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2018 - Jorge Camacho - La Literatura de Las Guerras de Cuba 1868-1898 (Vervuert) 318p PLATES +++ (Net)
2018 - Jorge Camacho - La Literatura de Las Guerras de Cuba 1868-1898 (Vervuert) 318p PLATES +++ (Net)
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De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo
“Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los ni-
ños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera
imagen de América”.
CONSEJO EDITORIAL
WILLIAM ACREE
Washington University in St. Louis
CHRISTOPHER CONWAY
University of Texas at Arlington
PURA FERNÁNDEZ
Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid
BEATRIZ GONZÁLEZ-STEPHAN
Rice University, Houston
FRANCINE MASIELLO
University of California, Berkeley
ALEJANDRO MEJÍAS-LÓPEZ
University of Indiana, Bloomington
GRACIELA MONTALDO
Columbia University, New York
ANDREA PAGNI
Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg
ANA PELUFFO
University of California, Davis
Jorge Camacho
© Iberoamericana, 2018
Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid
Tel.: +34 91 429 35 22
Fax: +34 91 429 53 97
© Vervuert, 2018
Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main
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Fax: +49 69 597 87 43
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www.iberoamericana-vervuert.es
Impreso en España
Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro
A Nicolasa Milán Figueredo
y Alejandro Martínez Blanco
No temáis: los feroces íberos
son cobardes cual todo tirano;
no resisten al bravo cubano;
para siempre su imperio cayó.
Introducción................................................................................................................. 11
Capítulo 1. Los sucesos del Villanueva ............................................................ 21
Capítulo 2. El teatro de la guerra....................................................................... 41
Capítulo 3. La india y la “linda criolla” ........................................................... 79
Capítulo 4. La culpa y el sacrificio de los amos............................................. 103
Capítulo 5. Los hijos ingratos de la patria ...................................................... 129
Capítulo 6. La naturaleza de la guerra ............................................................. 155
Capítulo 7. La deuda de los siervos................................................................... 179
Capítulo 8. El miedo de los blancos ................................................................. 207
Capítulo 9. La fraternidad racial ........................................................................ 247
Capítulo 10. La República de los generales y los doctores ........................... 269
Palabras finales ............................................................................................................ 289
Obras citadas ................................................................................................................. 293
Índice onomástico....................................................................................................... 313
Introducción
1
“Patriotismo” es un término del siglo xix, cuya definición expresa un “sentimiento y
deber sociales, derivados de los vínculos de todo género que relacionan a los individuos y las
familias dentro de la sociedad civil: étnicos, geográficos, políticos y económicos, tradición,
costumbre, religión, lengua, etc.” (Pérez Martínez 1992: 32). Lo que lleva a decir a Herón
Pérez Martínez que no hay una diferencia esencial entre “patriotismo” y “nacionalismo”, en
lo que se atiene al “sentimiento” que expresan los naturales de un lugar por la patria donde
nacieron (1992: 32).
Introducción 13
2
En las palabras de Greenblatt, la cultura es “una tecnología de control ubicua, un grupo
de límites dentro del cual el comportamiento social debe ser mantenido, un repertorio de
modelos al cual deben conformase los individuos” (1990: 225, traducción nuestra). Aquí
utilizamos este concepto en tanto que muestra el régimen disciplinario de la cultura colonial
proespañola.
14 La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)
3
Para una discusión de lo que llamamos “imaginario social”, véase el ensayo de Charles
Taylor “Modern Social Imaginaries” en A Secular Age (2007), donde establece diferencias
entre el orden moral cristiano y el que derivó de las teorías de la Ley Natural de Hugo Grotius
(1583-1645) y John Locke (1632-1704). El núcleo del argumento es que cada sociedad tiene
su propio orden moral y sus normas.
Introducción 15
En una de sus cartas de 1871, Carlos Manuel de Céspedes le dice a su mujer, Ana
4
memoria, entre otros recuerdos, mi antiguo estado de señor de esclavos, en que todo se me
sobraba: lo comparé con este en que ahora me veo pobre, falto de todo, esclavo de innume-
rables señores pero libre del yugo de la tiranía española” (Cartas de Carlos M. de Céspedes a su
esposa Ana de Quesada 1964, p. 85). También, en su Diario, afirma que el 10 de octubre de
1868, cuando se alzó en La Demajagua, consideró que de ese día iba a brotar “la libertad de
más de un millón de esclavos blancos y negros” (1994: 122). Lo mismo hace Ana Betancourt
cuando, en la Asamblea de Guáimaro, unió la causa de las mujeres a la de los esclavos y los
independentistas cubanos, lo cual refleja la conciencia femenina que había venido gestándose
desde los años 1830, y se expresaba en discusiones sobre el derecho de la mujer a la educación
y al trabajo. Para un análisis del uso de la palabra esclavo en la cultura occidental véase el libro
clásico de David Brion Davis The Problem of Slavery in Western Culture (1966).
5
Para una crítica complementaria de la metodología modernista que hace énfasis en la
cronología, las élites letradas y las formaciones discursivas en la construcción de la nación,
véase el libro de Anthony D. Smith Ethno-simbolism and Nationalismo. A cultural approach
(2009).
18 La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)
la voz de viva, para manifestarse a favor de Céspedes con los efectos que ya
hemos mencionado. Por esta razón, el libreto de la pieza de Juan Francisco
Valerio no explica, ni podría explicar, tampoco, en su totalidad los sucesos
que ocurrieron esa noche, porque el texto que tenemos no se corresponde
letra por letra con lo que se escenificó, ni hay una frase en ella que incite
directamente a los cubanos a apoyar la causa independentista.
No obstante, podría decirse que existen suficientes referencias en la
obra y en su representación, que pudieron dar pie para crear esta atmósfera
patriótica y exaltar los ánimos de los criollos. Primero, ya había un prece-
dente, una función anterior en la que se le había dado vivas a Céspedes.
Segundo, se incluía la canción “El negro bueno” como parte de la puesta
en escena, que era un tema independentista, a lo cual se une la tolerancia
de Domingo Dulce, y el levantamiento momentáneo de la censura que,
seguramente, contribuyó a que los cubanos se manifestaran con más li-
bertad aquella noche. A todo esto, hay que agregar que, a diferencia de la
crónica que escribió Valerio sobre este mismo tema, en la obra de teatro sí
se apela a los criollos, se dan vivas a Cuba, (no, a España ni a la Indepen-
dencia), y se incluyen referencias de forma indirecta a los indígenas de la
Isla, que los cubanos asociaban con la causa nacional. Tales referencias in-
dianistas eran muestras de apoyo a los cubanos, a la vez que simbolizaban
una crítica a España. La primera de estas canciones, cuya letra pertenece al
poema de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, “El Behique de Yarigua”, dice:
Por eso, no estoy de acuerdo con Rine Leal cuando dice que “no hay
supuestas referencias patrióticas en la pieza” (Leal 1980, vol. I: 78),
ni con Escapanter y Madrigal que sostienen que este sainete “en nin-
gún momento tiene implicaciones políticas” (Escapanter y Madrigal
1986: 31). Sí hay referencias patrióticas, lo que sucede es que no están
dichas de forma directa. Están apuntadas de modo simbólico apoyán-
dose en el autor en el siboneyismo.
El día de la segunda representación de la obra, dice Justo Zaragoza,
no se cantó ninguna canción que estaba fuera del libreto; pero los cu-
banos ya estaban preparados y los periódicos habían divulgado que esta
función estaba destinada a recaudar fondos para unos “insolventes”,
suponiendo los voluntarios españoles que era para apoyar a los inde-
pendentistas. Así, por ejemplo, los periódicos El Espectador liberal (20
de enero de 1869) y La Convención republicana (21 de enero de 1869),
hablan de una función con un fin “laudable” (Leal 1978: 523). El Dia-
rio de la Marina, por su lado, el 19 de enero de 1869, ya anunciaba
que los “Caricatos habaneros” pondrían una función “con el objeto de
favorecer a una desgraciada familia”, y agrega, que ya eran “muchos los
pedidos del público, y esperamos que en maza concurra para tan noble
acción” (1869: 3). Según Zaragoza, llegó la noche de la función el 22 de
enero, y los cubanos separatistas fueron vestidos con trajes alegóricos,
listos para demostrar su apoyo a Céspedes:
1
Nótese que la complejidad de la situación se reduce en la bibliografía revolucionaria a
un acto premeditado de los voluntarios. Luis Carbó, en el artículo El Fígaro, publicado un año
después de la expulsión de los españoles de Cuba (1899), afirma que el recuento que había
hecho Zaragoza de estos hechos en su libro estaba lleno de “inexactitudes y disparates” (1899:
334), y afirma que, antes de comenzar la función, los voluntarios se escondieron en los fosos
de la muralla cerca del teatro para esperar que el actor volviera a dar el “grito inofensivo de
‘¡Viva la tierra de la caña’ y entrar abruptamente en el teatro a balazos (1899: 334). En esta
descripción de los hechos, los revolucionarios ni siquiera llegan a manifestar su sentimiento
patriótico. Hasta Rine Leal en su Breve Historia del Teatro Cubano, deja fuera todos los mati-
ces, versiones e interpretaciones de este suceso y afirma que, cuando los revolucionarios dieron
vivas a Cuba, era “el momento esperado por los voluntarios que se hallaban apostados cerca
del teatro. Con saña terrible dispararon sobre el edificio de madera, y cargaron salvajemente
sobre los espectadores que huían. El resto es una masacre que se conoce como ‘los sucesos del
Villanueva’. Nunca se supo cuántas víctimas hubo, y el estallido de rabia integrista continuó
por tres días en las calles de la capital” (Leal 1980: 67-68).
34 Los sucesos del Villanueva
Para la relación entre los medios audiovisuales y la memoria cultural, véase el libro de
2
Andreas Huyssen Present Pasts. Urban Palimpsests and the Politics of Memory (2003).
Capítulo I 35
sus novelas de tema negro, ni las otras que aparecen en el teatro bufo,
que, como dice Rine Leal, no hacía más que reflejar “el inframundo”
de la sociedad cubana decimonónica: “el suelo fértil donde nacen y
se desarrollan el matonismo, el machismo, la brujería, la mala vida,
la moral flexible y los sueños de ascenso a base del dinero ilícito y los
amancebamientos” (Leal 1980, vol. I: 75). No. Esta mujer será la joven
criolla, blanca y de clase media, incluso, antigua dueña de esclavos, que
los trata con caridad y lucha por su patria. En la épica de la Guerra de
los Diez Años y, a partir del enfrentamiento de los independentistas con
el gobierno, esta mujer alcanzará un rol protagónico siendo ellas las que
desafíen al sistema vistiendo atributos nacionalistas y marchando a la
manigua con sus esposos. Por este rol protagónico que adquieren en la
guerra, su mayor semejanza es con las “indias” de la poesía siboneyista,
como la “Guarina” de Nápoles Fajardo, y las famosas matronas, repre-
sentantes de naciones europeas y americanas, como Mariana, Britania,
Columbia y Germania. Al igual que ellas, esta será blanca, y vestirá en
las alegorías de la patria la tradicional sandalia y toga romana. Aparecerá
en las obras de teatro independentista liberando a sus esclavos y, aun-
que es cierto que hubo mambisas con dinero que lo dieron todo por la
independencia, como Amalia Simoní y Concha Agramonte de Puerto
Príncipe (Prados-Torreira 2005: 56), hubo, también, muchas más que
no lo eran y no aparecen en estas obras.
Como vimos en la descripción que hizo Justo Zaragoza de los sucesos
del Villanueva, el día de la función, las mujeres cubanas asistieron al tea-
tro llevando ropas alegóricas a la causa patriótica y se dejaron el pelo suel-
to como un signo de libertad. La tradición y el gusto de la época exigían
que salieran a la calle con el pelo recogido, y las revistas femeninas pu-
blicaban grabados e instrucciones para que supieran cómo hacerlo. Dos
de estas revistas fueron El Colibrí (1847-1848), periódico “dedicado a las
damas”, editado en Cuba por Idelfonso Estrada y Zenea (1826-1911) y
La Moda Elegante, publicada en Cádiz. En ambas publicaciones, pueden
verse grabados de mujeres con instrucciones detalladas de cómo peinarse
el cabello, de tantas formas que, en el número de enero de 1868, La Moda
36 Los sucesos del Villanueva
3
Para el concepto de “performance” que utilizo aquí, véase el ensayo de Diana Taylor
“Performing Gender: Las Madres de la Plaza de Mayo”, en Negotiating Performance. Gender,
Sexuality & Theatricality in Latin/o America (1994: 275-305).
38 Los sucesos del Villanueva
El teatro de la guerra
su potencia ejemplar/ las Cortes deben votar/ una pensión a sus hijos”
(Diario de la Marina 30/3/1869: 3).
El 2 de abril, a las diez de la noche, según el mismo periódico, se puso
fin a la exhibición del gorrión en el cuartel de La Fuerza (3), y para en-
tonces, “entre bromas y veras”, ya se había recaudado una buena cantidad
de dinero destinado a socorrer a los que habían quedado inutilizados en
campaña. Esto no quería decir, empero, que el gorrión fuera enterrado.
