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Bécquer
Selección:
Joule Cáceres Ángeles
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Rayo de luna
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento
que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una
verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los
últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía
lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su
fondo, al menos podrá entretenerles un rato.
~3~
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo,
que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su
sombra no le siguiese a todas partes.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de
fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de
los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas
en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en
un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos
en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de
la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas,
hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o
cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en
silencio intentando traducirlo.
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de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético
insomnio, exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es
posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese
globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres
tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no
podré verlas, y yo no podré amarlas!… ¿Cómo será su hermosura?…
¿Cómo será su amor?…
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azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y
flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de
rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un
cielo azul, luminoso y transparente.
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-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus
pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por
el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí
para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró
otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado… El viento
que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz
baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por
ahí, ha hablado… ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una
lengua extranjera… Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces
creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por
entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando
distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente
persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era
un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él,
complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas.
¡Afán inútil!
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En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y
esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los
Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas
esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo,
arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía
embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de
terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
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que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y
suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color
de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de
enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en
voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive.
Ella entró por el postigo de San Saturio… por el postigo de San Saturio
se viene a este barrio… en este barrio hay una casa, donde pasada la
media noche aún hay gente en vela… ¿En vela? ¿Quién sino ella, que
vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?…
No hay más; ésta es su casa.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba
entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones
de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido
prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un
manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al
bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
~9~
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o
su hermana; o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!… Pues ¿quién duerme allí en aquel
aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla
enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
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noche, al par que su traje, y eran negros… no me engaño, no; eran
negros.
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Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró
a través de las macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto.
~ 12 ~
aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la
guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto
mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su
sitial-; no quiero nada… es decir, sí quiero… quiero que me dejéis
solo… Cantigas… mujeres… glorias… felicidad… mentiras todo,
fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a
nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para
qué?, para encontrar un rayo de luna.
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El monte de las ánimas
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de
las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta
tradición que oí hace poco en Soria.
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se
reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se
acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las
Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos
que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero
hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios,
y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la
capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país,
porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos.
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Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure
el camino te contaré esa historia.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en
su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La
proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las
fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla
espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a
quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último,
intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas
desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos,
situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos
y enemigos, comenzó a arruinarse.
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Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se
oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los
muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una
cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos
braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos
silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de
los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos
el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que
cierre la noche.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta
chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un
vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros
que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento
azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
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siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te
he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano
señorío.
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-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así
como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme
un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su
prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento
diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro
derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha
manga de terciopelo bordado de oro… Después, con una infantil
expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que
por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu
alma?
-Sí.
-Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como
un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose
de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé…. en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y
dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
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cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera
como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto
de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía,
cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
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-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de
oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado
inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en
el día de difuntos a los que ya no existen.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas
que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con
un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de
la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos
ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de
pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que
se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que
no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
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dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras
impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre
la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas
pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al
oír una conseja de aparecidos?
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devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la
encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las
columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la
boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de
horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado
que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas,
y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas
horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos
templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla
levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y,
caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a
una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos
y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de
la tumba de Alonso.
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Los ojos verdes
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa
con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto
con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado
a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta
leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los
podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como
las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles
después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la
imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que
pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo…, herido va… no hay duda. Se ve el rastro
de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos
han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde
otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto mejor
golpe… Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por
esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar
los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares:
¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes
de morir podemos darlo por perdido?
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marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para
cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo,
rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco,
perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la
fuente.
-¡Alto!… ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de
Dios que había de marcharse.
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acorta; déjame…, déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo…
¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase,
al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus,
caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel
en tu serreta de oro.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os
sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que
llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase
que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los
montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras
trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la
espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando
la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco
en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas
lejos de los que más os quieren?
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Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de
la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó,
dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de
sus palabras:
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime:
¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de
hito en hito.
-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy
extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es
posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a
revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve
a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce,
ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
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cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he
sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de
la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya
inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
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Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo
que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis
padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces
que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene
los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a
no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su
venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus
ondas.
-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros
deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra
esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría
yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el
cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una
mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Mira cómo podré dejar
yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que
temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo
un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares
ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el
misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo
te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
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fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago,
comenzaba a envolver las rocas de su margen.
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus
pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella
mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en
un arrebato de amor:
-Si lo fueses.:., te amaría…, te amaría como te amo ahora, como es
mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una
música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta
un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que
existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los
demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como
ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus
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pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes
lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones
del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y
misterioso.
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El beso
I
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de
este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro
a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en
alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los
más grandes y mejores edificios de la ciudad.
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-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que
efectivamente era un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya
un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes
no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince
húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero
hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una
de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que
hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen
libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como
resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le
deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a
cubierto, y algo es algo.
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precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por
una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del
local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos
revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
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grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote
y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con
más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan
verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que
no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la
ciudad de Toledo no era más que un población destartalado, antiguo,
ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de
vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su
ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay
para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad
de los Césares.
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Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de
costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato
en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los
dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a
pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una
hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya
comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién
venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de
colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las
bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán
despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de
metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con
vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que
resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe
seco y agudo de sus espuelas de oro.
~ 35 ~
la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es
seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la
buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar
el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a
Toledo para hacerle más soportable el ostracismo -añadió otro de los
del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a
fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella
patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una
verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que
rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos
prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la
historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae
en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor
del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el
codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un
instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un
minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
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Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada
e incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía,
continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y
fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la
capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que
habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas,
sobre el oscuro fondo de las catedrales.
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-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un
momento de pausa-, porque era... de mármol.
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Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó
esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de
piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión
-añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os
alojáis? -exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -
respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada
un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los
bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne,
verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general
de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz,
prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!
III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían
cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos
caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la
queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último
toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco
a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino
que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el
capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas
botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
~ 39 ~
luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las
veletas de hierro de las torres.
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Si gustáis, pasaremos al buffet.
~ 41 ~
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no
perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a
destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre,
empezó a andar el vino a la ronda.
~ 42 ~
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas,
merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a
cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!
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-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
~ 44 ~
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso
para prestarle socorro.
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