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Articulos 1 de Noviembre
Articulos 1 de Noviembre
En el centro penal de llama en Santa Bárbara, una cárcel de máxima seguridad a la que
popularmente se le llama “El Pozo”, aun se ven las secuelas de 19 enfrentamientos armados
entre la pandilla Barrio 18 y la Mara Salvatrucha (MS-13), ocurridos entre marzo y junio de
2023. “Diecinueve enfrentamientos hubo”, me dijo una de las empleadas de este centro
penal. Uno de los presos aseguró que eso es una exageración, aunque admitió que los
enfrentamientos entre la MS-13 y el Barrio 18 (las pandillas más grandes del país) en este
penal de máxima seguridad, sí se volvieron más recurrentes en 2023. Con ellos se hacía un
reclamo implícito: que separaran a las pandillas y las pusieran en prisiones exclusivas.
Ahora “todo está tranquilo”, sostuvieron varios de los internos, porque los traslados sí se
hicieron. En “El Pozo” solo hay presos de la MS-13 o afines y en “La Tolva”, la segunda cárcel
de máxima seguridad en el país solo hay presos del Barrio 18 o afines. Decir “afines” en este
país significa una gama de opciones que va desde colaboradores no pandilleros,
simpatizantes, familiares de pandilleros hasta personas que por las circunstancias les tocó
estar en un territorio controlado por una u otra pandilla. Al final, son las autoridades y el
azar lo que casi siempre hace a alguien “afín” a una u otra pandilla, una circunstancia que
queda como marca de agua en la vida de las personas.
Algo parecido sucedió en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS),
el lugar en el que la gota derramó el vaso. Después de la tragedia en la que murieron 46
presas en junio de 2023, ese centro penal alberga solo a mujeres pertenecientes o
colaboradoras de la pandilla 18 y a mujeres que han cometido otros delitos pero que
conviven sin conflicto con esa pandilla. Antes no fue así antes.
En el centro de PNFAS se erige un monumento a la desgracia. Las paredes lucen
ensombrecidas por el incendio. El techo está hecho añicos. El suelo está rodeado de una
malla de metal impenetrable que aun abandonada, sigue resguardada por una policía
armada. En ese lugar fueron masacradas 46 presas colaboradoras de la Mara
Salvatrucha quienes pagaban pena de prisión por vender drogas. Las asesinas fueron
pandilleras del Barrio 18 que habían sido sentenciadas por sicariato y asociación ilícita.
Como la sociedad que las gesta, las pandillas son espacios machistas, pero en el caso de la
pandilla Barrio 18 hay un patrón: el nivel de responsabilidades que le otorgan a las mujeres.
De hecho, en ese sentido, muchas pandilleras fueron conocidas por la prensa hondureña
como “las diablas”, mujeres sicarias, asesinas, porque podían empuñar un arma en nombre
de “la 18” y matar.
En el caso de las mareras de la MS-13 es normal que éstas fueran conocidas más como
administradoras de los bienes de la mara o vendedoras de drogas, porque la pandilla ha
crecido en sus negocios con el narcotráfico y ha ido dejando de lado la extorsión y el
sicariato. A pesar de que las mujeres viven en condiciones desiguales y machistas dentro de
la pandilla, hay algo que no se cuestiona: su identidad y su lealtad hacia ella. Es por eso que
no pasa un día en un barrio controlado por dos pandillas sin que se enfrenten violentamente
y gane la más fuerte; de igual manera, siguiendo esta misma lógica, un centro penal no
puede albergar a pandilleras y mareras sin que las más fuertes masacren a las más débiles.
Nadie se esperaba que en PNFAS sucediera la masacre de 46 mujeres a pesar de que en
Honduras las tragedias carcelarias han sido recurrentes en los últimos años, sobre todo
cuando los gobiernos han exhibido mano dura, máxima criminalización y represión militar
contra el crimen. Fue un macabro espectáculo más en un país catalogado como
narcoestado, en donde los conflictos sociales y ambientales se han cobrado la vida de
cientos de defensores, el conflicto agrario sigue generando asesinatos múltiples; las muertes
violentas de mujeres aumentan cada año y en donde hay más guardias de seguridad privada
armados que policías civiles. Es un deja vú cada vez que se cambia de gobierno, solo que en
esta ocasión esto podría tener una cara amable con el auge de las redes sociales y la
popularidad del presidente vecino, Nayib Bukele, que parece venderle su modelo a
Centroamérica, a todo el mundo.
Tamara Tenenbaum
En este año que vengo dedicándole a Virginia Woolf en los tiempos que puedo robarle a las
demás cosas que tengo que hacer me encontré con toda clase de libros extraños; la ha
estudiado mucha gente, y me atrevo a decir que la ha estudiado gente mucho más lúcida
que a otros autores. Puede no ser accidental: alguien que entiende que Virginia Woolf es
uno de los mejores escritores del siglo XX, y no solo un nombrecito para hablar de feminismo
de primera oleada, tiene muchas chances de ser una persona inteligente. Hace unos días
descubrí un libro muy curioso, entonces, Mrs. Woolf and the Servants: An Intimate History of
Domestic Life in Bloomsbury (“La señora Woolf y los sirvientes: una historia íntima de la vida
doméstica en Bloomsbury”). Su autora, Alison Light, analiza a partir de diarios y
correspondencias la relación que Virginia Woolf tuvo con las diversas empleadas y cocineras
que la atendieron desde la infancia hasta la madurez.
