounidenses les reprocharon con furia que hubieran regresado, pero no
lograron hacer cambiar de idea a los acobardados soldados, que
permanecieron a bordo del «buque nodriza» La Playa hasta que los jefes de la
CIA desistieron de llevar a cabo esta operación secundaria, para gran alivio de
sus protagonistas.
A las seis de la mañana de ese mismo sábado, casi cuarenta y ocho horas
antes del desembarco anfibio, ocho bombarderos ligeros B-26 Invader,
comprados por la CIA y tripulados por exiliados cubanos, atacaron tres
aeródromos de la isla. Los bimotores destruyeron un puñado de aviones

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militares y civiles, pero no lograron disminuir de forma significativa las
fuerzas aéreas de Castro. Pese a ello, los funcionarios de la CIA que se
encontraban a bordo de los transportes dijeron a Pepe San Román y sus
camaradas que los ataques habían sido un éxito. Varios B-26 resultaron
dañados y se vieron obligados a realizar aterrizajes o amerizajes de
emergencia. No obstante, el bombardero que aterrizó en el aeropuerto de
Miami no había sido alcanzado por las baterías antiaéreas: los agujeros de
bala que ostentaba eran decorativos y se le habían hecho antes del despegue
para contribuir al engaño de la CIA. Su piloto, Mario Zúñiga, que volaba bajo
el falso nombre de Juan García, aseguró ser un desertor de la aviación
castrista que acababa de huir de Cuba. Las autoridades de inmigración
estadounidenses le concedieron solemnemente el asilo.
En la sede de Naciones Unidas en Nueva York, el ministro de Relaciones
Exteriores cubano denunció los ataques, lo que provocó la vehemente réplica
de Adlai Stevenson, el embajador de Estados Unidos ante la organización,
que negó cualquier responsabilidad de su país en lo ocurrido. Ningún
miembro de las fuerzas armadas estadounidenses había participado en el
bombardeo, aseguró a la Asamblea General; más aún: el gobierno de Estados
Unidos haría todo lo que estuviera en sus manos para impedir que los
exiliados cubanos hicieran algo similar en el futuro. Al hacer esas
declaraciones, el diplomático estaba siendo él mismo víctima de la trama de la
CIA, que, por supuesto, contaba con la complicidad de la Casa Blanca. Pocos
periodistas estadounidenses se dejaron engañar por un truco tan burdo. Un
piloto contratado por la CIA comentaría luego con amargura que esos
primeros ataques «solo sirvieron para enojar a Castro y darle tiempo a juntar
sus fuerzas».[17]
El presidente Kennedy adoptó una actitud evasiva (para ser francos:
perdió los nervios). Emitió una orden que cancelaba cualquier nuevo ataque
aéreo y que permaneció en vigor durante el resto del fin de semana. La
prohibición no se levantó hasta la mañana del 17 de abril, cuando los
invasores desembarcaron en la isla. Los bombarderos desencadenaron una
oleada de medidas represivas por parte del gobierno de Castro en toda Cuba.
Se detuvo a miles de hombres y mujeres de cuya lealtad se sospechaba y se
los confinó en lugares como el teatro Carlos Marx y el Castillo del Príncipe,
en la capital, o el estadio de béisbol, en la ciudad de Matanzas. Movilizados
por la CIA, varios grupos anticastristas locales llevaron a cabo ataques y actos
de sabotaje, siendo el más llamativo el incendio de los grandes almacenes El
Encanto de La Habana, en el que murió uno de los empleados. El Consejo

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Revolucionario Cubano, en sesión casi permanente en el Hotel Lexington de
Nueva York, difundió una serie de declaraciones belicosas a través de una
agencia de relaciones públicas de Manhattan.
Mientras tanto, en la isla, la operación Zapata tuvo el efecto de unir al
pueblo cubano de forma extraordinaria. José Ramón Linares Ferrara era
entonces un joven estudiante de arquitectura que había empezado a observar
con escepticismo algunos aspectos de la Revolución, pero su apoyo hacia ella
se galvanizó tras los bombardeos y los acontecimientos inmediatamente
posteriores: «Nos encontrábamos en medio de una clase con el arquitecto
Ricardo Porro cuando oímos las explosiones. El profesor entró en pánico y
nos dijo que nos tumbáramos en el suelo. Después de eso, pasamos una
semana en el sótano de uno de los edificios de la universidad, con grasa hasta
los codos mientras desembalábamos y aprendíamos a utilizar las metralletas
checas PPSh. Girón conmovió de forma tremenda a todo el país, redibujó los
límites de la discusión política. Fue un momento decisivo».[18] Los
estudiantes hicieron cola para donar sangre en el hospital universitario y
compartieron labores de vigilancia con una multitud de hombres y mujeres
jóvenes y llenos de energía. En el funeral de las siete víctimas del ataque
aéreo, Castro acusó a los estadounidenses de haber patrocinado los
bombardeos y dijo, con acierto: «Eso es lo que no pueden perdonarnos… que
hayamos hecho una revolución socialista en las propias narices de los Estados
Unidos». Denunció el ataque como «dos veces criminal, dos veces artero, dos
veces traicionero y mil veces cobarde» y lo comparó con el bombardeo
llevado a cabo por los japoneses en Pearl Harbor en 1941. La multitud rugió
en respuesta: «¡Fidel, Jrushchov, estamos con los dos! ¡Guerra! ¡Guerra!».
En la noche del domingo 16 de abril, los 176 efectivos del contingente de
paracaidistas de la Brigada 2506 cenaron filetes y recibieron manzanas para el
desayuno antes de abordar los cinco aviones C-46 que iban a llevarlos en
medio de la oscuridad a las zonas cercanas a las playas de asalto en las que
debían aterrizar. Los instructores estadounidenses manifestaron su
indignación cuando se enteraron de que no se les autorizaba a saltar con ellos,
y uno lo hizo de todos modos. Los saltos fueron razonablemente precisos,
pero muchas armas y buena parte del equipo pesado cayeron en los pantanos.
Los paracaidistas fracasaron en la tarea que se les había encomendado:
bloquear a los refuerzos cubanos enviados a la cabeza de playa. Algunos
miembros del contingente aerotransportado resultaron muertos y la mayoría
se convirtieron con rapidez en prisioneros.

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En el mar, a cincuenta kilómetros al sur de Cienfuegos, los buques de
transporte se encontraron con la flotilla de lanchas de desembarco procedente
de Puerto Rico que llevaba los tanques y el equipo pesado de la expedición.
En todos los barcos, cientos de voces apasionadas se unieron para entonar a
coro canciones patrióticas.
El lunes 17 de abril, en la mañana del desembarco anfibio y el salto de los
paracaidistas, se autorizó a los aviones rebeldes a reanudar sus ataques con
bombas y ametralladoras. Los B-26 consiguieron infligir algunas bajas a una
columna de milicianos que marchaba hacia las playas, pero fueron derribados
de forma progresiva por los defensores, u obligados a realizar aterrizajes de
emergencia en la Gran Caimán británica, la selva nicaragüense o el mar. A las
13.20, en Nueva York, el Consejo Revolucionario Cubano emitió un boletín:
«Campesinos, trabajadores y milicianos se están uniendo al frente de la
libertad y ayudando al área de expansión ya liberada por el comando
revolucionario».
Los heroicos relatos de la lucha alrededor de la cabeza de playa han de ser
leídos con escepticismo, pues fueron diseñados para promover leyendas
rivales. Ninguno de los dos bandos parece haber demostrado mucho genio
táctico. El informe del Comité Taylor lamentó la forma en que los exiliados
cubanos «desperdiciaron la munición en tiroteos innecesarios, evidenciando la
falta de disciplina que suele caracterizar a las tropas en su primer combate».
[19] También criticó el «aparente letargo» de quienes debían descargar las

municiones y los suministros. Un agente de la CIA que rindió testimonio ante


el comité dijo que, en su opinión, en Playa Roja «no se luchó mucho». Nunca
fue verosímil esperar que una fuerza invasora pequeña, mal adiestrada y mal
equipada consiguiera hacer algo más que mantener un perímetro durante un
tiempo, incluso contando con las municiones y provisiones que resultaron
destruidas. Desde la playa, los jefes de la expedición mantuvieron feroces
discusiones con los barcos a través de la radio. San Román dijo: «Armamos
un gran escándalo, los mandábamos al infierno y les pedimos las cosas que
necesitábamos». Muchos aparatos de radio resultaron inservibles tras haber
entrado en contacto con el agua de mar, y eso dificultó el mando eficaz de la
fuerza. Tras la destrucción de dos barcos, el Houston y el Río Escondido, los
buques supervivientes huyeron a aguas internacionales, lo que selló
definitivamente la suerte de los invasores.
Los defensores eran mucho más numerosos y estaban mejor armados. El
general Max Taylor admitió que «la eficacia de las fuerzas militares de
Castro, así como la de sus medidas policiales, no se supo prever».[20] En la

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tarde del día 17, Fidel llegó para asumir personalmente el mando de la batalla.
Refuerzos de infantería, obuses de 122 mm, tanques T-34 y Stalin
transportados en camiones de plataforma llegaron a la zona en una procesión
constante. El 19 de abril, se lanzó una última oleada de ataques aéreos en
apoyo de los invasores. En contra de las órdenes del presidente, cuatro de los
cinco aviones que bombardearon objetivos en la isla estaban tripulados por
contratistas estadounidenses de la CIA. Uno de los pilotos diría más tarde ante
el Comité Taylor: «Cuando la situación se puso difícil, tuvimos problemas
incluso para hacer que [los cubanos] subieran a los aviones. El tercer día de la
invasión necesitamos varias horas para conseguir que algunas tripulaciones
[despegaran], y luego abortaron la misión».[21]
Entre el 18 y 19 de abril, algunos buques de guerra de Estados Unidos se
acercaron a la costa y los aviones de la flota realizaron repetidas misiones de
reconocimiento. Los oficiales de la armada esperaban recibir en cualquier
momento la orden de intervenir en apoyo de los atribulados invasores. En la
noche del miércoles 19, dos destructores estadounidenses intentaron
aproximarse aún más para evacuar a los supervivientes, pero se retiraron
después de que las fuerzas cubanas les dispararan. Pepe San Román y la
mayoría de sus camaradas se rindieron una vez que se agotó la munición, o
cuando sus focos de resistencia se vieron rodeados por las tropas de Castro.
Algunos fugitivos huyeron a los pantanos: Manuel Artime, por ejemplo,
permaneció en libertad durante trece días. Aunque se produjeron algunas
ejecuciones sumarias, el líder cubano prohibió a la milicia matar a los
prisioneros, probablemente porque previó su utilidad como propaganda y
arma de negociación, pero quizá también por temor a las represalias que el
fusilamiento de los exiliados pudiera desencadenar. Existen pruebas de que
Kennedy advirtió a La Habana a través de un canal extraoficial brasileño de
que Estados Unidos reaccionaría con severidad si se maltrataba a los
prisioneros.[22] Al final de la tarde del 19 de abril, los disparos habían cesado
por completo en el oeste de Cuba.
Las fotos tomadas por las victoriosas fuerzas de Castro dominaron las
portadas de la prensa internacional: playas en las que aún humeaban vehículos
carbonizados o hechos añicos y los cadáveres, las armas y el equipo
abandonado yacían esparcidos sobre la arena. La operación Zapata había
llegado a su fin. 67 miembros de la Brigada 2506 murieron luchando contra
los defensores, y unos cuarenta más perecieron en cautiverio o mientras
intentaban escapar al término de la batalla. Por su parte, el gobierno de La
Habana declaró que 176 soldados cubanos habían muerto en combate; los

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exiliados, no obstante, afirmaron que el número de los que habían perecido en
los ataques aéreos era mayor. También murieron en la contienda cuatro
aviadores y un paracaidista estadounidenses. Entre los centenares de
invasores ejecutados por el régimen después de terminados los combates se
encontraban dos estadounidenses contratistas de la CIA que habían sido
capturados tierra adentro. El hecho de que una proporción abrumadora de la
fuerza invasora acabara en las prisiones de la isla confirma que no se intentó
una sacrificada resistencia heroica, aunque es probable que la falta de
munición hiciera inevitable tal anticlímax.
Tiempo después, algunos de los directivos más veteranos de la CIA
explicaron, al menos en privado, el razonamiento de los jefes de la Agencia
que promovieron y orquestaron esta farsa. Estos confiaban en que, una vez
establecida una posición armada en la isla, por caótica que fuera, lograrían
chantajear a su propio presidente y forzarle a salvar la invasión con el poderío
militar de Estados Unidos. Más allá de la bajeza moral y la temeridad política
de semejante conducta, es probable que los halcones también estuvieran
equivocados en lo que respecta a los aspectos prácticos de la acción que
esperaban desencadenar. Si los buques de guerra y la aviación
estadounidenses hubieran intervenido, habrían infligido un gran número de
bajas a las fuerzas de Castro y causado una carnicería. Sin embargo, en
ausencia de un plan acordado de antemano para la subsiguiente invasión y
ocupación de la isla con tropas estadounidenses, es muy improbable que esa
intervención hubiera cambiado el resultado final de la operación Zapata.
Optar por reducir las pérdidas para Estados Unidos fue una tardía
demostración de sensatez por parte de Kennedy.
En Moscú, Nikita Jrushchov estaba tan desconcertado por las vacilaciones
de la Casa Blanca como los jefes de la CIA. En la tarde del 18 de abril, el
líder soviético, en una bravata dirigida a Washington, bramó que la URSS no
se quedaría de brazos cruzados mientras Estados Unidos atacaba a uno de sus
satélites. Lo cierto, sin embargo, era que esperaba que Washington terminara
lo que había empezado. Acabado el episodio le diría a su hijo: «No entiendo a
Kennedy. ¿Qué es lo que le pasa? ¿Es posible que en verdad sea tan
indeciso?».[23] Jrushchov preveía que los estadounidenses, en lugar de aceptar
el veredicto de playa Girón, iniciaran con rapidez su propia operación militar,
como él mismo lo hizo en Hungría. Washington podía inventarse que Cuba
había atacado la base de Estados Unidos en la bahía de Guantánamo y
comenzar una ofensiva en «defensa propia» que, según las predicciones del
alto mando soviético, apenas necesitaría unos pocos días para barrer a la turba

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castrista. Dada la situación, el fiasco de la bahía de Cochinos y la resignada
aceptación de la derrota por parte de Kennedy reafirmaron a Jrushchov en su
creencia de que el joven presidente estaba verde y era débil y, por tanto,
podría intimidársele con facilidad. Esto contribuyó a consolidar en el Kremlin
una mentalidad que resultaría clave en los hechos que tendrían lugar un año
después.
Un pequeño número de invasores que consiguieron huir de las playas
fueron rescatados en alta mar por la armada estadounidense. Otros 22
partieron en un velero rumbo a Florida, a donde llegaron tras pasar trece días
en el mar; solo doce sobrevivieron a la travesía. Todos los brigadistas
supervivientes albergaban una profunda rabia contra Estados Unidos, que los
había incitado a embarcarse en esa gran aventura patriótica para luego
traicionarlos. Entre tanto, los cubanos se regodearon clasificando a sus
prisioneros, entre los que había, según informaron, un centenar de
latifundistas, 67 propietarios arrendadores de inmuebles, 35 industriales, 112
comerciantes, 179 acomodados y 194 exmilitares de la dictadura. Algunos de
los exiliados capturados, así como un número desconocido de sospechosos
locales (cientos, sin duda), fueron ejecutados en los días posteriores a la
invasión.
Tras pasar veinte meses de prisión, 1.113 cautivos recuperaron la libertad
después de que Estados Unidos pagara su rescate. Las sumas convenidas
fueron de quinientos mil dólares por cada uno de los líderes de la expedición,
cien mil por los oficiales de mayor rango, cincuenta mil por los subalternos y
25.000 por el resto. En total, Estados Unidos pagó 53 millones de dólares en
alimentos y suministros médicos, en teoría procedentes de fuentes privadas,
no del gobierno, por la liberación de los prisioneros. El régimen permitió que
un millar de personas dependientes de ellos que aún se encontraban en la isla
los acompañaran al exilio. Castro se desplazó hasta la prisión para informar
en persona a los brigadistas de su traslado en avión a Miami. Pepe San Román
le preguntó si no sería peligroso para el régimen liberarlos. Castro le
respondió con desdén: «Ninguno de ustedes va a volver. Pero si lo hacen, me
tiene sin cuidado si vienen con otros mil. No habrá ninguna diferencia».[24] El
líder cubano tenía razón. Mientras que antes de la operación Zapata el
régimen de La Habana había tenido que hacer frente a una seria oposición
interna, después de la fallida invasión prácticamente dejó de existir. Muchos
cubanos que odiaban a Castro huyeron de la isla, y los que se quedaron
aceptaron su dominio.

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En cuanto a las reacciones en Estados Unidos, el destacado activista Todd
Gitlin, que entonces estudiaba en la Universidad de Harvard, escribió: «Los
disidentes de Harvard la tomaron con la administración Kennedy como un
asunto personal. Para los docentes socialdemócratas y liberales de izquierda,
la invasión de bahía de Cochinos no era solo un crimen, sino una violación
del contrato implícito que vinculaba a John F. Kennedy con Harvard», la
institución en la que el mandatario se había graduado en 1940.[25] Un editorial
del New York Times comentó: «A nuestros amigos les parecemos tontos; a
nuestros enemigos, granujas; y al resto, incompetentes». A propósito de la
operación Zapata, McGeorge Bundy dijo: «Subestimé demasiado el costo del
fracaso».[26] El 25 de abril, en una sesión informativa a micrófono cerrado, un
periodista le preguntó a Kennedy si estaba disfrutando de la presidencia
después de tres meses en el cargo. La pregunta, así como la compungida
respuesta, suscitó risas entre los presentes: «Bueno, me estaba gustando
mucho más hace nueve días». La réplica aprovechaba con destreza una
demostración de franqueza para restar importancia a lo que, en realidad, había
sido un error de juicio inmenso por parte del mandatario.
El 26 de abril, un artículo de primera plana del New York Herald Tribune,
basado en declaraciones extraoficiales de Allen Dulles, señalaba que «la CIA
insiste en que la información con que contaba era precisa y su análisis
correcto. Desde este punto de vista, el fracaso no se debió a un error de
cálculo del servicio de inteligencia, sino a un fallo militar: la incapacidad de
las fuerzas anticastristas para mantener la cabeza de playa». Dulles también
intentó responsabilizar a la administración por su negativa a autorizar un
apoyo aéreo contundente, y subrayó que el Pentágono había respaldado los
planes de invasión. El jefe de la CIA concluía que «la posibilidad de un
levantamiento popular contra Castro no se ha puesto en realidad a prueba,
pues para que las deserciones puedan producirse tiene que haber un área
ocupada ya disponible». En otras palabras: era realista confiar en que el apoyo
local a Castro comenzara a desmoronarse una vez que la oposición, es decir,
los exiliados, controlara una parte de la isla, cosa que no había llegado a
hacer.
Como cabía esperar, el informe secreto sobre la operación Zapata,
encargado por la Casa Blanca para consumo interno de la administración y
elaborado por el asesor militar personal de Kennedy, el general Maxwell
Taylor, exoneró al presidente al atribuir el fracaso a la equivocada creencia de
que una operación de tal envergadura «podía negarse de forma verosímil». El
secretario de Estado Dean Rusk, en cambio, culpó del desastre directamente a

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la CIA por lanzar una «operación con un presupuesto tacaño dirigida por
aficionados», lo cual era una descripción más o menos acertada de lo
ocurrido.[27] El prestigio público de Dulles como jefe de inteligencia, que se
remontaba a la segunda guerra mundial, siempre estuvo muy por encima de
sus habilidades, sus logros y su criterio.
Kennedy, escarmentado tras haberse visto obligado a cargar con el muerto
sin poder dar cuenta abiertamente de la idiotez de sus asesores profesionales,
dijo con resignación al secretario de Prensa Pierre Salinger: «¿Qué podría
haber dicho para mejorar en algo la situación? ¿Que nos llevamos la paliza de
nuestras vidas? ¿Que la CIA y el Pentágono son estúpidos?». Por razones de
seguridad nacional, el New York Times había evitado de forma deliberada
publicar que conocía el plan de la invasión antes de que esta se produjera. No
obstante, el presidente confesaría luego al propietario del periódico que le
habría gustado que la prensa «hubiera publicado artículos que revelaran con
gran detalle lo que el gobierno de Estados Unidos se disponía a hacer», pues
semejante puesta al descubierto quizá lo habría «inducido a cancelar toda la
operación».
Antes de abril de 1961, los Kennedy no parecen haber abrigado por Cuba
ninguna clase de pasión personal, en uno u otro sentido. La fallida invasión,
sin embargo, transformó a los hermanos, que pasaron a odiar con intensidad a
Castro. Este dictador de pacotilla había propinado al gobierno de Estados
Unidos una humillación extraordinaria que el presidente y su hermano nunca
le perdonarían. Poco después de la debacle, un funcionario de la
administración habría comentado con pena que había países a los que
probablemente era «imposible salvar del comunismo: tendremos que
acostumbrarnos a ello».[28] El escritor que refiere este testimonio observa que
su fuente «parecía conmocionada por lo ocurrido en Cuba». No obstante, ese
espíritu de resignación o conformidad no fue el que prevaleció en la Casa
Blanca, donde a partir de entonces imperó un sentimiento anticastrista; en
palabras de un historiador de la CIA, el líder cubano se convirtió en «una
obsesión tanto para los hermanos Kennedy como para algunos funcionarios
de la CIA. Las respuestas de los Kennedy estuvieron animadas en parte por
un deseo de ajustar cuentas».
Arthur Schlesinger anota que en lo referente a la política hacia Cuba
Robert Kennedy «tomó la delantera».[29] Inmediatamente después del fiasco
de la bahía de Cochinos, el fiscal general instó a su hermano a duplicar la
apuesta contra Castro: «Ha llegado el momento de la confrontación decisiva,
pues en uno o dos años la situación será muchísimo peor. Si no queremos que

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Rusia instale bases de misiles en Cuba, es mejor que decidamos ahora qué
estamos dispuestos a hacer para detenerlo».[30] A fines de noviembre de 1961,
el presidente firmó una orden secreta en la que autorizaba a la CIA a «utilizar
los recursos disponibles… para ayudar a Cuba a derrocar al régimen
comunista». Para implementar los deseos del mandatario, la Agencia creó el
«Grupo de trabajo W». La tarea de supervisar la que se bautizó como
operación Mangosta recayó en Robert Kennedy, aunque resulta difícil
entender en qué sentido la eliminación de Castro encajaba dentro de sus
responsabilidades al frente del Departamento de Justicia. El nombramiento
sencillamente subrayaba cuán personal se había tornado la confrontación con
el líder cubano. El jefe entrante de la CIA, John McCone, nombró a Richard
Helms como su «hombre para Cuba».
La administración Kennedy rechazó la rama de olivo que le tendió el
régimen de La Habana en agosto de 1961. El Che Guevara se reunió en
Uruguay con el asesor presidencial Richard Goodwin y le propuso un trato: el
gobierno cubano daría marcha atrás en su acercamiento a Moscú y pagaría
una compensación a los estadounidenses a los que se les habían confiscado
bienes en la isla, si Estados Unidos aceptaba un modus vivendi con la
revolución socialista.[31] Cuando Goodwin informó sobre esta conversación a
la Casa Blanca y, específicamente, a Kennedy y Bundy, estos ni siquiera se
dignaron responder a la asombrosa propuesta del Che.
En enero de 1962, en una reunión en su despacho con los encargados de
implementar la operación Mangosta, Robert Kennedy sostuvo que el cambio
de régimen en Cuba era el principal objetivo de la política exterior de la
administración, una afirmación ridícula, tanto más de haber sido cierta. Según
Richard Helms, el fiscal general presionaba de forma implacable para que se
llevaran a cabo acciones en Cuba. No obstante, mucho tiempo después, el
hombre de la CIA admitiría: «Por ambiciosos que fueran, nuestros esfuerzos
de sabotaje nunca llegaron a causar nada más que pequeñas molestias. La idea
de que era posible crear una resistencia clandestina en la isla siguió siendo un
mito romántico e inalcanzable». En ocasiones, el presidente dijo arrepentirse
de no haber nombrado a su hermano director de la CIA.[32] Sin embargo, de
haberlo hecho, Bobby habría tenido que cargar con la responsabilidad directa
de algunos disparates desastrosos de la Agencia, tanto en el Sureste Asiático
como en Cuba.
En la mañana siguiente al fracaso de la bahía de Cochinos, el presidente le
dijo a Walt Rostow que el Reino Unido llevaba años traumatizado por el
fracaso de su invasión de Egipto en 1956, y que otro tanto podía decirse de

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Francia tras su larga sangría en Argelia, «pero el Reino Unido y Francia
representan el 6 o el 7 % del mundo libre. Estados Unidos, en cambio,
representa el 70 % del mundo libre y, por tanto, no podemos permitirnos un
síndrome de Suez o un síndrome de Argelia».[33] Unos días después, Arthur
Schlesinger estaba entre los invitados a un desayuno en la mansión de la Casa
Blanca, en el que Mac Bundy le recordó al presidente que el historiador se
había opuesto a la operación Zapata. Esto propició uno de esos destellos de
ingenio que caracterizaban al mandatario. Kennedy anotó que los dos textos
en los que Schlesinger exponía sus objeciones lucirían muy bien cuando
escribiera su inevitable libro sobre la administración. A continuación aludió,
quizá solo medio en broma, al espectro de una presidencia de un solo
mandato: «Será mejor que no publique ese memorando mientras yo esté
vivo… Y tengo un título para su libro: Kennedy: The Only Years».[34]
Sin embargo, de manera pertinaz, el pueblo estadounidense parecía
aplaudir cualquier intento de derrocar a Castro, incluso un fiasco como la
operación Zapata: después de la fracasada invasión, la popularidad de
Kennedy en las encuestas se disparó. Por lo demás, los problemas del 35.º
presidente de Estados Unidos con sus barbudos vecinos caribeños no habían
hecho más que empezar. En 1558, después de ser testigo de la pérdida del
último bastión inglés en el continente europeo, la reina María de Inglaterra
dijo que cuando muriera «encontraréis Calais inscrito en mi corazón». John F.
Kennedy podría haber dicho lo mismo sobre Cuba, el pequeño país tropical
con el que, para bien y para mal, su presidencia estaría ligada para siempre.

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1
Cuba libre

1. LA COLONIA ESTADOUNIDENSE

Era calurosa. Con frecuencia húmeda. Verde y exuberante hasta extremos


fabulosos. A los cubanos, un pueblo sumamente orgulloso, les gusta recordar
a los extranjeros, y en especial a los estadounidenses, que cuando Cristóbal
Colón «descubrió el Nuevo Mundo» en 1492, no puso un pie en el Estados
Unidos continental, sino que exploró las Bahamas y Cuba. A partir de
entonces, y durante más de trescientos años, la isla se convirtió, gracias a una
privilegiada ubicación geográfica entre el Caribe y la corriente del Golfo, en
un puerto importantísimo por el que pasaban casi todos los barcos que
conectaban el continente europeo y las posesiones americanas del imperio
español. A finales del siglo XVIII, el ruso Fiódor Karzhavin, un apasionado
defensor de la independencia estadounidense, recorrió la isla, entonces bajo
soberanía española, y escribió acerca de sus pobladores: «Su conducta refleja
ensoñación y melancolía. Su extrema pereza hace que resulte casi imposible
convencerlos de que presten algún servicio a un europeo. Es increíblemente
peligroso insultarlos de cualquier manera, pues tienen una capacidad ilimitada
para cobrarse venganza». El comercio de esclavos no se abolió hasta 1886. En
1895, mientras el país luchaba por la independencia, el joven teniente
Winston Churchill visitó La Habana durante unas semanas para hacer turismo
de guerra: «Me sentí como si hubiera navegado con el capitán Silver y
contemplado la isla del tesoro», escribió más tarde. «Cuba es…
encantadora… Los españoles acertaron al llamarla “la perla de las Antillas”.
Se trata de un lugar en el que cualquier cosa puede pasar».[1] En el siglo XX
Nicolás Guillén, el poeta nacional cubano, describió su tierra natal como «un
largo lagarto verde, / con ojos de piedra y agua».

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El pueblo estadounidense abriga el mito de que, a diferencia de las viejas
potencias europeas, su país nunca ha sido imperialista. Lo cierto, por
supuesto, es que su imperio comenzó en su propio continente, donde con una
crueldad que habría impresionado a los conquistadores españoles acabaron
casi por completo con la población nativa. Estados Unidos gobernó Filipinas
a lo largo de más de medio siglo y dominó América Latina durante mucho
más tiempo. «Estas islas», escribió John Quincy Adams en 1823 a propósito
de las Antillas, «son apéndices naturales del continente norteamericano, y una
de ellas, casi a la vista de nuestras costas, se ha convertido en un objeto de
trascendental importancia para los intereses comerciales y políticos de nuestra
Unión». Esa isla, un territorio un poco más pequeño que Pensilvania,
proporcionó a Theodore Roosevelt el escenario que le granjeó una de las
reputaciones militares forjadas con más rapidez de la historia el 1 de julio de
1898, cuando en la batalla de las lomas de San Juan lideró a los Rough Riders
(los «jinetes duros», un regimiento de caballería formado por voluntarios)
contra las fuerzas españolas. A finales de ese mismo año, Cuba consiguió
independizarse por completo de España, aunque no de Estados Unidos. En su
magistral historia de la política exterior de Estados Unidos, Robert Kagan ha
escrito que la guerra hispano-estadounidense fue un acontecimiento decisivo
en la creación de la imagen que el país moderno tiene de sí mismo «como la
vanguardia de la civilización que marca el rumbo contra las naciones y los
imperios atrasados y bárbaros» del pasado.[2]
A los yanquis del siglo XX les encantaba Cuba, la preferían a toda la parte
sur del continente americano, si bien deploraban la tendencia de su gente a
desafiar, cuando no estaba bailando, la interpretación de Washington de lo
que más le convenía. La Habana es el lugar al que Sky Masterson lleva a la
hermana Sarah para seducirla en Ellos y ellas. Fulgencio Batista, el dictador
de la nación en la década de 1950, vendió las licencias de juego a la mafia
estadounidense a cambio de que cada mes se le enviara a su despacho una
maleta de dinero en efectivo de tales dimensiones que hoy pagaría exceso de
equipaje en cualquier aerolínea. En una ocasión, el Steve Allen Plymouth
Show de la cadena NBC se transmitió en vivo desde el Riviera, con el famoso
presentador exhibiendo el vínculo del hotel con un célebre miembro del
crimen organizado: «Aquí estamos en La Habana, hogar de la piña y de
Meyer Lansky». Por su parte, el escritor británico William Somerset
Maugham la encontró «sencillamente igual a Atlantic City». Cuba fue
también la residencia predilecta de Ernest Hemingway, un fanfarrón bigotudo,
esposo serial y ganador del premio Nobel de Literatura, que escribió novelas

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sobre tauromaquia, guerreros condenados y pescadores condenados y gozaba
de una enorme admiración incluso entre los comunistas rusos. Graham
Greene, otro escritor que pasó por la Cuba de la década de 1950, tituló
Nuestro hombre en La Habana (1958) una de las mejores novelas satíricas
jamás escritas sobre el mundo del espionaje.
Si vivías en Sioux Falls, Dakota del Sur, o incluso en Tarrytown, Nueva
York, la isla encarnaba un exotismo que era difícil de encontrar en tu
vecindario y, además, era un gran lugar para hacer cosas que no te gustaría
que te sorprendieran haciendo en casa. Los estadounidenses ligaron su
obsequio de la independencia a un apéndice legislativo conocido como la
Enmienda Platt, que otorgaba a Washington licencia para ejercer la autoridad
en Cuba siempre que sus propios intereses estuvieran en juego: «Que el
Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos puedan ejercitar el
derecho de intervenir… Que todos los actos realizados por los Estados Unidos
en Cuba, durante su ocupación militar, sean tenidos por válidos y ratificados».
En 1934, la Enmienda Platt sería reemplazada por un nuevo Tratado de
Relaciones bilateral, pero la situación apenas cambió: mientras que Estados
Unidos mantenía derechos de propietario, el gobierno de la nación era un
mero arrendatario facultado para sacar provecho de los casinos y las
concesiones eléctricas. Los campesinos cubanos, entre tanto, siguieron yendo
descalzos. Ya en 1898, ningún guerrillero local había sido invitado a las
celebraciones de la victoria estadounidense en La Habana. Teddy Roosevelt
quizá hubiera oído hablar de José Martí, el poeta y político muerto durante el
levantamiento de 1895, el mártir de la lucha por la independencia del que más
orgullosos estaban los cubanos, pero es seguro que muy pocos de sus
compatriotas lo habían hecho.
El revolucionario más famoso de la isla (o, según el punto de vista, el más
infame) era un descendiente espiritual de esos insurgentes cubanos. El Año
Nuevo de 1959 fue testigo del triunfo de una superestrella guerrillera cuando
sus seguidores —«los barbudos»— irrumpieron en La Habana tras la abrupta
huida del presidente Batista. La presentación de Fidel Castro al público
estadounidense corrió a cargo del promotor más talentoso de la televisión. El
11 de enero, como cada semana, cincuenta millones de espectadores
sintonizaron sus televisores para ver The Ed Sullivan Show. Ese día, el
hombre que había vendido a Elvis a la clase media estadounidense, y que
pronto haría lo mismo con los Beatles, les presentó a su nuevo vecino
caribeño.[3]

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Sullivan comenzó el programa contando a los televidentes que estaban a
punto de conocer a «un maravilloso grupo de jóvenes revolucionarios».
Castro, que entonces tenía treinta y dos años, habló en inglés e hizo hincapié
en su catolicismo y su afición por el béisbol. Después de abrazar al precoz
líder cubano, Sullivan se dirigió a su audiencia: «Este es un joven excelente,
un joven muy inteligente, y con la ayuda de Dios y nuestras oraciones, y con
la ayuda del gobierno estadounidense, conseguirá [para Cuba] la clase de
democracia que toda América debería tener». En su entusiasmo por Castro, el
presentador estaba lejos de encontrarse solo. Decenas de periodistas y
estrellas, desde Ed Murrow hasta Errol Flynn, actuaron de forma similar. La
isla se llenó de turistas estadounidenses deseosos de conocer la Revolución
por sí mismos.
Luego, de repente, el hechizo se rompió. En cuestión de meses, la
administración Eisenhower y la mayoría del pueblo estadounidense
resolvieron que el revolucionario fumador de puros era un enemigo público.
Aferrándose a un hábito que se había tornado adictivo, Washington pretendió
arrogarse el derecho de decidir quién y cómo debía dirigir Cuba y resolvió,
animado por la nacionalización de una serie de empresas estadounidenses,
que no podía ser Fidel Castro. A partir de entonces, y en grado considerable
hasta bien entrado el siglo XXI, la destitución o asesinato del líder de uno de
los países menos poderosos del mundo se convirtió en uno de los principales
objetivos de la política estadounidense. Y casi nadie en Washington consideró
que hubiera nada de irracional o insolente en llegar a semejante conclusión y
pretender obrar de acuerdo con ella.

La causa fundamental del distanciamiento irreversible entre Castro y el


pueblo estadounidense en 1960 fue que los monstruosos excesos cometidos
por Batista con el auspicio de Estados Unidos favorecieron que la revolución
buscara de forma sistemática borrar todo lo relacionado con el antiguo
régimen, incluida la floreciente clase media del país. En la década anterior,
Cuba había registrado el tercer ingreso per cápita más alto de América Latina.
En 1958 ocupaba el quinto lugar en producción manufacturera y el primero en
distribución per cápita de automóviles y radios. Y tampoco se quedaba atrás
en educación, alfabetización y servicios sociales. No obstante, existían
enormes disparidades en la distribución de la riqueza entre blancos y negros,
así como entre la ciudad y el campo. Según un informe del Banco Mundial,
entre el 30 y el 40 % de los niños de la isla sufrían desnutrición, cifras que en

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las zonas rurales podían alcanzar el 60 %. Nacida en 1930, Conchita Alfonso
era hija de inmigrantes españoles que trabajaban en La Habana para los
famosos grandes almacenes El Encanto. La mayor parte del personal vivía en
los dormitorios de las plantas superiores, y su padre se había visto obligado a
pedir el consentimiento del propietario español de la empresa para casarse.
La abrumadora mayoría de las ganancias del país se exportaba a
inversionistas de Estados Unidos o se concentraba en las clases alta y media
cubanas. Las exportaciones de azúcar, frutas y cigarros arrojaban cuantiosos
beneficios, la mayor parte de los cuales iban a parar a las compañías
estadounidenses que controlaban las empresas de servicios públicos y la
telefonía del país, las refinerías de petróleo y las fábricas de azúcar, entre
muchas otras cosas. Los extranjeros poseían el 70 % de la tierra cultivable de
la isla. Muchos cubanos culpaban de sus problemas a los yanquis, que eran
los que decidían casi todo lo que sucedía en La Habana. «Tenemos la
responsabilidad de mantener el orden en el hemisferio», dijo sin disculparse
Adolf Berle, subsecretario de Estado de 1938 a 1944, uno de los especialistas
en América Latina más veteranos de Washington.[4]
Juan Melo, nacido en 1941 en una familia campesina, creció en una casa
con el habitual techo de hojas de palma, pero que podía presumir del
refinamiento de un piso de cemento; sus padres, además, eran lo bastante
afortunados para tener un aparato de radio, que los vecinos venían a escuchar
todas las noches. La moralidad era muy importante para esta gente harapienta.
Durante su infancia en Calimete, el pequeño Máximo Gómez tuvo que hacer
grandes esfuerzos para convencer a sus padres de que lo dejaran ir a ver las
películas mexicanas protagonizadas por sus estrellas favoritas —actrices
como Ana Luisa Peluffo, Mapita Cortés, Christiane Martel—, pues el cine
local estaba al lado del prostíbulo. La gran mayoría de los cubanos cocinaban
con leña o carbón. Melo, que tuvo la suerte de poder educarse, abrazó en la
adolescencia la literatura y la doctrina marxistas y rechazó como propaganda
anticomunista tanto los tebeos infantiles de superhéroes como el Reader’s
Digest. Odiaba al gobernante de Cuba.
Fulgencio Batista había empezado a tener una influencia significativa en
el destino de Cuba con el golpe de Estado de 1933, la conocida como
«revuelta de los sargentos». El militar alcanzó luego la presidencia en 1940 y
la abandonó cuatro años más tarde tras perder las elecciones, momento en el
que se retiró a un cómodo y seguro exilio en Florida. Regresó al poder ocho
años después mediante un nuevo golpe de Estado, para el que no tuvo
oposición, y convirtió su segunda presidencia en uno de los negocios más

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lucrativos de América Latina: solo sus tratos con Meyer Lansky le reportaban
1.250.000 dólares mensuales. Entre tanto, sus escuadrones de la muerte
recorrían el país asesinando cada año a cientos de enemigos del régimen
reales o supuestos. La corrupción se institucionalizó. Los privilegiados se
jactaban de tener una «botella», a saber, un cargo en el gobierno por el que
cobraban, pero no trabajaban. Estados Unidos brindó al régimen un apoyo
casi incondicional, ayuda militar incluida. En el extremo oriental de la isla se
encontraba la base naval de la bahía de Guantánamo, 117 kilómetros
cuadrados de tierra y agua cubanas que Estados Unidos dice tener en arriendo,
pero que en la práctica se ha anexionado. Esto no es menos imperialista que
las «bases soberanas» del Reino Unido en Chipre; los enclaves españoles en
Marruecos; o Kaliningrado, en el Báltico, anexionada a la Unión Soviética
por Stalin en 1945 y en la actualidad parte de la Federación Rusa. En el
perímetro alambrado de Guantánamo había una puerta estadounidense,
vigilada por marines estadounidenses, y, al otro lado, una puerta cubana,
custodiada por soldados del régimen.
Los cubanos blancos más distinguidos y ricos de la capital enviaban a sus
hijos a una escuela estadounidense local, la Academia Ruston. Uno de sus
alumnos fue Manuel Yepe, nacido en 1936, cuyos padres dirigían una exitosa
empresa turística (los clientes eran estadounidenses en su abrumadora
mayoría): «Cuando terminabas en Ruston, sabías más de Estados Unidos que
de Cuba».[5] La academia cobraba a sus estudiantes una mensualidad de 75
pesos; las escuelas municipales, en cambio, cobraban solo dos pesos. Sin
embargo, el precio se justificaba por las conexiones que podían hacerse, sobre
todo con la familia Batista, cuyos hijos estudiaban allí. Otra exalumna, Marta
Núñez, observa con cierta malicia que «ahí era donde toda las bitonguitas
[burguesas] mandaban a sus hijos».[6]
Pese a sus orígenes privilegiados, Yepe, como muchos otros miembros de
su generación, se unió al movimiento revolucionario tras ingresar en la
Universidad de La Habana, donde se empapó de literatura idealista. Sesenta
años después todavía podía con orgullo citar de memoria un pasaje del
filósofo socialista José Ingenieros, que había aprendido en su época de
estudiante: «Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el
ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la
mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada,
capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se
reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría bazofia humana».

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Yepe comenta: «En esos días, esto era para nosotros un catecismo. Nos unía
la convicción de que Batista tenía que irse».
La mayoría de los siete millones de habitantes que entonces tenía Cuba
odiaban al presidente y sus patrocinadores extranjeros. Con todo, antes de
convertirse en una figura de fama mundial pese a representar a un Estado sin
importancia, el hombre que lo derrocó creció como un privilegiado. Fidel era
hijo de Ángel Castro, un inmigrante gallego de origen humilde que había
conseguido hacerse rico en la isla, donde tenía una gran plantación de caña de
azúcar, y de una sirvienta que le dio siete hijos antes de que él se casara con
ella en segundas nupcias. Nacido en 1926, el niño era el único alumno de su
escuela primaria que podía presumir de tener zapatos. Grande, fuerte,
brillante, rebelde, obstinado y propenso a los berrinches, su padre le envió
luego a un elegante internado jesuita en Santiago, donde lo apodaron «el
Loco» por sus disparates, entre los que destacó lanzarse a toda velocidad en
bicicleta contra un muro para ganar una apuesta, lo que le valió una
conmoción cerebral.
Le encantaba el campo, en especial la montaña, y era un buen jinete.
Además, se le daban bien las armas. Un amigo de juventud, el estadounidense
Jack Skelly, cuenta que se encontraba un día nadando en la playa, en un club
cerca de Guantánamo, cuando oyó los repetidos chasquidos de un arma de
fuego y vio pequeñas ondas formándose a su alrededor. Tras dar media vuelta
con rapidez para mirar a la orilla, descubrió a Fidel sentado en el porche de
una casa con un cigarro en la boca y una carabina calibre .22 en la mano: «¡Te
la voy a pelar, americano!», le gritó entre risas.[7] Semejante broma solo podía
salir bien en un lugar salvaje entre jóvenes asilvestrados. Obstinado y
decidido, Fidel era, como muchos hombres muy altos (medía más de metro
noventa), algo descoordinado. Como estudiante, era perezoso, pero poseía una
memoria fotográfica. Sociable y dominante por naturaleza, sentía curiosidad
por todo, si bien prefería la acción a la reflexión; tenía vocación de líder.
Desde una edad temprana, se mostró convencido de la grandeza que le
aguardaba en el futuro; podía pasar horas haciendo ejercicios de oratoria
frente al espejo y se entusiasmaba por las leyendas de Alejandro Magno y
Julio César. A los trece años, intentó organizar una huelga entre los
trabajadores de su padre para que exigieran mejoras salariales. Pese a ello,
apenas unos años después el indulgente Ángel le obsequiaría un automóvil
Chevrolet (un símbolo de riqueza incalculable en la sociedad cubana) y
accedería a que el adolescente obsesivo, desenvuelto y locuaz (no paraba de
hablar) estudiara Derecho en la Universidad de La Habana. Una vez

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matriculado, Fidel desatendió las clases en favor de la política radical. Como
líder estudiantil, viajó bastante por Suramérica haciendo proselitismo contra
el imperialismo estadounidense. Una de sus virtudes era que trataba a todas
las personas por igual, sin importar si eran príncipes o mendigos. Sin
embargo, al igual que muchos revolucionarios, desarrolló una reverencia
exagerada por un campesinado idealizado, acompañada de un desdén por la
burguesía de la que él mismo provenía.
En 1949, a los veintitrés años, terminó la carrera de Derecho y se casó con
una compañera de la universidad, Mirta Francisca de la Caridad, hija de una
prominente familia de la isla. Fidel se jactaba de haber asistido a la ceremonia
eclesiástica armado con una pistola, en caso de que la policía secreta de
Batista fuera a por él. Sea o no cierta, la anécdota refleja su afición a
teatralizar su propia biografía. El regalo de bodas del condescendiente padre
del novio fue la suma de diez mil pesos cubanos, el equivalente a cien mil
dólares en la actualidad. La pareja gastó la mayor parte de ese dinero en una
prolongada luna de miel en Estados Unidos, que incluyó un idilio de tres
meses en Nueva York y abundantes paseos a bordo de un deslumbrante
descapotable Lincoln. La ciudad le encantó a Fidel, sin aplacar la indignación
que le provocaban la segregación racial sureña y el modo en que los yanquis
trataban a su país.
Si bien responsabilizar a Estados Unidos de todos los males de Cuba,
como hacían Castro y muchos de sus compatriotas, era exagerado (pocas islas
del Caribe estaban en mejor situación), es indiscutible que las corporaciones
estadounidenses controlaban las principales industrias de la isla. Si en La
Habana gobernaban brutos e incompetentes, lo hacían con el beneplácito de
Washington. Si los mafiosos controlaban los casinos, eso solo era posible con
la aquiescencia del gobierno estadounidense. «El pueblo y yo somos los
dictadores», anunció un triunfal Batista cuando regresó al poder en marzo de
1952. Washington reconoció de inmediato el nuevo régimen, al que se
ofrecieron armas e instructores militares especializados en contrainsurgencia.
En esa época, cuando el senador por Wisconsin Joseph McCarthy era uno
de los peces gordos del Capitolio, desde donde dirigía de forma obsesiva su
cruzada anticomunista, la preocupación general del gobierno de Estados
Unidos era combatir la peste vírica de la revolución, en particular en
Latinoamérica. El presidente entrante, Eisenhower, prometió apoyar a todos
los regímenes que contribuyeran a ese objetivo, con lo que quienes se oponían
a los dictadores anticomunistas del continente pasaron a convertirse también
en enemigos de Estados Unidos. Batista, cuyo nombre era sinónimo de

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corrupción y crueldad, se entregó sin vergüenza a una vida de lujo mientras
sus escuadrones de la muerte recorrían las calles persiguiendo a los
opositores. Se relajaba jugando a la canasta y viendo películas de terror en el
cine que tenía en su mansión a las afueras de La Habana, consciente de que
gozaba de la protección del único padrino que importaba, el embajador de
Estados Unidos, con el que con frecuencia jugaba a las cartas.
Entre tanto, el estilo de vida de Fidel se caracterizaba por una
irresponsabilidad casi descarada. Como abogado, buscó proporcionar a los
pobres asistencia legal, pero desatendió por completo sus obligaciones con
Mirta y el niño hijo de ambos, que pasaron a depender del apoyo económico
de sus familiares para no caer en la miseria. Castro y sus amigos se
convirtieron en un grupo muy unido. Vivían en una atmósfera no muy
diferente de la de los radicales de la costa oeste de Estados Unidos a fines de
la década de 1960. Hijos de la clase privilegiada en su mayoría, alimentaban
fantasías de violencia y revolución cautivados por la personalidad de Fidel, el
líder indiscutible de «el Movimiento». Hay cierto consenso entre los
contemporáneos de Castro en que por esa época su interés por la ideología,
marxista o de otro tipo, era nulo: su única preocupación era derrocar a Batista
y hacerse con el poder.
El 26 de julio de 1953 Fidel, su hermano menor Raúl y 160 de sus amigos
y compañeros en el Movimiento intentaron asaltar el Cuartel Moncada en
Santiago de Cuba, una importante fortaleza militar, sede de un regimiento con
un millar de efectivos. Era la última noche del carnaval que todos los años se
celebra en la ciudad: los rebeldes preveían que en el momento del ataque los
soldados estarían durmiendo la mona. Estaban equivocados. Tan pronto
comenzaron los disparos alrededor de las puertas, las campanas de alarma
sonaron en todo el cuartel. La mayoría de los asaltantes huyeron en medio de
la confusión, algunos se refugiaron en un hospital cercano, donde no tardaron
en ser identificados, capturados y fusilados por militares vengativos. Aunque
solo ocho rebeldes murieron en el tiroteo inicial, el ejército de Batista ejecutó
a 25 de los que se rindieron (solo cinco de los que se entregaron
sobrevivieron). Fidel, por su parte, fue captado mientras dormía en una choza
campesina junto a trece compañeros, incluido Raúl, nacido en 1931, un
revolucionario tan apasionado y comprometido como su hermano, aunque 16
centímetros más bajo que él. Este grupo tuvo la suerte de caer en manos de un
oficial compasivo, que evitó que sus hombres les dispararan sin más.
Esposado en un camión del ejército, asombrado de estar aún con vida, Castro
le preguntó al teniente al mando de la patrulla por qué no los habían matado.

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Pedro Manuel Sarría, un afrocubano de cincuenta y tres años, dijo: «Yo no
soy de esa clase de hombres, muchacho». Se cuenta que Ángel, el padre de
Castro, un personaje famoso por su carácter reservado, rompió a llorar cuando
se enteró de que dos de sus hijos habían encabezado el asalto al Cuartel
Moncada.
Fidel pasó más de dos meses en una celda de aislamiento antes de
comparecer ante el tribunal encargado de sentenciarle en un juicio farsa
celebrado en un hospital cerca del cuartel. El alegato de autodefensa que a lo
largo de dos horas expuso en esa ocasión se convertiría luego en un texto
sagrado para los revolucionarios (Castro refinó considerablemente sus
palabras entre su pronunciamiento original y su posterior publicación). El
líder rebelde citó a Thomas Paine, a Jean-Jacques Rousseau y a Balzac para
apoyar la tesis de que resistirse a la tiranía de Batista era un deber de todo
cubano y concluyó de forma enérgica: «Condenadme, no importa. La historia
me absolverá». Se le condenó a quince años de prisión, mientras afuera, en la
calle, sus simpatizantes le vitoreaban.
El asalto al Cuartel Moncada había sido una chapuza, pero puso a Fidel en
el mapa. La historiadora cubanoestadounidense Ada Ferrer ha escrito: «La
mayoría de los cubanos no habían apoyado el ataque al cuartel, no sabían
nada acerca de los atacantes y desconocían sus objetivos específicos. Pero la
respuesta del gobierno, que ya era muy impopular, fue tan desmedida y brutal
que la simpatía de la opinión pública gravitó de inmediato hacia los jóvenes
rebeldes».[8] En todo el mundo, Castro se convirtió en el rostro visible de la
oposición a Batista, que no se atrevió a ejecutarlo. En su violencia y
rapacidad, el régimen era un ejemplo típico de las dictaduras que Estados
Unidos respaldaba (y que su propio pueblo y el resto del mundo solo podían
ver con repugnancia y odio). No obstante, no fue lo bastante eficaz a la hora
de suprimir la disidencia. Con todo, de no haber sido por la crueldad, la
corrupción y la incompetencia de su gobierno, es posible que Batista hubiera
conseguido perpetuarse en el poder gracias a la veloz mejoría que estaba
experimentando entonces la economía de la isla.
En este contexto, Fidel Castro y sus colaboradores más cercanos —su
hermano Raúl, Juan Almeida, Pedro Miret— supieron aprovechar el tiempo
que estuvieron encarcelados para transformar su movimiento clandestino en
una organización revolucionaria coherente. El 29 de diciembre de 1953, Fidel
le escribe a Natalia Revuelta, una joven de la alta sociedad habanera que se
había convertido en su devota seguidora: «Querida Naty: ¡Qué escuela tan

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formidable es esta prisión! Desde aquí termino de forjar mi visión del mundo
y completo el sentido de mi vida».[9]
En la cárcel, las lecturas de Castro fueron abundantes y variadas, desde La
esposa imperfecta, de Somerset Maugham, y Los miserables, de Victor Hugo,
hasta La historia de San Michele, de Axel Munthe. Y aunque durante años
insistiría en que no era comunista, es sabido que en prisión impartió un curso
de economía política que incluía El capital, de Marx; en este período leyó
asimismo El estado y la revolución, de Lenin. Batista respondió a la creciente
fama internacional del líder revolucionario ordenando que se aislara al
prisionero, pero las cartas de sus admiradores, en su mayoría mujeres,
siguieron multiplicándose. Entre tanto, harta de estar casada con una
celebridad revolucionaria, Mirta se trasladó a Nueva York con el niño nacido
del matrimonio y solicitó el divorcio.
Batista ofreció a Fidel la libertad condicional si prometía renunciar a la
rebelión armada, pero el líder revolucionario se negó a aceptar esa condición
y el lance resultó beneficioso para él. El 6 de mayo de 1955, el dictador cedió
a la presión popular y firmó una amnistía incondicional para los rebeldes.
Castro y los demás «moncadistas» apenas habían pasado una veintena de
meses tras las rejas y salieron de prisión para encontrarse con una multitud de
admiradores y periodistas, ante los que Fidel se presentó con el brazo en alto
en señal de victoria. Anunció que a partir de entonces los disidentes serían
conocidos como Movimiento Revolucionario 26 de Julio, o M-26-7 para
abreviar. En Cuba, el número 26 quedó desde entonces asociado al castrismo.
Seis semanas después, México otorgó a Fidel el visado de turismo que le
permitió salir de su tierra natal. Temía, probablemente con razón, que si
permanecía en La Habana, los escuadrones de la muerte de Batista
terminarían matándole. El legado más llamativo de ese breve período de
libertad en la capital cubana fue la concepción de una niña, Alina, con Naty
Revuelta, que no tardó en abandonar la ficción de que la bebé era hija de su
marido. Con Fidel libre y entregado de lleno a relanzar su campaña, la
situación de Batista, cada vez más odiado por su pueblo, difícilmente podía
ser peor. Castro quizá fuera un revolucionario torpe, pero no cabía duda de
que como propagandista era genial y demostró una determinación que el
dictador no estaba en condiciones de igualar.
Exiliado en Ciudad de México, Fidel tendría en los siguientes meses uno
de los encuentros más influyentes de su vida. Fue en la capital mexicana
donde conoció a un argentino de veintisiete años, médico por formación y
marxista por vocación, llamado Ernesto Guevara —el Che, como lo apodaron

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los cubanos—, el hombre que junto a Fidel alcanzaría la inmortalidad. Tras
coincidir por primera vez en una cena, los dos se trasladaron a una cafetería
donde estuvieron conversando durante diez horas. El argentino unió su suerte
a la de los indigentes jóvenes del M-26-7. El Che quería sumarse a una
revolución, y la de Fidel era la más accesible que se le presentaba. Los dos
jóvenes desarrollaron una profunda empatía que perduró tantos años como lo
permitieron la megalomanía de Fidel y el compromiso inalienable del Che
con el romanticismo de la lucha guerrillera. Castro continuaba recibiendo una
pequeña asignación de su padre (y lo seguiría haciendo hasta la muerte de este
en octubre de 1956), pero la fuente de fondos más útil e inmediata con la que
contaba el grupo era una rica cubana llamada María Antonia González, que
estaba casada con un luchador mexicano. Su gran apartamento se convirtió en
el piso franco y punto de encuentro de los revolucionarios. El exhibicionista
Fidel acogió al aventurero argentino lleno de sentimiento. Otros miembros del
grupo refieren que los dos hombres tenían algo en común además de sus ideas
políticas: eran, quizá, los únicos latinoamericanos que no sabían bailar.
El Che le preguntó a Hilda Gadea, su novia peruana, qué pensaba del plan
que estaba incubando Fidel para la invasión de Cuba. La respuesta de esta
enérgica ideóloga fue que se trataba de una locura, pero que debían apoyarla.
[10] Él la abrazó y le dijo que había decidido zarpar con los rebeldes, a los que

ayudaría como médico. Cuando Washington le concedió a Fidel el visado


estadounidense (un hecho de algún modo sorprendente), este organizó una
gira para recaudar fondos que resultó muy exitosa. El líder del M-26-7 salió
en primera plana tanto en la prensa cubana como en el New York Times al
declarar: «En 1956, seremos libres o seremos mártires». El depuesto
presidente de Cuba, Carlos Prío Socarrás, que vivía exiliado en Miami, le dio
a Castro cincuenta mil dólares que este aceptó sin vacilar (para 1959, la
contribución de Prío ascendía ya a 250.000 dólares, una suma que el principal
beneficiario recompensaría con… nada).[11] El grupo se sintió lo bastante rico
como para ofrecer a sus miembros una asignación para su sustento de ochenta
centavos al día. Para la primavera de 1956, Fidel contaba con sesenta
seguidores, a los que se comenzó a dar adiestramiento militar en un rancho en
las afueras de la Ciudad de México. Para conseguir una buena condición
física, el grupo practicaba senderismo. El Che, que padecía de asma crónica,
sufría durante las largas marchas, pero persistió con obstinación. Era
consciente de que pronto las estaría haciendo de verdad.

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2. «GRANMA»

Ese verano la banda de Castro aumentó en número hasta los 120 efectivos. Un
día, por casualidad, los revolucionarios se toparon en el puerto fluvial de
Tuxpan con un yate de 19 metros de largo llamado Granma («abuela»). La
embarcación había sido prácticamente abandonada y se encontraba en un
estado ruinoso. El propietario, un dentista estadounidense jubilado, aceptó
venderlo por veinte mil dólares, y dado el estado de la nave es probable que
quedara encantado con el trato. Los cubanos iniciaron las reparaciones casi de
inmediato. Estaban cada vez más ansiosos e impacientes, pues los mexicanos
parecían haberse cansado de sus actividades subversivas y la policía se había
incautado de varios alijos de armas pertenecientes al Movimiento. En esas
semanas previas a la partida de los rebeldes, el mundo estaba preocupado por
las dos crisis simultáneas que dominaban los titulares: la revolución húngara,
que a principios de noviembre las fuerzas soviéticas reprimieron con una
brutalidad ejemplar, y la guerra del Sinaí, donde la invasión anglo-franco-
israelí de la Península terminó con una humillante retirada debido a las
presiones internacionales y, en particular, la insistencia de Estados Unidos.
El 24 de noviembre Fidel, sentado en un automóvil estacionado al lado del
puerto, garabateó un testamento. Luego, en la oscuridad y en medio de un
aguacero, descendió con sus hombres hasta el muelle. Las dimensiones y el
estado del Granma no causaron una buena impresión a los miembros del
grupo que esa noche veían la embarcación por primera vez. Uno, Universo
Sánchez, dio por sentado que el yate simplemente era un medio para llegar a
alta mar, donde tendría que estar esperándolos el transporte definitivo:
«¿Cuándo llegaremos al barco de verdad?», preguntó. No obstante, trepó a la
nave con los demás y ayudó a subir a bordo las armas y los pertrechos bajo la
supervisión del Che, que llevaba un largo chubasquero negro para protegerse
de la lluvia. Lo que vino a continuación fue el caos. Con apenas 82 hombres
apretándose en el casco, Fidel tuvo que aceptar de mala gana que no había
espacio para más, y a las dos de la madrugada el Granma zarpó rumbo a
Cuba, dejando en el muelle a unos cincuenta revolucionarios frustrados. En la
más completa oscuridad, sin encender las luces, la embarcación se dirigió a la
ría despacio, para no llamar la atención de las autoridades; y cuando por fin
llegó a mar abierto muchos de los pasajeros empezaron a desear que no lo
hubiera hecho. Se estaba formando una tormenta y tenían por delante una
travesía de dos mil kilómetros.

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La siguiente semana fue infernal. «El barco entero», escribiría después el
Che, «presentaba un aspecto ridículamente trágico: hombres con la angustia
reflejada en el rostro, agarrándose el estómago. Unos con la cabeza metida
dentro de un cubo y otros tumbados en las más extrañas posiciones, inmóviles
y con las ropas sucias por el vómito». La mayoría nunca había navegado. Con
mar gruesa, el viejo barco, originalmente propiedad de la armada
estadounidense y diseñado para una tripulación de apenas doce personas,
comenzó a hacer agua. Sin perder tiempo, los pasajeros, incluido Fidel, se
armaron con cubos y empezaron a achicar. Dos días después, cuando la
tormenta amainó, descubrieron que durante el pánico inicial habían arrojado
por la borda gran parte de las provisiones. Al acercarse a Cuba, cada vez que
veían un avión o un barco, los futuros revolucionarios desaparecían de
cubierta y corrían a esconderse: los mexicanos, de hecho, habían alertado a la
policía de Batista de que el Granma se había hecho a la mar. Por otro lado, al
no tener radio, los invasores no tenían forma de advertir a los expectantes
grupos del M-26-7 que los esperaban en tierra de que llegaban con retraso.
El sábado 1 de diciembre, con los depósitos de agua potable vacíos y los
hambrientos voluntarios al borde de la desesperación, Fidel anunció que el
desembarco tendría lugar a la mañana siguiente. Se entregó a los hombres
uniformes militares y botas nuevas (esto último un error garrafal). En un gesto
simbólico, los aspirantes a guerrilleros lanzaron por la borda sus viejas ropas
de civiles. A primera hora de la mañana siguiente, cuando la oscuridad
empezaba a desvanecerse, el barco embistió un banco de arena a menos de
sesenta metros de la costa. Con el alba, entre nubes de mosquitos, la
desharrapada banda descendió del Granma y, con dificultad, se dio a la tarea
de llevar las armas y pertrechos a través de los bajíos hasta tierra firme.
Agotados y desolados tras la experiencia en el mar, vadearon los pantanos en
la remota costa del sureste de Cuba, aferrados a sus fusiles y ataviados con
brazaletes rojos y negros adornados con la abreviatura «M-26-7». Más tarde
el Che Guevara declararía con franqueza: «No fue un desembarco, sino un
naufragio». No obstante, el líder de la expedición no vaciló en dirigirse con
palabras grandilocuentes al primer campesino con el que se toparon: «No
tenga miedo. Yo soy Fidel Castro. Estos hombres y yo venimos a liberar a
Cuba».
Los días que siguieron fueron una pesadilla para los jóvenes guerrilleros,
la mayoría de los cuales se habían criado en entornos urbanos. No tenían
experiencia alguna de la selva con sus ruidos extraños y sus insectos
inmisericordes. El calor era sofocante; la vegetación, casi impenetrable.

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Treinta años antes, un ocurrente aventurero británico había escrito que su
primera impresión de Suramérica fue que se trataba de «un continente con
problemas de autocontrol».[12] Aunque se refería a las junglas de Brasil, la
frase se aplica muy bien a la naturaleza cubana, que combina una exuberancia
desbordada con una implacable ausencia de comodidades. A la pobre dieta de
los invasores (a través de los campesinos o en tiendas minúsculas obtenían
yuca, arroz, frijoles y leche condensada en lata) pronto vino a sumarse la
disentería, la maldición de las guerrillas.
La mañana del 5 de diciembre, las tropas de Batista, que habían estado
siguiéndoles el rastro desde el desembarco, atacaron el campamento. En la
lluvia de disparos, el Che recibió un impacto en el cuello. «¡Estoy jodido!»,
exclamó lacónicamente, convencido de que le aguardaba la muerte, pero
luego se dio cuenta de que solo había sufrido una herida superficial y salió
disparado hacia la espesura. Por su parte, Fidel corrió a refugiarse en un
cañaveral de varios metros de altura con un rifle de caza suizo con mira
telescópica, un arma por la que sentía especial aprecio. De los 82 aspirantes a
guerrilleros, tres murieron en el enfrentamiento y 17 resultaron heridos y
fueron capturados. Los supervivientes se dispersaron en pequeños grupos para
intentar escapar. La mayoría serían traicionados, capturados y ejecutados al
cabo de pocos días. Batista anunció públicamente que los rebeldes habían
sido aniquilados. La noticia llevó al New York Times a publicar un artículo
titulado «Los cubanos violentos», en el que se deploraba el disparate de la
invasión: «¿Es posible estar más loco?». Los titulares de la prensa en Cuba
proclamaban: «FIDEL CASTRO MUERTO».
Sin embargo, Castro no solo no estaba muerto, sino que se mantenía
incontenible, al punto de parecer incluso trastornado. Cuando él y los dos
hombres que lo acompañaban volvieron a encontrarse con Raúl, que estaba
con otros cuatro rebeldes, Fidel le preguntó a su hermano cuántas armas
habían logrado salvar. «Cinco», respondió Raúl. A lo que Fidel replicó,
exultante: «¡Y dos que tengo yo: siete! Ahora sí ganamos la guerra». Tres
días más tarde, se les unieron ocho figuras harapientas más, entre las que se
encontraba el Che Guevara; guiado por lo que el argentino identificó con
seguridad como la Estrella Polar, este grupo había marchado hacia el sur
creyendo que avanzaba hacia el este, y no se percató del error hasta dos días
después, cuando se encontraron de nuevo en la costa.
El encogido grupo guerrillero se zambulló en las montañas de la sierra
Maestra, donde permaneció durante los siguientes dos años, durante los que
sufrieron grandes penalidades debido al clima, las enfermedades y las

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privaciones de todo tipo. Algunos de los reclutas locales que se sumaron a la
insurgencia regresaron a sus casas después de pasar unos días en el monte.
Los rebeldes realizaban ataques esporádicos contra los puestos avanzados del
ejército, en los que rara vez encontraban mucha resistencia y, en cambio, les
proporcionaban cierta cantidad de armas, municiones, comida y ron. La
aviación de Batista los bombardeó, pero esos ataques apenas tuvieron ningún
efecto. Castro comprendió que el principal reto al que se enfrentaba no era
una cuestión de táctica, sino de relaciones públicas. Necesitaba mostrarle al
mundo que estaba vivo y que seguía dedicado a la Revolución.
Para lograr ese objetivo, se valió de otra de las mujeres bien conectadas
que le adoraban y que tan importante papel desempeñaron en su ascenso.
Celia Sánchez contactó con Herbert Matthews, un intrépido periodista del
New York Times que entonces tenía cincuenta y siete años, y le ofreció, en
primicia, una entrevista con el fugitivo más buscado de Cuba. El
estadounidense llegó a la isla disfrazado de turista rico. Mujeres amigas de
Sánchez le llevaron en coche buena parte del camino hasta el campamento
guerrillero, pero el final del trayecto tuvo que hacerlo a pie. Inicialmente se
entrevistó con Raúl Castro, con quien habló en el castellano que había
aprendido en España dos décadas atrás, mientras informaba sobre la guerra
civil española. Luego, en la madrugada del 17 de febrero de 1957, Fidel se
reunió con ellos. Era la primera vez que el líder rebelde se encontraba con
Celia, que se convertiría en su amante y en una de sus colaboradoras más
estrechas. Ella quería convencerlo de que regresara a México y reiniciara su
revolución desde el principio, pero no lo consiguió. Más allá de eso, Sánchez
demostró estar dotada de auténtico genio administrativo y dio a la destartalada
campaña de Castro una coherencia de la que hasta entonces había carecido.
Matthews, por su parte, quedó fascinado con los rebeldes, que habían
tenido que hacer un esfuerzo adicional para asearse antes del encuentro. Para
convencer al periodista de la fuerza de la guerrilla, organizaron una pequeña
farsa y, durante un rato, hicieron desfilar ante él a los mismos hombres en
bucle. Su artículo de primera plana apareció en el New York Times del 24 de
febrero y evidenciaba cuánto lo había deslumbrado la figura de Fidel, al que
presentó como «todo un hombre… el líder rebelde de la juventud cubana». El
jefe guerrillero no solo estaba vivo, sino que seguía combatiendo con
ferocidad en las casi impenetrables montañas de la isla. Matthews elogiaba su
«extraordinaria elocuencia» y comentaba que poseía una «personalidad
arrolladora».

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El régimen de Batista denunció que tanto la entrevista como el testimonio
de Matthews sobre la fuerza guerrillera en las montañas eran una mera
ficción, pero nadie se creyó la versión de La Habana. El artículo apareció en
un momento en el que había varios otros grupos revolucionarios activos en
Cuba que competían con el de Castro por la legitimidad como principal
movimiento de oposición nacional: el 13 de marzo de 1957, decenas de
estudiantes insurgentes se abrieron paso a tiros en el palacio presidencial,
pero no consiguieron dar con Batista antes de ser superados por la guardia.
Nada entonces invitaba a pensar en Castro como el sucesor natural del
régimen de La Habana o a creer que su ascenso al poder fuera inevitable; pero
a la hora de promocionarse Fidel demostró ser realmente brillante antes
incluso de convertirse en un guerrillero exitoso. Una vez que el mundo
exterior descubrió su existencia, no se cansó de escucharle. Castro le dijo a un
periodista español: «¡Odio tanto el imperialismo yanqui como el soviético!
¡No estoy rompiéndome los cuernos luchando contra una dictadura para caer
en otra!».[13] Sus blancos, explicó, eran la aristocracia, la explotación y el
privilegio; y, además, estaba comprometido con la reforma agraria.
Las fuerzas de la guerrilla aumentaron hasta los doscientos efectivos,
muchos de los cuales se conocían mediante apodos: Lalo, Yayo, Pepe, Paco,
Chichí, Chucho, Chino. Fidel mismo se ganó un mote: «el Caballo». Todos
apestaban; los hombres se dejaron crecer las extravagantes barbas que los
hicieron famosos como «los barbudos». Los accidentes con armas fueron un
rasgo persistente de la vida en las montañas, pero como combatientes se
volvieron cada vez más audaces, diestros y competentes. El 28 de mayo de
1957, atacaron a los soldados de Batista acuartelados en El Uvero, un remoto
pueblo de pescadores. Los defensores se rindieron después de que seis
rebeldes, catorce soldados y cinco loros resultaran muertos. En esa y en otras
batallas, el Che Guevara demostró un coraje suicida, al tiempo que, al término
del combate, usaba sus conocimientos médicos para atender a los campesinos
locales. Tras lo ocurrido en El Uvero, el ejército comprendió que no estaba en
condiciones de mantener esos puestos aislados e inició una progresiva retirada
de la sierra. Entre tanto, en las ciudades, los grupos rebeldes afines a Castro se
enfrentaban a tiros con la policía, lo que pese a no traducirse en grandes
victorias elevó el perfil de la organización.
Resulta extraordinario que el régimen de La Habana, con su ejército de
secretas y sicarios, careciera de la voluntad o la habilidad necesarias para
localizar y destruir a Fidel, pero así fue. El mundo tenía cada vez más noticias
sobre el guerrillero y su banda, indiscutiblemente romántica y aparentemente

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indestructible. Formaban parte de ella Camilo Cienfuegos, que siempre estaba
citando el Quijote; Juan Almeida, un amante de la poesía que en su juventud
había sido albañil; Che Guevara, el guapísimo e incorruptible comandante de
ojos verdemar que enloquecía a las mujeres (y que por entonces se embarcó
en una relación con Zoila Rodríguez, una joven campesina de dieciocho años,
hija de un herrero). En una ocasión Raúl Castro se encontró al Che a lomos de
un caballo blanco, abriéndose paso a través de la jungla bañada por la luz de
la luna delante de un jeep y un camión de suministros capturados al ejército.
Con todo, el médico, que casi con seguridad era un psicópata, también
disfrutaba ejecutando personalmente a los presuntos delatores.
Los rebeldes se apuntaron un importante golpe propagandístico en febrero
de 1958, cuando los «fidelistas» secuestraron a Juan Manuel Fangio, el piloto
de Fórmula 1 argentino cinco veces campeón del mundo, que se encontraba
en La Habana para participar en el Gran Premio de Cuba. El corredor no pudo
competir en la carrera, pero se le liberó a la medianoche siguiente. En la rueda
de prensa que ofreció, se refirió a sus captores como «mis amigos, los
secuestradores» y declaró: «Si lo hecho por los rebeldes fue por una buena
causa, entonces, como argentino, yo la acepto como tal». Pese a la publicidad
internacional que esto proporcionó a los revolucionarios cubanos, Batista
tenía aún a su disposición (al menos en teoría) una fuerza de cuarenta mil
soldados y policías, mientras que Fidel apenas contaba con trescientos
guerrilleros en su campamento de la selva. El 9 de abril de 1958, la huelga
general nacional convocada por los insurgentes para forzar la caída del
dictador fracasó de forma estrepitosa.
Después de esa debacle, el Servicio de Inteligencia Militar (SIM), la
policía secreta del régimen, asesinó a doscientos simpatizantes del
Movimiento 26 de Julio. Para dar caza a su líder, La Habana inició ese verano
la operación «Fin de Fidel». Sin embargo, tras setenta y cuatro días de
persecuciones y escaramuzas, los rebeldes seguían armados y libres, en parte
gracias a la ayuda de los campesinos locales, que en todo momento les
mantuvieron informados sobre los movimientos del ejército. Cerca del pico
Turquino, el punto más elevado de la isla, Celia Sánchez organizó una base
permanente para la jefatura, que con sus cabañas de madera y su generador
eléctrico era más cómoda y fija que cualquiera de las que los barbudos habían
tenido hasta entonces. Castro recibió allí a Karl Meyer, del Washington Post,
uno de los muchos periodistas que peregrinaron hasta la «comandancia», con
un sonoro: «Bienvenido a la Cuba libre». Celia siguió siendo una compañera
leal del líder guerrillero, aunque sus pataletas y falta de autocontrol la

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exasperaban. Los dolorosos problemas dentales que Castro padecía por esta
época no contribuían en absoluto a mejorar su humor.
En las ciudades cubanas, los ataques con bombas y los enfrentamientos a
tiros entre los insurgentes y la policía se convirtieron en sucesos cotidianos.
Entre tanto, la comunidad internacional veía con indignación creciente las
atrocidades de Batista; y si bien el gobierno de Estados Unidos seguía
apoyándole oficialmente, muchos de los miembros más influyentes del
Departamento de Estado y la CIA eran en secreto hostiles al régimen.
Washington suspendió el envío a Cuba de aviones y armamento pesado; los
británicos, en cambio, no tuvieron inconveniente, ni vergüenza, en
proporcionar a Batista cazas Hawker Sea Fury.
Con todo, Castro era consciente de que sus posibilidades de suceder al
dictador seguían siendo inciertas. La gente de Washington estaba hablando
con los cubanos exiliados en Miami con la esperanza de identificar entre ellos
la cabeza de un nuevo régimen títere, pues se temía que si Castro conseguía
hacerse con el poder, su gobierno sería tan brutal como el de Batista. Por su
parte, Earl Smith, el entonces embajador de Estados Unidos en Cuba, un
destacado republicano de Florida, consideraba que el líder guerrillero era la
única causa de la inestabilidad de Cuba e imploró al Departamento de Estado
que levantara el embargo parcial de armas que pesaba sobre la isla. Y lo
cierto, no obstante, es que el envío de material militar no se había
interrumpido por completo, algo sobre lo que el Departamento de Estado le
pidió discreción a Smith.
Los rebeldes realizaron acciones publicitarias cada vez más
espectaculares: en junio de 1958, en la provincia de Oriente, Raúl Castro
secuestró a diez estadounidenses y dos canadienses que trabajaban en una
mina y, al día siguiente, a 24 militares estadounidenses que estaban de
permiso fuera de la base de Guantánamo. Los rehenes proporcionaron a los
guerrilleros un escudo humano que obligó al régimen a suspender por un
tiempo los bombardeos a los que los tenía sometidos. En un primer momento,
las acciones de Raúl suscitaron la furia de Fidel, preocupado por el daño que
podrían causar a su imagen en Estados Unidos. Sin embargo, cambió de
opinión a medida que los cautivos, a los que se fue liberando en pequeños
grupos, empezaron a contarle al mundo que se les había tratado con
generosidad e, incluso, a manifestar su apoyo a la Revolución. Thomas
Mosnes, un piloto de la armada estadounidense de veintidós años oriundo de
Iowa, dijo que se lo había pasado muy bien, en especial el 4 de julio, cuando
los insurgentes organizaron una barbacoa para que los prisioneros celebraran

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su fiesta nacional, antes de llevarlos a recorrer los pueblos bombardeados por
la aviación de Batista.
Para entonces las filas del ejército guerrillero incluían a algunos
«renegados» estadounidenses, todos ellos personas de mala reputación. El
más tristemente célebre fue William Morgan, ladrón de poca monta, desertor
del ejército, perdedor en todo sentido, que tenía veintinueve años cuando se
unió a los rebeldes. Bajo el mando del Che, se le ascendió a comandante, pero
en 1961, cuando se le ejecutó acusado de ser un agente doble, nadie le lloró.
Durante las negociaciones para la liberación de los rehenes, un cónsul
estadounidense cometió la imprudencia de afirmar que su país no estaba
ayudando a Batista. Raúl Castro respondió enseñándole fotografías de los
aviones de la fuerza aérea cubana repostando en la bahía de Guantánamo. No
obstante, Fidel le envió a Raúl, que entonces se encontraba en compañía del
Che, un mensaje en el que les advertía que no debían manifestar de forma
abierta sus convicciones comunistas ante los reporteros extranjeros que los
entrevistaban.
Con paso seguro, los rebeldes consiguieron extender su control sobre la
sierra Maestra y establecer un sistema de gobierno sorprendentemente eficaz.
Entre tanto, en el curso de la operación Fin de Fidel, el gobierno desplegó un
nuevo ataque al bastión de la guerrilla desde la costa, donde desembarcó a un
millar de soldados. El asalto estaba dirigido por un excompañero de estudios
de Fidel, el mayor José Quevedo. Con una desfachatez irresistible, Fidel le
envió al oficial una afectuosa nota «solo para saludarte y desearte muy
sinceramente buena suerte». Después de setenta y cuatro días de
enfrentamientos esporádicos en los que la guerrilla perdió solo 31 hombres, y
el ejército diez veces más, Quevedo renunció. Tras una rendición en masa de
las tropas bajo su mando y un intercambio de prisioneros negociado por una
guerrillera de diecisiete años apodada «Teté» (Delsa Esther Puebla), el militar
se unió a las filas rebeldes. Los vencedores requisaron un tanque Sherman que
se había atascado en los pantanos. Las fuerzas de Batista se retiraron por
completo de la región, lo que permitió a las de Castro declararla «territorio
liberado». Tras ello, el Che y Cienfuegos, al mando de un contingente de 148
hombres, recorrieron a pie más de seiscientos kilómetros, casi la mitad de la
longitud de Cuba, para abrir un nuevo frente en el este. En esa marcha, los
rebeldes padecieron privaciones espantosas y sufrieron una emboscada a
manos de las fuerzas gubernamentales en la que perdieron la vida 29
insurgentes, pero nada detuvo su avance.

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Después de eso, la lucha guerrillera se tornó cada vez más picaresca,
carnavalesca incluso: el 13 de agosto de 1958, Fidel cumplió treinta y dos
años y Celia le organizó una fiesta sorpresa. Luego, durante una tregua con el
régimen para un intercambio de prisioneros, un helicóptero del ejército
cubano dio a Castro, su amante y el Che un paseo aéreo por la sierra Maestra.
También por esta época, se creó un pelotón completamente femenino. Tiempo
después, Teté Puebla contaría que tras la reunión en que se aprobó la
formación de la nueva unidad, Fidel les dijo a ella y sus compañeras:
«Muchachitas, ya vieron todo lo que tuve que discutir para que ustedes
pudieran luchar. Ahora no me hagan quedar mal».
En aquel verano de 1958 se hizo evidente que los días de Batista estaban
contados. Era algo de lo que todos en la isla se daban cuenta (salvo el
embajador Smith). No obstante, persistía la incertidumbre acerca de lo que
vendría después. Las empresas estadounidenses con grandes inversiones en
Cuba no querían al actual presidente, pero tampoco a Castro. Al propio Fidel
le inquietaba la posibilidad de que se produjera un golpe militar antes de que
su movimiento consiguiera hacerse con el poder. El Departamento de Estado
envió a La Habana al exembajador William Pawley para que convenciera a
Batista de que debía marcharse sin hacer ruido. El dictador mandó a freír
espárragos al diplomático: no estaba dispuesto a aceptar ningún acercamiento
de Washington que no fuera público y oficial. Para legitimar al lacayo que
había elegido como sucesor, organizó unas elecciones presidenciales
amañadas con torpeza. Los comicios se celebraron el 3 de noviembre y dieron
como vencedor al entonces primer ministro Andrés Rivero Agüero con el 70
% de los votos, pero ni siquiera la administración Eisenhower reconoció la
legalidad del resultado.
A partir de entonces, los acontecimientos se precipitaron. Fidel, en cuyas
filas militaban ya ochocientos soldados, si bien la mayoría de ellos eran
reclutas sin experiencia, descendió de las montañas. Pertrechados con la
munición capturada al ejército, los guerrilleros dispararon contra todo lo que
encontraron en el camino. El dinero entró a raudales en las arcas del
movimiento. En diciembre, Washington informó a Earl Smith, el más fiel de
los partidarios de Batista, de que era imposible seguir respaldando al régimen.
La noche del día 17, en una reunión secreta, el embajador le explicó la
situación al dictador y, a regañadientes, le aconsejó marcharse del país y
descartar un destino en Estados Unidos.
El día 27 de diciembre, el Che Guevara llegó con un contingente de 340
hombres a la ciudad de Santa Clara, en el centro de la isla. Tras dos días

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combatiendo calle a calle, los rebeldes vencieron a las fuerzas leales a Batista.
En las primeras horas del día de Año Nuevo de 1959, el dictador huyó de
Cuba rumbo al exilio (primero en la República Dominicana, luego en
Portugal y finalmente en España) sin hacer ninguna declaración pública. El
mafioso Meyer Lansky también abandonó la isla; sus casinos fueron
saqueados y destrozados por la turba enardecida. Los últimos soldados de
Batista que aún resistían en Santa Clara se rindieron al conocer la noticia; esa
misma tarde fueron ejecutados. Fidel, anonadado por lo repentino de los
acontecimientos, llegó a la ciudad de Santiago, donde le recibió una multitud
fervorosa a la que arengó durante dos horas: «La Revolución empieza
ahora… Tengan la seguridad de que por primera vez de verdad la República
será enteramente libre y el pueblo tendrá lo que merece… en esta lucha no
hay vencidos, porque solo el pueblo ha sido el vencedor».
Camilo Cienfuegos encabezó la columna de mugrientos guerrilleros que
aceptó la rendición de los cinco mil soldados acuartelados en la Ciudad
Militar Columbia, a las afueras de La Habana. Los oficiales al mando del
centro pusieron a disposición de los fidelistas los privilegios y comodidades
del club de oficiales. En medio de la noche, el Che Guevara llegó a la capital,
donde nunca antes había estado, para tomar posesión de la antigua fortaleza
de La Cabaña. Inicialmente, la posibilidad de que otros actores le disputaran a
Castro el gobierno de Cuba generó una breve incertidumbre. Durante unas
horas, los estadounidenses se engañaron pensando que el coronel Ramón
Barquín podía imponer una nueva dictadura militar. Estudiantes armados
ocuparon efímeramente la Universidad de La Habana ilusionados con la idea
de que estaban en condiciones de suplantar a los barbudos; pero, por
desgracia para ellos, durante los dos años anteriores los hombres de Batista
habían asesinado a sus líderes más eficaces.
Fidel barrió las pretensiones políticas de los supervivientes mediante otro
gesto supremamente teatral. En lugar de tomar un avión de Santiago a La
Habana, optó por encabezar una caravana que recorrió toda la isla en un
desfile que se prolongó durante una semana y se convirtió en una especie de
triunfo romano. Algunos de sus hombres hicieron el camino en tanques
decorados como si fueran carrozas de carnaval. A lo largo de la ruta,
prácticamente cada dos o tres kilómetros, multitudes llenas de júbilo
esparcían flores en la carretera mientras vitoreaban a los vencedores con suma
excitación. Castro descartó por un tiempo las gafas que había usado toda la
vida: «Un líder no usa espejuelos», dijo. Vestido con un uniforme militar
hecho a medida, Fidelito, su hijo de nueve años, que había regresado del

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exilio en Miami para compartir la victoria de su padre, se sumó a él en lo alto
del tanque en el que entró en La Habana.
Para cuando los Castro llegaron a la capital, cualquier vestigio de duda
acerca de quién gobernaría Cuba se había desvanecido. Un reportero del
Chicago Tribune obtuvo la primera entrevista con el conquistador: «Pueden
estar seguros de que tendremos una relación amistosa con Estados Unidos si
Estados Unidos quiere tener una relación amistosa con nosotros», dijo en ella
Fidel. El líder victorioso estableció su centro de mando y residencia temporal
en el Habana Hilton, cuyo salón de baile se convirtió en la cantina de los
guerrilleros. A todo el mundo le encantan los ganadores: los padres del Che
Guevara volaron desde Buenos Aires para aplaudir a su hijo en su momento
de gloria. Los hombres del Che y de Camilo se encargaron de desarmar a los
catorce mil soldados del ejército de Batista. El 12 de enero, en Santiago, unos
setenta agentes del SIM, la policía secreta del régimen, fueron fusilados
delante de una zanja abierta. La venganza resultó popular: en un mitin
castrista una pancarta exigía «¡Que continúen los pelotones de fusilamiento!».
Herman Marks, un sádico exconvicto estadounidense, oriundo de Milwaukee,
disfrutó supervisando una serie de ejecuciones. Las protestas diplomáticas de
Estados Unidos por estas acciones suscitaron indignación entre los cubanos,
un gran número de los cuales pensaba que había mucho que vengar. Fidel
gobernó con el respaldo apasionado de millones de sus compatriotas.

3. EL LIBERTADOR

Castro alcanzó el estatus de héroe por sus propios méritos, pero lo retuvo en
parte gracias a la torpeza de Estados Unidos. El poder de su personalidad era
indiscutible; sin embargo, de ahí a caracterizarlo como un ser humano
admirable o el exitoso padre de la nación había un largo trecho. Fidel tenía en
común con muchos revolucionarios la energía, el carisma, la elocuencia y,
también, una falta de sentido práctico que les costó la vida a muchos de sus
seguidores durante la lucha guerrillera y que, llegado el momento, llevaría a
millones de cubanos al borde de la inanición. En esto, igualó los logros
contemporáneos de Ho Chi Minh en Vietnam del Norte, Kim Il-sung en
Corea del Norte y el mismísimo gran líder Mao Zedong en China. Fidel y el
Che eran en última instancia líderes despiadados: se preocupaban
enormemente por la causa, pero poco o nada por el individuo (salvo, sobre
todo en el caso del primero, cuando los individuos en cuestión eran ellos
mismos).

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El Che Guevara llamaría a la creación de «dos, tres, muchos Vietnam»
para atrapar a Estados Unidos en África y América Latina; y llegado el
momento denunciaría el imperialismo soviético como indistinguible en su
iniquidad de la versión capitalista. En el caso de Castro, un episodio en
febrero de 1959, pocas semanas después de asumir el poder, ilustra muy bien
su obsesión por el culto a la personalidad. Por puro capricho, subió a bordo
del crucero MS Berlin, que en esos días estaba en el puerto de La Habana, y
se presentó de esta guisa a Marita Lorenz, la hermosa hija del capitán, que
entonces tenía diecinueve años: «¿Tú sabes quién soy yo? ¡Yo soy Cuba!». A
pesar de la vida ascética que decía profesar, tras decidir que le apetecía sumar
a la muchacha a su harén, envió un avión a Nueva York para traerla de
regreso a La Habana.
En los años que siguieron a su triunfo, Castro se libró, una por una, de
todas las personalidades de relieve que hubieran podido desafiar su poder
absoluto. En un mitin celebrado el 8 de enero de 1959, interrumpió el discurso
que estaba pronunciando para preguntarle a su viejo compadre Camilo
Cienfuegos, que se hallaba a su lado en la tarima: «¿Voy bien, Camilo?». El
camarada respondió: «Vas bien, Fidel», una réplica que la multitud se
apresuró a repetir y que terminaría convirtiéndose en una consigna de la
Revolución. El apuesto y galante guerrillero era demasiado popular para el
gusto del líder, que en los mítines se mostraba reacio a cederle el micrófono a
pesar de los repetidos gritos de la multitud que pedía «¡Que hable Camilo!».
Cienfuegos, un veterano del Granma, que ostentaba el título de comandante
de las fuerzas armadas, desapareció para siempre en un misterioso accidente
aéreo el 28 de octubre de 1959; tenía veintisiete años.
Por la misma época, Huber Matos, el jefe militar de la provincia de
Camagüey, cayó en desgracia: había atacado a Castro por nombrar a
comunistas en puestos clave del gobierno. En el juicio celebrado en
diciembre, Raúl Castro y el Che Guevara, los marxistas declarados más
entusiastas de la Revolución, exigieron la ejecución de Matos; en lugar de
ello, se le condenó a veinte años de prisión, pena que cumplió íntegramente:
su liberación no se produjo hasta 1979. Otros, incluido el mismísimo Che,
caerían en desgracia más tarde. Solo la lealtad de Raúl Castro se consideró
intachable. Aunque inteligente e implacable, Raúl carecía del carisma y la
popularidad de Fidel, y si bien como ministro de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias tenía una gran influencia, su autoridad dependía en última
instancia de su colosal hermano.

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No se sabe, y es probable que nunca llegue a saberse, cuántos «enemigos
de la Revolución» fueron ejecutados por el régimen de Castro en el primer
año después de su llegada al poder, pero se considera que hablar de tres mil es
una conjetura razonable. Un guerrillero que luchó a las órdenes del Che
recordaba: «Empezamos a tener miedo de qué hacer y qué no hacer, de qué
decir y qué no decir».[14] José Linares, entonces un estudiante de arquitectura
que admiraba sin límites a Fidel y creía en sus esfuerzos por reconciliar a
revolucionarios, comunistas y contrarrevolucionarios, reconocería más tarde
que «la Revolución optó por la mano dura. La expulsión de estudiantes de las
universidades [por desviación política] fue una medida muy severa y causó
mucho daño a nuestra vida cultural».[15] La lista de libros prohibidos se
volvió interminable: José Linares, por ejemplo, solo pudo leer La montaña
mágica y La muerte en Venecia, de Thomas Mann, gracias a un amigo que se
los prestó en secreto.
Los nuevos gobernantes tenían una sensibilidad casi enfermiza en todo lo
referente a Estados Unidos y, en especial, a la supuesta arrogancia de sus
representantes en La Habana. Manuel Yepe, que a los veintitrés años se había
convertido en director de protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores,
recordaba: «Estadounidenses de toda condición entraban sin previo aviso en
mi oficina, así, sin más. Cuando les preguntaba quién les había dado permiso,
siempre respondían que eran de la embajada. Seguían pensando que eran
dueños del país. Los mandé al carajo y les dije: “¡Ahora somos un estado
soberano!”».[16] En una ocasión, Osvaldo Dorticós Torrado, el presidente
títere de Castro, felicitó a su auditorio por tener «el privilegio de vivir en un
país en el que el embajador de Estados Unidos no pinta gran cosa».
Con frecuencia ocurre que las figuras inspiradoras que ganan las guerras
de liberación se revelan luego inadecuadas para el gobierno. Cuba, un país
pequeño gobernado durante generaciones por dirigentes corruptos, carecía de
una burocracia eficaz. Las herramientas para un gobierno exitoso son el
orden, el proceso, la planificación. Castro, el Che y sus seguidores no solo
carecían de experiencia en este ámbito, sino que negaban que hubiera
requisitos dignos de tener en cuenta. El fervor revolucionario (significara lo
que significara) y la lealtad a Fidel eran los únicos talentos necesarios para
construir la nueva Cuba. «La mayoría de nosotros no sabía lo que era el
socialismo», diría con pesar un camarada mucho tiempo después.[17]
Es difícil exagerar el daño que causó a los intereses estadounidenses que
Washington siguiera respaldando a Batista mucho después de que resultara
evidente para el mundo entero que el dictador era, desde una perspectiva

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política, un muerto viviente. En un discurso pronunciado en octubre de 1960,
John F. Kennedy reconoció que la administración Eisenhower no había
«ayudado a Cuba a satisfacer su desesperada necesidad de progreso
económico»; había empleado «la influencia de nuestro gobierno para
promover los intereses y aumentar las ganancias de las empresas privadas
estadounidenses que dominaban la economía de la isla»; y había dado
«relieve y apoyo a una de las dictaduras más sangrientas y represivas en la
larga historia de América Latina». Con excepción de los peces más gordos del
país, toda una generación de cubanos creció identificando a Estados Unidos
no con la libertad y la justicia sino con la opresión y el despojo. Como
ocurriera con el brutal régimen comunista de Hanói, cuando Fidel Castro
emprendió la construcción de su propia tiranía, su proyecto se vio legitimado
por el hecho de que se trataba de una tiranía autóctona, no de un gobierno
títere al servicio de imperialistas extranjeros.
En la primavera de 1959, la economía de Cuba se encontraba en caída
libre. Herbert Matthews, el periodista del New York Times que había lanzado
a Castro al estrellato con su entrevista en la sierra Maestra, sugirió que el
nuevo líder debía realizar una visita a Estados Unidos con el fin de hacer
amigos. El viaje tuvo lugar en abril, duró once días y cumplió uno de sus
objetivos: impulsar al dirigente cubano a la estratosfera de la fama. No fueron
pocos los miembros de la administración Eisenhower que quedaron
entusiasmados con Castro, al menos brevemente. Una legión de mujeres que
abrigaban la fantasía imposible de dormir con Elvis Presley o Desi Arnaz, el
galán cubano de la televisión estadounidense, se habrían sentido igualmente
felices abrazando al guerrillero barbudo. Una neoyorquina eufórica declaró:
«No sé si me interesa la Revolución, pero Fidel Castro es lo más grande que
les ha pasado a las mujeres norteamericanas desde Rodolfo Valentino».[18] En
la Gran Manzana, el líder cubano conoció al alcalde Robert Wagner; se
dirigió a una multitud de veinte mil personas; metió la mano en la jaula del
tigre en el zoológico del Bronx. Arthur Schlesinger escribiría más tarde
acerca de la visita de Castro a la Universidad de Harvard, donde varios miles
de estudiantes aplaudieron al héroe cubano: «Vieron en él, creo, a un hípster
que en la era del “hombre organización” había desafiado con júbilo al
sistema, reunido a una docena de amigos y derrocado a un gobierno de
hombres malvados».[19]
Sin embargo, en lo que respecta a construir puentes con el gobierno de
Estados Unidos, el viaje fue un rotundo fracaso. Castro no se reunió con el
presidente —el que no se hubiera esperado a recibir una invitación oficial de

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la Casa Blanca había molestado a Eisenhower, que consideró negarle el
visado y, finalmente, enfurruñado, optó por irse a jugar al golf en Augusta—
y los funcionarios con los que sí se entrevistó lo encontraron de una
ignorancia casi infantil en asuntos de Estado, en especial en materia de
economía. El 19 de abril, el vicepresidente Richard Nixon pasó tres horas con
el jefe revolucionario, después de lo cual escribió un memorando que se
revelaría bastante perspicaz: Castro, le pareció, era «increíblemente ingenuo
en lo que respecta al comunismo» o bien estaba ya «sometido a la disciplina
comunista»; poseía «las cualidades indefinibles que caracterizan a un líder» y,
sin importar qué pensaran los estadounidenses de él, estaba llamado a «ser un
factor clave en el desarrollo de Cuba y muy posiblemente en los asuntos
latinoamericanos en general».[20] Quizá no sea descabellado pensar que la
pasión extrovertida de Castro suscitó en el reprimido Nixon un microcosmos
de envidia y respeto, no como dictador, sino como hombre.
En mayo de 1959, Castro anunció la reforma agraria que puso fin al
latifundio en la isla. La nueva ley fijaba en cuatrocientas hectáreas el tamaño
máximo de las fincas rústicas privadas y permitía al gobierno confiscar todas
las tierras excedentes sin compensación para los antiguos propietarios, fueran
nacionales o extranjeros. Un año más tarde, el gobierno confiscó también
todas las empresas de titularidad estadounidense. Los colaboradores más
estrechos de Fidel, en particular su hermano Raúl y el Che Guevara,
promovían entonces un orden del día que incluía la represión de los
«enemigos del Estado» y, de hecho, de toda disidencia. Aunque en el primer
gobierno revolucionario habían tenido cabida algunos moderados ilustres,
durante los meses que siguieron a la victoria estos fueron hechos a un lado a
medida que Castro fue asegurándose el control del poder.
Los cubanos «ricos», que bajo el antiguo régimen habían disfrutado de
una vida privilegiada, se descubrieron despojados de sus propiedades y en
muchos casos forzados al exilio: unas 250.000 personas abandonaron la isla
en los primeros años de Castro, y muchas más seguirían su ejemplo después.
En Calimete, Máximo Gómez tenía un compañero de escuela llamado
Tomasito, un niño robusto que un día dejó de asistir a clases. El chico era el
hijo del boticario local, y Máximo, que entonces tenía doce años, estuvo
preguntando con insistencia por él hasta que le dijeron con tono severo: «No
vuelvas a hablar de Tomasito o de su hermana Rosinda. Ellos se mudaron».
[21] Máximo no se enteró hasta mucho tiempo después de que los dos

hermanos, junto con otros miles de niños, habían salido de Cuba rumbo a

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Florida en el marco de la operación «Peter Pan», un programa clandestino
para evacuar a escolares burgueses.
El gobierno de Castro se hizo famoso por su retórica extravagante, su
incompetencia administrativa, su irresponsabilidad y su crueldad. Marta
Núñez era hija de un próspero y exitoso periodista que tenía estrechos
vínculos con Estados Unidos. En la casa en la que creció, que era muy grande,
únicamente las empleadas domésticas oían la radio cubana; ella y sus padres
sintonizaban emisoras estadounidenses. Aunque su padre abrazó la
Revolución, a ella, que entonces tenía quince años, le resultó difícil aceptar
las implicaciones de esta en su propia vida: el fin de su educación en un
colegio elegante y de la ropa importada de Estados Unidos; el enfrentamiento
con una pobreza a la que nunca antes había estado expuesta; la ruptura con la
fe católica de su infancia, que culminó cuando se deshizo de la imagen de la
Virgen que siempre había llevado en el bolsillo. «Mi padre era un gurmé. Un
día tomó una fotografía de la ración de cerdo que nos correspondía,
impresionado por lo pequeñísima que era. Tuve que esforzarme mucho para
no ser anticomunista».[22]
Aunque su padre siguió empleando a Fermín, el chófer de toda la vida de
la familia, ahora Marta se sentaba democráticamente a su lado en el asiento
delantero, en lugar de hacerlo en la parte de atrás. El último libro que leyó en
la Academia Ruston antes del cierre del centro fue Lo que el viento se llevó,
una novela que le resultó muy cercana e inquietante. En su entorno social,
muchísimos padres desaprobaban la Revolución y, en particular, el que sus
hijas llevaran pantalón (la prenda formaba parte de su nuevo uniforme como
mujeres milicianas). El padre de María Regueiro, un hombre intachable de
clase media que poseía una tienda en La Habana, admiraba a Fidel como
persona, pero se echó atrás cuando este abrazó el comunismo.[23] Habiéndose
preocupado con ahínco por ofrecer a su hija una educación refinada, se opuso
a su decisión de participar en la campaña de alfabetización masiva impulsada
por el gobierno e irse a trabajar como maestra en el campo. María tenía en ese
momento diecisiete años y, pese a la oposición de su padre, hizo lo que se
había propuesto.
Sin embargo, millones de cubanos, los pobres que constituían la mayor
parte de la población, continuaron amando y reverenciando a Castro y su
entorno, en parte por el vívido recuerdo que tenían de Batista, del
imperialismo yanqui y de la marginación social que padecían. Para hablar de
«todo lo que ha sucedido desde que Fidel y Raúl Castro tomaron el poder en
1959», explica Anthony DePalma, un periodista estadounidense con un

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conocimiento íntimo del país, los cubanos emplean la fórmula «después del
triunfo».[24] Los cubanos habían experimentado siglos de opresión, pobreza y
privaciones. Pero a partir de 1959 podían consolarse pensando que ahora, al
menos, soportaban variedades autóctonas de tales males, no las impuestas por
extranjeros avariciosos. Marcolfa Valido, nacida en 1939 en una familia
campesina, siempre ha recordado a Castro con gratitud y admiración: «Él le
dio a Cuba un sentido de valía. Es obvio que no era perfecto, pero hizo
muchas cosas buenas, por más que hoy a algunos malagradecidos les cueste
reconocerlo».[25] Máximo Gómez comparte ese sentimiento de gratitud, pues
bajo el gobierno revolucionario él, que había nacido en la pobreza, tuvo la
oportunidad de estudiar historia del arte y forjarse una carrera en museos y
galerías: «Sin la Revolución eso hubiera sido imposible».[26]
Juan Melo, un adolescente revolucionario en esos días, recuerda un dicho
popular de la época: «Yo no sé qué es el comunismo, pero si Fidel es
comunista, yo también soy comunista».[27] La proximidad que caracterizaba
la relación de Castro con el pueblo cubano quedaba de manifiesto cada vez
que se dirigía a las masas. Las mujeres le gritaban: «¡No te alargues
demasiado, Fidel! ¡Tenemos bebés que amamantar!»; y luego él, tras haber
prometido hacerles caso, no paraba de hablar durante cuatro horas. Una noche
habló en la Universidad de La Habana. Entre la multitud se encontraba Pablo,
un conserje uniformado al que los estudiantes solían sobornar para que les
proporcionara copias de apuntes de clase. El hombre, un negro ya entrado en
años, conocía bien a Castro de la época en que el jefe revolucionario era un
estudiante universitario, así que le gritó: «¡Fidel, regálame un cigarro!». A lo
que Fidel replicó: «¡Pablito, siempre estás pidiendo! ¡Trabaja y cómprate tú
tus cigarros!». El conserje no se amilanó: «¡Carajo, Fidel, cómo eres de
tacaño! Hace años, cuando te pasaba apuntes, nunca me dabas propina. ¡Y
ahora me niegas un cigarro!».[28] Los estudiantes, por supuesto, quedaron
encantados con el intercambio.
José Linares, que tenía dieciocho años en 1960, describe a Castro como
«un gran político, un gran estadista, un hombre con una gran visión de
futuro», pero agrega que «no era un buen gobernante: liderar y administrar
son dos cosas diferentes».[29] No obstante, al igual que muchísimos de sus
compatriotas, Linares sigue respetando a Fidel como una figura fundamental
en la historia de su país. Marcolfa Valido guarda recuerdos muy tristes de su
infancia: en una ocasión, ella y otra niña debían tomar un autobús para ir a
confesarse, pero el conductor no las dejó subir por su aspecto harapiento.
«Pasaban esta clase de cosas y yo no podía entenderlas», anota. También

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recuerda la vía del tren que había cerca del pequeño apartamento en el que
vivía su familia, pues a menudo los escuadrones de la muerte de Batista
arrojaban cadáveres allí. «Es mucho lo que tengo que agradecer a la
Revolución cuando la comparo con lo que había antes. La Revolución trajo
progreso, educación».[30] Una mujer como Marcolfa, que en la década de
1960 se convirtió en maestra, no estaba lo bastante enterada de las cuestiones
ideológicas como para preocuparse por la persecución de los disidentes
desatada por el régimen. Ella y su familia siempre habían sido pobres y no
tenían razón para inquietarse por el hecho de que la Revolución le estuviera
quitando a los ricos. Sencillamente se sentían agradecidos por poder acceder a
la educación, por contar con cierta asistencia sanitaria y por no tener que
seguir padeciendo la discriminación racial que caracterizaba la Cuba anterior
a la Revolución.
José Bell Lara tenía veintidós años cuando la dictadura fue derrocada.
Entonces era un ferviente partidario de la Revolución que tenía una posición
destacada en el sindicato de trabajadores del aeropuerto de La Habana y, al
igual que un sinfín de cubanos, hoy recuerda las sucesivas crisis de los
primeros años de Castro en el poder como una buena época, en parte porque
esas crisis unieron al pueblo cubano: «Para la defensa del país confiamos no
tanto en la organización, sino en el entusiasmo espontáneo de la gente.
Muchos que no eran revolucionarios se sumaron a la Revolución y
participaron en su defensa. Los ataques [desde el extranjero] contribuyeron
mucho a la unión del pueblo».[31]
En octubre de 1959, en el primer encuentro en La Habana entre Castro y
el agente de la KGB Aleksandr Alekseev, el cubano sostuvo que descartaba
pedir armas a la Unión Soviética por temor a las posibles represalias de
Estados Unidos. Unos meses más tarde, además, declaró que su país no corría
peligro desde un punto de vista militar: el verdadero problema de Cuba era su
«debilidad económica y su dependencia de Estados Unidos… Estados Unidos
podía destruir la economía cubana».[32] Pese a ello, el líder revolucionario
terminaría cambiando de opinión y aceptando las armas soviéticas después de
que, el 4 de marzo de 1960, una enorme explosión destruyera en el puerto de
La Habana un buque cargado con armas y municiones belgas destinadas al
ejército cubano. Castro estaba convencido de que el sabotaje había sido obra
de la CIA, pero si bien no le faltaban razones para pensar así, siguen sin
existir pruebas que respalden esa conjetura. «Los estadounidenses están
decididos a tomar medidas extremas», le dijo a Alekseev dos días después.
Un año antes, tras su reunión con Castro, el vicepresidente Nixon había

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instado a Eisenhower a adoptar otro enfoque hacia el líder revolucionario:
«Dado que tiene el poder para gobernar, no tenemos otra opción que intentar,
al menos, orientarlo en la dirección correcta».[33] El mandatario
estadounidense, sin embargo, tenía otra opinión: quería librarse como fuera
del fastidioso y ruidoso tábano latino. En diciembre de 1959, el coronel J. C.
King, el jefe de la división para el hemisferio occidental de la CIA,
recomendó que se «considerara a fondo» la posibilidad de eliminar a Fidel
Castro con el fin de «acelerar la caída» de su gobierno, una perspectiva que
respaldaron Allen Dulles y Richard Bissell.[34]
En septiembre de 1960, cuando Castro volvió a visitar Nueva York para
dirigirse a la Asamblea de las Naciones Unidas, las relaciones entre
Washington y La Habana se habían tornado glaciales. Según una encuesta de
la empresa Gallup, para esa época el 84 % de los estadounidenses tenían una
opinión negativa del líder cubano, y solo el 4 %, una opinión positiva; el 12 %
restante no tenía opinión al respecto. Las únicas personalidades que acudieron
a darle la bienvenida fueron revolucionarios afines como Malcolm X, el líder
del Black Power. Un editorial lo acusó de ser «un mocoso malcriado con una
pistola». Los residentes de Staten Island quemaron una efigie suya.
Eisenhower organizó un almuerzo con líderes latinoamericanos al que de
forma deliberada no se invitó al cubano. Y un último insulto le aguardaba
justo antes de volar de regreso a su país, cuando descubrió que los
estadounidenses se habían incautado de su avión. El líder soviético Nikita
Jrushchov se apresuró a prestarle una aeronave rusa. Carteles enormes
comenzaron a adornar La Habana: «NIKITA FIDEL AMIGOS».
Con todo, no es cierto que la política de Estados Unidos respecto a Castro
le empujara a los brazos de Moscú. La expropiación de activos
estadounidenses y la ejecución indiscriminada de «batistianos» precedieron
(en lugar de seguir) a cualquier declaración explícita de hostilidad por parte
de Washington. Ahora bien, la confiscación de las refinerías de Esso, Shell y
Texaco en la isla fue consecuencia de la negativa de esas empresas a procesar
el petróleo enviado por la Unión Soviética, uno de los primeros frutos del
nuevo acuerdo comercial alcanzado con Moscú. Washington rompió
relaciones diplomáticas con La Habana en enero de 1961, después de que de
forma arbitraria los cubanos exigieran a Estados Unidos reducir el personal de
su embajada a apenas once personas en un plazo de cuarenta y ocho horas. En
marzo de ese año, John F. Kennedy anunció el lanzamiento de la Alianza para
el Progreso, un programa de ayuda similar al Plan Marshall diseñado para
impulsar las economías de América Latina: el objetivo era ofrecer a los países

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de la región una alternativa ante la influencia de la Revolución y el fertilizante
marxista que la acompañaba. Nunca hubo una posibilidad real de que Estados
Unidos llegara a un acuerdo con Castro. Era una época en la que Washington
apoyaba algunas de las dictaduras más espantosas del mundo solo por el
hecho de que fueran anticomunistas.
En esencia, los estadounidenses querían que el nuevo líder cubano, por
decirlo de algún modo, se afeitara, a saber, que devolviera los bienes
económicos confiscados y aceptara la tutela de su poderoso vecino. ¿Por qué
debería haberlo hecho? Estados Unidos había creado las condiciones de este
nuevo callejón sin salida con prácticamente todo lo que había hecho en la isla
desde 1898. Entonces como hoy, los cubanos estaban hartos de que su
poderoso vecino les reclamara gratitud histórica por, presuntamente, haberles
«dado» la independencia, cuando la verdad era que ellos mismos habían
librado una guerra larga, amarga y, en última instancia, exitosa para expulsar
a los españoles, un conflicto al que Teddy Roosevelt y sus amigos solo se
habían unido en el último momento.
Estados Unidos y Cuba compartían agravios especulares que tenían sus
raíces en acusaciones mutuas de ingratitud e insensatez. El antiguo amo
colonial, que para ese momento era Estados Unidos, no España, se encontró
ahora recibiendo la clase de trato que Irlanda propinó al Reino Unido durante
décadas una vez que se convirtió en un Estado separado en 1921. Irlanda, por
ejemplo, se mantuvo fuera de la segunda guerra mundial; de hecho, en mayo
de 1945 su primer ministro visitó la embajada alemana en Dublín para ofrecer
sus condolencias por la muerte de Hitler. El sabio y ocurrente escritor Sydney
Smith no exageró demasiado cuando escribió hace dos siglos: «En el
momento en que se menciona el nombre mismo de Irlanda, los ingleses
parecen decir adiós al sentimiento común, la prudencia común y el sentido
común». Las mismas palabras podrían aplicarse al proceder de Estados
Unidos con respecto a su pequeño y desobediente vecino. Como los
irlandeses, los cubanos tenían una larga lista de quejas legítimas. Arthur
Schlesinger escribe: «No cabe duda de que la Cuba revolucionaria poseía un
ímpetu temerario y anárquico desconocido en cualquier otro Estado
comunista, que había acabado con la corrupción, que estaba educando e
inspirando a su pueblo, que había recuperado de manera triunfal una identidad
nacional y que la prensa extranjera la trataba de forma denigrante y
calumniadora». Pero con igual acierto el historiador agrega que «estas
verdades tapaban verdades más duras y corrupciones más sutiles»
relacionadas con la mala gestión de Castro.

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La CIA instaló una unidad de difusión de propaganda en las islas del
Cisne y comenzó a enviar ayuda a los pequeños grupos de rebeldes
anticastristas en las montañas (los «contras», de acuerdo con la etiqueta que
les dio La Habana), así como a planear acciones de más envergadura, lo que
finalmente daría origen a la operación Zapata, aprobada por Eisenhower en
marzo de 1960. A modo de represalia, en 1961 la radio de Castro comenzó a
emitir programas dirigidos a los afroamericanos marginados bajo la bandera
de Radio Free Dixie, al frente de la cual estaba el autoexiliado portavoz del
movimiento por los derechos civiles Robert F. Williams, que funcionó hasta
1965. Los historiadores de Cuba y los biógrafos de Castro no han dejado de
debatir si Fidel fue siempre comunista o si sencillamente se convirtió en
comunista. Sin abordar de inmediato esa cuestión, cabe señalar que resulta
difícil imaginar cómo podría haber mantenido el entusiasmo de las masas por
la Revolución sin recurrir a la expropiación de los bienes y tierras de
propiedad estadounidense. Castro necesitaba enfrentarse a los poderosos
intereses que habían respaldado la dictadura de Batista —que no eran solo los
jefes mafiosos que controlaban los casinos, sino también algunas de las
corporaciones más grandes de Estados Unidos— y alimentar el fervor de su
gente. En este sentido resulta significativo que los miembros de la nueva clase
dirigente optaran por seguir presentándose como combatientes incluso
después de haber ganado la guerra, a diferencia de lo ocurrido, por ejemplo,
con los gobernantes de China y Vietnam del Norte. Aunque no habían sido
guerrilleros precisamente brillantes (no había ningún general Giap entre
ellos), continuaron luciendo uniformes militares y botas de combate y
llevando pistola al cinto en sus apariciones públicas. Castro era un
sensacionalista: un maestro consumado de la creación de sensaciones. Su
diatriba del 26 de septiembre de 1960 en la sede de las Naciones Unidas fue
grotesca en su exceso (se prolongó doscientos sesenta y nueve minutos), pero
de un interés periodístico innegable: continúa siendo uno de los discursos más
largos que la Asamblea General se ha visto obligada a soportar.
Amargados y ruidosos, cientos de miles de exiliados cubanos se
establecieron en Florida, donde disfrutaban del apoyo de los conservadores
estadounidenses; y con sus compatriotas padeciendo cada vez más
adversidades en la isla, la comunidad aumentaría de forma progresiva hasta
alcanzar 1.530.000 en el siglo XXI, más otro medio millón repartido por otros
lugares de Estados Unidos. Margarita Ríos Alducín, nacida en 1943, era hija
de un vendedor de utensilios de cocina y un ama de casa que «cosía ropa de
calle».[35] Aunque su madre procedía de una familia rica, había sido

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desheredada «por enamorarse de un negro, un mulato»: su padre. En los
albores de la insurgencia, la mujer se dedicó a coser banderas para el M-26-7,
y su modesta casa se convirtió en un escondite de revolucionarios, algunos de
los cuales se harían luego famosos: Eduardo García Lavandero, Juan Niury,
Faure Chomón.
Sin embargo, para 1961, Margarita y su madre se habían desencantado del
régimen. Recularon ante «el lío de si la Revolución iba a ser comunista…
Casi todos en nuestro barrio se habían ido [de Cuba]: el propietario de la
farmacia local, los dueños de las bodegas, todos. La gente le decía a mi mamá
que teníamos que irnos también, pero ella dijo que no». La hermana de
Margarita, no obstante, sí se marchó. La señora Rivas le prohibió a su hijo
Filiberto, que entonces era un miliciano, leer en casa el Granma, el diario
oficial del gobierno. «Primero empezó la escasez. Te daban una cartilla de
racionamiento y permiso para comprar cosas, pero tenías que hacer cola
durante horas. Todo estaba reglamentado». Máximo Gómez estaba ansioso
por comenzar la que se convertiría en una vida de servicio en las instituciones
culturales de Cuba, cuando, sin previo aviso, se le envió a cortar caña de
azúcar junto con otros miles de alumnos de secundaria: «Fue duro. Y cuando
volvimos tuvimos que recuperar todo el tiempo de clase perdido».[36]
Un ambiente de sospecha crónica se apoderó de lo que otrora fuera la
clase media cubana: vecinos y compañeros de trabajo se miraban con
desconfianza y todos se preguntaban ahora por las verdaderas lealtades de los
demás. Conchita Alfonso, madre de tres hijos y esposa de un revolucionario
convencido, diría más tarde: «La gente recelaba de si eras revolucionario o si
te hacías el revolucionario y, en realidad, querías irte del país. Si querías irte,
ya eras un enemigo».[37] Una noche, su hermano estaba dormido cuando su
esposa, la cuñada de Conchita, lo despertó arrojándole a la cabeza un puñado
de panfletos revolucionarios y le dijo: «O nos vamos todos de Cuba o me voy
con mi familia». Conchita le dijo a su marido que ella también quería irse,
pues el resto de su familia también había decidido marcharse. Su respuesta
fue: «Si quieres, yo te ayudo a irte, pero mis hijas se quedan aquí». Ella, por
supuesto, se quedó.
Una vez que Castro se convirtió en un enemigo declarado del capitalismo
—y, en consecuencia, en un perseguidor de los cubanos «ricos»—, era casi
inevitable que Estados Unidos intentara deshacer por la fuerza la Revolución
de la isla. El primer ministro británico, Harold Macmillan, manifestó a la
Casa Blanca su comprensión: «Castro es en verdad el mismo diablo… Estoy
convencido de que hay que librarse de él, pero es una operación difícil de

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planificar y solo me queda esperar que tengáis éxito». Estas palabras
reflejaban la habitual disposición británica a contemporizar con el sentir
estadounidense. En realidad, sin embargo, el primer ministro consideraba que
la obsesión de Estados Unidos por Cuba era excesiva y resultaba peligrosa
para los intereses de Europa, razón por la cual también sugirió que si
Washington presionaba demasiado, «muchos de los cubanos que llegado el
momento podrían engrosar las filas de la oposición a Castro terminarán
viéndole a él y viéndose a sí mismos como mártires».[38]
Dadas las mentalidades imperantes en Washington y La Habana, Cuba
tenía ahora pocas alternativas distintas de buscar la ayuda de la Unión
Soviética. Castro envió al Che Guevara a Moscú para solicitar armas (y, de
hecho, también misiles). Los soviéticos, dado el clima de la época y el
contexto de la Guerra Fría, estaban casi obligados a responder con simpatía, y
eso fue lo que hicieron. Bajo Fidel Castro, la isla siguió siendo uno de los
países peor gobernados del mundo, si bien con un sistema diferente del de
Batista. Una envejecida Margarita Ríos Alducín anota con desaliento que las
grandes esperanzas que en un comienzo había depositado en la Revolución no
llegaron a cumplirse: «Los problemas de los pobres son siempre los mismos»,
dice.[39] Los sucesivos regímenes en el poder no perjudicaron de forma
particular a los Ríos Alducín, pero tampoco hicieron nada bueno por ellos.
Castro estaba transformando Cuba en un teatro para su propio
engrandecimiento, y gracias a su talento dramático su actuación contó con
una audiencia mundial. A medida que la Unión Soviética y Nikita Jrushchov
arropaban la isla con un abrazo cada vez más estrecho, los observadores
perspicaces advirtieron que Cuba podía convertirse en escenario de una
confrontación decisiva entre las grandes potencias. A mediados de octubre de
1962, la revista británica Spectator publicó un editorial titulado «Evitar
aventuras», en el que se anotaba que «al igual que en Berlín, el líder ruso se
ha cuidado en Cuba de no ir demasiado lejos».[40] No obstante, el texto
continuaba señalando que «por supuesto, una nueva situación surgiría si el
gobierno ruso tratara de convertir Cuba en una base de misiles. Con todo, es
de suponer que se ha tenido cierto cuidado en dejarle esto en claro al señor
Jrushchov, y una provocación de este tipo iría mucho más allá de la pauta
cautelosa que ha prevalecido hasta ahora en la diplomacia soviética. Tanto
Berlín como Cuba tienen el potencial para convertirse en crisis
internacionales de primer orden, pero solo llegarán a serlo si el gobierno ruso
cree que puede adentrarse sin riesgo más allá de los límites de la prudencia».

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Sin embargo, sin que en Londres se supiera, el principal adversario de
Estados Unidos durante la Guerra Fría estaba ya adentrándose mucho «más
allá de los límites de la prudencia». Para entonces la Unión Soviética ya había
embarcado a Fidel Castro en una aventura que pronto aterrorizaría al mundo
entero.

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2
Madre Rusia

1. TRIUNFO EN EL ESPACIO, HAMBRE EN LA TIERRA

En 1957, el satélite Sputnik, entre repetidos pitidos, dio a los soviéticos,


rebosantes de orgullo, su mayor triunfo propagandístico desde la victoria en la
«gran guerra patriótica», doce años atrás. El éxito del satélite prometía darles,
en teoría, la capacidad de dominar los cielos de Estados Unidos con armas
nucleares. Unos años después, en abril de 1961, otro logro espacial vino a
infundir en millones de patriotas estadounidenses no ya el temor de Dios, sino
el miedo a los comunistas impíos: la Unión Soviética había ganado la carrera
por convertirse en el primer país en enviar al espacio a un hombre e
impulsarlo alrededor de la órbita terrestre. El vuelo espacial de Yuri Gagarin
convirtió en una superestrella al apuesto y joven teniente (con rapidez se le
ascendió a comandante). En los hogares de toda Rusia, la noticia del vuelo,
transmitido por el famoso locutor de Radio Moscú Yuri Levitán, suscitó una
orgía de regocijo nacional. «La gente salió corriendo a las calles, todos se
reían y se congratulaban unos a otros», escribió la joven moscovita Galina
Artemieva. «¡Fue un día tan feliz e inolvidable!». La humanidad aclamó con
nerviosismo a una superpotencia que parecía estar superando a Estados
Unidos. Al igual que en el resto del mundo, en Washington muchas personas
vieron en el astronauta soviético un símbolo de la sociedad comunista, que,
resultaba patente, avanzaba a pasos agigantados. E incluso comenzaron a
engañarse a sí mismas y dar credibilidad, al menos en parte, a la avalancha de
estadísticas que la Unión Soviética proporcionaba acerca de sus propios
logros militares, económicos y sociales.
Por extraordinario que pueda parecer en la actualidad, gurús tan
influyentes como Paul Samuelson y J. K. Galbraith consideraron que era
probable que la economía soviética superara a la estadounidense en el plazo

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de una generación. Henry Kissinger, que entonces enseñaba en la Universidad
de Harvard, escribió que «Estados Unidos no puede permitirse otro declive
como el que ha caracterizado la última década y media», pues de lo contrario,
opinaba, el país podía quedar reducido a ser «la Fortaleza América en un
mundo en el que nos habremos vuelto en gran medida irrelevantes».[1]
La historia completa del vuelo de Gagarin tardaría décadas en salir a la
luz, pero cuando por fin lo hizo puso al descubierto que el logro de la Unión
Soviética había sido posible gracias a una tecnología endeble, desvencijada y
mortalmente peligrosa.[2] Mientras el piloto aceleraba a través de la
atmósfera, durante varios segundos aterradores se encendió la señal que
advertía de un fallo en el motor de la tercera etapa del cohete. Más tarde,
cuando el Vostok 1 empezó a desacelerar desde los más de 28.000 kilómetros
por hora que había alcanzado para volver a entrar en la atmósfera, la nave no
logró reducir la velocidad con la rapidez necesaria debido a un problema en el
motor de frenado. Con la cápsula girando fuera de control, Gagarin pudo
sentir como el caparazón protector, envuelto en llamas, se resquebrajaba. La
situación solo mejoró cuando el cable del motor de frenado se rompió. Tras
los ciento seis minutos que había durado la misión, el primer astronauta de la
historia activó el asiento eyectable cuando estaba sobre Rusia, pero el kit de
supervivencia que se le había proporcionado se perdió en el proceso y la
válvula de respiración del casco se atascó. Además, durante el descenso, el
paracaídas de reserva se abrió por accidente, lo que podría haberle matado.
Cuando por fin aterrizó en un campo de patatas cerca del Volga, Gagarin se
vio obligado a tomar prestado un caballo para ir a un lugar en el que hubiera
un teléfono para pedir que le rescataran.
La historia del primer vuelo espacial es un símbolo de la Unión Soviética
posterior a Stalin: una sociedad con unas habilidades científicas y técnicas
extraordinarias, pero sin una capacidad de producción a la altura. El país, de
hecho, no era capaz de fabricar un automóvil, una lavadora o una tostadora
eléctrica que alguien fuera de sus fronteras quisiera comprar. En una ocasión,
los ratones invadieron un arsenal en el centro de Rusia y se comieron el
aislamiento de los misiles que se encontraban almacenados allí: para hacer
frente a la plaga, las autoridades tuvieron que reclutar a centenares de gatos.
Cuando el diseñador de cohetes soviético Serguéi Koroliov, una figura
fundamental en el vuelo de Gagarin, se enteró de lo ocurrido, no pudo hacer
otra cosa que soltar una carcajada histérica. El general a cargo del arsenal fue
destituido, pero tuvo suerte de no ser fusilado.[3] En octubre de 1960, el nuevo
cohete R-16 explotó en la plataforma de lanzamiento; en el incidente

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murieron incineradas casi un centenar de personas, incluido Mitrofán Nedelin,
el oficial al mando de las fuerzas de misiles estratégicos de la URSS, cuyos
restos solo pudieron identificarse gracias a que entre las cenizas se encontró
una hombrera de mariscal y la llave medio derretida de su despacho.
Encadenado a la burocracia centralizada y a la ideología marxista, el
Partido ejercía su opresiva influencia sobre todo, desde las normas laborales
de las fábricas hasta las prácticas agrícolas. Ningún asunto humano escapaba
al prisma ideológico a través del cual se interpretaba la realidad en su
conjunto. En un chiste que se contaba entonces en las calles de Moscú un
oyente llama por teléfono a una ficticia Radio Armenia para preguntar por un
remedio para la calvicie. «En esta emisora no nos ocupamos de cuestiones
políticas», le responde una voz imperturbable.[4] En 1962, el secretario del
Partido Comunista de Ucrania, Petró Shélest, escribió en su diario:
«Jrushchov tiene razón al decir que tenemos que hablar con franqueza de
nuestras dificultades, si queremos superarlas. Sin embargo, lo que ocurre con
frecuencia es, por desgracia, que nosotros mismos nos creamos esas
dificultades, luego luchamos con ellas y, finalmente, consideramos un logro
superarlas con éxito».[5]
Por esa época se estaba produciendo en Rusia una migración masiva del
campo a las ciudades —trece millones de personas entre 1956 y 1959—, con
lo que el problema de la escasez de vivienda urbana se cronificó. Las
condiciones de vida de la mayoría de los compatriotas de Jrushchov eran
terribles: por término medio, y excluyendo los espacios comunes, cada
persona contaba con unos cinco metros cuadrados, la mitad de lo decretado
como norma cuatro décadas antes tras el triunfo de la Revolución. Aziz
Chirajov, que gestionaba varios puestos en el mercado, vivía en un viejo
barracón en el que se apiñaban 17 familias. Cada una tenía asignada una sola
de las habitaciones que se repartían a lado y lado de un largo pasillo «en el
que los niños pequeños jugaban con sus triciclos», la cocina era comunal y
había un único lavabo que debían compartir entre todos. Según cuenta:
«Había tantas peleas entre los vecinos que terminé buscándome otro lugar; la
habitación era más pequeña, pero éramos solo tres familias».[6] Jrushchov se
apuntó un triunfo notable al conseguir trasladar a muchos de quienes vivían
en esas construcciones de madera (barracas) a bloques de pisos, si bien estos
eran muy básicos. En todas partes el espacio se consideraba muy valioso; las
reservas hoteleras solo estaban al alcance del Partido. «En esos años estaban
construyendo el hotel Rossiya. Tan pronto como se levantó la primera pared,
alguien escribió en ella con tiza: “No hay habitaciones disponibles”».

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En el Leningrado de su infancia, Svetlana Mijlova asistió a una escuela
especializada en la enseñanza del inglés en la que disfrutó del inusual
privilegio de familiarizarse con autores como Charles Dickens, John
Galsworthy o Jack London y leer novelas como Una tragedia americana, de
Theodore Dreiser, y El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. En sus
páginas se enteró con fascinación de que los occidentales eran libres de vivir
donde quisieran, a diferencia de lo que ocurría en su propio país, donde todo
ciudadano estaba obligado a registrar su domicilio y solo podía realizar viajes
internos si contaba con una autorización oficial.[7]
La gran cantidad de mercancías apetecibles que era posible ver en las
tiendas y mercados de Moscú y otras grandes ciudades resultaba
contradictoria. Las amas de casa podían contemplar tarrinas de caviar rojo y
negro, al tiempo que las latas de cangrejo cogían óxido en los estantes, pues
prácticamente nadie tenía dinero suficiente para comprarlas. Entre los
artículos domésticos más preciados se hallaban las líneas telefónicas, que solo
estaban al alcance de quienes tenían amigos influyentes. En el decenio
iniciado con la muerte de Stalin, la industria soviética producía anualmente
unos cien mil automóviles destinados al uso particular, la producción de una
semana de las plantas automotrices estadounidenses. Un trabajador no
cualificado ganaba unos sesenta rublos al mes, el precio de dos pares de
zapatos. La calidad de los bienes de consumo era lamentable. La familia
media gastaba el 40 % de sus ingresos en una cantidad de alimentos que
apenas resultaba suficiente, y no eran precisamente un placer para el paladar.
Algunas familias tenían primitivos televisores KVN, con pantallas tan
pequeñas que el fabricante instalaba delante lentes que se rellenaban de agua
para ampliar el tamaño de las imágenes. Los hogares más acomodados podían
aspirar a tener un modelo Start-3, que no requería de tales dispositivos de
aumento. El alcoholismo era un problema crónico, en parte porque para los
214 millones de habitantes de la Unión Soviética el vodka era el medio más
accesible y asequible de tomarse unas vacaciones del mundo real.
Desde la Revolución de 1917, el relato nacional giraba por completo
alrededor del sacrificio: de vidas (en millones), de la libertad de elección, de
la libertad de expresión. Al menos hasta 1942, Iósif Stalin había causado
muchas más muertes en el país que Adolf Hitler. Otra forma de sacrificio eran
las privaciones y la escasez —que con frecuencia degeneraba en hambruna—
derivadas de, primero, la invasión y la guerra civil; luego, la mala gestión
institucionalizada; luego, de nuevo, la invasión; y luego, otra vez, la mala
gestión, de proporciones todavía mayores. Cualquier persona que dentro de

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las fronteras de la Unión Soviética señalara que antes de 1914 la Rusia zarista
estaba experimentando un crecimiento económico espectacular podía
considerarse afortunada si no terminaba en el Gulag, pero su único crimen
habría sido decir la verdad.
Los líderes de la URSS impusieron a la población penalidades de todo
tipo y embarcaron el país en locuras industriales, agrícolas, militares y
sociales respaldadas por sanciones draconianas para cualquiera que osara
manifestar su desacuerdo. Quienes habían vivido durante la «gran guerra
patriótica» difícilmente olvidaban que en 1942, en Leningrado, algunos
ciudadanos habían recurrido al canibalismo en medio del hambre, el frío y las
enfermedades que mataron a unos 750.000 habitantes de la ciudad, un número
que supera con creces el de las bajas sufridas por países como Estados
Unidos, el Reino Unido o Francia a lo largo de toda la segunda guerra
mundial. Casi todos los rusos habían tenido alguna pérdida personal entre
1941 y 1945: padres o parientes cercanos muertos o mutilados; comunidades
devastadas. Más de 1.700 núcleos urbanos habían sido arrasados; al término
del conflicto, ciudades como Minsk y Kiev habían quedado en gran medida
inhabitables.
Después de tales experiencias muchos rusos, y en particular los miembros
de la clase dirigente, encontraban intolerable que Estados Unidos emergiera
de la guerra convertido en una potencia gorda, rica, complaciente y arrogante,
mientras que su gran país socialista (que entre los Aliados era el que había
sufrido las mayores pérdidas y la peor devastación en la lucha por derrotar a
los nazis) tenía que hacer grandes esfuerzos para proporcionar a su pueblo un
nivel de vida mínimamente aceptable. En La casa de Matriona, novela corta
de Aleksandr Solzhenitsyn, la protagonista homónima trabajaba, a pesar de la
edad y los achaques, «no por dinero, sino por… las marcas que registraban las
jornadas en sus manoseadas libretas». En julio de 1962, un maestro rural
llamado Saveliev recogió en su diario que en el campo, a las afueras de
Leningrado, se había topado con unas ancianas que arrastraban un par de
cabras que se proponían vender al carnicero debido a un impuesto nuevo y
absurdo que gravaba el «exceso» de ganado en manos privadas. Si no se
deshacían de los animales, tendrían que pagar un impuesto de quince rublos
por cada uno: «¡Una cabra vale ahora tanto como una vaca! Se nos permite
tener otros animales además de la cabra, pero no dos cabras… Es tan estúpido
que da hasta vergüenza. ¿A quién pudo ocurrírsele semejante idea? Y las
ancianas siguieron su camino, maldiciendo su suerte, a sus jefes y las nuevas
reglas».[8]

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Un mes más tarde, el mismo hombre escribe: «Recogimos las patatas.
Este año son más grandes que el anterior y la cosecha es mejor. De inmediato
entregamos al Estado sesenta kilos a ocho kopeks el kilo, ya que en el sur la
cosecha, debido a la sequía, ha sido muy mala. Por tanto, aprobaron un
decreto que nos ordena entregar “voluntariamente” diez kilos por cada cien
metros cuadrados sembrados. Han comenzado a limitar la venta de pan y no
hay harina disponible». Y al mes siguiente, agregaba: «Si bien hay más o
menos suficiente pan negro, no hay bollos. La cantidad de ganado también se
está reduciendo, lo que significa que la situación va a complicarse. Han
comenzado a hacer pan con un 20 % de aditivos. La gente dice que en las
tierras vírgenes de las estepas (tselina) se están distribuyendo cartillas de
racionamiento para el pan».[9]
Iván Seleznev recogió en su diario la consternación que le producían las
malas cosechas y lo mucho que lamentaba que por orden del primer secretario
del Partido Comunista se hubiera dado prioridad al maíz: «Los mujiks
analfabetos que araban los campos durante la época de los Románov obtenían
rendimientos mucho mejores. ¿Por qué? Este año [1962] han subido los
precios de la carne, la mantequilla y los productos relacionados entre un 20 y
un 30 % por término medio. La vida se ha vuelto muy dura para la clase
trabajadora».[10] La productividad de la industria soviética estaba por debajo
de la mitad de la de la industria estadounidense, y en determinados sectores
podía ser aún peor: en 1963, un minero estadounidense producía catorce
toneladas de carbón al día; su homólogo soviético apenas 2,1 toneladas.
Nunca se calculaba el coste de los proyectos de infraestructura; los precios
tanto de los bienes de consumo como de los productos industriales se fijaban
de manera arbitraria. Para viajar dentro del país, los soviéticos dependían en
su mayoría de los autobuses, pues los ferrocarriles priorizaban el transporte de
mercancías.
Mientras que una minoría cada vez más reducida de izquierdistas se
aferraba a la fantasía de la Unión Soviética como un paraíso socialista, la
imagen predominante del país en Occidente era la de una sociedad monolítica
y gris, inundada de dificultades. Sin embargo, aunque esa imagen se acercaba
bastante a la realidad, solo contaba una parte de la historia: pasaba por alto,
por ejemplo, que un número sorprendente de rusos se las ingeniaron para
disfrutar de la vida. Se enorgullecían de su heroica resiliencia frente a las
adversidades y de la lenta, dolorosa y obstinada recuperación tras la
devastación de la guerra. Muchos compatriotas de Nikita Jrushchov
compartían su susceptibilidad, de la que tan a menudo dio muestras, ante lo

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que interpretaba como desaires y condescendencia por parte de Occidente.
Resulta llamativo constatar cuán pocos de los soviéticos que prestaron
servicio en Occidente como diplomáticos o espías intentaron desertar. Pese a
conocer de primera mano la abundancia occidental, entre la que en ocasiones
vivieron durante años, la gran mayoría de esos funcionarios optó por volver a
la patria y a una pobreza relativa (más relativa dado su estatus privilegiado)
en lugar de abrazar una cultura extranjera que muchos de ellos encontraban
irremediablemente antipática. En la década de 1960, Aleksandr Solzhenitsyn
acabaría convirtiéndose en el disidente más destacado de la Unión Soviética.
Sin embargo, cuando finalmente se instaló en Estados Unidos en 1975, tras
haber sido arrestado y deportado a Alemania el año anterior, muchos de sus
admiradores se sintieron ofendidos por la dureza con la que atacaba lo que
percibía como la decadencia y el materialismo de Occidente. El gran escritor
había luchado durante años contra el sistema soviético, y había sufrido en
carne propia como consecuencia de ello, pero seguía siendo un ruso
apasionado.
El embajador de la URSS en Estados Unidos desde 1962 hasta 1986,
Anatoli Dobrynin, se desempeñaba como ingeniero aeronáutico cuando, en
1944, se le seleccionó para ingresar en la Escuela Superior de Diplomacia,
una invitación que lo desconcertó y alarmó, pues, en el universo soviético, él
no era nadie. Nacido en 1919, era hijo de un fontanero y la acomodadora de
un teatro de Moscú. Muchos años después, se enteró a través de Mólotov de
que el reclutamiento de jóvenes con formación técnica para representar a
Rusia en el extranjero obedecía a una decisión personal de Stalin. Antes de
ser destinados fuera de la URSS, los futuros diplomáticos no solo recibieron
clases de idiomas sino también de etiqueta burguesa; una de las lecciones se
llevaba a cabo en una mesa dispuesta con gran variedad de vasos, copas y
cubiertos a la que unos camareros imaginarios llevaban toda clase de platos
imaginarios.
Dobrynin visitó Estados Unidos por primera vez en 1952, cuando se le
destinó a Washington como consejero, y, como le ocurría a la mayoría de los
extranjeros, quedó asombrado ante la riqueza del país. En sus memorias
escribe que tardó años en hacer las paces con Estados Unidos, pero que —
agrega casi a regañadientes— al final le cogió el gusto. En 1952 la guerra de
Corea estaba en pleno apogeo, al igual que el macartismo, y el diplomático se
topó con que el país estaba «atravesando un período de histeria anticomunista
y antisoviética».[11] Marxista-leninista convencido, Dobrynin no tenía duda de
que, tarde o temprano, Estados Unidos atacaría la Unión Soviética.

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Para comprender los acontecimientos de octubre de 1962, es importante
entender que incluso los rusos inteligentes e informados abrigaban esos
sentimientos y pasiones. A lo largo del decenio que Jrushchov estuvo en el
poder, las personas mayores sufrieron más que los jóvenes, en especial en
1961, cuando hubo escasez de pan y una supuesta reforma monetaria devaluó
los ahorros de la población de la noche a la mañana. Tamara Kosij, nacida en
1947, vivía con sus tres hermanos y su madre, una trabajadora fabril, en un
piso de dos habitaciones en los Urales. De acuerdo con los estándares
occidentales, su vida era dura, pero más tarde recordaría con gratitud que el
Estado soviético les ofrecía más beneficios de los que hoy reciben las familias
rusas en situaciones equivalentes: guardería gratuita, leche gratuita,
campamentos de verano gratuitos, hospitales gratuitos, educación preescolar
gratuita.
«La década de 1950 fue una época de esperanza», escribe Galina
Artemieva. «Los prisioneros [del Gulag] estaban siendo liberados, las heridas
de la guerra estaban sanando, crecía la fe en un futuro diferente y mejor».[12]
Galina, nacida precisamente en 1950, se describe a sí misma como miembro
de una de las primeras generaciones soviéticas que no conocieron la guerra o
el miedo: «¡Éramos los hijos de los vencedores! Creíamos que vivíamos en el
mejor país del planeta. Sabíamos que las cosas mejorarían, que habría más
alegría y más justicia. [Pensábamos]: “¡Oye, es genial vivir en un país
soviético!”». Sin embargo, en muchas zonas del país, los niños iban a la
escuela en dos turnos, una necesidad impulsada por la explosión de la
natalidad de la década de 1950, que creó una escasez de aulas. Debido a ello,
Galina hacía los deberes por la mañana y asistía a clases por la tarde. Como
era joven, no se daba cuenta de la opresiva cultura de la URSS.
Nacido en 1944, Valeri Galenkov creció en la pobreza rural, pero al igual
que Galina atesoraba recuerdos de una infancia feliz; vivían solos con su
abuela en una casucha de madera y tenían un huerto en el que había un gran
abedul al que le encantaba treparse para saltar, sobre todo durante el invierno,
cuando la nieve se amontonaba a los pies del árbol. Había un retrete en el
exterior, una palangana detrás de la cocina y un banco para dormir encima de
esta. Cuando la abuela estaba fuera, Valeri cuidaba de sí mismo: un trozo de
pan, un cucharón de agua. Una vez por semana en invierno, y con menos
frecuencia en verano, se bañaban en una enorme casa de baños pública que
había en el pueblo. «Me parecía que vivíamos bien», dice. «No fue hasta
mucho después cuando entendí lo pobres que éramos».[13] En el club local se
proyectaban películas; las sesiones comenzaban siempre con una cinta

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propagandística sobre la feliz vida rusa, con títulos como Los Urales
soviéticos, y continuaban con una producción épica: «Vimos Cosacos del
Kubán, Muchachas, El Don apacible. Esas películas eran verdaderas obras
maestras. Los vastos campos del Don se volvieron un lugar muy querido para
nosotros».
Cuando terminaba la proyección y se encendían las luces, el mandamás
del pueblo, el líder del Partido en la localidad, arengaba a los asistentes: «Era
un buen tipo, un hombre sencillo y alegre. Solo más tarde, cuando nos
hicimos mayores, nos dimos cuenta de que en realidad era un campesino
bastante tosco y mucho de lo que nos contaba era mentira». La música era una
fuente de placer y esparcimiento: los lugareños disfrutaban cantando y
bailando acompañados de acordeonistas o guitarristas. Cuando Galenkov era
joven, la gente participaba con entusiasmo en las manifestaciones y mítines
del Partido; el cinismo no se impondría hasta tiempo después, cuando la
coacción empezó a ser necesaria para garantizar la asistencia.
En esas zonas rurales los oyentes solo contaban con receptores de radio
por cable, configurados desde la fábrica para que no pudieran sintonizar
emisoras occidentales. Sin embargo, para la época de Jrushchov, decenas de
medios extranjeros transmitían programas en ruso a la Unión Soviética, donde
había decenas de millones de aparatos de onda corta, y Moscú no podía
aspirar a silenciarlos todos. La música pop se convirtió en la herramienta de
propaganda más eficaz de Occidente. No obstante, mientras que los rusos
sofisticados y en especial los moscovitas confiaban más en la BBC que en
Radio Moscú, la propaganda estadounidense resultaba demasiado cruda para
tener un verdadero impacto. Durante la crisis de los misiles, Radio Liberty,
una emisora financiada por la CIA, transmitió mensajes como «por cada misil
soviético destinado a Cuba, la URSS ha gastado suficiente dinero, material y
mano de obra para proporcionar zapatos a 25.000 personas». En el caso de la
Primavera de Praga, por ejemplo, hay pruebas que indican que la mayoría de
los rusos prefirieron la versión de los hechos ofrecida por Moscú en lugar de
las difundidas por los medios extranjeros, y si esa era todavía la situación en
1968, no cabe esperar que seis años antes fuera diferente.
A propósito de esos días, Valeri Galenkov anota: «No podíamos comparar
nuestro país con ningún otro porque vivíamos tras el “telón de acero”.
Pensamos que si aguantábamos, las cosas mejorarían, y así fue».[14] Tamara
Kosij, que en 1962 tenía quince años, dice: «No sabíamos absolutamente nada
acerca de Estados Unidos, salvo que se encontraba muy lejos. No
envidiábamos lo que tenían los estadounidenses, pues estábamos aislados y

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solo conocíamos nuestra propia situación. Nos parecía que teníamos todo lo
que necesitábamos. No éramos miserables. La guerra había dejado una gran
devastación, pero la gente trabajaba duro para reconstruir el país y lo hacía
con entusiasmo».[15]
Los altibajos de la Unión Soviética en 1962 fueron los característicos de
toda la era comunista. El 17 de junio, un submarino K-3 navegó por debajo
del manto de hielo y llegó al polo norte, un logro tremendo. Sin embargo,
apenas dos semanas después, el 30 de junio, el avión que hacía el vuelo 902
de Aeroflot, un Tu-104, se estrelló cerca de Krasnoyarsk con 84 personas a
bordo (76 pasajeros y ocho tripulantes). No hubo supervivientes. Aunque el
Estado soviético nunca reconoció la causa del siniestro, es casi seguro que fue
un misil disparado durante un ejercicio de defensa aérea que se desvió de la
trayectoria prevista.[16]
A lo largo de este período tuvieron lugar importantes protestas públicas
contra las políticas del gobierno. Durante los diez años que Jrushchov estuvo
en el poder, alrededor de medio millón de ciudadanos soviéticos se atrevieron
en algún momento a participar en manifestaciones, disturbios o huelgas.
Algunos lo pagaron con sus vidas; otros, con condenas en campos de trabajo.
[17] Aunque la era de Jrushchov fue incomparablemente menos brutal que la

de Stalin, resulta difícil describirla como progresista. En 1961, Boris Vronski,


que entonces tenía sesenta y cuatro años, se burlaba en su diario íntimo del
culto a la personalidad del líder comunista y los supuestos logros soviéticos:
«“La vida es mejor ahora, más divertida”, como declara nuestro gigante de la
ciencia y genio de la humanidad. Su retrato ofende a la vista por doquier.
Pontifica: “Las cosas marchan estupendamente”. Sin embargo, podemos ver
por nosotros mismos lo bien que marchan. Hay una huelga en Odesa, donde
los estibadores descubrieron que la mantequilla se estaba enviando a Cuba y
se negaron a cargarla; hay disturbios por el suministro de alimentos en
Krasnodar; una huelga en la fábrica Voroshílov de Krasnoyarsk y otros paros
más en otros lugares».[18]
El 17 de mayo de 1962, el Presídium aprobó un decreto que elevaba los
precios minoristas de la carne y los productos avícolas en un 33 % y los de la
leche y la mantequilla en un 25 %. También se revisaron al alza las metas de
producción de las fábricas, sin que ello se tradujera en un aumento de los
salarios (en ciertos casos, de hecho, el cambio conllevó una reducción).
Ese verano, apenas unos meses antes de que estallara la crisis de los
misiles cubanos, una multitud se congregó alrededor de una estatua de Lenin
en Riga para gritar consignas antigubernamentales. En Moscú, Leningrado,

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Donetsk y Kiev, se repartieron folletos en los que se llamaba al pueblo a
protestar contra la subida de precios. Anya, la tía de Galina Artemieva, tenía
tanto miedo a una posible hambruna que decidió hacer su propio pan;
utilizaba una mezcla de harina y sémola (para que durara el mayor tiempo
posible), y una vez que las hogazas se secaban, las almacenaba dentro de las
fundas de algodón de las almohadas.[19] En las paredes de la ciudad de Chitá
aparecieron carteles en los que se leía: «¡Camaradas! ¿Cuánto tiempo más
hemos de vivir en la miseria y medio muertos de hambre?».[20] Unos meses
antes, Nina Barbarchuk, una doctora de cuarenta y tres años de Minsk, había
sido encarcelada por escribir una serie de cartas anónimas al presidente
Kennedy (a la atención de la embajada de Estados Unidos en Moscú) en las
que le advertía que no debía fiarse del supuesto entusiasmo por la paz que
profesaban los líderes comunistas y le describía el precario nivel de vida del
pueblo soviético.[21]
Dos ucranianos reciente liberados de campos de trabajo fueron arrestados
y encarcelados de nuevo, acusados de amenazar a los comunistas en
Smolensk y «hablar con aprobación de la vida en Estados Unidos».[22] Una
joven maestra, destinada a una escuela cerca de Yaroslavl, descubrió al llegar
que el único mueble de la habitación que se le había asignado era el armazón
de metal de la cama y se vio obligada a rellenar con juncias secas una gran
funda para que hiciera las veces de colchón. El pan llegaba al pueblo en
contenedores cerrados con llave porque era un bien tan preciado que existía la
posibilidad de que intentaran robarlo.[23] Otro decreto del Comité Central
redujo todavía más los «privilegios» dietéticos al cerrar los comedores
urbanos en los que hasta entonces era posible comprar una taza de té por un
kopek y recibir una ración de pan gratis, algo que para muchos estudiantes
jóvenes y famélicos resultaba esencial.
La muestra de descontento más grave tuvo lugar en la ciudad industrial de
Novocherkask, un suceso que (como el derribo accidental de un avión
comercial) el gobierno ocultó de forma escrupulosa al pueblo ruso durante
tres décadas. Los problemas comenzaron con una huelga de varios miles de
trabajadores de la fábrica de locomotoras eléctricas de Novocherkask
(NEVZ), uno de los mayores empleadores de la localidad, para protestar por
el aumento de las cuotas de producción y el elevado precio de los alimentos.
Un funcionario que trató de calmar a la multitud se convirtió en blanco de una
lluvia de palos y botellas. Y aunque algunos de los primeros soldados
enviados al lugar confraternizaron con los huelguistas, otros resultaron
heridos por los proyectiles que les lanzaron. El 2 de junio el clima de

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descontento dio paso a una protesta masiva en el centro de la ciudad, donde
los manifestantes irrumpieron en el edificio de la administración pública. El
ejército soviético abrió fuego. Los disparos acabaron con la vida de 26
personas desarmadas (a las que luego se enterró en secreto en tumbas sin
marcar) e hirieron a otras 87. Pese a que las autoridades silenciaron cualquier
información sobre la masacre, los rumores acerca de lo ocurrido acabaron
propagándose a lo largo y ancho de la Unión Soviética, incluidos algunos,
probablemente falsos, que atribuían al ejército un número mucho mayor de
víctimas mortales. Más de un centenar de los detenidos durante las protestas
fueron sometidos a juicios farsa. Los tribunales hallaron culpables de
«bandidaje», «vandalismo» y otros delitos a los catorce supuestos cabecillas
de la huelga. Se conmutaron siete sentencias de muerte, pero todos los que se
sentaron en el banquillo recibieron penas de prisión.
Un hecho clave de la tragedia de Novocherkask, recreada en el premiado
largometraje ¡Queridos camaradas! (2020), de Andréi Konchalovski, fue que
dos jerarcas del Partido, Anastás Mikoyán y Frol Kozlov, se habían trasladado
a la ciudad en representación del Presídium para investigar lo que estaba
ocurriendo antes de que el ejército comenzara a disparar: el Kremlin, por
tanto, fue cómplice directo del derramamiento de sangre. En sus
autocomplacientes memorias, Mikoyán escribiría: «Me di cuenta de que las
demandas de los trabajadores estaban justificadas y su malestar era producto
de grandes agravios».[24] Según asegura, mientras él intentaba negociar con
los huelguistas, su colega Kozlov, el otro emisario del Kremlin, telefoneó
para pedir que se permitiera al ejército abrir fuego, una medida que habría
autorizado el mismísimo Jrushchov.[25] Kozlov, además, mandó que se
prepararan varios trenes para la deportación en masa de los disidentes a
Siberia: «¡Una vergüenza!», en palabras de Mikoyán. Uno de los oficiales de
mayor rango enviados al lugar, el general Matvei Kuzmich Shaposhnikov,
que estaba al mando de una unidad de tanques, se negó a dar la orden de
disparar contra los manifestantes, una demostración de escrúpulos por la que
más tarde sería degradado. En cambio, su superior, el general Issá Plíyev,
empleó sin vacilar la autoridad concedida por Moscú para ordenar a sus
hombres que dispararan a matar.
Cabe destacar que los manifestantes no protestaban contra el comunismo.
Todo lo contrario: marchaban portando imágenes y consignas de sus héroes.
El blanco de sus denuncias eran los actuales amos del Kremlin. En
Novocherkask, en palabras de un historiador occidental, «no se destrozaron
retratos de Lenin; era a Jrushchov al que se injuriaba».[26]

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La Revolución —la marcha de la Unión Soviética hacia la utopía
socialista— aún contaba con el apoyo de una abrumadora mayoría de la
población. La ira de quienes protestaban estaba dirigida contra aquellos que
ahora debían implementarla, a saber, los miembros del Presídium del Comité
Central del Partido Comunista. Incluso la KGB reconoció que se había
provocado en exceso a los trabajadores de Novocherkask. Un eslogan escrito
con tiza en el costado de una locomotora detenida por los manifestantes en las
afueras de la ciudad rezaba: «¡Piquen a Jrushchov para hacer carne!». Se
rompieron y quemaron retratos y carteles con la imagen del presidente del
Presídium. Nikolái Barsukov ha escrito sobre el estado de ánimo que
desencadenó las protestas: «La desilusión y el descontento de las masas se
vieron exacerbados por el marcado contraste entre la reciente promesa de un
paraíso inminente y la realidad de su existencia cotidiana».[27]
Serguéi Jrushchov sostendría más tarde que su padre se sentía culpable
por la matanza, lo que lo atormentaría hasta al final de sus días.[28] Le
describe regresando a casa el día de los disturbios y diciendo con enfado:
«Los obreros armaron jaleo y los idiotas locales comenzaron a disparar».[29]
Esta visión benigna del líder soviético es difícil de creer. Jrushchov no
menciona Novocherkask en sus memorias, en las que sin embargo sí reconoce
otros errores durante su mandato. Más creíble y relevante resulta lo que,
según otro testimonio, le habría dicho a Kozlov para justificarse: «Millones
de personas han perecido por la causa soviética, hicimos bien en recurrir al
uso de la fuerza». Lo sucedido en Novocherkask no fue un caso aislado en
1962: aunque en menor número, ese mismo año las fuerzas del orden mataron
también a manifestantes antigubernamentales en otras ciudades, incluidas
Múrom y Aleksándrovsk. Los bolcheviques de la generación a la que
pertenecía el primer secretario habían conocido (y con frecuencia causado)
tanto derramamiento de sangre en nombre de la Revolución que cualquier
esfuerzo o sacrificio encaminado a garantizar el triunfo del socialismo les
parecía justificado: antes que arriesgarse a poner en peligro esa meta, había
que redoblar la apuesta y mantener una actitud imperturbable frente a la
muerte. Esa mentalidad seguiría en buena medida siendo dominante en el
Kremlin hasta los últimos años antes del colapso de la Unión Soviética.
Aunque los shestidesyátniki —la generación que irrumpió en la URSS en
los años sesenta y que tendría un impacto casi tan potente en el país como sus
contemporáneas occidentales en sus propias sociedades— todavía tenían que
echar a volar, el cine ruso de la «nueva ola» ya estaba promoviendo algunas
ideas muy originales, en especial acerca de la naturaleza de la guerra. Muchos

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jóvenes moscovitas adoptaron un corte de pelo tan similar al que llevaban los
reclutas que, se decía, parecían «listos para ir a la guerra mañana».[30] Grigori
Chujrái, un veterano del Ejército Rojo, hizo películas tan famosas como El
cuarenta y uno (1956), La balada del soldado (1959) y El cielo despejado
(1961); mientras que Mijaíl Kalatózov dirigió Cuando pasan las cigüeñas
(1958). Por esa misma época se autorizó la proyección en Rusia de Los siete
magníficos (1960), uno de los mejores wésterns estadounidenses jamás
realizados. Con todo, el ambiente cultural seguía siendo en términos generales
en extremo conformista. La represión oficial de la disidencia aumentó en
1962. En el Gulag, se ordenó que los campos de los prisioneros políticos
adoptaran un régimen «más intenso», que luego se elevó a «estricto», lo que
hizo aún más dura la situación de quienes se encontraban encerrados.
Por paradójico que pueda parecer, las comunidades más libres del país
eran las de las ciudades científicas secretas, a cuyos residentes más
destacados se les permitía intercambiar ideas y expresar opiniones con una
libertad impensable en el exterior. Esto obedecía a una lógica casi perversa:
incluso el Presídium era consciente de que no había ninguna posibilidad de
que la Unión Soviética ganara la carrera espacial, alcanzara la paridad nuclear
con Estados Unidos, realizara avances médicos o consiguiera cualquier logro
científico o tecnológico de relieve si no permitía que sus mejores cerebros
pensaran por sí mismos e intercambiaran ideas, precisamente lo que no
podían hacer el resto de los ciudadanos de la URSS. Para 1962, el complejo
científico-militar-industrial soviético abarcaba un total de 966 instalaciones,
entre fábricas, institutos, laboratorios de investigación y desarrollo y otros
centros, que daban trabajo a 3.700.000 personas. Los científicos soviéticos
formaron la punta de lanza de la naciente cultura intelectual del país. El físico
Andréi Sájarov enfureció a Jrushchov al desaconsejar la reanudación de las
pruebas nucleares: «Sería una medusa y no el presidente del Consejo de
Ministros si escuchara a gente como Sájarov», dijo el líder comunista, que ya
había tomado una decisión al respecto y siguió entregado de forma implacable
a demostrar a sus camaradas del Presídium, y el mundo entero, que aunque no
era un asesino de masas con apetitos remotamente similares a los de su
predecesor, sí era también un hombre de acero.

