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CARPETA FINAL

Taller de Narrativa III

ALUMNA: CLARA MIGLIARDO


COMISIÓN 2 DNI: 43.819.218
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Intento abrir los ojos, pero están secos. Algo parecido a “Ópera” de Dario Argento,
donde la chica tiene agujas en los ojos que metaforizan barrotes, abren los párpados de
par en par, y ella no los puede cerrar. Seguro se le secaron más que a mí, repitiendo esa
escena treinta veces con los gritos de Argento de fondo. Él juega mucho con la sangre
ocular, así que su filmografía está marcada por los ojos secos. Mientras pestañeo rápido
para intentar que se humedezcan, Dario debe estar planeando su próxima sequedad de
ojos. O quizá no. Puede que diga “me cansé de filmar ojos secos y sangrientos”, y elija
alguna otra parte del cuerpo para descuartizar. Pero ahí aparecen todos los cinéfilos de
puchito y boina a decirle “no por favor, maestro, usted es el amo de los ojos secos, debe
continuar”.

Y Dario Argento se sienta enojado en su escritorio, lleno de calaveras de cotillón y velas


derritiéndose, oscuridad, y una foto enmarcada, que es la que se sacó con Mariana
Enríquez en el Festival de Sitges. Pobre Mariana, todavía vive tranquila porque no sabe
qué Argento ya no quiere filmar ojos secos. El director agarra una hoja y una pluma, y
empieza a escribir sus ideas sobre un nuevo guion como si fuese un escritor gótico del
pasado. Se frustra porque es zurdo y su mano se mancha con la tinta, así que después de
diez minutos se cansa, hace un bollo con la hoja y la tira a la basura.

Prende la notebook que le regaló su hija Asia. En Youtube pone de fondo los
soundtracks que compuso Ennio Morricone para él. Después se acuerda que en el último
documental sobre su vida, que dura casi tres horas, le dedicaron a esas partituras menos
de cinco minutos y ni hablaron de una sola película de Dario. Entonces cambia la
música por las bandas sonoras de Goblin.

Empieza a escribir, pero una y otra vez piensa en una película que es igual a las
anteriores. Después es peor. Sin quererlo, se copia de Cronenberg, del hijo de
Cronenberg, de Alex Garland, y hasta le roba una que otra idea a las películas de
Terrifier y Destino Final. Cansado, se refriega la cara con las manos. ¡Esas manos! ¡Qué
infravaloradas resultaban ahora! ¡Esas manos que habían sostenido tantas cámaras,
filmado tanta sangre original! ¡Tanta sangre de ojos secos! Ahora, la gente se había
cansado de él, y ya no sabía qué hacer.

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Pensó en las ganas que tenía de ser otra gente. Quería la paz de una persona aleatoria en
el medio de Sudamérica, que recién estuviese despertándose, y que quisiese que él
siguiese filmando ojos secos.

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— Entonces, Papá Noel terminó de recorrer el mundo entregando regalos, comió leche
con galletitas y se fue a descansar — dijo el papá de Tomi mientras cerraba el librito
que tenía entre manos—. ¿Qué pasa con esa carucha, hijo?

Más que carucha, el rostro de Tomi era del color de un fantasma. Debajo de las mantas
de su cama, apenas asomaban sus ojos, que no paraban de mirar el hogar de la chimenea
en la otra punta del cuarto. Cuando su papá le hizo la pregunta, Tomi lo miró bien
miedoso.

— Hoy mi amiga Sofía dijo que, en vez de Papá Noel, me iba a buscar el hombre de la
bolsa.

El papa de Tomi se sacó los anteojos, los dejó apoyados en la mesita de luz, miró el
techo lleno de stickers de estrellitas plastificadas y respiró fuerte. Acarició el pelo de
Tomi y señaló el hogar.

— ¿Pensás que va a bajar por ahí? Bueno, entonces hoy es tu día de suerte, porque vas a
dormir conmigo y con mamá. Solo porque mañana es navidad, eh.

Tomi dijo que sí con la cabeza y, de la mano de su papá, se fue sin hacer ruido hacia el
otro cuarto. Ya en la puerta, él le pidió que lo esperara mientras buscaba la llave para
cerrar la habitación del pequeño.

— Así el hombre de la bolsa no tiene por donde entrar. — dijo el papá de Tomi con la
manija de la puerta en la mano.

A Tomi le dio pena, porque no quería despertar a su mamá con tanto movimiento. En
realidad, le daba mucha más pena la oscuridad del pasillo, que le ponía los pelos de
punta aunque estuviese con su papá. Tomi sabía muy bien que a los monstruos les daban
miedo los adultos. Pero ¿Y si había un monstruo más poderoso que los grandes?

Entonces, un grito fuerte. Tomi se asustó muchísimo, pero tenía miedo por sus papás y
entró al cuarto igual. Lo que vio lo sorprendió de mala manera. Y a mí también.