El libro es muy interesante más allá de Woolf, para entender cómo funcionaban las
relaciones de clase al interior de las casas en esos años, pero me dejó pensando en otra
cosa. Una habitación propia, el ensayo feminista emblemático de Woolf, es un texto
profundamente materialista. Por supuesto que es un texto burgués, pero lo es en el mejor
de los sentidos: en términos marxistas podríamos decir que Woolf reconoce que, en el
capitalismo moderno, el dinero estructura de hecho las libertades (expone, así, la ficción
ideológica de que se puede ser libre sin disponer de dinero) y que por eso para escribir una
mujer necesita, además de la habitación propia del título, un buen ingreso anual.
Lo que me llama la atención de todo esto es que Virginia Woolf pertenecía (como muchos
otros pensadores de izquierda de su generación, es cierto) a una clase acomodada: el tipo de
gente que hoy día tiene muchas más dificultades no solo para hablar públicamente de
dinero, sino para siquiera pensar en todo lo que el dinero permite y en lo imposibles que
serían sus vidas sin cantidades industriales de él. Entiendo que la ayudaba su condición de
mujer: es decir, el hecho de que le resultara mucho más difícil que a otros hombres de su
clase disponer de su propio dinero probablemente le dio una perspectiva iluminada sobre el
asunto, pero así y todo me sorprende lo conectada que podía estar una mujer “fina”, una
mujer que efectivamente se pasaba el día quejándose de la empleada, con una sensibilidad y
una serie de demandas que excedían por mucho a la de su clase social. Me sorprende,
también, que en sus escritos públicos (no en sus diarios) casi no encuentro cosas que me
resulten elitistas o anacrónicas como chica de clase media. Me sorprende, quizás, porque no
veo nada parecido hoy, ninguna princesa heroína, ninguna hija ni ningún hijo de la alcurnia
conectando de esa manera con la gente por fuera de su universo.
Supongo que el mundo ha cambiado mucho. Los ricos que hoy logran hablarle a la gente son
los nuevos ricos, sean traperos, sean artistas, sean políticos. La clase alta verdadera ya no
tiene la capacidad, que tuvo esa misma clase hace cincuenta o quizás más bien cien años, de
leer lo que pasa por fuera de sí misma; hay algo generacional, quizás, algo que antes se
valoraba de la tradición y los apellidos y de lo que hoy ya no quedan ni rastros por fuera de
la endogamia en donde eso importa. A veces leo o escucho que se utiliza todavía la
distinción entre nuevos ricos y old money, pero más como curiosidad que como aspiración:
ya a nadie le importa parecer nuevo rico, de hecho casi que se ostenta con orgullo (y está
bien, finalmente: desde cuándo tiene más mérito heredar el dinero que hacerlo).
Me cruzo seguido, por mi trabajo, con obras de arte producidas por personas de alcurnia: las
hay buenas y malas, pero es quizás notorio que fuera del arte visual (un mundo todavía muy
dominado por viejas jerarquías, y en el que no hace falta conectar con un público masivo
para triunfar) es raro que esas obras crucen la vara del éxito, aunque sus autores tengan los
recursos para pretender que lo han hecho.
Me apena, en algún sentido, no solo porque de las élites han salido cosas maravillosas, sino
porque creo que había algo valioso y que hace falta recuperar, en esta época identitaria, de
la sana costumbre de pensar para otros (hoy le dicen hablar por otros y aparentemente es
un pecado grave). Nunca me interpelaron los argumentos del estilo “no tenés útero,
entonces no opines” sobre el aborto; no me seduce tampoco la empatía como único
concepto para pensar políticamente con otros, como si la única contribución valiosa que
pudiéramos hacer en el pensamiento de la opresión o la justicia fuera intentar entender el
pensamiento de la víctima. Me interesa más la idea de un mundo en el que todos tratamos,
efectivamente, de pensar con otros y para otros, sin que haya que tener al día el carnet de
oprimido para participar de la discusión democrática. Por supuesto, esto solo funciona
cuando hay genuina imaginación, palabra que ojalá reemplazara a la empatía en estas
discusiones: la imaginación que tuvo el burgués Marx o la señora Woolf. Se puede, siempre
les digo a mis alumnos, hablar desde una posición privilegiada y hablar para otros: por
supuesto, más difícil será cuanto más lejos estés del común de la gente, pero creo que es
posible y necesario reconocer y enfrentar ese desafío para todos los que en alguno de mil
clivajes que existen quedamos del lado del opresor. Lo que sale mal, lo que te deja fuera de
todas las grietas que siguen importando en el mundo, es hacerlo sin ninguna creatividad.