2. «EL TIBURÓN»

A los ojos del mundo, Stalin fue un monstruo, cuya principal víctima había
sido su propio pueblo. Sin embargo, casi una década después de su muerte,

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muchos rusos continuaban llorándole como el salvador de la nación en la
«gran guerra patriótica» y el artífice de su poderío recuperado. El veterano
Víktor Nekrásov escribió: «¡Los vencedores están por encima de cualquier
juicio! Habíamos perdonado a Stalin todos sus crímenes».[31] En medio de un
universo marxista en el que la hambruna más cruel era la de la verdad, los
rumores imperaban. Uno de los más populares sostenía que el dictador había
sido víctima de una conspiración judía en la que habrían estado involucrados
sus médicos.[32] Tras el sensacional discurso pronunciado en el XX Congreso
del Partido Comunista (febrero de 1956), en el que Jrushchov denunció los
asesinatos en masa de Stalin, el comandante de una unidad de tanques del
distrito militar de Moscú dijo con enfado a sus camaradas: «¿Por qué se ha
publicado todo esto? ¡Deberían sepultarlo todo en los archivos para no
perturbar y destrozar las almas de las personas!».[33]
Otro oficial apuntó con asombro: «Después de este discurso no sabes a
quién creer…». Un coronel agregó: «¿Y dónde estaba entonces Jrushchov?
¿Por qué guardó silencio en su momento y solo comienza a soltar toda esta
basura sobre Stalin ahora que él está muerto? Por alguna razón, no confío en
todos los hechos que se exponen… Stalin me crio en sus ideas desde la
infancia, y no pienso rechazar esas ideas ahora». El mismo oficial se refirió al
gran novelista Borís Pasternak, el autor de El doctor Zhivago, una obra que al
militar, por supuesto, no se le había permitido leer, como «Judas, un
renegado, una mala hierba, una rana en el pantano». Pasternak dijo de
Jrushchov: «El país estuvo gobernado durante muchísimo tiempo por un loco,
un asesino, y ahora lo dirige un tonto y un cerdo».[34] Hasta el día de hoy,
muchos patriotas rusos consideran que reconocer la terrible iniquidad de
Stalin equivale de algún modo a desconocer todos los sufrimientos y
sacrificios de su pueblo por la causa del socialismo desde 1917.
Como joven pionera comunista en la década de 1950, Galina Artemieva
tuvo la oportunidad de visitar el mausoleo de los líderes soviéticos en la plaza
Roja sin tener que hacer cola, un privilegio muy especial: «La solemnidad del
momento imponía silencio. Yo nunca había visto un cadáver. Los dos líderes
formaban una extraña pareja. Uno [Lenin], el gran ejemplo de sabiduría y
humanidad, pequeño y de tez amarilla, yacía vestido con pulcritud con traje y
corbata, pero al lado del generalísimo no lucía impresionante. Stalin, por su
parte, parecía vivo, como si solo estuviera dormido, listo para abrir los ojos de
un momento a otro, tan pronto se cansara de estar echado allí delante de los
visitantes. Sentí pena por ambos, pues en cierto sentido me pareció que era
obsceno que se los expusiera de ese modo a la mirada de todos».[35] En

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octubre de 1961, Jrushchov redujo a la mitad la pena de futuros visitantes de
sensibilidad similar al decretar, de la noche a la mañana, que se retirara el
cadáver de Stalin de la exhibición pública; el dictador sería enterrado luego
cerca de allí, en una tumba revestida de hormigón.
En febrero de 1962, en Moscú, una persona a la que nunca se logró
identificar envió por correo una gran cantidad de cartas dirigidas a
prominentes comunistas, incluidos miembros del Presídium, para denunciar al
máximo dirigente del país: «No hay límite para el aventurerismo de
Jrushchov, y dado que el colapso de esas aventuras es inevitable, siempre
necesitará chivos expiatorios».[36] El texto planteaba la posibilidad de que el
pueblo ruso, que hasta entonces se había limitado a intentar sabotear
localmente sus medidas económicas y sociales, «se alce de repente y
emprenda una insurrección capaz de eclipsar todos los Budapest», una
referencia al levantamiento húngaro de 1956.
Aunque es imposible describir a Nikita Jrushchov como un líder humano,
no cabe duda de que fue mucho menos inhumano que Stalin: a pesar de que
en muchos aspectos era un hombre tosco, carente de elegancia y modales, al
que le incomodaba la cultura y que situaba con menosprecio a los disidentes
«en el lado equivocado de la historia», Jrushchov se permitió algunos
arrebatos de liberalismo, realismo y generosidad que le granjearon la
enemistad de los elementos más intransigentes del Kremlin. Poseía energía,
entusiasmo, ingenio y cierto gusto por las payasadas, cualidades que no se
suele asociar con los líderes soviéticos. Liberó del Gulag a un millón de
presos políticos por lo menos (algunos historiadores mencionan cifras mucho
mayores). Y tras emerger victorioso de la lucha por el poder de los años 1953-
1955, sus rivales pudieron marcharse al exilio en las provincias, en lugar de
ser fusilados. No obstante, durante las décadas que precedieron a ese triunfo,
el primer secretario del Comité Central del Partido Comunista y presidente
del Consejo de Ministros de la Unión Soviética había tenido que escalar una
montaña de cadáveres para ganarse la confianza de Stalin y convertirse en su
protegido y, finalmente, en su sucesor.
En 1960, Hugh Gaitskell, el jefe del Partido Laborista británico, describió
a Jrushchov como «un cerdo bastante agradable», y eso después de haberlo
encontrado en un estado de ánimo favorable. Nacido en 1894, en una
empobrecida familia campesina de la provincia de Kursk, cerca de la actual
frontera con Ucrania, el futuro líder soviético comenzó a trabajar en fábricas y
minas a la edad de doce años. En una ocasión, Nelson Rockefeller le espoleó
con sorna con una alusión al medio millón de rusos que a principios del siglo

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XX emigraron a Estados Unidos en busca de libertad. El primer ministro
respondió con desdén: «Por favor: no me venga con cuentos. Esa gente solo
vino buscando mejores salarios. Yo mismo estuve a punto de ser uno de
ellos». Ferozmente ambicioso y materialista, es probable que Jrushchov
hubiera terminado convertido en el próspero gerente de una industria de no
ser por la Revolución de 1917. Habiendo sido un obrero metalúrgico
competente, abrigó a lo largo de su vida un gran respeto por quienes poseían
algún tipo de destreza técnica y cierta ambivalencia quisquillosa hacia
quienes tenían la educación académica que a él le faltaba. Carecía por
completo del hábito de la lectura.
De adolescente se convirtió en un precoz activista antizarista y, de hecho,
se le abrió un expediente policial por recaudar dinero para las víctimas de la
masacre con la que el ejército puso fin a la huelga de los trabajadores de las
minas de oro del Lena. Tras unirse a los bolcheviques en 1918, durante la
guerra civil se desempeñó como comisario político y, terminado el conflicto,
se convirtió en gerente de una fábrica en el Donbás, Ucrania. A partir de
entonces, como protegido de Lázar Kaganóvich, el acólito homicida de Stalin,
su ascenso en el Partido Comunista fue meteórico. En la primera mitad de la
década de 1930, convertido en jefe de la administración municipal de Moscú,
supervisó la construcción del metro de la capital rusa, una obra monumental.
Fue asimismo cómplice del Gran Terror: las purgas ideológicas de Stalin. Su
biógrafo William Taubman escribe: «Jrushchov contribuyó al arresto y
eliminación de sus propios colegas y amigos. Solo tres de los 38 altos cargos
de las organizaciones municipales y provinciales del Partido Comunista en
Moscú sobrevivieron a las purgas. De los 146 secretarios del Partido de las
demás ciudades y distritos de la región de Moscú, 136 fueron, para usar el
eufemismo postestalinista, “reprimidos”».[37] En sus memorias, Mikoyán
especula con cinismo sobre el deslumbrante ascenso de Jrushchov: este se
produjo, anota, porque «a todos los demás los habían puesto tras las rejas».[38]
O los habían fusilado. William Hayter, embajador del Reino Unido en
Moscú entre 1953 y 1957, escribió en 1970 sobre el Presídium de la era de
Stalin: «Quienes sobrevivieron… lo hicieron porque estaban dispuestos a
traicionar a sus colegas y sumarse a la persecución del resto de la población.
Bajo Stalin, no bastaba con ser pasivo: era necesario participar de forma
activa en el terror y los sobrevivientes debían tener cargas terribles sobre su
conciencia. No hay que olvidar este pasado espantoso al valorar a los actuales
líderes soviéticos».[39] En lo que respecta a Jrushchov, el historiador moderno
Vladímir Naúmov ha escrito: «El genio y sabiduría de Stalin le embelesaron y

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hechizaron; la sola proximidad con el gran líder tuvo un impacto tremendo en
una naturaleza tan emocional como la suya. Creo que incluso la gratitud
personal que sentía hacia Stalin por la atención que le mostraba se vio
eclipsada por la intensa euforia que le produjo el hecho de estar involucrado
en los grandes acontecimientos que estaban teniendo lugar en el país bajo el
liderazgo de Stalin».[40]
En 1938, Jrushchov se convirtió en el virrey del Kremlin en Ucrania,
cargo que retuvo hasta 1949, con apenas una breve interrupción. Se ganó una
reputación de hombre indiscreto y vulgar (un blanco ocasional de sus pullas
era su poderoso mentor), pero conservó el puesto y la vida gracias a una
combinación de eficacia administrativa y astucia animal. Durante la segunda
guerra mundial volvió a ser comisario político y emergió del conflicto con el
rango militar de teniente general tras asistir a algunas de las batallas más
grandiosas de la Unión Soviética: nunca olvidaría el hedor de los cadáveres
incinerados dentro de los tanques destrozados en Kursk, bajo el sol de verano
de 1943. Luego sería testigo de los sufrimientos de la población rural en la
hambruna de 1946-1947, en la que, se calcula, pudieron perecer hasta dos
millones de personas, víctimas de la sequía y la miseria agrícola de la
posguerra. En 1947, Jrushchov fue destituido temporalmente de su cargo
como secretario general del Partido Comunista de Ucrania y durante un
tiempo temió por su propia vida. No obstante, antes de terminar el año se le
rehabilitó y recuperó su posición.
Su ascenso se vio favorecido por el hecho de que la mayoría de quienes le
conocieron, tanto rusos como extranjeros, solían subestimarle. No me parece
frívolo sugerir que Stalin, un hombre acomplejado por su baja estatura, viera
con buenos ojos que su protegido fuera aún más bajo que él: media metro
sesenta. Y, además, andaba como un pato. Más allá de una fuerza de voluntad
feroz, Jrushchov demostró talento para la doblez y la ambigüedad, el farol y la
charla ligera. Ningún líder alcanzó la cima del poder en la Unión Soviética
exponiendo con franqueza realidades desagradables; de hecho, la afinidad con
la verdad era un obstáculo insuperable para un alto cargo. Esto es algo que
habrá que tener muy presente en el contexto de la crisis de los misiles
cubanos.
En opinión del embajador Hayter, Gueorgui Malenkov, el rival de
Jrushchov en 1953-1957, era «con facilidad el más inteligente y el más presto
a entender de qué se estaba hablando». En comparación con él, el diplomático
británico encontraba a Jrushchov lerdo y aterradoramente ignorante de los
asuntos internacionales. Era «rápido, pero no inteligente», escribió Hayter,

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que lo compara con «un pequeño toro al que, si se le orienta en la dirección
correcta, carga y se asegura de llegar con fuerza a su objetivo, derribando a su
paso todo lo que se interponga en su camino». Otro diplomático occidental, el
embajador de Estados Unidos en Moscú entre 1953 y 1957, Charles «Chip»
Bohlen, consideraba que Jrushchov era uno esos altos funcionarios soviéticos
con los que «no había punto de encuentro, ni lenguaje común».
Tras la muerte de Stalin en marzo de 1953, un episodio bufo y ridículo,
Malenkov lo reemplazó durante un tiempo. Jrushchov, por su parte, organizó
el arresto y posterior ejecución del sanguinario Lavrenti Beria y, luego, de
forma progresiva, procedió a apartar a codazos a sus enemigos en el
Presídium hasta que a finales de 1955 se aseguró el dominio del Partido. A
partir de entonces, se convirtió en un entusiasta de los viajes al extranjero,
llegando a cubrir más distancia que cualquier otro líder ruso desde el zar
Nicolás II. Entre noviembre y diciembre de ese mismo año, llevó a cabo una
larga gira por Asia con Nikolái Bulganin, un recorrido que incluyó un
considerable número de payasadas para las cámaras y un paseo en elefante.
En febrero del año siguiente, realizó el acto político más decisivo de su
vida: pronunciar, en el marco del XX Congreso del Partido Comunista de la
Unión Soviética, un discurso «secreto» —más tarde un comunista polaco lo
filtraría a un agente de los servicios de inteligencia israelíes, que lo
compartieron con la CIA, que, a su vez, lo hizo llegar al New York Times—
en el que durante cuatro horas condenó el estalinismo y calificó los crímenes
del dictador como «deformaciones del socialismo». En 1957, Mólotov,
Malenkov y Kaganóvich fueron etiquetados como estalinistas y expulsados
del Presídium. Cuando el último de estos suplicó por su vida, Jrushchov se
negó a liberar a su antiguo jefe del temor mortal que le embargaba y se limitó
a responderle con un lacónico: «Nos lo pensaremos». Al final, se le enviaría a
dirigir una fábrica de potasa en los Urales y viviría hasta 1991. En realidad,
ninguno de los vencidos fue ejecutado, gracias a lo cual los demás miembros
del círculo interno del Kremlin pudieron dormir más tranquilos de lo que lo
habían hecho bajo Stalin.
Con todo, pocas personas, dentro o fuera de la Unión Soviética, creyeron
por un instante que el nuevo líder del país fuera a desterrar el miedo como
instrumento de gobierno. En Rusia se cuenta una historia que, si bien es muy
probable que sea apócrifa, capta una verdad profunda. Después de que
Jrushchov lanzara uno de sus ataques retóricos contra su predecesor durante
una asamblea, un estalinista le habría gritado al amparo de la multitud: «¿Y
dónde estabas tú cuando se cometieron todos estos crímenes?». A lo que

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Jrushchov ladró en respuesta: «¿Quién dijo eso?». Un silencio de espanto
cayó sobre todos los presentes, una emoción que más tarde el mismo
Jrushchov confesaría haber compartido. Bajo su liderazgo, el Partido retomó
el control colectivo de lo que pasaba por sistema judicial en el país y el terror
masivo llegó a su fin. Sin embargo, la meta nunca fue crear un Estado de
derecho basado en pruebas (o al menos su apariencia) y el nuevo líder no
carecía de una importante vena vengativa. El secreto en el ámbito político, es
decir, el ocultamiento de las discusiones, de las decisiones y, sobre todo, de
las vergüenzas y fracasos, mantuvo su carácter institucional. En caso de que
alguien dude del horror del sistema que presidió Jrushchov, cabe recordar el
testimonio del filósofo Isaiah Berlin acerca de la visita del gran compositor
Dimitri Shostakóvich a Oxford en 1958. Ante cualquier mención de un asunto
de naturaleza política, cuenta Berlin, el visitante era presa de un «silencio
aterrorizado… Nunca he visto a nadie tan asustado y abatido en toda mi
vida».
En el año anterior, Jrushchov se había asegurado el control del poder. Se
le había reconocido como vozhd («jefe» o «caudillo») y mantendría esa
posición hasta octubre de 1964. Sus primeros tres años al frente del país
resultarían ser los mejores, tanto por los logros económicos conseguidos a
nivel nacional (cosechas récord, por ejemplo) como por el prestigio obtenido
en el ámbito internacional. Sin embargo, Jrushchov no tenía el amor de su
pueblo. En palabras de Nikolái Barsukov: «La paradoja de la época, o bien su
lógica, fue que Jrushchov alcanzó el poder supremo precisamente cuando ese
poder perdía el apoyo que antes tenía tanto en la base (a medida que la vida
cotidiana empeoraba más y más, la gente fue abandonando sus ilusiones
comunistas y, con ellas, la fe en Jrushchov) como entre las élites (cuando
Jrushchov comenzó a asumir todas las responsabilidades)».[41] Durante esos
años, Nikolái Kozakov, un veinteañero aspirante a poeta oriundo de Gorki,
mantuvo un diario íntimo en el que se refería con desdén al líder de la nación
como «el tiburón».
Iván Seleznev, otro diarista, escribió en noviembre de 1961 deplorando el
liderazgo de Jrushchov: «En la actualidad a Stalin se le pinta prácticamente
como un criminal, lo que resulta por completo inaceptable en esta, la más
democrática de todas las naciones, el país que dirigió durante casi treinta
años. Intentan presentarnos al nuevo hombre al timón, a ese desperdicio de
espacio, como una fuente de sabiduría y brillantez. Ahora bien, como él no
puede mostrar nada que justifique semejante pretensión, han decidido utilizar
el sacrificio y la denigración de Stalin para alimentar el nuevo culto a la

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personalidad… la vanidad de una persona, a la que el destino ha puesto a
cargo… Stalingrado ha sido rebautizada como Volgogrado».[42] Y con
sarcasmo agregaba: «Resulta que hubo una batalla de Volgogrado, no una
batalla de Stalingrado». Dos compositores patrocinados por el Estado
escribieron una canción en alabanza del nuevo líder que contenía el siguiente
estribillo:

Vivió las batallas junto a nuestro pueblo.


Conduce nuestra tierra a la felicidad.
Alabado sea nuestro amigo, el camarada Jrushchov,
¡canta, oh pueblo, sus obras![43]

No obstante, los rusos reacios a hacer algo semejante eran bastante más
que unos cuantos. Una amiga de la familia de Galina Artemieva, una mujer
cuya familia había pertenecido a la nobleza, solía referirse al nuevo líder
como krusch, una palabra que en ruso designa a un escarabajo xilófago: «Lo
que tiene en la cabeza no es una cara, sino un culo… ¿No es así? ¿No fue él
quien ahogó en sangre a Ucrania? ¿No vivía haciéndole la pelota a Stalin?».
[44] Jrushchov poseía una energía y un apetito por el trabajo feroces, así como

un humor muy variable: podía regocijarse y carcajearse incluso en compañía


de extranjeros y, del mismo modo, sumirse en la tristeza más profunda. Nina
Petrovna, su esposa, lo resumía así: «O está por completo dichoso o está por
completo abatido».[45]
Sus asuntos domésticos no eran menos enredados que los de la mayoría de
los miembros de la élite bolchevique. Uno de sus hijos, Leonid, mató a un
marinero mientras, borracho, intentaba dispararle a una botella situada sobre
la cabeza de este; piloto de caza, el réprobo perecería en combate durante la
segunda guerra mundial. La viuda de Leonid (y nuera de Jrushchov), Liubov
Illarionovna Sizykh, cumplió una larga condena en la década de 1940 por
presunto espionaje. La tercera esposa de Jrushchov, la rolliza Nina, poseía
una educación mucho mejor que la suya y era profesora de teoría marxista-
leninista e historia del Partido. Aunque fue ella la que le acompañó a lo largo
de sus años en el poder, él abrigaba un sentimiento de culpa persistente por
sus dos cónyuges anteriores, a las que había abandonado. Una de las aficiones
de Jrushchov eran los animales, y en sus dachas tuvo, en diferentes
momentos, ardillas, un cachorro de zorro, un ciervo, conejos, patos y perros.
Era, asimismo, un conversador compulsivo, propenso a la burla cáustica,
en ocasiones en medio de discusiones sobre los temas más serios. En una
reunión sobre la construcción de un nuevo bombardero estratégico capaz de

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llegar a Estados Unidos, un diseñador prometió que su modelo podría atacar a
los estadounidenses y luego refugiarse en México. Al oír semejante
propuesta, Jrushchov replicó con desdén: «¿Qué se piensa usted que es
México? ¿Nuestra suegra? ¿Cree que podemos sencillamente ir de visita
cuando nos dé la gana?».[46] También podía ser en verdad divertido, aunque
con cierta zafiedad. En una visita a Londres, indagó sobre la figura a la que se
conmemoraba en el Albert Memorial. Cuando se le explicó que Alberto, el
príncipe consorte, no tenía ninguna responsabilidad de Estado y solo se
desempeñaba como esposo de la reina Victoria, el líder soviético preguntó
con picardía a sus anfitriones británicos: «¿Y qué hacía mientras llegaba la
noche?».
En una ocasión invitó al entonces secretario general de la Organización de
las Naciones Unidas, Dag Hammarskjöld, a dar un paseo en barco por el mar
Negro. El diplomático esperaba disfrutar del lujo de un yate a motor, pero en
lugar de ello se encontró como único pasajero, o más bien prisionero, de un
pequeño bote de remos propulsado por su anfitrión. Los dos hombres no
tenían un idioma en común en el que pudieran comunicarse, y Jrushchov vio
la excursión como un castigo justo para el sueco, que lo había estado
aburriendo con sus monólogos sobre la ONU.[47] Mikoyán recordaba así a
quien fuera su jefe: «Era un auténtico diamante en bruto. A pesar de tener
muy poca educación, entendía las cosas con rapidez y aprendía deprisa. Era
un líder natural, persistente y tenaz en la búsqueda de sus objetivos, valiente y
dispuesto a nadar contra la corriente. Sin embargo, también era proclive a los
extremos y… podía obstinarse en locuras y caprichos, que tendía a imponer al
Comité Central, sobre todo después de que incorporara a su propia gente. En
consecuencia, sus malas decisiones empezaron a parecer “colectivas”. Una
vez que se dejaba llevar por una nueva idea, no prestaba atención a nadie y
seguía adelante con la fuerza de un tanque».[48] A menudo marchaba solo y
adoptaba políticas sin siquiera fingir que le interesaba oír las opiniones de los
demás miembros de un gobierno que nominalmente era colectivo. Para furia
de sus colegas en el Presídium, Jrushchov no los consultó antes de plantear,
en una conferencia de prensa ofrecida en el Kremlin el 27 de noviembre de
1958, su tristemente célebre «ultimátum de Berlín» para exigir que Estados
Unidos, el Reino Unido y Francia retiraran sus fuerzas militares de los
sectores que ocupaban en la ciudad desde 1945.
Quizá la principal característica del líder soviético, el cimiento de su
ascenso al poder y la fuerza dominante de todo lo que hizo a partir de
entonces tanto en la URSS como en el extranjero fuera su fe absoluta en el

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comunismo y la planificación centralizada. Jrushchov fue lo bastante honesto
como para reconocer que la Unión Soviética estaba aún lejos de ser el paraíso
socialista que los bolcheviques habían prometido (algo que muchos
apparátchiks del Partido se negaban a admitir). Sin embargo, continuó
creyendo hasta el final de su vida que si su pueblo perseveraba y mantenía la
fe en los ideales de Marx y Lenin, esa promesa finalmente se cumpliría.
En octubre de 1961, Jrushchov presentó un ambicioso programa
económico al XXII Congreso del Partido. En el lapso de un decenio, aseguró,
se lograría satisfacer las necesidades materiales de toda la población; para
1971, la escasez de viviendas estaría superada, y mucho antes de esa fecha,
todos los soviéticos disfrutarían de «una buena dieta de alta calidad». Es
dudoso que entre quienes le oyeron en esa ocasión hubiera una sola persona
que creyera que esa visión fuera a hacerse realidad. Uno de los asistentes,
alguien que compartía el amor del pueblo ruso por los cuentos tradicionales,
recordó al respecto la historia del granuja que le prometió a un emir que en
veinte años podía enseñarle a hablar a su burro favorito. ¿Por qué veinte
años? «Porque el tío era listo», explicaba el cínico: «¡Para entonces, el emir o
el burro habrían caído muertos!». Con todo, es posible que Jrushchov creyera
de verdad en su propia retórica, que fuera el único de los presentes que lo
hacía. Su hijo Serguéi escribió que el carácter contradictorio de su padre
«mezclaba el pragmatismo y el idealismo comunista del siglo XX… Creía con
fervor en la victoria mundial del comunismo, creía en ello como un buen
cristiano cree en el cielo. Y para él el comunismo era lo mismo que el cielo,
un lugar en el que toda la gente sería feliz y viviría una vida plena y
satisfecha, la única diferencia era que el comunismo era eso aquí, en la
tierra».[49]
Jrushchov introdujo en la política interior de la Unión Soviética una
pasión y una energía que produjeron algunos resultados benignos y un
número bastante mayor de fracasos, en especial en el ámbito de la agricultura
(sus discursos sobre la materia ocupan ocho volúmenes). Una obsesión con
las cifras de rendimiento, característica del sistema soviético, lo llevó a
priorizar la producción de maíz. En 1959, durante su viaje por Estados
Unidos, realizó una breve visita a Iowa, donde el agricultor y empresario
Roswell Garst le enseñó sus cultivos de esa planta, así como la maquinaria y
los animales de su granja. En sus memorias, Jrushchov escribiría con afecto
sobre Garst: «Como capitalista, era uno de mis enemigos de clase. Pero
conociéndole y siendo su invitado, le traté con gran respeto y valoré su

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conocimiento y su disposición desinteresada a compartir su experiencia con
nosotros».
El líder ruso regresó a la URSS con un redoblado entusiasmo por el
cultivo del maíz y la ambición de emular el cosechado en Iowa. Para 1962,
los soviéticos tenían 36 millones de hectáreas sembradas con maíz, un cultivo
para el que grandes zonas del país no eran adecuadas. Jrushchov empoderó a
un agrónomo estalinista casi trastornado llamado Trofim Lisenko, cuyas
recetas respaldaron los excesos de esa política. Para infundir entre los
campesinos la pasión por el maíz, se reclutaron artistas para que bailaran
disfrazados de mazorcas ante aldeanos desconcertados. La manía del maíz
reflejaba la tendencia de Jrushchov a llevarlo todo demasiado lejos. Sus
enemigos se burlaron de él apodándole kukuruznik, el hombre del maíz. Con
todo, las reformas agrícolas que impulsó no fueron un fracaso total: durante
su mando, un gran número de soviéticos pasaron hambre, pero no hasta el
punto de morir de inanición.
Leonid Pliushch, que se convertiría en un destacado crítico del sistema
soviético, recuerda en sus memorias cuánto le horrorizó descubrir en 1959
que un tercio de los habitantes del pueblo al que se le había destinado como
maestro padecían tuberculosis. Aunque tenían vacas, el colectivo se llevaba
toda la leche para venderla. Para controlar la migración a las ciudades, a los
habitantes de las zonas rurales no se les proporcionaban los pasaportes
internos que hubieran sido necesarios. El estado de ánimo por defecto del
campesinado, escribe Pliushch, era la apatía y la aflicción, pues la
colectivización había eliminado todo incentivo para reparar el granero que
estaba a punto de derrumbarse o, de hecho, para cumplir cada día con su
jornada de trabajo. «Ellos fingen que nos pagan y nosotros fingimos que
trabajamos»: es el chiste que resume la quintaesencia de la era soviética. La
ironía de todo esto es que Jrushchov se preocupó más por el destino de los
campesinos de lo que lo había hecho cualquiera de los gobernantes rusos que
lo precedieron. Sin embargo, por desgracia para él y para su pueblo, su férreo
compromiso con las políticas centralistas y colectivistas lo llevó a intentar
resolver los problemas rurales de la URSS con remedios de charlatán.
Su política hacia el mundo intelectual fue impulsiva e impredecible, y
estuvo determinada por la susceptibilidad que le producía su ignorancia
literaria. Boris Pasternak se vio obligado a renunciar al premio Nobel de
Literatura por orden de Jrushchov, que solo en la vejez confesó que no había
leído El doctor Zhivago cuando mandó que se persiguiera al autor, lo que solo
sirvió para acelerar su muerte. Pasternak falleció en 1960, cuando apenas

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tenía setenta años; el líder soviético aseguró luego que estaba arrepentido de
su decisión. De forma contradictoria, en 1962 aprobó la publicación de Un
día en la vida de Iván Denísovich, la famosa novela corta de Aleksandr
Solzhenitsyn. En esta obra el destacado disidente argumentaba, en palabras de
Vernon Scannell, que «el conjunto de la sociedad soviética, incluidos quienes
estaban prisioneros en los campos, estaba unido en una simbiosis indisoluble»
y que «quienes se encontraban en los campos de trabajo eran más libres que
quienes estaban presunta y formalmente “en libertad”. De manera paradójica,
la tierra del Gulag era el único lugar en el que los ciudadanos soviéticos no
tenían ya nada que temer».
Jrushchov desempeñó un cómico papel en la publicación de la novela, que
casi coincidió con la crisis de los misiles cubanos. Se le informó de que se
trataba de una obra maestra escrita por un autor hasta entonces desconocido y
su asistente personal le leyó algunos extractos en voz alta. Estos le
convencieron de que el relato celebraba el honesto trabajo de los prisioneros
del Gulag, que seguían siendo leales al sistema soviético pese a sus
circunstancias, así que autorizó su aparición en la revista literaria Nóvy Mir.
Más tarde se arrepentiría de ese espurio espasmo de ilustración.
El líder soviético también autorizó la publicación de un artículo de Andréi
Sájarov en el que se reconocían las graves consecuencias de la exposición a la
radiactividad. La «caída del caballo» del gran físico nuclear ruso se produjo
cuando se dio cuenta de que al menos noventa personas habían muerto como
consecuencia de su proximidad a las pruebas atmosféricas de una nueva arma
nuclear. Al igual que sus homólogos estadounidenses, los observadores
soviéticos que asistían a esa clase de experimentos se encontraron
retrocediendo con horror ante las numerosas aves que caían víctimas de ellos.
Sájarov escribió sobre su experiencia después de la primera explosión de una
bomba de hidrógeno soviética el 12 de agosto de 1953, cuando se topó con un
águila que batía en el suelo las alas terriblemente chamuscadas: «Estaba
tratando de volar, pero era incapaz de despegar. Uno de los oficiales la mató
de un certero puntapié para poner fin a su sufrimiento. Me contaron que en
cada prueba se destruyen miles de pájaros; echan a volar con el destello y
luego caen en tierra, quemados y cegados».[50] Resulta de algún modo irónico
que los científicos que habían aprendido a encogerse de hombros ante la
posibilidad de un intercambio nuclear que acabaría con las vidas de
innumerables seres humanos se descubrieran afectados al comprobar el
impacto sobre las criaturas salvajes de las armas que estaban creando.

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Pese al artículo, Sájarov mantuvo su estatus elevado, al menos por el
momento (su caída en desgracia se produciría después). Entre tanto,
Jrushchov, que había heredado un ejército de más de cinco millones de
efectivos, se dio a la tarea de reducirlo en un 20 %. Hizo caso omiso de la
furia de los generales, anotando, sin demasiada originalidad, que el alto
mando siempre estaba preparado para la guerra que ya terminó. Abolió el
adiestramiento de cadetes militares en las escuelas soviéticas y recortó los
programas de adquisición de armas. Cuando con el apoyo del mariscal
Zhúkov, el célebre comandante de la campaña de 1944-1945 que culminó con
la conquista de Berlín, también anunció importantes recortes en la marina y el
programa de construcción naval, el jefe de la armada, el almirante (luego
degradado a vicealmirante) Nikolái Kuznetsov, abandonó una reunión con
una réplica que Jrushchov no olvidaría: «¡La historia no le perdonará!».
La posición del líder soviético era que la defensa nacional dependía ahora
de forma abrumadora de su capacidad nuclear; sin embargo, los recortes que
introdujo tuvieron graves consecuencias humanas: 250.000 oficiales se
encontraron de repente sin trabajo; casi literalmente, se los echó a la calle,
donde se convirtieron, como ya lo eran la mayoría de los generales y
almirantes soviéticos, en enemigos implacables de Jrushchov. La reducción
del aparato militar inquietó incluso a los civiles: «A pesar de todo lo que se
dice acerca del desarme», escribió Iván Seleznev en su diario íntimo, «hay
una carrera armamentista y los fascistas de Alemania Occidental, en
particular, son muy activos gracias al apoyo estadounidense. Es importante
que no permitamos que nos den una patada de improviso, como ocurrió al
comienzo de la segunda guerra mundial».[51]
Al mismo tiempo que ignoraba la ira latente de los mandos militares,
Jrushchov parecía también ajeno a las tensiones entre las minorías de la
Unión Soviética, a las que Moscú excluía de las decisiones sobre su propio
destino. El nacionalismo cultural se reprimió con dureza. Entre 1958 y 1962,
la policía secreta disolvió muchos grupos clandestinos en los Estados bálticos
y Ucrania y ejecutó a varios activistas. Un abogado ucraniano fue condenado
a muerte (luego se le indultaría) por promover un movimiento separatista.
Cuando grupos vinculados a la Komsomol, la organización juvenil del Partido
Comunista, comenzaron a organizar en Kiev eventos culturales ucranianos, se
resolvió prohibirlos con el argumento de que se trataba de «desviaciones
nacionalistas». Las sectas religiosas también fueron perseguidas sin piedad:
durante los primeros años de la década de 1960 el número de sacerdotes e
iglesias ortodoxos se redujo en un 50 %. En 1962 se aprobó una ley que

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convertía en delito que los padres proporcionaran instrucción religiosa a sus
hijos en el hogar. El abuso de las instituciones psiquiátricas para el
confinamiento de disidentes y «elementos antisociales» se prolongaría hasta
bien entrada la década de 1970.
Pese a todo ello, el orgullo y el anhelo de afirmación seguían siendo un
poderoso motor de la sociedad y ejercían una influencia clave en la
conducción de la política exterior soviética. Por considerable que pudiera ser
el resentimiento que abrigaba hacia sus propios gobernantes, el pueblo ruso
albergaba una animosidad mucho más fuerte contra Occidente, fundada en su
relato de la segunda guerra mundial. Todavía en el siglo XXI, la mayoría de la
población educada del país hace caso omiso del infame pacto nazi-soviético
de 1939, que durante casi dos años convirtió a Stalin en el aliado y camarada
depredador de Hitler en Finlandia, Polonia y Rumanía. Existe en cambio una
conciencia arrolladora del sacrificio que vino después: los 27 millones de
vidas rusas; la devastación de la patria; la enorme desproporción entre las
bajas sufridas por el Ejército Rojo en la derrota de la Alemania nazi y las
sufridas por los demás Aliados.
Cuando Yuri Gagarin, el primer astronauta del mundo, tenía solo siete
años, los invasores alemanes se apoderaron de la casa de su familia,
quemaron la escuela local, colgaron a su hermano menor de un árbol (una
experiencia a la que el niño logró sobrevivir de alguna manera) y esclavizaron
a sus hermanos mayores. Sus compatriotas compartían la conciencia de que
mientras los veteranos de guerra estadounidenses y británicos habían
regresado a sus países para tener una educación y una vida próspera, lo que
esperaba a sus homólogos del Ejército Rojo en la Unión Soviética era la
devastación, la miseria, las enfermedades, el hambre y una escasez renovada.
Les resultaba intolerable que los occidentales, que habían sufrido tan poco en
comparación con ellos, aspiraran a gobernar el mundo y se mostraran
condescendientes con su país, una nación con una historia y una cultura
mucho más antiguas y profundas que las de Estados Unidos. Durante siglos,
la relación de Rusia con otras naciones ha estado marcada por una profunda
ansia de respeto (asegurado a través del miedo, si ningún otro recurso resulta
eficaz). Y eso quizá nunca haya sido tan cierto como en 1962.

3. JRUSHCHOV EN EL EXTRANJERO

Según sus propias declaraciones, Nikita Jrushchov abrigaba el deseo íntimo


de deshelar la Guerra Fría y reducir las tensiones entre Oriente y Occidente.

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Oleg Troianovski, su asistente para asuntos de política exterior desde 1958,
quien ya entonces tenía una amplia experiencia de servicio en el extranjero —
primero como joven diplomático en la embajada de la URSS en Londres y
luego como intérprete para los jueces soviéticos en los juicios de Nuremberg
—, opinaba que su jefe «fue el principal impulsor del esfuerzo por sacar al
mundo del borde del abismo en el que se encontraba a principios de 1953»,
cuando Moscú estaba rodeada de cañones antiaéreos preparados para hacer
frente a un ataque que se antojaba verosímil.[52] Serguéi Jrushchov coincide
con esta apreciación y en su estudio sobre su padre escribe: «En esos años
nadie podía imaginar una relación amistosa con Estados Unidos o el Reino
Unido. Pero la era de la coexistencia pacífica había llegado».
No obstante, ese supuesto espíritu conciliador no fue precisamente
evidente para quienes vivieron durante la era de Jrushchov, incluidos los
líderes que gobernaron las naciones occidentales mientras estuvo en el
Kremlin. El historiador británico experto en temas de defensa Michael
Howard, uno de los fundadores del Instituto Internacional de Estudios
Estratégicos, observaba al respecto que «en el siglo XXI se olvida con
facilidad cuán increíblemente sanguinarios eran los rusos hace sesenta años».
[53] Howard, que fue un liberal toda su vida, no era un halcón o alguien que

aguardara con impaciencia la llegada del Armagedón. Y, por supuesto, sus


palabras son anteriores al espantoso salto atrás que representa la invasión de
Ucrania en 2022.
El principal obstáculo para el deseo de distensión de Jrushchov era la
propia rabia que sentía contra Occidente por su riqueza, su poderío militar y
sus logros sociales y económicos, todo lo cual ponía en ridículo el
languideciente sistema socialista al que él había dedicado su vida. Además,
para mantenerse en el poder en el Kremlin necesitaba que se le viera
prosiguiendo la lucha ideológica contra el capitalismo occidental y sus
bastiones en Europa y el resto del mundo. Por ello daba sorpresas, lanzaba
amenazas y, de forma deliberada, ponía patas arriba las mesas de
negociaciones: no podía evitarlo. Su comportamiento se debía en parte a una
impulsividad natural; en parte al deseo de apaciguar a las fuerzas belicosas
dentro del Kremlin; en parte a la creencia de que la Unión Soviética tenía que
mostrarse orgullosa en el escenario internacional para ocultar su debilidad.
Después de que Harold Macmillan visitara Moscú en 1959, Jrushchov se
jactó ante sus camaradas de haber «jodido [al primer ministro británico] con
un poste de telégrafo». A principios de 1960, declaró con satisfacción que tras
el desarrollo de los misiles intercontinentales «los estadounidenses normales y

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corrientes han comenzado a temblar de miedo por primera vez en la vida».[54]
En enero de 1961, proclamó que la Unión Soviética apoyaba en general las
guerras de liberación nacional que estaban librándose en todo el mundo. Las
pruebas nucleares realizadas por la URSS durante su gobierno, en particular
la de una superbomba de 58 megatones sobre el archipiélago de Nueva
Zembla el 30 de octubre de 1961, se concibieron de forma explícita para
amedrentar a los electorados occidentales.
El 9 de febrero de 1962, el jefe del programa espacial soviético, el general
Nikolái Kamanin, escribió en su diario: «Se rumorea con insistencia que
Jrushchov sufrió un atentado en Minsk. Sin embargo, lo que me sorprende no
son los rumores en sí, sino el hecho de que la gente se los crea. A la gente no
le gusta Jrushchov, con su parloteo incesante y sus promesas. El pueblo
espera que se mantenga la paz y que sus circunstancias materiales mejoren,
pero no pueden tener ambas cosas a la vez. La culpa de que eso sea así no es
solo de Kennedy y [del canciller de Alemania Occidental Konrad] Adenauer,
sino también de nuestra política ruidosa y nuestros intentos de “meter las
narices” en todos los rincones del mundo».[55]
En el corazón de la política exterior del Kremlin estaba la determinación
de afirmar la grandeza de la Unión Soviética, una grandeza fundada en su
fuerza y logros militares, así como en su supuesta condición de líder
ideológico del mundo comunista y el hecho de gobernar un imperio que se
había ampliado incluso cuando los de las viejas potencias europeas se estaban
reduciendo. La URSS aspiraba a castigar el triunfalismo estadounidense,
basado en el dominio económico y nuclear. El hijo de Jrushchov, Serguéi,
cuenta: «Vivíamos todo el tiempo con el enemigo a las puertas. Los
estadounidenses estaban rodeados por dos océanos, se hallaban protegidos.
Eran como el depredador más fuerte del mundo, como un tigre, pero un tigre
que hubiera crecido en un zoológico y que cuando se le enviaba a la selva
tenía miedo de todo. Stalin había aceptado el trato [1944-1945] que le
ofrecieron Estados Unidos y Churchill: “Debéis manteneros en vuestras
fronteras. Estamos de acuerdo en que dominéis Europa oriental; el resto es el
mundo occidental, nuestro mundo. Ni siquiera asoméis las narices por Oriente
Próximo”. Pero mi padre dijo: “No. Yo quiero que seamos una potencia
mundial. Quiero que se nos respete como iguales”. Y los estadounidenses no
respetan a nadie como igual».[56] Además, el líder soviético creía
sinceramente que los cubanos, los congoleños y los vietnamitas, así como
otros pueblos inmersos en guerras civiles por esa época, tendrían una vida
mejor al amparo del comunismo que sometidos al capitalismo explotador.

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Pretendió burlarse del miedo de Stalin a ir a la guerra contra un Occidente
armado con bombas nucleares. William Taubman escribe al respecto que
Jrushchov «decidió no solo parecer intrépido, sino infundir miedo en sus
adversarios occidentales».[57] En privado habría confesado que cuando se le
informó por primera vez acerca de las armas nucleares, no pudo conciliar el
sueño durante varios días, pero que luego se dio cuenta de que era imposible
que llegaran a usarse y eso le permitió dormir de nuevo. Sin embargo, de un
modo un tanto contradictorio, también se convenció a sí mismo de que eso le
permitía blandir el espectro de la guerra nuclear sin correr el riesgo de que
llegara a producirse en realidad. Comenzó a amenazar a Occidente con el
misil R-7, el primer misil balístico intercontinental de la URSS, antes incluso
de que se hubiera probado. En 1956, cuando Francia y el Reino Unido
retiraron sus fuerzas de territorio egipcio, Jrushchov resolvió que la decisión
era fruto de las amenazas nucleares de la Unión Soviética y no, en realidad,
de las amenazas económicas de Estados Unidos. Serguéi Jrushchov escribió:
«Mi padre estaba extraordinariamente orgulloso de su victoria».[58] El líder
soviético llegó a la conclusión de que las armas nucleares eran casi
todopoderosas; el mero hecho de poseerlas y la aparente disposición a
utilizarlas podían esgrimirse como argumento decisivo en el escenario
mundial.
En la primavera de 1961, cuando el senador Hubert Humphrey visitó
Moscú, Jrushchov le concedió una entrevista de ocho horas. Antes de partir,
el soviético preguntó al estadounidense de dónde era y, tras recibir su
respuesta —Mineápolis—, se acercó a un gran mapa mural para dibujar un
círculo alrededor de la metrópolis de Minesota: «Para que no me olvide
ordenar que se la respete cuando disparemos los cohetes». A su regreso a
Washington, Humphrey informó sobre su anfitrión, al que describió como
«un hombre inseguro que piensa que somos ricos y grandes… y que no
dejamos de meternos con [él]… [Está] a la defensiva de una manera
ofensiva… demuestra su inseguridad en sus exageraciones».[59] El político
estadounidense sin duda pensaba en la afirmación del primer secretario de que
las fábricas soviéticas estaban en ese momento produciendo misiles «como
salchichas».
En el corazón de la estrategia de Jrushchov anidaba una gran
contradicción que finalmente quedaría al descubierto durante la crisis de los
misiles: aunque reconocía en privado que la URSS no debía ir a la guerra con
Occidente, porque la superioridad nuclear de Estados Unidos condenaba al
país a la aniquilación, estaba decidido a explotar el terror que la idea de tal

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conflicto inspiraba al mundo entero para obtener, yendo de farol, triunfos
tácticos en el exterior. Las amenazas nucleares se convirtieron en su arma
preferida. Según William Hayter, en 1956, durante la fiesta que siguió a una
exhibición aérea en el aeródromo de Túshino, al norte de Moscú, Jrushchov
bebió demasiado y acabó «literalmente insultando a todos los países del
mundo», sin que los desesperados esfuerzos de sus compañeros del Politburó
por silenciarlo surtieran efecto. Su período en el poder fue un número de
funambulista perpetuo cuyo principal éxito consistió en convencer a los
moderados de Occidente de que era un hombre al que había que temer y con
el que era imposible alcanzar un acuerdo. El político británico Richard
Crossman, del Partido Laborista, observó que nunca olvidaría la absoluta
indiferencia con la que Jrushchov propuso «que deberíamos unirnos a los
rusos porque, de lo contrario, nos barrerían de la faz de la tierra como a un
viejo y sucio escarabajo negro». Aneurin Bevan, otro izquierdista británico,
dijo con desesperación: «Es un hombre insoportable. Es hora de que crezca».
La visión del mundo de Jrushchov, sin embargo, no difería de la sostenida
por los líderes rusos desde los orígenes de la nación hasta el siglo XXI, a saber,
que el imperio soviético se encontraba sitiado por las potencias occidentales:
«Estábamos rodeados por las bases aéreas de Estados Unidos», se quejó en
una ocasión. «Nuestro país era, literalmente, un gran campo de tiro para los
bombarderos estadounidenses que operaban desde aeródromos de Noruega,
Alemania, Corea del Sur y Japón». Le atormentaban en especial los misiles
balísticos Júpiter que Estados Unidos tenía desplegados en Turquía e Italia
desde 1961. Durante sus estancias vacacionales en el mar Negro, solía
ofrecerles a los invitados prismáticos para luego preguntarles qué veían; y
cuando estos les respondían con tópicos acerca de las aguas azules, Jrushchov
les arrebataba los binóculos y exclamaba con su teatralidad habitual: «Yo veo
misiles estadounidenses en Turquía, apuntando a mi casa de campo».[60] En
los primeros años tras el fin de la segunda guerra mundial, los aviones
estadounidenses sobrevolaban de forma constante el territorio de la Unión
Soviética, conscientes de que por más que se enfurecieran y echaran humo los
rusos no estaban en condiciones de enfrentarse a los intrusos a gran altura. La
objeción de Jrushchov al bloqueo de Berlín impuesto por Stalin en 1948 no
fue que se intentara, sino que no se hubiera planeado con el debido
detenimiento. Aplaudió la invasión de Corea del Sur por parte de Kim Il-sung
en junio de 1950, un tema sobre el que no cambiaría de opinión: según
afirmaba, lo único que lamentaba era que Stalin no hubiera brindado a los
norcoreanos un apoyo suficiente.

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En 1945 muchos rusos, y en especial quienes estaban cerca de Stalin,
vieron el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki no
como un ataque a Japón, sino contra la Unión Soviética. De acuerdo con el
destacado físico nuclear Yuli Jaritón, en el Kremlin se vieron esas
explosiones como un «chantaje atómico a la URSS, como una amenaza para
desatar una nueva guerra, todavía más terrible y devastadora» que la que
estaba terminando.[61] Esa percepción empañó la victoria sobre la Alemania
nazi y, durante las siguientes décadas, influyó con fuerza en la política y la
estrategia soviéticas, dominadas a partir de entonces por los temores acerca de
la seguridad de su nuevo imperio en Europa oriental.
Es difícil argumentar que la impaciencia febril con la que Moscú se lanzó
a construir una bomba atómica soviética y crear el equilibrio del terror
estuviera fuera de lugar. A lo largo de la década de 1960, algunos
estadounidenses prominentes, incluidos en particular ciertos miembros de los
altos mandos de las fuerzas armadas, no dejarían de instar al gobierno a
aprovechar su superioridad militar para hacer explícito su predominio. El
general Douglas MacArthur fue el único oficial famoso al que se relevó por
(entre otras manifestaciones de soberbia) proponer el uso de las armas
nucleares para promover los intereses militares de Estados Unidos en Corea
en 1951, pero no cabe duda de que no era el único que sostenía puntos de
vista similares. El almirante Arthur Radford, presidente del Estado Mayor
Conjunto entre 1953 y 1957, era un firme defensor de MacArthur y estaba
convencido de que Estados Unidos debía utilizar su superioridad nuclear para
imponer su voluntad, en especial contra China. El general Curtis LeMay, que
durante la crisis de los misiles se convertiría en una voz estridente, completó
su mandato como jefe supremo de la fuerza aérea de 1961 a 1965 a pesar de
proclamar con insistencia su entusiasmo por una confrontación definitiva con
la Unión Soviética, un conflicto en el que, estaba seguro, Estados Unidos
prevalecería.
En el decenio que siguió a la muerte de Stalin en marzo de 1953, la
Guerra Fría siguió siendo gélida. El nuevo líder soviético se regocijaba dando
sorpresas, la mayoría de ellas desagradables, y fomentando confrontaciones
en los lugares y momentos que Occidente menos esperaba. Alimentó la
paranoia estadounidense y consiguió inspirar un miedo a la Unión Soviética
más allá de lo que podía justificar una evaluación racional de su capacidad. Es
posible argumentar que al ruso no le quedaba otra opción que darse bombo y
sacar pecho si quería contener las enormes tensiones internas del imperio
soviético. Jrushchov le dijo al veterano diplomático Averell Harriman:

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«Cuido con celo mis prerrogativas y mientras viva dirigiré el Partido. Si
intentáis enterrarme, estáis soñando». Harriman aconsejaría luego a John F.
Kennedy que hiciera caso omiso de las bravuconadas del líder soviético, en
lugar de rebajarse a su nivel: con él había que bromear, no discutir. Muchos
europeos y algunos otros estadounidenses habrían podido ofrecer esa misma
recomendación; sin embargo, dar consejos es increíblemente más fácil que
convencer a un presidente de que los acepte.
Uno de los aspectos menos admirables de la campaña electoral que en
1960 llevaría a Kennedy a la presidencia fue su decisión de fomentar el mito
de la «brecha de los misiles», la supuesta disparidad entre las capacidades
nucleares de Estados Unidos y la Unión Soviética, que contaría con un arsenal
mayor. Según el entonces candidato, el responsable de esa vergonzosa
situación, una auténtica amenaza para la seguridad nacional, no era otro que
el gobierno del republicano Eisenhower. Semejante tesis constituía una
completa tergiversación de la realidad, pero millones de occidentales la
consideraron creíble porque se correspondía con la retórica de Jrushchov y
parecía confirmada por los numerosos éxitos del programa espacial soviético.
El líder comunista infligió un grave daño estratégico a su propia nación al
espolear a Occidente a gastar cada vez más millones de dólares en
armamento, algo que estaba en mucho mejores condiciones de permitirse que
la Unión Soviética.
La conducta de Jrushchov reflejaba menos la supuesta fortaleza y éxito de
la URSS que su auténtica debilidad y fracaso y, asimismo, la consciencia que
él tenía de la situación en cuanto máximo dirigente del país (algo similar
podría decirse del actual presidente de Rusia, Vladímir Putin). Sin embargo,
cualesquiera que fueran los motivos del líder soviético, es difícil para la
posteridad civilizada perdonar sus repetidas amenazas de aniquilación
nuclear. Por ejemplo: en agosto de 1961, durante una función en el ballet de
Moscú, Jrushchov atacó al embajador británico Frank Roberts recordándole
las consecuencias de un intercambio nuclear.[62] Según afirmó, era probable
que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética sobrevivieran a una
confrontación gracias al enorme tamaño de ambos países. En cambio el Reino
Unido, Alemania Occidental y Francia serían aniquiladas el primer día.
¿Cuántas bombas calculaba Roberts que se necesitaban para dejar fuera de
combate a su país?, preguntó. Seis, aventuró el diplomático. Jrushchov
dictaminó que estaba ante un pesimista: «El Estado Mayor soviético… había
reservado varias decenas de bombas para usarlas contra el Reino Unido», lo
que indicaba que «la URSS tenía una mejor opinión sobre la capacidad de

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resistencia del Reino Unido que los propios británicos». Incluso en el
contexto de la Guerra Fría, este era un comentario repulsivo en labios de un
líder mundial.
Occidente ofreció con regularidad a Jrushchov ramas de olivo, a las que el
dirigente soviético respondió con nuevos insultos. En 1956, visitó Gran
Bretaña, y durante una cena en su honor celebrada en Chequers, la casa de
campo del primer ministro, se deleitó informando a los anfitriones de que los
misiles rusos «podían llegar con facilidad a su isla e incluso un poco más
lejos». En septiembre de 1959, se convirtió en el primer líder soviético en
realizar una visita oficial a Estados Unidos, una invitación que había buscado
durante años. Aquí estaba, les dijo con satisfacción a sus camaradas del
Kremlin, la prueba de que por fin los capitalistas reconocían la legitimidad del
Estado socialista de Rusia: «Es nuestra fuerza la que nos ha conducido a esto:
han tenido que reconocer nuestra existencia y nuestro poder». Los países
aliados —el Reino Unido, Francia y Alemania Occidental— vieron con igual
consternación el gesto de Eisenhower, pues temían que fuera el presagio de
algún tipo de traición estadounidense, acaso en lo concerniente a Berlín.
Jrushchov insistió en volar a Washington en el nuevo Tu-114, el avión de
pasajeros soviético más grande de la época, y le encantó enterarse de que los
aeropuertos estadounidenses no contaban con escaleras lo bastante altas para
llegar hasta su puerta. Nadie en Moscú se atrevió a explicarle que la inusual
altura del tren de aterrizaje se debía a la necesidad de evitar que los motores
absorbieran cualquier escombro potencialmente dañino en las desatendidas
pistas de aterrizaje de su país.[63] Los jefes de la aviación soviética estaban tan
temerosos de los riesgos del viaje en la nueva aeronave, que todavía no había
sido probada en vuelos trasatlánticos, que estacionaron barcos de rescate a lo
largo de todo el trayecto hacia Estados Unidos, una penosa precaución en
caso de que se produjera un desastre en las alturas.
Informado de que el presidente estadounidense lo había invitado a Camp
David, un lugar del que nunca había oído hablar, el mandatario soviético no
se sintió halagado, sino que pidió explicaciones: «¿Qué clase de campo es
ese?… ¿Es posible que sea allí donde meten a las personas en las que no
confían?».[64] Ya durante la visita, sugirió con enfado que los ocasionales
manifestantes antisoviéticos que salían a su encuentro habían sido enviados
por el gobierno estadounidense en un intento deliberado de insultarle; y
cuando se le aclaró que se trataba de gestos personales que el gobierno no
podía evitar, se delató a sí mismo (y a la sociedad soviética) al declarar que en
la URSS nunca se permitiría que la gente hiciera algo así. «Era tan paleto que

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a veces uno sentía vergüenza», confesaría el oficial de la KGB Mijaíl
Liubímov, antes de agregar con tristeza: «En esa época teníamos también
varios ministros con apenas tres años de escolaridad».[65]
Romen Nazirov, un ciudadano soviético que entonces tenía veintiocho
años, escribió el 20 de septiembre en su diario íntimo: «Los periódicos están
llenos de Jrushchov. El contenido de su conferencia de prensa en el Club
Nacional de Prensa [de Washington] fue bastante normal y corriente, pero el
estilo resultó muy agudo. Una pregunta provocadora sobre el culto a la
personalidad [de sí mismo] lo molestó enormemente. Nikita Serguéyevich
respondió a la pregunta sobre la “intervención rusa” en Hungría así: “Veréis,
la denominada crisis húngara se les ha atorado a algunas personas en la
garganta como si fuera una rata muerta: la encuentran desagradable, pero no
consiguen escupirla. (Risas en la audiencia). Si queréis hablar de esta clase de
cosas, puedo proporcionaros algunos gatos muertos. Seguirán estando más
frescos que la manida pregunta acerca de los acontecimientos en Hungría”».
[66]
Después de su primer encuentro con Eisenhower, anunció que confiaría en
él «como un veterano de guerra confía en otro», pero, por supuesto, no hizo
nada similar. Entre los dos no hubo ninguna sintonía. Cuando el ruso, como
tenía por costumbre, alardeó de que no le tenía miedo a la guerra nuclear, el
estadounidense se sintió obligado a replicar que él, en cambio, sí. Jrushchov
regresó a la Unión Soviética para informar a sus camaradas del Presídium de
que la visita a Estados Unidos había sido un triunfo. Creía que había servido
para realzar sus habilidades como negociador y actor de primer nivel en el
ámbito internacional. Sin embargo, todo lo que se había acordado en
Washington era, por decirlo así, que el líder soviético retirara su ultimátum
más reciente para que los Aliados occidentales abandonaran Berlín y que
Estados Unidos reconociera que la división de la ciudad era «anormal» y no
debía prolongarse de forma indefinida.
Más tarde Oleg Troianovski, el asesor de Jrushchov, describiría 1960
como el peor año de la Guerra Fría debido al repetido intercambio de
invectivas entre las superpotencias. El hecho de que hoy sepamos que esa
confrontación no acabó en una catástrofe nuclear hace que resulte fácil
olvidar que hace setenta años, antes incluso de la crisis de los misiles
cubanos, muchas personas en todo el mundo, en particular entre los miembros
de las fuerzas armadas, estaban convencidas de que tarde o temprano
estallaría una guerra y Estados Unidos y sus aliados tendrían que hacer frente
a una Unión Soviética en armas. Michael Howard, que visitó por primera vez
Estados Unidos en la primavera de 1960 como emisario del Instituto

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Internacional de Estudios Estratégicos, describió Washington como «una
capital militar» en la que había «casi más uniformes en las calles de los que
recordaba haber visto en Londres durante la guerra».[67] Estados Unidos le
pareció «una nación que creía estar en guerra… Había en el ambiente una
excitación electrizante que me resultó aterradora. Así, pensé, debía haber sido
Europa antes de 1914… Esta era una población que, a pesar de la segunda
guerra mundial y la guerra de Corea, en realidad no había experimentado la
guerra y, por tanto, encontraba vigorizante la perspectiva del conflicto. Se me
ocurrió que era precisamente en ese clima como comenzaban las guerras».
El 31 de diciembre de 1959, durante la fiesta de Nochevieja organizada
por el Kremlin, Jrushchov llamó a los embajadores de Estados Unidos,
Francia y el Reino Unido, así como a un prominente comunista italiano, y los
sometió a uno de sus sermones. Una vez más alardeó de tener, en caso de
guerra, treinta bombas atómicas reservadas para Francia y cincuenta para el
Reino Unido, aunque no del número de las que apuntaban a Estados Unidos,
que era un secreto de Estado. Si en la cumbre que iba a celebrarse en París no
se lograba un acuerdo sobre el futuro de Alemania, amenazó, cortaría el
acceso de los occidentales a Berlín y firmaría un tratado bilateral con
Alemania Oriental.
El Primero de Mayo, el día más sagrado del calendario comunista, las
defensas antiaéreas soviéticas derribaron un avión de reconocimiento
estadounidense U-2 en el espacio aéreo ruso. La orden había sido dada
personalmente por Jrushchov. Desde 1956, Estados Unidos había realizado 24
vuelos de este tipo, todos autorizados por el presidente, y el líder ruso los
consideraba con razón como una violación arrogante de la soberanía
soviética: ¿cómo reaccionarían los estadounidenses ante vuelos similares de la
fuerza aérea soviética? La pregunta era justa. Además, el hecho de que la
nueva incursión tuviera lugar días antes de la cumbre entre las cuatro
potencias que iba a celebrarse en París llevó al Kremlin a concluir que se
trataba de un insulto premeditado.
Los rusos, que hasta entonces habían sido incapaces de interceptar los U-2
debido a la gran altitud a la que volaban, contaban ahora con misiles S-75 que
tenían el alcance necesario para hacerlo. Fue uno de esos misiles el que
derribó el avión espía. En una pifia letal característica de la Unión Soviética,
un segundo misil tierra-aire destruyó uno de los cazas MiG-19 enviados a
interceptar a la aeronave estadounidense. El piloto del U-2, Francis Gary
Powers, un exoficial de la fuerza aérea estadounidense que tras volver a la
vida civil había sido contratado por la CIA, consiguió saltar en paracaídas del

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aparato y llegar sano y salvo a tierra; sus jefes, no obstante, tardarían seis días
en saber que se encontraba en manos de Moscú. Eufórico por el derribo del
U-2, Jrushchov felicitó a los mandos de la defensa aérea. Sin embargo, en su
vejez consideraría con pesar que a partir de ese día, nada fue del todo bien
para él: «Ya no tenía el control total».[68] Muchos años después Anastás
Mikoyán escribiría acerca de Jrushchov y el incidente del U-2 lo que no se
había atrevido a decir en su momento: «Por su culpa la reducción de las
tensiones [con Occidente] a la que habíamos dedicado tantísimos esfuerzos se
retrasó por lo menos quince años».[69]
El líder soviético anunció el derribo del U-2 el 5 de mayo y aguardó dos
días más antes de revelar la captura de Powers, dos días durante los cuales los
estadounidenses se zambulleron en un pantano de falsedades: aseguraron que
la aeronave realizaba estudios meteorológicos para la NASA y se había
perdido mientras volaba sobre Turquía. Llegado el momento, Jrushchov
describió las fotografías encontradas en los restos del avión para luego
agregar en tono burlón: «Nuestras cámaras toman mejores fotografías». De
ahí en adelante, no dejó de cambiar de opinión sobre si quería o no que la
cumbre de París se llevara a cabo. Se sentía sinceramente herido en su orgullo
por el incidente, que calificó como «una flagrante violación del derecho
internacional [y] un grave insulto a la Unión Soviética». Pero asimismo
abrigaba la creencia de que cuanto más humillara a los estadounidenses en un
año de elecciones presidenciales, mayor sería el daño infligido a las
perspectivas del candidato republicano, el entonces vicepresidente Richard
Nixon, al que detestaba.
Jrushchov preveía que Eisenhower salvaría la cumbre echando la culpa de
la misión de espionaje a sus generales o a la CIA. En lugar de ello, sin
embargo, el mandatario estadounidense, en contra del consejo de su
embajador en Moscú, el astuto Llewellyn Thompson, obligó al líder ruso a
tomar una decisión al insistir en que asumía toda la responsabilidad por lo
ocurrido. Los vuelos de los U-2, explicó al pueblo estadounidense, eran
esenciales para la seguridad nacional. Hay buenos argumentos para sostener
que tenía razón, pero dadas las circunstancias realizar la incursión el 1 de
mayo había sido una estupidez.
No fue hasta que ya iba de camino a París a bordo de su avión cuando
Jrushchov informó a los miembros de la delegación soviética de que había
decidido hacer que fracasara la cumbre si Eisenhower no se disculpaba por
los sobrevuelos. Tras aterrizar en Francia el 14 de mayo de 1960, mantuvo
una reunión preliminar con el primer ministro británico, Harold Macmillan,

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en la que tronó contra Eisenhower, que antes del incidente había declarado ser
su «amigo» (durante esta cita el líder comunista usó la palabra friend, en
inglés, de manera irónica en repetidas ocasiones); y a la mañana siguiente, en
la primera reunión de jefes de Estado en el palacio del Elíseo, se lanzó a una
demostración teatral de furor que puso fin a cualquier esperanza de que la
cumbre fuera el escenario de una negociación seria. Charles de Gaulle, el
presidente francés, le recriminó que hubiera viajado a París y permitido que
los demás lo hicieran cuando las causas de su enfado ya eran conocidas por
todos y, con resignación, asumió el fracaso de la cumbre. Mientras que
Eisenhower estaba furioso, el primer ministro Macmillan estaba consternado:
de los cuatro mandatarios, él era quien creía con mayor pasión en el valor de
los encuentros cara a cara entre los líderes de las grandes potencias, en
especial porque tales reuniones permitían al Reino Unido reivindicar para sí
mismo ese estatus, aunque fuera de manera residual.
A continuación, Jrushchov ofreció una conferencia de prensa de ciento
cincuenta minutos en el palacio de Chaillot. Ante tres mil periodistas, anunció
que se negaba a asistir a una segunda sesión a menos que los estadounidenses
aceptaran todas sus condiciones, lo que por supuesto no harían. Esa
declaración provocó algunos silbidos y abucheos que, por alguna razón, el
líder soviético decidió que provenían de los alemanes presentes, de modo que
respondió agitando el puño y bramando contra los supuestos «bastardos
fascistas con los que no acabamos en Stalingrado». E insistió: «Los
golpeamos tan fuerte que los pusimos tres metros bajo tierra en el acto. Si
venís de nuevo con vuestras rechiflas y ataques, ¡tened cuidado! Os
golpearemos tan fuerte que no podréis emitir ni un chillido».
El comportamiento de Jrushchov se debió en parte a lo vulnerable que se
sentía frente al ala dura del Kremlin: siempre temió que hablar con suavidad a
Occidente significara poner en peligro su autoridad. Dos años más tarde la
crisis de los misiles lo dejaría marcado para la posteridad como el hombre que
llevó al mundo al borde del abismo nuclear. Sin embargo, algunos de sus
generales y de sus camaradas en el Kremlin le veían como un blando y un
apaciguador de «fascistas». Los rumores, por completo infundados, de que
Washington estaba considerando proporcionar armas nucleares a la
Bundeswehr, las fuerzas armadas de Alemania Occidental, mantenían en vilo
al gobierno de Alemania Oriental, que constantemente pedía al Kremlin que
actuara con más dureza. Los halcones denunciaron todos los movimientos que
Jrushchov había hecho para reducir la escalada: el fomento de un armisticio
en Corea, la liberación de los últimos prisioneros alemanes de la segunda

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guerra mundial, la retirada de Austria y Finlandia, el reconocimiento de los
crímenes de Stalin. La Unión Soviética, argumentaron, no había ganado nada
con tales gestos. Lo único que salvó a Jrushchov de ser derrocado fue el temor
que infundía la posibilidad de que su sucesor lanzara un nuevo Terror.
No obstante, la perspectiva de regresar a los días más gélidos de la
confrontación Este-Oeste horrorizó a algunos de los soviéticos que
acompañaron al líder comunista a la cumbre de París. Cuando lo que estaba
en juego era la guerra o la paz, la grosería de Jrushchov ya no resultaba
ingeniosa o divertida ni siquiera para sus colegas del Presídium. Estos no
estaban dispuestos a compartir su indignación ante los sobrevuelos de los U-
2, y minimizaban el incidente señalando que siempre habían existido espías y
que ellos mismos tenían muchos. El viceministro de Asuntos Exteriores,
Valerián Zorin, un hombre habitualmente impasible, vagaba por la embajada
soviética en París negando con la cabeza y exclamando con desesperación:
«¡Qué situación! ¡Qué situación!».[70] El ministro de Defensa, el mariscal
Rodión Malinovski, parecía ser el único miembro de la delegación rusa que
disfrutaba del drama, aparte del hombre que lo había precipitado. Sin
embargo, quienes rodeaban al líder soviético seguían siendo demasiado
cobardes para cuestionar su conducta.
Por extraño que parezca, Jrushchov rara vez levantaba la voz a sus
subordinados inmediatos. Reservaba sus tácticas de intimidación para peces
gordos y enemigos nacionales o extranjeros. Cuando Macmillan condenó el
sabotaje de la cumbre de París por parte de Jrushchov, este le espetó:
«¡Enviasteis vuestros aviones a sobrevolar nuestro territorio! ¡Eres culpable
de agresión!». Pocas semanas después de esa debacle, el líder soviético
resolvió intensificar también las tensiones con China. En el Congreso del
Partido Comunista Rumano celebrado en junio de 1960, insultó de forma
gratuita a la delegación de Pekín. La posterior decisión de retirar a todos los
asesores soviéticos enviados a China privó a Moscú de una fuente de
inteligencia vital, además de confirmar la hostilidad cada vez más estridente
entre los regímenes de ambos países.
Más tarde ese mismo año, Jrushchov renovó su ataque verbal contra
Occidente y sus aliados en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York.
Después de que el representante de Filipinas denunciara el imperialismo de la
URSS, el líder ruso se quitó un zapato para golpear la mesa que tenía delante
al tiempo que lanzaba una avalancha de improperios. Diplomáticos de todo el
mundo pasaron horas tratando de adivinar hasta qué punto los excesos del
líder soviético eran espontáneos y en qué medida estaban planeados. La

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respuesta es que probablemente esos gestos fueran una mezcla de ambas
cosas. Ese día en Nueva York, al regresar a las oficinas de la delegación
soviética, un jubiloso Jrushchov le dijo a su asistente Troianovski, que no
había estado presente en la Asamblea: «¡Oh, no sabes lo que te perdiste! ¡Ha
sido tan divertido!».[71]
Hoy resulta difícil recordar todo el terror que suscitaba en Occidente la
cuestión de Berlín, la ciudad rehén de la Guerra Fría. En 1945, Alemania se
había dividido en cuatro zonas, una soviética, una estadounidense, una
británica y una francesa, que con excepción de la última reflejaban de forma
aproximada las áreas invadidas por los respectivos ejércitos. En mayo de
1949, la unión de las zonas ocupadas por los países occidentales se convirtió
en la nueva República Federal de Alemania (RFA), con una población de
cincuenta millones de habitantes. Los rusos respondieron en octubre de ese
mismo año rebautizando su sector, con sus 18 millones de habitantes, como
República Democrática Alemana (RDA).
Mientras que Alemania Occidental floreció, el Estado títere de Moscú en
el Este languideció. Para furia del gobierno comunista de la RDA y
humillación del Kremlin, una gran cantidad de los ciudadanos más educados
del país huyó al próspero vecino occidental. Ambos bandos rearmaron a sus
respectivos clientes germanos. En medio de Alemania Oriental se encontraba
Berlín, la antigua capital del Reich, que en 1945 también había sido dividida
en cuatro zonas de ocupación. Las tropas estadounidenses, británicas y
francesas mantuvieron guarniciones en los distritos occidentales, conectados
con Alemania Occidental mediante una autopista y un ferrocarril de 150
kilómetros de largo, que los rusos y los alemanes orientales hostigaban de
forma intermitente. En 1948-1949, por ejemplo, Stalin cortó durante once
meses todos los accesos terrestres a la ciudad desde Occidente; el bloqueo
condujo a la organización del legendario puente aéreo que mantuvo
aprovisionada a la población a lo largo de ese período.
La autopista y Berlín Oeste, a menudo descritos como los desprotegidos
cuello y cabeza de las defensas occidentales en Europa, siguieron siendo una
fuente de irritación para Moscú, pues se convirtieron en el canal a través del
cual los alemanes orientales huían para abrazar el capitalismo. Por el
contrario, para los Aliados occidentales, unidos para entonces en la OTAN,
las guarniciones militares de Berlín Oeste simbolizaban su compromiso de
mantener el acuerdo sobre la administración conjunta de la ciudad y defender
la libertad de los dos millones y medio de habitantes de su sector. Louis
Heren, periodista del Times de Londres, escribió con ironía que los habitantes

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de Berlín Oeste «probablemente tenían las expectativas más bajas del mundo
y la puntuación más alta en cuanto a supervivencia… Sabían que Washington
y Moscú decidirían su futuro y que lo harían por razones que tendrían poco
que ver con su bienestar… conscientes de que no iban a obtener un trato justo,
eran, no obstante, perspicaces y astutos».[72]
A la exasperación que la fuga de refugiados a través de Berlín Oeste
causaba a los soviéticos se sumaba la amargura que les provocaba el hecho de
que los occidentales contaran con cualquier clase de presencia en la ciudad,
cuando había sido el Ejército Rojo el que había pagado un precio de sangre
enorme por capturarla en 1945, mientras que los británicos y los
estadounidenses habían demostrado no tener ninguna prisa en hacerlo. No
obstante, en las capitales europeas, con independencia de las diferencias que
entonces hervían a fuego lento entre los Aliados occidentales, existía la
determinación apasionada de plantar cara a las intrusiones soviéticas y nutrir
la voluntad estadounidense de liderar la defensa tanto de Berlín Oeste como
de la República Federal de Alemania. Eisenhower reconoció las
contradicciones impuestas por la obsesión de los europeos: «Un caso en el
que nuestra postura política nos obliga a asumir posiciones militares que
carecen por completo de lógica».[73] Berlín, dijo, era «una caja de Pandora».
Cada vez que los rusos deseaban aumentar las tensiones con Occidente,
amenazaban con apoderarse del enclave, donde las tripulaciones de los
tanques soviéticos y estadounidenses se fulminaban con la mirada desde sus
respectivos sectores. En términos estrictamente militares, los rusos estaban en
condiciones de barrer la ciudad en una hora. Sin embargo, dado que esto
implicaba de forma inevitable enfrentarse con las fuerzas de disuasión de la
OTAN acuarteladas en la ciudad, era muy probable que un ataque contra
Berlín Oeste se tradujera en una guerra general.
Hoy sabemos que Jrushchov nunca se planteó ocupar por la fuerza los
sectores aliados. Quería un acuerdo en el que las potencias occidentales
aceptaran retirarse de la ciudad y lo que hizo fue tratar de conseguirlo
mediante chantajes y amenazas. Sin embargo, en ese momento nadie en
Occidente conocía el secreto de que los soviéticos no tenían intención alguna
de abrir fuego e iniciar un conflicto, una prudencia que contradecía todas sus
declaraciones públicas. El veterano diplomático Anatoli Dobrynin describiría
como un error estratégico tremendo la delirante creencia de Jrushchov de que
podía obtener una ventaja alimentando una atmósfera de crisis en torno a
Berlín, cuando en el resto del continente europeo Estados Unidos estaba
dispuesto a aceptar el statu quo, es decir, el imperio con el que Rusia se había

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hecho en 1945. Asimismo, deploraría el papel desempeñado por el líder
soviético en una escalada retórica que Estados Unidos y, en particular, el
secretario de Estado Dean Rusk deseaban calmar.
La imagen de Berlín Oeste y su población como rehenes a merced de los
rusos que los rodeaban, y que en cualquier momento podían lanzarse sobre
ellos, las víctimas de la aterradora partida de ajedrez de la Guerra Fría,
acosaba a los jefes de gobierno en Londres, París, Bonn y Washington. Arthur
Schlesinger escribiría más tarde: «Berlín amenazaba con desencadenar una
guerra que podía destruir la civilización… Hoy resulta difícil recordar la
terrible sensación de que se avecinaba el desastre… evocar de nuevo el
pesimismo que envolvía al gobierno estadounidense».[74] El callejón sin
salida persistió. Jrushchov emitió repetidos ultimátums y amenazó con firmar
un tratado unilateral con Alemania Oriental y bloquear el acceso de los
Aliados occidentales a Berlín Oeste. Este último paso hubiera obligado casi
con certeza a la OTAN a oponerse mediante la fuerza. En tales circunstancias,
los titulares de prensa que de forma recurrente anunciaban una «NUEVA
CRISIS DE BERLÍN» causaban verdadera alarma en las calles de las
capitales occidentales. Y no solo de las capitales occidentales. En las calles de
Moscú se contaba en esa época un macabro chiste en el que un hombre
preguntaba: «La situación es tensa. ¿Habrá guerra?»; a lo que su interlocutor
le respondía: «Guerra no, pero sí una lucha por la paz que no dejará piedra
sobre piedra».[75]
Tenemos así que en los primeros años de la nueva década de 1960, los
líderes de Occidente pensaban mucho en Berlín y muy poco en Cuba, que los
aliados de Estados Unidos en la OTAN consideraban una tediosa obsesión
exclusivamente americana. El ascenso a la presidencia de John F. Kennedy
fue recibido por muchos europeos con un suspiro de alivio. Parecía prometer
un orden internacional revisado, un espíritu de la época nuevo y, sobre todo,
menos peligroso. Aunque nadie creía que la Guerra Fría fuera a terminar,
parecía razonable esperar que la estrella brillante que ahora asumía el
liderazgo del mundo occidental lo guiaría al menos un poco más lejos del
Armagedón. Nikita Jrushchov acaso pensó: «Ni en sueños».

Página 135
3
Yanquis, Amerikantsi

1. «AMERICAN PIE»

A comienzos de la década de 1960, Estados Unidos era, de lejos, la nación


más rica y poderosa del planeta. Entre 1947 y 1960 el ingreso real promedio
había aumentado tanto como en los cincuenta años anteriores. La revista
Fortune aseguraba con cierta suficiencia que en el país solo había ya un
millón de familias que «todavía parecen en verdad pobres». Por primera vez
en la historia, la mayoría de los estadounidenses eran los propietarios de los
hogares en los que vivían, en lugar de los arrendatarios. La construcción de un
automóvil tomaba solo la mitad de las trescientas diez horas de trabajo que
eran necesarias para fabricarlo en 1945. «El capitalismo funciona», escribió el
economista J. K. Galbraith en La sociedad opulenta, su clásico estudio de
1958, «y, en los años trascurridos desde la segunda guerra mundial, de forma
bastante brillante… Más personas mueren en Estados Unidos como
consecuencia del exceso de alimentos que por la falta de estos».[1] El título
del libro resumía la forma en que el mundo veía el país. Malcolm Forbes, el
acaudalado editor de la revista homónima, dijo con satisfacción: «El triunfo
del capitalismo ha creado tal grado de prosperidad que en la actualidad los
jóvenes no tienen que preguntarse cómo van a ganarse el sustento y, en
cambio, pueden plantearse: “¿Cómo voy a vivir?”. La presión económica
terminó para ellos».[2]
Muchos estadounidenses se veían como un pueblo bendito, una nación
favorecida de forma excepcional por el Todopoderoso, a quien todavía
consideraban una fuerza importante en sus asuntos. Otra era el patriotismo.
Un inglés que visitaba por primera vez Washington se sorprendió al descubrir
en el vestíbulo de su hotel a un coro masculino cantando el «Himno de batalla
de la República» y otras canciones militares como «Over There». El consumo

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de alcohol era impresionante, pero más allá de las costas este y oeste el vino
seguía siendo visto como una bebida extranjera, y algo siniestra, a diferencia
de lo que ocurría con la cerveza, el martini y el whiskey de centeno. En los
lugares cálidos, los ventiladores seguían siendo más comunes que los aparatos
de aire acondicionado. La red de autopistas interestatales crecía a buen ritmo,
uniendo una gran cantidad de pueblos y ciudades cuadriculados a través de
vastos campos cuadriculados. Un sondeo realizado en las escuelas
secundarias de la costa este reveló que la gamberra revista Mad ocupaba el
segundo lugar después de Life entre las lecturas preferidas por los estudiantes
de instituto. Chubby Checker triunfó con el disco y la película Twist Around
the Clock (1961), que vendieron al país un baile que incluso el adulto o el
niño más disfuncional podía ejecutar. Las audiencias cinematográficas
quedaron electrizadas con West Side Story (1961), paradigma del genio
musical y coreográfico de la época.
Una encuesta preguntó a los estadounidenses: «Tomando en
consideración todos los aspectos, ¿cómo diría que es su vida estos días?
¿Diría que es muy feliz, bastante feliz o no demasiado feliz?».[3] Un rotundo
80 % de los encuestados respondió que era «muy» o «bastante» feliz. Los
estadounidenses poseían más de cincuenta millones de televisores, cuyas
pantallas no era necesario ver a través de lentes de aumento llenos de agua.
Peter Joseph escribe que «había una gran carrera por ser miembro de la clase
media, y más que nunca la posición social de una persona se establecía a
partir de los bienes materiales que acumulaba».[4] Walter Lippmann opinó en
su momento: «Estos días hablamos de nosotros mismos como si fuéramos una
sociedad completa, que ha alcanzado sus objetivos y no tiene ya más grandes
asuntos que negociar».[5]
Con todo, Estados Unidos también era un país aquejado de demonios, el
más importante de los cuales era el miedo al comunismo, que estaba ligado a
la creencia de que la Unión Soviética suponía una competencia seria. En
cuatro encuestas de Gallup realizadas entre 1959 y 1961, la mayoría de los
estadounidenses identificaron «mantener la paz» o «lidiar con los rusos»
como el problema más grave que enfrentaba la nación, muy por delante de
cualquier asunto interno. El mundo bipolar que existió durante más de
cuarenta años después de 1945 fue una excepción histórica, pues la norma ha
sido la multipolaridad y, ocasionalmente, la unipolaridad. La segunda guerra
mundial había transformado a los rivales en imperios supervigorosos, cada
uno con un particular sentido de su misión en el extranjero. El choque
ideológico entre comunismo y capitalismo despertaba pasiones

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extraordinarias: en California, el cantante de música folk Woody Guthrie
perdió su primer trabajo por negarse a condenar a Stalin.
El informe presentado en noviembre de 1957 por Horace Rowan Gaither
sobre Disuasión y supervivencia en la era nuclear (un trabajo en cuya
redacción desempeñó un papel importante Paul Nitze, que luego se
convertiría en subsecretario de Defensa de la administración Kennedy) pedía
que se pusiera el Comando Aéreo Estratégico en estado de alerta permanente,
pintaba un panorama sombrío en el que la ventaja soviética en fuerzas
militares y capacidad nuclear se haría cada vez más grande y proponía
desarrollar un programa masivo de defensa civil con el fin de preparar al
pueblo estadounidense para hacer frente a las consecuencias de un ataque
nuclear.
Aunque el presidente Eisenhower rechazó las recomendaciones del
informe, y más tarde se descubriría que la mayoría de las cifras empleadas por
Gaither, un miembro fundador de la Corporación RAND, eran fantasías, en
1961 el secretario de Defensa de Kennedy, Robert McNamara, sostendría ante
el Comité de Servicios Armados del Senado que los rusos «no buscaban
sencillamente la conquista del enemigo, sino su destrucción total». Frances
Glasspoole, en esos días una adolescente que vivía con su familia en el
enclave estadounidense de la bahía de Guantánamo, refiere: «Creía que tanto
Castro como Jrushchov eran maníacos, locos».[6] Wernher von Braun,
entonces en la NASA, recordaba con pesar los comienzos de la carrera
espacial: «Cualquier logro pionero que existiera, los rusos conseguían
apuntárselo siempre. Nosotros o no llegábamos o quedábamos en un triste
segundo lugar».[7] La «pérdida de China» en 1949 a manos de los comunistas
de Mao Zedong todavía escocía a los conservadores, que seguían
recordándola para exigir a los presidentes que no volvieran jamás a mostrar
una debilidad semejante ante los «rojos». Apenas habían pasado unos pocos
años desde la campaña impulsada por el senador McCarthy para perseguir a
los supuestos agentes comunistas infiltrados en las altas esferas, una caza de
brujas que había empujado a la marginación a algunos de los más grandes
artistas creativos del país, así como a sus especialistas en China.
El general Nathan F. Twining, que había sido presidente del Estado
Mayor Conjunto entre 1957 y 1960, argumentó desde el retiro que «el mundo
libre» se enfrentaba a una monolítica conspiración comunista «que durante
más de cuarenta años ha estado dedicada con una tenacidad inquebrantable al
objetivo de destruir las instituciones libres, el estilo de vida libre y los
gobiernos republicanos libres».[8] El militar creía que Estados Unidos debía

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entregarse de lleno al desarrollo de «una tecnología militar indiscutiblemente
superior» con el fin de eliminar o neutralizar el sistema que lo amenazaba, y
descalificaba con desprecio a quienes se negaban a aceptar sus puntos de vista
como «intelectuales antinucleares… científicos con mala conciencia…
estrategas de salón, hermanitas de la caridad, apaciguadores».[9] En
septiembre de 1961, el patricio conservador William F. Buckley escribió con
gran desdén: «Kennedy ha optado por identificarse con ese segmento de la
sociedad estadounidense que no quiere o no puede ver en el comunismo más
que un espantajo infantil».[10] Cuando el embajador soviético Anatoli
Dobrynin visitó la granja del periodista Drew Pearson, que había hecho una
carrera sacando a la luz los trapos sucios de figuras públicas, este le enseñó
una hilera de guisantes cultivados a partir de unas semillas que le había
regalado Jrushchov y la hilera de guisantes domésticos que crecía junto a ella:
«Soy el primer estadounidense que practica la coexistencia pacífica y la
competencia pacífica», apuntó con ironía.[11]
Entre tanto, las mujeres, ya fuera en el hogar o en la oficina, seguían
siendo consideradas una especie inferior. La proporción de las que asistían a
la universidad, en comparación con sus contemporáneos masculinos, había
caído del 47 % en 1920 al 35 % en 1958. En el umbral de la década de 1960,
la edad promedio a la que contraían matrimonio las estadounidenses eran los
veinte años. Catorce millones estaban ya comprometidas a los diecisiete años,
en buena medida porque ese era el requisito para que muchas de ellas, quizá
la mayoría, aceptaran acostarse con un chico (esta era asimismo una época en
la que si una muchacha tenía pareja esta era, casi con seguridad, un chico). Un
profesor británico de la Universidad Tulane de Luisiana quedó perplejo
cuando, un día, una de sus alumnas le pidió que le firmara su certificado de
virginidad. Stokely Carmichael, el líder del Comité Coordinador Estudiantil
No Violento (SNCC, por sus siglas en inglés), un activista que se declaraba
no solo radical sino también revolucionario, dijo en una ocasión: «La única
posición para las mujeres en el SNCC es boca abajo». El primer Playboy
Club, un palacio de condescendencia masculina y, de hecho, abusos, abrió sus
puertas en Chicago en febrero de 1960 y tuvo un éxito tan visible que no
tardaron en empezar a construirse muchos clones por todo Estados Unidos. El
5 de agosto de 1962, Norma Jeane Mortenson, que había aparecido desnuda
en la página central del primer número de la revista Playboy y era quizá la
mujer más vulnerable del mundo, fue hallada muerta en su dormitorio, a los
treinta y seis años, menos de tres meses después de haber cantado: «Happy
Birthday, Mr. President», en una fiesta del Partido Demócrata para recaudar

Página 139
fondos, celebrada en el Madison Square Garden; su nombre artístico era…
Marilyn Monroe.
Había tenues destellos de rebelión. La cadena de televisión CBS emitió un
documental sobre «el ama de casa atrapada» y el New York Times publicó un
artículo sobre mujeres educadas que se sentían «sofocadas en sus hogares»,
«recluidas» y «excluidas». Gloria Steinem escribió para la revista Esquire su
importantísimo artículo acerca de cómo las mujeres se ven forzadas a elegir
entre la carrera y el matrimonio. En 1960, para horror de muchos cristianos y
conservadores, se aprobó y comercializó la primera píldora anticonceptiva.
No obstante, la revolución social que definiría el decenio aún no había
comenzado. Judith Rodin, que entonces era una estudiante de pregrado en la
Universidad de Pensilvania, describió los años de la presidencia de Kennedy
como una «extensión de la década de 1950: los estudiantes estaban
concentrados en sus propias vidas, los eventos sociales y el desempeño en el
aula, pero no eran muy activos en política o cuestiones sociales».[12] El
asesinato de JFK, la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y la
guerra de Vietnam cambiarían eso.
En 1961, el Congreso de Estados Unidos aprobó aumentar en un 50 % el
presupuesto de la NASA, que había comenzado a adiestrar a los primeros
astronautas para cumplir la promesa de Kennedy de poner un hombre en la
Luna antes de 1970. Dos estadounidenses siguieron a Gagarin al espacio; en
febrero de 1962, el coronel John Glenn completó el primer vuelo orbital para
su país. El 12 de septiembre, ante los estudiantes de la Universidad Rice, el
presidente pronunció uno de sus discursos más famosos: «Elegimos ir a la
Luna en esta década y hacer otras cosas no porque fuera fácil sino porque es
difícil, porque ese objetivo servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras
energías y aptitudes, porque se trata de un reto que aceptamos con
entusiasmo, que no estamos dispuestos a posponer y que tenemos la intención
de ganar».
El nuevo presidente prometió a sus ciudadanos, en especial si eran
jóvenes, que ellos podían marcar la diferencia. La «nueva frontera» que
proclamaba encontró a muchos adolescentes conmovedoramente dispuestos a
creer en ella y unirse al Cuerpo de Paz para trabajar de forma desinteresada
como voluntarios en el extranjero. William Chafe escribió: «Toda la imagen
de la administración giraba alrededor del servicio —vigoroso, emocionante y
exaltado— a una causa superior».[13] Empezaban a asomar los brotes verdes
del activismo antisistema. Primavera silenciosa, de Rachel Carson, un libro
que estaba llamado a convertirse en una biblia del movimiento ambientalista,

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se publicó en 1962. Varios centenares de estudiantes de Nueva York se
unieron a las protestas contra los simulacros de protección civil y se negaron a
descender a los refugios nucleares que tenían designados. Un mitin para
denunciar la carrera armamentística nuclear y exigir un tratado que prohibiera
las pruebas atómicas reunió en el Madison Square Garden a más de quince
mil personas.
Todd Gitlin, entonces un joven liberal de la costa este, se convertiría en un
destacado activista a lo largo de la década. Recordando esos años, refiere el
desprecio que le producía la clase dirigente del decenio anterior: «Pensaba
que el presidente Dwight Eisenhower era un tontorrón simpático, un viejo
carca semianalfabeto al que había que castigar casi tanto por su excesiva
afición al golf y sus oraciones enredadas como por haberse abrazado con el
generalísimo Franco».[14] Por el contrario, veía en los noticiarios a los
barbudos de Castro rodeados por la multitud fervorosa y en esas imágenes
«leíamos redención: una revuelta victoriosa de jóvenes que no tenían
posibilidades de vencer y que ahora podían limpiar un trozo de tierra de las
matanzas y la miseria de las que habíamos oído hablar toda la vida. Desde una
sala de estar en el Bronx, aplaudimos a nuestros rebeldes vencedores».
Trampa 22, la gran novela antibélica de Joseph Heller, se publicó pocos
meses después de que Kennedy asumiera el cargo.
Con todo, el mayor de los problemas sociales de Estados Unidos era la
cuestión racial y a lo largo de la década tendría un papel muy importante en
las tribulaciones del país. Sería un error recordar la presidencia de Kennedy
solo por lo ocurrido en Cuba, o por su temprana decisión de aumentar la
implicación de Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Aunque ambos
temas tuvieron una importancia destacada en su momento, la intolerancia
racial era un veneno que circulaba por las venas de la sociedad
estadounidense y aparecía en los titulares mes tras mes y año tras año. En
1960, el Departamento de Trabajo informó de que el trabajador negro medio
ganaba un 60 % menos que su equivalente blanco. A los ojos de gran parte
del mundo, la segregación institucionalizada que se ejercía en los Estados del
sur convertía en ridículas las ínfulas de los estadounidenses como
abanderados de la libertad y la justicia. Aunque Adlai Stevenson era un liberal
convencido, en 1952, cuando se enfrentó a Eisenhower como candidato
demócrata a la presidencia, eligió a un supremacista blanco, el senador por
Alabama John Sparkman, como compañero de fórmula: era como si existiera
una dosis de racismo que resultara aceptable para un buen demócrata deseoso
de llegar a la Casa Blanca.

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Una década más tarde, la discriminación seguía imperando. En 1960, en
un partido de fútbol americano celebrado en el Cotton Bowl de Dallas, Texas,
estalló una pelea después de que un miembro del equipo local, compuesto
exclusivamente por jugadores blancos, llamara «negrata cochino» a uno de
sus adversarios de Siracusa. Cuando el comediante Dick Gregory hizo su
primera aparición en el escenario del Playboy Club de Chicago, un sureño
blanco que se encontraba entre el público se puso de pie para gritarle con
desprecio: «¡Negrata!». Gregory definía a un liberal sureño como «un tío que
te colgaría de un árbol bajito». Ese año, 1962, el humorista viajó al sur para
marchar con Martin Luther King, lo que le valió palizas y encarcelamientos
rutinarios. Se convirtió en un maestro de los chistes breves e ingeniosos que
se burlaban de los torturadores de su raza. Contaba, por ejemplo, que cuando
en los restaurantes le decían: «Aquí no servimos a negros», él replicaba: «No
hay problema, yo no como negros».
Los carteles de «solo blancos» en las fuentes de agua potable y las
secciones separadas para cada raza en los restaurantes, los bancos de los
parques, los autobuses, etc., parecían dejar en nada la grandiosa retórica
liberal que se esparcía en las costas este y oeste. Los racistas sureños
defendieron su causa de forma enérgica sin vacilación y sin vergüenza. Lester
Maddox, que era propietario de un restaurante de pollo frito en Atlanta y más
tarde se convertiría en gobernador de Georgia, dijo: «Cada vez que se aprueba
una ley de derechos civiles para cualquier grupo de personas, se crean errores
civiles».[15] En Luisiana, un líder político local llamado Leander Perez
sostuvo que la desegregación era una conspiración de «judíos sionistas». El
compromiso de los blancos con el mantenimiento de la segregación (la color
bar, o «barrera de color») contaba con el respaldo de figuras como los
senadores William Fulbright, de Arkansas, y Richard Russell, de Georgia.
Fannie Lou Hamer, una mujer negra que intentó registrarse para votar en
Misisipi, fue despedida de su trabajo, enviada a la cárcel y acosada de
diversas formas por las autoridades locales, que, por ejemplo, le enviaron una
factura de agua por nueve mil dólares, a pesar de que su casa no tenía agua
corriente. Las acciones de los Freedom Riders («viajeros de la libertad»), que
en protesta contra las leyes segregacionistas se organizaron para viajar por el
sur en grupos raciales mixtos a bordo de autobuses interestatales, fueron
recibidas con violencia por parte de la población blanca, en especial en
Alabama. Las fuerzas policiales del sur actuaron de forma espantosa. El
capellán de la Universidad de Yale, William Sloane Coffin, diría más tarde
que nunca se había sentido «más enojado y sin duda más avergonzado de

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Estados Unidos» que tras ver en las noticias a un Freedom Rider
ensangrentado y medio muerto en el suelo después de que una turba blanca lo
asaltara en Montgomery. Poco después el influyente clérigo decidiría
convertirse él también en un Freedom Rider. Martin Luther King dijo: «Os
agotaremos con nuestra capacidad de sufrir y, en el proceso, ganaremos
vuestros corazones».[16] El periodista de la cadena NBC Loyal Gould
describió su experiencia cubriendo tanto las reuniones del Ku Klux Klan
como las marchas por los derechos civiles en el sur: «Ver eso sucediendo en
mi propio país fue aterrador, muy muy aterrador. Así como ver toda esa
enorme pobreza blanca, junto con esa pobreza negra, y darme cuenta de que
esas almas desgraciadas, esos tíos blancos del Klan, no lograban meterse en la
maldita cabeza que en realidad estaban en el mismo barco que los peones
negros del sur. Era una locura».
No obstante, incluso mientras las tensiones raciales y el ritmo de la
violencia blanca aumentaban por todo el sur, la nueva administración
respondió con comprensión, pero con cautela. Tras reunirse con Martin
Luther King, que había encabezado tantísimas sentadas de protesta en todo el
sur, el presidente comentó ante un grupo de diplomáticos africanos con una
frivolidad de mal gusto: «Esto forma parte de la tradición estadounidense de
alzarse en defensa de los propios derechos, si bien la nueva forma de
alzarse… es sentarse».[17] Con todo, su Departamento de Justicia se resistía a
enviar alguaciles federales y soldados para proteger a los manifestantes
negros de la violencia blanca: Kennedy veía con desesperación la posibilidad
de perder los votos de los demócratas sureños en el Congreso.
Entonces, sin embargo, la Universidad de Misisipi desafió los fallos de los
tribunales federales sobre integración racial y bloqueó de forma persistente la
admisión del estudiante negro James Meredith. Y más grave aún: para
justificar el veto de la universidad, las autoridades estatales fabricaron una
acusación criminal en su contra. Kennedy no tuvo más remedio que movilizar
a la Guardia Nacional y enviar a sus propias fuerzas del orden. El domingo 30
de septiembre de 1962, se desplegaron 127 alguaciles federales y 316 agentes
de la Patrulla Fronteriza para garantizar el ingreso de Meredith en el centro
universitario. Esto desencadenó un motín de estudiantes y ciudadanos blancos
que quemaron vehículos y arrojaron ladrillos y piedras contra los soldados y
los agentes federales. Dos personas murieron en los enfrentamientos.
Meredith logró matricularse y, a partir de ese momento, soportó el acoso y el
aislamiento social antes de finalmente graduarse en ciencias políticas.

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Todo esto estaba en las primeras páginas de la prensa internacional apenas
unas semanas antes de que estallara la crisis de los misiles. Los liberales
aplaudieron la intervención del presidente, pero los sureños y los
conservadores cerraron filas y manifestaron la rabia e indignación que les
causaba lo que describieron como «un ataque a nuestras tradiciones y los
derechos estatales». Todd Gitlin escribió: «Al movilizar una oposición masiva
a la desigualdad racial, el movimiento por los derechos de los afroamericanos
(y otras personas de piel oscura) necesariamente supuso un agravio para gran
cantidad de blancos. Asimismo intensificó el resentimiento de los muchos
blancos pobres que se sentían presionados por los desposeídos de piel oscura
que tenían aún menos que ellos», y esto justo cuando el auge económico de la
década de 1950 estaba perdiendo fuelle. En 1962, Estados Unidos era un país
excepcionalmente afortunado —el destino más emocionante del planeta,
como confirmaban cada año una plétora de visitantes extranjeros—, pero
también una nación conflictiva, violenta, dividida. Y lo sería más.

2. JFK

Al asumir el cargo en enero de 1961, John F. Kennedy disfrutó de la enorme


ventaja de ser algo nuevo en el barrio, el primer presidente de los Estados
Unidos nacido en el siglo XX. James Sackellson, un inmigrante griego que a
menudo había servido la mesa del nuevo jefe del poder ejecutivo en el
restaurante Occidental de Washington, dijo con fervor: «Hacía que Nixon
pareciera insignificante». Eisenhower, que en 1952 era una figura
infinitamente tranquilizadora y paternal, se había convertido ocho años más
tarde en una presencia desgastada, asociada para siempre a los campos de
golf. Como apuntó con ingenio el comediante Bob Newhart durante una crisis
nuclear ficticia: «Que alguien le quite el putter a Ike». James «Scotty» Reston
escribió una famosa columna en el New York Times en la que interrogaba a un
cerebro electrónico ficticio llamado Uniquack acerca de los líderes
estadounidenses. Cuando este deja fuera de su respuesta al último titular,
Reston exige: «¿Qué pasa con Eisenhower? ¿No era él presidente?».
Uniquack responde: «Debemos esperar el juicio de la historia al respecto».
Los asesores de imagen de Kennedy tuvieron que hacer grandes esfuerzos
para ocultar el hecho de que también jugaba al golf, y con bastante más
habilidad que su predecesor.
La Casa Blanca de JFK exudaba un aura de poder sin parangón en ningún
otro centro de gobierno del mundo y, de hecho, muy por encima de la que

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tiene la presidencia estadounidense en el siglo XXI. La gestión de la Unión
Soviética, de la que incluso los estadounidenses informados entendían muy
poco, se caracterizaba por las afirmaciones públicas del poder del Kremlin,
demostrado en particular en los desfiles militares del Primero de Mayo en
Moscú, y una sensibilidad secreta y casi enfermiza acerca de su debilidad.
Los mandatarios de Estados Unidos, por el contrario, disfrutaban de una
confianza justificada en que su país había superado cotas que Roma, España,
Gran Bretaña y otros imperios de antaño no habían siquiera alcanzado. Para
comprender a quienes ejercían entonces la autoridad de la nación, es
necesario verlos como personas diferentes de los mandatarios posteriores. Lo
que marca el antes y después en la historia de Estados Unidos es Vietnam, y
la crisis de los misiles se produce todavía en un año a. V. Esos hombres
extraordinarios (todos, por supuesto, eran hombres) no conocieron todo lo que
iba a traer consigo el conflicto en el Sureste Asiático: la mácula, las cicatrices,
la humillación. El subsecretario de Estado de Kennedy, George Ball, anotó en
una ocasión que los europeos se habían embarcado en el colonialismo no
tanto por los beneficios económicos que les reportaba como por «las
satisfacciones del poder».[18] Godfrey Hodgson, un cronista británico del
Estados Unidos de la segunda posguerra, comentó a propósito de esta
observación: «Es extraño que [Ball] no reconociera el eco de los sentimientos
de sus propios contemporáneos. El poder —el poder económico, militar y
político sin precedentes de Estados Unidos después de 1945— era su derecho
de nacimiento, y lo encontraban satisfactorio en grado sumo… La invasión de
bahía de Cochinos y el Plan Marshall ilustraban el abanico de lo que
entendían por internacionalismo».
La administración estaba repleta de gente brillante, el elenco de
personajes que aconsejaría al presidente durante la crisis de los misiles. El
asesor de seguridad nacional era Mac Bundy, a quien mucho más tarde se
consideraría el más listo entre los listos. En Defensa estaba «Bob»
McNamara, un trabajador incansable, hasta tal punto que no era inusual
encontrar su coche en el estacionamiento del Pentágono los domingos a
primera hora de la mañana (se contaba el chiste de que los empleados tocaban
el capó del vehículo para calcular, a partir del calor que desprendía, cuánto
tiempo llevaba ya el secretario en su despacho). Cuando Arthur Schlesinger le
vio por primera vez, se encontró con «un hombre tranquilo y afable con
anteojos sin montura y aspecto de profesor universitario».[19]
De una lealtad a toda prueba y meticulosamente discreto, McNamara era
un mago de las probabilidades que se había forjado una carrera con los

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números. Después de la segunda guerra mundial, quiso regresar a Harvard,
pero en lugar de ello aceptó un cargo directivo en la Ford Motor Company,
donde se convirtió en uno de los gerentes corporativos más admirados de la
década de 1950 y se ganó la fama de recompensar a quienes trabajaban bien y
despachar sin piedad a quienes no estaban a la altura de sus estratosféricos
estándares. De él puede decirse lo que, muchos años más tarde, Margaret
Thatcher diría de uno de sus ministros: «Otras personas me traen problemas.
Él me trae soluciones».[20] Eso fue lo que hizo McNamara, primero, durante
la guerra, como analista para las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados
Unidos (USAAF, por sus siglas en inglés), luego para la Ford y después para
la administración Kennedy. Era un trabajador profundamente serio, que
enfrentaba sus responsabilidades con una dedicación monacal. Con el pelo
engominado y la raya marcada con cruel disciplina, podría haber prosperado
como apparátchik en la Unión Soviética. Era un racionalista, un maestro del
control, en especial en las reuniones. No tuvo tanto éxito en Ford como
sostenía su club de admiradores, porque su brillantez le llevó a ofrecer a los
compradores de automóviles lo que él pensaba que debían querer, en lugar de
lo que en verdad querían. Pero fue bastante bueno, como también lo fue,
durante una temporada, al frente del Departamento de Defensa.
Era asimismo un hombre decente, comprometido con su esposa Margaret
y su familia; no muy divertido, pero era imposible subestimarle. Tenía un
sabio temor a las armas nucleares (lo que no puede decirse de algunos de sus
colegas) y estaba decidido a limitarlas. Los cínicos decían que la razón por la
que McNamara se mantenía cerca del presidente era que no tenía más amigos,
en especial en el Capitolio. El secretario trabajaba catorce horas al día y se
negaba a desperdiciarlas bebiendo con congresistas. En lo que respecta a los
jefes del Pentágono, en 1962 había pocas naciones democráticas en el mundo
en las que los generales y almirantes tuvieran un peso real que pudieran hacer
valer contra los líderes políticos, pero Estados Unidos era una de ellas.
Muchos estadounidenses, en particular los que vivían lejos de la costa este, se
enorgullecían de sus fuerzas armadas, conocían por sus nombres a algunos de
los oficiales más destacados y respetaban sus opiniones. Es difícil exagerar la
influencia que los jefes del Estado Mayor (los mandos del ejército, la armada,
la fuerza aérea y la infantería de marina) tenían sobre el Congreso y los
poderosos presidentes de sus comités. Los altos mandos querían más de todo,
por fútil que fuera, y formaban alianzas con aquellos legisladores que
anhelaban obtener contratos de defensa para sus Estados. McNamara,
consciente de los costos, se enfrentó a ellos con ahínco y tenacidad.

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Los jefes de Estado Mayor, como casi todos los mandos militares en la
mayoría de las naciones a lo largo de la historia, retrocedieron ante el deseo
de su gobierno de supervisar al detalle las operaciones de las fuerzas armadas.
El comandante Bill Smith, el edecán del general Max Taylor, dijo: «No cabe
duda de que ellos [los miembros de la administración] no creían mucho en el
uso de la fuerza militar… Pensaban que los resultados que estaban obteniendo
los militares, o la forma en que hacían las cosas, no eran ni de cerca tan
efectivos como debían ser, dado el equipo con el que contaban».[21] A
McNamara, en cambio, le gustaba hablar de «poder utilizable», es decir, la
diferencia entre la fuerza en el papel y la capacidad militar efectiva, una
fórmula que a menudo utilizó como justificación para negarse a satisfacer el
insaciable apetito armamentístico del alto mando.
Cuando McNamara hablaba en la sala del gabinete de la Casa Blanca, no
lo hacía como abanderado de las fuerzas armadas del país, sino como su jefe
político escéptico y algo molesto. Después de la llegada de los hombres de
Kennedy, en las paredes del Pentágono aparecieron carteles que rezaban: «El
nuevo gobierno quiere ideas nuevas, opiniones diversas, puntos de vista
divergentes… que nos permitirán hacer mejor nuestro trabajo». No obstante,
según recordaría con tono sarcástico el jefe de inteligencia de la fuerza aérea,
Robert Breitweiser, uno de los muchos uniformados que odiaban a
McNamara, «pronto resultó evidente que cualquier punto de vista discrepante
iba a ser doblegado… Creo que el ego de McNamara no se lo hubiera
permitido… Podía ponerse verdaderamente furioso ante la mera insinuación
de que las ideas de otra persona quizá fueran más acertadas».[22] El secretario
de Defensa no tenía nada de pacifista, pero creía en lo más profundo de su
alma que hacer la guerra era algo demasiado importante para dejarlo al
criterio de los militares. No fue, sin embargo, un pensador flexible. Una vez
que resolvía cuál era la respuesta racional a los hechos tal y como él los veía,
resultaba muy difícil hacerle cambiar de opinión. No se le daba bien
reconocer que los «hechos» no siempre eran hechos.
En el Departamento de Estado (conocido como Foggy Bottom por el
barrio de Washington D. C. en el que tiene su sede) estaba el curtido Dean
Rusk, cuya principal virtud era ser alguien en el que el presidente podía
depositar su confianza: haría lo que le dijera que hiciera, si bien no con la
celeridad que Kennedy hubiera deseado. Inteligente y elocuente, era también
un político cauteloso, instintivamente reacio a arriesgar el cuello. Era oriundo
de las zonas rurales del interior de Georgia y sorprendió a los abanderados de
la «nueva frontera» por su liberalismo en materia racial. Tras estudiar en

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Oxford gracias a una beca Rhodes y prestar servicio en Asia durante la
segunda guerra mundial, trabajó brevemente en el Pentágono antes de unirse
al Departamento de Estado. Era un veterano de la Guerra Fría, que había
desempeñado un papel destacado en la partición de Corea en 1945.
Consideraba que la China comunista no solo estaba equivocada, sino que era
malvada, la fuente del «peligro amarillo». La administración Kennedy nunca
se planteó normalizar las relaciones con el país de Mao y no mostró ningún
interés en rehabilitar a John Paton Davies, el más brillante de los veteranos
expertos en China del Departamento de Estado, víctima de la caza de brujas
del senador McCarthy. Más un técnico que un diseñador, Rusk era el único
miembro del gabinete al que Kennedy no se dirigía por el nombre de pila. El
presidente comentó con Philip Graham, el propietario del Washington Post, la
posibilidad de sustituirlo por McNamara, pero al final decidió mantenerlo en
su puesto considerando que Rusk era un funcionario leal y fiable, y lo cierto
es que lo era.[23]
Más cerca del Despacho Oval se encontraban los colaboradores
inmediatos del presidente, su asistente personal Kenny O’Donnell, que era el
responsable de su agenda, y el asesor jurídico Ted Sorensen, un cerebrito
esbelto y estudioso que intervenía en todo, incluida la mayoría de los
discursos presidenciales. Sería un error describir al gobierno como una
familia grande y feliz: había una competencia incesante por la influencia, algo
inherente a todo centro del poder. Para empezar, O’Donnell, un destacado
miembro de la «mafia irlandesa» que rodeaba a JFK, detestaba a Sorensen.
Sin embargo, el presidente valoraba mucho al asesor jurídico, pues su única
convicción política era la lealtad que le profesaba.
El fiscal general Robert F. Kennedy, el malhablado de los ojos azul hielo,
tenía solo treinta y seis años y estaba comprometido con su hermano de forma
incondicional. Tras haber sido una fuerza fundamental en las campañas que
impulsaron a JFK a la presidencia, era ahora el brazo ejecutor de la
administración, lo que le hizo antipático a ojos de muchos y, en particular, de
los otros miembros del gabinete, algunos de los cuales no podían olvidar que
había formado parte del equipo del infame senador Joseph McCarthy. No
obstante, Bobby Kennedy tenía algo de sentido común, una energía tremenda
y una confianza fundada en la intimidad con el presidente; asimismo, poseía
otra virtud poco común en la política: estaba dispuesto a cambiar de opinión.
En 1962, sin embargo, el fiscal general era visto por casi todos como el
matón de su hermano, un matón con licencia que usaba un lenguaje soez
como si creyera en cada obscenidad que soltaba: todos esos dientes no

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estaban ahí solo para lucirlos. No pocas personas en Washington
consideraban que Bobby era un rufián, pero nadie en la Casa Blanca se
atrevía a decirlo. Thomas Parrott, que en la crisis de los misiles sería el
encargado oficial de tomar notas durante las reuniones en la Casa Blanca,
dijo: «Era un pequeño bastardo, pero era el hermano del presidente, el tío
ungido, y tenías que escucharle».[24] Físicamente más menudo que JFK,
Robert valoraba la dureza por encima de cualquier otra cualidad. Max Taylor,
el exparacaidista y auténtico héroe de la segunda guerra mundial
recientemente ascendido a presidente del Estado Mayor Conjunto, le infundía
un temor reverencial porque además de ser un gran soldado tenía cerebro.
David Halberstam escribió con ironía: «Si Harvard produjera generales,
habría producido a Max Taylor».[25]
En la periferia se situaban una serie de cortesanos, también brillantes
aunque menos importantes, como el historiador y biógrafo de Franklin D.
Roosevelt Arthur Schlesinger —autor de La política de la libertad: el centro
vital (1949), el manifiesto liberal de su generación—, que se había
reinventado como escritor de discursos y era el invitado favorito en las cenas
celebradas en la mansión de la Casa Blanca; Walt Rostow, que escribió una
de los lemas de campaña más exitosos de Kennedy: «Pongamos al país de
nuevo en movimiento»; o John Kenneth Galbraith, que medía más de dos
metros de altura y de quien Bill Buckley se burlaba contando que, con los
esquís puestos, parecía «un pretzel borracho». Este último mantuvo una
estrecha relación con el presidente incluso mientras se desempeñó como
embajador de Estados Unidos en la India (1961-1963).
Este era el grupo más ostensiblemente elitista que hubiera gobernado
nunca el país, hombres dotados de los mayores talentos y que, en su mayoría,
nunca habían tenido que ensuciarse las manos (salvo, quizá, un poco durante
la guerra). Con excepción del general Max Taylor, el presidente era el único
de los que se sentaban a la mesa de la sala del gabinete que había prestado
servicio en primera línea; se había convertido en un héroe cuando los
japoneses hundieron la embarcación que comandaba, una lancha torpedera
PT-109, una experiencia que conmemoraba un alfiler de corbata que durante
la campaña presidencial los Kennedy regalaron a amigos y simpatizantes.
McNamara había trabajado como estadístico en el Departamento de Guerra;
el director de la CIA, John McCone, estuvo dedicado a la construcción naval.
Mac Bundy fue testigo del Día D, pero desde la comodidad del crucero
Augusta, donde se desempeñaba como edecán del almirante Alan Kirk, un
amigo de la familia. Schlesinger, por su parte, había estado en la Oficina de

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Servicios Estratégicos (OSS, por sus siglas en inglés), la antecesora de la
CIA. Ninguno había sido tan estúpido como para quedarse en la vieja y
aburrida infantería.
Tras veinte meses en el gobierno, creían que no había prácticamente nada
que no pudieran hacer, en especial en el extranjero (y ello incluso después de
la debacle de bahía de Cochinos). La política interna, marcada en particular
por la cuestión de los derechos civiles, continuaba siendo problemática. El 6
de octubre de 1962, The Economist manifestó el desdén que le producía el
desempeño de la administración en términos que resonaron en otros órganos
serios de todo el mundo: «Es evidente que el señor Kennedy no ha logrado
educar a muchos demócratas acerca de la necesidad de sus planes para poner
a Estados Unidos de nuevo en movimiento. Algunos amigos francos señalan
que tampoco ha logrado educar al electorado… Ahora se critica al señor
Kennedy por obtener muy poco y pedir demasiado». El presidente solía
perorar antes sus asesores y periodistas afines sobre las razones por las que
este o aquel tema nacional especialmente espinoso tendría que «esperar al
segundo mandato». Estados Unidos era entonces, como casi siempre lo ha
sido, un país conservador en el que la imaginación, la innovación y la energía
industrial y tecnológica sin igual coexistían con una política retrógrada. Los
liberales controlaban el poder judicial, pero nada más. En el Congreso, había
tantas probabilidades de que los sesenta o setenta senadores demócratas de los
Estados del sur votaran con los republicanos como con el que en teoría era su
partido. Kennedy fue el último candidato demócrata que ganó tanto la
mayoría del voto blanco en el sur como la mayoría del voto negro a nivel
nacional. Después de su victoria en 1960, asegurarse ambos electorados se
revelaría imposible para los aspirantes a la presidencia.
En el extranjero, en cambio, había un mundo de oportunidades, en el que
la riqueza, la influencia y el poderío militar de Estados Unidos parecían
capaces de mover montañas. El recuerdo de la victoria en la segunda guerra
mundial era una fuerza dominante en el pensamiento de los mandatarios y el
pueblo estadounidenses. Desde su perspectiva, el país había sido el motor
principal del esfuerzo que había logrado poner fin de forma decisiva a la
mayor confrontación bélica de la historia de la humanidad. Muchos
estadounidenses, tanto uniformados como civiles, aspiraban a obtener
resultados igualmente concluyentes en los conflictos menores que entonces
asolaban el planeta. MacArthur había tenido que ser apartado después de
decir en Corea que «no hay sustituto para la victoria», con todo lo que esa
frase revelaba acerca de lo que pensaba el megalómano y vanidoso general.

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La búsqueda de «la victoria» toparía más tarde con una amarga decepción en
el Sureste Asiático y, de hecho, en muchos otros lugares, pero en 1962
todavía ocupaba un lugar preponderante en muchas mentes.
John F. Kennedy tenía una comprensión personal del extranjero mucho
mejor que la mayoría de su pueblo, pero también abrigaba un enorme anhelo
de grandeza como estadista y abanderado de Estados Unidos. No solo quería
mantener seguro a Occidente: quería también, en cierto sentido, ganar la
Guerra Fría, si bien no tenía una visión coherente de cómo hacerlo. Elevó la
disposición a tomar decisiones y elegir a suprema virtud varonil y desdeñó a
quienes, careciendo de ella, se encogían a la hora de decidir. Que el influyente
columnista Joseph Alsop lo describiera como un «[Adlai] Stevenson con
pelotas» le resultó muy gratificante. Dean Rusk, que no era un hombre lírico,
le recordaría con una frase cargada de poesía: «Estaba en llamas y prendía
fuego a quienes le rodeaban».[26] Walter Lippmann escribió en una ocasión:
«Todos los hombres que lideran a multitudes de seres humanos tienen algo de
magia».[27] En 1960, cuando el periodista tomó partido por Kennedy de forma
apasionada —«un líder natural, un gestor y un gobernante de hombres»—,
Arthur Krock, un columnista rival, se sintió incitado a escribir con
indignación: «Es posible que me esté haciendo viejo y quizá estoy empezando
a chochear, pero al menos no me enamoro de jovencitos, como hace Walter
Lippmann».
Después de la investidura, Kennedy «de algún modo cambió físicamente»,
escribió Arthur Schlesinger: «La cara se le tornó más arrugada y fruncida; los
rasgos eran ahora más marcados; era menos guapo, pero transmitía más
fuerza».[28] Theodore H. White, el autor de la serie de libros sobre las
elecciones presidenciales estadounidenses Making of the President, el primero
de los cuales versó sobre la campaña de 1960 y confirió a JFK una especie de
aura de santidad, escribió sobre el encuentro que mantuvo con él tras un año
en la presidencia: «Muy poco parecía haber cambiado en los movimientos o
la gracia del candidato; lo único que había cambiado eran sus ojos: muy
oscuros, muy graves, notablemente más hundidos y arrugados en las
comisuras que los del candidato. El candidato anhelaba ese cargo; ahora todos
los problemas eran suyos; ahora era él el que debía resolverlos… Siempre
había actuado como si los hombres tuvieran el dominio de las fuerzas, como
si todo fuera posible para alguien decidido en su propósito y con claridad de
pensamiento… Era esa actitud la que tendría que atesorar en la soledad de la
Casa Blanca, mientras un mundo impaciente esperaba milagros».[29]

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El día típico de Kennedy empezaba a las 07.45, cuando su ayuda de
cámara, el afroamericano George Thomas, lo despertaba en su dormitorio de
la segunda planta de la mansión con la bandeja del desayuno y los periódicos.
Los niños, Caroline y John, llegaban corriendo, miraban dibujos animados en
la televisión mientras su padre leía los cables gubernamentales recibidos
durante la noche. Alrededor de las nueve, caminaba hasta el Despacho Oval,
en el ala oeste, a menudo llevando a un niño de la mano. Antes del almuerzo
nadaba con su ayudante Dave Powers, luego comía en la mansión con la
recién ungida diosa de la belleza y la cultura del Estados Unidos liberal, su
esposa Jackie, y después hacia la siesta en su cama, una práctica que de forma
consciente había copiado de Churchill. De regreso en el Despacho Oval,
trabajaba hasta las ocho de la noche aproximadamente. El matrimonio rara
vez salía de la Casa Blanca para asistir a cenas privadas, si bien entre las
casas que disfrutaban visitando se encontraba la de Joe Alsop. Kennedy dijo
en una ocasión: «La presidencia no es un buen lugar para hacer nuevos
amigos»; hubiera podido agregar que tampoco lo era para mantener vivas las
viejas relaciones sociales.
JFK estaba dotado de una inteligencia y un encanto desbordantes. Basta
con ver una de las innumerables entrevistas televisivas que se le hicieron
durante sus años en la presidencia para advertir en qué medida era más agudo
y sofisticado que algunos de sus sucesores en el cargo. Siempre tuvo una gran
curiosidad, algo que muchos consideramos una insignia de honor, y poseía un
poder de concentración extraordinario. En 1962, no había demasiados
estadounidenses que supieran matizar o emplearan la ironía, pero él era uno
de ellos. En ese aspecto, como en algunos otros, era más una figura europea
que un hombre de su propio país. En una ocasión citó a Madame de Staël en
el programa de televisión Meet the Press, con lo que además de reflejar sus
amplias lecturas, corría el riesgo de distanciarse de buena parte de la
audiencia estadounidense. Nunca estuvo tan interesado en las novelas de
James Bond como a sus asesores de imagen y a los de Ian Fleming les pareció
conveniente aparentar.
Hijo de una familia privilegiada, introdujo en la Casa Blanca energía,
ingenio y cultura extranjera. André Malraux, un escritor del que no muchos
estadounidenses habían oído hablar, fue condecorado por su obra. Pablo
Casals tocó su violonchelo en el Salón Este. Arthur Schlesinger escribió con
euforia: «Nunca las chicas habían parecido tan bonitas, las tonadas tan
melodiosas y las noches tan joviales y espontáneas». Se valoraba la
informalidad. El peor crimen, para Kennedy y quienes le rodeaban, era aburrir

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o aburrirse. Aunque no sabía nada de las balas que iban a dispararle desde el
depósito de libros de Dallas, siempre tenía prisa. En 1951, durante un viaje
alrededor del mundo, el entonces congresista, un apasionado por la poesía,
copió un par de versos de Andrew Marvell:

But at my back I always hear


Time’s winged chariot hurrying near.
[Pero a mi espalda siempre oigo
el carro alado del tiempo acercándose deprisa].

Era el presidente que más había leído y más había viajado en la historia de
Estados Unidos. Oriundo de una de las zonas más remotas del país, Don
Ferguson, entonces un estudiante de la Universidad de Nebraska, era uno de
los millones de jóvenes estadounidenses que asistieron encantados a la
transición del viejo, viejísimo Dwight Eisenhower: «De repente, había algo
emocionante. Tenías un tío joven que tenía hijos y al que le gustaba jugar al
fútbol en el jardín delante de su casa. Era un ser humano real».[30]
En 1960, en plena campaña, le preguntaron a Kennedy si estaba cansado y
él respondió que no, pero que estaba seguro de que Nixon sí lo estaba. ¿Por
qué? «Porque yo sé quién soy y no tengo que preocuparme por adaptarme y
cambiar. Todo lo que tengo que hacer en cada parada es ser yo mismo. Nixon,
en cambio, no sabe quién es, por lo que cada vez que da un discurso tiene que
decidir qué Nixon es, y eso tiene que ser muy agotador». Eso quizá fuera
cierto en el caso de Nixon, o quizá no, pero es posible argumentar que
también era aplicable al propio Kennedy: tenía en común con Franklin D.
Roosevelt que ambos eran simuladores muy aplicados. Todos los políticos
deben poseer en alguna medida cierta habilidad teatral, pero JFK era mejor
actor que la mayoría. Aunque su capacidad para escuchar fuera brillante, lo
que explica en gran medida su éxito a la hora de agradar a personas de ambos
sexos, David Halberstam lo caracterizaba como «casi británico en su estilo»,
debido a lo mucho que le disgustaba la exhibición de emociones genuinas y
espontáneas, a la vez que daba un gran valor al hecho de comportarse con
gracia bajo presión.[31]
Había una tensión crónica entre su apariencia exterior, vigorosa, abierta, y
una realidad íntima de fragilidad y dolor, que su extravagancia priápica no
contradecía. En una ocasión citó a Somerset Maugham: «No es cierto que el
sufrimiento ennoblezca el carácter; la felicidad lo hace algunas veces, pero el
sufrimiento, en su mayor parte, hace a los hombres mezquinos y vengativos».
[32] Sin embargo, si ese pasaje tocaba una fibra sensible, lo cierto es que

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Kennedy ocultaba bien sus propias dolencias físicas y solía responder con
irritación a cualquiera que le preguntara cómo se sentía.[33] Heredó de su
padre, un hombre con una pésima reputación, casi gánster, una profunda
crueldad y falta de sentimiento. Resulta extraordinario que un padre tan
desagradable, cuya virtud más visible residía en su saldo bancario, hubiera
tenido hijos tan increíblemente bien parecidos. «No juguéis a menos que seáis
el capitán», les aconsejaba el viejo Joe. «El segundo lugar es el fracaso». Esta
actitud contribuye a explicar el mediocre historial del futuro presidente
durante sus años en el Congreso: en el Capitolio no era lo bastante importante
como para dedicarse al trabajo con todo el empeño. Walter Lippmann fue uno
de los críticos liberales que deploró que no se hubiera pronunciado en contra
de la caza de brujas de McCarthy.[34]
Aunque parte de la mejor retórica de Kennedy versaba sobre la difícil
situación de los menos afortunados, las políticas que impulsó desde la
presidencia no evidencian una mayor preocupación práctica por resolver el
problema. De su frialdad íntima dan testimonio sus obsesivos pero
desapasionados acoplamientos sexuales: Mimi Beardsley, con la que tuvo una
aventura cuando era becaria en la Casa Blanca, refiere de forma verosímil que
nunca la besó en los labios. En palabras de alguien que lo conoció de cerca,
«era amable con las personas, pero le tenían sin cuidado». Cuando «Red»
Ray, un antiguo compañero de armas, le prestó veinte dólares, una cantidad
importante para el exmarinero, este tuvo que escribirle dos veces para
conseguir que le pagara.[35] Aunque parece apropiado juzgar la promiscuidad
de Kennedy de acuerdo con los estándares de conducta masculina que
consideraban tolerables sus contemporáneos (sus contemporáneos varones,
por lo menos), en lugar de hacerlo según los criterios de nuestra época, resulta
difícil no sentir cierto desprecio por un presidente con aspiraciones de gran
estadista dedicado a forcejear con jovencitas en rincones discretos de la Casa
Blanca, incluso en momentos de crisis.
Su capacidad para el amor, para la pasión de verdad y el sentimiento
profundo, era pequeña. Durante la campaña de 1960, Norman Mailer escribió,
en un artículo para la revista Esquire, que Kennedy era «misterioso»: el
candidato poseía «la sabiduría de un hombre que siente la muerte dentro de sí
y apuesta a que puede curarla arriesgando la vida». JFK no era un hombre
como los demás, pero fingía serlo, y el hecho de que hiciera chistes contribuía
a su fachada. Esa afición por las chanzas y las bromas era lo único que tenía
en común con Nikita Jrushchov. En muchos momentos críticos, incluidos los

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de octubre de 1962, el estadounidense cautivó a quienes lo rodeaban con sus
demostraciones de ingenio.
En su libro Perfiles de coraje, Kennedy escribió: «Las grandes crisis
producen grandes hombres». Son pocos los historiadores que coinciden con
esa opinión. El mundo ha sido testigo de muchos acontecimientos tremendos
con los que, por fuerza, han tenido que lidiar gobernantes sin brillo. En
septiembre de 1962, antes de que estallara la tormenta de misiles cubanos,
muchos observadores de la administración Kennedy creían que su mandato se
había distinguido hasta entonces por el estilo, no por la sustancia. A pesar de
todo el bombo publicitario de los medios liberales acerca de Camelot (el
nombre del castillo del Rey Arturo, que se daba también de forma coloquial al
entorno de JFK), los caballeros de la corte del presidente parecían tener una
visión más clara de qué tipo de armadura deseaban lucir y de qué cimeras
debían adornar sus cascos que de los enemigos a los que se proponían vencer.
Frederic Fox, que había sido compañero de Kennedy en Princeton y había
trabajado en la Casa Blanca de Eisenhower, aplaudió la atmósfera del nuevo
gobierno, su «espontaneidad», pero luego añadió de manera un tanto
ambigua: «Aunque en realidad no sé si eso es una virtud cuando estamos
hablando de una nación de doscientos millones de personas».[36]
Kennedy estaba más interesado en la competencia global con la Unión
Soviética, y con el comunismo en general, que en cualquier cosa que
estuviera sucediendo en Estados Unidos. De hecho, solo en los últimos meses
de su vida se comprometió de forma decisiva con la lucha por los derechos
civiles de los afroamericanos, a pesar de que Lyndon B. Johnson lo había
estado presionando durante mucho tiempo para que como líder de la nación
hiciera algo al respecto (y cuando finalmente actuó, lo hizo impulsado, lo que
no deja de ser un tanto sorprendente, por la convicción de su hermano Robert
de que la búsqueda de la igualdad racial se había convertido en una cuestión
moral de vital importancia). Es difícil reconciliar los principios que declaraba
defender con la petición que hiciera a Sammy Davis Jr. de que no asistiera a
su baile de investidura en Washington, debido a que su matrimonio con la
actriz sueca May Britt resultaba inaceptable para parte de la opinión pública,
en un momento en que los enlaces interraciales seguían estando prohibidos en
muchos Estados. Asimismo, Kennedy declinó enfrentarse a sus adversarios
recalcitrantes en el Congreso, que ya habían rechazado sus propuestas en
materia de reforma fiscal, de infraestructuras, de apoyo al transporte público y
de ayuda a los trabajadores inmigrantes. Su único éxito notable en el ámbito
nacional fue plantar cara a los barones del acero del país cuando estos

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pretendieron aumentar los precios. «Gracias, señor presidente, / por todas las
cosas que ha hecho», le cantó Marilyn Monroe en el Madison Square Garden.
«Las batallas que ha ganado, / la forma en que lidió con la U. S. Steel / y con
nuestros problemas por toneladas».
En realidad, sin embargo, su conducta en el cargo, a diferencia de su
retórica, no fue la de un radical. Más tarde, John Kenneth Galbraith
describiría el desempeño de los liberales de la administración como él mismo
como semejante al de unos «indios que de cuando en cuando dispararan
flechas al campamento desde el exterior».[37] Muchos estadounidenses no
olvidaban que, en su encarnación anterior como senador, Kennedy había sido
descaradamente cínico al apoyar en el Congreso la adopción de una línea dura
en política exterior, atacando al presidente Truman por la supuesta «pérdida
de China» y cuestionando su decisión de relevar al general Douglas
MacArthur durante la guerra de Corea. En mayo de 1961, tras los hechos de
bahía de Cochinos, el gran diplomático Chester Bowles escribió en su diario:
«La cuestión que más me preocupa de esta nueva administración es que
carece de un genuino sentido de convicción acerca de lo que está bien y lo
que está mal… El fiasco cubano demuestra cuán lejos puede extraviarse un
hombre tan brillante y bien intencionado como Kennedy cuando carece de un
punto de referencia moral básico». Más tarde, cuando el presidente fue
asesinado, Tom Brokaw, entonces reportero de una cadena de televisión de
Omaha, se topó con un colega que al conocer la noticia del atentado le dijo:
«Ya era hora de que alguien le diera al hijo de puta».[38] Esa, por supuesto, no
era una opinión que compartieran muchos de sus compatriotas en esos días
traumáticos, pero subraya el hecho de que quienes odiaban a Kennedy, como
antes quienes odiaban a Lincoln y quienes odiaban a Roosevelt, hablaban en
serio.
En el otoño de 1962, sin embargo, todo, absolutamente todo, estaba aún
en juego.

3. MISILES NUCLEARES

En 1948, en la celebración del Día del Armisticio, el general Omar Bradley


dijo: «Vivimos en una era de gigantes nucleares e infantes éticos, en un
mundo que ha alcanzado la brillantez sin sabiduría y el poder sin
consciencia».[39] La distinción entre los halcones y las palomas surgida
durante la Guerra Fría es bastante conocida; menos sabido es que los analistas
de la Universidad de Harvard identificaron más tarde un tercer grupo, al que

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caracterizaron como los «búhos»: aquellos que creían que «una guerra nuclear
no sería el resultado de cálculos cuidadosos sino consecuencia de rutinas
organizativas, fallos en el funcionamiento de las máquinas, o de las mentes,
percepciones equivocadas, malentendidos y errores».[40] Hoy los búhos
dominan el estudio historiográfico de la crisis de los misiles y, de hecho, de la
Guerra Fría. A comienzos de la década de 1960, un búho prominente era el
primer ministro británico Harold Macmillan; otro, John Fitzgerald Kennedy.
El presidente estadounidense manifestó haber quedado fascinado con Los
cañones de agosto, de Barbara Tuchman, que leyó en julio de 1962, dieciocho
meses después de asumir el cargo. En particular, le impresionó una
conversación de julio de 1914 entre el káiser Guillermo II de Alemania y el
jefe de su Estado Mayor, el general Helmuth von Moltke, «el oso triste». El
interés de Kennedy es significativo en varios niveles. En primer lugar, porque
merece la pena preguntarse cuántos otros presidentes modernos de Estados
Unidos podrían haber leído una obra semejante: Barack Obama, sin duda; y
George W. Bush, quizá; pero ciertamente no Ronald Reagan ni Donald
Trump. Y casi con seguridad tampoco Nikita Jrushchov, incluso si se hubiera
permitido a un historiador soviético abordar el tema con franqueza.[41]
Luego tenemos lo que cuenta Tuchman en ese capítulo. Hubo un
momento en 1914 en el que el káiser entró en pánico ante la perspectiva de
una guerra en dos frentes y le dijo a Moltke no era necesario invadir Francia
antes de enfrentarse a los rusos. El general descartó la propuesta como una
especulación ridícula: había un plan y ya se había puesto en marcha. Un
millar de trenes ya avanzaban traqueteando rumbo al oeste: la suerte estaba
echada. Kennedy decidió que durante su mandato no prevaleciera semejante
fatalismo. Citaba con frecuencia la conversación de dos alemanes
prominentes que a finales de 1914 se cuestionaban sobre el estallido de la
guerra. Uno le preguntaba al otro: «¿Cómo sucedió todo esto?». A lo que su
interlocutor respondía: «Ah, si alguien lo supiera». Recordando ese
intercambio, el presidente explicaba a sus asesores: «Si este planeta alguna
vez se ve devastado por una guerra nuclear… no quiero que uno de los
supervivientes le pregunte a otro: “¿Cómo sucedió todo esto?”, y reciba como
increíble respuesta: “Ah, si alguien lo supiera”». Esta observación contribuye
en buena medida a explicar por qué en julio de 1962 Kennedy decidió instalar
en secreto en la Casa Blanca las grabadoras que, tres meses después, le
permitirían preservar las pruebas de lo que dijeron algunos de los principales
actores de la crisis mientras el mundo se asomaba al borde del abismo.

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Como la mayoría de las rivalidades internacionales, la competencia entre
el Oeste capitalista y el Este comunista comenzó como un conflicto territorial
en la estela de la segunda guerra mundial. Se convirtió en la confrontación
más aterradora de la historia porque los estadounidenses, primero, y los rusos,
cuatro años después, adquirieron los medios para alcanzar no la «victoria»
sobre el otro, sino para destruir por completo a la humanidad. En un congreso
celebrado en 1994, cuando ya había terminado la Guerra Fría, un antiguo
director de la CIA, el almirante Stansfield Turner, concluyó horas de
conversaciones sobre estrategia apuntando que, en retrospectiva, toda la
discusión teológica acerca de la guerra nuclear había carecido de sentido. La
realidad esencial era que ninguna de las partes llegó a tener alguna vez una
posibilidad verosímil de destruir el arsenal nuclear de la otra sin correr el
riesgo de sufrir represalias inaceptables. Y, además, ninguna había entendido
de verdad los miedos, percepciones y motivaciones de la otra.
Washington consideraba por completo serias las renovadas amenazas de
Jrushchov de bloquear el acceso de los occidentales a Berlín. En abril de
1961, en presencia del horrorizado primer ministro británico Harold
Macmillan, los partidarios de la línea dura, como el exsecretario de Estado
Dean Acheson, aconsejaron a Kennedy que si el líder comunista hacía algo
así, Estados Unidos debía responder enviando una división acorazada a
reabrir la autopista. Acheson opinaba que para los soviéticos Berlín no era un
agravio, sino un pretexto, que aprovechaban de forma cínica para poner a
prueba la voluntad de resistencia de Occidente, y que, por tanto, era vital que
siempre encontraran esa voluntad intacta. En Europa, los ejércitos de la
OTAN se adiestraban y realizaban ejercicios sin cesar con el fin de estar
preparados para repeler la temida invasión de las legiones del Pacto de
Varsovia, pero en privado los comandantes reconocían que esa misión sería
imposible sin el empleo de armas nucleares tácticas.
Rodric Braithwaite, que era el embajador del Reino Unido en la Unión
Soviética en el momento de su disolución, ha escrito: «No hay pruebas de que
los rusos hubieran esperado alguna vez anexarse Europa occidental por
medios militares. Pero Stalin y Jrushchov sí abrigaban alguna esperanza de
que la presión política y el chantaje les permitieran al menos neutralizar a
Alemania Occidental».[42] Los historiadores que adoptan una perspectiva
menos benévola suelen citar los planes para ataques sorpresa del Pacto de
Varsovia, que preveían usar armas nucleares como punta de lanza; no
obstante, estos autores parecen confundir las intenciones con el diseño de
respuestas de contingencia a posibles escenarios, algo que hacen todas las

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fuerzas armadas. En mayo de 1945, Churchill pidió a sus jefes de Estado
Mayor que formularan planes para la operación Impensable, un asalto de 42
divisiones estadounidenses y británicas, apoyadas por los restos de la
Wehrmacht de Hitler, para liberar a Polonia del Ejército Rojo. Leer el
expediente de «Impensable» en los Archivos Nacionales británicos es una
experiencia fascinante, pero nadie cree en verdad que los Aliados occidentales
hubieran tenido alguna vez la intención de llevar a cabo semejante operación.
[43] Del mismo modo, los archivos del Pacto de Varsovia, o al menos los que

están abiertos al escrutinio público, tampoco deberían llevarnos a deducir que


los soviéticos tenían la intención de invadir Europa occidental. El sabio y
sensato analista estadounidense Raymond Garthoff escribió en 1991: «El
principal defecto del proceso de evaluación del adversario… era la
incapacidad de empatizar con el otro bando y visualizar sus intereses en
términos distintos de los del adversario».[44]
Por otro lado, las noticias falsas no son una invención del siglo XXI. El 23
de enero de 1960 el periodista Joseph Alsop publicó la primera de una serie
de seis columnas que tendrían una amplísima difusión, en las que alegaba que
la capacidad nuclear de la Unión Soviética aventajaba de forma decisiva a la
de Estados Unidos. Esa tesis se basaba en parte en los argumentos
presentados por el general Thomas Power, el jefe del Comando Aéreo
Estratégico de la USAF, en unas declaraciones en las que contradecía las
valoraciones, por lo demás precisas, con las que la administración Eisenhower
reivindicaba la superioridad estadounidense en ese ámbito. El columnista
sostenía que la Casa Blanca estaba jugando a la ruleta rusa con la seguridad
de Estados Unidos y un número asombroso de sus compatriotas prefirió
creerle a él antes que al presidente. Este descrédito de Eisenhower era por
igual culpa de sus propios generales y de los imprudentes alardes de
Jrushchov. El ruido de misiles de uno y otros terminaría incitando a Estados
Unidos a desarrollar un programa de construcción de armas nucleares que
superaba ampliamente los recursos de la Unión Soviética, así como cualquier
evaluación sensata de sus necesidades en materia de seguridad.
Michael Howard, que en 1960 visitó las que entonces eran las principales
instituciones intelectuales de carácter militar y estratégico de Estados Unidos,
escribió luego: «Salvo por un pequeñísimo número de expertos, todos
consideraban a la Unión Soviética una fuerza del mal cósmico cuya política e
intenciones podían adivinarse sencillamente multiplicando el dogma de la
ideología marxista por la capacidad militar soviética».[45] El historiador
británico encontró poco apoyo para su propia opinión de que a los soviéticos

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había que verlos como rusos, «con temores y problemas propios, derivados de
su pasado histórico y su debilidad actual». Se escandalizó al descubrir que en
la Corporación RAND, el laboratorio de ideas patrocinado por la USAF, se
discutía sobre cuánto tiempo sería necesario para reconstruir Los Ángeles
después de una guerra nuclear: «No mucho, calculaban».[46] Y le consternó
ver hasta qué punto la gente de la RAND parecía reducir el debate estratégico
«a una contabilidad de armas nucleares».
Del célebre estratega Albert Wohlstetter escribió: «Su conjetura básica,
compartida por tantos de sus compatriotas, era que la Unión Soviética estaba
empeñada en conquistar el mundo con hostilidad insaciable y crueldad
absoluta y correría cualquier riesgo para alcanzar sus objetivos…
[Wohlstetter] usó esto para convencerse a sí mismo y a todos los demás de la
vulnerabilidad de Estados Unidos a un ataque nuclear, vulnerabilidad que solo
era posible superar mediante un enorme aumento en el gasto militar».[47]
Howard, en cambio, se sintió alentado tras visitar la Universidad de Harvard y
el MIT, donde se reunió con académicos encabezados por Henry Kissinger y
Arthur Schlesinger, «quienes me parecieron personas profundamente
humanas, que veían con un pavor bien fundado la guerra nuclear… pero que
también comprendían el problema del poder y desconfiaban tanto como yo de
las terribles simplificaciones perpetradas por sus colegas californianos».[48]
En el invierno de 1960, Kennedy, convertido ya en presidente electo,
autorizó a algunos de sus asesores científicos para asistir a la Conferencia
Pugwash sobre desarme y seguridad mundial celebrada en Moscú, que
terminó revelándose como una iniciativa desperdiciada: los soviéticos usaron
la cita como una mera oportunidad propagandística y se negaron a debatir con
seriedad cualquier cosa diferente de la fantasía de un desarme general y
completo. Luego, en el otoño de 1961, habría un partido de vuelta en Estados
Unidos. Algunos destacados científicos y académicos soviéticos asistieron a
otra Conferencia Pugwash, en Stowe, Vermont, donde se agruparon
desconcertados alrededor de los traductores, pues no se había previsto ofrecer
traducción simultánea para los discursos en inglés. Después de una gira en
autocar por Nueva Inglaterra, uno de los visitantes rusos le dijo con un
suspiro a un estadounidense: «¡Qué afortunado eres de vivir en un país que
nunca ha sido invadido!». La impresión más importante que se llevó Michael
Howard del encuentro fue que había servido para subrayar que los rusos
estaban «tan asustados de Occidente como nosotros de ellos».[49] Los
europeos también se vieron obligados a reconocer que los rusos y los
estadounidenses solo estaban interesados los unos en los otros. El Reino

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Unido envió a algunos de sus principales científicos y académicos a la
conferencia, pero estos desventurados hombres tuvieron serias dificultades
para asegurarse una audiencia. «Los estadounidenses se mostraron
cortésmente desinteresados en cualquier cosa que pudiéramos decir», escribió
Howard. «Nos gustara o no, vivíamos en un mundo bipolar».[50]
Como reconoce un veterano agente del MI6, el servicio secreto británico,
en esa época «había locos en ambos lados».[51] Ocho años antes de la crisis de
los misiles Syngman Rhee, el entonces presidente de Corea del Sur, una
figura tan despiadada e imprudente como Castro, aunque en el bando
occidental, instó al presidente Eisenhower a desplegar todo el poderío militar
de Estados Unidos en apoyo de una cruzada mundial contra el comunismo.[52]
En 1955, después de una prueba termonuclear soviética, el físico Andréi
Sájarov le dijo al mariscal Mitrofán Nedelin, el jefe supremo del programa de
misiles de la URSS, que sería una catástrofe para la humanidad que un arma
así llegara a usarse alguna vez en un conflicto bélico. El militar respondió con
una broma burda que significaba: ocúpese de sus propios asuntos, haga sus
bombas y deje que nosotros decidamos cómo usarlas. Sájarov quedó
horrorizado, pero la mentalidad de Nedelin reflejaba bien la de otros
miembros de las fuerzas armadas en ambos bandos. Ya en 1957, el Comité
Conjunto de Inteligencia británico anticipó una posible iniciativa soviética
para enviar «voluntarios» a un país simpatizante fuera del Pacto de Varsovia,
como habían hecho los chinos en la Corea del Norte devastada por la guerra
en octubre de 1950. Los rusos «bien podrían sentir que sus políticas y
prestigio sufrirían un duro golpe si no respondieran a una solicitud de
ayuda… poniendo armas nucleares a disposición de [una] potencia no
comunista».[53]
Cuando Kennedy se embarcó en su búsqueda de la distensión, es decir, de
una relación menos conflictiva con la Unión Soviética, intentó reiniciar la
árida relación presidencial con Jrushchov. La Casa Blanca envió a Moscú
varias señales intencionadamente positivas, como la abolición de la censura
de las publicaciones rusas por parte de la oficina de correos de Estados
Unidos. El 6 de febrero de 1961, McNamara reconoció que la supuesta
«brecha de los misiles» con la Unión Soviética, una idea que él mismo había
fomentado, era un mito. Con todo, el paso más importante fue la propuesta de
Kennedy de celebrar una nueva cumbre en Viena, en junio de 1961, un
encuentro reservado a él y el líder soviético.
Jrushchov aceptó. Antes de la reunión, Averell Harriman, un veterano
diplomático con una inmensa experiencia en el Kremlin, advirtió al

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mandatario estadounidense que no se tomara demasiado en serio el inevitable
histrionismo del ruso. Y al detenerse en París de camino a la reunión, De
Gaulle le dijo que si Jrushchov hubiera querido una guerra para asegurarse el
control de Berlín, «ya habría actuado». Asimismo le advirtió de que soviético
intentaría ponerlo a prueba: «Su trabajo, señor presidente, es asegurarse de
que Jrushchov se convenza de que usted es un hombre dispuesto a luchar.
Manténgase firme… Aguante, no vacile, sea fuerte». Kennedy, sin embargo,
todavía estaba deprimido por el fiasco de bahía de Cochinos, sucedido unas
pocas semanas antes. Además, se veía obligado a tomar fuertes medicamentos
tanto para la enfermedad de Addison como para los graves espasmos en la
espalda que padecía.
Anastás Mikoyán, que con el título de primer vicepresidente del Consejo
de Ministros de la Unión Soviética era, en efecto, el vice primer ministro del
país, imploró a Jrushchov que, en lugar de tratar de intimidar a Kennedy,
intentara entablar con él un diálogo constructivo. Fue una pérdida de tiempo y
esfuerzo. El 4 de junio, tan pronto entró en la sala de conferencias, el líder
soviético no buscó involucrar al estadounidense en negociaciones serias sobre
temas como Berlín y las pruebas nucleares, que era lo que este quería, sino
que lo sometió a diatribas de una violencia chabacana que su culto y
privilegiado interlocutor no imaginaba que fuera posible en el ámbito de las
relaciones internacionales. Jrushchov, que nunca reconocía los errores de su
propio país ante un extranjero, interpretó las francas confesiones de Kennedy
sobre los errores de la política estadounidense en Corea y Cuba como prueba
de debilidad, y lanzó nuevas amenazas sobre Berlín.
Anatoli Dobrynin, entonces jefe de la sección estadounidense del
Ministerio de Relaciones Exteriores, escribiría en sus memorias: «Cuando se
discutieron todas estas cuestiones en las reuniones del Politburó, la
posibilidad de una confrontación militar con Estados Unidos era algo en lo
que a nadie se le ocurría siquiera pensar».[54] Al hacer tanto hincapié en la
cuestión de Berlín en la cumbre de Viena, el objetivo de los soviéticos era,
sencillamente, presionar tanto como fuera posible al joven presidente. El
resultado fue «un miedo innecesario a que se desencadenara una guerra por
Berlín que afectó la diplomacia estadounidense durante muchos años,
empezando por el mismo Kennedy. La cuestión siguió pareciendo un
detonador que ardía lentamente». Jrushchov «estaba comprometido con el
proceso de paz, pero a menudo no lograba traducir ese compromiso en
acuerdos concretos. Su improvisación, su inclinación a fanfarronear y su mal
temperamento estaban envueltos en una ideología fortísima, y eso contribuyó

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a que sus conversaciones con los mandatarios estadounidenses se convirtieran
en disputas acaloradas sin resultados útiles».[55]
En las reuniones que mantuvieron en Viena, que comenzaron en la
embajada de Estados Unidos en la ciudad, el líder soviético se comportó
como si se tratara de pelear a gritos en un bar. Su estridencia dejó atónito a
Kennedy: «¿Siempre es así?», le preguntó a Llewellyn Thompson, el
formidable embajador de Estados Unidos en Moscú, un veterano con años de
experiencia intentando lidiar con los rusos. «Sí», fue su respuesta. El
presidente le dijo a Hugh Sidey, el corresponsal de la revista Time: «Nunca
había conocido a un hombre así. Le hablé sobre cómo una guerra nuclear
mataría a setenta millones de personas en diez minutos y él se limitó a
mirarme como si pensara: “¿Y qué?”». Y al columnista James «Scotty»
Reston, del New York Times, le describió la experiencia como la situación
«más hostil» que había vivido: «Creo que fue por lo de bahía de Cochinos.
Creo que pensó que cualquiera tan joven e inexperto como para meterse en
ese fregado sería fácil de impresionar… Así que me dio una paliza… Ahora
tengo un problema tremendo. Si piensa que soy inexperto y no tengo agallas,
hasta que le saquemos esas ideas de la cabeza no iremos a ninguna parte con
él. De modo que tenemos que actuar».[56] Dean Rusk se preguntó si Jrushchov
estaba en sus cabales, una incertidumbre que por entonces compartían cada
vez más miembros del Presídium. Según Kennedy, había una posibilidad
entre cinco de que el conflicto de Berlín condujera a un Armagedón nuclear,
lo que representaba una probabilidad altísima.
De regreso a Washington, el desconsolado presidente hizo una escala en
Londres para comentar en privado lo ocurrido con Harold Macmillan.
Después del encuentro el primer ministro se retorcería las manos
considerando lo difícil que era gestionar las actitudes de Jrushchov y de los
estadounidenses y anotaría en su diario íntimo: «El presidente parecía
bastante aturdido o, mejor, desconcertado».[57] El líder británico agradeció la
oportunidad de hablar de manera extraoficial con Kennedy sobre lo que,
desde su punto de vista, era la realidad de la situación en Berlín, pues temía
que si manifestaba sus propios recelos públicamente, «los estadounidenses
pensarán que somos “gallinas” y los franceses y alemanes (que hablan
“recio”, pero no tienen intención de hacer nada por Berlín) podrían
relegarnos… Pero sin duda en lo que respecta a Rusia las perspectivas son
bastante sombrías».
A su regreso de Viena, Jrushchov manifestó ante sus colegas del Kremlin
el desprecio que le inspiraba el nuevo mandatario estadounidense:

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«Comparado con él, Eisenhower era un hombre inteligente y visionario». El
líder soviético procedió a anunciar al mundo un nuevo ultimátum de seis
meses para la retirada militar occidental de Berlín, la ciudad rehén de
Alemania Oriental. En respuesta, John F. Kennedy adoptó una serie de
medidas diseñadas para mostrar que Estados Unidos estaba dispuesto a
enfrentarse militarmente con los soviéticos. El presidente dijo: «El
incumplimiento de nuestros compromisos en Berlín significará la destrucción
de la OTAN y poner en peligro al mundo entero. Es toda Europa la que está
en juego en Berlín Oeste».
El 25 de julio de 1961, el presidente se dirigió al pueblo estadounidense
para pronunciar uno de sus discursos más importantes tras la cumbre de
Viena. En él hizo hincapié en que el mundo no tenía por qué hacer una cruda
elección entre la humillación y la guerra nuclear. Para promover una
ampliación de las opciones —reflejada en el anuncio de Robert McNamara de
que una nueva doctrina de «respuesta flexible» reemplazaría la previa
doctrina de la «represalia [nuclear] masiva»—, invitaría al Congreso a elevar
el presupuesto de defensa en 3.250 millones de dólares, en su mayoría
destinados a armamentos convencionales. Anunció la convocatoria de
150.000 reservistas y miembros de la Guardia Nacional, junto con una
espectacular expansión del conjunto de las fuerzas armadas triplicando los
llamados a filas, extendiendo los períodos de servicio y reforzando los
ejércitos con trescientos mil efectivos, de los que cuarenta mil fortalecerían la
presencia estadounidense en Europa. Asimismo, declaró que Estados Unidos
mantendría su compromiso con los dos millones de ciudadanos libres de
Berlín: la ciudad alemana seguía siendo ese «gran lugar en el que se someten
a prueba el coraje y la voluntad occidentales».
Con todo, en el discurso del presidente la moderación resultó tan
llamativa como su expresión de determinación, pues reconoció que el
Kremlin se encontraba bajo una enorme presión por parte de Alemania
Oriental, que quería poner fin a la avalancha de refugiados que huían rumbo
al oeste. Se calculaba que desde 1949 se habían expatriado unos dos millones
y medio de personas, el 20 % de la población del país. De hecho, en la
primera mitad de 1961, escaparon a Occidente más de cien mil alemanes
orientales; solo en junio, quienes habían buscado refugio en Berlín Oeste eran
cerca de veinte mil (y otros 26.000 los seguirían en julio). Jrushchov invitó a
John J. McCloy, el asesor de Kennedy en materia de desarme, a visitarlo en su
dacha de Sochi los días 26 y 27 de julio. El estadounidense se cuidó de perder
al tenis con su anfitrión y escuchar su diatriba sobre Berlín. Un mes después,

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según su propio testimonio, el líder soviético visitó en secreto la ciudad, que
recorrió sin bajarse del coche.[58] Aunque no estaba en absoluto dispuesto a
luchar por ella, le hería profundamente la humillación que en cuanto bastión
de la libertad —y ruta de escape del imperio soviético— la antigua capital
alemana infligía no solo a Alemania Oriental, sino también a la imagen global
del socialismo.
Jrushchov estaba lidiando con problemas en dos frentes: la apuesta cada
vez más explícita de Mao Zedong por el liderazgo del mundo comunista y las
clamorosas demandas del gobierno de Alemania Oriental, encabezado por
Walter Ulbricht, que además de dinero, le pedía que hiciera algo para detener
la huida de trabajadores cualificados a Occidente. Desde hacía muchos meses,
los servicios de inteligencia occidentales habían advertido de que los
comunistas buscarían establecer una barrera física en Berlín, no para
mantener alejados a los capitalistas, sino para garantizar el cautiverio de su
propio pueblo. En el verano de 1961 esa posibilidad se hizo realidad. En la
noche del 12 al 13 de agosto, con la autorización de Jrushchov, los alemanes
orientales comenzaron a poner una barrera de alambre de espino, detrás de la
cual construirían el Muro de Berlín, la manifestación física más grotesca del
«telón de acero» y, de hecho, de la Guerra Fría.
El mundo quedó atónito. El presidente Kennedy podía prometer que
defendería la libertad de los ciudadanos de Berlín Oeste, pero no que iría a la
guerra para favorecer a los alemanes orientales que querían huir del país.
Estados Unidos reforzó la guarnición de Berlín Occidental enviando 1.500
soldados adicionales por vía terrestre, pero no fue más allá de ese gesto. De
hecho, JFK optó por mantener la calma y actuar con prudencia: «Esta es una
forma de salir del aprieto [en que se encontraba Jrushchov]. No es una
solución muy agradable, pero un muro es muchísimo mejor que una guerra».
[59] Sin embargo, Harold Macmillan no acababa de convencerse de que el

dictamen del mandatario estadounidense fuera acertado. Escribió en su diario:


«Los estadounidenses están muy alborotados, la situación es tensa y puede
tornarse peligrosa… Todavía tengo la impresión de que, desde el punto de
vista de Jrushchov, la situación interna de Alemania Oriental estaba
comenzando a desmoronarse y había que hacer algo al respecto. Sin embargo,
también creo que no quiere crear una situación que pueda desencadenar la
guerra. El peligro es, por supuesto, que con ambas partes faroleando, un error
puede conducir al desastre».[60] El primer ministro británico consideró
ridículos los enfrentamientos teatrales, con todas las armas cargadas, entre
tropas soviéticas y estadounidenses que se produjeron luego en Berlín, en

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especial alrededor del conocido como «Punto de control Charlie», y así se lo
dijo a Kennedy. Pero los votantes estadounidenses y el amor propio de
Jrushchov no se hubieran contentado con menos.
En cuanto a las relaciones públicas, el Muro de Berlín fue un desastre para
la Unión Soviética, pero algunos occidentales vieron en su construcción una
escalada que, temían, quizá presagiaba el ataque en toda regla con el que
Jrushchov solía amenazar a Occidente. «Somos los amos de Berlín», escribió
con suficiencia en su diario el general soviético Gennadi Obáturov. «Berlín
está perjudicando a Estados Unidos más de lo que nos está perjudicando a
nosotros. Tenemos a Kennedy por los huevos y podemos tirar en cualquier
momento. Justo eso es lo que tenemos que hacer; y no soltarlo mientras lo
necesitemos».[61] En 1999, se le preguntó a Oleg Troianovski por qué, si el
muro de verdad había resuelto la crisis de Berlín, Jrushchov continuó
machacando con el tema. El diplomático se encogió de hombros: «Tenía que
machacar algo. A fin de cuentas, estaba librándose una Guerra Fría».[62] Tal
argumento tiene cierta lógica dada la incesante presión a la que estaba
sometido Jrushchov, obligado a defenderse de los halcones del Kremlin, del
gobierno de Alemania Oriental y de Mao Zedong. Sin embargo, no respalda
precisamente las declaraciones que más tarde haría el mismo Troianovski,
entre otros testigos, sobre el deseo de Jrushchov de promover la distensión
con Occidente y alejar al mundo del borde de la catástrofe.

A lo largo de todo ese período, el vasto arsenal nuclear de Estados Unidos


estuvo listo para la guerra. Su superioridad estratégica sobre la Unión
Soviética, en cuanto a las armas que podían alcanzar su destino, era del orden
de 17 a 1. Durante la presidencia de Eisenhower se había desarrollado el Plan
Operacional Integrado Simple (conocido, por sus siglas en inglés, como
SIOP-62), que preveía el lanzamiento de 3.200 ojivas nucleares contra
diversos objetivos en la URSS, China y sus países aliados pocos minutos
después de que el mandatario estadounidense diera la orden. El Estado Mayor
Conjunto calculaba que un ataque semejante acabaría con la vida de entre 360
y 450 millones de personas. Eisenhower había pedido que se refinaran los
planes de guerra para garantizar la completa aniquilación de los rusos en
consonancia con la estrategia de la «represalia masiva», que seguía siendo la
doctrina de las fuerzas armadas estadounidenses cuando Kennedy asumió la
presidencia (el SIOP, de hecho, no se convirtió en política operativa hasta
abril de 1961). El nuevo presidente pidió a los jefes del Departamento de

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Defensa un cálculo actualizado de las posibles muertes en caso de una
confrontación nuclear. El general Curtis LeMay, de la USAF, dijo que un
primer ataque ruso podría matar a sesenta millones. Harold Brown, el director
de investigación del Departamento de Defensa, aclaró que incluso si Estados
Unidos lanzaba sus misiles primero, entre veinte y treinta millones de
estadounidenses morirían como consecuencia del ineludible contraataque
soviético.
Un nuevo plan, el SIOP-63, preparado en 1961-1962 bajo la dirección de
Robert McNamara, introdujo un abanico de opciones y pausas de negociación
en caso de guerra termonuclear. Este menú incluía la posibilidad de un ataque
preventivo en respuesta a la advertencia inequívoca de que la agresión
soviética era inminente. El nuevo concepto estratégico de Estados Unidos se
hizo público y los rusos decidieron que McNamara buscaba crear las
condiciones para la victoria militar disparando primero. Como acabaría
comprendiendo mucho más tarde el secretario de Defensa, los rusos «no
conseguían interpretar nuestras intenciones con mayor precisión que nosotros
al interpretar las suyas».[63] La Academia Militar del Estado Mayor de la
Unión Soviética enseñó a sus alumnos que «en una guerra nuclear no habrá
ganador ni perdedor. Sin embargo, la política estratégica soviética es que la
victoria pertenecerá a los países socialistas porque su objetivo en la guerra es
justo, su población tiene una moral más alta, su sistema económico nacional
es mejor y al frente de los gobiernos socialistas hay personas trabajadoras que
son miembros del Partido Marxista-Leninista».[64] En medio de la
incoherencia institucional del sistema soviético, la casta militar ocultaba gran
parte de su pensamiento incluso al Kremlin.
Robert McNamara no estaba más capacitado que cualquier otro para idear
una estrategia nuclear coherente y racional por una sencilla razón: esa
estrategia no existe. Rodric Braithwaite, el embajador británico en Moscú
entre 1988 y 1992, un observador excepcionalmente sabio y bien informado,
ha escrito: «La grandiosa estrategia estadounidense partía de la premisa de
que la Unión Soviética era en esencia malvada, una potencia agresiva y
expansionista sin descanso que pretendía imponer su filosofía al resto del
mundo por medios pacíficos si era posible, pero también por la fuerza, si era
necesario. Semejante tesis no se sustentaba en ninguna prueba tangible».[65]
Los rusos veían con desdén el discurso estadounidense acerca de la
«escalada controlada» o la «represalia masiva», pues pensaban que las
sutilezas y matices de la estrategia nuclear eran poco realistas, algo en lo que
casi con certeza tenían razón. Hablaban de una futura «victoria» solo porque

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creían que era fundamental emplear ese lenguaje para convencer a los
estadounidenses de que ellos mismos no se amilanarían a la hora de un
conflicto nuclear. Todo el pensamiento estratégico soviético estaba marcado
por el inquietante recuerdo de junio de 1941, cuando la operación Barbarroja
de Hitler propinó a Rusia una sorpresa devastadora, que estuvo a punto de
resultar letal. Quienes formaban la cúpula política y militar de la Unión
Soviética en 1962 habían conocido de cerca ese trauma histórico y se habían
prometido que su país nunca más volvería a ser pillado desprevenido.
En abril de 1954, en el contexto de la lucha por el poder que siguió a la
muerte de Stalin, Jrushchov atacó a Malenkov durante una reunión del
Comité Central y le acusó de derrotista, después de que este afirmara que no
había defensa práctica contra un ataque nuclear y que una guerra con armas
de ese tipo podía acabar con toda la vida en el planeta. No obstante, una vez
que el dirigente soviético consiguió apartar a su rival a codazos, abrazó la
tesis que antes había criticado. Así, en julio de 1955, después de reunirse con
Eisenhower en Ginebra, concluyó que «nuestros enemigos nos temen tanto
como nosotros les tememos». En 1960, la revista Kommunist, una publicación
oficial del Partido Comunista soviético, descartó la idea de que la guerra
nuclear pudiera ser un medio para impulsar el triunfo del socialismo.
Sin embargo, con independencia de la sensata convicción de que la guerra
nuclear debía evitarse a toda costa que los líderes de ambos bloques abrigaban
en privado, dada la publicidad y el sensacionalismo implacables con que se
abordaban los posibles escenarios nucleares (tanto fácticos como ficticios,
con o sin sustento científico), difícilmente resulta sorprendente que cientos de
millones de personas normales y corrientes vivieran con miedo. En 1957, el
novelista Nevil Shute publicó La hora final, una historia de terror futurista
ambientada en 1963 sobre la extinción de la humanidad tras un conflicto
nuclear. La versión cinematográfica, protagonizada por Gregory Peck y Ava
Gardner, se estrenó en 1959 y atrajo a vastas audiencias. Entre 1961 y 1962,
Estados Unidos y la Unión Soviética probaron más de doscientas armas
nucleares. La portada del 15 de septiembre de 1961 de la revista Life
presentaba una figura ataviada con un traje antirradiación; bajo un titular que
rezaba «Cómo SOBREVIVIR A LA LLUVIA RADIACTIVA», el subtítulo
prometía: «97 de cada 100 personas podrían salvarse… Planos detallados para
la construcción de refugios…». El gran físico Edward Teller presionó a
Kennedy para que impulsara un programa de protección civil con un
presupuesto de 50.000 millones de dólares.

