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Lacan en Sainte-Anne

Catherine Lazarus-Matet y François Leguil

"No aprobaba jamá s que utilizá ramos un saber general para legitimizar
una decisió n de cura que no tuviera en cuenta la particularidad del caso".

Durante varias decenas de añ os, Jacques Lacan iba al hospital Sainte-Anne, con regularidad, dos
veces por mes, con el fin de entrevistarse con un enfermo en presencia de un auditorio de alumnos.
É l reconocía haber heredado esta prá ctica de los psiquiatras que lo habían formado antes y
asumiendo sin tapujos esa herencia clá sica, haciendo no obstante la elecció n de la clínica del caso,
contra la tradició n del cuadro [clínico]. Le rinde homenaje, en "El atolondradicho", por el favor que
los míos y yo hemos recibido en un trabajo del que indicaré lo que él sabía hacer, es decir, pasar a la
presentació n[1].

François Leguil Una tan larga obstinació n intriga, tanto má s cuanto que durante los ú ltimos dos
decenios, de 1960 a 1980, fue contemporá neo del despliegue de las protestas mayores por parte de
los alienistas de la medicina de las cosas mentales. Sin aparentemente hacer mucho caso de esas
fracturas, desatender la denuncia mayoritaria de la vanidad de un aparato de conocimientos
derrotado, sospechoso de asentar lo exorbitante de su poder en las lecciones de animosidad de una
desaprobació n pú blica reprochá ndole no usar el anfiteatro, Lacan se encaraba con el gran nú mero
de sus propios discípulos.

En el círculo de su Escuela, la molestia iba hasta la animosidad de una desaprobació n pú blica que le
reprochaba no haberse "sentido interesado en interrogarse" sobre "la prá ctica de las
presentaciones de enfermos"; de haber buscado "de la manera má s clá sica los ejemplos propios
para justificar su interpretació n de los casos", de aportar "a pesar de él su garantía en una prá ctica
psiquiá trica tradicional donde el paciente sirve de manera primera al discurso, en el que lo que se le
demanda es venir a ilustrar un punto de teoría sin que esa ilustració n sirva en lo má s mínimo a sus
intereses".[2]

Cuestió n de detalle

El extrañ o provecho que nosotros podemos sacar de esta pesada diatriba, es que enumera en una
serie mentirosa el reverso preciso de lo que era, en su verdadero detalle, la prá ctica hospitalaria de
Lacan, testimonio de su modestia científica, de su investigació n de una relació n específica e
irremplazable de la verdad en cuestió n en la clínica.

É l no cesaba de interrogarse sobre el alcance de su venida, cuestionando sin aflojar a los médicos
tratantes sobre los enfermos que le eran presentados; en la entrevista que tenía con nosotros antes,
reclamaba que se le aclarara las razones de la elecció n de tal o cual [enfermo], que no se tuviera
ningú n misterio respecto a lo que esperá bamos de su encuentro con él, que se le contara lo que
habíamos hecho, lo que queríamos hacer.

Para la anamnesis, Lacan desalentaba de mil y una manera –pintorescas unas veces, otras tajante-
las tentativas de reducir una historia clínica a lo que él mismo había conceptualizado en sus
Escritos y sus Seminarios. No aprobaba jamá s que utilizá ramos un saber general para legitimar una
decisió n de cura que no tuviera en cuenta la particularidad del caso. Lacan quería que hiciéramos
en nuestras respuestas, regañ ando a aquel que se contentaba de un "cuento prescribir
medicamentos", aprobando luego radiante, ese otro que salía con un "voy a cuidarlo" o "voy a
hacerlo salir para confiá rselo a sus familiares".
Finalmente, él interrogaba prá cticamente a cada vez, de esta manera, con todos aquellos y aquellas
con quién se había entrevistado. Llamaba por teléfono a los internos, los solicitaba en el hospital, en
su casa, pedía que se le comunicara la "direcció n" de un médico de provincia que ejerciera lejos de
París. Lacan se inquietaba por el futuro de los enfermos; se asombraba con un acontecimiento, se
informaba sobre una agravació n, verificaba el lugar cuidadoso de sus consejos; se alegraba de que
los siguieran, bromeaba cuando no los seguían.

