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4ta lectura
REGALO DE QUINCE AÑOS
«El día que mi hija Milagros nació, en verdad no sentí gran alegría porque había querido con mucha ansiedad un varón. A los dos días de haber nacido, fui a buscar a mis dos mujeres, una pálida y aún decaída del parto y la otra radiante y dormilona. En pocos días me dejé cautivar por la sonrisa de Milagros y por su mirada penetrante: fue entonces cuando empecé a amarla con locura: su carita, su sonrisa y su mirada no se apartaban ni un instante de mi pensamiento». Este relato era contado a menudo por Rodolfo, el padre orgulloso de Milagros. Yo también sentía gran afecto por la niña, que le daba tanta alegría a su padre. Una tarde nos fuimos mi familia y la de Rodolfo al campo para un día de campo a la orilla de una laguna. La niña entabló una conversación con su papá, todos escuchábamos: -Papi, cuando cumpla quince años, ¿cuál será mi regalo? -Pero, mi amor, ¡si apenas tienes diez años! ¿No te parece que falta mucho para esa fecha? -Bueno, Papi, tú siempre dices que el tiempo pasa volando, aunque yo nunca lo he visto por aquí. La conversación se extendía y todos participamos en ella. Al caer el sol regresamos a nuestras casas. Unos años más tarde, una mañana me encontré con Rodolfo en frente del colegio donde estudiaba su hija quien ya tenía catorce años. El hombre se veía muy contento y la sonrisa no se apartaba de su rostro. Con gran orgullo me mostró el registro de calificaciones de Milagros, eran notas impresionantes, ninguna bajaba de veinte y los comentarios que habían escrito sus profesores eran realmente conmovedoras. Felicité al dichoso padre y le invité a tomar un café conmigo. Fue un domingo por la mañana camino a la iglesia, cuando Milagros tropezó con algo, eso creíamos todos, y dio un traspié. Su papá la agarró de inmediato para que no cayera. Ya sentados en la iglesia, vimos como Milagros fue cayendo lentamente sobre el banco y casi perdió el conocimiento. La tomé en brazos mientras su padre buscaba un taxi y la llevamos al hospital. Después de varios días de análisis exhaustivos le informaron a Rodolfo que su hija padecía de una grave enfermedad a los riñones y que tenía que quedarse hospitalizada por un tiempo. Rodolfo renunció a su trabajo para dedicarse al cuidado de Milagros; su madre había querido hacerlo, pero decidieron que ella trabajaría, pues sus ingresos eran superiores a los de él. Una mañana Rodolfo estaba al lado de la cama de su hija cuando ella le preguntó: - ¿Voy a morir, no es cierto? -No, mi amor, no vas a morir. Estoy muy confiado en que vivirás una vida larga y feliz. No muy convencida de la respuesta de su papá, Milagros siguió preguntando: -Cuando me muera, ¿dónde voy a estar? ¿Podré verlos a ustedes, a ti y a mami? ¿Podré volar encima de los árboles? -Preciosa, -respondió el papá- no sé mucho del más allá, pero sé que existe, y que todo es perfecto allá, porque allá reina el amor. Si yo muriera, pediría que me sea permitido comunicarme contigo, aunque sea por medio de un suave viento que roce tu cara y una brisa fresca que bese tus mejillas. Ese mismo día por la tarde, los médicos le comunicaron a Rodolfo que Milagros estaba muy grave y que necesitaría un nuevo riñón, porque los de ella no resistirían sino unos quince o veinte días más. ¡Un riñón! ¿Dónde hallar tan rápido un riñón? ¿Lo vendían en la farmacia acaso o en el supermercado? Ese mismo mes Milagros cumpliría sus quince años. Fue el viernes por la tarde que consiguieron un donante, las cosas iban a cambiar. El domingo por la tarde, Milagros ya estaba operada. Todo salió como los médicos lo habían planeado. ¡Un éxito total! Sin embargo, en los últimos días antes de la operación, ni en los días después de la operación Rodolfo había ido a visitar a Milagros. «Ahora que todo está bien, seguro que mi papá ha vuelto a trabajar», pensaba. Por dos semanas más Milagros se quedó en el hospital. Al llegar a casa su mamá la espera con lágrimas en los ojos y una carta en las manos. Era de su papá y decía: «Mi gran amor: Al momento de leer esta carta debes tener ya quince años. No puedes imaginarte ni remotamente cuánto lamento no estar sentado a tu lado en este instante. Cuando supe que ibas a morir, porque nos era imposible conseguir un donante a tiempo, decidí dar respuesta a una pregunta que me hiciste cuando tenías diez años. Decidí hacerte un regalo muy especial, iba a darte un riñón mío. Pero los médicos me advirtieron que sería muy riesgoso, ya que por mi edad avanzada y mi estado de salud muy debilitado, tal vez yo no iba a resistir a la operación. Tenía que hacerlo, aun sabiendo que tal vez tendría que dar mi vida para que tú vivas. Lo hice con alegría, y sólo te pido que vivas una vida plena. Te amo». Milagros lloró todo el día y toda la noche. Al día siguiente fue al cementerio y se sentó sobre la tumba de su papá, lloró como nadie lo ha hecho y susurró: «Papi, ahora puedo comprender cuánto me amas, yo también te amo, aunque pocas veces te lo haya dicho». En ese instante las copas de los árboles se movieron suavemente, cayeron algunas flores y una suave brisa rozó las mejillas de Milagros. Alzó la mirada al cielo, se levantó y tuvo paz en su corazón. Stephen S.