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En octubre de 1961, Roswell Gilpatric, el segundo de McNamara en el
Departamento de Defensa, que había sido elegido a dedo por Kennedy para el
cargo, pronunció un discurso redactado de forma cuidadosa para subrayar que
los estadounidenses conocían la debilidad de la Unión Soviética. Según dijo,
el arsenal de Estados Unidos era tan vasto que, incluso después de recibir un
primer ataque nuclear a gran escala, «estaríamos en condiciones de lanzar un
segundo ataque como mínimo tan amplio como el primer ataque ruso. Por
tanto, confiamos en que los soviéticos no provoquen un gran conflicto
nuclear». Esto hizo oficial la verdad sobre la brecha de misiles: existía una
brecha de misiles, sí, pero esta favorecía de forma drástica a Estados Unidos.
A pesar de que quienes estaban en el poder creían que Jrushchov no
correría el riesgo de lanzar un ataque que casi con seguridad destruiría por
completo la URSS, tanto Estados Unidos como sus aliados sentían la
obligación de continuar preparándose para lo peor, tanto porque sus pueblos
lo exigían como porque la estabilidad e incluso la cordura del líder comunista
parecían estar en duda. Después de una reunión de alto secreto celebrada ese
otoño, el primer ministro británico, Harold Macmillan, aprobó el protocolo de
las represalias contra la Unión Soviética, que había de ser implementado por
la propia flota de bombarderos nucleares de la RAF, previa autorización de
otros de los principales ministros (en caso de que él mismo fuera incinerado
por un ataque por sorpresa ruso). Nunca falto de ingenio mordaz, en octubre
redactó en la Oficina del Gabinete una minuta nombrando a los veteranos
colegas que ejercerían la autoridad después de su vaporización: «Estoy de
acuerdo con lo siguiente: primer sepulturero… señor [Rab] Butler. Segundo
sepulturero… señor [Selwyn] Lloyd».[66] En esa era anterior a los teléfonos
móviles, se creó una bizarra maquinaria de comunicaciones que seguiría
existiendo hasta 1970; entre otras medidas, estipulaba que, en caso de que se
recibiera un aviso de ataque inminente mientras el primer ministro se
encontraba en su coche, las autoridades se apropiarían del sistema de socorro
radial de la Asociación Automovilística para alertar al conductor del primer
ministro, que de inmediato se detendría en la cabina de teléfono más cercana
para llamar a Downing Street. En un último retoque satírico, se propuso que
se proporcionara a todos los conductores de Downing Street los cuatro
peniques que necesitaría el mandatario para realizar la llamada en esa
eventualidad.[67]
Semejante planificación reflejaba el desajuste entre el amenazador
espectro del fin del mundo y las patéticas medidas disponibles para mitigar
sus consecuencias. Los británicos se enorgullecían de profesar un desolador

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realismo. En contra de lo que ocurría con alguna opinión informada en
Estados Unidos, prácticamente todos en Westminster o en Whitehall, desde el
primer ministro para abajo, creían en privado que nada que mereciera la pena
salvar sobreviviría a una confrontación nuclear, y mucho menos ellos
mismos. Una gobernanza responsable exigía que se tomaran medidas para
situaciones de emergencia, entre las que se incluyó la construcción de
Burlington, un gran búnker subterráneo cerca de Corsham, en Wiltshire, que
debía servir como cuartel general del gobierno en caso de guerra con la Unión
Soviética. Con todo, nadie en las altas esferas se preocupó por garantizar que,
llegado el momento, las sábanas estuvieran aireadas.
Entre tanto, en Washington, los representantes más destacados de la
«nueva frontera» consideraban que el pragmatismo era la virtud suprema,
tanto en materia de armas nucleares como en cualquier otro tema. Por eso
McNamara había fomentado la idea de la inexistente brecha de misiles con la
Unión Soviética: porque resultaba eficaz en el Capitolio. Casi toda la plana
mayor de la administración Kennedy reconocía que negociar con Rusia
alguna reducción mutua del armamento nuclear era de interés para todos. Sin
embargo, nadie hizo mucho por avanzar en esa dirección porque la política
iba en sentido contrario. En agosto de 1962, Kennedy preguntó si era posible
retirar los misiles Júpiter armados con cabezas nucleares que se encontraban
desplegados en Turquía desde 1959, pues se le había dicho que estaban
obsoletos y no contribuían en nada a la seguridad de Occidente. No obstante,
al final se tomó la decisión de dejar los quince dispositivos de lanzamiento en
su lugar, debido al impacto que su eliminación podía tener sobre la confianza
de los aliados, en especial los turcos.

Fue así como los tres líderes y sus naciones marcharon hacia la fatídica cita
en el Caribe, arrastrando consigo a desventurados aliados como los británicos.
A Fidel Castro lo impulsaba el anhelo de proporcionar a su pequeño país una
celebridad y una importancia a las que solo era posible aspirar fomentando el
sensacionalismo e incluso la indignación. Nikita Jrushchov no abrigaba
ningún deseo de ir a la guerra, pero no tenía inconveniente en amenazar con
ella para reivindicar el derecho de la Unión Soviética a ser considerada en el
escenario mundial como una potencia igual a Estados Unidos. Su conducta
representaba lo contrario de la habilidad política, pero cabe interpretarla como
el fruto amargo de la experiencia rusa desde 1917, o quizá, incluso, desde
mucho antes. Es probable que el líder soviético fuera consciente de que tenía

Página 170
pocas posibilidades de asegurarse el amor de su pueblo, por no mencionar el
de sus colegas del Presídium. Sin embargo, necesitaba al menos su respeto,
que buscó presentándose como el abanderado de la grandeza rusa y la
revolución socialista. No obstante, por desgracia para la causa de la paz,
semejante exhibición alarmó en extremo a las naciones occidentales y en
especial a los estadounidenses.
John Fitzgerald Kennedy fue uno de los hombres más cultivados que
hayan ocupado la presidencia de Estados Unidos. Pero su inclinación a la
moderación y la transigencia, fomentada por su sofisticación y experiencia
internacional, chocaba con la visión del mundo conservadora de muchos de
sus compatriotas, una parte sustancial de los cuales quería que Estados
Unidos proyectara una imagen más fuerte. Mientras que al tomar decisiones
de política exterior Jrushchov rara vez se vio obligado a considerar una
opinión distinta de la de la élite política rusa, Kennedy nunca pudo descuidar
a la opinión pública estadounidense. Como el resto de su mandato, la gestión
de la crisis que se avecinaba se caracterizaría por una tensión entre su
racionalidad íntima y la determinación de que la nación le viera comportarse
de un modo que no perjudicara sus perspectivas de reelección en 1964. El
aspecto más aterrador de todo esto es que no pocos estadounidenses, en
especial aquellos que vestían uniformes con estrellas en los hombros, tenían
menos miedo a la guerra que el resto del planeta.

Página 171
Diez meses después del fracaso de bahía de Cochinos, la administración Kennedy todavía
estaba comprometida con la «liberación» de Cuba, una misión secreta de la que, como
evidencia la lista de destinatarios de este memorando, fueron cómplices los «mejores y más
brillantes».

ALTO SECRETO DESCLASIFICADO / SENSIBLE

Página 172
Despacho del secretario de Defensa
Washington 25, D. C.

20 de febrero de 1962
CONFIDENCIAL
Solo para consideración de los destinatarios
De: general de brigada Lansdale
Asunto: El proyecto Cuba

Se transmiten aquí las acciones proyectadas para ayudar a


los cubanos a recuperar su libertad. Todo este plan es
CONFIDENCIAL. La vida de muchos valientes depende de la
seguridad de este documento que se le confía. Cualquier indicio
de la existencia de este plan podría situar al presidente de
Estados Unidos en una posición en extremo perjudicial.
Este es un plan específico, con fases temporales. Responde
a la solicitud de tal documento por parte del Grupo Especial
(5412). Insisto en que este documento no se dé a conocer, en
esta forma completa, más allá de usted y de aquellos
mencionados como destinatarios.

El fiscal general
Grupo Especial: general Taylor
Estado: secretario Rusk, Alexis Johnson, Richard Goodwin
Defensa: secretario McNamara, subsecretario Gilpatric,
general de brigada Craig General Lemnitzer
CIA: John McCone, Richard Helms, William Harvey
USIA: Ed Murrow, Don Wilson

Página 173
4
El gambito rojo: la operación Anádir

Nikita Jrushchov era un oportunista. El líder soviético justificó algunas de sus


apuestas más peligrosas citando a Lenin, que a su vez citaba a Napoleón: On
s’engage et puis on voit («Uno se lanza al combate y después ya ve qué
hacer»). En 1961, durante una de las diversas crisis de Berlín que los
ultimátums comunistas precipitaban, Serguéi Jrushchov le preguntó a su
padre con nerviosismo qué pasaría si los estadounidenses no cedían. Los
temores del joven hicieron reír al mandatario: nadie, le aseguró, iba a empezar
una guerra por la antigua capital alemana. Pero ¿qué ocurrirá si Occidente
rechaza el plazo de seis meses que le ha dado Moscú? Ya veremos, respondió
Jrushchov: «Esperaba darles un buen susto y de ese modo conseguir que
aceptaran negociar». El joven inquirió con insistencia: pero ¿qué pasa si las
negociaciones fracasan? «Entonces intentaremos otra cosa. Algo surgirá».[1]
En política exterior, lanzarse al ruedo sin detenerse a considerar cómo salir de
él con frecuencia resulta desastroso. Y eso fue precisamente lo que hizo el
líder soviético cuando, a fines de la primavera de 1962, informó a sus
camaradas del Presídium de que se proponía desplegar armas nucleares en
Cuba.
Cuando Castro asumió el poder más de tres años atrás, el Kremlin no
estaba seguro de hasta dónde debía apoyarlo. La actitud inicial de los
soviéticos fue de cautela: temían que si se metían a jugar a la guerra en el
patio trasero de Estados Unidos pudieran desencadenar una reacción
extravagante en Washington. Además, el mismo Castro prefirió en un
comienzo una relación distante: en febrero de 1959 el agente de la KGB
Aleksandr Alekseev solicitó un visado como corresponsal de la agencia de
noticias TASS, pero no se le concedió hasta agosto. Por otro lado, Moscú
también había descartado proporcionar a los cubanos ayuda militar. Sin
embargo, después de su visita a Estados Unidos de septiembre de 1959,

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Jrushchov, con su impulsividad característica, cambió de rumbo y la URSS
empezó a enviar armas a Castro, de quien los rusos todavía sabían muy poco.
En febrero de 1960 envió a La Habana a su vice primer ministro Anastás
Mikoyán («ese zorro astuto del Este», en palabras del líder) en una visita
exploratoria. Armenio, de sesenta y seis años, a Mikoyán difícilmente podría
describírsele como un abanderado de las causas humanitarias, ya que tenía un
historial manchado de sangre. Había sido, por ejemplo, uno de los firmantes,
junto con Stalin, de la orden que en 1941 aprobó que se masacrara en secreto
a más de veinte mil oficiales e intelectuales polacos en el bosque de Katyn.
Asimismo, como representante del Kremlin en Hungría, había desempeñado
un papel clave durante la represión de la insurrección de 1956. Con todo, era
un personaje más sensible y sofisticado que la mayoría de los miembros del
Presídium. En lo que parecería una anécdota casi satírica, durante su período
como comisario del pueblo para la Industria Alimentaria, prestó su nombre y
autoridad a un manual de cocina de gran éxito, El libro de la comida sana y
sabrosa, parte de una campaña para elevar los estándares domésticos
socialistas. Su habilidad para la supervivencia política era legendaria: un
funcionario lo caracterizó, con una mezcla de respeto y desdén, como el único
hombre capaz de caminar por la plaza Roja bajo la lluvia sin mojarse.
Cuando la delegación soviética llegó a La Habana, incluso los barbudos
de Castro se sintieron avergonzados ante el desastre logístico con el que se
recibió a esos hombres ataviados con trajes lúgubres. «El viaje de Mikoyán
fue un desastre porque no estábamos en absoluto preparados para atender a un
visitante de semejante eminencia», reconocería más tarde Manuel Yepe, que
gracias a la fidelidad a la Revolución que había demostrado previamente
como estudiante se había convertido a los veintitrés años en director de
protocolo en la Cancillería cubana. El joven diplomático había tenido un mal
estreno como maestro de ceremonias unas semanas antes, cuando el nuevo
embajador checo aterrizó en la capital cubana. Una banda local había
ensayado para darle la bienvenida tocando su himno nacional. Por desgracia,
los músicos se confundieron y en su lugar interpretaron el himno de
Yugoslavia, un país con el que los miembros del Pacto de Varsovia mantenían
una relación glacial.
En cuanto a Mikoyán, a pesar del caos que caracterizó los compromisos
públicos de la visita, en privado quedó tan fascinado con Fidel como muchos
otros de los que lo conocieron. El embrión de dictador le confesó que había
sido marxista desde sus días de estudiante, si bien en secreto. Es casi seguro
que Castro deslizó esa información autobiográfica solo porque le pareció

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indispensable para hacer amigos en Moscú. Habiendo peleado con Estados
Unidos de una manera irreparable salvo que renunciara a la Revolución,
Castro necesitaba el respaldo de otra superpotencia. Dado que la China de
Mao estaba aún lejos de serlo, la Unión Soviética era, en realidad, la única
alternativa a la vista.
Mikoyán estaba encantado. El exuberante radicalismo del líder cubano
despertó en él recuerdos felices de 1917. Terminada la segunda guerra
mundial, Stalin había abrigado la esperanza ingenua de que el ideal comunista
acabaría cautivando la imaginación del pueblo alemán y, de forma explícita,
que los alemanes occidentales acudirían en manada a establecerse en la
república socialista del este. Lo que había sucedido era exactamente lo
contrario, con lo que el sueño soviético de unir sin reservas a Alemania bajo
la bandera roja se derrumbó. Esto explica en gran medida el entusiasmo de los
rusos por sus nuevos amigos en el Caribe. El visitante regresó a Moscú e
informó de que Fidel era un auténtico revolucionario, alguien «por completo
como nosotros». Mikoyán le diría más tarde a Dean Rusk: «Ustedes, los
estadounidenses, tienen que entender lo que Cuba significa para nosotros, los
viejos bolcheviques. Llevamos toda la vida esperando que un país se vuelva
comunista sin el Ejército Rojo. Eso… ¡hace que nos sintamos jóvenes de
nuevo!».[2] Y no cabe duda de que había algo juvenil en el comportamiento
de los revolucionarios y, en especial, en el de Fidel: impulsivo, desmedido,
cruel, ególatra, impermeable a la moderación y los consejos no solicitados.
De hecho, Jrushchov señaló en privado que consideraba prematuras las
declaraciones del líder cubano sobre su compromiso con el comunismo. No
obstante, la Unión Soviética firmó con Cuba un acuerdo comercial que
otorgaba al pequeño país en bancarrota un préstamo de cien millones de
dólares.
En la isla, algunos revolucionarios quedaron consternados ante lo que
percibían como una traición al estatus no alineado de su país. Uno de ellos fue
Max Lesnik, que luego huiría a Miami en un pequeño bote; ello, sin embargo,
no le impidió sostener años después que «Fidel tenía toda la razón… y yo
estaba equivocado. Si hubiésemos hecho lo que yo quería, es decir, mantener
a Cuba alejada de una alianza con la Unión Soviética, Washington habría
aniquilado la Revolución».[3] Es indudable que Fidel no habría podido
conservar el poder en Cuba durante más de medio siglo sin esos dos factores:
el apoyo de Rusia (al menos hasta el final de la Guerra Fría) y la hostilidad de
Estados Unidos. En la década de 1960, encontró a los amigos y los enemigos
perfectos para el espíritu de la época. En América Central y América del Sur,

Página 176
decenas de millones de personas que sufrían la opresión de regímenes
dictatoriales patrocinados por Estados Unidos abrazaron la leyenda de Castro
como guerrillero supremo y, llegado el momento, llorarían a su camarada el
Che Guevara como el mayor mártir de la lucha por la libertad.
Los rusos se comprometieron a armar a las fuerzas de Castro. En junio de
1960, en un encuentro con maestros de escuela de la URSS, Jrushchov dijo:
«Si las fuerzas agresivas del Pentágono se atreven a lanzar una intervención
contra Cuba, los artilleros soviéticos podrían, en caso de ser necesario, apoyar
al pueblo cubano con sus obuses».[4] El líder comunista visitó Nueva York
para pronunciar en la sede de Naciones Unidas el que sería su discurso más
tristemente célebre; Castro llegó para hacer lo mismo. En un ataque de rabia,
el cubano abandonó el Hotel Shelburne de la avenida Lexington, para
instalarse en el ruinoso Hotel Theresa en Harlem. El traslado fue un paso
inspirado en unas relaciones públicas proletarias y con rapidez se vio
correspondido por un gesto espontáneo de Jrushchov. El primer ministro
soviético afligió tanto a la policía de Nueva York como a los miembros de su
propio equipo de seguridad al correr a encontrarse con su homólogo caribeño.
«Castro nos esperaba en la entrada», escribió el ruso en sus memorias.
«Sus ojos brillaban con amabilidad hacia sus amigos. Nos saludamos
abrazándonos mutuamente… Se inclinó y me envolvió con todo su cuerpo. Si
bien soy bastante ancho, él tampoco era tan delgado».[5] Incluso Jrushchov se
sorprendió ante la miseria y, de hecho, el hedor del hotel elegido por Castro,
pero su encuentro se convirtió en una demostración de amor, que continuó al
día siguiente con un abrazo público en la ONU. La impulsiva visita le pareció
a Mikoyán «brillante»: su camarada, opinaba, «era muy bueno para ese tipo
de cosas».[6] El lenguaje corporal desplegado por Castro y Jrushchov fue
extraordinario. El cubano medía más de metro noventa, el achaparrado ruso
apenas metro sesenta, pero se abrazaron con fuerza —en esos primeros días
llenos de ilusiones de la relación— con una calidez que era casi familiar.
A partir de entonces, el dirigente soviético sucumbió a uno de esos
accesos de excitación romántica a los que era propenso. Se convenció a sí
mismo de que los cubanos, su líder y su revolución estaban desafiando el
poderío estadounidense con autenticidad, nobleza y valentía, y él tenía la
obligación de respaldar ese desafío hasta el final. El Kremlin inundó la URSS
con una avalancha de propaganda en la que se exaltaba la virtud y
romanticismo de los nuevos mejores amigos del pueblo ruso. El hijo de
Jrushchov, Serguéi, contaba que los cubanos «se convirtieron en los héroes de
la mayoría de los soviéticos y en particular de la juventud del país, personas

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que hasta entonces no sabían nada de Cuba veían ahora con admiración a esos
jóvenes que luchaban contra el imperialismo estadounidense».[7] La
adolescente Galina Artemieva se describe a sí misma «fascinada por Cuba y
su revolución. Aquí estaban, los apuestos jóvenes barbudos… Nuestro país,
grande y rico, estaba ayudando a todos esos nuevos países».[8]
«Para el ciudadano soviético», escriben dos historiadores rusos a
propósito de esos días embriagadores, «los viajes espaciales eran un símbolo
de la libertad alcanzada. Se habían denunciado los crímenes de Stalin, se
publicaba a Solzhenitsyn, se fabricaban radios de transistores y se hablaba de
iniciativa personal y de crítica. La sensación del poder [soviético] y la fe
absoluta en ese poder estaban en todas partes: en la poesía, en los proyectos
de construcción en Siberia, en el primer triunfo de hockey sobre hielo… El
ejemplo de la joven Cuba estaba reviviendo recuerdos hermosos de la
Revolución» de 1917.[9] Los rusos colgaron en sus casas retratos del Che y de
Fidel y aprendieron la conmovedora canción sobre los barbudos: «Cuba, mi
amor, / ¡isla de amaneceres carmesí! / Tu música resuena alrededor de la
tierra, / ¡Cuba, mi amor!».
En 1957 el periodista egipcio Mohamed Heikal, un hombre de confianza
del presidente Gamal Abdel Nasser, había visitado Moscú y entrevistado a
Jrushchov. El líder ruso, que no solía tratar a los amigos mucho mejor que a
los enemigos, reaccionó con irritación al ver a su interlocutor fumando un
puro y, denunciando que se trataba de «un objeto capitalista», se lo arrancó de
los labios. Unos años más tarde, sin embargo, el egipcio volvió a visitar el
Kremlin y se sorprendió cuando el líder ruso le ofreció una caja entera de
habanos. Heikal se quejó recordándole su anterior encuentro y la actitud que
el mandatario había mostrado entonces hacia los símbolos del capitalismo.
Jrushchov se rio entre dientes: «Yo no he cambiado. Son los puros los que
han cambiado. ¡Desde la Revolución en Cuba, se han convertido en puros
marxista-leninistas!».[10]
En abril de 1961, el ejército cubano rechazó el asalto de los exiliados en
playa Girón utilizando armamento soviético. De hecho, a ojos de gran parte
del mundo, la fallida invasión de bahía de Cochinos legitimó el empeño con
que Moscú buscaba ayudar a los cubanos a defenderse. Si bien entonces la
opinión pública no sabía nada de la operación Mangosta, para todos era
evidente que los estadounidenses estaban decididos a derrocar a Castro. ¿Por
qué sus nuevos amigos rusos no iban a ayudarle a protegerse? Incluso los
británicos, aliados leales de Estados Unidos y miembros de la OTAN,
compartían esa opinión, al menos en privado.

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En una ocasión Serguéi Jrushchov le preguntó a su padre: «¿Por qué no se
invita a Cuba a unirse al Pacto de Varsovia?».[11] La respuesta del líder
soviético fue: «Están demasiado lejos, no los conocemos muy bien y si
Estados Unidos los ataca, nos veríamos obligados a iniciar una guerra
nuclear». Serguéi resume: «Era demasiado peligroso y no sabía lo que haría
Castro». Después de la invasión de bahía de Cochinos, el líder cubano declaró
de manera formal que Cuba se unía al bloque soviético. Con enorme
arrogancia, como tenía por costumbre, Fidel le dijo a Jrushchov que la URSS
tenía la obligación de defender a todos sus aliados, buenos o malos: «Así fue
como Cuba se convirtió para la Unión Soviética en lo mismo que Berlín Oeste
para Estados Unidos: una propiedad inútil en lo profundo de un territorio
hostil que tenías que defender, incluso corriendo el riesgo de verte abocado a
la guerra nuclear, porque de lo contrario perdías prestigio como
superpotencia. De modo que mi padre evaluó sus opciones. No podía
defender Cuba mediante la diplomacia. Y tampoco podía emplear fuerzas
convencionales, porque los estadounidenses controlaban todas las
comunicaciones. Así que decidió enviar allí esas armas y demostrarles a los
estadounidenses que hablamos en serio».
El 30 de enero de 1962, el director de Izvestia, Alekséi Adzhubéi, decano
de los periodistas soviéticos porque estaba casado con Rada, la hija de
Jrushchov, entrevistó a Kennedy, que cumplía un año en la Casa Blanca. El
mandatario aprovechó la oportunidad para advertir a Moscú contra el
empoderamiento militar de la Cuba de Castro. El pueblo estadounidense, dijo,
no estaba psicológicamente preparado para tener tan cerca a un vecino hostil.
La URSS, sostuvo, «tendría la misma reacción si surgiera un grupo hostil» en
su propio vecindario, y citó a propósito la violenta respuesta soviética a la
insurrección húngara de 1956.
Jrushchov optó por hacer caso omiso a las palabras del presidente y, en las
siguientes semanas, aprobó ampliar la ayuda militar a Cuba, una decisión que
el Presídium rubricó en abril. Algunas de las armas enviadas al Caribe
procedían de cargamentos ya prometidos al presidente egipcio Nasser, un
reflejo de la prioridad que la isla de Castro había adquirido de repente en la
estrategia soviética. Para apoyar a las fuerzas armadas cubanas, los rusos
enviaron a unos 650 asesores e instructores militares. Jrushchov no pidió pago
alguno por semejante generosidad, que en su momento supuso un desembolso
significativo para la ya sobrecargada hacienda soviética.
Al mismo tiempo, sus generales lo bombardearon con evaluaciones
desoladoras de la disparidad entre las fuerzas nucleares de Estados Unidos y

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las de la URSS. El 30 de octubre de 1961, cuando la Unión Soviética probó
una bomba de cincuenta megatones —diez veces el poder destructivo de
todos los explosivos detonados en la segunda guerra mundial—, el mundo,
ignorante, dio por hecho que semejante poderío era incontestable. Sin
embargo, no era así y los militares soviéticos, la mayoría de los cuales
detestaba al jefe del Kremlin, advirtieron de que las fuerzas nucleares de la
nación seguían estando irremediablemente por detrás de las estadounidenses.
Jrushchov confesaría más tarde que su renuencia a permitir la entrada en el
país de los inspectores estadounidenses, en el marco de los acuerdos para el
control de armas, se debía en parte a que no quería que vieran cuán débil era
en realidad su capacidad nuclear.
Mientras que Estados Unidos podía disparar sus misiles Minuteman con
relativa rapidez, preparar los cohetes de combustible líquido rusos R-16 para
su lanzamiento era un proceso que tardaba varias horas, con lo que «antes de
que estemos listos para dispararlos, no quedará de nosotros ni siquiera una
mancha húmeda», según la sombría descripción del mariscal Kiril
Moskalenko.[12] Los soviéticos eran muy conscientes de que sus misiles
balísticos intercontinentales solo podían utilizarse para el primer ataque: si los
estadounidenses atacaban antes, ellos no tendrían ninguna posibilidad de
preparar su arsenal de largo alcance con la rapidez necesaria para
contraatacar. No obstante, Moscú sí poseía un gran inventario de misiles de
alcance medio e intermedio, y si algunos de estos se desplegaban en Cuba,
reflexionó Jrushchov, «nuestros misiles habrían equilibrado lo que a
Occidente le gusta llamar “la balanza del poder”. Los estadounidenses…
aprenderían lo que se siente cuando tienes misiles enemigos apuntándote; no
estaríamos haciendo nada más que darles un poco de su propia medicina…
Nosotros, los rusos, hemos sufrido tres guerras en el último medio siglo…
Estados Unidos no ha tenido que pelear una guerra en su propio suelo y eso le
permitió hacer una fortuna. Estados Unidos ha ganado miles de millones
desangrando al resto del mundo».[13]
En marzo de 1962, cuando el Kremlin nombró a Anatoli Dobrynin
embajador en Washington, Jrushchov le dio en privado un consejo de
despedida que contradecía su postura pública: «No te busques problemas».[14]
Sin embargo, el dirigente soviético también subrayó su compromiso con la
firma de tratados de paz separados con Alemania Oriental y Alemania
Occidental y con el objetivo de hacer de Berlín una «ciudad libre». En verdad,
por supuesto, pretendía hacer lo contrario: sumar a los berlineses occidentales
al cautiverio en que vivían sus hermanos orientales. Asimismo, expresó el

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sentimiento de agravio que le producían los lanzamisiles nucleares
emplazados por los estadounidenses en Turquía, «en las mismas narices de la
Unión Soviética». No insinuó la posibilidad de desplegar misiles en Cuba,
pero manifestó la rabia que le producía la arrogancia que infundía al gobierno
de Estados Unidos su superioridad nuclear: «Ya es hora de acortar sus largos
brazos», dijo.
En sus memorias, Jrushchov diría que la idea de desplegar misiles en
Cuba se le ocurrió por primera vez en mayo, durante una visita a Bulgaria:
«Había que hacer algo para garantizar la seguridad de Cuba, pero ¿qué? La
idea cobró forma de manera gradual en mi mente. No le dije a nadie lo que
estaba pensando. Era mi opinión personal, mi tormento interior».[15] Sin
embargo, por lo general se acepta que ya había sometido el plan a discusión
durante su estancia en su dacha del mar Negro, el mismo lugar desde donde
con frecuencia miraba con prismáticos a través de las aguas límpidas al
tiempo que vituperaba contra los misiles Júpiter que Estados Unidos tenía
instalados en la vecina Turquía. Un mes antes, cuando el ministro de Defensa,
el mariscal Rodión Malinovski, llegó para informar a su líder sobre el estado
más reciente del equilibrio nuclear —un paso previo a la petición de recursos
adicionales—, Jrushchov le preguntó: «Rodión Yákovlevich, ¿qué pasa si le
metemos un erizo en los pantalones al Tío Sam?». Había concebido una
jugada magnífica: desplegar en secreto misiles en Cuba y, después,
sorprender al mundo anunciándolo durante su aparición en la Asamblea
General de la ONU prevista para noviembre, tras las elecciones legislativas de
mitad de mandato en Estados Unidos.
El Kremlin parecía poseer una fábrica de generales tallados con tosquedad
en granito para, adornados con cantidades absurdas de medallas, exhibirlos en
filas apretadas en la tribuna de autoridades durante los desfiles del Primero de
Mayo en Moscú. Físicamente, Malinovski, que estaba llamado a desempeñar
un papel central en la crisis de los misiles, se ajustaba a ese patrón. Debía su
posición al respaldo personal de Jrushchov, arraigado en una relación forjada
durante la guerra. No obstante, el ministro de Defensa era un halcón, que
alimentaba quejas profundas contra su jefe. Durante el largo reinado de
Malinovski al frente de las fuerzas armadas, la estrategia soviética se fundaba
en un hosco pacto entre la creencia de Jrushchov en que las armas nucleares
se habían convertido en la fuerza dominante en los asuntos militares y la
imperecedera convicción del mariscal de que la URSS necesitaba ejércitos lo
bastante poderosos para ganar campañas convencionales en Europa.

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El militar ostentaba un brillante historial de servicio. Nacido en 1898,
creció en la hacienda de un miembro de la nobleza en la que su madre
trabajaba como cocinera; según los cotilleos maliciosos, Rodión, lejos de ser
el proletario honesto que proclamaba la literatura del Partido, era en realidad
el hijo ilegítimo de un conde y había tenido una crianza refinada junto a los
demás vástagos de este. En 1914, con apenas quince años, viajó como polizón
para unirse a un regimiento que se encaminaba al frente y ganó su primera
condecoración como ametrallador. Luego sirvió en Francia con el cuerpo
expedicionario ruso, una experiencia de la que no solo salió vivo, sino
también hablando algo de francés. Después de la revolución tuvo un ascenso
estelar que lo llevó hasta el alto mando; luego, en la «gran guerra patriótica»,
luchó desde la campaña del mar Negro de 1941 hasta la ocupación de
Checoslovaquia en 1945.
Como muchos oficiales soviéticos, encontró tiempo entre una batalla y
otra para el ajedrez y las mujeres. El famoso jefe de la aviación rusa, Nikolái
Kamanin, escribió en su diario que en diciembre de 1944, justo antes de la
batalla de Budapest, Malinovski lo convenció para que se sentara delante de
un tablero; jugaron dos partidas, Kamanin ganó ambas: «Más tarde me enteré
a través del ordenanza [de Malinovski] de que le encanta jugar al ajedrez y no
le gusta para nada perder. Debo carecer de habilidades diplomáticas, pues
estropeé el estado de ánimo del comandante».[16] El historiador ruso Serguéi
Borzunov cuenta que en una ocasión encontró en un libro de problemas de
ajedrez un marcapáginas con las frases latinas Omnia vincit amor y Sic transit
gloria mundi «escritas con la hermosa caligrafía de Malinovski».
En lo que atañe al primero de los dos lemas, «El amor lo vence todo», en
1944 el mariscal se convirtió en blanco de algunas burlas no solo por haber
adoptado una «esposa de campaña» —Raísa Galpérina, que entonces tenía
veintiocho años y pertenecía al cuerpo de Baños y Lavandería del ejército—,
sino también por apañárselas para condecorarla con la Orden de la Bandera
Roja por un trabajo de inteligencia ficticio en la línea del frente. Después de
eso, la trasladó a su cuartel general y la nombró jefa de la cantina del Consejo
Militar. «Malinovski», contaba Jrushchov, «era un hombre al que le
encantaban las mujeres, en especial, las mujeres hermosas».[17] Terminada la
guerra, el mariscal se divorció de su esposa Larisa y se casó con Raísa, que es
mucho más de lo que la mayoría de los oficiales soviéticos hicieron por sus
amantes de campaña.[18] En 1946, Stalin lo convirtió en miembro del Sóviet
Supremo.

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Como la mayoría de los generales soviéticos, Malinovski era un hombre
de hierro, pero además tenía cerebro. Eso, sin embargo, no le impidió decirle
a Jrushchov que su plan cubano podría funcionar: un dictamen de una
ingenuidad asombrosa que únicamente podía fundarse en el visceral anhelo
ruso de infundir miedo en el corazón de los estadounidenses, y en absoluto
producto de un análisis racional. El mariscal sabía mucho menos acerca de
Estados Unidos que su jefe, y ninguno de los dos consultó a Anatoli
Dobrynin, el embajador de la URSS en Washington, ni a ningún otro
funcionario ruso que conociera de primera mano la política estadounidense y
a sus protagonistas. Jrushchov invitó a su jefe de misiles a explorar la
posibilidad de desplegar las armas de forma encubierta. Henchido de
confianza, alardeó de su idea ante Yuri Andrópov, entonces responsable de
las relaciones de la Unión Soviética con las demás naciones socialistas, entre
las que estaba incluida Cuba, quien comentó: «Cuando eso esté hecho,
podremos apuntarlos al vientre blando de los Estados Unidos». Sin embargo,
el 21 de mayo, cuando describió su plan al Consejo de Defensa de la URSS,
hizo hincapié en la importancia de los misiles para la defensa de Cuba, no en
el modo en que podían alterar el equilibrio de poder global.
Él mismo se encargó luego de explicar su argumento. En su opinión, era
indudable que el siguiente intento de asaltar Cuba patrocinado por Estados
Unidos estaría mucho mejor preparado que la operación de bahía de Cochinos
y, por tanto, la supervivencia del régimen de Fidel dependía de que pudiera
hacer frente a esa amenaza: «Sostuve que éramos los únicos que podíamos
evitar que ocurriera tamaño desastre». El riesgo de perder Cuba, el puesto de
avanzada o cabeza de puente de la Unión Soviética en el hemisferio
occidental, se convirtió en una obsesión cada vez mayor para Jrushchov, que
consideraba esa posibilidad inaceptable desde un punto de vista estratégico.
Tres días después, en una nueva reunión del Presídium, volvió a manifestar su
convicción, en teoría respaldada por los servicios de inteligencia, de que
Estados Unidos planeaba actuar militarmente contra la isla en poco tiempo:
«Se les debe hacer entender que… delante van a tener no solo a un país
obstinado, sino también el poderío nuclear de la Unión Soviética».
Un diplomático ruso que pronto iba a verse involucrado en el debate
cubano describió más tarde al primer secretario como «un revolucionario
romántico… Jrushchov repitió sin parar que era posible prevenir la invasión
estadounidense mediante un gesto disuasorio que situaría a Cuba en el centro
del escenario político mundial… Expresó su confianza en que los pragmáticos
estadounidenses no estarían dispuestos a correr riesgos descabellados [para

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intentar retirar los misiles], del mismo modo que nosotros no podíamos hacer
nada con respecto a los misiles que ellos tenían en Turquía, Italia y Alemania
Occidental». El entonces asesor de política exterior del Kremlin, Oleg
Troianovski, cuenta que «Jrushchov poseía una rica imaginación, y cuando
una idea se apoderaba de él, tendía a considerar que implementarla era una
forma fácil de solucionar un problema particular, en este caso la defensa del
régimen de Castro y la rectificación, al menos parcial, del desequilibrio
nuclear».[19]
Troianovski se encontraba entre quienes veían el plan con escepticismo,
en parte porque él sí conocía a los estadounidenses y preveía que la iniciativa
soviética provocaría obligatoriamente una reacción extrema. No obstante,
cuando le expresó su inquietud a Jrushchov, este se limitó a encogerse de
hombros y decir que la URSS no estaba haciendo otra cosa que lo que
Estados Unidos había estado haciendo durante años: amenazar su perímetro
con armas nucleares, en particular con los misiles Júpiter desplegados en
Turquía. En opinión de Anastás Mikoyán, para 1962, «tras el vuelo espacial
de Gagarin y la creciente influencia [de la URSS] en África y Asia», el
dirigente soviético «se había vuelto en extremo presuntuoso» y en lugar de
aprovechar los logros de la Unión Soviética «para reducir las tensiones,
decidió presionar al joven presidente»: el despliegue de los misiles en Cuba
fue «puro aventurerismo».[20]
La propuesta parece haber sido impulsada por una mezcla de
consideraciones ideológicas, políticas y estratégicas. En primer lugar, dentro
de Cuba había surgido una fisura pública entre Castro y los tradicionales
comunistas prosoviéticos del Partido Socialista Popular (PSP), encabezados
por Aníbal Escalante. En un momento en que la competencia entre la Unión
Soviética y China por el liderazgo del mundo comunista se estaba
intensificando, existía el temor de que Castro se adhiriera a Pekín o fuera
derrocado. Mortificado por las burlas de los chinos, que lo acusaban de haber
«capitulado ante el imperialismo», Jrushchov resolvió apoyar a Castro en su
enfrentamiento con Escalante. Entre tanto, el recuerdo de bahía de Cochinos
seguía vívido en la isla: la amenaza estadounidense a Castro no era una
fantasía de la paranoia soviética.
El líder soviético escribió más tarde: «Mi razonamiento fue el siguiente: si
instalábamos los misiles en secreto y Estados Unidos los descubría después,
cuando estos ya estaban preparados y listos para atacar, los estadounidenses
se lo pensarían dos veces antes de intentar destruir nuestras instalaciones por
medios militares. Sabía que Estados Unidos podría eliminar algunos de los

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misiles desplegados, pero no todos. Si una cuarta o, incluso, una décima parte
de nuestros misiles sobrevivía —de hecho, con que solo quedaran uno o dos
de los más grandes—, seguiríamos pudiendo atacar Nueva York, y no
quedaría mucho de Nueva York… El quid, según pensaba, era que el
despliegue de nuestros misiles en Cuba impediría que Estados Unidos lanzara
una acción militar precipitada contra el gobierno de Cuba».[21]
Esa era una perspectiva en exceso tendenciosa, pero Jrushchov parece
haber creído sinceramente en ella. Durante las deliberaciones del Presídium,
Mikoyán argumentó en favor de reforzar las defensas de Cuba, pero instó a
sus camaradas a descartar la idea de instalar en la isla armas nucleares, pues
consideraba que podría desencadenar una invasión estadounidense en la que
se arriesgaban a «perderlo todo». No le convencían las declaraciones del
mariscal Serguéi Biriuzov, el comandante en jefe de las fuerzas de misiles
estratégicos de la URSS, «no precisamente un hombre que destacara por su
inteligencia», que aseguraba que sería posible mantener ocultos los misiles en
Cuba. Mikoyán lamentó la ausencia del predecesor de Biriuzov, Mitrofán
Nedelin, un oficial mucho más brillante, que había muerto en octubre de
1960, en el desastre de la plataforma de lanzamiento del R-16. Nedelin,
pensaba el vice primer ministro, nunca habría estado de acuerdo con
semejante plan.[22] Todas las cabezas pensantes de las fuerzas armadas
soviéticas sabían (y de forma intermitente incluso lo reconocían en su revista
Voennaya Misl, «Pensamiento militar») que una guerra nuclear general no
tendría ganadores y que, incluso de haber un vencedor, la Unión Soviética no
tenía posibilidades de serlo; por tanto, era absurdo blandir armas nucleares en
las mismas caras de los estadounidenses. El escritor de los discursos de
Jrushchov, Fiódor Burlatski, especularía más tarde que Stalin nunca se habría
arriesgado a llevar a cabo una operación así, pues era «más cruel, pero
también más racional. Stalin recordaba [la conferencia de] Yalta, y no creo
que hubiera dado un paso tan peligroso».[23]
Sin embargo, nadie se atrevió a contradecir a Jrushchov, como explica su
hijo Serguéi: «Durante ese período, el Presídium por lo general confiaba en
mi padre. Su palabra era definitiva. Ni siquiera era una cuestión de
personalidad. La estructura del poder centralizado lo determinaba todo…
Todo dependía del mandatario. De hecho, los mismos miembros del
Presídium intentaban no hacerse notar a menos que sus intereses vitales se
vieran gravemente afectados… Cuba no afectaba los intereses de nadie».[24]
Aunque los críticos ya no debían temer que se los fusilara, como ocurría en la
época de Stalin, el hábito de la sumisión al líder estaba tan arraigado en estos

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hombres embrutecidos que mantener un debate franco seguía siendo algo
impensable. En sus memorias Mikoyán recuerda una ocasión en la que
Jrushchov le leyó en voz alta una lista de los miembros del Presídium y
omitió un nombre, el de Andréi Kirilenko, lo que dio lugar a un episodio de
comedia negra. El vice primer ministro le dijo a su jefe: «¿Qué pasa? No
sabía que lo ibas a destituir». «No voy a hacerlo», respondió este.
Sencillamente se había olvidado de incluirlo en la lista, explicó: «Gracias por
recordármelo».[25] No obstante, si la lista se hubiera enviado a la imprenta tal
y como Jrushchov la había redactado en un principio, Kirilenko podría
haberse convertido por defecto en parte del pasado, pues el líder odiaba
admitir errores.
Mikoyán y aquellos de sus colegas que compartían su escepticismo
salieron de la reunión del Kremlin de mayo de 1962 menos alarmados de lo
que deberían haber estado, aliviados por la idea de que era muy improbable
que Fidel Castro aceptara el despliegue de misiles nucleares soviéticos en
suelo cubano, pues ello aumentaría de forma espectacular el riesgo de una
intervención militar estadounidense en la isla y, por otro lado, le distanciaría
de la mayor parte de América Latina, donde muchos países mantenían una
postura antinuclear. Además, daría validez a la tesis estadounidense, a la que
hasta entonces la región no daba ningún crédito, de que Castro planeaba
convertir Cuba en una base militar soviética. En Moscú, no obstante,
creyentes y escépticos por igual avanzaron a trompicones a la siguiente etapa
de un proceso de decisión de altísimo riesgo.
En Cuba, el enviado ruso más cercano a Castro y el Che era Aleksandr
Alekseev (Aleksandr Shítov, de nacimiento). Oficialmente, este hombre de
cuarenta y ocho años era corresponsal de prensa, pero en realidad era el jefe
de estación de la KGB en la isla, un veterano que había prestado servicio en la
guerra civil española, Francia, Irán y Argentina. Alto, soltero, miope, el espía
disfrutaba de una relación mucho más estrecha con los líderes cubanos que el
mismo embajador soviético y era una figura inesperadamente humana, autor
de versos de los que Yevgueni Yevtushenko tenía una buena opinión. Un día
de mayo, sin previo aviso, Alekseev recibió la orden de volver a Rusia y
presentarse en el Kremlin. Para un funcionario soviético, regresar a la patria
para comparecer ante sus superiores nunca era una experiencia cómoda, ya
que la historia demostraba que podía ser con igual facilidad el anuncio de un
castigo o de un ascenso. En el Kremlin, Jrushchov en persona le informó de
que se le nombraría embajador, pues gozaba de la confianza de Castro, algo
de lo que no podía alardear el hasta entonces titular del cargo. Esa era la

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buena noticia. Luego, el dirigente soviético sorprendió a su visitante diciendo:
«Su nombramiento está relacionado con la decisión de poner misiles armados
con cabezas nucleares allí. Esta es la única forma de salvaguardar a Cuba de
una invasión directa de Estados Unidos. ¿Cree que Fidel Castro estará de
acuerdo con que demos ese paso?».[26]
No, respondió en el acto el oficial de la KGB. El líder cubano tenía un
compromiso de solidaridad revolucionaria con otros países latinoamericanos,
que reaccionarían con horror al conocer la noticia. El embajador designado
contó luego que la conversación en su conjunto «prácticamente me dejó
congelado».[27] El ministro de Relaciones Exteriores, Andréi Gromiko, le
confió a Alekseev que, en contra de lo que decían los militares, él creía que
era imposible desplegar los misiles sin que los estadounidenses se enteraran.
[28] Sin embargo, al igual que sus camaradas del Presídium, Gromiko no

expresó su discrepancia de forma abierta.


Al día siguiente, un domingo, Jrushchov convocó a los miembros del
Presídium y a los jefes militares a una reunión informal en su dacha de las
afueras de Moscú. Allí les informó del nombramiento de Alekseev y de que
su tarea inmediata sería buscar el apoyo de Castro para el despliegue de los
misiles. A los cubanos no se les diría que se trataba de una decisión ya
tomada; en lugar de ello, el enviado trataría de convencerlos de que alojar las
armas nucleares era la única forma adecuada de defender su preciosa
revolución de las maquinaciones de Estados Unidos. Era vital mantener todo
en secreto hasta que los misiles estuvieran en posición y en Estados Unidos se
hubieran celebrado las elecciones legislativas previstas para noviembre.
Entonces, dijo Jrushchov, «los estadounidenses no tendrán más remedio que
pasar este trago amargo: ¿acaso no tenemos que soportar sus misiles en
Turquía?».
La tarea de preparar el plan se encomendó al general Anatoli Gribkov, del
Estado Mayor, que el 24 de mayo lo presentó al Consejo de Defensa de la
URSS. Sus miembros ratificaron una resolución «para desplegar en la isla de
Cuba un grupo integrado por elementos de todas las ramas de las fuerzas
armadas soviéticas». Jrushchov tuvo algunas dificultades para lograr que
todos los miembros añadieran su firma y dejaran constancia de su aprobación.
Aunque no está claro si se trató de una cuestión de política o de logística,
después de la reunión fue necesario buscar a algunos en sus casas para
certificar que el consentimiento del consejo había sido unánime. El domingo
27 de mayo, tras unas palabras de despedida del líder de la nación, los
representantes soviéticos partieron hacia La Habana. Debían convencer a

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Castro, les dijo Jrushchov, de que «con los misiles desplegados cerca de
Estados Unidos, [los estadounidenses] tendrán aún más miedo». La
delegación, encabezada nominalmente por Sharaf Rashídov, el primer
secretario del Partido Comunista de Uzbekistán, incluía al jefe de misiles, el
mariscal Biriuzov. Todos los enviados viajaron con pasaportes falsos bajo la
fachada de una misión agrícola. No llevaban documentos de ningún tipo
relacionados con sus verdaderos planes, en caso de que el avión perdiera el
rumbo o alguno de ellos sufriera un percance. Asimismo, se comprometieron
a abstenerse de tratar el despliegue de armas cuando contactaran por radio con
Moscú, incluso de manera cifrada. Dos días después llegaron a Cuba y
quedaron asombrados con la respuesta tranquila, casi serena, de Castro a la
propuesta de Jrushchov.
El líder cubano dijo: «Es un paso muy audaz y debo consultar con mis
socios más cercanos antes de seguir adelante. Pero si tomar esa decisión es
indispensable para el bando socialista, creo que aceptaremos el despliegue de
misiles soviéticos en nuestra isla. Si es necesario, seremos las primeras
víctimas de la confrontación definitiva con el imperialismo estadounidense».
Más tarde, el general Gennadi Obáturov escribiría con desdén en su diario
íntimo acerca de la actitud de los cubanos: «¡Patria o Muerte! Saben morir,
son revolucionarios y héroes. Pero no tienen idea de cómo construir una
economía. El año pasado les preguntamos a sus delegados: “¿Las vacas
comen caña de azúcar?”. No tenían ni idea».[29]
Una característica notable de la década de 1960 fue el fervor apasionado
que figuras como Fidel, Ho Chi Minh, el Che Guevara y, sobre todo, Mao
Zedong suscitaban entre muchos jóvenes occidentales. La impresión que
causaban en cuanto cruzados revolucionarios en pos del cambio no es
sorprendente; sin embargo, la disposición de estos ídolos a matar de forma
indiscriminada sin escrúpulo alguno los situaba en un orden diferente del
resto de la humanidad. Ho Chi Minh presidió muchas masacres, pero
enmascaraba su carácter sanguinario con una voz suave y un aura de santidad
que engañaba, y sigue engañando, a sus admiradores occidentales. Fidel y el
Che eran distintos. Estaban entusiasmados con su condición de guerreros. En
1962, hacía menos de seis años que habían zarpado rumbo a Cuba a bordo del
Granma, y apenas llevaban tres gobernando el país. Eran veteranos de la
sublevación, pero novatos en todo lo relacionado con la gestión, y para
entonces ya habían demostrado de mil maneras su inmadurez e
irresponsabilidad.

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La temeridad de Castro debería inspirar una especie de temor reverencial.
Dada la historia de su país, es comprensible que odiara a los estadounidenses
lo suficiente para desear que cayera sobre ellos el fuego y la destrucción. Sin
embargo, resulta sorprendente que estuviera dispuesto a arriesgar tanto para
que «su» bando prevaleciera en la confrontación con su gigantesco vecino
(algo que vieron con claridad la mayoría de los rusos que dialogaron con él en
este período); y, por supuesto, resulta igualmente sorprendente que Jrushchov
decidiera ligar la suerte de la Unión Soviética a un aliado tan disparatado y a
un país tan caótico.
El líder cubano eligió visualizar su papel en el despliegue nuclear como el
de un facilitador cuyo apoyo decidido al gran proyecto de la causa socialista
mundial contribuiría a aumentar su prestigio en Moscú. Aleksandr Alekseev,
por el contrario, hizo hincapié —en gran medida de manera hipócrita— en
que el objetivo era proteger los intereses cubanos y defender la Revolución de
Castro. Este era uno de los muchos sinsentidos y engaños flagrantes en torno
al despliegue: para cualquier persona reflexiva tenía que resultar obvio que la
presencia de misiles balísticos de largo alcance en la isla no reducía, sino que
aumentaba las probabilidades de una agresión estadounidense, algo que
Alekseev ya había señalado al Kremlin. Si la prioridad era la defensa de
Cuba, Jrushchov habría podido proponer con argumentos algo mejores el
despliegue en la isla de misiles nucleares tácticos o, incluso, de misiles
balísticos de alcance medio (o MRBM, por sus siglas en inglés). Además, al
ser de menor tamaño, esas armas podrían haberse ocultado a los
estadounidenses durante más tiempo. En cambio, los misiles balísticos de
alcance intermedio (o IRBM, por sus siglas en inglés), mucho más grandes y
de mayor alcance, carecían de función defensiva verosímil y eran imposibles
de ocultar.
En conversaciones posteriores, Castro expresó sus dudas acerca de la
necesidad de instalar misiles nucleares en la isla y manifestó la inquietud que
le causaba la reacción a la noticia en otros lugares de América Latina. No
obstante, al final dijo que «si los soviéticos, que tenían mucha más
experiencia, deseaban “consolidar el poder defensivo de todo el campo
socialista”», los cubanos no tenían «ningún derecho a fundar nuestra decisión
en consideraciones egoístas». Unas semanas después, Raúl Castro viajó a
Moscú, donde él y el ministro de Defensa Malinovski firmaron un tratado
secreto que confirmaba el despliegue nuclear. Con todo, antes de la
ratificación de ese documento en La Habana, el Che Guevara visitaría el

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Kremlin para proponer algunas enmiendas, que Jrushchov respaldó sin debate
alguno.
La aceptación de los misiles por parte de Castro, que en su momento
asombró a la mayoría de los rusos al tanto de las negociaciones, reflejaba en
parte la actitud temeraria de alguien acostumbrado a correr riesgos. Anthony
DePalma ha escrito sobre «la singularidad que nutre lo que la poeta cubana
Elena Rivero llama “la locura nacional” de la cubanidad, la excepcionalidad
de un pueblo de pasiones intensas, la presunción de ser un gran país en una
isla pequeña, una nación siempre interpretando un papel mucho más grande
del que le correspondía por derecho».[30] Ante la desesperada situación de la
economía local y la amenaza continua que representaba Estados Unidos, es
casi seguro que el líder cubano se sintió obligado a aceptar la alianza con los
soviéticos en los términos planteados por Moscú como el precio por la
indispensable ayuda militar y monetaria que le proporcionaban.
No obstante, había una cuestión que tanto él como, más tarde, la
administración Kennedy asumían como implícita: cubanos y estadounidenses
dieron por hecho que el despliegue de los misiles reflejaba una estrategia
soviética coherente y meditada que tenía en cuenta la inevitabilidad de una
respuesta drástica por parte de Estados Unidos. Castro fue uno de los que
aceptaron al pie de la letra la extravagante retórica de Jrushchov y sus
afirmaciones de paridad nuclear con los estadounidenses. El cubano dijo
mucho después: «Habría que situarse un poco en los meses que precedieron
aquella época, cuando la conquista del espacio. ¿No recuerdan el viaje de
Gagarin? ¿No recuerdan el gran poderío soviético, que fue el primero en
poner un hombre en el espacio con unos cohetes colosales? ¿No recuerdan
ustedes cuando Nikita habló de que tenían unos cohetes que le daban a una
mosca en el aire? A mí esa frase no se me olvida». Castro suponía que la
URSS poseía cientos de misiles balísticos intercontinentales; si hubiera sabido
la verdad acerca de la debilidad soviética, «habríamos aconsejado prudencia».
El mariscal Biriuzov, que negoció los acuerdos para el despliegue, regresó a
Moscú «con la impresión de que los dirigentes cubanos se veían más como
los benefactores de la Unión Soviética y su causa socialista que como
nuestros dependientes».[31]
En los años posteriores a la crisis de los misiles, Castro interrogó a
diversos jerarcas rusos acerca de la lógica que había sustentado sus acciones
en el verano y el otoño de 1962, pero nunca recibió una respuesta racional (en
parte, porque no podía haber ninguna). Desde el principio, el líder cubano
demostró ser mucho más sensato que Jrushchov e instó a Moscú a desplegar

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los misiles de forma abierta mediante un acuerdo anunciado públicamente,
como el que los estadounidenses habían firmado tiempo atrás con los turcos,
los italianos y los británicos. Si el Kremlin hubiera seguido esa ruta, la ira
estadounidense hubiera seguido siendo inevitable, pero en términos éticos y
diplomáticos las posiciones tanto de Cuba como de la Unión Soviética
habrían sido incomparablemente más fuertes.
Dentro de la URSS, el círculo al tanto de los secretos del despliegue se
mantuvo cerrado. Todos los documentos de planificación se escribieron a
mano para evitar que los mecanógrafos tuvieran acceso a la información. A
Anatoli Dobrynin, el embajador soviético en Washington, y a Valerián Zorin,
el representante permanente de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU,
no se les dijo nada porque, según explicó años más tarde el primero, «sin
conocer los hechos, podríamos defender mejor la versión falsa del gobierno
acerca de su estrategia. La conmoción moral que me produjo perduraría
durante años».[32] El diplomático soviético se encontró exactamente en la
misma situación en la que había estado un año antes Adlai Stevenson, cuando
declaró en la ONU que su país no estaba involucrado en los hechos de bahía
de Cochinos. En el lado ruso, el secreto de los misiles se mantuvo; pero más
notable aún es que no hubiera tampoco ninguna filtración en el lado cubano,
donde los jefes de la Revolución no eran más famosos por su discreción que
por su buen juicio.
Presa de un entusiasmo casi infantil por la konspiratsiya, Jrushchov estaba
encantado con el desarrollo gradual de su plan. El líder soviético propuso
inicialmente enviar las ojivas a Cuba en submarinos, pero desistió de la idea
cuando se le explicó que no era viable.[33] El 10 de junio, en una reunión
fundamental, el despliegue de misiles recibió la aprobación formal del
Presídium. Se lo bautizó como operación Anádir: la elección del nombre de
un río siberiano como palabra clave buscaba crear la impresión de que era
algo relacionado con las actividades militares dentro de la Unión Soviética.
Desde el planteamiento inicial de Jrushchov, la operación había crecido de
forma exponencial debido a la necesidad de crear una fuerza expedicionaria
coherente, capaz de cumplir con el propósito estratégico que se le
encomendaba y, también, de defenderse de cualquier posible ataque aéreo o
terrestre estadounidense. Ahora implicaba el traslado de 36 MRBM (misiles
de alcance medio: 2.000 kilómetros) y 24 lanzadores, junto con 16 IRBM
(misiles de alcance intermedio: 3.500 kilómetros), desde sus actuales
ubicaciones en Ucrania y la Rusia europea. Una vez instalados en Cuba, el
número de misiles nucleares capaces de alcanzar el Estados Unidos

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continental a disposición de la URSS se habría duplicado de un plumazo. La
potencia de las cabezas nucleares involucradas iba de los doscientos a los
ochocientos kilotones.
En un comienzo, Moscú previó dedicar a la protección de las instalaciones
cuatro regimientos de fusileros motorizados; dos batallones acorazados
provistos de 34 tanques; doce unidades de misiles tierra-aire S-75 y algunas
baterías de cañones antiaéreos convencionales. El destacamento también
contaría con un hospital de campaña, panaderías y talleres, así como raciones
y combustible para tres meses. El número máximo de efectivos que serían
enviados a Cuba, incluido el personal de cinco regimientos de misiles y el
personal de apoyo adecuado, se fijó en 50.874. Los elementos protectores del
contingente constituían solo una fuerza de disuasión, y serían insuficientes si
Estados Unidos lanzaba un ataque anfibio contra Cuba a gran escala, pero los
encargados de planear la operación creían que podrían desempeñar la misma
función que las guarniciones occidentales de Berlín: negarle al invasor la
perspectiva de una victoria fácil y, sobre todo, la posibilidad de actuar sin
desencadenar un conflicto de mayores proporciones. Por su parte, la marina
soviética planeaba enviar dos cruceros, cuatro destructores y doce patrulleras
lanzamisiles Komar, así como un total de once submarinos. Más tarde se
sabría que Jrushchov daba por hecho que estos últimos eran de propulsión
nuclear, cuando en realidad todos los desplegados en el Atlántico occidental
eran diésel-eléctricos (y ello sin mencionar que eran técnicamente
inadecuados y carecían del equipo necesario para operar en aguas tropicales).
La escala final del despliegue constituía una solución intermedia, y no
precisamente buena: los rusos estaban enviando a Cuba una fuerza tan grande
que sería difícil que pasara desapercibida, pero demasiado pequeña para
resistir un ataque como el que los estadounidenses podían lanzar desde sus
puertos y bases aéreas situados a tan solo unas pocas horas de la isla. A
menos que los soviéticos decidieran recurrir a sus armas nucleares tácticas, la
fuerza expedicionaria solo podía aspirar a hacer un gesto de sacrificio.
Nacido en las montañas de Osetia del Norte, en el seno de una familia
campesina, el general Issá Plíyev, que entonces tenía cincuenta y nueve años,
fue una extraña elección por parte del Kremlin para comandar sus fuerzas en
una misión tan delicada. Aunque su valentía era indiscutible y poseía una
reputación de oficial cruel y, de hecho, brutal, carecía de experiencia más allá
de los campos de batalla europeos. Inquebrantable en su fe bolchevique, antes
de la guerra había estado al frente de la represión estalinista en Mongolia, y
en 1939 sembró el terror en la Polonia ocupada por los soviéticos. El mariscal

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Zhúkov y Jrushchov lo consideraban un jefe de caballería inspirador, pero
incluso Stalin y Beria veían con consternación su indiferencia ante la «factura
del carnicero» (número de bajas) acumulada durante sus operaciones durante
la confrontación bélica. En junio de 1962, apenas semanas antes de volar a
Cuba, había sido él, en cuanto comandante del distrito militar del Cáucaso
Norte, quien dirigió la represión homicida de los huelguistas de
Novocherkask. Su nombramiento para Cuba, un país del que no sabía nada,
era la señal más clara de que Jrushchov y Malinovski aprobaban la «firmeza»
con que había gestionado los disturbios. Serguéi Jrushchov refiere que su
padre afirmaba que fue el mariscal quien eligió a Plíyev. Fuera como fuese, el
nombramiento se realizó con precipitación y sin la debida consideración.
Además de tener una actitud displicente hacia el riesgo, el general era
terco e irascible, una condición exacerbada por sus problemas renales. Su
médico personal lo siguió al Caribe, donde padeció problemas de salud
persistentes y, en ocasiones, incapacitantes. Poco después de su llegada a la
isla, las relaciones del general con Castro se tornaron conflictivas, porque se
negó a aceptar la exigencia de que reconociera al líder cubano como un
superior, facultado para darle órdenes. Los subordinados del militar ruso lo
consideraban un veterano viejo y agotado, alguien por completo inadecuado
para la función que se le había confiado. Algunos de sus oficiales pronto
mostrarían estar dispuestos a tomar decisiones críticas por iniciativa propia,
cuando el general no estaba en condiciones de hacerlo.
El 7 de julio, Jrushchov ofreció una exuberante despedida al grupo de
mandos militares que estaban a punto de partir hacia Cuba. Repitió su
metáfora del «erizo en los pantalones del Tío Sam» para caracterizar la
estocada que la fuerza de misiles soviética iba a propinar a Estados Unidos,
pero también dejó en claro que no tenía ninguna intención de empezar una
guerra: sencillamente se había comprometido a evitar que los estadounidenses
pusieran fin a la Revolución de Castro. Se cuenta que algunos oficiales
reunieron el valor para advertir a su máximo jefe que el despliegue no podría
completarse en secreto, pero si lo hicieron, no quedó constancia de su
disidencia.
Hasta entonces, las Fuerzas de Cohetes Estratégicos solo habían salido de
la URSS en una ocasión: durante la crisis de Berlín de 1959 cuando, sin que
Occidente lo supiera —y no lo sabría hasta después de la Guerra Fría—, doce
armas nucleares de ese tipo se desplegaron brevemente en emplazamientos
secretos de Vogelsang y Fuerstenberg, al norte de la ciudad, antes de ser
retiradas una vez que las tensiones disminuyeron. Salvo los pocos que habían

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prestado servicio en la guerra, en las fuerzas enviadas a Cuba en 1962 apenas
había nadie que hubiera viajado al extranjero o, de hecho, al que se le hubiera
permitido hacerlo. El plan de engaño de la operación Anádir incluía
proporcionar al personal ropa ártica. El armamento y equipo de un solo
regimiento de misiles pesaba once mil toneladas y necesitaba, para su traslado
a Cuba, de cinco buques de carga. El barco que transportó la primera remesa,
el María Uliánova, llamado así en honor a la hermana de Lenin, partió a
mediados de julio; le seguirían otras 85 embarcaciones del mismo tipo que en
un lapso de tres meses completaron, en conjunto, ciento cincuenta viajes de
ida y vuelta. Zarparon en el más absoluto secreto desde seis puertos
soviéticos, desde Sebastopol hasta Severomorsk, cerca de Múrmansk. En el
muelle, todo el personal estaba obligado a entregar el uniforme y recibía a
cambio ropas de civil: a los oficiales se les entregaron sombreros de fieltro; a
los demás grados, modelos sintéticos, así como camisas y pantalones
prácticamente idénticos. Algunos de los participantes rebautizaron la
operación Anádir como «operación camisa a cuadros». Los soldados debían
hacerse pasar por «asesores agrícolas», pero pese a ello no dejaron de sentirse
desconcertados cuando los cubanos los saludaron al grito de «¡Bienvenidos,
compañeros!» para, según creyeron, ajustarse a su tapadera (asumieron que
«compañero» era kombainer, la palabra rusa más similar: «operador de
cosechadora»).
La vanguardia de la fuerza expedicionaria estaba formada por las
unidades de misiles tierra-aire y sus dotaciones, que debían brindar protección
a los lanzadores nucleares que llegarían luego. Hasta entonces, el personal de
la fuerza de misiles había pasado todo su servicio militar operando lanzadores
en sitios estáticos dentro de la Unión Soviética. Tuvieron un primer indicio de
que eso estaba a punto de cambiar con la llegada de los instructores
encargados de supervisar su adiestramiento para el despliegue sobre el
terreno. Luego se les dijo que iban a participar en un ejercicio en el extranjero
por orden del Ministerio de Defensa.[34] En las pasarelas, mientras abordaban
los transportes en los puertos rusos, los guardias de fronteras confiscaron los
documentos de identidad a todos los soldados, lo que dejó a los viajeros
desorientados y sintiéndose de alguna manera despersonalizados, «como si
fuéramos donnadies», en palabras de Valentín Alioshin.[35]
El teniente Vasil Voloshchenko comandó un pelotón de tanques T-54A
del 224.º Regimiento, que pasó un mes atravesando en tren la Unión Soviética
antes de llegar al puerto de Liepaja, en el Báltico. La operación de carga fue
un desastre: el peso de los tanques rompió los cables de la grúa y uno de los

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blindados estuvo a punto de hundir el barco. Para alojar a los tripulantes de
los tanques, se montaron literas de tres niveles en la bodega. De un momento
a otro, se desembarcó y envió de regreso a casa a varios de los oficiales de la
unidad a los que, en el último instante, la KGB había etiquetado como poco
fiables. Voloshchenko anota: «La moral no era alta, todos nos preguntábamos
si íbamos a volver». El historiador Serhii Plokhy afirma que 500 oficiales y
1.000 efectivos de rangos inferiores fueron retirados de las unidades
destinadas a Cuba, en la mayoría de los casos porque no se los consideraba
dignos de confianza y se dudaba de su compromiso político.[36] Fuera como
fuese, el servicio en el extranjero resultaba particularmente inoportuno para
aquellos que estaban a punto de completar su período de servicio militar
obligatorio; todos los hombres que cumplían funciones de especialista estaban
obligados a embarcarse.
Gennadi Chudik dirigía el taller de mantenimiento de una unidad de
misiles. Cuando a él y a sus compañeros se les informó de que su destino era
un lugar cálido y tropical, por alguna razón decidieron que eso significaba que
los enviaban a Indonesia.[37] Asimismo, se les dijo que si sus esposas
contaban con el visto bueno de la KGB y se encontraban sirviendo ya en el
ejército podrían acompañarlos, algo que encantó a Chudik y a su esposa Olya,
que cumplía con esos requisitos y consiguió un puesto administrativo en el
cuartel general de la división. Desde el 10 de julio, cuando se les puso en
alerta por primera vez, se impuso una seguridad sin precedentes y se les
prohibió salir de la base o hacer llamadas telefónicas al exterior. Por lo
demás, los Chudik fueron excepcionalmente afortunados y viajaron a Cuba en
un camarote con dos camas gemelas a bordo del crucero Almirante Najímov.
Aunque no podían beber alcohol, comieron mejor que en casa.
Para quienes viajaron a bordo de los buques de carga, la travesía fue, en
cambio, una pesadilla. Encerrados bajo cubierta durante el día, el único
consuelo de los soldados eran las películas que se proyectaban una detrás de
otra sin interrupción. Solo cuando caía la noche se les permitía subir a
cubierta para hacer algo de ejercicio y tomar duchas de agua salada. Se
sobornó a los turcos para que permitieran que los barcos que habían zarpado
de los puertos del mar Negro navegaran a través de los Dardanelos sin un
piloto local al lado del timonel.[38] Los capitanes no informaron a los
pasajeros de su destino hasta que cruzaron el estrecho de Gibraltar y entraron
en el Atlántico, aunque para entonces muchos ya habían adivinado hacia
dónde se dirigían.

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Ferviente comunista y líder de la Komsomol, Elvira Dubinskaya tenía
veinte años y trabajaba como enfermera en Kiev cuando se ofreció como
voluntaria para una misión en un lugar no especificado del extranjero (que su
padre adivinó de inmediato que era Cuba). Ella y el resto del personal de su
hospital militar viajaron en agosto a bordo del carguero Stávropol. Las
mujeres, como los hombres, viajaban en la bodega, a menudo con un mareo
terrible. Cada cierto tiempo, les llevaban barriles de agua y pepinos
encurtidos. Las enfermeras se turnaban para subir a vaciar los cubos llenos de
vómito por la borda, la única excusa aceptable para dejarse ver en cubierta a
la luz del día.

La carga que se mezclaba en las bodegas de los barcos que llevaban los
misiles era potencialmente letal: si debido al mal tiempo los camiones se
hubieran soltado y estrellado contra los cilindros en que se transportaba el
peróxido de hidrógeno empleado para alimentar las bombas de las cámaras de
combustión de los cohetes, la explosión resultante habría sido devastadora.
Una vez que los buques de carga entraron en el Atlántico, se anunció, a través
de los sistemas de comunicación interna, que se dirigían a Cuba para ayudar a
su pueblo y «defender la Revolución del imperialismo estadounidense». En
medio del océano, los aviones estadounidenses comenzaron a hacer pases
bajos sobre los barcos, lo que llenaba de inquietud a los que viajaban en
embarcaciones que no contaban con las defensas de un crucero como el que
les había correspondido a los Chudik.
«El sol era despiadado», cuenta Rafael Zakirov, un ingeniero de
veinticinco años que viajó a bordo del carguero Izhevsk. «Pasábamos el día
entero asfixiados en la caja de acero que era la bodega, atormentados por el
calor, las olas, el hedor y la sed».[39] Nacido en Kazán, Zakirov tenía un
motivo adicional para sentirse infeliz: cuando su unidad recibió la orden de
prepararse para el viaje a Cuba, él acababa de ser seleccionado para unirse a
la élite de la aviación soviética y adiestrarse como cosmonauta, pero debido a
su condición de especialista el oficial al mando se negó a autorizar su traslado
a ese nuevo y emocionante destino. Con ellos, embaladas como carga de
cubierta en cajas etiquetadas (en inglés) como «maquinaria agrícola»,
viajaban las ojivas nucleares, así como otros equipos. Entre tanto, en los
buques de transporte de tropas, los soldados se dejaban crecer patillas, barbas
y bigotes, como si se prepararan para hacer una audición y unirse a los
barbudos de Castro.

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El 2 de agosto llegó a Cuba el Regimiento independiente de misiles de la
armada soviética, algunos de cuyos jóvenes miembros estaban llenos de
ilusión ante su primera experiencia en el extranjero. En La Habana, les
desconcertó ver bares con carteles escritos en ruso —Karavai, Balalaica—,
un reflejo de la pequeña comunidad de refugiados rusos blancos residente en
la ciudad desde hacía décadas. Los mangos, que ninguno había probado antes,
les encantaron. El exotismo de las palmeras, las flores y las frutas les resultó
fascinante, aunque, recuerda Rafael Zakirov, «en ocasiones el calor nos
parecía insoportable», en especial cuando a la hora de la comida les daban un
borsch hecho a base de concentrado y servido en los tazones metálicos
proporcionados por el ejército, que se calentaban tanto que era imposible
cogerlos con las manos. La comida se pudría con rapidez. Con frecuencia, los
hombres encontraban gusanos en sus platos (no el mejor suplemento para la
moral de la tropa).
Para descargar los vehículos y el armamento, los recién llegados tuvieron
que trabajar de noche, sudando de manera prodigiosa. Las cabrias de los
barcos no eran apropiadas para los equipos más pesados, y fue necesario
solicitar una enorme grúa flotante. Los rusos contaron con la ayuda de
algunos soldados cubanos, con los que se comunicaban en un inglés
macarrónico, la única lengua que podía hacer las veces de idioma común. Los
lugareños les explicaron que los estadounidenses siempre los habían tratado
«como si el país fuera propiedad de Estados Unidos». 37 cargueros soviéticos
atracaron durante agosto, veinte de ellos cargados con armas, incluidos
sistemas antiaéreos, lanchas patrulleras y misiles de crucero.
Después de quince días de viaje, cuando el barco de Vasil Voloshchenko
se acercaba a Cuba, se reunió y armó en cubierta a un pelotón con el fin de
que estuviera preparado para resistir cualquier intento de abordaje
estadounidense. Los tanques de su unidad se descargaron a remolques
cubiertos, que los transportaron a los cuarteles del ejército cubano. En las
cabañas de madera existentes no había espacio para todos los hombres, por lo
que fue necesario instalar tiendas; una vez que estas estuvieron listas, el grupo
comenzó un adiestramiento intensivo para el combate. Fidel Castro en
persona visitó la unidad y subió al T-54 del teniente Voloshchenko. El joven
oficial se sintió halagado, pero le sorprendió ver que el dictador vestía un
pantalón de faena remendado: «¡Era el líder del país, por el amor de Dios! Sin
duda podía tener unos pantalones decentes. Pero todos vivían en una gran
pobreza».[40] Curiosamente, los visitantes causaron una impresión similar a
los cubanos con su ropa barata y carente de estilo. Los tanques de

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Voloshchenko estuvieron durante un tiempo apostados a veinte metros de un
depósito de ojivas nucleares tácticas: «Todos los días las mirabas y pensabas:
“¡Dios nos ayude! ¡Recemos para que no empiece una guerra!”».[41]

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Principales sistemas de armas soviéticos enviados a Cuba.

Transportar por la isla los misiles balísticos de más de 24 metros de largo


fue toda una maratón. Para dar paso a esos cilindros de 86 toneladas, que era
imposible que giraran en las esquinas de los pueblos y aldeas, fue necesario
demoler las cabañas de muchos campesinos. Varias de las ubicaciones
elegidas con antelación para emplazar los misiles resultaron inadecuadas, de
modo que hubo que identificar e inspeccionar otras nuevas. Una vez en la isla,
algunas dotaciones se vieron obligadas a dormir en tiendas de campaña,
mientras que otras se alojaban en cuarteles del ejército cubano en los que, por
la noche, se cubrían con sábanas empapadas con agua para mitigar el
agobiante calor. Entre tanto, algunas unidades de infantería viajaron con
lentitud en tren hasta el otro extremo de la isla, a una academia militar en un
pueblo cercano a Holguín, una ciudad que les pareció hermosa. Allí, se
estacionó a los soldados junto a un regimiento de ocho lanzadores de misiles
de crucero nucleares FKR que, escondidos en un bosque de bambú, apuntaban
a la base estadounidense en Guantánamo.
Rafael Zakirov era el responsable de la seguridad de las ojivas nucleares
tácticas de su unidad, una tarea que las altas temperaturas complicaban
gravemente. El sitio de almacenamiento menos inadecuado que pudieron
encontrar fue una vieja casamata de hormigón en las montañas de la sierra
Cristal, pero el calor y la humedad suponían una amenaza para los
componentes eléctricos de las armas. Por orden de Castro, los únicos aparatos
de aire acondicionado disponibles en las inmediaciones, los instalados en los
burdeles de Santiago, fueron desmontados y trasladados a las montañas,
donde recién llegados y lugareños trabajaron en común para resolver los
problemas adicionales planteados por la falta de un suministro eléctrico
compatible.[42] Por extraño que parezca tratándose del que entonces era uno
de los principales productores de azúcar del mundo, los visitantes
descubrieron que los mejores obsequios que podían ofrecer a los locales eran
el azúcar blanco refinado (los campesinos solo conocían el crudo) y los
cigarrillos rusos incluidos en sus raciones.
El sargento Pável Velichko, de veinticuatro años, era un especialista en
comunicaciones militares de Mariúpol, Ucrania, que prestaba servicio en el
79.º Regimiento de misiles. Tras su llegada a La Habana, él y sus camaradas
viajaron durante todo un día en camión, empapados hasta los huesos por una
tormenta, antes de desembarcar en un vasto cañaveral. Allí se instalaron en
tiendas de campaña que compartían con plagas de mosquitos, escarabajos y
otros insectos hostiles: «En particular nos daban mucho miedo las viudas

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negras». De cuando en cuando, surgieron tensiones con los lugareños debido
a la falta de un idioma común: los guardias que vigilaban el exterior del
emplazamiento de los misiles en la zona trataron con displicencia a un
campesino que los estaba importunando hasta que descubrieron que el
hombre estaba buscando una vaca perdida.[43] Debido al brusco cambio de
dieta, muchos hombres contrajeron disentería. Vitali Semenozhenkov se
escabulló con un compañero a un pueblo cercano donde compraron ron, se
emborracharon como reyes y terminaron siendo detenidos por la policía local.
Sin embargo, los agentes solo querían ser amistosos y los llevaron de regreso
a la caseta de vigilancia que había fuera del campamento.
Nikolái Probachai tenía veintidós años y era de un pequeño pueblo de
Ucrania. Su infancia había estado marcada por las hambrunas, en las que la
familia se vio obligada a hacer pan con mazorcas de maíz molidas: «No había
patatas, no había nada, comíamos hierba. A las personas se les hinchaba el
estómago a causa del hambre».[44] Hasta que cumplió ocho años, se le
consideró demasiado desnutrido para asistir a la escuela. En 1959, cuando se
unió al ejército, se formó como especialista en geodesia; su función era
inspeccionar emplazamientos para la instalación de lanzadores de misiles. En
su base en Rusia, él y sus colegas se aprendían de memoria el código de doce
dígitos que determinaba la configuración de los misiles balísticos de medio
alcance R-12; los suyos estaban dirigidos a un objetivo en Escocia,
probablemente la base naval de Faslane, sede de los submarinos nucleares
británicos.
Su unidad, el 79.º Regimiento de misiles, había zarpado hacia el Caribe
desde Sebastopol el 25 de agosto a bordo del Omsk, un buque de 10.825
toneladas. La travesía duró dieciséis días, que los hombres pasaron en
calzoncillos, jugando a las cartas en la bodega. Al acercarse a Cuba hubo un
momento de tensión cuando el barco pasó frente a Guantánamo y fue
sorprendido por el haz de luz del potente reflector de la base estadounidense.
Eso, sin embargo, no tuvo consecuencia alguna. Después de atracar el 9 de
septiembre, viajaron sin incidentes a su destino final en Sagua la Grande, en
la actual provincia de Villa Clara. Probachai se sentía desdichado. Según
cuenta: «Era deprimente pensar que no había ninguna seguridad de que
fuéramos a seguir vivos al día siguiente, pero creíamos que lo peor que nos
podía pasar era que los estadounidenses nos atacaran con bombas
convencionales», no con armas nucleares.[45] Las condiciones de vida en los
sitios de lanzamiento de misiles eran arduas. No había agua corriente, por lo
que se descubrieron lavando la ropa en hoyos en los que se acumulaba el agua

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de lluvia después de las tormentas. Complementaban las magras raciones con
la sopa que preparaban con las verduras secas que compraban a los lugareños.
Les fascinaban los limones, los cocos… y la Coca-Cola.
Algunos rusos darían más tarde testimonio de la estricta moralidad de sus
relaciones con la población local, pero Probachai y sus camaradas se sintieron
desarmados cuando en sus dependencias se presentó un tractorista que
hablaba bien ruso por haber estudiado en Rostov. El hombre traía consigo a
una chica visiblemente embarazada y les dijo: «Chicos, ¿les gustaría hacerlo
con mi hermana? Si quieren, a ella no le importa».[46] Sin embargo, a los
soldados sí les importaba y, por suerte, había otras mujeres que les resultaban
más atractivas. El oficial de la KGB Mijaíl Liubímov cuenta: «Cuba era un
lugar maravillosamente romántico y los cubanos eran personas muy
románticas. Sus mujeres tenían una actitud muy especial hacia el amor: nada
que ver con la rigidez de las estadounidenses, que de forma obligatoria lo
vinculaban al matrimonio. Parecía que todo el mundo allí sabía tocar la
guitarra y bailar. Bastaba salir a pasear por los muelles del puerto, para sentir
que toda la gente a tu alrededor se estaba divirtiendo. Eran muy pobres, pero
muy felices».[47]
Esta era una visión romántica, pero muchos rusos estaban ansiosos por
participar en ella. Las farmacias les vendían alcohol medicinal, que bebían
con entusiasmo. Los lugareños les intercambiaban grandes conchas marinas
por barras de jabón o botellas de agua de colonia. Durante las largas horas de
sofocante aburrimiento que se turnaban con las jornadas de trabajo casi
frenético en los emplazamientos de los misiles, los visitantes mascaban caña
de azúcar y conversaban con los estudiantes de la Universidad de La Habana
que vigilaban sus posiciones y tenían a su cargo algunas de las viejísimas
baterías antiaéreas de la isla. El calor, que ya era bastante castigo en el
servicio normal, se tornaba brutal para quienes de cuando en cuando
terminaban confinados en la celda de castigo de la unidad: un enorme barril
en el que los rebeldes se asaban para expiar sus faltas. En materia de
disciplina los rusos eran por lo general estrictos: dos compañeras de Elvira
Dubinskaya en el hospital de campaña fueron enviadas de regreso a la URSS
de forma abrupta, ya fuera por expresar «pensamientos incorrectos» o por
algún mal comportamiento con la población local. Al sargento Pável Velichko
le encantaba pintar y estaba obsesionado con la belleza natural de la isla.
Cada vez que tenía tiempo libre, tomaba los pinceles y buscaba un paisaje
exótico, un grupo de campesinos, una mujer a caballo. Se presentaba a todos
los cubanos con que se topaba diciendo «pintor, pintor», la única palabra en

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español que sabía. En una ocasión insistió en montar un caballo para exhibir
su destreza como jinete, a pesar de que se le había advertido que era
impetuoso. Como era de esperar, el animal salió disparado, pero, de alguna
manera, el sargento logró mantenerse en la silla.
Los rusos tardaron algún tiempo en adaptarse a costumbres como la de
dormir durante buena parte del día, para luego despertarse en el fresco de la
noche. Valentín Alioshin, del 428.º Regimiento de misiles, recuerda: «El país
nos asombró con esas ciudades que nunca dormían y, también, su horrible
pobreza: las chozas sin ventanas, los niños corriendo detrás de nosotros,
tirándonos de los pantalones y diciendo: “¡Cigarrillos! ¡Pesos!”. Les dimos
algunos cigarrillos, pero solo teníamos 25 pesos cada uno».[48] La enfermera
Elvira Dubinskaya le dio toda la ropa que pudo a un cubano: «No era mucho,
pero estaba muy feliz». La isla le parecía «un complejo vacacional», pero
tenía la impresión de que «la gente no estaba muy bien adaptada a la vida
real».[49]
En su hospital de campaña, los 75 miembros del personal dormían en
colchones dispuestos en el suelo de una escuela militar. Durante muchas
semanas, al amparo del secreto oficial, se les prohibió escribir o recibir cartas.
Cuando por fin se levantó la prohibición de las comunicaciones, se les asignó
el código postal «Moscú 400», lo que hizo que una madre que vivía cerca de
la capital escribiera desconcertada a su hijo para preguntarle por qué, si estaba
estacionado tan cerca de casa, nunca iba a visitarla. De forma repetida se les
advertía acerca de la ubicuidad de los «contras», los contrarrevolucionarios
cubanos. Cada vez que ocurría algo malo —un incendio en los cañaverales, o
un paciente ruso que ingresaba moribundo en el hospital tras habérsele
inyectado el medicamento equivocado—, se atribuía a la acción de los
contras, antes que a la casualidad o la incompetencia.
Una característica perdurable del despliegue soviético en la isla fue ese
miedo obsesivo a potenciales ataques traicioneros contra su personal e
instalaciones. Y si bien es cierto que durante ese período hubo algunos
incidentes, estos fueron más pequeñas molestias que ataques propiamente
dichos. La CIA, por ejemplo, auspició el intento de sabotaje de una mina de
cobre; el ataque fue ejecutado con torpeza por dos exiliados cubanos que tras
ser capturados pasaron más de veinte años en las cárceles de Castro. No
obstante, las historias sobre enfrentamientos entre flotas invasoras de
exiliados y tropas soviéticas y cubanas eran mera fantasía (como lo son las
declaraciones de algunos rusos que hoy aseguran haber ayudado a repeler la
invasión de bahía de Cochinos). Esas leyendas, no obstante, persisten hasta el

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siglo XXI. De hecho, hay toda una web rusa dedicada a difundir relatos de
veteranos sobre asesinatos, tiroteos, envenenamientos, submarinos
estadounidenses hundidos y aviones derribados, casi todos ellos producto de
imaginaciones enfebrecidas.[50] En realidad, los mayores peligros que
enfrentaron los rusos en Cuba fueron consecuencia de las picaduras de los
insectos, o bien de las penosas raciones y condiciones de vida que tuvieron
allí.
En ausencia de bajas en batalla, Elvira Dubinskaya y el resto de las
enfermeras se descubrieron tratando urgencias. Un soldado ruso comenzó a
salir con una de sus camaradas y fue sorprendido por su novia anterior, que,
en un ataque de celos, le arrojó ácido en la cara y casi le deja ciego. Un
cubano arrojó a su amante desde el balcón de una sexta planta, una
experiencia a la que la mujer sobrevivió de forma milagrosa. En el hospital
también atendieron a la madre de Fidel Castro, que sufrió un derrame
cerebral.
Las prácticas sexuales del Ejército Rojo durante la segunda guerra
mundial persistían en las fuerzas armadas soviéticas, y en Cuba los oficiales
de mayor rango de nuevo buscaron «esposas de campaña» entre el personal
femenino. Dubinskaya resintió con amargura que el premio del Partido para el
que estaba nominada fuera a parar a la cocinera de su unidad, Raya, que era la
amante del doctor Tvardovski, el médico jefe. Salvo películas o conciertos
ocasionales, los rusos tenían acceso a pocas diversiones. En una oportunidad,
todas las enfermeras rusas del hospital militar de La Habana fueron reclutadas
para un baile en la embajada soviética. Dubinskaya se descubrió haciendo
pareja con el mismísimo embajador, Aleksandr Alekseev; sin embargo, como
él medía dos metros de altura y ella solo metro y medio, bailaron la
cracoviana, una danza folclórica polaca muy rápida y vigorosa, haciendo
cabriolas el uno frente al otro, pero separados —«lo hicimos como es debido,
con todos los movimientos»—, mientras los demás invitados los rodeaban y
daban palmas al ritmo de la música. Después de ese evento, el embajador
invitó varias veces a Elvira a la embajada, con intenciones más íntimas, por
supuesto, «pero luego se dio cuenta de que a mí no me interesaba para nada».
En lo que respecta a los cubanos, «la gente va a la guerra como si fuera a
una fiesta», dice el protagonista de Memorias del subdesarrollo (1968), la
potentísima y enormemente influyente película de Tomás Gutiérrez Alea
sobre la era revolucionaria. En la vida real, el entonces estudiante de
arquitectura José Linares describe la actitud de algunos de sus compatriotas,
en especial los revolucionarios más fervorosos, al ver llegar a los soviéticos y

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sus misiles: «Había cierto machismo, el típico machismo cubano, con gente
que soltaba frases como: “Podemos acabar con los Estados Unidos”. Sin
embargo, en realidad fueron días muy oscuros, en los que en los sótanos de
los edificios te encontrabas con carteles que decían: “En caso de ataque aéreo,
refúgiate aquí”».[51] Manuel Yepe simpatizó con el nuevo embajador
soviético, si bien le molestaba la sarta de mentiras que Alekseev contaba
sobre sí mismo (la primera de las cuales era, por supuesto, no reconocer para
nada su función como oficial de la KGB): «Decía que pertenecía al
Departamento de Relaciones Internacionales del Sóviet Supremo, luego que
era jefe de esto y aquello y no sé qué más. Pero no era el típico ruso y sabía
ganarse a la gente».[52] José Bell Lara era un joven revolucionario y entusiasta
al que los rusos le parecían «gente muy rara… pero un mal necesario. Su
apoyo fue fundamental. Sin ellos, no podríamos haber sobrevivido tres años».
[53]

A lo largo de esas semanas de finales de verano y comienzos de otoño de


1962, los rusos en Cuba trabajaron mucho, sufrieron algo, se rieron un poco y
exploraron una tierra extraña y exótica con un curioso espíritu de inocencia,
dadas las colosales implicaciones de la misión que sus líderes les habían
encomendado con tanta despreocupación. Muy cerca de ellos, pero a la vez
muy lejos, 160 millones de estadounidenses ignoraban aún lo que estaba
ocurriendo en la isla de Castro. Entre tanto, en Moscú, Jrushchov parecía
disfrutar casi como un niño con la gigantesca «sorpresa bomba» nuclear que
pretendía servir a Estados Unidos. No obstante, otros de los que en el Kremlin
estaban al tanto del secreto abrigaban temores acerca del plan. Dormían mal,
imaginando que, en cualquier momento, los estadounidenses iban a descubrir
lo que estaba sucediendo y responderían con una furia potencialmente
incontrolable. Sin embargo, dado que Rusia era lo que era, y el Kremlin
también, poco o nada dijeron al líder, el vozhd.
El mayor error del mandatario soviético fue confundir dos objetivos: la
defensa de Cuba y la proyección del poderío soviético para amenazar a
Estados Unidos. El primer propósito era justificable y probablemente
alcanzable. Varios estadounidenses prominentes afirmaron en la época que,
tras el fiasco de bahía de Cochinos, la invasión de Cuba no formaba parte de
los objetivos de la administración Kennedy. Esta es una idea que siguen
sosteniendo algunos historiadores, y es indudable que no había ningún
compromiso inmediato de atacar la isla. Sin embargo, lo cierto es que existían

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planes amplios y detallados para esa invasión, y las negaciones posteriores de
cualquier intención hostil por parte de figuras como Robert McNamara
carecen de credibilidad. En un momento en que el desafío del régimen de
Castro a la voluntad de Estados Unidos seguía siendo en Washington una
herida abierta, había todas las razones del mundo para creer que las fuerzas
estadounidenses solo necesitaban un pretexto para intentar invadir Cuba.
Los cubanos se encontraban en la misma situación que los chinos en
noviembre de 1950. En el apogeo del triunfalismo estadounidense en la
guerra de Corea, las tropas de Estados Unidos habían llegado prácticamente
hasta el río Yalu, la frontera con China. En ese momento, la «pérdida de
China» —la victoria de los comunistas de Mao Zedong— poco más de un año
antes todavía causaba gran escozor en Estados Unidos; y Chiang Kai-shek y
sus nacionalistas seguían firmes en Taiwán, ansiosos por reanudar la lucha en
el continente. Douglas MacArthur, un hombre de arrogancia ilimitada, era el
comandante en jefe de las fuerzas de la ONU en Corea. Con independencia de
si la administración Truman tenía la más mínima ambición o intención
inmediata de permitir que las tropas estadounidenses cruzaran el Yalu y
revisaran el resultado de la guerra civil china, era perfectamente racional que,
en Pekín, Mao decidiera que esa posibilidad era un riesgo inaceptable y, por
tanto, enviara fuerzas chinas a Corea.
De la misma manera, para el régimen de Castro en La Habana, y de hecho
para la mayor parte del mundo, era razonable considerar verosímil e incluso
probable que Estados Unidos intentara invadir Cuba. Dado el despliegue de
las fuerzas estadounidenses alrededor de las fronteras soviéticas, o en
posiciones desde las que alcanzaban con facilidad objetivos clave en Rusia, la
administración Kennedy habría tenido dificultades para asegurarse el apoyo
internacional si resolvía oponerse al refuerzo soviético de las defensas
cubanas. Si Jrushchov hubiera optado por enviar, digamos, cien mil soldados
a Cuba por invitación de Castro, era poco lo que Washington podría haber
hecho al respecto esperando contar con el respaldo de sus aliados.
Sin embargo, la instalación en la isla de los misiles estratégicos era algo
por completo diferente. El líder soviético reconocía en privado que uno de sus
motivos era el deseo de extender el alcance del poderío nuclear de la URSS al
patio trasero de Estados Unidos. En el momento en que decidió perseguir ese
objetivo, comprometió el de la defensa de la Revolución cubana. El segundo
disparate de Jrushchov fue aceptar la ridícula afirmación del mariscal
Biriuzov, respaldada por el ministro de Defensa Malinovski, de que era
posible ocultar el despliegue de los misiles a los estadounidenses y de que los

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gigantescos cilindros escondidos bajo las palmeras serían invisibles.
Troianovski diría más tarde: «Supera por entero mi comprensión cómo,
teniendo en cuenta la escala tremenda de la operación, alguien podía
seriamente confiar en que se mantendría en secreto, sobre todo cuando su
éxito dependía por completo de que fuera una sorpresa».[54]
Aunque la fotografía satelital estaba apenas comenzando, ya era una
realidad; y, más cerca del suelo, el avión de reconocimiento a gran altitud U-2
llevaba más de seis años proporcionando imágenes aéreas asombrosamente
detalladas. En el curso de la Guerra Fría, los estadounidenses, los británicos y
otros aliados tuvieron muchas iniciativas desacertadas. En el verano de 1962,
sin embargo, los rusos los superaron a todos en insensatez. Solo un político
con la capacidad de juicio más errática imaginable podía haber esperado
salirse con la suya enviando un pequeño ejército y toda clase de material
militar al otro lado del mundo, a puertos situados a apenas minutos de vuelo
de Estados Unidos, sin que nadie se diera cuenta.
Con todo, eso fue exactamente lo que hizo Nikita Jrushchov. Más extraño
todavía es que no haya prueba alguna de que él o su equipo hubieran
preparado una respuesta anticipándose a la eventualidad de que el plan
quedara al descubierto. «Por desgracia», escribió el embajador Aleksandr
Alekseev mucho tiempo después, «no planeamos ninguna solución alternativa
en caso de que los estadounidenses descubrieran los misiles antes de que
estuvieran operativos».[55] Jrushchov sencillamente había puesto en marcha
su plan; luego, como rezaba su máxima favorita, esperaría a ver qué pasaba y
qué se podía hacer. Hasta entonces, los soviéticos habían implementado la
mayoría de sus iniciativas al descubierto —ya fuera en Alemania, en Oriente
Próximo o en algún otro lugar— y el Kremlin solía anunciarlas al mundo con
un orgullo desafiante. En esta ocasión, sin embargo, Moscú se esforzó por
mantener sus movimientos en secreto, lo que implicaba cierta admisión de
culpabilidad. Más tarde, cuando la trama quedó al descubierto, nada perjudicó
más a Jrushchov a los ojos del mundo que el hecho de haber intentado actuar
de forma subrepticia. «Desde el principio, el proyecto contenía las semillas de
su propio fracaso», diría el general Gribkov.[56]
A lo largo de agosto, mientras estaba de vacaciones en Crimea, Jrushchov
recibió una procesión de visitantes, incluida una delegación cubana de la que
formó parte el Che Guevara. Una vez más, hizo caso omiso del afán de los
cubanos por firmar un tratado de defensa que pudieran hacer público, similar
a los que Estados Unidos tenía con muchos de sus aliados. En lugar de ello,
aseguró a los visitantes, en presencia del mariscal Malinovski, que los

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estadounidenses se verían obligados a aceptar la nueva realidad nuclear: «No
hay de qué preocuparse, no habrá una reacción exagerada de Estados Unidos,
y si hubiera algún problema, pues enviamos la flota del Báltico».[57] Eso era
absurdo, pero el ministro de Defensa soviético parecía tan dispuesto a
creérselo como su jefe.
El 7 de septiembre de 1962, Jrushchov autorizó el envío a Cuba de una
nueva remesa de armas tácticas: tres destacamentos de misiles Luna (FROG
en la designación de la OTAN), que tenían un alcance de más de treinta
kilómetros y se montaban en el chasis de un tanque ligero; 24 iban armados
con explosivos convencionales, y los doce restantes, con ojivas nucleares. Se
incluyeron además 18 lanzadores de misiles de crucero FKR-1, que también
estaban equipados con cabezas nucleares. Este arsenal se convertiría, con
diferencia, en el componente más peligroso del despliegue en cuanto a su
potencial para precipitar una catástrofe global. ¿Por qué enviarlos? Si se los
enviaba era porque se preveía que fuera necesario utilizarlos. Sin recurrir a
semejante fuerza, hubiera sido imposible defender Cuba de una invasión
convencional desde Estados Unidos. El 8 de septiembre, el Estado Mayor de
Malinovski en el Ministerio de Defensa redactó una orden que autorizaba al
general Plíyev a disparar esas armas de acuerdo con su propio criterio en caso
de que se perdiera el contacto con Moscú durante un asalto estadounidense.
Al final, la orden por escrito no se enviaría al comandante soviético, pero eso
en realidad no cambiaba nada, pues ya en julio Jrushchov había otorgado
oralmente esa potestad a Plíyev. Solo más tarde, en el apogeo de la crisis, se
rescindiría la autorización para el uso discrecional de las armas nucleares
tácticas.
También en la primera semana de septiembre comenzaron las obras de
construcción de la base para los misiles R-14 (SS-5 en la designación de la
OTAN) en Guanajay, al oeste de La Habana. Entre tanto, las fuerzas
convencionales continuaban llegando y desplegándose en la isla. De manera
sorprendente, y hasta el día de hoy incomprensible, después de las complejas
medidas de seguridad adoptadas para enviar a Cuba los misiles y el
contingente de fuerzas soviéticas, una vez en Cuba no se hizo ningún esfuerzo
por ocultarlos, ni siquiera el simple tendido de redes de camuflaje. Tiempo
después, Serguéi Mikoyán, que pronto acompañaría a su padre Anastás al
Caribe, diría: «El error del camuflaje fue típicamente ruso: tuvimos que
[hacer el despliegue] deprisa, lo que implicó usar demasiados barcos, y los
estadounidenses se dieron cuenta de ello. Trabajábamos como estábamos
acostumbrados a hacerlo y nunca hablamos con Fidel acerca del camuflaje.

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Fidel dijo [más tarde]: “Si ustedes nos lo hubieran pedido, podríamos haber
disfrazado las bases de misiles como proyectos agrícolas”. Era muy ruso no
solicitar ayuda adicional de expertos».[58] El redactor de discursos de
Jrushchov, Fiódor Burlatski, bromeó: «Somos una sociedad planificada, pero
no una sociedad que planifique de verdad».[59]
Serguéi Jrushchov aseguraría luego que ese fallo causó estupor a su padre,
que inquirió al respecto sin obtener «una respuesta sensata de Plíyev. Nunca
volví a oírle un comentario entusiasta sobre el general o sobre la posibilidad
de concederle el grado de mariscal».[60] Los regimientos de misiles no
recibieron ninguna orden que les hiciera pensar que debían ocultar su
armamento, y dado que en Rusia eso era innecesario, carecían de la
experiencia o el adiestramiento adecuado para hacerlo en Cuba. El caos
mental de los estrategas soviéticos quedó subrayado todavía más con la
decisión de proporcionar munición adicional a los lanzadores de misiles de
alcance intermedio. En caso de una confrontación con Estados Unidos, era
imposible que después de lanzar el primer bombardeo las bases cubanas
sobrevivieran el tiempo suficiente para recargar y disparar de nuevo: los
ingenieros soviéticos no se habían preocupado por reforzar las instalaciones
para proteger el armamento contra ataques aéreos convencionales, mucho
menos contra una represalia nuclear. Semejante cúmulo de errores solo puede
explicarse por una confusión que estaba casi institucionalizada en las fuerzas
armadas soviéticas y que resultó notoria en la planificación y ejecución de la
operación Anádir.
Jrushchov se encontraba en su nueva casa de campo, construida entre los
bosques de pinos de Pitsunda, en la costa del mar Negro, al oriente de Crimea,
y rodeada por un alto muro de hormigón, cuando en la mañana del 5 de
septiembre se le informó de que, al parecer, los estadounidenses se habían
percatado de la llegada de los misiles tierra-aire a Cuba. Esta fue quizá su
última oportunidad de cancelar el despliegue del armamento nuclear, pues los
misiles estratégicos aún no se habían descargado. Si iba a dar marcha atrás, no
tendría mejor ocasión. El líder soviético, sin embargo, optó por seguir
adelante con su plan: en lugar de retroceder, elevó la apuesta. Stewart Udall,
el secretario del Interior de Estados Unidos, que se encontraba entonces de
visita oficial en Rusia recorriendo las centrales eléctricas soviéticas, recibió
una repentina invitación para entrevistarse con el jefe supremo. El 6 de
septiembre, en el ostentoso lujo de la villa —piscina cubierta, alfombras
orientales, jardín japonés en la terraza—, Jrushchov sometió al
estadounidense a una diatriba… sobre Berlín. Reiterando sus conocidas

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amenazas, dijo: «Le daremos [a Kennedy] una opción: ir a la guerra o firmar
un tratado de paz… Ha pasado mucho tiempo desde que ustedes podían
azotarnos como a un niño pequeño; ahora nosotros podemos darles en el
trasero».

El envío a Cuba de la mayoría de los buques de guerra soviéticos designados


para la operación había sido cancelado, en parte porque su abrupta aparición
en el Caribe resultaba incompatible con el pretendido secreto de Anádir. Una
vez cancelado el despliegue naval a gran escala, los principales elementos
restantes del plan original eran los cuatro submarinos de dos mil toneladas de
la clase Foxtrot (en la designación de la OTAN) de la 69.ª Brigada,
construidos con los precarios estándares imperantes en los astilleros
soviéticos: todos tenían graves defectos. Y, además, eran en exceso ruidosos:
los occidentales podían detectar sus turbinas a más de treinta kilómetros de
distancia. Uno de ellos, el B-59, estaba comandado por el capitán Valentín
Savitski, que había asumido el mando de la nave apenas unas horas antes de
zarpar; a bordo viajaba también el jefe de la flotilla, Vasili Arjípov. Un año
antes, este había estado a bordo de un submarino de clase Hotel (en la
designación de la OTAN) que sufrió una importante fuga en el sistema de
refrigeración del reactor nuclear. La crisis creada por el incidente degeneró en
motín, y aunque este fue sofocado y el submarino consiguió llegar a puerto,
ocho miembros de la tripulación murieron poco después y otros más lo harían
en los años siguientes.
A principios de octubre, la flotilla de submarinos partió de la bahía de
Saida, cerca de Múrmansk, con órdenes tan confusas como todas las que
guiaron el despliegue en Cuba. El almirante Vitali Fokin, el primer
subcomandante de la marina soviética, ofreció a los capitanes unas palabras
de despedida con la grandilocuencia característica: «Si os dan una bofetada en
la mejilla izquierda, no dejéis que os den otra en la derecha». Los oficiales
declararían después que no sabían cómo tenían que interpretar la advertencia
de su superior, pero que este parecía estar insinuando que no debían tolerar
insultos de la marina estadounidense. Solo Arjípov y el comandante de la
brigada, Vitali Agafonov, sabían que la flotilla se dirigiría a la bahía de
Mariel en Cuba. Sus subordinados, los capitanes de los submarinos, no
conocieron cuál era su destino hasta entrar en el Atlántico, cuando abrieron
las órdenes selladas que habían recibido. Cada nave llevaba 22 torpedos, uno
de ellos armado con una cabeza nuclear de diez kilotones, casi tan potente

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como la bomba lanzada sobre Hiroshima en 1945. «No nos queda claro por
qué llevamos armas atómicas», le dijo Arjípov a un oficial superior. «Esa es
la directriz: debe familiarizarse con [el torpedo nuclear]», se limitó a replicar
su interlocutor. El jefe de la flotilla no recibió ninguna respuesta cuando
planteó un nuevo interrogante: «¿Cuándo y cómo debemos usarlo?».
Otro de los capitanes de la flotilla, Riurik Ketov, diría luego que el jefe
del Estado Mayor de la Flota del Norte, el almirante Anatoli Rassojo, había
ordenado el uso del «arma especial en los siguientes casos. Primero: si os
bombardean y se produce una brecha en el casco de presión. Segundo: si al
salir a la superficie, os atacan y, de nuevo, se produce una brecha. Y tercero:
¡por orden de Moscú!».[61]
El desorden que acompañó todo el despliegue resulta evidente en el mero
envío de los submarinos, que zarparon sin una noción clara de lo que se
pretendía conseguir con su presencia. El plan original preveía además que un
submarino de la clase Noviembre (en la designación de la OTAN) navegara
directamente debajo del Aleksándrovsk, uno de los buques que transportaba
ojivas nucleares, con el doble propósito de escoltarlo y ocultar su propia
presencia, pero esta idea terminaría descartándose. La flotilla de submarinos
Foxtrot avanzó hacia Cuba usando sus motores eléctricos para alcanzar una
velocidad de entre seis y nueve nudos durante el día, cuando estaban bajo el
agua, y de hasta quince en la noche, cuando salían a la superficie. Alekséi
Dubivko, el capitán del submarino B-36, dijo más tarde: «La jefatura política
determinó el cronograma de nuestra llegada a Cuba y nos atuvimos a ella».
Que el alto mando soviético diera por hecho que los submarinos podrían
llegar a aguas cubanas sin ser detectados era tan absurdo como creer que los
misiles podrían permanecer ocultos en la isla durante dos meses. Antes de que
estallara la crisis, buques de guerra estadounidenses y británicos llevaban días
trazando los movimientos aproximados de los submarinos rusos. Aunque una
tormenta en el Atlántico ralentizó su avance, el temporal también hizo más
difícil que los aviones de reconocimiento los localizaran.
El 13 de octubre, un buque de aprovisionamiento de la marina
estadounidense divisó un submarino en la superficie a doscientos kilómetros
al norte de Caracas, pero en ese momento la tripulación no se percató de la
relevancia del hallazgo. Dos días después, Moscú ordenó a los submarinos
abandonar su avance hacia Mariel y, en lugar de ello, tomar posiciones en el
mar de los Sargazos, a tres días de navegación de Cuba; el impulsor de este
cambio de planes fue, al parecer, el en extremo cauteloso Anastás Mikoyán,
en contra de los deseos del mariscal Malinovski. La opinión de Mikoyán

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prevaleció en el Presídium solo cuando el almirante Serguéi Gorshkov, el
comandante en jefe de la armada soviética, se sumó a la reunión y confirmó
que, una vez que se acercaran a la costa, los submarinos no tenían ninguna
esperanza de seguir sin ser detectados en el Caribe. En el mar de los Sargazos,
las naves pudieron mantener oculta su ubicación exacta a la marina
estadounidense durante los días siguientes, pese a que las condiciones del
trópico las obligaban a salir a la superficie durante treinta y seis horas para
cargar por completo sus baterías, cuando normalmente solo necesitaban entre
diez y doce, debido a lo mucho que se calentaban los electrolitos. Además, los
motores diésel del B-130 sufrieron fallos, mientras que el B-36 tenía una fuga
en la escotilla que le impedía sumergirse por debajo de los sesenta metros, en
lugar de los trescientos para los que estaba diseñado. Los cuatro submarinos
eran una de las piezas más peligrosas del rompecabezas que Jrushchov estaba
armando cerca de la costa de Estados Unidos, y su papel estaba lejos de haber
terminado.

Robert Frost, el emblemático poeta estadounidense, que en 1962 tenía


ochenta y ocho años, había acompañado a Stewart Udall en su gira rusa. El
escritor también había sido invitado a conocer al líder, pero al llegar a Crimea
lo venció la fiebre, de modo que se acostó y dijo que se encontraba demasiado
indispuesto para visitar a Jrushchov.[62] Tan pronto este se enteró de lo
ocurrido, envió a su médico de cabecera para que le examinara y, poco
después, él mismo se acercó al lecho del enfermo y permaneció junto a él
durante noventa minutos. El primer secretario preguntó al poeta si tenía algo
especial que decir, y Frost respondió con una reflexión vigorosa que,
obviamente, había preparado con sumo cuidado. Hizo un llamado a Estados
Unidos y la Unión Soviética a desarrollar una «rivalidad noble», evitando los
errores estúpidos, «las disputas mezquinas y la propaganda deshonesta» que
podían precipitar una catástrofe. Las grandes naciones, dijo con ánimo más
bien fantasioso, «se admiran y no disfrutan menospreciándose unas a otras».
Jrushchov respondió con cortesía y buen juicio y, como correspondía,
halagó al poeta. Una vez que su visitante se marchó, Frost volvió a recostarse
en la cama, exhausto, y le dijo al estadounidense que lo acompañaba: «Bueno,
lo hicimos, ¿no? Es un gran hombre, sin duda». Esa entrevista se había
producido en un momento en que el líder soviético estaba tramando dar a
Estados Unidos la sacudida más brutal de la Guerra Fría, y es probable que
para él el hecho de ser consciente de eso añadiera cierto picante al

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intercambio con Frost, al que dejó hacer el ridículo. A su regreso a Estados
Unidos el 9 de septiembre, la comitiva aterrizó en Idlewild, donde una
multitud de periodistas recibió al anciano vanidoso y agotado pidiéndole sus
impresiones sobre Jrushchov. El poeta causó sensación al afirmar que el
mandatario comunista «dijo que… pensaba que somos demasiado liberales
para luchar… que no haremos nada». Udall quedó horrorizado, en particular
porque sabía que el ruso no había dicho tal cosa. Además, la frase «demasiado
liberales para luchar» Frost la empleaba con frecuencia para burlarse de sus
amigos moderados en Harvard. Lo que no impidió que al día siguiente el
Washington Post incluyera el titular: «Frost dice que Jrushchov considera a
Estados Unidos “demasiado liberal” para defenderse». La persona que se
sintió más herida por el comentario fue el presidente Kennedy, que había
invitado al anciano sabio a leer un poema en su toma de posesión. «¿Por qué
tenía que decir eso?», le preguntó con rabia a Udall.
A finales de septiembre, después de haber recibido el último informe de
los militares sobre el progreso de la operación, Jrushchov, con el entusiasmo
que a menudo había demostrado a medida que se desplegaba el melodrama, le
dijo a Troianovski, su asesor en materia de política exterior: «Pronto se
desatará el infierno».[63] Según cuenta el mismo Troianovski, su respuesta
fue: «Esperemos que el barco no vuelque». El líder soviético reflexionó unos
instantes antes de añadir: «Ahora es demasiado tarde para cambiar algo». En
opinión del asesor, ese fue el primer momento en que su jefe contempló
seriamente el peligro extremo que implicaba el envite en el que él, el vozhd de
la Unión Soviética, había embarcado a su gran país.

Página 213
5
La conmoción

Un misterio que perdura de la crisis de los misiles es por qué, a pesar de los
enormes recursos de los servicios de inteligencia estadounidenses y la
extrema atención prestada a las actividades de los soviéticos en el Caribe, la
Casa Blanca del presidente John Fitzgerald Kennedy tardó en enterarse, o al
menos en reconocer, que la Unión Soviética estaba desplegando armas
nucleares a menos de 150 kilómetros del Estados Unidos continental. El
informe elaborado luego por la junta de inteligencia presidencial concluyó
que «la sorpresa casi total de los servicios de inteligencia… se debió en gran
parte a un fallo del proceso analítico». En resumen, la maquinaria
estadounidense reunió pruebas suficientes de que los soviéticos tenían que
estar tramando algo grande en Cuba, pero no logró deducir qué podía ser. Este
dictamen de la junta es certero, pero solo hasta cierto punto, pues no reconoce
en qué medida las restricciones políticas afectaban la actividad de los
servicios de inteligencia, sobre todo en lo referente a la vigilancia aérea de
Cuba.
Entre julio y septiembre de 1962, las operaciones de vigilancia electrónica
y aérea occidentales detectaron un aumento en el número de buques que
salían tanto del mar de Barents como del mar Negro. No todos los medios de
vigilancia estadounidenses eran tecnológicamente sofisticados: de monitorizar
y fotografiar los barcos soviéticos que pasaban por el canal de la Mancha se
encargaba una avioneta que partía del aeródromo de Lympne, en Kent, y que
había sido alquilada por la embajada de Estados Unidos a una pequeña
empresa local llamada Skyfotos; Gordon Janney, el joven piloto de la
aeronave, tenía veintidós años.[1]
Los estadounidenses advirtieron que un número inusualmente alto de
cargueros se dirigían a Cuba. Sin embargo, Moscú logró ocultar el hecho de
que esos barcos transportaban a decenas de miles de soldados y personal
militar (la CIA, en cambio, calculaba que Rusia apenas había enviado a la isla

Página 214
unos cuatro mil efectivos). La comunidad de inteligencia perdió una
oportunidad importante el 20 de julio, cuando un avión de transporte soviético
se vio obligado a aterrizar de emergencia en Nasáu, en Bahamas, que
entonces todavía formaba parte del Reino Unido. En el aeropuerto, los turistas
estadounidenses se divirtieron fotografiando a los rusos que, vestidos con
camisas a cuadros, se apiñaban en la pista, pero nadie se dio cuenta de que se
trataba de la avanzadilla de los regimientos de misiles soviéticos, que
viajaban a La Habana junto con el médico del general Plíyev. La mayoría de
los analistas estadounidenses creían que los barcos transportaban solo
armamento y material de defensa convencional para las fuerzas de Fidel
Castro, y reconocían que tales refuerzos resultaban lógicos en vista del
declarado compromiso de los soviéticos con la defensa de Cuba y el conocido
interés de la administración Kennedy en derrocar a Castro. En Washington, el
personal del NPIC (el Centro Nacional de Interpretación Fotográfica, por sus
siglas en inglés) acuñó una nueva palabra para describir su trabajo con las
imágenes de los cargueros soviéticos que navegaban hacia Cuba: «cajología».
Su labor consistía en intentar adivinar el contenido de las enormes cajas y
contenedores de madera visibles en las cubiertas de estos barcos. Pasaron
semanas analizando las fotografías sin apenas realizar avances.
A sus treinta y ocho años, la criptógrafa Juanita Moody, una de las pocas
mujeres con un cargo de alto nivel en la Agencia de Seguridad Nacional,
dirigía la sección encargada de la vigilancia de Cuba. Hija de un trabajador
ferroviario de Carolina del Norte convertido en agricultor, creció con ocho
hermanos en una casa alquilada sin electricidad ni agua corriente. Estudiante
de magisterio cuando Estados Unidos entró en la segunda guerra mundial,
pronto se encontró trabajando en análisis criptográfico en Arlington Hall, del
ejército estadounidense. Terminada la guerra, sus superiores la convencieron
de que no regresara a la universidad y, al quedarse, se convirtió en miembro
fundador del centro de análisis criptográfico que en 1952 se convertiría en la
Agencia de Seguridad Nacional. Moody destacó en el aprovechamiento de las
nuevas tecnologías, y en particular de los ordenadores, para el desciframiento
de códigos, y al poco tiempo estaba dirigiendo un gran equipo de analistas al
que de cuando en cuando debía llamar al orden golpeando su escritorio con un
palo de hockey.[2] Operaba en una atmósfera de prejuicio masculino,
ejemplificada por un jefe de la NSA que solía referirse a una oficina en la que
trabajaban algunas jóvenes como «el taller de pintura y carrocería». Estaba
casada con el ejecutivo de una aerolínea, con quien tenía una cabaña de

Página 215
montaña en el valle de Shenandoah, a donde se retiraba para escuchar jazz y
cazar ciervos con una carabina Ruger.
En 1961, poco después de que Moody se hiciera cargo de la vigilancia de
Cuba, ella y sus colegas advirtieron que la seguridad de las comunicaciones
de la isla experimentó una marcada mejoría, una obvia consecuencia de la
tutela rusa. El tráfico inalámbrico, que antes era fácil de leer, ya no lo era: las
fuerzas de Castro habían comenzado a usar un sistema de microondas. La
armada estadounidense desplegó en alta mar tres barcos de vigilancia: el
Oxford, el Belmont y el Liberty (en 1967 este último sería bombardeado por la
fuerza aérea israelí en un famoso incidente durante la guerra de los Seis Días).
Estos, sin embargo, no consiguieron resolver los misterios de los buques
soviéticos que atracaban en puertos cubanos con manifiestos de carga
descaradamente en blanco, de los cargamentos que no coincidían con los
pesos declarados y de las descargas clandestinas en medio de la noche. La
situación «se estaba poniendo cada vez más y más caliente», recordaba
Moody, que a principios de 1962 estaba «realmente asustada». En febrero, en
una decisión sin precedentes, la más reciente valoración de la NSA sobre la
acumulación de fuerzas soviéticas en Cuba, un documento de alto secreto, se
puso en circulación en la amplia comunidad de inteligencia estadounidense, lo
que subrayaba la alarma de la Agencia.
En la primera semana de agosto, comenzaron los trabajos de construcción
de las bases de lanzamiento para los misiles antiaéreos soviéticos en
Matanzas, La Habana, Mariel, Bahía Honda, Santa Lucía, San Julián y La
Coloma. Tan pronto como la Oficina de Estimaciones Nacionales (ONE, por
sus siglas en inglés), el cerebro estratégico de la CIA, logró identificar esas
armas, la tapadera de los soviéticos, es decir, que solo estaban enviando a
Cuba equipos agrícolas, voló por los aires. Las pruebas fotográficas se vieron
reforzadas por el incesante flujo de «HUMINT», o inteligencia de fuentes
humanas, proporcionado por refugiados y exiliados. El entonces subdirector
de la CIA recordaría que al discutir la creciente red de emplazamientos
antiaéreos su jefe, John McCone, dijo: «Si quieren evitar intrusiones [aéreas],
es para proteger algo. Ahora bien: ¿qué diablos es ese algo?».[3] Los misiles
tierra-aire eran entonces un recurso costoso y relativamente escaso que solo se
utilizaba para salvaguardar activos muy valiosos. Los cubanos no poseían
muchas instalaciones, si es que tenían alguna, dignas de semejantes cuidados.
Entre el 10 y el 23 de agosto, McCone advirtió en cuatro ocasiones al
presidente Kennedy sobre la situación, subrayando que personalmente creía
que los soviéticos tenían la intención de desplegar misiles estratégicos en

Página 216
Cuba, una hipótesis que en ese momento muy pocos en la CIA apoyaban.
Sostuvo esta idea el día 17, en una reunión del Consejo de Seguridad
Nacional a la que asistió el presidente. Dean Rusk y Robert McNamara no
estuvieron de acuerdo con él y expresaron su propia opinión, a saber, que la
acumulación de fuerzas comunistas en la isla solo pretendía reforzar las
defensas convencionales de Cuba.
McCone resultaría ser una figura clave en la primera fase de la crisis de
los misiles. Como la mayoría de los pesos pesados de todos los gobiernos
estadounidenses, era un nombramiento político más que un espía de carrera.
Nacido en California en 1902, republicano, ultraconservador, la decisión de
Kennedy de encomendarle la dirección de la CIA había consternado a los
liberales de la administración. Tras la fachada benigna de sus canas, la
reputación de McCone era la de un pirata. Vástago de una rica familia de San
Francisco, en la segunda guerra mundial pasó de la industria siderúrgica a la
construcción naval, y se convirtió en uno de los empresarios que más
prosperaron gracias a la conflagración. Terminado el conflicto, un organismo
de control del Congreso declaró que McCone y sus socios habían obtenido
beneficios por 44 millones de dólares a partir de una inversión de solo cien
mil. En la investigación que se realizó en la posguerra sobre semejantes
ganancias, un representante de la Oficina de Contabilidad General dijo en su
testimonio: «En ningún momento de la historia de las empresas
estadounidenses, tan pocos ganaron tantísimo con tan poco riesgo, y todo a
expensas del contribuyente» (lo que probablemente fuera una referencia
irónica al «nunca tantos debieron tanto a tan pocos» de Winston Churchill).
McCone demostró un entusiasmo histórico, y cuestionable, por las armas
nucleares. En 1956, cuando los científicos del Instituto Tecnológico de
California apoyaron la campaña de Adlai Stevenson para prohibir las pruebas,
el magnate, que era miembro de la junta de la institución, afirmó
públicamente que estos «cerebritos» habían sido engañados por la propaganda
rusa y estaban tratando de «infundir en las mentes de los desinformados el
temor a que la lluvia radiactiva de las pruebas de la bomba H pueda suponer
un peligro para la vida». Aunque él lo negaba, existía la creencia generalizada
de que su intención al hacer tales declaraciones era que se despidiera a los
investigadores.
Católico converso, no veía el comunismo como un error, sino como el
mal. Abrazó la doctrina estratégica de la represalia nuclear masiva. En 1958
se convirtió en presidente de la Comisión de Energía Atómica de Estados
Unidos. Robert Kennedy fue quien promovió su nombramiento en la CIA,

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pues le consideraba un hombre que obtendría resultados y que, además,
podría ayudar a la administración a hacer amigos entre los conservadores
(parte de la estrategia del gobierno para recuperar la confianza tras la renuncia
forzosa de Allen Dulles como consecuencia de la debacle de bahía de
Cochinos). En el cargo, McCone demostró ser más mesurado e imparcial de
lo que temían los hombres de la «nueva frontera», aunque las relaciones de la
CIA con el Departamento de Defensa se mantuvieron tensas: la sombra del
fracaso de la operación Zapata pesaba sobre la reputación de la Agencia, así
como sobre su nueva sede en Langley, Virginia, que había costado 65
millones de dólares. El director entrante, escribió un trabajador de la CIA con
respeto reticente, repasaba cada línea de los documentos e informes «como si
se tratara de una hipoteca corporativa».[4] Inspiraba miedo por su
temperamento irascible, y resentimiento debido a su gusto por los adornos del
cargo, entre los que destacaba un Cadillac personalizado.
El 22 de agosto, McCone presentó a Kennedy un memorando especulativo
sobre la probabilidad de que Rusia desplegara en Cuba misiles balísticos de
mediano alcance (MRBM). Al día siguiente, en una reunión con el presidente,
en la que estuvieron presentes Rusk, McNamara, Taylor y Bundy, entre otros,
el director de la CIA volvió a argumentar que la única justificación creíble
para instalar sistemas de misiles tierra-aire en la isla era ofrecer protección a
las bases de MRBM, si bien reconoció que se trataba de un juicio subjetivo
(pese a que luego su hipótesis se revelaría correcta, las pruebas disponibles en
ese momento no la respaldaban). En una entrevista concedida en 1988,
McCone dijo: «No veíamos los misiles ofensivos. Estaban los barcos, pero no
teníamos agentes en los barcos; sin embargo, hay cosas que puedes deducir».
[5]
Más tarde ese mismo día, McCone viajaría fuera de Washington, a donde
no regresaría durante un mes. Primero voló a Seattle, donde se casó con
Theiline McGee, una viuda de treinta y nueve años. Luego, partió con su
pareja a una larga luna de miel en Francia (en compañía, lo que no resultaba
precisamente congruente, de un equipo de comunicaciones de la CIA).
Aunque no cabe duda de que McCone estaba en lo cierto cuando afirmaba
luego que él había sido el primero en hacer sonar las alarmas sobre lo que
estaba ocurriendo en Cuba, parece razonable suponer que si hubiera previsto
que la confrontación con la Unión Soviética era inminente, no se habría
marchado al extranjero durante tanto tiempo, por muy seductores que fueran
los encantos de su nueva esposa. Por otro lado, en las reuniones de finales de
agosto con el gobierno realizó una propuesta que no contribuyó en nada
aumentar su credibilidad, y en cambio sí le distanció de los miembros más

Página 218
responsables de la administración, a saber, lanzar un falso ataque castrista
contra la base estadounidense de la bahía de Guantánamo que les sirviera
como pretexto para justificar el derrocamiento por la fuerza del régimen de La
Habana.[6]
Mientras su jefe estaba de luna de miel, los analistas de la CIA
continuaron trabajando horas extras. El 29 de agosto, vieron las fotografías
tomadas por un U-2 de un nuevo emplazamiento de misiles antiaéreos
soviéticos cerca de la ciudad de Banes, en la costa oriental de la isla. El 1 de
septiembre, la URSS anunció un acuerdo para proporcionar armas y técnicos
militares a Castro; y cuando en una rueda de prensa se le preguntó a Kennedy
qué tenía que decir al respecto, el presidente dijo que Estados Unidos
emplearía «cualquier medio necesario» para prevenir una agresión, pero que
«los indicios sugieren que el refuerzo militar de Cuba no posee una capacidad
ofensiva significativa».
¿Por qué el gobierno de Estados Unidos se mostró reacio a prestar
atención a los indicios circunstanciales de las intenciones de los soviéticos en
Cuba? Muchos conservadores de relieve, entre ellos algunos pertenecientes a
la comunidad de inteligencia y las fuerzas militares, harían luego alarde de la
rabia que les producía la supuesta ingenuidad de los hermanos Kennedy. No
obstante, es posible defender que procedieron con honestidad. En primer
lugar, aunque McCone y los halcones demostraron tener razón en los temores
que manifestaron en agosto, también es cierto que los servicios de inteligencia
estadounidenses en su conjunto se equivocaban a menudo y pecaban con
frecuencia de alarmistas. Los jefes de la CIA habían sido artífices de la
tremenda locura que había sido la invasión de bahía de Cochinos. Algunas
indicaciones sobre los misiles soviéticos provenían de los exiliados y
disidentes cubanos que la Agencia utilizaba como informantes, que por lo
general estaban siempre buscando aguijonear o asustar a Estados Unidos para
que lanzara una invasión. John F. Kennedy, por motivos admirables, deseaba
la distensión con la Unión Soviética: no crear nuevos problemas. En enero de
1961, cuando se le enseñó el borrador del discurso de toma de posesión de
JFK, Walter Lippmann propuso que al referirse a los rusos se reemplazara la
palabra «enemigo» por «adversario», una sugerencia que Kennedy no solo
aceptó ese día, sino que aplicó el resto de su vida.[7] El despliegue nuclear en
Cuba suponía una ruptura extraordinaria respecto a la cautela estratégica que
hasta entonces había caracterizado a los soviéticos (pese a las bravatas en que
solían envolverla en sus declaraciones públicas). Cuando por fin la existencia
de los misiles quedó al descubierto, algunos de los pensadores estratégicos

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más perspicaces de Occidente se declararon asombrados por la temeridad de
Moscú.
Además, con el trasfondo que ofrecían no solo la operación Zapata, sino
también la operación Mangosta, puesta en marcha tras el fracaso de la
primera, los Kennedy sabían mejor que nadie que el régimen de Castro y sus
mentores soviéticos tenían todas las razones del mundo para temer los planes
de Estados Unidos. En el otoño de 1962, las fuerzas armadas estadounidenses,
y en especial la USAF, se consumían de impaciencia por enfrentarse al
enemigo, asaltar a Cuba y partirles la cara a los soviéticos. Sin buscar una
autorización de nivel superior, el general Curtis LeMay, el jefe del Estado
Mayor de la fuerza aérea, ordenó la creación de un centro de mando para un
potencial ataque a Cuba en la base aérea de Homestead, Florida.[8] La 55.ª Ala
de Reconocimiento Estratégico del SAC (Comando Aéreo Estratégico, por
sus siglas en inglés) había estado realizando salidas de nueve y diez horas
alrededor de Cuba desde el 12 de septiembre, operaciones con nombres en
clave como «Causa común» y «Tinta azul». El general de división Richard
Ellis, el segundo de LeMay, referiría más tarde que, previendo las posibles
operaciones contra Castro, se almacenó de forma discreta combustible y
munición en varias bases aéreas del sureste de Estados Unidos, con el visto
bueno (y unilateral) del jefe de la fuerza aérea.[9]
Jack Merrell, oriundo de Pensilvania y graduado de West Point, que
entonces, a sus cuarenta y siete años, ostentaba el grado de teniente general,
describió la extraordinaria concentración de fuerzas que la USAF tenía en
Florida antes de que estallara la crisis: «Tuvimos que concentrar una
tremenda cantidad de fuerzas y comprar muchísimos equipos, en parte de
forma casi encubierta, pues no queríamos que hubiera demasiada información
general acerca de cuánto estábamos planeando hacer en Cuba, de modo que
tuve que ir al Congreso unas cuantas veces, tras bambalinas, digamos, y
explicar a varios de los presidentes de los distintos comités —como el Comité
de Servicios Armados y Asignaciones, tanto de la Cámara como del Senado
— qué teníamos que hacer y por qué teníamos que hacerlo, y por lo general
ellos nos daban permiso para reprogramar los fondos».[10] Desde el 14 de
septiembre, los aviones RB-47 de la 55.ª Ala de Reconocimiento Estratégico
del SAC, especializados en espionaje electrónico (o ELINT), estaban
vigilando la actividad de los soviéticos en Cuba y, en particular, los radares de
control de tiro Fruit Set (según la denominación de la OTAN).
Entre tanto, los equipos de desembarco de batallón (BLT, por sus siglas
en inglés) de los marines practicaban asaltos anfibios en la isla de Vieques,

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frente a la costa oriental de Puerto Rico, para derrocar al ficticio dictador
«Ortsac». El portaaviones Essex, recién salido de los astilleros de la marina en
Brooklyn, donde estaba siendo reparado, zarpó de Nueva York el 25 de
septiembre y llegó a Guantánamo el 19 de octubre para que su tripulación,
que incluía mucho personal nuevo, recibiera un curso de actualización. El
portaaviones Independence zarpó de Norfolk, Virginia, el 11 de octubre con
una escolta de destructores, seguido por el Enterprise el día 19. El grupo
formado por estos dos últimos gigantes, junto con sus buques escoltas y
algunos escuadrones aéreos de apoyo de las bases costeras, se designó como
«Fuerza especial 135». El día 13, dos grupos aéreos de la infantería de marina
se desplegaron en Cayo Hueso (Florida) y Puerto Rico. Los aviones de la
armada que patrullaban el océano despegaban no solo desde los portaaviones,
sino también desde aeródromos ubicados, entre otros lugares, en Argentia,
Terranova; Lajes, en las Azores portuguesas; las islas Bermudas; Roosevelt
Roads, Puerto Rico; Guantánamo, Cuba; y distintas bases del oeste del
Estados Unidos continental.
Dada la intensidad y visibilidad de la actividad militar y naval
estadounidense en las proximidades de Cuba semanas antes de que se revelara
el despliegue de los misiles, el gobierno carecía de legitimidad para oponerse
a que los soviéticos rearmaran a los cubanos con el fin de proteger el régimen
de Castro. El único sentido en el que el presidente sin duda pecó de
ingenuidad fue que cometió un error clásico en las relaciones internacionales:
esperar que su adversario pensara y actuara como él. Siendo el Kremlin
consciente de la debilidad nuclear de la URSS, Kennedy supuso que era
posible disuadir a los líderes soviéticos de enviar armamento ofensivo a la isla
mediante la firmeza de sus advertencias, tanto en público como en privado,
acerca de la seriedad con la que Estados Unidos vería tal acción.
Para la Casa Blanca era obvio que un despliegue de misiles estratégicos
debía desencadenar una respuesta drástica y, quizá, violenta, y el presidente
supuso que esta realidad sería igualmente evidente para el Kremlin. Sin
embargo, la realidad de Jrushchov no coincidía con la realidad de Kennedy.
John Hughes, que en el momento de la crisis era el asistente especial del
director de la Agencia de Inteligencia de Defensa, el teniente general Joseph
Carroll, escribiría más tarde que el mayor obstáculo para desarrollar una
alerta estratégica es «la tendencia de la mente humana a dar por sentado que
el statu quo se mantendrá… Las naciones no atribuyen a sus adversarios
potenciales la voluntad de realizar acciones inesperadas».

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A finales de agosto, Anatoli Dobrynin se reunió en privado con Ted
Sorensen, el principal asesor político del presidente, quien le manifestó lo
importante que era para la administración que la Unión Soviética moderara su
retórica ahora que se acercaban las elecciones de mitad de mandato, pues las
amenazas escandalosas solo ayudaban a los republicanos.[11] Unos días
después, el embajador informó a la Casa Blanca de que Moscú entendía la
preocupación del presidente y no daría ningún paso que pudiera contribuir a
aumentar la tensión, en especial con respecto a Berlín, antes de los comicios.
Dobrynin ignoraba por completo el plan nuclear del Kremlin en Cuba, de
modo que, según escribió más tarde, «la promesa de Jrushchov de no
complicar la situación internacional… fue un engaño deliberado». Kennedy,
no obstante, se lo tragó.[12]
La Casa Blanca comenzó a centrar su atención en el espectro de un
despliegue de misiles balísticos soviéticos casi a regañadientes, en respuesta a
las insistentes declaraciones públicas sobre el tema del senador republicano
por Nueva York Kenneth Keating. Las fuentes de Keating nunca han sido
identificadas. Es posible que pertenecieran a Defensa o a la comunidad de
inteligencia, pero también es verosímil que fueran refugiados cubanos o,
incluso, el exembajador de Alemania Occidental en Cuba, Karl von Spreti.
Este último había sido informado por los servicios de inteligencia de su
propio país de que los soviéticos estaban planeando un nuevo despliegue de
misiles y, en septiembre, en Washington, acudió a la CIA con un relato acerca
de la presencia de armas nucleares en la isla de Castro al que no se prestó
atención por considerarlo demasiado fantasioso. En teoría, habría sido
después de eso cuando el diplomático alemán abordó a Keating en el
Capitolio.[13] El senador hizo una sucesión de declaraciones en las que
acusaba a la administración de responder con negligencia, o no responder en
absoluto, al aumento de la potencia militar soviética. Abogado exitoso,
Keating había adoptado una dura postura anticomunista, pero no era en
absoluto un extremista: en 1964, tendría el valor de negarse a respaldar la
candidatura a la presidencia de su copartidario Barry Goldwater.
En septiembre de 1962, Kennedy sabía que Keating estaba hablando con
personas informadas, pues el 29 de agosto un avión U-2 había tomado
fotografías que mostraban ocho nuevos emplazamientos de misiles tierra-aire
en Cuba. El presidente ordenó al general Marshall «Pat» Carter, que se
ocupaba de dirigir la CIA en ausencia de su jefe, John McCone, que pusiera
las imágenes obtenidas por el U-2 «en una caja y ciérrela con clavos» para
mantener el secreto más estricto. Con todo, sabía que el silencio no sería

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suficiente por mucho tiempo y le pidió a Dean Rusk que redactara una
declaración sobre la respuesta del gobierno de Estados Unidos al despliegue
soviético de sistemas antiaéreos.
El 4 de septiembre, primero a la hora de comer y después por la tarde, un
grupo presidido por Kennedy se reunió dos veces en la Casa Blanca para
decidir cómo responder a las acusaciones de Keating. A la luz de lo que
ocurrió después, resulta claro que fueron reuniones importantes, en las que se
dijeron cosas importantes. Dean Rusk afirmó: «Que los soviéticos pongan
cualquier armamento con una capacidad ofensiva significativa en manos de
un régimen que se autoproclama hostil supondría un desafío de envergadura
directo a este hemisferio y exigiría una acción inmediata y apropiada».
McGeorge Bundy advirtió de que «no queremos ponernos en una posición en
la que el grupo [de Keating] nos asuste». Sin embargo, Robert McNamara
respaldó a Rusk y dijo que el envío de cazas MiG-21 a Cuba era un motivo
adicional de preocupación. Bundy estuvo de acuerdo en que el despliegue de
los misiles antiaéreos parecía un punto de inflexión.
McNamara habló con una sabiduría y previsión considerables.
Desaconsejó realizar una declaración pública demasiado explícita hasta saber
con exactitud qué tipo de armas estaban instalando los soviéticos en Cuba:
mencionó la posibilidad de que estas fueran nucleares, aunque no que
pudieran ser misiles balísticos de alcance medio e intermedio. También
insistió en la importancia de formular una respuesta clara antes de que una
amenaza semejante se materializara. Bundy consideró que no era necesario
que Estados Unidos reaccionara de forma directa al despliegue de sistemas de
defensa antiaérea o misiles tácticos tierra-tierra. Rusk no estaba de acuerdo:
temía que tales armas pudieran cambiar la balanza y frustrar una posible
invasión estadounidense, si esa opción se revelaba inevitable. McNamara
respondió, de nuevo de manera clarividente, que si el gobierno se planteaba
un futuro bloqueo para impedir la llegada de armamento soviético a la isla,
«¿por qué no hacerlo ya?». El presidente intervino: «Porque creemos que
entonces ellos podrían intentar bloquear Berlín». Rusk dijo: «La
configuración en Cuba sigue siendo defensiva». Tanto él como McNamara
sugirieron la posibilidad de pedir al Congreso autorización para llamar a las
fuerzas de la reserva, aunque no estaban seguros de si dar a ese paso un perfil
alto o bajo, presentarlo de tal manera que dominara los titulares o no. Fuera
como fuese, los soviéticos deberían entender el mensaje.
Kennedy concluyó proponiendo convocar a la prensa para una sesión
informativa extraoficial y luego, en la noche, hacer una declaración pública.

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Bundy recelaba de esa opción: «Sugeriría que seamos muy cuidadosos, señor
presidente… porque las implicaciones son de la mayor gravedad». Kennedy
desestimó la advertencia: «Así es, pero… no podemos permitirnos que
alguien dé a conocer esta historia antes que nosotros». El mandatario continuó
señalando que el problema que representaba Cuba no desaparecería en el
corto plazo: era sensato suponer que los soviéticos proseguirían con el rearme
de la isla. Él mismo pensaba que la presencia de misiles tierra-tierra constituía
una amenaza tan seria a un futuro desembarco estadounidense que resultaba
inaceptable: «La doctrina Monroe no se aplica como en el pasado; pero aún
tenemos nuestras responsabilidades… Hay ciertas cosas que supondrían una
violación de la seguridad nacional, y que nos obligarían a tomar las medidas
apropiadas, y esas cosas serían el emplazamiento de misiles tierra-tierra o la
instalación de una base de armas nucleares».
Dean Rusk dijo que le parecía acertado que cuando el presidente se
dirigiera al pueblo estadounidense señalara que el país tenía responsabilidades
globales; que la cuestión de Cuba no podía pensarse o abordarse de manera
aislada, como quizá podía hacerse antes de la segunda guerra mundial:
«Tenemos un millón de hombres en el extranjero haciendo frente al bloque
soviético y esto forma parte de esa confrontación. Eso es lo que hace que la
situación sea tan angustiosamente difícil». Bobby Kennedy respondió: «Sí, lo
entiendo. Por tanto, creo que en realidad tenemos que resolver si la
instalación de misiles tierra-tierra en Cuba es el paso ante el que de verdad
tenemos que plantar cara, y entender el riesgo que estaremos corriendo con
ello. Todo lo que hagamos, ya sea en el Sureste Asiático, en Berlín, en Cuba o
donde sea, tendrá algún efecto sobre lo que haga la Unión Soviética en otros
lugares». El grupo retornó entonces a la redacción del comunicado de prensa.
Rusk se opuso a que este especificara las armas nucleares como línea roja:
«Crearíamos un pánico que en este momento los hechos no justifican». En
lugar de plantear al Kremlin exigencias específicas que, siendo públicas,
podían atrapar a los soviéticos en una posición de la que les resultaría
imposible retirarse sin sufrir humillación, el secretario de Estado propuso
lanzar una advertencia general a Moscú.
Un rato después, el presidente abandonó la reunión y la redacción del
documento continuó bajo la dirección de Robert Kennedy. Sin embargo, el
fiscal general pronto debió ausentarse también para asistir a una cita con el
embajador Anatoli Dobrynin. La misión soviética estaba ubicada en una
antigua mansión de cuatro plantas en la Calle 16, tres manzanas al norte de la
Casa Blanca, un edificio comprado en 1913 por el gobierno de la Rusia

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zarista a la familia de George Pullman, el fabricante de los coches cama. En
1962, trabajaban allí un centenar de diplomáticos y miembros del personal,
que se apiñaban incómodos detrás de ventanas tapiadas para mantener a raya
a los espías estadounidenses. Dobrynin describiría su propio despacho de la
segunda planta como «una celda sin ventanas». El embajador, que conocía
bien el país, vivía con notable informalidad. Los fines de semana, por
ejemplo, solía pasear en coche con su familia conduciendo él mismo; y
únicamente aceptó un guardaespaldas cuando las manifestaciones
antisoviéticas se tornaron más agresivas, e incluso entonces solo a
regañadientes. Compartía con el embajador búlgaro el triste honor de, según
decían, ser los enviados peor pagados en Washington.
Dobrynin era uno de los pocos diplomáticos soviéticos que tenían la
seguridad en sí mismos necesaria para reunirse a solas con los
estadounidenses, incluido el presidente. Seis meses antes, cuando presentó sus
credenciales, John F. Kennedy le llevó personalmente a los despachos de Mac
Bundy, Ted Sorensen y Pierre Salinger, a los que lo presentó «con apuntes
graciosos» sobre cada uno. También bromeó sobre lo mucho que envidiaba a
los jefes de Dobrynin en el Kremlin, que no tenían que preocuparse por la
prensa: «Haga lo que haga, el 80 % de los medios estadounidenses saldrán en
mi contra».[14] En una recepción posterior en la Casa Blanca, el mandatario le
presentó a su hermano Robert como «un experto en contactos confidenciales
con la Unión Soviética» con el que el embajador debería familiarizarse.
Era una alusión a los diálogos «paralelos», extraoficiales, del fiscal
general con los rusos. Robert F. Kennedy se acostumbraría a ser el hombre
clave de la administración en conversaciones en las que, si fuera necesario, el
gobierno podía negar cualquier implicación, en particular a través de
Dobrynin y de Gueorgui Bolshakov. Este último hablaba inglés con fluidez y
era, en teoría, el jefe de la agencia de noticias TASS en Estados Unidos, pero
como coronel del GRU, la inteligencia militar soviética, su verdadera función
era mantener el contacto con Robert Kennedy y el secretario de prensa de la
Casa Blanca, Pierre Salinger: entre mayo de 1961 y diciembre de 1962, se
entrevistó con el hermano del presidente 51 veces. Los servicios de
inteligencia estadounidenses y los jefes del FBI advirtieron al fiscal general
de que el ruso se dedicaba a diseminar desinformación, pero el hermano del
presidente deseaba creer que en verdad disfrutaba de una relación privilegiada
y de confianza con este. En el otro bando, Gromiko, el ministro de Asuntos
Exteriores de la URSS, también veía con malos ojos a Bolshakov; en su
opinión, el espía era un intermediario torpe que con frecuencia tergiversaba la

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posición de los estadounidenses. Además, deploraba el hecho de que trabajara
a órdenes del Ministerio de Defensa, no del suyo. No obstante, el hombre de
la TASS tenía amigos poderosos en Moscú, en particular Anastás Mikoyán y
Alekséi Adzhubéi, el yerno de Jrushchov. En noviembre de 1961, Robert F.
Kennedy le contó a su hermano que Bolshakov aseguraba que el líder
comunista estaba «kennedizando» el gobierno de la Unión Soviética,
«atrayendo a jóvenes con una nueva vitalidad, con nuevas ideas». El
presidente se rio: «Deberíamos “jrushchovizar” el gobierno estadounidense»,
dijo.[15]
Por su parte, el desventurado Dobrynin nunca sabía con exactitud qué le
decía Bolshakov a Bobby Kennedy o a Salinger ni, tampoco, qué le decían
estos a él. En la tarde del 4 de septiembre, el fiscal general le expresó al
embajador la profunda preocupación del gobierno estadounidense por el
despliegue de misiles en Cuba. El diplomático respondió que la isla tenía
derecho a defenderse y que la Unión Soviética era partidaria de un tratado de
no proliferación nuclear. Dobrynin no confirmó ni negó los informes acerca
de los misiles, «ya que no tenía ninguna información sobre ellos… En ese
momento la idea de estacionar nuestros misiles nucleares en Cuba me parecía
inimaginable».[16] Después de la reunión, en la que el hermano del presidente
dejó en claro cuán seria era la alarma de Washington, el embajador solicitó
con urgencia instrucciones a Moscú. La respuesta que recibió del Ministerio
de Asuntos Exteriores fue: «Debe confirmar que en Cuba solo hay armas
soviéticas defensivas». Idénticas instrucciones se le proporcionaron a
Bolshakov, al que se autorizó a vincular el nombre de Jrushchov a tales
garantías en sus conversaciones con los estadounidenses. Dobrynin lamentó la
«manía por el secreto» de su propio gobierno, que se manifestaba incluso en
los endebles canales paralelos entre Washington y Moscú.[17]
Robert F. Kennedy aseguraría luego que al salir de ese encuentro con
Dobrynin el 4 de septiembre estaba convencido de una cosa: que los rusos
instalaran armas nucleares en Cuba era solo cuestión de tiempo. Si eso es
cierto, resulta todavía más sorprendente que la administración actuara con
tanta lentitud a partir de entonces. A las cuatro de la tarde de ese mismo día,
cuando la cúpula de la administración volvió a reunirse en la Casa Blanca, los
jefes del Estado Mayor de las fuerzas armadas se sumaron a la cita. El
presidente advirtió a los presentes lo importante que era no alimentar la
obsesión por Cuba: «El mayor peligro es la Unión Soviética, con sus misiles y
ojivas nucleares, no Cuba: esa es la cuestión. No queremos que todo el mundo
se concentre ahora en Cuba». Su intención era recordarles a los

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estadounidenses que la isla de Castro era solo uno entre los muchos lugares
espeluznantes del planeta. Con todo, después de eso invitó al jefe de la fuerza
aérea, el general Curtis LeMay, a informar sobre la viabilidad de destruir los
sistemas de defensa antiaérea desde el aire. Kennedy le preguntó: «¿Sería una
operación difícil?». El aviador respondió de manera tan sucinta como tópica e
idiota: «No, señor».
Una de las expresiones militares peor concebidas del siglo XX fue «ataque
aéreo quirúrgico». La fórmula sugería una capacidad de destruir con una
precisión rara vez alcanzada por cualquier fuerza aérea, en cualquier
conflicto. Los mandos de la USAF que en 1962 abogaron por el uso de la
fuerza de forma rápida y extrema (algunos de los cuales después de la crisis
siguieron defendiendo con entusiasmo la idea de bombardear, invadir y
ocupar Cuba) tuvieron unos años más tarde la oportunidad de poner a prueba
de manera exhaustiva sus tesis en Indochina. El poderío aéreo de Estados
Unidos rara vez logró allí, por no decir nunca, los resultados expeditos y
concluyentes que LeMay aseguraba que podía lograr en el Caribe.
A las cinco de la tarde, terminada la reunión, Kennedy organizó un
encuentro con los líderes del Congreso, en la que Pat Carter les informó sobre
los misiles antiaéreos soviéticos. En respuesta a las preguntas de los
asistentes, incluso LeMay admitió que tales armas eran de carácter defensivo,
no ofensivo. Y cuando el senador Alexander Wiley, de Wisconsin, exigió que
se le dijera si lo que la administración estaba proponiendo era «sencillamente
quedarnos quietos y dejar a Cuba seguir adelante», el presidente respondió
que, mientras se considerara que el armamento soviético estaba destinado a
proteger la isla, su opinión era que una intervención armada por parte de
Estados Unidos sería «un error… Tenemos que mantener una cierta
proporción: estamos hablando de sesenta cazas MiG [proporcionados a
Castro], estamos hablando de algunos misiles tierra-aire que, desde la isla, no
representan una amenaza para nuestro país. No estamos hablando de ojivas
nucleares. Tenemos una situación muy difícil en Berlín. Tenemos una
situación difícil en el Sureste Asiático y en muchos otros lugares».
Wiley preguntó entonces sobre la opción de imponer un bloqueo.
Kennedy respondió: «Bueno, un bloqueo también es una operación militar
importante. Es un acto de guerra… No hay garantías de que con eso logremos
derribar a Castro durante muchos, muchos meses… Tendríamos gente
muriendo de hambre y todo lo demás… Berlín, es obvio, también sería
bloqueada». El presidente concluyó señalando que él creía que la crisis de
Berlín entonces en curso llegaría a «alguna especie de clímax este otoño» y

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que, entre tanto, no estaba dispuesto a comprometer a Estados Unidos en el
Caribe: «Sé que muchas personas quieren invadir Cuba. Pero hoy me opongo
a ello».
En respuesta a otras preguntas espinosas de los visitantes, entre quienes
estaban los senadores Mike Mansfield y William Fulbright, recordó el
precedente de la invasión anglo-franco-israelí de Egipto en 1956, cuando los
rusos aprovecharon que la atención del mundo entero estaba concentrada en la
debacle para aplastar con brutalidad la revolución húngara. El senador
Richard Russell advirtió al mandatario que la opinión pública estadounidense
era en extremo sensible a la cuestión de Cuba: «Tiene el carácter de una
ofensa al orgullo nacional [risas] y hay también algo de personal. Está tan
cerca… Un [estadounidense] no se dejará alterar por algo que suceda en
Berlín, mucho menos en Hungría o en alguna otra parte del mundo, pero se
enfadará por Cuba».
Poco después, cuando el presidente informó a Everett Dirksen, el líder de
la minoría en el Senado, sobre su intención de solicitar la autorización del
Congreso para llamar a 150.000 reservistas, el republicano reafirmó los
argumentos del demócrata Russell al subrayar que el presidente debía dejar en
claro que se estaba tomando esa medida en respuesta a la situación de Cuba.
Russell dijo que él mismo había visitado hacía poco una gran fábrica, en la
que se topó con que «lo único de lo que la gente quería hablar… [era] Cuba.
Así que esto está muy presente en la mente del hombre medio, y por ello
tendrá usted que ir al grano en cualquier declaración que haga; de lo
contrario, habrá un caos infernal», debido a la impopularidad de la llamada a
filas de los reservistas y las perturbaciones que traería consigo.
Esa noche, Pierre Salinger, el rechoncho y extravagante secretario de
prensa del presidente, tan adicto a los cigarros como Fidel Castro y un
pianista de primera, leyó a los periodistas una declaración de la Casa Blanca
que comenzaba diciendo: «Todos los estadounidenses, así como todos
nuestros amigos en este hemisferio, hemos estado preocupados por los
recientes movimientos de la Unión Soviética para reforzar el poder militar del
régimen de Castro en Cuba». A continuación, el documento detallaba la
acumulación de armas y militares soviéticos en la isla y ofrecía un inventario
liderado por los cazas MiG y los misiles tierra-aire que estaba muy por debajo
de la realidad. La declaración decía de forma explícita que no había pruebas
del despliegue de armas ofensivas que amenazaran a Estados Unidos. La
conclusión rezaba: «La cuestión de Cuba ha de considerarse parte del desafío
mundial planteado por las amenazas a la paz comunistas… Continúa siendo la

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política de Estados Unidos que no debe permitirse al régimen de Castro
exportar sus propósitos hostiles por la fuerza o la amenaza de la fuerza. Se le
impedirá, por el medio que sea necesario, emprender acciones contra
cualquier parte del hemisferio occidental. Estados Unidos, en colaboración
con otros países del hemisferio, se asegurará de que el fortalecimiento militar
cubano, que será una pesada carga para el infeliz pueblo de Cuba, no sea nada
más». A las 19.35, Kennedy dio por terminadas las labores oficiales del día y
se fue a nadar en la piscina cubierta de la Casa Blanca.
Estos eventos y conversaciones del 4 de septiembre son importantes en
muchos niveles. En primer lugar, establecieron los parámetros de la política
de Estados Unidos que se mantendrían durante la crisis que terminaría
estallando seis semanas después. La administración Kennedy no tomaría
medidas militares ante el envío de armamento de defensa soviético a Cuba.
Sin embargo, sí lo haría si Moscú intentaba instalar armas ofensivas que
amenazaran el continente. En el horizonte político se avecinaban, en
noviembre, las elecciones legislativas de mitad de mandato. Más allá, en
1964, estaba la campaña para la reelección presidencial de Kennedy. Esos
importantes factores de ámbito interno suponían una presión para la Casa
Blanca, que necesitaba que se la viera fuerte, tanto en Cuba como en Berlín e
Indochina. Ningún presidente estadounidense, y mucho menos el hombre
relativamente joven elegido por un estrecho margen en noviembre de 1960,
podía permitirse decirle al país que Cuba, Castro y sus amigos rusos armados
con misiles nucleares carecían de relevancia. Kennedy lideraba una nación
esquizofrénica que no acaba de decidir si debía disfrutar del sol de un triunfo
económico y un poderío estratégico como el mundo nunca había visto o, por
el contrario, cavar búnkeres cada vez más profundos para protegerse del mal,
encarnado en unos enemigos envidiosos que estaban en condiciones de
destruir todo aquello que amaba.
Los hombres sentados alrededor de la mesa de la Casa Blanca el 4 de
septiembre, y en los días y semanas posteriores, eran conscientes de todos
esos factores. Un tema omnipresente en la presidencia de Kennedy fue la
tensión entre, por un lado, su optimismo privado, su buen juicio, su
racionalidad y su muy fundamentado sentido de la proporcionalidad; y, por
otro, el imperativo político que exigía gestos (y, de hecho, políticas concretas)
para mitigar los impulsos considerablemente diferentes de la América
profunda. John Kenneth Galbraith recordaba a Kennedy diciendo, más tarde,
en el contexto de Vietnam: «Hay un número limitado de concesiones que es
posible hacer a los comunistas en un año para luego sobrevivir en política».