Fue, entonces, que comenzó el peregrinaje por otros pueblos y calles del
país, como en Cárdenas, en las fiestas del 17 de mayo con música, y es-
tandartes de varias provincias españolas, en el pueblo de Seiba del Agua,
el 29 de junio de 1869, y en Guanabacoa, el domingo 4 de julio de 1869.
En estos desfiles, además de haber música, estandartes, comida y repre-
sentantes de la iglesia, hubo acciones patrióticas como la de la cantinera
de uno de los batallones de voluntarios de Seiba del Agua, quien, según
el Diario de la Marina del 3 de julio de 1869: “vestida ricamente y con
gusto militar, marchaba a la cabeza de su sección veredana, conduciendo
en sus lindas manos el Gorrión difunto, embalsamado, y colocado en una
preciosa cajita adecuada a su tamaño” (Diario de la Marina 3/7/1869: 3).
Su exhibición por las calles les permitía a los voluntarios reafirmar de
forma simbólica su importancia en la arena pública, arengar al pueblo y
a los “patriotas” a favor de España, y recaudar fondos para sus tropas. El
hecho, además, de que los mismos soldados y el periódico entendieran
tal demostración “entre bromas y veras”, nos indica que los márgenes
de estas celebraciones populares, como suelen ser muchas de ellas, eran
borrosas y, posiblemente, caían en ese género, tan popular a mediados
del siglo xix, llamado “joco-serio”, al que pertenecen las caricaturas de El
Moro Muza y la novela integrista de Francisco Fontanilles y Quintanilla.
Ver estas manifestaciones de patriotismo desde un único punto de vista
(el ridículo o el patriótico) es un error que nos imposibilitaría apreciarlas
en toda su complejidad. Por supuesto, esto no quería decir que los que
participaron de estas procesiones, especialmente, los voluntarios, no se
tomaran en serio que el gorrión fuese un símbolo de la integridad nacio-
nal. No. Estas manifestaciones pudieron ser muy patrióticas aun siendo
Capítulo II 47
hijos a la patria de sus padres, aun cuando ni siquiera estos “pueden mar-
car el paso cuando van sus padres en formación” (Martínez Casado 1869:
7). Por eso, dice Isabel que su verdadera vocación era ser “amazona para
pelear junto a mi guía” (el voluntario Manuel) (1869: 8). Irónicamente,
el mismo texto se encarga de frenar este ímpetu patriótico cuando la ma-
dre le recuerda a Luisa que no era el lugar de una chica ir a combatir, o
como había dicho una tal Felicia en un folletín, “el daño” que le hacían las
cubanas “a sus paisanos”, cuando los “excitaban a la rebelión” (1869: 8).
“Con muy buenas razones”, decía Isabel, la folletinista “le hacía ver a sus
lectoras que debíamos dedicarnos a calmar las pasiones de los hombres y
a ser las mediadoras en sus desavenencias” (1869: 8). Al mismo tiempo,
dice: “cuando veo hombres perversos o ilusos, obcecados en obtener y
ayudar, a los que proyectan vender o arruinar una parte de su patria, me
vuelvo una leona y quisiera pelear contra ellos y acabarlos” (1869: 8).
Todo esto nos reafirma el interés patriótico de la obra, y la importancia
que tuvo la mujer en la guerra debido a que eran ellas las que sufrían por
perder a sus hijos en “estas mortíferas playas” (1869: 8), y las encargadas
de apaciguar las pasiones de los hombres. Ellas eran las “gorrionas”, en su
casa /jaula como correspondía a la mujer de la época, cuya área de desem-
peño estaba circunscrita al hogar y a la familia. Tal vez, por ello, si bien
los historiadores y los periódicos que publicaron noticias sobre la guerra
de Cuba después de reimplantarse la censura en 1869 hacen hincapié en
el activismo de las mujeres mambisas, no actúan del mismo modo con las
que estaban a favor de la integridad nacional; ya que no ha trascendido
ningún nombre de mujer que luchara a favor del ejército español. Esto,
a pesar de que la prensa integrista alababa a las mujeres que cuidaban en
1895 a los soldados en los hospitales militares (Corral 1899: 127). Ni en
Cuba ni en las Filipinas, se publicaron reportajes sobre ellas (O’Connor
2001: 65). Cuando más, estas mujeres aparecen confinadas al espacio
hogareño, a ser víctimas de la guerra por haber perdido a sus hijos o a sus
esposos, como ocurre en El Separatista de Eduardo López Bago (1895).
La incertidumbre fundamental del drama no es, sin embargo, la
guerra o la relación entre Isabel y la madre, o entre Isabel y su novio.
Capítulo II 49
quien estuvo a cargo del ejército colonial en las provincias orientales entre
1869 y 1870, y muestra raptos de patriotismo, que vistos en una niña de
ocho años, ayudan a aligerar la trama y la revisten de cierta ingenuidad.
El punto de mayor tensión de la obra llega cuando, finalmente, muere
el gorrión de Luisita, “por odio hacia nosotros, sin duda. ¡Que infamia!
¡Que cobardía!” (Martínez Casado 1869: 29), y Manuel trae la noticia de
que habían tomado prisionero al primo-traidor-asesino; quien lo mató
“porque había pruebas palpables de que era un laborante” (1869: 29).
Entonces, todos deciden enterrar al gorrión a la altura de su valor simbó-
lico. Es Luisita la que dice: “si han matado a traición a un débil gorrion-
cito, España tiene millares de gorriones en muchas de sus provincias y
una buena cría de ellos en la hermosa Cuba!” (1869: 30). Para enterrarlo,
la familia decide utilizar la cama nupcial, que se convierte en un lecho
fúnebre, cuya descripción aparece al inicio del último cuadro de la obra,
titulado “mutación-cuadro”:
Sala y en ella una lujosa cama de bronce adornada con pabellones na-
cionales, flores, muchas luces, cintas, coronas, etc., etc., Sobre la cama, en
la parte que sirve de descanso se levanta una pirámide vestida con sedas y
flores. Encima se ve un objeto de plata u oro y dentro un pajarito disecado.
Todos los personajes de la pieza y otros que figuran ser amigos y de-
pendientes de la casa, la mayor parte vestidos de voluntarios, están forma-
dos en dos filas, a derecha e izquierda de la tumba y cantan (31).
1
Ninguna de las reseñas bibliográficas sobre la vida de Luis García Pérez menciona su
nacionalidad norteamericana. Nosotros encontramos, sin embargo, un certificado notarial,
expedido el 22 noviembre de 1869 en Nueva York, que afirma que un tal “Louis G. Pérez”,
nacido en Cuba el 25 de agosto de 1832, pidió hacerse ciudadano norteamericano y viajar
con un pasaporte de este país.
Capítulo II 53
suyo (Cuba), un conflicto típico de otras obras románticas, que aquí tiene
un trasfondo patriótico ya que, con su decisión, Lola mostraría de qué
lado debían estar la justicia y la lealtad de los criollos. Es decir, su elección
amorosa implicaba una elección política, ya que la pareja se unirá en esta
obra como alegoría de una solución para la nación. Con ella, Lola les de-
mostraría a los cubanos el tipo de elección que debían hacer para el futuro,
que, en su caso, implicaba el rechazo del país del padre y de la aristocracia
española en favor del joven republicano. A pesar de esto, como deja claro
García Pérez, la nacionalidad no definía al hombre. Una vez que el padre de
Lola acepta al novio separatista y las razones que tenían los cubanos para ir
a pelear, la mulata Inés le dice a la joven que su padre:
Acto seguido, Roberto apoya esta idea y afirma que no eran los es-
pañoles “generosos”, “tolerantes”, “nobles” y “dignos”, los que debían
“temer de los machetes el filo”, sino el “déspota insolente” (1978: 119),
con lo cual, la propaganda independentista dejaba en claro que un es-
pañol que simpatizara con los cubanos, podía luchar en sus filas y ser
uno de ellos. Este carácter inclusivo de la gesta emancipadora cubana
hizo que, en el ejército mambí, lucharan hombres nacidos en España,
los EE. UU., la República Dominicana, Perú y otros países. Es un ar-
gumento que se repetirá en otras narraciones y en la misma propaganda
política de Martí, en 1892. En la obra de García Pérez, el mismo don
Fernando es quien resume, al final del drama, la moraleja de la historia.
Hablando con Carlos Manuel de Céspedes, el caudillo rebelde al que
se han ido a unir él y su hija, y utilizando como ejemplo a Lola, que ha
decidido irse con el criollo, le dice:
Capítulo II 55
2
Para el debate sobre, si puede el subalterno “hablar”, tal y como lo planteó Gayatri
Spivak y lo entendieron Deleuze y Guattari, véase lo que dicen Andrew Robinson y Simon
Capítulo II 57
Tormey en “Living in Smooth Space: Deleuze, Postcolonialism and the Subaltern”, Deleuze
and the Postcolonial (2010).
58 El teatro de la guerra
(Con despecho)
¿Qué ganaremos, Roberto
con que a luchar se preparen
con los lobos y panteras
los tigres y jaguares?
(García Pérez 1978: 52).
en Cuba, había aparecido de forma tan clara y con tanta fuerza la ideo-
logía independentista en pro de la liberación de los esclavos, y nada
menos que puesta en boca de un siervo. El único momento en que un
esclavo confiesa sus deseos de libertad y rebelión contra los amos en una
novela anterior fue en Sab, de la Avellaneda, pero allí el mulato dice “no
tengo tampoco una patria que defender, porque los esclavos no tienen
patria” (Gómez de Avellaneda 1963: 149). En consecuencia, Sab se nie-
ga a secundar una sublevación contra sus amos, limitándose a comparar
su situación con la de la mujer y una bestia de carga “que anda mientras
puede y se echa cuando ya no puede más” (1963: 149). Si Sab busca
mostrar su lealtad al amo, y se ve como parte de la familia esclavista, la
obra de García Pérez hace lo mismo. Crea un ambiente de armonía en-
tre esclavos y amos, pero pone en boca de uno de ellos la resolución de
ir a la guerra contra España, amparado por un ideal de libertad para to-
dos, logrando hacer coincidir el discurso antiesclavista de Sab y las ideas
de democracia, justicia social e igualdad que demandaban y defendie-
ron los mambises. Este mensaje es reforzado cuando la obra escenifica
la conferencia que mantuvieron Carlos Manuel de Céspedes y Vicente
Aguilera en el ingenio de La Demajagua, en la que se lee:
3
Como explica Moreno Fraginals en Cuba/España, España/Cuba historia común, el al-
zamiento comenzó en un ingenio “hipotecado de deudas, como casi toda la manufactura
azucarera cubana” (2002: 233). Según Gerardo Castellanos en En busca de San Lorenzo, al
marcharse Céspedes del ingenio, “tuvo que dejar, pendiente de cubrir, un crédito a favor del
acaudalado José Venecia, dueño del Ingenio Esperanza”. Decía que Venecia “al conocer la
ausencia definitiva de Céspedes y suponer en peligro la hipoteca, acudió en demanda ante los
tribunales, logrando con facilidad la ejecución a bienes del Prócer. Se realizó la operación en
La Demajagua, llevándose Venecia hasta los esclavos y también la célebre campana que fue
almacenada en una propiedad de Venecia” (Castellanos 1930: 35).
Capítulo II 61
la frente incorrupta, antes que al carro del crimen / se agarren con mano
impura” (1978: 79). Naturalmente, detrás de las palabras de Aguilera estaba
la suposición, avalada por años de práctica esclavista, de que solo los descen-
dientes de africanos podían cultivar la tierra y la abolición de la esclavitud
llevaría a los criollos a la ruina. Según el líder del alzamiento, no obstante,
todos los hombres debían ser libres en una Cuba independiente, conclusión
a la que Céspedes realmente no llegó hasta 18704, pero que, en esta obra,
es suficiente para que Aguilera reconozca en él un verdadero líder y le en-
tregue su dinero. La preocupación fundamental del texto, más allá de dejar
en claro cuáles eran las alianzas políticas de los cubanos, era comunicar el
programa que los animaba y crear escenas sentimentales que ilustraran su
ideario, especialmente, para un público exiliado en los EE. UU., donde se
publicó la obra y, tal vez, se llevó a las tablas, aunque no tenemos ningún
conocimiento de esto. Su objetivo era mostrar el espíritu humanista de los
patricios orientales, y dejar sentado que, bajo el sistema colonial, todos eran
siervos de España que debían luchar unidos por la independencia.