Una singular precisió n

¿Era o no preciso calcular para que éste eligiera la calderería y no seleccionara la pastelería para la
cual evidentemente no estaba hecho? ¿Podíamos evitar mezclarnos en el saber si tal debía dejar a
su amante o conservarlo aú n? ¿Debíamos intervenir para que este médico perseguido y peligroso
no ejerza má s sin ningú n freno? ¿Nos correspondía decir si una licenciatura en letras le convendría
mejor a una joven mujer má s que la entrada en una administració n que sus padres le habían
programado desde hacía mucho tiempo? ¿Teníamos el derecho de ignorar que el nacimiento de un
niñ o estropearía probablemente a tal alucinado, angustiado por su deseo de paternidad? ¿Teníamos
fundamentos para desear que dejen el hospital aquellos para quienes no capturá bamos aun
claramente el verdadero motivo que los había hecho entrar?

Catherine Lazarus-Matet Esos interrogantes aparecen siempre en un lugar de cuidados:


observá bamos que Lacan los estimaba, que se detenía, que nos reencaminaba cuando pretendíamos
cambiar de actitud, que nos invitaba a descubrirnos, a descubrir que no nos dejaba solos, tomando
él mismo el riesgo concreto de equivocarse, de deber explicarse con el paciente, ya que
frecuentemente pasaba que lo veía de nuevo en una entrevista menos pú blica.

Su atenció n a lo que otros clínicos dedicados de la época, tenían por minucias se manifestaba
también en respuestas luminosas o desconcertantes, enigmá ticas en su singular precisió n –"Y sobre
todo que no vuelva má s nunca a Sarcelles!". El refuerzo que aportaba al partido que tomá bamos si
lo encontraba congruente, su perplejidad daba a considerar, en cambio, que no hacía suya nuestra
decisió n y, hasta el término de su venida, la memoria que conservaba de los hechos menudos que
revelaban su dilecció n por las personas, por sus asuntos ordinarios, no era fingida. Nosotros
sentíamos en esa ausencia de afectació n que nada en ese hombre era má s hostil que la explotació n
de un sufrimiento convertido en espectá culo.

Compartir los riesgos

Yendo al hospital, Jacques Lacan sabía del ardor y sospechaba seguramente de la diligencia de los
médicos que, ligados a él de una manera o de otra, preparaban su visita, afilando visiblemente un
poco demasiado sus preguntas –"tenga confianza en su médico, es un joven que está al corriente",
dirá con una gentil ironía a un enfermo- pero comprometidos día a día en la estricta aventura que lo
mantenía capturados con la adversidad del paciente que le proponían hacerle entrevistar. Un
compartir los riesgos, una circulació n ininterrumpida de las apuestas, una difusió n de las
transferencias, explicaban la solidaridad de la pequeñ a y cambiante colectividad que formá bamos –
externos, internos, asistentes-, evaluando nuestra suerte sorprendente de estar allí a la espera cada
quince días.

Pensá bamos conocer una parte de su intenció n, aquella de interrogar la clínica en su nacimiento
recomenzado, sobre esa línea frontal inconcebible entre una psiquiatría naufragante y el
psicoaná lisis cuya aplicació n como tratamiento no se concibe sino por las palabras pronunciadas o
escuchadas por tal o cual sujeto. Advertimos que, desde el comienzo de los añ os sesenta, él se había
claramente explicado en su seminario: "si el clínico que presenta no sabe má s que la mitad del
síntoma… es él quien tiene la tarea, de que no haya presentació n de enfermos sino diá logo de dos
personas y [debe saber] que sin esa segunda persona no habrá síntoma acabado…aquel que no
parta de allí está condenado a dejar a la clínica psiquiá trica estancada en las vías en las que la
doctrina debería ver la salida".[3]