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Es probable que esa consideración estuviera ya presente en sus pensamientos,
y de forma particularmente vívida, al abordar la cuestión de Cuba en el otoño
de 1962. No obstante, el 5 de septiembre, Arthur Schlesinger, tras la lectura
de los informes de inteligencia que describían los planes preliminares para
una invasión de la isla, escribió un memorando dirigido al presidente en el
que le aconsejaba la máxima precaución: «Cuba se convertiría en nuestra
Argelia», donde los franceses acababan de perder una guerra sanguinaria
contra los nacionalistas locales.[18] Fue en parte como consecuencia de su
permanente cautela en todo lo relacionado con Cuba por lo que el historiador
se vio marginado durante el gran debate que ya era inminente.
Ese día, el análisis de las nuevas imágenes de la base de la fuerza aérea
cubana en Santa Clara revelaba cazas MiG-21 (aeronaves capaces de volar a
más de 18.000 metros de altura y de alcanzar una velocidad de 1.600
kilómetros por hora) armados con misiles infrarrojos aire-aire, así como con
cohetes y cañones. Al día siguiente, John McCone interrumpió brevemente su
luna de miel en Francia para invitar a Mac Bundy, que se encontraba de paso
por París, a dar un paseo con él. El director de la CIA advirtió al asesor
presidencial de que los soviéticos se proponían desplegar misiles ofensivos,
un mensaje que repitió en los telegramas que envió a sus subordinados en
Langley. McCone estaba convencido de que tenía razón y remitió tantísimos
cables al respecto durante su luna de miel que un empleado de la CIA llegó a
dudar «de que el anciano sepa qué hacer en una luna de miel».[19]
Antes de partir a Francia, McCone había ordenado que se vigilara a diario
Cuba con los U-2. Esas instrucciones fueron revocadas por Rusk y
McNamara, que temían que los comunistas derribaran otro avión espía: el 8
de septiembre un U-2 de la fuerza aérea de la República de China (Taiwán)
había sido destruido por un misil soviético sobre la China continental.
Además, informaron a Langley de que McCone carecía de autoridad para
ordenar tales vuelos por iniciativa propia, aunque continuó instando a que se
realizaran, cosa que también hizo Robert Kennedy. El 10 de septiembre,
durante una reunión en Washington en la que Rusk volvió a expresar su
inquietud por el carácter provocador de las incursiones de los aviones espía, el
hermano del presidente le miró casi con desdén y le preguntó: «¿Qué pasa,
Dean? ¿Eres un gallina?». La crisis no contribuyó a aumentar el respeto de los
Kennedy por el secretario de Estado: les gustaba citar la observación de John
K. Galbraith, en una carta a JFK desde la embajada de Estados Unidos en
Delhi, de que tratar de comunicarse con él a través de Rusk era «como tratar
de fornicar a través de un colchón».[20]

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Hubo siete millones de ausentes de cada una de las conversaciones que
tuvieron lugar en Estados Unidos: el pueblo cubano. Tanto quienes tomaban
las decisiones allí como sus electores daban por hecho que los cubanos,
convertidos en los desventurados prisioneros de un dictador comunista, eran
ahora títeres de la Unión Soviética, y su actuación partió de esa suposición.
Los pensamientos reales y los posibles deseos de la población de la isla nunca
se tuvieron en cuenta durante esos días y meses en los que miles de ellos
habrían podido morir como consecuencia de las decisiones adoptadas en
Washington. En ningún momento se consideró posible que, después de
décadas de servidumbre a los Estados Unidos, los cubanos hubieran optado
por soportar los sacrificios impuestos por una servidumbre alternativa a Fidel
y la asociación con los rusos. Ciro Bianchi era entonces el hijo adolescente de
un obrero de la construcción de La Habana: «La gente tenía una convicción
fuerte y un fervor muy grande, y no creo que fuera porque pensáramos que la
Unión Soviética iba a ayudarnos, sino porque confiábamos en el líder de la
Revolución, Fidel Castro. Cuba como potencia soberana tenía derecho a tener
esas armas nucleares».[21]
Nadie en las altas esferas de Estados Unidos (y lo mismo puede decirse de
muchos europeos) se planteó siquiera la posibilidad de que, como afirma Ciro
Bianchi, el gobierno cubano estuviera legitimado para autorizar a la Unión
Soviética a instalar los misiles, como antes los británicos, los italianos y los
turcos habían invitado a Estados Unidos a hacer lo mismo en sus territorios.
Incluso John F. Kennedy aceptaba como algo dado que correspondía a
Estados Unidos emplear su enorme poder hemisférico para decidir e imponer
lo que era o no permisible en el suelo de las naciones vecinas.
Por otro lado, Washington gastaba miles de millones de dólares en
defensa e inteligencia, pero a principios de septiembre su conocimiento de
decisiones tomadas por el Kremlin y por el régimen de Castro, así como de
los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Cuba, era entre pobre e
inexistente. En el caso de La Habana, ese conocimiento se fundaba
principalmente en los cables enviados por las misiones diplomáticas del
Reino Unido, Brasil, Chile y Países Bajos. En cada giro de la crisis que se
avecinaba, Kennedy y sus asesores no podían hacer mucho más que intentar
adivinar qué estaban pensando sus enemigos. Este problema no se
circunscribía al Caribe: más tarde en Vietnam y, ya en el siglo XXI, en Irán,
Irak, Afganistán y la crisis ucraniana, la inteligencia precisa y útil acerca de la
mentalidad de los adversarios siguió siendo exigua. Una y otra vez, los

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gobiernos han tomado decisiones trascendentales a partir de información
errónea. La falibilidad de las gigantescas maquinarias de recopilación de
información estatales desconcierta a los historiadores, y todas las naciones
han sufrido sus consecuencias de forma regular. Todo mandatario sensato ha
de escuchar a los jefes de sus servicios de inteligencia, pero ninguno debería
formarse un juicio en cuestiones críticas solo con base en sus aseveraciones.
Por último, incluso después de reconocer los fallos a los que acabamos de
referirnos, la calidad de las discusiones dentro de la Casa Blanca, tanto en
estos primeros momentos como después, resulta impresionante. Esos
intercambios nos muestran a hombres de las más altas habilidades
reflexionando sobre las opciones a su disposición, en su mayoría con gran
prudencia (lo que, no obstante, no puede decirse de todos y, en particular, de
los militares). David Halberstam tituló con ironía su gran libro sobre los
orígenes de la pesadilla que fue la guerra de Vietnam The Best and the
Brightest («Los mejores y los más brillantes»), porque esos mismos tíos
inteligentísimos cometieron más tarde errores de juicio tremendos sobre
Indochina, errores que costaron cientos de miles de vidas. Con todo, el mundo
tiene motivos para recordar con respeto a los líderes que se sentaron alrededor
de las mesas de la Casa Blanca durante la crisis que estaba a punto de estallar,
y esto se aplica incluso a aquellos que se equivocaron. Quienes duden de esta
afirmación deberían preguntarse: en algún momento de la historia de la Unión
Soviética o de la actual Federación Rusa, ¿se han llevado a cabo dentro del
Kremlin debates de una apertura remotamente comparable?
Aun quienes ven con escepticismo algunas de las tesis y tácticas de
Estados Unidos durante la Guerra Fría, en especial con relación a Cuba,
deberían reconocer la irresponsabilidad del juego que Jrushchov había elegido
jugar y de la actitud arrogante y orgullosa que mantuvo mientras su plan
cubano se desarrollaba. El líder soviético se convenció a sí mismo de que
estaba realizando una maniobra inteligente y maravillosamente sutil. Mientras
él se reunía con Stewart Udall y Robert Frost en el mar Negro, en Moscú el
mariscal Malinovski redactaba una recomendación para reforzar la fuerza
expedicionaria enviada a Cuba con bombarderos con capacidad nuclear
Iliushin Il-28, así como con misiles Luna (para su uso táctico en caso de
invasión estadounidense) y misiles de crucero FKR-1, unos y otros equipados
con ojivas tanto nucleares como convencionales. Jrushchov aprobó el 7 de
septiembre el envío de esas unidades, lo que constituía una respuesta
desafiante a la advertencia pública que el presidente Kennedy había hecho
tres días antes: ante la amenaza de una intervención estadounidense en Cuba,

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la Unión Soviética estaba desplegando en la isla armas para librar una guerra
nuclear que aumentaban el riesgo de que un choque en el Caribe tuviera
consecuencias catastróficas.
El mariscal Malinovski aumentó todavía más la apuesta al enviar al
general Plíyev nuevas órdenes en las que se reconocía explícitamente la
posibilidad de usar tales armas para repeler un ataque estadounidense. Según
decían estas, las fuerzas soviéticas debían estar preparadas «para, a la señal de
Moscú, lanzar un ataque con misiles nucleares a los objetivos más
importantes» en Estados Unidos. El 8 de septiembre, el general recibió un
mensaje del Estado Mayor a Plíyev en el que se planteaba la eventualidad de
que se perdiera la comunicación entre Moscú y La Habana en caso de un
desembarco anfibio estadounidense: en tales circunstancias, decía el mensaje,
«se le permite tomar su propia decisión y utilizar los medios nucleares de los
Luna, los Il-28 o los [misiles de crucero] FKR-1 como instrumentos de guerra
local para la destrucción del enemigo en tierra y a lo largo de la costa… y
para la defensa de la República de Cuba».[22] Tras recibir unas ordenes
formuladas en semejante lenguaje, ¿cómo no iban Plíyev y sus oficiales a
imaginar que se avecinaba una confrontación con las fuerzas de Estados
Unidos? ¿Cómo no iban a creer que en cualquier momento tendrían que
luchar por sus vidas?
El 17 de septiembre, el presidente autorizó sobrevolar con un U-2 la isla
de Pinos, frente a la costa de Cuba, pero la «compacta nubosidad» obligó al
piloto a abortar la misión (a pesar de todas las maravillas del avión espía, los
lentes de su cámara solo podían capturar lo que era visible bajo el fuselaje).
Al día siguiente, Sherman Kent, el jefe de la Oficina de Estimaciones
Nacionales (ONE), la célula de clarividentes de la CIA, presidió una reunión
en la que invitó a todo su equipo a hacer comentarios y dar sus opiniones
personales sobre la idea de McCone de que los soviéticos estaban instalando
en Cuba misiles de carácter ofensivo. La última «Estimación especial de
inteligencia nacional» (SNIE, por sus siglas en inglés) cuestionaba esa tesis y
consideraba que era más verosímil que los soviéticos estuvieran construyendo
allí una base de submarinos. Uno de los presentes en la reunión, Kenneth
Absher, recuerda que nadie apoyó la opinión de McCone.
Graduado de la Universidad de Yale y veterano de la Oficina de Servicios
Estratégicos (OSS), el servicio de inteligencia estadounidense durante de la
segunda guerra mundial, Sherman Kent masticaba tabaco y tenía preferencia
por las corbatas llamativas, que usaba sueltas con camisas de cuello abierto.
En una ocasión un colega le describió como «quizá el practicante más

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destacado del arte del análisis en la historia de la inteligencia
estadounidense».[23] Ese día, en la reunión de la ONE que había convocado,
dijo: «No podemos limitarnos a decirle al presidente que creemos que los
soviéticos pondrán misiles en Cuba porque Jrushchov es un hijo de puta. El
presidente ya sabe que es un hijo de puta». Y añadió que, sencillamente, no
tenían pruebas que respaldaran la corazonada de McCone. Kent escribiría
después un ensayo en el que mencionaba la falta de inteligencia de fuentes
humanas procedente de Cuba disponible el 18 de septiembre (más tarde en la
Agencia se recibirían varios informes de HUMINT relevantes).[24]
Su entonces subordinado, Kenneth Absher, subraya un argumento más
importante: la ONE presentó su valoración del 18 de septiembre dando por
hecho que los U-2 seguían sobrevolando la isla con regularidad sin encontrar
indicios de la presencia de misiles estratégicos. Eso no era así: los U-2 no
habían llevado a cabo misiones exitosas. Kennedy y sus cortesanos afirmarían
luego que no había nada que la administración hubiera podido hacer de
manera diferente si el despliegue de los misiles se hubiera descubierto antes
de lo que se hizo. Sin embargo, si los aviones espía hubieran estado volando
entonces sobre el oeste de Cuba, habrían revelado la existencia de los misiles
antes de que estos estuvieran cerca de ser operativos.
Durante las semanas que siguieron, Kennedy mantuvo su política
declarada de conciliar la firmeza de propósito, en una perspectiva global, con
la cautela táctica. El 15 de septiembre, dijo a los periodistas que no había
justificación para que Estados Unidos lanzara de forma unilateral una acción
militar contra Cuba. No respondió a la resolución del Senado del 20 de
septiembre, aprobada por 86 votos contra 1, que autorizaba el uso de la fuerza
contra la isla si las armas instaladas allí por una potencia extranjera
amenazaban la seguridad de Estados Unidos. En la CIA, tras la reunión
presidida por Sherman Kent, el equipo de la ONE entregó su nuevo informe
SNIE, que concluía que un despliegue de misiles balísticos nucleares en Cuba
«sería incompatible tanto con la práctica soviética hasta la fecha como con la
política soviética según la valoramos en la actualidad. Indicaría una voluntad
mucho mayor de aumentar el nivel de riesgo en las relaciones entre Estados
Unidos y la URSS de la que hasta el momento han demostrado los
soviéticos».
En una carta fechada el 28 de septiembre, Jrushchov volvió a amenazar a
Kennedy con imponer su solución para Berlín: «La situación anormal en
Berlín Oeste debe acabar». Se trataba de un engaño deliberado para distraer la
atención del mandatario y alejarla de Cuba, si bien la misiva también se

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quejaba de las amenazas de Estados Unidos contra la isla, que «permiten
sacar la conclusión de que Estados Unidos está visiblemente dispuesto a
asumir la responsabilidad de desencadenar una guerra nuclear». La carta
evidencia la temeridad que caracterizaba los pasos del Kremlin. Cuanto de
forma más espectacular y cínica los soviéticos consiguieran engañar a los
estadounidenses con su conducta, mayor sería la rabia de los segundos cuando
la trama quedara al descubierto. También el 28 de septiembre, McNamara
regresó de una visita a Berlín para informar de que las tensiones allí estaban
al nivel de las de Corea una década atrás, durante la guerra.
El presidente había convocado a la Casa Blanca a Charles «Chip» Bohlen
y Llewellyn Thompson, dos de los embajadores de Estados Unidos en la
Unión Soviética más recientes y respetados. Anatoli Dobrynin describió a
Thompson como «el mejor embajador de Estados Unidos en Moscú durante
toda la Guerra Fría».[25] Kennedy les recordó las palabras que apenas unas
semanas antes Robert Frost había atribuido a Jrushchov, que, según el poeta,
pensaba que Estados Unidos era «demasiado liberal para luchar», una frase
que todavía escocía. «¿Por qué [el líder soviético] diría algo así?», preguntó el
presidente a los diplomáticos. Jrushchov, respondió Bohlen, probablemente
«piensa que la situación militar local en Berlín le favorece por completo» y
que el temor a una guerra nuclear podría hacer «retroceder» a Estados
Unidos; en otras palabras, que si se actuaba contra Berlín Oeste «habría un
gran alboroto y muchos gritos, pero no pasaría nada».
En cuanto a Cuba, la opinión de Bohlen era que Castro estaba nervioso
por la posibilidad de un ataque estadounidense, sobre todo después de que los
rusos rechazaran su solicitud de unirse al Pacto de Varsovia. El presidente
intervino para preguntar por la negativa del Kremlin: ¿por qué? El
exembajador respondió: «Porque esto es demasiado para los rusos, que no
están seguros de lo que Estados Unidos podría hacer… y no quieren
comprometerse a ir a la guerra por Cuba… [Sin embargo] la mente rusa no
tiene la más mínima comprensión de nuestro proceso político. Ellos en verdad
piensan que el presidente es una especie de dictador de Estados Unidos y que,
por ende, puede hacer lo que quiera». Bohlen, perspicaz, también aventuró
que el líder soviético estaba sintiendo el calor de la presión ideológica de
Mao: «Los chinos no han cesado de atacar a Jrushchov desde la izquierda, y
es la primera vez en la historia bolchevique que sucede algo así».
Kennedy expresó su temor de que, si Estados Unidos hubiera invadido
Cuba tras bahía de Cochinos, los rusos habrían tomado Berlín Oeste en
represalia. «Bueno, podrían haberlo hecho, señor presidente», respondió el

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diplomático, «y eso podría haber desencadenado una guerra general. Sin
embargo, creo que la situación está llegando a un punto en el que hay
demasiados lugares… donde, si realizamos cierto tipo de acciones por la
fuerza, los rusos pueden tomar represalias. Creo que tendemos a dejar que la
situación de Berlín domine todo nuestro proceder. Pero eso es con claridad lo
que los rusos intentan lograr».
Desde su punto de vista, el objetivo de Jrushchov había sido en todo
momento poner a prueba la determinación de Estados Unidos, pero sin correr
el riesgo de provocar una guerra abierta, una opinión que compartía
Llewellyn Thompson. Kennedy concluyó la reunión diciendo: «Supongo que
todo se reduce a… una cuestión de cómo lo convencemos de que existe el
riesgo» de una guerra general. Este era, por supuesto, el angustioso debate
que formaba el núcleo de la crisis de octubre.
La CIA recibió entre finales de septiembre y principios de octubre tres
informes de HUMINT provenientes de Cuba que resultaron significativos y
relevantes. El primero era de una fuente que describía un encuentro ocurrido
el 9 de septiembre con el piloto personal de Castro, quien habría dicho que
«tenemos misiles guiados con un alcance de más de sesenta kilómetros, tanto
tierra-tierra como tierra-aire… También hay muchas rampas móviles para [el
lanzamiento] de cohetes de alcance intermedio. [Los estadounidenses] no
saben lo que les espera».[26] Debido a retrasos en la transmisión, este informe
no circuló hasta el 20 de septiembre, pero convenció a Kenneth Absher, al
menos, de que las corazonadas de McCone eran correctas. Una segunda pieza
de información procedía del interrogatorio de un refugiado que afirmaba
haber visto, la noche del 12 de septiembre, en Marianao, un municipio de la
provincia de La Habana, veinte camiones con remolques larguísimos,
conducidos por rusos vestidos de civil. El hombre dibujó bocetos de los
artefactos en forma de misiles que transportaban los remolques. Cuando se le
mostró una imagen de un SS-4 (R-12, para los soviéticos), el testigo hizo una
identificación positiva. Este informe se difundió apenas el 27 de septiembre.
El tercer fragmento de HUMINT, que se distribuyó el 1 de octubre, señalaba
que el 7 de septiembre una gran área en la provincia de Pinar del Río había
sido declarada zona militar restringida y que allí «se están realizando trabajos
muy secretos e importantes, que se cree que están relacionados con misiles».
Esta información se transmitió en una carta escrita en código y enviada por
correo a una dirección falsa en «una ciudad extranjera».
Ya el 1 de octubre, más de dos semanas antes de que se descubrieran los
misiles soviéticos en Cuba, McNamara advirtió a la armada estadounidense,

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en la persona del comandante en jefe de la Flota del Atlántico, el almirante
Robert Dennison, que debía «estar preparada para instaurar un bloqueo a
Cuba». Esa misma noche, Dennison ordenó a sus oficiales que «tomaran
todas las medidas viables necesarias para garantizar la máxima preparación
para la ejecución [de los planes de ataque aéreo] para el 20 de octubre». El 3
de octubre, McCone, tras volver de su luna de miel, convocó una reunión del
«Grupo especial sobre Cuba», a la que asistieron Rusk, Bundy y McNamara.
En ese encuentro, el director de la CIA manifestó la rabia feroz y la profunda
consternación que le causaba el hecho de que no se hubieran realizado
sobrevuelos exitosos con los U-2; y dijo que informaría al presidente de que
era imposible sostener que no había prueba de la presencia de misiles
ofensivos, cuando ningún avión espía estadounidense había conseguido
fotografiar las áreas clave del oeste de Cuba. Rusk, sin embargo, seguía
todavía resistiéndose con obstinación a los sobrevuelos: como muchos
miembros de las altas esferas de la política exterior de Estados Unidos, seguía
obsesionado por el recuerdo de la humillación que había supuesto en 1960 el
derribo del U-2 sobre territorio de la URSS. Bundy abogó por la técnica de la
fotografía periférica, que podía hacerse volando frente a la costa a altitudes
relativamente bajas. McCone insistió, con razón, en que eso no serviría para
obtener la información que necesitaban.
El 6 de octubre, Robert Kennedy se reunió con Gueorgui Bolshakov, que
le contó que recientemente, durante sus vacaciones en el mar Negro, se había
reunido con Jrushchov y Mikoyán. El primer secretario lo había autorizado a
asegurarle al presidente que «no se emplazará en Cuba ningún misil capaz de
llegar a Estados Unidos»; en la isla solo se estaban instalando sistemas de
defensa tierra-aire. ¿Por qué Jrushchov eligió despilfarrar tantísimo capital
diplomático en su relación con Estados Unidos transmitiéndole al presidente,
a través de su hermano, lo que de forma inequívoca no eran más que
mentiras? Todas las naciones se mienten ocasionalmente las unas a las otras,
tanto en público como en privado: John F. Kennedy y sus colaboradores más
cercanos habían dicho muchas mentiras después de bahía de Cochinos. En el
contexto de septiembre-octubre de 1962, la respuesta más verosímil es que el
líder soviético creía que el premio estratégico al que aspiraba (la derrota
aplastante infligida al joven presidente estadounidense) bien valía la quiebra
de la confianza entre Washington y Moscú. La consecuencia, como escribió
más tarde Ted Sorensen, fue que, habiendo confiado en el canal Bolshakov
«para obtener información privada directa de Jrushchov, [el presidente] se
sintió personalmente engañado» y en efecto lo había sido.

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En Washington, con las elecciones de mitad de mandato aproximándose,
Cuba cobró una importancia creciente a medida que aumentaban las pruebas
de la actividad soviética en la isla. El Times de Londres publicó un reportaje
que llevaba por título: «Cuba domina las elecciones estadounidenses. La
cautela se torna impopular mientras la presión sobre el señor Kennedy se
acumula».[27] El principal corresponsal del periódico en Estados Unidos
reflexionaba: «El testimonio del subsecretario de Estado, el señor George
Ball, de que Cuba no representa una amenaza militar para Estados Unidos se
ignora debido a una especie de extraña miopía nacional que impide una
perspectiva clara y desapasionada de Cuba. Se trata de una enfermedad que ha
aquejado a la república casi desde su nacimiento; incluso Thomas Jefferson…
pensaba que Cuba debería pertenecer a Estados Unidos». El periodista del
Times señalaba que eran los estadounidenses, no los rusos, quienes mantenían
una gran base militar en la isla.
Esta perspectiva era característica del escepticismo con que en el Reino
Unido y, de hecho, en toda Europa se veía la «obsesión» de Estados Unidos
con Cuba. En Washington, sin embargo, la paciencia se había agotado. En el
Capitolio, un número creciente de legisladores discutían inquietos acerca de
lo que se percibía como una amenaza. El 6 de octubre, por ejemplo, el
republicano Bob Dole, representante por Kansas y entonces prácticamente un
novato, escribió una nota en el Congressional Record, el diario oficial del
Congreso: «Hoy, a solo 150 kilómetros de Estados Unidos, técnicos
soviéticos están instalando misiles antiaéreos… resulta cada vez más evidente
que la Unión Soviética está estableciendo una base en el hemisferio
occidental desde la que algún día podría lanzar un ataque contra Estados
Unidos. ¿Quién puede asegurar que el siguiente paso no será la instalación de
misiles balísticos de alcance corto e intermedio?».[28]
La presión a la que estaba sometida la Casa Blanca para que tomara
medidas se estaba tornando insoportable. La CIA, aun en contra de los deseos
de Rusk y McNamara, había enviado U-2 a sobrevolar la isla los días 17, 26 y
29 de septiembre, pero ninguna de esas misiones había tenido éxito. Dos
vuelos periféricos realizados los días 5 y 7 de octubre no cubrieron las
regiones críticas del occidente de Cuba, y el segundo, además, tuvo que ser
abortado por un problema de combustible. Para todos los protagonistas era
claro que había pasado el momento de andarse con tacto en lo relativo al
reconocimiento aéreo. El 9 de octubre, en una nueva reunión del grupo de
política sobre Cuba, el director de «Actividades Especiales» de la CIA, el
coronel Jack Ledford, que acababa de ocupar el cargo, brindó información

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sobre el riesgo que suponían para los «pájaros» estadounidenses los sistemas
de defensa antiaérea soviéticos. La Agencia calculaba que había una
posibilidad entre seis de que un U-2 fuera derribado; las probabilidades reales
eran mucho menores si los rusos tomaban la decisión de destruir al intruso.
Sin embargo, ningún otro avión o dron estadounidense estaba en condiciones
de hacer el trabajo. Se acordó que debían realizarse cuatro sobrevuelos breves
de norte a sur, uno de los cuales se dirigiría de inmediato a la parte occidental
de la isla, junto con la otra área que en los informes de HUMINT se
identificaba como posible base de misiles.
Se produjo una petulante disputa entre la CIA y la USAF, acerca de qué
personal debería realizar los sobrevuelos, lo que hizo que Mac Bundy
comentara con irritación a Pat Carter, de la CIA: «Parece una pelea de niños».
Al final, se acordó que los pilotos de la fuerza área se encargarían de las
futuras misiones en Cuba, pues dado el riesgo de perder un avión, se
consideró inaceptable que a bordo se encontrara uno de los pilotos civiles
contratados por la CIA. La USAF contaba con dos aviadores veteranos en
misiones de reconocimiento que tenían alguna experiencia con los U-2, los
comandantes Rudy Anderson y Steve Heyser. El primero de ellos, sin
embargo, se estaba recuperando de una lesión en el hombro y, por tanto, fue
Heyser quien el 10 de octubre se trasladó a la base Edwards de la fuerza aérea
en California, donde se encontraban los «pájaros» espía de la CIA.
Al día siguiente, 11 de octubre, John McCone le mostró al presidente
fotografías en las que sobre la cubierta de un buque soviético (que para esa
fecha ya había llegado a La Habana) podían verse los contenedores en los que
presumiblemente se transportaban los bombarderos Il-28. Kennedy solicitó al
director de la CIA que silenciara esa información hasta después de las
elecciones de mitad de mandato, para las que para entonces faltaba menos de
un mes, con el fin de no elevar todavía más la presión arterial de la nación; y
cuando este le dijo que eso era imposible, pues las fotos ya habían sido
remitidas a varias sedes de las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia,
el presidente le pidió que procurara no darle demasiada importancia al asunto.
El foco de la acción se desplazó ahora a una desolada pista de aterrizaje
en California donde estaba estacionado uno de los mayores logros
aeronáuticos de Estados Unidos, un avión con un motor y una cabina capaces
de operar mucho más alto que cualquier otra aeronave tripulada en el mundo.
Steve Heyser, de treinta y cinco años, pasó dos días familiarizándose con la
tecnología mientras esperaba que los cielos sobre Cuba se despejaran. En la
base Edwards, subsistía aún una gran confusión logística sobre quién estaba a

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cargo de la operación: la USAF había enviado a su propio equipo de
lanzamiento para la misión, lo que desplazó a los técnicos de la CIA. Heyser,
por su parte, tenía una inmensa experiencia. Veterano de la guerra de Corea,
estaba ahora comprometido con la primera de lo que se convertiría en una
serie histórica de incursiones fotográficas sobre Cuba. Su montura era un U-
2F, con motores de mayor potencia que le permitían alcanzar 1.500 metros de
altitud más que el modelo estándar. El avión, propiedad de la CIA, se repintó
de forma apresurada con una nueva identificación: «USAF 66675». En la
noche del 13 de octubre, dos horas antes del despegue, Heyser comenzó a
ponerse su traje presurizado y a ensamblar de forma minuciosa su equipo. Por
último, media hora antes de la medianoche, subió la escalera hasta la cabina
de la aeronave. Después de elevarse en el cielo nocturno para la misión 3101
de la que se bautizó como operación «Brass Knob» (Pomo de latón), mantuvo
la radio silenciada durante el largo viaje a Cuba, respirando oxígeno al 100 %.
«Se encontró con el sol sobre el golfo de México y voló sobre el canal de
Yucatán antes de girar hacia el norte para penetrar en territorio prohibido»,
escribe el historiador del U-2 Chris Pocock. «El clima fue aproximadamente
el pronosticado: nubosidad del 25 %. Estaba volando en el perfil de altitud
máxima y, para entonces, el U-2F había alcanzado los 22.000 metros. No
dejaba estela. Heyser había recibido instrucciones de vigilar el visor de deriva
en busca de cazas cubanos o, peor aún, de un SA-2 [la designación de la
OTAN para los misiles tierra-aire S-75]. En tal caso, se le indicó, debía girar
con rapidez hacia él y luego alejarse volando en eses, lo que, con suerte,
rompería el seguimiento por radar del misil».[29]
Heyser viró para atravesar la isla. Su enorme cámara «B», con una
longitud focal de noventa centímetros, había sido programada con antelación
en tierra y lo único que el piloto podía hacer, si lo creía conveniente, era
alterar el ángulo de la lente: vertical, oblicuo bajo u oblicuo alto. La cámara
estaba provista de dos latas con 15.000 metros de película que exponía
fotogramas de 22 por 22 centímetros. Cada rollo tomaba fotografías desde
siete posiciones diferentes para producir una imagen compuesta de 44
centímetros cuadrados. En la cabina, el piloto oía el ruido sordo que hacía la
cámara cada vez que cambiaba automáticamente de ángulo para cubrir una
gran franja del terreno que sobrevolaba. La resolución de las imágenes era
asombrosa: con buen tiempo, era posible distinguir objetos de menos de un
metro cuadrado a ras de suelo.
Heyser, que llevaba seis años en el programa U-2, dijo que la incursión en
Cuba era «el tipo de trabajo para el que nos habíamos estado preparando

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durante todo ese tiempo… parecían las actividades de cualquier otro día,
salvo que era imposible dejar de pensar que se trataba de algo muchísimo más
importante».[30] El avión hizo una única pasada sobre Cuba, que duró apenas
siete minutos, en «un día excepcionalmente bueno desde el punto de vista
meteorológico». Para alivio infinito del piloto, consiguió completar el
sobrevuelo sin interferencia de las defensas terrestres, a las que durante doce
minutos había sido vulnerable. Luego viró hacia el norte para aterrizar en la
base McCoy de la fuerza área, en Orlando, Florida, a las 09.20, siete horas
después de haber despegado.
Heyser había expuesto 928 fotogramas. Las ocho latas que contenían las
imágenes de su cámara principal fueron llevadas personalmente a Washington
por el jefe de inteligencia del Comando Aéreo Estratégico (SAC), el brigadier
Robert Smith, que viajó a bordo de un avión KC-135. Cuando aterrizó, se
produjo otra pequeña y absurda disputa territorial: los oficiales enviados para
llevar la película para su procesamiento en el NAVPIC (Centro Naval de
Interpretación Fotográfica, por sus siglas en inglés), una instalación de la
armada en Suitland, Maryland, no figuraban en la lista de destinatarios
autorizados que portaba Smith. Todos tuvieron que esperar treinta minutos
allí hasta que el problema quedó resuelto.[31] El procesamiento de las
imágenes, llevado a cabo durante la noche del domingo, fue una tarea ardua,
pues fue necesario producir duplicados en acetato transparente para que
pudieran examinarse en las mesas de luz.
Solo a media mañana del lunes llegaron las imágenes al Centro Nacional
de Inteligencia Fotográfica en el edificio Steuart, una anodina dependencia
gubernamental de cuatro plantas sobre una sala de exposición de coches en la
intersección de las calles 5 y K de la capital estadounidense. Entre tanto, el
general de división Robert Breitweiser, jefe adjunto para inteligencia del
Estado Mayor de la USAF, despertó temprano, se dirigió al Pentágono y
esperó fuera de las oficinas de Robert McNamara y Max Taylor para
informarlos de su llegada. Aunque las fotos aún no habían sido sometidas a
un análisis, «era evidente que iban a causar alboroto, y así fue».[32]
Las imágenes de baja resolución de la cámara del rastreador de
navegación del U-2 habían sido desviadas a la base Offutt de la fuerza aérea
en Nebraska, el cuartel general del SAC, y en cuestión de horas los analistas
del general Power las estaban estudiando de forma independiente. Los jefes
de los bombarderos buscarían luego que se les reconociera el mérito de haber
sido los primeros en detectar los misiles en Cuba tras el vuelo de Heyser.[33]
No obstante, en la actualidad los expertos en la historia del U-2 rechazan

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como inverosímil esta versión de los hechos, que solo subraya las enconadas
rivalidades existentes dentro del sistema de defensa estadounidense.
Mientras tanto, en Washington, McNamara, Taylor y Breitweiser,
conscientes de que algo grande se avecinaba, dejaron el Pentágono para sus
reuniones con la CIA, a las que se dirigieron cada uno en su propio coche
«para evitar dar la impresión de mucha actividad frenética, aunque lo cierto es
que era frenética». El aviador formaba parte de los muchos oficiales en
servicio que aún resentían la negativa de los Kennedy a autorizar el apoyo
aéreo a la invasión de bahía de Cochinos. Según se cuenta, el 1 de mayo de
1961, cuando se produjo el primero de lo que se convirtió en una plaga de
secuestros de aviones civiles estadounidenses, desviados a Cuba por
partidarios de Castro, el presidente habría insinuado a la USAF que sus cazas
podían disparar delante del morro de los aviones para convencer a los
secuestradores de que aterrizaran, un comentario que solo suscitó desprecio
entre los jefes del aire.[34] Dieciocho meses después, estos seguían poniendo
en duda que el principal ocupante de la Casa Blanca tuviera las pelotas que le
habían faltado durante la operación Zapata.
Las imágenes del U-2 fueron examinadas en el NPIC por tres equipos
formados por parejas pertenecientes a distintas agencias de las fuerzas
armadas, encabezados por Vince Direnzo, de la CIA, que era oriundo de
Pensilvania y entonces tenía treinta y tres años. Esa mañana del 15 de octubre,
mientras los intérpretes miraban sus mesas de luz con entusiasmo y alarma
crecientes, la tensión en el edificio Steuart era palpable. Al parecer fue el
mismo Direnzo quien se concentró en la extraordinaria longitud de los
grandes tubos visibles en algunos fotogramas que mostraban las bases
soviéticas en Cuba. En ninguna misión de reconocimiento anterior se había
visto nada semejante: eran mucho más grandes que los misiles tierra-aire de
defensa antiaérea. En el archivo, el experto en misiles Jay Quantrill encontró
imágenes de misiles balísticos de alcance medio soviéticos SS-4 (según la
designación de la OTAN) desfilando por las calles de Moscú en las
celebraciones del Primero de Mayo. Los tubos que el comandante Heyser
había fotografiado el día anterior se parecían asombrosamente a esos misiles
capaces de lanzar ojivas nucleares a objetivos en todo el sureste de Estados
Unidos y llegar hasta lugares como Cincinnati, Houston y Washington D. C.
Para confirmarlo, los estadounidenses recurrieron a los notables dosieres
de inteligencia técnica que les había proporcionado el coronel Oleg
Penkovski, un oficial del GRU convertido en agente doble. Entre 1961 y
1962, Penkovski transformó por completo la comprensión que Washington

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tenía de la capacidad nuclear soviética y se erigió en la fuente más importante
obtenida por la inteligencia occidental hasta ese momento en la Guerra Fría.
[35] La CIA gestionaba al especialista en cohetes de cuarenta y dos años junto

con el SIS (el Servicio de Inteligencia Secreto del Reino Unido, más conocido
como MI6); su principal mensajero era el empresario galés Greville Wynne.
El hombre del GRU había pasado a los occidentales 111 rollos de película que
contenían diez mil páginas de documentos, incluidos los manuales de
operación de los misiles SS-4 y SS-5, antes de ser traicionado por un doble
agente estadounidense en el verano de 1962, cuando la contrainteligencia
soviética empezó a someterle a una estrecha vigilancia.
La importancia de Penkovski radicaba en que su información establecía,
con gran riqueza de detalles, que el arsenal nuclear de la Unión Soviética era
mucho menos potente de lo que Jrushchov siempre había hecho creer. De
acuerdo con un destacado oficial de la inteligencia británica, el ruso «en
verdad cambió la forma en que veíamos las cosas. Resolvió muchos misterios.
Nuestras percepciones entonces estaban bastante equivocadas». Los U-2
habían sobrevolado la Unión Soviética entre julio de 1956 y mayo de 1960.
En agosto de ese último año, el primer satélite Discoverer comenzó a orbitar
la Tierra y proporcionar una cobertura detallada sin precedentes de las
instalaciones a lo largo y ancho del territorio soviético. Desde un primer
momento, los estadounidenses quedaron desconcertados al no conseguir
identificar ningún misil balístico intercontinental (ICBM), y fue solo al cabo
de un tiempo cuando comprendieron por fin que eso se debía a que, en contra
de lo que Jrushchov repetía en tono jactancioso, la URSS no contaba con tales
armas en ese momento. Solo después, y con gran lentitud, desplegarían los
soviéticos un modesto inventario de misiles balísticos intercontinentales: en
septiembre de 1961, la CIA realizó «una fuerte revisión a la baja de nuestra
estimación de la fuerza soviética». Los datos de Penkovski permitieron a los
fotointérpretes de la NSA evaluar las armas reveladas por las imágenes del
comandante Heyser, y su juicio pronto se vio reforzado por fotografías
adicionales tomadas durante los días siguientes. A las 17.30 del 15 de octubre,
Direnzo informó al jefe del NPIC, Arthur Lundahl: «Tenemos MRBM en
Cuba». Lundahl transmitió la noticia a la sede central de la CIA en Langley y
al subsecretario de Defensa Roswell Gilpatric.
Resulta difícil exagerar el trauma que causó el descubrimiento en el
restringidísimo círculo de políticos y miembros de los servicios de
inteligencia que tuvieron acceso a la noticia entre el 15 y el 16 de octubre. En
la CIA, el equipo de la ONE respondió con «conmoción e ira», según el

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testimonio de Kenneth Absher.[36] Se habían dejado engañar. Los líderes
estadounidenses habían cometido un error cardinal, en especial a ojos de los
republicanos, al confiar en las declaraciones de un líder soviético. A partir de
ese momento, dos comités de la comunidad de inteligencia, el GMAIC y el
JAEIC —respectivamente, por sus siglas en inglés, el Comité de Inteligencia
sobre Astronáutica y Misiles Dirigidos y el Comité Conjunto de Inteligencia
sobre Energía Atómica—, comenzaron a reunirse a diario. La Unión
Soviética, en opinión de estos estadounidenses, y más tarde en la de toda la
nación, estaba desafiando a Estados Unidos en su mismo patio trasero con las
armas más mortíferas conocidas en la historia de la humanidad. Nikita
Jrushchov buscaba que John Fitzgerald Kennedy pareciera un mentecato.
Por coincidencia, mientras en el edificio Steuart los analistas miraban los
misiles a través de las lupas iluminadas, Robert Kennedy presidía una reunión
para revisar, un año después de su creación, el programa Mangosta contra
Castro. Durante los diecinueve meses transcurridos desde bahía de Cochinos,
la CIA había seguido planeando una segunda invasión de Cuba, a la espera de
que la Casa Blanca autorizara su ejecución. Langley patrocinó repetidos
intentos de asesinar a Castro ya fuera con bombas, veneno o armas de fuego.
Unos seiscientos miembros de la Agencia, y un número mucho mayor de
contratistas, estaban dedicados a actividades relacionadas con ese proyecto.
El principal instrumento de Mangosta era el coronel Edward Lansdale,
oficial de la fuerza aérea y uno de los personajes más impredecibles del
estamento militar estadounidense; tras trabajar en publicidad antes de la
segunda guerra mundial, se había ganado en Filipinas una reputación en gran
medida inmerecida por sus habilidades en contrainsurgencia y «operaciones
psicológicas» (PSYOPS). Una de las artimañas típicas de Lansdale consistía
en plantar en las aldeas cadáveres previamente desangrados para convencer a
los supersticiosos lugareños de que se trataba de víctimas de vampiros. La
operación para derrocar al gobierno cubano tenía como sede una base de seis
kilómetros cuadrados en las afueras de Miami y estaba supervisada de forma
directa por un veterano de la Agencia llamado Bill Harvey, cuya efectividad
se vio seriamente perjudicada por un grave problema de alcoholismo. (Harvey
solía referirse a los hermanos Kennedy como «maricas» e «hijos de puta»).[37]
A los Kennedy les agradaba Lansdale, a quien ha de reconocerse el mérito de
oponerse en su día a la invasión de bahía de Cochinos; sin embargo, al
coronel, en palabras de un historiador de la CIA, «le resultaba difícil controlar
la estación de Miami, cuyo personal, que gozaba de un exceso de fondos y
tenía un fervor exagerado, lanzaba operaciones de sabotaje por completo

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inútiles que solo conseguían aumentar la popularidad de Castro».[38] No hubo
absurdo que los planificadores de Mangosta no aceptaran, incluidos los
esfuerzos previos por reclutar a gánsteres y mafiosos para matar a Castro:
Harvey en persona suministró al italoamericano John Roselli, más conocido
como «Johnny el guapo», píldoras para envenenar al líder revolucionario. Las
extravagancias de Lansdale hicieron que su personal lo apodara «F-M» (por
Field-Marshal, «mariscal de campo»).[39] Los Kennedy lo bautizaron, con
irónico respeto, «el estadounidense feo», por la novela homónima de 1958
sobre el ajedrez de la Guerra Fría en el Sureste Asiático.

La base de la CIA en Miami albergaba a cientos de trabajadores que


manejaban a varios miles de agentes reales o ficticios, decenas de vehículos,
dos aviones, botes para infiltrar personal, copiosos suministros de armas y
explosivos, todo lo cual le costaba al contribuyente estadounidense cincuenta
millones de dólares anuales. Su jefe de operaciones era Ted Shackley, que a
sus treinta y cinco años gozaba de una alta consideración en la Agencia.
Como los exiliados cubanos a los que adiestraba, Shackley estaba convencido
de que esta vez la administración Kennedy hablaba en serio sobre deshacerse
de Castro. El odio moral que suscitaban las actividades de la Agencia era

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menos perjudicial para los intereses estadounidenses que su flagrante fracaso,
y el fiscal general ya había manifestado lo insatisfecho que se sentía el
presidente con lo poco logrado hasta entonces. En noviembre de 1961, en una
reunión en la sala del gabinete de la Casa Blanca, poco antes de que se
obligara a Richard Bissell y Allen Dulles a renunciar a la CIA, Robert
Kennedy «abroncó a Bissell» por «cruzarse de brazos y no hacer nada para
librarse de Castro y el régimen cubano».[40] Eso había llevado al veterano
espía a regresar a Langley y desempolvar los viejos planes de asesinato. Las
actividades de Estados Unidos contra Cuba entre 1959 y 1962 pusieron en
evidencia a la CIA, que como agencia contrarrevolucionaria se revelo de una
incompetencia risible.
Mientras tanto, en el Pentágono, el comandante en jefe del Comando
Aéreo Estratégico (SAC), el general Thomas Power, que durante la segunda
guerra mundial había trabajado de cerca con Curtis LeMay en el Pacífico,
acababa de regresar de una visita a Europa. Como LeMay, el general era un
experto en la destrucción a gran escala: el 9 de marzo de 1945, había actuado
como director del gran ataque en el que los B-29 arrasaron con bombas
incendiarias gran parte de Tokio. El 15 de octubre, antes de que se confirmara
la noticia de los misiles, en una reunión sobre Cuba presidida por Maxwell
Taylor, el militar, cuya afición era estudiar en privado mosaicos fotográficos
de la Unión Soviética en busca de bases de misiles, hizo suyas las tesis de su
jefe al considerar que lo que debía hacerse era «destruir su orden de batalla
aéreo e invadir» la isla.[41]
Es indudable que Kennedy no había renunciado a la opción de lanzar un
ataque estadounidense a gran escala contra Cuba. Ese mismo 15 de octubre,
Robert McNamara les dijo a los jefes del Estado Mayor Conjunto que el
presidente no quería «ninguna acción militar en un lapso de tres meses, pero»,
agregó, «él no puede estar seguro, porque no controla los acontecimientos»,
lo que posiblemente significaba que Estados Unidos debía estar preparado
para intervenir, si Castro fuera depuesto o asesinado. Durante la primavera y
el verano de ese año, la armada estadounidense había llevado a cabo
ejercicios bastante notorios en el Caribe. Es del todo verosímil que si
Kennedy hubiera estado seguro del éxito de la operación, no habría dudado en
lanzar una acción militar contra Cuba para cosechar los beneficios que ello le
reportaría en términos de política interna. Todo lo relacionado con su
presidencia evidencia la determinación con que deseaba que el pueblo
estadounidense y el mundo entero le reconocieran como un mandatario duro
con el comunismo. Más adelante, las credenciales proporcionadas a los

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medios de comunicación en Vietnam del Sur caracterizarían a los ejércitos de
Estados Unidos y sus aliados desplegados en apoyo del régimen de Saigón
como las «fuerzas del mundo libre». Las percepciones que los
estadounidenses tenían acerca de su posición en el Caribe no eran diferentes.
Años más tarde, durante una charla en el marco de un congreso de historia,
Robert McNamara diría a sus interlocutores rusos: «Si yo hubiera estado en
vuestro lado… me habría resultado muy fácil valorar que la invasión era
inminente».[42] Y, de hecho, cuando el 16 de octubre el trueno descendió
sobre la Casa Blanca, las probabilidades de que tal invasión se produjera se
hicieron terriblemente altas.

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6
Redoble de tambor

1. SE INFORMA AL PRESIDENTE

La noche del 15 de octubre, Dean Rusk celebraba una cena oficial para el
ministro de Asuntos Exteriores alemán en el comedor de la octava planta del
Departamento de Estado, cuando uno de los camareros le pasó una nota. El
secretario de Estado fue al teléfono, recibió la noticia y regresó para retomar
una charla sobre la OTAN. Luego, en la primera pausa, le hizo una señal a
Paul Nitze, el subsecretario de Defensa, para que se acercara y pudieran
conversar en privado. Afuera, en una terraza desde la que se veía el
monumento a Lincoln, Rusk le habló a Nitze de las fotos. Entre tanto, Robert
McNamara, que regresaba a casa después de una velada con Bobby Kennedy
en Hickory Hill, la residencia de este, se encontró con que le esperaban los
analistas con las imágenes de Cuba.
McGeorge Bundy había ofrecido una cena de despedida para Chip
Bohlen, que dejaba Washington para convertirse en el embajador de Estados
Unidos en París, entonces considerado un destino tan importante como Moscú
o Londres y más agradable que cualquiera de estos dos, y estaba terminando
de acompañar a la puerta a los invitados cuando se le llamó al teléfono. El
asesor de seguridad nacional se puso al habla sin demora. Quien le llamaba
era Ray Cline, un subdirector de la CIA: «Eso que nos ha estado
preocupando…», le dijo de forma críptica. «Parece ser que de verdad hemos
dado con algo». Bundy supo al instante qué quería decir. El cerebrito de
cuarenta y dos años tenía un rostro aguileño, llevaba gafas y era burlón,
aunque no generoso con las sonrisas significativas; tan terso y elegante que se
podía jugar al billar sobre él. «Mac» era un brahmán de Boston, una estrella
en Groton, la escuela secundaria de oro de Estados Unidos, y luego en Yale
antes de cambiarse a Harvard. Se había convertido en un decano precoz de

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esta última institución, cuando, sin importar su pasado republicano, se le
invitó a trabajar en la Casa Blanca. En 1962 le ofrecieron la presidencia de
Yale, que habría aceptado si Kennedy no hubiera insistido en que era
indispensable allí donde estaba.
Sería un error decir que Bundy era impaciente con los tontos.
Sencillamente, daba por sentado que nadie era tan inteligente como él. Eso
explica por qué era muy respetado, pero no muy querido, y menos en el
Congreso, al que despreciaba. Walter Lippmann, sumo sacerdote honorario de
la Casa Blanca de Kennedy, pensaba que Mac debería haber sido secretario de
Estado. Sin embargo, en su caso la cuestión del cargo era casi irrelevante. Lo
que de verdad importaba era que tenía el oído del presidente. Además,
independientemente de los reproches que puedan hacérsele hoy, fue un gran
pensador, preocupado por indagar la mejor forma en que Estados Unidos
debía ejercer el liderazgo del mundo occidental; el dominio maestro de lo que
él, como muchos estadounidenses más humildes, estaba seguro de que era la
mayor fuerza para el bien en la historia del planeta. En 1936, cuando con
dieciséis años se presentó ante la junta de admisiones de la universidad, se
negó a escribir ensayos sobre los dos temas asignados —«Cómo pasé mis
vacaciones de verano» y «Mi mascota favorita»— y, en lugar de ello, escribió
un artículo criticando a los examinadores por elegir temas tan frívolos,
cuando el Estados Unidos del siglo XX estaba haciendo frente a enormes
desafíos que la nueva generación debía aprender a asimilar.
La desventaja de Bundy, como la de otros miembros del círculo interno de
la Casa Blanca, era que, a pesar de tener una elevada inteligencia, su
comprensión de otras culturas era exigua. Ninguno de los hombres del grupo
había viajado tanto por el extranjero como el presidente, y era poco lo que
habían visto de otros pueblos. De hecho, la mayoría no sabía mucho sobre
grandes sectores de sus propios compatriotas: los estadounidenses que
habitaban los millones de kilómetros cuadrados que se extienden entre
Harvard y Berkeley. No obstante, Bundy era algo así como un alto
funcionario nato, un ejemplo supremo del hombre que «puede hacerlo» en un
momento en que su país tenía mucho por hacer. Para el asesor de seguridad
nacional, la acción representaba una virtud, y la pasividad, un vicio. Esa
noche del 15 de octubre, tuvo que tomar una decisión de inmediato: ¿debía
llamar al presidente, que seguramente estaría exhausto? Ese día Kennedy
había estado en el Estado de Nueva York, haciendo campaña para las
elecciones legislativas. Bundy usó el sentido común y se decantó por aplazar
la llamada: unas pocas horas no harían ninguna diferencia; Kennedy

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necesitaba descansar, antes de enfrentar la crisis que, ahora no cabía duda, iba
a estallar.
A la mañana siguiente, el martes 16 de octubre, el asesor entró en el
dormitorio del presidente en los aposentos privados de la Casa Blanca (la
Mansión), donde encontró al inquilino todavía en pijama y a los niños
mirando la televisión. Kennedy ya había hojeado los periódicos matutinos,
que estaban muy centrados en la cuestión de Cuba. El Washington Post
publicaba un artículo de primera plana que atribuía a «fuentes comunistas» el
rumor de que Occidente podía hacer concesiones en Berlín a cambio de que la
Unión Soviética lentificara el rearme de Cuba. El expresidente Eisenhower
había pronunciado en Boston un discurso, al que los medios daban una gran
difusión, en el que atacó el historial del gobierno en materia de política
exterior. Durante su turno de guardia, dijo el viejo general con mal humor,
«no se construyeron muros. No se instalaron bases extranjeras
amenazadoras».
Bundy informó a Kennedy de la sensacional noticia: había «pruebas
fotográficas sólidas de que los rusos tienen misiles ofensivos en Cuba». El
mandatario siempre había dejado en claro que no toleraría semejante paso; y
los soviéticos le habían garantizado que ellos no pensaban darlo. La primera
reacción de Kennedy fue decirle a Bundy: «Probablemente tendremos que
bombardearlos». Y, en referencia a Jrushchov, exclamó: «No puede hacerme
esto». Se sentía traicionado por el líder soviético. Después llamó a su
hermano, que apuntó, con la moderación propia de un estadista: «¡Oh,
mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! Esos rusos hijos de puta».[1] Otros analistas, más
serenos, estaban igual de atónitos: la iniciativa soviética parecía
desproporcionada en cualquier escenario estratégico verosímil en el
hemisferio. «La sensación dominante», escribió Bobby Kennedy mucho
tiempo después, «era de una estupefacción incrédula. Jrushchov nos había
engañado, pero también nosotros habíamos estado autoengañándonos». Eso
era bastante cierto, pero el entonces fiscal general añade a continuación una
falsedad: «Ningún funcionario del gobierno le había señalado jamás al
presidente Kennedy que la acumulación de armamento ruso en Cuba podía
incluir misiles». Era verdad que la Oficina de Estimaciones Nacionales de la
CIA había rechazado la idea de que los soviéticos estuvieran desplegando
misiles. Pero John McCone había advertido en varias ocasiones a la Casa
Blanca de que esa era la intención de Jrushchov.
El presidente dictó a su asesor de seguridad nacional la lista de las catorce
personas que deseaba que asistieran a una reunión para discutir la crisis esa

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misma mañana. Casi todos los convocados ese primer día se convertirían en
participantes habituales en el debate angustioso e implacablemente tenso que
continuaría durante los días siguientes. Acudieron a la cita Bundy mismo, por
supuesto; el subsecretario de Estado, George Ball; Marshall Pat Carter (solo
por ese día, en representación del ausente director de la CIA John McCone);
el secretario del Tesoro, Douglas Dillon; el subsecretario de Defensa, Roswell
Gilpatric; el subsecretario de Estado para asuntos políticos, Alexis Johnson;
Robert F. Kennedy; el subsecretario de Estado para asuntos interamericanos,
Edwin Martin; el secretario de Defensa, Robert McNamara; el subsecretario
de Defensa para asuntos de seguridad internacional, Paul Nitze; Dean Rusk;
el asesor jurídico del presidente, Theodore Sorensen, el hombre que escribió
la mayoría de los textos oficiales de JFK; el presidente del Estado Mayor
Conjunto, general Maxwell Taylor, y el vicepresidente Lyndon Johnson.
Kennedy también deseaba convocar al abogado republicano John
McCloy, que si bien no pertenecía a la actual administración, era un veterano
del gobierno, directo y perspicaz. Resultó que McCloy estaba a punto de
partir hacia Alemania en un viaje de negocios. El presidente no le pidió que lo
cancelara, pero sí que se mantuviera en contacto. El resto del grupo, los
personajes clave, se convertiría en los libros de historia en el ExCom,
abreviatura del Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional, aunque
nadie recordaba después que ese nombre se usara en aquel momento. Mac
Bundy escribió luego: «No sé de ningún miembro [del ExCom] para quien
esa no fuera la experiencia oficial más intensa de su vida».[2]
Antes de la reunión, Kennedy recibió a un astronauta y a su familia; entró
en el despacho de Kenny O’Donnell justo antes de las diez de la mañana y le
tomó el pelo a su asistente: «¿Todavía piensas que el alboroto por Cuba no es
importante?». O’Donnell, que todavía no se había enterado de los últimos
acontecimientos, respondió con rotundidad: «Por supuesto. A los votantes
Cuba les importa un bledo». Entonces el presidente procedió a revelarle los
titulares secretos. «No me lo puedo creer», dijo el asistente. «Será mejor que
te lo creas», dijo Kennedy: «es probable que Ken Keating se convierta en el
próximo presidente de Estados Unidos». Después de ese intercambio, el papel
de O’Donnell en la crisis resultó mucho menos significativo de lo que Kevin
Costner hizo que pareciera cuando interpretó al colaborador del presidente en
la película Trece días (2000). Como es obvio, nadie sabía en esa primera
mañana que la crisis duraría trece días o trece semanas, ni si sus protagonistas
se encontrarían hechos cenizas en algún momento intermedio.

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Después, el presidente pasó, como estaba programado, una media hora
con Chip Bohlen, en su nueva condición de embajador designado de Estados
Unidos en Francia, y aprovechó la oportunidad para enseñarle las fotos de
Cuba. La respuesta instintiva del diplomático fue aconsejar cautela: si Estados
Unidos bombardeaba la isla y mataba a ciudadanos soviéticos, el Kremlin
seguramente se sentiría obligado a responder y a escalar el conflicto. En los
debates posteriores del ExCom, el camino diplomático para atravesar la crisis,
en cuanto diferente de la ruta militar, se conocería durante un tiempo como
«el plan Bohlen»; a la opción de lanzar un ataque aéreo se la llamó «la vía
rápida».
A las 11.50, la hija de Kennedy, Caroline, que entonces tenía cinco años,
le estaba haciendo compañía en la sala del gabinete, cuando se presentaron
sus asesores, que llegaron en compañía de Arthur Lundahl y otros expertos
del NPIC. Una vez que la niña se marchó, los hombres de inteligencia
dispusieron una serie de fotografías ampliadas en los caballetes. John
McCone volvía a estar fuera de Washington, asistiendo al funeral de un
familiar. De modo que le correspondió a Marshall Carter dirigir la sesión
informativa. Describió las bases de misiles identificadas en el extremo
meridional de la sierra del Rosario, en el oeste de Cuba. Las fotos de un gran
campamento mostraban por lo menos catorce remolques con misiles cubiertos
con lonas; según el novedoso y revolucionario ordenador del NPIC, cada
misil medía veinte metros de largo. Lundahl señaló los lanzadores y los
erectores de los lanzadores; un remolque cargado con un misil daba marcha
atrás hacia un punto de lanzamiento. Sid Graybeal, un experto en misiles,
explicó que se habían identificado dos tipos: los SS-3, que tenían un alcance
de más de mil kilómetros; y los SS-4, que podían realizar ataques nucleares a
más de 1.700 kilómetros de distancia. Los morros, las ojivas, no eran visibles
en las fotos, y era probable que no estuvieran acopladas a los misiles. Robert
McNamara resaltó un aspecto significativo: no había ninguna señal de que los
emplazamientos estuvieran cercados, lo que, en su opinión, seguramente
debía hacerse antes de almacenar armas nucleares en ellos.
Los presentes pronto estuvieron de acuerdo en que era necesario realizar
más fotografías y obtener más información. Por recomendación de
McNamara, el presidente autorizó de inmediato nuevos vuelos de los U-2,
después de lo cual invitó al secretario de Estado a hablar. Rusk empezó
diciendo que este era, por supuesto, un acontecimiento muy grave: «Uno que
nosotros, todos nosotros, no creíamos en realidad que los soviéticos pudieran
llevar tan lejos». Había que hacer algo, sin duda, pero no de forma unilateral:

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había que tener en cuenta los intereses de 42 aliados, cualquiera de los cuales,
quizá todos, podía verse involucrado. Las opciones estaban entre un ataque
aéreo inmediato y sin previo aviso contra los emplazamientos o un
enfrentamiento diplomático prolongado. Rusk era partidario de implicar a la
Organización de los Estados Americanos y, también, de enviar una
advertencia a Castro usando un canal paralelo, tal vez el embajador de Canadá
en La Habana. Se consideró incluso la posibilidad de comunicarse a través de
los brasileños, que previamente se habían ofrecido como intermediarios en la
búsqueda de una solución al callejón sin salida cubano en general; sin
embargo, nada se haría en este sentido hasta el 27 de octubre.[3]
Tras casi dos años en la presidencia, Kennedy tenía una mala opinión del
Departamento de Estado, al que consideraba inútil: «Maldita sea, Bundy y yo
hacemos más cosas en un día en la Casa Blanca que ellos en seis meses», se
quejó en una ocasión.[4] Arthur Schlesinger, por su parte, criticaba que el
personal del Departamento de Estado siguiera usando todavía la apolillada
expresión «bloque sino-soviético», cuando resultaba cada vez más obvio que
China y Rusia no eran en absoluto un bloque, sino rivales mortales. El mismo
Rusk parecía obtuso, incluso en momentos de crisis. Averell Harriman
comentó que Kennedy era más su propio secretario de Estado de lo que lo
había sido Roosevelt (y él había trabajado para ambos).
Sin embargo, Rusk no era ningún tonto. Su conducta en los días siguientes
reflejó una firmeza y sensatez que algunos otros asesores de la Casa Blanca
habrían hecho bien en igualar. Instó a informar de la situación al expresidente
Eisenhower, para evitar que el viejo general hiciera en público comentarios
hostiles o incendiarios. También propuso considerar la posibilidad de un
acercamiento directo a Jrushchov, para poner de manifiesto el hecho de que
«aquí se está gestando una crisis de la máxima gravedad, y que quizá [el líder
soviético] en realidad no lo entienda, o no lo crea posible, en este momento.
Creo que nos enfrentamos a una situación que bien podría conducir a una
guerra general. En tales circunstancias, tenemos la obligación de hacer lo que
haya que hacer, pero de una manera que dé a todos la oportunidad de dar
marcha atrás antes de que las cosas se pongan demasiado difíciles».
Robert McNamara comenzó sosteniendo que si Estados Unidos iba a
ordenar un ataque aéreo contra las bases, debía llevarse a cabo antes de que
los misiles estuvieran operativos. De lo contrario, creía que era verosímil que
se los disparara contra Estados Unidos antes de que las bombas consiguieran
inutilizarlos. Además, si se optaba por el ataque aéreo, debían incluirse
también otros objetivos: aeródromos, cazas, posibles sitios de

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almacenamiento de ojivas. Morirían muchos cubanos, probablemente varios
miles (el secretario de Defensa no mencionó en ese momento las inevitables
bajas rusas).
McNamara cedió entonces la palabra al general Maxwell Taylor, el
presidente del Estado Mayor Conjunto. Durante los días que siguieron, Taylor
se mostraría como un halcón, aunque no tan rapaz como el general Curtis
LeMay y el almirante George Anderson, los jefes, respectivamente, de la
fuerza aérea y de la armada. Bastante guapo, el general se había forjado su
reputación durante la segunda guerra mundial, cuando estuvo al mando de
una división aerotransportada. Era el miembro militar de mayor confianza de
la administración Kennedy y luego, bajo Lyndon B. Johnson, se desempeñaría
como embajador en Saigón. A principios de la década de 1960, ningún oficial
de las fuerzas armadas ejerció mayor influencia en los gobiernos de Estados
Unidos. Taylor era sin duda un hombre inteligente y sereno. Derrochaba
experiencia y desenvoltura. No obstante, algunos de sus compañeros de armas
consideraban que tenía más talento para las intrigas palaciegas que para el
mando o la estrategia. Su juicio acerca de cuestiones político-militares
complejas era, para decirlo con cortesía, imperfecto. Cuando en la sala del
gabinete el presidente preguntó con ironía: «¿Quién creyó alguna vez en la
brecha de los misiles?», la de Taylor fue la única mano que se levantó.[5] Esa
mañana, según escribió más tarde el general, el mandatario «no evidenciaba
estupor o agitación como consecuencia de la amenaza para la nación que
implicaba el descubrimiento de las bases de misiles, sino más bien una ira
profunda y controlada por la duplicidad de los dirigentes soviéticos que
habían tratado de engañarlo».
En la reunión de la Casa Blanca, el general dijo que la USAF estaba en
total disposición de atacar con fuerza y rapidez, antes de que los comunistas
pudieran camuflar, proteger o poner en funcionamiento los misiles soviéticos:
«Tenemos que hacer un buen trabajo la primera vez que entremos allí, ir a
tope, llegar tan lejos y ser tan precisos en ese ataque como sea posible».
También propuso un bloqueo naval, para impedir la llegada a la isla de más
efectivos y armamento soviéticos, y el refuerzo de la base estadounidense en
la bahía de Guantánamo.
En su entusiasmo por los ataques aéreos, Taylor olvidó plantear varias
cuestiones, que otros se encargaron de mencionar. En primer lugar, sería
imposible identificar todos los emplazamientos de misiles, equipos militares y
lanzadores de misiles tierra-aire defensivos antes de las incursiones iniciales.
En segundo lugar, como antes hemos anotado, el bombardeo aéreo seguía

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siendo una ciencia inexacta. Con independencia de lo que sostenía el general
Curtis LeMay, no había ninguna posibilidad de que incluso una campaña
aérea continuada consiguiera eliminar por completo la capacidad ofensiva
soviética en Cuba. Por último, Taylor no mencionó la inevitabilidad de un
gran número de bajas soviéticas, así como lo probable que era que se
produjeran represalias en otros lugares. Los civiles presentes fueron captando
las implicaciones de todo esto durante los minutos, horas y días que siguieron.
Dado que los jefes de las fuerzas armadas llevaban semanas debatiendo sobre
las opciones de un ataque contra Cuba, que Taylor no señalara estas
cuestiones desde el principio le desacredita. El militar profesional de mayor
rango del país aseguraba que estaba ofreciendo al presidente una solución a
un problema de una complejidad infinita. Lo cierto, sin embargo, era que él y
sus colegas de uniforme solo estaban proponiendo el uso de una herramienta
que entrañaba un riesgo inmenso.
McNamara dijo que él mismo adoptaría una opinión bastante diferente
sobre los ataques aéreos si se confirmaba que los soviéticos tenían ojivas
nucleares en las bases de misiles. Al mismo tiempo, sin embargo, señaló que
«no sabemos qué tipo de comunicaciones tienen los soviéticos con esos
emplazamientos. No sabemos qué tipo de control tienen sobre esas ojivas».
Además, subrayó, «creo que es muy poco realista pensar que podamos llevar
a cabo un ataque aéreo del tipo del que estamos hablando… porque no
sabemos dónde están esos aviones [soviéticos]… Tenemos miedo de esos
MiG-21. No sabemos de lo que son capaces. Si hay ojivas nucleares
vinculadas con los lanzadores, debemos suponer que habrá ojivas nucleares
vinculadas con los aviones… Tenemos un grave problema de defensa. No
estamos en condiciones de informar con exactitud acerca de la capacidad de
la fuerza aérea cubana, pero debemos suponer que, sin duda, está en
condiciones de penetrar, en pequeños números, nuestra defensa aérea
costera».
Una y otra vez la discusión se extendió, a menudo para abordar el
principal enigma: el motivo de los soviéticos. El manto de secreto y engaño
bajo el cual se había llevado a cabo esta inmensa operación del Kremlin era
uno de los aspectos que más inquietud causaban a los estadounidenses. Era
obvio que la decisión se había tomado en Moscú muchos meses atrás, pues
los envíos habían estado produciéndose desde julio. Y durante todo ese
tiempo, los rusos habían estado asegurando al gobierno estadounidense y al
mundo entero, tanto en público como en privado, que solo estaban
proporcionando a Cuba armamento defensivo. Además, a lo largo de ese

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período continuaron profiriendo ruidosas amenazas acerca de Berlín, capotes
de torero que, como era su objetivo, consiguieron desviar la atención de los
estadounidenses. Durante los días siguientes, a la ansiedad que suscitaban en
Washington los misiles cubanos se sumó un temor equivalente a que los
soviéticos tuvieran preparada una segunda ofensiva inminente en algún otro
lugar. A los dirigentes estadounidenses los carcomía la idea de que si
Jrushchov y sus asesores habían planeado con semejante astucia una jugada
tan impresionante, era porque abrigaban algún propósito mucho más allá del
despliegue en Cuba y, por tanto, tenían que estar ocupándose ya de su
próximo movimiento.
La obsesión de los líderes occidentales por la ciudad enclave de Berlín
Occidental había llegado a tal punto que, diecisiete años después de la muerte
de Hitler en su búnker de la capital alemana, parecía verosímil creer que los
misiles cubanos formaban parte de un maquiavélico engaño soviético y que,
en realidad, el golpe clave que Moscú tramaba estaba aún por llegar en
Europa. Además de furiosos, los estadounidenses estaban desconcertados. Si
Jrushchov era tan inteligente, inquirió Rusk, ¿cómo pudo malinterpretar de
forma tan grave la importancia de Cuba para Estados Unidos? ¿Por qué los
soviéticos no intentaron camuflar los sitios de misiles? ¿Por qué, después de
instalar los sistemas de defensa antiaérea, no habían derribado los U-2
estadounidenses que los fotografiaron? La respuesta a todas estas preguntas
era, por supuesto, que el dirigente soviético había lanzado Anádir sin antes
pensar al menos mínimamente sus posibles consecuencias. Su
irresponsabilidad había sido pasmosa, y en esta etapa de la crisis a los
estadounidenses les resultaba imposible pensar que a eso se reducía todo.
En la reunión del 16 de octubre, McNamara dijo que antes de tomar
ciertas decisiones, en especial acerca de las opciones militares, le parecía
fundamental localizar las ojivas nucleares, algo que en los días siguientes la
CIA no consiguió hacer. Bundy anticipó que habría dificultades con los
socios de la OTAN cuando la historia se diera a conocer, si la administración
apostaba por una medida drástica: los aliados harían mucho ruido con el
argumento de que «si ellos pueden vivir con los MRBM soviéticos, ¿por qué
no nosotros?». El subsecretario Alexis Johnson anotó que una vez que
Estados Unidos optara por un programa escalonado de ataques aéreos, como
el que se necesitaría para desactivar la amenaza, no parecía haber nada que
perder yendo hasta el final e invadiendo Cuba: «Igual cabría pensar si
podemos erradicar todo el problema… con probabilidades igualmente bajas
de suscitar una reacción». Max Taylor coincidía con él: «Deberíamos estar en

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condiciones de invadir en cualquier momento, si así lo decidimos… si de
verdad vamos a destruir las armas [soviéticas], deberíamos verlo como un
bonus».
Se debatió durante cuánto tiempo podrían mantener en secreto el
descubrimiento de los misiles: nadie ponía en duda el tremendo impacto que
la noticia de las fotografías causaría en el mundo entero y, sobre todo, entre el
pueblo estadounidense cuando se diera a conocer. Taylor dijo que la cadena
de planificación militar podía restringirse a unas sesenta personas; la CIA, por
su parte, tenía confianza en sus propias medidas de seguridad. McNamara
aventuró (con tino) que sería imposible ocultar la historia durante más de una
semana. Bundy señaló que el senador Keating había dicho en el recinto del
Senado: «Ha comenzado la construcción de al menos media docena de bases
de lanzamiento de misiles tácticos de alcance intermedio». Era evidente que
el hecho de que el republicano pudiera demostrar ahora que había hablado
con mucha precisión —en un momento en que no solo la administración
negaba sus afirmaciones, sino que los principales miembros de esta se creían
sus propios desmentidos— constituía un gran motivo de vergüenza para la
Casa Blanca.
El círculo íntimo de Kennedy trataba al vicepresidente Lyndon B.
Johnson, exlíder de la mayoría del Senado y tejano de pura cepa, con una
condescendencia cultural incluso mayor que la que los presidentes de Estados
Unidos solían permitirse con sus «vice», y en los debates del ExCom de
octubre apenas tuvo una participación marginal. Con todo, llama la atención
que Kennedy lo invitara a las reuniones, en comparación con el altivo desdén
que Franklin D. Roosevelt demostró hacia su propio vicepresidente, Harry S.
Truman, a quien ni siquiera informó del proyecto de la bomba atómica. De
hecho, Truman solo se enteraría del espectro que se cernía sobre Japón en
abril de 1945, tras la muerte de su predecesor.
Johnson no sabía mucho sobre los extranjeros, pero conocía mejor que
ninguno de los presentes la política de su propia nación. Dijo que ambas
opciones, dialogar o atacar, le resultaban «muy angustiosas», pero que
prefería la última, siempre que los militares estuvieran de acuerdo. Dudaba de
que fuera posible obtener grandes apoyos de los aliados de Estados Unidos
en, por ejemplo, la Organización de los Estados Americanos. Coincidió con
Bundy en que cuando se presentara a los europeos las pruebas del despliegue
de los misiles en Cuba, estos posiblemente dirían: ¿Y qué? El pueblo
estadounidense, sin embargo, no iba a reaccionar con moderación: «El país
tiene la presión arterial alta, la gente tiene miedo y se siente insegura». El

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vicepresidente recordó a los demás las repetidas promesas del gobierno de
que si la concentración militar soviética en Cuba se convertía en una amenaza
para la nación, se tomarían medidas.
El presidente compartía el escepticismo de Johnson sobre la fortaleza de
los aliados de Estados Unidos en esta situación: «No sé qué utilidad tiene
consultar con los británicos [antes de lanzar un ataque]… Supongo que se
opondrán. Solo hay que decidirse a hacerlo. Aunque probablemente estemos
obligados a avisarles la noche anterior». Durante los días siguientes, Kennedy
cambiaría de opinión sobre muchas cosas, como también les ocurriría a casi
todos los presentes. Sin embargo, resulta llamativo que su instinto en ese
primer encuentro favoreciera una respuesta unilateral, probablemente de
carácter militar. Más tarde diría: «Si hubiéramos tenido que actuar en las
primeras veinticuatro horas, no creo probable que hubiéramos hecho una
elección tan prudente como la que al final hicimos».[6] Del mismo modo, su
hermano Robert fue uno de los varios participantes que después subrayarían
cuán importante fue que el presidente y el ExCom pudieran trabajar en
secreto y relativamente despacio en pos de la mejor política: «Si nuestras
deliberaciones se hubieran dado a conocer, si hubiéramos tenido que tomar
una decisión en veinticuatro horas, creo que al final habríamos elegido una
línea de actuación muy diferente y plagada de riesgos bastante mayores. El
hecho de que pudiéramos hablar, debatir, discutir, manifestar los desacuerdos
y luego debatir un poco más fue esencial para elegir el mejor modo de
actuar».[7]
Esa mañana del 16 de octubre, el fiscal general sostuvo que la opción de
«arrojar bombas a lo largo y ancho de Cuba» prometía ser una solución
sangrienta y desastrosa, que inevitablemente mataría a muchísimas personas.
Si Estados Unidos iba a optar por ese camino, ¿por qué no invadir la isla de
una vez por todas? Y cuando el presidente conjeturó que la planificación y
preparación de una operación semejante podía llevar uno o dos meses,
McNamara le dijo que no era así: era posible lanzarla en unos siete días
después de la campaña inicial de ataques aéreos. Taylor anotó que el plan
preveía poner noventa mil hombres en la isla, por aire y mar. Y cuando el
presidente preguntó si eso sería suficiente, el militar respondió, de forma
imprudente y casi frívola, con la clase de lenguaje que le gustaba emplear a
Jrushchov: «Al menos suficiente para poner las cosas en marcha».
Tanto entonces como después, todos los hombres sentados alrededor de la
mesa de la sala del gabinete desconocían el hecho de que ya había más de
cuarenta mil efectivos soviéticos en Cuba. Por lo demás, en ningún momento

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se habló de alguna clase de plan para la gobernabilidad del país después del
derrocamiento de Castro, más allá de la jocosa propuesta (en una reunión
posterior) de convertir a Robert Kennedy en alcalde de La Habana. Es de
suponer que planearan instaurar un nuevo régimen con dirigentes
seleccionados entre los cubanos exiliados en Florida. Esa despreocupación
era, como demostrarían acontecimientos futuros en muchas partes del mundo,
un defecto crónico de las intervenciones occidentales en el extranjero: tratar
como problemas militares tácticos situaciones que en realidad eran políticas y,
por ende, más graves e intrincadas. Cuando se hablaba de política,
predominaban la ingenuidad y la ignorancia: en esa primera reunión, por
ejemplo, McNamara planteó la posibilidad de que los ataques aéreos de
Estados Unidos contra Cuba pudieran precipitar un levantamiento nacional
contra Castro.
El presidente resumió la reunión: los presentes, en particular los jefes de
las fuerzas armadas, debían prepararse para una mezcla de tres opciones
posibles, a saber, el diálogo, el bombardeo y la invasión. No tenía duda
alguna sobre el objetivo de la administración, que se mantenía inmutable:
«Vamos a deshacernos de esos misiles». La cuestión era, sencillamente, cómo
iban a hacerlo. Al menos por el momento, no se diría nada ni a la OEA ni a la
OTAN. McNamara consideró que, antes de lanzar un ataque, debía hacerse el
intento de abordar a los rusos, quizá directamente a Jrushchov. Cuando el
encuentro llegaba a su fin, el fiscal general preguntó a Taylor cuánto tiempo
tardarían las tropas estadounidenses en ocupar Cuba. El general respondió:
«Yo diría que superar la resistencia principal nos llevará unos cinco o seis
días. Después de eso, podríamos necesitar meses para barrer con el resto».
El hecho de que el presidente se viera obligado a asistir a continuación a
una comida oficial en honor del príncipe heredero de Libia refleja el secreto
desesperado que rodeó la crisis ese día y, en realidad, toda esa primera
semana, con el fin de ganar tiempo para los responsables políticos. Kennedy
tuvo que sonreír con cortesía durante un ritual de Estado mientras tenía la
mente ocupada en lo que con claridad era la crisis más grave a la que se había
enfrentado durante la presidencia y, de hecho, durante toda su vida. Entre los
invitados se encontraba el embajador de Estados Unidos en la ONU, Adlai
Stevenson. Terminado el acto, y habiéndose desplazado ya a los aposentos
familiares de la Casa Blanca, Kennedy le mostró a Stevenson las fotos del U-
2 y le explicó las opciones. El veterano demócrata, un hombre locuaz e
instintivamente moderado, dijo: «No nos metamos en ataques aéreos hasta
que hayamos explorado las posibilidades de una solución pacífica».

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Luego, por la tarde, el mandatario asistió a una reunión en el
Departamento de Estado con Chip Bohlen y Llewellyn Thompson, en la que
se lidió con una cuestión inextricable, pero de la mayor importancia: ¿a qué
estaban jugando los soviéticos? Esbelto, demacrado, mesurado, Llewellyn
«Tommy» Thompson era un estadounidense inusual, entre otras razones
porque se había granjeado el aprecio y respeto de Jrushchov, con quien se
había visto más que cualquiera de sus compatriotas. Nacido en 1904, creció
en un rancho en Colorado, se unió al Servicio Exterior y se le destinó a la
Unión Soviética en 1941, el año en que el país entró en guerra con la
Alemania nazi. Aunque nunca llegó a hablar ruso con tanta fluidez como, por
ejemplo, George Kennan (lo que en parte se explica por el hecho de haber
servido también en otros países), se desempeñó con distinción como
embajador en Moscú entre 1957 y julio de 1962 y durante varios años trabajó
para el Departamento de Estado como «kremlinólogo» de cabecera. A
Thompson, que estaba casado con la artista Jane Monroe Goelet, se le
escuchó con consideración en cada una de las reuniones de la crisis a las que
asistió, pues conocía al principal adversario de Estados Unidos de forma más
íntima que cualquiera de los presentes.
Entre tanto, Bobby Kennedy presidió una reunión sobre el progreso de la
operación Mangosta, la campaña de la CIA para librarse de Castro, en el
Departamento de Justicia, un escenario a todas luces irónico para semejante
encuentro. El fiscal general se preguntó en voz alta cuánto apoyo obtendría el
dictador si Estados Unidos invadía la isla. El grupo consideró brevemente la
posibilidad de utilizar exiliados cubanos para asaltar las bases de los misiles
soviéticos, una idea que, por fortuna, se descartó sin demora.
En el Pentágono, los jefes del Estado Mayor estaban entusiasmados con la
idea de lanzar los ataques aéreos, estuvieran o no operativos los misiles.
Estaban convencidos de que Moscú no había puesto en marcha su plan con la
intención de precipitar una guerra nuclear. Con la seguridad en sí mismos que
solo poseen aquellos para los que tener en sus manos el destino final del
mundo no representa una carga, confiaban en que los soviéticos estarían
dispuestos a soportar una lluvia de bombas estadounidenses en Cuba sin
lanzarse a un intercambio nuclear global que solo podían perder. Robert
Kennedy escribió más tarde acerca de la actitud de su hermano hacia el
ejército: «Le afligía que, con la notable excepción del general Taylor, todos
los representantes [de las fuerzas armadas] con los que se reunió parecían
prestar poquísima atención a las implicaciones de los pasos que proponían
dar. Parecían siempre dar por sentado que los rusos y los cubanos no

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responderían y que, si lo hacían, la guerra convenía a los intereses de Estados
Unidos».[8]

2. LOS BELICISTAS

A lo largo de la crisis, las opiniones acerca de las líneas de actuación


alternativas fueron y vinieron. En esos primeros días, bajo la influencia de la
seguridad y confianza que transmitían los militares más destacados de la
nación, el ánimo viró a favor de responder al insulto intolerable (pues fue así
como todos los máximos responsables políticos de Estados Unidos
percibieron el despliegue de Jrushchov en Cuba) con una fuerza devastadora.
En la Casa Blanca a las 18.30 del 16 de octubre, el presidente encabezó una
segunda reunión del ExCom, que comenzó con una nueva sesión informativa
de los servicios de inteligencia, durante la cual Bundy subrayó a Marshall
Carter cuán importante era que la CIA estuviera segura de los hechos que
exponía, dada la gravedad de las decisiones que debían tomarse. Los
presentes coincidieron con rapidez en que los artefactos de las fotos no podían
ser otra cosa que MRBM. Rusk dijo que él y su departamento habían decidido
que antes de emprender una acción drástica de cualquier tipo era esencial
hablar con los aliados de Estados Unidos, tanto en América Latina como en
Europa, debido a la probabilidad de que ello precipitara una respuesta
soviética que inevitablemente afectaría a otros países. Sin ese diálogo,
«podríamos encontrarnos aislados y con la alianza [la OTAN]
desmoronándose».
McNamara dijo que para llevar a cabo una campaña aérea a partir de la
semana siguiente, la jefatura militar necesitaba recibir la orden como muy
tarde el fin de semana: se necesitaba un mínimo de veinticuatro horas para
lanzar las primeras bombas. El Estado Mayor Conjunto estaba convencido de
que un ataque limitado no conseguiría hacer todo el trabajo: para ello se
necesitaría una campaña continuada que podía requerir hasta setecientas
incursiones diarias y en la que participarían aeronaves tanto de la fuerza aérea
como de la armada. Taylor describió la intención de la campaña propuesta
como «eliminar [toda la capacidad nuclear instalada en la isla] con un potente
disparo» (o, siendo más precisos, con cinco días de bombardeos).
McNamara realizó entonces una de sus intervenciones más importantes
durante la crisis. Planteó la posibilidad de que, en lugar de bombardear de
inmediato Cuba, se impusiera antes un bloqueo de la isla con el fin de evitar
la llegada de más armas ofensivas. El secretario de Defensa entendía el

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enorme peligro que conllevaba una reacción violenta precipitada por parte de
Estados Unidos, que con independencia de la forma que adoptara parecía casi
seguro que desencadenara «una respuesta militar soviética de algún tipo, en
algún lugar del mundo. Quizá ese precio se justifique y quizá debamos
pagarlo, pero creo que es necesario reconocer esa posibilidad». A Kennedy,
por su parte, seguía agobiándole el problema de cuándo informar de la
situación al pueblo estadounidense y al mundo y si debía primero comunicarla
de forma privada a Jrushchov. El líder soviético, dijo el presidente, tenía que
ser consciente de que tarde o temprano los estadounidenses iban a descubrir
su plan, era él el que había creado una crisis tan peligrosa: «Es él quien está
jugando a ser Dios, no nosotros».
Una objeción aplastante y finalmente decisiva a la idea de establecer un
canal privado con el primer secretario era que tal medida devolvería la
iniciativa a Moscú: daría a Jrushchov la capacidad de lanzarse a ofrecer al
mundo el relato soviético, antes de que Kennedy hubiera podido presentar la
versión de Estados Unidos. Ted Sorensen diría más tarde: «Traté de escribir
una carta que precediera a cualquier acción por nuestra parte, pero no
conseguimos encontrar una fórmula que no pareciera ser un ultimátum o que
no permitiera a Jrushchov retrasar la respuesta hasta que los misiles
estuvieran en funcionamiento o mientras tomaba algún otro tipo de medida.
Era una tarea imposible, y al final lo dejamos».[9]
Rusk y Bundy estaban de acuerdo en que era poco probable que los rusos
se arriesgaran a entrar en una guerra nuclear. Sin embargo, alrededor de la
mesa permanecía la conciencia persistente e inquietante de que Jrushchov, al
desplegar los misiles, ya había actuado de una manera que los
estadounidenses consideraban impensable. ¿Qué otro paso impensable podía
dar? Bundy y el presidente recordaron que John McCone era el único
miembro del círculo interno que había predicho los actuales acontecimientos.
En este punto el asesor de seguridad nacional planteó una pregunta general,
más allá de la decisión acordada en la reunión de deshacerse de los misiles:
¿qué impacto tenía sobre Estados Unidos el despliegue cubano? ¿Cambiaba el
equilibrio estratégico?
McNamara dijo que, aunque los jefes del Estado Mayor pensaban que sí,
«mi opinión personal es que no, en absoluto». Como solía hacer en todas las
cuestiones que abordaba, el secretario de Defensa abrazó una posición
supremamente racionalista. La amenaza para Estados Unidos había
aumentado apenas un poco con la instalación de armas nucleares soviéticas en
Cuba, argumentó. El país poseía cinco mil ojivas nucleares, mientras que los

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soviéticos solo tenían unas trescientas. El que ahora contaran con cuarenta
más en Cuba no cambiaba nada. Los misiles lanzados desde submarinos se
estaban convirtiendo en un componente cada vez más importante de los
arsenales de ambas superpotencias, tales plataformas de lanzamiento eran
móviles e invisibles y pronto estarían vagando a voluntad tanto por los
océanos que rodeaban Norteamérica como por los que bordeaban la Unión
Soviética. En la ecuación estratégica de 1962 lo más importante era el número
absoluto de misiles que poseía cada bando, una balanza que todavía estaba
muy inclinada a favor de Estados Unidos.
Max Taylor manifestó su disconformidad con el secretario de Defensa.
Los misiles, opinó, «pueden convertirse en un complemento y un refuerzo
muy importante de la capacidad de ataque de la Unión Soviética. No tenemos
idea de hasta dónde llegarán». Agregó que el pueblo estadounidense
encontraría enormemente importante el hecho de que ahora tenían misiles
nucleares enemigos apuntándoles desde la casa del vecino, no desde algún
lugar en la lejana Rusia. El presidente, en un momento impulsivo pero
revelador, dijo: «En ese sentido esto demuestra que bahía de Cochinos
realmente se justificaba. Si lo hubiéramos hecho bien. Era [una elección
entre] mejor y mejor, y peor y peor». El general Taylor agradeció la admisión
diciendo: «Estoy impresionado con esto, señor presidente. Tenemos un plan
de guerra preparado para usted. Requiere un cuarto de millón de soldados,
infantes de marina y aviadores estadounidenses para tomar una isla contra la
que, hace un año y medio, enviamos a 1.800 cubanos. Hemos cambiado
nuestras evaluaciones al respecto».
El ejército de Estados Unidos y el mismo Taylor habían estado
desarrollando una propuesta para duplicar o, más bien, para multiplicar la
invasión de bahía de Cochinos. Con tenacidad, se empecinaron en ver la Cuba
de Castro como un problema de fuerza que debían resolver soldados,
marineros y aviadores. En su defensa puede argumentarse que cuando
asesoran al gobierno los militares tienen el deber de ofrecer opciones, planes
y posibles situaciones militares, y que corresponde a los líderes políticos de la
nación elegir entre la paz o la guerra. Denis Healey, el ministro de Defensa
británico más talentoso de la segunda posguerra, en una ocasión observó con
aspereza que consideraba que las decisiones de este tipo eran desde todo
punto de vista políticas y que rechazaba cualquier intento de influir en ellas
por parte de los militares uniformados, cuya función era solo ejecutarlas. Por
suerte para la humanidad, John F. Kennedy y sus asesores eran de la misma
opinión.

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El presidente pasó entonces a hacer una especie de examen de conciencia.
Los soviéticos, dijo, parecían haberse aprovechado de su declaración pública
de que Estados Unidos no tenía intención de invadir Cuba, como si esta les
diera licencia para actuar de la forma en que lo estaban haciendo. En esta
etapa inicial de la crisis, Kennedy y los demás civiles presentes no
descartaban ir a la guerra, de eso no cabe duda, pero al mismo tiempo
proponían explorar otras opciones. El mandatario dio término a ese primer día
de reuniones en la Casa Blanca mandando que se prepararan planes para una
campaña limitada de ataques aéreos que tendría como blanco, por supuesto,
las bases de misiles identificadas, lo que se consideró proporcional —«un
castigo adecuado al delito»—, y quizá también los aeródromos cubanos.
Robert McNamara —cuya carrera quedaría más tarde marcada por su
relación con la guerra de Vietnam, un conflicto que, de hecho, destruiría su
reputación— fue una figura clave que abanderó de forma activa la adopción
de políticas más cautelosas. Afirmó que en las discusiones mantenidas hasta
ese momento tanto el presidente como sus asesores no habían hablado lo
suficiente acerca de las consecuencias de iniciar una guerra: «No sé muy bien
en qué clase de mundo viviremos después de haber atacado a Cuba, y
nosotros lo habremos puesto en marcha… Ahora bien, tras haber lanzado
entre cincuenta y cien incursiones, ¿en qué clase de mundo estaremos
viviendo? ¿Cómo nos detenemos en ese punto? No sé cuál es la respuesta a
esta pregunta. Creo que esta noche el Departamento de Estado y nosotros
deberíamos trabajar en las consecuencias de cualquiera de estas líneas de
actuación, porque creo que no están del todo claras para ninguno de
nosotros». «En cualquier lugar del mundo», interpuso George Ball.
El general Max Taylor volvió a la carga para expresar la vehemente
oposición del Estado Mayor a un programa de bombardeos limitado. En su
opinión, dijo, si Estados Unidos no lanzaba una campaña aérea encaminada a
destruir por completo la capacidad ofensiva soviética en la isla, era preferible
no lanzar ninguna. Los jefes militares también estaban ansiosos por garantizar
que, si sus fuerzas atacaban, disfrutarían de la ventaja de una sorpresa total.
Kennedy respondió: «No permita que los jefes nos ganen en esto, general,
porque creo que lo que tenemos que estar pensando es: si atacamos Cuba de
la forma en que se está planteando nos quedaríamos sin argumentos para
oponernos a una invasión». Taylor señaló que él se oponía a la invasión, pero
que, no obstante, apoyaba una campaña de bombardeos aéreos a gran escala.
Robert Kennedy planteó un nuevo problema: suponiendo que la fuerza
aérea acabara con los actuales emplazamientos, ¿cómo podían evitar que los

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rusos siguieran enviando misiles a los cubanos? McNamara sostuvo que un
bloqueo naval sería esencial después de la campaña aérea limitada. El fiscal
general explicitó las implicaciones de esa medida, a saber, que Estados
Unidos tendría que hundir barcos y submarinos rusos —«Correcto», dijo el
general Taylor—, para sugerir otra posibilidad: si el país inevitablemente iba
a terminar involucrado hasta ese punto, ¿no debería sencillamente hacerlo ya,
acabar de una vez con todo y asumir sus pérdidas? «Y si [Jrushchov] quiere ir
a la guerra por eso…», dijo. «Demonios, si el resultado de este asunto va a ser
una guerra, si instala esa clase de misiles después de la advertencia [dada por
el presidente en septiembre], entonces es que va a ir a la guerra dentro de seis
meses, o dentro de un año». Las primeras ideas de Bobby Kennedy sobre
muchas cosas eran con frecuencia terribles: Adlai Stevenson, por ejemplo, le
descalificaba considerándolo «un elefante en una cacharrería». Eso parece
injusto. El hermano menor del presidente no vaciló ni más ni menos que la
mayoría de los miembros del ExCom, y su respaldo definitivo de un enfoque
cauteloso fue más sabio que el consejo contrario de algunos hombres de más
edad y experiencia.
George Ball tuvo entonces un momento inspirado. Cincuenta y dos años,
oriundo de Iowa, el subsecretario de Estado era un protegido de Stevenson.
En la segunda guerra mundial, trabajó durante dos años en Londres en el
«Estudio sobre el bombardeo estratégico»; y terminado el conflicto,
desempeñó un papel destacado como asesor de las autoridades francesas para
la aplicación del Plan Marshall. A pesar de ser muy inteligente, tenía fama de
perder con frecuencia las discusiones dentro de la administración, y ahora
planteó la posibilidad de que Jrushchov estuviera pensando que los misiles no
serían descubiertos y que su plan fuera presentarse el mes siguiente en la sede
de las Naciones Unidas para dar una sorpresa devastadora a Estados Unidos y
el mundo entero. Nadie recogió su idea, pero, como sabemos, su intuición se
correspondía con el plan del dirigente soviético.
Mac Bundy dijo que estaba convencido de que los soviéticos no darían a
Castro el control discrecional de las ojivas nucleares y que ello constituía un
modesto consuelo. Ball coincidió con él: «Creo que Jrushchov jamás correría
el riesgo de verse arrastrado a una guerra importante por alguien tan
evidentemente errático y necio como Castro». Luego planteó la posibilidad de
que los misiles en Cuba fueran un ardid con miras a obtener concesiones
sobre Berlín en una futura negociación.
A continuación se produjo uno de los intercambios más famosos, o
tristemente famosos, de la crisis. Kennedy reflexionó en voz alta: «Esto

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sencillamente es como si de repente empezáramos a colocar una gran cantidad
de MRBM en Turquía. Eso sí que sería jodidamente peligroso, creo yo».

BUNDY: Bueno, señor presidente, eso es lo que hicimos.


ALEXIS JOHNSON: Lo hicimos. Y lo hicimos [además] en Inglaterra.
KENNEDY: Sí, pero eso fue hace cinco años.
ALEXIS JOHNSON: Era cuando andábamos cortos. Los pusimos en Inglaterra
cuando teníamos pocos ICBM.
KENNEDY: Pero era otra época, un período diferente.
ALEXIS JOHNSON: ¿Acaso no se da cuenta de que tiene una deficiencia de
ICBM en comparación con nosotros? Quizá tiene muchos MRBM y
esta es una forma de equilibrar un poco la situación.

Aquí, como es obvio, el grupo reunido en la Casa Blanca estaba


tropezando con un factor clave en el pensamiento de Jrushchov y, asimismo,
con el punto más débil de la posición moral y política de Estados Unidos. Los
comentarios de Kennedy subrayaban la poca disposición de los miembros del
ExCom a considerar durante más allá de un instante el desequilibrio entre lo
que se había juzgado como una conducta estratégica apropiada por parte de
Estados Unidos y sus aliados —los despliegues de misiles en Gran Bretaña y
Turquía— y la indignación con que rechazaban una acción similar cuando
quienes la emprendían eran la Unión Soviética y su cliente caribeño. Bundy
escribiría más tarde: «En formas que los estadounidenses no se molestaron en
explicarse a sí mismos, la perspectiva de tener ojivas termonucleares
soviéticas en una isla vecina resultaba sencillamente insoportable».[10] Los
estadounidenses también creían, con más razón, que había una distinción
importante entre sus propios misiles, desplegados de forma abierta de acuerdo
con los términos de tratados declarados con los países anfitriones, y las armas
soviéticas, instaladas con el más estricto secreto y en medio de un aluvión de
falsedades del Kremlin.
El presidente concluyó: «Bueno, es un maldito misterio para mí. No sé lo
suficiente sobre la Unión Soviética, pero si alguien puede decirme algún otro
momento desde el bloqueo de Berlín en el que los rusos nos hayan provocado
de manera tan clara, lo agradecería porque yo no sé cuándo ha sido». Poco
después de esto, Kennedy dejó la sala del gabinete, mientras los demás
hablaban. McNamara retomó su comentario anterior, que iba al meollo del
asunto. El secretario de Defensa se negaba a considerar la situación como un
problema militar porque, dijo, en su opinión la presencia de los misiles en

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Cuba no cambiaba el equilibrio nuclear, que seguía favoreciendo con enorme
claridad a Estados Unidos. Lo que tenían, en cambio, era «un problema de
política interna».
Lo que quería decir, por supuesto, era que en ese momento el reto al que
se enfrentaba el presidente era el de cómo gestionar la reacción del pueblo
estadounidense cuando se le presentara la noticia de los misiles instalados en
el porche de la nación, una reacción que inevitablemente sería feroz. Kennedy
había declarado de forma explícita que si los soviéticos desplegaban ese tipo
de armamento en Cuba, tomaría medidas. Y, por ende, ahora tenía que
hacerlo. Con todo, McNamara era partidario de un bloqueo, que debía estar
acompañado por una vigilancia abierta de la isla las veinticuatro horas del día;
ello haría que el Kremlin se diera cuenta con rapidez de que la Casa Blanca
sabía lo que había hecho. El presidente debía emitir una declaración para el
mundo entero en la que dejara en claro que ante cualquier indicio de que los
rusos se disponían a usar los misiles desplegados en Cuba contra Estados
Unidos, el país respondería lanzando un ataque nuclear total contra la Unión
Soviética. El secretario de Defensa terminó su intervención con un apunte de
humor negro, algo que no sería inusual durante los temibles días que se
avecinaba: «Ahora bien, sé que esta alternativa no parece muy aceptable. Pero
esperad a que trabajéis en las otras». Varios de los presentes se rieron.
Cuando terminó la sesión en la Casa Blanca (habría más reuniones al final
de la tarde en el Departamento de Estado y en el Pentágono, donde
McNamara durmió esa noche) se consideró esencial que los actores clave
retomaran sus agendas previstas con el fin de evitar poner sobre aviso a los
periodistas. El presidente asistió a una última cena de despedida para Charles
Bohlen en casa de Joe Alsop, donde sacó al invitado de honor al porche para
hablar sobre la crisis y, también, para manifestarle su impaciencia con lo que
percibía como deficiencias del Departamento de Estado: «Chip, ¿qué le pasa a
ese maldito departamento en el que trabajas? Nunca consigo obtener una
respuesta ágil». El diplomático respondió que la política exterior no se
prestaba a soluciones rápidas. El presidente le susurró a la esposa de Bohlen,
Avis, que no estaba tan seguro de que fuera una buena idea dejarlos marchar:
«Creo que voy a pediros que os quedéis».
Bohlen le señaló a Dean Rusk que tal cambio de planes levantaría
sospechas y daría a los soviéticos una pista sobre el conocimiento que Estados
Unidos tenía de sus planes. El secretario de Estado coincidió con él. Con
todo, a la mañana siguiente Kenny O’Donnell llamó a Bohlen al aeropuerto
para decirle que se le necesitaba con urgencia en la Casa Blanca; el

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embajador, sin embargo, dijo que estaba programado que pronunciara un
discurso en Nueva York y que su avión salía en quince minutos: tenía que
irse. Kennedy, que se había puesto al teléfono, asintió a regañadientes: «Ve.
Supongo que tendremos que arreglárnoslas sin ti». Bohlen dejó un
memorando escrito a mano en el que instaba a que se enviara una carta
privada al Kremlin con el fin de dar a Jrushchov una oportunidad de dar
marcha atrás. Un ataque aéreo, opinaba el veterano diplomático,
«inevitablemente nos llevará a la guerra».
Varios miembros del círculo interno de la Casa Blanca rechazarían más
tarde la explicación que Bohlen ofreció sobre su decisión de continuar con su
viaje a Francia por vía marítima como estaba programado, entre ellos Robert
Kennedy: «Chip nos abandonó, algo que no ha dejado de impresionarme. No
tenía ninguna necesidad de marcharse. En todo momento habría podido
posponer el viaje, pero decidió dejar el país en medio de la crisis».[11]
Cargado con el conocimiento del inquietante secreto, el diplomático no
disfrutó los siguientes cinco días en el mar; de hecho, se encontraba
visiblemente en un estado de gran nerviosismo. Después siempre sostendría
que había sentido que podía viajar porque confiaba en que «Tommy»
Thompson, su sucesor en la embajada de Moscú, aconsejaría al presidente
proceder con cautela como él mismo ya había hecho; sin embargo, es muy
probable que Bobby Kennedy tuviera razón y Bohlen se hubiera marchado
porque consideró que había participado en suficientes dramas mundiales y
estaba contento con la posibilidad de establecer su residencia en París y
ocupar un cargo distinguido y glamuroso, pero relativamente poco exigente.
Estaría en la embajada durante los siguientes seis años.
El miércoles 17 de octubre por la mañana, algunos de los principales
miembros del ExCom celebraron otra reunión en el Departamento de Estado.
George Ball se reafirmó en su oposición a una respuesta militar. Estaba
convencido de que Jrushchov sencillamente no entendía la enormidad de lo
que había hecho. Llewellyn Thompson, por su parte, no estaba de acuerdo con
él: creía que el líder soviético se estaba preparando para un cara a cara
definitivo sobre Berlín. Maxwell Taylor y McCone, el director de la CIA, que
había regresado a Washington, apoyaban a Thompson. Después de esa cita,
McCone se dirigió al norte, a Gettysburg, para informar al expresidente
Eisenhower. El viejo general calificó la situación de «intolerable» y prometió
que apoyaría una acción militar estadounidense.
Mientras tanto, John F. Kennedy, como estaba previsto, se desplazó a
Connecticut para un acto de campaña. Ese día recibió un memorando de Adlai

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Stevenson en el que este le instaba a enviar emisarios tanto a Jrushchov como
a Castro, en lugar de optar por una solución armada: «Comenzar una guerra
nuclear, o arriesgarse a comenzarla, está condenado a ser divisivo, en el mejor
de los casos, y el juicio de la historia rara vez coincide con los furores del
momento». El embajador ante la ONU comprendió la difícil situación en la
que se encontraba el presidente, pero le aconsejaba, en un pasaje subrayado
con insistencia: «Los medios adoptados tienen consecuencias incalculables
de tales dimensiones que creo que, antes de poner en marcha lo que sea,
deberías haber dejado claro que la existencia de bases de misiles nucleares en
cualquier lugar es negociable».
El equipo de Kennedy consideraba que el veterano demócrata era decente
e inteligente, pero pusilánime, y le veía como poco más que un perdedor
parlanchín. De manera similar, George Ball, la otra paloma notable del grupo,
demostró a menudo una gran sensatez, y volvería a hacerlo más tarde al
oponerse de forma apasionada a la escalada bélica en Vietnam. Sin embargo,
así como no logró hacer valer sus argumentos en 1965, Ball tampoco tuvo un
gran impacto en las deliberaciones de octubre de 1962. Tanto él como
Stevenson parecían fomentar políticas basadas en la palabra, no en la acción,
algo que la mayoría del pueblo estadounidense debía percibir como pasividad.
Entre las muchas incertidumbres de esos primeros días de la crisis, lo único
seguro en la mente de John F. Kennedy y sus asesores era que necesitaban
que se viera que hacían algo. No era un momento para las sutilezas de
McNamara sobre lo que los misiles implicaban o no para el equilibrio nuclear
global: el presidente corría el riesgo de ver menoscabada su autoridad de
forma devastadora y duradera, si los votantes estadounidenses consideraban
que se mostraba débil en esta prueba suprema de su idoneidad para liderarlos
en la confrontación con la Unión Soviética.
Hubo dos resultados significativos de las reuniones y sesiones de
planificación celebradas el miércoles 17 de octubre. En primer lugar, los jefes
del Estado Mayor Conjunto elaboraron un menú de cinco campañas aéreas
alternativas, enumeradas mediante números romanos de la I a la V. Los
ataques contra las bases de misiles y almacenes de material nuclear
requerirían en teoría solo 52 incursiones; añadir ataques contra los aviones
con capacidad nuclear Il-28 y MiG-21 elevaba las incursiones a 104. Si se
incluían otras aeronaves, los sistemas de defensa antiaérea, los
emplazamientos de misiles de crucero y los barcos lanzamisiles, las misiones
necesarias pasaban a ser 194; destruir todos los blancos militares, con
excepción de los tanques, requeriría 474 incursiones; y un programa completo

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contra los objetivos militares como antesala de una invasión de la isla, 2.002
incursiones. Una mayoría abrumadora de los civiles que debatieron las
opciones militares y las posibles respuestas de la Unión Soviética se
pronunciaron a favor de realizar una advertencia diplomática antes de
emprender una acción de este tipo. No obstante, McNamara y Taylor temían
que cualquier alerta previa disminuyera la efectividad de la campaña aérea.
Otra persona ajena al gobierno fue admitida ese día en el secreto de la
crisis y se sumó al selecto grupo de confidentes de la Casa Blanca: Dean
Acheson. Halcón a lo largo de toda su carrera, Acheson había sido secretario
de Estado de Harry S. Truman, al que convenció de la necesidad de enviar al
ejército estadounidense a Corea en junio de 1950, y pese a retirarse había
seguido defendiendo que Estados Unidos hiciera una demostración de fuerza
en lo relativo a Berlín. De hecho, durante su período al frente del
Departamento de Estado había destituido a John J. McCloy, el entonces alto
comisionado de Estados Unidos para Alemania, que estaba a favor de llegar a
un acuerdo con los rusos. Partidario de tratar a Moscú con una «negligencia
inteligente», cuando Rusk le mostró las fotos de los misiles, aconsejó
bombardear de inmediato. Las armas desplegadas en Cuba, dijo, «apuntan a
nuestros corazones y están listas para disparar». Era una locura permitir que la
crisis se prolongara: Estados Unidos debía optar por la confrontación directa
sin perder tiempo. El que Kennedy decidiera consultar a Acheson, un hombre
que le desagradaba —«piensa que nada se ha hecho bien desde que dejó el
cargo», le confió en una ocasión al periodista Teddy White—, constituye una
prueba de su afán por contar con la gama más amplia posible de asesores.
Tras las primeras sesiones, Acheson asistió a las reuniones del ExCom
durante los siguientes cuatro días. Cuando McNamara argumentó que los
misiles no representaban una amenaza mayor que si estuvieran en una base
situada en Rusia, el veterano estadista resopló con disgusto: «Tonterías», dijo.
En su opinión, lo que se necesitaba era hacer «algo» y hacerlo «rápido». Con
todo, tampoco era un admirador de los jefes del Estado Mayor Conjunto, pues
la experiencia de la guerra de Corea había agriado su opinión de los militares:
«Cuando los soldados se ponen a hablar de políticas, quieren ir más y más
lejos en un sentido militar… y llega el punto en que sus propuestas tienden a
ser tan peligrosas como el peligro original». Acheson se opuso a la idea de
invadir Cuba, pero, en cambio, apoyó los mal llamados «ataques aéreos
quirúrgicos».
Algunos miembros del ExCom, incluidos el presidente y Dean Rusk, iban
y venían durante las deliberaciones, lo que exasperó al veterano estadista, que

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consideraba frívolo semejante comportamiento en reuniones de tanta
gravedad. Tenía la impresión de que Bobby Kennedy había comenzado a
desempeñar la función que le correspondía a Rusk: cuando el presidente se
ausentaba temporalmente de las reuniones, su hermano asumía el control.
Cuando Acheson, que tenía entonces sesenta y nueve años, insistió en exigir
que se llevaran a cabo ataques aéreos por sorpresa, el presuntuoso treintañero
respondió: «Mi hermano no va a ser el [general japonés Hideki] Tojo de la
década de 1960». El descaro del fiscal general le exasperó: en su opinión, el
hermano del presidente actuaba «animado por respuestas emocionales o
intuitivas más que por el análisis del abogado experimentado». Y la analogía
con Pearl Harbor le pareció despreciable: Estados Unidos llevaba 139 años
advirtiendo a otras naciones que no debían meter la mano en el hemisferio
occidental. «¿Era necesario emplear el método decimonónico de poner
delante de la máquina de vapor a un hombre con una bandera roja para que
advirtiera a las personas y el ganado de que debían apartarse?». Bobby
Kennedy escribió más tarde sobre Acheson: «No desearía estar nunca en el
otro lado de una discusión con él».[12] Sin embargo, en ese momento en la
sala del gabinete, era prácticamente ahí donde estaba.
Ese mismo miércoles por la noche, el fiscal general y Ted Sorensen se
dirigieron al aeropuerto para reunirse con el presidente, que regresaba de
hacer campaña. Le informaron sobre las reuniones del día y le dieron una lista
con una veintena de asuntos sin resolver. Kennedy dijo que no volvería a
participar en las discusiones hasta la mañana siguiente y se marchó a casa
para que sus acompañantes pudieran reincorporarse a las reuniones que
seguían celebrándose en la ciudad. Varios de los asistentes a esas citas
redactaron declaraciones de sus opiniones personales, incluido el secretario
del Tesoro, Douglas Dillon, que también era partidario de un ataque aéreo
inmediato y sin previo aviso. La Unión Soviética, escribió, había «puesto en
marcha una prueba de nuestras intenciones que puede determinar el curso
futuro de los acontecimientos mundiales durante muchos años».
George Ball, por el contrario, se reafirmó en su convicción de que el
despliegue de los misiles no cambiaba nada desde un punto de vista
estratégico, una opinión que encontró escasos apoyos entre unos hombres tan
convencidos del carácter especial de Cuba como muchos estadounidenses
normales y corrientes. No obstante, el diplomático expuso un planteamiento
que coincidía con los de Robert Kennedy y que en los siguientes días ganaría
cada vez más fuerza. Ball se oponía de forma rotunda a lanzar cualquier clase
de acción militar por sorpresa: «Juzgamos a los japoneses como criminales de

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guerra debido al ataque furtivo a Pearl Harbor». Un bombardeo sin previo
aviso «lejos de demostrar nuestra fortaleza moral… nos distanciaría en
realidad de gran parte del mundo civilizado, pues nos estaríamos
comportando de una manera por completo incompatible con nuestras
tradiciones al seguir una línea de actuación que, directamente, rompe con todo
lo que hemos defendido durante la historia de nuestra nación y nos condenaría
como hipócritas ante la opinión mundial».
Ball no fue el único que subrayó los argumentos en contra de lanzar un
nuevo «día de la infamia»; sin embargo, cuando sostuvo que los misiles
cubanos no cambiaban nada no solo estaba defendiendo una opinión
impopular sino una que le distanciaba de la mayoría de los participantes en las
discusiones, pues para entonces incluso McNamara había abandonado ese
planteamiento. La plana mayor de la administración Kennedy coincidía en un
argumento central que se mantendría constante a lo largo de los próximos
días, siendo Ball el único disidente: por razones si no de estrategia, sí de
política interna, los misiles debían abandonar Cuba. El jueves 18 de octubre
por la mañana, el consenso entre los reunidos en la sala del gabinete de la
Casa Blanca era que probablemente sería necesaria una acción militar directa:
una campaña de bombardeos, quizá seguida de una invasión. McNamara
había sembrado una semilla con su propuesta de un bloqueo naval, lo que era
una forma de responder sin necesidad de precipitar una guerra abierta. Sin
embargo, a las 11.35 de ese día, cuando empezó la reunión del ExCom, ese
rumbo parecía ser el que menos posibilidades tenía de ser adoptado, pues se
lo consideró la opción más débil entre las que tenía el presidente. La mayoría
de los demás actores clave se inclinaba por la elección favorita de la jefatura
militar: lanzar ataques aéreos contra las instalaciones de armas nucleares
soviéticas en Cuba, es decir, ir a la guerra.

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7
«Piensan que estamos un poco dementes con esta
cuestión»

1. A PUERTA CERRADA

Esta fue la fase de la crisis en la que la posteridad vería una Casa Blanca
convertida en un centro de mando que bullía de actividad. Sin embargo, eso
era entonces invisible para casi todos los estadounidenses, así como para el
resto del mundo. Entre tanto, los otros actores, los rusos y los cubanos, se
mostraban pasivos, víctimas de delirios gratificantes acerca de su propia
astucia y sutileza. A Jrushchov se le informaba a diario sobre los progresos de
la concentración militar en la isla de Castro. Dentro de los muros del Kremlin,
los miembros del Presídium vigilaban con atención a Washington en busca
del primer indicio de que su maniobra había sido desenmascarada, pero
seguían sin detectar ninguno. Enfundados en sus trajes grises, esos hombres
ofrecían al mundo sus acostumbrados rostros anodinos. El primer secretario
recibió visitas, asistió a eventos, presidió debates sobre política, lanzó
amenazas. El motivo dominante de la conducta soviética era la normalidad
absoluta.
Del mismo modo, en Cuba, el personal militar soviético realizaba sus
tareas como lo había estado haciendo durante semanas, trabajando en las
bases de misiles vestidos con pantalones largos o cortos y unas camisas a
cuadros que parecían fuera de lugar y disfrutando de descansos ocasionales
para nadar en el mar y hacer turismo. Los locales eran testigos de toda esa
actividad sudorosa, pero pocos entendían su relevancia. Margarita Ríos
Alducín, entonces una joven de diecinueve años con un pequeño bebé, vivía
con su madre en La Habana y miraba con desconcierto a los soldados y el

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armamento antiaéreo desplegados alrededor de la ciudad, pero sin darse
cuenta en ningún momento «de lo grave que era todo».[1]
En las capitales de todo el mundo, los gobiernos y los pueblos advirtieron
un aumento de la tensión en el Caribe; no obstante, incluso unos aliados tan
cercanos de Estados Unidos como los británicos no sabían que al otro lado del
Atlántico la administración Kennedy estaba sopesando ir a la guerra. En la
mañana del 16 de octubre, los titulares del Glasgow Herald destacaban un
discurso pronunciado la noche anterior en Edimburgo por el jefe del Estado
Mayor de la Defensa, el almirante conde Mountbatten, en el que, en medio
del callejón sin salida nuclear, pidió avanzar hacia el desarme: «No servirá de
nada que Occidente tenga suficientes armas nucleares para destruir a Rusia
varias veces, cuando Rusia tiene suficientes armas para destruir a Occidente
una vez», dijo el veterano marino. El titular del London Times del día 18
reflejaba la tozuda obsesión europea por los asuntos alemanes: «EL SR.
JRUSHCHOV SOLICITA CONVERSACIONES EN BERLÍN: POSIBLE
VISITA A ESTADOS UNIDOS EL PRÓXIMO MES». Esa semana, algunos
funcionarios de la inteligencia británica, incluido el general sir Kenneth
Strong, el director del Comité Conjunto de Inteligencia, coincidieron en
Washington con sus homólogos estadounidenses en una serie de reuniones
bilaterales ultrasecretas. Ray Cline, de la CIA, referiría posteriormente con
una condescendencia casi compasiva: «A lo largo de la semana esos amigos
británicos aprovecharon varias oportunidades para ofrecerme el argumento de
que los rusos nunca pondrían misiles en Cuba debido al riesgo que supondría
para los intereses soviéticos en Europa».[2]
El director de la NSA, Gordon Blake, puso a Juanita Moody a cargo de
una operación ininterrumpida para producir cada doce horas actualizaciones
de SIGINT sobre el estado de preparación de las fuerzas armadas y las
defensas de la Unión Soviética y Cuba, esos informes se transmitían por
teletipo a las más altas instancias y se los conocía como «electrogramas».
Moody diría más tarde: «Sentía… que de alguna manera había pasado toda mi
carrera preparándome para esa crisis».[3] Los fisgones de la NSA
monitorizaban los movimientos y transmisiones del tráfico marítimo
soviético. Sin embargo, a pesar de lo valiosa que era esta información,
persistían enormes lagunas en el conocimiento que los estadounidenses tenían
de la situación. Washington seguía creyendo que había en Cuba entre cinco y
diez mil efectivos soviéticos, cuando en realidad eran 43.000. Además de
ignorar que el arsenal de la isla incluía misiles nucleares de corto alcance
Luna y misiles de crucero FKR-1, desconocía por completo las órdenes que

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habían recibido los comandantes locales acerca del uso de estas armas,
órdenes que como hoy sabemos incluían entonces la discrecionalidad para
dispararlas en caso de una invasión estadounidense. Los rastreadores de la
armada a menudo extraviaban los buques de carga soviéticos durante horas
entre las posiciones confirmadas por los aviones de reconocimiento.
El jueves 18, en la Casa Blanca, la primera reunión del día comenzó a las
11.10, con una sesión informativa a cargo de los servicios de inteligencia en
la que se reveló una nueva noticia sensacional: la vigilancia fotográfica de
Cuba llevada a cabo por los U-2 puso al descubierto bases de misiles que
hasta ahora no habían sido detectadas y en las que ciertos indicios apuntaban
a la presencia de IRBM (misiles balísticos de alcance intermedio) a unos 35
kilómetros al suroeste de La Habana. Esta información transformó en
halcones a varios de los primeros defensores de la precaución. Mientras que
en los debates previos Dean Rusk había subrayado con insistencia el probable
escepticismo o la abierta hostilidad con que reaccionarían los aliados de
Estados Unidos en caso de una acción drástica, ahora sostuvo que no
responder a una amenaza de tal magnitud «socavaría nuestras alianzas en todo
el mundo». Con todo, el secretario de Estado seguía siendo partidario de un
acercamiento a Jrushchov antes de iniciar cualquier operación militar, pues
este todavía podía «darse cuenta de que tiene que dar marcha atrás». Ahora
bien, si tal enfoque fallara, quizá fuera necesario hacer «una declaración de
guerra a Cuba».
Robert McNamara dijo que, a la luz de la nueva información, se oponía
aún más a una campaña limitada de ataques aéreos, pues creía que esta no
conseguiría eliminar la amenaza. Si Estados Unidos iba a atacar Cuba, estaba
a favor de una invasión total, aunque su apoyo a esa opción dependía de que
los misiles balísticos no estuvieran aún operativos. Si lo estaban, esto es, si
esas armas constituían una amenaza inmediata para el país, entonces todos los
planes deberían revisarse. El secretario de Defensa dijo que quería reafirmarse
en su convicción previa (que no compartían los jefes de Estado Mayor) de que
el despliegue nuclear en Cuba no alteraba el equilibrio estratégico. El
gobierno estadounidense no se enfrentaba ahora a una mayor amenaza militar:
«Es un problema político. Es un problema de mantener a la alianza unida. Es
un problema de condicionar de forma adecuada a Jrushchov para nuestros
movimientos futuros [y un] problema de lidiar con nuestra opinión pública».
El presidente intervino a continuación: «Lo que va a tensionar la alianza
más es este ataque nuestro contra Cuba, en la que la mayoría de los aliados
ven una obsesión de Estados Unidos y no una amenaza militar seria… Vamos

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a necesitar una labor de condicionamiento enorme antes de conseguir que
respalden una acción contra Cuba, porque piensan que estamos un poco
dementes con esta cuestión… Muchas personas verán eso como un acto de
locura por parte de Estados Unidos». En labios de Kennedy esta era una
declaración muy significativa, pues suponía un reconocimiento de la opinión
de los aliados, mientras que buena parte de los presentes y un gran número de
legisladores en el Capitolio no eran conscientes de ella o les resultaba
indiferente. «El problema con los ministros estadounidenses», escribió en una
ocasión Harold Macmillan con quisquillosidad y condescendencia, «es que
por lo general provienen de la sala de juntas o de la sala de estudiantes. Pero
ni los magnates ni los académicos tienen destreza o sensibilidad para la
política, en especial la política de otros países».[4]
Era probable que el resto del mundo compartiera la opinión expresada
antes por McNamara de que el despliegue no alteraba los fundamentos
estratégicos de la confrontación Este-Oeste. Y Kennedy había demostrado
una sensibilidad hacia las percepciones de otras naciones y culturas que pocos
presidentes estadounidenses han igualado. Únicamente un hombre que
conocía el mundo, que había vivido lo que él había vivido y visto lo que él
había visto, en especial en Europa antes de la segunda guerra mundial, podía
hablar de esa manera. Durante los días siguientes, a medida que fueron
enterándose de la crisis, la mayoría de los aliados de Estados Unidos
expresaron públicamente su apoyo a la política del gobierno en una
demostración de solidaridad y lealtad. En privado, sin embargo, esos aliados,
y en particular los británicos, no veían con ninguna simpatía lo que Kennedy
caracterizó como la «obsesión» de Estados Unidos con Cuba.
Maxwell Taylor intervino entonces para instar al grupo a darse prisa y
atacar antes de que los misiles estuvieran operativos: era partidario de la
invasión y esperaba que la orden para esa acción se diera pronto. Ya no creía
que el bombardeo aéreo fuera suficiente. El presidente volvió a las posibles
respuestas soviéticas. Por primera vez, algo muy importante, mencionó la
posibilidad de ofrecer un canje a los rusos: si ellos se llevaban sus misiles de
Cuba, «nosotros retiramos los nuestros de Turquía».
Llewellyn Thompson expresó su temor a que los ataques aéreos causaran
un gran número de víctimas soviéticas, lo que prácticamente obligaría a
Moscú a responder: «El plan del bloqueo me parece preferible… Creo que es
muy improbable que los rusos se opongan a un bloqueo contra el envío de
armamento militar, en particular si es de tipo ofensivo, si así se lo
presentamos al mundo». Estados Unidos exigiría asimismo el

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desmantelamiento de los misiles que ya se encontraban en Cuba: «No
debemos hacernos ilusiones, pues es probable que esto al final nos conduzca a
lo mismo. Pero en tal caso actuaríamos con una postura y un trasfondo
completamente diferentes y con mucho menos peligro de desencadenar la
gran guerra. A pesar de todas las cosas inaceptables que han hecho, los rusos
tienen la curiosa facultad de querer una base legal… Creo que todo el
propósito de este ejercicio es construir el terreno para entablar conversaciones
con usted, conversaciones en las que nosotros tratemos de negociar la
eliminación de las bases».
Robert Kennedy, en uno de sus momentos de halcón, objetó que el
bloqueo funcionaría con gran lentitud: «Es una muerte muy lenta… y durante
ese tiempo tienes a toda la gente gritando y chillando al respecto, tienes el
registro de los barcos rusos y el derribo de los aviones rusos que intenten
aterrizar allí. Tienes que hacer todas esas cosas». Thompson predijo: «Creo
que Jrushchov negará que las bases sean soviéticas… Dirá: ¿A qué viene
tanto escándalo? Los cubanos nos pidieron algunos misiles para hacer frente a
esas bases de exiliados que los amenazan, que los han atacado y amenazan
con volver a atacar… No son más que misiles defensivos. Son mucho menos
ofensivos que las armas que vosotros tenéis en Turquía».
Más adelante en esa misma reunión, Thompson instaría a comunicarse en
secreto con el Kremlin para obligar a Jrushchov a compartir el mensaje con
sus colegas del Presídium, lo que podría evitar que el temerario líder soviético
intentara ir por libre, como había hecho en otras ocasiones. El diplomático
citó el precedente del derribo del U-2 sobre territorio de la URSS en 1960,
cuando «los militares [soviéticos], que por lo general nunca me hablaban, se
acercaron y trataron de calmarme… señalando que estaban preocupados, pues
Jrushchov estaba siendo impetuoso y corriendo riesgos». Las agudas
aportaciones de Thompson, tanto ese día como más tarde, evidenciaron no
solo su calidad personal, sino también cuán valioso es contar en todo lo que
atañe a la política exterior con diplomáticos informados con larga experiencia
en una región determinada. Aunque George Kennan sigue siendo más
famoso, en particular por ser el autor del «telegrama largo» (1946) que inspiró
la política de contención de la Unión Soviética, Thompson ejerció una mayor
influencia en las crisis de la Guerra Fría.
Fue el único embajador extranjero al que Jrushchov invitó a su dacha
privada (diferente de la oficial del gobierno). En sus días en Moscú, se reveló
como un jugador de póquer notable. Era amigo íntimo de Chip Bohlen, que
dijo de él: «La característica excepcional de Tommy era la decencia». Esa

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decencia se manifestaba, por ejemplo, en su disposición a tratar a la Unión
Soviética con un respeto que muchos estadounidenses se negaban a otorgar a
los representantes del país, que con frecuencia eran toscos. Ese día en la Casa
Blanca, Thompson instó a los presentes a que, independientemente de la
opción que decidieran adoptar, procuraran «hacer que sea lo más fácil posible
para él [Jrushchov] dar marcha atrás». Él, por su parte, era partidario del
bloqueo. También hizo hincapié en ciertos indicios significativos: «Hay
muchas señales pequeñas, pero siempre me produjo curiosidad por qué dijo
que aplazaría [una nueva confrontación en torno a Berlín] hasta después de
las elecciones [del Congreso]. Me parece que todo está relacionado con esto».
Lo que quería decir con ello era que Jrushchov no habría mostrado tal
sensibilidad hacia la política estadounidense si estuviera a punto de comenzar
una guerra nuclear. Sin embargo, a diferencia de George Ball, el veterano
diplomático no llegó a adivinar que el líder soviético tenía previsto dar la gran
sorpresa estratégica en noviembre, durante su discurso ante la ONU.
Los estadounidenses no dejaban de rumiar la perplejidad que les producía
la torpeza con que los soviéticos habían hecho su jugada, moviendo misiles
gigantescos a través de una Cuba descalza, por pistas embarradas, sin
prácticamente preocuparse por camuflarlos. A McCone, el director de la CIA,
le parecía imposible que Moscú hubiera supuesto que nadie en Washington se
daría cuenta. Tanto el presidente como su asesor de seguridad nacional
volvieron a plantear la posibilidad de ofrecer a Jrushchov un intercambio por
los misiles estadounidenses instalados en Turquía. Se debatió la idea de
tranquilizar a los turcos con la promesa de desplegar en los mares cercanos
submarinos armados con misiles nucleares Polaris. McNamara centró su
atención en la certeza de que si Estados Unidos realizaba ataques aéreos,
habría varios centenares de bajas rusas en Cuba. George Ball volvió con su
cantinela: «Señor presidente, creo que es fácil sentarse aquí y subestimar la
sensación de agravio que causaría en los países aliados… el que actuáramos
sin darle a Jrushchov alguna salida… Una línea de actuación en la que
atacamos sin previo aviso es como Pearl Harbor: es el tipo de conducta que
cabría esperar de la Unión Soviética. No la conducta que se espera de Estados
Unidos».
En la inconexa discusión que siguió, varios participantes plantearon la
posibilidad de que los rusos tomaran Berlín Oeste en respuesta al ataque
contra Cuba. Las tropas estadounidenses destinadas a la ciudad lucharían,
pero tarde o temprano se verían superadas. Robert Kennedy preguntó:
«Entonces, ¿qué hacemos?». Maxwell Taylor dijo: «Ir a una guerra general, si

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ello nos conviene». «¿Está hablando de un intercambio nuclear?», quiso saber
el presidente. El general asintió de forma casi despreocupada: «Supongo que
sí». Tras semejante comentario, resultaba difícil considerar al principal
soldado de Estados Unidos como un consejero menos aterrador que sus
colegas del Estado Mayor Conjunto. Y está claro que eso le pareció a
Kennedy, que segundos después dijo: «La pregunta ahora es en realidad qué
línea de actuación podemos adoptar que disminuya las posibilidades de un
intercambio nuclear, lo que obviamente sería el fracaso definitivo». El
fracaso definitivo… el fracaso definitivo: resulta difícil exagerar la
importancia del uso de semejante lenguaje por parte del presidente de Estados
Unidos en un momento así, pues al hablar en esos términos demostraba una
consciencia de la extraordinaria gravedad para la humanidad de lo que se
estaba discutiendo, una consciencia de la que era claro que carecían algunos
de los presentes. A partir de ese punto, Kennedy revivió la discusión sobre el
bloqueo y preguntó si tal acción requeriría una declaración formal de guerra a
Cuba.
El debate de esa mañana se extravió en recovecos innecesarios. No
obstante, podría argumentarse que esto no fue perjudicial, pues los miembros
del ExCom todavía estaban en una fase de tormenta de ideas: identificando
problemas y revisando posibles líneas de actuación con sus respectivas
consecuencias. Robert F. Kennedy señaló luego la particularidad de que en
realidad nadie presidía las sesiones, así como el hecho de que el rango de los
participantes parecía no ser relevante: «Todos hablamos como iguales», algo
que las transcripciones de las grabaciones demuestran.[5] Él mismo fue uno de
los que manifestó su indignación ante la disposición de los jefes de las fuerzas
armadas a ir hasta el final, aun cuando eso significara el uso de armas
nucleares: «Mientras los escuchaba, pensé en las muchas veces que había
oído a los militares adoptar posiciones que, aunque equivocadas, tenían la
ventaja de que al final no quedaría nadie para darse cuenta de ello».[6]
Viniendo del hombre que presidía la operación Mangosta, un plan infame en
todo sentido, y que en su momento había acusado a Rusk de cobardía por
recomendar proceder con cautela en lo relativo a los sobrevuelos con los U-2,
estas palabras están teñidas de hipocresía, pero cabe tener en cuenta que
Bobby Kennedy escribió sus memorias de esos días de octubre tiempo
después, cuando él mismo estaba reivindicando su condición de estadista.
Esa reunión del jueves por la mañana dejó en claro que el presidente
estaba lejos de haber decidido un camino. Todavía parecía probable que
Estados Unidos bombardeara las bases de misiles en Cuba; y, de hecho, tal

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acción ya se habría ordenado si Kennedy no hubiera tenido miedo de
desencadenar un enfrentamiento en Berlín como primer paso hacia una guerra
general. El mandatario hablaba ahora de anunciar la noticia al mundo al día
siguiente, viernes 19, y bombardear Cuba el sábado 20. «Eso es demasiado
pronto para nosotros», comentó Max Taylor: la fuerza aérea, no obstante,
podía hacerlo el domingo, ese día sería posible lanzar los ataques. El
presidente recordó la comparación con Pearl Harbor: «El domingo tiene
inconvenientes históricos». La réplica provocó alguna risa incómoda, después
de lo cual Robert Kennedy dijo: «Creo que George Ball tiene un argumento
muy bueno», en referencia a la observación del subsecretario de Estado de
que las decisiones que tomara Estados Unidos durante la crisis influirían de
manera profunda en el modo en que la historia vería al país. Rusk estuvo de
acuerdo: «Esto de llevar la marca de Caín en la frente por el resto de tu vida
es algo…».
El fiscal general continuó: si los estadounidenses bombardeaban Cuba sin
previo aviso después de haber estado durante quince años manifestando sus
oscuros temores a que los soviéticos lanzaran el primer ataque nuclear por
sorpresa, estarían actuando de una manera que el mundo daba por hecho que
nunca lo harían. Y, concluyó, «ahora… vamos a hacerle eso a un país
pequeño. Creo que cargar con eso sería insoportable».[7] Más tarde observaría
que durante los primeros cinco días de la crisis, el ExCom dedicó más tiempo
a debatir la moralidad y la eficacia de un ataque aéreo por sorpresa que
cualquier otro tema. Fue en esos días cuando garabateó una nota dirigida a su
hermano en la que, de nuevo, evocaba el «día de la infamia»: «Ahora sé cómo
se sintió Tojo cuando estaba planeando Pearl Harbor».
Entre tanto, el presidente expresó una preocupación que hasta entonces no
habían mencionado McNamara ni Taylor: si Estados Unidos invadía Cuba, no
solo morirían rusos y cubanos, también lo harían miles de estadounidenses,
que tendrían que hacer frente a defensas formidables, esto es, una invasión era
una operación mucho más compleja y cruenta que una campaña de ataques
aéreos centrada en destruir las bases de misiles. Taylor intervino para aclarar
que era imposible lanzar una invasión con tanta rapidez y que su preparación
llevaría al menos una semana, lo que desde el punto de vista de JFK era una
buena noticia, pues le daba más tiempo. Thompson también consideró esto
positivo: el hecho de que los rusos vieran a los estadounidenses embarcarse
en los enormes y prolongados preparativos necesarios para un asalto anfibio
quizá los haría reflexionar.

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Todos celebraron la inminencia de la reunión, programada para esa tarde,
entre el presidente y el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Andréi
Gromiko, que acababa de llegar a Estados Unidos para asistir a las Naciones
Unidas. Los presentes en la sala del gabinete coincidieron en que los
anfitriones no debían revelar sus intenciones ni tampoco lo que sabían acerca
de lo que estaba sucediendo en Cuba. En lugar de ello, se limitarían a poner a
prueba a Gromiko para averiguar cuántas mentiras estaba dispuesto a decir.
En cuanto a Anatoli Dobrynin, que acompañaría al recién llegado, parecía
probable que no supiera nada acerca de los misiles, lo que era cierto (ningún
historiador serio ha cuestionado nunca que el embajador soviético ignorara el
plan de Jrushchov).
Maxwell Taylor consideró que era importante obtener más información de
inteligencia antes de hacer un movimiento decisivo. Por esa razón, se mostró
partidario de posponer la publicación de la noticia hasta el lunes 22 de octubre
con el fin de tener más tiempo para las labores de reconocimiento aéreo e
interpretación fotográfica. McNamara dijo que, más allá de eso, en su opinión
la administración seguía careciendo de un plan coherente y propuso que dos
grupos se reunieran por separado para planificar las únicas líneas de actuación
serias que en ese momento se estaban discutiendo: pasar con rapidez a la
acción militar o avanzar con lentitud hacia ella haciendo antes una
declaración pública. El propio secretario de Defensa no estaba seguro de qué
camino era preferible, pero anotó que creía que «el precio de cualquiera de
estas acciones va a ser muy alto». Según pensaba, para que el Kremlin
accediera a retirar los misiles de Cuba, sería necesario, por lo menos, que los
estadounidenses aceptaran retirar sus misiles Júpiter de Turquía e Italia.
Varios de los presentes, incluidos Bundy y Taylor, dijeron que además de
deshacerse de los misiles soviéticos, ellos querían deshacerse de Castro.
McNamara veía con un sensato escepticismo la posibilidad de incluir eso en
la lista de la compra de la administración.
Fue mucho más lo que se dijo en esa reunión, pero los intercambios
reseñados constituyen lo esencial. Después de comer en la mansión de la Casa
Blanca, Kennedy se vio de nuevo con Dean Acheson, que una vez más le
presionó para que ordenara un ataque aéreo sin previo aviso. El veterano
diplomático pasó más de una hora con el presidente, quien se mostró paciente
y cortés ante los arrebatos del cascarrabias. Hacia el final de la charla,
Kennedy se levantó de la mecedora en la que estaba sentado y miró a través
de las puertas francesas en dirección a la rosaleda: «Supongo que será mejor

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que me gane el salario de esta semana». Acheson dijo: «Me temo que tiene
que hacerlo. Ojalá pudiera ser de más ayuda».
Entre tanto, en el Departamento de Estado, Averell Harriman, el
subsecretario para asuntos del Lejano Oriente, era a sus setenta y un años un
perro viejo al que se le negaba la oportunidad de ladrar. Este veterano jugador
de polo se sentía amargamente frustrado porque, si bien se le había puesto al
tanto del secreto cubano, no se había buscado su consejo. Durante la segunda
guerra mundial, había sido el diplomático favorito de Roosevelt, al que sirvió
como enviado especial para Europa (donde tuvo una aventura con Pamela
Digby, la nuera de Winston Churchill, a la que más tarde se nombraría
«experta mundial en techos de hombres ricos», un incidente al que el primer
ministro consideró conveniente no prestar atención). Harriman, un hombre de
una elegancia impecable y una astucia enorme, conocía profundamente la
Unión Soviética y tenía veinte años de experiencia en la capacidad del país
para el insulto, el sacrificio, el engaño y la violencia. Había parlamentado con
Stalin. Con independencia de las posibles reivindicaciones rivales de Bohlen
y Llewellyn, Harriman se consideraba a sí mismo el mayor experto
estadounidense en lo referente a lidiar con los rusos.
No obstante, la crisis se convirtió para él en una experiencia exasperante e
incluso humillante. Aunque se le mantenía informado de los acontecimientos,
la Casa Blanca rara vez llamaba a su teléfono. Kennedy sentía un respeto
desprovisto de entusiasmo por su historial, pero lo encontraba desagradable
como persona. Durante la crisis, incluso se le utilizó como señuelo: para
sugerir que el Lejano Oriente y no el Caribe encabezaba la agenda del
presidente, recibió la orden de dejarse ver conduciendo hasta el ala oeste de la
Casa Blanca, donde se encuentra el Despacho Oval, y una vez allí le llevaron
a una antesala privada, donde le dejaron echando humo. «¿Cuánto voy a tener
que esperar aquí?», preguntó enojado. La respuesta resultó ser: mucho
tiempo.
En la tarde de ese jueves, Rusk y McNamara hablaron varias veces con el
presidente para mantenerlo informado de lo que se estaba haciendo y ayudarlo
a preparar la reunión con Andréi Gromiko. Esta comenzó a las cinco y se
prolongó durante más de dos horas. En la programación original, la reunión
no era más que una típica cortesía diplomática. Sin embargo, tras el
descubrimiento de los misiles, el encuentro adquirió un significado
extraordinario (si bien ninguna de las partes lo reconocía de forma explícita).
El ruso buscaba posibles indicios de que el gobierno de Estados Unidos se
había enterado del despliegue en Cuba. Abrazados al devastador secreto que

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conocían, el presidente y sus asesores, entre los que figuraban Rusk y
Thompson, esperaban obtener del ministro de Asuntos Exteriores soviético
alguna pista involuntaria sobre las acciones e intenciones del Kremlin. A
medida que la conversación se desarrollaba, los estadounidenses se
descubrieron fascinados ante la imperturbable máscara de engaño que lucía su
invitado. Gromiko hizo hincapié en lo urgente que era resolver el futuro de
Berlín. Si no se alcanzaba un acuerdo al respecto, dijo, «el gobierno soviético
se vería obligado» (y subrayó la palabra obligado) a tomar medidas
unilaterales. El ministro describió la presencia militar occidental en la ciudad
como «un diente podrido que hay que sacar».
Esto era un farol diplomático extraordinario y también repugnante. En
privado, Jrushchov reconocía que no tenía la menor intención de forzar la
situación en Berlín. Lo único que buscaba era mantener la presión sobre los
estadounidenses para desviar su atención de lo que estaba ocurriendo en el
Caribe. No obstante, Gromiko también se quejó de las amenazas
estadounidenses contra Cuba, donde, dijo, la Unión Soviética se limitaba a
adiestrar a las fuerzas de Castro en el uso del armamento defensivo que se les
había proporcionado. Diez días después, Jrushchov se jactaría de la
inteligencia de Gromiko: «Nosotros y los estadounidenses hablamos sobre
Berlín, ambos bandos con el mismo objetivo, a saber, desviar la atención de
Cuba, los estadounidenses con el fin de atacarla, nosotros para inquietarlos y
retrasar ese ataque».[8]
En la Casa Blanca, el presidente le dijo al ministro de Asuntos Exteriores
soviético que él no tenía intención alguna de invadir la isla y que, de hecho, si
se le solicitaba, estaba dispuesto a dar garantías formales a ese efecto. Sin
embargo, la URSS había continuado enviando armas a los cubanos y había
creado «la situación más peligrosa desde el final de la [segunda] guerra»
mundial. Aquí estaba el indicio más claro posible de que los estadounidenses
estaban enterados del despliegue de los misiles, pero al parecer pasó
desapercibido para los visitantes. Gromiko recordó la fallida invasión de
bahía de Cochinos, lo que llevó a Kennedy a ofrecer renovadas promesas de
que no habría nuevas acciones militares por parte de Estados Unidos o el
exilio cubano. El mandatario leyó luego en voz alta sus propias declaraciones
públicas del 4 y 13 de septiembre sobre las graves consecuencias que tendría
el despliegue de armas ofensivas en Cuba.
Gromiko no se inmutó. Según informaría más tarde a Jrushchov:
«Kennedy formuló sus pensamientos con lentitud y sumo cuidado, fue obvio
que sopesaba cada palabra. Durante nuestra conversación, Rusk permaneció

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en silencio, estaba rojo como una langosta». Hubo una discusión superficial
sobre las negociaciones en curso para la restricción de las pruebas nucleares.
Kennedy acordó reunirse con Jrushchov en noviembre, cuando este asistiera a
la reunión de la ONU en Nueva York. El extraordinario encuentro terminó a
las 19.15, y Thompson y Rusk se quedaron con el presidente para comentar
maravillados el carnaval de falsedades del jefe de la diplomacia rusa. En el
transcurso de la Guerra Fría, ambos bandos se contaron muchas mentiras,
pero la mendacidad de Gromiko, en un asunto de tanta gravedad, causó
auténtica ira en el Despacho Oval.
El ministro de Asuntos Exteriores soviético reconocería en sus memorias
que esta fue la conversación más difícil que tuvo con cualquiera de los nueve
presidentes estadounidenses con los que trató. Kennedy había jugado sus
cartas de forma magnífica. Pocas veces, si hubo alguna, un líder
estadounidense se había sentado en una mesa de póquer con un soviético
experto en el juego y había conseguido engañarlo con tanto éxito. Gromiko
salió de la Casa Blanca convencido de que su anfitrión no sabía nada acerca
de los misiles y con su acostumbrado servilismo procedió a informar a
Jrushchov. «La administración y los círculos del gobierno estadounidense en
general», comunicó al primer secretario, «están asombrados por el valor que
la Unión Soviética demuestra ayudando a Cuba».
Según afirmó, había puesto en conocimiento de sus anfitriones las
desagradables realidades de la situación del Caribe, a saber, que «el gobierno
soviético reconoce la gran importancia que los estadounidenses otorgan a
Cuba y su situación, y cuán dolorosa es esa cuestión para Estados Unidos.
Pero el hecho de que la URSS, pese a saber todo eso, siga brindando
semejante ayuda a Cuba implica que está del todo comprometida a rechazar
cualquier intervención estadounidense en la isla. No hay una única opinión
sobre la forma y circunstancias de esa repulsa, pero que no les quepa duda de
que se dará… En tales condiciones es casi imposible imaginar una iniciativa
militar de Estados Unidos contra Cuba… Todo lo que sabemos sobre la
posición de Estados Unidos en torno a Cuba permite concluir que la situación
es, en general, por completo satisfactoria».[9] Aunque todo esto evidencia
hasta qué punto Gromiko se había dejado engañar, Jrushchov aplaudió la
forma en que gestionó la entrevista con Kennedy, y seguiría haciéndolo
incluso cuando la ingenuidad y duplicidad del ministro de Asuntos Exteriores
ya habían quedado al descubierto: «Estaba mintiendo. ¡Y de qué manera!», le
dijo en una ocasión al presidente de Checoslovaquia Antonín Novotný. «Y
eso era lo correcto: tenía órdenes del Partido».[10]

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El siguiente visitante de Kennedy fue el exsecretario de Defensa Robert
Lovett, quien encontró al presidente todavía furioso por la desvergüenza de
Gromiko. En términos de política y táctica, Lovett compartía la opinión de
McNamara de que el despliegue cubano no cambió el equilibrio estratégico.
Asimismo, suscribía la oposición de Stevenson a una acción militar, que,
coincidía, sería muy dañina para las alianzas de Estados Unidos. En su
opinión, los soviéticos responderían tomando Berlín Oeste, algo de lo que los
europeos culparían a Estados Unidos por reaccionar de forma exagerada en el
Caribe. Mac Bundy, por separado, había llegado a la misma conclusión, al
menos por el momento.
El presidente también abandonó (aunque fuera temporalmente) su
inclinación inicial a aprobar el bombardeo. Ese jueves al final de la tarde, a
solas en el Despacho Oval, dictando para dejar constancia, JFK dijo: «El
consenso fue que debemos seguir adelante con el bloqueo a partir del
domingo por la noche… Una de mis mayores preocupaciones era no tener que
anunciar la existencia de un estado de guerra». Se consideró clave que a la
mañana siguiente, el viernes 19, Kennedy volviera a hacer campaña en apoyo
a los candidatos demócratas en Ohio e Illinois. Esos compromisos tenían tanta
importancia política que su inasistencia a los mítines hubiera puesto al
descubierto que había una crisis.
Aunque la mayoría de los historiadores consideran que los días más
peligrosos de la crisis vendrían después, lo que no sucedió entre ese primer
martes y el viernes también fue crítico. Bobby Kennedy señaló la amplitud
con la que variaron las opiniones de algunos hombres a lo largo de las
discusiones «de un extremo a otro: de respaldar un ataque aéreo al comienzo
de la reunión a no apoyar cualquier clase de acción al salir de la Casa
Blanca».[11] Los asesores militares, influidos por su desconocimiento del
formidable arsenal defensivo de Cuba, y sin reflexionar todavía acerca de las
consecuencias, continuaron instando al presidente a lanzar de inmediato una
campaña aérea. El venerable Dean Acheson estaba de acuerdo con ellos,
como lo habrían estado muchos estadounidenses normales y corrientes si
hubieran tenido acceso al álbum de fotografías de Cuba recién salido del
horno del NPIC.
Nada garantizaba que el gobierno de los Estados Unidos rechazara tales
consejos. Y, sin importar cuáles fueran las inclinaciones personales de
Jrushchov y Kennedy, una vez que comenzaran los disparos entrarían en
juego fuerzas en uno y otro sentido que sería extraordinariamente difícil
contener. Una primera fase potencialmente letal de la crisis terminó el jueves

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por la noche, cuando la administración decidió no emprender ninguna acción
militar de inmediato. Las miradas de los medios de comunicación vigilaban la
Casa Blanca día y noche. En una viñeta graciosa, la mayor parte de los
miembros del ExCom debieron abandonar la sede del gobierno en el coche de
Robert F. Kennedy, ocultos a los ojos de la prensa tras las lunas tintadas:
McCone, Taylor, el fiscal general y el conductor se apiñaron en los asientos
delanteros y otros seis más en la parte trasera para evitar la curiosidad que
provocaría el espectáculo de una fila de limusinas saliendo de la Casa Blanca.
El que en la capital con más filtraciones del mundo el gobierno hubiera
conseguido mantener en secreto lo que estaba ocurriendo sigue siendo motivo
de asombro.

2. «CULO DE HIERRO»

En la mañana del viernes 19 de octubre, antes de dejar Washington para hacer


campaña en Ohio, el presidente se reunió en la Casa Blanca con el Estado
Mayor Conjunto. Las valoraciones más recientes de los servicios de
inteligencia, que cada vez resultaban más amenazadoras, habían identificado
al este de La Habana un tercer regimiento soviético provisto con ocho
lanzadores de misiles balísticos de alcance medio SS-4 (R-12). Se calculaba
que esos misiles estarían operativos al cabo de una semana. Entre tanto, cerca
de Guanajay se estaban preparando dos emplazamientos que, casi con
seguridad, estaban destinados a albergar misiles de alcance intermedio, que
eran más grandes y requerían plataformas de lanzamiento de hormigón. A las
nueve de la mañana, antes de que los cuatro jefes vieran al presidente,
Maxwell Taylor se reunió con ellos para informarles del cambio de humor de
la Casa Blanca, que ahora estaba en contra de los ataques aéreos y favorecía
la idea de imponer un bloqueo. Consternados, los oficiales acordaron
transmitir al presidente una recomendación renovada de lanzar un ataque
sorpresa. El comandante Bill Smith, uno de los asistentes de Taylor, contaría
luego: «Me sorprendió la unanimidad de los jefes en su deseo de usar la
fuerza porque había creído que [el presidente del Estado Mayor] se inclinaba
algo menos por esa opción».[12] Ellos eran partidarios de seguir la campaña de
bombardeos con una invasión completa, una propuesta de la que en ese
momento solo Taylor disentía.
A John F. Kennedy nunca podrá caracterizársele como un antimilitarista,
pero debido seguramente a su experiencia como oficial naval durante la
segunda guerra mundial veía con un prudente escepticismo a los altos mandos

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de las fuerzas armadas. Unas semanas antes, había reaccionado con irritación
a las dilaciones y trabas que había puesto el ejército cuando quiso desplegar
tropas federales durante los desórdenes provocados en la Universidad de
Misisipi por la admisión del estudiante negro James Meredith. El presidente
había dicho entonces sobre los generales: «Siempre te sueltan sus chorradas
sobre su capacidad para reaccionar al instante y activarse en una fracción de
segundo, pero nunca funciona. No es de extrañar que sea tan difícil ganar una
guerra».
En compañía de McNamara, los jefes entraron en la sala del gabinete a las
09.45. Al abrir la reunión, Taylor tuvo la amabilidad de reconocer los dos
argumentos más poderosos en contra de la campaña de ataques aéreos sin
previo aviso: lo improbable que era conseguir destruir por completo la
capacidad nuclear soviética en Cuba y el daño que tal acción causaría a las
alianzas de Estados Unidos en el extranjero. No obstante, la cúpula militar
continuó aconsejando solucionar la crisis con bombas. En respuesta, Kennedy
les ofreció un largo sermón en el que hizo hincapié en la necesidad de
considerar por qué los rusos habían actuado del modo que lo hicieron: «Para
ellos fue una jugada bastante arriesgada, pero a la vez bastante útil. Si no
hacemos nada, tienen allí sus bases de misiles, con toda la presión que eso
implica para Estados Unidos y el correspondiente daño a nuestro prestigio. Si
atacamos Cuba… les estaremos dando una ruta clara para la toma de Berlín,
como ya hicieron [en 1956] en Hungría [durante] la guerra anglo-francesa en
Egipto… Cuba les importa un comino. Pero en cambio sí se preocupan por
Berlín y por su propia seguridad».
Kennedy se equivocaba al suponer que a Jrushchov le resultaba
indiferente la suerte de Cuba. Pero una vez más (y no sería la última) encontró
que era posible aprovechar, acaso con cierto cinismo, la situación de Berlín
Oeste para frenar a sus halcones y favorecer las perspectivas de supervivencia
de la humanidad. La toma de la antigua capital alemana por parte de los
soviéticos, afirmó el presidente de forma exagerada, pero sin duda por una
buena causa, le dejaría «una única alternativa, que es disparar las armas
nucleares e iniciar el intercambio nuclear, lo que como alternativa es terrible».
Curtis LeMay rechazó con desdén ese discurso derrotista: «Quisiera
subrayar, con cierta firmeza quizá, que no tendremos otra opción salvo la
acción militar directa», dijo. Si Estados Unidos intentara meramente imponer
un bloqueo a Cuba, «lo primero que sucederá es que sus misiles
desaparecerán en la selva, en particular los sistemas móviles. En mi opinión
este bloqueo y la acción política nos conducen a la guerra… Esto es casi tan

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malo como el apaciguamiento [de 1938] en Múnich… Porque si ese bloqueo
se implementa, sus MiG van a despegar. Los Il-28 volarán para atacarnos. Y,
de forma gradual, vamos a precipitarnos hacia la guerra en condiciones que
suponen una gran desventaja para nosotros, con misiles mirándonos a la cara,
unos misiles que podrían arrasar los aeródromos de todo el sureste de
[Estados Unidos]… Yo sencillamente no veo ninguna otra solución que la
intervención militar directa de inmediato».
LeMay era un personaje extraordinario. Nacido en una familia modesta en
Columbus, Ohio, demostró una precoz destreza técnica, que quedaría de
manifiesto más tarde cuando, como pasatiempo, construyó un televisor a
color con sus propias manos. Se unió a la fuerza aérea en 1928 y durante la
segunda guerra mundial demostró ser un piloto de bombarderos hábil y
valiente, primero en Europa y luego, como comandante de la 20.ª Fuerza
Aérea de la USAAF, volando contra Japón. Respetado más que querido, sus
subordinados lo apodaron «Culo de hierro». Rara vez se dejaba ver sin una
pipa (más tarde, un cigarro) entre los labios. La leyenda decía que en una
ocasión un sargento había reprendido al general cuando, con pipa y todo,
trepó al fuselaje de un bombardero que se estaba reabasteciendo de
combustible: «Señor, podrían encenderse los vapores de gas». LeMay
respondió: «Hijo, no se atreverían». La parálisis facial que sufría en un lado
del rostro no contribuía a suavizar su semblante gélido.
Se había dedicado con energía implacable a la planificación del
bombardeo de Japón con dispositivos incendiarios, siendo el responsable de
dirigir uno de los ataques aéreos más devastadores de la guerra, lanzado
contra Tokio en marzo de 1945 utilizando superbombarderos B-29. Esa
operación causó cien mil víctimas mortales (más que el bombardeo de Dresde
un mes antes o, incluso, que los bombardeos atómicos de agosto de ese
mismo año) y dejó sin hogar a unas 650.000 personas. La historia oficial de la
USAAF del mando de LeMay le atribuye haber matado a 310.000 japoneses,
herido a 412.000 y dejado sin hogar a casi diez millones. «Nunca en la
historia de la guerra», escriben los autores con orgullo, «se había infligido una
devastación tan colosal al enemigo a un costo tan bajo para el conquistador…
La aplicación del poderío aéreo estadounidense en 1945, tan destructiva y
concentrada como para incinerar 65 ciudades japonesas en apenas cinco
meses, forzó la rendición del enemigo sin necesidad de invasión terrestre por
primera vez en la historia militar». LeMay se había opuesto al lanzamiento de
las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki porque temía, con cierta

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justificación, que desviaran la atención de los triunfos previos de la fuerza
bajo su dirección.[13]
Este aclamado héroe, que en 1962 solo tenía cincuenta y cinco años, fue el
hombre que luego abogaría por bombardear a los comunistas de Vietnam del
Norte hasta devolverlos «a la Edad de Piedra». El general era un maestro de
las frases ingeniosas: «Una ofensiva exitosa trae consigo la victoria, pero una
defensa exitosa solo sirve para aliviar la derrota»; «Errar es humano, perdonar
no es política del SAC». Una sesión informativa de la USAF acerca del plan
de ataque nuclear de Estados Unidos concluyó, con desvergonzada
satisfacción, que a las dos horas de haberse puesto en marcha, «prácticamente
la totalidad de Rusia» habría quedado reducida a «una ruina humeante y
radiactiva».[14] En una guerra por la supervivencia nacional, líderes tan
enérgicos como LeMay pueden hacer contribuciones importantes a las causas
de sus países, y es lo que él hizo: pocos comandantes exitosos en el campo de
batalla han sido seres humanos compasivos. Ambos bandos en la Guerra Fría
contaban con armeros inflexibles. Sus admiradores sostienen que sin su
existencia la disuasión nuclear nunca habría funcionado, pues eran ellos los
que la hacían creíble, un argumento que no debe descartarse con ligereza. Sin
embargo, como consejeros constituían un peligro mortal en una crisis como la
que nos ocupa. El aviador se enorgullecía de temer mucho más la derrota que
la guerra. El presidente Kennedy se esforzaba por evitar ambas.
El jefe de Operaciones Navales, George Anderson, respaldó los
comentarios iniciales de LeMay. El almirante, un hombre corpulento, de
cincuenta y dos años, había sido aviador naval y capitán de portaaviones en la
segunda guerra mundial. Su relación con Robert McNamara ya era tóxica y
no dejaba de empeorar, principalmente porque, al igual que el jefe del Estado
Mayor de la fuerza aérea, no temía en absoluto una confrontación cara a cara
con los rusos. En la sala del gabinete de la Casa Blanca, este marinero curtido
argumentó que la mejor forma de disuadir a los soviéticos de dar cualquier
paso hostil en Berlín era lanzar una acción devastadora contra Cuba. El
general Earle Wheeler, el jefe del Estado Mayor del ejército, que coincidía
con él, dijo: «A mi juicio, desde un punto de vista militar, la línea de
actuación que menor riesgo conlleva si estamos pensando en la protección del
pueblo estadounidense… es seguir adelante con el ataque aéreo sorpresa, el
bloqueo y la invasión, pues esta serie de acciones nos proporcionará de
manera progresiva la seguridad creciente de tener en verdad arrinconada la
capacidad ofensiva de los cubanos-soviéticos». El general David Shoup, el
comandante del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, que no era

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precisamente un hombre elocuente, respaldó a LeMay en la cuestión de los
ataques aéreos, pero no en lo concerniente a la invasión. El general tenía el
honor de haber sido el único de los jefes del Estado Mayor Conjunto que se
había opuesto a bahía de Cochinos. Más adelante se convertiría en un opositor
estridente del compromiso de Vietnam.
LeMay volvió luego a la carga empleando un lenguaje que, además de ser
en extremo insolente, era sin duda malintencionado. El presidente, dijo el
aviador, había asegurado al pueblo estadounidense en el pasado que las armas
soviéticas en Cuba eran solo defensivas, y había prometido que actuaría en
caso de que se descubrieran armas ofensivas: «Creo que muchos de nuestros
amigos, así como los países neutrales, considerarán el bloqueo y las
conversaciones políticas como una respuesta bastante débil a esta situación. Y
estoy seguro de que muchos de nuestros propios ciudadanos también lo verán
así. En otras palabras, está usted en un aprieto bastante feo en este momento».
El presidente, audiblemente estupefacto ante la insultante intervención de
LeMay, replicó: «¿Qué acaba de decir?». El general no tuvo inconveniente en
repetirse: «Que está usted en un aprieto bastante feo». Apelando al humor con
el que solía desarmar a sus interlocutores, Kennedy respondió con otra de las
frases memorables de la crisis: «Usted está en él conmigo». Después de la
debacle de bahía de Cochinos, el mandatario había prometido que nunca más
volvería a dejarse intimidar por los consejos de los militares, y no permitió
que ocurriera ahora. Hubo un atisbo de risa incómoda, antes de que JFK
agregara con énfasis: «Personalmente». El que Kennedy no despidiera al jefe
de la fuerza aérea en ese momento no resulta sorprendente, pues la situación
en que se encontraba la nación era demasiado grave. Sin embargo, sí que es
notable que LeMay mantuviera su puesto una vez superada la crisis; de hecho,
seguía en él cuando el presidente fue asesinado y no se retiraría hasta 1965.
Esto solo se explica por el prestigio que tenía entre los estadounidenses
conservadores: en 1968, optaría a la vicepresidencia con George Wallace,
candidato a la presidencia por el Partido Independiente Americano, una
organización de extrema derecha que defendía la segregación racial.
Ese viernes por la mañana en la Casa Blanca, el encargado de romper la
tensión fue Maxwell Taylor, que anotó que los jefes del Estado Mayor
estaban estudiando la opción del bloqueo, si bien esta planteaba ciertas
dificultades, en particular en materia de vigilancia. Sin embargo, LeMay, que
no había terminado, no tardó en insistir en el ataque aéreo: «Creo que
tenemos que hacer algo más que eliminar los misiles, porque si no
eliminamos su capacidad aérea al mismo tiempo, entonces seremos

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vulnerables… Tendríamos que destruir su fuerza aérea y también su radar y
sus comunicaciones, todo el conjunto. Hacer algo distinto sencillamente no
tiene ningún sentido… Podemos estar listos para el ataque en la madrugada
del 21 [domingo]… la fecha óptima sería el martes por la mañana». La
discusión continuó hasta que el presidente abandonó la reunión para partir a
Ohio, y una vez que McNamara y Taylor dejaron también la sala, los restantes
miembros del Estado Mayor se quedaron a solas, sin saber que los
acompañaba la grabadora. Shoup dijo: «Bueno… le habéis cortado la hierba
debajo de los pies». LeMay exclamó: «¡Jesús! ¿Qué diablos quieres decir?».
Malhumorado, el jefe del Cuerpo de Marines hizo una serie de comentarios
confusos y apenas comprensibles, que terminaron con las enigmáticas
palabras: «Esa fue mi conclusión. Dejaos de gilipolleces y cargaos los
misiles».
Anatoli Dobrynin escribió más tarde que, cuando hablaba con los rusos,
Robert Kennedy «en ocasiones parecía dramatizar en exceso la presión de los
militares y la resistencia del presidente a esa presión».[15] En octubre de 1962,
era imposible acusar a los civiles de la administración de estar exagerando
cuando resaltaban el belicismo de los comandantes estadounidenses. «Los
jefazos», le confió el presidente a su ayudante Dave Powers, «tienen una gran
ventaja a su favor: si los escuchamos y hacemos lo que quieren que hagamos,
ninguno de nosotros estará vivo luego para decirles que se equivocaban».
Resulta difícil discernir una distinción significativa entre la actitud y el
lenguaje de Curtis LeMay en octubre 1962 y los del maníaco general Buck
Turgidson en la obra maestra de Stanley Kubrick, ¿Teléfono rojo? Volamos
hacia Moscú (1964), una sátira sobre un descabellado descenso hacia el
apocalipsis nuclear. Roswell Gilpatric recordaba que las sesiones con LeMay
dejaban a Kennedy «sencillamente frenético… pues LeMay no sabía escuchar
o no quería entender, y hacía propuestas que Kennedy, y todos los demás,
considerábamos inaceptables… Y el presidente prefería no verle nunca a
menos que se tratara de algún acto ceremonial, o cuando pensaba que tenía
que dejar constancia de que había escuchado a LeMay, cosa que hizo en todo
lo relativo al ataque aéreo contra Cuba. Tuvo que sentarse allí y oírle. Vi al
presidente justo después. Estaba sencillamente colérico».[16]
Si los jefes salieron de la reunión insatisfechos, el mandatario no estaba
más feliz que ellos. Ese viernes por la mañana, se había enterado de que de un
día para otro su asesor de seguridad nacional había cambiado de opinión y,
alineado ahora con los jefes militares, respaldaba la idea de lanzar un ataque
aéreo por sorpresa. Tiempo después Bundy aseguraría a sus amigos que si

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mantuvo la propuesta en pie fue únicamente para garantizar que el presidente
considerara con seriedad todas las opciones posibles antes de tomar una
decisión.[17] Sin embargo, es mucho más verosímil que el asesor de seguridad
nacional simplemente siguiera cambiando de opinión. Cualquiera que fuera la
verdad, justo antes de que el helicóptero de Kennedy despegara del jardín sur
de la Casa Blanca rumbo al aeropuerto, el mandatario le dijo a Bundy que
mantuviera abierta la opción del bombardeo hasta su regreso. Habría sido
difícil no sentirse por lo menos impresionado por la contundencia de las
opiniones expresadas por los jefes del Estado Mayor. El presidente estaba en
condiciones de prever las consecuencias políticas que tendría para la
administración, cuando se supiera (como era inevitable que ocurriera en algún
momento) que había rechazado el consejo profesional de la cúpula militar,
cuyas recomendaciones tenían además el aparente respaldo de su asesor de
seguridad nacional, y que, en cambio, había optado por una opción más
moderada. El daño al prestigio y la autoridad de Kennedy podía ser
grandísimo.
Para ser justos con el ejército estadounidense, es importante comentar el
sesgo de la historiografía de la crisis, esto es, el hecho de que tenemos
transcripciones de las reuniones que tuvieron lugar en Washington, mientras
que del otro bando no contamos con nada comparable. La reputación de
LeMay y sus camaradas está manchada, incluso ennegrecida, por la evidencia
de sus palabras. Sin embargo, si existiera un registro similar que detallara las
conversaciones de los jefes militares de la Unión Soviética, es muy probable
que hablaran con la misma ausencia de temor sobre las consecuencias
humanas de sus acciones. En esa era, ningún hombre alcanzó las cumbres de
las fuerzas armadas rusas permitiéndose vacilar en consideración a las
posibles víctimas de sus acciones, una realidad que persiste en 2022. En
cualquier caso, para los admiradores de Estados Unidos y los partidarios de la
causa occidental durante la Guerra Fría no deja de ser motivo de
consternación comprobar que sus propios mandos militares demostraran una
brutalidad equivalente.