En el momento en que Luis García Pérez publica esta obra habían pasa-
do seis años desde el comienzo de la revolución, que ese mismo año recibiría
un golpe tremendo con la muerte de Carlos Manuel de Céspedes, el 27 de
febrero de 1874. No sabemos en que mes de 1874 se publicó la obra, si fue
antes o después de la muerte del caudillo; pero de lo que sí podemos estar
seguros es que fue la más importante por el momento en que se produjo y el
mensaje que trata de llevar al público. En el momento en que se publica este
drama, Francisco Vicente Aguilera, el vicepresidente de la República en Ar-
mas, se encontraba en los EE. UU., gestionando pertrechos y organizando
expediciones para mandar a la Isla. Al igual que Carlos Manuel de Céspedes,
este era oriundo de Bayamo y, al momento del estallido revolucionario, el
terrateniente más rico de las provincias orientales de Cuba y uno de los más
4
Me refiero a la circular del 25 de diciembre de 1870, dos años después de comenzada la
guerra, donde, como dice Elda Cento Gómez, Céspedes muestra su “abolicionismo radical”,
y pone fin a los servicios forzosos de los antiguos esclavos en el ejército independentista (véase
Cento Gómez 2013: 209-210).
62 El teatro de la guerra
acaudalados del país. Era dueño de unas 300 fincas, con medio millar de
esclavos africanos, varios ingenios de azúcar, y muchas propiedades urbanas
(Céspedes Argote 2008: 19). Al comienzo de la Revolución, como deja en
claro García Pérez, Aguilera puso todo su capital en función de la República
en Armas, y en 1875, vivía con tanta pobreza en Nueva York que tuvo que
internar a sus hijos pequeños y a sus nietos en un orfelinato, porque no
tenía dinero para mantenerlos. En el texto de García Pérez, Aguilera es el
caudillo generoso que reconoce en Carlos Manuel un “patriota” de “alma
generosa y pura / que en el cielo del esclavo / como estrella fulguras”, un
parlamento que bien pudiera ser una indicación de la muerte de Céspedes y,
por consiguiente, del carácter elegíaco de la obra. Es quien decide entregarle
el mando y todo su dinero al bayamés para liberar su patria “en tus manos /
pongo toda mi fortuna / y mi suerte y mi riqueza” (García Pérez 1978: 80).
De modo que, en vez de leer en este y otros textos un guiño anexionista –
como sugería Rine Leal en su introducción al teatro mambí–, hay que leer
en esta obra el discurso de la generosidad de los patricios cubanos, y del
sacrificio personal de hombres como Céspedes y Aguilera, a quienes se opo-
nían otros cubanos ricos del occidente de la Isla, como Miguel Aldama, que
estaban más interesados en la anexión o en la autonomía de Cuba que en la
independencia. No por casualidad, el Diario de Aguilera en Nueva York está
lleno de referencias al poco interés que tenían los “aldamistas” en liberar la
Isla, y las disputas incesantes por tratar de conseguir dinero y apertrechar los
barcos para mandar a Cuba. Como dice Aguilera en el Diario, la situación
era muy mala “por la apatía con [que] la generalidad de los cubanos pudien-
tes ven hoy la causa de la patria” (Aguilera 2008: 121)5.
Al publicar esta obra el mismo año en que muere Céspedes, arrinconado
en San Lorenzo, y al exaltar junto con él la figura del viejo terrateniente
5
En otro lugar del Diario, Aguilera afirma que Miguel Aldama, el rico propietario de
esclavos e ingenios de Cuba, que a la sazón se había refugiado en Nueva York, tenía “$700.000
dólares para comprar al contado las azúcares para el trabajo del primer mes, [y] no ha podido
salvar a Cuba con $5.000” que necesitaban los revolucionarios para una expedición (Aguilera
2008: 94). De esta forma, aparece el conflicto entre dinero y patria, lujo y sacrificio, que rea-
parecerá más tarde en Martí, Zambrana y otros independentistas.
Capítulo II 63
a las ciudades por Valeriano Weyler para evitar que apoyaran a los mam-
bises), la heroína termina siendo Sofía, otra hija de un comandante del
ejército peninsular, quien al final se casa con Felipe Moliet, un coman-
dante del Ejército Libertador. Sofía, como su nombre indica en griego,
encarna la “sabiduría” y representa los sentimientos de caridad, respeto
y bondad en la obra. Es ella quien aboga por los reconcentrados y cri-
tica al gobierno de España por las injusticias que cometían en Cuba.
La obra de Zahonet, por lo tanto, habría que incluirla en el mismo
grupo de “Carlos Manuel de Céspedes”, de Balmaseda, ya que ambos
están más preocupados por reescribir la historia con vistas al futuro que
por abogar por la independencia. Las tres obras demuestran, además,
la importancia que la literatura independentista le daba a las mujeres
y el respeto que se ganaron, respeto que no estaba exento tampoco de
críticas, ya que, a través de ellas, también, los españoles podían llegar a
conocer las intenciones de los cubanos como aparece en varias anota-
ciones de Vicente Aguilera en su Diario de Nueva York. En ninguna de
las obras de teatro que hemos estudiado, empero, aparece esta crítica.
Allí la mujer es la que defiende y se sacrifica por la revolución. Era ella
la que con toda libertad elegía a su pareja, y esa elección estaba basada
en la ideología libertadora, a un mismo tiempo, racial y cultural, que
les interesaba subrayar a los independentistas. Léase, por ejemplo, la
defensa que hace uno de los personajes en la obra de Balmaseda de los
soldados españoles que tenía Céspedes en su campamento. Bernabé Va-
rona los defendía ante los argumentos de Figueredo, que pedía la pena
de muerte para ellos por las siguientes razones:
6
En su biografía de Carlos Manuel de Céspedes, Balmaseda muestra su desacuerdo con
la deposición del primer presidente de la República. Habla de la falta de unidad, las dife-
rencias entre los grupos revolucionarios, la pérdida de reconocimiento a nivel mundial, y la
dificultad posterior que tuvieron los cubanos para encontrar otra figura que tomara el puesto.
Dice que Céspedes “desempeñó la Presidencia de la República por reelección, hasta el 27 de
74 El teatro de la guerra
Octubre de 1873, en que el Congreso tuvo a bien deponerlo, por haber extralimitado sus fa-
cultades, legislando en asuntos judiciales y otros que no eran de su incumbencia” (Balmaseda
1869: 270). La decisión de ir contra el Consejo de Guerra podría ser un ejemplo en la obra de
teatro de esta usurpación de poderes. No obstante, como he dicho, es una anécdota ficticia y,
además, se utiliza para mostrar la humanidad del héroe en momentos de gran tristeza. Según
Balmaseda, la verdadera causa de la deposición de Céspedes fue el haber nombrado a Manuel
Quesada, el representante de la República en Armas en los EE. UU., para recaudar fondos y
organizar expediciones. Quesada era el hermano de su esposa (1899: 271).
7
La asociación de Céspedes con Cristo se repite en el libro de Fernando Figueredo La
Revolución de Yara 1868-1878 (1902). Cuando le dieron un tiro en la pierna, dice Figueredo,
Capítulo II 75
tiempo que, como dice en el texto, los cubanos debían de perdonar a los
españoles por ser “de nuestra raza” y haber conformado el tronco funda-
cional de la identidad criolla. De este modo, si bien Céspedes se había
convertido en el “Padre” de todos los cubanos y, en especial, de los negros,
según la propia confesión de “Papá Pancho”, su muerte solo puede indi-
car un acto de deslealtad y desagradecimiento, un recordatorio de que la
alianza debía ser con los españoles.
En conclusión, podemos decir que, en la literatura de la Guerra de los
Diez Años, juegan un papel fundamental las obras de teatro y, dendro de
ellas, los personajes de las mujeres. Son ellas las que representan de forma
más clara el amor a la patria y el destino de la nación. Son ellas por las que
van a luchar con los revolucionarios, cuya “patria” tiene forma de “madre”
y de mujer. En la obra de Martínez Casado, la mujer peninsular no va a
combatir, ni libera a sus siervos. Solamente el novio voluntario lucha por
mantener a Cuba bajo el poder de España. La mujer, como aclara el texto,
se limita a apoyar al hombre, al mismo tiempo que el texto critica a las
criollas por alentar a los cubanos a salir a combatir. Son dos perspectivas
diferentes de la mujer, demostrativas del cambio de estatus social que
pronto iban a alcanzar las criollas; ya que su participación en la guerra les
da prestigio y la muerte de sus esposos en la manigua hace que sean las
nuevas encargadas del sustento familiar. En las obras independentistas,
sin embargo, la mujer que aparece es la joven blanca, con dinero, que li-
bera a sus esclavos, cuya posición social cambia de forma radical, como se
modifica, también, la de los esclavos. En todos los casos, son matrimonios
o alianzas ideológicas que muestran quiénes eran los partidarios de una
Cuba libre e independiente de España.
“se veía una mancha de sangre que señalaba la primera caída de ese segundo Nazareno” y,
cuando disparó, una bala de su revólver se incrustó en un árbol “como una reliquia” (1902:
42). Más tarde, su hijo fue recogiendo los fragmentos de su cuerpo. Figueredo hace mención
a dos hipótesis sobre la muerte de Céspedes, una de Lacret, que piensa que los españoles no
sabían quién era Céspedes, y la otra, la de un negro que él llama “Robert”, que fue quien lo
delató. Figueredo se inclina por la versión de José Lacret Morlot (1850-1904) quien estuvo
con Céspedes en San Lorenzo.
76 El teatro de la guerra
en Las insurrecciones en Cuba, decía que los jóvenes cubanos habían hecho
héroes, “en su mayoría imaginarios” a los primeros habitantes de Cuba y
que, en sus escritos, personajes como Hatuey representaban “la indepen-
dencia” y eran las “víctimas de la tiranía de los conquistadores” (Zaragoza
1872, vol. I: 493). Y agregaba Zaragoza, que “aquella juventud, que gran
parte de ella no la componían más que los descendientes de los que mata-
ron al deslenguado Hatuey […] no querían descender ni de indios ni de
negros”, por lo cual, ni por su origen, ni palabra podían aspirar a repre-
sentarlos (1872, vol. I: 493). Su dilema, decía Zaragoza, podía resumirse
en la contestación que le dio un indio mexicano a un criollo, “que por ser
hijo de la tierra reclamaba la propiedad de ciertos territorios, diciéndole
“si tu padre no, tú ¿por qué?” (1872, vol. I: 494). En tal sentido, para Za-
ragoza, el concepto de nación en el que se basarían los cubanos indepen-
dentistas tendría mucho de ficción, de ingeniería intelectual, de lo que
hoy llamamos, siguiendo a Benedict Anderson, “comunidades imagina-
das” y, según Eric Hobsbawm, “tradiciones inventadas”; esto es, prácticas
o rituales de un valor simbólico cuya función era inculcar ciertos valores
o normas en la población, repitiéndolas. Estos rituales, decía Hobsbawm,
trataban de establecer una continuidad con el pasado en medio de un
proceso cambiante de la sociedad (Hobsbawm 1992: 4).
En efecto, al recuperar el pasado indígena, los siboneyistas no hacían
más que utilizar la historia y la raza como armas de guerra para “inven-
tarse” una identidad que los diferenciara de España, y uno de los que fus-
tigó de forma más severa a los “siboneyistas” por esto fue Juan Martínez
Villergas, el editor de El Moro Muza que tenía como dibujante a Víctor
Patricio de Landaluze (1830-1889). En una de las caricaturas de El Moro
Muza, del 7 de noviembre de 1869, Landaluze muestra a Carlos Manuel
de Céspedes, con un carcaj lleno de flechas y montado sobre el vagón
de un tren que llevaba el nombre de “Hatuey 2º” y, debajo, las siglas
“PDDO” (El Moro Muza 7/11/1869: 44) que no significan nada, pero
cuya pronunciación es igual a “pedo”. Igualmente, El Moro Muza pintaba
a Fornaris con plumas en la cabeza y rodeado de caciques indígenas en la
selva. Aun así, sus poemas se hicieron tan populares que su libro Cantos
82 La india y la “linda criolla”
del Siboney (1855) fue editado varias veces, y los simpatizantes del inde-
pendentismo lo imitaron o recrearon como él la vida de los originarios
para hablar de la revolución. Este es el caso del poeta y cronista habanero,
Luis Victoriano Betancourt, quien escribió en la manigua su leyenda “La
Luz de Yara” que apareció en el periódico independentista La Estrella So-
litaria (1869-1877) de Camagüey, el 10 de octubre de 1875.
La narración de Victoriano Betancourt está basada en un suceso
del período de la Conquista que cuenta fray Bartolomé de Las Casas
en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), y ha de-
venido una de las historias fundacionales de la nación cubana. Según
de Las Casas, los soldados españoles tomaron prisionero al indio Ha-
tuey, que había venido de La Española para alertar a los indígenas de
Cuba del verdadero propósito de los soldados de la Corona. Hatuey,
dice Las Casas, fue apresado y condenado a morir en la hoguera; pero,
antes de morir, el sacerdote le pidió que se convirtiera al cristianismo
para que fuera al cielo, a lo que el cacique respondió que, si los espa-
ñoles también iban al cielo, él no quería ir “allá, sino al infierno, por
no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente” (Brevísima
2006: 36). Bartolomé de Las Casas no precisa dónde fue que quema-
ron al cacique de Quisqueya. No obstante, ya desde 1875, el discurso
independentista hace coincidir el alzamiento de 1868 con el suplicio
del cacique taíno, y convierte al indígena, como diría Luis Victoriano
Betancourt en “el primer mártir de la independencia de Cuba” (Be-
tancourt 1924: 223). Según el cronista, tres siglos pasaron después de
la muerte de Hatuey:
Una noche la luz errante se detuvo sobre el mismo sitio en que se había
alzado la hoguera de Hatuey. Y en aquel momento, las palmas de Cuba,
esos espectros silenciosos de los indios, sacudieron violentamente sus fan-
tásticos plumeros. Y el éter se iluminó con una claridad pura y brillante…
Era la luz de Yara que iba a cumplir su venganza. / Era la cuna de
Hatuey que se convertía en cuna de la independencia. / Era el Diez
de Octubre (La Luz de Yara, Betancourt 1924: 223-24; el énfasis
es nuestro).
