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CAPÍTULO 1

La moral

Es mejor ser Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho;


es mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho. Y
si el tonto o el cerdo son de una opinión distinta, es porque
sólo conocen un lado del asunto: el suyo. La otra parte, para
poder comparar, conoce ambos lados.

John Stuart Mill

Nos equivocamos respecto al sentido de la moral. Su verdadera


función no es castigar, reprimir, condenar. Para eso ya están los
tribunales, la policía, las cárceles, y nadie vería en ellos una moral.
Sócrates muere en prisión y, sin embargo, es más libre que sus
jueces. Aquí es, quizá, donde comienza la filosofía. Aquí es, quizá,
donde empieza, para cada uno de nosotros, la moral, y donde
siempre vuelve a empezar: allí donde no es posible castigo alguno,
allí donde ninguna represión es eficaz, allí donde ninguna condena,
siempre exterior, es necesaria. La moral empieza en el momento en
que somos libres: es esta libertad misma en su juzgarse y regirse a
sí misma.
Te encantaría robar tal disco o tal vestido en un centro
comercial… Pero un vigilante te observa, o hay un sistema
electrónico de seguridad o, simplemente, temes que te detengan,
que te castiguen, que te condenen… Esto no es honestidad; es
cálculo. Esto no es moral; es precaución. El miedo al policía es lo
contrario de la virtud o, en todo caso, no es más que la virtud de la
prudencia.
Imagínate, por el contrario, que poseas ese anillo del que habla
Platón, el famoso anillo de Giges, que pudiera hacerte invisible
cuando quisieras… Es un anillo mágico que un pastor encuentra por
casualidad. Basta con girar el engaste hacia el interior de la mano
para volverse completamente invisible, recuperando la visibilidad al
girarlo hacia el exterior… Giges, que anteriormente pasaba por ser
un hombre honesto, no supo resistirse a las tentaciones de este
anillo: aprovechó sus poderes mágicos para entrar en palacio,
seducir a la reina, asesinar al rey, hacerse con el poder y ejercerlo
únicamente en su propio beneficio… En La República, el que cuenta
esta historia concluye que el bueno y el malo, o supuestamente
tales, sólo se distinguen por la prudencia o la hipocresía, o, dicho de
otro modo, por la distinta importancia que dan a la mirada del otro, o
por su mayor o menor habilidad para ocultarse… Si el uno y el otro
poseyeran el anillo de Giges, ya nada los distinguiría: «Los dos
perseguirían el mismo fin». Esto equivale a sugerir que la moral no
es sino una ilusión, una mentira, un miedo disfrazado de virtud.
Basta con poder volverse invisible para que desaparezca toda
prohibición, no quedando entonces más que la persecución, por
cada cual, de su placer o de su interés egoístas.
¿Es esto verdad? Platón, naturalmente, está convencido de lo
contrario. Pero nadie está obligado a ser platónico… Para ti, la única
respuesta válida está en ti mismo. Imagínate, a modo de
experimento, que estés en posesión de ese anillo. ¿Qué harías?
¿Qué no harías? ¿Seguirías, por ejemplo, respetando la propiedad
de otro, su intimidad, sus secretos, su libertad, su dignidad, su vida?
Nadie puede responder por ti: esta pregunta sólo te concierne a ti,
pero te concierne por entero. Todo aquello que no haces pero que te
permitirías hacer, en caso de ser invisible, habla menos de la moral
que de la prudencia o de la hipocresía. En cambio, lo que, aun
siendo invisible, seguirías imponiéndote o prohibiéndote, y no por
interés sino por deber, sólo esto es propiamente moral. Tu alma
tiene su piedra de toque. Tu moral tiene su piedra de toque, donde
tú te juzgas a ti mismo. ¿Tu moral? Lo que te exiges a ti mismo, no
en función de la mirada del otro o de tal o cual amenaza exterior,
sino en nombre de determinada concepción del bien y del mal, del
deber y de lo prohibido, de lo admisible y de lo inadmisible, de la
humanidad y de ti mismo. Concretamente: el conjunto de reglas a
las que tú te someterías, incluso si fueras invisible e invencible.
¿Es esto mucho? ¿Es poco? Es decisión tuya. ¿Estarías
dispuesto por ejemplo, de poder volverte invisible, a hacer que
condenasen a un inocente, a traicionar a un amigo, a martirizar a un
niño, a violar, a torturar, a asesinar? La respuesta sólo depende de
ti; moralmente, tú no dependes más que de tu respuesta. ¿No tienes
el anillo? Esto no te exime de reflexionar, de juzgar, de actuar. Si
hay una diferencia real entre un canalla y un hombre honesto, es
que la mirada de los otros no lo es todo, que la prudencia no lo es
todo. Ésta es la apuesta de la moral y su soledad última: toda moral
es relación con el otro, pero es una relación de sí mismo consigo
mismo. Obrar moralmente es tomar en consideración los intereses
del otro, ciertamente, pero «a espaldas de los dioses y de los
hombres», como dice Platón, o, dicho de otro modo, sin recompensa
ni castigo posibles y sin necesitar para ello más mirada que la
propia. ¿Una apuesta? Me expreso mal, puesto que la respuesta, de
nuevo, sólo depende de ti. No es una apuesta, es una elección. Sólo
tú sabes qué debes hacer, y nadie puede decidir por ti. Ésta es la
soledad y la grandeza de la moral: tú no vales más que el bien que
haces, el mal que te prohíbes, y sin otro beneficio que la satisfacción
de obrar correctamente —aunque nadie lo sepa jamás.
Es el espíritu de Spinoza: «Hacer el bien y sentirse dichoso». Es
el espíritu sin más. ¿Cómo sentirse dichoso sin quererse al menos
un poco? ¿Y cómo quererse sin dominarse, sin ser dueño de sí
mismo, sin superarse? Tú mismo, como suele decirse; pero esto no
es un juego, e incluso menos un espectáculo. Es tu misma vida: tú
eres, aquí y ahora, lo que tú haces. Es inútil, moralmente, soñar ser
otro. Se puede esperar la riqueza, la salud, la belleza, la felicidad…
Es absurdo esperar la virtud. Ser un canalla o un hombre de bien,
eres tú quien ha de elegirlo, sólo tú: tú vales exactamente lo que tú
quieres.

