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Leyendas de Gustavo Adolfo

Bécquer

Selección:
Joule Cáceres Ángeles

~1~
~2~
Rayo de luna
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento
que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una
verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los
últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía
lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su
fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el


insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar
la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro
pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el


anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los
potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se
entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra
una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba
algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el
claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba,
prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación
de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas
del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca
y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con
la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones
sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en
donde esté todo el mundo.

~3~
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo,
que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su
sombra no le siguiese a todas partes.

Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la


imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas
creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que
nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de
fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de
los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas
en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en
un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos
en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de
la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas,
hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o
cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en
silencio intentando traducirlo.

En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas


de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos
misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles
que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo.


Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a
aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al
andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una


noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor
de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes

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de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético
insomnio, exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es
posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese
globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres
tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no
podré verlas, y yo no podré amarlas!… ¿Cómo será su hermosura?…
¿Cómo será su amor?…

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen


los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas,
que es por donde se empieza.

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras


piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la
ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se
extendían a lo largo de la opuesta margen del río.

En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden


habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban
en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían,
como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas,
los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de
sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido,
agitando las altas hierbas.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban


hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación,
abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que
la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas
trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los
árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se
confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres
y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos
trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al
viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y

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azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y
flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de
rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un
cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía,


después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento
la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de
algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se
internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido


remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al
entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro
a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado,
mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa


blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla
del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y
se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador
de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!… ¡En este sitio!…, ¡a estas horas! Esa,
esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su
seguimiento, rápido como una saeta.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de


las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá
lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los
árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una
sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las
redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros
álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas
hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo…
¡Nadie!

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-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus
pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por
el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí
para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró
otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado… El viento
que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz
baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por
ahí, ha hablado… ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una
lengua extranjera… Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces
creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por
entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando
distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente
persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era
un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él,
complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas.
¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose


para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la
hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban
la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la
ermita de San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis
pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de
peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y
una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una
corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo
encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su


alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo
contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en
pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

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En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y
esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los
Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas
esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo,
arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía
embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de
terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase


en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto
de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la
parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del
muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas
aguas se retrataban sus pardas almenas.

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían


entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió
la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente
esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de
San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas,


oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio
que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor
de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando
hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas
caballerizas.

Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que


unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado
ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de
gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba
ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a
otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y
antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible
expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel

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que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y
suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color
de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de
enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en
voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive.
Ella entró por el postigo de San Saturio… por el postigo de San Saturio
se viene a este barrio… en este barrio hay una casa, donde pasada la
media noche aún hay gente en vela… ¿En vela? ¿Quién sino ella, que
vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?…
No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más


locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana
gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista
un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba
entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones
de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido
prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un
manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al
bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.

Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un


instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es?
¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal
-ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente,
dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio
de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz
entrecortada por la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de
Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en
la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de
sus fatigas.

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-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o
su hermana; o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!… Pues ¿quién duerme allí en aquel
aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla
enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado


más asombro que el que le causaron estas palabras.
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy
casi seguro de que he de conocerla… ¿En qué?… Eso es lo que no
podré decir… pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola
palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo
que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy
mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela
diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro,
dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus
ininteligibles palabras… ¿Qué dijo?… ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera
saber lo que dijo, acaso… pero aún sin saberlo la encontraré… la
encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca.
Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria;
que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina;
que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas
y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja,
arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una
deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido
como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus
hopalandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa… yo
la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al
trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?… Deben de ser azules, azules y húmedos


como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son
tan expresivos, tan melancólicos, tan… Sí… no hay duda; azules
deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy
negros y largos para que floten… Me parece que los vi flotar aquella

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noche, al par que su traje, y eran negros… no me engaño, no; eran
negros.

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y


adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer
alta… porque… ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las
portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en
un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su
voz!… su voz la he oído… su voz es suave como el rumor del viento
en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como
las cadencias de una música.

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis


sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como
yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi
espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir
conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré,
como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las
facultades de mi alma?

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le


he visto… ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y
el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por
entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D.


Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses
durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire,
que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales
había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo
amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas
imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el
puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió
entre las intrincadas sendas de sus jardines.
La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su
plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor
dulcísimo entre las hojas de los árboles.