TT
LEILA GUERRIERO
01 NOV 2023 - 01:00 ART
La recesión encubierta
MOISÉS NAÍM
30 OCT 2023 - 01:40 ART
Mucho se ha dicho que el mundo vive una “recesión democrática”, con la democracia
retrocediendo en muchas partes del mundo. Pero hay otra recesión soterrada, que va de la
mano con la primera, pero la rebasa: la recesión mundial del Estado de derecho.
¿Qué es el Estado de derecho? Pues una serie de instituciones que garanticen que la
sociedad funciona sobre normas explícitas que se hacen cumplir imparcialmente. El
concepto abarca muchas cosas: los límites al poder gubernamental, la corrupción, decisiones
transparentes del Gobierno, la protección de derechos civiles fundamentales, el orden
público y la seguridad ciudadana, el cumplimiento de normas y reglamentos y, en general, el
buen funcionamiento de la justicia.
La democracia sin Estado de derecho es hueca. Uno puede vivir en un país donde el
Gobierno se escoge por elecciones, pero si ese Gobierno viola recurrentemente los límites a
su poder, es corrupto, opaco y transgrede derechos fundamentales del individuo
difícilmente se puede decir que se vive en libertad. Donde no hay orden, los reglamentos no
se cumplen y los tribunales están amañados, de poco sirve hacer una elección cada tantos
años.
De ahí lo grave del enorme estudio que acaba de publicarse y que se resume en el Índice de
Estado de Derecho del World Justice Project —el Proyecto de la Justicia Mundial—. Citando
las percepciones y experiencias sobre el Estado de derecho en 142 países a partir de
encuestas con unos 149.000 hogares y más de 3.400 expertos.
Y estos no son datos aislados. Esta degradación es un fenómeno mundial. Por sexto año
consecutivo, hay más países empeorando que mejorando su puntuación.
A nadie sorprenderá ver que los países del mundo donde el Estado de derecho es más fuerte
son las naciones que le brindan una excelente calidad de vida a sus ciudadanos: Escandinavia
sobresale, con Dinamarca, Noruega, Finlandia y Suecia llevándose los primeros cuatro sitios
del índice y países como Alemania, Nueva Zelanda, Países Bajos e Irlanda también ocupando
los 10 primeros puestos.
Del otro extremo tenemos a una serie de países devastados por el conflicto y la corrupción:
Camerún, Egipto, Nicaragua, Haití y Camboya están entre los 10 peores a nivel mundial, pero
todos ellos logran un puntaje mejor que mi querida y malograda Venezuela, que aparece en
el último lugar del ranking mundial por no tener límites al poder del Gobierno, ni
tribunales que mínimamente funcionen.
En América Latina, Uruguay, Costa Rica y Chile encabezan el índice, todos ellos colocándose
por encima del 60% del puntaje ideal. (Dinamarca llega al 90%.) Pero en casi toda la región
los puntajes están en caída: en Nicaragua, El Salvador, Ecuador y México se han producido
fuertes caídas en la fortaleza del Estado de derecho este año. Honduras muestra la mayor
mejora en la región, aunque aún su puntaje solo sube al 41% del puntaje ideal.
El Estado de derecho no es lo mismo que la democracia, y no hay que confundir las dos
cosas. Existen países como Singapur, donde es casi imposible cambiar de Gobierno a través
del voto, pero donde sí hay Estado de derecho —y efectivamente Singapur queda en el
puesto 17 del índice global, por delante incluso de democracias consolidadas como Francia,
España e incluso los Estados Unidos—.
Pero Singapur es la excepción. Mucho más comunes son casos donde poco a poco se va
perdiendo primero el Estado de derecho y luego colapsa la democracia, que ya no tiene
cómo defenderse. Y por eso es tan preocupante la tendencia sostenida en el tiempo que
constata el World Justice Project. Porque a medida que el Estado de derecho va perdiendo
vigencia en más y más países, sus democracias se van haciendo cada vez más endebles y
vulnerables.
Casos como el de Argentina, que pasó de ocupar el puesto 46 en el ranking mundial en 2019
al puesto 63 este año, dan mucho de qué preocuparse. También es cierto para Colombia,
que bajó del puesto 71 al 94 en siete años, de Perú, que fue de la posición 60 a la 88, y de
México, que bajó del puesto 79 al 116. En cada uno de estos países la erosión de las bases
institucionales de la democracia ha sido gradual e imperceptible. Pero sus consecuencias a
largo plazo son inestimables.
Y quizás es debido a esto que los casos de países en democratización se han hecho tan
excepcionales en los últimos años. Porque transitar el camino a la democracia donde el
Estado de derecho no tiene vigencia, es mucho más difícil que hacerlo donde cumplir las
normas ya es un hábito establecido.
@moisesnaim
En pocas semanas se cumplirán 30 años desde que Pablo Escobar, el narcotraficante más
(tristemente) célebre de la historia, murió abaleado en los tejados de Medellín. Se había
escapado 16 meses atrás de la cárcel La Catedral, construida según sus exigencias para que
aceptara someterse a la justicia, y no era la única de las ironías el hecho de que se hubiera
pasado los últimos años tratando de someter al país. Durante los 16 meses de su vida
clandestina, mientras vivió escondido y hostigado por las fuerzas del Gobierno, las fuerzas
de la DEA y los carteles enemigos, Escobar desató sobre la sociedad civil de mi país una
campaña de terrorismo desesperado que marcó nuestras vidas, las vidas de mi generación,
como nada más lo ha hecho.