Capítulo III 83
sangre que aún le pide al cielo / justicia para esas gentes” (Estévez 1893:
135). Para realizar este objetivo, los independentistas requerían de una
memoria que no se dejara vencer por el perdón ni el olvido. Tenían que
religar el presente con el pasado para así incitar a todos a la lucha. Yara
y su “luz” serían la señal para comenzar la pelea, de tal modo que, según
el historiador republicano Fernando Figueredo en La Revolución de Yara
1868-1878, cuando los cubanos decidieron invadir las Villas en 1874,
le pidieron al poeta con el seudónimo de el “Hijo del Damují” (Antonio
Hurtado del Valle), que escribiera un himno patriótico para la ocasión, y
el coro del himno decía: “¡Oh, villareños! La Luz de Yara / Viene anun-
ciando la Libertad” (Figueredo 1902: 32).
Agrego que el mito de la “Luz de Yara” debió ser, sin embargo, muy
anterior a la guerra de independencia, ya que antes existió la “luz” de Ca-
magüey, de la que habla Gertrudis Gómez de Avellaneda en Sab, cuyos
personajes se la encuentran cuando atraviesan los campos de Cubitas. Allí
ven aparecer unas luces de las que se dan dos explicaciones: unos dicen
que son “fuegos fatuos”, y otros, que es el alma del cacique Camagüey,
asesinado por los conquistadores españoles que regresaba cada noche.
Esta luz, según la vieja Martina y el esclavo Sab, les anunciaba a los amos
blancos, la futura venganza de los hombres cobrizos a manos de los afri-
canos, ya que “el alma del desventurado cacique viene todas las noches a
la loma fatal, en forma de una luz, a anunciar a los descendientes de sus
bárbaros asesinos la venganza del cielo que tarde o temprano caerá sobre
ellos” (Gómez de Avellaneda 1963: 92). De modo que es probable que
sea el mismo mito, ahora, modificado con el nombre de otro cacique,
que dicho sea de paso, nunca existió, a pesar de que haya una provincia
con su nombre; lo que nos sugiere que no fue una “invención” de los
letrados, sino un símbolo etnológico, sedimentado en un segmento de la
población que lo utilizó para criticar a los españoles. De ahí deriva, po-
siblemente, su arraigo en la población y su pervivencia hasta la época de
Fulgencio Batista (1901-1973). Por eso no extraña tampoco que algunos
mambises hayan creído, también, que el nombre de “mambí” provenie-
ra de la antigua lengua aborigen. Según el soldado español Antonio del
86 La india y la “linda criolla”
1
Al finalizar la guerra, se publicó el álbum de fotografía de Elías Ibañez La paz de Cuba.
Ocurrencias de la Campaña de Cuba durante el tratado de paz (1878), con diecisiete imáge-
nes de los insurrectos. Más tarde, aparecieron otras fotos en varias revistas como La Habana
Elegante y El Fígaro. Para un análisis de la cultura material de los mambises a través de las
fotografías como registro de la cotidianidad, véanse los ensayos de Ismael Sarmiento Ramírez
“Mirada crítica a la historiografía cubana en torno a la marginalidad del negro en el Ejército
Libertador (1868-1898)” (2010) y “La cotidianidad de los ejércitos español y libertador a
través de la fotografía cubana de la guerra (1868-1898)” (1999).
88 La india y la “linda criolla”
que las dos están paradas sobre una misma roca, España ocupa el lugar
más alto. Este posicionamiento establece las diferencias de poder entre
ellas y sugiere un único espacio de comunión: el que surge a condición de
que se respete la subordinación de una a la otra. El tiempo y la posición
dentro de la escena establecían, de este modo, la distancia que había en-
tre los dos países y la necesidad que tenía la Isla de la tulela de la Madre
Patria. De hecho, no es la primera vez que un conjunto alegórico similar
representa la unión política entre los dos territorios, ni que la indígena
representara a la América en el discurso colonial. Esta imagen era, preci-
samente, la que acompañó la conquista y procede del archivo europeo del
siglo xvi, como aparece en los grabados de Marten de Vos (1532-1603)
y de Adriaen Collaert (1560-1618), en donde la América es también una
india semidesnuda, con arco y un carcaj lleno de flechas, una represen-
tacion que corre pareja con las ideas filosóficas de Aristóteles (384-322
BC), y argumentos como los de Juan Ginés de Sepúlveda (1494-1573),
que destacaban la inferioridad de los indígenas y el derecho de España
a conquistar América. Estas imágenes y grabados muestran a esa misma
joven montada sobre el lomo de animales exóticos y salvajes, como el
armadillo, los caimanes, y los delfines, que remiten a un mundo de mons-
truos, caníbales y bestias medievales. Más tarde, con la independencia, los
revolucionarios echaron mano de esta representación, incluso en el caso
de Cuba, cuando pusieron la india junto con Bolívar para representar la
identidad latinoamericana. Un ejemplo es el cuadro del pintor neograna-
dino Pedro José de Figueroa (1770-1836) titulado, precisamente, Bolívar
con la América India (1819) (Chicangana-Bayona).
En la Cuba colonial, este tipo de representaciones tiene su mejor
ejemplo en el conjunto escultórico, conocido con el nombre de La fuente
de la India o La noble Habana, erigido en 1837 por los reformistas cu-
banos, antes, incluso, de que los siboneyistas comenzaran a escribir sus
poemas. Este hecho se explica si pensamos en que, por ser Cuba todavía
una colonia, la india aparecía sola o junto con la reina de España como
en el grabado de Víctor P. de Landaluze, en el Álbum Regio (1855) de
Vicente Díaz de Comas. Para hacer su grabado, Landaluze pudo haberse
Capítulo III 89
en la foto era, seguramente, una joven disfrazada que posaba ante el lente.
Esta ausencia de los aborígenes en la vida real, empero, es lo que hace po-
sible que su “recuerdo” sea utilizado como arma ideológica en el combate
en contra y a favor de los independentistas.
En la imagen visual “Cuba siempre Española” del Álbum histórico fo-
tográfico de la guerra de Cuba, España está tomando del brazo a la joven
india; lo cual indica su resolución de mantenerla sujeta, más aún, cuando
aparece rodeada de soldados que alzan los brazos en señal de triunfo, re-
cibiendo la mirada cómplice de ella, que sostiene en su mano la bandera
española. En el lado opuesto de la foto, se ven en el suelo cuatro criollos,
enemigos de España, a quienes Cuba-india no mira, ni compadece, y que,
supuestamente, han sido muertos en combate por estos mismos soldados
peninsulares. Hay, también, balas de cañón, una lanza rota y, detrás, en
retirada, una caballería mambisa; lo que hace que esta composición esté
estructurada en forma tripartita, dejando un espacio entre los enemigos
separados por la ideología. Este simbolismo se refuerza, además, con el
título de la foto que aparece, justamente, en medio de la foto , homolo-
gando y declarando a perpetuidad el derecho de una sobre la otra, ya que,
como argumenta el autor en el Álbum histórico fotográfico, esta era la única
opción válida que tenían los cubanos, porque, si la Isla se separaba de Es-
paña, regresaría a la “barbarie”, como había ocurrido en Santo Domingo
(Álbum histórico fotográfico de la guerra de Cuba 1872: 8-9). En cambio,
“Cuba siempre Española” era todo lo que podía alcanzar un pueblo “civi-
lizado”: la paz, la felicidad pública, la religión católica y el progreso (1872:
10). Con esto, se entendía que, de ganar la independencia los cubanos, la
Isla sería dominada, no por indios “salvajes”, que ya no había en la Isla;
sino por los esclavos africanos que pondrían patas arriba su estructura
social y, como decía el poeta español Francisco Camprodón (1816-1870),
en Patria-Fe-Amor. Colección de Poesías castellanas y catalanas (1871), les
arrebatarían a los criollos sus mujeres blancas (Camprodón 1871: 5). Este
énfasis en la barbarie de los separatistas se repetirá en otras partes del libro
y será uno de los tópicos fundamentales de la literatura de la guerra.
Capítulo III 91
indígena (Cuba), que la mira como una hija, mientras la reina pisa con
sus pies los emblemas del separatismo: la tea incendiaria y la bandera
rebelde. En contraposición a la imagen de la indígena, delante de la
reina, aparecen los símbolos con los cuales sus partidarios querían que la
identificaran: los emblemas de las ciencias, la educación, el comercio y
las artes, representados por el caduceo, el compás, la palestra con los pin-
celes y el libro; con lo cual, se superponían o constrastaban dos visiones
distintas del legado colonial. Si estos últimos emblemas simbolizaban a
España y la “civilización”, los objetos que aparecen al lado de la joven
anclan a Cuba en la naturaleza, la sexualidad y la abundancia productiva
de las colonias. Ella pertenece a un tiempo distinto al de la reina, con lo
cual, se establece en este grabado y en la fotografía de Gelpí y Ferro una
relación asimétrica, de dependencia ab initio entre Cuba y España hecho
que supone, igualmente, una lealtad necesaria basada en los beneficios
que la primera había sacado de la segunda. Es decir, el grabado pone
nuevamente a ambas mujeres en el mismo lugar y espacio, a condición
de la subordinación de una a la otra, que le debía, por eso, gratitud. En
otras palabras, constituye una representación que se apropia del pasado,
del recuerdo endeudante, para mostrar el agradecimiento que Cuba le
debía a España por todo lo que le había dado. No por gusto, la imagen
de la india aparece del mismo lado que el busto de Cristóbal Colón, una
de las carabelas y el sol de un nuevo día, y, al igual que ocurre con la
fotografía de la Galería de Varela y Suárez, no importa que la historio-
grafía dijera que ya no existían indígenas ni conquistadores en la Isla. Ni
tampoco importaba que estas imágenes representaran hechos ocurridos
hacía más de tres siglos. El tiempo, las razas y los géneros son los tres
discursos que utilizarán estos artistas para establecer las diferencias y las
distancias temporales entre los dos países y, con ello, los derechos de
conquista que tenía España sobre la colonia.
Estas representaciones despojan a Cuba, entonces, de todo valor ci-
vilizatorio y muestran una relación paternalista y eurocéntrica, basada
en el poder colonial. El eurocentrismo, según Aníbal Quijano, está sos-
tenido en dos supuestos. El primero es que la historia de la humanidad
94 La india y la “linda criolla”
Yo llevaré la bandera
de nuestra querida Cuba
porque libre y feliz suba
a la celestial esfera.
Ya que nuestra aurora asoma
las armas empuñaremos
y en valor imitaremos
Las heroínas de Roma.
Con eso dirá la historia
que ya las damas cubanas
han sido otras espartanas
y se han cubierto de gloria
(Víctor y Valdés 1978: 174).
Capítulo III 97
1
Existen numerosas investigaciones sobre la literatura antiesclavista en Cuba que han
destacado el carácter crítico de estas obras con relación al sistema colonial. Entre ellas, sobre-
sale Literary Bondage: Slavery in Cuban Narrative (1990) de William Luis. En Miedo negro,
poder blanco en la Cuba colonial (2015) destaco, por otro lado, los intereses clasistas y raciales
que albergaban estos escritores y los termores que tenían en relación a la influencia de los
africanos en Cuba.
104 La culpa y el sacrificio de los amos
Para él, la guerra era una forma de encontrar un final casi seguro con el
cual aliviar el dolor de la separación. Por consiguiente, su decisión de
marcharse a combatir es diferente a la de don Antonio, lo cual se ve en
el otro obituario que lee Angelina un mes después de recibir el de don
Antonio. Dice el de Arturo:
El que era un magnate quiere ser un ciudadano; el que tenía 3.000 es-
clavos que le obedeciesen, quiere tener 3.000 hermanos que lo bendigan.
El látigo de los negreros se ha escondido debajo del polvo ensangrentado
de cien combates. ¿Quién lo ha puesto allí? Lo ha puesto allí la misma
mano que tenía el infame derecho de empuñarlo. Los privilegios han roto
la cadena del privilegio (Zambrana 1916a: 47).
por la voz del narrador/amo. Al crear esta alegoría, los amos se ven como
víctimas propiciatorias de un sistema que ellos mismos crearon, man-
tuvieron y del cual se beneficiaron. Se reconfiguran como divinidades
o seres a los que luego habrá que pagar una recompensa, ya que ellos
serán los “mártires” y sus muertes, las que corresponden a un ídolo, un
dios o un apóstol, en cuyo nombre más tarde se exigirá otro sacrificio.