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Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró
a través de las macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que


conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus
labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje


blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya
amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto


desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el
suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita
sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece
los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una
carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante


sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un
instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos


por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus
ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial


junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una
mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención
ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla; - ¿por qué te
consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames,
y que amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!… El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus
escuderos; - os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al

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aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la
guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto
mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su
sitial-; no quiero nada… es decir, sí quiero… quiero que me dejéis
solo… Cantigas… mujeres… glorias… felicidad… mentiras todo,
fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a
nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para
qué?, para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así.


A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era
recuperar el juicio.

~ 13 ~
El monte de las ánimas
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de
las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta
tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la


imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de
la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo
hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito


volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los
cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se
reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se
acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las
Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos
que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero
hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios,
y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la
capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país,
porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos.

~ 14 ~
Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure
el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los


condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos,
y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la
comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la


prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los
Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los
Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a
los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la
ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus
nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como
solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos


de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio
profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban
caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus
placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el
coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas,
como llamaban a sus enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en
su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La
proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las
fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla
espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a
quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último,
intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas
desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos,
situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos
y enemigos, comenzó a arruinarse.

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Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se
oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los
muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una
cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos
braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos
silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de
los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos
el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que
cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos


jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por
aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y
oscuras calles de Soria.

II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta
chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un
vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros
que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento
azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general:


Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago
pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos,


cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos
representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de
Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio
en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para

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siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te
he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano
señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de


mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados
labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has
vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento
que no tardaré en perderte… Al separarnos, quisiera que llevases una
memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a
Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra?
El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué
hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha
prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio
el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una
prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de
ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo… que
aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un
momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo
ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el
mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano


para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la
cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el
zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste
monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a


anudarse de este modo:

~ 17 ~
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así
como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme
un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su
prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento
diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro
derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha
manga de terciopelo bordado de oro… Después, con una infantil
expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que
por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu
alma?
-Sí.
-Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como
un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose
de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé…. en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y
dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:


-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en
toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún
podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he
llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi
juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan
tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo
conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de
día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me
ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por
esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta
noche… esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las
campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las
ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos
cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡las ánimas!, cuya
sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus

~ 18 ~
cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera
como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó


en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un
tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba
y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por
semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y
cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial,


que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía,
movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la
frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en
su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que
estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el
fuego:
-Adiós Beatriz, adiós… Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero
cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había
desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba


al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo
satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor
que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas


aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas
de la ciudad doblaban a lo lejos.

III
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto
de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía,
cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

~ 19 ~
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de
oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado
inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en
el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles


cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero,
nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre


sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y
entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su
nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El
viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón,
procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más
violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus
goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas
que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con
un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de
la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos
ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de
pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que
se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que
no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las


cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba
la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas,


como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando

~ 20 ~
dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras
impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre
la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas
pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al
oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir…; pero en vano había hecho


un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida,
más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de
brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas
sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo,
casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una
cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió
el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito
agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y
contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana


caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros
se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de
Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas
de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche


aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de
su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después
de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y
blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía
a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío
cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal
descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y
desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que
fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la


muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido

~ 21 ~
devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la
encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las
columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la
boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de
horror!

IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado
que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas,
y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas
horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos
templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla
levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y,
caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a
una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos
y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de
la tumba de Alonso.

~ 22 ~
Los ojos verdes
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa
con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto
con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado
a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta
leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los
podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como
las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles
después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la
imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que
pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I
-Herido va el ciervo…, herido va… no hay duda. Se ve el rastro
de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos
han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde
otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto mejor
golpe… Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por
esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar
los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares:
¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes
de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de


las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes
resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y
perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los

~ 23 ~
marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para
cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo,
rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco,
perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la
fuente.
-¡Alto!… ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de
Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los


lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta,


Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya
se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-.
¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera
que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que
vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a
matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este
punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de
los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu
del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento.
Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin
atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores
somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que
se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y
primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se
me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia
de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se
distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se

~ 24 ~
acorta; déjame…, déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo…
¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase,
al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus,
caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel
en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con


la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos
en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y
consternados.

El montero exclamó al fin:


-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre
los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber.
Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su
ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su
hisopo.

II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os
sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que
llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase
que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los
montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras
trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la
espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando
la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco
en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas
lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba


maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de
monte.