3. LA DECISIÓN

Ese viernes, mientras Kennedy dejaba Washington para marcharse a hacer


campaña, el Departamento de Estado siguió siendo escenario de reuniones
intensas. Acheson, Dillon y McCone (y ahora al parecer también Bundy)
compartían la opinión de los jefes del Estado Mayor Conjunto, representados

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en Foggy Bottom por Taylor. Se trataba, por tanto, de un quórum formidable,
en favor del bombardeo. Ball dijo, fuera o no sincero, que se sentía indeciso.
McNamara continuaba promoviendo el bloqueo. Robert Kennedy dijo a los
demás que en sus conversaciones personales con el presidente ambos habían
estado de acuerdo en que un ataque sorpresa no formaba parte de «nuestras
tradiciones». El fiscal general favorecía una opción que diera a los soviéticos
la oportunidad de dar marcha atrás antes de ser bombardeados y,
presumiblemente, humillados ante el mundo. En una importante expresión de
opinión, los abogados del Departamento de Estado y el Departamento de
Justicia resolvieron que un bloqueo no requeriría una declaración de guerra.
McNamara estaba convencido de que las posibilidades de una negociación
fructífera con Moscú pasaban por retirar los misiles que Estados Unidos tenía
en Turquía e Italia. Entre tanto, a pesar de su deseo declarado de no hacer
nada que pudiera compararse con el ataque japonés a Pearl Harbor, Bobby
Kennedy estaba haciendo entonces declaraciones propias de un halcón. Según
pensaba, dijo, había llegado la hora de algún tipo de confrontación con los
rusos: «Con la mirada puesta en el futuro, creo que sería mejor para nuestros
hijos y nietos si decidiéramos enfrentar ya la amenaza soviética, plantarle cara
y eliminarla ahora. Las circunstancias para hacerlo en algún momento futuro
están destinadas a ser más desfavorables, los riesgos serán mayores; las
posibilidades de éxito, menos buenas». No era el único convencido de que los
rusos, al intentar un despliegue nuclear encubierto a 9.500 kilómetros de
distancia, habían metido la pata como nunca.
Sin embargo, el hermano del presidente quedó impresionado cuando
McNamara dijo que, de ser necesario, el bloqueo podría ir acompañado luego
de ataques aéreos, es decir, que optar en un comienzo por el bloqueo no
excluía que después hubiera que realizar bombardeos. Llewellyn Thompson
era un influyente partidario de ese rumbo: la escalada gradual. Taylor tenía
dudas sobre su eficacia, pero el fiscal general dijo que era cada vez más obvio
hacia dónde se inclinaba la decisión del presidente: un bloqueo precedido por
una alocución presidencial transmitida a toda la nación, el borrador de la cual
Ted Sorensen ya había comenzado a preparar. Rusk también se pronunció a
favor del bloqueo, pero señaló que, a partir de allí, deseaba que se
mantuvieran abiertas todas las opciones.
Ahora era urgente poner en marcha diversas medidas, algunas de las
cuales hacían indispensable la presencia del presidente en Washington. El
sábado por la mañana, Robert llamó a su hermano, que se encontraba en
Chicago, y le dijo que tenía que regresar a la capital. Fingiendo un resfriado,

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John F. Kennedy voló de regreso a la costa este. Llegó a la Casa Blanca a las
13.40 y de inmediato fue a nadar mientras su hermano, sentado al lado de la
piscina, lo ponía al corriente. Después leyó el borrador de la declaración
pública redactado por Sorensen. De pie en el balcón de Truman, el presidente
les dijo a sus acompañantes: «Estamos muy muy cerca de la guerra».[18] No
obstante, incluso en ese momento brotó su humor negro: «Y no hay espacio
en el refugio de la Casa Blanca para todos nosotros». Bundy escribió más
tarde acerca de «la visión en exceso sombría que Kennedy compartía con la
mayoría de nosotros durante esa primera semana. No acabábamos de entender
del todo la fuerza de nuestra propia mano».[19] El asesor de seguridad
nacional se está refiriendo aquí al poderío militar y naval de Estados Unidos
en la región; la abrumadora superioridad de su capacidad nuclear estratégica;
y la sólida argumentación política que, gracias a la duplicidad de los
soviéticos, la Casa Blanca podía presentar ante la nación y el resto del mundo.
Mientras Kennedy hablaba en el balcón de Truman, sus demás asesores
estaban ingresando en la residencia presidencial para reunirse en la Sala Oval
(no el Despacho Oval) y celebrar una nueva sesión del ExCom. El recinto
elegido era un nuevo ardid para evitar ofrecer al exterior indicios de la crisis
en curso. Kennedy abrió la reunión a las dos y media de la tarde con otra
broma sombría: «Señores, hoy nos vamos a ganar la paga. Imagino que cada
uno de ustedes estará esperando que su plan no sea el elegido».[20] Al igual
que en las reuniones anteriores, esta empezó con una valoración actualizada
de la información recabada por la CIA, que confirmó la construcción, cerca
de La Habana, de dos bases fijas de IRBM, cada una de las cuales contaba
con cuatro plataformas de lanzamiento, y la existencia de cuatro,
posiblemente cinco, emplazamientos de MRBM que en ese momento estarían
ya operativos al menos de forma limitada. Las pruebas, dijo Ray Cline,
indicaban que era probable que en Cuba hubiera ya ocho MRBM listos para
ser disparados de inmediato.
Robert McNamara manifestó entonces su respaldo a la opción del
bloqueo, aunque reconoció que sus consejeros uniformados seguían
prefiriendo bombardear la isla. El presidente recibió el borrador del discurso
redactado por Sorensen para explicar la «ruta del bloqueo» al pueblo
estadounidense. El secretario de Defensa señaló que era probable que al
negociar el desarme de Cuba se vieran obligados a renunciar a los misiles
estadounidenses desplegados en Turquía e Italia y, quizá, también a fijar una
fecha límite para la salida de Estados Unidos de la base de Guantánamo.
Asimismo se opuso al lanzamiento de un ultimátum explícito y afirmó la

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convicción de sus planificadores de que la URSS fracasaría si intentaba
desafiar el bloqueo por la fuerza, sobre todo porque, salvo un puñado de
submarinos, carecía de buques de guerra que escoltaran los cargueros. Antes
de partir de Nueva York hacia París, Chip Bohlen había opinado que, en lugar
de iniciar una respuesta militar o naval en los peores términos tácticos
posibles, los rusos preferirían apelar a Naciones Unidas.
Al detallar los pros y los contras del bloqueo, el secretario de Defensa
reconoció que se trataba de una opción que tardaría un tiempo en surtir efecto
y, por otro lado, que, como respuesta, podía parecer débil a ojos del pueblo
estadounidense. Con todo, la mayor ventaja del bloqueo era que no
precipitaría una guerra general. Maxwell Taylor reafirmó la posición del
Estado Mayor, que abogaba por bombardear Cuba a partir del martes. Él
mismo no compartía el temor de McNamara a que se usaran armas nucleares
contra Estados Unidos. Creía que el riesgo de atacar las bases de misiles era
menor que el de no hacerlo. Era muy probable que esta fuera la última
oportunidad de destruirlas mediante bombardeos, pues una vez que el
presidente hiciera pública su existencia, los rusos se apresurarían a esconder
las armas. Ese argumento al parecer caló en Robert Kennedy, que ahora pasó
a estar a favor de los ataques aéreos. El presidente recibió entonces el plan
preliminar de la campaña de bombardeos; el que había terminado
conociéndose como «el plan Bundy» también contaba con el apoyo de
McCone, el director de la CIA, y Dillon, el secretario del Tesoro.
McNamara subrayó una objeción clave a esa alternativa: ni siquiera los
jefes del Estado Mayor se atrevían a afirmar que el objetivo de eliminar los
misiles en su totalidad pudiera lograrse mediante los ataques aéreos. Lo
ocurrido luego en Vietnam sugiere que la fuerza aérea y la armada
estadounidenses habrían tenido serios problemas para destruir muchos de los
emplazamientos, si no la mayoría de ellos, y que sin duda habrían sufrido un
gran número de bajas debido a los sistemas soviéticos de defensa antiaérea.
En ese momento los rusos tenían desplegados, en 24 sitios repartidos por toda
la isla, 144 lanzadores de misiles tierra-aire S-75, que ya habían demostrado
su eficacia en otros lugares al derribar dos U-2, uno de Estados Unidos y otro
de la China nacionalista.
Un silencio lúgubre se apoderó por un momento de la sala a medida que
los presentes iban haciéndose conscientes del abismo que separaba las
opiniones de los halcones de las de la facción representada por McNamara. El
subsecretario de Defensa, Roswell Gilpatric, habló en apoyo de su jefe y dijo
que la elección estaba entre el uso de una fuerza limitada y el de una fuerza

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ilimitada. No descartaba la posibilidad de realizar una campaña aérea más
adelante, pero se oponía a que fuera el primer paso. McNamara hizo hincapié
en que las ochocientas incursiones propuestas matarían a varios miles de
rusos, fomentarían el caos en Cuba y, acaso también, un levantamiento
encaminado a derrocar a Castro. Era por tanto muy probable que los ataques
aéreos terminaran obligando a los estadounidenses a invadir la isla, lo que,
según creía, empujaría a los soviéticos a lanzar «una respuesta de
envergadura». Estados Unidos perdería el control de la situación, que podría
escalar a una guerra general. Dean Rusk dijo que coincidía con este punto de
vista. Adlai Stevenson reafirmó su oposición a un ataque aéreo por sorpresa.
Llewellyn Thompson también apoyó el bloqueo.
Los partidarios del bloqueo prevalecieron. Ese sábado por la tarde, el
presidente tomó una decisión que habían recomendado y ahora apoyaban
McNamara, Rusk, Thompson, Sorensen, Ball, Gilpatric, Lovett y Bohlen (este
último in absentia). Acordó autorizar todos los preparativos para, de ser
necesario, iniciar los ataques aéreos y la invasión de Cuba. Era evidente que
el enorme despliegue que se llevaría a cabo en el sureste de Estados Unidos, y
en el que participarían todas las ramas de las fuerzas armadas, enviaría al
Kremlin una potente señal. Rusk aconsejó retrasar el inicio del bloqueo hasta
el lunes con el fin de tener tiempo para informar a los aliados. Kennedy
reconoció que después de que apareciera en la televisión «la temperatura de la
política interna iba a ser tremenda». Los conservadores sin duda le
preguntarían en tono acusador cómo había podido estar tan equivocado
apenas un mes antes cuando afirmó que los soviéticos solo tenían armas
defensivas en Cuba.
Se autorizaron los preparativos para los ataques aéreos contra los
emplazamientos de misiles, y solo para ellos, de modo que, a partir del
martes, estuvieran listos para iniciarse en cualquier momento. George Ball
propuso incluir el petróleo y todos sus derivados —POL[21] en la jerga del
ejército estadounidense— entre las mercancías a las que se impediría
traspasar la línea del bloqueo. Dean Rusk dijo, sin duda con razón, que
Estados Unidos debía ceñirse al tema de los misiles. El secretario de Estado
también pidió (y consiguió) que, por razones legales, la interdicción que la
armada se encargaría de implementar se caracterizara ante la opinión pública
como una «cuarentena», no como un «bloqueo». Otro argumento importante
que expuso, y que debería habérsele ocurrido a otros, fue que Estados Unidos,
al centrarse en los misiles, debía abandonar el objetivo secundario, favorecido
por los halcones, de aprovechar la oportunidad de librar al Caribe de Fidel

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Castro. Adlai Stevenson propuso que, desde el primer momento, cuando se
diera la noticia al mundo, Estados Unidos debía declarar su disposición a
retirar las armas nucleares que tenía instaladas en Italia y Turquía a cambio de
que los soviéticos retiraran las suyas de Cuba, pero a ninguno de los presentes
les pareció una buena idea ofrecerse a ceder tanto en una negociación que ni
siquiera había empezado.
La reunión se disolvió después de dos horas y cuarenta minutos de
discusión tensa y, en ocasiones, feroz. Con todo, el presidente no tuvo
palabras duras para nadie, ni siquiera para aquellos que como Maxwell Taylor
le habían presionado para ordenar los bombardeos. Al general le dijo: «Sé que
usted y sus colegas no están contentos con la decisión, pero confío en que me
apoyarán». De regreso en el Pentágono, el presidente del Estado Mayor
Conjunto dijo a los frustrados jefes de las fuerzas armadas: «Este no fue uno
de nuestros mejores días». Earle Wheeler dijo: «Nunca pensé que viviría para
ver el día en que querría ir a la guerra». El teniente general David Burchinal,
el segundo de LeMay, habló más tarde con desdén acerca del papel del
secretario de Defensa en los debates del Pentágono: «A McNamara no le
gustaba la idea o el pensamiento de las armas nucleares o las fuerzas
nucleares; eran un hecho de la vida, pero a él no le gustaban, no cabe duda al
respecto… Fue entonces cuando el grupo al otro lado del río [Potomac, es
decir, en la Casa Blanca] se separó en halcones y palomas».[22] Según se
cuenta, McNamara habría dicho: «No quiero matar a ninguno de esos técnicos
[soviéticos], pero me gustaría herir a un par. ¿Podemos hacerlo?». LeMay
respondió: «¿Está usted loco?».
La decisión tomada en ese día crítico (apenas uno en lo que sería una
sucesión de días críticos) representaba una sabia solución intermedia, una
llamada a definir una era. El presidente rechazó la propuesta de McNamara y
Stevenson de abrir de inmediato una negociación con la Unión Soviética
acerca de los misiles, que podría alargarse durante meses. También se abstuvo
de dar a los rusos un límite de tiempo explícito para la retirada de los misiles:
un ultimátum. En cambio, accedió a revelar la noticia al mundo e insistir en
que las armas debían ser retiradas, al tiempo que anunciaba la imposición de
un bloqueo naval para impedir la llegada a Cuba de más material de guerra
soviético. Los hombres que defendieron e impulsaron esta opción —
McNamara, Rusk y Llewellyn Thompson, a los que posteriormente se
sumaron McCone y Robert Kennedy— parecen merecer un aplauso. De todos
ellos, McNamara fue quien luchó por ella con más ahínco, con más

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consistencia y, es probable, con más influencia, aunque sus críticos señalan
que en algunos momentos él también titubeó.
En cuanto a aquellos que defendieron los ataques aéreos, es decir,
comenzar disparando, un grupo encabezado por McGeorge Bundy y los jefes
del Estado Mayor, el mundo nunca sabrá lo que podría haber sucedido si se
hubieran salido con la suya. Una tesis verosímil sostiene que, dado que
Jrushchov no quería una guerra general, el líder comunista habría dado
marcha atrás, incluso en medio de la carnicería que los bombarderos habrían
causado entre el personal soviético destinado a Cuba y la destrucción en masa
de los sistemas de armas enviados a la isla. El 19 de octubre, la Casa Blanca
recibió una nueva SNIE (Estimación especial de inteligencia nacional) en la
que se pronosticaba que incluso si Estados Unidos emprendiera una acción
militar directa contra Cuba, «la Unión Soviética no atacaría Estados Unidos…
Dado que la URSS no osaría recurrir a la guerra general y no puede esperar
prevalecer localmente, los soviéticos casi con seguridad considerarían
acciones de represalia fuera de Cuba». Sin embargo, hoy como entonces
parece absurdo, e idiota, que alguien pudiera aconsejar jugarse el planeta de
esa forma para conseguir semejante resultado (que dadas las alternativas
podía considerarse relativamente benigno).
Bundy afirmaría después que si la crisis se mantuvo en secreto durante
tanto tiempo fue únicamente gracias a que los medios de comunicación que
cubrían la Casa Blanca estaban concentrados en la campaña de las elecciones
de mitad de mandato. «Para el sábado [20 de octubre] por la noche», escribió
Arthur Schlesinger, «la ciudad bullía de especulaciones y anticipación. Buena
parte del gobierno se encontraba al final de la tarde en un baile ofrecido por
James Rowes. Allí, la brecha entre lo consciente y lo involuntario casi podía
detectarse en las expresiones de los rostros: por un lado, la ansiedad teñida de
orgullo y satisfacción; por otro, la irritación y la frustración».[23] Varios
funcionarios de la administración interrogaron a Henry Brandon, corresponsal
del Sunday Times de Londres, el último periodista británico que tuvo acceso a
los corredores más recónditos del poder en la capital estadounidense, acerca
del viaje a Cuba del que acababa de regresar. ¿Cuál era el estado de ánimo de
la isla?, inquirieron. Desafiante, respondió Brandon. Y lo mismo podía
decirse de muchos estadounidenses, molestos por lo que percibían como
pusilanimidad en la actitud de los europeos respecto a Cuba. Ese mismo día el
neoyorquino Edwin Tetlow escribía en la sección de correspondencia de The
Economist que «dentro y fuera de Estados Unidos existe un nerviosismo
excesivo acerca de los efectos en la opinión latinoamericana de cualquier

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acción estadounidense relacionada con Cuba… A la larga, Estados Unidos
será mucho más respetado en la región si se deshace del señor Jrushchov en
Cuba que si le permite seguir desafiando y provocando allí».[24]

El presidente confiaba en dirigirse al pueblo estadounidense al día siguiente,


el domingo 21 de octubre, pero las exigencias de los planificadores y las
necesidades de las fuerzas armadas obligaron a aplazar la alocución
veinticuatro horas, a pesar de que para entonces el precario silencio de
Estados Unidos acerca de los misiles cubanos estaba a punto de romperse. Sin
embargo, ese domingo por la mañana, las primeras planas del mundo entero
estaban dominadas por los importantes enfrentamientos armados que estaban
teniendo lugar en la frontera entre la India y China, una ofensiva iniciada por
los chinos, pero provocada por la agresión india, en la que las tropas de Mao
Zedong avanzaron en dos frentes. Esta, por supuesto, era una noticia
desgraciada para la paz en el Subcontinente, pero para la Casa Blanca fue un
golpe de suerte. Con todo, en la costa este algunos periodistas y jefes de
redacción informados advirtieron que algo importante estaba pasando más
cerca de casa. El principal titular del Washington Post decía:
«MOVIMIENTO DE LOS MARINES EN EL SUR RELACIONADO CON
CUBA». Esta era una primera señal del comienzo del despliegue para una
potencial invasión. Tanto Walter Lippmann como Joe Alsop, los columnistas
políticos mejor informados del país, sabían que se avecinaban problemas
relacionados con armas nucleares soviéticas y Cuba. El secretario de prensa
de la Casa Blanca, Pierre Salinger, llamó tanto al Post como al New York
Times para solicitarles que postergaran la noticia hasta el lunes. Eran días
patrióticos, y los dos periódicos así lo hicieron, aunque lo cierto es que el
Times no sabía nada de la crisis hasta la llamada de Salinger.
Ese domingo, gran parte de la tripulación del portaaviones Essex, que
estaba anclado en la bahía de Guantánamo, tenía previsto pasar el día libre en
tierra firme. Sin embargo, a las 03.30, la orden «¡Despertad! ¡Despertad!
¡Todo el personal!» resonó en los altavoces y se propagó en todas direcciones
por los vastos y cavernosos espacios de la nave. Tras ponerse en marcha de
nuevo, el Essex permanecería en alta mar hasta el 26 de noviembre realizando
operaciones continuas en el contexto de la crisis, con sus aeronaves
patrullando los cielos y buscando submarinos.
Entre tanto, en la base estadounidense en Cuba se activó la operación
Quicklift, como se conocía informalmente a los vuelos, con el fin de evacuar

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a las personas dependientes antes de la alocución presidencial. «Esto no es un
ejercicio», comenzaban diciendo los oficiales encargados de informar a las
esposas y demás familiares del personal militar. Frances Glasspoole, que
vivió en el enclave cuando era la hija adolescente de un oficial de la armada
estadounidense, recuerda: «No teníamos ni idea de lo que estaba pasando en
el mundo. Las noticias que recibíamos nos llegaban filtradas. El periódico de
la base era un pequeño boletín escrito a máquina. El canal de televisión no
empezaba a emitir hasta las siete de la tarde y solo pasaba reposiciones de
viejos episodios de The Ed Sullivan Show y Te quiero, Lucy».[25] John
Fitzgerald Kennedy llevaba casi dos años en la presidencia, pero Glasspoole
nunca había escuchado su voz en la radio. Una vez que las familias
abandonaron la base, las puertas de sus alojamientos se marcaron con una
tosca «V», de vacated, para señalar que sus ocupantes habían sido evacuados.
Se asignó a algunos marineros para que cuidaran de las mascotas que los
civiles dejaban atrás. Asustadas, algunas mujeres dejaron ropa dando vueltas
en las lavadoras y comida cocinándose en los fogones. Varios grupos volaron
a Estados Unidos en los aviones que llegaban a la base cargados de armas y
municiones, pero la mayoría viajó en cuatro buques de la armada que
zarparon con destino a Hampton Roads. En total, se evacuó a 2.700 civiles,
que pronto serían reemplazados por tres batallones adicionales de infantes de
marina.

También en la mañana de ese domingo, el presidente se reunió en la Casa


Blanca con el general Walter Sweeney, comandante en jefe del Comando
Aéreo Táctico, que había traído consigo al coronel Wilbur Creech, un piloto
de caza y veterano de la guerra de Corea de treinta y cuatro años. Los dos
aviadores fueron conducidos a la mansión, en compañía de Taylor y
McNamara, para informar a Kennedy sobre el plan para el ataque aéreo y, en
el caso de Creech, para responder a preguntas técnicas sobre las posibles
dificultades «en la primera línea»: «Yo era el tío que lo sabía todo acerca de
las tácticas y había trabajado con Análisis de Operaciones calculando las
probabilidades».[26] Robert Kennedy salió al encuentro de los cuatro hombres,
que habían llegado juntos en el coche de McNamara para, de nuevo, evitar
despertar la atención de los medios con un desfile de limusinas. Antes de
sentarse con el presidente, se les presentó a la señora Kennedy y los niños.
Creech, quizá porque era más joven e impresionable, no compartía el
desdén que sentían sus superiores hacia el mandatario demócrata. Más tarde

Página 300
recordaría: «Quedé muy impresionado con la forma en que se conducía…
Escuchó con atención e hizo muchas preguntas buenas… Sweeney, por cierto,
pensaba que debíamos invadir y deshacernos de Castro de una vez por todas.
De hecho, me hizo buscarle una cita de Cómo se fraguó la tormenta, de
Winston Churchill, sobre el círculo que se cierra: si esperas, llega el momento
en que es demasiado tarde. Redacté en su nombre una carta sobre ese tema
que envió por correo a todos los oficiales de alto rango que conocía en todos
los servicios. Quería invadir, de eso no cabe duda. Pero también era un
hombre de una gran integridad profesional. El presidente Kennedy le dijo:
“General Sweeney, si lo suelto con sus fuerzas sobre esos misiles que tiene
Castro en Cuba, ¿qué garantía puede darme de que acabará con todos?”.
Sweeney respondió: “Hemos efectuado el análisis y contamos con las fuerzas
necesarias. Puedo asegurarle, señor presidente, que en el primer ataque
conseguiremos un porcentaje de eliminación del 98 % para todos los misiles.
Ahora bien, eso no es una garantía de que eliminemos 98 de cada cien
misiles. Es una garantía de que para cada uno de los misiles hay un 98 % de
posibilidades de que eliminemos y destruyamos por completo ese misil en
concreto. La segunda oleada del ataque llegará diez minutos más tarde y
entonces estaremos por encima del 99 %. Y tras ella, vendrán otras oleadas,
con lo que el riesgo de que no consigamos eliminarlos todos es muy remoto”.
El presidente lo escuchaba con mucha atención. Hubo una pausa perceptible
después de la cual Sweeney dijo: “Esto es, todos de los que tenemos
noticia”». Según Creech, «en el rostro del presidente apareció cierta expresión
y dijo: “Sí, ese es el problema”». Incluso este general de aire tan entusiasta
reconocía que, después del ataque aéreo, los soviéticos probablemente
seguirían teniendo en Cuba capacidad suficiente para lanzar algunos misiles
nucleares contra Estados Unidos, en caso de que decidieran hacerlo.
El testimonio del coronel continúa: «En ese momento supe que no íbamos
a ejecutar el plan de ataque aéreo, y Sweeney también. Mientras bajábamos
en el ascensor desde las habitaciones privadas de la Casa Blanca, observé su
mirada fija y su rostro abatido. Me dijo: “Bueno, Bill, supongo que la he
jodido, ¿no es así?”». Su acompañante respondió: «No, señor, le dijo al
presidente lo que tenía que decir. Es posible que no sepamos dónde están
todos». Sweeney respondió: «Te agradezco que intentes hacerme sentir mejor,
pero no estoy seguro de haber hecho lo correcto». Otro camarada contaría
más tarde que Sweeney le había explicado al presidente que para minimizar
las bajas estadounidenses era necesario suprimir las defensas aéreas soviéticas
antes de atacar los emplazamientos de los misiles: «Sweeney causó una

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impresión muy favorable [a Kennedy] al reconocer tanto las capacidades
como las limitaciones del uso de la fuerza». Los aviadores y sus jefes
regresaron al Pentágono. Creech dijo: «Fue un momento interesante en la
historia porque había mucha gente haciendo campaña en favor de la
invasión».

El primer extranjero con el que el presidente discutió la crisis fue un viejo


amigo, David Ormsby-Gore, el embajador británico, al que ahora se convocó
a la Casa Blanca. Se le había nombrado para la legación en Washington el año
anterior debido, explícitamente, a su amistad juvenil con JFK, forjada antes
de la segunda guerra mundial, cuando ambos solían salir de fiesta por Londres
en la época en que Joseph Kennedy era el embajador de Estados Unidos.
Ormsby-Gore, el heredero de lord Harlech, era solo unos meses más joven
que el presidente, y se había formado en Eton y Oxford antes de servir en el
ejército británico durante la guerra. Tras convertirse en miembro del
parlamento por el Partido Conservador, había sido ministro subalterno en el
Ministerio de Asuntos Exteriores, antes de llegar a Washington en mayo de
1961. Este personaje inteligente, ingenioso, culto y un poco disoluto se
convirtió en un invitado frecuente en la Casa Blanca gracias a su cercanía a
los Kennedy (tras la muerte del presidente, le propondría matrimonio a Jackie,
pero resultó no ser lo bastante rico para ella).
Quienes alimentan la fantasía de la «relación especial» entre Estados
Unidos y el Reino Unido han sugerido de cuando en cuando que Ormsby-
Gore y el primer ministro Harold Macmillan se convirtieron en miembros
honorarios del círculo íntimo de la Casa Blanca durante la crisis. Esto no es
más que una exageración disparatada. Sin embargo, probablemente sí es
cierto que el presidente Kennedy se sentía más cómodo en compañía de
británicos elegantes y sofisticados de clase alta que cualquiera de sus
predecesores (o, incluso, de sus sucesores) y que tenía más en común con
ellos que con sus compatriotas de la América profunda. Es posible que el
mandatario estadounidense encontrara las opiniones del embajador más útiles
y aceptables que las del primer ministro, que no lograba evitar que las
cuestiones nucleares lo pusieran de los nervios. Bobby Kennedy describió a
Ormsby-Gore como un amigo en quien su hermano «confiaba
implícitamente».[27] Arthur Schlesinger escribió un homenaje notable a la
intimidad del enviado con el presidente: «Solo dos hombres de carácter
notable podían mezclar con tanta delicadeza las relaciones personales y las

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oficiales, y cada uno fue en todo momento un defensor firme y sincero de las
políticas de su propia nación. Sus conversaciones largas, relajadas y
confidenciales, ya fuera en el puerto de Hyannis, en Palm Beach o en las
noches tranquilas de la Casa Blanca, brindaban a Kennedy probablemente la
mejor oportunidad de aclarar sus propios objetivos en los asuntos mundiales».
[28]
Tras ser informado sobre la situación y las opciones consideradas,
Ormsby-Gore avaló de inmediato la decisión del presidente de favorecer el
bloqueo con los mismos argumentos que Kennedy, en cuanto comandante en
jefe, había dado a los altos mandos de las fuerzas armadas. El mandatario
expresó la admiración que le suscitaba la astucia de la jugada soviética, que
interpretaba de manera mucho más sutil que el mismo Jrushchov. En su
opinión, el despliegue cubano era un capote de un torero (aunque esta no era
su forma de hablar) para provocar una respuesta de Estados Unidos que
sirviera a la URSS para justificar una acción contra Berlín Oeste.
Reflexionando en voz alta en compañía del embajador, sostuvo que él mismo
nunca volvería a tener una mejor excusa para invadir Cuba, si bien ese era un
camino que no le interesaba seguir.[29] Asimismo, le explicó que el valor
estratégico de los misiles Júpiter desplegados en Turquía y otros lugares de
Europa era ahora insignificante y reconoció que era probable que, para
alcanzar un acuerdo, Estados Unidos tuviera que retirarlos.
Robert Lovett, que entonces tenía sesenta y siete años, se había sumado al
elenco de asesores en la Casa Blanca a principios de la semana, después de
que el presidente lo llamara a Nueva York para pedirle que fuera a
Washington «enseguida», lo que el banquero y exsecretario de Defensa hizo
sin demora. Delgado, elegante y de cabeza abovedada, Lovett, que había
trabajado tanto con Henry Stimson, en el Departamento de Guerra, como con
George Marshall, en el Departamento de Estado, fue puesto al corriente de la
situación tan pronto llegó por Mac Bundy, en cuyo escritorio había,
precisamente, una foto de Stimson. Lovett dijo, con sinceridad aunque
también con aire sentencioso: «Mac, creo que el mejor servicio que podemos
prestarle al presidente es intentar enfocar esto como lo hubiera hecho el
coronel Stimson». El asesor de seguridad nacional estuvo de acuerdo. El
domingo por la mañana, Kennedy le pidió a Lovett que le ayudara a redactar
el anuncio de la «cuarentena»; y después de almorzar con el hermano del
presidente en Hickory Hill, ambos se dirigieron al Salón Oval, donde el
ExCom se estaba concentrando para una nueva sesión.
A mitad de la reunión, el mandatario invitó al nuevo miembro del comité,
que en su momento se había negado a formar parte de su gabinete alegando

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motivos de salud, a salir al balcón que da al jardín sur de la Casa Blanca. Allí
le preguntó a Lovett si, en su opinión, Adlai Stevenson estaba capacitado para
gestionar la negociación con los soviéticos en caso de que esta tuviera lugar
en las Naciones Unidas. La consulta de Kennedy estaba animada por los
temores que abrigaba acerca de la sagacidad y resolución de su embajador
ante la ONU, que el día anterior había propuesto poner de inmediato sobre la
mesa los misiles desplegados en Turquía y la base estadounidense de la bahía
de Guantánamo, algo que el ExCom consideró una oferta gratuitamente
conciliadora. Lovett aconsejó que fuera John McCloy, no Stevenson, quien se
hiciera cargo de la negociación, una recomendación que ya había hecho el
fiscal general; y llamó a su casa a la secretaria de McCloy para que le ayudara
a localizar al banquero, que entonces estaba en Frankfurt, a punto de
marcharse a cazar perdices en Portugal. Cuando finalmente se consiguió
contactarle, McCloy se mostró dispuesto a volver de inmediato a Estados
Unidos. Los vuelos comerciales a Nueva York programados para ese día ya
habían despegado, de modo que se envió un avión de la fuerza aérea para
traerlo de regreso al otro lado del Atlántico.
A las 14.20 de ese domingo, el Consejo de Seguridad Nacional volvió a
reunirse, una vez más en la mansión del ejecutivo. El primer punto del orden
del día era debatir de forma detallada la redacción del mensaje que el
presidente iba a transmitir a la nación al día siguiente. Kennedy rechazó la
insistencia de Stevenson en que se incluyera la propuesta de una cumbre con
Jrushchov. También eliminó del borrador algunas palabras sombrías y
aterradoras sobre los horrores de la guerra. El almirante Anderson, el jefe de
Operaciones Navales, informó de que cuarenta buques de guerra ya se estaban
desplegando para imponer el bloqueo. Las reglas de enfrentamiento iniciales
estipulaban que se abriera fuego contra cualquier embarcación que se negara a
detenerse para ser inspeccionada con el fin de inmovilizarla. Si un buque de
guerra o avión soviético disparaba contra los estadounidenses, se le destruiría.
Si un submarino soviético buscaba burlar el bloqueo, la armada solicitaría
permiso a Washington para hundirlo. Kennedy le pidió a Paul Nitze, el
subsecretario de Defensa, que estudiara las implicaciones de retirar los misiles
Júpiter de Turquía e Italia. Asimismo, explicó que su posición sería exigir de
entrada la retirada incondicional de los misiles soviéticos de Cuba. Era
probable que ello diera lugar a una negociación, pero no habría una oferta de
concesiones por adelantado, algo que podía interpretarse como un indicio de
pánico.

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Al mismo tiempo, se preparó un elaborado programa de comunicación,
que incluía cartas para los líderes extranjeros y sesiones informativas para las
embajadas estadounidenses, justo antes de la inevitable tormenta diplomática
que se acercaba. Los aliados clave recibirían visitas personales de altos
representantes del gobierno de Estados Unidos, armados con copias de las
fotografías realizadas por la CIA de las bases de los misiles. Sin embargo, no
se les invitaría a influir en la línea de actuación inmediata de la Casa Blanca.
En 1956, en un raro momento de sabiduría, John Foster Dulles dijo: «El
proceso de consulta nunca debe enredarnos en una red de procedimientos para
que seamos víctimas de la capacidad de los despotismos para actuar de
manera repentina y con todo su poder». Por todo el país, oficiales de las
fuerzas armadas interceptaron a los líderes del Congreso y los escoltaron a los
aviones encargados de llevarlos de regreso a Washington para que pudieran
reunirse con el presidente al día siguiente, lunes 22 de octubre. La
organización de esta maquinaria fue impresionante, y se ejecutó con eficacia,
inteligencia y total seriedad. Después de seis días que habían parecido
interminables para quienes conocían el secreto, la crisis iba a quedar al
descubierto.

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8
El presidente habla

1. KENNEDY SE DIRIGE A SU PUEBLO

A las 10.40 del lunes 22 de octubre, Kennedy llamó al expresidente


Eisenhower. El general ya había sido puesto al tanto de la situación en dos
ocasiones por McCone, el director de la CIA, pero se consideró importante
garantizar que respaldaría la política que su sucesor se disponía a revelar.
Como Dean Acheson, el veterano general era partidario de lanzar una
campaña de bombardeos sin previo aviso; pero aceptó la lógica política y
diplomática del bloqueo (y era demasiado patriota para volverse en contra de
su sucesor en un momento semejante). El presidente le informó de que estaba
previsto continuar con una intensa vigilancia aérea de los emplazamientos de
los misiles y le dijo que daba por sentado que los soviéticos podrían derribar
alguno de los aviones espía estadounidenses, en cuyo caso creía que era
«probable» que ordenara el ataque aéreo. Después de haber esbozado los
pasos que el gobierno iba a seguir a continuación, para Kennedy fue un alivio
oír decir a Eisenhower: «Le agradezco que me haya informado. Y…
personalmente pienso que, en realidad, está dando el único paso posible».
El viejo soldado añadió una conjetura perspicaz: en su opinión, no había
conexión, en la mente del Kremlin, entre Cuba y Berlín Oeste. Esto era justo
lo contrario de lo que pensaba el exembajador Llewellyn Thompson, que
acababa de reafirmarse ante el presidente en su convicción de que Berlín
Oeste era el lugar que de verdad le importaba a Jrushchov y de que el
despliegue en Cuba era una mera maniobra de distracción. «Señor
presidente», dijo Thompson, «en mi última conversación con él dejó muy
claro que estaba retorciéndose… que no podía recular de la posición que
había adoptado [con relación al ultimátum para la retirada de las tropas

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occidentales de Berlín]. Ha ido tan lejos… Insinuó que el tiempo se estaba
agotando».
Todavía hablando por teléfono con Eisenhower, Kennedy preguntó:
«General, ¿qué pasa si la Unión Soviética, Jrushchov, anuncia mañana, como
creo que hará, que si atacamos Cuba eso supondrá el inicio de la guerra
nuclear? ¿Y cómo ve usted las posibilidades de que disparen esos misiles si
invadimos Cuba?». El expresidente respondió: «Yo no creo que lo hagan…
Algo habrá que haga que esta gente [los soviéticos] dispare [los misiles
nucleares]. Pero sencillamente no creo que vaya a ser esto». Su interlocutor,
el hombre que ahora soportaba la gigantesca carga cuyo peso exacto solo
conocían Ike y los otros dos estadounidenses vivos que la habían
experimentado, dijo con una risita resignada y vacilante: «Sí, de acuerdo».
Casi tan pronto Kennedy dejó el teléfono, a las once de la mañana, en el
que iba a revelarse como el día más duro de la crisis, un pequeño grupo se
reunió en el Despacho Oval para acordar los planes para informar a los
aliados de Estados Unidos y a U Thant, el secretario general de Naciones
Unidas, un lugar que entonces era mucho más importante de lo que lo es en la
actualidad. El presidente revisó el borrador del discurso que Arthur
Schlesinger había preparado para Adlai Stevenson. A las 11.47 otro pequeño
equipo, el denominado grupo de Berlín, se reunió para considerar los planes
de contingencia en caso de que los soviéticos se lanzaran por sorpresa a tomar
la ciudad. Entre tanto, Kennedy insistió (y encendió la grabadora para que la
posteridad pudiera oír sus palabras) en que debía enviarse a las bases de los
misiles Júpiter en Turquía órdenes en las que se subrayara que, sin importar
las provocaciones que pudieran hacer los soviéticos, ningún arma nuclear
debía dispararse sin su autorización personal. «Lo que tenemos que hacer», le
dijo al subsecretario de Defensa Paul Nitze, «es asegurarnos de que estas
personas [los comandantes estadounidenses y sus dotaciones] conozcan la
orden, de modo que no vayan a dispararlas y conviertan a Estados Unidos en
blanco de un ataque. No creo que debamos aceptar la palabra de los jefes
respecto a este particular, Paul».
Como el desarrollo de los acontecimientos no tardaría en demostrar, tenía
razón al poner en duda la escrupulosidad con que los comandantes de las
fuerzas armadas obedecerían sus órdenes. Gilpatric informó de que los jefes
del Estado Mayor Conjunto se oponían al envío de las instrucciones
especiales que retiraban al personal de los Júpiter desplegados en Turquía la
autoridad por defecto para disparar los misiles en caso de un ataque soviético.
Nitze explicó que los jefazos consideraban que semejante intervención

Página 307
presidencial «ponía en peligro las instrucciones vigentes». Solo después de
que Kennedy reiterara que estaba absolutamente decidido a hacer llegar a
Turquía esa orden restrictiva —en Turquía «ellos no saben… lo que nosotros
sabemos»— consiguió que se enviara.
A mediodía, en Nueva York, donde Anatoli Dobrynin había estado
viéndose con Andréi Gromiko antes de que este regresara a Moscú, un
miembro de la delegación de Estados Unidos ante la ONU abordó al
embajador soviético y le transmitió una solicitud de Dean Rusk, que le citaba
en su despacho a las seis de la tarde. El diplomático tenía cosas que hacer en
la ciudad y rogó posponer la cita para el día siguiente. No, dijo el mensajero
con firmeza: era importante que estuviera en el Departamento de Estado a las
seis. El ruso regresó de inmediato a Washington.
Kennedy comió con su esposa en la mansión del ejecutivo, luego trabajó
junto con sus colaboradores y su hermano Robert antes de firmar un
memorando que, de forma tardía, formalizaba el estatus del ExCom como un
comité, presidido por él, del Consejo de Seguridad Nacional para la gestión
de la crisis que debía reunirse todos los días a las diez de la mañana en la sala
del gabinete. Sus miembros permanentes serían Lyndon Johnson, Rusk,
Bundy, McNamara, Sorensen, Dillon, el fiscal general, McCone, Ball,
Gilpatric, Taylor y Thompson, a quienes se sumarían otros como invitados
cuando fuera oportuno.
A las tres de la tarde, se convocó a todo el Consejo Nacional de Seguridad
(NSC, por sus siglas en inglés), junto con los jefes del Estado Mayor
Conjunto, el asistente personal de Kennedy, Kenneth O’Donnell, y un puñado
de otros funcionarios. El propósito de la reunión era garantizar que todos los
actores clave conocieran con precisión lo que el gobierno de Estados Unidos
había decidido hacer y por qué. El presidente empezó reiterando las razones
para responder a la situación y la lógica del bloqueo y dijo: «Esto bien puede
acabar con nosotros viéndonos obligados a invadir Cuba». Por tanto, los
preparativos militares para tal operación seguirían adelante. Se preveían
ciertas líneas de cuestionamiento a las que habría que dar respuesta. ¿Por qué
Estados Unidos no había lanzado de inmediato un ataque directo contra las
bases de los misiles en Cuba? Porque el impacto para la alianza occidental
«podría haber sido prácticamente fatal; en particular, porque habría servido de
excusa a acciones muy drásticas por parte de Jrushchov».
Kennedy propuso decir que antes del 16 de octubre no se contaba con
pruebas que respaldaran tomar medidas contra Cuba. En este punto, McCone,
el director de la CIA, intervino para recomendar cautela: «Yo no sería

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demasiado categórico en lo de que no teníamos información porque… había
unos quince informes, creo, distintos de refugiados… que indicaban que algo
estaba ocurriendo. Pero no contamos con vigilancia aérea desde el 29 de
agosto hasta el 14 de octubre, me parece, que nos diera información positiva.
Por tanto, durante ese período estuvimos lidiando con conjeturas y
suposiciones». La falta de vigilancia aérea había sido consecuencia tanto de la
baja visibilidad como de limitaciones políticas que más tarde suscitarían una
gran polémica. Kennedy se sentía capaz de defenderse de la acusación de que
la administración había sido tomada por sorpresa con el argumento de que,
hasta entonces, los soviéticos nunca habían desplegado misiles nucleares
fuera de sus fronteras (el breve despliegue de 1959 en Berlín Oriental pasó
desapercibido en Washington).
Bundy desaconsejó al presidente hablar demasiado acerca de las
dificultades que planteaba atacar las bases desde el aire cuando existía la
posibilidad de que «tengamos que hacerlo en unos días». La reunión también
reconoció que era muy probable que en las conversaciones con los aliados
europeos de Estados Unidos surgiera una cuestión que planteaba un
importante escollo: ¿por qué el presidente estaba tomando semejantes
medidas en respuesta a los misiles soviéticos en Cuba cuando ellos habían
vivido durante años bajo una amenaza comparable? Kennedy propuso
enfrentar esa inquietud haciendo hincapié en el manto de secretismo con el
que habían actuado los soviéticos, el aluvión de engaños que habían
empleado, un argumento que se convertiría en un aspecto clave de la
propaganda estadounidense.
Thompson observó que ahora quedaba claro por qué Jrushchov había
prometido no reactivar la crisis de Berlín hasta después de las elecciones
legislativas de noviembre: la decisión del líder ruso no había sido producto de
la cortesía diplomática o el deseo de ayudar a los demócratas, sino del tiempo
que necesitaba para completar su grandiosa jugada. El presidente propuso no
mencionar para nada que Estados Unidos había considerado y rechazado la
opción de bombardear Cuba, pues había aún cierta probabilidad de que
tuvieran que recurrir a ella. En lugar de eso, los portavoces podían declarar
que se había descartado llevar a cabo un ataque sorpresa debido al riesgo de
que semejante acción suscitara desagradables comparaciones morales con el
ataque a Peral Harbor: «No hacemos lo mismo que los japoneses».
El hecho de que después de esa reunión Kennedy pasara cuarenta y cinco
minutos atendiendo a Milton Obote, el primer ministro de Uganda, que se
encontraba de visita oficial en el país, constituye una prueba de su

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extraordinaria disciplina. Ambos mandatarios estuvieron conversando sobre
los problemas de África como si el anfitrión no tuviera otra cosa en mente.
Cuando Obote vio luego la transmisión de la trascendental declaración del
presidente estadounidense, sintió por Kennedy un respeto y un asombro
profundos que a partir de entonces nunca menguarían.
A las 17.30, en la sala del gabinete, Kennedy se reunió con una veintena
de líderes del Congreso, entre quienes destacaban Dirksen, Fulbright, Russell,
Humphrey y Mansfield. Después de resumirles lo que Estados Unidos sabía
acerca de los misiles balísticos, John McCone respondió a una pregunta del
senador Russell sobre el estado de preparación de las fuerzas soviéticas en
Cuba, donde desde hacía varios días los radares habían estado rastreando los
sobrevuelos de los U-2: «Aunque hasta ahora no nos han disparado, pensamos
que quizá no tarden en hacerlo». Russell respondió: «¡Dios mío!». Llewellyn
Thompson expuso a los legisladores su opinión personal de que el despliegue
cubano formaba parte de los preparativos de la Unión Soviética para un cara a
cara decisivo sobre Berlín Oeste. Rusk dijo que, según creía, en el Kremlin
estaba librándose una lucha de poder acerca de la estrategia hacia Occidente:
«El tema de la coexistencia pacífica no les estaba llevando muy lejos…
parece ahora claro que los partidarios de la línea dura han pasado a ser
dominantes».
En esta cuestión el secretario de Estado se equivocaba. Más allá de las
reservas que algunos destacados miembros del Partido aseguraban luego
haber abrigado durante este período, lo cierto es que dentro del Kremlin no
había entonces disensión alguna. Es verdad que los chinos y algunos militares
soviéticos se mofaban de Jrushchov, al que consideraban débil, pero no
existía ninguna amenaza directa al liderazgo del primer secretario. El
despliegue de los misiles en Cuba había sido una iniciativa personal y se
había puesto en marcha después de un debate nimio, incluso para lo que era
usual en el Presídium, en el que invitar a los disidentes a expresar sus
opiniones sobre cualquier política era para el vozhd poner al descubierto su
vulnerabilidad. Dada la enormidad y temeridad del engaño en que los
soviéticos se habían embarcado, máxime cuando no había ninguna esperanza
verosímil de que la URSS pudiera beneficiarse de una confrontación nuclear,
los estadounidenses buscaron explicarlo imaginando causas complejas y
razonamientos bizantinos donde, en realidad, no los había.
Kennedy y sus consejeros dejaron en claro a los líderes del Congreso que
el bloqueo apenas era un primer paso que proporcionaría, en palabras de
Rusk, «una breve pausa para que la gente en el otro bando se lo piense de

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nuevo antes de sumergirnos en una crisis total, porque las perspectivas que
tenemos delante en este momento son muy graves. Si los soviéticos han
subestimado lo que Estados Unidos está dispuesto a hacer en esta situación,
ahora tendrán que considerar si revisan su criterio con agilidad y rapidez».
Richard Russell dio un salto: «Señor presidente, en estas circunstancias no
puedo permanecer en silencio si quiero vivir con la conciencia tranquila. Creo
que nuestra responsabilidad para con nuestro pueblo exige medidas más
fuertes… Tengo la impresión de que nos encontramos en una encrucijada. O
bien somos una potencia de primer nivel o no lo somos… Llegará el
momento, señor presidente, en que tendremos que correr el riesgo de la guerra
nuclear en Berlín, en Corea, en Washington D. C. y Winder, Georgia [la
ciudad natal del senador]. No sé si Jrushchov iniciará una guerra nuclear por
Cuba. No creo que lo haga. Pero creo que cuanto más contemporicemos con
él, tanto más se convencerá de que tenemos demasiado miedo para dar un
paso de verdad y luchar realmente».
Russell, que tenía sesenta y cuatro años, era un veterano demócrata de una
era en la que el respaldo de la segregación racial formaba parte del mandato
que los cargos públicos recibían de sus electores. Abogado, había sido
miembro de la Cámara de Representantes de Georgia a lo largo de la década
de 1920, antes de convertirse, a los treinta y tres años, en gobernador del
Estado. Llegó al Senado en 1933, tras ganar la elección especial convocada
para cubrir la vacante dejada por su predecesor, que había fallecido en el
cargo. Para 1962, este solterón había servido en Washington durante casi tres
decenios, en los últimos años como presidente del poderosísimo Comité de
Servicios Armados del Senado.
Mientras que en la década de 1930 Russell había respaldado el New Deal
de Roosevelt, en el Capitolio se convertiría en líder de la conocida como
coalición conservadora del Sur. Aunque en muchos aspectos, el senador era
un arquetipo del supremacista blanco sureño, sería un error tomarle por tonto
y, de hecho, su opinión era muy respetada en el Congreso. Eso hacía que la
postura que adoptó en la Casa Blanca ese 22 de octubre resultara todavía más
perturbadora para el presidente. En cuanto partidario entregado de la Guerra
Fría, Russell hablaba en nombre de intereses poderosos no solo en Georgia
sino en todo el país.
La retórica del senador fue tornándose más y más embravecida a medida
que exigía confrontar a los soviéticos en términos que Curtis LeMay hubiera
aplaudido. El presidente terminó interrumpiéndolo para señalar que, desde el
punto de vista militar, era imposible atacar de inmediato los emplazamientos

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de los misiles: «Estamos reuniendo esa fuerza, pero no estará en condiciones
de invadir Cuba en las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas».
Después de lo cual añadió en tono conciliador: «Pero creo que es muy posible
que antes de que termine la semana esté preparada». Russell insistió
asegurando que con cada día que la invasión se retrasara, la dificultad de
llevarla a cabo aumentaría. En ese punto Kennedy advirtió con maestría al
senador: «Si invadimos Cuba, tenemos todos que ser conscientes de que
estaremos apostando que esos misiles, que están listos para ser disparados, no
serán disparados… ¿Es esa realmente una apuesta que debamos hacer?». A
continuación, McNamara reseñó los preparativos militares que estaban ya en
marcha: la operación anfibia, que en caso de lanzarse estaría precedida por
una campaña de bombardeos aéreos en la que se efectuarían un mínimo de
dos mil incursiones, requeriría noventa mil soldados y más de un centenar de
buques de carga.
Ahora que Russell se había hecho con la batuta, ninguno de sus colegas
legisladores quería soltarla. Kennedy le diría más tarde a Arthur Schlesinger:
«El problema es que cuando reúnes a un grupo de senadores, este acaba
siendo dominado por el hombre que adopta la línea más enérgica… Después
de que Russell hablara, nadie quería mostrarse en desacuerdo con él. En
cambio, cuando consigues hablar con ellos de manera individual, resulta que
son razonables».[1] Everett Dirksen preguntó si el Consejo de Seguridad
Nacional había aprobado por unanimidad los planes militares y se le aseguró
que así había sido. Esto, por supuesto, era falso: el estridente entusiasmo por
la guerra entre los jefes del Estado Mayor no se mencionó en absoluto. Y el
senador Russell siguió insistiendo en esa alternativa: «Si hemos de mantener
nuestra posición como una gran potencia mundial, tenemos que correr el
riesgo en algún lugar, en algún momento». Este comentario recordaba la
entrevista que Robert F. Kennedy había concedido un año antes al periodista
del New York Post James Wechsler, en la que se había declarado «afectado
por la furia frustrada de muchos de sus compatriotas que creen que la hombría
nacional únicamente puede afirmarse mediante algún acto de fanfarronería
sangrienta en Cuba o Laos o casi cualquier otro lugar de la tierra», si bien él
mismo no se quedó atrás a la hora de apoyar aventuras temerarias en el
Caribe.[2]
El senador William Fulbright debe su reputación póstuma sobre todo a su
oposición a la guerra de Vietnam y al patrocinio de becas internacionales, y
no tanto a su hostilidad hacia los derechos civiles de los afroamericanos y su
belicosidad con Cuba. Ese día, en la sala del gabinete, sostuvo que en su

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opinión un asalto estadounidense a la isla planteaba menos complicaciones
legales que el bloqueo propuesto (a su modo de ver, «la peor alternativa»):
«Estoy a favor de una invasión, con la máxima fuerza y tan rápido como sea
posible».
Cuando todo hubo terminado sin que se produjera la catástrofe que
algunos temían, resultó fácil restar relevancia a esta clase de intercambios y
pasar página: era mucho mejor ir al grano o, más bien, al final relativamente
feliz. Sin embargo, es importante reconocer y, de hecho, destacar que en
octubre de 1962 algunos estadounidenses prominentes y poderosos deseaban
lanzar una acción militar contra fuerzas soviéticas en un país extranjero (en el
que se encontraban por haber sido invitadas) y aceptaban el riesgo de que ello
desencadenara una guerra nuclear. En la época, hombres como Richard
Russell eran grandes figuras, políticos influyentes. Y estaban menos
interesados en los detalles de la situación en Cuba que en la oportunidad, o el
pretexto, que esta ofrecía para demostrar el poderío superior de Estados
Unidos y, de paso, poner a la Unión Soviética en su lugar. Su
irresponsabilidad —reflejada en la ligereza de comentarios como este de
Russell: «La ortiga de todos modos va a escocer»— fue en verdad
impresionante. Con todo, la política interna no dejaba al presidente otra
opción que tratar a estos hombres con cortesía y respeto.
Sin embargo, cuando iba a volver al tema del bloqueo, Russell lo
interrumpió: «Creo que vamos a morir de puro desgaste aquí. Yo he acabado.
Perdóneme. No habría sido honesto conmigo mismo si no lo hubiera hecho.
Espero que me perdone, pero fue usted el que pidió nuestra opinión». El
presidente dijo: «Sí, lo perdono. Como dije, nos enfrentamos a un problema
muy difícil». Russell, una vez más: «Oh, Dios mío, ya lo sé. Nuestra
autoridad y el destino del mundo dependerán de esta decisión». Kennedy:
«Así es». Russell: «Pero llegará el día, señor presidente. Ahora bien, ¿lo hará
en circunstancias más propicias?». Kennedy respondió leyendo en voz alta
una larga carta de Harold Macmillan, el primer ministro británico, a quien se
le había revelado el secreto la noche anterior. La misiva evidenciaba la
angustia y apremio con que el británico instaba a su homólogo estadounidense
a actuar con cautela.
El texto concluía así: «Aunque ya sabe cuán profundamente empatizo con
todas sus dificultades y cuánto trataremos de ayudarlo en todas las maneras
posibles, es apenas correcto que le diga que hay dos aspectos que me
preocupan. Muchos de nosotros en Europa hemos vivido tanto tiempo cerca
de las armas nucleares del enemigo del tipo más devastador que nos hemos

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acostumbrado a ello. De modo que la opinión europea requerirá atención. El
segundo, más preocupante, es que, si Jrushchov acepta una cumbre, tratará,
por supuesto, de hacer un intercambio aprovechando su posición en Cuba
para satisfacer sus ambiciones en Berlín y otros lugares. Esto es algo que
debemos evitar a toda costa, ya que pondría en peligro la unidad de la
Alianza». Cuando los legisladores por fin se fueron, el presidente confesó que
la reunión le había resultado sumamente estresante. Sin embargo, ante su
hermano, excusó la vehemencia con la que habían reaccionado los líderes del
Congreso anotando que, en realidad, ese había sido más o menos el estado de
ánimo en la Casa Blanca cuando se tuvo por primera vez noticia del
despliegue de los misiles hacía una eternidad: el martes anterior.
Ahora, en la tarde del siguiente lunes, las fuerzas estadounidenses en todo
el mundo pasaron a la DEFCON («Condición de defensa») 3. La DEFCON 5
representaba la rutina normal en tiempo de paz; la DEFCON 1 era la guerra
nuclear. Varias fuerzas estadounidenses se mantendrían en la DEFCON 3, y
posteriormente en la DEFCON 2, durante los siguientes treinta días de
operaciones continuas de la USAF: 2.088 salidas y 48.532 horas de vuelo, en
las que los bombarderos provistos de armas nucleares del SAC (Comando
Aéreo Estratégico) volaron más de treinta millones de kilómetros. Mientras
tanto, decenas de miles de soldados, cientos de aviones y decenas de barcos
comenzaron a trasladarse a Florida y Georgia, en preparación para la posible
intervención militar. Se encargó a los ferrocarriles de Estados Unidos que
reunieran 3.600 vagones de plataforma, 180 vagones góndola, 40 furgones y
200 vagones de pasajeros para trasladar a la 1.ª División Blindada desde Fort
Hood, Texas. Algunas fábricas de artillería del país se organizaron en tres
turnos de trabajo para producir de forma ininterrumpida siete días a la
semana, con el fin de satisfacer la imprevista demanda de municiones y
bombas, en especial por parte de la USAF.
Los infantes de marina cantaban mientras se ejercitaban por compañías en
la cubierta de vuelo del portahelicópteros Okinawa: «¿A dónde vamos a ir? /
Vamos a ir a Cuba. / ¿Qué vamos a hacer? / Vamos a castrar a Castro». Sus
oficiales estudiaban el Plan 316, la operación Vainas, que detallaba la
invasión de la isla: la 1.ª División Blindada desembarcaría a través del puerto
de Mariel, al oeste de La Habana, mientras que la infantería de marina
atacaría la playa de Tarará, al este de la capital. Entre tanto, la 82.ª y la 101.ª
División Aerotransportada saltarían detrás de las playas, como sus padres
habían hecho en Normandía dieciocho años antes. Toda la fuerza invasora
evitaría La Habana y se dirigiría a las bases de misiles que habían sido

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identificadas. La moral, o más bien la confianza en sí mismas, de estas
formaciones de élite de las fuerzas armadas estadounidenses era
supremamente alta. Si los oficiales de mayor rango guardaban una secreta
provisión de inquietud acerca de lo que podían encontrar en la isla, sus
hombres se sabían «los mejores» y no tenían duda alguna de que pasarían por
encima del ejército cubano y cualquier ruso que se interpusiera en su camino.
Los futuros invasores recibieron máscaras protectoras y equipos para la
detección de agentes químicos. Se les indicó que, en caso de que se produjera
una explosión nuclear en las inmediaciones, debían marcar las áreas
contaminadas e informar del rendimiento explosivo de «cada munición
nuclear disparada». El plan de la invasión preveía que Estados Unidos
sufriera unas 18.000 mil bajas en los primeros diez días de lucha, cuatro mil
de ellas víctimas mortales.

Poco antes de que Kennedy se reuniera con los líderes del Congreso, en
Londres, donde ya era de noche, Harold Macmillan ofrecía una cena en su
residencia oficial (que de forma temporal era la Casa del Almirantazgo, pues
se estaba remodelando el número 10 de Downing Street) para marcar la
retirada del general Lauris Norstad como comandante supremo aliado en
Europa de la OTAN. Era una coincidencia que la cena se celebrara justo ese
día, pero el primer ministro, en consonancia con su extraordinario sentido de
alarma y su enorme preocupación por la cautela, aprovechó la oportunidad
para subrayarle a Norstad que el Reino Unido no participaría en una alerta de
la OTAN, como la que Washington había instado a lanzar ese día «de una
manera claramente motivada por el pánico».[3] Si su país accediera a ello,
sería necesario hacer una proclamación real y movilizar a los reservistas: «Le
dije que no, repito, no estamos de acuerdo con ello en esta etapa». Norstad
dijo que preveía que otras naciones de la OTAN adoptaran el mismo punto de
vista. Macmillan, que pensaba tanto en 1914 como Kennedy, y en su caso con
recuerdos personales, observó que las movilizaciones en ocasiones
precipitaban guerras. Y en este caso, además, tal paso sería absurdo, ya que
las fuerzas llamadas a las armas no tenían ninguna relevancia operativa
imaginable para la actual crisis.

Ese día Jrushchov se encontraba en una dacha de la colina de Lenin, desde la


que se domina Moscú, una de las impresionantes residencias oficiales de los

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mandatarios soviéticos, y ya había anochecido cuando le llamaron por
teléfono para informarle de la inminente aparición de Kennedy.
«Probablemente han descubierto nuestros misiles», le dijo a su hijo Serguéi.
El primer secretario convocó de inmediato al Presídium y se dirigió al
Kremlin. Hizo una breve pausa en su propio despacho en la tercera planta del
antiguo edificio del Senado y luego, alrededor de las diez de la noche (en
Washington apenas eran las tres de la tarde), entró en la amplia pero muy
austera sala de reuniones del Presídium, que estaba dos puertas más allá. El
líder ruso comprendió que el ardid de los misiles cubanos amenazaba con
convertirse en un desastre, un desastre muy personal, pues él era su único
instigador. Incluso antes de que el presidente estadounidense hablara en
Washington, debió de haber sido consciente de que su trono temblaba.
La reunión comenzó con una actualización del secretario del Consejo de
Defensa sobre la situación de las fuerzas soviéticas y las bases de misiles en
Cuba. Los miembros del Presídium pasaron luego a plantear alternativas de
respuesta al discurso de Kennedy, siempre dando por hecho que se había
descubierto el despliegue nuclear. Aunque los testimonios sobre la reunión
son fragmentarios, las pruebas sugieren que Jrushchov se encontraba
visiblemente alarmado y hablaba de forma impulsiva. Sugirió que el
presidente de Estados Unidos quizá anunciaría una invasión inmediata de
Cuba.

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El mariscal Malinovski lo tranquilizó señalando que los preparativos para
una operación de tales dimensiones serían evidentes y tomaban muchos días:
los servicios de inteligencia no habían detectado indicio alguno de semejante
actividad. El ministro de Defensa dijo que le parecía poco probable que
Kennedy anunciara un ataque inminente: «No creo que en este momento
Estados Unidos pueda embarcarse en operaciones de guerra relámpago. No es
esa clase de país». La última frase resulta un tanto enigmática: puede
interpretarse como un halago, en caso de referirse a la templanza
estadounidense, o, lo que es más verosímil, como una forma de señalar que
una sociedad abierta no podía prepararse con facilidad para lanzar una
operación anfibia a gran escala desde sus puertos y aeródromos nacionales sin
llamar la atención. Malinovski apuntó, con optimismo, que el discurso de
Kennedy quizá fuera algún tipo de «artimaña preelectoral», y agregó que le
parecía innecesario elevar el nivel de alerta de las fuerzas de misiles
soviéticas (una medida que seguramente aumentaría los temores
estadounidenses) cuando era en extremo improbable que el mandatario se
dispusiera a lanzar el primer ataque nuclear.
Jrushchov coincidió con él: «La cuestión es que no queremos
desencadenar una guerra. Queremos amedrentar y frenar a Estados Unidos en
el asunto de Cuba». Por primera vez, el líder soviético vio la trampa que se
había tendido a sí mismo al instalar los misiles de manera encubierta, en lugar
de anunciar un tratado de defensa con Castro. De hecho, le embistió de
repente la comprensión de los muchos peligros que implicaba y creaba la
operación Anádir y que deberían haber sido evidentes para el Kremlin desde
el primer momento de su concepción: «Lo trágico es que ellos pueden atacar
y nosotros responder. Esto podría convertirse en una guerra a gran escala».
Los presentes se apresuraron a revisar una gran variedad de opciones. ¿Podían
acordar de inmediato, por radio, un tratado de defensa con Castro? ¿Podían
dar a los cubanos el control de todos los misiles en la isla y declarar que la
Unión Soviética no tenía nada que ver con ellos? Correspondió a Mikoyán
señalar que lo más probable era que Estados Unidos, lejos de sentirse
intimidado por la declaración de que la URSS había transferido las armas
nucleares al inestable líder cubano, considerara tal acción como la
provocación definitiva.
Se acordó advertir al general Issá Plíyev de que debía poner sus fuerzas en
Cuba en alerta máxima. Malinovski propuso enviar una orden: «Todos los
medios a disposición de “Pávlov” [el nombre en clave de Plíyev] deben estar
preparados para la acción». Con retraso, Jrushchov comprendió el precipicio

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que semejante orden crearía: «Si [las fuerzas soviéticas en la isla] debían usar
todos los medios sin excepción», le dijo al mariscal, «los misiles estarían
incluidos… ¿No significa eso el comienzo de una guerra termonuclear?
¿Cómo podemos imaginar tal cosa?». En esas horas oscuras en las entrañas
del Kremlin, él y la mayoría de sus camaradas eran hombres asustados,
probablemente más asustados de lo que se habían sentido nunca a lo largo de
unas vidas en las que el terror había abundado.
Con todo, el relato que Mikoyán hace de la reunión del Presídium del 22
de octubre muestra que se consideró otorgar discrecionalidad a Plíyev para
lanzar los misiles tácticos y de mediano alcance, en caso de que las fuerzas
convencionales no lograran detener la invasión estadounidense. El nuevo
borrador del mensaje para el cuartel general soviético en Cuba decía:
«Inicialmente haga todo esfuerzo posible para no usar [armamento] atómico.
Si hay un desembarco hostil: el armamento atómico táctico, pero el
estratégico [no] hasta que [Moscú] dé la orden».[4]
Desde un punto de vista estrictamente militar, semejante orden resultaba
racional: la fuerza expedicionaria soviética en Cuba tenía pocas posibilidades
de repeler una invasión estadounidense sin recurrir a las ojivas nucleares
tácticas con que contaba. Sin embargo, al final se decidió esperar a conocer el
contenido del discurso de Kennedy antes de enviar a Plíyev nuevas órdenes
de cualquier tipo. Fursenko y Naftali describen la reunión del Presídium del
22 de octubre como «posiblemente la más tensa de la carrera de Jrushchov», y
es difícil no estar de acuerdo con ellos.[5] Los participantes pusieron término a
la cita decidiendo que recibirían las noticias de la transmisión de Washington
como un cuerpo, reunidos alrededor de la mesa en las primeras horas de la
mañana del 23 de octubre, para debatir la respuesta de la URSS sin demora.[6]
Entre tanto, a las seis de la tarde en Washington, Anatoli Dobrynin era
escoltado a la oficina de Rusk. Tras un frío intercambio de cortesías, el
secretario de Estado le entregó al embajador la carta personal de Kennedy
para Jrushchov en la que le informaba del descubrimiento de los misiles en
Cuba y del bloqueo naval de las aguas cubanas que impondría Estados
Unidos. De regreso en la embajada, el atónito Dobrynin estuvo sentado a
solas en su despacho durante quince minutos, tratando de descifrar esta nueva
y extraordinaria situación: «Estaba en extremo confundido, pues no había
recibido instrucciones ni aviso previo alguno por parte de mi gobierno… Si
[Jrushchov] hubiera preguntado a la embajada con antelación, podríamos
haber pronosticado la violenta reacción de Estados Unidos a su aventura».[7]
En Cuba, Fidel Castro, adelantándose a la crisis que se avecinaba, movilizó a

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las fuerzas armadas veinte minutos antes de que hablara Kennedy. Como
Jrushchov, el líder revolucionario daba por hecho que los estadounidenses
intentarían invadir la isla. Tras dividir Cuba en tres zonas de defensa, puso al
Che Guevara al mando en el oeste y a su hermano a Raúl en el este; la
responsabilidad de defender el centro recayó en Juan Almeida, el jefe del
Estado Mayor del Ejército. Fidel, por su parte, permanecería en La Habana.
Otro acontecimiento significativo tuvo lugar en Moscú en esas horas: las
fauces de la trampa que durante dos meses había estado pendiendo sobre el
coronel Oleg Penkovski, el informante más importante con que contaba
Occidente en todo lo relacionado con el arsenal nuclear de la URSS, se
cerraron de golpe. Su suerte había quedado sellada en julio, cuando el
Segundo Directorio de la KGB le escuchó conversar con su correo, el
empresario británico Greville Wynne, en la habitación de un hotel en Moscú.
El que los espías occidentales encargados de manejar a Penkovski permitieran
que se llevara a cabo esa reunión, en un sitio en el que con facilidad podía ser
monitoreada, fue sin duda una locura. La KGB retrasó la detención para
acumular más pruebas, pero desde la fecha en que quedó señalado como
traidor, el militar no volvió a tener acceso a fuentes o documentos
confidenciales, que podrían haber proporcionado a sus socios occidentales
inteligencia de un valor incalculable en la confrontación que se avecinaba.
Penkovski había hecho su última entrega en Moscú el 29 de agosto, en el
lavabo del piso del agregado para asuntos agrarios de Estados Unidos, y
recibió a cambio un pasaporte interno de la URSS con un nombre falso, en
caso de que se viera obligado a escabullirse.
El 6 de septiembre, el oficial del GRU asistió a la proyección de una
película en las oficinas del agregado cultural británico; fue la última vez que
se le vio antes de su arresto. El 22 de octubre, los agentes que lo vigilaban
esperando atrapar a sus colaboradores recibieron por fin la orden de detenerlo.
Tras ser abordado en su piso, el traidor fue trasladado a la Lubianka, el
enorme edificio neobarroco que servía de cuartel general a la policía secreta,
un escenario de multitud de crueldades y asesinatos. Una vez allí, Penkovski
se ofreció de inmediato a confesar todo lo que sabía «en beneficio de la madre
patria». El jefe de la KGB, Vladímir Semichastni, comenzó el sombrío
interrogatorio con las siguientes palabras: «Dígame qué daño ha causado a
nuestro país». El coronel lo reveló todo, sabiendo que ello no iba a salvarle la
vida, pero confiando en que le librara de las formas más bárbaras de infligir la
muerte practicadas en la Lubianka.

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A las siete de la tarde, según el horario de verano del este de Estados Unidos,
las cadenas de televisión cancelaron su programación habitual para dar paso a
la declaración del presidente desde el Despacho Oval de la Casa Blanca. El
discurso de John F. Kennedy, que repercutiría en todo el mundo, empezó así:
«Buenas noches, conciudadanos. Este gobierno, tal como prometió, ha
mantenido bajo la vigilancia más estrecha el despliegue militar soviético en la
isla de Cuba. Durante la última semana, pruebas inequívocas han establecido
el hecho de que en este momento se están preparando en esa isla prisionera
diversos emplazamientos de misiles ofensivos. El propósito de esas bases no
puede ser otro que proporcionar la capacidad de lanzar un ataque nuclear
contra el hemisferio occidental».
El presidente dijo que la confirmación de esta situación era ya completa y
expuso lo que el gobierno sabía sobre los misiles desplegados. «Esta veloz
transformación de Cuba en una importante base estratégica… constituye una
amenaza explícita a la paz y la seguridad de todas las Américas, en flagrante y
deliberado desafío al Pacto de Río de 1947, las tradiciones de esta nación y
este hemisferio, la Resolución Conjunta del 87.º Congreso, la Carta de las
Naciones Unidas y mis propias advertencias públicas a los soviéticos del 4 y
13 de septiembre. Esta acción también contradice las reiteradas garantías de
los portavoces soviéticos, tanto en público como en privado, de que el rearme
de Cuba mantendría su carácter defensivo original».
Tras citar las varias declaraciones del gobierno de la URSS que ahora se
revelaban falsas, Kennedy continuó: «Esta acumulación secreta, rápida y
extraordinaria de misiles comunistas en un área famosa por tener una relación
especial e histórica con Estados Unidos y las naciones del hemisferio
occidental… no puede ser tolerada por este país si queremos que tanto amigos
como enemigos vuelvan alguna vez a confiar en nuestro coraje y nuestro
compromiso». El presidente recordó el desastroso apaciguamiento de los
dictadores europeos de la década de 1930, antes de anunciar la «cuarentena»
(el bloqueo) que se impondría a la isla, aclarando que esta se aplicaría solo a
las armas y que, a diferencia de lo que habían hecho los soviéticos en Berlín
entre 1948 y 1949, no impediría la llegada de artículos de primera necesidad
destinados al pueblo cubano. Asimismo, declaró que Estados Unidos
consideraría el disparo de cualquier arma nuclear desde Cuba como un ataque
que exigiría en respuesta «una represalia total contra la Unión Soviética».
Estados Unidos, dijo, había convocado a los miembros de la Organización
de los Estados Americanos para debatir la amenaza y estaba solicitando una
reunión de emergencia del Consejo de Seguridad de la ONU: «Por último,

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hago un llamado al presidente Jrushchov para que detenga y elimine esta
amenaza clandestina, temeraria y provocadora a la paz mundial.
Conciudadanos, que nadie dude de que el esfuerzo en el que nos hemos
embarcado es difícil y peligroso. Nadie puede prever con precisión qué
dirección tomará o qué costos o pérdidas nos impondrá. Nos aguardan
muchos meses de sacrificio y disciplina… Pero el mayor peligro de todos
sería no hacer nada… Nuestro objetivo no es la victoria del poder sino la
reivindicación del derecho, no la paz a expensas de la libertad, sino la paz y la
libertad, aquí, en este hemisferio, y, esperemos, en todo el mundo. Si Dios
quiere, alcanzaremos esa meta». Para finalizar, Kennedy se dirigió al «pueblo
cautivo de Cuba… En la actualidad, sus dirigentes no son ya líderes cubanos
inspirados en ideales cubanos. Son títeres y agentes de una conspiración
internacional que ha hecho de Cuba… el primer país latinoamericano en
convertirse en blanco de una guerra nuclear».
El discurso de Kennedy de ese lunes por la noche, que en la transmisión
de televisión estuvo acompañado por las fotografías de los misiles, fue uno de
los pronunciamientos públicos más dramáticos de la Guerra Fría. Un gracioso
efecto secundario fue que convirtió el «avión espía» (que hasta el momento la
opinión pública solo conocía como un motivo de vergüenza para la nación
debido al incidente provocado por el derribo de Gary Powers en Rusia) en un
arma clave del arsenal de la libertad. «El otrora malvado U-2 se había
transformado, prácticamente de la noche a la mañana, en un instrumento
heroico», en palabras de David Barrett y Max Holland, autores de una historia
de la operación fotográfica.[8]
Al día siguiente, la prensa de todo el mundo lucía titulares estridentes: la
primera plana del tabloide británico Daily Sketch estaba ocupada por la
noticia, que comenzaba: «¡BLOQUEO! Ultimátum a Jrushchov… Jugada
sensacional de Kennedy». El New York Times informaba: «MEDIDAS
RESPECTO A CUBA OBTIENEN EL RESPALDO DE LA OPINIÓN
PÚBLICA, pero sondeo indica que muchos estadounidenses temen el
resultado». Los comentarios del presidente acerca de la Cuba «prisionera»
fueron recibidos con suspicacia entre los aliados sensibles al historial de
Estados Unidos en la isla. Cualesquiera que fueran los defectos de Fidel
Castro, que en verdad eran grandes, la conducta de su régimen era
consecuencia del pasado de la isla. La descripción del pueblo cubano que
ofrecía el discurso parecía sobre todo una necesaria concesión a su electorado,
del que formaban parte muchos de los estadounidenses que una década antes

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habían condenado al presidente Harry Truman por la supuesta «pérdida» de
China.
Años más tarde Mac Bundy, evocando el discurso del 22 de octubre, lo
describiría como «un poco exagerado y demasiado emotivo».[9] Al comienzo
de su relación con Ted Sorensen, que era quien lo había escrito, Kennedy le
instó a estudiar la retórica tanto de Lincoln como de Churchill, y eso se
notaba. Según el mismo Sorensen: «El motivo por el cual el discurso resultó
en exceso emotivo fue que al presidente… le preocupaba que el mundo dijera:
“¿Cuál es la diferencia entre los misiles soviéticos a 150 kilómetros de
Florida y los misiles estadounidenses justo al lado de la Unión Soviética en
Turquía?”. Precisamente por esa razón se hacía tanto hincapié en el
despliegue repentino y engañoso … Confiamos mucho en palabras como esas
para garantizar que el mundo no se centrara en la cuestión de la simetría».
De hecho, la retórica más eficaz del presidente estuvo dirigida a las
ofuscaciones y engaños de los soviéticos. Si el despliegue de misiles en Cuba
era legítimo porque con él Jrushchov buscaba contribuir a la defensa de un
aliado, ¿por qué entonces lo había ocultado bajo un aluvión de mentiras? En
ese período, Kennedy disfrutaba de una considerable ventaja a la hora de
defender los argumentos de Estados Unidos. A pesar de la repulsión que
provocaba su arrogancia, la envidia que suscitaba su riqueza y el miedo que
inspiraban sus excesos, la mayor parte del mundo todavía reconocía a Estados
Unidos como un abanderado del mundo libre y su principal protector. Y, al
mismo tiempo, veía a la Unión Soviética como una fortaleza de terror y
opresión. John F. Kennedy y su nación podían esperar de la mayoría de las
personas razonables cierto beneficio de la duda, algo con lo que el país ya no
contaría una década más tarde, tras la guerra de Vietnam y el Watergate. El
pueblo estadounidense, por su parte, dio por sentado que ellos tenían razón;
que los rusos y los cubanos estaban equivocados; y que Kennedy les estaba
diciendo la verdad. Bundy escribió: «El discurso del presidente fue más eficaz
de lo que nos atrevíamos a esperar de antemano. Una abrumadora mayoría de
los estadounidenses entendió el peligro y apoyó la línea de actuación del
presidente».[10]
En lo que respecta al significado de las palabras, hay otra cuestión general
que merece ser mencionada. Todos los políticos adoptan poses, no siempre,
pero sí ocasionalmente. Sin embargo, en el contexto de la Guerra Fría, la
mayoría de los líderes occidentales consideraban que lo que estaba en juego
era demasiado grave para permitirse excesos retóricos. Fueron las amenazas y
advertencias soviéticas, y en particular las de la era Jrushchov, que luego se

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revelaron vacías, sobre todo en lo relativo a Berlín, las que de forma repetida
agudizaron las tensiones. A diferencia de su homólogo ruso, Kennedy, como
presidente, elegía sus palabras con sumo cuidado y por lo general sentía lo
que decía, y eso nunca fue tan cierto como la noche del 22 de octubre de
1962. Desde el momento de su aparición en televisión, la crisis se convirtió en
el episodio más público de la Guerra Fría, y durante los seis días que
siguieron se desarrolló ante una audiencia global de cientos de millones de
personas.
En la CIA, el equipo de la ONE sintió un gran alivio al no tener que seguir
guardando el enorme y terrible secreto, que a partir de entonces podía discutir
con el resto de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos. En las calles
se vivió una oleada de compras impulsadas por el pánico, pues muchas amas
de casa se lanzaron a los comercios como si se prepararan para un asedio. En
Los Ángeles, el gerente de un supermercado, viendo como una mujer salía
tambaleándose del local cargada con doce gigantescas cajas de detergente, se
preguntaba: «¿Qué va a hacer? ¿Ponerse a lavarlo todo después de la
bomba?». Los aviones fletados para transportar la munición a la base de
Guantánamo, propiedad de la compañía Saturn Airways, se toparon de
repente con que sus seguros habían sido cancelados. Se les comunicó que
ahora tenían que pagar unas primas altísimas por riesgo de guerra, lo que era
apenas razonable, y que los burócratas del Pentágono se habían negado a
cubrirlas, lo que no era en absoluto razonable. Serguéi Jrushchov compararía
luego la reacción del público estadounidense al discurso del presidente con la
que siguió al ataque a Pearl Harbor: «La postura del Estado Mayor Conjunto
recibió un apoyo poderoso. Los estadounidenses, por lo visto, estaban todos
preparados para perecer, siempre y cuando pudieran desalojar a esos
indeseables invitados del territorio de su vecino. Nadie mencionó que estaban
hablando de otro Estado soberano».[11]
En Cuba, tras la transmisión del discurso del presidente y las revelaciones
acerca del despliegue de unos misiles de los que hasta entonces no se les
había dicho nada, los cubanos reaccionaron con asombro. El embajador de
Francia en La Habana informó a París de que «los cuadros inferiores de la
Revolución parecen preocupados y alarmados… Los especialistas en
propaganda se han confiado a sus acostumbradas fanfarronadas y resulta claro
que aún no han recibido instrucciones sobre cómo abordar esta nueva
situación».[12] No obstante, era obvio que ante las amenazas estadounidenses
la unidad del pueblo alrededor de Castro era casi absoluta. La aparente
indiferencia de los cubanos ante un potencial enfrentamiento con Estados

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Unidos dejó estupefactos a algunos militares rusos. Vasil Lanovski oyó a los
lugareños decir: «¡Podemos hacerlo en cualquier momento: solo dennos las
armas nucleares y les enseñaremos! ¡Haremos que se caguen!».[13] La
capacidad para la fantasía de los cubanos parecía no tener límite.
Ahora Kennedy pudo por fin responder la carta del primer ministro
Macmillan que había recibido durante la noche. El presidente trató de calmar
algunos de los temores del viejo estadista: «Reconozco el riesgo de una
réplica en Berlín, pero en un sentido más amplio creo que la inacción
resultaría aún más peligrosa… Le aseguro de forma muy solemne que esto va
más allá de la exaltación de la opinión pública o de una pasión particular
contra Cuba… He resistido una y otra vez las presiones en favor de una
acción poco razonable o excesiva, y no estoy interesado en una pelea con
Castro… Pero… nuestro mejor camino básico es la firmeza». Un poco más
tarde, durante la conversación telefónica que mantuvieron esa misma noche,
Macmillan le indicó que sus propios temores se centraban en la perspectiva de
una crisis prolongada, una prolongada subasta de amenazas mundiales;
Kennedy dijo: «Nuestra acción, obviamente, está moderada por la consciencia
de que esto podría llevarnos con gran rapidez a una guerra mundial, o a una
guerra nuclear, o a perder Berlín, y por ello hemos tomado el rumbo que
hemos tomado. Incluso a pesar de que, como digo, este no representa en
absoluto una respuesta final». La incómoda verdad era que, de haber podido
elegir, el dirigente británico habría favorecido un recurso inicial a la
diplomacia, lo que a los ojos de los estadounidenses equivalía a no hacer
nada. Para Kennedy, tal elección era impensable: su electorado no la
aprobaría; y sin el apoyo de una fuerza amenazadora, era probable que
cualquier conversación no llegara muy lejos.

2. JRUSHCHOV ENFRENTA EL DESASTRE

El Presídium había permanecido en sesión durante la aparición de Kennedy


en televisión y, poco después de terminada esta, sus miembros recibieron una
transcripción del discurso del presidente, que había durado diecisiete minutos,
así como el texto de su carta a Jrushchov, una copia de la cual se había
entregado a Dobrynin en Washington. En esta, el mandatario estadounidense
empezaba diciendo que, en sus intercambios pasados con el líder soviético,
«lo que más me ha preocupado ha sido la posibilidad de que su gobierno no
entienda de forma correcta la voluntad y determinación de Estados Unidos en
cualquier situación dada», y pasaba luego a declarar, de forma inequívoca, el

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compromiso absoluto e incondicional de su gobierno con la retirada de los
misiles soviéticos de Cuba.
El anuncio público del presidente señalaba el fracaso de la apuesta de
Jrushchov, que consistía en que se podría completar el despliegue de los
misiles estratégicos en Cuba sin que los estadounidenses y el mundo se
enteraran para, en noviembre, dar la trascendental sorpresa en la ONU y
cambiar el equilibrio de la Guerra Fría. Aunque no se dijo ni una palabra de
esto en la mesa de conferencias del Kremlin en la oscuridad de la madrugada
del 23 de octubre (en Moscú la transmisión comenzó a las dos de la mañana),
apenas había un ruso que estuviera al tanto del secreto cubano que no
reconociera un desastre en desarrollo cuando lo veía.
La reacción explícita de Jrushchov consistió en manifestar su alivio al
comprobar que el líder estadounidense no había anunciado una invasión
inmediata: «¡Hemos salvado a Cuba!», dijo en un intento de arañar un triunfo
de fantasía que no engañó a ninguno de sus colegas. Luego, comentando el
discurso de Kennedy, anotó: «Esto no es una guerra contra Cuba, sino una
especie de ultimátum». A continuación tomó una serie de decisiones rápidas.
Los 16 buques que en ese momento se dirigían a la isla cargados con equipo
militar, en particular el Kímovsk y el Poltava, que transportaban misiles R-14,
y el Gagarin, que transportaba equipos para los R-12, recibirían la orden de
regresar. Se elevó el estado de alerta de las fuerzas soviéticas en todo el
mundo. Una vez que todos los miembros del Presídium hubieron leído la
transcripción del discurso de Kennedy, el líder soviético dictó una propuesta
de contestación, que luego presentó a los demás para su discusión y posible
enmienda. En ella, Jrushchov denunciaba el bloqueo como «un acto de
piratería» y acusaba a Kennedy de estar llevando al mundo al borde de la
guerra termonuclear. Los funcionarios del Kremlin dedicaron el resto de la
noche a afinar el texto de ese borrador.
Se comunicó al general de brigada Ígor Statsenko, al mando de las fuerzas
de misiles en Cuba, y el coronel Nikolái Beloborodov, a cargo de las ojivas
nucleares, la orden de poner en alerta a sus hombres ante la posibilidad de un
ataque estadounidense. Como hemos visto, el borrador original del cable para
el general Plíyev («Pávlov»), que había sido preparado con antelación por
Malinovski y presentado al Presídium para su aprobación, le autorizaba a usar
todos los medios a su disposición para enfrentar a las fuerzas de Estados
Unidos, y fue ahora cuando se modificó ese mensaje para convertirlo en la
orden de no disparar ninguna ojiva nuclear, ya fuera táctica o estratégica, sin
la orden explícita de Moscú.

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Esta nueva directriz planteaba a los oficiales soviéticos en Cuba un reto
enorme. Sin recurrir a las ojivas atómicas, sus fuerzas apenas estaban en
condiciones de infligir un daño limitado a las fuerzas estadounidenses: quizá
podrían refrenar una invasión anfibia, pero difícilmente conseguirían
derrotarla. Por lo tanto, se vieron obligados a lidiar con un dilema para el que
nunca tendremos respuesta: si Estados Unidos hubiera atacado de verdad, con
las emociones desbordadas y viendo la carnicería que estaban sufriendo sus
tropas, ¿habrían respetado la tardía prohibición de Moscú respecto al uso de
las armas nucleares? Es imposible estar seguro, en especial porque algunos de
los oficiales de alto rango destinados a Cuba luego escalarían la crisis por
iniciativa propia. Mientras tanto, en el Kremlin, el Presídium levantó la sesión
para que sus miembros descansaran unas horas. Jrushchov se tumbó vestido
por completo en un sofá que había en la antesala de su despacho y se sumió
en un sueño que, podemos imaginar, no debió de ser tranquilo.
Los líderes de la Unión Soviética volvieron a reunirse a las diez de la
mañana, cuando el Pravda ya estaba en las calles: «LOS CÍRCULOS
DIRIGENTES DE ESTADOS UNIDOS ESTÁN JUGANDO CON
FUEGO», se leía en primera plana. Tras debatir un rato más, el Presídium
aprobó la versión final de la desafiante declaración que haría Jrushchov.
Asimismo, se confirmó que, en respuesta al bloqueo estadounidense, los
buques soviéticos que en ese momento llevaban armas a Cuba recibirían la
orden de regresar, mientras que aquellos con cargamentos inocuos
mantendrían el rumbo. Hubo una excepción: el Aleksándrovsk, que ya se
encontraba muy cerca de la isla y transportaba una segunda remesa de ojivas
nucleares, al que se dio la orden de completar su viaje hasta el puerto de
Isabela de Sagua antes de que se implementara el bloqueo estadounidense; el
barco atracó sin ser molestado al final de la noche.
Una manzana de la discordia fue la disposición de los cuatro submarinos
Foxtrot que se encontraban de camino a Cuba. Mikoyán argumentó que
debían permanecer fuera de la zona de «cuarentena», lo que seguía dejándolos
suficientemente cerca de Cuba para intervenir en caso de que fuera necesario,
pero sin correr el riesgo de enfrentarse con la armada estadounidense.
Jrushchov estuvo de acuerdo con esta propuesta, pero Malinovski y otros tres
miembros del Presídium discreparon. Esta fue una ocasión en la que el primer
secretario y quienes le apoyaban se vieron obligados a ceder ante los
partidarios de la línea dura en el Kremlin. Los submarinos siguieron su curso.
A mediodía, cuando la sesión se interrumpió para el almuerzo, Mikoyán
volvió a aconsejarle a Jrushchov que reconsiderara la cuestión de los

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submarinos, pues la decisión adoptada le parecía grave y peligrosa. No
obstante, cuando el Presídium se reunió de nuevo y Jrushchov planteó una vez
más la idea de que los submarinos se pusieran al pairo y mantuvieran sus
actuales posiciones a tres días de Cuba, los mismos miembros que antes se
habían opuesto a esa opción insistieron en sus reparos y consiguieron
imponerse de nuevo. Malinovski subrayó su confianza en que los Foxtrots
podrían acercarse a la isla sin ser detectados por los estadounidenses. El
mariscal volvió a demostrar su falta de juicio, así como su ignorancia tanto en
materia de submarinos como en lo relativo a las capacidades de la tecnología
de vigilancia estadounidense.
Esa noche, cuando el Presídium se reunió por tercera vez desde el
discurso de Kennedy, a la sesión asistió también el almirante Serguéi
Gorshkov, el jefe de la armada soviética, quien con la ayuda de mapas
informó a sus camaradas de la situación. Para alivio de Mikoyán y el resto de
las palomas, el jefe naval reconoció que era muy probable que los
estadounidenses detectaran los submarinos en las aguas poco profundas del
Caribe, donde tenían esparcidos una gran cantidad de dispositivos de
detección. Los submarinos sumergidos se encontraban a cierta distancia de
Cuba, aunque ya bajo una estrecha vigilancia estadounidense, y seguían
manteniendo rumbos que, en el caso de dos de ellos, terminarían llevándolos
a la zona de cuarentena.
Para los rusos, el imperativo más urgente era decidir cómo debían
responder a la imposición del bloqueo por parte de Kennedy, en un momento
en que una docena de buques soviéticos se encontraban de camino a Cuba. A
pesar de que en sus memorias Anatoli Dobrynin se pinta a sí mismo como una
paloma a lo largo de toda su carrera, le habría sido imposible mantener su
fantástico puesto durante tanto tiempo si no se hubiera ajustado a la política y
la postura generales del Kremlin, y eso fue justo lo que hizo ahora, en el
telegrama que envió a Moscú con su valoración del discurso de Kennedy, que
describió como un intento de revertir la caída del poder estadounidense en
todo el mundo y esconder sus temores sobre Berlín. El embajador
recomendaba que, para aliviar la presión sobre Cuba, la URSS amenazara con
bloquear los accesos terrestres a Berlín Oeste; las rutas aéreas debían quedar
abiertas «para no dar lugar a una confrontación rápida». Con todo, advirtió
contra las prisas, «ya que, por supuesto, un agravamiento extremo de la
situación no convendría a nuestros intereses».[14]
Mientras tanto, los submarinos soviéticos permanecían en el mar, aunque
ahora relevados de su responsabilidad de vigilar y escoltar a los cargueros que

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transportaban cargas delicadas, incluidas las ojivas nucleares. Su única
función en el Atlántico occidental pasó a ser la de plantear, por su mera
presencia, una amenaza para los buques de guerra estadounidenses. Con todo,
la decisión de dejarlos en el teatro de operaciones reflejaba sobre todo la
enorme confusión en el planteamiento de Moscú. No había ninguna
posibilidad de que la URSS resultara vencedora en un choque con la armada
estadounidense en el Atlántico occidental o en el Caribe: por tanto, toda
acción que sus buques de guerra llevaran a cabo para desafiar el bloqueo sería
bien un farol, bien un gesto condenado al fracaso. Dado el clima de octubre
de 1962, intentar cualquiera de las dos cosas evidenciaba una
autocomplacencia extraordinaria.
En el siglo XXI siguen sin resolverse muchos misterios acerca de la
contradictoria conducta de los soviéticos. Mientras que los barcos que
transportaban armas se detuvieron y dieron media vuelta antes de llegar a la
línea del bloqueo estadounidense, en Cuba el trabajo en las bases de misiles
balísticos continuó avanzando a un ritmo casi frenético, al igual que las
labores de camuflaje, iniciadas con demasiado retraso. La explicación más
verosímil es el desajuste que existía entre la alarma y cautela que se habían
apoderado del Kremlin y el estado de ánimo de las fuerzas armadas, que era
mucho más combativo, en especial entre sus representantes en Cuba, a los que
se había enviado desde la Madre Rusia portando órdenes de una hostilidad
atronadora. Aunque los oficiales del general Plíyev no estaban impacientes
por enfrentarse a las fuerzas de Estados Unidos, no cabe duda de que se
resistían de forma visceral a la perspectiva de una derrota o humillación a
manos de estas.
Independientemente de en qué medida reconociera o no en privado la
realidad de la situación, el 23 de octubre, en el Kremlin, a Nikita Jrushchov
aún le faltaban días para aceptar la lógica de su insostenible aprieto en Cuba y
el Caribe y entender que esta exigía una retirada veloz. El líder soviético
había quedado estupefacto y estaba desesperado por evitar un enfrentamiento
nuclear con Estados Unidos.
A partir de aquí, la historia de la crisis de los misiles es la de la Unión
Soviética retorciéndose y contorsionándose en su afán por encontrar el modo
de librarse, sin sufrir una humillación evidente, del caos creado por ella
misma. Las dificultades que entrañaba tal objetivo podrían haberse revelado
tan grandes que el desastre nuclear terminara, pese a todo, produciéndose
como consecuencia de un accidente o un error de cálculo, en especial por
parte de los comandantes subordinados. No obstante, el asesor de Jrushchov,

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Oleg Troianovski, dijo: «A pesar de la tendencia del líder soviético a correr
riesgos, una guerra con Estados Unidos no entraba en sus planes en ninguna
circunstancia. Entendía mejor que nadie que en el mundo moderno un
enfrentamiento militar entre las dos superpotencias habría evolucionado hasta
convertirse en un conflicto nuclear con consecuencias desastrosas para toda la
humanidad». Cuando Serguéi Jrushchov regresaba a la residencia familiar de
su trabajo en un buró de diseño, solía salir a caminar con su padre, al que
siempre le preguntaba qué estaba pasando. De cuando en cuando, Nikita
Jrushchov le respondía con relatos detallados de la situación; sin embargo,
cuando las cosas se ponían en verdad feas, se limitaba a decirle: «Estoy
cansado. Caminemos en silencio». Eso sucedió en más de una ocasión durante
la semana siguiente.
Pero a pesar de todo esto, Jrushchov seguía decidido a jugar sus cartas
hasta el final para escapar de una derrota demasiado explícita, pues ello
pondría en peligro su liderazgo dentro de la Unión Soviética y, además,
reduciría su relevancia en el escenario mundial. Por tanto, ese martes por la
mañana en Moscú, decidió presionar a los estadounidenses hasta el límite, sin
que pareciera importarle el hecho de que el costo de descubrir cuál era ese
límite incluía el riesgo de una confrontación nuclear.

Página 329
9
Bloqueo

1. MAR CONFUSA

En octubre de 1962, el presidente Kennedy concedió a las opiniones de los


aliados una importancia mayor que la que cualquier presidente de Estados
Unidos les ha concedido desde entonces (o, es probable, volverá a
concederles en el futuro) estando en juego lo que se percibía como intereses
nacionales vitales. El mandatario era plenamente consciente de que, en
privado, la mayoría de las naciones amigas veía con un profundo
escepticismo la idea de ir a la guerra por lo que fuera que estuviese en juego
en Cuba. Por suerte, sin embargo, en medio de la crisis, los aliados
demostraron estar preparados para ir lejos, en público, y mantener la
solidaridad de Occidente. Durante el fin de semana del 20 al 21 de octubre,
Washington envió emisarios de alto nivel para informar a los líderes de las
naciones más importantes de la OTAN, incluidos el primer ministro de
Canadá, John Diefenbaker, y el canciller de la República Federal de
Alemania, Konrad Adenauer. El sábado, Dean Acheson se había retirado a su
granja en Sandy Spring, Maryland, molesto por la aparente pusilanimidad de
Kennedy al decantarse por el bloqueo. Al final de la tarde, Rusk le llamó a la
granja: el país necesitaba al exsecretario de Estado. El presidente se dirigiría a
la nación el lunes. Era importante contar con el apoyo de los franceses, esto
es, de su presidente, Charles de Gaulle; y el embajador designado, Chip
Bohlen, se encontraba en medio del Atlántico. ¿Aceptaría Acheson ir? Sí, sí
lo haría. Entonces se descubrió que tenía el pasaporte caducado, así que la
oficina de Washington tuvo que abrir especialmente el domingo por la
mañana para renovarlo. Luego Acheson se dio cuenta de que no tenía dinero
en efectivo. Dado que faltaba aún un lustro para la aparición del primer cajero
automático, los funcionarios del Departamento de Estado se vieron obligados

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a organizar una colecta, que recaudó sesenta dólares, para proporcionar dinero
de bolsillo al emisario de la nación más rica del mundo.
El avión de Acheson repostó en Gran Bretaña, en Greenham Common, la
base de la USAF en Berkshire, donde el embajador de Estados Unidos en
Londres, David Bruce, estaba esperando para hablar con él. Bajo una fuerte
lluvia, ambos diplomáticos se refugiaron en un cobertizo del aeródromo, en el
que pudieron conversar mientras marines armados y hombres del Servicio
Secreto hacían guardia. Había sido un vuelo abstemio, pero Bruce había
tenido el detalle de llevar consigo una petaca de whisky que ofreció al
distinguido enviado antes de que este siguiera su viaje hacia París.
El lunes por la noche, cuando apenas faltaban unas horas para el discurso
del presidente, Acheson finalmente llegó al palacio del Elíseo, en la Rue du
Faubourg Saint-Honoré, acompañado por Cecil Lyon, quien se desempeñaba
como encargado de negocios de la embajada, y Sherman Kent, un analista de
la CIA que formaba parte del equipo de la ONE. Mientras entraban por los
pasillos del sótano (para evitar alertar a los medios) el veterano Acheson se
entusiasmó con el dramatismo de la escena, que le pareció sacada de Los tres
mosqueteros de Dumas: «Porthos, ¿está tu estoque suelto en la vaina?».
Tenían motivos para estar nerviosos. El mandatario francés, que dos meses
antes había sobrevivido a un intento de asesinato de la extrema derecha que
dejó su coche cubierto de agujeros de bala, era famoso por su capacidad para
llevar la contraria, su rudeza y su independencia de pensamiento y acción,
simbolizada en su compromiso con el desarrollo de una fuerza nuclear
francesa.
Esa noche, sin embargo, De Gaulle, un maestro de la descortesía, asombró
a los estadounidenses con su actitud y su expresión de respaldo decidido y sin
vacilaciones. De entrada declinó mirar las fotografías tomadas por los U-2, de
las que habían traído copias, diciendo: «Acepto lo que me dicen como un
hecho, sin necesidad de pruebas de ningún tipo». Inevitablemente preguntó
qué pasaría si los soviéticos desafiaban el bloqueo. Acheson no estaba seguro
de la respuesta, pero improvisó una respuesta de halcón. Después de prometer
a los visitantes el apoyo total de Francia a Estados Unidos —«Si hay una
guerra, estaré con ustedes [adviértase la personalización de la nación
francesa], pero no habrá guerra», les dijo—, el viejo e imponente general
accedió a ver las fotografías, que examinó con ayuda de una lupa: Incroyable,
exclamó (aunque no porque las imágenes revelaran la presencia de los misiles
soviéticos, sino cuando se enteró de que habían sido hechas a más de veinte
mil metros de altura). Antes de que los estadounidenses se marcharan, el

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presidente le dijo: «Sería un placer para mí si estas cosas se hicieran todas con
su intermediación». Al día siguiente, tras el discurso televisado de Kennedy,
las voces discrepantes desde la izquierda francesa fueron abundantes, con
manifestaciones en las calles y comentarios vehementes en la prensa. El
periódico comunista L’Humanité encabezó la noticia con: «MENACE
CONTRE LA PAIX MONDIALE».[1] Libération dijo a sus lectores:
«MESURES DE GUERRE U.S. CONTRE CUBA».[2] Le Figaro proclamó:
«EMBARGO SUR LES ARMES À DESTINATION DE CUBA».[3] Más
tarde, Acheson diría con orgullo acerca del cumplido del presidente francés:
«Era Luis XIV diciendo una palabra amable a un embajador del sultán de
Turquía».[4] En cualquier caso, lo importante era el respaldo del Elíseo, y los
estadounidenses lo tenían.

Con todo, los aliados más importantes eran, de lejos, los británicos, que ya
poseían su propia fuerza nuclear, las bombas transportadas por la conocida
como Fuerza V de la RAF, formada por bombarderos Valiant, Victor y
Vulcan. Una característica llamativa de la crisis fue que, incluso entre los
conservadores, el apoyo británico a Estados Unidos resultó ambiguo; la
confianza en su liderazgo menos que plena; y el miedo a la guerra mayor que
en Washington o Moscú. Peter Hudson, entonces un alto funcionario del
Ministerio de Defensa, confesaría mucho tiempo después: «Tenía los pelos de
punta. En la crisis de Berlín, lo que había sobre el tablero eran piezas
conocidas. En Cuba, no. Era un juego por completo diferente. Estoy
convencido de que fue lo más cerca que estuvimos» de la guerra nuclear.[5]
A las diez de la noche del domingo 21 de octubre, Macmillan estaba
leyendo en su estudio en la Casa del Almirantazgo cuando un funcionario que
estaba de servicio le trajo un mensaje «confidencial» del presidente de
Estados Unidos, en el que se le exponían los aspectos esenciales de la crisis.
A la mañana siguiente, el embajador estadounidense, David Bruce, un
diplomático respetado y eminente, acudió para informarle de la situación en
compañía de Chester Cooper, de la CIA. En respuesta a las revelaciones, el
primer ministro ofreció una visión gastada del comportamiento de los
soviéticos que gozaba de una amplia aceptación entre los europeos y, en
cambio, resultaba casi incomprensible para los estadounidenses: los
británicos, dijo, habían estado viviendo a la sombra de la aniquilación durante
muchos años y, no obstante, se las ingeniaban para llevar vidas más o menos
normales. En su opinión, los estadounidenses, que ahora se enfrentaban a una

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situación similar, también conseguirían, una vez superado el impacto inicial,
hacer un ajuste parecido: «De alguna manera, la vida continúa».[6] Por otro
lado, el dirigente británico se sintió consternado e incluso ofendido por la
forma en que se le anunciaron las decisiones de Washington. Era cierto que se
le había informado de manera confidencial de lo que Estados Unidos estaba a
punto de hacer; sin embargo, en ningún momento se le consultó acerca de la
conveniencia de ese proceder.
Macmillan se reunió de inmediato con lord Home, el secretario de
Asuntos Exteriores, para redactar la respuesta a Kennedy, que envió en su
propio nombre: esta fue la carta que unas horas más tarde el presidente citó en
su reunión con los líderes del Congreso. El lunes por la noche el primer
ministro escribió en su diario: «¡Primer día de la crisis mundial!».[7] En ese
momento, sin embargo, los pueblos europeos, horas por delante de
Washington, aún no tenían idea de la noticia que estaba a punto de revelarse.
En las semanas previas, la política británica había estado dominada por las
negociaciones con Bruselas sobre la posible entrada del Reino Unido en el
Mercado Común Europeo, que avanzaban a trompicones; el juicio de otro
funcionario de defensa desenmascarado como agente soviético; la
independencia de Uganda; un debate discreto sobre hasta qué punto el Reino
Unido debía o no apoyar el boicot comercial estadounidense a las
exportaciones cubanas, que llevaba ya en vigor muchos meses. El titular más
importante del Times de Londres del 22 de octubre, antes del discurso de
Kennedy, aludía a los enfrentamientos fronterizos entre la India y China:
«INDIA LLAMA A FILAS A MÁS RESERVISTAS». No obstante, había un
artículo destacado en la primera página de la sección de noticias
internacionales: «ACUMULACIÓN DE FUERZAS DE ESTADOS UNIDOS
EN EL CARIBE; TENSIÓN SOBRE CUBA; EL PRESIDENTE
INTERRUMPE VISITA». El corresponsal del periódico en Washington
escribía: «No cabe duda de que algo está pasando», al tiempo que confesaba
no saber qué: «Los funcionarios han sido inusualmente evasivos».
Poco después de dirigirse al pueblo estadounidense, Kennedy telefoneó a
Macmillan desde la Casa Blanca a través de una línea directa codificada. El
primitivo sistema requería que cada parte accionara, por turnos, un interruptor
en el auricular según quisiera «hablar» o «recibir», y Macmillan nunca
hubiera podido operarlo sin la ayuda de su personal; de hecho, persisten las
dudas sobre exactamente qué partes de la llamada del presidente logró
escuchar de forma adecuada, y lord Home, por ejemplo, expresó más tarde
cierto escepticismo al respecto.[8] Kennedy era en esencia un hombre del siglo

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XX, mientras que Macmillan mantenía las afectaciones de un grande del XIX:
el teléfono le disgustaba, y la televisión todavía más; se refería a la radio
como «el inalámbrico»; no poseía licencia de conducir y en su única aventura
conocida al volante se precipitó contra la pared de un garaje.
En la conversación, que tuvo lugar poco después de la medianoche del 22
al 23 de octubre, según la hora de Gran Bretaña, Kennedy le describió al
primer ministro el despliegue de los misiles como «una brecha tan honda en
las convenciones del equilibrio internacional que, de no cuestionarse,
quebrantaría de manera profunda la confianza en Estados Unidos», una
afirmación que Macmillan citaría luego ante el gabinete.[9] El mandatario
estadounidense se refirió a la decisión de iniciar un bloqueo como un intento
de «comenzar esta escalada de un modo que reduzca la posibilidad de una
toma de Berlín o de la tercera guerra mundial. Ahora bien, es posible que no
consigamos evitar ninguno de esos dos escenarios, pero al menos le hemos
hecho saber [a Jrushchov] que no podemos aceptar el procedimiento y las
acciones que ha llevado a cabo».
En los días que siguieron al discurso de Kennedy del 22 de octubre, el
pueblo británico demostró que estaba lejos tanto de sentirse unido en el
entusiasmo por la causa estadounidense, como de compartir la convicción de
sus aliados de que la Unión Soviética y Cuba eran las fuerzas de la maldad en
estado puro. Eran muchos los europeos que veían la conducta de Castro desde
su llegada al poder como un mero acto de secesión del imperio
estadounidense.
Macmillan sin duda estaba comprometido con la alianza con Estados
Unidos y abrigaba una hostilidad implacable contra el comunismo, pero al
mismo tiempo le tenía un miedo terrible a la guerra nuclear y le aterraba la
posibilidad de que las extralimitaciones de la Casa Blanca la precipitaran
(algo que no era inverosímil, dado el estado de ánimo que reflejaban las
repetidas declaraciones públicas de los altos mandos militares del país). En
julio de 1961 había sostenido que cualquier «guerra real está obligada a
escalar hacia la guerra nuclear».[10] Peter Hennessy ha escrito al respecto: «En
su trato tanto con Jrushchov como con Kennedy, nunca perdió de vista dos
cosas: la catástrofe indescriptible de una guerra entre el Este y el Oeste, que,
según pensaba, se tornaría con rapidez en un conflicto nuclear; y el peligro de
que la guerra mundial estallara como consecuencia de una combinación de
descuidos y errores de cálculo, como, estaba convencido, había ocurrido en
1914».[11]

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Las palabras magistralmente condescendientes de Macmillan en 1943 a
Richard Crossman, recién llegado al norte de África, donde el primero se
desempeñaba como representante ministerial del gobierno británico,
reflejaban una visión de Estados Unidos característica de su generación:
«Nosotros, mi querido Crossman, somos los griegos del imperio
estadounidense. Encontrarás a los americanos como los griegos encontraban a
los romanos: gente estupenda, grande, vulgar, bulliciosa, más vigorosa que
nosotros y también más ociosa, con más virtudes aún intactas, pero también
más corrupta. Hemos de gestionar [el cuartel general aliado en Argel] como
los esclavos griegos gestionaban las operaciones del emperador Claudio».[12]
El primer ministro no había cambiado mucho esa opinión casi veinte años
después, como evidencia su reacción a un discurso pronunciado por Robert
McNamara en junio de 1962. En esa intervención, el secretario de Defensa se
declaró en contra de los arsenales nucleares nacionales, limitados y pequeños,
como los desarrollados por el Reino Unido y Francia, que describió como
«peligrosos, costosos, propensos a la obsolescencia y carentes de credibilidad
como fuerza disuasoria». McNamara estaba presentando una tesis no menos
válida en 2022 que sesenta años antes, pero sus ideas enfurecieron a
Macmillan, que descargó en su diario íntimo sus quejas por «el daño terrible
que los estadounidenses están causando a Europa en todos los ámbitos… Esto
es bastante triste porque los estadounidenses (que son ingenuos e inexpertos)
lo tienen difícil frente a siglos de habilidad y destreza diplomáticas».[13]
Resulta asombroso que el primer ministro fuera capaz de escribir esas
palabras en serio menos de seis años después de haber sido un miembro
prominente, y por ende cómplice, del gobierno británico que inició la grotesca
aventura del canal de Suez.
Kennedy, por su parte, sentía respeto e incluso afecto por el primer
ministro. Macmillan le dijo en una ocasión a Arthur Schlesinger, con el
sentimentalismo que lo caracterizaba: «Eran las cosas alegres las que nos
unían y nos permitían hablar sobre las cosas terribles».[14] Sin embargo, la
continua insistencia del viejo estadista, que quería que la Casa Blanca
organizara una nueva cumbre con la URSS tras los fracasos de París, en 1960,
y Viena, en 1961, irritaba al estadounidense.
Incluso cuando Cuba se impuso por la fuerza a la atención de Macmillan,
este siguió obsesionado con Berlín. En junio de 1959, había enviado un
telegrama al presidente Eisenhower, en el que si bien reconocía que
Occidente tenía el deber inexcusable de mantener un frente sólido contra la
amenaza soviética del uso de la fuerza, añadía que «no será fácil convencer al

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pueblo británico de que le corresponde ir a la guerra en defensa de Berlín
Oeste. Después de todo, a lo largo de mi vida los alemanes nos han asestado
dos golpes casi mortales. La población de este país considerará paradójico,
para usar un término suave, tener que prepararse para una guerra todavía más
horrible con el fin de defender las libertades del pueblo que antes trató de
destruirnos… Sin embargo, hay en estas islas una doble vena de idealismo y
realismo a la que creo que podría apelar con éxito, siempre que primero
demostremos que hicimos todos los esfuerzos posibles por promover
soluciones prácticas y que los rusos no estuvieron dispuestos a aceptar
ninguna propuesta justa».[15]
Los diarios de Macmillan muestran una preocupación constante por la
antigua capital alemana.[16] Escribía con la expectativa de que sus palabras
llegado el momento serían publicadas y, por tanto, estaba creando un
testimonio para la posteridad. No hay duda tanto de la gravedad de sus
temores como de la fuerza con que su instinto le aconsejaba cautela. En
marzo de 1959, en Camp David, llegó a las lágrimas evocando el terrible
costo que el Reino Unido había pagado por la primera guerra mundial,
mientras instaba a Eisenhower a evitar que el conflicto en torno a Berlín
condujera a la guerra nuclear. El 13 de septiembre de 1961 escribió: «Todas
las personas pensantes… saben que debemos negociar y (con las cartas que
tenemos) no podemos apostar demasiado alto». Sin embargo, dos meses
después reconocía con angustia: «Lo que me preocupa todo el tiempo es el
posible paralelismo con Múnich [en 1938]. ¿Estamos “apaciguando” a la
Rusia soviética? ¿Deberíamos correr el riesgo de ir a la guerra? ¿Es Jrushchov
otro Hitler?».[17]
Mientras que las encuestas de opinión mostraban que dos tercios de los
británicos apoyaban con firmeza la disuasión nuclear de su propia nación, un
tercio igualmente firme y apasionado se oponía a esta y pensaba que la bomba
debería ser desterrada de sus costas. En abril de 1961, el anciano filósofo y
matemático Bertrand Russell, que entonces tenía ochenta y nueve años,
proclamó en un mitin juvenil de la Campaña por el Desarme Nuclear (CND,
por sus siglas en inglés): «Solíamos decir que Hitler era malvado por
exterminar a los judíos, pero Kennedy y Macmillan son mucho más malvados
que Hitler… No podemos obedecer a unos asesinos… Son las personas más
malvadas de la historia de la humanidad y es nuestro deber hacer cuanto
podamos contra ellos».[18] En la Pascua de 1962, 150.000 personas se unieron
a la última etapa de la marcha de la CND desde Aldermaston hasta Trafalgar
Square, en Londres. Tras conocer la sensacional noticia del bloqueo a Cuba,

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algunos parlamentarios laboristas declararon que los rusos, astutos, habían
tendido a Estados Unidos una trampa en la que la nación de Kennedy
quedaría prisionera si era lo bastante loca como para atreverse a hundir un
buque soviético. El pacifista Sydney Silverman, miembro del parlamento por
el Partido Laborista, denunció la acción de Estados Unidos como «un acto de
guerra puro, manifiesto y brutal».[19] La portada del Evening Standard del día
23 dejaba en claro que esperaba lo peor: «KENNEDY: “HUNDID A LOS
TRAFICANTES DE ARMAS”. El primer choque podría producirse en
cuestión de horas». No pocos observadores señalaron lo curioso que resultaba
que mientras que los manifestantes organizaban piquetes a diario delante de la
embajada estadounidense en Grosvenor Square bajo el lema «Manos fuera de
Cuba», no hubiera ninguna protesta comparable frente a la embajada de China
para denunciar su supuesta (la mayoría de los historiadores consideran a los
indios más responsables del conflicto) agresión contra la India.[20]
Pero incluso dejando fuera a la izquierda, lo cierto es que los británicos
nunca han confiado mucho en los estadounidenses, o no más de lo que estos
últimos confían en ellos. Más allá de todas las declaraciones públicas de
buena voluntad y reconocimientos de dependencia que se transmitieron de
Londres a Washington entre 1940 y 1962, buena parte de los británicos,
incluidos sus líderes políticos, desconfiaba en el fondo de la aptitud de
Estados Unidos para arbitrar y mediar en el ámbito internacional de forma tan
admirable como, suponían, sus propios antepasados lo habían hecho. Algunos
presidentes, por supuesto, han inspirado más confianza y respeto que otros. El
glamur de John F. Kennedy entusiasmó al público de las islas tanto como al
resto del mundo. No obstante, el recuerdo de la invasión de bahía de
Cochinos, un sentimiento residual de agravio por la forma en que Eisenhower
había puesto fin a la aventura del canal de Suez en 1956 y el temor que
suscitaban los excesos estadounidenses en Indochina y el Oriente Próximo
prevalecían tanto en las calles como en la mesa del gabinete.
Ahora bien, ningún primer ministro olvidaba ni por un momento que su
país dependía del liderazgo de Estados Unidos en la defensa de las
democracias. Después de 1945, los europeos occidentales habían estado de
acuerdo en invitar a Estados Unidos a construir un imperio que los incluyera
para preservar a sus pueblos de la agresión soviética. A pesar de sus ruidosos
adversarios, representados por gente como Russell o grupos como la CND, la
presencia estadounidense contaba con una base firme de apoyo popular, algo
que los rusos nunca lograron para sus propias tropas en Europa oriental.
Algunas personas eran lo bastante antipáticas como para recordar que Russell,

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un pensador brillante, pero errático, había pronunciado en 1948 un discurso
en el que argumentaba que Occidente haría bien en luchar contra los
soviéticos antes de que estos adquirieran la bomba atómica, y no después.
Desde entonces el filósofo había cambiado de opinión, por supuesto, y una
vez que la URSS se hizo con su propio arsenal nuclear, se convirtió en un
partidario apasionado del desarme.
Ante la crisis de los misiles, el deseo instintivo del primer ministro fue el
mismo de otras crisis: posponer la escalada o, incluso, cualquier medida
fuerte y, en su lugar, buscar el diálogo con los soviéticos. En su conversación
telefónica con el presidente, Macmillan dijo: «Fuera de Estados Unidos, muy
pocas personas considerarían la provocación cubana lo bastante grave como
para merecer un ataque aéreo por parte de ustedes». Y agregó que no podía
creer que «los misiles hasta ahora desembarcados constituyan una amenaza
militar importante para Estados Unidos».[21] Kennedy respondió que él
mismo había llegado también a esa conclusión (lo que resulta muy curioso
porque en las discusiones con sus asesores en las horas y días siguientes sería
mucho menos rotundo y, al menos en apariencia, estaría más abierto a otras
opciones).[22]
Ni entonces ni en ningún otro momento a lo largo de la crisis, Macmillan
ofreció el apoyo de los buques de guerra de superficie de la Marina Real para
hacer cumplir el bloqueo, aunque dos submarinos británicos bajo control
canadiense —el Astute y el Alderney— se unieron a una línea de patrulla de
diez barcos de la armada estadounidense para vigilar casi un millar de
kilómetros entre Terranova y la zona al noroeste de las Azores. Si el primer
ministro hubiera intentado hacer algún gesto llamativo para respaldar
militarmente a Estados Unidos, es poco probable que el pueblo británico lo
hubiera secundado. El lord canciller, lord Dilhorne, le dijo en privado al
gabinete que en su opinión el bloqueo era ilegal, si bien Macmillan desestimó
esta consideración cuando afirmó más tarde en la Cámara de los Comunes
que este no era «el momento de ponerse con sutilezas del derecho
internacional».[23]
En los días posteriores al discurso televisado de Kennedy, en Londres y en
muchas otras capitales alrededor del mundo, las ruidosas manifestaciones
contra el bloqueo convocadas por la izquierda reunieron a miles de personas
frente a las embajadas de Estados Unidos. The Guardian, el diario de
referencia de la izquierda intelectual británica, publicó un editorial que decía:
«Si Jrushchov de verdad ha llevado allí misiles nucleares, lo habrá hecho para
demostrar a Estados Unidos y al mundo lo que significan las bases que este

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país tiene cerca de la frontera soviética».[24] El uso del condicional por parte
del periódico resultaba significativo: millones de personas en todo el mundo,
no todas ellas amigas de Moscú, desconfiaron en un primer momento de la
palabra del presidente estadounidense acerca de la existencia de los misiles
cubanos. Las mentiras de Estados Unidos en los casos del U-2 derribado y la
invasión de bahía de Cochinos habían perjudicado seriamente la reputación
del país y persistían en la memoria colectiva.
Dos días después, el mismo diario añadía: «Al final, Estados Unidos
puede descubrir que ha hecho poco bien a su causa, a sus amigos y a sus
verdaderos intereses». El periódico instaba al gobierno del Reino Unido a
votar contra Estados Unidos en la ONU. Sesenta académicos británicos,
incluidos A. J. Ayer, A. J. P. Taylor y Richard Titmuss, firmaron una carta
dirigida a Macmillan en la que se criticaba el bloqueo y se urgía al primer
ministro a mantenerse neutral. Llegado el momento, esta nómina de
lumbreras discrepantes aumentaría hasta seiscientos. Un observador
estadounidense escribió con tristeza: «Había una tendencia entre los escritores
ingleses a equiparar a Estados Unidos con Rusia, como si sus acciones y
responsabilidades fueran las mismas».[25] Richard Crossman —el mismo al
que Macmillan había escrito en 1943 comparando a los británicos con los
griegos en el imperio romano, y que ahora era un parlamentario laborista de
primera fila— dijo que tanto las acciones de Rusia como las de Estados
Unidos eran «dementes» y que el Reino Unido «debería detenerlas en el
futuro».[26] El semanario izquierdista Tribune escribió: «Es posible que
Kennedy esté arriesgándose a mandar el planeta al infierno para mantener a
unos cuantos demócratas en sus cargos».

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Viñetas de Osbert Lancaster publicadas en la primera plana del Daily Express los días 24 y
26 de octubre de 1962.

El 25 de octubre, después de poner al día a su propio gabinete, Macmillan


escribió sobre la actitud de sus miembros respecto a cuál debía ser la posición
del Reino Unido en la crisis: «Parecen encantados de dejarnos [eso] a mí y a
[el secretario de Asuntos Exteriores] Alec Home».[27] No obstante, ese era un
comentario tendencioso: los ministros en realidad estaban en una posición
muy incómoda, con los críticos acusando al gobierno británico de ser el perro
faldero de Estados Unidos y el país enfrentándose a una potencial extinción;
dado que no podían discutir en público la cuestión, apenas tenían otra opción
que ceder respetuosamente y aceptar la opinión del primer ministro.
Los principales beneficiarios británicos de la crisis de los misiles fueron
los realizadores de la primera película de James Bond, Agente 007 contra el
dr. No, que se había estrenado en Londres dos semanas antes con malas
críticas y peor taquilla. La fantástica historia de Ian Fleming sobre un
millonario chino entusiasta de los cohetes, afincado en el Caribe y a sueldo de
Moscú, de repente parecía de lo más actual. La película se puso de moda y

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terminaría teniendo una rentabilidad enorme: en términos de la relación entre
ganancias brutas y costos de producción, sigue siendo, de lejos, el mayor
éxito financiero de toda la franquicia Bond.
Bertrand Russell, que no era un fan de Bond y tampoco de los
estadounidenses, envió a Jrushchov un telegrama que recurría a una de las
verborreas más serviles de la Guerra Fría: «¿PUEDO HUMILDEMENTE
SOLICITAR SU AYUDA PARA BAJAR LA TEMPERATURA A PESAR
DEL EMPEORAMIENTO DE LA SITUACIÓN? SU PACIENCIA
CONSTANTE ES NUESTRA GRAN ESPERANZA. CON MIS
ELEVADOS RESPETOS Y SINCERA GRATITUD».[28] El líder ruso
respondió: «La Unión Soviética no tomará medidas precipitadas, no se dejará
provocar por las acciones injustificadas de Estados Unidos. Haremos todo lo
que esté en nuestras manos para evitar el estallido de una guerra». El
siguiente paso del filósofo fue enviar un mensaje a Kennedy: «SU ACCIÓN
DESESPERADA. AMENAZA PARA LA SUPERVIVENCIA HUMANA.
SIN JUSTIFICACIÓN CONCEBIBLE. EL HOMBRE CIVILIZADO LA
CONDENA. EL EXTERMINIO MASIVO NO ES UNA OPCIÓN. UN
ULTIMÁTUM SIGNIFICA GUERRA. NO HABLO POR EL PODER SINO
POR EL HOMBRE CIVILIZADO. TERMINE CON ESTA LOCURA». El
presidente contestó a Russell con un mensaje que destaca por su franqueza y
dignidad: «Creo que haría bien en dirigir su atención al ladrón en lugar de a
quienes han sorprendido al ladrón».[29] En ocasiones se ha dicho que ambos
telegramas fueron en realidad enviados por el secretario personal de Russell,
el activista estadounidense Ralph Schoenman, mientras el anciano sabio se
encontraba en la cama, dormido, sin saber lo que se hacía en su nombre. Sin
embargo, el pensador, que era miembro de la nobleza británica, nunca repudió
esas palabras y, por tanto, ha de considerarse que fueron suyas. También
escribió por esos días un panfleto titulado «VAIS A MORIR», cuya
publicación financió la embajada de Cuba en el Reino Unido.
Dean Rusk observó con pesar ante los miembros del ExCom: «Las turbas
que estimulamos aparecieron en Londres en lugar de hacerlo en La Habana…
La gente de Bertrand Russell atacó nuestra embajada allí. No hemos recibido
noticias de ningún desorden en Cuba». Sin embargo, en el costado oriental del
Atlántico, también había personas más moderadas que Russell que, no
obstante, recelaban igual del juicio estadounidense. Apenas un par de
semanas antes de que estallara la crisis, The Economist, no precisamente una
tribuna comunista, había publicado un editorial titulado «Obsesionados por
Cuba», en el que se atacaba una polémica publicación de la revista Time del

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21 de septiembre que pedía una intervención militar de Estados Unidos en la
isla. El semanario británico advertía de la probabilidad de «toda una serie de
nuevas acciones rusas calculadas para causar nuevos estallidos de indignación
en Estados Unidos sin romper de verdad las reglas de juego de la Guerra
Fría»; e instaba a los estadounidenses a no dar por sentado que la doctrina
Monroe de 1823 (una afirmación de la oposición decidida de Washington a
cualquier intervención extranjera en el gobierno de las naciones
latinoamericanas e, implícitamente, de su considerable hegemonía en el
hemisferio) pudiera aún esgrimirse de forma verosímil para justificar acciones
drásticas.
El Times de Londres era entonces, como lo es hoy, un órgano en líneas
generales conservador. Sin embargo, las columnas de opinión que publicó a lo
largo de la crisis reflejaron las dudas que había acerca de la competencia de la
administración Kennedy para evitar la catástrofe, además de dar cuenta de
una fe limitada en la justicia de la causa estadounidense. El diario no dedicó
plenamente su atención a la crisis hasta el 24 de octubre, cuando anunció en
primera plana: «24 BUQUES RUSOS SE ENCAMINAN A CUBA». El
editorial de ese día comenzaba sugiriendo que, dada la extravagancia de la
conducta estadounidense con Cuba en el pasado, el pueblo británico tenía
derecho a ser «en extremo cauteloso» en su primer acercamiento a lo que
Washington afirmaba acerca del despliegue de los misiles soviéticos. A
continuación el texto admitía a regañadientes la situación —«Dicho todo esto,
las pruebas parecen ser sólidas… Según todos los estándares aceptados… los
misiles son ofensivos»— y concluía: «Es de suma importancia que [los
objetivos estadounidenses] se mantengan limitados. No se trata de derrocar a
Castro o derrotar al comunismo». Al día siguiente, un nuevo editorial
afirmaba: «El principal problema ahora es encontrar una forma en la que
ambas partes puedan liberarse [de la crisis] con cierto honor».[30] Otro
editorial más reconocía que era un error hacer una comparación directa entre
los misiles estadounidenses en Turquía y las armas soviéticas en Cuba, pero
sugería que, en todo caso, había argumentos de peso para la retirada de los
primeros.
Nada de esto podría describirse como un respaldo incondicional a la
postura de Washington. La sección de correspondencia del periódico no tardó
en estar también dominada por los escépticos, entre ellos el parlamentario
laborista Philip Noel-Baker, que en una importante carta sostuvo que la crisis
demostraba que el desarme era el único camino sensato para la raza humana.
Otro lector declaraba que el discurso de Kennedy debía «llenar a los hombres

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cuerdos de presentimientos horrorizados. Interferir en el transporte marítimo
de una nación en tiempos de paz es piratería». Otro más recordaba la invasión
de bahía de Cochinos para preguntar: «¿Ha de negárseles a los cubanos el
derecho a la autodeterminación y la legítima defensa?». Un corresponsal
ocurrente señaló que el discurso de Kennedy había «traído una refrescante
brisa de sencillez a la política internacional: si Estados Unidos tiene bases de
lanzamiento de misiles en su territorio o en el extranjero, es bueno; si quien
las tiene es otra nación, es malo».[31]
No obstante, The Times también otorgó espacio a puntos de vista
contrarios. El influyente Alastair Buchan, entonces director del Instituto
Internacional de Estudios Estratégicos, opinó: «Uno no tiene que considerar a
Estados Unidos libre de culpa en todas sus decisiones políticas de los últimos
años, o en todas sus reacciones a la situación cubana, para sentirse
profundamente deprimido ante lo que revela el incidente acerca de la política
soviética; cuán poca comprensión tienen de los requisitos de la estabilidad en
la era nuclear; o del “equilibrio de la prudencia” que se necesita para
preservar la paz».[32] Un académico canadiense describía como «triste y
deprimente» el hecho de que «tantos británicos vean con hostilidad y recelo el
bloqueo parcial de Cuba impuesto por el presidente Kennedy»; una actitud
que atribuía a una inclinación generalizada a evitar tomar partido y adoptar
una postura de aparente neutralidad y que, sugería, era en última instancia
indigna.[33]
Todo esto hace evidente que muchos británicos tenían tanto miedo del
siguiente paso de John F. Kennedy como del proceder de Nikita Jrushchov. Si
la crisis terminaba en una guerra con la Unión Soviética, era inevitable que el
Reino Unido fuera una de las naciones beligerantes del lado de los
estadounidenses (y, por ende, un objetivo de los misiles soviéticos): el que los
bombarderos de la RAF provistos de armas nucleares estuvieran ahora listos
para despegar era una prueba de ello. Sin embargo, a pesar de todas las
declaraciones públicas de Macmillan apoyando la posición del presidente,
nadie en Westminster creía en absoluto que lo que estaba sucediendo en Cuba
representara un casus belli legítimo para la tercera guerra mundial. Las
páginas de negocios del Times anunciaban: «FUERTE ROTACIÓN DEL
ORO EN LOS MERCADOS DE LA CRISIS».[34]
Por toda Gran Bretaña, una animada minoría de estudiantes de secundaria,
incluidos los que hacían el bachillerato en la Midhurst Grammar School, en el
condado de Sussex, y sesenta alumnas de la Glanmor Grammar School en
Swansea, Gales, organizaron «huelgas» para protestar por la amenaza a su

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propia supervivencia y expresar su oposición al bloqueo estadounidense. Un
grupo que se hacía llamar «Madres contra la guerra» envió un telegrama al
papa, instándolo a detener las «peligrosas» actividades del católico presidente
Kennedy. Pat Arrowsmith y Wendy Butlin, dos destacadas activistas en pro
del desarme nuclear, se refugiaron en el oeste de Irlanda y dijeron a los
periodistas que, en vista de que parecía no haber nada que la gente normal y
corriente pudiera hacer en esta crisis, habían decidido instalarse en «un lugar
en el que quizá consiguieran sobrevivir a la guerra nuclear».
Las páginas de este relato están dominadas por lo que se dijo y se hizo
dentro de los muros del Kremlin, en Cuba y en las salas de reunión de la Casa
Blanca. Sin embargo, millones de personas en todo el mundo compartían
opiniones como las que acabamos de recoger. Mac Bundy escribió: «En ese
momento, estar participando de forma directa en el proceso gubernamental
resultaba de algún modo más sencillo que ser un ciudadano común… No creo
que el peligro pareciera instantáneo o inminente en la mente de quienes
formábamos parte del gobierno de Estados Unidos. No recuerdo ninguna
noche en la que me pareciera demasiado peligroso irme a dormir, mientras
que estoy seguro de que muchas otras personas pasaron noches enteras en
vela. Nunca perdimos el contacto diplomático con el gobierno soviético. Así
que aunque la situación sin duda era muy tensa, para nosotros no era
insoportable».[35]
Esta es la impasible voz de la razón de los brahmanes de Boston
hablando, de manera no del todo convincente, cuando la crisis ya había
terminado. No cabe duda de que los cientos de millones de personas que
estaban excluidas de los debates en los que Bundy fue un participante clave
difícilmente podían compartir su sangre fría. Muchas naciones, y de hecho
muchos estadounidenses, vivieron la semana siguiente dominadas por la
incertidumbre y el miedo. John Guerrasio, entonces un niño de Brooklyn, se
había acostumbrado a los simulacros de ataques aéreos de los viernes, en los
que todos los estudiantes debían meterse debajo de sus mesas, y recuerda que,
oyendo el discurso de Kennedy con su familia, pensó que «el mundo se iba a
acabar en cualquier momento».[36] El comandante Bill Smith, el edecán del
general Max Taylor en la fuerza aérea, cuenta: «Estaba muerto de miedo: fue
la única vez en que de verdad creí que la guerra nuclear era probable».[37] En
el Greenwich Village de Nueva York, «la gente se cruzaba de brazos
preguntándose si había llegado el final, y yo también», recuerda Robert
Zimmerman, un cantante poco conocido que unos meses antes había
cambiado su nombre por el de Bob Dylan. Más tarde diría que una de esas

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noches permaneció despierto durante horas jugando con la letra de «A Hard
Rain’s a-Gonna Fall» para capturar «la sensación de vacío».[38] No estaba
seguro de si viviría para escribir otra canción.
El presentador de televisión Walter Cronkite se descubrió planteándose la
absurda pregunta de qué podía hacer en caso de encontrarse en el estudio de
la CBS cuando los misiles rusos comenzaran a caer sobre las ciudades
estadounidenses: «Teníamos un cuarto de máquinas donde estaban las
calderas y nos preguntamos si había algún modo de convertirlo en un refugio
antiaéreo. Por primera vez nos enteramos del tiempo que tendríamos después
de la explosión, antes de que los humos [y el] calor nos alcanzaran».[39] El
estudiante de arquitectura cubano José Linares dice: «Todos estábamos en
vilo pensando en lo que podría pasar: ¿se presionaría el botón?».[40] El agente
de la KGB Mijaíl Liubímov, que por esa época estaba en Gran Bretaña, dijo:
«Nos sentíamos condenados, por completo impotentes en una atmósfera que
olía a guerra, temerosos de acabar destruidos por un bombardeo de nuestra
propia gente. Tenía un hijo que acababa de nacer allí en Londres».[41]
Además de las manifestaciones contra el bloqueo convocadas por grupos
de izquierda por toda Latinoamérica, simpatizantes de Castro o agentes al
servicio de La Habana en la región llevaron a cabo algunos intentos ineficaces
de sabotear instalaciones estadounidenses. Destacó en particular, en
Venezuela, el lanzamiento de explosivos desde una lancha a motor contra la
planta de energía eléctrica que abastecía a un yacimiento petrolífero
propiedad de la Standard Oil. Las principales víctimas del ataque fueron los
saboteadores, que volaron con la dinamita su propia embarcación: la
explosión mató al patrón e hirió gravemente a los dos tripulantes.
En la tarde del 23 de octubre, Harold Macmillan informó de la situación al
líder de la oposición Hugh Gaitskell, a su segundo, George Brown, y al futuro
primer ministro Harold Wilson: «No tenían mucho que decir. Brown fue más
enérgico que [Gaitskell]. Wilson me pareció muy evasivo. Por suerte, todos
ellos desconfían profundamente los unos de los otros».[42] El primer ministro
también informó a la reina, una cita de la que solo apunta con cierto
anticlímax que su majestad estaba «naturalmente muy interesada en Cuba».
Agotado, pasó la velada con su confidente Ava Waverley, la disipada viuda,
primero, del diplomático Ralph Wigram y, más recientemente, de sir John
Anderson, uno de los miembros del gabinete de guerra de Churchill. El
secretario privado de Macmillan, Philip de Zulueta, llegó a su casa muy tarde.
Su esposa contaría después: «¡Qué cara traía! [Dijo]: “De verdad que lo siento
mucho, pero es posible que mañana estemos en guerra”».[43] El diputado

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laborista John Morris habló de «un sentimiento general de impotencia, mejor
aún, de desesperanza».[44] Un escolar de doce años, sobrino del secretario de
Asuntos Exteriores, escribió tiempo después: «Pensé que todos íbamos a
morir, pues el presidente Kennedy había retado a Jrushchov a revelar su
juego».[45] Sin embargo, no todos los británicos entendieron la gravedad de la
situación. Un reportero radiofónico de la BBC que sondeaba la opinión de los
transeúntes en las calles de la capital se topó con una mujer que le dijo: «Ni
idea, de verdad, yo solo estoy Londres para pasar el día».[46]
En Cuba, Juan Melo acompañó a un colega al hospital de Matanzas en el
que la mujer de este acababa de dar a luz a un niño. Durante el viaje de
regreso a La Habana, el padre suspiró con tristeza y dijo: «¡Pensar que nunca
más volveré a ver a mi hijo!». Melo comenta: «Ese era el estado de ánimo de
esos días».[47] Marta Núñez, que entonces tenía dieciséis años, se sentía en un
dilema desolador, pues había crecido sintiéndose en parte estadounidense:
«Para mí, la crisis significó la perspectiva de una guerra inminente con
Estados Unidos, apenas cuatro meses después de dejar mi burbuja en la
escuela americana. Realmente esperábamos que nos invadieran».[48] Ella
había trabajado en un hospital durante y después de los sucesos de playa
Girón: «Ya había visto los muertos, los amputados, la sangre. Sabía cómo era
la guerra».
No obstante, la crisis despertó en muchos cubanos una emoción nueva y
muy intensa. En las calles se saludaban unos a otros con el grito de guerra de
Castro: «¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!»; o bien «¡Viva Cuba! ¡Viva la
Unión Soviética!». El poeta Yevgueni Yevtushenko, entonces dedicado a ser
el bardo de Castro y el heraldo del pueblo ruso en Cuba, escribió un poema
que se convertiría en editorial del Pravda y cuyos últimos versos decían:
«Estados Unidos, será difícil recuperar la grandeza / que has perdido en tus
juegos ciegos. / Entre tanto, una pequeña isla, manteniéndose firme, / ¡se
convierte en un gran país!».
Aunque a los rusos se les dijo menos que a cualquier otra nación sobre el
drama en curso, muchos entendieron la gravedad de lo que ocurría. El
moscovita Iván Seleznev escribió en su diario íntimo deplorando la
«enloquecida carrera armamentista».[49] Estaba desconcertado por la
revelación del despliegue de los misiles soviéticos en Cuba, algo que «el
gobierno soviético y sus representantes en la ONU… habían negado de forma
categórica… La tercera guerra mundial, esta vez con armas nucleares, podría
estallar en cualquier momento». Su conciudadano el maestro de escuela
Leonid Lipkin escribió el mismo día: «Hay un informe alarmante en Izvestia.

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El presidente Kennedy dio órdenes a la armada estadounidense de bloquear
Cuba y detener y registrar todas las embarcaciones, sin importar de qué país
sean, que se dirijan a Cuba. El objetivo es detener los cargueros que
transporten armas ofensivas. Los buques que no obedezcan la orden serán
hundidos. La declaración en respuesta de la TASS era bastante inteligente.
Los ejércitos del Pacto de Varsovia han recibido la orden de estar preparados
para el combate. Estados Unidos va a construir doce emplazamientos de
misiles en Israel».[50] Con todo, la entrada concluía con una inesperada nota
de optimismo: «La guerra aún no ha estallado en Cuba, y no creo que lo haga.
Alguien cederá…».
Cada día, el aspirante a poeta Nikolái Kozakov pasaba horas manipulando
su radio Vostok para vencer los sistemas de interferencias soviéticos y
sintonizar emisoras extranjeras: «El éter estaba lleno de información
fascinante de todo tipo, por completo desprovista de sesgos. Con que solo
pudiéramos oír todo eso… Pero los cerdos rojos que gritan sobre las cumbres
de la democracia y la libertad siguen cercenando todo esfuerzo de los
ciudadanos por llegar a la cultura y la política burguesas».[51] Tamara Kosij,
que entonces tenía quince años, dice con rotundidad: «¿Cómo podíamos los
rusos estar tan asustados cuando tantísimos de nosotros habían sido testigos
de la guerra civil y la gran guerra patriótica? Sentíamos que nuestros líderes
nunca permitirían que se repitieran Hiroshima y Nagasaki».[52] Valeri
Galenkov, que por la época de la crisis tenía dieciocho años, recuerda:
«Pensaba que Jrushchov tenía razón. Cuba era nuestro aliado. Si no nos
hubiéramos jugado el pellejo y plantado cara a los agresores, ¿quién sabe qué
habría sido de Cuba y de nosotros?».[53]
Boris Vronski, de sesenta y cuatro años, escribió en su diario el 23 de
octubre: «Las últimas veinticuatro horas nos han llevado más cerca que nunca
al borde de una guerra aterradora. Una catástrofe irreparable puede cernirse
sobre nosotros en cualquier momento, y la humanidad entera se encuentra
amenazada. Nadie quiere pensar en la posibilidad de que pase lo peor, pero
tampoco quisimos creerlo [en 1941] a pesar de todas las señales que nos
advertían de la inminencia de la guerra».[54] El mismo día, Leonid Lipkin
recoge en su dietario: «El dinosaurio inglés Bertrand Russell, que tiene
noventa años, envió telegramas angustiosos a los dirigentes de Estados
Unidos, Rusia e Inglaterra. La respuesta de nuestro líder fue razonable, pero
severa. Es bastante difícil entender quién tiene la culpa del conflicto. Si en
Cuba nuestros líderes establecieron una base militar en las narices de Estados
Unidos, lo cierto es que los yanquis también han establecido muchas bases

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alrededor de nuestras fronteras. Resulta complicado entender estos
acontecimientos con claridad cuando estás en medio de ellos. A nosotros, la
gente normal y corriente, solo se nos cuentan los hechos una década después,
y a menudo entonces también de forma adulterada». Con sarcasmo, e incluso
con amargura, el diarista agrega: «No se nos pueden confiar los secretos. En
nuestro caso, en lo único en que se puede confiar es en que moriremos en
beneficio de los dueños de las dachas y las limusinas».[55]
También el 23 de octubre, después de comer borsch y gachas de mijo,
Nikolái Kozakov escribió en su diario que, si bien encontraba desconcertante
el embrollo cubano, cuando se enteró a través de la Voz de América del
despliegue secreto de los misiles sintió cierta simpatía por Estados Unidos:
«¿A quién le va a gustar algo así, y a solo [150 kilómetros] de su territorio?
Lo más probable es que Castro contara con el apoyo del tiburón [Jrushchov] y
la cosa se les fue de las manos».[56] Cuando Kozakov oyó el relato de Radio
Moscú sobre los preparativos militares soviéticos, la certeza de que alguien
había metido la pata no le hizo sentirse más sabio: «En resumen, se está
desarrollando un gran escándalo». Luego se dedicó a rastrear las ondas en
busca de las «voces de la libertad», es decir, emisoras de radio extranjeras que
no estuvieran bloqueadas: «Tropecé por casualidad con la transmisión en ruso
de la RTF [la Radiotelevisión Francesa]. El programa ya estaba llegando a su
fin y lo único que alcancé a escuchar fue que los incidentes fronterizos entre
China y la India aún continuaban, los tanques chinos han penetrado en
territorio indio y han tomado cuatro puestos fronterizos y algunas ciudades.
¿Qué va a pasar si esos cerdos de ojos rasgados se salen de control? Esto no
es vida. Esto es una tortura, acompañada por un miedo a la guerra que no
termina nunca. Lo que es seguro es que, gracias a Cuba, vamos a pasar a la
historia».
Dentro de Estados Unidos, las protestas contra la política de la
administración respecto a Cuba fueron sorprendentemente escasas y débiles.
Pequeños grupos se manifestaron con pancartas que exigían: «Acabad con la
carrera armamentista, no con la raza humana». En la Universidad de Indiana,
un puñado de activistas provistos de carteles con consignas
antigubernamentales se vieron forzados a refugiarse en una biblioteca,
después de que una multitud de dos mil personas los acosara con preguntas e
insultos hasta forzarlos a interrumpir la protesta. En Cornell, dos profesores
que exponían sus argumentos en contra de la postura estadounidense tuvieron
que abandonar la tribuna después de que se los sometiera a una lluvia de
piedras y montones de tierra. Los huevos y las naranjas cayeron asimismo

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sobre unos profesores de la Universidad de Minesota críticos con el gobierno.
En Ann Arbor, Michigan, una manifestación de cuatrocientas personas, la
mayoría simpatizantes de Mujeres por la Paz, repartió octavillas en las que se
exigía poner fin a lo que se describía como «juego de la gallina, con la
humanidad en los parachoques». Al tiempo que atacaban a Jrushchov por
desplegar misiles en Cuba, los participantes también reclamaban que el
gobierno de Estados Unidos mantuviera las manos fuera de la isla. No
obstante, estos manifestantes se vieron superados en número por una turba de
seiscientos estudiantes que los abuchearon y atacaron con huevos y piedras.
En Atlanta, una mujer llamada Alice Lynd fue despedida de su trabajo en una
guardería tras participar, junto a una treintena de activistas, en una protesta
contra el gobierno.
Muchos radicales que deploraban en igual medida el totalitarismo y la
opresión de la URSS y el imperialismo y racismo de Estados Unidos tuvieron
dificultades para encontrar una posición ante la crisis que fuera coherente con
sus ideales. En un mitin celebrado al aire libre en Boston, el marxista
Barrington Moore expuso la tesis de que para salvar al mundo se necesitaban
«revoluciones simultáneas en Estados Unidos y la Unión Soviética», pero
apenas consiguió convencer a alguno de sus pocos oyentes. A lo largo de la
década, muchos estadounidenses jóvenes decidirían que les resultaban más
odiosos los defectos de su propio país, que tenían a la vista delante de ellos,
en especial en Vietnam, que las deficiencias para ellos invisibles del otro
bando. Sin embargo, en octubre de 1962, la izquierda estadounidense seguía
confundida y dividida y era en extremo minoritaria.
En otras partes del mundo, muchas personas en verdad creían que no
sobrevivirían a la crisis; que sus hijos no vivirían para alcanzar la madurez;
que las generaciones por nacer estaban condenadas. El hecho de que la
catástrofe que inspiraba tales terrores no se haya producido no disminuye en
absoluto su realidad en la mente de los hombres, mujeres y niños que vivieron
ese octubre.

2. «¡DISPARAR AL TIMÓN!»

Cuando George Ball despertó en Washington la mañana del 23 de octubre,


después de pasar la noche en un incómodo catre en su despacho en el
Departamento de Estado, se encontró a Dean Rusk de pie junto a él. «Nos
hemos apuntado una importante victoria», le dijo con ironía el secretario de
Estado: «Seguimos vivos». El ExCom se reunió de nuevo a las diez de la

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mañana, y McNamara pidió que se decidiera cuándo debía entrar en vigor el
bloqueo de Cuba por parte de Estados Unidos. Él mismo propuso que se fijara
un plazo lo antes posible tras la reunión, que se celebraría más tarde ese
mismo día, de los representantes de la Organización de los Estados
Americanos (OEA) en Washington: el gobierno abrigaba la esperanza de que
el foro aprobara una resolución apoyando la medida, lo que otorgaría a la
acción estadounidense un barniz de legalidad, en vista de que no tenía
posibilidades de obtener el respaldo de la ONU, donde el veto de Moscú era
inevitable. El secretario de Defensa también instó al presidente a decidir de
inmediato cuál sería la respuesta de Estados Unidos si un misil tierra-aire
soviético disparado desde Cuba derribaba un U-2. Él, señaló, coincidía con
los jefes del Estado Mayor Conjunto al recomendar que a dicha acción se
respondiera con el envío, en las dos horas siguientes, de ocho aviones de
combate para eliminar el sistema de lanzamiento responsable. Aunque
Maxwell Taylor planteó que sería difícil identificar la base culpable, un
importante inconveniente práctico, se acordó que en principio esa sería la
respuesta.
El presidente pidió información actualizada sobre la reubicación de las
fuerzas estadounidenses para la acción militar: ¿estaba todo lo necesario en
marcha? Sí, se le dijo. La 82.ª y la 101.ª División Aerotransportada, la 5.ª
División de Infantería de Marina y la 1.ª División Blindada acorazada estaban
ya de camino a la costa este, donde algunos soldados terminarían acampando
en el hipódromo del Gulfstream Park en Hallandale, Florida, y acudiendo a
primera hora de la mañana a las pistas para ver ejercitarse a los purasangres.
Había una preocupación significativa sobre la defensa aérea de las bases,
pistas de aterrizajes y aeropuertos locales, ahora repletos de aviones de
combate de todo tipo, que podían con facilidad convertirse en blanco de las
incursiones de soviéticos y cubanos: «Este es uno de esos ejemplos bastante
cómicos de la excesiva sofisticación de nuestro armamento», dijo Max
Taylor. «Lo tenemos todo, salvo para lidiar con un avión sencillo que se
acerque volando a baja altura… Por desgracia, la congestión es inevitable».
Eso incluía el aeródromo de West Palm Beach, que habitualmente solo
utilizaban los aviones privados de los turistas ricos. El presidente, por
supuesto, lo conocía bien: «Menudo aeropuerto militar», dijo.
Comentaron una contingencia que se consideraba muy probable: que
cuando los estadounidenses comenzaran a registrar los barcos con destino a
Cuba, los soviéticos intensificaran los controles sobre los camiones del
ejército estadounidense que circulaban por la autopista que unía Alemania

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Occidental con Berlín Oeste. En tal caso, dijo Kennedy, someterse parecía
ineludible. El presidente y sus asesores estaban desconcertados porque las
últimas imágenes obtenidas por los vuelos de reconocimiento aéreo
mostraban los aviones alineados uno al lado del otro en los aeródromos de la
isla: no se había hecho ningún intento de dispersarlos o camuflarlos. Eso
indicaba que no esperaban ser atacados, es decir, ir a la guerra.
Entonces llegó Dean Rusk, que estaba exultante. Contradiciendo los
recelos que algunos abrigaban, el apoyo a la acción del gobierno en la reunión
de la OEA había sido abrumador. La votación tendría lugar a las tres de la
tarde. «¡Anda! ¡Eso es maravilloso! ¡Genial! ¡Fantástico!», se oyó exclamar a
la vez a los presentes. El hecho de que el secretario de Estado repitiera allí la
broma agradecida que le había hecho antes a George Ball —«Creo que fue
clave que siguiéramos aquí esta mañana»— es un indicio de los enormes
temores e incertidumbres que dominaban el ánimo de estos hombres. El
miedo a que los soviéticos respondieran al discurso del presidente disparando
sus misiles (una posibilidad remota, pero no descartable dado el estado de
locura que parecía haberse apoderado del Kremlin) había pesado en algunas
conciencias, incluida la de Rusk, que agregó: «Hemos superado la
contingencia: un ataque inmediato, repentino e irracional». Desde la cumbre
de Viena, el secretario de Estado albergaba serias dudas sobre la cordura de
Jrushchov.
A continuación se informó a los presentes de que los rusos estaban
retrasando la reunión del Consejo de Seguridad de la ONU prevista para esa
tarde; la razón era, obviamente, que la delegación soviética estaba sumida en
el caos. El subsecretario de Estado Alexis Johnson dijo: «Estupendo.
Genial… De verdad los hemos cogido con las contingencias bajadas». Y eso
era, en efecto, lo que los estadounidenses habían hecho: al representante
soviético ante la organización, Valerián Zorin, el mismo hombre que dos años
antes se había visto reducido a la desesperación debido al comportamiento de
Jrushchov en la cumbre de París, no se le había dicho sobre el despliegue
cubano más de lo que se le había dicho al embajador Anatoli Dobrynin, es
decir, nada. Robert Kennedy escribiría más tarde que el estado de ánimo esa
mañana era, sin lugar a duda, bastante más positivo que en días anteriores:
«Había un cierto espíritu de levedad, no alegría, ciertamente, pero sí, quizá,
una sensación de relax. Habíamos dado el primer paso, no había estado tan
mal y estábamos vivos».[57] A lo largo de la semana la situación
experimentaría muchos altibajos, pero es claro que para los miembros del
ExCom este fue un buen momento.

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El presidente manifestó que su principal preocupación era garantizar que
no se permitiera que ningún error en primera línea —es decir, por parte de los
subordinados a cargo de las armas en tierra, mar o aire— precipitara una
iniciativa o respuesta violenta de Estados Unidos: no se realizaría ninguna
acción de este tipo a menos que obedeciera a una decisión adoptada en la
Casa Blanca. Kennedy reiteraría esa inquietud más tarde, en una reunión en el
Despacho Oval con su hermano, Sorensen y O’Donnell: «El mayor peligro y
riesgo en todo esto es un error de cálculo, un error de juicio».[58] El
mandatario era consciente del peligro que suponía la belicosidad (y la
intransigencia que esta alentaba) de los jefes de sus fuerzas armadas.
Tres horas después de que comenzara esa reunión, se produjo un
acontecimiento importante: noticias del Kremlin, Nikita Jrushchov había
respondido a la carta de Kennedy y al discurso televisado. El tono del líder
soviético era malhumorado: «Debo decir con franqueza que las medidas
esbozadas en su declaración representan una grave amenaza para la paz y la
seguridad de los pueblos. Estados Unidos ha tomado abiertamente un camino
de flagrante violación de la Carta de Naciones Unidas, un camino de
transgresión de las normas internacionales sobre la libertad de navegación en
alta mar, un camino de acciones agresivas tanto contra Cuba como contra la
Unión Soviética… No podemos reconocer el derecho de Estados Unidos a
ejercer el control sobre unos armamentos indispensables para que la
República de Cuba fortalezca su capacidad defensiva. Confirmamos que los
armamentos que en la actualidad se encuentran en Cuba, independientemente
de la clasificación a la que pertenezcan, están destinados de forma exclusiva a
fines defensivos, con el propósito de proteger a la República cubana del
ataque de un agresor».
La Casa Blanca no esperaba menos. La buena noticia, y parecía
importante, era que Jrushchov no hacía ninguna amenaza explícita de recurrir
a la fuerza. No obstante, la ampulosa carta dejó al presidente y a sus asesores
dudando sobre cómo los rusos se proponían responder al bloqueo de la
armada estadounidense. Kennedy todavía tenía que hacer frente al dilema de
si debía o no ordenar a los buques de guerra disparar contra, y en caso de ser
necesario hundir, las embarcaciones que intentaran desafiar el bloqueo. Este
problema llegaría a un punto crítico en cuestión de horas, cuando los primeros
barcos de carga soviéticos, que ya estaban siendo rastreados por los aviones
estadounidenses, se acercaran a la «línea de cuarentena» anunciada. Al
menos, sin embargo, nada en la respuesta de Jrushchov representaba una

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escalada o amenazaba con ella. Por el momento, la carta ayudó a levantar los
ánimos del ExCom.
La tarde trajo la confirmación de las buenas noticias diplomáticas: la OEA
había votado de forma sólida a favor de la resolución propuesta por Estados
Unidos, la cual autorizaba a los miembros a usar la fuerza, ya fuera de manera
individual o colectiva, para imponer una cuarentena a Cuba. Un cínico podría
señalar que muchos de los miembros de la OEA eran regímenes satélites de
Estados Unidos, algunos de ellos deplorables. En cualquier caso, este
resultado era útil y positivo.
Al final de la tarde, en la siguiente reunión del ExCom, se acordaron los
detalles de las reglas de enfrentamiento que seguiría la armada para hacer
cumplir el bloqueo. Una de las más destacadas era que si se pedía a un barco
soviético que se detuviera y este optaba por dar media vuelta, no debía
disparársele, al menos no el primer día. McNamara también consiguió que se
acordara que solo se interceptaría a los barcos soviéticos que se acercaran a
Cuba, no en el océano. El mismo presidente previó que los mayores
problemas para ambos bandos tendrían lugar en las primeras horas después de
la entrada en vigor del bloqueo y que, probablemente, los soviéticos buscarían
ponerlo a prueba. Esa tarde, se había enviado otra carta a Jrushchov a través
de la embajada de Estados Unidos en Moscú, cuya última oración decía:
«Espero que de inmediato dé usted a sus barcos las instrucciones necesarias
para observar los términos de la cuarentena, cuyo fundamento ha quedado
establecido en la votación de la Organización de los Estados Americanos esta
tarde, y que entrará en vigor a las 1400 horas de Greenwich del 24 de
octubre», cuando en el Caribe eran las diez de la mañana.
Kennedy le dijo al ExCom: «Bien, ahora, ¿qué hacemos mañana por la
mañana cuando esos ocho barcos [soviéticos con destino a Cuba] continúen
navegando? ¿Tenemos todos claro cómo vamos a gestionarlo?». Maxwell
Taylor dijo: «Disparándoles al timón, ¿no?». McNamara, con paciencia,
replicó: «Max, ese es el problema. Queremos ser muy cuidadosos». Se
decidió que lo ideal era probar el procedimiento de detener y registrar un
buque que casi con toda seguridad transportara armamento peligroso y, por
ende, que el Pentágono debía esforzarse por identificar alguno.

La armada estadounidense había trasladado seis FSU-1P Crusader de su


Escuadrón Fotográfico Ligero «Fightin’ Photo», una unidad especializada en
reconocimiento aéreo, a Cayo Hueso, desde donde pronto comenzaron a

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realizar misiones sobre Cuba, la primera de ellas el día 23. Divididas en tres
parejas, en formación «Loose Deuce», las aeronaves se acercaron a los
emplazamientos de los misiles a una velocidad de 650 kilómetros por hora y
una altitud de 120 metros, filmaron durante treinta segundos y volvieron a
casa. Tras aterrizar en Cecil Field y entregar la película, el comandante Bill
Ecker, un veterano de la segunda guerra mundial, recibió la orden de despegar
de nuevo y volar a Washington para informar directamente a los jefes del
Estado Mayor sobre su experiencia en Cuba. Tres horas más tarde llegó al
Pentágono y, todavía enfundado en su traje de vuelo, se le condujo a la sala de
reuniones conocida como «el tanque». Con nerviosismo, se disculpó por estar
sudoroso y maloliente, lo que hizo que Curtis LeMay le replicara: «Maldita
sea, ha estado pilotando un avión, ¿no es así? ¡Tiene que sudar y apestar!
Siéntese». El aviador de la armada les dijo a los jefes que su formación no
había atraído fuego desde tierra y que los pilotos habían visto una gran
cantidad de equipo en la superficie, parte de él recién camuflado. Cuando
Ecker regresó a la base en Cayo Hueso, el personal de tierra pintó en el
fuselaje de su avión, a los pies de una caricatura de Castro, el símbolo del
pollo que usaban para señalar cada incursión fotográfica exitosa en la isla.
Los pilotos comenzaron a hablar de esos vuelos como de «apuntarse otro
pollo».

Portada del New York Times del 23 de octubre de 1962.

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Portada del Chicago Sun-Times del 23 de octubre de 1962.

Para comprender la soberbia del ejército estadounidense en 1962, es


importante recordar que todos los servicios estaban dirigidos por hombres que
habían participado en el triunfo supremo de las fuerzas armadas de su nación,
la victoria sobre Alemania y Japón menos de dos décadas atrás. Desde
entonces, las legiones de Estados Unidos se habían desplegado a lo largo y
ancho del mundo para hacer frente a la amenaza comunista, pero solo habían
combatido de manera significativa en Corea. Aunque el conflicto de 1950-
1953 había comenzado mal para las fuerzas estadounidenses, terminó bien,
con un formidable ejército aliado defendiendo la integridad de Corea del Sur
frente a las huestes chinas. Las principales formaciones que ahora se iban
desplegando para la posible invasión de Cuba (la 82.ª y la 101.ª División
Aerotransportada, la 5.ª División de Infantería de Marina, la 1.ª División
Blindada) eran las sucesoras de los héroes del Día D y de Arnhem, de Iwo
Jima y de Bastoña, leyendas cuyas reputaciones resonaron en todo el mundo
libre, símbolos de un poderío que sus propios comandantes consideraban
invencible. Esos soldados con los hombros cubiertos de estrellas nunca
dudaron ni por un momento que, de producirse la invasión, acabarían con la
chusma, ya fuera cubana o rusa, que se atreviera a desafiarlos en la isla
caribeña.
En el otro bando, los generales de Jrushchov, héroes del Ejército Rojo en
la segunda guerra mundial, se consideraban tan victoriosos como los hombres

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de Kennedy entre los Aliados occidentales. Plíyev y sus soldados estaban tan
dispuestos a matar estadounidenses como Taylor y sus subordinados a
«disparar al timón» de los rusos, en sentido figurado o literal. De hecho,
podría decirse que unos y otros estaban incluso ansiosos por entrar en
combate. El único militar en el que Kennedy mostró tener una plena
confianza durante esa semana fue Lauris Norstad, que estaba a punto de
terminar su mandato como comandante supremo de la OTAN, pero al que el
presidente decidió mantener temporalmente en el cargo debido a la impresión
que le causó la cabeza fría que había demostrado el general al mantener bajo
el nivel de alerta de las fuerzas de la OTAN en Europa para no contribuir al
aumento de la tensión. Norstad coincidió con el primer ministro Harold
Macmillan en que era conveniente evitar, de momento, cualquier clase de
precauciones bélicas llamativas.

Ese martes al final de la tarde, la reunión del ExCom abordó escenarios


sombríos en los que los barcos rusos se negaban a detenerse, la armada les
disparaba y, luego, se descubría que solo transportaban alimentos, suministros
médicos y personal sanitario. «¡Disparamos a tres enfermeras!», exclamó
Bundy. Kennedy coincidió: «Eso es lo que podría pasar. Ellos van a seguir
adelante. Y nosotros vamos a intentar disparar al timón o la caldera. Y luego
vamos a intentar abordarlos. Y ellos van a usar una pistola, luego
ametralladoras… Así que creo que la toma de esos barcos va a ser una
operación importante. Quizá tengamos que hundirlos en lugar de solo
tomarlos».
Después de seguir discutiendo de forma desordenada y poco concluyente
algunas posibilidades complejas, todas igualmente nefastas, el presidente
comentó con ironía: «Voy a deciros, a todos los que considerabais que la
opción del bloqueo era el camino fácil: ¡os dije que no lo hicierais!». Una
explosión de risas nerviosas rompió la tensión. Luego retomaron el análisis de
los distintos escenarios; los comentarios satíricos no dejaron de abrirse paso
en el debate. McNamara informó de que el almirante Anderson temía que un
submarino soviético pudiera intentar hundir uno de sus portaaviones.
Kennedy, riéndose por lo bajo, dijo: «¿Queremos mantener el Enterprise
allí?… No queremos empezar perdiendo un portaaviones».
El estado de ánimo volvió a ensombrecerse cuando un funcionario del
Pentágono informó al comité sobre la preparación de Estados Unidos en caso
de un ataque con misiles, una exposición que abordó realidades horribles: «Si

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se usan las armas nucleares, podemos trazar un arco e intentar dirigir los
recursos en materia de defensa civil en [un radio de] unos dos mil kilómetros
[desde Cuba], reservando algunos para la lluvia radiactiva en la periferia.
Entran allí 92 millones de personas; 58 ciudades de más de cien mil
habitantes». Miami, Atlanta, Houston, Dallas, Nueva Orleans, San Luis,
Cincinnati y Washington D. C. eran solo las principales áreas urbanas que
podían ser destruidas o, sencillamente, quedar devastadas. «Un ataque nuclear
ligero, o relativamente ligero, de este tipo reduciría los factores de protección
que usamos para decidir si los edificios existentes servirían como protección
adecuada». Después del torrente de estadísticas, el presidente preguntó por la
viabilidad de evacuar a toda la población dentro de ese radio de dos mil
kilómetros, si se tomara la decisión de invadir Cuba: «Ellos podrían disparar
estas armas… ¿Qué podríamos hacer nosotros… [para] protegerlos, en la
medida de lo posible, de la radiación? Y luego tienes el problema de la
explosión… de no sé cuántos megatones». Por desgracia, en cuanto a
preparativos no era mucho lo que se podía hacer, más allá de poner señales
que indicaran dónde estaban los refugios y tener reservas de alimentos in situ.
La reunión terminó poco después de las siete. Robert Kennedy se quedó a
solas con su hermano, que tras atender una llamada desde la mansión colgó el
teléfono visiblemente molesto. Jackie tenía invitados a cenar, encabezados
por el marajá de Jaipur: lo último que necesitaba el presidente era compañía
trivial, por muy noble que fuera. Bobby retomó la conversación sobre el
bloqueo y preguntó: «¿Cómo lo ves?». El presidente dijo: «Oh, me parece un
infierno. Tiene muy mala pinta, ¿no es así? Pero, por otro lado, era la única
opción. Si los rusos se salen con la suya aquí, solo queda preguntarse dónde
van a meterse a continuación». El fiscal general coincidió en que no había
alternativa: si el presidente no hubiera actuado, opinó, habría tenido que
enfrentarse a un proceso de destitución. «Eso es lo que pienso», dijo
Kennedy.
Bobby le recordó que había sido un buen día en el terreno diplomático:
contar con el respaldo de la OEA era fantástico. Además, el embajador
británico, su amigo Ormsby-Gore, estaba demostrando tener más valor que el
primer ministro y había afirmado de plano que Estados Unidos no tenía otra
opción que hacer lo que hizo. Por otro lado, agregó, aunque Gueorgui
Bolshakov, el oficial del GRU al que empleaba como canal extraoficial,
aseguraba que los buques rusos desafiarían el bloqueo, Anatoli Dobrynin le
consideraba un charlatán y siempre había instado al fiscal general a no hacerle
caso. Una vez más los hermanos admitieron el desconcierto que a ambos les

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causaba el proceder de los rusos: ¿a qué estaban jugando? Robert dijo que le
había pedido a Charlie Bartlett, un periodista amigo suyo, que intentara
sacarle información a Bolshakov. Asimismo, trató de animar al presidente
recordándole cuánto peor podía ser la situación: si la existencia de los misiles
se hubiese filtrado antes de que el gobierno estuviera listo para presentar la
historia en sus propios términos; o si la votación de la OEA hubiera sido
diferente.
Esa noche, Robert Kennedy hizo arreglos para visitar en secreto la
embajada soviética. Dobrynin era consciente de que debía tratarle con respeto
en cuanto portavoz del presidente de Estados Unidos, pero el fiscal general
nunca le había gustado ni inspirado confianza. El embajador le encontraba
desagradable, le parecía estirado y arisco y, en ocasiones, macarra: «No cabe
duda de que estaba muy cercano a su hermano, pero era una persona con la
que resultaba difícil tratar. Solía venir para transmitirnos alguna queja en
nombre del Presidente, y eso era todo… Era una persona compleja y
contradictoria que muchas veces perdía los estribos; en esos momentos se
comportaba con grosería… Sin embargo, cuando se topaba con un desaire,
por lo general conseguía controlarse, pero de igual forma podía con facilidad
enfadarse solo. Por esa razón las conversaciones con él tendían a ser
irregulares y accidentadas».[59]
El diplomático ruso prefería tratar con Llewellyn Thompson o Robert
McNamara, personas más frías, o incluso con Rusk, con quien bebía bourbon
de cuando en cuando sin acercarse a un acuerdo sobre Berlín. Dobrynin
encontraba al secretario de Estado tan aburridamente persistente en la defensa
de sus ideas conservadoras como, en el extremo opuesto, podía serlo su
propio jefe, Gromiko. Asimismo, le parecía «no muy imaginativo… Con
todo, [Rusk] nunca recurría a propaganda barata o trucos engañosos. Era
alguien en cuya palabra era posible confiar… Era un auténtico caballero».[60]
El embajador obviamente quería decir: a diferencia del fiscal general.
Esa noche, Robert Kennedy llegó a la embajada en lo que el embajador
describiría después como «un estado de agitación».[61] El diplomático lo
recibió en la entrada y lo condujo a una sala de estar privada en la tercera
planta, donde Irina Dobrynin les sirvió café y luego los dejó. La posición del
embajador era todavía menos envidiable que la de su visitante: su propio
gobierno lo había engañado tanto como había engañado a los
estadounidenses, pero ahora estaba obligado a defender la postura de la URSS
frente a la diatriba del hermano del presidente. «Fue notablemente repetitivo
en lo que dijo», escribió Dobrynin. «La conversación fue tensa y bastante

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vergonzosa para mí». Kennedy denunció con insistencia las mentiras y
engaños soviéticos. El ruso estaba obligado a responder que solo sabía lo que
su gobierno le había dicho, en lo que no se incluía nada acerca de los misiles.
El estadounidense preguntó qué instrucciones habían recibido los capitanes de
los buques soviéticos. El embajador respondió que se les había dicho que
desatendieran cualquier exigencia ilícita de detenerse y no se sometieran a
registro alguno. Esto hizo que Kennedy reflexionara en voz alta antes de
partir: «No sé cómo terminará esto, pero estamos decididos a detener esos
barcos». Dobrynin dijo: «Pero eso sería un acto de guerra».

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«Fueron demasiado lejos»: Eddie Germano en el Brockton Enterprise Times, 23 de octubre
de 1962.

El embajador remitió a Moscú un relato textual de esa reunión, para hacer


hincapié en el estado de agitación existente dentro del círculo íntimo del
presidente. En sus memorias el diplomático se lamentaría de «cuán primitivas
eran las comunicaciones de nuestra embajada con Moscú… en un momento
en el que no solo cada día, sino cada hora, contaba tanto».[62] El telegrama
sobre la conversación con Robert F. Kennedy se codificó de manera manual

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en columnas de números. El procedimiento para enviarlo era el habitual con
los mensajes urgentes: «Llamamos a Western Union, [que] enviaba un
mensajero a recoger el telegrama. Por lo general, era siempre el mismo joven
negro, que llegaba a la embajada en bicicleta. Sin embargo, una vez que se
marchaba pedaleando con mi telegrama urgente, en la embajada solo
podíamos rezar para que lo llevara a la oficina de Western Union sin demora
y no se detuviera a charlar con alguna chica».
Cuando el mensaje de Dobrynin llegó por fin a Moscú, el ministro de
Asuntos Exteriores Gromiko al parecer mandó a su personal que no lo
distribuyera a los demás miembros del Presídium; en lugar de ello, habría
dicho, él mismo transmitiría las noticias a Jrushchov. No obstante, no se
conserva ninguna copia de esa comunicación en los archivos del Ministerio de
Asuntos Exteriores y, por tanto, cabe dudar de que Gromiko de verdad lo
hiciera. Dobrynin quedó así en el limbo: no recibió instrucciones de Moscú,
ni respuesta alguna al mensaje que Robert Kennedy le había pedido que
transmitiera acerca de la determinación estadounidense de hacer cumplir el
bloqueo.
Ahora bien, ¿cómo, exactamente, iba a hacer eso? Uno de los momentos
más famosos, o tristemente famosos, de la crisis tuvo lugar ese martes, a las
21.20, cuando Robert McNamara visitó el centro de mando de la armada en el
Pentágono (conocido como «Flag Plot») y se descubrió enfrentado cara a cara
con los altos mandos navales, que recibían con amargura la intrusión de un
jefe civil que les desagradaba en lo que percibían como su conflicto, en su
derecho a decidir y, si correspondía, a luchar. La gran sala, a la que se
ingresaba por una puerta vigilada por marines armados, estaba dominada por
un mapa mural del Atlántico que mostraba la posición de los barcos
estadounidenses y soviéticos. El secretario de Defensa comenzó a disparar
preguntas al oficial que se hallaba de servicio allí: ¿cómo se daría el alto a las
embarcaciones soviéticas? ¿Los barcos estadounidenses tenían intérpretes de
ruso a bordo? ¿Qué órdenes tenían los buques de guerra estadounidenses
sobre el modo en que debían actuar si un navío soviético se negaba a
responder al alto? ¿Qué pasaba si los soviéticos abrían fuego? El
desventurado marino demostró no tener la capacidad, o la disposición, a
responder a la mayoría de las preguntas de McNamara. El secretario salió del
centro de mando, entró en el despacho del almirante Anderson, el jefe de
Operaciones Navales, al que el personal de la armada apodaba «Hermoso
George».