En estas narraciones, la muerte del amo resultará un acto sustitutivo,
merecido y compensatorio por haber cometido el “crimen” que, en las
narraciones arcaicas, como señala Girard, puede ser un incesto o parri-
cidio, que siempre debe ser castigado. En todo caso, debemos recordar
que las verdaderas “víctimas” de este conflicto son los esclavos. Ellos son
los que siguen al amo, que se “sacrifica”, y cuya muerte parecería ser
la única forma de contener la violencia y borrar la culpa. Ellos son los
que realizan en el texto lo que no habían podido realizar con las armas.
Luchan por la misma causa en otro sitio, y en un tiempo pretérito, que
aspiran a que sea su propio futuro. Es lo que Fredric Jameson llamaría
una cuestión de “cierre narrativo”, que establece una relación especular
con un “collective project yet to come” (Jameson 1986: 77). Este sen-
timiento de culpa, como he dicho, aparece en los escritos de Luz y Ca-
ballero, Pérez García, Julio Rosas, Antonio Zambrana, José Martí y, por
último, en la novela de Emilio Bacardí y Moreau, sobre la revolución de
1868, escrita por él durante la guerra, pero publicada doce años después
de inaugurada la República.
Esta novela se titula Vía crucis (1910-1914), y en ella ya no se hablará
de Norteamérica, porque el panorama político había cambiado radical-
mente. Se hablará de los grandes sufrimientos por los que tuvieron que
pasar los cubanos para tener una nación. Como ocurre en la novela de
Julio Rosas y Antonio Zambrana, aquí, también, los protagonistas son
dueños de esclavos, pero el hijo toma conciencia de la perversidad del
sistema y se une al Ejército Libertador en 1868, en el que muere comba-
tiendo a los españoles. De esta forma, toda la familia “paga”, como dice
el padre, el pecado de haber tenido esclavos, un mensaje que aparece de
forma directa en las palabras del padre al hijo:
122 La culpa y el sacrificio de los amos
En este diálogo, por tanto, el padre peninsular repite los dos discursos
que vertebran la justificación colonial para mantener a Cuba bajo el do-
minio español. El de la gratitud que los cubanos le debían a la Madre Pa-
tria por haberla conquistado y haber invertido tres siglos en el “desarrollo
Capítulo V 131
darles regalos a los oficiales del gobierno que, más tarde, estos tendrían
que pagar. Pero, el patrón de la circularidad que implicaban estos enlaces
era tan fuerte, y habían penetrado tanto en el pensamiento político de
Occidente que ni el mismo Locke pudo escapar del todo de ellos. No
pudo hacerlo cuando afirmaba que, aun los descendientes de aquellos
que fundaron un cierto orden político y no estaban originalmente com-
prometidos con ese orden, debían seguir, y respetar lo que fundaron sus
padres, por el simple hecho de beneficiarse de sus leyes y vivir en aquel
territorio (Leihart 2014: 134). Si el nexo entre los beneficios recibidos y
la gratitud había sido claro y había quedado establecido en la vida po-
lítica desde los tiempos romanos hasta el renacimiento, no fue así para
los modernos; por lo cual, cualquier discusión sobre tales nexos en el
sistema colonial debía rastrearse en el pensamiento político romano y
feudal, que está en la raíz de la constitución del mismo sistema. De modo
que, podemos esperar que la discusión alrededor de los beneficios y los
agradecimientos en el seno de la familia fuera un tema frecuente en la
guerra dentro de la sociedad cubana, que esta fuera el modelo para la cosa
política y que fuera parte, también, de la justificación del poder imperial.
Al igual, entonces, que el hijo del español que se vuelve mambí, la
novela de Eusebio Sáenz y Sáenz cuenta la historia opuesta: la de la hija
de un matrimonio separatista que defiende la integridad nacional y,
por este motivo, es asesinada por los padres. Al comenzar la guerra de
1868, la familia de Rosita se va para el monte a luchar por una Cuba
libre. Todos son revolucionarios, menos ella, que se queda en casa y se
enamora más tarde de un oficial del ejército español. Convencida de la
“insensata locura” de sus padres, Rosita decide ir al campamento insu-
rrecto donde estos estaban para pedirles que se rindieran. Ni sus padres
ni sus hermanos aceptan su propuesta y, en cambio, la acusan de ser una
aliada de los españoles, la insultan, la golpean y, finalmente, le cortan la
cabeza a machetazos. Dice el narrador, al describir esta escena: “El acero
insurrecto de un solo golpe, casi segregó la hermosa cabeza del precio-
so tronco de Rosita […] Inocente sangre abundantemente derramada,
Capítulo V 133
explica cómo el “amor patrio” debía prevalecer sobre los afectos familiares al
menos para los revolucionarios. De hecho, el nombre de Guzmán el Bueno
reaparecerá en otra obra de teatro de los independentistas para justificar la
muerte del hijo de Céspedes. En la novela de Sáenz y Sáenz, su mención
en el campamento insurgente, tiene la función de poner en duda si valía
la pena matar al hijo por la patria, ya que, muchas veces, como dice el
narrador: “los que la han defendido generalmente han logrado desprecio
y aislamiento” (1883: 137). De esta forma, el tema del sacrificio personal
y el de los hijos quedan unidos, nuevamente, con el de la ingratitud de
los conciudadanos, un tema que, como ya vimos, aparece en las obras de
teatro que hablaron de Céspedes, en los testimonios de Serafín Sánchez, y
en los poemas y escritos de Martí. Francisco Javier Balmaseda es quien hace
referencia a Guzmán el Bueno en su obra sobre Carlos Manuel de Céspedes
y en el opúsculo biográfico que le dedicó al bayamés en Los Confinados a
Fernando Poo e impresiones de un viage a Guinea. Allí califica la acción del
patricio como digna de Leónidas, el famoso guerrero de Esparta que com-
batió contra las tropas persas en la batalla de las Termópilas (Balmaseda
1978: 268), de Guzmán el Bueno (1978: 268) y de Jesucristo (1978: 275).
En su resumen biográfico de Céspedes, dice que, en abril de 1870, el hijo
del presidente, Óscar, fue sorprendido por las tropas españolas en casa de su
novia y se le mandó a decir al padre que el gobierno le perdonaba la vida si
este deponía las armas y reconocía el gobierno de España; a lo que Céspe-
des respondió: “Primero perecerá toda mi familia, y yo con ella, que hacer
traición a mi patria”. Balmaseda explica a continuación:
1
Donde el concepto de “patria” sí retuvo todo su valor, como dice Ernst Kantorowicz en
The King’s Two Bodies, fue en la religión cristiana, que transfirió el concepto de polis al reino
de los cielos, y convirtió el martirio en el genuino modelo de autosacrificio hasta el siglo xx
(1957: 234-235). Algo similar argumenta Étienne Balibar en “The Nation Form: History and
Ideology”. Al justificar la guerra, tanto Céspedes como Martí usan expresiones religiosas para
referirse a Cuba. En su Diario, Céspedes habla del “amor sagrado a la Patria”, “Amour sacré
de la Patrie!” (1994: 88), por el cual tuvo que sacrificar a su familia, y más tarde se compara
con Jesucristo. Para más detalles sobre este proceso, véase el capítulo que Ernst Kantorowicz le
dedica al tema en The King’s Two Bodies, titulado “Pro patria mori” (1957: 232-272). Incluso,
en su Diario, el propio Céspedes llega a compararse con Cristo. Dice: “yo debía de inmolarme
y me inmolé. Cristo resucitó después de la cruz” (1994: 154).
140 Los hijos ingratos de la patria
2
Es posible que la misma caracterización de Céspedes como “padre de la patria” venga de
Balmaseda, ya que este dice, tanto en su obra de teatro como en sus notas, que Céspedes era
“el padre y fundador de la República” (1869: 273). Más tarde, Néstor Carbonell y Emeterio S.
Santovenia, en Carlos Manuel de Céspedes; apuntes biográficos, pondría las siguientes palabras
en la boca del caudillo cuando se enteró de que su hijo había sido tomado prisionero y los es-
pañoles querían que entrara en negociaciones de paz “—Oscar no es mi único hijo: soy el pa-
dre de todos los cubanos que han muerto por la Revolución” (1919: 28). Al contar la muerte
de Céspedes, Carbonell no hace ninguna mención a la supuesta traición del antiguo esclavo.
Capítulo V 141
Una y otra vez, por consiguiente, Martí deja claro qué haría si el hijo
le fuera un traidor. Reactúa la misma pesadilla, el mismo temor y termi-
na matando al hijo, con lo cual, supedita los afectos personales al amor
que sentía por Cuba (Rojas 2000: 94-95). Exige de él una actitud igual
a la suya o igual a la del padre, que había sido “un bravo en la guerra”.
De no haber existido este antecedente político, el hijo no se hubiera
sentido obligado a seguir sus pasos. Ni el padre lo hubiera matado. Lo
cual nos dice que la política es la que media entre su acción y la muer-
te. Es el pasado el que ata al hijo en el presente, una memoria que le
obliga a actuar igual que su progenitor, quien, irónicamente, en el caso
de Martí, nunca participó en el conflicto bélico y era hijo de españoles
integristas. No obstante, el mismo tema del hijo traidor fue retomado
por José Antonio Ramos en una obra de teatro ambientada en la gesta
142 Los hijos ingratos de la patria
las posibles relaciones que habían establecido los criollos entre sibone-
yes (cubanos) y caribes (conquistadores) se borran en este texto y, en
su lugar, aparece la alegoría de la “Cuba-indígena como la amante del
español”, que es descuartizada por sus propios hermanos para impedir
este matrimonio. Esta y las otras comparaciones que se establecen en el
texto, por tanto, son formas de apropiación y reconstrucción del pasado
de Cuba en base a la memoria y las alianzas étnicas que los escritores
querían privilegiar. Buscan distinguir de diversas maneras los objetivos
políticos que les beneficiaban y, para ello, sobredimensionan cuotas de
esa memoria para crear fábulas de fundación que ayudaran a su causa.
Sáenz y Sáenz, imagina que Rosita, la joven “Siboneya” había escogido
bien enamorándose del soldado español, porque esta elección era, según
sugería, la más conveniente para Cuba. En cambio, Francisco Javier
Balmaseda pensaba que, si bien esta combinación era deseable, ya que
allí algunas criollas se casan también con españoles, todos debían pensar
como cubanos y aspirar a la independencia. Este no es el punto de vista
de Sáenz y Sáenz, quien muestra cómo la intolerancia política de los
independentistas pone fin al noviazgo de la joven, lo que cierra así cual-
quier camino a la solución del conflicto bélico. En su novela, incluso,
Sáenz y Sáenz amplía esta comparación y deja en claro que los cubanos,
en lugar de echar a los españoles de su tierra, debían aceptarlos, ya que
ellos eran los que podían enseñarles las reglas morales y encaminarlos
por la vía del “progreso culto y civilizador” (1883: 224). Desgraciada-
mente, Cuba se había mantenido por mucho tiempo en una especie de
letargo, en un sueño del que debía despertar. Explica el narrador:
contrario, se presenta como alguien que critica el que su hija se haya ido
al monte porque, como dice, “la mujer en ningún lugar hace más falta
que en la casa” (1883: 224); se siente ofendida por esta reacción de la
antigua ama, y ambas discuten. Irene, entonces, llega a acusar a la esclava
de haberle inculcado ideas prointegristas a la hija, que había “renegado
de la fe de [sus] mayores” (1883: 229); pero Caridad lo niega y la antigua
ama le responde: “¡negra esclava, astuta, miserable, maldita raza! Vete,
huye de aquí o haré que después de un boca abajo tus labios sellen, vieja
de Luzbel!” (1883: 226).
La discusión entre las dos mujeres en una sociedad que todavía era
esclavista, y en un contexto que había sido idealizado por la misma pro-
paganda revolucionaria, debió ser particularmente chocante para los lec-
tores, porque en ella la antigua esclava se atreve a contestarle a su ama y a
criticarla –algo que no ocurre en ninguna obra de este género–, y que, en
condiciones normales de servidumbre, le hubiera podido costar la vida o
un terrible castigo. Sin embargo, la escena está estructurada para mostrar
que, a pesar de la retórica abolicionista de los criollos, estos siguieron pen-
sando igual de sus esclavos; ya que los comentarios de Irene Cejudo están
llenos de frases despreciativas y prejuiciosas. Habría que concluir, enton-
ces, que Sáenz y Sáenz desarrolla esta escena con el objetivo de demostrar
la ruptura de esa unión idílica que habían enfatizado tanto los criollos
revolucionarios, y sacar a la luz la supuesta hipocresía de los libertadores.
La literatura de la guerra está llena, como hemos visto, de estas escenas
que muestran la historia al revés de como lo hacen los enemigos políticos.
Es cierto, sin embargo, que, en la Guerra de los Diez Años y aún después,
durante la guerra de 1895, existieron tensiones, rivalidades y disputas
entre los independentistas por cuestiones raciales y la misma negativa por
parte de algunos a darles la libertad a los esclavos contribuyó al fracaso del
alzamiento (Sarmiento Ramírez 2010: 138-65, en línea).
