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oria ilustrada

de Canadá
Craig Brown
(compilador)
Craig Brown
(compilador)
La historia ilustrada de Canadá

En La historia ilustrada de Canadá,


compilada por Craig Brown, se
unieron los conocimientos y los es¬
fuerzos de seis de los historiadores
contemporáneos más destacados de
ese país para dar su versión acerca
de lo que fue y lo que es Canadá. El
trabajo abarca desde que llegaron
los primeros europeos en busca de
las riquezas naturales —como su¬
cedió en todos los pueblos conquis¬
tados— hasta nuestros días. Los
contactos entre los aventureros y los
naturales duraron cerca de tres si¬
glos, pero además aquéllos buscaron
dónde asentarse en definitiva y
convirtieron esa nación en im vasto
imperio colonial francés.
Para comprender al pueblo cana¬
diense y su historia conviene tener
en cuenta la plurietnicidad —de que
se muestra tan orgulloso este país—.
En el Prólogo, Craig Brown afirma:
“Los canadienses consideran que su
carácter multicultural es señal dis¬
tintiva de su identidad nacional.
Políticos y editorialistas proclaman
que el multiculturalismo es una vir¬
tud canadiense, y los programas
Diseño: Teresa Guzmán Romero

gubernamentales [...] fomentan el


reconocimiento de nuestras diver¬
sas tradiciones. Los autores de esta
obra nos recuerdan que siempre
han sido muchos pueblos los cana¬
dienses [es decir, el pueblo de
Canadá está formado por muchos
grupos étnicos].” Lo anterior, que
es motivo de genuino orgullo para

(pasa a I:i siguiente solapa)


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Sección de Obras de Historia

LA HISTORIA ILUSTRADA DE CANADÁ


Traducción de
Francisco González Aramburo

.
LA HISTORIA ILUSTRADA
DE CANADÁ

Craig Brown
(Compilador)

60 ANIVERSARIO

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


MÉXICO
Primera edición en inglés, 1987
Segunda edición en inglés, 1991
Primera edición en español, 1994

Título original:
The Ilitistrated Historv of Cañada
© 1987, Lester <& Orpen Dennys Limited
© 1991, Lester Publishing Limited
ISBN 1-895555-02-7

D. R. © 1994, Fondo de Cultura Económica, S. A. de C. V.


Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14200 México, D. F.

ISBN 968-16-4019-5
Impreso en México
AGRADECIMIENTOS

Muchas personas han trabajado esforzadamente, con gran entrega y en¬


tusiasmo, para hacer posible esta Historia ilustrada de Canadá. Deseo dar
las gracias a Jeremy Fox por la conversación inspirada en que surgió por
primera vez la idea de escribir la obra; al equipo de los departamentos
editorial, de producción y de promoción de Lester & Orpen Dennys, que
hicieron realidad su primera edición empastada; a Jim Wills, por el cui¬
dado y la diligencia con que vigiló la edición; a Robert Stacey, director de
las ilustraciones, cuyo conocimiento y comprensión del arte canadiense
son extraordinarios; a John Lee, que diseñó el volumen y le puso su inimi¬
table marca de distinción; a los investigadores de ilustraciones Jim Bu-
rant y Francine Geraci; a Paula Chabanais, consejera de producción, a
Carolyn Gondor y al Departamento de Cartografía de la Universidad de
York; por el apoyo y los consejos que proporcionaron: a Alian MacDougall,
de Stanton and MacDougall, y a nuestros representantes de ventas en
todo el país; a Beverley Endersby; y a la compañía Letter Perfect Ltd. Tam¬
bién vaya nuestro agradecimiento para todas las instituciones y perso¬
nas que nos ayudaron a adquirir los cuadros y las fotografías (consúl¬
tese también, al final del libro, lo consagrado a las fuentes y a los
créditos del material gráfico); y quiero expresar de manera especial mi
agradecimiento a Alpha Graphics, a T. H. Best y a Provincial Papers por
toda la ayuda recibida y el interés que pusieron en el proyecto.

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PRÓLOGO

La historia ilustrada de Canadá es un libro acerca de los canadienses. Es


un relato de cómo han vivido y trabajado, de la idea que se han formado
de sí mismos y de lo que han pensado unos acerca de otros. Es la histo¬
ria de la manera como realizaron sus ambiciones en sus diversas comu¬
nidades, a lo largo de generaciones de inmensos imperios coloniales y,
más recientemente, como ciudadanos de una nación en un mundo
internacional. En este libro, seis intelectuales canadienses —historia¬
dores y geógrafos-historiadores— han interpretado las palabras y las
imágenes de nuestro pasado para toda clase de lectores.
El libro empieza con la vivida descripción que nos hace Arthur Ray de
los primeros canadienses, de los pueblos amerindios e innuit, en el mo¬
mento en que irrumpieron en su mundo los europeos: pescadores, trafi¬
cantes y exploradores que cruzaron el Atlántico en busca de las riquezas
de América del Norte. El encuentro se prolongó durante cerca de tres
siglos, de mediados del xvi hasta las primeras décadas del xix, siguiendo
las huellas de los aventureros europeos desde Terranova hasta el Pacífi¬
co y el Ártico. Tan pronto como se hicieron los primeros contactos, colo¬
nizadores y pobladores empezaron a levantar sus primeros estableci¬
mientos provisionales en América del Norte. Christopher Moore describe
estos precarios establecimientos iniciales en Port Royal y en Quebec, nos
habla de cómo se convirtieron en un vasto imperio colonial y de cómo
los pobladores de la Nueva Francia fundaron un modo de vida que se
convirtió en influencia permanente sobre nuestra sociedad y nuestra
identidad de canadienses.
La Gran Bretaña finalmente venció a Francia en su prolongada rivali¬
dad por los imperios de América del Norte. Graeme Wynn prosigue el
relato; entre 1760 y 1840, súbditos ingleses desafiaron los peligros de

9
10 PRÓLOGO

cerca de 5 000 kilómetros de mar embravecido para desarrollar comuni¬


dades sólidas y establecer las instituciones y el derecho británicos en las
colonias inglesas de Norteamérica. De esta manera se echaron los fun¬
damentos de la consolidación, de la unión política y de la expansión
hacia el oeste con la mira de llegar a dominar el territorio de la bahía de
Hudson antes de que los Estados Unidos se apoderaran de él. La Confe¬
deración, las inquietas ambiciones de sus creadores y, a veces, la auda¬
cia desesperada con que lograron alcanzar la nacionalidad continental
son el dramático tema central del capítulo que Peter Waite dedica a los
restantes años del siglo xix.
Los canadienses ingresaron en el siglo xx llenos de optimismo. Una
economía próspera transformó nuestra sociedad. En su retrato de Cana¬
dá entre los años de 1900 y 1945, Ramsay Cook dibuja la evolución, el
crecimiento de ciudades, la diversiñcación de la industria, el surgimien¬
to de un vibrante Canadá occidental, la entrega de vidas y fortunas de
canadienses en dos guerras mundiales y la desesperanza de los años
de la Gran Depresión. Una riqueza sin precedentes, legado de la econo¬
mía de tiempos de guerra, como nos relata Desmond Morton, ha estimu¬
lado cambios todavía más grandes en la sociedad canadiense durante
los últimos cuarenta años. Nuestra sociedad es más compasiva que en el
pasado, y está dispuesta a utilizar los instrumentos del gobierno para
proteger y aumentar el bienestar de los ciudadanos. Es una sociedad
más tolerante, más dispuesta a acoger a nuevos inmigrantes, más cons¬
ciente y respetuosa de las diversas culturas y religiones de todos los
canadienses. Y somos una nación más confiada en sí misma, decidida a
realizar una contribución de marcado valor a la amistad y el bienestar
internacionales.
Cada uno de estos autores nos da una visión clara del periodo que
aborda, con la cual los lectores se formarán nuevas ideas de nuestro pa¬
sado. Encontrarán temas con los que ya están familiarizados, pero
observados y expresados con novedad.
Los canadienses consideran que su carácter multicultural es señal
distintiva de su identidad nacional. Políticos y editorialistas proclaman
que el multiculturismo es una virtud canadiense y los programas guber¬
namentales, de los más diversos niveles, fomentan el reconocimiento de
nuestras tradiciones. Los autores de esta obra nos recuerdan que muchos
pueblos siempre han sido canadienses, que transcurrió largo tiempo
antes de que los indígenas se toparan con los europeos a mediados del
siglo xvi. Al principio los europeos, burdamente, propendieron a colocar
a todos los amerindios el sambenito de "salvajes”, pero Champlain, La
Vérendrye, Franklin, Hearne, Thompson, Pond y muchos otros que si¬
guieron a Cartier en sus exploraciones no tardaron en descubrir que exis¬
tían, efectivamente, numerosos pueblos de indígenas canadienses. Los
beotucos, los micmac, los algonquinos, los iraqueses, los chipevián, los
crees, los assiniboines, los babinos, los kwakiutl y los innuit hablaron len¬
guas y dialectos diversos, organizaron sus sociedades y gobiernos de
PRÓLOGO 11

maneras distintas, desarrollaron culturas y economías peculiares y rea¬


lizaron sus propias adaptaciones ingeniosas a climas y paisajes. Tam¬
poco todos los europeos eran iguales. Los pescadores que pusieron pie
en las costas de Terranova para salar bacalao, los balleneros que pene¬
traron en el Ártico y los exploradores que trazaron los mapas de las vías
fluviales del continente provinieron de varios países, de Portugal, Espa¬
ña, Francia y la Gran Bretaña.
Menos diversos fueron los fundadores de la Nueva Francia. En su ma¬
yoría eran católicos. Quizá la mitad de los hombres y casi todas las filies
du roi de Luis XIV eran gente de ciudad más que campesinos apegados
a la tierra. Establecieron un imperio que se extendió desde Isla Royale,
a través de la cuenca de los Grandes Lagos y por el Misisipí abajo, hasta
Luisiana. Y más importante aún es que fundaron una sociedad única,
rica en costumbres, tradiciones y memorias; su lengua se ha convertido
en elemento permanente de lo que significa ser canadiense.
Los vencedores ingleses de 1760 ya se habían hecho presentes en Nue¬
va Escocia décadas antes de que Wolfe desafiara a Montcalm en las Lla¬
nuras de Abraham. Después del Tratado de 1763, su número creció y
siguió aumentando en la secuela de la Guerra de Independencia de los
Estados Unidos. Como los franceses que los precedieron, muchos de
los primeros colonizadores fueron soldados que adquirieron tierras lue¬
go de cumplir con su periodo de servicio imperial en el Nuevo Mundo.
Otros, procedentes del sur, se crearon un nicho perdurable en la mitolo¬
gía canadiense en su calidad de Leales, aun cuando un testigo experto, el
gobernador Parr de Nueva Escocia, observara escépticamente que en su
mayoría no estaban “agobiados de lealtad”. Otros más, un corto número
de colonos, fueron emigrantes patrocinados por el Estado que llegaron
desde la Gran Bretaña después de las guerras napoleónicas.
Lo que atrajo a todas esas personas y a miles de escoceses, irlandeses,
ingleses y galeses que llegaron de las islas británicas fue la tierra. La
América del Norte Británica era un lugar de esperanza. “Las perspecti¬
vas que uno tiene aquí son unas diez veces más grandes que las que se le
ofrecen en la madre patria”, escribió un colono entusiasta. La tierra, no
gratuita pero sí barata y abundante, encerraba la promesa de hacerse de
una granja, formar una familia, alcanzar la prosperidad en el nuevo país.
La mayoría, aunque modestamente, realizó sus esperanzas en las diver¬
sas colonias de América del Norte Británica. Hacia mediados de siglo, la
avanzada de la agricultura abarcaba hasta el Escudo canadiense. Había
llegado el momento de seguir avanzando. Los voceros de estos agriculto¬
res inquietos y codiciosos habían descubierto ya otro mundo por conquis¬
tar, el gran Noroeste, las tierras aparentemente desiertas de la Compañía
de la Bahía de Hudson. Ahí estaba un imperio, dijo George Brown, que
esperaba ser conquistado, desarrollado y dominado.
El poblamiento de las colonias anteriores a la Confederación se había
realizado más o menos al azar, auxiliado a veces y estorbado otras por
las disposiciones políticas del gobierno imperial. La conquista del Ñor-
12 PRÓLOGO

oeste fue diferente. Fue un proyecto enorme de forjar una nación, reali¬
zado por el gobierno del nuevo Dominio. Exigió que se hiciesen prome¬
sas de tierras gratuitas y que se presentase al Noroeste como la Tierra
de la Oportunidad, el Último Gran Oeste. Sobre todo, requirió de muchos
más recién llegados que nunca. Se necesitaron colonos británicos y tam¬
bién estadunidenses, pues la experiencia de estos últimos en agricultura
de secano resultaba valiosísima en el Noroeste. Ésa fue la clave y dio
origen a una impresionante iniciativa nueva en materia política de colo¬
nización. Se disiparon las dudas que durante largo tiempo se habían
abrigado acerca de si los inmigrantes procedentes de la Europa conti¬
nental podrían "encajar". Si esos europeos eran agricultores, se les alen¬
tó para que acudieran individualmente o en grupos. Hombres, mujeres
y niños capaces de soportar el invierno de las praderas y de roturar el
duro suelo de las llanuras habrían de hacer realidad los sueños expan-
sionistas de los forjadores de la nación. Los inmigrados llegaron en
número sin precedente; fueron casi dos millones entre 1891 y la primera
Guerra Mundial, y más de la mitad de ellos se dirigieron al Noroeste.
El conflicto bélico en Europa, las restricciones de posguerra a la inmi¬
gración, la Gran Depresión y la segunda Guerra Mundial frenaron tran¬
sitoriamente el flujo de la migración hacia Canadá. Pero, después de
1945, se convirtió otra vez en tierra de esperanzas y oportunidades para
personas que buscasen vida nueva en un nuevo país. Dos millones llega¬
ron entre 1946 y 1961 y otro millón y medio en la década siguiente. En
épocas anteriores, la invitación del gobierno había sido siempre prefe-
rencial y restrictiva. Se había rechazado marcadamente a los negros e
impuesto limitaciones diversas a inmigrantes procedentes de Asia. Gra¬
dualmente, después de la segunda Guerra Mundial, se redujeron las res¬
tricciones fundadas en la raza o el país de origen, e inmigrantes que antes
habían sido considerados indeseables añadieron nuevas aristas a la rea¬
lidad de Canadá como nación de muchos pueblos.
Los canadienses también han tenido que aprender a convivir entre ellos,
lo que jamás ha sido fácil; a lo largo de nuestra historia, la adaptación ha
estado señalada por la incomprensión, la desconfianza, el miedo y el
prejuicio. Los canadienses indígenas consideraron intrusos a los euro¬
peos recién llegados. En las primeras etapas del contacto entre los dos
mundos, el interés recíproco en la explotación de los animales de piel
fina creó entre ellos una asociación inestable pero eficaz. Muy rápida¬
mente, sin embargo, degeneró en una dependencia de los indígenas ca¬
nadienses que debilitó sus sociedades y, finalmente, arruinó su modo de
vida multisecular. El poderío imperial francés en América del Norte que¬
dó destruido en 1760, pero no la sociedad francocanadiense. Más por
necesidad que por liberalidad, el gobierno imperial de Londres prome¬
tió el respeto a la libertad religiosa e inscribió garantías para la lengua y
el código civil franceses en la Ley Quebec de 1774. Generaciones subsi¬
guientes de funcionarios y colonos británicos se preocuparon por sus
relaciones con los francocanadienses. Algunos de ellos pensaron incluso
PRÓLOGO 13

que la obra de la Conquista no había concluido. Lord Durham conside¬


ró que había “dos naciones que contendían en el seno de un solo Estado”
y recomendó la unión legislativa de las colonias canadienses que, en su
opinión, absorbería y asimilaría a los francocanadienses y garantizaría
el progreso de la colonia. Una generación después, George Brown, al re¬
pasar las Resoluciones de Quebec que no tardarían en convertirse en las
estipulaciones del Acta de América del Norte Británica, espetó a su es¬
posa: “...¡una reforma completa de todos los abusos e injusticias de que
nos hemos quejado! ¿No es maravilloso? ¡El canadianismo francés que¬
dará totalmente extinguido!” Dirigidos por políticos sagaces y decidi¬
dos, los francocanadienses frustraron las expectativas tanto de Durham
como de Brown. Pero no terminó ahí la cuestión. La opinión de John Mac-
donald, de que el proponerse concluir la obra de la Conquista “sería im¬
posible, de intentarse, y estúpido y malvado, de ser posible”, no represen¬
tó las opiniones de todos sus partidarios anglocanadienses. Al igual que
Macdonald, cada primer ministro, desde Sir Wilfrid Laurier hasta Brian
Mulroney, ha tenido que aprender que los ajustes políticos, económicos,
sociales y culturales para conciliar a los canadienses de origen francés
con los ingleses se han aceptado de mala gana.
Otro tanto puede decirse de la aceptación de los recién llegados. Los
canadienses, tanto franceses como ingleses, han expresado continua¬
mente su malestar por la presencia en su sociedad de demasiados esta¬
dunidenses. Lady Aberdeen, la extrovertida esposa del gobernador ge¬
neral, resumió esa preocupación en 1895. Las “ideas de los Estados
Unidos" que los agricultores de ese país llevaron al Noroeste en su bagaje
cultural, dijo, “deben ser combatidas sin compasión". Las nociones atre¬
vidas y populistas de los yanquis resultaban perturbadoras. Más aún lo
eran los “jornaleros extranjeros” que formaban las cuadrillas de cons¬
trucción de los ferrocarriles, los trabajadores inmigrantes en las fábricas
y las minas y los colonos europeos de las praderas. La multiplicidad de
sus lenguas, costumbres y tradiciones amenazaba, temían la mayoría
de los canadienses, con desbaratar por completo a la sociedad. Estas per¬
sonas eran “extranjeros en la tierra". Los anglocanadienses deseaban
“meterles en la cabeza los principios y los ideales de la civilización anglo¬
sajona". Como dijo en Montreal un pastor protestante, “una de las me¬
jores maneras de canadianizar, nacionalizar y convertir a todos en ciuda¬
danos inteligentes consiste en darles una buena educación inglesa". El
vehículo elegido para las praderas fue la creación de un solo sistema es¬
colar público "nacional", laico y controlado por el Estado. Pero esto, a
su vez, trastornó convenciones existentes y despertó de nuevo los temo¬
res y la desconfianza en muchos francocanadienses. Sólo en tiempos
muy recientes hemos comenzado a comprender que vivir juntos, para
todos los canadienses, constituye un proceso exigente, sutil y continuo
de adaptación de unos a otros.
Los canadienses tuvieron que aprender también a vivir con su ambien¬
te. Los exploradores esperaron encontrar tesoros fáciles y una ruta rápida
14 PRÓLOGO

hacia las riquezas del Oriente. Descubrieron, en cambio, un continente


inmenso, un terreno duro, a veces implacable, y un clima severo. Los dia¬
rios de los aventureros se hacen eco de ese sentimiento una y otra vez.
En ocasiones, lo que estuvo en juego fue la supervivencia misma y los
europeos no tardaron en aprender que los indígenas de Canadá eran
maestros en esta tarea. El capitán John Franklin, asombrado por la ele¬
gancia y la utilidad del iglú que su guía innuit había construido, escribió
que "se le podría observar con sentimientos semejantes a los que pro¬
duce la contemplación de un templo griego... ambos son triunfos del ar¬
te, inimitables en su género”.
La riqueza de Canadá es difícil de obtener. Tanto encontrarla como
extraerla requieren de ingenio y de pericia tecnológica. Nuestra historia
está repleta de ejemplos: la punta de arpón en tomillo del cazador innuit,
la canoa del indio y el voyageur, el bote de York del traficante de la ba¬
hía de Hudson, la cabaña de troncos tallados del agricultor pionero, el
arado de acero al frío que roturó el suelo de la pradera y las nuevas va¬
riedades de trigo obtenidas por nuestros científicos, el avión para terri¬
torio salvaje Noorduyn Norseman, los sensores de los satélites de los
geólogos y los ingenieros forestales modernos. Muchas de estas máqui¬
nas, herramientas y técnicas fueron ideadas y diseñadas por canadien¬
ses; otras han sido importadas y adaptadas.
Ninguna innovación tecnológica ha ejercido una influencia más pro¬
funda y perdurable sobre la sociedad y la economía de Canadá que el fe¬
rrocarril. Durante generaciones, la distancia y el invierno mantuvieron
separados a los canadienses en pequeñas aldeas, fidelidades y creencias
estrechas. La distancia dificultó la comunicación. El invierno interrum¬
pía el comercio, congelaba las corrientes de los molinos hidráulicos,
cerraba las puertas de las fábricas e imponía estilos de vida caracterís¬
ticamente estacionales. A partir de la década de 1850, los ferrocarriles
cambiaron la manera como los canadienses iban al trabajo, estimaban
sus expectativas y pensaban los unos acerca de los otros. Cuando el ca¬
ballo de hierro llegaba a una ciudad, las ideas de espacio, tiempo y opor¬
tunidad que se habían formado sus habitantes se abrían hacia afuera
lenta e inexorablemente. Al quebrar las cadenas de la distancia y el in¬
vierno, los ferrocarriles llevaron géneros a los mercados, atrajeron a los
clientes, entregaron periódicos, libros y revistas a los lectores, llevaron
colonos a sus nuevos hogares y penetraron en el Escudo para extraer
nuevos recursos. Los ferrocarriles dieron inspiración a atrevidas ambi¬
ciones políticas; forjaron naciones. El Intercolonial, desde Montreal
hasta Halifax, fue una condición de la Confederación; y solamente el
Canadian Pacific pudo convertir en realidad un Dominio a man usqne
ad mare.
La idea de que pudiese existir un Dominio de mar a mar se desarrolló
lentamente. Existió y existe en los canadienses un fuerte sentido de
autosuficiencia. Un funcionario real lo observó entre los habitants de la
Nueva Francia en la década de 1750. Se quejó de que “sólo hacen lo que
PRÓLOGO 15

les da su real gana”. Un oficial británico, el teniente coronel Gubbins,


observó lo mismo en sus viajes por Nueva Brunswick, a principios de la
década de 1800. La autosuficiencia, sobra decirlo, fue condición nece¬
saria de la supervivencia de las sociedades pioneras y dio origen a un vi¬
goroso sentido de comunidad y de identidad locales. Esto impresionó
particularmente a Lord Durham. “Hay muchos centros locales minúscu¬
los”, observó, “cuyos sentimientos e intereses... son distintos y quizás
opuestos".
La unión de los Canadás que se produjo después del Informe Durham,
el autogobierno colonial (reflejo a su vez de la autosuficiencia), alcanza¬
do en la provincia y en las demás colonias en las décadas de 1840 y
1850, y las perspectivas que abrieron los ferrocarriles prepararon la es¬
cena para la Confederación. Políticos y gobernadores convinieron en que
la unión elevaría a los de la América del Norte Británica por encima de
las mezquinas disputas de la política local. La Confederación permitiría
a los canadienses proyectarse hacia afuera, realizar ambiciones expan-
sionistas, adquirir y controlar nuevas tierras. De esta manera podría for¬
jarse una nación continental.
Poco se pensó en la independencia, en emular a las colonias norteame¬
ricanas de 1776. La meta de los confederacionistas fue, antes bien, lo¬
grar la autosuficiencia dentro del Imperio británico. Significó esto que
debía ampliarse el autogobierno a una rama cada vez mayor de respon¬
sabilidades, con lo que la relación imperial se transformaría en lo que
Macdonald llamó “alianza sana y cordial”. Esto encerraba peligros, como
descubrieron Macdonald y sus sucesores, Laurier y Borden. Cada paso
estuvo acompañado de un vivo debate y a menudo de un profundo desa¬
cuerdo entre los canadienses franceses y británicos. También se produ¬
jeron costos terribles, que nadie previo. La autonomía dentro del Impe-
rio-Commonwealth y el reconocimiento del estatus nacional de Canadá
fueron las recompensas que pidió Borden por la participación cana¬
diense en la primera Guerra Mundial.
En los años de entreguerra, unos cuantos canadienses, como John
Dafoe, director del Winnipeg Free Press, alegaron que el nuevo estatus de
Canadá no sería más que una cáscara vacía a menos de que los cana¬
dienses estuviesen dispuestos a cumplir con sus obligaciones en la So¬
ciedad de Naciones. Argumentos de esta clase ponían nerviosos a los
políticos. ¿Acaso no quedaba suficientemente llena nuestra agenda inter¬
nacional con arreglar los detalles constitucionales de nuestro nuevo es¬
tatus, enviar un embajador canadiense a Washington y atender a nues¬
tros propios intereses en las relaciones con Estados extranjeros? ¿La
cuestión de las obligaciones de Canadá más allá de sus fronteras acaso
no había sido un motivo de discordia mayor que cualquier otra cuestión
entre los canadienses? Mackenzie King sabía que si estallaba otra gue¬
rra europea —y hacia 1938 todas las señales parecían indicarlo— se
produciría una irresistible demanda para que los canadienses lucharan
al lado de Inglaterra. King estaba decidido a meter en la guerra a una na-
16 PRÓLOGO

ción unida y a evitar las medidas políticas desastrosas, como la de la


conscripción, que estuvieron a punto de desgarrar a Canadá en la pri¬
mera Guerra Mundial. Y, en gran medida, logró hacer precisamente eso.
Subsistió una difícil cuestión que atormentó a los diplomáticos y a los
dirigentes políticos de la posguerra: el aislacionismo de Canadá, la re¬
nuencia a aceptar responsabilidades en la comunidad internacional,
¿acaso no habían servido solamente para estimular la maligna tiranía de
Hitler? Muchos, como Lester Pearson, así lo pensaron. Y, una vez des¬
aparecido Hitler, subsistió otro problema, el de la Unión Soviética, traba¬
da en una agresiva rivalidad imperial con los Estados Unidos en Europa
y en el mundo entero. Canadá estaba atrapado entre ellos: “el jamón del
emparedado soviético-norteamericano”, como describió el embajador
soviético la nueva realidad geopolítica en su discurso de Calgary de prin¬
cipios de la década de 1960. La autosuficiencia en los asuntos interna¬
cionales era un lujo que los canadienses ya no se podían permitir.
La participación y la seguridad colectiva fueron el santo y seña de la
diplomacia canadiense en los años de la posguerra: la participación en
las Naciones Unidas, en la Commonwealth, en el llamado Tercer Mundo,
y la seguridad colectiva mediante la otan y el Comando de Defensa Aérea
de América del Norte. Los confiados diplomáticos de Asuntos Exterio¬
res se vanagloriaron de los muchos logros alcanzados mediante su “di¬
plomacia silenciosa”: reconocimiento de un papel característico para las
"potencias medianas”, especialmente Canadá; mediación imaginativa y
mantenimiento de la paz en las crisis internacionales; aportaciones cons¬
tructivas a la ayuda internacional. Un gran optimismo caracterizó a la
diplomacia canadiense en las décadas de 1950 y 1960, un sentimiento
de confianza en que la participación vigorosa en la política internacional
confirmaría y realzaría la identidad nacional.
Esa confianza ha menguado en años recientes. Ha sido sustituida por
la creciente preocupación que sienten los canadienses en lo que respecta
a la dependencia de los Estados Unidos en un mundo dominado por
superpotencias. La preocupación es muy diferente de la actitud que se
tuvo en materia de asuntos exteriores en los años de entreguerra, cuan¬
do una idea minimalista de las obligaciones de Canadá para con la co¬
munidad internacional preocupó tanto a los diplomáticos como a los po¬
líticos. Más bien, se trata de saber cuál será la mejor forma de mantener
una presencia canadiense positiva, propia, en los asuntos internaciona¬
les. A fines de la década de 1980, los canadienses están convencidos de
que pueden hacer una valiosa aportación a la tarea de reducir tanto
la amenaza de guerra nuclear como la enorme disparidad económica
entre las naciones.
A lo largo de siglos, desde que los europeos se encontraron por prime¬
ra vez con indígenas canadienses en la costa atlántica, los hombres de
este país han creado una nación transcontinental de muchos pueblos.
Aprender a vivir juntos sigue siendo un reto para todos nosotros. La
buena fortuna y la persistencia, el ingenio y la pericia nos han permití-
PRÓLOGO 17

do trocar nuestros recursos en riquezas. Lenta, pero confiadamente, nos


hemos ido dotando de una conciencia de nuestras obligaciones nacio¬
nales para con nosotros mismos y para con la comunidad internacional.
Son éstos los grandes temas de nuestra historia y de este libro.

La idea de que se hiciese una historia ilustrada de Canadá fue propuesta


por Louise Dennys y Malcolm Lester, de la editorial Lester & Orpen
Dennys. Quisieron producir un libro que captase, en su texto y sus ilus¬
traciones, la emoción de nuestro pasado, la variedad, la riqueza y la suti¬
leza de nuestra historia y qué es lo que significa ser canadiense en la
década de 1980. Es lo que hemos tratado de hacer.
Craig Brown

Toronto, mayo de 1987


PRÓLOGO A LA EDICIÓN EN RÚSTICA

La primera edición de La historia ilustrada de Canadá se publicó en


1987. Se vendieron más de 65 000 ejemplares y ha estado agotada du¬
rante dos años. A los autores y a mí nos complace que esta nueva edi¬
ción haya sido elegida para la primera lista de títulos de las publicacio¬
nes de la Lester Publishing Limited.
La nueva edición en rústica de La historia ilustrada de Canadá tiene un
formato más pequeño y no incluye las láminas a color. Se han corregido
los errores de la primera edición y el profesor Norton ha añadido nue¬
vos materiales al capítulo final, para poner al día nuestra historia hasta
1991.
Terminamos la primera edición señalando que los canadienses, aun¬
que por lo general han sido gente cauta y sensata a lo largo de su pro¬
longada y compleja experiencia histórica, lenta pero seguramente han
llegado a reconocer el valor de aceptar sus orígenes, tradiciones y ambi¬
ciones diversas. En 1992 se cumplirá el 125 aniversario de la Confede¬
ración. Para muchos canadienses, en este verano de 1991 los lazos de la
Confederación parecen hallarse estirados al máximo. Pero las lecciones
de nuestra historia persisten. La tolerancia que ha marcado nuestro pa¬
sado es la clave de nuestro futuro.
Craig Brown

Gran Lago, Quebec, agosto de 1991

18

I
NOTA ACERCA DE LAS ILUSTRACIONES

Las ilustraciones de esta obra no quieren ser una representación del tex¬
to página tras página, sino formar más bien un comentario paralelo.
Hemos tratado de equilibrar lo conocido con lo más raro: lo primero,
porque ahí están las imágenes clásicas de nuestra herencia cultural, sin
sustitutos equivalentes; lo segundo, porque atestigua la extraordinaria
riqueza de nuestros archivos públicos y privados.
Hemos tratado no sólo de representar a todos los sectores de nuestra
sociedad y a todas las regiones de nuestra geografía, sino también de
hacer justicia a uno de los recursos más valiosos de Canadá, el de sus
artes.
En el pasado, los ilustradores de historia y los encargados del material
gráfico tuvieron que valerse, con demasiada frecuencia, de fuentes secun¬
darias y que reproducir copias de copias. La fotografía sistemática de
colecciones ha permitido por fin que imágenes de alta definición susti¬
tuyan a los borrosos grabados en madera y en metal y a los medios tonos
de otros tiempos.
Así también, técnicas relativamente baratas de impresión y reproduc¬
ción nos han permitido volver a las obras originales y así reducir al mí¬
nimo las deformaciones y la pérdida de calidad.
“Un objeto tangible", ha proclamado el decano de los artistas históri¬
cos canadienses, C. W. Jefferys, "no puede mentir o engañar con tanto
éxito como una palabra”. Pero advirtió que algunas imágenes son menos
de fiar que otras.
El arte “oficiar’, independientemente de que se trate de monumentos,
retratos, murales, propaganda bélica o iconos políticos, propende a in¬
formarnos más acerca de las inclinaciones de sus propagadores que de
los temas que se pretendió tratar. Si La historia ilustrada de Canadá inclu¬
ye relativamente pocos ejemplos de tales obras para el autoensalza-
miento, refleja en cambio el interés moderno por las vidas de la gente co¬
mún, en vez de ocuparse de las campañas militares, los jefes de Estado
y las hazañas de algunos individuos.
Esta sustitución de lo político y heroico por lo social y tangible puede
observarse en la Picture Gallery of Canadian History de Jefferys, obra
precursora (1942-1950): los primeros tomos se especializaron en las
“reconstrucciones visuales" de “episodios dramáticos". Pero más tarde
le dio primacía a los “edificios, muebles, herramientas, vehículos, armas
y ropas antiguos, retratos contemporáneos de personas, lugares y suce¬
sos" que “tienen que examinarse para dar consistencia al relato .
Siguiendo el espíritu de esta declaración de fe, hemos tratado de dar
consistencia a nuestro relato con imágenes de las personas, los lugares y

19
20 NOTA ACERCA DE LAS ILUSTRACIONES

los sucesos tal y como los vieron quienes los contemplaron, y no como
fueron “interpretados” años más tarde. La galería de retratos resultante
nos revela que hay tantas visiones de Canadá como versiones de lo que
significa ser canadiense.
Robert Stacey
Director de ilustraciones
I. EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS
Arthur Ray

A esta tierra no debería llamársela Tierra Nueva, compuesta como está de


piedras y horribles rocas ásperas... No he visto una sola carretada de tierra
y sin embargo he desembarcado en muchos lugares... no hay nada más
que musgo y arbustos chaparros, atrofiados. Me inclino a creer, antes bien, que
ésta es la tierra que Dios dio a Caín.

Tales fueron las primeras imágenes que se formó de Canadá Jacques


Cartier, y fueron las impresiones de un explorador amargamente decep¬
cionado. Francisco I había comisionado a Jacques Cartier para que bus¬
case oro en el Nuevo Mundo y un paso hacia el Asia. Teniendo presentes
estos fines, había partido del pequeño puerto de Saint-Malo, en Francia,
el 20 de abril de 1534, con dos barcos y 61 hombres. Luego de esquivar
con sus naves numerosos icebergs amenazadores frente a la brumosa
costa de la Terranova septentrional, Cartier había cruzado el estrecho de
Belle Isle a principios de junio y explorado la costa suroccidental del La¬
brador, a lo largo de cerca de 200 kilómetros. En esta costa encontró a
unos cuantos “salvajes feroces" que “vestían cueros de animales” y lleva¬
ban arreglado el pelo “anudado en la parte superior de sus cabezas como
un manojo de heno prensado, y un clavo o algo por el estilo que atra¬
viesan por el medio... en el que entretejen unas cuantas plumas de ave”.
¡Qué brutal contraste formaban estos indios con los ricos mercaderes
asiáticos o los indios del México opulento en plata y oro que Cartier
tenía la esperanza de encontrar! Dadas su misión y sus expectativas, son
comprensibles su decepción original y la áspera caracterización de Ca¬
nadá y de la gente que encontró primero. El mundo indígena de princi¬
pios del siglo xvi era mucho más complejo y rico de lo que podía saber
Cartier. Y sólo podemos conjeturar qué es lo que los indios pensaron
de Cartier. Lo que sí sabemos es que amaban su tierra y sentían un pro¬
fundo apego espiritual hacia ella.
Los antepasados de los pueblos indígenas de Canadá emigraron desde
Siberia, cruzando el puente de tierra de Bering hace más de 12 000
años, hacia fines de la última glaciación. Cazadores de bisontes, caribúes,
renos, mamutes, mastodontes y otros grandes animales prehistóricos,
avanzaron rápidamente —a un promedio de unos 80 kilómetros por ge¬
neración— hasta que, hará unos 10 500 años, poblaron todas las zonas
habitables de América del Norte y del Sur comprendidas debajo de la
línea retrocedente de las capas de hielo. Unos cuantos miles de años des¬
pués, los glaciares habían retrocedido lo suficiente para que algunos

21
22 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Éste es uno de los primeros mapas que retrataron la información geográfica


obtenida por Cartier durante sus dos primeros viajes a Canadá. Están localizadas
Hochelaga y Stadacona, queda incluido el reino mítico de Saguenay y en las aguas
costeras se ven ballenas. Su orientación es norte-sur en vez de sur-norte, como
más tarde fue lo acostumbrado. Tomado del mapa mundial de Piene Descelliers de
1546 (copia del siglo xix).

pueblos indígenas pudiesen ocupar el Canadá central, alrededor de las


bahías de Hudson y de James.
No obstante las persistentes leyendas sobre cartagineses, fenicios, el
irlandés San Barandano el Navegante y otros vagabundos del mar que
supuestamente llegaron a América desde la Edad de Bronce hasta fines
de la Edad Media, los contactos entre Canadá y Europa comenzaron a
darse hará cerca de mil años con los vikingos. Esta gente del norte fue
un atrevido pueblo marinero que se propagó rápidamente por el Atlánti¬
co septentrional en el siglo ix. Las sagas noruegas e islandesas describen
varios viajes a América del Norte después de que hubieron poblado Groen¬
landia a fines de aquel siglo; el más famoso de estos relatos heroicos nos
cuenta el invierno que pasó Leif Ericsson en un lugar al que puso el
nombre de “Vinland", alrededor del año 1000. Los groenlandeses proba¬
blemente realizaron incursiones ocasionales, cruzando el estrecho de
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 23

Davis, en la Tierra de Baffin, Labrador y Terranova y el establecimiento


vikingo excavado en L Anse aux Meadows en el norte de Terranova debe
ser uno de los muchos sitios en que desembarcaron o invernaron. Las
sagas y los testimonios encontrados en sitios indígenas nos sugieren que
esa gente del norte exploró con gran amplitud la costa septentrional, y
que se produjeron contactos esporádicos entre ellos y los pueblos indí¬
genas de la parte septentrional de América del Norte a lo largo de mu¬
chos años. No obstante, no hubo bastantes motivos para establecer in¬
tercambios comerciales o amistosos entre ellos y los pueblos indígenas
parecen haber defendido eficazmente su territorio contra los intrusos,
hasta que la decadencia de la colonia vikinga en Groenlandia puso fin a
estos encuentros en el siglo xni.
Estos contactos se efectuaron durante una fase cálida del clima que
duró dos siglos. Al parecer, fue el deterioro del clima lo que determinó
que estos hombres del norte abandonaran la zona. Sólo 500 años después
de Leif Ericsson, en 1497, el viaje que realizó Juan Caboto desde Bristol,
en Inglaterra, restableció los contactos europeos con Canadá. Hay tam¬
bién leyendas y conjeturas de viajes anteriores, pero aun en el caso de
que no haya sido el primero el de Caboto, sí fue sin duda el más im¬
portante.
Su viaje formó parte de la explosiva expansión marítima del siglo xv
que llevó a los europeos por el mundo entero hacia 1520. Juan Caboto
entendió, como su contemporáneo italiano Cristóbal Colón, que nave¬
gando hacia el oeste podría encontrar una ruta directa, acaso más fácil,
al comercio de las especias del Lejano Oriente. Como encontró en Ingla¬
terra gente que lo respaldó para la realización de un reconocimiento
sobre una latitud más septentrional que la de Colón, probablemente de¬
sembarcó en el norte de Terranova, pasó un mes explorando esta costa
nueva y regresó a Bristol, donde fue aclamado y obtuvo una pensión real.
El reconocimiento de Caboto y los que efectuaron después Joáo Fer-
nandes (1500), los hermanos Corte-Real (1500), Joáo Alvares Fagundes
(1520-1525) y Giovanni Da Verrazano (1524-1528), mostraron la inexis-

L'Anse aux Meadows,


en la bahía de Epaves,
sobre la punta noroñen-
tal de Terranova, lugar
del primer poblamiento
vikingo que se haya en¬
contrado hasta ahora
en América del Norte.
Aquí, entre 1961 y 1968,
fueron encontrados
ocho sitios para casas
y cuatro cobertizos para
botes que datan de alre¬
dedor del año 1000.
24 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Cartier recontre les


Indiens de Stadacona.
Imagen idealizada del
primer encuentro de
Cartier con los stadaco-
nas, donde un decidido
explorador se acerca a
unos indios tímidos; de
hecho, los escritos del
propio Cartier nos indi¬
can que los papeles fue¬
ron precisamente lo
contrario. Las más de
las veces, se dio buena
acogida a los recién lle¬
gados. Óleo de 1907 de
Marc-Auréle De Foy
Suzor-Cóté.

tencia de una fácil ruta occidental hacia las Indias. Sin embargo, Cabo-
to había informado de la existencia de otra clase de riqueza: el bacalao.
En Europa existía ya un mercado importante para este pescado pues los
europeos, durante generaciones, habían venido capturando bacalao en
el Mar del Norte y en las aguas de Islandia. Poco después del viaje de Ca-
boto, pescadores procedentes de Portugal, Francia y la Gran Bretaña
comenzaron a pescar bacalao en los bancos de Terranova y Nueva Esco¬
cia. Hacia la década de 1550, el tráfico con bacalao de Terranova em¬
pleaba a centenares de barcos y miles de hombres que viajaban anual¬
mente entre los puertos europeos y las nuevas pesquerías.
Junto con los pescadores llegaron los balleneros, particularmente vas¬
cos del norte de España y el suroeste de Francia. Concentraron su acti¬
vidad en el estrecho de Belle Isle, que facilitaba la pesca. Entre las déca¬
das de 1560 v 1570, más de un millar de balleneros pasaron allí el verano
y, a veces, el invierno. Los pescadores y los balleneros se interesaron más
por las aguas de Canadá que por las tierras, pero gradualmente desarro¬
llaron un tercer tráfico mediante el contacto con los pueblos indígenas.
En Europa existía un gran mercado para cueros y pieles, que los pesca¬
dores pudieron aprovechar una vez que establecieron intercambios
amistosos con los indígenas. En la segunda mitad del siglo xvi se organi¬
zaron viajes específicamente para este tráfico.
En 1534, cuando Cartier exploró el golfo de San Lorenzo, no sólo en¬
contró botes pesqueros y visitó abras, a las que ya habían bautizado los
balleneros vascos, sino que traficó también con pieles que le proporcio¬
naron los micmac en la bahía de Chaleur. Cartier, sin embargo, tenía pla¬
nes diferentes. Hacia esas fechas, era patente que el viaje de Colón a Occi¬
dente no había descubierto las Indias, sino un continente nuevo, al que
ya se le llamaba América. Todavía se confiaba en encontrar una ruta a
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 25

través de este continente, pero las experiencias de los españoles en Mé¬


xico y Perú habían descubierto un nuevo motivo para las exploraciones.
En la época de Cartier, los conquistadores se habían apoderado del Mé¬
xico azteca y del Perú inca y encontrado tesoros tan valiosos como las
riquezas del Lejano Oriente. Por ello, la comisión del rey de Francia a
Cartier lo autorizó a descubrir “ciertas islas y países donde se dice que
deben existir grandes cantidades de oro y otras riquezas".
Aunque la decepción inicial que Canadá le produjo a Cartier resultó
infundada, su estimación fue precisa en un aspecto fundamental. En com¬
paración con la mayor parte de Europa occidental, Canadá es una tierra
áspera y dura. Salvo por lo que respecta a las praderas y a la costa del
Pacífico, el clima canadiense al norte del paralelo 49 es como el de Euro¬
pa al norte del paralelo 60: el de Noruega, la Suecia central y Finlandia. En
otras palabras, Canadá es primordialmente un país septentrional. Al sur
del paralelo 49, en el Ontario meridional, en el valle del San Lorenzo y
en las praderas el clima es como el de la Europa centro-oriental y el de
la Rusia occidental.
Sólo en la Columbia Británica costera y en las provincias marítimas,
con excepción de Terranova, encontramos un clima comparable con el
de Francia y las islas británicas. Sólo en la porción meridional de la Co¬
lumbia Británica, las praderas, el Ontario meridional, el valle del San
Lorenzo y las provincias marítimas meridionales hay estaciones para el
crecimiento de las plantas de más de 160 días suficientes para hacer
posible la agricultura en gran escala. Por eso, la mayor parte de lo que
actualmente es Canadá se prestaba mejor a los estilos de vida de los caza¬
dores y pescadores indígenas que al de los campesinos europeos que
siguieron las huellas de los primeros exploradores.
Este hecho fundamental de la geografía canadiense influyó grande¬
mente en el transcurso de la relación entre los pueblos indígenas y los
intrusos europeos. En contraste con las tierras que habrían de conver¬
tirse en los Estados Unidos, pocas regiones de este mundo septentrional
se prestaban para la agricultura. Esto quiere decir que el conflicto por
la posesión de tierras fue considerablemente menor en los primeros tiem¬
pos de lo que fue en los Estados Unidos, donde el clima y la geografía per¬
mitían la formación de un modo de vida agrícola y habían llevado a los
indios a desmontar y poblar algunas de las mejores tierras; allí, fue ine¬
vitable el conflicto cuando los recién llegados se apropiaron de las tie¬
rras de los indios. En Canadá, hasta el siglo xix, los europeos apreciaron
por encima de todo la pesca abundante que encontraron a lo largo de la
costa atlántica y las riquezas que los indios sacaban de los bosques.
La arrebatiña por los productos del bosque comenzó un poco más de
50 años después de que Cartier mirara con malos ojos a los montagnais
de la costa del Labrador. En 1588, dos de sus sobrinos solicitaron y ob¬
tuvieron de Enrique III de Francia un monopolio, de corta vida, del co¬
mercio con los montagnais y otros indígenas. Ésta fue la señal para el
comienzo de una lucha por el dominio del comercio de pieles que habría
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EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 27

de durar hasta mediados de este siglo, lucha que rápidamente quedó atra¬
pada en los conflictos imperiales entre Francia e Inglaterra por el do¬
minio de la mitad septentrional del continente. Fue una de las fuerzas
impulsoras de la invasión europea y su resultado influyó en la forma del
mapa político moderno de América del Norte. El tráfico de pieles pertur¬
bó también el mundo indígena, pues dio lugar a conflictos entre grupos
que pugnaban por controlar el suministro de pieles a los europeos y las
rutas del tráfico hacia el interior, propagó enfermedades epidémicas por
estimular la migración de poblaciones enteras, introdujo tecnologías de
la Edad de Hierro en economías de la Edad de Piedra y llevó a los pue¬
blos indígenas a un sistema internacional de mercado. Todas estas cosas
no influyeron de igual manera en todos los pueblos indígenas de Ca¬
nadá. El Canadá indígena, en vísperas del contacto con los europeos,
era un mundo demasiado rico y complejo como para que ocurriera eso,
tanto geográfica como culturalmente. Sin embargo, la llegada de los
europeos lo cambiaría para siempre.

El rostro de la tierra antes de los intrusos

Canadá es casi tan grande como Europa, unas trece veces más extenso
que los territorios combinados de las dos naciones fundadoras del país,
Francia y el Reino Unido. Ciertamente, el tamaño es un hecho funda¬
mental de Canadá. Quienes quisieron aprovechar los recursos de este
vasto territorio y quienes más tarde desearon fundirlo en una nación,
tuvieron que hacer frente a la prueba de desarrollar sistemas de trans¬
portación y de comunicaciones sobre largas distancias. Desde los prin¬
cipios hasta nuestros días, éste ha sido un logro extraordinario, así
como una empresa muy costosa.
El vasto tamaño de Canadá y el clima septentrional han dado lugar a
un paisaje extremadamente variado. Las tierras musgosas, cubiertas de
arbustos achaparrados que Cartier observó en la costa del Labrador, son
característica de una gran parte de Canadá al norte del límite de los ái-
boles: la tundra ártica, barrida por los vientos del Labrador septentrio¬
nal, Ungava, la mayor parte de los Territorios del Noroeste y las islas ár¬
ticas. Aunque la tierra tuviese una apariencia estéril, no escaseaba la
caza. El bosque septentrional, donde se toca con la tundra, era el hogar
—como sigue siéndolo hoy— del buey almizclero y del en otro tiempo
abundante caribú de las tierras yermas, un animal pequeño resistente,
parecido a un venado. Los rebaños pasan el verano al norte del limite de
los árboles y, a diferencia del buey almizclero, de espeso pelaje, se retiran
hacia el sur para invernar en los bosques. Aquí, la liebre y el zorro árti¬
cos, el lobo y el glotón son los animales de piel fina más importantes.
En los ríos costaneros abundan la trucha de lago, el pescado blanco, el
lucio y la trucha ártica de escamas pequeñas. En las aguas costeras sep¬
tentrionales habitan la foca anillada y de barbas, la morsa (salvo en el
Ártico occidental), el narval, la ballena beluga y el oso polar.
El Canadá nativo en la época de los primeros contactos con europeos. Distribución de grupos nativos
en relación con las zonas lingüísticas. Los registros incompletos del periodo y la gran movilidad de los
pueblos dificultan la determinación de fronteras históricas precisas y muchas se discuten aún hoy.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 29

Al sur del límite de los árboles, la mayor parte del territorio al este del
lago Winnipeg y del valle del Mackenzie forma parte del Escudo cana¬
diense, en donde hace miles de años grandes zonas rocosas fueron des¬
pojadas del suelo fértil por gigantescas capas de hielo continental. Entre
estas regiones estériles, la tierra está cubierta por un bosque perenne de
pinos, abetos y alerces americanos que forman el llamado bosque septen¬
trional o “boreal”. En el siglo xx, el Grupo de los Siete de Canadá trató de
capturar la esencia de este paisaje en sus pinturas y nos dejó imágenes ro¬
mánticas. Los exploradores y los primeros traficantes en pieles europeos
lo vieron de manera muy diferente, pues tuvieron que habérselas con su
áspera realidad a fin de sobrevivir. David Thompson, el gran explorador,
geógrafo y tratante de pieles del siglo xix, lo expresó sucintamente:

La he llamado Región Pedregosa... Es poco más que un montón de rocas con


lagos y ríos innumerables... El verano dura de cinco a seis meses, o mejor di¬
cho, la temporada abierta, con heladas frecuentes, grandes calores y atormen¬
tado uno siempre por los mosquitos y otros insectos... Hasta el tímido alce se
siente algunos días tan acosado por las moscas que no le importa morir, y si
los cazadores le dan muerte en este estado, la nube de moscas que lo cubre es
tan grande y espesa que no se atreven a acercarse al animal durante vanos
minutos.

En el siglo xvm, los hombres de la Compañía de la Bahía de Hudson


consideraron esta región boscosa del Escudo como un desierto de alimen¬
tos"; creyeron que la caza era demasiado escasa como para sustentar
una cadena de establecimientos comerciales.
En el corazón de la región del Escudo, las bahías de Hudson y de Ja¬
mes ofrecen una de las grandes vías acuáticas de ingreso al continente
norteamericano. Desde el río Nelson, en el oeste, hasta el no Rupert en
el sureste un vasto territorio pantanoso bordea estas bahías y se extiende,
tierra adentro, hasta varios cientos de kilómetros En el siglo xix, a este
pantano infestado de insectos le puso el nombre de tierra de nieblas y
ciénagas” un comerciante de la bahía de Hudson James Hargrave. Atina¬
damente bautizada, sería la base canadiense de la Compañía de la Bahía
de Hudson durante sus dos primeros siglos de actividad después de 1670.
A los hombres provenientes de las templadas islas británicas tuvo que
parecerles un lugar por demás desagradable y hostil. James Isham, quien
comerciaba para la Compañía de la Bahía de Hudson a principios del
siglo xvm, describió vividamente las peligrosas realidades del invierno
en la bahía:

A fines de agosto... los vientos del noroeste y del norte comienzan a soplar,
fraen un tiempo insoportablemente frío, con nieve dura y grandes ventiscas
durante largos ocho meses... a menudo ocurre que tengamos un buen tiempo
templado en una mañana de invierno y antes de caer la noche una to™ienta
repentina estalla con turbonadas de nieve hasta el punto de que si un hombre
esfá al aire libre y se ha vestido para el tiempo caliente, corre un gran riesgo
30 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

de perder la vida. Varios son los que han perecido a causa de estas tormentas
repentinas... He conocido a hombres que se han quedado a la intemperie du¬
rante tan sólo veinte minutos y su rostro y sus manos se les congelaron tanto
que se vieron obligados a buscar al cirujano para que se las curara o se las
amputara.

Alrededor de la bahía de Hudson, los traficantes, como los indígenas,


podían encontrar venados ramoneadores, caribúes del bosque y alces
a los que David Thompson llamó “orgullo del bosque”. Entre otros anima¬
les importantes para ellos por su carne y su piel cabe contar al oso y la
zorra, el castor, la rata almizclera, la marta, la nutria de tierra, el lince,
el conejo y la liebre, especies que todavía hoy abundan aquí. Entre las
numerosas variedades de peces figuraron la trucha de lago, el pescado
blanco, el esturión y el lucio. Patos y gansos abundaban en la primavera
y el otoño. Los primeros relatos de los traficantes de pieles explican que
la caza mayor escaseaba más en las tierras bajas de la bahía de Hudson
que en el interior de la región del Escudo. Pero en temporada, las bahías
de Hudson y de James son los lugares donde anidan millones de gansos de
las nieves y de gansos canadienses. Muy tierra adentro, entre el río Saskat-
chewan y el lago Woods, se encontraba una de las más grandes zonas
productoras de ratas almizcleras del mundo.
El bosque septentrional se confunde con una zona de árboles caduci-
folios mixtos que se extiende hasta llegar a Nueva Brunswick y Nueva
Escocia. Fue aquí donde el abedul para hacer canoas, tan apreciado por
los indígenas, alcanzaba su tamaño más grande, de 15 cm o más de diá¬
metro. El arroz silvestre, nutritivo alimento tanto para los nativos como
para los europeos, todavía crece allí, especialmente a lo largo del río

Las pictografías —pin¬


turas en las paredes de
barrancos y cuevas, en
las que se utilizaron ma¬
teriales naturales como
el ocre— figuran entre
las más antiguas for¬
mas de arte indígena
supervivientes. Esta pic¬
tografía ilustra una le¬
yenda ojibway en la que
se habla de una criatu¬
ra con cuernos llamada
Misshipeshu, gran rey
de los peces, del Manitú
Serpiente y de una ca¬
noa con cinco remeros.
Agawa Site, en la orilla
septentrional del lago
Superior.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 31

Rainy hasta llegar al lago Woods, en tanto que en el golfo de San Loren¬
zo abundaban bacalaos, macarelas, focas, anguilas, ballenas, delfines y
crustáceos.
Donde el Escudo canadiense y las llanuras del interior occidental se
tocan, hay un rosario de grandes lagos ricos en peces, los más famosos
de los cuales son el Woods, el Winnipeg, el Athabasca, el Gran Lago del
Esclavo y el Gran Lago del Oso. Las llanuras se extienden desde la fron¬
tera con los Estados Unidos hasta el delta del río Mackenzie y hacia el
oeste desde el Escudo hasta las montañas Rocosas. Es una región de sua¬
ves ondulaciones que se eleva en dos pasos distinguibles, uno en la Ma-
nitoba occidental —la escarpa de Manitoba— y el otro en el Altiplano de
Misuri, en el Saskatchewan central. Partes de la región, sobre todo el valle
del río Rojo, son muy planas. Efectivamente, este valle es una de las lla¬
nuras más planas de América del Norte. Fue el lecho de un lago antiguo
y está expuesto a inundaciones gigantescas cada vez que el hielo obstruye
el bajo río Rojo durante las crecidas de primavera, catástrofe que ocu¬
rre frecuentemente a causa de que las aguas de la parte alta de este río, que
fluye hacia el norte, se deshielan antes de que lo hagan las de la parte
baja. Los primeros pobladores experimentaron duramente este azar.
Más allá de los ríos Saskatchewan y Saskatchewan Septentrional, el
bosque boreal llega hasta las montañas Rocosas y el Yukón. En esta re¬
gión boscosa, el valle del río Peace fue uno de los más ricos en caza. "A
cada lado del río, aunque resulten invisibles desde él", observó Alexan-
der Mackenzie, explorador y traficante, “hay extensas llanuras, en las que
abundan bisontes [del bosque], alces, lobos, zorros y osos". Impresiona¬
do por su calidad pastoril, Mackenzie dijo que el valle del río Peace era
uno de los países más bellos que hubiese visto jamás. Al sur de los ríos
Saskatchewan septentrional y Saskatchewan, los bosques van cediendo
gradualmente su lugar a pastizales despejados, como pintorescamente
los describieron los primeros traficantes de pieles que dijeron que eran
"islas de árboles en un mar de hierba". Estas tierras limítrofes entre el
bosque y la llanura recibieron el nombre de “parques' y también —jun¬
to con los pastizales de más allá— el de “país de los incendios" por lo
frecuentes y enormes que eran éstos en las praderas. Los parques y las
praderas eran un hervidero de animales de caza, sobre todo de bisonte
de los pastizales, que era el más grande de los animales terrestres norte-
¿u-figrícanos y llegaba a pesar mas de una tonelada. Los bisontes se con¬
centraban en grandes masas en los pastizales en el verano durante la
temporada de apareamiento y se retiraban hacia los bosques limítrofes
en el otoño, cuando llegaban los primeros fríos del invierno. Todos los
que los vieron afirmaron que los rebaños de bisontes durante el verano
eran realmente enormes. Vi más bisontes de los que soñé jamás poder
ver", contó un residente de la pradera, en julio de 1865, cuando topó con
un rebaño en la región del río Battle, en la Alberta oriental. "Los bosques
y las planicies estaban abarrotados de bisontes. En la tarde, llegamos a
una gran planicie redonda, que quiza tema unos 16 kilómetros de diá-
32 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

metro, y mientras contemplaba yo esta llanura, montado en mi caballo,


desde la parte superior de una colina, me pareció que era imposible
meter otro bisonte en el lugar. La pradera entera era una sola masa den¬
sa...” El efecto que estos rebaños gigantescos causaban en las praderas se
parecía al de una manga de langostas; a su paso dejaban completamen¬
te desnudos los pastizales y las tierras boscosas colindantes quedaban
pisoteadas y casi arrasadas.
En los bosques había antas, alces o uápitis, antílopes y cariacúes. Los
castores medraban en los álamos y grandes manadas de lobos hacían
presa en los rebaños de bisontes dando muerte a los pequeños, a los vie¬
jos o a los enfermos. Hacia el oeste, las montañas Rocosas descuellan
sobre las llanuras y descienden hasta lo que ahora es la Columbia Britá¬
nica costera. El paso por esta región impresionantemente bella, de mon¬
tañas, mesetas y bosques, en los tiempos en que el viaje se hacía en canoa
estaba lleno de riesgos. La mayoría de los ríos tienen sitios donde el agua
se precipita en torrentes por cañones estrechos, abarrancados, como el
de la Puerta del Infierno en el bajo río Fraser. El cruzar a pie estas barre¬
ras era a menudo muy arriesgado y a veces imposible. "En el sitio donde
desembarcamos”, escribió Alexander Mackenzie acerca del cañón del
río Peace, “el río no tiene más de 50 metros de ancho y fluye entre rocas
formidables, desde donde a veces caen enormes fragmentos y, al preci¬
pitarse desde tal altura, se parten en guijarros de puntas afiladas... no
nos quedó otro remedio... sino cruzar la montaña, sobre la cual tuvimos
que transportar la canoa y la impedimenta...”
Debido en parte a este carácter escabroso, la Columbia Británica mues¬
tra mayor diversidad geográfica que cualquier otra región de Canadá.
Algunos de los climas más húmedos o más secos del país se encuentran
aquí. Las montañas que corren junto a la costa, expuestas a los vientos
occidentales cargados de humedad, están cubiertas de una espesa selva,
mientras que las altas estribaciones de barlovento de las montañas Ro¬
cosas se visten de bosques perennes de pinos y abetos. En contraste, las
mesetas de sotavento de las cadenas costeras están cubiertas más rala¬
mente de hierba y artemisas. Casi toda la vida silvestre que se encontraba
al este de las montañas Rocosas se hallaba también aquí, con excepción
del bisonte de la pradera, pero la cabra montés, la morsa y la nutria ma¬
rina eran y son todavía características de la Columbia Británica. Balle¬
nas y focas abundaban a lo largo de la costa y, durante la temporada del
desove, todos los grandes ríos costeros eran un hervidero de salmones,
así como de grandes manchas de pez candela, o eulachon, especie de
eperlano, cada primavera.
En los primeros años, la tierra y sus animales fueron novedosísimos
para los europeos. Su exploración de Canadá se pareció a una gira turís¬
tica dirigida por indígenas que conocían a la perfección su propia tierra.
De manera semejante, los europeos fueron instruidos por los habitantes
aborígenes en los usos de los diferentes animales, peces y plantas que se
encontraban en el vasto espacio al que llamaron Nuevo Mundo. El tráfi-
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 33

co de pieles pudo haber tenido importancia capital para los intrusos,


pero no menos importantes fueron los usos y las costumbres necesarios
para la supervivencia.

El mundo indígena. Captura de una imagen

Al igual que Europa, el Canadá indígena constituía un complejo mosai¬


co cultural. Los indígenas hablaban doce lenguas principales y una can¬
tidad mucho mayor de dialectos. En un número que probablemente
ascendió a los 300 000 individuos, poblaban todas las zonas del Canadá
actual pero estaban distribuidos de manera muy desigual sobre la tie¬
rra. La mayoría de ellos vivían en aldeas semipermanentes a lo largo de
los ríos y las bahías de la Columbia Británica costera, de la porción sur
de Ontario y en el valle del San Lorenzo. En lo demás, el país estaba muy
ralamente poblado por grupos pequeños cuyo estilo de vida era nómada.
Las sociedades indígenas se distinguían por su carácter: desde las com¬
plejas y muy estratificadas de la costa occidental hasta las bandas de
organización simple de las regiones del bosque septentrional y de la tun¬
dra, donde la gente vivía en pequeños grupos de parentesco. Los pobla¬
dores de las aldeas de la costa del Pacífico eran primordialmente pescado¬
res; los de la parte sur de Ontario y del valle del San Lorenzo dependían
considerablemente de los productos de sus huertas, completados con
peces y venados, mientras que los demás grupos vivían fundamental¬
mente de la caza. Hablando en general, para todos los pueblos indígenas
la religión hacía hincapié en su estrecha relación con un mundo natural
imbuido de poderes sobrenaturales. La mayoría de la gente creía en un
gran espíritu y en multitud de espíritus menores a quienes pedían auxilio,
orientación y protección, aunque las formas en que se expresaban estas
creencias y las ceremonias practicadas variasen grandemente.
No es fácil pintar un cuadro claro del Canadá aborigen en vísperas de
la expansión colonial. Las sociedades indígenas no conocían el alfabeto,
de modo que no nos dejaron esos registros escritos de los que común¬
mente se valen los historiadores. Tenemos que recurrir a la arqueología,
a las tradiciones orales indígenas y a los documentos de los primeros in¬
trusos europeos —fuentes todas ellas que tienen sus limitaciones para
trazamos un cuadro coherente.
La arqueología nos ofrece una imagen muy incompleta de aquel tiem¬
po. Fragmentos de alfarería, instrumentos de piedra y la mayor parte de
los demás materiales que los arqueólogos han desenterrado nada nos
dicen directamente acerca de la manera como organizaron sus vidas las
personas o lo que pensaron de su mundo. De estos restos sólo podemos sa¬
car conclusiones basadas en rasgos similares de nuestras propias tradi¬
ciones culturales contemporáneas. Y son muchos los elementos que fal¬
tan en las excavaciones arqueológicas, ya que los restos orgánicos no
sobreviven durante periodos muy prolongados, salvo en las ciénagas em-
34 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

papadas, en los suelos permanentemente helados y en las regiones semi-


áridas de las praderas. A menudo, muy poco de lo que podemos obtener
nos informa acerca de la vida de los pueblos indígenas de épocas remo¬
tas, a excepción de pequeñas muestras de instrumentos de piedra o de
unos cuantos cascotes de cerámica en los sitios donde había alfarería.
La mayoría de los grupos contaban con historias orales, tradiciones y
leyendas bien desarrolladas, que nos proporcionan reveladoras imáge¬
nes de la vida antes de la intrusión europea. Por desgracia, sin embargo,
muchos de estos relatos no se registraron sino largo tiempo después del
primer contacto con los recién llegados, y, en consecuencia, frecuente-

Guerrero kutchin con su


esposa; el vestido tradicio¬
nal es semejante al de otros
pueblos de habla atapasca,
como los chipevián. Las tú¬
nicas terminan en punta
por la parte de la espalda,
ajustándose a la forma de
las pieles. El único artículo
de manufactura europea
que se ve en el grabado es la
olla. Esta litografía de 1851
está tomada de un dibujo
de A. H. Murray.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 35

mente mezclan experiencias de épocas anteriores y posteriores al con¬


tacto. El objetivo de muchas de estas narraciones era primordialmente
el de transmitir a generaciones subsiguientes importantes valores mo¬
rales y sociales, antes que el de proporcionar cronologías exactas de su¬
cesos o interpretaciones de sus causas. Aunque muchas de las historias,
tradiciones y leyendas nos ofrecen seductoras imágenes de sistemas de
creencias, visiones del mundo y experiencias de algunos individuos, no
son fuentes muy claras de información histórica.
Dado que es tan poco aquello de que disponemos, cada vez que es po¬
sible hacerlo, debemos aprovechar los relatos de los primeros explora¬
dores, traficantes y misioneros. Pero también nos encontramos aquí
con dificultades porque virtualmente todos los registros de los primeros
encuentros fueron llevados por varones que en su mayoría estuvieron
separados de sus familias y de mujeres europeas durante prolongados pe¬
riodos. La clase de información registrada por ellos y las formas como
interpretaron lo que veían estuvieron fuertemente teñidas por su propia
situación social inmediata, sus antecedentes culturales y los motivos de
su visita. También tiene importancia muy grande la duración de la per¬
manencia en las tierras. Para comprender verdaderamente a una comu¬
nidad es necesario vivir en ella durante un prolongado espacio de tiempo.
Pero la mayoría de los primeros exploradores mantuvieron sólo tratos
breves, pues lo que les interesaba era seguir adelante a la búsqueda de
riquezas minerales, de nuevas fuentes de pieles y del escurridizo océano
occidental. Inclusive aquellos que vivieron largo tiempo entre los indíge¬
nas descubrieron la existencia de barreras que les impedían compren¬
der completamente muchos aspectos de su vida; en especial, su religión.
“Debo señalar", escribió David Thompson, “que independientemente de
lo que otras personas puedan escribir en lo tocante al credo de estos in¬
dígenas, me ha parecido siempre muy difícil enterarme de su opinión
verdadera acerca de lo que podríamos llamar temas religiosos. En vano
les hará uno preguntas a este respecto, pues dan la respuesta más ade¬
cuada para evitar otras preguntas y para agradar al que los interroga".
La estación del año y el lugar donde los europeos se encontraron pri¬
mero con grupos indígenas tuvieron mucho que ver también con la idea
que se formaron de su mundo. La mayor parte de sus exploraciones las
hicieron por los ríos entre fines de la primavera y principios del otoño.
Por lo general, andaban buscando una vía acuática hacia el Asia o trata¬
ban de encontrar nuevos socios para su tráfico. Por estas razones, nuestras
primeras imágenes del interior del país son, en lo esencial, vistas de los
ríos y nuestros primeros mapas son mapas de ruta. Dado que muchos
grupos indígenas se desplazaban a lo largo de centenares de kilómetros en
sus rondas anuales y se valían a menudo de recursos muy diferentes a
medida que iban cambiando las estaciones, una visión veraniega por sí
sola, o una visión invernal, así también, nos proporcionan un cuadro dese¬
quilibrado. Por esto, hoy en día, se han sacado en ocasiones conclusio¬
nes contradictorias acerca de los lugares en que vivieron muchos grupos
36 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

indígenas y de los recursos de que se valieron. Las discusiones acerca de


esto ya no tienen un mero interés académico; las reclamaciones de tie¬
rras que hacen los indígenas a menudo dependen de las interpretacio¬
nes que se den a estos primeros registros.
Fuente de mayor confusión todavía es el hecho de que, fuera de las re¬
giones costeras, la presencia europea en América del Norte comenzó a
afectar la vida indígena mucho antes de que europeos e indígenas se en¬
contraran realmente, sobre todo a consecuencia de que las diferentes tri¬
bus comerciaron entre sí con artículos europeos y de la propagación de
enfermedades europeas. El hecho de que se efectuaran cambios desde
mucho antes de un contacto real con los intrusos significa que muchos
de los más antiguos relatos de primera mano no nos proporcionan una
idea precisa del Canadá aborigen en su estado inalterado, porque las so¬
ciedades indígenas se encontraban ya en un proceso de transición. Cuan¬
do Alexander Mackenzie realizó el primer viaje europeo por la Colum-
bia Británica, en 1793, encontró a indios de la región del alto río Fraser
que tenían artículos europeos, aun cuando Mackenzie fuese el primer
hombre blanco que hubiesen visto jamás.
Dibujos y pinturas europeos, y más tarde fotografías, nos proporcionan
a menudo importantes descripciones de la vida en los antiguos tiempos.
Pero en mucho son impresiones realizadas por artistas que dibujaron sus
propias interpretaciones a partir de lo relatado por otros. Inclusive cuan¬
do los artistas visitaron realmente los pueblos indígenas, en sus dibujos
y pinturas influyeron fuertemente sus propias actitudes respecto de sus
modelos, su preparación artística y la moda del momento. También las
fotografías pueden ser muy engañosas. Buen ejemplo de ello es la obra de
Edward Curtís, el famoso fotógrafo de fines del siglo xix y principios del
xx, que se dio a la tarea de registrar la cultura indígena antes de que desa¬
pareciese. Para lograrlo, Curtís llevó consigo al campo una colección de

Keskarrab, guía indio


copper y su hija Medias
Verdes; visten ropas de
piel de caribú. Obsérve¬
se que sus rostros están
"europeizados". Litogra¬
fía a colores de 1823,
inspirada en un dibujo
del teniente Robert Hood.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 37

Chozas de invierno de los kutchin; estas moradas semisubterráneas, con estruc¬


tura de madera y cubiertas de tierra, proporcionaban calor en las condiciones más
extremas. Eran semejantes, por muchos conceptos, a las casas invernales de los
innuit del delta del río Mackenzie y del Labrador. Litografía de 1851 inspirada en
un dibujo de A. H. Murray.

ropas e instrumentos indígenas que utilizó para montar muchas de sus


poses. También “arregló” algunos de sus negativos de manera que en las
fotos no ocuparan un lugar destacado objetos de origen europeo. Aunque
las fotografías de Curtis son obras de arte de valor reconocido, no cons¬
tituyen una fuente confiable para el conocimiento de la vida indígena.
Sobra decir que no es tarea fácil captar una imagen medianamente
precisa del Canadá indígena; debemos tomar en consideración numero¬
sas clases de testimonios provenientes de muchas fuentes, desde el últi¬
mo periodo prehistórico hasta el primer siglo del contacto.

Cazadores del bosque septentrional

Es muy grande el bosque boreal. Se extiende hacia el oeste desde la cos¬


ta del Labrador, a lo largo de casi 5 000 kilómetros, hasta el curso inferior
del río Mackenzie y el Yukón. Dentro de este bosque septentrional, los
pobladores hablaron diferentes dialectos de dos grandes lenguas: el ata-
paseo (al noroeste del río Churchill) y el algonquino (al sur y el este del
Churchill). A pesar de que no pudieran entenderse unos a otros, los par¬
lantes del atapasco y del algonquino debieron enfrentar problemas am¬
bientales semejantes y encontraron soluciones parecidas, por lo que tu¬
vieron en común muchas cosas de la vida cotidiana. Estos indios de los
38 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

bosques estaban bien adaptados a su ambiente. Herramientas, armas,


ropas y objetos ceremoniales fueron producidos con materiales que se
encontraban en el lugar, en vez de obtenerlos mediante el tráfico a larga
distancia. La vida se organizó en torno de destrezas aprendidas por to¬
dos y de equipos y herramientas muy fáciles de transportar. Las armas
para la captura de animales, grandes y pequeños, fueron los arcos con
sus flechas con punta de piedra, las lanzas también con punta de piedra,
las trampas excavadas en el suelo y los armadijos.
Los armadijos fueron particularmente efectivos. A fines del siglo xvm,
en su épico viaje por tierra desde el río Churchill hasta el río Copper-
mine, el explorador y traficante en pieles Samuel Heame describió su uso
por los chipevián para cazar caribúes de tierras yermas:

Cuando los indios deciden acorralar ciervos, buscan una de las sendas por las
que han pasado varios de ellos y sigue siendo frecuentada por los animales. El
corral se construye levantando una valla fuerte con arbustos... el interior está
repleto de bordes que lo hacen asemejarse mucho a un laberinto; en cada pe¬
queña abertura de éste se monta una trampa, hecha con tenazas de cuero de
venado apergaminado... asombrosamente fuerte...

Atraídos o empujados hasta el corral y cogidos en las trampas, los cari¬


búes eran luego alanceados o muertos a flechazos. Hearne añadió que
este método de caza tenía tanto éxito que las bandas de chipevián po¬
dían pasarse la mayor parte del invierno, a menudo, cazando en uno o
dos lugares solamente. De manera semejante, los crees capturaban ca¬
ribúes de los bosques construyendo “vallas para ciervos" a través de los
senderos y colocando trampas en aberturas que dejaban en estas ba¬
rreras. De la misma manera se daba caza a los animales más pequeños,
como las liebres y los conejos, en tanto que los peces eran atrapados con
anzuelo y cuerda, redes sumergidas, represas o vallas tendidas a través
de los ríos.
Los hombres fabricaban la mayoría de las armas, mientras las muje¬
res se encargaban de las trampas y los cepos para animales pequeños.
Ellas hacían también la mayoría de los utensilios del hogar, entre los
que cabe mencionar los cuchillos de piedra, los raspadores de hueso o de
madera para trabajar cueros y pellejos, los buriles de piedra para grabar
en hueso y madera, las agujas de hueso, los recipientes de madera y de
corteza de árbol, y, entre los algonquinos, los trastes de barro. Los reci¬
pientes eran por lo general de mala calidad, así que no era posible guisar
en ellos sobre un fuego abierto. Por consiguiente, la mayoría de los ali¬
mentos se cocían colocando piedras calientes en agua o se asaban sobre
palos o fogones. Con un gusto obvio, Samuel Heame describió los méto¬
dos de cocina de los chipevián, diciendo que consistían

...principalmente en cocer, guisar a la brasa y asar; pero de todos los platos...


un beeatee, como lo llaman en su lengua, es sin duda el más delicioso, al
menos para variar, de los que pueden prepararse con sólo un venado, sin nin-
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 39

gún otro ingrediente. Es una especie de haggis, hecho con sangre, una buena
cantidad de grasa muy picada, algunas de las partes más tiernas de la carne,
junto con el corazón y los pulmones cortados, lo más comúnmente, en troci-
tos pequeños; todo lo cual se mete en el estómago y se asa, dejándolo colgar so¬
bre el fuego por una cuerda. Debe ponerse cuidado en que no reciba demasiado
calor al principio para que no se queme la bolsa y se salga el contenido...

Las mujeres hacían también la ropa, con cueros y pieles, y la decora¬


ban con agujas de puerco espín, pelo de alce y tal vez pintura. Para dar¬
le forma, se recurría a un mínimo de cortes, aprovechando en cambio la
forma natural de cueros y pieles; el término “chipevián” significa en efec¬
to “pieles puntiagudas", por las colas de los animales que se dejaban en
la prenda. Durante la mayor parte del año, la ropa exterior estaba cons¬
tituida por una camisa larga o túnica, vestida tanto por hombres como
por mujeres, junto con polainas y mocasines. Debajo, los hombres vestían
calzones y las mujeres falda-pantalón. La ropa de invierno consistía en
un caliente y duradero abrigo de castor que se hacía dejando por dentro
el lado del pelo y que se utilizaba durante dos o tres años hasta que se
desgastaba. Hacia el río Mackenzie, lo más común era que los abrigos
se confeccionasen con tiras de piel de conejo. Para la cama, los indios uti¬
lizaban cueros de venado y de alce, mantas de liebre y pieles de oso. Las
cubiertas de sus tiendas se hacían comúnmente de cueros de alce o vena¬
do, cortezas de árbol y hojarascas, colocados sobre una estructura cóni¬
ca de palos. Hasta 15 personas podían tener cabida en una de estas
moradas.
El objeto más famoso de la cultura indígena es quizá la canoa de cor¬
teza, de poco peso, poco calado y fácil de reparar. Fueron estas barcas
las que permitieron a los europeos explorar tan rápidamente la mitad
septentrional del continente, porque era fácil transportarlas sobre terre¬
no escabroso y navegar en ellas sobre rápidos inesperados y a lo largo
de los ríos. Aunque en los diseños de los diversos grupos tribales se ob¬
servaran variaciones de poca importancia, las canoas tradicionales de
los indios del norte sólo podían transportar a dos adultos, a uno o dos
niños y una carga de 120 a 150 kilos.
Durante el invierno, las raquetas para la nieve, los trineos tirados por
perros y los toboganes resultaban imprescindibles para marchar sobre
la nieve profunda. Cuando se podía, la gente caminaba sobre el hielo del
río a lo largo de las riberas de barlovento para evitar el terreno áspero y
los vientos. De los trineos tiraban comúnmente sólo uno o dos perros,
porque los cazadores rara vez podían alimentar a más. A consecuencia
de esto, los indios del norte, especialmente las mujeres, transportaban mu¬
chas de sus pertenencias sobre las espaldas cuando se desplazaban de
un campo de caza a otro. La movilidad de estos cazadores septentriona¬
les y la dependencia de la fuerza de trabajo de hombres y perros hacían
imposible acumular posesiones. También impedían la conducta adquisi¬
tiva y la explotación desconsiderada del ambiente.
40 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Este óleo de 1880, obra de Thomas Mower Martin, titulado Campamento de


los indios de los bosques, muestra las mezclas de la cultura europea e indígena. Las
mujeres visten ropas europeas y utilizan una olla obtenida en el comercio, pero
las chozas y canoas son todavía de corteza de abedul.

Los indios septentrionales formaban lo que los antropólogos llaman


sociedades en pequeña escala, en las cuales los contactos cotidianos se
limitan por lo común a los parientes. El grupo más pequeño lo constituía
la banda invernal, formada casi siempre por unas pocas familias estre¬
chamente emparentadas. Dos factores, la seguridad y la eficiencia, deter¬
minaban su tamaño. El alce y el caribú, que constituían la caza invernal
primordial, no siendo animales de rebaño, eran capturados más fácil¬
mente por cazadores trabajando en parejas o en grupos pequeños. La vi¬
da en grupos de parentesco aumentaba también las posibilidades de
supervivencia. Si el varón jefe de la familia enfermaba o moría, aún po¬
día evitarse la muerte por hambre de los demás, ya que la banda les da¬
ría sustento.
Los matrimonios se efectuaban sin mayores ceremonias y, de ser ne¬
cesario, se disolvían fácilmente. Acerca de este aspecto de la vida de los
crees, el explorador David Thompson observó:

No se requiere más que el consentimiento de los contrayentes y de sus padres:


la riqueza de un hombre sólo consiste en su habilidad de cazador, y la de la
mujer consiste en una buena salud y en la disposición de descargar a su marido
de todos los deberes domésticos... Cuando hay incompatibilidad de caracte¬
res, de manera que no puedan vivir apaciblemente juntos, se separan con tan
poca ceremonia como cuando se unieron... sin que nadie quede afrentado...
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 41

Los pueblos indígenas, evidentemente, no tenían la misma norma do¬


ble acerca de las relaciones sexuales matrimoniales y prematrimoniales
que los viajeros europeos nos dejaron en sus relatos. La castidad no era
considerada virtud esencial, aunque Thompson dice que a veces se la
encontraba en alto grado’. Samuel Hearne, al hablar de los crees, dijo que
"ningún logro que haya podido alcanzar un hombre es suficiente para
ganarse el afecto o preservar la castidad de una india del sur . La obser¬
vación de Hearne nos revela su sexismo: nada dice acerca de los tra¬
ficantes que a menudo provocaban el desenfreno. Ciertamente, según lo
que dice el propio Hearne, los traficantes no vacilaban en recurrir al uso
de la fuerza para obtener favores sexuales. Cuenta que Moses Norton,
traficante de la Compañía de la Bahía de Hudson, hijo él mismo de un
matrimonio mixto, mantenía varias esposas y una caja de veneno. Este
último lo empleaba contra los indios que se negaban a entregarle a sus
esposas o hijas. . , ,
Otra costumbre social india que a muchos de los recien llegados les
pareció escandalosa era la del intercambio de esposas. A este respecto,
Hearne se mostró más comprensivo:

Cabe reconocer que es costumbre muy común entre los hombres de este país
intercambiar esposas para pasar la noche con ellas. Pero esto dista tanto de
ser considerado delito, que lo ven como uno de los más fuertes lazos de amis¬
tad entre dos familias, y en caso de la muerte de uno de los hombres, el otro
se considera obligado a dar sustento a los hijos del difunto. Distan tanto de
considerar este compromiso como una simple ceremonia, como hacen la ma-

Aquíel indio está representado como un sal¬


vaje amenazador armado de una porra de
guerra tradicional, un hacha adquirida y un
mosquete. Más desconcertantes son las
pequeñas raquetas para nieve que el viajero
calza al mismo tiempo que lleva sus ropas de
verano. Iroquois allant á la découverte, agua¬
fuerte de J. Laroque basado en un dibujo de
J. Grasset de St. Sauveur (París, 1796).
42 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

yoría de nuestros padrinos y madrinas cristianos, los cuales, sin que importe
los votos que hicieron... casi nunca recuerdan después lo que prometieron,
que no hay un solo caso de un indio del norte que se haya olvidado de cum¬
plir el deber que se echó a cuestas.

Reflejo quizá del punto de vista masculino de la época, Hearne no nos


cuenta si los indios tenían que solicitar de sus mujeres el consentimien¬
to para estas prácticas. Y tampoco toma en cuenta la posibilidad de que, a
veces, hayan sido mujeres las iniciadoras de estas relaciones. Por el co¬
mentario de otros observadores europeos, es patente que las indias no se
mostraban muy respetuosas con los hombres.
La organización política era muy sencilla. La gente propendía a se¬
guir a sus jefes naturales; por lo común, el jefe de una banda invernal era
un cazador excelente, estaba casado y era buen orador. El jefe de una
banda de verano era, por lo general, el individuo más respetado de entre
los jefes de las bandas de invierno, más pequeñas. En contraste con las
organizaciones políticas europeas, estos hombres no gozaban de poder
simplemente en virtud de sus cargos, y las principales decisiones econó¬
micas y políticas se tomaban colectivamente. Nada se hacía hasta haber
obtenido un consenso. Los jefes actuaban mediante persuasión, no por
coerción. En los tratos con el mundo exterior, se esperaba de ellos que
supiesen hablar bien en nombre de sus seguidores, y se les elegía, en
parte, debido a sus capacidades como oradores tradicionales.
Uno de los problemas fundamentales a que se enfrentaban los indios
habitantes del bosque boreal era el de la escasez periódica de caza después
de los incendios o a causa de las enfermedades y las fluctuaciones nor¬
males de las poblaciones animales. Por lo general, estas escaseces estaban
circunscritas a un sitio y eran de breve duración. Para hacerles frente,
los indígenas se valieron de cierto número de estrategias eficaces. Dentro
de las bandas, de los parientes cercanos se esperaba que se ayudasen unos
a otros en tiempos de necesidad y compartiesen sus excedentes con su
familia sin recibir una retribución inmediata. "Esas acciones entre hom¬
bre y hombre que pasan por ser generosa caridad y bondadosa compa¬
sión en la sociedad civilizada”, señaló David Thompson en elogio de los
crees, “no son más que lo que cada día practican estos salvajes, como
acciones de deber común...” Dado que compartir se consideraba un de¬
ber, la acumulación de riqueza personal era tenida por antisocial, y se
esperaba de los jefes que se mostrasen muy generosos. En claro con¬
traste con los europeos, un indígena del norte no obtenía prestigio por
acumular, sino por dar. También entre grupos se compartía. Cuando
la cacería de alces o de caribúes fracasaba en el territorio de una banda, lo
normal era que se le concediese permiso para cazar en el territorio de
bandas vecinas. A veces pudieron aliviarse las escaseces de alimentos a
través del tráfico, particularmente en el caso de las bandas norteñas que
vivían junto a la zona iroquesa del Ontario meridional. Por lo general,
sin embargo, los indios del bosque boreal no practicaban mayormente
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 43

el tráfico entre tribus, simplemente porque los bosques carecían de re¬


cursos suficientes para sustentarlo.
Individualmente, por medio de indagaciones visionarias, y colectiva¬
mente, mediante festejos y rituales especiales como el de hacer sonar
tambores, los pueblos del bosque boreal solicitaban la buena voluntad y
la ayuda del mundo de los espíritus. Thompson, en quien descubrimos
una gran simpatía por las creencias religiosas de los indios, describió
las de los crees:

Creen en la existencia del Kiche kiche Manitú (el gran, gran espíritu)... es el
amo de la vida... deja que el género humano siga su propia conducta, pero ha
colocado a todos los demás seres vivos al cuidado de manitúes (o ángeles in¬
feriores), todos los cuales son responsables ante Él... Cada manitú tiene una
encomienda y un mando distintos, uno tiene el bisonte, otro el venado... Por
esta razón, los indios evitan en la medida de lo posible decir o hacer algo que
los ofenda, y el cazador religioso, luego de dar muerte a cada animal, dice o
hace algo para dar las gracias al manitú de la especie que le permitió dar
muerte al animal.

La religión era asunto por demás personal, pero los individuos de


quienes se creía que poseían facultades especiales de comunicación con
el mundo de los espíritus se volvían chamanes. Un importante rito cere¬
monial que estos visionarios ejecutaron, entre los algonquinos, era el de
la "tienda de temblar”, en que el chamán conversaba con el mundo de los
espíritus en una cabaña construida especialmente con este fin. Entre
los ojibway, de quienes Thompson dijo que eran grandes religiosos ,
estos dirigentes espirituales indígenas formaban una fraternidad, la de
los midewiwin o Gran Sociedad de Medicina, que era la institución reli¬
giosa más importante en su cultura tradicional. Los símbolos sagrados
de la sociedad se conservaban en rollos de corteza de abedul y servían de
auxiliares mnemónicos para sus miembros.
Los indios que poblaban la región marítima del Canadá oriental se do¬
taron de modos de vida semejantes. La diferencia principal fue que los
beotucos, micmac y malecites habitaron tanto la ribera del mar como
los bosques de tierra adentro, y gracias a que pasaban el verano en la cos¬
ta fueron los primeros en entrar en contacto con los exploradores y pesca¬
dores europeos.

Agricultores del norte

Las sociedades indígenas de otras partes fueron considerablemente dis¬


tintas. Dos grupos principales dominaron en el Canadá oriental. Los pue¬
blos de lengua iroquesa, que vivían en lo que hoy es el Ontario meridional
y en torno al San Lorenzo, poseían métodos avanzados de agricultura,
lo que permitió a miles de personas vivir juntas en espacios reducidos y
desarrollar complejos sistemas políticos. Los iraqueses hablaban diver-
44 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

sos dialectos y formaron varios pueblos distintos y a menudo recípro¬


camente hostiles, entre los que cabe señalar a los Cinco Pueblos o “Con¬
federación iroquesa'' (formada por los sénecas, cayugas, oneidas, onon-
dagas y mohawk) y los hurones, los eries y los neutrales. Estos pueblos
mantuvieron tratos entre sí mediante redes de parentesco, rivalidad, gue¬
rra y tráfico. Los iraqueses septentrionales cambiaban sus excedentes de
maíz por los productos de caza de los algonquinos. Las cantidades eran
pequeñas, pero las rutas y los métodos del intercambio estaban bien es¬
tablecidos y los bienes e informaciones transitaban a lo largo de aquéllas
antes de que los europeos y sus mercancías entraran en escena.
En marcado contraste con sus vecinos de lengua algonquina del norte
y el este, que carecían de poblaciones permanentes y se desplazaban cons¬
tantemente de unos campos de caza a otros, los iraqueses vivían en al¬
deas que se sostenían con el producto de sus bien cuidados campos. Los
hurones, por ejemplo, obtenían de la agricultura hasta 75 por ciento de
sus alimentos, consumían primordialmente maíz, frijoles, calabazas y
girasoles, completados con pesca, sobre todo de esturión blanco, v caza,
sobre todo de venado. Antes de la llegada de los europeos, los hurones,
hochelagas y stadaconas de lengua iroquesa fueron los agricultores más
septentrionales de América del Norte, pues vivieron en los límites climá¬
ticos de la agricultura.
Las aldeas iroquesas llegaron a tener hasta 2 000 habitantes y estaban
situadas cerca de los campos. Se buscaba un nuevo sitio para el pueblo
sólo cuando toda la tierra de fácil acceso se había ya gastado en el trans¬
curso de la rotación de campos, práctica agrícola necesaria en virtud del
método de roza y quema que empleaban, cuya mejor descripción se en¬
cuentra en el relato de primera mano de Gabriel Sagard, hermano lego
recoleto:

El desmonte es muy laborioso para [los hurones], porque carecen de herra¬


mientas adecuadas para ello. [Los hombres] cortan los árboles a una altura
de dos a tres pies del suelo, luego les quitan todas las ramas, que queman en
los tocones de los mismos árboles para matarlos y, en el transcurso del tiempo,
arrancan sus raíces. Luego las mujeres limpian cuidadosamente el terreno en¬
tre los árboles y a distancias de un paso entre sí excavan hoyos redondos
como pocitos. En cada uno de éstos siembran nueve o diez granos de maíz,
que primero han escogido, clasificado y mojado en agua durante unos cuan¬
tos días, y siguen trabajando de esta manera hasta que han sembrado lo sufi¬
ciente para alimentarse durante dos o tres años, ya sea por temor de alguna
mala temporada o bien para cambiarlo con otros pueblos que les proporcio¬
nan pieles y otras cosas necesarias; y cada año siembran su maíz de esta ma¬
nera en los mismos lugares y hoyos, que remueven con sus palitas de madera,
cuya forma es la de una oreja con un mango en el extremo. No labran el resto
de la tierra, sino que simplememente la limpian de malas hierbas, de manera
que parecen ser veredas, tanto es el cuidado que ponen en mantenerlas lim¬
pias; y esto hizo que yo, mientras me dirigí solo de una aldea a otra, soliese
extraviarme más en estos maizales que en los prados y bosques.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 45

La pesca y la caza eran actividades primordialmente masculinas y, de


las dos, la pesca era la más importante, ya que los pescados constituían la
fuente principal de proteínas. Para los hurones, que ocupaban lo que
hoy es el septentrional condado de Simcoe en Ontario, la mayor expedi¬
ción de pesca era la de un mes de duración, que se hacía en el otoño has¬
ta la bahía Georgian para obtener el esturión blanco que allí desovaba.
Los stadaconas, que vivían cerca de la actual ciudad de Quebec, pescaban
macarelas, anguilas, focas y delfines en el golfo de San Lorenzo. Se dis¬
tinguían de los demás iraqueses por su gran vinculación con el mar. En¬
tre las temporadas de la siembra y de la cosecha, se aventuraban hasta
la remota península de Gaspé y el estrecho de Belle Isle en expediciones
de pesca, captura de focas y otras tareas de recolección de alimentos. A
diferencia de los viajes otoñales para pescar, dominados por los varones
entre los hurones, en estos viajes de verano participaban todos, hombres,
mujeres y niños.
Aunque consiguiesen menos alimentos que con la agricultura y la pesca,
la caza era importante porque cueros y pieles eran valiosos para vestir¬
se. Dada la densidad relativamente alta de poblaciones en las zonas co¬
lonizadas del territorio iroqués, no abundaban la caza y las pieles, por
lo que las partidas de caza se veían obligadas a recorrer distancias con¬
siderables tras sus presas. Los hurones, por ejemplo, organizaban expe¬
diciones para la cacería de venados en el otoño y fines del invierno, for¬
madas comúnmente por varios centenares de hombres, que hacían
prolongados viajes hacia el sur y el este de sus hogares. Aprovechando el
hecho de que los venados de cola blanca se reunían en rebaños en estas
estaciones, los hurones, para atraparlos, levantaban cercos en forma de
V que tenían unos tres metros de alto y casi un kilómetro de largo. Los
venados, acosados en dirección de los cercos, eran muertos en gran nu¬
mero. Durante la cacería de fines del invierno, unas cuantas mujeres

En la parte central in¬


ferior de La Terra de
Hochelaga nella Nova
Francia (1556), de Gio-
vanni Battista Ramu-
sio, a Jacques Cartier
y sus hombres se les da
la bienvenida a la en¬
trada de la aldea iro-
quesa de Hochelaga
(Montreal), a comien¬
zos de octubre de 1535.
46 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

acompañaban a los hombres para ayudar en el destazamiento y en la


preparación de los cueros. Como la carne de venado no se conserva bien
(parte de ella se secaba al humo), la mayor parte del alimento obtenido
en estas cacerías se consumía inmediatamente. Pero a las aldeas se lle¬
vaban la grasa y los cueros. Para acumular provisiones, los iroqueses
descubrieron varias maneras de preparación y almacenamiento de ali¬
mentos. El producto de los campos se secaba y guardaba en porches o
se colgaba de los techos de sus moradas. El pescado se secaba al sol
o se ahumaba para guardarlo después en recipientes de corteza de árbol.
Probablemente la diferencia más llamativa entre los cazadores del
norte y los más meridionales agricultores consistía en el tipo de morada
en que vivían los iroqueses, ya que habitaban en casas largas. Una casa
típica de los hurones medía hasta 27 o 30 metros de largo y tenía de ocho
a diez metros de ancho. Se la construía sobre una armazón de palos hun¬
didos en el suelo alrededor del perímetro exterior, doblados y amarra¬
dos juntos en el centro, cubiertos de corteza, comúnmente de cedro. Se
hacían porches a uno o ambos extremos de la casa larga para guardar
alimentos y leña y en el interior; alrededor de las paredes se construía
una plataforma elevada. Cerca del centro, perchas de almacenamiento
se ataban a palos grandes y en ellas los habitantes colocaban trastes, ro¬
pas y otras posesiones. Así también, a lo largo del centro, había una fila
de fogones situados a unos seis metros de distancia entre sí. En las aldeas
más grandes, las casas estaban rodeadas por empalizadas de defensa
formadas por estacas entretejidas.
Además de edificar moradas más grandes y permanentes que las de
los cazadores del norte, los iroqueses construyeron canoas mayores tam¬
bién para el tráfico, la guerra y la pesca, que eran capaces de transpor¬
tar cinco o seis hombres, con sus pertenencias, sobre las aguas agitadas
y profundas de la bahía Georgian y de los ríos más grandes. Al parecer,

Cacería de venados por


los hurones. Aunque el
cerco para venados fue
dibujado como si un
granjero europeo lo hu¬
biese construido, el gra¬
bado nos indica cómo
se les daba muerte con
lanzas y trampas cerca
de la abertura del cer¬
co. Basado en un dibu¬
jo de Samuel de Cham-
plain (París, 1632).
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 47

pueblos de habla iroquesa, como los hurones, practicaban un intercam¬


bio regular con sus vecinos antes de la intrusión europea. Tal intercambio
tenía una base sólida, puesto que producían considerables excedentes
de maíz, pero escaseaban las pieles y los animales de caza en la proximi¬
dad de sus aldeas. Sus vecinos septentrionales tenían en alta estima el
maíz y lo cambiaban comúnmente por pieles, las cuales eran de una cali¬
dad superior debido al clima más inhóspito de los bosques boreales. Así,
no es sorprendente que, por las fechas en que llegaron a ellos los euro¬
peos, se practicase ya un comercio intenso. Maíz, tabaco y redes figura¬
ron destacadamente en el tráfico que salía del territorio de los hurones,
situado en las riberas meridionales de la bahía Georgian; y lo que entraba
eran pieles, pescado seco, carne y ropas para el invierno.
Los hurones se interesaban en el comercio, también por otras razo¬
nes. Acumulaban más bienes que sus vecinos algonquinos —en parte a
consecuencia de sus vidas más sedentarias— y, aunque combatían la con¬
ducta adquisitiva de los individuos, cada grupo de parentesco buscaba
colectivamente hacerse de propiedades a fin de conservar o elevar su po¬
sición. Se realizaba esto mediante la redistribución de riqueza —con¬
seguida sobre todo mediante el tráfico— entre otros miembros de la so¬
ciedad en general. Es comprensible que tales conexiones de intercambio
fuesen celosamente guardadas por los parientes que las habían creado o he¬
redado. Por lo general, el grupo cuyos miembros fueron los primeros en
abrir una determinada ruta comercial poseía los derechos sobre ésta, pero
los podía arrenda'' o ceder a otros grupos.
La sociedad de xas casas largas era compleja y sumamente organizada
en comparación con la familia nuclear de los pueblos de habla algon-
quina y atapasca. En la casa larga vivía una familia extensa formada por
una mujer y sus hijas, o un grupo de hermanas, junto con sus esposos e
hijos. El parentesco se trazaba de acuerdo con la rama femenina y la fa¬
milia solía permanecer preferentemente en la casa de la madre.
La vida política estaba organizada en tomo del clan, formado por todas
las familias extendidas de una aldea que decían descender de un antepa¬
sado femenino común. Según el tamaño de la aldea, se podía encontrar
uno o varios linajes diferentes, y cada linaje llevaba el nombre de uno de
los clanes de la tribu: oso, halcón, tortuga, etc. En los pueblos más gran¬
des, las casas largas que pertenecían a familias del mismo clan propen¬
dían a arracimarse. Aun personas que vivían en aldeas diferentes, pero
llevaban el mismo nombre de clan, reconocían una afinidad simbólica
entre sí, aunque estaba prohibido el matrimonio entre miembros del clan.
Cada clan tenía dos jefes, un dirigente civil y un dirigente para la gue¬
rra. De los dos, al dirigente civil se le consideraba más importante, y se
ocupaba de todos los aspectos de la vida cotidiana. Al dirigente para la
guerra se le tenía en alta estima sólo en tiempos de conflicto. Su respon¬
sabilidad consistía, entonces, en organizar partidas para hacer correrías
en las sangrientas luchas que acostumbraban los indígenas que vivían
más allá del territorio de los hurones, hacia el sur, sobre todo los que vi-
Estas dos acuarelas —Danza para la recuperación de los enfermos y Danza
calumet—forman parte de una serie de esbozos de las danzas y ceremonias iro-
quesas que hizo George Heriot, un pintor residente en Quebec, escritor y jefe de correos
(1766-1844). Una calumet es una pipa de la paz.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 49

vían al sur del lago Ontario. Por lo general, las partidas belicosas consti¬
tuidas por amigos de los parientes caídos practicaban incursiones en
aldeas vecinas para obtener desquite. Los conflictos eran más o menos
continuos pero los combates producían relativamente pocos muertos. Se
prefería capturar a hombres, mujeres y niños y se solía torturar a los hom¬
bres y adoptar a las mujeres y a los niños para remplazar a miembros de
las filas de los captores. Ciertamente, la aniquilación de aldeas y grupos
no era normalmente el objetivo antes de la aparición de los europeos.
Consejos aldeanos, constituidos por los jefes civiles de los diversos
clanes, se ocupaban de los asuntos cotidianos de las poblaciones. Uno de
esos consejeros hacía las veces de vocero de la aldea, pero todos los diri¬
gentes civiles poseían un rango igual, y no estaban obligados a aceptar
las decisiones de los demás consejeros. La administración de la aldea se
realizaba mediante una política de consenso; además de los dirigentes
civiles, ancianos a quienes se respetaba por su sabiduría asistían a las re¬
uniones del consejo de la aldea y participaban en las discusiones. Los con¬
sejos disponían las funciones públicas, coordinaban los proyectos co¬
munales de construcción y zanjaban disputas.
Entre los hurones, cada aldea pertenecía a una de cinco tribus diferen¬
tes, que juntas formaban la Confederación hurona. Cada tribu controlaba
una porción del territorio hurón, que era administrado por un consejo
tribal de dirigentes civiles de las aldeas de la zona. Lo mismo que en el
caso de los consejos de aldea, todos los consejeros tribales poseían un
rango igual, pero sólo uno actuaba como vocero del grupo. Cada conse¬
jero tribal tenía ciertas responsabilidades hereditarias, como la de pro¬
teger las rutas comerciales de su linaje. Los consejos tribales se ocupaban
principalmente de los asuntos entre aldeas y entre tribus. Por encima de
los consejos tribales estaba la Confederación, que al parecer abarcaba a
todos los miembros de los respectivos consejos tribales. La Confedera¬
ción hurona trataba de mantener las relaciones amistosas entre sus cinco
tribus y actuaba como coordinadora en asuntos de comercio y de guerra.
Tales negociaciones diplomáticas y políticas no debieron ser fáciles,
pero es patente que la organización de los hurones les permitió hacerse
cargo con éxito de los asuntos de una considerable población —unos
25 000 mil habitantes a principios del siglo xvii— antes de que los euro¬
peos provocasen trastornos extraordinarios a los que no supieron hacer
frente. .
La vida de los hurones estaba repleta de celebraciones publicas y pri¬
vadas. Las fiestas más grandes se daban en la época de la reunión anual
del consejo de la Confederación y con ocasión de la investidura de nuevos
dirigentes. Hombres y mujeres organizaban fiestas también para con¬
memorar toda una variedad de acontecimientos personales importantes
y, por lo general, durante las celebraciones se bailaba, jugaba y comía
animadamente. La más importante de todas las ceremonias de los huro¬
nes era la Fiesta de los Muertos, diez días de pompa y celebraciones cada
vez que una aldea cambiaba de sitio. El hermano Sagard registró esta
50 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

ceremonia con gran pormenor, aunque es evidente, por la lista de los


bienes colocados en la tumba común, que la influencia europea había
cambiado ya la vida de los hurones:

Se notifica a otras tribus vecinas a fin de que aquellas personas que hayan
elegido ese pueblo como sitio para los entierros puedan llevar allí a sus muer¬
tos, y otros que quieran acudir en señal de respeto puedan honrar con su pre¬
sencia el festival. Pues a todos se les da la bienvenida y se les agasaja durante
los días que dura la ceremonia...
La tumba se cava fuera del poblado, se hace muy grande y profunda, capaz
de contener todos los cuerpos, muebles y pieles que se ofrecen para los muer¬
tos. A lo largo del borde se levanta un andamio elevado hacia el que se llevan
todas las bolsas que contienen huesos; luego la tumba se cubre completa¬
mente, tanto el fondo como los lados, con pieles nuevas de castor y mantas;
luego, colocan una capa de hachas; después ollas, cuentas, collares y brazale¬
tes de wampurn, y las demás cosas aportadas por los parientes y amigos. Una
vez hecho esto, los jefes, desde arriba del andamio, vacían todos los huesos de
las bolsas en la tumba sobre los bienes, y luego los cubren otra vez con nuevas
pieles, después con cortezas de árbol y finalmente los cubren de tierra y colo¬
can encima grandes troncos... Luego festejan de nuevo, se despiden unos de
otros y regresan a los lugares de los que vinieron, con gran alegría y contento
por haber proporcionado a las almas de sus parientes y amigos algo que pue¬
dan llevarse, y con ello, hacerse ricos en la otra vida.

Sagard se percató también de que la Fiesta de los Muertos desempe¬


ñaba un papel importante en la sociedad de los hurones: “Mediante es¬
tas ceremonias y reuniones contraen nuevas amistades y forman nuevas
uniones entre ellos, diciendo que, tal y como los huesos de sus parientes y
amigos muertos se juntan y unen en un solo lugar, así también ellos mis¬
mos deben, a lo largo de sus vidas, vivir juntos con la misma unidad y
armonía”.
Un rico mundo espiritual infundía vida. En el panteón de los hurones,
el espíritu más alto era el del cielo, que gobernaba el clima y ayudaba
a los seres humanos cuando se encontraban en apuros; espíritus menores,
los oki, tenían la capacidad de influir en los seres humanos. Todos los
iroqueses le rogaban a este mundo espiritual para que les ayudara en
sus empresas económicas y militares, pero también les preocupaba mu¬
cho conseguir la ayuda de los espíritus para combatir la enfermedad. Los
hurones creían, por ejemplo, que la enfermedad tenía tres causas prin¬
cipales —causas naturales, la hechicería y los deseos incumplidos del
alma de una persona— y, para tratar estos problemas, recurrían a los
chamanes y a las sociedades de curanderos. Como se pensaba que los sue¬
ños eran el lenguaje del alma, los chamanes les prestaban atención parti¬
cular cuando trataban pacientes; mediante una acción ritual atinada, eran
capaces de tratar eficazmente problemas emotivos comunes. Frecuente¬
mente, las ceremonias de cura eran, en esencia, una suerte de psicotera¬
pia individual y de grupo.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 51

Los CAZADORES DE BISONTES DE LAS LLANURAS

Probablemente ninguno de los pueblos indígenas de Canadá ha captura¬


do la imaginación popular tanto como los nómadas ecuestres armados
del siglo xix, que habitaban las praderas y los bosques contiguos a éstas.
Tales indios, y sus vecinos del sur en lo que hoy son los Estados Unidos,
constituyeron una formidable fuerza militar en el breve tiempo de su apo¬
geo, y para muchos simbolizan a los indígenas canadienses de tiempos
históricos. Pero las vidas de los indios de las llanuras fueron claramente di¬
ferentes de las de los indígenas de otras partes. Además, el caballo y el
rifle, que se convirtieron en parte esencial de la cultura de los indios de
las llanuras en el siglo xix, los recibieron de los europeos. Todavía hoy es
difícil decidir si estos dos elementos europeos transformaron fundamen¬
talmente la vida de los indios de las llanuras o simplemente dieron nuevo
vigor a tradiciones ya existentes.
Mucho antes de que se dotaran de caballos y armas de fuego, los in¬
dios de las llanuras eran cazadores notables y habían ideado varias ma¬
neras eficientes de dar caza al bisonte, con exclusión casi, ciertamente, de

Un despeñadero para bisontes, acuarela de 1867, obra de Alfred Jacob Miller, nos
muestra la técnica de caza de bisontes consistente en empujarlos hacia un despe¬
ñadero, comúnmente utilizada en el verano. Antes de conocer el caballo, los indios
usaron a menudo el fuego para empujar hacia adelante al rebaño.
52 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

los otros grandes animales de caza abundantes en la región. El hecho de


que los bisontes se juntasen en los mismos lugares durante el invierno y
el verano, año tras año, y se desplazaran de uno a otro sitio sobre rutas bien
establecidas, hizo que el trabajo de los cazadores fuese relativamente
fácil. Cuando esta pauta de conducta se cambiaba, por lo común era por
una causa fácil de descubrir, como un incendio otoñal que había destruido
el forraje para el invierno siguiente, o un clima invernal excepcionalmen¬
te benigno que incitaba a los rebaños a permanecer en las praderas abier¬
tas. La mayoría de las veces los indios se enteraban por adelantado de
esto y podían tomar providencias para evitar la escasez de alimentos.
Los indígenas practicaban métodos diferentes para capturar gran nú¬
mero de animales de los rebaños en el verano y en el invierno. Durante el
verano, lo más eficaz era empujarlos hacia los despeñaderos. Para esto
se necesitaba un grupo grande de indios, en el que solían figurar las mu¬
jeres y los niños mayores, que actuaban de concierto para provocar la
estampida de un rebaño en dirección de un precipicio; la altura de éste
no tenía que ser muy grande, sólo la suficiente para dejar inválidos a los
animales en la caída. Los aventadores se disponían en forma de una V
grande en tomo del lugar donde se haría la matanza. Para protegerse, a
menudo se parapetaban detrás de abrigos de maleza o de piedra, natu¬
rales o hechos por el hombre. Los cazadores más diestros se acercaban
detrás del rebaño y lo hacían moverse hacia el despeñadero, en tanto que
los que ocupaban los flancos hacían ruido bastante para mantener el
avance de los animales. Frecuentemente se prendía fuego al pasto de la
pradera para empujar a los bisontes hasta los precipicios, lo que es una
de las razones que nos explican la frecuencia de los incendios. El despe¬
ñadero de animales era eficiente, pero los cazadores no podían regular
el número de animales muertos y se producía mucho desperdicio.
En las praderas se encuentran, ampliamente dispersos, sitios de des¬
peñadero prehistóricos a los que se conoce con el nombre de saltos del
bisonte. La confiabilidad de estos sitios queda confirmada gráficamente
por los testimonios arqueológicos que indican que fueron utilizados re¬
petidamente a lo largo de miles de años. En el sitio del lago de la Gaviota,
en Saskatchewan, por ejemplo, hay un espesor de cinco metros de hue¬
sos de bisonte.
Los indios de las praderas también utilizaban la técnica del "rodeo”,
descrita en 1691 por Henry Kelsey de la Compañía de la Bahía de Hud-
son, uno de los primeros europeos que llegaron a las praderas: “cuando
descubren a un gran número de [bisontes], los rodean con hombres...
van estrechando el cerco, manteniendo a las bestias en el centro y es¬
pantándolas a gritos hasta que lo rompen en uno u otro lugar y salen
corriendo . Probablemente, esta técnica fue empleada más a menudo
cuando las bandas se hallaban en camino hacia sus campamentos de
verano o de regreso de éstos. Las espantadas hacia los despeñaderos se
utilizaron generalmente cuando los indios se encontraban en sus gran¬
des campos de verano.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 53

El individuo que vigilaba la construcción del corral para bisontes y distribuía lo


obtenido recibía el nombre de poundmaker, es decir, hacedor del corral. Obsérvese
que el uso de caballos para empujar a los animales hacia el corral no era tradicio¬
nal. Un corral para bisontes; grabado (1823) inspirado en un dibujo del teniente
George Back (1796-1878).

Durante el invierno, los cazadores aprovecharon el hecho de que los


rebaños buscaban abrigo. En los lugares donde sabían que acudían sus
posibles presas, construían vallados en forma de corrales. Durante una vi¬
sita invernal a los assiniboines de Saskatchewan, en 1776, el traficante
de pieles A. Henry observó uno de esos corrales en uso. Su relato está te¬
ñido de admiración porque, como la cacería que consistía en rodear a
un rebaño, esta estrategia exigía, a la vez, destreza y valentía. Los caza¬
dores corrían el riesgo de morir pisoteados si el rebaño se sobresaltaba.

Llegados a la isla [de árboles] las mujeres levantaron unas cuantas tiendas,
mientras el jefe condujo a los cazadores hasta su punta meridional donde
había un corral, o cercado. La valla tenía más de un metro de alto y estaba
formada por estacas fuertes de madera de abedul, entreveradas con ramas
más pequeñas del mismo árbol. Se pasaban el día haciéndole leparaciones...
al anochecer ya estaba todo listo para la caza. Al amanecer, varios de los ca¬
zadores más expertos fueron enviados como señuelos para atraer a los anima¬
les al corral. Iban cubiertos de pieles de res, con su pelaje y cuernos. Llevaban
los rostros cubiertos y sus gestos se parecían tanto a los de los animales mis¬
mos, que de no haber estado yo en el secreto, me habría engañado tanto como
las reses... El papel desempeñado por los que hacían de señuelo era el de
acercarse a los animales hasta quedar al alcance de sus oídos y ponerse luego
54 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

a mugir como las bestias... Esto se repetía hasta que los líderes del rebaño se¬
guían a los señuelos hasta las fauces del corral, las cuales, aunque bien abier¬
tas hacia la llanura, terminaban, como un embudo, en una pequeña puerta de
salida...

Independientemente del método empleado, una vez terminada la cace¬


ría, el más viejo que la había vigilado distribuía la captura. Las mujeres
despellejaban el animal, lo descuartizaban y preparaban la carne. Duran¬
te el verano, se apartaba una cantidad considerable de carne para consu¬
mirla más tarde. Se secaba y machacaba finamente, se fundía la grasa
del animal y se colocaba en un recipiente de piel o de cuero de bisonte sin
curtir para que se enfriara; la carne machacada y la grasa calentada se
combinaban para hacer pemmincan, que es una especie de tasajo. Frecuen¬
temente se añadían bayas saskatoon, para condimentar esta mezcla alta¬
mente concentrada y nutritiva.
También se daba caza a otros animales, especialmente al venado rojo.
Este venado grande (que llega a pesar hasta quinientos kilos) vivía en
las márgenes boscosas de los pastizales, y los indios lo cazaban durante
el invierno cada vez que dejaban de hacer aparición los bisontes y utili¬
zaban su cuero para hacerse ropas. A los indios de las praderas, entre los
que cabe mencionar a algunas bandas de assiniboines, sangres, crees y
ojibway, que eran inmigrantes recientes procedentes de los bosques, les
gustaba mucho la carne de alce. Se cazaba al lobo de las praderas o co¬
yote, y al castor por sus pieles y cueros para hacer ropas de invierno,
aunque también se les comía, y, en temporada, también se cazaba a las
aves acuáticas. Además de dedicarse a la cacería de animales grandes y
pequeños, algunos indios de las praderas pescaban a principios de la pri¬
mavera y en el otoño. Los assiniboines y los crees, por ejemplo, captura¬
ban grandes cantidades de esturión durante las torrentadas de prima¬
vera, construyendo represas en lugares bien escogidos a lo largo de ríos
tan grandes como el Rojo y el Assiniboine. En contraste con esto, a tribus
más antiguas de las praderas, como las de los pies negros, no les gusta¬
ba el pescado. De hecho, era tan marcado su desagrado que a Matthew
Cocking, de la Compañía de la Bahía de Hudson, unos pies negros del
sur de Alberta le dijeron que no lo acompañarían hasta la Factoría de
York de la bahía de Hudson porque tendrían que viajar en canoa y comer
pescado durante el viaje.
Aunque la dieta de los indios de las praderas abundaba en proteínas y
grasa, comían también verduras y frutas, en particular el nabo silvestre
de las praderas y toda una variedad de bayas, la más importante de las
cuales era la saskatoon. Los dos se cosechaban en grandes cantidades y
se les secaba para emplearlos más tarde. Assiniboines y crees que vivían
en el sur de Manitoba podían conseguir también arroz silvestre, mediante
el intercambio: las tierras situadas al este del río Rojo marcaban el lí¬
mite noroccidental de la zona en que crecía el arroz silvestre, de manera
que tenían que recurrir a las aldeas de los mandan, que vivían en el valle
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 55

Manto de piel de bisonte


pintado. Los hombres
destacados recordaban
a menudo al mundo
sus hazañas heroicas
mandando pintar las
cubiertas de sus chozas.

superior del río Misuri, para obtener maíz seco. Los mandan también eran
cazadores, pero formaron un imperio comercial basado en los exceden¬
tes de su producción de maíz.
Sin embargo, el bisonte seguía siendo la base de la riqueza para los
indios de las praderas. Como dijo Henry de los assiniboines:

El buey salvaje por sí solo les proporciona todo lo que están acostumbrados a
necesitar. El cuero de este animal, una vez curtido, proporciona ropa suave
para las mujeres; y arreglado sin quitarle el pelo, viste a los hombres. La car¬
ne los alimenta; los tendones les proporcionan cuerdas para sus arcos y hasta
la panza... les proporciona un utensilio importante, la olla... Ésta, colgada
sobre el humo de una fogata, se llenaba de nieve; y a medida que se fundía
ésta, se le añadía más hasta que la panza quedaba llena de agua, y entonces se
le ponía un tapón y se le arrollaba una cuerda para cerrarla. El número asom¬
broso de animales que hay impide que se sienta cualquier temor de penuria...

Aunque las mujeres de todas las tribus de las praderas eran muy dies¬
tras para curtir y pintar cueros de bisonte, sus vecinas del sur, las más se¬
dentarias mandan, sobresalían en las artes y eran famosas por sus trabajos
con plumas y pelos. Los assiniboines y los crees de las praderas estima¬
ban los productos de las artesanas mandan, así como las artesanías que
los mandan obtenían de tribus que vivían hacia el oeste y el suroeste. De
modo que —junto con el maíz seco— cueros pintados, prendas hechas
con piel de bisonte y tocados de plumas fluían hacia el norte desde las
aldeas mandan, a lo largo de rutas comerciales bien establecidas, hasta
56 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

las praderas canadienses. A cambio, los assiniboines y crees de las lla¬


nuras transportaban cueros sin pintar, prendas de vestir y provisiones
secas hasta los mandan del sur. Muy probablemente, las pieles también
tuvieron un lugar importante en el tráfico en dirección al sur, puesto que
los mandan vivían fuera de la zona peletera principal.
Aunque los assiniboines y los crees, relativamente recién llegados a las
praderas y a los parques, utilizaban canoas de corteza de árbol, las ban¬
das que habían poblado anteriormente los pastizales y daban caza al
bisonte no construían estas barcas. En vez de ello, utilizaban el llamado
bote de bisonte de forma oval, con una cubierta de cuero de ese animal
tensada sobre una estructura de palos pequeños. Los botes de bisonte
no servían para viajes a largas distancias; los hacían para personas que
viajaban principalmente a pie y que necesitaban botes tan sólo para cru¬
zar ríos. En estos viajes a pie, los indios de las llanuras utilizaban mucho
a los perros como bestias de carga. Atado a una narra, un solo perro
podía llevar cerca de 35 kilos de carga, el equivalente a una cubierta de
tienda de cuero de bisonte.
La sociedad de los indios de las llanuras se basaba en la familia, pero
se practicaba la poligamia y los hombres de alto rango solían tener va¬
rias esposas, comúnmente hermanas. Las aldeas para pasar el invierno
de estos indios de las llanuras tenían aproximadamente el mismo tama¬
ño que los campamentos de verano de los indios de los bosques, reunían
aproximadamente de 100 a 400 habitantes y se levantaban al abrigo de
las islas de árboles. Hoy en día nos cuesta trabajo imaginar lo que ha¬
bría sido experimentar una tormenta invernal mientras se acampaba,
cuando tanto hombres como bisontes buscaban desesperadamente abri¬
go. Henry nos ha dejado una vivida descripción de esto. Mientras viajaban
hacia la aldea de invierno del jefe Gran Camino, situada en el Saskat-
chewan central, Henry y sus acompañantes indígenas fueron sorprendi¬
dos por una tempestad al detenerse para pernoctar:

La tormenta continuó toda la noche, y durante parte del día siguiente. Nubes
cargadas de nieve, arrastradas por el viento, se descargaron sobre el cam¬
pamento y casi lo enterraron. No tuve más auxilio que el de mi abrigo de bi¬
sonte.
A la mañana, nos alarmó un rebaño de bisontes que se acercaba y que ha¬
bía dejado el terreno abierto para buscar abrigo en el bosque. Era tan grande
su número que temimos que con sus pisadas desbaratasen el campamento; y
eso es lo que hubiese ocurrido, de no ser por los perros, casi tan numero¬
sos como ellos, que pudieron tenerlos a raya. Los indios dieron muerte a varios
cuando se acercaron a sus tiendas; pero ni los disparos de los indios ni los la¬
dridos de los perros consiguieron apartarlos rápidamente. Fuesen cuales fue¬
ren los terrores del bosque, era lo único que se les ofrecía para escapar de los
terrores de la tempestad.

Una vez que Henry llegó a la seguridad que ofrecía la aldea de Gran
Camino, encontró un huésped generoso y hospitalario. El traficante fue
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 57

agasajado con una serie de banquetes y diversiones que formaban parte


normal de la vida de la aldea en invierno. Evidentemente, disfrutó muchí¬
simo de su visita a la gente de Gran Camino:

...el jefe se acercó a nuestra tienda, trayendo consigo unos veinte hombres y
otras tantas mujeres... Vinieron ahora con instrumentos musicales y, poco
después de su llegada, empezaron a tocar. Los instrumentos consistían prin¬
cipalmente en una especie de tamborcillo, y una calabaza seca llena de pie¬
dras, que varias personas acompañaron frotando juntos dos huesos y otros
con racimos de pezuñas de venado, atadas al extremo de un palo... Otro ins¬
trumento no era más que un trozo de madera, de un metro de largo, en el que
se habían tallado muescas. El ejecutante pasaba sobre las muescas, hacia
atrás y hacia adelante, un palo, con el que llevaba el tiempo. Las mujeres can¬
taron; y la dulzura de sus voces era superior a cualquiera que yo hubiese oído
antes.
Este entretenimiento duró casi una hora; y cuando terminó empezó un baile.
Los hombres formaron una hilera de un lado y las mujeres otra hilera del
otro lado; y cada una se movió de lado, primero hacia arriba y luego hacia
abajo de la habitación. El sonido de las campanillas y de otros materiales que
repicaban, pegados a los vestidos de las mujeres, les permitía llevar el tiempo.
Los cantos y los bailes prosiguieron alternadamente; hasta casi la media¬
noche, cuando se fueron nuestros visitantes.

De los asuntos de la aldea de invierno se encargaban un jefe y un con¬


sejo de ancianos, a los que se les consideraba por lo general más capa¬
ces de dirigir. Como en el caso de los iraqueses, las decisiones del con¬
sejo por lo común se tomaban por consenso y se ejecutaban mediante la
persuasión, aunque a veces se usaba la fuerza. Durante el verano, la situa¬
ción era algo diferente, porque los campamentos eran a veces tan gran¬
des como la mayor de las aldeas de los hurones, y llegaban a reunir has¬
ta más de mil personas. Evidentemente, se necesitaba ejercer entonces
un control social y tomar medidas para la seguridad de la aldea, especial¬
mente porque las cacerías de bisonte en masa tenían que planearse con
cuidado y regularse firmemente para alcanzar el éxito; y también por¬
que debía mantenerse constantemente una preparación para la defensa,
ya que el verano era una época de frecuentes conflictos intertribales. De
manera que el consejo tribal, formado por los mayores de las bandas de
invierno, recurría a una de las sociedades militares o de policía forma¬
das por varones para hacer cumplir sus disposiciones en caso de ser ne¬
cesario.
Tanto para los hombres como para las mujeres, las sociedades consti¬
tuyeron una parte importante de la vida de los indios de las llanuras y
contribuyeron a unir a grandes grupos. Entre los hombres, que tenían
mucho sentido de su rango y competían fuertemente por la posición
social, las sociedades militares o de policía estaban minuciosamente je¬
rarquizadas en un orden de rangos ascendentes. Los hombres que podían
ser elegidos compraban su membresía, y sólo quienes poseían la más
grande riqueza y el rango personal más elevado conseguían ingresar en
58 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Gran Serpiente, jefe de los indios pies negros, contando sus hazañas guerreras a
cinco jefes subordinados. Este óleo del famoso artista y explorador canadiense
Paul Kane (1810-1871) fue pintado en la década de 1850.

la sociedad más encumbrada. Antes de la llegada de los europeos, una


de las muestras más importantes de riqueza estaba constituida por la
tienda tipi, hecha con diez o doce cueros de bisonte; las mejores tiendas
estaban profusamente decoradas. En su búsqueda de la riqueza y la posi¬
ción social, es patente que los hombres dependían mucho de sus esposas,
que eran las que realizaban la mayor parte del trabajo artesanal. Aunque
se daba muerte a gran número de animales con relativa facilidad, y por
consiguiente era sencillo obtener las materias primas de uso más co¬
mún, otra cosa era convertir tales materiales en artículos para el hogar.
El cazador necesitaba una esposa, preferiblemente más de una, e hijas
que hicieran este trabajo. Nada tiene de sorprendente que el mejoramien¬
to de la caza a consecuencia de la adquisición de caballos y armas de
fuego fuese un factor que estimuló un aumento en el número de matri¬
monios polígamos y del número de esposas que un hombre podía tener.
Hoy diríamos que la sociedad de las llanuras era extremadamente
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 59

“machista”. El rango individual se basaba, en gran medida, en las des¬


trezas militares y en la audacia exhibida durante las correrías. La intro¬
ducción del caballo por los españoles, en el siglo xvm, dio lugar a un
marcado aumento de las correrías de las tribus, ya que se organizaron
incursiones para capturar a los animales más valiosos de los otros; da¬
das la amplitud de acción proporcionada por el caballo y la adquisición
de armas de fuego a partir de fines del siglo xvn, la mortalidad masculina
aumentó grandemente. Y el que hubiera menos varones fue otra razón
para estimular los matrimonios polígamos.
El acontecimiento más importante en la vida religiosa de los indios de
las llanuras era la ceremonia anual de la Danza del Sol. Para los indios
de las llanuras el sol era la manifestación principal del Gran Espíritu.
La ceremonia se efectuaba por lo general en julio o agosto, después de
una cacería de bisontes que se realizaba especialmente para conseguir
la comida necesaria en unos festines bastante complejos. La ceremonia
duraba tres días, tiempo en el que los celebrantes bailaban y los chama¬
nes hacían sus conjuros. Se consumían grandes cantidades de carne, es¬
pecialmente jorobas y lenguas de bisonte. Al igual que la Fiesta de los
Muertos de los iraqueses, la Danza del Sol de los indios de las llanuras
era un gran festival de la renovación, que reunía a familias y bandas de
invierno emparentadas entre sí en pleno verano.

Campamento indio, en la reserva de los pies negros, cerca de Calgary, Territo¬


rios del Noroeste (1889). Los palos de las chozas podían usarse también para hacer
una rastra; los palos descubiertos que se ven en la fotografía son juegos diferentes
de rastras apoyadas unas contra las otras. Este panorama proviene de dos negati¬
vos de William Notman (1826-1891).
60 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Danza del Sol de los indios sangres, fotografiada por R. N. Wilson. La autotortura de
muchachos de 15 y 16 años, consistente en meter cuerdas a través de sus múscu¬
los pectorales, era tan sólo una pequeña parte de la ceremonia. La Danza del Sol fue
proscrita por el gobierno federal en la década de 1890, pero se la siguió ejecutando
en secreto.

Pescadores y traficantes de la costa occidental

Las tribus de la costa occidental fueron los grandes traficantes del Ca¬
nadá aborigen. William Brown, de la Compañía de la Bahía de Hudson,
dijo de uno de esos grupos, el de los babinos, que eran unos “invetera¬
dos pescaderos”. El comentario de Brown refleja, a la vez, la frustración
y la admiración que sintieron muchos traficantes, actitud dual que carac¬
terizó a todo el comercio europeo con los indios de la costa occidental
hasta el siglo xx. Por una parte, sabían que los babinos, como sus vecinos,
eran traficantes duros, sutiles y muy experimentados; hasta tal punto
que, de hecho, Brown debió recurrir a veces a tácticas de fuerza. Por otra
parte, tuvo que admirar su habilidad y su comentario se parece muchí¬
simo a las observaciones de un traficante respecto de otros traficantes.
Brown entendió rápidamente la situación cuando les dijo cuál era el
precio que estaba dispuesto a pagar por sus salmones grandes. A modo
de respuesta, los babinos “nos dieron a entender que no deberíamos es¬
perar conseguir grandes, pues estaban acostumbrados, cuando la gente
se encontraba allí en derouin, a fijar sus propios precios". La gente de las
aldeas de la costa dominaba la situación. Ellos eran los que dictaban
las condiciones y, una vez que los europeos llegaron a la costa occidental,
lucharon por mantener sus redes de tráfico tradicionales, oponiendo a
un grupo de intrusos contra el otro, ya se tratase de los de la Compañía de
la Bahía de Hudson, de rusos o de estadunidenses.
En ninguna otra parte de Canadá era más diverso el paisaje o más
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 61

compleja la cultura. Abundaba la comida. Tanto el tráfico como la ali¬


mentación venían del salmón, aunque a lo largo de la costa se captu¬
rasen también focas, nutrias marinas y ballenas, así como bacalao. Pero
mientras que abundaban las cinco especies de salmón en los ríos ya cer¬
ca de la costa, sólo el salmón de Alaska viajaba sobre grandes distancias
tierra adentro para desovar cerca de las fuentes de los grandes ríos. De
manera que mientras los indios de la costa solían hacer capturas sufi¬
cientes para sus necesidades, no ocurría otro tanto cerca de las fuentes
de ríos grandes como el Skeena y el Fraser, ya que la captura dependía de
la magnitud de la arribazón de salmón de Alaska. Y esa incertidumbre
era agravada por fluctuaciones fortuitas del número de peces que llega¬
ban, causadas a menudo por deslizamientos de tierras que destruían los
sitios en que se pescaba y modificaban las corrientes. A consecuencia de
ello, los indios del interior necesitaban más de la caza que sus vecinos
de la costa. _. ,
De diversas maneras se atrapaba a los salmones. Redes y encañizadas
para peces eran los medios más eficaces, acordes con la geografía; en
los cañones más estrechos, garfios montados en mangos largos y redes
sumergidas podían ser más efectivos. Las mujeres arreglaban el pescado
v mediante el ahumado y el secado lo conservaban en grandes cantida¬
des para el invierno. Cuando Alexander Mackenzie, en 1793 atravesó el
continente desde el lago Athabasca para llegar al Pacifico, fue recibido
por los bella-coola. Observó a las mujeres mientras preparaban el sal¬
món y se dio cuenta de que no desperdiciaban nada:

Observé cuatro montones de salmón, cada uno de los cuales debía tener de
tres a cuatrocientos peces. Dieciséis mujeres se dedicaban a limpiarlos y pre¬
pararlos. Primero separaban la cabeza del cuerpo y la ponían a hervir, luego
cortaban el cuerpo por el lomo a cada lado de la espina, dejándole pegada
una tercera parte de la carne, y luego sacaban las entrañas La espina se asa¬
ba para el consumo inmediato, y las demás partes se arreglaban de la misma
manera, pero con más atención, para el aprovisionamiento futuro. Mientras
estaban sobre el fuego, se colocaban debajo de ellos artesas para recibir el
aceite También conservaban con cuidado las huevas, que constituyen un ar¬
tículo favorito de su alimentación.

El salmón más gordo era el que mejor se prestaba al ahumado y para el


secado se utilizaba el más flaco. Una vez completada su preparación, el sal¬
món se colocaba en recipientes de cedro y se guardaba en escondrijos pa¬
ra poner la carne fuera del alcance de los depredadores.
El eulachón, o pez candela, es una especie extremadamente grasosa y
el aceite que se sacaba de él se utilizaba tanto para comerlo como para la
iluminación. El río Nass era el sitio donde se encontraba la mas famosa
pesquería de peces candela. Los indios de la costa occidental no solo idea¬
ron la manera de extraer aceite de eulachón, sinc> que supieron envasar¬
lo tan bien que lo podían transportar a grandes distancias. El i esultado
de esto fue un tráfico aceitero muy ampliamente difundido por el inte-
62 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Aldea india de Skide-


gate, tribu de los hai-
das, caleta de Skidega-
te, islas de la Reina
Carlota, Columbia Bri¬
tánica, julio de 1878.
Hacia las fechas en que
G. M. Dawson tomó es¬
ta fotografía, quedaban
sólo 25 casas (varias
de ellas deshabitadas)
y 53 postes totémicos
en Skidegate.

rior, al que se llegaba cruzando rutas montañosas, a veces traicioneras,


a las que se les conoció con el nombre de sendas de la grasa.
La densa selva sustentaba una caza relativamente pobre, cuyas pers¬
pectivas mejoraban tierra adentro. En la región limítrofe con las porciones
media y alta del río Skeena, los gitksan (que hablaban lengua tsimshian)
y los babinos (que hablaban lengua atapasca), dedicaban mucho tiempo
a la caza de la cabra montés, apreciada por su lana y sus cuernos, de
osos y castores, a los que consideraban alimento ceremonial. A los cas¬
tores lo mismo que a las marmotas se les daba caza por sus pieles en la
zona tsimshian. Como las montañas costeras marcaban los límites occi¬
dentales de las poblaciones de castores, era ésta una región de pocos cas¬
tores y los indios cuidaban mucho tan valioso recurso.
Al oeste de las Rocosas, además de pesca y caza, se encontraban mu¬
chas variedades de bayas. Los pasteles de arándanos gozaban de gran
favor y constituían uno de los géneros principales con que la gente del
interior comerciaba con las aldeas costeras. Las mujeres hacían los pas¬
teles secando y machacando las bayas, que colocaban luego en una caja
de cedro y cocían utilizando piedras calentadas al rojo. Las bayas co¬
cidas se extendían sobre una cama de “col de mofeta” o de hojas de una
especie de frambuesa roja colocada sobre una rejilla de madera de ce¬
dro, donde se secaban. Un fuego tenue ardía continuamente bajo la reji¬
lla hasta que quedaban bien secas las bayas. Luego las mujeres las arrolla¬
ban hasta formar un tubo, se pasaba por su centro un palo y el rollo se
colgaba en un lugar caliente hasta que todas las bayas quedaban com¬
pletamente secas. Los rollos se aplanaban, se cortaban y se metían en
cajas de cedro para comerciar con ellos. Cuando se destinaban al uso do¬
méstico, se les dejaba intactos.
Los indios de la costa occidental basaban su compleja cultura en el
cedro delicadamente trabajado. Eran sin duda maestros en la talla de
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 63

Los aldeanos de la costa oc¬


cidental fuerorí los únicos
indios canadienses que desa¬
rrollaron el arte del tejido,
como se ve en este monocro-
mo a la aguada y lápiz. Inte¬
rior de una casa comunal
con mujeres tejiendo, Noot-
ka, abril de 1778, por John
Webber (1751-1792). Web¬
ber fue miembro de la tri¬
pulación de James Cook en
sus exploraciones por el Pa¬
cífico.

maderas y sus casas de planchas de cedro eran las más grandes y per¬
manentes de todas las moradas construidas por indios de todo Canadá.
Alexander Mackenzie admiró la complejidad y organización de las casas
cuando visitó la aldea de los bella-coola de Nooskulst (Gran Pueblo). Las
casas, bien construidas, eran vivienda para múltiples familias, semejan¬
tes a las casas largas de los iroqueses.

La aldea... está formada por cuatro casas elevadas y siete construidas al ras
del suelo, aparte de un número considerable de otros edificios o construccio¬
nes que se usan sólo como cocinas y lugares para curar el pescado. Los pri¬
meros de éstos se construyen fijando cierto número de postes en el suelo,
sobre algunos de los cuales se ponen, y en otros se amarran, los sostenes del
piso, a cerca de cuatro metros sobre la superficie del suelo: miden de largo
entré 30 y 40 metros y tienen de ancho un poco más de 13 metros. A lo largo del
centro se construyen tres, cuatro o cinco fogones que cumplen la doble finali¬
dad de proporcionar calor y ayudarles a secar el pescado. El edificio, en toda
su longitud, a lado y lado está dividido por planchas de cedro, en particiones
o apartamentos de dos metros cuadrados, frente a los que se ven unos tablo¬
nes, de cerca de un metro de ancho, sobre los cuales, aunque no están sujeta¬
dos firmemente, los habitantes de estos lugares caminan cuando entran a
64 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

descansar... En los palos que corren entre las vigas cuelgan pescados asados,
y todo el edificio está bien cubierto de planchas de madera y cortezas, que lle¬
gan hasta unas cuantas pulgadas de la parhilera en donde se dejan espacios
abiertos a cada lado para que entre la luz y salga el humo.

Para viajar por mar, esta gente de la costa construyó las canoas más.
grandes, mejor trabajadas y más decoradas de cualquier grupo indio.
Alexander Mackenzie describió una de las canoas que vio diciendo que
“estaba pintada de negro y decorada con figuras en blanco de diversas
clases de peces. La borda a proa y a popa llevaba embutidos dientes de
nutria marina”. Se talaban cedros inmensos (lo cual era toda una haza¬
ña, si se piensa en que no tenían herramientas metálicas) y sus troncos
se ahuecaban para formar canoas que medían de doce a 23 metros de
largo, unas esbeltas y rápidas para la guerra, otras anchas de manga
para el comercio. Repletos de provisiones y con una tripulación de has¬
ta 70 personas, estos botes eran capaces de realizar viajes junto a la costa
de varios cientos de kilómetros. Las canoas de guerra llegaban a ser tan
largas como algunos de los barcos veleros europeos que los visitaban.
Las flotillas de estas naves formidables repletas de guerreros indios cons¬
tituían un espectáculo tan impresionante que los barcos de los mer¬
caderes, por rutina, soltaban sobre sus costados redes que evitaban el
abordaje.

Este dibujo con pluma y a lápices de colores, Interior de una habitation en el


canal de Nootka, abril de 1778, es también de John Webber. Obsérvense el pesca¬
do seco que cuelga del techo y la manera como se asaban los alimentos sobre un
fuego abierto.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 65

Hombres y mujeres vestían capas hechas de pieles, tiras de piel de co¬


nejo o corteza de cedro rojo tejida. Al igual que sus vecinos del norte, los
tlingkit de Alaska, los tsimshian tejían mantas con dibujos aprovechando
la lana de la cabra montés, pero como escaseaba relativamente y los
dibujos complicados eran muy difíciles de hacer y consumían mucho
tiempo, tales mantas sólo las poseían los indios de más alta categoría.
Ciertamente, eran símbolo de un alto rango y constituían artículos muy
apreciados. Para el tiempo lluvioso, los indios de la costa occidental te¬
jían ponchos y sombreros cónicos decorados de corteza de cedro. Para
el tiempo frío, hacían mitones y capas con pieles de nutiia marina y de
otros animales (los primeros visitantes europeos apreciaban mucho las
capas de nutria marina, así como las de castor de los indios del bosque
boreal). Poco tiene de sorprendente que el mueble más importante de
un hogar fuese la caja decorada de madera utilizada para guardar cosas
y, al mismo tiempo, para sentarse.
Como en el caso de los iraqueses, la organización económica y social
de los pobladores de las aldeas de la costa occidental se basaba en lazos de
parentesco de clan y linaje. Pero las aldeas actuaban independiente¬
mente, no había una organización tribal que las vinculase unas con otras
como en el caso de los iraqueses. A veces unas aldeas vecinas trabaja¬
ban juntas o sumaban sus fuerzas para hacer la guerra, pero eran em¬
presas conjuntas puramente voluntarias. En cada aldea, sin embargo, a-
bía uno o varios linajes; y cada casa de una aldea contenía un linaje, es
decir, cierto número de familias emparentadas. En el norte, las familias
establecían el linaje por la línea femenina; en el sur, por la masculina; y
entre los indios de la costa central, por ambas líneas. La casa poseía los
derechos a ciertos sitios de pesca y territorios de caza en limites bien de¬
finidos y el acceso a ellos estaba rigurosamente vigilado por el jete de la
casa o del linaje. Por esta razón, en parte, los primeros extranjeros euro¬
peos que llegaron a Gitksan y Wet’su’weten pensaron que los jefes de las
casas eran grandes propietarios. En verdad, los jefes de las casas no so o
regulaban el acceso de los forasteros a sus territorios, smo que también
controlaban las actividades de pesca y caza de su propia casa. Entre los
babinos, Willian Brown, el traficante de la bahía de Hudson estimo que
cerca de la mitad de la población masculina adulta quedaba excluida
del derecho a cazar castores con trampas por órdenes del propietario .
De esta manera, se explotaban con cuidado los recursos. Probable¬
mente el modo más notable en que su vida social se distinguía de la de
todos los demás indios canadienses es el de que teman un sistema de ran¬
go hereditario, dividido en tres grupos. Los jefes provenían de los rangos
de la nobleza; debajo de ellos se encontraban os hombres del común, que
constituían la masa de la población; y en el fondo se encontraban los
esclavos, que generalmente eran cautivos o descendientes de cautivos. La
posición social estaba determinada por el linaje, salvo en el caso de los
esclavos cuya situación era comúnmente resultado de las desdichas de
la guerra Determinados conjuntos de privilegios y obligaciones estaban
66 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

vinculados a títulos y posesiones heredados, y entre ellos figuraban el


derecho a utilizar determinados símbolos en su arte decorativo. Las trans¬
ferencias de títulos se atestiguaban públicamente en una de las mejor co¬
nocidas de las instituciones sociales indias de la América del Norte, la
del potlatch. Algunas de estas fiestas ceremoniales no tenían más objeto
que el placer. A través de la práctica del potlatch los jefes rivales esta¬
blecían también nuevas jerarquías sociales y alcanzaban nuevos rangos.
Durante un potlatch, el nuevo receptor de un título distribuía regalos, que
había juntado con ese fin mediante la ayuda de sus parientes, a todos
sus invitados. La aceptación de regalos de parte de estos testigos de la
ceremonia era simbólica de su aceptación del nuevo orden; esto era par¬
ticularmente necesario cuando se traspasaban derechos y deberes de
una generación a otra.
Aparte de desempeñar un papel capital en el mantenimiento del orden
social, los potlatch cumplían una importante función económica. Los
indios de la costa occidental se entregaban vehementemente a la búsque¬
da de riquezas para conservar y realzar su rango social. Al igual que los
hurones y los indios de las llanuras, utilizaban el tráfico como una mane¬
ra de llegar a la riqueza. Las propiedades obtenidas mediante el comer¬
cio, así como las producidas en el lugar, se redistribuían a la comunidad

Alo largo de todo Canadá, los indios fueron muy aficionados a los juegos de azar.
Sin embargo, los misioneros solieron considerar estos juegos como obra del demo¬
nio y trataron de proscribirlos. Esta acuarela titulada El juego de los huesos
(186/) es de W. G. R. Hind (1833-/888). Hind, quien viajó mucho por Canadá y
realizó centenares de pinturas y dibujos, fue hermano de Henry Yoide Hind un
prolífico escritor de temas científicos.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 67

durante el potlatch. A veces, también, los miembros de una aldea organi¬


zaban un potlatch en beneficio de una aldea vecina que había padecido
alguna desgracia económica, como la de una mala pesca.
En el siglo xix, las ceremonias del potlatch llamaron mucho la aten¬
ción de los inmigrantes europeos, porque a veces los jefes nativos com¬
petían entre sí por razones de posición mediante las llamadas guerras
del potlatch, en las que uno de ellos trataba de desprenderse de más ri¬
queza que su rival o de destruir una mayor cantidad de ésta. Se tienen
buenas razones para suponer que las guerras del potlatch se hicieron más
comunes después de la llegada de los europeos, a consecuencia de los
trastornos causados en la vida de los indios. Podía estallar una guerra
cuando una aldea cambiaba de sitio para quedar más cerca de un pues¬
to comercial, o a consecuencia de una funesta epidemia o a causa de un
aumento en la circulación de géneros europeos y estadunidenses. A tra¬
vés de la práctica del potlatch, los indios buscaban establecer una nueva
jerarquía social.
Además de su afición a las fiestas, los indios de la costa se apasiona¬
ban por el juego. Ciertamente, la mayoría de los pueblos de Canadá te¬
nían juegos de azar que les gustaba practicar. Según algunos traficantes
de la Compañía de la Bahía de Hudson, entre los carrier "el juego más
común de todos consiste en unos 50 palitos, muy bien pulidos... del ta¬
maño de un cálamo. Cierto número de tales cálamos llevan pintadas
líneas rojas a su alrededor y la cantidad que un jugador considera con¬
veniente se envuelve en pasto seco y de acuerdo con el juicio que forma
su rival respecto de su número y marca pierde o gana... A menudo, du¬
rante el juego se producían choques: ‘ Son adictos al juego de azar. Se eli¬
gen árbitros para que observen que los rivales jueguen limpio, pero rara
vez terminan amistosamente . Las apuestas de abrigos, zapatos, ai eos y
flechas y otras pertenencias eran elevadas, y grandes equipos respalda¬
ban a los jugadores.
La vida religiosa de los indios de la costa occidental se hallaba domi¬
nada por ceremonias que se efectuaban durante los meses de invierno.
Para los kwakiutl, el invierno era la estación sagrada o "secreta” y el res¬
to del año era “profano”. Muchas sociedades secretas patrocinaban las
ceremonias invernales; tan sólo entre los kwakiutl existían 18. Estas so¬
ciedades tenían marcadas jerarquías y los miembros de una determina¬
da sociedad solían tener el mismo sexo y el mismo rango social. Cada
sociedad tenía un antepasado mítico y sus miembros guardaban cuida¬
dosamente sus secretos. Los miembros nuevos, que heredaban sus posi¬
ciones eran iniciados en el transcurso de danzas religiosas invernales,
organizadas bajo la cuidadosa vigilancia de un maestro de ceremonias Se
invitaba a aldeas enteras para que contemplaran a los danzantes bailar
con sus complicadas vestiduras, cubiertos de máscaras de madera talla¬
da, con gran sentido de lo dramático y teatral. Estos ritos colectivos eran
diferentes de las indagaciones espiritualistas individuales de la mayoiía
de los grupos indígenas de otras partes de Canadá, pero sus metas eian
68 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

semejantes, a saber, conseguir la protección de los espíritus guardianes


para el individuo sujeto a los ritos de iniciación.
Además del aspecto ceremonial complejo de su vida espiritual, los in¬
dios de la costa occidental, de manera semejante a los pueblos indígenas
de otros lugares de Canadá, se entregaban a toda una variedad de prác¬
ticas y rituales cotidianos más sencillos que tenían como objeto mostrar
un profundo respeto y estimación para el mundo de los espíritus, el que
les proporcionaba su bienestar fundamental. Es fácil de entender la ve¬
neración particular que se sentía por el salmón. Cuando Alexander Mac-
kenzie visitó a los bella-coola no se percató de muchos de los tabúes que
debían ser rígidamente observados. Sin querer, sus hombres violaron
algunos de ellos.

Estas personas sienten una extrema superstición respecto de su pez, puesto


que al parecer es su único alimento animal. La carne jamás la prueban, y
como uno de sus perros hubiese cogido y tragado parte de un hueso que
habíamos dejado, su amo lo azotó hasta que consiguió vomitarlo. Cuando
uno de mi gente arrojó un hueso de venado al río, un indígena, que había ob¬
servado esto, inmediatamente se zambulló y lo sacó, y, luego de echarlo al
fuego, procedió instantáneamente a lavarse sus manos contaminadas.

Paul Kane realizó una expedición desde Toronto hasta el Fuerte Victoria en 1846-
1848; basó este óleo, titulado Danza de la medicina con máscaras, en esbozos rea¬
lizados en ese viaje. Kane anotó en Wanderings of an Artist que los hombres de la
tribu clallum "no visten nada durante el verano y una sola manta en el invierno,
hecha o bien de pelo de perro solamente o de una mezcla de pelo de perro y plumón
de ganso". Su danza con máscaras "se ejecutaba tanto antes como después de
cualquier acción importante de la tribu".
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 69

Cuando Mackenzie quiso conseguir una canoa para continuar su viaje


río abajo hasta la costa, el hombre bella-coola al que se lo pidió se des¬
hizo en excusas. “Finalmente comprendí que a lo que ponía reparos era
a que embarcásemos carne de animal en una canoa sobre su río, porque
los peces la olerían instantáneamente y lo abandonarían, por lo cual él,
sus amigos y sus parientes morirían de hambre.” Una vez que el trafi¬
cante se deshizo de la carne, consiguió fácilmente la canoa.
En la sociedad de la costa occidental, la cultura, el arte y la vida espi¬
ritual estaban estrechamente ligados entre sí. La decoración, tanto la de
las planchas de proa de una canoa como la de objetos mucho menores,
herramientas, utensilios domésticos o vasijas, cumplía una función que
rebasaba lo estético. Muchos motivos decorativos eran emblemas de la
“casa” o pertenecían a un linaje particular que controlaba su uso. En es¬
to, como en muchas de las demás cosas que caracterizaban la vida en la
costa occidental, la finalidad primordial era la de beneficiar a todos los
miembros de un linaje.

Cazadores árticos

De cierta manera, el dilema de los indios de la costa occidental consistía


en cómo disponer de tanto alimento, de tanta riqueza. Los innuit del Ar¬
tico tenían un problema muy diferente: el de la supervivencia. De todas
las regiones de Canadá, el Ártico era sin duda el que más dificultades y
obstáculos oponía a los pueblos aborígenes que lo ocupaban. Tiene lar¬
gos y oscuros inviernos de frío intenso y ráfagas de nieve, y su ecosiste¬
ma es muy frágil y contiene escasa vida.
Los innuit llegaron de Siberia unos 4 000 años antes y ocuparon las
costas de las islas del Ártico y la tierra firme de Canadá, al norte del
límite arbóreo. Con gran éxito, idearon tecnologías para la caza y técni¬
cas para dar muerte a animales marinos y a los que se encuentran tien a
adentro en la tundra sin árboles que se extiende entre las riberas del Ar¬
tico y el límite boreal del bosque septentrional. Eran pnmordialmente
cazadores de animales grandes, aunque en alguna estación completa¬
ban su dieta con aves y peces. Los mamíferos marinos mas buscados eran
el oso polar, las focas anilladas y de barbas, la morsa, el narval y la ba¬
llena beluga. En la tundra se daba caza al canbu de tierras yermas, asi
como al oso gris v al buey almizclero en unos cuantos lugares dispersos.
Lobos, glotones, liebres y zorros del Artico les proporcionaban pieles
abrigadoras, lo mismo que el castor y la rata almizclera en el delta de
Mackenzie. Pescaban la trucha ártica de escamas pequeñas un pez e
agua salada y agua dulce y trucha de lago en grandes cantidades.
^ara alimentarse a lo largo del año capturando toda esta variedad de
animales y peces, la mayoría de los innuit migraban siguiendo las esta¬
ciones. El verano era la principal temporada para la caza de ballenas,
especialmente los meses de julio y agosto, cuando las bandas acampaban
en?la costa. Durante el otoño, la mayoría se desplazaban hacia el interioi
70 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Cuando el explorador
Martin Frobisher (1539-
1594) regresó a Ingla¬
terra, de su viaje de
1577 a la Tierra de Baf¬
fin, llevaba consigo a
una mujer, un hombre
y un niño innuit. John
White quizás ejecutó
estas acuarelas a bordo
del barco durante el re¬
greso a su patria.

para capturar trucha ártica, cuando el pez remontaba el río procedente


del mar, y para dar caza al caribú, que era importantísimo para ellos
pues les proporcionaba alimento, huesos y los cueros que formaban gran
parte de su ropa de invierno. Los cueros de caribú servían para hacer
una perfecta ropa de invierno porque eran ligeros y de pelos huecos, ca¬
paces de guardar el calor del cuerpo. Tales ropas, las parkas originales
para la supervivencia, todavía las visten hoy pilotos que vuelan por la
región del Ártico como ropa de urgencia. Desde fines del otoño y princi¬
pios del invierno hasta la primavera, la mayoría de los innuit se reunían
en campamentos-base fijos cerca de la ribera del mar o sobre el mar he¬
lado. Desde estos poblamientos, pequeños grupos de cazadores efectua¬
ban excursiones regulares en busca de focas y morsas y —después de
entrar en contacto con los europeos— para inspeccionar las trampas ten¬
didas a los animales de piel fina. Al aumentar la luz diurna en la prima¬
vera, la gente se trasladaba a lugares de pesca en los que perforaba el
hielo para aprovechar los desplazamientos de las truchas árticas que
regresaban al mar.
Los innuit mostraban mucha preferencia y habilidad para producir ar¬
mas, medios de transporte y abrigos contra la intemperie con astas, hue¬
sos, marfil, madera, pieles, cueros, nieve y hielo. Para la caza, los hombres
producían varios tipos de arpones con puntas de hueso desprendibles,
lanzaarpones, lanzas, aipones^y arcos de hueso de una y dos curvas
reforzados con tendones. En el Artico centro-occidental, cobre puro que
encontraban en la superficie del suelo se utilizaba para hacer hojas de
cuchillo. Entre el equipo de pesca figuraban anzuelos de espina de pes¬
cado lisos, anzuelos de cuchara y señuelos, redes, rastrillos para peces y
arpones; para atrapar truchas árticas construían cercos de piedra o de
sauce entretejido cerca de la desembocadura de los ríos costeros. Entre
las herramientas más útiles para las mujeres cabe mencionar el cuchillo
de piedra y de cobre de hoja curva, con mango de huesos y astas, al que
daban el nombre de ulú, los raspadores para trabajar los cueros y los
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 71

juegos de costura con agujas de hueso y dedales. Entre las herramientas


de los hombres figuraban dagas de doble filo hechas de hueso, marfil,
piedra y cobre. Entre los utensilios del hogar, recipientes hechos de ma¬
dera y saponita fácil de trabajar; largas y poco profundas lámparas de
esteatita para guisar y alumbrarse con aceite de foca; y taladros de arco
para hacer fuego y manufacturar equipos.
Uno de los rasgos más famosos de la vida innuit es la cabaña invernal
de nieve o iglú, comúnmente utilizada en el Ártico central y oriental. Se
construían dos clases de iglúes, utilizando cuchillos para nieve de hueso
o de madera y palas para la nieve. Durante las expediciones o viajes in¬
vernales de cacería se construía un abrigo temporal, consistente en una
cabañita que tenía alrededor de 1.50 metros de alto y un poco más de
dos metros de diámetro. La morada invernal principal era mucho más
grande; estos iglúes, que tenían de tres a cuatro metros de alto y de 3.5 a
4.5 de diámetro, comúnmente alojaban a dos o más familias. Basándose en
un pequeño iglú construido por su guía innuit, llamado Augustus, el ca¬
pitán John Franklin, explorador del Ártico, observó en 1820:

Son construcciones muy cómodas... La pureza del material... la elegancia de


su construcción y lo traslúcido de sus paredes, que dejaban pasar una luz
muy agradable, le daban un aspecto muy superior al de un edificio de mármol,

Este grabado de 1824, titulado Esquimales construyendo choza de hielo, está


tomado de un dibujo del capitán G. F. Lyon.
72 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

v podía uno observarlo con sentimientos algo semejantes a los producidos


por la contemplación de un templo griego... ambos son hazañas artísticas, in¬
imitables en su clase.

En la parte occidental más seca del norte alrededor del delta del Mac-
kenzie, así como en la costa meridional del Labrador, la típica casa fa¬
miliar de invierno era una estructura de madera semisubterránea cubier¬
ta con tablones y tepe helado. En la región del Mackenzie, tales moradas
tenían una parte central despejada, rodeada por tres habitaciones, cada
una de ellas ocupada por una familia. Durante los meses más cálidos del
año, las bandas innuit vivían en tiendas —cónicas o abovedadas— cubier¬
tas de pieles de foca o de caribú. Además de estas moradas, algunos gru¬
pos construían también estructuras más grandes cubiertas de nieve o de
pieles llamadas kashims, para actividades deportivas y ceremoniales.
La ropa, con algunas variaciones regionales de estilo, era fundamental¬
mente la misma para todos los innuit. La ropa invernal exterior consistía
en parkas tanto para hombres como para mujeres, con pantalones para
los hombres o calzones para las mujeres, confeccionados comúnmente
con piel de caribú, y botas que les llegaban hasta las rodillas hechas con
muy diversos materiales, como las pieles de foca, de ballena beluga y
de caribú. Las ropas se adornaban con cueros de colores contrastantes, de
manera tal que indicaban el género y la edad de quien las vestía. La ropa
interior se hacía con pieles y materiales abrigadores y suaves como las
pieles de pato de flojel. Durante el invierno, esta ropa interior se vestía
con el pelo vuelto hacia dentro; la ropa de verano consistía en gran parte
de la ropa interior invernal con el lado del pelo vuelto hacia fuera.
En sus migraciones siguiendo las estaciones, los innuit usaban diversos
medios de transporte. Dos botes se utilizaban para viajar sobre el agua,
el conocido kayak y el no tan famoso umiak. La mayoría de las bandas
construían el kayak de estructura de madera y cubierto de cuero para que
cazadores solitarios persiguiesen a sus presas a lo largo de los témpanos
de hielo o para alancear caribúes mientras nadaban cruzando lagos y
ríos. Al umiak, bote de fondo plano, estructura de madera y cubierto de
cuero que podía llevar a diez personas y hasta cuatro toneladas de car¬
ga, se le utilizaba para transporte y para dar caza a grandes mamíferos
marinos. Diseñado para la caza entre los témpanos, este bote era relati¬
vamente liviano y resistente a las perforaciones gracias a su cubierta de
duro cuero de ballena beluga o de morsa, y se le podía subir rápidamen¬
te a un témpano cuando un animal herido o los desplazamientos dei
hielo lo amenazaban. También se utilizaban los umiaks para trasladar
un campamento y en el Quebec septentrional los perros a veces ayuda¬
ban a remontar estos botes contra la corriente; dos hombres se quedaban
en el umiak para dirigirlo mientras los demás conducían a las traillas de
perros junto a la ribera. En invierno se viajaba principalmente en tri¬
neo. Los patines se hacían comúnmente de madera, hueso o astas cu¬
biertas de una suave capa de lodo y hielo para facilitar su movimiento;
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 73

Casas de invierno de los esquimales; este grabado está sacado de una acuarela de
George Back. La entrada del 11 de julio de 1826 en el diario de Back nos dice que
estas chozas estaban "construidas de madera arrojada a la playa, con las raíces
hacia arriba, sin ventanas, bajas y carentes de toda comodidad... Back acompañó
a varias grandes expediciones árticas, entre otras a la que llevó a Franklin hasta el
río Coppermine; un lago y un río en los Teiritorios del Noroeste llevan su nombre.

al comenzar el día, se aligeraba el deslizamiento de los patines dándoles


una nueva capa de orines. Las traillas de perros que tiraban de los tri¬
neos eran de tamaño variable, pero la mayoría de los grupos no podían
alimentar a más de unos cuantos animales hambrientos. Entre los innuit
cobre, por ejemplo, un hombre y su esposa solían usar tan sólo dos pe¬
rros para que les ayudaran a tirar de su trineo. Estos eran también va¬
liosos como animales de carga; podían transportar de doce a 18 kilos y
arrastrar los postes de las tiendas. . , ,
Por diversos conceptos, la sociedad innuit era semejante a la de los
indios del sur ártico, pues se basaba en una familia pequeña de madre,
padre, hijos y abuelos. Sin embargo, una familia sola no podía ser auto-
suficiente. A causa del clima extremadamente duro y de la escasez de
alimentos, las familias se agrupaban en bandas pequeñas para cooperar
en la caza y la pesca y hacer más fácil la recolección de otros alimentos.
Por ejemplo, para dar caza al caribú de tierras yermas los innuit utiliza¬
ban muchas de las técnicas de los atapascos. Trabajando colectivamen¬
te se espantaban los rebaños hacia lagos y ríos donde los alanceaban
hombres en kayaks, o hacia vallas de madera convergentes donde los es¬
peraban hombres armados de arcos y flechas. En el invierno la gente que
vivía en el Ártico central y oriental cazaba focas sobre el hielo utilizando
74 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

la técnica del agujero de respiración, en la que comúnmente intervenían


un corto número de cazadores con sus perros. Los perros olfateaban los
respiraderos, muchos de los cuales se tapaban luego para obligar a las fo¬
cas a ir hacia un agujero en el que acechaba uno de los cazadores, descan¬
sando sobre un trozo de cuero de caribú y protegiéndose tras un muro
de bloques de hielo para desviar el helado viento del Ártico. En la prima¬
vera, se atraía a las focas hacia el hielo con el señuelo de un cazador
acostado de lado que imitaba el movimiento de foca.
La caza de la ballena requería de la cooperación de muchos cazadores.
Las ballenas grandes se cazaban con arpón, pero una de las especies más
importantes del Ártico central y oriental era la pequeña ballena beluga
blanca, que aparecía en los bordes del mar helado a fines de la primave¬
ra y generalmente permanecía en las aguas someras de bahías y estuarios.
Las partidas de cazadores aprovechaban los hábitos de la beluga para
atrapar y arponear rebaños enteros. Un esfuerzo colectivo se necesitaba
también para capturar grandes cantidades de truchas árticas durante
sus largos desplazamientos otoñales, y la mayoría de las bandas cuida¬
ban de una o dos barricadas de piedras que se extendían a través de ríos
que conducían al mar.
Mientras cazaban o recolectaban alimentos, los participantes en estas
tareas se unían al líder más capaz de vigilar la empresa. La excepción
principal a esta práctica del liderazgo transitorio la constituía el jefe de

Esquimal del Labrador en su canoa (acuarela, 1821), obra de Peter Rindisbacher


cuando tema 15 anos de edad. Obsérvese el flotador de pellejo de foca en este dibujo.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 75

la aldea, cuyo cargo primordial era el de la organización de tripulacio¬


nes para los botes balleneros. Estas posiciones se heredaban por línea
paterna en el delta del Mackenzie y en Quebec las tenían hombres que
tenían un umiak, eran grandes cazadores y poseían un rango de paren¬
tesco que les daba autoridad sobre cierto número de parientes masculi¬
nos. Por lo demás, generalmente no existía un liderazgo formalizado
fuera de la familia.
En la sociedad innuit, los hombres se asociaban para toda la vida. Los
socios compartían sus recursos, y a veces sus esposas, y se garantizaban
apoyo y protección mutuos. En un escrito acerca de las prácticas matri¬
moniales de los innuit caribú del Ártico occidental, en 1821, John Franklin
anotó que “los esquimales [innuit] parecen adoptar la costumbre orien¬
tal en lo que respecta al matrimonio. Tan pronto como nace una niña, el
joven que desea tenerla por esposa va a la tienda del padre y se ofrece a
sí mismo. Si lo aceptan, se le hace una promesa que se considera obliga¬
toria, y se entrega la muchacha a su prometido esposo cuando llega a la
edad conveniente”. Aparte de estas alianzas, el compartir fue un rasgo
prominente de la sociedad innuit en general, y había muchas maneras for¬
males e informales de asegurarse de su realización. Tenían reglas para
dividir los productos de la pesca y la caza colectivas, en tanto que acti¬
vidades ceremoniales garantizaban la distribución de recursos escasos
entre los miembros de la banda.
Antes de la intrusión de los europeos, los innuit hacían una vida ceremo¬
nial muy activa y generalmente construían sitios o iglúes especiales para
sus celebraciones y rituales. La más común era la fiesta de la danza con
tambores, en la cual los hombres bailaban mientras golpeaban un gran

La migración, escultura de 1964 en


piedra gris, hueso y piel; obra de Joe
Talirunili (nacido en 1899), escultor
povungnituk, que conmemora una
migración tribal en un umiak cubier¬
to con pieles de foca, en el que tradi¬
cionalmente remaban mujeres.
76 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

tambor, que sonaba a pandero, y, a la vez, cantaban una canción perso¬


nal. Las canciones podían versar sobre aspectos de la vida del cantante,
o satirizar a otro; en parte, proporcionaban un desahogo a sentimientos
hostiles en un foro público. Durante las danzas con panderos y en otras
ocasiones los innuit se entregaban a competiciones deportivas y de jue¬
gos, a que eran muy aficionados, especialmente a los encuentros de lucha
y de boxeo y a las exhibiciones de fuerza.
Compartían la creencia, común entre los grupos indígenas, de que todo
estaba habitado por un alma o espíritu. De modo que, para no ofender
a las almas de los animales y de los peces capturados, se celebraban ritua¬
les y se observaban tabúes tanto antes como después de la caza. Los cha¬
manes actuaban como intermediarios entre la comunidad y el mundo
de los espíritus, pero en contraste con otras partes del Canadá indígena,
los sacerdotes no estaban organizados en fraternidades, y no existían
ceremonias religiosas complejas equivalentes a la Fiesta de los Muertos,
la Danza del Sol o las danzas invernales de los indios de la costa occi¬
dental.
Desde el Ártico hasta la costa occidental y hasta la oriental, Canadá,
en vísperas del contacto con los europeos, era un mundo en el que los
hombres habían establecido estrechos vínculos materiales y espirituales
con la tierra, fuertemente influidos por las amplias variaciones del cli¬
ma y la geografía. Aunque existieron diferencias profundas en los estilos
de vida adoptados por los pueblos indígenas en el corazón de las diver¬
sas regiones, en los límites entre éstas tales diferencias propendieron a
fundirse unas con otras. Estas mezclas fueron resultado de las continuas
migraciones, de actividades ligadas a las estaciones que exigían que los
grupos se desplazasen a nuevos lugares, y del tráfico entre regiones. El
hecho de que pueblos de regiones diferentes se mezclaran unos con otros
a lo largo de sus fronteras facilitó grandemente la exploración europea y
la explotación inicial del país. Por ello, los europeos pudieron despla¬
zarse fácilmente cruzando las fronteras y no tardaron en descubrir que,
dentro de cada zona, podían tener la seguridad de que los indígenas es¬
taban muy familiarizados con el terreno y muy dispuestos a recolectar
lo que la tierra pudiese ofrecerles.

La invasión europea

La descomposición del mundo indígena resultante de la expansión euro¬


pea en el continente norteamericano se efectuó sobre cuatro "fronte¬
ras”, y los intrusos fueron múltiples: los franceses arraigaron en el San
Lorenzo; los ingleses en torno de las bahías de Hudson y de James; los
españoles en el norte de México y el suroeste de Estados Unidos, y los es¬
pañoles, ingleses, rusos y norteamericanos en la costa occidental. Cada
frontera fue significativamente diferente. Sea como fuere, el contacto se
efectuó por etapas semejantes, reconocibles en todo el continente.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 77

En la costa oriental, los primeros encuentros de los indios fueron con¬


tactos fugaces con marineros y las reuniones duraderas comenzaron
apenas a fines del siglo xv, al realizarse las exploraciones por tierra de
Juan Caboto. Tales encuentros no se efectuaron en las bahías de Hudson
y James sino 150 años más tarde, y comenzaron con los viajes de Henry
Hudson en 1610. En la costa occidental, no empezaron sino casi tres si¬
glos más tarde, en 1774, cuando el español Juan Pérez avanzó hacia el
norte desde California y llegó hasta las islas de la reina Carlota.
Un espacio de tiempo —apenas una década en la costa occidental, y
hasta 50 años en la región de las bahías de Hudson y de James— trans¬
currió comúnmente entre las reuniones iniciales y el comienzo de un con¬
tacto regular a lo largo de la costa. Una vez establecido el contacto regular,

Las máscaras eran impor¬


tantísimas en las ceremo¬
nias indígenas de Cana¬
dá y se las utilizaba para
retratar seres míticos y re¬
presentar espíritus. La
máscara del Rostro Falso,
iroquesa, del siglo xix (ex¬
trema izquierda) representa
a un gigante de nariz tor¬
cida que desaf ió el poder
del Creador. Estas másca¬
ras se tallaban directa¬
mente en troncos de los
que luego se “liberaban". La
máscara de madera de los
innuit-dorset (abajo) tiene
más de mil años de anti¬
güedad y probablemente
se la utilizó en ceremonias
mágico-religiosas. Las
máscaras de piedra del
juego (arriba) probable¬
mente se llevaban la una
encima de la otra en los
rituales de invierno lla¬
mados halait (sagrados) y
se cambiaban en secreto
para demostrar los pode¬
res mágicos del danzante.
La máscara “gemela" de
atrás fue recogida en la
aldea de los indios tsims-
hian de Kitkatla en 1879,
y la otra en el río Nass o en
Metlakatla.
78 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

ya sea desde los barcos o bien cuando los recién llegados construyeron
poblados, la influencia europea se propagó rápidamente por el interior.
A lo largo de América del Norte, los relatos de los exploradores nos dejan
ver claramente que las nuevas de su llegada se propagaron rápidamente
a grandes distancias. Tribus todavía más distantes no tardaron en per¬
catarse de la presencia de los intrusos. Cuando los ingleses y los fran¬
ceses se establecieron por vez primera en las riberas occidentales de la
bahía de Hudson, a fines del siglo xvii, por ejemplo, los informantes in¬
dios les hablaron de los españoles, a quienes describieron diciendo que
eran hombres barbados que iban en grandes canoas y se encontraban a
varios meses de marcha en dirección oeste-suroeste, aun cuando ningu¬
no de esos indios presumiblemente había viajado hasta allí. Mediante
esta red de informaciones, los indios que vivían en el interior conocieron
rápidamente también ciertos géneros europeos exóticos, y en un tiempo
relativamente breve se establecieron rutas indígenas para el tráfico a
largas distancias. De esta manera, el comercio europeo fue llevado hacia
el interior desde la costa por los propios indios mucho antes de que lo
hicieran exploradores o traficantes.
Poco después del viaje de Juan Caboto a Terranova en 1497, los indios
de las provincias marítimas deben haber tropezado con los europeos con
bastante frecuencia. Muchos de los indios de la costa oriental deben ha¬
ber llegado a la conclusión, entre 1500 y 1550, de que los recién llegados
por mar eran transitorios y no representaban una amenaza, pero sí tenían
mucho interés en adquirir pieles que podían pagar con atractivos géne¬
ros nuevos: hachas de hierro, trastes de cobre, telas y cuentas decora¬
tivas. Hacia la década de 1550, pequeñas cantidades de artículos euro¬
peos habían penetrado en todo el sistema algonquino-iroqués del Canadá
oriental y la gente de los lagos Hurón o Michigan, que jamás había visto
a un europeo (ni siquiera conocía el mar), ya manipulaba las asombro¬
sas novedades provenientes del este. El primer interés despertado por
estos extraños géneros puede haber sido simbólico y espiritual; en cemen¬
terios del siglo xvi se enterraron frecuentemente cuentas y trastes de
cobre y de hierro.
Las sociedades indígenas, sin embargo, no tardaron en discernir el va¬
lor práctico de las hachas de hierro y de los utensilios de cobre, así co¬
mo la utilidad de las puntas metálicas de flecha y de lanzas tanto para la
caza como para la guerra entre indígenas. A mediados del siglo xvi, su
creciente interés por estos artículos permitió a los europeos meterse fir¬
memente en las redes locales de tráfico y diplomacia. Cuando Alexander
Mackenzie realizó su famosa expedición por la Columbia Británica, se
enteró por los secanis, que no habían tenido contacto directo con los in¬
trusos, de que "sus objetos de hierro [europeos] los recibían de la gente
que vivía en las riberas de ese río, y de un lago vecino, a cambio de pie¬
les de castor y de cueros curtidos de alce. Dijeron de esos hombres que
viajaban, durante todo un mes, para llegar a la región de otras tribus,
que viven en casas, con las que trafican con los mismos géneros...”
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 79

El traficante de pieles
(retrato de John Bud-
den, esq.). Cuando la
competencia era inten¬
sa, los traficantes de
pieles no esperaban a
que los indios llegaran
hasta sus puestos; an¬
tes bien, se enviaba a
“viajeros" hasta los
campamentos de caza¬
dores para ver que no
interceptasen las pieles
los competidores. Óleo
anónimo de alrededor
de 1855.

Desastrosamente para los pueblos indígenas, por esas rutas del tráfico
también llegaron enfermedades europeas, y el sarampión y la viruela
causaron grandes estragos. Jamás se sabrá con exactitud el número de
muertes causadas por estas primeras epidemias, pero pérdidas de la
mitad o más de los habitantes ocurrieron durante brotes documentados
de las enfermedades, como el que afectó a los hurones en 1639.
Siguiendo las huellas de los traficantes indígenas que llevaban sus gé¬
neros hacia grandes distancias del interior llegaron los exploradores
europeos por tierra, a veces acompañados de misioneros. Como estos pri¬
meros exploradores sólo alcanzaron a formarse imágenes limitadas del
país mientras los conducían por él sus guías nativos, gran parte del cam¬
biante mundo indígena habría de quedar fuera de la visión de los intru¬
sos durante algún tiempo todavía.
El contacto local constante entre europeos e indios comenzó con el
establecimiento de puestos comerciales. Y los puestos comerciales tra¬
jeron consigo poblados. Una vez más, se observan variaciones conside¬
rables en lo que respecta al tiempo transcurrido entre la llegada de los
primeros exploradores y el establecimiento de los primeros puestos co¬
merciales o de las misiones. Algunos exploradores levantaron puestos a
medida que avanzaban en sus viajes, pero otros no lo hicieron; en la Co-
lumbia Británica, por ejemplo, los poblamientos no se produjeron sino
más de 20 años después; en el norte de Ontario tardaron casi 80 años.
El establecimiento de puestos comerciales y de misiones en lo que hoy
es Quebec modificó la relación entre indios y europeos. Aumentó mu¬
chísimo la interacción social entre los grupos, lo cual dio como resultado
no sólo el aumento de los intercambios económicos, sino que estimuló
el rápido crecimiento de una población mestiza indoeuropea. Por mu¬
chos conceptos, los vástagos de este mestizaje se convirtieron en los nue-
80 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

vos intermediarios entre los europeos y aquellos grupos indígenas que


siguieron manteniendo cierta distancia física y cultural con los intrusos.
La llegada de los misioneros complicó todavía más la situación, pues
tenían como meta explícita la transformación de la cultura indígena en
algo parecido al modelo europeo cristiano.
Sea como fuere, el papel desempeñado por los misioneros no resultó
muy importante antes de 1821, principalmente a causa del carácter in¬
tensamente comercial de las primeras actividades europeas. Ciertamen¬
te, salvo por lo que respecta a la Nueva Francia y a la costa del Labrador,
la penetración misionera se produjo muy aparte de la de los traficantes de
pieles. En la mayor parte del Canadá central y occidental, los misioneros
llegaron mucho después de que se estableciesen los traficantes. En su ma¬
yoría estaban cargados de buenas intenciones, de acuerdo con sus pro¬
pias normas, y al parecer trataron de proteger a los indios y a los innuit
de los peores aspectos de la cultura europea. No obstante, estaban conven¬
cidos de que la cultura europea constituía el modo de vida más propio y
recomendable y su llegada señaló el principio de un ataque sistemático
contra la religión, las creencias y muchas de las costumbres sociales
tradicionales de los indígenas, ataque que habría de intensificarse más
tarde cuando los gobiernos se hicieron cargo de los asuntos indígenas.

Bacalao y pieles

Tal fue el curso general de desarrollo; pero sucesos particulares en dife¬


rentes partes de Canadá nos permiten ver con claridad el impacto real del
mundo europeo sobre el indígena.
Probablemente, jamás conoceremos la magnitud o la naturaleza de
los encuentros que tuvieron lugar entre pescadores e indios en el oeste y
el suroeste de Terranova antes de 1534. El primer comentario amplio
que poseemos es el que escribió Cartier sobre sus dos primeros viajes en
1534 y 1535-1536. Luego de examinar la costa del Labrador en la región
del estrecho de Belle Isle y de hacer su famosa declaración de que era
"la tierra que Dios dio a Caín", navegó hacia el suroeste, pasando por la
costa occidental de Terranova, el archipiélago de la Magdalena y el ex¬
tremo occidental de la isla del Príncipe Eduardo, antes de llegar a las
costas orientales de Nueva Brunswick, cerca de la bahía de Miramichi.
Avanzó luego hasta la bahía de Chaleur, donde se encontró con un gru¬
po grande de micmac. No queda claro en su narración de esta reunión
si los micmac estaban acostumbrados ya a traficar con europeos, pero su
diario indica sin duda que tenían muchas ganas de hacerlo:

...avistamos dos flotas de canoas indias... que por todo sumaban de 40 a 50


canoas. Cuando una de las flotas llegó a este punto, saltaron y se embarcaron
gran número de indios, que levantaron un gran clamor y nos hicieron fre¬
cuentes señas para que nos acercáramos a la ribera, mostrándonos algunas
pieles levantadas sobre palos. Pero como no llevábamos más que un bote [lar-
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 81

go] no nos acercamos, y en cambio remamos hacia la otra flota que se encon¬
traba sobre el agua. Y ellos [los de la playa], viendo que nos alejábamos re¬
mando, prepararon dos de sus canoas más grandes para seguirnos. A éstas se
les unieron cinco más de aquellas que venían desde el mar, y todos se lanza¬
ron tras nuestro bote largo, danzando y dando muchas señales de alegría así
como de su deseo de trabar amistad...

No obstante estos gestos amistosos, Cartier, grandemente superado en


número, se sintió amenazado y disparó dos cañonazos de advertencia
sobre sus cabezas. Al día siguiente, él y sus hombres se armaron de valor
y desembarcaron para salir al encuentro de los micmac. Comenzó enton¬
ces un vivaz intercambio:

Tan pronto como nos vieron, comenzaron a huir, haciéndonos señales de que
habían venido para hacer trueque con nosotros; y nos enseñaban algunas pie¬
les de poco valor, con las que ellos se visten. Nosotros de igual manera les hi¬
cimos señales de que no queríamos hacerles daño, y despachamos dos hom¬
bres a la playa, para ofrecerles algunos cuchillos y otros géneros de hierro, así
como un gorro rojo para que se lo dieran a su jefe... Los salvajes mostraron
un enorme placer por la posesión y obtención de estos utensilios de hierro y
otros géneros, danzando y haciendo muchas ceremonias... Hicieron trueque
con todo lo que llevaban hasta el punto de que todos regresaron desnudos, sin
una sola prenda sobre ellos...

Poco después de dejar a los micmac, Cartier tropezó con un grupo de


300 stadaconas que habían acampado en la costa de Gaspé para pescar
macarela:

Les dimos cuchillos, cuentas de vidrio, peines y otras chucherías de poco va¬
lor, que recibieron con grandes signos de alegría... Bien podemos llamar sal¬
vaje a esta gente; pues componen la más triste figura que pueda haber en el
mundo, y todo el montón de ellos no tenía nada que valiese más de cinco
sous, a excepción de sus canoas y redes de pesca. Andan casi completamente
desnudos, salvo por una piel pequeña con la que tapan sus partes pudendas, y
unas cuantas pieles viejas que echan sobre sus hombros... No tienen más mo¬
rada [cuando viajan] que sus canoas, las cuales voltean para dormir bajo de
ellas en el suelo.

Al disponerse a volver a su patria, Cartier reclamó las tierras en nombre


de Francia. Su relato nos da una idea de cómo reaccionaron los indígenas
ante uno de los primeros despojos europeos de sus tierras:

...Mandamos hacer una cruz de unos nueve metros de alto, que armamos en
presencia de cierto número de indios [stadaconas] en el punto [opuesto a
Sandy Beach] a la entrada de esta bahía, bajo cuyo travesaño colocamos un
escudo con tres flores de lis en relieve, y encima de él un tablero de madera
grabado en grandes caracteres góticos, donde escribimos viva el rey de Fran¬
cia. Levantamos esta cruz en aquel punto y en su presencia y ellos contem-
82 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

piaron mientras la armábamos y la levantábamos. Y una vez que estuvo le¬


vantada en el aire, todos nos arrodillamos, unimos nuestras manos y la ado¬
ramos delante de ellos...
Luego de que regresamos a nuestros barcos, el jefe, vestido de una vieja
piel de oso negro, llegó en una canoa con tres de sus hijos y su hermano... y
apuntando hacia la cruz nos soltó una larga arenga, haciendo la señal de la
cruz con dos de sus dedos; y luego apuntó hacia la tierra que teníamos alrede¬
dor, como si desease decir que toda aquella región le pertenecía a él, y que no
debíamos haber erigido la cruz sin su permiso...

En este momento, Cartier ordenó a sus hombres que se apoderaran de


los indios y los llevasen a bordo. Se les dieron todas las muestras de afec¬
to así como alimento y bebida, "y después les explicamos, a señas, que la
cruz había sido erigida para servir de mojón y de poste guía para acer¬
carnos a la bahía, y que no tardaríamos en regresar...” Cartier se percató
sin duda de que los indios se habían dado perfecta cuenta del significa¬
do real de la cruz, y de ahí su explicación tan malhadada; de hecho, jamás
regresó a esa bahía.
Un poco antes de regresar a Francia, Cartier se apoderó de dos jóvenes
iraqueses, hijos del jefe Donnacona, diciendo que los traería de regreso
hasta la aldea del jefe al verano siguiente. Cumplió esta promesa; en
1535 visitó Stadacona, cerca de la actual ciudad de Quebec, y devolvió
a los hombres a su padre. Desde ahí viajó hacia el interior hasta llegar a
un pueblo grande de los iraqueses rodeado de empalizada, llamado Ho-
chelaga, en el sitio de la actual Montreal, para proseguir su búsqueda de
un pasaje por agua hasta el Pacífico. Le llamaron mucho la atención el
valle del San Lorenzo y su gente. Hablando —la mayor parte a señas—
con los de Hochelaga, Cartier se formó la idea de que más allá de los rá¬
pidos de Montreal los ríos conducían por el interior hasta varios lagos
grandes e inclusive hasta una tierra llamada Saguenay, donde abunda¬
ban el oro, la plata y el cobre. La esperanza de encontrar oro no muy lejos
de las tierras situadas al oeste de Hochelaga dio lugar a la tercera y más
grande expedición de Cartier, en 1541, que fue autorizada a apoderarse
de esas tierras extranjeras "por medios amistosos o por la fuerza de las
armas”. Pero las enfermedades y la creciente decisión de los indios de
alejar a los intrusos condujeron a su empresa a un final sin gloria en 1543.
No existía aquí una sociedad rica, jerarquizada, que pudiese ser con¬
quistada mediante una demostración de fuerza, como había existido en
la conquista española. No obstante, además de las pieles del territorio,
esta búsqueda de una ruta hacia el Oriente habría de seguir siendo una
de las fuerzas impulsoras de la exploración por tierra durante los 200
años siguientes.
Cartier no alcanzó su objetivo principal, de lo que se dio cuenta cuando
avistó los rápidos de Lachine y comprendió que señalaban el término de
la navegación sobre el San Lorenzo. Pero en el transcurso de sus viajes
aprendió mucho acerca de la geografía del Canadá marítimo, el golfo de
San Lorenzo y el valle del mismo nombre. Encontró que las aguas eran
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 83

riquísimas en peces y ballenas. Que en el área de Gaspé había bosques


madereros excelentes; que la costa de Nueva Brunswick y el valle del San
Lorenzo tenían un considerable potencial agrícola, y que abundaban
las pieles. Sus viajes contribuyeron mucho a establecer la geografía y los
nombres de lugares del Canadá oriental, y también le dio su nombre al
país. Los iroqueses con los que habló utilizaron el nombre de “canadá”
(palabra que parece significar “aldea"), y Cartier les llevó el nombre a los
dibujantes de mapas de Europa. A fines del siglo xvi los marineros habla¬
ban como de cosa sabida de que su destino, para el comercio y la pesca,
eran Terranova o Canadá.
Pero, a excepción de los peces y las ballenas, la época no era el mo¬
mento adecuado para realizar las inversiones de capital que se necesita¬
ban para explotar los recursos del Nuevo Mundo. De modo que, durante
los 50 años siguientes, los indios a lo largo del golfo de San Lorenzo no
se verían afectados más que por pescadores y balleneros que aprovecha¬
ban la oportunidad de ganar un poco más de dinero mediante el inter¬
cambio d * géneros europeos por unas cuantas pieles con los indios que
los visitaban en la costa, durante el verano.
En la costa sur de Nueva Escocia, los pescadores se dedicaron pri¬
mordialmente a actividades en pleno mar, durante las cuales salaban el
bacalao en sus barcos, de modo que mantuvieron poco o ningún contac¬
to con los indios de la costa. No ocurrió lo mismo en las pesquerías del
norte. Se levantaron puestos de secado de pescado en la costa de Terrano¬
va, particularmente en la península de Avalon, en buenas ensenadas que
muy a menudo coincidían con los lugares en que acampaban los beotu-
cos. A principios del siglo xvi, a los pescadores no les interesaba mayor
cosa comerciar con ellos. Los beotucos no recibieron de buen grado a
los pescadores, porque éstos ocupaban lugares en que los indígenas solían
acampar y además destruían los bosques circundantes con sus desmon¬
tes y sus imprudentes quemas. A su vez, a los pescadores no les gustaba
nada el hecho de que, durante el invierno, los beotucos frecuentemente
saqueaban los puestos de secado para obtener clavos y otros trozos de
metal. De tal modo, las relaciones entre los beotucos y los pescadores
europeos fueron tirantes desde el principio. Los beotucos salieron per¬
diendo mucho en las hostilidades subsiguientes, y con el tiempo fueron
uno de los escasos grupos indígenas de Canadá que quedaron totalmente
aniquilados.
En la segunda mitad del siglo xvi cambió el clima económico de Euro¬
pa y surgieron circunstancias que estimularon el rápido desarrollo del
comercio de pieles, que se convirtió en una de las grandes actividades
lucrativas. Desde mediados de siglo, se puso de moda el sombrero de fiel¬
tro y así siguió hasta que fue desplazado por el sombrero de seda a me¬
diados del siglo xix. Los sombrereros sólo pedían pieles de castor para
cortarles el pelo; tiraban luego los cueros. El fieltro más lujoso y durable
se hacía con las capas internas cortas de pelo rasurado o lana de las
pieles de castor. Hacia el siglo xvi habían casi desaparecido en Europa
84 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

occidental, pero abundaban en América del Norte y eran relativamente


baratos.
A los indios se les compraba dos tipos de pieles de castor: castor para
abrigo, llamado castor gras por los franceses, y castor para pergamino, o
castor sec. En el siglo xvi, sólo los rusos dominaban la técnica para ex¬
traer los largos pelos de las pieles de castor para pergamino a fin de sepa¬
rar de la piel la lana. Pero el mandar pieles para pergamino a Rusia para
procesarlas aumentaba considerablemente el costo de la producción de
fieltro. El castor para abrigo era de segunda mano, pues ya lo habían uti¬
lizado los indios para sus abrigos de invierno. A causa del uso de las pie¬
les con el lado del pelo hacia dentro y de frotarlas y rasparlas con médula
de animales para engrasarlas y ablandarlas, los indios habían desgastado
los pelos de la guarda. Luego se podía quitar de las pieles fácilmente la
lanilla, con lo que las pieles podían ser procesadas directamente por los
productores de fieltro de Europa occidental. A consecuencia de esto, el
castor para abrigo fue muy solicitado en los siglos xvi y xvn. Para los in¬
dios, esto fue un comercio muy satisfactorio; ciertamente, en 1634, el
padre Le Jeune, superior de les jesuítas de Quebec, informó que los mon-
tagnais pensaban que el deseo europeo de pieles de castor era una tonta
extravagancia:

Los salvajes dicen que es el animal del que gustan muchísimo los franceses,
ingleses y vascos, en pocas palabras, los europeos. Oí a mi anfitrión [indio]
decir cierto día, en broma, Missi picoutau amiscou, "el castor lo hace todo per¬
fectamente bien, hace ollas, hachas, espadas, cuchillos, pan; y en pocas pala¬
bras, lo hace todo”. Se estaba burlando de nosotros, los europeos, que senti¬
mos tanta afición por la piel de este animal y que peleamos para ver quién se
queda con ella; y llegan en esto hasta tales extremos que mi anfitrión me dijo
un día, mientras me enseñaba un hermoso cuchillo, “los ingleses carecen de
sesos; nos dan 20 cuchillos como éste por una piel de castor”.

Cambios del sombre¬


ro de castor. La moda
del sombrero de piel de
castor fue la fuerza
impulsora del más an¬
tiguo comercio de pie¬
les, pues la lanilla de
las pieles de castor se
utilizó para producir el
fieltro de gran calidad «I.KT

que pedían los fabri¬


cantes de sombreros
finos. Grabado de la
Castorologia de H. T.
¡T» t-mj.» . <«*• 11‘Wn T
Martin (Montreal y
Londres, 1892).
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 85

Sin duda, el padre Le Jeune se tomó algunas licencias al referir la entre¬


vista para poner de relieve la conducta de los traficantes europeos, pero
está claro que el comercio de los primeros tiempos era muy conveniente
para los indios desde su punto de vista. Por desgracia para ellos, esta si¬
tuación no duró. Hacia fines del siglo xvm, los fabricantes de fieltro de
Europa occidental descubrieron el secreto ruso y el castor de pergamino
pasó a convertirse en la piel preferida, porque era de una calidad más
uniforme que el castor para abrigo. A mediados del siglo xix ya no existía
mucha demanda para el castor para abrigo, y el resultado fue que los in¬
dios tuvieron que capturar más castores si querían obtener artículos
europeos.
Mientras duró, el mercado de gran demanda para las pieles de castor
llevó implícitas otras cosas. Por vez primera, ciertos mercaderes europeos
pudieron especializarse en el comercio de pieles, de modo que hacia la
década de 1580 había dejado de ser meramente un pequeño complemen¬
to de la pesca y de la caza de la ballena. Este cambio puso en movimiento
nuevas fuerzas económicas que sirvieron para impulsar la industria a lo
largo del continente durante los dos siglos siguientes, en cuyo transcur¬
so se alteró profundamente el antiguo orden del Canadá aborigen.
Desde un principio, un problema fundamental de la industria peletera
fue el del elevado costo del transporte, dada la gran distancia que media
entre Canadá y los mercados europeos. Esto llevó a los comerciantes a
tratar de monopolizar el comercio, para fijar precios altamente favora¬
bles para sí mismos y, al mismo tiempo, asegurar un suministro de pie¬
les suficiente para hacer lucrativo el negocio. En 1588, el rey de Francia
concedió a Jacques Noel el primer monopolio comercial en Canadá. Otros
comerciantes franceses inmediatamente se inconformaron y la Corona
lo suprimió rápidamente. No fue éste sino el primer episodio de una lu¬
cha que habría de continuar hasta el siglo actual. En el mejor de los ca¬
sos, los comerciantes lograron imponer monopolios durante breves pe¬
riodos de tiempo antes de que compatriotas o comerciantes extranjeros
se los quitaran.
Los indios reaccionaron de manera semejante. Tan pronto como el
comercio regular quedaba establecido en una determinada zona, apare¬
cían rápidamente especialistas indígenas en comercio, o intermediarios.
Estos empresarios se encargaban del tráfico en pieles y géneros euro¬
peos que se llevaba a cabo entre los puestos comerciales y los indios
habitantes del remoto interior, que aportaban la mayor parte de las pie¬
les. Al igual que otros comerciantes del mundo entero, los intermedia¬
rios indios elevaban considerablemente el precio de todos los artículos
con los que comerciaban. Es comprensible que estos intermediarios cui¬
dasen celosamente sus lucrativas rutas comerciales, y que bloqueasen el
acceso a todos los grupos indígenas que no habían recibido su permiso
para pasar; permiso que no se conseguía fácilmente y que por lo común
se concedía únicamente después de pagar unos peajes relativamente
elevados.
86 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Tanto los indios como los europeos lucharon por hacerse del control
económico. Esta inestabilidad fue, de hecho, una de las fuerzas impul¬
soras de la expansión de la industria. A menudo, los europeos trataron
de desplazar a los intermediarios con la esperanza de adquirir a menor
precio las pieles, pero fracasaron repetidas veces a medida que grupos
sucesivos de indios asumieron el papel de comerciantes, con lo cual saca¬
ron provecho de su ventaja estratégica temporal. Al ritmo que las rutas
del tráfico penetraron con mayor profundidad en el continente, los cos¬
tos de transporte y almacenamiento se elevaron todavía más, y aumen¬
taron la presión que se ejercía sobre los europeos para que consiguieran
grandes cantidades de pieles. Invariablemente, esto a su vez significó que
el tráfico de pieles indujo a los indios a cazar y capturar en trampas a
poblaciones animales locales con una intensidad que no podía ser man¬
tenida durante largo tiempo. El proceso circular puesto en movimiento
de esta manera alimentó la expansión transcontinental de la industria
peletera entre 1580 y 1793.
Los primeros especialistas indios en el comercio fueron los montagnais
que vivían en las cercanías del río Saguenay. El curso del bajo Saguenay
es un profundo fiordo de severa y legendaria belleza y la desemboca¬
dura del río había sido un importante sitio de balleneros desde mediados
del siglo xvi, porque las ballenas beluga procrean allí y también llegan a
la zona delfines y ballenas de aleta, jorobadas, piloto v aun las grandes
ballenas azules. Probablemente se había efectuado allí también, desde
esa época, algo de comercio en pieles, y a fines de siglo el curso del bajo
Saguenay se había convertido en un gran centro del comercio de pieles al
que llegaban regularmente barcos mercantes de diversas naciones euro¬
peas. Los montagnais reaccionaron de dos maneras: intensificaron sus
capturas y prolongaron sus conexiones comerciales hacia el norte y el
oeste, desde Lac Saint Jean hasta Lac Mistassini y el curso del alto río
Ottawa; y aprendieron a sacar provecho de un mercado competitivo
enfrentando a unos comerciantes europeos con otros. A fines del siglo,
los franceses se quejaron de que los montagnais habían transformado el
tráfico de verano en una subasta, y elevado los precios hasta el punto de
que les era difícil a los europeos obtener alguna ganancia.
Debido a esto, en parte, los franceses, dirigidos por el explorador y car¬
tógrafo Samuel de Champlain, descendieron por el suroeste hasta el
valle del río San Lorenzo y levantaron un puesto en el sitio de la actual
ciudad de Quebec en 1608. En el tiempo transcurrido entre el viaje de
Cartier, en 1535, y el de Champlain en 1608 los stadaconas y los hoche-
lagas desaparecieron. Los historiadores siguen discutiendo sobre lo que
les ocurrió. Lo que está claro es que, hacia la fecha de la llegada de Cham¬
plain, el valle del San Lorenzo se había convertido en una tierra de na¬
die que separaba a dos grupos hostiles de indios: los iraqueses de Nueva
York, al sur del lago Ontario, y los algonquinos del valle del río Ottawa y
el oriente de éste, así como sus aliados hurones del norte. Dado el ambien¬
te político local, no es sorprendente que Champlain y sus compañeros
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 87

se hayan visto rápidamente arrastrados al conflicto. En 1609 aceptaron


una petición para que se unieran a un grupo de algonquinos del valle
del Ottawa y de hurones que iban a practicar una incursión en el país de
los mohawk, en el cual atacaron una aldea mohawk levantada a orillas del
lago Champlain. No tardó en producirse una escalada de violencia.
Aunque se habían aliado con algunos de sus vecinos de habla algon-
quina situados al este, los hurones deseaban también romper el mono¬
polio comercial de dos grupos algonquinos, el de los allumettes y el de
Petite Nation, de la porción media inferior del Ottawa, y establecer víncu¬
los directos mercantiles y militares con los franceses. Teniendo presen¬
tes estos objetivos, los hurones invitaron a Champlain para que visitara
su país, cosa que aceptó y partió hacia Huronia en 1613. Sin embargo, su
grupo de hombres fue detenido en el camino por los allumettes, que de¬
seaban proteger su posición en el sistema comercial. Se negaron a dejar¬
lo pasar. A Champlain no le quedó más remedio que renunciar a su viaje,
aunque antes de irse dio regalos a los allumettes y les prometió ayudarlos
en sus luchas con los iroqueses. Esta diplomacia le permitió cruzar su
territorio dos años más tarde, y en 1615 llegó finalmente a Huronia; a él
lo recibieron cordialmente, pero con desconfianza a los misioneros que lo
acompañaban. Los hurones creían, sin que les faltara razón, que estos
hombres eran traficantes disfrazados que habían venido a espiarlos para
conocer sus secretos comerciales. No deseaban revelar quiénes eran sus
socios comerciales, de modo que los sacerdotes franceses tuvieron un co¬
mienzo incierto; hasta la década de 1620 no pudieron establecer misio¬
nes permanentes.
A fines de la década de 1630, la Huronia ocupaba un lugar fundamen¬
tal en el comercio de pieles francés y era un foco principal de la activi¬
dad misionera. Pero la zona era todavía inestable políticamente: hacia
esas fechas, los iroqueses de Nueva York comenzaban a estar bien pertre¬
chados con armas europeas, y estaban practicando incursiones crecien¬
temente devastadoras sobre el curso del bajo río Ottawa y en la Huronia,
con la esperanza de conseguir acceso al comercio de pieles situado al
norte de los Grandes Lagos. Los ataques iroqueses ya no se proponían
meramente obtener unos cuantos cautivos, como había sido su meta an¬
tes de la llegada de los europeos, sino que ahora se proponían aniquilar
a las fuerzas rivales. Mientras se intensificaba el conflicto, epidemias de
viruela causaron estragos entre los hurones y los desmoralizaron. Los mi¬
sioneros agravaron sus problemas al provocar divisiones internas entre
los nuevos cristianos y los que aún no se habían convertido. A conse¬
cuencia de todo esto, los iroqueses invadieron toda la Huronia y ésta se
derrumbó en 1649.
Luego de la caída de Huronia, el tráfico a lo largo del bajo Ottawa se
tomó intermitente a causa de que los iroqueses atacaban frecuentemen¬
te a quienes viajaban por allí. Muchos de los viejos socios comerciales
de los hurones se retiraron hacia el oeste y el noroeste, para quedar fuera
del alcance de las partidas guerreras de los iroqueses. Esto constituyó
88 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

un problema para los traficantes franceses, que deseaban conservar los


contactos con esos grupos. De modo que, en 1656, la exploración fran¬
cesa por la región superior de los Grandes Lagos fue encabezada por
Médard Chouart Des Groseilliers. Su cuñado, Pierre-Esprit Radisson, se
le unió en 1659 y hacia 1663 habían llegado hasta la región del lago Su¬
perior, y quizá más allá, hasta la bahía de James. Sea como fuere, los
crees, que en aquel tiempo eran suministradores de pieles para los otta-
was y los ojibway, indicaron a los dos franceses que la mejor región de
pieles se encontraba al norte del lago Superior. Los indios les hablaron
también de un mar "helado" septentrional, y los dos traficantes llegaron a
la conclusión de que debía ser el que llevaba el nombre de Henry Hud-
son, el desafortunado explorador al que su tripulación amotinada aban¬
donó allí para que muriera, en 1611. Sin parar mientes en los crecientes
gastos que suponía la expansión por tierra del comercio de pieles en di¬
rección norte-noroeste a partir del río San Lorenzo (Montreal y Trois
Riviéres), los cuñados decidieron que debían intentar el establecimiento
de una base comercial en este mar septentrional. Luego, les sería posible
navegar hasta el corazón de la mejor región de pieles, con lo cual elimina¬
rían los engorrosos costos del transporte por tierra y, como tendrían un
acceso directo, esquivarían a otro grupo de traficantes indios.
Radisson y Des Groseilliers no lograron obtener respaldo francés para
sus planes. No era, simplemente, momento oportuno para acercarse a los
funcionarios franceses: en 1663, Jean-Baptiste Colbert, el nuevo secreta¬
rio de Estado, se había hecho cargo de la dirección de los asuntos colo¬
niales y se oponía a la expansión por el oeste. Le interesaba más fomentar
la agricultura en la colonia para dar cimientos más firmes a la econo¬
mía. No quería que la población local fuera alejada de los poblamientos
para dedicarse a aventuras comerciales o de otra índole.
Pero Radisson y Des Groseilliers no se desanimaron. Luego de varios
intentos abortados para conseguir apoyo en Boston y Francia, viajaron
a Inglaterra. Allí se les dio una buena acogida en la corte del rey Carlos II,
en la que un pequeño y cerrado grupo de cortesanos sentía un profundo
interés por el establecimiento de una economía imperial equilibrada. En
el grupo figuraban Anthony Cooper, que más tarde fue el primer conde
de Shaftesbury; Sir Peter Colleton; Sir George Carteret; y el primer du¬
que de Albemarle, George Monk. Estos hombres formaban un grupo em¬
presarial, altamente encumbrado, que emprendió la plantación de Caro¬
lina en 1666 y al que se le concedieron las Bahamas en 1670. Gozaron del
patrocinio del hermano del rey, James, duque de York, y de su animoso
primo, el príncipe Rupert. Después de un torpe intento de enviar una ex¬
pedición en 1667 (pasó el buen tiempo de verano antes de que estuvie¬
sen preparados), finalmente el 5 de junio de 1668 se inició otra expedi¬
ción, cuando el Eaglet y el Nonsuch levaron anclas en el Támesis. Eran
naves pequeñas, queches. Ambos pesaban menos de 44 toneladas, tenían
unos cinco metros de manga y menos de doce metros de largo. El Eaglet,
que llevaba a bordo a Radisson, se vio obligado a regresar, pero el Non-
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 89

such, que llevaba a Des Groseilliers, tocó en la punta sur de la bahía de


James el 29 de septiembre. La tripulación pasó el invierno allí y llevó
a cabo un comercio muy exitoso con los crees. El Nonsuch regresó con un
cargamento tan grande de castor de invierno de primera clase y otras
pieles que la prensa informó que “les dio alguna recompensa por su frío
confinamiento”. Embriagados por el éxito, los inversionistas ingleses en¬
viaron otro barco en 1669, que llevaba a bordo a Radisson, y se tomaron
medidas para establecer sobre una base permanente el comercio. De
acuerdo con esto, en la primavera de 1670 se redactó la patente de la Com¬
pañía de la Bahía de Hudson, que Carlos II firmó el 2 de mayo de 1670.
Al “Gobernador y Compañía de Aventureros” se les otorgaron privile¬
gios monopólicos del comercio y el derecho a colonizar todas las tierras
desaguadas por los ríos que iban a desembocar en el estrecho de Hudson.
Esta vasta extensión de tierras (en términos geográficos modernos in¬
cluía el norte de Quebec, el norte de Ontario, todo Manitoba, la mayor
parte de Saskatchewan, el sur de Alberta y una parte de los Territorios del
Noroeste) recibió el nombre de Tierra de Rupert, en honor del príncipe
Rupert; por todo, era 15 veces más grande que el Reino Unido actual y
cinco veces más grande que Francia. En varios aspectos, la formación de
la Compañía de la Bahía de Hudson es una de las grandes ironías de la
historia de Canadá. Fue concebida por dos franceses que ayudaron a
guiarla en sus primeros años críticos; sin embargo, se convirtió en una de
las empresas coloniales inglesas de mayor éxito en Canadá y sin duda la
más duradera.
En 1671, la Compañía comenzó a establecer puestos comerciales en
la desembocadura de los ríos principales. En el espacio de diez anos se
construyeron fuertes en los ríos Rupert, Moose, Albany y Hayes, que ejer¬
cieron una gran influencia en el comercio. Entre 1650 y 1670, bandas de
assiniboines y de crees que vivían en la remota Manitoba oriental habían
venido proveyendo de pieles a comerciantes ottawas y ojibway a cambio
de géneros franceses. Pero al establecerse los puestos en la bahía, los crees
y los assiniboines ya no tuvieron que recurrir a los intermediarios ottawas y
ojibway, y pudieron comerciar directamente con los ingleses. Se con¬
virtieron en la sexta generación de importantes intermediarios indios
que operaban en el comercio de pieles por tierra, que ya tenía un siglo de
antigüedad. Más importante aún fue el que estuvieran colocados estra¬
tégicamente para comenzar a desempeñar por sí mismos un papel de
mercaderes. Aprovecharon rápidamente la oportunidad y al cabo de una
década de la fundación de la Compañía su gobernador canadiense, John
Nixon, comunicó:
Se me ha informado de que hay un pueblo de indios llamados poyets [siux
dakotas] que no han comerciado con ningún pueblo cristiano... Beneficiaría
mucho a nuestro comercio el que pudiésemos establecer correspondencia con
ellos... Pues están dispuestos a comerciar con nosotros, pero temen cruzar el
territorio de indios vecinos por falta de armas... nuestros indios [assiniboines
y crees] temen que ellos [los dakotas] comiencen a comerciar con nosotros,
90 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

pues por su voluntad, ellos quisieran ser los únicos intermediarios entre todos
los indios extraños y nosotros...

Dados los papeles importantísimos que Radisson y Des Groseilliers


desempeñaron por lo que toca a ayudar a la Compañía a establecer sus
vínculos comerciales con los indios, nada tiene de sorprendente que mu¬
chas de las prácticas comerciales de los franceses quedasen incorpora¬
das en ella. Los primeros relatos de la Compañía nos permiten formar¬
nos una idea del carácter general del comercio de pieles a fines del siglo
xvii y en el xvm. Uno de los rasgos más célebres fue el de la ceremonia
previa al tráfico, durante la cual se intercambiaban regalos de valor igual.
Ésta era una institución india; en la sociedad indígena, el comercio en¬
tre grupos que no tenían vínculos de parentesco no comenzaba hasta que
los jefes de las partes respectivas establecían o confirmaban lazos de
amistad. Al mismo tiempo, se fumaban pipas de la paz y se pronunciaban
discursos formales.
En los primeros días de la Compañía, la ceremonia de intercambio de
regalos antes de la trata tuvo un lugar primordial en la relación con los
grupos que vivían a grandes distancias de los puestos de la bahía y que
sólo se acercaban a comerciar una vez al año. Según los relatos de la
Compañía, los grupos de comerciantes indios se reunían en torno a je¬
fes que eran buenos oradores, astutos traficantes y conocían los cami¬
nos que llevaban hasta los puestos. Los ingleses llamaron a estos hom¬
bres "capitanes comerciantes”. A los jefes que los seguían se les llamaba
simplemente "lugartenientes". Un poco antes de llegar al puesto, los in¬
dios desembarcaban para ataviarse con sus mejores ropas. Vestidos con
propiedad, proseguían su viaje. Cuando llegaban a la vista del fuerte, el
comandante del puesto de la Compañía, al que se le daba el nombre de
“factor principal", mandaba disparar una andanada de cañón o descargas
de mosquetes a modo de saludo para los indios, que respondían de ma¬
nera semejante con sus mosquetes.
Tan pronto como los indios llegaban al puesto, acampaban en un te¬
rreno desmontado reservado para ese uso. Mientras levantaban el cam¬
pamento, el capitán comercial y sus lugartenientes avanzaban hacia el
fuerte para saludar al factor principal y sus oficiales. Andrew Graham,
factor principal de la Factoría de York a fines del siglo xvii, describió una
visita típica:

Siendo informado el gobernador de cuáles líderes han llegado, envía al tra¬


tante para que los vaya metiendo de uno en uno, o de dos o tres juntos con sus
lugartenientes, los cuales por lo común son los hijos mayores o los parientes
más cercanos. Se colocan sillas en la habitación y se ponen en la mesa pipas
con materiales para fumar. Los capitanes se colocan a cada lado del gober¬
nador... luego rompe el silencio gradualmente el indio más venerable... Dice
cuántas canoas ha traído, cómo ha sido el invierno que han pasado, a qué in¬
dígenas ha visto, cuáles están llegando o se han quedado atrás; pregunta có¬
mo les ha ido a los ingleses y dice que le da gusto verlos. Después de lo cual el
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 91

Uno de los documen¬


tos más importantes de
la historia de Canadá
es la patente otorga¬
da a la Compañía de la
Bahía de Hudson por
Carlos II, el 2 de mayo
de 1670, en Westmin-
ster; ésta es la primera
página. En 1870, Cana¬
dá pagó a la Compañía
un millón y medio de
dólares en efectivo pa¬
ra recuperar los dere¬
chos territoriales de la
patente; la Compañía
recibió también conce¬
siones de tierras equiva¬
lentes a una vigésima
parte de la región de las
praderas y conservó
las tierras ya desmon¬
tadas en torno de sus
puestos comerciales.

gobernador le da la bienvenida, le dice que tiene muchos y buenos géneros, y


que quiere a los indios y los tratará bien. En este momento se refresca la pipa
y la conversación se vuelve libre, fluida y general.

Mientras se intercambiaban estas cortesías, a los capitanes y sus lugarte¬


nientes se les vestía con nuevas ropas:

Una chaqueta de tela basta, roja o azul, forrada de bayeta con puños del re¬
gimiento y cuello. El chaleco y los calzones son de bayeta, el traje adornado con
encaje ancho o estrecho de diferentes colores; una camisa blanca o a cuadros,
un par de medias de hilaza atadas bajo la rodilla con jarreteras de estambre, un
par de zapatos ingleses. El sombrero está adornado con cintas y plumas de di¬
ferentes colores. Una banda de tejido anudada en torno a la coronilla, y un
extremo colgando a cada lado hasta los hombros. Un pañuelo de seda se mete
por una punta en los lazos de atrás; con estas decoraciones se le pone sobre la
cabeza del capitán y así se completa su vestido. Al lugarteniente se le rega¬
la también un traje pero de menor calidad.