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Ninguno de los dos tenía mucho tiempo para el otro. Al almirante le
molestaba que un hombre que hasta hacía poco era un ejecutivo de la
industria automotriz se atreviera a decirle a la armada cuál era su trabajo.
Había dado órdenes a sus oficiales sobre cómo hacer cumplir el bloqueo (que
en su opinión era una respuesta lamentable al despliegue de los misiles
soviéticos, equivalente a «cerrar la puerta del establo después de que hayan
robado el caballo») y estaba satisfecho dejándolos cumplir con su deber. El
secretario, sin embargo, quería saber cómo se daría el alto a los barcos
soviéticos.
—Los llamaremos.
—¿En qué idioma: inglés o ruso?
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
—¿Qué harán si ellos no los entienden?
—Supongo que usaremos banderas.
—Bueno, ¿y si no se detienen?
—Realizaremos un disparo de advertencia delante de la proa.
—¿Y si eso no funciona?
—Entonces dispararemos al timón.
—Usted no va a disparar ni una sola vez a nada sin mi autorización
expresa. ¿Está claro?
Tras eso, Anderson agitó en la cara de McNamara la Ley de guerra naval
de 1955, la norma que establecía los procedimientos para abordar y registrar
buques de guerra enemigos: «Está todo ahí, señor secretario», le espetó. El
manual autorizaba la «destrucción» de los buques de guerra que se resistieran
«de forma activa a su registro o captura». Roswell Gilpatric, segundo de
McNamara y testigo ocular del episodio, recordaba que en ese momento
Anderson explotó: «Esto no es asunto suyo. Sabemos cómo hacer nuestro
trabajo. Lo hemos estado haciendo desde los días de John Paul Jones [uno de
los padres de la armada estadounidense]. Y ahora, si regresa a sus
dependencias, señor secretario, nos ocuparemos de ello». Antes de abandonar
el despacho del jefe de Operaciones Navales, McNamara, que estaba tan
enojado como él, concluyó: «Ya me ha oído, almirante, no habrá disparos sin
mi permiso».[63]
Anderson afirmaría más tarde que él no había perdido los estribos con
McNamara y que, sencillamente, le aseguró de buen humor que la armada
sabía lo que estaba haciendo. Cualquiera que sea la versión ajustada a la
realidad, el almirante era sin discusión un halcón que creía que la única
respuesta legítima de Estados Unidos a los misiles cubanos era atacar la isla;

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y que resentía con amargura la gestión dictatorial de McNamara. Un aspecto
clave de la crisis fue que forzó a los dirigentes políticos de Estados Unidos a
afirmar su derecho absoluto a decidir la cuestión de la paz o la guerra,
plantando cara a las estridentes objeciones de la mayoría de los altos mandos
de las fuerzas armadas. Incluso si los detalles del incidente entre McNamara y
Anderson siguen siendo objeto de discusión, el intercambio evidencia una
verdad fundamental, y aterradora, acerca de cuán limitada era la imaginación
del almirante y la mayoría de sus colegas. Esos hombres no estaban ya en el
siglo XVIII del capitán John Paul Jones. Estaban en un momento de finales del
siglo XX en el que el error de juicio de un oficial naval en alta mar, bien fuera
por descuido o irreflexión, podía encender un reguero de pólvora que
condujera a la guerra nuclear.
Entre tanto, el presidente, después de asistir a la cena organizada por su
esposa, tuvo una larga conversación con David Ormsby-Gore, al que confesó
que no podía dejar de admirar la que, según creía, era la estrategia de los
soviéticos: «Plantearon este desafío deliberado y provocador a Estados
Unidos sabiendo que si los estadounidenses reaccionaban con violencia, ellos
tendrían una oportunidad ideal para actuar contra Berlín Oeste. Por otro lado,
si él no hiciera nada, los países latinoamericanos y los demás aliados de
Estados Unidos pensarían que los estadounidenses no tenían una voluntad real
de oponerse a las intrusiones del comunismo y, en consecuencia, buscarían
minimizar el riesgo reconsiderando sus apoyos».[64]
Robert F. Kennedy se sumó a la velada alrededor de las 22.15, cuando
regresó a la Casa Blanca para informar a su hermano de su improductivo
intercambio con Dobrynin. Los estadounidenses le preguntaron al aristócrata
británico, un hombre esbelto y de nariz aguileña, cómo creía que iba a
resolverse la crisis, y recibieron una respuesta banal: o mediante un acuerdo
negociado o yendo a la guerra, y todo el mundo en su sano juicio prefería lo
primero. El inglés añadió que le parecía importante que antes de que se
planteara la posibilidad de que el presidente se reuniera con Jrushchov, era
necesario asegurarse de que el ruso no abrigara la ilusión de que obtendría de
Estados Unidos concesiones unilaterales. En otras palabras, el embajador no
compartía el entusiasmo de su primer ministro por una cumbre Este-Oeste.
Ormsby-Gore realizó una sugerencia que tuvo un impacto práctico. Propuso
establecer la línea de la cuarentena a novecientos kilómetros de Cuba, en
lugar de los casi 1.500 propuestos. Y Kennedy decidió hacerlo así, pasando
por encima de la objeción de McNamara de que la armada quería que las
interceptaciones se llevaran a cabo fuera del alcance de las aeronaves hostiles

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que pudieran despegar de Cuba. El cambio daba a todas las partes algunas
horas extra muy útiles antes de que los barcos soviéticos se acercaran a la
barrera invisible declarada por Washington. Graham Allison y Philip Zelikow
han argumentado de forma convincente que el efecto de la intervención de
Ormsby-Gore fue significativamente benigno.[65] Si el primer buque hubiera
sido detenido en la madrugada del día 24, varias horas antes de que se
recibiera la noticia del cambio de rumbo soviético, la armada estadounidense
podría haber dado el alto al Kímovsk, que transportaba misiles balísticos de
alcance intermedio (IRBM), con consecuencias incalculables. Esta sería la
única contribución británica a la crisis verdaderamente influyente.

A lo largo de los siguientes días, se abriría una división crítica entre dos de
los protagonistas de este drama trascendental. Cualquiera que fuera el
contenido de sus declaraciones públicas, los líderes de Estados Unidos y de la
Unión Soviética estaban guiados por el mismo deseo desesperado de evitar la
guerra. Fidel Castro, por el contrario, parecía ver con buenos ojos la
confrontación e incluso el conflicto. La crisis se adecuaba a su temperamento
y a la pose de guerrero profesional que había elegido adoptar ante el mundo,
yendo casi siempre armado y ataviado con uniforme de combate y botas. En
una ocasión, mientras conversaba con el poeta Yevgueni Yevtushenko en La
Habana, el líder cubano, para subrayar un argumento, sacó la pistola de la
funda y golpeó con ella sobre la mesa. El poeta más tarde restaría importancia
al gesto diciendo: «No me estaba apuntando con ella, fue algo simplemente
instintivo».[66] Sin embargo, la persistente presentación de Cuba como una
nación amenazada, obligada a vivir en un estado de emergencia militar
permanente, resultaba incomparablemente más conveniente para los intereses
del régimen castrista que para los del pueblo cubano.
En esos días la isla adquirió a ojos del mundo una importancia que
excedía con creces lo que merecían sus recursos, poder y logros inherentes.
Su líder, por tanto, se descubrió donde siempre había exigido estar: en el
centro del escenario. La amenaza de Estados Unidos le resultaba útil tanto
para unir a su pueblo como para justificar la dura autocracia bajo la cual los
obligaba a existir. Castro formaba parte del reducido y rápidamente
decreciente número de personas en el planeta que, a finales de octubre de
1962, parecía no temer las consecuencias de la crisis. Seguía confiando en la
voluntad y el poder de los soviéticos, así como en la coherencia de la política
del Kremlin, para defender su revolución contra lo peor que los yanquis

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pudieran hacerle. Cuba contaba poco al lado de las dos superpotencias
nucleares, pero las cabriolas de Castro habían conseguido mantener
encendidas las pasiones de los estadounidenses conservadores. Estos no solo
anhelaban humillar a los rusos que habían osado amenazarlos, sino también
ajustar cuentas con los revolucionarios latinoamericanos que despreciaban los
términos que Estados Unidos pretendía imponer a la relación de vecindad con
una isla que consideraba suya.
En la noche del 23 de octubre, Fidel pronunció su propio discurso
televisado en respuesta al del presidente Kennedy. El líder revolucionario,
como solía hacer, desplegó el conjunto de su cuerpo para acompañar, como si
se tratara de un instrumento, su voz aguda y fina y lanzarse en una diatriba
que aprovechó la descripción que Kennedy había hecho de los cubanos como
un «pueblo cautivo»: «A este pueblo que está armado y que tiene cientos de
miles de hombres sobre las armas, y que tiene armas muy buenas, lo llama
pueblo cautivo, pudiera añadir el pueblo cautivo y armado de Cuba». Las
palabras del presidente, dijo Castro, no eran «la declaración de un estadista,
sino la declaración de un pirata». Habló durante noventa minutos, breve para
el estándar habitual de su verbosidad. Por una vez, sin embargo, no exageró al
concluir su discurso afirmando que: «Todos, hombres y mujeres, jóvenes y
viejos, todos somos uno en esta hora de peligro y nuestra, de todos, de los
revolucionarios, de los patriotas, será la misma suerte, y de todos será la
victoria». Cuando terminó la transmisión, multitudes de cubanos salieron a las
calles con antorchas y velas para cantar a coro el himno nacional. Aunque
Castro había hecho de su país una dictadura controlada mediante una dura
represión, en aquellos días no cabía duda de la sincera determinación del
pueblo cubano de unirse en apoyo de su líder para resistir la «liberación» de
las fuerzas de Estados Unidos.
Fidel, por su parte, pasó el resto de la noche en su puesto de mando
subterráneo, un búnker recién excavado en una ladera al otro lado del río
Almendares desde el zoológico de La Habana. La instalación no era el mejor
lugar para dormir, pues el calor resultaba opresivo y la falta de ventilación lo
hacía sofocante, pero ofrecía cierta protección contra la esperada lluvia de
bombas estadounidenses. A Castro le acompañaba no solo su propio Estado
Mayor, sino también un alto oficial de enlace soviético. El líder
revolucionario estaba furioso por los repetidos sobrevuelos de reconocimiento
de la armada estadounidense, a los que, dijo con determinación, había que
responder con fuego antiaéreo: «Déjalos fritos». Mientras que tanto para John
F. Kennedy como para Nikita Jrushchov la crisis era un motivo de profunda

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preocupación, Castro se sintió espoleado por ella. Adicto al drama, se veía a
sí mismo como una especie de Napoleón de su pueblo, preparado para hacer
frente a cualquier destino que le estuviera reservado.

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10
«El otro tío acaba de parpadear»

1. GATILLOS SENSIBLES

Al otro lado del mar, en el continente, hombres mucho más poderosos que
Castro también anhelaban tener su momento de gloria. El general Thomas
Power, el jefe del Comando Aéreo Estratégico (SAC), compartía la filosofía
de Curtis LeMay acerca del conflicto. Rechazaba por completo cualquier
posibilidad de salvar vidas soviéticas en caso de un enfrentamiento nuclear:
«El único objetivo es matar a esos bastardos», le dijo a un estratega de la
Corporación RAND. «Al final de la guerra, si quedan dos estadounidenses y
un ruso, habremos ganado».[1] Power se encontraba ahora en su puesto de
mando, tres plantas bajo tierra en el cuartel general del SAC en Omaha,
Nebraska, sentado a su escritorio con un teléfono dorado, que lo conectaba
con el comandante en jefe de Estados Unidos, y uno rojo, para comunicarse
con sus comandantes de ala y de base subordinados. A las diez de la mañana
del miércoles 24 de octubre, por primera vez en los dieciséis años de historia
del SAC, se le autorizó a elevar el estado de preparación de sus fuerzas a
DEFCON 2, apenas a un paso de la guerra, y poner en alerta constante 1.436
bombarderos provistos con armas nucleares y 134 misiles balísticos
intercontinentales (ICBM).
Además, por iniciativa propia y con la intención deliberada de infundir
miedo en el otro bando, en lugar de emitir una orden en clave, Power,
consciente de que los rusos monitoreaban todo el tráfico telefónico, llamó a
sus bases para informar de la situación en un lenguaje claro, sencillo y por
completo inaudito. El general dijo a los comandantes de ala: «Estamos en una
situación muy peligrosa. Sé que todos estamos preparados para hacer el
trabajo que hacemos, y quiero que sepáis que cuento con que lo haréis lo
mejor que podáis porque estamos listos para proceder y vosotros estáis listos

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para la acción. Llevaremos a cabo nuestra misión. Tengo mucha confianza en
vosotros. De verdad que la tengo».[2]
De un modo terriblemente parecido al recreado en la película ¿Teléfono
rojo?, los aviones y las tripulaciones del SAC se prepararon para la guerra, lo
que elevaba el riesgo de que el Armagedón se produjera como consecuencia
de un accidente o la imprudencia de un subordinado, justo lo que tanto temían
tanto Kennedy como el primer ministro Macmillan. El número de
bombarderos de la USAF que se encontraban de forma permanente en el aire
se multiplicó por cinco, y algunos de ellos llevaban bombas cuyos
procedimientos de armado no estaban certificados como seguros. Los
comandantes regionales del SAC tenían autoridad para lanzar sus armas
nucleares sin esperar órdenes de Washington, si tenían pruebas «inequívocas»
de que la guerra había comenzado. Resulta extraordinario que figuras tan
inestables como LeMay y Power tuvieran el poder de precipitar el Armagedón
en cualquier circunstancia sin una autorización directa del comandante en jefe
de la nación. John Lewis Gaddis escribe: «No es demasiado difícil…
imaginar cómo Estados Unidos podría haberse convencido a sí mismo de que
estaba siendo objeto de un ataque nuclear, aunque ese ataque no se hubiera
producido en realidad».[3]
Como había repetido con antelación el presidente, el Pentágono emitió la
orden de que no debía dispararse desde Turquía ningún misil Júpiter sin
contar con la autorización expresa de Washington. Sin embargo, no se
extendió esa restricción a los dieciséis F-100 estadounidenses armados con
dispositivos nucleares de la base aérea de Incirlik, cerca de Adana, a menos
de una hora de vuelo de la Unión Soviética, que habían sido puestos en alerta
de quince minutos (es decir, que podían estar en el aire apenas un cuarto de
hora después de haber recibido la orden). El teniente coronel Robert Melgard,
comandante de uno de esos escuadrones de cazabombarderos, más tarde
testificaría que la seguridad nuclear era «tan laxa que hace temblar la
imaginación… [durante la crisis] cargamos [los aviones con] todo [incluidas
las armas nucleares], [dormimos] sobre mantas en la plataforma durante dos
semanas, los aviones se averiaban, las tripulaciones estaban exhaustas». La
artillería de esos aviones no contaba entonces con bloqueos codificados, de
modo que los pilotos estaban en disposición de dispararla según su criterio.
En ese momento, el comandante del escuadrón confiaba implícitamente en
que sus hombres no actuarían de manera irresponsable o, de hecho, demente,
pero «visto en retrospectiva, había algunos tíos a los que no les confiarías un
fusil calibre .22, mucho menos una bomba termonuclear».[4] McNamara

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señalaría después: «Nuestros comandantes sobre el terreno podrían haber
iniciado una guerra nuclear si hubieran querido, pues no teníamos PAL»
(«enlaces de acción permisivos», por sus siglas en inglés: los dispositivos de
seguridad que impiden la utilización no autorizada del armamento nuclear).[5]
Por otro lado, en Estados Unidos algunos miembros de las dotaciones de
los misiles Minuteman, que contaban con la nueva tecnología, puentearon sus
ICBM para simplificar el proceso de lanzamiento, lo que aumentaba el riesgo
de un disparo no autorizado. Lo mismo puede decirse de lo ocurrido en la
base Vandenberg de la fuerza aérea, donde nadie pensó que, dadas las nuevas
circunstancias creadas por la crisis, era conveniente detener las pruebas de
misiles programadas, y ello a pesar de tener ya misiles balísticos
intercontinentales armados con ojivas nucleares listos para ser lanzados. Por
lo tanto, es casi seguro que un Atlas que despegó de su plataforma en las islas
Marshall fue observado por barcos soviéticos que permanecían frente a la
costa para monitorizar tales actividades.
Tanto en su momento como después, los altos mandos de la USAF
aplaudieron los preparativos de reacción instantánea. Desde entonces, el
general Thomas Power creyó que la vigilancia soviética de su llamada
telefónica a sus unidades de bombarderos y, por lo tanto, el conocimiento de
que estas habían pasado a DEFCON 2, junto con su advertencia personal de
que había que estar listos para atacar la Unión Soviética, había tenido, para
usar sus propias palabras, «una gran influencia» en la retirada final de
Jrushchov.[6] El analista de la NSA Kenneth Absher fue uno de los que
respaldaron la conducta de los aviadores y más tarde escribiría que Curtis
LeMay era «quizá el líder estadounidense más temido por los soviéticos…
Este temor, junto con su capacidad para escuchar las comunicaciones del
SAC… bien puede haber sido un factor importante en la decisión final de
Jrushchov de dar marcha atrás».[7] Con todo, la cuestión es que quienes
estaban al mando en el Pentágono y la Casa Blanca tenían menos control del
que suponían sobre el estupendo arsenal nuclear de Estados Unidos,
probablemente menos incluso del que LeMay y sus colegas del Estado Mayor
creían poseer.
Mientras tanto, en el mar… Aunque Jrushchov había mandado, poco
después del discurso de Kennedy, que ningún buque de carga soviético que
llevara armas desafiara a la armada estadounidense, transcurrieron unas
treinta horas antes de que la Casa Blanca se percatara de esa retirada crítica.
El Gagarin, que transportaba misiles, había recibido la orden de Moscú de dar
media vuelta a las 08.30 (según el horario de verano del este de Estados

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Unidos) del día 23, así que llevaba navegando más de nueve horas en
dirección este, y por tanto alejándose de la línea de cuarentena, cuando a las
seis de la tarde un avión Neptune de la armada, con su potente foco
encendido, lo sobrevoló en repetidas ocasiones antes de detonar dos bengalas
explosivas delante de la proa. Una hora más tarde, otro avión estadounidense
hizo seis pasadas sobre el barco, de nuevo con el haz de su reflector
moviéndose veloz a través del mar; y a las 19.40 una tercera aeronave estuvo
a punto de podar el mástil del buque soviético. Esa misma noche otros dos
aviones harían lo mismo. Resulta extraordinario que transcurriera tanto
tiempo entre que los Neptune pasaran zumbando por encima del Gagarin y
que la Casa Blanca recibiera la noticia de su cambio de rumbo.
En otros lugares, los comandantes de la armada optaron por centrar su
hostilidad en los submarinos soviéticos que circulaban por el Atlántico
occidental. Semejante acoso solo se justificaba por el sentimiento de
indignación que la provocación soviética había causado a los
estadounidenses. Al igual que el general LeMay y el general Power en la
fuerza aérea, el almirante Anderson puso a sus unidades en modo gatillo
sensible. Según los informes, la noche del 24 de octubre, el jefe naval le dijo a
Roswell Gilpatric: «De ahora en adelante, no tengo intención alguna de
interferir con Dennison ni con ninguno de los almirantes en el teatro de
operaciones». Más tarde, McNamara volvió a visitar el centro de operaciones
de la armada en el Pentágono, donde preguntó con aspereza por qué dos
destructores estadounidenses estaban navegando cientos de kilómetros más
allá de la línea del bloqueo. Anderson le explicó que estaban manteniendo
bajo control un submarino Foxtrot soviético. El secretario de Defensa
preguntó quién había autorizado semejante acción. El almirante dijo que
rastrear submarinos no identificados formaba parte de los procedimientos
operativos estándar de la armada. McNamara quiso saber lo seguro que estaba
el jefe naval de que el buque era soviético. «Confíe en mí», dijo Anderson.
«¿No es eso peligroso?», preguntó el secretario de Defensa.[8] El almirante
respondió: «Solo si así lo deciden ellos. De lo contrario, puede hacer lo que
ha hecho en los últimos días, salir a la superficie para tomar aire y cargar las
baterías». McNamara consideró la opinión de Anderson relajada hasta la
imprudencia.
El almirante advirtió a los comandantes de la armada estadounidense del
riesgo de sufrir «ataques por sorpresa de submarinos soviéticos», aunque es
difícil imaginar un escenario realista en el que el primer acto de guerra ruso
fuera un movimiento semejante. Y en lugar de aprovechar la ocasión para

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pedirles que evitaran los gestos provocativos, les aconsejó: «Durante los
siguientes días, utilicen toda la inteligencia disponible, tácticas de engaño,
maniobras de evasión». El mensaje terminaba con un «Buena suerte,
George».[9] El afán de la armada de Estados Unidos por afirmarse en la
confrontación con los rusos pronto precipitaría un enfrentamiento
potencialmente letal. Desde la transmisión del discurso de Kennedy al pueblo
estadounidense, Jrushchov era un hombre inquieto, y los líderes asustados
pueden actuar y reaccionar de muchas maneras.

2. «¿DEBO ARRASAR CUBA?»

La noche anterior, el 23 de octubre, en el Teatro Bolshói de Moscú, la gran


atracción había sido la actuación del bajo estadounidense Jerome Hines, que
interpretaba el papel principal en Borís Godunov, la obra maestra de Modest
Músorgski. Hines era un artista interesante. Cuarenta y un años, casi dos
metros de altura, matemático apasionado, era cristiano renacido y miembro
del Ejército de Salvación. Esa noche en el Bolshói, el público ruso lo adoró.
Al final de la función, se puso de pie para aplaudirle y él tuvo que salir
repetidas veces para recibir su ovación. Pero además de ser una estrella en el
escenario, Hines estaba llamado a convertirse en un actor secundario de la
crisis. Esa noche, Nikita Jrushchov había decidido de forma impulsiva llevar a
la ópera a su séquito y al líder comunista rumano Gheorghe Gheorghiu-Dej,
que se encontraba de visita en Moscú. Este fue un gesto diseñado de manera
explícita para mostrar a Estados Unidos, y al mundo en general, que si
Washington había entrado en pánico, Moscú no.
Sin embargo, la historia de un líder ruso del siglo XVI condenado al
fracaso era un entretenimiento incongruente para su asediado sucesor del
siglo XX, pese a ser más poderoso que cualquier zar. Por desgracia, no
sabemos si Jrushchov prestó atención al torturado aullido de angustia de Borís
Godunov desde el escenario: «¡Mío es el poder supremo! / Año tras año mi
reinado ha sido tranquilo y pacífico y, sin embargo, mi corazón nunca ha
conocido la paz… La vida, la fama, el embriagador vino del poder, los vítores
del pueblo, todo ha perdido su atractivo. / Estoy siendo traicionado, los nobles
me odian, Lituania se rebela. / Las multitudes hambrientas y la peste y la
devastación acechan como bestias furiosas… Rusia gime por todas las penas
que el Cielo nos ha enviado, para castigar los pecados que cometimos». Tras
el telón final, el líder soviético, heredero de Borís Godunov, convocó a Hines

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y las demás estrellas a lo que otrora era el palco real del teatro para felicitarlos
personalmente.
Es posible que esta farsa engañara a algunos de los presentes esa noche en
el Bolshói, pero antes de la función Gheorghiu-Dej ya había sido testigo de un
arrebato de ira de Jrushchov, y luego tendría ocasión de ver otro. Andréi
Gromiko confesó más tarde que él no tenía idea de qué ópera se suponía que
estaba viendo y agregó: «Es muy probable que ninguno de los miembros del
Politburó que asistieron se interesara por lo que estaba sucediendo en el
escenario. Ópera, ballet o teatro: todo les daba igual. Ninguno podía pensar en
otra cosa que no fuera lo que estaba ocurriendo en el hemisferio occidental».
[10]
Dentro de los muros del Kremlin, Jrushchov echó pestes contra los
estadounidenses, el bloqueo y, sobre todo, John F. Kennedy. Sabía que estaba
en graves problemas y, frenético, intentaba decidir cuál era la mejor forma de
salir del embrollo en que se había metido. A la mañana siguiente, el día 24,
todavía bramaba cuando otro estadounidense entró en su oficina. William
Knox, el presidente de Westinghouse, se encontraba de visita en Moscú para
unas conversaciones de negocios cuando, de repente, se le convocó a una
reunión con el primer secretario con el fin de recibir un mensaje o, mejor, oír
una diatriba. Aunque el líder soviético se había encogido ante la posibilidad
de una confrontación en el mar con los buques de guerra de la armada
estadounidenses encargados de hacer cumplir el bloqueo, todavía estaba
decidido a mantener los misiles en Cuba, y eso fue lo que le dijo a Knox: «No
me interesa destruir el mundo», afirmó ante el desconcertado y, sin duda,
considerablemente alarmado empresario, «pero si quieren que nos veamos
todos en el infierno, allá ustedes». A los rusos nos les gustaba tener a la
OTAN en la puerta, continuó Jrushchov, pero habían aprendido a vivir con
ello. Ahora era el turno de los estadounidenses, que debían acostumbrarse a
los misiles en Cuba.

En Washington, el ExCom volvió a reunirse a las diez de la mañana del


miércoles 24, justo cuando el bloqueo entró en vigor. El informe matutino de
John McCone describió una intensa actividad en las bases soviéticas en Cuba,
aunque la nubosidad había obstaculizado parcialmente la labor de vigilancia
de los U-2. Aunque en ese momento la Casa Blanca desconocía, por supuesto,
las cantidades exactas, los soviéticos tenían entonces en Cuba 42 misiles
nucleares y 42 bombarderos Il-28 con capacidad nuclear. Además, los últimos
informes de reconocimiento marítimo mostraban que 16 barcos de carga seca

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y seis buques cisterna soviéticos continuaban, al parecer, su camino hacia la
isla. De los primeros, había tres que, por su diseño, resultaban apropiados
para el transporte de misiles. Durante la noche, la estación de Odesa, que era
la que normalmente controlaba los movimientos del transporte marítimo,
había transferido la dirección de los barcos a Moscú. A las 23.15 del 22 de
octubre, menos de cuatro horas después de que Kennedy se dirigiera al pueblo
estadounidense, la Agencia de Seguridad Nacional había interceptado
transmisiones enviadas a los buques de carga que se encontraban en alta mar
para alertarlos de que debían esperar «instrucciones especiales». Estas se
habían transmitido sin falta cincuenta minutos después, usando un código que
los estadounidenses no consiguieron descifrar. Entre tanto, se sabía que había
tres submarinos soviéticos en el Atlántico occidental (en realidad, había
cuatro). Dean Rusk informó de la interceptación de un mensaje enviado por
radio desde La Habana, en el que se indicaba a las fuerzas armadas cubanas
que no debían disparar contra los aviones extranjeros que sobrevolaran la isla
más que en caso de defensa propia.
El general Taylor destacó el riesgo que suponía para los aviones apiñados
en las pistas de aterrizaje de Florida la posibilidad de que los rusos y los
cubanos respondieran al bombardeo de sus emplazamientos de misiles tierra-
aire con un ataque furtivo volando a baja altura. McNamara, por su parte,
anotó que los primeros barcos soviéticos se acercarían a la línea de bloqueo
estipulada hacia el mediodía. Al parecer, un submarino soviético, navegando
bajo la superficie a una velocidad de ocho nudos, estaba siguiendo el rastro de
los dos barcos más importantes, el Gagarin y el Kímovsk: «Y, por tanto, se
trata de una situación muy peligrosa. La armada es consciente de ello, y está
del todo preparada para hacerle frente». El subsecretario de Estado Alexis
Johnson dijo que la noche anterior se había enviado un mensaje a Moscú para
informar a los soviéticos del procedimiento que se seguiría para la
identificación de los submarinos, a los que se lanzarían cargas de profundidad
de práctica (artefactos explosivos de baja potencia) como señal de advertencia
para que salieran a la superficie. Los soviéticos aún no habían respondido.
Toda esta información iba muchas horas por detrás de los acontecimientos en
el Atlántico, pero los miembros del ExCom dieron por sentado que
representaba un boletín en «tiempo real».
Kennedy reculó ante la perspectiva de que el choque entre el submarino
soviético y los buques de guerra estadounidenses se convirtiera en el primer
encuentro armado de la crisis. No obstante, McNamara insistió en que era
necesario forzar a la nave a salir a la superficie antes de detener a los

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cargueros. Esta fue una de las intervenciones menos impresionantes del
secretario de Defensa: estaba proponiendo una flagrante violación del derecho
internacional, sin amparo en la declaración de bloqueo y solo justificable por
la convicción con que los estadounidenses creían en su propia rectitud.
En opinión de Robert Kennedy, tras las buenas noticias que habían
levantado los ánimos del ExCom el día anterior, ese miércoles todos sus
miembros volvían a estar en horas bajas. La reunión de esa mañana
competiría con la del sábado siguiente por el título de «la más complicada, la
más difícil y la más cargada de tensión». De manera constante llegaban
noticias (muy por detrás de la realidad en el mar) sobre el avance de los
barcos soviéticos que se aproximaban a la línea del bloqueo y sobre posibles
intercambios de disparos con los buques de guerra estadounidenses. A
instancias del Pentágono, Kennedy finalmente accedió a ordenar al
portaaviones Essex que obligara a salir a la superficie al submarino soviético
al que perseguía lanzando las cargas de profundidad de práctica: «Creo que
esos pocos minutos», escribiría luego su hermano, «fueron los momentos de
mayor preocupación para el presidente. ¿Estaba el mundo al borde de un
holocausto? ¿Estábamos cometiendo una equivocación? ¿Un error? ¿Había
algo más que deberíamos haber hecho? ¿O dejado de hacer? Se llevó las
manos a la cara y se cubrió la boca. Abrió y cerró el puño. Su rostro tenía un
aspecto demacrado; sus ojos lucían afligidos y parecían grises. Nos miramos
de lado a lado de la mesa. Durante unos segundos fugaces fue casi como si no
hubiera nadie más allí y él no fuera el presidente».[11]
Este pasaje parece tan elocuente como sincero. Pone de manifiesto que si
bien su conducta era en ocasiones inmadura, con frecuencia despiadada, de
cuando en cuando horrible, Robert Kennedy también podía ser un hombre
sensible. Luego, a las 10.25 John McCone recibió una nota que contenía un
mensaje trascendental: «Señor presidente», dijo, «tenemos un informe
preliminar que parece indicar que algunos de los barcos rusos se han detenido
en seco». Siete minutos después, un segundo mensaje confirmaba este hecho.
De inmediato el director de la CIA dejó la reunión para buscar más
información.
En su ausencia, los presentes continuaron discutiendo los próximos pasos
en la peligrosa confrontación en el mar. El presidente dijo que no quería
iniciar la implementación del bloqueo hundiendo un submarino soviético.
McNamara siguió argumentando que para los buques de guerra que lo seguían
podía ser peligroso no hacerlo. No obstante, Kennedy, con una claridad de
pensamiento que en ese momento le era esquiva al secretario de Defensa, lo

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desautorizó. Dean Rusk dijo: «Señor presidente, creo que es importante que
dados nuestros procedimientos actuales (estos, por supuesto, pueden cambiar
más adelante)… ha de quedar bien claro cuál es el objeto del presente
ejercicio y este no es otro que impedir que esas armas lleguen a Cuba».
Entonces regresó McCone. «¿Qué tienes para nosotros, John?», le
preguntó Kennedy. El director de la CIA les informó de que los barcos
detenidos se encontraban todos en el océano: habían dado media vuelta. En
cambio, otros barcos soviéticos, que se encontraban mucho más cerca de la
isla, seguían avanzando. Kennedy dio una orden, una orden rotunda, de que a
estos últimos se los dejara en paz. Este debió de ser el momento en el que
Dean Rusk le susurró a Mac Bundy: «Estábamos mirándonos a los ojos, y
creo que el otro tío acaba de parpadear». Tenía razón. Como hemos visto,
muchas horas antes el Kremlin había dado la orden de que todos los barcos
soviéticos con destino a Cuba que transportaban armas debían regresar. Solo
aquellos que llevaban cargamentos inocuos debían mantener su rumbo. Muy
por detrás de los acontecimientos en el mar, los miembros del ExCom apenas
ahora se enteraban de un hecho que, se sintieron autorizados a suponer,
evidenciaba una respuesta al bloqueo relativamente cautelosa por parte del
Kremlin, en total desacuerdo con el mensaje desafiante que Jrushchov había
enviado a la Casa Blanca: el otro tío acababa de parpadear. Con todo, todavía
no podían dar por segura esa interpretación.
Max Taylor, que estaba hablando por teléfono con el almirante Anderson,
el halcón inquebrantable, regresó para informar: «Esos barcos definitivamente
están de regreso. Uno es el Poltava, que es en el que estamos más
interesados… Hay indicios de que algunos otros podrían también estar
regresando». Los estadounidenses tenían toda la razón en estar «interesados»
en el Poltava, porque aunque su manifiesto de carga declaraba que se dirigía a
Argel, en realidad transportaba veinte ojivas nucleares con destino a Cuba.
Entre tanto, el transporte de tropas Kasímov se hallaba en el canal de la
Mancha cuando los pasajeros descubrieron con desconcierto que el barco
invertía de repente su rumbo, sin que desde el puente les dieran explicación
alguna. Al principio, los hombres pensaron que sencillamente se dirigían a
Cuba por una ruta más septentrional, rodeando Gran Bretaña, pero no era así.
Para su asombro, iban de regreso a la Unión Soviética, al igual que las
tripulaciones de varios otros barcos con destino a Cuba que aún se
encontraban en el Mediterráneo.
La leyenda popular de la crisis cuenta que en la mañana del 24 de octubre,
cuando los buques soviéticos se acercaban a la línea de la cuarentena, se

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produjo un momento de gran dramatismo, con la Casa Blanca conteniendo la
respiración a la espera de saber si mantendrían el rumbo. En realidad, ninguno
de los barcos que transportaba armas o personal militar llegó a acercarse a esa
barrera invisible. Tanto el Gagarin como el Kímovsk habían cambiado de
rumbo el día anterior y el día 24 se encontraban a ochocientos kilómetros de
la línea, navegando en dirección noreste. Solo el submarino B-130, que antes
había estado siguiendo al Gagarin, se hallaba más cerca.
La principal causa de la confusión y la tensión de la Casa Blanca eran las
deficiencias —las aterradoras deficiencias— de las comunicaciones de la
armada estadounidense. Por impresionante que fuera la tecnología empleada
en las transmisiones militares, el personal disponible para descifrar y procesar
los mensajes en tierra era muy limitado, y la situación en el mar era todavía
peor. Debido a ello en esos días críticos las transmisiones etiquetadas como
«EMERGENCIA» sufrían un retraso de cuatro horas, mientras que las
clasificadas como «INMEDIATO OPERACIONAL», que tenían menor
prioridad, no se leían hasta entre cinco y siete horas después de haber sido
enviadas. Por otro lado, más allá de la incapacidad de la inteligencia
estadounidense para ver el «panorama completo» que recorre gran parte de la
historia contada en este libro, la vigilancia táctica de los barcos soviéticos en
el Atlántico fue irregular, con largas pausas entre los reportes de avistamiento
de los aviones de reconocimiento.
Las comunicaciones de las fuerzas armadas de la nación más poderosa del
planeta se revelaron peligrosamente inadecuadas en medio de una crisis de
trascendencia mundial, en un momento en el que operaban a apenas unos
centenares de kilómetros de sus propias costas. La mayor parte de la culpa
recaía en Jrushchov, que se negó a reconocer ante los estadounidenses que
había ordenado a los barcos que transportaban cargamentos «calientes» que
dieran media vuelta y regresaran a la URSS. Sin embargo, la consecuencia
fue que, esa mañana del 24 de octubre, los miembros del ExCom reunidos en
la Casa Blanca estaban pendientes de un encuentro decisivo en alta mar que,
según creían, estaba teniendo lugar mientras hablaban, cuando, en realidad,
los rusos habían decidido esquivar esa confrontación hacía mucho tiempo.
No obstante, esa reunión matutina resultó valiosa porque cambió por
completo los términos del debate dentro de la Casa Blanca. Hasta entonces, el
ánimo predominante se había caracterizado por la voluntad de emprender
cualquier acción militar o naval que fuera necesaria para hacer que Jrushchov
reculara. A las diez de la mañana del miércoles, no había duda alguna acerca
de la disposición de la mayoría de quienes tomaban las decisiones a abrir

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fuego. Sin embargo, ahora, y con una rapidez espectacular, la marea había
cambiado, y con ella, de forma explícita, el semblante del presidente. La
noticia de lo ocurrido con los barcos era un indicio claro de que los soviéticos
podían estar dando marcha atrás; de que no intentarían hacer llegar más armas
a Cuba a través del bloqueo. A partir de ahí, aunque le aguardaban muchos
más momentos difíciles, incluido un auténtico clímax, la postura por defecto
de Kennedy se caracterizaría por la negativa a escalar el conflicto, un afán
instintivo por evitar cualquier intercambio de disparos.
El presidente hizo hincapié en la urgencia de mandar a los buques de
guerra de la armada que actuaran con cautela: «No queremos hundir un barco
justo cuando Moscú está ordenándole regresar. De modo que creo que
deberíamos ponernos en contacto con el [portaaviones] Essex, [desde el que
partían los helicópteros que estaban siguiendo uno de los buques soviéticos] y
sencillamente decirles que esperen una hora y vean si ese barco continúa su
curso». Robert Kennedy escribió: «Todos allí parecían personas diferentes.
Por un momento, el mundo se había detenido y ahora volvía a girar».[12]

Aun así, algunos barcos soviéticos seguían acercándose a la línea del


bloqueo, siendo el más destacado de ellos el petrolero Bucarest, que navegaba
con fuerza hacia La Habana. En la Casa Blanca, el presidente ordenó que, una
vez que el buque se identificara, se le permitiera continuar. Esta era una
ventaja de la «cuarentena» sobre otras opciones, como más tarde subrayaría

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Mac Bundy: «Era mucho más sensible y respondía mejor al mando y control
de la operación de lo que lo hubiera hecho un ataque aéreo. No se detuvo ni se
abordó ningún barco sin la autorización directa del presidente».[13] Resuelto a
darle a Jrushchov más tiempo, Kennedy decidió no confrontarlo con un asalto
a un barco, consciente de que ello podía hacerle sentirse obligado a responder
disparando. Además, el sentido común indicaba que era muy poco probable
que un petrolero transportara armas. Independientemente de la respuesta que
hubiera dado el capitán del Bucarest a la orden de detenerse para un registro,
Estados Unidos haría el ridículo si empleaba la fuerza y luego se descubría
que la carga era inofensiva: el combustible había quedado excluido de la lista
de prohibiciones del bloqueo.
La Casa Blanca dedicó muchas horas de reuniones a elaborar planes de
contingencia para hacer frente a un nuevo bloqueo de Berlín Oeste en
respuesta a la acción de Estados Unidos en el Caribe, lo que para la posteridad
resulta un tanto extraño, pero es significativo para la comprensión de la crisis.
Más de una semana después de conocer las fotografías que demostraron la
presencia de misiles en Cuba, el presidente continuaba temiendo que los
soviéticos abrieran un segundo frente en Europa, que escalaran en otro
continente. Aunque los peligros de la situación en el mar parecían haber
amainado temporalmente, nadie en la mesa de la Casa Blanca sintió la
tentación de relajarse.
Tampoco lo hicieron otros a lo largo y ancho del mundo, individuos a los
que se les negó el conocimiento de las corrientes y contracorrientes en la toma
de decisiones de los poderosos. En Gorki, el cronista Nikolái Kozakov se
descubrió convertido en un hombre asustado y desprovisto de confianza en
los líderes de su nación: «Mamá encendió la cocina alrededor de las siete y
comenzó a guisar los restos de una liebre y algunas patatas… En la radio, se
la han pasado “señalando como dignos de vergüenza a los imperialistas que
sin detenerse a pensar están jugando con fuego”. Gritan sobre Cuba a todo
pulmón. A su vez, el barbudo usurpador [Castro] también grita a todo
pulmón: Patria o muerte y Venceremos —o como se escriba—: “Vamos a
ganar”. No sé quién está ahí y quién no, pero sé una cosa: que no necesito una
guerra por Castro. Fui al despacho después de la cena para escuchar la radio
libre [las emisoras extranjeras], pero [la interferencia] crepitaba en todos los
canales. Encontré algo en la banda de 31 metros, pero era prosoviético».[14]
Ese mismo día, 24 de octubre, a las cinco de la tarde, Kennedy se reunió
de nuevo en la Casa Blanca con los líderes del Congreso. La cita empezó con
McCone y Rusk presentándoles informes actualizados de la situación. El

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secretario de Estado era optimista. Le animaba el hecho de que, si bien la
retórica empleada por los rusos en la ONU era «tan implacable y violenta
como siempre», en algunos aspectos estaba siendo cautelosa. «Hasta donde
sabemos, los soviéticos no le han dicho a su propio pueblo que tienen misiles
en Cuba, lo que indica… que creen que es posible que [esa información]
resulte muy perturbadora para sus propios ciudadanos… Nuestra mejor
conjetura es que en este momento se están devanando los sesos con todas sus
fuerzas para decidir con exactitud cómo quieren jugar». Eso, por supuesto, era
correcto.
El senador republicano por Illinois, Everett Dirksen, mencionó el mensaje
enviado por Jrushchov al activista británico por el desarme Bertrand Russell,
en el que proponía celebrar una cumbre para resolver el problema de Cuba.
Kennedy se ganó la aprobación de los legisladores cuando dijo que, en su
opinión, aceptar un encuentro semejante en ese momento era inútil: le parecía
evidente que los soviéticos solo comenzarían una negociación previendo
concesiones de parte de los estadounidenses, y él no estaba de humor para
hacerlas. El presidente también dijo que, con algunos barcos rusos
continuando su avance hacia Cuba y otros regresando a la Unión Soviética,
consideraba necesario esperar a que la situación se aclarara antes de tomar
cualquier decisión sobre nuevas acciones.
Cuando terminó la reunión, algunos miembros del ExCom y Robert
Lovett permanecieron en la sala hablando sobre el estado de ánimo en el
Capitolio. El senador Fulbright parecía haberse convertido en partidario del
bloqueo, pero Richard Russell seguía manteniendo una actitud belicista.
Lovett dijo que lo mejor del bloqueo era que estaba permitiendo a Estados
Unidos sondear «las intenciones» de los rusos. Él mismo veía con
escepticismo los ataques aéreos, de cuya eficacia dudaba. Lo que se
necesitaba era tiempo: «No creo que se pueda tomar una decisión ahora».
Kennedy dijo: «Bueno, creo que se están jugando el pescuezo [en Cuba] al
igual que nosotros nos lo estamos jugando [en Berlín]». Quería decir que, con
misiles o sin ellos, la posición estratégica fundamental de los soviéticos en el
Caribe, a apenas minutos de vuelo de Estados Unidos, se encontraba tan
expuesta como las guarniciones occidentales en el enclave de Berlín.
Entonces llegó un mensaje de U Thant, el secretario general de la ONU,
que el presidente leyó en voz alta. El diplomático birmano hacía un llamado a
la calma y pedía la suspensión voluntaria de todos los envíos de armas a
Cuba, así como de la cuarentena impuesta por Estados Unidos. El presidente
mandó que se le respondiera sin demora a través de Adlai Stevenson: antes de

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que Estados Unidos pudiera considerar el levantamiento de la cuarentena, era
necesario que los trabajos en las bases de misiles cesaran por completo y que
se permitiera a los observadores de la ONU verificarlo.
Al final de la tarde, Kennedy volvió a hablar con Harold Macmillan. Esta
vez, escribió el primer ministro esa misma noche, el presidente le planteó «sin
rodeos la pregunta del millón: ¿debía arrasar Cuba? Le dije que me gustaría
pensar la cuestión y enviarle una respuesta (lo que sonó como un sketch de
Beyond the Fringe, el espectáculo de variedades en el que parodian a políticos
destacados)… Entre tanto, los barcos “culpables” parecen estar alejándose».
[15] El británico opinó que la noticia de esa retirada era «un gran triunfo» para

el presidente estadounidense.
Ahora bien, ¿qué pasaba con los misiles que todavía estaban en Cuba? Esa
seguía siendo, en efecto, la pregunta clave. Kennedy le dijo que una vez que
la cuarentena estuviera consolidada «vamos a decidir si invadimos Cuba, lo
que implica jugárnosla, o si frenamos y la utilizamos como una especie de
rehén en el asunto de Berlín». Macmillan dijo que era obvio que tendría que
haber una negociación, pero, con suerte, en la que Jrushchov no tuviera
«todas estas cartas en las manos». El presidente respondió: «Él tiene a Cuba
en las manos, pero no tiene a Berlín. Si toma Berlín, nosotros tomaremos
Cuba. Pero si tomamos Cuba ahora, tenemos el problema, por supuesto, de
que disparen esos misiles, o todos los misiles, y ciertamente tendremos el
problema de que Berlín sea capturada». Es dudoso que Kennedy viera este
enfrentamiento como quizá lo hagan los observadores del siglo XXI: el pueblo
cubano no deseaba una «liberación» estadounidense más de lo que los
ciudadanos de Berlín Oeste anhelaban una soviética.
Macmillan pensaba que Jrushchov debía de estar «un poco preguntándose
qué hacer». Pero eso era también lo que hacía Kennedy. Incluso suponiendo
que la cuarentena funcionara, la única resolución de la crisis que Estados
Unidos consideraba aceptable era la eliminación de los misiles que ya estaban
en las bases cubanas: «¿Les decimos entonces que, si no se llevan los misiles,
vamos a invadir Cuba? [Jrushchov] entonces dirá que, si invadimos Cuba,
habrá un ataque nuclear general; y en cualquier caso tomará Berlín. ¿O
simplemente dejamos que continúen las obras en las bases y damos por hecho
que no se atreverá a disparar los misiles, y cuando intente apoderarse de
Berlín, entonces nosotros invadimos Cuba? Es en todo eso en lo que me
gustaría que pensara». El primer ministro apuntó con cortesía que la cuestión
estaba «muy bien planteada, si se me permite decirlo». Agregó que, en su
opinión, la propuesta del secretario general de la ONU resultaba «bastante

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cansina… porque parece sensata cuando en realidad es muy mala».
Macmillan expresó entonces su perenne entusiasmo por la celebración de una
cumbre, pero una vez más el presidente descartó esa idea desacertada.
El diputado laborista John Strachey escribió más tarde: «Los
pronunciamientos públicos del señor Macmillan y lo que se oía sobre sus
reacciones en privado me hacían pensar en una niñera jubilada y quisquillosa,
siempre gritando: “¡Oh, oh, amo Jack [JFK], tenga cuidado o los malos lo
atraparán!”. El papel de Gran Bretaña en esta confrontación entre las dos
potencias nucleares solo podía ser modesto. Cuando había poco que
pudiéramos decir que hiciera la diferencia, ¿no habría sido más digno afirmar
nuestra solidaridad con nuestro aliado y, por lo demás, guardar silencio?».[16]
Al final de la tarde, el presentador de CBS Evening News, Walter
Cronkite, conocido afectuosamente como «Tío Walter», les dijo a los
espectadores: «Empezaba a parecer que este día podía producirse un choque
armado entre barcos soviéticos y buques de guerra estadounidenses en las
rutas marítimas que conducen a Cuba. Pero hasta donde sabemos no se ha
producido ninguna confrontación». Con todo, Cronkite concluía: «No hay
mucho optimismo esta noche». El periodista amigo de los Kennedy Charles
Bartlett, que esa noche cenó con ellos en la mansión de la Casa Blanca,
propuso hacer un brindis para celebrar el que algunos barcos soviéticos
hubieran dado media vuelta, pero el presidente dijo: «En esta partida, es
mejor no celebrar tan temprano».
Poco después, el Departamento de Estado recibió otro mensaje airado y
grandilocuente de Jrushchov, que Kennedy leyó a las 21.30. Comenzaba así:
«Imagine, señor presidente, que nosotros le hubiésemos puesto las
condiciones extremas que usted nos ha puesto con su acción. ¿Cómo habría
reaccionado usted? Creo que se hubiera indignado ante semejante paso por
nuestra parte… Usted, señor presidente, no está declarando cuarentenas, sino
lanzado un ultimátum y amenazando con el uso de la fuerza a menos que nos
subordinemos a sus exigencias». El líder soviético rehusaba aceptar las
demandas estadounidenses y, decía, se negaba a detener los barcos que en ese
momento se dirigían a Cuba: «Hemos dado a los marineros soviéticos la
orden de observar de forma estricta las normas de la navegación en aguas
internacionales generalmente reconocidas y no apartarse de ellas ni un solo
paso. Y si la parte estadounidense viola esas reglas, habrá de ser consciente de
qué clase de responsabilidad recaerá sobre ella en tal caso. Por supuesto, no
seremos simples observadores de las acciones piratas de los barcos
estadounidenses en alta mar. Nos veremos obligados a tomar por nuestra parte

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las medidas que consideremos oportunas y adecuadas con el fin de proteger
nuestros derechos. Tenemos todo lo que se necesita para hacerlo.
Respetuosamente suyo, N. Jrushchov».
El presidente y sus asesores estudiaron con detenimiento la letra pequeña
de esta carta. Parecía dejar en claro que los soviéticos estaban decididos a
poner a prueba el bloqueo, aunque, como indicaba el comportamiento de sus
barcos, sin violar la lista de cargamentos prohibidos anunciada por Estados
Unidos. Después de leerla, Kennedy llamó a Bartlett, con el que antes había
cenado, y le informó de forma concisa de la llegada de la carta: Jrushchov
decía que «esos barcos están de camino».[17] Al subsecretario de Estado
George Ball no se le ocurría otra opción que dejar que los acontecimientos
siguieran su curso: esperar a ver qué pasaba en la mañana. Persistían las
dudas acerca de si debían o no registrar el Bucarest, que ahora se encontraba
ya dentro de la zona de cuarentena. Mientras tanto, Adlai Stevenson, como de
costumbre ansioso por llegar a un acuerdo, se retorcía las manos por el
rechazo de Estados Unidos a la solución propuesta por U Thant. Kennedy
hizo caso omiso a las quejas de su embajador ante la ONU. A las dos de la
mañana se envió un mensaje firme y serio a la ONU y otro a Moscú. En
muchas menos palabras de las que había empleado el líder ruso, Kennedy le
reafirmó la determinación de Estados Unidos: los misiles tenían que salir de
Cuba.
Jrushchov recibió esa respuesta en la mañana del día 25. «Le pido que
reconozca con claridad, señor presidente», decía su homólogo
estadounidense, «que no fui yo quien lanzó el primer desafío en este caso y
que a la luz de este historial las actividades en Cuba requerían las respuestas
que he anunciado». Se haría cumplir el bloqueo. Ese mismo día los rusos
interceptaron, como estaba previsto que hicieran, las comunicaciones del SAC
sobre el paso a DEFCON 2 y la llamada del general Power a sus oficiales. Las
palabras y acciones de los estadounidenses lograron el objetivo preciso con el
que habían sido concebidas: convencer a los soviéticos de que hablaban en
serio, si bien con un alto riesgo para la paz. Ahora Jrushchov en verdad temía
que si se continuaba provocando a Estados Unidos, el resultado sería sin duda
la invasión de Cuba, pero también un ataque nuclear contra la Unión
Soviética. La rabia que le acompañó en las horas y días posteriores emanaba
de la convicción de que debía retirarse o enfrentarse a una guerra, así como de
la constatación, casi imposible de reconciliar con esa certeza, de que tenía que
seguir presentando una máscara desafiante no solo para asustar a Occidente,

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sino también para preservar su autoridad sobre sus camaradas y rivales dentro
del Kremlin y en todo el mundo comunista.

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11
Jrushchov busca una salida

1. «TODO PARA EVITAR LA GUERRA»

A primeras horas del jueves 25 de octubre, llegó a la Casa Blanca un mensaje


de Harold Macmillan. El presidente había pedido la opinión del primer
ministro, y ahora la tenía. El líder británico se retractaba de su previa
aquiescencia a la línea de actuación estadounidense, manifestada por teléfono
la noche anterior. En el cambio de postura sin duda influía la creciente alarma
que causaba en la opinión pública británica lo que se percibía como una
política en exceso arriesgada por parte de Estados Unidos. Además de los
miles que se manifestaban contra la guerra en las calles, esta percepción era
patente en los editoriales de los periódicos. Existía la creencia de que
Kennedy estaba siendo empujado a la guerra por su propio electorado
histérico. Si Europa había vivido durante una década bajo la amenaza de la
capacidad de ataque nuclear soviética, ¿por qué los estadounidenses no
podían hacer lo mismo? ¿Qué argumento legítimo tenía Estados Unidos para
determinar qué bando elegía Cuba en la Guerra Fría?
The Economist temía que Washington estuviera acorralando a Moscú y
mencionaba «la ominosa posibilidad… de que el bloqueo no marque el final
de los planes de acción estadounidenses contra la tierra del doctor Castro», al
tiempo que insistía en el miedo crónico que causaba en los europeos la
situación de Berlín.[1] La sección de correspondencia de la revista publicó la
carta de un enfadado lector, Roger Coe, de Flushing, Nueva York, que
deploraba la condescendencia con que la publicación hablaba de la supuesta
«obsesión» de los estadounidenses con Cuba: «Sí, estamos “obsesionados”,
obsesionados con el ardiente deseo de devolver la libertad a nuestros vecinos
caribeños. Esta es la misma libertad por la que nuestros soldados están
muriendo en Laos y por la que murieron tantos de vuestros compatriotas en la

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lucha por impedir que Hitler conquistara el mundo».[2] La expresión de este
tipo de opiniones avivaba en los británicos el temor a que sus aliados desearan
aprovechar la crisis para promover un cambio de régimen en Cuba, un
objetivo por el que sentían escasa simpatía.
La supuesta pasividad del primer ministro ante la belicosidad
estadounidense lo había convertido en blanco de las burlas de parte de sus
compatriotas. El gran caricaturista Vicky (Victor Weisz) dibujó para el
Evening Standard una viñeta de Eisenhower tirando de los faldones del
primer ministro Eden para alejarlo de un precipicio etiquetado como «Suez»,
mientras que Macmillan se mantenía pasivo detrás de Kennedy junto a un
precipicio marcado como «Cuba». Ahora, en su mensaje a Washington, el
viejo estadista instaba a Kennedy a levantar el bloqueo si los rusos aceptaban
que la ONU inspeccionara los emplazamientos de los misiles en Cuba y se
sentaban a negociar. En este sentido, respaldaba, en efecto, la propuesta de U
Thant. Con todo, añadía sin mucha convicción que el presidente debía «sin
duda continuar con los preparativos militares para cualquier emergencia».
Aunque la reacción de Kennedy no quedó grabada, es improbable que la
respuesta del primer ministro le causara una buena impresión. El mensaje
reflejaba la cautela por la que los estadounidenses conservadores (en especial
los uniformados) despreciaban a los británicos. Desde su perspectiva, las
actitudes de muchos conciudadanos de Macmillan evidenciaban una
tolerancia indigna ante los comunistas, cuando no el profundo miedo a estos
que encarnaba el eslogan de los partidarios del desarme: «Mejor rojo que
muerto».
Fue esta creencia la que alentó a algunos estadounidenses a ver en la crisis
de los misiles una oportunidad para mostrarle al mundo que la Unión
Soviética era un tigre de papel: solo bastaba con que su presidente se armara
de valor y actuara con decisión. La superioridad militar de Estados Unidos,
sobre todo en el aire y en materia de armas nucleares, era indiscutible incluso
dentro del Kremlin; y, argumentaban personas como el senador Russell y los
jefes del Estado Mayor Conjunto, había llegado el momento de aprovecharla.
El comandante Bill Smith, el edecán de Max Taylor en la fuerza aérea,
recordaba: «Hasta ese momento la administración Kennedy no había hecho
nada de forma satisfactoria».[3] Oriundo de Arkansas, este aviador era a sus
treinta y siete años un veterano que había realizado decenas de incursiones de
combate en Corea, lo que acaso explica el desdén con el que añadía: «Querían
usar la fuerza, pero, a ser posible, sin matar a nadie… Y por una vez que
decidieron hacer algo, trataron de afinarlo tanto que sencillamente no

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funcionó… No querían usar más fuerza de la absolutamente necesaria. El
problema es que nadie sabe qué es eso».

En Moscú, en la mañana del 25 de octubre, Jrushchov presidió una nueva


reunión del Presídium en la que, según se dice, alardeó de que «los
estadounidenses se han acobardado», pues no había ninguna señal de que una
flota invasora hubiera zarpado rumbo a Cuba. Con un lenguaje concebido
para ofrecer una imagen triunfal, pero que no consiguió engañar a sus
camaradas, el primer secretario hizo una declaración en la que, como luego
quedaría demostrado, estaba enseñando su camino hacia la retirada:
«Kennedy nos dice que saquemos nuestros misiles de Cuba. Y nosotros
respondemos: Dadnos garantías firmes, una promesa, de que Estados Unidos
no atacará Cuba. Eso no está mal». A cambio de esa garantía, los soviéticos
retirarían sus R-12. «Reforzaremos a Cuba y la mantendremos a salvo durante
dos o tres años. Al cabo de unos años, lidiar con ella será [para Estados
Unidos] todavía más difícil».
Uno de los preceptos de la gobernanza de la Unión Soviética era que las
verdades desagradables nunca, o rara vez, debían exponerse de manera
explícita, ni siquiera dentro del Presídium. Sin embargo, sus miembros eran
expertos en artes adivinatorias y sabían interpretar las señales oblicuas que les
llegaban desde la jefatura. Los colegas de Jrushchov entendieron
perfectamente que el líder se negaba a ir a la guerra contra Estados Unidos
por Cuba y estaba estableciendo las condiciones para la retirada soviética. El
viernes 26 de octubre, la belicosidad que el Pravda había exhibido a tambor
batiente a lo largo de los días anteriores fue sustituida por el titular: «TODO
PARA EVITAR LA GUERRA. La razón debe prevalecer».
Las deliberaciones del Kremlin se vieron lastradas por los deficientes
informes de su aparato de inteligencia en Estados Unidos, que identificaban a
McNamara como el líder de una facción partidaria de la guerra dentro de la
administración y a Douglas Dillon, el secretario del Tesoro, como una
paloma. Los cotilleos del Club Nacional de Prensa de Washington, cuyo
barman lituano era un informante de la KGB, indicaban que la invasión de
Cuba era inminente y que los reporteros estaban siendo informados antes de
«empotrarse» con las tropas. El conocimiento que tenían entonces los
soviéticos acerca de las entrañas de la administración no se comparaba con el
que poseía el Kremlin veinte años atrás. Durante la segunda guerra mundial,
muchos estadounidenses que simpatizaban con la causa comunista, algunos

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de ellos con cargos importantes en el gobierno, pasaban información a los
espías rusos, que disfrutaban de una notable libertad. El senador McCarthy no
estaba equivocado en todo: un volumen asombroso de inteligencia acreditada
llegó a Stalin.[4] En 1962, por el contrario, la información a disposición del
Politburó era a todas luces exigua, entre otras razones porque la Unión
Soviética había perdido gran parte del atractivo que tenía para los
izquierdistas occidentales, en especial desde la brutal represión del
levantamiento húngaro de 1956. La credibilidad otorgada por la KGB, y luego
por el Kremlin, a una fuente tan espuria como los cotilleos del Club Nacional
de Prensa compite en el terreno de lo grotesco con los informes de
inteligencia transmitidos a Moscú una generación más tarde, durante la
presidencia de Reagan, en los que se aseguraba que Estados Unidos se
disponía a lanzar el primer ataque nuclear contra la Unión Soviética.
El lenguaje de los documentos y los relatos oficiales soviéticos suele ser
implacablemente mecánico. Sin embargo, el acta de la reunión presidida por
Jrushchov en el Kremlin ese 25 de octubre merece ser citada por extenso,
tanto como ejemplo del desarrollo de esos encuentros como de la manera en
que se registraban:

Punto 1. Sobre la respuesta del presidente del Consejo de Ministros de la URSS, camarada N.
S. Jrushchov, a la carta del presidente Kennedy de Estados Unidos.
El camarada N. S. Jrushchov dice que decidió convocar una sesión del Presídium en
relación con los nuevos acontecimientos en Cuba.
El curso posterior de los acontecimientos se desarrolla de la siguiente manera. Los
estadounidenses dicen que hay que desmantelar las instalaciones de misiles en Cuba. Quizá sea
necesario hacerlo. Esto no supone una capitulación por nuestra parte. Pues si nosotros
disparamos, ellos también dispararán. No cabe duda de que los estadounidenses han quedado
asustados, eso está claro. Kennedy estaba durmiendo con un cuchillo de madera. (A la pregunta
[en broma] del camarada A. H. Mikoyán: «¿Por qué con uno de madera?», N. S. dice, en tono
jocoso, que cuando un hombre va a cazar un oso por primera vez, lleva consigo un cuchillo de
madera para que luego limpiarse los pantalones sea más fácil).
El camarada N. S. Jrushchov continúa diciendo que ahora hemos hecho de Cuba un país en
el que se concentra la atención del mundo. Los dos sistemas han chocado. Kennedy nos dice:
«Saquen sus misiles de Cuba». Nosotros respondemos: «Dennos garantías y promesas firmes de
que los estadounidenses no atacarán a Cuba». Eso no sería un mal [negocio]. Podríamos retirar
los misiles R-12 [SS-4] y dejar los demás misiles allí. Esto no es cobardía. Es una posición de
repliegue, es posible que tengamos que reunirnos con ellos en la ONU. Tenemos que dar
tranquilidad al adversario y, a cambio, recibir garantías sobre Cuba. Más allá de eso, no merece
la pena forzar la situación y llevarla al punto de ebullición. Podemos atacar Estados Unidos
desde el territorio de la URSS. Cuba no volverá a ser lo que era antes. Ellos, los
estadounidenses, amenazan con un bloqueo económico, pero Estados Unidos no atacará Cuba.
No debemos inflamar la situación y debemos presentar una política razonable. De esta
manera reforzaremos a Cuba y la mantendremos a salvo durante dos o tres años más. Al cabo
de unos años, lidiar con ella será [para Estados Unidos] todavía más difícil. Tenemos que jugar,
pero no debemos salir fuera y perder la cabeza. La iniciativa está en nuestras manos, no hay

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necesidad de tener miedo. Empezamos y nos echamos atrás. No nos conviene pelear. El futuro
no depende de Cuba, sino de nuestro país. Eso es lo correcto.
Todos los miembros del Presídium y los secretarios respaldan y apoyan al camarada N. S.
Jrushchov. El camarada N. S. Jrushchov propone pensar en la información [que se
proporcionará a] F. Castro. Tenemos que redactar un documento en el que digamos hacia dónde
nos encaminamos. Algunas cosas salieron bien, otras no. Lo que tenemos ahora mismo es un
momento positivo. ¿Cuál es el lado positivo de esto? El hecho de que el mundo entero esté
centrando su atención en Cuba. Los misiles desempeñaron una función positiva. El tiempo
pasará y, si es necesario, los misiles pueden aparecer allí de nuevo. Quizá los camaradas
Gromiko, Ponomariov e Ilichev puedan reflexionar un poco sobre este documento.
Notas tomadas por A. K. Serov el 25 [de octubre] de 1962.[5]

En la Casa Blanca, sin embargo, no se sabía nada acerca de estas


deliberaciones y la posibilidad de que los soviéticos estuvieran ya
preparándose para la retirada ni siquiera se intuía. Ese jueves, temprano por la
mañana, se estaba desarrollando un drama en tiempo real, con los buques de
guerra estadounidenses interceptando el petrolero Bucarest cuando este se
acercaba a la línea de la cuarentena, un encuentro del que se informó en
directo en la televisión. Millones de personas contuvieron la respiración.
Dentro de la embajada soviética, donde se sabía tanto sobre los procesos de
decisión del Kremlin como en el gobierno estadounidense, Anatoli Dobrynin
vivió lo que luego descubriría como el día «más memorable de todo mi largo
período de servicio como embajador».[6] En sus memorias, el diplomático
fecha el episodio el miércoles 24, pero este en realidad ocurrió el día 25. El
personal de la legación se apiñaba alrededor de los televisores mientras el
petrolero se acercaba a la línea, con el presentador contando las millas que le
faltaban para alcanzarla y los destructores y aviones estadounidenses
vigilando en las inmediaciones. Luego vino el anticlímax. Alrededor de las
siete de la mañana, la armada dio el alto al petrolero y le exigió que se
identificara. Y este lo hizo: declaró que su cargamento estaba formado por
derivados del petróleo procedentes del mar Negro con destino a Cuba. Los
estadounidenses, de acuerdo con lo dispuesto por la Casa Blanca, le
permitieron continuar. El mundo volvió a respirar.
La siguiente reunión del ExCom tuvo lugar poco después de que
Jrushchov hiciera sus comentarios ante el Presídium (el contraste entre la
rígida formalidad del encuentro en el Kremlin y el estilo despreocupado de las
discusiones de Washington es sorprendente). Comenzó, como de costumbre,
con el informe de John McCone: en Cuba, dijo el director de la CIA, los
trabajos en las bases de misiles continuaban sin descanso. Entre tanto, de los
22 cargueros soviéticos de los que se sabía que se dirigían a la isla, catorce
habían dado media vuelta. Cinco de los ocho restantes eran petroleros y era

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poco probable que transportaran armas o personal militar. El estado de alerta
de las fuerzas soviéticas en Europa parecía alto, pero no había cambiado. Los
medios de comunicación de los países del Pacto de Varsovia destacaban la
propuesta de una cumbre por parte de Jrushchov, así como los esfuerzos de la
ONU por establecer mecanismos para aliviar la tensión.
McNamara inició el debate sobre los procedimientos para implementar el
bloqueo. Después de decidir que se permitiera al Bucarest continuar su
camino, el ExCom acordó que, con el fin de establecer una rutina, se
sometiera al procedimiento de identificación y registro también a los buques
que no pertenecían al bloque soviético. Se decidió asimismo que los aviones
estadounidenses vigilaran, volando a baja altitud, todos los cargueros
entrantes. La buena noticia era que las patrulleras lanzamisiles Komar de la
marina soviética permanecían amarradas en los puertos cubanos, con las
armas cubiertas; y tampoco se había reportado ningún despegue desde los
aeródromos militares de Castro. Los sistemas de misiles tierra-aire se
encontraban ahora bajo redes de camuflaje. Kennedy apuntó cuánto le
gustaría que «algún día» alguien le explicara cuál había sido la estrategia de
los soviéticos. ¿Por qué no habían camuflado los misiles desde el principio? Y
si no lo habían hecho entonces, ¿por qué lo hacían ahora? Eran interrogantes
justos para los que nunca se encontrarían respuestas racionales, porque,
sencillamente, no las había.
El secretario de Defensa propuso establecer una pauta de vigilancia de las
instalaciones cubanas con vuelos a baja altitud, como los que se usarían en
caso de un ataque aéreo. Si llegaba el momento de hacer incursiones de
bombardeo, la existencia de esa pauta previa funcionaría como un engaño y
reduciría la alerta de las defensas antiaéreas. También habría que advertir a
los cubanos por vía diplomática de los sobrevuelos previstos. Esa mañana, en
la mente de todos los que se sentaban alrededor de la mesa, la perspectiva de
una campaña aérea contra la isla seguía siendo muy real. Hubo cierta
especulación sobre las razones que podrían explicar el silencio de las defensas
terrestres ante la actividad de las aeronaves estadounidenses: ¿era posible que
los dirigentes soviéticos hubieran resuelto que el primero en disparar debía ser
Estados Unidos y obligado a los cubanos a acatar su decisión?
La cuestión de si debía o no permitirse que el Bucarest, que todavía se
encontraba a varias horas de Cuba, atracara en La Habana sin haber sido
registrado era causa de vacilación. McNamara era partidario de volver a
interceptar el petrolero y someterlo a una inspección. No cabía duda de que
transportaba combustible y, por tanto, no infringía el embargo

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estadounidense. Pero ¿era posible que los soviéticos presentaran su paso libre
como una prueba de que la voluntad estadounidense se estaba debilitando? Y
lo cierto es que dentro del Kremlin algunos funcionarios sacaron exactamente
esa conclusión. Ted Sorensen consideró que el Bucarest era el mejor tipo de
barco para un registro, porque resultaba obvio que era inofensivo: «Nunca te
dejarán abordar un barco que de verdad transporte algo serio», como ojivas
nucleares. Con todo, al final se resolvió no detener el Bucarest.
La atención se desplazó entonces de la implementación del bloqueo al
espinoso tema de los misiles que ya se hallaban en Cuba. El presidente dijo:
«Yo solo quiero que no se propague ninguna sensación de euforia. El mensaje
de Jrushchov es demasiado fuerte para ello». Todavía existía una profunda
incertidumbre acerca de si a Estados Unidos le convenía más intentar forzar
un enfrentamiento rápido (una confrontación en el mar) que permitir que la
situación se prolongara durante semanas a través de intercambios
diplomáticos. McNamara les aguó la fiesta a los optimistas al decir: «No veo
ninguna forma de sacar esas armas de Cuba. Nunca he pensado que podamos
sacarlas… sin recurrir a una fuerza sustancial». Aunque el secretario de
Defensa había sido uno de los primeros en abogar por el bloqueo como un
peldaño en una escalada gradual, no había abandonado en absoluto la creencia
en que una invasión a Cuba todavía podía ser necesaria.
A las dos de la tarde, los estadounidenses enviaron la réplica formal de
Kennedy a U Thant a las propuestas del secretario general de la ONU. La
oración clave de la carta rezaba: «La amenaza existente fue creada por la
introducción en secreto de armas ofensivas en Cuba y la solución consiste en
la remoción de tales armas». Adlai Stevenson, le decía el presidente al
diplomático birmano, estaría encantado de discutir con él qué papel podía
desempeñar Naciones Unidas en la consecución de tal resultado. Merece la
pena reiterar que en aquellos días la ONU era un foro mucho más importante,
y su secretario general, una personalidad mucho más relevante de lo que lo
son hoy.
Bundy leyó en voz alta al ExCom la carta que Kennedy había enviado a
Jrushchov la noche anterior y en la que el mandatario describía cómo, en
agosto y septiembre, había instado a la moderación a los halcones de su país
porque había aceptado las garantías del dirigente soviético de que en Cuba
solo se estaban instalando armas defensivas, «y luego entendí sin sombra de
duda lo que usted no ha negado, a saber, que todas esas garantías públicas
eran falsas». Como en todos los intercambios de la crisis, los estadounidenses
de nuevo sacaban provecho aquí de la duplicidad del Kremlin, que era algo

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que el mundo podía entender con facilidad. La prominencia de esta cuestión
contribuyó en gran medida a desviar el debate de temas inoportunos, como el
derecho de los cubanos a desplegar misiles en su propio suelo. Las mentiras
de Jrushchov, que solo se entienden como una tontería extraordinaria por su
parte, proporcionaron una base sólida para la ofensiva diplomática
estadounidense.
Esa mañana en la Casa Blanca, McNamara dijo que era el momento de
adelantarse a los acontecimientos y plantearse la posibilidad de que, por decir
algo, al día siguiente, los trabajos en las bases de los misiles soviéticos
continuaran y Estados Unidos no obtuviera el apoyo del Consejo de
Seguridad de la ONU, una circunstancia que los obligaría a escalar la
confrontación. Los críticos del secretario de Defensa se centran en este tipo de
intervenciones para subrayar que no era una paloma inquebrantable; que él,
como los demás, cambiaba de opinión. El ExCom primero consideró y
finalmente rechazó la propuesta de discutir líneas de actuación alternativas
ese mismo día. Antes de ello, parecía esencial darle tiempo a la ONU. El
presidente dijo: «Este no es el momento apropiado para volar un barco».
Juanita Moody, la analista que dirigía la vigilancia de Cuba en la NSA,
sabía que estaba previsto que Adlai Stevenson se dirigiera al Consejo de
Seguridad de la ONU esa tarde, en la sesión antes pospuesta a petición de la
URSS, cuando conoció la última información de inteligencia sobre el cambio
de rumbo de los barcos soviéticos. Decidiendo que era urgente que el
diplomático estuviera al tanto de los últimos acontecimientos, lo llamó a la
ciudad de Nueva York, y cuando el personal del Departamento de Estado se
negó a ponerla en contacto con él, lo rastreó hasta la habitación del hotel en el
que se hospedaba. Más tarde diría: «Hice lo que sentí que era lo correcto.
Realmente no me importaba la política».[7]
La reunión del Consejo de Seguridad comenzó a las cuatro de la tarde. El
grupo de la Casa Blanca se apiñó alrededor de un televisor para ver la sesión
con poco entusiasmo, pues no tenía suficiente confianza en la determinación
de su propio abanderado. A sus sesenta y dos años, este californiano
larguirucho y calvo, exgobernador de Illinois y dos veces candidato
demócrata a la presidencia, en 1952 y 1956, era una de las personas más
cabalmente decentes en la vida pública de Estados Unidos, además de un
orador electrizante. Los Kennedy, sin embargo, no sentían ningún aprecio por
este ciudadano admirable al que consideraban, en palabras de Robert Dallek,
«muy remilgado e ineficaz».[8] El diplomático, en realidad, tenía un carácter
intelectual y era demasiado inteligente para que muchos estadounidenses lo

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entendieran. Bobby, en particular, se burlaba de su cruzada para sacar a las
instituciones públicas de Illinois del lodazal de corrupción habitual.
Stevenson, a su vez, desestimaba en privado a los dos hermanos, a los que
tenía por «fríos y despiadados». La administración lo había nombrado a
regañadientes embajador ante la ONU solo porque su importancia en el
Partido Demócrata exigía que se le diera algo.
Con todo, pese a las pocas expectativas de la Casa Blanca, la sesión del
Consejo de Seguridad de esa tarde resultaría ser uno de los mejores momentos
de Adlai Stevenson. Su adversario, el representante soviético Valerián Zorin,
que ya tenía por delante una labor imposible, se topó con un portavoz
estadounidense pleno de energía y motivación. Mientras que Anatoli
Dobrynin, que trabajó a las órdenes de Zorin durante cinco años, le
caracteriza en sus memorias como «una persona inteligente y amable», un
diplomático occidental lo pinta como «un viejo y tenebroso mercenario
estalinista».[9] Cualquiera que sea la descripción más justa, esa tarde Zorin,
tomado por sorpresa tanto por el Kremlin como por los estadounidenses, se
vio obligado a jugar a la defensiva ante las insistentes preguntas sobre si la
URSS había instalado misiles balísticos en Cuba. Una y otra vez, Stevenson
exigió una respuesta: «Sí o no. No espere a la traducción: ¿sí o no?». El
representante soviético, trastabillando como un buey en una ciénaga, replicó
que el estadounidense tendría que esperar: «No estoy en un tribunal
estadounidense y, por tanto, no deseo responder a una pregunta que se me
plantea en los términos en que los fiscales hacen sus preguntas».
Stevenson dijo: «Usted está en este momento en el tribunal de la opinión
mundial y puede responder sí o no». Zorin volvió a evadir la cuestión de
forma lastimera: «Tendrá su respuesta a su debido tiempo». El diplomático
estadounidense volvió a la carga y dijo con firmeza: «Estoy preparado para
esperar mi respuesta hasta que el infierno se congele». John F. Kennedy, de
pie ante el televisor de la Casa Blanca, dijo con indigna condescendencia:
«Fantástico. No sabía que Adlai tuviera esas habilidades». John McCloy, que
había regresado de Europa a instancias del presidente y se encontraba en la
sede de la ONU para apuntalar el temple de Stevenson, descubrió que el
embajador no solo no necesitaba ese apoyo sino que, además, se había
transformado en un «halcón enardecido» ante las evasivas y engaños de
Zorin, que, en realidad, no eran mucho peores que los que el propio
Stevenson había soltado en ese mismo foro el año anterior acerca de la
invasión de bahía de Cochinos. Esta vez, sin embargo, fueron los
estadounidenses los que resultaron inequívocamente vencedores en un

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combate de gladiadores transmitido en directo por televisión y visto por
cientos de millones de personas en todo el mundo.

2. LA DECISIÓN DEL KREMLIN

Esa tarde del 25 de octubre en Moscú, Jrushchov, que no se atrevía todavía a


informar de sus intenciones ni a Kennedy ni a Castro, ordenó a Malinovski
que enviara un mensaje a Plíyev anunciándole en términos inequívocos la
decisión de la Unión Soviética de retirarse: «En relación con el hecho de que
la armada de Estados Unidos está bloqueando los accesos a Cuba, tomamos la
decisión de no enviarle [los regimientos de misiles] 665 y 668. No debe
descargar las ojivas para los R-14 del buque de transporte militar
Aleksándrovsk, y si ya están descargadas, organice que vuelvan a cargarse en
secreto en el barco. El buque de transporte Aleksándrovsk junto con las ojivas
para los R-14 deben estar preparadas para su traslado de regreso a la Unión
Soviética».[10] En caso de emergencia (una probable referencia a la invasión
estadounidense de Cuba, que aún se consideraba posible), el capitán del barco
tenía órdenes de hundirlo y enviar las ojivas al fondo del mar.
El Comité Conjunto de Inteligencia británico conjeturó que el Kremlin
buscaba ahora «salvaguardar lo que ya ha establecido en Cuba y reducir al
mínimo la posible pérdida de prestigio que podría acarrearle no hacerlo o no
responder con firmeza».[11] Y así era, pero el obstinado orgullo de Jrushchov
obligó al mundo a permanecer en un estado de terror extremo durante los tres
días siguientes, mientras montones de dedos flotaban sobre botones de
disparo tanto soviéticos como estadounidenses. Serguéi Jrushchov contaría
después que fue esa noche cuando su padre le dijo por primera vez que
probablemente tendrían que retirar los misiles de Cuba, a lo que el joven
respondió con incredulidad. «Quedé conmocionado y apenas podía contener
mi ira. En mi opinión, la retirada constituía una humillación nacional… No
conseguía entender cómo mi padre había decidido confiar en la palabra de un
presidente de Estados Unidos [de que no invadiría Cuba]. Supuse que no tuvo
alternativa. Hasta entonces mi padre había albergado la opinión de que era
imposible confiar en los imperialistas, especialmente en los
estadounidenses… Ahora se había ablandado… No me convenció».[12]
Ese mismo día hubo otro acontecimiento que generó una nueva confusión
entre Washington y Moscú: el New York Herald Tribune publicó una columna
sindicada escrita por Walter Lippmann, amigo íntimo de la administración.
Jrushchov había conocido a Lippmann, siempre partidario de la distensión: ya

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en 1946, había deplorado el famoso discurso de Winston Churchill sobre el
«telón de acero» pronunciado en Fulton, Misuri.[13] El líder soviético abrigaba
un respeto de vieja data por el trabajo del sabio liberal, si bien no parece que
le hubiera dado la importancia que merecían las líneas finales de un artículo
publicado un año antes y que sabemos que leyó: «En esta era nuclear», había
escrito el periodista en septiembre de 1961, «la regla primordial de la política
internacional es que una gran potencia nuclear no debe poner a otra gran
potencia nuclear en una posición en la que deba elegir entre el suicidio y la
rendición».[14]
Ahora, Lippmann proponía que la crisis de los misiles debía resolverse
intercambiando la retirada de las armas que los soviéticos tenían en Cuba por
la de las que los estadounidenses tenían en Turquía. Aunque la cuestión de
cuán comparables eran ambas situaciones había sido bastante comentada en el
extranjero, esta era la primera vez que se mencionaba tal opción en un
respetado medio estadounidense. Cuando se le enseñó la columna a
Jrushchov, en las horas finales de la noche del 25, según los relojes de Moscú,
el primer secretario dio por sentado que lo que decía Lippmann reflejaba el
pensamiento de la Casa Blanca y, por supuesto, no se equivocaba. Habiendo
advertido por primera vez el atractivo de semejante trato, el líder ruso resolvió
con retraso incorporarlo a la agenda diplomática soviética, con una torpeza
que pronto desconcertaría a los estadounidenses.

En Washington, la reunión del ExCom de la tarde comenzó con una


actualización sobre los barcos que aún estaban de camino a Cuba, incluido el
buque cisterna Grozni, todavía a más de 1.700 kilómetros de distancia, que
transportaba un cargamento sospechoso en cubierta. También había un barco
de pasajeros procedente de Alemania Oriental, en el que viajaban 1.500
obreros industriales. Robert Kennedy insinuó que quizá fuera mejor seguir
adelante con el ataque aéreo contra los emplazamientos de los misiles, en
lugar de tener una confrontación con los soviéticos en alta mar. Se decidió
que, dado que el desarrollo de los acontecimientos dependía ahora de los
próximos movimientos tanto de la ONU como de Jrushchov, la armada debía
por el momento aplazar cualquier acción. El asesor económico del presidente,
Walt Rostow, que más tarde se convertiría en uno de los defensores más
prominentes de la guerra de Vietnam, instó a ampliar la lista de mercancías
prohibidas por el bloqueo e incluir en ella el combustible. Una medida
semejante podía estrangular con rapidez la economía cubana, dijo, recordando

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la eficacia de los ataques aliados contra el suministro de combustible alemán
en la segunda guerra mundial. Rostow no encontró a nadie que secundara su
propuesta, que se consideró poco aconsejable: el presidente ya había
renunciado a atacar a Castro y su gente, en favor de un enfoque prudente
concentrado en los misiles y solo en los misiles.
Kennedy abandonó luego la reunión para hablar de nuevo por teléfono
con Harold Macmillan. Durante esta conversación, el presidente no hizo
mención alguna de las exhortaciones del primer ministro, en el mensaje
recibido en la Casa Blanca esa mañana, a evitar un choque armado. En lugar
de ello, los dos líderes abordaron la labor de la diplomacia y la incertidumbre
de los estadounidenses en torno a qué barcos abordar, dónde y cuándo.
Macmillan señaló que la cuestión clave seguía siendo la de «inmovilizar las
armas en Cuba, que es su principal preocupación, ¿no es así?». Sí, dijo el
presidente. Pero ahora era menos urgente que las decisiones sobre la táctica
en el mar.

Para la mañana del viernes 26 de octubre, se consideraba ya esencial


demostrar al mundo que la armada de Estados Unidos se tomaba en serio el
cumplimiento del bloqueo, en lugar de contentarse con haber asustado a
Jrushchov para que ordenara el regreso de los barcos que transportaban
armas. El presidente en persona seleccionó el buque libanés Marucla, fletado
por los soviéticos, como un ejemplo práctico apropiado, pues era poco
probable que llevara armas o que se resistiera a ser abordado. La tarea de
interceptarlo se encomendó a los destructores estadounidenses John R. Pierce
y Joseph P. Kennedy, este último llamado así en honor del hermano mayor
del presidente, muerto en combate en la segunda guerra mundial. Alrededor
de las seis de la mañana, las tripulaciones de ambas embarcaciones fueron
llamadas a zafarrancho de combate sin que se emitiera la acostumbrada
advertencia: «Esto es un ejercicio, esto es un ejercicio». Los buques de guerra
se acercaron al navío habiendo recibido la orden de evitar provocaciones: «No
realizar acciones amenazantes. No apuntar los cañones a los cargueros».
Los hombres que abordaron el Marucla iban desarmados y vestían
uniformes blancos de la armada. A las 07.50 subieron al carguero mediante
una escalera de cuerda que la tripulación, formada en su mayoría por marinos
griegos, les tendió con amabilidad, y una vez en cubierta se les ofreció café.
La partida de abordaje examinó la carga que había en cubierta, formada por
camiones y maquinaria agrícola, y en las bodegas, más vehículos, azufre,

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recambios y, según algunos, también papel higiénico. Después de dos horas,
los visitantes regresaron a sus respectivas embarcaciones. La armada
estadounidense había cumplido su propósito, a saber, que se le viera ejecutar
un primer registro en cumplimiento del bloqueo, sin correr el riesgo de un
enfrentamiento armado con los rusos. El Marucla pudo continuar navegando
hacia Cuba.
Según Robert Kennedy, este fue el día en que el presidente comenzó a
aceptar, de mala gana, que las medidas adoptadas hasta el momento no habían
logrado convencer a los rusos de que debían satisfacer su exigencia clave: la
retirada de los misiles nucleares ya desplegados en Cuba. Un renovado
pesimismo se apoderó de los miembros del ExCom, que volvían a temer que
los soviéticos estuvieran aún proponiéndose desafiar a Estados Unidos.
Estaban convencidos de que, a menos que consiguieran eliminar la amenaza
que suponían los misiles, la presidencia de Kennedy estaba acabada. La
autoridad personal del mandatario quedaría reducida a nada, y se consideraba
posible que ese fuera uno de los objetivos de Jrushchov. El presidente ordenó
un fuerte aumento de las misiones de vigilancia aérea sobre Cuba y pidió que
el Departamento de Estado emprendiera sin perder tiempo la planificación de
un gobierno civil interino para la isla en caso de que Estados Unidos se viera
obligado a invadirla y ocuparla. Esa mañana, Adlai Stevenson voló desde
Nueva York, en compañía de John McCloy, para asistir a la reunión del
comité. Dado el poder de veto que tenía la Unión Soviética en el Consejo de
Seguridad de la ONU, estaba claro que el organismo no podía contribuir a la
defensa de los intereses de Estados Unidos. Con todo, los representantes
estadounidenses tenían previsto reunirse esa misma tarde con U Thant y
necesitaban instrucciones actualizadas.
Mientras todo esto sucedía, en la costa suroriental del país, la mayor
concentración de las fuerzas armadas estadounidenses desde la guerra de
Corea continuaba preparándose para estar en condiciones de poner en marcha,
doce horas después de recibir la orden, la operación Vainas. Esta era un
programa continuo de siete días de ataques aéreos, a los que probablemente
seguiría una invasión. Las especulaciones acerca de ese posible asalto
dominaban los periódicos de esa mañana. La noche anterior, Castro había
hablado para denunciar las acciones estadounidenses y proclamar, sin haberlo
consultado con el Kremlin, que ya no se tolerarían más sobrevuelos de
Estados Unidos. McNamara informó de que, si bien los jefes de las fuerzas
armadas aún abogaban por la invasión de la isla, la probabilidad de sufrir un

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gran número de bajas era altísima. Los misiles desplegados por los soviéticos
en Cuba ya estaban operativos o pronto lo estarían.
Por su parte, John McCone ofreció una actualización sobre el estado de la
operación Mangosta. Al principio de la crisis, a instancias de Robert
Kennedy, la CIA había acelerado el trabajo en este programa contra Castro,
que ahora preveía el uso de submarinos para desembarcar en la isla grupos de
exiliados que recopilaran información, llevaran a cabo acciones de sabotaje e,
incluso, atacaran las bases de los misiles (este último proyecto constituía una
locura de altísimo nivel). Se decidió celebrar en la tarde una reunión aparte
sobre este plan en el Pentágono, y se consideró que en ella debía también
abordarse el papel de los exiliados cubanos durante y después de la posible
invasión estadounidense. Mac Bundy soltó un eufemismo memorable: «La
Cuba post-Castro es el escenario más complejo».
McCone declaró que el grupo encargado de Mangosta, dirigido por el
bufonesco coronel Edward Lansdale, estaba ahora bien organizado. Aunque
nadie cuestionó esta afirmación, lo cierto es que era absurda. El hecho de que,
después del fiasco de bahía de Cochinos, la Casa Blanca siguiera depositando
tanta fe en la capacidad de los exiliados para desempeñar un papel
significativo en el derrocamiento de Castro resulta extraordinario. Es posible
argumentar que los momentos menos admirables y más deshonrosos de todas
las discusiones que tuvieron lugar durante la crisis de los misiles fueron
aquellos en que se trató del futuro político de Cuba. De un modo que
recordaba la forma habitual de formular políticas para América Latina en
Washington, y que presagiaba la conducta de Estados Unidos en Vietnam,
Kennedy y sus asesores se arrogaban sin vergüenza alguna en esos debates el
derecho a decidir el futuro político de Cuba y manipular como titiriteros a sus
dirigentes desde la Casa Blanca. No cabe duda de que los soviéticos hacían lo
mismo en la gestión de su imperio en Europa oriental, pero Estados Unidos
aspiraba a ser mejor que la URSS.
Cuando la discusión retornó al tema del bloqueo, se expresaron opiniones
firmes: era urgente cambiar el foco de atención global de los barcos soviéticos
a las armas ya desplegadas en Cuba. Dean Rusk dijo que quisiera poder
continuar con los esfuerzos diplomáticos (por ejemplo, promover las
inspecciones de Naciones Unidas de las bases de misiles) antes del inicio de
una intervención militar. Propuso solicitar que miembros de la ONU, de
forma voluntaria, se hicieran cargo de la cuarentena marítima empleando sus
propios buques de guerra. Era evidente que Moscú rechazaría semejante plan,
pero ello fortalecería la posición de Estados Unidos, que podría quejarse de la

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testarudez de los rusos. El presidente dijo que la crisis tenía un largo camino
por recorrer: «Es obvio que no podemos esperar que retiren [los misiles]…
sin una negociación prolongada».
Pero luego usó unas palabras que se revelarían críticas para el resultado de
la crisis: «Pensé que la propuesta era que ellos retiraban esas armas si
nosotros garantizábamos la integridad territorial de Cuba… Obviamente
vamos a tener que pagar un precio para sacar esos misiles sin tener que pelear
por sacarlos». De repente, una cuestión clave estaba sobre la mesa. Nikita
Jrushchov sostenía que si la Unión Soviética había instalado misiles en Cuba,
era para ayudar a la isla a defenderse de la agresión estadounidense. Aunque
esa afirmación era hipócrita, también era claro que constituía la justificación
declarada de la acción soviética. Y aunque la administración Kennedy no
tenía (antes de la crisis) ninguna intención inmediata de invadir Cuba, era
innegable que el presidente y casi todos los miembros de su gobierno habían
expresado con frecuencia el deseo de eliminar a Fidel Castro.
Aquí se vislumbraba una buena oportunidad de satisfacer el deseo
estadounidense de conseguir la retirada de los misiles soviéticos, al tiempo
que se permitía a Jrushchov alcanzar su propio objetivo expreso. Robert
McNamara dudaba de que una declaración de no agresión de Washington
significara mucho. El presidente, sin embargo, se reafirmó: «Si ese es uno de
los precios que tenemos que pagar para sacar esos [misiles] de allí, entonces
nos comprometeremos a no invadir Cuba». Merece la pena subrayar que el 18
de octubre, cuatro días antes de que denunciara públicamente el despliegue de
los misiles, el mandatario estadounidense ya había manifestado su disposición
a ofrecer esas garantías en su entrevista con el ministro de Exteriores
Gromiko.
La propuesta, no obstante, llenó de consternación a McCone, el siempre
belicoso director de la CIA: «Eso prácticamente protegería a Castro de
cualquier acción futura. Mucho antes de que esos misiles estuvieran allí, su
vínculo con la Unión Soviética y el uso de Cuba como base de operaciones
para propagar el comunismo a toda América Latina era un asunto de gran
preocupación para nosotros. Ahora, lo que esto [haría] es más o menos dejarlo
en esa posición». Bundy, en cambio, respaldó al presidente: «El propósito
estructural básico de toda esta empresa es muy simple… sacar esos misiles…
Si podemos derribar a Castro en el proceso, genial… Pero si podemos sacar
los misiles…». El presidente reafirmó: «Si podemos sacar los misiles,
podemos ocuparnos de Castro». Adlai Stevenson dijo que, desde su
perspectiva, garantizar la integridad territorial de Cuba podía resultar de vital

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importancia para asegurar el resultado deseado. Llewellyn Thompson volvió
al tema de las posibles inspecciones de la ONU en los emplazamientos de los
misiles para decir que, según pensaba, los rusos encontrarían mucho menos
doloroso limitarse a deshacerse de ellos que tener al personal de Naciones
Unidas husmeando en sus bases de lanzamiento.
Las discusiones de esa mañana se tornaron luego dispersas y conflictivas.
Stevenson quiso plantear un escenario en el que se mantenía el statu quo en lo
referente a Cuba mientras se llevaba a cabo una negociación, que, reconoció,
llevaría semanas. Otros, audiblemente descontentos, insistieron en que los
misiles debían retirarse, o dejarse inutilizables, antes de cualquier
conversación. McCone veía con recelo que se hiciera cualquier concesión a
los soviéticos mientras Estados Unidos estuviera bajo la amenaza de los
misiles. Stevenson salió de la habitación durante varios minutos para hablar
desde el despacho del presidente con Charles Yost, su segundo en Nueva
York, quien debía reunirse con U Thant y necesitaba instrucciones. Tras
quejarse de que ese día había «mucho jaleo aquí abajo», el embajador le
explicó a Yost que la condición de Estados Unidos para levantar el bloqueo
no era solo la «paralización», bajo la supervisión de la ONU, de los trabajos
en las bases de los misiles, sino que estos se inutilizaran: el bloqueo se
mantendría mientras los misiles siguieran siendo operativos.
Mientras tanto, en la sala del gabinete, la reunión del ExCom continuaba,
con todos los participantes de mal genio. Consideraban que Estados Unidos
no estaba realizando verdaderos progresos en la consecución de su objetivo
principal. No tenían confianza en Stevenson (y, de hecho, tampoco en la
ONU) y sospechaban que, incluso con McCloy a su lado, este cedería
demasiado. Max Taylor creía que el gobierno de Estados Unidos no sonaba lo
bastante enojado: «Durante cualquier negociación, señor presidente, ¿no
deberíamos aumentar el nivel de ruido de nuestra indignación por lo
ocurrido?». Para empezar, proponía aumentar la actividad de los aviones de
combate sobre Cuba. Kennedy concedió: «En cierto sentido [la opción del
ataque aéreo] es ahora más favorable de lo que lo era incluso hace una
semana».
Terminada la reunión, el presidente habló por teléfono con David
Ormsby-Gore, quien le preguntó cuánto tiempo podía Estados Unidos esperar
a que U Thant consiguiera verificar la interrupción de los trabajos en Cuba.
Kennedy respondió: no mucho. Al mediodía se reunió con funcionarios de
inteligencia, que le informaron del veloz avance de los preparativos en las
bases de misiles, así como de la identificación de lo que podrían ser armas

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nucleares tácticas FROG (la denominación de la OTAN para los misiles
Luna). McCone subrayó su convicción de que no debía iniciarse ninguna
negociación con los soviéticos a menos que, como primer paso, se
inmovilizaran de inmediato los misiles separando las armas de los lanzadores.
El presidente dijo: «Solo hay dos formas de hacer esto, como dije esta
mañana. Una es la vía diplomática. De la cual dudo: no creo que prospere. La
otra forma es, pensaría, la combinación de los ataques aéreos y,
probablemente, la invasión».
Discutió con McCone y Arthur Lundahl la posibilidad de desembarcar a
exiliados cubanos para que atacaran las bases de los misiles. El director de la
CIA insistió en la nueva amenaza que suponían las armas nucleares tácticas
desplegadas por los soviéticos. El presidente, no obstante, siguió dándole
vueltas a la opción del sabotaje. ¿Era posible volar un tanque de combustible
con una sola bala? Dudoso, dijo Lundahl, pero asumiendo que contenían
ácido nítrico rojo, pondrían en un grave aprieto al equipo encargado de
contenerlos. Los FROG, por su parte, utilizaban combustible sólido. En este
punto el jefe de la CIA manifestó una repentina e inesperada cautela: «La
invasión va a ser una empresa mucho más seria de lo que la mayoría de la
gente piensa… Tienen ahí material muy nocivo. Lanzacohetes y cañones
autopropulsados, semiorugas… Le harán pasar un muy mal rato a cualquier
fuerza invasora. No será en absoluto pan comido». Kennedy preguntó si era
seguro que el poder aéreo podría encargarse de «masticarlos». Podría,
respondió McCone, «pero ya sabe cómo es eso. Es muy difícil dejar fuera de
combate esas unidades. Esa fue la experiencia que tuvimos en la segunda
guerra mundial y luego en Corea».
Es sorprendente percibir la influencia de la disuasión mutua en todos los
debates que tenían lugar en Washington, por no hablar de Moscú. En otras
circunstancias, los estadounidenses ya habrían emprendido acciones militares
(ataques aéreos, sin duda, y probablemente también una invasión con el
propósito, en última instancia, de derrocar a Castro), pero no lo habían hecho
por temor a: primero, que el Kremlin respondiera tomando Berlín Oeste;
segundo, que los bombardeos resultaran ineficaces y no consiguieran destruir
todos sus objetivos, con lo que posiblemente desencadenarían un ataque
nuclear ruso; y ahora, tercero, que la invasión se convirtiera en una campaña
sangrienta tanto para los atacantes como para los defensores. Y hay que tener
en cuenta que la valoración de McCone se fundaba en conjeturas que
subestimaban gravemente las fuerzas soviéticas desplegadas en Cuba. Aunque
los rusos que defendían la isla no recurrieran a las armas nucleares tácticas,

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tenían potencia de fuego suficiente para causar serios destrozos a los
invasores y quizá para repelerlos, si bien eso ya era más difícil de imaginar.
Kennedy, atormentado por el recuerdo del fiasco de bahía de Cochinos,
sabía que un nuevo fracaso de ese tipo sería una catástrofe. Una derrota de
semejantes dimensiones habría destruido casi con seguridad su presidencia,
del mismo modo en que, casi dos décadas después, el colapso de la operación
para rescatar a los rehenes en Irán acabó con las posibilidades de reelección
de Jimmy Carter. El pueblo estadounidense podía perdonarlo casi todo salvo
el fracaso. Imposible imaginar algo más humillante que propiciar un baño de
sangre, por no hablar de una derrota completa, a las puertas de Estados
Unidos. Lo que frenaba a John F. Kennedy no era el miedo a lanzar una
acción militar, ni las dudas acerca de la moralidad o legitimidad del
bombardeo y la invasión de Cuba, sino el temor de que tal línea de actuación
resultara infructuosa o, lo que era más probable, creara un caos prolongado.
Esto hizo que perseverara en la opción diplomática incluso cuando los jefes
de sus fuerzas armadas y algunos de sus asesores civiles clamaban en favor de
los bombardeos. Como apuntó con astucia e incluso brillantez McNamara al
comienzo de la crisis: el problema fundamental fue siempre de naturaleza
política, no estratégica.

Desde el 23 de octubre en adelante, mientras la atención del mundo se fijaba


en los movimientos de los cargueros soviéticos en el Atlántico, existía en el
mar una realidad considerablemente diferente, mal entendida en la Casa
Blanca e influenciada por la bravuconería que animaba a los comandantes de
la armada estadounidense. Pocas horas después de la transmisión del discurso
de Kennedy, Jrushchov había ordenado dar media vuelta a todos los barcos
soviéticos que transportaban misiles, armas convencionales o personal militar
con destino a Cuba. Los únicos buques que mantuvieron su curso fueron los
que llevaban combustible, alimentos y cosas por el estilo. Esto básicamente
dejó sin propósito a la flotilla de submarinos que había estado siguiendo a los
cargueros, limitando su velocidad máxima bajo el agua a nueve nudos.
Fred Korth, el secretario de la Armada de Estados Unidos, describió luego
la operación de la cuarentena como «la prueba más exigente de las
capacidades de guerra antisubmarina (ASW, por sus siglas en inglés) de la
marina desde la segunda guerra mundial». Los buques de guerra
estadounidenses persiguieron de forma activa a 29 presuntos contactos
submarinos, de los cuales seis resultaron ser auténticos. Los submarinos

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británicos y canadienses informaron de otros contactos en otras zonas del
Atlántico. «Hasta donde es posible determinar, ningún submarino ruso
involucrado en la operación cubana escapó a la detección y el seguimiento»,
declaró Korth (lo que no era correcto, porque el B-4 nunca llegó a ser
localizado). «Al rastrear estos submarinos, y estar en condiciones de
destruirlos de haber sido necesario, la armada impidió a la URSS su uso
efectivo». Lo que el secretario de la armada no menciona es que, en caso de
un enfrentamiento naval, los Foxtrot soviéticos se habrían cobrado un precio
devastador por su propia destrucción.
El comandante de las fuerzas navales estadounidense en el Atlántico, el
almirante Robert Dennison, optó por considerar la presencia de la flotilla de
submarinos en «su» océano como una amenaza comparable a la planteada por
el despliegue de los misiles en Cuba, «porque demuestra una clara intención
soviética de posicionar una gran amenaza ofensiva frente a nuestras costas…
la primera vez que se han identificado de manera positiva submarinos
soviéticos frente a nuestra costa este». A las 11.04 del día 24, un hidroavión
P5 Marlin que despegó de las Bermudas divisó el esnórquel de un submarino
a ochocientos kilómetros al sur de la isla. La información provocó el envío de
un destacamento desde el Essex para seguir al presunto submarino soviético,
que era, de hecho, el B-130, comandado por el capitán Nikolái Shumkov.
Antes de que los buques de guerra estadounidenses se acercaran a su posición,
el oficial tenía ya bastantes problemas. Antes de dejar la Unión Soviética,
había pedido baterías nuevas para la nave, pero su solicitud había sido
denegada; y ahora, las viejas, que no mantenían la carga durante mucho
tiempo, limitaban su velocidad máxima bajo el agua a entre seis y ocho
nudos. El capitán no tenía otra opción que salir a la superficie a intervalos
regulares para recargar las baterías. Además, para cuando llegó al mar de los
Sargazos, solo funcionaba uno de los motores diésel que impulsaban el buque
en la superficie. Ruidoso y destartalado, el submarino era terriblemente
vulnerable, algo que los comandantes soviéticos tendrían que haber
reconocido antes de zarpar.
No obstante, Shumkov contaba con un recurso que los estadounidenses
ignoraban: un torpedo nuclear de diez kilotones, más de la mitad de la
potencia de la bomba que destruyó Hiroshima. El oficial no tenía ninguna
duda de que ese dispositivo, por lo menos, estaba en condiciones de ser
utilizado. Un año antes, el 23 de octubre de 1961, él mismo disparó el primer
torpedo T-5 probado en el Ártico y observó luego, a través del periscopio, el
formidable destello que produjo cuando explotó a ocho kilómetros de

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distancia, produciendo ondas de choque que recorrieron toda la nave. Ese
buque y esa arma, junto con tres más del mismo tipo, se hallaban ahora
sueltos en el Atlántico, donde los comandantes de la armada de Estados
Unidos estaban decididos a tratarlos como amenazas inmediatas, sin saber
nada de los torpedos nucleares que llevaban. Moscú había mandado a dos de
los Foxtrot, uno de ellos el B-130 de Shumkov, que se alejaran a gran
distancia de la línea del bloqueo. Un tercero, el B-36, había recibido la orden
de tomar rumbo a través del banco de la Plata, entre la Gran Turca y la
Española; mientras que el B-4 debía posicionarse a unos 320 kilómetros al
noroeste.
Aquí resulta de nuevo evidente la desesperada y peligrosa confusión de
propósitos del Kremlin. Jrushchov ya había tomado la decisión de retirarse de
la confrontación para evitar la guerra con Estados Unidos. Pese a ello, sin
embargo, todavía no se atrevía a retroceder en todos los frentes, es decir, a
aceptar la lógica de su propia decisión. En tales circunstancias, a las 08.19 del
viernes 26 de octubre, un avión de observación de la armada estadounidense
identificó con precisión el casco negro y reluciente del B-36, en la superficie,
a 130 kilómetros al oriente de la Gran Turca, a unos 650 kilómetros al
suroeste de donde se encontraba el B-130 y dentro de la zona de cuarentena.
Una vez más, los estadounidenses se vieron al mismo tiempo alarmados y
desconcertados. ¿Qué estaba haciendo ese submarino? ¿Qué nueva jugarreta o
amenaza podía indicar su presencia? Los rusos a bordo del B-36 se sintieron
igualmente angustiados cuando las sonoboyas y las cargas de profundidad de
práctica lanzadas desde el aire comenzaron a explotar en las cercanías de la
embarcación después de que esta se sumergiera, mientras la armada
estadounidense se esforzaba por mantener localizada su posición.
Una característica de los tanques, aviones y buques de guerra soviéticos
era la poca atención que sus diseñadores habían prestado a la comodidad de
quienes iban a utilizarlos. Esto era especialmente cierto en el caso de los
Foxtrot que ahora surcaban el Atlántico occidental. Tras cuatro semanas en el
mar, las tripulaciones de los submarinos, y en especial la del B-36, estaban
soportando un calor extremo, que había provocado a muchos marineros
erupciones horribles, tenían racionada el agua y padecían una tensión enorme.
Anatoli Andréev, un ayudante del capitán del B-36, escribió en una carta a su
esposa: «Durante los últimos cuatro días no hemos podido ni siquiera alcanzar
la profundidad de periscopio. El aire viciado hace que me sienta como si la
cabeza me fuera a estallar… Hoy otra vez tres hombres se han desmayado
agotados debido al calor… Quienes no están de servicio permanecen

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sentados, inmóviles, con la mirada fija en algún punto». El marino se quejaba
con amargura del estado de su comandante, que tenía los nervios «arrasados.
Le grita a todo el mundo y se tortura a sí mismo… Se está volviendo
paranoico, y le tiene miedo hasta a su propia sombra… El calor nos está
enloqueciendo… Cada vez es más difícil respirar». Y cuando los aparatos de
refrigeración dejaron de funcionar, el hedor de la carne en descomposición se
sumó al de los cuerpos humanos.
Los capitanes de los submarinos testificarían más tarde que a cada hora
esperaban recibir de Moscú la noticia de que había comenzado la guerra
contra Estados Unidos. El capitán Dubivko, el oficial al mando del B-36, dijo
después: «El que consiguiéramos ser los primeros en usar las armas
[nucleares] dependía de la recepción oportuna de la señal de iniciar las
operaciones de combate». Sin embargo, para recibir cualquier comunicación
de su base necesitaban ascender a la profundidad de periscopio y luego hacer
flotar una antena de radio, algo que cada vez tenían más dificultades para
hacer debido a la estrecha vigilancia a la que los tenían sometidos los
estadounidenses. Aunque ya antes de partir las órdenes eran confusas, había
una cuestión que todos los oficiales al mando de los submarinos soviéticos
tenían clara: debían realizar el máximo esfuerzo y aprovechar hasta el límite
las capacidades de sus buques y tripulaciones para evitar la humillación de
verse forzados a salir a la superficie por los buques de guerra de la armada de
Estados Unidos. Y en ausencia de noticias de Moscú, u órdenes nuevas,
cuando lo único que sabían era que estaba teniendo lugar una crisis mortal,
solo podían, en palabras de Dubivko, «esperar la señal [de que había estallado
la guerra] de hora en hora». Al acosar a los sumergibles rusos y, como
resultado de ello, impedirles comunicarse con sus bases, los buques de guerra
estadounidenses hicieron del océano Atlántico un lugar tan peligroso como ya
lo era Cuba, pues en estas circunstancias fue muchísimo lo que pasó a
depender de la discreción de los comandantes de cada embarcación.

3. «UNA PRUEBA DE LA VOLUNTAD»

En la mañana del 26 octubre, dos submarinos soviéticos se vieron obligados a


salir a la superficie para recargar sus baterías, ante la amenazante presencia de
los buques de guerra estadounidenses. Mientras tanto, el Coolangatta, un
carguero sueco fletado por la Unión Soviética que transportaba patatas desde
Leningrado, había pasado desapercibido a la armada de Estados Unidos hasta
que estuvo a ochenta kilómetros de La Habana. Entonces, el destructor Perry

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se apresuró a acercarse a la embarcación y enviar la señal: «¿Se detendrá para
una inspección?». El capitán sueco ignoró la solicitud y continuó su camino.
Cuando se le transmitió la noticia a McNamara, este ordenó a la armada que
se dejara en paz al carguero. Semejante contención excitó aún más los ánimos
de los jefes del Pentágono, ya bastante enojados e impacientes, que le
reclamaron: ¿la administración quería de verdad hacer cumplir el bloqueo o
no? El secretario de Defensa insistió en que, en un momento en que se estaba
insistiendo en la vía diplomática, sería un error precipitar un enfrentamiento
en el mar.
Cuando Charles Yost se reunió con U Thant en la sede de Naciones
Unidas, el secretario general le dio una importante noticia: los soviéticos
habían indicado que podían aceptar un trato en el que, a cambio de que ellos
retiraran sus misiles, Estados Unidos se comprometiera formalmente a no
invadir Cuba. Dean Rusk telefoneó al presidente para informarle de ello, así
como de las insinuaciones de corte similar que había recibido de diplomáticos
canadienses. Rusk dijo: «Es posible que esto avance más rápido de lo que
esperábamos». Kennedy, todavía rumiando en voz alta esta idea, dijo: «Creo
que tendríamos que aceptar eso, porque, en cualquier caso, no íbamos a
invadirlos». Rusk: «Así es». Kennedy: «Correcto».
Esa tarde, los acontecimientos continuaron desarrollándose o, para ser
más precisos, hubo señales adicionales de que un trato como el planteado por
U Thant estaba en verdad en la mente de Jrushchov. Aleksandr Fomín, de
cuarenta y ocho años, el veterano jefe de la estación de la KGB en
Washington, cuyo verdadero nombre era Aleksandr Feklisov y que operaba
en Estados Unidos haciéndose pasar por periodista, abordó a su «colega» de
ABC News, John Scali. En la conversación que tuvieron, el coronel Feklisov,
que había adquirido notoriedad una década atrás por haber reclutado y servido
como mediador del traidor atómico Julius Rosenberg (ejecutado en 1953),
insinuó la posibilidad de que la URSS retirara los misiles a cambio de la
promesa de que Estados Unidos dejaría en paz a Castro. Scali informó de
inmediato de esto a Rusk, que le instó a mantenerse en contacto y decirle al
hombre de la KGB que los estadounidenses estaban realmente interesados en
un acuerdo de ese tipo. La noticia hizo que Kennedy reelaborara la
declaración vespertina de la Casa Blanca, que quedó reducida a un plano
reporte fáctico sobre la continuación de los trabajos en las bases de misiles en
Cuba, según lo revelado por el reconocimiento aéreo.
El presidente llamó a Macmillan, en Londres, para informarle sobre el
aparente globo sonda de los soviéticos: «Un par de insinuaciones apenas,

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insuficiente aún para seguir adelante». El británico instó una vez más a
Kennedy a que se abstuviera de emprender cualquier acción militar: «En esta
etapa, cualquier movimiento por su parte puede desencadenar consecuencias
en Berlín que serían muy perjudiciales para todos nosotros». Sin embargo, el
mandatario estadounidense se negó a darle al primer ministro la confirmación
que este deseaba: «Si al final de las cuarenta y ocho horas no hemos llegado a
ningún lado y continúan las labores de construcción en las bases de misiles,
tendremos que tomar algunas decisiones difíciles». Con ello implicaba, con
certeza, que aprobaría el bombardeo y, probablemente, también la invasión.
Lo único que concedió al primer ministro fue la promesa de que Estados
Unidos no realizaría ninguna nueva acción sin avisar con antelación a
Londres.
Macmillan, a su vez, ofreció a Kennedy una modesta ayuda: permitir el
ingreso de supervisores de la ONU en las bases de los misiles nucleares Thor
desplegados por Estados Unidos en Gran Bretaña, a cambio de la inspección
de los emplazamientos de los misiles soviéticos en Cuba. El estadounidense
respondió con cautela: «Claro, primer ministro, permítame remitir esa
cuestión al Departamento [de Estado]. Creo que no queremos realizar
demasiados desmantelamientos. Pero es posible que esa propuesta sea de
ayuda. Ellos [los soviéticos] también podrían insistir en Grecia, Turquía e
Italia [donde estaban estacionados los misiles Júpiter]». El presidente solo
informó de forma detallada acerca de estos intercambios a su hermano, pues
entendía que no causarían una buena impresión a la mayoría de los miembros
del ExCom.
Entre tanto, en Washington, Averell Harriman, que sabía con qué
frecuencia los alardes de agresividad del Kremlin se alimentaban de una
morbosa conciencia de la debilidad de la Unión Soviética, era al menos tan
partidario de la moderación como Macmillan. El subsecretario de Estado
llamó a Arthur Schlesinger para insistir en que Jrushchov no se estaba
comportando como un hombre que quisiera una guerra. Temía que Kennedy
estuviera arrinconando al líder soviético, lo que podría hacerlo sentirse
obligado a hacer lo impensable: «Si no hacemos más que endurecer más y
más nuestra posición, los forzaremos a tomar contramedidas. Debemos
dejarle una salida a Jrushchov… Él tiene ahora una oportunidad para sacar al
mundo del abismo de la destrucción». Por desgracia, Schlesinger, que
coincidía con él, también había quedado fuera del círculo del ExCom.
Kennedy, que estaba esforzándose por mantener encendido el pabilo de la
esperanza en el posible trato con los soviéticos, reprendió de forma airada a

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un portavoz de la administración por afirmar, en la habitual rueda de prensa
del Departamento de Estado, que el gobierno estaba preparado para
emprender «acciones adicionales», si no se llegaba pronto a una solución
pacífica: «¡Por Dios! Nos reunimos todas las mañanas para controlar esto, la
escalada… Tienes que ser jodidamente más cuidadoso». El portavoz, Lincoln
White, se deshizo en disculpas.
Unos minutos después, a las 19.40, mientras el presidente se dirigía a la
mansión de la Casa Blanca, empezó a recibirse un cable procedente de la
embajada de Estados Unidos en Moscú; se trataba de la transmisión, por
partes, de un mensaje de Jrushchov entregado en la capital soviética a las
16.43, hora local. La carta de 2.748 palabras se tradujo, cifró y descifró con la
misma atroz lentitud que tantas otras comunicaciones durante la crisis. El
texto completo había tardado casi diez horas en viajar entre Jrushchov y
Kennedy, horas demasiado preciosas para desperdiciarlas así.
La carta del líder soviético empezaba con su acostumbrado estilo
ampuloso y condescendiente: «Veo, señor presidente, que no carece usted de
un sentimiento de angustia por el destino del mundo, de entendimiento y de
una noción de lo que implica la guerra. ¿Qué obtendría con la guerra? Usted
nos está amenazando con la guerra. Pero bien sabe que lo mínimo que
recibiría en respuesta [a cualquier ataque nuclear] sería experimentar las
mismas consecuencias que nos lanzara… Yo he participado en dos guerras y
sé que la guerra termina cuando ha apisonado ciudades y pueblos, sembrando
muerte y destrucción por doquier».
Tras ese comienzo, Jrushchov bramaba: «En nombre del gobierno y del
pueblo soviético, le aseguro que sus conclusiones acerca de las armas
ofensivas en Cuba son infundadas… Las mismas formas de armamento
pueden tener diferentes interpretaciones… Queremos… competir con su país
en términos pacíficos. Estamos en desacuerdo, tenemos diferencias en
cuestiones ideológicas. Pero nuestra visión del mundo consiste en eso, en que
las cuestiones ideológicas… deben resolverse sobre la base de la competencia
pacífica.
»Usted ha proclamado unas medidas piratas dignas de la Edad Media,
cuando a los barcos que navegaban en aguas internacionales se los atacaba…
Yo le aseguro que en esos barcos que ahora se dirigen a Cuba no hay arma
alguna en absoluto. Las armas que se necesitaban para la defensa de Cuba ya
están allí… Si el presidente y su gobierno ofrecieran garantías de que Estados
Unidos no participará en un ataque contra Cuba y contendrá a otros que
quieran emprender acciones de ese tipo, si retira su flota, eso lo cambiaría

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todo de inmediato… Entonces dejaría de ser necesaria la presencia de
nuestros especialistas militares en Cuba».
Había otras dos mil palabras de barroca retórica soviética, pero este era el
núcleo de la comunicación: una aparente confirmación del mensaje que esa
mañana había transmitido U Thant y del que luego otros se habían hecho eco.
Ese viernes por la noche, Kennedy y sus asesores más cercanos se fueron a la
cama sintiéndose más esperanzados de lo que habían estado en varios días.
Otros, sin embargo, eran menos optimistas. Dean Rusk se había citado
con Dean Acheson, ya de regreso en el país tras su entrevista con De Gaulle
en París. Los secretarios de Estado pasado y presente bebieron whisky
escocés en el despacho de Rusk, en la séptima planta de Foggy Bottom,
mientras esperaban que se completara la traducción de la misiva soviética.
Acheson todavía abogaba con obstinación por una respuesta «firme» de
Estados Unidos, lo que para él significaba una acción militar. Los misiles
soviéticos seguían en Cuba y el tiempo se acababa. Solo un ataque aéreo
conseguiría eliminarlos. El Departamento de Estado conjeturaba que
Jrushchov en persona había redactado la última carta, una apreciación que el
veterano diplomático suscribió imitando al rollizo primer secretario mientras
se paseaba por el Kremlin dictando el texto agitando en el aire un dedo
regordete. Esa misma noche, Rusk informó a los embajadores del Reino
Unido, Francia y Alemania Occidental sobre el probable cronograma de
Estados Unidos para la destrucción de las bases de misiles en caso de que no
se interrumpiera el trabajo en ellos. Ormsby-Gore informó a Londres de que
esperaba que eso sucediera el martes 30 de octubre.

En la tarde del viernes 26, Fidel Castro convocó a Aleksandr Alekseev a su


puesto de mando. Las noticias que le llegaban desde Nueva York indicaban
que Estados Unidos tenía la intención de invadir Cuba de forma inminente.
De hecho, él estaba convencido de que venían los americanos. La decisión de
Jrushchov de mandar a los buques rusos que transportaban las ojivas
nucleares que no siguieran hasta la isla lo había consternado, pues sugería una
falta de determinación indigna. Con todo, al líder cubano aún no se le pasaba
por la cabeza que la determinación de la poderosa Unión Soviética pudiera ser
tan débil como para llevarla a ceder a la exigencia estadounidense de retirar
las estupendas armas que ya tenía desplegadas en Cuba y que habían otorgado
a la isla una importancia tan gratificante.

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Por tanto, daba por hecho que a la firmeza soviética Estados Unidos
respondería con la agresión, y en consecuencia preparó a sus fuerzas para
repeler la invasión. El presidente títere del régimen, Osvaldo Dorticós, que
estaba sumamente nervioso, le dijo ese viernes al embajador yugoslavo que el
ataque de Estados Unidos era «inevitable». Alekseev informó de todo esto a
Moscú, donde multiplicó los temores de Jrushchov, que se sentía
incomparablemente menos ansioso que Fidel por un enfrentamiento con las
fuerzas del capitalismo.
Castro, entre tanto, emitió un comunicado: «Cuba no acepta el vandálico y
piratesco privilegio de ningún avión de guerra a violar su espacio aéreo,
porque ello afecta esencialmente a su seguridad y facilita las condiciones para
un ataque por sorpresa sobre nuestro territorio. Tan legítimo derecho de
defensa es irrenunciable y, por tanto, todo avión de combate que invada el
espacio aéreo cubano solo podrá hacerlo a riesgo de afrontar nuestro fuego
defensivo». El líder revolucionario también visitó el puesto de mando
soviético en El Chico, al suroeste de La Habana, donde se le dijo que todas las
tropas rusas y la mayor parte de las unidades de misiles estaban plenamente
preparadas. Castro urgió entonces al general Plíyev a que, primero, ordenara a
sus hombres que se deshicieran de sus absurdas vestimentas civiles y se
pusieran uniformes; y, segundo, encendiera los radares, que hasta ese
momento habían permanecido deliberadamente inactivos. El militar soviético
no cumplió la primera solicitud; pero sí la segunda. Los fisgones de la
inteligencia estadounidense informaron a Washington de que el éter había
cobrado vida de repente: decenas de instalaciones electrónicas soviéticas se
habían activado en la isla, incluidos los sistemas de control de incendios.
Plíyev, por su parte, envió un mensaje a Moscú para informar a Malinovski de
la situación: «En opinión de los camaradas cubanos, debemos esperar un
ataque aéreo estadounidense en nuestras bases en Cuba durante la noche del
26 al 27 de octubre, o al alba del 27 de octubre. Fidel Castro ha decidido
derribar los aviones de combate estadounidenses con su artillería antiaérea en
caso de que se produzca un ataque a Cuba. He tomado medidas para dispersar
tekhnika [ojivas] dentro de la zona de operaciones y para mejorar el
camuflaje. En caso de ataques aéreos estadounidenses contra nuestras bases,
he decidido utilizar todos los medios de defensa aérea a mi disposición».
La mayoría de las ojivas soviéticas estaban almacenadas en un búnker
subterráneo, que la CIA no había detectado, cerca de la pequeña ciudad de
Bejucal. Una vez que se las llevaba a las bases de misiles, se necesitaba media
hora para retirar las cubiertas de lona de los R-12 e instalar las cabezas

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nucleares. Después de eso, se necesitaban dos horas más para montar los
misiles ya ensamblados en los lanzadores, conectar el cableado eléctrico y
poner las armas en los ángulos designados, de acuerdo con las instrucciones
de las tarjetas de apuntado. Plíyev tomó la decisión de acercar las ojivas a los
misiles, siguiendo su propio criterio, pero contraviniendo la orden más
reciente de Moscú. El Presídium respaldó la acción cuando informó de ella,
aunque de nuevo se le advirtió que no debía disparar ningún arma nuclear sin
la autorización del Kremlin. Para hacer la situación todavía más confusa, el
general recibió una serie de telegramas, uno de los cuales decía: «Detengan
todos los trabajos de despliegue de los R-12 y R-14: están irritando a
Naciones Unidas… Camuflen todo con cuidado, trabajen solo de noche».[15]
En ausencia de salvaguardias técnicas, el cumplimiento de la orden de
Moscú seguía dependiendo de la voluntad del general y sus subordinados,
quienes conservaron la autoridad para disparar los misiles tierra-aire. Plíyev,
que se encontraba enfermo, ahora también estaba exasperado. Se veía forzado
a lidiar con un dictador local emocional que estaba convencido de que se
acercaba la hora de cumplir su destino; con unos hombres que habían
trabajado como esclavos preparando un arsenal nuclear para la acción en
condiciones casi intolerables, pero a los que ahora se les mandaba desmontar
sus armas más potentes; con la amenaza de una invasión inminente de
Estados Unidos que tanto los rusos como los cubanos se habían
comprometido a resistir, pero que él y sus subordinados tenían instrucciones
de derrotar sin usar una fuerza extrema; y, por último, con un gobierno en
Moscú empeñado en batirse en retirada, pero desesperado por dar la
impresión de que no era eso lo que estaba haciendo. Difícilmente resulta
sorprendente que, en medio de tal confusión, los oficiales soviéticos
responsables de las defensas antiaéreas de Cuba estuvieran ansiosos por usar
sus armas para impedir los arrogantes sobrevuelos de los estadounidenses, y
que interpretaran sus órdenes confusas y casi contradictorias como si dejaran
el hacerlo a su discreción. Serguéi Mikoyán diría más tarde: «En una
situación en la que Moscú y Washington estaban ansiosos por no hacer nada y
en la que los comandantes no sabían qué debían hacer, cualquier cosa podía
suceder».[16]
Al mismo tiempo, Jrushchov seguía viendo en el irregular cumplimiento
del bloqueo (el hecho de que algunos barcos estuvieran pasando sin que se les
diera el alto) una prueba de vacilación suficiente como para considerar que
tenía margen para presionar a Kennedy y salvar algo del inminente naufragio
de la en extremo ambiciosa y épicamente torpe operación Anádir. La última

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línea que Harold Macmillan escribió en su diario ese 26 de octubre decía: «La
situación es muy oscura y peligrosa. Es una prueba de la voluntad».

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12
Sábado negro

1. CASTRO ASUSTA A JRUSHCHOV

En la mañana del 27 de octubre, en las afueras de Gorki (hoy Nizhni


Nóvgorod, una gran ciudad en las riberas del Volga), el joven Nikolái
Kozakov seguía estando obsesionado con la crisis, pero con una actitud más
sensata que en los días anteriores: «Me levanté a las 9.30 y me tomé un
tiempo para ponerme presentable porque era sábado. Me afeité, me lavé,
trabajé en mi apariencia. Después del desayuno, tomé un lápiz y comencé a
pensar en un poema candente sobre Cuba. Elegí la alada expresión
Venceremos[1] como título y tema. Por supuesto, no podía expresar mis
propios pensamientos, ya que no están de acuerdo con los puntos de vista
comunistas. Tuve que fingir que era un ardiente bolchevique y partidario de
Jrushchov. El poema empezó a cobrar forma; a la hora de la comida ya tenía
tres versos. Tomé un poco de sopa aguada y seguí trabajando… Completé
cinco versos hoy, solo me faltaba el último… Pero antes tenía que pegar las
botas porque tenían agujeros».[2]
Más o menos a la misma hora que Kozakov se levantó de la cama, a
medio mundo de distancia, donde aún era de noche, Fidel Castro llegó a la
embajada de la Unión Soviética en La Habana, una mansión de dos plantas en
el frondoso y elegante barrio del Vedado, otrora propiedad familiar de un
magnate del azúcar que había abandonado Cuba después de la Revolución.
Eran las dos de la mañana del día 27. El «máximo líder» repitió a Aleksandr
Alekseev lo que les había estado diciendo a los generales soviéticos: la
invasión estadounidense era «inevitable». Abrazando una vez más el lenguaje
del melodrama, insistió en que cuando comenzara la guerra, esta debía
convertirse en un conflicto termonuclear: él estaba encantado de morir al lado
de su pueblo «con suprema dignidad». El embajador, esforzándose por

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distinguir la retórica de la realidad en el torrente de palabras del cubano,
envió de inmediato un mensaje a Moscú para informar tanto de la presencia
del visitante en la embajada como de su predicción de una carnicería
inminente. Alekseev también alertó a Jrushchov de que en breve recibiría una
carta personal de su devoto aliado cubano. Durante las varias horas que
siguieron, instalados en el búnker que había debajo de la embajada en
previsión de un ataque furtivo de la aviación estadounidense, el ruso trató de
ayudar a su huésped a escribir un mensaje para el líder de la Unión Soviética,
redactado en un lenguaje que tuviera la grandiosidad que, en opinión de
Castro, el dramatismo del momento exigía.
En un instante de la discusión que mantuvieron, el exasperado y exhausto
enviado soviético preguntó al cubano: «¿Quiere decir que debemos lanzar el
primer ataque nuclear?». No, dijo Castro, que no quería ser tan explícito. Con
todo, al final se decidió por una elección de palabras bastante alarmante:
«Si… los imperialistas invaden a Cuba con el fin de ocuparla, el peligro que
tal política agresiva entraña para la humanidad es tan grande que después de
ese hecho la Unión Soviética no debe permitir jamás las circunstancias en las
cuales los imperialistas pudieran descargar contra ella el primer golpe
nuclear… si ellos llegan a realizar un hecho tan brutal y violador de la Ley y
la moral universal como invadir a Cuba, ese sería el momento de eliminar
para siempre semejante peligro, en acto de la más legítima defensa, por dura y
terrible que fuese la solución, porque no habría otra… Fraternalmente, Fidel
Castro».
Más tarde Alekseev tendría grandes dificultades para convencer a los
historiadores de que, con estas frases, el líder cubano no pretendía exigir a la
Unión Soviética que lanzara un ataque preventivo contra Estados Unidos.[3]
Tal acusación, declaró el antiguo hombre de la KGB, fue sencillamente la
hoja de parra que Jrushchov empleó para justificar su traición al pueblo de la
isla. En esto, es posible que el embajador tuviera ligeramente razón. Sin
embargo, hay pruebas abrumadoras, procedentes de fuentes muy variadas, de
que Fidel Castro estaba tan obsesionado con mantener su propio poder y
gloria —y con la oportunidad de enaltecer, para admiración de la posteridad,
la valentía con que desafió el poderío de Estados Unidos— que demostró una
impavidez y falta de miedo ante la guerra nuclear indignos de cualquier ser
humano, más aún del líder de siete millones de cubanos. Después de que
Alekseev entregara la carta a su personal para que fuera encriptada, el
visitante por fin decidió que era hora de dejar la embajada soviética. Eran las
cinco de la mañana. Fidel le propuso al embajador que, si quería, podía

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acompañarlo a su propio búnker subterráneo, en una cueva en las afueras de
La Habana. El ruso, sin embargo, prefirió permanecer en la misión, desde
donde vio al cubano partir para prepararse para lo que, estaba convencido,
serían las horas culminantes de su vida.
La carta de Castro a Jrushchov, en la que con claridad le proponía abrazar
la perspectiva de un intercambio nuclear en respuesta a una invasión
estadounidense, merece definir su reputación a ojos de la posteridad. La
respuesta de Jrushchov, que llegó muchas horas después, comenzaba en
forma de anticlímax: «Estimado camarada Fidel Castro: Considero incorrecta
esta propuesta suya, aunque entiendo su motivación». El líder soviético
explicitaba sin rodeos la insinuación de Castro, a saber, que una invasión de
Cuba por parte de Estados Unidos era una justificación suficiente para iniciar
un conflicto global y que la URSS debía «ser la primera en lanzar un ataque
nuclear contra el territorio del enemigo».
El narcisismo había sido una característica prominente del jefe
revolucionario a lo largo de toda la vida y, en especial, desde que había
conseguido hacerse con el poder en su pequeño país. Sin embargo, para
promover la primera (y casi con seguridad última) guerra termonuclear con tal
de proteger el propio Estado, se necesitaba un egoísmo en verdad único. Los
testimonios de Jrushchov y otros involucrados evidencian que el mensaje de
Castro convenció tardíamente al máximo dirigente soviético de que, pese a lo
mucho que simpatizaba con Castro como revolucionario y el afecto que le
tenía, el líder cubano no era un hombre al que debiera permitírsele participar
de ninguna forma en la conducción de una crisis tan terriblemente peligrosa.
El primer secretario escribiría después: «Comprendimos que no pensó en las
consecuencias obvias de una propuesta que ponía al planeta al borde de la
extinción».
El mensaje de Castro no llegó a manos de Jrushchov hasta la mañana del
domingo 28, hora de Moscú, momento para el cual la Casa Blanca y el
Kremlin ya habían experimentado muchas otras conmociones traumáticas, y
por tanto no influyó de forma directa en el curso de los acontecimientos del
día 27, que luego los participantes bautizarían como «sábado negro». No
obstante, la carta era un reflejo de la mentalidad casi histérica y a la vez
fatalista que prevalecía entonces en Cuba, y cuyos efectos resultaban más
peligrosos en el caso de los comandantes soviéticos que en el de las fuerzas
castristas, pues los primeros controlaban sistemas de armas
incomparablemente más alarmantes.

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Mientras Castro se encontraba encerrado en la embajada de la URSS con
Alekseev, buena parte de las tropas soviéticas habían sido advertidas de que
se esperaba un desembarco esa noche y estaban cavando trincheras alrededor
de los lanzamisiles y de sus propias posiciones. Cerca del litoral, la roca se
reveló impenetrable, incluso utilizando martillos neumáticos, pero hicieron lo
mejor que pudieron. En la oscuridad sonó una alarma y miles de hombres
saltaron de sus literas escalonadas y permanecieron en estado de alerta hasta
que amaneció. El comunicador naval Vitali Semenozhenkov, de veinte años,
estaba entre quienes de madrugada tomaron posiciones en la costa con fusiles
AK-47, cuatro cargadores por persona y una caja de granadas F-1: «Todas
nuestras unidades se encontraban en alerta máxima; estábamos muy nerviosos
y tensionados, pues esperábamos que se produjera el desembarco en cualquier
momento. El silencio resultaba opresivo. La oscuridad era total y lo único que
veíamos eran los destellos de las luces de los barcos enemigos, demasiado
cerca de la costa» (lo cierto, sin embargo, es que es muy poco probable que se
tratara de buques de guerra estadounidenses). «El veterano marinero Vozniuk
había bajado con su acordeón y estábamos listos para ponernos la camisa a
rayas y la gorra de marinero, para luchar en uniforme con acompañamiento
musical».[4]
El ingeniero de misiles Rafael Zakirov contaba: «Dormíamos con las
armas al lado y durante el día pasábamos horas intentando sintonizar los
boletines de Radio Moscú; permanecimos todo el tiempo en alerta de batalla».
Cuando por fin se le autorizó a escribir a casa, aunque todavía sin especificar
dónde estaba estacionado, le dijo a su familia: «Es muy difícil vivir aquí y la
situación es bastante tensa, como probablemente sepáis por los periódicos.
Pero creo que todo saldrá bien. No os preocupéis por mí… Este ha sido un
período muy inusual y peligroso de mi servicio, pero me enorgullezco de él…
Os extraño mucho, abrazos y besos para todos».
En lo que respecta a las fuerzas cubanas, no todas las armas que los
soviéticos les habían proporcionado eran modernas. Juan Melo, que trabajó
desengrasando los fusiles Mauser que se entregaron a la milicia, reconoció las
esvásticas que los adornaban y entendió que formaban parte del botín de
guerra capturado por el Ejército Rojo a las legiones de Hitler.[5] Conchita
Alfonso, como millones de esposas y madres cubanas, tenía preparada una
mochila para cada uno de sus hijos con una lata de leche, un poco de arroz,
algo de ropa y otras cosas esenciales, «porque si la invasión se producía,
bombardearían La Habana». En esa época, ella era profesora de la
universidad, donde se convocó a todo el claustro para prestar un nuevo

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juramento de fidelidad a la Revolución. Al igual que el resto del pueblo
cubano, Alfonso no había oído nada oficial acerca de los misiles desplegados
en la isla hasta que los estadounidenses revelaron su existencia.
María Regueiro, que hasta entonces había ocultado su uniforme de
miliciana a unos padres burgueses que desaprobaban su compromiso con la
Revolución, se presentó en su casa luciendo orgullosa el pantalón verde, la
camisa azul y la metralleta checa, que llevaba casi como accesorio de moda.
Su padre le preguntó indignado: «¿Qué haces disfrazada de hombre?». Ella,
que para esa fecha tenía diecinueve años, respondió: «Yo no soy un hombre,
soy una miliciana, y vine a decírtelo porque no sé si regresaré». Quizá fueran
palabras melodramáticas, pero el momento no lo era menos. Regueiro
continúa su relato: «Desde ese día mi padre entendió que yo no iba a
cambiar». Pasó el resto de la crisis vigilando su lugar de trabajo, un depósito
en el que las autoridades guardaban los autos confiscados a quienes
abandonaban el país. Recordaba esos días como una época en la que había
«mucha determinación, mucho coraje». La conmovió que ese octubre su
padre, que odiaba el comunismo y casi todo lo que había sucedido en la isla
desde la Revolución, decidiera arropar a Fidel y, abrazando la causa, se
adiestrara como paramédico. Cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él
respondió: «No te equivoques, si Estados Unidos ataca a Cuba, seré el
primero en la línea de defensa de nuestro pueblo».

En Washington, en las primeras horas de la mañana de ese sábado, John


Edgar Hoover, el indigno director del FBI con los últimos seis presidentes, no
contribuyó en nada a la tranquilidad del fiscal general cuando le informó de
que se había ordenado al personal soviético en Nueva York que se preparara
para destruir todos los documentos confidenciales en previsión de la guerra
que la invasión estadounidense de Cuba precipitaría. Al igual que buena parte
de la información difundida por Hoover, esto no era cierto, como tampoco lo
eran los rumores de una actividad incendiaria similar en la embajada de la
URSS en Washington, lo que no impidió que muchos les dieran crédito.
De hecho, dadas las circunstancias, resultaban verosímiles: un miembro
de la representación soviética ante la ONU le dijo al periodista Murray
Kempton que no se sentía capaz de asistir esa tarde a la función del gran
violinista ruso David Óistraj, que por esos días visitaba Estados Unidos:
«Vamos a reunirnos para considerar si debemos evacuar», dijo el diplomático
con tono sombrío. «No quiero estar aquí cuando caiga la bomba rusa».[6] Este

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comentario hizo que Kempton sentenciara con el humor más negro: «Hay
amaneceres rojos que ni siquiera los mejores bolcheviques desean ver». La
percepción en otras partes del mundo no era muy diferente: el canciller
alemán Konrad Adenauer, dirigiéndose al pueblo alemán por televisión,
describió la crisis como «la amenaza más grave para la paz desde 1945». En
Buenos Aires, Billy Graham, el evangelista favorito de los conservadores
estadounidenses, predicó ante diez mil personas sobre «el fin del mundo».
En medio de la movilización y los despliegues en el hemisferio, los
accidentes provocados por las prisas y las duras condiciones operativas
estaban causando muertes en ambos bandos. Un avión de la armada
estadounidense que transportaba pertrechos a Guantánamo explotó al
aterrizar; los ocho tripulantes murieron en el acto y la munición continuó
estallando entre los restos durante horas. A solo unos kilómetros de distancia,
dos soldados rusos y un transeúnte cubano murieron cuando el camión de los
primeros volcó en un accidentado camino, mientras trasladaban a través de la
selva armas pesadas en dirección a la base estadounidense. En las Bermudas,
un avión de reconocimiento RB-47 de la armada de Estados Unidos se
estrelló al despegar debido a un error humano de los técnicos de tierra;
ninguno de los cuatro miembros de la tripulación sobrevivió al impacto.
La mañana anterior, en Brooklyn, la madre de John Guerrasio había
reunido a sus seis hijos en la cocina: «Es posible que no volvamos a vernos»,
les dijo conmovida. «El mundo podría acabarse esta tarde».[7] Luego recitaron
juntos una oración. Guerrasio, que entonces era apenas un niño, cuenta: «Ella
había encontrado un poema que describía la ciudad de Nueva York en un
ataque nuclear, con los rascacielos formando cañones que se llenaban de agua
como en una de esas películas de desastres. Y mi madre nos leyó ese poema y
nos despidió con un beso a cada uno y todos nos fuimos a la escuela pensando
que era el final. Y sentí verdadero asombro cuando llegaron las tres de la
tarde y pude regresar a casa para ver de nuevo Los tres chiflados». En la casa
de Galina Artemieva, en Moscú, ocurrió algo similar: «La familia debatió
seriamente qué debíamos hacer si caía una bomba sobre nosotros».

A las 09.09 del día 27, el comandante Rudolf Anderson despegó de la base
McCoy de la fuerza aérea estadounidense, en las afueras de Orlando, al
mando de un avión U-2 para otro vuelo de vigilancia fotográfica. Esta era la
sexta incursión en Cuba de Anderson desde el comienzo de la crisis, cuando
se le encomendó comprobar el despliegue de las fuerzas soviéticas en la parte

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oriental de la isla, prestando especial atención a la zona de Guantánamo.
Después de dejar el espacio aéreo de Estados Unidos, mantendría en silencio
la radio y cruzaría el litoral en dirección sureste, hacia Camagüey; luego,
volaría hacia Manzanillo, en la costa meridional de la isla, antes de
encaminarse directamente al este, hacia Guantánamo. Se le había indicado
que después de ello hiciera un último giro: en dirección noroeste, hacia
Florida, cruzando la costa de regreso a casa a la altura de la ciudad de Banes.
A lo largo de ese recorrido de casi quinientos kilómetros sobre el país de
Castro, pasaría por encima de varias baterías de misiles tierra-aire soviéticos,
pero él y varios de sus colegas de reconocimiento aéreo habían estado
haciendo lo mismo durante la semana anterior sin desencadenar una respuesta
en tierra.
Anderson, un piloto diligente y entusiasta que amaba su trabajo en los
límites del vuelo tripulado, se había ofrecido como voluntario para esa
misión, que en otros lugares estaba reforzándose con los pases fotográficos a
baja altitud de los Crusader de la armada. El U-2, una aeronave que ahorraba
peso para ganar altitud, carecía de recursos defensivos como los instalados en
los bombarderos para contrarrestar los misiles tierra-aire: en caso de que le
dispararan, Anderson dependía por completo de su destreza para eludirlos. El
oficial de despacho le dio una palmada en el hombro y, antes de que la
carlinga se cerrara, le dijo: «Perfecto, Rudy, allá vamos, que tengas un buen
viaje. Nos vemos al regreso». El piloto le hizo un gesto con el pulgar hacia
arriba, luego rodó por la pista para despegar; dejaba atrás a su esposa Jane,
que estaba embarazada, y sus dos hijos. Sus jefes de la USAF le fallaron de
forma significativa: al informarle de la misión no le contaron que el día
anterior los rusos habían activado los radares de defensa aérea que tenían en
Cuba, que hasta entonces habían estado apagados o funcionando a baja
potencia. La única conclusión racional que podía extraerse de ese cambio era
que las instalaciones soviéticas estaban ahora operando a un nivel de
preparación mayor y que era esperable que dispararan contra los aviones
intrusos.

Ese sábado por la mañana en la Casa Blanca, Kennedy se reunió con una
delegación de gobernadores de varios estados, que veían con alarma la falta
de medidas adecuadas de protección civil. Uno de ellos, Pat Brown, al que en
ocasiones se ensalza como el fundador de la California moderna, exigió con
irritación: «Señor presidente, mucha gente se pregunta por qué cambió de

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opinión acerca de bahía de Cochinos y abortó el ataque. ¿Volverá a cambiar
de opinión?». Este era un recordatorio de los muchos estadounidenses que
percibían la dureza hacia el enemigo comunista como el mayor bien. Kennedy
respondió sin pedir disculpas: «Elegí la cuarentena porque dudaba de que
nuestra gente estuviera lista para la bomba».

Mientras, tanto las fuerzas armadas soviéticas como el Comando Aéreo


Estratégico (SAC) mantuvieron sus prácticas nucleares, sin hacer concesiones
a la mayor tensión creada por la crisis. A última hora de la noche anterior,
aunque a primera hora del sábado en Rusia, un bombardero Tu-95 («Bear»,
en la designación de la OTAN) había arrojado y detonado en la atmósfera
sobre Nueva Zembla, en el círculo polar ártico, una pequeña bomba con una
potencia explosiva veinte veces mayor que la de Little Boy, la bomba atómica
lanzada sobre Hiroshima. Luego llegó el turno de los estadounidenses. En la
oscuridad, un B-52 Stratofortress armado con un dispositivo nuclear de
ochocientos kilotones despegó de Hawái con destino al atolón Johnston, un
santuario de aves federal en medio del Pacífico convertido en escenario de
pruebas nucleares. El día anterior, un misil había sido probado con éxito
desde Johnston, y para ese sábado estaba programada una nueva explosión
como parte de un programa de treinta ensayos, concebido en respuesta a la
reanudación de las pruebas atmosféricas por parte de los soviéticos.
A las 11.46 de la mañana, hora del este de Estados Unidos, en la cuarta
pasada del avión sobre el área designada como objetivo, el bombardero más
competente del SAC, el comandante John Neuhan, lanzó su lata de cuatro
toneladas provista de tres paracaídas, diseñados para ralentizar su descenso y
permitir que el avión abandonara el espacio aéreo circundante antes de la
activación de su espoleta barométrica. Apenas 87,3 segundos después,
mientras la tripulación se protegía tras las cortinas térmicas de la cabina, un
destello de luz blanca alcanzó al avión e hizo que todos a bordo parpadearan;
varios minutos después, lo siguieron una serie de ondas de choque. La nube
de hongo de la bomba se elevó por encima de los 18.000 metros. Entre tanto,
en Washington, nadie en la reunión del ExCom se preocupó por mencionar
este suceso, un indicio de lo frecuentes que eran en el diario de la Guerra Fría
unas explosiones que la posteridad encontraría, con razón, estremecedoras.
Desde principios de octubre, la Unión Soviética había hecho estallar nueve
armas nucleares en la atmósfera; Estados Unidos, cinco. Parece inadecuado

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describir esos formidables rugidos de la amenaza termonuclear como un ruido
de sables, pero eso, nada más y nada menos, es lo que eran.

En la mañana del sábado 27 de octubre, en una reunión en «el tanque» del


Pentágono, el general Curtis LeMay renovó su exigencia de que los jefes del
Estado Mayor Conjunto presentaran un documento abogando por la invasión
total de Cuba. El programa inicial de ataques aéreos, el OPLAN («plan de
operaciones») 312-62, preveía utilizar 52 aviones para una primera oleada de
bombardeos contra los aeródromos y las defensas antiaéreas, así como contra
las instalaciones clave de transporte y de comunicaciones; después de seis
horas el número de aeronaves involucradas aumentaba a 384, para llegar,
después de doce horas, hasta las 470. Lo seguiría el OPLAN 316-61, que
combinaba un asalto anfibio con un despliegue de tropas aerotransportadas.
McNamara se sumó a la reunión a las 13.30, cuando se le transmitió la
recomendación de los jefes. Todavía se estaba discutiendo esta cuando un
oficial interrumpió la sesión con la noticia de la desaparición de un U-2
mientras volaba sobre el polo norte. He aquí una nueva misión opcional
potencialmente catastrófica, otra más, que obtuvo autorización para seguir
adelante en un momento en el que el mundo entero contenía la respiración.
Los estadounidenses habían tenido una primera noticia de este dramático
vuelo de fricción delante de las defensas de la Unión Soviética una hora antes,
a las 12.30. El general Thomas Power, el comandante en jefe del SAC, se
encontraba en el campo de golf de la base Offutt, su cuartel general a las
afueras de Omaha, cuando se le informó de un mensaje interceptado a las
defensas aéreas soviéticas: los rusos habían hecho despegar con urgencia
varios cazas para perseguir a un avión U-2 que volaba a gran altitud en su
espacio aéreo nororiental; la aeronave, de hecho, se hallaba casi quinientos
kilómetros dentro de Rusia. Un oficial telefoneó a la 4.080.ª Ala de
Reconocimiento Estratégico para preguntar: «¿Qué demonios estáis haciendo
con un U-2 en Rusia?». El coronel John des Portes respondió que no sabía
nada acerca de ese avión y que, en lugar de ello, lo que le alarmaba era que el
comandante Anderson no hubiera regresado según lo programado de una
misión sobre Cuba. Otras llamadas revelaron que el primer avión solo podía
ser el del capitán Charles «Chuck» Maultsby, que había despegado esa misma
mañana, en medio de la oscuridad total, de una base de la USAF en Alaska,
para una misión de rutina: tomar muestras de aire en las que luego se

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buscarían partículas radiactivas que proporcionaran información sobre las
pruebas nucleares soviéticas.
Poco más de una hora después, McNamara telefoneó al presidente para
ponerlo al corriente del incidente e informarle de que se habían enviado ya
cazas de la fuerza aérea para proteger el U-2, siempre que fuera posible llegar
hasta él. Kennedy respondió con calma, pero también con razonable
exasperación: «Siempre hay algún hijo de puta que no se entera». Él sabía,
todos sabían, que los soviéticos podían concluir que ese avión se encontraba
realizando una misión de reconocimiento como parte de los preparativos de
un inminente ataque con bombarderos. Sin embargo, durante un intervalo que
hubiera podido ser letal, la USAF había ocultado de forma deliberada a la
administración la información de que el avión se había extraviado y estaba
adentrándose cada vez más en Rusia.
Resulta obvio que permitir que un avión espía estadounidense volara
cerca de la Unión Soviética en medio de una crisis de semejante magnitud era
un descuido que bordeaba la locura, pero ahí estaba la aeronave (y, por
supuesto, el desventurado Maultsby). La respuesta inicial de los
estadounidenses se vio lastrada por el afán de no proporcionar al bando
contrario el más mínimo indicio de un secreto supremo, a saber, que poseían
la capacidad de monitorizar las comunicaciones de la defensa aérea soviética.
Menos de dos meses atrás, otro U-2 había penetrado por error el espacio aéreo
ruso cerca de la isla de Sajalín, lo que obligó a Estados Unidos a disculparse
formalmente ante Moscú. Ese incidente, sin embargo, podría haber tenido una
lectura muy diferente en el contexto de la crisis cubana.
Entre tanto, Maultsby, que estaba perdido, asustado y muy muy solo,
seguía emitiendo a través de las ondas la llamada de socorro internacional
—«MAYDAY, MAYDAY, MAYDAY»— mientras escuchaba música
folclórica rusa en los auriculares y veía descender más y más el indicador de
combustible. De repente, comenzó a recibir instrucciones de una voz
desconocida (que, con acierto, supuso que pertenecía a un ruso) para que
hiciera un giro pronunciado a la derecha, lo que lo habría llevado aún más
adentro de la Unión Soviética. Al mismo tiempo, captaba transmisiones de su
base en Alaska, pero eran cada vez más débiles. Para entonces, no tenía duda
de que estaba sobrevolando Rusia y la idea de convertirse en «otro Gary
Powers» le aterrorizaba. Maultsby tenía una razón adicional para temer ese
desenlace: una década atrás, había pasado casi dos años en una prisión
comunista después de que su caza F-80 Shooting Star fuera derribado sobre
Corea del Norte. El hecho de que estuviera dispuesto a aceptar misiones de

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vuelo como esa después de lo que había tenido que soportar como prisionero
de guerra resulta extraordinario. La única explicación es que un aviador es un
aviador. Muchos pilotos a lo largo de la historia han tomado vuelo en contra
de las probabilidades, la lógica y las perspectivas de supervivencia solo
porque desafiar los cielos es lo único que saben, o desean, hacer.
El capitán era consciente de que se había apartado demasiado de la ruta
prevista. En latitudes tan septentrionales las brújulas resultaban inútiles, y
Maultsby dependía de los astros para orientarse, pero una aurora boreal
inesperadamente intensa le impidió usar el sextante para establecer su
posición. En este punto, viró de forma abrupta hasta que las estrellas encima
de su cabeza le indicaron que de nuevo estaba volando hacia el este. Por
suerte para su pulso, que ya debía de estar disparado, no llegó a darse cuenta
de que dos parejas de MiG-17P lo perseguían. Sin embargo, aunque los
aviones soviéticos continuarían detrás de él a lo largo de casi quinientos
kilómetros, cuando estos alcanzaron su techo de vuelo a 18.000 metros de
altura se encontraban aún muy por debajo del desorientado piloto. Todos
estos movimientos estaban siendo monitorizados en el centro de operaciones
del SAC. Temerosos de que los MiG dieran caza al U-2, los estadounidenses
habían enviado desde Alaska dos cazas F-102 para ofrecerle protección.
Ambos interceptores estaban armados con misiles aire-aire Falcon provistos
de cabezas nucleares, un arma capaz de arrasar con todo en un radio de
ochocientos metros. Nadie en el SAC parecía haber considerado que quizá
fuera mejor correr el riesgo de perder un U-2 desarmado que exponerse a
precipitar un enfrentamiento entre cazas soviéticos y aviones estadounidenses
equipados con semejante armamento.
El teniente general David Burchinal, el segundo de LeMay, contaría más
tarde que cuando los jefes del Estado Mayor recibieron en «el tanque» la
noticia sobre el U-2 perdido, McNamara entró en pánico: «Se puso lívido y
presa de la histeria gritó: “Esto significa la guerra con la Unión Soviética. ¡El
presidente debe ponerse en contacto con Moscú de inmediato!”. Y salió
corriendo de la reunión como loco».[8] Este relato se entiende más como un
ejemplo vívido del desprecio que los altos mandos de la USAF sentían por el
secretario de Defensa que como descripción verosímil de su comportamiento,
pero no cabe duda de que, en medio de la crisis, la inoportuna aventura de
Maultsby era un acontecimiento de la mayor gravedad.
Sobre la península de Kola, poco antes de las dos de la tarde, hora del este
de Estados Unidos, Maultsby apagó el motor del U-2, la presurización de la
cabina, la calefacción y los sistemas eléctricos. Habiendo estado en el aire

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durante nueve horas y media, buscó preservar una mínima reserva de
combustible y batería, en caso de que se presentara una nueva emergencia, y
aprovechar la extraordinaria capacidad de planeo del avión espía,
consecuencia de una envergadura de veinticinco metros, el doble de la
longitud del fuselaje desde el morro hasta la cola. Para evitar que la sangre le
estallara de golpe a veinte mil metros de altura, el suministro de oxígeno de
emergencia se activó e hinchó el traje presurizado. Comenzó entonces un
lentísimo y silencioso descenso hasta que, después de una eternidad de
suspense, vio el tenue resplandor del amanecer que le confirmó que se dirigía
al este. Unos minutos más tarde, cuando en Alaska era de mañana, volando
sobre el yermo cubierto de nieve que ahora vislumbraba desde ocho mil
metros de altura, se encontró con la pareja de F-102 que había salido en su
búsqueda. «¡Bienvenido a casa!», oyó decir a uno de los pilotos
estadounidenses en la frecuencia de emergencia, antes de guiarlo hacia una
primitiva pista de aterrizaje helada en el golfo de Kotzebue, donde había una
estación de radar de Estados Unidos.
Cuando estaba a trescientos metros de altura, el piloto de uno de los
interceptores, convencido de que el U-2 se iba a estrellar, gritó: «¡Salta!
¡Salta!». Maultsby lo ignoró, activó su paracaídas de frenado, cayó de panza
sobre la pista y patinó hasta detenerse en una zona de nieve alta. Un
estadounidense enorme enfundado en una parka golpeó en la carlinga:
«Bienvenido a Kotzebue», dijo con una sonrisa. El hombre ayudó al piloto,
que tenía las piernas dormidas, a salir de la cabina «y me puso sobre la nieve
como si fuera un muñeco de trapo». Otros estadounidenses y media docena de
inuits se reunieron a su alrededor, mientras los dos F-102 pasaban zumbado
por encima de la pista antes de girar para regresar a su base. Tras quitarse el
casco, una operación para la que necesitó ayuda, y recibir una bofetada de aire
helado, Maultsby, todavía atontado, se alejó unos metros para vaciar una
vejiga a punto de estallar. Había estado en el aire durante diez horas y
veinticinco minutos, el vuelo más largo jamás registrado de un U-2.
Eran las 14.25 en Washington. Una de la docena de pequeñas crisis dentro
de la gran crisis había terminado. La absurda falta de comunicación entre los
dos bandos había quedado demostrada de nuevo. Nadie se molestó en
explicarle a los soviéticos qué estaba haciendo (o, mejor, qué no estaba
haciendo) el U-2 dentro de su espacio aéreo. Jrushchov pareció aliviado
cuando el mariscal Malinovski le informó de que los MiG no habían podido
dar caza al intruso. «El avión probablemente estaba perdido», dijo el primer
secretario: «No tenía nada que hacer en Chukotka», la región más oriental de

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la URSS. Con todo, el vozhd reconoció la posibilidad de que el sobrevuelo
hubiera sido una provocación deliberada por parte de los jefes de la USAF y
así lo afirmó en su siguiente misiva a la Casa Blanca.[9]

2. LOS SOVIÉTICOS DISPARAN

Mientras el drama de Maultsby se desarrollaba en los cielos del noreste de


Rusia, otro avión U-2 se había convertido en el foco de una confrontación
todavía más grave en los cielos de Cuba. Aunque para entonces los
estadounidenses sabían mucho acerca de los despliegues soviéticos, aún había
lagunas importantes en su inteligencia. Ignoraban, por ejemplo, que los
misiles Luna habían sido trasladados a posiciones de lanzamiento alrededor
de la bahía de Guantánamo. La guarnición de marines de la base
estadounidense había sido reforzada con más de cinco mil hombres, ahora
atrincherados para resistir el asalto del ejército cubano. Sin embargo, tales
medidas resultarían por completo inútiles si los soviéticos lanzaban sobre
ellos los Luna, que, armados con cabezas nucleares, podían reducirlos a
cenizas en cuestión de segundos. 36 ojivas de dos kilotones se guardaban en
un búnker excavado en una colina a unos pocos kilómetros de la ciudad de
Managua; y doce ojivas de un megatón para misiles R-12 se ocultaban en
Bejucal. Ninguno de esos dos sitios había sido identificado por la CIA, a
pesar de los inmensos esfuerzos realizados para obtener esa información. Los
fotointérpretes detectaron cierta actividad en Bejucal, pero descartaron el
lugar como posible ubicación de las ojivas porque apenas estaba rodeado por
una cerca descuidada y se accedía a él a través de una puerta que permanecía
abierta. Los analistas daban por sentado que cualquier almacén nuclear estaría
rodeado de la seguridad más extrema, pues los soviéticos sin duda debían
considerar esos arsenales el más sensible de todos sus secretos en la isla. Los
analistas estaban siendo demasiado racionales y, por tanto, equivocándose.
La pasividad de los comandantes soviéticos ante los aviones de
reconocimiento estadounidenses, que de forma repetida pasaban sobre ellos,
había terminado exasperando a muchos de sus hombres. Algunos cubanos se
burlaban de los rusos: si no era para derribar a los intrusos yanquis, les
preguntaban, «entonces, ¿para qué han venido?». El mismo Castro había sido
testigo de los vuelos el 25 de octubre, cuando dos F-101 de la fuerza aérea
estadounidense sobrevolaron impunemente el puesto de mando de San
Antonio de Los Baños mientras él se encontraba de visita, un incidente que
causó indignación y rabia al dictador.

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La emoción y expectativa de las decenas de miles de cubanos a cargo de
las defensas de la isla estaban en su punto máximo. A las 15.41 de ese sábado,
otros seis Crusader de la armada de Estados Unidos despegaron para realizar
misiones de reconocimiento en Cuba. Habiendo cruzado el mar lo bastante
bajo como para que les salpicara el agua, ascendieron hasta situarse por
encima de sus objetivos fotográficos y se encontraron con el fuego de las
defensas antiaéreas. Decenas de cubanos comenzaron a dispararles con todas
las armas que tenían a mano, y los rusos que estaban cerca se sumaron a ellos.
«Saqué mi pistola», relataría más tarde el teniente Dmitri Senko, «y comencé
a disparar. Era imposible, por supuesto, que mis balas les dieran, pero uno de
los aviones comenzó a arrojar humo y perdió altura». Esto, casi con
seguridad, fue una ilusión, pero da igual. En otra parte de la isla, la unidad de
tanques de Vasil Voloshchenko había estado en alerta máxima desde el día
anterior. Cuando le preguntaron tiempo después lo que los rusos sentían hacia
los estadounidenses en esas horas, dijo: «¿Qué sentimiento podíamos tener
cuando vivíamos encima de un barril de pólvora? Vimos sus aviones rozando
las copas de las palmeras, seguidos por los disparos de los cañones antiaéreos.
No teníamos miedo, solo pensábamos en los estadounidenses, siempre
tratando de decirles a todos en todas partes qué debían hacer».[10]
Al cabo de una hora, la Casa Blanca recibió la noticia de que un avión
estadounidense había sido alcanzado por un proyectil de 37 mm. Eso no era
cierto, pero hizo que el ExCom percibiera una escalada por parte de los
cubanos, lo que sí lo era. No obstante, el presidente y McNamara, todavía
muy alarmados por la noticia de la intrusión del U-2 en las profundidades del
espacio aéreo soviético, decidieron que no era el momento de excitar a los
medios de comunicación de su propio país. Se acordó no decir nada acerca de
los disparos contra los Crusader. En ese momento, tanto la Casa Blanca como
el Kremlin seguían ignorando un episodio mucho más grave ocurrido horas
antes.