Si, por un lado, en la novela de Sáenz y Sáenz se demoniza la relación
“ama blanca-esclavo-independentismo”, por otro, se exalta la alianza “Ro-
sita-España-Caridad”; es decir, la relación que existía entre la niña “mártir
de la ‘Integridad Nacional’” (Sáenz y Sáenz 1883: 223), la antigua esclava
Capítulo V 151
La naturaleza de la guerra
libre” (1890: 65). Quien lea solamente esta descripción del paisaje, sin
embargo, no sospechará que había habido un enfrentamiento tan vio-
lento, ya que la descripción parece tener una realidad propia, estética y
auto referencial que permite separarla del resto del texto. De ahí que, el
narrador hable de “bocetos”, “manchas, “tintas indecisas” y hasta de la
niebla “tintada” (1890: 65), ya que es un paisaje hecho a partir de refe-
rentes culturales intensamente visuales, escalas cromáticas como la del
“rosa de la pluma del flamenco”, y objetos como el “volcán” o el “verde
Nilo”, que no pertenecían al paisaje de la Isla, pero cuya fuerza poética
podían servir como símbolos de la violencia de la guerra y dar “la impre-
sión original del que palpitó sobre el trágico escenario” (1890: IX). Si,
para los románticos el paisaje es un mundo de emociones, donde se ve
reflejado el “yo”, para Manuel De la Cruz, Julián del Casal, José Martí y
Rubén Darío, será una experiencia “estética” como decía Anderson Im-
bert al hablar de Amistad Funesta (1885) (Imbert 1960: 108), un lugar
de resonancias culturales. Este esteticismo sería producto del proceso de
“desnaturalización” del mundo que experimentan las sociedades moder-
nas en las últimas décadas del siglo xix, con la creciente influencia de la
ciencia y la tecnología, como aparece en el poema de Martí “Amor de
ciudad grande” (Camacho 2004: 335-336). En la narración de Manuel
de la Cruz, la naturaleza convertida en objeto de arte serviría como un
mecanismo de exaltación de los héroes, en donde el autor pintaría el
paisaje, del mismo modo en que lo habían hecho Monet o Loti en Fran-
cia. El lugar produce emociones e invoca imágenes de lirismo. Tiene la
finalidad de producir un efecto positivo en el lector, que es la razón por
la que podemos hablar de “topofilia”.
La “topofilia” es un discurso que aparece a principios del siglo xix en
la literatura hispanoamericana que se caracteriza por mostrar amor hacia
el paisaje, y toma la naturaleza como algo propio de su identidad (Béjar,
Barrera 1999: 41). A finales del siglo xix, Martí y De la Cruz continuarán
este discurso, pero quienes escriben en contra de los mambises o de la
guerra, lo harán como Roa, a través de imágenes de desapego, alienación
y conflicto. En la escritura de Manuel de la Cruz, su pluma, como el
Capítulo VI 163
1
Véase el largo ensayo que le dedicó Manuel de la Cruz a Pierre Loti en La Nación de
Buenos Aires, el 22 y 25 de diciembre de 1889, que fue recogido más tarde en Obras de
Manuel de la Cruz. Vol. II (1924).
166 La naturaleza de la guerra
2
La refencia aquí es a Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in
Nineteenth-Century Europe, quien habla de la forma en que la historia es narrada. Esta pro-
blemática aparece, también, en las historias revolucionarias, como en las Crónicas de la guerra
Capítulo VI 167
de José Miró, en cuya introducción describe la dificultad de acercarse a ella desde un punto
de vista imparcial. Para más detalles sobre el concepto de metahistoria aplicado al texto de
Bartolomé de Las Casas, léase el ensayo “Meta-historia y ficción en la Brevísima relación de la
destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas”, Hispanófila (2002).
168 La naturaleza de la guerra
Según cuenta este militar, los mosquitos eran tales enemigos de los sol-
dados que un artillero español a las pocas horas de haber sido acosado por
estos, y no pudiendo defenderse, “sucumbió saeteado, mártir del vampi-
ro aguijón, el cual serviría como arma de empuje e irresistible contra el
enemigo si se pudiese ordenar y disciplinar” (Sáenz y Sáenz 1883: 164).
Se puede comprender, entonces, que la perspectiva que adopta el solda-
do extranjero en relación al paisaje se origine a partir de un sentimiento
de desamor, tanto que en otra novela de la guerra del 98, La Cariátide,
de Ubaldo Romero Quiñones, el narrador sostiene, igualmente, que, en
Cuba, “lo feracísima, lo irregular de la guerra, por el temperamento, cli-
ma y alimentos, contrarios al peninsular [eran] mortales enemigos suyos”
(Quiñones 1897: 152). Por eso, Ubaldo Romero se quejaba del abando-
no y sufrimiento de los soldados peninsulares, de “la topografía movediza
de aquella flora exuberante, y el diluviar de aquellas torrenciales aguas;
en cuyos ríos fermentan los elementos más venenosos y dañinos; don-
de todos padecen por sus partes, en desnudez, en hambre y en fiebre”
(Quiñones 1897: 154). En estas narraciones, el paisaje se convierte en el
enemigo principal y oculta un universo dañino, de “atmósfera de fuego”,
“marchas terribles”, “terreno fatal” y padecimientos, ante los cuales, ellos
no pueden hacer nada. Los ejemplos sobran; mencionaremos, solamen-
te, cuatro. El libro de Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón, En la
manigua: diario de mi cautiverio (1879), la narración de A. López García,
172 La naturaleza de la guerra
fue tan mortificante, que nos obligó a tirarnos sobre fangosos charcos, y
poniendo el sucio pañuelo a modo de colador chupábamos con avidez un
líquido mal oliente, que, si bien nos humedecía los labios, aliviándonos
de momento, emponzoñaba nuestra sangre con el germen del paludismo”
(Corral 1899: 95).
En la última de estas narraciones, escrita por Ricardo Burguete, su-
puestamente, a partir de las notas que tomó mientras realizaba distintas
operaciones en el terreno en Cuba, las representaciones de la topografía
son tan extensas y reiteradas, que tal pareciera que el oficial no lucha con-
tra los mambises sino contra la maleza.
Comienza ¡La guerra! Cuba, diario de un testigo con su partida de Es-
paña y, durante la marcha, el narrador escribe pequeñas notas sobre lo
que le va sucediendo. Tan pronto como comienza a adentrarse en la selva
cubana, nota “el clima tan falaz como el enemigo que vamos a combatir”
(Burguete 1902: 80), ya que los mambises, para despistar a las tropas
peninsulares, los hacían recorrer los caminos más intrincados. Los peñas-
cos estaban cubiertos por una “fiera vegetación” (1902: 87), y cualquier
ruido en la noche les parecía un peligro. Esta es la razón por la que estos
escritores no establecen ninguna relación afectiva con su entorno. Más
bien, lo opuesto, el suyo es un vínculo de alienación y rechazo. La selva
aparece como se ve en las imágenes que incluyó Emilio Augusto Soulère
en su libro Historia de la insurrección de Cuba (1869-1879): una foresta
impenetrable, de árboles inmensos, en los que los mambises casi no se ven
(Soulėre 1879-1880: 479, 498-499). Los insurrectos se esconden detrás
de ellos, los conocen bien y obligan a ir a los soldados españoles por los
caminos más difíciles e intrincados para hacerlos sufrir. Efectivamente,
es posible ver cómo los soldados independentistas se confundían con el
paisaje cuando recordamos que muchos de ellos, negros, andaban casi
desnudos, y asaltaban de noche a machetazos a los soldados peninsulares.
En una foto del archivo de la guerra de 1898, titulada “Un explorador
ocultándose detrás de pencas de palma”, aparecida en el libro de John
Hemmet Cannon and Camera, puede verse la forma en que se camuflaban
los exploradores de las tropas independentistas, cubriéndose el cuerpo y
174 La naturaleza de la guerra
3
Se ha escrito mucho sobre la representación del paisaje y el “apoliticismo” de Casal.
Aquí me limito a señalar lo que creo fue la raíz del conflicto en su poesía: la topofobia. Para
más detalles sobre la recepción de Casal en Cuba, véase el ensayo de Eloy Merino “Los límites
del compromiso cívico y político en los textos de Julián del Casal” en Chasqui (2005), y el
libro de Francisco Morán Julian del Casal o los pliegues del deseo (2008).
Capítulo VI 177
Walterio Carbonell
(Crítica: cómo surgió la cultura nacional)
1
Menciono aquí, solamente, las revistas y los nombres de los intelectuales más repre-
sentativos de este período. No me refiero a las otras muchas publicaciones políticas, jocosas y
literarias que aparecieron a la par, ni a otros escritores menos importantes. Pedro Pascual, por
ejemplo, cita más de 30 revistas, solamente de filiación “autonomista”, que se publicaban en la
Isla en esta época. Lamentablemente, las referencias a ellas en la bibliografía crítica se centran
en unas pocas: la Revista de Cuba (1877-1884) de Cortina y la Revista Cubana (1885-1894)
de Varona (Naranjo Orovio, García Mora 1997); (Bizcarrondo y Elorza 2001: 257-273). No
se presta atención o no se analizan las revistas literarias del mismo período, ni la labor de las
escritoras cubanas, que resultan igualmente importantes para entender la política y la cultura
de la época. Para la cuestión del Modernismo, Casal y la revista La Habana Elegante, véase el
libro de Francisco Morán, Julian del Casal (2008). Para una lista completa de las publicacio-
nes periódicas que tienen que ver con la guerra de independencia, véase la ponencia de Pedro
Pascual “La prensa de España, Cuba, Puerto Rico y Filipinas y las guerras de independencia
(1868-1898)” (1997).
Capítulo VII 181
por consiguiente los moldes que crean esa comunidad. ¿Cómo aparecen
estos temas, entonces, imbricados en las reflexiones de algunos de los in-
telectuales cubanos de este período? ¿Cómo se diferencian o se asemejan
las propuestas de la administración colonial, los autonomistas y los inde-
pendentistas cuando hablan de los negros?
Según Elías Entralgo en Liberación étnica cubana, los autonomistas,
junto con los blancos que componían las clases dirigentes del país, que-
rían atraer a los negros a las “formas rectoras de la cultura occidental”,
porque comprendían que la tercera parte de la población de la Isla era
negra y que sus “vicios” contaminarían tarde o temprano a los blancos
(Entralgo 1953: 172). Entralgo cita unas palabras de Enrique José Varona
quien, en una carta al periódico La Igualdad, que dirigía el intelectual
mulato Juan Gualberto Gómez, decía: “El ñáñigo negro hace el ñáñigo
blanco. Levantar al uno es evitar la caída del otro” (cit. en Entralgo1953:
172). Según la psicología de la época, la superstición y las conductas de-
lictivas podían propagarse de una clase a otra como una “epidemia”. Las
“influencias morales, opiniones, creencias, temores” podía popularizarse
entre los individuos (Mestre 1879: 71), y así lo dijo Varona en un artí-
culo publicado en la Revista cubana, titulado: “Una afición epidémica,
los toros”, en la cual, habla de los “diversos grados de esta evolución” y
afirmaba que “la obra de la cultura social consiste en facilitar y acelerar el
avance de los rezagados” (Varona 1891: 102-103). No extraña, entonces,
que la educación se convirtiera en una forma de evitar estos males y que
los intelectuales blancos se preocuparan con la influencia que los “ñáñi-
gos” negros podían causar en la población blanca.
En sus crónicas, Martí al igual que Varona, se muestra optimista en
relación a los negros, y cree en su educación y desenvolvimiento; pero,
al mismo tiempo, ve con preocupación algunos rasgos que, ya sea por
herencia o por su cultura, podían afectar al resto. Después de todo,
Martí fue influenciado por los krausistas en España y la antropología
sociocultural inglesa, y cuando estuvo en México, citó la obra de uno de
los correligionarios del krausismo, Guillaume Tiberghien, para apoyar
la importancia de la educación obligatoria para el país. En La enseñanza
182 La deuda de los siervos
Otros negros van por donde es más cierto el camino, que es por la
cultura puesto que mientras sean menos que los blancos, en carácter y
saber, nadie parará en las causas de que sean así, sino en que lo son, el
cual es argumento que no se les hará cuando puedan luchar de mente a
mente y calcen ambos con igual maestría el discurso y el guante: con la
cultura del negro no se acabará el conflicto, pero tendrá menos causas y
pretextos que ahora, y menos horrores (Martí 1963-1975, vol. XII: 324).
escritos. En Haití, por ejemplo, este discurso fue utilizado por escritores
como Anténor Firmin (1850-1911) en De l’égalité des races humaines.
Anthropologie positive (1885), para rechazar los argumentos del francés,
y argumentar que, a pesar de que la Revolución Haitiana había sido vio-
lenta en un inicio, haciendo uso del vudú, cuando triunfó, los haitianos
abandonaron las prácticas supersticiosas y adoptaron los patrones de la
civilización europea. Según Hurbon, por eso: “allí donde, contra Gobi-
neau, puede defenderse la igualdad de las razas, parece difícil discutir la
superioridad actual en la ‘civilización’ de Europa” (Hurbon 1993: 45).