Vistiendo sus nuevas ropas, los capitanes indios desfilaban fuera del
fuerte en compañía del factor principal y sus oficiales, seguidos por sir¬
vientes que llevaban regalos para los demas indios, consistentes sobre
todo en comida, tabaco y brandy. Luego de otra serie de discursos en el
campamento, estos otros regalos se le entregaban al jefe, el cual ordenaba
distribuirlos entre sus seguidores. Enseguida, los hombres de la Compa-
92 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

ñía se iban y los indios hacían una fiesta en la que consumían la mayor
parte de lo que les había sido dado. Una vez terminada la celebración, el
grupo de traficantes se reunía en torno al capitán y sus lugartenientes y
volvían al fuerte para darle un regalo, a su vez, al factor principal: una o
dos pieles, de cada indio, recogidas por el capitán comercial y obsequiadas
al factor principal en su nombre. Mientras entregaba el regalo, el capi¬
tán pronunciaba un largo discurso para reconfirmar la amistad de su pue¬
blo con la Compañía. El capitán comercial aprovechaba también esta
oportunidad para mencionar cualesquiera problemas que sus seguidores
hubiesen experimentado respecto del suministro de géneros del año pasa¬
do; describía pormenorizadamente cualesquier sufrimientos que hubie¬
sen experimentado durante el invierno; y pedía cortésmente que se diese
trato justo a su gente. Luego de una respuesta adecuada, los indios se reti¬
raban a su campamento y entonces podía comenzar el tráfico. Cuando los
grupos de traficantes eran grandes, las formalidades previas al inter¬
cambio a veces se llevaban varios días.
Ceremonias tan complejas sólo se montaban para los indígenas del in¬
terior. A las bandas locales se las trataba de manera muy distinta. Estos
indios, a los que llegó a dárseles el nombre de "milicia” a modo de reco¬
nocimiento de sus estrechos vínculos con los puestos, llegaban a ellos
frecuentemente. Además de la caza con trampas, los de la milicia se dedi¬
caban a proveer de carne a los fuertes y a trabajar como jornaleros oca¬
sionales durante el verano, en que ayudaban en la limpieza del puesto,
recogían leña y realizaban otras tareas. A pesar de que la Compañía lo
había prohibido expresamente, los empleados mantuvieron relaciones
con las indias de la milicia. En su mayoría no fueron relaciones ocasio¬
nales, sino matrimonios de acuerdo con la costumbre del país, o concu¬
binatos de acuerdo con el criterio europeo, y metieron a los indios de
la milicia en la órbita social del puesto comercial. A fines del siglo xviii, la
Compañía cedió ante lo inevitable y suprimió la prohibición, pero para
entonces existía ya una considerable población de indios-europeos a los
que se les llamaba mestizos o "ciudadanos de la bahía de Hudson”. Los ma¬
trimonios entre razas fueron comunes también en los puestos franceses
y los descendientes de matrimonios de franceses e indios que vivían en
las praderas y en los parques formaron más tarde los llamados métis del
Canadá occidental.
El tráfico mismo consistía en un trueque en el cual los valores relati¬
vos se expresaban en función del estándar de aquel tiempo, el castor. Se
decía que las pieles y los géneros valían tantos “castor hecho”. Un "cas¬
tor hecho” equivalía al valor de un abrigo de invierno de primera calidad
o una piel de castor de pergamino. Los directores de la Compañía, o sea
el gobernador y el Comité, establecían las listas de precios oficiales, o
patrones del tráfico, pero los canadienses se apartaron de estas listas de
acuerdo con la situación local. Cuando ejercían un control firme, cobra¬
ban a los indios más de lo especificado por los patrones, para entregar¬
les sus géneros. Y a la inversa, si se hallaban presentes traficantes rivales,
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 93

El capitán Bulgar, go¬


bernador de Assiniboia
y los jefes y guerreros
de la tribu chipevián del
lago Rojo. El tráfico
mezcló las tradiciones
de cambio de los in¬
dios y de los europeos.
Aspectos clave de estas
ceremonias, como el de
hacer regalos, forma¬
ron parte de los proce¬
dimientos de negocia¬
ción de tratados y de
las ceremonias anuales
de pagos de anualida¬
des. Acuarela (1823) de
Peter Rindisbacher.

los factores de la Compañía a veces pagaban a los indios por sus pieles
más de lo especificado en las listas de precios oficiales.
El "pertrechar" a los indios fue otro rasgo importante del tráfico de la
Compañía en los primeros tiempos, y quizá también tomaron esta prác¬
tica de los franceses. El pertrechar suponía extender crédito a los ca¬
zadores indios en forma de géneros de consumo ordinario —la cantidad
dependía de la situación económica local—, y esto servía para la realiza¬
ción de varios fines. Les garantizaba a los cazadores indios un suminis¬
tro de géneros esenciales, inclusive cuando el fruto de sus cacerías era
pobre en el corto plazo. En años posteriores, esto se convirtió en una fun¬
ción cada vez más importante, puesto que los indios empezaron a depen¬
der de las armas, municiones, hachas, cuchillos, trampas y hasta ali¬
mentos europeos. Asi también, al invertir en ganancias futuras, los
europeos se hacían de títulos sobre esas ganancias. Y esto era muy im¬
portante cada vez que había competencia. Aunque los traficantes rivales
incitaban a los indios a no pagar las deudas contraídas con sus competi¬
dores, los indios, en su mayoría, no les hacían caso y pagaban. Dada la
magnitud que llegó a alcanzar la práctica del perti echamiento, puede
decirse que el comercio de pieles era verdaderamente un trueque a cré¬
dito. No fue sino después de la formación de la Confederación cuando la
compra de pieles al contado comenzó a propagarse por el Norte, y hasta
la primera Guerra Mundial el trueque a crédito era lo que se utilizaba
en la mayor parte del comercio con pieles de animales salvajes.

Armas, telas y ollas

Los libros de cuentas de los puestos de la bahía de Hudson nos revelan


que, contra lo que es creencia popular, los indios no se desprendían
94 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

frívolamente de sus pieles a cambio de baratijas. Ya desde el siglo xviii,


los indígenas gastaban los ingresos de sus cacerías en armas de fuego,
municiones, artículos de metal, telas, mantas, tabaco y brandy, de todo
lo cual sólo los últimos dos artículos son evidentemente de lujo. Los
indios sustituyeron su tecnología tradicional por la llegada de otras tie¬
rras y aprendieron rápidamente a ser consumidores que sabían elegir.
Además de exigir mercancías de calidad, también pedían diseños muy
específicos: la caza y el tendido de trampas exigen un equipo liviano y
fuerte. Esto constituyó un verdadero problema para los fabricantes
europeos enfrentados a la necesidad de hacer toda clase de armas y de
artículos de metal. En las temperaturas invernales extremas del Norte,
cualesquier errores de diseño, fallas de la fundición o junturas mal solda¬
das hacían que los objetos metálicos fallasen. En el caso de las armas, tales
fallas, por desgracia, tenían como resultado, con demasiada frecuencia,
la muerte o las heridas que dejaban inválido al cazador.
En parte por estas razones, los indios se convirtieron en duros críticos
de las mercancías inglesas y francesas. El gobernador y el Comité ins¬
truyeron a sus hombres de la bahía para que prestaran estrecha aten¬
ción a las reacciones de los indios ante los géneros proporcionados por
la Compañía, y, cuando se les preguntaba, los indios se apresuraban a
soltar una cascada de quejas. Los pueblos indígenas también aprendie¬
ron la conveniencia de comparar lo que querían comprar. En 1728, el
factor principal de la Factoría de York, Thomas McCliesh, escribió al go¬
bernador y al Comité para quejarse amargamente:

A ningún hombre se le ha recriminado jamás tanto por nuestra pólvora, nues¬


tras ollas y hachas como nos han reclamado este verano todos los nativos,
especialmente los que viven cerca de los franceses... Los nativos se han vuelto
tan astutos en sus maneras de comerciar, que ya no se les puede tratar como
antes... ha llegado el momento de dar satisfacción a los nativos, antes de que
los franceses los atraigan hacia sus puestos... pues aquí llegaron por lo menos
40 canoas de indios este verano, en su mayoría vestidos con ropas francesas
que compraron a los franceses el pasado verano. De igual manera, traían va¬
rias sólidas ollas francesas y algo de pólvora francesa en sus cuernos, con las
cuales nos recriminaron, comparándolas con las nuestras.

Aprovechando las situaciones de competencia, los indios desempeña¬


ron un papel decisivo en lo que respecta a obligar a los europeos a adap¬
tar su tecnología al clima y el entorno del norte de Canadá. De todas
maneras, a finales del siglo xix, los indios se quejaban todavía rutinaria¬
mente de la calidad de los géneros con los que se comerciaba. Walter
Traill, traficante de la Compañía, que residía en Manitoba en la década
de 1860, hace patente esto en un relato, cargado de humor, acerca de có¬
mo transcurrían sus largas tardes de invierno en compañía de los indios
del lugar:

Me divierto mucho con algunos de los indios viejos cuando los convenzo de
que me cuenten historias. Creen firmemente que la reina Victoria escoge para
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 95

ellos, y vigila personalmente, el envío de todos los géneros de la Compañía.


Tampoco dudan de que todas las camisas, pantalones, capotes y otros artícu¬
los los hace con sus propias manos. Más de una tosca bendición recibe por
ser una mala costurera. Si se enterase de cuán valientemente la defiendo, sin
duda me nombraría par del reino.

Los bienes con que se comerciaba beneficiaban claramente a las mu¬


jeres indígenas tanto como a los hombres, y la olla de metal fue proba¬
blemente la que mayor influencia ejerció en su vida diaria. Por primera
vez contaban con una vasija resistente, fácil de transportar, que podía
utilizarse a fuego directo; ya no tuvieron que recurrir al arduo procedi¬
miento de hervir el agua colocando en ella piedras calientes, y las sopas
y estofados empezaron a ocupar un lugar principal en su dieta. Aunque
no fue sino mucho más tarde cuando hombres y mujeres empezaron a
comprar grandes cantidades de ropas europeas, desde muy temprano
hubo gran demanda de mantas y telas de algodón y de lana. Los paños
no eran tan calientes como las pieles, pero se secaban más rápidamente,
y la lana abrigaba inclusive cuando estaba mojada. Para convertir los
cueros, las pieles y los tejidos en ropa, las leznas, los cuchillos, las agu¬
jas y las tijeras metálicas facilitaron muchísimo el trabajo de las mujeres.
Aunque los indios gastaban una porción relativamente pequeña de sus
ingresos totales en abalorios europeos, el hecho de que se les podía obte¬
ner a bajo precio estimuló el uso de tales abjetos ornamentales en sus
ropas y pasado un tiempo sustituyeron en gran parte a los adornos de
pluma y de concha tradicionales en las ropas de los indios.
Indudablemente, las armas de fuego son las que más influyeron en la
vida de los indios de los bosques. Tradicionalmente, acechaban a la caza
y le daban muerte disparándole de cerca con arcos y flechas o lanzas. El
problema era que a menudo las presas no morían inmediatamente y po¬
dían recorrer distancias grandes antes de caer desangrados. El disparo
del arma de fuego causaba por lo común la muerte instantánea, y por
eso los cazadores descubrieron que podían ser mucho más eficaces uti¬
lizando el mosquete de chispa, aunque fuese muy inferior al rifle de re¬
petición de fines del siglo xix.
A fines del siglo xvn y principios del xvm, los assiniboines y los crees
utilizaban las armas proporcionadas por la Compañía no sólo para ca¬
zar, sino para apartar de las bahías de Hudson y de James a los grupos
de traficantes rivales, así como para ampliar su esfera de influencia por
el oeste y el noroeste. En algunas zonas, el resultado fue un gran derrama¬
miento de sangre y constituyó una de las causas primordiales del gran
trastorno de la población que tuvo lugar en el corazón del continente un
poco antes de que llegaran a él los exploradores europeos. Las alteracio¬
nes más notables consistieron en que los chipevián fueron desplazados
hacia el norte, los beaver y secanis hacia el oeste y los atsinas hacia el sur.
En los primeros tiempos, las hachas y los cinceles para hielo europeos
cobraron rápidamente un gran valor. Estas herramientas se utilizaban en
96 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

el invierno para abrir guaridas congeladas de castor y eran componen¬


tes esenciales del equipo de un cazador, hasta que las trampas de resorte
de acero con cebo se convirtieron en el método común de atrapar casto¬
res a fines del siglo xvm. Después las trampas y los cordeles para trampas
cobraron una importancia decisiva. Los varones indios, al igual que las
mujeres, adoptaron también rápidamente el cuchillo metálico europeo.
Uno de los cuchillos más interesantes fue el de canoa, o cuchillo torcido,
que se utilizaba para la construcción de canoas o para cualquier traba¬
jo que requiriese tallar formas complejas en madera.
De todos los géneros que conseguían los indios mediante el tráfico, nin¬
guno produjo un trastorno tan profundo del entramado de sus socieda¬
des como el alcohol. James Isham, a quien impresionó la bondad y la
generosidad que los indios mostraban comúnmente con parientes y ami¬
gos íntimos, observó que a menudo se comportaban de manera muy hos¬
til cuando bebían alcohol:

Estos nativos se vuelven muy rijosos cuando han tomado unas copas y he
conocido a dos hermanos que, estando borrachos, se pelearon de tal manera
que a mordidas se arrancaron la nariz, las orejas y algunos dedos, pues el
morderse es común en ellos cuando han bebido... Se muestran también muy
torvos y malhumorados, y si ocurre que uno esté resentido con otro, jamás lo
hacen ver, hasta que el licor espiritoso actúa en sus cerebros y entonces se
expresan sin recato alguno.

Esta clase de conducta refleja indudablemente el hecho de que los na¬


tivos carecían de experiencia previa en materia de tóxicos tan poderosos
como el alcohol del brandy o del ron. Así también, al vivir durante la ma¬
yor parte del año en grupos pequeños, estrechamente unidos, en los que
la supervivencia dependía de la conformidad y de la conducta coopera¬
tiva, tenían pocos escapes para los resentimientos personales que inevi¬
tablemente surgían. El alcohol reducía su buen sentido y facilitaba la
expresión de tales sentimientos.
Por desgracia, la manera en que se efectuaba la interacción entre indios
y europeos durante el tráfico de pieles estimulaba la difusión del uso del
alcohol. En circunstancias de competencia, los traficantes rivales trata¬
ban de ganarse el favor de los indios siendo más generosos con sus re¬
galos. Esto puso en movimiento una espiral ascendente en materia de
gastos para dar regalos, y una manera de compensar esta tendencia con¬
sistía en desprenderse de mayores cantidades de un brandy o un ron agua¬
do relativamente baratos. El que los indios propendieran a producir so¬
lamente pieles suficientes para sus necesidades inmediatas a corto plazo
constituyó otro problema; existió un límite a la cantidad de géneros que
pudiesen llevarse consigo luego del trueque, especialmente cuando queda¬
ban a gran distancia de los puestos. De modo que en periodos de aguda
competencia, cuando sus pieles conseguían un precio más elevado, re¬
ducían naturalmente sus esfuerzos. Puesto que el alcohol era barato,
podía consumirse en el sitio y causaba adicción, los traficantes europeos
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 97

Nicholas Vincent Isawanhoni. Este jefe


hurón, que viste la chaqueta del regi¬
miento comúnmente concedida a los
indios que eran “capitanes del comercio"
y a sus “tenientes”, sostiene un cinturón
wampum en el que está marcado el to-
mahawk que le dio el rey Jorge III. Lito¬
grafía (1825) tomada de una pintura de
Edward Chatfield.

tenían incentivos económicos muy fuertes para vender o regalar gran¬


des cantidades de licor. De hecho, lo único que impidió el consumo am¬
pliamente generalizado de alcohol antes de 1763 fue el hecho de que la
mayoría de los indios visitaban sólo una vez al año un puesto comercial.
Entre 1763 y 1821, cuando se produjo una febril competencia y se cons¬
truyeron puestos por todo el bosque boreal, el abusivo empleo del alcohol
para comerciar que hicieron los europeos dio lugar a una generalizada
desmoralización de los pueblos indígenas del Canadá central.

“Durmiendo junto al mar helado”

Los puestos de la Compañía de la Bahía de Hudson situaron a los ingleses


en el flanco septentrional del Imperio francés y constituyeron una ame¬
naza a la que fue preciso prestar atención. Además, los primeros resul¬
tados de las actividades de la Compañía pusieron de manifiesto que las
mejores pieles se encontraban al norte de los Grandes Lagos y no en el
suroeste, en las regiones del Ohio y del alto Misisipí. Los franceses xes-
pondieron al avance de los ingleses mediante una serie de escaramuzas
armadas en las bahías de Hudson y de James entre 1682 y 1712. Aunque
tuvieron un éxito mayor en estos encuentros que los ingleses, pues lo¬
graron capturar y conservar la mayoría de los puestos, jamás pudieron
echar por completo de allí a la Compañía. Finalmente, los éxitos milita¬
res franceses en las dos bahías carecieron de importancia; el Tratado de
Utrecht de 1713, que puso fin a la Guerra de Sucesión española, otorgó a
la Compañía un control completo sobre la zona marítima septentrional,
y los franceses tuvieron que retirarse de las orillas de la bahía de Hudson.
98 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Más importante para los indios fue el que, mientras se libraban batallas
navales en la bahía, unos cuantos puestos comerciales pequeños france¬
ses se levantaron en la región del lago Superior, en la del lago Nipigon en
1684 y en la del lago Rainy en 1688. Fueron el preludio de una gran pe¬
netración por tierra realizada por los franceses después de 1713. Aunque
el Tratado de Utrecht le dio a la Compañía el monopolio del tráfico en la
zona aledaña a las bahías, dejó el interior franco tanto para los ingleses
como para los franceses. Cada uno de los grupos reaccionó de manera
muy diferente. En vez de hacerse cargo del aumento de los costos que su¬
ponía el desarrollo del tráfico por el interior, el gobernador v el Comité de
la Compañía decidieron dejarlo en manos de intermediarios indios. Crí¬
ticos que deseaban que la Compañía actuase agresivamente contra los
franceses calificaron sarcásticamente a esta política de un "dormir junto
al mar helado”. A diferencia de ellos, los franceses comenzaron a construir
un rosario de puestos para cercar la bahía y separar los puestos ingleses
de las tierras circundantes del interior.
La expansión francesa comenzó al mando de Zachary Robutel, Sieur
de La Noue, quien había restablecido un viejo puesto francés en el lago
Rainy, en 1717. Sin embargo, fue Pierre Gaultier de Varennes et de La
Vérendrye quien llevó adelante el comercio. En 1727 concibió un plan que
vinculaba el desarrollo del comercio por el interior, y las ganancias
que debería producir, con la búsqueda de la ruta hacia el mar occidental.
La Vérendrye confió en que esta estrategia le permitiría obtener el apoyo
de los funcionarios coloniales que, aun oponiéndose a la expansión, se¬
guían interesados en la exploración. Tuvo éxito, pero se colocó en una
posición difícil. Debería pagar los costos de la exploración con las ga¬
nancias que le produjese el tráfico de pieles; pero si se detenía a desarro¬
llar el comercio quedaba sujeto a críticas por no fomentar la explora¬
ción, mientras que si no conseguía obtener ingresos suficientes quedaba
colocado en una triste situación financiera. Así pues, la posición de La
Vérendrye no era muy diferente de la de la Compañía, y al final tuvo me¬
nos éxito al lidiar con sus críticos que el que alcanzaron los directores
de ésta al enfrentarse con los suyos. A pesar de estas dificultades, llevó la
exploración y el comercio de pieles a nuevas regiones, a partir de 1732,
cuando estableció un puesto en el lago Woods.
Como de costumbre, fueron indios los que guiaron a La Vérendrye en
sus exploraciones:

...el hombre que he elegido se llama Auchagah [un cree], un salvaje de mi


puesto, muy apegado a la nación francesa, y el más capaz para guiar a un
grupo, y con el cual no tiene uno que temer que lo dejen abandonado en el ca¬
mino. Cuando le propuse que me guiara hasta el gran río del Oeste, me res¬
pondió que estaba a mi servicio y que comenzaría en cuanto yo lo deseara. Le
di un collar mediante el cual, según su propia expresión, tomé posesión de su
voluntad, y le dije que debía prepararse para el momento en que lo pudiese
necesitar...
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 99

El mapa insertado en¬


cima del mapa de 1754
de Philip Bauche es co¬
pia del que Auchagah,
guía cree, dibujó para
La Vérendrye unos 20
años antes para mos¬
trarle el camino desde
el lago Superior hasta el
lago Winnipeg.

Según los diarios de La Vérendrye, Auchagah, también llamado Oclia-


gach, le dibujó un mapa de la ruta entre los lagos Superior y Winnipeg. Al
observador moderno, el mapa le parecerá extraño; de hecho, es una repre¬
sentación bastante buena de la ruta de canoas, en la que se ve la infor¬
mación más necesaria para un viajero. Se parece a un mapa moderno de
tren subterráneo o de la ruta de un autobús. Equipado con este mapa,
sus guías y un cúmulo de información geográfica obtenida al entrevistar
a cierto número de otros indios, La Vérendrye pudo lanzarse a explorar la
región de la Manitoba actual.
A principios de la década de 1740, los puestos franceses llegaban, cru¬
zando el sur de Manitoba, hasta el Saskatchewan central, cerca de las
bifurcaciones del río Saskatchewan. El único europeo que se sepa que
haya visitado esta región y dejado una información acerca de su viaje
fue Henry Kelsey, de la Compañía. En 1690, “el chico Kelsey”, como se le
llamaba entonces, había viajado hasta el borde de la Manitoba occiden¬
tal, guiado por un grupo de assiniboines que comerciaban regularmente
con la Factoría de York. Pero sigue siendo un misterio cuál fue la ruta
exacta que siguieron Kelsey y su grupo, y por desgracia su relato es muy
oscuro y no revela mayor cosa. De manera que, desde un punto de vista
práctico, los registros franceses, empezando por los de La Vérendrye, son
los más antiguos relatos útiles, de primera mano, de lo que era la vida
indígena en el interior occidental.
100 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

La Vérendrye y sus acompañantes llegaron a las llanuras del norte un


poco antes que los caballos. Sus diarios nos permiten entender clara¬
mente que las correrías y los tráficos entre las tribus indígenas habían
traído caballos desde la frontera colonial española, en dirección noreste,
hasta las aldeas de los mandan en el curso del alto río Misuri, pero no más
allá. Los assiniboines de las llanuras y los crees del Saskatchevvan sur-
oriental y del sur de Manitoba no los obtuvieron hasta la segunda mitad
del siglo xviii. Su rápida adquisición de caballos, después de esas fechas,
fue facilitada indudablemente por su mayor acceso a los géneros ingleses
y franceses con los que los mandan comerciaban con ellos. Más al oeste,
en lo que es actualmente la Alberta meridional, los caballos habían llegado
a las praderas occidentales a principios del siglo xviii.
El caballo fue el más importante de todos los elementos de la cultura
europea que llegaron a los indios de las praderas antes de que comen¬
zase la era de las reservas luego de la Confederación. Entre otras cosas,
los condujo a abandonar la caza tradicional del bisonte en favor de su
persecución a caballo. Aunque el "perseguir bisontes" a caballo era in¬
dudablemente menos arriesgado que el darles caza a pie, seguía siendo
peligroso. Manejar un mosquete de chispa sobre un caballo al galope,
cegado por una nube de polvo en medio del estruendo de un rebaño de
bisontes, era toda una hazaña. De hecho, la mayoría de los indios siguie¬
ron valiéndose de lanzas o de arcos y flechas hasta que los rifles de repe¬
tición comenzaron a sustituir a los mosquetes de chispa en la segunda
mitad del siglo xix. Utilizando sus armas tradicionales y a lomo de caba¬
llo, un indio podía dar muerte a tantos bisontes como un mestizo utilizan¬
do un mosquete de chispa, con relativa facilidad y sin tener que comprar
el equipo. De modo que las armas europeas no produjeron al principio el
mismo enorme impacto sobre los indios de las praderas que el que cau¬
saron en sus vecinos de los bosques. En su calidad de símbolo primor¬
dial de riqueza, sin embargo, el caballo contribuyó a aumentar la com¬
petencia entre los indios de las llanuras. También se tuvo en alta estima
las armas de fuego, las municiones, el tabaco, las ollas, cuchillos y ha¬
chas que les vendían los traficantes de pieles, pero igualmente esto in¬
fluyó en ellos menos que en los habitantes de los bosques.
Con el establecimiento de Fort á La Corne, cerca de las bifurcaciones
del río Saskatchewan, el empuje de los franceses hacia el noroeste del
lago Superior llegó a su fin. Su sistema se hallaba tensado hasta el lí¬
mite, y sin perfeccionar y reorganizar sus medios de transporte es poco
probable que se hubiesen podido extender eficazmente todavía más.
Dado que la Compañía no respondió enérgicamente a su expansión por
el interior, los franceses no tuvieron mayores motivos para realizar la
nueva inversión, salvo por lo que toca a proseguir la búsqueda del mar
occidental. De manera semejante, poco incentivo tuvo la Compañía para
abandonar su política de “dormir junto al mar helado". Aun cuando los
franceses, al parecer, obtuvieron la porción más grande de las pieles,
los traficantes indios todavía llevaban cantidad suficiente de pieles a los
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 101

puestos de la Compañía como para permitir a los ingleses realizar un trá¬


fico muy lucrativo. La única gran inversión nueva que realizó la Compa¬
ñía durante este periodo fue la construcción de Fort Churchill en 1717,
acción que nada tuvo que ver con la lucha en contra de las hostilidades
francesas, sino cuyo objetivo fue rebasar por el flanco a los crees que
bloqueaban a los atapascos y les impedían visitar la Factoría de York.
El hecho de que ingleses y franceses se contentasen con competir de
lejos benefició tanto a los traficantes assiniboines como a los crees. Aun¬
que los puestos franceses llegaban hasta el corazón del territorio de esos
pueblos, carecían de un transporte capaz de llevar géneros suficientes pa¬
ra satisfacer las demandas de los indios. De manera que los franceses
propendieron a intercambiar géneros livianos, pero de mucho valor, por
pieles de calidad superior, en tanto que los más remotos puestos de la
Compañía, abastecidos por un transporte oceánico barato, pudieron ofre¬
cer una gama completa de géneros y aceptar a cambio pieles de menos
calidad. Esta situación permitió a los intermediarios assiniboines y crees
hacerse cargo del importante oficio del transporte y les dio la ventaja de
un mercado competitivo.

Vista noroccidental del Fuerte del Príncipe de Gales en la bahía de Hudson,


América del Norte. Este magnífico fuerte de piedra fue de hecho un "elefante blan¬
co"; aunque construido para defender los intereses de la Compañía contra un ata¬
qué francés, no se adaptaba en lo más mínimo al ambiente. Los escasos árboles de
la tierra circundante se quemaron como leña en un vano intento de calentar el
fuerte durante el invierno. Grabado (c. 1797) basado en un dibujo de Samuel
Heame (1745-1792).
102 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Los del Noroeste

A fines de la década de 1750, los franceses abandonaron sus puestos oc¬


cidentales. No fue sino hasta mediados de la década de 1770, después de
la conquista de la Nueva Francia, cuando se restableció la estabilidad
política en el Este y los traficantes que tenían su base en Montreal pu¬
dieron volver a ocupar el antiguo territorio comercial francés del Oeste y
comenzar a penetrar en los territorios más allá de la vieja frontera. Inicial¬
mente, estas operaciones comerciales desde Montreal se organizaron
como pequeñas sociedades formadas entre comerciantes de la ciudad,
que suministraban los géneros, y traficantes, que viajaban hacia el inte¬
rior y trataban con los indios. Atinadamente, a dichos traficantes se les
conoció con el nombre de "socios de invierno”.
Al principio, estos nuevos rivales de la Compañía de la Bahía de Hud-
son tuvieron que encarar problemas. Aparte de tener que competir con
una compañía que poseía reservas financieras mucho más grandes, es¬
taban obligados a luchar unos con otros. Además, a mediados de la déca¬
da de 1770 era patente que la región para la caza de los mejores castores
se hallaba situada en dirección de Athabasca, en el norte del Saskat-
chewan y aún más allá. La Compañía despertó de su sueño y, con la
construcción de Cumberland House, puesto comercial sobre el río Saskat-
chevvan, dio comienzo a un programa de expansión por el interior. En
1778, Peter Pond, el orgulloso, impetuoso e intratable traficante de pie¬
les yanqui, demostró que traficantes con base en Montreal podían llegar
hasta este nuevo territorio, no obstante lo dificultoso del viaje; pero era
evidente que las pequeñas sociedades carecían de los recursos financieros
para explotar la nueva "frontera comercial". Así también, la competen¬
cia desenfrenada entre ellos condujo a la violencia y los asesinatos. Para
vencer estas limitaciones y meter algo de orden en el país, los comercian¬
tes de Montreal empezaron a unirse y en 1776 comenzaron a juntar sus
recursos en sociedades cada vez más grandes, la más famosa de las cuales
fue la Compañía del Noroeste. Entre sus primeros socios principales fi¬
guraron Peter Pond y su segundo en el mando, Alexander Mackenzie
(más tarde, Sir Alexander), quienes desempeñaron papeles decisivos en la
tarea de empujar hacia adelante el comercio de pieles hasta llegar final¬
mente a los océanos Ártico y Pacífico.
Antes de que se pudiese efectuar una gran invasión de la zona de Atha-
basca-Mackenzie, sin embargo, los del Noroeste, como se les llamó, tuvie¬
ron que resolver problemas de logística: conseguir dinero era difícil; la
región distaba demasiado de Montreal como para llegar hasta ella en
una sola temporada de viaje en canoa; la estación útil era demasiado cor¬
ta y los animales de presa demasiado impredecibles como para pensar en
cazar y pescar de camino; y, finalmente, las pequeñas y livianas canoas
de los indios de los bosques no podían transportar cantidades suficien¬
tes de alimentos, artículos de comercio o pieles a largas distancias. Vencie¬
ron estos obstáculos de diversas maneras. Dividieron el sistema de trans-
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 103

porte en dos componentes, uno oriental y otro noroccidental. Adoptaron


el canot du maítre o canoa de los Grandes Lagos —de doce metros de
largo, dos metros de ancho y capaz de transportar tres toneladas de car¬
ga además de la tripulación— para la porción oriental del viaje; y para
el camino más allá del lago Superior, que tenía demasiados bajíos y
rápidos para utilizar el canot du maitre, idearon el canot du nord, que
medía unos ocho metros de largo, un poco más de un metro de ancho y
podía transportar la mitad de la carga. De esta manera, los del Noroeste
desarrollaron la tecnología india para ajustarla a sus propias necesi¬
dades. A su vez, algunos grupos de indios, especialmente bandas de ojib-
wav que se habían trasladado a la zona de Lakehead, se especializaron
en construir canoas para la Compañía del Noroeste. Ésta mejoró tam¬
bién los caminos de sirga y en Sault Sainte Marie construyó el primer ca¬
nal en los Grandes Lagos para que las canoas pudiesen pasar junto a los
rápidos de Saint Mary; en años posteriores, utilizaron también pequeñas
goletas en los Grandes Lagos.
Para solucionar el problema de las provisiones, los del Noroeste echa¬
ron mano en lo posible de los recursos locales. Como complemento de
la carne de puerco y de la harina que dieron a los viajeros en Montreal,
maíz indio fue importado desde la región del sur de los Grandes Lagos y
almacenado en Sault Sainte Marie para las brigadas de paso. Entre el
Lakehead y el lago Winnipeg, utilizaron el maíz, el arroz silvestre y los
pescados de los ojibway del lugar. Más allá del curso del bajo río Win¬
nipeg, recurrieron a los indios de las llanuras para que les proporciona¬
ran alimentos y las praderas se convirtieron en la gran alacena para el
comercio de pieles occidental. El pemmican fue el alimento ideal para
los que tenían que viajar; de hecho, el comercio occidental de pieles pro¬
bablemente no se hubiese podido realizar sin esta carne seca macha¬
cada. Los gastos diarios de calorías de los viajeros eran enormes y el
pemmican se las proporcionaba en una forma fácil de transportar, liviana
y muy condensada: un saco de un poco menos de 40 kilos, que era el ta¬
maño estándar, equivalía a la carne preparada de dos bisontes hembras
adultas (aproximadamente, 400 kilos). Además del pemmican, los viajeros
se aficionaron a exquisiteces indias tales como la lengua de bisonte. Es¬
tas provisiones de la pradera se transportaron hasta depósitos situados en
Bas de la Riviére y el lago Cumberland, pero aun con estos depósitos en el
Noroeste, de 25 a casi 50 por ciento de la capacidad de carga de las canoas
que partían desde Fort William en 1814 era utilizado para las provisiones.
Las actividades de los del Noroeste perjudicaron a las de la otra com¬
pañía mucho más que las de los franceses, por lo que fue preciso hacer
algo en contra de ellos. La Compañía de la Bahía de Hudson se enfren¬
taba a muchos de los mismos problemas pero, a diferencia de los del
Noroeste, no podía usar canoas agrandadas para transportar su carga
porque, con la excepción de la Factoría Moose y de la Rupert House, los
puestos de la bahía quedaban más allá de la zona de abedules de mejor
calidad. Y no era práctico comprar canoas a los indios del interior. De
104 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

Sir Alexander Mackenzie. Mac-


kenzie realizó dos grandes es¬
fuerzos para encontrar una ruta
desde el lago Athabasca hasta el
Pacífico. Durante el primero, en
1789, el río que ahora lleva su
nombre lo condujo hasta el Ar¬
tico; pero en el segundo, en 1793,
llegó a Bella Coola, con lo que
terminó la larga búsqueda de
una ruta hacia el Oeste. Óleo
(1893) de René Emile Quentin.

manera que los hombres de Fort Albany comenzaron a construir botes


de poco calado para trabajar en los ríos. En el siglo xix, estos botes se
convirtieron en el espinazo del sistema de transporte de la Compañía, y
se les dio el nombre de botes de York a causa del papel importantísimo
que desempeñaron en el transporte de carga que llegaba y salía de la
Factoría de York, que sin duda fue su depósito más importante para el
Canadá occidental.
Mientras los rivales de la compañías del Noroeste y de Hudson iban po¬
niendo los cimientos de sus imperios comerciales por el interior, comen¬
zó una nueva fase de exploraciones. Aunque los del Noroeste fueron los
primeros en ir más allá de los límites tradicionales, en la década de 1760,
cuando avanzaron en dirección norte hacia la región del curso medio
del río Churchill, fue la Compañía de la Bahía de Hudson la primera
que se aventuró en grande más allá de la vieja "frontera" francesa. En
1771, motivado por los informes acerca de la existencia de riquezas mi¬
nerales que le dieron los indios, Moses Norton, factor principal en Fort
Churchill (el mismo Norton que tenía varias mujeres y una caja con ve-
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 105

neno para los esposos indios honorables que no querían colaborar), en¬
vió a Samuel Hearne, a pie, a realizar una durísima expedición que lo
llevó hasta el río Coppermine, a unos 1 600 kilómetros hacia el noroes¬
te, sobre terreno muy escabroso.
Hearne había intentado ya realizar dos expediciones como ésta, las
cuales les enseñaron a él y a Norton dos lecciones de importancia capi¬
tal. Las expediciones estaban condenadas a fracasar si no llevaban guías
indígenas de primera; los escogidos para los dos primeros viajes no ha¬
bían servido de nada. En segundo lugar, Hearne aprendió que uno no con¬
ducía a los indios en su propia tierra; que uno los seguía y debía marchar
al paso que ellos le fijaran. Teniendo presentes estas lecciones, fue esco¬
gido Matonabbee, jefe chipevián a quien los ingleses respetaban mucho,
para que guiara a Hearne en su tercer intento de llegar al Coppermine.
Matonabbee le explicó a Hearne que había fracasado anteriormente por
una tercera razón más:
Atribuyó todas nuestras desdichas a la mala conducta de mis guías, y al plan
mismo que nos habíamos trazado, por el deseo del gobernador [Norton] de
no llevar mujeres en aquel viaje, pues esto había sido, dijo, la causa principal
que había ocasionado todas nuestras carencias: “pues”, dijo, "cuando todos los
hombres llevan una carga pesada, no pueden ni cazar ni viajar sobre una dis¬
tancia considerable, y, en el caso de que tuviesen éxito en la caza, ¿quién de¬
bería llevar el producto de sus esfuerzos? Las mujeres están hechas para tra¬
bajar; una de ellas puede llevar o arrastrar tanto como dos hombres. También
levantan nuestras tiendas, hacen y remiendan nuestra ropa, nos mantienen
calientes durante la noche; y, de hecho, no se puede viajar una distancia con¬
siderable, o durante largo tiempo... sin su auxilio”.

Dicho de otra manera, dado que los papeles económicos estaban nítida¬
mente definidos por el sexo en la sociedad india, para poder funcionar,
una partida de guías necesitaba tanto de hombres como de mujeres.
La mayor parte del territorio que Hearne recorrió con Matonabbee que¬
daba comprendida dentro de la esfera comercial de los chipevián, los
cuales habían dominado el tráfico con el noroeste de Fort Churchill des¬
de el establecimiento del puesto. Esta tierra lindaba con la de los innuit
_los innuit caribú del suroeste cerca del fuerte y los innuit cobre en el
noroeste—. Era una zona de guerra en la que se libraban luchas san¬
grientas cada vez que tropezaban chipevián con innuit. No se daba cuar¬
tel. Hearne fue testigo de un ataque contra un campamento de dormidos
innuit realizado por gente de Matonabbee en el que dieron muerte a to¬
dos los hombres, mujeres y niños. La animosidad entre estos grupos pa¬
rece hundir sus raíces en un pasado remoto y sus causas son materia de
conjetura. La Compañía de la Bahía de Hudson se esforzó por poner fin
a esta violencia, pero es probable que la sola presencia de la Compañía
haya intensificado el conflicto en ciertos sitios, puesto que tanto los in¬
dios como los innuit procuraron impedir, recíprocamente, el acceso a las
armas y los géneros.
Siete años después de que Hearne completara este viaje, Peter Pond
106 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

extendió la “frontera” de puestos comerciales hasta el río Athabasca, don¬


de construyó un fuerte pequeño (Fuerte Pond) a unos 65 kilómetros del
lago Athabasca. Mientras permaneció en la región de Athabasca, se ente¬
ró por los indios de que el río era tributario de lagos más grandes y del río
del Esclavo (al que más tarde se llamó río Mackenzie). Luego, durante
el invierno de 1784-1785, el capitán James Cook publicó un relato de su
viaje a la costa del Pacífico, en el que dijo que en él desembocaba un río
procedente del noreste. Al parecer, Pond creyó que el río del Esclavo de
que le habían hablado los indios podía ser el mencionado por Cook; o
sea, que el río corría hacia el Pacífico y no hacia el Ártico. Esto abría pers¬
pectivas interesantes, puesto que en la costa occidental se estaba desa¬
rrollando rápidamente un comercio de pieles por demás lucrativo, y los
del Noroeste deseaban tener acceso a él. Además, si podía encontrarse
una ruta acuática que condujese desde la zona Athabasca-Mackenzie,
rica en castores, hasta el Pacífico, podrían eludirse los elevados costos
del transporte terrestre desde Montreal.
Pond no pudo someter a prueba sus hipótesis antes de retirarse en
1789. Fue Alexander Mackenzie, que había servido a las órdenes de Pond,
el que aceptó ese gran desafío. Lo llamó "el proyecto predilecto de mi
propia ambición”. El 3 de junio de 1789, Mackenzie partió de Fuerte Chi-
pevián. El guía de su grupo era el "jefe inglés”, un indio chipevián que ha¬
bía formado parte anteriormente del grupo de Matonabbee. A principios
de julio, la expedición de Mackenzie llegó al delta del río que ahora lleva
su nombre. Descubrió allí un abandonado campamento innuit. Había
encontrado el océano Ártico, no el Pacífico. Es fácil comprender que se
sintió muy decepcionado; y por cierto, le puso al río que lo había lleva¬
do hasta el Ártico el nombre de “río de la Decepción”.
A pesar de sus grandes frustraciones, Mackenzie no cesó en sus inten¬
tos. En el otoño de 1792 partió una vez más desde Fuerte Chipevián pero
ahora se dirigió hacia el oeste, siguiendo el curso del río Peace. Cerca de
la confluencia del río Smoky, construyó un pequeño puesto comercial
en el que pasó el invierno antes de seguir adelante. El cruzar el interior
de la Columbia Británica por vez primera resultó ser mucho más difícil
que el descender por el río Mackenzie. El terreno era muy escabroso, la
mayor parte de los grandes ríos tenían peligrosos tramos de rápidos y
frecuentemente el explorador tuvo que tomar importantes decisiones
acerca de la ruta entre varias posibilidades. Mackenzie debió confiar ab¬
solutamente en la información que le proporcionaron los indios para to¬
mar sus decisiones, y a juzgar por el relato que nos dejó de su expedición,
los guías se dieron perfecta cuenta de la importancia que tenían para él,
le hicieron bromas al respecto y no se tomaron en serio sus aires de supe¬
rioridad. Los diarios de Mackenzie demuestran sobradamente que no se
sentía cómodo en tal situación. Por ejemplo, el 23 de junio de 1793, los
reunió para determinar qué sería mejor, si seguir el curso del río Fraser
hasta llegar a la costa o abandonarlo y dirigirse hacia el oeste por el río
West Road:
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 107

Al comienzo de esta conversación, me sorprendió muchísimo la siguiente pre¬


gunta de uno de los indios: "¿por qué razón”, me preguntó, "se muestra tan
quisquilloso y vehemente en las preguntas que nos hace respecto a nuestro
conocimiento de esta región?, ¿acaso los blancos no lo saben todo?” Este inte¬
rrogatorio fue tan inesperado, que me ocasionó alguna vacilación antes de
poderlo responder. Finalmente, sin embargo, le contesté que, sin duda, está¬
bamos familiarizados con las circunstancias principales de todas las partes
del mundo; que sabía dónde se encontraba el mar, y dónde yo me encontraba
entonces, pero que no entendía exactamente cuáles obstáculos me interrum¬
pirían en mi camino hacia allá, con los que él y sus amigos debían estar muy
familiarizados, ya que tan frecuentemente los habían vencido. De esta mane¬
ra, conservé por fortuna en sus mentes la impresión de la superioridad de los
blancos sobre ellos.

Luego, Mackenzie escogió la ruta hacia occidente y se alejó del río Fra-
ser, porque los indios pusieron de relieve los peligros que había en esta
última ruta y minimizaron la distancia y las dificultades de la otra. Via¬
jando en parte en canoa y en parte a pie, llegó al río Bella Coola en un
punto llamado Aldea Amistosa, el 17 de julio de 1793.
Con la guía indígena de costa a costa habían transcurrido los 200 años
de búsqueda del Pacífico que Cartier había iniciado. La mayoría de las
tribus habían acogido de buen grado a los recién Regadora sus territo¬
rios, pero de mala gana los habían dejado avanzar más allá, pues com¬
prendieron que con ellos se iba una dorada oportunidad económica.

Hacia el Pacífico

El notable viaje de Alexander Mackenzie extendió el comercio de pieles


por tierra hasta el Pacífico. Simón Fraser y David Thompson, de la Com¬
pañía del Noroeste también, siguieron sus pasos después y exploraron
dos de los grandes ríos de la costa del Pacífico noroccidental; Fraser ba¬
jó por el río que lleva su nombre en 1808, en tanto que Thompson siguió
el curso del Columbia, desde sus fuentes hasta el océano en 1811. A conse¬
cuencia de estos viajes, se ampliaron las "fronteras” del tráfico y los del
Noroeste levantaron varios puestos en las regiones centro-oriental y cen¬
tral de la Columbia Británica, en lo que entonces se conoció con el nombre
de Nueva Caledonia. El tráfico costero, sin embargo, quedó fuera de su
alcance, sencillamente porque la distancia desde Montreal era demasia¬
do grande, dados los problemas de transporte y abastecimiento. La Nue¬
va Caledonia siguió siendo la frontera occidental del territorio que la
Compañía del Noroeste pudo explotar efectivamente, y, sobra decirlo,
la Compañía de la Bahía de Hudson no pudo penetrar en él.
Hacia estas fechas, sin embargo, el comercio de pieles había quedado
bien establecido a lo largo de la costa desde hacía casi una década, esti¬
mulado por la visita que hizo el capitán Cook a los nootka del occidente
de la isla de Vancouver. James Cook, el más grande navegante de su tiem¬
po, había trazado ya el mapa de parte del Gaspé y ayudado a la armada
108 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

de James Wolfe en su navegación del río San Lorenzo; había prestado


servicios durante el sitio de Louisbourg, levantado el mapa de la traicio¬
nera costa de Terranova y revelado las maravillas del Pacífico del Sur.
En 1778, cruzó el Pacífico en busca del Paso del Noroeste y ancló en la
sonda de Nootka. Obtuvo pieles de nutria marina, que cambió con los
nootka por un gasto muy nominal de géneros, y luego las vendió en Chi¬
na con gran ganancia. La fama de esto se corrió rápidamente y los trafi¬
cantes se precipitaron hacia la costa.
El tráfico costero de fines del siglo xviii se distinguió de ciertas ma¬
neras fundamentales del tráfico en el interior. Al principio, participaron
cuatro naciones: España, Inglaterra, Rusia y los Estados Unidos. Con
excepción de los españoles, el comercio se llevó a cabo en su totalidad
desde buques de vela hasta 1827. Después de 1795, los españoles se reti¬
raron y mercaderes ingleses y estadunidenses se convirtieron en la com¬
petencia principal, aunque los rusos se mostraron activos al norte del
río Skeena. Puesto que el comercio estuvo en gran medida circunscrito
a la costa, no se establecieron vínculos duraderos entre los traficantes y
los indios y no se afectó al ambiente para conseguir alimento o madera.
Gracias a los barcos grandes, que podían cruzar océanos, el volumen
del comercio en la costa fue considerablemente mayor que el que se efec¬
tuaba en el interior occidental. A fines del siglo xrx, no menos de 20 buques
visitaban la costa cada año. (En contraste con esto, las dos compañías
juntas habían logrado llevar cada año, hasta el noroeste canadiense, el
equivalente de no más de cuatro cargas de buque.) Esto constituyó una
bonanza para los indios de la costa occidental, aficionados al comercio
y muy conscientes de los rangos sociales. Nada tiene de sorprendente que
los géneros europeos apreciadísimos que recibían a cambio de las pieles
de nutria marina aumentasen el tráfico nativo, así como los intercam¬
bios de regalos, a lo largo de la costa, y que el control de las rutas princi¬
pales impulsase todavía más las luchas entre aldeas, como lo había he¬
cho en el interior.
Sin embargo, la mayoría de los artículos con los que se comerciaba en
la costa no eran de primera necesidad, sino de lujo. Esto se debió a que
los indios de la costa occidental no necesitaban de los europeos para sus
artículos de consumo; siguieron capturando la parte esencial de su ali¬
mentación, el pescado, a la manera tradicional. Ciertamente, lo siguie¬
ron haciendo hasta que una legislación conservativa, federal y provin¬
cial, promulgada a fines del siglo xix y comienzos del xx, les quitó tal
derecho. En cambio, se apreciaron mucho las armas de fuego (utilizadas
sobre todo para la guerra), lo mismo que cinceles de metal, paños, ropas y
mantas que eran símbolos de riqueza, así como collares de hierro y bra¬
zaletes de cobre.
En esta atmósfera altamente competitiva, se dio caza despiadadamente
a la nutria de mar. A principios del siglo xix, su número había descendi¬
do notablemente y el tráfico se iba a meter en apuros; en los últimos
años de la década de 1820 se hallaba en las etapas finales de su colapso.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 109

Esto constituyó un grave problema para los grupos que vivían en las
islas cercanas a la costa, que no tenían muchos otros animales de piel fi¬
na a los cuales recurrir para el intercambio. Los haidas de las islas de la
Reina Carlota enfrentaron esta dificultad creando artefactos concebidos
especialmente para los visitantes europeos. En la tierra firme, se buscaron
cada vez más las pieles de animales terrestres, especialmente de castores y
de marta de piel suave y lustrosa. Las relaciones comerciales con el inte¬
rior a lo largo de los ríos principales cobraron entonces un carácter esen¬
cial y determinaron el aumento de los conflictos entre aldeas.

El cambiante equilibrio de poder

El año de 1821 constituyó un importante mojón en la historia de los pue¬


blos indios. Para entonces, el comercio de pieles había vinculado al mundo
nativo con el de los europeos en todas partes de Canadá, con excepción
de las porciones más remotas del valle del bajo Mackenzie y del Yukón.
En 1821, medio siglo de competencia desenfrenada llegó a su fin cuando
se fusionaron la Compañía de la Bahía de Hudson y la Compañía del Nor¬
oeste. El Parlamento británico dio a la nueva empresa, llamada todavía
Compañía de la Bahía de Hudson a pesar de la fusión, el monopolio del
comercio en la Tierra de Rupert, el noroeste y la vertiente del Pacífico,
en la creencia de que la Compañía atendería mejor los intereses de la
gente de esas zonas al eliminar los males de la competencia desenfrenada.
En efecto, la competencia había arruinado las economías nativas de
gran parte del subártico comprendido entre el río Churchill y la bahía
de James. En el río Rainy, por poner un ejemplo, la Compañía de la Ba¬
hía de Hudson había tenido que importar cuero de las praderas para que
los indios del lugar pudiesen hacerse mocasines. Y más desastroso aún
era que el inmoral comercio de alcohol estaba dando lugar a una amplia
desmoralización. Los políticos británicos determinaron poner fin a este
tráfico. Hasta los propios traficantes se dieron cuenta de que la lucha no
podría continuar durante mucho tiempo.
Al mismo tiempo, los traficantes de pieles tuvieron que encarar el he¬
cho de que las únicas zonas nuevas que quedaban por explotar —el
Yukón, parte del interior septentrional de la Columbia Británica y el Ár¬
tico— estaban muy lejos y resultaba muy costoso llegar a ellas. Era el mo¬
mento de realizar un esfuerzo para mantener el comercio de pieles a un
nivel que pudiese soportar el ecosistema. A falta de una fuerte autoridad
gubernamental, la única manera de hacer cumplir las medidas de con¬
servación consistía en el monopolio. Así también, el monopolio reduci¬
ría los costos de la industria, porque podrían eliminarse la duplicación
de puestos y numerosos empleos.
Aunque los motivos que condujeron a la concesión del monopolio pue¬
dan haber sido, en general, bien intencionados, el control centralizado
determinó un cambio abrupto en la relación de los indígenas con los in¬
trusos. Lo que había comenzado por ser una asociación mutuamente
Retrato de Joseph Brant. Jefe mohawk, líder militar y leal, Brant (1742-1807)
simboliza los problemas a que se enfrentaron jefes indígenas posteriores para re¬
conciliarlas costumbres indígenas y las europeas. Hombre de dos mundos —como
indica su ropa—, estaba versado tanto en las costumbres iroquesas como en las
cristianas y fue muy instruido. Óleo (c. 1807) de William Berczy, padre.
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 111

provechosa entre iguales se convirtió en una relación en que los europeos


llevaron cada vez más la voz cantante. Salvo en la costa occidental y en
las praderas, donde continuó la competencia con los estadunidenses, la
Compañía dominó completamente el tráfico, y creó un orden social y eco¬
nómico en el que indios y mestizos quedaron colocados en una posición
cada vez más subordinada.
Para los innuit la experiencia fue muy diferente, aunque, al final, no me¬
nos destructiva. Antes de 1821 los contactos regulares entre innuit y euro¬
peos se limitaron en gran parte a la costa del Labrador, el estrecho de
Hudson y la porción occidental de la bahía de Hudson. Los balleneros
no penetraron mayor cosa en el Ártico occidental y central hasta las úl¬
timas décadas del siglo xix. Pero, en la costa del Labrador, los innuit desa¬
rrollaron un comercio con los balleneros europeos a principios del siglo
xviii, y a mediados de dicho siglo este tráfico tuvo como centro las proxi¬
midades de la ensenada de Hamilton. Estos intermediarios innuit vendían
ballenas, es decir, las láminas tiesas y flexibles que cuelgan en largas
tiras hasta formar una especie de cortina en la boca de la ballena, las cua¬
les conseguían de grupos situados más al norte. Pero, a fines del siglo
xviii, traficantes ingleses establecieron puestos comerciales al norte de
la ensenada de Hamilton, en Hopedale, y en 1771 los hermanos mora-
vos penetraron en la zona para realizar obras misioneras y sociales, y
levantaron misiones en Nain, Okak y Hopedale. Los hermanos moravos
querían que sus misiones se bastasen a sí mismas y desalentar los viajes
hacia el sur que hacían los innuit para tratar con los balleneros. Para al¬
canzar estos fines, crearon tiendas, que hasta la década de 1860 constitu¬
yeron la fuente más importante de artículos europeos para los innuit del
Labrador. Hacia las fechas de la rápida expansión de la industria de la
pesca del bacalao en la región, quebró el monopolio de los moravos, cuan¬
do los pescadores comenzaron a traficar ampliamente con los nativos y
el alcohol se convirtió aquí también en un importante artículo de comer¬
cio, con graves consecuencias para los innuit. Y como un número muy
grande de forasteros, que llegó a ser de 30 000 pescadores, visitaban la
zona cada año a fines del siglo xix, también se introdujeron enferme¬
dades exóticas: epidemias de sarampión, tifo y escarlatina barrieron las
comunidades innuit. Esto, y un cambio en la dieta tradicional, no tarda¬
ron en hacer descender marcadamente la población innuit.
En el estrecho de Hudson y alrededor de la bahía de Hudson, los innuit
sólo de vez en cuando se topaban y comerciaban con los barcos de abas¬
tecimiento anual de la Compañía. Más importante fue el comercio de
ésta con los innuit en Fort Churchill, después de 1717. Al principio, envió
balandros hacia el norte de este puesto para entrar en contacto con los
innuit que vivían en el interior de la costa occidental de la bahía de Hud¬
son, acción necesaria porque los chipevián se valían de la fuerza arma¬
da para impedir que los innuit visitasen de manera regular Fort Churchill.
A fines del siglo xviii, la Compañía había logrado establecer una paz
duradera entre los innuit y los chipevián, la cual hizo posible finalmente
112 EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS

que los innuit caribú visitasen sin temor Fort Churchill, y a consecuencia
de esto ya no fue necesario despachar balandros. Algunos traficantes de
los innuit caribú encontraron empleo en Fort Churchill, dedicados a la
caza de focas y ballenas para extraer su aceite, hasta que la industria
ballenera se vino abajo en 1813. Este contacto fue muy importante: las
armas, los anzuelos y las redes proporcionados por la Compañía a los in¬
nuit les permitieron ocupar la tundra interior en cualquier época del ano.
Después de 1820, se extendieron hacia el sur, desplazaron a los chipe-
vián y en 1860 los innuit caribú se habían convertido en la población
dominante en las llamadas Tierras Estériles del sur.
En el lado oriental de la bahía de Hudson, el contacto de los innuit con
la Compañía fue más tenue. Apenas en 1750 construyó ésta un pequeño
puesto —Fort Richmond— en el borde meridional del territorio de los
innuit. Debía servir de base para la exploración minera y el desarrollo de
un tráfico de pieles, pero fue un fracaso comercial y lo cerraron en 1756.
Las operaciones se trasladaron al río Little Whale, donde la Compañía
había llevado a cabo por algún tiempo la caza de ballenas beluga duran¬
te el verano en pequeña escala. Sin embargo, no tardó en verse que la po¬
blación innuit local no era suficientemente numerosa para sustentar ac¬
tividades lucrativas aquí, y el nuevo puesto fue cerrado también al cabo
de tres años. Esta vez, la Compañía se trasladó al río Great Whale, en el
que un puesto comercial se mantuvo en activo intermitentemente hasta
1855, fecha en que sus actividades se hicieron permanentes pero, por to¬
das partes, los balleneros y pescadores trajeron consigo el alcohol y las
enfermedades que aniquilaron a los innuit. Mirando hacia atrás, se ve con
claridad que los pueblos aborígenes de Canadá compartieron numerosas
experiencias en común en sus primeros encuentros con los europeos y
sus descendientes. En los primeros años, los pueblos nativos usualmen¬
te tuvieron la sartén por el mango. Eran mucho más numerosos que los
intrusos; contaban con la fuerza laboral y las destrezas necesarias para
producir los materiales buscados por los europeos y a menor costo; y
eran tecnológicamente autosuficientes en el difícil ambiente boreal.
Desgraciadamente para los indígenas, su posición de superioridad se
perdió rápidamente. Sus poblaciones se vieron diezmadas por enferme¬
dades importadas, mientras el número de los intrusos aumentó cons¬
tantemente por la inmigración y su crecimiento natural. Y cuando los
indígenas participaron en el comercio de pieles, su modo de vida econó¬
mico ya no giró en torno a las necesidades locales. Por el contrario, se vie¬
ron atraídos hacia los sistemas internacionales de comercio de mercan¬
cías, sistemas que hicieron sobre los recursos locales demandas mucho
más grandes de las que sus ecosistemas podían soportar. El agotamien¬
to fue el resultado más común. Además, las nuevas tecnologías mejora¬
ron a menudo la eficiencia del cazador y del pescador, con lo cual se agra¬
vó la carga sobre los animales y los peces locales.
Y para empeorar la situación de los pueblos nativos, su poder político
comenzó a menguar también. Hasta el final de la Guerra de 1812, ha-
EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS 113

bían sido importantes aliados militares de los británicos. El deseo de


conquistarse su buena voluntad había llevado al gobierno británico a
decretar la Proclama Real de 1763, por la que se reconoció la existencia
de los derechos de propiedad aborígenes y se convirtió a la Corona en pro¬
tectora de tales derechos. Más allá de las fronteras de Quebec en 1763,
los derechos de propiedad indios sólo podían transferirse a la Corona en
ceremonias públicas para hacer tratados; lo que se quería era proteger a
los indios de los especuladores de tierras faltos de escrúpulos y, de tal
modo, reducir al mínimo el riesgo de perder su buena voluntad.
Después de la Guerra de 1812, los frmcionarios coloniales decidieron
que ya no necesitaban a los indios como aliados. Se interesaron más por
el potencial agrícola, maderero y minero de las tierras de los indígenas que
por el bienestar de la gente. Lo que ahora más les preocupaba era llegar
a las riquezas de la tierra de la manera más barata posible y sin derra¬
mamiento de sangre. En la mayor parte de las regiones de Canadá com¬
prendidas en el tratado, las presiones generadas por el desarrollo determi¬
naron en gran medida las fechas en que se establecieron convenios. (Las
tierras no comprendidas en el tratado apenas recientemente han experi¬
mentado esas presiones del desarrollo y en muchas de estas zonas se es¬
tán llevando a cabo negociaciones. La excepción principal es la Co-
lumbia Británica, en donde, en 1987, el gobierno provincial todavía se
negaba a reconocer los derechos de propiedad de los aborígenes.)
Abrumados por el agotamiento de sus recursos y por la adopción de
nuevos estilos de vida, los pueblos indígenas comenzaron a pasar de la in¬
dependencia a la interdependencia con los traficantes europeos y final¬
mente a la dependencia económica. Hacia 1821, este cambio había avan¬
zado ya muchísimo en la mayor parte de Canadá; sólo los grupos más
apartados quedaban relativamente sin afectar.

En 1825, Shawnawdithit era la última in¬


dia beotuca superviviente. Los que no ha¬
bían muerto por las nuevas enfermedades
traídas desde Europa habían sido asesina¬
dos. En 1829 también ella murió de tuber¬
culosis y así desapareció toda una raza.
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II. COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; LA NUEVA
FRANCIA Y SUS RIVALES. 1600-1760

Christopher Moore

Samuel de Champlain, fundador y jefe militar de la Nueva Francia, murió


el día de Navidad de 1635, en Quebec. Virtualmente toda la colonia pudo
asistir a sus funerales, pues al cabo de 27 años de establecimiento colo¬
nial la población europea de la Nueva Francia era apenas de 300 per¬
sonas. Muchos de estos colonizadores habían llegado recientemente y el
número de 300 colonos constituía un gran avance respecto de los años
anteriores de la colonia. Pero el logro de Champlain no estribaba en el
tamaño de su colonia, que era minúsculo, sino en el hecho de que hu¬
biese perdurado.
Desde su fundación en 1608, la población de Quebec había corrido los
peligros del hambre y el escorbuto, de las rivalidades comerciales, del
incierto apoyo de Francia, de la oposición de pueblos indígenas conside¬
rablemente poderosos y de los ataques militares ingleses. Champlain no
fue el único en respaldar la colonia, pero la tenacidad con que la defendía
desempeñó un papel fundamental para conservarla en pie. En tiempos de
Champlain, efectivamente, se había producido un cambio decisivo en la
manera europea de considerar las tierras y la gente del noreste de Amé¬
rica del Norte. Los europeos habían venido cruzando el Atlántico desde
el año 1000, y había transcurrido un siglo de visitas regulares a Canadá
desde antes de 1608. Pero fue Champlain quien transformó los contac¬
tos transitorios en una presencia europea permanente en Canadá.

La colonia de Champlain

Las ballenas y el bacalao habían atraído hacia Canadá a europeos du¬


rante un siglo; fueron los castores los que los motivaron a quedarse. En
las últimas décadas del siglo xvi, los sombrereros europeos populari¬
zaron el sombrero de castor. Los sombreros hechos con fieltro de castor
no perdían su forma, repelían el agua y duraban mucho cualquiera que
fuera su forma o estilo, y un poco después del año 1600 el sombrero de
fieltro de castor inició su carrera de casi dos siglos y medio de prepon¬
derancia. De repente, las pieles de castor suministradas por los trampe¬
ros y traficantes nativos y los canadienses salieron del mercado de pieles
de lujo de Europa para convertirse en un género usual del comercio. A
partir del servicio prestado a las fantasías sombrereras de los caballeros
de la edad barroca europea, se levantó un gran imperio colonial.

115
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Publicado en 1632, tres años antes de la muerte del explorador, este mapa de Sa¬
muel de Champlain es sorprendentemente preciso. En apenas 30 años, la geografía
esencial de Canadá desde Terranova hasta los Grandes Lagos había quedado
establecida, en su mayor parte gracias al propio Champlain. También están indi¬
cadas las zonas en las que vivían varias tribus indias del periodo. Mapa impreso
de un grabado en cobre, en Samuel de Champlain, Les Voyages de la Nouvelle
France occidentale, dicte Cañada... (Parts, C. Collet, 1632).

Los mercaderes franceses, cuyo interés en Canadá había aumentado


desde que era fuente de pieles de castor, se convirtieron en visitantes re¬
gulares del golfo de San Lorenzo. Luego de experimentar con el estable¬
cimiento de puestos comerciantes permanentes allí, y más al sur sobre
la bahía de Fundy, descubrieron la economía de la colonización. Los
costos de ésta, entendieron, tendrían que ser sufragados por los ingre¬
sos del comercio de pieles, sobre el cual tendría que imponerse un mo¬
nopolio. Durante estos experimentos, uno de los mercaderes, Frangois
Gravé Du Pont, llevó a Canadá al hombre que los eclipsaría a todos, Sa¬
muel de Champlain. Hombre del común, procedente de la ciudad de
Brouage, en el suroeste de Francia, Champlain probablemente tenía unos
23 años entonces. Quizás adquirió algunos conocimientos de exploración
y trazado de mapas, pero carecía de título oficial o de posición en 1603,
cuando acompañó a Gravé Du Pont en su recorrido por el San Lorenzo
hasta llegar a la isla de Montreal, o en 1604-1607, cuando fue uno de los
que participaron en un proyecto de población que duró tres años en lie
Ste-Croix y Port Royal en la bahía de Fundy. Champlain se acreditó gra¬
dualmente de explorador y geógrafo, pero conocemos su presencia allí
principalmente por los relatos publicados de tales viajes.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 117

En 1607 se abandonó el poblamiento de Port Royal, pero Champlain dio


un paso decisivo al recomendar una nueva empresa de colonización so¬
bre el San Lorenzo, de la cual lo eligieron jefe. Champlain se había per¬
catado de que (para decirlo con las palabras del historiador Guy Fré-
gault), siendo que “se necesitaría un ejército de colonos para fundar un
establecimiento en la costa atlántica, bastaría con un batallón tierra aden¬
tro”. En la lengua algonquina, “Quebec” significa “el lugar donde el río se
estrecha", y un poblado allí les daría a quienes lo hicieran el monopolio
del comercio de pieles con el interior, cosa que no podría conseguirse des¬
de la costa de Acadia. Champlain supo aprovechar el momento oportuno.
El interés por el comercio de pieles iba en aumento, en tanto que la pes¬
ca y la caza de ballenas en el golfo de San Lorenzo se encontraban en
decadencia transitoria. En julio de 1608, Champlain y un grupo de traba¬
jadores desembarcaron a los pies de Cap Diamant, la gran roca que des¬
cuella todavía sobre la ciudad de Quebec, y allí construyeron un racimo
de edificios fortificados a los que pusieron el nombre de Habitation de
Quebec. Veinte de los 28 hombres de Champlain murieron allí durante el
primer invierno. Los sobrevivientes, debilitados por la mala alimentación
y el escorbuto, cuando los barcos regresaron de Francia en la primave¬
ra de 1609, habían establecido una presencia europea permanente en
suelo de Canadá. La “Nueva Francia", el nombre que había simbolizado
todas las pretensiones e intereses de la Corona francesa en América del
Norte desde que Giovanni Da Verrazano lo emplease por primera vez

Muchos de los puestos


avanzados de los pri¬
meros europeos en Ca¬
nadá se parecían a éste:
habitaciones espartanas
en un pequeño desmon¬
te, entre fuerte y puesto
comercial. Establecida
en 1604-1605 en la ba¬
hía de Annapolis, la Ha¬
bitation de Port Royal
fue abandonada, recu¬
perada, objeto de diver¬
sas luchas y gradual¬
mente se convirtió en
el núcleo de la Acadia.
Fue reconstruida cerca
de su sitio original en
1939-1940. Grabado
en cobre basado en un
dibujo de Champlain
en Les Voyages du
Sieur de Champlain...
(París, J. Berjon, 1613).
118 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

en 1524, se estaba haciendo realidad, y durante un siglo y medio la ciu¬


dad de Quebec, que creció alrededor del sitio de la Habitation, sería su
centro.
Esa primavera, Champlain emprendió la ardua campaña diplomática
y política necesaria para transformar en colonia su pequeño poblado.
En 1609 —y durante varias décadas después— la Nueva Francia no fue
más que un puesto comercial y una embajada, colgado en el borde de un
continente dominado por pueblos indígenas. Desde los primeros años
del siglo xvi, estos pueblos se habían acostumbrado a intercambiar pie¬
les por hachas de hierro, utensilios de cobre, paños y cuentas decorativas
llevadas al golfo de San Lorenzo por los pescadores y traficantes. Para
dominar este tráfico, habían librado guerras sangrientas que, hacia 1600,
habían convertido el valle de San Lorenzo en una tierra de nadie dispu¬
tada ferozmente por dos alianzas de indígenas. Una de esas alianzas se

La Habitation de Quebec fue construida en 1608 para pasar el invierno, por el


grupo de 28 hombres dirigido por Champlain, abajo de los acantilados que definen
la actual ciudad de Quebec. Habrían de pasar 25 años antes de que un verdadero
poblado creciese en torno de este sitio. Grabado en cobre basado en un dibujo de
Champlain en Les Voyages du Sieur de Champlain... (París, J. Berjon, 1613).
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 119

Durante su expedición a la Huronia en 1615-1617, Champlain dibujó a dos algon-


quinos ataviados para la guerra (A y C), y a un hombre y una mujer con ropas de
verano y de invierno (B y D). Llamó a los indios Cheveux-Relevez, porque, escribió
Champlain, "llevaban [el pelo] alzado y arreglado muy cuidadosamente, y mejor
peinado que nuestros cortesanos”. Dos mujeres huronas (Fy H) recogen y muelen el
maíz, básico para su sociedad agrícola. La armadura de listones de madera que lle¬
va el guerrero hurón (E) perdió su utilidad ante las puntas de flecha metálicas y las
balas de los mosquetes. Grabados tomados de dibujos de Champlain en Les Vo-
yages de la Nouvelle France occidentale, dicte Cañada... (París, P. Le-Mur, 1632).

formó en torno de la Liga de los Cinco Pueblos, o Confederación iroque-


sa, sociedad de agricultores v traficantes formada por unas 30 000 per¬
sonas. La patria de los iraqueses se encontraba en el valle de Mohawk y
en el distrito de Finger Lakes, en el actual estado de Nueva York, pero
una red de tribus más pequeñas aliadas a ellos abarcaba gran parte del
territorio situado al sur del río San Lorenzo. La otra alianza de indígenas
vivía al norte del río y su elemento más poderoso era la Confederación
huraña en las riberas de la bahía Georgian del lago Hurón. Los 20 000 hu¬
rones (o wendat, como se llamaban a sí mismos) eran iraqueses, es decir,
120 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

se parecían a los iraqueses por su lengua, su agricultura extensiva basada


en el cultivo del maíz y sus refinadas confederaciones políticas. Pero las
confederaciones de los hurones y de los iraqueses eran antiguas rivales
ávidas de poder e influencia. Los aliados de los hurones eran tribus ca¬
zadoras y recolectoras y de entre ellas los montagnais, que vivían en la
ribera norte del golfo de San Lorenzo, eran los que más habían tratado
con los franceses. Como las luchas entre las alianzas de hurones e ira¬
queses habían casi cerrado al comercio el río San Lorenzo, los aliados del
norte llevaron sus pieles hasta la costa por otras rutas. Tadoussac, aldea
de los montagnais situada en la desembocadura del río Saguenay, había
sido el centro del tráfico entre los nativos y los franceses hasta que Cham-
plain llegó a Quebec.
Las alianzas y rivalidades indígenas significaron que el objetivo de
Champlain, controlar el intercambio de pieles desde su base en Quebec,
suponía mucho más que un simple poner tienda y ofrecer intercambios.
Los nativos de Canadá daban buena acogida a los mercaderes europeos
por los artículos que traían, pero esos géneros los proporcionaban igual
de bien los barcos que iban y venían cada verano. Los franceses adqui¬
rieron su base territorial en el San Lorenzo no en virtud del altruismo o
de la debilidad de los pueblos indígenas, sino porque lograron conven¬
cer a algunos de ellos de que una presencia francesa permanente consti¬
tuiría un baluarte contra sus rivales. Aun cuando Champlain tenía el fir¬
me propósito de conseguir que su pequeña colonia creciera en tamaño y
en fuerza, su supervivencia en los primeros años dependió de la capaci¬
dad para demostrar su utilidad a sus aliados indígenas. No correspondió
a Champlain elegir a sus aliados, pues traficantes franceses que habían
llegado antes que él ya habían realizado la elección en virtud de sus acuer¬
dos comerciales con los montagnais. De manera que, en 1609, Cham¬
plain se lanzó a ayudar a los montagnais y a sus aliados del interior, ha¬
ciendo la guerra a los iraqueses.
Guerreros procedentes de tres pueblos aliados —montagnais del este y
norte de Quebec, algonquinos de la región del río Ottawa y hurones de
la bahía Georgian— se unieron a los franceses en la Habitation duran¬
te la primavera de 1609. “Hubo festejos durante cinco o seis días’’, escribió
Champlain, “que pasaron danzando y comiendo opíparamente”. Se in¬
tercambiaron géneros comerciales a modo de regalos para confirmar la
amistad, pero lo que realmente se confirmó fue una alianza política tor¬
vamente práctica de la que cada socio confió en sacar provecho. Tan pron¬
to como terminaron los festejos, empezó la campaña militar. Los alia¬
dos remontaron juntos los ríos San Lorenzo y Richelieu hasta llegar al
lago Champlain y en julio de 1609 dieron con una partida de guerreros
iraqueses. Las armas europeas de Champlain aportaron a sus aliados
una ventaja decisiva; su primer disparo dio muerte a tres jefes iraqueses y
la batalla se trocó rápidamente en una desbandada. Esa victoria y la pre¬
sencia continua del poder armado francés en Quebec comenzaron a es¬
tablecer una seguridad para el comercio en el San Lorenzo. En los seis
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 121

años siguientes, Champlain habría de participar en otras tantas batallas


más contra los iroqueses. Los Cinco Pueblos no volverían a ser tomados tan
completamente por sorpresa, pero cuando un poblamiento holandés so¬
bre el río Hudson les ofreció una diferente ruta comercial, se produjo una
tregua transitoria. Los aliados del norte se quedaron en poder de las ru¬
tas del San Lorenzo y prosperó el comercio en la Habitation.
La alianza concertada con los hurones en 1609 señaló también el prin¬
cipio del periodo de seis años que habría de confirmar la categoría de
Champlain como explorador. Hasta 1609, los hurones nunca habían co¬
nocido personalmente a los franceses, aunque habían estado recibiendo
géneros europeos por conducto de los montagnais y de los algonquinos
durante 50 años o más. Aun cuando la palabra “hurón" procede de una
raíz francesa que indica que los franceses los consideraron al principio
como rústicos atrasados, los franceses y los hurones no tardaron en con¬
vertirse en íntimos socios. La Confederación hurona era más grande,
rica y poderosa que cualquiera de las demás tribus que formaban la
alianza. Comerciando con los alimentos que cultivaban, los hurones
amasaron grandes cantidades de pieles y se convirtieron en los interme-

Las armas europeas, al principio, parecieron amenazar de desastre a los ejércitos


aborígenes que tuvieron que enfrentárseles. Con unos cuantos disparos de sus
arcabuces, Champlain y sus compañeros pusieron en fuga a un ejército iroqués,
luego de esta escaramuza sobre el lago Champlain, en 1609. Sin embargo, las tácti¬
cas indígenas se corrigieron rápidamente y los iroqueses jamás volvieron a ser atra¬
pados al descubierto, como en el grabado, ni derrotados de manera tan decisiva.
Grabado en cobre basado en un dibujo de Champlain en Les Voyages du Sieur de
Champlain... (París, J. Berjon, 1613).
122 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

diarios entre los mercaderes franceses y los pueblos cazadores de los


bosques, que se encargaban de la caza real del castor. A pesar del desa¬
grado de los montagnais y de los algonquinos, que hubiesen preferido
que los intercambios de bienes se efectuasen en su propio territorio, los
tratos directos entre franceses y hurones aumentaron rápidamente. En
1615 se le permitió al propio Champlain acompañar a una partida de hu¬
rones en un viaje de un mes de duración desde la isla de Montreal, remon¬
tando el río Ottavva y cruzando el lago Nipissing hasta el lago Hurón, y
hacia el sur, hasta la patria de los hurones. Al ir en batalla contra los
iraqueses ese verano, Champlain pasó el invierno con los hurones. Otros
franceses, particularmente Etienne Brülé, ya vivían allí, y con sus infor¬
mes y lo recogido en sus propios viajes Champlain pudo compilar una
geografía notablemente clara de la cuenca de los Grandes Lagos. Después
de un siglo de contactos que jamás habían dejado a los europeos pene¬
trar en el interior más allá de Montreal, la alianza de franceses V huro¬
nes le permitió a Champlain ampliar el conocimiento europeo del país
hasta el lejano lago Superior en menos de 20 años. El mapa que Cham¬
plain dibujó en 1632, en el que están incorporados todos estos descubri¬
mientos, es una de las obras maestras de la cartografía canadiense.
"El gran amor que he sentido siempre por realizar descubrimientos
en la Nueva Francia despertó en mí un anhelo cada vez mayor de viajar
por este país, a fin de alcanzar un conocimiento perfecto de él”, escribió
Champlain en el prólogo del libro en que describió el año que pasó con
los hurones. Sin embargo, a pesar de todas sus exploraciones y de los
excelentes mapas que trazó, Champlain, al parecer, jamás buscó el cono¬
cimiento por el conocimiento mismo. Sus escritos nos muestran un in¬
terés menor que el que otros sintieron por el mundo de los pueblos indí¬
genas, y su afirmación de que los hurones eran un pueblo "sin religión
ni ley” constituye una declaración sorprendentemente obtusa de parte
de un hombre que se había pasado un año viviendo con ellos. Después de
su regreso a la Habitation a principios de 1616, no hizo más viajes de des¬
cubrimiento, y encargó el trato cotidiano con los nativos a traficantes ta¬
les como Etienne Brülé.
Brülé, al que habían enviado a vivir entre los nativos en 1610a cambio
de un joven hurón que se quedó con Champlain, se pasó gran parte del
resto de su vida entre los nativos. La primera vez que regresó a la Habi¬
tation, a los hombres que salieron a su encuentro les escandalizó per¬
catarse de que este joven —que viajaba con una partida de comerciantes
nativos, comía lo mismo que ellos, vestía como ellos y hablaba su len¬
gua— era efectivamente un francés. Brülé siguió siendo un traficante
de pieles —ciertamente, su intento de concertar un convenio comercial en
perjuicio de los intereses de sus huéspedes hurones al parecer forzó su
muerte en 1633—, pero se adaptó al modo de vida indígena mucho más
plenamente que Champlain. En los escritos de este último, a menudo des¬
cubrimos la sombría tenacidad de un hombre que apreciaba las cosas
únicamente de acuerdo con la utilidad para sus propios proyectos y desde
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 123

1616, y quizás antes, el proyecto más sobresaliente de todos éstos fue el


de la colonización de Canadá.
Por aquel entonces, Champlain, que ya no era simplemente el agente
local de una compañía que traficaba con pieles, se estaba alejando de los
mercaderes que lo habían llevado a Canadá. En Francia iba aumentan¬
do el apoyo para la colonia de Champlain y, desde 1612, Champlain tenía
el título de lugarteniente del virrey de la Nueva Francia. En un proyecto
para la colonización de Canadá que le presentó a Luis XIII, en 1618,
Champlain expresó su propia visión de una colonia que tendría como
centro a Quebec. Mientras que los traficantes, lo mismo franceses que in¬
dígenas, se hubrían dado por satisfechos con un puesto pequeño que
atendiese al comercio de pieles, Champlain propuso la cristianización de
los indígenas y el establecimiento de ciudades de alguna consideración.
Tuvo la visión del establecimiento de pesquerías, minas, industrias fo¬
restales y agricultura en la Nueva Francia, sin renunciar al comercio de
pieles. Predijo inclusive que la colonia abriría una ruta más allá de los
Grandes Lagos hacia el Oriente, “de donde se podrían sacar grandes ri¬
quezas”.
Durante su primera década, la Habitation había sido un puesto de
avanzada de trabajadores jóvenes, transitorios, pero para construir la co¬
lonia que había descrito Champlain necesitaba tanto misioneros como
familias. Los primeros sacerdotes llegaron en 1615. En 1617, Louis Hé-
bert, su esposa Marie Rollet y sus tres hijos llegaron para quedarse, y en
1620 una de sus hijas dio a luz al primer niño superviviente de la comu¬
nidad. A Hébert se le ha llamado “primer agricultor de Canadá”, y aunque
el nombre es risible en vista de la vasta producción agrícola de los pueblos
iraqueses de aquel tiempo, la aparición gradual de ocupaciones que no
fuesen las del tráfico de pieles tenía una importancia fundamental para
los planes que se había trazado Champlain de crear una comunidad per¬
manente. Sin embargo, hacia 1627, Quebec todavía tenía menos de un
centenar de habitantes, de los cuales menos de una docena eran mujeres,
y la población aún dependía de los indígenas que traían las pieles y de
los barcos con abastecimientos de Francia. La colonia podría haber
recibido un gran estímulo en aquel año, ya que el ministra principal de
Luis XIII, el cardenal Richelieu, había organizado la Compagnie des
Cent-Associés, un grupo de un centenar de mercaderes y aristócratas que
se habían propuesto desarrollar la Nueva Francia. Los Cent-Associés
eran una compañía privada, semejante a otras que previamente habían
gozado del monopolio del comercio de pieles a cambio de comprome¬
terse a realizar esfuerzos en pro de la colonización, pero era mucho más
rica y estaba mejor relacionada que sus predecesoras, por lo que parecía
ser mucho más capaz de realizar las ambiciones de Francia en su co¬
lonia. En 1628, los Cent-Associés enviaron 400 colonos de Francia a
Quebec, pero apenas se habían hecho a la vela cuando estalló la guerra
con Inglaterra, y una compañía inglesa que anhelaba sustituir a los fran¬
ceses en el comercio del San Lorenzo aprovechó la oportunidad. Una
124 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

flota al mando de David Kirke bloqueó ese verano el San Lorenzo y obli¬
gó a volver a Francia a los Cent-Associés. En 1629, Kirke y sus herma¬
nos regresaron para capturar la hambrienta Habitation en Quebec y ex¬
pulsar de ella a Champlain y a la mayoría de sus colonizadores.
La guerra anglo-francesa había terminado realmente antes de que los
Kirke capturaran Quebec y, durante su ocupación, a los ingleses al pa¬
recer les costó trabajo conservar las complejas alianzas necesarias para
mantener vivo el comercio de pieles. Cuando Francia recuperó final¬
mente la Nueva Francia mediante negociaciones diplomáticas, en 1632,
la colonia tuvo que empezar casi desde cero V, al cabo de varios años de
grandes pérdidas y ninguna ganancia del comercio de pieles, hasta la
Compañía de los Cent-Associés, bien financiada, cayó casi en bancarrota.
A pesar de estos obstáculos, la afluencia de colonizadores fue constante
y la colonia creció más rápidamente en la década de 1630 que antes. Un
nuevo puesto comercial cobró forma, río arriba, en Trois-Riviéres, mien¬
tras que en Quebec se desmontaron nuevas tierras para la agricultura,
se trazaron las primeras calles de una ciudad y la iglesia tuvo que agran¬
darse. Según el jesuíta Paul Le Jeune, para quien había conocido el lugar
en la década de 1620, el Quebec de 1636 tenía que parecerle “un país
diferente. Ha dejado de ser ese rinconcito perdido en el fin del mundo '.
Cuando escribió esto, la población de toda la Nueva Francia apenas lle¬
gaba a las 400 personas y hacía un año que había muerto Champlain.
La calidad de Samuel de Champlain como arquitecto de un pobla-
miento europeo perdurable en Canadá se ha inflado repetidamente para
convertirlo en el padre y el profeta de todos y cada uno de los aspectos
de la civilización francesa en América del Norte. No puede decirse que
estuviese solo en sus trabajos, ya que llegó apoyado por compañías mer¬
cantiles y se quedó como agente de la política real. Cuando arribó a Que¬
bec, los traficantes habían forjado ya la alianza de franceses con indíge¬
nas que siguió siendo fundamental para la Nueva Francia hasta mucho
después de su muerte. Además, la decisión de Champlain de reclamar
para la Corona, poblar y evangelizar Canadá iba directamente en contra
de los intereses de sus aliados indígenas, los cuales se convencieron de
que debían tolerar su puesto de avanzada en Quebec tan sólo a causa de la
protección que proporcionaba al comercio de pieles.
Pero la finalidad de Champlain no era crear un puesto comercial, sino
una colonia. Para él, el complacer a los traficantes y a los nativos fue una
táctica, no un objetivo. Como no era ni mercader ni aristocrático confi¬
dente real, Champlain adoptó la colonia de Canadá como su propio pro¬
yecto y durante 27 años la fomentó con tal intensidad que probablemen¬
te fue decisiva para asegurarse su supervivencia. Sin una colonia de
amplia base que creciera alrededor de él, un puesto de avanzada para el
comercio de pieles en Quebec habría estado siempre sujeto a las fluc¬
tuaciones comerciales y a los ataques militares, lo mismo de potencias
indígenas que de los invasores llegados por mar, como los Kirke. Durante
más de un cuarto de siglo, el firme propósito de Champlain de crear una
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 125

colonia fue el motor de un cambio decisivo en la intervención europea en


las tierras y la gente de Canadá, que dio origen a una comunidad perma¬
nente nacida de contactos ocasionales. Si no hubiese persistido, ha es¬
crito el historiador Marcel Trudel, “no habría existido una Nueva Francia”.

Misiones, traficantes y unos cuantos agricultores.


Canadá bajo los Cent-Associés

Champlain no dejó heredero de su causa. En 1610 casó con Héléne Boullé,


de doce años de edad, en París (él debía tener unos 30 años). Aun cuando
el contrato matrimonial hubiese estipulado que la desposada no viviría
con su marido hasta cumplir los 14 años, no fue un matrimonio dema¬
siado excepcional para su tiempo. En lo esencial, tenía como objeto sellar
una asociación entre la bien relacionada familia Boullé y Champlain, y
nada nos permite pensar que la pareja llegó a tenerse más afecto. Héléne
Boullé pasó los años de 1620-1624 en Quebec, pero residió en París la
mayor parte de su vida. Cuando Champlain regresó a Canadá, en 1632,
le dejó a ella todas sus propiedades en Francia y nunca la volvió a ver;
finalmente, se hizo monja. Tampoco tuvo Champlain un protegido en
Quebec. Para sustituirlo, el rey nombró a Charles Huault de Montmagny,
aristócrata militar de Francia, que se pasó doce años como gobernador
general (título que jamás se le confirió a Champlain, pero que llevaron to¬
dos sus sucesores hasta el presente).
El crecimiento experimentado por la colonia durante los últimos años
del gobierno de Champlain prosiguió durante el de Montmagny. No obs¬
tante, en comparación con otras colonias del Nuevo Mundo que ya se
habían fundado por aquel entonces, la Nueva Francia comenzó a quedar
rezagada después de 1627, cuando se hizo cargo de su administración
por primera vez la Compañía de los Cent-Associés. Las colonias france¬
sas e inglesas del Caribe habían empezado a prosperar gracias al cultivo
de la caña de azúcar, en Virginia habían descubierto el tabaco y en la
Nueva Inglaterra medraban empresas de pesca y comercio. Todas ellas
estaban atrayendo a miles de colonos. Cuando el mandato concedido a
los Cent-Associés terminó en la Nueva Francia, en 1663, había unos
100 000 pobladores de origen europeo en las colonias inglesas de Améri¬
ca del Norte y unos 10 000 en la Nueva Holanda, la colonia holandesa de
las riberas del Hudson. La Nueva Francia apenas contaba con 3 000 euro¬
peos y el comercio de pieles, que seguía siendo el único incentivo comer¬
cial capaz de atraer colonos, era todavía en gran medida una empresa
nativa. Empleaba a un puñado de trabajadores franceses en Quebec, y,
en vez de dedicarse a la agricultura al concluir su periodo de servicio, mu¬
chos de ellos regresaban a Francia. La visión de Champlain de la forma¬
ción de una comunidad grande y diversificada en torno de su Habitation
aún no se había materializado.
Los Cent-Associés se convirtieron en el chivo expiatorio en quien des-
126 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

cargar la culpa del lento desarrollo de la Nueva Francia, pero mal puede
achacársele a la Compañía la responsabilidad de las condiciones que
impedían la llegada de gran número de pobladores. A pesar de los desas¬
tres que sufrió la Compañía en sus primeros años y de los incesantes pro¬
blemas que le presentó su comercio de pieles, los Cent-Associés realmente
cumplieron sus compromisos de colonización, y dieron su apoyo a una
corriente constante, aunque pequeña, de inmigrantes. En cada uno de
los años de su gestión, unas cuantas familias más adquirieron tierras y
fijaron residencia permanente, y se estableció un número mayor de las
instituciones de una sociedad. No obstante, la colonia siguió siendo pre¬
dominantemente masculina, estuvo dominada por el comercio y arrai¬
gada en la alianza comercial con los hurones y otros pueblos indígenas.
Sin embargo, fue cobrando fuerza un motivo aparte del comercio. Los
protestantes habían figurado, en un número no menor que el de católi¬
cos, entre los primeros que se propusieron residir en Quebec, y la colonia
se las arregló sin sacerdotes durante sus primeros siete años. Pero, en
Francia, fue creciendo el entusiasmo de los católicos por la nueva co¬
lonia, a medida que la población perduró, y el movimiento en pro de
llevar el mensaje católico al mundo recién descubierto llegó hasta Cana¬
dá. Los establecimientos religiosos, que no tardaron en proliferar en la
Nueva Francia, sólo secundariamente tenían como propósito prestar
sus servicios a los escasos traficantes y agricultores de la minúscula co¬
lonia. Lo que los había atraído era la oportunidad de convertir a su reli¬
gión a los pueblos indígenas de América del Norte. Los recoletos, los pri¬
meros sacerdotes que llegaron a la colonia, trajeron consigo esta ambición
en 1615, y casi inmediatamente se lanzaron al grand voyage en canoa a
lo largo de la ruta del río Ottawa hasta el país de los hurones. El mismo
propósito inspiró a los jesuítas, quienes llegaron en 1625 y cuyas Jesuit
Relations, el informe anual publicado de sus actividades misioneras, no
tardó en convertirse en un instrumento importante para promover a la co¬
lonia entre la gente acomodada y culta de Francia.
Fue el impulso religioso, más que la acción de los Cent-Associés, el
tráfico de pieles o los colonos de Quebec, lo que condujo a la creación de
Montreal, en 1642. Sus fundadores, un grupo de religiosos místicos fran¬
ceses a quienes impulsaban visiones de construcción de una ciudad mi¬
sionera en las tierras salvajes, estaban dirigidos por un devoto soldado, Paul
de Chomedey de Maisonneuve, y recibían su inspiración de una dinámica
y devota lega, Jeanne Manee. Se proponían convertir a los nativos con¬
venciéndolos de que se fueran a vivir con los franceses y se convirtiesen,
de hecho, en franceses por su manera de vestir, de trabajar y de pensar.
Los indígenas, sin embargo, se mostraron grandemente indiferentes, y a
pesar del idealismo y del valor de muchos de los fundadores de Montreal,
la sociedad misionera se vino abajo, llena de deudas y decepciones, en la
década de 1650, fecha en que la colonización y el comercio se estaban
convirtiendo en la razón de ser de Montreal.
Los jesuítas escogieron una diferente estrategia misionera y prefirie-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 127

ron vivir entre los indígenas, aprender sus lenguas y estudiar su sociedad
para convertirlos más eficazmente. Los jesuítas se acercaron a todos los
aliados nativos, pero concentraron su atención en los hurones por ser
el grupo más grande, más sedentario e influyente de los que formaban
la alianza francesa. En 1634, el padre Jean de Brébeuf encabezó a un gru¬
po de tres misioneros que llegaron al país de los hurones, y en el espacio
de unos cuantos años en la comunidad jesuíta de allí había misioneros,
hermanos legos, sirvientes y soldados que por todos sumaban más de 50
franceses. En 1639, el padre Jéróme Lalemant inició la construcción de
Ste-Marie, misión fortificada en la ribera de un río, vecina a las playas
de la bahía Georgian. La misión de Ste-Marie, que constaba de una ca¬
pilla, un hospital, establos para animales y residencias para los france¬
ses y los hurones conversos, ofrecía a los jesuítas y sus ayudantes un rin¬
cón de Europa en medio del país nativo.
Los jesuítas de la Nueva Francia se habían echado encima una gigan-

Esta escena supuesta¬


mente hurona se pu¬
blicó en 1683, unos 30
años después de la des¬
trucción del país hurón
en las guerras iroque-
sas. Aunque Champlain,
los jesuítas y muchos
otros habían descrito a
los iroqueses como gen¬
te sedentaria que vivía
en grandes pueblos con
empalizadas, rodeados
por maizales, la noción
que los europeos te¬
nían de los indígenas
canadienses, como de
bandas pequeñas de ca¬
zadores de los bosques,
persistió mucho tiempo.
Grabado en A. Mallet,
Description de l’Univers
(París, 1683).
La reconstrucción, en
el siglo xx, de Ste. Ma-
rie entre los hurones,
en el río Wye, cerca de
Midland, Ontario, evo¬
ca fuertemente el in¬
tento jesuítico de crear
un pedazo de Europa
en medio del país hu¬
rón. Los huéspedes in¬
dios de los misioneros
levantaron sus casas
largas en el extremo
estrecho de la aldea
rodeada por una em¬
palizada. Fundada en
1639, ésta fue la pri¬
mera comunidad euro¬
pea de Ontario. Cinco
jesuítas murieron cuan¬
do los iroqueses ata¬
caron aldeas huronas
cercanas en 1648-1649,
por lo que en 1649 la
misión fue retirada y
se incendió la iglesia
para evitar su profa¬
nación.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 129

Atribuido al jesuíta Frangois-Joseph Bressani, este mapa de la Nueva Francia, con


su viñeta grabada que describe el martirio de Jean de Brébeuf y Gabriel Lalemant a
manos de los iroqueses en 1649, nos muestra la localización de las misiones
jesuítas en la bahía Georgian del lago Hurón. Mapa impreso de un grabado en
cobre (Roma, 1657).

tesca empresa. Intelectuales instruidos en teología y ciencias tuvieron


que enfrentarse a las aplastantes penalidades físicas de la vida en lo que
era para ellos un territorio salvaje poblado de bárbaros. Las actitudes
de los hurones les resultaban no menos intimidadoras: desde la crianza de
niños, pasando por el matrimonio, hasta el entierro de los muertos, todas
las costumbres de la sociedad hurona los horrorizaban o desconcerta¬
ban. Pocos fueron los éxitos que les pudiesen dar aliento, ya que a pesar
de los esfuerzos para lograr su conversión, iniciados desde 1615, hacia el
final de la década de 1630 ni un solo hurón, de hecho, se había conver¬
tido sinceramente. Sin embargo, los misioneros perseveraron. Algunos
se sintieron fuertemente motivados personal e intelectualmente a reali¬
zar el esfuerzo necesario para comprender a su auditorio sin perder su
propia fe, pero lo que más fuerza les dio para perseverar fue su profun¬
do fervor religioso. Aceptaron de buen grado la voluntad de Dios y se es¬
forzaron por soportar todas las penalidades, diciéndose unos a otros
que el martirio no sería sino signo del favor de Dios. La aceptación y aun
el anhelo a menudo del martirio de parte de los misioneros fueron pro¬
funda y sinceramente espirituales, pero también adecuados a su situa¬
ción. No menos que Champlain o los traficantes, los misioneros tendrían
130 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

que tomar parte en las guerras brutales, en las epidemias devastadoras y


en toda la violencia destructiva de una civilización que chocaba con otra.
Pocos de ellos retrocedieron ante esa realidad.
A medida que Jean de Brébeuf, Jéróme Lalemant y otros sacerdotes y
hermanos fueron dominando el lenguaje y comenzando a conocer la
sociedad, fueron escribiendo también numerosas y vividas descripcio¬
nes del modo de vida de los hurones. No obstante, aunque se adaptaron
a numerosos aspectos de la vida de los hurones y se familiarizaron pro¬
fundamente con sus costumbres y creencias, siguieron siendo incapaces
de convertir a los hurones, muchos de los cuales se mostraron franca¬
mente hostiles a la presencia de esos extranjeros. Los que más se opo¬
nían a los jesuítas podían aducir para ello poderosas razones. Los mi¬
sioneros no sólo trataban de cambiar todas las prácticas fundamentales
de la sociedad hurona, sino que sembraban la muerte por doquiera que
iban, pues a medida que ellos y sus asistentes se desplazaban por el país
de los hurones, sin quererlo ni saberlo propagaban enfermedades nue¬
vas contra las cuales los pueblos nativos jamás desarrollaron inmunidad.
En la década de 1630, la viruela y el sarampión causaron estragos entre
los nativos, que murieron por millares. Hacia la década de 1640, la po¬
blación hurona era un poco más de la mitad que antes y muchas de las
tribus aliadas padecieron otro tanto. No obstante, los jesuítas se queda¬
ron entre los hurones, cuidando a los enfermos, rezando por los muertos
y predicando su mensaje. Con el firme apoyo de la Corona francesa y de
las autoridades de la Nueva Francia, los jesuítas pudieron convertir su
presencia entre los hurones en condición del mantenimiento de la alian¬
za con los franceses. En las décadas de 1630 y 1640, seguían siendo hu¬
rones los que recogían las pieles de castor (en gran medida, mediante su
propio tráfico con otros indígenas) y las llevaban a Quebec. Cuando su nú¬
mero se redujo, este tráfico —y la alianza militar basada en él— siguió
siendo lo suficientemente importante para los hurones como para acep¬
tar la presencia de los jesuitas en su seno, a pesar de la hostilidad que
muchos sentían contra ellos.

Las guerrasiroquesas

La guerra iroquesa de Champlain de 1609-1615 se había ido calmando


gradualmente hasta convertirse en una paz armada, pero en la década
de 1640 las alianzas nativas, fundamentales para la existencia de la Nueva
Francia desde 1608, se deshicieron, víctimas de las nuevas guerras iro¬
quesas, que figuran entre las más sangrientas que jamás se hayan libra¬
do en Canadá. Las rivalidades existentes entre los principales pueblos
indígenas venían de muy lejos, pero la llegada de las alianzas, los géne¬
ros y las armas de los europeos elevaron grandemente el valor de lo que
estaba en juego. Cada pueblo consideró ahora a sus rivales como ame¬
naza para su propia supervivencia y obstáculo para su prosperidad y
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 131

prestigio. A consecuencia de esto, la poderosa Confederación iroquesa


de los Cinco Pueblos envió a sus guerreros, que ahora estaban familiari¬
zados con las armas europeas, a una campaña militar asombrosamente
ambiciosa, la cual entre 1645 y 1655 destruyó a todos sus rivales huro¬
nes. En el espacio de diez años, los pueblos hurón, petún, neutral y erie,
cada uno de los cuales tenía cuando menos unas 10 000 personas y había
sido una fuerza poderosa en guerras y escaramuzas anteriores, fueron
destruidos. A consecuencia de estos conflictos, también se puso en peligro
la supervivencia de la comunidad francesa en el valle del San Lorenzo.
Fue en 1648, al cabo de varios años de incursiones y batallas, cuando
los iroqueses invadieron el país de los hurones. Bajo su ataque, los hu¬
rones, ya debilitados por las terribles pérdidas por enfermedad, se vieron
divididos por desacuerdos internos. Para algunos, el catolicismo, los mi¬
sioneros y la alianza con los franceses constituían su única esperanza de
supervivencia y, por vez primera, muchos hurones comenzaron a acep¬
tar el bautismo. Otros culparon a los franceses de las epidemias y de las
disensiones. Incapaces de efectuar una defensa eñcaz, los hurones fue¬
ron aplastados en 1648 y 1649. El padre Antoine Daniel murió en un ata¬
que; Jean de Brébeuf y Gabriel, sobrino de Jéróme Lalemant, junto con
muchos hurones, sufrieron la terrible muerte por tortura usual en las gue¬
rras de los iroqueses. Los sacerdotes obtuvieron el martirio que habían
buscado, pero la misión jesuítica más importante de Canadá se derrumbó
por completo. La que en otros tiempos había sido una sociedad fuerte,
la de los hurones, dejó de existir como tal, pues su gente fue muerta, dis¬
persada o quedó absorbida en la victoriosa población iroquesa. Los gue¬
rreros de los Cinco Pueblos se lanzaron a atacar a otros rivales, y la
minúscula colonia francesa, al quedar en ruinas sus alianzas comercia¬
les y fracasar sus empresas misioneras, se encontró reducida a una posi¬
ción de espectador impotente mientras la Confederación destruía un
pueblo tras otro. Finalmente, la Nueva Francia entró en conflicto direc¬
to con los iroqueses, quienes desviaron su ataque de los vencidos pue¬
blos nativos y lo orientaron contra los colonizadores franceses del valle
del San Lorenzo.
En 1660 y 1661, incursiones de partidas iroquesas se produjeron en
todas las partes de la Nueva Francia. Pusieron sitio a Montreal, saquea¬
ron lie d'Orléans, cerca de Quebec, y prosiguieron río abajo hasta llegar
a Tadoussac. La agricultura fue abandonada cuando los agricultores,
aterrorizados por las bandas guerreras, que los esperaban emboscadas en
los linderos de sus campos, se retiraron a fuertes con empalizadas. Los
trabajadores regresaron a Francia en mayor número que nunca y hasta
el tráfico de pieles se convirtió en peligroso y poco lucrativo. No obstante,
los iroqueses probablemente jamás amenazaron con la destrucción total
a la Nueva Francia, aun cuando les hubiese sido fácil dar muerte a dos
centenares de colonos. Debilitados por sus propias pérdidas y teniendo
como propósito no tanto el destruir a los franceses como el hacerlos más
dóciles a su voluntad, los iroqueses jamás lanzaron una invasión en gran
132 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

escala contra Montreal o cualquiera de las demás poblaciones. Ni si¬


quiera el comercio de pieles se arruinó por completo. La pérdida de los
intermediarios hurones ofreció a las tribus algonquinas la oportunidad
de convertirse en traficantes. Ciertamente, el sacrificio de Adam Dollard
Des Ormeaux, soldado que murió con todos sus hombres en 1660 duran¬
te un inútil intento de quitarles pieles directamente a los iraqueses, indicó
que los propios franceses se estaban disponiendo a salir en busca de ellas.
Sin embargo, aunque los iraqueses no se propusiesen destruir la colo¬
nia, sí desempeñaron un papel decisivo en el derrumbe de los Cent-As-
sociés. La Compañía se hallaba en dificultades económicas desde las
pérdidas que le causaran los Kirke en 1628 y 1629, y en la crisis de las gue¬
rras iroquesas se hizo patente que la colonia era incapaz de sufragar sus
propios gastos o de defenderse por sí sola contra los ataques. En 1663,
Luis XIV —rey desde 1643 y que ahora, a los 25 años, saliendo de la som¬
bra de sus consejeros, iba a iniciar el gobierno personal que duraría has¬
ta 1715— ordenó un nuevo impulso para la Nueva Francia. La Compañía
de los Cent-Associés fue disuelta. La colonia ya no tendría que depender de
una compañía constreñida por las columnas de pérdidas y ganancias
de un balance comercial. Por el contrario, la Nueva Francia sería una
colonia real sujeta a la autoridad directa de los ministros de la monar¬
quía y del propio Rey Sol. La colonia de Champlain, establecimiento no
del todo bien vinculado con una empresa comercial, pasó a ser una pro¬
vincia real de Luis XIV.

La Nueva Francia durante el gobierno del Rey Sol

Desde 1663 hasta 1763, el rey de Francia gobernó la Nueva Francia. Tan¬
to Luis XIV como el nieto que lo sucedió, Luis XV, participaron activa¬
mente en la política colonial y sus ministros de Marina, que tenían a su
cargo tanto la armada como las colonias, se mostraron notablemente
constantes en la estrecha atención que pusieron en los asuntos colonia¬
les. Ministros acertados se mantuvieron en sus cargos durante décadas
y dejaron los márgenes de miles de páginas de informes, proposiciones y
peticiones marcados con sus veredictos manuscritos: “Bon”, “Non”,
“Non absolument", y con sucintas instrucciones de política que sus su¬
bordinados convertían en órdenes pormenorizadas más amplias. El gran
palacio de Versalles, que acababa de empezar a construirse cuando co¬
menzó el gobierno real en la Nueva Francia, fue el centro real del gobier¬
no colonial. En la colonia la autoridad del rey se transmitió a través de
dos funcionarios. El gobernador general, por lo común un militar aris¬
tócrata, representaba al poder real tanto simbólica como directamente.
Estaba al mando de las fiierzas armadas, dirigía las "relaciones exterio¬
res" con las colonias británicas y los pueblos indios y presidía, en calidad
de representante virreinal, todos los actos de Estado y las ceremonias
públicas. Algunos gobernadores se quedaron unos cuantos años tan sólo
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 133

antes de regresar a continuar sus carreras en Europa. Ninguno desem¬


peñó su cargo de manera más notable que Louis de Buade de Frontenac,
gobernador general desde 1672 hasta 1682 y, nuevamente, desde 1689
hasta su muerte, a la edad de 76 años, en 1698. Comandante decidido a
quien gustaban los gestos dramáticos, Frontenac fue un jefe inspirador
durante las guerras de las colonias, pero su gobierno imperioso y sus
constantes esfuerzos para sacar provecho del comercio de pieles, a fin
de pagar las deudas de su extravagante modo de vida, provocaron el
resentimiento de muchos. Frontenac no fue el único gobernador que tuvo
a mal los límites fijados a su libertad de acción, pues gran parte de la
administración cotidiana de la colonia real era responsabilidad de otro
funcionario, el intendente. Este intendente, que solía provenir de la no¬
bleza menor burocrática, se encargaba del pago y aprovisionamiento de
los militares, y era también el gobernador civil de la Nueva Francia, ya
que su cargo abarcaba las finanzas, la impartición de justicia y la poli¬
cía, cargo este último que tenía que ver no sólo con el orden sino con el
bienestar de la colonia.
Al gobernador y al intendente los auxiliaba un consejo, el Consejo So¬
berano (que más tarde se llamó Consejo Superior), que se convirtió en
el tribunal supremo de la colonia y se apoyó en toda una serie de tribu¬
nales reales inferiores. Durante el gobierno real se desarrolló gradual¬
mente un cuerpo militar colonial, y dado que la hacienda real se entregó
a la Nueva Francia, los fondos reales pudieron desarrollar las institucio¬
nes de gobierno de la colonia mucho más allá de los medios limitados de
que habría podido disponer cualquier compañía privada, inclusive la
de los Cent-Associés. Oficinistas, bodegueros, alguaciles, agentes locales
y funcionarios encargados de puertos y caminos se fueron añadiendo
gradualmente al personal del intendente. Hasta la Iglesia sintió la in¬
fluencia organizadora del nuevo poder real. La resistencia de los indíge¬
nas, el desastre de la misión en el país de los hurones y las crecientes
necesidades de la población colonial contribuyeron a domar el fervor
misionero que caracterizó los primeros años de la existencia de la Igle¬
sia en la Nueva Francia. El obispo Frangois de Laval, que llegó a la colo¬
nia en la época de los Cent-Associés, siguió ejerciendo una gran influen¬
cia, pero la aparición del gobierno real significó, en general, una mengua
del dominio clerical en los asuntos de la colonia. Por otra parte, la auto¬
ridad real ayudó al clero a dar forma a una diócesis, a una estructura de
parroquias y a un sistema de diezmos para el sustento de los sacerdotes.
La Nueva Francia había quedado reservada para colonos católicos desde
1627 y, aunque se había tolerado la presencia de unos cuantos protes¬
tantes, siempre estuvieron prohibidos los matrimonios y las ceremonias
religiosas protestantes.
Para los pobladores de la Nueva Francia, la primera gran consecuen¬
cia del gobierno real fue el fin de las guerras iroquesas. Luis XIV estaba
dispuesto a defender su colonia y la milicia colonial que había estado
resistiendo los ataques de los iroqueses quedó reforzada por el Regi-
134 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Frangois de Laval (1623-


1708) llegó a la Nueva
Francia en 1659, cuando
había en ella sólo 2 000
habitantes; en 1674, tras
larga lucha por el poder
entre el Papa y Luis XIV,
fue nombrado primer obis¬
po de Quebec. Aunque fue
un clérigo severo y decidi¬
do, cumplió sus deberes
con caridad y sentido prác¬
tico; hizo su retiro espiri¬
tual en 1685 al seminario
de Quebec, que había fun¬
dado en 1663. Fundó tam¬
bién una escuela de artes
y oficios, en la que se en¬
señó escultura y pintura.
Óleo atribuido al protegido
de Laval, Claude Frangois,
el Hermano Luc (1614-
1685), pintado c. 1672.

miento de Carignan, que tenía más de mil hombres, y que llegó a Quebec
en 1665 con órdenes de invadir el país de los iroqueses. Aunque las tro¬
pas no causaron grandes daños a éstos, su intervención fue decisiva. Ago¬
biados ya por las terribles pérdidas de vidas humanas causadas por las
guerras y las epidemias, los iroqueses hicieron las paces con la Nueva
Francia y sus aliados nativos. En 1667, un amplio tratado dio comienzo a
un periodo de 20 años de paz, durante el cual la colonia real pudo dedi¬
car todos sus esfuerzos al desarrollo.
Hacia la década de 1660, a medida que fue creciendo la colonia fran¬
cesa en el valle del San Lorenzo, comenzaron a cobrar forma pequeños
poblados europeos en otras partes de lo que hoy es Canadá. En 1608,
Champlain había rechazado a Port Royal como sitio para la coloniza¬
ción, a causa de lo difícil que sería ejercer el control sobre la larga y que¬
brada costa de Acadia. (El nombre aparentemente provino de una raíz
algonquina, aunque el término de "Arcadia”, con su referencia a la ima¬
gen clásica de felicidad rural, que el explorador Verrazano había puesto
a esa parte de la costa americana, también influyó en su adopción.) Los
acontecimientos de medio siglo confirmaron el tino de Champlain. Mi¬
sioneros y traficantes de pieles franceses no tardaron en reocupar la
abandonada colonia de Port Royal, pero los esfuerzos colonizadores ri¬
vales de Jean de Biencourt de Poutrincourt, Nicolás Denys, Charles de
St-Etienne de La Tour y Charles de Menou d’Aulnay generaron sobre todo
infructuosas escaramuzas. Una empresa británica tuvo una vida por de¬
más corta. En la década de 1620, Sir William Alexander, poeta escocés y
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 135

cortesano de los reyes Estuardo de Inglaterra, trazó detallados planes


para la formación de una colonia escocesa al norte de la Nueva Inglate¬
rra, pero su expedición no produjo gran cosa aparte de un nombre per¬
durable, el de Nueva Escocia.
Los minúsculos poblados que estos colonizadores se esforzaron du¬
rante años en construir y conservar en la Acadia estuvieron crónicamen¬
te sujetos a ataques recíprocos y a otros procedentes de la Nueva In¬
glaterra, Virginia y otras colonias inglesas situadas al sur. No obstante, si
fue imposible mantener una colonia sólida en la Acadia, sí se logró el
poblamiento. Gradualmente, desde la década de 1630, una pequeña po¬
blación francesa echó raíces en torno de los puestos comerciales rivales
situados sobre la bahía de Fundy. Los micmac, que rápidamente habían
absorbido el cristianismo en su propia cultura y cuyo número había que¬
dado terriblemente reducido por las epidemias, aceptaron su presencia
y nació la sociedad de Acadia gracias menos a los proyectos de coloni¬
zación que a los esfuerzos de individuos (escoceses, irlandeses, vascos y
micmac, así como franceses) para organizar su propia vida en la región.
Los pobladores de Acadia tuvieron que hacer frente a las poderosas
mareas de la bahía de Fundy, que pueden elevarse y bajar hasta 15 me¬
tros en la boca, y no tardaron en levantar diques para crear nuevas tierras
fértiles sobre los terrenos que inundaban las mareas. Los primeros di¬
ques fueron simplemente rampas de terrones herbosos entre puntos ele¬
vados, pero a lo largo de décadas se fueron construyendo mejor, abarca¬
ron una superficie cada vez mayor y se equiparon con compuertas para
drenar el agua dulce e impedir la entrada del agua salada. Poco a poco,
las partes abrigadas de la bahía de Fundy estuvieron circundadas por
diques cubiertos de pasto, de un metro y medio de altura, que enmarca¬
ban suelos fértiles donde los acadios podían cultivar trigo y criar gana¬
do. Los acadios eran franceses por su origen y su lengua, pero las colo¬
nias de la Nueva Inglaterra, al sur, estaban mucho más cercanas que
Quebec y era más fácil llegar hasta ellas. Como comerciaban con los in¬
gleses en tiempos de paz y a menudo quedaban sujetos a ellos cuando
estallaban las guerras, los acadios comenzaron a llamar a sus vecinos de
la Nueva Inglaterra “nuestros amigos enemigos”. De este modo —aun¬
que la llegada del gobierno real a la Nueva Francia con el tiempo llevó
también gobernadores, guarniciones e instituciones francesas a la Aca¬
dia— comenzó a gestarse de la neutralidad de la Acadia.
Más al oriente se estaban formando también poblados basados en la
industria de la pesca y salazón del bacalao de Terranova. Por supuesto
que el tráfico con bacalao se había adelantado muchos años al pobla¬
miento. Quizá más pescadores visitaron Terranova durante el oscuro
siglo xvi que en los primeros años del siglo xvii, cuando se fundó la colo¬
nia de Samuel de Champlain. A lo largo de estos dos siglos, la pesca si¬
guió siendo sobre todo una industria de temporada a pesar de algunos
intentos de poblar. Los pescadores llegaban cada primavera desde Ingla¬
terra, Francia, España o Portugal y se llevaban su pescado seco o en sal-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

¡Uj
■3

La pesca y la caza de ballenas fueron procesos industriales europeos transportados


a las caletas y bahías del Canadá atlántico. Los pescadores capturaban el bacalao
y lo transportaban hasta los muelles, en donde el personal de tierra abría, vaciaba y
lavaba el pescado, recogía el aceite de hígado de bacalao y finalmente extendía el
pescado para que se secara. Este grabado, insertado en el Mapa de la América del
Norte, de Hermán Molí (1718), se basa en una viñeta titulada La Pesche des Mo¬
ntes... que figura en el mapa de Norte y Sudamérica, de 1698, de Nicolás de Fer.

muera de regreso a su patria en el otoño. Aunque quizá pasaron la mayo¬


ría de los veranos de sus vidas en Terranova, el común de los pescadores
jamás pusieron residencia allí o se pasaron siquiera un invierno entero
en el lugar. Los puertos europeos que invertían en la pesca del bacalao
preferían esto por temor a que los puertos pesqueros coloniales se con¬
virtiesen en sus competidores.
El comercio del bacalao fue siempre mucho más grande y más valioso
que el tráñco de pieles, porque Europa necesitaba grandemente las cargas
de los pescadores. A lo largo del Canal de la Mancha se prefería el baca¬
lao "tierno”, metido en una salmuera ligera, pero la mayor parte del ba-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 137

El pintor holandés
Gerard van Edema
(1652-1700) viajó, a las
colonias americanas
auspiciado por los in¬
gleses alrededor de 1690,
pero si el título de este
óleo es correcto al situar
la escena en la bahía
Place ntia, el cuadro tie¬
ne que representar a
uno de los pueblos pes¬
queros de la colonia
francesa establecida en
la costa sur de Terra-
nova desde la década
de 1660 hasta 1713.

calao de Terranova se abría, salaba y exponía al sol y al aire hasta que


quedaba perfectamente duro y seco. El bacalao seco podía conservarse
durante meses o años, y fue este producto seco de América del Norte el
que abrió un mercado para el bacalao en las cálidas costas meridionales
de Europa. Pescadores franceses e ingleses competían por este mercado en
Portugal, España y el Mediterráneo. Pero a pesar del gran volumen del
comercio, el bacalao era tan caro por lo menos como la carne de res, y
Europa carecía de medios de transporte para llevarlo a gran distancia
por el interior, de modo que sólo una pequeña minoría de la población
de Europa comió bacalao de Terranova.
Para secar el bacalao, los pescadores ocuparon las riberas de Terranova
desde la primavera hasta el otoño, y desplazaron a los nativos beotucos,
que se vieron obligados a retroceder hasta el inhóspito interior de la isla.
A fines del siglo xvi, España y Portugal se retiraron de las pesquerías, por
lo cual fueron Inglaterra y Francia quienes compitieron por hacerse con
los peces y las tierras de Terranova, y así comenzaron a aparecer unas
cuantas poblaciones permanentes. En 1610, John Guy, de Bristol, se puso
a la cabeza de un grupo de colonos que se dirigió a la bahía Conception,
y en la década siguiente Lord Baltimore patrocinó una colonia, de corta
vida, con católicos ingleses en Ferryland, sobre la península de Avalon.
Baltimore no tardó en desplazar sus intereses hacia la bahía de Chesa-
peake, en Maryland, y a lo largo del siglo xvn los colonos de Terranova
quedaron opacados por las flotas de pescadores que iban y venían de
Europa. A fines de la década de 1600, la Terranova inglesa ocupaba esen¬
cialmente la ribera oriental de la isla, desde las bahías de Trinity y Con¬
ception hasta Ferryland y Renews, al sur de San Juan de Terranova. Qui¬
zá 10 000 hombres —con unas cuantas mujeres y niños— invernaban allí
cada año. Se les sumaban, cada verano, miles de pescadores de Ingla¬
terra. San Juan, punto de reunión de pescadores desde principios del si-
138 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

glo XVI, era ya la más grande de las poblaciones, pero la gente se hallaba
desperdigada entre un montón de aldeas pesqueras, dondequiera que ha¬
bía una pequeña bahía y una abundancia de peces. Pescadores france¬
ses, que iban y venían desde puertos vascos, bretones y normandos, mo¬
nopolizaron la costa septentrional de Terranova para sus actividades, y
hacia 1660 se formó en la costa sur de la isla una pequeña colonia de
pescadores franceses llamada Plaisance, con todo y su gobernador, una
guarnición, fortificaciones y unos cuantos centenares de personas.

El poblamiento de la Nueva Francia

Gracias a la paz y al apoyo real que quedaron asegurados a fines de


la década de 1660, la Nueva Francia comenzó a convertir en realidad la
promesa de población que había hecho Champlain y que habían conser¬
vado viva los Cent-Associés. En 1663, un tercio de los 3 000 colonos de la
Nueva Francia eran niños de menos de 15 años de edad, que se converti¬
rían en padres de muchos de los colonizadores de Luis XIV. No obstan¬
te, al cabo de 50 años, 3 000 almas parecían ser una base lastimosamente
pequeña para forjar una colonia real y el Rey se lanzó a la realización de
un vigoroso programa de reclutamiento para poblar la Nueva Francia.
Una de las fuentes de nuevos colonos la constituyó el Regimiento de
Carignan, formado por los oficiales y la tropa enviados a defender a los
colonos de los ataques iraqueses en 1665. Al hacerse la paz, el regimiento
se licenció y el Rey hizo ver con toda claridad a sus oficiales que desea¬
ba que se quedasen a colonizar la Nueva Francia. Muchos de los oficia¬
les y 400 hombres de la tropa acataron la voluntad del Rey. Otros cuerpos
militares siguieron al de Carignan hasta Canadá, con la clara intención
de que sus hombres se convirtiesen en colonos. Poco después, la Nue¬
va Francia adquirió un instituto armado permanente, el de las Compañías
Francas de la Marina, compañías de infantería reclutadas por el Minis¬
terio de la Marina y no por el ejército regular. Los hombres de estas tropas
de la Marina se reclutaban en Francia, pero sus oficiales solían provenir de
la aristocracia colonial, formada, de hecho, por los oficiales del Carig¬
nan y sus hijos, junto con los hijos de los colonos que habían tenido más
éxito y de unos cuantos inmigrantes de elevada cuna.
También se reclutaron rigurosamente trabajadores civiles —no menos
de 500 hombres en algunos años— y, dadas las nuevas circunstancias de
paz y expansión, una proporción mayor de ellos empezó a quedarse per¬
manentemente. Para estos hombres, el camino conducente a la Nueva
Francia, lo mismo durante el gobierno real que en la época de los Cent-
Associés, empezaba con un contrato de trabajo, un engagement. Este con¬
trato obligaba al engagé a prestar tres años de servicio a su patrono o a
cualquiera a quien éste vendiera su contrato. A cambio de esto el engagé
recibía el pasaje hasta la Nueva Francia, cuarto y comida y un pequeño
salario anual. Al cabo de sus tres años de trabajo obligatorio, tenía dere-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 139

cho a que le pagaran, si así lo quería, el viaje de regreso a Francia. Los


engagés no estaban obligados a permanecer más tiempo en la Nueva
Francia, y más de la mitad se iban de allí.
Los hombres reclutados para la Nueva Francia en aquellos años fue¬
ron en su mayoría trabajadores o soldados jóvenes, que rara vez llevaron
consigo esposas o hijos. En 1663, había casi dos hombres por cada mu¬
jer en la colonia y esta proporción se hubiese agravado de no ser por los
enérgicos pasos que dio la Corona para reclutar inmigrantes femeninos.
De esta manera comenzó uno de los más famosos episodios del pobla-
miento de la Nueva Francia: el de la llegada de las filies du roi (“hijas del
rey”). De 1663 a 1673, unas 775 mujeres aceptaron los ofrecimientos rea¬
les para trasladarse a la Nueva Francia. Fue un arreglo muy claro: la Co¬
rona quería que los solteros de la colonia tuviesen esposas y las filies du
roi necesitaban marido. Con la ayuda de una dote real —comúnmente
de 50 libras, o sea, dos tercios de los ingresos anuales en efectivo de un
engagé— 90 por ciento de las mujeres encontraron marido y en su ma¬
yoría se casaron al cabo de unas semanas o meses después de su llega¬
da. De acuerdo con lo dicho por Marie de L'Incarnation, fundadora del
convento de las ursulinas de la ciudad de Quebec, que ayudó a alojar a
las recién llegadas, las mujeres entendían claramente que los hombres
que ya se habían asentado y comenzado a labrar sus granjas eran los
mejores prospectos. “Esto es lo primero de lo que se informan las jóve¬
nes”, escribió, “y hacen bien en preguntarlo”.
¿Quiénes eran estas mujeres? Cada filie du roi tenía su propia histo¬
ria, pero es típica la de Nicole Saulnier, huérfana de 18 años procedente
de París. Llegó a Quebec en el verano de 1669 y en octubre casó con un
engagé que se había establecido varios años antes en la cercana lie
d’Orléans. Allí vivió con una familia creciente durante más de 40 años.
Probablemente, la mayoría de las mujeres se habían convertido en filies

El primer convento de
ursulinas de Quebec
fue construido en 1642,
cuando la ciudad tenía
sólo unos cuantos cente¬
nares de habitantes; se
quemó en 1650. Esta
vista reminiscente, fe¬
chada en 1850, obra del
pintor y patrióte Joseph
Legaré (1795-1855),
captura los agrestes al¬
rededores de lo que es
ahora la vieille ville de
Quebec; obsérvense los
wigwams indios en la
parte inferior derecha
del primer plano.
140 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

du roi porque algún accidente las había dejado huérfanas o sin medios
de subsistencia. En una sociedad que fijaba reglas estrictas a la conducta
femenina, las mujeres jóvenes, sin protección, eran muy vulnerables, y
esa peligrosa situación quizás alentó a muchas filies du roi a aprovechar
la oportunidad de un matrimonio arreglado por el Estado. Durante una
década, hasta 130 mujeres abandonaron anualmente los azares de la vi¬
da en Francia por el matrimonio y la Nueva Francia.
Las filies du roi se convirtieron en el futuro de la Nueva Francia, ya
que, a mediados de la década de 1670, la población femenina casi se ha¬
bía duplicado y la ola de inmigración subsidiada, lo mismo masculina que
femenina, estaba llegando a su fin. Hacia 1681, cuando la población co¬
lonial era de casi 10 000 personas, la inmigración en gran escala había
cesado. Unos cuantos soldados todavía se quedaban en la colonia, se logra¬
ba reclutar a algunos engagés y se enviaba a Canadá a algunos convictos,
pero la mayor parte del crecimiento de la colonia se haría por aumento
natural.
Esos 10 000 pobladores de 1681 habrían de producir la mayor parte
de la población francófona de Canadá. La mayoría de los inmigrantes
civiles provinieron del occidente francés. Al principio, Normandía pro¬
porcionó muchos de los colonos y la pequeña región adyacente de Per¬
che fue una gran fuente debido simplemente a los esfuerzos de uno o dos
reclutadores enérgicos de allí. En 1663, normandos y percherones cons¬
tituían más de un tercio del total de habitantes. Pero cuando La Roche-
lle sustituyó a Ruán en Normandía como puerto principal de salida, el
número de inmigrantes procedentes del sur aumentó y más de la mitad
de emigrantes del siglo xvii salieron del sur del río Loira, límite tradicio¬
nal que separa el norte del sur de Francia. Tanto los norteños como los
sureños solían provenir de provincias cercanas al Atlántico, siendo la
excepción el que muchos, entre las fdles du roi y los soldados, provinie¬
ron de París. Al final, la mitad de la población inmigrada procedía de
medios urbanos. Las ciudades eran centros de artesanías e industrias
y por eso —aunque la gran mayoría del pueblo francés estaba constitui¬
da por campesinos— la mitad de los inmigrantes masculinos de la Nueva
Francia decían poseer un oficio. Más de un tercio de ellos quizá sabían
leer y escribir, probablemente porque lo habían aprendido “en el traba¬
jo” de un oficio calificado.
Considerados como grupo, los inmigrantes fueron pobres (como la ma¬
yor parte de la gente de su tiempo) pero probablemente no procedían de
la clase más desposeída de la sociedad francesa. Eran más diestros, me¬
jor instruidos y más urbanos que la mayoría de sus contemporáneos y
por lo general procedían de las provincias o ciudades costeras. En la
Nueva Francia, sus calificaciones para el trabajo y su instrucción no tar¬
daron en deteriorarse en una colonia que rápidamente se estaba vol¬
viendo rural y agrícola. Nuevos acentos y estructuras sintácticas fueron
apareciendo en virtud de la mezcla de dialectos regionales; de una he¬
rencia variada habrían de surgir nuevas costumbres y tradiciones.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 141

Los demógrafos solían considerar que una tasa de natalidad de un poco


más de 40 nacimientos por mil personas al año era una tasa “natural”
de aumento en una población carente de restricciones artificiales a la
reproducción. Actualmente, se tiene una idea más clara de que la demo¬
grafía nunca es “natural” y está siempre vinculada, complejamente, con
las circunstancias particulares de una sociedad. Sin embargo, el coefi¬
ciente de natalidad del antiguo Canadá nos sigue impresionando. Duran¬
te la mayor parte del siglo transcurrido de 1663 a 1763 —y después—, la
gente de la Nueva Francia produjo vástagos a razón de 55 e inclusive 65
nacimientos al año por cada mil personas. (En el Canadá actual, el coe¬
ficiente de natalidad es de cerca de 15 por millar, y aun en el punto más
alto del “auge de nacimientos” de la posguerra jamás pasó de 30 por mi¬
llar.) El coeficiente de mortalidad anual se mantuvo en un relativamente
feliz 25 por millar, y a consecuencia de esto los 10 000 pobladores de 1681
aumentaron en número con notable velocidad, casi sin el auxilio de una
nueva inmigración.
En el saludable ambiente del Nuevo Mundo, librados de la pobreza y
el hacinamiento terribles de Europa, los colonos vivieron más tiempo.
Hasta los recién nacidos alcanzaron una tasa de supervivencia más ele¬
vada, ya que unas tres cuartas partes pudieron sobrevivir hasta llegar a
la edad adulta. La elevada tasa de natalidad, factor más importante para
determinar el rápido incremento de la población, tiene una explicación
sencilla: las mujeres se casaban jóvenes, y, si enviudaban, volvían a ca¬
sarse rápidamente. Antes de 1680, la mitad de las desposadas de la Nueva
Francia se habían casado antes de cumplir los 20 años. Las parejas for¬
maban familias en cuanto se casaban (las concepciones prematrimonia¬
les representaban menos de 5 por ciento de los nacimientos), y seguían
teniendo niños mientras podían. A consecuencia de esto, los niños a me¬
nudo tenían seis o siete hermanos y más de la mitad crecieron en hoga¬
res que tenían diez niños o más. Los hijos repetían la experiencia de ca¬
sarse a temprana edad y formar familias numerosas como sus padres, y
por eso la población crecía constantemente. Esta explicación fácil resul¬
ta engañosa, ya que no toca la cuestión real. El matrimonio a temprana
edad era la razón de una elevada tasa de nacimientos, tanto en la Nueva
Francia como en la mayoría de las colonias de América del Norte, pero
¿por qué escogía la gente el matrimonio a temprana edad?

Las familias y la tierra

Los matrimonios a temprana edad fueron resultado de la manera como


vivía la gente en la Nueva Francia. En la década de 1650, su minúscula
población dependía para sobrevivir de la llegada anual de los barcos con
abastecimientos de Francia, pero en esa década cesó bruscamente la de¬
pendencia respecto de los alimentos importados. A medida que fueron
llegando inmigrantes que se dedicaron al cultivo de la tierra, la Nueva
142 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Francia comenzó a producir más de lo necesario para alimentarse a sí


misma, y el precio del pan experimentó una baja que habría de persistir
durante casi 75 años. La agricultura de la Nueva Francia tuvo carácter
de subsistencia, y la gente cultivaba lo suficiente para alimentarse en
vez de producir sobre todo para la venta comercial. La tierra era abun¬
dante. En el estrecho valle del San Lorenzo jamás hubo escasez de buena
tierra de cultivo. Por consiguiente, el engagé y su esposa que habían de¬
cidido quedarse en la Nueva Francia, o los hijos que les nacieron allí, siem¬
pre pudieron conseguir tierra suficiente para sostener a una familia. De
hecho, lo que necesitaban era una familia, puesto que era casi imposible
trabajar una granja sin muchas manos. La familia numerosa, que a me¬
nudo significaba una carga en el Viejo Mundo, donde escaseaba la tie¬
rra, era la clave del éxito en el Nuevo Mundo y representaba un favor
del cielo.
El engagé del siglo xvii que hubiese decidido quedarse al cabo de sus
tres años de trabajo por contrato comúnmente planeaba convertirse en
habitant, o propietario-arrendatario de una granja familiar. Comenzaba
con algunos pequeños ahorros de la época de su trabajo por contrato
y con una concesión, o arrendamiento condicional, de tal vez unos 60
arpendes (un arpende equivale a casi un tercio de hectárea) de bosque
virgen. Su primera tarea no era sembrar, sino desmontar: simplemente,
atacar los árboles con el hacha y dejar entrar la luz del sol. Como el des¬
monte avanzaba lentamente, tenía que construir un abrigo y comenzar
a reunir los elementos de una granja. Podía interrumpir su trabajo un
tiempo y convertirse en asalariado o contraer deudas, pero para hacerse
de una granja que valiese la pena tenía que desmontar cada año por lo
menos un arpende. Podía iniciar su trabajo por sí solo —al menos, mien¬
tras los hombres fueron mucho más numerosos que las mujeres, algún
progreso para alcanzar la autosuficiencia era casi un requisito para el
matrimonio—, pero el esfuerzo constante era siempre empresa familiar.
Si casaba con la hija de gente ya establecida, su familia a veces lo ayuda¬
ba. Si la pareja tenía ahorros, podía comprar el arrendamiento de al¬
guien que ya hubiese desmontado parte de su tierra, puesto que siempre
había posibilidad de arrendar a causa de que algunos habitants se dedica¬
ban al comercio de pieles, preferían la vida en la ciudad, regresaban a
Francia o pura y simplemente se habían ido a buscar nuevos lugares. Sea
como fuere, el desmontar y edificar consumían la vida de trabajo de una
pareja. Como ha escrito la historiadora Louise Dechéne acerca del habi¬
tant pionero, "en el momento de su muerte, 30 años después de haber reci¬
bido la concesión, posee 30 arpendes de tierra de cultivo, un poco de pra¬
do, un granero, un establo, una casa ligeramente más amplia, un camino
junto a la puerta, vecinos y un reclinatorio en la iglesia. Se ha pasado to¬
da su vida desmontando y construyendo”. Para quienes resistían, los úl¬
timos años podían ser más cómodos porque la granja se hubiese vuelto
productiva y una familia creciente compartiese su carga. Este progreso
arduo, tan heroico a su manera como cualquiera de las batallas épicas de
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 143

la Nueva Francia, fue el elemento esencial en la creación de una pobla¬


ción permanentemente establecida a lo largo del San Lorenzo.
Alejados de cualesquier mercados que pudiesen elevar el precio de sus
productos, los habitants producían sólo lo necesario. Como el pan era el
alimento principal de su dieta, el trigo era también el cultivo principal de
la Nueva Francia, aunque además se cosechase un poco de maíz, avena,
cebada y hasta tabaco. La mayoría de las granjas tenían un huerto. Tam¬
bién solían poseer un poco de ganado para el sustento de la familia, e
inclusive con algo de carne, productos lecheros y huevos, los habitants es¬
taban mejor nutridos que la mayoría de los campesinos o de los pobres
urbanos de Europa. La autosuficiencia se extendía hasta comprender la
mayor parte de lo que los agricultores usaban y vestían: herramientas
sencillas, paños de lana, telas del lino cultivado por ellos mismos, zapatos
hechos con cuero curtido a mano. Puesto que el trabajo de la granja exigía
la labor de todos los miembros de la familia, casi no existía una esfera “do¬
méstica" exclusiva de las mujeres, que cuidaban de la granja junto con
los hombres y podían hacerse cargo de ella al enviudar. Era poco probable
que los hijos recibiesen mucha educación aparte de un catecismo rudimen¬
tario (el analfabetismo rural ascendió rápidamente hacia 90 por ciento)
y no tardaban en acompañar a sus padres en el trabajo de los campos.
La forma de la casa típica surgió pronto, particularmente la de techo
en pendiente pronunciada para que resbalase la nieve. La mayoría de las
casas de los agricultores estaban hechas de madera, y su construcción
se hacía piéce-sur-piéce: una estructura de madera rellenada de troncos
más pequeños, horizontales, escuadrados. Las casas con revoque, o pin¬
tadas con cal a veces, se cubrían con tablones o hierba seca. En el inte¬
rior se abría una sola habitación, y a veces dos, y una chimenea con hogar
central la dividía. En el siglo xvi, pocas granjas tenían estufa y en la ma¬
yoría de ellas se utilizaba el hogar para guisar y para calentarse. El mobi¬
liario era espartano: un mínimo de muebles, en su mayoría hechos en
casa, y casi ningún adorno. En estas habitaciones y un ático estrecho vi¬
vían las grandes familias de los habitants.
¿Eran buenos agricultores los habitants? Muchos de ellos no proce¬
dían de medios campesinos, y la falta de instrucción, su participación en
el trabajo no agrícola (como el tráfico de pieles) y el aislamiento respec¬
to de los mercados probablemente determinaron que los métodos de
cultivo del habitant fuesen sencillos y resistentes al cambio. Las granjas
pequeñas trabajosamente forjadas en el bosque ciertamente parecían
primitivas. Sin embargo, hay pruebas de que se practicó la rotación de
cultivos y otras técnicas comparables en términos generales con las em¬
pleadas en otras partes en esa época. La clave de la agricultura del habi¬
tant no ha de buscarse probablemente ni en la pericia ni en la ignoran¬
cia, sino en la adaptación a las condiciones locales. Abundando la tierra
y escaseando la mano de obra, no había necesidad de aprender o adop¬
tar la agricultura intensiva practicada en aquellas partes de Europa
donde las circunstancias eran las contrarias.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

L’Atre, cómoda granja


de piedra del siglo xviii
(actualmente, restau¬
rante) en lie d'Orléans,
refleja el estilo tradicio¬
nal de la arquitectura
de la Nueva Francia:
un tejado de pendiente
pronunciada cubierto
de paja (más tarde, co¬
mo aquí, de tejas de
madera de cedro), bu¬
hardillas, muros grue¬
sos y gabletes inspirados
en el norte de Francia y
una chimenea central.

Terratenientes y arrendatarios. El régimen señorial

Los engagés y sus esposas, que en las décadas de 1660 y 1670 se lanzaron
a desmontar tierras para granjas en los bosques de las riberas del río, lo
hicieron dentro de un sistema de propiedad de la tierra que se conoce
con el nombre de régimen señorial, sistema que dio forma a la Nueva
Francia y sigue dando forma a su imagen histórica. En Francia, la tradi¬
ción de la nulle terre sans seigneur (ninguna tierra sin señor) se remontaba
a la época medieval, cuando un señor con su castillo y vasallos controla¬
ba y protegía un territorio, mientras que la gente lo sustentaba con su
trabajo. Inclusive cuando los aspectos políticos y militares del feudalis¬
mo fueron perdiendo fuerza, una sociedad de terratenientes y arrenda¬
tarios siguió siendo lo común en Francia y en la mayor parte de Europa,
y su traslado desde Francia hasta la Nueva Francia se ejecutó casi sin
discusión. Francia simplemente dio por establecido que la tierra de la co¬
lonia le pertenecía al rey (y, en todo caso, las guerras libradas en el valle
del San Lorenzo no habían dejado sino una pequeña población nativa
allí), y las seigneuries eran la manera natural de que el rey concediese tie¬
rras, a través de sus representantes, a sus súbditos.
El régimen señorial otorgaba tierras esencialmente de dos clases: seig¬
neuries y rotures. Independientemente de que la tierra fuese concedida
directamente por el rey o por otro seigneur, quienes tenían seigneuries de¬
bían fidelidad a su señor, pero no pagaban renta. Quienes tenían rotures,
por su parte, eran arrendatarios. Por la tierra que les había concedido un
seigneur tenían que pagar una renta perpetua. La calidad de arrendata¬
rio imponía también toda una gama de deberes, sobre todo el de utilizar
el molino del seigneur y el de pagar una contribución sobre la venta de
los arriendos de tierras. Una seigneurie normalmente era lo suficiente¬
mente grande para incluir decenas de rotures, pero una roture rara vez
era más grande que una sola granja familiar.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 145

Como los Cent-Associés necesitaron de quienes les ayudaran a reclutar


colonos cuando administraron la Nueva Francia, la Compañía empezó
a conceder seigneuries a cualquiera que se comprometiese a llevar pobla¬
dores. Robert Giffard, cirujano que visitó la Nueva Francia en la década
de 1620, fue uno de los primeros que participaron en este sistema. En
1634, recibió la seigneurie de Beauport, inmediatamente al este de Que-
bec. Giffard provenía de la ciudad de Mortagne en el Perche, y él con un
par de amigos fueron los que reclutaron la antigua avalancha de colonos
percherones para la colonia. Pocos seigneurs imitaron los esfuerzos de
Giffard y la mayoría de las seigneuries se desarrollaron lentamente, pero
hacia la década de 1650 se habían formado claras concentraciones de
población en torno de Quebec, Montreal y Trois-Riviéres. Estaba que¬
dando establecido el aspecto característico de la tierra de la Nueva Fran¬
cia. Casi todas las seigneuries eran bloques estrechos, casi rectangulares,
que se extendían perpendicularmente a la ribera del río y sus rotures eran
también largas y estrechas. La mayoría de la gente deseaba tener la casa
cerca del río, pues éste era esencial para los viajes y el comercio.
Los seigneurs no eran necesariamente aristócratas: no se tenía que ser
noble para adquirir una seigneurie, y el conseguir una no confería rango
de noble. Pero la aristocracia colonial se puso a la cabeza en la tenencia de
tierras. En 1663, la mitad de los seigneurs eran nobles (o mujeres nobles,
comúnmente viudas que habían adquirido las tierras de sus maridos) y
tenían en su poder tres cuartas partes de todas las tierras concedidas por
el rey. La proporción de seigneuries en manos de aristócratas aumentó
cuando oficiales del Regimiento de Carignan y más tarde de las compa¬
ñías del Ministerio de la Marina adquirieron las tierras que ayudaron a
vincularlos con el Nuevo Mundo. Pierre de Saurel, por ejemplo, llegó a la
Nueva Francia en calidad de capitán del Regimiento de Carignan. Para
defender la colonia de las incursiones iroquesas, las tropas de Saurel
construyeron un fuerte donde el río Richelieu desemboca en el San Lo¬
renzo, cerca de Montreal. Cuando el regimiento fue licenciado, el pues¬
to de avanzada se convirtió en la seigneurie de Saurel (que más tarde se
llamó Sorel) y muchos de los soldados de Pierre de Saurel se convirtie¬
ron en sus primeros arrendatarios. Que la élite señorial fuese una casta
militar parecía ser natural, pues la aristocracia se había definido siem¬
pre a sí misma diciendo que eran “los que mandan” y en su calidad de
jefes estaban seguros de su derecho a que los sostuvieran los arrendata¬
rios de sus tierras.
"Los que rezan" (el clero) también creían tener derecho a que los sus¬
tentara el tercer estado (el de “los que trabajan ), y la Iglesia fue un gran
terrateniente a todo lo largo de la historia de la Nueva Francia. La conce¬
sión de seigneuries a las órdenes de sacerdotes y de monjas no fue sim¬
plemente un acto caritativo, puesto que muchas de las órdenes religiosas
tenían el dinero y los conocimientos necesarios para desarrollar sus pro¬
piedades. Quizás el ejemplo de mayor éxito fue el de la seigneurie de la isla
de Montreal, donde los de la orden de San Sulpicio habían sustituido a
146 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

El conocido paisaje señorial, de granjas estrechas que empiezan en la ribera del río,
cobró forma en la época de los primeros poblamientos rurales en el valle del
río San Lorenzo. El mapa de 1709, que dibujaron Gédéon de Catalogue y Jean-
Baptiste de Couagne, de la región de la ciudad de Quebec, densamente poblada,
pinta el más antiguo desarrollo del sistema.

la sociedad misionera que había fundado la comunidad con grandes idea¬


les. Los de San Sulpicio, orden rica y bien relacionada, nombraron a admi¬
nistradores capaces y gastaron dinero en el desarrollo de sus tierras. Queda¬
ron recompensados con un crecimiento y una expansión rápidos y fueron
dueños de gran parte de la isla de Montreal hasta bien entrado el siglo
xix. No todas las seigneuries de la Iglesia estaban en manos de órdenes re¬
ligiosas. El obispo Frangois de Laval, aristócrata y clérigo a la vez, fue per¬
sonalmente el seigneur de lie d’Orléans, cerca de Quebec. Al igual que la
aristocracia, la Iglesia fue ampliando sus latifundios a lo largo de los años.
La escasez de aristócratas en los primeros años de la Nueva Francia
dio pie a la movilidad social y mucha gente del común pudo convertirse
en seigneur. Charles Le Moyne, hijo de un posadero de Dieppe, llegó a la
Nueva Francia en 1641, a los 15 años de edad, en calidad de engagé para
servir a los jesuitas que vivían entre los hurones. La experiencia allí ob-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 147

Labours d’automne á
Saint-Hilaire, de Ozias
Leduc (1864-1955); pin¬
tada en 1901, esta tela
evoca la duración in¬
mutable del patrón
de cultivo en franjas de
tres siglos de antigüe¬
dad. En el entretanto,
sin embargo, los labra¬
dores habían cambiado
sus bueyes por caballos
de tiro, de preferencia,
percherones.

tenida le ayudó más tarde para enriquecerse con el comercio de pieles,


pero su primera seigneurie, Longueuil, al otro lado del río desde Montreal,
fue una recompensa a su valentía durante las guerras con los iroqueses
en la década de 1650. Más tarde, firmemente establecido como uno de
los hombres principales de Montreal, Le Moyne fue ennoblecido por el
Rey. Hacia la fecha en que murió, en 1685, el hijo del posadero se había
convertido en Charles Le Moyne, Sieur de Longueuil et de Cháteauguay,
y dejado un gran latifundio a su familia de 14 hijos, algunos de los cuales
habrían de convertirse en personas todavía más distinguidas. Progresos
semejantes realizaron otros de extracción humilde que se distinguieron
en las guerras con los iroqueses o en el comercio, y la adquisición de seig-
neuries fue simplemente un signo de sus éxitos. Unos cuantos seigneurs
comenzaron y siguieron siendo gente del común, pero sus propiedades
eran pequeñas y su número se fue reduciendo a lo largo de los años. Por
lo general, el poder latifundista y la posición social estuvieron íntima¬
mente ligados.
Teóricamente, un seigneur no era simplemente un terrateniente, sino
que constituía la cabeza de su comunidad. En su calidad de soldado, or¬
ganizaba y mandaba sus defensas. Era también el patrono de la iglesia
parroquial, que tal vez había construido personalmente. Por ser dueño
de la tierra, haber construido el molino y ser el hombre más rico del lu¬
gar, debía ser el poder económico de la comunidad. Su imponente casa
señorial debía reflejar y confirmar su rango de figura eminente de caba¬
llero rural en torno del cual giraba la seigneurie. Historiadores posterio¬
res de la Nueva Francia consideraron que esta imagen representaba la
verdad del régimen señorial. Independientemente de que consideraran el
régimen como benevolente, paternal y cooperativo, o como atrasado,
opresivo y asfixiante, dieron por supuesto que era el pilar del sistema esen¬
cialmente feudal de la Nueva Francia.
Una observación más atenta del funcionamiento real del sistema se¬
ñorial ha hecho trizas tal imagen. Después de los días de Robert Giffard,
al menos, los seigneurs descubrieron que la agricultura no producía mu-
148 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

chos frutos y no se esforzaron en reclutar colonos y arrendatarios. No


desarrollaron sus latifundios hasta convertirlos en comunidades econó¬
micas sólidas, rara vez vivieron en ellos y sobre todo obtuvieron ingresos
insignificantes de sus rentas. Los arrendatarios cambiaban frecuente¬
mente de seigneurie y no manifestaron sentir mucha deferencia o apego
a sus supuestos jefes. Por muchos conceptos, la granja típica y el paisaje
rural hubiesen tenido un aspecto no muy diferente si el régimen señorial
jamás hubiese existido.
No obstante, la realidad medular del sistema —los derechos de pro¬
piedad de los seigneurs— hizo que el régimen señorial fuese importante,
no como sistema social, sino simplemente como carga económica sobre
los agricultores arrendatarios. En los primeros años de la Nueva Francia,
cuando la población era poco numerosa y escasos los arrendatarios, los
seigneurs quizás hayan sacado poco dinero de sus arrendatarios y pres¬
tado poca atención a sus latifundios, pero no por ello dejaron de exigir sus
rentas y servicios, y confiaron en obtener mejores rendimientos a medi¬
da que fuese creciendo la población de arrendatarios. Los ingresos seño¬
riales rara vez hicieron que las órdenes clericales o los aristócratas milita¬
res que los percibían se volviesen mucho más ricos, pero indudablemente
sí hicieron que fueran más pobres los habitants. En la seigneurie que los
de San Sulpicio tenían en Montreal, de 10 a 14 por ciento de los ingre¬
sos agrícolas pasaban de los arrendatarios a su terrateniente, y por lo que
respecta a la mayoría de los agricultores del valle del bajo Richelieu, la
carea llegó a representar la mitad o más del excedente de su producción.
Muy poco de este dinero regresó a la tierra. Se le enviaba a las órdenes
clericales de Francia o se le gastaba en mantener el estilo de vida aris¬
tocrático en las ciudades. Tal vez los seigneurs se mantuviesen al margen
de la vida de sus seigneuries, y no participasen mayor cosa en ella, pero
la consecuencia de esto no fue la independencia para los habitants. No
sólo tenían que pagar esas rentas sino que también soportaban el diez¬
mo (es decir, un veintiseisavo de su cosecha para sostener al sacerdote
de la parroquia), tenían que cumplir el servicio militar en tiempo de gue¬
rra v proporcionar trabajo sin retribución a la Corona cuando se empren¬
día la construcción de caminos, fortificaciones y otras obras públicas.

La "frontera” del comercio de pieles

Cuando Luis XIV asumió el gobierno personal de sus dominios norte¬


americanos, el comercio de pieles necesitaba ser reconstruido con tanta
urgencia como la colonia del San Lorenzo necesitaba de soldados y co¬
lonos. El comercio de la época de Champlain, cuando los hurones y sus
aliados llevaban las pieles hasta los puestos comerciales del San Loren¬
zo, se había derrumbado en medio del desastre de las guerras con los ira¬
queses y el desarrollo de la agricultura apenas si aliviaba la necesidad del
comercio de pieles. Mientras la agricultura no pasó de ser una actividad
Pocos temas del Nuevo Mundo ofrecieron mayores dificultades a los artistas
europeos como el indispensable Castor canadensis, cuya piel fue durante mucho
tiempo la base de las exportaciones de Canadá. En la parte superior del mapa que
Nicolás de Fer hizo de América en 1698, un dibujo preciso de Nicolás Guérard de
las cataratas del Niágara recientemente descubiertas, copiado del famoso dibujo
del misionero Louis Hennepin publicado en 1697, se convierte en el telón de fondo
para decenas de castores semejantes a peños y extrañamente nada acuáticos.
150 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

de subsistencia, la exportación de pieles siguió siendo la única manera


que le quedaba a la Nueva Francia de justificar las inversiones francesas
en ella, pues los esfuerzos reales por forjar las industrias maderera, de
construcción de barcos y otras no habían tenido éxito.
En 1667, la amplia paz recientemente concertada con los iraqueses pa¬
reció que beneficiaba sobre todo al victorioso pueblo nativo. Los Cinco
Pueblos ya controlaban el suministro de pieles al río Hudson, en donde
los ingleses habían sustituido a los holandeses desde 1664. Luego de ha¬
ber destruido a sus rivales hurones, parecían estar dispuestos a controlar
también el interior de la Nueva Francia y a oponer entre sí a las dos po¬
tencias europeas. Gracias solamente a la ayuda de los pueblos algonqui-
nos supervivientes de la vieja alianza comercial, pudo la Nueva Francia
evitar convertirse en Estado cliente de los iraqueses. Estas tribus caza-
doras-recolectoras habían hecho resistencia tanto a las partidas de gue¬
rreros de los iraqueses como a sus ofrecimientos de alianza. Cuando los
hurones desaparecieron de la escena, varios grupos algonquinos, parti¬
cularmente los ottawas y los ojibway, aprovecharon la oportunidad de
convertirse en comerciantes e intermediarios, y rápidamente demostra¬
ron ser, a la vez, flexibles y adaptables. Los franceses tampoco estaban
esperando pasivamente a que les llegaran las pieles a Montreal. Indepen¬
dientemente de que la guerra hiciese que escaseasen las pieles o de que
la paz las volviese abundantes, la competencia entre los traficantes fue
siempre aguda, y algunos de ellos comenzaron a aventurarse por el oeste
para tratar con los tramperos nativos en su propio terreno. Así nació el
coureur de bois.
Este calificativo de coureur de bois no era elogioso pues designaba a
un traficante ilegal, a un contrabandista de los bosques. Los comercian¬
tes establecidos, las autoridades de Montreal y los funcionarios reales
hasta llegar al ministro de Marina no deseaban que los colonos abando¬
naran la apretada y minúscula colonia agrícola del San Lorenzo para
traficar en territorio de indios. Todos preferían confiar el trabajo del trans¬
porte a los indígenas y mantener concentrado el comercio en Montreal.
Pero a pesar de repetidas prohibiciones, franceses jóvenes no tardaron
en lanzarse a recorrer el pays den haut, el “país de arriba" al oeste y al
norte de Montreal. Con el tiempo, hubo no menos de un millar de tales
traficantes y el intercambio de géneros franceses por pieles de castor co¬
menzó a desplazarse hacia el oeste del territorio ya colonizado de la
Nueva Francia.
En la década de 1660, los franceses volvieron a realizar también haza¬
ñas de viaje y exploración insólitas desde la época de Champlain. Pri¬
mero los hurones aliados y después los iraqueses habían dominado el
paso por el pays den haut. Unos cuantos misioneros y traficantes ha¬
bían llegado hasta la región, pero no se había producido una ampliación
significativa del conocimiento geográfico que rebasase el registrado por
Champlain. Ahora, mientras se reorganizaban las alianzas comerciales,
exploradores, lo mismo clericales que comerciales, hicieron avanzar la
COLONIZACION Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 151

frontera de la Nueva Francia. Entre los precursores de la marcha hacia


el oeste figuraron Médard Chouart Des Groseilliers y su cuñado más jo¬
ven Pierre-Esprit Radisson. En su juventud, Groseilliers había sido uno
de los engagés de los jesuítas en las misiones de los hurones, donde apren¬
dió lenguas indígenas y estableció vínculos con muchos de los aliados
hurones. Groseilliers hizo su primer viaje independiente hacia el oeste
en 1654 y se convirtió en uno de los primeros coureurs de bois. En 1659, él
y Radisson hicieron un largo y afortunado viaje comercial hasta la parte
occidental del lago Superior, en donde ambos se dieron viva cuenta de
las ricas existencias de castores que esperaban a ser explotadas al norte
y el oeste de los Grandes Lagos.
Otros siguieron sus exploraciones. En 1673, Louis Jolliet y el padre
Jacques Marquette exploraron el Misisipí septentrional. En 1679, René-
Robert Cavelier de La Salle, después de explorar el sur de los Grandes
Lagos, botó el Griffon, el primer barco de vela, aguas arriba de las cata¬
ratas del Niágara. La ambición de La Salle de encontrar una ruta a través
de América del Norte que llevase hasta el Oriente era tan grande, que a su
seigneurie y punto de partida en la isla de Montreal le puso el nombre de
Lachine (China) y en pos de esta meta bajó por el Misisipí hasta el golfo
de México, en 1682. Tres años más tarde, en otro viaje a la costa del gol¬
fo, el tempestuoso e irascible explorador encontró la muerte en una dispu¬
ta con sus propios hombres. Todos estos viajes, que aumentaron grande¬
mente la penetración francesa en América del Norte, fueron exploraciones
oficiales, autorizadas por el intendente Talón, el gobernador Frontenac
y sus sucesores. Pero hubo también muchos aventureros sin carácter ofi¬
cial, como un oscuro coureur de bois de 20 años de edad llamado Jacques
de Noyon, que llegó por el oeste casi hasta Manitoba, en 1688. Muchos de
ellos, como De Noyon, finalmente regresaron a Montreal para vivir en una
granja, pero algunos adoptaron plenamente la vida de los nativos y se
quedaron entre ellos.
Fuesen o no oficiales, todos los viajes estuvieron vinculados con el co¬
mercio en pieles. Para adquirir guías e inclusive para cruzar los territo¬
rios tribales en los que penetraban, los exploradores tuvieron que man¬
tener relaciones diplomáticas con los pueblos nativos, y sus convenios
fueron siempre mediados por el comercio. Las pieles que regresaban a
Montreal eran el pago, cuando no el único incentivo, de los viajes. El go¬
bernador Frontenac, perpetuamente endeudado, estaba profundamente
metido en el comercio. Su Fort Frontenac, fundado en 1673 (en el sitio de
la futura Kingston, a orillas del lago Ontario), fue tanto empresa comer¬
cial como puesto militar, y las ganancias producidas por el comercio con¬
tribuyeron a inspirar su firme apoyo a las exploraciones de La Salle. A
lo largo de fines del siglo xvi, surgieron puestos comerciales por todos
los Grandes Lagos y el alto Misisipí. El más importante de ellos fue el de
Michilimackinac, en el estrecho que media entre el lago Michigan y el
lago Hurón. Hacia la década de 1680, los coureurs de bois, los traficantes
nativos y los exploradores llevaban un río de pieles hasta Montreal.
152 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Cada tregua en las guerras iroquesas del siglo xvu permitió la realización de nuevos
viajes de comercio y exploración. Las canoas siguieron siendo el medio esencial de
transporte, pero los franceses no tardaron en construir también barcos de vela en
los Grandes Lagos. En 1679, René-Robert Cavelier de La Salle (1643-1687) cons¬
truyó el barco Griffon para inaugurar la navegación en los lagos Eñe, Hurón y
Michigan, pero el barco se perdió con todos sus tripulantes en la primera tempora¬
da. El fantástico paisaje y los árboles tropicales que se ven en esta ilustración de la
Nouvelle découverte d’un trés grand pays situé dans l’Amérique (Utrecht, 1697),
de Louis Hennepin, pueden atribuirse a la imaginación del grabador, aunque no
menos fantásticos fueron algunos de los relatos que de sus viajes nos dejó el mismo
Hennepin.

En 1681, los funcionarios reales reconocieron que este tráfico había


logrado minar con éxito la importancia de Montreal como lugar en don¬
de comerciantes franceses y nativos podían intercambiar pieles de cas¬
tor por prendas de vestir, mosquetes, utensilios de cobre y otros artícu¬
los de comercio. Luego de ofrecer una amnistía a los coureurs de bois, las
autoridades crearon un sistema de permisos, llamados congés, para es¬
tos viajes comerciales. Esta legitimización del coureur de bois creó otra
figura en el comercio: la del voyageur. Dotado de un congé, o aliado a un
mercader de Montreal que lo tuviese, el voyageur convirtió en profesión
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 153

el comercio con el Oeste. Nuevos inmigrantes, comerciantes en quiebra y


quizás inclusive habitants marcharon hacia el oeste para tratar de ganar¬
se la vida, llevando artículos de comercio por la ruta de las canoas a los
Grandes Lagos y regresando con pieles de castor. Lejos de que esto repre¬
sentase una amenaza para ella, Montreal prosperó. Fueron los comer¬
ciantes establecidos de Montreal quienes suministraron a los voyageurs
los artículos de comercio —tal y como lo habían hecho, menos abierta¬
mente, con los coureurs de bois— y, de tal modo, las pieles les siguieron
llegando. La ciudad fundada como comunidad religiosa estaba ahora
firmemente entregada a una vocación comercial.
La transformación de los coureurs de bois en legítimos voyageurs, sin
embargo, no hizo desaparecer todas las formas del tráfico ilícito de pie¬
les. Como el requisito del congé limitaba el acceso al comercio, algunos
traficantes comenzaron a buscar rutas alternas hasta el mercado. Una
de estas rutas conducía hacia el sur y llegaba hasta los mercaderes in¬
gleses de Nueva York. Los mercaderes establecidos en Albany, Nueva
York, pagaban buenos precios por las pieles y así nació un intercambio
clandestino entre Montreal, Albany y los puestos occidentales, duradera
válvula de seguridad para los voyageurs y sus proveedores nativos, si se
diese el caso de que la Compagnie des Indes Occidentales, la compañía
comercial con patente real que compraba y transportaba las pieles de la
Nueva Francia hasta Francia, decidiese reducir los precios. Los comer¬
ciantes de Nueva York y sus aliados iraqueses seguirían siendo una ten¬
tadora posibilidad, dispuesta siempre a desafiar el control del comercio
ejercido por la Nueva Francia. Pero en la bahía de Hudson había apare¬
cido un rival más grande y fuerte.

El reto de la bahía de Hudson

Cuando Samuel de Champlain entregó Quebec a los hermanos Kirke, en


1629, a algunos de los comerciantes de la colonia no les dolió mayor cosa
cambiar de bando. Para Etienne Brülé y otros, la vida nueva que habían
logrado forjar gracias al comercio de pieles norteamericano pesaba más
que las fidelidades nacionales y siguieron trabajando bajo el dominio
inglés hasta que los franceses regresaron a Quebec. Medio siglo después,
los comienzos del comercio de pieles inglés en el Canadá septentrional y
occidental fueron obra de dos colonos de la Nueva Francia, para quie¬
nes la lógica del comercio fue más persuasiva que sus lazos nacionales y
hasta familiares. Médard Chouart Des Groseilliers y Pierre-Esprit Radis-
son habían sido recibidos, cuando mucho, tibiamente en la Nueva Fran¬
cia durante la década de 1660. Pensaban que habían salvado a la colo¬
nia del derrumbe comercial gracias a las pieles que lograron llevar hasta
ella cuando el ataque iroqués había llegado a su punto álgido, pero se les
impusieron medidas disciplinarias y multas por lo que habían empren¬
dido sin autorización. Tampoco había recibido mejor acogida su mas
154 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

reciente proposición para efectuar una gran reorganización del comercio


de pieles.
La Nueva Francia tenía sólidas razones para que le desagradase lo pro¬
puesto por Groseilliers y Radisson. Los cuñados se habían convencido
de que el futuro del comercio de pieles se encontraba en distantes ríos
que no desembocaban en los Grandes Lagos o en el San Lorenzo, sino en
la bahía de Hudson. Las autoridades de la Nueva Francia, a quienes ya
les preocupaba el número creciente de jóvenes que desaparecían por el
oeste, se percataron de que un comercio basado en la bahía de Hudson
dejaría completamente a un lado a la Nueva Francia, y se comprende que
no sintiesen mucho entusiasmo por ello. Rechazados en la Nueva Fran¬
cia, Radisson y Groseilliers fueron a Inglaterra. Este país y Francia no
estaban entonces en guerra (por cierto, se habían aliado contra Holan¬
da, que era la potencia marítima todavía dominante), y Radisson y Gro¬
seilliers quizás entendieron que su propuesta de empresa era de carácter
estrictamente comercial, pero no tardó en convertirse en causa nacional.
En 1670, la patente real concedida por el rey Carlos II a la Company of
Adventurers Trading de la bahía de Hudson reclamó para los ingleses las
tierras comprendidas en el hinterland comercial de la Nueva Francia.
La Compañía de la Bahía de Hudson se convirtió en lo que podría ha¬
ber sido la Nueva Francia de no haber persistido en ella una política de
establecimiento colonial. Como la Habitation de Quebec en sus prime¬
ros años, los puestos de la bahía de Hudson fueron establecimientos pe¬
queños, en los que sólo había hombres y que dependían de Europa para
sus suministros y de los pueblos indígenas para las pieles. Los interme¬
diarios entre los tramperos nativos y los agentes compradores de la Com¬
pañía fueron todos nativos, y cada puesto no tardó en contar con su
"guardia” de nativos que habitaban cerca en calidad de proveedores, caza¬
dores, guías y familias adoptivas para los empleados de la Compañía.
Radisson y Groseilliers habían estado en lo cierto al estimar que de la ba¬
hía de Hudson podía provenir un gran comercio, pero se equivocaron si
pensaron que el comercio a través de Montreal se arruinaría bajo tal com¬
petencia. En cambio, la llegada de la Compañía de la Bahía de Hudson
estimuló la expansión de los puestos delpays den haut todavía más ha¬
cia el oeste y hacia el norte. Durante todo el régimen francés en Canadá
y aun después de la conquista británica de la Nueva Francia, Montreal
superó a los puestos de la bahía de Hudson y a Nueva York como fuente
de pieles para Europa.
Entre los beneficiarios de esta disputa imperial quizá figuraron los
pueblos indígenas. Lejos de dejarse despojar de sus pieles por comer¬
ciantes explotadores, los traficantes nativos establecieron los valores del
mercado y exigieron mejores condiciones de intercambio cada vez que lo
pudieron hacer. En la competencia creciente entre comerciantes fran¬
ceses e ingleses, los nativos pudieron enfrentar a los rivales entre sí y ha¬
cer valer sus propias exigencias en el intercambio. A pesar de los cambios
enormes que el contacto con los europeos impuso a los pueblos nativos, el
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 155

comercio de pieles mismo todavía creó oportunidades para la participa¬


ción y el poderío de los indígenas. Aunque los franceses viajaron mucho
más allá del San Lorenzo e inclusive levantaron puestos permanentes,
lo hicieron sólo bajo consentimiento de los indígenas, obtenido mediante
sólidas negociaciones diplomáticas. La hostilidad de éstos, por ejemplo,
fue la que impidió que Louis Jolliet llegase al golfo de México en 1673, y
el éxito con que La Salle concertó un tratado con esos mismos indíge¬
nas fue lo que le permitió completar el viaje nueve años más tarde.

La reanudación de la guerra

Hacia la década de 1680, mientras los franceses, los ingleses y una cre¬
ciente red de traficantes indígenas empujaban el comercio en pieles ha¬
cia el oeste del continente, la Confederación iroquesa sintió que la paz
la perjudicaba, a pesar de las victorias alcanzadas en la guerra. Lejos de
desanimarse, los franceses habían forjado un nuevo sistema de alianzas
comerciales que dejaban a un lado a los iroqueses. En la década de 1680,
el pueblo iroqués reanudó la guerra. Al principio, sus blancos fueron los
aliados nativos de los franceses de la región de los Grandes Lagos, pero
los ataques iroqueses no lograron cerrar la ruta comercial hacia Mon-
treal. Antes bien, a fines del siglo xvii se produjo al parecer un gran re¬
vés para los Cinco Pueblos, pues hacia estas fechas perdieron el control
de los territorios del Ontario meridional que habían arrebatado a los
hurones y a los demás pueblos destruidos. La guerra que había efectua¬
do este cambio se había librado totalmente entre ejércitos nativos y en
gran medida los europeos ni se percataron ni hablaron de ella, pero las
tradiciones indias nos cuentan de muchas batallas, desde emboscadas en
los lugares de paso y en los campamentos hasta asaltos contra pueblos
rodeados de empalizadas. Los iroqueses y sus rivales septentrionales po¬
dían juntar, cada uno, hasta mil guerreros o más, y ambos bandos utili¬
zaban ahora mosquetes europeos junto con sus arcos y hachas. La gue¬
rra se libró junto a los ríos y los lagos, desde el sur de Sault Ste. Marie
hasta el lago Erie, y su resultado fue claro: los iroqueses tuvieron que
retirarse a su territorio original situado al lado sur del lago Ontario. Ha¬
cia 1700, la tribu de los mississaugas se había desplazado desde la ribera
norte del lago Hurón hasta el Ontario meridional. Los mississaugas ja¬
más fueron tan numerosos como los pueblos iroqueses que habitaban el
Ontario meridional a principios del siglo xvii, pero a comienzos del siglo
xviii nadie discutía sus derechos sobre él.
En 1689 comenzó una nueva fase de la lucha, cuando Guillermo III de
Inglaterra y Luis XIV de Francia se declararon la guerra. Los iroqueses,
valiéndose de un fuerte respaldo proporcionado por la colonia inglesa
de Nueva York, lanzaron una ofensiva contra el corazón poblado de la
Nueva Francia. La colonia francesa se enteró de la manera en que se libra-
ría esta campaña el 5 de agosto de 1689, en Lachine, el punto de partida
de los voyageurs situado al este de Montreal, cuando 500 guerreros iro-
• Jai Lonis de Buade de
m¡m wmh¡jCy
wf «
i 8Tr.4fe¡L Frontenac (1622-1698),
JHBW’ M Jtyrn / ! Í1LLLLllUilRTThdr^ ,íl' gobernador general de
la Nueva Francia desde
1672 hasta 1682 y ¿/es-
¿fe 1689 hasta 1698, te¬
nía 74 años de edad
cuando dirigió la últi¬
ma invasión francesa
de los territorios iroque-
ses en 1695, de modo
que no fue vergonzo¬
so que lo transportaran
parte del camino; sin
embargo, la imagen del
l*fry ¿xpeailtou ccruíre les iioqitcna iftfKxiính aon con u*a i»** 11 wraw poder francés llevado a
Jr en /$?;?. * . P¡f'
AfctiúrnjU &
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¿4't>fi*-r*i«érr •& <á hombros de los nativos
k C&J.’M'Vmtfftot t\n*wpvmnrr'Je ir nemvr
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1WitmteáitM* A«s f/vy usura /p.wi
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nías que el artista jamás
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se propuso, sin duda.
• secifaegM>¡Ji*r' ’redmhm smJrr refteeav • /wctn'tss .i%r . jf'.tnje 't.ítyti
mAé-’ieé/^w *keí * ilsAvU.r sdetrum.hr'«»Htú\*m /«/ 4m.í''ív w < a//rxnv • «~l /w ■tensL- Grabado a línea, c. 7 7/0.
letiT- fu(■ uw'rdrv ¿brmetsKromtrptmjf»a/farvsr t~i{/u~r\s 4/*»/v*r . v» i
,- ' . ..-.i~— .**» / . . _fcr
TOBmÍ^A\

Cuando los franceses, sus alia¬


dos indígenas y /os Cinco Pue¬
blos firmaron la paz en 1701,
cada jefe indio puso un dibujo
del tótem de su clan como fir¬
ma. Los franceses representa¬
ron la alianza con un soldado
romano y un aborigen con
toga en esta medalla de Luis
XV, acuñada en 1740 y distri¬
buida entre los jefes por los
senados prestados.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 157

queses atacaron la aldea al amanecer, incendiaron 50 de sus 80 casas,


dieron muerte a 24 personas y se llevaron cautivas a 90. Fue el comienzo
de otra campaña contra los poblamientos agrícolas de la Nueva Francia,
y durante varios años partidas de guerreros iraqueses dieron muerte a
habitants y a su ganado e incendiaron edificios y cosechas. Una y otra
vez obligaron a los colonos a retirarse a sus puestos fortificados, que de
nuevo se convirtieron en parte esencial de la comunidad. Más de un cen¬
tenar de habitants fueron muertos en 1691. En 1692, una incursión contra
Verchéres dio origen a una de las heroínas de la Nueva Francia. Cuando
la hija de 15 años "del seigneur, Marie-Madeleine Jarret de Verchéres, y los
arrendatarios de su familia defendieron su fuerte hasta que les llegó auxi¬
lio de Montreal, quedó sembrada la semilla de una leyenda que conser¬
varía la imagen de los asediados habitants.
En esta prolongada campaña, sin embargo, la supervivencia de la co¬
lonia no se vio gravemente amenazada por las correrías de los iraqueses.
Aunque la Nueva Francia creció muy poco en la década de 1690 —que fue
el único periodo constante de crecimiento lento en su historia—, la colo¬
nia poseía un ejército permanente de 1 400 hombres, una cadena de pues¬
tos con guarnición en el oeste y un millar de colonos con experiencia en los
territorios salvajes. La Nueva Francia podía llevar la guerra a sus enemigos.

En 1697, durante la
batalla de la bahía de
Hudson, Pierre Le Moy-
ne, Sieur d'Iberville
(1661-1706), hundió
dos barcos de guerra
ingleses y puso en fuga
a otro, después de lo
cual tuvo que aban¬
donar su propio barco
dañado en la desembo¬
cadura del río Nelson.
Luego de desembarcar,
d’Iberville y su tripu¬
lación sitiaron y cap¬
turaron la Factoría de
York, que era el puesto
del tráfico de pieles
más valioso que tenía
la Compañía de la Ba¬
hía de Hudson. Graba¬
do que aparece en C. C.
LeRoy Bacqueville de
la Potherie, Histoire de
l'Amérique Septen-
trionale... (París, J.-L.
Nion y F. Didot, 1722).
158 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

La creciente pericia de la Nueva Francia para luchar en los territorios


salvajes, en lo que se llamó petite guerre, quedó demostrada por vez pri¬
mera en 1686, cuando Pierre de Troyes condujo una partida de guerra
formada por soldados y voyageurs, por tierra desde Montreal, para cap¬
turar los puestos de la Compañía de la Bahía de Hudson establecidos en
la bahía de James. En 1689, el gobernador Frontenac, que quería resta¬
blecer la moral vengando la afrenta de Lachine, envió a sus tropas, con
sus aliados indígenas, a atacar poblados coloniales de las fronteras de
Nueva York y Nueva Inglaterra. Aunque los dirigieron oficiales milita¬
res, estos ataques tuvieron como modelo las tácticas de guerra de los in¬
dígenas. Las partidas de guerreros viajaron por los bosques, a menudo
en invierno, para lanzar ataques por sorpresa contra pequeños puestos
de avanzada ingleses y pueblos sin defensas, en donde mataron, incendia¬
ron y huyeron con sus cautivos antes de que se pudiese organizar un con¬
traataque. No se salvaron de los ataques las partidas de cazadores ni las
de guerreros iraqueses.
En 1690, una intentona inglesa para capturar Quebec fue rechazada.
El ataque se lanzó desde una flota de 30 o más barcos enviados de la
Nueva Inglaterra y al mando de Sir William Phips, pero cuando llegaron
a Quebec los sitiadores se encontraron con unas defensas demasiado
fuertes y no tardaron en retirarse; su exigencia de rendición fue la que
provocó la memorable respuesta del gobernador Frontenac: “No tengo
más respuesta que dar a su general que la que salga de mis cañones.” Du¬
rante el resto de la guerra, la Nueva Francia atacó tantas veces como se
defendió, disputando el control de la bahía de Hudson, lanzando ata¬
ques contra las colonias inglesas y practicando incursiones —con no
mucho éxito— en las tierras de los iraqueses. En 1697, los ingleses y los
franceses hicieron las paces y poco después también los iraqueses bus¬
caron poner fin al conflicto.
Los territorios propiamente dichos de los iraqueses jamás habían sido
efectivamente atacados, pero la guerra y las epidemias habían reduci¬
do su número y los únicos beneficiarios de sus luchas parecieron ser sus
aliados y abastecedores ingleses de Nueva York. Para salir de esta trampa,
los iraqueses comenzaron a negociar con los franceses, y en 1701 se pro¬
dujo un gran cambio en los asuntos norteamericanos. Los Cinco Pueblos
de la Confederación iroquesa concertaron una amplia paz con la Nueva
Francia y sus aliados indígenas y declararon que serían neutrales en las
guerras coloniales de Inglaterra y Francia. Los iraqueses no habían sido
derrotados. De hecho, habían llegado a un empate en sus luchas con los
franceses y habrían de subsistir como potencia independiente en su pro¬
pia tierra hasta mucho después de la desaparición de la Nueva Francia.
Pero el tratado de paz significó que ninguna potencia nativa amenazaría
de nuevo los intereses fundamentales de la colonia francesa. Durante la
mayor parte del siglo xvn, mientras la Nueva Francia había ido creciendo
lentamente en fuerza y en número de habitantes, todas las sociedades
indígenas habían sufrido pérdidas catastróficas a causa de las enferme-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 159

dades introducidas por los europeos. La mayoría de esos pueblos habían


logrado adaptarse y perdurar, pero el equilibrio del poder estaba cam¬
biando en su contra. El control indígena del comercio de pieles y de to¬
do el territorio situado al norte y al oeste de Montreal habría de conti¬
nuar, pero la Nueva Francia, habiendo asegurado su territorio, fue más
capaz que nunca de proyectar hacia el oeste su poder y su influencia.
Más o menos hacia las mismas fechas, un decreto real emitido en el
palacio de Versalles dio comienzo a otra transformación de los asuntos
de la Nueva Francia. A pesar de las guerras, el flujo de pieles de castor que
pasaba por Montreal había proseguido sin mengua. La expansión hacia
el oeste de los voyageurs había tenido demasiado éxito, y sus pieles esta¬
ban llegando a Francia en cantidades mucho más grandes de las que
podía absorber el mercado. A instancias de la Compagnie des Indes Oc¬
cidentales, que tenía que tratar de vender las pieles, la Corona decidió
simplemente suspender durante un tiempo su tráfico. No se darían más
congés, la Compagnie ya no compraría más pieles y los puestos militares
en elpays den haut se cerrarían.
Resultó imposible imponer un cambio tan drástico a la colonia. El mi¬
nistro de Marina no tardó en verse obligado a transar. Se formó una com¬
pañía, con base en la colonia, para comerciar con las pieles de castor y
se conservaron algunos de los fuertes occidentales. Pero el problema era
real. El excedente de pieles era enorme y no había mercado para las de
castor. Más de una década habría de transcurrir antes de que recupera¬
ra su vigor el comercio de pieles.
Muy pronto, sin embargo, los problemas de los comerciantes de pieles
quedaron opacados: en 1702, la declaración de la Guerra de la Sucesión
española inició otra década de guerras anglo-francesas. Para la Nueva
Francia, y particularmente para la aristocracia militar curtida en las gue¬
rras contra los iroqueses de las décadas de 1680 y 1690, éste fue el último
gran conflicto del belicoso siglo xvu de la colonia y su gran héroe fue sin
duda Pierre Le Moyne d'Iberville. Éste, nacido en Montreal en 1661 e hijo
de Charles Le Moyne de Longueuil, el engagé que había sido hecho no¬
ble, era seigneur y el más rico de los colonos. D'Iberville entró en acción
por primera vez en 1686. En ese año, formó parte de la fuerza de soldados
y voyageurs de Pierre de Troyes que realizó el agotador viaje en canoa,
de dos meses de duración, desde Montreal hasta la bahía de James y
que luego atacó todos los puestos que tenía allí la Compañía de la Bahía
de Hudson. Casi cada año, durante dos décadas, d’Iberville luchó en deses¬
perados encuentros por mar y por tierra. Antes de morir en el Caribe, en
1706, d’Iberville había prestado servicio en la bahía de Hudson, en los
territorios de la frontera con Nueva York, en la Acadia, Terranova y Lui-
siana, en el transcurso de cuyas luchas amasó una fortuna fruto de los
saqueos y perdió a tres de sus hermanos en acción. Como muchos de los lí¬
deres de la Nueva Francia en el siglo xvu, d’Iberville fue valiente, brutal,
enérgico... y de corta vida. Su carrera nos remonta a los tiempos violen¬
tos de hombres como Champlain y Brébeuf, pero su suerte coincidió
160 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

con el final de una era. Aun en medio de esta guerra fue cobrando fuerza
un siglo xviii más pacífico.

Una sociedad distinta; la Nueva Francia en el siglo xviii

Si la carrera de Pierre Le Moyne d’Iberville marcó la culminación del


heroico siglo xvii en la Nueva Francia, el símbolo de las nuevas priorida¬
des del xviii bien puede haber sido Philippe de Rigaud de Vaudreuil, go¬
bernador general desde 1703 hasta 1725. De acuerdo con su biógrafo, Vau¬
dreuil ‘‘hizo una de las más notables carreras en la historia de la Nueva
Francia pero... carente totalmente de brillo y brío”. Durante el gobierno
de Vaudreuil, en efecto, la Nueva Francia llegó finalmente a una época en
que hasta sus gobernadores tolerarían que los prestigios guerreros ce¬
dieran su lugar a virtudes más prosaicas.
Vaudreuil era el hijo menor de un aristócrata provinciano francés que
había llegado a la Nueva Francia como comandante militar en jefe en
1687 y quien no tardó en casar con alguien de la nobleza colonial. Lo
nombraron gobernador poco después de iniciada la Guerra de la Suce¬
sión española, cuando las ambiciones dinásticas de Luis XIV unieron en
su contra a casi todas las potencias de Europa. La Nueva Francia no po¬
día escapar a la guerra (la cual proporcionó a d'Iberville y otros solda¬
dos coloniales excelentes oportunidades para la realización de hazañas
heroicas), pero Vaudreuil se percató de que, como se había concertado
recientemente la paz con los iraqueses y el comercio de pieles que había
crecido demasiado estaba en plena retirada, su colonia no tenía mucho
que ganar mediante la guerra en América del Norte. Para apoyar a sus
amenazados aliados micmac y ademakis, autorizó una petite guerre con¬
tra los invasores colonos de la Nueva Inglaterra, pero respetó las fronteras
de Nueva York para no provocar a los iraqueses. La bahía de Hudson,
que el tratado de paz de 1697 había dejado en parte en manos inglesas y
en parte en manos francesas, no fue escenario de nuevos conflictos y se
realizaron campañas importantes solamente en la costa atlántica, don¬
de los franceses acosaron la Terranova inglesa en 1706 y 1709 y donde
los de la Nueva Inglaterra capturaron Acadia en 1710. Un plan británico
para atacar la ciudad de Quebec se arruinó cuando siete barcos de la flo¬
ta del almirante Hovenden Walker naufragaron en la costa septentrional
del golfo de San Lorenzo, en el mes de agosto de 1711. Para conmemo¬
rarlo, una iglesia de la ciudad de Quebec, a la que habían bautizado con
el nombre de Notre-Dame de la Victoire en honor de la defensa de la
ciudad que hizo Fronlenac en 1690, fue rebautizada para decir en plural
Notre-Dame des Victoires. Cuando los acontecimientos en Europa pu¬
sieron fin a la guerra imperial en 1713, Vaudreuil estaba preparado para
llevar a la Nueva Francia a un periodo de paz que habría de perdurar
hasta 1744 y que fue el más largo de su historia, aunque aun entonces se
produjeron choques en sus fronteras.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 161

La Guerra de la Sucesión española había dejado arruinada y vencida a


Francia, y para conseguir la paz Luis XIV tuvo que hacer concesiones
coloniales. Por el Tratado de Utrecht de 1713, toda la Terranova francesa
fue cedida a la Gran Bretaña, y se reconocieron los derechos ingleses so¬
bre la Acadia. Francia se retiró de los fuertes que había capturado en la
bahía de Hudson y reconoció los derechos ingleses sobre la bahía y toda
su cuenca. Francia reconoció inclusive los derechos ingleses sobre las
tierras de la Confederación iroquesa. No le pertenecían a Francia para
que pudiera cederlas, ni a Inglaterra le correspondía el derecho de tener¬
las, pero los ingleses afirmaron que la alianza, o pacto, que los comer¬
ciantes de Nueva York habían sostenido durante largo tiempo con los
iroqueses constituía realmente una transferencia de los títulos de pro¬
piedad sobre las tierras y Francia aceptó tal pretensión. Los iroqueses,
sin embargo, no estaban de ninguna manera dispuestos a perder sus tie¬
rras por un tratado entre los franceses y los británicos. Se quedaron
donde estaban y aun aumentó su número, pues en esos días la tribu de los
tuscarora se desplazó hacia el norte para formar parte de la Confede¬
ración. Los Cinco Pueblos de los iroqueses se convirtieron en los Seis
Pueblos, y lo han seguido siendo desde entonces.
La Nueva Francia recibió algunas compensaciones por lo que había
perdido a causa del Tratado de Utrecht. Aunque Terranova había sido
cedida a los británicos, pescadores franceses (que aún superaban gran¬
demente en número a la minúscula población establecida allí) conser¬
varon el derecho a pescar y secar su captura en la costa norte de la isla.
Francia adquirió derechos sobre las islas de Cabo Bretón y de Saint
Jean, la futura Isla del Príncipe Eduardo. Al obligar a Francia a renunciar
a cualesquier títulos sobre la bahía de Hudson, el Tratado confirmó a
Montreal como centro indiscutido del comercio de pieles francés y re¬
forzó la disputa comercial entre los imperios rivales. Pero, para los colo¬
nos de la Nueva Francia, las perspectivas de paz fueron probablemente
el más grande beneficio del Tratado. El tamaño y la influencia del insti¬
tuto militar de la colonia no menguarían, pero la paz más que la guerra
darían forma a los asuntos de la porción septentrional de América del
Norte en la primera mitad del siglo xvni.

Surgimiento de nuevas colonias

La decisión tomada por Samuel de Champlain, de convertir al valle del


San Lorenzo en el foco de la Nueva Francia, había sido mantenida du-
rante un siglo. Con excepción de unos cuantos puestos comerciales de la
bahía de Hudson y de las minúsculas y frágiles colonias de Terranova y
Acadia, la comunidad que se había ido formando a partir de la Habita-
tion de Champlain en Quebec seguía siendo la única sociedad europea
de la porción septentrional de América del Norte. Hacia 1700, unos 15 000
colonos vivían en las ciudades de Quebec, Montreal y Trois-Riviéres, así
162 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

como en las granjas cada día más numerosas que ahora formaban una
franja casi ininterrumpida de poblamientos entre ellas. Los traficantes y
exploradores franceses, siguiendo las rutas de canoas de los indígenas,
habían llegado casi hasta las Grandes Llanuras, pero más allá del estre¬
cho valle del San Lorenzo la vasta mitad septentrional del continente
seguía careciendo casi de poblamiento europeo. Poco después, la región
del San Lorenzo en la Nueva Francia, la parte a la que en el siglo xix se
la nombraba específicamente como “Canadá", quedó reforzada por otras
comunidades francesas de diferentes partes del continente. Los títulos
territoriales franceses en América del Norte aumentarían rápidamente y
tropezarían con una presencia británica cada vez más grande, a medida
que la Nueva Inglaterra, Nueva York, Virginia y las demás colonias iban
avanzando hacia el interior desde la costa atlántica. Al ritmo que las po¬
blaciones coloniales y las apropiaciones territoriales fueron creciendo, las
relaciones con las demás colonias norteamericanas comenzaron a co¬
brar para la Nueva Francia una importancia tan grande como la de sus
relaciones con los pueblos indígenas.
Después de 1713, la paz dio una nueva seguridad a los puertos de Terra-
nova y comenzaron a crecer allí los poblamientos británicos. Durante la
guerra, tanto los puertos como sus conexiones marítimas vitales con
Europa habían estado bajo amenaza constante de ataque naval. La desa¬
parición de esta amenaza convenció a un número mayor de pescadores
para que se quedasen en el país el año entero, y a mediados del siglo xvm
Terranova pudo contar con 7 500 colonos, que en cantidad creciente eran
mujeres y niños. Todavía era mayor el número de pescadores tempora¬
les que llegaban cada verano desde Europa, pero los colonos se estaban
convirtiendo en una comunidad permanente y vigorosa. En su mayoría,
los habitantes de Terranova poblaban los puertos y habían construido
sus hogares en tomo de multitud de pequeñas y rocosas bahías de la cos¬
ta oriental. El clima y el paisaje hacían que fuese casi imposible la agri¬
cultura y hasta los bosques crecían tan lentamente que las talas practi¬
cadas por los colonos no tardaron en convertir la península de Avalon y
la costa septentrional en un territorio estéril, totalmente despojado de
árboles. De modo que los colonos tuvieron que comprar la mayor parte
de sus alimentos y suministros, y a mediados del siglo xvm les empeza¬
ron a llegar más desde la Nueva Inglaterra que desde Europa. Capturaban
salmones y focas y, sobre todo, pescaban bacalao, que enviaban primor¬
dialmente a Europa meridional y al Caribe, más que a la Gran Bretaña.
Aunque Terranova carecía todavía de instituciones coloniales oficiales,
San Juan comenzó a desarrollarse como puerto comercial y hogar de
cierto número de comerciantes. Hasta 1750, los habitantes de Terrano¬
va fueron en su mayoría originarios del oeste de Inglaterra, pero la
corriente de colonos irlandeses católicos que habrían de dar origen a las
tradiciones irlandesas de la isla había comenzado ya.
Obligada por el Tratado de Utrecht a evacuar su minúscula colonia de
Plaisance en la costa sur de Terranova, Francia se volvió hacia la isla
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 163

En 1684, el intendente Jacques de Meulles des¬


En 1720, los constructores cubrió que le faltaba dinero para pagar a sus sol¬
de Louisbourg pusieron una dados; resolvió el problema firmando y distri¬
medalla conmemorativa buyendo cartas de baraja que podrían redimirse
debajo de los cimientos de cuando el barco con la paga del rey llegase a la
uno de los bastiones de la Nueva Francia. Después, se utilizaron impresos
ciudad, donde la descubrie¬ para atender a las necesidades de crédito de la
ron los arqueólogos en la colonia, pero persistió el nombre de monnaie de
década de 1960. La medalla carte. Esta copia moderna a la acuarela y tinta,
muestra la fortaleza y los bo¬ atribuida a Henri Beau, nos muestra un ejemplar
tes pesqueros que fueron la que lleva la fecha de 1714 y la firma del inten¬
base de su prosperidad. dente Michel Bégon.

de Cabo Bretón, a la que rebautizó con el nombre de lie Royale. Para con¬
vertirla en centro de poder en la costa, Francia instaló allí un gobierno
colonial completo y una guarnición de soldados. Louisbourg, fundada en
la costa oriental de la isla en 1713, pasó a ser la capital de lie Royale, y
25 años de trabajos proporcionaron a la ciudad las mejores fortificacio¬
nes de la Nueva Francia. Hacia la década de 1740, Louisbourg era una
de las ciudades principales de la Nueva Francia. Dos mil personas de los
5 000 habitantes de lie Royale vivían dentro del círculo de fortificacio¬
nes de piedra y argamasa de la ciudad.
lie Royale había desarrollado rápidamente una industria pesquera
semejante a la que estaban creando los colonos británicos en Terranova.
Sus pescadores residentes y los de las flotas que llegaban anualmente
desde Francia para sumárseles quizá produjeron hasta un tercio de la
captura francesa en el Nuevo Mundo, y esto dio origen a una atareada ac¬
tividad naviera en Louisbourg. En apenas una década, la ciudad comen¬
zó a rivalizar con Quebec como puerto. Aunque era parte de la Nueva
Francia, lie Royale quedaba a varios días de navegación a vela de la más
vieja comunidad, a la que entonces ya se le llamaba Canadá, y se convir¬
tió en una sociedad diferente y fuertemente comercial. Los comerciantes
de Louisbourg enviaban bacalao a Europa y a las islas francesas del Ca-
164 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

ribe como Santo Domingo (Haití) y la Martinica. Recibían azúcar, café


y ron del Caribe y tejidos, alimentos y artículos manufacturados de Fran¬
cia. Trasladaban esto, en parte, a Canadá cambiándolo por alimentos,
pero también a las colonias de la Nueva Inglaterra a cambio de barcos,
materiales de construcción y ganado. A pesar de la creciente rivalidad
comercial entre los imperios británico y francés, este comercio con la
Nueva Inglaterra, de demasiado valor práctico como para renunciar
a él, fue aceptado a regañadientes por la Corona de Francia. De la misma
manera, Louisbourg comerció también con los de la Acadia, que ahora vi¬
vían sujetos al gobierno británico en la tierra fírme de la Nueva Escocia.
Aunque habían pasado de la soberanía francesa a la inglesa en 1710,
los de la Acadia prosperaron en la paz de principios del siglo xvm. Los
de la pequeña comunidad estaban tan emparentados entre sí que la mi¬
tad de los matrimonios en Annapolis Royal (anteriormente Port Royal)
tenían que solicitar dispensa de los límites acostumbrados por concepto
de consanguinidad. No obstante, la población aumentó de apenas 2 000
en 1700 a más de 10000 a fines de la década de 1740. Los pobladores de
Acadia, a quienes prestaban servicios sacerdotes franceses pero estaban
exentos de las exacciones señoriales o de las obligaciones militares, en
tanto que pocos eran los colonos británicos que los pudiesen molestar,
levantaban considerables cosechas de las ricas tierras que sus diques pro¬
tegían de las mareas de Fundy. Como trataban con ambos bandos pero
no se sentían depender de ninguno de ellos, los de la Acadia forjaron
una compleja neutralidad. Los aislados comandantes británicos de la
Acadia se enteraron de que los pobladores reconocerían su autoridad
pero defenderían su derecho a no levantar armas contra los franceses.
En tiempos de paz, el compromiso exigido por los “franceses neutrales”
podía ser tolerado por todos, y los de la Acadia mostraron ser capaces de
vivir exitosamente sujetos a una autoridad extranjera, por lo que fueron
la primera población francesa de América del Norte en hacerlo.

La BÚSQUEDA DEL OCÉANO OCCIDENTAL

En las fronteras occidentales del siglo xvn, los conreurs de bois y los vo-
yageurs habían sido los realizadores de la marcha hacia el Oeste, en tan¬
to que los gobernadores bregaban para seguirles los pasos. En el siglo
xvm, la política imperial oficial guió cada vez más la propagación de
puestos franceses por la América del Norte central. En 1701, en medio
de la superabundancia de pieles, Versalles había lanzado un claro reto a
los intereses ingleses en América del Norte al autorizar la fundación del
poblamiento de Detroit (‘‘el estrecho”, en francés) sobre los Grandes La¬
gos, así como de la colonia de Luisiana en la desembocadura del Misi-
sipí. La Nueva Francia ya no quedaría restringida a una pequeña comuni¬
dad en el San Lorenzo, con algunos intereses comerciales en el Oeste. Por
el contrario, convino a la política francesa que la Nueva Francia y sus
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 165

aliados indígenas se apoderasen de una línea que desde el San Lorenzo,


cruzando los Grandes Lagos, llegase por el Misisipí hasta el golfo de Mé¬
xico, con lo cual los colonos ingleses quedarían confinados a una franja
costera al este de los montes Apalaches. Al mismo tiempo, fuertes france¬
ses se extenderían por el oeste y el norte para cercar a la Compañía de la
Bahía de Hudson, y quizás inclusive para abrir una ruta que llevase has¬
ta el Pacífico.
Esta política de expansión continental requería la renovación del co¬
mercio de pieles. La prolongada perturbación causada por el exceso de
la oferta y la guerra no había agotado por sí sola las reservas de pieles en
Europa, cosa que sí habían logrado hacer los ratones y otros bichos: lo
que quedaba de las pieles almacenadas finalmente había perdido su va¬
lor de uso. Se recuperó la demanda de pieles de castor y se abrieron mer¬
cados para otras. Durante el siglo xvni, pieles de alce, venado, oso, armiño
y otros animales utilizados para hacer abrigos y para adornar prendas
habrían de ser tan importantes como el comercio en pieles de castor para
los sombrereros, y este refuerzo hizo que el comercio de pieles de la Nue¬
va Francia creciese como nunca antes. La expansión requirió la crea¬
ción de muchos puestos en el Oeste, que se convirtieron en bases milita¬
res, puntos de intercambio comercial, embajadas y misiones entre los
pueblos indígenas, así como en trampolines de las exploraciones. Com¬
plejas alianzas con los indígenas siguieron siendo esenciales para el co¬
mercio a medida que fue avanzando hacia el oeste. Para apoyar a los nue¬
vos aliados de la Nueva Francia, el gobernador Vaudreuil autorizó a su
comandante en el Oeste, Constant Le Marchant de Lignery, para que ini¬
ciase una prolongada guerra contra sus enemigos, los del pueblo fox al
oeste del lago Michigan. Los gastos reales en la construcción de fuertes
por el Oeste subsidiaron el comercio de pieles de Montreal, pero también
aumentaron el dominio sobre el comercio de parte de oficiales militares
como De Lignery.
Un oficial militar que ejerció gran influencia sobre el comercio fue
Pierre Gaultier de Varennes et de La Vérendrye. Mientras ejercía el man¬
do en los postes du nord situados al noroeste del lago Superior, La Véren¬
drye se convenció de que con la ayuda de sus aliados indígenas podría
llegar hasta un río que corriese por el oeste o por el sur hasta el Pacífi¬
co. Él y sus hijos dedicaron 15 años a esta tarea, en los que tuvieron que
luchar, por una parte, para conservar el apoyo de los funcionarios reales
y de los comerciantes de Montreal, y, por otra parte, para convencer a
pueblos indígenas mutuamente hostiles de que le permitiesen sus despla¬
zamientos hacia el oeste. La Vérendrye y sus hijos jamás llegaron al Pa¬
cífico (en donde, hacia estas fechas, traficantes de pieles rusos estaban
llegando a Alaska), pero alcanzaron a divisar las estribaciones de las
Rocosas e hicieron avanzar grandemente el conocimiento geográfico de
las planicies occidentales. La cadena de puestos que dejaron en los lagos
de Manitoba determinó que la Compañía de la Bahía de Hudson no pu¬
diese monopolizar el tráfico de pieles con el Lejano Oeste. La compañía
166 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

británica, sin embargo, probablemente recibía todas las pieles que nece¬
sitaba y quizá no se sintió amenazada por el avance de los franceses.
A medida que fueron proliferando los puestos en el Oeste, cambió la
índole del comercio de pieles. Para sufragar algunos de los costos de la ex¬
pansión, la Corona francesa cedió cada vez más el control del comercio
de pieles a los comandantes militares que tenía en el Oeste. Un mando en
el Oeste se convirtió en una gran oportunidad de enriquecimiento para
jóvenes aristócratas dispuestos a servir en destinos distantes, porque
podían asociarse con mercaderes y voyageurs dispuestos a pagar una
determinada cantidad, o con una participación de sus ganancias, a cam¬
bio de tener acceso a su monopolio comercial local. Estos nuevos arreglos
minaron la independencia de los voyageurs que anteriormente se habían
hecho cargo del comercio. Progresivamente, los hombres que transporta¬
ban los géneros por tierra o por canoa sobre las rutas cada vez más largas
que se tendían entre Montreal y los puestos comerciales se convirtieron
en asalariados de los mercaderes y de sus socios militares. En las rutas
principales, se utilizaron canoas más grandes. Algunas llegaron a medir
diez metros de largo y llevaron hasta ocho remeros. En la década de 1730,
hasta el lugar que ocupaba un hombre en la canoa quedaba sujeto a
especificación, y eran las posiciones en la popa y en la proa, que exigían
una mayor pericia, las que obtenían un mejor pago.
Brigadas de canoas como éstas partían de la isla de Montreal cada pri¬
mavera, y los viajes más cortos —hasta Michilimackinac o Detroit— las
traían de regreso hacia el otoño. Los viajes más largos —que representa¬
ban la mitad de las salidas desde Montreal— exigían una permanencia
más larga a los hombres, que a menudo partían en el otoño y se pasaban
dos inviernos en el pays den haut. A medida que el comercio y los puestos
se fueron expandiendo por el Oeste, en las décadas de 1720 y 1730, algu¬
nos voyageurs comenzaron a quedarse en él. Con esposas que mandaron
traer de su patria o casándose con mujeres indígenas, comenzaron a
formar familias en Detroit, Michilimackinac y en la región del alto Misi-
sipí conocida con el nombre de Illinois. Otros voyageurs todavía tenían sus
familias en Montreal, y regresaban, para pasarse una temporada o dos
cada varios años, a hogares de los que debieron hacerse cargo, solas, sus
mujeres.
Estos años dieron origen probablemente a gran parte de la colorida
tradición de los voyageurs: el culto de la fuerza y la resistencia, la rivali¬
dad entre los hommes du nord, que invernaban en el Lejano Oeste y vi¬
vían de alimentos indígenas y de pemmican, y los mangeurs de lard, que
regresaban a Montreal, a comer puerco salado, cada otoño. Las glorias
de los voyageurs se narraron en canciones y cuentos populares, como el de
Chasse-Galerie, en el cual el diablo hacía el ofrecimiento de conducir a
una canoa de voyageurs hasta sus casas en una sola noche. La realidad era
menos romántica. A medida que fue aumentando su necesidad de hom¬
bres, los comerciantes en pieles comenzaron a reclutar más allá de la
isla de Montreal, de donde en otro tiempo habrían provenido la mayoría
Exploradores europeos y apreciaciones europeas de Canadá. Desde los tiempos de Cartier hasta el
siglo xx, exploradores europeos, guiados comúnmente por aliados nativos, trazaron rutas a través del
continente; se esforzaron también por construir una geografía mental de Canadá, como manera de
describir la diversidad que encontraron en él.
168 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

de los voyageurs. Después de 1730, la mitad de quienes firmaron contra¬


tos para trabajar en el comercio de pieles se calificaron a sí mismos de
habitants, es decir, de agricultores. Para la mayoría de éstos, un viaje por
el Oeste era un trabajo temporal, que se hacía por dinero y al que rápi¬
damente se renunciaba para dedicarse por completo a la agricultura.
Todavía hubo voyageurs que siguieron a sus padres en el tráfico y logra¬
ron desenvolverse bien en él, pero la expansión atrajo evidentemente a
un número creciente de participantes menos peritos y menos entusiastas
procedentes del campo.

La SOCIEDAD EN EL SIGLO XVIII

La paz internacional que prevaleció en la década de 1740 benefició a


todas las posesiones que tenía Francia en América del Norte. Las colo¬
nias francesas del Caribe explotaron a una población esclava de rápido
crecimiento para producir enormes cantidades de azúcar que manda¬
ban a Europa, y el trabajo de los esclavos también produjo una modesta
prosperidad para los hacendados que se esforzaban en la nueva colonia
de Luisiana. Las pesquerías de la costa atlántica y el comercio de pieles de
Canadá marchaban bien, y un tráfico en expansión comenzó a vincular
entre sí a las colonias. Por fin había surgido una demanda —originada
en los pescadores de lie Royale y en las plantaciones con esclavos en el
Caribe— para las abundantes cosechas de trigo, verduras y maderas
de la Nueva Francia. Los transportes por agua desde y hacia la ciudad de
Quebec comenzaron a crecer, el tráfico fluvial aumentó a medida que
los colonos fueron extendiendo sus actividades hacia Gaspé y la ribera
norte del San Lorenzo, y el precio del trigo de los habitants comenzó
finalmente a elevarse a medida que fueron apareciendo mercados para
los que habían sido siempre cultivos de subsistencia.
A lo largo del San Lorenzo, una población en la que habían causado
estragos las guerras y las epidemias reanudó su rápido crecimiento. De ser
15 000 en 1700 y 18 000 en el momento de la paz en 1713, había aumen¬
tado hasta ser de 35 000 hacia la década de 1730 y habría de casi dupli¬
carse nuevamente en la década de 1750. La inmigración siguió siendo
poco numerosa; hacia estas fechas, la mayoría de la gente descendía de
generaciones de colonos nacidos en Canadá. Fue necesario proporcionar
tierras a esta población que se incorporaba a la agricultura. Los pobla-
mientos se desarrollaron con mayor rapidez en las tierras llanas y fér¬
tiles alrededor de Montreal, pero hubo tierras inclusive en la región de
la ciudad de Quebec, en donde vivía todavía más de la mitad de la po¬
blación. El crecimiento de ésta, por fin, hizo que las seigneuries resulta¬
sen valiosas, al menos para algunos de sus dueños, y la Corona otorgó
unas nuevas seigneuries a medida que el poblamiento fue penetrando en
otras regiones, como la del Beauce, al sur de la ciudad de Quebec. Sólo
después de haber sido concedidas seigneuries se permitió a los colonos
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 169

llegar a ellas procedentes de las tierras ya demasiado pobladas a lo largo


del San Lorenzo.
Desde un principio, el terreno se había desmontado y labrado en la
Nueva Francia al ritmo del crecimiento de la población. En las primeras
décadas del siglo xvm, sin embargo, la producción agrícola de Canadá
creció a una velocidad dos veces mayor que la de la población rural. Esto
significó, en parte, que los habitants simplemente produjeron más a fin
de alimentarse y vestirse mejor, pero el mercado en expansión para el
trigo y otros productos agrícolas exportados desde la ciudad de Quebec
también estimuló una mayor productividad. A medida que aumentó la
producción y que los precios comenzaron a elevarse finalmente, se hizo
posible que la prosperidad llegase al campo. Si los agricultores podían
vender más, sus tierras cobrarían un mayor valor, la agricultura ya no
sería tanto una vocación como un negocio, y cobraría nuevo vigor el in¬
terés por el campo tanto de los seigneurs como de los comerciantes. En el
proceso de transformación de la agricultura de subsistencia en agricul¬
tura comercial, todo en la Nueva Francia rural —desde el aspecto de la
tierra hasta el tamaño de la familia granjera— podría haber cambiado.
Sin embargo, no se produjo una transformación de tal magnitud en la
Nueva Francia. Los usos tradicionales cambiaban muy lentamente y el
mercado del trigo era, a la vez, nuevo y arriesgado. Una mala cosecha —se
produjeron varias en las décadas de 1730 y 1740 , una crisis de los
transportes por agua o un desastre en las regiones de mercado (como
cuando lie Royale pasó a manos de los ingleses en 1745) podían hacer
naufragar el comercio de trigo. Aun sin conocer eso de antemano, los ha¬
bitants agricultores no habrían de correr riesgos para conseguir los
posibles beneficios de la venta de cosechas que eran también el abasto
de alimento de su familia y su reserva de semillas. Aunque se exportó
trigo y la prosperidad del siglo xvni fue abriéndose paso lentamente has¬
ta los habitants, los cambios no fueron fundamentales. La agricultura
de subsistencia siguió siendo la principal actividad del campo, en tanto
que el comercio y la diversidad quedaron circunscritos sobre todo a las
ciudades de la Nueva Francia.

La vida de las ciudades

Los centros comerciales precedieron a las granjas en la Nueva Francia y


a principios del gobierno real, en 1663, más de un tercio de los coloni¬
zadores vivían en pueblos o ciudades. Esta proporción disminuyó lenta¬
mente, pero hacia fines del régimen francés más de una de cada cinco
personas en la Nueva Francia eran pobladores urbanos. Montreal y Que¬
bec crecieron más lentamente que la Nueva Francia rural, pero en el si¬
glo XVII —junto con Louisbourg, recientemente fundada— se convirtie¬
ron en ciudades de consideración.
170 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Quebec, en su calidad
de puerto, centro reli¬
gioso y capital de la
Nueva Francia, fue
siempre la ciudad más
grande y refinada de la
colonia. Atacada cua-.
tro veces durante el ré¬
gimen francés, protegía
a la ciudad principal¬
mente su geografía, y
fue hasta la década de
1740 cuando se cons¬
truyó en torno de ella
una muralla. Grabado
en A. Mallet, Descrip-
tion de l’Univers (Pa¬
rís, 1683).

En los últimos años del régimen francés, el marqués de Montcalm,


que no era admirador incondicional de la colonia, dijo que en la ciudad
de Quebec se podía vivir ‘a la mode de París”. Había en ella, si acaso, de¬
masiado lujo urbano y excesiva disipación para los gustos de Montcalm.
La capital colonial, que pasó de 2 500 habitantes alrededor de 1715 a
6 000 o más en la década de 1750, era la ciudad más imponente de la co¬
lonia, así como la más antigua; los límites de Champlain y hasta el lugar
de su tumba se habían olvidado ya. "Como una de las ciudades délas
colinas italianas", dijo un admirador, remataba a un acantilado rodeado
por agua y escarpas naturales siguieron siendo sus defensas principales,
inclusive después de que se construyese una línea de bastiones a través
del lado que miraba hacia tierra, entre 1746 y 1749. Encima de los acanti¬
lados se levantaban los grandes edificios de la colonia. Oficiales mili¬
tares, altivos funcionarios reales, curas y monjas caminaban, montaban
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 171

Con severo realismo, algún artista anónimo, que trabajó alrededor del año 1700,
pintó impresionantemente el cuidado ofrecido a los enfermos por las órdenes reli¬
giosas que fundaron hospitales en las ciudades principales de la Nueva Francia; en
este caso, en el Hospital de la Caridad de Montreal.

a caballo o se hacían transportar en coches entre el castillo de Saint Louis


del gobernador general y el palacio del intendente, la catedral, el semi¬
nario y los conventos y el hospital de la caridad. En la ciudad baja, donde
anclaban los barcos y se amarraba a las vacas, empleados de los comer¬
ciantes y marineros pululaban por el muelle y los almacenes de la comu¬
nidad mercantil, descargando y estibando los géneros importados a la
colonia, todos los cuales desembarcaron en Quebec. Grandes edificios de
piedra de dos y hasta tres pisos, separados por altos remates y tapias que
servían de matafuegos, bordeaban las estrechas calles repletas de carrua¬
jes, con damas acomodadas que visitaban las tiendas de los artesanos y
de criados y esclavos que atendían a sus labores.
Montreal, que tenía unos 4 000 habitantes, no poseía ni el tamaño ni
la situación de Quebec. En su calidad de centro del tráfico de pieles, Mon¬
treal conservaba un aire de población de la “frontera ', visitada frecuen¬
temente por partidas de voyageurs, soldados y comerciantes y guerreros
indígenas. Pero, hacia 1750, también ella tenía una muralla de piedra y
había rebasado con mucho los límites de sus orígenes como puesto co-
172 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Las Compañías Francas


de la Marina nutrieron las
guarniciones de las ciu¬
dades de la Nueva Fran¬
cia con oficiales de la
aristocracia canadiense
y reclutas de Francia, y
construyeron los fuertes
para el tráfico de pieles
que llevaron el poderío
francés hasta las remotas
praderas del oeste cana¬
diense. Esta acuarela, en
la que aparece un capitán
de la fuerza, está fechada
alrededor de 1718.
/

mercial. Sus edificios no eran tan imponentes como los de la capital, pero
más de la mitad, como los de Quebec, eran de cal y canto en vez de ma¬
dera. Grandes incendios que se produjeron en Montreal en 1721 y 1734
contribuyeron a establecer esta tendencia. Ninguna de las ciudades tenía
agua corriente, calles pavimentadas o alumbrado público, pero ambas po¬
seían una vigorosa atmósfera comercial. No obstante, las preferencias
reales y las realidades económicas determinaron que las manufacturas se
llevaran a cabo en Francia, no en las colonias, y sin industria las ciudades
de la Nueva Francia no podían ofrecer numerosos empleos a los traba¬
jadores urbanos. Montreal y Quebec existieron para atender al comercio
y al gobierno y crecieron tanto como lo permitieron estas actividades.
Por ser centros del gobierno, en las ciudades se alojaban los funciona¬
rios reales, los oficiales militares y los miembros de las órdenes religio¬
sas. Esta élite, que dominaba toda la colonia, era especialmente visible
en las ciudades, donde sus familias tal vez representaron hasta 40 por
ciento de la población. Unos cuantos burócratas de categoría salieron
de Francia para hacer carrera mediante cierto periodo de servicio en las
Marc Lescarbot fe. LE THEATRE
1570-1642), poeta y
abogado, se pasó un DE NEPTVNE EN LA
año en Port Royal en
1606-1607. Después de
NOVVELlE-FRANCE
su regreso a Francia,
publicó una historia de Pjprefenté JUr les fiots du Port Poyal le quator-
la Nueva Francia y es¬ Xjémedc Novemhre nuüe ftx cehs ftx, au retour
ta obra, Le Théátre de ¿u sieur de Toutrincourt di* país des ^/Crmou-
Neptune, que había sido chiquéis.
representada en Port
Royal durante su es¬ Ncptunc cotnmcncc revetu d'vn voilc de couleur
tancia en esta ciudad. blcue,S< de brodequins,ayantLa chcvclurc & la barbe
La “reconstrucción ” a longues& chenues, tcn.ant fon Trident en main,
pluma y tinta de C. W. üllufurídnchariot paré de íl i coulcurs : ledit cha-
Jefferys (c. 1934), The riot crainé fui les ondes par fix Tricons jufques a
First Play in Cañada, habord de la chaloupe ou s'eftou mis leda Sieur de
Poutnncourt & fes gens forranrde ¡a b.irque pour
nos pinta el desfile so¬
venir á tare. Lors laditc chaloupe accroche'c,Ne¬
bre canoas que se hizo
ptune cotnmcncc ainíL
para dar la bienvenida
al barón de Poutrin- NEPTVNE. *C'efl\n
court, en ocasión de su ptot de
rríte, Sigamos, afrete toy tet, Sau-vAgt,
regreso a la colonia el 14
Et ¿coates vn Dicu qui a de toy fouci. <¡m /igm
de noviembre de 1606.
Si tu neme conois,Saturnefut mon/ere,/' ^ff*
t*wt.
le fuu de Júpiter Cr de rlutoti le frere.