El personaje de una novela mía recuerda una frase que se le atribuye a Napoleón Bonaparte:
“Para entender a un hombre, hay que entender el mundo que existía cuando tenía 20 años.”
Pienso en mi generación entera: el mundo de nuestros 20 años era el de 1993, el de las
bombas en los centros comerciales, el de los ciudadanos convertidos en objetivo militar
azaroso y gratuito, y el de los vidrios de las ventanas cruzados con cintas blancas, para que
no se convirtieran en esquirlas asesinas cuando una explosión las hiciera estallar. Era el
mundo de vivir con miedo, el mundo en el cual todos conocíamos a una víctima de la
violencia narcoterrorista, o a la familia de una víctima. El mundo en que la víctima estaba en
nuestras familias: sí, era ese mundo también. Pues eran los días en que nadie estaba a salvo.
Y eso siempre me ha servido para conocer a mi generación.
Con la muerte de Escobar se cerró una década de vida en Colombia cuya violencia no se
parece a nada de lo que habíamos vivido antes, ni a nada de lo que hemos vivido
después. Escobar lideró una organización terrorista que dejó unos 5.000 muertos y muchas
más familias destruidas, y llevó su guerra a la sociedad civil de maneras inéditas. Yo tengo
grabado en la memoria su diálogo con un lugarteniente durante una llamada intervenida, en
momentos en que estaba o se sentía acorralado. “Tenemos que crear un caos muy berraco
para que nos llamen a paz”, dice allí. “Si nos dedicamos a darle a los políticos, a quemarles
las casas y hacer una guerra civil bien berraca, entonces nos tienen que llamar al diálogo de
la paz y se nos arreglan los problemas”. En otra llamada: “Hay que darles a los políticos, a los
militares que nos atropellen, a los jueces que nos atropellen, a los periodistas”. Sí, yo he
conocido a varios periodistas que salvaron sus vidas —huyendo del país, la mayoría— y
conozco a los hijos huérfanos de los que no lo consiguieron. Y a los viudos o las viudas de
políticos o jueces que murieron asesinados por el Cartel de Medellín: a ellos los conozco.
Durante su paso por la escena pública colombiana, Escobar montó una mafia narcotraficante
que lo convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo (y no sé por qué, pero nadie
recuerda esto sin añadir: según la revista Forbes), pero que además inyectó en una
democracia más o menos estable el virus de la corrupción, e incluso trastornó para siempre
el sistema de valores de la sociedad entera. Hoy, con la perspectiva de los 30 años
transcurridos, me parece evidente que este es su legado más duradero, aunque no sea para
todo el mundo el más doloroso. La entrada de los dineros del narcotráfico en la sociedad
colombiana trastocó su política, por supuesto, pero también el resto de la vida civil.
Trastornó la iglesia: Rafael García Herreros, un sacerdote influyente, decía que Escobar era
“un hombre bueno al que quiero llevar al cielo”, y le aceptaba donaciones costosas para sus
proyectos de caridad. Trastornó su fútbol: todos recuerdan al otro Escobar, Andrés,
asesinado por apostadores después de que la selección colombiana fuera eliminada de un
mundial.
En unas líneas de Noticia de un secuestro que he citado más de una vez, García Márquez
hace un diagnóstico preocupado que no tiene nada de ingenuo. Allí escribió: “Una droga
más dañina que las mal llamadas heroicas se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil.
Prosperó la idea de que la ley es el mayor obstáculo para la felicidad, que de nada sirve
aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente que como
gente de bien. En síntesis: el estado de perversión social, propio de toda guerra larvada”. Yo
creo que lo vio con lucidez. La mía siempre ha sido una sociedad de violencia fácil, y basta oír
los cuentos de los abuelos para saberlo, pero el paso de Escobar la dejó convertida en un
lugar distinto. Escobar no inventó a los sicarios, esos jóvenes sin futuro que matan por poco
dinero, pero sí contribuyó generosamente a que bajaran las defensas de toda una sociedad
ante el fenómeno. Lo digo bien: bajar las defensas. Eso es lo que sucede, creo yo, cuando
una sociedad se ve impregnada por determinados fenómenos de violencia, de corrupción o
de inversión de valores: el cuerpo social (o político) se vuelve menos capaz de rechazarlos, o,
lo que casi siempre es lo mismo, más dispuesto a tolerarlos.
He pensado en todo esto ahora, cuando faltan pocas semanas para que el nombre de
Escobar vuelva a aparecer en los medios, porque podemos imaginar desde ya la cantidad de
artículos o emisiones, actos de curiosidad o de frivolidad incluso, que lo traerán a nuestra
memoria en estos días. Este, desde luego, es uno de esos artículos, y pido disculpas. Pero lo
escribo con el objetivo de preguntarme en público cuánto tiempo se necesita para que la
imagen de un asesino deje de ser ofensiva, o para que la vayamos blanqueando,
neutralizando, convirtiendo en algo más tolerable dentro de nuestra insufrible cultura de la
banalidad de la violencia, el entretenimiento constante y la insensibilidad socialmente
aceptada, todo lo que constituye nuestra forma preferida de explorar el mundo.