¿Qué es la moral? Es el conjunto formado por lo que un


individuo se impone o se prohíbe a sí mismo, pero no
fundamentalmente para aumentar su felicidad o su bienestar, lo que
no sería más que egoísmo, sino para tomar en consideración los
intereses o los derechos del otro, para no ser un canalla, para
permanecer fiel a determinada idea de la humanidad y de uno
mismo. La moral responde a la pregunta «¿Qué debo hacer?»: es el
conjunto de mis deberes, o de los imperativos que reconozco como
legítimos —aunque también yo, como todos, pueda violarlos alguna
vez—. Es la ley que me impongo a mí mismo, o que debería
imponerme, independientemente de la mirada del otro y de cualquier
sanción o recompensa esperadas.
«¿Qué debo hacer?», y no: «¿Qué deben hacer los demás?».
Esto es lo que distingue a la moral del moralismo. «La moral —decía
Alain— no es nunca para el vecino»: quien se ocupa de los deberes
del vecino no es moral, sino moralista. ¿Hay especie más
desagradable? ¿Existe discurso más vano? La moral sólo es
legítima en primera persona. Decir a alguien «Debes ser generoso»
no es hacer gala de generosidad. Decirle «Debes ser valiente» no
es hacer gala de valor. La moral sólo vale para uno mismo; los
deberes sólo valen para uno mismo. Para los demás, la misericordia
y el derecho bastan.
Por otra parte, ¿quién puede conocer las intenciones, las
excusas o los méritos de otro? Moralmente, sólo podemos ser
juzgados por Dios, si existe, o por nosotros mismos, y esto basta.
¿Has sido egoísta? ¿Has sido ruin? ¿Te has aprovechado de la
debilidad de otro, de su indefensión, de su ingenuidad? ¿Has
mentido, robado, violado? Lo sabes perfectamente, y este tu saber
de ti mismo es lo que denominamos conciencia, el único juez,
siempre el único, que moralmente importa. ¿Un proceso? ¿Una
multa? ¿Una pena de cárcel? Esto es tan sólo la justicia de los
hombres: no es más que derecho y policía. ¿Cuántos canallas hay
en libertad? ¿Cuántas personas honradas en prisión? Puedes estar
en regla con la sociedad, y sin duda hay que estarlo, pero esto no te
exime de estar en regla contigo mismo, con tu conciencia, que en
verdad es la única regla.