DEVXIEME SAVVAGE.
Le deuziéme Sativagc tenaot fon a»c &
fleche en main
peaux de Caíto
174 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

colonias. Cultos, prósperos y bien relacionados con los círculos de la cla¬


se dominante de Versalles, contribuyeron a aumentar el refinamiento de
la vida urbana, especialmente en Quebec. Pero la mayor parte de la élite
colonial ya era canadiense, puesto que en el siglo xviii se había definido
una aristocracia claramente local.
El baluarte de esta aristocracia colonial era el instituto armado de la
Nueva Francia. La mayoría de los aristócratas de la colonia tenían seig-
neuries en su familia, pero pocos de ellos obtenían grandes ingresos de
sus propiedades o les dedicaban mucho tiempo. Antes bien, dependían
de los nombramientos en el ejército colonial, las Compañías Francas de
la Marina. Hacia fines del régimen francés, de 200 a 300 hombres ser¬
vían como oficiales en las compañías de la Marina o abrigaban expecta-
tives, es decir, esperaban en medio de una creciente multitud de hijos de
oficiales que se produjese una vacante. Formaban una élite cada vez más
apretadamente unida y emparentada entre sí, sucedían a sus padres y
tíos en el servicio, se casaban con las hermanas y sobrinas de los de su
misma clase y encontraban en el mando militar tanto una manera de ga¬
narse la vida como una vocación. Los nombramientos en las compañías
de la Marina no eran sinecuras, e inclusive después de 1700, cuando el
rey dejó de dar títulos de nobleza a los plebeyos que habían alcanzado
algún éxito, la aristocracia de la Nueva Francia jamás se convirtió en
una clase simplemente decorativa. Los nobles justificaron sus privile¬
gios a la manera más tradicional de todas: ejerciendo el mando militar.
En el siglo xvii dirigieron las campañas contra las colonias inglesas, los
pueblos indígenas y los puestos de la bahía de Hudson. En el xviii, cons¬
truyeron y rigieron las guarniciones de la “frontera”, se hicieron cargo
de la diplomacia y la guerra con los indígenas, exploraron el Oeste y vigi¬
laron el tráfico de pieles. Sus órdenes podían enviarlos a prestar servicio
a remotos puestos avanzados del imperio francés en América, e inclusive
en tiempos de paz las exigencias de su servicio eran elevadas. No fue des¬
usada la carrera de Paul Marín de La Malgüe. Hijo de un oficial y her¬
mano de un comerciante en pieles, le dieron el nombramiento de alférez
en 1722, a la edad de 30 años, y prestó servicio durante los 20 siguientes en
diversos fuertes en torno del lago Superior. En 1743, cuando lo ascendie¬
ron finalmente a teniente, visitó Francia. En 1745 condujo una expedición
militar por tierra desde la ciudad de Quebec hasta la Acadia e lie Royale,
y al año siguiente estuvo al mando de una incursión contra Saratoga, en
Nueva York. En 1748 regresó al Oeste, en donde, como comandante mili¬
tar en Green Bay, sobre el lago Michigan, amasó una considerable riqueza
gracias al tráfico de pieles. En 1753, Marín murió, a la edad de 61 años,
todavía en servicio activo en el valle del Ohio. Aun cuando el gobernador
lo elogió por ser un valiente oficial, “hecho para la guerra", Marín jamás
alcanzó un rango elevado ni fue objeto de grandes distinciones, y hubo
muchos otros como él.
La aristocracia canadiense no era rica, aunque su nivel de vida estaba
muy por encima del correspondiente a la gente del común. Hacia el si-

<
La Nueva Francia 1600-1763. La colonización francesa en Canadá comenzó con los depósitos para
invernar que se hicieron en Tadoussac e lie Ste-Croix alrededor de 1600. Fuertes y rutas comerciales
se exteyydieron después por la mitad del territorio, pero el corazón de la colonización se encontró
siempre a lo largo del río San Lorenzo, entre Montreal y Quebec. Francia adquirió las islas atlánticas
de Saint Pieire y Miquelon en 1763, después de la caída de la Nueva Francia.
176 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Izquierda: retrato del padre Emmanuel Crespel (1703-1775), misionero, escritor y


comisionado provincial de la rama de los recoletos, de la orden franciscana, en
Canadá. Los recoletos fueron la primera orden religiosa que envió sacerdotes a la
Nueva Francia. Aunque opacados por órdenes más poderosas que llegaron des¬
pués, fueron admirados por su humildad y prestaron servicios como capellanes
militares, curas de parroquia, maestros y misioneros. Pintura de J.-M. Briekenma-
cher, conocido también como padre Frangois (activo en 1732-1756), recoleto de la
orden de Montreal. Derecha: Eustache Chartier de Lotbiniére (1688-1749), al que
vemos en un retrato de 1725, heredó la seigneurie familiar y siguió a su padre en los
rangos superiores de la administración colonial. Después de la muerte de su es¬
posa, que le dejó cinco hijos, se consagró al sacerdocio y llegó a ser, sucesivamente,
arcediano, vicario general y deán del capítulo de la catedral de Quebec, es decir,
uno de los pocos canadienses nacidos en el país que alcanzase un cargo superior
dentro de la jerarquía eclesiástica. Pintor anónimo.

glo xviii, pocos aristócratas coloniales conservaban vínculos con prós¬


peros latifundios en Francia y las seigneuries canadienses rara vez po¬
dían permitir llevar una vida desahogada. Los aristócratas de las colonias
podían practicar cualquier forma de comercio, y frecuentemente lo hi¬
cieron, ya fuese como inversionistas o bien —como en el caso de sus seig¬
neuries o de sus mandos en los puestos comerciales— mediante la fi¬
jación de una suerte de impuesto sobre los esfuerzos de los demás. Tales
prácticas se extendieron inclusive hasta los cargos de mando militar,
puesto que los oficiales que ejercían el control sobre la paga y las provisio¬
nes de sus hombres a menudo se quedaban con una parte para sí mis-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 177

mos. No obstante, el comercio en la Nueva Francia no permitió hacer


muchas fortunas fáciles, y todas estas actividades probablemente no
nos dan testimonio tanto de las aptitudes comerciales de la nobleza como
de su búsqueda de un ingreso para sustentar su género de vida.
Los salarios militares y lo que pudiese exprimirse gracias a las posi¬
ciones de autoridad tenían un valor vital. Las carreras de los oficiales
dependían del gobernador principal, quien en calidad de comandante
en jefe dispensaba patrocinios y ascensos. Su poder contribuyó a crear
una sociedad cortesana en Quebec que era un eco distante de la corte
más grande y muchísimo más espléndida de Versalles. Consecuente¬
mente, en Quebec, y en grado menor en Montreal y Louisbourg, los per¬
sonajes eminentes de la colonia se divertían en bailes, ágapes, partidas
de juegos de azar y complejas fiestas con una elegancia y un lujo total¬
mente ajenos a las vidas de la mayoría de los colonos. La participación
en las camarillas y en las clientelas que rodeaban al alto mando podía
tener importancia muy grande en la carrera de un oficial y las mujeres a
veces desempeñaron un papel decisivo a este respecto. La educación en
los conventos significó a menudo que las mujeres de la élite fuesen más
instruidas que los hombres, y cuando sus esposos y sus hijos se hallaban
prestando servicio lejos de la ciudad de Quebec, las mujeres con habili¬
dad para desenvolverse en la actividad cortesana podían ayudar grande¬
mente al progreso de sus familias.
La exhibición de sus calidades era algo que se esperaba de la nobleza.
Vivre noblement, vivir noblemente, era una de las obligaciones del rango
de noble, aun cuando para lograrlo comúnmente se tuviese que con¬
traer deudas. Las casas de los nobles debían ser más grandes y vistosas
que las de los demás, y los aristócratas debían comer, vestir, acicalarse y
empolvarse a la última moda. Criados y esclavos debían servirles y de¬
bían invitar y ser invitados con esplendidez y a menudo. Los aristócratas
jóvenes, protegidos por su posición social, podían batirse en duelo, tener
amantes y escandalizar por las calles sin mayor temor a los castigos. Po¬
cos miembros de la élite colonial parecen haber tenido intereses intelec¬
tuales o literarios y la educación que deseaban obtener para sus hijos
consistía, en gran parte, en un entrenamiento militar para los varones y
en lecciones de modales refinados para las mujeres. Después de haber
salvado las apariencias a lo largo de toda su vida, los aristócratas milita¬
res a menudo morían sumidos en deudas, confiando en que el patrocinio
real les proporcionase a las viudas una pensión, en tanto que el rango mi¬
litar o el matrimonio con algún comerciante se encargarían de proveer
para sus hijos. . . _ ,
El clero urbano era, de cierta manera, rama de esta aristocracia. Desde
los tiempos de los Cent-Associés, órdenes religiosas habían prestado sus
servicios a la Nueva Francia: jesuítas, sulpicianos, ursulinas y otros. Atraí¬
das inicialmente por el fervor misionero, estas órdenes se tornaron tan
urbanas que, a principios del siglo xvm, 80 por ciento del clero vivía en
las ciudades, aun cuando 70 por ciento de la población viviese en el cam-
178 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

po. Muchas de las órdenes eran aristocráticas e instruidas y reclutaban


a sus miembros casi exclusivamente en Francia. Para el trabajo en las
parroquias de la Nueva Francia, el seminario de Quebec preparó a un
clero diocesano menos exclusivo. A mediados del siglo xviii, la Nueva Fran¬
cia aportaba por sí misma cuatro quintas partes de los clérigos de sus
parroquias, pero probablemente en su origen fuesen más urbanos que
rurales, y sacerdotes itinerantes aún prestaban sus servicios a grupos de
beles ampliamente dispersos entre múltiples parroquias rurales. Las ór¬
denes de monjas, que se hacían cargo de muchos de los hospitales y
escuelas de la colonia, también oscilaban desde lo muy reñnado hasta lo
más bien humilde. Entre las de esta última condición se encontraban las
Hermanas de la Congregación de Notre-Dame de Montreal. La fundado¬
ra de la orden, Marguerite Bourgeoys, había llegado a Montreal en los
primeros años de la ciudad, y abierto allí su primera escuela. Asignó a su
orden de monjas enseñantes la tarea de prestar servicio enérgicamente
en el mundo secular, y educaron a muchachas de las diversas clases so¬
ciales, hasta en ciudades tan distantes como Louisbourg, sobre la costa
atlántica.
Aunque las ciudades hayan estado dominadas por sus aristócratas, to¬
das fueron centros comerciales y sustentaron a un meollo de familias mer¬
cantiles. En Montreal traficaron con pieles, en Quebec se dedicaron a las
importaciones y exportaciones y en Louisbourg se ocuparon de la pesca
y de los barcos, pero cualquiera que haya sido su especialización, los co¬
merciantes se definieron a sí mismos como un grupo aparte, dueños del
crédito, de la contabilidad y de las negociaciones comerciales. Los comer¬
ciantes eran también proveedores; proporcionaban a la gente de las ciu¬
dades del siglo xviii en la Nueva Francia ron, melaza y café procedentes
de las colonias francesas del Caribe, y lujosas telas, ropas, joyas, vinos y
licores y hasta libros y objetos de arte procedentes de Francia, todas
ellas mercancías que prácticamente no se conocían en absoluto fuera de
las ciudades.
Las casas mercantiles de los puertos de Francia a menudo enviaron a
un hijo o un protegido para encargarse de los géneros que enviaban por
barco a la ciudad de Quebec. Pero aparte de Quebec, pocos de los comer¬
ciantes establecidos en la colonia habían llegado con mucho dinero, y
su capital solía estar inmovilizado y sujeto a riesgo. Los negocios mer¬
cantiles eran empresas de familia. En los más pequeños, la esposa del
mercader comúnmente ayudaba a llevar la tienda, y aun en los más gran¬
des una viuda podía hacerse cargo de la administración del negocio du¬
rante años. Hasta las familias de los comerciantes menos acomodados
gozaban de un nivel de vida superior al de la mayoría de los colonos y,
en potencia, podían llegar a volverse más ricos que los aristócratas. En la
aristocracia, los comerciantes encontraron clientes y socios tanto para
los negocios como para concertar alianzas matrimoniales, pero las fa¬
milias burguesas parecen haber sentido menor inclinación por la vida os-
tentosa que definía a la élite.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 179

Sobre el tamaño y la actividad de esta burguesía mercantil influyeron


siempre las limitaciones económicas de la colonia. El control del esen¬
cial comercio de pieles lo ejercía finalmente la Compagnie des Indes Occi¬
dentales, el monopolio metropolitano que compraba y transportaba los
suministros de cada año. Puesto que el transporte transatlántico entre
Francia y Quebec estaba dominado por las casas de la metrópoli, la ma¬
yor parte de las cargas enviadas a la colonia pasaban por las manos de
tan sólo unos pocos agentes locales establecidos en Quebec. Los comer¬
ciantes podían actuar como tenderos para la gente de la ciudad y prestar
toda una gama de servicios comerciales, pero dado que la mayoría de los
colonos eran aún agricultores en gran medida autosuficientes, había po¬
cas oportunidades de diversificación.
Montreal era la ciudad más limitada en su comercio. Siendo pocas las
oportunidades que se les ofrecían fuera del comercio de pieles, las fami¬
lias de comerciantes de Montreal, como la de los Gamelin, se hacían car¬
go de organizar las brigadas de vovageurs y de proveer a sus actividades
a grandes distancias. Fueron los Gamelin quienes financiaron la mayo¬
ría de las exploraciones de La Vérendrye por el Oeste y quienes lo lleva¬
ron a juicio cuando no pudo pagarles sus deudas. Louisbourg era la que
ofrecía las mejores oportunidades comerciales: su situación en la costa,
sus diversos vínculos comerciales y una activa participación en la pesca
del bacalao dieron sustento a un rápido crecimiento de la actividad en el
comercio, las pesquerías y los transportes marítimos. Los comerciantes
de Quebec también sacaron provecho de la expansión comercial del si¬
glo xvni y del creciente mercado de exportación de trigo y maderas. Dos¬
cientos barcos se construyeron en los alrededores de Quebec entre 1720
y 1740, y los empresarios locales comenzaron a utilizarlos para trans¬
portar mercancías a lie Royale y a las islas francesas del Caribe. A medi¬
da que fue aumentando el tráfico por barco en el río y en el golfo, algunos
comerciantes de Quebec comenzaron a invertir en establecimientos de
pesca y de tráfico de pieles en Gaspé y a lo largo de la ribera meridional
del golfo, hasta los confines del Labrador. Uno de los más activos, en la
década de 1750, fue la viuda de Fornel, Marie-Anne Barbel. Habiendo
enviudado en 1745, luego de haber dado a luz a 14 hijos, transformó las
empresas de pesca y comercio, que su esposo tenía en la costa norte, en
un próspero negocio, luego colocó sus ganancias en bienes raíces en la
ciudad de Quebec y se retiró para vivir cómodamente hasta la edad de
90 años.
Dicho de otra manera, existió un buen clima comercial, y un talento
empresarial dispuesto a aprovechar cualesquier oportunidades que se
presentasen en la Nueva Francia. Pero los mercaderes canadienses estu¬
vieron sujetos a un doble dominio. La subordinación de los tráficos prin¬
cipales de la colonia al control ejercido desde Francia, y la poca inclina¬
ción de la Corona a fomentar empresas que pudiesen dar lugar a que la
colonia compitiese con la Madre Patria, les dejó a los súbditos colonia¬
les una esfera limitada para su actividad comercial. Al mismo tiempo, las
Originalmente policro¬
mado y dorado, este
ángel arrodillado en
madera de pino fue he¬
cho alrededor de 1775
por un artesano de
Quebec, Frangois-Noel
Lavasseur (1703-1794),
y debió ocupar un ni¬
cho en la iglesia. Su
estilo refleja la popu¬
laridad perdurable del
modo barroco que flo¬
reció en Europa desde
principios del siglo xvn
hasta fines del xviu.

Este sillón "salamandra” con asien¬


to de enea, fechado c. 1720-1740, es
un ejemplo espléndido de una for¬
ma exclusivamente francocana-
diense. Característico de los mue¬
bles fabricados hacia el final del
régimen francés, nos indica el ele¬
vado nivel de destreza alcanzado
por los artesanos coloniales, los
cuales generalmente desdeñaron
las estilizaciones más adornadas
de sus colegas de la vieja patria.
Sólo un miembro de la élite ur¬
bana habría encargado tal mueble.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 181

posiciones sociales y los beneficios del poder que, de otra manera, hubie¬
sen podido sustentar a la burguesía estuvieron firmemente en manos de
la aristocracia. La Nueva Francia, al parecer, poseyó una comunidad mer¬
cantil todo lo grande e influyente que las circunstancias coloniales permi¬
tieron, pero que nunca fue capaz de desafiar el dominio de la élite aris¬
tocrática.
Las ciudades de la Nueva Francia albergaron también a una clase tra¬
bajadora de artesanos y personal de servicio. El meollo de la comunidad
artesana estaba formado por los obreros especializados en algo, en la
construcción de casas, carpintería, ebanistería y herrería. Las ciudades
daban sustento también a carniceros, panaderos, posaderos y a ciertos
proveedores de lujos para la élite: productores de pelucas, costureras y
sastres. Fueron apareciendo poco a poco algunas industrias. Una fundi¬
ción de hierro, Les Forges Saint-Maurice, se estableció cerca de Trois-
Riviéres en la década de 1730. Aunque sus fundadores cayeron en ban¬
carrota, siguió trabajando con subsidios reales y produjo muchos de los
arados y las estufas de los colonos. Más adelante, unas cuantas indus¬
trias cerámicas y artesanales comenzaron a aparecer, pero las industrias
nuevas más importantes fueron las vinculadas a las empresas de cons¬
trucción de barcos de Quebec, que dieron trabajo a muchos carpinteros,
toneleros y gente de otros oficios. Casi todos los artesanos coloniales te¬
nían pequeños talleres familiares, constituidos por el maestro y su esposa
y uno o dos aprendices, que la mayoría de las veces eran hijos de otros
artesanos urbanos. Al igual que en la comunidad mercantil, las esposas
y las hijas podían ser parte activa de una empresa familiar de la clase
trabajadora, y el ingreso aportado por ellas solía ser esencial. Frecuente¬
mente, las esposas de los artesanos se ocupaban de pequeñas tabernas,
cosían ropas para la venta, ayudaban en la administración del taller y
llevaban las cuentas de la familia.
A pesar de las distancias sociales que los separaban, nobles, mercade¬
res y artesanos vivían muy cerca unos de otros en las atestadas ciudades,
y en los hogares de los tres grupos había criados. Algunos de estos últi¬
mos se reclutaban en Francia, pero las mujeres eran más numerosas que
los hombres en el servicio doméstico y en su mayoría habían nacido en
Canadá. En la década de 1740, más de la mitad de los sirvientes de la ciu¬
dad de Quebec eran huérfanos o hijos de familias empobrecidas, pues el
servicio doméstico era una de las maneras en que la comunidad atendía
a sus niños dependientes. Incorporados a un hogar mejor acomodado
desde temprana edad, estos sirvientes jóvenes recibían casa y comida a
cambio de su trabajo hasta que (como se decía en algunos de los contratos
de los sirvientes) "se casasen o recibiesen una compensación de otra clase .
Entre los sirvientes de las ciudades había también esclavos, pues la
esclavitud había sido aceptada en la Nueva Francia desde los tiempos de
Champlain. Algunos fueron negros llevados a la colonia desde Africa a
través de las colonias de plantación del Caribe, pero más numerosos
eran los hombres y mujeres adquiridos como cautivos de guerra de la Nue-
182 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

va Francia y sus aliados indígenas. Aunque se consideraba que los escla¬


vos negros eran trabajadores esforzados y representaban un buen valor,
los aristócratas al parecer prefirieron a los esclavos llamados pañis (por la
tribu pañi, aun cuando procediesen de muchas tribus e inclusive algu¬
nos fuesen innuit), a quienes se consideraba más exóticos y decorativos.
En Canadá, los esclavos nunca fueron numerosos o esenciales como lo
fueron en las plantaciones coloniales sureñas, y a la mayoría se les com¬
pró únicamente para el servicio doméstico. A algunos esclavos se les per¬
mitió casarse y a unos pocos inclusive se les dio la libertad, pero por lo
general sus vidas fueron muy duras y a menudo breves. Mathieu Léveillé
estuvo enfermo durante toda la década que se pasó en la ciudad de Que-
bec, a la que lo habían llevado para cumplir la ignominiosa tarea de verdu¬
go, y murió allí a los treinta y tantos años. Una esclava de Montreal, Marie-
Joseph-Angélique, encontró un fin más impresionante: fue ejecutada por
haber iniciado el fuego que destruyó allí cerca de 50 casas, en 1734.
Comparadas con las ciudades europeas de la época, las urbes de la
Nueva Francia eran demasiado pequeñas como para tener un número
considerable de desposeídos, y, como carecían de industrias, jamás fue¬
ron un imán para los pobres del campo. Lo más semejante a una clase
urbana desposeída eran los soldados de las compañías de la infantería
de la Marina que formaban las guarniciones de las ciudades. Reclutados
en Francia para servir en la Nueva Francia “como tuviese a bien el rev”
—es decir, indefinidamente—, los soldados se alojaban entre la gente de
la ciudad y con algunos agricultores cercanos. En tiempos de paz, se les
podía contratar como trabajadores, y quienes eran absorbidos por la co¬
lonia podían solicitar licencia para casarse y establecerse. Pero la pre¬
sencia de varios centenares de jóvenes solteros sujetos a una poco rigu¬
rosa disciplina militar podía dar origen fácilmente a perturbaciones del
orden. Los soldados eran culpables de gran parte de los robos pequeños
y de los alborotos de borrachos en las ciudades. A medida que la pobla¬
ción militar fue creciendo, el número de hijos bastardos aumentó marca¬
damente en las zonas de alojamiento de tropas.
Contra el fondo de la sociedad rural, las ciudades de la Nueva Francia
nos parecen casi otro mundo. El comercio, la medicina, las artes y oficios
y el saber eran todos propios de las ciudades. Los tribunales de justicia
reales apenas si funcionaban más allá de los límites de éstas (aunque los
seigneurs podían juzgar y a veces juzgaban de los casos de sus arrenda¬
tarios en sus propios tribunales). Las ciudades eran también los centros
de la vida artística. Una fuente de apoyo para las artes la constituía la
ostentación aristocrática. Aunque no fuese muy cultivada, la élite sí dio
sustento a orfebres, retratistas y otros artesanos de calidad, de los cuales
sobreviven algunos trabajos de considerable valor. Los plateros también
sacaron provecho de la diplomacia indígena, pues la “plata de cambio”
producida en la colonia se regalaba frecuentemente a los dirigentes na¬
tivos en prenda de amistad y alianza. El patrono más importante de las
artes fue la Iglesia, que no sólo ejercía casi un monopolio sobre la educa-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 183

ción, las ciencias y el saber en general, sino que también encargaba la


producción de considerables cantidades de arte religioso. La mayor par¬
te de la pintura y la escultura de la Nueva Francia fue eclesiástica, y pro¬
porcionó imágenes santas, pinturas en ex votos, ornamentos y artícu¬
los para el altar solicitados por las iglesias y los conventos. La música
seria, en particular la de órgano y coral, era casi por completo un coto
clerical. Marc Lescarbot, uno de los compañeros de Champlain en la
Acadia, montó una obra, Le Théátre de Neptune, en Port Royal en 1606,
y en la década de 1690 el obispo Saint-Vallier se quejó de la representa¬
ción del Tartufo de Moliere en la ciudad de Quebec, pero en la colonia
no abundaba la literatura y la tradición de escritura no utilitaria apenas
existía, aparte de que jamás hubo una imprenta. Con unas cuantas ex¬
cepciones, hasta en las bibliotecas personales de la gente acomodada
predominaban los libros devotos y los manuales prácticos de comercio,
ciencias o geografía. Al parecer, podemos sacar en conclusión, sin pecar
de injustos, que la actividad artística e intelectual en la Nueva Francia
fue limitada, convencional y compatible con los gustos establecidos de
la élite dominante y del clero.

Esta recámara pintada a la cal se ve muy severa para nuestros gustos actuales,
pero una familia de la Nueva Francia se hubiese sentido orgullosa de poseerla. Con
ropas suficientes como para necesitar un armario, con tiempo para hacer alfom¬
bras y muebles de madera torneada, y con una chimenea para calentar su habita¬
ción, las personas que vivieron aquí deben considerarse acomodadas.
184 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

La vida de los habitants

Las ciudades dependían del campo en lo que toca al abastecimiento de


alimentos, por lo menos de los básicos, y hubo siempre algún movimien¬
to de ida y vuelta entre gente de las ciudades y del campo. Los hijos de
los habitants a veces se pasaban unos cuantos años trabajando como
aprendices urbanos, y aquellos que habían pasado algunas temporadas
como voyageurs tenían algunos conocimientos del comercio urbano. Pero
el vínculo no era muy fuerte; hasta los patrones de los nacimientos y las
muertes en las ciudades eran diferentes. La gente de la ciudad se casaba
a edad más avanzada y tenía menos hijos que los agricultores. La mor¬
talidad infantil era más común en las ciudades, debido quizás al amon¬
tonamiento de gente y a las enfermedades, pero debido también a que la
gente acomodada de la ciudad, al igual que en Europa, rutinariamente
confiaba a nodrizas a sus niños recién nacidos, por lo cual un número
desproporcionado de ellos morían.
Si en el siglo xviii había en las ciudades relaciones complejas —comer¬
ciantes prósperos y artesanos de la clase trabajadora sometidos a la

Sala de estar del periodo 1750-1820, típica de una casa urbana próspera. Los muebles
finos de la Nueva Francia exhibieron primero la influencia del estilo Luis XIII (co¬
mo se ve en los tableros tallados del armario), y más tarde la del estilo Luis XV,
más sencillo, hasta la conquista británica en 1760, cuando quedó interrumpido el
contacto directo con la Madre Patria. La estufa de hierro fundido de seis placas, que
lleva la marca’F. St. M." (es decir, Forges Saint-Maurice), data de c. 1810.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 185

nobleza, aristócratas aficionados a la ostentación así como al dinero o


al crédito necesario para mantenerla, y soldados, criados y esclavos a la
búsqueda de acomodos seguros—, la Nueva Francia rural estaba toda¬
vía poblada abrumadoramente por personas que a los ojos del hombre
moderno (al igual que para la mayoría de sus contemporáneos urbanos)
parecían ser todas iguales. Más allá de las ciudades había pocos aristó¬
cratas, comerciantes o artesanos, no había esclavos y no abundaban los
sirvientes. La Nueva Francia rural estaba formada por granjas y más
granjas llenas de familias de campesinos.
La gente del campo, por su parte, no lo veía de la misma manera. En
primer lugar, rechazaban el término de “campesino” y preferían el de
habitant, y daban por sabida su libertad de desplazamiento, de vender o
heredar sus arrendamientos de tierras y de organizar sus vidas con poca
interferencia directa de los seigneurs, los comerciantes o los funciona¬
rios reales. En las primeras décadas dei siglo xvn, los habitants aún pro¬
ducían gran parte de sus propios alimentos, y la escasez de artesanos
rurales nos sugiere que todavía debían estar haciendo muchas de sus
propias herramientas y cacharros. Sin embargo, la mayoría de ellos pro¬
bablemente vivían mejor que sus padres del siglo xvn, en parte gracias
al legado de logros trasmitidos a ellos por los precursores, y en parte
gracias a la filtración de la prosperidad general. A consecuencia de esto,
algunos habitants tuvieron tiempo y oportunidad para crear estilos ca¬
racterísticamente canadienses de tallado de madera y fabricación de
muebles, de modo que sus hogares no sólo eran un poco más grandes
sino que también estaban mejor amueblados, así como calentados tal
vez por una estufa de la fundición de Saint-Maurice. En algunas zonas
la prosperidad rural atrajo inclusive a comerciantes bien dispuestos a
intercambiar productos importados por excedentes de granos; algunos
habitants vistieron ropas hechas con telas importadas o consumieron
un poco de azúcar o de ron también importados.
La llegada de los comerciantes parece haber dado lugar al crecimiento
de las primeras aldeas rurales de la colonia. Las granjas, por lo común, se
extendían a lo largo de un camino o de un río, pero unas cuantas aldeas
aparecieron ya bien establecido el régimen francés, por lo común en tor¬
no a uno o dos comerciantes. El ejemplo más notable es el de Frangois-
Auguste Bailly de Messein, hijo de un oficial de la Marina que renunció
a ella hacia 1730 para dedicarse al comercio en el campo en Varennes, río
abajo y en la ribera del frente de Montreal. Comprando granos, vendien¬
do artículos importados y prestando dinero, se hizo lo suficientemente
rico como para proporcionar a sus hijos una educación de élite que les
devolvió el rango que antes había tenido, aunque precariamente, su abue¬
lo, hasta el punto de que uno de ellos llegó a ser obispo auxiliar de Que-
bec. El caso de Bailly, sin embargo, parece haber sido poco común, y las
actividades de los escasos comerciantes rurales parecidos a él no modi¬
ficaron grandemente los usos tradicionales. En general, los habitants
del siglo xviii parecen haber absorbido algo del espíritu comercial con
186 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

sus posibilidades de mejoramiento del nivel de vida y sus riesgos mor¬


tales de endeudamiento creciente— sin cambiar por ello mayor cosa sus
vidas o su comportamiento. Algunos agricultores, dotados de buenas tie¬
rras e hijos fuertes o tal vez simplemente de una mayor pericia y ambi¬
ción, casi siempre tuvieron más trigo del mínimo que necesitaban para
atender a sus gastos esenciales. Pero la prosperidad podía parecerles un
callejón sin salida a agricultores menos afortunados que se habían sen¬
tido tentados a comprar más y luego se habían debatido bajo el peso de
una deuda creciente. Si los codiciosos mercaderes, los hambrientos ha¬
bitantes de las ciudades y los exigentes seigneurs parecían ser los benefi¬
ciarios principales de su trabajo, los habitants podían simplemente re¬
ducir su producción una vez alcanzado un nivel cómodo. El intendente
Gilíes Hocquart los acusó de hacer precisamente eso en 1741.
Era común la crítica urbana de los habitants rurales. “Los canadienses
del común son indóciles, tercos y no hacen más que lo que les da la ga¬
na”, dijo de ellos un oficial militar en 1752. Le ofendió particularmente
el verlos jinetear sus propios caballos, “que no usan más que para perse¬
guir a sus amantes”. El intendente Hocquart, que opinaba que los cana¬
dienses “no tienen ese aire tosco y rústico de nuestros campesinos fran¬
ceses”, afirmó que “tienen una opinión demasiado buena de sí mismos, lo
cual les impide lograr todo lo que podrían conseguir”. Echó a los largos
inviernos la culpa de su ociosidad.
Tales maledicencias reflejaban el abismo que separaba la ciudad del
campo; no tomaban en cuenta la habilidad con que los habitants salían
al paso de los desafíos incesantes de la vida campesina. Cada familia te¬
nía que hacer frente a la dura obligación anual de producir lo suficiente
para pagar sus rentas y sus diezmos a la Iglesia, alimentarse y apartar
las simientes para la siembra siguiente. Contrayendo deudas podía uno
paliar las malas cosechas, y las deudas podían trasmitirse a la genera¬
ción siguiente, pero cada pequeño retroceso hacía que la recuperación
fuese más difícil. Cuando una familia en apuros perdía sus escasas co¬
modidades y se volvía más pobre y enfermiza, poco a poco tenía que reti¬
rarse hacia el trabajo en granjas más pequeñas y menos productivas que
reforzaban su pobreza. La agricultura era un juego de vida o muerte en
el que casi nada estaba seguro y, a pesar de su analfabetismo y su aisla¬
miento, la mayoría de los granjeros lo jugaron hábilmente.
Las familias de granjeros conservaban un conocimiento práctico de
las partes que a ellos interesaban del código legal de la colonia, la Cos¬
tumbre de París, y los registros de los notarios estaban repletos de las
transacciones de los habitants: la compra y venta de arrendamientos de
tierras, el alquiler de herramientas y ganado y las rentes constituées me¬
diante las cuales los granjeros endeudados, al prometer a sus acreedores
un interés anual de 5 por ciento, quedaban eximidos de toda obligación de
pagar la deuda misma, la cual, en teoría, podía mantenerse para siempre.
Las transacciones legales más importantes tenían que ver con la pro¬
piedad y la herencia. Para salvaguardar la granja familiar —el único bien
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 187

Una dama francocanadien-


se con sus ropas de invierno
y un sacerdote católico ro¬
Tejidos y accesorios fueron algunas de las im¬ mano, acuatinta pintada a
portaciones principales de la Nueva Francia, pero mano que aparece como ilus¬
muchos de los habitants vistieron ropas de paño tración en Travels through
tosco, tejido en casa, aparte de hacer sus propios Lower Cañada (Londres,
zapatos y sus abrigos. La influencia indígena en 1810), obra de John Lambert
la ropa de los francocanadienses se observa en los (c. 1775-?). Aunque dibuja¬
gorros, los mocasines, las fajas y los tejidos bor¬ da durante la visita que Lam¬
dados para la cabeza que se aprecian en esta acua¬ bert hizo a América del Norte
rela (c. 1825-1830), obra de un oficial del ejército en 1806-1808, esta pareja
británico y pintor aficionado llamado J. Crawford está ataviada con vestidos
Young. Obsérvense las ubicuas pipas de arcilla que esencialmente eran los
v las coletas, comunes durante el régimen francés y mismos que se usaban en la
aun tiempo después. época de la conquista.

de la mayoría de las familias rurales—, los testamentos de los agricul¬


tores estaban repletos de cláusulas sobre propiedad rigurosamente de¬
finidas. Los contratos matrimoniales, utilizados por 90 por ciento de las
parejas canadienses, detallaban igualmente qué es lo que las familias del
novio y de la novia estaban dispuestas a dar para ayudar a la nueva pa¬
reja a establecer su propia granja. El código legal requería que las tierras
se distribuyesen a partes iguales entre los herederos, pero no podía obli¬
gar a generaciones de habitants a que realizaran interminables subdivi¬
siones de la vital granja familiar. Los padres se valieron de donaciones y
ventas para transferir intacta su tierra a un hijo elegido por ellos, quien
se obligaba en cambio a compensar a sus hermanos y a mantener a sus
ancianos padres por el resto de sus vidas.
Detrás de estos acuerdos legales existía una considerable asistencia
mutua. La familia era la base de la sociedad campesina y la mayoría de
los planes de los habitants de carácter familiar. La importancia que te-
188 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

nía la familia en estos planes quizá se aprecie con mayor claridad en la


forma como las comunidades de agricultores crecían en nuevas zonas.
Una vez ocupado plenamente un distrito rural, ya no podía sustentar a
una población mayor, y las generaciones sucesivas tenían que buscar
tierras nuevas atrás de las primeras granjas levantadas en las riberas del
río, o marcharse a otras partes de la colonia. Sin embargo, los pobladores
de los nuevos distritos no eran hombres solos que partían de la granja
familiar para trabajar en aislamiento. En proporciones sorprendentes,
las tierras nuevas fueron pobladas por grupos familiares: en un grupo
de nuevas seigneuries del siglo xvm, 40 por ciento de los colonos fueron
familias al frente de las cuales iban parejas que llevaban más de diez
años de casadas. Casi sin duda, estas familias habían hipotecado una
granja establecida en otra parte, la cual habían dejado al cuidado de un
hijo mayor o de su hermano, de manera que la familia madura pudiese
movilizar sus recursos para hacer frente a la tarea mayor del estableci¬
miento nuevo. Aunque el bienestar de algunos individuos se sacrificase,
las tierras de la familia y las perspectivas de ésta habían mejorado. Este
patrón de una expansión incesante, por el cual se preservaba la vieja tie¬
rra familiar y se la utilizaba como trampolín para lanzarse a nuevas
tierras, se mantuvo durante todo el tiempo en que sobrevivió la agricultu¬
ra de los habitants y siguió abundando la tierra. Todavía se le podía ob¬
servar en el Quebec rural durante el siglo xx.

Una sociedad madura

Los revolucionarios franceses de 1789 describieron todo lo que estaban


tratando de barrer —la monarquía, la Iglesia, la aristocracia— con el
nombre de anden régime, o "antiguo régimen”. Los historiadores se han
apropiado la expresión para describir todo un modo de vida que desapa¬
reció en la mayor parte de Europa al ir surgiendo la democracia, el ca¬
pitalismo y la Revolución industrial.
En el siglo xvm, la Nueva Francia había salido de su tormentosa ju¬
ventud pionera para convertirse en una sociedad madura del anden ré¬
gime. Como muchas sociedades europeas de su tiempo, estaba formada
por una élite pequeña y privilegiada y una vasta masa de agricultores po¬
bres. Esta estructura social reforzaba el sistema político en el que un
gobierno absoluto regía sin pensar siquiera en la existencia de institucio¬
nes representativas. Gobernadores, intendentes y obispos, todos recla¬
maban para sí una autoridad paternalista sobre los colonos. Daban por
sabidos su derecho y su obligación no sólo de gobernar en nombre del
rey, sino también de otorgar o retirar favores según les pareciese conve¬
niente y de imponer sus conceptos acerca de la manera como debían
vivir sus súbditos. Tal vez fue inevitable que descubriesen que el pueblo
era obstinado y hacía resistencia a la autoridad, pues había precedentes
de una resistencia popular al gobierno. Cuando la escasez elevaba los pre-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 189

cios de los alimentos en Montreal, las mujeres se lanzaban a las calles


para exigir la acción de la autoridad. Los soldados se amotinaron en
Louisbourg en 1744 y los habitants del campo a menudo se negaron a
cumplir con el trabajo obligatorio para la Corona o su seigneur. No obs¬
tante, la protesta popular rara vez puso en tela de juicio las estructuras
de la sociedad o del gobierno. Agentes de la autoridad real, desde el gober¬
nador para abajo hasta llegar a los capitanes de la milicia en cada pa¬
rroquia, daban a conocer a su pueblo la voluntad del rey, y no viceversa.
La gente podía refunfuñar a causa de los resultados cuando el goberna¬
dor reclutaba agricultores para las obras de construcción militar, cuando
el intendente fijaba el precio del trigo o cuando el clero reclamaba sus
diezmos, pero no se discutía mayor cosa su autoridad para hacerlo.
El catolicismo era la base de la sociedad civil. La colonia restringió
considerablemente los derechos de sus pocos protestantes, y las ense¬
ñanzas de la jerarquía eclesiástica fueron estrictas y austeras: hasta el
bailar se vio con malos ojos. Por supuesto, los curas no siempre pudie¬
ron hacer cumplir lo que decretaban. Las autoridades gubernativas no
tardaron en liberarse del dominio clerical y ciertos aristócratas de espí¬
ritu libre podían hacer caso omiso de sus dictados: en 1749, un grupo de
aristócratas se atrevió a pedirle al cura de Montreal que cambiase el ho¬
rario del servicio matutino del miércoles de ceniza, a fin de que ellos pu¬
diesen acudir a la iglesia en su camino de regreso desde el baile del mar¬
tes de carnaval, que duraba toda la noche. Hasta los curas rurales se
quejaban del relajamiento y la superstición —así como de la renuencia a
pagar diezmos— de los habitants. No obstante, inclusive cuando la auto¬
ridad temporal de la Iglesia descendió a su mínimo, existió una amplia
medida de fe popular y observancia religiosa. La Iglesia participaba en
toda clase de acontecimientos: nacimientos, muertes y matrimonios,
obviamente, pero también en la celebración de las victorias militares y
de las festividades públicas, además de encargarse de los hospitales, las
escuelas, la beneficencia y las asociaciones de artesanos. Tanto la misa
parroquial como la reunión después de la gente de la parroquia eran
acontecimientos vitales en toda comunidad.
En una colonia que crecía y construía rápidamente, existió siempre la
posibilidad de cambiar de posición social. A pesar de su situación tierra
adentro y de la rala inmigración después de la década de 1680, la colo¬
nia disfrutó de una buena cantidad de contactos con el exterior y movili¬
dad geográfica. Quebec mantuvo vínculos comerciales con Francia y, más
tarde, con las colonias de la costa atlántica. Louisbourg, en un extremo de
la Nueva Francia, v Montreal, en el otro, mantenían vínculos regulares,
aunque apenas legales, con las costas de la Nueva Inglaterra y los terri¬
torios de la "frontera" de Nueva York, y algunas personas, aparte de noti¬
cias y mercancías, iban de un lugar a otro. Dentro de la colonia, el tráfico
por tierra y por agua fue aumentando a lo largo del siglo xvm. La necesi¬
dad de abrir al cultivo tierras nuevas determinó el desplazamiento de
familias de granjeros, y un número relativamente grande de colonos, aun-
190 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

que fuesen una minoría, se casaron fuera de su comunidad local. El co¬


mercio de pieles, por supuesto, siguió atrayendo hacia el Oeste a hom¬
bres jóvenes, y allí algunos de ellos se fundieron en la sociedad nativa o
trajeron esposas a los pequeños poblados que iban creciendo en tomo de
los Grandes Lagos y el alto Misisipí.
No obstante, cualquier sociedad en la que la mayoría de la gente vi¬
viese de la agricultura de subsistencia cambiaba lentamente. La Nueva
Francia rural era en su mayoría abrumadora analfabeta y aun en las
ciudades el saber leer y escribir eran conocimientos adquiridos tan sólo
por los pocos para quienes era esencial. Se concebía la educación pri¬
mordialmente como adoctrinamiento religioso, luego como un refina¬
miento de la élite y finalmente como un entrenamiento práctico para el
desempeño de profesiones y oficios. El comercio existió e inclusive flo¬
reció en algunos lugares, pero era un comercio que encajaba cómoda¬
mente en una sociedad no comercial, y no un capitalismo revolucionario
que se hubiese lanzado a socavar los cimientos de la economía tradicio¬
nal. A pesar de las numerosas oportunidades para el cambio que ofrecía
el Nuevo Mundo, el siglo xvm presenció la maduración de la colonia si¬
tuada junto al San Lorenzo hasta convertirse en una sociedad profunda¬
mente estable y tradicional.
El haber nacido en una granja significaba una aplastante probabili¬
dad de vivir la vida entera en una insoportable (para nuestro gusto) sim¬
plicidad, ignorancia y duros esfuerzos. No obstante, dentro de ese mundo
fijo y exigente era posible —mediante el trabajo, la buena suerte o un
buen matrimonio— para albañiles, voyageurs, habitants o sus hijos mejo¬
rar considerablemente su situación. La sociedad podía ser muy dura con
todo aquel que perdiese su lugar seguro en ella, pero en su mayoría la
gente se mantenía cerca de las circunstancias en que había nacido y te¬
nía asegurados la comida, la casa, un modo de ganarse la vida y un interés
en la comunidad.

La Guerra de la Conquista

El origen de los conflictos que pusieron fin al imperio francés en el conti¬


nente norteamericano se encuentra parcialmente en la buena fortuna de
Francia durante las décadas anteriores de paz. En la primera mitad del
siglo, el crecimiento del comercio de pieles, la agricultura y las pesque¬
rías de la Nueva Francia no hizo sino tipificar la manera como el comer¬
cio francés había prosperado en Europa y en el intercambio de ultramar
hasta la remota India. La constitución de un imperio comercial francés
que abarcase el mundo entero pareció ser una aspiración realista en esas
décadas, pero sin duda alguna se lo habrían de disputar los intereses co¬
merciales británicos que perseguían la misma finalidad. Había quedado
preparado el terreno para un gran enfrentamiento entre las dos grandes
potencias imperiales y mercantiles de la Europa del siglo xvm. La batalla
comenzó cuando la Gran Bretaña se lanzó a la guerra, primero contra
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 191

España en 1739 y después contra Francia en 1744. Pero a pesar de los mó¬
viles que estaban siendo definidos, esta guerra no se convirtió en una ple¬
na lucha colonial anglo-francesa. La Gran Bretaña pasaba por una crisis
interior —las aspiraciones del príncipe Carlos al trono británico en 1745-
1746— y las alianzas europeas tradicionales, una vez más, atrajeron a am¬
bas potencias a una lucha continental inconclusa que se disipó en 1748. En
Canadá, cuyos límites parecían seguros, el marqués de Beauharnois, an¬
ciano oficial naval que había sido su gobernador desde 1726, no enten¬
dió que fuese necesario añadir luchas locales a la guerra imperial.
Los únicos sucesos militares de importancia para la Nueva Francia se
concentraron en Louisbourg. A lo largo de 30 años, la colonia francesa
de lie Royale había fortalecido el papel desempeñado por Francia en el
comercio del bacalao, así como su presencia militar en la costa del Atlán¬
tico. La declaración de guerra en el continente creó una oportunidad
para ejercer este poderío y en 1744 Louisbourg se apoderó de un pueste-
cito pesquero de la Nueva Inglaterra en Canso, en la Nueva Escocia, es¬
tuvo a punto de capturar Annapolis Royal, lugar en que se encontraba la
única guarnición británica de la Acadia, y lanzó a sus corsarios en con¬
tra de los barcos británicos. Hasta en tiempos de paz, la mera existencia
de Louisbourg había bastado para provocar el resentimiento de las colo¬
nias británicas norteamericanas, particularmente de Massachusetts. Los
de la Nueva Inglaterra habían comerciado de buena gana con los de
Louisbourg, pero la presencia francesa en territorio que la Nueva Ingla¬
terra consideraba como su propio interior jamás había sido aceptada, y
los éxitos franceses de 1744 generaron una rápida respuesta consistente
en una fuerza de invasión de la Nueva Inglaterra que puso en su mira a
lie Royale.
lie Royale no era un blanco fácil, pues Francia había fortificado Louis¬
bourg hasta el punto de que sólo una artillería de sitio pudiese amena¬
zarla. Considerando la carencia de organización militar formal en la Nue¬
va Inglaterra, Francia creyó que no podía lanzarse una amenaza seria
contra lie Royale salvo desde Inglaterra, y por eso Louisbourg tenía sólo
una guarnición y abastecimientos de tiempo de guerra cuando un ejérci¬
to formado apresuradamente con la milicia de la Nueva Inglaterra, apo¬
yado por una flota británica procedente del Caribe, se presentó ante la
fortaleza en mayo de 1745. El tamaño de esta fuerza sitiadora dejó ver
el poderío latente de las colonias británicas de América del Norte. Los
pequeños poblamientos que los colonizadores del siglo xvn habían esta¬
blecido a lo largo de la costa atlántica habían crecido hasta convertirse
en las grandes y poderosas Trece Colonias. Todas juntas tenían ya más de
un millón de habitantes, y sus pueblos y granjas habían penetrado con¬
siderablemente por el interior desde sus comienzos en la costa. Canadá,
con sus extensas alianzas nativas y sus tradiciones militares, se había
impuesto siempre a los estadunidenses en las luchas por los territorios
salvajes, pero en la costa la ventaja era a la inversa. El ejército de 4 000
hombres de la Nueva Inglaterra había sido reclutado, equipado y despa-
192 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

Los indígenas y los pescadores visitantes pudieron disfrutar para ellos solos de la
excelente bahía de Chehucto hasta (¡ue una flota de soldados y colonos británicos,
al mando del coronel Edward Comwallis, recientemente nombrado gobernador de la
Nueva Escocia, llegó para fundar Halifax en 1749. Con ellos venía un joven de
18 años, Moses Harris, entomólogo y grabador, cuyo Plano de la bahía de Chebuc-
to y de la ciudad de Halifax (con puerco espín y mariposas), fechado en 1749 y
publicado en el número de febrero de 1850 de The Gentlemans Magazine, es con¬
siderado como el primer registro gráfico de la nueva colonia.

chado hacia el norte con sólo unos cuantos meses de preparación, pero
bastó con ello. En seis semanas de sitio, machacaron las murallas de
piedra de la fortaleza en tanto que su bloqueo naval impidió la llegada
de cualquier auxilio desde Francia. Louisbourg capituló a fines de junio de
1745.
Los colonos de lie Royale fueron precipitadamente deportados a Fran¬
cia y con ellos se fue el poderío militar de este país en la costa atlántica.
Como lie Royale se había encargado de gran parte de la exportación de
granos de Canadá, los precios del trigo en Quebec se vinieron abajo, y
puesto que Louisbourg había sido considerada siempre como el bastión
exterior de la colonia del San Lorenzo, se inició una urgente campaña de
construcciones para proporcionarle a la ciudad de Quebec algunas mu-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 193

rallas. Ni la Gran Bretaña ni sus colonias norteamericanas hicieron nada


después del triunfo de Nueva Inglaterra en lie Royale. No hubo nuevas
acciones militares de consideración y el tratado de paz de 1749 restauró
la posesión francesa de lie Royale como parte de una devolución gene¬
ral de conquistas. En el plazo de un año, Louisbourg volvió a ser tan acti¬
va, poblada y próspera como siempre; desde 1750, algunos de los hombres
de la Nueva Inglaterra que la habían sitiado en 1745 estaban regresando
para comerciar allí. La primera escaramuza de la guerra de mediados de
siglo no había resultado decisiva. Sin embargo, aun sin que desde Europa
se ejerciese presión para un arreglo general de cuentas entre las dos po¬
tencias comerciales, hubo varios lugares de América del Norte en donde
el choque entre los intereses franceses e ingleses amenazaba con conver¬
tirse en un gran conflicto.
En el Canadá atlántico, la restauración del control francés sobre lie
Royale no había restablecido el statu quo. En parte para compensar la
devolución de Louisbourg a los franceses, la Gran Bretaña inició un es¬
fuerzo serio para establecer su propio control de la tierra firme de la
Nueva Escocia. En 1749, dos regimientos y 2 500 colonos reclutados en
Inglaterra llegaron a la bahía de Chebucto para fundar la ciudad de Hali-
fax. Para ampliar la colonia, 1 500 “protestantes extranjeros” se reclutaron
en Alemania y Suiza para fundar Lunenburg, en 1753. Al principio, los
colonos mal equipados, acosados por los aliados nativos de Francia, su¬
frieron y murieron en gran número, pero la nueva colonia siguió crecien¬
do, ayudada por la llegada de unos cuantos de la Nueva Inglaterra, cuya
presencia fue el heraldo de una subsiguiente inmigración procedente de
ésta. Uno de los de la Nueva Inglaterra, John Bushell, comenzó a impri¬
mir el primer periódico de Canadá, la Hulifcix Gazatte, en 1752. A fines
de la década de 1750, Halifax había comenzado a desempeñar con se¬
guridad su papel perdurable de base militar fundamental de la Gran
Bretaña en la costa noratlántica de América, y el territorio que en la dé¬
cada de 1620 fue bautizado con el nombre de Nueva Escocia comenzó a
cobrar forma como colonia británica.
En respuesta al surgimiento de Halifax, Francia colocó una guarnición
más grande en Louisbourg y fortifico los límites meridionales del terri¬
torio que reclamaba como suyo a lo largo del istmo de Chignecto. Estos
dos acontecimientos amenazaron el aislamiento que había permitido a
los de la Acadia —que ahora probablemente sumaban unos 12 000— man¬
tenerse como enclave neutral dentro de territorio británico. Hacia la dé¬
cada de 1750, algunos de ellos comenzaron a emigrar a lie Royale y a lie
Saint-Jean. En Terranova se vislumbraba una confrontación menos di¬
recta entre británicos y franceses. Aunque la colonia británica allí esta¬
blecida estaba creciendo gradualmente en un territorio reservado para
los pescadores franceses, la verdadera competencia tuvo como motivo el
mercado de bacalao en Europa. El control sobre Terranova, alcanzado
por la Gran Bretaña en 1713, constituía una gran ventaja, pero el tráfico
francés con bacalao se había recuperado fuertemente, y era evidente que
194 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

A mediados del siglo xvm, los periódicos británicos se dedicaban ya a formar la


opinión pública respecto de muchas cuestiones políticas. La popularidad nacional
de la campaña británica por todo el mundo en contra del Imperio francés dio ori¬
gen a numerosas caricaturas de propaganda antifrancesa, como la de este grabado
de John June, inspirado en un dibujo de Louis-Pierre Boitard, impreso en Londres en
1755. Obsérvense los letreros de “Britania atendiendo a las quejas de sus america¬
nos lesionados" (parte inferior izquierda) y de "los franceses derribados en las
cataratas del Niágara" (parte centro-superior).

la acción militar en aguas de Terranova constituía una manera de resol¬


ver la competencia en torno de una industria que ya era mucho más va¬
liosa para las potencias europeas que el comercio en pieles.
Los intereses de anglos y franceses chocaron también en la frontera
suroccidental de la Nueva Francia, región donde Canadá había parecido
seguro desde el tratado de neutralidad con los iroqueses, de 1701. Hacia
la década de 1750, gente de Pensilvania y de Virginia comenzó a avan¬
zar hacia el occidente en dirección del río Ohio, que la conduciría al Mi-
sisipí. Para contener este avance hacia el oeste y conservar el tráfico y el
apoyo de los pueblos indígenas al sur del lago Erie, sucesivos goberna¬
dores de la Nueva Francia levantaron fuertes en las orillas del Ohio y sus
tributarios. Al principio, la lucha estuvo constituida solamente por esca¬
ramuzas entre los clientes nativos de los franceses y estadunidenses, pero
cuando las tropas de aquéllos y las expediciones de milicianos de éstos
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 195

quisieron hacer valer incompatibles límites territoriales, se vio que tarde


o temprano se produciría un choque directo.
Al asomar estos conflictos, la Nueva Francia fue fuertemente reforza¬
da. El número de soldados de las compañías de infantería de la Marina
se duplicó, se les añadieron compañías de artillería y se reforzaron los
cuerpos de ingenieros. Al aumentar las guarniciones, preparar expedicio¬
nes y construir fuertes nuevos, los gastos de la colonia se elevaron mu¬
chísimo. La columna de gastos del presupuesto colonial, que se había man¬
tenido por debajo de medio millón de livres al año, durante la mayor
parte de un siglo, ya había rebasado el millón de livres por vez primera
en 1744. En los primeros años de la década de 1750, los gastos anuales
de la Nueva Francia oscilaron entre tres y seis millones de livres. Aun¬
que la colonia estuviese en paz oficialmente, los gastos militares absor¬
bieron virtualmente todo el incremento.
Estos gastos —que llegarían a los 30 millones de livres en los años de
guerra de fines de la década de 1750— eran supervisados en la ciudad
de Quebec por Frangois Bigot, intendente de la Nueva Francia desde 1748.
A causa de ellos, Bigot se convirtió en una de las figuras legendarias de
la Nueva Francia, en un supuesto monstruo de corrupción que desvió
hacia sus propios bolsillos los dineros de la colonia en sus momentos de
mayor necesidad, por lo cual lo convirtieron en la causa principal del
derrumbe de la colonia. Bigot era indudablemente corrupto conforme a
las normas del siglo xx. En el año en que lo nombraron intendente, for¬
mó parte de una empresa comercial para transportar hasta la ciudad de
Quebec los artículos que compraría en nombre de la colonia, y a lo lar¬
go de la tenencia de su cargo los proveedores asociados con él habrían de
obtener grandes ganancias por las ventas autorizadas por él. Bigot se
enriqueció con su cargo, y utilizó su dinero e influencia para obtener
amantes y sufragar los gastos de su lugar destacado en el lujo alimentador
de escándalo que caracterizó a los últimos años de la sociedad virreinal de
Quebec. Sin embargo, fue la política imperial francesa, no las ganancias
de Bigot, lo que hizo que los gastos reales aumentaran 60 veces en ape¬
nas una docena de años. La Corona francesa no siempre estuvo dispues¬
ta a aceptar los costos de sus políticas y sus interminables peticiones de
economizar condujeron al nuevo gobernador, el marqués de La Galisso-
niére, a responder sarcásticamente que las guerras jamás se habían libra¬
do sin hacer muchos gastos. Reconoció que los preparativos militares
eran la causa principal de las enormes deudas de la Nueva Francia y que
mientras Versalles se quejaba de los costos, mantenía la política que los
causaba.
El uso de los cargos públicos para enriquecerse personalmente no fue
privativo ni de Bigot ni de la administración real francesa. El siglo xvm
toleró una cierta confusión de los intereses públicos y privados de parte
de los caballeros, y mientras los libros mostrasen un balance correcto a
nadie se le reprochaba mayor cosa. Lo que arrojó sobre Bigot el descré¬
dito, el exilio y la cárcel fue menos su enriquecimiento privado a costa
196 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

del Estado que la caída de la Nueva Francia y la incapacidad de la Coro¬


na para pagar sus deudas de guerra, culpas de las que se convirtieron en
chivos expiatorios Bigot y sus cómplices. De hecho, los esfuerzos reali¬
zados por Bigot para enriquecerse suministrando bienes a la Nueva Fran¬
cia casi sin duda fortalecieron los preparativos de guerra de la colonia.
Las malas cosechas y las crecientes levas para la milicia menguaron la
producción agrícola en la década de 1750 y la Nueva Francia se tornó
menos capaz de alimentarse a sí misma cuando aumentaron las guarni¬
ciones de Canadá. A pesar de los crecientes esfuerzos que se hicieron para
encontrar provisiones en la colonia —particularmente después de que un
colonial, Joseph-Michel Cadet, se hizo cargo del abastecimiento de las
fuerzas en 1756—, el hueco que quedaba entre lo que necesitaban los mi¬
litares y lo que la colonia podía proporcionar tuvo que llenarse con géne¬
ros de Europa. En este respecto, se alcanzó un sorprendente éxito. El
tonelaje de los transportes marítimos desde Francia hasta la ciudad de
Quebec se duplicó y triplicó durante el gobierno de Bigot. Cuando la gue¬
rra, la amenaza naval británica y las pólizas de seguros, cuyo precio se
elevó enormemente, expulsaron a la mayoría de los transportistas inde¬
pendientes, los socios de Bigot fueron casi los únicos que siguieron trans¬
portando los pertrechos vitales de equipos y alimentos desde Francia
hasta la acosada colonia.
En 1754, el conflicto fronterizo produjo finalmente que se liaran a gol¬
pes franceses y norteamericanos en la “frontera” de Ohio. Los soldados
experimentados y bien organizados de la Marina francesa salieron bien
librados en sus encuentros contra los voluntarios de las milicias de las
colonias británicas, pero la lucha que asomaba en el horizonte llevó a
ambos imperios a pujar más fuerte. A principios de 1755, la Gran Breta¬
ña envió dos regimientos de su ejército regular a las Trece Colonias, y por
vez primera desde las guerras iroquesas de la década de 1660, Francia
envió tropas de su ejército regular para reforzar la guarnición de la Ma¬
rina en la Nueva Francia. La guerra permaneció sin declarar mientras
ambos bandos negociaban sus alianzas europeas, pero el estado oficial
de paz no impidió ni un ataque naval británico contra el convoy de tro¬
pas francesas ni que estallaran hostilidades en gran escala tan pronto
como los regulares y sus generales llegaron a América del Norte.
Las campañas de 1755 demostraron que los regimientos del ejército
regular no habrían de transformar inmediatamente el estilo norteameri¬
cano de hacer la guerra, pues su entrenamiento en los campos de bata¬
lla de Europa no constituyó ventaja ninguna en los territorios salvajes
de América del Norte. Un comandante del ejército francés, Jean-Armand
Dieskau, fue herido y capturado en un encuentro indeciso al sur del lago
Champlain, y un general británico, Edward Braddock, fue muerto y su
ejército puesto en fuga por una pequeña fuerza de la Marina y aliados
indígenas cuando trató de marchar contra Fort Duquesne, el baluarte fran¬
cés en la región del río Ohio. Ambos bandos retrocedieron para reponer
sus fuerzas en espera de una declaración formal de guerra, en 1756.
Fundada en 1713 para restaurar el poderío francés en la costa atlántica, Louisbourg se convirtió en un
próspero puerto pesquero y comercial. Sitiada y capturada dos veces por los británicos, quedó abandonada por
una década después del segundo sitio, el de 1758, registrado con exactitud en un grabado de P. Canot, basado
en un esbozo "dibujado en el sitio" por el capitán Ince, del 35 Regimiento (Londres, Tilomas Jefferys, 1762).
198 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

El exilio de los acadios

De mayores consecuencias que estas escaramuzas en la frontera fue le


grand dérangement, la deportación de los de la Acadia en el verano y el
otoño de 1755. Para el coronel Charles Lawrence, el gobernador en fun¬
ciones de la Nueva Escocia que inició la deportación, se trató solamente
de una acción militar. Su país estaba en guerra, de hecho aunque no por
declaración, y su colonia estaba amenazada por fuerzas francesas sobre
sus fronteras y frente a sus costas. Cuando los voceros de los acadios no
aceptaron prestar un voto de lealtad incondicional, Lawrence entendió
que la expulsión de su colonia de un elemento potencialmente desleal
constituía una simple precaución.
La deportación se realizó con asombrosa rapidez. Una vez tomada la
decisión —unánimemente— por el consejo gobernante de la Nueva Es¬
cocia, en julio de 1755, Lawrence hizo pleno uso de las fuerzas que la Gran
Bretaña había acumulado en la Nueva Escocia. Cuando se contrató y abas¬
teció una flota de barcos mercantes, Lawrence ordenó a sus regimientos
capturar a los acadios, llevarlos hasta los barcos con lo que pudiesen car¬
gar consigo, y finalmente prender fuego a sus aldeas. En cosa de meses,
la Acadia dejó de existir. Aldea tras aldea, en Grand Pré, Minas, Beaubassin,
alrededor de las riberas de la bahía de Fundy, por lo menos 7 000 acadios
fueron hechos presos y enviados al exilio antes de que concluyera 1755.
Otros miles más serían desterrados en los años siguientes. Apenas 2 000
fugitivos y gente de la resistencia se mantuvieron en los bosques.
La decisión de deportar a los acadios fue fruto del cambio de circuns¬
tancias en la Nueva Escocia. En 1713, la Gran Bretaña había dejado en
paz a los acadios tanto por debilidad como por tolerancia. En las pacíficas
décadas de 1720 y 1730, los jefes británicos, de escasos recursos y caren¬
tes casi de ciudadanos que no fuesen franceses, pudieron establecer un
delicado modas vivendi que además de hacer más segura su propia posi¬
ción reforzaba las inclinaciones por la neutralidad de los habitantes de
Acadia. Hacia la década de 1750, sin embargo, la fundación de Halifax
había llevado tropas y colonos a la Nueva Escocia, y sus gobernadores y
jefes militares ya no tenían necesidad de entenderse bien con los súbditos
franceses que ocupaban las mejores tierras de la colonia. Por su parte,
los acadios, neutrales desde 1710, deseaban, como nunca antes, seguirlo
siendo en la década de 1750. No podían sino darse cuenta del creciente
poder británico en tomo a ellos, y habían seguido una política consisten¬
te en prestar poco apoyo a las tropas francesas de sus fronteras. Pero eran
gente arraigada en el país de Acadia, cuyo número ascendía a unas 10000
o 12 000 personas, establecidas durante generaciones sobre una tierra
que le habían arrebatado a las mareas de la bahía de Fundy. A pesar del
creciente poder que sobre ellos ejercía la Gran Bretaña, no pudieron creer
en la posibilidad de una deportación. Aun ante las armas de las fuerzas
británicas concentradas, creyeron que podrían negociar las condiciones
de su neutralidad, hasta el día en que se leyó la orden de deportación.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 199

Para los acadios, que se consideraron a sí mismos inocentes, impoten¬


tes y poseedores indiscutibles de un derecho sobre su tierra y su modo
de vida, la deportación significó la destrucción total de su sociedad, la que
establecieron en tierras que habían cuidado durante más de un siglo.
Lawrence había ordenado que se les distribuyese “entre las diversas co¬
lonias del continente” —ninguna colonia norteamericana los habría
aceptado a todos—, de modo que los barcos descargaron a sus pasajeros
en puertos situados a todo lo largo de la costa atlántica, desde la Nueva
Inglaterra hasta Georgia. Los oficiales de Lawrence no hicieron esfuer¬
zos directos para dividir a las familias a medida que abordaban sus barcos,
pero como las familias de los de Acadia constituían redes amplias, in¬
terrelacionadas, todos los exiliados perdieron a la mayor parte de las
personas a las que consideraban miembros de su familia. Y aunque no
existiese un plan para matar de hambre o por enfermedades a los prisio¬
neros, las penalidades del traslado determinaron que hasta un tercio de
los exiliados quizá muriesen de enfermedades contagiosas poco conoci¬
das. En el transcurso de la campaña de deportación entre 1756 y 1762,
algunos acadios fueron mandados en barco hasta la remota Europa; en
1758, 700 de ellos murieron en un naufragio durante el viaje, y los so¬
brevivientes pasaron a ser refugiados en Francia.
Algunos de aquellos a quienes se les desembarcó en pequeños grupos
en puertos estadunidenses habrían de quedarse allí, y formar una pe¬
queña minoría a la que no se tenía afecto, en el corazón de una sociedad
extraña. Otros comenzaron a desplazarse en cuanto pudieron hacerlo,
hacia el Caribe francés, la Luisiana o el valle del San Lorenzo. Después de
terminada la guerra en 1763, grupos pequeños comenzaron a regresar,
por tierra o por mar, a la Acadia, en un proceso lento, parte por parte,
asombrosamente persistente, que se llevó dos décadas concluir. Pero la
Acadia a la que habían querido regresar ya no existía. Nuevos colonos
se habían apropiado rápidamente de las viejas tierras protegidas por
diques, las mejores de la Nueva Escocia, y los exiliados que regresaban
tuvieron que hacerse nuevos hogares en zonas que antes habían sido
despreciadas. El centro de la Acadia se desplazó hacia el oeste, a Nueva
Brunswick, en donde la memoria compartida de la deportación y la pér¬
dida fue el elemento básico de la formación gradual de una nueva so¬
ciedad acadia.

El camino hasta las Llanuras de Abraham

En la primavera de 1756 se hizo la declaración formal de lo que pasó a


ser conocido (por sus fechas europeas de 1756-1763) como la Guerra de
los Siete Años. Puso también en primer plano a tres de las principales
personalidades del conflicto, dos francesas y una británica. Pierre de Ri-
gaud de Vaudreuil, hijo del gobernador que había dirigido los destinos
de la Nueva Francia a principios de siglo, había sido nombrado gober¬
nador general en 1755. Canadiense de nacimiento, Vaudreuil había sido
200 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

educado en la tradición secular de la Nueva Francia, que consistió en lie-


var la guerra al enemigo mediante correrías en la frontera, y conocía la
necesidad que tenía la colonia de mantener sus alianzas con los nativos.
Vaudreuil no tardó en sentir resentimiento por el desdén que mostraban
los oficiales del ejército regular por las tropas coloniales, que tal vez no
eran tan refinadas pero sí mucho más diestras en el arte de hacer la gue¬
rra en América del Norte. En 1756, Vaudreuil adquirió un subordinado
que habría de convertirse en rival, Louis-Joseph de Montcalm, veterano de
las guerras europeas, que fue nombrado nuevo comandante de las tropas
del ejército en la Nueva Francia. Seguro de sus propias capacidades y
propenso a la crítica sarcástica de las ideas rivales, a Montcalm le resul¬
tó siempre difícil acatar al gobernador Vaudreuil, pues no podía tomar¬
se en serio la experiencia colonial de éste. Dada la creciente profesiona¬
lizaron de la lucha colonial, consideró que era necesario mantener
intacto su ejército, y no aceptó la voluntad de Vaudreuil de proteger fron¬
teras dispersas sobre grandes distancias. Montcalm nunca compartió la
voluntad de los colonos de salvar la Nueva Francia a toda costa. Para él,
Canadá era uno más de los numerosos campos de batalla franceses y es¬
peculaba en torno a las condiciones conforme a las cuales el Rey podría
aceptar su rendición. Él y Vaudreuil tenían que chocar.
El tercer personaje que apareció en 1756 fue William Pitt, el político
británico que en ese año venció la oposición de Jorge II y se convirtió en
primer ministro. Pitt estaba firmemente decidido a luchar contra Fran¬
cia en una guerra colonial, antes que europea. A pesar del interés del Rey
en la defensa de las tierras de su familia alemana y sus aliados, una serie
de cambios diplomáticos que se produjeron en Europa en ese año le de¬
jaron manos libres a Pitt. A menos de que Pitt fuese destituido de su car¬
go, la política británica haría hincapié en una guerra contra el Imperio
francés, en la que se incluía no sólo la derrota sino la conquista de la Nue¬
va Francia. A las fuerzas militares de la colonia francesa, la habilidad
con que sabían organizarse para la guerra les había proporcionado siem¬
pre una ventaja considerable sobre las colonias británicas, mucho más
grandes, de América del Norte, pero el creciente dominio británico de los
mares le permitía a la Gran Bretaña enviar tropas y pertrechos a las colo¬
nias en cantidades mucho más grandes que Francia. A fines de la guerra,
más de 20 000 hombres del ejército británico, cuyo número total era de
140 000, se hallaban prestando servicio en América del Norte apoyados
por un número igual de grande de soldados coloniales y por las flotas de
la Marina Real.
A pesar del empeño británico en librar la guerra en Norteamérica, los
años de 1756 y 1757 presenciaron sobre todo victorias o defensas exito¬
sas para las fuerzas francesas. Ahora la guerra se estaba desarrollando en
las fronteras occidentales, en el bastión atlántico de Louisbourg, y sobre la
vía fluvial del lago Richelieu-lago Champlain, que constituía la frontera
entre Montreal y Nueva York. Todas las partes de la colonia se vieron en¬
vueltas en la lucha y todas las alianzas con indígenas de la Nueva Fran-
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 201

cia se utilizaron para obtener el apoyo nativo. Algunos guerreros iraque¬


ses se pusieron de parte de los británicos (entre los que cabe mencionar
a un futuro jefe de los Seis Pueblos, Thayendanegea o Joseph Brant), pero
la mayor parte de la Confederación iroquesa respetó el tratado de neu¬
tralidad, a pesar de los persuasivos esfuerzos de los agentes británicos,
cada vez más influyentes, que se encontraban entre ellos.
“La guerra enriquece a Canadá”, escribió un oficial del ejército que
había observado la enorme inversión real en las fuerzas armadas de la
Nueva Francia. Pero también podría haber señalado la manera como
la guerra estaba arruinando todas las empresas de tiempos de paz, al con¬
vertir a la Nueva Francia, como nunca antes, en una sociedad en armas.
Varones de edades comprendidas entre los 16 y los 60 años habían sido
siempre reclutados, parroquia tras parroquia, para las compañías de la
milicia, y a través de estas levas hasta una cuarta parte de la población
estaba en servicio activo cada verano. La milicia formada por civiles no
sólo peleaba junto con las guarniciones de la frontera y las tropas del
ejército, sino que también prestaba apoyo a las campañas de largo al¬
cance mediante el transporte de pertrechos, la atención a los depósitos y
la construcción de caminos y fuertes. El número de bajas se fue elevando
constantemente y, como eran tantos los hombres que la guerra absor¬
bía, la agricultura y los oficios de tiempos de paz decayeron. Ya desde
1755 a Vaudreuil le preocupaban las tierras sin cultivar y el problema se
fue agravando año tras año.
Cuando la escasez elevó grandemente los precios, el dinero amonedado
desapareció y se depreció el papel moneda firmado por Bigot. Se impuso
un racionamiento, y funcionarios reales tuvieron que recorrer los distri¬
tos rurales para confiscar alimentos y granos almacenados. El ganado
de los habitants —primero reses, después cerdos y ovejas, luego también
caballos—, con gran disgusto de la gente, fue desapareciendo en las ollas.
En el invierno de 1757-1758 se produjeron graves escaseces, se decretó
una reducción drástica de las raciones y estallaron tumultos en las calles
de Montreal y de Quebec por parte de la gente airada ante la incapa¬
cidad del gobierno para controlar los elevadísimos precios de los ali¬
mentos esenciales. Quizá no se produjo una hambruna real, pero la vi¬
ruela hizo estragos entre colonos que ya habían sido debilitados poi la
mala nutrición y un invierno excepcionalmente frío.
Sin embargo, el brío moral de los colonos impresionó inclusive a Mont-
calm, que cada vez chocaba más con el gobernador general, Vaudreuil.
Montcalm era mucho más capaz de encarar la posibilidad de una derrota,
en 1757, escribió que Canadá no sería una pérdida irreparable si Francia
lograba conservar sus pesquerías. En el hambriento otoño de ese año, su
segundo en el mando, Franqois-Gaston de Lévis, elogió la determinación
de los colonos y expresó cuál era la estrategia de la Nueva Francia para
sobrevivir. “Si los ingleses no tienen en sus empresas europeas más éxi¬
to que en América”, escribió, “no podrán sostener los gastos inmensos que
esta guerra les está ocasionando". Si la pequeña guarnición y la pobla-
202 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

ción movilizada de la Nueva Francia pudiesen seguir conteniendo los


ataques de los ejércitos lanzados contra ellos, la colonia podría sobrevi¬
vir con sólo resistir más tiempo que los contribuyentes británicos.
A ñnes de 1757 Montcalm recibió autoridad del Rey para ejecutar sus
campañas libre, en gran medida, de la vigilancia del gobernador Vau-
dreuil, y en 1758 la guerra se inclinó hacia la estrategia que él había pre¬
ferido siempre. Por la pérdida de Fort Duquesne en el valle del Ohio y la
destrucción de Fort Frontenac, sobre el lago Ontario, por obra de una par¬
tida militar, el control francés de la frontera occidental empezó a debili¬
tarse. En el otro extremo de la Nueva Francia, cayó también Louisbourg,
víctima esta vez de un sitio metódico emprendido por el nuevo coman¬
dante en jefe británico, Jeffery Amherst. La ciudad resistió hasta fines de
julio de 1758 y una vez más los colonos (unos 5 000, junto con un núme¬
ro casi igual de soldados) fueron despachados a Francia por los vence¬
dores. Esta vez, Louisbourg, con sus pesquerías y sus actividades na¬
vales, ya no se restablecería. Sus fortificaciones serían demolidas y la
ciudad abandonada a la decadencia. Sin embargo, inclusive mientras el
derrumbe de las defensas exteriores de la Nueva Francia realzaba la im¬
portancia de la campaña central que había preocupado siempre a Mont¬
calm, el general francés obtuvo su más grande victoria al rechazar al ejér¬
cito británico que había avanzado hasta Carillón (llamada Ticonderoga
por los británicos), en la región sur del lago Champlain. La derrota de un
ejército inglés en Carillón y el tiempo que otro necesitó para sitiar y cap¬
turar Louisbourg determinaron que ninguno de ellos fuese capaz de avan¬
zar por el corazón de la Nueva Francia durante 1758.
“Esta campaña será decisiva”, escribió Frangois-Gaston de Lévis en
abril de 1759. Los franceses tenían apenas suficientes hombres (quizá
3 500 regulares del ejército, 2 500 de infantería de Marina colonial y 15 000
de la milicia civil) y pertrechos (la organización de Bigot llevó hasta
Quebec más de 20 barcos cargados en esa primavera) para abrigar la es¬
peranza de que, con algo de buena suerte, podrían conservar el valle del
San Lorenzo y los lagos Champlain y Ontario, para que los ingleses tuvie¬
sen que pasar otro costoso año sin victoria. Hacia la primavera de 1759, sin
embargo, las campañas coloniales de la Gran Bretaña empezaban a ren¬
dir frutos, lo cual hizo muy poco probable que renunciase a la lucha. En
ese verano, el general Amherst se apoderó de Carillón y de Fort Saint-
Frédéric en su avance obstinado, casi irresistible, por el lago Champlain,
en tanto que tropas británicas y coloniales se apoderaron de Fort Niagara
y obtuvieron el dominio sobre el lago Ontario. No era muy probable que
pudiese detenerse este avance de pinzas en 1759 o en 1760, ocurriese lo
que ocurriese en la ciudad de Quebec.
Quebec, sin embargo, fue testigo del gran enfrentamiento. Samuel de
Champlain había elegido el sitio de la ciudad 150 años antes por sus de¬
fensas naturales y su dominio del río. Ahora, en 1759, los 2 200 regula¬
res y los 1 500 infantes de Marina de Montcalm, auxiliados por no menos
de 10000 soldados de la milicia, tratarían de defender la ciudad durante
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 203

Comandante capaz y feroz


crítico de la mayoría de sus
colegas, el marqués de
Montcalm (1712-1759) se
pasó cuatro campañas tra¬
tando de conseguir que la
defensa de la Nueva Fran¬
cia se ajustase a los estilos
europeos de hacer la gue¬
rra. Herido en las Llanuras
de Abraham la mañana del
13 de septiembre de 1759,
murió al día siguiente y fue
enterrado en el convento de
las ursulinas de la ciudad
de Quebec, donde se con¬
serva su calavera. Artista
desconocido, probablemen¬
te francés, c. siglo xvm.

todo el verano contra 8 000 regulares británicos, la flota de guerra que


los había traído río arriba y el más reciente adversario de Montcalm, el
brigadier-general James Wolfe, de 32 años de edad.
“Montcalm está a la cabeza de un gran número de malos soldados y
yo estoy a la cabeza de un corto número de buenos soldados”, escribió
Wolfe durante el sitio de la ciudad. Grandes bajas y remplazos escasos
habían obligado a Montcalm a llenar las filas de sus batallones regula¬
res con civiles de la milicia, y contra estas fuerzas Wolfe preveía un en¬
cuentro decisivo en el que sus soldados bien entrenados y disciplinados se
llevarían la victoria. Montcalm, sin embargo, tenía el terreno a su favor
y rechazó todos los ataques lanzados contra sus líneas. Cuando Wolfe
ordenó su primer ataque, en las cataratas de Montmorency, en julio de
1759, fue la milicia canadiense, ajuicio de un soldado profesional la
menos “buena" de las tropas de Montcalm, la que hizo retroceder a los
regulares británicos lanzados contra ella.
Incapaz de dañar a su enemigo, Wolfe mantuvo un bombardeo de ar¬
tillería que destruyó gran parte de la ciudad de Quebec, y envió tropas
para incendiar Baie-Saint-Paul y La Malbaie, con todas las casas situa¬
das a lo largo de unos 80 kilómetros de la ribera sur, densamente poblada,
al este de la ciudad de Quebec. Hacia septiembre, Wolfe, que se hallaba
muy mal de salud, disputaba con sus oficiales y reflexionaba sobre el pro¬
cedimiento del retiro de su ejército. Primero, sin embargo, intentó un
204 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

esfuerzo final, modificando un plan que le habían presentado sus briga¬


dieres para realizar un último intento de meter en batalla a Montcalm.
Gracias al dominio por parte de su Marina, la soberbia organización de
sus regimientos y los errores de los defensores, en la noche del 12 al 13
de septiembre de 1759, Wolfe logró capturar una senda que subía por los
acantilados del oeste de Quebec. A la mañana siguiente, tenía alrededor
de 4 000 hombres, con su artillería de campaña, en las Llanuras de Abra-
ham. Había logrado obligar a Montcalm a dar batalla.
El logro de Wolfe consistente en el desembarco de su ejército no ha¬
bría condenado fatalmente a la Nueva Francia. Aplazando el enfrenta¬
miento, mientras acercaba sus cañones y rodeaba la cabeza de puente
de Wolfe con todas las fuerzas francesas por el este y el oeste, Montcalm
habría podido mejorar sus posibilidades de derrotar a la fuerza británi¬
ca, que no hubiese podido retirarse. Al estudiar la situación desde su cam¬
pamento situado al este de la ciudad, Montcalm aparentemente decidió
que no podía permitirse una demora que le daría al ejército de Wolfe más
tiempo para organizarse, y en aquella mañana se lanzó al combate con
sólo las tropas que tenía a mano. En las Llanuras de Abraham, el ejérci¬
to de casacas rojas de Wolfe formó una línea, dando cara al este, hacia la
ciudad. Después de algunas fuertes escaramuzas, las tropas de Mont¬
calm, con sus chaquetas blancas, avanzaron por el oeste hacia ellos, a gol-

Plano correcto de Quebec; y de la batalla librada el 13 de septiembre de 1759.


Navegando hábilmente por los tortuosos canales del San Lorenzo, la Marina Real
británica condujo al ejército de Wolfe hasta Quebec y le permitió desplazarse rápi¬
damente de sus campamentos en la ribera sur, río abajo, hasta Montmorency
(parte superior derecha) y corriente arriba hasta la Anse au Foulon, puerta de en¬
trada a las Llanuras de Abraham. Grabado y publicado por Thomas Jefferys, Lon¬
dres, 1759, a partir de levantamientos originales hechos por ingenieros del ejército.
COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES 205

pe de tambor y con las banderas de los regimientos flameando. Los dos


ejércitos eran aproximadamente iguales en número. Éstas eran precisa¬
mente las condiciones que Wolfe había estado buscando todo el verano,
y en una batalla que duró apenas 15 minutos, las descargas a quemarropa
de sus expertos regulares desbarataron al ejército francés. Wolfe murió
en el campo de batalla. Montcalm fue herido durante la retirada y mu¬
rió al día siguiente. Unos cuantos días más tarde, la capital de la Nueva
Francia se rindió a los británicos.
La guerra no había terminado del todo para el ejército francés. Se re¬
tiró río arriba hasta Montreal, para pelear bajo el mando de Lévis duran¬
te otro año, antes de que Vaudreuil pusiera el alto y firmara la capitula¬
ción de la Nueva Francia. Pero, para los canadienses, la batalla librada
en las Llanuras de Abraham parece haber sido decisiva. En 1759, el nú¬
mero de milicianos de la ciudad de Quebec había rebasado todas las
predicciones: chicos de 13 años y hombres de 80 se habían presentado
voluntariamente. En 1760, la milicia del territorio que aún estaba sujeto a
la autoridad francesa tuvo que ser llamada a filas so pena de muerte y
Lévis se vio obligado a adoptar las tácticas de Wolfe e incendiar las ca¬
sas de algunos milicianos remisos. Durante cinco años, una cuarta parte
de la población de Canadá había estado en armas, y finalmente habían
presenciado la guerra en su propio suelo. Todas las comunidades ha¬
bían padecido, pero la devastación había sido especialmente grande en
la ciudad de Quebec y sus alrededores. En la parte más antigua y popu-

En un grabado basado en una vista preparada por Hervey Smyth (1734-1811),


ayuda de campo de \Volfe, cjiie fue gravemente herido durante la batalla, los acon¬
tecimientos de doce horas se han condensado en un solo momento. Aquí, las
fuerzas británicas remontan el río, capturan el sendero que trepaba por los acanti¬
lados v libran la batalla de las Llanuras de Abraham, tal cual se dio en la t?iañana
del 13 de septiembre de 1759. Impreso en Londres, 1759.
206 COLONIZACIÓN Y CONFLICTO; NUEVA FRANCIA Y SUS RIVALES

losa de la colonia muchos milicianos habían regresado al hogar después


de la caída de la ciudad, para encontrar perdidas sus cosechas, hasta su
último animal robado por el enemigo y sus casas reducidas a cenizas.
No se sabe cuántos canadienses murieron durante la conquista de su co¬
lonia. Se habían producido grandes pérdidas de hombres en todos los
campos de batalla y la retaguardia había estado sujeta a desgaste cons¬
tante. En las ciudades y en el campo, por igual, todo el mundo había teni¬
do que hacer frente al hambre y a las epidemias recurrentes, y una com¬
binación de invasión y devastación económica había dejado a los colonos
con una agobiante incertidumbre acerca de su futuro. Quizá se produ¬
jeron de 6 000 a 7 000 bajas canadienses durante la Guerra de la Con¬
quista, una décima parte de la población colonial. La derrota significaba
que se podía correr la suerte de los colonos de la Acadia y de lie Royale,
pero también que a la sociedad se le ofrecía una posibilidad de revivir. A
fines de 1759, los colonos necesitaban terriblemente poder regresar a los
riesgos más manejables con los que los habitants, traficantes, voyageurs,
artesanos y los demás habían estado lidiando durante un siglo y más.
Volvieron a sus hogares, para sobrevivir penosamente durante los in¬
viernos de 1759 y 1760 y a esperar los acontecimientos en una sociedad
gobernada por extranjeros.
III. EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO. 1760-1840
Graeme Wynn

Una tierra de nombres largos y bárbaros

“¡Qué escena!”, escribió el ensayista inglés Horace Walpole al enterarse


de la caída de Quebec en 1759. "¡Un ejército, en la noche, trepando por un
precipicio, agarrándose de tocones de árboles, para asaltar una ciudad y
atacar a un enemigo fuertemente atrincherado y que lo duplicaba en nú¬
mero!" Estas alegres noticias, que llegaron tan pronto después de los pri¬
meros despachos pesimistas desde el San Lorenzo, y que remataban un
“año maravilloso de victorias” para los británicos, fueron atemperadas
únicamente por el patetismo de la muerte de Wolfe en las Llanuras de
Abraham. Se encendieron fogatas en el campo inglés; se acuñó una mo¬
neda para conmemorar la victoria; se olvidó la desmoralizadora derrota
sufrida en Montmorency; se pasaron por alto las afortunadas coinciden¬
cias que habían permitido el éxito; y el despiadado joven general que ha¬
bía lanzado a sus hombres y a los rangers estadunidenses a saquear e
incendiar una indefensa campiña en el verano de 1759 se convirtió en
héroe nacional. En la Nueva Inglaterra, donde la fe puritana y la descon¬
fianza respecto del catolicismo eran muy fuertes, y en donde las preten¬
siones francesas de soberanía sobre el interior continental limitaban los
horizontes de expansión, el fervor moral dio sentido a los lamentos por
"el bueno y valiente” oficial cuya muerte exigía "una lágrima de los ojos
de todo británico y un suspiro del corazón de cada protestante". Cuando
Benjamín West completó en 1771 su interpretación de la muerte de Wolfe,
la pintura disfrutó de una enorme popularidad. Subsiste, quizá, como el
icono más poderoso de un triunfo intensamente simbólico para el impe¬
rialismo británico. Los relatos que se han hecho del comandante inglés
invariablemente ponen de relieve su audacia táctica y su genio militar.
Aunque la resistencia francesa prosiguió después de la caída de Que¬
bec, su fin no tardó en llegar. Cuando cayó Montreal en septiembre de
1760, su capitulación nada tuvo de dramática. Rodeados y superados en
número, el gobernador Vaudreuil y sus tropas francesas no podían ha¬
cer mucho más que rendirse al general Jeffery Amherst y su artillería. Así
terminaron décadas de enconado conflicto entre franceses e ingleses en
América del Norte. Desde Fort Duquesne en el Ohio, a través del corre¬
dor Hudson-Richelieu, y más allá hasta Louisbourg y el extremo nororien-
tal del continente, la guerra se había librado durante cerca de media dé¬
cada. Beauséjour, Oswego, Carillón, Louisbourg y Quebec fueron sus
focos; y los acadios fueron sus víctimas civiles más trágicas y numerosas.

207
208 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Ejemplo excelente del arte de dibujar mapas en el siglo xvm, esta ilustración com¬
prende los límites de Quebec establecidos en 1763, los planos de las dos ciudades
más grandes de la colonia y dibujos pormenorizados de sus zonas rurales más densa¬
mente pobladas. Un mapa nuevo de la provincia de Quebec, por Thomas Jefferys
y otros (Londres, 1778), basado en exploraciones de Jonathan Carver.

Pero no se deportó a los habitantes de la Nueva Francia; Amherst les dio


garantías de libertad religiosa, derechos de propiedad e igualdad en el
comercio. En 1763, el Tratado de París confirmó su calidad de súbditos
de la Corona británica.
La desaparición del poder imperial francés en América del Norte inau¬
guró una fase en que dio un giro el desarrollo del territorio que finalmen¬
te se convirtió en Canadá. Después de la conquista, la gente de la Nueva
Francia se vio obligada a hacer frente a cambiantes circunstancias. En¬
tre 1760 y 1840, nuevos colonos dejaron su huella a través de la parte
nororiental del continente, fundaron ciudades, desmontaron campos y
construyeron caminos, casas, cercas y graneros. Muchos, pero muchos
miles de personas —hombres, mujeres y niños de anónima cuna pero no¬
table aguante y fortaleza de carácter— desempeñaron una parte esen¬
cial en estas transformaciones. Soportaron las penalidades de la migra¬
ción, las dificultades del establecimiento en los territorios salvajes, los
peligros de la pesca en el mar y del trabajo en la primera industria fores¬
tal para crear las sólidas sociedades coloniales de 1840. Pero no lo hicie-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 209

Vista de la casa del obispo con las ruinas, según se ven subiendo por la colina
desde la ciudad baja hasta la ciudad alta. Esta vista de la ciudad de Quebec, des¬
pués del bombardeo británico de 1759, se basa en el dibujo que hizo el tesorero del
Prince of Orange, uno de los barcos que daban apoyo al asalto contra las Llanuras
de Abraham. Grabado de Antoine Benoist sobre un esbozo de Richard Short.

ron sin contratiempos. El clima y las guerras afectaron sus fortunas. Sus
destinos estuvieron condicionados por fuerzas económicas y políticas
que escapaban a su control inmediato. Sus perspectivas cobraron la for¬
ma que les dieron las decisiones de los gobernantes coloniales. Y en las
sociedades provinciales, cuya gente procedía de muchos ambientes dife¬
rentes y tenía ascendientes distintos, sus vidas cotidianas estuvieron te¬
ñidas por la mezcla particular de elementos étnicos, lenguas y religión
prevalecientes en el lugar donde se establecieron.
Éstos fueron los factores que afectaron las vidas de los colonos del co¬
mún en la América del Norte Británica desde la caída de la Nueva Francia
hasta los umbrales de la época del ferrocarril. En las tres cuartas partes
de siglo que se llevó el cambio, las colonias se convirtieron a sí mismas en
un “reino diverso y dividido”. Situadas en las márgenes del Imperio britá¬
nico, "al sol de la gloria de Inglaterra”, sintieron el gran impacto del co¬
mercio imperial. Cobraron existencia dentro de una estructura imperial
administrativa cuyo objeto era poner a las sociedades coloniales bajo la
autoridad del Parlamento británico, pero que, asimismo, creó también
una trama de autoridad local que dio estructura a la vida en el Nuevo
210 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Mundo; las rebeliones en 1837 y la Guerra de 1812 fueron, de una u otra


manera, consecuencia de la presencia imperial británica y de los defec¬
tos de su sistema administrativo en América del Norte. Entre 1760 y
1840, millones de hombres y mujeres y de familias enteras llegaron para
poblar las colonias, a menudo desplazados desdichadamente por los
cambios que estaban ocurriendo en la Gran Bretaña, en ansiosa bús¬
queda de una nueva oportunidad en un Nuevo Mundo. Y la vida en las
colonias resultaba inesperadamente variada y no menos estimulante.
Hasta las ciudades nuevas, donde todo era “un remolino”, añadieron un
inesperado elemento de diversidad a la sociedad colonial.
Pero la paz en el San Lorenzo no fijó el destino de Canadá. A lo largo
de 1761, Francia e Inglaterra prosiguieron la lucha imperial conocida
con el nombre de la Guerra de los Siete Años, en India, el Caribe y Euro¬
pa. Cuando España entró en la guerra, como aliada de Francia, el con¬
flicto se extendió a las Indias Orientales. Durante unos cuantos meses,
en 1762, corsarios franceses tuvieron en sus manos San Juan y la mayoría
de los puertos pesqueros de Terranova. Pero el poderío británico se im¬
puso. Desde antes de la terminación del conflicto, un debate popular en
Londres tuvo como objeto discutir el botín de la victoria. ¿La Gran Bre¬
taña no podría quedarse con todos los territorios ocupados por sus ejér¬
citos? ¿Qué es lo que debería devolverse? Hubo quienes pidieron que se
conservara la isla de Guadalupe, productora de azúcar: indudablemen¬
te, ofrecía un futuro más lucrativo que el helado Canadá. ¿Y no era Ja¬
maica un socio comercial más importante que toda la Nueva Inglaterra?
Muchos así lo creyeron; otros no. Cuando un grupo de oficiales de sastre
—que se habían echado entre pecho y espalda unas cuantas copas— se
pusieron a discutir la cuestión cierta noche londinense, un desdichado
partidario de las adquisiciones en el Caribe “recibió el golpe de un jarro de
varios litros de capacidad que le partió la cabeza, y luego lo echaron a
patadas del grupo". Ciertamente, existían buenas razones estratégicas para
conservar Canadá. La exclusión de Francia del territorio del San Loren¬
zo prometía poner fin a la competencia internacional peletera, así como
a las correrías de los indios generadas por esa rivalidad, mientras abría
la perspectiva de una expansión comercial por el oeste y, finalmente, de
una colonización desde Nueva York.
De manera que el mapa de América del Norte se redibujó en 1763. Por el
Tratado de París, Francia se retiró de las tierras continentales. Los dere¬
chos de pesquería en la costa septentrional de Terranova y la soberanía
sobre Saint Pierre, Miquelon, Guayana, Martinica, Santa Lucía y Gua¬
dalupe fueron los únicos restos que quedaron del amplio Imperio fran¬
cés en el hemisferio americano. Al este del río Misisipí, la Gran Bretaña
extendió sus dominios desde la bahía de Hudson hasta el golfo de Méxi¬
co. España conservó la región situada al sur y el oeste del Misisipí y recla¬
mó tierras situadas en la costa del Pacífico septentrional. Fuera de los
límites del conocimiento europeo, traficantes rusos sacaron pieles de
nutria marina desde el remoto confín noroccidental del continente. En
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 211

octubre de 1763, una Proclama Real fijó la estructura administrativa del


nuevo territorio británico. Se creó la colonia de Quebec y sus límites muy
aproximadamente abarcaron la península de Gaspé y la cuenca de desa¬
güe del San Lorenzo, desde la isla Anticosti hasta el río Ottawa. La Nueva
Escocia comprendió la tierra fírme situada al norte de la bahía de Fundy,
así como las islas de Saint John y de Cabo Bretón. El Labrador, Anticosti
y las islas de la Magdalena se incorporaron a Terranova para unificar el
control de las pesquerías. La Tierra de Rupert se confirmó a la Compa¬
ñía de la Bahía de Hudson. El poblamiento al oeste de los montes Apa¬
laches quedó prohibido cuando el resto de la América británica conti¬
nental —un gran triángulo de tierras que abarcaba los Grandes Lagos y
se extendía hacia el sur entre los Apalaches y el Misisipí— fue reconoci¬
do como territorio indio.
Esta concesión a los indios fue cosa de necesidad antes que de gene¬
rosidad. Haciendo un último esfuerzo desesperado para contener la
expansión europea, las tribus indias habían llevado a cabo una serie de
sangrientas y aterradoras incursiones contra los puestos comerciales del
interior durante el verano de 1763. Brillantemente dirigidos por Pon-
tíac, guerrero ottawa, los indios habían dado muerte a más de 2 000 per¬
sonas. Pero la proclama había cobrado forma por obra de presiones en
conflicto —entre las que cabe mencionar las necesidades de gobernar a
los nuevos súbditos, de obtener territorios nuevos y de reconciliar los in¬
tereses de los traficantes de pieles, los colonos y los especuladores en el
Oeste—, así como por la necesidad de pacificar a los indios. Para el joven
George Washington, al menos, era claro que la prohibición de estable¬
cerse al oeste de los Apalaches no era más que “un expediente transito¬
rio para calmar el espíritu de los indios". Para dar satisfacción a quienes
estaban en favor de la expansión de la colonización desde las colonias
del Atlántico, tierras situadas al sur del río Ohio se separaron del terri¬
torio indio en 1768. Seis años más tarde, cuando la Ley Quebec exten¬
dió los límites de la colonia hasta incluir tanto los dominios del interior
en que se practicaba el tráfico de pieles (aproximadamente, la cuenca de
los Grandes Lagos) como las cacerías de focas del golfo de San Lorenzo,
se quitó del mapa “territorio indio".
Estos ajustes no lograron resolver los problemas y las ineficiencias del
agobiado gobierno británico en sus cada vez más rebeldes colonias norte¬
americanas después de 1763. Aunque la Ley Quebec tuvo como propósi¬
to, a largo plazo, anglicanizar a los canadienses, los de la Nueva Inglaterra
vieron con desconfianza el reconocimiento que otorgaba a las leyes ci¬
viles francesas, al sistema señorial y al catolicismo romano. Vieron con
malos ojos los nuevos límites asignados a la colonia del San Lorenzo, por
considerarlos obstáculo a su propia expansión por el oeste. Y pusieron
reparos a los impuestos británicos fijados a las colonias para sufragar
los costos de la prolongada guerra de la Gran Bretaña con Francia, y para
hacer frente al gasto de administrar los territorios recientemente adqui¬
ridos. Ya habían estallado protestas en Massachusetts, en donde un carga-
212 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

mentó de té respecto del cual los británicos exigían pagos de aranceles


fue arrojado a la bahía de Boston. Cuando la Ley Quebec se promulgó en
Westminster, junto con algunas disposiciones cuyo objeto era meter al
orden a Massachusetts, el descontento estadunidense cristalizó en Bun¬
ker Hill, en las afueras de Boston, donde milicianos trabaron combate
con la tropa británica. Aparte de esa batalla, una invasión de Canadá fue
el acontecimiento principal en el primer año de la Guerra de Indepen¬
dencia estadunidense. Saint John, al sureste de Montreal, cayó en ma¬
nos de los invasores en el verano de 1775, pero un ataque estadunidense
contra Quebec, el día último del año, fracasó y los rebeldes fueron re¬
chazados en la primavera. Cuando finalmente se hizo la paz, en 1783, los
límites de las posesiones británicas en América del Norte retrocedieron
hasta los Grandes Lagos, para definir la frontera suroriental del territo¬
rio que se convirtió en el moderno Canadá. Conocidas con el nombre
colectivo de América del Norte Británica entre 1776 y 1867, las diver¬
sas colonias que constituían este reino septentrional fueron en muy
grande medida dominio indio durante la década de 1760.
En la mitad septentrional del continente, los pueblos indígenas sobre¬
pasaban en número a los europeos en proporción de dos a uno por lo
menos, y ocupaban una superficie mucho más extensa que los recién
llegados. Ninguno de los grupos formaba una sola comunidad. Lenguas
y tradiciones separaban unos de otros a los pueblos indígenas, así como
los medios por los cuales se ganaban la vida. De manera semejante, la
población europea de la América del Norte Británica —que no rebasaba
las 100 000 personas— procedía de extracciones diversas, se dedicaba a
actividades económicas radicalmente diferentes entre sí y vivía en sitios
distintos y ampliamente dispersos. En términos generales, el poblamien-
to europeo se concentraba en dos regiones: sobre la costa atlántica y a lo
largo del río San Lorenzo. Más allá, en los bosques orientales, en las
grandes planicies del interior y sobre la costa del Pacífico, predominaban
los indios, aun cuando pequeños racimos de europeos dedicados al trá¬
fico de pieles ocupasen puestos dispersos por el interior y a lo largo de la
bahía de Hudson.
Factores estratégicos y económicos habían dado forma al poblamiento
en la costa atlántica. Considerada tradicionalmente por los funcionarios
británicos como “un gran barco inglés anclado cerca de los bancos” por
las conveniencias de la pesca, la Terranova fría e inhóspita se pobló con
extrema lentitud. Aunque barcos europeos habían pescado en sus aguas
vecinas durante siglos, lo habían hecho por temporada, partiendo de
Europa en la primavera y regresando a ella en el otoño. En la Gran Bre¬
taña, esta industria pesquera migratoria fue considerada como un im¬
portantísimo vivero de marinos, en el que los que estaban “verdes” se con¬
vertían en "perros del mar” que podían tripular los barcos de guerra en
tiempos de crisis. Era también un comercio lucrativo con el que muchos
mercaderes ingleses hicieron fortuna. Se desalentó el poblamiento de la
isla, que parecía constituir una amenaza tanto para la seguridad como
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 213

Hacia 1830, San Juan de Terranova fue el mismísimo modelo de una ciudad colo¬
nial, con su atareado puerto, su espeso racimo de muelles y almacenes y su guar¬
nición. En el campo circundante se hallan dispersas las residencias de los caballeros,
así como varios centenares de granjas pequeñas que producían leche y verduras
para la ciudad. La ciudad y puerto de San Juan, acuatinta de H. Pyall (Londres,
1831), basada en un dibujo de William Eagar.

para el lucro de los ingleses. Pero la desaprobación de los comerciantes


y los políticos no pudo impedir el constante crecimiento de la población
durante el siglo xvm. Cuando las flotas pesqueras se iban de allí en el
otoño, tripulantes que se habían contratado por dos o tres veranos pasa¬
ban el invierno en Terranova protegiendo y dando mantenimiento a las
instalaciones ribereñas necesarias para curar y conservar las capturas
del verano. Otros preferían quedarse en Terranova antes que enfrentar¬
se al riesgo de desempleo en Devon o del hambre en Irlanda. Algunos
encontraron esposa entre las criadas que los oficiales militares y otros fun¬
cionarios habían llevado a la isla, y trataron de establecerse permanen¬
temente en ella. A principios de la década de 1760, de 8 000 a 9 000 in¬
vernaban en Terranova. Los residentes permanentes, entre los cuales
probablemente había de 850 a 900 mujeres y alrededor de unos 2 000
niños, representaban un poco menos de la mitad de este total.
Cada verano, pescadores migratorios duplicaban el número de euro-
214 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

peos en Terranova. Su presencia abarrotaba las caletas e incrementaba


la actividad, pero no modificaba mayormente las pautas básicas de la
vida en los poblados. La gente se concentraba donde la pesca era mejor,
entre Bonavista y la porción sur de la península de Avalon. A lo largo de
esta costa profusamente recortada se dispersaban los pequeños racimos
de moradas, almacenes, muelles y secaderos de pescado que vinculaban
el mar con la tierra y formaban el foco del trabajo veraniego. Desde cada
uno de ellos, día arduo tras día arduo, de mayo hasta septiembre, peque¬
ñas barcas tripuladas por tres u ocasionalmente cuatro hombres salían
remando hacia los bancos de pesca locales y se llenaban de bacalao cap¬
turado con anzuelos prendidos a largos sedales. Botes de los barcos in¬
gleses varados en la costa y desarbolados para el verano trabajaban junto
con los de los pescadores residentes. Al terminar cada tarde, la captura
se vaciaba y salaba; cada mañana, se extendía y se le daba vuelta en los
secaderos; hasta que, a fines del verano o en el otoño, se despachaba al
mercado. Ni el ritmo ni la rutina variaban mucho. Las tempestades rom¬
pían este orden. Aquí podían salir 50 barcas, allí apenas una docena. Pe¬
ro las destrezas y las circunstancias eran notablemente uniformes. San
Juan, que tenía una guarnición de unos 200 soldados y un racimo de
tiendas de comerciantes, era el centro más importante de la isla. Pero allí,
como en los poblados más pequeños, vacas, borregos y gallinas vagaban
por los toscos senderos que conectaban entre sí a los edificios y pasta¬
ban en los matorrales vecinos. Eran sitios aprovechables. La sincera de¬
voción de la gente por el negocio de la pesca se hacía patente en todas
partes. “Por lo que toca a mugre y suciedad de toda clase”, escribió Jo-
seph Banks, que iba en la expedición del capitán Cook que llegó a Terra¬
nova en la década de 1760, “en mi opinión San Juan no tiene rival”.
En la Nueva Escocia, el vacío creado por la expulsión de los poblado¬
res de la Acadia, en 1755, se estaba llenando ya. Al ingresar en su segunda
década, la vigorosa y hasta cosmopolita Halifax concentraba su atención
en su espléndida bahía y se recargaba en el bosque, los matorrales y
las rocas. La inversión británica, el comercio con la Nueva Inglaterra y los
preparativos del ataque contra Quebec habían comenzado su crecimien¬
to. La ciudad estaba rodeada de empalizada, una impresionante iglesia
anglicana descollaba sobre el horizonte, los soldados hacían escolta en
la parade; y los funcionarios del gobierno constituían un fermento impor¬
tante en la población de 3 000 a 4 000 personas de la ciudad. Aunque dis¬
minuyó el número de habitantes cuando llegaron los malos tiempos al
reducirse el gasto británico después de 1760, durante toda la década la
población siguió siendo el puerto más importante entre Boston y Que¬
bec. Más allá de ella, gente de la Nueva Inglaterra comenzó a establecer
explotaciones agrícolas en las riberas de la bahía de Fundy y poblados
pesqueros a lo largo de la costa atlántica. Procedentes de un número rela¬
tivamente pequeño de poblados de la Nueva Inglaterra, compartían mu¬
chos lazos de sangre y por alianza matrimonial. Se establecieron, en su
mayor parte, entre inmigrantes de las zonas vecinas de la Nueva Inglate-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 215

rra. De entre las 104 personas que emigraron desde Chatham, Massachu-
setts hasta Liverpool y Barrington, en la Nueva Escocia, por ejemplo, más
de la mitad de los esposos y esposas compartían cinco apellidos. Según
los informes oficiales, algunos de los recién llegados eran "indigentes [e]
indolentes”; otros eran “responsables... [y] laboriosos”. Hacia 1763, sus
minúsculos poblados nuevos salpicaban la costa desde la cabecera de la
bahía de Fundy hasta Liverpool, al suroeste de Halifax. Vivían en la co¬
lonia aproximadamente 9 000 personas. Sin embargo, como las granjas
y las pesquerías apenas estaban desarrolladas, y como la mayoría ape¬
nas lograban sobrevivir, la Nueva Escocia dependía grandemente
de la Nueva Inglaterra, de la que era, por más de un concepto, un puesto de
■avanzada.
Los funcionarios británicos se admiraron mucho del paisaje de Que-
bec a principios de la década de 1760. Al contemplar el San Lorenzo a
través del prisma de su procedencia británica, encontraron allí un ejem¬
plo de sociedad ordenada, estable, esencialmente feudal y agraria, amoro¬
samente recordada en los sueños nostálgicos de la nobleza inglesa del
siglo xviii. Casas campesinas pintadas a la cal, granjas cómodas que re¬
trocedían desde el ancho San Lorenzo hasta las rocas y los oscuros bos¬
ques del Escudo canadiense, docenas de agujas de iglesias que indicaban
la importancia de la religión, molinos de granos y aserraderos, casas se¬
ñoriales que hablaban de un orden feudal y la sólida prosperidad de los
habitants, que a veces parecían combinar “el lenguaje del campesino”
con algo de la cortesía sin afectación y el porte digno del caballero, todo
contribuía a formar esta opinión. Y la larga sucesión de poblados que
seguían el curso del río dio su inspiración a muchas descripciones senti¬
mentales y estampas románticas.
Rara vez estas ideas reflejaron el cuadro completo. Existía una enor¬
me diferencia entre la vida del habitant en América del Norte y los re¬
cuerdos de las circunstancias de la vida campesina en Europa. Aunque
los moradores rurales del San Lorenzo eran arrendatarios, existía poca
disparidad en riqueza entre seigneur y habitant, y la agricultura era más
individual que colectiva. El poder de la Iglesia católica estaba limitado
por la dispersión de los poblados y la escasez de sacerdotes que los pu¬
diesen atender. A mediados del siglo xvm, a muchos habitants Francia les
habría parecido muy ajena. Ciertamente, un grupo de acadios, que ha¬
bían sido recolocados después de la expulsión de 1755, no tardaron en
cruzar el Atlántico para establecerse en la Luisiana española y en la Nue¬
va Escocia británica. Al cabo de varias generaciones en América del
Norte, ya no eran europeos. Además, casi una quinta parte de los franco-
canadienses vivían en las ciudades de Quebec, Montreal y Trois-Riviéres.
Tal vez otros 2 000 vivían más allá de los estrechos límites de la colonia
en la región de tráfico de pieles de los Grandes Lagos, en donde con sus
mujeres indias y sus niños mestizos formaban una población diferente,
a la que los funcionarios británicos frecuentemente tildaron de vaga¬
bundos sin ley.
216 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Éste es el antiguo Halifax en su mejor momento: el sol brilla; las calles están lim¬
pias; los edificios de la iglesia y el gobierno dominan el perfil del horizonte. Llena
de vida y detalles, la pintura nos trasmite un sentimiento maravilloso de la mezcla de
moradas, actividades y personas en esta ciudad nueva, pero por muchos conceptos
sorprendente. La casa del gobernador y la casa Mather, en la calle Hollis, miran¬
do también hacia la calle George; óleo (1765) de Dominique Serres basado en un
dibujo de Richard Short.

Para todas estas personas, los primeros años de la década de 1760 fue¬
ron de adaptación a la presencia de soldados británicos que marcaban
el cambio de autoridad imperial; al hecho de que comerciantes de len¬
gua inglesa estaban sobresaliendo rápidamente en la vida comercial de
Montreal; y a la ampliación de la propiedad inglesa de tierras, que hacia
fines de la década había dejado en manos británicas 30 seigneuries. La
transición de la autoridad civil a la militar generó fricciones, y la coexis¬
tencia de los códigos legales francés e inglés, en los que se reflejaban va¬
lores económicos y sociales distintos, engendró animosidades entre los
mercaderes e incertidumbre gubernativa. Fue necesaria también la adap¬
tación a la lenta recuperación del mercado de pieles, a los daños que las
guerras habían infligido a la ciudad de Quebec y a la recesión que siguió
a la inflación de precios de la década anterior. Pero, para la mayoría de
los francocanadienses, las pautas añejas de la vida cotidiana subsistie¬
ron en ambientes con los que estaban esencialmente familiarizados, a lo
largo de la década de 1760.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 217

Fechada en 1812, esta acuarela de Montreal visto desde la montaña probablemente


fue pintada a partir de esbozos anteriores; el artista, Thomas Davies, participó en
la captura de la ciudad en 1760 y regresó a Canadá como teniente general del
ejército británico en 1786. Obsérvese la línea de casas, la tierra perfectamente
desmontada y el muro de árboles sobre la orilla sur del San Lorenzo.

Fuera de estas cuantas ciudades y pueblos, el conocimiento europeo


de la parte septentrional del continente siguió siendo limitado. Los ex¬
ploradores y comerciantes que habían cruzado y vuelto a cruzar el con¬
tinente eran mercaderes, no hombres de ciencia. Su conocimiento de las
vías fluviales por las que solían viajar era utilitario, y por consiguiente,
difícil de traspasar a mapas. Aunque no la olvidasen por completo, la in¬
formación proporcionada por sus viajes quedaba arrumbada largo tiem¬
po. Los indios proporcionaban descripciones del territorio que cono¬
cían, pero también ésta era difícil de sistematizar y sintetizar. Cuando
John Mitchell, cartógrafo inglés, publicó su mapa de América del Norte,
en 1755, dibujó la bahía de Hudson, las costas del Labrador y del Atlán¬
tico y la región del bajo San Lorenzo con alguna precisión, pero sus
Grandes Lagos sólo vagamente se parecían a sus equivalentes en los
mapas modernos, y llenó los espacios despoblados que se extendían al
sur y el oeste de la bahía de Hudson con el comentario de que “los nom¬
bres largos y bárbaros que recientemente se dieron a algunas de estas
partes septentrionales de Canadá y los Grandes Lagos no los hemos
puesto, va que no son útiles y su autoridad es incierta”. En el mejor de
los casos, todo lo que quedaba al oeste de la bahía de Hudson, del río
218 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Nelson y de los horcajos del río Saskatchewan siguió siendo térra incóg¬
nita para los europeos en 1763.
Por supuesto, no era un territorio sin gente. Cinco diferentes grupos in¬
dios (en términos generales identificados por la lengua y la cultura) vivían
entre los Grandes Lagos y las montañas Rocosas. El borde boscoso del
Escudo canadiense era el territorio de los ojibway. Los assiniboines y los
crees occidentales ocupaban la región que hoy conocemos como la Ma-
nitoba meridional y Saskatchewan. Cazadores y recolectores vivían de
los recursos de este variado territorio, conforme a ritmos estacionales bien
establecidos. En términos generales, y tradicionalmente, los crees eran
gente de los bosques y los parques, los assiniboines lo eran de los parques
y de la pradera, pero sus sistemas económicos se traslapaban y existía un
gran intercambio económico y cultural entre ellos. Al sur y al oeste de la
región assiniboine-cree vivían miembros de la Confederación de los pies
negros, cazadores de las llanuras que ni pescaban ni construían canoas y
dependían grandemente del bisonte para obtener sus alimentos, su ro¬
pa, sus tiendas y sus herramientas. Más al norte, desperdigados por el
Ártico bajo entre las montañas occidentales y la bahía de Hudson, se en¬
contraban los de lengua atapasca, cuyos viajes estacionales seguían las
migraciones del caribú, del que dependían para su subsistencia. Estos
cinco grupos se habían visto afectados por el contacto con los europeos. Pe¬
ro sus vidas aún giraban en torno a tradicionales creencias, destrezas y
pautas de desplazamiento según las estaciones. La continuidad era más
característica que el cambio; los indios habían ejercido considerable auto¬
nomía en sus tratos con los europeos y en lo que habían tomado de ellos.
Desconocido aún por los europeos, un mosaico de mundos indios cu¬
bría la vertiente del Pacífico. Con excepción de los 10 000 atapascos que
ocupaban la región septentrional entre las Rocosas y las sierras coste¬
ras, estos pueblos hablaban lenguas desconocidas en el Este. Ellos, a su
vez, estaban divididos lingüísticamente; estudios modernos nos indican
que en una población calculada en 100 000 personas había probable¬
mente 30 lenguas mutuamente ininteligibles, dentro de media docena
de familias lingüísticas distintas. Los haidas, tsimshian, nootkas, bella-
coolas, tlingkit, kwakiutl y salish tenían todos culturas complejas, ceremo¬
nialmente ricas, en los pródigos ambientes de la costa. Los ríos, el mar y
la tierra les proporcionaban alimentos en abundancia; con la madera
del cedro occidental construían casas, canoas y recipientes; otras plan¬
tas y animales daban variedad a su dieta y les proporcionaban utensilios
y ropa. Mediante el comercio conseguían obsidiana y jade, cuando no
los había en el lugar. Sedentarios, liberados de la incesante búsqueda de
alimentos, estos pueblos habían desarrollado ricas tradiciones de talla¬
do ornamental de maderas y de rituales simbólicos. Con el bosque a la
espalda y el mar delante de ellos, las líneas de casas de madera y los
grandes postes decorados que caracterizaban a sus aldeas costeras traza¬
ban sorprendentes paisajes y eran reflejo de una de las culturas más
diestras y altamente desarrolladas de la América del Norte indígena.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 219

La pequeña población innuit del Ártico alto se hallaba dispersa entre el


delta del Mackenzie y el Labrador. Al igual que los naskapi y los mon-
tagnais que vivían al este de la bahía de Hudson, se mantenían en gran
medida fuera de la influencia europea en 1760. En contraste, en la cuenca
de los Grandes Lagos-San Lorenzo y en la costa oriental, la vida de los
indios se había transformado enormemente al contacto con los euro¬
peos. Aquí, la población india era una fracción de la que en otro tiempo
había sido. La viruela y los mosquetes iroqueses (vendidos por los ho¬
landeses) habían diezmado a los hurones y a sus aliados, con lo que se
despobló en gran parte la región que luego se conocería con el nombre de
Alto Canadá. Aunque más o menos un millar de ojibway procedentes
de la ribera norte del lago Hurón se habían trasladado a la península
situada al norte de los lagos Erie y Ontario, su población total se había
reducido mucho; los nipissing, que en 1615 eran unos 700 u 800, tenían
apenas 40 guerreros y no más de 200 personas un siglo y medio después.
Las diferencias muy notables entre grupos, que se reflejaban en el vesti¬
do y en las costumbres, se habían venido reduciendo a medida que los
viajes, los contactos y los géneros europeos influyeron en la cultura de
los pueblos de la parte superior de los Grandes Lagos. Más señaladamen¬
te aún, los micmac y malecites de Nueva Escocia, que nunca habían sido
muy numerosos, habían sucumbido a las enfermedades y se tornaron de¬
pendientes de los productos europeos; las enfermedades y el comercio
europeos juntos habían corroído las tradiciones tanto espirituales como
materiales. En Terranova, los beotucos habían sido empujados hacia el
interior por los micmac llegados de Nueva Escocia y por los pescadores
europeos, cuya presencia dificultaba su acceso a los suministros esen¬
ciales de la costa. Su existencia misma se hallaba amenazada.
Para los europeos de la época, parecía estar claro lo que había que ha¬
cer en los primeros tiempos de la América del Norte Británica. Debían
abarcar lo desconocido, explotar sus recursos, desarrollar el comercio y
poblar los territorios salvajes. Y lo hicieron, estupendamente. Comercian¬
tes y exploradores ampliaron los conocimientos geográficos con sorpren¬
dente rapidez. Antes de que terminase la década, Samuel Hearne había
salido del puesto de la Compañía de la Bahía de Hudson en Churchill
para realizar exploraciones de las tierras yermas de los chipevián que lo
llevaron, río Coppermine abajo, hasta el Ártico y hasta el remoto oeste
del Gran Lago del Esclavo. Unos cuantos años más tarde, Matthew Cock-
ing penetró en el territorio de los pies negros. Alexander Mackenzie, que
condujo la arteria del comercio de pieles del San Lorenzo cada vez más
hacia el norte y el oeste, demostró su sorprendente pericia por lo que
toca a penetrar en lo desconocido, al llegar al Ártico en 1789 y al Pacífico
en 1793. A principios del siglo siguiente, Simón Fraser y David Thomp¬
son cruzaron las montañas occidentales para llegar a las desemboca¬
duras de los ríos Fraser y Columbia. Siguiendo las exploraciones de los
españoles Bodega y Quadra y Juan José Pérez, que exploraron las islas
de la Reina Carlota, en 1778 James Cook, el navegante inglés, partió de
220 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Vista invernal del Fuerte Franklin. Pintada durante una notable expedición
encabezada por Sir John Franklin, que viajó por tierra desde los Grandes Lagos,
río Mackenzie abajo, y hacia el oeste y el este a lo largo de la costa ártica en 1825-
1827, esta vista evoca magistralmente los vastos, remotos y ásperos paisajes del
poco conocido todavía interior septentrional de la América del Norte Británica. El
Fuerte Franklin, al noreste del Gran Lago del Oso, fue un puesto comercial tanto
para la Compañía del Noroeste como para la de la Bahía de Hudson. Acuarela
(1825-1826) de George Back.

Nootka en la isla de Vancouver para llegar al estrecho de Bering; 14 años


más tarde, su compatriota George Vancouver comenzó a explorar la costa
pacífica interior. En la década de 1820, expediciones británicas enca¬
bezadas por Sir William Parry, Sir John Franklin, Sir John Richardson y
otros trazaron los mapas del Ártico occidental. Fueron hazañas épicas
y valerosas. Hacia 1790, habían desvanecido muchas de las incertidum¬
bres que dificultaron el trabajo del cartógrafo John Mitchell, y 50 años
más tarde sólo faltaban algunos detalles.
Durante todo este tiempo, las actitudes de los europeos respecto de los
nativos no fueron ni simples ni de una sola pieza. El comercio de pieles
había hecho que indios y europeos fuesen interdependientes. Se hicie¬
ron esfuerzos sinceros para "salvar” a los indígenas mediante su conver¬
sión al cristianismo y a la agricultura. Sin embargo, a los beotucos se les
ignoró esencialmente mientras se morían de hambre. En lo fundamen¬
tal, a pocos europeos les perturbó la idea del impacto que la exploración y
el comercio y la colonización que los siguió ejercían en la gente nativa.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 221

La tremenda baja de la población indígena desde 1500 era prueba sufi¬


ciente del impacto, pero los funcionarios y los colonos estaban demasia¬
do absorbidos por la tarea de hacer frente a los desafíos obvios de este
vasto y recientemente adquirido territorio como para poner atención a ta¬
les señales. Para la mayoría de los pueblos indígenas, los años posteriores
a 1763 trajeron consigo enfermedades, hambre y decadencia cultural.

Bajo “el Sol de la gloria de Inglaterra”

Profundamente satisfechos por los éxitos militares y diplomáticos de la


década de 1750, los políticos británicos abrigaron la esperanza de gran¬
des realizaciones imperiales durante la década de 1760. Como se extendía
por el mundo entero, el Imperio parecía ofrecer interminables oportuni¬
dades de ganancias. Los productos coloniales darían satisfacción a las
necesidades británicas, los consumidores coloniales encontrarían artícu¬
los británicos y los pobladores de las colonias pagarían impuestos bri¬
tánicos. En América, pensó Lord Rockingham, el destacado político
inglés, el Reino Unido tenía una auténtica “mina de ingresos”. Canadá
ocupaba un lugar importante en este esquema. Sus pescados y sus pie¬
les producirían grandes riquezas. El aceite de ballena para el alumbra¬
do, las ballenas para corsés y el hierro de las forjas de Saint-Maurice
contribuirían al comercio del Imperio. El cáñamo y el lino cultivados en
las riberas del San Lorenzo reducirían la dependencia británica, por lo
que toca a estos géneros, respecto de países extranjeros. Y la madera de
los bosques canadienses abastecería a las Indias Occidentales. Además
de esto, como señaló muy contento Lord Shelburne, de la Junta de Co¬
mercio, la paz de 1763 le había proporcionado a la Gran Bretaña la opor¬
tunidad de suministrar “la ropa de muchos pueblos indios, aparte de los
70 000 acadios [francocanadienses], que en un clima tan frío deberán
consumir anualmente no menos de 200 000 libras de manufacturas bri¬
tánicas”.
Este gran esquema mercantilista, fundado sobre la creencia de que la
autosuficiencia era la piedra sillar del Imperio, y concebido de acuerdo
con regulaciones que daban el monopolio del comercio imperial a los mer¬
caderes británicos, se vio gravemente sacudido por la Guerra de Inde¬
pendencia de los Estados Unidos. Por reconocer la gran aportación que
las Trece Colonias habían hecho al comercio imperial, Shelburne temía
que con su pérdida “el Sol de la gloria de Inglaterra... [se hubiese] pues¬
to para siempre”. No estoy de acuerdo con él, dijo Adam Smith, el eco¬
nomista inglés. La riqueza de las naciones de Smith, publicada en 1776,
rechazó los preceptos mismos de la restricción y el monopolio que habían
dado fundamento a las concepciones prevalecientes de lo que debía ser
el Imperio. Pero el alegato en favor de la libertad de comercio entre na¬
ciones, realizado por Smith, no bastó para desechar las doctrinas cono¬
cidas. Con el apoyo de los mercaderes cuyas fortunas se habían hecho
222 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

dentro del viejo sistema, los políticos británicos trataron de hacer que el
Imperio que quedaba después de 1783 fuese tan autosuficiente como su
antecesor. Las colonias de la América del Norte Británica sustituirían
a la Nueva Inglaterra, Nueva York y Pensilvania como abastecedoras de
las Indias Occidentales; los pertrechos navales —especialmente cáñamo
para las cuerdas y maderas de pino blanco para los mástiles— proven¬
drían de la Nueva Brunswick y del San Lorenzo y ya no de Maine y de
Massachusetts. Un número creciente de colonos consumirían artícu¬
los manufacturados británicos y se excluiría de los puestos coloniales a los
barcos y a los mercaderes extranjeros.
Este edificio comercial era más fácil de diseñar que de construir. Los
de la América del Norte Británica no podían alimentarse a sí mismos, y
menos aún abastecer a las Indias Occidentales. Por necesidad, granos,
ganado y maderas de los estadunidenses entraron en Nueva Brunswick
y Nueva Escocia, y lo único que pudieron hacer los políticos fue limitar
este comercio a barcos británicos. De manera semejante se permitió la
entrada de pertrechos navales, maderas, ganado, harina v granos de los
Estados Unidos en las Indias Occidentales británicas y se permitió el
transporte —en barcos británicos— de ron, azúcar, melaza, café y otros
géneros desde esas islas hasta los Estados Unidos. A fines del siglo xvm,
cuando los puertos de las Indias Occidentales se abrieron a los barcos
estadunidenses, angustiados funcionarios de la Nueva Escocia presen¬
ciaron “el desperdicio... de sus bienes de capital... [a sus comerciantes]
saliendo de allí tan rápidamente como podían... y... [sus] intereses afec¬
tados por todos conceptos...”
El contrabando abrió otra grieta en el dique de la autosuficiencia im¬
perial. Pescadores estadunidenses, a quienes se permitía secar sus captu¬
ras en las largas y recortadas costas de Nueva Escocia, el Labrador y las
islas de la Magdalena, efectuaban un vivaz comercio ilegal en géneros ta¬
les como el té, el ron, el azúcar y los vinos. Según un perjudicado comer¬
ciante de la Nueva Escocia, en 1787 casi no había una casa que no tuviese
“un paquete de los Estados Unidos". Veinte años más tarde, el goberna¬
dor de Terranova estimó que 90 por ciento de la melaza consumida en su
colonia había llegado ilegalmente desde las Indias Occidentales france¬
sas a través de los Estados Unidos. A principios del siglo xix fomentó
este comercio ilegal el yeso de la Nueva Escocia, que se cambiaba por
contrabando, en cantidades crecientes, en las aguas limítrofes entre las
islas de la bahía de Passamaquoddv. Los funcionarios trataron de “echar
a los rufianes" [estadunidenses] de la costa, pero estaban maniatados por
las circunstancias y por la facilidad con que los contrabandistas se con¬
sideraban a sí mismos “un día súbditos británicos y al día siguiente ciu¬
dadanos de los Estados Unidos, como mejor les conviniese".
En Inglaterra, se estaba viendo con claridad cada vez mayor la dificul¬
tad de mantener un Imperio cerrado, autosuficiente. Una población cre¬
ciente y la urbanización cada vez mayor habían despertado dudas acerca
de la capacidad que tenía el país para alimentarse a sí mismo. Después de
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 223

1795, una sucesión de malas cosechas había elevado el precio del pan.
Pareció inminente una hambruna, a menos de que pudiese comprarse
grano en el exterior. Pero las colonias no eran capaces de producirlo en
cantidad suficiente; y los elevados costos del transporte transatlántico,
junto con las grandes fluctuaciones de la cosecha en América del Norte,
solían más que neutralizar las ventajas arancelarias que a los granos
coloniales daban los británicos.
No obstante, los acontecimientos conspiraban para mantener a la Gran
Bretaña dentro de un sistema comercial esencialmente cerrado. En 1803,
la reanudación de la guerra entre el Reino Unido y Francia condujo a
que cada bando bloquease ciertos puertos europeos. Cuando barcos esta¬
dunidenses, con destino a Europa, fueron apresados por los ingleses, el
presidente Thomas Jefferson cerró los puertos de su país. Esto eliminó
inmediatamente la competencia que casi había excluido por completo a
los barcos de la América del Norte Británica de los puertos del Caribe.
Como las goletas y los trineos de los disidentes estadunidenses llevaban
harina, potasa y otros artículos hacia el norte para llenar las bodegas de
los barcos de la América del Norte Británica, a los comerciantes no les
resultó muy difícil juntar cargamentos. Facilitó todavía más su tarea la
creación de un puñado de "puertos libres” en la América del Norte Bri¬
tánica —donde barcos británicos y estadunidenses podían traficar con
ciertos artículos—, con lo que prosperaron los negocios en Nueva Bruns¬
wick y Nueva Escocia. Hasta que estos acuerdos se deshicieron, a princi¬
pios de la década de 1820, las provincias marítimas cosecharon los bene¬
ficios económicos de su papel intermediario en el comercio atlántico.
Al mismo tiempo, el bloqueo europeo impuesto por Napoleón obstru¬
yó grandemente el enorme comercio en maderas europeas septentriona¬
les (del Báltico) de las que dependía la economía en expansión de la
Gran Bretaña. La tremenda elevación de los precios compensó rápida¬
mente los elevados costos que tenía el transportar las voluminosas ma¬
deras cruzando el Atlántico. Las exportaciones de madera desde la Amé¬
rica del Norte Británica aumentaron mil veces en cinco años después de
1804. Fue evidentemente un comercio cuya existencia se debía a circuns¬
tancias especiales. No es sorprendente que quienes se dedicaran a él tra¬
taran de encontrar seguridades para sus empresas. Cuando consiguie¬
ron un arancel proteccionista que daba a los productores coloniales una
ventaja considerable sobre sus competidores extranjeros, las maderas
de la América del Norte Británica se vendieron en un mercado comple¬
tamente protegido. Las consecuencias de esto para las colonias fueron
enormes. Desde el San Lorenzo y la Nueva Brunswick, desde Pictou y la
isla del Príncipe Eduardo, centenares de barcos partieron con cargamen¬
tos de madera. La expansión y la prosperidad definieron esos años.
En Inglaterra, sin embargo, el apoyo creciente al libre comercio no tar¬
dó en formar una nube sobre el horizonte del optimismo colonial. Los
impuestos sobre maderas les parecieron especialmente oprobiosos a quie¬
nes, siguiendo a Adam Smith, apoyaban una política comercial de lais-
224 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

sez-faire, y en 1821 su oposición condujo a una reducción de la preferen¬


cia concedida a la madera colonial. En la década de 1830, a medida que
fueron cobrando fuerza las ideas en pro del libre comercio, los antiguos
argumentos en favor de la fijación de aranceles se reiteraron con nuevo
celo: el comercio era el vínculo que ligaba a la Gran Bretaña y sus colo-
nias; sin las preferencias arancelarias, el comercio de maderas se vendría
abajo y las exportaciones coloniales se reducirían a unas cuantas pieles,
abandonar los aranceles sería tanto como dejar huérfanos a devotos hi¬
jos coloniales y causar daño a la Madre Patria. Las invocaciones patrió¬
ticas, junto con los argumentos de los intereses creados y la fuerza de la
inercia, se salieron con la suya. Las preferencias arancelarias se exten¬
dieron de nuevo a las maderas coloniales y con ello logró sobrevivir hasta
la década de 1840 la estructura, que crujía y hacía agua, del mercantilismo.
Para las colonias ésta fue una especie de victoria pírrica. La constante
incertidumbre acerca de la suerte que podían correr los aranceles sobre
maderas exageró grandemente la volatilidad de un comercio que \a era
por demás sensible a las fluctuaciones del ciclo económico normal. A lo
largo de las décadas de 1820 y 1830, las depresiones siguieron a los au¬
ges en Nueva Brunswick (y, en menor grado, en el Alto v el Bajo Canadá)
a medida que los cambios bruscos del mercado británico, los rumores
de que iban a cambiar los aranceles y los ajustes reales afectaron las eco¬
nomías coloniales grandemente dependientes. Tan importante pareció
ser la cuestión de la preferencia en Nueva Brunswick que en 1831, cuando
las noticias del rechazo de una proposición para reducir los aranceles
llegaron a Saint Andrews al cabo de cinco meses de temores, los ciuda¬
danos brindaron ruidosamente por los diputados británicos que habían
defendido sus intereses y luego montaron una gran celebración en el puer¬
to. En la tarde del día de San Jorge,

Un bote que se dijo que era de construcción báltica se llenó con un cargamen¬
to de combustibles y... se le remolcó hasta el puerto, donde ancló. La efigie de
un distinguido defensor de los intereses bálticos se colgó del mástil con un
papel en la mano que llevaba escrito “ley de maderas bálticas . Varias libras de
pólvora se ocultaron detrás de su chaleco y se dejó otra gran cantidad de ella
en el bote. Se prendió fuego a los combustibles y, a su debido tiempo, pobre,
estalló en átomos.

Pero esta suerte no acalló el clamor de los que propugnaban por el li¬
bre comercio en la Gran Bretaña. A mediados de siglo, el sistema colonial
que a generaciones en la América del Norte Británica les había parecido
ser "tan eminentemente prescrito por la naturaleza y la sociedad” que era
inmutable, fue desmantelado. Retrospectivamente considerado, se ve que
era menos una serie coherente de principios que un conjunto quimérico
de disposiciones parciales reunido para servir a los intereses británicos.
Pero tal había sido su efecto en las economías y en las vidas coloniales
que muchos temían que dejara de existir. Desde Montreal llegó un mani¬
fiesto que proponía su anexión a los Estados Unidos, y para alarma de
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 225

Uno de los varios mapas del Alto Canadá dibujados —en este caso sobre corteza de
abedul—por Elizabeth Simcoe (1766-1850), esposa del teniente gobernador John
Graves Simcoe y talentosa artista aficionada. Aunque varios de estos poblados
existieron únicamente en los planos del coronel Simcoe, el esboz.o nos indica cuál
era su visión del Alto Canadá como “vestíbulo del comercio" entre la Gran Bretaña
y el interior del Continente Americano.

los magistrados locales los habitantes de Chatham, Nueva Brunswick,


marcharon por las calles el 4 de julio de 1849 haciendo disparos al aire y
cantando el “yankee doodle". Finalmente, sin embargo, el impacto de
la revolución comercial de la década de 1840 fue menos catastrófico de lo
previsto. Al cabo de décadas de crecimiento protegido, las colonias eran
lo suficientemente robustas como para valerse por sí mismas.

“Nuestros asuntos no son sino una lata”

Nominalmente, al menos, las diversas colonias de la América del Norte


Británica se administraron de acuerdo con un patrón sencillo. La auto¬
ridad última descansaba en el Parlamento británico. En cada colonia, un
gobernador cumplía la función de vínculo entre la autoridad imperial
y los intereses locales, un consejo ejecutivo compartía las responsabilida¬
des administrativas y judiciales con el gobernador, y (salvo en Quebec
antes de 1791) una asamblea elegida representaba los intereses de los co¬
lonizadores. Aparte de esta jerarquía central, jueces de paz —designados
226 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Coronel John Graves Simcoe. Simcoe (1752-


1806) fue el primer teniente gobernador del
Alto Canadá. “El gobernador más persistente¬
mente enérgico enviado a la América del Norte
Británica después de la Guerra de Independen¬
cia de los Estados Unidos, que no sólo tuvo la
fe más clara en su destino imperial sino tam¬
bién la apreciación más cordial de los intereses
v aspiraciones de sus habitantes” (The Dictio-
nary of Canadian Biography). Óleo sobre mar¬
fil (sin fecha) de artista anónimo.

por el gobernador pero esencialmente autónomos— cubrían las fun¬


ciones de magistrados locales, con lo que extendían la autoridad ejecuti¬
va hasta remotas comunidades y proporcionaban cierto grado de con¬
trol local.
En la práctica, las cosas no eran tan sencillas. El papel desempeñado
por Westminster en los asuntos internos de las colonias fue pequeño, so¬
bre todo en el último cuarto del siglo xviii. No se fijaron impuestos britá¬
nicos a las colonias después de 1776. Hasta 1782, supervisó los asuntos
coloniales la Junta de Comercio, que vagamente coordinaba las activi¬
dades de departamentos (como los del Tesoro, Aduanas v el Almirantaz¬
go) cuyas jurisdicciones se extendían sobre las posesiones ultramarinas
de la Corona; luego, el Departamento del Interior asumía esta responsa¬
bilidad. Cuando los asuntos coloniales fueron asignados al secretario de
Estado para la Guerra, a comienzos del siglo xix, también él estaba dema¬
siado preocupado por la lucha con Francia para dedicar tiempo a asun¬
tos menos urgentes. Hasta el surgimiento de una completa Colonial Office,
en 1815, produjo pocos cambios reales. Despertaban interés amplias
cuestiones morales y coloniales —como las de la esclavitud o de la inmi¬
gración—, pero las colonias, individualmente consideradas, rara vez
preocuparon mayor cosa a los parlamentarios británicos. El agente que
Nueva Brunswick tenía en Londres sin duda no hubiese sido el único en
hacer suya la triste reflexión de que “el imperio es tan vasto y estamos
tan lejos que nuestros asuntos no son sino una lata".
En este marco, los gobernadores eran teóricamente tan poderosos co¬
mo monarcas de la dinastía Tudor. En su calidad de representantes de
la Corona y de símbolos del control imperial, ocupaban un encumbrado
lugar en la sociedad colonial v su prestigio llevaba consigo una gran in¬
fluencia. En los hechos, sin embargo, su autoridad estaba constreñida. Los
poderes ejecutivo, judicial y legislativo no se ejercían en un vacío. Viendo
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 227

por sus futuros, la mayoría de los gobernadores actuaron de acuerdo con


el humor de la Colonial Office. Como no se les proporcionaba mucha
orientación específica, propendieron a elegir la ruta conservadora, pusie¬
ron por obra las políticas que les ordenaron cumplir y velaron por que
se ejecutasen bien las obligaciones administrativas de rutina. Consejos
ejecutivos nombrados desempeñaron un papel significativo en el gobier¬
no. Se reunían aproximadamente una vez al mes para tomar en conside¬
ración las peticiones de favores especiales, para dictar reglamentos y
para aprobar licencias y concesiones recomendadas por los departamen¬
tos ante los cuales se habían solicitado. Pero como los consejeros trataron
generalmente estas cuestiones como funciones rutinarias, sus iniciati¬
vas fueron limitadas y sus acciones cautas.
Aun cuando los gobernadores pudiesen dictar la legislación o disolver
una asamblea elegida, una acción de esta índole era difícil, y resultaría
imprudente sin duda si se diese el caso de que el pueblo apoyase a la Cá¬
mara. La mayoría de los gobernadores contaron con pocos nombramien¬
tos de patrocinio con los que pudiesen aceitar los engranajes de la acción
y dependieron, en general, del consentimiento de la asamblea a cuales-
quier gastos por encima de los ya autorizados. Los asambleístas, en su
calidad de representantes del pueblo, se mostraron característicamente
desconfiados de las proposiciones “elevadas” —para ayudar, por ejem¬
plo, a los inmigrantes pobres—, que amenazaban con consumir el poco
dinero que tenían a su disposición. Las asignaciones para la construc¬
ción de caminos, puentes y escuelas locales constituían una preocupación
constante; otras solicitaciones del dinero público eran generalmente re¬
chazadas. Los gobernadores prudentes, por consiguiente, reconocieron
los límites de su poder y se dejaron llevar por la corriente de los senti¬
mientos locales, y aunque influyeron y dirigieron rara vez dictaron. Quie¬
nes intentaron actuar de otra manera chocaron frecuentemente con la
asamblea, se enfrentaron a los desórdenes y vieron reducidas sus capa¬
cidades de acción.
Algunos gobernadores dejaron huella importante en el desarrollo de
sus colonias. Viene al caso el nombre del enérgico e imaginativo John
Graves Simcoe, primer teniente gobernador del Alto Canadá. Trató de
convertir a la joven colonia en modelo de gobierno británico eficaz. Aun¬
que no le llegaron los grandes presupuestos que consideraba necesarios
para realizarlo —mediante el fomento del desarrollo, la atención a la
educación de las "clases superiores" y la dotación para la Iglesia de In¬
glaterra—, Simcoe puso firmes cimientos de conservadurismo y lealtad
entre la población de la provincia. Reconoció las preocupaciones de los
colonos del común y salió al paso de sus necesidades mediante la crea¬
ción de un eficiente sistema de dotación de tierras. Atraído por la idea
de crear una sociedad jerárquica en el territorio salvaje, Simcoe concedió
grandes extensiones de tierra a personas destacadas y a otras que debe¬
rían estimular la colonización y hacer las veces de pequeña nobleza lo¬
cal. Aunque pocos siguieron este plan, sí formaron el núcleo de una élite
228 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

colonial. Al instituir el “plano cuadriculado” del deslinde de tierras —en


el que cada subdivisión estándar medía 14.5 kilómetros por 19.3 kiló¬
metros y comprendía 14 hileras de 24 lotes de 200 acres y reservando
dos séptimos de las tierras, dispersados en cada uno de ellos, para sos¬
tén de la Iglesia y del Estado, Simcoe impuso una geometría básica al
paisaje. Y al poner en práctica un atrevido plan de desarrollo en el que
Londres, sobre su propio río Támesis del Alto Canadá, habría de ser la
capital permanente, y caminos militares que partiendo desde allí llega¬
sen hasta York y desde York hasta el lago Simcoe hubiesen de ser las ar
terias principales de los desplazamientos por tierra, canalizó el curso del
poblamiento de la colonia.
Con el transcurso del tiempo, el equilibrio del poder en la administra¬
ción cambió. En el siglo xvm, la falta de control, la lentitud de las comu¬
nicaciones, la pequeñez de las sociedades coloniales y las oportunidades
de patrocinio que acompañaban el desarrollo de colonias nuevas permi¬
tieron a muchos gobernadores desempeñar un papel más dominante del
que pudieron ejercer por lo general sus sucesores del siglo xix. En el nue¬
vo siglo, la autoridad del ejecutivo se fue reduciendo gradualmente por
obra del poder creciente de las asambleas elegidas y de la eficiencia cada
vez mayor de la Colonial Office, en Inglaterra. Por supuesto, la velocidad
del cambio fue distinta en las diversas colonias. En la Nueva Escocia de
fines del siglo xvm, leales estadunidenses afirmaron con éxito que a la
Asamblea elegida le correspondía el derecho exclusivo a decidir en cues¬
tiones de dinero en los Canadás. En cambio, la Ley de 1791, por la que se
crearon las provincias del Alto y el Bajo Canadá, dio al gobernador y al
consejo nombrado por él el control sobre las considerables rentas deri¬
vadas de las tierras de la Corona. Con tal independencia fiscal, los gober¬
nadores pudieron llevar a cabo políticas impopulares, sin cuidarse de la
oposición en las asambleas.
Lo anterior fue una fórmula excelente para provocar resentimiento y
enfrentamientos, especialmente en el Bajo Canadá, donde un goberna¬
dor inglés y un consejo dominado por los ingleses hicieron caso omiso
de la Asamblea, dominada por franceses. Cuando el control sobre los in¬
gresos locales se traspasó finalmente a las asambleas canadienses en
1831, la hostilidad y la falta de cooperación entre las ramas elegida y
nombrada del gobierno dieron lugar a una crisis tras otra. A pesar de los
intentos de conciliación, persistieron las tensiones políticas.
En 1837 se produjeron rebeliones tanto en el Alto como en el Bajo Ca¬
nadá. Sus causas inmediatas eran bastante claras. En el Bajo Canadá
precipitó la insurrección la negativa del gobierno británico a cambiar
la estructura del gobierno colonial, así como su decisión, en desafío de la
voluntad de la Asamblea, de permitirle al gobernador utilizar los ingre¬
sos provinciales sin el consentimiento de ese cuerpo. En el Alto Canadá
tuvo como causa el papel activo del teniente gobernador, Sir Francis
Bond Head, en la elección de una mayoría conservadora para la Asam¬
blea. Pero las raíces de la inquietud eran más profundas. A medida que
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 229

la población de los Canadás fue creciendo en tamaño y complejidad, y


que aumentaron los ingresos provinciales, las antiguas estructuras de
gobierno fueron resultando cada vez más incongruentes. En el Alto Ca¬
nadá, donde inmigrantes nuevos de orígenes modestos y de fe religiosa
evangélica formaban una proporción creciente de la población, el resen¬
timiento se concentró sobre la reservación de una séptima parte de la
tierra de la colonia (las reservas del clero) en beneficio de la Iglesia de
Inglaterra, y sobre la riqueza y el poder del “Pacto de Familia", o peque¬
ño grupo de funcionarios estrechamente ligados entre sí por el matri¬
monio, el patrocinio y las convicciones conservadoras que dominaron el
gobierno de la provincia en las décadas de 1820 y 1830.
En el Bajo Canadá la situación fue más compleja. Partidos ingleses y
canadienses habían cobrado forma en la Asamblea a principios del siglo,
pero la sociedad del Bajo Canadá no quedó marcadamente polarizada
por el idioma hasta 1809-1810. Entonces, un gobernador impulsivo, Sir
James Henry Craig, dio ocasión a acontecimientos que hicieron entrar
en conflicto a franceses e ingleses. Al equiparar erróneamente las aspi¬
raciones canadienses con las de Napoleón, e interpretarlas como una
amenaza para la autoridad inglesa, encarceló a los dirigentes del Partí
Canadien sin juicio previo, disolvió dos veces la Asamblea y trató de sus¬
pender la publicación de Le Canadien, fundado cuatro años antes para
defender los intereses francocanadienses.
A lo largo de la segunda y tercera décadas del siglo, cuando la migra¬
ción y el desarrollo económico dieron nueva forma a la sociedad del Bajo
Canadá, el abismo que separaba a franceses e ingleses se ahondó. “En las
ciudades", escribió Alexis de Tocqueville durante su visita de 1831, “los
ingleses hacen ostentación de gran riqueza. Entre los canadienses sólo
hay fortunas no muy grandes; de ahí los celos y las irritaciones por cual¬
quier cosa..." Inclusive en el campo, muchos sentían que “la raza ingle¬
sa... se estaba extendiendo entre ellos de manera alarmante... y que al
final... serían absorbidos". Bajo la bandera de “nuestra religión, nuestra
lengua y nuestras leyes”, Le Canadien siguió avivando el sentimiento na¬
cionalista. “Todo lo que pueda inflamar las pasiones populares, grandes
y pequeñas, contra los ingleses es tema de este periódico”, escribió De
Tocqueville. Una proposición para la unificación de los Canadás, patro¬
cinada por funcionarios coloniales y comerciantes ingleses en 1822, no
hizo sino acentuar los temores que sentían los francocanadienses de
quedar absorbidos por los ingleses. Para Louis-Joseph Papineau, el elo¬
cuente vocero del Partí Canadien que encabezó la resistencia a la amal¬
gamación, el Bajo Canadá era un territorio distinto e importante que de¬
bía conservarse como patria francesa y católica para el habitant.
Al sobresalir crecientemente Papineau a la cabeza del movimiento Pa¬
triota, que nació del Partí Canadien en 1826, aumentaron las críticas de
los comerciantes anglófonos que dominaban los consejos y el sistema
judicial del Bajo Canadá, pero también aumentaron las demandas de
reforma. El consejo legislativo era un “cadáver podrido”, y sus miembros
230 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Pintado casi 40 años después de la muerte de William Lyon Mackenzie, este retrato
de 1903, obra de J. W. L. Forster (basado en un daguerrotipo de Eli J. Palmer), nos
muestra al reformador y primer alcalde de Toronto con la Petición de Agravios de la
que fue su autor principal. A su derecha vemos al político radical y patrióte Louis-
Joseph Papineau, que se había retirado a Montebello, en la seigneurie de Petite
Nation, hacia las fechas en que Napoleón Bourassa ejecutó esta pintura en 1858.

procedían de “la aristocracia de la bancarrota”. Inglaterra debía darse


cuenta, decía Papineau, de que la Asamblea dominada por los francoca-
nadienses no soportaría a la "aborrecible e insufrible" aristocracia, cuyos
representantes en los consejos ejecutivo y legislativo no eran sino 20
tiranos de impunidad asegurada en todos sus excesos”. Fortalecido por
una convincente victoria electoral en 1834, Papineau persiguió con más
fuerza aún la realización de sus ideales republicanos y nacionalistas.
Mientras tanto, las circunstancias económicas de la colonia empeora¬
ron. Se levantaron malas cosechas y en 1837 se produjo una crisis fi¬
nanciera y comercial desencadenada por el colapso de bancos ingleses y
estadunidenses. En medio de la desgracia, un preocupado contempo¬
ráneo escribió que “la escasez es grande y las penalidades totales en
Canadá”.
En 1837, cuando la Gran Bretaña rechazó la demanda de los patriotes
de que la Asamblea controlara los gastos judiciales, los dirigentes del
movimiento Patriota iniciaron un programa de manifestaciones públicas.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 231

En una de ellas, en Montreal, Papineau comparó la situación de los del


Bajo Canadá con la de los estadunidenses en 1775. La agitación conti¬
nuó en el verano. Durante unas cuantas semanas del otoño, patriotes
armados controlaron partes del campo cercano a Montreal. En noviem¬
bre se luchó en las calles de la ciudad. Llegaron tropas británicas para
restaurar el orden. Muchos dirigentes de los patriotes fueron detenidos y
otros huyeron al Richelieu. A fines de ese mes, los rebeldes rechazaron
un ataque del gobierno contra Saint-Denis. Pero carecían de la organi-

Derecha: "Radicales disfrutando de las ganancias de sus apuestas después de la


última elección." Caricatura conservadora en la que se burlan de la derrota sufrida
por Mackenzie y sus reformadores en 1836. Izquierda: incidente de la Rebelión de
1837. Atrapada "en camisón en medio de un grupo de rufianes parecidísimos a
Robespierre, armados todos con fusiles, largos cuchillos y picas" en noviembre de
1838, Jane Ellice, esposa del secretario privado de Lord Durham, nos dejó este
retrato a la acuarela de sus captores patriotes.
232 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

zación, el equipo y el mando necesarios para triunfar a la larga. Fueron


derrotados en Saint-Charles y luego aplastados, después de oponer feroz
resistencia, en Saint-Eustache. Varios centenares de patríotes murieron
o quedaron heridos, se causaron muchos daños materiales y más de 500
insurgentes fueron encarcelados. Papineau y algunos otros huyeron a
los Estados Unidos. Un segundo levantamiento menos fuerte, en noviem¬
bre de 1838, fue rápidamente sofocado. Una docena de quienes intervi¬
nieron fueron ejecutados y otros 58 fueron enviados a colonias penales
de Australia.
En el Alto Canadá, William Lyon Mackenzie, crítico feroz del Pacto de
Familia, y 800 seguidores, envalentonados por el envío de tropas del Alto
al Bajo Canadá, marcharon contra Toronto a principios de diciembre de
1837, con el objeto de derrocar al gobierno y establecer un sistema demo¬
crático inspirado en el modelo estadunidense. Armados con bieldos,
garrotes y armas de fuego, pero sin entrenamiento ni disciplina, este
abigarrado ejército revolucionario fue dispersado rápidamente por la
milicia local. La oposición al poderoso Pacto estaba muy extendida pero
pocos querían una rebelión. Luego de un segundo e inútil levantamien¬
to cerca de Brantford, la rebelión terminó. Mackenzie huyó a los Esta¬
dos Unidos, dos de sus lugartenientes murieron en la horca y varios de sus
partidarios fueron desterrados.
Ninguno de los levantamientos tuvo éxito, pero juntos influyeron de
manera significativa sobre la administración colonial. En 1838 se sus¬
pendió la Constitución del Bajo Canadá. El gobierno británico, dándose
cuenta de la necesidad de reconsiderar las cosas, envió a John George
Lambton, duque de Durham, a la América del Norte Británica con el
nombramiento de gobernador general, y le confió la responsabilidad de
decidir acerca de la forma y el gobierno futuros “'de las provincias de Ca¬
nadá". Durham, apodado "Jack el radical”, llevaba un plan desde el mo¬
mento de partir: crear una unión de todas las colonias de la América del
Norte Británica. Pero a la Nueva Escocia y a la Nueva Brunswick no les
interesó y era urgente una acción decisiva. Además, la creencia de Dur¬
ham de que las rebeliones eran reflejo de "una lucha entre un gobierno
y un pueblo” no tardó en ser revisada. Una vez llegado al Bajo Canadá,
sacó en conclusión que la lucha "no era de principios, sino de razas”; ha¬
bía "dos naciones en guerra en el seno de un solo Estado”. Su solución
fue la de que había que asimilar a los francocanadienses. Como eran
“una sociedad vieja y estacionaria en un mundo nuevo y progresista”,
esto le pareció inevitable; y la asimilación podría promoverse mediante
la unificación del Alto y el Bajo Canadá. Si se hiciese, los representantes
de la clara mayoría de colonos anglófonos (alrededor de 55 por ciento de
las poblaciones juntas de las dos provincias) dominarían legítimamen¬
te la Asamblea conjunta y los francocanadienses, reducidos a minoría,
abandonarían sus aspiraciones nacionalistas.
En el informe de Durham se hicieron otras proposiciones radicales.
Crítico de la "camarilla conservadora, corrupta, mezquina e insolente”
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 233

—los del Pacto de Familia— que monopolizaba el poder en el Alto Cana¬


dá, sostuvo que, en materia de política interior, los gobiernos coloniales
deberían ser responsables ante su electorado, lo cual quería decir que el
ejecutivo (o en términos modernos el gabinete) debería sacarse de la ma¬
yoría elegida en la Asamblea y contar con su apoyo. Propuso la creación
de gobiernos municipales y de un tribunal supremo. Alegó que las reser¬
vas del clero, para dotar a la Iglesia establecida, deberían suprimirse;
que las políticas agrarias y de emigración deberían reformarse; y que
debería alentarse a los de la América del Norte Británica para que desa¬
rrollasen un sentimiento de identidad que les permitiese hacer resisten¬
cia a la poderosa influencia de los Estados Unidos.
Era imposible que se produjese un consenso acerca de tal conjunto de
sugerencias provocativas. Los francocanadienses se sintieron ofendidos
por una política que, como dijo el obispo Lartigue, de Montreal, tenía co¬
mo objeto “nous anglifier, c’est-á-dire nouns décatholiser” (anglificarnos,
es decir, descatolizamos). Conservadores anglófonos pusieron en tela de
juicio la cordura de Durham y rechazaron su informe por considerarlo
“vergonzoso y maligno”. Los reformadores se regocijaron ante la pers¬
pectiva del autogobierno local dentro de la fortaleza del Imperio. Y los
parlamentarios británicos, dispuestos a unificar las provincias, retroce¬
dieron ante la idea de establecer un gobierno responsable. Mientras lu¬
chaban por acomodarse a la industrialización y a la desaparición del
mercantilismo, no estaban dispuestos a aflojar los lazos administrativos
de los que creían que dependía la fidelidad colonial a la Madre Patria.

Excelente ejemplo del talento para el


retrato de Théophüe Hamel, este óleo
fe. 1838) ha sido a veces descrito
con el título de Tres jefes indios a la
cabeza de una delegación a Que-
bec. La tradición de la familia Dur¬
ham identifica la figura de la dere¬
cha con Lord Durham, nombrado
gobernador general de la América del
Norte Británica en 1838.
234 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

A lo largo de todo esto, el vigor del vecino sureño de la América del


Norte Británica fue una influencia importante. La Guerra de Indepen¬
dencia estadunidense había hecho que los funcionarios británicos y los
conservadores canadienses desconfiasen de los sentimientos democráti¬
cos. A fines del siglo, les inquietaron la afluencia de estadunidenses al
Alto Canadá y los "principios republicanos” invocados en oposición a
los gobiernos coloniales. Luego, en junio de 1812, los Estados Unidos de¬
clararon la guerra a la Gran Bretaña y atacaron los Canadás. Como mu¬
chos de sus pobladores eran inmigrados relativamente recientes proce¬
dentes del sur, el Alto Canadá les pareció a algunos que era "una colonia
estadunidense completa”. Convencido de que los pobladores de allí se
sacudirían fácilmente el yugo de la autoridad británica, el presidente de
los Estados Unidos, Thomas Jefferson, creyó que su conquista era una
“simple cuestión de marchar”. Hacia 1812, apenas unos 2 200 soldados
británicos permanecían en guarnición en Canadá, y la resistencia india
a la penetración estadunidense en la parte occidental de la cuenca de
los Grandes Lagos había sido aplastada en Tippecanoe, sobre el río Wa-
bash. Pero las conquistas aparentemente fáciles resultaron engañosas.
Un temprano éxito basado en la pericia táctica del mayor-general Isaac
Brock del 49 Regimiento elevó la confianza de la milicia canadiense.
Tecumseh, el jefe shawné cuya gente había sido derrotada en Tippeca¬
noe, se puso del lado de los británicos; el apoyo de Tecumseh fue decisi¬
vo para los éxitos británicos alcanzados en la península occidental en
1812-1813, antes de perecer en Moraviantown. En todo, los estaduni¬
denses fueron sorprendentemente ineficaces. Al mando de uno de sus
ejércitos iba un general tan gordo que no podía montar a caballo y en
Queenston Heights los hombres de la milicia hicieron valer su garantía
constitucional y se negaron a obedecer las órdenes de avanzar por el Alto
Canadá. Los británicos corrieron con suerte, como cuando Laura Se-
cord oyó a unos oficiales estadunidenses discutir sus planes mientras
comían en su casa y corrió a comunicárselos a los hombres de la guar¬
nición. Lo que quería la mayor parte de los pobladores era que los deja¬
ran en paz. Los agricultores, que habían encontrado tierra barata y ba¬
jos impuestos en la colonia británica, no se morían de ganas de pasar a
formar parte de la república estadunidense.
A principios de la campaña de 1813, los invasores trataron de partir
los Canadás mediante la captura de Kingston. Pero primero atacaron el
blanco más fácil de York (Toronto) y ocuparon la población, incendia¬
ron los edificios públicos y se apoderaron de los pertrechos navales. Hubo
escaramuzas en la península de Niágara durante el verano y el otoño de
1813. Los estadunidenses se apoderaron de Fort George, pero fueron
rechazados en Stoney Creek y Beaver Dams. El incendio de Newark (Nia-
gara-on-the-Lake) por los estadunidenses durante la evacuación de Fort
George dio lugar a feroces represalias en Buffalo. En el Erie, una victoria
naval estadunidense dejó en su poder el lago durante el resto de la gue¬
rra. Los estadunidenses cruzaron de nuevo el Niágara pero no lograron
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 235

recapturar Fort George. En la oscura noche del 25 de julio, las cansadas


fuerzas se encontraron en Lundy's Lañe, muy cerca de las cascadas, y se
trabaron en una enconada y confusa refriega que terminó en empate.
El conflicto se libró también a lo largo del lago Champlain y el San
Lorenzo, así como en la costa. Tropas procedentes de Halifax dirigidas
por un capaz militar, Sir John Sherbrooke, teniente gobernador de Nueva
Escocia, invadieron Maine para capturar Castille, y los británicos siguie-

La medalla del Alto Canadá Preservado


(izquierda), acuñada por la Leal y Patrió¬
tica Sociedad del Alto Canadá para pre¬
miar "casos extraordinarios de valor
personal y de fidelidad en defensa de la
provincia ” en la Guerra de 1812, pero
nunca otorgada, muestra al león británi¬
co protegiendo al castor canadiense del
águila estadunidense. Entre ellos corre el
río Niágara. Por más fascinante que sea,
La Batalla de Queenston (arriba) es tan
inexacta como debería serlo algo dibu¬
jado de memoria y que se hubiese pro¬
puesto capturar la mayor parte posible
de la acción. El 13 de octubre de 1812,
unos 1 300 soldados estadunidenses cru¬
zaron el río Niágara con 13 botes y tra¬
taron de capturar Queenston Heigths. El
comandante defensor, Isaac Brook, mu¬
rió en la primera carga contra los inva¬
sores pero, finalmente, se les hizo retro¬
ceder a punta de bayoneta. Litografía
basada en el relato del mayor J. B. Dennis.
236 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

ron conservando gran parte de Maine durante toda la guerra. En agosto


de 1814 atacaron e incendiaron Washington, así como la Casa Blanca.
Pero para la mayoría en la Nueva Inglaterra y en la Nueva Escocia la
guerra era un incidente; casi no afectó al comercio costero entre estadu¬
nidenses v británicos. Reflejo de esto fue que el Tratado de Gante, fir¬
mado en Bélgica la noche de Navidad de 1814 por negociadores británi¬
cos y estadunidenses, dispuso que se volviera al statu quo de 1811. El
Alto Canadá, como dijeron algunos de quienes vivían allí, había sido
“preservado” para la Gran Bretaña. En los 175 años transcurridos desde
entonces, muchos han descubierto héroes y heroínas —Brock, Secord y
especialmente Tecumseh— entre quienes participaron en la guerra. Pero,
en resumidas cuentas, fue un conflicto local.
Acuerdos anglo-norteamericanos en 1817 y 1818 desmilitarizaron los
Grandes Lagos y fijaron el paralelo 49 como límite meridional del terri¬
torio británico entre el lago Woods y las montañas Rocosas, pero las am¬
biciones y las influencias estadunidenses siguieron siendo causa de pre¬
ocupación para muchos gobernantes británicos. En las décadas de 1820
y 1830 se gastó gran cantidad de dinero en la fortificación de Kingston y
en la construcción del canal Rideau entre esa ciudad y Bytown (Ottawa)
para proporcionar un vínculo fluvial alterno y más seguro entre Montreal
y los Grandes Lagos, en caso de que los estadunidenses llegasen a apo¬
derarse del San Lorenzo. El número creciente de metodistas y bautistas
de las comunidades pioneras del Alto Canadá fueron considerados como
una amenaza estadunidense a la Iglesia de Inglaterra. Y tanto los libros
estadunidenses —"en los cuales no se hablaba en términos respetuosos de
la Gran Bretaña"— como los maestros estadunidenses —que enseñaban
a los niños una "pronunciación nasal", el fanatismo religioso y el odio
inveterado al sistema político británico— fueron objeto de severas críti¬
cas. Si en estas aseveraciones había más de paranoia que de verdad,
también es cierto que se alimentaban de la fragilidad de las institucio¬
nes británicas descubiertas en el remoto interior.
Tales ansiedades no fueron sino confirmadas por las últimas bocana¬
das de las rebeliones de 1837. William Lyon Mackenzie recibió una entu¬
siasta bienvenida en Buffalo luego de su huida de Toronto, y en los esta¬
dos norteños él y otros refugiados encontraron rápidamente apoyo para
realizar una campaña de incursiones fronterizas que tenían como obje¬
to provocar miedo e incertidumbre en las colonias británicas. En 1838,
algunos de los rebeldes formaron una sociedad secreta llamada Hun-
ters’ Lodges (Logias de Cazadores), cuyo propósito era liberar al Alto
Canadá del "yugo británico”, para lo cual realizaron algunas pequeñas
incursiones. Estas logias estuvieron rápidamente dominadas por estadu¬
nidenses. Según algunas estimaciones, su número pasó de los 40 000.
Entre los más provocativos de sus intentos de trastornar las relaciones
entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos figuraron el incendio del
barco de vapor Sir Robert Peel en las Mil Islas y la destrucción mediante
explosivos del monumento a Brock en Queenston Heights, en 1840. Aun
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 237

cuando Louis-Joseph Papineau se negó a dar su apoyo a tales incursio¬


nes fronterizas por el Bajo Canadá, y la primera de tales intentonas rea¬
lizada en febrero de 1838 terminó en una derrota humillante, sus diri¬
gentes organizaron un impresionante movimiento clandestino —Les
Fréres Chasseurs (los Hermanos Cazadores)— en la colonia. A fines de
1838, varios miles de insurgentes efectuaron un segundo levantamiento.
Fue sofocado rápidamente, pero el encono a causa de los acontecimien¬
tos de 1837-1838 persistió largo tiempo entre franceses e ingleses.
Es significativo que las frecuentes incitaciones de los estadunidenses
para librarse de la tiranía y la opresión de la Gran Bretaña jamás fueron
ampliamente persuasivas. Entre 1760 y 1840, las colonias estuvieron vin¬
culadas irrevocablemente a la Madre Patria por lazos de sentimiento y
dependencia fiscal, así como por líneas de autoridad y patrones de comer¬
cio. Aparte de los francocanadienses, la mayoría de los pobladores de las
colonias tenían sus raíces en la Gran Bretaña; un considerable número
de ellos habían llegado al territorio británico del norte después de la Gue¬
rra de Independencia estadunidense, y, según las normas de la época,
los gastos británicos en las colonias eran enormes. Año tras año, estos
desembolsos para las construcciones militares y el mantenimiento de
las tropas pusieron dinero en circulación. Ciertamente, el mercado de las
guarniciones para el trigo del Alto Canadá era tan grande que, en 1792,
el mercader Richard Cartwright llegó a la conclusión de que “mientras el
gobierno británico siga pensando en la conveniencia de contratar perso¬
nas para que vengan a comerse nuestra harina, nos irá muy bien”.

El poblamiento de las provincias: al azar y por catástrofes

Para quienes llegaron a las colonias, el proceso de ocupación de la tierra


y de hacer retroceder el territorio salvaje cobró proporciones épicas. Las
sociedades coloniales se forjaron en la lucha por la supervivencia en
ambientes nuevos. Las economías coloniales dependían del trabajo de
hombres y mujeres, así como de los recursos locales, para su expansión.
Cuando el justicia mayor Smith, de Canadá, escribió en 1787 que “los
hombres y no los árboles constituyen la riqueza de un país", estableció
una ecuación fundamental: la gente es igual a poder y prosperidad. El
tamaño era la medida del éxito y el progreso. Conforme a esta sencilla
métrica, los años transcurridos entre 1760 y 1840 fueron de notable cre¬
cimiento. El número de pobladores europeos —el único que contaban
los colonizadores— aumentó 16 veces; hacia 1841 había más de 1.5 millo¬
nes de personas no aborígenes en la América del Norte Biitánica. Los
indígenas, cuyo numero se había venido reduciendo a lo largo de 80
años, eran superados ahora en proporción de diez a uno. _
Entre 1760 y 1800, la emigración a la América del Norte Británica fue
en gran medida cosa del azar. La Gran Bretaña careció de un plan cohe¬
rente para el poblamiento en sus territorios trasatlánticos. Convencido
238 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Campamento de leales en Johnstown, una nueva población, sobre las orillas del
San Lorenzo, en Canadá. Robert Hunter, joven inglés en camino a las cataratas
del Niágara, visitó Johnstown (actualmente, Connvall) en 1785. “El asentamiento de
los leales”, terminó diciendo, “es una de las mejores cosas que haya hecho jamás
Jorge III. Le reconforta a uno ver lo bien que se están desenvolviendo y que pare¬
cen estar perfectamente contentos con su situación". Acuarela (1784) de James
Peachey, topógrafo y apeador del ejército británico.

de que la emigración minaría la fuerza de la nación, el Parlamento bri¬


tánico, en general, se opuso al traslado de ciudadanos británicos a las
colonias. Por eso los funcionarios británicos, que anhelaban asegurar la
Nueva Escocia acadia católica después de la fundación de Halifax en
1749, alentaron la colonización mediante “protestantes extranjeros” sa¬
cados principalmente del valle del Rin. Pensando en la defensa, también
incitaron a los soldados cuyos regimientos habían sido licenciados en
América a que permanecieran en ella, mediante dotaciones de tierras de
la colonia. Pero durante 15 años, después de 1760, se dio por sentado que
Canadá y la Nueva Escocia serían poblados por pioneros que se trasla¬
darían hacia el norte desde colonias más antiguas de la América británi¬
ca. Mediante proclamas, se anunció que había tierra disponible en ambas
zonas para residentes de Massachusetts, Connecticut, Pensilvania y Nue¬
va York. Sólo Nueva Escocia atrajo a un número importante y esto úni¬
camente mientras las tierras al oeste de los Apalaches quedaron vedadas
a la colonización. Colonos y traficantes de pieles emigraron hacia Que-
bec y Montreal, pero su número fue pequeño. Pocos emigrantes, escribió
Guy Carleton, gobernador de Quebec, “preferirían los largos e inhóspitos
inviernos de Canadá antes que el clima benigno y el suelo más fértil de
las provincias meridionales de Su Majestad”; a excepción de una “catás¬
trofe que sólo pensarla horroriza”, la colonia seguiría siendo el dominio
de los canadienses.
Iniciativas personales trajeron a algunos inmigrantes desde el otro la-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 239

do del Atlántico. En la década de 1770, se animó a cerca de 1 000 perso¬


nas a que dejasen las granjas y las rentas crecientes en Yorkshire por las
tierras del latifundio de Michael Francklin, destacado funcionario de
Nueva Escocia. Una década antes, el enérgico y convincente especula¬
dor Alexander McNutt había traído a 600 irlandeses a sus enormes lati¬
fundios en la Nueva Escocia. Tal fue el peligro para Irlanda de retirar
tanta población, sin embargo, que esta práctica quedó inmediatamen¬
te proscrita. Haciendo caso omiso de los reglamentos, un chorro constante
de irlandeses llegó hasta Terranova para la pesca, y en los años posterio¬
res a 1770 un corto número de escoceses emigró desde las Highlands
(Tierras Altas) hasta las tierras vecinas al golfo de San Lorenzo.
Mucho más considerables fueron las migraciones provocadas por la
Guerra de Independencia de los Estados Unidos. En 1783 y 1784, un gran
número de soldados y de refugiados civiles que se habían puesto de parte
de los británicos durante la revolución abandonaron los estados recien¬
temente independizados para ir a la América del Norte Británica. Apro¬
ximadamente 35 000 de estos leales se fueron a Nueva Escocia y unos
9 000 a Quebec. Su impacto fue tremendo. La población de la Nueva Es¬
cocia peninsular se duplicó; al norte de la bahía de Fundy, donde en
1780 había menos de 1 750 personas de origen europeo, 14 000 o 15 000
leales dominaron la nueva colonia de Nueva Brunswick. Quizá 1 000 más
se quedaron en las islas todavía escasamente pobladas de Saint John
(isla del Príncipe Eduardo después de 1798) y de Cabo Bretón (que se
convirtió en colonia aparte en 1784 y siguió siéndolo hasta 1820). En el
interior, aproximadamente 7 000 leales ocuparon un territorio hasta en-

FOR

AMERICA.
THE FAST-HAILING BRIO.
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lltjfgilkM *»•« **v «** ftbtmrf.

A\l Entre los miles de emigrantes que llegaron


AMERICA. V IXONG HWYLUS,
a la América del Norte Británica antes de
1840 figuraron varios centenares de fami¬
()/, ABERTEÍFI. lias galesas. Este cartel de Gales, reutiliza¬
t ÍDHV UMWMI! OVVIBI. do después del naufragio del Albion, en
Svdd y» b»r»da ciada Y nxirahwyí dwwydd i
»AirrJoH*V
noviembre de 1819, constituye un recor¬
ii i hnylir. n lu • derhrvu datorio de los riesgos de la travesía trans¬
Ma Kbcillrwraaf.
r..'.,w.« **.; u .»*'> <*»«•. «<**•>< atlántica, así como un buen ejemplo de la
información de que disponían los aspiran¬
*m*tH** *»**>* mtrniwé, owiHMKim. «•** tes a emigrar.
240 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

tonces casi vacío en la cabecera del lago Erie, en la península de Niágara,


alrededor de la bahía de Quinte y a lo largo de la ribera septentrional
del San Lorenzo. Otros 1 000 o 2 000 se quedaron cerca de la desemboca¬
dura del río Richelieu, junto al lago Saint Francis y en el bajo río Ottawa.
Como grupo, los leales no compartieron mucho más que la experien¬
cia de su traslado. Militares y civiles; negros, blancos e iroqueses; ins¬
truidos y analfabetos; ricos y pobres; procedían de viejas cepas o de fa¬
milias de reciente inmigración y desde todos los puntos de las colonias y
todas las posiciones sociales. Aunque en la mitología popular que se for¬
mó en torno de los leales destacan quienes poseían grados de Harvard,
los antiguos propietarios de plantaciones abandonadas, las personas de
riqueza considerable y los funcionarios cuyo árbol genealógico se remon¬
taba hasta el Mayflower, indudablemente eran una minoría. La mayoría
de los leales eran gente común y corriente: pequeños granjeros, artesa¬
nos, jornaleros, trabajadores diversos y sus familias. Entre quienes se
fueron a Nueva Escocia había aproximadamente 3 000 negros, en su ma¬
yoría esclavos fugitivos, que se juntaron en poblamientos aparte, cerca de
Shelburne, Digby y Chedabucto, así como en Halifax. Rara vez se rea¬
lizaron sus esperanzas de independencia. En 1792, casi 1 200 de ellos sa¬
lieron de Nueva Escocia hacia Sierra Leona. Entre quienes se desplazaron
al norte de los Grandes Lagos figuraron casi 2 000 indios, principalmen¬
te iroqueses de los Seis Pueblos bajo la dirección de Joseph Brant, el jefe
mohawk, a quienes se concedieron tierras sobre el río Grand en premio a
su lealtad a la Corona y como compensación de sus pérdidas en la guerra.
A pesar de todas las apasionadas declaraciones de fidelidad de los
leales —como la del epitafio que reza “fue conocido por su lealtad a su
rey en 1775” que puede verse en la lápida mortuoria de Thomas Gilbert
en Gagetown, Nueva Brunswick—, pocos de ellos eran ideólogos. Atra¬
pados en una lucha que dividió a las comunidades, muchos habían pen¬
sado que los whigs insurgentes no lograrían vencer a la autoridad bri¬
tánica. Otros eligieron el bando leal sin más razón que la de las decisiones
de sus amigos (o enemigos). Sea como fuere, le apostaron al caballo
perdedor, y se fueron cuando se vio perdida su causa. Otros más se fue¬
ron al norte simplemente porque les daban tierras y provisiones. Cierta¬
mente, según el gobernador John Parr de Nueva Escocia, "la mayoría de
quienes” llegaron a Shelburne, punto importante de desembarco, "no
estaban abrumados de lealtad, palabra espaciosa de la que muchos se
valen".
Cualesquiera que hayan sido sus motivos para emigrar, la mayoría de
los leales enfrentaron duras penas en sus nuevos lugares. Algunos se
quejaron casi porque sí, pero para la mayoría las dificultades fueron
muy i eales. Al solicitar ayuda médica, un grupo de leales de Nueva Es¬
cocia resumieron las penalidades de muchos al narrar sus sufrimientos
poi causa del duro trabajo, el incómodo alojamiento en cabañas abier¬
tas, los prolongados ayunos y las provisiones en mal estado". El descon¬
tento era un corolario natural de las condiciones creadas por una afluen-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 241

cia tan grande de población. Fue preciso alimentar a miles. Deslindes y


concesiones tuvieron que prepararse antes de que los recién llegados
pudieran ocupar su tierra. La demanda de provisiones, pertrechos y alo¬
jamiento elevó los precios. Y en las fluidas condiciones sociales y econó¬
micas de la frontera se produjeron tensiones entre leales, entre leales y
pre-leales, y entre leales y los que los siguieron. Los “leales de última hora ,
como se les llamó, fueron especialmente numerosos en el Alto Canadá.
Atraídos allí por la disponibilidad de buenas y baratas tierras, e incitados,
después de 1791, por el teniente gobernador Simcoe, que admiraba la
pericia agrícola de los pioneros estadunidenses, irrumpieron en la colo¬
nia pobladores procedentes de Nueva York y Pensilvania. Entre ellos
figuraban cuáqueros, menonitas y otros pacifistas a quienes no se veía
con buenos ojos en su patria por su neutralidad de 1776-1783. Hacia
1812 vivían en el Alto Canadá unas 80 000 personas. Cerca de 80 por
ciento de ellas eran de origen estadunidense, pero los leales y sus des¬
cendientes representaban menos de una cuarta parte del total.
~ Como la mayoría de los emigrantes, los que llegaron a las colonias eran
relativamente pobres; en comunidad tras comunidad, los niños y los
adultos jóvenes eran mayoría. Los nacimientos fueron constantemente
más comunes que las muertes, y las mujeres, que característicamente se
casaban alrededor de los 20 años, generalmente tenían varios hijos. El
resultado fue un rápido crecimiento, como nos lo sugiere la experiencia
de un misionero de la Nueva Brunswick, que casó a 48 parejas, bautizó
a 295 niños y enterró a 17 personas entre 1795 y 1800. Aunque hubo poca
inmigración en Quebec a fines del siglo xvm, se dieron allí circunstan¬
cias semejantes. La población de la colonia se duplicó cada 25 o 27 años
a lo largo del siglo, incremento de aproximadamente 2.8 por ciento al
año, tasa semejante a las que son comunes ahora en muchos países afri¬
canos y asiáticos que se enfrentan a una explosión demográfica .

¿El “triste resultado de las pasiones y las papas ?

Al empezar el siglo xix se aceleró la migración trasatlántica hacia la


América del Norte Británica. Al principio, la gente llegó casi exclusiva¬
mente desde las Tierras Altas de Escocia; después de 1815, llego de to¬
das partes de las islas británicas, pero especialmente desde Irlanda, bu
número fue enorme. Las cifras oficiales (que probablemente se quedan
cortas) contaron un millón de emigrantes desde las islas británicas hasta
las colonias norteamericanas en la primera mitad del siglo Sesenta por
ciento de ellos cruzaron el Atlántico antes de 1842, cuando el novelista in¬
glés Charles Dickens, de visita en Montreal, vio a inmigrantes agrupados
en centenares sobre los muelles públicos, cuidando sus cajas y baúles .
Estas migraciones fueron en gran medida resu hado de las cambiantes
circunstancias que se daban en la Gran Bretaña, donde la población esta¬
ba creciendo a un ritmo considerablemente más rápido que en los demas
242 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

países europeos. El Reino Unido, que no tenía más de 13 millones en 1780,


pasaba de los 24 hacia 1831. Los contemporáneos, como el reverendo
Thomas Malthus, cuyo famoso Ensayo sobre el principio de la población
fue publicado en 1798, atribuyeron esto generalmente a la elevación de
la tasa de natalidad. Al mismo tiempo, las revoluciones agrícola e indus¬
trial trastornaron los patrones tradicionales de vida en el Reino Unido.
En Inglaterra, los cercamientos sustituyeron a los campos abiertos, a las
tierras comunales y a la agricultura colectiva por sólidas propiedades in¬
dividuales. En Escocia, los intentos ingleses por quebrar la tradicional
sociedad de los clanes y desarrollar las Tierras Altas dieron como resul¬
tado que los estrechos valles se convirtieran en pastizales para ovejas. Y
en Irlanda, el cultivo de la papa permitió que una población rural en rá¬
pido crecimiento lograse sobrevivir dividiendo y subdividiendo propie¬
dades, hasta el punto de que, hacia 1821, Irlanda tenía la más alta den¬
sidad de población de Europa.
En todas partes, las consecuencias fueron profundamente perturbado¬
ras. Hacia 1815, los irlandeses se habían convertido, según un historia¬
dor francés, Eli Halévy, en “un vasto proletariado, ignorante, pobre hasta
la miseria, supersticioso y alborotador”. Inicialmente, los terratenientes
escoceses procuraron encontrar un lugar para sus inquilinos desplazados
en la costa, en donde se dedicaron a la pesca y a la industria de transfor¬
mación de las algas marinas en abono. Cuando esta industria declinó
después de 1815, los intentos realizados para mejorar la eficiencia de la
agricultura en las Tierras Altas continuaron con las expulsiones en gran
escala y a menudo brutales a las que la gente les dio el nombre de limpias.
Gracias a las nuevas rotaciones de cultivos, a la agricultura científica y
otros mejoramientos en el campo, la productividad de la agricultura in¬
glesa se elevó enormemente. Privados de sus derechos de pastoreo en las
tierras comunales abiertas, los ocupantes ilegales y los pequeños inqui¬
linos se vieron obligados a ingresar en el proletariado rural, a emigrar a
las ciudades en crecimiento o a ganarse la subsistencia con el producto de
media o una hectárea de tierra y el trabajo a destajo en el telar o en la rueca.
Esto a menudo desembocaba en la pobreza. Los salarios pagados al
trabajo rural eran desesperantemente bajos. Para los trabajadores no
calificados, fue generalmente dura la vida en las primeras ciudades in¬
dustriales; no estaban familiarizados con la disciplina de las fábricas; el
trabajo era a menudo arduo y a veces peligroso; la jomada de trabajo era
larga, la paga insuficiente y las condiciones de vida muy malas. En años
anteriores, había sido posible ganarse un razonable sustento hilando o
tejiendo a destajo en el hogar, pero en los primeros años del siglo xix los
mejoramientos tecnológicos y la propagación de la producción fabril
redujeron tanto las oportunidades como la remuneración de tal trabajo.
Largas jornadas les dejaban a las familias uno o dos peniques al día,
apenas lo suficiente para una flaca dieta de grano molido, leche descre¬
mada y papas.
La miseria y el desempleo se agravaron después de que Wellington fi-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 243

nalmente derrotó a Napoleón en Waterloo en 1815. Miles y miles de sol¬


dados, marineros y otros que habían participado en la guerra en Europa
volvieron a casa para buscar empleos en un país que se estaba acomo¬
dando a la decadencia de las industrias de tiempo de guerra y al redu¬
cido precio del trigo que acompañaron a la paz. Observadores dignos de
crédito estimaron el número de indigentes en casi 15 por ciento de la po¬
blación de Inglaterra y calcularon que unos 120 000 niños pobres (ému¬
los del Oliver Twist de Charles Dickens) deambulaban por las calles de
Londres. Los clérigos advertían a sus feligreses, como les había reco¬
mendado hacer el reverendo Thomas Malthus, de la "falta de propiedad
y aun de la inmoralidad de casarse” cuando no pudiesen mantener a sus
hijos, pero no puede decirse que fuese esto solución para tan vasto pro¬
blema.
En los tiempos de la supremacía industrial de la Gran Bretaña, afirmó
Patrick Colquhoun en 1814 en su A treatise on the Population, Wealth, and
Resources of the British Empire, la solución se encontraba en la emigra¬
ción. La sobrepoblación y el estancamiento económico podían aliviarse
mediante la emigración a las colonias, en donde la gente consumiría ar¬
tículos manufacturados británicos y proporcionaría materias primas a
las fábricas inglesas. Eran argumentos oportunos para la época. Hacia
1815 se había generalizado el reconocimiento de los beneficios de la emi¬
gración. En febrero de ese año, el primer aviso oficial sobre emigración
desde 1749 apareció en los periódicos de Edimburgo bajo el encabezado
de “Estímulo liberal a colonizadores". Durante los siguientes 25 años (y
más), la emigración —descrita por Lord Byron en su poema Don Juan
(1824) como “ese triste resultado de las pasiones y las papas, /dos malas
hierbas que postulan nuestros Catones económicos”— fue objeto de con¬
siderable interés en la Gran Bretaña. Los proyectos de poblamiento con
ayuda gubernamental, las iniciativas de los grandes terratenientes, las in¬
vestigaciones de comités selectos, las empresas filantrópicas, los regla¬
mentos para controlar el “tráfico de emigrantes" y las “teorías de coloni¬
zación” dieron forma al río de gente. No obstante, la migración desde la
Gran Bretaña hacia la América del Norte Británica durante estos años fue
abrumadoramente un movimiento de familias e individuos desde las ma¬
las condiciones económicas en su patria hasta las más prometedoras
de las colonias. La relocalización fue la respuesta pragmática de perso¬
nas cuyas vidas se hallaban trastornadas. En su mayoría, eran relativa¬
mente pobres (aunque no totalmente desposeídas); sus esperanzas —de
una seguridad y un bienestar modestos— no eran muy grandes. En todo
esto no hubo mucho sueño utópico.
Los emigrantes soportaron a menudo penalidades atroces al cruzar el
Atlántico. Muchos de los navios dedicados al “tráfico emigrante" estaban
en malas condiciones. La travesía a menudo fue tormentosa. Los viajes
podían durar hasta once o doce semanas; rara vez se llegó a Quebec en
menos de 30 días. La gente iba abarrotada, era una cantidad sorpren¬
dente de personas, en las cubiertas inferiores oscuras y malsanas. Hasta
244 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

No toda la publicidad acerca de la emigración la veía con buenos ojos. Esta cari¬
catura anónima, publicada en Londres alrededor de 1820, se burlaba de quienes
partían hacia las colonias con esperanzas de una vida regalada, y advertía a los
lectores de los peligros del trato con los especuladores de tierras.

1835 no se exigió a los dueños de barcos proporcionar las provisiones


esenciales, que usualmente no fueron más que agua, galletas y avena. Lo
que significó esto se hace tristemente evidente en la correspondencia de
los agentes y los funcionarios de la emigración: “lechos sucios”; “olores
fétidos"; “centenares... amontonados”. Barcos dedicados al comercio de
la madera generalmente llevaron emigrantes en sus viajes hacia el oeste.
Para darles acomodo, dos hileras de toscas literas, cada una de las cua¬
les medía seis pies cuadrados, se construían a cada lado de la cubierta
inferior (de carga). (En un navio de 400 toneladas esta cubierta debía
medir aproximadamente unos 30 metros de largo por ocho de ancho.)
En este espacio, con 32 literas en cada lado y sin luz ni ventilación salvo
la de los escotillones, hasta 200 emigrantes llegaron a transportarse a
través del Atlántico conforme a los reglamentos vigentes en 1803, y has¬
ta 300 de acuerdo con los de 1828 (cuando probablemente se añadía
una hilera central de literas). Y muchos navios transportaban más pasa¬
jeros de los que la ley permitía. En la fecha en que el James llegó a Hali-
fax, en la década de 1820, cinco de los 160 pasajeros que habían embar¬
cado en Waterford habían muerto en la travesía; 35 más habían sido
desembarcados en Terranova pues estaban demasiado enfermos para
continuar, y el resto tenía tifo, que el teniente gobernador atribuyó a “su
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 245

escasa alimentación durante el viaje... el estado de abarrotamiento y su¬


ciedad del barco y... a la falta de asistencia médica”.
En 1832, el cólera produjo muchas muertes en los lugares encerrados
de los barcos para emigrantes. Durante ese verano, los navios llegaron
a los puertos de la América del Norte Británica después de espantosos via¬
jes, de muertes y aflicciones. Aunque los barcos con emigrantes queda¬
ban detenidos en Grosse lie, a unos 50 kilómetros río abajo desde Quebec,
y aunque se hicieron más rigurosas las regulaciones de cuarentena, la
enfermedad llegó tanto a Quebec como a Montreal, en junio. En el espa¬
cio de una semana, más de 250 personas estaban enfermas y durante un'
periodo negro a mediados de mes se produjeron más de 100 muertes dia¬
rias en cada ciudad. A lo largo del río San Lorenzo se formaron juntas
de salubridad y sitios abrigados para cuarentena, pero el pánico se exten¬
dió muchísimo. El 19 de junio, un mercader judío, Alexander Hart, es¬
cribió desde Montreal:
Ninguno de nosotros va a la ciudad, muchos se han ido al campo. Ayer, 34 ca¬
dáveres pasaron junto a nuestra casa; hoy, hasta esta hora, ya son 23, aparte

Los fuegos de las fumigaciones y una luna llena tras de amenazantes nubes enro¬
jan una fantástica luz sobre la plaza del mercado, enfrente de la catedral de Nues¬
tra Señora, situada en la Ciudad Alta de Quebec, durante la epidemia de colera de
1832. El pintor, Joseph Légaré, era miembro de la Junta de Sanidad de La ciudad.
246 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

de los que van al viejo cementerio y al cementerio católico, 12 carretas son


empleadas por la junta de salubridad para llevarse a los muertos, que se en-
tierran sin ceremonias.

Se cerraron las escuelas y las tiendas, y el único negocio abierto era el


que vendía tablas de una pulgada de grueso para ataúdes. En septiem¬
bre, cuando terminó la epidemia, se había llevado casi a 3 500 personas
en Quebec, a casi 2 000 en Montreal y a varios centenares en el Alto Ca¬
nadá y las provincias orientales. Dos años más tarde, una segunda epide¬
mia mató a 1 250 personas en los Canadás y a otras más en Nueva Es¬
cocia y Nueva Brunswick.
Entre 1801 y 1815 llegaron cerca de 10 000 escoceses procedentes de
numerosas partes de las Tierras Altas y de las islas. Un hombre, Thomas
Douglas, duque de Selkirk, desempeñó un papel de pivote en este movi¬
miento. Rico, enérgico, profundamente interesado en la triste situación
de los escoceses de la región, fascinado por las perspectivas que ofrecía
América y atraído por las ideas de los primeros economistas políticos,
Selkirk se consagró a la tarea de establecer una colonia escocesa en la
América del Norte Británica. En 1803 acompañó a 800 emigrantes des¬
de las Hébridas hasta tierras que había adquirido en la isla del Príncipe
Eduardo. Al año siguiente se hallaba en el Alto Canadá, donde obtuvo
tierras cerca del lago Saint Clair para una segunda empresa que habría
de llamarse Baldoon. Pero el sitio era pantanoso, insalubre, y dada la fal¬
ta de entusiasmo de los funcionarios del Alto Canadá, la visión de Selkirk
de una próspera comunidad gaélica que constituiría un bastión para
contener la expansión y la influencia estadunidenses por el Alto Canadá
murió al nacer. Hacia 1812, Selkirk había concentrado sus intereses en
el Oeste, luego de recibir una enorme concesión de tierras, centradas en
torno a los ríos Rojo y Assiniboine, de la Compañía de la Bahía de Hud-
son. Casi 350 escoceses emigraron al río Rojo antes de 1815, pero la pe¬
queña colonia padeció muchas dificultades, entre las que cabe mencionar
la resistencia que le opuso la Compañía del Noroeste, las inundaciones
y las plagas de langosta. La expansión en la década de 1820 fue fruto, no
de la constante afluencia de pobladores escoceses prevista por Selkirk,
sino de la acción de los hombres que se habían retirado de la Compañía
de la Bahía de Hudson, quienes trajeron con ellos a sus esposas nativas,
y de la creciente población mestiza católica, vinculada al comercio de
pieles de Montreal por lazos de sangre y por el papel que desempeñaban
como cazadores de bisontes y abastecedores. Más importante que sus
empresas, sin embargo, fue el libro que Selkirk publicó en 1805 titulado
Observations on the Present State of the Highlands of Scotland, with a
View of the Causes and Probable Consequences of Emigration (Observacio¬
nes sobre el estado actual de las Tienas Altas de Escocia, con una opinión
acerca de las causas y las consecuencias probables de la emigración). En
esta obra, rebatió los argumentos en contra de la emigración y defendió
el derecho de quienes se aferraban a su independencia y crearon granjas
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 247

en medio de los bosques de la Nueva Escocia, la isla del Príncipe Eduardo


y el Alto Canadá para conservar su modo de vida tradicional; ejerció una
gran influencia sobre las actitudes públicas respecto de la migración en
la Gran Bretaña.
Durante una década después de 1815, el gobierno británico —que en¬
frentaba la miseria interior que siguió a la paz con Francia, preocupado
porque la emigración que existía tendía a dirigirse hacia los Estados Uni¬
dos, recientemente hostiles, y consciente de la necesidad de estimular el
poblamiento británico en el Alto Canadá, dominado por los estaduni¬
denses— fomentó el poblamiento de las colonias subsidiando el costo del
pasaje a personas calificadas. Por todo, 6 500 soldados licenciados, teje¬
dores desempleados y sus familias procedentes de las tierras bajas es¬
cocesas, católicos de algunas de las partes más pobres de Irlanda y otros
más fueron transportados al otro lado del Atlántico, donde se les dieron
tierras en zonas de Peterborough, Perth y el río Rideau en el Alto Cana¬
dá. En general estas empresas tuvieron éxito. La gente pudo empezar de
nuevo; y la gratitud de quienes se desplazaron indudablemente alentó nue¬
vas emigraciones. Pero los proyectos de poblamiento subsidiado resul¬
taban también caros y se les consideró demasiado costosos como para
continuarlos.
Las empresas privadas de colonización no tardaron en asumir algu¬
nas de las funciones de los proyectos gubernamentales. Con licencia que
obtuvo en Inglaterra en 1824, la Compañía de Canadá, por ejemplo, ad¬
quirió casi un millón de hectáreas de tierras del Alto Canadá, entre las
que figuraban más de 400 000 vecinas al lago Hurón. Hacia 1830, 20 000
hectáreas de tierras de la empresa ya se habían vendido, Guelph era un
cómodo pueblito y el desarrollo proseguía en la vecindad de Goderich.
A pesar de las imputaciones de que sus oficiales actuaban a menudo abu¬
sivamente y la reclamación de uno de sus más pintorescos empleados,
William “Tigre” Dunlop, que decía que la compañía desdeñaba los dere¬
chos de los pobladores, muchos creyeron que su vigoroso programa de
mejoras contribuyó grandemente a estimular el crecimiento en el Alto
Canadá durante la década de 1830. La Compañía de Canadá tenía agen¬
tes en todos los puertos principales de la Gran Bretaña e Irlanda, y junto
con otras compañías había distribuido mapas, folletos y anuncios en la
mayoría de las ciudades, pueblos y aldeas del Reino Unido. Tal publici¬
dad incitó a emigrar a la América del Norte Británica a muchos individuos
y familias durante las décadas de 1820 y 1830. La gente del Reino Unido
estaba dispuesta a viajar. La elección de sus destinos fue decidida a me¬
nudo por folletos, guías y descripciones cuyo mensaje fundamental para
dar seguridad y consejo casi nunca varió. Cabe mencionar, de entre ellos,
el titulado The Cañadas, as they at Prcsent Commend Themselves to the
Enterprize of Emigrants, Colonists and Capitalists (Los Canadás, según
como hoy se recomiendan para la empresa de emigrantes, colonos y capi¬
talistas), de A. Picken, y el de William Catermole, titulado Emigration:
The Advantages of Emigration to Cañada (Emigración: las ventajas de la
248 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Extrema izquierda: el no¬


velista escocés John Galt,
autor de una vida de Byron
y otras obras, fue superin¬
tendente de la Compañía
de Canadá de 1826 a 1829;
en 1827, fundó la ciudad
de Guelph. En sus escri¬
tos no se aprecia mucha
influencia canadiense. Iz¬
quierda: William "Tigre"
Dunlop, periodista, ciruja¬
no y político, llegó a Canadá
junto con Galt en 1826
para administrar el vasto
Hurón Tract para la Com-
■* pañía de Canadá; a dife¬
rencia de Galt, escribió va¬
rias obras basadas en los
años pasados en Canadá.
Retratos de Daniel Maclise.

emigración a Canadá). Diversos agentes peinaron zonas famosas por su


población "redundante” y su prédica convincente se sumó a lo propugna¬
do por escrito. Gente ya establecida en las colonias enviaba dinero en
efectivo o billetes pagados por anticipado a sus parientes. Agentes na¬
vieros recorrían el campo británico reclutando pasajeros. Y lo que qui¬
zás ejerció la mayor influencia fueron las cartas de quienes habían lle¬
gado a las colonias antes de 1820 y contaban el éxito y el potencial de la
nueva tierra: “Tenemos madera en abundancia”; "tenemos mucha buena
comida y bebida..."; "aquí nadie entendería a Malthus”; “te ruego que
mantengan a Anthony en el negocio de la molinería... porque con él en
este país se abrirá buen camino”; “las perspectivas que aquí se te ofre¬
cen son unas diez veces superiores a las que puedes encontrar en la vieja
patria”; "Canadá no me gusta tanto como Inglaterra; pero en Inglaterra
hay demasiada gente, y aquí hace falta”. Como los pioneros rara vez es¬
cribían acerca de las penalidades que habían tenido que soportar o de
las dudas que tal vez abrigaban, el mensaje resultó muy persuasivo. En
comparación con la Gran Bretaña, el nuevo país ofrecía salarios eleva¬
dos, tierras baratas y un buen futuro. De modo que decenas de miles de
personas decidieron cruzar el Atlántico. Vendieron sus granjas, juntaron
sus pequeños ahorros y dieron comienzo a nuevas vidas.
La forma precisa que cobraron estas vidas dependió en parte de cuándo
y dónde comenzaron. Como la industria pesquera había creado fuertes
lazos entre puertos ingleses y poblamientos específicos de Terranova,
emigrantes de Somerset propendieron a concentrarse en la bahía Trinity,
mientras que los de Devon se concentraron en la bahía Conception. De
manera semejante, los irlandeses gravitaron hacia San Juan y el sur de
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 249

Este paisaje idílico —que formó parte de una serie de ilustraciones que tenían por
objeto atraer inmigrantes para los asentamientos de la Compañía de Nueva
Brunswick y Nueva Escocia— nos trasmite una idea carente por completo de rea¬
lismo de los penosos trabajos a que tendrían que enfrentarse los colonos. Des-
monte de los terrenos de la ciudad, en Stanley, octubre de 1834. Litografía de
S. Russell a partir de un dibujo de W. P. Kay, publicado en Sketches in New
Brunswick (Londres, 1836).

la península de Avalon. Como en su mayoría procedían de un número


relativamente pequeño de parroquias del suroeste de Inglaterra y del
sureste de Irlanda, los recién llegados solieron establecerse entre perso¬
nas que compartían ascendencia familiar. Sus convenciones sociales, sus
creencias y hasta su forma tradicional de hablar y de cantar no estuvie¬
ron muy fuera de lugar. Y esto tendió a persistir. Ciertamente, en Terra-
nova —cuyos poblados aislados y relativamente remotos recibieron po¬
cos inmigrantes después de mediados de siglo tales rasgos distintivos
sobrevivieron hasta el siglo xx.
En el Alto Canadá, en cambio, la mezcla fue la norma. Aunque los es¬
coceses se concentraron en algunas zonas y los irlandeses, que constitu¬
yeron la mayoría de los que llegaron después de 1815, comúnmente ocu¬
paron tierras más pobres a espaldas de la ya poblada ribera del lago, al
norte y al este de Kingston, en ambos grupos figuraron católicos y pro¬
testantes Pocos escoceses, irlandeses e ingleses se establecieron en po¬
blaciones ocupadas exclusivamente por sus coterráneos, e inclusive
cuando lo hicieron solieron quedarse entre personas procedentes de
muy diferentes partes de su patria de origen. De modo que los poblado¬
res nuevos encontraron prácticas y principios diferentes de los suyos e
inevitablemente comenzaron a cambiarlos. Además, hacer una granja de
250 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

varias decenas de hectáreas de bosque en el Alto Canadá requería peri¬


cias muy diferentes de las necesarias para alimentar a una familia con
media hectárea de tierra irlandesa o para cumplir con las exigencias de
un arrendamiento inglés. La mayoría de los pobladores desarrollaron
granjas mixtas, en general semejantes, para satisfacer sus necesidades.
Los escasos productos que tenían un mercado fácil fueron objeto de cul¬
tivo muy difundido, pero en el cultivo de hortalizas para el consumo
doméstico a veces se observaron alimentos y gustos tradicionales. En al¬
gunas casas, el estilo de los muebles, los dibujos de las telas y el uso del
espacio fueron reflejo del país de origen; en ciertos lugares, las fachadas
de las casas expresaron ideas traídas del otro lado del Atlántico. Pero, en
general, las circunstancias de la vida en el Nuevo Mundo borraron los
rasgos más acentuados de la tradición. En el Alto Canadá más que en
las colonias marítimas, y en éstas más que en Terranova, la intrincada
variedad de acentos, creencias y prácticas regionales que caracterizaban
al Viejo Mundo quedó oculta bajo una amalgama práctica de usos y cos¬
tumbres norteamericanos que convirtieron en mundos nuevos, ciertamen¬
te, a las colonias.

Trabajo y vida

Consideremos cuatro imágenes. Primero, la del pescador. Duro, curtido


por las inclemencias del tiempo, profundo conocedor de los vientos y
las mareas de su ribera local, capaz de hacer muchas cosas, ganándose
duramente la vida en lucha con el mar traicionero, figura con la que nos
han familiarizado las palabras “Yo soy el que construye el bote / Y soy el
que lo navega./ Yo soy el que captura el pez/ Y se lo lleva a casa para Liza”.
Luego la del traficante de pieles, representado por el voyageur violento y
libre de espíritu cuya vestimenta se distinguía por su faja de color bri¬
llante y su colorido sombrero, cuya vida era una mezcla de peligros, tra¬
bajo duro y camaradería; o por el "orcadiano” cáustico, tacaño y dócil, ni
especialmente imaginativo ni renuente a aceptar su lugar en la estructu¬
ra jerárquica de la Compañía de la Bahía de Hudson. En tercer lugar, la
del leñador, el poblador que se pasaba Ion inviernos “medrando con toda
clase de trabajos madereros” en detrimento de su granja, según algunos; el
legendario morador de cabañas que ponía fin a meses de aislamiento y
trabajo peligroso en los bosques con una prolongada primavera de borra¬
cheras y juergas, según otros; sea como fuere, es un “personaje de hábi¬
tos despilfarradores y principios de villano vagabundo”, en contra del cual
se aconseja a los colonos más respetables que guarden con llave a sus
hijas. Y, por último, la del agricultor, el recio pequeño terrateniente cuya
vida transcurre "en la inocencia y la paz” y que trae su "árbol genealógi¬
co de los patriarcas”, y se sustenta gracias al tributo de la naturaleza; el
hombre que cada anochecer se sienta junto al fuego de su cómoda casa
para admirar la virtud, la salud y la felicidad de su familia y dejarse "en¬
cantar por el lucrativo zumbido de la rueca de hilar”.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 251

Por muchos conceptos, éstas son apreciaciones comunes de los hom¬


bres de la antigua América del Norte Británica. Juntas, crean un vistoso
cuadro de los fundamentos económicos sobre los que descansó el pobla-
miento de las colonias. Como la mayoría de los estereotipos, sin embar¬
go, en estas imágenes se combinan unos granitos de verdad con grandes
cantidades de invenciones. Son la materia de que están hechas las le¬
yendas y los cuentos moralizadores; más que retratos, son caricaturas.
Pero su continuada presencia en la literatura y en el teatro, y en museos
que conmemoran y copian los "más desahogados” tiempos coloniales,
hace que sea interesante meditar sobre los papeles que estas actividades
desempeñaron realmente en las vidas de nuestros predecesores.

“¿Quién conoció alguna vez a un pescador próspero?"

Entre 1760 y 1780, la "pesca en Terranova” fue esencialmente una em¬


presa de temporada dirigida desde Europa. Durante la Guerra de Inde¬
pendencia de los Estados Unidos, la trastornaron las bandas de mero¬
deadores y los piratas, y cuando la actividad se reanudó, después de
1783, se produjo un congestionamiento en el mercado de bacalao seco.
Los precios bajaron y los comerciantes sufrieron pérdidas considera¬
bles. Se produjeron varias bancarrotas. Al reanudarse la guerra entre la
Gran Bretaña y Francia, en 1793, la pesca migratoria declinó y, hacia
1800, los residentes permanentes constituían 90 por ciento de la pobla¬
ción veraniega de Terranova y producían 95 de sus exportaciones de ba¬
calao. De pronto, como dijo un oficial naval británico, la isla "tiene más
el aspecto de una colonia que de una pesquería, en virtud del gran nú¬
mero de personas que anual e imperceptiblemente se han quedado duran¬
te el invierno y tienen casas y familia", transformación que consolidó
rápidamente un tremendo incremento de la proporción de mujeres y ni¬
ños que migraban hasta allí.
Estos acontecimientos revolucionaron la vida en Terranova. En la dé¬
cada de 1770, tres grupos distintos habían tenido que ver con la pes¬
quería. Comerciantes, que por lo común residían en Inglaterra o Irlanda,
organizaban el comercio, tenían tiendas en Terranova y participaban en
una amplia red de intercambios internacionales. Los boteros, residentes
o migratorios, eran dueños de los botes y del equipo de tierra de la pes¬
quería y adquirían suministros de los mercaderes a quienes vendían sus
capturas. Los sirvientes (residentes o migratorios) constituían el tercer
grupo. Pescaban para los boteros o para los comerciantes que eran pa¬
trones de sus propias barcas. Pero el conjunto cada vez menor de traba¬
jadores por contrato o migratorios, y la elevación de los costos de los
equipos y alimentos (que se duplicaron mientras el precio del pescado
sólo aumentó la mitad), asfixiaron duramente a los boteros. Cada vez
más, formaron las tripulaciones con parientes, mientras que las mujeres
y los niños trabajaban en la preparación de la captura en tierra. En efec-
252 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

to, los boteros descendieron por la escala de rango social hasta conver¬
tirse en pescadores comunes y corrientes. Y mientras lo hacían, se ali¬
mentaron mediante el cultivo de papas y hortalizas, la cría de una o dos
vacas, la caza y tal vez la recolección de frutas y bayas silvestres. Concomi-
tantemente, aumentó la caza de focas, y lo que ésta proporcionó común¬
mente constituyó un pequeño pero valioso complemento de las ganancias
de los pescadores. San Juan se convirtió en el centro comercial de Terra-
nova. Los puertecitos pesqueros de la costa recibían por mar suministros
desde San Juan y enviaban sus capturas directamente a los mercaderes de
esa ciudad. El trueque sustituyó al dinero en estos intercambios. Gra¬
dualmente el número de comerciantes de los puertecitos pesqueros se
redujo y los artesanos que habían construido los botes y fabricado las
barricas para las pesquerías fueron desapareciendo en gran medida de
las poblaciones exteriores, cuando las propias familias se hicieron cargo
de estos trabajos artesanales en sus comunidades crecientemente cerra¬
das y autosuficientes.
De esta manera, los dispersos y aislados poblamientos de Terranova
comenzaron a cobrar su forma característica de los siglos xix y xx. En lo

Aunque muchos detalles son incorrectos y ningún lugar de la América del Norte
Británica se pareció a esto (¡véanse los árboles!), el panorama que en 1769 pintó
Duhamel Du Monceau ilustra las destrezas (vaciado, escindido y salado) y los tra¬
bajos requeridos para la producción de bacalao seco.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 253

esencial, se simplificaron con el transcurso del tiempo, a medida que las


diferencias de rango y ocupación que separaban a los colonos se fueron
borrando. Gradual y paradójicamente, se volvieron más igualitarias pre¬
cisamente cuando la especialización asociada a la modernidad comenzó
a diferenciar el mundo fuera de la isla. La vida en estas comunidades,
dependiente de los recursos de una estrecha faja de tierra y mar, y cen¬
trada en torno a familias fuertemente vinculadas entre sí por la sangre y
los matrimonios, era intensamente local y muy tradicional. Cada familia
dirigía sus energías hacia una enorme variedad de tareas durante el año,
y cada miembro de la casa adquiría una amplia gama de destrezas, que
iban desde el arreglo de las redes hasta la trasquila de las ovejas y desde
la conservación del pescado hasta la engorda de cerdos. En los días más
atareados del año, la familia entera trabajaba junta, pero por lo general
existía una clara división del trabajo entre los sexos. Los hombres pes¬
caban, cortaban madera, hacían las labores pesadas en los campos, caza¬
ban y tendían trampas, arreglaban las redes y reparaban los botes. Las
mujeres tenían a su cargo los huertos, las vacas y las aves de corral. Reco¬
lectaban papas y bayas, ayudaban en la conserva del pescado y en la
preparación del heno. También se hacían cargo del interior de la casa.
Siguiendo esta rutina tan exigente, la gente se ganaba la vida y un poco
más. Las casas eran modestas: muchas, como dijo un visitante de la bahía
Trinity en 1819, “no tienen más que un piso de tierra”; aunque las me¬
jores casas tenían tablas de chilla, la mayoría estaban “hechas de troncos
sin desbastar y desiguales por dentro y por fuera”, y tenían “un solo hogar
en una gran cocina”. Las comodidades materiales eran pocas y cual¬
quier baja en el precio o en el volumen de la captura de peces solía pro¬
ducir “abrumadora pobreza y miseria”. Después de los duros inviernos,
las escasas capturas y los pobres rendimientos de la caza de focas de
1816-1817, un predicador metodista, George Cubit, escribió desde San
Juan que “la insurrección y el hambre nos han estado acechando duran¬
te el invierno; me temo, Señor, que Terranova esté casi arruinada .
La industria pesquera en el golfo de San Lorenzo experimentó penali¬
dades semejantes. La pesquería aquí era una actividad de múltiples fa¬
cetas que giraba en torno de un racimo de puertos, desde Paspébiac en
la bahía Chaleur hasta Arichat y Chéticamp en Cabo Bretón, y empleaba
a “emigrantes” de las islas del Canal, diestros trabajadores de ribera de
Quebec, engagés (sirvientes) y "pescadores operativos” dueños de sus pro¬
pios botes. Como en Terranova, los pescadores individuales tenían una
importancia fundamental para la actividad, ya que sus botes les daban
fácil acceso a los bancos de pesca. Pero dependían de los comerciantes
para hacer llegar sus capturas a mercados distantes; casi invariablemen¬
te necesitaban equipo y provisiones aparte de las que se podían propor
cionar a sí mismos, y, como siempre andaban escasos de capital, eran
vulnerables a las inestabilidades de la pesca: capturas malas, tiempo in¬
clemente (que dificultaba el secado correcto del pescado y producía un
bacalao de mala calidad) y la fluctuación de los precios eran dificulta-
254 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

des recurrentes en estas costas. Al abastecer por adelantado a tales pes¬


cadores, que saldaban su deuda con pescado al llegar el otoño, los co¬
merciantes impusieron cierto control sobre una actividad económica
que era notoriamente difícil de conducir a causa de su carácter disperso
e imprevisible. Para hacerlo, corrieron algunos riesgos —los pescadores
podían ocultarse y, en temporadas malas, los pagos podían quedar por
debajo de los anticipos— y los mercaderes vigilaban atentamente tanto
los márgenes de precios como el carácter de “sus” pescadores. Pero las
deudas y la dependencia eran la suerte común de los pescadores que,
como lo hacía la mayoría, se valían del crédito. En respuesta a su propia
pregunta de "¿quién conoció alguna vez a un pescador próspero?”, Wi-
lliam Paine, un leal, describió agudamente a quienes vivían de este duro
oficio diciendo que eran "por siempre... pobres y miserables”.
Dondequiera que se practicó —en Terranova, el golfo o la ribera sur de
Nueva Escocia—, el sistema de intercambio a crédito dejaba a las fami¬
lias de los pescadores con pocos o ningunos excedentes en efectivo. Ad¬
quirían muy pocos lujos y reducían a un mínimo las compras. Las que
hacían —de melazas o hierro— estaban constituidas generalmente por
artículos del exterior. No existía virtualmente incentivo alguno para el
desarrollo de manufacturas locales y las comunidades de pescadores ni
necesitaban caminos ni pedían el desarrollo de tierras alejadas de la cos¬
ta. Había algo de construcción de barcos y botes pero en pequeña escala
y, por lo mismo, no generaba muchos empleos. Además, cierto número
de factores —la continua dependencia de provisiones importadas, los
suelos delgados y ácidos, una primavera tardía y neblinosa y las deman¬
das veraniegas de trabajo de la pesca misma— restringían la agricultura
local; en ninguna parte de las costas donde se practicaba la pesca fue al¬
go más que un complemento para la subsistencia. Las ganancias que llega¬
ban a producirse solían concentrarse en los centros comerciales que con¬
trolaban la pesca —Jersey, en las distantes islas del Canal, San Juan y
Halifax—, mientras que un trabajo muy duro producía una flaca subsis¬
tencia para las familias de los pescadores de la áspera costa atlántica.

