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Un abrazo, por favor

Por: Alberto Salcedo Ramos

Un abrazo es lo que más cuesta y lo que menos vale.

Lo que más cuesta porque somos timoratos, porque andamos prevenidos, porque tememos
parecer cursis o empalagosos. Además creemos que revelar el afecto duele.

Y lo que menos vale porque lo hemos convertido en una simple muletilla social, una estampilla
que pegamos mecánicamente al final de nuestras cartas, sea quien sea el destinatario.

“Un abrazo”, escribimos al rematar el mail. “Un abrazo”, anotamos en el muro del cumpleañero
anónimo en Facebook. “Un abrazo”, le decimos a nuestro interlocutor telefónico.

Obsequiarle abrazos al corresponsal lejano es fácil. Lo difícil es dárselos en persona al tío más
allegado. Somos diligentes para el mimo exhibicionista en las comunidades virtuales y melindrosos
cuando estamos a solas con el prójimo. Para abrazar de verdad hay que desnudar el alma.
Entonces preferimos la distancia, porque así el abrazo se transforma en un formulismo cómodo.

A veces me pregunto si Whatsapp no sería inventado por un negociante lúcido tras observar que
hoy la gente solo sabe abrazarse desde lejos. Muchos han llegado al colmo de mandarle abrazos
orales a la persona con la cual están conversando frente a frente.

— Hasta luego. Un abrazo –le espetan ahí, a medio metro de distancia.

Otros llevan siempre a la mano una tabla Excel en la cual están ya predeterminados los abrazos
que van a dar a lo largo de su vida: uno para el vecino el 31 de diciembre a las doce de la noche,
uno para la tía-abuela Magnolia en sus bodas de oro, uno para el compadre si sale vivo de la
Unidad de Cuidados Intensivos.

Formalismos, puros formalismos. Abrazar de verdad es una experiencia muy honda, no un asunto
relacionado con protocolos. Si abrazamos a todo el mundo de dientes para afuera al final no
abrazamos a nadie del pecho hacia adentro, ni siquiera a la gente a la cual queremos.

En este punto recuerdo una caricatura de Roberto Fontanarrosa sobre unos esposos sentados en
la tribuna del estadio:

— A mí el fútbol no me gusta –advierte la señora–, pero yo insisto en venir a la cancha a ver si en


una de esas hay un gol y mi marido me abraza.

También recuerdo un pasaje del libro Lo que no tiene nombre. En él la autora, Piedad Bonnett,
cuenta que varios intelectuales fueron torpes para darle el pésame por la muerte de su hijo. Según
ella, los intelectuales se inhiben en la expresión del sentimiento por miedo al ridículo. “No saben
abrazar”, sentenció. En cambio el albañil de su casa le expresó sin dificultades unas palabras
afectuosas que la hicieron sentir abrazada.

No creo que la inhibición sea exclusiva de los intelectuales, pero le concedo razón a Piedad
Bonnett en que los abrazos van mucho más allá del contacto físico: se sienten en nuestras
palabras, en nuestro trato. Olvidemos la maña de repartir abrazos demagógicos entre extraños, y
aprendamos a abrazar de verdad a los seres amados.
A mí, por fortuna, mi madre me enseñó a tiempo que los brazos, pesados como plomo cuando
están comandados por los prejuicios, se vuelven alas gráciles cuando solo le hacen caso al amor.

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