No por coincidencia, cuando Martí viajó a Haití en 1893, conoció a
Anténor Firmin, y le dijo en una carta a su amigo Sotero Figueroa: “ayer
hablé de usted con un haitiano extraordinario que por Betances y por
Patria lo conocía: Anténor Firmin” (Martí 1963-1975, vol. II: 354).
¿Habría leído su libro antes de llegar a Cabo Haitiano? No lo sabemos.
De lo que sí podemos estar seguros es que ambos coinciden en rechazar
el “racismo blanco”, incluso, el mismo concepto de “raza”; aunque los
dos seguían mirando a Europa y a la civilización occidental, con su
organización política, su técnica y sus ciencias como modelo para las
repúblicas americanas.
Por esta razón, si bien el evolucionismo sociocultural pudo ser una
respuesta al racismo biológico, ni Martí ni Anténor abandonan su
creencia en “desbarbarizar” al bárbaro, en asimilar al otro, en educarlos
en los valores de la cultura occidental blanca; con lo cual, tenemos que
hablar de un racismo cultural propio de los liberales del siglo xix, que
aspiraban poner a los países hispanoamericanos al mismo nivel que los
europeos. Lo cierto es que, en uno de sus cuadernos de apuntes, Martí
habla de los “caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con
grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los su-
cesores directos o cercanos de los negros de África salvaje” (Martí 1963-
1975, vol. XVIII: 284). Para él, “un pueblo crea su carácter en virtud
de la raza de que precede, de la comarca en que habita, de las necesida-
des y recursos de su existencia, y de sus hábitos religiosos y políticos”
(1963-1975, vol. V: 262); por lo cual, había que considerar lo biológico
186 La deuda de los siervos
como “la raza de que precede”, junto con la cultura en la explicación del
hombre. Esta forma de pensar era compartida por otros intelectuales
de su tiempo, que se debatían entre ambos polos del debate racial, y no
podían prescindir del concepto de “raza” en sus razonamientos. Así, en
1874, el pensador krausista Gumersindo de Azcárate, quien era muy
admirado por el cubano, había dicho algo similar, que un pueblo adqui-
ría su carácter de “la raza a que pertenece, el territorio o medio natural
en que vive y de la cultura que alcanza” (Azcárate 1874: 19). ¿Cómo
evitar, entonces, que la raza negra sobrepujara en Cuba a la blanca?
¿Cómo hacer que lo cultural venza a lo biológico? Esta preocupación,
sugiero, es la que se hace patente en su crónica titulada “Una orden
secreta de africanos”, que Martí publicó en Patria, el 1 de abril de 1893.
En esta crónica, el cubano relata la forma en que los negros de una
“orden secreta” se preparaban en Cayo Hueso para pasar de grado esco-
lar y, rápidamente, después de celebrar que se educasen, pasa a discutir
la necesidad de que contribuyeran a la causa revolucionaria, y mostra-
ran su agradecimiento a los blancos. Consecuentemente, en un artículo,
que parecería a simple vista muy escueto, Martí maneja diversos argu-
mentos vinculados con el miedo y el rechazo que les tenían los blancos a
los abakuás, una organización de hombres negros fundada en 1836, en
La Habana, a la que nunca menciona por su nombre. En esta crónica,
como dice Aimée González, Martí sugiere que viene a hablarle al lector
de una de estas sociedades secretas tan temidas en su tiempo (González
1997: 62), pero en su lugar, Martí cuenta la historia de Tomás Surí,
“el africano”, que con setenta años y desterrado en el Cayo, aprende a
escribir en una de sus escuelas.
Esta estrategia de imitación podía hacer que los blancos los aceptaran;
pero, al mismo tiempo, reducía a los descendientes de africanos a una
posición subalterna, carente de originalidad y dirección. En el fondo,
era la misma estrategia que los intelectuales blancos habían criticado y
de la que se burlaban en los “negros catedráticos”. Para no ir más lejos, el
mismo periódico La fraternidad se hizo eco de la campaña de descrédito
contra los ñáñigos y los bailes de origen africano en Cuba, y en un artí-
culo de 1888, decía que los ñáñigos recorrían las calles haciendo “alardes
con sus ridículas contorsiones del más recrudecido salvajismo” (Barcía
2000: 106). De esto, se desprende que tanto Juan Gualberto Gómez,
José Martí como Manuel de la Cruz rechacen de los negros aquello que
los blancos y la clase negra alta impugnaban por encontrarlo propio del
África “salvaje” y que, aunque Martí abogue por una cultura autóctona
en Hispanoamérica e incorpore los mitos y símbolos indígenas, no haga
lo mismo con los relatos africanos, la música ni el “tabor”. De acuerdo
con esto, su “españolidad” sería indicativa de su filiación ideológica, de
sus preferencias culturales y de aquellos rasgos de la identidad cubana-
criolla que ya no podían ser peligrosos. Es decir, las reglas de la cultura
dominante, que impone límites y obliga a los otros a actuar de un modo
conforme con lo que se tiene como normal y aceptado dentro de la socie-
dad (Culler 1997: 44). De esto, resulta que llamar la orden “africana” sea
otro indicio de temporalización del Otro, otra forma de objetivar al negro
y de diferenciar los componentes de la cultura africana de la criolla. No
porque hablara español, tuviera nombre español y hubiera vivido tantos
años en Cuba, Martí iba a considerar que Tomás Surí no era “africano”.
En realidad, los descendientes de africanos no eran los únicos que partici-
paban en estas órdenes, ya que, como se encargó de publicitar la prensa de
la época, en los juegos de ñáñigos, había, también, hombres blancos que
nunca habían estado en África, razón por la cual independentistas, como
De la Cruz, le criticaban al gobierno que hubiera dejado florecer a este
grupo bajo su tutela, y que creyera que los revolucionarios eran, poco me-
nos, que un “juego de ñáñigos del barrio de Peñalver” (Cruz 1895: 10).
Para él también, el ñañiguismo era una “simiente de barbarie y de muerte
190 La deuda de los siervos
Dijeron entre otras cosas que ‘ellos, los que habían sido esclavos, eran
los únicos que habían ganado con la revolución; que la mucha sangre y
lágrimas que había costado a los hombres que, no estando acostumbra-
dos a la guerra, se lanzaron a ella generosamente, solo había servido para
Capítulo VII 191
conquistar la libertad de los negros, que no era posible que hombres que
se reúnen para progresar, quedaran sordos y ciegos en el momento en que
todo se mueve para continuar la tarea interrumpida (Martí 1963-1975,
vol. V: 325).
¿Qué significa esto? Significa que en esta crónica Martí aprovecha para
fijar en la mente de sus lectores otra de sus preocupaciones en relación
con los negros. Trata de hacerles ver que debían sentir una deuda de gra-
titud por la “generosidad” que expresaron los blancos por “conquistar la
libertad de los negros”. Porque, incluso, si aún estos habían perdido la
Guerra de los Diez Años, los negros habían sido los “únicos que habían
ganado con la revolución” (Martí 1963-1975, vol. V: 325). Martí pasa,
pues, en esta crónica, de hablar de la necesidad de educar al negro, a la
necesidad de que estos cumplieran el compromiso que habían contraído
con los blancos. Usa este acontecimiento en el pasado para endeudarlos.
Es un recuerdo con poder, diseñado para obligarlos a regresar a combatir.
Como se recordará, veteranos de la Guerra de los Diez Años, como
Antonio Zambrana y Vázquez, invocaban la memoria del alzamiento de
1868 y planteaban la liberación de los esclavos como un acto de bondad,
sin reparar en que ellos mismos se la habían ganado, o bien, que se trataba
de un derecho inalienable que nunca debieron haber perdido. Este es el
tema del cuadro “La República cubana” (1875), que figuraba en casi to-
dos los clubes patrióticos de los Estados Unidos y otros países de América
Latina, y que según Soto Hall, ocupaba un “testero de honor” en el cole-
gio de José María Izaguirre en Guatemala, adonde fue a trabajar Martí en
1877 (Zéndegui 1954: 33). Esta, por consiguiente, es la imagen del negro
que Martí resalta en sus crónicas, en las que recuerda el acto magnánimo
que tuvieron los blancos al liberarlos y que tiene el mismo valor simbó-
lico que un regalo. Según Jacques Derrida, sin embargo, “para que halla
un regalo, no debe haber ni reciprocidad, ni retorno, ni intercambio,
ni falsificación, ni deuda” (Derrida 1992: 170). Es decir, quien “dio” la
libertad a sus esclavos, no podía pedirles nada a cambio, ni en aquel mo-
mento ni después, ya que el solo hecho de exigirles una acción retributiva,
192 La deuda de los siervos
Para más detalles sobre el simbolismo de este intercambio, véase el libro de Jean
2
Starobinski Largesse (1997), en que hace una arqueología del regalo en el arte y la literatura
occidental.
Capítulo VII 193
del lector para asegurarles que eran infundados. Que la confesión sobre la
“orden funesta de africanos” viniera, además, de un testigo, de un antiguo
esclavo, o de una antigua dueño de ingenios, que afirma que “mis cria-
dos son como mis hermanos” (Martí 1963-1975, vol. V: 34); imprimía
a sus crónicas un poder real, que definitivamente no tendrían si Martí
expresara estas ideas en primera persona. Este ventrilocuismo, ya sea con
referencia a los indígenas, los negros o los “amos buenos”, demuestra,
pues, lo importante de leer sus artículos como textos hechos para con-
vencer al lector: son como arte-factos construidos para crear un efecto de
veracidad, compromiso político y cohesión entre los cubanos. Es decir,
responden a estrategias narrativas que legitiman la posición del hablante,
a través de mecanismos retóricos como el testimonio ajeno en que la víc-
tima redimida manifiesta su deuda de gratitud y su compromiso político
con la causa revolucionaria. Solo así, puede entenderse que, aun cuando
adquiere su libertad, no sea libre mientras viva el amo. Al igual que hace
con los indígenas, entonces, Martí alaba a los negros en el momento de su
conversión, en el instante en que manifiestan una actitud igual a la suya,
y se comprometen públicamente con su causa. El propósito es solidificar
la unidad para luchar por la patria. El énfasis que pone Martí en el pueblo
es importante, porque la gran diferencia entre la guerra de 1868 y la de
1895 es, justamente, el impulso que la conforma. En la primera, el im-
pulso viene de arriba, mientras que, en la segunda, surge de abajo. En la
de 1895, hay mucha mayor representación de los estratos intermedios de
la sociedad, y de los descendientes de africanos, que llegaron a alcanzar el
40% de los puestos dirigentes (Pérez Cuba 1995: 160).
Ahora bien, es una falacia decir que los negros les debían la libertad a
los blancos cuando los liberaron en 1868, porque estos simplemente no
tuvieron que esperar a que los criollos los declarasen libres. Miles de ellos se
sublevaron desde que fueron traídos a la Isla como esclavos en el siglo xvi,
y vivieron en libertad o “cimarronaje”, hasta el momento en que murieron
o fueron asesinados. Pero el cronista prefiere silenciar este hecho, dada,
posiblemente, la carga de violencia que representaba el negro cimarrón, o
los alzamientos de esclavos, y prefiere privilegiar el papel de redentor de
198 La deuda de los siervos
los blancos para convencerlos. Elige así regresar al momento en que los
blancos los liberan para hacer de este momento una memoria redentora
para la patria y un símbolo de la unión nacional. No en balde, decía Elías
Entralgo que, en lo tocante a lo racial, Martí sacó “filones valiosos” de la
Guerra de los Diez Años para fomentar la campaña de 1895 (Entralgo
1953: 154). Que se complacía lo mismo en contar la anécdota del sar-
gento negro que cargó en sus espaldas a un teniente blanco, que en relatar
la del patricio de piel blanca que enterró a su hija junto al negro. Todos
estos ejemplos incentivaban la fraternidad racial y justificaban la tesis de
que la guerra unió a ambas razas. Este discurso, como ya hemos visto, no
se inició con Martí ni terminó con él. Tiene su origen en la idealización
del régimen de plantación y la fraternidad entre el “amo bueno” y el fiel
esclavo. Es un discurso que aparece en las novelas de la Avellaneda, Julio
Rosas, H. Goodmann, Raimundo Cabrera, Emilio Bacardí y Francisco
Calcagno, del que se sirven los escritores independentistas para mostrar
una comunidad unida por lazos de mutuo afecto. De ahí, que Mercedes
Matamoros (1851-1906) recordara en el poema “La Bella entusiasta”,
escrito en 1897, cómo la familia de un mambí, a la que llama “benignos
amos” y su esclava temían por la suerte del hijo de la familia que había
ido a combatir “valiente por la patria” (Matamorros 2004: 239). En sus
escritos políticos, Martí usa estos ejemplos de lealtad, familiaridad y amor
entre las razas con el fin de llamar a los cubanos negros nuevamente a la
guerra y fomentar una Cuba “con todos y para el bien de todos”. Lo hace
para recordarles que la hermandad entre ambos era posible, que la guerra
los había hecho iguales, y que los blancos los habían liberado como un
gesto de compasión, fraternidad y justicia histórica.
