+ ¡Ave María! Queridos hermanos, “ha llegado el momento en que empieza el juício por la Casa de Dios” (1a Pedro, 4,17), y El dirá, como al principio: “¡Hágase la Luz!”, separará la Luz de las tinieblas y la débil lucecita se volverá un Sol. + Queridos hermanos, en la Fe de la Santa Iglesia, sin pretender dar lecciones a nadie, ofrezco a su buen sentido y a su buena voluntad mis reflexiones, con el deseo de ayudarles en este tiempo de tinieblas, de confusión y de extravío, para una formación básica en la Fe y en el conocimiento del Don supremo de la Divina Voluntad, para que sea nuestra vida. Otros luchan denunciando los errores y falsedades, “el humo del demonio que ha entrado en la Iglesia a través de ventanas que debían estar abiertas sólo a la luz”, como dijo ya en 1970 el Papa Pablo VI; yo combato en mi pequeña posibilidad, anunciando y mostrando la Verdad, como me concede el Señor, en lo que ha llenado mi corazón y mi vida, en mis 53 años y medio de sacerdocio. Me mueve el deseo de mostrar la lógica y la belleza de la Fe. Me mueve el celo por ver reconocida y honrada la Palabra de Dios y el tesoro único que el Señor nos ha hecho descubrir gracias a los Escritos maravillosos de la “pequeña Hija de la Divina Voluntad”, Luisa Piccarreta, actualmente “Sierva de Dios”. Me mueve el santo temor de que a mí también pudiera reprocharme cuando dice: “Vosotros no os habéis puesto en las brechas y no habéis levantado ningún baluarte en defensa de los Israelitas, para que pudieran resistir en el combate en el Día del Señor” (Ez 13,5). “He buscado entre ellos un hombre que levantase un muro y se alzara en la brecha ante Mí, para defender el país para que Yo no lo devastase, pero no lo he hallado” (Ez 22,30) En efecto, “los labios del sacerdote deben custodiar el conocimiento y de su boca se espera la instrucción, porque es mensajero del Señor de los ejércitos” (Mal. 2,7), y como dice San Pablo a su hijo espiritual Timoteo: “Te recomendé que invitaras algunos a que no enseñen doctrinas diferentes y a que no hagan caso a fábulas y a genealogías interminables, que más sirven para vanas discusiones que para el proyecto divino manifestado en la fe. El fin de llamar así la atención es la caridad, que brota de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera. Precisamente desviandose de ella, algunos se han dedicado a charlatanerías, pretendiendo ser doctores de la ley mientras no entienden ni lo que dicen, ni alguna de esas cosas que dan por seguras” (1a Tim 1,3-7) “Llegará un día en que no se soportará más la sana doctrina, sino, por manía de oir cosas interesantes, los hombres se rodearán de maestros conforme a sus pasiones, rehusando escuchar la verdad para volverse a las patrañas” (2a Tim 4,3-4) Todo eso está pasando en nuestra pobre y santa Iglesia, como nunca antes había ocurrido. “Ha llegado el momento en que empieza el juicio a partir de la Casa de Dios; y si empieza por nosotros, ¿cómo terminarán los que se niegan a creer en el Evangelio de Dios?” (1a Pedro, 4,17). Ha llegado el momento de tener clara la diferencia entre autoridad y magisterio, porque quien tiene una autoridad no significa que enseñe siempre la verdad. Toda autoridad que tienen los hombres, viene de Dios. La autoridad de los padres sobre los hijos, la del esposo “cabeza de la esposa” (1a Cor 11,3) respecto a ella, la de los gobernantes sobre sus conciudadanos, la de los diferentes pastores en la Iglesia (párroco, Obispo, Papa). Esté claro, la autoridad no viene de abajo, del pueblo. El pueblo –el cuerpo social– puede delegar a alguien que lo represente, pero la autoridad que representa la de Dios viene de Dios. “Tú no tendrías ningún poder [o autoridad] sobre mí, si no se te hubiera dado de lo alto”, dijo Jesús a Pilato (Jn 19,11). “Todo buen regalo y todo don perfecto viene de lo alto y desciende del Padre de la luz” (Santiago 1,17).. ¿Pero cuál es su objetivo, cuál es la finalidad de la autoridad delegada por Dios? La de ayudar a los subordinados a que cumplan la Voluntad de Dios. Por eso nunca podrá contradecir la Verdad: “No tenemos ningún poder [o autoridad] contra la verdad, sino en favor de la verdad” (2a Cor 13,8). Por tanto no debemos confundir estas dos cosas, “autoridad” y “magisterio”, las cuales sin embargo deben caminar unidas. Pero servirse de la autoridad (servirse de la Voluntad de Dios, en nombre de “la obediencia”) para querer imponer la voluntad del hombre cuando se separa de la Voluntad de Dios o cuando contradice la Verdad (que viene de Dios) es diabólico. Por eso “Pedro y Juan replicaron: «Si sea justo ante Dios obedeceros a vosotros más que a El, juzgadlo vosotros mismos; nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oido»” (Hechos, 4,19-20). Por tanto, quien tiene una autoridad debe estar muy atento para no sustituirse a Dios: “Escuchad, oh reyes, y tratad de comprender; aprended, gobernantes de toda la tierra. Poned atención, vosotros los que domináis multitudes y estais orgullosos del gran número de vuestros pueblos. Vuestra soberanía procede del Señor; vuestro poder, del Altísimo, el cual examinará vuestras obras y escrutará vuestras intenciones; porque, aunque sois ministros de su reino, no habéis gobernado rectamente, ni habéis observado la ley ni os habéis comportado según la Voluntad de Dios. Con terror y en un instante El se alzará contra vosotros porque un juício severo se cumple contra los que están en alto. El inferior merece piedad, pero