Cuando era pequeña memoricé parte de un poema de Julio Cortázar que rondaba por el
escritorio de mi familia. Estaba escrito a máquina, en unas cuartillas finas, con las letras muy
marcadas y la tinta bien negra. Creo que lo había copiado mi padre de algún libro que ya
estaba descatalogado, y a veces lo recitábamos juntos. En mi memoria aún puedo escucharle
declamarlo con voz grave y pausada. Se llamaba La Patria.
Me sigue gustando ese poema. Quizás porque más que una oda resulta en un autorretrato:
el autor ama de manera avergonzada, cuando él mismo sabe que amar a una nación o una
bandera es una gran trampa. Con mucha suerte, lo único que hace es decepcionarte. Como
dijeron no uno sino varios poetas, quizás la solución más benévola sea dejarse de
grandilocuencias y aceptar que la patria son la infancia y los amigos. Podríamos añadir
también un paisaje común, una lengua, el aroma de lo que se cocina en los patios interiores
en verano. Quién sabe. O quizás lo mejor sea no irle haciendo odas a los países. Siempre
albergarán más contradicciones y más muertos que la literatura.
Muchos crecimos haciéndonos la pregunta de qué te une a una tierra más allá de la
casualidad. Si Cortázar definía Argentina como un pez panza arriba, como cuento en un
libro para mí fue durante buena parte de mi infancia un espacio situado en el cielo. Ya que
mi familia y yo viajábamos en avión cada varios años para visitar a parientes y amigos y yo
me dormía cuando ascendíamos al celeste y el blanco de las nubes y el cielo en el viaje,
confundí durante años el color de la bandera con el despegue de mi avión. Para mí,
Argentina estaba en ese cielo.
Recientemente viajé de nuevo, invitada para hablar en un festival literario. Emprendí ese
viaje con un miedo inmenso: ¿cómo recibirían un libro que habla de un país, siendo yo en
gran parte extranjera? Olvidé que Argentina es un país tan obsesionado consigo mismo, que
no hay nada que le guste más a un argentino que saber que hablan de uno. Hay un orgullo
extraño en su pregunta constante: ¿cómo nos ven desde allá? Y aún así, una enorme
generosidad en el diálogo. Hay orgullo nacional hasta en sus fracasos.
Son tiempos convulsos para un país con un 138% de inflación, y en el que 4 de cada 10
argentinos es pobre. Hay un candidato con muchas posibilidades de ser presidente que
habla con los espectros de sus perros y propone que los ciudadanos sin recursos vendan sus
órganos. Y pese a que se ha instalado la noción de desamparo, la ciudadanía llena cines,
teatros y las editoriales independientes se multiplican. La vitalidad cultural no cesa en una
situación extremadamente precaria que haría desfallecer a cualquiera.
Esa energía desborda hasta los espacios más insólitos. Me encontré hace unas semanas en
una charla sobre el exilio en la literatura junto con el poeta Santiago Sylvester y la artista
Monica Zwaig. Preveía, por el contexto político del momento, cierta gravedad al acto. Al fin y
al cabo, la número dos por el partido La Libertad Avanza, Victoria Villarruel, es una
negacionista del terrorismo de Estado en Argentina. Los tres ponentes estábamos, de una
manera u otra, atravesados directamente por la dictadura militar. Por el contrario, fue una
charla llena de risas y anécdotas. La sala se llenó de luz y algarabía al poder narrar con cierto
humor la sensación de desplazamiento, de extrañamiento e incluso del propio sentido del
ridículo que proporciona ser más o menos extranjero, más o menos europeo, más o menos
argentino en un lugar u otro. Leí a contemporáneos que hablaban con humor de cosas
impensables. Descubrí también otras maneras de narrar. Ese día acabamos brindando con
cerveza y pizza arrebujados en abrigos mientras caía la tarde en la avenida Corrientes. Como
para Cortázar, con el paisaje de Tilcara de tarde, de Paraná fragante no pude evitar empezar
a echar de menos, cuyo sinónimo allí es “extrañar”, ya en ese momento, ese diálogo, esa
apertura, esa energía.
Y ahí apareció la música de mi adolescencia. Luca Prodan, Sumo, su canción La rubia tarada,
en la que se retrata la hipocresía y la superficialidad, y el verso final “esta sí que es
Argentina”. Venga lo que venga en el futuro, siento que ahí estará la cultura para hacerle
frente.
¿Es posible apreciar la obra de un ‘monstruo’? Mi compleja relación con la obra de
Polanski
La atracción de la crítica Claire Dederer hacia las películas del director franco-polaco la
llevaba a cuestionar su propio feminismo. Hasta que captó que la biografía del autor
extiende una nueva tonalidad sobre nuestro juicio
CLAIRE DEDERER
31 OCT 2023 - 01:30 ART
He llamado “monstruos” a esos hombres y el resto del mundo lo ha hecho también. Pero
¿qué quería decir esa palabra?