"Se escogen y compran pieles”

Dividido entre el San Lorenzo y la bahía de Hudson, pero fuertemente


concentrado en Montreal, el comercio de pieles fue gravemente trastor¬
nado por la Guerra de los Siete Años. Las hostilidades comenzaron real¬
mente en el valle del Ohio, dos años antes de que Francia e Inglaterra se
declarasen oficialmente la guerra en 1756. Separados del San Lorenzo,
la mayoría de los puestos franceses en la región de Saskatchewan se ce¬
rraron antes de la caída de Quebec, y hacia 1760, los traficantes ingleses
de la bahía de Hudson tenían el monopolio de las pieles del Occidente.
Pero esta preminencia tuvo corta vida. Gracias a sus destrezas notables
y a su experiencia, y portadores de brandy y de artículos ingleses de gran
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 255

calidad para efectuar sus intercambios, los voyageurs, intérpretes y tra¬


ficantes francocanadienses no tardaron en volverse de nuevo competi¬
dores formidables por las pieles del Oeste. A principios de la década de
1760, el cree Wapinesiw, que había llevado de 20 a 30 canoas al año
hasta la Factoría de York entre 1755 y 1770, dio a conocer, a través de
un intermediario, a Andrew Graham, factor de la Compañía de la Bahía
de Hudson, su esperanza de "que no esté enfadado con él por haber
bebido tanto brandy este invierno que no pudo venir”. La buena disposición
de los traficantes de Montreal para mezclarse con los indios, así como
sus suministros de municiones, tabaco y licor, significaban, sacó en
conclusión Graham, que "carecen de motivación para visitar las facto¬
rías de la Compañía, y que las pieles de mejor calidad se escogen y com¬
pran fuera de aquí. Las sobras se amarran y nos las traen a nosotros".
A lo largo de la mayor parte de estos años de expansión vigorosa, el
tráfico con base en Montreal fue un negocio fragmentado, altamente
competido. Al producirse la conquista, el monopolio de la Nueva Fran¬
cia cedió su lugar a un tráfico practicado por individuos, algunos socios
y ciertas coaliciones no muy estrechas entre ellos. La competencia fue a

El primer Fort Garry fue construido por la Compañía de la Bahía de Hudson entre
¡817 y 1822, en la confluencia de los ríos Rojo y Assiniboine, y se le puso el nom¬
bre de Nicholas Garry, quien contribuyó a realizar la fusión de la Compañía con la
del Noroeste en 1821. El Fuerte Garry Superior, rodeado por un muro de piedra que
se ve en esta vista (c. 1884), obra de H. A. Strong, se comenzó en 1835, en un sitio
situado un poco al oeste, y al año siguiente se convirtió en el centro administrativo
de Assiniboia.
256 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

menudo feroz —Peter Pond se vio implicado dos veces en la muerte de


traficantes rivales—, pero poco a poco fueron surgiendo agrupamientos
más firmes. El más sobresaliente de ellos fue el de la Compañía del Nor¬
oeste, dominada por escoceses que primero juntaron sus recursos en
1776. En 1779, las 16 acciones de la Compañía se dividieron entre nueve
socios y un año más tarde el grupo aumentó más aún. Subsistieron com-
petidores, pero los más poderosos de éstos se sumaron a una nueva coali¬
ción en 1787 y se aliaron con la Compañía mediante acuerdos de coope¬
ración a principios de la década de 1790. Luego, el Tratado Jav, firmado
por los Estados Unidos y la Gran Bretaña en 1794, obligó a los trafican¬
tes británicos a abandonar el territorio estadunidense y la región situa¬
da al suroeste de los Grandes Lagos. Algunos de éstos se incorporaron a la
Compañía en 1795, pero otros se mantuvieron independientes y comen¬
zaron a competir con ella en el interior. Para fortalecer su posición, en
1797 las compañías Forsythe-Richardson y Leith-James formaron una
Nueva Compañía del Noroeste (conocida también como la Compañía XY
por la marca de identificación que ponían en sus paquetes de pieles). No
tardaron en incorporárseles Alexander Mackenzie y otros socios de in¬
vierno de la Compañía del Noroeste original, inconformes con su posi¬
ción dentro de la organización. Sobrevino una enconada y costosa com¬
petencia entre los dos grupos de Montreal a lo largo del interior. Puso a
dura prueba a la Compañía XY, más pequeña, y al morir Simón McTavish,
el imperioso “marqués” de la Compañía del Noroeste original, los com¬
petidores fusionaron sus actividades en 1804. Ante el peligro de decaden¬
cia por causa de la expansión por el Oeste de los agresivos traficantes de
Montreal, la Compañía de la Bahía de Hudson comenzó a emular y a
desafiar a sus competidores llevando su tráfico hasta los indios. En su
intento de alcanzar a sus rivales, fue característicamente metódica; se
trazaron mapas de los ríos y se construyeron puestos. Pero la Compañía
estaba 20 años atrás de Peter Pond por lo que toca a llegar al “Eldorado”
de Athabasca y no pudo explotar eficazmente las riquezas de esa zona
hasta que, en 1815, reclutó a voyageurs para su servicio. El resistente y
amplio bote de York constituyó la base del sistema de transporte de la
Compañía de la Bahía de Hudson por el interior; lento y estorboso, pero
menos exigente que la canoa para las maniobras, podría entenderse co¬
mo una metáfora de la Compañía misma durante esos años.
Durante tres décadas, los intereses del San Lorenzo y de la bahía de
Hudson forcejearon para ocupar la mejor posición y sacar ventaja en el
comercio de pieles. Proliferaron los puestos. Hacia 1789 se habían cons¬
truido más de un centenar, y casi dos terceras partes de ellos habían sido
establecidos por traficantes del San Lorenzo. A lo largo de los siguientes
16 años se levantaron otros 323 puestos, y alrededor de 40 por ciento los
había creado la Compañía de la Bahía de Hudson. Tal rivalidad no podía
continuar. Eran enormes los gastos que tenían que hacer los de Montreal
para mantener los puestos del interior hasta Fort William. Los costos de
la Compañía de la Bahía de Hudson también subieron mucho, aunque
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 257

en 1805 tenía menos de 500 empleados permanentes en el interior. La


competencia elevó los precios y agotó las existencias de pieles. Y cuando
los mercados de pieles europeos se redujeron durante las guerras napo¬
leónicas, aumentaron las dificultades. Los dividendos de esta Compa¬
ñía, de 8 por ciento a fines del siglo xvm, se redujeron a nada entre 1809
y 1814. Hacia esta última fecha, apenas mantenían actividad en el Oeste
100 puestos (42 de los cuales eran establecimientos de la Compañía de
la Bahía de Hudson). Aun así, la competencia dañaba al comercio y, en
1821, la Compañía de la Bahía de Hudson y la Compañía del Noroeste
se amalgamaron. Hacia 1825, el monopolio de la bahía de Hudson man¬
tenía en actividad apenas 45 puestos.
Para los indios del interior, que sobrepasaban en número a los europeos
en proporción de diez a uno hasta que la viruela los diezmó en 1818-
1821, las consecuencias de la frenética penetración comercial europea
en su territorio, después de 1760, fueron inmensas. Hacia 1800, pocos
habitantes vivían a más de unos 25 kilómetros de distancia de un puesto
comercial. Aliviados de la carga de viajar hasta mercados distantes, y
menos limitados por la capacidad de sus canoas, los indios pudieron
capturar animales con sus trampas más intensamente. Despojados de
su posición estratégica de “intermediarios” y del poder que llevaba con¬
sigo, los crees y los assiniboines tuvieron que buscarse un nuevo sitio en
el cambiante Oeste y lo encontraron como proveedores de los traficantes
europeos en pieles. De modo que los crees se desplazaron hacia el oeste
desde la región del lago Woods y el territorio comprendido entre lagos,
en tanto que los assiniboines emigraron hacia el sur hasta los bordes de
los pastizales y de los parques, donde dieron caza al bisonte de las llanu¬
ras. Pero eran éstos los recursos tradicionales de los pies negros y de los
mandan, que ahora tenían caballos que les habían llegado desde el sur y
armas proporcionadas directamente por los estadunidenses o la gente
de la bahía de Hudson o del San Lorenzo. Fue subiendo de intensidad el
conflicto entre los crees-assiniboines y sus vecinos del suroeste. Hacia la
década de 1830, los pies negros habían ocupado una nueva posición do¬
minante en las llanuras, como proveedores de cuero de bisonte para las
compañías American Fur y de la Bahía de Hudson. Beneficiados por un
comercio que producía por lo menos 80 000 abrigos al año, disfrutaron
de una década o dos de florecimiento cultural, que muy pronto se trocó en
desilusión al agotarse rápidamente los que en otro tiempo habían sido
enormes rebaños de bisontes, después de 1860.
Para los ojibway, que se extendieron por el territorio dejado vacante
por los crees, y los chipevián del bosque meridional las décadas de 1820
y 1830 trajeron consigo aprietos semejantes, aunque menos graves. Cas¬
tores, alces y caribúes, despiadadamente cazados para la alimentación y
el tráfico, fueron escaseando cada vez más en estas regiones. La caza co¬
munal, sobre grandes extensiones, en bandas de 20 o 35 cazadores cedió
su lugar, entre los ojibway, a la dependencia respecto de pequeños y pri¬
vados territorios de caza de una sola familia. A medida que fue redu-
258 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

En Wanderings of an Artist, Paul Kane escribió que cierta tarde del mes de junio
de 1848, después de salir de The Pas, sobre el río Saskatchewan, llegó al lugar de
un campamento antes que el resto de su grupo: "Saqué mis materiales de dibujo e
hice un esbozo de la brigada, mientras avanzaba con una buena brisa, a velas
desplegadas para escapar a una tormenta que venía tras de ellos." Su Brigada de
botes nos muestra los botes de York, completamente cargados, de la Compañía de
la Bahía de Hudson, camino del lago Winnipeg. Óleo, c. 1850.

ciéndose la movilidad de los ojibway, se dedicaron a cazar más intensa¬


mente conejos y otros animales pequeños. En la década de 1820, la gente
del río Rainy tenía que usar cueros de bisonte, que les llevaban los de la
Compañía de la Bahía de Hudson, para hacerse sus mocasines y sus ro¬
pas. Hacia 1840, los animales que les servían de alimento y les propor¬
cionaban pieles habían sido cazados hasta su agotamiento y los funda¬
mentos ecológicos sobre los que descansaba la vida india tradicional
habían quedado peligrosamente debilitados. Muchos pueblos indígenas
pasaron a depender, al menos en forma intermitente, de la ayuda euro¬
pea, y quedó amenazada su autonomía de siglos.
A esto se sumaron los efectos del alcohol —más de 80 000 litros llega¬
ron al interior tan sólo en el año de gran competencia de 1803— y la en¬
fermedad. La viruela devastó a los chipevián en la década de 1780. La
estimación de Samuel Hearne, aunque probablemente sea demasiado
alta, fue la de que murió 90 por ciento de la población. Causó también
estragos entre los ojibway, siux y assiniboines. Entre 1818 y 1820, el sa¬
rampión y la tos ferina tal vez mataron a la mitad de los assiniboines
brandon y a un tercio de los crees occidentales y de otros grupos. En 1838,
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 259

la viruela produjo muchas muertes —posiblemente, de dos tercios o más


de los assiniboines, pies negros y crees del norte de Saskatchewan—
aun cuando la nueva vacuna administrada por hombres de la Compañía
de la Bahía de Hudson redujo la tasa de mortalidad entre los crees de las
llanuras y los indios de los bosques y los parques de la Manitoba centro-
meridional, el sur de Saskatchewan y la Alberta oriental. Victimados,
degenerados, desalojados y crecientemente desmoralizados por su in¬
corporación a la periferia del mundo comercial europeo, hacia 1840 los
indios del interior avanzaban con pie seguro sobre un camino que con¬
ducía a las reservas, la agitación y la más profunda desesperación de las
décadas de 1870 y 1880.
Como demostraban las fortunas y las mansiones de los McGills, Mac-
kenzies, McTavishes, Frobishers y Ellices de Montreal, y la vida refina¬
da de los accionistas de la Compañía de la Bahía de Hudson en la Gran
Bretaña, el comercio de pieles había producido considerables ganan¬
cias. Pero al igual que las de la pesca, las ganancias de las pieles se con¬
centraron en los sitios donde se organizaba el comercio, antes que en las
zonas de las que provenía el género. Como las necesidades de los indios
se satisfacían con artículos europeos, el comercio generó localmente es¬
caso desarrollo económico. Su importancia estriba en el impacto que
tuvo en los pueblos indígenas y en sus consecuencias para el desarrollo
político e institucional de la América del Norte Británica. El comercio de
pieles fue el molde en que se vació el Canadá moderno. Teniendo como
foco el castor de las tierras boscosas septentrionales, canalizado a través
de las dos grandes entradas norteñas al continente, y extendido a lo lar¬
go de los ríos que conducían hasta ellas, el tráfico de pieles definió, en
última instancia, los límites de la nación.

“Prosperando gracias a toda suerte de trabajos madereros”

Enormes como eran, los ricos bosques de la América del Norte Británica
poseyeron poca importancia comercial hasta que el bloqueo que Napo¬
león impuso a los puertos europeos elevó los precios de las maderas in¬
glesas y generó un comercio trasatlántico que convirtió a la madera en
el gran artículo de exportación de la colonia a principios del siglo xix.
Las pieles, que habían predominado en los cargamentos desde el Bajo
Canadá hasta 1790, constituían menos de 10 por ciento del total hacia
1810, cuando los productos madereros, entre los que hay que contar los
barcos, representaban, en valor, tres cuartas partes de las exportaciones
de la colonia. El comercio se concentró grandemente hasta 1830 en la
producción de madera escuadrada —vigas de madera escuadradas con
azuelas—, pero las exportaciones de tablones aserrados (de 7.5 centíme¬
tros de grueso) y de tablas (de cinco y de un centímetro de grueso) au¬
mentaron constantemente después. Hacia 1840, representaban más de
un tercio de las importaciones británicas de madera de las colonias.
260 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Hacia esas fechas, casi no existía un tributario de los ríos Miramichi,


Saint John y Ottawa cuyos bosques no hubiesen sentido el golpe del ha¬
cha del leñador. La madera (desbastada y aserrada, así como artículos
menores como las duelas para hacer barriles) llegaba hasta el mercado
de Quebec desde las cuencas del Trent y el Richelieu, y cruzaban el Atlán¬
tico desde el Saguenay y más de una caleta del golfo de San Lorenzo.
Vinculado a los ríos, el tráfico primero avanzaba rápidamente por el
interior, talando los mejores pinos de una banda relativamente estrecha
de bosque mixto de pinabetes, pinos blancos y maderas duras septen¬
trionales. Sólo cuando la existencia de árboles grandes y accesibles se
redujo y la capacidad de los aserraderos aumentó, se cortaron árboles me¬
nos impresionantes. Luego, las actividades remontaron corrientes más
pequeñas en las que los madereros a veces tuvieron que hacer saltar por
los aires obstrucciones, construir represas desde las cuales poder soltar

Este leñador de fines del siglo xix puede ser de Manitoba o del noroeste de Ontario,
no obstante lo cual su ropa es muy semejante a la de sus colegas del Canadá oriental.
Leñador cortando árboles en invierno (c. 1870), por W. G. R. Hind.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 261

Acarreo de troncos en el río Saint John captura las intensas actividades anuales
en el río cerca de Saint John mientras se escogían y vendían las maderas cortadas.
Acuarela (siglo xix) del teniente James Cummings Clarke.

el agua que se llevase los cortes o construir “canales” a través de panta¬


nos y deslizaderos y acequias alrededor de los rápidos. De modo que,
aunque fuesen raras a principios del siglo xix las superficies amplias
despojadas de árboles, hacia 1840 grandes partes intensamente taladas
del bosque habían sufrido una transformación en su carácter y en la
mezcla de especies que contenían. Y como los incendios eran frecuentes
—aunque rara vez tan notorios como el “gran incendio” de 1825 sobre
el Miramichi, que quemó más de 1 300 kilómetros cuadrados—, muchas
zonas quemadas ennegrecidas mancharon el paisaje antes de mediados
del siglo.
Tres factores —la tecnología, el clima y los reglamentos— dieron forma
a la primera industria maderera. La tecnología impuso una sorprendente
unidad a la actividad; tanto si se producía madera aserrada como vigas
desbastadas, la industria dependía de la fuerza de los hombres y los ani¬
males, así como de la del viento y el agua. Desde la Nueva Escocia hasta
el Escudo canadiense, los árboles se talaban con hacha; bueyes (o, cada
vez más, caballos) los transportaban hasta la orilla del río, donde se les
lanzaba a las aguas para irse flotando río abajo. Todo esto era un trabajo
duro, y en parte peligroso. Los mejores árboles del bosque se levantaban
aproximadamente hasta 50 metros y para abatirlos sin peligro se nece¬
sitaba considerable destreza y mucho esfuerzo. El hacha de codillo y un
solo filo, utilizada para abatir árboles y cortarles las ramas, pesaba has¬
ta dos y más kilos. La azuela utilizada para producir una cara lisa, es-
262 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

cuadrada, pesaba el doble. Aun después de cortados los troncos en ta¬


maños más manejables y escuadrados (con lo que se perdía una cuarta
parte de la madera), los troncos aún medían de doce a 15 metros de lar¬
go y tenían 60 centímetros de ancho. Era muy engorroso desplazarlos y
cargarlos luego en los barcos de transporte. De manera que la conducción
por el río, sobre cuyas aguas troncos y vigas llegaban hasta el puerto o
el aserradero, constituía la parte más riesgosa de los trabajos de los ma¬
dereros. Sobre todo en las corrientes estrechas, las cuadrillas de trabajado¬
res con pértigas y ganchos se esforzaban frenéticamente para guiar la
madera cortada a fin de que no quedase varada en bajos o rocas sumer¬
gidas. Los hombres a menudo se hundían en el agua helada; la muerte y
las lesiones eran riesgos constantes.
El clima establecía el ritmo anual de la industria. Como los árboles se
cortaban con hacha más fácilmente cuando su savia ya no corría y el
trabajo de arrastrar grandes vigas se reducía mucho cuando había nieve
y hielo, los trabajos madereros eran esencialmente una ocupación inver¬
nal. El viaje río abajo dependía de la elevación de los niveles de agua gra¬
cias a las nieves fundidas en la primavera y desde Quebec, por lo menos, el
transporte por mar se limitaba al verano y el otoño. Los aserraderos tam¬
bién contaban con la limitación de la estación del año porque se movían
con energía hidráulica.
Una serie de reglamentos establecían la estructura de la industria. Aun¬
que existían importantes diferencias entre las colonias, en todas partes
se tendió a restringir y a regular el acceso de los madereros al bosque.
Las regulaciones imperiales del siglo xvm, cuyo objeto era preservar
mástiles para la Armada Real, resultaron anacrónicas e ineficaces ante el
desarrollo de los poblamientos y el mercado creciente para las maderas,
y a mediados de la década de 1820 se exigieron licencias para cortar ár¬
boles en tierras no concedidas (de la Corona). El pago de una contribu¬
ción pequeña —pero que causó mucho resentimiento— proporcionaba a
los madereros un derecho de breve plazo para sacar una determinada
cantidad de madera de superficies especificadas de dominio público.
Cuando comenzó el comercio de maderas, existía para ellas un merca¬
do en expansión, era fácil conseguir buenas vigas y troncos y se necesi¬
taba poco capital para explotar el bosque. En esta actividad predomina¬
ban los grupos familiares y las asociaciones de tres a seis individuos, que
quizás eran agricultores atraídos al trabajo en el bosque cercano durante
la estación muerta. Estas empresas, que a menudo no fueron activida¬
des de tiempo completo, generalmente producían de 20 a 200 toneladas
de madera al año, y la vendían a un almacenista local por dinero en efec¬
tivo o a crédito. Estaban frecuentemente integradas de manera muy es¬
trecha con las demás tareas de la vida rural, como revela claramente el
diario de 1818 de William Dibblee, agricultor de Nueva Brunswick. Des¬
pués de varias entradas desde enero hasta marzo, en las que anotó las
actividades de sus hijos Jack y William talando árboles, Dibblee escribió:
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 263

Primero de abril ...Hace demasiado frío para sajar... Los muchachos están cor¬
tando troncos. Fredk [otro hijo] y Ketchum [un joven vecino], en Sugar Camp.
En la tarde Fredk desbastó troncos. Curé mi bramante para hacer una red
larga.
3 de abril ...Ayer noche cayeron 7.5 centímetros de nieve... los muchachos
están cortando troncos. Mala primavera.
4 de abril ...Los chicos están ahora sajando lo más rápido que pueden. La
savia corre ahora un poco...
30 de abril. Trasplanté algunas cebollas. Sembré algo de lechuga y mastuer¬
zos. William y Fredk están desbastando troncos. Los chicos están arreglando
el prado y reparando las cercas.

Esta actividad informal, a la que era fácil dedicarse y que vinculaba a los
pobladores a través de tenderos y comerciantes de los puertos provincia¬
les con las casas comerciales del otro lado del Atlántico, era un comple¬
mento importante en la vida de los agricultores.
Los cambios comenzaron a dejarse sentir en el segundo cuarto del si¬
glo, a medida que grandes empresarios aumentaron su control de la acti¬
vidad. Los cambios que efectuaron hundían sus raíces en las crecientes
necesidades de capital de la industria, a medida que se fue desplazando
hacia zonas remotas y difíciles y se diversificó la producción maderera.
Al mismo tiempo, licencias más caras y regulaciones más estrictas del
dominio de la Corona (que limitaban la tala ilegal) aumentaron los cos¬
tos de la explotación del bosque. Y la competencia, junto con los auges y
depresiones que afectaban a la actividad, causaron daño especialmente
a los pequeños empresarios independientes. Juntas, estas fuerzas asfixia¬
ron a las pequeñas empresas familiares y abrieron el camino para la in¬
tegración comercial y la existencia de unas pocas compañías poderosas.
El comercio maderero, a diferencia del tráfico con pescados y pieles,
constituyó un estímulo considerable para el crecimiento y la inversión
en las colonias. Estimuló la emigración hacia América del Norte al poner
a disposición de la gente pasajes transatlánticos baratos sobre navios que,
de otro modo, habrían navegado hacia el oeste cargados de lastre, luego de
dejar sus cargamentos de madera en la Gran Bretaña. Los astilleros, que
crecieron a la par del comercio maderero y proporcionaron gran parte
de la flota que transportó las maderas a través del Atlántico, empleaban
en 1825 a más de 3 300 personas tan sólo en Quebec. Muchos miles tra¬
bajaban en el comercio, en campamentos, durante la conducción de las
maderas y clasificando y cargando las que se transportarían por mar. La
demanda de forrajes y alimentos para personas en los campamentos ma¬
dereros estimuló la agricultura. Innumerables pequeñas contribuciones
fueron hechas por agricultores locales que llevaban heno, avena y otras
provisiones al bosque durante los inviernos. Grandes cantidades de ave¬
na, carne de buey y de puerco, así como de ganado en pie procedente de
las granjas de la isla del Príncipe Eduardo, abastecieron a los madereros
del Miramichi; y harina refinada, carne de puerco, carne de res en canal,
mantequilla, galletas y otros suministros salieron desde Quebec para ir
264 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

a alimentar al “gran número de hombres que hay en los bosques” de la


parte norte de Nueva Brunswick.

“¿Una vida que transcurre en la inocencia y la paz?”

A los granjeros del Alto Canadá ciertos visitantes ingleses los considera¬
ron a menudo muy indolentes. Acostumbrados a la agricultura cuidado¬
sa, crecientemente "científica” de su patria, los ingleses se escandali¬
zaron al ver el ganado ramoneando en los bosques, el estiércol tirado en el
suelo sin que nadie lo recogiera y el trigo sembrado entre tocones. Muchos
se lamentaron de la práctica aparentemente muy difundida de alternar
el cultivo del trigo y los terrenos en barbecho en los mismos campos año
tras año porque llevaría a agotar el suelo. De hecho, estas prácticas dicta¬
das por la experiencia se adaptaban mucho mejor a las condiciones exis¬
tentes en gran parte del Alto Canadá —donde la tierra era relativamente
barata, había poca oferta de capital y la mano de obra era escasa y ca¬
ra— de lo que reconocieron la mayor parte de los visitantes.
Crear una granja en el Alto Canadá no tenía nada de fácil. La tierra era
prisionera del bosque y sólo podía liberarse con un trabajo muy duro.
En el mejor de los casos, un colono enérgico podía desmontar un par de
hectáreas al año; a medida que crecía su granja, otras tareas lo ocupa¬
ban y reducían la velocidad de su avance. Y el crecimiento agresivo de
malas hierbas y arbolillos en el suelo desnudo era un recordatorio cons¬
tante de que lo que se había ganado con tanto esfuerzo podía perderse
muy rápidamente. Una tienda, un abrigo primitivo de ramas o una tos¬
ca cabaña sin ventanas fue a menudo el primer hogar que hombres y
mujeres tuvieron en su nueva tierra. Cuando lo sustituían por una vivien¬
da mejor —que las más de las veces fue una cabaña de troncos—, no pa¬
só de ser pequeña y simple. Muchas cabañas de troncos carecían de
cimientos, el piso era de tierra y medía unos cinco por siete metros. Ca¬
lentadas por una chimenea que servía también para guisar la comida,
estas moradas de un solo piso estaban por lo general ahumadas, eran
oscuras y llenas de corrientes de aire. Estaban burdamente amuebladas
y no ofrecían protección contra las moscas y mosquitos que abundaban.
Las casas de madera labrada eran más cómodas, pero costaban de cinco
a diez veces más que una cabaña de troncos bien hecha y eran relativa¬
mente raras en las zonas de reciente ocupación de la colonia.
El hacha y el buey (preferido al caballo por el trabajo pesado que po¬
día hacer) fueron los principales instrumentos de progreso de la familia
de pioneros. Los arados no eran muy útiles hasta que no se limpiasen de
tocones los campos. Se sembraba a mano y se cosechaba de la misma
manera, con guadaña. La trilla se hacía con mayal pues no hubo máqui¬
nas que la hicieran, en el Alto Canadá, hasta 1832; era un trabajo agotador,
lleno de polvo, que se efectuaba en el suelo del granero, con las puertas
abiertas para dejar pasar la brisa que separaba el grano de la paja. Y la
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 265

paciencia y el ingenio de la familia se ponían a prueba innumerables


veces, siempre que se veía obligada a hacer equipo o a reparar lo roto.
Un inmigrante irlandés más rico, instruido y mejor establecido que la ma¬
yoría entendió bien la adaptabilidad que se necesitaba cuando escribió
a Dublín, en 1832:

Dedico mi tiempo en casa a herrar caballos, hacer puertas y vallas, partes de


la chimenea y muebles. En verdad, mis trabajos mecánicos son tan diversos
que casi no los puedo enumerar, pero se podrá formar una idea de su versati¬
lidad cuando le diga que hice un diente de marfil para una chica muy linda y
uno de hierro para la rastra en el mismo día.

Era una “suerte de existencia a la Robinson Crusoe , conclusión a la que


llegó una notable dama pionera llamada Catharine Parr Traill, en 1836,

Algunos inmigrantes mantuvieron una vida civilizada, ™


do Arme Langton —a la que se ve aquí junto al fuego— llego en 1837 para unirse a
su hermano en el lago Sturgeon, del Alto Canadá, en donde dos tercios de los
colonos varones tenían grados universitarios. Su diario y correspondencia fueron
‘publicados por^usobano en 1950. con el Hado de Una dama en el Alto Cañada.
266 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

en su magnífico relato de la colonización, titulado The Backwoods of


Cañada {El Canadá remoto y silvestre).
Miles de granjas a lo largo de la colonia comenzaron de manera muy
semejante a ésta, y las jóvenes vidas de innumerables hombres y muje¬
res fueron absorbidas por los trabajos necesarios. Pero, con el transcur¬
so del tiempo, pequeños desmontes dedicados al cultivo de avena, maíz,,
calabazas, papas y nabos se extendieron hasta abarcar campos más
grandes para el cultivo del trigo y del centeno. Buck y Bright (“los nom¬
bres de tres cuartas partes de los bueyes de trabajo en todo Canadá”, afir¬
mó la señora Traill) se sumaban al conjunto normal de vacas, terneros,
cerdos, gallinas y patos. Y así se desarrolló una compleja economía
rural. Nueve de cada diez granjas del Alto Canadá cultivaban algo de tri¬
go, pero a diferencia de la madera, antes de 1840 el trigo no constituyó
un gran renglón de exportación. Los costos del transporte, las restricti¬
vas leyes británicas de granos y los precios canadienses lo alejaron ge¬
neralmente de los hornos ingleses. Inclusive en los años buenos para la
exportación, los cargamentos desde la colonia no fueron en promedio
de más de 145 litros por persona. Considerables cantidades de harina se
destinaban a abastecer a la creciente población urbana de la colonia, y
el trigo, por lo general, rendía al menos una quinta parte de los ingresos
de los agricultores. Pero la producción fluctuaba muchísimo de un año
para el otro. Así también, era más importante en unas partes de la colonia
que en otras. En el este de Ontario, la producción de lejía a partir de ce¬
nizas para la fabricación de jabón y las maderas a menudo fueron más
importantes que el trigo, en tanto que considerables cantidades de cer¬
do se recibían regularmente como pago en la región del lago Ontario, y,
hacia el oeste, las ventas de centeno, tabaco y cebada generalmente sobre¬
pasaron a las de trigo. Aunque de 40 a 50 por ciento de las tierras des¬
montadas en los bordes de las zonas colonizadas se dedicaban al trigo, la
agricultura del Alto Canadá, en su conjunto, descansaba sobre una am¬
plia base mixta.
Pocos colonizadores del Alto Canadá pudieron o quisieron divorciarse
del mercado. Cuando no tenían nada que vender, las deudas contraídas
para obtener de los tenderos los suministros necesarios los vincularon
al sistema comercial. La autosuficiencia absoluta no era muy posible ni
conveniente. Mientras se esforzaban por desmontar la tierra y construir
sus hogares en medio del bosque, muchos de ellos vieron sus granjas me¬
nos como instrumento para la obtención de ganancias que como los
medios y la finalidad de la vida en la nueva tierra. Si había mano de obra
disponible y un mercado accesible para sus productos, los colonos que
preveían la obtención de buenos precios al año siguiente podían plantar
unas cuantas hectáreas más de lo necesario para abastecer a su familia,
con la esperanza de que el excedente les proporcionaría ingresos en dine¬
ro o les permitiría saldar deudas, de manera muy semejante a como otros
trabajaban durante un tiempo en los bosques para completar sus ingre¬
sos. Pero el producto excedente que podía llevarse al mercado era tan a
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 267

menudo resultado de unas cosechas mejores de lo esperado o de una le¬


chigada más numerosa y sana, como de un trabajo intencional. La fina¬
lidad esencial de muchas de las primeras granjas del Alto Canadá era la
de abastecer a sus habitantes, cualesquiera que pudiesen ser las vicisi¬
tudes del mercado, y en general el agricultor vendía solamente lo que él y
su familia no habrían de consumir.
Por supuesto, no todas las granjas eran así. Especialmente en las re¬
giones de las riberas de los lagos que habían sido colonizadas antes, y
donde había mercados accesibles y se habían creado granjas grandes des¬
de las primeras décadas del siglo xix, agricultores imbuidos del espíritu y
las doctrinas de la agricultura inglesa mejorada practicaban una agri¬
cultura comercial. Sus campos estaban desaguados y abonados, sus cul¬
tivos se rotaban de acuerdo con las ideas aceptadas; y sus yeguas y vacas
se cruzaron con garañones y toros importados para mejorar sus razas.
Pero en gran parte del Alto Canadá, antes de 1840, la conexión entre gran¬
jas y mercado siguió siendo tenue. Visitantes criticones se quejaron de la
“impropia y despilfarradora profusión” de agricultores que comían sólo
lo mejor (“toast beef casi cada día”), y los entusiastas locales de la agri¬
cultura científica, que formaban sociedades agrícolas, a las que poca gente
pertenecía, para propagar sus convicciones, se lamentaban de la igno¬
rancia y la apatía de quienes se negaban a mejorar la calidad de sus ani¬
males y sus plantas. Pero la reforma no habría de llegar hasta que se ven¬
ciese completamente en la lucha por establecer un hogar y una familia y
el mejoramiento de los transportes diese fácil acceso a mercados seguros.
Gran parte de la economía agrícola del antiguo Alto Canadá era ca¬
racterística también de la vida rural en el resto de la América del Norte
Británica. En muchas partes de Nueva Brunswick, Nueva Escocia y la
isla del Príncipe Eduardo, el crédito, el endeudamiento y los intercam¬
bios vinculaban a los pequeños granjeros con un mundo comercial más
amplio, pero en los suelos más pobres y en el clima más difícil de estas
provincias los excedentes, cuando los había, eran menores y más esporá¬
dicos en tanto que las conexiones con el mercado resultaban menos signi¬
ficativas que en el Alto Canadá. Dirigentes “ilustrados” de las sociedades
agrícolas locales, a lo largo de la primera mitad del siglo, trataron en vano
de vencer los “prejuicios” tradicionales de los escoceses y de otros famo¬
sos por su disposición a ir tirando. Las necesidades de la gente de las Tie¬
rras Altas, escribió Thomas Chandler Haliburton, distinguido e invetera¬
do tory de Nueva Escocia y creador de un personaje de ficción llamado
Samuel Slick, a fines de la década de 1820, “son relativamente pocas y su
ambición se limita principalmente a la adquisición de lo imprescindible
nara la vida”. Ni los premios para estimular la obtención de mayores ren¬
dimientos y la cría de ganado mejor, ni el esfuerzo enorme dedicado en
la década de 1820 “para que la ciencia dignifique las labores del aiado
consiguieron realizar la comercialización y mejoramiento de la agricul¬
tura que sus partidarios buscaban. “Nunca vi u oí hablar de un país que
tuviese tantos privilegios naturales como éste”, anuncio el buhonero van-
268 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

qui Slick, mientras se lamentaba de que sus habitantes, a quienes puso


el apodo de "narices azules", estuviesen, o bien dormidos o completa¬
mente ciegos a ellos. Como carecían de tres cosas —"industriosidad, espí¬
ritu de empresa, economía”—, siguió diciendo, los de la Nueva Escocia
deberían “tener a la lechuza... por emblema” y como lema el de “Se pasa
toda la vida durmiendo”.
En el Bajo Canadá también, comentadores de principios del siglo xix
se lamentaron de la pachorra con que se practicaba la agricultura de
acuerdo con añejas rutinas. Pero en esta región de vieja colonización,
donde las granjas se habían extendido sobre los buenos suelos agrícolas de
las tierras bajas del San Lorenzo y habían llegado hasta los suelos delga¬
dos del Escudo, el carácter y los problemas de la vida rural fueron dife¬
rentes. En los últimos 40 años del siglo xvm, una población en aumento
había desmontado terrenos nuevos en las tierras bajas señoriales con sor¬
prendente rapidez. El acceso a los mercados de las Indias Occidentales
y los crecientes precios británicos de la década de 1790 estimularon la
agricultura, por lo que comerciantes de Quebec despacharon a agentes
para “comprar todo el grano que no sea necesario para la subsistencia
del agricultor”. Había prosperidad en el campo, y muchos canadienses,
como dijo el jefe general de Correos, George Heriot, comenzaron "a hacer
a un lado su antigua ropa y a adquirir un gusto por las manufacturas de
Europa". Aunque la agricultura —que descansaba en una rotación sen¬
cilla de dos o tres cultivos, en los que predominaban el trigo y los pas¬
tos— no podía ser más mala a juicio de los visitantes europeos, hacia
1802 las exportaciones de trigo tenían un valor que rivalizaba con el de
las pieles. Pero luego bajaron rápidamente. El consumo interior cada
vez más grande redujo la cantidad de trigo disponible para la exporta¬
ción, y para hacer lugar a las nuevas familias, las antiguas tierras seño¬
riales se subdividieron una y otra vez. Los campos estaban tan llenos de
cizañas y hierbajos que bajaron los rendimientos y el trigo que produ¬
cían daba una mala harina, y la creciente presión de la gente sobre la
tierra indujo a los agricultores a diversificarse. Se cultivaron cada vez
más papas hasta que, a fines de la década de 1820, constituyeron casi la
mitad de la cosecha. El puerco alcanzó una nueva prominencia en las
dietas del habitant, y, hacia 1840, una agricultura mixta de poca calidad
constituía la norma en el Bajo Canadá. Habitants de las sobrepobladas
seigneuries —desde las cuales una corriente pequeña pero constante de
emigrantes ya estaba corriendo hacia los Estados Unidos en busca de una
vida mejor— procuraron proveer al mayor número posible de sus pro¬
pias necesidades. Los niveles de la vida rural eran tan bajos como en
cualquier momento de los siglos xvm y xix.

El ambiente de la existencia cotidiana

La pesca, el tráfico de pieles, las actividades forestales y la agricultura


poseían sus propios ritmos, rutinas y prácticas y cada uno de ellos dejó
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 269

su marca en la vida de la América del Norte Británica. Pero, no obstante


lo trascendentes que fueron estas actividades, tiene importancia suma
recordar que la gente vivía en lugares particulares, y que los detalles en
cada uno eran muy diferentes. Tres descripciones de la vida en partes
distintas y relativamente pequeñas de este amplio territorio nos permi¬
tirán comprender algo de lo que fueron estos ricos y variados ambientes
de la existencia cotidiana, y nos permitirán formamos una idea más com¬
pleta de la vida tal y como se vivió en el campo de la América del Norte
Británica antes de 1840.

La vida del habitant

A principios de la década de 1760, Théophile y Félicité Allaire vivían en


una casa modesta, junto al río Richelieu, en la parroquia y seigneurie de
Saint-Ours. Su granja, relativamente pequeña según las normas locales,
corría apenas unos 100 metros a lo largo del río, pero se extendía hacia
atrás, en dirección del oeste, sobre una extensión 15 veces mayor. A unos
700 metros del río, la tierra desmontada de los Allaire cedía su lugar al
bosque y los matorrales que les proporcionaban leña, palos para cercas
y materiales de construcción, aparte de que los proveían de forraje para
su ganado durante la mayor parte del año. Toscas cercas dividían los 27
arpendes (unas 9 hectáreas) de tierra desmontada de los Allaire en una
hortaliza (0.6 arpendes), un prado (de aproximadamente 7.4 arpendes)
y un campo de tierra de arar (19 arpendes), la mitad de la cual se dejaba
en barbecho. Aunque Théophile variase las cantidades exactas que sem¬
braba y cosechaba cada año, el trigo (dos tercios de la cosecha), la ave¬
na (quizás una cuarta parte) y los chícharos eran sus cultivos principales.
En 1765, la persona que levantaba el censo encontró dos caballos, dos
vacas, dos borregos y dos cerdos en su propiedad. Lo que esto significa,
en efecto, es que la granja apenas producía lo suficiente para alimentar
a Théophile, Félicité, sus hijos pequeños (tenían tres hacia 1767) y dos
hijas mayores de matrimonios anteriores. En comparación con la mayo¬
ría de sus vecinos, la situación económica de los Allaire era difícil.
Granjas ligeramente más grandes, pero semejantes en lo esencial, se
extendían a ambos lados del río Richelieu, arriba y abajo del hogar de los
Allaire. Río abajo, la línea de granjas corría más allá de Saint-Ours, a lo
largo de los suelos bajos y arenosos de la vecina parroquia de Sorel hasta
la confluencia del Richelieu con el río San Lorenzo; río arriba las tie¬
rras colonizadas llegaban hasta los buenos suelos de la parroquia de Saint-
Denis. En total, 1 750 personas vivían en estas tres parroquias en 1765.
A lo largo de gran parte del bajo Richelieu, el poblamiento era tan denso
que hubiese permitido a los vecinos sostener conversaciones a gritos de
puerta a puerta. Aquí y allá había aldeas minúsculas, formadas por seis
o doce casas apretujadas en torno a una iglesia. La mayoría de las mo¬
radas se parecían a la casa en que vivían Théophile y Felicite, aun cuando
ésta fuese probablemente más pequeña que las de la mayoría, pues me-
270 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

día sólo un poco más de cinco metros por lado. Construida con troncos
escuadrados horizontales, a la manera tradicional de piéce-sur-piéce, el
hogar de los Allaire no era más que una cabaña sencilla. Una sola habita¬
ción quizás ocupó su suelo principal; allí Félicité guisaba sobre un fuego
abierto, la familia tomaba sus alimentos y ella y Théophile dormían. En
el sobrado superior almacenaban los alimentos y, con toda probabili¬
dad, allí dormían los niños.
Los muebles era pocos. Aunque la mayoría de las familias probable¬
mente tenían una mesa de madera de pino, los Allaire, al parecer, carecían
de ella. Aparte de una cama grande y algo trabajada, su casa tenía una
estufa de hierro colado —cuyo valor era más grande que el del propio
edificio—, tres sillas viejas, un arcón de pino y un aparador de madera.
Tenían dos copas, dos tazas y cinco tenedores, pero carecían de platos;
las comidas probablemente se tomaban directamente de las ollas y de las
sartenes de hierro, o de una de las varias copas y tazones que poseía la
pareja. Caldereros y alfareros locales tal vez les fabricaron la cafetera, el
candelabro, los tazones y las botellas que utilizaban, pero gran parte de
lo que poseían los Allaire había sido hecho en casa. Théophile tenía un
martillo y cinceles así como unas cuantas herramientas agrícolas senci¬
llas: hachas, picos, hoces y una guadaña. Félicité habría hecho probable¬
mente las colchas v las sábanas de la familia.
El vivido retrato que nos ha dejado el historiador Alian Greer de la exis¬
tencia en el bajo Richelieu en este periodo nos revela que, año tras año,
la vida de hombres y mujeres se ajustaba a un ciclo semejante al de los
Allaire. El arado y la siembra iniciaban el año agrícola en abril o principios
de mayo. Detrás de bueyes o caballos y del pesado arado con ruedas del
norte de Europa (común hasta la adopción del arado de reja reversible
en el siglo xix), Théophile preparaba los campos para la siembra, mien¬
tras Félicité (con la ayuda, quizá, de las dos hijas mayores) plantaba
calabazas, coles, cebollas, tabaco y hierbas de cocina en el huerto que
habría de cuidar durante todo el verano. Una vez sembrado el grano,
Théophile levantaba cercas alrededor de los campos; hacía reparaciones
a la casa, el granero y el equipo; excavaba zanjas para el desagüe de las
tierras. A la incesante rutina de alimentar y lavar a la familia, sus ropas
y su casa, Félicité añadía las tareas de ordeñar las vacas, hacer la mante¬
quilla y alimentar las aves de corral; a mediados del verano, se cortaba y
se almacenaba el heno, y en septiembre a la cosecha de cereales se dedi¬
caban casi todos los que podían trabajar en tan dura tarea; en granjas
más grandes tal vez se alquilasen trabajadores, pero los Allaire no hu¬
biesen podido pagar ese trabajo. Al levantarse la cosecha, se derribaban
las cercas para dejar al ganado ramonear en los rastrojos, y se hacían las
labores de arado que permitían el tiempo y el clima. Al llegar el invier¬
no, se daba muerte a los animales para proveerse de carne y ahorrar fo¬
rraje. Río Richelieu arriba y abajo, las mujeres tejían telas, hilaban lana
y producían ropas, alfombras y ropa de cama para sus familias. Durante
enero y febrero, Théophile y sus vecinos trillaban el grano en los grane-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 271

ros, cortaban madera para leña y para cercas y tal vez desmontaban un
poco más de tierra. En las granjas más grandes, los excedentes de gra¬
nos, carne o mantequilla que existiesen, luego de pagados los diezmos,
se llevaban al mercado. Y luego, por todo el valle, los principios de la
primavera se consagraban a la producción de azúcar de arce.
Ritmos demográficos fundamentales también daban forma a la vida
del habitant a lo largo del bajo Richelieu. La mayoría de los hombres se
casaban en la tercera década de su vida, casi todas las mujeres a poco
de cumplir los 20 años, y pocos eran, de cualquiera de los dos sexos, los
que se quedaban solteros. Las fechas de las bodas, que solían caer en
los meses de fines del otoño y el invierno, tenían en cuenta el calendario
agrícola así como la existencia de provisiones para las celebraciones vin¬
culadas a ellas. Los nacimientos eran también más comunes en ciertas
fechas del año que en otras, porque reflejaban los tiempos de las bodas,
así como el ciclo del trabajo rural. Eran poco comunes los hijos ilegíti¬
mos, pero las tasas de nacimiento eran relativamente altas según las
normas modernas (de 47 a 52 por millar). Las tasas de defunción genera-

"Todos los habitantes de Canadá son aficionadísimos al baile y frecuentemente se


divierten, en todas las estaciones, con tan agradable ejercicio", observó George
Heriot, en cuyos Travels through the Cañadas (Londres, 1807) apareció esta ilus¬
tración. La Danse Ronde; baile circular de los canadienses, acuatinta de J. C.
Stadler a partir de una acuarela de Heriot.
272 en las márgenes del imperio

les eran bajas; rara vez, o nunca, se acercaron a las tasas de nacimiento.
Aunque reflejase la incidencia de la viruela, el colera, la tifoidea y la gri¬
pe así como de la escasez de alimentos que acompañaba a las malas
cosechas, la tasa de mortalidad de la región del no Richelieu jamas fue ele¬
vada terriblemente por las hambrunas. Como las mujeres se casaban jo¬
venes, en su mayoría tenían gran número de hijos. El primer ano de vida
de cada niño estaba lleno de peligros. A ñnes del siglo xvm, aproximada¬
mente una cuarta parte de los niños morían antes de su primer cumple¬
años. Pero la tasa de supervivencia era relativamente elevada después
del primer año, y la mortalidad infantil descendió algo en el siglo xix.
Así pues, las familias eran a menudo grandes: no era desusado tener de
ocho a diez hijos. En los seis años que duró su primer matrimonio con
Amable Ménard, Théophile tuvo cinco hijos. Sólo una nina sobrevivió a
la infancia. Cuando el viudo Théophile contrató a la viuda Felicite Audet
como ama de llaves, también ella tenía una hija pequeña. Su matrimo¬
nio, un año después de la muerte de Amable, produjo tres niños en seis

Los comentarios de George Heriot acerca del clima del Bajo Canadá nos sugieren
que, al igual que los campesinos del país, la burguesía y la clase señorial se quita¬
ban el frío del invierno en el salón de baile. Los dos negros que se ven en el extremo
superior izquierdo debían de ser esclavos; la esclavitud siguió siendo legal hasta
1834. Minuetos de los canadienses; acuatinta (1807) de J. C. Stadler, basada en
una acuarela de Heriot.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 273

años, antes de que muriese Théophile en 1767. Félicité no tardó en casar¬


se de nuevo y le dio a su nuevo esposo por lo menos tres hijos. En la dé¬
cada de 1760, su tercera familia constaba por lo menos de ocho hijos.
Para los Allaire, la vida se desenvolvía dentro de un marco tradicional
de obligaciones para con el seigneur y la Iglesia. Aun cuando Théophile, sus
vecinos y sus sucesores podían vender, escriturar o hipotecar su tierra,
los seigneurs conservaban el derecho de confiscarla en determinadas cir¬
cunstancias. También exigían un pago anual —el cens et rentes— de cada
censitaire (más o menos, habitant) de su seigneurie. En su mayoría, los
habitants estaban sujetos también a otras exacciones, sobre la adquisi¬
ción de tierras, por el uso de los pastos comunes, por derechos de pesca
o para tener derecho a producir azúcar de arce. El pago de los habitants
más pobres no pecaba de expedito. Hacia 1840, los censitaires de Sorel le
debían a su seigneur por lo menos 92 000 livres, y los de Saint-Ours unas
71 000 livres. Aun así, los derechos del seigneur sobre las tierras y las
obligaciones que tenían con él los habitants definían líneas de autoridad
para con la comunidad, reforzadas por el derecho del seigneur a un ban¬
co en la parte delantera de la Iglesia y su lugar de honor en las ceremo¬
nias locales.
La Iglesia católica era también parte importante de la vida del habi¬
tant. La norma era la observancia religiosa, la autoridad espiritual de
los sacerdotes extendía su influencia sobre la comunidad y la Iglesia im¬
ponía un tributo considerable a sus feligreses. Los curas tenían derecho
al diezmo, fijado por ley en un veintiseisavo de la cosecha de granos, y
los habitants contribuían también a las colectas del sábado, pagaban ren¬
tas anuales por los bancos en la iglesia y periódicamente se les escogía
para trabajar en la reparación de ésta. Junto con las contribuciones se¬
ñoriales, constituían una carga considerable, equivalente quizás a la mi¬
tad de todo el producto que quedaba después de satisfacer las necesidades
de las familias de los habitants. Tales pagos limitaban la acumulación de
riqueza por parte de los habitants, y conservaban al clero y a los seig-
neurs como centro del poder económico y la influencia social en la co¬
munidad. Pero su autoridad distaba mucho de ser absoluta. Los seig-
neurs no especificaban los cultivos que debían hacer sus censitaires, ni
determinaban la conducta de sus vidas cotidianas. Los habitants hacían
resistencia al poder señorial, por ejemplo, aplazando el pago de las con¬
tribuciones feudales, y ejercían una considerable independencia funda¬
mental en la conducción de sus asuntos. Así también, en sus tratos con la
Iglesia, los habitants cumplían con asistir a misa y bautizar a sus hijos
al nacer, pero se aferraban a creencias tradicionales y utilizaban pocio¬
nes y encantamientos que para las autoridades religiosas eran cosas de
superstición y magia. Una y otra vez, así también, hicieron resistencia a
las iniciativas clericales que amenazaban con aumentar las cargas eco¬
nómicas depositadas sobre ellos.
A pesar de lo rutinario de la vida a lo largo del bajo Richelieu, la región
presenció cambios sustantivos en los años posteriores a 1760. Hombres
274 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

jóvenes, que vivían en la casa familiar y dependían de parientes para


que les ayudasen a desmontar tierras y construir una casa con granero,
extendieron el poblamiento alejándose del río, hasta que toda la tierra
cultivable de las tres parroquias quedó ocupada. A principios del siglo
xix, muchas granjas estaban sometidas por completo al arado, y el
paisaje comenzaba a carecer totalmente de árboles. Aldeas minúsculas
se convirtieron en pueblos pequeños. Sorel prosperó en la década de
1790 por sus astilleros, y en la de 1820 como puerto de arribada para los
barcos de vapor que recorrían el San Lorenzo. Hacia 1815, Saint-Ours era
un sitio "de unas 60 casas, muchas de ellas sólidamente bien construi¬
das de piedra"; en su centro se encontraba “una linda iglesia y una casa
para el cura... [y] a poca distancia estaba la casa señorial”; y había mu¬
chas personas "de propiedad considerable”, así como comerciantes y ar¬
tesanos entre sus habitantes. Veinticinco años más tarde, Saint-Denis
tenía 123 casas, una destilería, molinos y aserraderos. Su población, de
más de 600 habitantes, comprendía a comerciantes, notarios, molineros
y artesanos tales como herreros y carpinteros. Hacia 1825, 11 000 perso¬
nas vivían en las tres parroquias.
Mucho antes de esto, para la mayoría de los hijos se había vuelto impo¬
sible formar granjas nuevas cerca de la casa de sus padres. En los suelos
pobres de Sorel, los habitants respondieron a esto subdividiendo sus te¬
nencias y complementando sus ingresos mediante el trabajo esporádico
de temporada en el tráfico de pieles. Los salarios que ganaban llevaron
una prosperidad relativa a los habitants de Sorel en la década de 1790.
Pero los buenos tiempos se acabaron pronto. Mientras que la población
de la parroquia se más que cuadruplicó entre 1790 y 1831, la demanda de
trabajadores en la industria de la piel bajó. Como era poco lo que había
para complementar los ingresos de las granjas pequeñas (pocas de las
cuales pasaban de 14 hectáreas hacia 1831), la comunidad se empobreció.
En cambio, los agricultores de Saint-Denis, que en 1831 por término
medio araban 27 hectáreas, eran prósperos. En general, las granjas de
Saint-Denis (y del vecino Saint-Ours) se trabajaban para alimentar a las
familias que vivían en ellas, pero también producían un considerable
excedente de trigo para el mercado de Montreal. Al percatarse de que
esta operación, con el ron, el té y la pimienta que proporcionaba, dependía
de que se cultivase algo más de las tierras necesarias para la simple sub¬
sistencia, los agricultores de Saint-Denis modificaron las prácticas rela¬
tivamente democráticas de herencia a que se habían ajustado en el siglo
xvni. A medida que la población de la parroquia aumentó, sólo los pa¬
dres que tenían tierras excepcionalmente grandes siguieron dividién¬
dolas más o menos equitativamente entre sus vástagos; otros propendie¬
ron a trasmitir por herencia toda su granja a uno solo de sus hij os. El
resultado fue una baja de la población, pues los hombres y las mujeres
jóvenes se iban en buscá de oportunidades a otras partes, algunos hacia las
ciudades en crecimiento, para trabajar como jornaleros o artesanos. De
los que se quedaron, un número cada vez mayor careció de tierras. Hacia
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 275

1831, los propietarios habitants (que en 1765 eran nueve de cada diez en
el valle del Richelieu) constituyeron una minoría entre los cabeza de fa¬
milia de Saint-Denis. En su mayoría, vivían relativamente bien, en casas
más grandes y con más y mejores muebles que los que conocieron los
Allaire. Aunque no fuesen considerablemente más grandes que la granja
de Théophile, sus propiedades estaban cultivadas más plenamente y te¬
nían muchos más animales. Pero uno de cada siete eran aparceros y casi
una cuarta parte de ellos trabajadores por día. En su mayoría, estas per¬
sonas llevaban vidas pobres y precarias, estaban aplastadas por las deu¬
das y no gozaban del sentimiento de seguridad que la propiedad de la
tierra había proporcionado hasta a familias como la de los Allaire. Cuan¬
do repetidas malas cosechas de granos crearon dificultades económicas
en gran parte de Saint-Ours y Saint-Denis, durante la década de 1830,
muchos de ellos cayeron en la indigencia total.

"Entre cumplidos caballeros y honrados huos de la pobreza"

Localizada en la ribera norte del lago Ontario, a mitad de camino entre


Kingston y Toronto, la municipalidad de Hamilton se eleva desde una
fértil llanura baja, plana, cercana al lago, hasta un borde ondulante de
depósitos glaciares en su centro. Hacia el norte, cae en dirección de los
riscos escarpados que marcan su frontera norte sobre el lago Rice. Es una
región hermosa. A fines del siglo xvm, un bosque de maderas duras de
arce cubría la mayor parte de la municipalidad. En las tierras elevadas
crecían robles y pinos; fresnos, cedros y pinabetes prosperaban donde el
suelo era húmedo. Aquí la estación de cultivo oscila por término medio
entre 188 y 195 días y el periodo en que no hay heladas varía desde 140
días a lo largo del lago hasta 120 más o menos tierra adentro. Por sus sue¬
los fértiles pardogrisáceos predominantes, es un ambiente que se presta
bien a la agricultura.
La municipalidad de Hamilton, situada en la arteria principal que con¬
duce a la parte occidental del Alto Canadá, fue poblada rápidamente.
Entre los que llegaron figuró Robert Wade, quien emigró desde el con¬
dado de Durham, en la parte nororiental de Inglaterra, en 1819. Tenía
42 años de edad, estaba casado y era padre de ocho hijos. Agricultor apar¬
cero, relativamente exitoso, en Inglaterra, llegó al Nuevo Mundo con ca¬
pital suficiente para comprar una propiedad de 80 hectáreas en la ribera
de Hamilton. Fue uno de los cerca de 700 que llegaron a la municipa¬
lidad en la década de 1810, y se estableció rápidamente. Acomodando a
su familia en las dos casas de troncos que se levantaban en su nueva pro¬
piedad, la dotó con seis vacas, 18 ovejas, diez cerdos, dos caballos y un
potrillo, y comenzó a cultivar y a extender sus doce hectáreas desmon¬
tadas, cerca de la mitad de las cuales estaban dedicadas a pastos. Al cabo
de un año, adquirió también tierra, por cesión, en la municipalidad de
Otonabee, al norte del lago Rice. En 1821, Robert Wade tenía una de las
mejores granjas mixtas de la municipalidad de Hamilton.
276 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Los demás colonos formaban un grupo diverso. Miembros de las fa¬


milias leales que se habían asentado en otras partes de la colonia fueron
llegando poco a poco a Hamilton durante las dos primeras décadas del
siglo xix. Algunos estadunidenses cruzaron el lago Ontario para unirse a
parientes que habían sido de los primeros en llegar. Otros vinieron desde
la Gran Bretaña. Por lo menos ocho fueron oficiales de la Marina cuyas
pensiones a media paga les proporcionaban un ingreso constante y
valioso. Algunos, como Robert Wade, llegaron con una considerable can¬
tidad de dinero. Muchos no tenían mayor cosa que la fuerza de sus
músculos y su voluntad de trabajar, y, para la mayoría de ellos, el camino
conducente al éxito en el Nuevo Mundo fue mucho más largo, más difícil
y más incierto que el recorrido por Robert Wade.
Menos de 200 familias (1 250 personas) vivían en Hamilton en 1821.
Pero ya no quedaban tierras de la Corona para nuevos colonos. La mayor
parte de las tierras de la Corona reservadas para dotar a la Iglesia y al
gobierno —las reservas de tierras— ya estaban alquiladas y más de la mi¬
tad de las todavía densamente pobladas de árboles estaban en manos de
especuladores. La tenencia de tierras especulativa determinó que los re¬
cién llegados necesitasen contar con mucho capital para adquirir propie¬
dades en este lugar tan codiciable.
Comparadas con el costo de las tierras de la Corona —que, más allá de
Hamilton, se podían adquirir por unos doce peniques la hectárea—, las
granjas en este municipio eran caras. Los precios eran más elevados cer¬
ca de la ribera del lago y variaban de acuerdo con la cantidad y la calidad
de los mejoramientos que se les habían hecho, pero la tierra desmon¬
tada, por término medio, se vendía a unos seis chelines por hectárea a
principios de la década de 1820. La tierra sin desmontar se podía adqui¬
rir a mitad de ese precio, pero entonces se necesitarían otras 80 o 100 li¬
bras para comprar herramientas, ganado y semillas, construir una casa y
un granero y desmontar varias hectáreas. En pocas palabras, los colonos
necesitaban por lo menos 150 libras para establecerse en una propiedad
de 40 hectáreas. Si no contaban con tal cantidad, tenían que arrendar o
que aceptar trabajo asalariado. Las consecuencias fueron claras. En 1821,
un tercio de los agricultores de Hamilton arrendaban tierras de la reserva,
y casi la mitad de los que tenían tierras en la municipalidad eran arren¬
datarios. Más de un tercio de la riqueza estimada en la municipalidad per¬
tenecía a una décima parte de sus habitantes.
Hacia la década de 1840, más o menos 20 años después de la llegada
de Robert Wade, el valor medio de la tierra desmontada casi se había
triplicado, el de la tierra sin desmontar se había más que duplicado y las
rentas se encontraban a un nivel cinco veces superior al de 1819. Para
los que tenían tierras, esta inflación les produjo grandes ganancias de
capital. En 1834, Robert Wade avaluó su propiedad en 1 600 libras. Las
granjas se subdividieron para realizar las ganancias, y a medida que nue¬
vas familias se fueron asentando se hizo retroceder cada vez más lejos el
bosque. Muchas granjas cerca de la ribera del lago tenían ahora buenas
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 277

"Nada puede ser más incómodo que algunas de estas cabañas, que apestan a
humo y suciedad y son el receptáculo común de niños, cerdos y aves de corral",
comentó Catharine Parr Traill, pero reconoció que ése era “el lado oscuro del
cuadro”. Obsérvese la característica cerca “serpentina"y el camino de troncos ten¬
didos sobre la ruta en los lugares pantanosos. Granja en el bosque cerca de Cha-
tham, acuarela (c. 1838) de Philip J. Bainbrigge.

casas y graneros entre sus campos cercados. Los caminos habían mejora¬
do y, después de 1842, un servicio de diligencias conectaba a Cobourg,
próspero centro comercial, con el interior. Pero el ingreso continuo de
inmigrantes había inundado el mercado de mano de obra local y mien¬
tras se elevaban los precios de las tierras los salarios bajaron. Esto im¬
partió rápidamente un carácter distintivo, dividido, a la sociedad de Ha-
milton. Para los inmigrantes de medios escasos, procedentes de las islas
británicas o de otras partes, el municipio era un lugar para tomar un res¬
piro, para hacerse de experiencia del Nuevo Mundo y ganar un poco de
dinero antes de trasladarse a otras partes para continuar la lucha en
busca de un bienestar modesto y de cierta independencia. Por otra parte,
para quienes contaban con capital, o relaciones, o alguna ventaja inicial
suficientes para adquirir sus propiedades, Hamilton fue un lugar para
quedarse y hacer la vida característica del campo inglés. Antes de media¬
dos de siglo, la municipalidad contaba con una sociedad agrícola, una
biblioteca circulante, una sociedad de aficionados al teatro, un club para
jugar cricket y una agrupación de cazadores. Charles Butler, que emigró
278 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

desde Middlesex, en la década de 1830, con su esposa y su familia y una


cantidad de dinero de cerca de mil libras, reaccionó precisamente a ta¬
les atractivos cuando escogió vivir en la vecindad de Cobourg. Estable¬
cerse en Peterborough, apenas a unos 40 kilómetros a través del lago
Rice, afirmó, sería tanto como "apartar totalmente a mi familia y a mí
mismo de la sociedad”.
Algo acedamente, Robert Wade consideró a estos recién llegados como
"caballeros aruinados". Característicos de su especie fueron Dunbar y
Susanna Moodie. Dunbar era un soldado de las Oreadas a quien le había
parecido que su media paga era insuficiente para mantenerlo, en Ingla¬
terra, con el estilo de vida a que aspiraba. Susanna, hermana de Catha-
rine Parr Traill y autora de dos panfletos antiesclavistas antes de aban¬
donar Inglaterra, era hija de una familia literaria acomodada, diestra en el
hablar, cuyos hijos habían leído mucho y estaban bien instruidos en las
artes de la poesía, la pintura y el estudio de la naturaleza. Por razones de
dinero, los Moodie llegaron a Canadá después de su boda en 1831, y se
asentaron brevemente en la cuarta concesión de la municipalidad de Ha-
milton. Veinte años más tarde, la obra de Susanna titulada Roughing It in
the Bush (Pasando trabajos en los bosques) se propuso describir lo que las
tierras silvestres y remotas de Canadá son para “los industriosos y por
siempre encomiables hijos de la honrada pobreza y lo que son para el
cumplido y refinado caballero”. Dibujados con más licencia literaria y
visión dramática de la que hubiese reconocido Susanna, estos bosquejos
tocan a menudo en lo puramente imaginativo. Sin embargo, en ellos, una
dotada escritora canadiense moderna, Margaret Atwood, ha descubierto
algo de la compulsión obsesiva, el miedo, las tensiones y el duro esfuerzo
que corrieron a través del encuentro repetido de los colonos con el bosque,
en las lindes de los pioneros del Alto Canadá. No hay resumen que pueda
hacer plena justicia a las intuiciones de la señora Atwood en su serie de
poemas titulada The Joumals of Susanna Moodie, pero sin duda no exis¬
te una condensación más evocativa de lo que la vida de pionero signi¬
ficó para miles de hombres y mujeres que su poema “Los sembradores”:

Caminan entre el borde dentado


del bosque y el río dentado
por un suelo lleno de tocones de tierra desmontada

mi esposo, un vecino, otro hombre


escardando unas cuantas hileras
de ejotes y polvorientas papas.

Se agachan, se enderezan; el sol


ilumina sus rostros y manos, candelas
que parpadean al viento contra la

sombría tierra. Los veo; sé


que ninguno de ellos cree que están aquí.
Niegan el suelo que pisan,
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 279

quieren creer que este barro es el futuro.


Y tienen razón. Si se deshiciesen
de esa ilusión para ellos sólida como una pala,

y abriesen sus ojos, aunque sólo fuera por un instante,


a estos árboles, a este sol particular
quedarían rodeados, atacados, asaltados

por las ramas, las raíces, los zarcillos,


la cara oscura de la luz,
como yo lo estoy.

“A TRAVÉS DE UN BOSQUE MELANCÓLICO SOBRE UN SENDERO ABOMINABLE”

Cuando el teniente coronel Joseph Gubbins, su esposa Charlotte Bathoe,


sus tres hijos y nueve criados llegaron a Nueva Brunswick en 1810, in¬
gresaron en una escena de contrastes. Saint John era un centro comer¬
cial de casas apretujadas que contaba con aproximadamente 3 000 habi¬
tantes. Fredericton, la capital, era poco más que una aldea con menos de
200 casas “esparcidas”, dijo un residente, "sobre unas deliciosas tierras
comunales cubiertas de la más suculenta pastura para ovejas que haya
yo visto jamás”. Había casas lindas y cómodas, valiosas y “agradables”,
granjas y lindos cottages con céspedes estupendos suavemente inclina¬
dos, pero estaban rodeados por el bosque y sobrepujados en número
por minúsculas moradas mal construidas con tablas torcidas que dejaban
pasar los chiflones, y fuegos humeantes cuyo objeto era mantener a ra¬
ya a los mosquitos. La población de la colonia, de unas 30000 personas,
más o menos, la formaban acadios, indios, leales y estadunidenses que
habían llegado antes y después de la afluencia de 1783-1784, así como
varios centenares que habían llegado directamente desde las islas britá¬
nicas. Más de la mitad vivían en el valle de Saint John; el resto se hallaban
esparcidos por la periferia de la provincia. La élite social giraba en tor¬
no al Palacio de Gobierno, donde se organizaban bailes, recepciones y
excursiones en trineo, pero en más de una casa de las riberas del Mira-
michi la botella de ron se veía “por lo general sobre la mesa desde la ma¬
ñana hasta la noche”, y en casi todas partes había colonos que habían
soportado, o recordaban, “la desdicha extrema".
Sin saber nada de esto, Gubbins había llegado a la colonia como oficial
inspector de campo de la milicia, nombrado para vigilar el entrenamien¬
to del ejército de ciudadanos del que dependería la defensa de la Nueva
Brunswick si la creciente tensión entre la Gran Bretaña y los Estados
Unidos se trocaba en guerra. Instalado en la casa de campo del reciente¬
mente fallecido George Ludlow, leal y rico justicia mayor, el teniente co¬
ronel y su esposa fueron inmediatamente aceptados por la sociedad de
Fredericton. Pero Gubbins, por su cargo, se vio obligado a viajar mucho
por la provincia y sus giras de inspección lo pusieron en contacto con
280 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Se necesitó medio siglo de trabajo incesante —desmontes, roturación de campos,


construcción de casas y cuidado del ganado— para crear este paisaje sereno. El
sentimiento de realización tiene que haber sido enorme. Vista del camino desde
Windsor hasta Horton sobre el puente Avon en el río Gaspreaux, acuarela (1817)
de J. E. Woolford, parte de una serie de paisajes de Nueva Escocia pintados para
Lord Dalhousie.

todo el espectro de la vida de la Nueva Brunswick. Para el caballero in¬


glés conservador que era, muchos de estos encuentros debieron resultar
desconcertantes. Pero Gubbins fue también un agudo observador de la
escena colonial.
El viajar por esas tierras boscosas no era fácil. El excelente carruaje que
Gubbins había enviado por barco hasta la Nueva Brunswick era virtual¬
mente inútil por falta de caminos buenos. En invierno, los ríos helados
eran la vía para visitar a la gente y llevar productos al mercado, porque
los caballos podían tirar de trineos a lo largo de 96 kilómetros o más al
día con facilidad. Pero al hacer sus inspecciones en el verano, Gubbins
careció de tan cómodo medio. Corrió a caballo por donde pudo, pero a
menudo caminó por “un bosque melancólico sobre un sendero abomi¬
nable”. Más allá del valle de Saint John, frecuentemente tuvo que recu¬
rrir a canoas y botes descubiertos. Cuando viajó hacía el norte desde
Shediac, por una región poco conocida en Fredericton, los caballos mi¬
litares tuvieron que ser cambiados por ponis locales, acostumbrados a
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 281

los bosques en los que “apenas si podían dar dos pasos iguales en suce¬
sión, pero saltaban de raíz a altillo, sobre troncos derribados de árboles,
a una velocidad de ocho a diez kilómetros por hora’’. El avance no era
sostenido, tenían que alojarse donde podían, y, para agravar los incon¬
venientes, las posadas rara vez tenían más de un salón, por lo cual, ano¬
tó Gubbins, “si hubiese llevado un criado, lo habría tenido que aceptar
como compañero o mandarlo a vivir en el establo. Por lo tanto, prescindí
de criado”.
Los micmac —a los que llamó michilmackinac— fascinaron mucho a
Gubbins. Visitó la aldea misionera de Aukpaque, arriba de Fredericton,
donde se congregaban cada verano de 40 a 50 familias, y describió la
construcción de sus tiendas cubiertas de corteza de abedul. Cerca de Ri-
chibucto, encontró a un grupo cuyo estado le pareció ser muy superior
al de otros, y que se mantenía “principalmente pescando”, aunque culti¬
vaban maíz y papas y también cortaban algo de madera para la venta.
Gubbins consideró que la disminución de los rebaños de alces y caribúes
había reducido a muchos indios “contra su voluntad a cortar leña en el
invierno, y en el verano a labrar la tierra, hasta cierto punto para su sos¬
tén”. E informó acerca de las actividades de la Compañía de la Nueva
Inglaterra. Ésta, la más antigua de las sociedades misioneras inglesas,
cuya base estaba en Londres pero la administraban en la Nueva Bruns¬
wick varios anglicanos destacados, se había consagrado a “civilizar” y
cristianizar a los indios. El dinero para realizar estos fines, y que se le
pagaba a cualquier colono que aceptase como aprendiz a un niño indio,
había sido “desvergonzadamente pervertido” según Gubbins. Jóvenes
indias habían sido entregadas “a personas disipadísimas”, y el dinero ha¬
bía ido a parar por lo menos a manos de un colono que tenía “un chico
mulato como criado”. A Gubbins le pareció clarísimo que a medida que
la propagación de los asentamientos y de la agricultura había ido redu¬
ciendo la disponibilidad de animales salvajes y despojado a los indios “del
poderoso estímulo de la caza ”, éstos se habían convertido en personas
“inertes, perezosas y dependientes”. Y cuando un gran consumo de alco¬
hol se añadía a esta ecuación, los indígenas caían rápidamente “en un
estado en muchos casos vergonzoso para la naturaleza humana”. En re¬
sumidas cuentas, concluyó pesimistamente, “los aborígenes... degene¬
ran proporcionalmente a su contacto con los europeos”.
Veinticinco años más tarde, después de que los leales llegaron a Nueva
Brunswick, su paisaje todavía llevaba las marcas de la época pionera. No
más de una cuarta parte de un 1 por ciento de los 73 000 kilómetros cua¬
drados de la colonia había sido desmontada hacia 1810. En algunas gran¬
jas se había dado muerte a los árboles cortándoles un ancho anillo de
corteza; aunque podían quedar en pie durante años, no producían hojas y
debajo de ellos se podían hacer algunos cultivos. Más en general, porque
era más inmediatamente lucrativo, se talaban árboles, se prendía fuego
a la maleza y se cortaba la madera en trozos convenientes para la cons¬
trucción, la leña o un quemado más completo. Esta clase de desmonte,
282 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

observó Gubbins, era “una actividad infinitamente laboriosa”, no obstan¬


te lo cual “tocones y raíces cubren aún y desfiguran el suelo e impiden que
se emplee el arado durante muchos años...” Una y otra vez en sus viajes,
Gubbins vio, a través de la tierra cubierta de árboles quemados y derriba¬
dos, y sobre campos divididos por cercas "hechas con árboles pequeños
o bien con árboles grandes hendidos en raíles y colocados en zigzag”, car
sas y graneros que se levantaban a la sombra de un muro de árboles.
Le impresionó a Gubbins el aislamiento de la vida en las colonias. En
Shediac salieron a recibir a su grupo curiosas mujeres acadias “vestidas
a la moda normanda de tal vez un siglo antes". Más al norte, le sorprendió
encontrar a pescadores acadios que “no habían oído hablar de Bona-
parte o de la guerra con Francia”. Y tampoco pudo olvidar la curiosidad
con que su huésped en Miramichi examinó “algunos viejos periódicos de
Londres” que llevaba en su equipaje, ni dejar de registrar la repetida ex¬
clamación del colono: "¡Cuánto alboroto parece haber en el mundo!” La
débil e incongruente administración de las leyes provinciales, por parte
de jueces locales alejados del escrutinio de los funcionarios de la ley en
Fredericton, fue causa de una preocupación más grave. También la mala
calidad de la atención médica en gran parte de la provincia. Un presun¬
to conocedor inmoral, dijo Gubbins, prescribió “pimienta de cayena en
grandes píldoras como específico para curar afecciones pulmonares”;
otros, por ignorancia, cometían “asesinatos con impunidad”. Gubbins fue
más franco aún en sus comentarios acerca de la popularidad de la re¬
ligión evangélica de los habitantes de Nueva Brunswick en las zonas
rurales que carecían de iglesias establecidas. El coronel, anglicano, se im¬
pacientó con “los egregios fanáticos” que propagaban "sus perniciosas
doctrinas” entre la gente. Una “falta de moral” poco tenía de sorprenden¬
te, reflexionó con tristeza, allí donde los conversos creían que no podían
pecar en espíritu, y en donde predicadores de la Nueva Luz proclama¬
ban que "no había pecado en el hombre abajo de su corazón”.
Por todo, Gubbins consideró que los de la Nueva Brunswick eran fran¬
camente estadunidenses por sus hábitos y actitudes. Las costumbres
británicas —en "religión, limpieza, frugalidad, cría de animales... [y]
cocina”— se veían poco en la colonia, inclusive entre descendientes in¬
mediatos de los ingleses. Los pobres no habían sido "educados en el respe¬
to de los ricos como en Europa”. Y lo que era peor, los criados insistían
en comer "con el amo y la ama, a quienes llaman señor o señora”. Nada era
“más reprobable” que la “falta de apego” de los niños estadunidenses a
sus padres, defecto evidentísimo para Gubbins entre los niños de habla in¬
glesa de Nueva Brunswick. Paradójicamente, los acadios, de cuya lealtad
a la Gran Bretaña todavía se desconfiaba en los círculos oficiales, eran
más respetuosos, ordenados y más del gusto de Gubbins que la gente del
común de la inglesa Nueva Brunswick. “Su conducta para con sus pa¬
dres y amigos, así como el respeto a sus superiores y aun a extraños”,
señaló, "son particularmente notorios cuando se los compara con la ig¬
norante suficiencia de la gente del común de extracción inglesa".
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 283

Las razones de todo esto, sacó en conclusión Gubbins, se hallaban en


las circunstancias de la vida en la Nueva Brunswick. Como la tierra sin
desmontar era barata, los recién llegados a la provincia se trasladaban rá¬
pidamente a aquellas zonas remotas, aisladas, en que era fácil conse¬
guirla. Allí, vivían en circunstancias que eran a la vez “solitarias y extre¬
madamente difíciles”. En familias carentes de medios o de oportunidad
para comprar muchos bienes y utensilios necesarios, “tenía que hacerse
un poco de todo para ganarse la vida”; los agricultores eran “sus propios
tejedores, tintoreros, sastres, zapateros y carpinteros”. La inexperiencia
agravaba las dificultades a que tenían que enfrentarse y muchos dege¬
neraban “muy rápidamente hasta caer en un estado de barbarie". En el
mejor de los casos, su "aprendizaje de un duro régimen", indudablemen¬
te "les hace perder los hábitos de la Madre Patria”. Como el trabajo asa¬
lariado era escaso y caro, hasta los oficiales y los caballeros se veían obli¬
gados a "soportar todas las penalidades de la agricultura”. Pocas fueron
las propiedades establecidas por leales acomodados que siguieron pros¬
perando en el siglo xix. En este país, escribió Gubbins, "los niños consti¬
tuyen la riqueza de los padres y a una viuda con familia numerosa se la
codicia como a una fortuna”.
Gubbins se lamentó de muchas de estas cosas. Alegó, por ejemplo, que
la serie interminable de tareas rurales a las que casi todo el mundo tenía
que dedicarse quitaba tiempo a la educación y dejaba a la juventud de la
colonia "ciertamente inferior a sus padres en todo lo que tiene que ver con
los modales y la buena sociedad”. Ni siquiera la generación más vieja
estaba a salvo de la censura; en ninguna otra parte, al parecer, se ponían
tanto de manifiesto sus defectos como en la Asamblea, cuyos miembros
parecían ser "pobres e ignorantes”. Su estipendio, aseguró, constituía "el
objeto de su más grande ambición”. Y en los asuntos de la Cámara "sus
intereses privados y su popularidad van por delante del... bien público”.
Aun cuando Gubbins se mostró menos franco a este respecto, hasta él
encontró muchas cosas admirables en la sociedad de Nueva Brunswick.
El robo “casi no se conoce” y la gente ayudaba generosamente a las vícti¬
mas de una desgracia. Los colonos se juntaban en “jolgorios” (llamados
“tertulias" en el Alto Canadá) para ayudar a los recién llegados a le¬
vantar sus casas e iniciar sus desmontes y trabajaban simplemente por la
comida y la bebida, la compañía y el sentimiento de que la ayuda debía
ser recíproca. Los salarios eran relativamente elevados. Los más débiles
y viejos se podían ganar la vida. Si los artículos manufacturados ingleses
costaban el doble que en la Gran Bretaña, y si los doctores de Fredericton
tenían que sufrir el “engorro de llegar a su casa con los pagos en heno,
pescado salado o puerco en conserva", el comercio maderero había forta¬
lecido el mercado local y fomentado un "mejoramiento general en el
aspecto de la gente del campo, así como en la comodidad de sus moradas
y en el número y valor de su ganado”. Al reflexionar sobre la población de
la provincia en general, Gubbins vio que “en sus granjas se producía lo ne¬
cesario para la vida y mediante la venta de madera adquirían algunos lujos”.
284 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Ciudades donde "todo se halla en medio de un ruidoso torbellino"

Relativamente pocos en la América del Norte Británica vivían en pueblos


y ciudades antes de 1840; los residentes urbanos representaban no más
de uno de cada seis habitantes a lo largo del San Lorenzo en 1760, y
aproximadamente 10 por ciento de la población de la colonia en 1840.
Pero a pesar de lo pequeños que eran, estos lugares y sus comunidades
satélites fueron centros importantes de la vida colonial. Constituían los
pivotes mediante los cuales el Nuevo Mundo quedaba más firmemente
vinculado al Viejo. A través de ellos pasaban ideas, inmigrantes y artícu¬
los. Los funcionarios coloniales se concentraban en ellos. Del comercio
y el gobierno sacaban su riqueza y su posición. Líneas comerciales y de
trasmisión de la autoridad los convertían en el corazón de sus territo¬
rios. Sus periódicos llevaban las noticias de la Gran Bretaña y del Imperio
hasta el interior. Para sus contemporáneos fueron, como Toronto en 1842,
lugares donde todo se encuentra "en un ruidoso torbellino y uno debe
andar a la moda".
La red urbana de la América del Norte Británica creció considerable¬
mente en tamaño y complejidad entre 1760 y 1840. A comienzos del pe¬
riodo, sólo Quebec, Montreal y Halifax tenían más de 3 000 habitantes.
Hacia 1840, había por lo menos diez lugares de ese tamaño y el número
de centros más pequeños había aumentado más rápidamente todavía.
Hacia 1821, Quebec, con sus 15000 residentes, había cedido la superio¬
ridad numérica y comercial en el San Lorenzo a Montreal. Hacia 1832,
York, que no tardaría en constituirse legalmente en la ciudad de Toron¬
to, había sobrepasado a Kingston para convertirse en la más grande
comunidad urbana del Alto Canadá con sus 13 000 almas. En la década
de 1830, Saint John alcanzó a Halifax en las provincias orientales. Y, ha¬
cia 1840, Montreal era la ciudad principal de la América del Norte Bri¬
tánica con sus 40 000 residentes, cifra apenas igual a las de las moder¬
nas Barrie, Saint-Hyacinthe, Medicine Hat o Nueva Westminster.
En lugares donde tantas cosas eran nuevas, los pobladores rápida¬
mente reconocieron la importancia de mejorar su condición de vida. El
crecimiento fue una ambición universal. Los ciudadanos sobresalientes
de innumerables poblados trataron de conseguir funciones administra¬
tivas y mejoras en el transporte con la esperanza de inducir la expansión
de su población. Pequeños poblados competían entre sí por que se les
diera la categoría de cabecera de condado o capital de distrito, ya que
ambos títulos implicaban una aceleración de la vida de la población en
virtud de los asuntos oficiales que tendrían que tratarse allí. Hacia 1840,
entre los residentes de importantes centros de distrito solieron encontrar¬
se jueces, alguaciles, jueces de paz, recaudadores de impuestos, agentes
de tierras de la Corona, funcionarios de distrito, inspectores de escuelas
e inspectores de licencias. En la década de 1830, los habitantes de Kings¬
ton previeron una era de prosperidad gracias a la ampliación de su zona
de influencia que traería consigo la construcción de los sistemas de ca-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 285

nales del Rideau y el Trent, y a principios de la década siguiente se les


recomendó que evitaran los errores de Nueva York, ciudad en la que la
calle Broadway, de 24 metros de ancho y que “originalmente se consi¬
deró amplia”, estaba ahora abarrotada de tráfico. Su "avenida debería
medir 33 metros de ancho; y tan rectamente como una flecha, debe¬
ría avanzar hasta llegar al Priest’s Field, donde terminaría en un circus o
plaza, sin exceptuar los pinos antiguos, que deberán quedar allí como
monumento recordatorio sagrado del bosque primigenio".
La poderosa combinación del espíritu visionario con la energía dio ori¬
gen a imponentes edificios nuevos y a impresionantes planes que traza¬
ban calles sobre la tierra baldía. Donde la energía hidráulica u otras
ventajas naturales añadieron ímpetu a la expansión, pudieron ponerse
bases firmes para el desarrollo. Aparecieron nombres nuevos en los ma¬
pas a medida que los poblamientos levantados en encrucijadas de ca¬
minos se transformaron en aldeas y las aldeas en ciudades. Las cédulas
que daban título de ciudad a un poblado señalaron el surgimiento de lu¬
gares notablemente exitosos. Al final, sin embargo, el comercio fijó la
pauta urbana. Las ciudades principales eran centros comerciales, situa¬
das sobre rutas marítimas, y cada una de ellas daba servicio a un amplio
interior. Para Montreal, en la cabecera de la navegación sobre el San
Lorenzo, esta zona interior de influencia abarcó al Alto Canadá hasta
que el mejoramiento de los transportes, como el canal del Erie, los cana¬
les sobre el San Lorenzo y finalmente el ferrocarril aceleraron el desa¬
rrollo de Toronto. Pero, en lo esencial, cada colonia tuvo su propio puer¬
to comercial principal. Aunque los periódicos en lengua francesa de

Excelente ejemplo de la
cartografía militar de
principios del siglo xix
que nos revela gran
parte del carácter de
esta población de qui¬
zás unos 1 000 habi¬
tantes. La mayoría de
las casas y de las tien¬
das se hallaban dentro
de la población origi¬
nal; la calle Yonge en¬
traba en el bosque a
unos 800 metros de la
orilla del lago; otros ca¬
minos se estrechaban
rápidamente hasta con¬
vertirse en simples sen¬
deros. Plano de York
(1818) del teniente
George Phillpotts.
286 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Montreal mantuviesen un interés en las noticias de Francia, cada uno


de estos centros principales miraba primero y ante todo hacia la Gran Bre¬
taña. Existía un número sorprendentemente pequeño de vínculos entre
las ciudades. En la década de 1840, poquísima información comercial
de la que aparecía en los periódicos de Halifax, Saint John y San Juan
tenía que ver con los Canadás. La escasa información sobre Halifax que
aparecía en los periódicos de Quebec y Montreal tenía por lo general de
diez a quince días de atraso.
La primavera y el otoño, que eran las temporadas de navegación más
activas, eran tiempos muy atareados. En Montreal y Saint John la escena
fue diferente únicamente en detalles de la descrita en Halifax por el joven
y obstinado capitán de ingenieros del ejército William Moorsom, en la
década de 1820:

En la ciudadela se izan constantemente señales para los navios que llegan; los
comerciantes corren de un lado para otro en busca de sus cargamentos; ofi¬
ciales de la guarnición marchan con paso firme para dar la bienvenida a un
destacamento procedente del cuartel o a una barrica de clarete Sneyd para la
mesa de oficiales; y las damas corretean de puntillas para meterse llenas de
ilusión en los dos o tres soi disant bazares para adquirir sombreros a la últi¬
ma moda.

Más allá de las grandes ciudades se encontraban las de una categoría


inferior. Menores por su población y por el volumen de su comercio, da¬
ban servicio a mercados distritales con artículos traídos desde los cen¬
tros regionales, y, en algunos casos, con importaciones directas desde la
Gran Bretaña y las Indias Occidentales. Cada una tenía su distrito co¬
mercial, cuyas tiendas —aunque no fuesen ni muy numerosas ni muy
grandes en comparación con las metropolitanas— estaban por lo gene¬
ral "bien abastecidas y algunas de ellas arregladas con primor".
Más tierra adentro aún, los tenderos extendían la red comercial hasta
lugares cada vez más remotos. Arracimados con una herrería, un taller
para reparación de vehículos, una taberna y un molino, los almacenes
generales eran parte integrante de las “aldeas en crecimiento" dispersas
por el campo colonizado. En sus anaqueles, escribió el poeta Oliver Gold-
smith (sobrino nieto canadiense de su más famoso tocayo irlandés) en
The Rising Village (El crecimiento de la aldea), se encontraban "todas las
cosas útiles y muchas más". Aquí “clavos y mantas”, allí "colleras y una
gran sopera":

Botones y vasos, anzuelos, cucharas y cuchillos,


chales para las damitas, franelas para las viejas;
cardas y medias, sombreros para hombres y muchachos,
sien as de molino y guardafuegos, sedas y juguetes para niños.

Los tenderos, recolectores de los productos del campo, proveedores de


crédito para las familias vecinas y suministradores de artículos necesa-
Descrito como “un segundo Montreal por lo que toca a su importancia comercial y
mercantil" a principios de la década de 1830, York creció mucho en las décadas
siguientes. El edificio de los tribunales, la cárcel y la iglesia distinguieron la calle
Real. Pero la ribera constituía el corazón de la ciudad. Hacia 1838, los muelles de
Toronto daban servicio a un intenso tráfico de goletas; en la calle Front abunda¬
ban los hoteles y almacenes, coches partían diariamente del “bloque del ataúd"
triangular para el llamado Holland's Landing y un mercado de pescados incre¬
mentaba el tráfico. La calle Real, este, hasta la calle Church, mirando hacia el
este, desde la calle Toronto, litografía a partir de un dibujo de Thomas Young, pu¬
blicado por Nathaniel Currier (Nueva York, 1835). El mercado de pescados, calle
Front abajo, Toronto, copia en sepia de un artista desconocido basado en un gra¬
bado aparecido en el Canadian Scenery (1842), ilustrado por W. H. Bartlett.
288 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

nos exóticos así como de lujos ocasionales del exterior, fueron los núcleos
de las comunidades rurales. Fueron también las ramas distantes de un
difuso sistema comercial y financiero cuyas raíces conducían, finalmen¬
te, hasta las fábricas, bancos y casas comerciales del Reino Unido.
En 1840, hasta las poblaciones más grandes eran notablemente dife¬
rentes de las ciudades que hoy conocemos. En contraste con los amplios
espacios urbanos de nuestro tiempo, Montreal, Toronto, Quebec, Halifax
y Saint John eran apretujados centros pequeños. Cada uno tenía su distri¬
to de muelles y bodegas, su zona de venta al detalle y sus calles elegantes,
pero eran pocas y pequeñas. Si ricos y pobres, comerciantes y obreros,
ocupaban calles diferentes, lo hacían en la mayoría de las partes de la
ciudad. Las yuxtaposiciones eran a menudo asombrosas. Imponente y
graciosa como se veía la Calle del Rey de Toronto en la década de 1830,
corrían por ella carretas tiradas por bueyes; apenas a una manzana de
distancia se encontraba un activo mercado de pescado a la orilla del lago.
En la ciudad vieja, al este, las mansiones espléndidas de comerciantes
prósperos se hallaban rodeadas por las barracas pequeñas y ruinosas de
inmigrantes y jornaleros que llenaban las callejas del distrito. Hacia el
oeste, edificios públicos y privados de estilos georgiano y renacentista
gótico temprano distinguían la ribera del lago, pero a corta distancia, tie¬
rra adentro, cedían su lugar a hogares mucho más humildes.
En Montreal, el corazón comercial de la ciudad tenía cinco manzanas
de profundidad. Caminando de regreso desde la ribera, un visitante veía,
sucesivamente, distintas concentraciones de almacenes, casas de pen¬
sión y tabernas; las oficinas de cambistas y abogados; tiendas de menu¬
deo, bancos y compañías de seguros; y una industria ligera. Dentro de
estas zonas había una considerable diversidad. Como importantes mer¬
caderes, agentes navieros y de casas comerciales tenían oficinas en medio
de los almacenes y hoteles de la ribera. Algunos de ellos vivían también
en los pisos superiores de los edificios de tres y cuatro plantas de la zona.
Arquitectos y otros profesionales se hallaban desperdigados entre las
calles centrales del distrito. Fundiciones de bronce, talleres para vehícu¬
los, de candeleras y otros artesanos marcaban su borde interior. Grandes
fundiciones y fábricas la limitaban por el este y el oeste. Más allá, en las
laderas meridionales de Mount Roval, estaban las grandes propieda¬
des establecidas a principios de siglo por algunos de los que se enrique¬
cieron con el tráfico de pieles: James McGill, Simón McTavish y William
McGillivray.
En Montreal y Quebec, zonas étnicas comenzaron a dividir las ciuda¬
des. En ambos lugares los anglófonos se concentraron, en número des¬
proporcionado, en la sección comercial central. Las zonas en que vivían la
mayoría de los artesanos, obreros y pequeños comerciantes eran predo¬
minantemente francocanadienses. Estas pautas de distribución reflejaban
claramente el repartimiento de la riqueza y el poder. Aunque inversionis¬
tas francocanadienses tenían en sus manos importantes concentraciones
de propiedad en Montreal y Quebec, la banca, los seguros y las activi-
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 289

dades al por mayor estaban casi exclusivamente en manos inglesas. Los


bancos, las mansiones y los edificios oficiales (como las aduanas) pro¬
clamaban su dominio británico haciéndose eco del gusto metropolitano
en su arquitectura georgiana y clásica. Así también, las catedrales angli¬
canas de ambas ciudades guardaban una estrecha semejanza con una
iglesia de Londres, la de San Martín de los Campos.
Las poblaciones más pequeñas carecían del apretado racimo de edifi¬
cios que distinguían a los bloques centrales de las ciudades más grandes,
y se distinguían todavía menos del campo circundante. El ingreso, la
posición social y la religión separaban unas de otras a familias e indi¬
viduos, y la gente se percataba de cada matiz de tales distinciones, pero
en tales lugares pequeños todas las caras eran conocidas y la mayoría de
los residentes sentían ser parte de la comunidad. A menudo esta iden¬
tificación se tradujo en un orgullo localista. Se reflejó, de diversas ma¬
neras, en los periódicos, en los edificios de los ayuntamientos, en el mejo¬
ramiento de las calles y en las sociedades de debates que surgieron en
estos lugares, todo lo cual tuvo como efecto impartir a la vida en ellos
un vigoroso localismo. A Lord Durham, esto le pareció que era una faceta
particularmente notable del Alto Canadá. La provincia , escribió en

La botadura del Royal William, Quebec, 29 de abril de 1831. Una multitud bien
vestida se agolpa en la ribera del río y contempla desde el acantilado como el barco
de vapor abandona el dique flotante en el astillero de John S. Campbell en Que .
En 1833, fue el primer barco canadiense que cruzara el Atlántico impulsado exclu¬
sivamente por vapor. Acuarela (1831) de J. P. Cockbum.
290 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

1839, “carece de un gran centro con el que estén conectadas todas las
partes separadas, y al cual acostumbren seguir en sus sentimientos y ac¬
ciones: tampoco existe ese trato recíproco habitual entre los habitantes de
diferentes partes del país, el cual... hace que un pueblo sea uno y unido...
En vez de esto, hay muchos centros locales mezquinos cuyos sentimien¬
tos e intereses... son distintos y tal vez opuestos".
Cobourg, sobre el lago Ontario, ejemplifica bien el carácter progresi¬
vo de tales "centros locales mezquinos". El poblado, que apenas era una
aldea en la década de 1820, se convirtió en la de 1830 en foco comercial
de un territorio que se extendía más allá de los límites de la municipali¬
dad de Hamilton. Hacia 1833, un barco de vapor conectaba la ribera
norte del lago Rice con la terminal de diligencias de Cobourg. Los coches
comunicaban a Cobourg con York y Kingston. Al final de la década, pa¬
quetes a vapor de la línea Royal Mail comunicaban a la población con
Rochester y otros puertos lacustres. En 1837 se le dio a Cobourg cédula
de ciudad. Cinco años más tarde tenía molinos de granos y aserraderos,
14 comerciantes en general, diez hoteles y tabernas, cuatro fábricas de
vehículos y un racimo de sastres, curtidores, ebanistas y panaderos.
Cinco abogados y cuatro doctores prestaban sus servicios junto al pelu¬
quero y al boticario de Cobourg. Agentes de dos bancos y de una compa¬
ñía de seguros tenían oficinas en la ciudad. Como Cobourg era el centro
administrativo del condado de Northumberland, su población incluía a
varios funcionarios del condado. Tenía también un jefe de correos pro¬
vincial y un recaudador de derechos de aduana. En un poblado de casas
de madera, que en su mayoría eran sencillas estructuras de un piso y
medio, el Victoria College, construido por la Iglesia metodista, ocupaba un
grande e impresionante edificio de piedra a espaldas del lago. Unos cuan¬
tos comerciantes prósperos habían construido casas grandes; algunas
de ellas eran de ladrillo y muchas se conocían por nombre: "New Lodge",
"Beech Grove”, “The Hill”. Un ejemplo típico, que se ofreció en venta en
1843, fue una "Residencia-cottage deliciosamente situada”, de cinco dor¬
mitorios, comedor y sala de estar y un gabinete para porcelanas; con
césped, establo, granero y "tres pesebres para vacas", todo lo cual abarca¬
ba cerca de una hectárea y ofrecía "una hermosa vista sobre el lago y el
puerto". En 1842, el Instituto Teológico Diocesano de la Iglesia de Ingla¬
terra se estableció en Cobourg asociado a la Iglesia de San Pedro. La
ciudad tenía un instituto de mecánica y una Logia Leal de Orange. Sin
embargo, la población difícilmente excedía de mil habitantes.
A medida que los pueblos se transformaron en ciudades, en la prime¬
ra mitad del siglo xix, se convirtieron en crisoles para el cambio social.
La sociedad urbana se tornó más compleja y se elevó la demanda de
bienes y servicios. Nuevas artes, oficios y ocupaciones —como las de los
productores de muebles y vehículos, carretoneros, cargadores, carnice¬
ros y zapateros— encontraron su lugar en la trama urbana. Fueron más no¬
tables los extremos de riqueza y de pobreza y la sociedad quedó más
claramente dividida. Así también, la concentración de gente puso de
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 291

más acusado relieve las diferencias étnicas y religiosas. Se elevaron las


tensiones a medida que protestantes y católicos, ingleses, irlandeses y
francocanadienses se percataban de sus peculiaridades y competían pa¬
ra hacer valer cada uno sus propios intereses; a veces esto desembocó en
violencia. Se rompieron cabezas y se quebraron brazos y piernas cuan¬
do protestantes simpatizantes de la causa de Orange, que celebraban la
victoria de Guillermo de Orange sobre las fuerzas católicas irlandesas
en la batalla del Bovne, el 12 de julio de 1690, chocaron con católicos "ver¬
des” en los distritos irlandeses y sus alrededores de varias ciudades, en
las décadas de 1830 y 1840. Así también, inmigrantes irlandeses y fran¬
cocanadienses, que competían por los empleos de la industria maderera
del valle del Ottawa, aterrorizaron Bytown (Ottawa) con sus zacapelas,
sus borracheras y sus escaramuzas de primavera.
Casi siempre, las fricciones que había detrás de tal agitación cedieron
su lugar al ajuste y a la adaptación. Formas de administración urbana

El imponente \ ic 1 o vio College distinguió ci Cobourg de toda una docena de otras


poblaciones en desarrollo, cuyos edificios se amontonaban en tomo de un muelle o
un desembarcadero. Obsémese la bandera blanca que flota sobre el edificio de adua¬
nas y que nos recuerda el comercio que se hacía a través del lago Ontario. Grabado a
partir de una acuarela de W. H. Bartlett en Canadian Scenery (Londres, 1842).
292 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

más antiguas e íntimas, que habían integrado a numerosas personas a


la vida de la comunidad al distribuir empleos temporales entre ellos (co¬
mo peones camineros, policías y demás), cedieron su lugar gradualmen¬
te a un gobierno urbano más centralizado y profesional. En respuesta al
cambio de circunstancias y como reflejo del surgimiento de una nueva
clase media sacada de las congregaciones evangélicas en crecimiento,
varios grupos de reformadores buscaron remedios para los "problemas
de estas recientes ciudades de extranjeros. Cobraron ímpetu movimien¬
tos en pro del mejoramiento de la educación. Los ciudadanos pidieron
progresos y una administración de más calidad en lo referente a servi¬
cios públicos como los de alcantarillado, red de aguas y alumbrado pú¬
blico, a medida que fueron creciendo los problemas de la basura y de la
contaminación del agua. Se hicieron también campañas contra los tea¬
tros y las casas donde se vendían bebidas alcohólicas. Desde sus comien¬
zos en Montreal, a fines de la década de 1820, el movimiento en pro de
una sociedad abstemia fue cobrando fuerza cada vez mayor en la Améri¬
ca del Norte Británica. Oradores proclamaron las virtudes de la causa en
ruidosas asambleas públicas. Quienes hicieron votos de abstención re¬
nunciaron a alcoholes fuertes como el whisky o el ron o se comprometie¬
ron a una abstinencia total. También echó raíces durante estos años el
movimiento en pro de que se respetase el sabbat y se recomendó a los
colonos suspender el trabajo y “el ocioso ajetreo de la diversión’’ cada do¬
mingo para dedicarlo al estudio de la Biblia y al culto. Sin duda alguna,
la mayoría de los anglicanos y de los católicos preferían "la santa hila¬
ridad del Día del Señor” a la severidad estricta. Otros consideraron a las
"malditas sociedades consagradas a la bebida de agua fría" como orga¬
nizaciones potencialmente peligrosas, cuyo objeto era “imponerse y en¬
gañar a la gente sencilla”. Pero panfletos y periódicos como The Cariada
Temperance Advócate y el Christian Guardian propalaron el mensaje
reformista y dejaron su huella. Notoria por la afición a la bebida y la
abundancia de borrachos en la década de 1840, hacia 1890 la ciudad prin¬
cipal de Ontario se preciaba de la rectitud evangélica celebrada en su
reputación de ser “Toronto la Buena”.

Un reino diverso y dividido

En 1840, un cuarto de siglo antes de que los canadienses y los de las


provincias marítimas se reuniesen en Charlottetown para hacer realidad
la visión de una nación transcontinental, la América del Norte Británica
era un lugar notablemente fragmentado. Los asentamientos europeos se
esparcían a lo largo de 2 500 kilómetros entre San Juan y el río Saint
Claire. Un millón y medio de personas vivían, en su mayor parte, en pe¬
queñas y marcadamente separadas manchas de territorio. Aldeas de pes¬
cadores miraban hacia el mar desde estrechas playas en las caletas ais¬
ladas de la costa atlántica profusamente recortada. Sus cimientos, las más
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 293

de las veces, se levantaban sobre la roca. Bosques de abetos —“bosques de


abetos miserables... aptos tan sólo para ser habitados por bestias sal¬
vajes"— se levantaban a sus espaldas. Donde era posible practicar la
agricultura, su superficie quedaba generalmente limitada por las rocas
o por tierras altas: las fértiles tierras pantanosas de Fundy se hallaban
aprisionadas entre escarpados acantilados lo suficientemente imponen¬
tes como para merecer el nombre de “montañas" a pesar de sus eleva¬
ciones relativamente pequeñas. Las productivas tierras bajas del San
Lorenzo cedían su lugar, a menudo a dos o tres kilómetros del río, al gra¬
nito del Escudo canadiense y a los suelos ácidos de las tierras altas de
los Apalaches; el Escudo se torcía y bajaba hacia el San Lorenzo un poco
adelante de Kingston y presentaba su recortado límite meridional a los
colonos de unas cuantas concesiones al norte de Peterborough. La isla
del Príncipe Eduardo constituía una variante del tema: gran parte de
sus tierras eran arenales y ciénagas. E inclusive cuando la tierra no era
del todo mala, el clima limitaba su uso. En la región de Cabo Bretón, es¬
coceses recién llegados encontraron tierras vacantes pero una estación
de cultivo tristemente breve.
Las divisiones étnicas, así como de lengua y religión reforzaron esta
fragmentación, especialmente en la región del San Lorenzo, en donde
dos lenguas y dos credos religiosos eran reflejo de diferencias en los orí¬
genes, las concepciones generales y las experiencias de la gente y divi¬
dían a una población cuyas fortunas económicas se hallaban vinculadas
entre sí por la importancia comercial de Montreal. Pero estos factores seg¬
mentaron también a la sociedad anglófona del Alto Canadá y crearon
un mosaico de identidades entre los pobladores de Nueva Brunswick,
Nueva Escocia, la isla del Príncipe Eduardo y Terranova. La lengua gaé-
lica, el violín y las gaitas podían oírse desde Pictou hasta Invemess, pero
la religión dividió a los escoceses de la Nueva Escocia hasta el siglo ac¬
tual. “Por la ribera”, en país católico, escribió Charles Bruce en The Chan-
nel Shore, obra que es una vigorosa evocación de la vida en la parte orien¬
tal de la Nueva Escocia en el periodo comprendido entre las dos guerras
mundiales, “se bailaba y se jugaba a las cartas y había una iglesia con
una cruz sobre la aguja... Ribera amba... [donde los católicos eran menos
y estaban más esparcidos] había reuniones sociales y fiestas de las fre¬
sas y pequeñas iglesias blancas que parecían cajitas...” Al aferrarse más
o menos tenazmente a sus raíces, los diversos grupos —acadios, irlande¬
ses, descendientes de los inmigrantes protestantes de la década de 1750
de habla alemana, ingleses y yanquis— contribuyeron a la diversidad de
las colonias orientales. Producto en gran parte del proceso de pobla-
miento que llevó, en fechas diferentes, a personas desde determinadas
zonas de origen a una u otra de las manchas de tierra habitable de la le¬
gión, tales distinciones se mantuvieron durante más tiempo en los asen¬
tamientos que estaban más aislados.
Ni los intereses económicos ni los políticos unificaron este diverso do¬
minio. Técnicas y tecnologías semejantes impusieron patrones semejan-
294 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

tes de poblamiento y producción en las costas donde se practicaba la


pesca, y determinaron que el ataque de los madereros contra los bosques
difiriese muy poco desde la Nueva Brunswick hasta el valle del alto Otta-
wa. Pero la industria pesquera, esparcida a lo largo de quebradas playas
y concentrada sobre un recurso cuyo acceso era difícil de controlar, fue
una empresa profundamente fragmentada. Y la industria maderera, ata¬
da como lo estaba al sistema fluvial, partió las colonias en una serie de
cantones en torno de sus ríos principales. A cada actividad se dedicaron
personas procedentes de toda una variedad de ambientes distintos, pero
ninguna de ellas borró las diferencias culturales que las separaban. Los
vínculos entre las dos industrias de exportación más importantes fue¬
ron virtualmente inexistentes. Pescadores y madereros no compartieron
mayor cosa que el carácter áspero y peligroso de sus vidas.
Én su mayoría, los de la América del Norte Británica fueron agricul¬
tores cuyas energías se destinaron al trabajo en 50 o 100 hectáreas de tie¬
rras del Nuevo Mundo que les proporcionaron su subsistencia y un senti¬
miento de logro y seguridad. Allí donde los mercados eran débiles, como
lo fueron en tantas de las colonias, los horizontes de los pobladores fue¬
ron estrechos. Para algunos, apenas si se extendieron más allá del bosque
que circundaba a sus desmontes. Para otros, un pequeño círculo de ve¬
cinos definió los límites de la familiaridad y las preocupaciones cotidia¬
nas. Pero, para muchos, los principales centros urbanos fueron algo re¬
moto y esencialmente desconocido.
En algunas partes de Nueva Brunswick y los Canadás la agricultura y
las actividades madereras se cruzaban; los pobladores trabajaban en los
bosques y los excedentes agrícolas encontraban mercado en los campa¬
mentos madereros. Pero, hacia 1840, estas actividades comenzaron a ocu¬
par esferas separadas. La industria maderera del San Lorenzo se concen¬
tró sobre el río Ottawa y sus tributarios provenientes de partes remotas
del Escudo y mucho más allá de las principales zonas agrícolas del Alto
y el Bajo Canadá. En Nueva Brunswick, la producción se centró cada vez
más en torno al virtualmente despoblado interior septentrional y orien¬
tal de la provincia. No existió unidad de interés político entre las diver¬
sas colonias, salvo cuando se reaccionó a amenazas externas como la de
la eliminación de las preferencias arancelarias coloniales en el mercado
británico. Aun entonces, las respuestas a las crisis comunes fueron más a
menudo individuales y egoístas que colectivas y comunales. Tan separa¬
da estaba la vida entre el San Lorenzo y el Atlántico, que a un ministro
canadiense que regresaba de Charlottetown en octubre de 1864 se le pre¬
guntó, sobre los que vivían en las colonias orientales: “¿Qué clase de
personas son?"
Antes de que los escrúpulos de los moralistas Victorianos contagiaran
las sensibilidades coloniales, la sociedad de la América del Norte Britá¬
nica era ruda, viva, vigorosa y violenta. La vida era dura y peligrosa. La
muerte, un visitante frecuente e inesperado. Tormentas repentinas, árbo¬
les que se venían abajo, canoas inestables, máquinas que funcionaban
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 295

mal, las disenterías, las enfermedades en general y los peligros del dar a
luz pusieron fin a muchas vidas jóvenes. Hachazos mal dirigidos, caídas
y otros accidentes lisiaron innumerables cuerpos sanos. Donde la vida
era tan incierta, también se la consideraba barata. El ron y el whisky
fueron ubicuas fuentes de comodidad, solaz y calor entre las masas,
mientras que los más acomodados consumieron prodigiosas cantidades
de clarete y de oporto importados, y a consecuencia de todo esto dispu¬
tas sin importancia frecuentemente se trocaron en peleas violentas. Los
vecinos llegaban a los golpes. Los caballeros se batían en duelo. Los in¬
sultos eran comunes en las discusiones políticas, así como entre grupos
cuyas posiciones en la trama social de las colonias provocaban rivali¬
dades. Choques violentos entre facciones políticas en los días de las
elecciones, así como entre protestantes y católicos el 12 de julio, eran sin
duda escaramuzas ceremoniales, de las que se disfrutaba tanto como
forma de recreo que como por la beligerancia que las caracterizaba. Pe¬
ro eran señal también de un anarquismo más profundo. A pesar de todo lo
que los jueces locales, los alguaciles nombrados y otros funcionarios ha-

Madres e hijas del Bajo y el Alto Canadá. Arri¬


ba: Portrait of Mme Louis-Joseph Papineau et
sa filie Ezilda, óleo (1836) de Antoine Plamon-
don; abajo: Madre e hija, óleo (c. 1830-1840)
procedente del Alto Canadá, de pintor descono¬
cido. Ezilda, hija del líder patrióte, fue madre
de Henri Bourassa, político y periodista. La
austeridad de la gente del Alto Canadá (tal vez
menonitas del condado de Waterloo) contrasta
notablemente con las ropas refinadas de sus
contemporáneas del Bajo Canadá.
296 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

cían por extender la trama de la autoridad por las tierras colonizadas, las
leyes sólo servían muy frecuentemente para ser infringidas. Los colonos
ilegales hacían caso omiso de los reglamentos y simplemente asumían
derechos a tierras de la Corona. Los madereros regularmente se valían de
subterfugios para evadir el pago de impuestos sobre la maderas que ha¬
bían cortado. Ninguno de estos dos grupos se abstenía de la violencia, o
de la amenaza de violencia, para espantar a competidores o tener a raya
a inspectores celosos. En conjunto, tales acciones apuntan a una consi¬
derable independencia de pensamiento, a un espíritu individualista y a
una despreocupación de carácter, que contrasta con los anhelos oficia¬
les de crear una sociedad ordenada, respetuosa.
Más allá del borde meridional del Escudo canadiense la vida era muy
diferente. Los europeos constituían una pequeña minoría en una región
vasta y ralamente poblada. En comparación con el Este, la Tierra de
Rupert y la Nueva Caledonia exhibían pocas huellas de la penetración
europea. Al observador casual, la vida de los indios podría haberle pare¬
cido muy semejante a lo que había sido medio siglo antes. La mayoría
de los pueblos nativos conservaban modos de vida esencialmente tradi-

Burlando la barrera de peaje. Comentario satírico sobre la frecuencia de las barre¬


ras de peaje levantadas en los caminos del Bajo Canadá, esta animada escena re¬
presenta un agudo recordatorio de cuán poco respeto se tenía por la autoridad en
gran parte de la antigua América del Norte Británica. Óleo (sin fecha) de Comelius
Krieghoff (1815-1872), una de las múltiples variaciones sobre este tema del pintor
paisajista y de género gemnanocanadiense.
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 297

cionales. Casi en todas partes, la pesca y la caza proporcionaban aún la


subsistencia a grupos pequeños y ampliamente dispersos. Bandas de in¬
dios se desplazaban a su antojo, por lo común sin restricciones de parte
de los europeos, por todo el territorio. Ocasionales puestos del tráñco de
pieles, islas diminutas de usos y costumbres ingleses en una tierra abru¬
madoramente india, eran las únicas indicaciones obvias de que este terri¬
torio quedaba comprendido en la órbita del Imperio británico. Pero sí
había habido cambios. Un número considerable de habitantes indíge¬
nas de la región luchaban por sobrevivir. El alcohol había lubricado su
tráfico de pieles y debilitado su espíritu. Exigencias y armas europeas
habían agotado los recursos de los que dependían tanto el tráfico como
la vida. Algunos grupos habían ocupado territorio nuevo, y había co¬
menzado a existir un pueblo de ascendencia mixta, india y europea. Hacia
1840, había 2 500 mestizos en el río Rojo, cinco veces más que en 1821.
Cada vez más dependientes de la cacería del bisonte, que llevó a más de
1 200 carretas del río Rojo hasta las llanuras en el verano de 1840, desem¬
peñaron un gran papel en el abastecimiento de la Compañía de la Bahía
de Hudson. Al hacerlo, obligaron a nuevos ajustes a los indios de las lla¬
nuras y de los parques. A pesar de su apariencia de estabilidad, la geo¬
grafía humana del interior continental era altamente volátil.
" En su conjunto, la América del Norte Británica era un reino singular¬
mente incoherente. Sus pobladores casi no se conocían unos a otros.
Separados por el origen y la ocupación, la lengua y la religión, también
mediaban entre ellos el espacio y el tiempo. Mientras los indios del Oeste
vivían conforme al ritmo de las estaciones, seguían a los animales de
caza y conservaban sus creencias tradicionales en un universo ammista,
los ingenieros del Este celebraban el poder y la confiabihdad del vapor.
En contraste con los ritmos flexibles del campo, las fábricas y fundiciones
de Montreal levantaron el espectro del tiempo-disciplina y de la rutina
rígida. La gente estuvo dividida, así también, por sus circunstancias
económicas, sus aspiraciones y sus estilos de vida. Los colonos vincu¬
lados a una abarrotada cabaña de troncos, con piso de tierra, en un claro
de los bosques, poco en común tenían con aquellos a quienes los tocados,
las ropas finas y la conversación ingeniosa conquistaban los afectos en las
elegantes recepciones oficiales. De igual modo, los modales yanquis re¬
gularmente pinchaban los sueños de los conservadores. La amable y co¬
rrecta Sussana Moodie, a quien se dirigió como si fuese su igual una joven
“impertinente” —una “criatura... que vestía un traje sucio y medio laido
de color púrpura, de cuello muy bajo... con sus rizos enredados, por los
que no había pasado el peine, que le caían sobre su delgado rostro inqui¬
sitivo”— no fue la primera ni la última que expresase su indignación
ante la despreocupada familiaridad de sus vecinos de clase interior .
En comparación con los patrones fracturados de 1840 la Confedera-
ción fue ciertamente una idea atrevida, y su realización, desde 1867, ha
sido un triunfo de la tecnología y de la consagración a un ideal. Pero en¬
tre 1760 y 1840, se pusieron importantes fundamentos del país mode
298 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

no. El vínculo establecido por el tráfico de pieles entre el San Lorenzo y


el Oeste dio forma a la colonización y mantuvo abierta la posibilidad de
una nación a mari usque ad ruare. A medida que los asentamientos se fue¬
ron extendiendo, se establecieron estructuras y patrones fundamentales
de la vida rural. Dieron forma al paisaje los levantamientos topográficos
V las fundaciones de pueblos y ciudades de esos años. Nuevos medios de
transporte recorrieron vías de movimiento abiertas desde antes de 1840.
Y actitudes que se forjaron durante el proceso de colonización han dado
forma a los puntos de vista de generaciones posteriores de canadienses.
En las décadas de mediados del siglo xix, la sociedad de la América
del Norte Británica era menos radical que la de los Estados Unidos, pe¬
ro menos conservadora que la de la Gran Bretaña. Los del Alto Canadá
estaban más dispuestos a avanzar que sus primos ingleses. Los de la Nue¬
va Escocia, dijo Sam Slike, el buhonero yanqui, eran "eternamente pere¬
zosos"; mientras nosotros “vamos para adelante" ellos "van para atrás".
Los colonizadores eran más igualitaristas y, en opinión de algunos, más
avariciosos que los hombres y las mujeres ingleses, pero sus modales y
sus ideas los apartaban de los yanquis. Eran menos expansivos y más
respetuosos de la autoridad que sus vecinos. Una visitante inglesa de
mediados de siglo, que había llegado recientemente a Toronto desde los
Estados Unidos, clara aunque inconscientemente resumió la tendencia
de gran parte de la opinión contemporánea cuando señaló que la gente de
la ciudad "no correteaba por las calles” como solía hacer en el sur, y que
"no se veían desocupados y ociosos".
Estas apreciaciones estuvieron determinadas en gran parte por las
circunstancias del desarrollo de la América del Norte Británica. En ge¬
neral, los colonos de habla inglesa eran personas que habían sufrido
trastornos. Desplazadas por la industrialización, las presiones del exce¬
so de población o por sus convicciones idológicas, habían llegado a am¬
bientes que se hallaban en cambio. La migración y la mezcla habían res¬
tado su valor a la tradición. Los vínculos con el lugar donde se había
nacido y vivido fueron debilitados por los traslados. Las comunidades tu¬
vieron que formarse de nuevo. Allí donde la tierra fue abundante y rela¬
tivamente barata, como ocurrió antes de 1840, estas comunidades fueron
muy diferentes de las de la Europa densamente poblada, en la que esca¬
seaba la tierra. Ni los muy ricos ni los muy pobres fueron tan comunes
en el Nuevo Mundo, los primeros porque la tierra per se no producía
grandes riquezas, los segundos porque la tierra disponible permitió a la
mayoría de las familias alcanzar cierto grado de seguridad y obtener
por lo menos un mínimo de subsistencia. Esto fue tan cierto en el Bajo
Canadá como en las demás colonias antes de 1840 y así ocurrió también
que los sueños de los leales de constituir una pequeña aristocracia lati¬
fundista se desvanecieron rápidamente.
Claro que existieron diferencias económicas y sociales. Unos inmi¬
grantes llegaron con capital, otros con poco o nada. Los mercados de tie¬
rras locales quedaron sujetos a la inflación por causa del crecimiento de
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 299

la población y de la especulación. A medida que se elevó el precio de la


tierra, quienes la poseían ganaron, y quienes carecían de ella tropezaron
con mayores dificultades para adquirirla. Pero, hasta 1840 por lo me¬
nos, otra oleada migratoria pudo llevar a colonos que deseaban tierra
hasta un asentamiento cercano en el cual era relativamente barata. Para
los francocanadienses, a quienes no les parecía atractivo el borde del Es¬
cudo, el trabajo en las fábricas de tejidos de la Nueva Inglaterra no se
hallaba demasiado distante. En las colonias, como en los Estados Uni¬
dos, una reserva de tierra disponible ejerció un efecto nivelador sobre la
sociedad, y llevó a numerosos colonizadores del común a sacar la recon¬
fortante conclusión de que, en la mayoría de las cosas, era tan buenos
como sus amos”.

Los candidatos rebeldes. Antes del voto secreto, cuando los electores teman que
declarar cuál había sido su elección desde una plataforma especial las campanas
electorales, como ésta, que tuvo lugar en 1828, en Perth Alto Cañada, solieron ser
muv agitadas y a menudo desembocaron en violencia. Vocingleros partidarios de
un candidato trataban de intimidar a los que pudieran votar por un rival, y la com¬
petencia por hacerse de un lugar a los pies de la plataforma era feroz; masJe “"/im
quito de alcohol se utilizó para ayudar a decidirse a los vacilantes. Acuarela (1830)
de F. H. Consett.
300 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Tan popular fue The


Clockmaker; or the Say-
ings and Doings of Sa¬
muel Slick, of Slickville,
que 80 ediciones del libro
de Thomas Chandler Hali-
burton se publicaron en el
siglo xix. Los vividos rela¬
tos aparecían primero en
un periódico de Halifax,
The Novascotian, de Jo-
seph Howe, durante 1835.

Sin embargo, la creencia en un modo de vida individualista, igualita¬


rio, nunca estuvo tan difundida en la América del Norte Británica como
al sur de ella. En una sociedad francocanadiense crecientemente intro¬
vertida, los lazos familiares, la parroquia y los apretados asentamientos
de las tierras bajas fortalecieron un sentimiento de comunidad. Para
con el sacerdote y el seigneur se reconocían obligaciones y respeto. La
retrospección y el apego a instituciones tradicionales fueron fuertes. De to¬
do esto nació un sentimiento de peculiaridad étnica y regional que entre¬
tejió a los individuos canadienses en la red de una sociedad orgánica. En
las demás colonias, tendencias liberales, una y otra vez, se enfrentaron al
inherente conservadurismo de los políticos provincianos y de las aspira¬
ciones de las élites coloniales que mantenían fuerte apego a las tradicio¬
nes británicas. La lealtad fue la piedra angular del conservadurismo
anglófono en la América del Norte Británica y las acepciones provincia¬
nas de tal término abarcaron no sólo la fidelidad a la Corona británica,
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 301

Dos tesoros arquitectónicos del Alto Canadá: el templo Sharon, en Sharon, al norte
de Toronto (izquierda), y el castillo Dundum, en Hamilton (derecha). Construido en
1830 por John y Ebenezer Doan, a partir de dibujos de David Willson, dirigente
de los Hijos de la Paz, secta cuáquera disidente, el templo es muy simbólico: sus
cuatro pilares representan la Fe, la Esperanza, el Amor y la Caridad, en tanto que
sus cuatro puertas invitan a los creyentes a venir desde los cuatro puntos cardinales.
Dundum, la más grande casa estilo Regencia del Alto Canadá, se terminó en 1835
y fue residencia de Sir Alian MacNab, del primer Consejo de la Reina en la colonia y
de los primeros ministros de los Canadás entre 1854 y 1856.

sino también la aprobación general de la Iglesia establecida, de las liberta¬


des británicas y del imperialismo inglés, todo lo cual, creyeron los colonos,
haría que sus modales, sus usos políticos y sus ordenamientos sociales
fuesen “diferentes de, y superiores a” los de los Estados Unidos. Además,
un clima septentrional, suelos ácidos y la escasez de tierra habitable en
Canadá hicieron que resultase más difícil para la gente representarse su
territorio como un imperio ilimitado de virtuosos caballeros agriculto¬
res. Tal idea poética —como la llamó De Tocqueville— mal podría haber¬
se apoderado de la imaginación de los canadienses tal y como se había
apoderado de la de algunos estadunidenses. Los lazos británicos junto
con las realidades septentrionales moderaron el individualismo atrevido y
agresivo asociado a la “frontera estadunidense.
No obstante, la experiencia de la colonización en la América del Norte
Británica engendró un creciente sentimiento de la propia importancia y
de las posibilidades de progreso entre muchos residentes coloniales. El
hacer retroceder los espacios salvajes para crear granjas fue un impera¬
tivo pragmático. El bosque era un obstáculo. A corto plazo, pudo parecer
implacable, pero año tras año fue reculando delante de las hachas de los
colonos. Y quienes se lanzaron a esta lucha titánica rara vez pensaron
que las consecuencias de su avance pudiesen ser otra cosa que un éxito.
302 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

Estos molinos hidráulicos de harina, que obtenían un producto “merecidamente


famoso"por medio de una “maquinaria por demás cara y complicada", construidos
en 1826 y tal vez los más grandes de la colonia, molieron trigo canadiense y esta¬
dunidense hasta obtener 30 000 barriles de harina al año en la década de 1840.
Obsérvese el fortín a la derecha; Gananoque fue atacada por fuerzas estaduniden¬
ses en septiembre de 1812. Acuarela fe. 1839) de H. F. Ainslie.

De manera por demás reveladora, el dominio de las tierras de la Corona


que aún no habían sido concedidas se conoció generalmente con el
nombre de "tierras baldías”. La colonización redimía las tierras. Sus re¬
cursos, y sobre todo la madera de sus bosques, eran para quien los qui¬
siera coger. Cuando se dictaron reglamentos para controlar el saqueo,
tuvieron como objeto poner en orden la explotación y obtener ingresos de
ella, pero no conservar el bosque.
No se comprendían mayor cosa las relaciones ecológicas, y hacia
1840 ya se podían apreciar los daños causados por los esfuerzos de los
colonizadores para dominar su ambiente. Muchas municipalidades ha¬
bían andado va gran trecho del camino conducente a la pérdida total de
sus árboles. Las consecuencias fueron graves. Cuando el follaje protector
y los amplios sistemas de raíces del bosque se arrancaron, el sol coció y
la lluvia aporreó el suelo. El agua corrió por las superficies denudadas
en vez de empapar la tierra. El suelo superficial fértil fue arrastrado por
las aguas, y a menudo cegó las corrientes. Los niveles freáticos descen¬
dieron y se secaron los cultivos y los pozos. El nivel de las aguas de las
EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO 303

corrientes se convirtió en impredecible y aun peligroso, especialmente du¬


rante las avenidas de la primavera. No pasó mucho tiempo antes de que
los dueños de molinos y aserraderos, desde el Cabo Bretón hasta el oeste
de Canadá (Ontario), comenzasen a pedir ayuda para contrarrestar los
nocivos efectos de estos cambios en sus represas y ruedas hidráulicas.
En la Nueva Brunswick, el aserrín causaba daño pues atascaba los ríos y
taponaba las agallas de los peces, y, hacia 1850, las represas para insta¬
laciones de energía hidráulica en los puntos más altos de la marea sobre
casi todas las corrientes importantes habían dañado gravemente los lu¬
gares del desove del salmón. Las poblaciones de castores y de otros ani¬
males de piel fina se habían reducido grandemente a consecuencia de la
demanda europea. Hubo escaseces locales de otros animales de caza, que
en otro tiempo habían sido comunes, en el Oeste. Hasta los cardúmenes de
peces de Terranova dieron indicios de agotamiento durante este periodo.
Sin embargo, entre los de la América del Norte Británica de 1840, nadie
cuyo conocimiento de un territorio en particular tuviese más de una dé¬
cada de existencia, habría dejado de sentirse impresionado por los pro¬
gresos alcanzados por hombres y mujeres. En general, los logros y las
perspectivas de nuevos progresos parecieron ser más grandes que en
otras partes en el Alto Canadá. Hacia el este, las tierras y el clima eran
menos generosos, resultaba más difícil conseguir una modesta subsis-

Las ilustraciones del paisaje del Alto Canadá a mediados del siglo xix nos asom¬
bran a menudo por el excesivo desmonte que nos revelan. Sólo restos de lo que en
otro tiempo fue un magnífico bosque subsisten en esta vista, de Thomas Burrowes,
que tiene como centro una de las iglesias aisladas que prestaban servicio a la des¬
perdigada población de la colonia.
304 EN LAS MÁRGENES DEL IMPERIO

tencia y la esperanza, antes que la convicción, alimentaba el optimismo


respecto del futuro. De esta manera, el Sam Slike de Thomas Haliburton
recalcó la riqueza de los recursos de la Nueva Escocia para convencer a
dubitativos colonizadores del potencial de su provincia. Unos 40 años
después, más de un colono del Alto Canadá se podía haber hecho eco de
la opinión de que "nada... salvo la industriosidad y el espíritu de em¬
presa... se necesitan para cambiar los lugares desaprovechados y solita¬
rios" de ese territorio en una “auténtica tierra de promisión . Otros hu¬
biesen estado de acuerdo con la proposición, aparentemente evidente de
suyo, de que ningún país podía “sentirse seguro en la inmovilidad . En
el Este o en el Oeste, pocos habrían desmentido el mensaje esencial que
portaron innumerables cartas de inmigrantes a la patria de origen: el de
que, en este mundo nuevo, el trabajo esforzado y una mediana buena suer¬
te proporcionarían independencia y un bienestar modesto a hombres y
mujeres comunes y corrientes. De tal convicción, y de la experiencia que
le dio origen, surgió una fe fundamental en el hombre común, un fuerte
sentimiento de la importancia de la propiedad privada, una voluntad de
dominar el ambiente y un apego al hogar, la familia, la independencia y
la prosperidad material que resonaron en los debates económicos y polí¬
ticos de fines del siglo xix. A pesar de la magnitud de los cambios que
después se han efectuado en la tecnología, la sociedad y las condiciones
humanas, estos valores subsisten todavía en las aspiraciones comunes de
los canadienses.
IV. ENTRE TRES OCÉANOS; LOS DESAFÍOS
DE UN DESTINO CONTINENTAL. 1840-1900
Peter Waite

Desde el mar hasta mares distantes

El cabo Spear, que se mete en el Atlántico a la altura de San Juan de Te-


rranova, es la punta oriental del continente norteamericano. Desde allí
hasta las islas de la Reina Carlota, en el borde noroccidental de la Co-
lumbia Británica, abarca 80° del círculo de la Tierra en aquella latitud.
Desde la cima de la isla Ellesmere, a 83° N, donde termina la tierra y las
montañas se precipitan en el océano Ártico, hasta la punta Pelee en el
lago Erie, a los 42° N, hay la mitad de la misma distancia. Canadá es un
país grande. La manera como conseguimos obtener una parte tan exten¬
sa de la superficie terrestre, la unimos políticamente, la seguimos te¬
niendo unida (más o menos), es en sí misma, sin que nos percatemos por
completo de ello, un gran logro.
En 1840, la población total de la América del Norte Británica, como se
llamó entonces el actual Canadá, era de cerca de 1.5 millones de personas,
dispersadas en siete colonias. Terranova tenía una población de 60 000,
concentrada en la península oriental de Avalon, que parece una langosta,
entre el cabo Pine en el sur y el cabo Bonavista en el norte; este último
lugar es donde recaló Cartier en la América del Norte, en 1534. Aproxi¬
madamente, las poblaciones de las demás colonias fueron las siguientes:
Nueva Escocia, 130 000 habitantes; Nueva Brunswick, 100 000; la isla del
Príncipe Eduardo, 45 000; el Bajo Canadá (Quebec) 650 000; y el Alto
Canadá (Ontario), 450 000. (Estas últimas dos colonias —‘‘los Canadás"—
fueron unidas por un decreto británico de 1841 para formar la Provin¬
cia de Canadá.) Al oeste y el norte del lago Superior se extiende el terri¬
torio que le había sido concedido a la Compañía de la Bahía de Hudson,
constituido por la cuenca de todos los ríos que desembocan en la bahía
de Hudson. A través de las Rocosas, la Compañía (abreviada hbc por su
nombre festivo “Here before Christ”, o sea "Aquí antes de Cristo") tenía el
derecho exclusivo para comerciar en una región que luego se llamó Ore-
gón y Nueva Caledonia, ocupada conjuntamente con los estaduniden¬
ses, desde los 42° N, la frontera de la California mexicana, por el sur, hasta
donde la costa llegaba a los 54°40’, donde comenzaba la Alaska rusa. El
total de pobladores indígenas —en el este, el oeste y el Ártico— quizá fue
de menos de 300 000.
El océano Ártico y sus islas fueron una de las primeras grandes zonas
de Canadá que se exploraron, como lo sugieren los nombres estrecho de

305
306 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

i yjKg%t i g»/M* ■i i*
Sm i a I ti RAILWAY.
TRAV ERSING THE GRKAT WHEAT REGION OF THE CAN AIJIA-N NORTHWEST

The Canadian Pacific Railway, publicado en 1886 (año en que se terminó el ferroca¬
rril) como parte de una serie de mapas y folletos destinados a los posibles emigrantes
desde la Gran Bretaña hasta las tierras recientemente abiertas del Oeste canadiense.

Davis y bahía de Frobisher, en honor de los exploradores del siglo xvi


que se llamaron Martin Frobisher y John Davis. Unos 1 600 kilómetros
de la costa septentrional ártica fueron explorados en 1825-1827 por el
teniente John Franklin, de la Armada británica, al este y al oeste de la
desembocadura del Mackenzie. En 1845 se lanzó a su expedición para
descubrir el Paso del Noroeste. Jamás regresó. Murió a bordo del barco de
Su Majestad, llamado Erebus, aprisionado en los hielos al oeste de la isla
del Rey Guillermo, en 1847. En aquellas fechas nadie supo lo que le ha¬
bía ocurrido. Expediciones para encontrarlo a él y sus hombres comen¬
zaron en 1848 y continuaron hasta 1859, cuando se hallaron registros
escritos. Luego, en 1984, se hizo el primer descubrimiento sorprendente
de dos cuerpos helados y notablemente bien conservados de miembros de
la tripulación.
El Ártico era y sigue siendo una región cruel y majestuosa donde la
supervivencia dependía de la adaptación, el ingenio, el valor y la suerte
(buena o mala, según el caso). Los nativos, del norte y del sur, se habían
adaptado maravillosamente a las exigencias del ambiente canadiense a
lo largo de un periodo de varios miles de años. Los blancos recién llega¬
dos tuvieron que hacer lo mismo.
LOS DESAFIOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 307

La última expedición de Sir John Franklin, 1845-


1848. Franklin partió en 1845 para navegar por el
Paso del Noroeste. Jamás regresó. La expedición árti¬
ca de Francis McClintock, en 1857-1859, descubrió
dos esqueletos, dos armas de fuego y un bote salva¬
vidas en la punta Victory, en la isla del Rey Guiller¬
mo. Acuarela (sin fecha) de artista desconocido. En
1984, el cuerpo del oficial subalterno John Torring-
ton fue descubierto en la isla de Beechey, de los Territo¬
rios del Noroeste, en un estado de preservación casi
perfecto. Torrington figuró en la última expedición
de Franklin y murió en la primavera de 1846. (Las
ataduras sirvieron probablemente para que cupiera
bien en el estrecho ataúd y para impedir que la man¬
díbula se le cayera.)

Un cuento de invierno

En Canadá, inclusive en el sur, hubo un cuento de invierno y un cuento


de verano. En todo Canadá, salvo en la franja costera de la Columbia
Británica, el congelamiento —la prise des glaces, lo llaman los francoca-
nadienses— era uno de los dos acontecimientos decisivos en el calendario
de todo canadiense. El deshielo primaveral era el otro. Entre noviembre
y abril el invierno paralizaba ríos y lagos canadienses, inmovilizaba bar¬
cas, canoas y lanchones que los utilizaban, cerraba las granjas e inclusi¬
ve embotaba parcialmente hasta los negocios. Hacia mediados de no¬
viembre, la temporada de trabajo había terminado en su mayor parte en
el campo y en cierta medida también en las poblaciones. La energía pro¬
venía todavía principalmente del agua corriente, aun cuando en la déca-
308 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

da de 1830 máquinas de vapor habían corrienzado a cambiar esto. La


mayoría de los molinos de harina y de los aserraderos se movían por
agua. El invierno cerraba también estas actividades y cesaba el trabajo
de molineros y comerciantes en maderas. Cuando se helaban los ríos,
también se paralizaban los canales; los barcos de vapor se inmoviliza¬
ban en las riberas; los que conducían troncos por los ríos se iban a casa; se
interrumpía la construcción; se despedía a los trabajadores; los agricul¬
tores invernaban, se divertían o hacían ambas cosas. La tarea principal
que el invierno ofrecía a estos trabajadores desperdigados, desorgani¬
zados, se encontraba en los campamentos madereros —sobre los ríos
Miramichi y Saint John en la Nueva Brunswick, el Saint-Maurice, el Ga-
tineau y el Óttawa en el Bajo Canadá—, y consistía en cortar árboles en
los bosques invernales que se lanzarían para su arrastre a las aguas
de los ríos cuando desapareciese el hielo a fines de abril.
La pobreza invernal no era desconocida, pues la cantidad de trabajo
disminuía drásticamente y lo necesario para la vida —alimento, combusti¬
ble y ropa— se volvía más apreciado y caro. En las ciudades esto producía
penalidades; en las granjas, se solía estar preparado para ello. Procuraba
llenar uno su sótano, por adelantado, con barricas de papas, manzanas,
nabos, zanahorias y coles. Amontonaba uno leña y, cuando se desarrolla¬
ron los transportes, guardaba carbón en la carbonera. Se colocaban las
contraventanas para tormentas y se amontonaban terrones herbosos y
ramas sobre las partes descubiertas de los cimientos. Hacia diciembre,
había uno guardado ya las carretas y carros y sacado los trineos y los
abrigos de piel de bisonte. ¡Luego, comenzaba uno a disfrutar del invier¬
no! Era una época del año que a menudo parecía tristísima en Europa o
en la costa occidental, pero para los canadienses de la región oriental
solía ser una época deliciosa: sol, nieve y el sonido de las campanillas de
los trineos. El invierno, escribió Anna Jameson, visitante inglesa en 1838,
era el tiempo en que “había bailes en la ciudad, y en las granjas danzas,
cortejos y matrimonios..." Desde su ventana que daba a una calle de
Toronto, miró pasar los trineos: trineos de carga, trineos del mercado o
bonitos trineos ligeros montados sobre patines elevados, conducidos
rápidamente por jóvenes elegantes de espíritu deportivo o por oficiales
de la guarnición local. Los que más le gustaron a la señora Jameson fue¬
ron los trineos para el transporte de madera, que llevaban a la ciudad
troncos de arce, pino, abedul y roble para alimentar las innumerables
chimeneas. Según los describió, los troncos se amontonaban hasta una
altura de unos dos metros sobre el trineo; encima del montón de leña
solía encontrarse un ciervo, congelado, cuyas astas se proyectaban a los
lados y, sentado encima de todo ello, el conductor envuelto en su manta,
con el gorro de piel bajado sobre sus orejas y una gran bufanda escarlata
que ponía un alegre toque de color. Desde su altura, el conductor guiaba
a dos bueyes gordos “de cuyas narices salían nubes de vapor que se rizaban
en el aire helado, siendo toda la máquina, en pocas palabras, tan loca¬
mente pintoresca como las carretas que transportan uvas en Italia...”
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 309

Paseo en trineo en la ciudad... de Montreal y Viaje en trineo en el campo, dos


acuarelas en sepia (c. 1842) de Henry James Warre (1819-1898). Varre se sentía
muy orgulloso de su trineo de ciudad que corría por Montreal a todo lo que daban
sus caballos; lo contrasta con un pesado carruaje que se bambolea sobre los mon¬
tones de nieve y los malos caminos del campo. Obsérvense los diferentes arreos que
llevan los caballos en la ciudad y en el campo.

Pero el invierno no era la estación preferida de los mercaderes y hom¬


bres de negocios. ¡Piénsese en el capital atado inútilmente, desespera¬
damente, inevitablemente, costosamente, en un molino o un aserradero
helados! Los negocios, los verdaderos negocios, requerían importacio¬
nes, transportes por mar; y sin embargo, para traer telas de lana, porce¬
lanas, máquinas, telas de algodón, había que esperar hasta la prima¬
vera. El San Lorenzo se helaba abajo de Quebec. Montreal, comercial y
literalmente, se helaba desde noviembre hasta mayo. Thomas C. Keefer,
ingeniero civil, escribió apasionadamente acerca de esto:

...un embargo que ningún poder humano puede levantar se impone a todos
nuestros puertos. Alrededor de nuestros muelles y almacenes desiertos se
apretujan los mástiles desnudos -—el bosque marchito del comercio— de los que
las velas han caído como las hojas del otoño. Están silenciadas las chapo-
teadoras ruedas. Se ha acallado el rugido del vapor. La alegre taberna, hasta ha¬
ce poco tan llena de retozona vida, es ahora un salón abandonado, y la fría nieve
se goza en la solitaria posesión de la cubierta por la que nadie camina. La ani¬
mación de la actividad comercial queda suspendida, la sangre vital del comercio
se ha cuajado y no corre en el San Lorenzo, la gran aorta del Norte... bloquea¬
dos y aprisionados por el hielo y la apatía nos queda abundante tiempo, al
menos, para reflexionar, y si hay alguna consolación en la filosofía, bien po¬
dríamos provechosamente reflexionar sobre la filosofía de los ferrocarriles.
310 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

"LOS SONOROS SURCOS DEL CAMBIO”

Imagínese una fría, lluviosa tarde de fines de noviembre en el coche de


una diligencia que avanza por el camino entre Fredericton y Woodstock,
Nueva Brunswick. El carruaje está siendo arrastrado por una larga, lo¬
dosa v peligrosa colina. Los caballos están cansados. El avance es lento
y fatigoso, a veces de no más de un kilómetro y medio por hora. Pero un
tren de ferrocarril podría fácilmente avanzar a 45 o 60 kilómetros por
hora, y hacerlo día y noche, sin tenerse que detener porque se hubiesen
atascado las ruedas, para conseguir heno, avena o para un cambio de
caballos. Nada tiene de particular que los trenes ejerciesen una atracción
casi irresistible sobre los canadienses: avanzaban sin cesar. Liberaron a
la sociedad de la esclavitud del fango; y todavía más, de la esclavitud del
invierno. El movimiento ya no dependió ni de animales, ni del tiempo.
Regularidad, control, velocidad, puntualidad: estas excelentes virtudes
burguesas de los ferrocarriles proporcionaron a los hombres de negocios
algo que siempre habían anhelado tener: certidumbre comercial.
En la América del Norte Británica, con sus bosques, su aislamiento y
sus grandes distancias, el transporte era la clave de casi todo. La canoa
había hecho posibles los alcances y la versatilidad de los francocana-
dienses; había permitido la existencia de la Compañía del Noroeste; el re¬
sistente bote de York era hacia 1840 el pilar de la Compañía de la Bahía
de Hudson. El transporte ayudaba a crear el comercio; de cierta manera,
era el comercio. “El civilizador de hierro”, llamó Thomas Keefer al ferro¬
carril. El vapor, dijo con expresión por demás atinada, “ejerció una in¬
fluencia que sólo puede compararse con la que tuvo sobre las mentes la
invención de la imprenta".
La tecnología y las diversas ingenierías habían seguido de cerca los
pasos de la invención. Se produjeron avances en numerosos campos de
la actividad humana, no menos importantes en los de la biología y la me¬
dicina, pero los efectos más visibles ejercidos sobre la sociedad fueron
los de la máquina de vapor y el telégrafo. El cambio empezó lentamente
pero se aceleró durante la segunda mitad del siglo hasta que, hacia 1900,
había transformado a Canadá. Un historiador social, Asa Briggs, llamó
a este periodo en la Gran Bretaña “era del mejoramiento". Lo que allá
fue simplemente un mejoramiento, en Canadá fue revolucionario.
Además, los ferrocarriles fueron un factor económico cuya significa¬
ción tuvo grandes alcances. La inversión necesaria fue enorme. Los ferro¬
carriles absorbieron los ahorros coloniales —capital es su otro nombre—,
pero no bastó con esa sola inversión. La América del Norte Británica
importó también gigantescas inversiones de capital desde la Gran Bre¬
taña. Llegó en forma de acciones del ferrocarril, es decir, como propie¬
dad; llegó en forma de bonos, es decir, en las diversas formas de la deuda
ferroviaria, y los propios gobiernos coloniales no pudieron resistir las
presiones en pro de que se ayudase a la construcción de ferrocarriles.
Su apoyo a menudo cobró la forma de avales para los bonos ferroviarios,
como los avales ofrecidos, en determinadas condiciones, en la Ley de
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 311

Aval de los Ferrocarriles de la Provincia de Canadá, de 1849. Cada mu¬


nicipalidad deseaba un ferrocarril, de preferencia una línea troncal que
pasase por la población, y bonos municipales se utilizaron para conven¬
cer a las compañías ferroviarias de que desviaran la línea en la dirección
deseada. El primer paso en la construcción de un ferrocarril consistía
en adquirir una autorización legal, y por eso montones de autorizacio¬
nes para la construcción de ferrocarriles fueron emitidas por las legisla¬
turas coloniales y, más tarde, provinciales. Desde 1850 en adelante, los
estatutos de cada año traían, de acuerdo con leyes privadas, una lista de
compañías nuevas, muchas más de las que llegarían jamás a hacer una
exploración topográfica o a tender un riel y mucho menos a construir
un vagón de carga o una locomotora. Como señaló un ingeniero de ferro¬
carriles, “el viaje más largo que un ferrocarril puede hacer es el que va
desde su autorización legal hasta el material rodante”.
La primera línea de ferrocarril canadiense fue la Champlain y San
Lorenzo, tendida desde La Prairie, frente a Montreal, hasta Saint-Jean
sobre el Richelieu, por todo, unos 22.5 kilómetros. Terminada en 1836,
era un destartalado conjunto de rieles de madera cubiertos con bandas
de hierro, y funcionaba sólo desde la primavera hasta el otoño. A pesar de
sus riesgos —las bandas de hierro tenían la mala costumbre de soltarse
y perforar los vagones—, ganó dinero. John Molson, que en 1786 había
fundado la Cervecería Molson, aportó 20 por ciento del capital y, de
hecho, casi toda la inversión fue local. Hacia 1851, la Champlain y San
Lorenzo era una línea de rieles de hierro, que funcionaba todo el año y
llegaba hasta la frontera de los Estados Unidos, donde se conectaba con
la Vermont Central. Hacia esas fechas existía un competidor impor¬
tante, el ferrocarril San Lorenzo y el Atlántico, que corría desde Montreal
hasta el puerto atlántico de Portland, en el estado de Maine, cuyas aguas
no se congelaban, y que fue el primer ferrocarril internacional. Se cons¬
truyó con capitales estadunidenses y de la ciudad de Montreal; pasó
también por Sherbrooke y atrajo los talentos empresariales de Alexan-
der Galt, que vivía allí. Al quedar terminado en 1853, el San Lorenzo y el
Atlántico fue absorbido, en parte a instancias de Galt, por un proyecto
británico todavía más grande, el del Grand Trunk Railway.
El gran auge británico de la construcción de ferrocarriles en la década
de 1840 lo habían hecho posible enormes acumulaciones de ahorros
privados engendrados por la Revolución industrial de los últimos 50
años. Cuando se supo que el capital invertido en ferrocarriles podía ser
lucrativo, se buscaron en el exterior nuevas oportunidades de inversión,
en Francia, los Estados Unidos y, no menos, en la América del Norte Bri¬
tánica. La ingeniería era tan exportable como el capital. Los ingenieros
británicos preferían un tendido de vías bien estudiado y construido, con
un mínimo de pendientes y de curvas. Si para esto necesitaban costosos
puentes, nivelaciones, túneles, pues que se hiciesen. Los gastos iniciales se¬
rían elevados, pero finalmente, con un buen tendido de vías, bajarían los
costos del funcionamiento.
312 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Pocas de las condiciones que caracterizaron la construcción británica


se daban en Canadá. Los costos de mano de obra en Inglaterra se basa¬
ron en un trabajo casi anual de cuadrillas que proporcionaban un traba¬
jo barato. Al parecer nadie dijo a los del Grand Trunk que en Canadá todo
trabajo se interrumpía en noviembre, que toda construcción debía tomar
en cuenta las intensas nevadas y que la mano de obra era, a la vez, me¬
nos productiva y más cara.
El Grand Trunk tropezó con la mayoría de estos problemas. Era un
ferrocarril de propiedad británica; tanto sus principales accionistas co¬
mo sus contratistas eran británicos. De hecho, el ferrocarril era una cria¬
tura de los contratistas, que buscaban nuevos mundos que conquistar.
Soportó los elevados costos iniciales de los ferrocarriles británicos, con
algunos de los problemas de construcción y de mano de obra de Cana¬
dá. Pero el ferrocarril se construyó. Todavía pueden verse las bellas viejas
estaciones de piedra entre Montreal y Toronto, o entre Toronto y Guelph,
los vastos terraplenes al este de Toronto y los elevados puentes sobre
valles profundos en el oeste. No obstante, al cabo de unos cuantos años
el Grand Trunk Railway necesitó de ayuda financiera proveniente de
accionistas, tenedores de bonos e inevitablemente del gobierno de la Pro¬
vincia de Canadá. Los gobiernos que habían autorizado la construcción
de tales líneas a menudo habían agarrado el tigre por la cola. Una vez
construida parcialmente una línea, se ejercía una tremenda presión para
acabarla, convirtiéndose en fiador de ella de ser necesario. Fue posible
persuadir a gobiernos y a mayorías en las cámaras para que autorizasen
empréstitos, a veces ofreciendo razones, otras regalando acciones y tam¬
bién en ocasiones proporcionando francos sobornos. No es una historia
agradable. Sir Edmund Homby, ingeniero británico, dijo apesadumbra¬
do: “Palabra de honor que no creo que sea posible hablar mejor de los
canadienses que de los turcos cuando se trata de contratos, puestos, bille¬
tes gratuitos para el ferrocarril o inclusive dinero contante y sonante”. El
gobierno y la oposición se trabaron en disputas en tomo a cuestiones del
Grand Trunk, pero finalmente, en julio de 1862, la Grand Trunk Arrange-
ments Act puso orden en el asunto. El nuevo director gerente, Sir Edward
Watkin, administró su camino de hierro con puño de hierro. No termi¬
naron los problemas del Grand Trunk, pero hacia 1880, cuando llegó a
Chicago, su futuro pareció estar asegurado.
Los legisladores de la América del Norte Británica no eran —como
los de Londres— caballeros que discutían las cuestiones nacionales
mientras, en su mayoría, vivían de sus ingresos particulares. Caballeros
fueron muchos de los miembros coloniales del Parlamento provin¬
cial, sin duda, pero la mayoría de los legisladores tenían negocios que
atender; la vida parlamentaria podía haber sido como en Inglaterra,
un deber para con la sociedad, pero para la mayoría era un deber caro.
Estaban lejos de su casa y sus negocios salían perjudicados durante
la sesión parlamentaria. Como dijo Lord Elgin, el gobernador general,
en 1848:
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 313

Letrero del hotel Stag.


El hotel, aló kilómetros
[The‘Stao* Hotel"is kept ljyANilliain I)ear, al este de Dartmouth,
Nueva Escocia, gozaba
Outsitie,(heIIousc looks somewhal ejeeer de popularidad entre los
Oitlv Lookin, and there's no fear, deportistas de Halifax
en sus salidas de caza
.But_Yo\i’ll find Inside,the bestof Chcer y pesca. El 28 de mayo
de 1873, Joseph Howe
J^’dn iJv.MbKf)Jap»Spri irr , fn nmr I fogf
—ex primer ministro y
Clean Beds.and fbod íor Horses here nuevo teniente goberna¬
Round about.both far and near, dor de la provincia—
lo visitó por motivos
Are Streams íórTmut.andWoodsíorDm sentimentales, pero el
|To suit thc Public tas te. Ais clear,. largo viaje resultó ex¬
cesivo para su mala
Bill Dear will Labour.sowill bis deamí dou salud y murió tres días
más tarde. Óleo anóni¬
mo (mediados del siglo
xix), palabras del coro¬
nel William Chamley.

...La vida política es la ruina para los hombres de estos países y los mejores
no permanecerán ni un día más de lo estrictamente necesario. Los especula¬
dores de tierras, los estafadores, los jóvenes que desean hacerse de un nom¬
bre... pueden encontrar en la vida pública aquí... una compensación poi los
sacrificios que lleva consigo, pero no ocurre lo mismo a las personas honra¬
das a quienes les va bien en sus propios negocios, y que carecen de fortunas
privadas a las que recurrir.

En la Nueva Escocia y la Nueva Brunswick, la construcción de ferro¬


carriles tuvo un carácter diferente. Los gobiernos de allí no pudieron
persuadir a capitalistas privados para que los construyeran, debido a
que la población de ambas provincias era demasiado pequeña como pa¬
ra ofrecer la promesa de obtención de ingresos suficientes. Pero la gente
misma clamaba por que se construyeran ferrocarriles, especialmente en
la Nueva Brunswick meridional, políticamente poderosa por su concen¬
tración de población. De modo que el gobierno de la Nueva Brunswick,
a falta de compañías ferroviarias dispuestas a hacerlo, contrató sus pro¬
pias obras. Construyó un ferrocarril de gobierno que iba desde Saint John
hasta Shediac (alrededor de 160 kilómetros), al que puso el encantador
nombre de Ferrocarril Europeo y Norteamericano. El gobierno de Nue¬
va Escocia construyó y administró las dos líneas de Hahfax-Truro y de
Halifax-Windsor. , ,. .
El Ferrocarril de Nueva Escocia no tardó en descubrir, como lo hicie¬
ron otros que la existencia misma de un ferrocarril daba origen a cam¬
bios que no podían ni detenerse ni revertirse. Los ferrocarriles, como mas
tarde harían las carreteras, generaban su propio tráfico, con efectos co-
314 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

laterales que no podían predecirse. Las pequeñas tabernas que habían


existido junto al antiguo camino de tierra entre Halifax y Truro, a unos
cuantos kilómetros entre sí, para proporcionar avena para los caballos,
cerveza para los hombres y solaz para ambos, comenzaron a desaparecer
a medida que la gente fue prefiriendo la comodidad, la velocidad y la fa¬
cilidad de los ferrocarriles. En las ciudades —Halifax, Saint John, Quebec,
Montreal, Toronto, Hamilton— el acceso a los ferrocarriles modificó las
perspectivas y la velocidad del cambio se aceleró. Hacia 1872, el perió¬
dico Globe de Toronto, del que era dueño George Brown, vendía la mitad
de sus ejemplares fuera de esta ciudad; hacia 1876, trenes especiales de
primeras horas de la mañana lo llevaban hasta Hamilton, donde compe¬
tía con los periódicos del lugar. Los ferrocarriles crearon nuevos merca¬
dos y pusieron al alcance de todos nuevas variedades de productos. No
sin razón, Sir Alexander Campbell, el director de correos, exclamó en
1885, pensando en los últimos 40 años, “¡qué tiempos y qué cambios!"
Hacia 1900, el mundo del viaje, el movimiento y el comercio había cam¬
biado marcadamente. Resultado de ello fue la aparición de nuevas ma¬
neras de pensar, tanto política como económicamente. Lo que podía ser
vinculado por los ferrocarriles también podía, dadas las circunstancias
convenientes, unirse políticamente. El pensamiento que precedió a la

Estación del ferrocarril Grand Trunk, Toronto. El ferrocarril Grand Trunk se


constituyó legalmente en 1852 y esta acuarela de William Armstrong (1822-1914)
fue ejecutada alrededor de 1857-1859. Obsérvense a la mujer india de la izquierda
y el vagón que está siendo acomodado en el fondo.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 315

unión italiana de 1859-1860 y a la unión alemana de 1867 fue producto


de la época del ferrocarril. La Guerra Civil de los Estados Unidos fue ga¬
nada por los ejércitos del Norte, cierto es; pero lo que hizo posible la vic¬
toria fueron los medios físicos necesarios para desplegar la superioridad
norteña en hombres y pertrechos: los ferrocarriles.
El pensamiento que precedió a la Confederación canadiense fue gene¬
rado en parte por lo que los ferrocarriles eran tan patentemente capaces
de realizar. El Ferrocarril Intercolonial entre Halifax y la ciudad de Que-
bec, terminado en 1876, fue el precio que exigieron Nueva Brunswick y
Nueva Escocia para aceptar la Confederación. El ferrocarril de 218 kiló¬
metros de la isla del Príncipe Eduardo le costó tanto dinero a su hacien¬
da colonial que se vio obligada por las deudas a dejar que la engancha¬
ran en el tren de la Confederación. En Terranova, el ferrocarril de 800
kilómetros de longitud que llevaba desde San Juan en la costa oriental
hasta Port-aux-Basques en la occidental estuvo a punto de hacer caer en
bancarrota a la provincia, y junto con ella a sus constructores, en la déca¬
da de 1890. Hacia estas fechas, el ferrocarril Canadian Pacific, terminado
en 1885, estaba ganando dinero. Generó tanto tráfico que, en 1903, Ca¬
nadá decidió que necesitaba no una nueva línea transcontinental, sino
dos. En pocas palabras, hacia 1900 era un mundo de ferrocarriles y tran¬
vías eléctricos, que como pulpo con sus tentáculos en las ciudades de
Halifax y Saint John, Montreal y Toronto, Winnipeg y Vancouver, hacía
presa sobre los crecientes territorios de influencia metropolitana.

Hombres, poder y patrocinio

En 1840, las colonias de la América del Norte Británica estaban todavía


dispersas y separadas. Simbolizaron su estatus individual las primeras
estampillas de correo de la época de 1850, pues cada colonia tenía sus pio-
pios sellos de correo: Terranova, la isla del Príncipe Eduardo, Nueva Es¬
cocia Nueva Brunswick, la Provincia de Canadá y, en 1858, la isla de
Vancouver y la Columbia Británica, por separado. Cada una tenía su
propio gobernador, administración y aduanas. Cada una se encargaba
de sus propias relaciones con la Gran Bretaña. La Nueva Escocia había
tenido gobierno representativo desde 1758, la isla del Príncipe Eduardo
desde 1769 (cuando la hicieron colonia), la Nueva Brunswick desde 1784,
los Canadás desde 1791, Terranova desde 1832. Durante las primeras
etapas del gobierno colonial, el sistema había funcionado bastante bien,
aunque fuesen inevitables algunas fricciones entre una asamblea elegi¬
da y un consejo nombrado que, en los hechos, combinaba funciones le¬
gislativas y ejecutivas. A medida que las colonias se fueron haciendo mas
grandes, y a medida que las asambleas comenzaron a criticar mas decla¬
radamente los abusos que descubrían en el poder ejecutivo, se fueron tor¬
nando más difíciles los problemas del gobierno de tales colonias. Esta
tensión creciente fue algo que las colonias estadunidenses y la Gran
316 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Bretaña no habían logrado resolver en la década de 1760. Pero en la


América del Norte Británica de la década de 1840, el problema no con¬
sistía tanto en la tiranía del gobierno británico como en el control casi
absoluto que unos cuantos poderosos ejercían sobre el ejecutivo colonial.
Los gobernadores nombrados desde Londres no podían hacer demasia¬
do; la tenencia de su cargo duraba comúnmente de cinco a siete años, de
modo que iban y venían. Los miembros de los consejos ejecutivos pro¬
vinciales se mantenían en ellos mucho más tiempo. Como señaló enér¬
gicamente el gobernador de Nueva Escocia, Joseph Howe, en 1839,

...tiene [el gobernador] que gobernar con el corto número de funcionarios a


quienes encuentra en posesión de sus cargos cuando llega allí. Podrá deba¬
tirse y luchar en la red, como han hecho algunos gobernadores bien intencio¬
nados, pero al final... como un pájaro atrapado en el lazo, debe contentarse
con actuar dentro de los estrechos límites que le han asignado sus guardia¬
nes. He sabido de un gobernador de quien abusaron, al que desdeñaron y casi
excluyeron de la sociedad... pero nunca he sabido de uno que, inclusive dota¬
do de las mejores intenciones... haya sido capaz de luchar, en condiciones de
igualdad, con la pequeña camarilla de funcionarios que forman los consejos,
desempeñan los cargos y ejercen los poderes del gobierno.

En la década de 1830, el Consejo Ejecutivo de la Nueva Escocia se ba¬


saba en cuatro o cinco familias y sus alianzas matrimoniales. El proble¬
ma no consistía en que tales oligarquías fuesen estúpidas o ineficaces;
por lo general, eran sobradamente eficientes en lo tocante a velar por sus
amigos y parientes y a utilizar el gobierno, cuando les convenía, para
sus propios fines. También supieron cómo reclutar para sus filas a jóvenes
capaces, casando a sus hijas con talentosos aspirantes en busca de posi¬
ción social, avance y patrocinio. Sólo en la Nueva Brunswick la Asamblea
ejercía un remedo de control sobre el Consejo Ejecutivo, y esto se debía
a un estilo cuasi-estadunidense de gobierno que los leales, o sea, los que
habían apoyado la causa británica durante la Guerra de Independencia
de los Estados Unidos, habían traído consigo desde este país después de
1782-1783. Otras asambleas coloniales consideraron que también debían
controlar sus consejos ejecutivos obligándolos a contar con la mayoría
en la asamblea elegida. De esta manera, si un consejo ejecutivo se porta¬
ba muy mal se le podía deponer. Jurídicamente, los gobernadores ha¬
bían contado siempre con la facultad de hacerlo, pero jamás lo hicieron
a causa de las dificultades descritas por el citado Joseph Howe.
Para los reformadores coloniales, su lucha en pro de un sistema de ga¬
binete —es decir, de “gobierno responsable"— era una cuestión de ele¬
vados principios, un intento de aplicar el sistema de partidos, que había
evolucionado en la Gran Bretaña durante la década de 1830, a sus propias
circunstancias coloniales de las décadas de 1840 y 1850. El desarrollo
del sistema británico de gabinete había sido contemplado atentamente
por agudos observadores en la América del Norte Británica, especialmen¬
te por Joseph Howe en Halifax y Robert Baldwin en Toronto. No fue por
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 317

La primera estampilla postal


de la Provincia de Canadá,
diseñada por un topógrafo de
los ferrocarriles llamado
Sandford Fleming (1827-
1915) y emitido en 1851 nos
muestra al industrioso cas¬
tor canadiense en un campo
de lileáceas (que actualmente
son las flores emblemáticas
de Ontario) coronado por
símbolos del dominio bri¬
tánico.

accidente por lo que en la Nueva Escocia y en la Provincia de Canadá se


gestó el impulso principal para la obtención de un gobierno de gabinete
colonial. El movimiento contuvo su propio drama, sus tensiones, sus
acaloradas discusiones en tomo de principios. Los tories decían que los
reformadores que clamaban por un gobierno responsable buscaban tan
sólo el botín del poder —el control de las bolsas de dinero y de los nombra¬
mientos— y que todo lo que se decía acerca del control de la asamblea
sobre el ejecutivo era una máscara para encubrir la codicia.
En la Nueva Escocia y en la Provincia de Canadá los dos regímenes
conservadores establecidos desde antiguo comenzaron a caer, por eta¬
pas, y fueron finalmente derrotados en dos importantes elecciones ge¬
nerales en 1847. Ambos gobiernos renunciaron después de perder un
voto de confianza a principios de 1848. Nuevos gobiernos, llamados de
reforma, ocuparon ahora el Consejo Ejecutivo, hicieron nombramientos
y llevaron a cabo las tareas de gobierno. Como señaló Lord Elgin:

El que los ministros y las oposiciones deban cambiar sus lugares ocasional¬
mente constituye la esencia misma de nuestro sistema constitucional y es
probablemente el elemento más conservador que contiene. Al sujetar a todas
las secciones de políticos, por vez, a las responsabilidades oficiales obliga
a los partidarios demasiado vehementes a poner algún freno a sus pasiones...

Todo eso estaba muy bien. Pero en 1849 se puso a dura prueba la con¬
tención de las pasiones, cuando el gobierno reformista de la Provincia de
Canadá promulgó el decreto llamado de Pérdidas por la Rebelión. Apoya¬
do por mayorías reformistas en las que figuraban muchos francocana-
dienses, el decreto compensaba a quienes habían sufrido daños en sus
propiedades durante la Rebelión de 1837 a causa de la acción militar.
Pero el gobierno no distinguió con cuidado suficiente entre los ciudada¬
nos comunes y corrientes y quienes habían participado activamente en
la Rebelión. Los tories estaban furiosos: el gobierno no debía pagar a los
ciudadanos por haberse rebelado. Lina turba conservadora, fotmada en
318 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Izquierda: Robert Baldwin. El más penetrante pensador político del Alto Canadá
fue Baldwin (1804-1858), a quien se debe en parte la forja de la alianza entre los
reformadores del Alto Canadá y los del Bajo Canadá en 1840-1841; se le recuerda
como popularizador del gobierno responsable, y como uno de los primeros aboga¬
dos de una nación bicultural. Óleo (1848) de Théophile Hamel (1817-1870).
Derecha: Louis-Hippolyte LaFontaine (1807-1864). Fue el líder de los refor¬
madores francocanadienses; se unió a Robert Baldwin y a Francis Hincks en la
alianza para la Reforma y, cuando se le concedió el gobierno responsable a
la Provincia de Canadá, se convirtió en su primer ministro reformista y fue, en este
sentido, el primero en desempeñar el cargo de primer ministro de Canadá. Óleo
(1848) de Théophile Hamel.

su mayor parte por anglófonos, se alborotó en Montreal (que en esas fe¬


chas era todavía la capital de la Provincia de Canadá), asaltó a Lord Elgin,
el gobernador que había firmado el decreto, y luego se puso a la tarea de
incendiar los edificios del Parlamento con la ayuda de su nuevo alum¬
brado de gas. ¡Era un mundo en el que valía la acción directa! El decreto
de Pérdidas por la Rebelión siguió siendo ley, pero Montreal no volvió a
ser nunca la capital política de nada. En 1850, la sede del gobierno se
trasladó a Toronto, y desde allí a la ciudad de Quebec. Aunque el decreto
mencionado había desencadenado la acción de la turba conservadora
en abril de 1849, el levantamiento fue también resultado, en parte, de la
frustración comercial creada por los vaivenes de la política económica
británica. Un año después de que se trasladase la capital hacia el oeste,
a Toronto, los negocios se recuperaron y los muros ennegrecidos de los
viejos edificios del Parlamento de Montreal eran sólo un recuerdo.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 319

La Provincia de Canadá era una colonia extraña, configurada por los


dos Canadás, el Alto y el Bajo. Se extendía a lo largo de 1 600 kilómetros,
desde Gaspé hasta Sarnia, unido por una geografía común: por los terri¬
torios del San Lorenzo, su estuario, el río y las tierras circundantes de
los Grandes Lagos; por su nuevo sistema de canales y sus más nuevos
aún y crecientes sistemas ferroviarios. Pero estaba también desunido. El
Bajo Canadá, el futuro Quebec, seguía conservando su idioma, su dere¬
cho civil, sus instituciones educativas estrechamente vinculadas a la
Iglesia católica. Eran muy diferentes el idioma, los códigos y la educa¬
ción en el Alto Canadá, el futuro Ontario. La mayor parte del Bajo Ca¬
nadá mantenía sujetas sus tierras todavía a las viejas normas señoriales,
aunque esto estuviese cambiando; una legislación para la abolición del

El incendio del Parlamento. Cuando el gobierno de Baldwin y LaFontaine pro¬


mulgó el Decreto sobre Pérdidas por la Rebelión en 1849, se levantó una tempestad
de protestas y el 25 de abril —después de lanzar piedras y huevos podridos contra el
coche del gobernador— una turba de Montreal invadió las Cámaras de la Asamblea
y prendió fuego al edificio. Después de este estallido de violencia, la sede del gobier¬
no se quitó de Montreal. Óleo (1849) atribuido a Joseph Légaré (1795-1855).
320 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

sistema, concebida con cierta habilidad, se promulgó en 1854 y 1855.


Y la Provincia de Canadá era una colonia que contenía en sí misma un po¬
tencial de federación. Ambas secciones de la Provincia tenían representa¬
ción igual en su legislatura común. Y esto a pesar de que el Bajo Canadá
tenía 50 por ciento más de habitantes, en 1841, que el Alto; la represen¬
tación igual tenía como propósito desconocer esa ventaja francocana-
diense. Al final, este propósito quedó imposibilitado de realización en
virtud de la creación del Partido de la Reforma, cuando Robert Baldwin
convenció a Louis LaFontaine de que tal alianza era para bien tanto de
franceses como de ingleses.
A pesar de sus diferencias, los dos Canadás tenían sólidos elementos de
un interés común potencial. Entre éstos figuraban el comercio, los trans¬
portes y, con no menos importancia, el desarrollo de un sistema político
que podría ser compatible con aspiraciones coloniales compartidas, un
sistema centrado sobre la idea nueva del gobierno de gabinete. Así pues,
el sentimiento de intereses comunes impulsó a una colonia que, hacia la
década de 1860, era con mucho la más poderosa y madura de todas las
de la América del Norte Británica.

Una dote decente: colonización y sociedad

La mayoría de nosotros somos inmigrantes o descendientes de inmi¬


grantes. Hacia 1840, los francocanadienses llevaban más de 200 años de
haberse instalado aquí, unas siete generaciones, y sus memorias colecti¬
vas llegaban hasta sus comienzos. Robert de Roquebrune (1889-1978)
recordaba cosas que su padre, su abuelo y otros antepasados le habían
contado; por ejemplo, el matrimonio de un antepasado suyo del siglo
xvii, LaRoque de Roquebrune, oficial del ejército francés, con Suzanne-
Catherine de St-Georges, vivaz jovencita de Montreal, de 15 años de edad
en la década de 1690. El padre de Robert le había contado cómo fue que
los casó el obispo Laval en Quebec, cómo fue que regresaron a Montreal,
tal y como habían llegado, en canoa, cómo es que llegaron cuando salía
la luna, con la joven novia dormida, y de qué manera Roquebrune se
echó sobre sus hombros su tierna carga para llevarla hasta su casa. Era
un relato que siempre le gustó al joven Robert, que iba creciendo en
L’Assomption en la década de 1890. ¡Sws antepasados! Había muchos
otros relatos. Acerca del papel que su abuelo desempeñó en la Rebelión
de 1837 y de su subsiguiente matrimonio con la guapa joven mujer que
le había ayudado a escapar de las tropas británicas. El padre de Robert
sacaba de un baúl un trozo de tela, primorosamente conservada, y le con¬
taba a la familia la historia ligada a ella. Gran parte de la vida franco-
canadiense poseía esta recatada intimidad, en la que la lengua, los re¬
cuerdos y las historias familiares se entrelazaban.
Otros inmigrantes llegaron desde Inglaterra, Escocia e Irlanda. ¿Por qué
eligieron trasladarse a Canadá? Comúnmente lo hicieron por sólidas ra-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 321

zones materiales, antes que a causa de presiones religiosas. Por norma,


fue un tipo particular de persona el que vino, a menudo para reunirse con
un pariente que ya se había establecido con éxito. El inmigrante común
era joven, ambicioso, ahogado en su patria por una sociedad vieja y una
economía demasiado rígidamente estructurada como para permitir al¬
canzar el éxito o un cambio de posición social. Fueron a menudo hom¬
bres y mujeres desplazados por problemas económicos, no tan graves
como para haberles causado pobreza real, pero lo suficientemente per¬
judiciales como para dar atractivo al desarraigo. Estos emigrantes gene¬
ralmente habían ahorrado un poco de dinero, suficiente para pagar el
pasaje y mantenerlos hasta que levantaran la primera cosecha. Los ricos
del viejo país ni necesitaban ni querían emigrar; los muy pobres, por
norma, no podían permitírselo.
A este respecto, hubo una célebre excepción, la de la migración irlan¬
desa por hambre de 1847-1848. El transporte hacia el oeste, cruzando el
Atlántico en barcos de madera mal construidos, crujientes —que de otra
manera habrían regresado vacíos a Canadá—, era muy barato. Esos inmi¬
grantes irlandeses eran tan pobres, estaban tan mal alimentados y pre¬
parados que crearon horribles problemas sociales dondequiera que
desembarcaron, lo mismo en Nueva York o Boston que en Saint John,
Quebec o Montreal. Emigraban por desesperación. Pero la mayoría de los
inmigrantes eran capaces, vigorosos y anhelaban un mejoramiento ma¬
terial, virtudes burguesas. No se vayan, dijo un aconsejador en la Gran
Bretaña en 1821, si pueden ganarse una cómoda aunque modesta vida
en la Gran Bretaña. No se vayan si no les gusta trabajar. No se vayan si
son comerciantes y nada saben de agricultura. No se vayan a la isla del
Príncipe Eduardo, como decía el consejo en este caso— si no han senti¬
do, o al menos temido sentir necesidad.
La travesía del Atlántico a mediados del siglo xix no era exactamente la
misma experiencia del siglo anterior. El vapor auxiliar todavía no se utili¬
zaba en la mayoría de los buques, y las condiciones eran aún primitivas,
pero las travesías iban mejorando. Ño podía negarse, sin embargo, que en
la década de 1840 las condiciones para los inmigrantes nada tenían de
saludables. Centenares de pasajeros, desde niños hasta ancianos de más
de 80 años, se amontonaban en lugares mal iluminados o ventilados, los
contagios eran frecuentes y la alimentación rara vez suficiente (o suficien¬
temente cocida). Desde un barco de 700 toneladas, el Atlántico puede ser
a la vez benigno y maligno, alegre y aterrador. Una travesía de invierno
debía evitarse a toda costa, pero las tormentas eran siempre malas, en
cualquier época del año, y a veces peligrosas. Los navios a veces desapa¬
recían simplemente sin dejar rastro. Y muchos lo hicieron. James Aftieck,
el suegro de Sir John Thompson, quien más tarde llegaría a ser primer
ministro, era capitán de barco en Halifax; él, su tripulación y su barco
desaparecieron en el verano de 1870. Y otro tanto les ocurrió a barcos re¬
gulares de pasajeros: el City of Cork se hundió ese mismo verano. El
Hungarian barco regular de la Línea Alian que tenía un auxiliar de vapor
322 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

y viajaba desde Portland, Maine, hasta Liverpool, chocó con la punta


suroccidental de Nueva Escocia durante una tormentosa noche de
febrero de 1860 y embarrancó en el cabo Ledge con pérdida de más de un
centenar de vidas. El viaje por el Atlántico era para los recios y decidi¬
dos, dispuestos a arriesgar sus vidas y las de sus hijos en un viaje largo y
a menudo peligroso.
Una vez cruzado el océano y pasado por los inspectores de inmigración
y la cuarentena, el inmigrante en el Nuevo Mundo necesitaba algo de
dinero para llegar a donde quería ir. (En los años anteriores a la adqui¬
sición del Gran Oeste por Canadá, la tierra tenía que comprarse, salvo
en casos especiales como el de los leales y el de los oficiales británicos a
media paga. Se dieron tierras gratuitamente en general sólo en virtud de
la Ley de Tierras de 1872.) Tenía también que sostener a él y a su familia

James Croil y grupo. Croil, inmigrante escocés que más tarde dirigió el Presbyte-
rian Record, fue autor de varios libros. Esta fotografía de 1888, en la que se recrea
la llegada de la familia a Canadá en la década de 1840, es de William Notman &
Sons; Notman (1826-1891) fue un laureado fotógrafo dueño de estudios subsidiados
por el Canadá oriental y los Estados Unidos.
LOS DESAFIOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 323

hasta que la tierra produjese una cosecha. No era fácil; pero tampoco
imposible. Se podía lograr, con sólo correr con un poco de suerte en lo
que respecta a la calidad de la tierra, y tener capacidad y buena disposi¬
ción para realizar el trabajo. No estaba de más una experiencia con el
hacha o el arado.
Son muchas las historias de fracaso; pero más importantes, por ser
más frecuentes, son los éxitos, de los que se habla mucho menos de lo
que debería hablarse. James Croil nació en Glasgow, en 1821, y llegó a
Quebec a principios de 1845 con una esposa, familia y siete soberanos
en el bolsillo (un soberano valía una libra o 20 chelines). Parte de este
dinero lo utilizó para llevar a su familia hasta el condado de Glengarry,
en el Alto Canadá, donde vivía el hermano de su esposa. El cuñado le
prestó a Croil semillas, animales y aperos de labranza y con lo que le que¬
dó de sus siete soberanos compró provisiones para el verano. Empezó a
trabajar con los cinco chelines que le quedaban. Levantó una buena co¬
secha en 1845 y le devolvió a su cuñado las semillas y la mitad del pro-

Boda canadiense. Baile durante una boda en el Bajo Canadá; el violinista está a la
derecha. Obsérvese la estufa de metal en medio de la habitación, modo de calefac¬
ción mucho más eficaz que el de una chimenea. Acuarela (c. 1845) de James Dun-
can (1806-1882).
324 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Fiesta de la cosecha en el Bajo Canadá. Esta acuarela (c. 1850) se atribuye a


William Berczy, hijo (1791-1873), de origen suizo-alemán. Berczy siguió a su pa¬
dre para realizar una carrera de pintor de retratos, paisajes y de género en el Alto y
el Bajo Canadá.

ducto de la tierra. Con la mitad que le quedó, compró provisiones para


1846. En la primavera de ese año, rentó una granja pequeña a razón de
20 libras al año, y a fines de la temporada de 1848, cuando venció su
contrato de arrendamiento, tenía ya sus propios aperos y ganado. En
1849 rentó dos granjas vecinas entre sí a razón de 33 libras al año. En el
otoño de 1851, las dos propiedades se pusieron en venta. Croil todavía
no tenía ahorros, pero la tierra parecía buena y sus hijos habían crecido
sanos y fuertes. Se reunió la familia y Croil dijo a sus hijos que si todos se
ponían a trabajar podrían pagarlas. Al fin y al cabo, como ha señalado
un historiador, la principal fuerza impulsora de la granja familiar era la
familia de esa granja. Por consiguiente, se compró la doble granja en
300 libras, pagaderas en anualidades de 50 más intereses de entre 4 y 5
por ciento. Dieciséis hectáreas ya habían sido desmontadas y Croil y sus
hijos desmontaron otras dos y media cada año. De manera que, hacia
1861, 16 años después de su llegada a Canadá, la deuda se había pagado,
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 325

habían desmontado 40 hectáreas y la granja misma valía ya mil libras. Mil


libras coloniales —"moneda de Halifax”—, aun cuando Canadá había
adoptado oficialmente como moneda el dólar alrededor de 1858. Los dos
hijos mayores se habían ido para hacerse de sus propias granjas, pero
con sus dos hijos menores Croil todavía trabajaba su tierra.
La economía que describe en sus memorias es fascinante. Durante el
verano, la familia se alimentaba de tocino, carne de res y jamón, ahuma¬
dos por ellos mismos, complementados con huevos de sus gallinas y
queso y mantequilla hechos en casa con leche de sus propias vacas. En
octubre, mátaban una vaca o un novillo; el herrero recibía una cuarta
parte de la res, el zapatero otra, el sastre una tercera y la familia se queda¬
ba con la cuarta. En diciembre, mataban otra bestia; la destazaban, la
congelaban y la guardaban en.barricas con paja, donde se conservaba
hasta fines de marzo. El cuero de la segunda bestia lo enviaban al curti¬
dor, que se quedaba con la mitad y le devolvía la otra mitad curtida a
Croil. Después, una vez al año, el zapatero iba a la granja y hacía zapatos
para todos. Se fundía el sebo de las bestias y con él se hacían velas, en
tanto que los desperdicios se cocían con cenizas de madera para hacer
jabón. Las mujeres hilaban la lana y tejían la tela, cosían los edredones
y las colchas, hacían los colchones de plumas. Cuando se casaba un hijo o
una hija, Croil vendía una pareja de caballos y una o dos vacas para dar¬
le a la joven pareja, según su expresión, “una dote decente”. Y lo mejor
de todo es que no se quedaba por ello más pobre, pues constantemente
nacían nuevas terneras y potrillos. ¡La economía de la granja necesitaba
sus terneras, sus potrillos y niños!
El secreto de la economía de las granjas, por lo menos en el Este, es que
casi siempre había una cosecha de algo. Si el tiempo era demasiado hú¬
medo para el trigo, las papas se daban muy bien y lo mismo los pastos.
Para los agricultores del Canadá oriental la pura diversidad de su pro¬
ducción hacía que pudiesen cultivar casi todo lo que necesitaban, y a
menudo con alguna abundancia. Por supuesto, el relato de Croil da por
sabidas tareas cotidianas que hoy nos es fácil olvidar. ¡El trabajo brutal
que suponía desmontar la tierra —esas dos hectáreas y media al año—,
talar los árboles, aserrarlos, quemar el follaje y el ramaje y finalmente
tratar de desarraigar esos tocones contra los que se deslomaba uno! Aun
después de llevar varios años de estarse pudriendo, era extremadamente
dificultoso desarraigarlos por completo. Y además existían las rutinas
normales de la granja. Aun en el invierno, los animales no daban descan¬
so; era preciso ordeñar las vacas dos veces al día, sin faltar un día, había
que cuidar y alimentar a los caballos, las aves de corral y los cerdos. Ha¬
bía que cortar leña y que partirla para los fuegos del hogar. Era nece¬
sario construir o remendar las cercas. Los graneros debían ser repara¬
dos; había que preparar mermeladas y hortalizas en conserva; era
preciso hilar, tejer y coser, y el millar de tareas que se habían dejado
hasta que llegara el “invierno y finalmente se interrumpiera el trabajo al
aire libre.
326 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

La diversión en el campo eran los bailes, comúnmente cuadrillas, con


gaita v violines. Se podía escoger entre toda una gama de bailes, escoce¬
ses, irlandeses, estadunidenses. El whisky era la bebida universal en Onta¬
rio y Quebec, y el ron en las provincias atlánticas, que vendían barato los
barcos procedentes de las Indias Occidentales. El whisky podía hacerse
con casi cualquier cosa —centeno helado, calabazas mohosas o con una
buena malta de cebada— pero era fuerte y áspero. Ardía, por dentro y
por fuera, con una pálida llama azul. A veces, la bebida y el trabajo en la
granja no hacían buenas migas. Había siempre fiestas , llamadas bees,
muy populares en el campo, fuente de diversión y retozo y algo más a
menudo. Las fiestas con ocasión de la construcción de un establo o una
casa exigían un poco de continencia al menos; eran otras fiestas, llama¬
das logging bees, las que odiaba Susanna Moodie. Ruidosas, violentas,
llenas de ebriedad”, fue la descripción que hizo de ellas en la obra men¬
cionada, Roughing It in the Bush. La señora Moodie —dama inglesa que se
trasladó a Canadá con su esposo en 1832— sabía de sobra de lo que ha-

El coronel Samuel Strickland (de pie, a la derecha) y su familia. Strickland —her¬


mano de las autoras Susanna Moodie y Catharine Parr Traill (la tercera a la
izquierda, con un niño en brazos)— fue sheriff de Belleville, Ontario, durante 30
años y escribió Twenty-Seven Years in Cañada West (1853).
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 327

Casimir Gzowski (1813-1898) y familia, fotografiados en su casa de Toronto,


alrededor de 1857, por Armstrong, Beere & Hime. Nacido en Rusia, Gzowski llegó
a Canadá en la década de 1840, donde trabajó como ingeniero. Llegó a ser el super¬
intendente de obras públicas de la Provincia de Canadá, a cargo de caminos, parques,
puentes, puertos y canales, pero se le recuerda sobre todo por su construcción de
ferrocarriles y por el puente internacional que liga al Fuerte Eñe con Buffalo.

biaba; tuvo que atender la comida y la bebida para 32 hombres duran¬


te una francachela de trabajo que duró tres días. Muchas instituciones
sociales no se habrían podido sostener sin el ponche. Los ensayos
de los coros en Halifax, y en otras partes sin duda, necesitaban lubricante
y no faltaba nunca el que sabía cómo combinar ron, jugo de limón y azú¬
car para dar nuevos ánimos durante un descanso. ¡El canto daba sed! El
consumo de bebidas alcohólicas era por demás común en la sociedad
masculina. No era desdoro para un caballero, llamémoslo así, andar bo¬
rracho; era una costumbre del siglo xvm que todavía subsistía viril¬
mente en el xix. Hay un relato de 1787, de la pluma de un capitán de la
Marina de guerra, de 22 años de edad, estacionado en Halifax, que se
sentó a comer con otros 20 caballeros en casa del gobernador. Sesenta
botellas de clarete y una docena o dos de cervezas más tarde, los que to¬
davía podían tenerse de pie trataron de caminar hasta Citadel Hill, para
probar su suerte con las chicas de la calle del Cuartel.
328 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Pero, en el siglo xix, los abstemios empezaron a luchar contra los afi¬
cionados a la bebida. A principios de la década de 1830, surgieron mo¬
vimientos en pro de la temperancia que predicaban las virtudes trascen¬
dentales del agua fría. Los Hijos de la Temperancia lograron realmente
convencer al gobierno de la Nueva Brunswick para que hiciese el experi¬
mento de la prohibición; se adoptó la medida en 1852, y tuvo vigencia
desde el 1 de enero de 1853, pero se suspendió el decreto al año siguiente
porque no había servido absolutamente de nada. Otra versión se decretó
valientemente en 1855, con vigencia efectiva a partir del 1 de enero de
1856. Por causa de ella cayó el gobierno y de nuevo se levantó la pro¬
hibición. Después de esto, los gobiernos de Nueva Brunswick procura¬
ron no tocar el asunto e hicieron bien. Ninguna otra colonia intentó to¬
mar tan drástica medida. No obstante, las colonias tenían un segmento
creciente de protestantes que se lamentaban por igual del pecado y de la
ginebra. Los movimientos en pro de la temperancia eran fuertes entre
los metodistas y bautistas, y también entre los presbiterianos; no tenían
mucha fuerza entre los anglicanos y eran virtualmente inexistentes en¬
tre los católicos. Al fin y al cabo, fue San Benito quien dijo que medio
litro de vino al día no era ni pecaminoso ni peligroso.
No debe suponerse que las reuniones de las sociedades de temperancia
se la pasaban predicando y rezando. Un hombre o una mujer jóvenes que
habían tenido que crecer en un hogar dominado por un padre borracho
ya sabían lo que podía hacer el whisky, sin que nadie les hablase del fue¬
go del infierno. Las sociedades de temperancia estaban formadas por
personas jóvenes, vigorosas, emprendedoras; patrocinaban bailes, días de
campo, cenas y paseos en trineo durante el invierno. Durante un paseo en
trineo había maneras de mantenerse caliente tan buenas por lo menos,
si no mejores, como la de beber whisky. A medida que estas sociedades se
desarrollaron y maduraron, crearon empresas derivadas de ellas, como
lo fueron las sociedades de construcción y las compañías de seguros. Los
negocios colectivos fueron a menudo resultado de empresas privadas.
Aunque estos deleites rurales hayan podido comenzar con gran eleva¬
ción de miras, en las "fronteras” se cumplía una suerte de ley de Gresham
cultural, por la cual las costumbres más primitivas propendían a expul¬
sar a las más civilizadas. Las Iglesias protestantes —todas las Iglesias por
cierto— trataron de conservar la civilización lo mejor que pudieron. Pe¬
ro la sociedad rural en la América del Norte Británica pudo ser estrecha,
intolerante y ocasionalmente brutal. Por ejemplo, el charivari, ruidosa
serenata que se le llevaba a una pareja de recién casados, a menudo era
una costumbre social inocente y alegre, pero podía convertirse en mali¬
ciosa, especialmente si se le tenía tirria a la pareja.
Los partidos Orange y Green de la vida y la política irlandesa, exporta¬
dos a Canadá, hicieron su propia contribución a la violencia recreativa y
a las torpes luchas de facciones. Quizá fue una suerte que los irlandeses
católicos prefiriesen las ciudades y los irlandeses protestantes el campo.
Aun así, una marcha del partido Orange en Toronto u otras partes fácil-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 329

mente (y al cabo de unos cuantos tragos de whisky sin esfuerzo) podía


traducirse en actos de vandalismo protestante. Los mangos de hacha
eran especialmente útiles en cualquier zacapela.
El batirse en duelo comenzó a menguar hacia la década de 1840, y aun¬
que era ilegal todavía se practicaba. Era difícil para un caballero recha¬
zar un duelo y conservar aún el respeto de sí mismo o, no menos impor¬
tante, el respeto de sus amigos. Joseph Howe, de Halifax, constituye un
buen ejemplo de la transición. Al ser desafiado por John Halliburton,
hijo del justicia mayor, Sir Brenton Halliburton, Howe —director de un
periódico que andaba en su cuarta década de edad— dijo que no le queda¬
ba más remedio que aceptar. Tenía que arriesgar su vida o que arruinar
toda posibilidad de ser útil”. De manera que el duelo tuvo lugar, a pri¬
meras horas de la mañana del sábado 14 de marzo de 1840, en la torre
Martello, en Point Pleasant. Se rigió por los principios acostumbrados:
pistolas para dos, café para uno. No se sabe a qué distancia se dispararon;
lo común eran 50 pasos, aun cuando Sir Lucius O'Trigger, el duelista
irlandés de la obra de Sheridan titulada The Rivals, declarase que “la dis¬
tancia para un caballero cumplido era de 20 pasos. John Halliburton
disparó primero y falló. Howe, que era buen tirador (pues había crecido
en los bosques del Noroeste), disparó al aire. Como dijo después, no es¬
taba dispuesto a privar a un anciano de su único hijo. Lo mejor de la his¬
toria de Howe y la lección contenida en ella fue que desde entonces quedó
en libertad, por siempre, de batirse o no, a su antojo. Ya no tendría que
dar explicaciones ni disculpas. Un mes y medio más tarde fue desafiado de
nuevo, por Sir Rupert George, el secretario provincial. Si Howe no hu¬
biese aceptado el desafío de Halliburton, le habría sido imposible recha¬
zar el nuevo reto; ahora, sin embargo, simplemente dijo que no. No tenía
cuentas pendientes con Sir Rupert en lo personal, y no dispararía en ca¬
so de batirse; y no le hacía mucha gracia que le disparasen cada vez que,
en su calidad de periodista, tuviese que comparar las capacidades de un
hombre con su paga. El resultado, en Halifax, fue que Sir Rupert se convir¬
tió en el hazmerreír de la gente. Fue con mucho la mejor solución.
Inevitablemente, también la política fue una lucha animada por las fi¬
delidades y pasiones locales. Las ciudades pequeñas tenían sus hoteles
rivales; las ciudades más grandes se habían dotado de periódicos rivales en
los qué a los opositores se les condenaba libremente; y se les pintaba
con los tintes más negros posibles, en tanto que a los partidarios se les
pintaba como cándidas palomas. Las familias preservaban sus lealtades
políticas y las traspasaban a la generación siguiente. En el condado An-
tigonish, de la Nueva Escocia, se solía decir que un matrimonio mixto no
era el concertado entre un católico y un protestante, sino entre un con¬
servador y un liberal. .
La votación era entonces muy diferente de lo que es ahora. Las eleccio¬
nes eran muy alborotadas y la votación una ocasión pública y social. Un
hombre no votaba de manera clandestina y secreta. Se ponía de pie y de¬
claraba francamente su preferencia. La gente arremolinada en torno
330 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

de las casillas electorales aclamaba o echaba pullas a los candidatos, o las


dos cosas. A esto se le llamaba, con algo de eufemismo, el viril sistema bri¬
tánico de la votación abierta. Ocasionalmente, iba seguido del sistema
no tan varonil, pero también británico, de partirle la cabeza al contrario.
Esta descripción de la sociedad en la América del Norte Británica nos
sugiere que era un mundo tosco y burdo. Y tal vez lo fue, a veces, como
durante la famosa Guerra de Shiner, en la década de 1840, que tuvo lu¬
gar en Ottawa y en la que participaron leñadores irlandeses y franco-
canadienses. Pero lo era sólo a intervalos irregulares, cuando se desborda¬
ban las pasiones de un grupo, cuando los controles sociales establecidos
normalmente por la Iglesia y la comunidad fallaban, como en ocasión
del motín de 1849 a causa del decreto sobre pérdidas causadas por la Re¬
belión, o los motines de Gavazzi de 1853, que tuvieron lugar en Quebec
y Montreal y fueron causados por la furia que provocaron en los católicos
las maledicencias lanzadas contra su Iglesia por un sacerdote renegado.
El sistema para hacer cumplir la ley estaba arraigado también en la
comunidad, pero era menos informal de lo que podría parecer. Como en
la Gran Bretaña, la justicia colonial se apoyaba considerablemente en el
juez de paz, que no recibía pago por ello. Nombrado por los gobiernos co¬
loniales, el juez de paz podía ser un hombre de casi cualquier posición
social —agricultor, calderero, pescador, comerciante—, aunque por lo
común solía ser un hombre de cierto rango en su comunidad. Podía sa¬
ber o no saber gran cosa acerca de las leyes. Por norma, los jueces de paz

Día de elecciones en
Montreal, en 1860 o
1861, cerca del Campo
de Marte; la votación
abierta (pública) fue la
regla hasta muchos
años después de la
Confederación. Las in¬
timidaciones y violen¬
cias fueron comunes y
frecuentemente la po¬
licía tuvo que acudir
para proteger a los elec¬
tores disidentes.
LOS DESAFIOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 331

La majestad de la ley
en el Oeste de Canadá,
vista desde la Madre Pa¬
tria. Arriba: un testigo
prestando juramento
en un juicio rural en el
condado de Dufferin,
en la década de 1850.
Casi indudablemente
debió tratarse de un
caso menor; los juicios
importantes se ventila¬
ban en el tribunal del
condado. Abajo: sólo
cinco “hombres bue¬
nos y veraces" delibe¬
rando su juicio en un
huerto cercano. En The
Illustrated London
News (17 de febrero de
1855).

no eran abogados; existía un viejo dicho colonial que decía que los abo¬
gados ganaban más dinero defendiendo criminales que llevándolos a
juicio. El juez de paz era también, por muchos conceptos, criatura de la
comunidad en que vivía; esto constituía, a la vez, el vigor de la institu¬
ción y, en algunas partes de la América del Norte Británica, su debilidad.
¿Qué podía esperarse de un juez de paz tan sujeto al puño de los bravu¬
cones locales que le daba miedo procesarlos, o darles la condena que se
merecían cuando se les encontraba culpables? Y como los jueces de paz
aceptaban gratificaciones, algunos podían ser venales y traicioneros. En
los relatos que escribió Thomas Chandler Haliburton acerca de la vida
en Nueva Escocia, en la década de 1830, a los que puso por nombre Sam
Slick, the Clockrnaker, el caballo del juez Pettifog arrastra más bellaque-
332 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

ría que derecho. El juez Pettifog y su alguacil Nabb constituyen una in¬
comparable yunta de sinvergüenzas.

Márgenes de mortalidad

Cuando Canadá era 150 años más joven de lo que es hoy, la vida, la en¬
fermedad y la muerte tenían otro carácter. La luz y la oscuridad, el calor
y el frío, la comodidad y la incomodidad, la hartura y el hambre, tenían
un carácter de inmediatez del que ahora sólo nos podemos dar remota¬
mente una idea, de vez en cuando, mediante un esfuerzo de imagina¬
ción: después de patinar durante un día frío sobre un lago congelado, el
intenso deleite de un fuego y un tazón de té. Los márgenes del vivir en¬
tonces eran amplios, pero los márgenes de la vida eran estrechos. Un error
con el hacha, una pequeña cortada con un cuchillo, un resfrío fuerte
podían tener todos resultados funestos. Lord Sydenham, gobernador ge¬
neral de Canadá, se hallaba cabalgando por Kingston cierto estupendo
día de septiembre de 1841; su caballo tropezó y cayó y la pierna derecha
del jinete quedó malamente aplastada. Al cabo de dos semanas, había
muerto de tétanos. En 1880, a George Brown, dueño y director del Globe
de Toronto, le disparó un ex empleado resentido. No fue sino una herida
superficial, pero se le gangrenó; Brown murió siete semanas después. Al
comentar en el Parlamento la muerte repentina, inexplicable de un colega,
Sir John A. Macdonald citó a Burke: "Qué sombras somos y qué som¬
bras perseguimos".
A las mujeres les iba peor. El dar a luz podía ser una experiencia horren¬
da. Cuando el parto no iba bien, cualquier cosa podía ocurrir. Una lige¬
ra malformación de la pelvis, el niño que venía presentado al revés, al¬
guna de las múltiples desafortunadas posibilidades podía dar muerte a
la criatura, a la madre o a ambos. Toda familia tenía sus tragedias pri¬
vadas. La mortalidad infantil era altísima. Entre 1871 y 1883, John y Annie
Thompson tuvieron nueve hijos: cuatro murieron en la infancia y un
quinto quedó paralizado por la poliomielitis. Las historias de la muerte
de niños que uno encuentra en las novelas de Charles Dickens y que
ahora pueden parecemos sensibleras, reflejan una realidad a la que pocas
familias pudieron escapar. Muchas canciones populares tenían como
tema la muerte de niños. La torva guadaña de la Muerte tenía inscritas
en la hoja sus leyendas: difteria, tos ferina, sarampión, tifoidea, viruela.
Pero la naturaleza de esta cosecha trágica estaba cambiando, o empe¬
zando a hacerlo. Se conocía desde hacía tiempo la inoculación contra la
viruela, pero era riesgosa, y la mayor parte de la gente le hacía resisten¬
cia. En la década de 1800, Edward Jenner había hecho su gran descu¬
brimiento, el de la vacunación utilizando una forma más benigna de la
enfermedad, la de la vaca. El éter se usó por primera vez en Boston en
1846 y junto con el cloroformo se lo utilizó como anestésico en la Gran
Bretaña y en la América del Norte Británica. El doctor Edward Dagge
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 333

Worthington fue el primero que empleó los anestésicos en Sherbrooke,


Canadá oriental, en 1847. El hijo de la reina Victoria, Leopoldo, nació
en 1853 con ayuda del cloroformo. “El bendito cloroformo", como dijo
agradecidamente la reina. Tenía motivos para saberlo: era su octavo hi¬
jo en 13 años. El ejemplo puesto por la reina Victoria hizo que sus súb¬
ditos comenzaran a aceptar el uso de los anestésicos.
Pero entre las invenciones y su aplicación práctica, para no hablar de
la aceptación popular, medió a menudo un considerable espacio de tiem¬
po, y este retraso fue particularmente cierto en lo que respecta a la me¬
dicina. Mientras que el uso de anestésicos se generalizó rápidamente, el
prejuicio en contra de la vacuna duró largo tiempo. La vacunación obliga¬
toria provocó motines en Montreal en la década de 1870. Se produjo una
pequeña epidemia de viruela en Montreal y Ottawa en 1885. No terminó
allí: la viruela asoló Galt, en Ontario, en 1902, y Windsor, en 1924.
Las defensas contra el cólera asiático eran menores. La enfermedad se
propagaba rápidamente y era mortal. Se podía estar muerto a las 24 ho¬
ras de haber sentido los primeros síntomas. El cólera había llegado a
Europa en 1831; las autoridades coloniales tuvieron conocimiento de él
con anticipación y establecieron puestos de cuarentena en Grosse lie, en
el San Lorenzo, río abajo de lie d'Orléans, y también en los puertos de
Halifax y Saint John. En 1832, entró el cólera de todas maneras en las
ciudades de Quebec y Montreal y en los puertos de las provincias marí¬
timas. Hubo epidemias de nuevo en la década de 1850 y prosiguieron los
brotes esporádicos hasta la de 1880. Endémico todavía en India, se pro¬
pagaba, y se propaga, por beber agua contaminada. La solución fueron
el control y el cloro en el agua potable, pero la sociedad tardaría todavía
un tiempo en aprender esto, y más tiempo en establecer los sistemas pú¬
blicos de distribución de agua esenciales para evitar la contaminación.
También los médicos tenían que aprender. En la América del Norte Bri¬
tánica, la vinculación de las escuelas de medicina a universidades había
comenzado en fechas tempranas, con la formación de la Escuela de Me¬
dicina McGill, en 1829, y hacia la década de 1850 otras escuelas de medi¬
cina se habían lanzado por caminos semejantes, conducentes a dar carác¬
ter académico a la educación médica, para que dejara de ser simplemente
una forma de aprendizaje de un oficio. En el mejor de los casos, fue una
incierta alianza; en las escuelas de Queen, Kingston y Dalhouse, Halifax,
hubo siempre tiranteces y roces entre las universidades y sus escuelas de
medicina. Sus funciones eran diferentes, pero al final entendieron que
dependían unas de otras. Quizás el avance más notable que acompañó a
la adopción del éter y el cloroformo fue toda la gama de operaciones qui¬
rúrgicas que antes no había sido posible realizar. Las primeras opera¬
ciones con éter a menudo habían sido exitosas, pero los pacientes morían
de infección. Se llevó su tiempo el reconocer un elemento esencial de la
sala de operaciones: la esterilización. Inclusive en la década de 1870, los
médicos hacían operaciones sin guantes y con manos mal lavadas, en
tanto que sostenían sus bisturíes con los dientes mientras con las manos
La Universidad McGill (arriba) fue fundada en 1821 con un legado de un gran
comerciante de pieles de Montreal, James McGill, y prosperaba hacia 1875 cuando
apareció esta ilustración en el Canadian Illustrated News. Gran parte de su éxito
se debió al genio activo de John William Dawson, geólogo de Nueva Escocia que
fue su director desde 1855 hasta 1893. La Universidad de Toronto (abajo, izquier¬
da) comenzó en 1827, cuando John Strachan —más tarde obispo de Toronto—
obtuvo una cédula real para el King's College, universidad anglicana. En 1849,
esta institución se secularizó v rebautizó con el nombre de Universidad de Toronto. El
arquitecto W. G. Storm hizo esta acuarela, Diseño de la Universidad de Toronto.
Un destacado promotor de la educación obligatoria fue el pastor metodista Eger-
ton Ryerson, nombrado superintendente de educación del Canadá occidental
en 1844 y que desempeñó ese cargo durante 30 años. Óleo (c. 1850-1851) de
Théophile Harnel.
LOS DESAFIOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 335

se hallaban atareados en otra cosa. El gran descubrimiento de la anti¬


sepsia que realizó Joseph Lister, es decir, de las condiciones de esteriliza¬
ción para practicar la cirugía, y del uso del fenol para desinfectar heri¬
das, se publicó en 1867. Tardó una década en ser aceptado. Hacia la
década de 1890 se hacían operaciones con éxito y seguridad.
Quizá los cambios más significativos que se produjeron en Canadá,
durante los 60 años transcurridos entre 1840 y 1900, tuvieron lugar en la
medicina. Uno de los más importantes fue la aceptación de las mujeres
en los hospitales, no sólo como enfermeras sino como médicas. A Emily
Stowe, la primera médica canadiense, se le negó el ingreso a la Escuela
de Medicina de Toronto en la década de 1860. Estudió medicina en Nueva
York y regresó a practicarla en Toronto desde 1867 hasta 1880, sin li¬
cencia. Finalmente, en 1880, le permitieron recibirse. En 1883 se abrió
la Escuela de Medicina para Mujeres de Ontario, y finalmente, la Univer¬
sidad de Toronto por entero capituló en 1886. La medicina, como apare¬
cía en los periódicos, constituía un mundo extraño. Cada periódico estaba
repleto de anuncios de medicamentos maravillosos a los que se atribuía la
capacidad de curarlo todo, desde el simple catarro y la pulmonía hasta
la bursitis de la rodilla. Y si quedaba algo de él en la botella, también se le
podía dar a los caballos. Por ejemplo, el “Rápido alivio de Radway" trans¬
formaba al paciente y lo hacía pasar de un estado de “dolor, tristeza y
decrepitud a otro de deleitoso disfrute de salud y fuerza", y tan rápida¬
mente se efectuaba la transformación que los pacientes agradecidos de¬
cían que era cosa de encanto. Y no era demasiado mala la descripción: la
mayoría de las medicinas de patente contenían 90 por ciento de alcohol.
Eran notorios los anuncios de medicinas de patente, pero en otros res¬
pectos también los periódicos nos ofrecen un cuadro fascinante y sin
duda engañoso de la sociedad canadiense del siglo xix. Podían imprimir,
e imprimían, lo que les viniese en gana. La reputación del Globe de To¬
ronto se cimentaba en unos reportajes vivaces y a menudo cargados de
prejuicios; en su página editorial, George Brown, su dueño y director, dis¬
frutaba de la libertad de poner en la picota a quien le viniese en gana, que
por lo común era alguno de sus enemigos políticos. El público toleraba,
y hasta puede decirse que esperaba, que los periódicos hablasen bien de
sus amigos y mal de sus enemigos. Eran como las caricaturas de nuestros
días: aun cuando sabe uno que exageran, de todas maneras se divierte.
Y las leyes sobre libelo eran livianas y fáciles de soportar. Los periódi¬
cos del Canadá Victoriano no eran remilgosos, por cierto. Aparecían en
ellos robos, motines, asesinatos, ahorcamientos, naufragios (por mar y
por tierra), guerras (en Europa y en América del Norte), escándalos y ven¬
ganzas. Un baile que tuvo lugar en Charlottetown en 1864 se describió
en términos que nos recuerdan los excesos del Imperio romano:

El Placer envuelto en sensuales sonrisas encuentra y abraza a la exuberante


Alegría... el baile fascinante prosigue alegremente y el libidinoso vals con sus
lascivos abrazos gira en creciente emoción; el henchido pecho y la voluptuosa
mirada narran la historia de la jarana desmedida...
336 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Un periódico de Saint John hizo el siguiente comentario de esa deliciosa


sarta de hipérboles: “En la prensa de la isla del Príncipe Eduardo hay al¬
gunos personajes desesperados”.
Los periódicos vivían de la política, y los políticos necesitaban perió¬
dicos. Los periódicos tenían sus principios, pero éstos y los periódicos
podían comprarse y venderse. A veces, no necesitaron siquiera vendeise.
Ocasionalmente, tuvieron que hacer frente a algunos duros cambios, er
hombres y en tácticas. En 1854, John A. Macdonald quiso que el Spectato
de Hamilton le prestara su apoyo mediante un cambio radical de poli
tica. Era francamente una petición escandalosa pues significaba que e
Spectator tendría que dar su apoyo a un político local al que había ven;
do denunciando durante años. “Es un cambio condenadamente brus
co”, le explicó el director en su respuesta, pero, añadió lealmente, cree
que podremos hacerlo”. Los periódicos tendrían que realizar cambios
más grandes que el anterior para promover, oponerse o simplemente par¬
ticipar en la lucha en pro de la Confederación que reservaba el futuro.