los poderosos serán examinados con rigor. El Señor de todos no se retira ante nadie, no se impresiona por la grandeza, porque El ha creado al pequeño como al grande y cuida igualmente a todos. Pero sobre los poderosos se efectua una investigación rigurosa. Por tanto a vosotros, oh soberanos, se dirigen mis palabras, para que aprendáis la Sabiduría y no vayáis a caer. El que conserva con cuidado santamente las cosas santas será santificado y quien se ha instruido en ellas hallará una defensa. Desead, por tanto, mis palabras; buscadlas y recibiréis instrucción” (Sabiduría 2,1-11). Una segunda tarea de la autoridad es proveer al bien de los que de ella dependen. Proveer es encargarse con cuidado, procurar los medios que hacen falta –para el cuerpo, y con mayor razón para el espíritu– para realizar la finalidad de la existencia que Dios nos da. Es decir, la asistencia y providencia de Dios pasan también a través de la autoridad que El concede para el bien común. De ahí que Dios, habiendo creado al hombre a Su imagen, ha querido compartir con él en diferente medida Sus prerrogativas. No sólo hacerle partícipe de la condición propia del Hijo de Dios en cuanto hijos (“adoptivos”, dice San Pablo), sino también de la del Padre, en el dar la vida (vocación a la paternidad y a la maternidad, ya sea física, ya sea con mayor razón espiritual), en el tener cuidado y providencia de otros, y en el guiar mediante la autoridad a otros para que alcancen el fin para el que Dios los ha creado y los ha encomendado a quien ha dado la autoridad. Esta es una especie de comunión maravillosa de vida y de amor a la que Dios llama al hombre. Por tanto, no basta decir que una determinada enseñanza o una cierta ley viene “de la Iglesia”: ¿de cuál Iglesia? ¿De la que permanece fiel a la Verdad, al Evangelio de Jesucristo, a la sana doctrina, o más bien a un cierto número de sumos sacerdotes, escribas y doctores de la Ley, fariseos y saduceos modernos, que ocupan el puesto de pastores y autoridades “en la Iglesia”? Por eso, el Papa Benedicto XVI, pocos días después de su toma de posesión como Obispo de Roma, dijo: «El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: eil ministerio del Papa es garantía de obediencia a Cristo y a su Palabra. El no debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y a la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptarla y de diluirla, como frente a todo oportunismo». Ser vicario no es ser sustituto, y menos aún sucesor. Quiere decir hacer las veces de quien tiene la autoridad, el cual se hace presente por medio de su vicario. El vicario no se pertenece, pertenece totalmente a aquel que lo ha designado llamandolo a cumplir esta misión. Sumo honor, ser de algún modo modo vicario de Dios. Cristo ha querido como vicario suyo respecto a la Iglesia a Simón Pedro, designado por el Padre. Tanto Pedro como todos sus sucesores no tienen ya derecho a ser ellos mismos (por eso es que adoptan un nombre distinto del suyo propio), sino que han de ser “Jesús por medio de ellos” (“el dulce Cristo en la tierra”, como Santa Catalina de Siena llama al Papa). Por lo tanto Pedro representa (= hace presente) a Cristo ante la Iglesia, e igualmente representa a la Iglesia, la Esposa, ante Cristo. Por eso a Pedro (a la Iglesia) Jesús le pregunta “¿me amas?”, y a la respuesta afirmativa añade: “apacienta a mis corderos, a mis ovejas”. Son míos, no son tuyos. Tú no eres el dueño de mi Iglesia, sino que me representas. Ante ella, tú y Yo somos una sola cosa, el Buen Pastor. El plural mayestático que antes empleaban los Papas (“Nos”), no era por ser “mayestático”, majestuoso, sino porque son dos en uno. Así que, mi querido Pedro, tú eres el Vicario de Cristo, pero si de alguna forma quisieras sustituirlo (suplantarlo) en el cuidado y en la guía de su Rebaño, serías el vicario del Anticristo… Lo cual, en medida menor, se aplica a cualquier tipo de autoridad. Un segundo vicario ha querido Jesús: el apóstol Juan, su vicario respecto a su Madre. Y como Juan, lo mismo nosotros, representados por él. En cada uno de nosotros la Stma. Virgen ha de encontrar a su único Hijo, a su Jesús. Jesús por medio nuestro, Jesús en cada uno de nosotros quiere seguir honrando y amando a su Madre y en Ella honrando y amando la Paternidad del Padre. También el Padre Divino ha querido tener su vicario “personal” respecto a Jesús y María, y es el querido San José. Y como ha hecho las veces del Padre ante sus dos Tesoros, así desde el Cielo continúa ocupandose del cuidado de la santa Iglesia, de la sagrada Familia mística de Cristo. Además, todos somos llamados a ser, en diferentes modos, vicarios de Cristo ante nuestros hermanos: “El que acoge a aquel que Yo envíe, me acoge a Mí; el que me acoge a Mí, acoge Aquel que me ha mandado” (Jn 13,20) “Aquel día sabréis que Yo soy en el Padre y vosotros en Mí y Yo en vosotros” (Jn 14,20). Pidamos al Padre Divino que, como al principio, diga: «¡Hágase la Luz!» y separe la Luz de las tinieblas (Gén 1,3-4). Que repita su Palabra: “Fiat Lux!” en su familia que es la Iglesia, empezando por nosotros, que amanezca la Verdad, que ya no sea presentado como “miel” lo que es “veneno”, que se reconozca el bien y el mal. La Iglesia, reducida a una débil lucecita, no morirá aunque parezca muerta a los ojos del mundo. El Señor viene a despertarla y dirá: “¡Talita qum! ¡Niña, levántate!”, “Fiat Lux!”, acabará la noche y la lucecita se convertirá en un Sol.