~ 25 ~
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de
la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó,
dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de
sus palabras:
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime:
¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de
hito en hito.
-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy
extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es
posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a
revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve
a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce,
ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta


colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto
los espantados ojos… Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió
así:
-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué
a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo
que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del
deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el


seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes
y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna.
Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y
suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los
céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las
abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas
y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su
camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas
veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago
caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres,

~ 26 ~
cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he
sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de
la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya
inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores


desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su
inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los
huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los
invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el
inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y


dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales
en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en
sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi
Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña..,
muy extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su


espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de
su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas…; no sé; yo creí ver una
mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho
un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos
ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño…; pero


no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti
ahora…; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas
ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer
hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus
pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban
inquietas unas pupilas que yo había visto…, sí, porque los ojos de
aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos
ojos de un color imposible, unos ojos…
-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e
incorporándose de un golpe en su asiento.

~ 27 ~
Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo
que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis
padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces
que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene
los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a
no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su
venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus
ondas.
-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros
deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra
esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría
yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el
cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una
mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Mira cómo podré dejar
yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que
temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!

III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo
un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares
ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el
misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo
te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban


a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la

~ 28 ~
fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago,
comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a


desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba,
temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su
misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su
existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de


alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose
entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las
nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como
dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron


como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro,
un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una
brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su
esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh,
no!… Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo
amarte, si eres una mujer…
-O un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus
pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella
mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en
un arrebato de amor:
-Si lo fueses.:., te amaría…, te amaría como te amo ahora, como es
mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una
música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta
un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que
existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los
demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como
ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus

~ 29 ~
pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes
lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones
del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y
misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de


su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca.

La mujer de los ojos verdes prosiguió así:


-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de
largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un
lecho de esmeraldas y corales…, y yo…, yo te daré una felicidad sin
nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no
puede ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras
frentes como un pabellón de lino…; las ondas nos llaman con sus
voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos
de amor; ven…, ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la


superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los
ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que
corren sobre el haz de las aguas infectas… Ven, ven… Estas palabras
zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… y la
mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba
suspendida, y parecía ofrecerle un beso…, un beso…

Fernando dio un paso hacia ella…, otro…, y sintió unos brazos


delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en
sus labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie, y
cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y
sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta
expirar en las orillas.

~ 30 ~
El beso
I
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de
este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro
a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en
alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los
más grandes y mejores edificios de la ciudad.

Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose


mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más
gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas,
acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias
consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en
la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una
noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes
de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que
conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus
armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban
chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien
dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos
hablan con admiración nuestras abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a


distancia de unos treinta pasos de su gente hablando a media voz con
otro, también militar a lo que podía colegirse por su traje. éste, que
caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un
farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles
oscuras, enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el
alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi
sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.

~ 31 ~
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que
efectivamente era un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya
un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes
no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince
húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero
hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una
de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que
hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen
libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como
resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le
deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a
cubierto, y algo es algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes


precedidos del guía, siguieron en silencio el camino adelante hasta
llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del
convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula
ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al
divisarle y dirigiéndose al capitán, que, después que hubo mandado
hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del
guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente


desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían
creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero
hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para
hacer hogueras con que calentarse por las noches.

Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni


descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.

A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las


espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones
sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador que iba

~ 32 ~
precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por
una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del
local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos
revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.

Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente


desmantelada, en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los
rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al
abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos
retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro
se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura
sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos,
distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos
y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las
silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban
confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles
fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos
sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del
ruinoso edificio.

A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el


cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos
acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del
mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no
pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto,
donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del
improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban
sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los
caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las
cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor
extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y
se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus
altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado


con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo
acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la

~ 33 ~
grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote
y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con
más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.

Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron


su ejemplo, y poca a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que
entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado
revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de
piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los
pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de
su capote a lo largo del pórtico.

II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan
verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que
no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la
ciudad de Toledo no era más que un población destartalado, antiguo,
ruinoso e insufrible.

Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de
vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su
ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay
para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad
de los Césares.

En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que


viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e
iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la
promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del
movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un
correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad,
convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase
de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo,
sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.

~ 34 ~
Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de
costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato
en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los
dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a
pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una
hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya
comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién
venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de
colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las
bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán
despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de
metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con
vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que
resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe
seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle,


y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en
el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana de
conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su
carácter original y extraño.

Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las


exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas;
después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban
por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o
ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar
al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de
distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía
noticias del mal talante con que el joven oficial se había resignado a
acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de
zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en
el que ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es
verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece

~ 35 ~
la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es
seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la
buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar
el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a
Toledo para hacerle más soportable el ostracismo -añadió otro de los
del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a
fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella
patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una
verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que
rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos
prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la
historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae
en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor
del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el
codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un
instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un
minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer


golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre
de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral
con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de
reposo.

Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la


toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor,
a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a
herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa
extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo
por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una mujer
arrodillada junto al altar.

~ 36 ~
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada
e incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía,
continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y
fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la
capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que
habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas,
sobre el oscuro fondo de las catedrales.

Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve


y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una
suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas
de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco
flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando
casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del
vago amor de la adolescencia!

Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto


los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el
encanto. Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una


criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la
forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el
aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba
verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura
sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que
comenzando por echar a broma la historia, había concluido
interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le
dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no
había de contestarme, ni verme, ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que
escuchaban la relación.

~ 37 ~
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un
momento de pausa-, porque era... de mármol.

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos


había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras
uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único
que permanecía callado y en una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más
de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo
que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo que parece,
tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo
por las carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden
ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un
milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro,
sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que
lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante,
sumergida en un éxtasis de místico amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la
verosimilitud de la fábula de Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas
desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no
tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no
vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase
que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te
tuviéramos hasta celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres,
no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto
a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con
vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...:
lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera
temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces
pedazos.

~ 38 ~
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó
esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de
piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión
-añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os
alojáis? -exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -
respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada
un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los
bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne,
verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general
de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz,
prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!

III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían
cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos
caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la
queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último
toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco
a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino
que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el
capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas
botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba


cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba
encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda

~ 39 ~
luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las
veletas de hierro de las torres.

Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba


situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba
impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas
palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo
lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba
trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su
alrededor la vista-, que el local es de los menos a propósito del mundo
para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y
apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en
la Siberia -añadió un tercero arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a
todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus
asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena
fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a


descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido
una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del
presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con
aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se
veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la
imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza
de un grifo asomado entre hojarascas.

A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se


derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que
había llegado la hora de comenzar el festín.

El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma


ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a
los convidados:

~ 40 ~
Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la


invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor
precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo
un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba
la tumba, les dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos.

Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su


belleza.

Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su


amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente
de todos los labios.

En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros,


arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara
vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan
bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo
pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse
junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos
en toda la noche.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que
contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su
triunfo.
-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he
conseguido a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba -
contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un
título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran
Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis,
se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se
parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.

~ 41 ~
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no
perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a
destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre,
empezó a andar el vino a la ronda.

A medida que las libaciones se hacían más numerosas y


frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba a
trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de
los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito
adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos
cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los
de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de
aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar


los ojos de la estatua de doña Elvira.

Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del


confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista,
parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una
mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una
oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que
cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en
fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante
espectáculo.

Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su


camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y,
presentándole una copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en
toda la noche!

El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto,


dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña
Elvira:

~ 42 ~
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas,
merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a
cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y


el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero,
y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te
tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te admiro
como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre,
y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de
soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos
vaciar veinte botellas...: ¡toma!

Y esto diciendo llevóse la copa a los labios, y después de


humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara
prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino
sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en
tono de zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas
con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que
aconteció a los húsares del 5.° en el monasterio de Poblet... Los
guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus
espadas de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en
pintarles bigotes con carbón.

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia;


pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la
misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba
al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como
vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy
como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el
artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra
hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida
incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que
la siento, sobre todo cuando bebo un poco.

~ 43 ~
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.

El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira,


prosiguió con una exaltación creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus
carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa
ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz
color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-;
quisiéramos que fuese de carne y hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el
capitán-. Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo
he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la lava
de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro
y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres
materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de
mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como
ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa,
beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada
por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como
esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura,
que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca
entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!...
sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me
consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse
hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos
inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz
a los muertos!

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y


tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximóse a la estatua;
pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo.
Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y
con la cara deshecha al pie del sepulcro.

~ 44 ~
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso
para prestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios


ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero
levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su
guantelete de piedra.

~ 45 ~

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