LOS PAQUETES A VAPOR Y EL ATLÁNTICO

Hacia fines de la década de 1850, la Provincia de Canadá y las cuatro


colonias marítimas habían alcanzado ya el autogobierno y adquirido
una conciencia coherente de sí mismas, por lo que habían comenzado a
gestar ambiciones respecto de un posible lugar en el mundo. Nadie sa¬
bía con exactitud dónde se situaba la frontera entre la jurisdicción de la
Colonial Office en Londres y la de los codiciosos, inquietos y volátiles
gobiernos coloniales con sede en San Juan, Charlottetown, Halifax, Fre-
dericton y Toronto o la ciudad de Quebec. Lo cierto era que los gobiernos
coloniales habían adquirido el gusto de un poder mayor. Y este apetito
no dependía tanto del tamaño como de las cuestiones debatidas. La isla
del Príncipe Eduardo exigía una jurisdicción sobre asuntos de impor¬
tancia vital para sus ciudadanos con tanto vigor como la de la mucho más
grande y poderosa Provincia de Canadá. Comenzaron también a escri¬
bir su propia legislación, para suavizar viejas reglas de derecho consue¬
tudinario sobre deudas y deudores, los derechos de las viudas y de las
mujeres en general. Se ejercieron presiones coloniales para librar a las mu¬
jeres de las restricciones impuestas por el derecho consuetudinario al
control de la propiedad mueble: es decir, el dinero y los valores, que en
el derecho consuetudinario quedaban firmemente sujetos al control del
marido. A medida que aumentaron la población, la prosperidad, los ferro¬
carriles y el comercio, aumentó también la confianza en sí mismas de
las colonias, y aun el “descaro” y el deseo de hacer las cosas como les pa¬
reciese conveniente. Pero, habiéndose elevado uno hasta ser, digamos,
primer ministro de la Nueva Brunswick o de la Nueva Escocia, ¿a qué
podía aspirar después?, ¿a retirarse a los tribunales? Algunos primeros
ministros provinciales lo hicieron. Pero cuando Joseph Howe, de la Nueva
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 337

Escocia, se retiró, en calidad de primer ministro derrotado, en 1853, no


pudo hacer eso; no era abogado. Su sucesor, el conservador Charles Tup-
per, tampoco pudo hacerlo, era médico. Samuel Leonard Tilley, primer
ministro de la Nueva Brunswick, era un farmacéutico de Saint John. Los
tribunales, por más honrosos que fuesen como lugar de descanso des¬
pués de los trabajos políticos, no constituían la solución para hombres ta¬
lentosos que habían alcanzado el límite superior de los cargos públicos
^coloniales. Francis Hincks, primer ministro de la Provincia de Canadá,
era banquero; los británicos lo nombraron, en 1855, gobernador de Bar¬
loados, y más tarde de la Guayana Inglesa. Pero, hacia la década de 1860,
el gobierno británico decidió que no podía seguir produciendo goberna¬
dores coloniales a partir de políticos coloniales derrotados, cualesquiera
íque pudiesen ser sus méritos. A Joseph Howe le hubiese gustado que lo
nombraran en 1863; en vez de esto, le dieron empleo en el Servicio Impe¬
rial de Protección de las Pesquerías. Eran migajas. Los políticos se in¬
dignaban contra las restricciones y los impedimentos para triunfar en la
sociedad colonial. También los periódicos y el público.
El desasosiego de los políticos coloniales estaba directamente relacio¬
nado con el desarrollo de sus ambiciones políticas. Pero los políticos no
eran los únicos insatisfechos. Sir Edward Watkin, del ferrocarril Grand

Carga de un buque con


madera escuadrada en
el puerto de Quebec. El
comercio en madera
escuadrada de pino
blanco floreció durante
las guerras napoleóni¬
cas, pero había empeza¬
do a declinar hacia las
fechas en que William
Notman tomó esta fo¬
tografía en 1872.
338 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Trunk, comenzó a pensar que las nuevas concentraciones políticas de


población estimularían la construcción de ferrocarriles; y lo mismo pen¬
saron Sir Hugh Alian de la Línea Alian y la Compañía Telegráfica de
Montreal.
Los 20 años transcurridos desde 1840 habían estado repletos de cam¬
bios no sólo en los ferrocarriles sino en los buques de vapor. El Royal
William había sido el primer barco en cruzar el Atlántico con equipo
auxiliar de vapor, en 1833, desde Quebec y Pictou, en la Nueva Escocia,
hasta Gravesend, con siete pasajeros y un cargamento de carbón de Pic¬
tou. La persona que finalmente se benefició de esa hazaña fue Samuel
Cunard. Nacido en Halifax en 1787, había ganado algo de dinero en las

Este cartel puede da¬


tarse entre 1875 y 1878,
mientras William An-
nand fue agente general
de Canadá en Londres.
(En 1879, Sir John A.
Macdonald transformó
el cargo en el de alto co¬
misionado canadien¬
se.) Obsérvese el barco
de la Línea Alian, de ve¬
las cuadradas en el palo
mayor y en el trinquete
y de popa a proa apare¬
jado en el de mesana,
con auxiliar de vapor.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 339

industrias ballenera, maderera y del carbón, y había seguido reinvirtien-


do sus ganancias en transportes marítimos, almacenes y en la Halifax
Banking Company, constituida en 1825. Cunard se percató del hecho
fundamental de que el advenimiento del vapor como auxiliar de los vele¬
ros significaba que se podía navegar, al menos en parte, independien¬
temente de los vientos y el tiempo que hiciese. La regularidad, la puntua¬
lidad y la velocidad no se alcanzarían de golpe, pues el mar no podía
domarse tan fácilmente; tampoco podrían eludirse por completo los
errores humanos. No obstante, la famosa línea de vapores de Cunard ob¬
tuvo un éxito considerable y sin duda habría de constituir su monumen¬
to más perdurable.
En 1839, Cunard hizo una petición al gobierno británico para encar¬
garse de un servicio de correo regular desde Liverpool hasta Halifax y
Boston. Obtuvo un subsidio por diez años de 55 000 libras anuales. Siguió
recibiéndolo después, en parte debido a que a la Armada Real británica
le gustaron el diseño y la velocidad de sus barcos. Su línea inició opera¬
ciones al mismo tiempo que la Gran Bretaña lanzaba el nuevo sello pos¬
tal de un penique. El 17 de julio de 1840, a las 2 a. m., el primer paquete
a vapor, el Britannia, llegó a Halifax, doce días después de haber salido
de Liverpool. Obsérvese la hora; un buque de vela hubiese tenido que
soltar anclas y esperar a que saliera el sol. El Britannia no esperó a nadie
ni a nada, desembarcó a sus pasajeros y partió en dirección de Boston,
donde atracó a las 10 p. m. del 19 de julio. Hacia 1855, la línea de Cunard
era de barcos de hierro; a comienzos de la década de 1860 había sustitui¬
do las ruedas de paletas por la propulsión a hélice. Cuando Cunard mu¬
rió, en 1865, dejó una considerable fortuna. Como le escribió uno de Nue¬
va Escocia a su amigo de Halifax, en 1866, echo de menos a nuestro
amigo Sir Samuel Cunard; creo que ha dejado 600000 libras... cantidad
muy grande para él, que la acumuló desde la fecha en que tú y yo lo
recordamos cuando tenía poco o nada; eso en cuanto al vapor en 20
años...” ¡En cuanto al vapor, por cierto!
La Línea Alian es más famosa aún en la historia de Canadá. Esta línea
naviera escocesa-canadiense se fundó en 1819. En 1854, el consorcio Alian
formó la Montreal Ocean Steamship Company, y en 1855 obtuvo tam¬
bién un contrato para el transporte del correo imperial. La Línea Alian
prosperó, como la de Cunard, gracias al uso de un diseño y una ingenie¬
ría innovativos. Los barcos de Alian constituyeron el soporte del viaje
canadiense desde la década de 1850 hasta que la línea fue vendida fi¬
nalmente a la Canadian Pacific en 1909. Los barcos de Alian —el Cana-
dian, el Indian, el Sarmatian, el Parisian, el desafortunado Hungarian, el
Sardinian, el Buenos Ayrean (el primer barco de acero que navegó por
el Atlántico) y muchos otros— fueron muy conocidos de los canadienses
durante 60 años, y salían desde Montreal en el verano y desde Portland,
Maine, en el invierno. Y el espíritu de empresa de Hugh Alian abarcó mu¬
chas cosas más; se lanzó a los ferrocarriles, la banca y los seguros. En
1864 fundó el Merchants’ Bank en Montreal, que no tardó en conver-
340 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

tirse en uno de los bancos canadienses más emprendedores. Alian fue el


financiero por antonomasia de Montreal y su gran éxito contribuyo a
convertir a esta ciudad, de 1860 en adelante, en la capital financiera de
Canadá. , .
La industria naviera y el gobierno trabajaron concertadamente, El exi o
de la Línea Alian lo hizo posible la obra del ahondamiento del canal
principal del San Lorenzo, a través del lago Saint Peter, hastaalcanzar
los cinco metros, realizada por el gobierno canadiense en 1853. El go¬
bierno también subsidió la construcción y el mantenimiento de varios
faros en las inmediaciones del golfo de San Lorenzo, el más importante
de los cuales fue el del cabo Race, en la punta meridional de Terranova.
Veinticinco años después de que aparecieron las primeras líneas de
vapores, llegó el cable transatlántico. Las compañías de telégrafos se fun¬
daron en Canadá dos años después de que Samuel Morse tendiera con
éxito la primera línea de telégrafo entre Washington y Baltimore en 1844,
en 1847, Hugh Alian fundó la Compañía Telegráfica de Montreal, que
no tardó en conectar esa ciudad con Portland, Toronto y Detroit. El ca¬
ble atlántico fue consecuencia natural de las actividades navieras y del
telégrafo. El primer cable se tendió sobre el lecho marino en 1858, desde
Irlanda hasta la bahía Trinity, en Terranova. La reina Victoria lo utilizó
para enviar un mensaje al presidente James Buchanan, antes de que se
interrumpiese su funcionamiento a causa de que el agua penetró a través
de su aislamiento. Un gigantesco barco nuevo de hierro, el Grecit Eost-
em, tendió un segundo cable que salió a tierra en Heart's Content, Terra¬
nova, en julio de 1866. El cable transatlántico y los buques de vapor, lo
mismo que los ferrocarriles, eran símbolos de la manera como el mun¬
do se iba acercando a las playas canadienses, y de cómo las distancias
se iban encogiendo ante el poder de la tecnología.
Esta maravillosa red nueva de cables telegráficos, el mejoramiento de
los transportes y las innovaciones en la construcción de barcos fueron
una fuerza impulsora de la tendencia política hacia la Confederación.
Los políticos de la América del Norte Británica se dieron perfecta cuen¬
ta del valor de estas nuevas técnicas y las utilizaron. Viajaron en los bar¬
cos de Hugh Alian y de Cunard, hicieron operaciones bancarias en el
Merchants' Bank, utilizaron los telégrafos de Alian. El movimiento en
pro de la Confederación fue respaldado incondicionalmente por la co¬
munidad de hombres de negocios de Montreal, aunque de manera callada
y sin salir a escena. La Gazette de Montreal, el vocero más característico
de la comunidad de hombres de negocios, se mostró partidaria entu¬
siasta de la Confederación, o unión de todas las colonias de la América
del Norte Británica.
La experiencia generada por las nuevas invenciones y la novedosa tec¬
nología dieron origen a ideas políticas y sociales expansionistas. No
todo el mundo compartió tales ideas, pero cualquiera que leyese los pe¬
riódicos tenía que darse cuenta de que el mundo estaba cambiando rá¬
pidamente. No fue sorprendente que, desde 1851, Joseph Howe hablase
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 341

Heart’s Content, Terranova, llegada del cable transatlántico, 1866. El primer


intento de tender un cable fracasó porque el agua pasó el aislamiento. Pero, en julio
de 1866, el Great Eastern, el barco de vapor más grande de la época, desembarcó
el cabo occidental de un cable en Heart’s Content, de la bahía Trinitv, Terranova; el
cabo oriental se encontraba en Valentía, en el extremo suroccidental de Irlanda.
Acuarela (1866) de Robert Dudley.

del día en que sus jóvenes oyentes escucharían el silbato de vapor de una
locomotora en los pasos de las montañas Rocosas. En ese mismo año
trató, sin éxito, de que se le oyera en las montañas Cobequid, y tampoco
consiguió que los gobiernos de Nueva Escocia, Nueva Brunswick, Ca¬
nadá y la Gran Bretaña aceptasen construir un ferrocarril intercolonial,
desde Halifax hasta Montreal. En vista de este fracaso, no puede repro¬
chársele que pensara que el mar que se hallaba a las puertas de Nueva
Escocia era una oportunidad más seductora que los cerca de 1 000 kiló¬
metros de bosques que había entre Halifax y Montreal y que, por lo tanto,
basase su "federación del imperio” en la tecnología del barco de vapor.

La gran aventura

Esos 1 000 kilómetros de bosques finalmente serían recorridos por el fe¬


rrocarril, después de todo. La Confederación no tardaría en establecer
una estructura política legal central, pero dependía de la tecnología de
los ferrocarriles para su realización material última. Alexander Galt,
de Sherbrooke, el romántico e inestable genio financiero de la Confedera¬
ción, originalmente se dedicó a los ferrocarriles; George-Etienne Cartier,
empecinado rebelde en 1837, se había pasado a las filas del derecho y de
la derecha política y había realizado sus primeras experiencias políticas
342 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

y legales en las finanzas del Grand Trunk. Otro tanto hizo su tratable y
sutil colega, John A. Macdonald. Al igual que ellos, la mayoría de los Pa¬
dres de la Confederación fueron abogados y hombres de negocios, ver¬
sados en las nuevas maneras de actuar de la década de 1860.
La creación de la Confederación, por muchos conceptos, fue un acon¬
tecimiento sorprendente. Podrá uno sumar las causas de la Confede¬
ración y aún no obtendrá el total de ella. Como todas las realizaciones
políticas, fue cosa de oportunidad, suerte y de la combinación de cierto
conjunto de hombres y acontecimientos. Los hombres, en este caso, pro¬
cedieron de varias colonias harto diferentes y separadas entre sí.
Había existido ya un movimiento en pro de la Confederación dentro de
la Provincia de Canadá en 1858, en parte como resultado del derrumbe
del mercado de valores de Nueva York en 1857 y sus consecuencias eco¬
nómicas, y en parte por problemas internos de la propia Provincia de Ca¬
nadá. Fue una política adoptada por el gobierno de Cartier y Macdonald
(George Cartier era primer ministro), a falta de algo mejor, para salir del
escándalo ocasionado por el hecho de que el gobierno se hubiese propues¬
to convertir a Ottawa en la nueva capital de la Provincia. Pero el primer
movimiento en pro de la Confederación, de 1858, despertó poco interés
en las colonias atlánticas, que estaban atendiendo a sus propios asuntos
y lo estaban haciendo bastante bien. El gobierno británico en Londres
también lo trató fríamente, como si pensase que el desequilibrio político
en la Provincia de Canadá hubiese de ser transitorio. La depresión de
1857-1858 menguó, y el gobierno de la Provincia de Canadá sobrevivió,
con lo que Ottawa quedó confirmada como su futura capital. No se hizo
mayor cosa más acerca de la Confederación, pero se dio a la publicidad
su posibilidad y se habló de ella. Y esto, por supuesto, ya fue algo.
El Partido Conservador de la Provincia de Canadá abrigaba algunos
temores ante la Confederación. Era un gran paso, entre otras cosas, por¬
que inclusive los conservadores reconocían de mala gana que la Confede¬
ración tendría que incluir el Noroeste (el territorio de la Compañía de la
Bahía de Hudson, llamado Tierra de Rupert). Los conservadores, y tam¬
bién algunos reformistas, pensaban que el Noroeste no era más que un
vasto elefante blanco, una grande y solitaria tierra cuya administración ha¬
bría de costar su buen dinero. Su colonización, sin duda, tardaría aún
décadas en realizarse.
El Partido Reformista se mostró más agresivo en lo relativo al Nor¬
oeste, inconforme con el statu quo. Las dificultades de vivir en pareja
política con los francocanadienses eran tales que los reformistas estaban
convencidísimos de que la Provincia no podría subsistir tal cual era; no
les preocupaban mayor cosa las colonias del Atlántico, pero sí les preocu¬
paba mucho el "dominio francocanadiense” de la Provincia de Canadá.
Y no es que los reformistas deseasen un divorcio completo de la región
francocanadiense del Canadá oriental; los ferrocarriles, los canales y el
puerto de Montreal les importaban demasiado. Pensaban en algo seme¬
jante a un mercado común entre las dos secciones de la provincia, que
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 343

mantendría las comunicaciones y los transportes esenciales que las unían,


a la vez que se divorciasen las instituciones culturales que ya eran am¬
pliamente diferentes. El Partido Reformista se reunió en un gran cónclave
en Toronto, en noviembre de 1859, y allí se puso de manifiesto el latente
separatismo del partido.
Fue una convención de George Brown y un partido de George Brown.
Era un escocés alto, algo tosco, con un rostro tan largo como una botella
de whisky, un hombre de fe presbiteriana y dotado de un fuerte prejui¬
cio anticatólico en sus convicciones y su política. Valiéndose de su pe¬
riódico, el Globe de Toronto, Brown había creado un partido político
reclutado fundamentalmente entre las comunidades agrícolas protes¬
tantes del extremo occidental de la Provincia. El Partido Reformista abri¬
gaba dos anhelos poderosos, que se fueron tornando más fuertes con el
paso de los años.
Primero, exigieron los reformistas, era preciso darle a la parte occiden¬
tal de la Provincia de Canadá (Ontario) la representación en la Asam¬
blea que su población justificaba. Había que poner fin, clamaba Brown,
al inicuo sistema de contar con un número igual de miembros para ambas
secciones de la Provincia: la sección occidental tenía ahora medio mi¬
llón más de habitantes que la sección oriental (Quebec); en otras pala¬
bras, medio millón de protestantes tenían tanta representación en la
Asamblea como los bacalaos en las aguas de Gaspé. El principio de la re¬
presentación igual había obrado en contra de los francocanadienses en
la década de 1840, cuando el Canadá oriental contaba con 50 por ciento
más de población que el occidental. Ahora, a fines de la década de 1850,
se había invertido la relación y lo que Brown y el Partido Reformista que¬
rían era que la representación correspondiese a la población. Como lo
dijo el Globe, “Rep. by pop.!” (abreviatura de Representation by popula-
ñon, es decir, "Representación por población”), y como la población del
Canadá occidental siguió creciendo más rápidamente que la del Canadá
oriental, el clamor del Partido Reformista se fue haciendo constante¬
mente más poderoso. La mayoría de los lemas políticos mueren rápi¬
damente de muerte natural; el de ‘‘¡Rep. by pop.!” habría de cobrar año
tras año una fuerza cada vez mayor.
Nada de esto podía haber sido grave si el Partido Reformista de George
Brown no hubiese sido tan abrumadoramente protestante. Los pro¬
testantes del Canadá occidental abrigaban un amargo resentimiento a
causa del sistema de escuelas separadas que comenzó a existir en la dé¬
cada de 1850, y el cual permitía a los padres enviar a sus hijos a las escue¬
las subvencionadas por el Estado que perteneciesen a la religión por
ellos preferida. La Constitución original de 1840 había permitido el es¬
tablecimiento de tal sistema, pero a casi nadie le había preocupado ma¬
yor cosa. Las escuelas separadas, las pocas que había, estaban reguladas
de manera muy vaga, y habían comenzado a desaparecer. Pero en 1850 se
promulgó una nueva ley que suprimió decisivamente ese sistema tole¬
rante. En 1855, una ampliación de los poderes de este sistema escolar
344 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

para la minoría católica fue decretada por un gobierno de mayoría que


dependía considerablemente de los votos francocanadienses. Eso, y e
clamor que se levantó en Inglaterra en torno del establecimiento papal
de nuevas diócesis católicas, agudizaron los temores que los protestan¬
tes sentían ante la Iglesia católica. Si las escuelas católicas separadas del
Canadá occidental se basaban en un principio sabio y sensato, muy po¬
cos metodistas o presbiterianos dejaban de entenderlo como cosa de ini¬
quidad y tiranía. La nueva ley agudizó el deseo de contar con un gobier¬
no separado para el Canadá occidental. En 1856, George Brown definió el
conflicto en la Asamblea de Canadá:
Tenemos dos países, dos idiomas, dos religiones, dos hábitos de pensamiento
y acción, y lo que uno se pregunta es si es posible gobernar a ambos con una
legislatura y un ejecutivo. Tal es la pregunta a la que debemos encontrar i es-
puesta.

La solución propuesta por el Partido Reformista en 1859 consistía en la


federación de la Provincia de Canadá, con un gobierno general para al¬
gunas funciones y dos gobiernos locales, oriental y occidental, para otras.
Hasta ellos reconocían que, a causa de la interdependencia económica,
era preciso conservar algún grado de unión, aunque descentralizada.
El segundo reclamo de los reformistas, aunque no menos urgente, te¬
nía una mayor amplitud. La creciente población del Canadá occidental
sentía la necesidad de un mayor espacio. A mediados de la década de
1850 era patente que ya no había tierras disponibles, a precios razona¬
bles, en esa parte de la Provincia. Los colonos se estaban extendiendo
por el Escudo canadiense, en el territorio despoblado de los condados de
Hastings, Victoria, Simcoe, Grey y Bruce. Las rocas, los abetos, los pinos
blancos, los arándanos azules y los lagos forman un paisaje encantador
para construir cabañas de veraneo, como lo prueban todavía Muskoka, el
lago de Bays y Parrv Sound, pero no sirven para hacer buenas granjas.
Brown y el Partido Reformista lanzaban miradas hambrientas más allá
de las rocas del Escudo precámbrico, más allá del lago Superior, hasta las
praderas del valle del río Rojo. Opinaban que deberían anexarse las pra¬
deras vacías de la Compañía de la Bahía de Hudson. La Compañía del
Noroeste había demostrado que la cédula de aquélla no valía mayor cosa.
Pero las ambiciones del Partido Reformista no terminaban en las mon¬
tañas Rocosas. Más allá de éstas se habían realizado los nuevos descu¬
brimientos de yacimientos de oro en el río Fraser que habían dado lugar
a la fiebre del oro de 1858. El Tratado Limítrofe de Oregón de 1846 había
llevado al paralelo 49 la frontera entre la América del Norte Británica y
los Estados Unidos, hasta el Pacífico. A fines de 1858, se habían estable¬
cido dos colonias en la costa occidental, la de la isla de Vancouver V la
Columbia Británica en el continente. En el Este, el sentimiento de nacio¬
nalidad quizá no se había formado plenamente, pero iba creciendo, y ha¬
bía llegado ya hasta el Pacífico. Como había dicho el Globe, en 1854 "lo
que tenemos a la vista es un imperio...”
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 345

Corte del paralelo 49, so¬


bre la orilla derecha del
río Mooyie, mirando ha¬
cia el oeste. El paralelo 49
constituye la "frontera in¬
defensa" con los Estados
Unidos desde el lago Woods
hasta el estrecho de Geor¬
gia. Éste es el aspecto que
tenía en 1860-1861, sobre
la orilla occidental del río
Mooyie, en el punto en
que pasa de la Columbia
Británica a Idaho. Fotogra¬
fía de la North American
Boundary Commision,
del Cuerpo de Ingenieros
Reales.

A estos dos deseos del Partido Reformista —el de suprimir el sistema


de escuelas separadas y el de anexarse los territorios de la Compañía de la
Bahía de Hudson y del Oeste— se opuso el Partido Liberal-conservador
de Cartier y Macdonald. Este partido se había formado en 1854, cuando
los francocanadienses se desplazaron lentamente hacia la detecha. Tal
desplazamiento fue quizás inevitable, a medida que aumentó su senti¬
miento de la seguridad de su lengua y de sus instituciones nacionales gra¬
cias al gobierno responsable, y a medida que un resurgimiento religioso
convirtió a su Iglesia en una institución más fuerte y vigorosa. Los con¬
servadores anglófonos del Canadá oriental (y algunos francófonos) pro¬
pendían a reflejar los grandes intereses comerciales y de comunicaciones
de Montreal; Galt de Sherbrooke y Cartier de Montreal, hacia 1858, esta¬
ban dispuestos a ponderar las ventajas de la Confederación. Otros con¬
servadores no eran tan entusiastas y suspiraron con alivio cuando la
prosperidad redujo la presión en pro del cambio después de 1860. El pro¬
pio Macdonald no se sentía impulsado por un deseo de cambio político
sin más —¿qué político que esté en el poder se siente impulsado a ello? ,
pero llamó siempre a su partido Liberal-conservador. Al igual que a mu¬
chos conservadores, le gustaba la estabilidad, pero también le gustaba
la voluntad liberal de poner en práctica ideas nuevas que el tiempo exi¬
gía. Indudablemente, en lo tocante a la “Rep. by pop.!”, Macdonald tema
346 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

ideas muy claras; como los francocanadienses no la aceptaban, él tam¬


poco podía hacerlo. El Partido Liberal-conservador dependía mucho de
los votos francocanadienses, de manera que tenía sentido que Macdo-
nald y su partido tratasen de conservar el statu quo, al menos por el mo¬
mento. Y ¿por qué los francocanadienses católicos habrían de aceptar a
los 82 diputados protestantes procedentes de la mitad occidental de la
Provincia que la “Rep. by pop.!” les impondría, en vez del número igual
de 65 al que ya se enfrentaban?
En abril de 1861 se hicieron los primeros disparos en la Guerra Civil
de los Estados Unidos. Al cabo de unos cuantos meses crecieron las ten¬
siones, y tanto los británicos como los yanquis se encontraron de pronto
a punto de desenvainar las espadas. Como los periódicos agresivos de
Nueva York y de Chicago les decían a los de la América del Norte Britá¬
nica: "¡Dejen que termine esta guerra y les arreglaremos las cuentas!”,
las colonias británicas, especialmente la grande y vulnerable Provincia
de Canadá, se sintieron cada vez más solas y aisladas en un mundo norte¬
americano que se estaba volviendo cada día más inamistoso.
Internamente, las divisiones políticas dentro de la Provincia de Canadá
se ahondaron, y el poder se dividió de manera tan igual entre los parti¬
dos que se produjo un empate. El gobierno conservador cayó en mayo de
1862, a causa de una asignación de presupuesto para fortalecer la mi¬
licia canadiense. Los gobiernos que siguieron fueron poco mejores. Un
cambio de política o un desliz administrativo bastaron para precipitar
su caída. Al gobierno de Taché y Macdonald se le obligó a renunciar en
junio de 1864 a causa de que Alexander Galt, ministro de Finanzas, otor¬
gó un empréstito no autorizado de 100 000 dólares al Grand Trunk. Entre
1861 y 1864, la Provincia de Canadá realizó dos elecciones y tuvo cuatro
gobiernos diferentes. El 14 de junio de 1864, cuando cayó el cuarto go¬
bierno, los políticos de la ciudad de Quebec —la capital todavía no se
había trasladado a Ottawa— no supieron qué hacer. Habría que colocar
a otro gobierno, quizá después de otra elección. Pero la elección de 1863
había cambiado pocas cosas, y nadie estaba seguro de que una nueva
elección lograse mejorar el estrecho equilibrio entre los partidos.
Este atolladero y las diferencias de política entre conservadores y re¬
formistas fueron resueltas repentinamente por George Brown. En 1864,
Brown presentó una componenda mejor que la de la federación de la Pro¬
vincia del Canadá tan sólo: ofreció su cooperación y la de su Partido
Reformista para el fomento de una Confederación, o sea, de la unión de
toda la América del Norte Británica sin excluir a la Provincia de Canadá.
Los problemas internos de la Provincia de Canadá se resolverían luego
mediante la división de sus dos secciones en dos nuevas provincias. Era
una propuesta más amplia, mejor y tal vez aceptable inclusive para con¬
servadores como John A. Macdonald y George-Etienne Cartier. La me¬
dia vuelta de Brown —su ofrecimiento de formar un gobierno de coalición
a fin de lograr la Confederación— fue tan impresionante que algunos
historiadores han sugerido que quien concibió realmente la idea de una
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 347

Confederación no fue un hombre, sino una mujer: la nueva esposa de


Brown, Anne Nelson Brown.
Anne era hija de los Nelson de Edimburgo, la todavía famosa casa edi¬
torial. Había viajado mucho, era culta y hablaba bien el alemán y el fran¬
cés. Brown la conoció en el verano de 1862, se le declaró cinco semanas
después, fue aceptado y se casaron en noviembre. ¡Trabajaba rápidamen¬
te! Hacia junio de 1864, Brown era el orgulloso poseedor de una nueva
esposa y un bebé y amaba profundamente a ambos. No poco de lo que
ahora sabemos de la Confederación se debe a las entusiasmadas cartas
que escribió Brown desde Quebec a su casa.
La Confederación proporcionaría al Canadá occidental su “Rey. by
pop.!" en una Cámara de los Comunes central y una identidad aparte en
una nueva provincia aparte. Ambas quedarían dentro de la jurisdicción
de una nueva nacionalidad norteamericana británica, lo cual tenía mu¬
cho más sentido patriótico que un sistema federal sacado de la Provin¬
cia de Canadá. La federación de la Provincia de Canadá tan sólo no da¬
ba origen a nada. Al establecerse la Confederación, se podría hablar de
una nación.
La gran componenda de George Brown fue respaldada y finalmente
fijada en su lugar mediante una coalición política consagrada firme¬
mente a la realización del principio. La Gran Coalición, como se la llamó,
comprendió a tres de los cuatro grandes grupos políticos de la Provincia:
el de Cartier y los conservadores francocanadienses, el de Macdonald y
los conservadores anglocanadienses, y el de Brown o Partido Reformis¬
ta. (El cuarto grupo, el de los “rojos”, era un partido francocanadiense
de centroizquierda, en conflicto con la Iglesia católica.) El gabinete de
coalición que se formó a fines de junio de 1864 fue más coherente y po¬
deroso que cualquier otro que se hubiese conocido en la Provincia de
Canadá durante muchos años, y su política, la de la Confederación, reci¬
bió el apoyo de cerca de 92 de los 130 representantes de la Asamblea.
Existía ahora un poder real, una fuerza impulsora, detrás del movimien¬
to en pro de la Confederación.
Así pues, la Confederación nació, fundamentalmente, a causa de las di¬
ficultades políticas de la Provincia de Canadá. Fue la conciencia de la
dificultad, y quizá de la imposibilidad, de volver jamás al antiguo estado
de cosas lo que lanzó resueltamente hacia adelante a los políticos de la
Provincia de Canadá. Detrás de la coalición —detrás de Brown, Macdo¬
nald y Cartier— existía un fuerte sentimiento público de que los políti¬
cos hacían bien en buscar la Confederación. Una solución para los pro¬
blemas políticos canadienses era sin duda la Confederación, pero fue
más que eso: fue la formulación de un A mari usque ad mare. De mar
a mar. Un viajero de Nueva Escocia, que recorría el Canadá occidental,
escribió en septiembre de 1864:

Todos los periódicos discuten los cambios propuestos en cada número... Se


considera que la tarea que se les propone a estas provincias no es fácil ni
348 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

El tío Tom y Evita.


Josiah Henson (1798-
1883), el clérigo y maes¬
tro de raza negra en
quien supuestamente
se inspiró Harriet Bee-
cher Stowe para trazar
la figura del protago¬
nista de La cabaña del
tío Tom (1852), huyó
a Canadá en 183Ó y
fundó Dawn, población
para esclavos fugitivos,
cerca de Dresden, en el
Alto Canadá. Óleo con
marco de conchas de
caracol (sin fecha)
de Ira B. Barton.

insignificante; están poniendo los fundamentos del Imperio... cuyos límites se


extenderán desde... Terranova hasta las nobles montañas y las apacibles abras
de la isla de Vancouver... Tal es nuestro destino, y las provincias, desde la
más pequeña hasta la más grande, deberán mostrarse dignas de él.

Ese argumento trascendía todas las fronteras coloniales.


No obstante, las disputas internas de la Provincia de Canadá no ha¬
brían de ejercer mayor influencia sobre las cuatro colonias del Atlánti¬
co. Se estaban desenvolviendo muy bien por sí solas; prácticamente igno¬
raban las disputas que habían estremecido a la Provincia de Canadá, y
mostraban cierta disposición a no meterse en asuntos ajenos. Esto ha¬
bía sido cierto en 1858; seguía siendo cierto, en parte, en 1864. La colonia
más renuente al cambio fue la de la isla del Príncipe Eduardo, a gusto con
sus granjas, papas, langostas y playas, mientras observaba la tierra firme
del otro lado de un brazo de mar. En 1864, muchos de los isleños jamás
habían cruzado el estrecho de Northumberland. Nueva Escocia vacilaba
también, por razones diferentes. La prosperidad había llegado a ella con
el Tratado de Reciprocidad de 1854, por el cual los Estados Unidos hi¬
cieron ciertas concesiones de importación a la provincia a cambio de
derechos de pesca en sus riberas. Barcos de Nueva Escocia partían
de Yarmouth, Maitland, Avonport, Great Village, Macean, Parrsboro;
navegaban sobre los siete mares del mundo; para muchos de la Nueva
Escocia, Yokohama, Cantón, Barbados y Falmouth eran más conocidos
que Ottawa. Otro tanto podría decirse de Saint John en la Nueva Bruns¬
wick. Pero éstos tenían otras expectativas también, como la de conver-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 349

tirse en terminal de un ferrocarril procedente de Montreal, con lo que se


transformarían en el puerto de invierno de esta última ciudad, y se apro¬
piarían del papel que Portland, Maine, había comenzado a desempeñar
desde hacía apenas una década. Terranova se hallaba más lejana que
todas las demás, en actitud y en geografía, y su población era la que más
se distanciaba de la de la tierra continental; pero en la década de 1860 la
pesca en la cercanía de sus costas no marchaba bien y las dificultades
económicas estaban tentando a los habitantes de Terranova a pensar lo
que hasta entonces había sido impensable.
Detrás de todas estas reacciones en las colonias atlánticas, subsistía,
medio latente, lo que los pobladores de la isla del Príncipe Eduardo llama¬
ban, irreverentemente, el argumento de la gloria. Y ésta era la idea de
que las diversas colonias de la América del Norte Británica, como ha¬
bían hecho los estadunidenses un centenar de años antes, podrían formar
un país común a todos ellos, una nación que podría hacerse cargo de los
vastos territorios situados al norte de la frontera con los Estados Unidos y
sacar algún partido de ellos. Los políticos y los periódicos de cualquier
parte de las provincias atlánticas sintieron algo de la fuerza de esto, pe¬
ro varió enormemente según las distintas colonias. La Provincia de Ca¬
nadá había proporcionado ahora un impulso poderoso y realista a una
idea que había estado flotando en el aire durante una generación y más.
Las enormes presiones generadas por la Guerra Civil de los Estados
Unidos contribuyeron poderosamente a impulsar la creación de la Con¬
federación. En la memoria de los norteamericanos no existía el recuerdo
de una guerra como ésa. Ni la Guerra de Independencia ni la Guerra de
1812 habían creado tanta conmoción. El que buscase razones en pro de la
unión, dijo el orador nacionalista Thomas D'Arcy McGee en Montreal,
el 20 de octubre de 1864, las encontraría en una sola palabra: circum-
spice. “Miren a su alrededor en estos tiempos de terremoto”, dijo, "hacia
los valles de Virginia, hacia las montañas de Georgia y encontrarán ra¬
zones tan abundantes como si fuesen zarzamoras . Al sur de la fi ontera
se hallaba un mundo de guerra, armas y muerte. Las colonias, que en otro
tiempo habían pensado que podían tomarse con calma el avance hacia
la emancipación, encontraron de pronto que su situación era peligrosa.
“Aprendimos,” dijo McGee en 1867, “que los días de la comedia colonial
de gobierno habían terminado para siempre, y que la política se había
convertido en algo severo y casi trágico para el Nuevo Mundo .
La Guerra Civil demostró a la América del Norte Británica que las fede¬
raciones se deshacían a menos de que estuviesen mucho más fuertemente
centralizadas que lo que habían estado jamás los Estados Unidos. Tam¬
bién les hizo ver que cuando los estadunidenses terminasen de macha¬
carse unos a otros, tal vez quisiesen dirigir hacia afuera su agresividad.
Cierto número de incidentes que se produjeron en el transcurso de la
Guerra Civil inflamaron la opinión yanqui. El peor fue el caso del Alaba-
ma, un barco confederado. Había sido construido en Livei pool bajo las
mismísimas narices del gobierno británico, ostensiblemente como barco
350 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

mercante, pero sus líneas parecían ser las de un barco de guerra en opi¬
nión de la embajada de los Estados Unidos en Londres. El barco, al que
todavía no se le había puesto nombre, partió un fin de semana y su acaba¬
do se terminó en Francia. Así comenzaron los dos años de estragos que
causó el Alabama. Cuando fue hundido finalmente por barcos de guerra
del Norte, en el golfo de Vizcaya, en 1864, tan sólo los daños directos ha¬
bían ascendido a 15 millones de dólares. El Departamento de Estado de
los Estados Unidos y periódicos de ese país alegaron que el Alabama
había prolongado la Guerra Civil en dos años; como la guerra le había
costado al gobierno estadunidense 2 000 millones de dólares al año, las re¬
clamaciones indirectas a la Gran Bretaña ascendían a 4 000 millones.
Una buena manera de pagar esta cuenta, insinuaron no muy delicada¬
mente los estadunidenses, podía ser la cesión de la América del Norte
Británica. Y aunque la Gran Bretaña no tenía intención de entregarla,
sería una cuestión muy diferente si los colonizadores decidieran irse. La
política que animó al gobierno liberal de Lord Palmerston en la Gran
Bretaña durante la Guerra Civil fue la de que, no obstante que las co¬
lonias de la América del Norte Británica tenían muchos inconvenientes
—eran costosas y difíciles de administrar, para empezar—, no podían
ser entregadas deliberadamente a los estadunidenses. Eran una heren¬
cia del pasado y, a pesar de todos sus inconvenientes, la Gran Bretaña
tenía un deber para con ellas y para consigo misma. Pero las colonias,
como los hijos, crecían. Los británicos no podían permitir que los estadu¬
nidenses las tomaran, pero no había nada de malo, nada que pudiese ofen¬
der el orgullo británico, en que los colonos mismos decidiesen tomar en
propia mano su futuro. También sería algo mucho más barato.
El nuevo secretario colonial del gobierno de Palmerston fue Edward
Cardwell, administrador brillante, sereno, cuya firmeza de carácter esta¬
ba encubierta por su timidez en el Parlamento. Cuando lo respaldaban
sus colegas del Gabinete y de las camarillas, Cardwell era capaz de mos¬
trar la inflexibilidad de los buenos administradores: una vez que se ha
formulado una política y que se cree en ella, hay que hacerla valer y con¬
servarla. Y ciertamente esto es lo que hizo Cardwell con la idea de la
Confederación entre 1864 y 1866.
En 1864, el movimiento en pro de la Confederación había crecido enor¬
memente. A fines del verano de ese año, se convocó apresuradamente a
una conferencia sobre la Unión Marítima en Charlottetown. La Unión
Marítima era el proyecto predilecto de los gobernadores locales, y en
años pasados había contado con el respaldo de la Colonial Office y el
apoyo un tanto flojo de los primeros ministros coloniales. La Provincia
de Canadá se enteró de la conferencia y preguntó si podría realizar
proposiciones más ambiciosas para la unión de todas las colonias. De
modo que el 1 de septiembre de 1864, los canadienses descendieron de su
barco, el Queen Victoria, anclado en la bahía de Charlottetown, sintién¬
dose, como dijo George Brown, como si fuesen Cristóbal Colón. Los de¬
legados de Nueva Escocia y Nueva Brunswick, e inclusive algunos de la
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 351

isla, quedaron prendados de la idea de los canadienses. ¡Hacer una na¬


ción! Las proposiciones de unión esbozadas en Charlottetown fueron
tratadas con mayor detalle en la Conferencia de Quebec un mes más
tarde. En ambos lugares, los delegados bebieron y bailaron tanto como
trabajaron. Las que surgieron a fines de octubre de 1864 fueron las pro¬
posiciones oficiales para la formación de una unión de la América del
Norte Británica.
El gobierno británico las hizo suyas casi inmediatamente. Con descon¬
certante rapidez, Edward Cardwell tomó la idea de Confederación tal
y como había salido, valga la expresión, calientita, de los bailes, fiestas y
cónclaves de Charlottetown y Quebec. La convirtió en política del go¬
bierno británico a fines de noviembre de 1864, tan pronto como se vio
claramente que contaba con el suficiente apoyo local. Anunció la política
británica a principios de diciembre de 1864; se la impuso a sus gober¬
nadores coloniales en Charlottetown, San Juan, Fredericton y Halifax; la
reforzó con despachos; sustituyó a un gobernador recalcitrante en Nue¬
va Escocia; intimidó a otros en la isla del Príncipe Eduardo y en Terra -
nova; la hizo valer a través de un golpe de Estado en Nueva Brunswick. Si
Cardwell se hubiese podido salir con la suya, habría existido la Confede¬
ración desde 1865, y en ella habrían figurado todas las colonias.
Lo que le impido salirse con la suya fue que se efectuaron elecciones
locales respecto de la Confederación en Terranova, la isla del Príncipe
Eduardo y Nueva Brunswick, lo cual condujo al aplazamiento de la Con¬
federación en Terranova y a su rechazo en la isla del Príncipe Eduardo y
en Nueva Brunswick. Estos resultados fueron reflejo de la gran inquie¬
tud pública provocada por la velocidad con que se trataba de establecer
la Confederación. Sólidas fidelidades locales, y la falta de conexiones fe¬
rroviarias con Quebec o Montreal, significaron que una aplastante dis¬
tancia pareciese separar aún a las provincias marítimas del valle del San
Lorenzo. Los electorados de las provincias marítimas carecían también
del sentimiento de apremio que animaba a los hombres de la Provincia de
Canadá. Cualquiera que pudiese ser el brillo de la idea de Confederación,
habría que pensar cuidadosamente en los medios de su realización. A
muchos en las marítimas no les gustaron las condiciones.
La Nueva Escocia no quedó exenta tampoco de tales sentimientos. La
colonia se salvó de una elección gracias a que el gobierno de Tupper ha¬
bía sido elegido en 1863 y, por consiguiente, no tenía que acudir a las
urnas de nuevo hasta 1867. Charles Tupper sabía de sobra que existía
suficiente potencial para la derrota del tema de la Confederación en la
Nueva Escocia y no se atrevió a arriesgar otra elección para dilucidar
esta cuestión. Obró lo mejor que pudo: hizo tiempo. En abril de 1866 lle¬
garon noticias desde Fredericton de que, por órdenes de Cardwell, el go¬
bernador había depuesto a un gobierno anti-Confederación y puesto en
su lugar a otro, pro-Confederación. Entonces, Tupper actuó. Consiguió
una resolución en pro de la Confederación de ambas cámaras de la le¬
gislatura de Nueva Escocia en ese mismo mes. Dos meses más tarde, el
La Conferencia de Charlottetown, isla del Príncipe Eduardo, septiembre de 1864. Los Padres de la Confederación posan en la te¬
rraza de la casa de gobierno. El tercero a la izquierda, de perfil contra un pilar, en Charles Tupper (1821-1915), de Nueva Escocia.
Contra el siguiente pilar se encuentra Thomas D'Arcy McGee (1825-1868) e inmediatamente debajo están George-Etienne Cartier
(1814-1873) y (sentado) John A. Macdonald (1815-1891).
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 353

electorado de la Nueva Brunswick dio su apoyo a la postura pro-Confe-


deración de su gobierno. Aun cuando la presión ejercida por Cardwell
no fue lo suficientemente fuerte para imponer su voluntad en Terranova
o en la isla del Príncipe Eduardo, razonó que las colonias de la tierra
continental eran las importantes, y que la Confederación debía seguir
adelante.
A la Nueva Escocia no le gustaron del todo las condiciones de la Confe¬
deración, pero lo que menos le gustó fue la manera en que Tupper había
manipulado para obtener su consentimiento sin convocar a una elección,
a pesar de que era constitucional. Una delegación anti-Confederación de
la Nueva Escocia fue a Inglaterra en 1866 y se quedó allí cerca de un
año, durante el cual trató de bloquear la promulgación en el Parlamento
británico de lo que luego se llamó la Ley sobre la América del Norte Britá¬
nica. No logró nada. El gobierno británico, Tupper, Macdonald y otros
más estaban firmemente convencidos y resueltos. Con la magia del poder
soberano de Westminster, las tres colonias —Canadá, Nueva Escocia y
Nueva Brunswick— se convirtieron en una entidad nueva, el Dominio de
Canadá, constituido por cuatro provincias: Ontario, Quebec, Nueva Es¬
cocia y Nueva Brunswick.
La reina Victoria firmó la Ley de la América del Norte Británica el 29
de marzo de 1867. Fue proclamada al mediodía del 1 de julio de 1867.
Los de Nueva Escocia y algunos de Nueva Brunswick clamaron al cielo,
patalearon y presentaron sus objeciones; el gobierno británico no se
conmovió. ¿Qué podían hacer los colonos para luchar contra un cambio
político permanente decidido por Londres con la connivencia del go¬
bierno local? Lo que Joseph Howe y sus anticonfederados podían hacer
e hicieron fue castigar en las urnas a quienes los habían entregado. En
las elecciones del Dominio y provinciales de 1867, los partidarios de la
Confederación sufrieron una resonante derrota en Nueva Escocia. De las
19 curules que le correspondieron a la Nueva Escocia en la nueva Cáma¬
ra de los Comunes, 18 fueron ganadas por los enemigos de la Confedera¬
ción; de las 38 curules en la Asamblea de la Nueva Escocia, 36 las ganaron
los enemigos de la Confederación. ¡Resultado más que decisivo! Mac¬
donald y otros se habían dejado cegar por la confianza de Charles Tupper,
el primer ministro de la Nueva Escocia, que era una de esas personas que
creen que, con suficiente atrevimiento, puede uno conseguir lo que se le
antoje. Y sí se salió con la suya, indudablemente, pero le costó muy caro.
John A. Macdonald —a quien habían dado ahora el título de Sir y era
primer ministro de Canadá— rara vez mostró mayor ingenio y destreza
que cuando encontró la manera de salir de la difícil posición en que se
encontraban el nuevo Dominio de Canadá y la anterior colonia ahora
provincia— de Nueva Escocia. Una vez que a Macdonald le dijo Samuel
Leonard Tilley, de Nueva Brunswick, que había ido a Nueva Escocia pa¬
ra ver las cosas por sí mismo, que no había manera de pasar por alto el
problema (como al parecer había tratado de hacer Charles Tupper), y
luego de que Tilley insistiera en que nada se podría ganar, y sí mucho per-
354 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

der, dejando que se enconase la herida de Nueva Escocia, Macdonald se


hizo cargo y se empapó de las complejidades de la política de Nueva Es¬
cocia, desde 1 500 kilómetros de distancia, con notable intuición. Suavizó
las condiciones de la unión y metió a Howe en el gobierno del Dominio
como garantía.
En lo tocante a Nueva Brunswick, las condiciones que se le fijaron pa¬
ra ingresar en la Confederación habían sido ligeramente mejores que las
de Nueva Escocia; además, se habían realizado dos elecciones al respec¬
to, en 1865 y 1866, y la provincia, por consiguiente, ocupó su lugar en el
Dominio por mandato popular. En agosto de 1867, las elecciones fede¬
rales le dieron al gobierno de Macdonald ocho de las 15 curules de Nue¬
va Brunswick.
Los francocanadienses se habían dividido en partes iguales acerca del
tema de la Confederación en 1865, cuando tuvo lugar el debate principal.
En la elección de 1867, con ayuda de los obispos, el gobierno de Mac¬
donald obtuvo 47 de las 65 curules correspondientes a Quebec. Muchos
residentes de Quebec comenzaron a ver con buenos ojos la idea de un
centro de poder provincial, y de la creación de una capital provincial, una
vez más, en la ciudad de Quebec; Ottawa, razonaron, podía seguir sien¬
do una distante capital federal.
Ontario fue la provincia que desde el comienzo promovió la creación
de la Confederación y fue la fuerza impulsora de su realización. El go¬
bierno obtuvo 52 de las 82 curules de Ontario.
De modo que, en 1867, el nuevo gobierno de Sir John A. Macdonald
comenzó a existir con una mayoría funcional de 35 curules en la Cáma¬
ra de los Comunes. Era suficiente por lo que toca a la mayoría de los
propósitos, pero no suficiente para despreocuparse.

Hacia el oeste, hasta el Pacífico

La Constitución de 1867 fue obra de Macdonald más que de cualquier


otra persona. Charles Tupper y Leonard Tillev eran políticos locales y
ninguno abogado. Alexander Galt era un magnate ferroviario y hombre
de negocios; George-Etienne Cartier sí era abogado pero relacionado
principalmente con ferrocarriles y el código civil, lo cual no servía de
mucho para la obra severa y bien reflexionada de armar una Constitu¬
ción; George Brown era periodista. Poseían poca pericia administrativa
v legal realmente valiosa los 33 Padres de la Confederación. Tampoco la
poseía la burocracia administrativa. Macdonald le contó al juez Gowan,
de Barrie, Ontario, viejo amigo de los tiempos de la Rebelión de 1837,
que nadie le podía ayudar y que se había tenido que hacer cargo de todo
por sí mismo: “No tengo quien me ayude. Ningún hombre de la Confe¬
rencia [de Quebec] (con la excepción de Galt para las finanzas) tiene la
menor idea de cómo se hace una Constitución. Todo lo que haya de
bueno o de malo en la Constitución lo he puesto yo". Finalmente, la for-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 355

George Brown (1818-


1880), arriba, fundó el
Globe de Toronto en 1844,
y aunque fue político acti¬
vo durante muchos años,
nunca renunció a la di¬
rección del periódico. A la
derecha, el escritor y esta¬
dista Joseph Howe (1804-
1873), cuando era secre¬
tario de Estado para las
provincias en el gobierno
de John A. Macdonald.
Obsérvese que sus panta¬
lones no tienen raya; esa
moda apareció después de
fin de siglo.

ma de nuestra Constitución es producto de la mente fértil y flexible de


Macdonald.
Una de las cuestiones inmediatas y fundamentales fue la del equili¬
brio de poder entre los gobiernos federal y provinciales. Macdonald debe
haberse percatado inmediatamente, tan pronto como se usó la palabra
“federal’’, de que podría abarcar muchísimo terreno. Había numerosas
clases distintas de lo “federal". En un extremo de la escala se encontraba
una Constitución como la de Nueva Zelanda, de 1852, en la cual las pro¬
vincias eran un poco más que simples municipalidades; en el otro ex¬
tremo, estaba una Constitución como la de la primera Confederación de
los Estados Unidos de 1777-1789, en la que los estados tenían virtual¬
mente todo el poder. Macdonald se había propuesto alcanzar una meta
clara e inequívoca, la de combatir aquello que había puesto tan marca¬
damente de relieve la Guerra Civil de los Estados Unidos: la tendencia a
356 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

desintegrarse inherente a los sistemas federales. Era el resultado de un


exceso de debilidad en el centro. Por consiguiente, se puso a la tarea de
centralizar en Ottawa la mayor cantidad posible de control, con excep¬
ción tan sólo del mínimo irreductible que necesariamente debía dejarse
a las provincias. . . ,
El resultado fue un gobierno central muy fuerte, con predominio sobre
los gobiernos provinciales, que era lo que se había querido conseguir. El
control del gobierno central sobre "la paz, el orden y el buen gobierno
fue la más grande cesión de poder conocida por los funcionarios de la
Colonial Office. Era una frase que se había venido usando durante anos
—aunque más a menudo en su otra versión, la de paz, bienestar y buen
gobierno”— cada vez que el Parlamento británico había querido hacer
una cesión plenaria de poder a cualquier gobierno colonial. Y eso no era
todo. Ottawa designaba a todos los jueces del país, sin exceptuar a los
de los tribunales de los condados. Le dejó a las provincias tan sólo la fa¬
cultad de nombrar a los jueces de paz. Y Ottawa nombraba a los jefes
oficiales del ejecutivo de todas las provincias, los tenientes gobernado¬
res. Se dio énfasis a la denegación, o poder absoluto proporcionado al
Gabinete federal para vetar cualquier ley provincial, por cualquier moti¬
vo que fuese, independientemente de que la ley fuese constitucional o no.
En un famoso memorándum de junio de 1868, justo un año después de
la Confederación, Macdonald dijo a las provincias que debían esperar
que en el futuro Ottawa emplease mucho más a menudo la denegación,
arma usada infrecuentemente por la Gran Bretaña contra la legislación
colonial. Para Macdonald, el gobierno del Dominio era el amo y los go¬
biernos provinciales sus subordinados. Probablemente abrigó la esperan¬
za de que, a la larga, podrían reducirse las provincias a la condición de
gobiernos cuasi-municipales, como los de Nueva Zelanda. Algunas de es¬
tas ideas dieron forma también a su concepción del papel que habría de
desempeñar el gobierno del Dominio en el nuevo Noroeste, cuyo futuro
estaba siendo negociado con la Compañía de la Bahía de Hudson.
A los 15 meses de la Confederación, mientras Macdonald cortejaba a
Joseph Howe y Nueva Escocia, el Gabinete envió a Londres a George-
Etienne Cartier y a William McDougall para que negociaran la cesión de
los derechos de la Compañía sobre la Tierra de Rupert. Los dos minis¬
tros procedían de medios políticos radicales; ambos eran vigorosos y
obstinados. Cartier, por su estilo, modales y creencias, era francocanadien-
se; se había inclinado por la causa rebelde en la década de 1830, pero se
había adaptado maravillosamente al rudo mundo nuevo de los ferroca¬
rriles y las inversiones, así como al papel de político a mediados de la
década de 1850. McDougall era del Partido Reformista de Ontario, si¬
tuado más bien a la izquierda de George Brown —radical, anticatólico,
antifrancés—, y quien nunca se hubiese mezclado con Cartier de no ser
por la coalición que Brown había conseguido formar en junio de 1864.
McDougall era ahora, ya creada la Confederación, ministro de Obras
Públicas de Macdonald.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 357

Cartier y McDougall, cada uno por razones diferentes, convinieron en


que Canadá debía apropiarse de los derechos de la Compañía sobre la
Tierra de Rupert. Era éste un territorio grande, muy grande; sus fronte¬
ras, aunque muy precisas, jamás habían sido recorridas: la Tierra de
Rupert era el territorio comprendido por todos los ríos que desemboca¬
ban en la bahía de Hudson. Ese territorio abarcaba parte de lo que ahora
es el Quebec occidental, la mayor parte del Ontario noroccidental, todo
Manitoba, la mayor parte de Saskatchewan y Alberta y parte de la por¬
ción oriental de los Territorios del Noroeste. Para Canadá, la cuestión con¬
sistía en saber cuál sería el precio. La Compañía deseaba conseguir el
mejor precio que pudiese y aunque prefiriese venderle a Canadá, el pre¬
cio que Canadá parecía estar dispuesto a ofrecer no se acercaba, ni de
lejos, al que deseaba la Compañía, ni tampoco al de su valor de merca¬
do. Los Estados Unidos habían pagado 7.2 millones de dólares en efecti¬
vo a los rusos por Alaska, en 1867, aunque apenas sabían lo que habría
allá, si es que había algo. La Compañía razonó, sin que le faltara justi¬
cia, que si Alaska había valido siete millones, la Tierra de Rupert, con
cerca de 1 200 kilómetros de frontera con los Estados Unidos, tenía que
valer mucho más. Se habló de 40 millones de dólares y se hizo correr el
rumor de que la Compañía desearía venderla a los Estados Unidos. Pero

Los antiguos edificios del Parlamento en Ottawa. Este agradable y armonioso


retrato de los edificios de Parlamento de la Provincia de Canadá se realizó en 1866,
el año en que se terminó la construcción; al año siguiente, los edificios alojaron al
nuevo Parlamento del Dominio de Canadá. Los arquitectos principales fueron
Thomas Fuller (1823-1898) y Charles Baillairgé (1826-1906). Acuarela (1866) de
Otto R. Jacobi.
358 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

por más tentación que sintiese la Compañía, el gobierno británico jamás


habría de permitirlo.
Al cabo de seis meses de negociaciones —con la Compañía renuente y
el gobierno británico insistente—, Canadá consiguió una ganga: pagó 1.5
millones de dólares por toda la Tierra de Rupert y le devolvió a la Com¬
pañía una vigésima parte de la tierra fértil; la Compañía había pedido
primero una décima parte de las tierras fértiles, pero Canadá se había
negado a entregarlas. Compradas por el gobierno del Dominio —y paga¬
das con ayuda de una garantía imperial—, eran tierras del Dominio y
habrían de seguirlo siendo hasta que fuesen enajenadas, vendidas o rega¬
ladas para subsidiar ferrocarriles. (Lo que quedaba de ellas en 1930 fue
entregado a las tres provincias occidentales.) Fue el trato sobre tierras
más grande de nuestra historia, y Cartier y McDougall regresaron a Ca¬
nadá, en la primavera de 1869, con motivos para sentirse contentos de
sí mismos.

Louis Riel, padre de Manitoba

Las negociaciones en Londres ocultaron a las mentes de los miembros


del Gabinete canadiense algunos otros problemas igualmente impor¬
tantes en el río Rojo. Era fácil suponer en Ottawa que bastaba con hacer¬
se cargo del Noroeste y administrarlo, con un modesto teniente goberna¬
dor en el Consejo, que ocuparía el lugar dejado vacante por la Compañía
de la Bahía de Hudson. Y eso es probablemente lo que hubiese ocurrido de
no ser por Louis Riel, de 25 años de edad, que tenía un octavo de sangre
india y siete octavos de francocanadiense. Inteligente, ambicioso, poé¬
tico, visionario, vanidoso, Riel había crecido en el río Rojo y luego edu¬
cado en Montreal, a sugerencia del arzobispo de Saint-Boniface, Alexan-
dre-Antonin Taché, quien creyó que el chico tenía grandes dotes para el
sacerdocio. Y sí tenía grandes dotes, pero las puso al servicio no de la
Iglesia sino de su propio pueblo métis (mestizo), grupo al que pocos pro¬
testantes ingleses sabían comprender y al que frecuentemente subesti¬
maban. Los métis vivían durante el invierno y la primavera en granjas
situadas en las riberas del Rojo y sus tributarios, en lotes estrechos y lar¬
gos, al estilo francocanadiense. En el verano y el otoño cazaban bisontes.
Como todos los pueblos cazadores, habían adquirido técnicas específi¬
cas. Eran, en efecto, una disciplinada caballería ligera. W. L. Morton, el
gran historiador de las praderas, que creció en Manitoba, nos dejó la
siguiente descripción de las cacerías veraniegas de los métis:

Luego los cazadores, cada uno de ellos montado en su mejor caballo, cabalga¬
ban dirigidos por el capitán y se acercaban al rebaño contra el viento, prote¬
giéndose detrás de cualquier pliegue conveniente de la ondulante llanura.
Cuando se encontraban en posición, cargaban en línea a una señal del
capitán. Cada hombre llevaba su arma cruzada sobre el cuello de su caballo
entrenado, tenía un puñado de pólvora suelta en su bolsillo y llevaba la boca
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 359

llena de balas. Cuando los bisontes comenzaban a correr, cada uno escogía su
animal, que por lo común era una res joven, y cabalgaba junto a ella. Dispara¬
ba el arma atravesada sobre el cuello del caballo y apuntaba valiéndose del
ángulo. A 50 o aun a 100 metros de distancia el cazador del río Rojo podía
abatir a su presa, aunque por lo común el disparo se hacía desde más cerca.
Luego, la pólvora que cabía en la palma de la mano se metía por el cañón del
arma, se escupía una bala en la boca y todo se acomodaba golpeando la cula¬
ta sobre el muslo o la silla de montar. El jinete, mientras tanto, había seguido
galopando para acercarse a una nueva bestia... Y así proseguía la caza en
medio del tronar de los cascos, los mugidos y bufidos del ganado, en el polvo
y el resplandor de las llanuras en el verano...

A los métis no les gustaba el entremetimiento de los canadienses del


Este. Los que había en el río Rojo eran vocingleros y agresivos, y el go¬
bierno de Canadá, con sede en Ottawa, había enviado ya a topógrafos
para que hicieran un levantamiento de terrenos, muy diferente de las vie¬
jas granjas métis de lotes junto al río. Aunque el gobierno canadiense
tenía la fírme intención de respetar los derechos sobre tierras de los métis,
nadie dotado de autoridad les dio la seguridad de que tal sería el caso.
Riel conocía a su gente y sabía lo que podía conseguir con ellos. Él y
sus jinetes métis se apoderaron del Fort Garry Superior, el centro prin¬
cipal de la Compañía de la Bahía de Hudson en la confluencia de los ríos
Rojo y Assiniboine, el 2 de noviembre de 1869. Lo retuvieron en sus ma¬
nos hasta que obligaron al nuevo Dominio de Canadá a negociar. El re¬
sultado fue la minúscula provincia de Manitoba, creada en 1870, con
derechos especiales para los mestizos y los franceses.
De tal modo, a Riel se le puede considerar padre de Manitoba, y lo fue
de cierta manera, pero cometió errores y uno de ellos muy grave. Cono¬
cía a sus hombres, influía en ellos y los persuadía; lo admiraban; pero
no estaba familiarizado con el poder y su uso. La toma de Fort Garry
por un golpe de mano creó gran tensión e incertidumbre. Los métis no
eran el único grupo de sangre mezclada; había también mestizos angló-
fonos, a los que Riel quiso conquistar para su causa. Pero los métis eran
los que estaban mejor organizados y tenían mayor coherencia, por lo
que actuaron primero. Otros los veían con malos ojos, particularmente
los canadienses de Ontario, que habían llegado a considerar el territorio
del río Rojo como su posesión natural aunque futura. Se lanzaron ame¬
nazas, más vanas que reales a menudo, pero ¿cómo podría saberlo Riel?
Creyó, con razón, que se tramaban conspiraciones contra él y esto lo
perturbó. A fines de febrero de 1870, después de iniciadas las negocia¬
ciones con Canadá y de que se preparase una delegación que habría de
ir a Ottawa en la primavera, y cuando la agitación en el río Rojo apenas
comenzaba a calmarse, pareció surgir otra amenaza de parte de angló-
fonos de Ontario que vivían en Portage La Prairie. Los hombres de Riel
los capturaron, armados, cuando pasaban cerca de Fort Garry (aunque
iban camino de sus hogares, como se supo después); Riel los metió en la
cárcel del fuerte y, como escarmiento, mandó fusilar a uno de los más
360 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

beligerantes y vociferantes de ellos después de un juicio realizado por


una corte marcial métis. Fue éste un acto irreflexivo. Independientemen¬
te de lo que Thomas Scott pueda haber sido —protestante recientemente
llegado desde el norte de Irlanda que se metía en líos dondequiera que
iba—, no se podía fusilar a nadie, ni siquiera luego de una corte parcial.
Riel nunca se recuperó realmente de los desastres que la muerte de Tho¬
mas Scott trajo tras de sí. Los delegados que Manitoba enviaba a Otta-
wa tuvieron que atravesar Toronto de incógnito, tan inflamada se hallaba
la opinión pública en Ontario. Cuando llegaron a Ottawa, fueron dete¬
nidos por órdenes de Toronto y de Ottawa, lo cual causó gran embarazo
a Sir John A. Macdonald. Se les dejó en libertad, siendo Macdonald el que
en privado pagó las costas de los abogados, pero las detenciones eran
sintomáticas de un punto de vista amargo y duro de los protestantes de
Ontario que Macdonald tenía que tomarse en serio.
Al final, una minúscula Manitoba, de 224 kilómetros de largo y 176
de ancho, quedó comprendida en la Confederación desde el 15 de julio de
1870, de acuerdo en gran parte con las condiciones negociadas original¬
mente con Riel. Se mandó hacia el Oeste una expedición militar para ha¬
cer un alarde, y Riel se vio obligado a esconderse; aunque no fuese la in¬
tención oficial, los hombres de la milicia de Ontario no hubiesen dejado
escapar a Riel de haberlo encontrado. Con el tiempo, se declaró culpa¬
ble a Riel del asesinato de Scott. El gobernador general de Canadá, Lord
Dufferin, finalmente le concedió amnistía, en 1875, a condición de que
se exiliase de Canadá durante cinco años.
Más allá del río Rojo, en lo que oficialmente se conoce ahora con el
nombre de Territorios del Noroeste de Canadá, las grandes llanuras se
extendían por el vasto Oeste y ascendían gradualmente hasta los grandes
pantanos de los pastizales de la Alberta meridional, a 800 metros de al¬
titud. Allí, finalmente, las Rocosas se levantaban sobre sus estribaciones
y cercaban todo el horizonte occidental. Las llamadas llanuras occiden¬
tales estaban habitadas por orgullosas tribus de assiniboines, crees, pies
negros, la mayoría de las cuales tenían caballos que habían penetrado
hacia el norte desde México, y llegado a las llanuras septentrionales a
mediados del siglo xvm. Los indios de las llanuras cazaban bisontes; vi¬
vían del bisonte, por el bisonte y a causa del bisonte. Estas tribus, espe¬
cialmente los pies negros de la Alberta meridional, se embriagaban ya con
el mal whisky que les vendían traficantes estadunidenses que tenían
como centro de operaciones Fort Benton, en Montana. Canadá no tar¬
daría en tener que lidiar con ese trágico problema.

La colonia de la fiebre del oro

La historia de la Columbia Británica fue muy diferente. Limitada por el


paralelo 49 por un lado y Alaska (comprada por los Estados Unidos en
marzo de 1867) por el otro, la Columbia Británica tuvo que hacer frente a
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 361

una decisión difícil. La gran fiebre del oro del río Fraser, de 1858, se había
desplazado hacia el norte, a la región del caribú, hasta llegar a Barkervi-
lle, con sus aceras de tablones, sus casas de tablones y su cementerio de
tablones, que ahora era un monumento de tablones a la fiebre del oro.
Ya desde 1865, el oro de Barkerville había comenzado a agotarse tam¬
bién; los mineros se estaban yendo, la deuda colonial se iba acumulando
y el gobierno británico decidió que no necesitaba dos colonias en la costa
occidental, la de la isla de Vancouver y la Columbia Británica, cada una
de ellas con sus propias estampillas, sus funcionarios y su capital. Las dos
fueron unidas por la fuerza en noviembre de 1866, con el nombre de la
colonia de las tierras continentales, pero con su capital en Victoria. Esta
unión no puso fin a las tribulaciones de la Columbia Británica, las que
aumentaron con la adquisición estadunidense de Alaska.
Las posibilidades eran pocas y escasamente prometedoras. El total de
población blanca probablemente no pasaba de 11 000 personas, y los in¬
dios eran 26 000. Los de la Columbia Británica sentían que habían ido a
parar al último confín del mundo y que vivían en un cómodo callejón sin
salida sobre las benignas riberas del Pacífico. Estaban alejados de todo.
Si querían enviar una carta desde Victoria hasta Ottawa, tenían que po¬
nerle una estampilla estadunidense aparte del sello de la Columbia Bri¬
tánica; el correo de los Estados Unidos en San Francisco, situado a cerca
de 800 kilómetros al sur, no la aceptaba sin él. Era algo humillante e in¬
justo. A fin de cuentas, ¿por qué no ser estadunidenses? Había en Victo¬
ria alguna fidelidad por lo británico, pero en la Columbia Británica la
anexión a los Estados Unidos no tenía ese matiz de traición que la histo¬
ria le había dado a esa idea en el Este. Con toda frialdad se la considera¬
ba posibilidad legítima. Sin embargo, las representaciones del valle del
Fraser eran mucho más partidarias de la Confederación que las de la isla
de Vancouver; las tierras continentales eran contiguas al Dominio de
Canadá, aunque las distancias fuesen enormes y el territorio casi no se hu¬
biese explorado. La expedición que Sir John Palliser efectuara en 1857-
1860 había explorado el sur de Saskatchewan y de Alberta, y descubierto
un nuevo paso, el de Kicking Horse. Pero la exploración no es lo mismo
que la colonización; no obstante, la adquisición por parte de Canadá del
territorio de la Compañía de la Bahía de Hudson, en 1869, proporcionó
un argumento legítimo a los partidarios de la incorporación de la Colum¬
bia Británica continental a Canadá.
Pero ¿qué podía ofrecer el nuevo Dominio de Canadá a este mundo vas¬
to e indómito de montañas y costas? Pues bien, Canadá ofreció mucho y
más de lo que el sentido común podía haber sugerido. Delegados de la
Columbia Británica partieron hacia Ottawa en el verano de 1870. Fue
un largo viaje, desde Victoria en barco de vapor hasta San Francisco, y
luego en un prolongado y caluroso trayecto por tren, en el novísimo fe¬
rrocarril transcontinental Central Pacific-Union Pacific, terminado ape¬
nas el año anterior, hasta Omaha, Chicago y Toronto. El propio Macdo-
nald había quedado fuera de acción; había sufrido un grave ataque de
362 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Risco sobre Murderer’s Bar, río Homathko, ruta de la caleta de Bute, acuarela
(1879) de H. O. Tiedemann (1821-1891). En 1862, James Douglas, gobernador de
la Columbia Británica, ordenó la construcción de un nuevo camino hacia los
yacimientos de oro de Cariboo. A Tiedemann se le encargó el levantamiento topo¬
gráfico; la figura en el primer plano inferior puede ser un autorretrato. El lugar
tomó su nombre del hecho de que los cadáveres de mineros asesinados en la caleta
de Bute salieron a la superficie, según se decía, de nuevo aquí en 1858.

cálculos biliares a principios de mayo y apenas ahora comenzaba a re¬


cuperarse de lo que había parecido ser una enfermedad mortal. Por el
momento, el capitán de la nave era George-Etienne Cartier. Los de la
Columbia Británica deseaban que se les garantizase por los menos un
camino de carretas desde Winnipeg hasta Burrard Inlet. Cartier se atre¬
vió a más. Algo sabía de ferrocarriles, e inclusive acerca de su uso como
máquinas para la expansión. Lo que podían hacer los estadunidenses
también lo harían los canadienses. En efecto, Cartier les dijo a los de la
Columbia Británica: "¿Para qué demonios quieren un camino de carre¬
tas? No sirve para nada en el invierno y es monumentalmente lento hasta
en el verano. ¿Por qué no piden un ferrocarril?” Los de la Columbia Bri¬
tánica no podían creerlo. ¡Mira que la gente misma que estaba negocian¬
do con ellos quería mejorar sus propias condiciones! Las proposiciones
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 363

canadienses fueron aceptadas con entusiasmo. Los estudios para el tra¬


zado del ferrocarril comenzarían dos años después de la fecha de la unión
—20 de julio de 1871— y el ferrocarril mismo quedaría terminado al
cabo de diez años. Así pues, Cartier comprometió al gobierno canadien¬
se en la construcción y terminación de un ferrocarril hasta la costa occi¬
dental con fecha de 20 de julio de 1881. La camarilla conservadora de
Ottawa palideció un poco ante esto, pero el decreto relativo a la Colum-
bia Británica fue aceptado por las camarillas y más tarde por el Parla¬
mento, al recibir seguridades de que los de la Columbia Británica no
habrían de insistir en las fechas. Al fin y al cabo, ni siquiera existía el
estudio topográfico para la construcción del ferrocarril, y el punto fe¬
rroviario más cercano a Burrard Inlet se encontraba probablemente en
Barrie, Ontario.
La unión canadiense comenzaba a cobrar una forma más reconoci¬
ble, pues la isla del Príncipe Eduardo se le había incorporado el 1 de julio

Barkerville, en la Columbia Británica, lleva el nombre de William Barker, marinero


de Cornualla que encontró oro allí en 1862. Hacia 1865, cuando Charles Gentile
tomó esta foto, la fiebre de oro estaba en su apogeo; diez años después, sin embar¬
go, la bonanza había terminado. Obsérvese la ladera llena de tocones; los árboles
habían sido utilizados para hacer casas o aceras.
364 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

de 1873. Los isleños se sentían triunfantes: luego de algunas fascinantes


manipulaciones, habían conseguido que les pagaran su ferrocarril, que
les garantizasen un servicio de transbordadores hasta la tierra firme y la
autorización de una deuda del doble que la de cualquiei otro. ¡Nada tie¬
ne de particular que el gobernador general, en su visita oficial a Charlotte-
tovvn para celebrar el 1 de julio de 1873, informase que los isleños se ha-,
bían quedado con la impresión clara de que era el Dominio de Canadá lo
que había sido anexado a la isla del Príncipe Eduardo!
Fue una empresa audaz esa unión realizada entre 1864 y 1873. Pero
tenía que asegurarse. El Ferrocarril Intercolonial desde Halifax hasta
Quebec, exigido por la Ley de la América del Norte Británica, estaba par¬
cialmente terminado; el primer tren que lo recorrió por completo partió
en julio de 1876. Sandford Fleming, el ingeniero en jefe, se salió con la su¬
ya y el tren corrió, no sobre puentes de madera, sino de hierro. En el otro
extremo del país, el ferrocarril se encontraba aún en la etapa del levan¬
tamiento topográfico. A Sandford Fleming se le nombró también allí para
que dirigiera los trabajos, ¡y vaya que eran trabajos! Eran de una enor¬
me magnitud, y todavía ahora, un centenar de años después, suficiente¬
mente imponentes. Los estadunidenses contaban ya con un ferrocarril
transcontinental en 1869; pero había enormes diferencias. En 1870, la
población de los Estados Unidos era de 39 millones, y el ferrocarril trans¬
continental prestaba servicios a una población de medio millón de per¬
sonas en California tan sólo; en 1871, Canadá tenía una población de
3.7 millones y el futuro ferrocarril del Pacífico daría servicio a 11 000
blancos, dado que la Columbia Británica prestaba escasa atención a los
indios. El reunir a las diversas partes de Canadá con un sistema ferro¬
viario que, hacia 1885, habría de correr desde Halifax hasta Vancouver,
fue una magnífica realización para una nación joven que, inclusive en
1881, contaba con sólo 4.3 millones de habitantes.
La decisión que tomó Cartier acerca del ferrocarril del Pacífico quizá
no fue sensata; montones de contribuyentes de Ontario habían comen¬
zado a pensarlo. No obstante, el gobierno de Macdonald se encontraba
luchando aún, con eficacia, para dominar los enormes problemas repre¬
sentados por los Territorios del Noroeste V la Columbia Británica. Una
cosa era patente para todos: no existiría una nación transcontinental sin
los medios físicos necesarios para administrarla. A mare visque ad mate
era nuestro mayor problema de comunicaciones y de gobierno.

Estilo y carácter de la Cámara de los Comunes

Canadá era un país grande, desproporcionado y difícil de gobernar; los


asuntos internos se trataban en los partidos y en el Parlamento. Las cu-
rules de la Cámara de los Comunes estaban distribuidas conforme al prin¬
cipio de que Quebec debía contar con 65 curules (las mismas que había
tenido en 1867 dentro de la antigua Asamblea de Canadá) y éstas, divi-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 365

didas entre el número de sus habitantes, daban una proporción específi¬


ca que debía valer para las demás provincias. En cuanto a las reglas del
derecho de voto, cada provincia siguió aplicando sus propios criterios
anteriores a la Confederación hasta 1885, cuando se estableció un solo de¬
recho de voto en todo el Dominio. Todos los derechos de voto provincia¬
les, y el del Dominio, se basaron en algún requisito de propiedad. No fue
siempre muy alto, pero todas las provincias fueron de la opinión de que
el poseer alguna propiedad era condición necesaria para tener derecho al
voto. Las mujeres no siempre habían quedado excluidas —en los tiem¬
pos coloniales, y en algunas circunstancias, las mujeres habían podido
votar en Nueva Escocia y el Bajo Canadá—, pero ese derecho se había
extinguido ya antes de la Confederación.
Independientemente del buen juicio con que se distribuían las curules
en la Cámara de los Comunes, era imposible no ver un hecho fundamen¬
tal: el Oeste tenía poco poder político. Ya desde la elección de 1900, sólo
17 de las 213 curules de la Cámara de los Comunes procedían del oeste
del lago Superior. No era esto consecuencia de una conspiración de la
gente del Este: era cosa de demografía elemental. Antes de 1885, la gran
mayoría de diputados, sin exceptuar a Sir John A. Macdonald, jamás ha¬
bían viajado al oeste de la bahía Georgian, sobre el lago Hurón. La excep¬
ción era Héctor Langevin, que en su calidad de ministro de Obras Públi¬
cas había realizado un viaje oficial hasta la Columbia Británica en 1871
en el Union and Central Pacific.
En la elección general de 1872 hubo algunos distritos electorales difí¬
ciles para el gobierno de Macdonald y Cartier. El propio Macdonald
estaba probablemente seguro en Kingston. Langevin, en Dorchester, es¬
taba menos seguro; George-Etienne Cartier en el este de Montreal estaba
decididamente en peligro. Pero no sólo determinadas curules persona¬
les corrían riesgo de perderse; Macdonald, como los líderes francocana-
dienses, estaba preocupado también por muchos otros distritos electo¬
rales. En Ontario, los diputados conservadores estaban preocupados
por la cuestión de Riel; el efecto del asesinato de Scott no se había extin¬
guido, y el gobierno de Ontario, en 1871, ofreció una recompensa de 5 000
dólares por su asesino o asesinos. También el ferrocarril del Pacífico
causaba preocupación, pues impuestos de Ontario se habían invertido en
montañas vírgenes para tender un ferrocarril que diese servicio a una
minúscula población blanca. Como el total de curules en Ontario había
llegado a 88, siendo que en 1867 era de 82, a Macdonald no le gustó el
cariz de las cosas. De manera que recomendó a sus partidarios de algu¬
nos distritos electorales dudosos que “gastaran dinero" para convencer
a los electores de que votaran por ellos. Después de todo, dijo Macdonald,
“nuestros amigos se han mostrado liberales en sus contribuciones . Y
así había sido, en efecto.
La mayor parte del dinero para la campaña conservadora, en 1872, lo
había proporcionado Sir Hugh Alian, el magnate naviero de Montreal y
presidente de la Cañada Pacific Railway Company, que quería conseguii
366 LOS DESAFÍOS de un destino continental

El caricaturista J. W. Bengough
(1851-1923) fundó el semanario
satírico Grip, que se hizo famoso
ridiculizando a Sir John A. Mac-
donald durante el llamado Escán¬
dalo del Pacífico. El jefe liberal
Alexander Mackenzie mira con
escepticismo a Sir John A. Mac-
donald.

el contrato del gobierno para construir el ferrocarril del Pacífico. Su


línea naviera requería buenas conexiones ferroviarias que pudiese con¬
trolar. Alian necesitaba del gobierno y el gobierno necesitaba de Alian.
Sir Hugh soltó un montón de dinero, alrededor de un tercio de millón de
dólares a Macdonald, Cartier y Langevin (multipliqúense las cifras en dó¬
lares de mediados de siglo por cerca de doce para obtener un equivalen¬
te contemporáneo).
Macdonald ganó la elección de 1872, pero no muy cómodamente, a
pesar del soborno de sus electores. Su ventaja de 1867 había quedado
grandemente reducida. Y había tenido razón en lo relativo a Ontario: de
sus 88 curules, la oposición liberal ganó por lo menos 46, y quizá más.
La mayoría necesaria en la Cámara de los Comunes habría de depender
del carácter de cada cuestión en particular.
Después de la elección, a Sir Hugh Alian se le recompensó con el con¬
trato para construir el ferrocarril del Pacífico, en el supuesto de que se
desprendería del control estadunidense en su junta de directores. Pero
como Alian, sin que lo supiera Macdonald, había utilizado dinero estadu¬
nidense para convencer al gobierno de que le diese el contrato, le re¬
sultó difícil dar satisfacción y finalmente se llegó al chantaje. Los libe-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 367

rales hicieron estallar el escándalo el 2 de abril de 1873. Cuando, en ese


mismo mes, Macdonald, que afirmó que sus manos estaban limpias por¬
que no había ganado nada personalmente, propuso la formación de un
comité que investigara el escándalo, obtuvo una mayoría de 31. Pero la
disciplina de partido no era muy firme y no podía confiarse plenamente
en esa mayoría. No tardó mucho en verse reducida. Pronto había bajado
hasta ocho en una Cámara de 200. Macdonald podría haber abrigado la
esperanza de que los seis nuevos diputados de la isla del Príncipe Eduar¬
do le diesen su apoyo, pero cuando llegaron, en el otoño de 1873, el “Es¬
cándalo del Pacífico” se hallaba en su apogeo. Los liberales robaron y
publicaron las cartas y los telegramas que Macdonald envió en 1872 a
Sir Hugh Alian. Su lectura fue sabrosa y condenatoria. “Necesito otros

Izamiento de la ban¬
dera. El joven Wilfrid
Laurier. En 1877, Lau-
rier (1841-1919) fue
nombrado ministro en
el gabinete de Alexan-
der Mackenzie. Fue de¬
rrotado cuando regresó
a su distrito electoral
para una elección com¬
plementaria reglamen¬
taria, pero luego se le
ofreció una curul en la
ciudad de Quebec, este.
Aquí se le ve en uno de
los bastiones de la ciu¬
dad, izando triunfal¬
mente la bandera libe¬
ral, por haber ganado
la nueva elección com¬
plementaria. Por Octa-
ve-Henri Julien, publi¬
cado en el Canadian
Illustrated News (15
de diciembre de 1877).
368 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

10 000, no me falle." Estas cartas, impresas en periódicos liberales, hi¬


cieron fruncir el ceño hasta a conservadores fieles, y a otros los pusieron
a rogar al cielo que no hubiese ni un grano de verdad en ellas. Pero sí o
había, y los partidarios de Macdonald no se ablandaron cuando afirmó
que, simplemente, no podía acordarse de ciertos sucesos y accidentes.
Y esto pudo ser verdad —como muchos de sus contemporáneos, a veces
bebía con exceso—, pero no mejoró la situación.
Cuando se reunió el Parlamento, en octubre de 1873, los nuevos dipu¬
tados de la isla del Príncipe Eduardo no quisieron quedar embarrados a
causa de Macdonald y se pasaron principalmente a las filas de los li¬
berales, atraídos por la promesa de un puesto en el Gabinete. El gobierno
pensó que podría sobrevivir por un voto, pero ni éste consiguió y tuvo
que renunciar el 5 de noviembre de 1873. Lord Dufferin, gobernador ge¬
neral, llamó al líder de la oposición para formar el gobierno.
Alexander Mackenzie hizo precisamente eso. Era un contratista esco¬
cés de corta estatura, muy vivaz, natural de Sarnia, Ontario, que había
iniciado su vida de trabajo a la edad de 14 años, como cantero. A veces
se le ha retratado, sin razón, como un personaje de carácter adusto; te¬
nía sentido del humor, pero al carecer de instrucción suficiente —pues
se había abierto camino gracias a un duro esfuerzo y una sólida honra¬
dez—, carecía de agilidad y propendía a mostrarse terco e intratable. Así
también, el Partido Liberal era más bien un cajón de sastre en el que fi¬
guraban reformadores de Ontario, liberales de las provincias marítimas y
"rojos” de Quebec. Tan pronto como Mackenzie se sintió firme, convocó
a una elección general para el 22 de febrero de 1874, y en la agenda figu¬
ró como tema principal el Escándalo del Pacífico. Él y sus liberales proce¬
dieron a trapear el suelo con los conservadores. El electorado canadiense
dio de nuevo la victoria a Mackenzie y a los liberales con una mayoría de
71 cumies en una Cámara de 206. Fue devastador.
La Cámara de los Comunes no era lugar para los tímidos o los delica¬
dos. Charles Tupper, y algunos otros, eran diestros acuñadores de fuertes
argumentos en pro de causas débiles, pero la Cámara de los Comunes pro¬
pendía a ver con algo de desconfianza sus propios debates. Desconfiaba
de la retórica y de la elocuencia; la emoción, cuando no se desprendía del
argumento mismo, se veía con sospecha. El diputado nuevo que trataba
de hacer un "discurso memorable” frecuentemente descubría que los
asientos de la Cámara de los Comunes se iban vaciando y sus espléndi¬
dos periodos y metáforas podían convertirse en el hazmerreír de los sa¬
lones. Era un lugar duro, cuya rudeza agravaban quizá los dos bares
parlamentarios. En las sesiones nocturnas de la década de 1870, como ob¬
servó Wilfrid Laurier, a la mitad de los diputados se les habían pasado
las copas.
Alto, esbelto, atildado, Laurier tenía el aspecto del poeta que era. Llegó
a la Cámara de los Comunes por primera vez en 1874; durante un breve
periodo, en 1877-1878, fue ministro y se convirtió en líder de la oposi¬
ción en 1887. Desde un principio, Laurier entendió bien al Parlamento.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 369

No temía a un buen debate, pues no era frágil, pero su natural elegancia


le hacía aborrecer la ordinariez, las disputas y el lastimar a la gente. Las
que más le gustaban eran las ocasiones formalmente establecidas y al pa¬
recer se desenvolvía mejor entonces que en medio de las estocadas que
se cruzaban en el piso de la Cámara. Laurier era en realidad un actor; po¬
seía un profundo sentido del teatro. Se dijo a veces que el pulimiento de
sus discursos se debía a lo bien ensayados que los traía.
Sir John A. Macdonald fue, por múltiples conceptos, el personaje más
interesante de todos ellos, al que siempre se le prestó oídos en la Cámara,
aun cuando no fuese un orador parlamentario en la acepción común del
término. Rara vez rebatía argumentos con argumentos. Sus discursos
eran como los de un hombre que medía su audiencia y su tema, que bus¬
caba tanteando su camino, un poco a la manera del hombre que se abre
paso saltando sobre las piedras de un arroyo. Macdonald podía lanzarse
contra la oposición cuando lo consideraba necesario, pero sus ataques
solían cobrar la forma de insinuar un relato que divertiría a sus partida¬
rios, sacado de su gran almacén de anécdotas tomadas de las novelas,
las biografías y la historia. No era apuesto, ni mucho menos; su pelo, en
otro tiempo espeso y rizado, se apelmazaba ahora principalmente hacia
la coronilla, y su gran nariz parecía haber adquirido una madurez debi¬
da al paso de los años y al whisky. Tenía también una voz suave y sonora,
un poco ronca, legado de sus años de bebedor. Poseía una espléndida
memoria para los nombres y los rostros, memoria ya legendaria en su
época. Todo esto le valió conservar hasta el final la fidelidad de sus par¬
tidarios. Macdonald lo sabía; jamás se olvidó de que la popularidad da¬
ba poder, pero sentía un afecto auténtico por los seres humanos. No se
podía abusar de él demasiado, pero lo cierto es que poseía una intermi¬
nable paciencia para soportar las veleidades del animal humano. No obs¬
tante, cuando, en su calidad de miembro del Gabinete, el joven Charles
Tupper deseó algo de Macdonald en 1890, este último garrapateó en la
impertinente carta de su joven y engreído colega: “Querido Charlie, despe¬
lleja tus propios zorrillos".
El Parlamento era también semejante: brusco, cáustico, bromista, clara¬
mente carente de refinamiento. A veces podía ser tumultuoso y en determi¬
nadas ocasiones el lanzarse los libros azules y los legajos de documentos
de un lado al otro de la Cámara era algo autorizado por la tradición.
Tupper se quejó en cierta ocasión de haber sido golpeado por uno de esos
formidables objetos; ¡la oposición le respondió que sólo le habían lanza¬
do el libro de las estimaciones suplementarias! También en los trabajos de
comité se producían de vez en cuando graves alborotos. Durante una vo¬
tación a mano alzada, los partidarios del sí se alineaban a un lado y los
del no al otro lado y la diversión consistía en arrastrar o empujar a un
diputado para que se pasase al bando contrario. Alexander Mackenzie,
aunque chaparro, escogió cierto día a Cartier, que era más alto que él, co¬
mo presa, pero la víctima luchó con tal energía que escapó a la suerte de
tener que votar por el lado contrario. Las sesiones parlamentarias se efec-
370 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

tuaron a veces en medio de cánticos, o de las imitaciones de gatos y de


gallos. En 1878, después de la gran borrachera parlamentaria de febrero
de ese año, el Canadian Illustrated News recomendó que se preparase
una edición especial de los informes Hansard de los debates parlamen¬
tarios para enseñarles a los cocheros una buena sarta de insultos.
Sir Richard Cartwright, ministro de Finanzas de 1873 a 1878, solía de¬
nunciar a sus oponentes conservadores con malintencionada elocuen¬
cia. A Cartwright le encantaba descubrir errores, especialmente durante
los 18 años (1878-1896) en que los conservadores estuvieron en el poder.
La revista Grip publicó en 1890 una caricatura de él en la que aparecía
como caballero montado y protegido por un escudo en el que se leía el
lema ruina total. En la caricatura alguien le pregunta: Pero ¿no podría
dejarnos ver el otro lado del escudo, Sir Richard? ¡No tiene ningún
otro lado!”, respondía el Caballero Azul.

La Política Nacional y la revolución industrial de Canadá

El gobierno de Alexander Mackenzie no marchó bien. No fue fácil lu¬


char con "el niño mimado de la Confederación" (la Columbia Británica),
el ferrocarril del Pacífico, la terminación del Intercolonial, ni menos
con la depresión de 1874-1878. La mayoría liberal, que perdió elección
tras elección, se redujo de 71 a 42. Lo que determinó el resurgimiento de
los conservadores, aparte del propio Macdonald, fue el que el gobierno
liberal no hiciese nada por remediar la depresión de la década de 1870 y
sus efectos en Canadá. Quizá no hubiese sido posible mitigar dichos
efectos: tal era el parecer del ministro de Finanzas, Sir Richard Cart¬
wright. Pero el hecho de que dijese que no podía hacer nada ("tenemos
tanta fuerza como la de un montón de moscas sobre una rueda y no más”),
y de que lo creyese, no le hizo ningún bien en las urnas al Partido Liberal.
Un grupo de industriales de Montreal había convencido a Sir John A.
Macdonald para que aceptase la idea de un sistema proteccionista de
aranceles más altos, y en los veranos de 1876 y 1877 divulgó y difundió
la idea en el ambiente donde mejor se desenvolvía, en los picnics políti¬
cos. Fundamentalmente, los líderes liberales eran partidarios del libre
comercio, convencidos de que los gobiernos no debían meterse con las le¬
yes económicas, y esto a pesar del hecho de que los Estados Unidos las
habían estado manipulando con toda libertad para proteger sus indus¬
trias; el sistema de aranceles elevados estadunidense comenzó a operar
desde la Guerra Civil. Mackenzie y Cartwright creían que los aranceles
eran una necesidad en Canadá, no para la protección, sino tan sólo por¬
que constituían la fuente principal de ingresos del gobierno del Dominio:
77 por ciento (aun en 1900, 73 por ciento del ingreso federal provenía
de los aranceles).
El Partido Liberal manifestaba toda una gama de opiniones en mate¬
ria de aranceles. En un extremo del espectro se encontraban los partida-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 371

ríos de la libertad de comercio. Otros se inclinaban por la llamada pro¬


tección incidental, el punto, digamos de 20 por ciento, en que un arancel
comenzaba a proteger a los industriales canadienses de la competencia
extranjera (sobre todo estadunidense); puede decirse que esta posición
representaba las opiniones más metropolitanas del Partido, de Edward
Blake, el abogado de Toronto que sería líder del Partido Liberal de 1880
a 1887. Pero Blake entró y salió del gobierno en la década de 1870, y los
consejos a los que se prestaba oídos eran los de Mackenzie y Cartwright,
que deseaban tan sólo un arancel que proporcionase ingresos al Estado,
un arancel que fuese lo más bajo posible y compatible con las necesida¬
des presupuéstales del gobierno.
Lo que exacerbó el problema de la década de 1870 fueron las ventas a
precio castigado, o dumping, de los industriales estadunidenses, quienes
se vieron malamente afectados por el encogimiento de sus propios mer¬
cados durante la depresión y consideraron útil vender sus artículos en
Canadá, a menudo por debajo de los costos, simplemente para deshacer¬
se de inventarios. Edward Gurney, que fabricaba estufas en Hamilton,
dijo ante un comité de la Cámara de los Comunes, en 1876, que sus com¬
petidores de Buffalo estaban metiendo estufas en Canadá a la mitad del
precio canadiense. Esto no lo hacían sólo para reducir sus inventarios;
tenían también de paso el propósito de sacar del mercado a Gurney. En
el número de Grip de febrero de 1876 aparece una caricatura en la que
se ve una fábrica canadiense cerrada; en la parte de adelante, el Tío Sam
está apaleando a la industria canadiense, tirada en el suelo, con un gran
palo (el arancel proteccionista estadunidense), mientras que el palo aran¬
celario canadiense es pequeño, insignificante e inútil. Cerca se encuen¬
tra el primer ministro Mackenzie, vestido de policía, que no interviene,
aunque lleva la porra de su gobierno en la mano, mientras rumia "¿Por
qué vacilo?" El caricaturista de Grip sabía perfectamente lo que se ne¬
cesitaba. En la parte de abajo está escrito, con grandes caracteres, “¡se
NECESITA PROTECCIÓN!”

Poseer un país o ninguno

La protección para las jóvenes industrias canadienses —artículos de


lana, telas de algodón, hierro y acero, zapatos, estufas— no era sólo una
cuestión económica, sino filosófica, discutida entonces tanto como aho¬
ra. Era una de las pocas cuestiones de las que podía decirse que dividían
a los dos partidos políticos canadienses. El propio Macdonald no tenía
causa filosófica —si acaso había sido partidario del libre comercio—, pe¬
ro sí poseía antenas sensibles y lentamente, y hasta de mala gana, se fue
haciendo de la idea de la necesidad de un arancel protector. Tal vez lo
convenció Charles Tupper, que al parecer fue concibiendo la idea gracias
a su experiencia de la Nueva Escocia, y la llamó Política Nacional. Grip,
en mayo de 1877, la resumió:
372 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

...esta gran verdad debes saber,


los países crecen sólo por sus manufacturas...
tus herramientas, tus armas, tus ropas, hazlas cerca.
Tus agricultores a tus trabajadores todos suministrarán
alimentos, y tus obreros a ellos todo lo que necesitan,
todos se ayudarán a todos y las ganancias vendrán...
Surgirá la fuerza y a Canadá se le conocerá
no como una mezquina colonia sola...
El presente ha llegado; el perezoso pasado se ha ido,
tendremos un país, o no tendremos ninguno.

Lo que había ocurrido era que la sabiduría convencional de la época ha¬


bía abrazado la causa de los aranceles proteccionistas (cualquiera que
fuera el nombre que se les diese). Macdonald cambió lo mismo que la
opinión pública, pero Mackenzie no lo hizo. Cambios como éstos son
mucho más fáciles de hacer cuando se encuentra uno en la oposición y
nada tiene que perder. A consecuencia de ello, Macdonald volvió al po¬
der luego de la elección general de septiembre de 1878, con una mayoría
tan grande como aquella con la que lo habían derrotado en 1874. Los
liberales no pudieron sobreponerse a ella. Algunos no pudieron sobre¬
ponerse tampoco a la nueva Política Nacional, que a través de Macdo¬
nald habría de convertirse en rasgo permanente de la vida económica y
política de Canadá. La idea fundamental de la Política Nacional fue la de

Obreras escogiendo
mineral en la mina de
cobre de Huntington,
cerca de Bolton, Que-
bec, en 1867; una rara
fotografía de las condi¬
ciones de trabajo en
Canadá en la era de la
Confederación. Foto de
William Notman.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 373

Talleres de laminación de Toronto. Este pastel de 1864, obra de William Arm-


strong, evoca el poema de Archibald Lampman (1861-1899) “La ciudad del final de
las cosas": “Llamas terribles y brillantes/estremecen todas las furtivas sombras... y
sólo el fuego y la noche imperan... ”

alentar, mediante una estructura arancelaria, el desarrollo de la indus¬


tria canadiense: permitir la entrada a bajo costo de materias primas, como
el algodón, el azúcar sin refinar o las melazas; y fijar elevados aranceles de
importación (de 25 a 30 por ciento) a los artículos que las fábricas cana¬
dienses ya podían manufacturar, como eran las telas de algodón o de la¬
na, los azúcares refinados, los clavos, tomillos y motores.
El otro principio de la Política Nacional era el de la permanencia. Nin¬
gún industrial estaría dispuesto a invertir 100 000 dólares en una fábri¬
ca sin tener la seguridad de que la protección arancelaria se conservaría
durante un tiempo. Quizá 25 años era suficiente para establecer una
industria joven. Fuese lo que fuere, Macdonald y el gobierno conserva¬
dor insistieron en la importancia de la "permanencia". Los liberales que
lucharon contra la Política Nacional con resultados no muy halagadores
en el Parlamento y en las tres elecciones generales (1882, 1887 y 1891) pro¬
bablemente lucharon también contra los industriales que creían que la
prosperidad de sus negocios dependía de la reelección del Partido Con¬
servador. Cierto o no esto último, lo que sí es cierto es que el Partido Libe¬
ral comenzó a recibir el apoyo real de los hombres de negocios después
374 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

de 1893, cuando Laurier y el Partido Liberal abandonaron su postura en


pro de la libertad de comercio y Sir John Thompson, de parte de los
conservadores, golpeó con algo de excesiva dureza a los Massey y otros
más que estaban ganando demasiado dinero gracias a la protección
arancelaria
Las fábricas, que debían ser las beneficiarías de la protección, llevaban
ya varios años de existencia, pero fue gracias a la Política Nacional co¬
mo se convirtieron en rasgo importante de la vida canadiense. Para algu¬
nos contemporáneos, la planta industrial canadiense pareció nacer de la
noche a la mañana en los años de expansión de las primeras décadas de
1880. Aparecieron nuevos conjuntos de industrias para la fabricación
de cuchillería, relojes, fieltros, vajillas, telas y productos de lana y de al¬
godón. La primera tela estampada de algodón se produjo en Canadá en
julio de 1884, en una fábrica que tenía capacidad para elaborar 30 000
metros por día. Creció la demanda de los consumidores y se extendieron
las redes de distribución.

Relatos de la vida y el trabajo

Esta vasta productividad fomentó indudablemente la prosperidad y el


bienestar del país. Entre 1840 y 1900 el nivel de vida se elevó, medido con
la regla de lo que un dólar podía comprar; probablemente podía com¬
prar alrededor de 25 por ciento más en 1900. Quizá fue ligeramente más
difícil ganarse un dólar en 1900; es imposible medirlo. Sin duda, el tra¬
bajador era menos autosuficiente en la ciudad de lo que había sido en la
granja. Tenía que comprar bienes y servicios a algún otro. En el paso de
las granjas a las ciudades, lo que se suponía era que la vida mejoraba.
Pero probablemente fue un proceso desigual; los alquileres en la ciudad
eran elevados, y es posible que, una vez llegada a la ciudad, la familia se
sintiese atrapada en ella en los malos tiempos, sin capacidad de regresar
a la granja. No obstante, es indudable que las fábricas multiplicaron enor¬
memente la productividad. Tomemos el ejemplo de los zapatos. Un zapa¬
tero de la década de 1840 cosía dos pares de zapatos al día; en la década
de 1880, gracias a la nueva máquina de coser, un obrero podía producir
un centenar. Es decir, producía partes de un millar de pares, y otros nueve
obreros hacían, en la misma proporción, las demás partes. La produc¬
ción se elevó marcadamente y los precios bajaron.
Se produjeron también cambios drásticos en la técnica. La transfor¬
mación del artesano de la década de 1840 en el obrero fabril de la de 1880
tuvo como consecuencia que las tareas se volviesen mucho más rutina¬
rias. El orgullo del artesano menguó claramente en la fábrica, pues ésta
ya no necesitaba de trabajadores diestros y experimentados que habían
aprendido su oficio a lo largo de 15 o 20 años. La mayoría de las tareas
podían ser aprendidas rápidamente por trabajadores sin pericia alguna,
o por niños y niñas. Esta clase de trabajo era mucho más barata. El tra-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 375

Bajo la Política Nacio¬


nal... Litografía a colo¬
res (de artista anónimo)
publicada en 1891 por
la Liga Industrial del
Partido Conservador,
parte de una serie de
carteles con ocasión
de la elección federal en
los que se atacaba el pro¬
grama de la reciproci¬
dad de los liberales. De
hecho, la Política Na¬
cional se propuso siem¬
pre beneficiar a traba¬
jadores y campesinos
lo mismo que a los fa¬
bricantes.

OR R5VENUE TARÍFF.

bajo infantil, de niños de menos de doce años y de niñas de menos de 14,


quedó prohibido tanto en Ontario como en Quebec en la década de 1880,
pero fue imposible hacer que se cumpliese la ley. En Nueva Escocia, los
chicos debían tener por lo menos diez años de edad antes de entrar a tra¬
bajar, ¡y no se les debía hacer trabajar durante más de 60 horas a la sema¬
na hasta no haber cumplido los doce años! El trabajo infantil no fue crea¬
ción tan sólo de capitalistas malvados. Fue una conspiración de padres
y patrones. El chico necesitaba aprender, los padres necesitaban el dine¬
ro que el niño llevaba a la casa y los patrones necesitaban el trabajo. Esto
no hacía menos reprensible el trabajo infantil, pero la culpa debía dis-
376 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

tribuirse. Y la familia urbana provenía de la familia granjera, los niños


trabajaban largas horas en ambos sitios.
Véase el caso de Théophile Carrón, oficial cigarrero, de 14 años de edad.
Se le colocó como aprendiz a los once años, casi indudablemente por
obra de su padre o de su madre, de acuerdo con un documento debida-
mente notariado. Después de tres años de trabajo se convirtió en oficial \
al paso del tiempo podría hacerse maestro. No era fácil controlar a tra¬
bajadores tan jóvenes y los capataces de las fábricas no siempre se mos¬
traron muy blandos en la aplicación de la disciplina que debían impo¬
ner. A los aprendices jóvenes que cometiesen la menor infracción de la
disciplina se les encarcelaba en la prisión de la misma fábrica. Podría de¬
cirse que los trabajadores que no deseaban someterse a tales condicio¬
nes podían no hacerlo. Podían optar por salirse del trabajo. Pero no era
tan sencillo. Se puede almacenar granos, se puede guardar dinero, pero
no se puede almacenar trabajo tal y como no es posible poner el hambre
en un anaquel y olvidarse de ella. Él poder negociador de los trabajado¬
res y los capitalistas no era igual. Los obreros tenían que trabajar para

El hambre de la leña. La distribución anual de leña a los necesitados a fines del


siglo xix era un acto de caridad que fue cobrando cada vez mayor importancia a
medida que aquélla fue subiendo de precio y las ciudades se volvieron más popu¬
losas. Los meses invernales fueron “los más crueles” para los pobres en Canadá.
Grabado de una publicación periódica ilustrada de la década de 1870.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 377

comer. El capitalista simplemente se sentaba, un poco diabólicamente, a


esperar que el dinero se reprodujese por sí mismo.
La enfermedad era peor. Cuando enfermaba uno en la granja, solía ha¬
ber alguien que se hiciese cargo de él y del trabajo. En la ciudad, cuando
la enfermedad le impedía a uno trabajar no ganaba dinero. No había
salvaguarda contra el destino o la mala suerte. A pesar de esto los traba¬
jadores siguieron llegando a la ciudad desde las granjas, cambiando la
disciplina del trabajo en el campo, a menudo prolongado y mal pagado,
por la disciplina más severa y exigente de la fábrica, pero que al menos
proporcionaba una paga en efectivo y un día de descanso, el domingo.
Los cambios no fueron fáciles. En una población fabril como Marys-
ville, Nueva Brunswick, al noroeste de Fredericton, los trabajadores se
levantaban al oír el silbato de la fábrica de textiles de algodón. Se iba al
trabajo al oír el silbato, se almorzaba y se tomaba el té al oírlo y al cabo
de una jornada de diez horas el silbato decía cuándo debía volver uno a
su casa. En la granja, los animales imponían sus propias rutinas, pero en
medio de sus constreñimientos y de los que imponían los cultivos, uno
era, hasta cierto punto, su propio amo. En una factoría lo sometían a uno a
una rutina ajena. El poeta Archibald Lampman, criado en el campo, llegó
a odiar muchos aspectos de la nueva ciudad de la década de 1880:

Y de tu vecino teme la pena,


cuando callan los labios cantarinos,
y la vida es un trabajo interminable
hasta que la muerte o la libertad llegan.

Una infortunada certeza era la de la reducción de los salarios en el in¬


vierno. Tradicionalmente, el invierno era la estación floja, lo mismo en
las granjas que en las ciudades. Mucho después de la llegada de los fe¬
rrocarriles, los trabajadores siguieron siendo despedidos cuando comen¬
zaban los hielos. Cuando más gente buscaba trabajo, los patrones po¬
dían bajar los salarios. En el preciso momento en que más se necesitaba
el dinero, para comprar ropas para la familia, leña o carbón para la cale¬
facción, se reducían los salarios. En el campo, los inviernos eran tempo¬
radas para el trato social; en las ciudades, podían ser brutales. Y existía
muy poca protección para las clases obreras, e inclusive para las clases
medias, contra la mala suerte, la desgracia, la enfermedad o los acciden¬
tes. Una familia pobre de Montreal gastaba al mes once dólares en aba¬
rrotes. (Se le pagaba al abarrotero por mes o por trimestre en aquellos
tiempos.) La esposa caía enferma luego de haber pagado tan sólo siete
dólares. El esposo pedía tiempo para pagar los cuatro restantes. Se nega¬
ba el crédito, quizá por obra de endurecidos abogados que a veces se ha¬
cían cargo de deudas para cobrarlas a comisión. Se conseguía el fallo
del tribunal para el pago de los cuatro dólares más 15 de costos. Se embar¬
gaban los salarios del hombre y la desesperación lo llevaba al suicidio.
Los sindicatos trataron de proporcionar alguna protección colectiva
378 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Hamilton. Procesión
de los hombres del mo¬
vimiento en pro de la
jornada de nueve ho¬
ras. El movimiento
obrero canadiense en¬
cuentra sus raíces en
las ciudades altamente
industrializadas, como
la de Hamilton, Onta¬
rio, a cuyos trabaja¬
dores metalúrgicos se
les ve aquí marchando
para conseguir la jor¬
nada de nueve horas.
Obsérvense los pendo¬
nes procesionales pin¬
tados de los sindicatos.
Grabado tomado de
una fotografía apareci¬
da en el Canadian
Illustrated News (8 de
junio de 1872).

en contra de vicisitudes tales como las rebajas salariales o las jomadas de


trabajo demasiado prolongadas. Su éxito dependió de la fuerza que po¬
seyeran. Los más fuertes, los primeros, se formaron entre artesanos cu¬
yas pericias o habían podido sobrevivir a la mecanización o formaban
parte de ésta, como lo fueron, respectivamente, los trabajadores de las
imprentas y los conductores de trenes. Menos fuertes fueron los trabaja¬
dores manuales; de hecho, existía en el campo del trabajo una jerarquía,
como en muchos otros campos. Los sindicatos de obreros calificados no
siempre tenían muchas ganas de sacar las castañas del fuego de sus com¬
pañeros menos calificados. Una organización sindical trató de tender
un puente sobre este abismo, y durante algún tiempo lo logró con éxito:
la Noble y Santa Orden de los Caballeros del Trabajo de América del
Norte. En sus filas figuraban diversas clases de trabajadores, y hasta pe¬
queños empresarios. Muchas de las luchas de la Orden no se libraron
solamente en torno de los salarios y de las jornadas laborales, sino para
obtener el reconocimiento de los sindicatos. Obtuvieron algunos éxitos
reales. Uno de sus primeros encuentros tuvo como rival a la Compañía de
Tranvías de Toronto, en 1886. El senador Frank Smith, su presidente,
dijo que no contrataría a ningún sindicado. Estalló una huelga; el acuerdo
a que se llegó se fundó en el derecho de los hombres a pertenecer a un
sindicato.
Las cuestiones del trabajo y de los sindicatos, de las penas en la ciudad,
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 379

fueron —podemos afirmar sin temor— el aspecto del Este, industrial, de


la Política Nacional de Macdonald. Era eficaz, enérgica y activa, pero
trajo consigo problemas sociales concomitantes. Las ciudades canadien¬
ses crecían rápidamente, la población de Montreal se duplicó entre 1871
y 1891. La duplicación de la población de una ciudad cuadruplica los
esfuerzos que se imponen a sus instituciones, la protección contra incen¬
dios, la red de drenaje, el mantenimiento de la ley y el orden, la construc¬
ción de casas. En el lado occidental, las tensiones generadas en Winni-
peg fueron todavía más drásticas. De 240 almas en 1871, la población se
había elevado vertiginosamente hasta 25 000 en 1891. Pero en esto, como
en tantas otras cosas, el Oeste era muy diferente.

El país de las grandes distancias

Es difícil comprender el Oeste sin haber estado allí; era, y es, un mundo
especial. Hasta el aire es diferente: el viento, las distancias, los inviernos
y los veranos. Y el Oeste de las praderas dista mucho de ser monótono:
abrumador, quizá sea la palabra que lo nombre mejor, sobre todo si se
piensa en esa luz cegadora, transparente, sin bruma. Por el cielo inmenso,
como dijo Wallace Stegner, se desplazan armadas enteras de nubes, cu¬
yos cascos, al parecer, se han limado contra la tierra. Sobre los vastos ki¬
lómetros corre el viento, un viento que huele a hierbas, limpio, algo con lo
que debe uno luchar, tal y como lo hace una trucha contra la corriente en
un rápido.
El Oeste tenía sus propias exigencias; en las granjas de la pradera sus¬
piraba uno por la fruta y a veces por el agua y la sombra. En los días de
los pioneros al menos, lo único que se comía era carne y más carne, saca¬
da de una olla en la que se cocía un estofado eterno, lentamente, sobre la
parte de atrás de la estufa, tan eterno como la gruesa tetera del pescador
de Terranova o de Nueva Escocia, desde la que se servía un líquido se¬
mejante al del estofado, un té con consistencia de cuero. Alguien del Este
que viviese en Battleford, Saskatchevvan, en las décadas de 1870 y 1880,
echaría de menos las peras, manzanas, cerezas y melocotones del Niága¬
ra, o las gordas y amarillas Gravensteins del valle de Annapolis, la diver¬
sidad característica de las granjas del Este. Pero es que toda la economía
era diferente. Las granjas del Este nunca fueron autosuficientes por com¬
pleto, pero les faltó poco para serlo. Como caían 750 o más milímetros de
lluvia al año en el Este, siempre se levantaba una cosecha de algo. Pero en
las praderas se dependía fundamentalmente del grano: de la cebada y la
avena donde caía lluvia suficiente, y del trigo en todas partes.
En el Oeste, la cosecha llega con aterradora rapidez. Imaginémonos 65
hectáreas de trigo perfectamente maduro; no puede esperar, tiene que
recogerse inmediatamente, antes de que la lluvia, el granizo o las hela¬
das lo destruyan. Esto quiere decir que hay que levantarse antes del alba
y meterse en la cama, medio muerto de cansancio, cuando la luz desapa-
380 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

rece, para comenzar de nuevo al día siguiente. Las mujeres trabajan tan
duramente como los hombres: se levantan a las 5 de la mañana para pre¬
parar un almuerzo enorme; entran los segadores y limpian la mesa; ape¬
nas hay tiempo, después de lavar los platos, para comenzar a preparar
las papas y todo lo demás para la comida del mediodía; y en la tarde se
tiene que hacer otro tanto de nuevo para preparar la cena.
El apremio de la cosecha significaba también que uno debía contar con
los caballos y, más tarde, con la maquinaria mejores que pudiesen con¬
seguir. No podía ni pensarse en que se estropeara la segadora o la agavi¬
lladora en el momento de la cosecha. Massey, Harris y otros fabricantes
canadienses producían máquinas buenas, pero sus precios se hallaban
protegidos por un arancel de 25 por ciento, fijado por la Política Nacio¬
nal, que impedía que la maquinaria agrícola estadunidense, más barata
(cadenas de montaje más largas les permitían producir máquinas seme¬
jantes a menor costo), entrase en el país. Algunos agricultores del Oeste
comenzaron a pensar que estos fabricantes del Este se estaban aprove¬
chando indebidamente de la protección. El objetivo fundamental de la
cosecha, sin embargo, era la conversión de las 65 hectáreas de trigo en
dinero. El agricultor era un hombre de negocios. Convertía su cosecha
en ropa, aperos, leña, maquinaria e inclusive algo en ahorros. De manera
que pensaba instintivamente en términos de cómo llevar el producto al
mercado, de las distancias, del precio de los fletes y del precio que obten¬
dría el trigo “Número 1 del Norte” en Winnipeg. Se conocen historias de
éxito; si no hubiese habido más éxitos que fracasos, ¿quién habría ido
allí? John Fraser se vino desde Edimburgo, Escocia, hasta Brandon,
Manitoba, en 1881, con un capital de 2 000 dólares y compró una media
sección de buenas tierras negras y profundas al ferrocarril Canadian Pa¬
cific. Al cabo de dos años, valía 4 500 dólares, y dedicaba 16 hectáreas al
trigo (que producía unos 1 700 kilogramos por hectárea), 8 hectáreas a la
avena y otras 8 a la cebada. Sus animales pasaban el invierno con heno
cortado de las praderas.
John Fraser tuvo más suerte que otros. En gran medida, parece haber
escapado a los hielos de septiembre de 1883 que afectaron a Saskatchewan
y Alberta. Y el verano de 1884 fue húmedo en Saskatchewan pero no de¬
masiado malo en Manitoba. Los climas de las praderas no son todos igua¬
les. Algunos años puede haber sequía en el sur de Saskatchewan pero co¬
piosas cosechas en Manitoba y el norte de Alberta. A veces, un fenómeno
como el de que hubiese dos malos años sucesivos (1883 y 1884) podía dar
lugar, como efectivamente ocurrió en el valle del Saskatchewan, a con¬
diciones que alimentasen las simientes del descontento político y social.
Tenemos que aclarar, enseguida, que a fin de cuentas la colonización
de las praderas canadienses fue pacífica; por sí solo, esto fue un logro
considerable. No conocimos ni la décima parte de los problemas a que
se enfrentaron los estadunidenses. Esto en gran parte se debió a la ma¬
nera como lo hicimos: pusimos por delante la ley y el cumplimiento de
la ley, y a los colonos después.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 381

•*4m
.m

»%*

Arriba: Caravana de carretas por el río Rojo (¿c. 1862?). Las carretas estaban he¬
chas totalmente de madera, por lo que podían flotar si era necesario. Abajo: Civili¬
zación y barbarie, Winnipeg, Manitoba (¿c. 1871?). Óleos de W. G. R. Hind,
quien participó en la travesía por tierra de los "overlanders" en 1862. Hoy en día ya no
estamos tan seguros acerca de la calidad “civilizada” de la sociedad moderna.

La Rebelión del río Rojo de 1869-1870, encabezada por Louis Riel, ha¬
bía mostrado a Ottawa que el Oeste necesitaría un poco menos de pre¬
sencia militar y algo más que una presencia militar. En primer lugar, se
necesitaban tratados con los indios, y en efecto, en 1871 y 1877 se con¬
certó una serie importante de tratados. Pero concomitante de esto era el
control, no tanto de los indios como de los colonos blancos. Potencialmen¬
te, eran el elemento más perturbador, por la fuerza de su número y de su
influencia, al menos si se tenía en cuenta la experiencia estadunidense.
Cuando los siux emboscaron al general Custer en Little Big Horn, Mon¬
tana, el 25 de junio de 1876, el general se hallaba allí a causa de una
afluencia de mineros blancos que andaban en busca de oro. Era territo¬
rio siux, y los mineros lo habían invadido. En el ano de 1876, los Estados
Unidos gastaron 20 millones de dólares en luchar contra los indios. El
presupuesto federal total de Canadá no llegaba a esa suma, una gueira
382 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

con los indios habría sido un desastre no sólo en términos humanos sino
financieros. Canadá necesitaba la paz. El equivalente canadiense de la
acción militar de Clister fue el Tratado número 6, el tratado de Fort Carl-
ton-Fort Pitt de agosto-septiembre de 1876 concertado con los crees de
las llanuras y de los bosques del valle septentrional de Saskatchewan.
Cuando el ministro canadiense del Interior, David Mills, fue a Washing¬
ton un año después, su colega estadunidense, Cari Schurz, le preguntó:
“¿Cómo logra meter al orden a sus blancos?” No se conoce la respuesta
de Mills, pero ésta consiste en que el gobierno de Canadá llegó primero
al Oeste, con los tratados indios, con un estudio de tierras amplio y pre¬
ciso, y con la Policía Montada del Noroeste, en ese orden aproximada¬
mente. Cada uno reforzó a los demás y ya estaba todo en su lugar antes
de que los colonos comenzaran a llegar verdaderamente.
La Policía Montada del Noroeste fue creada en 1873 por Sir John A.
Macdonald en atención a las enérgicas recomendaciones que le hicieron
funcionarios del Noroeste, en especial Alexander Morris, teniente gober¬
nador de Manitoba y de los Territorios del Noroeste (1872-1877). La Mon¬
tada fue notablemente excepcional por sus funciones y organización,
totalmente diferente de cualesquier experiencias en el este de Canadá. El
sistema oriental —importado de Inglaterra, lo mismo que la lev— fun¬
cionaba razonablemente bien. Era justicia local, muy local, y el derecho
era literalmente un derecho consuetudinario. En tiempos de crisis social
verdadera podía llamarse a la milicia, pero esos tiempos fueron poco
frecuentes.
Pero esta ley oriental no funcionaba bien en las volátiles y primitivas
comunidades situadas al oeste del lago Superior. La Compañía de la Ba¬
hía de Hudson había contado con su propio sistema legal, pero hacia
1869 realmente se había venido abajo, como lo comprobó la captura de
Fort Garry por los hombres de Riel. Cuando hubo tropas británicas en
el río Rojo, como ocurrió en 1846-1848 y 1857-1861, no hubo problemas.
Una vez establecida Manitoba como provincia, por supuesto, tendría que
hacerse cargo de mantener la ley y el orden por su cuenta, pero eso les
dejó a Alexander Morris y a Macdonald con la preocupación de los Terri¬
torios del Noroeste.
La creación de la Montada fue un acto inspirado de Macdonald. La
nueva fuerza contaba con facultades y disciplina diferentes a cuales¬
quiera de los sistemas británicos para el cumplimiento de la ley, salvo el
de la Policía Irlandesa. La idea atinadísima de la chaqueta roja no fue de
Macdonald, sino del asistente general de la milicia canadiense, el coro¬
nel Robertson-Roos. (El color, por supuesto, era el de los soldados regu¬
lares del ejército británico.) Wallace Stegner era un chico de cinco años
en 1914, cuando vio por primera vez a un policía montado en Weyburn,
Saskatchewan:

Lo importante es la impresión instantánea, fuerte, que produce este hombre


vestido con una chaqueta escarlata. Creo saber, por haberlo sentido, cuál es
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 383

la verdadera razón del éxito tan espectacular alcanzado por la fuerza no muy
numerosa de la Policía Montada... jamás se cultivó con mayor cuidado la digni¬
dad del uniforme, y jamás se explotó más hondamente la cualidad ceremonial
de la ley y el orden imparciales... Uno de los aspectos más visibles de la fron¬
tera internacional fue el de que era una línea de color: azul debajo, rojo arriba,
el azul de la traición y las promesas incumplidas, el rojo de la protección y del
cumplimiento de la palabra dada.

Los de la Montada eran soldados y policías al mismo tiempo. Se pare¬


cían más a la gendarmería francesa controlada centralmente que a la
policía británica, pero se distinguían de la policía francesa o de la britá¬
nica en que también actuaban como magistrados. Los guardias de la Po¬
licía Montada aprehendían a los criminales; los oficiales los juzgaban. La
combinación de tales poderes formidables era peligrosa: todo dependía
de la integridad y la equidad de los oficiales y los guardias. Macdonald
justificó tal alejamiento radical de las tradiciones legales inglesas en fun¬
ción de las necesidades de impartir justicia en un remoto territorio de la
“frontera". También creyó que la Policía Montada sería transitoria, que

Partitura para valses


compuestos por George
B. Crozier y dedicada
al teniente coronel J. F.
Macleod, quien fundó
Fort Macleod en el sur
de Alberta en 1874 y
fue nombrado comi¬
THE NORTH WEST MOUNTED POLICE sionado de la Policía
Bv Hi* 8«©tm** Orncent Montada del Noroeste
y, --
en 1877. El hijo de Cro¬
zier sirvió también en
este cuerpo y encabezó
HSftVL ysx su avance contra los
métis en el lago Duck.
384 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

tan pronto como los gobiernos provinciales quedasen establecidos care¬


cería va de funciones. En realidad, la Montada tuvo tanto éxito que las
nuevas provincias de 1905, Alberta y Saskatchewan, le rogaron a Laurier
que conservase la fuerza. No sólo permaneció, sino que se propagó a todas
las demás provincias, salvo dos (Ontario y Quebec), aunque despojada
de sus facultades judiciales.
Inclusive a principios de la década de 1880, la desafección en Saskat¬
chewan —que traería de regreso a Canadá a Louis Riel y culminaría en
la rebelión de Saskatchewan de marzo-mayo de 1885— no fue tanto una
reacción a la Montada, sino a un gobierno a larga distancia. Había mu¬
cho camino desde Regina o el Príncipe Alberto a Ottawa. Algunos de los
agravios del valle de Saskatchewan eran de poca monta. ¿Podían los métis
pedir tierras como residentes? Lo podían hacer y, en el caso del popular
líder métis Gabriel Dumont, lo hicieron, aunque no si habían tenido tie¬
rra en Manitoba. ¿Podían tener sus tierras conforme al viejo principio
métis de lotes sobre el río? Esto resultaba engorroso administrativamen¬
te y por lo general se desalentó. Pero ni las reclamaciones de tierras ni el
principio de lotes junto al río parecían cosa de poca importancia a los
métis. Ambos eran esenciales para su modo de vida. Sin una representa¬
ción efectiva en Ottawa, no podían recurrir más que a memoriales, cartas
y peticiones. A lo largo de los años, habían ido llegando a Ottawa, pero
el Departamento del Interior se mostraba lento en responder, y más lento
aún en actuar, con lo que los métis sentían que se encontraban de mane¬
ra muy parecida a como lo habían estado 15 años antes en el río Rojo,
acosados y vulnerables. Subsistieron otros agravios de peso, pero respec¬
to de los cuales el gobierno canadiense no podía hacer mayor cosa. La
vieja manera métis de ganarse la vida como transportistas y acarrea¬
dores para la Compañía de la Bahía de Hudson en su mayor parte había
desaparecido desde que buques de vapor vogaban por el río Saskat¬
chewan, hasta el cual llegaba también el ferrocarril Canadian Pacific; y
no se sentían bien como agricultores. Como el bisonte había desapare¬
cido en gran medida también, había hambre y desasosiego en las tierras
de Saskatchewan hacia 1884.
Pero si los métis pasaban dificultades, para los indios de las llanuras
la situación se convirtió en desastre. Los rebaños de bisontes habían co¬
menzado a desaparecer desde fines de la década de 1870. La causa era el
rifle de repetición; los indios, ignorantes de los estragos que podía pro¬
ducir, buscaban en vano los grandes rebaños de los que antaño había de¬
pendido toda su vida. Tampoco les sirvieron de mayor cosa los tratados.
En general, los tratados proporcionaron a los indios tierras de reserva
en proporción a la población, a razón de 52 hectáreas per cápita, un pago
anual insignificante, medallas y uniformes para los jefes, asistencia agrí¬
cola y el mantenimiento como antes de los derechos de pesca y caza. Los
tratados tardaron en ser negociados y luego fue preciso trasladarlos a
las lenguas indias. La combinación de la idea blanca del derecho con el
lenguaje de los blancos no hizo fácil la traducción. Los indios casi indu-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 385

Gabriel Dumont (1837-


1906), jefe de los métis
cazadores de bisontes
en Saskatchewan has¬
ta 1881, fue un hábil
táctico guerrillero y un
soldado neto. Esta fa¬
mosa fotografía nos
muestra al lugartenien¬
te de Riel después de
su huida de Batoche en
mayo de 1885. Luego
de no haber podido sal¬
var a Riel de la ejecu¬
ción, Dumont se incor¬
poró al espectáculo del
“Salvaje Oeste de Buffa-
lo Bill”, como tirador
experto, y regresó a Ca¬
nadá en 1893, luego de
que se concedió la am¬
nistía a los rebeldes en
1886.

dablemente se habían formado una concepción distinta de lo que era un


tratado. Los indios pensaron que se trataba de compartir la tierra con los
blancos, tal y como se comparten el aire y la luz del sol. Nunca habían
visto una ciudad, no tenían idea de que lo que el hombre blanco consi¬
deraba tratado era el derecho a apoderarse de la tierra en propiedad.
Cuando los indios comenzaron a ver casas, graneros y cercas y al ferro¬
carril del Pacífico que avanzaba lentamente en los veranos de 1882 y
1883, empezaron a comprender qué era lo que habían entregado.
También los blancos del valle de Saskatchewan tenían sus pi opias
reclamaciones. El Canadian Pacific había cambiado de ruta. La línea ori¬
ginal debía dirigirse hacia el noroeste, desde Winnipeg a Edmonton; de
acuerdo con esta promesa, se habían comprado muchas tierras cerca¬
nas a la línea proyectada. Repentinamente, en 1882, la nueva compañía
del Canadian Pacific lo cambió todo y desvió drásticamente la ruta hacia
el sur, de modo que pasara por Regina y Calgary. Eso arruinó a los espe¬
culadores y decepcionó a los agricultores, que a menudo eran una y la
misma persona. Luego de las terribles heladas de 1883 y del exceso de
386 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

humedad de 1884 que vinieron a colmar las desdichas, patalearon, o tra¬


taron de hacerlo. El problema es que no tenían voz en Ottawa, ningún
diputado que los representara. Su único gobierno representativo era el
Consejo Territorial del Noroeste, con sede en Regina, en tanto que las cues¬
tiones que más les importaban, la tierra y sus reglamentos, estaban com¬
pletamente en manos del Departamento del Interior y de sus funcionarios
en Ottawa y Winnipeg. Ese departamento no estaba bien administrado,
especialmente después de que renunciase a él Macdonald en 1883. Y mu¬
chos de sus funcionarios, en Ottawa y en el campo, eran ineficaces, inex¬
pertos o simplemente nombrados políticos que buscaban una prebenda.
Los mestizos anglófonos y los métis de Saskatchewan se unieron para
traer de Montana a Louis Riel, a fin de que los ayudara en el verano de
1884. El apoyo político de Riel (y, en resumidas cuentas, el militar) pro¬
vino principalmente de los métis, y en grado menor de los indios. Pero
concluido su destierro de cinco años, fue bien recibido también por los
blancos de la región del Príncipe Alberto. Lo trajeron para que ayudara a
poner remedio a sus agravios, especialmente en lo tocante a las recla¬
maciones de tierras, pero su arma principal, una petición que preparaba
para el gobierno federal, parecía no llevar a ninguna parte. Al cabo de
unos cuantos meses, sus amigos comenzaron a acusarlo de no haber he¬
cho nada. Un Riel en tales apuros era peligroso. En enero de 1885, después
de haber pasado seis meses en el valle de Saskatchewan, Riel adoptó
posturas radicales en materia de religión y de acción política. Perdió el
apoyo de la Iglesia católica por lo primero —pues había afirmado que
era un “profeta del Nuevo Mundo”— y el de los blancos de la región del
Príncipe Alberto por lo segundo, la rebelión armada. El 19 de marzo, Riel,
con partidarios armados, se apoderó de la iglesia parroquial de Batoche,
formó un gobierno provisional y exigió la rendición de Fort Carlton.
Riel creyó que el chantaje armado, que tan buenos resultados le había
dado en Manitoba en 1869-1870, podía ser eficaz en Saskatchewan en
1885. Pero Sir John A. Macdonald no estaba dispuesto a tolerarlo, no por
segunda vez, especialmente no por segunda vez por parte de Louis Riel.
Y el ferrocarril Canadian Pacific, casi terminado ahora, era una sólida
razón para no tolerarlo. En 1869, Riel había sido el amo de Manitoba, y
Macdonald no podía hacerle nada, salvo mediante negociaciones labo¬
riosas. Pero, en 1885, Macdonald y el gobierno de Canadá desembarca¬
ron tropas en la estación Qu’Appelle once días antes de que se cruzaran los
primeros disparos en el lago Duck, el 26 de marzo. Riel trató de arras¬
trar consigo a los indios, y después del abandono de Fort Carlton pareció
que podría lograrlo. Pero aunque la pérdida de Fort Carlton fue grave,
puesto que anuló el control gubernamental del norte de Saskatchewan,
Riel careció de la pericia y de las comunicaciones necesarias para una
operación tan delicada como la de provocar una guerra india.
La rebelión en el territorio de Saskatchewan no afectó mucho al terri¬
torio assiniboine ni al territorio de Alberta, no en grado ni remotamente
igual. Es cierto que hubo franca intranquilidad en Calgary, a principios
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 387

El título de esta caricatura es un juego


de palabras con "Riel” y “real", que suenan de
manera muy semejante en inglés. Su
autor, J. W. Bengough, disfruta del dilema
de Macdonald cuando los francocana-
dienses le pidieron conmutar la conde¬
na de muerte a Riel. Macdonald se atuvo a
la decisión del tribunal. Cualquiera que
hubiese incitado a la rebelión de Saskat-
chewan y la hubiese dirigido habría co¬
rrido probablemente la misma suerte,
independientemente del grupo al que
perteneciese. Grabado publicado en el Grip
(29 de agosto de 1885).

A RIEL UGLY Í'OSITION

de abril de 1885, cuando llegaron las noticias de la rebelión en el valle de


Saskatchewan, pero este temor se redujo grandemente cuando las tro¬
pas francocanadienses, del 65 Regimiento de carabineros, llegaron desde
Montreal. En la estación de trenes de Calgary se les recibió con los bra¬
zos abiertos:

Antes de la llegada de las tropas, se había llenado de improperios al gobierno


de Canadá. Muchos no sabían que existía un gobierno, y algunos de los que sí
lo sabían no deseaban trabar amistad con él; pero el hecho de que enviaba
tropas para proteger a la gente de allí... tocó una cuerda sensible. Los oficiales
y los hombres habían venido de tan lejos...

A los de Calgary les preocupaban particularmente las tribus de pies ne¬


gros que vivían a unos 100 o 120 kilómetros al sureste. Pero los pies negros
se mantuvieron tranquilos gracias a las promesas y halagos que en nom¬
bre del gobierno del Dominio les hizo el padre Lacombe, misionero al
que los indios llamaban “El Hombre de Buen Corazón .
A pesar de su corto número, los métis de Saskatchewan opusieron
una notable resistencia a la milicia. Los métis tenían un jefe militar ex¬
cepcionalmente capaz, Gabriel Dumont. Conocía la pradera, su clima y
su terreno como la palma de su mano, y si le hubiesen hecho caso, los
métis podrían haber hecho pasar a la tropa un trago mucho más amar¬
go. Aun así, la batalla de Fish Creek, en donde contuvo al ejército del ge¬
neral Middíeton, fue bastante dura para ella.
En el lago Frog, los crees capturaron a doce blancos y mestizos. El
agente del gobierno, un mestizo llamado Thomas Quinn, se mostró de¬
masiado seguro de sí mismo; inclusive despidió al destacamento de la
Policía Montada, en la creencia de que conseguiría el respeto de los in-
388 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Grupo de jefes rebeldes que desempeñaron un papel destacado en el levanta¬


miento armado de 1885, en los Territorios del Noroeste de Canadá. De izquierda
a derecha: Beardy, Gran Oso, Louis Riel, Gorro Blanco y Gabriel Dumont. Esta
imagen idealizada, de un ilustrador francocanadiense que trabajaba para un pe¬
riódico anglocanadiense, choca con la imagen anglófona de Riel y sus cohortes
como una banda de rufianes de atezada piel. En la época del levantamiento de
1885, Riel —que jamás fue jinete— llevaba una barba espesa, pero el retrato quizá
se basó en una fotografía anterior. Litografía de Octave-Henri Julien, publicada en
The Illustrated War News (2 de mayo de 1885).

dios del lugar. Y el 2 de abril los crees dieron muerte a nueve personas,
entre las que figuraron Quinn y dos sacerdotes católicos; sólo dos muje¬
res y el agente de la bahía de Hudson sobrevivieron. En lo que respecta
a Riel, cabe decir que no disparó un solo tiro durante todo este tiempo.
Se puso a la cabeza de sus seguidores, llevando un crucifijo en la mano y
diciendo: “¡Fuego en nombre del Padre!, ¡fuego en nombre del Hijo!,
¡fuego en nombre del Espíritu Santo!” Cuando lo capturaron, el gobierno
tuvo que decidir de qué habría de acusarlo. Sus seguidores métis e in¬
dios habían cometido sin duda asesinatos, pero Riel no había dado muer¬
te a nadie. Lo que había hecho era causar una gran insurrección. Final¬
mente, se le acusó de traición, de acuerdo con un desatinado y viejo
estatuto de 1352, de la época de Eduardo III. Macdonald conocía el es¬
tatuto porque la Corona lo había utilizado años antes cuando él era un
joven abogado defensor; en aquel entonces, había pensado que estaba lle¬
no de lagunas.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 389

Pero, en 1885, Louis Riel fue condenado y sentenciado a muerte. Algu¬


nos dijeron que estaba loco; él lo negó, pero, como había dudas, el go¬
bierno de Macdonald nombró una comisión para que lo decidiese. Al
final, se llegó a la conclusión de que estaba cuerdo. No fue sorprenden¬
te. Charles Guiteau había asesinado a un presidente de los Estados
Unidos, James Gardfield, en 1881 y se le había considerado en su sano jui¬
cio, aunque sus síntomas de locura eran mucho más claros que los de Riel.
Conforme a definiciones del siglo xx, a ambos se les habría considerado
enajenados. El jurado, de hecho, recomendó clemencia para Riel. Esto era
algo que el Gabinete debía tomar en cuenta al ponderar su sentencia.
Finalmente, el Gabinete ratificó la sentencia. El 16 de noviembre de 1885
Riel fue ahorcado en Regina, y once días más tarde se ahorcó a los indios
culpables de la matanza del lago Frog.
El ahorcamiento de Riel provocó furor en Quebec. Los ministros de
Quebec que formaban parte del Gabinete de Macdonald habían insinua¬
do que la sentencia de Riel se conmutaría. Los periódicos trataron de
presionar a Macdonald para que interviniera, pero éste no estaba dis¬
puesto a ceder. Macdonald hubiese mandado ahorcar a cualquiera que
hiciera lo que Riel había hecho, cualquiera que pudiese ser su apellido,
o su origen. John Thompson, de Nueva Escocia, que en ese momento era
el nuevo ministro de Justicia de Macdonald, explicó al Parlamento que
cualquiera que incitase a la guerra a los indios no podía confiar en reci¬
bir un castigo menor que el infligido a los propios indios.

Poundmaker, literalmente “hace¬


dor de cercos", jefe cree. Duran¬
te la rebelión del Noroeste, sus
seguidores saquearon la aldea
abandonada de Battleford y
luego derrotaron a una fuerza al
mando del coronel W. D. Otter.
Poundmaker no participó en la
lucha e impidió que sus gue¬
rreros persiguieran a los solda¬
dos en desbandada, pero cuando
más tarde se le capturó y juzgó,
se le condenó a prisión; murió
poco después de salir de la cár¬
cel, quebrantados su salud y su
espíritu.
390 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Ranchos y ferrocarriles

El Oeste se recuperó rápidamente de las tensiones provocadas por la


Rebelión del Noroeste, especialmente en el territorio de Alberta, que no se
había visto gravemente afectado. Símbolo impresionante de esto fue el
desarrollo de los ranchos ganaderos. Los ranchos comenzaron a apare¬
cer en 1880, cuando se vieron en el Atlántico del Norte barcos refrigera¬
dores, que hacían posible la exportación de carne congelada. Pero fue la
exportación de ganado en pie a la Gran Bretaña, hacia 1884, lo que se¬
ñaló el comienzo real de la era de los ranchos ganaderos en Alberta.
La Policía Montada del Noroeste había llegado al sur de Alberta en el
otoño de 1874, luego de un arduo viaje por tierra desde Manitoba. La
Montada expulsó de allí a los traficantes estadunidenses de whisky (o
más bien, simplemente se desvanecieron), que habían corrompido a los
pies negros. A principios de la década de 1880, el bisonte había desapa¬
recido y se pudo entonces meter el ganado. Luego, Ottawa dio tierras y
los ranchos ganaderos se desarrollaron rápidamente en las ondulantes
tierras de pastos situadas al oeste y el sur de Calgary. Era fácil, puesto que
las extensiones de tierras de pastos concedidas eran muy grandes. Un
buen ternero Hereford valía, digamos, cinco dólares al nacer, podía ali-

La cosecha en la granja Sandison en 1892 con agavilladoras Massey Harris en


Brandon, Manitoba. Estos trabajadores están atresnalando el trigo luego de haber
sido segado y atado en haces. El trigo cosechado de esta manera podía segarse
inclusive antes de llegar a su completa madurez, pues maduraba en el tresnal y se
le podía trillar cuando hubiese tiempo para ello. Obsérvese el número de personas
ocupadas en esta cosecha. Foto de J. A. Brock and Co.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 391

Vaqueros en un rodeo
de ganado cerca de
Cochrane, Alberta (c.
1900). La ganadería se
extendió por Alberta
meridional y Saskat-
chewan hasta 1907,
cuando un terrible in¬
vierno dio muerte a
gran parte del ganado y
arruinó a centenares
de rancheros; muchos de
ellos se dedicaron lue¬
go al cultivo del trigo.
Foto de Montgomery.

mentarse de los pastos de Alberta, gratuitos, nutritivos, curados al sol, y


al cabo de tres o cuatro años valía diez veces más. En 1884, Canadá ex¬
portó 54 000 cabezas de ganado en pie a Inglaterra. Hacia 1900 duplicó
esta cantidad y despachó también grandes exportaciones a los Estados
Unidos.
Los hombres que administraron los ranchos ganaderos de Alberta fue¬
ron principalmente gente del Este y no estadunidenses, como a veces se
ha pretendido. Eran profesionales instruidos. Como ha dicho David Breen,
historiador del Oeste, "el poder, en el Oeste canadiense, no fue ejercido
por hombres armados de revólveres, sino más bien por hombres que ves¬
tían trajes bien cortados y, a menudo, conocían los cómodos sillones de
los clubes de Saint James y Rideau”. Al principio se trajo a algunos capa¬
taces estadunidenses, pero hacia 1880 los vaqueros eran canadienses o
británicos. La ética de la ley y el orden de las vastas regiones de pastos de
Canadá era muy sólida y la ley del revólver del Oeste estadunidense se
consideraba como una importación indeseable (e injustificable) del sur
del paralelo 49.
Gran parte de la actividad de los ranchos ganaderos cobró funcionali¬
dad gracias al nuevo ferrocarril Canadian Pacific. Su realización fue una
gran aventura y con razón los canadienses la han celebrado; nadie pue¬
de viajar desde Calgarv hasta Vancouver, aun hoy, sin quedar impresio¬
nado. Fue una de las grandes historias de éxito de los canadienses pero,
como muchas otras parecidas, estuvo a punto de fracasar. Los principales
392 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

accionistas del ferrocarril Canadian Pacific corrieron grandes riesgos, no


sólo financieros sino personales. Este ferrocarril tenía que ser un cami¬
no de primera clase, pues de lo contrario no podría haber funcionado du¬
rante el invierno, y Sir George Stephen, Sir Donald Smith, Sir William
Van Home y otros se jugaron su dinero y sus reputaciones. Finalmente,
hacia 1900, el ferrocarril producía dinero para ellos y para sus accionis¬
tas. Todo el mundo ha oído hablar de la puesta del último clavo, el 7 de
noviembre de 1885, en un día neblinoso en Craigellachie, a 80 kilómetros
al oeste de Revelstoke. Más importante quizás es que fue el primer tren
de pasajeros transcontinental: salió de Montreal un lunes por la tarde, el
28 de junio de 1886, y llegó a Port Moody, en la Columbia Británica, al
mediodía del domingo 4 de julio. Había hecho el recorrido en cinco días
y medio.
No menos importante, al menos para el desarrollo de Vancouver, fue¬
ron los barcos Empress, que llegaron en 1891 para cruzar el Pacífico. En
octubre de 1889, el Canadian Pacific encargó a la Gran Bretaña tres bar¬
cos para establecer un servicio mensual hasta Japón y China. El 28 de
abril de 1891, el primero de ellos, el Empress of India, atracó en Vancou¬
ver. Era un barco de 6 000 toneladas de desplazamiento, uno de los más
grandes que entonces navegasen por el Pacífico. Había partido de Liver¬
pool el 8 de febrero y, cruzando el canal de Suez, había llegado con más
de un centenar de pasajeros de primera clase, lo que lo constituye en lo
más semejante a un crucero mundial que hasta entonces se hubiese ofre¬
cido. Fue un gran comienzo de la presencia de Canadá en el Pacífico; con
sus cascos blancos y sus líneas largas y elegantes, sus 16 nudos de velo¬
cidad y su puntualidad, estos barcos predominaron en el sentimiento de sí
misma y del mundo que tuvo Vancouver durante los 14 años siguientes.
La historia de la Columbia Británica se modificó también marcada¬
mente. La provincia de la década de 1870 había sido "la niña mimada de
la Confederación"; pero, después de 1886, es mejor bautizar su historia
con el nombre de "el Gran Potlatch”. En el censo de 1901, la Columbia Bri¬
tánica tenía 180000 habitantes, unas diez veces más por lo menos que los
que había tenido en 1871. Vancouver era un puerto internacional, y en
el resto de la provincia había una gigantesca producción minera: car¬
bón, plata, zinc, plomo y oro. Como todo desarrollo, tuvo algunos defec¬
tos colaterales siniestros: la gran disparidad de riqueza entre el capital y
el trabajo y las malas condiciones laborales en las minas darían lugar a
algunas huelgas devastadoras en los años siguientes y crearían en la
Columbia Británica un sentido perdurable de conciencia de clase. Cier¬
tamente, en la Columbia Británica se dieron contrastes. Se parecía un
poco a la propia Vancouver, con los barcos Empress que atracaban en
un extremo de la calle Granville, en tanto que en el otro un puente que
cruzaba False Creek conducía primero a un bosque de tocones y más
tarde a un verdadero bosque.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 393

El sendero del 98

Y el Canadá del Pacífico no se reducía a la Columbia Británica. En 1892,


Sir John Thompson —primer ministro de Canadá (1892-1894)— ya se
preocupaba por establecer la frontera exacta con Alaska y planteó la
cuestión en Washington. El secretario de Estado de Estados Unidos,
James G. Blaine, estuvo de acuerdo en realizar un deslinde conjunto, del
que se rendiría un informe en 1895. La frontera con Alaska no presentaba
problemas en lo que respecta a las dos terceras partes septentrionales
de su longitud; se reducía simplemente a recorrer la línea de 141 ° de lon¬
gitud. La dificultad se hallaba allí donde la frontera se dirigía hacia el
sur y el este, a lo largo del Panhandle (“mango de la sartén”) desde el mon¬
te San Elias (la segunda montaña más alta de Canadá, de 5 500 metros
de altura). Canadá y los Estados Unidos no podían ponerse de acuerdo:
¿los estadunidenses poseían o no la cabecera del canal Lynn, de 160 ki¬
lómetros de largo? Canadá lo reclamaba pero los estadunidenses lo ocu¬
paban, como lo habían hecho los rusos antes que los Estados Unidos les
compraran Alaska en 1867.
Un año después del desacuerdo acerca del Panhandle, se encontró oro
en el Yukón, en el verano de 1896. Hubo una avalancha de buscadores de
oro, que se dirigieron especialmente a Bonanza Creek, a un lado del río

Un bello puente de ca¬


balletes del Canadian
Pacific construido en
una curva en forma
de herradura, al oeste de
Schreiber, Ontario, en
la ribera norte del lago
Superior; c. 1890. Un
puente como éste consu¬
mía enormes cantida¬
des de madera y reque¬
ría de mucha destreza
y no poco atrevimien¬
to, el cual más tarde los
hombres de la compa¬
ñía se complacían en
demostrar mientras el
tren avanzaba en una
impresionante proxi¬
midad.
394 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

A través de las montañas Ro¬


cosas, un paso en la carretera
Canadian, acuarela de 1887
de Lucias R. O’Brien (1832-
1899). Antiguo ingeniero civil,
O'Bríen visitó primero las Ro¬
cosas en 1882; regresó en 1886
para pintar paisajes que le en¬
cargó el Canadian Pacific, y en
1888 pintó en la costa del
Pacífico. Muchos de sus pai¬
sajes son notables por la ca¬
lidad de la luz.

Klondike. Hacia 1897 las noticias se habían difundido por el mundo en¬
tero y hacia 1898 llegó gran número de mineros, en su mayoría a través
de los puertos estadunidenses de facto en la cabecera del canal de Lynn,
Dyea y Skagway, y por los pasos respectivos que conducían al norte, el
Chilkoot y el White. Hacia 1898, así también, la Policía Montada del Nor¬
oeste controlaba el ingreso al Yukón desde lo más alto de los pasos, e in¬
sistía en que quienes ingresasen en Canadá llevasen comida, ropa y
equipos suficientes para soportar los rigores del Yukón. La Montada se
encargó de hecho de regular la fiebre del oro. Robert Service, joven ofici¬
nista que trabajaba en el Banco de Comercio de Canadá en Whitehorse
y en Dawson City, contempló la avalancha en pos del oro y entretuvo a
sus amigos recordándola en baladas, como las de “La muerte de Dan
McGrew”, “La cremación de Sam McGee” y “La ley del Yukón”, en Songs
ofa Sourdough” (1907). Sus baladas eran una realzada realidad:

La ley del Yukón es que sólo los fuertes medrarán;


que los débiles sin duda perecerán y sólo los aptos sobrevivirán.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 395

Quizá sea ésta la fotografía canadiense más famosa. Se ve en ella a Donald A.


Smith, presidente del Banco de Montreal, mientras clava la última alcayata en el
riel final del Canadian Pacific en Craigellachie, Columbia Británica, a las 9:22
a. m. del 7 de noviembre de 1885; contemplan la acción el gerente general, William
Van Home, el ingeniero en jefe, Sandford Fleming, y varios oficiales y trabajadores.
Es notoria la ausencia de los trabajadores inmigrantes chinos, cuyo esfuerzo hizo
posible la terminación del ferrocarril por las Rocosas.

Disolutos, condenados y desesperados, lisiados y baldados y asesinados,


tal es la voluntad del Yukón, ¡y es clara para todos!

El Ártico presentaba desafíos más imponentes aún. La soberanía en el


Ártico canadiense quedó establecida por una Orden de Consejo británi¬
ca del 1 de septiembre de 1880 y se confirmó en un estatuto británico en
1895. Canadá pasó a ser el heredero de los derechos británicos en el Ar¬
tico, tal y como lo había sido de muchos otros de los dominios británi¬
cos en América del Norte. Canadá no estaba preparado, o no era capaz
de soportar plenamente esta carga, no obstante lo cual trazó los distritos
provisionales de Ungava, Franklin, Mackenzie y el Yukón. En el siglo xx
se pondrían a prueba los límites de la soberanía canadiense en el extre¬
mo norte.
Hacia 1900, los contactos con los innuit eran casi continuos. Hombres
blancos, balleneros, hicieron acto de presencia entre ellos ya en el siglo
xvi, pero la devastación verdadera de los innuit databa de comienzos del
xix, cuando las enfermedades del hombre blanco —la más expandida de
las cuales fue la viruela— causaron innumerables muertes. Los ballene-
396 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

El primer tren de pasajeros transcontinental del Canadian Pacific llegó a Port


Moody, Columbia Británica, el 4 de julio de 1886. Luego, el Canadian Pacific de¬
cidió extender la línea hasta Vancouver; esta ilustración nos muestra la llegada a
esa ciudad del primer tren de pasajeros del Canadian Pacific, el 23 de mayo de
1887. (Precisamente tres meses después, el vapor Abyssinia, procedente de Hong
Kong y Yokohama, atracó en el muelle de la izquierda y fue el primer barco trans¬
pacífico que conectase con el ferrocarril.)

ros y los exploradores trajeron consigo también sus artículos de comer¬


cio, como lo fueron hachas, cuchillos y armas de fuego que desplazaron
a la espléndida tecnología innuit que utilizaba materiales locales. Mu¬
chas de las realizaciones técnicas de los innuit son obras maestras: la casa
de hielo abovedada, la cabeza de arpón separable, el kayak y otras más.
Ya había comenzado la desorganización de la cultura innuit por obra
del hombre blanco. Pero en 1900 todavía había mucha distancia entre
los iglúes de la Tierra de Baffin, desprovista de árboles, y las granjas y los
bosques del Canadá meridional.

Barcos altos y teléfonos. La década de 1890

En Vancouver, las casas construidas a mediados de la década de 1890


contaban con agua corriente y drenaje; esto se había desarrollado du-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 397

El paso del Chilkoot (1 067 metros). La Policía Montada del Noroeste se apostaba
en la cima para comprobar que cada buscador de oro llevase los alimentos y toda
la impedimenta necesaria. Foto de E. A. Hegg.

rante las décadas de 1860 y 1870. Inclusive la rocosa y vieja Halifax esta¬
ba instalando un sistema de drenaje a fines de la década de 1870, a pe¬
sar de su elevado costo. Pero ni en Halifax ni en Vancouver se hacía otra
cosa, para deshacerse de las aguas negras, que vaciarlas en las aguas
más cercanas, las del océano. A las casas nuevas de Vancouver, de Halifax
y puntos intermedios estaban llegando también invenciones tales como
el teléfono y la electricidad. Canadá había comenzado su larga y feliz
historia de amor con la maravillosa invención de Alexander Graham
Bell a principios de la década de 1880. El teléfono había sido concebido
en Brantford, Ontario, aunque —como reconoció Bell— el único lugar que
contaba con los medios técnicos y financieros para propagarlo eran los
Estados Unidos. El recién llegado benefició a ambos lados de la fron¬
tera. Ottawa contó con su primer directorio telefónico (con 200 suscrip-
tores) en 1882.
La electricidad comenzó a llegar en la década de 1880. Al principio,
sólo las estaciones ferroviarias y los edificios públicos podían permitír¬
sela, pero hacia 1900, en los pueblos y ciudades al menos, ya era más la
398 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

La expedición a la ba¬
hía de Hudson, en 1884,
mirando hacia el sur a
través de la caleta de
Nachvak desde la cala
de Skynner, en el La¬
brador; a la vista, el
Neptune. El geólogo
A. P. Low inició la ex¬
ploración del interior
del Labrador y de Un-
gava en 1884, para el
Geological Survey of
Cañada, y con su co¬
laborador Robert Bell
—quien tomó esta foto¬
grafía— llevó a cabo el
trabajo de reconoci¬
miento de la costa des¬
de barcos del Depar¬
tamento de Marina y
Pesca.

regla que la excepción. No sólo las casas nuevas de las clases media y
superior la tenían como la cosa más natural, sino que las casas viejas la
estaban instalando. Y a medida que los teléfonos y la electricidad prolife-
raron, también lo hicieron las marañas de alambres y postes en las calles.
En la década de 1860, las calles canadienses tenían el aspecto despejado
de Europa. El suelo podría verse mal —lodoso en la primavera, polvo¬
riento en el verano y el otoño y oliendo perpetuamente a estiércol de ca¬
ballo— pero nada estorbaba la vista hacia arriba. En la década de 1890,
todo esto había sufrido gran cambio. Los cables del telégrafo fueron la
primera intrusión; cuando los postes aparecieron por primera vez en
Halifax, en la década de 1850, la gente salió de noche, armada de hachas,
y los cortó. Pero a medida que teléfonos y electricidad se difundieron los
postes se multiplicaron; y, hacia la década de 1890, los centros de Toron-
to, Montreal, Vancouver y Halifax tenían un aspecto feísimo a causa de
las marañas de cables y armazones.
Las bicicletas fueron otro símbolo del cambio. La moderna bicicleta
de seguridad de la década de 1890 era la misma que la de la década de
1950: llevaba neumáticos Dunlop, tenía dos ruedas iguales y cualquiera
la podía manejar. Provocó una revolución social en unos cuantos años.
A diferencia del caballo, la bicicleta era fácil de mantener y no dejaba es¬
tiércol. Era silenciosa, cómoda, eficiente y más barata que un caballo. Los
jóvenes, hombres y mujeres, y los no tan jóvenes, la adoptaron con entu¬
siasmo. Aunque estos pasos decisivos no siempre fueron reconocidos
por sus contemporáneos —es difícil captar a la sociedad en el acto del
cambio—, el mundo no habría de volver a ser el mismo de nuevo.
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 399

Otro tanto sucedió en lo tocante a la desaparición de los barcos altos, y


de la economía que los acompañaba. Hasta en la década de 1920 se pu¬
dieron seguir viendo los grandes buques de cruz en los puertos del Atlán¬
tico; pero, hacia esas fechas, habían quedado relegados a causa del bajo

La calle principal en Winnipeg, mirando hacia el sur, en 1879 (arriba) y en 1897


(abajo), fotografiada por Robert Bell y William Notman, respectivamente. La calle
principal tenía, y tiene, 40 metros de ancho. Obsérvense las aceras de tablones en
la foto más antigua —que algo salvaban del lodo— v la falta completa de postes de
electricidad. Apenas 18 años más tarde, se ven tranvías eléctricos y postes enormes
para teléfonos y electricidad. El monumento se levantó para conmemorar las
batallas de Fish Creek y Batoche en 1885.
400 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

precio de los fletes y del elevado costo de los seguros de sus cargamentos,
al cumplimiento de tareas mezquinas en lugares mezquinos del mundo. La
gran era de los barcos de cruz altos, de madera blanda, fueron las déca¬
das de 1870 y 1880; los más grandes y mejores se construyeron a princi¬
pios de la década de 1890, cuando ya el comercio estaba dejando de ne¬
cesitarlos. Yarmouth, Saint John y Halifax fueron a menudo sus puertos
de trabajo, pero fueron construidos en muchos astilleros situados al¬
rededor de la bahía de Fundy, en la bahía de Chigneto o Minas Basin, en
Saint Martin's, Macean, Parrsboro, Great Village, Maitland, Avonport y
luego se les equipó en los lugares más grandes.
Los viejos y altos barcos constituían una vista espléndida; hasta los
herreros que tan duramente trabajaban en ellos no podían sino admi¬
rarlos. Imaginémonos un día gris en las latitudes meridionales, a 50° S,
mientras un viento helado sopla alrededor del mundo. Navegando hacia
el este en dirección del cabo de Hornos se ve un gran barco de tres más¬
tiles, de casco negro, muy cargado, que surca los extensos mares verde-
azulados con velas casi cuadradas. Lleva una gran velamen y cuando
pasa cerca de un navio británico suelta otra vela de sobrejuanete y la des¬
pliega de manera que nos recuerda a esa medusa llamada “velero por¬
tugués”. Es un Bluenose, inmaculado, bien acondicionado y conducido
con mano firme... Un viejo encargado de las señales en el británico contó
cómo era la vida a bordo del Bluenose. "Para vagos, holgazanes, señor”,
les dijo al capitán y al piloto, "son un infierno flotante. Al que se va de la
boca... le dan una que no lo encuentran para darle la otra. Pero para el
hombre que es marinero y sabe cómo comportarse no hay nada mejor
para navegar que un Bluenose. Lo hacen trabajar a uno duramente, pero
le dan bien de comer y lo tratan bien si uno cumple con su trabajo”. El
barco del que hablaba era el William D. Lawrence, construido en Mait¬
land y botado en 1874. Hizo ganar dinero a sus dueños, pero al enveje¬
cer fue vendido a los noruegos en 1883, y seguía navegando aún, más o
menos, en 1890.
El problema de los barcos Bluenose de madera blanda era que, luego
de una década de duro trabajo, comenzaban a hacer agua, y hacia la dé¬
cada de 1890 tuvieron que competir con los veleros con casco de hierro.
Los grandes barcos con casco de hierro no necesitaban de muchas repa¬
raciones al cabo de una década de navegar, no hacían agua, los pagos de
las pólizas de seguros eran menores y su capacidad de carga era más gran¬
de. Poco a poco se fueron construyendo menos barcos de madera blanda.
Casi tan grande como el William D. Lawrence, el Cañada fue construido
en Kingsport, cerca de Wolfville, en 1891. Hizo la travesía desde Río de
Janeiro hasta Sydney, en Australia, en 54 días, en 1895. Veinticinco años
después era una barcaza que transportaba yeso y era remolcada ignomi¬
niosamente desde Minas Basin hasta Nueva York. Tal fue la suerte de los
barcos de madera blanda. Lo único que podían hacer los barcos de made¬
ra, como los marineros que en otros tiempos los habían tripulado, era ru¬
miar sus pasadas glorias:
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 401

Me siento solo por los viejos barcos que se han ido,


por los atardeceres tropicales y la hora antes del alba,
y las velas blancas henchidas por un viento cálido y constante
V el olor del café tostándose y los veladores que llegan corriendo.

Quisiera embarcarme de nuevo en un Bluenose


y lanzar un cántico marinero al cielo ventoso y estrellado,
o agarrar un puño de velas de gavia en medio del rugido de un sureste,
pero de nada sirve desear, pues aquellos días no volverán jamás.

La Nueva Escocia deploró la desaparición de estos barcos altos. Pero no


toda la Nueva Escocia padeció a causa de los cambios. Partes de la pro¬
vincia prosperaron gracias a la Política Nacional con su sistema protec¬
cionista de aranceles. En la década de 1880, las industrias de Nueva Es¬
cocia florecieron en las nuevas y crecientes poblaciones creadas junto a
los ferrocarriles por la Política Nacional: Amherts, Truro, Nueva Glasgow,
Pictou, Sydney. Pero, lentamente, la competencia central canadiense en

Construcción del interior de una gran goleta de cuatro mástiles, el Cutty Sar , en
Saint John, Nueva Brunswick, en la década de 1880; está tomada de atras hacia
adelante. Su casco fue diseñado patentemente para llevar una gran carga. Obsérve¬
se la sobrequilla de hierro fijada con pernos encima de la quilla. Se le puso al barco
el nombre del famoso Clipper que se construyó en Escocia en 1869 y que ahora se
conserva en el dique seco de Greenwich, Inglaterra.
402 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

El William D. Lawren-
ce fue botado al agua
en Maitland, cerca de
la punta de Minas Ba-
sin, en octubre de 1874.
Con su quilla de 75
metros de largo, fue el
barco de vela más gran¬
de jamás construido en
Nueva Escocia, princi¬
palmente con madera
de abeto, y registrado
en el Lloyd en 2 500 to¬
neladas. Se le ve aquí
navegando a toda vela,
como lo hacían nor¬
malmente los barcos
de Nueva Escocia; fue
vendido a los noruegos
en 1883.

tales industrias comenzó a dejarse sentir. Un símbolo del comienzo del


desplazamiento fue el traslado, en 1900, de la casa matriz del Banco de
Nueva Escocia de Halifax a Montreal, pues la Nueva Escocia se había vuel¬
to demasiado aislada. Después de la primera Guerra Mundial quedaron
sólo unas cuantas industrias allí.
Los cambios en la vida política durante la década de 1890 fueron más
obvios y profundos. Sir John A. Macdonald murió el 6 de junio de 1891,
luego de participar en su última elección en marzo de ese mismo año
bajo las banderas de la Política Nacional. El país se puso sentimental al
recordar sus encantos, se sintió orgulloso de sus logros y algo indignado
por el legado de sus métodos. Había sido el padre de su país, dijo Sir
John Thompson; no había un conservador a quien el viejo no le hubiese
robado el corazón. Pocos podían saber cuán ajetreada, en sus pormeno¬
res, había sido la vida que parecía haber estado tan llena de proyectos y
realizaciones. Menos aún eran los que podían conocer, añadió Thomp¬
son, la amabilidad y bondad de su naturaleza. No obstante, el Partido se
sentía incómodo ante los testimonios de su bondad tan grande, de su
hábito de delegar el poder en sus ministros una vez que le habían inspi¬
rado confianza. Sir Héctor Langevin, hacia 1890, era el decano de los mi¬
nistros, e inclusive había parecido ser el heredero, pero se encontraba
ahora bajo nubes de sospechas a causa del llamado escándalo McGre-
evy-Langevin. Langevin era ministro de Obras Públicas; McGreevy, dipu¬
tado por Quebec y amigo que hacía las veces de intermediario con con¬
tratistas. Estos últimos deberían hacer contribuciones a los fondos del
partido de McGreevy a cambio de la obtención de lucrativos contratos.
Sir John Thompson era ahora el más probable sucesor de Macdonald,
pero tenía el inconveniente de ser católico romano, y, para colmo, con-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 403

verso; Canadá todavía no había tenido un primer ministro católico. El


Partido, preocupado por esto, eligió como líder a Sir John Abbott, del Se¬
nado. Entre los dos, Abbott y Thompson, estaban decididos a hacer una
limpia en el Partido Conservador, tanto si le gustaba al Partido como si
no. Langevin fue obligado a renunciar y eso ayudó al gobierno a sobre¬
vivir a la decisiva votación efectuada en la Cámara de los Comunes el 26
de septiembre de 1891, por 101 votos contra 86. Cuando Abbott se retiró
un año más tarde a causa de su mala salud, se hizo patente que no que¬
daba más remedio que convertir a Thompson en primer ministro.
Lentamente, la nave de los conservadores comenzó a recuperar su pa¬
so. Su ligera mayoría de 1891 se mantuvo gracias a una serie de victorias
en elecciones especiales en 1892, elecciones especiales exigidas por los
liberales que esperaban, en vano como se vio después, sacar provecho
del escándalo Langevin. Hacia 1893, Thompson y sus conservadores con¬
taban con una mayoría de cerca de 60. A pesar de las amargas tensiones
religiosas entre católicos y protestantes, tan características de fines de la
década de 1880 y la de 1890, la paciencia, la fuerza de carácter y el sen¬
tido común de Thompson contribuyeron a darle al país un nuevo senti¬
miento de sí mismo.
Luego, en diciembre de 1894, Thompson murió de repente una hora
después de haber sido juramentado por la reina Victoria, en el castillo de
Windsor, como miembro del Consejo Privado Imperial. Dos meses des¬
pués de su muerte, llegó una orden del Comité Judicial del Consejo Priva¬
do de Londres que impuso al nuevo e inseguro gobierno de Mackenzie
Bowell la toma de la más desdichada de todas las decisiones: el cáliz en¬
venenado de la acción. Y debía ser acción inmediata, acerca de una cues¬
tión enredada, difícil, cargada de emociones: el problema escolar de
Manitoba.
No había solución para el problema escolar en Manitoba, o no por lo
menos una solución en la que ambos bandos pudiesen estar de acuerdo.
De una parte, estaba el gobierno provincial de Manitoba —con sus albo¬
rotados protestantes—, y de la otra, se hallaba la Iglesia católica, repre¬
sentada por el arzobispo de Saint-Boniface, Alexandre-Antonine Taché (el
antiguo mentor de Riel), y su sucesor más extremista, Adélard Langevin.
El problema en sí mismo no era difícil: ¿los derechos a escuela separada
concedidos a los católicos de Manitoba en 1870 valían todavía 20 años
más tarde? ¿Los derechos constitucionales eran permanentes o podían
ser abrogados más tarde por una simple acción legislativa? En 1890, los
protestantes de Manitoba creían que una mayoría tenía derecho a anular
decisiones anteriores, que cualesquiera que pudiesen ser los derechos
concedidos en 1870, una mayoría, en 1890, podía abrogarlos. Ambos ban¬
dos habían adoptado posiciones muy firmes y extremadamente duras al
respecto. Al igual que la raíz cuadrada de -1, el problema no podía resol¬
verse, y no existía una voluntad de compromiso. De manera que la cues¬
tión se llevó a los tribunales; diputados canadienses de ambos bandos
de la Cámara lo llevaron ante los tribunales lo más rápidamente posible,
404 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

pues les pareció ser el mejor lugar para ventilarlo. Por desgracia, a la
larga, los tribunales dieron respuestas conflictivas, especialmente en el
tribunal de última instancia, el Comité Judicial del Consejo Privado en
Londres, que dijo: uno: Manitoba tenía derecho de suprimir las leyes so¬
bre escuelas católicas; dos: los católicos de Manitoba tenían el derecho
de apelar ante el gobierno del Dominio para que se restaurasen las leyes de
tal manera abrogadas. Fue una decisión por demás sorprendente, como
si se tratase de enfrentar deliberadamente a dos gobiernos, el de Mani¬
toba y el de Canadá. Habría sido un timón difícil de llevar para cualquier
primer ministro, pero especialmente difícil para un anciano mediocre,
débil, vano aunque decente, como Sir Mackenzie Bowell. Finalmente, el
gobierno del Dominio fue derrotado, primero por Manitoba y después
por el pueblo de Canadá en la elección del 23 de junio de 1896. Bowell y
compañía fueron derrotados también por Wilfrid Laurier, quien dijo
que era como el viajero de la fábula de Esopo: llegaría a Manitoba para
conciliar por los asoleados caminos de la dulce razón. Tal y como ocurrie¬
ron las cosas, hasta a Laurier le costó mucho trabajo conseguir que preva¬
leciese la dulce razón.
Las opiniones que los canadienses tenían en común eran, y todavía son,
tan importantes como aquellas acerca de las cuales difieren. Como nos
indica el problema de las escuelas de Manitoba, la opinión que de sí mis¬
mos tenían los canadienses provenía fundamentalmente de dos mane¬
ras de ver harto diferentes entre sí, la francocanadiense y la anglocana-
diense. Y nada podía hacer desaparecer esas diferencias.
Era cierto que los francocanadienses se encontraban a cuatro o cinco
generaciones de distancia de la conquista de 1760, pero en la memoria
colectiva eso no es mucho tiempo. En la década de 1880, Louis-Honoré
Fréchette, poeta y dramaturgo, se acordaba de haber estado junto a su
padre en 1855, a la edad de 15 años, contemplando La Capricieuse, el
primer barco de guerra francés que había remontado el San Lorenzo en
cerca de un centenar de años. Su padre apuntó con el dedo a la bandera
francesa que ondeaba en el asta y le dijo con lágrimas en los ojos: “¡Esa
es tu bandera, hijo mío! ¡De ahí es de donde vienes!”

Ce jour-lá, de nos bords —bonheur trop éphémére—


Montait un cri de joie immense et triomphant:
C'était l’enfant perdu qui retrouvait sa mere;
C’était la mére en pleurs embrassant son enfant!

(Ese día, de nuestras riberas —dicha demasiado efímera—


un grito de alegría inmensa y triunfante se elevó:
¡era el niño perdido que recuperaba a su madre;
era la madre deshecha en lágrimas abrazando a su hijo!)

Hacia la década de 1890 este sentimiento de ser francés había crecido y


se había multiplicado, tal y como lo había hecho la propia población
francocanadiense. El “O Canadá" de Calixa Lavallée fue escrito en 1880;
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 405

hablaba de Canadá como la tierra de sus antepasados, de su gloriosa his¬


toria, de sus nobles sacrificios y de cómo ambos protegerían los corazo¬
nes y los derechos de los francocanadienses.
El nacionalismo anglocanadiense era de otra clase, menos coherente,
más diverso, pero no menos rudimentario, ciertamente. El joven Charles
G. D. Roberts (que ya era un poeta admirado) expresó su impaciencia
en 1890; le desazonaba la falta de un símbolo, de un sentido patente de ser
canadiense, como vemos en su poema “Canadá”:

¿Cuánto tiempo perdurará la innoble pereza,


cuánto aún el disfrute de una gloria ajena?
¡Fuerte es, sin duda, la estirpe del león,
para arrostrar sola el mundo!

¿Cuánto perdurará la indolencia,


antes que a tu destino te atrevas, busques tu fama?
¿Antes de que orgullosos ojos contemplar puedan
una nación liberada, una nación famosa?

Los nacionalistas francocanadienses de “O Cañada" y los nacionalistas


anglocanadienses de “Canadá" no podían reunirse, no todavía, porque
hablaban dos lenguas, provenían de dos diferentes tradiciones y tenían
dos ideas diferentes de lo que debería ser Canadá. Los anglocanadienses
no alcanzaban a convencerse de que podía existir una nación con dos len¬
guas. Por supuesto, existían tales países; Suiza, por ejemplo, hasta tres
lenguas tenía. Pero la idea de un país con dos lenguas contrariaba la
fuerte identificación, que se dio a fines del siglo xix, de la raza con el len¬
guaje; y ambos con la nacionalidad. Canadá no pensaba aún en el bilin¬
güismo. Los canadienses todavía no sabían del todo qué es lo que que¬
rían o a dónde se dirigían. Muchos eran nacionalistas pero todavía no
tenían una idea clara de cómo orientar sus ímpetus patrióticos.
Cierto número de canadienses extrapolaban su nacionalismo en una
identificación con las glorias del Imperio británico. De tal modo, el nacio¬
nalismo canadiense podía subsumirse en una perspectiva mucho más
amplia. Esto, puede suponerse, nos explica el significado del gran sello
postal emitido por Canadá, por obra del jefe de Correos William Mulock
de Toronto, en 1898. Se veía en él un gran mapamundi Mercator con el
Imperio británico pintado de rojo. Debajo se leía un lema: “Tenemos
el Imperio más grande que haya existido". Esta identificación era senti¬
mental y tentadora en la atmósfera del jubileo de diamantes de la reina
Victoria; pocos anglocanadienses pudieron resistir totalmente a su atrac¬
tivo; pero al igual que muchos otros sentimentalismos, era difícil con¬
vertirlo en algo práctico. _
La independencia respecto de la Gran Bretaña era también una posibi¬
lidad, pero parecía ser una elección más fácil de lo que en realidad era.
Como los Estados Unidos se mostraban agresivos en lo que concernía a
la mayoría de las cuestiones diplomáticas, y como era tan evidente que
406 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

Ilustración de la cubierta de O Cañada!


Mon pays! Mes amours! El joven nacio¬
nalista y futuro primer ministro George-
Etienne Cartier escribió esta canción en
1834, y la cantó para la Sociedad de San
Juan Bautista en ocasión de su reunión
del 24 de junio de ese año. La primera es¬
trofa dice: "L’étranger voit d’un oeil
d’envie/Du St. Laurent le majestueux
cours;/A son aspect, le Canadien s ecrie,/
‘O Cañada, mon pays, mes amours’.” (El
extranjero mira con ojos envidiosos/del
San Lorenzo el curso majestuoso;/al mi¬
rarlo, el canadiense exclama:/"Oh Canadá,
mi país, mis amores”). Litografía, sin fe¬
cha, de W. Leggo.

andaban en pos de adquisiciones aún más grandes, Canadá necesitaba


todavía a la Gran Bretaña, independientemente de las opiniones que los
canadienses, individualmente considerados, tuviesen respecto de la co¬
nexión con la Gran Bretaña. Nadie niega, dijo en 1893 Sir John Thomp¬
son, que finalmente nos convertiremos en una nación grande e indepen¬
diente. Pero antes de hacerlo tenemos que ser más fuertes. Dado que los
Estados Unidos eran “tan enormemente poderosos aun en la paz, e in¬
tensamente agresivos en la persecusión de sus propios intereses”, hablar
de una independencia respecto de la Gran Bretaña en 1893 era “absurdo,
por no decir traicionero”.
Esto último era una estocada dirigida contra un grupo pequeño pero
ruidoso del Partido Liberal en Ontario y Quebec y en otras partes que
hablaba francamente de anexar Canadá a los Estados Unidos. Agitaron
mucho en el periodo de 1892-1894. Cerca de medio millón de francoca-
nadienses se habían trasladado ya a la Nueva Inglaterra en las décadas de
1870 y 1880. En 1893, Honoré Mercier, líder de la oposición liberal en la
legislatura de Quebec, consideró que Quebec se encontraría en mejor si¬
tuación como estado de los Estados Unidos que como provincia cana¬
diense. La mayoría de los liberales de Quebec no estuvieron de acuerdo. El
juez Louis Jetté, de la Corte Suprema de Quebec, tenía la firme opinión
de que más le convenía a los francocanadienses seguir siendo canadienses.
Como dijo, con algo de ironía, “Pour rester frangais, nous n'avons qu’une
chose á faire: rester ungíais” ("Para seguir siendo franceses, sólo una cosa
podemos hacer: seguir siendo ingleses").
Pero no cabía la menor duda de que a los estadunidenses, cuando se
dignaban pensar en Canadá, les gustaba todavía la visión de Walt Whit-
man, de una bandera estadunidense que ondease por toda América del
Norte desde el río Grande hasta el Polo. En la década de 1890 habían ad-
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 407

quirido algunos apetitos, un gusto por la expansión. Sanford Dole efectuó


un golpe de Estado en Hawai, en enero de 1893, que derrocó a la reina
Liliuokalani y le regaló el archipiélago a Washington. Grover Cleveland,
presidente desde marzo de 1893, tuvo la decencia de rechazar el regalo.
El presidente MacKinley (1897-1901) era de otro carácter, menos escru¬
puloso, y admitió a Hawai en los Estados Unidos desde 1898. En ese
año, así también, se ejerció presión para liberar a Cuba de España y el
blando presidente se dejó arrastrar a una guerra que nadie necesitaba ni
quería, salvo una prensa estadunidense chovinista.
Las cuestiones principales de disputa entre Canadá y los Estados Uni¬
dos habían sido resueltas parcialmente mediante el arbitraje a partir del
memorable Tratado de Washington de 1871. Entonces, Sir John A. Mac-
donald realizó una hábil defensa de los intereses de Canadá en contra de
los estadunidenses, que lo querían conseguir todo, y también contra los
británicos, que al parecer estaban dispuestos a regalar a los Estados Uni¬
dos todo lo que fuera necesario de Canadá para arreglar las diferencias
anglo-estadunidenses. En la revista Grip apareció un revelador diálogo
entre John Bull y el Tío Jonathan acerca del Pequeño Canadá, niño al
que evidentemente no se le debía tomar demasiado en cuenta:

Pequeño Canadá: Mi papito es muy desprendido. Se ha estado desprendiendo


de muchas cosas desde que yo recuerde. Quiero preguntarle a mi papito si no
sería mejor darme a mí y a toda la granja, de una buena vez, al tío Jonathan...
quizá, si yo perteneciese a mi tío Jonathan, no se desprendería de mis cosas y
se las daría a cualquiera que las pidiese.
Sr. Jonathan: ¡No! ¡Omnipotentes sapos y culebras! No lo haría. Y bien,
dime ahora, J. B., ¿no podrías cederme a la criaturita?
Sr. Bull: ¡No, no! ¿Desintegrar mi Imperio? Jamás. (Pero, mira, no te lo
puedo dar descaradamente; hay que salvar las apariencias; ya te quedarás con
él gradualmente, ¿sabes?)

La aventura estadunidense en Cuba, en 1898, puso alerta a los canadien¬


ses. En aquellos años, a las aventuras militares se las consideró buenas
para la moral nacional, buenas también para los nervios del cuerpo y la fi¬
bra moral de la nación. De modo que cuando estalló en Sudáfrica la gue¬
rra, en octubre de 1899, muchos anglocanadienses sintieron el deseo de
una aventura que mostraría al mundo lo que era capaz de hacer Cana¬
dá. Este sentimiento no fue compartido por los francocanadienses, los
cuales, como se hubiera podido esperar, simpatizaban más con los bóers,
pueblo pastor y religioso, que con los mineros ingleses alborotadores,
agresivos, a quienes los bóers llamaban uitlciYidev.
La Guerra de los Bóers escindió, y de mala manera, el Gabinete de Sir
Wilfrid Laurier, el elegante y valeroso francocanadiense. Se había con¬
vertido en primer ministro —y en jefe del primer gobierno liberal de Ca¬
nadá desde 1878— luego de derrotar a Sir Charles Tupper y al Partido
Conservador en la elección general del 23 de junio de 1896. En Londres,
en 1897, durante el jubileo de diamantes de la reina Victoria, había sido
408 LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL

nombrado caballero. La gloria imperial de esa ocasión maravillosa se


había traducido ahora en una guerra imperial.
Incitados por el Globe de Toronto y el Montreal Daily Star, los anglo-
canadienses se morían de ganas de ir a pelear en África. Al final, Laurier
tuvo que ceder ante la demanda anglocanadiense que quería despachar
a ultramar un contingente oficial. No se mandó ningún contingente ofi¬
cial; pero los voluntarios podían ir a ultramar, transportados a expensas
del gobierno canadiense. Luego el ejército británico les pagaría y los
mantendría en sus filas. Sir John A. Macdonald había sabido resistir a
tales aventuras alocadas en 1884; no le fue fácil hacerlo a Laurier 15 años
más tarde. Constituía esto una expresión del cambio, de un mundo que se
había tornado más pequeño merced a las redes conectadas de los trans¬
portes, las comunicaciones, la electricidad y las noticias. Sudáfrica es¬
taba, en 1899, más cerca de lo que había estado Jartum en 1884. Era un
mundo embriagado por sueños imperiales, por la gloria de las razas:
Rusia con su paneslavismo; Francia y la Gran Bretaña que rivalizaban
en Sudán (¡vaya sitio!), por no hablar del África occidental, Indochina y el
Pacífico del Sur; Alemania con su frenético deseo de nuevo rico de po¬
seer su propio imperio. El Deutschland über alies encontraba su eco en
todos los idiomas. Por eso los anglocanadienses pudieron cantar, junto
con los británicos,

¡Somos los soldados de la Reina, amigos,


que han estado, amigos, que han visto, amigos,
y que lucharán por la gloria de Inglaterra, amigos,
si tenemos que demostrarles que hablamos en serio!

Pero eso mal podía encontrar eco en el Canadá francés. Había algún res¬
peto por la bandera británica, pero no pasión por la gloria de Inglaterra.
Esta ambigüedad queda bellamente expresada en "Le Drapeau anglais" de
Louis-Honoré Fréchette, escrito en la década de 1880:

—Regarde, me disait mon pére,


Ce drapeau vaillamment porté;
II a fait ton pays prospere,
Et respecte ta liberté...

—Mais, pére, pardonnez si /’ose...


N’en est-il pas un autre, á nous?
—Ah, celid-lá, c'est autre chose:
II faut le baiser á genoux!

(—Contempla, me decía mi padre,


esa bandera gallardamente portada;
ha dado prosperidad a tu país,
y respeta tu libertad...
LOS DESAFÍOS DE UN DESTINO CONTINENTAL 409

—Pero, padre, perdóneme si me atrevo...


¿No es otra, la nuestra?
—¡Ah!, ésa es diferente:
¡hay que besarla de rodillas!

El logro canadiense, en los 60 años transcurridos desde 1840 hasta


1900, fue éste: el haber hecho posible ser canadiense, sin ambigüedad;
el haber creado, de hecho, a Canadá. Habría de transcurrir todavía cierto
tiempo antes de que las palabras de “canadiense’ y “Canadá cobrasen
un significado que poseyese coherencia y resonancia. El ser canadiense
—y caYicidien— no era demasiado difícil para Wilfrid Laurier, quien se ex¬
presaba fácilmente en cualquiera de las dos lenguas, aunque inclusive a
él a veces lo acusasen los francocanadienses de ser demasiado inglés, y
los anglocanadienses de ser demasiado francés. Era un precio que estuvo
dispuesto a pagar con tal de realizar su sueño, ya que no el de convertir
el siglo xx en el siglo de Canadá, sí al menos el de crear un Canadá real
en el siglo xx.

Esta notable estampilla, con su rúbrica deci¬


didamente imperial, parece haber sido obra
de William Mulock, de Toronto, director ge¬
neral de correos en el gobierno de Laurier. La
estampilla se emitió con ocasión de la inau¬
guración del correo imperial de penique, el 7
de diciembre de 1898.
V. EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO.
1900-1945
Ramsay Cook

El siglo de Canadá

La novela The Imperialist (1904), de Sara Jeanette Duncan, captó el espí¬


ritu de los primeros años del siglo xx en Canadá con mayor acierto que
cualquier otro documento. En ella, el idealismo acerca de la misión del
Imperio británico y del lugar que debió ocupar Canadá en él, y el mate¬
rialismo de un país que se estaba industrializando, entran en conflicto.
El materialismo y lo que los canadienses entendían como interés propio
triunfaron, aunque de dientes para afuera se siguiese rindiendo home¬
naje al “imperialismo". Menos de una década más tarde, el más grande
escritor satírico de este país, Stephen Leacock, trató el drama en sus dos
mejores obras: Sunshine Sketches ofa Little Town (1912) y Are adían Ad-
ventures with the Idle Rich (1914). La primera fue un cálido e ingenioso
relato nostálgico de la desaparición de la vida rural y de las pequeñas
poblaciones. La segunda fue una acerba disección de las fuerzas domi¬
nantes en las nuevas ciudades industriales y de sus principales institu¬
ciones. Esas fuerzas fueron los apetitos de ganancias, de poder y de po¬
sición social.
En Quebec, un periodista y político nacionalista, Henri Bourassa, vio la
realización de los mismos cambios en su sociedad. A modo de respues¬
ta, predicó un nuevo nacionalismo que no sólo serviría de contrapeso al
imperialismo, sino que convertiría en norma de la vida social los ideales
de la religión y de la cultura. Pero, a su alrededor, la fuerza transforma¬
dora del capitalismo que avanzaba iba creciendo. En 1913, Louis Hémon,
nacido en Francia, publicó su famoso himno a las virtudes de la agricul¬
tura y del catolicismo en su magnífica pastoral, titulada María Chapde-
laine. Fue conmovedoramente hermosa, pero ya era un anacronismo. La
era industrial y urbana había llegado.
Lo que algunos censuraban melancólicamente por considerarlo mate¬
rialismo, otros lo acogían entusiasmadamente por considerarlo crecimien¬
to, desarrollo y prosperidad, una manera de alejarse de los años deprimi¬
dos del siglo anterior. Sir Wilfrid Laurier, el primer ministro cuyo gobierno
presidió el primer gran auge económico de Canadá, captó el espíritu do¬
minante de la época cuando afirmó que así como el siglo xix había
pertenecido a los Estados Unidos, el siglo xx habría de ser el de Canadá.
John Hobson, economista político británico de visita, le tomó el pulso a
Canadá, en 1906, y declaró que "una sola década ha barrido toda su ti-

410
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 411

En 1906, un año después de que Saskatchewan y Alberta fueron creados a partir


de distritos administrativos de los Territorios del Noroeste, se publicó este mapa en
el New Encyclopedic Atlas and Gazetteer. Los límites de Manitoba se extendieron
hasta incluir la parte meridional del distrito de Keewatin en 1912; la colonia bri¬
tánica de Terranova no se sumó al dominio hasta 1949.

midez, y la ha sustituido por un espíritu de ilimitada confianza en sí mis¬


mo y un espíritu de empresa en auge”. Errol Bouchette, autor del muy
provocativo L’Indépendance économique du Canada-frangais (1906), estuvo
plenamente de acuerdo con las observaciones de Hobson, al igual que
otros escritores francocanadienses. Pero la mayoría de éstos recalcaron
también la preocupación de que los francocanadienses estaban siendo
arrastrados por las corrientes económicas en vez de dirigirlas; como lo
expresó Bouchette: "Aujourd'hui c'est dans l’aréne purement économique
que doit se décider la lutte de supériorité qui poursuit entre les difterents
éléments de notre population, puis entre les peuples du continent (Ac¬
tualmente en la arena puramente económica tiene que decidirse la luc a
por la superioridad que se libra entre los diferentes elementos de nuestra
población y entre los pueblos del continente). Demostró ser una obser¬
vación presciente.
412 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

La historia de la primera mitad del siglo xx en Canadá, como en otros


países que se han industrializado, es la historia de una sociedad que
tuvo que aprender a vivir con la expansión económica y a controlar las
fuerzas del cambio por ella desencadenadas. El crecimiento económico
se alcanzó a través de las tensiones sociales y de la modificación de las
relaciones entre clases, sexos y grupos étnicos. En Canadá, se plantea^
ron nuevos problemas acerca de la integración de las regiones en la na¬
ción, sobre las relaciones de los franco y los anglocanadienses y en lo
tocante al lugar que deberían ocupar los cientos de miles de inmigrantes
nuevos. Fue también un periodo que contempló la aparición gradual de
una nueva sensibilidad “modernista" en materia de religión y de cultura
y del vacilante crecimiento de la intervención del gobierno en los asuntos
económicos, sociales y culturales del país. La primera mitad del siglo xx
que pertenecía a los canadienses comenzó con una guerra imperial, la
acompañó la primera Guerra Mundial y terminó junto con la segunda.
El optimismo de los primeros años se vio profundamente desafiado por

El Día de Pretoria —5 de junio de 1901— los habitantes de Toronto celebraron la


victoria en la guerra sudafricana, e inundaron las calles a pie, en la ubicua bicicle¬
ta, en coches tirados por caballos o en los tranvías eléctricos. La enconada lucha
entre la Gran Bretaña y los bóers había provocado hostilidad entre canadienses
anglófonos y francófonos, pero las tropas canadienses se habían distinguido en
África y, una vez más, triunfó el Imperio.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 413

A principios del siglo xx, la alta burguesía de Canadá podía tener pretensiones aris¬
tocráticas; cuando el gobernador general y Lady Minto llegaron a Toronto en
1902 un empacador de carnes, Joseph Flavelle, les prestó la mansión que acababa
de terminar, Holwood, en Queen’s Park Crescent. La pareja oficial se disponía a ir
a las carreras de caballos.

la crisis social a que dio origen la depresión económica de la década de


1930. Pero ni siquiera una guerra que fue testigo de la explosión de la pri¬
mera bomba atómica desvaneció por completo la creencia de que la prome¬
sa que era Canadá todavía podría cumplirse.

El embarnecimiento de una economía nacional

Entre 1900 y 1912, la economía de Canadá creció con rapidez insólita.


Aunque en 1907 se produjo un breve descenso y otro más ominoso en
1913 las demandas de la guerra revivieron la actividad económica y ase¬
guraron el crecimiento y la prosperidad hasta principios de la decada de
1920 Los años de auge que precedieron a la guerra fueron financiados
por una combinación de inversión extranjera en gran escala y el éxito
alcanzado por las ventas ultramarinas de trigo, el mas reciente genero de
exportación de Canadá. Ciertamente, no sería exagerado decir, sm dejar
de señalar la ironía, que la naciente sociedad industrial y urbana se funda¬
mentó en el éxito de la economía triguera. La prosperidad de la econo¬
mía canadiense en conjunto, por supuesto, dependía de un ambiente eco¬
nómico mundial que suministrase dinero para la inversión y mercados
para las exportaciones.
414 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

Los cambios efectuados en el ambiente económico internacional, de los


que se benefició Canadá, fueron el creciente interés de los inversionistas
británicos por las exportaciones de capital a ultramar, la demanda en
aumento, generada en los países industrializados, de los recursos natu¬
rales y los productos alimenticios de Canadá, y el cierre de la "frontera”
agrícola estadunidense, que hizo que Canadá resultase más atractivo
para futuros colonizadores. Del lado de la inversión, las importaciones
de capital extranjero británico y de otras naciones a Canadá se cuadrupli¬
caron entre 1901 y 1921 y llegaron a ser de casi 5 000 millones de dólares.
Como esta inversión, que hizo posible la expansión canadiense, tuvo lu¬
gar en una época en que los precios mundiales, especialmente para los
productos agrícolas, se estaban elevando y las exportaciones canadien¬
ses sobrepasaban a las importaciones, el problema de la balanza de pa¬
gos quedó bajo control, por lo menos hasta 1913. Después de esta fecha, el
agotamiento del capital de inversión ultramarino condujo a una recesión
económica, cuya gravedad no se puso de manifiesto porque el estallido
de la guerra de 1914, una vez más, aumentó la demanda de géneros ca¬
nadienses. Pero los años de la posguerra revelaron rápidamente las debi¬
lidades de la economía de Canadá, y en particular su dependencia res¬
pecto del capital y los mercados externos.
En los años previos a la guerra, la creciente inversión extranjera vino
acompañada de un rápido crecimiento de la demanda de artículos cana¬
dienses en ultramar. Y esta demanda coincidió con cambios tecnológicos
y de la transportación —especialmente la baja de los fletes de los bar¬
cos—, que aumentaron la disponibilidad de los recursos naturales y los
productos agrícolas de Canadá. Un sistema ferroviario en rápida expan¬
sión, una nueva tecnología minera, junto con los perfeccionamientos de
la maquinaria agrícola y la obtención de simientes más resistentes y

Los fabricantes de coches


McLaughlin lucharon primero
contra el automóvil median¬
te una publicidad agresiva.
Pero la popularidad del auto¬
móvil, así como la introduc¬
ción de nuevas técnicas y de
la cadena de montaje, obliga¬
ron inclusive a McLaughlin
a dedicarse a construir el
nuevo vehículo. La compañía
se vendió a la General Mo¬
tors en 1918.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 415

de más alto rendimiento, dieron lugar a que se contase con productos ca¬
nadienses a medida que fue aumentando la demanda. Así también, la
creciente explotación de fuentes de energía tradicionales como la del
carbón y, más importante aún, el aprovechamiento de la nueva y abun¬
dante fuente de la hidroelectricidad, proporcionaron a los industriales
la oportunidad de aumentar la producción y satisfacer las demandas de
un mercado interno creciente y protegido. El incremento de la población,
alimentado por la afluencia en gran escala de personas procedentes de
la Gran Bretaña, el resto del continente europeo y los Estados Unidos,
proporcionó una mano de obra móvil, a menudo barata, un ejército de
pioneros agrícolas y un mercado para la producción nacional.
Tal vez lo más notable del crecimiento del comercio exterior de Canadá
fue el cambiante carácter de sus exportaciones. A fines del siglo xix, los
bosques y aserraderos canadienses suministraban los principales géneros
de exportación. Ontario, Quebec y Nueva Brunswick eran las fuentes prin¬
cipales de tales productos. Queso de Ontario y pescado de las provincias
marítimas y de la Columbia Británica, seguidos por ganado, cebada,
níquel, carbón, frutas y pieles, completaban la lista. Hacia 1900 este pa¬
trón ya estaba cambiando, a medida que el trigo de las llanuras comenzó
a ocupar el lugar principal en el elenco. El valor de las exportaciones de
trigo y de harina de trigo se elevó desde 14 millones de dólares en 1900
a 279 millones en 1920. El Reino Unido y el resto de Europa fueron, con
mucho, los principales clientes. La exportación de pulpa de madera y de
papel, principalmente para el mercado de los Estados Unidos, se desarro¬
lló más lentamente, pero dio un salto hacia adelante luego de que este
país suprimió todos los aranceles al respecto en 1911. Al trigo, las ma¬
deras y el pescado se les unió un comercio creciente de metales básicos,
principalmente desde la Columbia Británica y el norte de Ontario. Una
nueva exportación, reveladora de los comienzos de otra innovación en
el transporte, fue el automóvil. Hacia 1920, Canadá exportaba automó¬
viles y camiones por valor de 18 millones de dólares. El automóvil, al igual
que otras exportaciones industriales, como las de productos de hule, ar¬
tículos de cuero y maquinaria agrícola, provinieron de Ontario.
Esto daba testimonio de que la promesa ofrecida por la Confederación,
de que se crearía una economía nacional, se estaba convirtiendo en rea¬
lidad. En su centro estaba el Oeste con sus praderas, que no sólo producía
las exportaciones de granos que alimentaban a toda la economía, sino
que también proporcionaba gran parte del mercado interior para la pro¬
ducción industrial. Además, las necesidades de transporte del Oeste pu¬
sieron de manifiesto que era preciso ampliar en grande la red ferrovia¬
ria del país. Después de 1903, al Canadian Northern, al Grand Trunk y
al National Transcontinental se les proporcionaron amplios fondos pú¬
blicos para que hicieran nuevas construcciones. Las líneas férreas cana¬
dienses pasaron de 29 000 kilómetros en 1900 a 63 000 en 1920. Como
habrían de demostrar los acontecimientos, esta expansión fue excesiva
y mal concebida. Pero durante los años del auge la construcción de fen o-
416 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

carriles estimuló a la minería del hierro y del carbón, la producción de


acero y la fabricación de material rodante. Todas estas actividades alen¬
taron también la realización de obras de mejoramiento en puertos y cana¬
les; la ampliación de servicios públicos como los tranvías eléctricos y las
instalaciones para la producción de energía eléctrica; así como la cons¬
trucción de carreteras, edificios públicos y viviendas. Cualesquiera que
hayan podido ser los costos sociales y económicos de esta explosión de ex.
pansión económica, en gran medida incontrolada y sin planificación, fue
aquello en lo que se apoyó el materialismo, el optimismo y el nacionalismo
de las dos primeras décadas del siglo. Y en ese tiempo el trigo fue el rey.
La explotación exitosa del potencial agrícola del Oeste, y su capacidad
de atraer pobladores dispuestos a participar en la aventura, dependie¬
ron del éxito de los avances científicos y tecnológicos. La estación de
cultivo relativamente breve, más breve cada vez a medida que la fron¬
tera” agrícola avanzó hacia el norte en dirección del río Peace, exigió la
obtención de variedades de trigo mejoradas, que madurasen en menos
tiempo. La variedad “Red fife”, introducida a principios de siglo, inició
una cadena de acontecimientos que redujeron la estación de crecimiento
y aumentaron el rendimiento. En 1911 apareció la variedad “Marquis , en
tanto que las variedades “Garnet" y “Reward” se obtuvieron para hacer
frente a las condiciones de las praderas septentrionales. La roya, la esca¬
sez de lluvia y las langostas eran problemas para el futuro, que a menu¬
do superaron al ingenio de la ciencia.
Desde los primeros años del poblamiento de las praderas, las pocas y
erráticas lluvias se habían reconocido ya como un problema grave. Las
tierras del Triángulo Palliser, en el sur de la frontera Saskatchewan-
Alberta, sólo podían labrarse lucrativamente en años de elevada precipi¬
tación pluvial. En Alberta, la irrigación introducida por colonos mormo-
nes procedentes de los Estados Unidos resolvió parte del problema, en
tanto que otras tierras se dejaron para pastos. En las regiones trigueras, la
técnica del cultivo de secano practicada en el oeste de los Estados Unidos
y mejorada por científicos agrícolas en Indian Head, Saskatchevvan, uti¬
lizó el barbecho, la rotación de cultivos y el labrado a poca profundidad
como maneras de conservar la humedad. Estas prácticas requerían de
una agricultura en gran escala, sobre superficies que sobrepasaban con
mucho las dimensiones de las propiedades en el Canadá oriental. Estas
granjas requerían de mejoramientos en la maquinaria agrícola, muchos
de los cuales provinieron de los Estados Unidos, y también de algunas
compañías canadienses como la Massev-Harris. Los arados de acero
inoxidable y las cosechadoras mecánicas fueron seguidas por máquinas
trilladoras movidas a vapor y, al estallar la Gran Guerra, por el tractor de
gasolina. Aunque la creciente mecanización redujo la demanda de ma¬
no de obra, la agricultura siguió dando empleo al más grande porcentaje
de trabajadores en toda la economía: en 1921, 37 por ciento de la mano de
obra se dedicaba aún a la agricultura, en tanto que sólo 19 por ciento tra¬
bajaba en la industria.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 417

No obstante, la agricultura triguera occidental, aun en los años anterio¬


res a 1921, en el mejor de los casos fue precaria, y en el peor, un juego
arriesgado. Dadas las variedades de suelos, los extremos de temperatura y
la escasa confiabilidad de la lluvia, poco tiene de sorprendente encontrar
rendimientos que variaban desde los 600 a los 1 700 kilogramos por hec¬
tárea en Saskatchewan. Mientras que el trigo de la variedad “Número 1
del Norte”, de máxima calidad, obtenía precios elevados, hubo años en que
hasta 90 por ciento de la cosecha fue considerado como de tercera catego¬
ría. A esto se añadieron las fluctuaciones de los precios provocadas en el
llamado mercado libre por la especulación realizada en la Bolsa de Gra¬
nos de Winnipeg. El agricultor también se encontró sujeto a lo que, para
él, era la arbitraria estructura de los precios de los fletes, el capricho de
los ferrocarriles, el poder de las compañías compradoras de granos y,
no menos importante, un arancel proteccionista que aumentaba los pre¬
cios de todo, desde sus arados hasta la ropa de sus hijos. Lo que comenzó
siendo una queja estoica en contra de los elementos y de los "intereses” se
fue convirtiendo gradualmente en el programa de un movimiento agra¬
rio de protesta que estallaría después de la primera Guerra Mundial.
Aunque el crecimiento económico fue general entre 1900 y 1921, distó
mucho de distribuirse uniformemente sobre todas las regiones. Ontario y
Quebec, las zonas más densamente pobladas y en las que el desarrollo
industrial había avanzado ya considerablemente cuando comenzó el si¬
glo, recibieron cerca de 80 por ciento de las inversiones nuevas en la in¬
dustria y en la expansión de la energía hidráulica. La menoi cantidad de
inversión industrial, claro, llegó a las provincias de las praderas. Pero
las marítimas, donde ya estaban establecidas industrias tales como las
de los astilleros, la textil y la de la minería del carbón, obtuvieron sólo
alrededor de un décimo de la nueva inversión industrial y de energía hi¬
dráulica. Además, industrias establecidas en las marítimas como la tex¬
til y la del carbón fueron atraídas crecientemente hacia la economía na¬
cional, primero por las inversiones y luego por las adquisiciones de los
hombres de negocios de Montreal. A medida que las estructuras nacio¬
nales de costos de los fletes comenzaron a aplicarse en todo el país, los
industriales de las provincias marítimas, que se hallaban alejados de sus
mercados, encontraron cada vez más difícil competir. Las economías de
Nueva Escocia y Nueva Brunswick, que no participaron plenamente de la
expansión anterior a la guerra, encontrarían más difíciles aún los anos
de la posguerra. Como indicaron las dificultades de las industrias del
carbón y del acero, la economía de las marítimas prosiguió la decaden¬
cia que había comenzado a mediados del siglo xix. Hacia la década de
1920, los habitantes de las marítimas, como los del Oeste, comenzaron
a expresar un fuerte descontento por la manera en que las políticas eco¬
nómicas nacionales parecían favorecer a las provincias centrales por so¬
bre las demás.
418 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

El poblamiento del nuevo Canadá

La economía floreciente de los años que precedieron a 1914 fue, a la


vez, causa y consecuencia de un notable crecimiento de la población
canadiense. En 1901, 5371 315 personas vivían en Canadá; en los diez
años siguientes, 34 por ciento de aumento elevó el total a poco más de
7 200 000, y hacia 1921 la cifra había saltado otro 22 por ciento, hasta
ser de casi 8 800 000. Al igual que la expansión económica, el crecimien¬
to de la población no se distribuyó uniformemente. Las provincias ma¬
rítimas recibieron sólo alrededor de 3 por ciento, la Columbia Británica
9, las praderas 49 y Ontario y Quebec 40. Aunque es imposible estable¬
cer las cifras exactas del movimiento de gente, hacia dentro y hacia fue¬
ra, antes de 1921 (especialmente a causa de la relativamente abierta fron¬
tera con Estados Unidos), es patente que Canadá se benefició de una
afluencia neta de cerca de un millón de personas, lo que constituye un
salto extraordinario. Casi tan impresionante fue el variado carácter étni¬
co de esta población.
El éxito de la política de inmigración canadiense después de 1896 se
puede explicar en función de cambios efectuados en Canadá y en otros
sitios. Como la mayor parte de la tierra labrantía barata se había ocupado
en los Estados Unidos a mediados de la década de 1890, las praderas ca¬
nadienses ralamente pobladas se convirtieron en imán para personas que
buscaban una vida nueva. Entre éstas figuró un gran número de estadu¬
nidenses, que vendieron sus granjas con ganancia y marcharon hacia el
norte para aprovechar las tierras baratas para ellos y sus hijos. Cerca de
un tercio del total de colonos en los años previos a la guerra llegaron del
sur de la frontera, y muchos fueron canadienses que se habían desplazado
hacia el sur durante la depresión de fines del siglo xix. Su capital y su
maquinaria, sus conocimientos de la agricultura de secano y la facilidad
con que se adaptaban a un ambiente cultural con el que estaban familia¬
rizados, garantizaron que estos inmigrantes estadunidenses hubiesen de
figurar entre los colonos agrícolas más exitosos. Pero no se recibió de buen
grado a todos los aspirantes a colonos procedentes de los Estados Unidos.
Enérgica y exitosamente se desalentó la migración de negros a Canadá.
Dos factores internacionales que contribuyeron al éxito de la política
migratoria de Canadá fueron la elevación de los precios de los granos y
la baja de los fletes del transporte por mar, todo lo cual hizo más lucra¬
tiva la agricultura. Además, el aumento en el número de barcos cargados
de granos con destino a Europa puso a disposición de los inmigrantes un
espacio durante el viaje de regreso. El alojamiento en los barcos era todo
menos lujoso, a menudo ni siquiera era cómodo o limpio, pero sí barato.
Como el reclutamiento de inmigrantes se dejó en manos, en gran medi¬
da, de las compañías navieras, a quienes el gobierno daba bonificaciones
por cada inmigrante, la disponibilidad de “capacidad no utilizada” tuvo
gran importancia para la población de las praderas canadienses y para
la creación de una numerosa mano de obra para la minería, la industria
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 419

Este vivaz cartel, en el que se


iwümm nrroin anuncia al precursor de la
famosa Estampida de Cal-
gary, se lamenta de los cam¬
bios efectuados en el Oeste,
cuando el cultivo del trigo
estaba sustituyendo a la ga¬
nadería en los grandes ran¬
ALBERTA chos. Pero el "salvaje Oeste
de Canadá" había sido en
gran parte una ficción sensi¬
blera. Litografía a colores.

4ULY9

y la construcción. En este ambiente internacional cambiante penetró


Clifford Sifton, hombre del Oeste, decidido a transformar los fracasos de
anteriores décadas de política migratoria en una historia de éxito.
Aunque nacido en Ontario, Sifton se había ido al Oeste siendo joven. El
éxito de su padre y el suyo propio lo convencieron de que el potencial del
Oeste era ilimitado. Pero ese potencial se haría realidad tan sólo cuando
los pastizales de las praderas se convirtieran en campos de granos culti¬
vados. Ese cambio requería de personas. Habiendo servido en el gobier¬
no de Manitoba durante la década de 1890, Sifton pasó a formar parte del
Gabinete federal en 1896, para representar al Oeste en el ministerio de
“todos los talentos” de Wilfrid Laurier. Ningún otro en ese Gabinete era
más enérgico, obstinado o ambicioso que Sifton, con la excepción quiza
del propio Laurier. Cuando salió del gobierno en 1905, luego de úna prue¬
ba de fuerza con Laurier, en la que fracasó, Sifton podía haber exhibido
un historial de logros en varios campos, pero ninguno mas importante
Que el de su administración de la política migratoria. Y no es tanto que
Sifton haya ideado una política nueva, pues se ajustó a las directrices
420 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

generales establecidas por sus predecesores. Más bien, lo importante


fue la energía y la pericia para organizar el departamento. Sifton, que
centralizó la autoridad en sus propias manos, nombró todo un grupo
nuevo de funcionarios —en su mayoría liberales del Oeste— convencidos
de que Canadá, y especialmente el occidental, era la tierra prometida.
Utilizando la Ley de Tierras del Dominio de 1872, que ofrecía a los colo¬
nos nuevos 65 hectáreas de tierra virtualmente gratuita, con derechos de
prioridad sobre otra sección, a cambio del pago de diez dólares para el
registro, Sifton envió agentes y una oleada de propaganda a los Estados
Unidos, la Gran Bretaña y el resto de Europa.
La Gran Bretaña había sido la fuente tradicional de inmigrantes y
siguió siéndolo, pues envió a más de un tercio de todos los que llegaron
antes de 1914. Los inmigrantes británicos por lo común tenían mucha
menos experiencia agrícola que sus compañeros estadunidenses o euro¬
peos. Variaban desde los pequeños aristócratas de la Colonia Barr de Sas-
katchewan, que en 1902 trataron de establecer una pequeña Gran Breta¬
ña, pasando por los huérfanos protegidos por el doctor Barnardo y otras
agencias menos famosas, hasta los ingleses de clase media y de la clase
trabajadora que anhelaban huir de la separación en clases sociales, tan
rígida, de su patria. Mientras que la Colonia Barr fracasó a causa de las
expectativas nada realistas de sus dirigentes, muchos otros inmigrantes

Para los que venían del otro lado del Atlántico, la ciudad de Quebec fue el principal
punto de ingreso. Entre estos recién llegados de la Gran Bretaña figuran algunos
judíos ortodoxos que le dan la espalda a la cámara.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 421

Una casa de tepe y adobes


era barata y fácil de hacer
para los recién llegados. La
boorday, nombre que los
colonos ucranianos daban
a sus casas, era pronto sus¬
tituida por una morada
más cómoda, pero el barro
y la paja a menudo siguie¬
ron sustituyendo a la ma¬
dera en las praderas sin ár¬
boles. Arriba: Casa cerca de
Lloydminster, Alberta, foto
de Emest Brown; izquierda:
colonos de Galitzia. Theo-
dosy Wachna y familia,
Stuartburn, Manitoba.

británicos se convirtieron en agricultores de éxito. Unos más sintieron que


la nueva vida rural era demasiado exigente y aislada, y que el clima era
demasiado feroz. Algunos volvieron a su país; unos cuantos fueron depor¬
tados por infringir la ley; otros se fueron a las ciudades y los pueblos
donde encontraron trabajo en la industria o en el servicio doméstico. Aun¬
que a veces se vieron letreros que decían no se admiten ingleses , que nos
sugieren que algunos patrones los consideraban inútiles —o demasiado
arrogantes—, la mayoría encajaron en la nueva sociedad con relativa fa¬
cilidad. Su extracción cultural, como la de los recién llegados de los Esta¬
dos Unidos, facilitó su asimilación, y figuraron entre los primeros que se
metieron en la corriente principal de la vida canadiense.
422 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

El mayor cambio de la política de inmigración iniciada por Sifton


consistió en su esfuerzo concertado para atraer colonos europeos, y espe¬
cialmente de la Europa oriental. Aunque se habían realizado asenta¬
mientos colectivos de pequeños grupos de menonitas e islandeses antes
de 1896, fue sólo después de comienzos de siglo cuando gran número de
personas que no hablaban inglés fueron buscadas y dirigidas hacia Cana¬
dá. Entre éstas figuraron alemanes, escandinavos, austríacos y un corto
número de colonos francófonos procedentes de Bélgica y de Francia. El
más notable de estos nuevos grupos fue el de los rutenos. Estos inmigran¬
tes de lengua eslava, que en su mayoría fueron campesinos a los que se les
conoció como "gente de chaquetas de piel de borrego”, eran originarios
de la parte polaca del Imperio austro-húngaro y de Rusia. Después, a la
mayoría de ellos se les dio el nombre de ucranianos. Alentados por los
agentes de Sifton, a quienes se les había recomendado que buscasen posi¬
bles colonos dotados de experiencia agrícola, fuertes espaldas y esposas
fecundas, se establecieron en comunidades bastante homogéneas cerca
de Dauphin, Manitoba, y Yorkton, Saskatchewan, y en algunas zonas al¬
rededor de Edmonton.
Vilni zemli, tierra gratuita, fue lo que atrajo a esta gente, y aunque la
tierra qufe consiguieron fue elegida por sus colinas y sus zonas boscosas
semejantes a las de su patria de origen, a veces fue poco fértil e improduc¬
tiva. La pobreza inicial de estos inmigrantes frecuentemente los obligó a
trabajar durante años en actividades no agrícolas: la minería, la construc¬
ción de ferrocarriles, las faenas madereras. Su falta de calificación para el
trabajo, sus problemas de lenguaje y, sobre todo, su pobreza hicieron
que a menudo fuesen los más explotados de los jornaleros, que tuvieran que
trabajar largas jomadas por bajos salarios, y que vivir lejos de sus espo¬
sas y familias en cabañas heladas y a veces infestadas de bichos. Otros
hombres, a veces solos, otras veces con sus familias, encontraron empleos

El sueño de todos los


colonos de las praderas
era tener una cómoda
casa y una familia con¬
tenta. La realidad era
que levantar la cosecha
antes de las primeras
heladas significaba que
había que trabajar en
la agavilladora desde el
alba hasta la noche. La
granja de M. Seagart,
foto de Emest Brown.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 423

El trabajo hercúleo de
roturar los suelos de las
praderas —que en otro
tiempo se hizo con un
caballo que tiraba de
un arado de un solo
surco— fue revolucio¬
nado por el tractor
movido a vapor, que
podía pesar hasta 20
toneladas y tirar de un
arado capaz de abrir
hasta 14 surcos de una
sola vez. Los tractores
podían usarse también
para mover trilladoras.

inseguros en las zonas urbanas en crecimiento, sobre todo en el Oeste.