Rápidamente, abrí un cajón de mi escritorio y saqué un pilón de carpetas. Rebusqué,


desparramando todo, hasta que lo encontré. “Estructura de cuento navideño – Papa Noel
vence al hombre de la bolsa”. Mientras abría la carpeta, lo que parecía ser el hombre de

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la bolsa desmembraba a la mamá de Tomi con sus propias manos y la iba metiendo en
una bolsa roída, de la que salían cucarachas y hormigas gigantes.

Parecía, porque no era nada similar al personaje que yo había diseñado. Tal como me lo
había indicado la editorial, lo dibujé como un señor grande pero tierno,
desproporcionado pero amable, que lo único que tenía de terrorífico era su cara triste.
Hasta su bolsa estaba vacía.

Pero el asesino, que había acabado con la mamá de Tomi y ahora se dirigía hacia su
papá, que ya no gritaba pero seguía con la boca abierta, había sido creado por el mismo
infierno. Su pelo, larguísimo, se extendía por toda la habitación, y de él salían millones
de arañas pequeñísimas. Su cuerpo, podrido, despedía larvas con cada movimiento que
realizaba. Pero lo peor era su bolsa, de la que no solo salían bichos, sino también gritos
de auxilio. Además, de ella caían un par de órganos y partes del cuerpo que rebalsaban
el tope.

Su figura me hipnotizó por unos segundos, pero recordé que mis personajes estaban en
peligro y salí de mi ensimismamiento. Lamentablemente, me distraje de más. El hombre
de la bolsa había inmovilizado al papa de Tomi, y estaba metiendo el brazo grotesco por
su garganta y sacando lo que encontraba dentro de él. Cuando solo sacaba sangre, lo
volvía a meter con más saña y enojo. Tomi no se había movido de su posición inicial.

Leía las páginas de la carpeta en busca de la escena que ahora deberían estar transitando
los personajes. En mi cuento, aparecía el hombre de la bolsa, pero también aparecía
Papá Noel, que terminaba disuadiéndolo de hacer el mal y hasta le daba un regalo. Pero
¿Qué había fallado? ¿De dónde salió el verdadero hombre de la bolsa?

Entonces lo vi. Subrayado en amarillo, había dos momentos alternativos. En el primero,


el papa de Tomi tenía la llave en el bolsillo y cerraba la puerta del cuarto de su hijo
apenas lo dejaban atrás. En el otro, tapaban el hogar de la chimenea con un mueble
grande. Ninguna de las dos había sucedido. Pero, si el hombre de la bolsa ya estaba
asesinando a la mamá de Tomi cuando ellos leían el libro, ¿Por dónde había entrado?

De repente, el cuento hizo silencio. Tomi me estaba mirando. A través de los renglones
y de las letras, dirigía su vista cansada de vigilar el hogar hacia mí. Su papá y su mamá
también lo hacían, a pesar de que el hombre de la bolsa se había llevado sus ojos. El
hombre de la bolsa ya no estaba.

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Mi casa se llenó de olor a podrido.

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“Gracias por la oportunidad laboral y por todos los buenos momentos. Espero que
podamos volver a vernos en el futuro. Un abrazo grande”.

Termino de redactar el mail y acaricio el botón “enviar”. Si mando esta carta de


renuncia, todo se pierde. Los cálidos sorteos de navidad con mis compañeros de laburo,
la máquina de café que se paga con la tarjeta sube, e incluso la computadora con la que
escribo el mail, porque es del laburo y la van a venir a buscar. ¡Ay! ¿Realmente debería
renunciar? Cierro el mail para pensarlo mejor, y se transforma en “borrador”, escrito
con letras brillantes y rojas. Ahora, en mi bandeja de entrada están todos los mails
laborales y esa palabra amenazante, resaltada con el color de la sangre, que indica que
mi pensamiento es profano, que alguien allá arriba me mira con desaprobación porque,
aunque no haya mandado el mail, no hay vuelta atrás. Mi ofensa quedó marcada a
fuego.

Intento determinar de dónde vienen esos ojos acusadores y descubro que son míos. Pero
no de ahora, sino del futuro. Me miran como todos miran a sus propios pasados, a ese
momento específico de las cronologías humanas en el que un momento determinante,
donde se puede elegir por el “sí” o por el “no, desencadena todas las desgracias habidas
y por haber. Es ese momento de los cuentos infantiles donde el pequeño explorador
observa cómo se bifurca el camino de tierra delante de sus ojos, pero ambos rumbos se
adentran en bosques oscuros que no parecen tener final. Sin embargo, no logro entender
lo que mi yo del futuro me quiere decir con su mirada. Podría estar enojado,
avergonzado, nostálgico. O quizá no entiendo lo que siente porque es una mezcla de
todas esas emociones, y mi yo del futuro está a punto de abandonar esta vida, y
reflexiona aglutinando todos los sentimientos que alguna vez sintió, sabiendo que es la
última vez que los experimentará en cuerpo físico.