No apelaremos a ninguna idea de caballería o del combate militante pero, frescos y afilados, nos
encontrá bamos comprometidos en una famosa y ú nica empresa de relevos de la vocació n de la
palabra y de recursos de la verdad en la clínica. Leíamos a Henry Ey que diagnosticaba, desde 1945,
la decadencia de la psiquiatría francesa, está bamos entristecidos por las falsas modernidades y las
dulces pamplinas de la reacció n anti-psiquiá trica, irritados por las palinodias terminales de las
corrientes institucionales, constatá bamos la prosperidad de las vulgaridades de la pretensió n
quimioterapéutica y he aquí que a días fijos Lacan se desplazaba y testimoniaba bajo nuestros ojos
de su "fidelidad a la envoltura formal del síntoma", ofreciendo a quien aceptara el gusto de la traza
que "se vuelve a contrapelo efectos de creació n"[4].

Es verdad, el equivalente del amor relevaba el deber o el interés que nuestra pasió n esclarecía.
Lacan se las arreglaba para hacer de su presentació n la ocasió n persistente de un trabajo y de una
investigació n inesperada en el asilo. Después de haberle hablado del caso, después de haber
respondido a dos o tres preguntas que él planteaba en retorno, lo acompañ á bamos junto al
paciente, que siempre saludaba con mucho diligencia. En el momento de entrar en la sala donde
esperaba el pú blico, un pellizco recordaba que no se sabía có mo eso iba a "tomar forma" ni cuales
exploraciones imprevistas iban a hacernos perder.

Confesémoslo sin preocuparnos de la rechifla y de los burlones: Lacan no nos parecía entonces un
sujeto-supuesto-saber, sino el ú nico, segú n nosotros, que justificaba que depositá ramos en sus
manos el drama de la locura humana. Con el corazó n demasiado comprometido, no
ambicioná bamos un conocimiento, pero advertíamos el acontecimiento que [él provocaba] al
agenciar de otro modo la historia de una vida, cargada de diversas calamidades. Pensá bamos que si
el paciente consentía en salir de lo que Foucault nombraba tan bien "las regiones del silencio"[5], el
acontecimiento tendría lugar porque Lacan no apostaba a la palabra sino para ir al hecho, sin
consideració n con el camuflaje humanista que quiere olvidar que el hospital permanece siendo un
lugar de proscripció n.

Solemnidad sin pompa

Pasada la primera alarma, parecía bien que el pú blico estuviese allí para habitar ese desierto y
tomar parte en ese rechazo de la obscenidad de un psicoaná lisis trabajando en el asilo con la
ambició n de convencer a cada uno de las virtudes inoxidables del coloquio singular. La pequeñ a
locura de los auditores hubiera podido parecernos impía en su ignorancia de lo que acabá bamos de
contarle a Lacan; Y por tanto, adiviná bamos que su presencia casi torpe, má s intimidada que
impresionante, testimoniaba que era preciso alcanzar el pudor el escrutinio de una solemnidad sin
pompa porque las cuestiones emergidas eran las del destino de una persona.

El estilo de Lacan en su presentació n enseñ aba que lo trá gico de la clínica está en la ausencia de
salida de la dificultad de vivir. Así, él no buscaba y no intentaba tampoco alcanzar el misterio de su
interlocució n por el lamento comprensivo de su infortunio. Inmediatamente sentado, Lacan estaba
solo con él, nosotros no contá bamos má s. Con el pú blico, adiviná bamos que no está bamos má s que
en la margen de lo que iba a pasar, que no aprehenderíamos má s que migajas, cada uno las suyas,
que la transmisió n no se efectuaba igual para uno y para el otro. Lacan no dictaba allí un curso, no
exponía nada má s que a sí mismo al pié del muro, no tomaba a nadie como testigo, ni pedía auxilio.