Allí, en lugares como el norte de Winnipeg, del otro lado de las vías del
ferrocarril, las familias vivieron en campamentos y barrios miserables,
codo a codo con una mezcla de inmigrantes nuevos y pobres tradiciona¬
les. Se esforzaron en ganar y ahorrar el capital necesario para pagar el
equipo y las provisiones requeridos para iniciar el trabajo en el campo.
(Una estimación ha indicado que se necesitaban 250 dólares para los más
modestos comienzos —una yunta de bueyes, una vaca lechera, semillas, un
arado—, y para quienes deseaban algo mejor que una choza, los costos se
elevaban a 600 o 1 000 dólares.) Las condiciones en estos barrios misera¬
bles eran apenas un poco mejores que las del barracón para trabaja¬
dores: eran comunes el hacinamiento, la suciedad, el desempleo, el alco¬
hol barato y la prostitución. Estas condiciones se veían compensadas
parcialmente tan sólo por los esfuerzos de las misiones urbanas, y por la
posibilidad de que los hijos asistieran a la escuela.
La vida en los asentamientos rurales era más satisfactoria, aunque no
menos ardua. En ellos, los recién llegados podían prestarse ayuda mu¬
tua en tiempos de crisis. La soledad de la vida en la nueva tierra quedaba
reducida por la presencia de otros que hablaban la misma lengua. Aun¬
que las actividades de los sacerdotes de la Iglesia ortodoxa rusa fuesen a
veces fuente de rencores y divisiones, la religión, o por lo menos la Iglesia,
desempeñó no obstante un papel importante para facilitar la adaptación
del inmigrante a su nuevo ambiente. En muchas de las comunidades de
las praderas, la iglesia con cúpula en forma de cebolla se destacaba contra
el cielo de la planicie como el correlato espiritual del elevador de granos
geométrico, de líneas perfectamente definidas, símbolo de las ambicio¬
nes terrenales de los hombres de la pradera.
Aunque las lenguas extranjeras y las costumbres distintas de los ucra¬
nianos y de otros inmigrantes de origen europeo hicieron que a menudo
muchos canadienses francófonos y anglófonos se preguntaran por la
424 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

clase de país políglota que la política de Sifton estaba produciendo, fue¬


ron los ducobors, o al menos una minoría de ellos, los que atrajeron
algunas de las primeras y peor intencionadas reacciones nativistas. En
1898, unos 7 400 ducobors, bajo los auspicios del conde Tolstói y del
profesor James Mavor de la universidad de Toronto, negociaron un con¬
venio con el gobierno del Dominio por el cual se les proporcionaron unas
16 000 hectáreas cerca de Yorkton, Saskatchewan. En este convenio se
incluyó el reconocimiento de la objeción de conciencia al servicio militar
del grupo. Aunque la mayoría de los ducobors eran colonos pacíficos y
laboriosos, estalló un conflicto, en 1902, que condujo a la aparición de
una secta radical. Estos creyentes en la llegada del milenio se lanzaron
a una larga caminata en dirección de Winnipeg, aparentemente en bús¬
queda extasiada de la “tierra prometida”. Pero el viaje de los “Hijos de la
Libertad” fracasó en el helado invierno de la pradera. Se restableció
la paz entre las facciones de la comunidad gracias a la llegada de su líder,
Peter Verigin, que acababa de ser liberado de su exilio siberiano. Peter el
Señorial, como se le llamaba, pudo controlar a sus seguidores pero no
suprimir la desconfianza y la hostilidad que los vagabundeos de los Hi¬
jos de la Libertad habían despertado en muchos canadienses del Oeste.
A medida que las praderas se fueron poblando, el descontento en contra
de los ducobors fue creciendo, especialmente entre quienes codiciaban sus
extensas tierras de propiedad comunal. Cuando, en 1905, casi la mitad de

FREE FARMS FOR THE MILLION

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* r* mu

El Departamento del Interior fue


dirigido por Clifford Sifton, agresi¬
vo promotor de la inmigración, de
1896 a 1905, y durante ese tiempo
cooperó con las compañías navie¬
ras particulares para inundar a la
Gran Bretaña, los Estados Unidos
y la Europa continental con folle¬
tos y carteles que hacían la loa del
futuro del "último y mejor Oeste".
En este cartel se exhiben las gran¬
jas experimentales del gobierno.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 425

estas tierras fueron confiscadas luego de que los ducobors se negaron,


por razones religiosas, a jurar fidelidad, los radicales una vez más hicie¬
ron manifestaciones. Pero Verigin, nuevamente, supo hacer frente a los
descontentos y sometió a los disidentes. Decidió también que debía es¬
tablecerse un nuevo asentamiento, ahora en una gran porción de tierras
de la región Kootenay, de la Columbia Británica. Allí, después de que Ve¬
rigin murió a mediados de la década de 1920, los Hijos de la Libertad ha¬
brían de causar nuevos problemas, pero la mayoría de la comunidad vi¬
vió tranquilamente y prosperó.
Los ducobors y los ucranianos fueron solamente los grupos más dis¬
tintivos de entre las numerosas comunidades étnicas nuevas que esta¬
blecieron sus hogares en Canadá. Cuando comenzaron a llegar, se ca¬
recía de una política clara acerca del futuro de sus culturas, aunque se
supuso por lo general que se asimilarían en la corriente principal domi¬
nante británica. “Debemos procurar”, dijo un líder protestante del Oeste,
“que la civilización y los ideales de la Europa suroriental no se trasplan¬
ten y perpetúen en nuestra tierra virgen”. El proceso de asimilación fue
en parte voluntario y en parte forzado. El sistema de educación pública,
fuera de Quebec y de aquellas zonas de otras provincias en las que vivían
importantes minorías francófonas, fue el vehículo principal de la asimi¬
lación en el mundo de habla inglesa. Ciertamente, la afluencia de per¬
sonas que hablaban múltiples lenguas diferentes dio origen a un deseo
más fuerte de conseguir la uniformidad lingüística, con resultados que
fueron perjudiciales para los grupos francófonos fuera de Quebec. Cuan¬
do se crearon Saskatchewan y Alberta en 1905, se incluyeron tan sólo dis¬
posiciones, por demás limitadas, en lo tocante a las escuelas católicas y al
uso de la lengua francesa, e inclusive éstas desaparecieron en gran parte
a consecuencia de una serie de reformas escolares en 1918. Tanto en
Manitoba, donde la enseñanza multilingüe se autorizó después de 1897,
como en Ontario, donde la enseñanza en francés había sido aceptada pa¬
ra los primeros grados escolares, las tensiones étnicas de los años de la
guerra pusieron fin a estos privilegios. Fuera de Quebec, Canadá debe¬
ría ser un país de habla inglesa. .
Aunque el sistema escolar hizo que fuese obligatorio el aprendizaje del
inglés, algo que la mayoría de los inmigrantes aceptaron probablemente
por su valor para la movilidad social, hubo también agencias voluntarias
que ayudaron al proceso de asimilación. Las misiones establecidas por
las Iglesias protestantes desempeñaron un papel importante: metodistas,
presbiterianos, anglicanos y el Ejército de Salvación establecieron todos
ellos misiones para fomentar el protestantismo y el canadianismo entre
los “extranjeros". En 1908, la revista metodista Missionary Outlook ex¬
presó una opinión por lo demás común entre los protestantes angloca-
nadienses:

Si de este continente norteamericano ha de salir una raza superior, una raza


que Dios utilizará especialmente para llevar a cabo Su obra, ¿cuál es nuestro
426 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

deber para con aquellos que ahora son nuestros conciudadanos? Muchos de
ellos han llegado hasta nosotros como cristianos nominales, es decir, fieles
de las Iglesias griega o católica, pero sus normas morales y sus ideales están
muy por debajo de los que corresponden a los ciudadanos cristianos del Do¬
minio. Estas personas han llegado a este país joven y libre para establecer sus
hogares para ellos y sus hijos. Es nuestro deber acercamos a ellos con la Biblia
abierta, e instilar en sus mentes los principios e ideales de la civilización anglo¬
sajona.

Lo mismo en Fred Víctor, del centro de Toronto, como en All Peoples’,


en el extremo norte de Winnipeg, en el McDougall Memorial Hospital en
Pakan, Alberta, o en el Frontier College, establecido para enseñar a los
hombres de los campamentos de trabajo, los motivos nacionalistas, hu¬
manitarios y protestantes se combinaron en un esfuerzo por canadiani-
zar a los nuevos inmigrantes. Era una tarea difícil y distaba mucho de
haberse terminado antes del estallido de la guerra de 1914. La pura y sim¬
ple verdad era que la población canadiense existente no era lo suficien¬
temente grande como para absorber las oleadas de inmigrantes que lle¬
gaban cada año.
Cualquiera que haya podido ser la variedad de lenguas habladas en el

Cerca de Bruderheim, Alberta, alrededor de 1910. Estos niños asistían a una


escuela de un solo salón en donde la lectura, la escritura y la aritmética se mezcla¬
ban con lecciones sobre patriotismo y lealtad al Imperio británico.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 427

Canadá de principios del siglo xx, la uniformidad en cuanto al color era


casi completa. Los pueblos indígenas se hallaban apartados en reservas;
los negros, con excepción de pequeñas comunidades en Nueva Escocia,
Montreal y el sur de Ontario, estaban excluidos; en tanto que se habían
aplicado severas restricciones a la entrada de chinos, japoneses y aun de
miembros del Imperio británico procedentes de India. Como revelaron
los motines antiasiáticos de Vancouver, en 1907, hasta una minúscula
presencia oriental provocaba una hostilidad profunda. Así tampoco se
aceptaba a los europeos meridionales en un país que tenía una imagen
nacional de sí mismo que los hacía verse como gente "del norte auténti¬
co, fuerte y libre”. Hasta un comentarista nada hostil del mosaico étnico
como fue J. S. Woodsworth, el fundador de la All Peoples' Mission en Win-

A principios del siglo xx, los “hombres de los barracones" formaban un gran grupo
móvil de trabajadores para actividades económicas tales como la minería, la explo¬
tación maderera, las cosechas y la construcción. A menudo se les exploto muchísi¬
mo e hicieron trabajos pesados a cambio de pagas miserables con la esperanza de
ahorrar lo suficiente para hacerse de una granja propia. Este barracón del norte
de Ontario, propiedad del ferrocarril National Transcontinental, era mejor que el
común, pues había barracas llamadas "boca de trabuco" a las que solo se podía
entrar casi arrastrándose.
428 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

nipeg, consideró necesario distinguir entre los inmigrantes deseables


del norte de Italia y los "italianos enfermos y criminales del sur”.
El hecho de que un mosaico, y no un crisol, constituía la mejor descrip¬
ción del nuevo Canadá no podía ocultar el carácter vertical de las relacio¬
nes étnicas. Los ingleses, y en menor grado los franceses, eran los grupos
dominantes. Edwin Bradwin, que efectuó un estudio cuidadoso de los
hombres de los barracones para trabajadores a principios de la década de
1920, descubrió dos clases étnicas distintas. Los "blancos”, constituidos
por canadienses francófonos y anglófonos, inmigrantes de habla inglesa
y algunos escandinavos, ocupaban los puestos mejor calificados y mejor
pagados. Los “extranjeros” eran los que "desempeñaban impasiblemen¬
te las tareas más sucias y pesadas”. Así pues, las divisiones étnicas y de
clase frecuentemente coincidían, en tanto que en las ciudades en creci¬
miento los nuevos inmigrantes vivieron a menudo separados, especialmen¬
te de las clases media y trabajadora de habla inglesa. La mayoría de las
ciudades tenían su propia variante del norte de Winnipeg, del “Ward
de Toronto o de la “Ciudad al pie de la colina” de Montreal, todos los cua¬
les fueron ghettos para los trabajadores extranjeros y sus familias. Un
trabajador describió una situación común en la zona norte de Winnipeg:

Cabaña: una habitación con algo para recostarse. Muebles: dos camas, una li¬
tera, una estufa, una banqueta, dos sillas, mesa, barril de col agria. Todo muy
sucio. Dos familias vivían allí. Las mujeres iban sucias, desarregladas, descal¬
zas, medio desnudas, las niñas llevaban sólo vestidos de tela estampada. El
bebé andaba en pañales y estaba acostado en una cuna hecha con tela de cos¬
tal colgada del techo con cuerdas atadas a las esquinas... La cena estaba en la
mesa, un tazón de papas recalentadas para cada persona, un pedazo de pan ne¬
gro, una botella de cerveza.

Para los recién llegados, la vida pudo ser mejor en Canadá que en su pa¬
tria, pero para muchos esto se debió únicamente a que el futuro les si¬
guió pareciendo promisorio.

Ciudad alta, ciudad baja

El rápido poblamiento de las llanuras agrícolas occidentales opacó un


rasgo todavía más notable de los años de Laurier: el crecimiento explo¬
sivo de las principales ciudades del país. Fue este acontecimiento, más
que el poblamiento rural, lo que tuvo las más profundas y prolongadas
consecuencias para la configuración de Canadá. En 1901, cerca de 60 por
ciento de la población canadiense era rural; esta cifra disminuyó en 10
por ciento durante las dos décadas siguientes. Hasta en el Oeste agrícola
el crecimiento de las ciudades fue espectacular. Edmonton, Calgary, Re¬
gina y Saskatoon fueron creaciones del periodo: en 1901 había un poco
más de 4 000 habitantes en Edmonton; hacia 1921 su número pasaba de
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 429

Antes de la segunda
Guerra Mundial, los
pobres, los desemplea¬
dos y los desposeídos
de los grandes centros
urbanos dependían en
gran medida de la cari¬
dad pública.

58 000. Winnipeg, que saltó de una población de 42 000 a casi 180 000,
creció con mayor rapidez que las zonas agrícolas de Manitoba. La po¬
blación de Vancouver se multiplicó cinco veces. Montreal y Toronto, las
dos ciudades más grandes, duplicaron su tamaño. Aunque la urbaniza¬
ción de las provincias marítimas fue mucho más lenta, Halifax y Saint
John experimentaron un crecimiento constante. El poblamiento de las ciu¬
dades provino de dos fuentes. Muchos, especialmente los que crearon
las ciudades de rápido crecimiento de las praderas, fueron inmigrantes
recientes. El desarrollo urbano en el Canadá central también fue alimen¬
tado por inmigrantes nuevos, pero igualmente importante fue el des¬
plazamiento de población desde el campo a la ciudad. Hacia 1911, Quebec
y Ontario eran provincias predominantemente urbanas, y esa tendencia
fue acelerada por la expansión industrial de los años de la guerra.
El rápido desarrollo urbano creó oportunidades nuevas para los co¬
rredores de bienes raíces, nuevas demandas para los gobiernos de las
ciudades y nuevos problemas sociales. Mientras que el centro de las ciu¬
dades más viejas, como Halifax y Montreal, combinaban barrios de gen¬
te rica con otros con casas de mala calidad para la clase trabajadora, la
presión de la nueva población dio lugar al crecimiento de zonas suburba¬
nas, como la de Maisonneuve en Montreal, y a nuevas subdivisiones en
las márgenes occidental y septentrional de Toronto. Verdun, suburbio
proletario de Montreal, pasó de unos 1 900 a 12 000 habitantes en los pri¬
meros diez años del siglo. El transporte entre estos poblamientos de las
afueras y las fábricas y oficinas de la ciudad se hizo mediante tranvías
430 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

eléctricos. La creciente disponibilidad de electricidad barata hizo que se


difundiera ampliamente la iluminación doméstica e industrial. Así tam¬
bién, el teléfono se volvió más común y contribuyó a la eficiencia comer¬
cial y a la comodidad doméstica. “Todos los servicios modernos de tranvías,
luz eléctrica, etc., se proporcionan abundantemente , escribió, acerca
de Winnipeg, un visitante del año 1906. ‘ El flamante club Manitoba, donde
los magnates de la ciudad se reúnen para almorzar, no deja nada que
desear en materia de comodidad y ‘elegancia, en tanto que la tienda que ha
establecido allí la casa Eaton de Toronto ocupa toda una manzana...
Cada ciudad, e inclusive muchos pueblos chicos, quedaron atrapados en
el espíritu de progresismo característico de la época. La propaganda
acerca de los mejores servicios públicos, los impuestos más bajos, los tra¬
bajadores más sanos y muchas otras maravillas se hizo sin el menoi re¬
cato. Los que cantaron las glorias de Winnipeg llamaron a su ciudad el
Chicago de Canadá”, mientras que sus colegas de Maisonneuve,^ con me¬
nos discriminación aún, adoptaron para su ciudad el título de le Pitts-
burgh du Cañada”:

C’est dire que Maisonneuve avec ses trois chemins de fer nationaux, avec sa
ligne électrique pour le transport des marchandises, opérant sous une franchise
spéciale á travers les rúes de la ville et faisant raccordement avec les chemins
de fer, avec ses superbes installations maritimes, installations qui n'ont pas de
rivales dans tout le Dominion, Maisonneuve, au point de vue de l’expédition, est
unique dans son genre. (Es decir, que Maisonneuve, con sus tres ferrocarriles
nacionales, con su sistema de transportes eléctricos de mercancías, que co¬
rren por las calles de la ciudad con licencia especial y están conectados con el
ferrocarril, y con sus soberbias instalaciones marítimas sin rival en el Domi¬
nio, Maisonneuve es, por lo que toca a la distribución, única en cuanto a sus
servicios.)

Progreso quería decir crecimiento, y las comunidades se mostraron fre¬


cuentemente dispuestas a proporcionar subsidios y reducciones de im¬
puestos a fin de atraer nuevas industrias. Para los políticos de la ciudad
—algunos de los cuales se beneficiaron directamente de la venta de tierras
baldías, de la construcción de fábricas o de las operaciones en bienes raí¬
ces—jla energía barata, las líneas de tranvías y una masa de trabajadores
creciente fueron más importantes que la construcción de casas habita¬
ción, de escuelas y de parques. Por consiguiente, a medida que crecieron
las ciudades aumentaron también los problemas sociales. Había una
escasez constante de casas, sobre todo de las habitaciones que podía
pagar la clase obrera. Un funcionario público informó de que en Toronto,
en 1904, “casi no hay una casa habitable que no tenga ya inquilinos y en
la que, en muchos casos, no vivan numerosas familias”. Tales condicio¬
nes existieron, en grados variables, en casi todos los centros urbanos, a
pesar del hecho de que se construyeron en Canadá, entre 1901 y 1911, al¬
rededor de 400 000 casas nuevas. Las prioridades que tenían las ciuda¬
des se explicaron de la siguiente manera en 1913:
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 431

En la arrebatiña por atraer industrias, nuestras ciudades han designado a


comisionados industriales para que traigan fábricas con sus hordas de traba¬
jadores y, sin embargo, el problema del alojamiento para estas personas
pobres que tanto contribuirán a realizar el ideal del progreso industrial que se
han fijado las ciudades, casi no recibe ninguna atención. Se han producido
muchas relaciones dañinas entre la ciudad y la industria.

El alojamiento ño era el único problema que afectaba a las abarrotadas


zonas urbanas. El drenaje, el agua potable, la salud pública, la educa¬
ción, los parques y los lugares de recreo se convirtieron en asuntos que
requerían la atención del gobierno. La carencia de una buena red de dre¬
naje, el consumo de leche sin pasterizar y la ineficacia de los programas
de salud pública determinaron la existencia de una tasa elevada de mor¬
talidad infantil y que se produjese un número asombroso de muertes a
causa de enfermedades contagiosas. En 1911, en Toronto, once niños de
menos de un año de edad por cada mil nacimientos morían de una en¬
fermedad contagiosa, y 44 morían de un problema digestivo. Tales cifras
hicieron que la doctora Helen McMurchy dijese, en un informe sobre la
mortalidad infantil, que “...la ciudad canadiense es todavía esencialmen¬
te incivilizada; no está ni bien pavimentada ni bien desaguada, ni tiene
agua potable, ni está equipada con una buena organización encargada
de la salud pública”.
De estos y de otros problemas urbanos se dieron perfectamente cuenta
aquellos a quienes afectaban directamente, aunque a menudo se les negó
el derecho de voto y no podían protestar mayor cosa. Un grupo de ca¬
nadienses de la clase media que sí se podían hacer oír, conscientes de los
sufrimientos humanos y de la fealdad ambiental que acompañaron al
desarrollo no regulado, elevaron sus voces pidiendo reformas. Estos refor¬
madores, que insistieron en que se hiciesen cambios en el gobierno de
las ciudades y en las condiciones sociales urbanas, actuaron movidos por
encontrados motivos de interés propio y de altruismo. Por una parte, los
mismos líderes empresariales y políticos que habían encabezado la cam¬
paña en pro del crecimiento no tardaron en percatarse de que las ciu¬
dades sin un adecuado servicio de limpieza y de drenaje, casas habita¬
ción adecuadas y parques y escuelas accesibles, jamás producirían los
trabajadores sanos y contentos que requería el progreso económico. Por
consiguiente, ciertos hombres de negocios se pusieron a menudo a la ca¬
beza de quienes pedían que los políticos de la ciudad tomaran medidas
para mejorarla. También se intentó suprimir la prostitución y la venta
ilegal de alcohol, aunque, lo mismo que respecto de las demás reformas,
su éxito haya variado según la ciudad. Así también, se hicieron campa¬
ñas para poner fin a la corrupción en la política urbana y para colocar
bajo control público algunos servicios que estaban en manos de particu¬
lares, como el de los tranvías y las plantas de generación eléctrica. Sthep-
hen Leacock captó el espíritu reformista de los hombres de empresa en
el capítulo, maravillosamente satírico, “La gran lucha en pro de un go-
A comienzos del siglo
xx, la electricidad se
iba convirtiendo en
parte normal de la vida
urbana; en días calu¬
rosos, los residentes de
Ottawa podían escapar
a la bahía Britannia en
el tranvía eléctrico. La
vida estaba cambiando
también en el campo;
en octubre de 1908 em¬
pezó a funcionar el pri¬
mer servicio gratuito
de entrega del correo
rural, entre Hamilton y
Ancaster, Ontario.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 433

bierno limpio”, de su Arcadian Adventures with the Idle Rich (Aventuras


en la Arcadia con los ricos ociosos).

El mayor de los triunfos alcanzados en esos años por el “populismo


cívico” fue la exitosa campaña en pro de la creación de un sistema hidro¬
eléctrico de propiedad estatal, en Ontario. El líder de la campaña, un fa¬
bricante de cajas de puros que se convirtió en político, Adam Beck, formó
una coalición de líderes municipales, hombres de negocios, defensores
de la propiedad pública, dirigentes obreros y clérigos para argumentar
que el monopolio de un bien natural como eia la electiicidad debía per^
tenecer a la comunidad, no a intereses particulares. Si el carbón blanco
hacedor de maravillas debía quedar a disposición de todos los habitan¬
tes de Ontario para el uso equitativo industrial y doméstico, era esencial
el control del gobierno. La campaña pública comenzó a rendir frutos en
1905, cuando Beck pasó a formar parte de un gobierno provincial con¬
servador recientemente elegido. Pasados cinco años, la propiedad púb i-
ca se hizo realidad. Aunque algunos hombres de negocios, a quienes se
había expulsado de este campo lucrativo, tildaron de socialismo la crea¬
ción de la Hidroeléctrica de Ontario, la mayoría la aceptó porque garan¬
tizó la entrega de energía barata a las industrias que se estaban desarro¬
llando en la provincia.

La realización del Reino de Dios en la Tierra

Si hombres de negocios, como Adam Beck, actuaron por motivos com¬


binados cuando abogaron por las medidas de reforma —“filantropía mas
el 5 por ciento", como Herbert Ames, un hombre de negocios y refor¬
mador de Montreal, con toda candidez lo calificó—, hubo otros en el mo¬
vimiento de reforma cuya motivación fue no menos complicada. Fueron
éstos hombres y mujeres, laicos y clericales, cuya retórica reformista se
fundó en la convicción de que la sociedad debería ser juzgada conforme
a las normas de la moral cristiana. Desde fines del siglo xix, dos aconte¬
cimientos habían preocupado a los líderes eclesiásticos de Cañada. Por
una parte, los cambios efectuados en las actitudes científicas, filosóficas
e históricas —especialmente, el darvinismo y la crítica histórica de la Bi¬
blia— habían colocado a la defensiva a las Iglesias. Al mismo tiempo,
las injusticias sociales que acompañaron a la industrialización parecían
exigir que la Iglesia predicase un mensaje social más pertinente si desea¬
ba conservar su congregación, especialmente a sus seguidores de la c ase
trabajadora. Ante tales retos, muchos lideres de la Iglesia, sobre todo
protestantes, comenzaron a transformar la enseñanza cristiana en un
“evangelio social" que, en su forma más radical, reducía el cristianismo a
fórmula para construir el Reino de Dios en la Tierra. En sus versiones mas
moderadas, subrayó la necesidad primordial de regenerar a la sociedad
mediante la realización de reformas sociales. De estas preocupaciones
generales surgieron las demandas de segundad en el trabajo y de legi -
434 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

lación en materia de salud pública, la prohibición de la fabricación y


venta de bebidas alcohólicas, la supresión del trabajo infantil y de la pros¬
titución, la “canadización" de los inmigrantes, el voto para la mujer y
multitud de otras medidas de reforma. Los ideales del cristianismo social
inspiraron a Henry Harvey Stuart en Nueva Brunswick, a James Simp-
son en Toronto, a los miembros de la Manitoba Political Equality League
y a otros reformadores en virtualmente todas las partes del Canadá pro¬
testante. Mujeres como la sufragista Nellie McClung aseveraron que tan
pronto como las mujeres pudiesen votar todo un nuevo batallón se alis¬
taría en las filas de la rectitud. "La Iglesia ha estado dominada por los
hombres y a la religión se le ha dado una interpretación masculina", es¬
cribió McClung, "y yo creo que la religión protestante perdió mucho
cuando se deshizo de la idea de la maternidad de Dios".
El espíritu de reformismo cristiano inspiró el movimiento de las mu¬
jeres desde sus comienzos en organizaciones de fines del siglo xix tales
como la Women’s Christian Temperance Union, la Young Women’s Chris-
tian Association y el National Council of Women of Cañada. Mujeres
como la doctora Emily Stowe, que había tenido que estudiar en los Esta¬
dos Unidos para poder convertirse en la primera doctora de Canadá, y su
hija la doctora Augusta Stowe-Gullen, habían comenzado a pedir el voto
para las mujeres, así como iguales derechos educativos, antes de que ter¬
minara el siglo. Flora MacDonald Denison, periodista de Toronto y femi¬
nista militante; Cora Hind, la principal periodista de asuntos agrícolas
del Canadá occidental; Lillian B. Thomas y su hermana Francis Beynon,
ambas periodistas de Manitoba; y Emily Murphy, escritora de Alberta
—que en 1916 fue la primera magistrado de policía del Imperio británi¬
co—, todas ellas creyeron que las mujeres podían hacer una contribu¬
ción especial a la elevación moral de la sociedad canadiense. Aunque su
programa de reformas era amplio, su primera meta era la de conseguir
el derecho de voto. Éste se alcanzó durante la primera Guerra Mundial,
debido en buena parte al número de mujeres que ingresaron al mundo del
trabajo para contribuir al esfuerzo de guerra. Manitoba fue la primera
provincia que concedió el voto a las mujeres, en 1916, y todas las demás,
salvo Quebec, la imitaron. Algunas mujeres obtuvieron el derecho de vo¬
to para la elección federal de 1917, y éste se amplió hasta incluir a todas
las mujeres en la nueva ley electoral de 1918.
El movimiento en pro de los derechos de las mujeres en el Canadá fran¬
cés tuvo también como inspiración el cristianismo, en este caso el cato¬
licismo social, pero el camino que recorrió fue algo diferente. Como los
jefes de la Iglesia católica se opusieron tercamente al movimiento sufra¬
gista (y los nacionalistas francocanadienses lo condenaron tildándolo de
anglosajón), mujeres como Marie Lacoste Gérin-Lajoie pusieron sus es¬
fuerzos en mejorar el estatus legal y en ampliar la educación de las muje¬
res. En Quebec, donde la Iglesia ofrecía opciones a las mujeres que pre¬
ferían una carrera al matrimonio, las monjas a menudo cooperaron con
sus hermanas seculares en las tareas de mejorar la condición de las vidas
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 435

de las mujeres. No fue sino hasta la década de 1930 cuando las mujeres
francocanadienses, dirigidas por Thérése Casgrain, comenzaron a rea¬
lizar un gran esfuerzo para conseguir el voto al nivel provincial —meta
que se alcanzó en 1940—, aunque habían podido votar federalmente des¬
de 1917.
La conciencia social de los católicos se hallaba conmovida por mu¬
chas cuestiones aparte de los problemas a que se enfrentaban las muje¬
res. Desde la década de 1890, la Iglesia se había esforzado por formular
una doctrina adecuada a las necesidades del orden industrial que estaba
surgiendo. En Quebec, y también entre católicos anglófonos, desde prin¬
cipios del siglo xx las proclamas de León XIII, el “Papa de los trabaja¬
dores”, influyeron cada vez más. Los ideales del movimiento nacionalis¬
ta de Henri Bourassa arraigaban en esas enseñanzas, lo mismo que los
esfuerzos realizados por los párrocos en diversas ciudades industriales
para alentar la formación de sindicatos y mutualidades católicos. El re-
formismo cristiano, el evangelio social y el catolicismo social combinaron
una auténtica simpatía por los desposeídos con una preocupación de
proteger las instituciones y creencias establecidas. A la larga, los dirigen¬
tes empresariales tuvieron más éxito que los eclesiásticos. Pero, en el corto
plazo, los desposeídos se beneficiaron más de las reformas propugnadas

Tres de las primeras dirigentes del movimiento feminista. A la izquierda, Marie


Gérin-Lajoie, cofundadora y presidenta de la Fédération nationale Saint-Jean-
Baptiste, que reunió a mujeres de diversa extracción social; encabezó a las mujeres
francocanadienses que pedían más educación superior, un estado legal más justo y
leyes para la protección de las mujeres y los niños. Al centro, Nellie McClung, quien
vivió en Manitoba y más tarde en la costa occidental, pero realizó amplias giras de
propaganda, en las que utilizó su agudo ingenio, su férrea voluntad y su prolífica
pluma en pro de los derechos de las mujeres, para imponer la prohibición de alco¬
hol y fomentar la reforma urbana. A la derecha, Flora MacDonald Denison, mujer
de negocios de Toronto; periodista, espiritualista y devota del poeta estadunidense
Walt Whitman, figuró entre las más elocuentes y vistosas defensoras de los dere¬
chos de las mujeres antes de la primera Guerra Mundial.
436 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

por reformadores de inspiración cristiana que de las propuestas por la


élite económica.
Los canadienses de la clase trabajadora no estaban dispuestos a dejar
su suerte únicamente en manos de otros. El medio principal de autopro-
tección fue el sindicato. Aunque habían existido sindicatos en Canadá
desde principios del siglo xix, no fue sino cuando aparecieron los Caba¬
lleros del Trabajo en la década de 1880 y los sindicatos de la American
Federation of Labor (afl) en la década de 1890 cuando el movimiento
comenzó a desarrollarse a escala nacional. A fines de siglo, unos 20 000
obreros pertenecían a los sindicatos, y más de 60 por ciento estaban afi¬
liados a la afl. Hacia 1902, cuando los afiliados a la afl se hicieron con el
control del Congreso de Trabajadores de Canadá, sindicatos canadien¬
ses independientes y los nacientes sindicatos católicos de Quebec contro¬
laban tan sólo a una pequeña minoría de trabajadores. El predominio
de los sindicatos de la afl fue resultado de diversos factores: el regreso a
Canadá de hombres que habían pertenecido a sindicatos en los Estados
Unidos, la entrada de capitales y empresas estadunidenses en Canadá y
el deseo de los trabajadores canadienses de alcanzar condiciones de igual¬
dad con sus colegas del otro lado de la frontera. Pero la lucha para sin¬
dicar a los trabajadores canadienses —inclusive a los calificados— fue
larga y ardua, en tanto que la mayoría se quedó fuera de los sindicatos.
No obstante, las huelgas fueron numerosas y a menudo muy duras, y
afectaron a casi todas las industrias: a los trabajadores del algodón en
Valleyfield, Quebec, a los mineros del carbón en las islas de Cabo Bretón
y Vancouver, a los ferroviarios del Grand Trunk y a las telefonistas de la
Bell Telephone. A menudo se encontraron buenos pretextos para utilizar
a la tropa a fin de obligar a regresar al trabajo a los obreros y abundaron
los rompehuelgas.
La respuesta del gobierno fue lenta. En 1900 se creó un Departamen¬
to del Trabajo, principalmente para recoger información. La legislación
principal apareció en 1907, luego de una huelga en las minas de carbón
de Alberta, que tuvo como resultado una grave escasez de combustible du¬
rante el invierno anterior. La Ley de Investigación de Disputas Indus¬
triales, concebida por William Lyon Mackenzie King, el ministro auxiliar
del Trabajo, dispuso que un periodo de enfriamiento y diversas labores
conciliatorias eran los mejores métodos para fomentar la paz industrial.
Dada la debilidad del movimiento sindical, la legislación probablemente
ayudó a algunos sindicatos a conseguir el reconocimiento. Al mismo tiem¬
po, sin embargo, al limitar el uso de la huelga quizás haya obstaculizado
a los trabajadores en su búsqueda de aumentos salariales y de mejores
condiciones de trabajo. La Lev de Investigación de Monopolios, de 1910,
tuvo como objeto impedir las crecientes fusiones de empresas, pero re¬
sultó ineficaz. El gobierno de Laurier sólo vacilantemente reconoció la
necesidad de que la autoridad desempeñase un mayor papel en la direc¬
ción de la transformación social y económica que se estaba efectuando.
De tal modo, mientras que la masa de trabajadores aumentó rápida-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 437

mente durante la primera década del siglo, el sector sindicado siguió


siendo relativamente pequeño. La mayoría de los trabajadores vivieron
de salarios determinados exclusivamente por los patrones y en condi¬
ciones sobre las cuales ejercían poco control. Dada la naturaleza tempo¬
ral de muchos trabajos y la carencia de cualquier red de seguridad con¬
tra el desempleo o para la obtención de cuidados médicos, la vida se dio
a menudo de manera muy precaria. En 1913 se hizo un cálculo razona¬
blemente cuidadoso de lo que necesitaba una familia de cinco personas
para vivir. Se llegó a una cifra ligeramente superior a la de 1 200 dólares
al año, suma considerablemente más alta que la que ganaba durante todo
un año un trabajador no calificado. Eso explica el gran número de mu¬
jeres y niños que necesitaban encontrar algún empleo, y que trabajaban
por salarios más bajos que los pagados a los hombres. Sin embargo, la
existencia de este trabajo barato ayudaba a mantener bajos los sala¬
rios de los hombres. Y también significó que los niños abandonasen tem¬
prano la escuela para contribuir al ingreso familiar.
A pesar de estas duras circunstancias de vida, o quizás a causa de ellas,
los trabajadores rara vez fueron sensibles a las proposiciones radicales en
pro del cambio social. Varias formas de socialismo, desde el marxismo
revolucionario hasta el gradualismo cristiano, encontraron adeptos en
la mayoría de las ciudades de Canadá. Pero fueron grupos pequeños, sec¬
tarios, que a menudo combatieron tan enconadamente entre sí como
contra el enemigo capitalista. Así también, los grupos sindicalistas más
radicales —los de los Industrial Workers of the World y la Western Fede-
ration of Miners, por ejemplo— ejercieron alguna influencia sobre los
trabajadores que se hallaban en peores condiciones, como los mineros de
la Columbia Británica. Pero, en su mayoría, los trabajadores se las aije-
glaron y resistieron. El Congreso de Trabajadores frecuentemente deba¬
tió cuestiones políticas pero se detuvo antes de llegar a la acción política
directa. En vez de esto, presentó una lista anual de demandas al gobier¬
no federal, fue escuchado con cortesía y luego se retiró a esperar otra reu¬
nión. Dominado como estaba por los representantes de los oficios cali¬
ficados mejor pagados, este Congreso perdió cada vez más contacto con
la mayoría menos privilegiada de trabajadores. Pero no fue sino hasta el
final de la primera Guerra Mundial cuando las frustraciones de la clase
trabajadora, que se habían venido acumulando lentamente, estallaron
en una acción radical. Y fue hasta la década de 1930 cuando comenzó se¬
riamente la organización de los no calificados.

EL LIBERALISMO DE LaURIER

Sir Wilfrid Laurier (lo habían nombrado caballero en ocasión del ju¬
bileo de diamantes de la reina Victoria en 1897), el hombre que reclamo
para Canadá el siglo xx, fue el primer canadiense francófono quellegara
a primer ministro. Su Partido Liberal, al cabo de decadas de mfructuo-
438 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

sos esfuerzos en Quebec, había descubierto finalmente una fórmula ga¬


nadora: el prestigio de un hombre del lugar, una buena organización
y una política moderada. Laurier, bilingüe, obsequioso y apuesto, se ganó
una amplia admiración también en el Canadá inglés. Allí donde, al defen¬
der a Riel, había parecido ser demasiado francés, se había convertido en
un “auténtico canadiense”, dispuesto a calentarse al sol de un Imperio
que iniciaba su ocaso y no dispuesto a abogar demasiado intensamente
en pro de los derechos escolares de los católicos y francófonos. Pero de¬
trás del encanto y del exterior elegante, más elegante a medida que los
hilos de plata de su melena que le llegaba hasta los hombros hicieron
juego con su oratoria de pico de oro, había una mente sagaz y una volun¬
tad firme.
En 1896, Laurier formó un Gabinete con gente de talento y colocó en
él a poderosos representantes de cada una de las regiones. Sabía que el
talento y la ambición van de la mano y estaba dispuesto a llevar las rien¬
das con pericia y firmeza. La clave del éxito de Laurier, como lo había
sido del éxito de Macdonald antes de él, consistió en reunir a hombres
—puesto que ninguna mujer votaba, y menos formaba parte del Gabine¬
te, antes de 1917— que representaban intereses distintos y en conseguir
que trabajaran como equipo. Importancia especial para Laurier tuvo la
armonización de los intereses y sentimientos de los canadienses de ha¬
bla francesa e inglesa. A medida que el país creció, la complejidad de la
tarea fue en aumento, porque las demandas regionales se sumaron a las
tensiones étnicas, a las rivalidades religiosas y a los conflictos de clase.
Durante 15 años, Laurier demostró ser el amo indisputado de una escena
política turbulenta. Pero, hacia 1911, ya no pudo seguir en el mando.
Durante los primeros años de su gobierno, los problemas principales
a que se enfrentó Laurier tuvieron que ver con las relaciones entre los ca¬
nadienses francófonos y los anglófonos. Elegido gracias a un programa

El primer ministro Wilfrid Laurier (1841-


1919), en 1900. Laurier fue famoso por sus
habilidades de conciliador; un periodista
escribió que “tenía afinidades con Maquia-
velo y también con Sir Galahad". El escul¬
tor Walter Allward tenía apenas 25 años
cuando hizo este busto.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 439

que prometía que con maneras amables se resolvería la crisis provocada


por las escuelas separadas en Manitoba, Laurier creyó que había logrado
apaciguar este conflicto en 1897; sus esperanzas demostraron ser infun¬
dadas. En 1905 estalló una nueva disputa acerca de la medida en que la
legislación por la que se habían creado los estados de Saskatchewan y
Alberta debería garantizar los derechos de la lengua francesa y de la Igle¬
sia católica. El resultado de la lucha fue que las minorías occidentales
obtuvieron tan sólo una protección mínima, y que Laurier perdiera a
Sifton y la confianza de muchos canadienses anglófonos e inclusive de
algunos francocanadienses.
Importancia mayor que la cuestión de los derechos de la minoría tuvo
el delicado problema de las responsabilidades de Canadá en su calidad de
miembro del Imperio británico. La Guerra de los Bóers y la controversia
en torno de la participación de Canadá en ella habían proporcionado las
primeras señales de tormenta. Henri Bourassa, nieto de Louis-Joseph
Papineau, el líder rebelde de 1837, aunque había sido elegido como parti¬
dario de Laurier en 1896, se negó a prestar apoyo a la política de com¬
promiso de su líder en lo relativo a Sudáfnca. Luego, Bourassa se lanzó
a prevenir a los canadienses, especialmente a los francocanadienses,
contra los peligros del imperialismo. No menos peligrosa, creyó, era la re¬
nuencia de Laurier a fijar con exactitud cuál era la naturaleza de la rela¬
ción de Canadá con la Gran Bretaña. Asociándose con un grupo de jóve¬
nes socialistas en la Ligue Nationaliste Canadienne, Bourassa se convirtió
en el vocero principal de las minorías francófonas, de la resistencia a la
participación de Canadá en guerras imperialistas y en crítico de lo que, a
su parecer, era el excesivo desarrollo urbano e industrial de Quebec. Era
un rival formidable, temido y admirado, a la vez, por Laurier, el cual sa¬
bía que, por lo menos en lo relativo a las cuestiones imperiales, Bourassa
expresaba el sentir de los francocanadienses. Y la estrecha asociación de
Bourassa con los dirigentes de la Iglesia en Quebec levantó en la imagi¬
nación de Laurier el espectro de un resurgimiento del nacionalismo cle¬
rical contra el que había luchado en años anteriores al de 1896.
Aunque los quebequenses simpatizasen con la afirmación de Bourassa
de que no debía llevarse a los canadienses a pelear en las guerras impe¬
riales fuera de América del Norte, los anglocanadienses identificaron los
intereses de Canadá con los del Imperio. Por consiguiente, muchos anglo¬
canadienses anhelaban hacer valer la nacionalidad de su país a través de
una participación activa en los asuntos imperiales. “No cabe duda de que
ha llegado la era del imperialismo", escribió un joven Mackenzie King
en plena fiebre de la Guerra de los Bóers. “Veremos (quizá dentro de 25
años) la formación de una suerte de Asamblea imperial en Westminster.
A la más grande de las federaciones en el mundo conocidas. Laurier, cu¬
yas opiniones personales eran naturalmente las de un francocanadiense,
sabía que la unidad del país, y el mantenimiento del éxito de su partido,
dependían de eludir las cuestiones que podían poner en conflicto directo
las opiniones de los franco y los anglocanadienses. Por consiguiente, con-
440 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

Rodeado por su esposa e hijos, Henri Bourassa, el severo fundador y director de Le


Devoir, podía olvidarse de los defectos de los liberales y de lo que tramaban los
imperialistas. Se le ve aquí celebrando su décimo aniversario de bodas, el 4 de sep¬
tiembre de 1915, en su casa de veraneo de Ste-Adéle.

cibió una estrategia en la que una retórica evasiva se combinaba con una
determinación de no comprometerse en esquemas de acción que com¬
prendiesen proyectos de defensa imperial en común, o cualquier insinua¬
ción de una toma de decisiones políticas imperiales centralizada. Los
críticos que tenía en su propio país se vieron frustrados por la ambigüe¬
dad de la política de Laurier. Lo mismo los francófonos que los anglo-
canadienses lo cubrieron de epítetos por su indecisión.
Lo difícil que era llegar a un consenso entre canadienses acerca del
lugar que debía ocupar su país en el Imperio se puso plenamente de ma¬
nifiesto tan sólo cuando se intensificó la tensión entre la Gran Bretaña y
Alemania después de 1909. Cuando la Gran Bretaña, particularmente en
la esfera sensible de la supremacía naval, se vio gravemente desafiada por
el crecimiento de la flota del káiser Guillermo, se ejerció presión sobre
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 441

los dominios para que aceptaran el desempeño de un papel mayor en la


defensa imperial. La petición era razonable, puesto que los dominios se
habían beneficiado realmente del sistema de defensa. Para algunos cana¬
dienses, incluyendo a la mayoría de los francocanadienses, la respuesta
conveniente era sencilla: desarrollar un Canadá unido, económicamente
fuerte, y, de ser necesario, aumentar las defensas internas de Canadá. La
contribución de Canadá a la seguridad del Imperio sería la defensa de
Canadá. Pero muchos anglocanadienses no estuvieron de acuerdo. Para
ellos, la mejor protección del Imperio debería consistir en un sistema mi¬
litar imperial común, al que cada uno de los dominios haría una contribu¬
ción directa. A esto, a menudo, se añadió la afirmación de que Canadá
debería tener voz y voto en la determinación de la política imperial.
En 1909, la crisis de las relaciones anglo-alemanas hizo que fuese im¬
posible para Laurier seguir contemporizando. Obligado por las deman¬
das de la oposición, el gobierno dictó una Ley Naval que estipulaba la
creación de una pequeña armada canadiense, la cual, en tiempos de crisis,
podría convertirse en parte de la Marina imperial. Este compromiso no
satisfizo casi a nadie. En Quebec, Henri Bourassa y sus seguidores, cada
vez más numerosos, denunciaron esta medida tildándola de voluntad de
comprometer los barcos y los hombres de Canadá, automáticamente, en
cualquier guerra imperial. No tardaría en ordenarse la conscripción de ca¬
nadienses. En 1910, con alguna ayuda de los conservadores de Quebec,
Bourassa fundó un diario, Le Devoir, cuya finalidad explícita fue la de
combatir los planes navales de Laurier. En gran parte del Canadá angló-
fono se consideró que la armada de Laurier era demasiado poco y se había
hecho demasiado tarde, que era una armada de juguete. Si el Imperio se
enfrentaba a una crisis, la mejor política consistiría en una contribución
económica directa a la Gran Bretaña para la construcción de más dread-
noughts”, un poderoso nuevo tipo de acorazado. Robert Borden, líder
del Partido Conservador, abrazó esta opinión, añadiendo que estas me¬
didas de urgencia deberían ir acompañadas de una política permanente
que debería incluir el reconocimiento del derecho de los dominios a par¬
ticipar en la formulación de la política imperial. Luego de un debate car¬
gado de acrimonia, se promulgó la Ley Naval de Laurier, pero no se di¬
siparon las emociones que había despertado ni las profundas divisiones
que creó. Antes al contrario, se trasladaron a la controversia que surgió
poco después acerca de las relaciones con los Estados Unidos.
Las relaciones entre Canadá y los Estados Unidos a principios del siglo
xx fueron de mal en peor, y luego llegaron a una crisis. La cuestión más
difícil de entre las que tuvo que encarar el gobierno de Laurier fue la
vieja disputa en tomo de la frontera entre Canadá y Alaska. En 1903, para
zanjar el problema, se creó una comisión formada por tres estaduniden¬
ses dos canadienses y un representante de la Gran Bretaña. Como el ga¬
rrote del presidente Theodore Roosevelt no estuviese muy bien escondido,
la comisión llegó a una decisión que favoreció las pretensiones de los
Estados Unidos, pues el comisionado británico se había puesto de parte
442 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

de este último país. El resultado enfureció a los canadienses, cuya ira se


dirigió, a la vez, contra los Estados Unidos y la Gran Bretaña. Las re¬
laciones con los Estados Unidos mejoraron en los años siguientes, pero
subsistió una desconfianza latente que podía avivarse llegada la oca¬
sión. Esa ocasión llegó en 1911, cuando el gobierno de Laurier anunció
que se había arreglado un convenio sobre reciprocidad comercial con
los Estados Unidos.
Si la política naval del gobierno liberal lo había dejado expuesto a la
acusación de que era insuficientemente leal al Imperio, el nuevo conve¬
nio comercial dio mayor plausibilidad a la acusación, especialmente para
aquellos cuyos intereses económicos parecían quedar amenazados. La
iniciativa para llegar a un convenio comercial más libre la habían toma¬
do los Estados Unidos, cuando el presidente Taft se estaba esforzando por
tener a raya un creciente sentimiento proteccionista. Los negociadores
de Taft propusieron luego un amplio convenio de libre comercio. Los ca¬
nadienses, a quienes cogió algo desprevenidos la proposición, la acep¬
taron. Para Laurier y sus ministros, el nuevo convenio, que estipulaba la
libertad de comercio en materia de productos naturales, era la solución
a varios problemas políticos y también una atractiva oferta económica.
En el Oeste de las praderas, los agricultores se habían mostrado cada vez
más descontentos por la política arancelaria de Ottawa, que beneficiaba
a los industriales canadienses a expensas de los agricultores. La reciproci¬
dad en lo que respecta a los productos naturales con los Estados Unidos,
aunque no redujese grandemente el costo de los artículos manufactura¬
dos, proporcionaría al menos a los agricultores canadienses un acceso
más fácil al mercado de los Estados Unidos. De esta manera, los liberales
creían poder acallar las quejas de los agricultores. Así también, los li¬
berales abrigaron la esperanza de que el calor del debate sobre la Marina
de guerra perdería fuerza gracias a la introducción de la cuestión del co¬
mercio en una forma que, en su opinión, merecería la aprobación de todas
las regiones del país.
Al principio, este cálculo pareció ser atinado. El convenio comercial to¬
mó completamente por sorpresa a los conservadores. Pero Borden no
tardó en recuperarse, luego de que lo incitaran a la acción varios prime¬
ros ministros provinciales, sobre todo James Whitney, de Ontario. Las
proposiciones de convenio comercial se volvieron ahora contra el gobier¬
no, en calidad de nuevas pruebas de su “deslealtad” para con el Imperio.
Cuando la oposición obstruyó el debate parlamentario, Laurier creyó que
había encontrado una cuestión que lo haría popular. Se convocó a elec¬
ciones a fines del verano.
Los acontecimientos demostraron que el nuevo convenio comercial,
aunque tuvo buena acogida en algunas partes del Oeste, no fue la cues¬
tión política que le daría la victoria a Laurier. Los conservadores se va¬
lieron de los temores que surgieron en las zonas industrializadas del país,
en el sentido de que el convenio era apenas un comienzo. Una vez pues¬
to en práctica, cambiaría hasta tal punto la estructura del comercio en-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 443

tre el Este y el Oeste que el libre comercio en artículos manufacturados


tendría que ser el siguiente paso necesario, y que esto significaría la inun¬
dación del mercado canadiense con artículos baratos de los Estados
Unidos, la destrucción de las industrias locales, un desempleo creciente y
quizás, inclusive, la anexión a los Estados Unidos. Cuando estas amena¬
zas se sumaron a los ataques contra la política naval de los liberales, cues¬
tión que siguió siendo importantísima para la campaña en Quebec, la
oposición ganó la ofensiva. Le ayudaron las indiscreciones de unos cuan¬
tos políticos estadunidenses que hablaron francamente acerca de las
perspectivas de anexión, de manera que a los liberales se les fue haciendo
cada vez más difícil concentrar la atención en el comercio antes que en
la lealtad. “¿Renunciaremos... al glorioso futuro que nos aguarda, a la
posibilidad de llegarnos a convertir en el Estado principal del Imperio
británico y en la nación más poderosa del mundo?”, preguntó emotiva¬
mente un periódico conservador. "¿De nada servirán los sacrificios de
los Padres [de la Confederación]?”
Los liberales no soportaron estas andanadas, lanzadas contra ellos por
una poderosa y nueva organización del Partido Conservador formada
en parte por un grupo de disidentes hombres de negocios liberales de
Toronto, encabezados por Clifford Sifton, que atacó al proyecto comer¬
cial y a sus autores. Estos hombres, cuyos intereses empresariales se ha¬
bían beneficiado de las políticas proteccionistas que Laurier había
heredado y fortalecido, formaron el núcleo central de la campaña anti¬
liberal. Y mientras esta campaña pulsaba las cuerdas del sentimiento
pro-imperio, antiestadunidense, en el Canadá anglófono, también la for¬
taleza que tenía Laurier en Quebec se vio asediada. Allí, los conservado¬
res dejaron la mayor parte de la campaña en manos de Henri Bourassa,
que apoyaba a un grupo de autonomistes cuyos ataques se concentraron
en la pretensión de que la política naval de Laurier representaba una
traición a los intereses de Canadá, en beneficio del Imperio. Ha llegado
el momento de que el pueblo de la provincia de Quebec le demuestre al se¬
ñor Laurier que, si lo admiraron cuando prestó buenos servicios al país,
hoy a prevaricado, hoy nos ha engañado , afirmó un nacionalista.
En los muros de la fortaleza de Quebec abrió una brecha la votación de
septiembre. Por primera vez desde 1891, la oposición la alianza Bor-
den-Bourassa— obtuvo 40 por ciento de las curules. En Ontario, las des¬
moralizadas tropas liberales fueron completamente derrotadas. Gracias a
la ayuda de los liberales disidentes y de la poderosa organización pro¬
vincial de Whitney, Borden obtuvo 85 por ciento de las curules. Había
muerto la reciprocidad; la Marina canadiense de Laurier se llenó de orín.
Finalmente, se llamó a Robert Borden para que formara gobierno y
para resolver los problemas discutidos, pero no resueltos, en la campa¬
ña electoral.
444 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

Borden en la paz y la guerra

Robert Borden, el nuevo primer ministro, contrastaba notablemente con


Sir Wilfrid Laurier. Abogado de éxito en Halifax, nunca pareció sentirse
totalmente cómodo en medio de las refriegas políticas. Era un hombre
formalista, inclusive algo estirado en sus modales, y aun cuando era ca^
paz de pronunciar un discurso eficaz, su estilo era más adecuado para los
tribunales que para las disputas políticas. Los diez años en que fue líder
de la oposición habían sido difíciles, y caracterizados por las derrotas y
las intrigas de partido. Pero había persistido y al hacerlo le había pro¬
porcionado a su partido un programa electoral que pedía la moderni¬
zación de la administración pública, un incremento de la participación
del Estado en la dirección del desarrollo económico y social y una polí¬
tica imperial que recalcara el derecho de Canadá a tener voz y voto en la
formulación de su política exterior.
Su gran debilidad fue Quebec. Su francés era elemental y le costaba tra-

Soldados canadienses en el frente. El aspecto sombrío de la z.ona de combate está


bien captado en esta pintura posimpresionista de soldados avanzando bajo protec¬
ción aérea, rasgo nuevo de la guerra moderna. A James Wilson Morrice —uno de
los primeros pintores canadienses que ganaron fama internacional— el Fondo
Canadiense para los Monumentos de Guerra le encargó este óleo en 1917.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 445

bajo comprender los puntos de vista francocanadienses. La solución de


este problema no la facilitaba la colección abigarrada de políticos de Que-
bec que se daban a sí mismos el nombre de conservadores. Pero debía
formar un gabinete con lo que tenía a mano. No podía recurrir a Bouras-
sa, que no se había presentado para la elección de 1911, de modo que Bor¬
den se vio obligado a confiar en hombres de menor talla. Los turbulentos
acontecimientos de los años siguientes revelaron cuán lejos se hallaba
Borden de remediar las debilidades de su partido en Quebec.
Desde un principio, Borden descubrió, como antes de él lo había hecho
Laurier, que el gobernar era un acto delicado de equilibramiento. Pero
su problema era más grande que el de su predecesor, pues su partido era
una inestable alianza de entusiastas del Imperio y de nacionalistas fran¬
cocanadienses antiimperialistas. Respecto de ciertas cuestiones, la divi¬
sión potencial carecía de importancia. Podía comenzar la reforma de la
administración pública y reducir los patrocinios. Siguieron llegando
nuevos pobladores y se realizó una investigación acerca del fracaso en
atraer inmigrantes francófonos. También se hicieron esfuerzos para ayu¬
dar a los agricultores del Oeste, a quienes les dolía que se hubiese impedi¬
do un comercio más libre. Se creó una Junta de Comisionados de Granos
para vigilar el comercio de cereales, y se construyeron nuevos elevadores
de terminal para aumentar la capacidad de almacenamiento de granos en
la cabecera de los Grandes Lagos. Estas y otras medidas, como la am¬
pliación del servicio de correos rural, la ayuda financiera complementa¬
ria para la construcción de ferrocarriles y los subsidios otorgados a la
construcción de carreteras revelaron el ímpetu moderadamente progre¬
sista del nuevo gobierno. Pero el problema que había causado más divi¬
siones estaba todavía por resolverse. ¿Qué podía hacerse en lo relativo a
la defensa imperial para hacer frente a la crisis que, según insistían los
conservadores, amenazaba al Imperio?
Después de intensas consultas con el Almirantazgo británico, Borden
dio con un plan que, a su entender, daría satisfacción a las necesidades del
Imperio y garantizaría la unidad de su partido. El Decreto de Asistencia
Naval de 1913, del que se dijo que era medida transitoria para hacer fren¬
te a una crisis urgente, dispuso una contribución de 35 millones de dó¬
lares a la Gran Bretaña para la construcción de tres “dreadnoughts .
Además, Borden insistió en que no se tomarían decisiones de política
permanente hasta no idear un método por el cual se concediese a los do¬
minios voz en la formulación de la política imperial. Este compromiso si
es que lo fue, no logró conservar la unidad del partido. Los conservado¬
res anglocanadienses dieron buena acogida a la nueva política, en Que¬
bec fue rechazada. El Decreto fue aprobado en la Cámara de los Comu¬
nes luego de un enconado debate entre los partidos, pero fue rechazado
por el Senado, en el que predominaban los liberales. Cuando los últimos
días de paz dieron paso a los primeros días de guerra, la política de defen¬
sa canadiense seguía estancada. La Marina de guerra constaba de dos
viejos cruceros ligeros, el Rainbow y el Niobe, uno de los cuales había en-
El 9 de abril de 1917, cuatro
divisiones del Cuerpo Cana¬
diense lanzaron su ataque
sobre Vimy, Francia, y cap¬
turaron una posición alema¬
na previamente inexpugnable.
En esta notable fotografía de
William Ryder-Ryder, los ca¬
nadienses avanzan peno¬
samente en tierra de nadie
protegidos por fuego granea¬
do de la artillería, mientras
que los alemanes, vencidos
por el avance inicial, salen
de sus trincheras y se rinden.
Los franceses llamaron a la
victoria “regalo de Pascua de
Canadá a Francia". El costo:
3 598 muertos y 7 004 heri¬
dos. El sitio de Vimy le fue
dado a Canadá por Francia y
es ahora un parque conme¬
morativo de unas cien hec¬
táreas, en el que destaca el
alto monumento de Walter
Allward, iniciado en 1926 e
inaugurado por Eduardo
VIII diez años más tarde.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 447

trado en acción en 1914 para impedir que un buque cargado de inmi¬


grantes siks atracase en Vancouver. No puede decirse que haya sido una
gloriosa victoria.
El estado de urgencia del que tanto se había hablado, y acerca del cual
tan poco se había hecho, finalmente se trocó violentamente en la guerra
europea, en agosto de 1914. No tardó en extenderse a casi todo el mun¬
do, puesto que los imperios ultramarinos de las potencias europeas fue¬
ron, a la vez, causas y botines posibles del conflicto. Canadá ingresó en
la guerra automáticamente como parte del Imperio británico. Aunque
los canadienses estuvieron en libertad de determinar el grado de su con¬
tribución a los esfuerzos de guerra, pocos de los anglocanadienses du¬
daron de que debía ser plena. Como dijo Sir Wilfrid Laurier, era natural
que Canadá correspondiese a las necesidades del Imperio con la firme
decisión de ayudar. Hasta Henri Bourassa, crítico severo del imperialis¬
mo, estuvo de acuerdo, aunque pensase que debían fijarse límites a la
contribución de Canadá. Los sindicatos, cuyos dirigentes habían hablado
valientemente de oponerse a la guerra mediante una huelga general, se
vieron arrastrados por el nuevo fervor patriótico. El puñado de dirigen¬
tes de los agricultores y de radicales de diversas convicciones que pre¬
viamente habían advertido de la amenaza del “militarismo” se callaron
o sus voces se perdieron en medio del barullo de la movilización y el re¬
clutamiento.
Respaldado por un país que, al menos superficialmente, se había mos¬
trado unánime en su decisión de derrotar a Alemania y las potencias
centrales, en lo que se creía por lo común que sería una guerra breve, el go¬
bierno de Borden se puso a la tarea de organizar la contribución cana¬
diense. Sam Hughes, ministro de Guerra, se hizo cargo del reclutamiento.
Más de 30 000 voluntarios se reunieron en Valcartier, preparados para
ir a la Gran Bretaña a principios de octubre, apenas dos meses después
de iniciada la guerra. “¡Soldados!”, les dijo Hughes, “¡el mundo os con¬
templa maravillado!” Tal vez sí, pero las tropas estaban mal equipadas,
su entrenamiento no había sido bueno y representaban más entusiasmo
que previsión. Esa debilidad habría de caracterizar a gran parte de los
esfuerzos de guerra, especialmente la parte dirigida por Hughes, y en el es¬
pacio de tres años daría lugar a una gran crisis de hombres.
Las tropas canadienses, una vez en Inglaterra, recibieron más entrena¬
miento y luego las despacharon al frente, donde demostraron rápidamen¬
te su temple. El desempleo en Canadá, y un gran número de recientes
inmigrantes británicos en edad militar, mantuvieron elevadas las cifras
del reclutamiento a lo largo de 1914-1915; dos divisiones que se halla¬
ban en el frente no tardaron en formar el Cuerpo Canadiense. No obs¬
tante los problemas de equipamiento —Hughes en su terquedad no quiso
renunciar al defectuoso rifle Ross—, los hombres pelearon con valor.
Hacia 1916, cuando la breve guerra entraba en su tercer año, las cifras
de bajas se elevaron. Pelearon en Saint-Eloi, Courcelette y en la sangrien¬
ta campaña del Soma, con un costo cercano a los 35 000 hombres. Un
448 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

bombardeo intenso, kilómetros y kilómetros de lodazales v, finalmente,


los mortíferos gases asfixiantes aguardaron a los canadienses cuando se
desplazaron hacia Ypres y Vimy. Estas últimas victorias condujeron a que
se nombrase al brigadier-general Arthur Currie, que hasta entonces había
peleado al mando de los ingleses, comandante del Cuerpo Canadiense.
A principios de 1916, el gobierno había decidido constituir una fuerza
canadiense de 500 000 hombres, ninguno de los cuales debía ser cons¬
cripto. Este compromiso demostró ser más grande de lo que con volun¬
tarios se podía conseguir. Mientras prosiguieron las bajas elevadas —en
Passchendaele se perdieron 15 464 canadienses— la necesidad de refuer¬
zos se hizo apremiante. En Canadá, el reclutamiento voluntario había ba¬
jado drásticamente, a medida que el empleo interior absorbía a todos los
hombres y mujeres aptos. Y además, había ahora algunos canadienses,
especialmente francocanadienses, que habían comenzado a pensar que
Canadá ya había hecho su parte.
La guerra en el frente interno se libró enérgicamente, aunque a veces
pareció ser tan difícil y caótica como la que se efectuaba en el frente mi¬
litar. Ciertamente, requirió un grado sin precedentes de intervención
gubernamental en las vidas de los canadienses. A los extranjeros proce¬
dentes de países enemigos se les obligó a registrarse y tuvieron que sufrir
la hostilidad de los superpatriotas. Ciertamente, a medida que la guerra
se prolongó y se fue alargando la lista de bajas, la hostilidad contra los
“extranjeros" se intensificó y creó el ambiente adecuado para la decisión
políticamente oportuna de despojarlos del derecho de voto en 1917.
Mucho más exigentes que las de la seguridad interna fueron las exi¬
gencias económicas de los esfuerzos de guerra. Debía financiarse dentro
y fuera del país. Se imprimieron grandes cantidades de papel moneda
—billetes del Dominio—, se contrataron nuevos empréstitos, primero en
Londres y luego en Nueva York, y se elevaron los aranceles, pues seguían
produciendo la mayor parte de los ingresos del gobierno. En 1915, el
gobierno recurrió a los inversionistas canadienses, grandes y pequeños,
y lanzó la primera de varias campañas exitosas de "Préstamos para la
Victoria". En 1916, el ministro de Finanzas se metió en el campo políti¬
camente delicado de los impuestos directos, y fijó un modesto impuesto
sobre utilidades de las empresas y, al año siguiente, un impuesto sobre
la renta. Este último, se recalcó, era un impuesto de guerra transitorio, un
ejemplo de la “conscripción de la riqueza”.
Las exigencias de la guerra produjeron un impacto inflacionario casi
inmediato sobre una economía que había caído en recesión desde 1913.
La industria, especialmente la de armas y municiones, creció rápida¬
mente. El Comité de Adquisiciones para la Guerra y el Comité de Muni¬
ciones vigilaron la compra de pertrechos, aunque ninguno de los dos
tuvo un éxito completo por lo que toca a impedir la corrupción y el fa¬
voritismo. La Junta Imperial de Municiones, dirigida por un enérgico
empacador de carnes, Joseph W. Flavelle, fue más eficaz. Estas organi¬
zaciones fueron tan sólo la primera de varias intervenciones guberna-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 449

mentales en el mercado. Igualmente importante fue el establecimiento, en


1917, de la Junta de Inspectores de Granos, acción que se hizo en respues¬
ta a la espiral ascendente de los precios de los cereales canadienses. Era
preciso estabilizar los precios y vigilar la distribución de los granos. Ambas
tareas se hicieron de manera tal que convencieron a muchos agriculto¬
res de que una junta de granos organizada para mantener bajos los pre¬
cios en tiempos de inflación podría elevarlos en otros momentos. A estas
medidas se añadieron controles de los combustibles y los alimentos, cuyo
objeto fue el de fomentar su uso cuidadoso y su conservación.
Aunque no fuesen un problema nuevo, las dificultades financieras del
sistema ferroviario, que había crecido excesivamente, alcanzaron pro¬
porciones críticas durante la guerra. Nunca antes, quizá, habían sido más
importantes los ferrocarriles, pues sin ellos era imposible el transporte
de hombres y equipos tan necesarios en la contienda. Aunque este tráfico
aumentó los ingresos, también los costos se elevaron, especialmente los
de las compras de nuevo material rodante. A fines de 1915, el Canadian
Northern y el Grand Trunk Pacific se enfrentaban literalmente a la banca¬
rrota. Esto sujetó a dura prueba al gobierno de Borden, pues los conser¬
vadores desde hacía tiempo habían sido críticos severos de estos ferro¬
carriles “liberales". Además, el gobierno sabía que el poderoso Canadian
Pacific Railway se oponía enérgicamente a que se prestase asistencia a
sus rivales. Pero no podía dejarse caer en bancarrota a las compañías,
pues eso afectaría a instituciones relacionadas con ellas, como el Banco
de Comercio. En 1916, se decidió otorgar un financiamiento transitorio y
se creó una comisión de averiguaciones. Pero el problema no se acerco
más a su solución y, ante otra nueva crisis, el gobierno opto por la pro¬
piedad pública, y puso al Grand Trunk Pacific, al Canadian Northern y
al National Transcontinental bajo la autoridad de una junta de comisa¬
rios nombrada por él. Más tarde, en ese mismo año, la propiedad guberna¬
mental de esos ferrocarriles fue un hecho, en tanto que a los accionistas
se les proporcionó lo que a muchos les pareció que era una compensa¬
ción excesiva por una propiedad que ya había estado muy subsidiada con
dinero de los contribuyentes. Aunque esto no puso m remotamente fin a
los perennes problemas ferroviarios del país, si estableció los fundamen¬
tos del Sistema de los Ferrocarriles Canadienses. La guerra había hecho
necesaria esta acción, aunque no a todo el mundo le pareció bien y P
ella el gobierno de Borden recibió más críticas que elogios Los hom¬
bres de negocios no olvidarían pronto lo que habían interpretado como
favoritismo para los financieros de Toronto. . ,
El estímulo que la guerra dio a la economía aumento las oportunida¬
des de empleo aun cuando subsistió un grave desempleo a lo laigo del
invierno de 1914-1915. Pero la situación cambio hacia el otono de este
último año, y los salarios comenzaron a elevarse, aunque también lo hi¬
zo el costo de la vida. A medida que se fue intensificando la presión so¬
bre la fuerza de trabajo, un número cada vez mayor de mujeres se meo -
poraron al trabajo industrial; más de 30000 mujeres trabajaban en las
450 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

A medida que las fuerzas armadas absorbieron un número creciente de hombres,


las mujeres fueron atraídas al trabajo agrícola e industrial para llenar el hueco.
Muchas encontraron trabajo en las fábricas, pero otras, como estas voluntarias del
Servicio Nacional de Ontario, se convirtieron en peones de granja.

fábricas de municiones tan sólo al final de la guerra. Las granjas, las ofi¬
cinas, los transportes y muchas otras actividades descubrieron que las
mujeres eran sustitutos eficientes de los escasos hombres que, antes de
la guerra, habían dominado la mayoría de las ocupaciones industriales.
El gobierno desarrolló tan sólo vacilantemente una política laboral. Se
hicieron algunos esfuerzos para establecer normas salariales justas en
los contratos financiados por el gobierno, aun cuando Flavelle se opuso
a su aplicación en los contratos de la Junta Imperial de Municiones. Se
estableció el registro obligatorio de trabajadores y en el verano de 1918
se reconoció el derecho obrero a organizarse y a negociar colectivamen¬
te, pero quedaron prohibidas las huelgas y los cierres de empresas. Aun¬
que los trabajadores se beneficiaron del mercado de compradores crea¬
do por la guerra, la mayoría de sus logros quedaron contrarrestados por
la inflación. Las restricciones impuestas a las huelgas, sumadas a las
pruebas de que muchos patrones estaban recogiendo inmensas utilida¬
des gracias a los contratos de guerra, crearon una inconfomidad entre
los trabajadores que habría de perturbar a muchos centros urbanos al
final de la guerra.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 451

La renovación del conflicto cultural

Aunque Canadá entró como nación unificada y tranquila a la guerra, las


demandas y las emociones que ésta originó exacerbaron las tensiones
étnicas, regionales y de clase que habían estado latentes durante los años
anteriores. Dadas las divisiones generadas por los debates de la pregue¬
rra en torno de las escuelas para las minorías y de las relaciones impe¬
riales, era casi inevitable que los años de guerra fuesen testigos de una
amarga discordia entre canadienses francófonos y anglófonos, y de ca¬
rácter tal que dividió al país más profundamente que cualquier otro mo¬
tivo de discordia desde el ahorcamiento de Louis Riel en 1885.
El conflicto renovado tuvo dos fuentes. Desde 1913, una grave irrita¬
ción se había estado generando en lo tocante a los derechos de la edu¬
cación en lengua francesa en Ontario. En ese año, el Departamento de
Educación de la provincia dio a conocer una circular, conocida por la
gente con el nombre de “Regulación 17”, que parecía reducir los dere¬
chos de los francocanadienses de Ontario a la educación en su lengua
materna. En su esfuerzo por mejorar la calidad de las escuelas de los
francocanadienses en Ontario, y sobre todo para elevar el nivel del in¬
glés que se enseñaba en ellas, el gobierno de Ontario tocó un punto muy
sensible. La rápida expansión de la población de lengua francesa en
Ontario había hecho temer a los orangemen locales que su provincia
protestante estaba amenazada. Al mismo tiempo, curiosamente, los ca¬
tólicos de habla inglesa comenzaron a expresar sus temores de que la
lengua francesa no tardaría en convertirse en la dominante en su Igle¬
sia. Juntos, estos grupos normalmente hostiles entre sí habían apremia¬
do al gobierno de Ontario para que limitase el uso del francés en las
escuelas de la provincia. Howard Ferguson, un orangeman que sena pri¬
mer ministro de Ontario en la década de 1920, expresó el sentir de estos
grupos cuando declaró que "el sistema bilingüe estimula el aislamiento
de las razas. Mete en la mente de los jóvenes la idea de la distinción de las
razas y milita en contra de la fusión de los diversos elementos que cons-
tituyen la población... La experiencia de los Estados Unidos, en donde el
sistema escolar nacional reconoce tan sólo una lengua, demuestra sim¬
plemente la sabiduría del sistema". Esta opinión fue airadamente recha¬
zada por los francocanadienses de Ontario y Quebec. .
Por sí sola, la disputa en torno de las escuelas en Ontario habría sido
bastante grave. Pero cuando se la situó en la atmósfera sobrecalentada
de la guerra se convirtió en tragedia. Hacia 1915, las relaciones entre
franceses e ingleses se estaban envenenando a causa de acusaciones y
contraacusaciones acerca del reclutamiento, que giraban en torno de la
cuestión de si los francocanadienses estaban realizando todo el esfuerzo
oue les correspondía. El nivel retórico alcanzó alturas peligrosas cuando
nacionalistas como Henri Bourassa afirmaron que la verdadera guerra
no se estaba librando en Europa sino en Ontario, donde los boches esta¬
ban amenazando los derechos de las minorías. Cuando la temperatura
452 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

emocional se elevó, políticos federales se vieron arrastrados a la contro¬


versia. Cuando Borden, por presión de sus partidarios de Quebec, se ne¬
gó a intervenir ante sus correligionarios conservadores en Ontario, los
liberales llevaron la cuestión ante el Parlamento a principios de 1916. En
una votación respecto de una moción para pedirle a Ontario que tratase
con justicia a su minoría, ambos partidos políticos se escindieron en dos
bandos lingüísticos, los conservadores de Quebec aprobaron la moción
y los liberales del Oeste rompieron con su partido. Aunque los tribuna¬
les fallaron finalmente en contra de las pretensiones de los francocana-
dienses de Ontario y aunque el Papa les pidió a los católicos canadienses
que bajaran el tono de la controversia, el daño ya estaba hecho. El país
se hallaba dividido y no tardaría en dividirse más todavía.
A medida que la disputa en tomo de la lengua se fue acallando, la con¬
troversia a propósito del reclutamiento se elevó hasta ahogarla. A princi¬
pios de 1916, las cifras del reclutamiento voluntario iniciaron una baja
notable. Había pasado la primera oleada de entusiasmo patriótico. Las
necesidades de empleo en el país se habían elevado y el desempleo había
desaparecido. Los hijos de los agricultores, que siempre tardaron más
en enlistarse que sus primos de la ciudad, tenían que quedarse en las gran¬
jas para producir los alimentos tan necesarios para el ejército Aliado.
Pero aun tomando en cuenta estos factores, todavía parecía existir un
faltante mayor en el número de alistados en Quebec. Los francocana-
dienses nunca habían compartido el entusiasmo de sus compatriotas an-
glófonos por la guerra; carecían de lazos emotivos con la Gran Bretaña
y no eran muy fuertes los que los ataban a la Francia secular. Recono¬
cían la necesidad de pelear como parte del Imperio, pero sólo si la par¬
ticipación era voluntaria. Y, además, estaba la cuestión de la lengua. No
sólo el francés estaba sometido a ataque en Ontario, sino que tenía un
rango inferior en las fuerzas armadas en donde, fuera de un batallón or¬
ganizado apresuradamente, el inglés era la lengua dominante. Y lo mis¬
mo podía decirse de los mandos militares, puesto que casi no existían
oficiales de lengua francesa. Es patente que los francocanadienses te¬
nían menos motivos para presentarse como voluntarios.
Cualesquiera que hayan podido ser las causas de la mengua del reclu¬
tamiento, lo que era innegable era el hecho de la creciente disminución.
¿Qué podía hacer el gobierno de Borden? Aparentemente, no podía ni
pensarse en reducir el contingente. A lo largo de la guerra, Borden había
insistido en que Canadá participaría plenamente en ella y que, por lo
tanto, debía tener voz y voto en la determinación de su política. Para que
lo tomaran en serio, el compromiso militar tenía que cumplirse. Pero Bor¬
den, así también, repetidas veces había prometido que el reclutamiento
sería voluntario. Hacia la primavera de 1917, cuando la guerra parecía
estar lejos de llegar a su fin, Borden tuvo que resolver el dilema plantea¬
do por sus compromisos evidentemente contradictorios.
Las presiones de la guerra hacían necesaria una nueva política de re¬
clutamiento; las presiones de la política interior determinaban que la nue-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 453

va política tendría que ser la de un servicio militar obligatorio. Hacia 1916,


la popularidad del gobierno conservador había descendido mucho. Se le
acusaba de escándalos y despilfarras, de “coroneles políticos” en la orga¬
nización de los trabajos para la guerra. Se alegaba que el Canadá central,
especialmente Ontario, había sido favorecido en la concesión de contra¬
tos para la fabricación de municiones y, cada vez más, hubo críticos que
afirmaron que la guerra no se estaba llevando a cabo con vigor suficien¬
te. La “política” parecía importar más que el “patriotismo”. Para mu¬
chos, la solución consistía en la formación de un gobierno de coalición
que dejase a un lado la política y se pusiese a la tarea de ganar la guerra.
Tal gobierno podría también ejecutar reformas tales como las de la pro¬
hibición de las bebidas alcohólicas, el sufragio para las mujeres y la su¬
presión de los patrocinios.
Era patente la creciente impopularidad de los conservadores: ni un
solo gobierno conservador provincial que tuviese que efectuar eleccio¬
nes volvió al poder después de 1914. Como los liberales, que habían acep¬
tado la prolongación por un año del periodo del Parlamento en 1916, no
estaban dispuestos a aceptar un segundo año, existía la certeza de una
elección federal en 1917. Los conservadores tenían pocas esperanzas de
ganar a menos de que se efectuaran cambios drásticos en su personal y
en la política. A principios de 1917, Borden se había hecho de la opinión
de que una coalición podía resolver tanto sus problemas políticos como
los del reclutamiento. Era evidentemente necesario llevar a cabo una cons¬
cripción para el servicio en ultramar; una coalición sacaría el tema de
debate partidista, y los conservadores retendrían el poder aunque com¬
partiéndolo con los liberales. El gran obstáculo era Sir Wilfrid Laurier,
que rechazó la coalición propuesta porque no podía aceptar la conscrip¬
ción. Se hallaba convencido de que el hacerlo entregaría simplemente
Quebec a Bourassa. Probablemente estaba convencido también de que si
sus liberales mantenían la unión podrían retornar al poder, dada la im¬
popularidad de los conservadores. Pero su partido no se mantuvo uni¬
do: muchos de sus colegas anglófonos se sentían obligados a apoyar la
conscripción. La promulgación de dos nuevos decretos en materia de le¬
gislación electoral aumentó grandemente su disposición a dar apoyo a
una coalición, sin Laurier y sin Quebec. El Decreto sobre Votantes Milita¬
res dispuso la manera en que habría de votar la tropa, tanto en el propio
país como en el exterior, y allí donde los soldados no pudiesen identifi¬
car su circunscripción electoral se les permitía yotar en pro o en contra
del gobierno, siendo distribuidos sus votos por funcionarios electorales.
El Decreto sobre Elecciones en Tiempo de Guerra privó del derecho de
voto a un grupo, definido en términos muy amplios, que había llegado
desde países “enemigos” después de 1902, y dio el derecho de voto a las
muieres que fuesen parientes de hombres reclutados. Los dados estaban
fuertemente cargados en favor de los candidatos partidarios de la cons¬
cripción. Los liberales anglófonos se pasaron ahora al bando de a coa¬
lición e hicieron a un lado a Laurier y a Quebec. Como acto final, cuyo
454 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

¡Tres aclamaciones! En 1919, Su Alteza Real, el Príncipe de Gales (más tarde,


brevemente, Eduardo VIII), fue aclamado en todas partes por multitudes entusias¬
madas. En Ottawa, se sumó al primer ministro Borden (segundo desde la derecha)
y al gobernador general, el duque de Devonshire (extrema derecha), para poner la
primera piedra de la Torre de la Paz en la Colina del Parlamento.

objeto era garantizar el resultado de la elección, el gobierno prometió exi¬


mir del servicio militar a los hijos de los agricultores.
El resultado de la disputadísima elección invernal casi se podía indi¬
car de antemano. Los unionistas, nombre que se dio a los candidatos de
la coalición, barrieron con los votos en el Canadá de habla inglesa, con la
ayuda de los votos de los soldados. Quebec siguió siendo leal a Laurier,
y hasta Bourassa pidió que apoyaran a su antiguo rival. El país quedó
dividido, aun cuando el voto popular estaba menos cargado de un solo
lado que el reparto de curules en el Parlamento. Hubo motines esporá¬
dicos en Quebec a principios de 1918 y se enviaron tropas hacia algunos
lugares en donde era grande el descontento. En la legislatura de Quebec
se debatió una resolución separatista expresada en términos ambiguos,
pero fue retirada antes de que se efectuase una votación. Se restableció
la tranquilidad, pero los sentimientos agriados subsistieron mientras la
guerra se acercaba hacia su fin. Después, en la primavera de 1918, en res¬
puesta a una gran ofensiva alemana sobre el frente occidental, se can¬
celó la exención concedida a los hijos de los agricultores en el preciso
momento en que más se les necesitaba para el trabajo en el campo. Otro
resentimiento más se aplazó para la venganza en la posguerra. Al final
se obtuvo casi el número de conscriptos que se había previsto, aunque el
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 455

armisticio alcanzado en noviembre de 1918 significó que sólo un corto


número de estos soldados entrase en acción. Por lo tanto, los beneficios
militares de la conscripción fueron ligeros, mientras que las consecuen¬
cias políticas fueron pesadas.
El de 1917 fue un año de tensiones culturales y trastornos políticos. Hay
algo casi simbólico en el desastre que marcó su final. La mañana del 6 de
diciembre, un barco de socorro belga, el Imo, chocó contra el Mont Blanc,
barco francés de municiones, en el puerto de Halifax. Una explosión que
alcanzó un kilómetro y medio de altura destruyó más de seis kilómetros
cuadrados del sector industrial de la ciudad. Una ola gigantesca y después
un incendio devorador siguieron a la explosión, engullendo edificios de
oficinas, zonas residenciales y el sistema de transporte. Murieron aproxi¬
madamente 1 600 personas, otras 9 000 quedaron heridas y más de 25 000
perdieron sus casas o sufrieron graves daños en sus propiedades. Las pér¬
didas totales se estimaron en 35 millones de dólares. La amenaza de nue¬
vas explosiones en la zona de municiones del muelle principal hizo nece¬
saria la evacuación de casi toda la ciudad, y transcurrieron meses antes
de que la vida se normalizase de nuevo.
Este desastre nacional hizo ver a los canadienses, como ninguna otra
cosa quizá lo hubiese conseguido, cuál era el poder destructivo de las ar¬
mas de la guerra moderna. Hugh MacLennan, que tenía diez años cuando
se produjo la explosión, dio a esos sucesos trágicos un lugar perma¬
nente en la historia literaria de Canadá en su primera novela, Barometer
Rising (1941).

Los FRUTOS DE LA GUERRA

Los años de la guerra demostraron que Sir Robert Borden, a quien se


ennobleció en 1914, era un líder eficaz. Su gobierno había realizado con
éxito los trabajos que exigía la guerra, tomando en cuenta la magnitud
del conflicto y la inexperiencia de los canadienses en tales asuntos. Su
gobierno de unión llevó a cabo cierto número de reformas que se habían
venido pidiendo desde hacía tiempo, especialmente por parte de los an-
glocanadienses: la prohibición, el voto para las mujeres y las reformas
en la administración pública. Pero los principales logros de Borden se
alcanzaron en la arena internacional. A lo largo de los años de la guerra,
había pedido incesantemente a Inglaterra que reconociese el papel de¬
sempeñado por Canadá y los demás dominios permitiéndoles intervenir
en la toma de decisiones. Al principio, los británicos se negaron rotun¬
damente. Pero cuando Lloyd George fue nombrado primer ministro, en
1916 tenía sobradas razones para convocar a los dominios a colaborar
en Londres. Allí, en 1917, el Gabinete Imperial de Guerra se reunió, y en él
figuraron los primeros ministros de los dominios. En la Conferencia
Imperial de ese mismo año, una resolución redactada por Borden y Jan
Christiaan Smuts, de Sudáfrica, prometió una fórmula de posguerra que
garantizaría la “consulta continua" para la determinación de las políticas
456 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

imperiales. Aunque fuese vaga la resolución, fue un paso adelante hacia


el desempeño de un papel mayor, por parte de Canadá, en la formula¬
ción de la política exterior. Borden dio otro paso cuando formó parte de
la delegación británica que intervino en la Conferencia de Paz de París
en 1919, y Canadá firmó el Tratado de Versalles que puso fin a la guerra
con Alemania. A esto siguió lógicamente el ingreso como miembro de la
nueva Sociedad de Naciones, aunque nadie supiese muy bien de qué ma¬
nera podrían conciliarse la unidad del Imperio, la "consulta continua” y
los distintos dominios.
La prolongada ausencia de Borden a causa de la Conferencia de Paz y
su cada vez menor interés por la política interior determinaron que sus
colegas tuviesen que encargarse de hacer planes para la desmovilización
y para la reconstrucción de la posguerra. Tuvieron también que tratar
de reconstruir el Partido Conservador. Los problemas eran tremendos. Se
ejecutaron programas de concesión de tierras para los soldados que regre¬
saban, se creó un sistema de pensiones y los soldados volvieron gradual¬
mente a la vida privada, con lo que a menudo desplazaron a las mujeres
que habían ingresado al mundo del trabajo industrial y otras esferas pro¬
ductivas durante la guerra. La presencia de estos soldados desmovili¬
zados, que a menudo no supieron qué hacer, se sumó a la inquietud social

El idealismo de los años de la guerra —"salvar el mundo para la democracia"—


desembocó en las amarguras de la huelga general de Winnipeg de mayo-junio de
1919. La calle principal Norte fue escenario de varios choques entre los huelguistas
y la policía, y en el "Sábado sangriento" del 21 de junio hubo 30 heridos, de los
cuales uno murió, y se puso fin a la huelga.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 457

muy extendida que afectó a numerosas partes del país en los meses in¬
mediatamente posteriores al armisticio.
El desasosiego y el descontento eran especialmente notables entre los
trabajadores que, habiendo escuchado la retórica de tiempos de guerra
que decía que el conflicto conduciría a un Canadá mejor, esperaban aho¬
ra impacientemente que se les cumpliese la promesa. Muchos trabaja¬
dores pensaban que, a pesar de los aumentos salariales de la época de la
guerra, su suerte apenas había mejorado en una economía inflacionaria.
Otros se acordaban de los sufrimientos causados por el desempleo antes
de la guerra. Muchos se rebelaban contra la prohibición de lanzarse a la
huelga decretada durante la guerra. Y los trabajadores, así también, desea¬
ban contribuir a la creación de aquel mundo nuevo feliz del que tanto
habían hablado los reformadores de muy diverso pelaje. Cualesquiera
que hayan sido los motivos, y por lo común no eran más complicados que
los de un deseo de mejores salarios y condiciones de trabajo, en todo el
país los trabajadores tomaron la determinación de hacer oír sus voces
en la primavera de 1919.
Aunque estallaron huelgas desde Vancouver hasta Halitax y se hablo
mucho, en términos radicales, de huelgas generales y hasta de una revo¬
lución en diversos lugares, fue en Winnipeg, entre el 15 de mayo y el 25
de junio, donde tuvo lugar la demostración más espectacular de la solida¬
ridad obrera. Allí, casi todos los trabajadores respondieron al llamado
del Winnipeg Trades and Labour Council s en pro de una huelga genera
de apoyo a los trabajadores de la industria metalúrgica, cuyos patrones se
negaban a reconocer su sindicato y no les querían conceder aumento
salarial. Los patrones de Winnipeg y sus partidarios de la clase media se
organizaron en un Comité de Ciudadanos, en tanto que los trabajadores
fueron dirigidos por el Comité de Huelga, y entonces el nivel emocional y
retórico alcanzó un punto muy elevado. La Revolución rusa constituía
un telón de fondo para los líderes de la huelga, que hablaban sin mucha
precisión de “revolución”, y para sus opositores, que mascullaban mal¬
diciones contra los “soviets y bolcheviques”, los “vagos y los agitadores
extranjeros. El desarrollo del drama se fue acercando lentamente a un
desenlace brutal. . . , . . „ i
Los gobiernos federal, provincial y municipal convinieron en que la
huelga representaba una amenaza para el orden establecido. Para poner
fin a esa amenaza se usó a la policía y a la tropa, que actuó para hacer
cumplir la Ley Antimotines y para dispersar manifestaciones pacificas.
Inevitablemente hubo bajas, detenciones y deportaciones de unos cuan¬
tos “extranjeros”. La huelga no se sostuvo. Aunque vanos dirigentes de
la huelga, entre los que figuraron reformadores sociales activos tales co¬
mo J S. Woodsworth y A. A. Heaps, pasaron un tiempo en la cárcel, los
intentos que se hicieron para lograr que los condenaran por actividad
sediciosa y revolucionaria fracasaron. Aunque a huelga no produjo re¬
sultados concretos, sí convenció a los trabajadores de Winnipeg de la
necesidad de la acción política. Y en subsiguientes elecciones provincia-
458 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

les y federales enviaron al Parlamento a sus propios representantes. Su


presencia en él fue testimonio del cambio profundo obrado en la forma
de la política canadiense.

La ambigüedad cultural de una era urbana

Si las sátiras de Stephen Leacock captaron el espíritu de un país que es¬


taba pasando de una era rural a una edad urbana, muchos otros escri¬
tores y artistas reaccionaron en contra de estos cambios. En Quebec, la
ficción y la poesía siguieron tocando los manidos temas de la virtud ru¬
ral y la decadencia de la vida urbana. El escritor francés Louis Hémon
fue el que mejor lo expresó, pero los escritores francocanadienses lo
imitaron en su elogio de los valores rurales y religiosos en el preciso mo¬
mento en que muchas cosas estaban cambiando en la provincia de Que¬
bec. La poesía, tanto en francés como en inglés, casi no se deshizo de las
influencias del romanticismo decimonónico. Archibald Lampman, que ha¬
bía escrito acerca de "La ciudad del final de las cosas" clamando contra

Izquierda: Stephen Leacock. Leacock (1869-1944) enseñó la "deprimente ciencia"


llamada economía política en la universidad McGill durante más de 30 años, pero
el mundo lo conoció como uno de los mejores humoristas de lengua inglesa y
autor de más de 60 libros. Óleo (1943) de Edwin Holgate. Derecha: el escritor que-
bequense Emile Nelligan (1879-1941), cuyas imágenes simbolistas y alucinante
poesía le valieron muchos admiradores, cuando apenas tenía 20 años; a esa edad
ingresó en un hospital, con los nervios deshechos, y en él permaneció hasta su
muerte. Fotografía retocada por Charles Gilí, c. 1904.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 459

los males del industrialismo, murió prematuramente en 1899. De sus su¬


cesores, sólo Duncan Campbell Scott, especialmente en los poemas que
dedicó a la tragedia de los indígenas, estaba a tono con el nuevo siglo.
Bliss Carman y Sir Charles G. D. Roberts, cuyo optimismo romántico de¬
generó a menudo en sentimentalismo, escribieron una poesía que se hizo
popular, y los idilios de Pauline Johnson, mohawk mestizo, también atra¬
jeron a un gran público. Los cuentos moralistas de Nellie McClung y los
cuentos de animales de Ernest Thompson Seton y, sobre todo, los rela¬
tos de vigoroso cristianismo y acendrado patriotismo escritos por Ralph
Connor (el seudónimo del clérigo Charles W. Gordon) fueron muy acla¬
mados. La novela de Lucy Maude Montgomery Anne Of Green Gables,
publicada en 1908, alcanzó un éxito instantáneo, lo mismo que muchas
de sus otras siete obras. En francés, los poemas de Jean Charbonneau y de
Albert Lozeau continuaron la tradición romántica. Sólo la trágica figura
de Emile Nelligan, cuya obra evoca a Baudelaire y Rimbaud, sugirió el
simbolismo de la poesía moderna.
También en pintura Canadá pareció inmune, en gran medida, a las im¬
portantes tendencias que alimentaban el arte moderno. La persistencia
del atractivo ejercido por artistas bucólicos tales como Horatio Walker,
Homer Watson, Maurice Cullen y Clarence Gagnon es testimonio del ais¬
lamiento de Canadá respecto de las nuevas corrientes. Casi no se aprecio
el genio de Ozias Leduc, puesto de manifiesto en la decoración de igle¬
sias y todavía más en sus naturalezas muertas. Y el fluctuante mundo
posimpresionista de J. W. Morrice, que pintó en un exilio que se había
impuesto a sí mismo en Francia, despertó muy ligero ínteres. Después
de 1910, sin embargo, se aprecian señales de los cambios que habrían de

Sí, Eutrope, si quieres


me casaré contigo
cuando los hombres
regresen de los bos¬
ques para la siembra,
ilustración en tempera
de Clarence Gagnon,
pintada en 1928-1933
para una edición de
lujo de Maria Chapde-
laine, de Louis Hémon,
publicada en París en
1933.
Arriba: administradora
de una casa de pen¬
sión, aficionada a los
monos, naturalista,
cuentista y sobre todo
pintora, Emily Carr, en
1935, era todavía, por
propia confesión, "una
anciana aislada al borde
de ninguna parte". Sin
embargo, había creado
una nueva visión del
cielo y de la tierra. En
esta foto de Ira Dilworth
podemos ver Luz del
sol y tumulto, de Carr.
Izquierda, arriba: Sobre
el lago Superior; óleo
(c. 1922) de Lawren
Harris. Abajo: un año
después de su primera
exhibición juntos, ve¬
mos a seis miembros
del Grupo de los Siete
y a su defensor alrede¬
dor de la Mesa de los
Artistas en el Club
de Artes y Letras de To-
ronto. De izquierda a
derecha, F. H. Varley,
A. Y. Jackson, Lawren
Harris, el crítico Barker
Fairley, Frank John-
ston, Arthur Lismer y
J. E. H. MacDonald. Fal¬
ta Franklin Carmichael.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 461

predominar en la posguerra. Tom Thompson, A. Y. Jackson y Lawren


Harris encontraron una nueva imagen en la naturaleza canadiense. La
violencia en el color y la forma sustituyó al romanticismo pastoril de la
generación anterior. Un arte atrevido y robusto, basado en el paisaje ca¬
nadiense, afirmaron, era lo que necesitaba una atrevida y robusta nación
nueva. Sin embargo, estos artistas escogieron primordialmente partes de
Canadá situadas lejos del nuevo corazón urbano-industrial del país. La
bahía Georgian, el parque algonquino y Algoma capturaron su atención.
Como centenares de canadienses prósperos, urbanos, que cada verano
viajaban hacia el norte para vivir en campamentos y cabañas y para quie¬
nes las caminatas, el alpinismo y la navegación a vela eran formas de
escapar a las tensiones de la ciudad, estos artistas nuevos identificaron
el territorio agreste con el espíritu del nuevo Canadá. Encontraron algo
profundamente perturbador y materialista en la nueva sociedad. A. Y.
Jackson expresó el desasosiego que causaba la gran transformación que
se estaba efectuando cuando escribió, en 1910:
Algún día, el jornalero de la granja irá al trabajo, comenzará el día metiendo
su tarjeta en el reloj marcador de la Farm Products Company Ltd., y luego se
pondrá a mover palancas y a apretar botones. Ya hoy en día, la romántica
lechera ha desaparecido y las máquinas se encargan de ordeñar las vacas. El
cansado labrador ya no camina hacia su casa pues ara de golpe nueve surcos
y se mueve por gasolina. ¡Y cómo demonios habrá de encontrar el artista sen-

Los doctores Charles Best y Frederick


Banting, dos de los cuatro descubri¬
dores de la insulina, con un perro
experimental en la azotea del edificio
de Medicina de la Universidad de
Toronto. La foto fue tomada en 1921
o 1922, hacia las fechas del descu¬
brimiento.
462 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

timiento alguno en ese orden de cosas! Imagínense simplemente lo que los


aviones y los dirigibles, a 150 kilómetros por hora, le harán a los grandes y re¬
dondos cúmulos que se amontonan sobre el horizonte durante el verano, con
su aspecto tan majestuoso y tranquilo; las aspas de los aparatos reventarán a
las viejas y queridas nubes aborregadas como si fuesen merengue y las disper¬
sarán por el cielo.

Los pintores que introdujeron en Canadá un aspecto importante del mo¬


dernismo al alejarse de la representación literal fueron, no obstante, na¬
cionalistas cargados de nostalgia. Eso quizá nos explica por qué, al cabo
de una breve lucha contra el gusto tradicional, no tardaron en dominar el
mundo pictórico canadiense.
Antes de la primera Guerra Mundial, la investigación científica, médica
y tecnológica, cuando la había, se llevaba a cabo principalmente en las
universidades. Se habían hecho investigaciones agrícolas en las estacio¬
nes experimentales desde la década de 1880, en tanto que la Comisión
para la Conservación, creada en 1909, había vigilado la investigación en
campos que iban desde la cría de ostiones, pasando por la reforestación,
hasta la planeación urbana. Pero la guerra convenció a los políticos de
que la ciencia y la tecnología eran tan importantes que se necesitaba una
acción más centralizada y coordinada. El resultado fue que, en 1916, se
creó el Consejo Nacional de Investigaciones (cni). A esta institución fede¬
ral se le asignó la tarea de formar un inventario de la investigación y de
subvencionar la actividad científica en las universidades. No fue hasta
1928 cuando Henry Marshall Tory, que presidió el cni de 1923 a 1935, lo¬
gró establecer un laboratorio nacional en Ottawa en el que los hombres
de ciencia pudiesen dedicar todo su tiempo a la investigación funda¬
mental y a la aplicada.
No obstante, no fue en el cni sino más bien en los laboratorios rudi¬
mentarios de la Facultad de Medicina de la Universidad de Toronto don¬
de tuvo lugar la realización científica más importante de Canadá, que fue
el descubrimiento de la insulina, en 1921-1922, por un equipo de cien¬
tíficos en el que figuraron Frederick Banting, Charles Best, James B.
Collip y J. J. R. Macleod. Banting, cuya hipótesis primera inició el tra¬
bajo que condujo al descubrimiento de un medio para el control de la
diabetes, compartió el premio Nobel de Medicina en 1923 con el doctor
Macleod. Como Banting jamás reconoció la contribución de Macleod y
de Collip, prefirió dividir su premio con Best. Habría de transcurrir mu¬
cho tiempo antes de que un canadiense alcanzase de nuevo fama inter¬
nacional tan grande en materia de ciencia.

La década de ilusiones de 1920

Los años veinte en Canadá, como en otras partes, fueron de optimismo


y promesas que desembocaron en la decepción y la crisis económica. Las
raíces de esa crisis se hunden en la inestabilidad política y en el desa-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 463

Hacia las décadas de 1920 y


1930, cuando los canadien¬
ses de la clase media conquis¬
ONTARIO ’
taron semanas de trabajo
más cortas y pudieron com¬
RE/ORT/
prar el coche familiar, co¬
menzaron a acudir en masa
a balnearios, parques nacio¬
nales y otras atracciones
turísticas. Un lugar muy fre¬
cuentado en Ontario fue la
zona de la bahía Georgian,
que el Grupo de los Siete ha¬
bía popularizado. Este cartel,
que probablemente describe
al lago Muskoka, es de J. E.
Sampson, jefe de Sampson-
Matthews Ltd., la empresa de
arte comercial que empleó a
Franklin Carmichael y A. J.
Casson, miembros del grupo.

rrollo económico desigual de la primera década de posguerra. Sin em¬


bargo, en esta década el país adquirió una nueva definición de sí mismo
en la escena internacional y cobró una nueva confianza en cuestiones
culturales.
Las grandes demandas de productos canadienses creadas por la guerra
dieron origen a un auge que se mantuvo, en la mayoría de los sectores,
hasta 1920. El crédito relativamente barato de los primeros años de la
posguerra y el afán de compras de artículos que habían escaseado du¬
rante los años de contienda trajeron como consecuencia una grave in¬
flación. Pero la burbuja estalló pronto. Hacia 1922 se había efectuado una
rápida contracción de la economía y el desempleo se había elevado dra¬
máticamente. El colapso de los precios fue grave, sobre todo en el sector
agrícola, en donde, por ejemplo, los precios del trigo bajaron 60 por cien¬
to entre 1920 y 1922. También sufrieron pronunciadas caídas de precios
las maderas, el pescado, el hierro y el acero. Las regiones más duramen¬
te afectadas fueron las provincias marítimas y las praderas.
Algunas partes de las marítimas, especialmente Halifax, habían ex¬
perimentado una insólita prosperidad durante la guerra, pero la totalidad
de la región había recibido los beneficios de un renovado comercio de
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO
464

exportación. Hasta la trágica explosión que se produjo en H^^x tU C


lado positivo, pues dio lugar a un incremento en la actividad de a in¬
dustria de la construcción. Pero, después de 1920, el valor de casi todos
los tipos de producción descendió drásticamente y la tendencia a la baja
prosiguió hasta 1925. Se vieron especialmente afectadas Jfs ventas de
carbón y de hierro, y esto produjo un grave desempleo en Cabo Bretón
En la década de 1920 fue un espectáculo regular en Cabo Bretón el de las
luchas obrero-patronales, con sus huelgas, sus cierres de empresas y e
uso repetido de la milicia para prevenir la violencia y romper huelgas.
Como en ninguna otra región, las provincias del Atlántico tuvieron que
realizar difíciles ajustes económicos y no disfrutaron mayor cosa de la
prosperidad intermitente que llegó a otras partes del país. El aumen o
en los fletes sobre las rutas marítimas, la integración del ferrocarril In-
tercolonial al Canadian National y el desplazamiento de algunas instala¬
ciones y servicios ferroviarios desde las marítimas hasta el Cañada central
tuvieron efectos nocivos en las provincias orientales. Mientras se con¬
traían los mercados ultramarinos, los cambios en los transportes eleva¬
ron los costos del acceso al Canadá central. Fueron estas duras circuns¬
tancias económicas las que explican la agitación en pro de los derechos
marítimos” que tan importante fue para la vida política de las provin¬
cias orientales en la década de 1920. , , .
Las provincias de las praderas, que habían sido el corazón de la ex¬
pansión económica en la preguerra, entraron en un periodo de acusada
inestabilidad en los primeros años de la posguerra. Grandes bajas en los
precios del trigo, compensadas parcialmente por el aumento de los ren¬
dimientos de los campos, siguieron a la guerra mientras ascendían rápida¬
mente los costos de las granjas. El poder de compra de los agricultores
descendió en alrededor de 50 por ciento en la primera mitad de los vein¬
te, aunque subió de nuevo y la agricultura se mantuvo medianamente
próspera, hasta el desplome de 1929. A lo largo del periodo, los agricul-
tores tuvieron que hacer frente a grandes costos fijos que los dejaron en
situación de extrema vulnerabilidad cuando los mercados se derrumba¬
ron: impuestos elevados recaudados para financiar carreteras, escuelas
y otros servicios en zonas poco desarrolladas, la elevación de los precios
de las propiedades luego de que concluyó la política de dotación de tie¬
rras, el elevado precio de los tractores, las centrifugadoras y las trillado-
ras. Entre 1926 y 1931, el número de tractores que había en las granjas
de las praderas se elevó de 50 000 a 82 000, las cosechadoras de cero a
9 000 y los camiones de 6 000 a 22 000. No eran simples conveniencias,
sino más bien necesidades que hicieron posible trabajar grandes propie¬
dades y, de tal modo, aumentar las ganancias. Otro tanto hicieron las
nuevas variedades de trigo de más alto rendimiento, en tanto que la aper¬
tura del canal de Panamá abarató el transporte por mar. Pero más me¬
canización y granjas más grandes significaron a menudo también mayo¬
res gastos y deudas más pesadas.
Esta acumulación de problemas fue ocultada, hasta cierto punto, por la
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 465

prosperidad aparente de los últimos años de la década de 1920. La agri¬


cultura de las praderas compartió este auge porque la demanda interna¬
cional de granos y la parte del mercado que le tocaba a Canadá aumenta¬
ron, puesto que Europa y la Unión Soviética recuperaron sólo lentamente
su producción agrícola de preguerra. Durante estos años, la superficie
dedicada al cultivo de granos se amplió y la inmigración se reanudó, es¬
parciéndose hasta el río Peace y otras partes del norte de Alberta y de
la Columbia Británica. También se llevó a cabo cierta diversificación en la
economía de las praderas: generación de energía hidroeléctrica en Ma-
nitoba y la Columbia Británica y exportación de petróleo en Alberta. Se
reanudó la construcción de ferrocarriles, sin exceptuar la terminación
de la controvertida ruta hasta la bahía de Hudson. La agricultura, sin em¬
bargo, siguió constituyendo el fundamento de la vida de las praderas.
Ontario y Quebec, el corazón urbano-industrial, sacaron mucho pro¬
vecho de la demanda de tiempos de guerra. En los años de posguerra se
produjo un nuevo crecimiento. Después del trigo y de la harina, las prin¬
cipales exportaciones del país fueron las de papel y pulpa de madera,
metales básicos y oro, gran parte de las cuales provinieron de las zonas
recientemente desarrolladas de las dos provincias centrales y también
de la Columbia Británica. Así también, las industrias manufactureras del
Canadá central aumentaron su producción: pulpa y papel, maderas ma¬
quinaria agrícola, laminadoras y altos hornos de acero fueron a la cabeza,
aunque fue aumentando constantemente la importancia de los metales
no ferrosos, las fundiciones y los artículos eléctricos hacia 1929. La in¬
dustria automovilística, la del hule y las empacadoras de carne siguieron
siendo importantes. El precio barato de la energía fue vital para el cre¬
ciente predominio de la industria del Canadá central, pues hizo posib e
la explotación del aluminio en Saguenay y del níquel en Sudbury. Quebec
siguió dependiendo mucho de las industrias explotadoras de recursos
naturales en gran escala y de industrias manufactureras tradicionales,
que ocupaban a mucha gente, como las de los tejidos y los artículos de
cuero. Ontario, en cambio, se especializó y diversificó más, como en el ca¬
so de la fabricación de automóviles y repuestos, de aparatos eléctricos y
de herramientas. . ,
El crecimiento económico de la década de 1920, especialmente du¬
rante la primera mitad, vino acompañado una vez más del crecimiento
urbano y la concentración de la población. El censo de 1921 registro un
aumento de población de casi 22 por ciento respecto de la decada ante¬
rior y el total de población llegó a 8 787 749 canadienses. Diez años mas
tarde luego de otro aumento de 18 por ciento, la población rebaso final¬
mente los diez millones, pero, una vez más, las ciudades principales cre¬
cieron con mayor velocidad todavía: Montreal 38 por ciento, Toronto 32,
Vancouver 48 y Winnipeg 24. El que la tasa de crecimiento de Wmmpeg
se haya quedado atrás de la de Vancouver fue muy significativo^ \°
mismo puede decirse del crecimiento espectacular de la ciudad de Wmd-
sor, en el sur de Ontario, famosa por su industria automovilística; su
466 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

Chimeneas de las fun¬


diciones Copper Cliff.
La minería y las fundi¬
ciones crearon nuevas
comunidades en las re¬
giones septentrionales
de la mayoría de las
provincias. En este óleo
de 1936, el pintor Char¬
les F. Comfort captó
—quizá sin quererlo—
tanto la majestuosidad
como la amenaza de la
industria, en estas con¬
taminantes chimeneas
cerca de Sudbury.

población aumentó en 56 por ciento en la década de 1920. En contraste,


las ciudades marítimas se mantuvieron virtualmente estables, lo cual re¬
fleja los problemas económicos de la zona.
Así pues, la economía ingresó en los años de la posguerra sin sufrir
enormes dislocaciones, salvo en la región marítima. Pero hubo proble¬
mas serios en algunos sectores de una economía agobiada por grandes
deudas y dependiente de un mercado internacional frecuentemente im¬
predecible. Ciertamente, fue el carácter abierto de la economía lo que
constituyó tanto su fuerza como su debilidad. Su apertura y su cambiante
naturaleza se revelaron cuando, en 1926, los Estados Unidos sustitu¬
yeron a la Gran Bretaña en el papel de más grande inversionista extran¬
jero en Canadá. Menos observado fue el cambio desde la deuda hipo¬
tecada en los ferrocarriles y la industria hasta la inversión directa en la
minería, la industria papelera y de pulpa, el petróleo y otras industrias
de recursos de elevado riesgo; la deuda hipotecada representaba un em¬
préstito que podía pagarse, en tanto que la inversión directa significaba
propiedad. Canadá seguía siendo tan dependiente del dinero extranjero
como en el pasado, pero el cambio de las condiciones conforme a las cua¬
les el dinero se invertía gradualmente fueron atrayendo más y más al
Dominio británico hacia la órbita de los Estados Unidos.

La política, no como de costumbre

El final de la primera Guerra Mundial trajo consigo cambios sustanti¬


vos en la vida política canadiense. Tanto el Partido de la Unión como el
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 467

Liberal se enfrentaron a la necesidad de reagrupar y reorganizar sus fuer¬


zas. A principios de 1919 murió Sir Wilfrid Laurier. Dejó un partido di¬
vidido por las controversias de la época de la guerra y sin un sucesor
obvio. Para encontrar uno, los liberales convocaron a la primera con¬
vención para elegir a un líder que se haya efectuado en la historia del país.
Los delegados se reunieron en el mes de agosto en Ottawa y prefirieron
al joven Mackenzie King sobre el veterano W. S. Fielding. King había per¬
manecido leal a Laurier en el asunto de la conscripción; no así Fielding.
Los delegados de Quebec lo recordaban. King parecía ser el hombre de
la nueva era: doctorado en economía política, había hecho una exitosa
carrera dentro de la administración pública y era experto en relaciones
obrero-patronales. Su experiencia política se limitaba a menos de tres
años en el último Gabinete de Laurier y a unos cuantos años dedicados a
trabajar en materia de organización. Pero su sentido político era agudo,
su ambición ilimitada y poderosa su conciencia de una misión que cum¬
plir. Creía en que un decreto divino lo llevaba al liderazgo político y ja¬
más olvidó que era el nieto de William Lyon Mackenzie, el líder rebelde
de 1837. Cauto y moderado siempre, King había aprendido, gracias a su
educación cristiana y a las enseñanzas de Sir Wilfrid, que la concilia¬
ción y el compromiso constituían la clave del éxito en la política canadien¬
se. Este experto en relaciones obrero-patronales necesitaría de todos sus
talentos de conciliador en la caótica política de los veinte, en que los agri¬
cultores, más que los obreros, se convirtieron necesariamente en su pre¬
ocupación principal.
También los del Partido de la Unión se hicieron de un nuevo líder en los
primeros años de paz. Luego de que Borden, al cabo de un periodo de
incertidumbre, decidió finalmente retirarse, los unionistas escogieron a
Arthur Meighen. Establecía un marcado contraste con el liberal Mac¬
kenzie King. Abogado de Manitoba, había sido el lugarteniente más efi¬
caz de Borden, encargado de preparar y defender algunas de las políticas
más controvertidas del gobierno unionista. Meighen era un maestro en
los debates, un satírico consumado que no entendía prácticamente nada
de lo que era la conciliación. Era también ambicioso, y no menos pa¬
gado de su propia virtud que King, aunque se mostrase mucho menos
voluble al respecto. Despreciaba al nuevo líder del Partido Liberal, al que
había conocido desde sus días de estudiante en la Universidad de Toron-
to. Este sentimiento era mutuo.
King y Meighen tuvieron que hacer frente al mismo desafío: la crecien¬
te militancia del movimiento de los agricultores. Ya en 1919, después de
que el gobierno del Partido de la Unión se negara a ejecutar ciertas reduc¬
ciones arancelarias, algunos miembros del partido en el Oeste habían
roto con el gobierno. Encabezaba este grupo Thomas A. Crerar, de Ma¬
nitoba, quien había salido de la Grain Growers Grain Company para in¬
corporarse al gobierno unionista de 1917. Crerar no era radical, pero esta¬
ba convencido de que el arancel proteccionista pesaba injustamente sobre
los agricultores, y que la política del partido debía realinearse en fun-
468 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

ción del estar en favor o en contra de los aranceles. La "Nueva Política


Nacional”, que el Consejo Canadiense de Agricultura había establecido
en 1918, se había convertido en la declaración política en torno de la
cual se pidió a los agricultores que se agruparan. Fue una rebelión casi
espontánea de los agricultores en contra de los dos viejos partidos que
llevó a Crerar al liderato de un nuevo movimiento, el del Partido Progre¬
sista. En 1919, con la ayuda de cierto número de miembros del Partido
Laborista Independiente, los Agricultores Unidos de Ontario llegaron al
poder en su provincia. Alberta no tardó en imitarlos, en tanto que los
agricultores de Saskatchewan y Manitoba controlaron efectivamente
sus gobiernos provinciales. El siguiente objetivo fue el equilibrio del
poder en Ottawa.
Cuando se convocó a la elección de 1921, tres partidos, y ya no dos, se
ofrecieron a los votantes. El primer ministro Meighen y Thomas Crerar
confiaron en centrar la campaña en la cuestión de los aranceles. Mac-
kenzie King, con su Partido Liberal dividido al respecto, escogió atacar
al gobierno en lo tocante a sus realizaciones generales, y al mismo tiempo
cortejaba a los agricultores con promesas ambiguas de velar por sus in¬
tereses. King les dijo también a los de las provincias marítimas que los
liberales se ocuparían de sus crecientes problemas económicos si volvían
al poder.
El resultado de la elección fue asombroso. Era patente que el gobierno
unionista había sido derrotado. Pero casi nada más. Aunque los libe¬
rales obtuvieron el mayor número de curules, 116, los progresistas fueron

Aunque no se destacase como orador, William Lyon Mackenzie King sabía hacer
campaña política; durante la elección de 1926, aprovechó esta pausa en sus viajes
para denunciar a su opositor “millonario", Arthur Meighen.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 469

los que ganaron más campo al elegir a 64 miembros, en tanto que los de
la Unión se redujeron a 50. En el contingente progresista figuraba Agnes
Macphail, la primera mujer elegida para el Parlamento federal. Tam¬
bién fueron elegidos dos miembros representantes de los trabajadores.
Durante los cuatro años siguientes, los liberales de Mackenzie King gober¬
naron precariamente, con el apoyo de la mayoría de los progresistas. Se
hicieron unas cuantas concesiones a las demandas de aranceles bajos de
los agricultores y se restablecieron los fletes preferenciales contenidos
en el Acuerdo de Crow’s Nest Pass de 1897, interrumpidos durante la gue¬
rra. Pero la más grande ventaja de King consistió en la falta de tacto de
Arthur Meighen y en las divisiones que se estaban produciendo en las fi¬
las de los progresistas. El líder conservador se mostró tan incisivo en sus
ataques contra los políticos de los agricultores como en los que lanzaba
contra los liberales, y esto debilitó más aún la posición de su partido en
las zonas rurales. Al mismo tiempo, los progresistas pusieron de mani¬
fiesto su propia desunión y la confusión de que sufrían acerca de su pa¬
pel en el campo de la política. Un ala encabezada por Crerar y que tenía
como centro a Manitoba estaba formada por liberales con prisa , que
anhelaban imponer sus propias ideas acerca de los bajos aranceles a los
liberales de Ottawa, a fin de poder regresar a ese partido. Una segunda
ala, encabezada por Henry Wise Wood, de los Agricultores Unidos de Al¬
heña, condenaba por igual a liberales y conservadores e insistía en que
los miembros del Parlamento eran responsables tan sólo ante sus cons¬
tituyentes. Estos llamados progresistas de Alberta rechazaron el liderato
de Crerar. Tales divisiones le permitieron a King navegar sobre las tur¬
bulentas aguas de la política parlamentaria inclusive sin contar con una
clara mayoría.
Pero los éxitos de King en el Parlamento no conmovieron al electorado.
Los votantes de las marítimas se habían sentido rápidamente decepcio¬
nados porque el gobierno liberal de King no había dado respuesta a sus
necesidades. El “Movimiento en pro de los Derechos de las Marítimas ,
coalición bipartidista de hombres de negocios, políticos e inclusive al¬
gunos dirigentes obreros, decidió poner sus fuerzas del lado de los con¬
servadores. La suerte de los conservadores estaba mejorando también en
Ontario, en donde el gobierno de agricultores y representantes de la cla¬
se obrera demostró ser demasiado inexperto y estar demasiado profunda¬
mente dividido como para gobernar efectivamente. Hasta en el Oeste, don¬
de las divisiones de los progresistas y el resurgimiento de la prosperidad
habían debilitado el movimiento de protesta de los agricultores, el par¬
tido de Meighen se benefició. Sólo en Quebec, donde los liberales recor¬
daron constantemente a los francocanadienses la postura de Meighen
en lo tocante a la conscripción, el partido de King se mantuvo inconmo¬
vible. De modo que, en la elección de 1925, los votantes le dieron a Meighen
el más grande número de cumies, aunque no una mayoría.
En este momento comenzó una lucha a muerte entre voluntades y es¬
trategias políticas. Sólo podría haber un vencedor. Aunque derrotado en
470 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

las urnas, King, con toda legitimidad, decidió enfrentarse al Parlamento


antes que renunciar. Creyó que con el apoyo del contingente progresista,
que se había reducido grandemente, podría seguir gobernando. Entonces,
pruebas convincentes de escándalo y mala administración en el Departa¬
mento de Aduanas (ciertos liberales de Quebec habían estado recibiendo
dinero de los contrabandistas de ron que metían alcohol en los Estados
Unidos sometidos a la ley seca) fueron sacadas a luz. Los progresistas,
que habían venido predicando largo tiempo en favor de la necesidad de
pureza política, mal podían prestar su apoyo a este gobierno corrupto.
Pero antes de que se votara una moción de desconfianza, King pidió
la disolución del Parlamento y elecciones nuevas. Lord Byng, el gober¬
nador general, no aceptó el consejo e insistió en que a Meighen, que con¬
taba con el partido más grande, se le debería dar la oportunidad de formar
gobierno. Faltando a la verdad, King declaró que la acción del gober¬
nador general era "anticonstitucional". Meighen se apresuró a aprove¬
char la oportunidad de volver al poder. Actuó correctamente, pero quizá
no con mucha inteligencia. Los acontecimientos no tardaron en demos¬
trar que el liberal King era un hábil estratega y que no podía confiarse
en los progresistas para sostener siquiera durante la sesión al gobierno de
la minoría conservadora. Pero finalmente fue mala suerte, amén de otras
cosas, lo que destruyó al gobierno de Meighen: un adormilado progresista
emitió un voto decisivo contra el gobierno cuando debía haberse absteni¬
do de votar junto con un conservador ausente, puesto que se había con¬
venido en que ninguno de los dos miembros emitiría su voto. En la inevi¬
table elección que vino después, King sacó mucho partido de su afirmación
de que Byng y Meighen habían causado una “crisis constitucional" y de
que la cuestión verdadera era la del autogobierno de Canadá. Meighen
trató de hacer caso omiso de las afirmaciones de King, y demasiado tar¬
de se percató de que el colapso casi completo de los progresistas equi¬
valía a una victoria liberal. En la elección de 1926, King obtuvo su prime¬
ra mayoría; se basó en un sólido Quebec, un triunfo arrollador en las
praderas y en avances importantes en Ontario y las marítimas.
La rebelión de los progresistas comenzó con estruendo y terminó en llo¬
riqueo. Pocos cambios se habían efectuado en la política económica nacio¬
nal, pero el retorno de la prosperidad agrícola, después de 1925, calmó
la ira de los agricultores. Además, estos últimos siguieron controlando sus
gobiernos provinciales y, a través del movimiento cooperativo, comen¬
zaron a desarrollar algunas de sus propias instituciones económicas. Fue¬
ron tiempos buenos, durante unos cuantos años, para los de las praderas
y se atribuyó a los liberales el mérito de esto. Pero los del Oeste habían pro¬
bado el sabor de la insurgencia política, y algunos, al menos, habían
disfrutado de la experiencia. No todo el mundo se reintegró a los "viejos
partidos"; subsistió un grupo de militantes radicales después de 1926, que
habría de formar el núcleo de una nueva rebelión tan pronto como con¬
cluyó la ilusoria prosperidad de los últimos años de la década de 1920.
La rebelión de las marítimas, que nunca fue tan espectacular como la
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 471

de los agricultores, se aplacó casi con la misma facilidad y con un costo


mínimo. En vez de lanzarse a la insurgencia, los de las marítimas ha¬
bían decidido actuar dentro de los partidos existentes, con la esperanza
de obligarlos a un trato que les favoreciese. Tanto liberales como con¬
servadores ofrecieron ayudarlos durante las campañas electorales, pero
una vez en el poder solieron no cumplir sus promesas. Lo que deseaban
los de las marítimas —protección para su industria siderúrgica y resta¬
blecimiento de los fletes preferenciales— iba en contra de los intereses del
Canadá central y el occidental. Finalmente, en 1927, el nuevo gobierno li¬
beral de King nombró una comisión real para que examinara los proble¬
mas de las marítimas. Su informe propuso que se hiciesen algunos aumen¬
tos pequeños en los subsidios federales a las marítimas, así como ciertas
reducciones de los fletes. Se eludió la cuestión de los aranceles. King ac¬
tuó de acuerdo con algunas de las recomendaciones, hizo cambios me¬
nores en el precio de los fletes, aumentó los subsidios y prestó ayuda fe¬
deral para el desarrollo de los puertos. No era gran cosa y mal podía
esperarse que resolviese los problemas estructurales fundamentales de
la economía de las marítimas. Pero aparentemente fue suficiente para
calmar la rebelión de la región. “Se ha administrado un anestésico en la
forma del informe de la comisión real", comentó un periódico de Nueva
Escocia con acritud y exactitud.
A fines de la década de 1920, Mackenzie King había terminado con
éxito su aprendizaje político. Había combinado la ambición y la pericia
con la suerte y un Quebec leal para vencer a todos los que se le enfren¬
taron. En 1927, Arthur Meighen había perdido su fuerza. El minúsculo
Partido Laborista Independiente, encabezado por J. S. Woodsworth, que
había arraigado en la agitación obrera de la posguerra, había sido frena¬
do. Hasta el movimiento feminista, tan preñado de esperanzas al final de
la guerra, había logrado muchas menos cosas de las que sus dirigentes
habían esperado conquistar. Las mujeres que de vez en cuando eran ele¬
gidas para el desempeño de un cargo público no constituían más que una
suerte de muestra. Algunas de las viejas activistas seguían luchando, es¬
pecialmente en contra de la disposición constitucional que impedía su
elección para el Senado. Cuando los tribunales decidieron, finalmente,
en 1929, que las mujeres eran también "personas”, y que por lo tanto se las
podía elegir como miembros del Senado, King actuó para que su par¬
tido ganase la recompensa. No fueron ni Nellie McClung ni Emily Mur-
phy, curtidas luchadoras de la batalla sufragista, quienes llegaron a la
comodidad de la Cámara Roja. (Murphy, pensó King, era “un tanto mas¬
culina y tal vez un tanto sensacional".) Escogió a una digna y leal mujer
liberal, Cairine Wilson.

LA VIEJA Y LA NUEVA RELIGIÓN

Si los movimientos de protesta de clase, de región y de sexo que habían


avivado los primeros años de las posguerra parecían haber quedado ago-
472 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

tados a fines de la década, también se había venido abajo una de las


grandes reformas de la época de la guerra, la de la prohibición. Nacida
de una combinación de moralismo puritano, una preocupación autén¬
tica acerca de los problemas creados por el consumo excesivo de bebidas
alcohólicas, el deseo anglosajón de canadianizar a los extranjeros, la ne¬
cesidad patronal de contar con unos trabajadores disciplinados y, final¬
mente, la creencia de que sólo un país abstemio podía ganar la guerra,
la prohibición no había sido un gran éxito. Quebec, que nunca fue muy
firmemente abstemio, fue el primero que se desbandó y rápidamente ex¬
perimentó un incremento de dólares del turismo. La Columbia Británica
no tardó en imitarlo. La prohibición duró más tiempo en otras partes,
pero florecieron las salidas ilícitas, y los médicos se hicieron de una clien¬
tela creciente cuyos padecimientos requerían el consumo de alcohol.
Gradualmente, las fuerzas antiprohibicionistas fueron cobrando vigor
en todas las provincias haciendo valer la afirmación simple y compro¬
bable de que la prohibición no servía de nada. "Es tanto el licor que ahora

Después de practicar una incursión en un bar ilegal en el lago Elk, Ontario, agen¬
tes del gobierno desfondaron 160 barriles de cerveza casera, ante la mirada descon¬
solada de la gente de la ciudad. Pero, hacia la década de 1920, cuando se tomó esta
fotografía, el “noble experimento" estaba perdiendo terreno, y en 1927 casi todas las
provincias habían renunciado a la prohibición.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 473

se mete de contrabando y distribuye por toda la provincia, en automó¬


viles y a través de contrabandistas, que el cierre de tabernas y bares no
ha ejercido mayor efecto sobre el consumo total , dijo en su informe un
inspector de Nueva Escocia en 1925. Pero lo que podía hacerse en vez
de la simple prohibición no consistía en un regreso al mercado libre.
Antes bien, tanto los partidarios de la abstención como los amigos del
consumo convinieron en lo conveniente que era la regulación y venta por
parte del gobierno, solución que además prometía aumentar las rentas
para el Estado. Hacia 1930, sólo la isla del Príncipe Eduardo mantenía
la prohibición. Es discutible que la dependencia del alcohol haya aumen¬
tado bajo el nuevo régimen. Lo que sin duda aumentó fue la dependencia
de los gobiernos provinciales respecto de los ingresos que les propor¬
cionaba el alcohol. Curiosamente, los reformadores que habían abogado
por la supresión del tráfico de licores como una de varias de sus refor-
mas sociales se percataron luego de que las ventas de licores servían para
financiar otras de sus reformas. De tal modo, el mal se convirtió en bien.
Los reformadores protestantes serios que habían abogado con entu¬
siasmo por la prohibición y otras panaceas, que según ellos serían otros
tantos pasos conducentes al establecimiento del Reino de Dios en la Tie¬
rra, tienen que haberse sentido terriblemente decepcionados ante la prue-
ba de que sus compatriotas se iban echando para atrás. Pero, en la década
de 1920, muchos protestantes liberales pudieron congratularse del éxito
obtenido por otra de sus causas, la de la unión de las Iglesias. En junio de
1925 los metodistas, los congregacionistas y la mayoría de los presbite¬
rianos formaron la Iglesia Unida de Canadá. Durante más de dos deca¬
das la gente de Iglesia había alegado que para atender a las necesidades
religiosas de este nuevo país, dar servicio a las dispersas congregacio¬
nes canadianizar a los inmigrantes y limpiar a la sociedad, los protes¬
tantes al menos tendrían que formar un frente común. Cuando se llego
finalmente a un acuerdo, hubo algunos presbiterianos que creyeron que
la prisa se había impuesto al sentido común, y que el deseo de conseguir
aran número de miembros había avasallado a la sana doctrina. No for¬
maron parte de la unión. No obstante, la nueva Iglesia, encabezada por
el militante doctor Samuel Dwight Chown, comenzó a existir con un nu¬
mero de cerca de dos millones de adeptos, en tanto que la Iglesia católi¬
ca contaba con 14 millones. La Iglesia de Inglaterra y los presbiterianos
que se mantuvieron fuera de la unión eran los que les seguían en nume¬
ro de adeptos. Como tantas otras cosas de la decada de 1920, la Iglesia
nueva fue más un resumen del pasado que un nuevo comienzo.
También en Quebec, lo viejo y lo nuevo, lo religioso y lo secular, se mez¬
claron algo inestablemente en el fermento social e intelectual de la deca¬
da de 1920 Y, como en otras partes, el fermento fue perdiendo fuerza a
medida que avanzó la década. En 1917, Quebec parecía haberse aparta¬
do por completo. La más clara expresión de ese estado de animo la daba
un grupo, pequeño pero influyente, de sacerdotes abogados y periodis¬
tas fóvenés -la tradicional élite de Quebec- que fundaron un periódico
474 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

mensual, L'Action Frangaise, en 1917. Su líder era el abate Lionel Groulx,


un sacerdote historiador que concebía los estudios históricos casi como
una teología: para él, la historia era la fuente de una doctrina que con¬
duciría a los francocanadienses hacia un paraíso terrenal en donde vi¬
virían libres del dominio inglés. Tal fue el tema de una edición especial
de su revista, titulada Notre Avenir Politique, y constituyó el tema de una
novela, L'Appel de la Race, que Groulx publicó con seudónimo en 1922.
Aunque negasen que estuviesen abogando activamente por la separación
respecto de Canadá, Groulx y sus compañeros alegaron que los fran¬
cocanadienses deberían prepararse —y educarse— para la eventualidad
que algún día se convertiría en realidad como parte del desenvolvimien¬
to del plan divino. Groulx, que en otro tiempo había sido un protegido de
Bourassa, no tardó en chocar con el director de Le Devoir. Aunque pro¬
fundamente decepcionado por los sucesos de la guerra, Bourassa jamás
perdió la esperanza de que un día se haría realidad su visión de un Ca¬
nadá bicultural, autónomo. Condenó a los partidarios de L’Action Fran¬
gaise por confundir religión con nacionalismo e incitó a sus compatrio¬
tas a que rechazaran un nacionalismo "extremista” y dieran su apoyo a
una campaña pancanadiense para lograr que jamás volviese a arrastrar¬
se a Canadá a una guerra británica.
El mensaje de Groulx jamás se extendió mucho más allá de un segmento
de la comunidad clerical e intelectual de Montreal. Era difícil convencer
a los francocanadienses de que su futuro se hallaba amenazado, cuando
sus políticos, encabezados por Emest Lapointe, ejercían una influencia
tan obvia sobre el gobernante Partido Liberal de Ottawa. Cuando llegó
el dieciseisavo aniversario de la Confederación, en 1927, Groulx tuvo que
confesar que, no obstante ser Canadá un "gigante anémico" infectado
por “numerosos gérmenes de disolución”, todavía podría ser revivido y
reformado. Su movimiento nacionalista, al menos por el momento, iba
perdiendo vapor. Una de las razones que lo explicaba era la prosperidad.
Pero casi no menos importante era el hecho de que Mackenzie King se
había apropiado de parte del programa nacionalista de Bourassa, una
parte que contaba con la aprobación de casi todos los francocanadien¬
ses, y se había puesto a la tarea de hacerla realidad.

“El pueblo del lubricán”

La riqueza material que aumentó de manera tan espectacular durante


los primeros años del siglo xx ni con mucho se había distribuido por
igual. Los indígenas habían quedado fuera casi por completo de la bo¬
nanza. Más aún, la parte que les correspondía se había reducido a medi¬
da que se fueron quedando cada vez más al margen y transformando en
un pueblo sin futuro. Cuando comenzó el siglo, los grupos de indígenas
que vivían en las regiones meridionales del país habían quedado someti¬
dos, se les habían impuesto tratados y se les había obligado a vivir en re-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 475

En su primera gira por el Oeste, Lord Byng de Vimy gobernador general de 1921
a ¡g26_se reunió con algunos de los súbditos cree de Su Majestad en Edmonton.
Todo el mundo se vistió de gala para la ocasión.

servas puestas al cuidado de la Sección de Asuntos Indígenas del Depar¬


tamento del Interior. La principal meta de la política de los funcionarios
de esa burocracia fue la asimilación de los pueblos indígenas en la so¬
ciedad blanca, cuando estuviesen preparados para ello. La preparación
para ese futuro consistía en impartir educación y ofrecer empleo agríco¬
la o de otra clase pero sedentario. La educación se dejó en gran parte en
manos de los misioneros, que desempeñaron también otro papel impor¬
tantísimo en el proceso de asimilación: la sustitución de las creencias y
prácticas religiosas tradicionales por el cristianismo. El espíritu inspira¬
dor de esta política se aprecia con toda claridad en una diiectriz enviada
por el superintendente general de Asuntos Indígenas a sus agentes en
1921: "Tengo que... recomendar la realización de su máximo esfuerzo
para disuadir a los indios de que practiquen en exceso la danza. Deben
suprimir todas las danzas que hacen que se pierda el tiempo, que estor¬
ban a los indios en sus ocupaciones, que los apartan del trabajo serio,
perjudican su salud o los incitan al ocio y a la flojedad...
476 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

Ceremonias tradicionales tales como la Danza del Sol, practicadas por


algunas tribus de las praderas, fueron suprimidas lo mismo que la ale¬
gre y vistosa fiesta en que se intercambiaban regalos, llamada potlatch,
en la costa noroccidental. Se separó a los niños de sus familias y se les en¬
vió a escuelas misioneras para vivir en un ambiente totalmente extraño
a ellos. Se trató de conseguir que los hombres abandonasen la caza y las
actividades de tramperos en favor de la agricultura, que para muchos
grupos indígenas era trabajo para mujeres. Consecuencia de esto fueron
la desmoralización y la alienación. Quienes se salieron de las reservas
para ir a vivir en las ciudades rara vez escaparon a las trampas del alcohol
y de la prostitución.
Las políticas gubernamentales no alcanzaron grandes éxitos, aunque
algunos grupos efectuaron la transición a la modernidad. Como los pre¬
supuestos de la Sección de Asuntos Indígenas fueron siempre pequeños
y estuvieron sujetos a reducciones frecuentes, los escasos servicios que se
les habían prometido a los indígenas en los tratados no sirvieron de ma¬
yor cosa. Las enfermedades, especialmente la tuberculosis, siguieron diez¬
mando a la población; el alcohol, cuya compra estaba prohibida a los
indígenas, siguió consumiéndose en cantidades letales. En la mayoría
de las reservas reinaba la pobreza. “El nuevo modo de vida en la reser¬
va, el tener que habitar en casas inmundas, mal ventiladas, ha provoca¬
do enfermedades", dijo en su informe un misionero a principios del
siglo, quien describió “la manera ociosa de vivir, en que el gobierno los
alimenta y es poco lo que tienen que hacer; las malas ropas que visten
en el invierno; los alimentos mal guisados, [y] la conciencia de que van a
desaparecer como raza". Treinta años más tarde, un estudioso que tanta
simpatía tenía por los pueblos indígenas como fue Diamond Jenness,
antropólogo en jefe del Museo Nacional, predijo que no tardarían en desa¬
parecer. “Algunos perdurarán tan sólo unos cuantos años más”, escribió
en su clásico The Indians of Cañada; “otros, como los esquimales, podrán
durar varios siglos”. Dada la constante disminución de su población, es¬
taba bien fundado el pesimismo acerca del futuro de los amerindios. El
moderado optimismo de Jenness acerca de los innuit, por otra parte, se
basaba en sus observaciones personales. Él y Vilhjálmur Stefansson fi¬
guraron entre los primeros blancos que hubiesen visto jamás los habi¬
tantes del golfo de la Coronación en el Ártico canadiense, cuando lle¬
garon allí, en 1914, como miembros de una expedición científica. Esa
expedición registró la supervivencia del modo de vida tradicional de los
innuit, no afectado por los valores europeos. En 1928, Jenness publicó
su conmovedor relato de los largos y frígidos meses que pasó entre esa
gente amable del extremo norte. Sus humanas reminiscencias, El pueblo
del lubricán, terminaron con una pregunta cuya respuesta le inspiraba
evidentemente temor. “¿Éramos los heraldos de un alba más luminosa o
tan sólo los mensajeros de la desgracia, del desastre inminente?"
Sin embargo, hacia la década de 1920 se vieron señales de que algu¬
nos dirigentes de los pueblos indígenas se percataban de la amenaza a
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 477

que se enfrentaban sus pueblos. Al final de la primera Guerra Mundial,


el teniente F. O. Loft, jefe mohawk de Ontario que había prestado servi¬
cio en la Fuerza Expedicionaria Canadiense como muchos de sus con¬
géneres, viajó a Londres con el objeto de presentar los agravios de su
pueblo a la atención del gobierno británico. Rechazado, volvió a su pa¬
tria para comenzar a organizar la Liga de los Indios de Canadá. Fue un
trabajo lleno de frustraciones y a menudo ingrato, pero en décadas sub¬
siguientes lo continuaron hombres como el reverendo Edward Ahena-
kew, cree de Saskatchewan y clérigo ordenado de la Iglesia anglicana, el
jefe Joe Taylor, también de Saskatchewan, y otros. De manera semejan¬
te, grupos de la costa noroccidental se organizaron para la autoprotec-
ción y la protesta en una provincia en donde las tierras de los pueblos
indígenas parecían irse reduciendo a cada capricho del gobierno provin¬
cial. También aquí misioneros y conversos al cristianismo se pusieron a
la cabeza de la defensa de los pueblos indígenas. El reverendo Peter Kelly,
haida metodista, y Andrew Paull, squamish educado por los padres obla¬
tos, fueron los dirigentes más eficaces de la Hermandad Nativa de la
Columbia Británica. La preocupación principal de esa organización fue
la de defender las tierras y los derechos de caza y pesca de los pueblos
indígenas de las usurpaciones de los colonos, los mineros y los madere¬
ros blancos. . . t , ,
Estas organizaciones nuevas fueron las señales del resurgimiento de la
vida entre los pueblos indígenas. Pero fueron sólo un principio, un pe¬
queño haz de luz en el fosco paisaje de la enfermedad, la pobreza, la hu¬
millación y la hostilidad. Earle Birney, en su drama radiofónico de 1952
titulado La maldición de Vancouver, puso en boca de su jefe salish pala¬
bras que resumen elocuentemente la suerte de los pueblos indígenas.

Cuando llegaron extraños a construir en nuestra aldea


tenía yo dos hijos.
Uno murió amoratado y asfixiándose por la viruela.
Al otro, un traficante le vendió un trabuco.
Mi hijo llegó a juntar la altura del arma en pieles de nutria
Ahora podía abatir venados hasta los que no llegaban mis Hechas.
Un día, entró en la nueva taberna
que vuestros padres nos construyeron.
Bebió hasta enloquecer, tenía el arma,
dio muerte a su primo, al primogénito de mi hermano...
Los extranjeros ahorcaron a mi hijo con una cuerda.
Desde ese día nada creció en mi país.

El nacionalismo canadiense y la Comunidad Británica de Naciones

Hacia el 11 de noviembre de 1918, la mayoría de los canadienses esta¬


ban más que hartos de participar en guerras extranjeras. Y esto era dos
veces cierto en lo que respecta a los francocanadienses. Sin embargo, al
478 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

finalizar la guerra, Canadá había aceptado nuevas obligaciones como


miembro de la comunidad internacional. El ejemplo primordial era el
de la Sociedad de Naciones de la que era miembro de pleno derecho. No
tardó en hacerse patente que, para los sucesivos gobiernos canadienses,
el ser miembro constituía casi por completo una cuestión de status. Pri¬
mero Robert Borden, en 1919, y luego el senador Raoul Dandurand, ha¬
blando en nombre del gobierno liberal de King, en 1922, expresaron con
toda claridad que Canadá vivía en “una casa a prueba de fuego, alejada de
materiales inflamables”, y que no sentían que estuviese automáticamente
sujeta al principio de la seguridad colectiva. La expresión de nobles sen¬
timientos y aun ambiguas declaraciones de virtud podían permitirse;
pero el aceptar acciones concretas era harina de otro costal. Como sus
vecinos del sur, que dormitaban en aislamiento, la mayoría de los cana¬
dienses parecían desear un retorno a la “normalidad”.
Estas mismas ganas de apartarse explican la búsqueda canadiense de
la autonomía dentro de la Comunidad Británica de Naciones. Los térmi¬
nos en que se expresaba la participación de Canadá en el Imperio eran
casi tan confusos en 1919 como lo habían sido en 1914, y casi nadie se
sentía contento en Canadá con esa situación. Subsistían las viejas divisio¬
nes de antes de la guerra acerca del camino conducente a la definición.
Pero mientras que Laurier había contemporizado, los acontecimientos
obligaron a King a decidirse. Meighen, como correspondía a un conser¬
vador, trató de seguir los pasos de Borden: una política exterior imperial
común formulada a través de un proceso de "consultas continuas". Fun¬
cionó bastante bien en la Conferencia sobre Desarme Naval de Wash¬
ington, de 1921-1922, pero tan sólo porque la Gran Bretaña aceptó el
punto de vista canadiense y puso fin a la alianza anglo-japonesa en con¬
tra del parecer de los dominios del Pacífico. Los Estados Unidos querían
poner fin a la alianza y Meighen había puesto las buenas relaciones con
los Estados Unidos en el primer lugar de su lista de prioridades. Pero Wash¬
ington marcó un final, no un comienzo.
Para Mackenzie King la armonía interior, antes que la unidad imperial,
era la meta principal que debía perseguirse tanto en el interior como en
el exterior. Su estrategia fue palpable durante su primer periodo de go¬
bierno. En 1922, el gobierno revolucionario de Turquía denunció el tra¬
tado de paz firmado por su predecesor y amenazó con invadir territorio
en poder de los griegos, un lugar llamado Chanak, en el Asia Menor. El
primer ministro británico, David Lloyd George, solicitó la ayuda de Ca¬
nadá para hacer cumplir el acuerdo de paz. King se indignó, porque la
petición se hizo públicamente. Respondió diciendo que no podía compro¬
meterse a nada sin la aprobación del Parlamento, y que éste se encon¬
traba en receso. En 1923, King reforzó su posición al insistir, durante una
Conferencia Imperial, en que ninguna decisión era obligatoria a menos
de que la aprobasen los Parlamentos de cada dominio. Después de eso
sólo quedaron unos cuantos detalles legales por ultimar: Canadá firmó
un tratado sobre pesquerías con los Estados Unidos sin participación
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 479

John W. Dafoe, direc¬


tor del Free Press de
Winnipeg desde 1901
hasta 1944, escribió la
crónica de las debili¬
dades, las fallas y, oca¬
sionalmente, los éxitos
de los dirigentes políti¬
cos canadienses. Arch
Dale, el excelente cari¬
caturista del periódico,
hizo esta composición
para celebrar el 60 ani¬
versario de Dafoe co¬
mo periodista.

británica y se trazaron los planes para una embajada canadiense en Wash¬


ington. En 1926, la Declaración de Balfour describió a la Gran Bretaña y
a los dominios como iguales en una comunidad de naciones. La definición
constitucional final se dio en el Estatuto de Westminster, en 1931, cuan¬
do King había dejado su cargo. Fue completo el control de Canadá sobre
sus políticas interna y externa, aun cuando quedaba por descubrir el
procedimiento para enmendar el Acta de la América Británica en Canadá.
La mayor parte de esto fue un mero adorno final al pastel de la sobe¬
ranía parlamentaria. La esencia de la política exterior imperial de King
consistió en su rechazo de los compromisos anteriores y en su repetida
insistencia en que "el Parlamento decidirá a la luz de las circunstancias
existentes". Creía que la mayoría de los canadienses estaban cansados de
los compromisos con el extranjero y sabía también que las cuestiones
de política exterior los dividían profundamente. Un Canadá dividido sig¬
nificaba un Partido Liberal debilitado, e inclusive quizás una repetición
de la derrota de 1917. De manera que se movió con cautela, pero decidida¬
mente, hacia una posición de casi aislamiento. Sin dejar de expresar su
apego auténtico a la Comunidad Británica de Naciones, maniobró para
colocar a Canadá en situación de decidir por sí solo y completamente
cuáles eran sus obligaciones con ella. Aunque el resultado fue aclamado
por los nacionalistas en Canadá, tuvo el efecto de reducir a la Common-
wealth a la impotencia virtual como instrumento de seguridad colectiva.
Eso era lo que querían la mayoría de los canadienses, especialmente los
francófonos. Emest Lapointe, el poderoso lugarteniente de King en Que-
bec, creía que esta política garantizaría el éxito ininterrumpido de los
liberales en su provincia.
Al seguir el camino conducente a la plena autonomía canadiense den¬
tro de la Comunidad Británica de Naciones, Mackenzie King lo que hizo
480 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

fue adoptar el programa trazado por Henri Bourassa dos décadas antes.
Nada tiene de particular, entonces, que el movimiento nacionalista de
Quebec se silenciara casi por completo a fines de la década de 1920. Pero
es no menos interesante señalar que la política de King y Bourassa sa¬
tisfizo también a la mayoría de los anglocanadienses. Se escucharon cla¬
mores ocasionales de los conservadores de Ontario que decían que King
había traicionado al Imperio, o procedentes de nacionalistas aislados,
como John W. Dafoe, del Winnipeg Free Press, que opinaba que el retiro
y el aislamiento no conservarían la paz mundial. Pero la mayoría de los
canadienses prefirieron creer que quienes viven en una casa a prueba de
incendios no necesitan seguros.

Cultura y nacionalismo

Si el nacionalismo cultural del abate Groulx, según se expresó en las no¬


velas, la poesía y los escritos históricos de sus seguidores, tuvo implica¬
ciones políticas, otro tanto puede decirse de gran parte de la producción
cultural del Canadá anglófono. La obra del Grupo de los Siete expresó un
sentimiento nacional crecientemente dominante. Los Siete y sus propa¬
gandistas afirmaban que Canadá era una nación de América del Norte
cuyo arte debería reflejar ese ambiente y no dejarse gobernar por tradicio¬
nes heredadas. “Para que Canadá encontrase una expresión racial com¬
pleta de sí mismo mediante el arte era necesario un rompimiento comple¬
to con las tradiciones europeas", escribió uno de los que apoyaban al
grupo. Pasó luego a afirmar que lo que se necesitaba era “un amor pro¬
fundo por el ambiente natural del país”.
Aun cuando la mitología del movimiento ha dado mucha importancia
a las luchas de los Siete en pos de su reconocimiento, en realidad el éxi¬
to lo alcanzaron pronto. Hacia las fechas de la prestigiosa exhibición de
Wembley, Inglaterra, en 1924, en donde las obras del grupo predomina¬
ron en la colección canadiense, la nueva pintura había sido adoptada por
la Galería Nacional en calidad de arte “nacional”... era un arte “de Amé¬
rica del Norte" que armonizaba con el estado de ánimo de un país can¬
sado de la guerra europea y que se había vuelto hacia sí mismo. El que
otros artistas como David Milne y Ozias Leduc fuesen no menos talento¬
sos, no redujo la atención que atrajo hacia sí el Grupo de los Siete. Jackson
y Harris y los demás que pintaron el ambiente canadiense con atrevidas
pinceladas y brillantes colores aparentemente dieron en el clavo y, quizá
por primera vez, le dieron a la pintura un lugar prominente en la cultu¬
ra del país. Cuando Emily Carr se pasó de su lado en la década de 1930,
hasta ella, que rara vez había conocido el éxito, se benefició de la nueva
estética nacional. Milne quizá haya sentido algo de envidia, pero dio
cerca del blanco cuando escribió acerca del entusiasmo de sus compa¬
triotas por los Siete:
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 481

Tom Thomson no es popular por las cualidades estéticas que muestra, sino
porque su obra se halla lo bastante cerca de la representación que se forma el
hombre medio; además, sus temas son los que guardan asociaciones agra¬
dables para la mayoría de nosotros, días de fiesta, descanso, diversión. Aso¬
ciaciones agradables, temas bonitos, buena pintura. Además, en Canadá nos
gusta que los cielos se hagan a la medida y a nuestra propia imagen. No de¬
ben ser demasiado buenos, y, sobre todo, no demasiado diferentes.

Las promociones patrióticas de la recientemente fundada Canadian


Authors' Association, el canadianismo consciente de sí de Maclean’s y del
Canadian Forum y el Grupo de los Siete formaron parte del Canadá de
Mackenzie King. En cierta medida, todos compartieron el optimismo ilu¬
sorio de los últimos años de la década de 1920. Los cambios efectuados
en la cultura popular, basados en la tecnología nueva, también contri¬
buyeron a crear el estado de ánimo sereno y tranquilo de la década de
1920 y a efectuar la integración de Canadá en América del Norte.
Durante la década de 1920, el automóvil, la radio y el cine comenzaron
a ejercer profunda influencia en las vidas de los canadienses. El auto-

Reeinald A. Fessenden (1866-1932), inventor nacido en Cañada. Mientras trabaja¬


ba como experto radiofónico para el Servicio Meteorológico de los Estados Unidos
Fessenden desarrolló el principio de la modulación de amplitud que ha sido la
base de todas las emisiones modernas de radio y televisión Realizo su Pernera
emisión pública de voz y música desde Brant Rock, Massachusetts, la noche de
Navidad ^de 1906. En 1928, el U. S. Radio Trust le pagó 2.5 millones de dolares en
reconocimiento de sus aportaciones a la tecnología de la radio.
482 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

móvil, primero como curiosidad, después como símbolo de rango para


los ricos, ya se utilizaba desde antes de la guerra. Pero, en la década de
1920, la producción en masa y la baja de los precios lo puso a disposi¬
ción de un mayor número de gente, como medio de transporte y de re¬
creo a la vez. Desde los cerca de 20000 vehículos de motor registrados
en 1911, la cifra se elevó a casi 400 000 en 1920 y pasó del millón hacia
1930. En los primeros años de la posguerra, muchos de esos automóvi¬
les fueron fabricados en Canadá por compañías tales como la de Mc-
Laughlin's de Oshawa, pero a fines de la década, la industria, que para
entonces empleaba a unos 13 000 trabajadores, había quedado casi to¬
talmente integrada en la de los Estados Unidos: la Ford, la General Mo¬
tors y la Chrysler. Uno de los aspectos más importantes de la influencia
del automóvil en la sociedad fue el desarrollo de un sistema de buenas
carreteras a expensas de los contribuyentes. La Ley de Carreteras de Ca¬
nadá de 1919 miraba hacia el futuro: hacia 1930, el país había construi¬
do cerca de 130 000 kilómetros de carreteras de superficie dura y cien¬
tos de miles de caminos de grava y tierra apisonada.
También la radio se difundió muchísimo después de la guerra. En 1913
se promulgó la primera legislación en materia de transmisiones y en
1920 se difundió desde Montreal el primer programa radiofónico. No
tardaron en establecerse múltiples estaciones privadas, a menudo asocia¬
das a periódicos, pero a veces con filiaciones religiosas. Sin embargo, la
mayoría de los canadienses, a fines de la década de 1920, escuchaba pro¬
gramas originados en los Estados Unidos. Ese problema, y la cuestión del
papel desempeñado por las estaciones de carácter religioso, obligó al
gobierno, en 1928, a crear una comisión real para examinar en su inte¬
gridad el problema de la propiedad y las licencias. Su informe, en 1930,
sorprendió a muchos por su fuerte hincapié en la creación de un siste¬
ma de propiedad pública que no imitase a los Estados Unidos en su
dependencia respecto de la publicidad y que fomentase el desarrollo de
una programación canadiense.
Hacia las fechas en que se examinó el problema de la radio, la indus¬
tria fílmica canadiense había desaparecido virtualmente. Aceptada pri¬
mero como forma de entretenimiento popular en los Estados Unidos, la
industria había comenzado a echar raíces en Canadá en los primeros
años de la década de 1920. Sin embargo, había desaparecido a media¬
dos de la década. Acosada por una falta de financiamiento, por unas re¬
caudaciones locales pequeñas y por lo difícil que le era el acceso a salas
dominadas por las cadenas estadunidenses, la industria jamás pasó de
su infancia. Consecuentemente, los actores, actrices y cineastas de éxito
o que tuviesen aspiraciones se desplazaron rápidamente hacia Holly¬
wood y los canadienses pasaron a ser parte del auditorio para la avalan¬
cha de películas que salían de California. Tanto el gobierno federal co¬
mo los gobiernos de algunas provincias intentaron contrarrestar lo que
veían como amenaza peligrosa para la cultura canadiense. Pero sus es¬
fuerzos se redujeron a débiles intentos de utilizar las películas para el
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 483

fomento del patriotismo. No fue hasta el establecimiento de la National


Film Board, en 1939, cuando se trazaron políticas más sistemáticas para
la creación de películas canadienses. Pero el trabajo de ese organismo
se circunscribió principálmente a películas documentales, y casi nada se
hizo para estimular la producción de otro tipo de cintas.
Así pues, en los nuevos campos de la cultura popular, en los que una
tecnología cara exigía la ayuda del gobierno o la creación de mercados
enormes, los canadienses cayeron cada vez más bajo la influencia de los
Estados Unidos. Sólo la radio fue una excepción parcial, pero hasta
la Canadian Broadcasting Corporation, cuando fue establecida en 1936,
aceptó la programación comercial, incluyendo publicidad de los Esta¬
dos Unidos. No fue hasta fines de la década de 1930 cuando se puso ple¬
namente de manifiesto la gran influencia que ejercía la radio en la vida
canadiense.
LOS TREINTA. ESTALLA LA BURBUJA DEL AUGE

El colapso de la bolsa de valores de Nueva York, en octubre de 1929, se¬


ñaló dramáticamente el final de la vacilante prosperidad de los años de
la posguerra. La economía canadiense inició su marcha descendente ha¬
cia la peor depresión en la historia del país, que habría de dejar marca¬
das indeleblemente a dos generaciones de canadienses. En Canadá, como
en otras partes, se supuso que la caída sería transitoria, que no pasaría
de ser tan sólo otro reajuste brusco del complicado mecanismo del capi¬
talismo moderno. La mayoría de los directores de las compañías y de
los políticos, por igual, y sin duda la mayoría de los demás canadienses,
estuvieron de acuerdo con Edward Beatty, el presidente del ferrocarril
Canadian Pacific, quien, luego de pasar revista a los problemas econó¬
micos de 1929, llegó a la conclusión de que “probablemente es un hecho
que, cuando los efectos negativos transitorios de cada una hayan segui¬
do su curso, las condiciones económicas canadienses se encontrarán so¬
bre una base más firme y veremos que se habrá abierto el camino para un
movimiento hacia adelante, más vigoroso y equilibrado que cualquiera
de los realizados en el pasado...” Lo que en 1930 parecía ser “transito¬
rio", hacia 1935 no había cesado. El hecho sencillo y trágico es que
nadie se percató de la magnitud de la crisis por la que pasaba Canadá
junto con el resto del mundo industrializado. Lo que hizo que la crisis
fuese tan grave en Canadá fue el que afectase tanto al sector industrial
como al agrícola: al primero, por el descenso de la inversión y de la de¬
manda, al segundo por la reducción de los mercados y los estragos de la
naturaleza. Un golpe solo hubiese sido grave; los dos juntos equivalie¬
ron a un knock out. .
En el frente agrícola, el problema principal de los primeros anos de la
Depresión fue la contracción de los mercados ultramarinos_para los gra¬
nos canadienses, especialmente para el trigo. Durante los años de la gue-
rra y los primeros de la posguerra, los cultivadores norteamericanos de
granos habían aumentado su participación en el mercado europeo. Hacia
484 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

La Taza de Polvo de las praderas en la década de 1930. La sequía comenzó en 1929


y prosiguió, con algunas interrupciones, hasta 1937. En los veranos los vientos
cálidos y secos se llevaron cada vez más porciones de suelo fértil, convirtieron el
granero de Canadá en una tierra de desolación y arruinaron las esperanzas de quie¬
nes habían llegado a la "tierra prometida" apenas una generación antes.

fines de la década de 1920, sin embargo, la mayoría de los países euro¬


peos, para ayudar a sus agricultores, comenzaron a aumentar sus arance¬
les. Y hacia 1928-1929 la Unión Soviética empezó a exportar trigo. Una
vez que comenzó la tendencia proteccionista y que los precios del trigo
bajaron, se contrajeron los mercados para los granos canadienses.
Además, la tendencia proteccionista no se circunscribió a los produc¬
tos agrícolas. Cuando casi todos los países trataron de combatir la crisis
económica protegiendo su mercado interno, padecieron gravemente las
consecuencias de esto los que, como Canadá, eran exportadores. La pro¬
mulgación del arancel Hawley-Smoot en los Estados Unidos, en 1930,
fue una de tantas medidas que dieron lugar a un descenso brusco de las
exportaciones canadienses, las cuales, antes de la Depresión, represen¬
taban más de un tercio del ingreso nacional del país. Al encogerse los
mercados de exportación de granos, pulpa y papel, minerales y artícu¬
los manufacturados, desaparecieron empleos y la agricultura se convirtió
en algo casi fútil. El bushell de trigo (27.2 kilogramos) “Número 1 del
Norte", que en 1928 se vendía a 1.03 dólares, bajó a 0.29 dólares cuatro
años más tarde. El valor bruto de la producción de pulpa de madera y
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 485

de papel, así como de metales básicos descendió a menos de la mitad en


el mismo periodo. Aunque la industria manufacturera dependía menos
de los compradores extranjeros, la reducción del poder de compra en el
interior determinó que también frenara su actividad. Los fabricantes de
maquinaria agrícola, la industria del automóvil y los productores de ace¬
ro redujeron sus actividades, suspendieron inversiones nuevas y despi¬
dieron personal. En el verano de 1930 se registró un desempleo de 390 000
trabajadores. Esta cifra representaba casi 13 por ciento de la masa obre¬
ra; hacia 1933 el porcentaje de los desempleados se había duplicado, y
descendió al nivel de 1930 sólo en vísperas del estallido de la guerra en
1939. Y en estas cifras no se incluye a los trabajadores agrícolas.
Otra medida del influjo destructivo de la Gran Depresión puede ob¬
servarse en el descenso de los ingresos. Entre 1928 y 1933, el ingreso per
cápita anual en Canadá bajó en 48 por ciento, desde 471 dólares a 247.
Saskatchewan se puso a la cabeza con un descenso de 72 por ciento, des¬
de 478 hasta 135; le siguió Alberta, con 61 por ciento, Manitoba con 49
y la Columbia Británica con 47. Ontario, donde se obtenían los ingresos
per cápita más altos, registró un descenso del 44 por ciento, en tanto que
en la isla del Príncipe Eduardo, Quebec, Nueva Brunswick y Nueva Es¬
cocia, situadas siempre en el extremo inferior de la escala, la baja osciló
entre 49 y 36 por ciento. Con cualquier patrón económico que se les mi¬
da, estos fueron años de desesperación para los desempleados, así como
para la mayoría de los agricultores de las praderas, aunque hubo nota¬
bles variaciones regionales. .
El más afectado fue el cinturón cerealero de las praderas. La baja del
mercado vino acompañada de desastres naturales. Al caer los precios
del trigo por debajo de la marca de los 30 centavos de dólar por bushell,
los agricultores descubrieron que la carga de las deudas contraídas en
décadas anteriores era insoportable. Un estudio de la Universidad de Sas¬
katchewan informó, en 1934, de que “para pagar los intereses de la actual
deuda de los agricultores de Saskatchewan se habrían necesitado alre¬
dedor de 4/5 de todo el trigo existente para la venta de la cosecha de 1933
y para el pago de los impuestos a la agricultura 2/3 de este trigo . Inclu¬
sive, cuando se levantaba una cosecha, los precios del mercado eran tan
bajos que no cubrían los costos de producción. En 1937 casi no se levanto
cosecha en Saskatchewan, dos tercios de la población rural se vio obligada
a solicitar asistencia pública y más de 95 por ciento de los ayuntamien¬
tos rurales quedaron al borde de la bancarrota. Ciertamente, en ese ano,
la solvencia de toda la provincia quedó en muy grave tela de juicio.
El sol el viento y las langostas provocaron el fracaso de la cosecha. La
sequía que afectó las praderas a mediados de la década de 1930 no tuvo
precedentes. Años de lluvia suficiente habían ocultado que parte de las
tierras de las praderas no eran aptas para el cultivo de granos. Ahora
esas tierras, o por lo menos la capa superficial fértil, fueron arrastradas
ñor el viento, se amontonaron contra las cercas y los edificios, revueltas con
hierbajos y cizañas, que eran casi lo único que esa tierra sedienta pro-
486 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

ducía. Cuando el viento se calmaba y un sol enrojecido penetraba hasta


la tierra, a menudo quedaba oscurecido por las nubes de langosta que
barrían las praderas en busca de la última hoja de trigo o dé hierba. Estas
langostas fueron especialmente devastadoras en 1937, año en que también
el granizo y las tormentas de polvo se abatieron sobre los cultivos. Como
escribió un periodista acerca de las últimas semanas previas a la cosecha:

Llegaron nubes de langostas, curiosamente desde el norte, tan densas como


nunca antes se las había visto en Canadá. Bandadas enormes aparecieron so¬
bre Saskatoon y Regina a fines de julio. Devoraron todo lo que encontraron
en su camino hasta que se perdieron de vista. Viajaron por sendas estrechas,
pero dejaban tras de sí tan sólo la paja quebrada de lo que parecía que habría
de ser una estupenda cosecha. Luego, al parecer desde ninguna parte, llegó
una segunda y todavía más grande invasión.

Reducidos a la asistencia pública, cuyos costos la provincia no podía


sufragar, los agricultores de las praderas hacían fila para recibir una
ayuda para alimentos mensual de diez dólares y un saco de 45 kilos de
harina para una familia de cinco personas. Aunque la cantidad aumentó
ligeramente a fines de los treinta, también lo hizo la severidad de los re¬
quisitos para conseguir la ayuda. Además, esta ayuda no atendía nece¬
sidades y tragedias imprevistas. Eso, y la humillación que sentían los
que habían ayudado a crear un nuevo país y ahora encaraban el desas¬
tre, quedó revelado en una de las cartas que por centenares recibió R. B.
Bennett, primer ministro conservador desde 1930 hasta 1935, en aquellos
años de desesperación. Un agricultor de Alberta le escribió, en 1933:

He perdido totalmente mi cosecha... y mi esposa está muy enferma... tiene un


tumor y como ha sufrido algunas hemorr agias terribles que la han dejado muy
anémica, no es aconsejable operarla... Como sabrá usted, los últimos tres
años han sido una ruda prueba para agricultores y criadores de ganado. El
precio de los productos ha caído por debajo de los costos de producción, y por
la enfermedad también, no tengo dinero. La semana pasada me informé de la
asistencia pública... Me han humillado y mandado de aquí para allá, como si
fuese un delincuente o algo así. He vivido de mi granja, o de mi rancho en otros
tiempos, durante más de 30 años, que para ser exactos serán 31 años el próxi¬
mo marzo... He pagado impuestos siempre, he ayudado a varios cientos de
personas y ahora, cuando me siento desesperado, ¿qué pasa?... Por mi esposa,
le pido ayuda... Sólo la pura necesidad me habría llevado a pedirla. También
pienso en los niños, dos de los cuales están en edad escolar, y tienen doce y 14
años de edad. A mi esposa le han prescrito leche, carne, jugo de naranja, etc.,
y algunas medicinas. Tiene que recuperar sus fuerzas. No quiero verla morir
poco a poco ante mis ojos.

Al carecer casi por completo de seguro social —existía un programa de


pensiones por vejez desde 1927, pero no había nada para los desemplea¬
dos, los enfermos o los muy pobres—, los trabajadores del campo y de
la ciudad quedaron a merced de la caridad de las instituciones privadas
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 487

Para los hombres jóvenes, sin empleo, el echarse a los caminos fue una actividad
muv socorrida durante la Depresión. En el verano de 1935, los hombres que se
mantenían en los campos de asistencia del gobierno se rebelaron y organizaron
una “Marcha sobre Ottawa”para protestar por su suerte; en la fotografía se ve a un
grupo de estos hombres cambiando de trenes en Kamloops. La marcha tenninó en
un motín, con derramamiento de sangre, en Regina.

y públicas. Muchos hombres se engancharon a trenes de carga y corrie¬


ron por el país entero en busca de trabajo, comida o algo que los distra¬
jese del aburrimiento del ocio forzado. El gobierno de Bennett, con el ob¬
jeto de proporcionar algo de trabajo y a fin de controlar a estas bandas
nómadas de hombres, estableció campamentos de trabajo en la Colum-
bia Británica. A principios de 1935 se había venido gestando un profun¬
do descontento y unos 1 800 hombres, organizados por el Relief Camp
Workers’ Union, patrocinado por los comunistas, iniciaron una caminata
hasta Ottawa para manifestarse en contra de un gobierno al que no pare-
488 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

cía importarle mayor cosa el problema del desempleo. Llegaron a Regina


antes de que el primer ministro Bennett aceptase hablar con sus jefes.
En esa reunión no se hizo mayor cosa que intercambiar agrios insultos.
Luego, el 1 de julio, la Policía Montada entró en acción y detuvo a los di¬
rigentes. En el motín que se produjo enseguida un policía perdió la vida
y muchos otros quedaron heridos. La caminata se interrumpió. El proble¬
ma subsistió.
Casi todos los centros urbanos sufrieron alborotos y agitaciones, por lo
común menos graves que el motín de Regina. La policía de la ciudad de
Toronto se mostró especialmente puntual en la tarea de contener cual¬
quier asomo de subversión, sobre todo cuando se veían envueltos en ella
los profesores universitarios. Inquietas autoridades públicas actuaron a
menudo con precipitación y hablaron de la necesidad de controlar una
creciente amenaza comunista. La detención y el encarcelamiento de los
principales dirigentes del Partido Comunista en 1931, y el subsiguiente
atentado contra la vida del jefe del partido, Tim Buck, en la cárcel de
Kingston, no hicieron sino estimular la sospecha de que lo que el primer
ministro llamó el “talón de acero" constituía la única respuesta que se le
había ocurrido al gobierno para paliar el descontento social alimentado
por la Depresión.
Los gobiernos no sólo enfrentaron con hostilidad las actividades su¬
puestamente inspiradas por los comunistas en estos años revueltos. En
casi todas las provincias, los patrones, a menudo con apoyo de los go¬
biernos, hicieron resistencia a los esfuerzos para organizar a los traba¬
jadores, sobre todo a los no calificados, o a las huelgas de los trabajado¬
res organizados. Las minas de carbón de Cabo Bretón siguieron siendo
escenario de brutales conflictos. Una huelga en las minas de carbón de Es-
tevan, Saskatchewan, desembocó en un derramamiento de sangre cuando
la Montada, en 1931, disparó contra una marcha de huelguistas. Hubo lu¬
chas casi tan enconadas en las minas de la Columbia Británica, las fá¬
bricas de tejidos de Quebec y los campamentos madereros y aserraderos
de Nueva Brunswick. El conflicto que recibió quizá la mayor publicidad
fue el que tuvo lugar en una de las nuevas industrias en la que quiso pe¬
netrar un sindicato. Ocurrió en la industria automovilística de Oshawa,
Ontario, donde el Congress of Industrial Organizations (cío), con matriz
en los Estados Unidos, inició su campaña para sindicar a los trabajado¬
res no calificados en 1937. La fama del cío y de su dirigente, John L.
Lewis, la precedieron en Ontario, especialmente el uso de la llamada
huelga de brazos caídos. Los líderes de la clase patronal de Ontario y su
amigo el primer ministro Mitchell Hepburn estaban decididos a impedir
la entrada del cío a su provincia. Aunque Hepburn había sido elegido
como reformista en 1934, sentía gran hostilidad contra el nuevo sindi¬
calismo. Cuando el United Automobile Workers, filial del cío, comenzó
a organizar a los trabajadores de la General Motors y luego estalló una
huelga para conseguir el reconocimiento del sindicato, Hepburn declaró
que no había lugar para el cío en Ontario. Cuando Ottawa rechazó su pe-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 489

tición de empleo de la Policía Montada para romper la huelga, organizó


su propia fuerza policiaca, la de los sons of Mitches . Pero la compañía
vio que era mejor llegar a un arreglo que lanzarse a una lucha violenta,
y se firmó un convenio. En el corto plazo, sin embargo, Hepburn había
afirmado su posición política gracias a su vociferante rechazo al cío.
Sin embargo, a pesar de la agitación obrera y de la hostilidad de los
empresarios y de los gobiernos contra los sindicatos, la década de 1930 no
fue un periodo de numerosas huelgas y cierres de empresas. Pura y sim¬
plemente, había demasiado desempleo y demasiada inseguridad como
para que los trabajadores pudiesen darse el lujo de emprender acciones ra¬
dicales que les hiciesen hacer perder sus mal pagados empleos. Así tam¬
bién, los movimientos políticos radicales, como el comunismo, no atraje¬
ron mayormente a los trabajadores. Algunos de los decepcionados de las
granjas y de las fábricas expresaron su descontento en las urnas, ya sea
votando en contra de los que estaban en el poder, o bien dando su apoyo
a alguno de los nuevos partidos políticos que surgieron. La aparición mis¬
ma de estos grupos fue testimonio de que la ortodoxia económica y cons-
titucional de los viejos partidos ya no satisfacía a una parte considerab e
de los votantes.

La POLÍTICA DEL MALESTAR SOCIAL

Cuando apareció la Depresión, a fines de 1929, los liberales de Macken-


zie King parecían tener firmemente el poder político en sus manos. Ni el
gobierno ni la oposición conservadora, encabezada por R. B Bennett,
creían que la baja de la actividad económica requería de medidas excep¬
cionales. Ambos aconsejaron cambios en los aranceles. De acuerdo con
sus tradiciones, los liberales propusieron ajustes a los aranceles consis¬
tentes en reducirlos para unos cuantos artículos y elevarlos para otros.
Aparte de eso. Charles Dunning, el ministro de Finanzas preparo un pre¬
supuesto para un excedente. Se dejó a las provincias la tarea de lidiar
con los problemas sociales creados por el colapso económico. Bennett, de
acuerdo también con las tradiciones de su partido, alego que se necesi¬
taban niveles de protección más altos a fin de conservar el mercado cana¬
diense para los canadienses hasta que otros países, particularmente los
Estados Unidos, bajaran sus aranceles.
King pensó que la cuestión de los aranceles era un buen tema para pre¬
sentárselo al país. La elección de 1930 se libró, en gran parte, en torno
de los aranceles, aunque la malhadada observación de King de que su go¬
bierno no daría ni un centavo a un gobierno provincial conservador fue
utilizada eficazmente por la oposición. Bennett, para sorpresa de la ma-
voría de los canadienses, salió claramente victorioso en la elección.
7 El nuevo primer ministro conservador, natural de Nueva Brunswick,
que se había hecho rico como abogado de empresas en el Cañada occi-
490 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

J. S. Woodsworth posando
con su hija en su casa de Win-
nipeg. En 1904, Woodsworth
abandonó el sacerdocio meto¬
dista regular para realizar tra¬
bajo social entre los nuevos
inmigrantes y los pobres del
oeste de Canadá. Inflexible pa¬
cifista y partidario de la causa
de los trabajadores, fue el pri¬
mer líder de la Cooperative Com-
monwealth Federation (ccf).

dental, era un hombre de enorme energía. Alto, severo, soltero y meto¬


dista, Bennett carecía de aptitud para delegar la autoridad y sentía muy
poco respeto por quienes no coincidían con sus opiniones. Aunque en
su vida privada era un hombre bondadoso y caritativo —a menudo envió
donativos personales a quienes se lo pidieron directamente a él—, tenía
respecto de la desgracia social la actitud del hombre que se ha hecho a
sí mismo: el ayudarse a sí mismo era mejor que la caridad pública. Sus
tonantes diatribas en contra de radicales reales e imaginarios no tarda¬
ron en hacerlo aborrecible para aquellos canadienses que necesitaban al¬
go más que sermones para salir de sus apuros. El cuello de pajarita y el
sombrero de copa, junto con su voluminoso corpachón, simbolizaron al
capitalista insaciable y cruel en más de una caricatura.
Durante los primeros cuatro años de su mandato, Bennett procuró
restablecer la prosperidad mediante políticas económicas tradicionales.
Elevó los aranceles a un nivel sin precedentes, y afirmó que era esto un
paso necesario para abrir los mercados del mundo. Luego, en 1932, con¬
vocó a una Conferencia Económica Imperial en Ottawa. Tenía la espe¬
ranza de que la Gran Bretaña y los dominios aceptasen el establecimien¬
to de una zona de libre comercio imperial, protegida contra el resto del
mundo. La Gran Bretaña, en particular, tenía intereses comerciales que
iban mucho más allá del Imperio y consideró por demás inaceptable
esta proposición e insultantes las bravuconadas de Bennett. Aunque se
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 491

aceptaron algunos cambios en los aranceles, la conferencia fue en gran


medida un fracaso, especialmente porque contribuyó a las tendencias
proteccionistas que estaban estrangulando el comercio internacional.
A medida que la Depresión se fue ahondando, Bennett, sin renunciar a sus
concepciones del papel del gobierno en la economía, aumentó los pagos
a las provincias para prestar asistencia a los desempleados. Así también,
su gobierno patrocinó la creación de una legislación para fundar el Ban¬
co de Canadá, con lo que añadió un arma importante al arsenal fiscal y
monetario del gobierno central. Los campamentos de trabajo en la Co-
lumbia Británica constituyeron otro esfuerzo más de los conservadores
para lidiar con el desempleo. Pero, hacia 1934, mientras crecía el males¬
tar social en el país, la popularidad del gobierno iba en descenso y no se
veían señales de que la Depresión fuese a terminar, Bennett se vio obliga¬
do a comenzar a cambiar sus ideas acerca de la política económica y social.
El descontento con el gobierno de Bennett cobró toda una variedad de
formas. Una de ellas fue la del ataque contra la gran diferencia que había
entre los precios al mayoreo de las empresas grandes y de las pequeñas,
y que daba lugar a enormes ganancias para algunas compañías grandes y
graves apuros para numerosos negocios pequeños. Ese ataque fue enca¬
bezado por H. H. Stevens, miembro del propio Gabinete de Bennett. En
1934 se nombró a Stevens presidente de una comisión real autorizada
para investigar la diferencia de precios. Gran parte de las pruebas que
se reunieron resultaron condenatorias para los principales mayoristas y
fabricantes del país. Stevens no tardó en lanzar acerbas críticas en con¬
tra de esas empresas. Un encolerizado primer ministro lo obligo a pre¬
sentar su renuncia al Gabinete a modo de respuesta a la presión de los
grandes empresarios. Esto fue tan sólo una señal de la creciente descom¬
posición interna del Partido Conservador, que ya se había hecho evidente
en la serie de derrotas que había sufrido a escala provincial.
Luego aparecieron nuevos movimientos políticos heréticos. Uno de
ellos fue el de la Cooperative Commonwealth Federation, que no tardo
en conocerse por sus siglas, ccf. Fundada en Calgary en 1932, esta coali¬
ción de agricultores, dirigentes obreros e intelectuales se doto a si misma
de un programa de aspecto ominoso al año siguiente. El Manifiesto de
Regina", preparado por un grupo de profesores universitarios radicales,
pedía la ejecución de cierto número de medidas que convertirían al go¬
bierno en responsable de la planeación económica y social. Prometía e
seguro de desempleo y de salud, construcción de casas con dinero publico,
subsidios para los precios agrícolas y leyes que protegiesen a los agricu -
tores en contra de sus acreedores. Pero el socialismo del nuevo partí o
se apreciaba más claramente en su petición de que las industrias e insti¬
tuciones financieras principales pasasen a ser de propiedad publica. Co¬
mo su primer jefe, el partido eligió a un veterano radica y parlamenta¬
rio J S Woodsworth, el cual, desde 1921, había sido el representan e
del'distrito Norte de Winnipeg. Los fundadores de partido aspiraron a
ganarse un amplio apoyo popular mediante la afiliación de grupos
492 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

agricultores y de trabajadores, pero estos últimos se mostraron muy


cautelosos. Los comienzos fueron sólidos, pero el crecimiento lento.
Un notable contraste con esto lo ofreció la rapidísima propagación
del movimiento llamado del Crédito Social. A diferencia de la ccf, que
contaba con apoyos tanto en el Canadá central como en el Oeste, los orí¬
genes del Crédito Social estuvieron totalmente en el Oeste, y casi por
completo en Alberta. La doctrina había sido concebida por un ingeniero
inglés, el mayor C. H. Douglas, quien aseveraba que las depresiones eco¬
nómicas no eran resultado de la sobreproducción, sino del subconsu¬
mo, resultado de escaseces de circulante y de crédito. Esa deficiencia
podía corregirse emitiendo un "dividendo social”, el cual, al aumentar la
capacidad de compra, daría lugar al resurgimiento económico. Tal doc¬
trina inflacionaria poseía un atractivo natural para los agricultores, cu¬
yas grandes deudas los convencían de la necesidad de un aumento en la
oferta monetaria. En los primeros años de los treinta, las ideas del Crédi¬
to Social comenzaron a circular entre los miembros de los Agricultores
Unidos de Alberta (aua), pero sus dirigentes-políticos, que estaban en el
poder desde 1921, se mantuvieron tan fíeles a la misma ortodoxia mone¬
taria como los viejos partidos.
Lo que el gobierno de los aua rechazaba fue aceptado por un maestro de
Calgary que se había convertido en evangelizador radiofónico, William
Aberhart. Desde comienzos de la década de 1930, el "bíblico Bill" Aber-
hart había utilizado la nueva tecnología de las emisiones radiofónicas
para llevar su mensaje protestante y fundamentalista a un círculo cada
vez mayor de oyentes de las praderas. La miseria que la Depresión había
creado a su alrededor, especialmente los apuros de sus graduados de la
segunda enseñanza carentes de empleo, dirigieron su atención hacia las
cuestiones sociales y económicas. La sencillez esencial de la teoría econó¬
mica en la que se basaba el Crédito Social parecía ofrecer una solución
casi tan apocalíptica como la de sus mensajes bíblicos. Sus emisiones
dominicales no tardaron en revolver la religión con la economía, algo que
los ministros del evangelio social habían venido haciendo durante dé¬
cadas en las praderas. Hacia 1935, el gobierno de la ufa se encontró frente
a un creciente movimiento popular encabezado por un neófito político,
quien se negaba a que lo eligiesen para la legislatura pues decía que sus
ideas no eran de partido. En la elección provincial de ese año, los segui¬
dores de Aberhart triunfaron fácilmente gracias a su promesa de su¬
primir la pobreza en medio de la abundancia mediante la aplicación de
las políticas del Crédito Social. Se llamó a Aberhart para formar gobier¬
no y, más tarde, ganó una curul en la legislatura en otra elección.
Una vez llegado al poder, el nuevo primer ministro descubrió que era
difícil transformar las generalidades de su mensaje en medidas concre¬
tas. El constitucional no fue el menor de sus problemas: el gobierno fe¬
deral controlaba los poderes fiscales y monetarios necesarios para poner
en práctica las ideas del Crédito Social. Al principio, Aberhart contem¬
porizó. Luego, tomó diversas disposiciones tendientes a crear el dividen-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 493

Durante la Depresión, el evangelista-maestro de Alberta, William Aberhart, denun¬


ció a los “cincuenta ricachones" que controlaban el sistema bancario; su mo¬
vimiento del Crédito Social prometió a cada adulto de Alberta un "dividendo social"
de 25 dólares mensuales. Los del Crédito Social llegaron al poder en 1935.

do social, a restringir las actividades bancarias y el cobro de las deudas


y a regular la prensa. Casi todas estas medidas fueron consideradas an¬
ticonstitucionales por la Suprema Corte en 1938. Entonces, Aberhart inci¬
tó a sus seguidores del Crédito Social a que lucharan por llegar al poder
en Ottawa, y en el entretanto dio un gobierno honrado, eficiente y en ge¬
neral algo conservador a Alberta. Gracias al descubrimiento de ricos ya¬
cimientos de petróleo en Leduc, en la década de 1940, los ciudadanos de
Alberta obtuvieron un dividendo social que prometía una abundancia
todavía mayor que la de la doctrina de Douglas, y que Aberhart y sus su¬
cesores pudieron administrar con mucha mas facilidad.
Finalmente, apareció un nuevo partido político en Quebec. Llamado
de la Union Nationale, fue una coalición de conservadores y cierto nu¬
mero de liberales jóvenes decepcionados por el conservadurismo de los
liberales de Taschereau. Maurice Duplessis, durante muchos anos con¬
servador, era un organizador y orador eficaz. Los liberales jóvenes, que se
pusieron a sí mismos el nombre de L’Action Libérale Nationale, ofrecían
un programa que, a la vez, era progresista y nacionalista, y concentraba
su atención sobre las necesidades de los habitantes de las ciudades, apar¬
te de pedir el control provincial del “trust” de la electricidad. Duplessis, en
cambio, decidió poner toda su atención en las pruebas de la muy ditun-
494 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

dida corrupción producida en los 40 años de gobierno liberal. Su utili¬


zación eficaz de estas pruebas, combinada con el descontento origina¬
do por la crisis económica, llevó al poder a Duplessis y su coalición en
1936. Rápidamente recortó las alas de sus aliados reformistas, tomó una
serie de disposiciones que ayudaron a los agobiados agricultores y con¬
solidó su base política. Se congració con las autoridades de la Iglesia
católica al promulgar una “Ley del candado” que le permitió cerrar los
edificios que a su entender se estuviesen utilizando para actividades "sub¬
versivas”. Se ganó el apoyo de los nacionalistas al defender ruidosamen¬
te la autonomía de Quebec en contra de infracciones federales reales o
imaginarias. Su partido de la Union Nationale se había vuelto conserva¬
dor en todo menos en su fama.
Hacia 1935, las pruebas irrefutables de que la Depresión no iba a desa¬
parecer, combinadas con el ocaso de la fortuna de los conservadores
federales, convencieron al primer ministro Bennett de la necesidad de una
política radicalmente distinta. Su modelo fue el New Deal de Franklin
Roosevelt. Sin consultar a su Gabinete, el primer ministro pronunció por
radio una serie de alocuciones en las que estableció las directrices genera¬
les de su propio “nuevo trato”. Afirmó que estas medidas reformistas cons¬
tituían la respuesta necesaria al “derrumbe estrepitoso del capitalismo”.
Su Gabinete, los partidos de la oposición y el pueblo canadiense se
llenaron de asombro ante esta conversión, que muchos se sospecharon
que se había efectuado en su lecho de muerte. Bennett se encaró luego con
el Parlamento y presentó su legislación precipitadamente preparada.
Disponía un seguro de desempleo, el salario mínimo y una jornada má¬
xima de trabajo, una nueva legislación en materia de prácticas de justo
comercio y estableció una junta de granos encargada de regular los pre¬
cios del trigo. Estas proposiciones no encontraron gran oposición de
parte de los demás partidos políticos, cuyos miembros anhelaban llegar
a la inevitable elección. Pero la elección de 1935 reveló que las reformas
de última hora de Bennett habían llegado demasiado tarde. El gobierno
sufrió una tremenda derrota. Los liberales fueron reelegidos con una có¬
moda mayoría, pero el voto popular contó un cuento diferente. Los li¬
berales no obtuvieron, en esta victoria, un porcentaje mayor de los votos
que el que habían conseguido en la derrota de 1930. Los votantes que
abandonaron a Bennett se pasaron, en su mayoría, a los partidos nuevos,
y el Crédito Social, la ccf y hasta el Partido de la Reconstrucción de H.
H. Stevens obtuvieron todos curules. Aunque King fue el ganador ofi¬
cial, su Partido Liberal estaba evidentemente a prueba.
El nuevo gobierno de King ofreció pocas cosas a quienes habían vota¬
do por el cambio. La legislación del “nuevo trato” de Bennett fue llevada
ante la Suprema Corte, la cual juzgó que sus disposiciones más impor¬
tantes eran anticonstitucionales. No se tomaron nuevas iniciativas de
política social. Se ratificó un acuerdo comercial con los Estados Unidos,
cuya negociación había sido iniciada por los conservadores. Aparte de
esto, el gobierno se mostró casi completamente indispuesto a desafiar
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 495

los límites de la ortodoxia fiscal o de la restricción constitucional. A con¬


secuencia de ello se quedó virtualmente impotente. Pero cuando la econo¬
mía sufrió un nuevo descenso, en 1937, y se extendieron los sufrimien¬
tos personales y las bancarrotas institucionales, King llegó a la conclusión
de que era necesario por lo menos aparentar que actuaba. Nombró una
comisión real.
La Comisión Real sobre Relaciones Dominio-Provinciales, o Comisión
Rowell-Sirois, como se la conoció más comúnmente, tuvo el encargo de
examinar la distribución de los poderes constitucionales y los arreglos
financieros del sistema federal. Las decisiones judiciales tomadas desde
la década de 1920 habían dejado cargadas a las provincias con pesadas
responsabilidades en los campos sociales, y al gobierno federal con la
capacidad de disponer de las principales fuentes de ingresos. La tarea
de la Comisión consistió en encontrar un nuevo equilibrio constitucio¬
nal que distribuyese los ingresos y las obligaciones de conformidad con
las necesidades de una sociedad industrial. No en todas partes se le dio
buena acogida a su trabajo: los primeros ministros Hepburn, Duplessis
y Aberhart se opusieron enérgicamente, en tanto que a otros ministros
provinciales lo que les preocupó fue el centralismo potencial de la Comi¬
sión. En 1940, sus recomendaciones principales, entre las que figuraba
la de la responsabilidad federal por el seguro de desempleo y el estableci¬
miento de un sistema de donaciones federales de ajuste a las provincias,
fueron rechazadas por las provincias más grandes, encabezadas por
Ontario. Pero, hacia esas fechas, el estallido de otra guerra mundial hizo
necesario el reordenamiento de la distribución de los ingresos entre la
federación y las provincias, al menos sobre una base ad hoc. Además, pa¬
ra aquel entonces King había conseguido que las provincias diesen su
aprobación a una enmienda constitucional que concedía a Ottawa la fa¬
cultad de promulgar leyes sobre seguro de desempleo.
El gobierno de King avanzó también cautamente hacia una posición
más intervencionista en materia de administración económica. Miem¬
bros destacados de la administración pública —O. D. Skelton, Clifford
Clark y algunos liberales más jóvenes— insistieron en el valor práctico de
las doctrinas del británico John Maynard Keynes para contrarrestar el
ciclo económico. Eso significaba que debía renunciarse a alcanzar la me¬
ta, consagrada por el tiempo, del presupuesto equilibrado, y que el finan-
ciamiento deficitario debía aceptarse como un medio para reavivar
la economía. Si se aumentaba el poder de compra de los consumidores, la
nueva demanda de bienes y servicios devolvería el trabajo a la gente.
Hacia 1938, el gobierno federal financiaba toda una variedad de proyec¬
tos de trabajo, subsidiaba un costoso programa de preparación de jóve¬
nes y hacía aportaciones considerables a los proyectos de construcción
de casas y de otras obras públicas.
“En estos días”, declaró en 1939 el recientemente converso ministro de
Finanzas, “si el pueblo en su conjunto, y los empresarios en particular,
no gastan, el gobierno tiene que hacerlo... Los viejos tiempos del laissez-
496 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

faire puro y del Cálvese quien pueda han pasado para siempre . En el
espacio de unos cuantos meses, la nueva guerra dio origen a insólitos in¬
crementos de las actividades y los gastos del gobierno. Con ello se puso
fin a los años de privaciones, desempleo y sufrimiento humano.

El retorno de la anarquía internacional

Los canadienses, como casi todas las demás personas del mundo indus¬
trializado, estaban preocupados casi exclusivamente por los problemas
económicos internos durante la década de 1930. La tendencia a alejarse
de los compromisos internacionales, fuerte ya en la década anterior,
simplemente se aceleró, de modo que a mediados de los treinta los que
apoyaban la seguridad colectiva formaban una pequeña minoría. Por
cada John W. Dafoe, cuyo Winnipeg Free Press constantemente solicitó
que se diera apoyo a la Sociedad de Naciones, había varios J. S. Woods-
worth o Henri Bourassa, que estaban en favor de la neutralidad canadien¬
se en todo futuro conflicto europeo. Bennett quizá, y King sin duda, se
hallaban más cerca de la posición neutralista que del apoyo a la segu¬
ridad colectiva, y al hacerlo interpretaron correctamente el estado de
ánimo nacional. Por consiguiente, Canadá desempeñó un papel de poca
importancia, nada heroico, en los conflictos internacionales que señala¬
ron la deriva hacia una nueva guerra mundial.
Aunque su retórica fuese proimperial, el gobierno conservador de Ben¬
nett siguió las principales líneas directrices de la política exterior traza¬
das en la década de 1920. Aceptó el Estatuto de Westminster de 1931, que
puso la última piedra del desarrollo de la autonomía canadiense. En la
Sociedad de Naciones en Ginebra, delegados designados por los conser¬
vadores pronunciaron las mismas frases, que a nada comprometían, ex¬
presadas antes por sus predecesores liberales. Puesto que O. D. Skelton,
el subsecretario de Estado encargado de los Asuntos Exteriores y firme
aislacionista, era el poder tras del trono en materia de política exterior
cualquiera que fuese el partido que estuviese en el poder, esa congruen¬
cia y continuidad poco tienen de sorprendentes.
Cuando Japón invadió Manchuria en 1931, Canadá declaró que no es¬
taba dispuesto a dar su apoyo a ninguna resistencia activa. El ominoso
ascenso al poder de Hitler, en 1933, casi no provocó reacción alguna. El
nuevo gobierno liberal tampoco estaba preparado para actuar de manera
diferente. Cuando el delegado canadiense en Ginebra expresó su apoyo
a las sanciones petroleras contra la Italia de Mussolini, en represalia por
la invasión de Etiopía, fue repudiado. King prestó todo su apoyo a la polí¬
tica de apaciguamiento adoptada por las potencias europeas en respues¬
ta a la creciente agresividad de Hitler. Cuando estalló la Guerra Civil espa¬
ñola en el verano de 1936, el gobierno de King cerró los ojos ante lo que
evidentemente era un ensayo general de una nueva guerra mundial. En
España, el general Franco, apoyado por Hitler, desafió la legitimidad
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 497

Los doctores Norman Bethune (a la derecha) y Richard Brown con soldados del
Octavo Ejército, en el norte de China, probablemente en 1938. Inspirado por una
visita a la Unión Soviética, en 1935, Bethune se convirtió en un abnegado comu¬
nista, y cuando estalló la Guerra Civil española se dirigió a España para organizar
un servicio móvil de transfusión de sangre, que fue el primero en su género. "España
y China”, escribió, “son parte de la misma batalla", y en 1938 se sumó a las fuerzas
rebeldes de Mao Tse-tung; trabajó como cirujano, maestro y propagandista hasta
que murió de septicemia en noviembre de 1939.

del gobierno de la República que sostenían los comunistas. No obstante


la actitud de neutralidad de su gobierno, unos 1 300 canadienses se pre¬
sentaron como voluntarios para luchar en favor de la democracia espa¬
ñola agrupados en el batallón Mackenzie-Papineau. Entre ellos figuró un
médico radical de Montreal, Norman Bethune, que organizó un servicio
móvil de transfusión de sangre para ayudar a los heridos de la causa re¬
publicana en apuros. De España, Bethune se trasladó a China, donde en¬
tregó sus servicios, y su vida, a las fuerzas de Mao Tse-tung, que luchaban
para derrocar el gobierno autoritario del general Chiang Kai-shek.
La actitud de Mackenzie King durante la Guerra Civil española reflejó
la simpatía que sentían por Franco muchos católicos de Quebec, así co-
498 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

mo su propia ingenuidad acerca de las intenciones de Hitler. Por creer


que el dictador nazi era un "sencillo campesino alemán” que pensaba tan
sólo en el bienestar de su país, King confió en que el apetito de Alema¬
nia se saciaría rápidamente. Reforzó este engaño la visita que le hizo a
Hitler en 1937.
Pocos disintieron. Cuando King, que en otro tiempo había criticado la
política extranjera imperial común, estuvo completamente de acuerdo
con los esfuerzos realizados por el primer ministro Neville Chamberlain
para apaciguar a Hitler a expensas de la democrática Checoslovaquia, a
comienzos de 1938 en Munich, pocos fueron los críticos. La voz solita¬
ria del Winnipeg Free Press preguntó: "¿De qué nos felicitamos?" King y
los que lo apoyaban justificaron la política de apaciguamiento por dos
razones. En primer lugar, afirmaron, Alemania había sido castigada con
demasiada severidad al final de la primera Guerra Mundial, y era nece¬
sario realizar algunos reajustes. Podrían ser criticables el autoritarismo
y las tácticas agresivas de Hitler, pero convenía tener una Alemania es¬
table que sirviese de contrapeso al poderío de la Unión Soviética de Sta-
lin. Mejor los nazis que los comunistas. Este argumento se propaló con
entusiasmo especial en los círculos católicos de Quebec. “Más de dos mi¬
llones de rusos han caído ya víctimas de la obra de Lenin”, declaró en 1933
L’Action Catholique, “y la oligarquía roja no está liquidada. Hitler y Mus-
solini dicen con algo de sentido común: es mejor martillar que recibir
martillazos, y pegan martillazos". La unidad nacional fue la segunda
razón por la que el gobierno de King apoyó el apaciguamiento. Indepen¬
dientemente de las actitudes de los de Quebec en particular y de muchos
otros canadienses también, respecto del fascismo y del nazismo —el
movimiento fascista canadiense fue muy poco importante—, nadie desea¬
ba otra guerra. Los de Quebec, especialmente, creyeron que la guerra
significaría tan sólo que Canadá se vería arrastrado de nuevo por los la¬
zos del delantal de la Gran Bretaña. Y esto, como en la primera guerra,
daría lugar a la conscripción para el servicio en ultramar. No se había
permitido desaparecer en Quebec el espectro de 1917, especialmente por¬
que para los políticos liberales era un fantasma útil para combatir al dé¬
bil Partido Conservador en la época de elecciones.
Así pues, a medida que se iba acercando el derrumbe casi inevitable del
orden internacional, King, como todo buen general, seguía luchando al
modo de la guerra anterior. Mantendría unido al país —y se evitaría los
trastornos de 1917 y la casi destrucción del Partido Liberal— negándo¬
se a comprometer a Canadá en cualquier acción que pudiese ser inter¬
pretada como un deseo de pelear de nuevo. Su gobierno se negó inclusi¬
ve a admitir a los refugiados judíos que, huyendo de una muerte segura
en los campos de exterminio nazis, buscaron seguridad en Canadá. Una
y otra vez, la añeja fórmula de "el Parlamento decidirá a la luz de las cir¬
cunstancias del momento" se pronunció a modo de sustituto de una po¬
lítica exterior. Sin embargo, King nunca dudó realmente de que, dado el
caso de que estallara nuevamente una guerra europea, Canadá Ínter-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 499

vendría de nuevo en ella. Aunque albergaba esperanzas en que habría


paz, maniobró hábilmente para colocar a su país y a su partido en una
posición tal que, cuando llegó el día por todos temido, en septiembre de
1939, su país pudiese entrar en guerra unido.
La invasión de Polonia por Hitler finalmente demostró de manera con¬
cluyente que no se podía apaciguar al dictador alemán, ni confiar en él.
La Gran Bretaña declaró la guerra. Fiel a su palabra, King pidió al Par¬
lamento que decidiese y, siete días después de que entrase en guerra la
Gran Bretaña, Canadá se alistó también. Pero, desde un principio —en
contraste con lo ocurrido en 1914—, la participación de Canadá tuvo un
límite claramente especificado. King, y todavía más enfáticamente Er-
nest Lapointe en nombre de los liberales francocanadienses, declararon
que el reclutamiento para la guerra sería estrictamente de voluntarios.
No habría conscripción para el servicio en ultramar. Una vez dicho esto,
Canadá se metió en una guerra mundial por segunda vez en 25 años. El
apaciguamiento había mantenido unido al país. No había impedido la
guerra. Esto era lo que quería dar a entender un solemne John. W. Dafoe
cuando escribió, a fines de 1939:

He pospuesto mi partida durante un día a fin de despedir a mi hijo Van, que


se va para la guerra. Alcancé el tren de tropas en Smith Falls el martes por la
mañana y lo acompañé hasta Montreal. Era un excelente grupo de hombres, y
me sentí muy triste al verlos dirigirse a ultramar para terminar el trabajo que
pudimos haber concluido hace 20 años, si los logros del ejército hubiesen sido
convenientemente secundados por los estadistas.

De nuevo, la guerra mundial

Los canadienses entraron en la guerra contra Hitler en un estado de áni¬


mo más sombrío que el prevaleciente en 1914. Habían vivido tiempos
difíciles y esto hacía penoso el fácil patriotismo de una generación ante¬
rior. Recordaban los horrores de la primera guerra. Este estado de ánimo
se tradujo en el pequeño esfuerzo de guerra que el gobierno de King pla¬
neó en los primeros meses de las hostilidades, un esfuerzo que parecía
congruente con una "guerra boba” en la que nada parecía ocurrir. Pero de
ese estado complaciente salieron cuando comenzó la Batalla de Inglate¬
rra en 1940, cayó Francia y Dunquerque fue evacuado. La guerra de ver¬
dad había comenzado y su resultado era por demás incierto.
Sin embargo, antes de que el gobierno de King pudiese concentrar to¬
da su atención en la guerra militar, tenía primero que arreglar ciertas
cuestiones en el frente interior. Algunos de los enemigos políticos de
King vieron en la guerra la oportunidad de destruirlo. El, a su vez, descu¬
brió en ella la oportunidad para deshacerse de una vez por todas de sus
dos principales atormentadores provinciales, Maurice Duplessis y Mit-
chell Hepburn.
500 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

En octubre de 1939, Duplessis disolvió la legislatura de su provincia y


convocó a elecciones. Dijo que la cuestión que había que ventilar era la
de la autonomía de Quebec y la amenaza que Ottawa lanzaba contra
ella en nombre de las necesidades de la guerra. Encabezados por Ernest
Lapointe, los liberales federales entraron en la campaña provincial a
toda velocidad. Su meta era derrotar a Duplessis; su arma, además de
una intensa campaña para recaudar dinero para la guerra, fue la ame¬
naza lanzada por Lapointe de que si Duplessis volvía al poder él y otros
ministros de Quebec renunciarían. Entonces, los francocanadienses se
quedarían sin protección en Ottawa. Una vez más, Lapointe repitió su
compromiso de oponerse a la conscripción. Los votantes de Quebec reac¬
cionaron favorablemente al llamado de Lapointe y rechazaron a la Union
Nationale (temporalmente, como demostraron los acontecimientos) en
favor de los liberales de la provincia. Ernest Lapointe, al que le quedaba
muy poco tiempo de vida, había obtenido una victoria decisiva.
El siguiente encuentro del frente doméstico tuvo lugar en Ontario. Allí, a
principios de 1940, el rival de King, Mitchell Elepburn, obtuvo la apro¬
bación de los conservadores de la provincia para una resolución que
declaraba que el gobierno federal no estaba realizando los esfuerzos ne¬
cesarios para la guerra con vigor suficiente. Esto constituía la consigna
para pedir la imposición de la conscripción, o por lo menos así lo inter¬
pretó Mackenzie King. Con determinación poco característica en él,
King devolvió el golpe, disolvió el Parlamento y convocó a una elección
de tiempos de guerra. Puesto que los conservadores abogaban por un
"gobierno nacional", con lo que se proponían restablecer la coalición
unionista de 1917, los liberales respondieron con el tema de la unidad
nacional y, especialmente en Quebec, repitieron su promesa de oponer¬
se a la conscripción. Una vez más, King salió victorioso y los partidos de
la oposición fueron humillados. El liberal primer ministro jamás se ha¬
lló en una posición más fuerte que aquella en la que se encontró en di¬
ciembre de 1940. Ahora podía hacerse a un lado la política y ponerse a
trabajar en la organización del país para la guerra. O así parecía.
El reclutamiento y la planificación de la producción para la guerra
aparecieron en primer lugar en el orden del día. Una vez más, las fábricas
canadienses comenzaron a zumbar y el desempleo desapareció rápida¬
mente. Hombres y mujeres aptos para el trabajo no tardaron en esca¬
sear a medida que fábricas previamente ociosas se consagraron a la pro¬
ducción de cañones, aviones de guerra, tanques y barcos. Una economía
deflacionada no tardó en reinflarse rápidamente, y mercancías que ha¬
bían congestionado el mercado comenzaron a escasear. Se estableció el
racionamiento del azúcar, la carne y la gasolina, en tanto que se conge¬
laron precios y salarios. Lo más notable fue quizás el enorme aumento
del número de mujeres que ingresaron a la fuerza de trabajo, tal y como
lo habían hecho en la guerra anterior. A "Rosita la remachadora" de la
fábrica de municiones se le unieron sus hermanas en prácticamente
todos los campos de la producción industrial y de los servicios, y gana-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 501

Artillero de bombardero,
C. Charlie, Batalla del
Ruhr, acuarela (1943) de
Cari Fellman Schaefer. Pin¬
tor, en tiempos de paz, de
paisajes rurales inquietan¬
tes, Schaefer sirvió como
pintor oficial de escenas de
guerra, desde 1943 hasta
1946. Como teniente de
vuelo de la Real Fuerza Aérea
de Canadá experimentó de
primera mano la furia
de los bombardeos aéreos.

ron salarios más elevados que nunca. La organización sindical, que se


había estancado en la década de 1930, floreció ahora tanto a causa de la
escasez de trabajadores como porque una nueva legislación laboral re¬
conoció el derecho a la negociación colectiva. Hacia 1945, el número de
trabajadores sindicados de Canadá se había duplicado y una proporción
considerable del aumento correspondía a las mujeres.
Hacia 1941, más de 250000 hombres y unas 2 000 mujeres se habían
incorporado al ejército. Cuando se alcanzó la victoria final en 1945, más
de un millón de canadienses habían prestado servicio en las fuerzas ar¬
madas. Cerca de 750 000 hombres y mujeres se habían alistado en el ejér¬
cito, más de 230 000 hombres y 17 000 mujeres en la Real Fuerza Aérea
canadiense y casi 100000 hombres y 6 500 mujeres en la Marina de gue¬
rra de Canadá. Hubo muchas bajas, especialmente en el ejército y en la
Fuerza Aérea. Aunque el número de muertos fue menor que en la pri-
502 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

mera Guerra Mundial, 42 042 canadienses perdieron la vida en la lucha


contra Hitler.
Desde el comienzo de la guerra, fue obvia la importancia de la neutra¬
lidad de los Estados Unidos respecto del resultado del conflicto. Antes
del ataque japohés contra Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, Ca¬
nadá dedicó mucha energía diplomática a conquistar a su vecino del sur
para que diese apoyo a los Aliados. El presidente Roosevelt y sus más
cercanos colaboradores jamás dudaron de que la causa de los Aliados
fuese la de los Estados Unidos, y de que la defensa de América del Norte
requería de la cooperación canadiense. Esta creencia dio origen al Acuer¬
do de Ogdensburg, de 1940, por el que se estableció la Junta Mixta Per¬
manente de Defensa, a la que siguió, a principios de 1941, la Declaración
de Hyde Park, en virtud de la cual se tomaron disposiciones financieras
que le permitieron a Canadá financiar los materiales de guerra que se
estaban proporcionando a la Gran Bretaña conforme al acuerdo de
préstamo-arrendamiento concertado entre los Estados Unidos y la Gran
Bretaña. Estos dos pasos fueron importantes para el éxito de los esfuer¬
zos de guerra. Ambos marcaron también el paso de Canadá de la esfera
de influencia de la Gran Bretaña a la de los Estados Unidos.

A principios de 1942, cuando Japón entró en guerra, el gobierno canadiense tomó


la decisión de expropiar y redomiciliar a todas las personas de origen japonés de la
Columbia Británica, inclusive a las que eran ciudadanos canadienses; las familias
fueron divididas y el gobierno se incautó de todas las pertenencias que no pudiesen
llevar consigo. Así culminaron décadas de antiasiatismo en la costa del Pacífico.
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 503

Durante los primeros años de la guerra, el ejército canadiense perma¬


neció en la Gran Bretaña, dispuesto a defender la isla contra la amenaza
de invasión. Una vez que desapareció esa amenaza comenzó la acción
“de verdad”, por la que suspiraban los canadienses en el frente interior.
Primero se produjo la tragedia de Hong Kong, a donde se habían envia¬
do soldados canadienses en un fútil intento de defender de los japoneses
el territorio. (En el propio Canadá ciudadanos canadienses de origen ja¬
ponés fueron expulsados de sus hogares en la costa occidental, se les
confiscaron sus propiedades y se les mandó a campamentos del interior
poco después de Pearl Harbor.) En el otoño de 1942, la Segunda División
de Infantería de Canadá padeció bajas devastadoras durante la desafor¬
tunada incursión en Dieppe. Vinieron después Sicilia y el duro y lento
avance por la bota de Italia, que condujo a la caída de Roma en el vera¬
no de 1944. Finalmente, se emprendió la invasión de Francia, en la que
desempeñó un papel importante el Primer Ejército de Canadá, coman¬
dado por el general H. D. G. Crerar. Pero el costo fue inesperadamente
elevado. A medida que la lista de bajas se fue alargando y la petición de
refuerzos se hizo más insistente, el fantasma de la conscripción regresó
para acosar a Mackenzie King y revivir las guerras políticas.

Conscripción por mitades

King pensó, o al menos anheló, que la cuestión de la conscripción había


quedado enterrada en un acuerdo de todos los partidos, alcanzado al
principio de la guerra, en el sentido de que el alistamiento voluntario era
la mejor política. Pero, a comienzos de 1942, ese consenso se había des¬
integrado. Arthur Meighen había renunciado al Senado para ponerse de
nuevo al frente del Partido Conservador, liderato al que había renun¬
ciado 15 años antes. Su política era la de la conscripción, la cual iba te¬
niendo cada vez más partidarios en el Canadá anglófono. King decidió que
la única manera de restarle fuerza a Meighen consistía en convocar a un
plebiscito nacional en el que se le pediría a la gente que liberase al go¬
bierno del cumplimiento de su promesa de no introducir la conscrip¬
ción. Entre sus ministros de Quebec surgió alguna resistencia al plan,
pero Louis St. Laurent, quien había sustituido a Ernest Lapointe, aceptó
la nueva política. En el Canadá anglófono, las fuerzas que estaban en
pro del voto afirmativo eran aplastantemente superiores. Entre los franco-
canadienses, que se sentían traicionados, la oposición fue todavía más
poderosa. El resultado de la primera crisis fue exactamente aquel que
más había temido Mackenzie King: un país tajantemente dividido por
fronteras culturales. Al enterarse de la votación, escribió en su diario:

Pensé en el informe de Durham acerca del estado de Quebec cuando llegó a él


después de la rebelión de 1837-1838 y dijo que había encontrado a dos na¬
ciones que se combatían en el seno de un solo Estado. Tal sería el caso ahora
El Día D (6 de junio de
1944), la Novena Brigada
de Infantería de Canadá
desembarcó en Bemiéres-
sur-Mer, Normandía (arri¬
ba), con lo que comenzó
la largamente esperada
liberación de Europa del
dominio de la Alemania
nazi. Fotografía de Gilbert
A. Milne. Izquierda: Avan¬
ce de tanques, Italia, óleo
(1944) de Lawren P. Har¬
ás. El artista, hijo del fun¬
dador del Grupo de los
Siete, Lawren Harris, pres¬
tó servicio con la Quinta
División en Italia como
pintor oficial de escenas
de guerra. La inscripción
en el anverso dice, en par¬
te, “Tanques del Tercer
Regimiento entrando en
acción... en la zona del río
Melfa. Al fondo se ven las
ruinas del monasterio de
Montecassino".
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 505

en el conjunto de Canadá, a menos de que la cuestión de la conscripción se


trate con el máximo de cuidado.