Abro el borrador y el rojo de su cuerpo desaparece junto con la palabra. Como si la


renuncia se purificase llevándola a cabo, haciéndose mail enviado, en lugar de flagelarse
por su pecado mortal en la bandeja de entrada, junto con todas las otras intenciones que
sí fueron enviadas y recibidas. Sin querer darle más vueltas al asunto, envío el mail con
el nerviosismo infantil de un nene al que se le presentan dos puños cerrados y tiene que
elegir entre uno y otro para conseguir un regalo o, la nada.

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Ahí viaja mi mensaje. Esquiva ceros y unos, y se cruza con todas las otras cartas de
renuncia que están siendo enviadas en este mismo instante, y en todos los idiomas que
existen en el mundo. Desde un astronauta que se niega a viajar al espacio en una
travesía que durará décadas, hasta un pastelero que descubrió que su verdadera vocación
es cocinar comida salada. En ese viaje web, de emisor a destinatario, se encuentran
todos los sentimientos que se experimentan a flor de piel cuando se abandona un
trabajo. Al final, renunciar es un poco como el aglutinamiento de emociones antes de
dar el último respiro.

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Después de chocar las manos con mis compañeras de equipo, voy a cinco a recibir. Del
otro lado, la chica que va a sacar no va directo a la zona de saque, sino que le pide a su
amiga, que está en seis, que le pase la pelota. Ella le da el gusto, con un pique de por
medio. Una cábala de saque. Las odio. Porque eso significa que el otro equipo piensa
que, si cumple con la cábala, el saque va a ser un ace. Y, después, lo típico. La pelota
zigzaguea en su trayectoria y pica entre dos compañeras, que tuvieron la mala suerte de
moverse para alcanzar la pelota al mismo tiempo, confundiendo la una a la otra. Del
otro lado, el cantito de humillación. Las que erraron se miran confundidas, cargando en
sus espaldas el peso de los ojos incriminatorios del resto de las compañeras y la
entrenadora. Se dan unas palmaditas y prometen hacerlo mejor la próxima.

¿Y qué si eso no pasa? El vóley requiere inmediatez, recompostura inmediata. Fingir,


engañar a la mente y decirle que estás listo para agarrar la pelota que te venció el punto
anterior. El gran objetivo del ser humano, superar el miedo, está sintetizado en el punto
a punto de un partido. Y uno puede aprender a sacar, a armar, a bloquear, a defender y
recibir. Pero en ningún manual deportivo hay un paso a paso de cómo juntar coraje y
superar la humillación en escasos segundos. No es suficiente con que el vóley y la vida
sean deportes de humillaciones, donde todos alguna vez fueron víctima de la vergüenza
por algún descuido. Porque la gran diferencia entre ambos, es que, en el siguiente punto,
la pelota va a caer en el mismo lugar donde cayó antes. La maldad se dirige adrede.

La sacadora apunta hacia mi sector. Se pone en posición y golpea la pelota con la mano
abierta. Se escucha el “plaf” del contacto. La pelota viene como un moco, como la
inseguridad cuando se transforma en movimiento. Quizás, las chicas del otro equipo
también están nerviosas ante la posibilidad de la humillación. Ahora la pelota está
pasando la línea de tres contraria. Se acabó la duda: todas mis compañeras están
mirándome. Si recibo bien esta pelota, es simplemente el cumplimiento de mi deber. Si
la erro, el hecho se agrega a mi historial de equivocaciones, que todos tienen muy
presente. Mi entrenador la va a sumar a su lista mental de pelotas que definen el tiempo
en cancha de una jugadora, y a mis compañeras les va a pesar mucho a la hora de
decidir si pasarme una pelota o no.

Y, si erro esta y las que vienen, no puedo jugar más.

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Ahí viene. Ya pasó la red. Doy un pequeñísimo salto para acomodarme, tenso el cuerpo
y extiendo los brazos para llevar a cabo un golpe de abajo. No puedo asegurar que va a
terminar en la cabeza de la armadora, pero al menos así va a salir alta. Entonces, la
pelota impacta contra el exacto punto medio de mis antebrazos. El sonido del choque es
perfecto. Ni muy seco, como cuando apenas llegas a agarrarla y la terminás tirando a
cualquier lado, ni muy tosco, que es ese momento en el que la pelota vence la fuerza de
los brazos. El ruido precede la hazaña: la pelota va directo a la cabeza de la armadora.
Respiro aliviada.

A veces la vida, como el vóley, puede tener a sus elegidos o, cuando se siente generosa,
a quienes viven uno o dos momentos de elegido. Este era el mío. El pase perfecto que
me aseguraba la confianza de mi entrenador, los halagos de mis compañeras, la envidia
de las rivales, el protagonismo en las charlas de las cenas familiares que acontecerían
después de este partido. Pensé que solo iba a atinar a dar un pase desprolijo. Pero esto lo
confirma: nací para el vóley. Para la vida.

Entonces la pelota toca el piso de nuestro lado. Nunca hubo segundo pase. Nunca hubo
armado. Todos en la cancha miran con desinterés y fastidio a la chica que acaba de
sacar.

El árbitro pita el silbato. Le indica a la sacadora que había sacado cuando él todavía no
había dado la señal de saque. Decide repetir la jugada.

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