El cuartel general de la defensa aérea soviética para el oriente de Cuba estaba


ubicado en el centro de la antigua ciudad colonial de Camagüey, en lo que
antes era una iglesia. El interior del recinto estaba ahora dominado por una
gran pantalla que mostraba los movimientos aéreos en la región. Desde que el
sistema se activara el viernes por la noche, los rusos que lo monitorizaban
(todavía vestidos con las camisas a cuadros y los pantalones que usaban para
fingir que eran civiles, lo que daba a la escena un aire incongruente) habían

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estado observando los despegues desde la base de Guantánamo, así como la
actividad de la armada estadounidense frente a las costas de la isla. El
comandante local, el coronel Gueorgui Voronkov, había pasado la noche de
servicio, en permanente espera del asalto anfibio de Estados Unidos.
Durante las horas de oscuridad, a pesar de los muchos obstáculos y
peligros, los camiones continuaron llevando las ojivas nucleares a las distintas
bases de lanzamiento de IRBM repartidas por todo el país, y ello cuando ya
habían pasado por lo menos veinticuatro horas desde que Moscú ordenara a
Plíyev prepararse para devolver esas armas a la Unión Soviética. Es probable
que parte de la explicación resida en el caos que ha acompañado tantas
operaciones militares rusas a lo largo de la historia, incluso hasta 2022; en el
mal estado de salud del general soviético; y, sobre todo, en la creencia
compartida por las fuerzas soviéticas y cubanas de que la invasión
estadounidense era inminente. El personal ruso, además, estaba agotado tras
jornadas de trabajo extenuantes y horas y horas de enorme tensión. Las
comunicaciones estadounidenses hacia y desde «la primera línea», sobre lo
que estaba ocurriendo tanto en el aire como en el mar, sufrían con frecuencia
retrasos considerables. Por lo tanto, no resulta sorprendente que lo mismo
sucediera en el lado soviético. Siguiendo las nuevas instrucciones de Moscú, a
las ocho de la mañana del día 27 el general Plíyev había ordenado a sus
fuerzas que solo abrieran fuego si estaban siendo objeto de un ataque directo.
Pero al parecer no llegó a discutir con sus subordinados la interpretación
exacta de las palabras «ataque directo» (por ejemplo: si los aviones de
reconocimiento estadounidenses debían considerarse atacantes) antes de dejar
su puesto de mando en El Chico para recuperar algo de sueño. Estaba
enfermo, y exasperado por los sucesivos cambios de directrices. El control
que tenía sobre sus fuerzas y subordinados era débil.
El U-2 del comandante Anderson fue rastreado por Camagüey desde el
momento en que se acercó a las costas cubanas; pasó sobre la localidad a las
09.22 hora local, sin responder a la señal electrónica que se le envió. En el
centro de operaciones, ese punto pulsante en la pantalla recibió la designación
«objetivo n.º 33». Su presencia también fue advertida en El Chico por el
comandante general de la defensa aérea, el teniente general Stepan Grechko, y
su adjunto, el general de división Leonid Garbuz. Ambos hombres, como
todos los oficiales soviéticos en Cuba, estaban sometidos a la mayor tensión.
Intentaron alertar al general Plíyev sobre el intruso, pero no lograron
contactar con él por teléfono.

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Para ese momento, el avión de Anderson había pasado sobre Guantánamo
y se dirigía de nuevo al norte, con la cámara cargada de imágenes de las
instalaciones soviéticas. Pronto estaría fuera del espacio aéreo cubano.
Mientras Grechko y Garbuz aún estaban decidiendo la línea de actuación que
debían seguir, el U-2 pasó por la zona del 701.º Regimiento Antiaéreo
soviético. Anderson llevaba volando sobre Cuba ya más de una hora, cuando
el comando central soviético en La Habana, es decir, los dos principales
subordinados de Plíyev, envió un mensaje a la 27.ª División Antiaérea en
Camagüey: «Destruyan el objetivo n.º 33». El oficial al mando de esta
formación, el coronel Voronkov, ordenó de inmediato al 507.º Regimiento,
comandado por el coronel Yuri Guseinov, que lanzara una salva de misiles. El
U-2 volaba entonces a más de veinte kilómetros sobre Banes, la antigua
ciudad de la United Fruit Company, donde el 11 de octubre de 1948 Fidel
Castro había celebrado su primera boda… en el Club Americano.
La batería de misiles n.º 4 del 507.º Regimiento, al frente de la cual estaba
el comandante Iván Gerchenov, había estado rastreando durante varios
minutos al avión intruso. Los estadounidenses que espiaban informaron de
que tenían un «Big Cigar», la palabra en clave oficial para los radares de
control de tiro «Fruit Set»: los soviéticos estaban siguiendo un avión que en
ese momento sobrevolaba Cuba. El oficial de blancos, el teniente Alekséi
Riapenko, y los tres cabos que lo acompañaban en la cabina de radar de la

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batería acababan de relevar al turno de noche cuando oyeron a su comandante
dar una orden que ninguno de ellos había recibido antes en serio: «Localice el
objetivo en acimut 130, alcance 110, altitud 23 [km]». Cuando el alcance se
redujo a sesenta kilómetros, Riapenko ordenó a sus hombres fijarlo
electrónicamente: «El seguimiento era estable, el equipo funcionaba bien. Me
sentía por completo seguro de que daríamos en el blanco y les mandé cambiar
a rastreo automático».
Cuando el avión estadounidense entró en la zona de lanzamiento de los
misiles tierra-aire, perdió algo de altura. El jefe del regimiento urgió al cuartel
general a confirmar la orden de derribo varias veces, pero no obtuvo ninguna
respuesta. El calor en la cabina de control era intenso y, en palabras de
Riapenko, «también lo era la situación. Todavía no teníamos instrucciones».
El comandante Gerchenov, que seguía al teléfono, exigió una vez: «¿Qué
hacemos? ¿Disparamos?». Con gotas de sudor recorriendo sus rostros, el
personal de la batería de misiles vio cómo el U-2, monitorizado por el
dispositivo de lanzamiento automático, entraba en la zona de fuego. De
repente, Gerchenov gritó: «¡Destruyan el objetivo con una salva de tres
[misiles]!». Riapenko armó electrónicamente los misiles tierra-aire y presionó
el botón de disparo. Cuando el primer misil se elevó hacia el cielo y el haz de
seguimiento se encendió, el teniente informó: «Objetivo captado». Diez
segundos después, se disparó el segundo misil; y luego el tercero. Una
tormenta torrencial se desató mientras, en la plataforma de lanzamiento, los
hombres se apresuraban a reponer los misiles que ahora perseguían al intruso.
En la asfixiante cabina, los rusos no podían ver ni oír lo que sucedía en el
cielo, pero, hipnotizados frente a las pantallas de los radares, advirtieron
como una nube reemplazaba la imagen antes nítida en el momento en que el
primer misil explotó: el avión había sido alcanzado. Un instante después,
explotó también el segundo misil y el blanco empezó a perder altura con
rapidez. «Objetivo destruido», informó Riapenko de forma lacónica. «No
había más objetivos en nuestra zona», referiría más tarde. «El comandante
Gerchenov informó al puesto de mando del regimiento que el objetivo n.º 33
ya no existía. Después, dio la noticia a toda la base a través del sistema de
altavoces y luego me aplaudió por haber actuado con seguridad y calma». Los
hombres, atónitos y a la vez muy contentos, salieron de la cabina de control.
«La lluvia había cesado. Todos los oficiales y operarios, congregados en la
plataforma de lanzamiento, charlaban animadamente. El comandante dijo:
“¡Muy bien hecho!”. Luego me levantaron y empezaron a lanzarme al aire, lo
cual no era difícil, ya que pesaba solo 56 kilos. Mi equipo también había

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hecho un gran trabajo». Tanto Gerchenov como Riapenko serían
condecorados por su logro, si bien tendrían que esperar hasta el 1 de octubre
de 1964, cuando prácticamente habían pasado dos años del suceso. La cola
del U-2 cayó en la bahía de Banes, mientras que el cadáver del piloto y otros
restos de la aeronave lo hicieron en un cañaveral en Veguitas, a unos diez
kilómetros del sitio desde el que se dispararon los misiles que lo derribaron.
El teniente general Stepan Grechko había tomado la decisión de autorizar
el lanzamiento de modo espontáneo, consciente de que los cubanos ya estaban
disparando de forma indiscriminada contra los aviones estadounidenses que
sobrevolaban la isla. Más tarde diría que dio por hecho que la guerra había
estallado y que todas las restricciones se habían levantado, a pesar de no
existir una orden emanada de la cima de la cadena de mando soviética que así
lo dijera. El general Gribkov disculparía luego a sus subordinados: «Estos
oficiales no desobedecieron órdenes sino que reaccionaron, de manera
razonada desde un punto de vista militar, como entendían que la situación lo
requería».[11] Con todo, una explicación más verosímil es que, en el ambiente
de extrema tensión que imperaba entre las fuerzas soviéticas y cubanas,
Grechko encontrara irresistible la oportunidad de pinchar el globo de la
arrogancia estadounidense que él, como muchos de sus compatriotas, percibía
en los sobrevuelos. A fin de cuentas, como solían preguntarles los cubanos: si
no iban a disparar contra los intrusos estadounidenses, ¿para qué habían
venido? Esta era precisamente la razón por la que Kennedy, en especial, y
Jrushchov, en menor medida, temían perder el control de unas armas, mucho
más peligrosas que los misiles tierra-aire, que sus respectivos generales
también podían decidir lanzar según su criterio.
El derribo del U-2 aumentó la tensión de forma dramática, justo en el
momento en que Jrushchov, en el Kremlin, estaba desesperado por reducir la
escalada. En cuanto a los estadounidenses, pasaron varias horas antes de que
la noticia de la muerte del comandante Anderson llegara a la Casa Blanca.
Incluso a finales del siglo XX, cuando los líderes nacionales supuestamente
tenían el Armagedón al alcance de la mano, los hilos de comunicación que
unían el campo de batalla con la Casa Blanca y el Kremlin eran largos y
peligrosamente tenues.

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13
En el borde del abismo

1. PUNTO MUERTO

El sábado por la mañana, la sesión informativa de los servicios de


inteligencia, como de costumbre a cargo de McCone, confirmó al ExCom que
no se detectaba ningún cambio en la situación de los misiles balísticos en
Cuba: todo indicaba que estaban listos para disparar. Se había identificado la
presencia de tres submarinos de la clase Foxtrot, uno de ellos dentro de la
zona de cuarentena. En cuanto a las actitudes en otras partes del mundo, había
habido manifestaciones contra Estados Unidos en Buenos Aires, Caracas y La
Paz, mientras que en Europa, donde se tenía cada vez más conciencia de la
temeridad de los soviéticos, la opinión era bastante más favorable al gobierno.
The Economist escribió ese día: «Los motivos del señor Jrushchov para
instalar en Cuba unos misiles que al parecer ha negado a otros países satélites
de la Unión Soviética siguen siendo inquietantemente oscuros».
Por su parte, el semanario británico The Spectator respaldaba con fuerza
la posición de Estados Unidos y afirmaba que el presidente Kennedy «no tuvo
verdadera elección ante la prueba, directa y obvia, a la que los soviéticos
están sometiendo la voluntad estadounidense de resistir».[1] «En última
instancia», decía el mismo artículo, «las sutilezas legales [del bloqueo] no son
el meollo del asunto… la defensa de nuestras libertades, y de la paz, depende
de nuestra fortaleza. Y el núcleo de esta fortaleza es el poderío de Estados
Unidos. El no rechazar con firmeza una amenaza directa a ese poder
significaría el derrumbamiento de la única garantía verdadera de la libertad y
de la ley en todo el mundo». Este sentimiento (que en esencia se reducía a un
«es nuestro bando en la Guerra Fría, para bien o para mal») animaba el
significativo, y creciente, respaldo popular a las acciones de Estados Unidos
en Europa.

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Con varios cargueros soviéticos todavía avanzando hacia la zona del
bloqueo, los estadounidenses enviaron un nuevo mensaje a Moscú, con la
intermediación de U Thant, para asegurarse de que los rusos eran conscientes
de a dónde conducía esa línea de actuación. En la reunión del ExCom
McNamara destacó el Grozni, un buque cisterna que se encontraba a algo
menos de mil kilómetros de distancia, y recomendó que se lo abordara y
registrara —«usando la fuerza si es necesario»— en un endurecimiento
medido de la táctica estadounidense. En la base Barksdale, Luisiana, el
personal de la 2.ª Fuerza Aérea de la USAF encargado de vigilar los buques
que se dirigían a Cuba se topó con un quebradero de cabeza técnico. El oficial
al mando, el general John Ryan, comprendió de repente que sus pilotos no
estaban capacitados para leer el nombre Grozni en ruso. Sin perder tiempo,
envió a un subalterno a una universidad privada cercana, el Centenary
College de Luisiana, para que buscara allí a alguien que dominara el idioma y
pudiera escribir la palabra Grozni en alfabeto cirílico. Luego, en una época en
la que aún no existía el fax, el aviador tuvo que explicar por teléfono a la base
de operaciones de los aviones en Lake Charles qué aspecto tendría el nombre
en el costado del barco, una tarea que realizó de forma minuciosa, «como lo
harías con un niño», en palabras del coronel Bill Garland, de la 2.ª Fuerza
Aérea.[2]
Los aviones despegaron para mantener la vigilancia rotativa a la que se
estaba sometiendo al Grozni, que se consideraba probable que transportara
misiles, aunque en realidad era inocente. Después de que el buque cisterna no
respondiera a la exigencia de identificarse, el almirante Dennison ordenó a los
buques de guerra que se encontraban en las inmediaciones que cargaran sus
cañones con munición real y los vaciaran después disparando en la dirección
opuesta al barco soviético. Cuando cayó la oscuridad, los buques de la armada
también iluminaron el cielo nocturno con ocasionales lanzamientos de
bengalas. «El ejército estadounidense se comportó de forma cada vez más
agresiva», escribió Serguéi Jrushchov. «Incluso insolente, diría».[3]

Hacia el mediodía, hora en Moscú, por la mañana temprano en Washington,


Jrushchov dio muestras de haber recuperado algo del entusiasmo perdido:
«No van a invadir», dijo con seguridad a sus colegas del Presídium. El hecho
de que Kennedy hubiera respondido a la propuesta de U Thant lo indicaba así:
Estados Unidos no iba a embarcarse en una acción militar mientras seguía
explorando la vía diplomática. El líder soviético había reconocido, al menos

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dentro de los muros del Kremlin, que sería necesario retirar los misiles de
Cuba; pero, no obstante, continuaba empeñado en hacerlo en unos términos
que le permitieran redimirse: «No podremos liquidar el conflicto a menos que
satisfagamos a los estadounidenses y aceptemos que nuestros cohetes R-12
están allí. Si logramos que a cambio ellos desmantelen sus bases en Turquía y
Pakistán, entonces habremos ganado».
Este fue el momento en el que Jrushchov abrazó la «propuesta de
Lippmann». El primer secretario redactó una nueva carta para Kennedy en la
que le proponía de forma explícita el trato: «Está preocupado por Cuba. Dice
que le preocupa porque está a solo 150 kilómetros de la costa de Estados
Unidos. Sin embargo, Turquía está aquí al lado. Los centinelas de ambos
países van de aquí para allá vigilándose los unos a los otros. ¿Cree que tiene
derecho a exigir seguridad para su país y la retirada de unas armas que
considera ofensivas sin reconocernos el mismo derecho? Por esa razón le
hago esta propuesta. Aceptamos sacar de Cuba las armas que clasifica como
ofensivas. Aceptamos declarar ese compromiso ante Naciones Unidas. Y sus
representantes harán una declaración en la que conste que Estados Unidos,
teniendo en cuenta la ansiedad y la preocupación del Estado soviético,
evacuará las armas análogas que tiene en Turquía».

Viñeta de Vicky en el London Evening Standard, 24 de octubre de 1962

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En aras de la velocidad y la ventaja táctica, este mensaje se transmitió a
través de Radio Moscú a las cinco de la tarde de ese sábado, cuando en
Washington eran las diez de la mañana. Entre tanto, Jrushchov ordenó a su
ministro de Defensa que enviara un mensaje al general Plíyev en La Habana:
«Se confirma de forma categórica que está prohibido usar ojivas nucleares
para los misiles, los FKR y los Luna sin la aprobación de Moscú. Confirme el
recibo». Si la Casa Blanca se sentía frustrada por lo difícil que resultaba
seguir los vaivenes del líder comunista, otro tanto ocurría con la burocracia de
los medios de comunicación soviética. Ese día, la primera plana de Izvestia
publicaba la noticia de que el Kremlin había confirmado la presencia de
misiles rusos en Cuba, que antes había negado, e informaba también de la
oferta de retirarlos a cambio de la retirada de los misiles estadounidenses de
Turquía. Por desgracia, un comentario de la página 2 que había quedado
rezagado con respecto a este desarrollo de los acontecimientos vituperaba las
acusaciones de Estados Unidos sobre el despliegue de los misiles y
menospreciaba los rumores de un intercambio como obra de la febril
«maquinaria propagandística del Pentágono».

La carta abierta de Jrushchov a Kennedy, un ejercicio de «diplomacia de


megáfono», fue noticia en todo el mundo. En la Casa Blanca, el presidente
leyó en voz alta, en el boletín de una agencia de noticias que le había
entregado Ted Sorensen, el anuncio de que el líder soviético estaba
ofreciendo a Estados Unidos intercambiar los misiles que la URSS tenía en
Cuba por los Júpiter que los estadounidenses tenían en Turquía. Bundy no se
lo creía. El presidente y sus asesores estaban una vez más confundidos y, de
hecho, enojados. El primer secretario estaba proponiendo ahora unos términos
diferentes de los expuestos, apenas un día antes, en su carta privada al
presidente. El ExCom intentó dar coherencia a esta secuencia de mensajes,
pero estos, en realidad, eran un reflejo de las vacilaciones disparatadas de
Jrushchov mientras buscaba a tientas el pomo de la puerta de salida.
Estados Unidos no podía responder hasta tener más información. El grupo
reunido en la sala del gabinete coincidió en que, a la espera de una aclaración,
era vital mantener presionados a los rusos, en particular intensificando la
vigilancia aérea de las bases de misiles: aún ignoraban el destino del
comandante Anderson. Lejos de entender que Jrushchov se estaba preparando
para una batida en retirada de proporciones históricas, la mayoría de los

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miembros del ExCom todavía creía que solo un ataque aéreo y una invasión
estadounidenses conseguirían sacar los misiles nucleares de Cuba.
La posibilidad de que la oferta soviética sobre Turquía fuera auténtica se
sometió a discusión. La opinión mayoritaria fue que, incluso si lo era, un
acuerdo semejante sería contraproducente, pues no solo enfurecería a los
turcos, sino que otros aliados lo interpretarían como una señal de la
disposición de Estados Unidos a arrojarlos a los lobos si con ello obtenía una
ventaja a corto plazo. Paul Nitze dijo: «Creo que a todos los demás [países]
les preocupa que pueda incluírselos en este gran trueque en caso de
extenderse más allá de Cuba». Por otro lado, también era posible que, a ojos
del mundo, la oferta pareciera justa. El presidente dijo: Jrushchov «nos ha
metido en una buena. Porque la mayoría de la gente considerará que no se
trata de una propuesta irrazonable… Creo que debemos dar por sentado que
esta es su nueva y definitiva posición, y es pública». Robert Kennedy
escribiría más tarde acerca de la consternación que se apoderó del ExCom
después de estudiar la última comunicación abierta de Moscú a pesar de que,
reconocía, «la propuesta que hicieron los rusos… no suponía menoscabo para
Estados Unidos ni para nuestros aliados de la OTAN».[4] El comité estaba de
acuerdo en que, si bien la aparente incompatibilidad entre los dos mensajes
del Kremlin, uno privado y otro público, era un indicio de la confusión en el
bando soviético, también, en palabras del fiscal general, «había confusión
entre nosotros».[5] Merece la pena hacer hincapié en que, pese a las opiniones
contrarias al intercambio que pudieran expresarse ese día alrededor de la
mesa, en esta etapa el presidente, en su fuero interno, ya estaba dispuesto a
acceder a él.
Lo que inquietaba a la Casa Blanca era saber cuál era de verdad la
posición de la Unión Soviética: la expuesta en la carta privada del día anterior
o la contenida en la declaración pública de ese sábado. La idea de un trato
basado en la promesa de dejar a Cuba en paz había empezado a resultar cada
vez más atractiva; y considerar ahora la posibilidad de sacrificar Turquía
(pues aunque el Pentágono subrayara que los misiles Júpiter no tenían ningún
valor estratégico era así como se veía) resultaba desalentador. Kennedy, que
para entonces había recibido una transcripción de la declaración pública de
Jrushchov, dijo: «Ha sacado esto así para causar la máxima tensión y
avergonzarnos. Si fuera una propuesta en privado, nos daría la oportunidad de
negociar con los turcos. Pero lo ha planteado de una forma que obliga a los
turcos a decir que no están de acuerdo con esto».

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En Gorki, el aspirante a poeta Nikolái Kozakov escuchó con su cinismo
habitual la transmisión de la carta del líder nacional a Kennedy: «Levitán [el
locutor de Radio Moscú] comenzó a despotricar a las cinco de la tarde:
“¡Atención! ¡Atención!”. ¿Qué está pasando? Resultó que estaban
transmitiendo un mensaje del tiburón [Jrushchov] a Kennedy. Que daba la
bienvenida a su decisión de mantener nuestros barcos fuera del Caribe y que
enviaremos representantes a la ONU con instrucciones completas. Siguió
atacando a Kennedy, que ellos tenían bases en Turquía, que entonces ¿por qué
nosotros no podíamos acomodarnos en Cuba? De modo que el marrano
admitió que teníamos cohetes allí, o sea, que en Cuba tenían nuestros cohetes,
pero que nuestros oficiales se estaban ocupando de ellos. Por tanto, no tengas
miedo, nada imprevisto puede suceder.
»¡Pero qué paso tan imprudente! ¡Darles misiles a los cubanos! A fin de
cuentas, son descendientes de los conquistadores, gente ardiente e impulsiva.
Ahora solo tenemos que darles armas nucleares también a los chinos. Y dice
el cabrón: A Cuba solo le estamos dando armas defensivas. ¿De qué está
hablando? ¿Cohetes y aviones de largo alcance para la defensa? No, no es así.
Estamos jugando con fuego, haciendo equilibrios al borde de una guerra. Tal
vez mi pensamiento sea muy primitivo, pero esta es mi firme opinión: no
tengo nada en contra de Cuba, pero me siento dispuesto a pulverizar al
“sabio” Jrushchov».
Entre tanto, en Washington, también McNamara estaba exasperado:
«¿Cómo podemos negociar con alguien que cambia su oferta antes de que
tengamos la oportunidad de responder a ella y anuncia públicamente un trato
que aún no hemos recibido?». Ese grupo de mentes brillantes, pero
desconcertadas, se sentía impulsado a llegar a una conclusión, una conclusión
falsa: que Jrushchov estaba luchando contra enemigos dentro del Kremlin;
que si la última propuesta había reemplazado a la del día anterior, era porque
sus camaradas del Presídium lo habían obligado a hacerlo. No conseguían
entender lo que realmente ocurría, a saber, que Jrushchov estaba forcejeando
por salir de un pantano que él mismo había creado y (para mezclar metáforas)
reescribiendo el guion entre una toma y otra, en el caso de su propuesta más
reciente inspirado por la lectura de una columna de Walter Lippmann.
Robert Kennedy lanzó una idea: ¿era posible proporcionar a los turcos
algún tipo de garantía que permitiera a Estados Unidos avanzar en un acuerdo
como el que Moscú planteaba en la última carta? La mayor parte del grupo,
desgastado por los equívocos rusos y con franqueza confundido acerca de la
auténtica posición del Kremlin, estaba en contra de ceder terreno, de dar

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cualquier paso que pudiera interpretarse como una muestra de debilidad. No
obstante, el presidente consideró que debían ganar tiempo hablando con
Ankara y convenciendo a los turcos de que no anunciaran ningún
planteamiento inflexible o irrevocable hasta que se hubiera aclarado la
situación: «No hay ninguna duda. No nos engañemos. [Los soviéticos] tienen
una propuesta muy buena, y por esa razón la han hecho pública mediante un
anuncio… En términos emotivos, la gente pensará que es un intercambio
bastante equilibrado… Lo que, por ende, nos hace mucho más difícil actuar
[militarmente contra Cuba] con apoyo mundial».
Esa mañana, la Casa Blanca trató de ganar algo de espacio respondiendo a
la oferta pública de Jrushchov quejándose de que en las últimas veinticuatro
horas Moscú había hecho «varias propuestas inconsistentes y
contradictorias», una queja por completo legítima. Además, no podía haber
ninguna negociación mientras continuaran los trabajos en las bases de misiles
en Cuba. En una demostración del abismo que existía entre los mandos de las
fuerzas armadas estadounidenses y la realidad política, mientras el general
Max Taylor asistía a las reuniones del ExCom, los demás jefes del Estado
Mayor Conjunto resolvieron redactar un nuevo memorando para instar al
presidente a que autorizara un ataque aéreo masivo contra Cuba, ya fuera para
el día siguiente, 28 de octubre, o para el 29, y la invasión de la isla que
debería producirse a continuación.

A lo largo de la crisis, las actitudes de los europeos, y en especial la del


primer ministro británico Harold Macmillan, estuvieron fuertemente
influenciadas por sus propias circunstancias: «Para nosotros, que tenemos casi
quinientos de esos misiles rusos apuntando a Europa», escribió el primer
ministro, «esos veinte o treinta en Cuba resultan un tanto irónicos. Pero, como
le dije al presidente, cuando uno vive en el Vesubio, tiene que desentenderse
un poco del riesgo de erupciones».[6] No obstante, el «sábado negro», el líder
británico convocó a la Casa del Almirantazgo al jefe del Estado Mayor del
Aire, sir Thomas Pike, para discutir el estado de alerta de los bombarderos de
la Fuerza V. El mariscal Pike informó más tarde a sus colegas jefes de las
fuerzas armadas de que el primer ministro seguía ansioso por posponer
cualquier medida, como la movilización, que pudiera interpretarse como
encaminada a prepararse para la guerra.
Si la situación se deterioraba aún más, Macmillan se proponía convocar
una reunión de gabinete para la tarde siguiente, a la que invitaría a asistir a los

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jefes del Estado Mayor. Por el momento, sin embargo, no quería hacer volver
a Londres (o, mejor, que los medios de comunicación descubrieran que había
hecho volver a Londres) al jefe del Estado Mayor de la Defensa, el almirante
conde Mountbatten, que se encontraba en su casa de campo en Hampshire. El
primer ministro solo propuso que se pusiera a los bombarderos de la Fuerza V
en un estado de alerta ligeramente más alto, lo que se hizo a la una de la tarde
del sábado (ocho de la mañana en Washington). La bitácora del comando de
bombarderos del Grupo n.º 1 de la RAF recoge: «Se requirió que todo el
personal clave permaneciera en la estación y que el personal de operaciones
estuviera disponible con poca antelación. Aunque no se ordenó la generación
de aeronaves, se hicieron algunos preparativos para garantizar una generación
rápida de ser necesario. Todas las medidas fueron discretas».[7]
Al día siguiente, el número de bombarderos cargados con armas nucleares
de la flotilla en alerta se incrementó de tres a seis. Esta era la punta de lanza
de una fuerza total de 166 aviones con capacidad nuclear, de los cuales 120
estaban entonces por completo disponibles. Entre tanto, se había ordenado
que los sesenta misiles nucleares Thor desplegados en las bases de la RAF en
Gran Bretaña estuvieran preparados para entrar en acción. Al igual que sus
homólogos estadounidenses, algunos oficiales interpretaron las instrucciones
de Macmillan con más entusiasmo de lo que él hubiera deseado. El primer
ministro daba por hecho que únicamente había autorizado el estado de
preparación «uno-cinco»: aviones armados y listos, con tripulaciones en alerta
de quince minutos. En realidad, los aviones en alerta del comando de
bombarderos estaban en el estado de preparación «cero-cinco»: a solo cinco
minutos del despegue. El oficial del 100.º Escuadrón en la base Wittering de
la RAF, el teniente coronel Mike Robinson, pasó la tarde del «sábado negro»
sentado con su tripulación en su bombardero Victor, listo para despegar: «El
avión estaba cargado con su Yellow Sun Mk. 2 [bomba de hidrógeno] y
teníamos la “mochila de emergencia” con todas las instrucciones necesarias
sobre el objetivo y la ruta».[8] Un joven piloto, miembro de la tripulación de
un bombardero Vulcan, diría después que, en caso de haber recibido la señal,
«lo habríamos hecho sin vacilar, y de verdad quiero decir sin vacilar».[9]
La preocupación abrumadora de Mike Robinson y sus colegas no era la
posibilidad de un Armagedón inminente, sino su deber profesional de
garantizar que la aeronave estuviera en condiciones de ponerse en marcha de
inmediato, en caso de que se les mandara pasar al estado de preparación «cero
dos» (motores encendidos) o recibieran la orden de «desbandada». Habían
probado todos los sistemas. Eran muy conscientes de que, en caso de un

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ataque soviético, las defensas británicas solo contarían con una brevísima
ventana de oportunidad para actuar. El sistema de alerta de misiles balísticos
que se estaba construyendo en la base Fylingdales de la RAF, en los páramos
de Yorkshire, y que, según se prometía, avisaría al comando de bombarderos
cuatro minutos antes de su incineración, no estaría operativo hasta el año
siguiente. Mientras eso ocurría, el Reino Unido dependía de los sistemas
existentes en Alaska y Groenlandia, junto con los radiotelescopios del
observatorio Jodrell Bank de la Universidad de Manchester, en Cheshire.
Las proyecciones sobre el destino de la nación en caso de guerra (y nadie,
ni por un momento, se hacía ilusiones de que el Reino Unido pudiera librarse
de un ataque si la Unión Soviética lanzaba sus misiles contra Estados Unidos)
se basaban entonces en cálculos hechos en 1955 según los cuales diez bombas
H de diez megatones matarían a 12 de los 46 millones de habitantes del país,
y dejarían incapacitados a muchos más. En 1964 un nuevo cálculo sería más
realista: un ataque soviético, decía, «haría que el Reino Unido dejara de
existir como entidad política corporativa».[10]
El más mínimo retraso en la emisión de la orden de guerra podía ser fatal
para las perspectivas de despegue de la Fuerza V, razón por la cual el SAC
mantenía permanentemente en el aire parte de su flota de B-52. Una vez en el
aire, las tripulaciones de los bombarderos británicos debían estar atentas a la
señal codificada que les indicaría cuáles eran sus objetivos en Rusia, o bien
que regresaran a la base. A pesar de la preocupación del primer ministro por
mantener la temperatura lo más baja posible en el rincón británico de la crisis,
cualquier observador que hubiera pasado ese sábado por la tarde por delante
de Wittering podría haber observado la actividad dentro del perímetro de la
base e, incluso, habría escuchado las órdenes que se daban a las tripulaciones
a través del sistema de megafonía. La transmisión de un mensaje
prestablecido con las palabras «Mickey Finn» indicaba que el Reino Unido
estaba en guerra. Después de pasar cuatro tórridas horas encerradas en las
cabinas, se permitió a las tripulaciones salir de los aviones para jugar al
bridge o al Risk en las estrechas salas de espera de la base; y otro tanto
ocurrió en la cercana Waddington, donde tenía su sede el 44.º Escuadrón. Por
esos días, en Wittering, las esposas de algunos pilotos se presentaron una
noche en el comedor de oficiales y exigieron que les dijeran qué planes se
habían hecho para su evacuación. En palabras del comandante Kevin Dalley,
«no hubo respuesta». Algunas madres hicieron por su cuenta inútiles
preparativos para marcharse al norte con sus hijos, hacia lugares remotos en

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los Peninos o en las islas Hébridas, en la costa occidental de Escocia, si se
enteraban de que sus maridos habían despegado.
Los jefes del Estado Mayor británico preveían que la respuesta soviética
más probable a un ataque estadounidense contra Cuba, como el que parecía
inminente, sería el asalto y toma de Berlín Oeste con sus guarniciones
estadounidense, británica y francesa. Aunque la ciudad era indefendible, sería
inevitable que los tres gobiernos occidentales buscaran responder
militarmente a una agresión rusa semejante. Con el fin de estar preparados
para esa situación, los jefes del Estado Mayor británico propusieron que se
presionara a los políticos para elevar la disponibilidad para el despliegue del
comando de bombarderos a la condición de Alerta 2. Incluso si el Reino
Unido no se movilizaba, como era el deseo del alto mando, ese paso
demostraría su solidaridad con Estados Unidos. El ministro de Defensa
británico, Peter Thorneycroft, recordaría más tarde que Whitehall estaba
desierta y silenciosa ese fin de semana: «Hacía una mañana muy bonita, y al
entrar al Ministerio pensé: “Dios mío, ¿y si esto realmente acaba aquí?”».[11]

En Cuba, Fidel Castro se entregó a una rabia e indignación crecientes. Las


superpotencias solo hablaban entre sí y lo excluían a él. Los estadounidenses
estaban preparándose para invadir su país; los rusos, tal vez, para precipitar su
destrucción, y ni siquiera fingían mínimamente estar interesados en consultar
con el líder cubano. Aunque se vio obligado a reconocer que su régimen
dependía por completo de la Unión Soviética, nunca volvió a sentir por
Jrushchov el afecto que le había profesado hasta ese octubre, pues los
acontecimientos lo forzaron a enfrentar la realidad de que todo lo que hacía
era pavonearse en la cima de un Estado pequeño y débil, cuya importancia
reciente se debía solo a que las dos superpotencias había sido lo bastante
imprudentes como para convertir la isla en el escenario de la confrontación
entre ambas.
Ese sábado por la tarde, una gran multitud saludó la llegada al puerto de
Mariel del Vinnitsa, cuyo capitán hizo un colorido relato de cómo se enfrentó
a los buques de guerra estadounidenses en alta mar para desafiar el bloqueo.
La multitud gritaba: «¡Fidel, Jrushchov, estamo’ con los dos!». En contra de
los deseos de la armada, McNamara había ordenado que se dejara pasar al
barco sin darle el alto: mientras la diplomacia ofreciera alguna esperanza, le
parecía frívolo precipitar un enfrentamiento en el mar. Si iba a haber una
escalada, esta tendría que ser histórica, en la costa.

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Lo que hacía que el estado de ánimo dentro de la Casa Blanca esa tarde
resultara contradictorio era que, si bien para entonces la administración
contaba con la propuesta del Kremlin que señalaba al mundo la ruta para
escapar del borde del abismo, debido a la rabia ante lo que se percibía como
duplicidad de parte de los soviéticos (una emoción que se vio incrementada
por la noticia del derribo del U-2 y que se mezclaba con la determinación de
forzar el resultado) ese sábado parecía estar más cerca de lanzar una acción
militar que en cualquier momento anterior. Cuando el presidente regresó a la
sala del gabinete tras haberse ausentado, se le entregó un nuevo borrador,
redactado por algunos miembros del ExCom, de la posible respuesta de
Estados Unidos a Jrushchov. A modo de explicación, Bundy dijo: «Lo que
justifica esta propuesta es que esperamos que sea rechazada, porque
esperamos estar actuando [contra Cuba] mañana o pasado. El mensaje es para
eso, y no es bueno a menos que sea eso lo que ocurra». Rusk siguió: «Creo
que tenemos que valorar si… la Unión Soviética, al plantear esta exigencia
adicional [para el intercambio de misiles desplegados en el extranjero], la está
presentando como un auténtico escollo que podría desencadenar el conflicto,
o si, en cambio, se trata de un intento de última hora para tratar de conseguir
más, después de haber indicado anoche que se conformarían con menos».
Esto último, como sabemos, era más o menos lo que había ocurrido.
McNamara dijo que lo que parecía necesario ahora era prepararse para
una acción militar: «En este momento no me siento en disposición de
recomendar un ataque aéreo contra Cuba. Solo digo que creo que debemos
comenzar a plantearnos esa opción de manera más realista que antes». Ese
día, el general John Gerhart, el comandante en jefe del Mando de Defensa
Aérea de América del Norte (NORAD), una organización de Canadá y
Estados Unidos para la protección conjunta de ambos países, solicitó a los
jefes del Estado Mayor que se le autorizara por adelantado a utilizar armas
nucleares contra posibles bombarderos enemigos. En respuesta, se le dijo que
esa autorización se le negaría si en el potencial ataque a las fuerzas
estadounidenses intervenían solo aviones cubanos, pero se le otorgaría si
resultaba evidente que se enfrentaban a un ataque general «cubano y sino-
soviético».
Entre tanto, el almirante Robert Dennison, cada vez más alarmado por el
daño que los Luna soviéticos podían causar a la invasión armada, propuso que
se proporcionara a sus fuerzas una capacidad atómica equivalente. El
contraalmirante Edward O’Donnell, el oficial al mando en Guantánamo,
también buscó que se le autorizara a tratar cualquier movimiento de los

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misiles Luna que situara la base dentro de su radio de alcance como «una
acción ofensiva inaceptable para Estados Unidos». Ignoraba que durante la
noche los misiles soviéticos se habían desplazado a posiciones de lanzamiento
desde las que podían aniquilar a los cinco mil hombres que formaban la
guarnición de la base. Curtis LeMay, por su parte, consiguió que se le
autorizara a armar los cazabombarderos F-100 Super Sabre desplegados en
Europa con armas nucleares tácticas, en preparación de un posible ataque
contra 37 objetivos prioritarios del Pacto de Varsovia: aeródromos y centros
de mando. En esa época esas armas no contaban aún con dispositivos de
bloqueo electrónicos, por lo que podían ser lanzadas y detonadas por los
pilotos. Con todo, algunos altos mandos de la fuerza aérea con sentido de la
responsabilidad se preocuparon por la seguridad de los 136 misiles
Minuteman que se encontraban en alerta máxima en sus silos, en bases de
lanzamiento remotas en el norte de Estados Unidos, donde, desde un punto de
vista técnico, podrían ser activados por equipos de dos hombres sin necesidad
de una autorización superior.
En la reunión del ExCom, el secretario de Defensa planteó la posibilidad
de sustituir los Júpiter instalados en Turquía por un submarino armado con
misiles Polaris desplegado en el Mediterráneo; una opción que, consideraba,
serviría para tranquilizar al gobierno de Ankara. La propuesta obtuvo una
aprobación generalizada. El presidente y su grupo asesor también respaldaron
convocar, para el día siguiente, una reunión del Consejo del Atlántico Norte,
el órgano de decisión de la OTAN, con el fin de que todos los países
miembros pudiesen participar en la discusión de ese escenario y las
implicaciones que tendría para la alianza. El consejo se reuniría sabiendo que
Estados Unidos había respondido formalmente a U Thant que aceptaba la
propuesta soviética de comprometerse a no invadir Cuba a cambio de que la
URSS retirara los misiles de la isla; y se le explicaría que, en caso de que los
soviéticos se negaran finalmente a aceptar eso opción, podría plantearse un
intercambio de los Júpiter de Turquía e Italia por las armas desplegadas en
Cuba.
No cabía duda de que semejante alternativa iba a consternar a los aliados,
y por ello habría que enfrentarlos a una realidad mucho más brutal. En
palabras del presidente: «Ellos no tienen ni idea de que estamos cerca de
hacer algo [bombardear e invadir Cuba]. Y eso va a ser su responsabilidad.
Eso no se le ha explicado a la OTAN, y a mí me gustaría que lo consideraran
antes de que rechacen» el intercambio de los misiles turcos por los misiles
cubanos. Cualquier descontento que pudiera causar entre los aliados la

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retirada de esos misiles de Europa ante las amenazas de la Unión Soviética
sería menor que el temor que les inspiraban las posibles consecuencias de una
invasión estadounidense de Cuba. En estas circunstancias fantásticamente
confusas, Estados Unidos no solo estaba amenazando a una de las partes.
Kennedy observó con sequedad: «Todos sabemos lo rápido que se evapora el
coraje cuando comienza a correr la sangre, y eso es lo que le va a pasar a la
OTAN».
McNamara hizo hincapié en la gravedad de la situación, algo que le
parecía importante que todos los involucrados reconocieran: «Señor
presidente… Si actuamos en Cuba, la única forma en que podemos hacerlo
ahora es mediante un ataque total. No creo que podamos optar ya por ningún
ataque limitado cuando ellos ya están disparando contra nuestros aviones de
reconocimiento… En el momento en que eliminemos los emplazamientos de
los misiles tierra-aire y los aeródromos donde tienen los MiG, estaremos en el
programa de las quinientas incursiones. Y si realizamos quinientas
incursiones contra Cuba, debemos estar preparados para seguir esa campaña
con una invasión en el plazo de unos siete días… Me parece que es muy
probable que los soviéticos se sientan obligados a responder con una acción
militar en algún lugar».
Una posibilidad era que la respuesta soviética incluyera ataques aéreos
contra los emplazamientos de los misiles Júpiter detrás del mar Negro. Ahora
los estadounidenses estaban hablando mucho más sobre el riesgo de un ataque
soviético contra Turquía en represalia por el bombardeo de Cuba que sobre
Berlín, el anterior foco de sus temores. Esto hizo que cambiaran de opinión en
lo referente a la convocatoria de una reunión del Consejo Atlántico para el día
siguiente. La clave era que dicho encuentro se celebrara antes de los ataques
aéreos, que ahora parecía probable que se retrasaran al menos hasta el lunes,
con el fin de dar tiempo a los soviéticos para responder al último mensaje del
presidente a U Thant. Se discutió mucho si se debía hacer pública la carta
supuestamente privada de Jrushchov a Kennedy, en la que el líder soviético
hacía una propuesta que Estados Unidos estaba dispuesto a aceptar, antes de
que él mismo lo impidiera planteando nuevas demandas en público. Se
consideró que revelar la carta casi con seguridad fortalecería el apoyo
internacional a la posición estadounidense.
Kennedy trató de concentrar la atención del comité en un asunto esencial,
a saber, la exigencia firme de que se interrumpiera toda actividad en las bases
de misiles en Cuba y que esa interrupción se sometiera a la verificación de la
ONU, a la espera de debatir cuestiones más amplias: «Todos estamos de

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acuerdo en eso». Llewellyn Thompson consideró que todavía existía una
posibilidad realista de que Moscú diera marcha atrás, aceptara la promesa de
no invasión que pedía en la carta privada y se olvidara del intercambio por los
misiles turcos. John McCone dijo: «Me parece que lo importante para
Jrushchov es poder decir: “Salvé a Cuba. Detuve la invasión”». Bobby
Kennedy dijo: «Debe de estar un poco alterado; de lo contrario no te habría
enviado antes ese mensaje». Max Taylor informó sobre la renovada
recomendación formal de los jefes del Estado Mayor Conjunto de que se
llevara a cabo la campaña de ataques aéreos seguida de la invasión. Hubo un
estallido de risas de condenado cuando el fiscal general bromeó: «Vaya, qué
sorpresa». Él y la mayoría de sus colegas del ExCom habían renunciado a
tener como consejeros a LeMay y compañía.

Los intercambios reseñados aquí representan apenas una pequeña fracción de


las discusiones que tuvieron lugar esa tarde y esa noche entre unos hombres
que estaban sometidos a una enorme tensión, conscientes en todo momento
del tictac de los relojes; del avance del Grozni hacia la línea de la cuarentena;
de la necesidad de decidir si mantenían la vigilancia aérea de Cuba en medio
del fuego que casi con seguridad recibirían desde tierra; de qué decir, y
cuándo, a los turcos, a la OTAN, al mundo. Al final de la tarde, a unas pocas
calles de la Casa Blanca, en el hotel Statler Hilton, tuvo lugar un segundo
encuentro entre John Scali, de la cadena ABC, y Aleksandr Feklisov, el jefe
de estación de la KGB en la capital estadounidense. En un estudiado alarde de
histrionismo, el periodista acusó al espía de haberle dado «una apestosa
puñalada trapera», para ganar tiempo, al proponerle el «acuerdo de no
intervención en Cuba» cuando Moscú estaba a punto de exigir el canje de los
misiles turcos por los cubanos. Ahora, le dijo, Estados Unidos estaba a punto
de lanzar un asalto contra la isla. El ruso insistió en que él había transmitido
una oferta legítima.
No hay, o aún no se conocen, pruebas concluyentes de que Jrushchov
autorizara a Feklisov a actuar como canal extraoficial para llegar a Kennedy a
través de Scali. El mensaje inicial del coronel fue sin duda el primer indicio
que tuvo la Casa Blanca del cambio radical de rumbo de Moscú. Más tarde,
Anatoli Dobrynin restaría importancia al papel de Feklisov, pero es posible
que solo lo hiciera buscando resaltar el suyo: el embajador era un hombre de
considerables virtudes, pero la modestia no estaba entre ellas. En una carta
muy posterior, el presidente Kennedy aconsejaría a Jrushchov que no volviera

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a utilizar como intermediario a un periodista como Scali, pues ninguna de las
dos partes podía estar segura de qué terminaría apareciendo en la prensa
llegado el momento.[12] El embajador creía que el acercamiento de Feklisov a
Scali, si eso es lo que fue, no había sido más que uno de los muchos esfuerzos
de los servicios de inteligencia de ambos bandos por adquirir información
privilegiada, algo de lo que tanto la CIA como la KGB estaban hambrientas.
Eso es verosímil. Es improbable que las conversaciones entre Scali y Feklisov
tuvieran verdadera relevancia más allá de, en un primer momento, ofrecer a
los estadounidenses un indicio de que Jrushchov se estaba preparando para
dar marcha atrás.
Finalmente, en ese día ya tan cargado de emociones, llegó a la Casa
Blanca la confirmación de que el U-2 desaparecido mientras volaba sobre
Cuba había sido derribado por un misil soviético. El presidente dijo con
pesimismo: «Bueno, esto es claramente una escalada por parte de ellos, ¿no es
así?». El secretario de Defensa respondió: «Sí, exactamente. Y eso está
relacionado con la cuestión del momento oportuno. Creo que podemos
aplazar el ataque aéreo contra Cuba hasta el miércoles o el jueves, pero solo si
continuamos con la vigilancia y disparamos contra cualquier cosa que dispare
contra los aviones de reconocimiento, y solo si entre tanto mantenemos un
bloqueo estricto». En este punto Kennedy preguntó: «¿Cómo explicamos el
efecto del mensaje de Jrushchov de anoche? ¿Y su decisión [de derribar el U-
2], en vista de sus órdenes previas [disparar solo en defensa propia], en fin, el
cambio de órdenes?». McNamara respondió: «No sé cómo interpretarlo».
Todos habían quedado pasmados por el repentino acto de violencia, más
inesperado si cabe tras las varias ofertas de paz de Jrushchov. Nadie se sintió
capaz de responder a las preguntas de Kennedy. Nitze se encogió de hombros:
«Han hecho el primer disparo», un comentario que parecía asumir que habría
un segundo. Una vez más, los miembros del ExCom dieron por sentado que
detrás de este dramático acto soviético había una coherencia y una intención
que en realidad estaban ausentes.
Los estadounidenses consideraron el derribo del U-2 incomparablemente
más grave que los disparos contra los Crusader de la armada, pues mientras
estos últimos podían atribuirse a cubanos de gatillo fácil, los misiles que
habían hecho posible el primero tenían que estar sometidos a una autoridad,
que se suponía que era la del Kremlin. Debatieron lo difícil que sería reanudar
las salidas de reconocimiento al día siguiente sin disparar —no se podía pedir
a unos pilotos que carecían de protección que se enfrentaran a misiles tierra-
aire— y si debían reconocer la pérdida del avión, que ya había sido anunciada

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por Radio Habana. Roswell Gilpatric señaló al presidente que antes había
prometido, en una declaración pública, que cualquier acción de este tipo por
parte de los soviéticos tendría una respuesta de Estados Unidos. McNamara
propuso anunciar que las operaciones de vigilancia se reanudarían a la
mañana siguiente, esta vez con la protección de aviones de combate.
Kennedy abandonó por un momento la sala y regresó para informar de
que Castro acababa de proclamar que se dispararía a cualquier intruso que
invadiera el espacio aéreo cubano. La discusión que siguió a esta noticia fue
más confusa, vacilante y dispersa que cualquiera de las que habían tenido
lugar hasta entonces en el ExCom. Buena parte de ella estuvo concentrada en
la idea de cómo conseguir que los aliados de Estados Unidos en la OTAN
aceptaran el intercambio de los misiles turcos por los cubanos, con la guerra
como alternativa.
Una de las dificultades que plantean a los historiadores las grabaciones de
las reuniones del ExCom es que estas recogen lo que dijeron los participantes,
pero no lo que pensaban. El hecho de que cambiaran de opinión, en algunos
casos de forma repetida, resulta del todo razonable, e incluso admirable. En
primer lugar, se trataba de una situación sin precedentes, que creaba peligros
no solo para Estados Unidos, sino para toda la humanidad, y que, además,
cambiaba de manera constante. Por otro lado, a pesar de los vastos recursos
para recabar información con los que contaba la Casa Blanca a través de
fuentes abiertas y encubiertas, como periódicos, canales diplomáticos,
descifrado de códigos, interceptación de señales inalámbricas y otras formas
de espionaje, persistía un miasma de incertidumbre. Nadie en el ExCom, y
menos el presidente de Estados Unidos, deseaba que la posteridad juzgara que
había sonado débil o pusilánime. Sin embargo, en el estrecho círculo de los
responsables de la toma de decisiones de Estados Unidos, las únicas personas
que mantuvieron la misma postura a lo largo de toda la crisis, y
permanecieron firmes como una roca en su certeza, fueron los jefes del
Estado Mayor Conjunto.
Aquella tarde, McNamara habló largo y tendido sobre los escenarios
posibles, todos ellos sombríos. Una vez que comenzaran los ataques aéreos,
dijo, Estados Unidos perdería aviones todos los días, y la única forma de
detener ese desgaste continuo sería mediante una invasión que acabara con los
emplazamientos de las defensas antiaéreas cubanas. Tras iniciar la invasión,
lo más probable era que los soviéticos atacaran las bases de misiles en
Turquía, y en tal caso «debemos responder». Una posibilidad era atacar las
bases y buques de guerra soviéticos en el mar Negro empleando solo armas

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convencionales: «Eso, para mí, sería lo mínimo», apuntó el secretario de
Defensa. En su opinión, la única forma de eliminar el riesgo de un ataque
soviético a Turquía era retirando las armas nucleares que Estados Unidos
tenía en ese país, lo que podría evitar la guerra. Walt Rostow dijo: «En el
Departamento de Estado hemos estado dándole vueltas a esto; hablamos del
tema día y noche. Creo que estaríamos encantados de cambiar esos misiles de
Turquía por los de Cuba». La mayor parte de los miembros del ExCom
coincidieron en señalar que, después de días temiendo que las exigencias de la
URSS fueran a centrarse en Berlín (donde era imposible imaginar
concesiones similares), tendrían que sentir al menos cierto alivio de que
Moscú estuviera hablando de Turquía, en lugar de hacerlo sobre la antigua
capital alemana.
Al conocerse la noticia del derribo del U-2, en palabras de Robert
Kennedy, se apoderó del ExCom «la sensación de que la soga se estrechaba
en torno a todos nosotros, a los estadounidenses, a la humanidad, y que los
puentes para escapar se estaban desmoronando». El presidente dijo: «Ahora
estamos en una partida completamente nueva». Al principio, el ExCom
estuvo de acuerdo de forma casi unánime en que al día siguiente (el domingo
28 de octubre) Estados Unidos debía lanzar un ataque para destruir los
emplazamientos de los misiles tierra-aire en Cuba. Fue solo con el paso de los
minutos, y luego de las horas, cuando los argumentos a favor de mantener la
moderación fueron pareciendo más convincentes, sobre todo para el
presidente. Estas fueron quizá sus mejores horas de toda la crisis: cuando
tenía todas las justificaciones posibles para responder con acciones militares,
en represalia por el derribo del avión, y, sin embargo, se contuvo.
Graham Allison y Philip Zelikow han escrito: «El presidente Kennedy se
convierte en el conductor del debate. Vemos a un presidente convertido en
analista en jefe. En cada cuestión, presiona a sus colegas para que indaguen
las implicaciones más profundas de todas las opciones; para que exploren
formas de sortear obstáculos en apariencia insuperables; para que afronten
con honestidad sacrificios desagradables; y para que hagan volar su
imaginación».[13] Lejos de estar animadas por un afán reverencial, estas
palabras parecen justas. Bundy, uno de los protagonistas de esas sesiones,
diría luego que, en cada etapa, Kennedy examinaba el último movimiento de
Jrushchov como si estuviera jugando una partida de ajedrez con el líder ruso,
y por ello, con determinación, se ocupaba de las decisiones de una en una, en
lugar de perseguir una gran estrategia ilusoria, más allá del objetivo global de
garantizar la retirada de los misiles de Cuba.[14] La madurez de la conducta

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del presidente contrastaba con la impulsividad de algunos de los que le
rodeaban. De hecho, es posible argumentar que Kennedy demostró tanto valor
al resistirse a las voces que en el ExCom exigían de forma prematura una
respuesta violenta (en especial la de Bundy) como al enfrentarse a Jrushchov.
«Aquellas horas en la sala del gabinete», escribiría más tarde su hermano,
«nunca se borrarán de la mente de ninguno de nosotros. Vimos como nunca
antes lo que significaba el poder de Estados Unidos, y la responsabilidad que
conllevaba, el poder del presidente, la responsabilidad que tenía ante un
sinnúmero de personas en todo el mundo que nunca habían oído hablar de
nuestro país o de los hombres que, sentados en ese recinto, estaban
determinando su destino, tomando una decisión que podía influir en si vivían
o morían».[15] El presidente dijo: «No atacaremos mañana. Volveremos a
intentarlo».[16] Esa frase habría sido un epitafio nada despreciable.

2. LA CAZA DEL SUBMARINO B-59

En la reunión del ExCom celebrada al final de la tarde del 27 de octubre, el


vicepresidente Lyndon B. Johnson realizó una de sus pocas contribuciones al
debate, sin suscitar cometarios significativos de los colegas presentes. La
sesión de la tarde había sido una de las más alarmantes de la semana: en ella
el comité se enteró tanto de la intrusión del capitán Maultsby en Rusia como
del derribo del comandante Anderson. Ahora sus miembros discutían el
procedimiento para detener al buque cisterna Grozni, y la necesidad de
advertir a los rusos de los ruidosos y espectaculares fuegos artificiales que
acompañarían la vigilancia nocturna de sus buques. Aunque las observaciones
de Johnson —pronunciadas en un momento en que ni el presidente ni su
hermano estaban presentes en la sala— no tuvieron ninguna repercusión en
los acontecimientos, resultan significativas, en el contexto de lo que estaba
ocurriendo entonces a más de 1.600 kilómetros de distancia en el Atlántico
occidental.
«Esas condenadas bengalas me han dado miedo desde que [la armada] las
mencionó», dijo el vicepresidente. En ausencia de una advertencia clara, si un
avión se acercaba de repente a un buque soviético volando bajo, era posible
que se le respondiera con fuego: «Imagínense a algún capitán ruso loco. La
maldita [bengala] sube y “boom”: ilumina el cielo. El tío podría apretar el
gatillo. Parece que estuviéramos jugando al Cuatro de Julio o algo así. Eso me
da miedo». Johnson señaló que no acababa de ver qué ventaja obtenía la
armada con las fotografías tomadas en esas condiciones, cuando ya sabía

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perfectamente qué buques soviéticos estaban por allí. En su opinión, lo único
que se conseguía con ello era asustar a los soviéticos. Lo que le llevaba a
advertir: «Bueno, diablos, es como lo que me decía un colega en el Congreso
cuando tenía algún embrollo: “Ve y se lo cuelas a ese”. Cada vez que intenté
colarle un embrollo a alguien, volvía con otro. Si vas a intentar meterles
miedo con una bengala, te expones a que te disparen en el culo».
Casi en el momento en que el vicepresidente hablaba, la armada
estadounidense estaba jugando con el submarino soviético B-59 exactamente
el tipo de juego que Johnson imaginaba, y con el riesgo de causar un resultado
mucho más mortífero que el derribo de un avión de reconocimiento.[17] El
hostigamiento y acoso a los aviones y buques de guerra del otro bando (y, en
ocasiones, incluso también a las fuerzas terrestres) había sido un aspecto
rutinario de las relaciones entre los ejércitos de ambas superpotencias desde el
comienzo de la Guerra Fría. Era un juego y se jugaba de forma entusiasta,
brusca y, de cuando en cuando, torpe y, asimismo, peligrosa, como en los
enfrentamientos entre tanques estadounidenses y soviéticos en Berlín. El
sentido común induciría a pensar que, en medio de una crisis como la que nos
ocupa, los jefes militares y navales de Estados Unidos y la URSS habrían
ordenado a sus fuerzas que fueran en extremo precavidas, pero no fue así.
En lugar de eso, el mismo día en que los hombres de Jrushchov habían
desafiado la prudencia derribando al comandante Anderson en el aire, los
marinos de Kennedy resolvieron que era su turno de entretenerse practicando
juegos infantiles en un escenario nuclear. Según el testimonio de McGeorge
Bundy, la revelación (el 24 de octubre) de que los buques de guerra de la
armada estaban obligando a los submarinos soviéticos a salir a la superficie
lanzando pequeñas cargas a su alrededor había «sobresaltado» a Kennedy.[18]
Esa alarma, sin embargo, no le había animado a ordenar al almirante
Anderson que se abandonara esa práctica. Es posible que el presidente no
comprendiera los riesgos que estaba corriendo la armada estadounidense
porque él mismo, como el resto del ExCom, nunca había estado en el extremo
receptor de esas explosiones submarinas, oyendo resonar por toda la nave sus
ecos metálicos.
De los sumergibles soviéticos destacados en septiembre para apoyar la
operación Anádir, uno, el B-75, un submarino de la clase Zulú (en la
designación de la OTAN) que se encontraba en el Atlántico oriental, recibió
la orden de regresar tan pronto como los estadounidenses anunciaron la
cuarentena y llegó a Múrmansk el 10 de noviembre. Un segundo Zulú, el B-
88, había sido enviado al Pacífico, a Pearl Harbor, y tenía órdenes, en caso de

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que estallara la guerra, de atacar la base naval de Estados Unidos allí. El
buque permaneció en esa zona hasta que se le mandó volver a la URSS a
finales de noviembre.
Mientras tanto, los cuatro submarinos de la clase Foxtrot de la 69.ª
Brigada habían permanecido en el Atlántico occidental, dos de ellos en el mar
de los Sargazos, muy lejos de la línea de cuarentena, desde que esta se
anunció. El comandante de la brigada, Vitali Agafonov, viajaba a bordo del
B-4, mientras que el jefe de la flotilla Vasili Arjípov estaba en el B-59. Todas
las naves estaban armadas con 21 torpedos convencionales y un único torpedo
provisto de cabeza nuclear, con capacidad para destruir a todo un grupo de
barcos en la superficie. A bordo de cada submarino había un oficial al que se
había hecho responsable de la ojiva nuclear.
Los Foxtrot, al igual que muchos aviones y buques soviéticos, eran
primitivos en todo sentido salvo en su capacidad para infligir destrucción. Los
tripulantes padecían diversas incomodidades, que en ocasiones podían llegar a
ser graves. La ventilación era escasa; y el ruido de los motores hacía que los
sumergibles fueran fáciles de detectar para los buques de guerra enemigos. En
los que no habían sido adaptados para operar en el Trópico y carecían de
equipos de refrigeración, el calor se tornaba agobiante, en especial en las
zonas de máquinas. En los compartimentos electrotécnicos, las temperaturas
podían en ocasiones superar los 65 grados. El agua potable estaba en extremo
restringida; la norma era: 250 mililitros por persona cada veinticuatro horas.
Muchos marineros padecieron fiebres sudorosas y algunos se desplomaban
repetidas veces en sus puestos; según el capitán Dubivko, el peso medio de su
tripulación se redujo en una tercera parte.
El peligro al que se enfrentaban se vio agravado por la poca profundidad
de las aguas en las que operaban, en especial los dos que se encontraban más
al oeste. Anastás Mikoyán y el jefe de la armada soviética, el almirante
Serguéi Gorshkov, se habían opuesto en su momento al despliegue de los
submarinos en el Caribe; y después de que se desatara la ira estadounidense el
22 de octubre, habían abogado sin éxito por su retirada. No obstante, aunque
no se les ordenó retirarse, los buques sí recibieron instrucciones de
mantenerse alejados de las aguas cubanas.[19] El B-4, que se encontraba a
unos setecientos kilómetros de la isla, no llegó a ser localizado por los
estadounidenses, pese a que estos lanzaron sonoboyas cerca de su posición.
Eso lo libró del acoso de la armada de Estados Unidos que sufrieron durante
días los demás submarinos. En la tarde del día 24, los aviones de la armada
habían avistado otro submarino soviético, en la superficie, a unos 650

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kilómetros al norte de Puerto Rico y dentro del límite de la cuarentena; era el
B-36, al que etiquetaron como contacto C-18.
Aquel temible sábado, los estadounidenses comenzaron a lanzar granadas
(ruidosas, pero no letales) alrededor de los submarinos con el propósito de
forzarlos a emerger e identificarse. La experiencia más dramática fue la de
Valentín Savitski, el capitán del B-59, que decidió resistir y rechazar un acoso
que, al igual que los oficiales de la defensa aérea soviética en Cuba, juzgaba
ilegal e insultante para su país. El B-59 fue avistado por primera vez la noche
del 25 de octubre, frente a las Bermudas, y los rastreadores de la armada lo
designaron como el contacto C-19. Se lo avistó de nuevo, en esta ocasión más
al sur, veinticuatro horas después. Empezó entonces un esfuerzo urgente por
concentrar los buques de guerra en su posición y obligarlo a salir a la
superficie.
Durante las dos noches y días siguientes, la embarcación soviética
permaneció sumergida a unos mil kilómetros al noreste de Cuba. El calor en
el interior de la nave se hizo cada vez más opresivo; y el aire, más difícil de
respirar. Savitski utilizó todas las técnicas de evasión que conocía, cambiando
de rumbo y de profundidad para despistar a sus perseguidores, con el riesgo
de agotar las baterías. A las 16.59 del día 27, el destructor Beale comenzó a
lanzar cargas de profundidad de práctica, y treinta minutos más tarde su
consorte, el USS Cory, detonó cinco granadas.
La Casa Blanca se había esforzado por comunicar a Moscú este
procedimiento de alto marítimo, el equivalente del «avance e identifíquese»
de los centinelas en tierra firme, y los oficiales del buque soviético habían
sido informados al respecto. Sin embargo, rechazar semejantes intentos de
hacerlos humillarse era para ellos una cuestión de orgullo. Se les pedía que
aceptaran que si bien el Atlántico occidental era una vía de navegación
internacional, se encontraba dentro de la esfera de influencia de Estados
Unidos y, por ende, en los dominios legítimos de su armada. Más tarde dirían
que los sonoros golpes en el casco les hicieron pensar que estaban siendo
objeto de un ataque. El teniente Vadim Orlov, que dirigía el equipo encargado
de los hidrófonos del submarino, dijo después: «Explotaron junto a la
cubierta. Era como si estuvieras en un barril de hierro mientras alguien, en el
exterior, lo aporreaba con un mazo».[20] Su reacción, así como la de su
capitán, fue comprensible. La cuestión de si la armada estadounidense tenía
justificación para adoptar una táctica de provocación semejante tan lejos de la
zona de bloqueo declarada, y en un momento en que la tensión era ya bastante
elevada, sigue siendo en extremo polémica.

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La calidad del aire dentro del submarino fue empeorando de forma
progresiva. A partir de un momento, solo las luces de emergencia siguieron
funcionando. La temperatura y el nivel de dióxido de carbono se hicieron casi
insoportables, y provocaron el colapso de varios hombres. Al cabo de cuatro
horas, Orlov notó una explosión que retumbó con mayor potencia que las
anteriores: «Los estadounidenses nos golpearon con algo más fuerte que una
granada: una carga de profundidad, obviamente… Pensamos: ya está, se
acabó». Según cuenta, para entonces Savitski había tenido suficiente.
Agotado después de horas de maniobras soportando una tensión extrema, el
capitán del buque llamó al oficial encargado del torpedo nuclear y le ordenó
que se preparara para disparar: «Quizá arriba ya empezó la guerra y aquí nos
estamos volviendo locos… ¡Vamos a darles con todo lo que tenemos!
Moriremos y nos ahogaremos todos, pero no deshonraremos a la flota».
Esta era exactamente la forma en que John F. Kennedy, Harold
Macmillan, Anastás Mikoyán y otros con una vívida imaginación creían que
llegaría el fin del mundo: no como consecuencia de las decisiones deliberadas
de los líderes nacionales, sino a través de las acciones impulsivas de uno o
más individuos medio trastornados, sometidos a un estrés extremo e incapaces
de contenerse ante unas responsabilidades que no deberían confiarse a ningún
ser humano, menos aún a mandos operacionales relativamente subalternos.
Por fortuna para el mundo entero, el jefe de la brigada, Vasili Arjípov, y el

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oficial político adjunto, Iván Máslennikov, consiguieron calmar al agitado
Savitski y le convencieron para que diera la orden de salir a la superficie.
En la oscuridad, a las 20.50 de ese sábado, el submarino soviético emergió
en el mar de los Sargazos, para toparse con su reluciente casco negro bañado
por el resplandor de los reflectores del destructor USS Cory, uno de los
componentes del destacamento de la armada encabezado por el portaaviones
Randolph. Los miembros de la tripulación salieron al exterior parpadeando y
arrancándose la ropa para respirar el aire nocturno, húmedo y caluroso, pero a
la vez maravilloso. Mediante destellos, el equipo de señales del Cory pidió al
submarino que se identificara; la anodina respuesta de los rusos fue: «Barco
soviético X». Los estadounidenses les preguntaron si necesitaban ayuda, a lo
que se les contestó con rapidez: «NIET». El submarino comenzó el largo y
lento proceso de recargar sus casi agotadas baterías, operación que se vio
interrumpida de repente por el rugido de un avión Neptune que, volando a
baja altura, lanzó una serie de artefactos explosivos incendiarios. Esto hizo
que los rusos que estaban en el puente del submarino desaparecieran en las
entrañas de la nave, que a su vez cambió de rumbo. El capitán del Cory
ordenó al equipo de señales que transmitiera una disculpa por el
comportamiento en apariencia agresivo de la aeronave y esta, al parecer, fue
aceptada. Una segunda versión de los hechos ocurridos a bordo del B-59
sostiene que el momento en que Savitski perdió la paciencia (y la razón) y
mandó preparar el torpedo nuclear no se produjo mientras el barco estaba
sumergido, sino tras la violenta exhibición pirotécnica del Neptune.
El vívido y colorido relato del teniente Orlov ha servido de base a muchas
narraciones sobre este dramático episodio de la crisis. Vasili Arjípov, el
oficial que supuestamente tranquilizó a Savitski y contrarrestó su orden de
armar el torpedo nuclear, ha sido aclamado como el hombre que salvó al
mundo de una guerra, como la que sin duda habría desencadenado la
detonación de tal arma y la completa aniquilación, en medio de la oscuridad
del mar, de los buques de guerra de la armada estadounidense que le estaban
dando caza.
Sin embargo, no es posible hacer una relación definitiva de lo que ocurrió
a bordo del B-59 durante esas horas, al menos hasta que los historiadores
dispongan de más documentación rusa. Algunos veteranos de los submarinos
soviéticos de aquella época han arrojado serias dudas sobre el testimonio de
Orlov y cuestionan que su buque o su capitán estuvieran alguna vez cerca de
precipitar una confrontación nuclear. Se necesitaban tres llaves para armar el
dispositivo que transportaban, y los indicios de que ese proceso nunca se

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completó son abrumadores (lo más probable, de hecho, es que ni siquiera
llegara a iniciarse). Svetlana Savranskaya señala que no sería en absoluto
sorprendente que los capitanes hubieran recurrido a una retórica extravagante
en parte para mantener la concentración y la moral de la tripulación en unas
circunstancias tan excepcionalmente difíciles.[21] No obstante, no cabe duda
de que el encuentro entre el submarino soviético y los buques de guerra de la
armada estadounidense, que llevó al límite su cuestionable justificación para
acosar al Foxtrot, tuvo una tensión extraordinaria. Jrushchov y sus almirantes
habían corrido un riesgo inmenso al enviar la flotilla al Atlántico occidental
en semejantes circunstancias y con semejante armamento. Si los oficiales a
bordo del B-59 hubieran optado por interpretar sus órdenes con la libertad que
lo hicieron ese mismo día, en Cuba, quienes estaban al frente de la defensa
antiaérea soviética, habrían podido hacer algo terrible. Determinar si el relato
de Orlov exagera o no los acontecimientos de esa tarde y noche tiene apenas
una importancia relativa. En cambio, el potencial para causar una catástrofe
del encuentro en el mar de los Sargazos es imposible de discutir.

3. LA OFERTA

Hacia las 18.30, en la Casa Blanca, donde el ExCom continuaba reunido,


Bundy planteó una pregunta de una banalidad absurda: «¿Quieren cenar
abajo, quieren bandejas, quieren esperar?». McNamara dijo con displicencia,
quizá con irritación: «Esperemos… comer es la menor de mis
preocupaciones». El secretario de Defensa abordó la cuestión, mucho más
urgente, del plan de vigilancia aérea de Cuba para el día siguiente: «Es
segurísimo que nos van a disparar. No hay duda de ello. De modo que
tendremos que ir y disparar». Lo que los misiles tierra-aire le habían hecho al
comandante Anderson esa mañana, podrían hacérselo a otros pilotos
estadounidenses al día siguiente y lo más probable es que así fuera. Hasta el
momento, los soviéticos no habían indicado, ni siquiera mediante
insinuaciones, que el derribo del avión espía contraviniera los deseos de
Jrushchov.
McCone propuso hacer un llamamiento directo al líder soviético para que
dejara de disparar contra aviones de reconocimiento desarmados. McNamara,
desmarcándose un poco de sus comentarios belicistas de la tarde, dijo que él
seguía creyendo que, si bien debían estar preparados para hacer uso de la
fuerza, no debían aún presionar el gatillo. Hubo un tirante intercambio entre
Robert Kennedy y Lyndon B. Johnson acerca de si el bloqueo estaba

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funcionando o no: el primero creía que sí, el segundo pensaba lo contrario. A
continuación, el vicepresidente realizó un repaso deprimente de los
intercambios del día, o la falta de ellos, para advertir de que la opinión
pública estadounidense, que pocas personas conocían mejor que él, iba a
perder pronto la paciencia y empezaría a cuestionarse: «El presidente ha
hecho un buen discurso, ¿qué más han hecho?… La gente quiere saber qué
estamos haciendo». A continuación, quienes permanecían en el recinto se
leyeron unos a otros los borradores de los mensajes propuestos a Jrushchov, a
U Thant, a la OTAN y a los turcos.
Alrededor de las 07.20, el presidente regresó a la sala del gabinete.
Aprobó el borrador de una nueva carta para Jrushchov. Estados Unidos
ofrecía ahora las condiciones que el líder soviético, en privado, había decidido
aceptar días antes. «Usted aceptaría retirar estos sistemas de armas de Cuba
bajo la adecuada observación y supervisión de Naciones Unidas», escribió el
presidente, «y se comprometería, con las salvaguardias apropiadas, a impedir
la futura introducción de tales armas en Cuba». A cambio, el gobierno de
Estados Unidos se comprometería a «(a) eliminar sin demora las medidas de
cuarentena ahora en vigor, y (b) dar garantías de que no habrá una invasión de
Cuba».
Kennedy también acordó con sus asesores que su hermano debía buscar
reunirse de nuevo en secreto con Dobrynin, el embajador soviético, en su
oficina del Departamento de Justicia, para entregarle una copia de esa misiva.
Para entonces, el ExCom había estado en sesión tres horas y media, y algunos
de sus miembros, que ya no eran jóvenes, se encontraban cansados. El
presidente, que estaba decidido a evitar la invasión mientras hubiera otra
alternativa, dijo: «No podemos invadir Cuba, con todo el esfuerzo y la sangre
que eso conllevaría, cuando podíamos haber sacado [los misiles soviéticos de
la isla] haciendo un trato por los misiles que tenemos en Turquía. Si eso
forma parte del historial, entonces no veo cómo vamos a tener una guerra
buena». Una vez más, la disuasión estaba surtiendo efecto: el presidente,
McNamara, McCone y otros habían empezado a dudar del bombardeo y la
invasión de Cuba, no porque pensaran que esa medida fuera incorrecta desde
un punto de vista moral, estratégico o político, sino porque creían que los
defensores harían pagar un precio brutal a las fuerzas estadounidenses, y ello
desconociendo aún la presencia de armas nucleares tácticas en la isla y sin
tener en cuenta la guerra general que tal acción probablemente
desencadenaría.

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En ese punto la más larga de todas las reuniones del ExCom se disolvió.
Antes de la reunión de Robert Kennedy con Dobrynin, el presidente convocó
en el Despacho Oval a sus asesores de mayor confianza para debatir el
mensaje verbal que debía transmitir el fiscal general (de la cita quedaron
excluidos el vicepresidente Johnson y McCone, el director de la CIA, dos
notables halcones). McNamara, Rusk y Bundy se unieron a los hermanos
Kennedy. Fue idea de Rusk prometer a Jrushchov la retirada de los misiles
turcos como un acto voluntario de Estados Unidos, con independencia del
acuerdo sobre Cuba reconocido públicamente. Los hombres presentes en ese
momento en el Despacho Oval serían los únicos estadounidenses que estarían
al tanto de dicha promesa, que quedaría anulada de forma instantánea si los
rusos la sacaban a la luz. Veinte minutos más tarde, alrededor de las ocho de
la noche, se transmitió finalmente el mensaje personal de Kennedy a
Jrushchov, mientras su hermano llevaba a su propio despacho la copia que
debía entregar al embajador Dobrynin.
La carta del presidente, que el ExCom y Ted Sorensen habían escrito y
reescrito a lo largo del día, comenzaba haciendo hincapié en lo urgente que
era detener toda actividad en las bases de misiles en Cuba. Si los trabajos
cesaban, decía Kennedy, la delegación de Estados Unidos en la ONU tenía
instrucciones de empezar a trabajar en una solución permanente a la crisis con
U Thant y el embajador soviético, «según las líneas de actuación propuestas
en su carta del 26 de octubre». Eso significaba que todos los sistemas de
armas ofensivas debían retirarse de Cuba bajo la observación y supervisión de
la ONU. Por su parte, Estados Unidos levantaría de inmediato el bloqueo
(«las medidas de cuarentena») y daría «garantías de que no habrá una
invasión de Cuba». Si ambos convenían en esto, Kennedy no veía ninguna
razón para que los acuerdos no se formalizaran y anunciaran al cabo de dos
días. Por otro lado, de alcanzarse esta solución, el presidente estaría dispuesto
a iniciar conversaciones para el desarme más amplias: «Estados Unidos está
muy interesado en reducir las tensiones y detener la carrera armamentística».
La reunión entre el fiscal general y el embajador soviético fue rígida y
tensa. Robert Kennedy hizo hincapié en la escalada que representaba el
derribo del U-2 y Dobrynin exigió que los estadounidenses dejaran de realizar
vuelos de reconocimiento sobre Cuba. Kennedy rechazó esta idea de
inmediato con el argumento de que esos vuelos eran indispensables para la
seguridad de Estados Unidos. Le dijo que muchos de sus compatriotas, y no
solo los militares, tenían «ganas de pelea». El tiempo se estaba acabando, le
advirtió. Las decisiones se tomarían en las siguientes doce horas, veinticuatro

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máximo. Si las defensas cubanas disparaban desde tierra a los aviones
estadounidenses, estos devolverían el fuego. Y respecto a las quejas del
régimen de la isla por la violación de su espacio aéreo, añadió: «Si no
hubiéramos estado violando el espacio aéreo de Cuba, seguiríamos creyendo
lo que él, Dobrynin, y Jrushchov nos habían dicho: que no había allí misiles
de largo alcance».
La ausencia continuada de instrucciones de Moscú mantenía al embajador
con las manos atadas. Por tanto, por iniciativa propia, de forma abrupta,
preguntó al estadounidense por los misiles turcos y la posibilidad de un
intercambio. Kennedy había esperado la pregunta, y tenía lista la respuesta: si
estos representaban el único obstáculo para un acuerdo, el presidente no los
consideraba una dificultad insuperable. Sin embargo, debido al daño que ello
podía causar a la OTAN, no se podía hacer ningún anuncio público. La oferta
debía ser estrictamente confidencial, o se retiraría. El fiscal general insistió en
lo importante que era cerrar el acuerdo pronto. El diplomático referiría que
«estuvo muy nervioso a lo largo de toda la reunión… fue la primera vez que
le vi en tal estado… No paraba de repetir que el tiempo apremiaba y que no
debíamos desperdiciarlo».[22]
Robert Kennedy evocaría más tarde sus propias palabras: «Necesitábamos
tener, como tarde para el día siguiente, el compromiso de que esas bases
serían retiradas. Esto no es un ultimátum, dije, sino la declaración de un
hecho… Si ellos no retiraban esas bases, entonces las retiraríamos nosotros».
El estadounidense urgió al embajador a darse prisa y contactar con Jrushchov,
pues a menos que el líder soviético aprobara la propuesta en las próximas
veinticuatro horas, las consecuencias serían «drásticas». El intercambio duró
apenas quince minutos. Persisten algunas dudas sobre si en esa conversación
Bobby Kennedy fue más allá de lo que su hermano había autorizado al
advertir al Dobrynin de la inminencia de una acción militar de Estados
Unidos. En cualquier caso, el informe sobre la conversación que luego el
diplomático envió a Moscú fue, si no apocalíptico, sí en extremo alarmante
para sus destinatarios. Antes de que el ruso abandonara el edificio, Kennedy
le dio un número de teléfono para que contactara directamente con la Casa
Blanca.
A las 20.40 el fiscal general estaba de regreso con su hermano. El
presidente había nadado un rato y ahora estaba cenando con su ayudante Dave
Powers. El recién llegado hizo un sombrío relato de su reunión con Dobrynin,
mientras Powers comía deprisa. «Dios mío, Dave», dijo el mandatario, «por la
forma en que estás devorando el pollo y bebiéndote el vino, cualquiera

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pensaría que es tu última cena». Powers, sin sentirse avergonzado, replicó:
«Por la forma en que Bobby ha hablado, pensé que lo era». Todas las noticias
parecían malas. Zorin, el embajador de la URSS ante la ONU, se había
negado a recibir el documento que establecía los límites exactos de la zona de
cuarentena en el Atlántico, pues su país se negaba a reconocer la legitimidad
de esa medida. Castro, por su parte, se había dirigido al pueblo cubano con
otro discurso beligerante. Y, entre tanto, el Departamento de Defensa estaba
lidiando con la redacción del comunicado sobre la respuesta de Estados
Unidos al derribo del U-2 para una prensa que clamaba por él.
A las nueve de la noche, el ExCom volvió a reunirse. Dean Rusk informó
de que la administración seguía sin conocer las intenciones del Kremlin. Se
había acordado que al día siguiente la armada interceptaría, detendría y
registraría el buque cisterna Grozni; la fuerza aérea dispararía a cualquier
batería antiaérea o lanzador de misiles tierra-aire que tratara de impedir las
labores de vigilancia, sin importar si eran cubanos o soviéticos. Cabía la
opción de añadir la gasolina, el petróleo y los lubricantes (POL, por sus siglas
en inglés) a la lista de cargamentos a los que se les negaba el paso a Cuba.
McNamara instó a que no se autorizaran más sobrevuelos con los U-2, debido
a su probada vulnerabilidad a los misiles tierra-aire. El presidente dijo que no
quería que se disparara contra las defensas terrestres hasta el lunes. Se
acababa de anunciar que Castro había invitado al secretario general de la
ONU a visitar de inmediato Cuba y que la propuesta había sido aceptada. Los
estadounidenses esperarían un tiempo prudencial para conocer el resultado de
esa intermediación. Mientras tanto, Kennedy aprobó la petición de McNamara
de movilizar 24 escuadrones de la Reserva Aérea, que aportaría los
trescientos aviones de transporte de tropas que serían necesarios para la
invasión de Cuba. El mandatario estuvo de acuerdo en que las reservas
navales también debían empezar a prepararse.
Al término de la reunión, la cinta grabó un intercambio entre el fiscal
general y el secretario de Defensa:
—¿Cómo estás, Bob?
—Bien. ¿Y tú?
—Todo bien.
—¿Tienes alguna duda?
—No —dijo Robert Kennedy—. Creo que estamos haciendo lo único que
podemos hacer, etcétera. Ya sabes.
—Creo, Bobby —le alentó McNamara— que la única cosa que debemos
hacer seriamente antes de atacarlos es estar jodidamente seguros de que [los

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soviéticos] entienden que vamos a hacerlo… En verdad tenemos que escalar
esto… Y luego hemos de tener dos cosas listas: un gobierno para Cuba,
porque vamos a necesitar uno, después de ir allí con bombarderos. Y, en
segundo lugar, planes sobre cómo responder a la Unión Soviética en Europa,
porque es segurísimo que harán algo allí.
—Me gustaría recuperar Cuba. Eso estaría bien —dijo el fiscal general,
bromeando solo a medias.
—Sí —aprobó una voz no identificada—: ¡quitémosle la isla a Castro!…
Llamad a todos los [agentes de la CIA] de la operación Mangosta.
Este último comentario provocó una serie de carcajadas.
Sin embargo, según Sorensen, el sentimiento imperante esa noche
alrededor de la mesa, en medio del cansancio general, era el «rencor», eso y la
profunda división entre quienes apoyaban el bombardeo y quienes seguían
creyendo en la diplomacia: «En ese momento, el presidente estaba sometido a
presiones tremendas para que aprobara la intervención militar».[23]
McNamara reconocería luego que ese día «no estaba seguro de si volvería a
vivir otro sábado por la noche».
Ese 27 de octubre hubo otras dos acciones de los estadounidenses que
merecen ser destacadas, no porque tuvieran consecuencias significativas, pues
no las tuvieron, sino porque subrayan la desesperanza que seguía reinando en
la Casa Blanca, lo lejos que estaba el ExCom de confiar en que la resolución
pacífica de la confrontación estuviera cerca. A través del embajador de
Estados Unidos en Río, se envió al gobierno de Brasil un mensaje aprobado
por el presidente y sus asesores. Los brasileños se habían ofrecido antes a
servir como intermediarios entre Washington y La Habana, y ahora se los
autorizaba a prometer a Castro que, si hacía que los soviéticos retiraran los
misiles nucleares de su país, se permitiría el regreso de Cuba a la
Organización de Estados Americanos. Cuando ese mensaje llegó a La Habana
había dejado de ser relevante. Pero el hecho de que se enviara refleja que
Kennedy seguía ansioso por explorar cualquier posible vía que ofreciera una
salida a la crisis y, asimismo, que no acababa de estar convencido de que
Moscú fuera a proporcionársela.[24]
La segunda acción de última hora fue un nuevo giro en el asunto del
«trueque turco». Robert Kennedy había recibido instrucciones de insistir en la
confidencialidad de esa propuesta cuando conversara con Dobrynin, y así lo
hizo. Sin embargo, la administración también se reservó una ultimísima
jugada, una que solo se conocería un cuarto de siglo después, cuando Dean
Rusk la reveló en una carta dirigida a la conferencia sobre la crisis celebrada

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en Hawk’s Cay, Florida, en marzo de 1987. A instancias del presidente, el
secretario de Estado telefoneó a Andrew Cordier, un ex alto funcionario de la
ONU que para entonces se desempeñaba como decano de la Escuela de
Relaciones Internacionales de la Universidad de Columbia en Nueva York.
Rusk le dictó una declaración que Cordier debía transmitir a U Thant si así se
le indicaba. El mensaje informaba al secretario general de la ONU de que en
caso de que él propusiera abiertamente un intercambio de los misiles
soviéticos en Cuba por los misiles estadounidenses en Turquía, Estados
Unidos aceptaría este trato. En otras palabras, por razones de política interna,
a Kennedy le preocupaba mucho que no se divulgara que estaba dispuesto a
hacer una concesión sustancial a los soviéticos para conseguir que Jrushchov
diera marcha atrás; sin embargo, si para preservar la paz global resultaba
esencial revelar la propuesta, entonces esta podía hacerse pública siempre y
cuando el secretario general de la ONU la presentara como suya. Esa
conversación con Cordier no tendría consecuencias porque los
acontecimientos harían innecesaria su intervención. Sin embargo, el hecho de
que tuviera lugar evidencia la preocupación extrema que aún persistía en la
Casa Blanca al final de la jornada del 27 de octubre.
Aunque la reunión del ExCom se interrumpió hasta el día siguiente,
algunos funcionarios siguieron trabajando a lo largo de la noche en la
preparación de los mensajes diplomáticos que se enviarían a la OTAN y a los
embajadores de Estados Unidos en las capitales aliadas. Harold Macmillan
envió una nota breve y sentenciosa: «La prueba de las voluntades está
llegando a su punto culminante. El primer mensaje de Jrushchov, que por
desgracia no se reveló al mundo, parecía en buena medida coincidir con su
postura. El segundo, ampliamente difundido y redactado con astucia para
añadir la propuesta sobre Turquía, fue un retroceso por parte de él. Ha tenido
un impacto considerable. Ahora debemos esperar a ver qué hace Jrushchov».
Era un resumen poco original de las realidades reconocidas durante todo
el día en la Casa Blanca, y no contribuyó en nada a aliviar los dilemas a los
que se enfrentaba el presidente. Después de enviarlo, el primer ministro
dedicó la noche del sábado y la mañana del domingo a juguetear con
propuestas que causaron consternación a sus colegas del gabinete británico,
pues pecaban de una falta de realismo absurdo: invitar a los líderes nacionales
rivales a celebrar una cumbre en Londres en la que él mismo se imaginaba
como árbitro. Disuadido por sus ministros de intentar esa ruta, al mediodía del
domingo remitió una súplica insulsa a Jrushchov en la que le instaba a aceptar
las exigencias de Kennedy. Esta iba a ser la contribución final del Reino

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Unido a la crisis, y estaba en consonancia con la debilidad general demostrada
hasta entonces por Macmillan, que era consecuencia de su consciencia de
cuán poco entusiasmaba al pueblo británico la idea de convertirse en víctima
de una guerra por Cuba.
Ese sábado por la noche en el Despacho Oval, los dos hermanos Kennedy
hablaron a solas. El presidente caviló sobre su convicción de que los
soviéticos no querían la guerra más que los estadounidenses, pese a lo cual los
acontecimientos amenazaban con imponer un resultado que engulliría y
destruiría a la humanidad. Él mismo estaba decidido a hacer todo lo que
estuviera en su mano para evitar tal calamidad, lo que significaba ofrecer a los
rusos todas las facilidades posibles para dar marcha atrás. Sabía que si los
responsables de tomar las decisiones en Washington y Moscú se equivocaban,
estarían acabando con las nuevas generaciones, a las que se privaría de la
oportunidad de vivir sus vidas, de hacer sus propias elecciones y de decidir su
destino. Descartar el relato que Robert Kennedy hace de esta conversación
considerándolo demasiado teatral me parece equivocado. En lugar de ello,
habría que admirarse ante el hecho de que Estados Unidos tuviera entonces un
líder capaz de articular tales sentimientos y opiniones.

Caricatura de Leslie Gilbert Illingworth publicada en el Daily Mail el 27 de octubre de


1962.

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Entre tanto, en Florida, la 5.ª Brigada Expedicionaria de la Infantería de
Marina comenzó a abordar los barcos que la llevarían a la guerra. Mientras
los marines se embarcaban, miles de temerosos habitantes de la zona tomaron
sus coches para hacer el inútil gesto de conducir hacia el norte con el fin de
poner la mayor distancia posible entre ellos y los misiles de Jrushchov. La
ciudad de San Petersburgo, en la costa oriental del Estado, donde los turistas
prácticamente habían desaparecido de las calles, se vio abarrotada de personal
militar. El teniente general Jack Merrell, de la fuerza área de Estados Unidos,
declaró después: «Llegamos al aeropuerto de Homestead y pensé que todo el
extremo sur de Florida estaba a punto de hundirse. Había tantos soldados allí
abajo preparándose… Hablamos con algunas de las diferentes tripulaciones
tácticas, que nos informaron acerca de la misión, cuáles era sus objetivos y
qué iban a hacer. De hecho, en ese momento parecía que pudiera ser mañana,
literalmente, al día siguiente, y todos tenían sus objetivos asignados. Nos
informaron de cómo iban a identificar esos blancos y cómo descenderían para
lanzar las bombas sobre el objetivo».
En Homestead, así como en otras bases, los aviones se armaron,
desarmaron y volvieron a armarse en repetidas ocasiones, unas veces con
bombas, otras con napalm, a medida que los planes que definían sus objetivos
cambiaban o se refinaban. La fuerza aérea descubrió con vergüenza que parte
del material incendiario llevaba demasiado tiempo almacenado y se había
echado a perder cuando, en una demostración, algunas descargas causaron
apenas un pequeño estallido, en lugar de arder. La mayoría de los catorce mil
reservistas de la fuerza aérea llamados al servicio activo llegaron para unirse a
sus escuadrones, pero algunos prefirieron no presentarse. Se desplegaron
decenas de baterías antiaéreas para proteger los aeródromos de Florida de
posibles ataques aéreos soviéticos o cubanos. Casi un centenar de buques de
guerra de la armada surcaban las olas del Atlántico y el Caribe, con las
tripulaciones preparadas para el combate o la invasión.
El presidente, que no tenía prisa por irse a la cama, se sentó a ver
Vacaciones en Roma, con Gregory Peck y Audrey Hepburn, en compañía de
Dave Powers. Antes de eso, Powers había aprovechado la ausencia de Jackie
Kennedy para introducir en la mansión a Mimi Beardsley, una estudiante del
Wheaton College y becaria de la oficina de prensa de la Casa Blanca.[25] Su
escasa destreza como mecanógrafa no había sido impedimento para el
desempeño de su verdadera función como una de las amantes adolescentes del
mandatario. Aunque Beardsley dice que charló con Kennedy esa noche, lo
encontró comprensiblemente serio y preocupado, y no tuvieron relaciones.

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Incluso el implacable priápico JFK tenía muchas otras cosas en las que pensar
ese día. La joven de diecinueve años, según su propio testimonio, durmió en
la habitación de al lado mientras los dos hombres veían la película. Aquella
noche, en medio del persistente silencio de Moscú, muchos de los
responsables de la política estadounidense pensaban que era muy probable
que al día siguiente sus fuerzas tuvieran que abrir fuego contra los soviéticos
en el mar y atacar las defensas antiaéreas cubanas y soviéticas en tierra, con
consecuencias incalculables.
Jrushchov, para quien el domingo ya había comenzado, se encontraba
entonces en la residencia en la colina de Lenin. Había convocado al Presídium
para una reunión matutina en una casa de invitados del gobierno cerca de allí,
y les propuso a su esposa e hijo que fueran a la dacha familiar en el campo,
donde él se reuniría con ellos cuando acabara ese compromiso. Sin embargo,
a la una de la mañana le llamaron desde el Kremlin para darle la noticia del
histriónico mensaje de Castro, así como su advertencia de que la invasión
estadounidense podía producirse en cuestión de horas. En varias ocasiones, el
líder soviético interrumpió a quien le leía la carta a través del teléfono para
pedir que le repitiera algunos pasajes clave. Fue esta conversación la que le
llevó a concluir (o, al menos, la que le hizo sostener a partir de entonces) que
su aliado cubano exigía que la Unión Soviética lanzara un ataque nuclear
preventivo contra Estados Unidos. Sin haberse enterado aún del derribo del
U-2 anunciado por el Pentágono esa noche, Jrushchov quedó sumamente
alarmado. Y así, en la madrugada de ese domingo, comenzó a pensar y actuar
con un reconocimiento de la urgencia de la situación que había estado ausente
de sus deliberaciones y palabras incluso unas horas antes.
Tanto Robert Kennedy como el embajador Dobrynin afirmarían después
que la reunión que habían mantenido la noche anterior, en la que se planteó el
intercambio turco, sería el punto de inflexión de la crisis. Jrushchov respaldó
esa versión en sus memorias, porque apoyaba sus propias declaraciones de
que, antes de ceder en Cuba, había obtenido la promesa de que Estados
Unidos retiraría los misiles que tenía en Turquía. Lo cierto, sin embargo, es
que otras fuentes demuestran con claridad que antes de que el cable de su
embajador en Washington llegara a Moscú más tarde ese domingo, el líder
soviético había hecho ya su elección, la única elección sensata, entre la paz y
la guerra.

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14
Desenlace

1. EL TIEMPO SE AGOTA

La mañana del domingo 28 de octubre comenzó en Estados Unidos con una


alarma electrizante. Justo antes de las nueve, el radar de alerta temprana
«Falling Leaves» de Moorestown, Nueva Jersey, detectó el lanzamiento de un
misil balístico desde Cuba. El operador a cargo del radar telefoneó de
inmediato al mando del NORAD en Colorado Springs para avisar que el
impacto tendría lugar a las 9.02, a unos treinta kilómetros al oeste de Tampa,
Florida. Se alertó al SAC. El personal que se encontraba de servicio soportó
minutos de angustiosa espera hasta que se informó de que no se había
producido ningún impacto o, al menos, que ninguna cabeza nuclear había
hecho explosión. Entonces desde Moorestown volvieron a ponerse en
contacto con el NORAD: la alarma se había disparado cuando sus operadores
pusieron una cinta de prueba que simulaba un ataque, justo en el momento en
que otro radar localizaba un satélite.[1]
Mientras tanto, en Moscú, el mariscal Malinovski informó a Jrushchov de
que el día anterior se habían producido «ocho violaciones del espacio aéreo
cubano por parte de aviones estadounidenses», uno de los cuales, el U-2 del
comandante Anderson, había sido derribado «con el objetivo de no permitir
que las fotografías cayeran en manos de Estados Unidos». Incluso para los
estándares habituales del Kremlin, esta era una justificación poco
convincente. Como los rusos sabían bien, los estadounidenses ya tenían
abundantes imágenes de las instalaciones soviéticas en Cuba, y las tomadas el
día 27 no habrían cambiado nada. Además, la información llegaba de nuevo
con excesivo retraso a Moscú, sobre todo tratándose de un acontecimiento en
el «campo de batalla» que habría podido resultar crítico: el líder de la URSS
conoció el trascendental derribo dieciséis horas después de que se hubiera

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producido. Se envió una reprimenda formal a Plíyev por haberse
extralimitado (o, más bien, por haber sido con su pasividad cómplice de las
acciones de sus subordinados).
Jrushchov conjeturó con acierto que los oficiales al mando de la red de
defensa área soviética habían dejado que los cubanos les contagiaran su
creencia en que la guerra era inminente. «Parece probable», escribió Mac
Bundy en 1988, «que el derribo de Anderson… una fuerte conmoción…
contribuyera poderosamente a convencer a Jrushchov de que debía alejarse
del peligro. Reconocer y honrar el papel de Anderson en ese resultado es un
mejor tributo a su memoria de lo que podría haber sido cualquier acción de
venganza». El asesor de seguridad nacional tenía casi con toda seguridad
razón al señalar que el derribo del U-2 hizo que el líder soviético llegara a la
siguiente reunión del Presídium en extremo alarmado, más aún, ansioso por
encontrar y asegurar el modo de escapar del borde del abismo.
Hacia mediodía, mientras en Washington a quienes habían podido
conciliar el sueño aún les quedaban horas para recuperar la conciencia, los
líderes de la URSS se reunieron en la casa de invitados del gobierno en Novo-
Ogaryovo, al oeste de Moscú; el edificio, con una imponente fachada de
columnas neoclásicas, había sido construido en 1954 siguiendo el diseño de la
hija arquitecta de Gueorgui Malenkov, que lo había usado como residencia
campestre hasta su caída en desgracia. La reunión tuvo lugar en el gran
comedor, alrededor de una mesa cubierta con un paño blanco y poblada de las
coloridas carpetas con documentos de inteligencia y defensa (las había rojas,
rosas, verdes y grises). Ante cada uno de los miembros del Presídium había
una pila de mensajes e informes, recién entregados por los mensajeros del
Kremlin. También estaban presentes Malinovski y un puñado de funcionarios,
18 hombres en total.
Jrushchov, que llegó tras un recorrido de diez minutos desde su propia
dacha a las afueras de la capital, empezó hablando durante una hora. Informó
a la asamblea sobre los últimos intercambios con Washington. El ambiente en
la sala era «electrizante», según el testimonio de Oleg Troianovski. El primer
secretario «era muy consciente, al igual que todos nosotros, de que en la
situación que había surgido, en la que los nervios [en ambos bandos] se
habían tensado al máximo, una sola chispa podía causar una explosión». La
noche anterior, el líder había anunciado a esos mismos hombres su intención
de hacer un trato con Kennedy a cambio de la retirada de los misiles turcos.
Ahora, sin embargo, les pidió que aprobaran un acuerdo sin el cumplimiento
de esa condición. Comparó su situación con la de Lenin hacia el final de la

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primera guerra mundial: «Hubo un tiempo en el que avanzamos, como en
octubre de 1917. Pero en marzo de 1918 tuvimos que retroceder, tras la firma
del tratado de Brest-Litovsk con Alemania. Esa decisión fue dictada por
nuestros intereses: teníamos que salvar el orden soviético. Ahora nos
encontramos ante la amenaza de una guerra y de una catástrofe nuclear, como
resultado de la cual la civilización humana podría perecer. Para salvar a la
humanidad, debemos retroceder. Os he convocado para escuchar vuestro
consejo y saber si estáis de acuerdo con esa decisión». Los presentes
reconocieron la urgencia, en particular a la luz de los informes de la estación
de la KGB en La Habana, que, haciéndose eco de Castro, sostenían que el
asalto estadounidense era inminente. Con todo, Jrushchov aún no había
renunciado a ostentar reciedumbre y reafirmó el compromiso de la Unión
Soviética a lanzar una devastadora represalia, si la isla era en verdad invadida.
Para preservar su propio poder y dignidad, hizo hincapié en que, una vez
alcanzado el acuerdo, Castro estaría a salvo, pues Estados Unidos se
comprometería de manera oficial a no realizar más operaciones militares
contra Cuba. Sin embargo, que presentara eso como una gran victoria
soviética no impresionó a nadie en la mesa, pues al mismo tiempo reconoció
de forma explícita que la operación Anádir quedaba abortada; los misiles
balísticos desplegados en la isla volverían a la URSS. Troianovski refiere que
cuando el presidente concluyó sus comentarios únicamente hablaron Mikoyán
y Gromiko: «Los demás prefirieron permanecer en silencio, como si dieran a
entender que “fueron ustedes los que nos metieron en este embrollo, ahora
salgan de él”».
Aunque algunos de los presentes hervían íntimamente de rabia contra
Jrushchov por la humillación, desde su punto de vista, que estaba a punto de
infligir a la URSS, todos se plegaron a la inevitabilidad del resultado. El
Presídium ya había aprobado la decisión de retirar los misiles de Cuba,
cuando Troianovski recibió una llamada telefónica. Era para informarle de
que se había recibido un telegrama de Dobrynin acerca de su último
intercambio con Robert Kennedy, que el embajador describió a Moscú como
un ultimátum. El tiempo se agotaba: los jefes del Estado Mayor Conjunto de
Estados Unidos clamaban por la guerra. Con todo, el hermano del presidente
también prometía que se retirarían los misiles turcos.
Poco después de que Troianovski regresara para informar de las
novedades al Presídium, leyendo en voz alta las notas que había garabateado,
el general Ivanov, el secretario del Consejo de la Defensa, también tuvo que
atender una llamada. Volvió para decir que la inteligencia militar se había

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enterado a través de sus fuentes en Washington de que el presidente Kennedy
iba a dirigirse de nuevo al pueblo estadounidense a las cinco de la tarde, hora
del este de Estados Unidos. Todos los asistentes dieron por sentado que eso
significaba que el mandatario se disponía a anunciar la invasión de Cuba o,
como mínimo, un ataque aéreo contra los emplazamientos de los misiles.
Esa información era falsa (otro torpe error de los servicios de inteligencia
soviéticos: no se programó ningún discurso presidencial, sino una repetición
del transmitido el 22 de octubre para aquellos espectadores que no habían
podido verlo el lunes). La noticia, sin embargo, galvanizó aún más a
Jrushchov y a sus colegas, que dieron por hecho que estaban trabajando
contrarreloj. Ahora era el líder soviético quien llevaba el cuchillo de madera a
la cacería de osos, la burda figura retórica que con tanta gracia había
empleado ante sus colegas a principios de esa semana. «Camarada Gromiko»,
dijo Jrushchov al ministro de Asuntos Exteriores, «no tenemos derecho a
correr riesgos. Una vez que el presidente anuncie que habrá una invasión, no
podrá dar marcha atrás. Tenemos que hacer saber [al presidente] Kennedy que
queremos ayudarle». Se ordenó al Ministerio de Asuntos Exteriores que de
inmediato enviara un telegrama a Dobrynin con instrucciones de que
informara al hermano del mandatario de que el acuerdo propuesto sería
aceptado.
Según Jrushchov, fue solo ese domingo por la mañana, mientras su equipo
trabajaba en el borrador de la carta oficial a Kennedy, que en aras de la
premura sería transmitida por Radio Moscú, cuando se le informó de la
misiva que Castro le había dirigido y en la que parecía exigir que la URSS
lanzara un primer ataque nuclear contra Estados Unidos en caso de que se
invadiera Cuba. «Cuando se nos leyó», escribió en sus memorias, «nos
miramos en silencio durante un largo rato». Más tarde se reprendería a
Aleksandr Alekseev por haber participado en la redacción de la carta del líder
cubano. Independientemente de si la intención de Fidel era o no insinuar que
su destinatario debía usar el armamento nuclear de la URSS para defender el
régimen cubano, no hay duda de que veía en un enfrentamiento con Estados
Unidos una oportunidad gloriosa, una visión que pocos habitantes del planeta
podían compartir, y ninguno de ellos estaba sentado ese día en la mesa de
Novo-Ogaryovo.
De repente, Jrushchov se encontró enfrentado cara a cara no solo con los
estadounidenses, sino también con el agreste revolucionario latinoamericano
al que había elegido abrazar. Dos días más tarde, le diría al líder comunista
checo Antonín Novotný: «Nos quedamos por completo pasmados. Está claro

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que Castro no tiene ni idea de lo que es una guerra termonuclear. Después de
todo, si hubiera estallado la guerra, Cuba habría sido la primera en
desaparecer de la faz de la tierra. Al mismo tiempo, es igualmente claro que
con un primer ataque hoy es imposible garantizar que el adversario estará
fuera de la lucha… Solo una persona que no tiene idea de lo que significa la
guerra nuclear, o que se encuentra cegada por la pasión revolucionaria, como
le ocurre a Castro, puede hablar así».[2]
Jrushchov entendió que tenía ante sí un nuevo reto, particularmente
espinoso: comunicar a La Habana una noticia que Castro sin duda percibiría
como una traición y evitar la enorme vergüenza que supondría para la URSS
que los cubanos la acusaran de haber traicionado su Revolución. El líder
soviético optó por abordar el problema anunciando al mundo la decisión de la
retirada de los misiles antes de informar al anfitrión caribeño de estos.
Alekseev diría más tarde: «Todavía no puedo entender por qué Jrushchov no
había informado a Castro de la posibilidad de que decidiera retirar los misiles.
Sin embargo, lo más probable es que lo hiciera porque sabía lo inflexible que
era Fidel; era consciente de que él no estaría de acuerdo con la decisión y de
que, por tanto, iba a perderse mucho tiempo» mientras los cubanos discutían
la cuestión con Moscú.
Una característica clave de la crisis fue que las comunicaciones entre
Washington y Moscú avanzaban a paso de tortuga, obstaculizadas por la
burocracia, las limitaciones tecnológicas y los requisitos de cifrado y
descifrado, a lo que había que sumar la entrega física de los mensajes a sus
destinatarios en el Kremlin, la embajada soviética, el Departamento de Estado
y la Casa Blanca. A estas alturas, Jrushchov ya era plenamente consciente de
todo esto. Troianovski escribió: «Ese último día había una gran conmoción y
tensión nerviosa en Moscú, donde se recibían informes alarmantes
procedentes de Washington y La Habana. El tiempo parecía agotarse».[3] El
mismo Jrushchov contaría, en su conversación con Novotný: «Teníamos que
actuar con gran rapidez. Por eso incluso utilizamos la radio para contactar con
el presidente, pues los otros medios podían haber sido demasiado lentos. Esta
vez estábamos en verdad al borde de la guerra».[4]
Se alertó a Radio Moscú de que pronto recibiría un importante boletín. Se
llamó al locutor Yuri Levitán, que estaba en su casa, para que fuera a los
estudios y leyera el texto en antena. Sin embargo, en un momento en que la
velocidad podía ser una cuestión de vida o muerte para toda humanidad, la
limusina negra Chaika del gobierno que llevaba el mensaje de Jrushchov al
edificio de la radio primero se extravió y luego se retrasó debido al tráfico. No

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es difícil imaginar las destempladas escenas en el interior del vehículo entre el
conductor y el mensajero elegido por el Presídium, Leonid Ilichev, el
responsable de la comisión de ideología del Comité Central. Cuando este
apparátchik por fin entró en el edificio, uno de los seis vetustos ascensores
del vestíbulo le estaba esperando para llevarlo directamente al estudio. Sin
embargo, mientras subía, el aparato se detuvo con brusquedad y quedó varado
entre dos plantas. Como era domingo, no había ningún maquinista de
servicio. El desdichado Ilichev trató de entregar el documento al personal de
la emisora a través de las puertas del ascensor, que se habían quedado
atascadas, pero los gruesos sellos de cera lo hicieron imposible y el sobre se
desgarró. Entonces, de forma tan repentina como inexplicable, el ascensor
volvió a ponerse en marcha y llevó a Ilichev al estudio. Levitán, cuya
profunda voz le había convertido en el portavoz favorito de Stalin, hizo su
histórica emisión.[5]
El pasaje crítico de la misiva de Jrushchov a Kennedy que entonces se
leyó al mundo decía: «He recibido su mensaje del 27 de octubre de 1962.
Expreso mi satisfacción y gratitud por el sentido de la proporción que ha
demostrado y la comprensión de la responsabilidad que tiene en la actualidad
para la preservación de la paz en todo el mundo. Comprendo muy bien su
preocupación y la preocupación del pueblo de Estados Unidos en relación con
el hecho de que las armas que usted califica como “ofensivas” son, de hecho,
armas nefastas… Con el fin de completar con mayor rapidez la liquidación
del peligroso conflicto para la causa de la paz, para infundir confianza a todas
las personas que anhelan la paz y para calmar al pueblo estadounidense, que,
estoy seguro, desea la paz tanto como el pueblo de la Unión Soviética, el
gobierno soviético, además de las instrucciones dadas con antelación sobre el
cese de los trabajos de construcción en los emplazamientos de las armas, ha
emitido una nueva orden para el desmantelamiento de las armas que usted
describe como “ofensivas” y su embalaje y devolución a la Unión Soviética».
Ese domingo Malinovski envió a Plíyev, en Cuba, dos telegramas que, no
cabe duda, obedecían a una orden de Jrushchov y acaso habían sido dictados
por él: «Pensamos que usted se precipitó al derribar el avión de
reconocimiento U-2 de Estados Unidos; en ese momento estaba emergiendo
un acuerdo para evitar, por medios pacíficos, el ataque contra Cuba… Hemos
tomado la decisión de desmantelar los R-12 y retirarlos. Comience a aplicar
esta medida. Confirme el recibo». «Además de la orden de no utilizar los
[misiles tierra-aire] S-75, se le ordena no utilizar los aviones de combate para
evitar choques con las aeronaves de reconocimiento de Estados Unidos».

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Además, el general recibió instrucciones de que cuando U Thant y el resto de
la delegación de la ONU llegaran a Cuba en su inminente misión de paz,
debía permitírseles visitar los emplazamientos de los misiles soviéticos para
que confirmaran que se estaban desmantelando.
No resulta difícil comprender el enfado y el resentimiento de los altos
mandos soviéticos que leyeron esos mensajes en Cuba. Ninguno había pedido
ser destinado al Caribe, y menos el enfermizo Plíyev. Habían trabajado con
gran esfuerzo, en un entorno extraordinariamente hostil, en medio de una
población rebelde y alborotada, cumpliendo con unas órdenes que les exigían,
en esencia, prepararse para un enfrentamiento armado con Estados Unidos.
Ahora, sin embargo, se les decía que todo ese trabajo y todas las penalidades
que habían soportado a lo largo de ese tiempo no habían servido para nada.
Iban a retirarse sin gloria y con escaso honor, aunque quizá los más reflexivos
apreciaran el valor que tenía la nueva garantía de la inviolabilidad de Cuba
otorgada por Kennedy. En 1988, Mac Bundy escribiría que Jrushchov «había
salvado mucho del naufragio de su audaz aventura».[6] Es posible asimismo
que algunos rusos vieran con gratitud el hecho de haberse librado de la
amenaza de incineración que pendía sobre ellos. No obstante, en aquellos días
de octubre había pocos en la isla que pensaran así.
Las autoridades navales soviéticas enviaron otro mensaje a sus barcos en
la región, lo que hizo que las naves de la armada estadounidense en el
Atlántico occidental informaran antes del amanecer sobre la situación del
buque cisterna Grozni, que se dirigía a la línea del bloqueo con su carga de
amoníaco: «Contacto detenido desde las 0430». Poco después de las nueve de
la mañana en Washington, por la tarde en Europa, el contenido de la emisión
de Radio Moscú empezó a repiquetear en los teletipos de las agencias de
noticias de todo el mundo. El presidente leyó las palabras que prometían
evitar la guerra mientras se preparaba para salir de la mansión de la Casa
Blanca para asistir a misa. «Me siento como un hombre nuevo», le dijo a
Dave Powers. Bundy comentaría: «Era una mañana muy hermosa y de
repente se había vuelto más hermosa todavía».[7]
En el Pentágono, los jefes de las fuerzas armadas se negaron a creer una
palabra y enviaron un mensaje al presidente: «El JCS [Estado Mayor
Conjunto, por sus siglas en inglés] interpreta la declaración de Jrushchov,
junto con el fortalecimiento militar [en Cuba], como un esfuerzo encaminado
a retrasar la acción directa de Estados Unidos mientras prepara el terreno para
el chantaje diplomático». Los jefes pidieron a Kennedy que ordenara un
ataque aéreo completo contra Cuba para el día siguiente, como paso previo a

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la invasión. Maxwell Taylor transmitió puntualmente esa recomendación,
pero no sin decirle a McNamara que él mismo disentía de la opinión de los
jefes. Curtis LeMay no se molestó en esconder la furia que le produjo el
hecho de que el bello programa de ataques aéreos de la USAF, diseñado para
devastar Cuba, hubiera pasado a ser superfluo de un plumazo. Mientras el
secretario de Defensa, que había dormido en el Pentágono desde el comienzo
de la crisis, se esforzaba por calmar a los mandos de los distintos servicios,
todos, con excepción de Taylor, seguían insistiendo en que el mensaje del
Kremlin era una treta para ganar tiempo y poder ocultar los misiles. Robert
Kennedy observaría con cierto desdén: «La reacción del almirante Anderson a
la noticia fue “nos han engañado”. Eso hizo que el presidente, agotado, dijera:
“Los militares están locos. Es una suerte que tengamos allí a McNamara”».[8]
El fiscal general había comenzado la mañana llevando a sus hijas a un
espectáculo ecuestre en la Armería de la Guardia Nacional en Washington D.
C., en cumplimiento de una promesa que llevaba largo tiempo haciéndoles.
Fue allí donde recibió la llamada de Dean Rusk que le informó de la noticia.
El fiscal general se dirigió en el acto a la Casa Blanca, donde se enteró de que
Anatoli Dobrynin solicitaba reunirse con él, de modo que partió de nuevo
rumbo a su despacho en el Departamento de Justicia. Allí, el embajador
soviético le dijo que Jrushchov le había pedido que transmitiera sus mejores
deseos a los dos hermanos Kennedy.
Bobby regresó a la Casa Blanca, para compartir con el presidente el alivio
abrumador que todos sentían en esos momentos. Cuando se disponía a salir
del Despacho Oval, JFK le ofreció otra de sus características ocurrencias
ingeniosas, en extremo dolorosa a la luz de lo que sucedería trece meses
después. Recordando a Lincoln, el mandatario dijo: «Esta es la noche en que
debería ir al teatro». Y su hermano contestó: «Si vas, quiero ir contigo».[9]
Tras despedirse, el presidente se sentó a escribir una carta de condolencia a
Jane Anderson, la viuda del piloto del U-2 derribado.
A las 11.10 el ExCom se reunió de nuevo en un ambiente de euforia.
Dean Rusk recordó que ocho días antes el presidente había comentado con
ironía que, fuera cual fuera la línea de actuación que adoptaran, quienes la
hubieran defendido acabarían lamentándolo, pero que ahora, en su opinión,
había «cierta gratificación para las líneas de actuación defendidas por todos,
excepto [por quienes proponían] no hacer nada». Bundy apuntó que, después
de días en los que unos habían sido halcones y otros palomas, este era el día
de las palomas. El presidente instó a sus asesores a mostrarse prudentes en sus
declaraciones públicas. La cuarentena cubana seguiría en vigor hasta que

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todas las demás cuestiones hubieran quedado resueltas: «No debía concederse
ninguna entrevista ni ofrecerse ninguna declaración reivindicando cualquier
clase de victoria… Si había habido un triunfo, era un triunfo para la próxima
generación, no para ningún gobierno o nación en particular».
Cuando la reunión se disolvió poco después del mediodía, tras una sesión
que duró menos de una hora, Kennedy telefoneó de forma sucesiva a los tres
expresidentes vivos de Estados Unidos para comunicarles la noticia, con su
hermano a la escucha. Eisenhower preguntó con cautela: «¿Puso [Jrushchov]
alguna condición de cualquier tipo?». Kennedy dijo, apartándose de la
verdad: «No, salvo en lo referente a la invasión de Cuba… [Aunque] mi
opinión es que, a finales del mes que viene, vamos a estar en un mano a mano
en Berlín». Harry Truman dijo con generosidad: «Estoy muerto de la dicha
por la forma en que salieron las cosas». Herbert Hoover dijo: «Me parece que
estos recientes acontecimientos son bastante increíbles… Esto constituye un
gran triunfo para usted». Después de eso el mandatario dejó Washington para
reunirse con su esposa e hijos en Glen Ora, la casa de campo en Middleburg,
Virginia, que la familia había alquilado como residencia de fin de semana.
En Novo-Ogaryovo, una vez que se hubo enviado la carta a Radio Moscú,
Jrushchov, que hasta entonces había lucido un semblante sombrío, recobró el
ánimo y abrió las puertas del salón en el que se había celebrado la sesión para
pedir a los lacayos que aguardaban fuera que sirvieran el almuerzo. El jefe del
servicio disculpó al personal por el retraso, señalando que no habían podido
poner la mesa. Los miembros del Presídium abandonaron sus sillas para que
pudieran hacerlo y charlaron informalmente mientras esperaban a que se
sirviera la comida. Serguéi Jrushchov escribió: «El ambiente cambió por
completo, de la forma en que lo hace cuando el sol sale después de una
tormenta».[10] La familia había estado esperando a Nikita Serguéyevich en su
dacha, a diez minutos en coche de la casa de invitados en la que estaba
reunido el Presídium. Almorzaron sin él; no se enterarían de lo que había
hecho hasta que escucharon la noticia en el boletín de las cinco de la tarde.
Una vez que los miembros del Presídium escucharon la emisión de Radio
Moscú, Jrushchov dijo de repente, en un insólito eco de las palabras de
Kennedy a su hermano: «¿Por qué no vamos al teatro? Le demostraremos al
mundo entero que no hay nada que temer».[11] Como de costumbre, nadie
discrepó. ¿Qué se presentaba en el centro? Alguien anotó que esa noche era la
última función de un conjunto búlgaro que estaba de visita. «Qué bien», dijo
el primer secretario: «vamos a ver a los búlgaros». Eran casi las seis de la

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tarde, de modo que apenas tuvo tiempo de pasar brevemente por su dacha
para cambiarse de camisa antes del espectáculo.
Ese domingo por la noche, Harold Macmillan era un hombre
desconcertado y exhausto. El primer ministro escribe en su diario: «Imposible
describir lo que ha estado sucediendo en esta batalla de hora en hora… La
oferta turca planteada a Jrushchov era muy peligrosa… La prensa hoy… fue
horrible. Era como Múnich [1938]… Durante toda la noche del sábado, la
tensión continuó… Mientras terminábamos de almorzar, llegó la noticia (a
través de la radio) de que los rusos habían cedido. Para empezar, reconocen la
presencia de los misiles balísticos (que hasta ahora los comunistas negaban y
que todos los buenos compañeros de viaje en todos los países ponían en
duda)».[12] El líder británico se refería aquí a las multitudes de manifestantes
que no se limitaban a culpar a Estados Unidos por su respuesta a la crisis, sino
que además se habían tragado las mentiras de Moscú, que insistía en negar la
realidad de la amenaza. En un primer momento, a Macmillan le resultaba
difícil dar crédito al resultado: «una retirada completa (si mantienen su
palabra)». Ese escepticismo estaba al menos en parte justificado. El
presidente Kennedy no informó a los británicos (y, de hecho, tampoco a
ningún otro aliado) de su promesa privada de retirar los misiles desplegados
en Turquía.
Una curiosa sensación de decepción, de anticlímax, por bienvenido que
fuera, se apoderó de quienes se encontraban en los aposentos de Macmillan en
la Casa del Almirantazgo. Después de que sus ministros y asesores
principales se hubieran marchado a casa, el primer ministro dijo al pequeño
grupo de íntimos que le acompañaban: «Es como en las bodas cuando lo
único que queda por hacer es acabarse el champán e irse a dormir».[13] En
Nueva York, el veterano corresponsal de CBS News, Charles Collingwood,
dijo a millones de espectadores a lo largo y ancho del país: «Este día tenemos
todas las razones para pensar que el mundo ha escapado de la más terrible
amenaza de un holocausto nuclear desde la segunda guerra mundial». La carta
de Jrushchov al presidente de Estados Unidos, dijo, representaba una
«humillante derrota para la política soviética».
Mientras que tanto la Casa Blanca como el Kremlin se sentían
razonablemente seguros de que el final de la crisis estaba a la vista y de que la
amenaza del Armagedón se había evaporado, muchas personas normales y
corrientes seguían teniendo miedo. En Londres, el Times del 29 de octubre
publicó un artículo que reconocía que quizá lo peor había pasado, pero, con
una notable cautela, se negaba a dar por sentadas las buenas noticias. En otro

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lugar, el prestigioso columnista Murray Kempton escribía desde Nueva York:
«Había muchos indicios, y sigue habiéndolos, de que el presidente se
encuentra sometido a una gran presión para que invada Cuba y acabe con el
problema de una vez. Europa debe recordar que en Estados Unidos no hay un
partido pacifista [similar a los movimientos antinucleares europeos]. Rara vez
hay un partido pacifista en cualquier nación en medio de una crisis como la de
la última semana».[14] Kempton temía que los sucesos de octubre llevaran a
algunas fuerzas en Estados Unidos a concluir que la única manera de lidiar
con los soviéticos era adoptar una posición inflexible «siempre que sea
posible confrontarlos de forma directa».
En una carta personal dirigida al presidente, David Ormsby-Gore escribió:
«Estoy henchido de admiración ante la espléndida manera en que has
gestionado los tremendos acontecimientos de la crítica semana que acabamos
de vivir. Felicitaciones».[15] Walter Lippmann aplaudió la forma en que
Kennedy había «reducido sus objetivos a los que su poder le permitía
alcanzar», y usado luego ese poder para asegurar su consecución.[16] Una
semana después, Iverach McDonald, el director de la sección internacional
del Times, y Lippmann comieron en Londres con lord Home, el secretario de
Exteriores. En una vena similar a la del presidente estadounidense, el ministro
británico se pronunció en esa ocasión contra cualquier exhibición de
triunfalismo por parte de Occidente, y añadió: «Lo más aterrador de todo esto
es que Jrushchov pudiera haber cometido un error de cálculo tan espantoso.
Lo que significa que, la próxima vez, su metedura de pata podría causar una
guerra».[17] El Spectator estaba de acuerdo: «Una de las lecciones más
sorprendentes de todo el asunto ha sido la visión que nos ha proporcionado de
la calidad de los dirigentes soviéticos».[18] El editorial calificaba la conducta
del Kremlin como «aventurerismo superficial e irresponsable… Fue el
maquiavelismo campesino de baja estofa, la calidad mental del timador y el
jugador ordinarios, lo que sorprendió incluso a aquellos de nosotros que
nunca hemos atribuido a los rusos un gran sentido común».
En Francia, el comentario de Le Monde, titulado «Un giro inesperado de
los acontecimientos», expresaba asombro ante el hecho de que apenas
veinticuatro horas después de que Moscú hubiera lanzado su propuesta de
intercambio, «el señor Jrushchov sencillamente se plegó a los términos y
condiciones del señor Kennedy… Uno se queda con la sensación de que no
tenía elección. Sin embargo, persisten graves dificultades. El tono del señor
Fidel Castro contrasta con el del señor Jrushchov».[19] El editorial de The
Economist del 3 de noviembre se asombraba de lo completa que era la

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retractación soviética y elogiaba con efusividad la forma en que Kennedy
había jugado sus cartas. Ese entusiasmo contrastaba con la desconfianza en el
buen juicio de los estadounidenses que tan a menudo encontraba voz en las
páginas del semanario. Por otro lado, la revista daba un «crédito ilimitado» al
presidente por su promesa de no emprender más acciones militares contra
Cuba. La mayoría de los británicos consideró esto una demostración de
sabiduría, con independencia de la necesidad de ofrecer un trato a los
soviéticos. La posibilidad de una guerra global por la isla de Castro les
horrorizaba.
Por su parte, la mayoría de los compatriotas de Kennedy, incluso aquellos
que no estaban impresionados por otras cosas que había hecho o dejado de
hacer desde enero de 1961, aplaudieron su gestión de la crisis. El índice de
aprobación del mandatario, medido por Gallup, alcanzó un espectacular 74 %
(dos meses antes era del 63 %). En las elecciones legislativas celebradas el 6
de noviembre, en contra de la tendencia histórica de la mayoría de los
comicios de mitad de mandato, los demócratas reforzaron su dominio del
Senado, ganando cuatro escaños más, y aumentaron su porcentaje del voto
popular en la Cámara de Representantes, a pesar de perder un escaño.
Algunos de los miembros de la élite militar estadounidense también
elogiaron la gestión de la crisis por parte de la administración. El general de
división Robert Breitweiser, el jefe de inteligencia de la fuerza aérea, dijo:
«Creo que se llevó a término con bastante habilidad. El enfrentamiento cara a
cara en el que los buques de suministro soviéticos dieron media vuelta en el
último minuto fue una demostración excelente de mantener la firmeza sin
exageraciones».[20] Sin embargo, esta fue una opinión minoritaria en las
fuerzas armadas. La mayoría de los camaradas de Breitweiser deploraron el
resultado y continuaron lamentando en voz alta que Kennedy no hubiera
aprovechado lo que se percibía como una oportunidad para humillar tanto a
los soviéticos como a los cubanos. Curtis LeMay dijo: «Habríamos
conseguido sacar de Cuba no solo los misiles, sino también a los
comunistas… En mi opinión, no había ninguna posibilidad de que fuéramos a
la guerra con Rusia porque teníamos una capacidad estratégica abrumadora, y
los rusos lo sabían».[21]
Otro general de la USAF, Bruce Holloway, que había sido piloto de
combate en la segunda guerra mundial, dijo: «Creo que si hubiéramos
limpiado ese nido de ratas, el crecimiento del comunismo en Suramérica se
habría reducido durante mucho, mucho tiempo».[22] Holloway pensaba que
los ataques aéreos habrían bastado: «Me sorprendió que no atacáramos.

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Pensaba que lo haríamos».[23] El teniente general David Burchinal, el segundo
de LeMay, que entonces tenía cuarenta y siete años, dijo: «Había dos grandes
discusiones desarrollándose. Una era la de la confrontación nuclear, que
nosotros ya habíamos resuelto: ganábamos con los ojos cerrados. La segunda
era la de si invadíamos o no Cuba. Los militares y los halcones, por supuesto,
querían ir allí y hacer limpieza general —echar a Castro, librarnos del
problema de forma decisiva para siempre—; y el otro bando [en la Casa
Blanca] no quería invadir, solo hablar. “Haremos un poco de esto, un poco de
aquello.” Juguetear… Estábamos en condiciones de hacer el trabajo, pero en
último análisis se impuso la indecisión… de quienes estaban arriba. Nadie se
atrevió a comerse el marrón».
Unos meses más tarde, cuando se dio la orden de retirar los misiles Júpiter
de Turquía, el general de división Gabriel Disosway, jefe adjunto del Estado
Mayor de la USAF, que había negociado el despliegue original, se indignó:
«Tenían a los rusos huyendo y se les ocurrió que tenían que darles una salida,
así que negociaron… Nunca llegamos a realizar ninguna inspección para
comprobar si se habían sacado los misiles. Por lo que sabemos podrían seguir
en Cuba… Como decíamos en el Pentágono, arrancamos la derrota de las
fauces de la victoria».[24] Estas opiniones, pronunciadas por algunos de los
oficiales de mayor rango de la fuerza aérea estadounidense, ponen de
manifiesto la intensidad de las pasiones marciales en aquellos días, pasiones a
las que el secretario de Defensa opuso una resistencia notable. El subdirector
de planificación de la USAF, el coronel Jerry Page, describió a McNamara
como «la mayor amenaza para la seguridad de Estados Unidos que jamás
haya existido en Washington».[25]
Dean Acheson, que había sido un halcón inquebrantable a lo largo de toda
la crisis —algo inusual entre los civiles—, se negaba a reconocer, incluso en
privado, la posibilidad de que se hubiera equivocado. Describió la gestión de
la Casa Blanca como «una apuesta que rozaba la imprudencia» y consideró
que el éxito de esta había sido «pura suerte».[26] Pese a ello, el exsecretario de
Estado escribió con cortesía al presidente: «Permítame felicitarlo por su
liderazgo, firmeza y buen juicio durante la difícil semana que acaba de
terminar. No siempre hemos tenido estas cualidades al frente del país. Es
bueno tenerlas de nuevo. Solo unas pocas personas saben mejor que yo lo
difícil que es tomar estas decisiones, y lo amplia que es la brecha entre
quienes aconsejan y quien decide».
Dean Rusk dijo: «Quienes vivieron la crisis de los misiles emergieron de
esta siendo personas un poco diferentes de lo que eran antes verse arrastrados

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a ella».[27] Quería decir, por supuesto, que habían explorado los confines del
peligro global, la diplomacia y el arte de gobernar. No obstante, resulta difícil
aceptar que, más allá del presidente, quienes se probaron en el fuego del
ExCom adquirieran a través de esa experiencia un aumento significativo de
sabiduría, pues fueron esos mismos hombres los que harían entrar a Estados
Unidos en la guerra de Vietnam y lo mantendrían allí durante casi un decenio.
En cuanto a la reacción dentro de la Unión Soviética, The Economist
señaló con sorna que los rusos habían tenido que rescatar del «cubo de la
basura de la historia» al anciano y con frecuencia desacreditado mariscal
Kliment Voroshílov para que proclamara «en el Pravda la gratitud de la
humanidad al señor Jrushchov por su actuación».[28] Nikolái Kozakov
escribió el 28 de octubre: «El tiburón [Jrushchov] ha enviado a Kennedy otra
carta. Por supuesto, es muy larga y no está exenta de amenazas, pero lo que
importa es que ha ordenado que se detengan los trabajos de construcción en
los emplazamientos de misiles en Cuba y la devolución de las armas a la
URSS. En resumen, ha puesto el culo desnudo en las ortigas. Kennedy, por su
parte, ha garantizado que ellos no atacarán Cuba. Por supuesto, ahora vendrán
muchas maniobras diplomáticas, pero la crisis se ha resuelto, a favor de
Estados Unidos. Terminé mi poema [sobre la crisis] y se lo leí a mi madre. Lo
aprobó, pero también piensa que es demasiado tarde» (y lo mismo opinaron
los editores de Kozakov).[29]
El moscovita Iván Seleznev escribió en su diario que para una nación
como la Unión Soviética resultaba humillante «que los hechos resultaran ser
tan diferentes de las palabras. En segundo lugar, todo se hizo de forma
infantilmente secreta… Ellos [ahora] dicen que el sentido común dictaba la
decisión de retirar [los misiles]. Pero queda claro que este estaba ausente
cuando los llevaron [a Cuba]». El diarista concluye con sarcasmo: «¿Cómo
podemos vivir con estos tíos tan sabios y brillantes?».[30]
A los rusos les encanta usar las comparaciones con animales como recurso
retórico. El secretario del Partido Comunista de Ucrania, Petró Shélest,
equiparó la conducta de Kennedy y Jrushchov con la de dos cabras que se
encuentran en un estrecho sendero en lo alto de un acantilado y se niegan a
cederse el paso la una a la otra. Con todo, mientras que en el caso de las
cabras las dos terminan cayendo al abismo, en la crisis el ganador había sido
el «sentido común». En medio de todas las declaraciones contradictorias de
los líderes nacionales, escribe Shélest, «una cosa está clara: nos
encontrábamos al borde de la guerra porque nosotros precipitamos la llamada
crisis del Caribe al desplegar cohetes y bombarderos en Cuba. Creamos una

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tensión militar absurda, y ahora pretendemos que el haber conseguido salir de
ella es un “logro”, casi una “victoria”».
Algunos rusos, sin embargo, aceptaron encantados una visión benigna de
sus propios dirigentes. El 6 de noviembre, Romen Nazirov, que por esa época
tenía veintiocho años, escribió en su diario: «Jrushchov ha salvado al mundo
de la amenaza de una guerra nuclear. Los periódicos estadounidenses
anunciaron su decisión de retirar las bases con titulares como: “Los rojos se
retiran de Cuba”, etc. Incluso se burlan de nosotros. Pero la victoria moral de
Jrushchov es evidente. Él tiene razón en lo principal, es decir, en lo referente
a la guerra y a la paz. En cuanto al prestigio… bueno, ¡que se rían! Rira bien,
qui rira dernier!».[31] El general Gennadi Obáturov, entonces al mando del 6.º
Ejército Blindado de Guardias en Ucrania, escribió más tarde en su diario:
«Salimos vencedores en la región de Cuba… [pero] que Dios nos libre de
tales victorias si llevan al mundo al borde de la guerra nuclear».[32]
José Ramón Linares Ferrara, que vivió la crisis siendo un veinteañero,
recuerda cómo en Cuba la población fue comprendiendo con lentitud la
gravedad de la situación: «La gente era cada vez más consciente de lo que
estaba en juego. Y suspiraron aliviados cuando se resolvió el problema y se
llevaron los cohetes».[33] Un cubano, sin embargo, no tenía nada que celebrar.
Fidel Castro estaba mucho más que furioso. Percibía el resultado de la crisis
como una humillación para él y para su país, tanto como para Jrushchov.
Habiendo proporcionado a la Unión Soviética, corriendo un riesgo mortal, el
escenario sobre el que se desarrolló el drama del despliegue de los misiles, los
rusos ni siquiera se habían molestado en advertirle que iban a retirarlos antes
de que Radio Moscú hiciera el anuncio. Se enteró de la decisión mientras
escuchaba las noticias transmitidas por la radio y en un acceso de rabia
rompió un espejo. En el punto álgido de su furia contra Jrushchov, lo trató de
«maricón», el epíteto más feroz que este latinoamericano ferozmente
machista podía lanzar.
Dentro del Kremlin, el general Obáturov describe así al líder soviético en
una reunión del Comité Central celebrada al término de la crisis:

Como siempre, habló sin notas, entrecortado, nervioso, tartamudeando. Después subimos a la
sala de recepciones, donde estaban dispuestas las mesas. Se ofrecieron brindis:
JRUSHCHOV: Por el pueblo, el Partido y el ejército.
MALINOVSKI: Por el Partido, el Comité Central y Jrushchov.
EREMENKO: Por Jrushchov.
Por último, Jrushchov levantó de nuevo su copa por el Ejército y por todos los presentes.
Dijo que cualquier tonto podía iniciar una guerra, pero que era más difícil encontrar a alguien lo
bastante inteligente como para terminar una bien, en esta era de armas nucleares.[34]

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El 30 de octubre Kennedy le escribió a Rachel Lambert Mellon, que
recientemente había supervisado la replantación de la rosaleda de la Casa
Blanca: «No necesito decirte que tu jardín ha sido el sitio más radiante en el
sombrío entorno de los últimos días». También ese martes la administración
Kennedy puso fin de manera oficial, aunque en secreto, a la operación
Mangosta de la CIA. El «grupo especial» que la dirigía quedó abolido; la
rabia de los Kennedy contra Castro, sin embargo, permaneció intacta.

2. LOS CUBANOS SE ENFADAN

La posteridad ha definido el domingo 28 de octubre como el último de los


trece días de la crisis durante los cuales el mundo estuvo en peligro. El lunes
29, el Kansas City Times llevaba en primera página el titular: «LOS ROJOS
DAN MARCHA ATRÁS EN CUBA». El New York Herald Tribune
anunciaba: «Jrushchov ofrece descartar los misiles de Cuba»; y el New York
Times: «Estados Unidos y los soviéticos llegan a un acuerdo sobre Cuba:
Kennedy acepta la promesa de Jrushchov de retirar los misiles bajo la
supervisión de la ONU». El desmantelamiento de los misiles se completó con
rapidez, y pronto comenzó el traslado a los puertos, y a plena luz del día, de
los largos y mortíferos cilindros de color verde oliva. El personal al cargo
trabajó mañana, tarde y noche, y dos días después, habían cargado en los
buques todo el armamento que debía regresar a la URSS. Los primeros barcos
que transportaban ojivas, el Aleksándrovsk y el Divnogorsk, zarparon de
Mariel con su cargamento nuclear el 6 de noviembre, y estuvieron sometidos
a la vigilancia aérea de Estados Unidos hasta que entraron respectivamente en
el mar Báltico y el mar Negro. Esa noche, el destructor USS Blandy se acercó
al Divnogorsk y exigió que se le autorizara a enviar un grupo para registrar la
nave. El capitán del carguero se negó, y tras varios intercambios de señales
luminosas y tensas discusiones a bordo tanto del buque soviético como del
destructor, los estadounidenses se conformaron con observar desde su propio
puente cómo los rusos retiraban las cubiertas de lona para dejar al descubierto
los misiles amarrados en cubierta. Para el 9 de noviembre, 42 misiles
nucleares, 1.056 piezas de equipo y 3.289 militares soviéticos, entre oficiales
y soldados, habían abandonado Cuba.
Sin embargo, las tensiones entre Moscú y Washington persistieron
durante otras dos semanas debido a las cabezas nucleares que aún
permanecían en Cuba, donde un hombre luchaba contra su retirada. No se
trataba, por supuesto, de Nikita Jrushchov, sino de Fidel Castro. El 28 de

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octubre, el Kremlin tampoco había advertido a su embajador en La Habana,
Aleksandr Alekseev, sobre la carta a Kennedy que iba a leerse en Radio
Moscú. De modo que cuando Osvaldo Dorticós, el presidente cubano, exigió
que se le informara de lo que estaba ocurriendo, el enviado desestimó de
buena fe la noticia que le había escandalizado y le instó a no creer nada que
oyera en la radio estadounidense. Horas más tarde, cuando Alekseev recibió
una copia de la carta del Kremlin para que se la entregara a Castro, el
indignado líder cubano se negó a reunirse con él. Ese día Fidel pronunció una
belicosa y desafiante declaración pública, conocida como los «Cinco puntos»,
en la que afirmó que, en lo que a él y a Cuba se refería, la crisis de los misiles
no había terminado. Al día siguiente, el lunes 29, cuando cedió y aceptó
reunirse con Alekseev, el embajador le entregó tanto el mensaje de Jrushchov
como otro en nombre de todo el Presídium, en el que se le instaba a respaldar
de forma pública el acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Soviética sobre
los misiles. Castro, enfadado y deprimido, dijo con mal humor que
consideraría la propuesta; pero rechazó de plano la idea de permitir que los
inspectores de la ONU visitaran los emplazamientos de los misiles, un
«procedimiento humillante».
El embajador de Checoslovaquia en La Habana, que en cuanto
representante de un Estado del Pacto de Varsovia, gozaba de acceso
privilegiado a su homólogo soviético, informó a Praga: «Los cubanos, por
desgracia, no han entendido en absoluto el paso histórico que ha dado
Jrushchov y, de hecho, creen que la URSS se ha echado atrás frente a Estados
Unidos y, por tanto, las defensas cubanas han quedado debilitadas».[35] Todo
indicaba que en el seno del gobierno cubano había «una confusión de
opiniones total. No ven la situación desde una perspectiva global, sino solo
desde la perspectiva cubana, y su único objetivo sigue siendo el cumplimiento
de las exigencias de Fidel… Hay incluso comentarios acerca de un nuevo
Múnich».
En la carta a Castro del 30 de octubre, Jrushchov volvió a reprochar al
líder cubano la despreocupación con la que parecía estar dispuesto a consentir
un conflicto frontal entre las dos superpotencias: «Por supuesto que Estados
Unidos habría sufrido ingentes pérdidas, pero la Unión Soviética y todo el
bloque socialista también habrían sufrido enormemente. De hecho, es incluso
difícil decir cómo habrían acabado las cosas para el pueblo cubano…
Luchamos contra el imperialismo no para morir, sino para realizar todo
nuestro potencial, para perder lo menos posible y después ganar más, para ser
vencedores y conseguir el triunfo del comunismo».

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Castro respondió con su truculencia habitual, dirigiéndose al primer
secretario como a un igual, el «compañero Jrushchov»: «No veo cómo puede
afirmarse que fuimos consultados de la decisión tomada por usted… Los
imperialistas ya empiezan de nuevo a hablar de invadir al país, como prueba
de lo efímeras y poco dignas de confianza que son sus promesas». Cuando U
Thant llegó a La Habana el 30 de octubre, en cumplimiento de la invitación
que tres días antes le hiciera el líder cubano, este se mantuvo inamovible en
su negativa a permitir que los inspectores de la ONU visitaran los
emplazamientos de los misiles: «No hemos hecho absolutamente nada fuera
de las normas del Derecho Internacional. En cambio, nosotros hemos sido
víctimas en primer lugar, de un bloqueo, que es un acto ilegal; en segundo
lugar, la pretensión de determinar desde otro país qué tenemos derecho a
hacer o no hacer nosotros dentro de nuestra frontera. Nosotros entendemos
que Cuba es un Estado soberano, ni más ni menos que cualquier otro de los
Estados miembros de las Naciones Unidas… Entiendo que esto de la
inspección es un intento más de humillar a nuestro país. Por lo tanto, no lo
aceptamos». Además, cuando Alekseev pidió al general Plíyev que se
reuniera con el asesor militar de U Thant, el general indio Indar Jit Rikhye,
aquel se negó a hacerlo. Considerando que ya había soportado suficientes
humillaciones, se limitó a permitir que su segundo hablara con el visitante.
Cumpliendo a regañadientes con las órdenes de Moscú, ese oficial
proporcionó a la ONU un informe completo del calendario para el
desmantelamiento de los misiles nucleares.
El acuerdo inicial de Kennedy con Jrushchov se refería únicamente a los
misiles balísticos en Cuba. No se había dicho nada sobre los bombarderos Il-
28 y sus armas nucleares, así como de los misiles Luna y los misiles de
crucero FKR-1 con cabezas nucleares. Al principio, el líder soviético aspiraba
a mantener ese arsenal en la isla y así apaciguar a Castro. No obstante, el
estatus de esas armas pronto se convertiría en el centro de una disputa
acalorada. Ninguna de las dos superpotencias creía de verdad que se
encontraran todavía al borde de la guerra, pero los jefes del Estado Mayor
Conjunto de Estados Unidos aún abrigaban la esperanza de que la obstinación
residual de soviéticos y cubanos les permitiera obtener la autorización para
iniciar la invasión de Cuba que las fuerzas desplegadas en el sureste de
Estados Unidos seguían preparadas para emprender.
En el mar, uno de los cuatro submarinos soviéticos Foxtrot que habían
participado en la operación Anádir, el B-4, que se encontraba al noreste de las
Bahamas, dentro de la zona de cuarentena, escapó a la vigilancia de los

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estadounidenses e inició el regreso a casa manteniéndose sumergido en las
horas de luz. El B-130 tuvo un desempeño ignominioso, ya que tres de sus
cuatro motores diésel dejaron de funcionar. El 25 de octubre se vio obligado a
ascender a la profundidad de periscopio y, a partir de entonces, a soportar el
hostigamiento de la armada de Estados Unidos con granadas y cargas de
profundidad de práctica, que hicieron creer al capitán que en verdad estaban
sufriendo un ataque, en especial después de que una carga explotara contra el
casco y causara una filtración. Los buques de guerra estadounidenses
siguieron con sus amenazadoras actividades hasta el 30 de octubre, cuando el
B-130, con las baterías totalmente agotadas, salió a la superficie delante del
USS Blandy. Tras fracasar los esfuerzos para reparar los motores diésel, los
soviéticos tuvieron que enviar un remolcador que arrastrara el sumergible
hasta Múrmansk, a donde finalmente llegó. Este episodio tuvo lugar a más de
320 kilómetros al este de la línea de la cuarentena, en el Atlántico abierto.
El B-36 del capitán Dubivko, que estaba dentro de la zona de bloqueo,
también fue perseguido por los estadounidenses, en su caso por el USS
Charles P. Cecil, que durante las horas de oscuridad se acercó con las luces
apagadas y dio un susto tremendo a los rusos cuando estos salieron a la
superficie para recargar las baterías y se toparon con la mole silenciosa y
sombría del destructor casi al lado. Sin perder tiempo, Dubivko ordenó una
inmersión forzada; y más tarde informaría de que los estadounidenses habían
disparado un torpedo, que habría fallado. Eso es muy improbable, pero refleja
el estado de ánimo de los marineros soviéticos en aquellos días y noches,
mientras oían las hélices de los buques antisubmarinos de la armada
estadounidense horadando las aguas por encima de sus cabezas y
acompañadas, a intervalos regulares, por las detonaciones y el sonoro ruido
metálico de las cargas. El capitán acabó saliendo a la superficie en presencia
de los estadounidenses el 31 de octubre. Sin embargo, de forma casi
contradictoria, luego declararía: «Tenemos que ser justos con el enemigo: el
destructor no nos molestó, sino que adoptó un rumbo paralelo al nuestro a una
distancia de entre 50 y 150 metros».[36] Una semana más tarde, cuando iba de
regreso a su base, dos de sus tres motores diésel se averiaron. Con el buque
flotando en medio del océano, los heroicos ingenieros se vieron obligados a
desguazarlos, para armar con ambos un único motor de reemplazo que les
permitiera completar su tránsito hasta la Unión Soviética.
Los buques de guerra estadounidenses siguieron rodeando al B-59 en la
superficie, a más de 160 kilómetros de la línea de cuarentena, hasta que
recibieron la orden de retirarse. A su regreso a la URSS, se consideró que la

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actuación de los cuatro capitanes de los Foxtrot había sido deshonrosa, pues al
permitir que el enemigo los convirtiera en su juguete habían contribuido a la
humillación general de la Unión Soviética, y sus superiores los trataron en
consecuencia. Dubivko dijo: «El mariscal [Andréi] Grechko [el jefe de las
fuerzas del Pacto de Varsovia] se negó a escuchar mi informe sobre los
problemas y dificultades que tuvimos. No entendía que un submarino
necesitaba cargar las baterías cada noche en modo estacionario. Lo único que
le parecía relevante era que habíamos incumplido la obligación de mantener
en secreto nuestra presencia, que los estadounidenses nos habían descubierto
y que durante algún tiempo estuvimos en estrecho contacto con ellos… El
jefe del Departamento de Operaciones del Estado Mayor de la Armada…
dijo: “Yo hubiera preferido hundirme a salir a la superficie”».[37] En realidad,
por supuesto, la culpa de las desgracias de los Foxtrot recaía por completo en
el alto mando soviético. Según Dubivko el único oficial de alto rango que
reconoció lo que habían soportado y elogió su actuación fue el almirante
Serguéi Gorshkov, el jefe de la armada soviética.

Mientras tanto, la feroz resistencia de Castro a la retirada de los bombarderos


soviéticos Il-28 continuaba siendo un motivo de bochorno para el Kremlin.
Jrushchov había batallado para rescatar de la debacle algo de orgullo y
dignidad y conseguir una garantía que salvaguardara a Cuba de nuevas
agresiones. Sin embargo, el dictador, lejos de mostrarse agradecido, continuó
atacando al dirigente soviético, al que acusó públicamente de traición, lo que
en la URSS debilitó su dominio y en el extranjero socavó el respeto que
podían tenerle sus correligionarios socialistas. Un titular del Detroit Free
Press reflejaba la opinión general sobre la situación en muchos países: «LOS
CUBANOS NO RENUNCIAN A LOS BOMBARDEROS RUSOS».[38]
Jrushchov se encontró entonces en una situación grotesca, que, de hecho, se
prolongaría durante dos años: obligado primero a apaciguar, luego a consolar
y, por último, a abrigar al líder de la raída república caribeña a la que se había
encadenado de forma tan precipitada. «Mi padre se sintió profundamente
herido», escribió Serguéi Jrushchov. «Había entregado su corazón al líder
barbudo y lo consideraba casi un hijo».[39]
Cuando Moscú recibió un cable de su embajador en La Habana, en el que
le advertía del rencor de Castro, Jrushchov le dijo a Mikoyán: «Mira, no lo
entienden. ¿No los hemos salvado de la invasión? Los hemos salvado, pero él
[Castro] no entiende nuestra política». En sus memorias, el líder soviético

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declararía con presunción: «El objetivo de los agresores estadounidenses era
destruir Cuba. Nuestro objetivo era preservar Cuba. Hoy Cuba existe.
Entonces ¿quién ganó? No nos costó más que los gastos que supuso el
transporte de ida y vuelta de los cohetes a Cuba».[40]
Sin embargo, en medio del furioso rechazo de Castro de semejante
interpretación, Jrushchov le dijo a Mikoyán: «No podemos explicárselo por
escrito, pero tenemos que hacerlo, o no captarán el mensaje. Alguien tiene
que ir allí y explicarles todo de forma adecuada. Tienes que ir tú». El
vicepresidente del Consejo de Ministros no dijo nada. Su esposa, Ashjén, que
apenas tenía cuarenta y un años, se estaba muriendo. Pero Jrushchov
interpretó su silencio como reticencia, e insistió en la idea: «Allí te conocen.
Solo tienes que explicar la situación». Mikoyán terminó por aceptar y al final
de la reunión ordenó a Aeroflot que preparara un avión. El Ministerio de
Asuntos Exteriores se encargó de tramitar los visados y programar tanto el
repostaje en Escocia como una escala en Nueva York para reunirse con Adlai
Stevenson y John McCloy (esto último por sugerencia de Jrushchov).
Después de algunas dificultades con los permisos para aterrizar en Estados
Unidos, se llamó a Dobrynin, que se encargó de conseguir la autorización a
través del Departamento de Estado.
Mikoyán llegó a Nueva York el 1 de noviembre, de camino a Cuba. Se
reunió con U Thant y luego cenó con Adlai Stevenson y John McCloy. El
soviético intentó en un primer momento adoptar una línea dura con los
representantes estadounidenses, a los que exigió el fin inmediato del bloqueo.
Sin embargo, no tardó en retractarse cuando resultó evidente que sus
interlocutores eran conscientes de que tenían la sartén por el mango y, por
tanto, eran quienes decidían el orden del día. El bloqueo, le dijeron, solo
terminaría cuando los misiles se hubieran retirado de Cuba y esa retirada
hubiera sido verificada. Asimismo, rechazaron de forma sumaria una nueva
petición: la evacuación de la base de la armada en la bahía de Guantánamo
como una concesión a Castro. Dado que el líder cubano se negaba a aceptar la
verificación in situ de la retirada de las cabezas nucleares, se consideró que no
tenía derecho a reclamar ningún gesto de buena voluntad por parte de
Washington.
El emisario del Kremlin aterrizó al día siguiente en La Habana; a partir de
entonces, se necesitarían tres semanas de tenaz y paciente diplomacia para
conseguir que Castro aceptara a regañadientes el acuerdo entre Moscú y
Washington, «que él era muy capaz de sabotear», en palabras de Mikoyán.[41]
El dirigente soviético había traído consigo una ayuda instructiva: una copia de

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la gran película de Serguéi Eisenstein, Iván el Terrible. Cuando las
conversaciones se empantanaron, Mikoyán propuso hacer una pausa y ver la
película, «para que entiendan lo que es el poder».[42] Más tarde, el enviado
afirmaría que la proyección impresionó al líder cubano, lo que no es muy
verosímil. Después de que tanto Castro como el Che Guevara le reprocharan
con amargura el proceder del Kremlin, les respondió en una vena similar:
«Vemos su disposición a morir bellamente, pero nosotros creemos que no
merece la pena morir bellamente».[43] El 3 de noviembre Mikoyán se enteró
de que su esposa había muerto en Moscú, pero consideró que en ese momento
no podía abandonar las tensas negociaciones y regresar a Rusia para asistir a
su funeral, que se celebró el día 5. Jrushchov, que le había prometido asistir,
rompió su promesa: «No me gustan los funerales», se excusó ante el hijo del
emisario, Serguéi Mikoyán. «Después de todo, no es lo mismo que asistir a
una boda, ¿no es así?»
La mayoría de los cuarenta mil rusos que se encontraban en Cuba estaban
indignados con el resultado de la crisis, y se sentían agraviados por la forma
en que este agrió sus relaciones con la población de la isla. Gennadi Chudik,
que llevaba el taller de uno de los regimientos de misiles enviados al Caribe,
escribió: «Los cubanos sencillamente no lograban entender la estrategia de la
Unión Soviética. Se trababa del país que venció a la Alemania fascista en
1945, mientras que Cuba, en 1961, había derrotado a los mercenarios de
Estados Unidos en playa Girón. Una salva de misiles soviéticos contra
Norteamérica, pensaban, y la victoria sería nuestra. Las relaciones con la
población local se deterioraron muchísimo».[44]
A la enfermera Elvira Dubinskaya, una comunista apasionada que
trabajaba en el hospital militar soviético de La Habana, la avergonzó que su
país hubiera defraudado a los cubanos: «Nuestros comandantes se
equivocaron al retirarse sin avisar a nadie, y los cubanos se quedaron solos.
Pero no tenían otra opción».[45] El 428.º Regimiento de Misiles abandonó la
isla el 6 de noviembre, con su armamento visiblemente amarrado a los
costados del buque para beneficio de los aviones y buques de guerra
estadounidenses que los siguieron al comienzo del camino de regreso.
Durante años se prohibió a las dotaciones, so pena de sanciones durísimas,
hablar de su experiencia en Cuba. Rafael Zakirov, oficial de una de las
unidades de apoyo responsables de las cabezas nucleares, fue uno de los
muchos que compartían la amargura de Dubinskaya sobre la forma en que se
produjo su partida: «Para nuestros soldados fue traumático: embarcar de
noche en muelles desiertos, sin la tradicional despedida de nuestros

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compañeros cubanos. Nos fuimos de un modo que sugería que éramos
culpables de algún crimen, cuando en realidad habíamos cumplido con
devoción y abnegación nuestro deber como soldados y las órdenes de la
Madre Patria».[46] Durante el viaje de regreso, se consolaron con naranjas
podridas.
El 12 de noviembre Mikoyán informó a Castro de que la URSS había
resuelto llevarse sus bombarderos. El líder cubano rechazó por completo esa
decisión, y su respuesta consistió en emitir una nueva orden, que debía entrar
en vigor a las seis de la mañana del 18 de noviembre, para que las defensas
antiaéreas de la isla derribaran cualquier avión de reconocimiento
estadounidense que invadiera el espacio aéreo cubano. Las relaciones entre
los soviéticos y el régimen se tornaron glaciales. Durante una cena celebrada
en la embajada, Castro se burló de ellos diciendo que si Stalin todavía
estuviera al mando, nunca se habría producido una rendición tan vergonzosa.
Cuando ese comentario llegó al Kremlin, la furia de Jrushchov se intensificó.
El primer secretario le dijo a Mikoyán, que aún se encontraba en La Habana,
que advirtiera a Castro de que si no anulaba la orden de derribar las aeronaves
estadounidenses, la URSS retiraría de Cuba todas las fuerzas que tenía en la
isla. Malinovski informó al Presídium de que Plíyev había recibido
instrucciones de que el armamento soviético no debía utilizarse en ningún
caso contra aviones de Estados Unidos, ni siquiera si Castro lo ordenaba.
En la noche del 19 de noviembre, el cubano se rindió a lo inevitable. Con
retraso, comunicó a Mikoyán que, si Estados Unidos levantaba el bloqueo,
aceptaría cancelar la orden de derribar sus aviones y consentiría la retirada de
los Il-28. Claudicó justo a tiempo: ese día, en la Casa Blanca, una nueva
reunión del ExCom discutió las perspectivas en apariencia sombrías de un
acuerdo aceptable con Moscú. Los jefes del Estado Mayor volvieron a insistir
en la invasión de Cuba, una operación que, según afirmaron, las fuerzas de
Estados Unidos estaban ahora «en una posición óptima para ejecutar».
Usando el canal extraoficial de Robert Kennedy, la administración advirtió al
Kremlin de forma repetida de las presiones que de nuevo estaba soportando el
presidente para autorizar el ataque, a menos que se cerrara el acuerdo y las
condiciones pactadas se cumplieran con rapidez. «La idea de Bobby es que
solo hay un amante de la paz en el gobierno y está completamente rodeado de
militaristas», dijo Mac Bundy, describiendo la caracterización del presidente
que el fiscal general trató de transmitir a Moscú a través de Gueorgui
Bolshakov, «y no es una mala imagen».[47]

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El 20 de noviembre, el mariscal Malinovski ordenó a Plíyev que enviara a
la Unión Soviética el arsenal nuclear que aún permanecía en Cuba: ochenta
ojivas para los misiles de crucero FKR-1 y doce para los misiles Luna, así
como seis bombas para los Il-28. Los propios misiles, armados con ojivas
convencionales, se quedarían en la isla. También lo harían, y durante varios
años, una brigada de infantería motorizada y algunas unidades de apoyo, todo
ello como muestra del compromiso continuado de Moscú con la defensa de
Cuba. Ese mismo día, que coincidía con el 37.º aniversario del fiscal general,
Anatoli Dobrynin entró en el despacho de Robert Kennedy y declaró con una
sonrisa radiante: «Tengo un regalo de cumpleaños para usted». El regalo era
la noticia de que Rusia aceptaba retirar todos los bombarderos Il-28. Esa
noche, en el auditorio del Departamento de Estado, el presidente dio una
rueda de prensa en la que anunció la rendición de Jrushchov; en respuesta a
ello, dijo, Estados Unidos levantaría la cuarentena naval.
La crisis que de forma tan aterradora se había acercado a la guerra terminó
así, sin una explosión, pero con muchos lamentos: los de los contrariados
miembros del Presídium y los mandos militares soviéticos; los de los
cubanos; los de los jefazos uniformados de Estados Unidos. Las fuerzas
desplegadas en el sureste del país para la potencial invasión abandonaron el
estado de alerta y se retiraron. Anatoli Dobrynin escribió: «El que Jrushchov
no insistiera en un compromiso público por parte de Kennedy [acerca de los
misiles de Estados Unidos en Turquía] le costó caro. Al presidente se le
proclamó como el gran ganador de la crisis porque nadie sabía de ese acuerdo
secreto. A Jrushchov, en cambio, se le humilló haciéndole retirar nuestros
misiles de Cuba sin ninguna ganancia obvia».[48] Ese resultado, añadía el
diplomático, intensificó el sentimiento de inferioridad que tan a menudo
llevaba al Kremlin a cometer excesos: «Los dirigentes soviéticos no pudieron
olvidar un golpe a su prestigio que rozaba la humillación cuando se vieron
obligados a admitir su debilidad ante el mundo entero… Nuestro estamento
militar usó esta experiencia para asegurarse un programa de desarrollo de
armas nucleares a gran escala… una nueva fase en la carrera armamentística».
[49]
Jrushchov designó al viceministro de Asuntos Exteriores Vasili
Kuznetsov, que hablaba inglés con fluidez y había estudiado en el Instituto
Carnegie de Tecnología, para ultimar los detalles del acuerdo de paz con los
estadounidenses. John McCloy, el nominado de Kennedy, negoció con dureza
implacable, resistiéndose incluso a confirmar el compromiso de Estados
Unidos de no invadir Cuba hasta que la Casa Blanca le mandó explícitamente
hacerlo. No obstante, el presidente se libró de formalizar esa promesa, porque

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Castro siguió negándose a permitir que la ONU supervisara in situ la retirada
de los misiles soviéticos. Una de las últimas sesiones de las negociaciones
tuvo lugar en la casa de McCloy en Stamford, Connecticut, en los últimos
días de noviembre. Hablando en el jardín, debido al temor de Kuznetsov a los
dispositivos de escucha, los dos hombres se sentaron en el pasamanos de una
barandilla de madera. El ruso dijo: «Bien, señor McCloy, cumpliremos este
acuerdo. ¡Pero nunca nos volverán a pillar de este modo!».