¿Existen, pues, tantas morales como individuos? No. Es la


paradoja de la moral: ésta sólo es válida en primera persona pero
universalmente, o, dicho de otro modo, para todo ser humano (pues
todo ser humano es un «yo»). Al menos así la experimentamos.
Sabemos perfectamente que, en la práctica, hay diferentes morales,
que dependen de la educación recibida, de la sociedad o de la
época en que se vive, de los ambientes que se frecuentan, de la
cultura con la que uno se identifica… No hay moral absoluta, o nadie
que tenga un acceso absoluto a ella. Pero cuando me prohíbo a mí
mismo la crueldad, el racismo o el asesinato, sé también que no se
trata simplemente de una cuestión de preferencias, de algo que
dependa del gusto de cada cual. Es fundamentalmente una
condición de supervivencia y de dignidad de la sociedad, de toda
sociedad, o, dicho de otro modo, de la humanidad o la civilización.
Si todos mintieran, ya nadie creería a nadie: ni siquiera se podría
mentir (pues la mentira presupone la misma confianza que
quebranta) y toda comunicación se tornaría absurda o vana.
Si todos robaran, la vida en sociedad se haría imposible o
miserable: ya no habría propiedad, ni bienestar para nadie, ni nada
que robar…
Si todos mataran, la humanidad o la civilización correrían hacia
su destrucción: ya no habría sino violencia y miedo, y todos
seríamos víctimas de los asesinos que todos nosotros seríamos…
Esto no son más que hipótesis, pero nos sitúan en el centro de la
moral. ¿Quieres saber si tal o cual acción es buena o condenable?
Pregúntate qué ocurriría si todos se comportaran como tú. Un niño,
por ejemplo, tira su chicle en la acera: «Imagínate —le dicen sus
padres— que todos hicieran lo mismo: ¡qué sucio estaría todo, qué
desagradable sería para ti y para todos!». Imagínate, a fortiori, que
todos mintieran, que todos mataran, robaran, violaran, agredieran,
torturaran… ¿Cómo podrías querer semejante humanidad? ¿Cómo
podrías quererla para tus hijos? ¿Y en nombre de qué podrías
exceptuarte a ti mismo de lo que quieres? Es necesario, pues, que
te prohíbas a ti mismo lo que condenarías en los demás, o que
renuncies a apelar a lo universal, es decir, al espíritu o a la razón.
Éste es el punto decisivo: se trata de someterse personalmente a
una ley que creemos vale, o debe valer, para todos.
Tal es el sentido de la célebre formulación kantiana del
imperativo categórico, en Fundamentación de la metafísica de las
costumbres: «Obra únicamente conforme a la máxima que hace que
puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley
universal». Es obrar conforme a la humanidad, en vez de hacerlo
conforme a mi «querido y pequeño yo», obedeciendo a la razón
antes que a mis inclinaciones o a mis intereses. Una acción sólo es
buena si el principio al que se somete (su «máxima») puede valer,
por derecho, para todos: obrar moralmente es obrar de tal forma que
puedas desear, sin contradicción, que todo individuo se someta a los
mismos principios que tú. Esto coincide con el espíritu de los
Evangelios, o con el de la humanidad (encontramos formulaciones
equivalentes en las otras religiones), cuya «máxima sublime»
enuncia Rousseau: «Pórtate con los demás como tú quieres que se
porten contigo». Lo que coincide también, más modestamente, más
lúcidamente, con el espíritu de la compasión, cuya fórmula también
enuncia Rousseau: «Mucho menos perfecta, pero quizá más útil que
la anterior: Busca tu bien con el menor daño posible para los
demás». Se trata de vivir, al menos en parte, conforme al otro, o
más bien conforme a uno mismo, pero juzgando y pensando. «Sólo
—decía Alain—, universalmente…». Esto es la moral.
¿Se necesita un fundamento para legitimar esta moral? No, ni
siempre es posible. Un niño se ahoga. ¿Necesitas un fundamento
para salvarlo? Un tirano masacra, oprime, tortura… ¿Necesitas un
fundamento para combatirlo? Un fundamento sería una verdad
indiscutible que vendría a garantizar la validez de nuestros valores:
esto nos permitiría demostrar, incluso a quien no los comparte, que
nosotros tenemos razón y que él está equivocado. Pero para ello,
primero habría que fundamentar la razón, y esto es lo que no
podemos hacer. ¿Qué demostración no se basa en un principio que,
a su vez, no haya que demostrar primero? ¿Qué fundamento,