Había ciertas cosas que me gustaban de ella: es una palabra descarada, varonil, testicular,
antigua. Es una palabra peluda, con dientes. Es una palabra que significa “algo que no te
gusta”. Para el diccionario es algo terrorífico, algo gigantesco, algo magnífico (“un monstruo
de las tablas”). (…)
[Pero] la palabra “monstruo” parecía cada vez más complicada y, al mismo tiempo,
demasiado simple, demasiado fácil. Empecé a rebelarme contra las restricciones de la
palabra y contra la manera en que (como un monstruo) se cargaba los matices. Un
monstruo, en ese sentido, es otra cosa. Un monstruo no soy yo, ni somos nosotros. Ser un
monstruo implica que la persona en cuestión es tan horrible que nunca podríamos ser como
ella. Como él.
Durante esa primera y amarga temporada del #MeToo, cuando las víctimas se apoyaban
entre ellas para hacer acopio de fuerzas y formulaban sus acusaciones, desfiló por la plaza
pública una procesión de monstruos en apariencia interminable. Empezamos a ver (aunque
siempre lo habíamos sabido) que esos hombres estaban en todas partes. Eso quería decir
que sus víctimas también estaban en todas partes. Cuanto más pensaba en las hordas de
víctimas silenciosas e invisibles, más me daba cuenta de que la palabra “monstruo” pone el
foco en el lugar equivocado. “Monstruo” mantiene el foco sobre ellos, sobre la megafauna
carismática que aspira todo el aire. Sería fácil hacer una lista de todos los monstruos y de
todas las cosas horribles que hicieron, pero ¿de qué serviría? ¿Llamarlos monstruos, escribir
sobre su monstruosidad y enumerar sus monstruosos pecados no era acaso una forma de
hacer que siguieran estando en el centro de la historia?
Yo misma era culpable de ello; al fin y al cabo, era yo la que seguía volviendo a Polanski una
y otra vez. Lo usaba como una especie de hombre de paja en mi último libro y volvía a dar
vueltas a su alrededor en este, convirtiéndolo en mi monstruo.
Me había preguntado, al principio, qué debíamos hacer con las obras de las personas
monstruosas. Pero, al pensar un poco más en ello, me di cuenta de que lo que buscaba no
era que alguien me prescribiera lo que debía hacer. He publicado dos libros de memorias, lo
que me convierte, supongo, en una memorialista, aunque esa es una etiqueta muy
incómoda. Como memorialista, he luchado durante años por separar la prescripción de la
descripción. Las buenas memorias describen la vida de quien las escribe; no le dicen al lector
lo que hacer con su propia vida. Me di cuenta de que ese mismo impulso operaba aquí: me
interesaba más diseccionar el problema que hallar para él una solución inequívoca. ¿Qué es
lo que ocurre cuando consumimos esa obra?
La palabra “monstruo” no aguanta bien frente a una curiosidad desapasionada como esa,
frente a un deseo así de entender. Empieza a parecer un poco tonta o exagerada. O,
digámoslo todo, histérica. Y nadie es únicamente un monstruo, claro. Las personas son
complejas. Llamar a alguien “monstruo” es reducirlo a un solo aspecto del yo. (…)
Me di cuenta de que, para mí, en todos aquellos años dedicados a pensar en Polanski, a
pensar en Woody Allen, a pensar en todos esos hombres complicados que me gustaban, la
palabra había adoptado un significado nuevo. Quería decir algo más matizado y algo más
elemental. Quería decir “alguien cuya conducta altera nuestra capacidad de entender la
obra por sí misma”.
Me acordé del mensaje de mi amigo crítico sobre Michael Jackson un par de semanas
después, cuando, desayunando en una cafetería, empezó a sonar I Want You Back, de los
Jackson 5. Bailoteé un poco en mi taburete, no pude evitarlo. Era justo como él había dicho:
costaba resistirse al tirón de la música flotando en el aire. Y, al mismo tiempo, había algo que
estropeaba el momento. Mientras ensartaba plácidamente pastelitos de patata con el
tenedor, tenía, de algún modo, la sensación de que algo horrible estaba pasando.
Así es como funciona la mancha. La biografía añade un matiz a la canción, que a su vez la
añade un matiz al instante luminoso de la cafetería. No lo decidimos nosotros ese matiz. No
decidimos nosotros la mancha. Ya es demasiado tarde. Lo impregna todo. Nuestra forma de
entender la obra ha adquirido una nueva tonalidad, nos guste o no.
La mácula de la obra es menos una decisión filosófica que una cuestión de pragmatismo, o
de simple realidad. Por eso la mancha es una metáfora tan poderosa: es repentina, es
permanente y, sobre todo, es inexorablemente real. La mancha es algo que simplemente
aparece. La mancha no es una elección. La mancha no es una decisión que tomamos. La
indelebilidad no es voluntaria. Cuando alguien dice que tenemos que separar la obra del
artista, lo que nos está pidiendo es que eliminemos la mancha. Que dejemos a la obra
inmaculada. Pero no es así como funcionan las manchas.