Lacan en Sainte-Anne Un enigma pronunciable

Lacan hablaba con el otro, frecuentemente durante largo tiempo. Su estilo conservaba aú n los
acentos que él había querido introducir en la psiquiatría de antes de la guerra y que nombraba
bellamente cuando veía a Aimée: "destornillar sin orden ni concierto"[6]. El cuestionario era
simple, denso porque era sobrio, firme pero dó cil a las posiciones subjetivas del otro, imposible
entonces de imitar, con, en el momento de las confidencias má s costosas, la irradiació n de un tacto,
y, en el rechazo permanente de la aflicció n, una generosidad que hacía soñ ar con la gran serenidad
de un diá logo espinosista.

Con el enfermo que enrolaba casi a cada paso en la bú squeda del saber, sobre la pista de las
particularidades simbó licas que permitieran de cernir mejor la causa, Lacan hacía de su ejercicio el
acto propicio para el surgimiento de un efecto de verdad que cambie a veces el dato. Muy pocas
explicaciones venían a concluir pero un mandato implícito modificaba frecuentemente nuestro
sentimiento sobre el futuro de un sujeto puesto por primera vez en la perspectiva de un enigma
pronunciable. Acontecía que para el paciente el acontecimiento no fue má s la hospitalizació n, sino
que en la hospitalizació n en el encuentro con Lacan, que concibió diferentemente la fatalidad de su
queja, y en esa nueva soldadura de la trama de su vida le aparece entonces la paradoja fugitiva de
una enunciació n que lo hacía responsable de aquello que pensaba no ser má s que el efecto
catastró fico. ¿Lo asumirá ? Es otro asunto: Lacan no se declaraba taumaturgo.

La pequeñ a voz de la razó n

Punto en el que el flujo se vuelve un reflujo, la presentació n no hace renacer la esperanza pero un
poco de calma luz, con la idea de que lo inexorable nombre el desconocimiento de un determinismo
inconsciente. Una apertura, en suma, a la pequeñ a voz de la razó n de la que habla Freud, tan bá sica
que no es escuchada, pero que no cesa de no escucharse.

Por su manera de estar con el otro y de decir, Lacan no permitía que su presentació n se prestara a
la constitució n de un cuadro, ni que una mirada se imponga, encuentre su refugio y pretenda poner
el sujeto en reposo. Ninguna puesta en serie del caso era creíble a partir de ese ejercicio riguroso
pero continuamente aventurado. Una entrevista se acababa, la historia comenzaba.

Nuestra memoria nos ofrece como ejemplo el recuerdo de un día en el que tal mujer testimonia de
su confusió n. Rebelde, concediendo poco, respondiendo a Lacan como si se blandiera un noli
tangere, hela aquí que después de un pavor [se encuentra desarticulada]. El drama, de hecho,
aparece; en el servicio, el día después, la sintomatología de su desconcierto se vuelve tan
inquietante que conforta, en un joven médico que la trata, la reticencia que él nutría frente a la
presentació n. Pero, aunque desorientada y sorprendida, pudo escuchá rsele pedir: "voy a ver de
nuevo al doctor de la otra vez; he olvidado decirle algo".

Traducció n: Mario Elkin Ramírez.

Notas
1- Jacques Lacan, "El atolondradicho", en Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 449.
2- Mannoni, M., citada por Miller, J.-A., in "Enseñ anza de la presentació n de enfermos", La
conversation d’Arcachon, París, Agalma, 1997, p. 291.
3- Jacques Lacan, El Seminario, "Problemas cruciales del psicoaná lisis", sesió n del 5 de mayo
1965, inédito.
4- Jacques Lacan, "De nuestros antecedentes", Escritos, París, Seuil, 1966, p. 66.
5- Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, París, Gallimard, 1972, p. 549.
6- Jacques Lacan, De la psicosis paranóica en sus relaciones con la personalidad, París, Seuil,
1975, p. 213.

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