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15
«Este asunto extraño y apenas explicable todavía»

A diferencia de los estadounidenses, los británicos mantenían una misión


diplomática en Cuba. En los primeros días de noviembre, el embajador,
Herbert «Bill» Marchant, que tenía cincuenta y seis años y había trabajado
descifrando códigos en Bletchley Park durante la segunda guerra mundial,
envió un mensaje personal al secretario de Asuntos Exteriores en el que decía:
«Cualquier relación [de la crisis] ha de leerse necesariamente más como una
secuela en extremo disparatada e improbable de [la novela de Graham
Greene] Nuestro hombre en La Habana que como un despacho del Ministerio
de Asuntos Exteriores».[1] El primer ministro Harold Macmillan caracterizó
los acontecimientos de octubre como «este asunto extraño y apenas explicable
todavía».[2] Con ello el mandatario se refería, una vez pasada la oleada de
alivio que trajo consigo la solución del conflicto, al desconcierto que seguía
causando lo ocurrido: ¿cuál había sido el juego del Kremlin? ¿Desplegar
misiles nucleares en Cuba y luego retirarlos de forma apresurada ante la
inevitable ira de Estados Unidos? Incluso a ojos de quienes simpatizaban con
los soviéticos, la imagen de Jrushchov al término de la crisis era la de alguien
tonto —por haber incurrido en una serie de falsedades que era predecible que
se pusieran al descubierto— y débil, por haberse visto obligado a ceder. El
Partido Comunista Chino, que se había convertido en el azote del Kremlin,
denunció al líder soviético tanto por el «aventurerismo» demostrado al
desplegar los misiles como por el «capitulacionismo» con que los había
retirado.
Oleg Troianovski escribió: «En Moscú, Andréi Gromiko y algunos otros
afirmaron más tarde que durante la crisis no hubo riesgo de guerra nuclear,
que Jrushchov había evaluado con antelación todos los factores positivos y
negativos… Este argumento resulta difícil de aceptar. Aun si admitimos que
ninguno de los dos gobiernos quería una guerra nuclear, es claro que existía la
posibilidad de que se hubieran visto arrastrados a una en contra de su

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voluntad, debido a alguna circunstancia inesperada o, incluso, a un
accidente… Jrushchov no podía prever todos los acontecimientos posibles. Y
no cabe duda de que calculó mal el factor principal: la escala de la reacción
estadounidense».[3]
El Comité Conjunto de Inteligencia (JIC, por sus siglas en inglés)
británico argumentó que incluso si Kennedy hubiera enviado fuerzas de
Estados Unidos contra Cuba, Jrushchov no habría permitido que el conflicto
se convirtiera en una confrontación nuclear, pues Moscú era consciente de
que la URSS sería la gran perdedora —si es que tales palabras pueden
emplearse en semejante contexto— de un intercambio atómico.[4] En febrero
de ese año, cuando el proyecto de desplegar misiles en el Caribe ni siquiera
existía, el JIC ya había predicho que «los líderes soviéticos, siempre que sigan
siendo racionales, no planearán iniciar una guerra nuclear general como un
acto político deliberado». El comité preveía en consecuencia que los rusos
reaccionaran a cada movimiento estadounidense con una respuesta
proporcionada, diseñada para evitar una escalada que pudiera conducir a un
conflicto total entre las superpotencias. Asimismo, descartaba una acción
drástica contra Berlín Oeste: «Es probable que la principal preocupación [de
los soviéticos] sea limitar su respuesta al lugar menos peligroso posible»; y en
tal caso, comunicarían a Washington «que eso era todo lo lejos que pretendían
llegar en la fase actual».[5] Aunque ese pronóstico resultó correcto, es
indudable que era bastante optimista, como quedó claro tras la revelación del
despliegue de los misiles en Cuba.
A ojos de todo el mundo, salvo de los estadounidenses, hay una pieza que
falta tanto en las febriles discusiones de octubre de 1962 en Washington como
en la mayoría de las historias sobre la crisis publicadas desde entonces. Los
dirigentes de Estados Unidos dieron por sentado que nadie podía esperar que
su país soportara la presencia de misiles soviéticos en Cuba. Y no cabe duda
de que la opinión pública nacional consideraba que el despliegue constituía a
la vez un insulto y un peligro mortal. Sin embargo, para repetir la cortés
observación que hiciera Harold Macmillan al presidente Kennedy, no había
ninguna razón lógica o jurídica por la que los cubanos no pudieran elegir
albergar armas nucleares en su suelo, como no la había para negar ese
derecho a los turcos, a los italianos o a los británicos. Los miembros europeos
de la OTAN habían vivido durante años cerca de la amenaza atómica
soviética. En Estados Unidos, el debate estuvo en manos de hombres con unas
enormes anteojeras históricas que compartían la suposición de que su país
tenía el privilegio de determinar lo que era y no era aceptable en Cuba, algo

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que quizá fuera habitual para el presidente Theodore Roosevelt, pero que en
1962 era un anacronismo. Por eso Robert McNamara tenía toda la razón,
aunque no sensibilidad electoral, cuando al comienzo de la crisis sostuvo ante
el ExCom que el reto que planteaban los misiles a Estados Unidos no era
tanto estratégico como político.
Es habitual oponer la ausencia de libertad en los estados comunistas y
totalitarios, la falta de una opinión pública sin restricciones que los
caracteriza, a las libertades de Occidente, en beneficio de estas últimas. Sin
embargo, las fuerzas democráticas no siempre ejercen su influencia de forma
benigna. En el invierno de 1950, Dean Acheson convenció a Harry Truman
para que permitiera al general Douglas MacArthur dirigir su desastrosa
marcha hacia la frontera de Corea del Norte con China en el río Yalu, y ello,
sobre todo, para apaciguar a los conservadores estadounidenses que
amenazaban, y finalmente destruyeron, su presidencia. Los excesos y abusos
cometidos en el Sureste Asiático por los gobiernos de Kennedy sus sucesores
se debieron a consideraciones inspiradas no tanto en los intereses de los
pueblos autóctonos como en las expectativas (o las que se creía que eran las
expectativas) de los votantes estadounidenses en el contexto más amplio de la
Guerra Fría.
Nuestra gratitud hacia Kennedy por la forma en que gestionó la crisis de
los misiles y el respeto por su memoria deberían aumentar solo con imaginar
en su lugar a quienes le han sucedido como comandantes en jefe de las
fuerzas armadas de Estados Unidos. ¿Cuántos de ellos habrían tomado las
mismas decisiones? Quizá menos de la mitad. El presidente adoptó una
estrategia que hacía hincapié en su propia determinación y la de la nación, al
tiempo que rechazaba aquellas líneas de actuación que podrían haber
precipitado el Armagedón. Kennedy tenía un notable talento para escuchar, y
eso quedó de manifiesto en las reuniones del ExCom en la Casa Blanca, que
concluyeron con decisiones ejecutivas claras y racionales. En contra del
instinto no solo de los mandos militares sino de gran parte de la opinión
pública de su propio país, casi desde el principio decidió llegar a un acuerdo
con los soviéticos. Asumió que habría que pagar un precio si quería alcanzar
de forma pacífica el que era su objetivo inquebrantable: la retirada de los
misiles de Cuba.
Tal y como esperaban Kennedy, McNamara y otros, el logro más
importante de la «cuarentena» fue que dio tiempo a los soviéticos para
reflexionar y dar marcha atrás antes de que Estados Unidos empezara a
disparar. Las promesas de la Casa Blanca a Moscú fueron cruciales, pues

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ofrecieron a los soviéticos un camino para la retirada que les permitía salvar
algunos fragmentos de orgullo. Sin embargo, un hecho que merece ser
subrayado —para deleite de las almas de los entonces jefes del Estado Mayor
Conjunto— es que cuando Jrushchov por fin cedió, lo hizo impulsado
principalmente por el temor al inminente bombardeo e invasión de Cuba.
Nunca hubo una vía de salida creíble que fuera por completo diplomática: la
amenaza de la fuerza estadounidense cumplió una función indispensable.
Walter Lippmann y más tarde su biógrafo, Ronald Steel, argumentaron que
antes de anunciar el bloqueo Kennedy debería haber hablado con Jrushchov
para pedirle de forma discreta que retirara los misiles de Cuba. Más
convincente resulta el ácido comentario de McGeorge Bundy: «Ni Steel ni
ningún otro ha podido decirnos por qué Jrushchov debería haber accedido a
una petición tan “discreta”».
Bundy también afirmó en 1988 que en esos días de octubre «el riesgo
objetivo de que se produjera una escalada hasta el nivel nuclear quizá solo
fuera de uno entre cien». Esa parece de entrada una estimación demasiado
baja, sobre todo teniendo en cuenta los potenciales errores de juicio humanos.
Y tal vez por eso el exasesor de seguridad nacional añadía: «En estos asuntos
apocalípticos, el riesgo puede ser muy pequeño y aun así ser demasiado
grande para sentirse cómodo».[6] El propio presidente se mostró menos
optimista y situaba las probabilidades de que se hubiera producido una guerra
nuclear entre el 30 y el 50 %.[7]
La amenaza para el planeta no era que los rusos lanzaran a propósito un
primer ataque contra Estados Unidos, sino que los estadounidenses,
provocados en su flanco más sensible, consideraran que el despliegue de los
misiles justificaba una acción militar devastadora contra Cuba. Parece
equivocado dar por sentado que el presidente Kennedy se hubiera opuesto
indefinidamente al deseo de ir a la guerra de sus jefes militares, o que el
conflicto habría estado limitado a las armas convencionales, pues una vez que
se atacara a Cuba esa decisión hubiera dependido en gran medida de la
discreción y moderación de los oficiales soviéticos sometidos al bombardeo
estadounidense en los campos de batalla cubanos. Robert McNamara supo ver
ese fantasma: «Si Estados Unidos atacaba usando armamento convencional,
es improbable que el Politburó hubiera autorizado una respuesta nuclear. Así
que ese no era el peligro. Pero ¿qué pasaba con los subtenientes?».[8]
Seguirá siendo un gran enigma cómo se habrían desarrollado los
acontecimientos si Jrushchov no hubiera cedido el 28 de octubre. McGeorge
Bundy se fue a la tumba convencido de que Kennedy habría rechazado lanzar

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una campaña aérea y, en lugar de ello, probablemente habría optado por
endurecer el bloqueo.[9] McNamara y Sorensen eran de la misma opinión.[10]
Tres de los más importantes estudiosos estadounidenses de este período, Jim
Hershberg, Fred Logevall y Sheldon Stern, están convencidos por igual de
que el presidente nunca estuvo cerca de rendirse a los halcones del ExCom o
a los jefes de Estado Mayor Conjunto.[11] Tales afirmaciones son
contrafactuales. Si Kennedy realmente no tenía intención de bombardear
Cuba en los siguientes días, entonces las afirmaciones que su hermano hizo
ante Dobrynin fueron un enorme farol, lo que, desde un punto de vista
histórico, es conjeturar mucho. La presión interna sobre la Casa Blanca estaba
aumentando con rapidez a raíz del derribo del U-2. Kennedy demostró un
aplomo asombroso frente a las propuestas, a veces insensatas, presentadas por
otros en la mesa del ExCom. Estaba muy por encima de ellos, no solo por el
poder de su cargo, sino por la forma misma en que lo ejercía. Sin embargo, es
difícil creer que la vía diplomática fuera sostenible de manera indefinida: en
cualquier momento los acontecimientos podrían haberse desencadenado como
consecuencia, por ejemplo, de un choque inoportuno en alta mar entre un
submarino soviético y buques de guerra estadounidenses. Es una suerte que la
paciencia y moderación de Kennedy no fueran puestas a prueba hasta su
destrucción.
Si estos fueron los factores tácticos que influyeron en el resultado,
también hay que reconocer los estratégicos: ni Jrushchov ni sus generales
dudaban de la abrumadora superioridad nuclear de Estados Unidos ni, por
tanto, de su propia incapacidad para ganar una guerra general. En el bando
estadounidense, la misma certeza convenció a los jefes del Estado Mayor
Conjunto de que debían promover que se aprovechara esa superioridad para
obtener una victoria rotunda tanto sobre la Unión Soviética como sobre la
Cuba castrista. La negativa de Kennedy a intentar hacerlo resalta la calidad de
su buen juicio.
Cuando el presidente habló después sobre el desempeño de los miembros
del ExCom, dijo que estaba especialmente orgulloso de la actuación de su
hermano. También destacó que McNamara había sido «magnífico» y
Llewellyn Thompson, «sabio». En su opinión, ellos tres fueron las estrellas
del comité. Por su parte, Mac Bundy cambió de opinión en repetidas
ocasiones, incluso más que otros de los participantes. Kennedy siguió
profesando un gran respeto por el intelecto y la destreza académica del asesor
de seguridad nacional, pero resulta sorprendente que este conservara el
empleo durante los siguientes años después de su errática actuación en

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octubre. Bundy desempeñaría un papel aún menos admirable en la escalada
de Vietnam.
La contribución del Departamento de Estado, en cambio, decepcionó a
Kennedy, que reprendió a Dean Rusk por no estar preparado cuando se
recibió la propuesta del intercambio de misiles que Jrushchov había lanzado
públicamente el sábado 27. En su opinión, el personal de Foggy Bottom había
sido pillado desprevenido: «En realidad no teníamos la preparación necesaria
para saber lo que íbamos a decir», apuntó. Alguien, le dijo con aspereza al
secretario de Estado, debería haber explorado con antelación planes de
contingencia para hacer frente a una diversidad de escenarios. Robert
Kennedy declaró con desprecio que Rusk «sufrió un colapso prácticamente
total, tanto mental como físico», un comentario que dice mucho más sobre los
defectos del fiscal general que sobre los del secretario de Estado.[12] Sheldon
Stern califica el comentario de «intolerable», lo que parece justo.[13] Los
Kennedy nunca tuvieron una buena opinión del secretario ni de su
departamento, pero lo cierto es que Rusk sirvió a su país de forma admirable
durante la crisis. La negativa a reconocer este hecho menoscaba en particular
la figura de Robert Kennedy.
Entre la multitud de historiadores que han examinado las grabaciones de
las reuniones de esos días de octubre en la Casa Blanca, pocos han
cuestionado la contribución de Llewellyn Thompson. Ahora sabemos que
juzgó mal el apetito del Kremlin por abrir un segundo frente en otros lugares.
Cuando el 23 de octubre el viceministro de Asuntos Exteriores soviético,
Vasili Kuznetsov, propuso imponer un bloqueo en Berlín Oeste para
contrarrestar el impuesto por los estadounidense a Cuba, Jrushchov estalló:
«Apenas estamos empezando a salir de una aventura y usted propone que nos
metamos en otra».[14] No obstante, Thompson tuvo mucha razón al insistir en
que el líder soviético no quería la guerra y que, por tanto, Estados Unidos no
debía lanzar una acción militar precipitada.
Robert Kennedy, aunque mucho menos constante, parece merecer el
crédito por desaconsejar la idea de lanzar un ataque aéreo sin previo aviso. Su
posterior asesinato le conferiría un estatus de mártir, no muy lejos del de su
hermano mayor. Sin embargo, Bobby fue siempre un político carismático,
más que un estadista convincente. Robert McNamara, por su parte, fue el
principal defensor del bloqueo y de la escalada gradual. En la mayor parte de
lo que dice en las reuniones del ExCom encarna tanto la razón como la
prudencia.

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Eso es mucho más de lo que es posible decir de las contribuciones de los
jefes del Estado Mayor Conjunto. La reputación póstuma de Maxwell Taylor
es bastante mejor de lo que amerita su historial: durante los trece días, se
mostró poco más sensato que sus colegas, «un halcón por partida doble y de
principio a fin», según el mismo se describía con burda confianza. A los
militares, por la naturaleza de su vocación, se les exige que se muestren
fuertes y no se dejen intimidar por el coste humano de la guerra, pues la
generación de violencia disciplinada es su profesión. «Nunca leo poesía.
Podría ablandarme», observó con brusquedad en 1912 Paul von Hindenburg,
el general del káiser Guillermo II, y muchos guerreros a lo largo de los
tiempos han compartido ese orgullo consciente del hierro en sus almas.
Además, los comandantes de 1962 tenían ya práctica en la muerte masiva.
Los oficiales soviéticos la habían conocido en la «gran guerra patriótica»; y
LeMay, Power y sus camaradas la infligieron a Japón, un logro por el que se
les recompensó convirtiéndolos en héroes nacionales.
Se trataba de hombres de su tiempo y lugar, pocos de ellos aún en sintonía
con un mundo nuevo en el que las virtudes guerreras tradicionales (y sobre
todo el apetito por el combate mortal) suponían una amenaza para el planeta
entero. Los jefes militares deben estar siempre preparados para obedecer la
orden de luchar del ejecutivo, pero nunca se les debe permitir arbitrar en las
grandes decisiones, cuando lo que está en juego es la extinción de la
humanidad. No obstante, parece necesario reconocer también, aunque sea a
regañadientes, que la belicosidad del Pentágono, bien conocida en el Kremlin,
constituía una importante arma del arsenal que el presidente tuvo a su
disposición durante la crisis. La repugnancia que Kennedy sentía ante la
irresponsabilidad de su Estado Mayor no era en absoluto fingida. Sin
embargo, a su diplomacia le vino bien que pocos rusos informados pusieran
en duda las ansias de atacar que tenían los principales soldados de Estados
Unidos, espoleados por la confianza en su capacidad para imponerse.
Algunos analistas modernos cuestionan que McNamara hubiera
desempeñado el papel fundamental y constructivo que él mismo reclama;
Sheldon Stern, en particular, tiene una opinión profundamente escéptica sobre
su participación, en parte influenciada por las numerosas falsedades y
evasivas del exsecretario de Defensa en su retiro. Los críticos también hacen
hincapié en los comentarios destemplados y las actitudes de ambos Kennedy
cuando no había grabadoras cerca. Sin embargo, parece correcto evaluar las
personalidades por los resultados, no por los desafueros verbales. Robert
Kennedy reconoció que «ninguno [de los miembros del ExCom] tuvo una

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opinión coherente desde el principio hasta el final».[15] Eso reflejaba una
flexibilidad inteligente, no —como preferían creer los jefes del Estado Mayor
— una determinación débil e inconsistente. Dentro de la Casa Blanca,
antiguos asesores y altos cargos republicanos trabajaron, sin una pizca de
partidismo, junto con la administración demócrata para ayudar a moldear la
política. Aunque a lo largo de la historia de Estados Unidos esto ya había
sucedido en otras ocasiones, en especial en situaciones de emergencia
nacional, esa conducta resulta sorprendente en el contexto del abismo que en
la actualidad divide a la sociedad estadounidense.
Robert Kennedy escribió: «La última lección… es la importancia de
ponernos en el lugar del otro país… El presidente Kennedy dedicaba más
tiempo a intentar determinar los efectos que una línea de actuación particular
tendría en Jrushchov, o en los rusos, que a cualquier otra fase de lo que estaba
haciendo. Todas sus deliberaciones estuvieron guiadas por un sincero
esfuerzo por no avergonzar a Jrushchov, por no humillar a la Unión Soviética,
por no hacerles sentir a los rusos que tenían que escalar su respuesta porque la
seguridad o los intereses de su nación así lo exigían».[16] El respeto es
fundamental en las relaciones internacionales, incluso entre adversarios. Allí
donde una de las partes, o ambas, prescinden de él, el bienestar público sale
perdiendo, y esto era tan cierto en 1962 como lo es en nuestros días.
Una vez terminada la crisis, los aliados de Estados Unidos aplaudieron al
presidente. Harold Macmillan señaló el contraste entre la forma en que
Kennedy había gestionado la crisis de los misiles y el manejo que seis años
antes el primer ministro Anthony Eden había hecho de la debacle del canal de
Suez; la comparación favorecía con claridad al estadounidense: Kennedy
«jugó con firmeza el juego marcial de principio a fin, actuando con rapidez y
estando presto a hacerlo tan pronto movilizara [a sus fuerzas]. Este fue el
error fatal de Eden, del que todos compartimos la responsabilidad».[17] El
británico aludía aquí a la tardía reacción de su predecesor a la nacionalización
del canal de Suez por parte del presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, el 26
de julio de 1956, tras la cual las fuerzas anglo-francesas no intervinieron hasta
el 5 de noviembre. Además, «aunque el presidente [Kennedy] no hizo
ninguna bravata, todo el mundo sabía que (si no se hallaba otra solución)
habría una invasión… Jugó [la carta de] Naciones Unidas de forma
admirable».
Mucho más tarde, Macmillan ensalzaría póstumamente al mandatario
como alguien «siempre dispuesto a escuchar un consejo, generoso a la hora de
conceder la debida importancia a las opiniones ajenas, por muy diversas que

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fueran… tenía la cualidad suprema, que solo comparten los hombres muy
grandes, de negarse a evadir o suavizar su responsabilidad última».[18]
Aunque todo eso era cierto, las transcripciones de los intercambios británicos
con la Casa Blanca, leídas paralelamente al diario del primer ministro, dejan
claro la inquietud que este último sentía ante la posibilidad de que los
estadounidenses se extralimitaran. La atmósfera en Europa estaba muy
influenciada por la exasperación (silenciosa en el caso de los gobiernos;
ruidosa en el de los manifestantes) derivada del hecho de que la crisis de
Cuba hubiera arrastrado al mundo al borde de la extinción cuando pocos fuera
de Estados Unidos simpatizaban con, a su modo de ver, la obsesión de este
país por la isla.
No obstante, en enero de 1963, el periodista británico Philip Toynbee, que
era comunista y partidario del desarme nuclear, publicó un franco mea culpa
sobre cuán ingenuos habían sido él mismo y los suyos. Al principio de la
crisis, dijo, «creí que el bloqueo era una monstruosa y fría maniobra electoral
[estadounidense], que no había misiles rusos en Cuba y que la invasión física
de Cuba era el siguiente paso en este malvado complot de Estados Unidos».
[19] Más tarde reconoció que John F. Kennedy había dicho «la verdad literal»,

lo que le había «obligado a cambiar de opinión en el acto». Este parece un


argumento importante y duradero. Después de la crisis de los misiles, el
apoyo a la Campaña por el Desarme Nuclear disminuyó de forma
considerable en el Reino Unido. Tras años en los que no pocos europeos, en
especial entre los afines a la izquierda, solían ver una especie de equivalencia
moral entre las dos superpotencias, se empezó a comprender de forma
creciente que la Unión Soviética había sido la principal responsable de un
episodio que había arrastrado al mundo al borde del abismo. Estados Unidos
también fue culpable de su propia cuota de engaños durante la Guerra Fría, y
su credibilidad mundial iba a verse gravemente afectada en la era de Vietnam.
Sin embargo, en octubre de 1962, Kennedy consiguió utilizar la verdad como
una potente arma para su causa y la de su país, mientras que la revelación de
las mentiras de Nikita Jrushchov contribuyó de forma decisiva a su derrota.
Los silencios del líder soviético resultaron igual de peligrosos. Tras la
transmisión del discurso de Kennedy el 22 de octubre, Jrushchov decidió, casi
en el acto, que no iba a correr el riesgo de ir a la guerra, pero era demasiado
orgulloso y obstinado para adoptar la única línea de actuación responsable, a
saber, la de comunicar esa decisión al gobierno estadounidense en privado, si
no de inmediato de forma pública. En lugar de ello, permitió que la

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incertidumbre persistiera en la Casa Blanca durante los cinco días siguientes,
con consecuencias que podrían haber sido desastrosas.
El 4 de noviembre Harold Macmillan escribió en su diario: «Esta ha sido
una batalla en la que todo estaba en juego».[20] El primer ministro identificaba
una tensión en su propia mente entre «el espantoso deseo de hacer algo» y «la
certeza de que no hacer nada (excepto hablar con el presidente y mantener la
calma y la firmeza en Europa y en la Commonwealth) era probablemente la
respuesta correcta». Aquí Macmillan toca un aspecto importante tanto de la
crisis de octubre como de la política exterior en general. Mientras su propio
país carecía del poder que hubiera sido necesario para emprender cualquier
iniciativa capaz de influir en el acontecimiento principal, en Washington el
ExCom sufría arrebatos de impaciencia para que Estados Unidos se
embarcara en una acción violenta. La principal manifestación de la sabiduría
del presidente Kennedy fue que no sucumbió a ese impulso, al tiempo que
adoptó medidas muy visibles para alertar a su adversario de la preparación
para la lucha de las fuerzas militares de Estados Unidos.
La operación Anádir fracasó en su intento de reconfigurar la situación
nuclear de la Unión Soviética, es decir, de reforzar la amenaza estratégica que
representaba para Estados Unidos. Jrushchov y su ministro de Defensa,
Rodión Malinovski, que fue casi tan culpable como él de lo ocurrido, no
pensaron en absoluto en las consecuencias e implicaciones de un despliegue
avanzado de fuerzas soviéticas y armas nucleares en una región en la que los
estadounidenses tenían un dominio indiscutible. Sin embargo, Anádir tuvo
éxito en el propósito secundario de proporcionar seguridad a la Revolución
cubana. Esto hizo que el laborista británico Harold Wilson afirmara que el
resultado de la crisis era «justo el que Jrushchov deseaba».[21] El 30 de
octubre, mientras se esforzaba por restaurar su maltrecha autoridad en medio
del enfado de gran parte del Presídium, el líder soviético le dijo a Antonín
Novotný, el presidente de Checoslovaquia: «¿Quién ha ganado? Yo soy de la
opinión de que hemos ganado nosotros. Hay que partir de los objetivos finales
que nos fijamos. ¿Qué objetivo tenían los estadounidenses? Atacar a Cuba y
deshacerse de la República cubana para instaurar un régimen reaccionario.
Las cosas no salieron como ellos habían planeado… Les arrancamos a los
estadounidenses la promesa de que no atacarán a Cuba y de que otros países
del continente americano también se abstendrán de atacar a Cuba. Eso no
habría ocurrido sin nuestros misiles en la isla. Sin ellos, Estados Unidos
habría atacado… El mundo entero nos ve ahora como quienes salvaron la paz.
A ojos del mundo, yo soy ahora un cordero. Eso tampoco está mal. El

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pacifista [Bertrand] Russell me escribe cartas dándome las gracias. Yo, por
supuesto, no tengo nada en común con él, excepto que ambos queremos la
paz».[22]
Jrushchov escribió en sus memorias: «Han pasado varios años y podemos
estar agradecidos de que el gobierno revolucionario de Fidel Castro siga
existiendo y progresando. Hasta ahora, Estados Unidos ha cumplido su
promesa de no interferir en Cuba».[23] Es una anomalía de la historia que el
líder cubano, sin discusión el más pequeño y menos admirable de los tres
hombres que dominaron la saga de los misiles, fuera el único que prosperaría
durante décadas, habiéndose convertido en el gran ganador de la crisis. El
pueblo cubano, por su parte, resultaría ser el gran perdedor, pues siguió
siendo víctima de las desastrosas políticas económicas y la brutal represión de
Fidel. Continúa disfrutando de la libertad de no estar sometido al señorío de
Estados Unidos, lo que sin duda era un anhelo, pero al costo figurativo y en
ocasiones muy real de las despensas vacías y los paisajes urbanos en ruinas.
Castro también aprovechó su inviolabilidad para convertirse en uno de los
principales exportadores de la revolución socialista, aunque sin mucho éxito.
[24] Entre tanto, el compromiso de no invadir la isla salvó a Estados Unidos de

sí mismo, pues impidió por completo a los gobiernos posteriores, por más
exasperados que se sintieran por la intransigencia cubana, emprender una
intervención militar que no habría tenido consecuencias felices ni para el
pueblo de Castro ni para el de John F. Kennedy.
El general Thomas Power, el jefe del SAC, dijo con amargura al final de
la crisis: «No creo que esto signifique que [Jrushchov] haya decidido
convertirse en un ciudadano pacífico del mundo y abandonar sus planes de
dominación mundial». La Guerra Fría no terminó en noviembre de 1962. Sin
embargo, a pesar de la perdurable paranoia de Power, las relaciones Este-
Oeste mejoraron de algún modo. «Después de la crisis», dijo Troianovski, «la
actitud de Jrushchov hacia las relaciones Este-Oeste experimentó un marcado
cambio. Su conducta pendenciera durante la crisis de Berlín y el incidente del
U-2 [derribado sobre Rusia en 1960] perdió protagonismo hasta
desvanecerse… Desapareció la actitud en cierto modo condescendiente hacia
el presidente estadounidense. Ya no dudaba de las cualidades de Kennedy
como estadista ni de su capacidad para tomar las decisiones correctas.
También desapareció la sospecha de que las llamadas fuerzas de la reacción
estaban o podían estar manipulando al presidente».[25] El 29 de noviembre de
1962, Anastás Mikoyán, que regresaba a la URSS desde La Habana, hizo una
escala en Washington, donde pasó tres horas y media en la Casa Blanca,

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conversando con Kennedy casi exclusivamente sobre Cuba. Si los debates
fueron tensos, el resultado fue en cierto sentido conciliador. Tras los
acontecimientos de octubre, en el curso de la Guerra Fría ninguna de las
partes volvería a desafiar de forma directa a la otra en sus respectivas, y
reconocidas, esferas de influencia.
Como todos los participantes sabían que ocurriría, los submarinos
soviéticos armados con misiles nucleares, de los que existían modelos
primitivos pero funcionales desde 1955, pronto estuvieron estacionados de
forma rutinaria en posiciones desde las que podían alcanzar el Estados Unidos
continental, con lo que suponían una amenaza mucho mayor que cualquier
arma desplegada en Cuba, y no eran más vulnerables a las protestas de
Washington de lo que lo eran sus equivalentes de la armada estadounidense
equipados con misiles Polaris a la ira del Kremlin por su presencia frente a las
costas rusas. Esto subrayó la naturaleza simbólica, más que estratégica, de la
confrontación Este-Oeste por los misiles cubanos. Asimismo, la vigilancia a
través de los satélites espaciales estadounidenses y rusos pronto haría
innecesarias plataformas de cámaras como el avión espía U-2.
La vulnerabilidad de Berlín siguió atormentando a Harold Macmillan y a
otros líderes europeos: Estados Unidos, escribió el primer ministro, «puede
tomar Cuba. El enemigo solo puede responder con una guerra nuclear total.
Pero eso se aplica también a Berlín. Los rusos pueden tomar Berlín por
medios convencionales. Los aliados no pueden defenderla o reconquistarla
por ningún medio convencional (la conclusión que es posible sacar es
bastante siniestra)».[26] Se refería, por supuesto, a que cualquier
enfrentamiento armado en torno a un objetivo considerado vital por uno u
otro bando estaba casi con seguridad destinado a derivar en una confrontación
nuclear. Y esa siguió siendo la situación hasta el final de la Guerra Fría: para
tener alguna posibilidad realista de repeler una ofensiva del Pacto de Varsovia
en Europa, las fuerzas de la OTAN se habrían visto obligadas a recurrir al uso
de armas nucleares tácticas.
En la Cámara de los Comunes, los críticos del gobierno conservador,
encabezados por los laboristas Gaitskell y Wilson, presentaron un relato de la
crisis en la que esta se habría desarrollado no solo sin que Washington
consultara a Londres, sino de un modo que indicaba que los estadounidenses
habían tratado a los británicos con desprecio. Se lanzaron acusaciones sobre
el colapso de la cacareada, aunque siempre muy ilusoria, «relación especial»
entre los dos países. Macmillan lamentó en privado que las conversaciones
entre él y Kennedy, que estaban grabadas, no pudieran hacerse públicas para

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silenciar a esos críticos. Escribió en su diario: «Nuestros secretos estaban casi
demasiado bien guardados… Estamos haciendo algo para que la verdad se
conozca a través de selectas filtraciones [que alentaron artículos periodísticos
en los que se aseguraba que el presidente había consultado a diario (sic) al
primer ministro]… El pueblo británico no debe sentirse menospreciado».[27]
Sin embargo, en su historia de la estrategia nuclear Lawrence Freedman
caracteriza como «mínimas» las consultas hechas al Reino Unido durante la
crisis.[28] La cuestión clave es que Kennedy le confió sus intenciones al
primer ministro más que a cualquier otro aliado de Estados Unidos, pero solo
después de tomar las decisiones más importantes. Macmillan ejerció escasa
influencia sobre las líneas de actuación de los estadounidenses. Lo máximo
que podía reclamar con justicia era que a través de sus expresiones públicas
de apoyo se había ganado la benevolencia del presidente.
Sacaría rédito de ello en la cumbre bilateral anglo-estadounidense
celebrada en Nasáu en diciembre de 1962. En contra del criterio de Kennedy
y de la oposición absoluta de Robert McNamara, el primer ministro consiguió
dar el golpe diplomático de su vida al convencer a los estadounidenses de
venderle al Reino Unido los misiles balísticos nucleares lanzados desde
submarinos Polaris (sobre todo tras la cancelación del programa Skybolt para
el desarrollo de misiles balísticos lanzados desde el aire, que estaban
destinados a convertirse en el arma clave de la fuerza de disuasión británica).
Según el testimonio de su secretario privado, Philip de Zulueta, el viejo
«actor-director» —según le describían algunos colegas, en parte con cinismo,
en parte con admiración— desplegó todo su talento histriónico al hablar a
Kennedy «sobre las grandes pérdidas y las grandes luchas por la libertad» y
presentar al Reino Unido como «un aliado decidido y resuelto, que iba a
mantenerse firme, y sería muy poco razonable que Estados Unidos no lo
ayudara a ello», y lo hizo con tal eficacia que su discurso conmovió
profundamente a todos los presentes.[29] Los franceses consideraron que el
acuerdo sobre los Polaris comprometía al Reino Unido a un vínculo tan
estrecho, y una dependencia tan descarada, con Estados Unidos que al
suscribirlo Macmillan había renunciado a la libertad de acción de su país y,
por tanto, a sus pretensiones de sumarse al Mercado Común europeo. El
resultado de la cumbre de Nasáu contribuyó en gran medida a la decisión de
Charles de Gaulle de infligir a Macmillan la humillación de vetar la solicitud
de adhesión de Reino Unido, que solo sería aceptada de forma tardía en 1972.

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Después de la crisis, la CIA recibió una oleada de informes de refugiados
cubanos, que algunos periódicos estadounidenses convirtieron en titulares,
que sostenían que los soviéticos habían ocultado misiles nucleares en ciertas
cuevas de la isla. El 5 de febrero de 1963, la administración Kennedy se vio
obligada a ordenar a John McCone que tranquilizara al país mediante una
declaración en la que afirmaba que la Junta Nacional de Inteligencia de
Estados Unidos estaba «convencida, más allá de cualquier duda razonable»,
de que la totalidad del armamento ofensivo había sido retirado de Cuba.
Menos de dos años después, en octubre de 1964, un golpe palaciego en el
Kremlin derrocó a Jrushchov. Sus camaradas del Presídium, entre los que se
encontraba el mariscal Malinovski, se desahogaron así de la rabia, la
frustración y el resentimiento que habían alimentado desde el fracaso de la
operación Anádir por la humillación que, en su opinión, el primer secretario
había infligido a su país. Dmitri Polianski, de los hombres que habían
guardado silencio cuando se aprobó el despliegue en Cuba, habló ahora en
nombre de todos ellos para censurar a Jrushchov: «Insistió en enviar nuestros
misiles a Cuba. Eso produjo una tremenda crisis que llevó al mundo al borde
de la guerra nuclear y que le causó un miedo terrible a él mismo, el
organizador de tan peligrosa empresa. No teniendo otra alternativa, nos vimos
obligados a aceptar todas las exigencias y condiciones de Estados Unidos,
incluida la vergonzosa inspección de nuestros barcos por parte de sus fuerzas
armadas».[30] Malinovski, olvidando su complicidad en la operación (e,
incluso, su más que probable entusiasmo por ella), opinaba igual: «Ni el
ejército ruso ni el soviético habían sufrido nunca semejante humillación».
Nikita Jrushchov se volvería un hombre más popular y respetado después
de su defenestración, a medida que los soviéticos fueron viendo como le
reemplazaban líderes cada vez menos impresionantes. Murió en 1971,
habiéndosele permitido pasar su jubilación en una relativa comodidad, aunque
con una intensa amargura de espíritu.
A pesar del cierre definitivo de la operación Mangosta, el asedio de
Estados Unidos a Cuba persiste en el siglo XXI, fomentado por la implacable
comunidad de exiliados de Florida y los republicanos que los respaldan. El
enfrentamiento proporcionó a Fidel Castro una justificación para mantener
durante el resto de sus días su pose de soldado, a menudo enfundado en un
traje de faena militar. Un viejo oficial de la inteligencia revolucionaria diría
más tarde (con tristeza, como si afirmara una verdad evidente) que «Fidel era

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un megalómano. Eso es algo que mucha gente no entiende».[31] En la Guerra
Fría ambos bandos sufrieron como consecuencia de asociarse con aliados
intratables. Durante el conflicto de Vietnam, la relación con los comunistas
norvietnamitas de Hanói fue para Moscú casi tan ingrata como la de
Washington con sus propios clientes de Saigón. Estados Unidos seguiría
tratando de justificar su apoyo a las asesinas tiranías latinoamericanas por lo
menos hasta la década de 1980. Con todo, Nikita Jrushchov pagó un precio
especialmente alto y merecido por haber arriesgado tantísimo con Castro.
Los revolucionarios fueron las estrellas de rock de la política radical de la
década de 1960. Entre los líderes que ascendieron al poder liberando a sus
países de la servidumbre colonial los más destacados fueron Mao Zedong en
China, Ho Chi Minh en Vietnam, Fidel Castro y el Che Guevara en Cuba, y
sus logros tiñeron sus figuras de romanticismo. Tuvieron una influencia
global, en particular entre los jóvenes, prometiendo visiones utópicas que no
estaban en condiciones de hacer realidad (algo que con lentitud fue
haciéndose cada vez más visible) y que imponían a sus pueblos sacrificios
espantosos. Castro poseía una personalidad extraordinaria y es posible afirmar
que infundió en el pueblo cubano una autoestima de la que este antes carecía
y de la que la resistencia desafiante al poder de Estados Unidos fue un aspecto
clave. Sin embargo, fueran cuales fuesen los éxitos de los revolucionarios
como propagandistas y libertadores, su historial demuestra que, después,
pocos fueron capaces de gobernar de forma competente o estuvieron
dispuestos a hacerlo con humanidad. Carlos Prío Socarrás, el predecesor de
Batista que gobernó Cuba entre 1948 y 1952, comentó en su vejez: «Dicen
que fui un presidente terrible. Quizá sea cierto. Pero fui el mejor presidente
que Cuba jamás ha tenido».[32] Es posible que esa afirmación fuera válida.
El apoyo de la Unión Soviética a Castro persistió, si bien el líder cubano
nunca perdonó del todo a Jrushchov lo que percibía como una traición.
Aleksandr Alekseev siguió siendo embajador en La Habana hasta 1968. Para
mantener su escaparate caribeño del comunismo, la URSS pagaba por el
azúcar cubano hasta once veces el precio que este tenía en los mercados
internacionales; el comercio con la superpotencia suponía el 80 % de los
ingresos que el Estado cubano obtenía en el extranjero. Otrora aclamada
como una joya del nuevo imperio soviético, la isla, un premio arrebatado de
las fauces de la hegemonía estadounidense, terminó convirtiéndose en una
costosa vergüenza para Moscú.
Transcurrieron más de dos décadas antes de que el final de la Guerra Fría
precipitara un cambio drástico en la disposición de Moscú hacia sus socios en

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el Caribe. Muchos de los mismos camaradas que en su día abrazaron a Castro
se cansaron del coste que suponía la isla. Volvieron a entonar la vieja canción
de la Revolución, pero con una nueva letra: «Cuba, ¡devuélvenos el pan! /
Cuba, ¡llévate tu azúcar! / ¡Nos hartamos de tu peludo Fidel! / Así que vete a
la mierda, Cuba». En 1989, Castro declaró nulo el tratado del país con la
Unión Soviética. Dos años después, Moscú retiró las tropas que aún tenía en
la isla y dejó de proporcionarle apoyo económico. El suministro de petróleo
que Rusia proporcionaba a Cuba pasó de trece millones de toneladas en 1989
a tres millones en 1991. Los cubanos entraron en una era de dificultades
económicas desesperadas, si bien Castro consiguió mantener su Estado
marxista mediante la represión implacable de la disidencia. El régimen se
convirtió en uno de los críticos más feroces de la nueva Rusia de Mijaíl
Gorbachov.
El ascenso al poder de Vladímir Putin trajo consigo el restablecimiento de
las relaciones cordiales entre ambos países, pero no la renovación de la
generosidad de la era soviética. A principios del siglo XXI, el periodista
británico Richard Gott, famoso por su radicalismo de izquierda y el hecho de
haber sido alguna vez informante de la KGB, escribió en una historia de
Cuba: «En comparación con los desoladores estándares de América Latina, la
isla cuenta con una población educada y saludable; sin embargo, muchos
cubanos se han hartado de la lucha por salir adelante sin la ayuda de nadie. Al
igual que los chabacanos peces de papel maché que se venden en los
tenderetes que pueblan las zonas patrimoniales de La Habana Vieja, tienen la
boca abierta de par en par y tragan saliva imaginando las enormes dosis de
capital que con seguridad inundarán el país en cuanto muera el antiguo
“máximo líder”. Este no es el resultado que preveían los entusiastas
revolucionarios de antaño».[33] No obstante, el dominio de Cuba por parte de
los sucesores de los barbudos ha persistido más allá de la muerte de Castro en
noviembre de 2016, después de haber sobrevivido a John F. Kennedy por más
de medio siglo y a Nikita Jrushchov por algo menos. El mayor de los hijos de
Fidel, Fidelito, físico nuclear, se suicidó dieciocho meses después, a los
sesenta y ocho años. Raúl Castro reemplazó a su hermano y ejerció el poder
hasta su jubilación en 2021. El pueblo cubano sigue esperando la oportunidad
de incorporarse al siglo XXI.

Cuando el polvo de octubre comenzó a asentarse en Washington, los


hermanos Kennedy saldaron algunas cuentas. Robert Frost envió un mensaje

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de felicitación al presidente a través de Stewart Udall, el secretario del
Interior: «¡Excelente!»; pero no recibió respuesta. El mandatario, que podía
ser muy amable cuando deseaba serlo, no perdonaba pullas tan brutales como
las que el poeta le había lanzado menos de dos meses atrás después de visitar
a Jrushchov. No volvería a comunicarse con el anciano, que falleció en enero
de 1963, si bien entonces le dedicó un elogio majestuoso. Otra víctima de las
consecuencias fue el oficial del GRU Gueorgui Bolshakov, de quien los
estadounidenses se habían cansado. La embajada soviética descubrió que Joe
Alsop y Charlie Bartlett, los periodistas favoritos de los Kennedy, estaban a
punto de publicar un artículo en el que se revelaba que era un espía de Moscú.
Bolshakov se apresuró a protestar ante el fiscal general, al que rogó que
interviniera para evitar la aparición del reportaje. Robert Kennedy se deshizo
del ruso: «Creemos que en la crisis cubana todo el mundo nos ha engañado,
incluido usted».[34] El artículo de Alsop y Bartlett apareció en el Saturday
Evening Post el 8 de diciembre de 1962 y acabó con la tapadera de
Bolshakov, al que Moscú mandó regresar a la URSS. En el mismo texto, los
periodistas afirmaban también que durante la crisis de los misiles Adlai
Stevenson «quería un Múnich», es decir, apaciguar a los soviéticos mediante
la retirada de los misiles Júpiter de Turquía. Eso, por supuesto, era en varios
aspectos una caricatura de lo ocurrido, animada por la mezquindad de los
Kennedy hacia su propio embajador ante la ONU, que no se merecía
semejante trato.
Aunque la crisis terminó en noviembre, las repercusiones internas en
Estados Unidos persistieron durante otros seis meses. A muchos republicanos
los irritaban profundamente los espectaculares beneficios políticos que había
obtenido la Casa Blanca como consecuencia de ella. En los posteriores
análisis de los resultados, los periodistas inquisitivos y los adversarios
políticos se centraron en dos cuestiones. En primer lugar: ¿había hecho
Estados Unidos concesiones en secreto para asegurarse la retirada soviética y,
en concreto, acerca de los misiles Júpiter desplegados en Turquía? Una y otra
vez, los miembros más importantes de la administración negaron ese hecho;
algunos porque no sabían la verdad, pero la mayoría porque, pese a estar al
tanto del intercambio propuesto, no estaban dispuestos a entregar a los
republicanos la formidable arma política que semejante revelación les daría.
A Robert Kennedy, en particular, le atormentaba el temor de que su propia
carrera política pudiera verse perjudicada si salían a la luz sus tratos secretos
con Dobrynin.

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La segunda cuestión polémica fue lo que acabaría conociéndose como «la
brecha fotográfica».[35] ¿Cómo había sido posible que en el otoño de 1962 los
soviéticos desplegaran misiles balísticos en Cuba durante semanas sin ser
detectados por Estados Unidos? Ya el 31 de octubre, Hanson Baldwin, el
influyente corresponsal del New York Times especializado en temas militares,
planteó la pregunta en un artículo titulado «Una brecha de inteligencia». El 6
de noviembre, David Lawrence escribía en el Washington Star: «Es posible
argüir que se trató de pura negligencia, si no de incompetencia». El Congreso
exploró el controvertido asunto en una serie de investigaciones a las que la
administración respondió con una mentira tras otra. Maxwell Taylor, Robert
McNamara y John McCone (este último, mordiéndose la lengua) negaron
públicamente que las labores de vigilancia de los U-2 se hubieran visto
coartadas por restricciones políticas impuestas por la Casa Blanca y el
Departamento de Estado. Subrayaron que se habían llevado a cabo misiones
de reconocimiento en agosto y septiembre, sin reconocer que durante el
segundo mes se excluyeron de forma explícita de los objetivos por fotografiar
las zonas más sensibles del oeste de Cuba, por razones que muchos no
estadounidenses todavía consideran dignas de respeto, pero los republicanos
con seguridad no.
El informe interno de la CIA, realizado por Jack Earman, el inspector
general de la Agencia, señalaba: «Se necesitó casi un mes [en realidad, del 10
de septiembre al 14 de octubre] para obtener la cobertura que la CIA había
buscado en una sola misión».[36] En Counsel to the President, el libro de
memorias que publicó en 1991, Clark Clifford, que se habría convertido en el
director de la CIA de Kennedy en lugar de McCone de no haber rechazado el
puesto, escribió que cuando como miembro de la junta de inteligencia
presidencial investigó la «brecha fotográfica» se enfrentó a «un dilema. No
queríamos criticar al presidente, que había gestionado la crisis de forma
brillante una vez que la inteligencia estadounidense había identificado
positivamente la presencia de misiles soviéticos, pero nos parecía que el
tiempo que se había tardado en descubrirlos fue peligrosa e inexcusablemente
largo».[37] El informe final echó la culpa a los profesionales, en lugar de a los
políticos, que eran en gran medida a quienes en verdad pertenecía. Acusó a la
CIA y a otras agencias de carecer de «un sentido de urgencia o alarma» que
podría haberlas estimulado a realizar un mayor esfuerzo.[38] Esta conclusión
se vio alentada por la antipatía que despertaba McCone entre los miembros de
la junta y que ahora la Casa Blanca compartía.

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Durante el invierno de 1962 y la primavera de 1963, los periodistas y
políticos escépticos sabían que habían topado con algo, pero no exactamente
con qué. El senador Kenneth Keating, que había dado la voz de alarma sobre
los misiles cubanos en septiembre, volvió a la carga ese invierno. El
congresista republicano Gerald Ford dijo a sus electores en Michigan que, si
bien aplaudía la gestión de la crisis por parte de la administración Kennedy
una vez que esta había estallado, «desde mediados de septiembre hasta
mediados de octubre, el gobierno tenía pruebas sólidas que deberían haberle
hecho intensificar la vigilancia de la isla, pero no lo hizo».[39]
A principios de la primavera de 1963, Richard Rovere escribió en el New
Yorker: «Habría sido casi imposible creer a comienzos de noviembre del año
pasado que el respeto y la admiración que el presidente se había ganado…
pudieran haber desaparecido casi por completo en febrero. Y, sin embargo,
eso parece ser lo que ha ocurrido, o casi».[40] El periodista exageraba de
forma considerable la caída en desgracia de Kennedy. No obstante, era
indiscutible que para entonces muchos estadounidenses informados
reconocían que la imagen de una gestión segura y serena de la crisis por parte
de la Casa Blanca que en noviembre dominaba las percepciones en
Washington, así como en el resto del país, pasaba por alto importantes
titubeos, incluso si estos no merecían que se alterara la visión positiva del
desempeño global de la administración.
Los acontecimientos que siguieron a la crisis no contribuyeron a reducir la
desconfianza de los Kennedy hacia la CIA. Bill Harvey, el alcohólico jefe de
la estación de la Agencia en Miami, aseguró en una reunión en la Casa Blanca
que los Kennedy eran los culpables del despliegue de los misiles en Cuba, lo
que hizo que el presidente abandonara la sala del gabinete dando un portazo.
John McCone dijo a uno de sus ayudantes: «Hoy Harvey se ha destruido a sí
mismo. Ha dejado por completo de ser útil».[41] El presidente se enfureció
todavía más cuando se le informó de que era imposible sacar de Cuba a las
avanzadillas de exiliados que habían desembarcado en la isla en previsión de
la invasión estadounidense. En enero de 1963, cuando se le nombró en
reemplazo de Harvey al frente de la sección de «asuntos especiales»,
Desmond Fitzgerald, un veterano de la Agencia, le dijo a un colega: «Todo lo
que sé es que tengo que odiar a Castro». Poco después le escribió a su hija:
«Mi primer trabajo fue convencer al gobierno de que no todos los miembros
de mi equipo que se ocupan de la situación de Cuba son necesariamente
paletos empeñados en causar un desastre».[42] La CIA persistió en sus torpes
intentos clandestinos de asesinar al líder cubano. El 19 de junio de 1963 el

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presidente aprobó un nuevo programa de acciones de sabotaje en la isla «para
alimentar un espíritu de resistencia y desafección». Los planes para matar al
dictador no se abandonarían de forma definitiva hasta 1965, y las obstinadas y
persistentes negaciones de Robert McNamara de la realidad de estos le
hicieron un flaco favor a su memoria; y otro tanto puede decirse de Arthur
Schlesinger.
El presidente terminó cansándose de que John McCone le dijera en
privado a todo el que quisiera escucharlo que él, y solo él, había acertado al
predecir la crisis. En su estudio sobre la «brecha fotográfica», Holland y
Barrett escriben que McGeorge Bundy «hacía tiempo había concluido que
[McCone] se estaba vendiendo a sí mismo en el Capitolio como la única
figura de la administración Kennedy que había tenido el valor y la perspicacia
de insistir en agosto y septiembre en que los soviéticos estaban instalando
misiles estratégicos en Cuba».[43] El 4 de marzo de 1963 los hermanos
Kennedy hablaron sobre sus dificultades con el director de la CIA en una
conversación telefónica durante la cual el presidente dijo: «Sí, John McCone
es un verdadero cabrón… Por supuesto, todo el mundo [dentro de la
administración] está ahora quejándose de él… Todos andan diciendo que es
un idiota». Y cuando el fiscal general apuntó que «fue útil en una época», el
mandatario le respondió que si bien eso era cierto, su utilidad se había ya
«evaporado».[44] Kennedy no destituyó al director de la CIA, un halcón
profesional, pero a partir de entonces tuvo poco tiempo para él. En una
ocasión le dijo con amargura: «Tenías razón todo el tiempo. Por las razones
equivocadas».[45]
Para ser justos con McCone, aunque su arrogancia era indiscutible, y su
relato sobre las acciones de la administración antes del 14 de octubre se
distanciaba de forma llamativa del de Robert McNamara, el director de la
CIA fue lo bastante discreto como para salvar a la Casa Blanca de lo que de
otro modo hubiera podido ser un escándalo de seguridad. Aunque la cuestión
de la «brecha fotográfica» se prolongó a lo largo de la primavera de 1963
tanto en el Congreso como en los medios de comunicación, nunca llegó a
explotar de forma que supusiera una amenaza grave para la credibilidad del
presidente.
Un joven reportero llamado Jules Witcover, que trabajaba para Advance
News Service, se acercó más que ningún otro periodista a señalar la verdad en
un artículo publicado en Los Angeles Times el 10 de marzo de 1963: «El
miedo a otro incidente con un U-2 parece haber sido el principal impedimento
para que se descubriera antes el despliegue de los misiles soviéticos en

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Cuba».[46] Witcover tenía toda la razón, pero entonces era una firma
demasiado desconocida para que alguien se molestara en seguir la historia. En
mayo, el subcomité del Senado especializado en el estado de preparación de
las fuerzas armadas, que fue el que realizó la última investigación política de
relieve sobre los acontecimientos de otoño del año anterior, publicó su
informe provisional, que no encontró pruebas de una «brecha fotográfica»
importante y culposa, así como tampoco de engaños posteriores a los hechos
por parte de la administración. El subcomité erraba en ambas conclusiones
(según la creencia conservadora en el derecho absoluto de Estados Unidos a
fotografiar naciones soberanas mediante la invasión de su espacio aéreo), pero
el veredicto hizo que la historia se apagara en la prensa. No fue hasta 1989
cuando el ya exembajador Anatoli Dobrynin reveló (y fuentes oficiales
estadounidenses confirmaron) el acuerdo secreto sobre los misiles turcos
alcanzado en 1962, algo sobre lo que Trece días, el testimonio sobre la crisis
de Robert Kennedy publicado póstumamente en 1969, omite cualquier
mención. Ted Sorensen, que editó el libro tras el asesinato del entonces
candidato demócrata a la presidencia, explicó que había buscado con ello
proteger la reputación del héroe caído.

El 16 de mayo de 1963, la URSS ató uno de sus propios cabos sueltos cuando
los verdugos ejecutaron al coronel Oleg Penkovski, según algunas fuentes con
extrema crueldad. Antes de su captura, el oficial del GRU había hecho una
contribución decisiva a la política occidental al proporcionar a Estados
Unidos y el Reino Unido las pruebas (la munición) que permitió al primero
abordar la crisis de octubre seguro de su absoluta superioridad nuclear y
sabiendo que los soviéticos eran conscientes de su propia vulnerabilidad.
El 10 de junio de 1963, Kennedy pronunció en la Universidad Americana
de Washington, D. C., un discurso de graduación titulado «Una estrategia
para la paz», que Jrushchov calificó en privado como «el mejor discurso
presidencial desde Roosevelt». Kennedy anunció una moratoria de las
pruebas nucleares atmosféricas de Estados Unidos, que luego se convertiría
en una prohibición rotunda de estas (aunque China y Francia continuaron
realizándolas). Desde 1961 había existido una moratoria informal entre
Estados Unidos y la Unión Soviética, pese a que se interrumpió al año
siguiente, pero en julio de 1963, Kennedy invitó a John McCloy a ser su
negociador jefe en la reanudación de las conversaciones oficiales para la
prohibición de los ensayos. Cuando McCloy se excusó, Averell Harriman

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aceptó el encargo. El 5 de agosto, el Reino Unido, la Unión Soviética y
Estados Unidos firmaron un tratado de prohibición parcial de las pruebas
nucleares en la atmósfera, el espacio exterior y bajo el agua, que desde
entonces se aplaudió como un paso importante hacia la distensión Este-Oeste.
Ambas partes reconocieron que durante la crisis la precariedad de las
comunicaciones entre Moscú y Washington había supuesto una amenaza para
el planeta. No debía permitirse que un factor de este tipo volviera a impedir
jamás el diálogo en una situación de emergencia como había ocurrido en
1962. Por tanto, se instaló una línea directa por teletipo entre el Pentágono y
el Kremlin que entró en funcionamiento a principios del año siguiente.
Sustituida en la actualidad por una conexión segura de red, que se somete a
pruebas constantes y es utilizada de forma ocasional por los dirigentes
nacionales, los intercambios se realizan hoy a través del correo electrónico. Se
tomó la decisión política de evitar la conexión telefónica, porque se consideró
que la oralidad es vulnerable a la mala interpretación.
Sin embargo, persistía otro obstáculo comunicativo que la mera
tecnología no podía eliminar. Consciente de las falsedades de la
administración sobre bahía de Cochinos, Kennedy se esforzó a partir de
entonces por hablar con franqueza con el Kremlin, tanto en público como en
privado. Jrushchov, por el contrario, siguió siendo prisionero de la
mendacidad de toda una vida al servicio del bolchevismo, y le resultaba
imposible admitir con comodidad cuáles eran o no sus intenciones. La
amenaza de la aniquilación nuclear había sido su arma retórica preferida
contra Occidente desde el día en que se hizo con el poder, y se sentía incapaz
de renunciar a ella, incluso cuando comprendía que su conducta había llevado
a los estadounidenses al borde de unas líneas de actuación de las que, una vez
puestas en marcha, no había vuelta atrás.
Jrushchov inspira el respeto que merece cualquier hombre que haya
llegado tan alto desde unos orígenes tan poco prometedores. Dirigió una
nación que había sufrido pérdidas y dificultades inimaginables. Su conducta
fue mucho menos cruel que la de Stalin, su mentor y predecesor. Realizó
esfuerzos sinceros, aunque ineficaces, para reformar el país. Pero se había
asegurado la jefatura de la Unión Soviética mediante un sistema en el que la
autoridad derivaba de la capacidad para infundir miedo e imponer medidas
opresivas, y su estilo de gobierno era un reflejo de ello. El debilitamiento de
muchos de los programas que había impulsado dentro de la URSS y la
amenaza que eso suponía para su autoridad en el Kremlin (aunque en esa
etapa fuera solo implícita) contribuyeron en gran medida a su aventurerismo

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en el exterior. Su visita a Estados Unidos en 1959 tuvo un impacto duradero,
porque a partir de entonces se vio obligado a convivir con el dolor de ser
consciente del relativo fracaso material del socialismo soviético, frente a la
abundancia creada por el capitalismo.
Su tosquedad, falta de modales y exceso de vanidad no hicieron ningún
favor a la causa de su país en el extranjero. Kennedy observó en una ocasión,
con algo de tristeza, que las expectativas que el mundo tenía de Jrushchov, el
matón y el abusón, eran tan bajas que resultaba irritante contemplar la gratitud
con que se cubría al líder soviético cada vez que su conducta se elevaba por
encima de lo brutal. Aunque no cabe duda de que Estados Unidos es culpable
de algunos de los errores garrafales que marcaron la Guerra Fría, la Unión
Soviética y sus líderes hicieron cosas peores y en mayor cantidad.
Como ser humano, John F. Kennedy era muy diferente de Jrushchov.
Estaba dotado de una gracia que el primer secretario rara vez había conocido,
y por la que quizá en algún momento albergó cierta envidia. Con todo, sus
méritos para cubrirse con el manto del rey Arturo siguen siendo dudosos. Era
un hombre en apariencia tranquilo, como solo las personas muy ricas pueden
serlo, pues desconocen las preocupaciones materiales que lastran las vidas de
los mortales menores. Heredó de su padre una crueldad que no resulta menos
horrible por el hecho de que el mundo rara vez la viera al descubierto, así
como una visión de las mujeres como meros juguetes, objetos para usar y
tirar, que no resulta menos repugnante por el hecho de que muchas de ellas lo
amaran.
Aunque la retórica de Kennedy solía hacer hincapié en la difícil situación
de la humanidad menos afortunada, en su conducta en la presidencia no
demostró más que una limitada preocupación por ella, al menos hasta los
últimos meses de su mandato. Estaba mucho más interesado en convertirse en
el mayor estadista de su tiempo que en socorrer a los afligidos, tanto en su
país como en el extranjero. El rencor perdurable y homicida que alimentó
contra Castro y Cuba le socavó, y el cumplimiento de sus aspiraciones en el
ámbito nacional se vio perjudicado por la mediocridad de su destreza política.
Su sucesor, Lyndon B. Johnson, un político brillante, consiguió mucho más
antes de destruir su administración en Vietnam.
Kennedy, sin embargo, demostró estar excepcionalmente capacitado para
dirigir a su país durante la crisis de los misiles, su mejor logro y el que le
exigió más valentía. Uno de los proverbios populares ingleses más insensatos
que existen es el que afirma que «llegada la hora, llega el hombre». La
historia está plagada de sucesos trascendentales gestionados por líderes

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nacionales inadecuados (piénsese en Europa en 1914, o en el mundo en
2022). Por el contrario, la dirección política que llevó a cabo Kennedy
durante los «trece días» constituye una prueba casi incontestable de su
grandeza, pues un presidente menos capacitado podría haber condenado al
planeta a la perdición. Cientos de millones de personas, tanto en Estados
Unidos como en el extranjero, lo comprendieron. En marzo de 1963, un
sondeo realizado por la fundación Pew mostró que, fueran cuales fuesen las
reservas que Washington albergaba sobre JFK —reflejadas en la columna de
Richard Rovere citada antes—, el 74 % de los estadounidenses esperaba que
su presidente se asegurara la reelección al año siguiente.
El 22 de noviembre, cuando Kennedy fue asesinado, Jrushchov acudió en
persona a la embajada de Estados Unidos en Moscú portando una corona de
flores. Luego escribiría en sus memorias que el jefe de Estado caído era
«alguien en quien podíamos confiar».[47] Quizá fuera así, quizá no, pero el
líder soviético ciertamente temía que el aturdido pueblo estadounidense
pudiera encontrar motivos para atribuir al Kremlin la responsabilidad del
magnicidio. Una aprensión similar se apoderó de Fidel Castro cuando vio a su
propio pueblo celebrar la muerte del mandatario. La enfermera Elvira
Dubinskaya, que seguía prestando servicio en La Habana, recuerda que los
locales estaban exultantes y arrojaban agua, huevos y botellas a la pantalla de
cine cuando se proyectaban los reportajes sobre la historia de horror de
Dallas: «Había un cubano sentado a mi lado y yo le expliqué: “¡Esto es malo!
La muerte de Kennedy es mala para vosotros”».[48] Sus palabras no
parecieron causar ningún efecto en su vecino.
Castro manifestó con tono sombrío: «Van a decir que fuimos nosotros.
Van a decir que nosotros lo hicimos».[49] Lee Harvey Oswald era un miembro
activo del comité «Juego limpio con Cuba». Sin embargo, continúa siendo
inverosímil que, incluso en su momento más errático, vengativo y violento, el
«máximo líder» se hubiera atrevido a propiciar o patrocinar el asesinato del
presidente de Estados Unidos. Entre otras razones porque su propósito
supremo era la preservación de su propio poder. Si los estadounidenses
hubieran logrado atribuir el asesinato de Kennedy a La Habana, es
enormemente probable que la consecuencia hubiera sido una acción directa
que habría acabado con Castro y su Revolución. No hay pruebas creíbles que
respalden las teorías conspirativas que sostienen que Cuba o la URSS
tuvieron alguna responsabilidad en el asesinato del mandatario.
La caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 se interpretó alrededor
del mundo como un acontecimiento que señalaba el triunfo del capitalismo y

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la libertad sobre las fuerzas de la opresión y la desacreditada doctrina del
comunismo. La Unión Soviética se derrumbó dos años después con sus vastas
fuerzas armadas y su arsenal nuclear intactos. John Lewis Gaddis escribió en
1997: «Es posible que Occidente prevaleciera durante la Guerra Fría…
sencillamente porque ese conflicto tuvo lugar en un momento de la historia en
que las condiciones que durante miles de años habían favorecido el
autoritarismo dejaron de hacerlo de forma repentina».[50]
Un cuarto de siglo después, y en especial tras el asalto asesino de
Vladímir Putin a Ucrania, es imposible seguir sosteniendo esa opinión.
Lawrence Freedman escribió recientemente que el optimismo que marcó el
primer decenio de la posguerra fría parece hoy ingenuo: «El regreso a la
competencia entre las grandes potencias se describe ahora como una
característica definitoria de la década de 2020».[51] Las autocracias, sobre
todo la China del presidente Xi, se encuentran en auge. El fracaso económico
fue la causa fundamental del colapso del imperio soviético. Sin embargo, uno
de los logros más notables y deprimentes de la URSS fue ejercer su nefasta
influencia en los asuntos mundiales desde una posición estratégica de
debilidad cada vez mayor, y exactamente lo mismo puede decirse en la
actualidad de la Federación Rusa que la sucedió. En el siglo XXI, las únicas
exportaciones significativas de Rusia son el petróleo, el gas y la violencia
extrema. No obstante, estas han permitido al presidente Putin tener un peso
asombroso en el ámbito internacional, con fines incansablemente malignos. El
mandatario ruso ejerce una autoridad personal con menos ataduras de las que
tenía Jrushchov en la época del Presídium soviético. Al mismo tiempo, las
instituciones de Estados Unidos se han visto asediadas desde dentro por
fuerzas que, en parte, deben calificarse como neofascistas, en un proceso que
quienes dirigían el país de 1962 habrían considerado incomprensible y
aterrador. El orden liberal está en peligro debido tanto a sus enemigos
internos como a sus adversarios externos.
Aunque este relato incluye críticas a la política de Estados Unidos, en
especial en lo referente a Cuba, ningún ciudadano del Occidente moderno
debería perder de vista una realidad fundamental: en la Guerra Fría, Estados
Unidos lideraba las fuerzas que aspiraban a fomentar las libertades humanas a
las que la Unión Soviética se oponía desde una perspectiva ideológica. En la
política y en las relaciones internacionales el bien y el mal son siempre
relativos. Todos los que hoy vivimos en países democráticos tenemos motivos
para agradecer que Estados Unidos impidiera a las superpotencias comunistas
hacerse con la victoria, aunque el resultado —visto desde una distancia de

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décadas— no fue precisamente el amplio triunfo de la libertad que los
visionarios proclamaban en 1991.
El hecho más importante de ese período de confrontación fue que el
mundo sobrevivió sin sufrir una catástrofe nuclear. El que haya sido así
evidencia la existencia, en ambos bandos, de una especie de sabiduría
colectiva que trascendía los errores de apreciación del Kremlin y de la Casa
Blanca: su sentido de Estado era, en conjunto, mayor que el de sus partes
consideradas por separado. Se ha observado que tanto Jrushchov como
Kennedy no eran buenos para evitar las crisis, pero, no obstante, supieron
gestionarlas con eficacia.[52] En algunos de los actuales líderes políticos y
militares de Occidente se percibe cierta nostalgia (que en 1991 hubiera
parecido inconcebible) por las certezas antagónicas de aquella época. Hoy el
orden y la estabilidad internacionales han sido desterrados, acaso para
siempre. No parece mera añoranza sostener que Jrushchov era un líder ruso
más racional y mesurado que Putin.
Lo que está ocurriendo en nuestros días no es, por muchas razones, una
reanudación de la vieja Guerra Fría, aunque bien puede constituir el comienzo
de una nueva. Lo que está en juego es el dominio y la influencia territorial,
más que la ideología. Como escribió recientemente Rodric Braithwaite: «El
papel de la Unión Soviética como segunda superpotencia ya no está al alcance
[de Rusia]… China lo ha ocupado».[53] Ese cambio, como es obvio, no hace
que el mundo sea más seguro. Empezando por Taiwán y toda la periferia rusa,
hay una serie de lugares que podrían desencadenar un conflicto de
consecuencias tan graves para la humanidad como las que se vislumbraban
hace sesenta años, consecuencias que se han puesto de nuevo de manifiesto
con la invasión de Ucrania. En cierto sentido, esta última crisis es un reflejo
invertido de la de 1962 en Cuba: al igual que, desde un punto de vista
estratégico, la URSS se descubrió irremediablemente perdida en una isla
situada a apenas 150 kilómetros de las costas de Norteamérica, Occidente
enfrenta en la actualidad graves dificultades para asegurar el futuro de un
Estado vulnerable que es vecino inmediato de Rusia. El entendimiento entre
los líderes de China, Rusia y Estados Unidos es tan remoto como lo ha sido
siempre, y la simpatía mutua parece inalcanzable. Las posibilidades de que
alguien cometa un error de cálculo catastrófico son hoy tan grandes como lo
eran en la Europa de 1914 o en el Caribe de 1962.
Durante la crisis de los misiles, incluso los halcones del Kremlin
reconocían que en un enfrentamiento nuclear solo podía haber un ganador (si
es que es posible usar tal palabra, aunque sea en sentido peyorativo) y que

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este no sería la URSS. Ese conocimiento fue determinante en sus decisiones.
Hoy, por el contrario, muchos gurús de la estrategia creen que China,
aprovechando la superioridad de sus armas hipersónicas, podría
perfectamente imponerse en una confrontación aérea y naval con las fuerzas
de Estados Unidos frente a su costa. Mientras que en 1962 la Unión Soviética
de Jrushchov se limitaba a hacerse pasar por una potencia igual a Estados
Unidos, sesenta años después China está cada vez más cerca de poder
reclamar de forma legítima ese estatus de par, y con un PIB ocho veces mayor
que el de Rusia, lo que la hace más peligrosa en la misma medida.
Entre tanto, el resentimiento obsesivo de Vladímir Putin, su ansia de
respeto y su disposición a correr riesgos enormes y a cometer atrocidades
espantosas más allá de las fronteras de Rusia en pos de una fantasía
paneslava, se han visto incrementados por su consciencia del gigantesco
progreso de China y el ininterrumpido dominio tecnológico e innovador de
Estados Unidos, frente al relativo estancamiento de Rusia. La concepción de
la historia otrora oficial de la KGB está distorsionada por una mezcla de
ignorancia, amoralidad y nacionalismo, a la que contribuye en no menor
medida el relato victimista de país agraviado que Rusia ha cultivado durante
largo tiempo. No deberíamos tener ninguna duda de que la invasión rusa de
Ucrania es un acto mucho más grave en el orden moral que el despliegue de
los misiles en Cuba por parte de Jrushchov. En 1962 la Unión Soviética tenía
una especie de argumento para justificar sus acciones. Putin en 2022 no tiene
ninguno.
Sin embargo, también debemos reconocer una creencia y un motivo de
queja muy extendidos en Rusia, a saber, que durante décadas Estados Unidos
aprovechó su poderío nuclear y convencional para frustrar las aspiraciones de
Moscú y mantener el dominio sobre su vasta esfera de influencia, algo que de
hecho resultó muy visible en la crisis de los misiles. Gueorgui Shajnazárov,
que trabajó para Mijaíl Gorbachov en el Kremlin, se dirigió a los veteranos
del ExCom que en 1987 asistían a una histórica conferencia sobre la crisis:
«Todos ustedes se sentían en una posición de superioridad militar y moral.
Hablaban de engaño y demás. Sin embargo, según el derecho internacional,
no había ninguna razón por la que debiéramos informarles de antemano [del
despliegue cubano]. Del mismo modo en que ustedes no nos informaron de su
intención de instalar misiles en Turquía… El conflicto era político, y el
argumento moral no estaba claro».[54] Putin no es el único ruso
contemporáneo que ve hipocresía en los esfuerzos de Occidente por impedir,
por ejemplo, que el Kremlin imponga su hegemonía sobre Ucrania. La

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intervención de Shajnazárov continuaba: «Estados Unidos no quería
reconocer el derecho de otros países a disfrutar de una seguridad igual.
Deseaba mantener su superioridad… Según el derecho internacional, ambas
partes tienen el mismo derecho a llegar a acuerdos con terceros para proteger
su seguridad».[55]
El pasaje anterior no pretende transmitir el más mínimo entusiasmo por el
actual régimen del Kremlin, ni deseo convertirme en lo que los alemanes han
dado en llamar de forma despectiva un Putinversteher, un «comprendedor de
Putin». Todo lo contrario: pretende mostrar, en cierta forma, cuán diferente es
el mundo visto desde Moscú del mundo visto desde Washington o Londres. A
medida que nos hacemos mayores, aprendemos que no hay una única verdad
o lógica universal: cada cultura cultiva su propio relato. En el siglo XXI, al
igual que en 1987 cuando hablaba Shajnazárov, los estadounidenses y los
rusos tienen perspectivas opuestas tanto sobre la crisis de los misiles como
sobre muchas otras cosas.
Walter Lippmann escribió con sabiduría que desde 1938 se abusa a
menudo de la palabra «apaciguamiento» para descalificar a quienes buscan
pactos internacionales que resultan necesarios: «No es posible decidir estas
cuestiones de vida o muerte para el mundo mediante epítetos como
“apaciguamiento”. No coincido con quienes piensan que tenemos que ir y
derramar un poco de sangre para demostrar que somos hombres viriles».[56]
Sir Michael Howard, el gran historiador inglés, dijo en la vejez: «El
apaciguamiento con frecuencia es una política muy sensata cuando estás
tratando con un líder menos satánico que Adolf Hitler».[57]
No obstante, resulta difícil, si no imposible, hacer una defensa fundada en
principios del apaciguamiento de Vladímir Putin, que no es lo mismo que
reconocer los problemas prácticos y estratégicos que plantea la necesidad de
frustrar sus ambiciones. Quizá sea políticamente imposible que las tropas
occidentales se enfrenten de forma directa a los agresores rusos en Ucrania,
pero sin duda es necesario desplegar fuerzas de la OTAN preparadas para
hacerlo en los países bálticos y en Polonia. Aunque los peligros de una guerra
general con Rusia son reales, también lo son los de responder con pasividad
ante la grave amenaza que supone para el orden y la seguridad europeos.
Uno de los temas de este libro es que quienes hoy desestiman los riesgos
inherentes a la crisis de los misiles, con el argumento de que ni Kennedy ni
Jrushchov querían una guerra nuclear, están equivocados. En 1962, el mundo
tuvo suerte. Nuestra esperanza de evitar una catástrofe futura depende de que
los líderes nacionales del siglo XXI no pierdan de vista ni por un momento la

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magnitud de los peligros que conllevan las armas que tienen a su disposición.
Desde hace décadas, el riesgo de un conflicto nuclear, que en el momento
álgido de la Guerra Fría ocupaba a menudo las primeras páginas de los
periódicos, apenas suscita debate entre los ciudadanos normales y corrientes,
mucho más preocupados por las amenazas que plantean el cambio climático,
las pandemias, los conflictos armados convencionales y el terrorismo. Si algo
mínimamente bueno ha surgido de la terrible maldad de la invasión de
Ucrania en 2022, es el haber espabilado a quienes en Occidente se habían
quedado dormidos para recordarles la importancia vital de la seguridad, que
debe incluir elementos poderosos tanto de capacidad militar como de
voluntad política. El gobierno estadounidense no podría haber logrado una
resolución tolerable de la crisis de los misiles si en Moscú nadie hubiera
sabido que poseía las armas necesarias para respaldar su diplomacia con una
fuerza avasalladora.
En 2022 la humanidad cuenta aún con los medios para destruirse a sí
misma. El poder para iniciar una pesadilla apocalíptica se reparte entre el
número creciente de países que poseen armamento nuclear. Dado el carácter
de la tecnología, los controles destinados a impedir el uso de esas armas
terribles por parte de subordinados descuidados, o trastornados, son
inevitablemente imperfectos. Un lema legítimo para todo líder nacional es:
Ten miedo. Ni John Fitzgerald Kennedy ni Nikita Serguéyevich Jrushchov
carecían de valor, pero lo que los distinguía de Fidel Castro, así como de
algunos mandos militares a ambos lados del «telón de acero», es que los dos
tenían una prudente obsesión respecto a las consecuencias. El 1 de marzo de
1955, en su último gran discurso ante la Cámara de los Comunes del Reino
Unido, Winston Churchill dijo: «Es muy posible que, a través de un proceso
de sublime ironía, hayamos alcanzado en este mundo un estado en el que la
seguridad es la hija robusta del terror y la supervivencia la hermana gemela de
la aniquilación».[58]
Esta es la visión optimista. Sin embargo, incluso un estadista tan intrépido
como Churchill no podría dejar de ver con preocupación el ascenso de
aventureros autoritarios cuya característica más conspicua es el apetito por la
opresión y la agresión. Esto lo comparten el presidente Xi, el presidente Putin
y el líder supremo Kim Jong-un. Todos ellos se consideran a salvo de las
consecuencias de sus acciones más extravagantes por una fachada escénica de
legitimidad electoral, así como por la posesión de armas nucleares. No
obstante, además de hacer frente de forma constructiva al cambio climático,
nuestras mejores esperanzas de que el planeta sobreviva al siglo XXI se fundan

Página 516
en un imperativo: que a ningún líder nacional le falte el miedo que ha de
anidar en el corazón de la sabiduría y que fue indispensable para la resolución
pacífica de la crisis de los misiles cubanos.

Página 517
Agradecimientos

Este libro fue una ocurrencia de mi formidable agente Andrew Wylie, al que
me alegra agradecer en primer lugar. Mi siguiente deuda es, como desde hace
tantos años, con el maravilloso equipo de HarperCollins en Londres, sobre
todo con Charlie Redmayne, Arabella Pike y Helen Ellis, así como con
Jonathan Jao, de HarperCollins en Nueva York: muchas gracias a todos. Iain
Hunt ha demostrado ser un corrector ejemplar, y le estoy agradecido por la
meticulosidad con la que revisó el texto y, en particular, por ocuparse de mi
empedernida debilidad por la tautología.
La pandemia del covid-19 planteó problemas sin precedentes y
persistentes para los estudiosos e investigadores de todo el mundo debido al
cierre de muchos archivos y la dificultad y, de hecho, durante largos períodos,
la imposibilidad de realizar viajes internacionales. Los Archivos Nacionales
del Reino Unido han permanecido casi inaccesibles durante la mayor parte de
los dos últimos años, y me vi obligado a cancelar los viajes que tenía previsto
hacer tanto a Estados Unidos como a Cuba. Por tanto, en esta oportunidad mi
investigación ha dependido, mucho más que en cualquiera de mis libros
anteriores, de obras ya publicadas y de fuentes disponibles en Internet. En
Estados Unidos, George Cully hizo una contribución inestimable a este
trabajo explorando, con magníficos resultados, el archivo histórico de la
fuerza aérea en Montgomery, Alabama. Margaret MacMillan me proporcionó
una multitud de enlaces a materiales del Proyecto de Historia Internacional de
la Guerra Fría (CWIHP, por sus siglas en inglés) del Centro Wilson; y
también me he beneficiado enormemente de las fuentes disponibles en línea a
través del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, la web de
colecciones históricas de la CIA y el Centro Miller de la Universidad de
Virginia.
He citado varios mensajes y documentos conservados en el archivo
histórico de la armada estadounidense que esperaba consultar por mi cuenta,
pero que en esta ocasión me he visto obligado a copiar de One Minute to
Midnight, el excelente libro de Michael Dobbs. Michael me prestó también

Página 518
una ayuda inestimable con los mapas y las imágenes, y, además, me puso en
contacto con Svetlana Savranskaya, de la Universidad George Washington,
probablemente la persona del mundo que más sabe sobre las actividades de
los submarinos soviéticos durante la crisis, que tuvo la amabilidad de revisar
mi relato sobre esos hechos.
En el caso del material británico, he de señalar en especial mi deuda con
el libro de Peter Hennessy, Winds of Change: Britain in the Early Sixties,
publicado en 2019. Por su parte, el especialista en aviación Chris Pocock es
una mina de información sobre el programa del avión espía U-2: él tuvo la
gentileza de corregir y criticar los pasajes del libro que abordan el
extraordinario papel que desempeñó esta aeronave en la crisis. Ian Ballantyne
me proporcionó consejos acerca de los submarinos, derivados de las
investigaciones que ha realizado para sus valiosos libros. Sir Rodric
Braithwaite, distinguido historiador de la Guerra Fría y exembajador del
Reino Unido en Moscú, leyó y comentó el texto.
Otros amables amigos, en especial Margaret MacMillan y George
Walden, hicieron lo mismo. Quiero agradecer en especial a Fred Logevall,
que en medio de su magistral biografía de Kennedy, cuyo primer volumen ha
recibido el aplauso universal, encontró el tiempo para realizar algunas críticas
y correcciones clave a mis pasajes sobre el presidente, que es un alivio haber
podido enmendar antes de la publicación del libro y no después. Igual de
importante ha sido la contribución de Jim Hershberg, profesor de Historia y
Relaciones Internacionales en la Universidad George Washington, que ha
dedicado décadas a estudiar y escribir sobre la crisis de los misiles. Sus
detallados comentarios y correcciones han sido muy valiosos. Sheldon Stern,
durante veintidós años historiador residente de la Biblioteca John F. Kennedy,
también examinó mi relato y realizó sugerencias que, en su mayoría, he
tenido en cuenta. Mi deuda con la generosidad y la sabiduría de estos
distinguidos estudiosos es inmensa, pero, por supuesto, ellos no son
responsables de los errores que puedan persistir y, tampoco, de mis juicios y
opiniones.
La Biblioteca de Londres ha hecho su habitual y maravillosa contribución
a mi trabajo; y antes de la muerte en 2019 de mi querido amigo el profesor sir
Michael Howard, pude tomar prestados importantes materiales de sus estantes
y archivos. Mi secretaria, Rachel Lawrence, sigue siendo tan indispensable
para mi trabajo como lo ha sido durante la mayor parte de los últimos treinta y
cinco años. Su contribución solo es superada por la de mi esposa Penny, a

Página 519
quien le gusta decir que es una suerte que pueda escribir y hablar un poco,
pues mis demás talentos son… ¿cómo decirlo?… limitados.

Página 520
Notas y referencias

En la narración anterior, de acuerdo con mi práctica habitual, no he señalado


fuentes explícitas para aquellas citas de los actores clave que desde hace
mucho tiempo forman parte del dominio público. A menos que se indique lo
contrario, todas las citas de las palabras pronunciadas dentro de la Casa
Blanca provienen de la edición de 2001 de las transcripciones de May y
Zelikow, publicadas como The Kennedy Tapes, si bien he comprobado la
redacción con el completo y detallado catálogo de errores de Sheldon Stern.
Las siglas UKNA designan los materiales de los Archivos Nacionales del
Reino Unido. Las entrevistas para este libro fueron realizadas, en Cuba, por
Alexander Correa Iglesias y, en Ucrania, con el antiguo personal de las
fuerzas armadas soviéticas, por Oleksii Ivashin, a quien quiero manifestar de
forma muy especial mi gratitud en estos días en que se encuentra luchando
por su país. El material en ruso ha sido traducido por la doctora Lyuba
Vinogradova, a menos que se señale otra cosa; ella también se ocupó de las
entrevistas realizadas dentro de Rusia.

Página 521
Bibliografía

La bibliografía sobre la crisis de los misiles es muy amplia. En lugar de


intentar catalogarla por entero, lo que sería absurdo, he optado aquí por una
selección más pragmática y enumerado solo aquellos títulos que he
consultado personalmente a lo largo de la redacción de este libro. La omisión
de una obra en particular no pretende en ningún momento sugerir que sea
inadecuada o irrelevante.
Paradójicamente, existen tres versiones de las memorias de Nikita
Jrushchov, editadas, para darles coherencia, a partir de los sucesivos
fragmentos que llegaron a Occidente. Muchos pasajes son inexactos o
cuestionables, pero se considera que todos reflejan de forma creíble las
opiniones del exlíder soviético en su vejez.

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White, Theodore, The Making of the President 1960, Pocket Books, 1961.
Zubok, Vladislav, A Failed Empire: The Soviet Union in the Cold War,
University of North Carolina Press, 2007. [Hay trad. cast.: Un
imperio fallido: la Unión Soviética durante la Guerra Fría, Crítica,
Barcelona, 2008.]

Página 531
Ilustraciones

Memorando desclasificado, 1962 (Archivo de Seguridad Nacional)


Primera plana del New York Times, 23 de octubre de 1962 (John Frost
Newspapers/Alamy Stock Photo)
Primera plana del Chicago Sun-Times, 23 de octubre de 1962 (John Frost
Newspapers/Alamy Stock Photo)

CARICATURAS

Pareja británica reflexiona sobre la crisis de los misiles, caricaturas de


Osbert Lancaster publicadas en el Daily Express (cortesía de Clare
Hastings)
«Fueron demasiado lejos», caricatura de Eddie Germano publicada en el
Brockton Enterprise Times
«Es intolerable tener sus cohetes en la puerta de mi casa», caricatura de
Victor Weisz publicada en el Evening Standard
Jrushchov y Kennedy echando un pulso, caricatura de Leslie Gilbert
Illingworth, publicada en el Daily Mail

FOTOGRAFÍAS

Portada de la revista Collier’s, 3 de agosto 1950 (cortesía de Advertising


Archives)
Guerrilleros cubanos (Hulton Deutsch/Getty)
Los «Rough Riders» cargando en las lomas de San Juan, ilustración de
Frederic Remington (North Wind Picture Archives/Alamy)
Earl Smith y Fulgencio Batista (Bettmann/Getty)
Castro y sus hombres desembarcando del Granma
Che Guevara (Dom Slike/Alamy)
Camilo Cienfuegos (cortesía del Centro de Información Científico-Técnica)

Página 532
Juan Almeida (cortesía de la Oficina de Asuntos Históricos, La Habana)
Castro en su marcha hacia La Habana (Bettmann/Getty)
Marita Lorenz
Mirta Francisca de la Caridad
Naty Revuelta (Polaris/Eyevine)
Celia Sánchez y Vilma Espín (Enrique Meneses/Shutterstock)
Castro entrevistado por Ed Sullivan (CBS Photo Archive/Getty)
Castro abrazando a Jrushchov (Underwood Archives/Getty)
Combates durante la invasión de bahía de Cochinos
Manuel Artime (Hank Walker/The LIFE Picture Collection/Shutterstock)
Soldados cubanos interrogando a Pepe San Román
Kennedy con su esposa Jackie y el poeta Robert Frost (Bettmann/Getty)
Jrushchov con Malinovski, el ministro de Defensa soviético
(Bettmann/Getty)
Robert Frost en Idlewild (Jacob Harris/AP/REX/Shutterstock)
Misiles rusos en Cuba (Archivo de Seguridad Nacional)
Aprendices de astronauta estadounidenses (CBW/Alamy)
Protestas en la Universidad de Misisipi (Bettmann/Getty)
James Meredith escoltado a través del campus de la Universidad de
Misisipi (Glasshouse Images/Alamy)
Desfile del Primero de Mayo, Moscú, 1962 (Sovfoto/Universal Images
Group/Shutterstock)
La protesta de junio de 1962 en Novocherkask
Sherman Kent
Richard Bissell (AP/Shutterstock)
Edward Lansdale (AP/Shutterstock)
John McCone (Ted Russell/The LIFE Picture Collection/Shutterstock)
Juanita Moody (Archivo de Seguridad Nacional)
Gueorgui Bolshakov
Oleg Penkovski (Bettmann/Getty)
Aleksandr Alekseev (AP/Shutterstock)
Oleg Troianovski (Keystone Press/Alamy)
Anatoli Dobrynin (Pictorial Parade/Staff/Getty)
Aleksandr Feklisov
Fotografía aérea de una base de misiles soviéticos en Cuba (PA
Images/Alamy)
Kennedy con ministros soviéticos en la Casa Blanca (Keystone/Getty)
Walter Lippmann (Everett Collection Inc/Alamy)

Página 533
Richard Russell
El Estado Mayor Conjunto (Bettmann/Getty)
Rusos desfilando en ropa de civil (cortesía de Michael Dobbs)
Gueorgui Voronkov con los oficiales que derribaron el U-2 de Rudy
Anderson (cortesía de Michael Dobbs)
Kennedy pronuncia su discurso desde la Casa Blanca (Pictorial Press
Ltd/Alamy)
Estadounidenses escuchando la transmisión del discurso (Ralph Crane/The
LIFE Picture Collection/Shutterstock)
Miembros del ExCom reunidos en la Casa Blanca (Ken Hawkins/Alamy)
Uno de los submarinos soviéticos de la clase Foxtrot perseguidos por la
armada de Estados Unidos (NARA)
El general Thomas Power, jefe del SAC, con miembros de su equipo
(cortesía de Michael Dobbs)
McGeorge Bundy (Francis Miller/The LIFE Picture
Collection/Shutterstock)
Dean Rusk (Gibson Ross/Alamy)
George Ball (Evening Standard/Getty)
David Ormsby Gore (Keystone France/Getty)
Ted Sorensen
Curtis LeMay (Bettmann/Getty)
Robert F. Kennedy
Llewellyn Thompson (Bettmann/Getty)
Robert McNamara (World of Triss/Alamy Stock Photo)
Adlai Stevenson en la ONU (Balfore Archive Images/Alamy)
Adlai Stevenson
Harold Macmillan con Jrushchov en Moscú (Keystone Press/Alamy)
Los hermanos Kennedy en la Casa Blanca (Cecil Stoughton, JFK Library)
Manifestantes británicos en las calles de Londres (GL Archive/Alamy)
Jerome Hines interpretando a Borís Godunov (Ralph Morse/The LIFE
Picture Collection/Shutterstock)
Propaganda callejera cubana (imageBROKER/Alamy)
Crucero siendo detenido en cumplimiento del bloqueo (Underwood
Archives/Getty)
Baterías antiaéreas en Cuba (HO/AFP/Getty)
Raúl Castro con Plíyev (cortesía de Michael Dobbs)
Jrushchov con algunos consejeros (Keystone Press/Alamy)

Página 534
Portada de la revista Life, 15 de septiembre de 1961 (Ralph Morse/The
LIFE Picture Collection/Shutterstock)
Chuck Maultsby (Archivo de Seguridad Nacional)
Rudolf Anderson
Piloto de un U-2 (Fuerza Aérea de Estados Unidos/Alamy)
Pilotos de la armada de Estados Unidos después de una incursión sobre
Cuba (cortesía de Michael Dobbs)
Fotografía aérea del centro de mando soviético tomada por la armada de
Estados Unidos (cortesía de Michael Dobbs)
U-2 en vuelo (Fuerza Aérea de Estados Unidos)
Castro con Plíyev (cortesía de Michael Dobbs)
Mikoyán con Alekseev (cortesía de Michael Dobbs)
Un misil abandonado en Cuba (Vadim Nefedov/Alamy)
Kennedy en la sede principal del SAC (Archivo de Seguridad Nacional)

Se han hecho todos los esfuerzos posibles por localizar a los titulares de los
derechos de autor y obtener su autorización para el uso del material. El editor
se disculpa por cualquier error u omisión que pueda existir en la lista
precedente y agradecería que se le notificara cualquier corrección que deba
ser incorporada en las futuras ediciones de esta obra.

Página 535
Láminas

Página 536
La pesadilla de Estados Unidos (y el mundo entero) durante toda la Guerra Fría,
visualizada aquí en una portada de la revista Collier’s.

Página 537
Los guerrilleros cubanos lucharon durante décadas para conseguir la independencia de
España, que finalmente se concretó en 1902

Los estadounidenses se aseguraron toda la publicidad por ese logro. Aquí, una
representación romántica de los Rough Riders cargando en las lomas de San Juan el 1 de

Página 538
julio de 1898.

Los mejores amigos: el embajador estadounidense en La Habana, Earl Smith, y el que con
frecuencia fuera su compañero jugando a la canasta, el dictador Fulgencio Batista (1952-
1959).

La única foto (posiblemente falsa) de Castro y sus aspirantes a guerrilleros desembarcando


del Granma el 2 de diciembre de 1956.

Página 539
Barbudos: Los lugartenientes más famosos de Castro en la exuberante banda guerrillera
que condujo a la victoria y el poder en Cuba el día de Año Nuevo de 1959. «Che
Guevara»;

Página 540
Camilo Cienfuegos;

Página 541
Juan Almeida.

Página 542
El Caballero en su marcha triunfal hacia La Habana.

Página 543
Algunas de las miembros del harén de admiradoras devotas de Castro: Marita Lorenz;

Página 544
su primera esposa, la desventurada Mirta Francisca de la Caridad;

Página 545
Celia Sánchez (con la cabeza inclinada) y Vilma Espín, que se convertiría en la esposa de
Raúl Castro.

El guerrillero más famoso del mundo. Castro siendo entrevistado por el legendario
presentador de la televisión estadounidense Ed Sullivan pocos días después de su victoria.

Página 546
En Nueva York, en septiembre de 1960, Castro conoce y abraza a su nuevo patrocinador,
el líder de la URSS Nikita Jrushchov.

Página 547
Una humillación estadounidense: en abril de 1961, las tropas de Castro y los tanques
proporcionados por los soviéticos avanzan para aplastar la ridícula invasión de los
exiliados apoyados por la CIA en bahía de Cochinos.

Página 548
El oficial exiliado Manuel Artime después de ser liberado.

Página 549
Soldados cubanos interrogan al abatido líder de los exiliados «Pepe» San Román tras su
rendición.

Página 550
El rey de Camelot: John F. Kennedy junto a su esposa Jackie y Robert Frost, el poeta más
famoso de Estados Unidos, en la Casa Blanca, durante una ceremonia en honor de algunos
ganadores del premio Nobel en abril de 1962.

Página 551
La futura pesadilla de Kennedy, el líder de la Unión Soviética Nikita Jrushchov, junto a su
ministro de Defensa, el mariscal Rodión Malinovski.

Página 552
«Demasiado liberales para luchar»: JFK se enfureció cuando, en septiembre de 1962,
Robert Frost, que había viajado a la URSS con Stewart Udall (detrás de él en la fotografía,
tomada en el aeropuerto de Idlewild) y se había reunido con Jrushchov, regresó
atribuyendo este comentario burlón al líder soviético.

Página 553
Uno de los dieciocho misiles de crucero soviético FKR-1, equipados con cabezas nucleares
tácticas, que había en la isla listo para ser desplegado contra posibles invasores
estadounidenses.

Página 554
ORGULLO Y VERGÜENZA al otro lado del «telón de acero». La primera generación de
astronautas estadounidenses.

Página 555
Alborotadores blancos en la Universidad de Misisipí protestan contra la admisión del
estudiante negro James Meredith

(en la fotografía escoltado por agentes y soldados federales).

Página 556
En el desfile del 1 de Mayo de 1962 en Moscú, la Unión Soviética exhibe algunas de las
armas con las que busca aterrorizar a Occidente.

La única foto conocida de las manifestaciones de junio de 1962 en Novocherkask, donde el


ejército soviético masacró al menos a veintiséis de los participantes.

Página 557
ESPÍAS. Los mejores de Estados Unidos, o no, según el caso (en el sntido de las agujas del
reloj desde arriba a la derecha): Sherman Kent, Richard Bissell, Edward Lansdale, John
McCone, Juanita Moody.

Página 558
Algunos de los rusos (en el sentido de las agujas del reloj desde arriba a la izquierda):
Gueorgui Bolshakov, Oleg Penkovski, Aleksandr Alekseev, Oleg Troianovski, Anatoli
Dobrynin, Aleksandr Feklisov.

Página 559
La fotografía aérea que puso en jaque la seguridad del mundo: la imagen del 14 de octubre
de 1962 de un emplazamiento de misiles soviéticos en Cuba (aquí con las etiquetas de la
CIA) que traumatizó a la administración Kennedy.

Página 560
Una imagen irónicamente amable del presidente estadounidense reunido en la Casa Blanca
con el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Andréi Gromiko, y, a su derecha, el
embajador Dobrynin el 18 de octubre. El ruso mintió sin inmutarse durante dos horas,
mientras Kennedy ocultaba su conocimiento del engaño.

Página 561
ESTADOUNIDENSES INFLUYENTES. Walter Lippmann, el columnista favorito de
Kennedy, y al que también leía Jrushchov.

Página 562
El senador por Georgia Richard Russell, que exigía ir a la guerra, una opinión compartida
por los miembros del Estado Mayor Conjunto

Página 563
(de izquierda a derecha): general Earle G. Wheeler, el jefe del Ejército; general Curtis E.
LeMay, de la Fuerza Aérea; general Maxwell D. Taylor, presidente; almirante George W.
Anderson Jr., de Operaciones Navales, y el general David Shoup, del Cuerpo de Marines.

Página 564
Rusos en Cuba ataviados con disfraces de ópera bufa. Hombres de un regimiento de
fusileros motorizados desfilan vestidos de paisano.

Página 565
El coronel Gueorgui Voronkov reunido con los oficiales que derribaron el U-2 de Rudy
Anderson.

Página 566
El presidente se dirige al pueblo estadounidense y

el pueblo estadounidense escucha el grave mensaje.

Página 567
Miembros del ExCom durante una de las reuniones que figuran entre las más
trascendentales celebradas jamás en la Casa Blanca. En el sentido de las agujas del reloj
desde el presidente: JFK, Robert McNamara, Roswell Gilpatric, el general Maxwell
Taylor, Paul Nitze, Donald Wilson, Ted Sorensen, McGeorge Bundy (tapado), Douglas
Dillon, el vicepresidente Lyndon Baines Johnson (tapado), Robert F. Kennedy, Llewellyn
Thompson, William C. Foster, John McCone (tapado), George Ball, Dean Rusk.

Uno de los cuatro submarinos soviéticos de la clase Foxtrot rastreados por la armada de
EE.UU. en el Atlántico occidental; los buques estaban armados con un torpedo provisto de
una cabeza nuclear, pero los estadounidenses lo ignoraban.

Página 568
El jefe del SAC, el general Thomas Power, micrófono en mano en su cuartel general, junto
a miembros de su equipo.

Página 569
Algunos de los consejeros y confi dentes del presidente de EE.UU. durante la crisis. (En el
sentido de las agujas del reloj desde arriba a la izquierda) McGeorge Bundy, Dean Rusk,
George Ball, David Ormsby-Gore, Theodore Sorensen, Curtis LeMay, Robert F. Kennedy,
Llewellyn Thompson, Robert McNamara.

Página 570
Un momento crítico de la crisis: en una intervención arrolladora el embajador de EE.UU.
ante la ONU,

Página 571
Adlai Stevenson retó a los soviéticos a negar la realidad de los misiles en Cuba

Página 572
El primer ministro británico durante un amable encuentro con Jrushchov en Moscú. Harold
Macmillan apoyó públicamente a EE.UU. durante la crisis, pero en privado temía que los
estadounidenses pudieran reaccionar de forma exagerada.

Página 573
El presidente en la Casa Blanca con el único asesor en el que confiaba por completo: su
hermano.

Página 574
Manifestantes en las calles de Londres. Muchos británicos compartían los temores de su
primer ministro acerca del buen juicio de los estadounidenses.

Página 575
La estrella de ópera estadounidense Jerome Hines, a cuya actuación en Moscú asistió
Jrushchov en medio crisis, interpretando al malhadado zar Borís Godunov.

Página 576
La propaganda emocional dominaba las calles de La Habana.

Página 577
Un avión de reconocimiento de la armada de EE.UU. sobrevuela un buque mercante
soviético en el Atlántico occidental.

Las baterías antiaéreas cubanas aguardan la esperada invasión estadounidense.

Página 578
El ministro de Defensa Raúl Castro, con —a la derecha de la imagen— el general Issá
Plíyev, el comandante de las fuerzas soviéticas en Cuba, vestido todavía con ropa de
paisano.

Página 579
Jrushchov se reúne con algunos de sus asesores más cercanos, incluidos Malinovski y
Mikoyán (en el centro).

Página 580
Aunque esta portada de la revista Life es anterior a la crisis, da cuenta del estado de ánimo
que se apoderó de gran parte del mundo durante los «trece días».

Página 581
AVIADORES ESTADOUNIDENSES. El capitán Chuck Maultsby y el comandante
Rudolf Anderson, ambos pilotos de aviones U-2.

Página 582
Vista desde la cabina de un U-2.

Después de una incursión exitosa sobre Cuba, dos pilotos del escuadrón de reconocimiento
fotográfico de la armada de EE.UU. se felicitan mutuamente tras apuntarse «otro pollo» en
el fuselaje de uno de sus Crusader.

Página 583
Fotografía del centro de mando soviético en Cuba tomada por el escuadrón de
reconocimiento de la armada de EE.UU.

Página 584
U-2 en vuelo.

Página 585
Un desconsolado Castro con Plíyev, que también había sufrido una humillación en Cuba.

Página 586
Mikoyán —y, detrás de él, el embajador Alekseev— cuando visitó Cuba con el encargo de
reconciliar a Castro con el acuerdo que Jrushchov había alcanzado con Kennedy.

Página 587
Desechos de la guerra que, por suerte para el mundo, nunca se produjo: un misil soviético
SA-2 como el que derribó al comandante Anderson.

Después de que todo terminó, JFK visitó la sede del SAC. Aquí, el general Power habla
con Lyndon B. Johnson. A la izquierda, con gafas, aparece un Curtis LeMay amargamente
decepcionado; detrás de él, sonriendo, está Mac Bundy.

Página 588
Notas

Página 589
[1]¡Y cuando nos vayamos nos iremos todos juntos! / ¡Qué reconfortante es
saberlo! / ¡Luto universal! / ¡Un logro inspirador! / ¡Sí, cuando nos vayamos
nos iremos todos juntos! <<

Página 590
[1]Juan Tamayo, «Secret Nukes: The Untold Story of the Cuban Missile
Crisis», Miami Herald, 13 de octubre de 2012; y Don Oberdorfer, «Cuban
Missile Crisis More Volatile Than Thought», Washington Post, 14 de enero
de 1992. <<

Página 591
[2]Para el estudio del autor sobre esa tragedia colosal, véase Catastrophe:
Europe Goes to War 1914. [Hay traducción castellana: 1914: El año de la
catástrofe, Crítica, Barcelona, 2013.] <<

Página 592
[3]J. K. Galbraith, Name-Dropping: From FDR On, Houghton Mifflin, 1999,
p. 105. [Hay trad. cast.: Con nombre propio, Crítica, Barcelona, 2000.] <<

Página 593
[4]
John Lewis Gaddis, We Now Know: Rethinking Cold War History, Oxford,
1997, p. 258. <<

Página 594
[5]
Peter Hennessy, Winds of Change: Britain in the Early Sixties, Penguin,
2019, p. 318. <<

Página 595
[6]Anécdota de Graham Perry, teniente coronel (retirado) de la fuerza aérea
británica (RAF). <<

Página 596
[7]Información de Sheldon Stern (10 de marzo de 2022), que escribió al
autor: «Es sumamente irónico que en 1973, cuando se hizo el anuncio de que
la Biblioteca Kennedy efectivamente tenía las cintas secretas, justo después
del testimonio de Butterfield en las audiencias sobre el Watergate, Rusk
llamara al director de la biblioteca para expresarle su indignación por haber
sido grabado sin su consentimiento. Por pura casualidad, yo estaba charlando
con el director cuando el exsecretario de Estado llamó y él puso la mano
sobre la bocina y me susurró: “Es Rusk y está [furioso] por las cintas”.
Lástima que no viviera para ver que las cintas fueron su deus ex machina».
<<

Página 597
[1] Haynes Johnson, The Bay of Pigs, Hutchinson, 1965, p. 27. <<

Página 598
[2] Ibid., p. 50. <<

Página 599
[3] Ibid., p. 49. <<

Página 600
[4]Evan Thomas, The Very Best Men: The Daring Early Years of the CIA,
Simon & Schuster, 1995, p. 340. <<

Página 601
[5]Arthur Schlesinger, Robert F. Kennedy and His Times, Andre Deutsch,
1978, pp. 490-493 (en adelante RFK). <<

Página 602
[6]Peter Joseph, Good Times: An Oral History of America in the Nineteen
Sixties, Morrow, 1974, p. 12. <<

Página 603
[7] Schlesinger, RFK, p. 473. <<

Página 604
[8]Arthur Schlesinger, A Thousand Days, Andre Deutsch, 1965, p. 160. [Hay
trad. cast.: Los mil días de Kennedy, Aymá, Barcelona, 1966.] <<

Página 605
[9] Ibid., p. 218. <<

Página 606
[10] Ibid., p. 222. <<

Página 607
[11] Ibid., p. 223. <<

Página 608
[12] Ibid., p. 234. <<

Página 609
[13] Johnson, op. cit., p. 76. <<

Página 610
[14] Ibid., p. 77. <<

Página 611
[15]
Comité Taylor, Operation Zapata, University Publications of America,
1981, p. 339. <<

Página 612
[16] Ibid., p. 96. <<

Página 613
[17] Ibid., p. 119. <<

Página 614
[18] José Ramón Linares Ferrara, entrevista, 21 de septiembre de 2020. <<

Página 615
[19] Operation Zapata, p. 37. <<

Página 616
[20] Ibid., p. 41. <<

Página 617
[21] Ibid., p. 123. <<

Página 618
[22]
James Hershberg, Saving the Bay of Pigs Prisoners, National Security
Archive, Electronic Briefing Book n.º 759, 29 de abril de 2021. <<

Página 619
[23]
Serguéi Jrushchov, Nikita Khrushchev and the Creation of a Superpower,
Pennsylvania State University Press, 2000, p. 436. <<

Página 620
[24] Johnson, op. cit., p. 230. <<

Página 621
[25]Todd Gitlin, The Sixties: Years of Hope, Days of Rage, Bantam, 1993, p.
90. <<

Página 622
[26] Joseph, op. cit., p. 12. <<

Página 623
[27]David Barrett, «The Bay of Pigs Fiasco and the Kennedy Administration’s
Off-the-Record Briefings for Journalists», Journal of Cold War Studies,
primavera de 2019, pp. 3-26, p. 14. <<

Página 624
[28] Ibid., p. 20. <<

Página 625
[29] Schlesinger, RFK, p. 505. <<

Página 626
[30]«RFK Memorandum to JFK», 19 de abril de 1961, Foreign Relations of
the United States 1961-1963, vol. 10, p. 304. <<

Página 627
[31]Kai Bird, The Color of Truth: McGeorge Bundy and William Bundy:
Brothers in Arms, Touchstone, 1998, p. 201. <<

Página 628
[32] Schlesinger, RFK, p. 452. <<

Página 629
[33] Schlesinger, A Thousand Days, p. 260. <<

Página 630
[34] Ibid., p. 262. <<

Página 631
[1]Winston Churchill, My Early Life, 1930, p. 91. [Hay trad. cast.: Mi
juventud: Autobiografía, Almed, Granada, 2010.] <<

Página 632
[2] Robert Kagan, Dangerous Nation, Knopf, 2006, p. 416. <<

Página 633
[3]Tony Perrotet, Cuba Libre!, Blue Rider Press, 2019, pp. 3-4. [Hay trad.
cast.: ¡Cuba libre!: El Che, Fidel y la improbable revolución que cambió la
historia del mundo, HarperCollins, 2020.] <<

Página 634
[4]
Jonathan Hansen, Young Castro: The Making of a Revolutionary, Simon &
Schuster, 2019, p. 348. <<

Página 635
[5] Manuel Yepe, entrevista, 4 de agosto de 2020. <<

Página 636
[6] Marta Núñez, entrevista, 24 de octubre de 2020. <<

Página 637
[7] Hansen, op. cit., p. 129. <<

Página 638
[8] Ada Ferrer, Cuba: An American History, Simon & Schuster, 2021, p. 280.
<<

Página 639
[9] Hansen, op. cit., p. 215. <<

Página 640
[10] Johnson, op. cit., p. 71. <<

Página 641
[11] Ferrer, op. cit., p. 310. <<

Página 642
[12] Peter Fleming, Brazilian Adventure, World Books, 1940, p. 53. <<

Página 643
[13] Hansen, op. cit., p. 345. <<

Página 644
[14] Rodríguez Menier, en Cuba Libre, serie de televisión documental, 2015.
<<

Página 645
[15] José Ramón Linares Ferrara, entrevista, 21 de septiembre de 2020. <<

Página 646
[16] Manuel Yepe, entrevista, 19 de agosto de 2020. <<

Página 647
[17] Cuba Libre, serie de televisión documental, 2015. <<

Página 648
[18] Perrotet, op. cit., p. 333. <<

Página 649
[19] Schlesinger, A Thousand Days, p. 199. <<

Página 650
[20]
Stephen Ambrose, Nixon, vol. 1: The Education of a Politician 1913-
1962, Simon & Schuster, 1987, p. 516. <<

Página 651
[21] Máximo Gómez, entrevista, septiembre de 2020. <<

Página 652
[22] Marta Núñez, entrevista, 5 de octubre de 2020. <<

Página 653
[23] Mallo, entrevista, 19 de octubre de 2020. <<

Página 654
[24] Anthony DePalma, The Cubans, Bodley Head, 2020, p. 6. <<

Página 655
[25] Marcolfa Valido, entrevista, 17 de junio de 2020. <<

Página 656
[26] Máximo Gómez, entrevista, septiembre de 2020. <<

Página 657
[27] Juan Melo, entrevista, 22 de abril de 2020. <<

Página 658
[28] Ibid. <<

Página 659
[29] José Ramón Linares Ferrara, entrevista, 21 de septiembre de 2020. <<

Página 660
[30] Marcolfa Valido, entrevista, 17 de junio de 2020. <<

Página 661
[31] José Bell Lara, entrevista, 21 de agosto de 2020. <<

Página 662
[32]Fursenko, entrevista a Alekseev, 1994; y «Cable de Alekseev a Centro», 7
de febrero de 1960, Servicio de Inteligencia Exterior (SVR, por sus siglas en
ruso), expediente n.º 78.825, pp. 108-112. <<

Página 663
[33] Ambrose, op. cit., p. 516. <<

Página 664
[34] Comité Church, Interim Report, 94.º Congreso, 1.ª sesión, 1975, p. 92. <<

Página 665
[35] Margarita Ríos Alducín, entrevista, 23 de junio de 2020. <<

Página 666
[36] Máximo Gómez, entrevista, septiembre de 2020. <<

Página 667
[37] Conchita Alfonso, entrevista. <<

Página 668
[38]
Macmillan, 25 de julio de 1960, en Foreign Relations of the United States
1958-1960, vol. 6, p. 1033. <<

Página 669
[39] Ríos Alducín, entrevista, 23 de junio de 2020. <<

Página 670
[40] Spectator, 19 de octubre de 1962. <<

Página 671
[1] Henry Kissinger, The Necessity for Choice, Harper & Row, 1960, p. 1. <<

Página 672
[2]Stephen Walker, Beyond: The Astonishing Story of the First Human to
Leave Our Planet, William Collins, 2021. <<

Página 673
[3] Rodric Braithwaite, Armageddon and Paranoia: The Nuclear
Confrontation, Profile, 2017, p. 238. <<

Página 674
[4] Información proporcionada por George Walden. <<

Página 675
[5] Véase P. Shélest, 2 de noviembre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 676
[6] A. Chirajov, entrevista, 24 de agosto de 2020. <<

Página 677
[7] S. Mijlova, entrevista, febrero de 2021. <<

Página 678
[8] V. Saveliev, 7 de julio de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 679
[9] Ibid., 9 de octubre de 1962. <<

Página 680
[10] I. Seleznev, diario, 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 681
[11] Anatoli Dobrynin, In Confidence, Times Books, 1995, p. 25. <<

Página 682
[12]
Galina Artemieva, Memuary schastlivoi zhenshchiny («Memorias de una
mujer feliz»), p. 186. <<

Página 683
[13] Valeri Galenkov, entrevista, marzo de 2021. <<

Página 684
[14] Ibid. <<

Página 685
[15] Tamara Kosij, entrevista, marzo de 2021. <<

Página 686
[16]
Vasili Kasatkin, «Опасное небо» [«Cielo peligroso»], en Krasnoyarskiy
Rabochiy (Красноярский рабочий), 17 de abril de 2008. <<

Página 687
[17]
L. Alexeyeva y V. Chalidze, Mass Unrest in the USSR, Departamento de
Defensa de Estados Unidos, 1985. <<

Página 688
[18] B. Vronski, diario, 16 de junio de 1961, en https://prozhito.org. <<

Página 689
[19] Artemieva, op. cit., p. 202. <<

Página 690
[20]
Robert Hornsby, Protest, Reform and Repression in Khrushchev’s Soviet
Union, Cambridge, 2013, p. 156. <<

Página 691
[21] Ibid., p. 167. <<

Página 692
[22] Ibid., p. 49. <<

Página 693
[23] Menya okruzhayut stoletia («Siglos me rodean»), Moscú, 2017, p. 263. <<

Página 694
[24] Anastás Mikoyán, Tak bylo («Así fue»), Vagrius, 1999, p. 658. <<

Página 695
[25] Ibid., p. 659. <<

Página 696
[26] S. Baron, Bloody Saturday, Stanford University Press, 2001, p. 37. <<

Página 697
[27]
William Taubman, Serguéi Jrushchov y Abbott Gleason, eds., Nikita
Khrushchev, Yale University Press, 2000, p. 6. <<

Página 698
[28] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 501. <<

Página 699
[29] Ibid., p. 495. <<

Página 700
[30] R. Nazirov, diario, 6 de noviembre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 701
[31]Nekrásov, citado en Vladislav Zubok, A Failed Empire: The Soviet Union
in the Cold War, University of North Carolina, 2007, p. 4. [Hay trad. cast.: Un
imperio fallido: la Unión Soviética durante la guerra fría, Crítica, Barcelona,
2008.] <<

Página 702
[32]Véase Nancy Condee, «Cultural Codes of the Thaw», en Taubman et al.,
op. cit., p. 179. <<

Página 703
[33] Ibid., p. 185. <<

Página 704
[34] Ibid., p. 199. <<

Página 705
[35] Artemieva, op. cit., p. 210. <<

Página 706
[36]Véase Nancy Condee, «Cultural Codes of the Thaw», en Taubman et al.,
op. cit., p. 205. <<

Página 707
[37]William Taubman, Khrushchev: The Man and His Era, Free Press, 2003,
p. 98. <<

Página 708
[38] Mikoyán, op. cit., p. 659. <<

Página 709
[39] William Hayter, Russia and the World, Secker & Warburg, 1970, p. 28.
<<

Página 710
[40]V. Naúmov, «Repression and Rehabilitation», en Taubman et al., op. cit.,
p. 87. <<

Página 711
[41] Ibid., p. 65. <<

Página 712
[42] I. Seleznev, diario, 11 de noviembre de 1961, en https://prozhito.org. <<

Página 713
[43] Taubman et al., op. cit., p. 37. <<

Página 714
[44] Artemieva, op. cit., p. 198. <<

Página 715
[45] Taubman, op. cit., p. xxx. <<

Página 716
[46] Ibid., p. 243. <<

Página 717
[47] Dobrynin, op. cit., p. 34. <<

Página 718
[48] Mikoyán, op. cit., p. 645. <<

Página 719
[49]
Serguéi Jrushchov, «The Military-Industrial Complex, 1953-1964», en
Taubman et al., op. cit., p. 242. <<

Página 720
[50]
Andréi Sájarov, Memoirs, Knopf, 1990, p. 175. [Hay trad. cast.:
Memorias, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992.] <<

Página 721
[51] I. Seleznev, diario, 19 de diciembre de 1960, en https://prozhito.org. <<

Página 722
[52]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 210. <<

Página 723
[53] Conversación privada con el autor, 2013. <<

Página 724
[54] Zubok, op. cit., p. 131. <<

Página 725
[55] N. Kamanin, diario, 9 de febrero de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 726
[56] Bridget Kendall, The Cold War: A New Oral History, BBC, 2017,
pp. 236-237. <<

Página 727
[57] Taubman, op. cit., p. 332. <<

Página 728
[58] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 211. <<

Página 729
[59] Taubman, op. cit., p. 408. <<

Página 730
[60] Gaddis, We Now Know, p. 264. <<

Página 731
[61] Y. Jaritón, citado en Zubok, op. cit., p. 27. <<

Página 732
[62] UKNA FO371/160546. <<

Página 733
[63] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 329. <<

Página 734
[64] Ibid., p. 327. <<

Página 735
[65] M. Liubímov, entrevista, 25 de enero de 2021. <<

Página 736
[66] R. Nazirov, diario, 20 de septiembre de 1959, en https://prozhito.org. <<

Página 737
[67]Michael Howard, Captain Professor, Continuum 2006, p. 169, y, del
mismo autor, Liberation or Catastrophe, Hambledon Continuum, 2007,
pp. 100-101. <<

Página 738
[68] Taubman, op. cit., p. 447. <<

Página 739
[69] Mikoyán, op. cit., p. 654. <<

Página 740
[70]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 226. <<

Página 741
[71] Ibid., p. 229. <<

Página 742
[72] Louis Heren, Growing Up on The Times, Hamish Hamilton, 1978, p. 226
<<

Página 743
[73]
Michael Beschloss, Mayday: Eisenhower, Khrushchev and the U-2 Affair,
Faber, 1986, pp. 162-163. <<

Página 744
[74] Schlesinger, A Thousand Days, p. 353. <<

Página 745
[75] Información proporcionada por George Walden. <<

Página 746
[1]J. K. Galbraith, The Affluent Society, Houghton Mifflin, 1958, p. 103. [Hay
trad. cast.: La sociedad opulenta, Ariel, Barcelona, 1992.] <<

Página 747
[2] Joseph, op. cit., p. 65. <<

Página 748
[3] Terry H. Anderson, The Sixties, Routledge, 1999, p. 9. <<

Página 749
[4] Joseph, op. cit., p. xxvii. <<

Página 750
[5]
William H. Chafe, America since World War II, Oxford University Press,
1986, p. 112. <<

Página 751
[6] Kendall, op. cit., p. 240. <<

Página 752
[7] Joseph, op. cit., p. 75. <<

Página 753
[8]Nathan F. Twining, Neither Liberty nor Safety: A Hard Look at US
Military Policy & Strategy, Holt, Rinehart & Winston, 1966, p. 56. <<

Página 754
[9] Ibid., p. 65. <<

Página 755
[10] Citado en Schlesinger, A Thousand Days, p. 431. <<

Página 756
[11] Dobrynin, op. cit., p. 62. <<

Página 757
[12]
Tom Brokaw, Boom! Talking about the Sixties, Random House, 2007, p.
218. <<

Página 758
[13] Chafe, op. cit., p. 189. <<

Página 759
[14] Gitlin, op. cit., p. 1. <<

Página 760
[15] Joseph, op. cit., p. 127. <<

Página 761
[16] Washington Post, 2 de enero de 1960. <<

Página 762
[17] Anderson, op. cit., p. 22. <<

Página 763
[18]
Godfrey Hodgson, In Our Time: America from World War II to Nixon,
Macmillan, 1976, p. 119. <<

Página 764
[19] Schlesinger, A Thousand Days, p. 150. <<

Página 765
[20]Thatcher dijo esto de David Young, más tarde lord Young de Graffham.
La mayoría de sus «soluciones», como las de tantos curanderos y charlatanes,
se revelaron ilusorias. <<

Página 766
[21] USAF Oral History, Smith, K239.0512-2040. <<

Página 767
[22] USAF Oral History, Breitweiser, K239.0512-877. <<

Página 768
[23] Schlesinger, RFK, p. 441. <<

Página 769
[24] Michael Dobbs, One Minute to Midnight, Hutchinson, 2008 p. 10. <<

Página 770
[25]David Halberstam, The Best and the Brightest, Random House, 1972, p.
40. <<

Página 771
[26] Joseph, op. cit., p. 54. <<

Página 772
[27]
En 1951, en un mensaje a Arthur Vandenberg con ocasión de la muerte de
su padre; véase Ronald Steel, Walter Lippmann and the American Century,
Routledge, 1980, p. 519. <<

Página 773
[28] Schlesinger, A Thousand Days, p. 575. <<

Página 774
[29]Theodore White, The Making of the President 1960, Pocket Books, 1961,
p. 451. <<

Página 775
[30] Joseph, op. cit., p. 3. <<

Página 776
[31] Halberstam, op. cit., p. 96. <<

Página 777
[32]Somerset Maugham, The Moon and Sixpence, p. 64. [Hay trad. cast.: La
luna y seis peniques, Diana, México, 1979.] JFK citaba mal estas líneas, pero
su versión conservaba el significado. <<

Página 778
[33] Schlesinger, A Thousand Days, p. 88. <<

Página 779
[34] Steel, op. cit., p. 543. <<

Página 780
[35]
Fredrik Logevall, JFK: Coming of Age in the American Century 1917-
1956, Viking, 2020, p. 231. <<

Página 781
[36] Joseph, op. cit., pp. 7-8. <<

Página 782
[37] Halberstam, op. cit., p. 77. <<

Página 783
[38] Brokaw, op. cit., p. 10. <<

Página 784
[39]Citado en un artículo de Daniel Ellsberg en www.truthdig.com, 5 de
agosto de 2009. <<

Página 785
[40]
G. T. Allison, A. Carnesale y J. S. Nye, eds., Hawks, Doves and Owls: An
Agenda for Avoiding Nuclear War, Norton, 1985, p. 210. <<

Página 786
[41]Robert Dallek, John F. Kennedy: An Unfinished Life, Little, Brown, 2003,
p. 505. <<

Página 787
[42] Braithwaite, op. cit., p. 179. <<

Página 788
[43] UKNA CAB120/691. <<

Página 789
[44] Raymond Garthoff, Assessing the Adversary, Washington, 1991, p. 51. <<

Página 790
[45] Howard, Captain Professor, p. 167. <<

Página 791
[46] Ibid., p. 172. <<

Página 792
[47] Ibid., p. 173. <<

Página 793
[48] Ibid., p. 175. <<

Página 794
[49] Ibid., p. 178. <<

Página 795
[50] Ibid., p. 178. <<

Página 796
[51] Hennessy, op. cit., p. 290. <<

Página 797
[52]
James Hagerty, diario, 27 de julio de 1954, citado en Gaddis, We Now
Know, p. 227. <<

Página 798
[53] UKNA CAB158/29 JIC (57) 62. <<

Página 799
[54] Dobrynin, op. cit., p. 45. <<

Página 800
[55] Ibid., p. 36. <<

Página 801
[56] James Reston, Deadline: A Memoir, Random House, 1991, pp. 290-291.
<<

Página 802
[57] Ibid. <<

Página 803
[58] Taubman, op. cit., p. 505. <<

Página 804
[59] Dallek, op. cit., p. 426. <<

Página 805
[60]
Entrada inédita del diario de Macmillan, citada en Hennessy, op. cit., p.
237. <<

Página 806
[61] G. Obáturov, 8 de febrero de 1963, en https://prozhito.org. <<

Página 807
[62] Taubman, op. cit., p. 538. <<

Página 808
[63]
Citado en James Wood Forsyth, «The Common Sense of Small Nuclear
Arsenals», Strategic Studies Quarterly, verano de 2012, p. 96. <<

Página 809
[64]
G. D. Wardak, G. H. Turbiville y R. L. Garthoff, The Voroshilov Lectures,
Washington, 1989, p. 72. <<

Página 810
[65] Braithwaite, op. cit., p. 160. <<

Página 811
[66] UKNA CAB21/6081. <<

Página 812
[67] UKNA PREM11/5223. <<

Página 813
[1] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 305. <<

Página 814
[2] Citado en Gaddis, We Now Know, p. 181. <<

Página 815
[3] Hansen, op. cit., p. 412. <<

Página 816
[4] Citado en Aleksandr Fursenko y Timothy Naftali, «One Hell of a
Gamble»: The Secret History of the Cuban Missile Crisis, Norton, 1997, p.
52. <<

Página 817
[5]N. Jrushchov, Khrushchev Remembers, edición de Strobe Talbott, Little,
Brown, 1970, pp. 477-479. [Hay trad. cast.: Kruschef Recuerda, Editorial
Prensa Española, Madrid, 1970.] <<

Página 818
[6] Mikoyán, op. cit., p. 653. <<

Página 819
[7] Kendall, op. cit., p. 236. <<

Página 820
[8] Artemieva, op. cit., p. 188. <<

Página 821
[9]Petr Vail y Aleksandr Genis, 60-e, Mir Sovietskogo Cheloveka («La década
de 1960: El mundo de una persona soviética»), Corpus, Moscú, 2013 (edición
electrónica: 2021). <<

Página 822
[10]
Mohammed Heikal, The Sphinx and the Commissar, Harper & Row,
1978, p. 84. <<

Página 823
[11] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 429. <<

Página 824
[12] K. Moskalenko, en febrero de 1962. <<

Página 825
[13] Jrushchov, Khrushchev Remembers, p. 494. <<

Página 826
[14] Dobrynin, op. cit., p. 52. <<

Página 827
[15] Jrushchov, Khrushchev Remembers, p. 494. <<

Página 828
[16] N. Kamanin, diario, 5 de diciembre de 1944, en https://prozhito.org. <<

Página 829
[17] Jrushchov, Khrushchev Remembers, p. 458. <<

Página 830
[18] A. Shirokorad, «Lyubov’ v prifrontovoy polose» («Amor en primera
línea»), Nezavisimaya Gazeta, 14 de octubre de 2016. <<

Página 831
[19]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 235. <<

Página 832
[20] Mikoyán, op. cit., p. 654. <<

Página 833
[21] Jrushchov, Khrushchev Remembers, p. 494. <<

Página 834
[22] Mikoyán, op. cit., p. 654. <<

Página 835
[23]James Blight y David Welch, On the Brink: Americans and Soviets
Reexamine the Cuban Missile Crisis, Hill & Wang, 1989, p. 252 (en la
conferencia celebrada en Cambridge, Massachusetts). <<

Página 836
[24] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 486. <<

Página 837
[25] Mikoyán, op. cit., p. 648. <<

Página 838
[26] Dobrynin, op. cit., p. 72. <<

Página 839
[27]A. I. Alekseev, «La crisis caribeña: cómo fue», en N. V. Popov (ed).,
Otkryvaya novye stranitsy… Mezhdunarodnye voprosy: sobytiya i lyudi
(«Abriendo nuevas páginas… Asuntos internacionales: sucesos y personas»),
Politizdat, 1989, pp. 157-172. <<

Página 840
[28] Alekseev, en www.cubanos.ru. <<

Página 841
[29] G. Obáturov, 8 de febrero de 1963, en https://prozhito.org. <<

Página 842
[30] DePalma, op. cit., p. 328. <<

Página 843
[31]Anatoli Gribkov y William Smith, Operation ANADYR, Chicago, 1994, p.
20. <<

Página 844
[32] Dobrynin, op. cit., p. 74. <<

Página 845
[33] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 503. <<

Página 846
[34] Testimonio de V. Alioshin en la web bielorrusa de Sputnik. <<

Página 847
[35] Ibid. <<

Página 848
[36]Serhii Plokhy, Nuclear Folly: A New History of the Cuban Missile Crisis,
Allen Lane, 2021, p. 93. <<

Página 849
[37] Chudik, «Memorias», en http://8oapvo.net/. <<

Página 850
[38] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 510. <<

Página 851
[39] Zakirov, entrevista, 2020. <<

Página 852
[40] Voloshchenko, entrevista, 15 de mayo de 2019. <<

Página 853
[41] Ibid. <<

Página 854
[42] R. Nazirov, entrevista, op. cit. <<

Página 855
[43] Vitaly Semenozhenkov, en www.cubanos.ru. <<

Página 856
[44] N. Probachai, entrevistado en septiembre de 2020 por Oleksii Ivashin. <<

Página 857
[45] Ibid. <<

Página 858
[46] Ibid. <<

Página 859
[47] M. Liubímov, entrevista, 25 de enero de 2021. <<

Página 860
[48] Testimonio de V. Alioshin en la web bielorrusa de Sputnik. <<

Página 861
[49] Elvira Dubinskaya, entrevista, 2020. <<

Página 862
[50]Anatoly Dmitriev, Boevye Deistviya i Poteri Sovetskoi Gruppy Voisk v
Respublike Kuba v Period Karibskogo Krizisa i VSO «Anadyr» («Acciones de
combate y bajas del grupo de fuerzas soviéticas en la República de Cuba
durante la crisis del Caribe y la operación Anádir»), 1961-1964. <<

Página 863
[51] Linares Ferrara, entrevista, 21 de septiembre de 2020. <<

Página 864
[52] Manuel Yepe, entrevista, 19 de agosto de 2020. <<

Página 865
[53] José Bell Lara, entrevista, 21 de agosto de 2020. <<

Página 866
[54]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 236. <<

Página 867
[55] Alekseev, en www.cubanos.ru. <<

Página 868
[56] Gribkov y Smith, op. cit., p. 15. <<

Página 869
[57] Fursenko y Naftali, «One Hell of a Gamble», p. 196. <<

Página 870
[58] Blight y Welch, op. cit., p. 241. <<

Página 871
[59] Ibid., p. 251. <<

Página 872
[60] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 562. <<

Página 873
[61] Plokhy, op. cit., p. 408. <<

Página 874
[62]
Stewart Udall, «Poetry, Stalinism and the Cuban Missile Crisis», Los
Angeles Times, 30 de octubre de 1988. <<

Página 875
[63]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 236. <<

Página 876
[1]«Lympne and the Cuban Missile Crisis», Lympne Airfield Historical
Society Bulletin, noviembre de 2021. <<

Página 877
[2]
Wolman, «The Once-Classified Tale of Juanita Moody», Smithsonian
Magazine, marzo de 2021. <<

Página 878
[3] Ibid., p. 69. <<

Página 879
[4]Rhodri Jeffreys-Jones, The CIA and American Democracy, Yale University
Press, 1989, p. 124. <<

Página 880
[5] Kenneth Absher, entrevista, 28 de agosto de 1988. <<

Página 881
[6] Holland y Barrett, op. cit., p. 4. <<

Página 882
[7] Steel, op. cit., p. 525; y Schlesinger, A Thousand Days, p. 147. <<

Página 883
[8] USAF, History of the 55th Recce Wing, K-W6-55-HI. <<

Página 884
[9] USAF Oral History, Ellis, K239.0512-1412. <<

Página 885
[10] USAF Oral History, Merrell, K239.0512-1179. <<

Página 886
[11] Dobrynin, op. cit., p. 69. <<

Página 887
[12] Ibid., p. 68. <<

Página 888
[13]
Heiko Henning, «Senator Keating’s Source», 21 de febrero de 2017, en
www.wilsoncenter.org. <<

Página 889
[14] Dobrynin, op. cit., p. 60. <<

Página 890
[15] Schlesinger, RFK, p. 499. <<

Página 891
[16] Dobrynin, op. cit., p. 69. <<

Página 892
[17] Ibid., p. 39. <<

Página 893
[18] Bird, op. cit., p. 243. <<

Página 894
[19]Max Holland y David Barrett, Blind Over Cuba, Texas A&M University
Press, 2012, p. 11. <<

Página 895
[20]
Richard Parker, The Legacy of John Kenneth Galbraith, Farrar, Straus and
Giroux, 2005, p. 351. <<

Página 896
[21] Kendall, op. cit., p. 235. <<

Página 897
[22]
Cable del 8 de septiembre de 1962, publicado en Gribkov y Smith,
Operation Anadyr, p. 183. <<

Página 898
[23]Sherman Kent, Sherman Kent and the Board of National Estimates:
Collected Essays, edición de Donald Steury, CIA, 2004, p. ix. <<

Página 899
[24] Sherman Kent, A Crucial Estimate Relived, Center for the Study of
Intelligence, 1994. <<

Página 900
[25] Dobrynin, op. cit., p. 63. <<

Página 901
[26]Mary S. McAuliffe (ed)., CIA Documents on the Cuban Missile Crisis
(1962), CIA History Staff, octubre de 1992, pp. 103, 105, 107-108. <<

Página 902
[27] The Times, 11 de octubre de 1962. <<

Página 903
[28] US Congressional Record, 6 de octubre de 1962, 22.738. <<

Página 904
[29]
Chris Pocock, Fifty Years of the U-2, Schiffer Publishing, 2005, pp. 166-
167. <<

Página 905
[30]
USAF Oral History, Heyser, entrevista, 27 de noviembre de 1962,
K239.0512-749. <<

Página 906
[31]
Sanders A. Laubenthal (USAF), «The Missiles in Cuba, 1962: The Role
of SAC Intelligence», SAC Intelligence Quarterly Project Warrior Study,
mayo de 1984 (relato de la crisis desclasificado en 1999). <<

Página 907
[32] USAF Oral History, Breitweiser, K239.0512-877. <<

Página 908
[33]Véase la narración de la crisis del SAC antes citada: «The Missiles in
Cuba 1962: The Role of SAC Intelligence» (1984); y el comentario
autorizadamente desdeñoso al respecto de Chris Pocock. <<

Página 909
[34] USAF Oral History, Ellis, K239.0512-1412. <<

Página 910
[35] Hennessy, op. cit., p. 231. <<

Página 911
[36]Kenneth Michael Absher, Mind-Sets and Missiles: a First Hand Account
of the Cuban Missile Crisis, US Army War College Press, 2009, p. 56,
disponible en https://press.armywarcollege.edu/monographs/352. <<

Página 912
[37] Thomas, op. cit., p. 290. <<

Página 913
[38] Jeffreys-Jones, op. cit., p. 131. <<

Página 914
[39] Thomas, op. cit., p. 289. <<

Página 915
[40] Ibid., p. 271. <<

Página 916
[41]
USAF Oral History, Power, entrevista, 15 de noviembre de 1962,
K239.0512-748. <<

Página 917
[42] Blight y Welch, op. cit., p. 250. <<

Página 918
[1] Dino Brugioni, Eyeball to Eyeball, Random House, 1991, p. 223. <<

Página 919
[2]McGeorge Bundy, Danger and Survival: Choices about the Bomb,
Random House, 1988, p. 407. <<

Página 920
[3]Véase James Hershberg, «The United States, Brazil, and the Cuban Missile
Crisis, 1962», Journal of Cold War Studies, 2004 (publicado en dos partes en
las ediciones de primavera y verano). <<

Página 921
[4] Schlesinger, A Thousand Days, p. 365. <<

Página 922
[5] Schlesinger, RFK, p. 449. <<

Página 923
[6] Schlesinger, A Thousand Days, p. 686. <<

Página 924
[7]Robert Kennedy, 13 Days, Macmillan, 1969, p. 108. [Hay trad. cast.: Trece
días: la crisis de Cuba, Plaza & Janés, Barcelona, 1972.] <<

Página 925
[8] Ibid., p. 116. <<

Página 926
[9]
Blight y Welch, op. cit., p. 245 (en la conferencia celebrada en Cambridge,
Massachusetts, en 1987). <<

Página 927
[10] Bundy, op. cit., p. 413. <<

Página 928
[11]
Biblioteca Kennedy, Colección de Historia Oral, entrevista, febrero de
1965. <<

Página 929
[12] Kennedy, op. cit., p. 41. <<

Página 930
[1] Ríos Alducín, entrevista, 23 de junio de 2020. <<

Página 931
[2]
Richard C. Deacon, A Biography of Sir Maurice Oldfield, Futura, 1984, p.
135. <<

Página 932
[3] Wolman, op. cit., p. 72. <<

Página 933
[4] Harold Macmillan, At the End of the Day, Macmillan, 1974, p. 123. <<

Página 934
[5] Kennedy, op. cit., p. 49. <<

Página 935
[6] Ibid., p. 51. <<

Página 936
[7] Ibid., p. 42. <<

Página 937
[8]En una conversación con el líder checo Antonín Novotný celebrada el 30
de octubre de 1962, disponible en
https://digitalarchive.wilsoncenter.org/document/115219, y publicada
originalmente en CWIHP (Cold War International History Project) Bulletin
17/18, otoño de 2012, pp. 401-403. <<

Página 938
[9]Gromiko al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética,
19 de octubre de 1962. <<

Página 939
[10] CWIHP Bulletin 17/18, otoño de 2012, p. 402. <<

Página 940
[11] Kennedy, op. cit., p. 46. <<

Página 941
[12] USAF Oral History, Smith, K239.0512-2040. <<

Página 942
[13]Para un relato completo de esta saga y las controversias que la
acompañan, véase el libro del autor Nemesis: The Battle for Japan 1944-
1945, HarperCollins, 2007. [Hay trad. cast.: Némesis: la derrota de Japón,
1944-1945, Crítica, Barcelona, 2016.] <<

Página 943
[14]
David Alan Rosenberg, «“A Smoking Radiating Ruin at the End of Two
Hours”: Documents on American Plans for Nuclear War with the Soviet
Union», International Security, vol. 6, n.º 1, invierno de 1981-1982, pp. 3-38.
<<

Página 944
[15] Dobrynin, op. cit., p. 76. <<

Página 945
[16]Robert Dallek, «JFK’s Second Term», The Atlantic, junio de 2003; y
Gilpatric, entrevistado por D. J. O’Brien para el programa de historia oral de
la Biblioteca Kennedy, 30 de junio de 1970 y 13 de agosto de 1970. <<

Página 946
[17] Bird, op. cit., p. 234. <<

Página 947
[18]Theodore Sorensen, Kennedy, Harper & Row, 1965, pp. 1-2. [Hay trad.
cast.: Kennedy: el hombre, el presidente, Grijalbo, Barcelona, 1966.] <<

Página 948
[19] Bundy, op. cit., p. 547. <<

Página 949
[20] Stern, op. cit., p. 133. <<

Página 950
[21] Petroleum, oil and lubricants. <<

Página 951
[22] USAF Oral History, Burchinal, K239.0512-837. <<

Página 952
[23] Schlesinger, A Thousand Days, p. 692. <<

Página 953
[24] The Economist, 20 de octubre de 1962. <<

Página 954
[25] Kendall, op. cit., p. 233. <<

Página 955
[26] USAF Oral History, Creech, K239.0512-2050. <<

Página 956
[27] Kennedy, op. cit., p. 68. <<

Página 957
[28] Schlesinger, A Thousand Days, p. 379. <<

Página 958
[29] UKNA PREM11/3689 24020. <<

Página 959
[1] Schlesinger, A Thousand Days, p. 694. <<

Página 960
[2] New York Post, 22 de septiembre de 1961. <<

Página 961
[3]Harold Macmillan, The Macmillan Diaries, vol. 2, 1959-1966, edición de
Peter Caterall, Pan Macmillan, 2012, p. 510. <<

Página 962
[4]Protocolo del Presídium n.º 60, en Prezidium TsK KPSS 1954-1964,
edición de A. Fursenko, Moscú, 2003, vol. 1. <<

Página 963
[5] Fursenko y Naftali, Khrushchev’s Cold War, Norton, 2006, p. 221. <<

Página 964
[6]Memorando de Anastás Mikoyán acerca de su visita a Cuba, 19 de enero
de 1963, RGASPI (Archivo Estatal de Rusia de Historia Sociopolítica, por sus
siglas en ruso) F. 84. Op. 3. D. 115. L. 115-120. <<

Página 965
[7] Dobrynin, op. cit., p. 79. <<

Página 966
[8] Holland y Barrett, op. cit., p. 28. <<

Página 967
[9]
Blight y Welch, op. cit., pp. 245-256 (en la conferencia celebrada en
Cambridge, Massachusetts, en 1987). <<

Página 968
[10] Bundy, op. cit., p. 404. <<

Página 969
[11] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 557. <<

Página 970
[12]Telegrama del embajador francés en La Habana a su ministro de Asuntos
Exteriores, 23 de octubre de 1962, disponible en
https://digitalarchive.wilsoncenter.org/document/115417. <<

Página 971
[13] Lanovski, entrevista, 11 de diciembre de 2019. <<

Página 972
[14]
Dobrynin al Ministerio de Asuntos Exteriores, 23 de octubre de 1962, en
CWIHP Bulletin, 5 (primavera de 1995), pp. 70-71. <<

Página 973
[1] L’Humanité, 23 de octubre de 1962. <<

Página 974
[2] Libération, 23 de octubre de 1962. <<

Página 975
[3] Le Figaro, 23 de octubre de 1962. <<

Página 976
[4]
Douglas Brinkley, Dean Acheson: The Cold War Years 1953-1971, Yale
University Press, 1992, pp. 264-268. <<

Página 977
[5] Peter Hudson, entrevista personal, 2007, citada en Hennessy, p. 220. <<

Página 978
[6]Sherman Kent, «The Cuban Missile Crisis of 1962: Presenting the
Photographic Evidence Abroad», Studies in Intelligence, 10/2, primavera de
1972, pp. 22-23. <<

Página 979
[7] Macmillan, Diaries, 22 de octubre de 1962. <<

Página 980
[8] Información proporcionada en privado por Alan Petty. <<

Página 981
[9] UKNA CAB128/36. <<

Página 982
[10] UKNA PREM11/3815. <<

Página 983
[11] Hennessy, op. cit., p. 226. <<

Página 984
[12] Alastair Horne, Macmillan 1894-1956, p. 160. <<

Página 985
[13] Macmillan, Diaries, 19 de junio de 1962, pp. 478-479. <<

Página 986
[14] Schlesinger, A Thousand Days, p. 341. <<

Página 987
[15] UKNA PREM11/2686. <<

Página 988
[16] Macmillan, Diaries, passim. <<

Página 989
[17] Ibid., 4 de diciembre de 1961. <<

Página 990
[18] Hennessy, op. cit., p. 303. <<

Página 991
[19]
Hansard (diario de sesiones del parlamento británico), 31 de octubre de
1962, col. 207. <<

Página 992
[20]
Merece la pena señalar, por ejemplo, que el acreditado India’s China War
(Cape, 1971) de Neville Maxwell considera al gobierno de Delhi
abrumadoramente culpable del choque. <<

Página 993
[21] Macmillan, op. cit., p. 192. <<

Página 994
[22] Ibid., pp. 190-194. <<

Página 995
[23]
UKNA CAB129/11 (memorando de lord Dilhorne); véase también
Hansard, 25 de octubre de 1962, col. 1060. <<

Página 996
[24] Guardian, 23 de octubre de 1962. <<

Página 997
[25] H. A. DeWeerd, British Attitudes in the Cuban Crisis, RAND
Corporation, documento n.º P-2709, febrero de 1963 (publicado en 2008), p.
8. <<

Página 998
[26] Hansard, 31 de octubre de 1962, col. 218. <<

Página 999
[27] Macmillan, Diaries, 25 de octubre de 1962, p. 512. <<

Página 1000
[28] Christopher Driver, The Disarmers, Hodder, 1964, p. 146. <<

Página 1001
[29] Hennessy, op. cit., p. 305. <<

Página 1002
[30] The Times, 25 de octubre de 1962. <<

Página 1003
[31] Ibid. <<

Página 1004
[32] Ibid., 26 de octubre de 1962. <<

Página 1005
[33] The Times, 27 de octubre de 1962. <<

Página 1006
[34] Ibid., 24 de octubre de 1962. <<

Página 1007
[35] Joseph, op. cit., p. 14. <<

Página 1008
[36] Kendall, op. cit., p. 238. <<

Página 1009
[37] USAF Oral History, Smith, K239.0512-2040. <<

Página 1010
[38]
Clinton Heylin, Bob Dylan: Behind the Shades Revisited, HarperCollins,
2001, pp. 102-103; y B. Dylan, entrevista con Studs Terkel, 1 de mayo de
1963. <<

Página 1011
[39]
Walter Cronkite, entrevistado en el décimo episodio de la serie de la CNN
Cold War. <<

Página 1012
[40] Linares Ferrara, entrevista, 21 de septiembre de 2020. <<

Página 1013
[41] Liubímov, entrevista, 15 de enero de 2021. <<

Página 1014
[42]
Entrada inédita del diario de Macmillan citada en Hennessy, op. cit., p.
255. <<

Página 1015
[43] Ibid., p. 545, conversación de Hennessy con Lady de Zulueta en 2008. <<

Página 1016
[44] Hansard, 31 de octubre de 1962, col. 226 <<

Página 1017
[45]
Andrew Douglas-Home, A River Runs Through Me, Elliott & Thompson,
2022, p. 193. <<

Página 1018
[46] Información proporcionada por George Walden. <<

Página 1019
[47] Juan Melo, entrevista, 22 de abril de 2020. <<

Página 1020
[48] Marta Núñez, entrevista, 5 de octubre de 2020. <<

Página 1021
[49] I. Seleznev, diario, 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1022
[50] L. Lipkin, diario, 23 de octubre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1023
[51] N. Kozakov, diario, 6 de noviembre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1024
[52] Tamara Kosij, entrevista, marzo de 2021. <<

Página 1025
[53] Valeri Galenkov, entrevista, marzo de 2021. <<

Página 1026
[54] B. Vronski, diario, 23 de noviembre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1027
[55] L. Lipkin, diario, 23 de octubre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1028
[56] N. Kozakov, diario, 23 de octubre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1029
[57] Kennedy, op. cit., p. 60. <<

Página 1030
[58] Ibid., p. 65. <<

Página 1031
[59] Dobrynin, op. cit., pp. 6 y 61. <<

Página 1032
[60] Ibid., p. 58. <<

Página 1033
[61] Ibid., p. 81. <<

Página 1034
[62] Ibid., p. 96. <<

Página 1035
[63]Hay muchos testimonios que refieren este episodio legendario. Destaca en
particular el de Gilpatric en sus entrevistas con D. J. O’Brien para el
programa de historia oral de la Biblioteca Kennedy. Aquí sigo en gran medida
a Dobbs, op. cit., pp. 72-73, que hizo una contribución significativa al
establecer que el choque en el Pentágono se produjo el martes y no el
miércoles, como con frecuencia se ha dicho. <<

Página 1036
[64]
Ernest May y Philip Zelikow, eds., The Kennedy Tapes: Inside the White
House during the Cuban Missile Crisis, Norton, 2002, p. 207. <<

Página 1037
[65]
Graham Allison y Philip Zelikow, Essence of Decision: Explaining the
Cuban Missile Crisis, Addison Wesley Longman, 1999, p. 384. <<

Página 1038
[66]
Solomon Volkov, Dialogi s Evgeniem Evtushenko («Conversaciones con
Yevgueni Yevtushenko»), Moscú, 2018, p. 63. <<

Página 1039
[1] Boston Globe, 26 de diciembre de 2008, obituario de William Kaufmann.
<<

Página 1040
[2] USAF Oral History, Smith, K239.0512-2040. <<

Página 1041
[3] Gaddis, We Now Know, p. 273. <<

Página 1042
[4]Scott Sagan, The Limits of Safety: Organizations, Accidents and Nuclear
Weapons, Princeton, 1993, declaraciones del teniente coronel Robert Melgard
a Sagan, p. 110. <<

Página 1043
[5] Blight y Welch, op. cit., p. 275. <<

Página 1044
[6]USAF Oral History, Power, entrevista, 15 de noviembre de 1962,
K239.0512-748. <<

Página 1045
[7] Absher, op. cit., p. 67. <<

Página 1046
[8] Brugioni, op. cit., pp. 400-401, 415-417. <<

Página 1047
[9]Anderson, mensaje 230003Z, CNO (jefe de Operaciones Navales, por sus
siglas en inglés), Cuba, USNHC (Centro Histórico de la Armada de Estados
Unidos), citado en Dobbs, op. cit., p. 90. <<

Página 1048
[10] Andréi Gromiko, Pamiatnoe («Memorias»), Izdatelstvo polititcheskoi
literatouri, Moscú, 1988, p. 489. <<

Página 1049
[11] Kennedy, op. cit., p. 71. <<

Página 1050
[12] Ibid., p. 74. <<

Página 1051
[13] Bundy, op. cit., p. 422. <<

Página 1052
[14] N. Kozakov, diario, 24 de octubre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1053
[15] Macmillan, Diaries, p. 531. <<

Página 1054
[16] Strachey, Observer, 11 de noviembre de 1962. <<

Página 1055
[17]
Michael Beschloss, The Crisis Years: Kennedy and Khrushchev, 1960-
1963, HarperCollins, 1991, pp. 501-502. <<

Página 1056
[1] The Economist, 27 de octubre de 1962. <<

Página 1057
[2] Ibid. <<

Página 1058
[3] USAF Oral History, Smith, K239.0512-2040. <<

Página 1059
[4]
Para detalles adicionales, véase mi libro The Secret War (William Collins,
2015). [Hay trad. cast.: La guerra secreta, Crítica, Barcelona, 2015.] <<

Página 1060
[5]«Protocol n.º 61», disponible en el archivo digital del Centro Wilson
(fuente original: Archivo Estatal Ruso de Historia Contemporánea: F.3,
Op. 16, D. 165, L. 170-173). <<

Página 1061
[6] Dobrynin, op. cit., p. 83. <<

Página 1062
[7]Moody, citada en Wolman, «The Once-Classified Tale of Juanita Moody»,
op. cit. <<

Página 1063
[8] Dallek, op. cit., p. 94. <<

Página 1064
[9] Dobrynin, op. cit., p. 28; y George Walden, en conversación con el autor.
<<

Página 1065
[10]Centro Wilson, documento n.º 117324 (fuente original: Archivo del
Presidente de la Federación Rusa; desclasificación especial, 2002), disponible
en https://digitalarchive.wilsoncenter.org/document/117324. <<

Página 1066
[11] UKNA CAB158/47, 26 de octubre de 1962, JIC962 62 97. <<

Página 1067
[12] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 581. <<

Página 1068
[13] Steel, op. cit., p. 429. <<

Página 1069
[14] Lippmann en el New York Herald Tribune, 4 de septiembre de 1961. <<

Página 1070
[15] Centro Wilson, documentos n.º 117326 y n.º 117325. <<

Página 1071
[16] Blight y Welch, op. cit., p. 271. <<

Página 1072
[1] En castellano en el original. <<

Página 1073
[2] N. Kozakov, diario, 27 de octubre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1074
[3] Alekseev, en www.cubanos.ru. <<

Página 1075
[4] Vitali Semenozhenkov, entrevista, en www.cubanos.ru. <<

Página 1076
[5] Juan Melo, entrevista, 22 de abril de 2020. <<

Página 1077
[6] Spectator, 2 de noviembre de 1962. <<

Página 1078
[7] Kendall, op. cit., p. 239. <<

Página 1079
[8] USAF Oral History, Burchinal, K239.0512-837. <<

Página 1080
[9] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 609. <<

Página 1081
[10] Voloshchenko, entrevista, op. cit. <<

Página 1082
[11] Gribkov y Smith, op. cit., p. 67. <<

Página 1083
[1] Spectator, 26 de octubre de 1962. <<

Página 1084
[2] USAF Oral History Garland K239.0512-1707. <<

Página 1085
[3] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 645. <<

Página 1086
[4] Kennedy, op. cit., p. 92 <<

Página 1087
[5] Ibid., p. 94. <<

Página 1088
[6] Macmillan, Diaries, 4 de noviembre de 1962, p. 515. <<

Página 1089
[7] UKNA AIR25/173. <<

Página 1090
[8] Robinson, 2007, entrevista con Peter Hennessy, citado en Hennessy, op.
cit., p. 268. <<

Página 1091
[9] Robson, 16 de julio de 2001, citado en Hennessy, op. cit., p. 220. <<

Página 1092
[10] UKNA CAB134/940 y CAB134/4291. <<

Página 1093
[11]Transcripción del testimonio de Thorneycroft (1966) para el programa de
historia oral de la Biblioteca Presidencial JFK. <<

Página 1094
[12] Se envió el 14 de diciembre de 1962. <<

Página 1095
[13] Allison y Zelikow, op. cit., p. 337. <<

Página 1096
[14] Bundy, op. cit., p. 427. <<

Página 1097
[15] Kennedy, op. cit., p. 98. <<

Página 1098
[16] Ibid. <<

Página 1099
[17]Este relato se basa principalmente en el que hace Svetlana Savranskaya en
la edición de abril de 2005 del Journal of Strategic Studies. Desde entonces
han aparecido otras versiones, más sensacionales, de las que he incorporado
alguna información; no obstante, algunos aspectos de esta historia seguirán
siendo inciertos o polémicos hasta que Moscú ponga a disposición de los
estudiosos los documentos relevantes. <<

Página 1100
[18] Bundy, op. cit., p. 422. <<

Página 1101
[19] Fursenko y Naftali, Khrushchev’s Cold War, pp. 478-480. <<

Página 1102
[20] Orlov, citado en Plokhy, op. cit., p. 409. <<

Página 1103
[21] En un mensaje remitido al autor en enero de 2022. <<

Página 1104
[22] Dobrynin, op. cit., p. 89. <<

Página 1105
[23] Bird, op. cit., p. 240. <<

Página 1106
[24]Hershberg, en el artículo publicado en 2004 en el Journal of Cold War
Studies antes citado. <<

Página 1107
[25]Mimi Alford, Once Upon a Secret: My Affair with President John F.
Kennedy and Its Aftermath, Random House, 2013, pp. 93-94. [Hay trad. cast.:
Érase una vez un secreto: mi affaire con el presidente John F. Kennedy y sus
consecuencias, Aguilar, Madrid, 2013.] <<

Página 1108
[1] Sagan, op. cit., pp. 130-131. <<

Página 1109
[2]En la conversación con el líder checo Antonín Novotný celebrada el 30 de
octubre de 1962, disponible en
https://digitalarchive.wilsoncenter.org/document/115219, y publicada
originalmente en CWIHP (Cold War International History Project) Bulletin,
17/18, otoño de 2012, pp. 401-403. <<

Página 1110
[3]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 237. <<

Página 1111
[4] En la conversación con el líder checo Antonín Novotný antes citada. <<

Página 1112
[5] Serguéi Jrushchov, op. cit., pp. xvi-xvii. <<

Página 1113
[6] Bundy, op. cit., p. 441. <<

Página 1114
[7] Bird, op. cit., p. 240. <<

Página 1115
[8] Schlesinger, RFK, p. 524. <<

Página 1116
[9] Kennedy, op. cit., p. 108. <<

Página 1117
[10] Serguéi Jrushchov, op. cit., p. 632. <<

Página 1118
[11] Ibid., p. 636. <<

Página 1119
[12] Macmillan, Diaries, pp. 513-514. <<

Página 1120
[13] Harold Evans, Downing Street Diary, Hodder, 1981, p. 224. <<

Página 1121
[14] Spectator, 2 de noviembre de 1962. <<

Página 1122
[15]Biblioteca Presidencial JFK, Despacho del presidente, documento
JFKFOF127-08, 30 de octubre de 1962. <<

Página 1123
[16] Steel, op. cit., p. 537. <<

Página 1124
[17] Iverach McDonald, A Man of The Times, p. 184. <<

Página 1125
[18] Spectator, 2 de noviembre de 1962. <<

Página 1126
[19] Le Monde, 30 de octubre de 1962. <<

Página 1127
[20] USAF Oral History, Breitweiser, K239.0512-877. <<

Página 1128
[21] USAF Oral History, LeMay, K239.0512-2115. <<

Página 1129
[22] Joseph, op. cit., p. 90. <<

Página 1130
[23] Ibid., p. 91. <<

Página 1131
[24] USAF Oral History, Disosway, entrevista, K239.0512-974. <<

Página 1132
[25] USAF Oral History, Fairweather, K239.0512-1826. <<

Página 1133
[26] Isaacson y Thomas, The Wise Men, Faber, p. 629. <<

Página 1134
[27] Joseph, op. cit., p. 58. <<

Página 1135
[28] The Economist, 10 de noviembre de 1962. <<

Página 1136
[29] N. Kozakov, diario, 28 de octubre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1137
[30] I. Seleznev, diario, noviembre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1138
[31] R. Nazirov, 6 de noviembre de 1962, en https://prozhito.org. <<

Página 1139
[32] G. Obáturov, 8 de febrero de 1963, en https://prozhito.org. <<

Página 1140
[33] José Ramón Linares Ferrara, entrevista, 21 de septiembre de 2020. <<

Página 1141
[34] G. Obáturov, 8 de febrero de 1963, en https://prozhito.org. <<

Página 1142
[35]
Centro Wilson, documento n.º 11208, telegrama del 30 de octubre de
1962. <<

Página 1143
[36]
El testimonio de Dubivko se encuentra disponible en https://nsarchi
ve2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB75/Dubivko.pdf. <<

Página 1144
[37] Ibid. <<

Página 1145
[38] Detroit Free Press, 5 de noviembre de 1962. <<

Página 1146
[39] Serguéi Jrushchov, op. cit., pp. 642 y 658. <<

Página 1147
[40]
J. L. Schecter y V. Luchkov, eds., Khrushchev Remembers: The Glasnost
Tapes, Little, Brown, 1990, p. 180. <<

Página 1148
[41] Mikoyán, op. cit., p. 655. <<

Página 1149
[42] Volkov, op. cit., p. 73. <<

Página 1150
[43]Transcripciones soviéticas de las conversaciones de Mikoyán con los
cubanos el 3 y el 5 de noviembre de 1962. <<

Página 1151
[44] Chudik, «Memorias», en http://8oapvo.net/. <<

Página 1152
[45] Elvira Dubinskaya, entrevista, 2020. <<

Página 1153
[46] R. Zakirov, entrevista, 2020. <<

Página 1154
[47]
Trascripción de Coleman de la reunión del ExCom del 4 de noviembre de
1962, citada en Fursenko y Naftali, «One Hell of a Gamble», p. 499. <<

Página 1155
[48] Dobrynin, op. cit., p. 91. <<

Página 1156
[49] Ibid., p. 93. <<

Página 1157
[1] UKNA FO371/162408, Marchant a Home, 10 de noviembre de 1962. <<

Página 1158
[2] Kennedy, op. cit., p. 15. <<

Página 1159
[3]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 237. <<

Página 1160
[4] UKNA CAB158/47 JIC (62) 10. <<

Página 1161
[5] UKNA CAB158/47 JIC (62) 99. <<

Página 1162
[6] Bundy, op. cit., p. 461. <<

Página 1163
[7] Sorensen, op. cit., p. 705. <<

Página 1164
[8] Blight y Welch, op. cit., p. 275. <<

Página 1165
[9] Bundy, op. cit., p. 427. <<

Página 1166
[10] Véase Blight y Welch, op. cit., p. 266. <<

Página 1167
[11] En intercambios privados con el autor durante 2022. <<

Página 1168
[12]En una entrevista realizada el 27 de febrero de 1965 para el programa de
historia oral de la Biblioteca Kennedy; y Schlesinger, RFK , op. cit., p. 507.
<<

Página 1169
[13] Mensaje al autor del 28 de febrero de 2022. <<

Página 1170
[14]Oleg Troianovski, Cherez gody i rasstoyanya: Istorya odnoi sem’i («A
través de los años y las distancias: historia de una familia»), Moscú, 1997, p.
247. <<

Página 1171
[15] Kennedy, op. cit., p. 35. <<

Página 1172
[16] Ibid., p. 121. <<

Página 1173
[17] Macmillan, op. cit., p. 219. <<

Página 1174
[18] Kennedy, op. cit., p. 17. <<

Página 1175
[19] Philip Toynbee en Encounter, enero de 1963, p. 95. <<

Página 1176
[20] Macmillan, Diaries, 4 de noviembre de 1962, p. 514. <<

Página 1177
[21]
Hansard (diario de sesiones del parlamento británico), 31 de octubre de
1962, col. 218. <<

Página 1178
[22]En la conversación celebrada el 30 de octubre de 1962, disponible en
https://digitalarchive.wilsoncenter.org/document/115219, y publicada
originalmente en CWIHP (Cold War International History Project) Bulletin,
17/18, otoño de 2012, pp. 401-403. <<

Página 1179
[23] Khrushchev Remembers, p. 504. <<

Página 1180
[24] En 1976, el autor, informando sobre la guerra civil en Angola para el
programa Panorama de la BBC, entrevistó a cuatro prisioneros cubanos
retenidos por el movimiento guerrillero UNITA en una prisión de Silva Porto
(la actual Kuito). Los infelices «guerrilleros» formaban parte del contingente
de 36.000 efectivos reclutado por Castro para ayudar al régimen comunista y
no parecían tener mucha idea de por qué estaban en África. Desde esa
entrevista, he albergado la duda de que ellos hubieran podido disfrutar luego
de una vida larga y feliz. <<

Página 1181
[25]Troianovski, «The Making of Soviet Foreign Policy», en Taubman et al.,
op. cit., p. 238. <<

Página 1182
[26]Macmillan, Diaries, 4 de noviembre de 1962, y Macmillan, At the End of
the Day, p. 219. <<

Página 1183
[27] Macmillan, op. cit., p. 220. <<

Página 1184
[28]Lawrence Freedman, The Evolution of Nuclear Strategy, Macmillan,
1982, p. 310. [Hay trad. cast.: La evolución de la estrategia nuclear,
Ministerio de Defensa, Subdirección General de Publicaciones y Patrimonio
Cultural, Madrid, 1992.] <<

Página 1185
[29] Hennessy, op. cit., p. 308. <<

Página 1186
[30] Andrei Artizov et al., Nikita Khrushchev 1964, Moscú, 2007, p. 198. <<

Página 1187
[31] En Cuba Libre, serie de televisión documental, 2015. <<

Página 1188
[32] Schlesinger, A Thousand Days, p. 216. <<

Página 1189
[33]
Richard Gott, Cuba: A New History, Yale, 2004, p. 324. [Hay trad. cast.:
Cuba: una nueva historia, Akal, Madrid, 2006.] <<

Página 1190
[34] Dobrynin, op. cit., p. 92. <<

Página 1191
[35] Holland y Barrett, op. cit., passim. <<

Página 1192
[36] Ibid., p. 41. <<

Página 1193
[37]
Clark Clifford, Counsel to the President, Random House, 1991, pp. 353-
355. <<

Página 1194
[38] Informe de la PFIAB (junta asesora del presidente en materia de
inteligencia exterior, por sus siglas en inglés), 4 de febrero de 1963, en
McAuliffe (ed)., CIA Documents, pp. 363-365. <<

Página 1195
[39] Biblioteca Gerald R. Ford, notas de discurso de Ford, sin fecha, caja D-16.
<<

Página 1196
[40]Richard Rovere, «Letter from Washington», en New Yorker, 22 de marzo
de 1963. <<

Página 1197
[41] Thomas, op. cit., p. 289. <<

Página 1198
[42] Ibid., p. 119. <<

Página 1199
[43] Holland y Barrett, op. cit., p. 84. <<

Página 1200
[44] Ibid., p. 88. <<

Página 1201
[45] Jeffreys-Jones, op. cit., p. 136. <<

Página 1202
[46] Holland y Barrett, op. cit., p. 67. <<

Página 1203
[47] Khrushchev Remembers, p. 513. <<

Página 1204
[48] Elvira Dubinskaya, entrevista, 2020. <<

Página 1205
[49]
Castro al periodista francés Jean Daniel, en Cuba Libre, serie de televisión
documental, 2015. <<

Página 1206
[50] Gaddis, We Now Know, p. 295. <<

Página 1207
[51] Lawrence Freedman, «The Crisis of Liberalism and the Western
Alliance», en IISS (International Institute for Strategic Studies), Survival,
diciembre-enero de 2022, p. 40. <<

Página 1208
[52] Blight y Welch, op. cit., p. 312. <<

Página 1209
[53]
Rodric Braithwaite, «Hope Deferred: Russia from 1991 to 2021», en IISS,
Survival, febrero-marzo de 2022, p. 43. <<

Página 1210
[54]
Blight y Welch, p. 247 (en la conferencia celebrada en Cambridge,
Massachusetts). <<

Página 1211
[55] Ibid., p. 25. <<

Página 1212
[56] Steel, op. cit., p. 530. <<

Página 1213
[57] Howard al autor en 2017. <<

Página 1214
[58] Hansard, 1 de marzo de 1955, col. 218. <<

Página 1215

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