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A día de hoy podría decirse que China tiene dos capitales, Pekín y
Taipéi, sin que esta afirmación sea del todo falsa. Desde 1949, año
generalmente admitido como el fin de la guerra civil china, conviven
una República Popular y una República a secas. Ese mismo año en el
que el líder del bando comunista Mao Zedong exclamaba que “el
pueblo chino se ha puesto en pie”, las tropas republicanas se
refugiaban en Taiwán esperando al momento propicio para
reconquistar la China continental que habían perdido en la guerra.
Ese momento nunca llegó, y durante los últimos setenta años ambos
sistemas políticos —herederos, según su narrativa, de la historia,
cultura y civilización chinas— han sobrevivido distantes el uno del otro.
Mientras la China continental crecía hasta convertirse en una de las
mayores potencias globales, Taiwán —un archipiélago compuesto por
la isla de Formosa, el archipiélago de Pescadores y las islas Matsu y
Kinmen— ha evolucionado de manera diferente.
La historia no olvida
Desde 1949, Taiwán ha tenido tres opciones, cada una con importantes
consecuencias. En primer lugar, podía embarcarse en la reconquista de
China, una opción que fue perdiendo fuerza a medida que pasaban los
años y la China popular se hacía con más apoyo exterior y aumentaba
su poderío económico y militar. En segundo lugar, podría optar por la
independencia de iure de China y la refundación de Taiwán tras
renunciar a ser la legítima China. Por último, existe la posibilidad de la
incorporación del territorio a la China popular, ya sea por anexión o
por una fórmula pactada como la de “un país, dos sistemas” practicada
en Hong Kong y Macao.
Gran parte de la riqueza china se encuentra en sus costas, donde están
localizados casi la mitad de los veinte puertos más importantes del
mundo. Controlar Taiwán es fundamental en la estrategia china de
salida al mar.
Entre 1945 y 1996, la isla quedó bajo el mando autoritario de Chiang
Kai-shek —hasta 1975— y después el de su hijo, Chiang Ching-kuo.
Durante esos años, la minoría nacida en el continente gobernaba sobre
los nativos taiwaneses a través del Kuomintang, el partido único. Las
libertades de prensa, reunión y asociación estaban restringidas, y la
censura imperaba en las publicaciones. La represión del Gobierno en
incidentes como el del 28 de febrero de 1947 (conocido como “228”) le
granjeó a este periodo el sobrenombre de Terror Blanco.
Al otro lado del estrecho, China no puede sentirse segura sin someter a
Taiwán bajo su control, puesto que lo ha dibujado siempre como una
parte tan suya como lo es el mismo Pekín. Para China, la reunificación
no solo culminaría la victoria de la guerra civil, sino que eliminaría a un
enemigo molesto asentado tan cerca de sus fronteras. Además, no
controlar Taiwán le supone un obstáculo a nivel comercial, puesto que
el archipiélago se encuentra entre Shanghái y Hong Kong, los puertos
más importantes de China y dos de los más importantes del globo.
El mar de la China Meridional es un lugar disputado entre los países que son bañados por él. El
argumento de China es que le pertenece “históricamente”, y las fronteras que reclaman se basan
en la Línea de nueve puntos: una silueta con forma de lengua que también incluye a Taiwán.
Dejar marchar a Taiwán también permitiría una mayor presencia de
Estados Unidos en la región. Si China no puede dejar a Taiwán seguir
campando a sus anchas, Estados Unidos tampoco puede permitirse
abandonar a este aliado. Ya desde los años 50 y salvo puntuales
momentos de acercamiento, la tensión militar en el estrecho de Taiwán
ha sido constante, provocando importantes crisis en 1954, 1955 y 1958.
La última de estas crisis, en 1996, casi lleva a Estados Unidos a la
guerra con China. Ahora, a raíz del despegar económico de China,
Taiwán ha retornado a la lista de prioridades estratégicas de
Washington. La alianza con Taiwán cobra aún más relevancia teniendo
en cuenta los reclamos de Pekín en el mar de la China Meridional y las
ventajas que tendría el control de esta zona en términos de acceso a
reservas de hidrocarburos y a las líneas de comercio.