Claire Dederer (Seattle, EE UU, 1967) es periodista y crítica de libros. Este extracto es un
adelanto de Monstruos. ¿Se puede separar el autor de su obra?, de Península, que se publica
el próximo 2 de noviembre.
Este hombre ha sustituido el lenguaje articulado por el ruido ensordecedor de una motosierra.
Y le va bien. La cuchilla del aparato, si se fijan, imita la forma de una lengua de acero cuyo
motor, en vez de funcionar a base de materia gris, marcha a gasoil. He ahí una forma de
nihilismo frenético al que conducen inflaciones superiores al 100% y niveles de pobreza del
40%. Cuando el dinero de las nueve de la mañana vale menos de la mitad a las nueve de la
noche, no está uno para sutilezas retóricas, no está uno para que le den la chapa, está uno a las
nueve de la noche lleno de un ruido y una furia tales que no se le ocurriría, para arreglar el
mundo, tomar unas tijeras de podar rosales o formatear bonsáis. No está uno para matices. Y
eso es lo que ha presentido el listo este de Milei, que lo primero que ha cortado con la sierra
mecánica es el hilo que une a sus seguidores con el pensamiento racional. ¿Qué es eso, pues,
de que uno no pueda vender un riñón para acabar el mes? ¿Qué es eso de que el Estado tenga
que hacerse cargo de la educación o de la sanidad de los contribuyentes? ¿Qué es eso, incluso,
de contribuir en la financiación de las obras públicas o la investigación científica?
Libertadores
1 de noviembre de 202307:44
Ezequiel Fernández Moores
Sucedió el 13 de mayo de 1914. Según la leyenda, Carlos Alberto Fonseca Neto, único
mulato entre los blancos, sudó en pleno partido y se le corrió el polvo de arroz que
usaba para blanquear su piel. Los hinchas del América se burlaron gritándole “po de
arroz”. Lo graficó la telenovela “Lado a lado”, de la Globo en 2014. Allí, Carlos Alberto
se llama “Chico”. “¿Los negros juegan al fútbol? ¡Qué idea tan absurda!”, se queja su
compañero “Fernando”, blanco. Los negros no solo jugaban al fútbol. Terminaron
siendo fundamentales para convertir a Brasil en el máximo ganador de
Copas Mundiales. En “O pais do futebol”.
El notable músico Chico Buarque, uno de los hinchas más famosos de Fluminense,
revirtió con ironía la fama de elitista que aun distingue a su club. “Ser hincha de
Flamengo”, ironizó una vez Chico, “es demasiado fácil”. “Es como conmemorar el Día
del Árbol en el corazón de la Amazonia. En cambio, hinchar por Fluminense,
modestia aparte, requiere otros talentos. Precisa saber bailar sin batucada. Llorar o
reír sin nadie cerca”. Para Chico, el Fluminense actual es un equipo “irresistible”.
Otro hincha notable de “Flu” fue el dramaturgo pernambucano Nelson Rodrigues,
“profeta tricolor”, como lo llama el busto que lo homenajea en la sede de Laranjeiras.
Para él, el clásico Flamengo-Fluminense “ya existió cuarenta mil años antes de la
nada”. “El brasileño es un feriado”, “los idiotas de la objetividad” jamás entenderán
“los misterios del fútbol” y cualquier partido, aún el más miserable, “es digno de una
complejidad Shakesperiana”.
VÓRTICE DE ODIO
“Los excesos cometidos en nombre del deber de recordar son de tal magnitud que
apelaríamos gustosamente, tanto por razones de sentido común como de civismo, al
deber de olvidar. Pensemos por un instante en el desafortunado héroe de Borges,
Funes el memorioso, que precisamente no podía olvidar nada y que, por lo tanto, vivía
un infierno, incapaz de organizar el caos que retumbaba en su pobre cabeza. Lo mismo
sucede con un grupo humano: al no querer olvidar, se expone a confundir el presente
que vive con un falso presente, alucinatorio, que parasita al primero en nombre de las
ofensas no reparadas del pasado”.
Por lo tanto, creo que Israel sólo tiene una manera de erradicar a Hamás: matar a todos
los palestinos que viven en Gaza, en los territorios ocupados y también en otros
lugares: a todos, a todos, a todos, especialmente a los niños.
Después de todo, eso es lo que están haciendo, ¿verdad? Se llama genocidio, pero es
completamente racional.
Los gobiernos europeos, muy racionales, apoyan el genocidio; Macron ha dicho que le
gustaría participar en el genocidio con una coalición.
Scholz dijo que, dado que Alemania cometió genocidio en el pasado, ahora tiene el
deber de apoyar a quienes cometen genocidio hoy.
Hay algo monstruoso en las mentes de los palestinos que han vivido en el terror. Y hay
algo igualmente monstruoso en la mente de los israelíes.
Pero ¿cómo juzgar el comportamiento de los pueblos, cómo juzgar las explosiones de
violencia que se multiplican en la vida colectiva?
La razón ética está fuera de juego, porque la ética está totalmente borrada del
panorama colectivo de nuestro tiempo.