King, dotado de un certero sentido de la historia, aún no había jugado


su última carta. Aunque su gobierno hubiese quedado liberado del com¬
promiso de la no conscripción, el primer ministro alegó que no había lle¬
gado todavía el momento de suprimir el sistema voluntario. En su Ga¬
binete hubo algunos refunfuños: J. L. Ralston, ministro de la Defensa
Nacional, presentó su renuncia, pero no le fue aceptada. King se impuso
con una política que era una obra maestra de ambigüedad calculada:
“No necesariamente conscripción, pero conscripción si es necesario . Se
dejó sin definir el significado de “necesario .
Para algunos “necesario” significaba lo obvio: si el sisten a de recluta¬
miento voluntario no producía los refuerzos suficientes, se adoptaría el
servicio obligatorio. Hacia el otoño de 1944, los militares se habían con¬
vencido de que se había alcanzado ese punto. El ministro de la Defensa
Nacional estuvo de acuerdo con ellos. Pero para King la unidad nacio¬
nal" —y la unidad del Partido Liberal— era una necesidad que tenía prio¬
ridad. Si aceptaba el consejo de Ralston, perdería a sus partidarios de
Quebec. King llegó a la conclusión de que debería hacerse un último es¬
fuerzo en favor del reclutamiento voluntario. Ralston no estuvo de acuer¬
do v ahora King, inflexiblemente, aceptó su renuncia. Ralston fue susti¬
tuido por un general popular, A. G. L. McNaughton, quien no se hallaba
convencido de que estuviese agotado el sistema del reclutamiento volun¬
tario. Lo pondría a prueba una vez más.
También McNaughton fracasó. Si había hombres, se negaban a presen-

La "chica de la ame¬
tralladora Bren", una
de las miles de mujeres
que trabajaron en las
industrias de guerra
durante la segunda
Guerra Mundial, ad¬
mira su propio trabajo
durante una pausa
para fumar en la plan¬
ta de James Inglis, en
Toronto. Tanto el tra¬
bajo como el cigarrillo
nos revelan algunos de
los cambios efectuados
en la situación de la
mujer durante la déca¬
da de 1940. Foto fija
(mayo de 1944) de un
documental de la Na¬
tional Film Board.
506 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

tarse como voluntarios. King se convenció ahora de que era necesario


dar media vuelta en su política, pues si no se adoptaba la conscripción,
algunos de los jefes del ejército desafiarían la autoridad del gobierno ci¬
vil. Había demostrado su buena fe a los francocanadienses al despedir a
Ralston, y confiaba ahora en que los francocanadienses lo apoyarían.
Louis St. Laurent, que nunca había aceptado el compromiso de no cons¬
cripción, aceptó el punto de vista de su líder. Se tomó la decisión de en¬
viar al frente a hombres que habían sido reclutados para el servicio inte¬
rior. Hacia el final de la guerra, sólo unos 2 500 hombres habían salido
del país. Pero la segunda crisis de la conscripción había sido superada,
como lo había sido la primera en 1942, gracias a la destreza política y a
la buena suerte de King. Al administrar la aborrecida medicina en dos
dosis, King había conseguido diluirla de tal manera que se evitó una repe¬
tición de 1917. Había conservado la unidad del país, aunque hubo mu¬
chos decepcionados tanto francófonos como anglófonos. Su recompen¬
sa fue su reelección en 1945.
La victoria que alcanzó King en 1945, sin embargo, fue algo más que
un respaldo de sus acciones durante la guerra. Se debió también, al me¬
nos parcialmente, a la decisión de su gobierno de prepararse para los años
de posguerra mediante la adopción de políticas sociales y económicas
que se esperaba que previniesen un resurgimiento de la Depresión. De¬
berían reforzarse los cautos comienzos de preguerra de las políticas key-
nesianas para contrarrestar el ciclo económico. En 1940 se había aña-

John Grierson llegó a Ca¬


nadá desde la Gran Bretaña
en ¡939 y dirigió la funda¬
ción de la National Film
Board. Su calidad como di¬
rector de películas documen¬
tales no tardó en utilizarse
para crear la serie "Cañada
Carries On", que tenía como
objeto estimular el patrio¬
tismo durante el periodo de
guerra. Lo vemos aquí con el
cartelista Harry Mayerovitch.
El 8 de mayo de 1945 fue el Día de la Victoria en Europa, que puso fin a la guerra
en ese continente. En Ottawa, como en otros pueblos y ciudades miles de per¬
sonas salieron a la calle para expresar su alivio, su alegría y su agradecimiento con
gritos y serpentinas. La tercera guerra de Canadá en menos de medio siglo casi
había terminado; la bomba atómica y la victoria en el Pacifico llegarían cuatro
meses después.
508 EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO

dido un plan de seguro por desempleo al Plan de Pensiones por Vejez de


1927. En 1944 se introdujo un sistema de subsidios a las familias, por el
cual las madres recibirían un cheque para el cuidado de sus hijos. De tal
modo, se pusieron sólidos cimientos para el establecimiento del Estado
benefactor. Las políticas para fomentar la construcción de casas, pro¬
porcionar trabajo a los veteranos de guerra desmovilizados e incremen¬
tar la asistencia federal para los cuidados de la salud indicaron, todas
ellas, una nueva dirección conducente a la participación del gobierno
federal, como nunca antes, en los asuntos sociales y económicos.
Había algo más que un nuevo pensamiento económico tras del nuevo
celo que los liberales sentían por la seguridad social. Existía también el
miedo de que el notable aumento del apoyo popular para la ccf tuviese
como resultado una repetición de la fragmentación del partido que se ha¬
bía producido después de la primera Guerra Mundial. En 1943, la ccf
había obtenido curules suficientes como para formar la oposición en
Ontario. Al año siguiente, el partido, en Saskatchewan, dirigido por el
dinámico e imaginativo reverendo T. C. (Tommy) Douglas, formó el pri¬
mer gobierno socialista de América del Norte. Las encuestas de opinión
pública revelaron la creciente fuerza del partido al nivel federal. King y
su partido se pusieron a la tarea de contener la amenaza que les venía
desde la izquierda mediante la adopción de algunas de las políticas más
populares de la ccf. Como mostraron los resultados de la elección de
1945, la táctica fue eficaz. King siguió siendo el amo de la política cana¬
diense cuando el país pasó de la guerra a la paz.

La cultura canadiense llega a la madurez

La primera mitad del siglo xx fue testigo de un cambio profundo en las


condiciones materiales y culturales de Canadá. Lo que se había conver¬
tido en una sociedad predominantemente urbana había empezado a des¬
arrollar una cultura que era, a la vez, más norteamericana en su tono y más
urbana en sus preocupaciones. Frederick Philip Grove, cuyas novelas,
escritas en las primeras décadas del siglo, habían reflejado los proble¬
mas de una sociedad rural, publicó The Master of the Mili en 1944. Era
una historia de lucha de clases con la que estaban familiarizados los que
habían luchado por ganarse la vida en la década de 1930. La obra de Mor-
ley Callaghan, de manera más refinada, se ocupó de las tensiones sociales
y espirituales de la vida urbana, en tanto que Hugh MacLennan, pri¬
mero en Barometer Rising (1941), en la que evocó el desastre de Halifax
de 1917, y luego en Two Solitudes (1945), una novela acerca de las relacio¬
nes tranco-británicas, trataron de crear una literatura con temas pecu¬
liarmente canadienses. Así también, en Quebec, los viejos himnos a los
valores rurales comenzaron a hacerse a un lado gradualmente. La novela
Tiente cu penis (1938) de Ringuet deshizo el mito arcádico, en tanto que
la magnífica Bonheur d’occasion (1945), de Gabrielle Roy, reveló las di-
EL TRIUNFO Y LAS PENAS DEL MATERIALISMO 509

mensiones humanas de la vida urbana francocanadiense. Aparecieron


también poetas nuevos. El antiguo romanticismo patriótico de Canadá,
tanto inglés como francés, fue sustituido por una escritura modernista.
Saint-Denys Garneau abrió el camino en Quebec, en tanto que escritores
como E. J. Pratt, Earle Birney y Dorothy Livesay representaron las nue¬
vas tendencias en el Canadá inglés. En 1946, el poema titulado Lauren-
tian Shield”, de F. R. Scott, expresó las esperanzas del nuevo espíritu de
la siguiente manera:

Pero está sonando una nota más profunda, oída en las minas,
los campamentos y aserraderos dispersos, un lenguaje de vida,
y lo que se escribirá en la plena cultura de la ocupación
provendrá, ahora, mañana,
de millones cuyas manos pueden trocar esta roca en niños.

El dominio que el grupo de pintores de los Siete había establecido a fi¬


nes de la década de 1920 cedió gradualmente su lugar a nuevas técnicas
y temas en la década siguiente. Miller Brittain y Paraskeva Clark evo¬
caron el malestar social de los años de la Depresión. Lawren Harris se
pasó al abstraccionismo, en tanto que John Lyman y Goodridge Roberts
demostraron que el paisaje canadiense y la naturaleza muerta podían
evocarse con matices y formas menos ásperos y más variados que los de
las obras del Grupo de los Siete y sus numerosos imitadores. LeMoine
FitzGerald y Cari Shaefer trataron temas locales y regionales que no pre¬
tendieron expresar una estética nacional. .
Las corrientes nuevas más radicales corrían entre los artistas de Que¬
bec. En esta ciudad, Paul-Emile Borduas, decorador de iglesias conver¬
tido al surrealismo, reunió a su alrededor a un grupo de jóvenes, entre
los que figuraron Jean-Paul Riopelle y Fernand Leduc, a los que se llamó
automatistes. Estos artistas abstractos miraban hacia el futuro y pedían
que se borrase el pasado. Juntaron las escuelas de París y Nueva York de
manera impresionante y original. En su manifiesto de 1948, titulado Refus
global pidieron la transformación completa de la sociedad írancoca-
nadiense y la plena libertad para la imaginación creativa. Pero en un mun-
co en el cual el canadiense, y otros pueblos, tenían que vérselas con el
poder aniquilador de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima y Na-
gasaki en agosto de 1945, ni siquiera Borduas y sus amigos se percata¬
ron del significado pleno de su afirmación de que “las fronteras de nues¬
tros sueños ya no son las que eran .
VI. TENSIONES DE LA ABUNDANCIA. 1945-1987
Desmond Morton

La prosperidad de la posguerra

La paz le llegó a Canadá a plazos. La guerra contra Hitler terminó el 6 de


mayo, y las autoridades civiles lo supieron con oportunidad suficiente
para sacar banderas y empavesados y organizar celebraciones. En Halifax,
donde no lo hicieron, los soldados y las mujeres montaron su propia
diversión, y saquearon una cervecería y varias tiendas del centro de la
ciudad para vengarse del lucro excesivo de los días de la guerra. El Día
de la Victoria sobre Japón, celebrado menos de cuatro meses después, fue
más espontáneo y menos aparatoso: salvo para los presos de guerra y
sus parientes que se morían de hambre, la guerra del Pacífico jamás ha¬
bía sido considerada tan importante como la de Europa. La mayoría de los
canadienses todavía miraban hacia el este, hacia sus orígenes.
En el periodo de la posguerra, Canadá entró en una época de prospe¬
ridad tal como jamás hubiesen soñado sus antepasados y, ciertamente,
la mayoría de los demás pobladores del mundo. Los canadienses no tar¬
daron en olvidar los viejos rituales de la escasez, los tiempos difíciles y
los sacrificios. La más grande cohorte que Canadá hubiese engendrado
jamás llegó a su madurez dando por cosa sabida esos beneficios, refunfu¬
ñando por sus efectos colaterales y transformando los estilos de vida de
unos cuantos ricos en las pautas de consumo de una sociedad de masas.
Los años de la guerra, época de pleno empleo, ingresos constantes y de
la promesa liberal de un nuevo orden social”, anunciaron las caracte¬
rísticas de las décadas subsiguientes. Para el resto del mundo, la guerra
fue por lo menos dos veces más terrible que su predecesora; para la ma¬
yoría de los canadienses, significó el final de la Gran Depresión Canadá
salió de la guerra con 42 000 muertos —dos terceras partes del total de
bajas de la guerra anterior—, la tercera Marina de guerra más grande del
mundo y la cuarta mayor fuerza aérea. Gran parte de los esfuerzos para
a guerra que se hicieron en Canadá se consagraron a la ampliación de
una base industrial. La deuda de guerra no era abrumadora y las arcas
de la nación estaban repletas de divisas extranjeras. Para Canadá no
existió ninguno de los costosos embrollos coloniales o de ultramar en que
se vieron envueltos sus aliados más grandes. África, India y el Caribe
poco tenían que ver con Canadá. Hacia fines de 1946, la última de sus
fuerzas de ultramar había regresado a casa y se había desmovilizado.
„j lem.a del gobierno para la reconstrucción en la posguerra fue el de
desregulación ordenada". El genio que presidió esto fue el mismo inge-

510
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 511

Este de Canadá: mosaico de fotografías tomadas desde el satélite Landsat-1, en el


que se han dibujado los límites provinciales. Compárese con el mapa asombrosa¬
mente preciso, de la misma zona aproximadamente, de Samuel de Champlain, a
principios del capítulo II de esta misma obra. El gran anillo de agua un poco a la
izquierda del centro es el sitio de dos antiguos lagos en forma de media luna, el
Manicouagan y el Mushalagan, creados cuando un asteroide chocó con la Tierra
hace 210 millones de años; fueron inundados en 1964, luego de la construcción de
una presa, la Manic 5, de la Quebec Hydro.

niero seco y desaliñado que se había encargado de la producción durante


los días de la guerra, C. D. Howe. Sus ejecutivos de un dólar al año de la
época de guerra retomaron a sus imperios de tiempos de paz, pero siguie¬
ron constituyendo una poderosa red política para el único hombre que
respetaban en el gobierno. En su mayor parte, el cuerpo de burócratas
profesionales, engendrados y entrenados durante la guerra, subsistieron
512 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

para darle a la Ottawa de tiempos de paz una aptitud administrativa de


la que rara vez había podido presumir antes. Una de las razones que nos
explican esto fue la de que los nuevos “mandarines" sintieron que se les
necesitaba para impedir la reaparición de una depresión desastrosa.
La perspectiva de una depresión renovada había hecho que los cana¬
dienses contemplaran el final de la guerra con una mezcla de alegría y
miedo. A juzgar por las declaraciones públicas de los líderes empresaria¬
les, nada habían aprendido del desastre del laissez-faire en la década de
1930. Como en 1919, la paz significaba la libertad para los viejos há¬
bitos comerciales. Dentro del gobierno había estallado una enconada lu¬
cha entre quienes proponían el regreso a la libre empresa y los que se
preocupaban por el futuro costoso, incierto, de un Estado benefactor. Al
final, ambas concepciones prevalecieron. La libre empresa pagaría los
costos de la reforma social. Fue la combinación de reforma social y libre
empresa lo que le dio a Mackenzie King su apretada victoria electoral el
11 de junio de 1945. A fines del mes, cheques que contenían subsidios pa¬
ra las familias habían llegado a la mayoría de las madres canadienses.
A las familias que habían ahorrado lo suficiente durante la guerra como
para el desembolso inicial, la Ley Nacional sobre Construcción de Casas
les garantizó hipotecas baratas. Ningún otro país beligerante, ni siquie¬
ra los Estados Unidos, ofreció a sus veteranos oportunidades tan grandes
para su educación, entrenamiento y reincorporación a la vida civil. El
seguro de desempleo, que oficialmente entró en vigor en 1941, cuando la
tasa de desempleo era literalmente de cero, ayudó a realizar la transi¬
ción casi indolora desde la producción de guerra hasta los trabajos indus¬
triales de tiempos de paz. Las pensiones por vejez, de acuerdo con los
medios de que dispusieran las personas, y las asignaciones de dinero de
las provincias para los ciegos y para las madres abandonadas contribu¬
yeron a crear un Estado benefactor que no tenía precedentes en Canadá.
Howe y sus amigos se habían burlado de la “Brigada de la seguridad
social", como llamaron a quienes habían establecido la red de bienestar,
pero podían echar mano de una tradición canadiense mucho más vieja,
la del “bienestar de las empresas”, para realizar la parte que les tocaba
en la reconstrucción de la posguerra. Los ricos incentivos que persuadie¬
ron a los industriales para realizar la producción bélica se utilizaron de
nuevo para persuadirlos de “reconvertir" sus industrias a la producción
de paz. Howe vendió las instalaciones industriales para la producción de
guerra a una fracción minúscula de su costo para los contribuyentes, a
condición de que se pusiesen a funcionar de nuevo para los negocios.
Deducciones por depreciación acelerada y otros recursos fiscales dieron
tan buenos resultados en tiempos de paz como los habían dado durante
la guerra. El seguro para las exportaciones —cuyos riesgos corrían a
caigo del gobierno— incitó a los hombres de negocios a vender en el ex¬
terior. A pesar de su desprecio por el socialismo, Howe no descubrió con¬
tradicción en lo que hizo para proteger las mejores y más innovadoras
de sus principales empresas, como la de Eldorado Nuclear en Port Hope,
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 513

Desde San Francisco,


donde Canadá puso a
prueba su nuevo papel
de "útil conciliador" en
la primera sesión de
las Naciones Unidas,
William Lyon Macken-
zie King y Louis St.
Laurent les dicen a los
canadienses —el 8 de
mayo de 1945— que la
guerra había termina¬
do en Europa.

en Ontario, la Polymer en Sarnia, Ontario, y su creación de la pregue¬


rra, la Trans-Canada Airlines. Los contratos de la Defensa contribu¬
yeron a garantizar que la industria de construcción de aviones de la época
de la guerra levantada por él tuviese un futuro emocionante e innovador.
Y sólo el gobierno, reconoció Howe, tendría la fuerza suficiente para
garantizar a los canadienses un futuro en los campos de la ciencia y la tec¬
nología. Por lo demás, Howe creía que si los estadunidenses deseaban
invertir en Canadá, su dinero sería muy bien recibido.
La "reconversión” industrial, reforzada por un aumento repentino de
poder de compra, desvaneció cualquier amenaza de depresión de pos¬
guerra. Luego de una breve vacilación en 1945-1946, la producción indus¬
trial no tardó en rebasar las cimas de la época de la guerra. Los veteranos
y los antiguos trabajadores de las fábricas de municiones encontraron
empleos de tiempos de paz y los conservaron. Habiendo asegurado sus
salarios en la posguerra, los canadienses pudieron clamar por casas, auto¬
móviles, muebles y los aparatos domésticos que habían estado por enci¬
ma de sus medios, o indisponibles, durante 15 años. El movimiento obrero
organizado, al que se le había garantizado el derecho legal al reconoci¬
miento de los sindicatos y a la negociación colectiva gracias a una orden
del Consejo durante la época de la guerra, eligió el ano de 1946 para de¬
mostrar a los miembros nuevos que podría conseguirles una parte de la
nueva prosperidad. Una dura huelga de la Ford Motor Company en
Windsor, Ontario, estableció las bases del pago obligatorio de cuotas, con
lo que los sindicatos canadienses obtuvieron una seguridad económica
que nunca antes habían conocido. A su vez, la actividad sindical y la pros¬
peridad se combinaron para conseguir para los trabajadores salarios
altos, vacaciones pagadas y otras prestaciones prácticamente desconoci¬
das en los años anteriores a la guerra. Hacia 1949, los sindicatos eran
514 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

cosa común en las industrias básicas y de manufacturas, y casi 30 por


cierto de los trabajadores industriales tenían credenciales sindicales.
Sin que se reconociese realmente el hecho, el Canadá de la posguerra
había evolucionado hasta convertirse en una democracia social. Progra¬
mas sociales universales, un fuerte movimiento sindical y la voluntad del
Estado para crear empleos y eliminar disparidades regionales completa¬
ron una evolución iniciada en la década de 1930. Las experiencias de la
época de la guerra y la prosperidad de la posguerra lo hicieron posible.
Saskatchewan fue rescatada de la bancarrota y transformada en un labo¬
ratorio de innovación legislativa por la ccf y su enérgico y joven primer
ministro, Tommy Douglas. Otras provincias canadienses fueron más
tradicionalistas. La mayoría de ellas gastaron sus crecientes ingresos en
pavimentar carreteras o aumentar el número de escuelas y hospitales pa¬
ra prestar servicio a una población en crecimiento explosivo. Las inicia¬
tivas se tomaron en Ottawa.
La prosperidad canadiense dependió, como siempre, del comercio. La
industrialización aumentó la dependencia de Canadá respecto del capi¬
tal, la pericia y los productos especializados extranjeros, así como de las
materias primas que no había en el país. A su vez, el mundo de la posgue¬
rra necesitó de muchas de las cosas que podía producir Canadá. Los
pagos, por supuesto, eran harina de otro costal. La política de présta¬
mos y arrendamientos que siguió Washington durante la guerra conclu¬
yó bruscamente al llegar la paz. En 1945, la Gran Bretaña y otros Alia¬
dos en bancarrota y devastados tuvieron que hacer frente a una cortante
demanda de pagos por. parte de los Estados Unidos. En Washington, los
negocios eran los negocios. En una Ottawa en búsqueda desesperada de
mercados, los negocios eran más complicados. Esto significó que se de-

Sólo Saskatchewan
siguió la bandera de la
ccf después de la gue¬
rra. La fuerza de este
partido de la izquierda
no estribaba en sus le¬
mas o en los pocos ta¬
bleros de anuncios de
que podía disponer,
sino en el idealismo
práctico de dirigentes
como Tommy Douglas
(al centro), su tesorero
provincial, Clarence Fi¬
nes (izquierda) y Clarie
Gillis, el minero de Ca¬
bo Bretón que tenía la
única curul de la ccf al
este de Toronto.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 515

biese conceder un crédito inmediato de 2 000 millones de dólares a los


compradores extranjeros, a un nivel per cápita mucho más generoso que
el posterior Plan de Recuperación Económica de 1948, patrocinado por
los Estados Unidos.
El plan crediticio de Ottawa fue una política de límites bien definidos.
Cuanto más produjese Canadá para la exportación —y para sus propios
consumidores—, tanto más tendría que importar de los Estados Unidos.
Los bienes manufacturados en las fábricas canadienses a menudo estu¬
vieron muy cargados de componentes estadunidenses. Balanzas comer¬
ciales positivas, que iban desde 250 a 500 millones de dólares en los años
de la posguerra, de poco aprovechaban si Canadá estaba vendiendo a
crédito pero pagaba en dólares estadunidenses. Hacia 1947, la reserva
de posguerra de Canadá, que ascendía a 1 500 millones en moneda estadu¬
nidense, se había reducido a sólo 500 millones e iba desapareciendo a
razón de 100 millones por mes. Mackenzie King se hallaba en Londres
para asistir a la boda de la princesa Isabel y a sus colegas les pareció im¬
pensable convocar al Parlamento en su ausencia. En vez de esto, el minis¬
tro de Finanzas impuso simplemente controles de cambio y prohibió
todas las importaciones que Howe y sus funcionarios considerasen no
esenciales. Los canadienses que deseasen consumir verduras frescas ese
invierno tendrían que comer col o nabos. La gente refunfuñó y se confor¬
mó. El Parlamento no decidiría nada.
Pasó la crisis. Muy pronto, los comienzos de la Guerra Fría canaliza¬
rían inversiones en dólares estadunidenses hacia Canadá. Ajena al pro¬
blema de cambios que se estaba desarrollando, la perforación número
134 de la Imperial Oil en las afueras de Edmonton hizo brotar petróleo
el 13 de febrero de 1947. Rápidamente, una industria nueva produjo una
valiosa exportación para Alberta y redujo millones de dólares a la cuenta
de importaciones de Canadá. En 1948, el Congreso de los Estados Uni¬
dos, como parte de su nuevo Plan Marshall de ayuda al exterior, renovó
para Canadá la mayoría de las ventajas de la cooperación económica
canadiense-estadunidense de que había disfrutado conforme al acuerdo
de Hyde Park de 1941. Para salvar a Europa del comunismo, los negocios
no podían ser simplemente los negocios. Canadá se convirtió también
en la fuente más segura y cercana de minerales, desde el níquel hasta el
uranio, que los planificadores de la estrategia estadunidense deseaban
acumular en caso de que se calentase la Guerra Fría.
La crisis económica de 1947 y sus secuelas constituyeron una notifi¬
cación, por si se la necesitaba, de que la prosperidad de Canadá depen¬
día ahora completamente de los Estados Unidos. John Deutsch, hijo de
un agricultor de Saskatchewan y economista muy capaz, convenció a sus
colegas burócratas de que había llegado el momento de convertir esa
teoría en práctica. Si los aranceles eran un mal, se debía suprimirlos. Va¬
rios ministros liberales prestaron interesados oídos a la defensa del libre
comercio entre Canadá y Estados Unidos realizada por Deutsch. Su pri¬
mer ministro fue más cauteloso. La defensa de la reciprocidad —que era
516 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

lo que entendía Laurier por libre comercio— le había costado a King su


puesto en la elección de 1911. Una larga memoria y una creciente pre¬
ocupación por el dominio estadunidense llevaron finalmente a King a
vetar el proyecto. Por cierto, fue más allá. Cuando estaba a punto de
dejar el poder en 1948, advirtió a sus colegas que saldría de su retiro para
hacer campaña en contra de su propio partido si se intentaba llevar a
cabo el plan. El libre comercio fue mandado de nuevo al congelador.
La integración continental se produjo de todas maneras. Uno de sus
síntomas fue la decisión que tomaron los de Terranova para ingresar en
la Confederación en 1949. La prosperidad del Canadá continental, que
divulgó Joey Smallwood, un popular locutor, se impuso a la orgullosa pe¬
nuria de la independencia. Los Estados Unidos ejercieron una atracción
semejante sobre Canadá. Las barreras comerciales, orgullosamente le¬
vantadas por políticos desde Macdonald hasta Bennett, sufrieron una
rápida erosión cuando Canadá firmó el Acuerdo General sobre Arance¬
les y Comercio de la posguerra, intento realizado por las potencias occi¬
dentales a fin de disolver las barreras comerciales, que fueron uno de los
grandes factores de la Gran Depresión. Inclusive sin un muro arancela¬
rio que explicase la creación de una filial en Canadá, las empresas estadu¬
nidenses podían justificar fácilmente la inversión en un mercado estable
y crecientemente rico. El capital británico había financiado el eje Este-
Oeste de la transportación canadiense; dinero estadunidense, desde la
década de 1920, había pagado las conexiones con el Norte. Los aviones
que volaban sobre los vastos bosques abrieron a los exploradores el Es-

Joey Smallwood y el
poder de la radio me¬
tieron a Terranova
en la Confederación en
1949. Antiguo locutor,
Smallwood utilizó la
radio para imponer a
los líderes de la isla la
opción canadiense. Su
recompensa fueron ca¬
si 23 años de dominio
político de la nueva
provincia insular.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 517

El canal del San Lorenzo, durante largos años prometido, fue otro proyecto de mil
millones de dólares hacia las fechas en que se terminó, en 1959. Estas esclusas cer¬
ca de Comwall, Ontario, nos dan alguna idea de la magnitud de la tarea consis¬
tente en llevar barcos transatlánticos hasta el corazón de América del Norte.

cudo canadiense. Helicópteros y técnicas de observación a distancia am¬


pliaron el asalto de la posguerra. Dos guerras mundiales habían agotado
los ricos yacimientos de mineral de hierro de la cordillera de Mesabi, en
Minnesota. Desde 1894, geólogos canadienses habían conocido la exis¬
tencia de reservas equivalentes en el escabroso interior de Quebec y del
Labrador, pero el acceso a ellas bien podría costar hasta 500 millones
de dólares. Esta cifra era demasiado grande para los canadienses, pero
a fines de la década de 1940 los productores de acero estadunidenses con¬
taban con el dinero y el motivo. Entre 1951 y 1954, 7 000 hombres hicie¬
ron avanzar una línea de ferrocarril hacia el norte desde Sept-Iles, en el
río San Lorenzo, a través de dos túneles y sobre 17 puentes, hasta la po¬
blación en auge de Schefferville, a 576 kilómetros de distancia, en el cora¬
zón de la península de Quebec-Labrador.
Durante años, canadienses y estadunidenses habían discutido las con¬
veniencias de un canal de aguas profundas en el San Lorenzo, pero las
camarillas que defendían los intereses de los ferrocarriles y de la costa
atlántica temían la competencia y eran las que mandaban en el Congreso;
Canadá todavía no podía emprender por sí solo la obra. La prosperidad
de la posguerra y el mineral de hierro del Labrador proporcionaron a los
canadienses una nueva confianza. En 1951, Ottawa declaró que Canadá
no podía seguir esperando. Un año más tarde, convencido de que los ca¬
nadienses hablaban en serio y acicateado por la camarilla del acero de
518 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Ohio, que ansiaba conseguir el barato mineral de hierro del Labrador, el


Congreso decidió finalmente sumarse, a la vez, a la construcción del canal
y al aprovechamiento de su potencial hidroeléctrico. En 1954 se firmó el
convenio. Muchos canadienses se sintieron francamente contrariados:
finalmente habían encontrado el valor para hacerlo por sí mismos.
A lo largo de Canadá, en empresas grandes y pequeñas, el capital estadu¬
nidense financió un auge industrial, manufacturero y extractivo. Entre
1945 y 1955 el capital estadunidense se duplicó en Canadá al pasar de
4 900 a 10300 millones, pero la inversión directa se triplicó. A diferencia
de los inversionistas británicos, que por lo general habían prestado su ca¬
pital, los estadunidenses desearon comprar la propiedad y el control di¬
rectos. Algunos críticos, lo mismo conservadores que socialistas, habían
precavido durante muchos años en contra de la "diplomacia del dólar”
de los Estados Unidos. Una creciente minoría de canadienses compartió
sus temores en la década de 1950. La ccf podía poner el ejemplo de una
América Central empobrecida y mal gobernada como testimonio del cos¬
to del imperialismo de las grandes empresas. Los conservadores insis¬
tieron en que la inversión estadunidense debilitaba los lazos de Canadá
con la Gran Bretaña. En 1956, ambas partes se unieron finalmente para
hacer resistencia al último gran proyecto de C. D. Howe, el de construir
un gran gasoducto transcanadiense, porque había recurrido a empresa¬
rios texanos en busca de capital y tecnología.
Sin embargo, el debate en tomo al gasoducto de 1956 fue político y par¬
tidarista, no económico. Ningún partido dudaba de la necesidad de un
gasoducto, o de cualquier otro desarrollo acelerado por el capital extran¬
jero. La mayoría de los canadienses habían conocido muy poca prospe¬
ridad en los años de la preguerra como para hacer preguntas groseras
acerca de sus causas en la posguerra. Los elocuentes expertos que guia¬
ban al gobierno liberal no sentían mayor aprecio por el nacionalismo eco¬
nómico. Los políticos sabían que el crecimiento económico es el abono
que hace crecer los votos. Los trabajadores afirmaban que los patrones
estadunidenses a menudo pagaban mejores salarios que sus colegas cana¬
dienses. El gasoducto de 3 700 kilómetros se completó callada y lucrati¬
vamente, desde Burstall, Saskatchewan, hasta Montreal, Quebec, en octu¬
bre de 1958.
La prosperidad general desvió la atención de las regiones e industrias
que se habían quedado fuera del auge de la posguerra. Paralizada por la
preferencia por el petróleo y el gas natural, la minería del carbón en am¬
bas costas y en Alberta inició una decadencia casi terminal. Europa va
no podía importar quesos, ganado, tocino o manzanas de Canadá. Ya no
existía un imperio que sirviese de mercado protegido para los automóvi¬
les hechos en Canadá, aunque un creciente mercado intemo, resultante de
la riqueza en el país, ocultó la pérdida de la más grande exportación in¬
dustrial de Canadá. Las distancias y la falta de dólares en ultramar dirigie¬
ron un volumen cada vez mayor del comercio canadiense de exportación
hacia los Estados Unidos. Las barreras arancelarias estadunidenses im-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 519

pedían el paso de la mayoría de los artículos manufacturados, pero co¬


múnmente fue posible abrir un hoyo en los mercados estadunidenses
para la industria editorial, las maderas y el níquel de Canadá. Después de
1952 desaparecieron los excedentes comerciales, pero una inundación
de dólares de inversión estadunidense mantuvo aparentemente solvente
a Canadá y, sin duda, con mayor comodidad que la que hubiesen cono¬
cido antes, en su historia, los canadienses.
Un pueblo contento supo a quién dar las gracias. El 15 de noviembre de
1948, habiendo superado a Sir Robert Walpole como el primer ministro
que hubiese permanecido durante más tiempo en el poder en cualquier
dominio británico, Mackenzie King se retiró finalmente. Elegido el 7 de
agosto por una convención liberal, el nuevo jefe del partido, Louis St. Lau-
rent, había esperado tres meses en un extraño limbo. Líder entre los abo¬
gados de Quebec, nacido en una familia francoirlandesa de tenderos de
la parte este de Quebec, St. Laurent había aportado inteligencia, capaci¬
dad de previsión y una visión del mundo totalmente inesperada a Ottawa
en 1941, cuando se le llamó para que fuese el sustituto bisoño del alter ego
de King, el difunto Emest Lapointe. En su calidad de ministro de Justicia
en 1942, había sabido lidiar con la divisionista cuestión de la conscrip¬
ción y había sobrevivido. Engatusado para hacer una carrera política en
la posguerra con la promesa de que se haría cargo de Asuntos Exteriores,
St. Laurent se convirtió en el único sucesor lógico de King. Elocuente,
paternalista, cauteloso y sagaz, St. Laurent se encargó de los asuntos de
Canadá con la digna moderación de un buen abogado. Sus cualidades
no hicieron sino reforzar una decisión que muchos votantes canadienses
probablemente habían hecho ya cuando acudieron a las urnas en 1949.
En vez del respaldo a regañadientes que consiguió King en 1945, St. Lau¬
rent obtuvo la más vasta mayoría alcanzada en cualquier Parlamento
desde la creación de la Confederación: los liberales obtuvieron 193 cum¬
ies, contra 41 de los conservadores, 13 de la ccf y 10 del Crédito Social.
Cuatro años más tarde, no existió una razón poderosa para revisar el
mandato. La prosperidad de la posguerra había absorbido la pobreza de
la nueva provincia de Terranova, el rearme para la Guerra Fría y un creci¬
miento demográfico sin precedentes. Jamás había durado tanto tiempo
la prosperidad y, en caso de que vacilase, existía el seguro de desempleo
hasta para los pescadores en sus despidos de temporada. Dadas tales rea¬
lizaciones de los liberales, ¿qué nuevas promesas se necesitaban? Para
los liberales, en 1953, la pérdida de sólo 20 cumies, uniformemente distri¬
buidas entre los partidos de la oposición, fue poco más que una reacción
en contra de un exceso. La prosperidad hizo parecer inmortal al gobierno
liberal.

La vida próspera

prosperidad de la posguerra produjo una revolución casi insensible


en la vida de la mayoría de los canadienses. Hasta la década de 1940, la
520 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

mayoría de la gente se había podido definir como pobre, incapaz de alcan¬


zar un “nivel mínimo de vida” calculado mezquinamente. Los trabajado¬
res padecían de despidos por temporada, familias demasiado grandes,
malas cosechas, desempleo cíclico y la certeza de una vejez empobreci¬
da. Después de 1945, muchos de estos riesgos se vieron aliviados por los
subsidios a las familias, el seguro de desempleo y, sobre todo, por el auge
económico. A un mínimo de cinco dólares por niño, el “bono para el bebé”
era el equivalente de una semana extra de salario, cada mes, para una
familia grande. La ocupación plena proporcionó a los sindicatos una fuer¬
za negociadora mayor que la que los economistas convencionales y la
mayoría de los gobiernos deseaban realmente, pero su influencia ayudó
a duplicar el ingreso industrial anual medio desde 1516 dólares en 1946 a
3 136 en 1956. Hacia 1948, los hombres ganaban un salario medio de un
dólar por hora; las mujeres no alcanzarían ese promedio hasta 1956.
Sin duda, siguió habiendo pobres, entre los indígenas, los ancianos y,
especialmente, en las regiones del interior, en donde las industrias y ocu¬
paciones tradicionales se debatían en los márgenes de la economía. En
la primera década después de la guerra se pasaron por alto, en gran me¬
dida, tales excepciones de la nueva riqueza. Las cuestiones sociales que
parecían importar eran los productos derivados de la opulencia: una
presión en pro de la dotación de casas decentes, hospitales, escuelas y
servicios municipales descuidados durante una década y media de de¬
presión y guerra.
En su mayor parte, generaciones de cautelosa frugalidad dieron forma
a las demandas de los ricos nuevos. Los canadienses deseaban una fa¬
milia, un hogar, un poco de tierra y ahorros para aquellos malos tiempos
que tan a menudo se habían aparecido en el pasado. La respuesta com¬
binada a la mayoría de tales necesidades se podía encontrar en los subur¬
bios. En las afueras de cada ciudad canadiense, en vastos espacios lodo¬
sos, brotaron monótonas hileras de casas. Docenas de ayuntamientos
rurales se entendieron de mala gana con una invasión de personas que
ahora pedían agua corriente y drenaje, así como escuelas y caminos.
Compradores de casas novicios aprendieron a soportar instalaciones de¬
fectuosas, maderas mal curadas y todas las trampas de contratistas sin¬
vergüenzas.
Más allá de las ciudades, la vida de los canadienses del campo se trans¬
formó gracias a la electrificación, los excusados de agua corriente y los
caminos pavimentados que facilitaban el acceso a las compras en la gran
ciudad y a los servicios médicos. Por todo el país, los largos y amarillos
autobuses de las escuelas públicas rurales recogían a los niños de las
granjas, y se les proporcionaban a un mayor número de ellos las destre¬
zas y la educación que, a su vez, los atraían hacia las ciudades. Quienes
se quedaron en el campo practicaron cada vez más una agricultura cien¬
tífica, y crearon una bomba de tiempo ecológica con los nuevos produc¬
tos químicos empleados, las nuevas variedades de semillas y las cosechas
más grandes. El impacto más considerable se produjo sobre los medio
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 521

olvidados indígenas de Canadá. El mejoramiento de los servicios médi¬


cos hizo que la tasa de natalidad ascendiese vertiginosamente en las re¬
servas; la educación creó en los indígenas jóvenes una conciencia de su
pobreza, de sus frustraciones, y de un racismo que parecía estar firme¬
mente ligado a la Ley Indígena y a los funcionarios blancos que se en¬
cargaban de su ejecución.
Después de cada una de las guerras mundiales, se ejerció presión sobre
las mujeres canadienses para que cediesen su lugar en el trabajo a los
hombres. Las simples necesidades económicas habían llevado a las mu¬
jeres a hacer resistencia después de 1918; los ingresos crecientes, desde
1945 en adelante, constituyen la mejor explicación del único periodo del
siglo en que se redujo realmente el número de mujeres económicamente
activas. Por primera vez en generaciones, un solo salario industrial podía
sostener a una familia. Además, en contraposición a todos los supuestos
demográficos corrientes, según los cuales la riqueza y la urbanización re¬
ducían las tasas de natalidad, esas familias crecieron hasta alcanzar ta-

Don Mills, suburbio de Toronto, fue la primera ciudad nueva planificada del
país, pero la distribución de sus hogares, lotes y calles curvadas habría de lep -
ducirse en las afueras de todas las grandes ciudades. Los canadienses estaban d
cubriendo un nuevo estilo de vida, centrado sobre una casa, un automóvil, un
centro comercial cercano y una escuela de barrio.
522 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

maños sin precedentes. Hacia 1951, años de baja en la tasa de natalidad


y de restricciones severas a la inmigración habían convertido a los cana¬
dienses en un pueblo de edad mediana. Se podía pronosticar que termi¬
nada la guerra y vueltos a casa los veteranos se produciría un aumento
explosivo del número de nacimientos. Los niños de menos de cinco años
de edad constituían 9.1 por ciento de la población en 1941 y 12 en 1951,
Lo que nadie se esperó es que el aumento de la tasa de natalidad de la
posguerra continuaría hasta la década de 1960.
Los canadienses creían que la educación producía dividendos materia¬
les: empleos, ingresos, oportunidades. Para la mayoría de la gente, los
costos de la universidad y aun de la escuela secundaria habían formado
siempre una barrera que sólo los ricos, o los más inteligentes o los más
ambiciosos de los pobres podían salvar. Uno de los beneficios para los
veteranos de la guerra, después de 1945, fue el de que hombres y muje¬
res que habían prestado servicio podrían pasar tanto tiempo en cualquier
universidad que los aceptase como el que habían pasado en el servicio
uniformado. Hacia 1949, la afluencia de veteranos había casi triplicado
las inscripciones universitarias de la preguerra. No obstante lo mala que
fue la enseñanza, impartida por profesores mal pagados en institucio¬
nes poco atractivas y medio abandonadas, la educación se convirtió en
una de las ventajas que deseaban los canadienses en su sociedad recien¬
temente rica.
La migración suburbana y el aumento de la población infantil agravaron
el problema consistente en cómo dar satisfacción a la nueva demanda de
educación. Desde 1917 hasta 1947, alrededor de un cuarto de millón de ni¬
ños llegaron anualmente a edad escolar; después de 1947, ese te tal se du¬
plicó rápidamente. Edificios feos, utilitarios, podían improvisarse con
tabicones y acero, pero los esclavos explotados que habían enseñado a los
jóvenes de Canadá se encontraron armados de un nuevo status y un mayor
poder de negociación. Entre 1945 y 1961, tanto la inscripción como el
número de maestros de las escuelas elementales y secundarias de Canadá
aumentaron a más del doble. Los salarios de los maestros se triplicaron;
los costos de operación se multiplicaron más de siete veces; los gastos de
capital se elevaron diez veces. Dentro, por supuesto, nada cambió. En la
mayor parte de Canadá, la década de 1950 fue de un rígido conservadu¬
rismo educativo: andar derechito, disciplina y un currículum anticuado.
La escapada suburbana era imposible sin automóviles y carreteras. La
compra aunque fuese de un automóvil de segunda mano fue el comien¬
zo de la huida de muchas familias desde los elevados costos y las limi¬
tadas oportunidades de un barrio pobre urbano. Entre 1945 y 1952, el
número de vehículos de pasajeros casi se duplicó y se duplicó de nuevo
hacia 1962. Los 39 600 kilómetros de carreteras pavimentadas se habían
convertido en 112 000 kilómetros hacia 1960. Ya no constituía una aven¬
tura cruzar Canadá por carretera. Una consecuencia de la nueva riqueza
fue que la mayoría de los canadienses pudieron disfrutar de días de des¬
canso pagados. Las vacaciones, que antes de la guerra habían sido un
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 523

lujo, se convirtieron en una expectativa anual común. Los bordes del Es¬
cudo canadiense se convirtieron en un “país de cabañas”. También las
provincias marítimas y las Rocosas. El turismo atendió a los canadien¬
ses, tanto más urgentemente cuanto que tenía que luchar con el pode¬
roso atractivo de los Estados Unidos.
Casi ningún aspecto de la riqueza de la posguerra fue exclusivo de Cana¬
dá. También los estadunidenses se trasladaron a los suburbios, pidieron
escuelas y educación universitaria, sacaron provecho de las bajas hipo¬
tecas y no hicieron caso de los puritanos intelectuales que se lamentaban
de la grosería del materialismo de masas. Los canadienses tenían sin duda
familias más grandes y, al menos estadísticamente, eran más respetuo¬
sos de la ley y más fieles en materia de religión que sus vecinos. La dis¬
tinción principal entre un suburbio de Toronto y otro de Filadelfia, por lo
menos hasta 1950, era el bosque de antenas de televisión en este último.
No era una distinción de la que disfrutaban la mayoría de los canadienses.
Los canadienses consagraron su recién hallada riqueza a sí mismos y
a sus familias. Una corriente constante de productos nuevos, desde graba¬
doras hasta recipientes herméticos para el refrigerador, se convirtieron
en la prueba de la capacidad de una familia para no ser menos que el
vecino. La imagen de una Viena de la posguerra, que se dedicó primero
a reconstruir su incendiado Teatro de la Ópera, habría sido insoporta¬
blemente ajena al espíritu del país. Fuera del hogar, la mayoría de los ca¬
nadienses encontraron su entretenimiento en el cine local o en bares que
aún separaban, a menudo, a hombres y mujeres. Sólo en Quebec, los res¬
taurantes servían vino con la comida como cosa de rutina. En lo que to-

De pronto, las salas de


estar —y la vida— estu¬
vieron dominadas por
una imagen parpadeante
en blanco y negro, que
rápidamente sustituyó a
la lectura, la conver¬
sación, el aire libre y el
ejercicio. Un argumento
en favor de la televisión
fue que reunía a la fami¬
lia. Saskatchewan, 1952.
524 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

ca a orquestas, teatro y otras artes de la representación, la vida cultural


en Canadá llegó a su punto más bajo a fines de la década de 1940. Sin
las redes de la Canadian Broadcasting Corporation (cbc), en francés y en
inglés, los actores y los músicos se habrían muerto de hambre o se hu¬
biesen tenido que dedicar a lo que muchos de sus compatriotas conside¬
raban evidentemente como "trabajo honrado". Financiada por un pe¬
queño pero impopular pago por licencia para usar receptores, la cbc sirvió
a su público de la radio con más variedad e imaginación que nunca an¬
tes. Por su parte, los oyentes mostraron una intensa devoción por la
"Noche de Hockey en Canadá" —las hazañas de los Maple Leafs de To-
ronto eran las únicas que llegaban a los auditorios de lengua inglesa— y
la sucesión de radionovelas, funciones de variedad y dramas de media
hora comprados a las redes de los Estados Unidos. Las series de la "No¬
che del Miércoles” y del "Escenario” atendieron deliberadamente a los
gustos de una minoría. Las barreras del idioma convirtieron a los que-
bequenses en un auditorio más fiel de los programas de Radio Canadá,
pero fuera de Quebec se oía poco francés.
La cultura quizá sea siempre preocupación de una minoría. El gobier¬
no de St. Laurent conscientemente cultivó a sus partidarios de la élite
cuando invitó a Vincent Massey, antiguo alto comisionado para la Gran
Bretaña, y al padre Georges-Henri Lévesque, de la controvertida joven
facultad de ciencias sociales de la Universidad de Laval, para encabezar
una comisión real que estudiaría el desarrollo nacional de las artes, las
letras y las ciencias en Canadá. Los problemas eran apremiantes. ¿Có¬
mo debería Canadá ingresar en la era de la televisión? ¿Sobrevivirían las
universidades de Canadá cuando se acabaran los millones gastados en

En una era científica, mu¬


chos canadienses creían to¬
davía en los milagros. Cuan¬
do la ciencia no podía hacer
nada, una madre desespera¬
da solía recurrir a un curan¬
dero por la fe como Oral
Roberts, al que vemos aquí
imponiendo las manos en
una tienda cerca de Hamil-
ton, en 1956.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 525

Arriba: en la década de
1950, los pintores ha¬
bían avanzado respec¬
to de los atrevidos pai¬
sajes del Grupo de los
Siete. La exposición de
los Once Pintores, que
tuvo lugar en Toronto
en 1957, reunió a algu¬
nas de las estrellas de
la generación siguien¬
te: desde la izquierda,
Alexandra Luke, Tom
Hodgson, Harold Town,
Kazuo Nakamura, Jock
MacDonald, Walter Yar-
wood, Hortense Gor-
don, Jack Bush y Ray
Mead. Foto de Peter
Croydon. Abajo: un pro¬
ducto de la prosperi¬
dad de la posguerra
fueron los adolescentes
como consumidores in¬
dependientes. Aquí, un
grupo hace uso de su
nuevo poder de com¬
pra, en 1949.

la educación de veteranos? El informe de la comisión, en 1951, reflejó la


preocupación natural de la élite por la vulgaridad de la cultura de masas
y de sus patrocinadores estadunidenses, pero apoyó firmemente el gasto
federal en las universidades, el control de la cbc y del costoso medio nue¬
vo que era la televisión, y la creación de una biblioteca nacional así co¬
mo de una bolsa nacional para subvencionar a artistas y escritores, tea¬
tros y orquestas.
El Informe Massey-Lévesque no tuvo buena acogida en Ottawa. Las
universidades eran responsabilidad de las provincias, como lo eran las
escuelas. Louis St. Laurent padeció pesadillas recurrentes provocadas por
526 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

la duda respecto de la reacción de los electores si se dedicaban impues¬


tos a subsidiar a bailarines de ballet. Sin embargo, en la década de 1950,
eso fue precisamente lo que algunos canadienses anhelaban ver. En
1949, la ambiciosa compañía de danza de Winnipeg se convirtió en pro¬
fesional para unirse a grupos de ballet más jóvenes en Toronto y Mon-
treal. En 1951, tres audaces ciudadanos de Montreal crearon el Théátre
du Nouveau Monde para presentar el repertorio de Moliere. Dos años
más tarde, un hombre de negocios de Stratford, Ontario, Tom Patterson,
realizó su sueño dorado de un festival anual consagrado a Shakespeare,
de primera clase. Siendo Tyrone Guthrie su productor y Alee Guinness su
estrella, Ricardo III se representó en una tienda de circo. En ese mismo
año Jack Bush, Elarold Town y otros, unidos a un grupo llamado de los
Once pintores, convencieron a la cadena de tiendas Simpsons, de Toronto,
para que montara una gran exhibición de arte abstracto. Si Paul-Emile
Borduas y Jean-Paul Riopelle se habían llevado al extranjero su enorme
talento, algunos precursores podrían ganarse por lo menos una modesta
pitanza en su propia patria.
El acontecimiento cultural quizá más significativo de la década se
produjo en septiembre de 1952, cuando la cbc ingresó en la era de la tele¬
visión, con su sello de cabeza. Poco tiempo después, Toronto y Montreal
se convirtieron en grandes centros de producción televisiva, aunque a un
costo que no se podía sufragar simplemente con las licencias por apara¬
to. La publicidad, programas importados baratos —“I Love Lucy", "The
Honeymooners , The Howdy Doody Show”—, drásticos recortes en la
calidad de las emisiones de radio de la cbc y crecientes subsidios parla¬
mentarios minaron la autonomía de la cadena y frustraron las refinadas
expectativas de la Comisión Massey-Lévesque. Por otra parte, una de las
metas de Massey se alcanzó en 1957, después de que la oportuna muerte
de un trío de millonarios le proporcionó a Ottawa la ganancia inespe¬
rada de los impuestos sobre herencias. Un Consejo de Canadá, en gran
parte independizado del control partidarista y burocrático, gastó su pre¬
supuesto de cien millones de dolares en el patrocinio de las artes y de
los estudios académicos.
Nadie que estuviese informado de las encuestas de opinión y de las ci¬
fras de los auditorios en la década de 1950 habría podido afirmar que los
canadienses, de pronto, se habían inclinado por la alta cultura. Lo que
la riqueza creó fue una tolerancia. Cuando el ingreso nacional se elevó
más allá de todo lo esperado, los subsidios a los autores dramáticos, a
los compositores y hasta a los bailarines de ballet no le dolieron a nadie,
aunque algunos políticos se opusieron a que se llegara hasta el extremo
de patrocinar a poetas que escribían obscenidades o en verso libre. La to¬
lerancia contribuyó también a crear un Canadá más diverso culturalmen¬
te: la entrada de 2.5 millones de inmigrantes entre 1946 y 1966 y la extin¬
ción del racismo legalizado.
En la década de 1930, el desempleo masivo había parecido ser razón
suficiente para impedir la entrada de inmigrantes, y negársela inclusive
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 527

a los refugiados desesperados que huían de la Alemania de Hitler. La


ocupación plena fue razón más que suficiente para abrir las puertas, inclu¬
sive a algunos que habían tomado parte en los crímenes del Tercer Reich.
A los internos de los campos de refugiados se les podía convencer fácil¬
mente de que cambiaran un billete para viajar por mar y un permiso de
entrada por el trabajo que los canadienses jamás habían deseado hacer, el
de jornaleros en el campo y el servicio doméstico. Las “personas despla¬
zadas” fueron las precursoras de una gran corriente de personas califi¬
cadas y no calificadas que contribuyeron a poner en explotación las nue¬
vas “fronteras” de recursos y a transformar al Canadá poco agraciado y
centrado en sí mismo con el que se encontraron. En 1947, Ontario hizo
frente a una aguda escasez de obreros calificados tendiendo su propio
puente aéreo hasta la Gran Bretaña.
La guerra y la horrible evidencia del antisemitismo nazi convencieron
finalmente a muchos canadienses de que el racismo era repugnante. El
cambio se produjo muy lentamente. Al anunciar una nueva política de
inmigración, en 1948, Mackenzie King había prometido que el “carácter
fundamental” de la población canadiense se preservaría. Nadie podía afir¬
mar que los funcionarios del gobierno no se fijaran en el color de la piel.
Lo que murió fueron las antiguas y malvadas distinciones que hacían
que los europeos del norte resultasen admisibles, pero no los europeos
del sur. Un gobierno que había metido en campos de concentración a
los canadienses de origen japonés en 1942 y había tratado de expulsarlos
en 1946, para satisfacer el racismo de la costa occidental, tardíamente
concedió la ciudadanía plena a todos los canadienses de origen asiático en
1949. Casi no se oyeron voces de protesta. Saskatchewan y Ontario pro¬
mulgaron leyes sobre derechos humanos que finalmente dieron esperan¬
zas de reparación por los insultos y la discriminación que judíos, negros
e indígenas habían sufrido, como cosa de rutina, durante generaciones.
El prejuicio no quedó abolido, ni siquiera cayó en estado latente, pero

Entre 1947y 1967 llegaron


a Canadá más de tres mi¬
llones de inmigrantes. Aun¬
que Mackenzie King había
declarado que el “carácter
fundamental" de la po¬
blación de Canadá se pre¬
servaría, las barreras racia¬
les tradicionales se vinieron
abajo poco a poco. Sin em¬
bargo, no desaparecieron
necesariamente.
528 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

ya no se pudo exhibir públicamente. Toronto, tan firmemente británico en


su carácter étnico, en 1939, como Belfast o Birmingham, fue transfor¬
mado por italianos y griegos, ucranianos y polacos. Hacia 1961, los pro¬
testantes eran minoría en la Ciudad Reina, pero no se produjeron moti¬
nes ni protestas. Antes bien, los ciudadanos de Toronto se convencieron
de que el cosmopolitismo y los restaurantes mejores figuraban entre las
recompensas de la prosperidad.
Por supuesto, no murieron los viejos prejuicios. Las encuestas de opi¬
nión mostraron que una mayoría de los canadienses veían con descon¬
fianza la afluencia de inmigrantes y que la mayoría de los francocana-
dienses se oponían firmemente. Lo que anestesió las protestas francas
fue la prosperidad, con su ocupación plena. Como siempre, hubo traba¬
jos que los canadienses no querían hacer. Si los recién llegados acepta¬
ban trabajar en las minas y en la polvorienta construcción de edificios,
tenían derecho a los salarios. Si los canadienses preferían educar a sus
hijos para los trabajos de oficina y profesionales, los aprendizajes de
escoceses o alemanes se necesitaban para las tareas calificadas que ha¬
cían posible la existencia de una economía industrial. La feroz compe¬
tencia por empleos escasos, que había dado motivo siempre a los con¬
flictos raciales y religiosos en Canadá, casi se desvaneció en la década
de 1950. Sin un fundamento económico, los viejos atavismos no tuvie¬
ron más remedio que dar vueltas y esperar.
La prosperidad dio a los canadienses una mayor confianza en su pro¬
pia identidad. A su vez, los canadienses, viejos y nuevos, comenzaron a
realizar contribuciones a la comunidad internacional de la ciencia y la
literatura. Los dos premios Nobel de Canadá en ciencias, Gerhard Herz-
berg y John Polanyi, comenzaron a establecer sus reputaciones en este
periodo; Northrop Frye, en Toronto, y George Woodcock, en Vancouver,
iniciaron sus muy diferentes aportaciones al mundo de las letras. Donald
Creighton, que siempre actuó a contrapelo de la opinión, alentó y enco¬
lerizó a una generación de historiadores jóvenes que, con el tiempo, pro¬
porcionaría a los canadienses una nueva conciencia de sí mismos.
El dinero y la confianza cambiaron el Canadá que esos historiadores
describirían. En 1949, por estrecha mayoría, los ciudadanos de Terra-
nova votaron en favor de que se completase la Confederación planeada
en 1865. La mezquindad fiscal que había hecho fracasar negociaciones
anteriores se había convertido en algo absurdo en la década de 1940; el
atractivo de los programas sociales canadienses resultó ser irresistible pa¬
ra los votantes de Terranova. En 1946, los canadienses habían estable¬
cido su propia ciudadanía; en 1949, habían aceptado la supremacía de su
propia Suprema Corte; en 1952, habían aceptado a un canadiense, Vin-
cent Massey, como gobernador general. Si los canadienses se negaban
todavía a asumir la plena responsabilidad de su propia Constitución,
también es verdad que a un pueblo próspero se le podían perdonar uno
o dos caprichos.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 529

Potencia media

En una cálida tarde de septiembre de 1945, ígor Gouzenko se salió de la


embajada soviética en Ottawa y metió a Canadá en la Guerra Fría. La pri¬
mera inclinación de Mackenzie King fue la de devolver a sus amos al ruso
experto en claves. Los canadienses no podían escapar tan fácilmente al
trauma de la posguerra. Tampoco deseaban hacerlo, dada su desacostum¬
brada prosperidad. La guerra parece haber convencido a la mayoría de
los canadienses de la necesidad de desempeñar un papel en el mundo. La
seguridad colectiva, de la que tanto se había burlado Mackenzie King en
la entreguerra, podría haber contenido a Hitler; lo que se pensaba ahora
es que sin duda detendría a Stalin. La prosperidad elevó la confianza de
Canadá en sí mismo e hizo que pareciesen mucho más soportables los
costos de la defensa, la diplomacia y la ayuda externa.
En todo caso, el regreso al aislacionismo hubiese sido imposible. Las
revelaciones de Gouzenko, de que una cadena de espías soviéticos ope¬
raba en Canadá y había logrado penetrar hasta el santuario del Departa¬
mento de Asuntos Exteriores, no hicieron sino renovar la conciencia
de una lucha que había comenzado con la Revolución bolchevique de
1917. En vez de la antigua inmunidad geográfica de que había disfruta¬
do, Canadá se encontró colocado de pleno entre dos vecinos hostiles.
Canadienses informados podrían alegar que una Unión Soviética devas¬
tada por la guerra tendría trabajo más que suficiente con absorber a sus
nuevas satrapías europeas, pero los canadienses, desde 1940, ya no eran
los únicos jueces de lo que debían hacer para su propia defensa. Aguda¬
mente conscientes de cjue Washington jamás había reconocido la sobe¬
ranía de Canadá en el Ártico —el vital amortiguador geográfico entre los
Estados Unidos y Rusia—, los funcionarios de Ottawa confesaron que
tendrían que hacer más por la defensa continental que lo que justificase
cualquier serena estimación de los riesgos. De otro modo, los Estados
Unidos podrían despojar a Canadá de su vasto futuro geográfico por mo¬
tivos de defensa. . . ,
No todos los canadienses estuvieron de acuerdo. El aislacionismo ha¬
bía sobrevivido a la guerra, especialmente en el Canadá francés y en las
universidades. En un conflicto soviético-estadunidense, sólo los sona¬
dores podrían creer en la neutralidad canadiense, pero la perspectiva de
una guerra nuclear podía engendrar a miles de tales soñadores. Mac¬
kenzie King se había sentido tan desalentado como cualquiera por el ca¬
riz que iba cobrando la política de las potencias en la posguerra. Pero el
y su cautela ya no existían en 1949. En Louis St. Laurent, los capaces y
ambiciosos funcionarios del Departamento de Asuntos Exteriores en¬
contraron a la persona dispuesta a librar sus batallas en el Gabinete y a
expresar su audaz visión del lugar que le correspondía a Cañada en el
mundo. Independientemente de lo que pudiesen desear intelectuales,
aislacionistas y un minúsculo grupo de apologistas del comunismo, a la
mayoría de los canadienses les interesó mucho su estatura internacional
530 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

y se dejaron convertir por la doctrina, en otro tiempo sospechosa, de la


seguridad colectiva.
Mientras duró la alianza de la época de guerra, los funcionarios cana¬
dienses habían insistido en un “principio funcional": la representación
en los consejos de las Naciones Unidas sólo cuando Canadá pudiese ser
un actor de primer rango. Por lo que toca a asignar suministros o ali¬
mentar refugiados, los canadienses debían tener voz y voto; en materia
de gran estrategia, no abrirían la boca. En San Francisco, en mayo de
1945, los delegados canadienses aplicaron el mismo “principio funcio¬
nal” al papel de Canadá en las nuevas Naciones Unidas. Entre las gran¬
des potencias, propensas a monopolizar la toma de decisiones, y una
multitud de países menores con voz pero sin poder efectivo, Canadá era
una “potencia media" con minúscula influencia como para poseer una
voz global, pero con una fuerza material demasiado grande como para que
no se le tomase en cuenta.
En general, la categoría de “potencia media” no era un rango que las
principales potencias se dignasen tomar en cuenta. Canadá quedó ex¬
cluido de las conversaciones sobre un tratado de paz con Alemania, lo
que fue pretexto suficiente para que retirara sus fuerzas de ocupación
en 1946 y no enviase más que sus buenos deseos al puente aéreo de Ber¬
lín en 1948. Dentro de las Naciones Unidas, que habían caído en punto
muerto casi inmediatamente en virtud de los tempestuosos debates de
la Guerra Fría, las aspiraciones canadienses de independencia se vieron
brutalmente contrariadas por Andréi Gromyko: no era, dijo el delega¬
do soviético, más que “el aburrido segundo violín en la orquesta estadu¬
nidense".
La acusación era lo suficientemente cierta como para resultar pro¬
fundamente hiriente. Los diplomáticos canadienses se esforzaron por
proporcionar a su país opciones fuera de la esfera de los Estados Uni¬
dos. Luego del Tratado de Bruselas de 1948, concertado entre la Gran
Bretaña, Francia y los Países Bajos después de la captura soviética de
Checoslovaquia, Ottawa había utilizado una invitación para formar par¬
te de la alianza como palanca para meter en ella a los Estados Unidos.
Promovida por Escott Reid, ingenioso funcionario de Asuntos Exterio¬
res, una alianza noratlántica era casi “una solución providencial" para
multitud de problemas canadienses. Impediría un nuevo aislacionismo
estadunidense, pero sujetaría también a los políticos de Washington a
la influencia de aliados más poderosos que Canadá. Podría inclusive
crear una comunidad económica más amplia para un país que buscaba
desesperadamente opciones que lo liberasen del abrazo comercial de los
Estados Unidos. Entre los doce signatarios que se reunieron en Wash¬
ington en abril de 1949, hubo muchos que reclamaron el mérito de ha¬
ber sido los autores de la Organización del Tratado del Atlántico Norte
(otan); un puñado de canadienses podían enorgullecerse de manera
discreta pero sincera de su creación. Una potencia media próspera ha¬
bía demostrado su valor.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 531

La otan y el Plan Marshall de 1948 solidificaron las líneas del frente


de la Guerra Fría en Europa. No afectaron la titánica guerra civil que se
libraba en China y que concluyó en 1949 con un triunfo comunista. Otta-
wa, aunque con sus reservas, bien podría haber reconocido al nuevo ré¬
gimen. Por una vez, siguió a los Estados Unidos y no hizo nada. De pron¬
to, en junio de 1950, fuerzas del Estado-cliente soviético de Corea del
Norte invadieron la república del Sur, respaldada por los Estados Uni¬
dos. Un boicot soviético en las Naciones Unidas permitió al Consejo de
Seguridad autorizar la asistencia de éstas, aunque un indignado Esta¬
dos Unidos habría llevado allí sus tropas de todas maneras. El apoyo de
las Naciones Unidas le facilitó a Ottawa el envío de tres destructores y el

René Lévesque entrevista a soldados francocanadienses en Corea. Silos quebe-


quenses, como otros canadienses, se vieron desconcertados y sorprendidos por su
papel en el mundo de la posguerra, Lévesque se convirtió en su guía e intérprete a
través de su excelente programa de televisión titulado Point de Mire. A su vez, su
credibilidad como comentarista le otorgó credenciales poderosas como político.
532 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

poner a disposición de los aliados un escuadrón de aviones de transpor¬


te. Seis semanas más tarde, cuando las fuerzas de las Naciones Unidas
se vieron obligadas a retroceder hasta una estrecha cabeza de puente, el
gobierno de St. Laurent añadió una brigada de 5 000 hombres a sus
fuerzas. Ocho meses más tarde, cuando los soldados canadienses entra¬
ron en batalla finalmente, la campaña había corrido hacia arriba y ha¬
cia abajo de la estrecha península y cientos de miles de soldados chinos
habían acudido en ayuda de Corea del Norte. Los canadienses partici¬
paron en otros dos años de lucha a lo largo del paralelo 38 hasta el ar¬
misticio de 1953. El costo para Canadá fue de 312 vidas.
Apenas la guerra en el Lejano Oriente había absorbido a todas las fuer¬
zas estadunidenses disponibles cuando sus aterradoras implicaciones
se hicieron patentes a los planificadores de la otan. ¿Los rusos habían
atraído deliberadamente el poderío de los Estados Unidos hacia un remo¬
to confín del Asia para dejar sin defensas a Europa? En vez de un tranquilo
rearmamento, la otan necesitaba inmediatamente fuerza. El comandante
aliado de la época de la guerra, el general Dwight Eisenhower, fue sacado
de su retiro para convertirse en supremo comandante aliado en Europa.
Ottawa tuvo que responder. Se reclutó una nueva brigada para Europa, y
una reserva inmediata de una división de infantería, en total 15 000 hom¬
bres. Dos escuadrones de cazas a propulsión fortalecerían las obsoletas
fuerzas aéreas de la otan. Un programa de construcción de destructores de
escolta haría frente a la amenaza submarina soviética en el Atlántico. Los
gastos canadienses en defensa, que en 1947 eran tan sólo de 196 millo¬
nes de dólares, se elevaron hasta 2 000 millones hacia 1952, o sea a 2/5
partes de todo el gasto federal de ese año. En la crisis, se desvaneció
rápidamente la original esperanza canadiense de que la otan pudiese ser
también una unión económica e inclusive cultural. Hasta lo impensable
era posible: Alemania Occidental fue rearmada y dos vecinos enconada¬
mente rivales, Grecia y Turquía, se añadieron a la otan para “asegurar”
su flanco meridional.
La otan creció bajo una amenaza más peligrosa que la de Corea. Mu¬
cho más pronto de lo previsto por los expertos, la Unión Soviética había
probado su primera bomba atómica en 1949. Vinieron enseguida y rápi¬
damente las armas termonucleares. Lo mismo los grandes aviones de
bombardeo, capaces de llevar la devastación nuclear hasta el corazón
de América del Norte. Elegido presidente en 1952, Eisenhower cambió la
estrategia de los Estados Unidos por una política de contención nuclear.
Podría ahora comenzar una nueva guerra mundial en Europa occiden¬
tal, o la destrucción mutua de las superpotencias. En cualquiera de los
casos, Canadá se vería envuelto. Por primera vez cobró importancia real
la defensa de su vasto territorio. Para proteger las instalaciones atómi¬
cas de los Estados Unidos, brotaron en el vasto territorio septentrional
de Canadá tres conjuntos de estaciones de radar, la de Pinetree, la del
Canadá-medio y la de las líneas de Alarma Temprana a Distancia. Escua¬
drones de aviones de caza practicaron intercepciones. Centenares de
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 533

millones de dólares se emplearon en la creación de un interceptor super¬


sónico, el Avro Arrow, lo suficientemente poderoso como para cubrir las
distancias canadienses.
Un número sorprendentemente pequeño de canadienses, francófonos o
anglófonos, habían condenado la otan, la intervención en Corea o el rear¬
me de la década de 1950. Brooke Claxton, el ministro de la Defensa que
dirigió la triplicación de las fuerzas armadas, creyó inclusive que la cons¬
cripción había perdido sus peligros políticos. Su fe no fue sujeta a prue¬
ba: regiones a las que había dejado a un lado la prosperidad llenaron
con voluntarios las filas de las fuerzas en crecimiento. Las implicaciones
de la era nuclear se fueron comprendiendo lentamente. El rearme había
aliviado una ligera recesión en 1949, y repartió empleos y contratos. Co¬
mo parte del acuerdo de 1954 para construir la línea de radares de Alarma
Temprana a Distancia en el extremo norte, Washington reconoció in¬
clusive una soberanía territorial de Canadá en el Artico.
La Guerra Fría incrementó también el compromiso bilateral de Canadá
con los Estados Unidos. Después de 1947, las fuerzas armadas canadien¬
ses cambiaron sistemáticamente sus equipos, tácticas y métodos de entre¬
namiento británicos por los de los Estados Unidos. Las tropas canadien¬
ses de la otan se sumaron al Ejército Británico del Rin, pero la división
de la fuerza aérea canadiense quedó integrada en la fuerza aérea de los
Estados Unidos. Las defensas aéreas de Canadá se desarrollaron en
estrecha cooperación con los Estados Unidos desde mucho antes de que
el Comando de Defensa Aérea de América del Norte quedase formal¬
mente establecido en 1957.
Por racionales, beneficiosos y aun ineludibles que puedan haber sido
los arreglos a que llegó Canadá durante la Guerra Fría, también pudie¬
ron constituir una frustración para quienes habían imaginado papeles
más creativos e idealistas para una potencia media joven y próspera. Si
la otan había demostrado ser algo menos que una providencial escapa¬
toria del yugo bilateral, quizá había más esperanzas en una asociación
dentro de la Comunidad Británica de Naciones, a la que, por definición,
los estadunidenses no podían pertenecer. Mackenzie King y St. Laurent
eran merecedores de gran parte del mérito de haber ampliado un peque¬
ño club de dominios blancos hasta convertirlo en una organización domi¬
nada por países del Tercer Mundo y por las preocupaciones de éstos.
Fue King —nieto de William Lyon Mackenzie, el líder de la rebelión de
1837_quien ayudó a convencer a Jawaharlal Nehru, de India, de que el
ser miembro de la Commonwealth era compatible con una larga y a veces
cruel lucha por la independencia. La poca simpatía de Louis St. Laurent
por muchas de las cosas que eran ostentosamente “británicas" le dieron
afinidad con el líder de India y los más nuevos miembros de la Common¬
wealth. A su vez, las conexiones con esta última convirtieron a Canadá
en una fuente lógica de observadores militares enviados a Cachemira
después de la primera Guerra Indo-paquistana de 1948. En Colombo,
capital de la antigua Ceilán (hoy Sri Lanka), en 1952 una conferencia de
534 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

la Comunidad Británica de Naciones comprometió a Canadá en su pri¬


mer programa importante de ayuda al exterior.
Sin embargo, al igual que la otan, la Commonwealth le proporcionó a
Canadá tan sólo flacas opciones. Como si se tratase de una asociación
estudiantil, la Comunidad no podía intervenir mayor cosa en las carre¬
ras y vidas privadas de sus miembros. Sólo unos cuantos de los nuevos
miembros conservaron las instituciones parlamentarias que simboliza¬
ban una herencia común británica. El conspicuo neutralismo de Nehru
y las políticas diversas y a menudo encontradas de otros miembros cons¬
tituían un recordatorio de que la Comunidad Británica de Naciones so¬
brevivía como foro, no como alianza. No todos los canadienses entendie¬
ron los cambios o los aceptaron cuando lo hicieron.
Después de la otan y de la Commonwealth, el tercer foro multilateral de
Canadá fueron las Naciones Unidas. Los canadienses habían dado aco¬
gida a la nueva institución mundial, en 1945, con un idealismo emotivo
que había logrado sobrevivir a los peores años del punto muerto de la
Guerra Fría. Tal vez fue por la relativa proximidad de Nueva York, o por
la conciencia culpable de haber abandonado la Sociedad de Naciones,
canadienses del común, así como sus diplomáticos, mostraron una fideli¬
dad constante a una organización mundial que frustró más a menudo que
cumplió las esperanzas de quienes la formaron.
La paciente entrega de Canadá a la causa de las Naciones Unidas obtu¬
vo finalmente su premio en Suez. Lester Pearson, uno de los más capa¬
ces hombres que O. D. Skelton designó para el Departamento de Asuntos
Exteriores, pasó de ser burócrata a político cuando sustituyó a St. Lau-
rent en 1948. El prestigio de Pearson fue valioso para Canadá y para el
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en 1956. Fue un año di¬
fícil. Furioso porque los Estados Unidos se habían negado a financiar su
proyecto de la presa de Asuán, el 26 de julio, Gamal Abdel Nasser, de Egip¬
to, quitó el canal de Suez, entre los mares Mediterráneo y Rojo, a sus due¬
ños británicos y franceses. Los pagos que se hacían para recorrer la vital
ruta de transporte por mar sustituirían al dinero estadunidense necesa¬
rio para financiar la presa que se construiría sobre el Nilo en Asuán. A su
vez, la Gran Bretaña, Francia y el pequeño y amenazado Estado nuevo de
Israel tramaron venganza en secreto. Conforme a lo planeado, Israel
atacó primero, a fines de octubre, y metió una punta de lanza de blinda¬
dos en el Sinaí. Como habían convenido con Israel de antemano, la Gran
Bretaña y Francia ordenaron tanto a Egipto como a Israel que se aparta¬
ran del canal y, con toda la rapidez que les permitió su herrumbrada ma¬
quinaria de guerra, pasaron a intervenir directamente y bombardearon
la zona del canal.
Gran parte del mundo se indignó. Los países del Tercer Mundo simpa¬
tizaron casi instantáneamente con Egipto. Los rusos, que querían como
cliente a Nasser, amenazaron con bombardear París y Londres. Los es¬
tadunidenses estaban furiosos porque no se les había consultado. Hasta
la sangre de St. Laurent hirvió ante tal aparente imperialismo británico
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 535

de última hora. Así también, la suposición que se habían hecho en White-


hall, de que el régimen de Nasser se vendría abajo, demostró ser absurda¬
mente equivocada. Para agravar la crisis, el asunto de Suez coincidió con
la brutal represión soviética de un levantamiento en Hungría.
Por una vez, las Naciones Unidas renunciaron a sus simulaciones de
pacificación y la razón más patente de ello fue la obra de Lester Pearson
y la fama a que se había hecho acreedor Canadá en una década de di¬
plomacia de potencia media. Al interponer entre los combatientes una
fuerza de paz multinacional, las Naciones Unidas ayudaron a sacar del
embrollo a las fuerzas británicas y francesas, en tanto que los israelíes
regresaron a sus fronteras. Con toda propiedad, el canadiense que había
mandado a los inspectores de la tregua de las Naciones Unidas en la fron¬
tera de Israel, el teniente general E. L. M. Bums, se hizo cargo de la nue¬
va Fuerza de Urgencia de las Naciones Unidas. Entre sus primeros pro¬
blemas figuró el de atenuar el tajante rechazo del coronel Nasser a los
Queen's Own Rifles de Canadá, entre otras causas, por sus uniformes y
tradiciones de estilo británico. Luego de cansadas negociaciones, a Cana¬
dá se le permitió suministrar tropas administrativas para el apoyo mun¬
dano pero necesario de la fuerza de las Naciones Unidas.
En Canadá, los logros de Pearson recibieron críticas en pro y en contra.
Las encuestas de opinión mostraron que la mayoría de los canadienses
habían simpatizado con la Gran Bretaña y Francia. Los electores resin¬
tieron su humillación a manos de un jefe egipcio que, grotescamente,
había conseguido el respaldo tanto de la Unión Soviética como de los
Estados Unidos. Pocos comprendieron lo intrincado de la diplomacia de
Pearson o la magnitud de sus logros. Mientras que el mundo pudo com¬
prender por qué se le dio a Pearson el premio Nobel de la Paz de 1957,
muchos de los ciudadanos de esa potencia media que era Canadá no lo
hicieron y su inconformidad tendría consecuencias.

Descontentos regionales

La prosperidad de la posguerra pareció anestesiar a los canadienses


respecto de la política. Maurice Duplessis, que volvió al poder en Quebec
en 1944, y el primer ministro conservador de Ontario, George Drew, en¬
cabezaron una resistencia ritual a un todopoderoso gobierno central,
pero sus votantes respaldaron a los liberales en las elecciones federales.
Partidarios de la ccf quitaron a los comunistas el control de los nuevos
sindicatos industriales, pero sólo en la Columbia Británica, Saskatchewan
y Manitoba la ccf recibió muchos votos. La riqueza petrolera conservó a
Alberta para el Crédito Social.
Los acuerdos acerca del impuesto sobre la renta de la época de la gue¬
rra mostraron la manera como Ottawa podría llevar a efecto la propo¬
sición que la comisión real Rowell-Sirois hizo en 1940, para la redis¬
tribución del ingreso desde las provincias ricas hasta las pobres. Los
536 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

primeros ministros de las provincias más ricas procuraron que tales pro¬
yectos no sobreviviesen al periodo de urgencia de la guerra. Al final,
sólo Quebec insistió en recaudar por separado un ingreso sobre la renta,
pero todos pidieron una parte creciente de la fuente de ingresos más rica
de Ottawa. Las provincias necesitaban el dinero para carreteras, hospi¬
tales y escuelas que los electores suburbanos reclamaban. El rearme, los
programas sociales y algunos esfuerzos no muy grandes en pro de la
igualación interprovincial más que triplicaron los egresos de Ottawa en¬
tre 1946 y 1961. En ese mismo periodo, los gastos municipales se elevaron

John Diefenbaker durante una gira de campaña electoral en Saskatchewan, en


1965, entre la gente que lo conocía y lo quería. Los agricultores de las praderas
obtuvieron sólidos beneficios gracias a las políticas de Diefenbaker y su imagen
como marginado y oprimido evocó un reconocimiento instantáneo en los votantes
del Oeste.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 537

en 580 por ciento y los egresos provinciales en 638. Los ministros de Fi¬
nanzas federales regularmente presumieron de excedentes que represen¬
taban la mitad de todo el presupuesto de Quebec o de Ontario; pero sus
colegas provinciales se retorcieron bajo la hostilidad de sus electores
para con los nuevos impuestos sobre ventas. Ottawa dispuso de sus ex¬
cedentes regulares anunciando un programa de costo compartido para
la ampliación de las universidades, la terminación de una Carretera Trans¬
canadiense y la creación de nuevas escuelas técnicas. Las provincias ri¬
cas se beneficiarían; las pobres tendrían que luchar desesperadamente
para que les tocase una parte. Pagando sólo 25 centavos por cada 75 de
Ottawa, Ontario pudo construir 196 secundarias vocacionales en 1962;
provincias menos favorecidas se tuvieron que contentar con mirar.
Maurice Duplessis, de Quebec, pidió una compensación financiera por
proyectos de desarrollo federal que había rechazado: Ottawa no le hizo
caso.
Los políticos provincianos también sintieron la inconformidad de las
regiones y de los grupos a los que no había llegado la prosperidad de la
posguerra. En un Canadá que se estaba urbanizando, las legislaturas se
hallaban dominadas todavía por la gente del campo y de las pequeñas
poblaciones, que era la que menos había salido ganando gracias a la
economía cambiante. Los agricultores del Este resentían la pérdida de
sus mercados para el tocino, las manzanas y los quesos. Una epizootia
de fiebre aftosa devastó, en 1952, la industria ganadera de las praderas.
En ese año, los productores de trigo del Oeste levantaron una cosecha
óptima de 19 millones de toneladas. La recuperación europea y la feroz
competencia de otros proveedores de granos convirtieron la cosecha en
desastre económico. Gran parte del mundo podría estar pasando ham¬
bre, pero el trigo de las praderas se amontonaba en improvisadas bodegas
canadienses esperando compradores. Los agricultores querían dinero
para poder aguantar; Ottawa se los negó. Los precios, artificialmente con¬
trolados durante los años de la guerra, se hundieron ahora bajo la pre¬
sión del mercado. . , ,
Hacia la década de 1950, la cautela fiscal se estaba poniendo de moda
en Ottawa. La Guerra de Corea había elevado la inflación hasta 10 por
ciento anual. La ccf pedía controles de precios. James Coyne, el nuevo
gobernador del Banco de Canadá, sermoneó a los canadienses por vivir
por encima de sus medios y elevó las tasas de interés. La Ottawa oficia
había aceptado la sabiduría económica de John Maynard Keynes: gastar
en los tiempos malos, aunque se tenga que pedir prestado, y ahorrar en
los tiempos buenos para pagar las deudas. El “dinero caro de Coyne,
más los excedentes del tesoro federal, casaban bien con la receta para
contrarrestar el ciclo de Keynes en los tiempos buenos pero esa política
encolerizó a los agricultores, a los comerciantes y a todos los que depen¬
dían de un crédito barato. La falla principal del nuevo saber económico
era política: no todas las regiones eran prósperas, pero todas teman votos.
Los liberales de provincia fueron los primeros en pagar las consecuen-
538 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

cias. En 1935, habían gobernado todas las provincias salvo dos. Hacia
1956 sólo sobrevivían cuatro regímenes liberales. En ese año, el conser¬
vador Robert Stanfield destruyó el más viejo de éstos, en Nueva Escocia.
En Ontario y Quebec, la prosperidad ayudó a los conservadores y a la
Union Nationale a mantener el poder. En las praderas, un debilitado Par¬
tido Liberal habría de perder Manitoba en 1958. Los recuerdos de la De¬
presión y un estilo reformista con profundo arraigo habían conservado
en el poder a la ccf de Tommy Douglas en Saskatchewan. En 1952, libe¬
rales y conservadores de la Columbia Británica se pusieron de acuerdo
para un mañoso voto transferible a ñn de sacar del juego a la ccf. El be¬
neficiario sorpresa resultó un conservador que se había pasado a los del
Crédito Social, W. A. C. Bennett. Sólo en Terranova se hallaba seguro el
liberalismo, bajo el gobierno cada vez menos liberal de un solo hombre,
Joey Smallwood.
Las vacaciones que se había dado Canadá respecto de la política ter¬
minaron cuando el debate sobre el gasoducto de 1956. Un debate de dos
semanas debería haber bastado para un proyecto que todos los partidos y
la mayoría de los canadienses deseaban. Al dar por terminado el debate,
C. D. Howe se vio como un anciano arrogante con prisa. St. Laurent, que
tenía 74 años, parecía ser demasiado viejo, pura y simplemente. ¿Los
liberales habían estado en el poder demasiado tiempo? George Drew, lí¬
der de los conservadores desde 1948, podría haber sofocado ese estado de
ánimo cuestionante con su propia almidonada arrogancia, pero la mala
salud lo quitó repentinamente de la escena. Para desazón de los conser¬
vadores, una convención convocada para encontrar un dirigente eligió a
John Diefenbaker, un solitario conservador de Saskatchewan de estilo
demagógico y un historial de apoyo a las causas de los desposeídos. En
el espacio de unos cuantos meses, los auditorios electorales se emocio¬
naron ante una pasión política que no habían visto desde hacía años. Por
vez primera, muchos canadienses observaron a sus aspirantes a diri¬
gentes en el parpadeante blanco y negro de la televisión. Diefenbaker pa¬
recía dinámico. St. Laurent, francamente cansado e incómodo. Las imá¬
genes produjeron sus resultados. El 10 de junio, muchos canadienses
votaron por los conservadores, seguros de que Diefenbaker no podía ga¬
nar pero deseando que lo hiciera. Y lo hizo.
Con un Parlamento de 112 conservadores, 107 liberales, 25 de la ccf y
19 del Ci édito Social, St. Laurent podría haber formado una coalición,
pero se sentía demasiado deprimido como para intentarlo. Se retiró in¬
mediatamente. En el espacio de unas cuantas semanas, el gobierno de
Diefenbaker elevó las pensiones de vejez desde 40 a 56 dólares, pagó a los
agricultores su trigo y le demostró a la Comunidad Británica de Naciones
que un Canadá conservador daría su apoyo a su primer miembro africa¬
no, Ghana, en contra de los miembros blancos del club. Los liberales eli¬
gieron como su líder a Lester Pearson, quien gozaba de prestigio por su
premio Nobel. Advertido por las encuestas de que no le convenía correr el
riesgo de una disolución, el líder novicio utilizó las pruebas de una eco-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 539

nomía que se hallaba empeorando para invitar a los conservadores a que


le devolvieran el poder a sus más experimentados predecesores. Era lo
único que necesitaba Diefenbaker. Armado con un documento secreto
del Gabinete que advertía a los liberales de los malos tiempos, el primer
ministro hizo polvo a sus enemigos retóricamente. Luego, disolvió el Par¬
lamento y repitió su discurso de campaña ante docenas de extasiados
auditorios. El 31 de marzo de 1958, simplemente no hubo competencia.
Los partidos más pequeños quedaron destruidos. Sólo 49 liberales y 8
de la ccf sobrevivieron para enfrentarse a una falange de 208 conserva¬
dores. Quebec, por instrucciones de Duplessis, dio 50 de sus 75 curules
al monolingüe abogado bautista de Saskatchewan.
La victoria fue demasiado grande. El enorme mandato se convirtió en
un premio que Diefenbaker se negó a poner en peligro mediante deci¬
siones duras. Por el contrario, se disolvió en la indecisión. La minúscula
oposición se vio en libertad de utilizar todas las viejas tácticas obstruc¬
cionistas de los conservadores para entorpecer la ejecución de los planes
del gobierno. La clausura, que los conservadores consideraban ofensiva
cuando se encontraban en la oposición, les pareció igualmente repug¬
nante desde el poder. El haber estado al frente de un bufete de abogados
y haber permanecido durante una generación en la oposición no habían
preparado a Diefenbaker para el poder. Los burócratas, ansiosos de de¬
mostrar su calidad profesional mediante su lealtad al nuevo gobierno, no
por ello dejaron de ser tratados como enemigos. De acuerdo con una po¬
lítica decidida de la noche a la mañana, Diefenbaker anunció que 15 por
ciento de las importaciones de Canadá se desplazaría de los Estados Uni¬
dos a la Gran Bretaña. Cuando la Gran Bretaña respondió ofreciendo
un libre comercio, Diefenbaker no se sintió contento y nada dijo. Cuando
los británicos le propusieron luego formar parte de la Comunidad Eco¬
nómica Europea, Diefenbaker insistió en que la Comunidad Británica de
Naciones se opusiese a la iniciativa británica. Funcionarios veteranos
del Departamento de Asuntos Exteriores fruncieron el ceño. La confian¬
za de funcionarios y periodistas en la congruencia o en la capacidad del
primer ministro se vino abajo.
Mientras estuvieron en el poder, los conservadores hicieron mucho por
la gente que los había llevado hasta él. Nuevos programas alentaron a
agricultores marginales a abandonar la tierra y ayudaron a otros a pros¬
perar. El gobierno hizo caso omiso de las presiones de los Estados Uni¬
dos y de su propia ideología al abrir en China un mercado enorme para
el trigo canadiense. Comisiones reales, encabezadas por conservadores
leales, iniciaron estudios conducentes a la reforma fiscal, a la reorganiza¬
ción de los servicios médicos públicos y de las fuerzas armadas. La nue¬
va Junta Nacional de Energía convirtió a todo el Canadá situado al oeste
del río Ottawa en un mercado seguro para el petróleo de Alberta. La nue¬
va Junta de Regentes de la Radiodifusión concedió a destacados con¬
servadores licencia para el establecimiento de la primera red de tele¬
visión comercial, la Canadian Televisión Network, en lengua inglesa,
540 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

que habría de competir ahora con la cbc por la publicidad y por los pro¬
gramas de las redes estadunidenses.
Diefenbaker y sus ministros más capaces le dieron al oeste de Canadá
una voz en Ottawa de la que nunca antes había disfrutado. Quebec, en
cambio, hervía de indignación por su débil representación en el gobierno.
Cuando una recesión se profundizó en Canadá, a fines de 1950, de cada
despido en Quebec se hizo culpable a Ottawa. Los hombres de empresa
y los financieros se sentían indignados por un gobierno ostensiblemente
conservador que gastaba más que su predecesor. Donald Fleming, minis¬
tro de Finanzas y portavoz de Toronto en el gobierno, nada pudo hacer
para frenar los crecientes déficits. La decidida insistencia de James Coyne
en que debían apretarse los lazos de la bolsa del dinero ante la recesión
era una locura económica que causó su despido del Banco de Canadá en
1961. Pero al atacar a Coyne por su pensión de retiro, no por sus princi¬
pios, Diefenbaker consiguió lo que parecía casi imposible de realizar:
convirtió al banquero en mártir popular.
Hasta las buenas decisiones fueron contraproducentes. Los liberales
reelegidos probablemente habrían cancelado el programa de construcción
del Avro Arrow, por considerarlo por demás extravagante y tecnológi¬
camente defectuoso. En cambio, Diefenbaker se sintió nervioso durante
meses. Cuando cayó el hacha en febrero de 1959, Avro había convencido
a la mayoría de los canadienses de que el Arrow era una maravilla su¬
persónica; la compañía, así también, no había hecho absolutamente na¬
da por los 14 000 hombres y mujeres que fueron despedidos el “Viernes
Negro’’. En unos cuantos días, cada Arrow fue desmantelado. En vez de
decir la verdad acerca de un avión defectuoso y de una empresa inepta,
Diefenbaker proclamó que los cohetes habían hecho caer en obsolescen¬
cia a los aviones de caza y de bombardeo tripulados. Al cabo de unos
cuantos meses, Canadá estaba regateando con Estados Unidos para la

El avión Avro Arrow era un


"pato muerto" cuando salió
del hangar para que lo viera
una aclamante multitud en
1958. Un avión magnífico,
fue más caro y estuvo más
cargado de problemas de lo
que podía soportar un go¬
bierno al borde de la rece¬
sión. El Arrow dio la medi¬
da —y los límites— de la
capacidad de Canadá para
competir en materia de alta
tecnología.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 541

adquisición de un caza estadunidense de segunda mano, el F-101 Voo¬


doo, y preparando sitios para un misil antibombardero, el Bomarc-B.
Diefenbaker llegó al poder en 1957 como combatiente de la Guerra Fría,
presumiendo ante auditorios que lo aclamaban de que levantaría la Cor¬
tina de Hierro. Unas pocas semanas después había firmado el acuerdo
para la creación del Comando de Defensa Aérea de América del Norte
(norad, por sus siglas en inglés), que puso las defensas aéreas de Canadá
bajo control de los Estados Unidos. Cerca de 1 000 millones de dólares se
destinaron a armas nuevas que dependían de cabezas nucleares. Se gas¬
taron millones en la defensa civil, rebautizada oficialmente con el nom¬
bre de “supervivencia nacional”. Cuando los canadienses comenzaron a
encogerse ante la perspectiva de una inmolación termonuclear, los libe¬
rales de Pearson se comprometieron a convertir a Canadá en un país no
nuclear. Otro tanto hizo el New Democratic Party (ndp), creado en 1961
a partir de la antigua ccf, con respaldo del joven Congreso del Trabajo

Hacia 1963, al cabo de años


de manifestaciones de gru¬
pos antinucleares y de una
amplia campaña de envío de
cartas, la mayoría de los ca¬
nadienses se oponían a la
adquisición de armas nu¬
cleares. Esto resultó muy
embarazoso para el gobierno
de Diefenbaker, quien había
encargado recientemente la
construcción del Bomarc y
de otros sistemas de armas
nucleares.
542 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

de Canadá, fundado en 1956. Grupos e individuos pacifistas inundaron


las oficinas de Diefenbaker con cartas y peticiones. Howard Green, vete¬
rano de la primera Guerra Mundial y apasionado antiestadunidense, lle¬
vó sus propias convicciones antinucleares al Departamento de Asuntos
Exteriores en 1959. Diefenbaker leyó su correo, prestó oídos a Green y
sintió que su propio resentimiento contra los estadunidenses lo incre¬
mentaba John F. Kennedy, el insolente joven demócrata de la Casa Blan¬
ca. Los canadienses se enteraron ahora de que no estaban comprometidos
nuclearmente con la otan o el norad y de que su país seguiría poniendo
un ejemplo de abnegación militar al mundo.
Las amenazas de holocausto nuclear probablemente les importaron
menos, a la mayoría de los canadienses, que la difícil situación económi¬
ca del país. Las advertencias contenidas en el documento secreto del Ga¬
binete liberal habían estado bien fundadas. La era de la posguerra había
terminado. Europa se había recuperado. Hacia 1957, Alemania despla¬
zó a Canadá como la tercera nación comercial más importante del mun¬
do. Hacia 1959, el desempleo llegó a 11.2 por ciento y trajo a la memoria
la Depresión de la década de 1930, especialmente para los trabajadores
que habían agotado sus subsidios por desempleo. El gobierno no se mos¬
tró indiferente. Accidentalmente o no, los déficits de su presupuesto re¬
flejaban la sabiduría económica keynesiana. Los programas de obras
invernales enseñaron finalmente a los contratistas que su industria no
tenía que ser totalmente de temporada. Los grandes egresos y los enor¬
mes déficits horrorizaron a los banqueros y a los directores de empresas,
pero contribuyeron a poner fin a cinco años seguidos de grandes défi¬
cits comerciales y allanaron el camino para la prosperidad de mediados
de la década de 1960.
Eso no importó mayor cosa a los votantes, especialmente en las ciu¬
dades y regiones que más se habían beneficiado de la prosperidad de la
posguerra. Los hombres de empresa suspiraban ahora por la ordenada
administración de un C. D. Howe. Los trabajadores le echaron la culpa
a Diefenbaker de los primeros despidos prolongados que se habían produ¬
cido desde la guerra. Una clase media intelectualmente refinada ridiculi¬
zaba a “el Jefe" por considerarlo un anacronismo rústico. Los canadien¬
ses nuevos, que inicialmente se habían identificado con Diefenbaker por
sentirlo de los suyos, vincularon ahora su periodo en el poder al desem¬
pleo, el resurgimiento de los prejuicios y las restricciones a la inmigra¬
ción. Los creadores del ndp habían confiado en sacar provecho de la de¬
cepción producida por los dos viejos partidos, pero tenían que luchar con
el lema ancestral de que "los tiempos liberales son los tiempos buenos".
En la oposición, los liberales habían rejuvenecido a su organización.
Hacia la década de 1960, los hombres de negocios estaban dispuestos a
darles dinero de nuevo. El pasado prestigio de Lester Pearson compen¬
saba su torpeza en la tribuna. Y lo mismo la galaxia de ex ministros que
figuraban entre sus candidatos liberales.
Lo que los liberales y la mayoría de los canadienses olvidaron era có-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 543

mo se había transformado el Canadá regional en los años de la abundan¬


cia de la posguerra. El día de elecciones, el 18 de junio de 1962, el Oeste
de las praderas respaldó casi unánimemente a los conservadores. Lo
mismo hicieron la mitad de las provincias marítimas y gran parte del
Ontario rural, de pequeñas poblaciones. En Quebec, la total decepción
que los conservadores les habían inspirado a los electores de los bosques
y de la clase trabajadora no benefició a los liberales sino a un apasiona¬
do comerciante en automóviles de Rouyn, llamado Réal Caouette. De los
30 diputados del Crédito Social, 26 provinieron, como Caouette, de Que¬
bec. Con su ayuda, 116 conservadores podían mantener en el poder a
Diefenbaker contra 99 liberales y 19 nuevos demócratas.
Fue inevitable una elección temprana, cuya razón nadie hubiese podi¬
do predecir: la indecisión nuclear de Diefenbaker. A fines de octubre de
1962, John Kennedy llevó al mundo al borde de la guerra para obligar a
que los soviéticos retiraran sus misiles de Cuba. Canadá, el único que lo
hizo entre los aliados de Washington, no cooperó rápidamente. (En priva¬
do y probablemente sin que lo supiera el primer ministro, el Departa¬
mento de la Defensa hizo todo lo que se le podía pedir.) Los estaduni¬
denses estaban enojados. Los canadienses decepcionados, no tanto por
Kennedy como por la incapacidad de su propio gobierno de responder “sí,
estamos listos", en medio de la crisis a su nueva potencia imperial. Las
encuestas mostraron que la opinión canadiense se inclinaba por el de¬
sempeño de un papel de plena alianza, con armas nucleares y todo. El 12
de enero de 1963 Pearson cambió de bando: los liberales aceptarían las
cargas nucleares y luego negociarían acerca de otros papeles de alianza.
En el Parlamento, Diefenbaker insistió en que los aliados de Canadá se
sentían totalmente contentos con su desempeño. Un cortante mensaje
del Departamento de Estado de los Estados Unidos corrigió las más ex¬
plícitas falsedades del primer ministro y terminó diciendo, sucintamen¬
te: “El gobierno de Canadá no ha propuesto todavía ningún arreglo de
valor suficientemente práctico como para contribuir eficazmente a la
defensa de América del Norte".
La declaración estadunidense deshizo un embotellamiento. El minis¬
tro de la Defensa de Diefenbaker renunció indignado. Por primera vez
desde 1926, un gobierno fue derrotado en la Cámara de los Comunes.
Por todo Canadá, casi no hubo un periódico que dijese algo amable acer¬
ca de John Diefenbaker. Varios ministros conservadores huyeron de la
política antes del derrumbe inevitable. Su jefe recorrió Canadá desempe¬
ñando el papel que tanto le gustaba hacer, el del solitario y recto profeta.
Los liberales lo persiguieron con un “pelotón de la verdad”, repartieron
cuadernos para iluminar y recurrieron a otros trucos de los medios de
comunicación, poco honrosos, a medida que sus partidarios lentamente
se fueron reduciendo. El 8 de abril, Pearson obtuvo su victoria, pero no
fue un triunfo: 128 liberales, 95 conservadores, 24 del Crédito Social y
créditistes, y 17 nuevos demócratas. En el Oeste, sólo diez liberales ga¬
naron en la región que había proporcionado sus mayorías a Mackenzie
544 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

King. En todo Quebec, sobrevivieron sólo ocho progresistas conservado¬


res. No sólo Canadá tendría un gobierno de minoría, como en 1921, sino
que las regiones primordiales se enfrentarían unas a otras.
Las regiones habían retornado a la política canadiense. Bien podrían
hacer que Canadá resultase casi ingobernable.

Revolución intranquila

Los canadienses que votaron por los liberales en 1963 confiaban en res¬
taurar la era tranquila y próspera que John Diefenbaker había interrum¬
pido. La prosperidad ya había retomado; la tranquilidad no volvería.
Como enérgico sustituto de la indecisión de Diefenbaker, los liberales
prometieron “Sesenta días de decisión’. Lester Pearson compuso rápida¬
mente las relaciones con la Casa Blanca de Kennedy. Su ministro de Fi¬
nanzas, Walter Gordon, con igual rapidez compuso un presupuesto para
castigar a los inversionistas extranjeros que él mismo anteriormente ha¬
bía criticado en un informe de 1957 sobre las perspectivas económicas de
Canadá. Para vergüenza del gobierno, las proposiciones de Gordon fue¬
ron a la vez tan torpes e impopulares que fue preciso retirarlas. Era el
comienzo de dos años de retiradas y bochornos. Durante gran parte de
1964, el Parlamento se quedó parado mientras que la decisión de Pear¬
son, de dotar al país de una bandera nacional distintiva, chocó con la
ferviente defensa que de la antigua insignia roja hizo Diefenbaker. Re¬
cuerdos del desagradable cierre de las sesiones a causa del gasoducto,
en 1956, aplazaron el final del debate hasta diciembre. En los intervalos,
los conservadores hicieron denuncias de corrupción liberal que iban
desde el regalo de muebles hasta las intercesiones, a nivel del Gabinete,
en favor de un notorio traficante de drogas, Lucien Rivard. Un vengativo
Diefenbaker estaba en su elemento; no así Pearson.

El caricaturista Duncan
Macpherson captó la apa¬
rente confusión y la debili¬
dad del gobierno de Pearson,
que "andaba naufragando"
en la década de 1960.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 545

En medio de la gritería, pocos se percataron de las realizaciones. Hacia


1965, Canadá contó con una nueva bandera, un plan nacional de con¬
tribuciones para las pensiones, un plan canadiense de asistencia para
los pobres y una tasa de desempleo de sólo 3.3 por ciento. La integración
de las estructuras de mando de las fuerzas armadas se completó y fue
beneficiosa. Un sistema más justo de localización de los distritos elec¬
torales puso fin a un antiguo abuso político. Los ingresos crecientes y la
fuerza del ejemplo permitieron al gobierno imitar muchas de las polí¬
ticas de la “nueva frontera" de Kennedy y de la “guerra contra la pobre¬
za" de Lyndon Johnson. Una "Compañía de jóvenes canadienses", de cor¬
ta vida, semejante al programa estadunidense del servicio voluntario,
trató de captar el activismo de los jóvenes. Montones de consultores lle¬
garon a Ottawa para prestar consejo bien pagado acerca de cómo curar
la pobreza, resolver el subdesarrollo regional y sacar de apuros a los
indígenas.
Tal ola gigante de buenas acciones, insistieron los estrategas liberales,
conseguiría para el gobierno una clara mayoría y lo liberaría de sus ver¬
dugos conservadores y del ndp. Un renuente Pearson convocó a elecciones
para el 8 de noviembre de 1965 y rápidamente desencadenó a Diefenba-
ker para otra andanada de superficial populismo. Los auditorios conser¬
vadores de habla inglesa se regocijaron con los relatos de corrupción
que, quién sabe cómo, siempre afectaron a colegas francófonos de Pear-
son.’ “En una noche como ésta", contaba Diefenbaker a sus auditorios en
cálidas noches, se había permitido a Lucien Rivard hacer hielo en la pis¬
ta de patinaje de la cárcel y había utilizado la manguera para escalar el
muro. El flojo desempeño de Pearson y una campaña que fracasaba lo¬
graron no obstante dejar a los liberales sin dinero en vísperas de la elec¬
ción. El 8 de noviembre, los votantes eligieron un Parlamento que era
virtualmente copia de su predecesor. Sólo el ndp salió ganando, y añadió
50 por ciento a sus votos. Sin darse cuenta, los exasperados canadienses
habían votado en favor de la reforma social. No por la vieja política.
En casi ninguna parte, en 1965, discutieron los canadienses la cuestión
que preocupaba ahora a su primer ministro. Ciertamente, en la mayor
parte del país, era difícil creer que la Confederación estuviese en crisis.
Desde 1945, sin embargo, Pearson había contemplado el nacimiento de
docenas de nuevas naciones; ahora podía descubrir los mismos sínto¬
mas en Quebec. Y se puso a pensar en si se les podría cambiar. , . ,
John Diefenbaker no había sentido lo mismo. Como la mayoría de los
canadienses de fuera de Quebec (y muchos anglófonos de Quebec), su
conocimiento del Canadá francés había sido configurado por mitos ob¬
soletos que hablaban de una sociedad rural, infestada de curas, empe¬
ñada en conservar una noble pero arcaica cultura. En 1958, e,, deseo de
Maurice Duplessis de figurar en el bando de los vencedores había pro¬
porcionado a los conservadores la oportunidad de hacerse de partida¬
rios en Quebec. Fue una oportunidad de la que no supo aprovecharse
Diefenbaker. Como otros canadienses del Oeste, Diefenbaker creía que
546 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Esta reunión, en la que congeniaron Maurice Duplessis y el arzobispo Joseph


Charbonneau en Ste-Thérése, puede haber simbolizado las relaciones de la Iglesia y
el Estado en Quebec, en 1946, pero no habría de durar. En 1949, Charbonneau
abrazo la causa de los huelguistas contra los dueños estadunidenses de la empresa
Asbestos, mientras que Duplessis se dedicó a asustar a los dirigentes de la Iglesia
para conseguir su sumisión. 6

su "canadianismo de una pieza" era lo único aceptable en vez de una


babel de lenguas y culturas en conflicto. El que se les negara reconoci¬
miento como "nación fundadora" era tan insultante para los quebequen-
:f\nniaTdTécada de ^Ocomo lo había sido para Henri Bourassa en la
de 1900. Una versión de la historia muy diferente enseñaba a los quebe-
quenses que eran una de las dos naciones fundadoras, que la Confede¬
ración era un pacto" entre dos pueblos iguales que no podía cambiarse
umlateralmente sin disolver la unión. Era un mito encantador y un ar¬
ma política de gran poder.
En la década de 1960 fue Quebec, no Saskatchewan, quien estableció
a agenda política. Como en otras partes, la riqueza había transformado al
Cañada francés. Montreal y las comunidades que disfrutaban de merca¬
dos estadunidenses para sus materias primas compartieron una riqueza
sin precedentes; el Quebec rural se quedó atrás. La prosperidad y un
nuevo seculansmo se burlaban de la vieja fe nacionalista en el catolicis-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 547

mo y la pobreza. En la década de 1950, la alianza de Duplessis entre la


Iglesia, el Estado y los quebequenses bien-pensant hizo todo lo que pudo
por mantenerse. Por haber inspirado el Refus global, vibrante llamado
en pro de la libertad de expresión, el pintor Paul-Emile Borduas fue despe¬
dido de su puesto de maestro en Montreal. Su manifiesto inspiró a una
generación más joven de artistas y escritores. Un año más tarde, en 1949,
una huelga de sindicalistas católicos en Asbestos enfrentó a los traba¬
jadores, a unos cuantos jóvenes nacionalistas y a dirigentes de la Iglesia
contra el régimen de Duplessis, la mayoría de la jerarquía católica y las
compañías de propiedad estadunidense. Luego de una gran violencia, la
huelga se arregló. La prosperidad y nuevas batallas contra Ottawa res¬
tablecieron la popularidad de Duplessis, pero Asbestos no fue olvidado
por Jean Marchand, el líder sindical, y tampoco por Pierre Elliott Tru-
deau, rico abogado joven que abrazó la causa del sindicato. Hacia 1960,
Marchand había ayudado a convertir a los sindicatos católicos a un na¬
cionalismo secular.
La prosperidad y el secularismo parecieron acercar más a Quebec a las
normas estadunidenses. Otra presión más fue la de la televisión, con sus
valores universales y su cultura homogeneizada. Entre las personalida¬
des que abrieron al mundo las mentes de los quebequenses figuró un
comentarista de televisión calvo, que fumaba sin parar, llamado René
Lévesque. Hacia fines de la década de 1950, la principal barrera que aún
se oponía a la plena modernización de Quebec parecía ser la de Duples¬
sis y su Union Nationale. El resto de Canadá cobró ánimos cuando dos
sacerdotes católicos denunciaron valientemente la corrupción electoral
del régimen. En Le Devoir, Pierre Laporte denunció la corrupción en el
corazón de la Union Nationale. Cité libre, una pequeña revista editada
por Trudeau, argumentó inclusive en favor del control laico de la educa¬
ción. Inesperadamente, en 1959, murió Duplessis. Un capaz y joven su¬
cesor, Paul Sauvé, proclamó su voluntad de reforma: “Désormais ”, o sea,
“de ahora en adelante”, fue su lema. Pero en el espacio de unos cuantos
meses también Sauvé murió. Su sucesor, Antonio Barrette, era un tras¬
nochado superviviente de la vieja guardia.
La derrota liberal de 1958 en Ottawa había dejado a Jean Lesage, minis¬
tro de St. Laurent, en libertad para convertirse en líder liberal de Que¬
bec. La decisión de Duplessis de respaldar a Diefenbaker le dio la oportu¬
nidad a Lesage de cobrarse una dulce venganza. Los liberales de Quebec
ya no eran los “agentes viajeros de sus primos de Ottawa; ahora se po¬
día culpar a la Union Nationale por los errores de Diefenbaker. Aliados
poderosos se pasaron a la causa liberal; entre ellos, René Lévesque, en¬
fadado porque Ottawa había permitido a la cbc cerrar su red en francés
antes que arreglar una disputa con él y sus colegas productores de tele¬
visión. En junio de 1960, Lesage obtuvo una apretada victoria. Luego de
16 años, los liberales estaban de regreso en el poder en Quebec.
“Ilfaut que ga change!" (“¡Las cosas deben cambiar!”), dijo Lesage a
los partidarios que lo aclamaban, pero no estaba claro de ninguna ma-
548 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

ñera que él mismo deseara el cambio. Político anticuado, prefirió hablar


de “la hora de la restauración”. Pero Lévesque y otros nuevos ministros
liberales no tenían nada que restaurar. Inmediatamente comenzaron a
crear una moderna burocracia profesional, a la que se pagó elevados sa¬
larios. Lesage había jurado que nunca se crearía un departamento de Edu¬
cación. Hacia 1964, un ministerio provincial rigió el funcionamiento de
un sistema escolar laico, altamente centralizado. Quebec creó escuelas se¬
cundarias y una red de júnior colleges y se produjeron impresionantes
aumentos en la asistencia escolar. A insistencia de Lévesque, se nacio¬
nalizó la industria hidroeléctrica de propiedad privada de Quebec. En la
elección de 1962, los votantes de provincia demostraron su abrumadora
aprobación a todo esto.
Y otro tanto ocurrió en la mayor parte de Canadá. Los emocionantes
cambios que se producían en Quebec, a los que rápidamente se bautizó
con el nombre de "Revolución tranquila”, parecían hacer que la provincia
se asemejase más al resto del país. Después de todo, la mayoría de las
provincias se hacían cargo de las escuelas, controlaban la hidroelectrici-
dad y, aparte del Canadá atlántico, habían puesto freno a los peores
abusos del patrocinio. Lo que los de fuera tardaron más en reconocer fue
que el motivo primordial de la reforma no fue el de la modernización, sino
el nacionalismo quebequense. Los nacionalistas que marcaron el paso
del gobierno de Lesage insistieron en que el catolicismo y la pobreza
rural constituían lamentables defensas para el Canadá francés. En una
edad secular, la supervivencia cultural y lingüística dependía de un go¬
bierno poderoso. Dados los recursos, nada había que un Estado de Que¬
bec no pudiese hacer en su interior, desde patrocinar las artes hasta crear
una industria nuclear en Gentilly. Lo que no podía hacer era defender a
las minorías francocanadienses más allá de sus fronteras. El resto de la
Confederación tendría que conceder los recursos y los poderes que Que¬
bec necesitaba, o no tardaría en existir en el mundo otra nueva nación
soberana: más rica, más grande y mejor dotada que la mayoría. La lógi¬
ca era irrebatible.
Fuera de Quebec, esa lógica parecía no existir. Desde su creación en
1961, el ndp había respaldado la teoría de las "dos naciones" y del bilin¬
güismo, confiando en que el nuevo Quebec respaldaría también su visión
de una democracia social que abarcaría a todo el país. Nada fue tan sen¬
cillo. Habiendo digerido la "Revolución tranquila", sorprendió a los cana¬
dienses, en 1962, la popularidad de los créditistes de Réal Caouette: paten¬
temente, un nacionalismo antiliberal anticuado y católico persistía fuera
del resplandor urbano y de clase media de la “Revolución tranquila". Para
Pearson y los liberales, que dependían muchísimo de los votos de Que¬
bec, la evolución del Canadá francés se convirtió fácilmente en su cues¬
tión nacional fundamental. Justificó la agotadora lucha de 1964 en pro
de una bandera. Había inspirado la creación, en 1963, de la Comisión
Real para el Bilingüismo y el Biculturalismo. Presidida por André Lau-
rendeau, director de Le Devoir, y A. Davidson Dunton, antiguo jefe de la
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 549

cbc, la Comisión tendría que enseñar tanto como escuchar. Los canadien¬
ses se enterarían de que el francés tenía que ser una lengua nacional
igual. El gobierno de Canadá ya no podría hablar sólo inglés. Si no po¬
día persuadirse a los quebequenses de que todo Canadá era su patria, el
país se partiría.
Quebec, inclusive, podría no esperar siquiera. Hacia 1963, un quebe-
quense de cada seis creía en la separación. En ese año, un puñado de
terroristas jóvenes comenzó a poner bombas en buzones y arsenales en
nombre del "Québec libre". Cuando los primeros ministros provinciales
se reunieron en la ciudad de Quebec para discutir el Plan de Pensiones de
Canadá, grupos estudiantiles se dedicaron a burlarse a coro en la calle.
Un Lesage encolerizado tronó contra el hecho de que Ottawa no hubiese
entregado el dinero que el propio Duplessis había perdido al negarse a
tomar parte en los programas de costo compartido de la década de 1950.
Quebec se lanzaría por sí solo a la realización de un plan de pensiones,
y recaudaría un enorme fondo de reserva para sus propias finalidades
de inversión, en vez del plan más barato de “pago por obra terminada” de
Ottawa. Otros primeros ministros, escasos de fondos como de costum¬
bre, exigieron el plan de Quebec, y Pearson cedió. La preeminencia fiscal
de Ottawa en la posguerra había sufrido otra vapuleada. Lo ganado por
Quebec lo tendrían también otras provincias.
A pesar de toda su ferocidad aparente, Lesage era un hombre asusta¬
do, empujado por fuerzas a las que no podía controlar. En 1963 insistió
en que la reina Isabel II visitase el país para conmemorar la Conferencia
de Quebec de 1864. Cuando llegó, en octubre de 1964, la policía antimo¬
tines contuvo a miles de estudiantes que lanzaban insultos; Lesage culpó
del episodio a Ottawa. La nacionalización de las compañías hidroeléc¬
tricas había absorbido los excedentes acumulados por Duplessis. La crea¬
ción de un moderno sistema educativo endeudó todavía más a Quebec.
La supresión del tradicional sistema de patrocinio irritó a los miles de
notables locales y de trabajadores rurales a quienes necesitaba cualquier
partido de Quebec, especialmente para controlar una legislatura en la
que las pequeñas poblaciones y los distritos del campo estaban excesiva¬
mente representados. En junio de 1966, unos liberales demasiado con¬
fiados en sí mismos se vieron derrotados por un hombre y un partido a
quienes despreciaban, Daniel Johnson y la Union Nationale.
Johnson, derrotado en 1962, había modernizado su partido y atraído a
nacionalistas tan fervientes como el que más del Gabinete de Lesage. No
se produjo un desmantelamiento de lo realizado por los liberales, pero
tampoco hubo dinero para hacer más que ellos. Lo que el gobierno de
Johnson se pudo permitir fue el desafío sistemático de toda restricción
federal a la autonomía de Quebec. En Francia, el presidente Charles de
Gaulle fue su entusiasta aliado. Consideraba a Canadá simplemente como
otro de los países anglosajones que lo habían humillado durante la gue¬
rra. Quebec sería un conveniente complemento de la nueva edad de gloria
que su Quinta República estaba creando para Francia. Se elevó la cate-
550 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Cuando se inauguró la
Expo 67 de Moni real,
los críticos y los que
habían dudado de ella
se callaron, y los cana¬
dienses festejaron su
recientemente descu¬
bierto sentido del es¬
tilo, la capacidad de
exhibir y la elegancia.
Por una vez, se olvida¬
ron las protestas por
los costos y el valor
práctico de la obra.

goría de los representantes de Johnson en Francia, se hizo de menos al


embajador de Canadá y se rechazó brutalmente una visita del goberna¬
dor general, el mayor general Georges Vanier. Pearson se enfadó, pero
no pudo hacer nada.
De todos los proyectos que simbolizaron al nuevo Quebec, el más gran¬
dioso no tuvo nada de provincial. El alcalde de Montreal, Jean Drapeau,
había concebido la idea de una feria mundial para celebrar el centenario
de la Confederación; había convencido de esto al mundo y luego había inti¬
midado y chantajeado a Ottawa y a la ciudad de Quebec para que propor¬
cionaran su desganada cooperación. A pesar de todos los espacios abier¬
tos de Canadá, la feria tuvo que levantarse sobre islas artificiales en el
San Lorenzo, construidas con la tierra excavada para un nuevo sistema
de metro. De todos los absurdos del año del centenario, la Expo 67 se lle¬
vó el premio. Una ciudad que no podía limpiar sus barrios bajos o pro¬
porcionar tratamiento a sus aguas negras estaba gastando millones en un
show. Además, a medida que se fue acercando la fecha de inauguración,
huelgas y disputas casi garantizaron que no se terminaría a tiempo.
Sin embargo, para el asombro nacional primero y luego para su delei¬
te, la Expo 67 se inauguró a tiempo. Luego apareció un estado de ánimo
de complacencia y hasta de petulancia cuando los canadienses se con¬
vencieron de que habían sido ellos los patrocinadores de una clara deli¬
cia artística e innovadora. De pronto, en la cálida primavera de 1967, se
sintieron bien por ser canadienses. El discutido Drapeau se convirtió en
héroe nacional y en el sucesor lógico si los conservadores lograban des-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 551

hacerse de John Diefenbaker. Fue fácil olvidar que los separatistas de


Quebec habían pegado sus propias etiquetas a las placas de automóvil,
en las que se leía “100 ans d'injustice". Esta vez no aparecieron turbas
airadas para recibir a la reina Isabel. Si el presidente Lyndon Johnson,
enojado por las críticas canadienses de su política en Vietnam, realizó una
breve visita tan sólo, pocos canadienses sintieron remordimientos. Se le
dio una cálida acogida también al anciano presidente de Francia, héroe
de la guerra a quien la mayoría de los canadienses admiraban. Pocos se
enteraron de las frustraciones de Ottawa. Daniel Johnson, de Quebec,
había monopolizado los arreglos, excluyendo casi a los funcionarios fe¬
derales. Una larga procesión triunfal río San Lorenzo arriba, desde Que¬
bec, llegó a un clímax en la gran concentración de gente delante del
Ayuntamiento de Montreal. Allí, el 24 de julio, haciendo con el brazo
tendido la señal de la victoria, De Gaulle lanzó su saludo “Vive Montréal!
Vive le Quebec! Vive le Quebec libre!" La multitud rugió extasiada.
El vibrante respaldo que prestó De Gaulle al lema separatista y los gri¬
tos entusiasmados que le hicieron eco provocaron la protesta áspera,
nada diplomática de Pearson, indignación en la mayor parte de Canadá
y un regocijo sin rebozo en gran parte de Quebec. En una conferencia
con el tema de la Confederación del mañana, patrocinada por el primer
ministro de Ontario, que trataba de conseguir la paz, John Robarts, Da¬
niel Johnson proclamó que, en lo sucesivo, el Estado de Quebec trataría
de igual a igual con el resto de Canadá. A fines de 1967, René Lévesque
había roto con los liberales, creado un Mouvement Souveraineté-Asso-
ciation y se había puesto a la tarea de unir a unos peleoneros separatis¬
tas en un solo movimiento pro-independencia.

Tiempo de liberación

La agitación política en Ottawa, el movimiento independentista en Que¬


bec y hasta la misma Expo 67 fueron síntomas de un tiempo de libera¬
ción respecto de viejos miedos, limitaciones y experiencias. Los cana¬
dienses se las tenían que ver finalmente con los cambios efectuados en
Canadá durante la posguerra. Se puso de moda finalmente el Refus glo¬
bal del mensaje de Borduas en 1948. Veinte años de prosperidad casi in¬
interrumpida convencieron a una generación de que casi no había nada
que no pudiese conseguir pronto y sin sacrificios. Una generación cuyos
padres habían duplicado sus ingresos y que podía conseguir fácilmente
cómodos empleos de clase media no sentía temor ante el futuro. Si los
jóvenes quebequenses creían que podían deshacerse de la égida de la
Confederación, inconscientemente se hacían eco de sus correlatos en
Toronto o en Vancouver que exigían la independencia económica res¬
pecto de los Estados Unidos, o de los jóvenes indígenas cuyos sueños de
un “Poder Rojo" les prometían su propia liberación.
En cualquier época, la riqueza es la base de la libertad; en cualquier
552 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

época, la juventud busca su propia identidad. Nunca antes tantos cana¬


dienses habían llegado a la mayoría de edad al mismo tiempo y nunca
antes habían sido tan ricos. A fines de la década de 1960, Canadá estuvo
dominado, como nunca antes, por sus jóvenes. La prolongada prosperi¬
dad que aún les parecía un afortunado accidente a sus mayores era to¬
mada como un estado normal de cosas. En las universidades e institutos
de enseñanza superior a los que asistían en número cada vez mayor, se
enseñó a los jóvenes canadienses que los economistas habían resuelto el
viejo problema de las depresiones recurrentes: la rápida desaparición de
la recesión durante el gobierno de Diefenbaker probaba el punto. El Con¬
sejo Económico de Canadá, creado en 1963, proporcionaría una orien¬
tación todavía mejor en un futuro. Recursos naturales ilimitados garan¬
tizarían que el producto nacional bruto seguiría creciendo, sin esfuerzo, a
razón de 5 por ciento anual. Las venerables disciplinas de la abnegación
y el trabajo duro parecían ser algo tan obsoleto y aburrido como las eter¬
nas disputas de Pearson y Diefenbaker.
En la década de 1960, muchos canadienses creyeron que podrían ob¬
tener todo lo que sus corazones desearan. Los gobiernos hicieron todo
lo posible por darles gusto. La riqueza del Fondo del Plan de Pensiones
de Canadá se vertió sobre las nuevas universidades e institutos de ense¬
ñanza superior de la comunidad, de acuerdo con la afirmación, de la cual
se hicieron eco los educadores, de que la educación pagaba un dividen¬
do mejor que cualquier otra inversión. Los buenos tiempos producían
jugosos dividendos. Los ingresos del gobierno federal se duplicaron en¬
tre 1957 y 1967, pero la parte de Ottawa en el pnb realmente disminuyó.
Sólo las provincias, encargadas de dar satisfacción a la mayoría de las
demandas de los electores, parecieron codiciosas a medida que tuvieron
que elevar sus impuestos. El dinero nuevo subvencionó docenas de pro¬
gramas, desde préstamos a los estudiantes hasta programas de promo¬
ción de la aptitud física y del deporte de aficionados. Al cabo de ocho
años flacos de vivir de sus propios fondos, al Consejo de Canadá se le
otorgaron millones para la preparación del centenario en 1967. En la dé-

En la década de 1960, las


universidades en creci¬
miento lucharon por recon¬
ciliar las tradiciones acadé¬
micas establecidas con los
crecientes movimientos de
protesta y contraculturales.
En la foto, dos profesores
felicitan al ganador de la
medalla del Gobernador
General, en el campus de la
Universidad de Toronto en
Erindale.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 553

El haber puesto el
remate al Toronto-
Dominion Centre, en
su piso 56, en abril de
1966, proporcionó a
los obreros de la cons¬
trucción la oportuni¬
dad de soltar vítores.
En su mayoría eran
nuevos canadienses,
pero había entre ellos
algunos indios mo-
hawk, que gozaban de
fama como expertos en
los trabajos de estruc¬
turas elevadas de ace¬
ro. Como las torres para
oficinas comenzaron a
aparecer en gran nú¬
mero en todas las ciu¬
dades importantes, ha¬
bía gran demanda de
tales pericias.

cada de 1970, los fondos públicos habían creado una gran "industria
cultural". Miles de artistas y actores, de poetas y de autores dramáticos,
vivieron, aunque pobremente, de la riqueza del Estado. Otro aconteci¬
miento del centenario fue la creación del Medicare, un sistema de segu¬
ro de salud universal administrado por las provincias pero con fondos
federales. Innovados por el gobierno de la ccf de Saskatchewan en 1962,
ante una huelga de médicos y los esfuerzos que se hicieron para asustar
a los votantes con una "medicina socializada , los cuidados médicos pa¬
gados de antemano se habían convertido en una irresistible demanda na¬
cional hacia 1967. Aunque los liberales habían prometido tal sistema en
1919 y 1945, necesitaron de la presión del ndp, que cada vez obtenía más
votos en las urnas, para cumplir su viejo ofrecimiento. La resistencia no
fue tanto financiera como profesional. Los médicos se lanzaron a la lu¬
cha para conseguir el control total de los cuidados médicos, sin excep¬
tuar su precio. En el estado de ánimo de la época de la liberación, los
derechos de los pacientes importaron más que los de un gremio de enri¬
quecidos profesionales.
Si los gobiernos se podían permitir casi todo, otro tanto podían hacer
los gobernados. Las vacaciones de invierno y los viajes al extranjero se
convirtieron en experiencias rutinarias para la clase media. Los prime¬
ros voluntarios de los Canadian University Services Overseas viajaron al
extranjero en 1961. Se convirtieron en la vanguardia de miles de jovenes
canadienses que vagaban por el mundo, y se distinguían cuidadosa¬
mente de los estadunidenses por las banderas con la hoja de arce que
554 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

cosían a sus mochilas. Los canadienses clamaron por que se les dieran
nuevas casas y luego las amueblaron en el estilo caro y ascético estable¬
cido por diseñadores escandinavos. En los años de la posguerra, las ciu¬
dades más grandes se habían transformado en estériles colecciones de
cajones verticales de vidrio y concreto, simbolizados por el B. C. Electric
Building de Vancouver o el Toronto-Dominion Centre. A mediados de la
década de 1960, aparecieron las señales de una rebelión contra un estilo
internacional tan fríamente utilitario. Los arquitectos comenzaron a mos¬
trar una desganada preocupación por la tradición cultural y la huma¬
nidad. Los primeros centros comerciales cubiertos reconocieron los ex¬
tremos del clima canadiense; un movimiento en favor de la conservación
insistió en que las comunidades también podían permitirse la preser¬
vación de sus viejos edificios. Políticos y publicistas comenzaron a ha¬
blar de lugares para la gente”. Al cabo de dos décadas de construir super-
carreteras, el gobierno de Ontario ganó votos al interrumpir la construcción
del Spadina Expressway, con un costo de 1 000 millones de dólares, que
habría amenazado barrios de Toronto. ¿A quién le importaba el dinero?
Los de Halifax lucharon brevemente para proteger el perfil histórico de
su ciudad en contra del acostumbrado montón monótono de elevados
edificios de oficinas. Los gobiernos provinciales y el federal construye¬
ron parques históricos y reclutaron a estudiantes universitarios para que
se disfrazaran de pioneros o de soldados. El turismo fue sólo parte del
motivo; también medió en ello el orgullo.
En un país hasta entonces dominado por personas de edad mediana y
por viejos, los jóvenes forzaron el paso. Sus estilos, como de costumbre,
se tomaron de otras partes: los Beatles de Liverpool, el movimiento en
pro de la libertad de expresión de Berkeley, la cultura negra urbana de
Memphis o Detroit. Un canadiense, Marshall McLuhan, anunció la era
de la aldea global. Jóvenes canadienses desearon participar en la cruzada
estadunidense por los derechos civiles, en la oposición a la guerra de
Vietnam y en el movimiento a favor de la conservación del ambiente. Lo
hicieron, por interpósita persona, al aplaudir a los Travellers, a Gordon
Lightfoot, a Ian y Sylvia o a cantantes menos famosos en cafeterías car¬
gadas de humo. A veces participaron directamente: el viaje a Selma a
Woodstock o a Chicago era fácil de arreglar. Los padres que habían so¬
nado con desmayarse delante de Frank Sinatra en la década de 1940 se
sintieron perturbados por unos vástagos que chillaban al oír a los Bea¬
tles, a Mick Jagger y a otras estrellas del rock visitantes.
Las pasiones sociales se fueron disolviendo en la doctrina individua-
^ hacer lo de uno . Una contracultura copiada en gran medida de
California santificó la liberación respecto de casi cualquier limitación
tradicional: manera de vestir, manera de expresarse y relaciones huma¬
nas. Una píldora para el control de la natalidad, confiable y aparente¬
mente inocua, ideada en 1960, proporcionó la base material para una
revolución sexual. Las mujeres podrían controlar su propia fertilidad
En la década transcurrida desde 1957 hasta 1967, la tasa de natalidad
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 555

de Canadá se precipitó desde 29.2 por 1 000 mujeres hasta 18.2; la caída
fue todavía más pronunciada en el anteriormente fecundo Quebec cató¬
lico. El cambio en el tamaño de la familia no se debió únicamente a in¬
hibiciones sexuales: entre 1957 y 1967 se duplicó el número de naci¬
mientos ilegítimos en Canadá. Se desvanecieron antiguos tabúes contra
la desnudez en público, el homosexualismo y las relaciones sexuales pre¬
matrimoniales.
La riqueza dio lugar a una gran expansión de los espectáculos depor¬
tivos. La elegancia competitiva de la National Hockey League formada
por seis equipos desapareció cuando varias ciudades estadunidenses y
canadienses trataron de convertirse en sedes de un equipo. Tanto el talen¬
to de que se disponía como la temporada de juegos se extendieron sin
medida gracias a la sed de entretenimiento pagado. El fútbol canadien¬
se se opacó ante el fútbol estadunidense profusamente televisado. En la
década de 1970, dos equipos de béisbol, participantes en las Ligas Ma¬
yores de los Estados Unidos, se establecieron firmemente en Montreal y
Toronto.
Sin embargo, la riqueza inspiró también el afán individual de sobre¬
salir y el ejercicio colectivo. Un gobernador general, Roland Michener,
aficionado a trotar, condujo a una nación sedentaria, y a menudo exce¬
dida de peso, a la búsqueda de un estado físico excelente que pronto
conquistó a personas de todas las edades y clases sociales. Hombres y
mujeres canadienses alcanzaron calidades de primer nivel mundial en
una variedad aparentemente interminable de deportes, desde el tiro has¬
ta el tenis. Steve Podborski ganó un campeonato mundial de descenso
en esquí como miembro del equipo bautizado con el mote de los Crazy
Canucks”, Sylvie Bernier ganó la medalla olímpica en el salto de plata¬
forma y hubo otros centenares más de deportistas destacados. Pocos atle¬
tas capturaron la imaginación de la nación tanto como Terry Fox, quien,
luego de perder una pierna por cáncer, cruzó la mitad de Canadá en 1980

Edmonton en 1978.
Un siglo antes, había
sido un puesto del trá¬
fico de pieles que con¬
taba con unas cuantas
casas desperdigadas.
La capital de Alberta
floreció durante el auge
petrolero y los campeo¬
natos de fútbol y de
hockey ganados por
sus equipos fueron al¬
gunas de las señales de
la confianza de la re¬
gión en sí misma. Foto
de Egon Bork.
556 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Si algo lastimó el or¬


gullo de los canadien¬
ses, en la década de
1960, fue una sucesión
de humillantes derro¬
tas internacionales en
el deporte del hockey
sobre hielo. Pero ¿y si
los profesionales de la
liga nacional de hock¬
ey pudiesen comparar¬
se con los mejores?
En 1972, Canadá y la
URSS se enfrentaron
en una tensa serie de
ocho juegos. En el úl¬
timo juego, y en el últi¬
mo minuto del último
periodo, la serie estaba
empatada. Paul Hen-
derson tira; el portero
soviético detiene el dis¬
co. Henderson tira de
nuevo ¡v anota! Cana¬
dá 6, URSS 5.

en su "Maratón de la esperanza”. Su colapso físico y su temprana muer¬


te a causa de la enfermedad dieron origen a un drama que no tuvo pa¬
rangón cuando su hazaña fue completada, dos años más tarde, por otro
corredor de una sola pierna, Steve Fonyo.
La época de la liberación socavó muchas de las instituciones que en
otro tiempo habían dado fundamento a un Canadá socialmente conser¬
vador. En la década de 1950, la mayor parte de la gente iba a la iglesia;
en la de 1960, la asistencia cayó a la mitad. Los divorcios, por término
medio, habían sido de unos 6 000 al año. En 1967, cuando la ley se libera¬
lizó, el número se duplicó rápidamente. Hacia 1974, por cada cuatro ma¬
trimonios canadienses se produjo un divorcio. Las calles de la ciudad
eran todavía relativamente seguras, pero el uso de drogas, uno de los
más tristes entusiasmos de la contracultura, transformó las estadísticas
criminales. En 1957, 354 canadienses fueron condenados por delitos re¬
lacionados con las drogas; en 1974 el total fue de 30 845.
La lucha de la policía contra el tráfico de drogas fue una novedad im¬
popular y en gran medida inútil. La mayoría de las presiones de la era de
la liberación recibieron una aquiescencia morosa. Los rebeldes, que a me-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 557

nudo hicieron "demandas no negociables”, empujaron contra puertas


abiertas. Las universidades, que habían crecido enormemente en rique¬
za y número de inscritos, aceptaron las demandas estudiantiles de par¬
ticipar en su administración y aun en la determinación de programas
académicos, aunque fue indeterminable la elevación en materia de sa¬
tisfacción, calidad y pertinencia de la enseñanza. Los gobiernos habían
negado tradicionalmente a los servidores públicos el derecho de ir a la
huelga o inclusive de negociar colectivamente. Sólo Saskatchewan, gra¬
cias a la ccf, era una excepción. Entre 1964 y 1968, virtualmente todos
los empleados provinciales y federales consiguieron derechos de nego¬
ciación y, en su mayoría, el de huelga. El clero, ante los reclinatorios va¬
cíos, predicó una "ética situacionaí” y abrió cafés en los sótanos de las
iglesias. Los diversos credos fomentaron el ecumenismo, a manera de em¬
presas en problemas en busca de una fusión. Ante los cambios efectua¬
dos en 1967 en la ley sobre el aborto, el divorcio y la homosexualidad,
los obispos católicos explicaron que no tratarían de imponer sus puntos
de vista, aunque discretamente preguntaron cómo la “salud” de una mu¬
jer que buscase poner fin a un embarazo podría definirse. Los gobiernos
trataron de atacar por el flanco a la cultura de las drogas reduciendo la
edad a la que estaba permitido consumir alcohol. Una comisión real

Northrop Frye —crítico lite¬


rario, erudito bíblico y emi¬
nencia moral— es un intelec¬
tual cuyo rango en el firma¬
mento está sugerido por este
acrílico, de 1972, de Douglas
Martin.
558 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

contempló la legalización de la mariguana. Un alcalde de Vancouver y


la policía de Toronto se ganaron el ridículo nacional por sus intentos, a
los que se dio amplia publicidad, de apoyar la moralidad tradicional ce¬
rrando galerías de arte y periódicos supuestamente obscenos. En la ma¬
yoría de las provincias la censura se trocó en una mera clasificación.
La pornografía y la drogadicción fueron horrendos efectos secundarios
de un proceso que, en su conjunto, hizo de Canadá un lugar más civi¬
lizado, creativo e interesante para vivir. Los millones de dólares vertidos
en las arcas de las organizaciones para las artes, las universidades, las or¬
questas, los editores y la cbc generaron mucho más talento del que ja¬
más se hubiesen imaginado poseer los canadienses. La mayoría de las pro¬
vincias establecieron correlatos del Consejo de Canadá para fomentar el
estudio y el disfrute de las artes, las humanidades y las ciencias sociales,
y un creciente patrocinio público extendió la actividad cultural más allá
de los grandes centros urbanos. Conforme al espíritu de los tiempos, un
robusto regionalismo comparó las virtudes locales con las presunciones
de los centros metropolitanos; el nacionalismo pidió salvaguardias con¬
tra las invasiones estadunidenses; los gobiernos y sus instituciones en¬
cargadas de los donativos y el patrocinio les dieron satisfacción, aunque
con algo de nerviosismo. Las políticas culturales y académicas demostra¬
ron ser tan egoístas y malévolas como cualquier otra forma de política.
En la bonanza de las artes, la música, la escritura y cualquier otra forma
de expresión cultural hubo muchas cosas mediocres, autocomplacientes
y falsas, pero ¿qué otra cosa podía esperarse de un desarrollo adolescen¬
te? Una generación más vieja de autores, artistas y ejecutantes encontró
finalmente el auditorio canadiense que siempre se había merecido: Glenn
Gould, Maureen Forrester, Lois Marshall, Oscar Peterson, Mavis Gallant
y Antonine Maillet, para mencionar tan sólo a unos cuantos. Los recién
llegados de mayor talento se disciplinaron para estar a la altura de las

El dibujo que Wyndham Lewis hizo de Marshall


McLuhan en 1944 lo dejó cruelmente sin cráneo.
Mientras algunos se preguntaron si los vaticinios
délficos de McLuhan acerca de los nuevos medios de
comunicación formaban parte de un gigantesco timo
intelectual, la mayoría se tranquilizó tan pronto
como la televisión y las revistas estadunidenses le
dieron su reconocimiento.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 559

El pianista de jazz y compositor Oscar Peterson, a la izquierda, tocaba para la


radio desde la edad de 15 años y ha figurado entre los monarcas reinantes del jazz
en el mundo desde la década de 1950. Entre sus composiciones figuran la Cana-
diana Suite y la African Suite. Glenn Gould, a la derecha, era el más grande de los
intérpretes de la música para teclado de Bach cuando murió en 1982, a la edad de
50 años. El excéntrico músico fue una verdadera criatura de la era electrónica, que
abandonó su carrera de concertista, en 1964, por conseguir una perfección técnica
posible únicamente en los estudios de grabación. Foto de Walter Curtin.

demandas de excelencia. El lenguaje preciso y los instintos humanos de


Margaret Atwood la convirtieron en el escritor joven más respetado de su
generación. De entre decenas de dramaturgos nuevos, Mitchell Tremblay
sobresalió por el dinamismo de sus obras y su brillante uso del joual, el
dialecto de los quebequenses del común. El valor del regionalismo po¬
dría ilustrarse en las marítimas por la influencia del realismo evocativo
de Alex Colville sobre sus discípulos de Terranova tan sobresalientes co¬
mo Mary y Christopher Pratt.
A pesar de todas las predicciones pesimistas, instituciones válidas so¬
brevivieron a la experiencia de la liberación, y sólo quedó dañada la idea
demasiado alta que de sí mismas se habían formado. Las Iglesias no
se debilitaron cuando sus conformistas sociales las abandonaron y sólo
permanecieron los creyentes. Los sindicatos fueron más militantes y
más democráticos en manos de unos miembros instruidos y expectan¬
tes. Hasta la mayoría de las escuelas y de las universidades sobrevivieron
a las chifladuras y a la timidez, aunque les fue más difícil eludir las con-
Mon Onde Antoine, película de 1970, llena
de vigor, acerca del ir creciendo en un Quebec
que se modernizaba (arriba), dio a Claude
Jutras prestigio de excelente director. Diecisie¬
te años más tarde, poco después de morir
trágicamente ahogado, un jurado internacio¬
nal de críticos de cine consideró que su pelí¬
cula era la mejor que se había filmado jamás
en Canadá. Norman McLaren (1914-1987)
fue uno de los principales innovadores en el
campo de la animación y produjo muchas
películas premiadas para la National Film
Board; Pass de Deux (izquierda), se presentó
para el Premio de la Academia en 1967.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 561

Izquierda: en su novela The Stone Angel, la escritora de Manitoba Margaret


Laurence (1926-1987) proporcionó a los canadienses la imagen inolvidable de
Hagar Shipley, una mujer indomable, intransigente que, a la vez, reflejó y desafió
la era feminista. A Laurence se la recuerda sobre todo por su ciclo de novelas cuya
acción transcurre en la ciudad imaginaria de Manawaka. Foto de Peter Esterhazy.
Derecha: la escritora francófona Gabrielle Roy (1909-1983) creció en Manitoba
y pudo escribir acerca de la dureza de la vida quebequense con un desapego com¬
pasivo que hizo que sus novelas fuesen particularmente aceptables para los anglo-
canadienses. "Inclusive cuando su obra describía la enajenación y la soledad,
ofrecía también algo de esperanza" (Maclean's).

secuencias de los desacertados nombramientos de personal docente y


del crecimiento excesivo. Nuevos planes de estudio contribuyeron a cam¬
biar las actitudes hacia las mujeres, los indígenas, las minorías y el am¬
biente. Las ciencias sociales añadieron precisión al mundo de los nego¬
cios y al gobierno, así como una jerga privativa de ellas y un apetito por
el procesamiento de datos. Los mejoramientos en la enseñanza de las
ciencias y de las matemáticas compensaron un supuesto descenso de
las normas en materia de letras de los instruidos.
Los ricos se burlan a menudo de las fuentes de su propia riqueza: la ge¬
neración de la liberación fue ejemplo de ello. Desde las circunstancias
muy diferentes de la década de 1930, el capitalismo de las grandes em¬
presas no se había enfrentado a un ataque tan feroz y sostenido. El des¬
dén por la riqueza del mercado de masas proporcionó los fundamentos
562 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

a las corrientes ambientalistas de la década de 1970. Jóvenes y viejos, con¬


servadores y radicales, deploraron lo que generaciones anteriores habían
festejado: la explotación de recursos o la desaparición de las mejores
tierras labrantías de Canadá bajo el flujo interminable del crecimiento
de los suburbios. Parte de la liberación fue un movimiento romántico de
regreso a la tierra, apoyado por un clamor emotivo en contra de los pes¬
ticidas químicos y de industrias canadienses tradicionales como la pe¬
letera y la de caza de focas. Los indígenas, que aprendieron a expresarse
en defensa de los derechos aborígenes, encontraron tanto aliados para
sus reclamaciones como nuevos enemigos de su tradicional modo de ga¬
narse la vida cazando y tendiendo trampas.
La liberación fue todavía más explícita cuando se puso a considerar la
situación de la mujer. El anterior feminismo maternal había luchado
por proteger y realzar el papel materno tradicional de la mujer. La libe¬
ración significó un final para todos los papeles predeterminados. Si,
como empezaron a afirmar los científicos sociales, las mujeres habían
sido condicionadas por los machos dominantes para aceptar un lugar
inferior en la sociedad, era evidente que las mujeres debían ocupar sufi¬
cientes posiciones de poder —en los negocios, el gobierno, la educación
o las profesiones— como para aplastar los viejos estereotipos. Lo que era
válido respecto de las mujeres era no menos importante respecto de la
otra gran colección de estereotipos, la de la raza. Una nación que había
iniciado la década de 1960 con una condena, pagada de sí, de las polí¬
ticas raciales de Sudáfrica y de los Estados Unidos, la terminó con una
avergonzada conciencia de la triste situación en que se encontraban los
negros y los indígenas en muchas partes de Canadá.
El ambientalismo, el feminismo y la conciencia de la discriminación
racial provinieron, como la mayoría de las demás tendencias de la libera¬
ción, de fuera. Si los canadienses anhelaron, como nunca antes, identi¬
ficar su propia contribución a una cultura internacional, no fue fácil en¬
contrar algo singularmente canadiense en un grupo de rock como el de
los Guess Who o en una chántense como Monique Leyrac. Hasta la retó¬
rica antiestadunidense que alimentó en parte al nacionalismo canadien¬
se a fines de la década habría de derivarse de las protestas contra la gue¬
rra de Vietnam en los Estados Unidos. La guerra, y sus efectos sobre la
economía y la política de los Estados Unidos, ayudó a los canadienses a
sentir un engreído despego respecto de su vecino. La prosperidad, alimen¬
tada en parte por las compras para la guerra de los Estados Unidos, pro¬
porcionó a Canadá un sentimiento extra de bienestar. A pesar de sus hu¬
millantes errores de juicio en el presupuesto de 1963 y en la elección de
1965, su primer ministro le permitió a Walter Gordon iniciar una nueva
exploración del dominio ejercido por los Estados Unidos sobre la eco¬
nomía de Canadá. El informe resultante, obra de Melville H. Watkins,
con sus estadísticas de la penetración estadunidense en el mundo de los
negocios, inspiró a los estrategas políticos tanto liberales como del ndp
en la década de 1970.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 563

Como siempre en Canadá, el espíritu de liberación tuvo que alimentar


no uno sino dos nacionalismos. Si los canadienses se consideraban con
derecho a una independencia largamente esperada, también lo sentían
los quebequenses. La era de la liberación había disuelto viejas salva¬
guardias del nacionalismo: la Iglesia, la tasa de natalidad, un conser¬
vadurismo inquieto. Pero creó otras nuevas. ¿Por qué los jóvenes quebe¬
quenses, que habían ingresado por millares en los nuevos y ampliados
colleges y universidades, tenían que dominar el inglés como condición
para su simple aceptación en Ottawa, o inclusive en las oficinas de las
empresas de su propia provincia? Una década de “Revolución tranquila
sugería que no había nada que los quebequenses no pudiesen lograr, a
menos de que se los impidiesen las reglas de la Confederación. Si los ca¬
nadienses se sentían estimulados por la interminable prosperidad y
emocionados por su creatividad cultural, otro tanto se sentían los quebe¬
quenses, y con mayor razón, pues en la cultura francófona, más locali¬
zada, la rica comunidad de autores, cantantes y artistas de Quebec tenía
tanto mayor significado.
El nacionalismo, tanto canadiense como quebequense, presentó sus
desafíos a los políticos en Ottawa y en la ciudad de Quebec. En Ottawa,
por lo menos, los políticos estaban cambiando. En 1965, los liberales
finalmente habían logrado elegir a largamente esperados refuerzos para
su contingente en Quebec. Se deseaba a Jean Marchand, el líder sindical,
y a Gérard Pelletier, el director de La Presse; a un tercero, Pierre Trudeau,
se le aceptó sólo por la insistencia de Marchand. Al cabo de unos cuan¬
tos meses, el recio carácter de Trudeau y su instinto para la publicidad lo
convirtieron en la estrella del trío. Hacia fines de 1967, en su calidad de
ministro de Justicia, había obligado al Parlamento a aceptar reformas
en materia de divorcio, aborto y derechos de los homosexuales en las que
no hubiese pensado siquiera ningún anterior ministro católico de Que¬
bec. “El Estado", declaró Trudeau, “no tiene nada que hacer en las alco¬
bas de la nación". Ninguna frase expresó con.mavor precisión los va¬
lores de la liberación.
En septiembre de 1967, los conservadores ganaron finalmente su bru¬
tal batalla para sacar del poder a Diefenbaker. Su recompensa por haber
escogido a Robert Stanfield, el primer ministro de Nueva Escocia, fue
una rápida elevación en las encuestas de opinión. Media docena de libe¬
rales maniobraron para quedarse con el cetro de Pearson sin un percepti¬
ble aplauso nacional. En febrero de 1968, alentado por sus triunfos en el
año de la Expo, Daniel Johnson, de Quebec, participó en una conferencia
federal-provincial, ampliamente televisada, lleno de entusiasmo y con
nuevas demandas. En su calidad de ministro de Justicia, Trudeau estaba
de parte de Pearson. Por primera vez desde que se tuviera memoria, los
canadienses oyeron a un ministro federal replicarle a Quebec en un fran¬
cés duro y elocuente. Quizá, como dijeron los observadores, el resultado
había sido un empate. Pero no fue así como lo entendió la mayoría de
los canadienses.
564 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Había comenzado la campaña de Trudeau por alcanzar el liderato. Can¬


sados después de dos primeros ministros monolingües, los quebequen-
ses se inclinaron por el único candidato que hablaba francés. El propio
Pearson dio su venia al principio de la alternación de líderes francófo¬
nos y anglófonos. Canadienses, dentro y fuera del Partido Liberal, descu¬
brieron en Trudeau a un hombre que rompía los estereotipos del lidera¬
to político. Su victoria en la convención liberal no fue una conclusión
inevitable; su triunfo en la elección subsiguiente sí lo fue. Durante unos
cuantos cálidos meses de primavera, en 1968, Pierre Elliott Trudeau sin¬
tetizó los sueños, las realizaciones y las ilusiones de la era de la libera¬
ción. Aparte de promesas como la de "nada más gratis” y de ofrecer una
“sociedad justa”, pocos admiradores prestaron atención a las palabras
de Trudeau. Le cobraron afecto por un descarado desafío de las conven¬
ciones, un estilo elegante, una serenidad bajo los insultos y las piedras de
una turba separatista en Montreal, todo ello mediado por la televisión.
El 25 de junio, la afición a Trudeau contribuyó a conseguir la mayoría
liberal que los canadienses le habían negado a Pearson: 155 curules en
contra de las 77 para los conservadores de Stanfield. Los leales a Diefen-
baker, en el Oeste, ayudaron a Tommy Douglas, del ndp, a conseguir
22 curules. ¿La era de la liberación había llegado a Ottawa? ¿O había
terminado?

Realidades políticas

Fue fácil olvidar que la mayoría de los canadienses de las décadas de


1960 y 1970 querían tener hijos, no se divorciaban, no veían con buenos
ojos la cultura de la droga y, por lo demás, jamás votaron por Pierre
Elliott Trudeau. Los estadunidenses que evadían la conscripción y se iban
a Canadá fueron mucho menos numerosos que los jóvenes canadienses
que se sumaron a las fuerzas estadunidenses para pelear en Vietnam.
Los estilos de vida liberados eran mucho más visibles en el centro de Van-
couver o de Montreal que en Kamloops, el lago Kirkland o Medicine Hat,
o inclusive que en Burnaby, Mississauga o Laval. Como de costumbre,
las modas que definen una era fueron establecidas por la clase media
urbana. Las personas que vestían pantalones de mezclilla porque eran
baratos, no por elegantes, aceptaron la moda más lentamente y a veces
la rechazaron por completo.
La televisión y la nueva cinta magnética mantuvieron a la gente en con¬
tacto con imágenes de cambio, pero no siempre pudieron trascender la
experiencia real. Fuera de la cultura de boutique de las grandes ciuda¬
des, muchos canadienses no creyeron que la prosperidad fuese perma¬
nente, o siquiera que tuviese que ver con ellos. No se había producido un
despegue económico en el Canadá atlántico o en el interior, de pequeñas
poblaciones, de Quebec. Los agricultores de las praderas llegaron al fi¬
nal del auge de 1960 con precios a la baja, un nuevo exceso de producción
de trigo y sus imborrables memorias de la Gran Depresión. Comunidades
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 565

mineras desde Pine Point, en los Territorios del Noroeste, hasta Buchans,
en Terranova, sabían que los precios mundiales o una nueva tecnología
podrían borrarlas del mapa.
Trudeau llegó al poder en 1968 para encarar el gran diálogo franco-
inglés; necesitaba tiempo para descubrir que en Canadá había muchas
otras divisiones. A sus 49 años de edad, Trudeau no era el primer minis¬
tro más joven de Canadá, pero políticamente era el menos experimenta¬
do. Rigió su Gabinete como un seminario académico, formó su personal
a modo de amortiguador contra las presiones políticas y se lanzó a gober¬
nar Canadá de acuerdo con principios filosóficos básicos. La economía
y la administración le interesaban poco. Jean Marchand, en un nuevo
Departamento de Expansión Económica Regional, podría gastar lo que
le diera la gana para poner fin a las viejas disparidades. Eric Kierans, el
radical ex presidente de la bolsa de valores, quedó en libertad para auto¬
matizar el servicio de correos. Eugene Whalen pudo fascinar o enfurecer
a los agricultores con sus juntas de mercadeo y sus proyectos de subsi-

Arriba: en 1971, Gerhard


Herzberg, uno de los po¬
cos judíos que huían de
Hitler admitidos por Ca¬
nadá en la década de 1930,
fue el tercer canadiense
ganador del Nobel por sus
trabajos en espectroscopia
molecular. Izquierda: John
Polanyi, de la Universi¬
dad de Toronto, obtuvo el
cuarto Nobel para Cana¬
dá, en 1986, por sus tra¬
bajos en dinámica de los
procesos químicos; espe¬
cíficamente, por su tra¬
bajo sobre tecnología de
láser en química.
Mientras Lester Pearson tiene el aspecto de un estadista sombrío, Pierre Trudeau no se esfuerza en ocultar su sonrisa,
cuando Quebec presentó sus acostumbradas demandas no negociables en la conferencia federal-provincial de 1968. El
desempeño de Trudeau en la televisión, en defensa de los quebequenses, contribuyó a convertirlo en primer ministro.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 567

dios. Las reformas fiscales que podrían haber contribuido a que Trudeau
cumpliese su promesa de una “sociedad justa" fueron violentadas y en¬
redadas por Edgar Benson, el ministro de Finanzas, hasta que enrique¬
cieron principalmente a los millonarios y a los contadores públicos. No
eran preocupaciones del primer ministro.
Tampoco, en general, le preocupaba el lugar de Canadá en el mundo.
Vietnam y la nueva doctrina estratégica de destrucción mutuamente ase¬
gurada habían enfriado los miedos nucleares de principios de la década
de 1960. Al igual que los del ndp, cuya causa había abrazado brevemente,
Trudeau creía en el desarme y en el no comprometerse. Las fuerzas ar¬
madas de Canadá, penosamente unificadas en 1968 por Paul Hellyer, el
ministro de Defensa de Pearson, descubrieron que sus aborrecidos uni¬
formes verdes nuevos eran sólo el comienzo de la humillación. El con¬
tingente de Canadá en la otan se redujo a la mitad en 1969 y el total de
fuerzas armadas se redujo en un tercio. A los aliados de la otan esto no
les gustó. Tampoco les pareció bien a los diplomáticos del Departamen¬
to de Asuntos Exteriores el que Trudeau, que alegó que podía aprender
todo lo que necesitaba saber leyendo el New York Times, cerrase algunas
de las representaciones diplomáticas en ultramar. Aunque el mundo ha¬
bía cambiado desde que Trudeau viajase por él en los años de la pos¬
guerra, no sintió que necesitase saber mucho más.
Una cuestión que sí comprendía bien y que captó firmemente su aten¬
ción fue la del papel de Quebec en Canadá. Excelente bilingüe y confia¬
dísimo en sí mismo, Trudeau incitó a los quebequenses jóvenes a abando¬
nar la “tienda india ancestral” y a que se sumaran a él para dominar el
país que sus antepasados voyageurs habían contribuido a crear. A dife¬
rencia de Laurier y St. Laurent, que con todo cuidado se habían rodeado
de un número de ministros y asesores de habla inglesa suficiente para
tranquilizar a la mayoría, Trudeau promovió a cualesquier quebequen¬
ses que estuviesen a la altura de su inteligencia y su intuición. Una Ley
de Lenguas Oficiales, por la que se estableció la igualdad del francés y del
inglés y se convirtió al gobierno central y sus dependencias en efectiva¬
mente bilingües, fue la piedra angular del primer periodo de Trudeau.
Con la excepción de John Diefenbaker y de unos cuantos conservadores
leales el Parlamento dio a regañadientes su consentimiento.
Trudeau no había hecho nada que no hubiese propuesto elocuente¬
mente, y en ambos idiomas, durante su campaña de 1968. El bilingüismo
sería la base de una igualdad ciudadana fundamental. Un status espe¬
cial, para cualquier provincia, grupo o individuo le pareció antidemocrá¬
tico a Trudeau. Habiendo oído a los indios censurar la Ley Indígena por
considerarla instrumento de la opresión, se quedó asombrado cuando
los mismos indígenas censuraron su abolición y la consecuente supresión
de un status especial para los indios. Jean Chrétien, el fogoso ministro
joven responsable de la supresión, rápidamente se corrigió a sí mismo.
Los canadienses podrían haber aceptado de mejor manera la receta
para la unidad nacional de Trudeau si hubiesen comprendido la crisis
568 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Quebec-Canadá y si su primer ministro se hubiese mostrado no menos


sensible para otros problemas regionales. "¿Por qué debo vender yo su
trigo?’’, preguntó Trudeau a encolerizados agricultores del Oeste. La
Junta de Granos, por supuesto, era una gran dependencia federal. Los
cultivadores de granos se acordarían de la olvidadiza arrogancia del pri¬
mer ministro. Tampoco se mostró muy sensible Trudeau al enfriamiento
económico que puso fin al auge de la década de 1960. Ya desde 1966, la
inflación comenzó a empañar la prosperidad. De 1961 a 1965, el índice
de precios al consumidor se había elevado alrededor de cinco por cien¬
to; al final de la década, había aumentado 17 puntos en total. Como los
salarios industriales se elevaron el doble de esto, los economistas encon¬
traron un fácil chivo expiatorio: los voraces sindicatos, especialmente
del sector público. Una de las últimas reformas de la época de Pearson
había sido la de conceder el derecho de huelga a muchos empleados fe¬
derales. Indudablemente, los trabajadores del gobierno se habían esfor-

sosj •paradé-W-SSKWÍ
L-BFfBL

Después de que Hawker Siddeley, el último dueño de la acería envejecida de Syd¬


ney, anunció su cierre, Cabo Bretón envió a Ottawa un mensaje tristemente cono¬
cido. La respuesta del gobierno a la disparidad y la decadencia económica regional
fue conceder subsidios, establecer la propiedad pública y practicar un optimismo
forzado.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 569

zado con éxito por mejorar sus salarios rezagados. La inflación tuvo otras
fuentes también, desde los elevados costos de la Expo 67 hasta la decisión
de Washington de financiar su guerra en Vietnam con dinero prestado.
Cualesquiera que hayan sido las causas, la inflación dolió. Y otro tanto
hizo la cura del dinero escaso administrada rápidamente por el Banco de
Canadá. Un primer ministro elegante y afectado fue un obvio chivo ex¬
piatorio, tal y como antes había sido un héroe.
Los primeros en encolerizarse fueron los del Oeste. En 1968 Trudeau
había obtenido la mayoría de las curules al occidente del lago Superior.
No volvería a ocurrirle. En vez de vender su trigo, Ottawa les dijo a los
agricultores de las praderas que redujesen su superficie cultivada. Los que
lo obedecieron fueron los que más sufrieron cuando las malas cosechas
en la Unión Soviética y China elevaron muchísimo la demanda y los pre¬
cios. Los liberales de provincia pagaron el costo de esto. Un año después
de la victoria de Trudeau, un cauto y multilingüe Ed Schreyer condujo a
la victoria al ndp en Manitoba, en contra de un conservador enemigo de
Quebec y de Ottawa. Allí junto, los liberales de Ross Thatcher habían ven¬
cido a la cansada ccf de Saskatchewan en 1964, después de que el único
gobierno socialdemócrata había ganado su primera áspera lucha por el
establecimiento del primer seguro médico público en Canadá. Hacia 1971;

Los niños indígenas de Mistassini, en el norte de Quebec, utilizan canciones para


saltar a la cuerda que podían oírse en cualquier parte de Canadá. En la década de
1970, los canadienses comenzaron a darse cuenta del triste futuro que aguardaba
a los jóvenes de las comunidades del norte.
570 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

los liberales de la pradera, de cualquier variedad que fuesen, se hallaban


en problemas. Alian Blakeney, del ndp, consiguió vengarse del régimen de
Ross Thatcher. Un año más tarde, Dave Barrett condujo alegremente al
poder a sus “hordas socialistas” en la Columbia Británica. En cada caso,
votantes liberales se pasaron al ndp para darle su victoria, y parte de la
culpa de esto le tocó al gobierno de Trudeau. En Alberta no se produjo un
gran desplazamiento ideológico en 1971 cuando los conservadores pro¬
gresistas de Peter Lougheed aplastaron al viejo régimen, de 36 años de
duración, del Crédito Social, pero los liberales de Alberta casi desapare¬
cieron. Ottawa no tardaría en sentir el cambio.
El Canadá del Atlántico, más cauto y más dependiente de la generosi¬
dad redistribuida de Ottawa, se mostró más moderado en su resenti¬
miento. En el vacío que dejó al irse Robert Stanfield, la Nueva Escocia, por
una estrecha mayoría, llevó de nuevo al poder a los liberales en 1970,
pero Nueva Brunswick eligió al primer régimen conservador que hubiese
respaldado jamás la poderosa minoría acadia de la provincia. Un año
más tarde, la sombra fatal de Joey Smallwood así como sus lazos con
Trudeau permitieron obtener a los conservadores de Terranova, prime¬
ro un triunfo por escaso margen, y después una victoria arrolladora, la
primera alcanzada desde la década de 1920.
La sacudida política en el Oeste y en el Este no conmovió a Trudeau y
sus consejeros. La alternancia de gobiernos idénticos con etiquetas dife¬
rentes constituía la norma en las marítimas; los tres regímenes del ndp
se hallaban lo suficientemente asediados por sus enemigos de las gran¬
des empresas y conservadores como para causarle a Ottawa algún pro¬
blema. El crecimiento demográfico de la posguerra en las provincias
centrales no había logrado más que reforzar el hecho de que cualquier
partido que dominase Quebec y gran parte de Ontario podría mandar en
Canadá. La prosperidad y una capacidad para realizar reformas oportu¬
nas quizá hicieron que fuesen invencibles los conservadores en Ontario,
pero los liberales federales coexistieron cómodamente con ellos, atribu¬
yéndose el mérito del Auto Pact de 1965 y reclamando para sí la fidelidad
de oleadas continuas de inmigrantes. La riqueza de Ontario fomentaba
el nacionalismo económico entre las élites académicas, pero pocos esta¬
ban dispuestos a condenar un trato que había esparcido docenas de fá¬
bricas de piezas para automóviles y miles de empleos por las ciudades y
los pueblos del suroeste de Ontario. Quebec era otro cantar. En la ba¬
lanza nacional de las provincias que “tenían" y las que “no tenían”, Quebec
se encontraba hacia el medio, siendo una mezcla de crecimiento urbano
al estilo de Ontario y de las industrias decrépitas, subsidiadas, junto con el
desempleo regional característico de las marítimas. La destreza política
y la postura nacionalista de Daniel Johnson le habían dado una estrecha
victoria en 1966, pero su muerte repentina y un sucesor honesto pero des¬
colorido, Jean-Jacques Bertrand, echaron a pique a la Union Nationale.
Hacia 1969, René Lévesque había inspirado y coaccionado a los separa¬
tistas para formar un solo Parti Québécois (pq). Las torpezas de Bertrand
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 571

y las pruebas aportadas por la Comisión Real Laurendeau-Dunton le


proporcionaron al nuevo partido una nueva causa. Al igual que Toronto,
Montreal se había visto inundada por cientos de miles de esforzados in¬
migrantes de la Europa meridional; como en Toronto, la mayoría habían
enviado a sus hijos a escuelas de habla inglesa por reconocer sensata¬
mente el valor de la lengua que dominaba en la economía local. Los esta¬
dígrafos de Laurendeau-Dunton no hicieron sino confirmar las sospechas
de los quebequenses. Aunque los ingleses fuesen los que más ganaban,
los ingresos medios de los recién llegados sobrepasaban inclusive a los
de los francocanadienses bilingües. La recesión que siguió a la Expo ali¬
mentó el resentimiento y dio lugar a motines, en que los bandos se forma¬
ron por idiomas, en el suburbio predominantemente italiano de St-Léo-
nard. Conmovido por la amenaza al tradicional pluralismo lingüístico y
educativo de Quebec, Bertrand contemporizó. Sólo Lévesque y el pq po¬
dían salir ganando de un enfrentamiento que amenazaba no únicamen¬
te las tradiciones de Quebec, sino la realización de la meta de un bilin¬
güismo nacional de Trudeau.
La cuestión de la lengua les planteaba un problema real a los liberales
de Quebec: contaban con la fidelidad casi total de la minoría inglesa de la
provincia, pero evidentemente necesitaban muchos más votos para ga¬
nar. Robert Bourassa, el juvenil tecnócrata que ahora encabezaba a los
liberales, decidió atacar de flanco la cuestión. Respaldado por Trudeau
y sus propias credenciales de economista, Bourassa lanzó su campaña
de 1970 con la promesa de crear 100000 nuevos empleos. La Confedera¬
ción, proclamó, sería lucrativa. Para la mayoría de los quebequenses, que
abrigaban temores de pérdida de empleo y estaban hartos de toda una se-

Trabajadores de la
industria del automó¬
vil durante una pausa
de descanso, en 1974.
Gracias a la sindica¬
ción en las industrias,
los trabajadores cana¬
dienses consiguieron
una seguridad y una
calidad de su vida de
trabajo que mal se po¬
drían haber imaginado
sus ancestros.
572 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

ríe de motines, manifestaciones y huelgas violentas, el mensaje de Bouras-


sa les produjo satisfacción. El voto de la Union Nationale se dividió entre
candidatos rivales del Crédito Social y del pq. El 29 de abril de 1970, los
liberales obtuvieron 72 de las 108 curules de la Asamblea Nacional. El
pq obtuvo siete.
La victoria no fue un premio. Quebec estaba sumido en deudas. Sólo
los subsidios y los aranceles mantenían en activo a muchas industrias
locales. Miles de graduados pedían la clase de empleos que un grado uni¬
versitario les había prometido en otro tiempo. Los maestros de Quebec
abrazaron ahora el marxismo con el mismo fervor con que antaño ha¬
bían abrazado el catolicismo. Una sucesión de motines callejeros en Mon-
treal pareció ser el anuncio de una revolución. Cuando el alcalde Jean
Drapeau advirtió de los peligros del terrorismo, los dirigentes de la opi¬
nión se burlaron de él y afirmaron que estaba recurriendo al alarmismo
para preparar su propia reelección.
El 5 de octubre de 1970 fue secuestrado James Cross, el comisionado de
comercio británico en Montreal. Entre las peticiones de los secuestrado¬
res figuró la emisión por radio de un manifiesto del Front de Libération
du Québec (flq), un romántico movimiento revolucionario con un meollo
terrorista. El gobierno de Bourassa, presa de los nervios, lo aceptó. Ma¬
nifestaciones gigantes de estudiantes nacionalistas proclamaron a voz
en cuello su desprecio por el joven gobierno y su fidelidad al flq. El 10 de
octubre, Pierre Laporte, ministro del Trabajo de Bourassa, fue secuestra¬
do en su propio jardín. Se produjeron otras manifestaciones gigantes.
Alguien que se proclamó a sí mismo abogado de los secuestradores habló
ante la televisión y los periodistas. René Lévesque, Claude Ryan, de Le De-
voir, y otros nacionalistas eminentes se reunieron para darle su consejo
a un asustado Bourassa: no hay que meter en esto a Ottawa. Llegó dema¬
siado tarde. El primer ministro había solicitado la ayuda de Trudeau.
Trudeau actuó. Antes del amanecer del 16 de octubre, puso en vigor el
Decreto de Medidas de Guerra. Mientras soldados armados se desplega¬
ban para proteger a las personalidades públicas principales, la policía
detuvo a 468 personas. Un día más tarde, los que habían capturado a La-
porte lo estrangularon y dejaron su cadáver en la cajuela de un automóvil.
El jolgorio había terminado. Una búsqueda, lenta y a veces inepta, lo¬
calizó finalmente tanto al diplomático británico como a los asesinos de
Laporte. Los que habían sido apresados en las redadas policiacas fueron
puestos en libertad. Algunos fueron casos de identidad equivocada; la
mayoría habían sufrido un breve encarcelamiento por haberse emocio¬
nado con la prédica de la revolución. Ahora buscaron venganza. Y tam¬
bién la buscaron otros canadienses que le tenían más tirria a Trudeau que
a los terroristas.
El hombre que había sido elegido como encarnación de la liberación
había disuelto esa imagen en octubre de 1970. El gobierno, insistió Tru¬
deau, había actuado “para dejar claro a los secuestradores, revolucionarios
y asesinos que en este país las leyes las hacen y las cambian los repre-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 573

Arriba: el tradicional desfile de San


Juan Bautista, en Montreal, se agrió
en 1968, cuando manifestantes na¬
cionalistas utilizaron la ocasión
para atacar al primer ministro. Tru-
deau se mantuvo impasivo ante su
violencia y ganó abrumadoramente
las elecciones a la semana siguiente.
Abajo: este soldado y el helicóptero
militar reflejan la reacción de Otta-
wa a la crisis de octubre de 1970.
Aunque la imposición de las medi¬
das de guerra por parte del gobierno
y su gran despliegue de tropas escan¬
dalizaron a algunos canadienses, la
mayoría de la gente los aprobó.

sentantes electos de todos los canadienses, no un puñado de dictadores


elegidos a sí mismos". La mayoría de los quebequenses, así como de los
canadienses, estuvieron de acuerdo. Pero no así una minoría que sabía
expresarse. Los partidarios de las libertades civiles jamás perdonaron a
Trudeau una determinación algo brutal que chocaba con la era de la li¬
beración. La utilización del Decreto de Medidas de Guerra en una crisis
interior había creado mártires y un horrendo precedente. También con¬
sumó la erosión del gobierno democráticamente elegido de Bourassa.
Mientras el ndp y, tardíamente, Robert Stanfield deploraban el asalto
de Trudeau contra las libertades civiles, la “crisis de octubre” puso por
574 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

los cielos la popularidad liberal. Luego, cuando otras cuestiones se en¬


tremetieron inevitablemente, esa popularidad bajó. La inflación siguió
elevándose. Y lo mismo el desempleo. Ingeniosos proyectos que tenían
como mira la creación de programas sociales para los pobres, a expensas
de los subsidios a las familias, indignaron a mucha gente: los programas
universales ahora no podían ni tocarse. Cuando el gobierno transformó
el seguro de desempleo en una variante de ingreso garantizado, los con¬
tribuyentes se indignaron por el costo y alegaron que ejércitos de “vaga¬
bundos del bienestar” abusaban del sistema. David Lewis, el veterano de
la ccf que se apoderó del ndp en 1971, tronó contra los "vagabundos del
bienestar de las empresas”, cuyos miles de millones en dólares no paga¬
dos al fisco podrían haber aliviado la carga sobre los peor pagados. La
mayoría de los canadienses prefirieron condenar a sus vecinos más po¬
bres y a un gobierno que los había subsidiado sin ponerlos a trabajar.
Trudeau flotó serenamente en medio de este mar de problemas. En el
otoño de 1972, no ofreció a los votantes poco más que el lema “el país es
fuerte”. Nada les dijo esto a los votantes. Hacia el 30 de octubre se había
disuelto la coalición liberal de 1968. Sólo permanecieron Quebec, el On¬
tario rural y de la clase trabajadora y los acadios de Nueva Brunswick.
En una Cámara de 109 liberales y 107 conservadores, las 31 curules del
ndp de Lewis decidirían el gobierno. “El universo”, recitó Trudeau ante
sus angustiados seguidores, “se desenvuelve como es necesario”.

El desafío del Oeste

En la década de 1970, la mayoría de las certidumbres de la posguerra se


desvanecieron. Veintisiete años después de que la conferencia de las Na¬
ciones Unidas en Bretón Woods fijara la moneda de los Estados Unidos
como el patrón con el que todo el dinero debía medirse, Washington re¬
pentinamente devaluó su dólar. El oro ya no valdría 35 dólares estadu¬
nidenses por onza. Dos años más tarde, los Estados Unidos reconocie¬
ron su derrota en Vietnam, aunque la caída final y humillante de Saigón
quedase aplazada durante otros dos años. La prosperidad estaduniden¬
se se retiró del noreste industrial, dejando tras de sí un residuo de con¬
taminación, pensionados y pobreza. Naciones asiáticas del Pacífico se
hicieron cargo de industrias abandonadas por el capital de Estados Uni¬
dos. Un grupo de investigación respaldado por los hombres de empresa,
el Club de Roma, predijo el agotamiento inminente de la mayor parte de
los recursos mundiales. En Europa y en América del Norte, una combi¬
nación de desempleo con inflación —la “stagflation"— pareció poner en
tela de juicio la vieja fe keynesiana de que era posible mantener en equi¬
librio las economías. Una vez más, la economía se había convertido en
la “ciencia deprimente”; algunos de sus practicantes volvieron a venerar
doctrinas más antiguas.
En su calidad de nación comercial, Canadá sintió la inestabilidad del
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 575

dólar estadunidense, el proteccionismo de los gobiernos de los Estados


Unidos y de Europa y su propia dependencia respecto de las exporta¬
ciones de recursos. Las malas cosechas convirtieron a la Unión Soviética
y a China en clientes del trigo canadiense, pero esos mercados eran pre¬
carios. Otro tanto puede decirse del auge del carbón y las maderas de la
Columbia Británica. En su conjunto, el crecimiento de Canadá en la dé¬
cada de 1970 fue tan expansivo como antes, pero no lo acompañó un
sentimiento de confiado bienestar. Cuando llegaron a la madurez los
bebés que habían nacido durante el auge demográfico, tres millones de
canadienses más se sumaron a la fuerza laboral, lo que representó un
aumento de un tercio. Entre las mujeres, el aumento de su participación
en la población económicamente activa fue más del doble del corres¬
pondiente a los varones. Ahora, no sólo podían aplazar o evitar el tener ni¬
ños, sino que la inflación hizo que dos ingresos fueran necesarios para
conservar el estilo de vida deseado por la mayoría de las familias. La
mayoría de los hogares con un solo padre y de los ancianos, los más de
ellos mujeres, convirtieron en prioridades urgentes las reformas de los pla¬
nes de pensiones y del derecho familiar. Al mismo tiempo, mientras los ca¬
nadienses pedían mejores casas y las llenaban de nuevos cacharros elec¬
trónicos, los gobiernos parecían no tener ya los recursos necesarios para
enfrentarse a problemas costosos. O siquiera para mantener las institu¬
ciones de salud y de educación creadas en la década de 1960.
Politizado por su casi derrota en 1972, la estrategia de Trudeau consis¬
tió en aferrarse al poder con el respaldo del ndp, guardarse sus principios
filosóficos y demostrar que podía proteger a ia gente de las presiones
inflacionarias. Cuando los precios de los alimentos se elevaron a conse¬
cuencia de las gigantescas compras de granos realizadas por la Unión
Soviética en 1972-1973, el gobierno ofreció subsidios para la compra de
pan y de leche y creó una Junta de Vigilancia de los Precios de los Ali¬
mentos para regañar a los supuestos especuladores voraces. Puesto que
entre los villanos de la Junta figuraron las nuevas juntas de mercadeo del
gobierno, los agricultores sabrían finalmente a quién dar las gracias por
sus precios más elevados. Los economistas condenaron las manipula¬
ciones del mercado libre, pero no así David Lewis y los del ndp.
La política, no la simple economía, determinó también el esfuerzo que
realizaron los liberales para aislar a los canadienses de la brusca ele¬
vación de los precios petroleros de 1973. Indignada por la pérdida de va¬
lor de los dólares estadunidenses con que se pagaba su petróleo y des¬
pués por el respaldo occidental a Israel en la guerra del Yom Kippur, una
Organización de Países Exportadores de Petróleo (opep) dominada por
los árabes decidió cuadruplicar el precio del barril de petróleo crudo. Al
acercarse el invierno, el gobierno de Trudeau propoicionó expeditamen¬
te subsidios a las importaciones petroleras del Canadá oriental, finan¬
ciados con un impuesto sobre el petróleo y las exportaciones de gas del
Canadá occidental a los Estados Unidos. Una estrategia gubernamental a
largo plazo extendió los suministros petroleros occidentales hasta el
576 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

mercado de Quebec, creó una compañía petrolera administrada por el go¬


bierno estimuló la conservación y fomentó la exploración petrolera en
el Ártico y en las costas. Un límite de 200 millas, reclamado pero apenas
hecho vaíer por una Armada y una guardia costera diminutas, tardíamen¬
te ofreció a la pesca dentro de los límites territoriales la posibilidad de

PrE^fxito^d"eTa oPE^reforzó la lección consoladora de que la inflación


escapaba al control de Canadá. En vez de este último, la vinculación de
salarios, pensiones y pagos gubernamentales a un índice d^ PreC1°^a^ ¿
sumidor al alza pareció ser una manera inocua de proteger a la gente
contra las elevaciones de precios. En 1974, el ministro de Finanzas John
Turner, echó mano inclusive de una idea conservadora e indexo el pago
de impuestos. Mientras los gastos subían, los ingresos del gobierno no se
elevaban. Esto constituía la receta perfecta para la formación de un dé¬
ficit enorme, pero los electores no se quejaron. M cabo de dos meses de
desusado encanto de parte de Trudeau, de fúnebres advertencias de los
conservadores y de protestas del ndp, el 8 de julio los electores dieron
cumies a los liberales, 95 a los conservadores, 11 a los del Crédito Social
y apenas 16 a los del ndp, o sea, la mitad de las obtenidas en 1972. David

Lewis perdió su curul. . c , in,Q TT„ n„^


Sin embargo, Trudeau no había igualado su triunfo de 1968. Un Uue-
bec sólido, con la mayoría de Ontario y de Nueva Brunswick, podrían
dominar el Parlamento, pero en el Oeste los liberales consiguieron solo
13 cumies, 8 de ellas en la Columbia Británica. Desde 1968, el apoyo pa¬
ra Trudeau en las praderas había caído desde un tercio a tan sólo una
cuarta parte del electorado. Aunque las encuestas de opinión habían
pronosticado una victoria liberal, la gran mayoría de la gente del Oeste
se había negado a (como se dice en México) “irse a la cargada . Al igual
que los partidarios de René Lévesque, los canadienses occidentales esta¬
ban hartos de su lugar en la Confederación, aunque sus preocupaciones
y sus soluciones fuesen muy diferentes.
Si Ottawa no entendía al Oeste, cabe decir que la comprensión no era
fácil. Notables cambios ocurridos en la región enviaron mensajes contra¬
dictorios. Es más fácil realizar las transformaciones dolorosas cuando
se le puede echar la culpa a algún otro: un remoto gobierno federal fue,
en las praderas, un chivo expiatorio tradicional. A menudo, fueron radi-
cales del Oeste quienes defendieron visiones nostálgicas de una vida
comunitaria mral, en tanto que los derechistas de las praderas exigían tre¬
mendos cambios. En ninguna parte se hacían patentes los cambios con
mayor fuerza que en la actividad económica fundamental del Oeste, la
agricultura. Aunque la granja de propiedad familiar siguiese siendo
la base de la producción, la maquinaria y la prosperidad la habían trans¬
formado en una empresa millonaria que abarcaba centenares y hasta
miles de hectáreas. El éxito dependía de la destreza técnica y financiera
tanto como de la colaboración tradicional de la naturaleza con el traba¬
jo duro. Aunque el trigo siguiese siendo el cultivo principal, agricultores
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 577

prudentes diversificaron su producción hacia las oleaginosas, el lino y,


cuando el clima o el riego lo permitían, las hortalizas. Las granjas enor¬
mes llevaban consigo la despoblación: tres cuartas partes de un millón
de habitantes de las praderas abandonaron las tierras después de la gue¬
rra. La conocida infraestructura de una era caracterizada por el caballo
como fuerza de tiro —aldeas, ferrocarriles, elevadores de granos— era
obsoleta. El paisaje ya no estaba configurado por el alcance de veinti¬
tantos kilómetros de una carreta cargada y un tiro de caballos. En 1933,
5 758 elevadores cortaban el horizonte de la pradera; hacia 1978, casi la
mitad de ellos habían desaparecido. Entre 1940 y 1980, la parte rural de
la población de las praderas había descendido de 60 a 30 por ciento.
En la década de 1970, diversos negocios habían sustituido a la agri¬
cultura como la preocupación predominante de las praderas. Winnipeg,
Regina y Saskatoon más que duplicaron su población; empujadas por los
ingresos provenientes del petróleo y el gas, Calgary y Edmonton multi¬
plicaron por siete su población hasta tener cada una 800 000 habitantes.
Hacia 1981, ambas habían sobrepasado a Winnipeg para convertirse en
metrópolis regionales rivales. Del otro lado de las montañas, el crecimien¬
to occidental y los mercados del Pacífico habían contribuido a convertir
a Vancouver en una ciudad de más de un millón de habitantes. Hizo
posible todo esto la diversificación mucho más allá de la agricultura y
sus industrias conexas. Hasta 1947, Alberta había suministrado cerca de
10 por ciento del petróleo y el gas de Canadá. El descubrimiento del cam¬
po petrolero Leduc atrajo miles de millones de dólares en inversión y un
rápido apoderamiento de este recurso por parte de las empresas multi¬
nacionales que dominaban la industria petrolera del mundo occidental.
Hacia 1970, la producción de Alberta habría bastado para el mercado
canadiense, aunque tenía más sentido económico, para una industria
continental, el exportar a los Estados Unidos. Las provincias vecinas de
Alberta se esforzaron por igualar su buena fortuna. Saskatoon se pro¬
clamó capital mundial de la potasa; Regina presumió de una gran planta
siderúrgica, para satisfacer las necesidades de tubo de acero de la re¬
gión; minas de níquel en Thompson y en el lago Lynn le dieron a Mam-
toba su propia oportunidad de diversificación.
La política de la pradera estaba vinculada a las estrategias de desarro¬
llo. La afirmación de que los conservadores de Manitoba habían sido
engañados por empresarios extranjeros que iban a crear un complejo in¬
dustrial de productos forestales en The Pas ayudó a los del ndp a conquis¬
tar el poder en 1969. También les ayudó la resistencia que opusieron
grupos de indígenas y de defensores del ambiente a ambiciosos proyec¬
tos de desarrollo de la hidroelectricidad sobre el río Nelson. El conti¬
nuado debate en torno de los recursos contribuyó a derrotar al ndp en
1977 y, a su vez, a los renacidos conservadores en 1982. En Saskatchewan,
las estadísticas del despoblamiento rural habían contribuido a la den ci¬
ta de la ccf en 1964; la decisión de controlar la industria de la potasa de la
provincia ayudó a los del ndp a volver al poder en 1971. En ese año, Peter
578 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Lougheed aniquiló el régimen del Crédito Social de Alberta al dar expre¬


sión a una preocupación provincial acerca del futuro a largo plazo,
cuando el petróleo y el gas hubiesen desaparecido. La riqueza no había
hecho olvidar a la gente de la pradera la Depresión o su vulnerabilidad en
su calidad de productores primarios.
Los forasteros quizá no encontraran que tuvieran mucho en común
Lougheed, con su experiencia en materia de fútbol profesional y en las
salas de juntas de Calgary, y el socialismo sereno de su vecino de Sas-
katchewan, Alian Blakeney. Indudablemente, los magnates petroleros
preferían el despreocupado estilo de Edmonton a la cautela regulativa
de Regina. Lo que ambas provincias compartían con la mayor parte del
Oeste canadiense era la determinación de controlar sus propios recursos
naturales y, en la medida de lo posible, su destino económico. Nada en
su historia había convencido a la gente del Oeste de que sus intereses es¬
tuviesen mucho más protegidos en Ottawa y Toronto que en Nueva York
o Houston.
La intervención de Trudeau con ocasión del alza brutal de precios pe¬
troleros en 1973 tenía sentido obviamente en el Canadá oriental. ¿Por qué

En medio de la crisis de los energéticos de la década de 1970, pareció sensato cons¬


truir un oleoducto por el valle del Mackenzie para transportar petróleo desde
yacimientos comprobados y futuros, pero no antes de consultar a los indígenas.
Sus opiniones, recogidas por el juez Tilomas Berger en innumerables comunidades
pequeñas, hicieron archivar el proyecto. Los derechos locales y las reclamaciones de
los indígenas comenzaban a ser tomados en serio.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 579

deberían padecer los canadienses por causa de un cartel extranjero,


cuando Canadá tenía en su interior petróleo suficiente como para librar¬
se de las maquinaciones de la opep? El fijar impuestos a las exportacio¬
nes de energía hacia los Estados Unidos para subsidiar a consumidores
transitoriamente dependientes de los suministros de la opep no fue una in¬
justicia para los estadunidenses o los de Alberta, aunque sí fuese una
demostración espléndida, particularmente para los quebequenses, de al¬
gunos de los beneficios prácticos de la Confederación. ¿Y por qué de¬
bería querer conseguir Alberta los nuevos precios mundiales, cuando eran
éstos producto de una monstruosa extorsión internacional? Todo el país
saldría beneficiado gracias a unas políticas petroleras que convirtiesen a
Canadá en autosuficiente. La propia Alberta participaría en un proyecto
de un millar de millones de dólares para extraer combustible utilizable de
las vastas chapopoteras cercanas a Fort McMurray y se beneficiaría tam¬
bién de un acceso a los nuevos mercados de Quebec. El fomento de la
exploración en la “frontera" petrolera y la creación de una empresa pe¬
trolera administrada federalmente, la Petro-Canadá, deberían haber con¬
vencido a los del Este y del Oeste.
Pero no fue así. Encolerizados occidentales alegaron que Ottawa jamás
había intervenido para salvarlos de los precios mundiales de los auto¬
móviles, de los abrigos o de cualquier cosa producida en Ontario o en Que¬
bec. El mantener bajos los precios de un recurso no renovable despojaba
a las generaciones futuras de un dinero que, de lo contrario, habría ido a
parar a los fondos patrimoniales de Alberta y Saskatchewan. Sin inver¬
sión extranjera, no habría habido industria de la energía en el Oeste. La
producción de fuentes comprobadas había rebasado ahora su punto
máximo. El petróleo de la “frontera” era por demás incierto de encontrar
y casi imposible de entregar. La fatuidad de los sueños de Ottawa se hizo
patente cuando los planes para la construcción de un oleoducto en el
valle del Mackenzie, para transportar gas natural y más tarde petróleo
desde el océano Ártico hasta Alberta, se vinieron a pique cuando una
comisión real, encabezada por el juez Thomas Berger, dio la razón a las
reclamaciones de grupos indígenas del Norte y de sus simpatizantes del
Sur. Innuit y denes —términos que ahora sustituían a los nombres blan¬
cos más viejos de “esquimales” e “indios”— descubrieron pronto que te¬
nían fuerza suficiente para contener la explotación del Norte hasta que
sus propias demandas rivales —políticas y territoriales— hubiesen sido
satisfechas. Mientras que los grupos indígenas exigían el control de las
políticas de recursos en el Norte, los gobiernos de las praderas luchaban
por conservar el poder que habían conquistado en 1930. El gobierno de
Saskatchewan se puso del lado de los conservadores de Alberta cuando el
gobierno de Trudeau trató de arruinar los planes del ndp para naciona¬
lizar la industria de la potasa de la provincia.
La afirmación de que existían ricos depósitos de petróleo en las costas
convirtió inclusive a provincias consumidoras empobrecidas, como Terra-
nova y Nueva Escocia, en aliados en contra de Ottawa. El atrevido primer
580 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

ministro de Terranova, Brian Peckford, tomó dinero del Fondo Heritage


de Alberta para sostener su lucha en contra de las pretensiones de Ottawa
sobre la plataforma submarina. La Columbia Británica, con su propia
parte del gas natural y sus propios sueños en relación con la plataforma
marina, completó la falange provinciana hostil.
Ottawa se vio también atrapada por dilemas que la propia gente del
Oeste vacilaba en encarar. A fines de la década de 1970, los agricultores
de las praderas disfrutaron de algunos de los años más ricos de su histo¬
ria, pero podrían haber sido más ricos aún si los productos de las pra¬
deras no hubiesen quedado enmarañados en un sistema de transportes
sobrecargado y obsoleto. Los economistas daban una explicación fácil:
la obligación de transportar trigo a los precios de 1897, establecidos por el
Acuerdo de Crow Nest Pass, era todo el argumento que los gerentes de
los ferrocarriles necesitaban para oponerse a la modernización. Sin em¬
bargo, los agricultores y sus representantes políticos defendieron ese
flete con toda la pasión debida a un sagrado tótem regional. Los argu¬
mentos en contra —de que fletes elevados obligarían a los agricultores a
vender su grano como forraje para el ganado occidental— no habrían
de ganar los votos de los agricultores. Los camiones de carga comprados
con dinero federal no redujeron las pendientes de las montañas Rocosas ni
ampliaron las terminales para granos abarrotadas de Vancouver, aunque
su fabricación crease algunos empleos en Nueva Escocia.
Los precios del petróleo, los fletes y la inversión en negocios inflama¬
ron la idea que de la Confederación se tenía en el Oeste. La verdad era
que una región que había adquirido conciencia de su propio poderío
económico deseaba influencia y que se le tuviese respeto. Cuando las ca¬
sas matrices de las grandes empresas, huyendo del nacionalismo de Que-
bec, se olvidaron de Toronto para levantar sus ingentes torres de vidrio
en Calgary, los occidentales se alegraron con razón. Políticos y finan¬
cieros deseaban bancos regionales y lonjas de comercio. Se alegraron por
sus multimillonarios locales —Fred Mannix, Jim Pattison, Peter Pock-
lington, Murray Pezim— y acusaron de celosos a los críticos orientales.
Lejos de desear quedar fuera de la Confederación, la mayoría de los
occidentales creían que les habían impedido ejercer una legítima influen¬
cia. Reformas constitucionales que habrían proporcionado solamente a
Ontario y Quebec el derecho de veto sobre futuras enmiendas, propues¬
tas por Ottawa en 1971, simbolizaron un anticuado orden político cana¬
diense. Alberta, insistió Peter Lougheed, tenía tanto derecho al veto como
cualquiera de las provincias centrales; y no sólo él era de esta opinión. Y
en lo que respecta a la fijación bilingüe, bicultural, de la Ottawa de Tru-
deau, tales ideas podrían ser positivamente perjudiciales para una región
agudamente consciente de sus numerosos grupos lingüísticos y cul¬
turales rivales.
En 1979, cuando Lougheed, Blakeney y el Oeste parecían haber alcan¬
zado algún acuerdo con Ottawa respecto de los costos de la energía, una
nueva iniciativa de la opep triplicó virtualmente los precios. En un año
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 581

de elecciones, el gobierno de Trudeau reaccionó como lo había hecho en


1973 y subsidió a las provincias importadoras a expensas de Alberta. Es¬
to no salvó a los liberales, pero sí dejó un amargo legado del que no podría
deshacerse el gobierno conservador de corta vida de Joe Clark. Cogido
entre la intransigencia de Lougheed y el empecinamiento de los conser¬
vadores progresistas de Ontario, ni siquiera un primer ministro nacido
en Alberta hubiese podido sobrevivir. Cuando, el 18 de febrero de 1980,
Quebec y Ontario hicieron primer ministro de nuevo a Pierre Trudeau,
los malos sentimientos entre el Oeste y el Este estuvieron a punto de un
estallido político.

Quebec y las Constituciones

Como nunca se habían distribuido uniformemente, hasta los tiempos


buenos aumentaron las tensiones de la Confederación. En el cuarto de
siglo transcurrido después de la guerra, la mayor parte de Canadá podía
envidiar la fácil opulencia del sur de Ontario y Quebec. En la década de
1970, esto cambió. El auge de la energía atrajo la riqueza hacia el Oeste,
hasta el punto de que Alberta pudo presumir del ingreso medio más alto
del país. A Nueva Escocia y Terranova, los informes de ricos recursos en
la plataforma continental les prometían una riqueza igual en cuestión
de unos cuantos años. Eran las provincias centrales las que ahora con¬
templaban con angustia el futuro. La enorme elevación de los precios de
la energía, una tecnología industrial obsoleta y la competencia extran¬
jera cerraron fábricas e hicieron desaparecer decenas de miles de empleos
bien pagados que anteriormente habían dado sustento al auge del con¬
sumo. Las industrias estadunidenses, que en otro tiempo habían devo¬
rado el níquel de Ontario y el hierro de Quebec, habían quedado reduci¬
das a desnudos y silenciosos hitos en los estados del llamado cinturón
del orín”. ¿Qué importaba el Auto Pací si los canadienses preferían ahora
comprar automóviles alemanes o japoneses?
Las provincias, obligadas a satisfacer un voraz apetito público de edu¬
cación y cuidados médicos con ingresos reducidos, salieron al paso del
desafío de los maestros militantes y de encolerizados trabajadores del sec¬
tor sanitario. En la primavera de 1972, 200 000 de Quebec encabezaron
la más grande huelga general de la historia de Canadá. La campaña del
“Frente Común" desembocó en violencia, desafíos de la autoridad y en¬
carcelamiento de dirigentes del movimiento. Los trabajadores de los hos¬
pitales de Ontario retaron al gobierno a que los detuviera. En 1975, electo¬
res resentidos casi derrotaron a un régimen conservador, en Ontario, que
había durado desde 1943.
Habiendo comprado una mayoría en 1974 mediante suntuosos gastos
y subsidios, el gobierno liberal federal eligió a la inflación resultante co¬
mo culpable del malestar económico y decidió, después de todo, que se la
podría aliviar mediante una política interior. Habiendo denunciado los
582 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

controles salariales v de precios por considerarlos chifladura conserva¬


dora, el primer ministro proclamó sus propias ‘ restricciones , con ocasión
del Día de Acción de Gracias en un fin de semana de 1975. Una Junta
para la Lucha contra la Inflación congeló la capacidad de negociación
de los sindicatos durante tres años. La ira de los trabajadores, expresada
en batallas en los tribunales, manifestaciones y un paro de un millón de
miembros en octubre de 1975, no influyeron en un gobierno apoyado por
los tribunales y la mayor parte de la opinión pública.
Sin embargo, la inflación y las huelgas eran síntomas de problemas
más profundos. Los nacionalistas económicos renovaron sus antiguas acu¬
saciones de que una economía basada en plantas industriales filiales de
empresas extranjeras era inherentemente ineficaz e imitativa. Críticos
de la derecha y de la izquierda reclamaban una estrategia industrial para
Canadá, aunque nunca se vio con claridad, en medio de las voces aira¬
das, cuál pudiese ser exactamente la estrategia que daría satisfacción a
los trabajadores, al capital, a los ambientalistas y a los patriotas regio¬
nales. En Quebec, la acción en pro de un "federalismo lucrativo’’ de Ro-
bert Bourassa luchó contra la inflación, los inversionistas nerviosos, un
movimiento sindical cada vez más radical y líderes de la opinión públi¬
ca que desde hacía mucho tiempo cultivaban el sueño cautivador de la
independencia. Hacia 1973, Quebec se hallaba polarizado entre los libe¬
rales, cada vez más orientados hacia los negocios, y un Partí Québécois
decididamente independentista. En una lucha entre dos partidos, casi
un tercio de los votos le proporcionaron al pq apenas un puñado de cu-
rules. La minoría no se reconcilió; la mayoría no se sintió segura de
su mandato.
En Ottawa y fuera de ella, la crisis de octubre había dañado la repu¬
tación de defensor del federalismo de que gozaba Bourassa. Un año más
tarde, cuando Trudeau llamó a los primeros ministros de provincia para
que fueran a Victoria para discutir la repatriación y reforma de la venera¬
ble British North America Act, Bourassa debió haberse sentido jubiloso.
Cuarenta años antes, Quebec y Ontario habían arruinado los planes de
Ottawa para traer al país, desde Londres, la Constitución, porque no
dispondrían de veto sobre futuras enmiendas; en Victoria, Trudeau dio a
Bourassa y a Bill Davis, de Ontario, ese derecho, además de satisfacer la
mayoría de las demandas tradicionales de Quebec. Durante el viaje de re¬
greso, sin embargo, se le informó a Bourassa que le esperaba una tor¬
menta. En Montreal, Claude Ryan, de Le Devoir, había despertado un fu¬
ror nacionalista a causa de que Bourassa no había conseguido todo lo que
había pedido el poderoso periodista. Bourassa perdió confianza en sí mis¬
mo, murió la Carta de Victoria y también el respeto de Trudeau por su
protegido.
Esto no habría importado tanto si Quebec hubiese prosperado. El logro
más valioso de Bourassa fue un gran proyecto de desarrollo hidroeléc¬
trico en la bahía de James. Los críticos denunciaron sus riesgos finan¬
cieros, el daño al ambiente y hasta los acuerdos económicos con los
Jóvenes triunfantes durante la noche del 15 de
noviembre de 1976. Por primera vez, un partido
comprometido a buscar la independencia de Que-
bec había llegado al poder. Sólo cuatro años más
tarde, los quebequenses demostraron que aunque
querían a René Lévesque y al Partí Québécois tam¬
bién querían la Confederación. Pero hacia 1985 no
querían ni siquiera al pq. El 20 de mayo, noche del
referéndum en Montreal, el primer ministro de
Quebec reconoció la derrota.
584 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

indígenas, pero fue necesario un violento alboroto de los trabajadores, en


el invierno de 1975, para agriar políticamente el proyecto. Una investi¬
gación demostró que el gobierno se había valido de matones sindicales
para mantener la paz entre los trabajadores. Los Juegos Olímpicos de
1976, de que se hizo cargo Montreal, dejaron un sabor amargo. Los atle¬
tas canadienses ganaron pocas medallas; un boicot africano y rígidas
medidas de seguridad arruinaron cualquier euforia posible y la gente de
Montreal se quedó con un estadio inconcluso, demasiados hoteles y un
desempleo en masa. El alcalde Jean Drapeau había presumido de que
sería tan difícil el incurrir en déficit como que él pariera un niño. Un cari¬
caturista lo pintó telefoneándole a Henry Morgenthaler, famoso médico
especialista en abortos.
Dificultades económicas se entretejieron con la disputa en torno del
idioma, todavía no resuelta, con Quebec. Los nacionalistas afirmaron
que eran las empresas administradas por ingleses las que pegaban los
avisos de despidos o que no tenían lugar para el torrente cada vez más en¬
grosado de quebequenses con grados universitarios. El Decreto 22, la
solución de componenda de Bourassa, a nadie dejó contento. Padres an-
glófonos se indignaron ante la necesidad de someter a sus hijos de seis
años de edad a una prueba para establecer su derecho a ser educados en
inglés; los nacionalistas seguían insistiendo en que no aceptarían nada
que no fuese un Quebec monolingüe de habla francesa. En la primavera
de 1976, una minúscula disputa se convirtió de pronto en un huracán de
pasiones. Ottawa anunció que el francés se uniría al inglés como lengua
oficial para el control del tráfico aéreo en los cielos de Quebec. Luego, an¬
te las protestas de pilotos, controladores de vuelo y políticos anglocana-
dienses, el gobierno se echó para atrás. Era necesaria una demora de un
año. El intervalo proporcionó a los nacionalistas el motivo que deseaban.
Cuando Bourassa llevó a su acosado gobierno a las urnas, el 15 de no¬
viembre de 1976, el apoyo liberal se había evaporado. El Partí Québé-
cois recibió solamente 41 por ciento de votos, pero fue suficiente para
pasar de 7 a 71 curules. Los liberales conservaron 28. Nueve años después
de su rompimiento con los liberales, René Lévesque y sus separatistas
habían triunfado.
Por un momento, los canadienses se quedaron asombrados. Nunca se
hubiesen imaginado tal resultado. Irónicamente, un primer ministro que
había presidido sobre la desintegración regional ahora se convertía en
salvador de Canadá. “Les digo con toda la certeza que pueda yo tener”,
aseguró Trudeau a los canadienses, “que la unidad de Canadá no se frac¬
turará”. Hacia febrero de 1977, la mitad del electorado canadiense habría
votado por él. Luego, el país se tranquilizó. Una vez llegado al poder,
René Lévesque aplazó el referéndum sobre la independencia para dedi¬
carse a la realización de reformas populares más características de un
gobierno del ndp. El pq puso fin a la tontería de examinar a niños de corta
edad, pero su propia ley sobre lengua, el Decreto 101, convirtió al fran¬
cés en la única legal, y también la única visible de Quebec, desde las for-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 585

mas del gobierno hasta los letreros y los menús. Si los quebequenses an-
glófonos se iban de su provincia, ambiciosos quebequenses francófonos
ocuparían su lugar. Si se quedaban, tendrían que trabajar en francés, lo
mismo en la bolsa de valores que en las cadenas de montaje de las fábri¬
cas. A los niños de los recién llegados, inclusive procedentes de Alberta,
se les enseñaría únicamente en francés.
Fuera de Quebec, a pocos canadienses les preocupó la dureza del De¬
creto 101. La minoría anglófona de la provincia jamás les había inspira¬
do mucha simpatía. Se despachó a un grupo de trabajo para encontrar
una respuesta nacional a los descontentos de Quebec. Regresó, como la
Comisión Laurendeau-Dunton, mareado por los miles de agraviados y de
patrocinadores de proyectos constitucionales que a nadie daban gusto.
En su mayoría, los canadienses no tardaron en sentirse en libertad de de¬
nunciar a un gobierno federal que seguía produciendo más dolores que
placeres. En el verano de 1978, Trudeau volvió a su país luego de haber
asistido a una cumbre económica de siete naciones realizada en la capi¬
tal de la Alemania Occidental, Bonn, dispuesto a realizar un nuevo ata¬
que contra la inflación y un déficit creciente. Se suspendió el programa
de restricciones; lo que lo sustituyó fue el nuevo monetarismo de antaño:
elevadas tasas de interés, recortes en el gasto público y la certeza de un
creciente desempleo. Pocos se alegraron de ello.
Los canadienses estaban casi hartos de su príncipe-filósofo. Admira¬
ban a Trudeau en las crisis, simpatizaron con él por la dignidad con que
soportó la ruina de su matrimonio, pero no aceptaban su altivo desdén
por sus preocupaciones de todos los días. Un gobierno de funcionarios
ávidos de poder y ministros mediocres había permanecido demasiado
tiempo en el poder. Lo único que podían hacer los liberales era divulgar
la impresión de que lo que podía sustituirlos era peor. Los canadienses
admiraron la empecinada honestidad de Ed Broadbent, del ndp, pero
sólo una terca quinta parte del electorado siguió apoyando a su partido.
En 1976, los conservadores habían sustituido a Robert Stanfield por Joe
Clark, un agradable joven de Alberta al que todos querían. Luego de ob¬
servar a Clark conducir su encrespado partido, pocos fueron los que lo
respetaron también a él. Las debilidades de Clark, sin embargo, podrían
ser disfrazadas por los expertos en imagen pública; el récord liberal na¬
die lo podía disfrazar. El 22 de mayo de 1979, Quebec votó en masa en
favor de Trudeau; en otras partes, los canadienses se acordaron del des¬
censo de sus ingresos, de los empleos perdidos y de un gobierno que se
había olvidado de ellos. Los conservadores ganaron 136 curules, y que¬
daron a 8 de distancia de una mayoría. Fue esto un mandato débil para
realizar el cambio.
Los votantes no tardaron en pensarlo mejor. Clark se pasó todo un ve¬
rano organizando su gobierno. En medio de un pánico creciente causado
por el futuro referéndum de Quebec, el problema del petióleo y sus pre¬
cios creado por Irán y las tasas de interés que se habían elevado hasta
15 y 20 por ciento, la cautela de Clark comenzó a interpretarse como una
586 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

En 1976, Ed Broadbent ganó la direc¬


ción del New Democratic Party y Rose-
mary Brown ocupó el segundo lugar. La
miembro de la legislatura de la Columbio.
Británica fue la primera mujer, y la pri¬
mera persona de raza negra, que tratase
de conquistar la jefatura de un partido.
En la década de 1970 ya no parecía algo
extraordinario.

miserable indecisión. El apoyo a los conservadores se vino abajo. En


noviembre, la renuncia de Trudeau a la vida política pareció darle un po¬
co más de tiempo al nuevo gobierno. Un presupuesto, más duro en retó¬
rica que en sustancia, trató de dar satisfacción a los magnates petroleros
de Alberta a expensas de los consumidores de energía de Ontario. Peter
Lougheed no se apaciguó; Bill Davis, el primer ministro conservador de
Ontario, se puso fiirioso. Los liberales cobraron un nuevo valor en vista
de las encuestas de opinión y respaldaron una moción del ndp para recha¬
zar el presupuesto. Sorprendentemente, los conservadores nada hicie¬
ron para evitar la derrota. Canadá encaró una inesperada elección a me¬
diados del invierno. Clark confiaba en repetir la derrota de Diefenbaker
de 1958. Los liberales, sin cabeza visible, sintieron miedo momentánea¬
mente. Luego, de pronto, Trudeau volvió, armado para su apoteosis. El
18 de febrero, Ontario, Quebec y las marítimas le devolvieron su mayoría.
Había mucho por hacer. La crisis de Quebec en la Confederación había
llevado a Trudeau a Ottawa en 1965, y seguía siendo su tarea inconclu¬
sa. A veces, el mundo de las conferencias en la cumbre, de las carreras
armamentistas y de las crueles disparidades entre el Norte y el Sur ha¬
bía desviado el interés de Trudeau, pero las preocupaciones materiales y
de la vida diaria de los empresarios, los sindicalistas y los agricultores
canadienses invariablemente le habían causado aburrimiento. Ahora,
en su último mandato, Trudeau se encontraba finalmente en libertad de
hacer lo que pudiese y dejar que la historia lo juzgase.
Lévesque había planeado su referéndum para el 20 de mayo de 1980 con
una cuestión continuamente probada, hasta el punto de que no podría
fallar: ¿sin duda, la mayoría de los quebequenses daría su aprobación a
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 587

un mandato para negociar la soberanía-asociación, con otra probabili¬


dad más de votar en tomo del resultado? El bando del “Non", encabeza¬
do por Claude Ryan —en otro tiempo, austero periodista nacionalista
que acosaba a Robert Bourassa y ahora, curiosamente, lo sucedía—, era
una coalición débil, preocupada por proyectos académicos para la des¬
centralización del federalismo. Trudeau hizo caso omiso de Ryan. En
cambio, envió a Jean Chrétien, ministro popular que se declaraba "hom¬
brecillo de Shawinigan”, para consolidar la oposición a Lévesque. Sin
percatarse casi de que su propio Decreto 101 había restado fuerza a los
miedos que abrigaban los quebequenses respecto de su supervivencia, el
pq cometió error tras error. Aburrió a sus propios partidarios, insultó a
sus rivales y preocupó a los indecisos. Los “Non" triunfaron en propor¬
ción de 60 contra 40 por ciento, en una votación copiosa.
En sus discursos sobre el referéndum, Trudeau había prometido a Que-
bec y a Canadá un nuevo trato constitucional. Aunque se le había adver¬
tido, en otro tiempo, de que la reforma constitucional abriría una caja
de Pandora, Trudeau creía ahora que la repatriación y una Carta de De¬
rechos y Libertades, firmemente arraigada, serían el perdurable monu¬
mento de que carecía su carrera política. El alivio que sintió la nación
ante los resultados del referéndum y el engorro de una Constitución que
todavía tendría que ser enmendada en la Gran Bretaña ayudarían a Tru-
deau a alcanzar su meta. Durante el verano de 1980, Jean Chrétien y el
procurador general de Saskatchewan, Roy Romanow, cruzaron Canadá
y pusieron en los escritorios de los primeros ministros de provincia un
paquete de proposiciones constitucionales.
En septiembre, cuando Trudeau y los primeros ministros se reunieron
en Ottawa en un encuentro televisado, se hizo patente que no había lo¬
grado convertir a su causa a los primeros ministros. Sólo Bill Davis, de On¬
tario, y Richard Hatfield, de Nueva Brunswick, compartieron la prioridad
de Trudeau; sus colegas creyeron que los vetos provincianos podrían
frenar los procesos hasta que se diese satisfacción a demandas regiona¬
les v a prioridades personales. Un malicioso Lévesque se alegró del reno¬
vado punto muerto constitucional.
Pero no contó con Trudeau. A principios de octubre, el primer minis¬
tro cortó por lo sano medio siglo de agitación constitucional. Indepen¬
dientemente de que les gustase o no a las provincias, Ottawa actuaría por
sí sola para traer a Canadá la Constitución, proporcionarle una fórmula
de enmienda hecha en Canadá y adoptar una carta constitucional de dere¬
chos y libertades fundamentales. Davis y Hatfield le dieron rápidamente
su aprobación. Otro tanto hizo Ed Broadbent, del ndp, luego de persua¬
dir a Trudeau de añadir garantías de una carta constitucional más fuer¬
te y de protección para los recursos del Oeste. Por su parte, Lévesque,
Lougheed y la mayoría de los demás primeros ministros estaban casi
fuera de sí a causa de la audacia de Trudeau. En el Parlamento, Joe Clark
utilizó la cuestión para reunir las fuerzas de sus conservadores desmo¬
ralizados. Abogados y una multitud de expertos, reales o imagínanos, se
588 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Desde los sesenta, trabajado¬


res sociales guiados por con¬
cepciones sobre el cuidado
de los niños no compartidas
por los indios, comenzaron a
sacar a niños indígenas de
sus reservas en número alar¬
mante. Cuando la propor¬
ción de los entregados a la
asistencia pública llegó a ser
cinco veces mayor que el pro¬
medio, los indios comenza¬
ron a insistir en que tenían
jurisdicción sobre su cuidado:
“Los jóvenes son la esperan¬
za y la sangre vital de nues¬
tros pueblos, y el que nos los
quiten causa una herida en
el corazón mismo de nuestra
cultura y nuestra tradición".
(Restigouche Band, 1983.)

sumaron a la refriega. Mientras la economía canadiense se deslizaba


hacia la peor recesión desde la década de 1930, el gobierno, la oposición
y ocasionales y mal informados miembros del Parlamento británico se
acosaron unos a otros a causa de cuestiones que a la mayoría de los ca¬
nadienses les parecían arcanas y que no venían a cuento. Las provincias
llenaron los tribunales de demandas. El clero, las feministas, los jefes
indígenas, los incapacitados y multitud de otros grupos lucharon por
conseguir sus propios lugares especiales en la Constitución que se esta¬
ba formando. Primeros ministros inconformes se reunieron en Vancou-
ver para idear su propia y compleja fórmula de enmienda sin conceder
el veto a ninguna provincia. Hasta Lévesque estuvo de acuerdo, confía-
do en que la “Carta Constitucional de Vancouver” no llegaría a ninguna
parte. En Ottawa, el debate constitucional paralizó al Parlamento.
En septiembre de 1981, la Suprema Corte de Canadá falló en torno de
la validez de la iniciativa de Trudeau: lo que el gobierno había hecho,
reconocieron la mayoría de los jueces, era legal pero se apartaba de la
costumbre. Puesto que no había precedentes para la repatriación y, por
lo tanto, no había costumbre, el veredicto carecía de sentido, como el
jefe de la Suprema Corte, Bora Laskin, cortésmente señaló a sus cole¬
gas, pero la decisión obligó a Trudeau a tratar de conseguir nuevamente
un consenso. Los primeros ministros se reunieron una vez más en Ottawa
para otra junta infructuosa. Luego, después de la medianoche del 5 de
noviembre de 1981, Chrétien, Romanow y el procurador general de Onta¬
rio, Roy McMurtry, dieron forma a un compromiso. La carta de dere¬
chos de Trudeau se combinaría con la fórmula de enmiendas de los pri¬
meros ministros de Vancouver. Se despertó a los primeros ministros y
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 589

La Reina pone la firma real a la nueva Constitución de Canadá, mientras observan


la escena su primer ministro y varios políticos y funcionarios. Aunque la anómala
dependencia de Canadá respecto del Parlamento británico fue cortada, la posición de
la Corona quedó formalmente establecida en la nueva Acta Constitucional
de 1982. Foto de Robert Cooper.

se les pidió que acudieran a la antigua estación de ferrocarril que ahora


servía de centro de conferencias en Ottawa; a todos, menos a Lévesque,
hundido en profundo sueño en Hull. Cuando despertó, la hazaña se ha¬
bía consumado. El compromiso alcanzado en la medianoche, adornado
con cláusulas que abarcaban el control provincial de los recursos, el re¬
parto fiscal y otras minucias del regateo federal-provincial, se había con¬
vertido en un documento constitucional. Había desaparecido el veto his¬
tórico de Quebec, despreocupadamente sacrificado en Vancouver. Y lo
mismo desaparecieron muchas de las disposiciones por las que tan es¬
forzadamente habían luchado las mujeres y los indígenas. Después de
mucho intrigar, reaparecieron la igualdad sexual y un compromiso in¬
definido en favor de los derechos de los indígenas. Pero no reapareció el
veto de Quebec. En un frío y lluvioso 17 de abril de 1982, la reina Isabel
dio su real asentimiento a un Acta Constitucional que pocos canadien¬
ses habían leído y, en número aún menor, entendido. Pierre Elliott Trudeau
había dejado su huella en la historia. Los abogados y jueces que darían
590 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

significado a las ampulosas frases del Acta y su Carta de Derechos y Li¬


bertades habían adquirido un nuevo y vasto poder. Sólo el tiempo diría
cuánto poder les quedaba a los miembros electos del Parlamento y a las
legislaturas provinciales.