tratándose de valores, no presupone ya la misma moral que él
pretende fundamentar? Al individuo que conceda más valor al
egoísmo que a la generosidad, a la mentira que a la sinceridad, a la
violencia o la crueldad que a la dulzura o la compasión, ¿cómo es
posible demostrarle que está equivocado, y qué podría esperarse de
tal demostración? ¿Qué le importa el pensamiento a quien sólo
piensa en sí mismo? ¿Qué le importa lo universal a quien sólo vive
para sí mismo? ¿Por qué habría de respetar el principio de no
contradicción quien no duda en profanar la libertad, la dignidad y la
vida del otro? ¿Y por qué, para combatirlo, habría que tener primero
los argumentos para poder refutarlo? El horror no se refuta. El mal
no se refuta. Contra la violencia, contra la crueldad, contra la
barbarie, lo que necesitamos no es tanto un fundamento cuanto
valor. Y frente a nosotros mismos, lo que necesitamos no es tanto
un fundamento cuanto voluntad y fidelidad. Se trata de no ser
indigno de lo que la humanidad ha hecho de sí misma, y de
nosotros. ¿Por qué habríamos de necesitar para ello un fundamento
o una garantía? La voluntad basta, y vale más.
«La moral —escribía Alain— consiste en saberse espíritu y, en
esta medida, absolutamente obligado; pues nobleza obliga. La moral
no es más que el sentimiento de dignidad». Es respetar la
humanidad en uno mismo y en el otro. Esto no es posible sin
rechazo. Esto no es posible sin esfuerzo. Esto no es posible sin
lucha. Se trata de rechazar la parte de ti mismo que no piensa, o
que sólo piensa en ti. Se trata de rechazar o, en todo caso, de
superar tu propia violencia, tu propio egoísmo, tu propia vileza. Es
quererte hombre, o mujer, y digno de serlo.
«Si Dios no existe —dice un personaje de Dostoievski—, todo
está permitido». Pero no es así, porque, creyente o no, tú no te lo
permites todo: ¡todo, incluido lo peor, no sería digno de ti!
El creyente que sólo respetara la moral con la esperanza del
paraíso, por miedo al infierno, no sería virtuoso: sólo sería egoísta y
prudente. Quien sólo hace el bien por su propia salvación, explica
Kant, no hace el bien, y no se salva. Esto equivale a decir que una
acción sólo es moralmente buena si, como sigue diciendo Kant, se
realiza «sin esperar nada de ella». Es así como entramos,
moralmente hablando, en la modernidad o, dicho de otro modo, en
el laicismo (en el buen sentido del término: en el sentido de que un
creyente puede ser tan laico como un ateo). Es el espíritu de la
Ilustración. Es el espíritu de Bayle, Voltaire, Kant. No es la religión la
que fundamenta la moral; es la moral, más bien, la que fundamenta
o justifica la religión. No es porque Dios exista por lo que yo debo
obrar bien; es porque debo obrar bien por lo que puedo necesitar
creer en Dios —no para ser virtuoso, sino para escapar de la
desesperación—. No es porque Dios me ordene algo por lo que esto
está bien; es porque un mandamiento es moralmente bueno por lo
que puedo considerar que éste proviene de Dios. Así, la moral no
prohíbe creer, e incluso conduce, según Kant, a la religión. Pero no
depende de ésta y no puede reducirse a ella. Aunque Dios no
existiera, aunque no hubiera nada después de la muerte, esto no te
eximiría de hacer lo que debes o, dicho de otro modo, de obrar
humanamente.
«Nada hay tan bello y legítimo —escribía Montaigne— como
obrar como un hombre, y conforme al deber». El único deber es ser
humano (en el sentido de que la humanidad no es solamente una
especie animal, sino una conquista de la civilización), la única virtud
es ser humano, y nadie puede serlo por ti.
Esto no puede sustituir a la felicidad, y por eso la moral no lo es
todo. Esto no puede sustituir al amor, y por eso la moral no es lo
esencial. Pero ninguna felicidad exime de ella; ningún amor basta: la
moral es siempre necesaria.
Es ella la que te permitirá, siendo libremente tú mismo (¡en vez
de quedar atrapado en tus instintos y en tus miedos!), vivir
libremente con los demás.
La moral es esta exigencia universal, o en todo caso
universalizable, que se te ha confiado personalmente.
Obrando como un hombre, o como una mujer, ayudamos a la
realización de la humanidad. Y así debe ser: ¡la humanidad te
necesita, como tú la necesitas a ella!

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