La ética es la valoración de la acción desde el punto de vista del bien del otro como
continuación de uno mismo. Pero en las condiciones de guerra generalizada en las que
se mueve la sociedad contemporánea, el otro es sólo enemigo: éste es el efecto de la
infección liberal-competitiva, y de la infección nacionalista: defensa del territorio físico
e imaginario significa guerra.
Israel reacciona a la brutal violencia de Hamás de una manera que puede o no ser
militarmente efectiva. Pero ciertamente no es políticamente eficaz.
El grupo gobernante de Israel es un grupo de mafiosos corruptos que han estado dando
un espectáculo durante años con su cinismo y oportunismo. Ahora se encuentran ante
una situación que ni siquiera habían imaginado y que excede sus facultades de
comprensión política.
Desde un punto de vista ético, Israel ha olvidado durante mucho tiempo, incluso desde
el comienzo de su existencia, que el otro tiene la misma humanidad que usted, tiene la
misma sensibilidad que usted y, naturalmente, tiene los mismos derechos que usted
tiene.
Pero también desde un punto de vista político, los israelíes están tomando medidas
que les resultarán terriblemente contraproducentes.
He leído las declaraciones de los políticos y soldados que gobiernan Israel: hablan de
animales humanos que hay que exterminar, hablan de cortar la electricidad, el
combustible, los alimentos y el agua a los habitantes de Gaza (dos millones y medio).
Hablan de ello y lo están haciendo.
Desde hace algún tiempo estoy convencido de que el único método cognitivo capaz de
comprender la cadena de violencia que se desarrolla en Oriente Medio, y en gran parte
del mundo, es el del psicoanálisis, el de la psicopatogenealogía.
Lo que está sucediendo ahora en Oriente Medio no es más que el último eslabón de
una cadena que comienza con la Primera Guerra Mundial, la derrota de los alemanes y
el castigo infligido al pueblo alemán por franceses e ingleses en el Congreso de
Versalles, en 1919. La opresión y la humillación empujaron al pueblo alemán a buscar
venganza: ese deseo de venganza se materializó en Adolf Hitler. Los judíos fueron la
víctima elegida, acusados sin motivo alguno de haber provocado la derrota de 1918.
La humillación sufrida a manos de los nazis requirió una compensación psíquica, y esta
compensación es la persecución y el exterminio del pueblo palestino.
¿Podemos pensar que incluso en el caso de una victoria militar israelí después de
decenas de miles de muertes palestinas e israelíes, la dialéctica política podrá
continuar en el Estado de Israel?
Sólo la mirada clínica puede comprender, pero no creo que pueda curar. Estamos ante
una psicosis masiva con un poder de contagio muy alto.
Lo primero que debemos hacer es eludir el contagio, evitar acabar como los políticos
israelíes que gritan frases de borracho para calmar su ansiedad.
Pero también necesitamos producir una vacuna cultural y psíquica contra el contagio,
y esta tarea que el psicoanálisis no pudo realizar en el siglo pasado es la tarea que
tenemos por delante, si no es demasiado tarde.
JUEVES, OCTUBRE 26, 2023
“La vida contemporánea” [Discurso al recibir el Premio Nobel], de Albert Camus
Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o
quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer vuestra decisión me fue imposible no
comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven
todavía, rico sólo de sus dudas, con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir
en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie
de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado
de espíritu podía recibir ese honor a tiempo que, en tantas partes, otros escritores,
algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo
tiempo, su tierra natal conoce incesantes desdichas?
Sinceramente he sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior
me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto generoso. Y como era
imposible igualarme a él con el solo apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor,
para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las
circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del
escritor. Permítanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que
les diga, con la sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima
de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario es porque no me separa de
nadie, y me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una
diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres,
ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al
artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y
aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas, porque se sentían
distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que
confesando su semejanza con todos.
Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin recurso, como
todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido
el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga
a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a
mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y
la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que
tenían veinte años a tiempo de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros
procesos revolucionarios. Y que para completar su educación se vieron enfrentados
luego a la guerra de España, la Segunda Guerra Mundial, el universo de los campos
de concentración, la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a
orientar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear.
Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que
debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que,
por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han
lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de nosotros, en mi
país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista
de una legitimidad.
Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer
una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que
se agita en nuestra historia.
Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe,
sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en
impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que
se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos,
y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo
todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al
servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en sí misma y a su
alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye
la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el
que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el imperio de la
muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar
entre las naciones una paz que no sea la de servidumbre, reconciliar de nuevo el
trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la
Alianza.
No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo
cierto sí es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble
apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir
sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera
que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda
aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acaban de hacerme.
¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas
lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de
conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos
avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado
nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en
conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mí, necesito decir
una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de
ser, a la vida libre en que he crecido. Pero, aunque esa nostalgia explique muchos de
mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor
mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres
silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el
recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a
vivir.
Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos límites, a mis dudas y también
a mi fe difícil, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y
generosidad de la distinción que acaban de hacerme. Más libre también para decirles
que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo
combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y
persecuciones. Sólo me resta dales las gracias, desde el fondo de mi corazón, y
hacerles públicamente, en prenda de personal gratitud, la misma y vieja promesa de
fidelidad que cada verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los
días.