¿Final de la riqueza?

Pensándolo bien, Pierre Elliott Trudeau debería haberse ido al terminar


la ceremonia de firma de la Constitución. El resultado del referéndum de
Quebec había hecho que se pudiese prescindir de él. El Acta Constitucio¬
nal le garantizaba el nicho histórico que su larga carrera hasta entonces
no le había permitido obtener. La era de la liberación, personificada en
otro tiempo por él, había degenerado hasta convertirse en un conserva¬
durismo egoísta. Por encima de todo, hacia 1982, Canadá se hallaba em¬
pantanado en la clase de crisis económica que menos favorecía a la ima¬
gen de Trudeau.
La inflación con estancamiento de la década de 1970 había minado una
fe, propia de la posguerra, en el gobierno como administrador de la eco¬
nomía. A partir de 1978, los ingresos reales medios comenzaron a bajar
en Canadá, fenómeno enmascarado por un número creciente de familias
que obtenían dos ingresos. Tales familias se fueron haciendo menos nu¬
merosas a medida que se elevó el número de divorcios, y las familias en
que sólo había la madre se convirtieron casi en sinónimo de pobreza.
Mucho antes de que los votantes estadunidenses eligiesen a Ronald Rea¬
gan en 1980, el reformismo del New Deal se había eclipsado, inclusive
para los demócratas. En 1979, los votantes de la Gran Bretaña eligieron
al gobierno más descaradamente derechista desde la década de 1920.
Los estadunidenses los imitaron al elegir a Reagan. También en Cana¬
dá, una mezcla de ansiedad e interés propio frenó el optimismo liberal
de los años de la posguerra. Los de la época de la explosión demográfica,
los que habían formado la “gran generación”, evolucionaron hacia un
consumismo egoísta. El buen estado físico personal se convirtió en una
industria. Cuando la opinión pública se lanzó contra el fumar, los fabri¬
cantes de cigarrillos y los cultivadores de tabaco sufrieron. Consumidores
de edad madura prefirieron beber vino y marcas extranjeras de cerveza.
El manejar en estado de ebriedad cobró proporciones escandalosas. Los
partidarios y los enemigos del aborto defendieron sus causas sin caridad
o concesiones. Los conservadores exigieron rígidos programas escolares
y aplicación severa de pruebas, que se pusiese freno a las opiniones im¬
populares y —sin éxito— que se restableciese la pena capital, abolida en
1964. Las feministas se dividieron en torno de qué era lo que más im¬
portaba, si la pornografía o la libertad irrestricta de expresión. Los estu¬
diantes en la década de 1980 abrazaron causas conservadoras, compi¬
tieron entre sí por obtener las máximas calificaciones y se inclinaron
por los programas orientados a las carreras. Las encuestas pusieron de
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 591

manifiesto que los canadienses consideraban al “gran gobierno” como


su peor enemigo, y en segundo lugar, pero no muy lejos, a los “grandes
sindicatos". Rara vez en este siglo las “grandes empresas” habían sido
más admiradas o menos criticadas. Una de las pocas iniciativas guber¬
namentales que tuvieron éxito en la década de 1970 se extendió por to¬
do Canadá hacia la década de 1980. Iniciadas a modo de “impuesto vo¬
luntario" por Jean Drapeau para financiar sus ambiciones olímpicas, las
loterías crearon millonarios sin esfuerzo y cajas chicas para los gobier¬
nos provinciales. La fe propia de la posguerra de que el trabajo esforza¬
do, más el crecimiento económico, permitirían cumplir cualquier sueño
razonable llegó a su fin con rogativas para tener suerte en una lotería na¬
cional con premios de diez millones de dólares y más.
En Quebec, el resultado del referéndum de 1980 parecía haber sepul¬
tado al nacionalismo. Cuando Lévesque clamó que había sido traicionado
por lo de la derrota de Quebec durante la negociación constitucional, fue
tanto motivo de burla como objeto de simpatía. En verdad, su propia
ley sobre la lengua, el Decreto 101, había contribuido a socavar la causa
separatista. ¿Quién habría de preocuparse por el dominio inglés cuando
la lengua misma había desaparecido virtualmente de la vista y cuando los
empleos de los anglófonos que se habían ido quedaban a disposición de
ambiciosos quebequenses? La lengua de los negocios en Montreal era
ahora el francés, pero la ideología de la sala de juntas era tan conserva¬
dora como siempre. Habiendo abrazado el secularismo y el socialismo
democrático, los líderes de la opinión en Quebec habían cogido ahora el
“gout des affaires". El propio pq se parecía cada vez más a la vieja Union
Nationale. Reelegido en 1981, luego de que los quebequenses rechaza¬
sen de nuevo a los liberales dirigidos por un nada carismático Claude
Ryan, el pq reaccionó ante la recesión económica despojando a los em¬
pleados públicos de sus ricos aumentos de sueldo previos al referén¬
dum. Los maestros y los burócratas, que en otro tiempo habían consti¬
tuido el meollo militante del separatismo, no podían esperar ayuda de
los liberales.
En Ottawa, los liberales reelegidos no tomaron en cuenta inicialmente
la tendencia hacia la derecha. Miembros del partido echaron la culpa de
su propia derrota de 1979 al monetarismo y los recortes de gastos del go¬
bierno. Mientras Trudeau había seguido adelante con sus planes consti¬
tucionales, sus colegas trataron de deliberar en tomo de promesas electo¬
rales de reforma fiscal y de una política de energía “made in Cañada”. Alian
MacEachen utilizó su primer presupuesto para tapar una larga lista de
vías de evasión fiscal. Entre los errores de Joe Clark había figurado una
amenaza de deshacerse de la Petro-Canadá, la compañía petrolera de pro¬
piedad estatal. Para los votantes del Este, cualquier organismo controlado
por canadienses que pudiese protegerlos de los árabes, de Alberta y de la
Esso era popular. Cuando Trudeau proclamó el Programa Nacional de
Energía (pne), a fines de 1981, la empresa Petro-Canadá se convirtió en
la pieza central de una política tendiente a lograr la propiedad canadien-
592 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

se, la autosuficiencia y la supresión de las concesiones fiscales que habían


llenado las arcas de las compañías petroleras. Desde el mar de Beautort
hasta los depósitos de Hibernia de la plataforma continental de Terra-
nova, el gobierno mismo financiaría la exploración de los yacimientos
nuevos y se quedaría con una parte de los descubrimientos recientes.
Diez años antes, tanto la reforma fiscal como el pne habrían podido
tener éxito. En 1981, provocaron las iras del Oeste y de la cúpula empie-
sarial. Sometido a un ataque furioso, el gobierno destapó rápidamente
la mayoría de las vías de evasión fiscal y se olvidó de la reforma. Respec¬
to del pne, Ottawa se mantuvo firme. Como todavía esperaba quedarse
con una parte, luego de que los precios petroleros se triplicaron en 1979,
Peter Lougheed, de Alberta, cerró dos gigantescos proyectos de conver¬
sión de arenas petroleras y redujo dos veces los suministros al Canadá
oriental. Hacia el otoño de 1982, Ottawa había llegado a un acuerdo con
Edmonton, aunque se dejó fuera a las compañías petroleras. Los ejecu¬
tivos de las empresas cancelaron planes de inversión, desplazaron capi-
tales hacia el ambiente más grato para ellos de los Estados Unidos de
Reagan y le recordaron a Washington su disgusto con los tipos de Cana¬
dá. Centenares de compañías canadienses, nacidas o criadas durante el
auge petrolero, o bien cerraron o se llevaron sus torres de perforación
hacia el sur con la esperanza de hacer negocios en los Estados Unidos.
Masas de trabajadores, atraídos desde el Este por las noticias de las rique¬
zas de Alberta, dieron media vuelta y regresaron a sus lugares de origen.
Otros se quedaron para incorporarse a las hordas locales de desemplea¬
dos. En 1979, Alberta había presumido de un virtual pleno empleo de
96.3 por ciento. Hacia 1983, uno de cada diez trabajadores de la provin¬
cia andaba en busca de trabajo. El auge del Oeste se había apagado.
Amargados ciudadanos de Alberta sabían a quién echarle la culpa.
Más que el pne, fue la recesión la que puso final al auge de los recur¬
sos, al hacer que bajaran los precios petroleros mundiales a pesar de
todos los esfuerzos de la opep. El proteccionismo de los nuevos bloques
comerciales, la pobreza cada vez mayor del Tercer Mundo y el pánico
de los banqueros, que no habían prestado atinadamente pero sí mucho,
contribuyeron a la contracción. Durante un tiempo, las tasas de interés
elevadas alimentaron la inflación: en Canadá, alcanzaron su cifra más
alta de la posguerra, que fue de 22.5 por ciento en 1981. Luego, en me¬
dio de las bancarrotas, el desempleo en masa y las economías nacio¬
nales en derrumbe, las tasas bajaron. Pocos se dieron cuenta de ello. En
1979, 836 000 canadienses habían andado buscando trabajo, y la mayor
parte de ellos en Quebec y las provincias atlánticas. Hacia 1982, el pro¬
medio mensual fue de 1 314 000 y siguió elevándose. Una quinta parte
de los aspirantes a obtener un trabajo, de menos de 25 años de edad, no
podían encontrarlo. Las cifras de desempleo más altas se dieron en Terra-
nova, Nueva Brunswick y Quebec. El colapso de los mercados mundia¬
les para el carbón, la madera y el papel dejó sin empleo a uno de cada
seis trabajadores en la Columbia Británica. En dólares constantes, el pnb
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 593

Durante la recesión de la
década de 1980, más de un
millón de canadienses, en su
mayoría jóvenes, perdieron
sus empleos. Las más afec¬
tadas fueron las industrias
de materias primas, perjudi¬
cadas por la baja de los pre¬
cios mundiales. Esta joven
pareja busca asistencia y
consejo en un centro sindical
de ayuda en la Columbia
Británica.

de Canadá bajó 4 por ciento en 1982, y fue el primer retroceso impor¬


tante desde la década de 1930. Un déficit federal que había venido aña¬
diendo de 12 a 13 miles de millones de dólares al año a la deuda nacio¬
nal a lo largo de la década de 1970 inició una elevación estratosférica a
medida que se estancaron los ingresos y se elevaron muchísimo los cos¬
tos del bienestar social. En 1982, el déficit federal era de 23 990 millo¬
nes; en 1984, era de 35 790 millones de dólares, más alto, per cápita, que
todo lo que el gobierno de Reagan había impuesto a los estadunidenses
y al mundo. En respuesta a esto, el dólar canadiense se deslizó desde 93
centavos estadunidenses en 1981 hasta la cifra históricamente más baja
de 70 centavos a fines de 1985.
Dado el estado de ánimo prevaleciente, fue fácil cargar la culpa del de¬
sastre económico a Ottawa. Sin embargo, en nombre de los piincipios
de la libre empresa, trabajadores británicos y estadunidenses pasaron
apuros equivalentes. En Canadá, la mala suerte y la mala administra¬
ción persiguieron al pne. El hundimiento de una gigantesca plataforma
de perforación petrolera, la Ocean Ranger, a causa de una tempestad en
las costas de Terranova, en la que murió todo su personal, puso de relie¬
ve los costosos riesgos del petróleo de la plataforma continental. La
compañía Dome Petroleum, alegre recaudador de dinero del pne para
sus exploraciones en el mar de Beaufort, se vino abajo sepultada por la
tremenda elevación de los costos y la precipitada baja de los precios pe¬
troleros. En 1983, cuando el gobierno suprimió el flete de Crow s Nest,
subsidio histórico concedido a los exportadores de granos de las pra¬
deras, alimentó la ira de los cultivadores de trigo del Oeste. Inclusive el
“Plan 6 y 5" del gobierno de Trudeau, para restringir todos los salarios y
precios que pudiese controlar, se granjeó enemigos sin lograr alcanzar
su meta. La recesión que siguió a 1981 hizo que los aumentos salariales
de 6 y 5 por ciento pareciesen generosos cuando millones de trabajado¬
res del sector privado se enfrentaban a reducciones salariales y despidos.
Los tiempos buenos habían metido a los canadienses más adentro de
la órbita de los Estados Unidos; los tiempos malos aceleraron el proceso.
Derecha: para los indíge¬
nas, la edad del “espacio"
hace mucho terminó; tie¬
nen que luchar para con¬
servar sus culturas en
un mundo tecnológico.
Un nuevo y característico
estilo de escultura y es¬
tampado les ha aportado
ingresos, reconocimiento
y un renovado sentimien¬
to de identidad a los in-
nuit. Pudlo trabajando en
un bloque de piedra en el
Centro de Artes de cabo
Dorset, agosto de 1981.
Abajo: los trineos motori¬
zados quizá sean "vehícu¬
los recreativos" en el Ca¬
nadá meridional, pero para
la congregación de esta
iglesia anglicana en cabo
Dorset, a unos 240 km al
sur del Círculo Ártico, son
sólo un buen transporte.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 595

El cuervo y el primer hom¬


bre, talla de 1980 de Bill
Reid, escultor, estampador y
orfebre de la tribu haida.
Esta versión contemporánea
de un antiguo mito de la
creación simboliza el rena¬
cimiento del arte indio de la
costa noroccidental en las
últimas tres décadas. Foto de
W. McLennan.

Japón, desde hacía tiempo, había sustituido a la Gran Bretaña e inclusive


a toda Europa en calidad de segundo socio comercial de Canadá. Auto¬
móviles, cámaras, aparatos de televisión, grabadoras de Japón; zapatos
y pantalones para hacer ejercicio de Corea del Sur; y muchas otras co¬
sas que definieron el consumismo en la década de 1980 desde hacía tiem¬
po habían suplantado a artículos que los canadienses o inclusive sus ve¬
cinos en otro tiempo habían producido. Empresas que se habían venido
recuperando de los despidos y de la bancarrota inminente recurrieron a
Japón para conseguir tecnología robótica, microchips y técnica de ad¬
ministración de empresas, pero sólo después de haber recibido la apro¬
bación de las casas matrices y de los grandes jefes de empresas estadu¬
nidenses. Los Estados Unidos eran doce veces más grandes que Japón
en calidad de abastecedores y 20 veces más grandes como mercado para
Canadá.
En lo más profundo de la recesión, en 1982, el gobierno de Trudeau
nombró una Comisión Real para la Unión Económica, encabezada por
su anterior ministro de Finanzas y heredero potencial, Donald S. Mac-
donald. Al parecer, se reclutó a todos los economistas destacados del país
para producir un estudio. Su influencia y el espíritu de los tiempos con¬
vencieron a la Comisión, quizá para su propia sorpresa, de que debía
inclinarse decididamente en favor del establecimiento de vínculos econó-
596 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Parte de un movimiento internacional de músicos populares, No bastan las lágri¬


mas fue grabada para reunir dinero con el que socorrer a las víctimas del hambre
en África. Entre quienes cantaron para el disco y actuaron en el video popular fi¬
guraron (hilera superior) Murray McLauchlan, Liberty Silver, Mike Reno, Robert
Charlebois, Ronnie Haxvkins, Corey Hart; (hilera de enmedio) Burton Cummings,
Véronique Beliveau, Bryan Adams, Claude Dubois; (hilera inferior) Gordon Light-
foot, Anne Murray, Carroll Baker, Geddy Lee, Joni Mitchell y Neil Young.

micos más estrechos, inclusive de libre comercio, con los Estados Unidos.
¿Y por qué no? Una llamada "tercera opción", consistente en incrementar
el comercio con Europa y la "Cuenca del Pacífico", había ganado poco
apoyo de las empresas canadienses, y virtualmente ninguno de los ge¬
rentes de las filiales de las grandes empresas trasnacionales o de sus
amos. Los mercados estadunidenses eran atractivos. Y lo mismo la cul¬
tura estadunidense. Los satélites y la televisión por cable rebasaron al
nacionalismo cultural de la Comisión Canadiense de Radiodifusión y
Telecomunicaciones y alimentaron el apetito por los espectáculos de ma¬
sas estadunidenses.
Los canadienses de la posguerra habían abrigado la esperanza de algo
más que un abrazo continental. Un puñado de funcionarios capaces y
su propia riqueza natural le habían dado a Canadá un grado visible de
independencia en una época en que los Estados Unidos dominaban el
mundo. Paradójicamente, la dependencia canadiense parecía aumentar
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 597

a medida que disminuía la estatura económica y el poderío mundial de


los Estados Unidos. La burocracia en Asuntos Exteriores había prolife-
rado, pero el genio innovador se había reducido a los lugares comunes
acerca de la paz, la seguridad colectiva y la moderación. El hecho de con¬
vertirse en miembro joven del Grupo de los Siete principales países in¬
dustrializados en 1978 no hizo sino aumentar la producción de lugares
comunes en tomo de la libre empresa. La ayuda al exterior, que aumentó
enormemente desde la Conferencia de la Comunidad Británica de Nacio¬
nes que tuvo lugar en Colombo, en 1952, era un gallardo pero solitario
vestigio del idealismo de la posguerra. En ninguna otra parte, como en el
campo de la defensa, era más patente el estancamiento de la política y
la inflación de su burocracia. Más generales y almirantes que los que ha¬
bía necesitado Canadá en 1945 mandaban sobre 82 000 hombres y mu¬
jeres y una colección, en gran medida obsoleta, de barcos, tanques y
aviones de guerra. A mediados de los ochenta, los barcos de guerra más
modernos de Canadá eran cuatro destructores construidos en la época
de Pearson. Mientras las fuerzas y su eficacia disminuían, pareció cre¬
cer el número de compromisos de intervención, desde Cachemira hasta
el flanco septentrional de la otan.
A pesar de su reconocido talento y de una longevidad de veterano entre
los líderes mundiales, Trudeau consagró al papel internacional de Ca¬
nadá mucho menos atención que la dedicada a sus conflictos internos
de lengua, cultura y Constitución. Trudeau sentía poco respeto por las
mediocridades, desde Nixon hasta Reagan, que los electores estaduni¬
denses pusieron en la Casa Blanca durante su carrera política, y le paga¬
ron con la misma moneda. Trudeau había desdeñado a la otan en 1969,
había descubierto su utilidad en la década de 1970 y, finalmente, en virtud
de un anhelo repentino de que se le reconociese como pacificador, de¬
nunció las preocupaciones propias de la Guerra Fría de la otan. El Tercer
Mundo y el “diálogo Norte-Sur” fueron recordados y olvidados con igual
facilidad. Los caprichos del primer ministro no contribuyeron a mejo¬
rar la influencia del Canadá en el mundo.
Su status preocupaba a los canadienses menos que el estado de la eco¬
nomía y su propia situación por lo que toca a ganarse la vida. Al cabo de
un año de su triunfante reelección, el apoyo a Trudeau se estaba viniendo
abajo. Los admiradores de Joe Clark aplaudieron la firme resistencia de
los conservadores a las proposiciones constitucionales de Tiudeau, sus
críticos conservadores se preguntaron si los votantes podrían apoyar
algún día a alguien a quien habían rechazado con tanto desprecio en
1980. Hacia 1983, habían maniobrado para poner a Clark en situación
de someter su liderato a discusión pública. En Ottawa, el 11 de junio,
fieles de Diefenbaker, derechistas y resentidos solicitadores de patroci¬
nio formaron una coalición para respaldar a un afable y abierto aboga¬
do de Montreal que en 1976 había estado sorprendentemente cerca de
ganar. Brian Mulroney jamás había aspirado a un cargo electoral, pero
era encantador, católico, hablaba bien las dos lenguas oficiales y gozaba
598 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

de buena reputación en el mundo de las grandes empresas o en cual¬


quiera de los partidos políticos. Si la mayor realización pública de Mul¬
roney, cuando fue presidente de la Iron Ore Company of Cañada, había
sido la de convertir a Schefferville en pueblo fantasma, simplemente ha¬
bía obedecido a sus patrones estadunidenses. Además, los arreglos fi¬
nales habían sido lo bastante generosos como para satisfacer a los sin¬
dicatos locales. En la década de 1980, el gobierno, no las empresas, era el
villano preferido por la gente.
Los conservadores no se hacían ilusiones de que los canadienses qui¬
siesen una Thatcher o un Reagan. Cuando Bill Bennett, de la Columbia
Británica, celebró su reelección de 1983 con un inesperado ataque contra
los servicios sociales y los sindicatos del sector público, Mulroney pro¬
clamó solemnemente que, para él, los programas sociales universales
eran un "encargo sagrado”. Cuando conservadores de Manitoba elevaron
un clamor público a propósito de un intento del gobierno del ndp de
proporcionar servicios bilingües, Mulroney los rechazó firmemente. El
apoyo a los conservadores se elevó, restándole votos inclusive al ndp. Los
liberales no desmayaron: tenían su propio salvador.
Después de que una precipitadamente improvisada misión en pro de la
paz mundial no logró elevar el valor de sus acciones, Trudeau se metió
en una tempestad el 29 de febrero de 1984 y tomó la decisión de renun¬
ciar. La mayoría de los liberales rápidamente formaron coalición tras
John Turner. En los diez años transcurridos desde que dejase el cargo
de ministro de Finanzas, se había hecho de relaciones en el mundo de las
empresas en su calidad de abogado patronal en Toronto. Tampoco ha¬
bía ocultado el desagrado que le causaban las políticas de Trudeau, ni
su desprecio por Jean Chrétien, el pne y muchas otras cosas más de las
que habían ocurrido desde el abandono de su puesto. Con Turner en la
carrera, la suerte de los liberales se elevó. También la de Chrétien, que
hizo campaña en calidad de heredero no oficial de Trudeau y como
héroe populista. El 16 de junio, la votación en la convención liberal final
enfrentó entre sí a dos variantes rivales del liberalismo. Turner venció y
una luna de miel de encuestas de opinión favorables para él lo incitaron
a pedir una elección general inmediata.
Jamás en la historia de Canadá un partido o un político cayeron más
rápidamente. Obligado a recompensar a multitud de amigotes de Trudeau
con jugosas prebendas, un tartamudeante Turner tuvo que confesar, en
un debate televisivo con Mulroney, que "no me quedó más remedio que
hacerlo". Mal informado y curiosamente torpe en vista de los años en
los que había tratado con la élite empresarial, carecía también de organi¬
zación, de política y, al cabo de unas cuantas semanas, de dinero o apo¬
yo. Financiado con generosidad, cuidadosamente organizado y suave¬
mente presentado, Brian Mulroney dio origen a una avalancha electoral
que penetró en Quebec y luego lo inundó. Tan completo y seguro era el
triunfo conservador desde antes de la fecha de la elección, que partidarios
del ndp que lo habían abandonado regresaron corriendo para salvar a
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 599

un apreciable Ed Broadbent y a su partido. La victoria de Mulroney el 4 de


septiembre igualó a la de Diefenbaker en 1958: 211 conservadores con¬
tra sólo 40 liberales y 30 del ndp. La elección de Tumer por un rico elec¬
torado de Vancouver se debió más a la compasión que a la convicción.
Cuatro veces los conservadores habían conquistado el poder en Canadá
en el siglo xx para caer luego víctimas de la guerra por el desastre econó¬
mico. La quinta ocasión dio a Brian Mulroney el mandato para el cum¬
plimiento de la promesa inequívoca que había hecho en su campaña: la
de devolver un sentimiento de comunidad a los canadienses. Dado que
ocho de las diez provincias tenían gobiernos conservadores progresistas
o afines, fue una promesa que parecía capaz de cumplir. Por supuesto,
otras cosas más deseaban él, sus lugartenientes y los hombres de empre¬
sa que lo habían respaldado: un ataque contra el déficit federal, la ‘'pri¬
vatización” de docenas de actividades y empresas federales y un sistema
impositivo que proporcionase incentivos a los ricos para volverse más ri¬
cos. No obstante el multitudinario mandato y la aplastante mayoría par¬
lamentaria, el nuevo gobierno descubrió que algunas de las viejas reglas
políticas no habían cambiado. Regiones y provincias se habían declara¬
do unánimemente en favor de Mulroney, pero antiguas diferencias no
tardaron en reaparecer. La prosperidad que había retornado lentamente
a Canadá, aun desde antes de la elección de 1984, había favorecido a las
regiones urbanas e industriales del Canadá central, dejando a las vastas re-

Un rompehielos canadiense, el John A. Macdonald, se abre paso por el espeso


hielo en la sonda de Eureka. En la década de 1980, cuando los Estados Unidos le
disputaron a Canadá sus derechos sobre el Ártico, algunos canadienses comenza¬
ron a preguntarse si no habían dejado demasiado al azar su soberanía sobre el vas¬
to Norte.
600 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

giones del interior heridas y adoloridas. La aparición repentina del libre


comercio dio a ciertos canadienses una panacea, pero para un montón de
empresas protegidas, desde la industria cervecera hasta la editorial, fue
una pesadilla. El recorte del déficit no fue mucho más fácil: la indigna¬
ción de la gente de edad avanzada por una proposición, contenida en el
primer presupuesto del gobierno, para poner fin a una indexación del se¬
guro de vejez, un primer ministro demasiado fiel a sus amigotes y un par¬
tido que tenía una sed de patrocinio de 31 años de antigüedad contri¬
buyeron a una publicidad engorrosa en los periódicos. Al igual que los
liberales, los conservadores redescubrieron los vergonzosos tráficos de la
política regional. En 1986, un contrato de 1 800 millones de dólares para
reparar aviones de caza le fue concedido a Montreal, y no a Winnipeg,
que estaba dispuesto a cobrarlo más barato. Quebec tenía palancas más
fuertes que Manitoba. Los votantes del Oeste, fieles a los conservadores
durante los prolongados años liberales, se sintieron traicionados.
A mitad de su periodo de gobierno, las encuestas de opinión mostra¬
ron que el gobierno de Mulroney se estaba quedando atrás inclusive del
ndp. Dos años después de la avasalladora victoria conservadora, el pén¬
dulo político provincial había comenzado a marchar para atrás. La de¬
cisión del pq de archivar durante un tiempo sus proyectos de indepen¬
dencia ayudó a Robert Bourassa a conquistar Quebec para los liberales
el 2 de diciembre de 1986, por 99 curules contra 23. Un cúmulo de cues¬
tiones, desde una inclinación hacia la derecha hasta una decisión de los
conservadores por la que se concedían subsidios plenos a las escuelas ca¬
tólicas, pusieron fin a los 42 años de régimen conservador en Ontario en
mayo de 1985. Un acuerdo escrito con Bob Rae para adoptar políticas
del ndp permitió a David Peterson formar el primer gobierno liberal en
la provincia desde 1943. Joe Ghiz, abogado de origen libanés, hizo otro
tanto en la isla del Príncipe Eduardo, en abril de 1986. Sólo en el Oeste
los primeros ministros conservadores retuvieron sus provincias.
Sin embargo, Mulroney era más listo de lo que se imaginaban sus crí¬
ticos. Para sustituir a los liberales como el partido con mayoría natural,
mimó a su viejo bastión, Quebec, con contratos, patrocinios y tanta pre¬
ocupación por su lengua y su cultura como los curtidos veteranos de su
partido se lo podían permitir. En la campaña de 1984, Mulroney había
prometido triunfar allí donde había fracasado Trudeau: metería a Que¬
bec en la Constitución “con honores y entusiasmo". El retomo de Bourassa
fue su oportunidad. Luego de que su gobierno hubiese reducido consi¬
derablemente sus demandas, dos sesiones maratónicas de negociación
con todos los primeros ministros de las provincias, efectuadas en el lago
Meech el 30 de abril y en Ottawa el 3 de junio de 1987, produjeron un
acuerdo unánime. En el futuro, las provincias presentarían listas de can¬
didatos a senadores y jueces de la Suprema Corte para que el primer mi¬
nistro eligiera entre ellos. Ottawa compartiría la responsabilidad res¬
pecto de la política de inmigración con las provincias y proporcionaría
compensación plena a las provincias que no aceptasen los programas
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 601

federales. Por encima de todo, se reconocería a Quebec como sociedad


“distinta". Conscientes del logro, tanto Turner como Broadbent rápida¬
mente ofrecieron el apoyo de sus partidos. Los críticos consultaron al
anterior primer ministro y, alentados por la cólera hirviente de Trudeau,
comenzaron a reunir sus fuerzas. Poco después del Acuerdo del Lago
Meech, una tempestuosa controversia en torno de la vida privada del
primer ministro, Richard Hatfield, les costó a los conservadores de Nue¬
va Brunswick todas y cada una de las cumies, cuando los liberales de
Frank McKenna arrollaron en la provincia el 13 de octubre de 1987. Ho-
ward Pawley, jefe del solitario gobierno del ndp de Manitoba, cayó seis
meses después, víctima del descontento de los electores por el bilingüis¬
mo y por los altos precios que había que pagar por los seguros de auto¬
móviles administrados por el gobierno. McKenna y el nuevo líder liberal
de la oposición en Manitoba, Sharon Carstairs, condenaron el acuerdo de
Meech; en su calidad de premier de minoría, Gary Filmon, de Manitoba,
sería prudente. Habían desaparecido dos signatarios del Acuerdo del
Lago Meech y, si la Constitución casi no había pesado en su caída, no por
ello salió indemne.

¿El fin de la Confederación?

Mientras Quebec preocupaba al primer ministro y a gran parte de su ca¬


marilla, muchos más conservadores deseaban establecer una afinidad
más estrecha con los Estados Unidos de la libre empresa de Ronald Rea¬
gan. El presidente de los Estados Unidos, que se hallaba de visita en
Quebec para su primera reunión oficial con Mulroney, cantó con él a dúo
la famosa pieza “Cuando sonríen unos ojos irlandeses". “Buenas rela¬
ciones, soberbias relaciones con los Estados Unidos serán la piedra an¬
gular de nuestra política exterior", le aseguró Mulroney al Wall Street
Journal. Esto contrarió a los canadienses que deseaban que se actuase
para contener la lluvia ácida, deploraban que los Estados Unidos arma¬
sen la contrarrevolución en Nicaragua y se preocupaban por las conse¬
cuencias de un proyecto de defensa estadunidense antimisiles enorme¬
mente costoso. La insistencia de los Estados Unidos en que se abriese un
acceso internacional al Paso del Noroeste, reforzada por el tránsito de
un rompehielos estadunidense, llevó al gobierno a prometer un barco
canadiense equivalente, tan sólo para desbaratar los planes al siguiente
recorte presupuestario conveniente. Cuando estuvieron en la oposición,
los conservadores habían prometido que la defensa canadiense, pobre a
juicio de sus aliados de la otan, se fortalecería. ¿Acaso Trudeau no había
dejado “herrumbrarse" a los barcos de guerra de Canadá? Un documen¬
to del Departamento de Defensa de 1987 propuso la creación de una
marina, un ejército y una fuerza aérea capaces de hacer frente al pode¬
roso desafío militar soviético, aun cuando una proposición visionaria
para dotarse de capacidad de acción en los tres océanos con un escua¬
drón de submarinos nucleares fue destrozada bajo el fuego conjunto del
602 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

El primer ministro y la
señora Mulroney, el presi¬
dente de Estados Unidos y
la señora Reagan posan al
comienzo de una reunión
que llegó a su clímax
cuando los dos políticos
cantaron "Cuando son¬
ríen unos ojos irlandeses".
¿Las “buenas relaciones,
soberbias relaciones” con
los Estados Unidos tenían
que llegar hasta el Acuer¬
do de Libre Comercio de
1989?

movimiento pro paz y del Pentágono. No obstante, doce fragatas nuevas


y una “fuerza total" de un ejército de tres divisiones habrían vuelto a co¬
locar a Canadá en la primera línea de la otan, de no ser porque el Pacto
de Varsovia comenzó a venirse abajo.
El informe de la Comisión Real de Donald Macdonald, poco después de
que llegaron al poder, proporcionó a los conservadores un argumento
de inspiración liberal para la urgente negociación de un amplio acuerdo de
libre comercio con los Estados Unidos. Como confesó Macdonald, re¬
presentaba un “acto de fe”, pero ¿de qué otra manera podría Canadá
conservar el mercado al que enviaba cuatro quintas partes de sus exporta¬
ciones? Mientras estuvo en la oposición, Mulroney había hecho resis¬
tencia al libre comercio, recordando a sus partidarios la lección histórica
de 1911. Al llegar al poder, sus opiniones cobraron flexibilidad. El libre co¬
mercio le proporcionó a Mulroney la política económica de que había
carecido. La camarilla empresarial más importante de Canadá, el Busi¬
ness Council on National Issues, estaba enérgicamente en favor del libre
comercio. Y lo mismo el presidente Reagan, que en 1980 había hecho
campaña en favor de una zona de libre comercio de América del Norte.
En el oeste de Canadá, el libre comercio era una fe tradicional. Hasta en
el Quebec históricamente proteccionista, una nueva élite empresarial
francófona parecía haberse convertido al nuevo dogma, y Robert Bourassa
creía que el libre comercio era esencial para vender a los Estados Unidos
el agua y la hidroelectricidad de Quebec.
La oposición sería fuerte también, pero un político sagaz podía descu-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 603

brir sus debilidades. Los nacionalistas del mundo académico y cultural


representaban pocos votos. Y la oposición de los sindicatos y del ndp
consolidarían el apoyo empresarial. ¿Había algo mejor que el libre comer¬
cio y la competencia estadunidense para despojar a los canadienses de
sus tendencias socialistas? Una vez que se integraran las cúpulas empre¬
sariales, la industria y las finanzas, los argumentos en pro de claros pro¬
gramas sociales, sistemas de relaciones obrero-patronales y aun de las ins¬
tituciones culturales se reducirían a la nada. Tres de los diez primeros
ministros de provincia se oponían, pero sólo David Peterson, de Ontario,
contaba con una base política importante y, como había descubierto Mac-
kenzie King varias generaciones antes, nada era más fácil que unir a los
canadienses en contra de la rica y cómoda provincia central. ¿Y qué po¬
sibilidades distintas podrían ofrecer los críticos frente a un Congreso de
los Estados Unidos proteccionista? Sin un acuerdo de libre comercio,
¿cuántos empleos canadienses desaparecerían si los políticos estaduni¬
denses cerraban la puerta al acero de Ontario y a la madera de la Co-
lumbia Británica?
Al nombrar a Simón Reisman, el franco negociador del Auto Pací de
1965 entre Canadá y los Estados Unidos, como su hombre en la mesa
de negociaciones, el gobierno se convenció a sí mismo y a muchos cana¬
dienses de que conseguiría un buen convenio. Al mismo tiempo, por
su desesperado esfuerzo en pro de un acuerdo, Mulroney redujo la ca¬
pacidad de negociación de Canadá. Al cabo de meses de negociaciones,
Reisman se enfrentó a la negativa de los Estados Unidos para aceptar la
creación de un mecanismo para la solución de disputas (condición ca¬
nadiense) y a advertencias de que una larga lista de programas, desde el
Medicare hasta los subsidios por traslado, podrían considerarse injustos.
El 23 de septiembre de 1987, se retiró. Hacia el 4 de octubre, después de
una conversación con el presidente Reagan, dos ministros del Gabinete
se hallaban en Washington para firmar. Se llegó a ciertos compromisos en
torno de las cuestiones más debatidas, o se aplazaron éstas para otros
siete años más de negociaciones.
El Acuerdo de Libre Comercio de 1989 llegó mucho más lejos que la
"reciprocidad irrestricta'’ que los electores canadienses habían rechaza¬
do casi un siglo antes. A cambio de poner pronto fin a aranceles que ya
eran mínimos, y de la ayuda para negociar barreras no arancelarias, Ca¬
nadá convino en compartir sus recursos naturales, en permitir un acceso
irrestricto a la banca, las empresas financieras y otros servicios para la in¬
dustria y en conceder plena compensación en el caso de que un gobierno
futuro se atreviese a intervenir. Se protegieron las cervecerías y las “indus¬
trias culturales"; las vinaterías y casi todo lo demás quedarían “abiertos
para los negocios”. Ante un tratado unilateral realizado por un gobierno
impopular, podría perdonarse a los canadienses el que pensasen que
Mulroney se había propasado. A lo largo de la mayor parte de 1987, los
conservadores tocaron nuevos fondos en las encuestas de opinión, en tan¬
to que el ndp, enemigo del libre comercio, se puso de nuevo a la cabeza.
604 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Una vez vencidos los conservadores, no se necesitaría más que un aviso


de seis meses para repudiar el Acuerdo.
Pero las apariencias eran engañosas. Los empresarios canadienses, en
otro tiempo proteccionistas, habían cambiado. Un puñado de hombres
de empresa, encabezados por Robert Campeau, se lanzaron al juego, de
fuertes apuestas, de adquirir compañías estadunidenses. En Quebec, pa¬
siones que el nacionalismo había absorbido en otro tiempo se lanzaron
a las aventuras empresariales. Separatistas y federalistas por igual abra¬
zaron el libre comercio y tildaron de enemigos de Quebec a sus críticos.
Bajo este torrente de argumentos opuestos entre sí, los canadienses se
hallaban ahora divididos en dos partes casi iguales en lo que respecta al
Acuerdo, y mostraron más confusión que convicción. Mulroney se pasó
el verano de 1988 entregando 14 000 millones de dólares en concesiones y
donativos, que fueron desde el proyecto Hibernia, tan querido de los de
Terranova, hasta dinero para publicaciones multiculturales. Las encues¬
tas privadas le informaron de que la marea estaba cambiando; otro tan¬
to hizo una elección de mediados de verano en la que su amigo Lucien
Bouchard ganó fácilmente. En Washington, el Congreso aprobó el Acuer¬
do por gran mayoría. Pero en Ottawa, Mulroney había tenido que usar
su mayoría para poner fin al debate. John Turner, fortificado por la
lucha, amenazó con utilizar la mayoría liberal en el Senado para obligar
a una elección. El 1 de octubre, Mulroney le dio gusto al disolver el Par¬
lamento.
Las primeras encuestas electorales mostraron que lo que era impensa¬
ble un año antes se había vuelto casi inevitable: una mayoría para Mul¬
roney. Profundamente endeudados y más profundamente divididos to¬
davía, los liberales se habían pasado el año anterior tratando de deponer
a Turner. El ndp, que contaba con 40 por ciento del electorado a princi¬
pios de 1987, había perdido la mitad de sus partidarios, principalmente
en Quebec. Combinados, los dos partidos de la oposición podrían haber
concentrado el voto que se oponía al libre comercio, pero también esto era
impensable. No obstante, durante un momento, a la mitad de su campa¬
ña, Mulroney patinó. En 1984, un intercambio de un minuto durante un
debate de televisión ayudó a Mulroney a conseguir su enorme mayoría;
en 1988, le llegó su oportunidad a Turner y la agarró, convirtiendo la cues¬
tión de libre comercio de fría economía en ardiente emotividad. Las for¬
tunas liberales se elevaron pronunciadamente. Pero los conservadores
habían previsto el peligro, y programaron debates desde temprano para
permitir el control de daños. Los círculos empresariales inundaron los
medios de comunicación con mensajes en pro del libre comercio. Reisman
calificó a Turner de traidor, en tanto que caricaturas nacionalistas tilda¬
ban de lo mismo a Mulroney. El 21 de noviembre llegó a su fin la campa¬
ña más sucia y divisionista de que tuviesen memoria los canadienses. Los
liberales y el ndp ganaron algo —y llegaron a 83 y 43 curules, respectiva¬
mente— pero, por vez primera desde 1891, los conservadores contaban
con una mayoría renovada. Como tantas veces había hecho por los libe-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 605

Habiendo salido mal li¬


brado en una confron¬
tación, bien orquestada,
durante el debate de
líderes de 1984, John
Turner probó la misma
estrategia en 1988. Aun¬
que el jefe liberal ganó
algunos puntos, los con¬
servadores y sus aliados
empresariales sé habían
dado a sí mismos tiempo
suficiente para recupe¬
rarse y ganar la elección.

rales, Quebec le había dado su mandato a Mulroney, pero hasta Ontario


se había dividido en favor del Acuerdo. Solamente en el Canadá atlántico
hicieron importantes avances los liberales. El 2 de enero de 1989, el primer
ministro y sus colegas se reunieron para proclamar solemnemente la ra¬
tificación de Canadá al Acuerdo del Libre Comercio. En California, Reagan
interrumpió sus actividades de ranchero para garrapatear su firma.
Los conservadores interpretaron su victoria como un mandato no sólo
para el Acuerdo de Libre Comercio, sino también como una agenda con¬
servadora que se había acallado en 1984 y rara vez debatido durante la
campaña. En el primer presupuesto después de la elección, Michael
Wilson impuso cortes drásticos a símbolos nacionales tales como la cbc,
el Correo de Canadá y el Ferrocarril vía. Se cerraron pequeñas oficinas de
correos de las comunidades, y sus servicios se transfirieron a los tende¬
ros a quienes les pareciesen lucrativos. La gente de edad avanzada había
logrado impedir la desindexación de las pensiones en 1986; ahora, per¬
derían totalmente sus pensiones si sus ingresos gravables pasaban de
50 000 dólares. Los impuestos al consumo, no a la renta, preservarían
los incentivos y eliminarían un anticuado impuesto sobre bienes manu¬
facturados canadienses. El Impuesto sobre Bienes y Servicios tenía más
exenciones que un impuesto al valor agregado de estilo europeo, pero
abarcaba tanto y era tan visible y costoso (de 9 por ciento, reducido más
tarde a 7), que escandalizó a los canadienses cuando, después de la elec¬
ción, el gobierno dio a conocer los detalles.
606 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

El gobierno había hecho vagas promesas de proteger a los canadien¬


ses durante la transición al libre comercio. No hizo tal promesa en lo to¬
cante a las inevitables recesiones dentro del ciclo económico o de la res¬
tructuración industrial de rutina que debería esperar cualquier economía
de libre empresa. En los dos años siguientes, unos 100000 empleos in¬
dustriales bien pagados desaparecieron tan sólo en Ontario. ¿Podía de¬
mostrar alguien que el libre comercio fuese la causa? ¿Era la libertad de
empresa, ensalzada a lo largo de la década, un problema también? En su
punto álgido, los imperios empresariales practicaron el canibalismo. La gi¬
gantesca compañía Molson’s devoró a su rival cervecero, Carling O Keefe.
Wardair, al borde de la ruina, pasó a pertenecer a la Pacific Western, lo
mismo que la CP Air. Nadie acudió al rescate del Principal Group de Do-
nald Cormie o de sus 67 000 confiados inversionistas. Robert Campeau,
cuya adquisición de un número enorme de tiendas minoristas estaduni¬
denses lo había convertido en héroe del libre comercio en 1988, hacia
1990 se había transformado en perdedor, al venirse abajo su imperio. La
familia Reichman, que había respaldado a Campeau, no tardó en hun¬
dirse en su propio pantano británico, el London’s Canary Wharf. Entre¬
tanto, la naturaleza agravó los desastres provocados por el hombre. Años
de pesca excesiva por barcos locales y extranjeros condujeron al colap¬
so de los bancos pesqueros del Atlántico y a la ruina de docenas de comu¬
nidades costeras que vivían del mar. En 1989, un verano caliente y codi¬
ciosas prácticas de explotación dieron a Canadá su peor temporada de
incendios forestales en décadas. El trigo de las praderas que alcanzaron
a cosechar de campos sedientos algunos agricultores casi no valía la
pena de ser vendido, mientras los agricultores subsidiados de Europa y
de los Estados Unidos proseguían su guerra comercial. El auge econó¬
mico que había ayudado a los conservadores durante su primer periodo
había terminado. Pocos meses después de su victoria histórica, la popu¬
laridad de Brian Mulroney caía de nuevo precipitadamente.
Otros partidos cambiaron de líderes. Audrey McLaughlin, sucesora de
Ed Broadbent, había sido, durante dos periodos, diputada del Yukón,
convencida de que su estilo de buscar un consenso era una manera femi¬
nista válida de aspirar al liderato. Cuando John Turner siguió las indica¬
ciones de Broadbent, los gerentes del Partido Liberal paralizaron una
convención para encontrar liderato durante más de un año, pero no exis¬
tía una opción real. En Calgary, el 23 de junio, Jean Chrétien vengó su
derrota de 1984 barriendo en la primera vuelta electoral. Durante una
década, una procesión de minúsculos partidos derechistas de protesta
habían expresado los agravios de gente del Oeste, obtenido unos cuantos
votos y conseguido alguna curul provincial, para disolverse después en
su propia bilis. El Partido de la Reforma tenía las mismas raíces y cau¬
sas, pero su líder, Preston Manning, había crecido siendo el hijo del más
perdurable primer ministro del Crédito Social de Alberta, y entendía a su
región y de política. Movilizó a quienes pensaban que había demasiado
dinero en Ontario, demasiada influencia en Quebec y demasiado go-
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 607

bierno en Ottawa. Hacia fines de 1989, el Partido de la Reforma consi¬


guió su primera curul en la Cámara de los Comunes, y, en la persona de
Stan Waters, al primer senador que ganara jamás una elección, después
de que Alberta incluyera una votación para senador en las elecciones
municipales.
Los críticos no podían hacer mayor cosa en lo tocante al Impuesto so¬
bre Bienes y Servicios, el libre comercio o Mulroney. Sin embargo, sí po¬
dían destrozar el trato constitucional que éste había logrado armar en el
lago Meech, pero que tenía que ser ratificado por el gobierno federal v las
diez provincias si no quería morir el 23 de junio de 1990. Los canadien¬
ses quizá no supieran cuál era el significado del Acuerdo del Lago Meech,
pero sí sabían que despreciaban a su autor y, para muchos, eso constituía
una razón más que suficiente. Bajo sus nuevos primeros ministros, Nue¬
va Brunswick y Manitoba estaban inseguras; una elección en Terranova
derribó a Brian Peckford y lo sustituyó por Clyde Wells, abogado liberal
que en otro tiempo había trabajado en el equipo constitucional de Tru-
deau. No tenía nada de vacilante su posición: Wells se oponía. Y otro tan¬
to hacía una creciente alianza. Las feministas se quejaron de que la cláu¬
sula de la “sociedad distinta” podría despojar a las mujeres de Quebec
de su protección constitucional. Los dirigentes de los indígenas estaban
encolerizados porque no se hacía caso de sus reclamaciones mientras se
apaciguaba a Quebec. ¿Los Territorios, en los que dominaban, llegarían
jamás a ser provincias si se exigía la unanimidad? Nacionalistas angló-
fonos, que normalmente simpatizaban con Quebec, estaban furiosos por
el apoyo prestado por este último al Acuerdo de Libre Comercio. Su ira
aumentó cuando Bourassa, apremiado por los nacionalistas de Quebec,
redujo marcadamente el derecho de exhibir signos en inglés en la pro¬
vincia. ¿Era esto lo que significaba lo de una “sociedad distinta"? Cin¬
cuenta comunidades de Ontario utilizaron el Decreto 178 de Bourassa
como pretexto para votarse exclusivamente anglófonas. En la elección
de 1989, el apoyo al Parti Québécois se elevó a 40 por ciento. En marzo de
1990, Clyde Wells rescindió el apoyo de su predecesor al Acuerdo del La¬
go Meech. Cuando un comité de la Cámara de los Comunes propuso com¬
promisos, el antiguo amigo de Mulroney y su lugarteniente en Quebec,
Lucien Bouchard, abandonó el gobierno y comenzó a reunir a diputados
disidentes para formar un Bloc Québécois federal. El Acuerdo estaba en
problemas; y lo mismo Canadá.
No obstante, las componendas eran el talento político principal de Mul¬
roney. Nacido en dos sesiones que duraron toda la noche, el Acuerdo
del Lago Meech sin duda se podría salvar mediante otro maratón de ne¬
gociaciones. Comenzó en Ottawa con una cena, el 3 de junio de 1990, y
duró, hora tras hora, durante más de una semana. En un determinado
momento, Bourassa se salió; en otro momento, Don Getty, antiguo fut¬
bolista de Alberta, bloqueó la salida de Wells. Los ánimos se elevaron y
volvieron a caer. Periodistas, expertos y una cansada multitud de espec¬
tadores supusieron que se estaba haciendo historia en las entrañas de la
608 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

Brian Mulroney y diez primeros ministros provinciales exhiben grados diversos de


buen humor, sin saber que les esperan más de siete días de negociaciones ma-
ratónicas para salvar el Acuerdo del Lago Meech. Don Getty, de Alberta, e\>ita encon¬
trarse con la mirada de Clyde Wells, de Terranova, al extremo de la mesa.

antigua estación de ferrocarril de Ottawa. A últimas horas del 9 de ju¬


nio, el primer ministro y sus colegas provinciales y territoriales cansa¬
damente ocuparon sus asientos y comenzaron una tanda de discursos
para descorrer el velo sobre los compromisos de un “acuerdo compañe¬
ro" que de algún modo salvaría al Acuerdo y daría lugar a nuevas tandas
de reforma constitucional. Canadá se había salvado.
Luego, todo se deshizo. ¿Porque Mulroney se había vanagloriado vul¬
garmente ante un periódico de que había “sabido manejar los dados ?
¿A causa de la indignación que sentían quienes se oponían al Acuerdo
de Meech y que clamaban que "once blancos de la clase media” se ha¬
bían atrevido a sellar el destino de Canadá? ¿El orgullo de Clyde Wells
se había doblegado en virtud de sus concesiones de última hora o sus
convicciones habían revivido? Por cierto que quienes se oponían al Acuer¬
do lo querían como héroe, pero no tardaron en tener en él a un rival.
Cuando los tres dirigentes de los partidos de Manitoba regresaron desde
Ottawa en busca de apoyo para el más reciente compromiso, se encon¬
traron a una provincia que no había sido convertida. Un solo miembro
del ndp, Elijah Harper, cree, resolvió su problema. Aprovechando las re¬
glas de su legislatura, paralizó el debate, y luego demoró una votación,
hasta el receso normal del 22 de junio. Los frenéticos esfuerzos que reali¬
zó Ottawa para obligar a Wells a que la Asamblea de Terranova acordara
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 609

una votación fracasaron también. Y lo mismo ocurrió respecto del se¬


gundo intento para darle a Quebec su lugar en la nueva Constitución de
Canadá.
Quebec no estalló en motines. Antes bien, los comentaristas describie¬
ron una “serena certidumbre” de que la independencia era ahora inevi¬
table. Convencido de que sus socios provinciales se habían echado para
atrás de sus compromisos de 1987, Bourassa anunció que nunca jamás
participaría en sus negociaciones. Una comisión encabezada por dos de
los financieros más respetados de Quebec, Michel Belanger y Jean Cam-
peau, haría recomendaciones acerca del futuro de la provincia. El apoyo
a la independencia se elevó hasta 70 por ciento entre los quebequenses, y
se redujo solamente entre quienes creían que el resto de Canadá haría aho¬
ra concesiones mucho más grandes que las contempladas en el Acuerdo
del Lago Meech. Por dos veces, insistieron los quebequenses, habían sido
humillados durante las negociaciones constitucionales; no habría una
tercera ocasión. Cuando la Comisión Belanger-Campeau rindió informes
en marzo de 1991, recomendó un ultimátum: Canadá tendría de plazo
hasta octubre de 1992 para ofrecer a Quebec condiciones aceptables para
una renovada Confederación. Los quebequenses serían los que decidirían.
En su calidad de indígena, Elijah Harper no se sintió mal por el papel
que había desempeñado al provocar tal crisis para Canadá. Los canadien¬
ses, al fin y al cabo, habían provocado también unas cuantas crisis a los
indígenas. Para los 466 000 indios de las 2 200 reservas, la mortalidad
infantil era dos veces más alta que el promedio nacional y la esperanza
de vida era de ocho años menos. Las tasas de natalidad en las reservas se
habían elevado muchísimo y una legislación de la Carta devolvió el sta¬
tus a miles de mujeres indígenas que se habían casado con blancos. De¬
masiado pequeñas ya como para soportar los estilos de vida tradicio¬
nales de la caza, la pesca y el poner trampas, las reservas se enfrentaban a
una explosión demográfica. La cárcel y el suicidio fueron a menudo el
triste destino de indígenas jóvenes. La pobreza era un estado común,
que se agravó cuando gigantescos proyectos hidroeléctricos inundaron
sus tierras o los activistas en pro de los derechos de los animales destru¬
yeron el mercado para los tramperos indígenas. Para un millón de métis,
innuit e indios “sin status" fuera de las reservas, la vida no era mucho
mejor. Algunos optimistas podían descubrir signos de progreso: recla¬
maciones de tierras para 7 000 indios del Yukón, 13 000 denes y métis
del valle del Mackenzie y 17 000 innuit del Ártico oriental parecían estar
a punto de resolución. Nueva Escocia había concedido finalmente cerca
de un millón de dólares a Donald Marshall, micmac que había pasado
once años en la cárcel por un asesinato que no había cometido. Una in¬
vestigación sobre el tratamiento judicial que daba Manitoba a los indios
había aportado las pruebas necesarias para justificar el autogobierno
indígena y su propio sistema de justicia.
Para los dirigentes indígenas, representados por una Asamblea de Pri¬
meros Pueblos que sabía expresarse enérgicamente, esos progresos eran
610 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

demasiado pobres. Su dirigente, George Erasmus, rechazó los argumen¬


tos que decían que el Acuerdo del Lago Meech era esencial para que Que-
bec interviniese en la definición de la promesa constitucional sobre de¬
rechos de los aborígenes de 1982. Si las demandas de los indígenas iban
aparte, razonó Erasmus, no les harían caso. Sabía también que actuaban
fuerzas mucho más militantes que la Asamblea. Mohawks establecidos
en reservas del sur de Ontario y Quebec, y que estaban a caballo de la
frontera con los Estados Unidos, insistieron en que eran todavía un pue¬
blo soberano, aliados, cuando mucho, de los descendientes de Jorge III
y exentos de obedecer leyes extranjeras. Era una relación ambigua. En
Akwesasne, reserva atravesada por la frontera, la gente se quejaba de que
la policía no había intervenido hasta que quedaron muertos dos mohawks
durante una pelea interna por cuestiones de juego. En Kanesatake, al
oeste de Montreal, mohawks armados de la Sociedad de Guerreros blo¬
quearon caminos a principios de 1990 para hacer valer sus reclamacio¬
nes de tierras alrededor de la aldea quebequense de Oka. Después de me¬
ses de negociaciones y de audiencias en los tribunales, la policía tomó
por asalto la barricada el 9 de julio. En la lucha fue muerto un policía.
Horas después, mohawks de otra reserva, la de Kahnawake, bloquearon
un gran puente sobre el San Lorenzo entre Montreal y Chateauguay. Por
todo Canadá los simpatizantes bloquearon carreteras y ferrocarriles. En
Quebec, transcurrieron semanas mientras la policía rodeaba comunida¬
des de mohawks y los que tenían que trasladarse de un lugar a otro se
enfadaban cada vez más. La violencia entre indígenas y sus vecinos blan¬
cos convenció al gobierno de Bourassa de que tenía que recurrir a la
ayuda militar para respaldar al poder civil. Los soldados, sudorosos en
sus trajes de combate, soportaron insultos y amenazas hasta que, el 29

Un joven soldado del


22 Regimiento Real se
encara con un mohawk
apodado "Lasagna"du¬
rante el enfrentamiento
de 1990 en Oka. Aun¬
que el pretexto fue un
campo de golf, las cues¬
tiones reales abarca¬
ban la reclamación
mohawk de una gran
zona del Quebec rural
así como las reivindi¬
caciones de los crees
sobre gran parte de los
enormes territorios ri¬
cos en recursos natu¬
rales de la provincia.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 611

de agosto, sacaron a los indios de sus barricadas sin derramamiento de


sangre. Unos cuantos desafiantes que habían permanecido en sus pues¬
tos se rindieron el 26 de septiembre.
Por una vez en su historia, los quebequenses se sintieron agradecidos
al profesionalismo militar. Fuera de Quebec, los medios de comunica¬
ción incitaron a la mayoría de los canadienses a simpatizar con los mo-
hawks, con lo que separaron todavía más a las dos airadas soledades
que habían surgido del quebranto del lago Meech. Erasmus advirtió que
lo de Oka podría ser tan sólo el comienzo de otras cosas si no se hacía
caso de las peticiones de los indígenas. Aunque era patente, conforme a
derecho, que Quebec había actuado dentro de la Constitución, inclusive
al pedir la ayuda de la tropa, el grupo de críticos de Mulroney añadieron
lo de Oka a sus pecados. Tampoco se apaciguaron cuando el gobierno
actuó prestamente en apoyo de las Naciones Unidas después de que Irak
invadió a su vecino Kuwait el 2 de agosto. En el espacio de unos cuantos
días, dos envejecidos destructores y un barco de suministros se enviaron
al golfo Pérsico y después partió hacia allí un escuadrón de cazas CF-18,
en octubre. Algunos del ndp e inclusive ciertos liberales protestaron di¬
ciendo que la participación de Canadá en fuerzas que habían reunido
principalmente los Estados Unidos equivalía a sacrificar una reputación
de pacifismo, y no tanto una necesaria respuesta a la agresión. Aunque
la breve y victoriosa guerra, a comienzos de 1991, logró convertir a mu¬
chos críticos y convenció a algunos de ellos de que debía pedirse un duro
castigo para el líder iraquí, Saddam Hussein, pocos de los aliados de la
Guerra del Golfo parecieron estar tan alejados de las crudas realidades
de la Realpolitik como los canadienses.
Inclusive en un mundo cambiante, hay siempre unas cuantas certi¬
dumbres. Si había un rasgo confiable en la política canadiense, ese rasgo
era el de la lealtad del moderno Ontario a la política centrista grata a los
círculos empresariales. Sin embargo, el 6 de septiembre de 1990, 38 por
ciento de los votantes de la provincia se proporcionaron a sí mismos un
gobierno del ndp de mayoría. La sorpresa de Ontario fue tan grande
como la del ndp. ¿Los electores habían castigado a David Peterson por
su activo papel en el Acuerdo del Lago Meech o por la tranquilidad con
que se había tomado una recesión que se iba profundizando? Y lo que es
más importante, ¿por qué muchos más electores se habían ido a la iz¬
quierda y no a la derecha? ¿Un ndp que había prometido más de lo que
podría dar para los pobres, el ambiente y las minorías de Ontario había
revivido un viejo y característico sentimiento de comunidad? En su cali¬
dad de primer ministro, Bob Rae, del ndp, carecía de poderes mágicos pa¬
ra poner fin a la recesión o contener el poder empresarial, pero sí podía
atender a personas y a causas que estaban siendo empujadas a los már¬
genes de una cultura empresarial.
Para los incrédulos, la elección de Ontario constituía una breve aberra¬
ción; otros argumentaron que el péndulo estaba regresando y que se pro¬
ducirían más cambios cuando los canadienses se percatasen de sí mis-
Cuando Canadá envió dos destructores y un barco de abastecimiento para contribuir a hacer cumplir el blo¬
queo de Irak, ¿respondía Ottawa a la decisión de las Naciones Unidas o a la influencia de los Estados Unidos?
Convenientemente, ambas respuestas podrían ser correctas.
TENSIONES DE LA ABUNDANCIA 613

El teniente gobernador de Ontario, Lincoln Alexander, preside el nombramiento del


primer socialista que haya llegado al cargo de primer ministro, Bob Rae, el 1 de
octubre de 1990. Una década de cambios drásticos para Canadá comenzó con algo
totalmente inesperado: un gobierno socialista en la región más rica del país.

mos y de su futuro. Quizá los canadienses estaban dispuestos a encarar


los duros problemas del daño ambiental, de la decadencia social urbana
y de las obligaciones con los primeros pobladores de Canadá, y a tratar¬
los como metas más elevadas que la comodidad material y la ventaja per¬
sonal. Cualquiera que pudiese ser el futuro, nuevos dirigentes y nuevas
ideas habrían de surgir, en tanto que las viejas habrían de cobrar una
nueva estatura o desaparecer.
Una década de liberalismo económico y riqueza menguante contribu¬
yó a ampliar la distancia entre las esperanzas y las realidades en Cana¬
dá. Los comentaristas de la sociedad observaron que la década de 1980
había dado lugar a una enorme deuda pública, un creciente desnivel entre
ricos y pobres y una aparente pérdida de fe en las instituciones y los va¬
lores que en otro tiempo habían distinguido a los canadienses de sus veci¬
nos estadunidenses. Valía la pena conservar a Canadá, dijeron muchos
de sus ciudadanos a los encuestadores, sólo si les proporcionaba prospe¬
ridad. Desde esa perspectiva, le había fallado a los Primeros Pueblos, a
las madres solteras, a un creciente ejército de desempleados y a las per-
614 TENSIONES DE LA ABUNDANCIA

sonas que vivían en la mayoría de las regiones del interior. Si el centro


cedía, Quebec sería tan sólo el primer miembro de la Confederación que
se pondría a buscar su propio futuro. Pocos creían que un Canadá sin
Quebec podría forjar jamás un gobierno central fuerte y una poderosa
identidad nacional.
Quienes pensaban en la desaparición de Canadá deberían haber toma¬
do en cuenta un sentimiento profundo, inclusive entre los quebequen-
ses, de que Canadá era digno de preservación y de que las otras opcio¬
nes serían algo mucho peor. Los acuerdos de la Confederación de 1867
fueron imperfectos. Quizás habían fomentado las disparidades regiona¬
les de riqueza y poder, y habían creado incertidumbre en los quebe-
quenses respecto de la seguridad de su lengua y de su cultura, aunque
esto se dijo más de lo que se demostró. Podía decirse que los quebequen-
ses jamás habían disfrutado de mayor poder en su propia provincia y en
Canadá, en tanto que las grandes transferencias de recursos entre la
gente de regiones diferentes habían proporcionado a todos los canadien¬
ses una calidad de vida como no habían conocido nunca antes. Una mo¬
da de etnonacionalismo posterior a la Guerra Fría proporcionó a los
quebequenses —y a los Primeros Pueblos— un estímulo poderoso. Sin
embargo, quienes más deseaban que sobreviviese Canadá sabían que de¬
bían concebirse cambios y que se debía persuadir de sus valores a otros.
Mackenzie King, el más sabio y duradero de los primeros ministros mo¬
dernos de Canadá, reconoció que los canadienses desean cambiar, que
aceptan el compromiso y que se sienten más contentos con los dirigen¬
tes que los dividen menos. Es una filosofía que casa muy bien con una
gente que vive con fuerzas naturales y geográficas mucho más fuertes
que ella. Cuarenta años de riqueza han enseñado a los canadienses a ser
tolerantes. La mengua de la prosperidad constituye un recordatorio tanto
de la fuente como de los límites de esa que es la más necesaria de las vir¬
tudes cívicas. Juntos, como nación soberana o separados, los canadienses
nunca podrán escapar unos de otros, a pesar de las vastas distancias de
su mitad de América del Norte. Sólo con tolerancia podrán vivir bien.
Lo único que los canadienses necesitaban aprender realmente de su
historia es la tolerancia; eso y un sentimiento de la continuidad de la vida
en una tierra grande y generosa. Un pueblo cauto aprende de su pasado;
un pueblo sensato puede encarar su futuro. Los canadienses, por lo ge¬
neral, han sido ambas cosas.
NOTA ACERCA DE LOS AUTORES

Craig Brown, el coordinador, es profesor de Historia en la Universidad de


Toronto. Es autor de varias de las principales obras sobre la historia
de Canadá, entre ellas Robert Laird Borden. A Biography. Es presidente de
la Academia de Humanidades y Ciencias Sociales de la Real Sociedad
de Canadá y ex presidente de la Asociación Histórica de Canadá. Vive en
Toronto.

Los seis especialistas que han colaborado en La historia ilustrada de


Canadá son distinguidas autoridades en su campo:

Ramsay Cook obtuvo en 1985 el Premio del Gobernador General por


The Regenerators. Es profesor de Historia en la Universidad de York,
miembro de la Real Sociedad de Canadá y ex presidente de la Asocia¬
ción Histórica de Canadá. Es autor de varios libros y uno de los histo¬
riadores canadienses más conocidos; sus artículos suelen aparecer en la
prensa popular. Radica en Toronto.

Christopher Moore es autor de varias obras. En 1982 recibió el Premio


del Gobernador General por Louisbourg Portrait. Es autor, junto con
Janet Lunn, del libro The Story of Cañada, de próxima aparición. Vive en
Toronto y es asiduo colaborador del programa "Ideas" de la cbc.

Desmond Morton es uno de los historiadores más leídos en Canadá. Es


director del Erindale College de la Universidad de Toronto, miembro de
la Real Sociedad de Canadá y ex presidente de la Asociación Histórica
de Canadá. Es autor de muchas obras, entre ellas A Short History of Ca¬
ñada y, junto con Jack Granatstein, del éxito de librería Marching to
Armageddon. Vive en Mississauga.

Arthur Ray es profesor de Historia en la Universidad de la Columbia


Británica y está especializado en geografía histórica de los pueblos indí¬
genas de Canadá. Es autor, entre otros libros, de Indians and the Fur
Trade. Radica en Vancouver.

Peter Waite es profesor de Historia en la Universidad Dalhousie, miem¬


bro de la Real Sociedad de Canadá y ex presidente de la Asociación
Histórica de Canadá. Es autor de varios libros, como The Man from Ha-
lifax: Sir John Thompson, Prime Minister. Vive en Halifax.

615
616 NOTA ACERCA DE LOS AUTORES

Graeme Wynn, profesor de Geografía y decano asociado de Artes en la


Universidad de la Columbia Británica, es colaborador de numerosas re¬
vistas históricas. Es autor de Timber Colony y de People, Places, Patents
and Process: Geographical Perspectives en the Canadian Past. Vive en
Vancouver.
FUENTES DE LAS ILUSTRACIONES

Por razones de espacio se han empleado las abreviaturas siguientes.

a: Provincial Archives of Alberta, Edmonton.


ao: Archives of Ontario, Toronto.
ec: Erindale College Photo Collection, Mississauga, Ontario.
gm: Glenbow Museum, Calgary.
mm: McCord Museum of Canadian History, McGill University, Montreal.
mm/n: Notman Photographic Archives del mm.
mq: Musée du Québec, ciudad de Quebec.
mtl: Metropolitan Toronto Library, Toronto.
mtl/c: Canadian History Dept. de la mtl.
mtl/jrr: John Ross Robertson Collection, Canadian History Dept. de la mtl.
n: National Museum of Cañada, National Museum of Civilization, Ottawa.
NGC: National Gallery of Cañada, Ottawa.
ns: Nova Scotia Museum, Halifax.
pac: Public Archives of Cañada, Ottawa.
pac/ap: Documentary Art & Photography División de pac.
pac/nmc: National Map Collection de pac.
rom: Royal Ontario Museum, Toronto.
rom/c: Canadiana Dept. del rom.
rom/e: Ethnology Dept. del rom.
SSC: Supply & Services Cañada, Photocentre, Ottawa.
yu: York University, Toronto.
yu/c: Cartographic Office, Dept. of Geography de la \u.

Capítulo I

Página 22‘ pac/nmc, original en la Biblioteca Universitaria John Rvlands de


Manchester, Inglaterra; 23: Environment Cañada, Parks Ada
fax- 24: mq (34.12P), foto de Patrick Altman; 26: pac/ap (c-11201); 28 yu/c. 30.
n(k75-1 ); 34: pac/ap (c-2264); 36: pac/ap (c-5528); 37: pac/ap (c-2 167); 40:
gm(mm.58.6); 41: pac/ap (c-3165); 45: pac/nmc (nmc-1908), 46: pac/ap (c-113066),
48: Art Gallery of Windsor, Windsor, Ontario (arriba: 67:39; afea/o. 67.43),
pac/ap (c-403); 53: pac/ap (c-33615); 55: rom/e, Edward Morris Collection
(977x1 3)- 55- NGC (22); 59: mm/n (2157&2158 view); 60: N (j- 10196); 62: pac/ap
(pa-37756); 63: pac/ap (c-2821); 64: Peabody Museum, Harvard University, Cam¬
bridge Mass. (41-72-10/499, N27995); 66: Musée des Beaux Arts.de Montreal
(967g1567); 6S: rom/e (912.1.92); 70: British Museum, Dept. of Prmts & Draw-
ings,’ Londres, Inglaterra (ecm 63&64), reprod. por cortesía de los Fideicomisa¬
rios del British Museum; 71: mtl/c; 73: pac/ap (c-94140); 74: pac/ap (c-1912), 75.
Musée des Beaux Arts de Montréal (974.Aa.2); 77: izquierda: rom/e
(hd 12635/922.1.29); derecha arriba: n(vii-c-329); Musée de I Hommc, Pans ran-
cia (81.22.1); foto de Hilary Stewart; derecha abajo: n (k-75-493), 79. gm

617
618 FUENTES DE LAS ILUSTRACIONES

(55.31.3); 84:pac/ap (c- 17338); 91: Hudson’s Bay Company, Winnipeg (c-25); 93:
mm (m965.9); 97: pac/ap (c-38948); 99: pac/nmc (nmc-3295; 101: pac/ap (c-41292);
104: Provincial Archives of British Columbia, Victoria, C. B. (pdp2244); 110: NGC
(5777); 113: Provincial Archives of Newfoundland & Labrador (a 17-110), foto
cortesía de Ray Fennelly; 114: yu/c.

Capítulo II

Página 116: pac/nmc (nmc-15661); 117: National Library of Cañada, Rare Book
División, Ottawa (nl-8760); 118: National Library of Cañada, Rare Book Divi¬
sión, Ottawa (nl-8759); 119: pac Library, Ottawa (izquierda: C-133067; derecha:
c-133065); 121: National Library of Cañada, Rare Book División, Ottawa (nl-
6643); 127: pac/ap (C-107624); 128: Huronia Historical Parks, Ministerio de Tu¬
rismo y Recreación de Ontario; 129: pac/nmc (6340); 134: Societé du Musée du
Séminaire de Québec, ciudad de Quebec (pc84.1 R277); 136: pac/nmc (nmc-
3687); 137: rom/c (957.91); 139: Musée des Ursulines, ciudad de Quebec, foto
cortesía del Ministerio de Comunicaciones de Quebec (mcq-87-1 14f1); 144:
National Film Board Collection, Ottawa; 146: Archives Nationales du Québec,
ciudad de Quebec; 147: mq (a 42 57 P), foto de Patrick Altman; 149: pac/nmc
(nmc-26825); 152: pac/ap (c- 1225); 156: arriba: pac/ap (c-30926); abajo izquierda:
pac/ap (c-62182); abajo derecha: Archives Nationales, París, Francia, Fond des
Colonies (el 1a, vol. 19, fol. 43-43v); 157: pac/ap (c-12005); 163: izquierda: Envi-
ronment Cañada, Parks, Fortress of Louisbourg, Louisburg, Nueva Escocia (74-
318); derecha: pac/ap (c-17059); 167: yu/c; 170: pac/ap (c-107626); 171: mq, Collec¬
tion des Réligieuses Hospitaliéres de Saint-Joseph, Montreal; 172: Petitot et
Compagnie, París, Francia; 173: arriba: foto cortesía de Robert Stacey; abajo:
foto cortesía de C. W. Jefferys Estate Archives, Toronto; 175: yu/c; 176: izquierda:
mq (a58.187p); derecha: pac/ap (c-100376); 180: arriba: ngc (7792); abajo: rom/c
(960.106); 183: National Film Board Collection, Ottawa; 184: rom/c; 187: izquier¬
da: mm (m.21231); derecha: pac/ap (c-113742); 192: ns (p2 1/80.11, copia neg. n-
14,638); 194: mtl/jrr (t16045); 197: pac/ap (c-5907); 203: pac/ap (c-27665); 205:
rom/c (940x54).

Capítulo III

Página 208: rom (949.128.34); 209: om (940x26.12); 213: pac/ap (c-41605); 216:
Art Gallery of Nova Scotia, Halifax (82.41); 217: ngc (6286); 220: pac/ap (c-3257);
225: ao (Simcoe Sketch núm. 202); 226: Law Society of Upper Cañada, Toronto
(87-128-2); 230: izquierda: Government of Ontario Árt Collection, Queen’s Park,
Toronto (mgs606898); derecha: mq, foto de Patrick Altman (c52.58p); 231:
izquierda: pac/ap (c-13392); derecha: mtl, tomado de Upper Cañada Almanáck for
the Year 1837, Toronto; 233: The Right Hon. the Earl of Elgin and Kincardine,
Broonhall, Dunfermline, Escocia, foto cortesía de ngc (69-388A); 235: arriba:
rom/c (955.217.15); abajo: pac/ap (c-276); 238: pac/ap (c-2001); 239: National
Library of Wales, Cardiff; 244: pac/ap (c-41067); 245: ngc (7157); 248: izquierda:
National Portrait Gallery, Londres, Inglaterra; derecha: tomado de A Gallery of
Illustious Leterary Characters (1839-1838), Londres, Inglaterra, 1873; 249: pac/ap
(c-17); 252: pac/ap (c-105230); 255: pac/ap (c-10531); 258: rom/e (912.1.31); 260:
mtl/jrr (t3 1492); 261: pac/ap (c-19294); 265: ao (2096); 271: pac/ap (c-251)- 272-
FUENTES DE LAS ILUSTRACIONES 619

pac/ap (c-252)■, 277: pac/ap (c-1 1811); 280: ns (79.146.3 n-9411); 285: pac/nmc
(nmc-17026); 287: arriba: mtl/jrr (t1 0248); abajo: rom/c (960.58.2); 289: pac/ap
(c-12649); 291: pac/ap (c-2394); 295: arriba: NGC (17,920); abajo: The Winnipeg
Art Gallery, foto de Emest P. Mayer (g57-133); 296: rom/c (956.77); 299: Queen's
University Archives, William Morris Collection, Kingston, Ontario (2139, Box
3); 300: mtl, Fine Arts Dept., Picture Collection; 301: izquierda: York Pioneer &
Historical Society, Toronto; derecha: Dundurn Castle, Dept. of Culture & Recre-
ation, Hamilton, Ontario; 302: pac/ap (c-520); 303: ao (97).

Capítulo TV

Página 306: gm (na-2222-1); 307: izquierda: doctor Owen Beattie, University of


Alberta foto de Canapress, Toronto; derecha: rom/c (955.141.2); 309: pac/ap
(arriba: c-31277; abajo: c-31278); 313: ns (36.70); 314: mtl/jrr (t12188); 317:
British Museum, Londres, Inglaterra; 318: Cháteau Ramezay Museum, Mon-
treab 319' mm (m11588); 322: mm/n (88,087-ii); 323: rom/c (951.158.14); 324:
PAC/AP (c-37218); 326: pac/ap (pa-45005); 327: ao (s.4308); 330: mm/n (7226 view);
331: pac/ap (arriba: c-16525; abajo: c-16524); 334: arriba: pac/ap (c-62715), abajo
izquierda• ngc (239); abajo derecha: Government of Ontario Art Collection,
Queen’s Park, Toronto (mgs 622107); 337: mm/n (76,319-i); 338: pac/ap (c-63484);
341• rom/e (ssc 952.72.1); 345: pac/ap (c-78979); 348: Upper Cañada Village,
Morrisburg, Ontario; 352: pac/ap (c-733); 355: pac/ap (izquierda: c-26415;
derecha: c-7158); 357: ngc (9990); 362: Provincial Archives of British Columbia,
Victoria, C. B. (pdp2232); 363: pac/ap (c-88917); 366: pac/ap (c-8449); 367: pac/ap
(c-41603); 372: mm/n (2890-i); 373: mtl/jrr (t10914); 375: pac/ap (c-95470); 376
pac/ap; 378: pac/ap (c-58640); 381: mtl/jrr (arriba: t16532; abajo: t1 5907); 383
gm (na-2246-1); 385: gm(na-1063-1); 387: pac/ap (c-22249); 388: pac/ap (c-86515)
389: pac/ap (c-1875); 390: pac/ap (pa-31489); 391: gm (na-2365-34); 393: CP Rail
Corporate Archives, Montreal (cp. 12576); 394: cortesía del Sr. F. Schaeffer y
Sra Toronto, foto cortesía de ngc; 395: pac/ap (c-3693); 396: Vancouver City Ar¬
chives (can.p78.n.52); 397: pac/ap (c-5142), foto de E. A. Hegg; inserto: A (a5125);
398- pac/ap (c-20318); 399: arriba: pac/ap (c-33881); abajo: Provincial Archives of
Manitoba, Marguerite Simons Collection, Winnipeg (c-36/5); 401: Wilson Stu-
dio- 402■ ns (n-585); 406: Laerende Lande Collection of Canadiana, Dept- or
Rare Books «Sr Special Collections, McGill University Libraries, Montreal; 409:
Cañada Post Corporation, Ottawa.

Capítulo V

Página 411: pac/nmc (nmc-16411); 412: ao (s1243); 413: foto c°rte;íaMichael


Bliss Toronto; 414: mtl Board; 419: gm (na-1473-1); 420: pac/ap (c-14659), .
arriba: A/Wells Studio (ws3038), foto cortesía de pac/ap (c-38693); abajo: pac/ap
(c-6605)- 422: A/Ernest Brown Collection (b.219); 423: Saskatchewan Archives
Board Regina (r-b329); 424: pac/ap (c-63482); 426: gm (na-2676-6); 427: pac/ap
(c-115432); 429: ec; 432: pac/ap (arriba: c-6389; abajo: c-27791); 435: izquierda:
Archives de llnstitut Notre-Dame du Bon Conseil; al centro: gm (na-273- ),
derecha: colección privada; 438: Government of Ontario,££ ¿‘t E
of Government Services, Queen’s Park, Toronto (mgsó 19724), foto de T. E.
620 FUENTES DE LAS ILUSTRACIONES

Moore; 440: pac/ap (c-27358); 444: N/Canadian War Museum, Ottawa (8,949);
446: arriba: ao (acc. 1 1595); abajo: pac/ap (C-7492); 450: City of Toronto
Archives, James Collection (640); 454: pac/ap (pa-57515); 456: PAC/AP/David Mil¬
lar Collection (ws-83); 458: izquierda: NGC (4881); derecha: pac/ap (c-88566); 459:
McMichael Canadian Collection, Kleinburg, Ontario (1969.4.54); 460: arriba:
NGC (82-2847); izquierda arriba: Art Gallery of Ontario, Toronto (1335); izquierda
abajo: ao, William Colgate Papers (sl2842); 461: foto cortesía de Thomas Fisher
Rare Book Library, University of Toronto; 463: foto de T. E. Moore, colección
privada; 466: ngc (6666); 468: pac/ap (pa-1 38867), foto de Cobourg Skitch Stu-
dio; 472: ao (si5001); 475: Hudson’s Bay Company, Winnipeg; 479: colección de
Ramsav Cook, Toronto; 481: Canapress, Toronto; 484: a(a3742); 487: Toronto
Star Collection, Toronto (016120-9000); 490: pac/ap (c-80134); 493: pac/ap (c-
9447); 497: pac/ap National Film Board Collection, Ottawa (pa-1 16874, nfb 1980-
121 66-346); 501: N/Canadian War Museum, Ottawa (11,786); 502: ec; 504: arri¬
ba: pac/ap (pa-137013); abajo: N/Canadian War Museum, Ottawa (12,722); 505:
pac/ap (pa-1 19766); 506: pac/ap (c-11550); 507: pac/ap (pa-1 14440).

Capítulo VI

Página 511: National Air Photo Library, Ottawa; 513: pac/ap (c-22716); 514:
Saskatchewan Archives Board, Regina (r-b2895); 516: pac/ap (pa-128080); 5/7:
ssc (62-819); 521: yu Archives, Toronto Telegram Collection, Downsview,
Ontario; 523: pac/ap (pa-1 11390), foto de Harrington; 524: pac/ap (pa-154607),
foto de Walter Curtin; 525: arriba: foto de Peter Croydon; abajo: pac/ap (c-
128763), foto de L. Jacques; 527: ec; 531: pac/ap (c-79009), foto de MacLean;
536: pac/ap (c-74147); 540: Dept. of National Defence; 541: yu Archives, Toronto
Telegram Collection, Downsview, Ontario; 544: publicada con autorización de
The Toronto Star Syndicate; 546: pac/ap (c-53641), The Gazette, Montreal; 550:
ssc (67-10471); 552: ec, foto de S. Jaunzems; 553: The Globe and Mail, Toronto
(66104-38); 555: ssc (78-369), foto de Egon Bork; 556: foto cortesía de Brian
Pickell; 557: Victoria University Library, Toronto; 558: cortesía de la esposa de
Marshall McLuhan, Toronto; 559: izquierda: Gilbert Studios, Toronto; derecha:
pac/ap (pa-1 37052), foto cortesía de Walter Curtin; 560: PAC/National Film, Tele¬
visión & Sound Archives, Still Collection, Ottawa (arriba: 3283; abajo: s-6850);
561: izquierda: foto de Peter Esterhazy, cortesía de Jocelyn Laurence, Toronto;
derecha: foto de Edition Boréal Express, Montreal, cortesía del doctor Carbotte,
Quebec; 565: izquierda: University of Toronto; derecha: National Research Coun-
cil, Ottawa, foto de Dan Getz; 566: PAC/Duncan Cameron Collection; 568: pac/ap,
United Steelworkers of America Collection (c-98715); 569: ssc (75-6674); 571:
ec; 573: arriba: pac, Montreal Star Collection (pa-1 52448); abajo: pac, Montreal
Gazette Collection (pa-1 17477); 578: News ofthe North, Yellowknife, T. N.; 583:
ambas: Canapress, Toronto; 586: Toronto Star Collection, Toronto (s209-26);
588: Ontario Dept. of Tourism &. Information, Toronto (6-G-1464); 589: pac/ap
(pa-141503), foto de Robert Cooper; 593: New Westminster, C. B., Labour News
(b 7973-4), foto de Jack Lindsay/Canadian Association of Labour Media,
Vancouver; 594: arriba: pac/ap (pa-1 45608), foto de B. Korda; abajo: foto de John
Reeves, Toronto; 595: University of British Columbia Museum of Anthropology,
Walter & Marianne Koerner Collection, Vancouver; 596: cortesía de Dimo Sa¬
fari; 599: ssc (75-2242), foto de George Hunter; 602: Canapress Photo Service/
FUENTES DE LAS ILUSTRACIONES 621

Ryan Remiorz; 605'. Canapress Photo Service/Fred Chartrand; 608'. Canapiess


Photo Service/Fred Chartrand; 610: Canapress Photo Service/Shaney Komu-
lainen; 612: Canapress Photo Service/Canadian Forces; 613. Canapress Photo
Service/John Felstead.

Ilustraciones fuera de capítulos

Página 9 (Prólogo): Medalla acuñada para conmemorar la Confederación, 1867,


AO; página 661 (índice general): Les Progrés de la Vie Economique de 1608 á 1875
(madera policromada, 1875), por Jean-Baptiste Cóté, mq (S.321); página 665
(Colofón): Alegremente veo diez caribúes (talla en piedra), por Pootagok, Dept. ol
Northern Affairs & Natural Resources, Ottawa.
5
ÍNDICE ANALÍTICO

Abbot, Sir John, 403 Alaska, disputa sobre los límites de,
Abenhart, William, 492-493, 493* 393, 441-442
Abyssinia (vapor), 396 Albany, Nueva York, 153
Acadia: Alberta, creada a partir del distrito
y la Guerra de Conquista, 193, 207 administrativo de los Territorios del
primera colonización de, 134-135 Noroeste (1905), 411
a principios del siglo xvm, 164 Albion, naufragio del (1819), 239
sus relaciones con la Nueva Inglate¬ alcohol, su difusión entre los pueblos
rra, 135 indígenas por los europeos, 96-97,
acadios, exilio de los, 198-199 109
Acarreo de troncos en el río Saint John Alegremente veo diez caribúes (talla en
(Clarke), 261 piedra) (Pootagok), 665
Acuerdo General de Aranceles y Co¬ Alexander, Sir William, 134
mercio, 516 algonquina, lengua, 37
Acuerdo del Lago Meech, 600-601, algonquinas, tribus:
607-610, 608, 611 chamanes de las, 43
Adams, Bryan, 596 después del triunfo iroqués sobre
ademaki, tribu, 160 los hurones, 132, 150
Affleck, James, 321 esbozos de Champlain sobre las,
African Suite (Peterson), 559 119
Agawa Site (lago Superior), 30 del valle del río Ottawa, 86-87
agricultura: Altiplano de Misuri, 31
en la América del Norte Británica Alto Canadá:
del siglo xix, 264-269 agricultura en el, 264-268
comercial a principios de la década mapa de Elizabeth Simcoe del, 225
de 1700,168-169 necesidad de estimular la coloniza¬
del Oeste en la década de 1880, 379- ción británica del (1815-1825), 264-
380, 390 267
a principios del siglo xx, 415, 416- paisaje del, 302-303
417 Preservado, medalla del, 235
de secano en el Oeste, 417 rebeliones de 1837 en el, 228
de subsistencia en la Nueva Francia, resentimiento en contra de las reser¬
141-143 vas del clero y del "Pacto de Fami¬
Agricultores Unidos de Alberta, 469, lia” en el, 229
Sociedad Patriótica y Leal del, 235
492
Agricultores Unidos de Ontario, 468 su unión con el Bajo Canadá, 305
Ahenakew, reverendo Edward, 477 Alto Canadá Preservado, medalla del,
Ainslie, H. F., 302 235
Akwesasne, reserva, 610 Alvares Fagundes, Joáo, 23
Alabama (barco confederado), 349-350 All Peoples’ Mission (Winnipeg), 426,
Alarma Temprana a Distancia, líneas 427
Allaire, Félicité, 269-270, 273
de, 532, 533

* Las cursivas remiten a ilustraciones.

623
624 ÍNDICE ANALÍTICO

Allaire, Théophile, 269-270, 272-273 tribunales en las, durante el siglo xix,


Alian, Sir Hugh, 338, 339-340, 365-367 332
Alian, Línea, 321, 338, 338, 339, 340 la vida en las, 250-251, 325-326
allumette, tribu, 87 American Federation of Labor (afl),
Allward, Walter, 438, 446 436
América del Norte Británica, colonias American Fur Company, 257
de la: Ames, Herbert, 433
administración de las, 225-237 Amherst, Gral. Jeffery, 202, 207-208
agricultura en las, 264-268 anden régime en la Nueva Francia,
Asamblea en las, 316 188
avances médicos durante el siglo xix anglo-francesa, guerra (1689-1697),
en las, 332-333, 333 155-161
calidad de la vida durante el siglo Annand, William, 338
xix en las, 332-336 Annapolis, bahía de (Nueva Escocia),
comercio maderero en las, 259-264, 117
260,261, 294 Annapolis Royal, Acadia, 164
condiciones de trabajo durante el Anne of Green Gables (Montgomery),
siglo xix en las, 372 459
Consejo Ejecutivo en las, 316 Anse au Foulon, Quebec, 204
cumplimiento de la ley durante el Anticosti, isla, 211
siglo xix en las, 330-332 antiguos edificios del Parlamento en
duelos durante el siglo xix en las, Ottawa, Los (Jacobi), 357
329 Apalaches, montes, 211
factores que las afectaron después arado de un solo surco, tirado por ca¬
de la caída de la Nueva Francia, ballos, 423
208-210 aranceles, ideas posteriores a la Con¬
fragmentación natural de las, 292- federación acerca de los, 370-373
304, 315 Arcadian Adventures with the Idle Rich
gobierno representativo en las, 315- (Leacock), 410, 433
316 arquitectura doméstica en la Nueva
inmigración hacia las (1760-1840), Francia, 143, 144
237-250 Armstrong, William, 314, 373
el invierno en las, 307-309 Armstrong, Beere & Hime (fotógrafos),
el libre comercio y las, 221, 223-224 327
y la migración irlandesa por hambre arpende, su uso en la Nueva Francia,
(1847-1848), 321-322 142
y el movimiento de temperancia, 327- arte:
328 en la Nueva Francia, 180, 182-183
los periódicos durante el siglo xix en de la posguerra, 459-462
las, 335-336 véanse también Grupo de los Siete;
las pesquerías de Terrranova en las, Once pintores
251-254 Ártico, océano, 106, 305
población en las (1840), 305 soberanía sobre el, 395
la prohibición de alcohol en las, 328 Artillero de bombardero, C. Charlie, Ba¬
red urbana en las, 284-292 talla del Ruhr (Schaefer), 501
los reformadores en las, 316-320, Asamblea de Primeros Pueblos, 509-
318 510
el sufragio durante el siglo xix en Asbestos, huelga en (1949), 546, 547
las, 329-330, 330 assiniboine, tribu, 54, 55, 56, 101, 218
el transporte en las, 310-315 adquisición de caballos por la, 100
ÍNDICE ANALÍTICO 625

y el comercio de pieles con los ingle¬ Baltimore, Lord, 137


ses, 89, 257 ballena (hueso para corsetería), 111
propagación de enfermedades en la, ballenas, caza de:
258-259 en el estrecho de Belle Isle, 24
su técnica para acorralar bisontes, en el río Little Whale, 112
53-54 Banco de Canadá, 537, 540, 569
su uso de las armas de fuego, 95 Banco de Nueva Escocia, 402
Asuntos Indígenas, Sección de (Depar¬ Banks, Joseph, 214
tamento del Interior), 475, 476 Banting, doctor Frederick, 461, 462
atapasca, lengua, 37, 218 Barbel, Marie-Anne, 179
Athabasca, lago, 31, 61, 104, 106 barcos altos, 399-401
Athabasca, río, 106 barcos de vapor, su desarrollo en el si¬
Atlántico, océano, su travesía por in¬ glo xix, 338-340
migrantes en el siglo xix, 243-246, Barker, William, 363
320-322 Barkerville, Columbia Británica, 361,
atsina, tribu, 95 363
Atwood, Margaret, 278-279, 559 Barnardo, doctor, 420
Auchagah, 98-99, 99 Barometer Rising (MacLennan), 455,
Auto Pací (1965), 570. 603 508
Avalon, península de, 83, 214, 305 Barr, véase Colonia Barr
Avance de tanques, Italia (Harris), 504 Barret, David, 570
Avro Arrow (avión), 540, 540 Barrette, Antonio, 547
Barrington, Nueva Escocia, 215
B. C. Electric Building (Vancouver), 554 Bartlett, W. H„ 287, 291
babinos, tribu de los, 60, 62, 65 Barton, Ira B., 348
bacalao, comercio del, 24, 135, 136-138, Bas de Riviére, 103
136,252 Batalla de Inglaterra (1940), 499
Back, teniente George, 53, 73, 220 Batalla de Waterloo (1815), 243
Backwoods of Cañada, The (Traill), Bathoe, Charlotte, 279
265-266 Batoche, Saskatchewan, 386
Baffin, Tierra de, 70 Battle, río, 31
Baie-Saint-Paul (Quebec), 203 Battle of Queenston (Dennis), 235
Baillairgé, Charles, 357 Bauche, Philip, 99
Bainbrigge, Philip J., 277 Beatty, Sir Edward, 483
Bajo Canadá: Beau, Henri, 163
agricultura en el, 268 Beauce, región de (Quebec), 168
la Iglesia católica en el, 273 Beaufort, mar de, 592, 593
movimiento Patriota en el, 229-232 Beauharnois, marqués de, 191
polarización de la sociedad por el beaver, tribu, 95
idioma en el, 229 Beck, Sir Adam, 433
rebeliones de 1837 en el, 228 Beechey, isla (Territorios del Noroeste),
suspensión de la Constitución en el 307
(1838), 232 Bégon, intendente Michel, 163
su unión con el Alto Canadá, 305 Belanger, Michel, 609
vida del habitant en el, 269-275 Belanger-Campeau, Comisión, 609
Bajo la Política Nacional... (litografía), Beliveau, Véronique, 596
Bell, Alexander Graham, 397
375
Baker, Carroll, 596 Bell, Robert, 398, 399
Baldwin, Robert, 316, 318, 320 Bell Telephone Company, 436
Balfour, Declaración de, 479 Bella Coola, río, 107
626 ÍNDICE ANALÍTICO

bella-coola, tribu, 61, 218 y la reciprocidad comercial con los


en la aldea de Nooskulst, 63-64 Estados Unidos, 442-443
tabúes de la, 68-69 y el reclutamiento voluntario duran¬
Belle Isle, estrecho de, 21, 24, 45, 80 te la primera Guerra Mundial, 452-
Bengough, J. W., 366, 387 453
Bennett, R. B„ 486-488, 489-491, 494 Borduas, Paul-Emile, 509, 526, 547
Bennett, W. A. C., 538 Bork, Egon, 555
Bennett, W. R. (Bill), 598 bosques, indios de los, véase indios de
Benoist, Antoine, 209 los bosques
Benson, Edgar, 567 botadura del Royal William, Quebec,
beotuca, tribu, 43, 83, 219, 220 29 de abril de 1831, La (Cockburn),
empujada hacia el interior por los 289
comerciantes de bacalao, 137 bote de York, 104, 256, 258, 310
Berczy, Jr., William, 324 Bouchard, Lucien, 604, 607
Berczy, Sr., William, 110, 324 Bouchette, Errol, 411
Berger, juez Thomas, 578, 579 Boullé, Héléne, 125
Bering, estrecho de, 220 Bourassa, Henri, 295, 410, 435, 439,
Bemier, Sylvie, 555 440, 441, 474
Bertrand, Jean-Jacques, 570, 571 su alianza con Robert Borden, 443-
Best, doctor Charles, 461, 462 445
Bethune, Norman, 497, 497 y la primera Guerra Mundial, 447,
Beynon, Francis, 434 " 451
Bigot, Fran^ois, 195-196, 201, 202 Bourassa, Napoléon, 230
Bimey, Earle, 477, 509 Bourassa, Robert, 571-572, 582, 584,
bisonte: 587, 600, 602, 607, 609, 610
métodos de los indios de las prade¬ Bourgeoys, Marguerite, 178
ras para cazarlo, 51-54, 51, 53 Bowell, Sir Mackenzie, 403, 404
pastizales del, 31-32 Braddock, Edward, 196
Blaine, James G., 393 Bradwin, Edwin, 428
Blake, Edward, 371 Brandon, Manitoba, 390
Blakeney, Alian, 570, 578, 580 Brant, Joseph, 110, 201, 240
Bloc Québécois, 607 Brébeuf, padre Jean de, 127, 130
Boda canadiense (Duncan), 323 martirizado por los iraqueses (1649),
Bodega y Quadra, Juan F. de la, 219 129, 131
Bóers, Guerra de los, 407-408, 439-440 Breen, David, 391
Día de Pretoria (5 de junio de 1901) Bressani, Fran^ois-Joseph, 129
en Toronto, 412 Bretton Woods, Acuerdo de (1943),
Boitard, Louis-Pierre, 194 574
bolchevique, Revolución, 529 Briekenmacher, J.-M., 176
Bolsa de Granos de Winnipeg, 417 Brigada de botes (Kane), 258
Bonavista, Terranova, 214 Briggs, Asa, 310
Bond Head, teniente gobernador Sir británico, Imperio, véase Imperio bri¬
Francis, 228 tánico
Bonheur d’occasion (Roy), 508 Britannia (paquete a vapor), 339
boorday (casa de adobe), 421 Britannia, bahía, tranvía eléctrico en
Borden, Sir Robert, 441, 443, 444-445, la, 432
454, 455, 478 Brittain, Miller, 509
su alianza con Henri Bourassa, 443- Broadbent, Edward, 586, 587, 599, 601,
447 606
en la Conferencia de Paz en París, 456 Brock, mayor-general Isaac, 234, 235
ÍNDICE ANALÍTICO 627

Brouage, Francia, 116 una nueva población, sobre las ori¬


Brown, Anne Nelson, 347 llas del San Lorenzo, en Canadá
Brown, Emest, 421, 422 (Peachey), 238
Brown, George, 314, 332, 335, 343- Campamento de los indios de los bos¬
344, 346-347, 350, 354, 355 ques (Martin), 40
Brown, Richard, 497 Campbell, Sir Alexander, 314
Brown, Rosemary, 586 Campbell, John S., 289 •
Brown, William, 60, 65 Campeau, Jean, 609
Bruce, Charles, 293 Campeau, Robert, 604, 606
Bruderheim, Alberta, 426 Cañada (barco de madera blanda),
Brülé, Etienne, 122, 153 400
Buchanan, presidente James, 340 Canadá:
Buck, Tim, 488 agitación política en la década de
Budden, John, 79 1930, 491-494
Buenos Ayrean (barco de la Línea Alian), arte de la posguerra en, 459-461
339 el cambiante Oeste en, 576-581
Bulgar, capitán, 93 cambios en la vida política durante
Bunker Hill, Massachusetts, 212 la década de 1890 en, 402-405
Burlando la barrera de peaje (Krieg- clima de, 25, 27, 29
hoff), 296 su comercio con ultramar a princi¬
Bums, teniente general E. L. M., 535 pios del siglo xx, 414-415
Burrowes, Thomas, 303 crecimiento económico regional a
Bush, Jack, 525, 526 principios del siglo xx en, 417
Bushell, John, 193 crecimiento de su población a prin¬
Business Council on National Issues, cipios del siglo xx, 418-428
602 crecimiento de sus ciudades a prin¬
Butler, Charles, 277-278 cipios del siglo xx, 428-433
Byng, Lord, 470, 475 y la crisis del Suez (1956), 534-535
Byron, Lord, 243, 248 cristianismo social en, 433-436
en la década de 1920, 463-655
Caballeros del Trabajo de América del en la década de 1930, 483-496
Norte, Noble y Santa Orden de los, en la década de 1980, 590-607
378,436 desarrollo agrícola durante el siglo
caballos, su difusión entre los indios xix en, 415-417
de las praderas, 100 descontento regional después de la
cabaña del tío Tom, La (Stowe), 348 segunda Guerra Mundial en, 535-
cable transatlántico, 340, 341 544
Cabo Bretón, isla de, 239 economía antes de 1929 en, 413
y el Tratado de Utrecht (1713), 161, economía en la década de 1970 en,
162-163 574-576
Caboto, Juan, 23-24, 77, 78 educación en la década de 1960 en,
Cadet, Joseph-Michel, 196 552-553, 552
Callaghan, Morley, 508 y la era de la liberación (década de
calle Real, este, hasta la calle Church, 1960), 551-564
mirando hacia el este, desde la calle expansión en la construcción de fe¬
Toronto, La (Young), 287 rrocarriles a principios del siglo xx
Cámara de los Comunes, distribución en, 415-416
de cumies durante la Confederación su fauna en los tiempos de las pri¬
en la, 364-365 meras exploraciones europeas, 27
Campamento de leales en Johnstown, grupos antinucleares en, 541
628 ÍNDICE ANALÍTICO

y la Guerra de los Bóers, 407-408, tensiones anglo-francesas a princi¬


439-440 pios del siglo xx en, 451-452
y la Guerra Civil española, 497-498 Canadá-medio, línea del, 532
y la Guerra de Corea, 531-532, 531 Cañadas as they al Present Command
en la Guerra Fría, 529-535 Themselves to the Enterprize of Emú
inmigración en (1947-1967), 526- grants, Colonists and Capitalists
521,527 (Picken), 247
inversión extranjera a principios del Canadian (barco de la Línea Alian), 339
siglo xx en, 414 Canadian Authors’ Association, 481
mosaico étnico a principios del siglo Canadian Broadcasting Corporation
xx en, 425-428 (cbc), 483, 524, 526, 540, 558, 605

en la otan, 530-533 Canadian Forum, 481


el movimiento feminista en, 434-435, Canadian Illustrated News, 334, 367,
435 370, 378
movimiento sindical a principios del Canadian Northern, ferrocarril, 415,
siglo xx en, 436-437 449
nacionalismo en la década de 1890 Canadian Pacific, ferrocarril, 315, 384,
en, 396-402 385, 391-392, 393,394, 449
nacionalismo durante el periodo de primer tren de pasajeros transconti¬
entreguerras en, 477-483 nental, 396
en las Naciones Unidas, 530, 531, puesta del último clavo del (1886),
534 392,395
pobreza urbana antes de la segunda Canadian Pacific Railway, The (1886),
Guerra Mundial en, 429 306
política de inmigración después de Canadian Pacific Railway Company,
1896,418-422 365
política de la posguerra en, 466-471 Canadian Scenary (1842), 287, 291
prejuicios raciales en, 527-528 Canadian Televisión Network, 539-540
y la primera Guerra Mundial, 445- Canadian University Services Over¬
' 450, 446 seas, 553
prohibición de alcohol en el periodo Canadiana Suite (Peterson), 559
de entreguerras en, 472-473 Canal de Panamá, 464
su prosperidad a principios del siglo canal Richelieu-lago Champlain, 200
xx, 410-413 candidatos rebeldes, Los (Consett), 299
su prosperidad después de la segun¬ canoa de los Grandes Lagos, véase canot
da Guerra Mundial, 510-528 du maitre
sus rasgos geográficos en los tiem¬ Canot, P., 197
pos de las primeras exploraciones canot du maitre, 103
europeas, 27-33 canot du nord, 103
sus relaciones con la Comunidad Canso, Nueva Escocia, 191
Británica de Naciones, 533-534 Caouette, Réal, 543, 548
sus relaciones con los Estados Uni¬ Cap Diamant (Quebec), llegada de
dos, 405-407, 441-443 Champlain al, 117
"Revolución tranquila” en, 548-551 Caravana de carretas por el río Rojo
y la segunda Guerra Mundial, 498-508 (Hind), 381
y la seguridad del Imperio, 440-441 Cardwell, Edward, 350, 351, 353
tecnología en la década de 1890 en, Cariboo, yacimientos de oro de, 362
396-402 Carillón, Quebec, 202
tecnología a principios del siglo xx Carleton, Sir Guy, 238
en, 414-415 Carling O’Keefe, cervecerías, 606
ÍNDICE ANALÍTICO 629

Carlos II de Inglaterra, 88, 89, 154 “hecho”, 92


Carman, Bliss, 459 su importancia en el siglo xvi, 115-
Carmichael, Franklin, 460, 463 116
Carr, Emily, 460, 480 para sombreros, 83-85, 84
Carretera Transcanadiense, 537 Castorologia (Martin), 84
carrier, tribu, 67 Catermole, William, 247-248
Carrón, Théophile, 376 Catalogne, Gédéon de, mapa de la ciu¬
Carstairs, Sharon, 601 dad de Quebec de (1709), 146
Carta Constitucional de Vancouver, 588 cayuga, tribu, 44
Carta de Derechos y Libertades, 587- Cent-Associés, véase Compagnie des
590,609 Cent-Associés
Carteret, Sir George, 88 Central Pacific-Union Pacific, ferroca¬
Cartier, Sir George-Etienne, 341-342, rril, 361, 364
Cinco Pueblos, véase liga de los Cinco
345, 346, 347, 353, 354, 356, 358, 406
y la elección general de 1872, 365-366 Pueblos
y las negociaciones para meter a la Cité libre, 547
Columbia Británica en la Confede¬ City of Cork (barco), 321
ración, 362-364 "ciudad del final de las cosas, La”
Cartier, Jacques, 21, 22 (Lampman), 373, 458
y la aldea iroquesa de Hochelaga, ciudad y puerto de San Juan, La (Pyall),
" 45, 82 213 '
su encuentro con los micmac en la Civilización y barbarie; Winnipeg, Mani-
bahía Chaleur, 80-81 toba (Hind), 381
su encuentro con los stadacona en clallum, tribu, 68
la costa de Gaspé, 81-82 Clark, Clifford, 495
exploración del golfo de San Loren¬ Clark, Joe, 581, 585, 587, 591, 597
zo por (1534), 24-25 Clark, Pareskeva, 509
impresiones de Canadá de, 21 Clarke, teniente James Cummings, 261
su visita a los stadaconas (1535), 82Claxton, Brooke, 533
Cartier recontre les Indiens de Stada¬ clero:
cona (Suzor-Cóté), 24 dibujo de un sacerdote católico, 187
cartografía: reservas del, 229, 233
urbano en la Nueva Francia, 177-
antigua, 116
contribución de Champlain a la, 122 178
militar del siglo xix, 285 Cleveland, presidente Grover, 407
Cartwright, Sir Richard, 237, 370, 371 Clockmaker; or the Sayings and Doings
os Samuel Slick, of Slickville (Hal-
Carver, Jonathan, 208
casa del gobernador y la casa Mather iburton), 267-268, 298, 300, 331-332
sobre la calle Hollis, mirando tam¬ Club de Artes y Letras de Toronto, 460
bién hacia la calle George, La (Hali-Club de Roma, 574
fax) (Serres), 216 Cobourg, Ontario, 290
casas de los agricultores en la Nueva Cockbum, J. P., 289
Cocking, Matthew, 54, 219
Francia, 143, 144
Casas de invierno de los esquimales Cochrane, Alberta, 391
código legal en la Nueva Francia, 186
(Back), 73
Colbert, Jean-Baptiste, 88
Casgrain, Thérése, 435
cólera, epidemia en los barcos (1832)
Casson, A. J., 463
de, 245-246, 245, 333
castor:
Colón, Cristóbal, 23, 24
para abrigos, 84-85
dibujo del, por Nicolás Guérard, 149 Colonia Barr (Saskatchewan), 420
630 ÍNDICE ANALÍTICO

Colonial Office británica, 226-227, 350, su fusión con la Compañía del Nor¬
356 oeste (1821), 109, 255, 256-257
colonias del Atlántico y el paso a la y Lord Selkirk, 246
Confederación, 347-353 y la "milicia” india, 92
Colquhoun, Patrick, 243 y la negociación de los derechos so¬
Columbia, río, 107, 219 bre la Tierra de Rupert, 357-358
Columbia Británica: patente de la (1670), 89, 91, 154
y los barcos Empress, 392 y el "pertrecho”, 93
después de 1886, 392 puestos de la, 97, 154
diversidad geográfica en la, 32 y el tráfico de pieles de castor, 92-93
fauna de la, 32 y el Tratado de París (1763), 211
negativa a reconocer los derechos y el Tratado de Utrecht (1713), 97-98
de los aborígenes, 113 Compañía de Canadá, 247, 248
respuesta a la Confederación en la, Compañía Forsythe-Richardson, 256
360-364 "Compañía de jóvenes canadienses",
Colville, Alex, 559 545
Colleton, Sir Peter, 88 Compañía Leith-James, 256
Collip, James B., 462 Compañía de la Nueva Inglaterra, 281
Comando de Defensa Aérea de Améri¬ Compañía de Nueva Brunswick y Nue¬
ca del Norte (norad), 533, 541 va Escocia, 249
comercio, libertad de, véase libre co¬ Compañía del Noroeste, 102-107, 220,
mercio 256, 310, 344
Comfort, Charles F., 466 su fusión con la Compañía de la Ba¬
Comisión Canadiense de Radiodifu¬ hía de Hudson (1821), 109, 255,
sión y Telecomunicaciones, 596 257
Comisión para la Conservación, 462 Compañía Telegráfica de Montreal, 338,
Comisión Real para el Bilingüismo y 340
el Biculturalismo (1963), 548-549 Compañía de Tranvías de Toronto, y
Comisión Real para la Unión Econó¬ la cuestión de los sindicatos (1886),
mica, 595, 602 378
Comisión Rowell-Sirois (1937), 495, Compañía XY, véase Compañía del
535 Noroeste
Comité de Adquisiciones para la Gue¬ Compañías Francas de la Marina, 138,
rra, 448 172, 174
Comité de Municiones, 448 Comunidad Británica de Naciones
Compagnie des Cent-Associés, 123, (Commonwealth), 477-480, 534
125-126, 133, 138, 145, 177 Comunidad Económica Europea, 539
desaparición de la, 132 comunismo en la década de 1930, 488
Compagnie des Indes Occidentales, Conception, bahía (Terranova), 137
153, 159, 179 Confederación:
Compañía de la Bahía de Hudson, 29, apoyo de George Brown a la, 346-347
52, 54, 60, 67, 220, 297, 310 condiciones de trabajo después de
captura de la Factoría de York por la, 374-379
d'Iberville, 157 contribución de la Guerra Civil esta¬
y la ceremonia de entrega de regalos dunidense para promover la, 349-
previa a los tratos con los indios, 350
90-92, 93 y el desarrollo de los ferrocarriles,
su competencia con los comercian¬ 315
tes de Montreal, 102-107, 154-155 desarrollo industrial después de la,
y el choque con los franceses, 97-101 372, 373, 374
ÍNDICE ANALÍTICO 631

distribución de cumies en la Cáma¬ Consejo Soberano (más tarde Consejo


ra de los Comunes durante la, 364- Superior), su papel en la Nueva Fran¬
365 cia, 133
y la Gran Coalición, 347 Consejo Superior, véase Consejo Sobe¬
movimientos obreros después de la, rano
377-378 Conservador, partido:
como política del gobierno británico y el apoyo de los círculos de nego¬
(1864), 350 cios (década de 1890), 373
y la propagación de la compra de y la elección de 1872, 365-366
pieles en efectivo, 93 y la elección de 1891, 403
respuesta en la Columbia Británica y la elección de 1917, 453
a la, 360-364 y la elección de 1930, 489
respuesta en Manitoba a la, 358-360 y la elección de 1958, 539
respuesta en las provincias maríti¬ y la elección de 1963, 543
mas a la, 351-353 y la elección de 1965, 545
y la Tierra de Rupert, 342, 356-357 y la elección de 1984, 598-599
sus vínculos con la nueva tecnolo¬ y la elección de 1988, 604
gía, 340-341 y la fundación de Le Devoir (1910),
Conferencia sobre Desarme Naval ' 441
(1921-1922), 478 intentos de reconstruir en la posgue¬
Conferencia Económica Imperial rra al, 456
(1932), 490 y la oposición al programa de reci¬
Conferencia de Paz de París (1919), 456 procidad de los liberales (1891),
Conferencia de Quebec (1864), 351, 549 375
congé (permiso para comerciar en pie¬ y el problema escolar (1916), 451-452
les), 152 en la Provincia de Canadá, 342, 345,
Congrégation de Notre-Dame de Mon- 347,363
tréal, véase Hermanas de la Congre¬ Consett, F. H., 299
gación de Notre-Dame de Montreal Constitución de 1791, véase Ley de
Congreso de Trabajadores de Canadá, 1791
436, 437 Constitución de 1982, 586-590, 589
Congreso del Trabajo de Canadá, 541 - contrabando en la América del Norte
542 Británica, 222
Congress of Industrial Organizations Cook, capitán James, 26, 63, 106, 107-
(cío), 488 108, 214, 219-220
Connor, Ralph, 459 Cooper, Anthony, 88
conquistadores en México y Perú, 25 Cooper, Robert, 589
conscripción: Co-operative Commonwealth Federa-
durante la primera Guerra Mundial, don (ccf), 490, 491, 508, 514, 514,
452-453 437, 438, 557, 574; véanse también
durante la segunda Guerra Mundial, Douglas, reverendo T. C. (Tommy);
500, 503-506 Woodsworth, J. S.
Consejo Canadiense de Agricultura, Coppermine, río, 38, 73, 105, 219
Corea, Guerra de, 531-532, 531
468
Consejo de Canadá, 526, 558 Cormie, Donald, 606
Consejo Económico de Canadá, 552 Cornwallis, coronel Edward, 192
Consejo Ejecutivo, en la América del cotral para bisontes, Un (Back), 53
Norte Británica, 316 Correo de Canadá, 605
Consejo Nacional de Investigaciones, correo rural, entrega entre Hamilton y
establecimiento del (1916), 462 Ancaster, 432
632 ÍNDICE ANALÍTICO

Corte-Real, hermanos, 23 abolición del (1983), 593


correo, sellos de: Croydon, Peter, 525
de las diversas colonias (década de Crozier, George B., 383
1850), 315 Cubit, George, 253
emisión de 1898 de, 405, 409 Cuerpo Canadiense, 446, 447-448
el primero de la Provincia de Cana¬ cuervo y el primer hombre, El (Reid),
dá, 377 595
costa occidental, indios de la, véase in¬ Cullen, Maurice, 459
dios de la costa occidental Cumberland, lago, 103
Costumbre de París, como código le¬ Cumberland House (puesto comercial
gal en la Nueva Francia, 186 de la Compañía de la Bahía de Hud-
Cote, Jean-Baptiste, 661 son), 102
Couagne, Jean-Baptiste de, mapa de la Cummings, Burton, 596
ciudad de Quebec de (1709), 146 Cunard, Sir Samuel, 338-339
coureur de bois (traficante ilegal de Currie, Sir Arthur, 448
pieles en la Nueva Francia), 150-153 Currier, Nathaniel, 287
Coyne, James, 537, 540 Curtin, Walter, 559
CP Air, 606 Curtís, Edward, 36-37
Craig, Sir James Henry, 229 Custer, general, 381-382
Craigellachie, Columbia Británica, 392, Cutty Sark (goleta), 401
395
créditistes, 548; véase también Caou- Chaleur, bahía de, 24, 80
ette, Réal Chamberlain, Neville, 498
Crédito Social, movimiento del, 492- Champlain, lago, 120, 121, 196, 202
493, 493; véanse también Caouette, Champlain, Samuel de:
Réal; créditistes su alianza con los montagnais con¬
cree, tribu, 38, 40, 54, 55, 56, 218 tra los iroqueses, 120, 121
adquisición de caballos por la, 100 ataque contra la aldea mohawk en
bote de bisonte de la, 56 el lago Champlain por, 87
y el comercio de pieles, 89, 101, 257 dibujo de algonquinos (1615-1617)
el compartir en la, 42 de, 119
costumbres matrimoniales de la, 40 dibujo de cerco para venados de los
creencias religiosas de la, 43 hurones de, 46
propagación de enfermedades en la, dibujo de hurones (1615-1617), 119
258-259 dibujo de escaramuza con iroqueses
uso de las armas de fuego por la, 95 en 1609 de, 121
crees occidentales, 218 dibujo de la Habitation de Quebec
en el lago Frog, Saskatchewan, 377- (1613) de, 118
378 dibujo de la Habitation de Port Ro-
Creighton, Donald, 528 yal (1613) de, 117
Crerar, Thomas A., 467, 468 establecimiento de un puesto en la
Crespel, padre Emmanuel, 176 actual ciudad de Quebec (1608)
“crisis de octubre" (1970), 572-574, 573 por, 86
cristianismo social a principios del herido en batalla contra los iroque¬
siglo xx, 433-434 ses (1613), 122
Croil, James, 322, 323-325 su interés en el mundo de los pueblos
Cross, James, su secuestro por el Front indígenas, 122-123
de Libération du Québec, 572 su matrimonio con Héléne Boullé, 125
Crow’s Nest Pass, Acuerdo de (1897), su llegada a Canadá con Gravé Du
469, 580 Pont (1603), 116
ÍNDICE ANALÍTICO 633

mapa grabado en cobre (1632) de, Dafoe, John W., 479, 480, 499
116, 122,511 Dale, Arch, 479
muerte de, 115 Dalhousie, Lord, 280
plan de una colonia en tomo de Que- dama en el Alto Canadá, Una (Langton),
bec de, 123 265
su visita a la Huronia (1615), 87 dama francocanadiense con sus ropas
véanse también pieles, comercio de; de invierno y un sacerdote católico
Nueva Francia romano, Una (Lambert), 187
Champlain y San Lorenzo, ferrocarril, Dandurand, senador Raoul, 478
311 Daniel, padre Antoine, 131
Channel Shore, The (Bruce), 293 Danza calumet (Heriot), 48
Charbonneau, arzobispo Joseph, 546 Danza de la medicina con máscaras
Charbonneau, Jean, 459 (Kane), 68
Charlebois, Robert, 596 Danza para la recuperación de los en¬
Charlottetown, Conferencia de (1864), fermos (Heriot), 48
350-351,353 Danza del Sol (ceremonia religiosa de
Charnley, coronel William, 313 los indios de las praderas), 59, 60,
Chasse-Galerie (cuento tradicional 476
voyageur), 166 d’Aulnay, Charles de Menou, 134
Chatfield, Edward, 97 Davies, Thomas, 217
Chatham, Massachusetts, 215 Davis, estrecho de, 22-23, 305-306
Chatham, Nueva Brunswick, 225 Davis, John, 306
Chebucto, bahía de, 193 Davis, William (Bill), 582, 586, 587
Chebucto, Nueva Escocia, 191 Dawson, G. M., 62
Chedabucto, Nueva Escocia, 240 Dawson, Sir John William, 334
Chesapeake, bahía de, 137 De Gaulíe, presidente Charles, 549, 551
Cheveux-Relevez (algonquinos), 119 Decreto de Asistencia Naval (1913), 445
Chiang Kai-shek, 497 Decreto sobre Elecciones en Tiempo
“chica de la ametralladora Bren”, 505 de Guerra (1917), 454
Chignecto, istmo de, 193 Decreto de Medidas de Guerra, 572,
Chilkoot, paso de, 397 573
Chimeneas de las fundiciones Copper Decreto de Pérdidas por la Rebelión
Cliff (Comfort), 466 (1849), 317-318, 330
chipevián, tribu, 38-39, 219 ataque conservador contra el, 317-
su conflicto con los innuit, 105, 111- 318, 319
Decreto sobre Votantes Militares (1917),
112
su desplazamiento hacia el norte, 435
95 Decreto 22, 584
métodos de cocina de la, 38-39 Decreto 101, 584-585, 587, 591
del lago Rojo, 93 Decreto 178, 607
propagación de la viruela en la (dé¬ Dechéne, Louise, 142
cada de 1780), 258 dene, tribu, 609
Denison, Flora MacDonald, 434, 435
y Samuel Heame, 105
uso de trampas por la, 38 Dennis, mayor J. B., 235
vestido tradicional de la, 39 Denys, Nicolás, 134
Departamento de Expansión Econó¬
Chown, doctor Samuel Dwight, 473
Chrétien, Jean, 567, 587, 588, 598, 606 mica Regional, 565
Departamento del Interior, 424
Christian Guardian, 292
Sección de Asuntos Indígenas, 475,
Chrysler Corp., 482
Churchill, río, 37, 38, 104, 109 476
634 ÍNDICE ANALÍTICO

véase también Sifton, Sir Clifford ducobors, 424-425


Departamento del Trabajo, estableci¬ Dudley, Robert, 341
miento del (1900), 436 Dufferin, Lord, 360, 368
Depresión de la década de 1930, 483- Dumont, Gabriel, 384, 385, 387, 388
496, 486 Duncan, James, 323
Des Ormeaux, Adam Dollard, 132 Duncan, Sara Jeanette, 410
Descelliers, Pierre, 22 Dundurn, castillo (Hamilton), 301
Description de l'Univers (Mallet), 127, Dunlop, William "Tigre”, 247, 248
170 Dunning, Charles, 489
Desmonte de los terrenos de la ciudad, Dunton, A. Davidson, 548
en Stanlev, octubre de 1834 (Russell), Duplessis, Maurice, 493-494, 499-500,
249 535, 537, 545, 546, 547
despeñadero para bisontes, Un (Miller), Durham, Lord, 233, 289-290
51 y la asimilación de los francocana-
Detroit, Michigan, fundación de, 164, dienses, 232
166 informe de, 232-233
Deutsch, John, 515 y la unión de las colonias de la Amé¬
Día D (6 de junio de 1944), 504 rica del Norte Británica, 232
Día de Pretoria (5 de junio de 1901) en
Toronto, 412 Eagar, William, 213
Día de la Victoria en Europa (8 de ma¬ Eaglet (barco), 88
yo de 1945), 507 Edema, Gerard van, 137
Dibblee, William, 262-263 Edmonton, Alberta, en 1978, 555
Dickens, Charles, 241, 243, 332 Eduardo VIII de Inglaterra, 446, 454
Diefenbaker, John, 536, 538-539 Eisenhower, general Dwight, 532
y las armas nucleares, 540-543 ejército de Canadá, 501, 503, 504, 530,
y el Avro Arrow, 540, 540 531-532
y la elección de 1962, 543 Eldorado Nuclear, 512
y el norad, 541, 542 Elgin, Lord, 312-313, 317-318
Dieskau, Jean-Armand, 196 élite colonial en la Nueva Francia, 172-
Digby, Nueva Escocia, 240 179, 187
Dilworth, Ira, 460 Elk, lago (Ontario), incursión en un bar
Diseño de la Universidad de Toronto ilegal del, 472
(Storm), 334 Ellesmere, isla, 305
Doan, Ebenezer, 301 Ellice, Jane, 231
Doan, John, 301 Emigration: The Advantages of Emigra-
Dole, Sanford, 407 tion to Cañada (Catermole), 247-248
Dome Petroleum, 593 Empress of India (barco), 392
Don Juan (Byron), 243 enfermedades, devastación de los pue¬
Don Mills (suburbio de Toronto), 521 blos indígenas en el siglo xix por las,
Donnaconna (jefe iroqués), 82 258-259
Douglas, James, 362 engagé (trabajador civil contratado
Douglas, mayor C. H., 492, 493 para trabajar en la Nueva Francia),
Douglas, reverendo T. C. (Tommy), 508, 138-139, 142
514, 514, 538 engagement (contrato de trabajo para
Douglas, Thomas, véase Selkirk, Lord trabajadores civiles en la Nueva Fran¬
Drapeau, Jean, 550, 572, 584, 591 cia), 138-139
Drew, George, 535, 538 Enrique III de Francia, 25
Du Monceau, Duhamel, 252 Ensayo sobre el principio de la pobla¬
Dubois, Claude, 596 ción (Malthus), 242
ÍNDICE ANALÍTICO 635

Erasmus, George, 610, 611 Fernandes, Joáo, 23


Erebus (barco de Su Majestad), 306 Ferrocarril Europeo y Norteamerica¬
Ericsson, Leif, 22, 23 no, 313
Erie, lago, 155, 219, 234, 240, 305 línea Halifax-Truro del, 313
erie, tribu, 44, 131 línea Halifax-Windsor del, 313
"Escenario” (serie de televisión), 524 Ferrocarril de Nueva Escocia, 313
esclavismo en la Nueva Francia, 181- Ferrocarril vía, 605
182 ferrocarriles:
Escudo canadiense, 29, 215, 218 auge británico en la construcción de
Escuela de Medicina McGill, forma¬ (década de 1840), 311-312
ción de la (1829), 333 su construcción en las provincias
Escuela de Medicina para Mujeres de marítimas, 313-314
Ontario, 333 su desarrollo en la América del Nor¬
Escuela de Medicina de Toronto, 335 te Británica, 310-315
española, Guerra Civil, 496-498, 497 véanse también individualmente por
Esquimal del Labrador en su canoa sus nombres
(Rindisbacher), 74 Ferryland, península de Avalon, 137
Esquimales construyendo choza de Fessenden, Reginald A., 481
hielo (grabado de 1824), 71 Fielding, W. S., 467
Estados Unidos, Guerra Civil de los, Fiesta de la cosecha en el Bajo Canadá
346, 355-356 (Berczy, Jr.), 324
como factor de la formación de la Fiesta de los Muertos (ceremonia
Confederación canadiense, 349- hurona), 49-50
350 fdles du roi ("las hijas del rey”), 139-140
Estados Unidos, Guerra de Indepen¬ Filmon, Gary, 601
dencia de los, 212, 221, 234 Fines, Clarence, 514
migraciones provocadas por la, 239- First Play in Cañada, The (Jefferys),
241 173
y la pesca en Terranova, 251 Fish Creek, Saskatchewan, 387
véase también leales FitzGerald, LeMoine, 509
Estampida de Calgary, 419 Flavelle, Sir Joseph W., 413, 448, 450
Estatuto de Westminster (1931), 479, Fleming, Donald, 540
496 Fleming, Sir Sandford, 317, 364
Esterhazy, Peter, 561 Fondo Canadiense para los Monumen¬
eulachón, 61 tos de Guerra, 444
Expo ‘67 (Montreal), 550-551, 550 Fondo del Plan de Pensiones de Cana¬
dá, 552
Factoría de Moose, 103 Fonyo, Steve, 556
Factoría de York, 54, 90, 94, 99, 101, Ford Motor Company, 482, 513
104, 157, 255 Fornel, viuda, véase Barbel, Marie-
Fairley, Barker, 460 Anne
fauna de Canadá en los tiempos de la Forrester, Maureen, 558
primera exploración europea, 27 Forster, J. W. L., 230
Fédération nationale Saint-Jean Bap- Fort á la Corne, 100
tiste, 435 Fort Albany, 104
feminista, movimiento, véase movi¬ Fort Benton, Montana, 360
miento en pro de los derechos de las Fort Carlton-Fort Pitt, tratado de (1876),
mujeres 382
Fer, Nicolás de, 136, 149 Fort Churchill:
Ferguson, Howard, 451 establecimiento del (1717), 101
636 ÍNDICE ANALÍTICO

tráfico de la Compañía de la Bahía Fundy, bahía de, poblamientos en la,


de Hudson con los innuit en el, 111- 116-117, 135, 211, 214-215
112
Fort Duquesne, 196, 202, 207 Gabinete Imperial de Guerra, 455
Fort Frontenac, 151, 202 Gagetown, Nueva Brunswick, 240
Fort Garry, 359 Gagnon, Clarence, 459, 459
Fort George, capturado por lo estadu¬ Galt, Sir Alexander, 311, 341, 345, 346,
nidenses (1813), 234-235 354
Fort Macleod, 383 Galt, John, 248
Fort Niagara, 202 Gallant, Mavis, 558
Fort Richmond, 112 Gamelin (familia de comerciantes de
Fort Saint-Frédéric, 202 Montreal), 179
Fort William, 103, 256 ganadería, desarrollo de la (década de
fox, tribu, 165 1880), 390-391,391
Fox, Terry, 555-556 Garfield, presidente James, asesinato
Francisco I de Francia, 21 del, 389
Francklin, Michael, 239 Garneau, Saint-Denys, 509
Franco, general Francisco, 496, 497 Garry, Nicholas, 255
Franyois, padre, véase Briekenmacher, gasoducto, debate sobre el (1958),
J.-M. 518, 538
Fran^ois, Claude, 134 Gaspé, península de, 45, 107, 211
Franklin, capitán John, 71-72, 73, 75, Gavazzi, motines de (1853), 330
220, 220, 306, 307 Gaviota, lago de la (Saskatchewan),
Fraser, río, 32, 36, 61, 106-107, 219 despeñadero de bisontes en el, 52
fiebre del oro en el (1858), 361 Gazette (Montreal), 340
Fraser, John, 380 General Motors Ltd., 414, 482, 488
Fraser, Simón, 107, 219 Gentile, Charles, 363
Fréchette, Louis-Honoré, 404, 408-409 Gentlemen Magazine, The, 192
Fréres Chasseurs, véase Hermanos Ca¬ Geological Survey of Cañada, 398
zadores George, Sir Rupert, 329
Fred Victor, misión de (Toronto), 426 Georgian, bahía, 46, 47, 119, 120, 127,
Frégault, Guy, 117 129, 463; véase también Ste. Marie
Fría, Guerra, participación de Canadá entre los Hurones, Ontario
en la, 529-535 Gérin-Lajoie, Marie Lacoste, 434, 435
Frobisher, bahía de, 306 Getty, Donald, 607, 608
Frobisher, Martin, 70, 306 Ghiz, Joseph, 600
Frog, lago, 387 Giffard, Robert, 145, 147
Front de Libération du Québec, 572 Gilbert, Thomas, 240
Frontenac, Louis de Buade de, 133, Gilí, Charles, 458
151,156, 158 Gillis, Clarence, 514
Frontier College, 426 gitksan, tribu, 62, 65
Frye, Northrop, 528, 557 gobernador colonial, papel del, 226-227
Fuerte Chipevián, 106 gobernador general, su papel en la
Fuerte Franklin, 220 Nueva Francia, 133, 177
Fuerte Garry Superior, 255 Goldsmith, Oliver, 286
tomado por las fuerzas de Riel Golfo Pérsico, Guerra del, 610, 612
(1869), 359, 382 Gordon, Charles W., véase Connor,
fuerzas armadas, unificación de las, Ralph
545,567 Gordon, Hortense, 525
Fuller, Thomas, 357 Gordon, Walter, 544, 562
ÍNDICE ANALÍTICO 637

Gould, Glenn, 558, 559 Grupo de los Siete, 29, 460, 463, 480-
Gouzenko, ígor, 529 481, 509, 525; véanse también indi¬
Gowan, juez, 354 vidualmente por sus nombres
Graham, Andrew, 90-91, 255 Guadalupe, isla, 210
Grain Growers’ Grain Company, 467 Guayana, 210
Gran Camino, jefe, 56-57 Gubbins, teniente coronel Joseph,
Gran Coalición, y el movimiento en 279-283
pro de la Confederación, 347 Guelph, Ontario, 247, 248
Gran Depresión, véase Depresión de la Guérard, Nicolás, 149
década de 1930 Guerra:
Gran Lago del Esclavo, 31, 219 anglo-francesa (1689-1697), 155-161
Gran Lago del Oso, 31, 220 de los Bóers, 407-408, 412
Gran Serpiente, jefe de los indios pies Civil española, 496-497
negros, contando sus hazañas guerre¬ Civil de los Estados Unidos, 346,
ras a cinco jefes subordinados (Kane), 349-350, 355-356
de Corea, 531-532, 531
58
Gran Sociedad de Medicina, véase Fría, 529-535
de Independencia de los Estados Uni¬
midewiwin
dos, 212, 221, 234, 239-241, 251
Grand, río, concesiones de tierras iro-
quesas sobre el, 240 Indo-paquistana, 533
Grand Trunk, ferrocarril, 311-312, 314, iroquesa (1609-1615), 120-121, 121,
337-338, 415 122,130
Grand Trunk Arrangements Act (1862), iroquesa (1645-1655), 130-131
iroquesa (década de 1680), 155-157
312
Grand Trunk Pacific, ferrocarril, 449 primera Mundial, 445-455
Grandes Lagos, 103, 151, 153, 211, segunda Mundial, 499-508
véanse también individualmente por de los Siete Años, 190-196, 199-206,
207-212, 254
sus nombres
de la Sucesión española, 97, 159-160
Granja en el bosque cerca de Chatham
de Vietnam, 526, 527
(Bainbrigge), 277
del Yom Kippur (1973), 575
Gravé Du Pont, Frangois, 116
de 1812, 112, 113,210, 234, 235, 349
Great Eastern (barco de hierro), 341,
Guess Who (grupo de rock), 562
341
Guillermo, káiser, 440
Great Whale, río, 112
Guillermo III de Inglaterra, su decla¬
Green, Howard, 542
ración de guerra a Luis XIV de
Green Bay (lago Michigan), 176
Francia, 155
Grierson, John, 506
Guiteau, Charles, 389
Griffon (barco), 151, 152
Gurney, Edward, 371
Grip, 366, 370, 371-372, 387, 407
Guthrie, Tyrone, 526
Groenlandia, 22, 23
Guy de Bristol, John, 137
Gromyko, Andréi, 530
Groseilliers, Médard Chouart Des, 88, Gzowski, Sir Casimir, 327
89, 90, 151, 153-154
habitant (aparcero-propietario de una
Groulx, abate Lionel, 474, 480
granja familiar en la Nueva Fran¬
Grove, Frederick Philip, 508
Grupo de jefes rebeldes que desem¬ cia), 142-143, 148
dibujo de un típico, 187
peñaron un papel destacado en el le¬
vida del, 184-188, 215-216
vantamiento armado de 1885, en los
vida en el siglo xix del, 269-279
Territorios del Noroeste de Canadá
Habitation (Port Royal), 117
(Julien), 388
638 ÍNDICE ANALÍTICO

abandono de la (1607), 117 Hearts Contení, Terranova, llegada del ca¬


reconstrucción de la (1939-1940), ble transatlántico, 1866 (Dudley), 341
117 Hébert, Louis, 123
Habitation (Quebec), 118 Hegg, E. A., 397
su captura por los hermanos Kirke Hellyer, Paul, 567
(1629), 124, 153 Hémon, Louis, 410, 458, 459
fundación de la (1608), 117 Henderson, Paul, 556
llegada de los colonos a la (1615), Hennepin, Louis, 149, 152
123 Henry, A., 53, 55, 56-57
haida, tribu, 62, 109, 218 Henson, Josiah, 348
arte de la, 595 Hepburn, Mitchell, 488-489, 499, 500
Halévy, Eli, 242 Heriot, George, 48, 268, 271, 272
Haliburton, Thomas Chandler, 267, Hermanas de la Congregación de
300, 304, 331 Notre-Dame de Montreal, 178
Halifax, Nueva Escocia: Hermandad Nativa de la Columbia
su crecimiento en el siglo xvm, 214- Británica, 477
215 Hermano Luc, véase Frangois, Claude
explosión en (1917), 455 Hermanos Cazadores (movimiento
fundación de (1749), 192, 193, 238 clandestino), 237
pintura al óleo de (Serres), 216 Herzberg, Gerhard, 528, 565
plano de (1749), 192 Hidroeléctrica de Ontario, 433
en el siglo xix, 284 Hijos de la Libertad, 424-425
Halifax Banking Company, 339 Hijos de la Paz, 301
Halifax Gazette, The, 193 Hijos de la Temperancia, 328
Halliburton, justicia mayor Sir Bren- Hincks, Francis, 318, 337
ton, 329 Hind, Cora, 434
hambre de la leña, El (grabado), 376 Hind, Henry Youle, 66
Hamel, Théophile, 233, 318, 334 Hind, W. G. R., 66, 260, 381
Hamilton, ensenada de, 111 Histoire de l'Amérique Septentrionale...
Hamilton, la vida durante el siglo xix (Potherie), 157
en,275-279 Hitler, Adolfo, 496, 498, 499
Hamilton. Procesión de los hombres del Hobson, John, 410-411
movimiento en pro de la jornada de Hocquart, intendente Gilíes, 186-187
nueve horas (grabado), 378 Hochelaga, Quebec, 22, 82
Hansard, informes, 370 hochelaga, tribu, 44
Hargrave, James, 29 Hodgson, Tom, 525
Harper, Elijah, 608, 609 Holgate, Edwin, 458
Harris, Lawren, 460, 461, 480, 509 Holwood (Toronto), 413
Harris, Lawren P., 504 “hombres de los barrancones”, 427
Harris, Moses, 192 hommes du nord (vovageurs que inver¬
Hart, Alexander, 245-246 naban en el Oeste), 166
Hart, Corey, 596 Hood, teniente Robert, 36
Hartñeld, Richard, 587, 501 Hopedale, 111
Hawker Siddeley, cierre de la acería Homby, Sir Edmund, 312
de, 568 hospitales de la Caridad:
Hawkins, Ronnie, 596 ciudad de Quebec, 171
Hawley-Smoot, arancel (1930), 484 Montreal, 171
Heaps, A. A., 457 Howe, C. D„ 510-513, 542
Hearne, Samuel, 38, 41-42, 101, 105, y el gasoducto transcanadiense, 518,
219,258 538
ÍNDICE ANALÍTICO 639

Howe, Joseph, 300, 313, 316, 329, 336, Iglesia Unida de Canadá, fundación de
337, 340-341, 353, 354, 355, 356 la (1925), 473
Hudson, Henry, 77, 88 lie d’Orléans, Quebec, 131, 139, 144,
Hudson, bahía de, 22, 29-30, 76, 77, 146
78,95,97, 111, 153, 154, 160,212,217 He Royale:
expedición a la (1884), 398 su caída a manos de los ingleses
Hudson, estrecho de, 89, 111 (1745), 169, 191
Hudson, río, 121, 125, 150 industria pesquera en, 163, 168
Hughes, Sir Sam, 447 deportación a Francia de colonos
Hungarian (barco de la Línea Alian), de, 192
321-322, 339 restablecimiento de la soberanía
Hunter, Robert, 238 francesa en (1749), 193
Hurón, lago, 119, 122, 155,219 véase también Cabo Bretón, isla de
Hurón Tract, 248 lie Ste-Croix, poblamiento de, 116, 175
hurona, Confederación, 49, 119-120, lie St-Jean (isla del Príncipe Eduardo),
121 bajo el Tratado de Utrecht (1713),
destrucción de la, 131, 219 161
y los jesuitas, 126-130, 128 Imo (barco de socorro belga), su coli¬
su rivalidad con la Liga de los Cinco sión con el Mont Blanc en la bahía
Pueblos, 120-121, 121, 131 de Halifax (1917), 455
hurona, tribu, 44, 86, 87 Imperialist, The (Duncan), 410
administración de las aldeas de la, Imperio británico:
49 esfuerzos por mantenerlo encerrado
alojamiento de la, 46 en sí mismo, 221-224
casas largas de la, 47 y la libertad de comercio, 221, 223-
cercos para venados de la, 45-46, 46 224
ceremonias de la, 49-50 el lugar de Canadá durante el siglo
dibujo basado en la idea de los euro¬ xviii en el, 221-224

peos sobre los hurones como caza¬ Impuesto sobre Bienes y Servicios,
dores de los bosques, 127 605,607
dibujos de Champlain de la, 119 Ince, capitán, 197
expediciones de pesca de la, 45 Indian (barco de la Línea Alian), 339
métodos de roza y quema de la, 44 Indian Head, Saskatchewan, 416
Nicholas Vincent Isawanhoni, jefe Indians of Cañada, The (Ienness), 476
de la, 97 Indias Orientales, y la Guerra de Siete
prácticas comerciales de la, 47 Años, 210
véase también hurona, Confederación indios de los bosques
Huronia (bahía Georgian), 47 canoas de los, 39
caída de la (1649), 87 cercos para venados de los, 38
visita de Champlain a la (1615), 87 creencias religiosas de los, 43
Hyde Park, Declaración de (1941), dieta de los, 38-39
organización política de los, 42
502,515
sociedades "en pequeña escala de
Iberville, Pierre Le Moyne, Sieur d’, los, 40-42
técnicas de caza de los, 37-38
157, 159, 160
Iglesia católica, como parte de la vida trineos de perros de los, 39
de los habitants en el Bajo Canadá, vestido tradicional de los, 39, 40
indios de la costa occidental:
273
Iglesia de Inglaterra, amenaza estadu¬ canoas de los, 64
casas de los, 63-64
nidense a la, 236
640 ÍNDICE ANALÍTICO

ceremonias religiosas de los, 67-69, innuit del Labrador, pueblo, 111


68 insulina, descubrimiento de la (1921-
dieta de los, 62 1922), 461, 462
y los juegos de azar, 66, 67 intendente, su papel en la Nueva Fran¬
organización social de los, 65-66 cia, 133
prácticas comerciales de los, 108-109 Intercolonial, ferrocarril, 315, 364,
técnicas de pesca de los, 61-62, 108 464
vestido tradicional de los, 65 Interior de una casa comunal con mu¬
indios de las praderas, 51-59 jeres tejiendo, Nootka, abril de 1778
acorralamiento de bisontes por los, (Webber), 63
53-54, 53 Iron Ore Company of Cañada, 598
ceremonia de la Danza del Sol de iroquesa, Confederación, véase Liga de
los, 59, 60 los Cinco Pueblos
costumbres religiosas de los, 59 iroquesas, guerras, véase Liga de los
dieta de los, 54-55 Cinco Pueblos
organización social de los, 56-59 iraqueses:
técnica de despeñamiento de bison¬ aldea de Hochelaga de los, 45
tes de los, 51, 52-54 casas largas de los, 46
técnica del “rodeo” para atrapar bi¬ destrucción de la Huronia por los
sontes de los, 52 (1649), 87
y los traficantes estadunidenses, 360 de Nueva York, 86
Indo-paquistana, Guerra (1948), 533 vestidos de verano de los, 41
Industrial Workers of the World, 437 véase también Liga de los Cinco Pue¬
Inglaterra, Batalla de (1940), 499 blos
innuit, pueblo: Iroquois allant á la découverte (Laro-
casas del, 71-72, 71, 73 que), 41
caza de ballenas del, 74 Isabel II de Inglaterra, 551, 589
efectos del control centralizado del Isawanhoni, Nicholas Vincent, 97
comercio después de 1821 sobre Isham, James, 29, 96
el, 109, 111-112 islas británicas, como fuente de inmi¬
efectos de la exploración ártica so¬ gración para la América del Norte
bre el (1900), 395-396 Británica en el siglo xix, 241-250,
herramientas del, 70-71 244
iglúes del, 71-72, 71 Izamiento de la bandera. El joven Wil-
influencia europea sobre el (década frid Laurier (Julien), 367
de 1960), 219
moradas invernales del, 37, 73 J. A. Brock and Co. (fotógrafos), 390
organización social del, 73-76 Jackson, A. Y., 460, 461-462, 480
patrones de caza del, 69 Jacobi, Otto R., 357
prácticas matrimoniales del, 75 James, bahía de, 22, 29, 76, 95, 97, 109
transporte del, 72-73, 74, 75 Jameson, Anna, 308
trineos de perros del, 73 japonés, personas de origen, su redo-
vestidos tradicionales del, 70, 70, 72 miciliación por el gobierno cana¬
vida ceremonial del, 75-76 diense (1942), 502
innuit caribú, pueblo, su conflicto con Jefferson, presidente Thomas, 223,
los chipevián, 105, 111-112 234
innuit cobre, pueblo: Jefferys, Charles W., 173
su conflicto con los chipevián, 105 Jefferys, Thomas, 204, 208
litografía de 1823 que retrata al, 36 Jenner, Edward, 332
trineos de perros del, 73 Jenness, Diamond, 476
ÍNDICE ANALÍTICO 641

Jesuit Relations, 126 King’s College, 334


jesuítas en la Nueva Francia, 126 Kingston, Ontario:
y los hurones, 127-130, 128 en el siglo xix, 284-285
Jetté, juez Louis, 406 tomado por los estadunidenses
John A. Macdonald (rompehielos), 599 (1813), 234, 236
Johnson, Daniel, 549, 551, 563, 570 Kirke, David, 124, 132, 153
Johnson, presidente Lyndon, 545, 551 Kirke, hermanos, véase Kirke, David
Johnson, Pauline, 459 Klondike, fiebre del oro del (1898),
Johnston, Frank, 460 393-395,397
Johnstown (poblado), 238 Krieghoff, Cornelius, 296
Jolliet, Louis, 151, 155 kutchin, tribu:
Jorge II de Inglaterra, 200 casas de invierno de la, 37
Jorge III de Inglaterra, 238 vestido tradicional de la, 34
Journals of Susanna Moodie, The kwakiutl, tribu, 67, 218
(Atwood), 278-279
juego de los huesos, El (Hind), 66 La Capricieuse (barco), 404
Juegos Olímpicos de Montreal (1976), La Danse Ronde; baile circular de los
584 canadienses (Stadler), 271
Julien, Octave-Henri, 367, 388 La Galissoniére, marqués de, 195
June, John, 194 La Malbaie, Quebec, 203
Junta de Comisionados de Granos, 445 La Malgüe, paúl Marín de, 174
Junta de Granos, 568 La Pesche des Morues... (Fer), 136
Junta Imperial de Municiones, 448, La Presse, 563
450 La prise des glaces (congelamiento
Junta de Inspectores de Granos, 449 invernal), 307
Junta para la Lucha contra la Infla¬ La Salle, René-Robert Cavalier de, 151,
ción, 582 152, 155
Junta Mixta Permanente de Defensa, La Terra de Hochelaga nella Nova Fran¬
502 cia (Ramusio), 45
Junta Nacional de Energía, 539 La Tour, Charles de St-Etienne, 134
Junta de Regentes de la Radiodifusión, La Vérendrye, pierre Gaultier de Va-
539 rennes et de, 98-99, 99, 100, 165, 179
Junta de Vigilancia de los Precios de Laborista Independiente, Partido, 468,
los Alimentos, 575 471
Jutras, Claude, 560 Labours d’automne á Saint-Hilaire (Le-
duc), 147
Kahnawake, reserva, 610 Labrador, 21, 23, 37, 80
Kane, Paul, 58, 68, 258 Lacombe, padre, 387
Kanesatake, reserva, 610 L'Action Catholique, 498
kashim (estructura innuit), 72 LAction Frangaise:
Kay, W. P., 249 fundación de la (1917), 474
kayak (bote innuit), 72 Notre Avenir Politique, tema de, 474
Keefer, Thomas C., 309, 310 L'Action Libérale Nationale, 493
Kelly, reverendo Peter, 477 Lachine, Quebec, ataque de los ira¬
Kelsey, Henry, 52, 99 queses contra (1689), 155, 158
Kennedy, presidente John F., 542, 543, Lachine, rápidos de, 82
545 Lachine, seigneurie de, 151
Keynes, John Maynard, 495, 537 LaFontaine, Louis Hippolyte, 318, 320
Kicking Horse, paso de, 361 Lago Meech, Acuerdo del, véase Acuer¬
Kierans, Eric, 565 do del Lago Meech
642 ÍNDICE ANALÍTICO

Lalemant, Gabriel, su martirio a ma¬ Le Moyne, Pierre, Sieur d’Iberville,


nos de los iroqueses (1649), 129, 131 véase Iberville, Pierre Le Moyne,
Lalemant, padre Jéróme, 127, 130 Sieur d’
Lambert, John, 187 Le Moyne de Longueuil, Charles, 146-
Lambton, John George, véase Durham, 147, 159
Lord Le Théátre de Neptune (Lescarbot),
Lampman, Archibald, 373, 377, 458 173, 183
Landsat-1 (satélite), 511 Leacock, Stephen, 410, 433, 458, 458
Langévin, Adélard, 403 Leal y Patriótica Sociedad del Alto
Langevin, Sir Héctor, 363, 402-403 Canadá, 235
y el escándalo de 1890, 402-403 leales en la América del Norte Británi¬
Langton, Anne, 265 ca, 238
L’Anse aux Meadows, Terranova, 23, 23 su inmigración, 238-241
Lapointe, Emest, 474, 479, 500, 503 Leduc, Fernand, 509
Laporte, Pierre, 547 Leduc, Ozias, 147, 459, 480
su secuestro y asesinato por miem¬ Lee, Geddy, 596
bros del Front de Libération du Légaré, Joseph, 139, 245, 319
Québec, 572 Leggo, William, 406
L'Appel de la Race (Groulx), 474 lenguas nativas, 43-44, 218
Laroque, J., 41 Leñador cortando árboles en invierno
Lartigue, obispo, 233 (Hind), 260
Laskin, justicia mayor Bora, 588 León XIII, papa, 435
L'Atre (lie d’Orléans), 144 Les Forges Saint-Maurice (Quebec),
Laurence, Margaret, 561 181, 184, 185
Laurendeau, André, 548 Les Fréres Chasseurs, véase Hermanos
Laurendeau-Dunton, Comisión Real, Cazadores
548-549, 571, 585 Les Progrés de la Vie Economique de
“Laurentian Shield” (Scott), 509 1608 á 1875 (Cóté), 671
Laurier, Sir Wilfrid, 367, 368-369, 384, Lesage, Jean, 547-548
409, 410, 419, 438 Lescarbot, Marc, 173, 183
y el acuerdo de reciprocidad comer¬ Léveillé, Mathieu, 182
cial con los Estados Unidos, 442- Lévesque, padre Georges-Henri, 524
443 y la comisión real para el desarrollo
y la Guerra de los Bóers, 407-408 nacional de las artes, las letras y las
el liberalismo bajo, 437-443 ciencias, 524-525
muerte de (1919), 467 Lévesque, René, 531, 547-548, 551,
planes navales de (1910), 441-443 570, 572, 576, 583, 584, 588-589,
y la primera Guerra Mundial, 447, 591
' 453 y el referéndum de 1980, 586-587,
Laval, obispo Fran^ois de, 133, 134, 591
146, 320 Lévis, Franyois-Gaston de, 202
Lavallée, Calixa, 404-405 Lewis, David, 574, 575
Lavasseur, Frangois-Noel, 180 Lewis, John L., 488
Lawrence, coronel Charles, 198 Lewis, Wyndham, 558
Le Canadien, 229 Lev de la América del Norte Británica,
Le Devoir, 440, 441, 474, 547, 548, 572, 354-356
582 y el ferrocarril Intercolonial, 364
"Le Drapeau anglais” (Fréchette), 408- proclamación de la (1867), 353
409 su repatriación por Pierre Trudeau,
Le Jeune, padre Paul, 84-85, 124 581-590, 589
ÍNDICE ANALÍTICO 643

Ley de Aval de los Ferrocarriles de la véanse también Smith, Adam; made¬


Provincia de Canadá (1849), 310-311 ra, comercio de la
“Ley del candado”, 494 Libre Comercio, Acuerdo de (con los
Ley de Carreteras de Canadá, 482 Estados Unidos), 602-606, 602, 607
Ley de Investigación de Disputas Liga de los Cinco Pueblos, 119-121
Industriales (1907), 436 su alianza con los franceses (1701),
Lev de Investigación de Monopolios, 156, 158
436 fin de las guerras de la, 133-134
Ley de Lenguas Oficiales (1969), 567 guerra de 1609-1615, 120-121, 121,
Ley Nacional sobre Construcción de 122,130
Casas (1945), 512 guerra de 1645-1655 contra pueblos
Ley Quebec (1774), 211-212 rivales, 130-131
Ley de Tierras de 1872, 322 guerra de la década de 1680, 155-
Ley de Tierras del Dominio (1872), 420 157
Ley de 1791, 228 y la incorporación de los tuscaroras
Leyrac, Monique, 562 para formar la Liga de los Seis
Liberal, Partido: Pueblos, 161
y el apoyo que recibió de los círcu¬ sus incursiones por la Nueva Fran¬
los empresariales después de 1873, cia (1660-1661), 131-132
373-374 y la intervención del Regimiento de
y el asunto de la conscripción (1942), Carignan, 133-134
503-508 su invasión del país de los hurones
y la elección de 1872, 366 (1648), 131
y la elección de 1896, 407 su rivalidad con la Confederación
y la elección de 1911, 443 hurona, 120, 121
y la elección de 1917, 454-455 y el tratado de paz de 1667, 134, 150
y la elección de 1921, 467, 468 Liga de los Indios de Canadá, 477
y la elección de 1925, 469 Liga Industrial del Partido Conser¬
y la elección de 1926, 470, 471 vador, 375
y la elección de 1935, 493-494 Liga de los Seis Pueblos, 161, 201,
y la elección de 1939, 500 240; véase también Liga de los Cinco
y la elección de 1958, 538-539 Pueblos
y la elección de 1984, 598 Lightfoot, Gordon, 596
y la elección de 1988, 604 Lignery, Constant Le Marchand de,
y el Escándalo del Pacífico (1873), 165
366-368 Ligue Nationaliste Canadienne, 439,
su opinión sobre los aranceles (1877), 440
370-371, 372 Liliuokalani, reina de Hawai, 407
política naval del (1911), 442-443 limpias (en el siglo xix en Escocia),
y el programa de Reciprocidad 242
(1891), 375 l'Incamation, Marie de, 139
y el problema de las escuelas (1916), L'Indépendance économique du Cana-
' 452 da-frangais (Bouchette), 411
Liberal-Conservador, Partido, en la Lismer, Arthur, 460
Provincia de Canadá, 345-346 Lister, Joseph, 335
libre comercio: literatura en la Nueva Francia, 183
después de la crisis económica de Little Big Horn, Montana, 381
1947, 515-516 Little Whale, río, 112
ydas colonias de la América del Nor¬ Liverpool, Nueva Escocia, 215
te Británica, 221, 223-224 Livesay, Dorothy, 509
644 ÍNDICE ANALÍTICO

Loft, teniente F. O., 477 y los aranceles de protección, 370-


Londres, Ontario, 228 371
Longueuil, seigneurie de, 146-147 y la creación de la Policía Montada
Lotbiniére, Eustache Chartier de, 176 del Noroeste, 382-383
lotpría^ S91 y la elección de 1867, 354
Lougheed, Peter, 569, 577-578, 580, y la elección de 1878, 371-372
586,592 y la elección general de 1872, 365-
Luis XIII de Francia, 123, 184 366, 366, 367-368
Luis XIV de Francia, 132-135, 134, modales y aspecto de, 369
138,148,160 muerte de (1891), 402
y la Guerra de la Sucesión española, y las negociaciones con la Compa¬
161 ñía de la Bahía de Hudson, 356-
declara la guerra a Guillermo III de 358
Inglaterra, 155 y las negociaciones sobre las condi¬
Luis XV de Francia, 132 ciones para la unión, 353-354
estilo en muebles, 184 la Política Nacional de, 372-373,
y la medalla acuñada en honor de la 375, 380
alianza franco-india, 156 y el problema del equilibrio del po¬
Louisbourg, He Royale: der, 355
dibujo de, durante el sitio de 1758, y la redacción de la Constitución,
197 ‘ 354-355
y la Guerra de la Conquista, 190-193 y el Tratado de Washington (1871),
y la Guerra de los Siete Años, 200, " 407
202, 207 MacDonald, Jock, 525
medalla conmemorativa de, 163 MacEachen, Alian, 591
motín militar en (1744), 189 Mackenzie, río, 31, 37, 37, 75, 220
oportunidades comerciales en, 179 Mackenzie, valle del, oleoducto en el,
Luisiana, colonia de, 164, 168 578, 579
Low, A.P., 398 Mackenzie, Alexander, 366, 367, 369
Lozeau, Albert, 459 y el asunto de los aranceles, 370-371
Luc, hermano, véase Frangois, Claude y la elección de 1874, 368
Ludlow, justicia mayor George, 279 gobierno de, 370
Luke, Alexandra, 525 Mackenzie, Sir Alexander, 31, 32, 36,
Lundy’s Lañe, escaramuza en, 235 61, 64, 68-69, 78, 104, 256
Luz del sol y tumulto (Carr), 460 y la Compañía del Noroeste, 102
Lyman, John, 509 su descripción de la aldea bella-
Lyon, capitán G. F., 71 coola de Nooskulst, 63-64
descubrimiento del océano Artico
Llanuras de Abraham, 203, 204-205, por, 106, 219
204, 205, 207, 209 llega al Pacífico (1793), 219
Lloyd George, David, 455, 478 su viaje al río Bella Coola (1793),
Lloydminster, Alberta, casa cerca de, 106-107
421 Mackenzie, William Lyon, 230, 232
su derrota de 1836, 231
MacDonald, Donald S., 596, 602 y las rebeliones de 1837, 232, 236
MacDonald, J. E. FL, 460 Mackenzie King, William Lvon, 436,
Macdonald, Sir John A., 332, 336, 338, 439,467-468, 603, 614
342, 345-346, 347, 353 y el asunto de la conscripción duran¬
y el ahorcamiento de Louis Riel, te la segunda Guerra Mundial,
388-389 500, 503, 505-506
ÍNDICE ANALÍTICO 645

y la autonomía dentro de la Com- "Manifiesto de Regina" (1933), 491


monwealth, 479-480 Manitoba:
y la Comisión Rowell-Sirois (1937), formación de la provincia de, 359
495 y Louis Riel, 358-360
y la Depresión (1929), 489 el problema de las escuelas en, 343-
y la elección de 1926, 468, 470 344, 403-404, 438-439
y la elección de 1935, 494 puestos franceses en, 99
y la elección de 1945, 505-508, 512 vistas de, en el siglo xix, 381
elegido para encabezar el Partido Manitoba, escarpa de, 31
Liberal (1919), 467 Manitoba Political Equality League,
y la Guerra Civil española, 496-498 434
su política de inmigración (1948), Manitú Serpiente (leyenda ojibway),
527, 527 30
y el programa nacionalista de Bou- Manning, Preston, 606
rassa, 474 Mannix, Fred, 580
retiro de (1948), 519 Mao Tse-tung, 496, 497
y la segunda Guerra Mundial, 498- Mapa de la América del Norte (Molí), 136
' 499,510-512, 513 mapa nuevo de la privincia de Quebec,
Maclean’s, 481, 561 Un (Jefferys y otros), 208
MacLennan, Hugh, 455, 508 "Marcha sobre Ottawa” (1935), 486,
MacLennan, W., 595 487-488
Macleod, J. J. R., 462 Marchand, Jean, 547, 563, 565
Macleod, teniente coronel J. F., 383 Maña Chapdelaine (Hémon), 410, 459
Maclise, Daniel, 248 Marie-Joseph-Angélique, 182
MacNab, Sir Alian, 301 Marina de guerra de Canadá, 445, 501
Macphail, Agnes, 469 Marina, Ministerio de, véase Ministe¬
Macpherson, Duncan, 544 rio de la Marina
madera, comercio de la: Marina Real, 200, 204
su desarrollo en el siglo xvm, 223 Marquette, padre Jacques, 151
preferencias arancelarias para los Marshall, Donald, 609
productores coloniales, 224 Marshall, Lois, 558
en el siglo xix, 259-264, 260, 261, Martin, Douglas, 557
294 Martin, Thomas Mower, 40
volatilidad del, 224 Martinica, 164, 210
Madre e hija (c. 1830-1840), 295 Maryland, 137
Magdalena, islas de la, 80, 211 máscaras indias:
Maillet, Antonine, 558 de los innuit dorset, 77
Maisonneuve, Quebec, 429, 430 de piedra, juego de dos, 77
Maisonneuve, Paul de Chomedey de, Rostro Falso iroqués del siglo xix,
126 77
maldición de Vancouver, La (Birney), Massey, Vincent, 524, 528
y la comisión real para el desarrollo
477
malecite, tribu, 43, 219 de las artes, las letras y las cien¬
Malthus, Thomas, 242, 243 cias, 524-525
Mallet, A., 127, 170 . Massey-Harris, 416
Massey-Lévesque, Comisión, 524-525,
Manee, Jeanne, 126
mandan, tribu, 54-55, 56, 100, 257 526
mangeurs de lard (voyageurs que Master of the Mili, The (Grove), 508
invernaban en Montreal), 166 Matonabbee (guía chipevián de Samuel
Manic 5, presa, 511 Hearne), 105
646 ÍNDICE ANALÍTICO

Mavor, profesor James, 424 y la rebelión en Saskatchewan (1885),


Mayerovitch, Henry, 506 384, 386
McCliesh, Thomas, 94 y las reclamaciones de tierras, 609
McClintock, Francis, 307 en el río Rojo, 358-360
McClung, Nellie, 434, 435, 459, 471 Meulles, intendente Jacques de, 163
McDougall, William, 356-357, 359 Michener, Roland, 555
McDougall Memorial Hospital (Pakan, Michilimackinac, 151, 166
Alberta), 426 micmac, tribu, 24, 43, 80-81, 219
McGee, Thomas D’Arcy, 349, 353 durante la Guerra de la Sucesión es¬
McGill, Escuela de Medicina, forma¬ pañola, 160
ción de la (1829), 333 en el siglo xix, 281
McGill, James, 288, 334 su respuesta a la colonización fran¬
McGill, Universidad, 334, 458 cesa de la Acadia, 135
McGillivray, William, 288 Middleton, general, 387
McGreevy-Langevin, escándalo (1890), midewiwin (fraternidad espiritual al-
402-403 gonquina), 43
McKenna, Frank, 601 Midland, Ontario, 128
McKinley, presidente William, 407 Migración, La (Talirunili), 75
McLaren, Norman, 560 "milicia” india, 92
McLauchlan, Murray, 596 Milne, David, 480
McLaughlin, Audrey, 606 Milne, Gilbert A., 504
McLaughlin Carriage Co., 414, 482 Miller, Alfred Jacob, 51
McLuhan, Marshall, 554, 558 Mills, David, 382
McMurchy, doctora Helen, 431 Ministerio de la Marina, 132, 138, 145,
McMurtry, Roy, 588 150, 159
McNaughton, general A. G. L., 505 Minio, Lord, 413
McNutt, Alexander, 239 Minuetos de los canadienses (Stadler),
McTavish, Simón, 235, 288 272
Mead, Ray, 525 Miquelon, isla, 175, 210
Medalla acuñada para conmemorar la Miramichi, 260, 282
Confederación, 1867, 9 Miramichi, bahía de, 80
Medicare, 553, 603 misioneros europeos, su efecto en los
medicina, su desarrollo en el siglo xix, pueblos nativos, 79-80; véase tam¬
332-335 bién jesuítas en la Nueva Francia
Meighen, Arthur, 467-471, 478 Misisipí, río, 151, 194, 210, 211
recupera el liderato del Partido Con¬ Misshipeshu, rey de los peces de los
servador (1942), 503 ojibway, 30
renuncia como líder del Partido Missionary Outlook, 425-426
Conservador (1927), 471 mississauga, tribu, 155
Ménard, Amable, 272 Mistassini, lago, 86
mercado de pescados, calle Front abajo, Misuri, río, 55, 100
Toronto, El, 287 Misuri, Altiplano de, 31
Mercier, Honoré, 406 Mitchell, John, 220
Merchants' Bank, 339-340 mapa de América del Norte de (1755),
Messein, Fran^ois-Auguste Bailly de, 185 217
Messer, M. B., 26 Mitchell, Joni, 596
métis, 92, 100, 215, 297 mohawk, tribu, 44, 87
cacerías de verano de los, 358-359 molinos de harina, del siglo xix, 302
muerte de Thomas Scott por los, Molson, John, 311
360, 365 Molson’s, cervecería, 311, 606
ÍNDICE ANALÍTICO 647

Molí, Hermán, Mapa de la América del movimientos obreros después de la


Norte de (1718), 136 Confederación, 377-379
Mon Oncle Antoine (filme), 560 muebles, hacia el final del régimen
Monk, George, 88 francés, 180, 183, 184
monnaie de caríe, 163 mujeres, derechos de las, véase movi¬
Montada, véase Policía Montada del miento en pro de los derechos de las
Noroeste mujeres
montagnais, tribu, 25, 27, 84, 86, 120, Mulock, Sir William, 405, 409
219 Mulroney, Brian, 597-608, 602, 608,
su alianza con Champlain, 120-121 611
v la guerra contra los iraqueses, 120- Murphy, Emily, 434, 471
" 121,122 Murrav, A. H., 34, 37
Moni Blanc (barco francés de muni¬ Murray, Anne, 596
ciones), su choque con el Imo en la Muskoka, lago, 463
bahía de Halifax (1917), 455
Montcalm, Louis-Joseph, marqués de, Naciones Unidas, 513, 530, 531-532,
170, 200, 201, 202, 203, 205 534-535
Montgomery, Lucy Maud, 459 Nachvak, caleta de, 398
Montmagnv, Charles Huault de, 125 Nakamura, Kazuo, 525
Montmorency, Quebec, 204, 207 naskapi, tribu, 219
Montreal, Quebec, 88, 107 Nass, río, 61, 77
caída de (1760), 207-208 Nasser, Gamal Abdal, 534-535
como centro del comercio de pieles, National Council of Women of Cana-
150, 151-153, 161, 166 da, 434
creación de (1642), 126 National Film Board, 483, 506, 560
en el siglo xviii, 215, 216, 217 National Hockey League, 555, 556
en el siglo xix, 284, 285-286, 288, National Transcontinental, ferrocarril,
309 415, 427, 449
Montreal Ocean Steamship Company, Nehru, Jawaharlal, 533, 534
339 Nelson, río, 29, 157, 217-218
Moodie, Dunbar, 278 Nelligan, Emile, 458, 459
Moodie, Susanna, 278-279, 297, 326- Neptune (barco de Su Majestad), 398
327, 326 neutral, tribu, 44, 131
Moorson, capitán William, 286 New Democratic Party (ndp), 541
Moose, Factoría de, véase Factoría de aumento de su fuerza en el Oeste,
Moose 577-578
Moraviantown, 234 creación del (1961), 541
Moovie, río, 345 y la crisis de octubre de 1970, 573-
moravos, hermanos, 111 ' 574
Morgenthaler, Henry, 584 elección en Ontario, 611
Morrice, James Wilson, 444, 459 y la elección de 1972, 574-576
Morris, Alexander, 382 y la elección de 1976, 586
Morse, Samuel, 340 y la elección de 1984, 598-599
Morton, W. L., 358 y la elección de 1988, 604
Mouvement Souveraineté-Associaton, su oposición al Acuerdo de Libre
551 Comercio con los Estados Unidos,
“Movimiento en pro de los Derechos 603
de las Marítimas", 469 véanse también Broadbent, Edward;
movimiento en pro de los derechos de Douglas, reverendo T. C. (Tommy);
las mujeres, 434-435, 435 Lewis, David; Rae, Bob
648 ÍNDICE ANALÍTICO

New Encyclopedic Atlas and Gazetteer, Nueva Brunswick, 80


411 en el siglo xix, 279-284, 328
Niágara, cataratas del, 149 rechazo de la Confederación por la,
Niágara, río, 235 350-351
Niagara-on-the-Lake, incendiada por Nueva Caledonia (Columbia Británi¬
los estadunidenses (1813), 234 ca), 107, 296
niños indígenas, su separación de las Nueva Compañía del Noroeste, su for-:
reservas en la década de 1960, 588 mación en 1798, 256
Nipigon, lago, 98 Nueva Escocia, 83
Nipissing, lago, 122 y el exilio de los acadios, 198-199,
nipissing, tribu, 219 ' 214
Nixon, John, 89-90 y la expedición de Sir William
No bastan las lágrimas (movimiento de Alexander (década de 1620), 134-
músicos en favor de las víctimas del 135
hambre en África), 596 y la Guerra de la Conquista, 191, 192,
Nobel, premio: ' 194
de Medicina (1923), 462 respuesta a la Confederación en la,
de Ciencias, 528, 565 351, 353-354
de la Paz (1957), 535 Nueva Francia:
“Noche de Hockey en Canadá”, 524 administración de las haciendas en
"Noche del Miércoles” (programa de la, 186-188
televisión), 524 la agricultura en la, 141-143
Noel, Jacques, 85 alfabetización en la, 190
Nonsuch (barco), 88-89 las artes en la, 180, 182-183
Nooskulst (Gran Pueblo) (aldea de los artesanos en la, 181
bella-coola), 63-64 ataques iroqueses contra la, 131-
Nootka, sonda de, 26, 63, 64, 108 132
nootka, tribu, 26, 218 el catolicismo en la, 126, 189
norad, véase Comando de Defensa el clero urbano en la, 177-178
Aérea de América del Norte la colonia bajo el gobierno de los
Normandía, como origen de colonos Cent-Associés (1627), 125-126
de la Nueva Francia, 140 su colonización bajo Champlain,
Noroeste, véase Tierra de Rupert 122-125
Noroeste, los del, véase Compañía del comercio de pieles en la, durante el
Noroeste gobierno real francés, 148-153
Norton, Moses, 41, 104-105 las Compañías Francas de la Marina
Notman, William, 59, 322, 337, 372, en la, 138, 172
399 compañías de la infantería de mari¬
Notre Avenir Politique (edición espe¬ na en la, 182
cial de L'Action Frangaise), 474 crecimiento bajo Montmagny de la,
Notre-Dame des Victoires (ciudad de 125
Quebec), 160 los criados en la, 181-182
Nouvelle découverte d'un tres grand los desposeídos en la, 182
pays situé dans l'Amérique (Han- durante la guerra anglo-francesa
nepin), 152 (1689-1697), 155-160
Novena Brigada de Infantería de élite colonial en la, 172-179, 187
Canadá, en el Día D (1944), 504 engagés en la, 138-139
Noyon, Jacques de, 151 la estructura social en la, 188-190
Nuestra Señora, catedral de (Quebec), su expansión hacia el Golfo de Mé¬
245 xico, 164-165
ÍNDICE ANALÍTICO 649

exploraciones francesas en la (déca¬ tasas de natalidad y mortalidad en


da de 1660), 150-151 la (1663-1673), 140-141
familias de comerciantes en la, 179- la vida del habitant en la, 142-143,
181 184- 188
las filies du roi en la, 139-140 la vida rural del siglo xviii en la,
fin del anden régime en la, 188-190 185- 190
fin de las guerras iroquesas en la, la vida urbana en el siglo xviii en la,
133-134 171-185
fin del mandato de los Cent-Asso- Nueva Inglaterra, colonias de la:
ciés en la (1663), 125 sus relaciones con la Acadia, 134-
gastos militares en la, 195-196 135
bajo el gobierno real francés, 132- respuesta a la Ley Quebec (1774),
134 211-212
y la Guerra de la Conquista, 190- nutria marina, colapso del comercio
197, 205-206 de la (década de 1820), 108-109
y la Guerra de Siete Años, 198-206
mapa de la (1600-1763), 175 "O Cañada” (Lavallée), 404-405
mapa grabado en cobre de la (1649), O Cañada! Mon Pays! Mes Amours!
129 (canción), 406
movilidad geográfica en la, 189-190 oblatos, padres, 477
origen de las poblaciones que emi¬ obreros, véase movimientos obreros
graron a la, 138-141 después de la Confederación
papel del Consejo Soberano en la, O’Brien, Lucius, R., 394
133 Observations on the Present State of the
papel del gobernador general en la, Highlands of Scotland, With a View
133, 177 of the Causes and Probable Conse-
papel del intendente en la, 133 quences of Emigration (Selkirk), 246
el programa de reclutamiento de Ocean Ranger (plataforma de per¬
colonos para la, durante el reinado foración petrolera), 593
de Luis XIV, 138-140 Ocliagach, véase Auchagah
reclutamiento de trabajadores civi¬ Ogdensburg, Acuerdo de (1940), 520
les para trabajar en la, 138-139 Ohio, río, 176, 194
régimen señorial en la, 144-148 ojibway, tribu, 54, 150, 218, 219
sus relaciones con otras colonias de y el comercio de pieles, 89, 103, 257-
América del Norte, 161-162 258
la renovación del comercio de pieles midewiwin de la, 43
en el siglo xviii en la, 164-171 pictografía en Agawa Site, lago Su¬
y la reorganización del comercio de perior, 30
pieles propuesta por Radisson y Oka, crisis en, 610-611, 610
Groseillier, 153-154 Once pintores, exposición de los (1957),
recoletos en la, 126 525,526
su rivalidad con la Compañía de la oneida, tribu, 44
Bahía de Hudson en el comercio onondaga, tribu, 44
de pieles, 153-155 Ontario, lago, 155, 219
el siglo xviii en la, 160-161, 164-171 Oregón, véase Tratado Limítrofe de
la sociedad del siglo xviii en la, 168- Oregón
Organización de Países Productores
171 de Petróleo (opep), 575, 579, 580
suspensión del comercio de pieles
por decreto imperial en la (c. 1701), Organización del Tratado del Atlánti¬
159,165 co Norte (otan):
650 ÍNDICE ANALÍTICO

comienzos de la (1949), 530-531 Pattison, Jim, 580


papel de Pierre Trudeau en la, 597 Paull, Andrew, 477
reducción del contingente canadien¬ Pawley, Howard, 601
se en la (1969), 567 Peace, río, 31, 32, 106
Ottawa, río, 86, 87, 120, 122, 126, 240, Peachey, James, 238
260 Pearl Harbor, ataque japonés a (1941),
ottawa, tribu, 89, 150 502,503
Otter, Sir William, 389 Pearson, Lester, 534, 535, 538, 542,
"overlanders”, marcha a campo travie¬ 543,544, 544, 563,566
sa de los (1862), 381 y la elección de 1965, 545
Peckford, Brian, 579-580, 607
Pacific Western Airlines, 606 Pelee, punta, 305
Pacífico, Escándalo del (1872), 365- Pelletier, Gérard, 563
368, 366 Perche, como origen de colonos de la
"Pacto de Familia”, 229, 232-233 Nueva Francia, 140
Paine, William, 254 Pérdidas por la Rebelión, Decreto de,
Palmer, Eli J., 230 véase Decreto de Pérdidas por la
Palmerston, Lord, 350 Rebelión
Palliser, Sir John, expedición de (1857- Pérez, Juan José, 77, 219
1860), 361 Perth, Alto Canadá, 299
Panamá, Canal de, 464 pesca:
pañis (esclavos), 182 su desarrollo en Terranova, 251-253
Papineau, Ezilda, 295 en el golfo de San Lorenzo, 253-254
Papineau, Louis-Joseph, 229-232, 230, puestos de, en Terranova, 136, 137
237,295, 439 Peterson, David, 600, 603, 611
paralelo 49: Peterson, Oscar, 558, 559
establecido como límite meridional Petición de Agravios (1835), 230
del territorio británico (1817-1818), Petite-Nation, seigneurie de la, 230
235 Petite Nation, tribu, 87
en 1860-1861,345 Petro-Canadá, 579, 591
París, véase Conferencia de Paz de Pa¬ petún, tribu, 131
rís Pezim, Murray, 580
Parisian (barco de la Línea Alian), 339 Phillpotts, teniente George, 285
Parlamento, edificios del: Phips, Sir William, 158
Montreal, incendio de los (1849), Picken, A., 247
318,319 pictografías, 30
Ontario, construcción de los (1866), pieles:
357 como artículo fundamental del co¬
Parr, John, 240 mercio europeo en el siglo xvi, 115-
Parry, Sir William, 220 116
Partí Canadien, 229 su sobreabundancia (c. 1701), 159, 165
Partí Québécois (pq), 570, 572, 582, pieles, comercio de:
583, 584-585, 591, 600, 607 comienzos del, 24, 25, 27, 83-85
Pas de Deux (filme), 560 concesión del primer monopolio so¬
Paseo en trineo en la ciudad... de Mon¬ bre el, 85
treal (Warre), 308 intermediarios indios en el, 85
Paso del Noroeste, 108, 306, 307, 601 intervención inglesa en el, 154, 155
Passamaquoddy, bahía de, 222 monopolio francés sobre el, 116-117
Patriota, movimiento, 229-232 en la Nueva Francia bajo el gobier¬
Patterson, Tom, 526 no real, 148-153, 159
ÍNDICE ANALÍTICO 651

perturbado por la Guerra de Siete Política Nacional de Macdonald, 372-


Años, 254 373,375, 380
perturbado por la sobreabundancia, Polymer, corporación, 513
159, 165 Pond, Peter, 102, 105-106, 256
propuesta de Radisson y Groseilliers Pontiac, 211
para reorganizarlo, 153-154 Pootagok, 665
y los pueblos nativos, 118-120, 148- Port Moody, Columbia Británica, 396
150 Port Royal
su renovación en el siglo xvm, 164- la Habitation de, 117
168 su rechazo como sitio para una co¬
en el siglo xix, 256-259 lonia (1608), 134
en el surgimiento de la Compañía Portrait of Mme Louis-Joseph Papineau
de la Bahía de Hudson, 154 et sa filie Ezilda (Plamondon), 295
Potherie, C. C. LeRoy Bacqueville de
pies negros, Confederación de los, 218 la, 157
pies negros, tribu, 54, 58, 59, 219, 257 potlatch, 66-67
píldora anticonceptiva, 554 Poundmaker, 389
Pinetree, línea, 532 Poutrincourt, Jean de Biencourt de,
Pitt, William, 200 134
Placentia, bahía de (Terranova), pintu¬ praderas, indios de las, véase indios de
ra al óleo de un poblado pesquero las praderas
en, 137 Pratt, Christopher, 559
Plaisance, Terranova, 138, 162 Pratt, E. J., 509
Plamondon, Antoine, 295 Pratt, Mary, 559
Plan Marshall (1948), 515, 531 Presbyterian Record, 322
plan nacional de contribuciones para préstamos "para la victoria” durante la
las pensiones, 545 primera Guerra Mundial, 448
Plan de Pensiones por Vejez (1927), primera Guerra Mundial:
508 armisticio de la (1918), 455
Plano de la bahía de Chebucto y de la ataque contra Vimy, 446
ciudad de Halifax (Harris), 192 controversia acerca del reclutamien¬
Plano correcto de Quebec; y la batalla to durante la, 452-455
librada el 13 de septiembre de 1759 declaración de la (1914), 447
(Jefferys), 204 efecto inflacionario en la economía
"plano cuadriculado” en el deslinde de canadiense de la, 448-449
tierras, 228 el frente interno en Canadá durante
Plano de York (1818), 285 la, 448
Pocklington, Peter, 580 oportunidades de empleo durante
Podborski, Steve, 555 la, 449-450, 450
poderío imperial francés, su ocaso en pérdidas en Passchendaele, 448
América del Norte, 208-209 tropas canadienses en la 447
Point de mire (programa de televisión), utilización de gases venenosos du¬
531 rante la, 448
Polanyi, John, 528, 565 Príncipe Eduardo, isla del, 80, 239
Policía Montada del Noroeste, 383 colonias escocesas en la, 246-247
en Alberta, 390 rechaza la Confederación (1867),
creación de la (1873), 382 348-349, 351, 353
facultades de la, 382-384 se une a la Confederación (1873),
y la fiebre del oro del Rlondike, 394, 363-364
397 véase también He St-Jean
652 ÍNDICE ANALÍTICO

Prince of Orange (barco), 209 su distribución geográfica según


Proclama Real de 1763, 113,211 áreas lingüísticas, 28
Programa Nacional de Energía (pne), efectos del control centralizado del
591,592, 598 comercio de pieles después de 1821
Progresista, Partido, 468-470 sóbrelos, 109, 111-113
prohibición de alcohol en el periodo sus exigencias en el trueque, 93-95
de entreguerras, 472-473, 472 historia oral de los, 34-35
propaganda antifrancesa durante la información arqueológica sobre los,
Guerra de la Conquista, 194 23-24
Provincia de Canadá: "milicia” de los, 92
concesión del gobierno responsable pescadores y traficantes de la costa
a la, 318 occidental, 60-69
derrota del régimen conservador en a principios del siglo xx, 474-477
la (1848), 317 y la Proclama Real (1763), 113
y la Gran Coalición, 347 su relación con los exploradores
incendio de los edificios del Parla¬ europeos, 25, 27, 76-80, 218
mento (Montreal), 318, 319 relatos de exploradores europeos
movimiento en pro de la Confede¬ sobre los, 34-35
ración en la (1858), 342 sociedades agrícolas del Norte, 43-
el Partido Conservador en la, 342 50
el Partido Liberal-Conservador en sociedades cazadoras del Norte, 37-
la, 345-346 43
el Partido de la Reforma en la, 342- territorios que les concedió el Trata¬
346 do de París (1763), 211
su primer sello de correos, 317 y los tratados anteriores a 1930, 114
promulgación del Decreto de Pérdi¬ véanse también las tribus individual¬
das por la Rebelión (1849), 317- mente por sus nombres
318 Puerta del Infierno (río Fraser), 32
relaciones de los dos Canadás en la, "puertos libres” en la América del Nor¬
319-320 te Británica, 223
los "rojos" en la, 347 Pyall, H„ 213
pudlo, trabajando sobre piedra (1981),
594 Quebec:
pueblo del lubrican, El (Jenness), 476 colonia de Champlain, 115-125
pueblos nativos de Canadá: traducción del algonquino, 117
antepasados de los, 21-22 Quebec, ciudad de:
características sociales y culturales calidad de la vida durante el régimen
de los, 33-76 francés en la, 172, 173, 176-177
cazadores árticos, 69-76 convento de las ursulinas en la (1642),
cazadores de bisontes de las prade¬ 139, 139
ras, 51-59 familias de comerciantes de la, 178-
y el comienzo del comercio de pie¬ 179
les, 27 y la Guerra de los Siete Años, 203-
en la década de 1760, 212, 217-219 204, 207-208, 209
en las descripciones artísticas euro¬ mapa de la (1709), 146
peas, 36, 36, 40, 41, 45, 46, 48, 51, como punto de entrada de inmigran¬
53, 58, 63, 64, 66, 68, 70, 71, 73, tes, 420
74, 93, 97 en el siglo xvm, 161, 170, 215
difusión de las armas de fuego entre en el siglo xix, 284
los, 94-95 Quebec, provincia de:
ÍNDICE ANALÍTICO 653

concepto británico de la (década de reclutamiento durante la primera Gue¬


1760), 215-216 rra Mundial, controversia acerca
en la década de 1960, 545-551, 567- del, 452-455
568 referéndum de Quebec (1980), 586-
en la década de 1970, 570-574, 581- 587
587 Reforma, Partido de la, 606-607
establecimiento de sus límites en Reforma, Partido de la, en la provincia
1763,208 de Canadá, 342-346
y la Ley Quebec (1774), 211-212 y la hostilidad contra el sistema de
véanse también Conferencia de Que escuelas separadas, 343-344
bec; referéndum de Quebec protestantismo del, 343-344
Queen Victoria (barco), 350 y la representación por población,
Queen’s Own Rifles de Canadá, 535 343, 345-347
Queenston Heights, 234 Refus global (manifiesto de los auto-
batalla de, 235 nomistes), 409, 547, 551
Quentin, René Emile, 104 régimen señorial en la Nueva Francia,
Quinn, Thomas, 387-388 144-148
Quinte, bahía de, 240 Regimiento de Carignan, 133-134, 138,
145
Race, cabo (Terranova), 340 Regina, motín de, 488
radio, su desarrollo en Canadá, 482, "Regulación 17", 451
483 Reichman, familia, 606
Radisson, Pierre-Esprit, 88, 90, 151, Reid, Bill, 595
153-154 Reid, Escott, 530
Rae, Bob, 600, 611, 613 Reina Carlota, islas de la, 77, 109, 219,
Rainy, lago, 98 305
Rainy, río, 31, 109, 258 Reisman, Simón, 603, 604
Ralston, J. L., 505-506 Relief Camp Workers’ Union, 487
Ramusio, Giovanni Battista, 45 Renews, Terranova, 137
“Rápido alivio de Radway”, 335 Reno, Mike, 596
rastras, 56, 59 rentes constituées, 186
Real Fuerza Aérea de Canadá, 501, Resolution, caleta, 26
“Revolución tranquila” en Quebec, 548-
501
Reagan, presidente Ronald, 590, 597, 551
598, 601, 602, 602, 603, 605 Revolución rusa, su influencia en Ca¬
Rebelión del Noroeste (1885), 384- nadá en 1919, 457
389; véase también Riel, Louis Rey Guillermo, isla del, 306, 307
rebelión del río Rojo (1869-1870), 358- Richardson, Sir John, 220
Richelieu, cardenal, 123
360
rebeliones de 1837, 210, 230-237, 231 Richelieu, río, 120, 240
y el Decreto de Pérdidas por la Re¬ Richelieu-lago Champlain, canal, 200
Rideu, construcción del canal, 236
belión, 317
reciprocidad comercial, 442-443; véase Riel, Louis, 358-360, 381
también Tratado de Reciprocidad de ahorcamiento de, 387, 389, 451
y el Fuerte Garry Superior, 359, 360
1854
recoletos en la Nueva Francia, 126, y la rebelión de Saskatchewan (1885),
384, 386-389, 388 \
176
sustituidos por los jesuitas (1625), Rindisbacher, Peter, 74, 93
Riopelle, Jean-Paul, 509, 526
126
Reconstrucción, Partido de la, 494 riqueza de las naciones, La (Smith), 221
654 ÍNDICE ANALÍTICO

Rising Village, The (Goldsmith), 286 Saguenay, reino de, 22, 82


Risco sobre Murderer's Bar, río Ho- Saguenay, río, 86, 120
mathko, ruta de la caleta de Bute Saint Clair, lago, 246
(Tiedemann), 362 Saint Francis, lago, 240
Rivals, The (Sheridan), 329 Saint Jean, lago, 86
Rivard, Lucien, 544, 545 Saint John, islas de, véase Príncipe
Robarts, John, 551 Eduardo, isla del
Roberts, Sir Charles G. D., 405, 459 Saint John, Nueva Brunswick, en el
Roberts, Goodridge, 509 siglo xix, 284
Roberts, Oral, 524 Saint Louis, castillo de, 172
Robertson-Ross, coronel, 382 Saint Mary, rápidos de, 103
Robutel, Zachary, Sieur de la Noue, 98 salish, tribu, 218
Rockingham, Lord, 221 salmón, técnicas de los indios de la
Rocosas, montañas, 31, 32, 236 costa occidental para su pesca, 61
Rojo, río, 54 Sampson, J. E., 463
emigración escocesa al (antes de Sampson-Matthews Ltd., 463
1815), 246 San Barandano el Navegante, 22
los métis del, 358-360 San Elias, monte, 393
reacción de los canadienses proce¬ San Juan de Terranova, 137-138, 210,
dentes del Este en el, 359-360 213, 214,252,305
véase también rebelión del río Rojo San Lorenzo, canal del, 517-518, 517
"rojos", partido de los, 347 San Lorenzo, golfo de, 24, 45, 82-83
Rollet, Marie, 123 y el comercio de pieles francés, 115-
Romanow, Roy, 587, 588 116, 118-120
Roosevelt, presidente Franklin, New desarrollo de las pesquerías en el,
Deal del, 494, 502 253-254
Roosevelt, presidente Theodore, 441 rivalidad entre hurones e iroqueses
Roquebrune, LaRoque de, 320 y el, 120
Roquebrune, Robert de, 320 San Lorenzo, río, 82, 88, 108, 120-121,
roture (concesión de tierras en la Nue¬ 161-162
va Francia), 144, 145 desarrollo de la población en el siglo
Roughing It en the Bush (Moodie), xix a lo largo del, 168-169, 212
278, 326 San Lorenzo y el Atlántico, ferrocarril
Rowell-Sirois, Comisión (1937), 495, del, 311
523 sangre, tribu, 54
Roy, Gabrielle, 508-509, 561 v la ceremonia de la Danza del Sol,
Royal William (barco de vapor), 289, ' 60
338 Santa Lucía, 210
Rupert, río, 29 Santo Domingo (Haití), 164
Rupert, Tierra de, véase Tierra de Ru¬ Saratoga, Nueva York, 174
pert Sardinian (barco de la línea Alian),
Rupert House, 103 339
rural, vida, en la Nueva Francia, 184- Sarmantian (barco de la Línea Alian),
188,190 339
Russell, S., 249 Saskatchewan, 536, 538-539
Ryan, Claude, 572, 582, 587, 591 creado a partir del distrito adminis¬
Ryder-Ryder, William, 446 trativo de los Territorios del Nor¬
Ryerson, Egerton, 334 oeste (1905), 411
Saskatchewan, río, 30, 31, 99, 100, 102,
Sagard, hermano Gabriel, 44, 49-50 218
ÍNDICE ANALÍTICO 655

Saskatchewan Septentrional, río, 31 seminario de Quebec, 134


Saulnier, Nicole, 139 séneca, tribu, 44
Sault Sainte Marie, Ontario, 103 Serres, Dominique, 216
Saurel (más tarde Sorel), seigneurie Service, Robert, 394-395
de, 145 Servicio Imperial de Protección de las
Saurel, Pierre de, 145 Pesquerías, 337
Sauvé, Paul, 547 Servicio Nacional de Ontario, 450
Scott, Duncan Campbell, 459 Seton, Emest Thompson, 459
Scott, F. R., 509 Shaefer, Cari, 509
Scott, Thomas, 360, 365 Sharon, templo (Sharon), 301
Schaefer, Cari Fellman, 501 Shelbume, Lord, 221
Schreiber, Ontario, 392 Shelbume, Nueva Escocia, 240
Schreyer, Edward, 569 Sherbrooke, Sir John, 235
Schurz, Cari, 382 Sheridan, 329
Secord, Laura, 234 Shiner, Guerra de (década de 1840),
secretario de Guerra británico, 226 330
Segunda División de Infantería de Short, Richard, 209, 216
Canadá en Dieppe (1942), 503 Siete Años, Guerra de los, 199-206,
segunda Guerra Mundial: 210-212, 254
Avance de tanques, Italia (Harris), Sifton, Sir Clifford, 419-420, 422, 424,
504 439,443
Batalla de Inglaterra (1940), 499 Silver, Liberty, 596
Día D (6 de junio de 1944), 504 Simcoe, condado de, 45
Día de la Victoria en Europa (8 de Simcoe, Elizabeth, 225
mayo de 1945), 507, 513 Simcoe, teniente gobernador John
incursión en Dieppe, 503 Graves, 225, 226, 227-228
el problema de la conscripción du¬ y los “leales de última hora”, 241
rante la, 500, 503-506 y el “plano cuadriculado" en el des¬
la producción durante la, 500-501, linde de tierras, 228
505 Simpson, James, 434
racionamiento durante la, 500 Sir Robert Peel (barco), incendio del,
seguro de desempleo, introducción del 236
(1941), 512 Sistema de los Ferrocarriles Canadien¬
seigneurie (concesión de tierras en la ses, 449
Nueva Francia), 144-148, 168-169 Skeena, río, 61, 62, 108
en la década de 1760, 216 Skelton, O. D„ 495, 496
Skidegate, caleta de (Columbia Britá¬
seigneurs:
sus antecedentes en la Nueva Fran¬ nica), 62
Skinner, cala de (Labrador), 398
cia, 145
en el Bajo Canadá, 273 Smallwood, Joey, 515, 516, 538, 569
derechos de propiedad de los, 148 Smith, justicia mayor, 237
papel desempeñado por los, 147- Smith, Adam, 221, 223
148,183 Smith, Sir Donald, 392
Seis Pueblos, Liga de los, véase Liga Smith, Donald A., 391
de los Seis Pueblos Smith, senador Frank, 378
"sembradores, Los” (Atwood), 278-279 Smooky, río, 106
secani, tribu, 78, 95 Smuts, Jan Christiaan, 455
Selkirk, Lord, y la colonia escocesa en Smyth, Harvey, 205
la América del Norte Británica, 246- Sobre el lago Superior (Harris), 460
Sociedad de Naciones, 456, 478, 497
247
656 ÍNDICE ANALÍTICO

Sociedad de San Juan Bautista, 406 Sydenham, Lord, 332


desfile de la (1968), 573
Soldados canadienses en el frente (Mor- Taché, Alexandre-Antonin, 358, 403
rice), 444 Tadoussac (Quebec), 120, 131, 175
Songs of a Sourdough (Service), 394 Taft, presidente William H., 442
Sorel, véase Saurel Talirunili, Joe, 75
Spadina Expressway, 554 Talón, Jean, 151
Spear, cabo (Terranova), 305 Talleres de laminación de Toronto
St-Georges, Suzanne-Catherine de, (Armstrong), 374
320 Támesis, río (Alto Canadá), 228
St. Laurent, Louis, 506, 513 Taylor, jefe Joe, 477
y la elección de 1949, 519 Taza de Polvo de las praderas (década
y la elección de 1956, 538 de 1930), 484, 485-486
St-Malo, Francia, 21 Tecumseh, 234
St-Pierre, isla, 175, 210 televisión (1952), 523
St. Sauveur, J. Grasset de, 41 Terranova, 21, 23
Stadacona, Quebec, 22 aplazamiento de la Confederación
stadacona, tribu, 24, 44, 81-82 en,351
expediciones de pesca de la, 45 cedida a Inglaterra por el Tratado
Stadler, J. C„ 271, 272 de Utrecht (1713), 161
Stag, hotel, letrero en el, 313 comercio del bacalao en, 24, 135,
Stanfield, Robert, 538, 563, 569, 573, 136-138, 136
585 exploración noruega de, 23, 23
Ste. Marie entre los Hurones, Ontario, y la Guerra de la Conquista, 190-197
127,128 mapa de James Cook de, 107-108
Stefansson, Vilhjálmur, 476 a mediados del siglo xvm, 161-163
Stegner, Wallace, 379, 382-383 pesquerías en, 251-254
Stephen, Sir George, 392 poblamiento de, 212-214, 213
Stephen Leacock (Holgate), 458 primera colonización de, 135-138
Stevens, H. H., 491, 494 y el Tratado de París (1763), 210-
Stone Angel, The (Laurence), 561 211
Storm, W. G., 334 se une a la Confederación (1949),
Stowe, doctora Emily, 335, 434 516, 528
Stowe, Harriet Beecher, 348 Tire Cañada Temperance Advócate, 292
Stowe-Gullen, doctora Augusta, 434 The Globe, 314, 332, 335, 343, 344, 408
Strachan, obispo John, 334 The Illustrated London News, 331
Stratford, inauguración del festival de The Illustrated War News, 388
(1953), 526 The Montreal Daily Star, 408
Strickland, coronel Samuel, 326 The Novascotian, 300
Strong, H. A., 255 The Spectator, 336
Stuart, Henry Harvey, 434 The Wall Street Journal, 601
Stuartbum, Manitoba, 421 The Winnipeg Free Press, 479, 480, 496,
Suez, crisis del (1956), 534-535 498
sulpiciana, orden, en la Nueva Fran¬ Thatcher, Ross, 569
cia, 145-146, 148 Thayendanegea, véase Brant, Joseph
Sunshine Sketches of a Little Town Théátre du Nouveau Monde, 526
(Leacock), 410 Thomas, Lillian B., 434
Superior, lago, 88, 98, 99, 99, 151, 174, Thompson, Annie, 332
344 Thompson, David, 29-30, 35, 40, 41,42,
Suzor-Cóté, Marc-Auréle De Foy, 24 43, 107, 219
ÍNDICE ANALÍTICO 657

Thompson, Sir John, 321, 332, 374, paso en la carretera Canadian, A


389, 393, 402-403, 406 (O'Brien), 394
Thomson, Tom, 461 Treatise on the Population, Wealth, and
Ticonderoga, véase Carillón, Quebec Resources of the British Empire, A
Tiedemann, H. O., 362 (Colquhoun), 243
Tierra de Rupert, 89, 109, 211, 296, 342 Trece Colonias, 221
derechos asumidos por Canadá so¬ Tremblay, Michel, 559
bre la, 356-358 Trente arpents (Ringuet), 508
como parte del proyecto de Confe¬ Triángulo Palliser (Saskatchewan-
deración, 342 Alberta), 416
Tierras Estériles, 112 trigo:
Tilley, Sir Samuel Leonard, 337, 353, depresión en el mercado del, 483-
354 484
tío Tom y Evita, El (Barton), 348 "Garnet”, 416
tlingkit, tribu, 65, 218 “Marquis”, 416
Tocqueville, Alexis de, 229, 301 "Número 1 del Norte”, 380, 417, 484
Tolstói, conde, 424 "Red Fife”, 416
Toronto-Dominion Centre, 553, 554 "Reward”, 416
Torre de la Paz (Ottawa), colocación Trinity, bahía (Terranova), 137, 253
de la primera piedra de la (1919), Trois-Riviéres, Quebec, 88, 124, 161,
453 181, 215
Torrington, oficial subalterno John, Troyes, Pierre de, 158, 159
307 Trudeau, Pierre Elliott:
Tory, Henry Marshall, 462 y el Acuerdo del Lago Meech, 601
Town, Harold, 525 animosidad en el Oeste contra, 569
traficante de pieles (retrato de John y la Carta de Derechos y Libertades,
Budden, esq.), El, 79 587-590
Traill, Catharine Parr, 265-266, 277, y la cumbre económica en Bonn
278,326 (1978), 585
Traill, Walter, 94-95 la crisis económica y (década de
Trans-Canada Airlines, 513 1980), 590-597
Tratado de Fort Carlton-Fort Pitt y la crisis de octubre de 1970, 572-
(1876), 382 574, 573
Tratado de Gante (1814), 236 y la elección de 1968, 564, 565, 566
Tratado de Jay (1794), 256 y la elección de 1974, 576
Tratado Limítrofe de Oregón (1846), y la elección de 1976, 585
344 y la elección de 1980, 581
Tratado de París (1763), 208, 210 _ y la huelga en Asbestos (1949), 547
Tratado de Reciprocidad de 1854, 348 sus ideas sobre el bilingüismo, 567
Tratado de Utrecht (1713), 97-98, 161- sus ideas sobre el desarme, 567
como ministro de Justicia (1967),
162
Tratado de Versalles (1919), 456 563
Tratado de Washington (1871), 407 y la opep, 575, 578

tratados indios antes de 1930, mapa y la OTAN, 597


y el plan "6 y 5”, 593
de los, 114
y el Progama Nacional de Energía
Travels through Lower Cañada (Lam-
bert), 187 (1981), 591
Travels through the Cañadas (Heriot), renuncia de (1984), 598
y la repatriación del Acta de la Amé-
271
través de las montañas Rocosas, un rica del Norte Británica, 581-590
658 ÍNDICE ANALÍTICO

y la "sociedad justa’’, 564, 567-568 Verrazano, Giovanni da, 23, 117-118,


y los trastornos políticos en el Ca¬ 134
nadá atlántico, 570 Viaje en trineo en el campo (Warre),
tsimshian, tribu, 65, 218 308
Tupper, Sir Charles, 337, 353, 368, 369 Victoria, reina de Inglaterra, 333, 340,
y los aranceles proteccionistas, 371 353,403,405,407
y la decisión sobre la Confedera¬ Victoria College (Cobourg), 290, 291
ción, 351-354 Vietnam, Guerra de, 551, 562, 567,
y la elección de 1896, 407 569,574
Turner, John, 576, 598, 601, 604, 605, vikingos, 22-23, 23
606 Vimy, Francia:
tuscarora, tribu, 161 capturada (1917), 446, 448
Twenty-Seven Years in Cañada West monumento en, 446
(Strickland), 326 Vinland, 22
Two Solitudes (MacLennan), 508 Vista del camino desde Windsor hasta
Horton sobre el puente Avon en el río
ucranianos inmigrantes en el siglo xx, Gaspreaux (Woolford), 280
422-425, 545, 546 Vista de la casa del obispo con las rui¬
ulú (cuchillo innuit), 70 nas, según se ven subiendo por la co¬
umiak (bote innuit), 72, 75 lina desde la ciudad baja hasta la ciu¬
Unión, Partido de la, 454, 466, 467-469 dad alta (Benoist), 209
Unión Nationale, 493, 500, 538, 547, Vista invernal del Fuerte Franklin
549, 570 (Back), 220
y la elección de 1970, 572 Vista noroccidental del Fuerte del
United Automobile Workers, 488 Príncipe de Gales en la bahía de Hud-
Universidad McGill, 334, 458 son, América del Norte (c. 1797), 101
Universidad de Toronto, 334, 335 voto, derecho al:
Facultad de Medicina de la, 462 establecido en el Dominio, 365
urbana, vida, en la Nueva Francia, 169- de las mujeres, 434-435
183 Voyages de la Nouvelle France occiden-
ursulinas, convento en la ciudad de tale, dicte Cañada..., Les (Cham-
Quebec de las hermanas, 139, 139 plain), 116, 119
Utrecht, Tratado de, véase Tratado de Voyages du Sieur de Champlain..., Les
Utrecht (Champlain), 117, 118, 121
voyageur (comerciante en pieles profe¬
Van Home, Sir William, 392, 395 sional en la Nueva Francia), 152-
Vancouver, isla de, 220 153, 166-168
Vancouver, George, 220 dieta del, 103
Vanier, mayor general Georges, 550 vistosa tradición del, 166-168
Varennes, P. Gaultier de, véase La Vé-
rendrye, Pierre Gaultier de Varen¬ Wachna, Theodosy, y familia, 421
nes et de Wade, Robert, 275-276, 278
Varley, F. H., 460 Walker, Horatio, 459
Vaudreuil, Philippe de Rigaud de, 160, Walker, almirante Hovender, 160
165, 199-200, 201, 202, 205, 207 Walpole, Sir Robert, 519
Verchéres, Quebec, incursión iroquesa Wandering ofan Artist (Kane), 68, 258
en (1692), 157 Wapinesiw (cree traficante de pieles),
Verchéres, Marie-Madeleine Jarret de, 255
157 Wardair, compañía, 606
Verigin, Peter, 424-425 Warre, Henry James, 308
ÍNDICE ANALÍTICO 659

Washington, George, 211 Winnipeg Trades and Labour Coun-


Waterloo, Batalla de (1815), 243 cil’s, 457
Waters, Stanley, 607 Wolfe, brigadier general James, 108,
Watkin, Sir Edward, 312, 337 203-205, 205, 207
Watkins, Melville H., 562 Women's Christian Temperance Union,
Watson, Homer, 459 434
Webber, John, 23, 63, 64 Wood, Henry Wise, 469
Wells, Clyde, 607, 608, 608 Woodcock, George, 528
West, Benjamín, 207 Woods, lago, 31, 98, 236
Western Federation of Miners, 437 Woodsworth, J. S., 427-428, 457, 471,
wet’su’weten, tribu, 65 489, 491
Whalen, Eugene, 565-567 Woolford, J. E., 280
White, John, 70 Worthington, doctor Edward Dagge,
Whitman, Walt, 406, 435 332-333
Whitney, Sir James Pliny, 442
Wilson, Cairine, 471 Yarwood, Walter, 525
Wilson, Michael, 605 Yom Kippur, Guerra del (1973), 575
Wilson, R. N., 60 York:
William D. Lawrence (barco), 400, en el siglo xix, 284, 285, 287
402 plano de (1818), 285
William Notman & Sons (fotógrafos), York, bote de, véase bote de York
322 York, Factoría de, véase Factoría de
Willson, David, 301 York
Winnipeg, lago, 31, 99, 99, 103 Young, J. Cravvford, 187
Winnipeg, Manitoba, 430 Young, Neil, 596
Bolsa de Granos de, 417 Young, Thomas, 287
huelga general en (1919), 546, 547 Young Women’s Christian Associa-
su calle principal en 1879 y 1897, tion, 434
399 Yukón, indios del, 609
Winnipeg, río, 103 Yukón, Territorio del, 31, 37
í ;ÍW

A 6Qó,
ÍNDICE GENERAL

Agradecimientos. 7

Prólogo. 9

Prólogo a la edición en rústica. 18

Nota acerca de las ilustraciones. 19

I. El encuentro de dos mundos (Arthur Ray). 21


El rostro de la tierra antes de los intrusos. 27
El mundo indígena. Captura de una imagen. 33
Cazadores del bosque septentrional. 37
Agricultores del norte. 43
Los cazadores de bisontes de las llanuras. 51
Pescadores y traficantes de la costa occidental. 60
Cazadores árticos. 69
La invasión europea. 76
Bacalao y pieles. 80
Armas, telas y ollas. 93
“Durmiendo junto al mar helado”. 97
Los del Noroeste. 102
Hacia el Pacífico. 107
El cambiante equilibrio de poder. 109

II. Colonización y conflicto; la Nueva Francia y sus rivales. 1600-


1760 (Christopher Moore). 115
La colonia de Champlain. 115
Misiones, traficantes y unos cuantos agricultores. Canadá bajo
los Cent-Associés. 125
Las guerras iroquesas. 130
La Nueva Francia durante el gobierno del Rey Sol. 132
El poblamiento de la Nueva Francia. 138

661
662 ÍNDICE GENERAL

Las familias y la tierra. 141


Terratenientes y arrendatarios. El régimen señorial. 144
La "frontera" del comercio de pieles. 148
El reto de la bahía de Hudson. 153
La reanudación de la guerra. 155
Una sociedad distinta: la Nueva Francia en el siglo xvm . ... 160
Surgimiento de nuevas colonias. 161
La búsqueda del océano occidental. 164
La sociedad en el siglo xvm. 168
La vida de las ciudades. 169
La vida de los habitants. 184
Una sociedad madura. 188
La Guerra de la Conquista. 190
El exilio de los acadios. 198
El camino hasta las Llanuras de Abraham. 199

III. En las márgenes del Imperio. 1760-1840 (Graeme Wynn). . . . 207


Una tierra de nombres largos y bárbaros. 207
Bajo “el Sol de la gloria de Inglaterra". 221
“Nuestros asuntos no son sino una lata”. 225
El poblamiento de las provincias: al azar y por catástrofes . . 237
¿El “triste resultado de las pasiones y las papas”?. 241
Trabajo y vida. 250
"¿Quién conoció alguna vez a un pescador próspero?. 251
"Se escogen y compran pieles”. 254
"Prosperando gracias a toda suerte de trabajos madereros” . . 259
"¿Una vida que transcurre en la inocencia y la paz?”. 264
El ambiente de la existencia cotidiana. 268
La vida del habitant. 269
"Entre cumplidos caballeros y honrados hijos de la pobreza” 275
"A través de un bosque melancólico sobre un sendero abomi¬
nable” . 279
Ciudades donde “todo se halla en medio de un ruidoso tor¬
bellino” . 284
Un reino diverso y dividido. 292

IV. Entre tres océanos; los desafíos de un destino continental. 1840-


1900 (Peter Waite). 305
Desde el mar hasta mares distantes. 305
Un cuento de invierno. 307
"Los sonoros surcos del cambio". 310
Hombres, poder y patrocinio. 315
Una dote decente: colonización y sociedad. 320
Márgenes de mortalidad. 332
Los paquetes a vapor y el Atlántico. 336
La gran aventura. 341
ÍNDICE GENERAL 663

Hacia el oeste, hasta el Pacífico. 354


Louis Riel, padre de Manitoba. 358
La colonia de la fiebre del oro. 360
Estilo y carácter de la Cámara de los Comunes. 364
La Política Nacional y la revolución industrial de Canadá . . 370
Poseer un país o ninguno. 371
Relatos de la vida y el trabajo. 374
El país de las grandes distancias. 379
Ranchos y ferrocarriles. 390
El sendero del 98. 393
Barcos altos y teléfonos. La década de 1890 . 396

V. El triunfo y las penas del materialismo. 1900-1945 (Ramsay Cook) 410


El siglo de Canadá. 410
El embarnecimiento de una economía nacional. 413
El poblamiento del nuevo Canadá. 418
Ciudad alta, ciudad baja... 428
La realización del Reino de Dios en la Tierra. 433
El liberalismo de Laurier. 437
Borden en la paz y la guerra. 444
La renovación del conflicto cultural. 451
Los frutos de la guerra. 455
La ambigüedad cultural de una era urbana. 458
La década de ilusiones de 1920 . 462
La política, no como de costumbre. 466
471
La vieja y la nueva religión.
"El pueblo del lubricán”. 474
El nacionalismo canadiense y la Comunidad Británica de Na¬
477
ciones .
480
Cultura y nacionalismo.
Los treinta. Estalla la burbuja del auge. 483
489
La política del malestar social.
El retomo de la anarquía internacional. 496
499
De nuevo, la guerra mundial.
503
Conscripción por mitades.
La cultura canadiense llega a la madurez. 508

VI. Tensiones de la abundancia. 1945-1987 (Desmond Morton) . . 510


510
La prosperidad de la posguerra.
519
La vida próspera.
529
Potencia media.
535
Descontentos regionales.
544
Revolución intranquila.
551
Tiempo de liberación.
564
Realidades políticas.
574
El desafío del Oeste.
664 ÍNDICE GENERAL

Quebec y las Constituciones . 581


590
¿Final de la riqueza?.
¿El fin de la Confederación? . 601

615
Nota acerca de los autores .

Fuentes de las ilustraciones . 617

623
índice analítico

Esta obra se terminó de imprimir y encuadernar en el mes de junio de 1994 en Impresora y


Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. (iepsa), Calzada de San Lorenzo, 244; 09830 México, D. F.
El tiraje fue de 2 000 ejemplares. La edición estuvo al cuidado de Francisco Avilés Sánchez.
(viene de la primera solapa)
1 í
los canadienses, también ha repre¬
sentado un reto para la convivencia
de dichos pueblos y asimismo para
fortalecer la presencia de Canadá en
el terreno de la compleja relación
con otros países, particularmente
con los Estados Unidos.
De esta manera, desde las pugnas
entre franceses y británicos en el ex¬
tremo septentrión americano, hasta
los años más recientes, la historia
canadiense nos revela a un pueblo
que busca consolidar su identidad
nacional para mejor asumir sus
responsabilidades ante la comuni¬
dad internacional. Tales son los
grandes temas de la historia de
Canadá y de este libro, uno de cuyos
logros es el notable conjunto de ilus¬
traciones que incluye.
Craig Brown es profesor de his¬
toria en la Universidad de Toronto.
Ha escrito muchas obras importan¬
tes acerca de la historia de Canadá.
Es becario de la Real Sociedad de
Canadá, ocupa la cátedra Killam y
fue presidente de la Asociación Histó¬
rica Canadiense.

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