Pero, ¿es cierto que los independentistas abolieron la esclavitud en
1869? De acuerdo con Raúl Cepero Bonilla y Vidal Morales en Hom-
bres del 68, este no fue el caso. A la Asamblea de Guáimaro, fueron dos
grupos de cubanos con ideas muy diferentes de cómo llevar a cabo la
guerra y qué hacer con los esclavos. Por un lado, estaba Carlos Manuel
de Céspedes, a quien le preocupaba lo que podían pensar los dueños
de ingenios y esclavos en el tramo occidental de la Isla. Del otro lado,
Capítulo VII 199
estaban los revolucionarios del centro del país, con Ignacio Agramonte
e Ignacio Mora a la cabeza, quienes pedían la emancipación de todos los
esclavos y un gobierno democrático (Quesada 1894). En la Convención
de Guáimaro, triunfó este último grupo y, por ende, el artículo 24 de
la Constitución del 10 de abril de 1869, reza que “todos los habitantes
de la República son enteramente libres” (Bonilla 1989: 107). La cues-
tión que dificultaba este acuerdo era –como dice Bonilla– que no todos
los revolucionarios estaban dispuestos a romper sus lazos con la clase
esclavista y, tres meses después, a finales de julio de 1869, se le agregó
una enmienda al artículo 25 de esta misma Constitución, y donde antes
decía “todos los ciudadanos de la República se consideraran soldados
del Ejército Libertador”, pasó a decir: “los ciudadanos de la República,
sin distinción alguna, están obligados a prestarle toda clase de servicio
conforme a sus aptitudes” (1989: 107). La reacción no se hizo esperar,
especialmente, por el lado de los EE. UU., que interpretó dicho cambio
como un “esfuerzo por mantener el sistema esclavista”. La corrección
obligaba a los libertos a realizar cualquier tipo de trabajo que sirviera
a la República y a sus representantes, práctica que se llevó a cabo hasta
1870 (1989: 107). Por tal motivo, Bonilla afirma enfático que en la
Asamblea de Guáimaro no se abolió la esclavitud.
En sus escritos, Martí pasa por alto todas estas razones y utiliza este
momento histórico como un acto fundacional para apoyar su programa
político. Para él los mambises dejaron libres a los negros por convicción
personal, no por conveniencia. No fue producto de una necesidad de la
guerra. Fue un gesto magnánimo que le dio a los negros “despreciados”
el “mérito de los combates y a la autoridad de la gloria” (Martí, vol. III:
103). En su artículo del 1 de abril de 1893, al hablar de la emancipación
de los esclavos en Puerto Rico, Martí compara este suceso con la “salva-
ción” de la servidumbre del negro en Cuba, en 1869, y ve en este acto
desinteresado de los amos blancos, que no habían puesto “reparos”, ni
exigieron “paga”, la tranquilidad de la futura República. Lo que no dice
son las reiteradas tensiones que existieron durante el conflicto entre los
rebeldes, los blancos que se negaban a seguir las órdenes de los negros que
200 La deuda de los siervos
liberada por los blancos de la Revolución” (Sanguily 1893: 96). ¿No era
esta una respuesta directa a los argumentos de Martí en Patria? Irónica-
mente, no es Martí quien le responde al cronista de La Igualdad, sino
Manuel Sanguily desde su revista Hojas Literarias. En su artículo “Los
negros y su emancipación” (31 de marzo de 1893), Sanguily, antiguo
veterano de la Guerra de los Diez Años y amigo de los autonomistas,
cita el comunicado de La Igualdad, para afirmar que era cierto que hubo
muchos negros en el Ejército Libertador, pero aclara:
los años de entreguerras. Por ellos debían de votar. Para Aline Helg, es-
tas descalificaciones de Sanguily eran sintomáticas del temor que sentían
muchos blancos por el poder que podían alcanzar los negros después de
la independencia, que mostraban la “persistencia del racismo en la élite
separatista” y que, con el tiempo, iban a manifestarse en la República
(1995: 47). Diez meses después, el 31 de enero de 1894, Sanguily publica
un segundo artículo, titulado “Negros y blancos” donde vuelve sobre el
tema. Esta vez, para asombrarse de que en tan poco tiempo los negros se
hayan equiparado a los blancos, y enfatizando nuevamente la deuda de
gratitud que les debían a los de la otra raza quienes, desafiando al régimen
colonial, y sacrificando la familia y sus propiedades: “realizaron la aboli-
ción de la esclavitud y proclamaron sin reservas y sin preocupaciones la
igualdad de todos los hombres” (Sanguily 1893: 207).
Vale recordar que, cuando Sanguily publica este artículo, estaba reac-
cionando ante un suceso inédito en la Isla: el Gobierno general, a pedido
del Directorio Central de las Sociedades de la Raza, había ratificado el
derecho concedido desde 1885 a los negros para que pudieran entrar
y circular libremente por los establecimientos públicos (Sanguily 1893:
196). A partir de este momento, los hijos de los negros podían asistir a
las escuelas del Estado y se ponía punto final a la segregación. ¿Por qué el
gobierno accedía en aquel momento a tal pedido? Esa era la pregunta que
se hacían los independentistas e, invariablemente, señalaban que España
estaba manipulando la cuestión social, lo cual no era extraño, ya que
durante la independencia del resto de las colonias hispanoamericanas, Es-
paña también flexibilizó su posición y puso en práctica una política racial
por la cual trató de ganarse los criollos en América. Así, el rey les permitió
a los individuos de color solicitar una carta de “blanqueamiento” por
virtud de sus méritos o servicios excepcionales a la Corona (Hall 1971:
148). Por eso, en su artículo, Sanguily se preguntaba: “¿Quién podría ase-
gurar que en el fondo de estas actuales medidas igualitarias no late el deseo
de garantir la dominación española con la gratitud de los negros, como antes
se la fundó en el terror o en la conveniencia de los blancos?” (Sanguily
1893: 198; el énfasis es nuestro). Martí, por otro lado, desde las páginas
Capítulo VII 203
Esta forma de pensar los sujetos coloniales explica los espacios de “re-
concentración” de Valeriano Weyler en la guerra de 1895, en los que, por
primera vez, la población civil nativa se convirtió en un objetivo militar
justificable para lograr que el gobierno aislara a los mambises. Esta es-
trategia conllevó, como se sabe, la muerte de 200.000 civiles, entre los
que se encontraban hombres, mujeres y niños, tachados como desecha-
bles para los objetivos del aparato militar y marcados, desde el inicio de
la guerra, como inferiores y como un peligro potencial para el Estado.
De estos sujetos mestizos solamente podían surgir hombres “bárbaros”
y “sanguinarios” como los hermanos Sabicú, detrás de cuyos nombres,
tal vez Fontanilles (que escribió esta novela en 1886) estaba retratando a
los hermanos Maceo, quienes ocuparon altos puestos militares, y fueron
el centro del ataque de muchos integristas. No por gusto la mayoría de
los textos literarios sobre la guerra escritos desde la perspectiva peninsu-
lar fueron elaborados por antiguos militares, como Fontanilles, Sáenz y
Sáenz y Ricardo Burguete. Incluso una escritora como Eva Canel le dedi-
có uno de sus libros a Weyler, a Fontanilles y a Martínez Campos.
Al igual, por tanto, que otras novelas de dictadores en Hispanoamé-
rica, la narración de Fontanilles toma datos de la vida real y elabora un
posible escenario en Cuba, dando ejemplos de los representantes de cada
uno de los grupos políticos que se le oponían al Gobierno, así como de
las clases sociales que habían surgido después de la colonización. Con
esto nos muestra un panorama desolador en el que los separatistas son
quienes mandan y el tirano controla cada movimiento de sus súbditos
e impone numerosas reglas para dominar el país. Es capaz de desbaratar
conspiraciones en su contra, de torturar y de intimidar a sus enemigos
políticos para que abandonen la lucha o emigren. De este modo, Cuba,
después de la autonomía o de la independencia, no sería diferente a
otras antiguas colonias de España o Francia, que alcanzaron más tar-
de su independencia; solo que, aquí, la historia no es contada desde la
perspectiva de un crítico del régimen, como ocurre en otras novelas de
Latinoamérica. El narrador representa las ideas del mismo poder colo-
nial y se apoya en los autonomistas para criticar la independencia. Esto
Capítulo VIII 213
mismos objetivos que estos, era percibido por sus contrarios como otro
enemigo del proyecto colonial. En sus filas había mucha más diversidad
ideológica que Unión Constitucional. Había hombres como Antonio
Zambrana, que lucharon en la Guerra de los Diez Años; “laborantes”
como José María Galvéz, quien interceptaba mensajes en el palacio del
gobernador general; y figuras descollantes como José Antonio Cortina,
quien exigía en 1879 la abolición final e incondicional de la esclavitud.
A este grupo se le oponía otro más ortodoxo, leal a España y comple-
tamente opuesto a la guerra, representado por Rafael Montoro (1852-
1933) (Bizcarrondo y Elorza 2001: 84-86).
Por estas razones los autonomistas no eran siempre bien vistos por
los conservadores y los españolistas que, en la época en que se publica
esta novela, comparten la arena pública con ellos y tienen que leer ensa-
yos críticos y “semblanzas” heroicas que bajo el título de “autonomistas”,
como hacía El Criollo, alagaban a los cubanos. Por supuesto el gobierno
perseguía cualquier transgresión del orden, pero hasta Sáenz y Sáenz, en
La Siboneya (1883), notaba que, con la paz y los arreglos a los que lle-
gó la Corona con los independentistas, había cambiado la situación. La
raza negra, parecía, según dice: “bastante engreída” y esperanzada en que
pronto se decretaría la abolición y algunos habitantes “pronostica[ban]
que un día la raza negra se apoderará quizá de la situación, en atención
a que el vertiginoso estado social de la Isla se compone de opuestos o
ininteligibles elementos” (Sáenz y Sáenz 1883: 156). En 1886, el mismo
año en que se publica Autonosuya en El Imparcial de Matanzas, todos los
esclavos finalmente fueron liberados.
Fontanilles, por tanto, no debió ver con buenos ojos los cambios que
se originaron con el fin de las hostilidades, porque era como a través de
estas mismas concesiones los revolucionarios llegaron al poder. Su preo-
cupación, podríamos decir, eran las licencias que la metrópoli le daba a la
Isla y las instituciones que permitían estos cambios pacíficos y justos. De
hecho, el poder de los revolucionarios es por naturaleza anti institucional
en esta novela. Ellos son los mulatos “salvajes”, cuyo nombre mismo evo-
ca imágenes de la naturaleza y el monte; ya que la literatura de la guerra
Capítulo VIII 217
guerra para referirse a los blancos españoles y a sus hijos, que hablan el
mismo idioma, tienen la misma religión y sienten el mismo orgullo de
pertenecer a España. Si los primeros representaban la “civilización”, los
segundos eran el símbolo de la “barbarie”, del problema. Constituían una
fuerza anárquica que quería acabar con el poder colonial y los mismos
valores europeos que los españoles trajeron al Nuevo Mundo. Sus accio-
nes no estaban motivadas por la racionalidad ni la Ilustración, sino por
las expresiones emocionales de odio, pasión, rencor e “instintos” fieros.
“Nosotros”, en breve, eran los que se autotitulaban originarios de la ri-
queza y la civilización de la Isla, mientras que “ellos” eran sus deudores, o
sus opuestos. En términos categóricos, por consiguiente, los separatistas
están definidos en esta narración como el “otro” de lo humano. Son va-
ciados de cualquier valor que los configure como seres productivos, es-
pirituales y civilizados, visión que, como dice Giorgio Agamben, ha sido
típica de los tratadistas antiguos y modernos. Funciona “animalizando lo
humano, aislando lo no humano en el hombre: Homo aladus, o el hom-
bre-mono” (Agamben 2010: 52). De tal manera que, si “en la máquina
de los modernos, el afuera se produce por medio de la exclusión de un
dentro y lo inhumano por la animalización de lo humano, aquí el adentro
se obtiene por medio de la inclusión de un afuera y el no hombre por la
humanización de un animal: el simio-hombre, el enfant sauvage u Homo
ferus, pero también y sobre todo, por el esclavo, el bárbaro, el extranjero
como figuras de un animal en forma humana” (2010: 52).
Es de esperarse que, en las representaciones que hacen los integristas
de los sujetos coloniales, abunde esta forma de exclusión, que aparezcan
con frecuencia esclavos, negros y separatistas con figura de simio, trepa-
dos en los árboles o saliendo de la manigua con cara de miedo. Son la
naturaleza encarnada en hombres y mujeres desprovistos de valores éticos
y humanos; una crítica de la cual no podemos excluir, por supuesto, a los
mismos autonomistas, quienes veían a la población negra con resquemor,
en una especie de inferioridad transitoria, y pensaban que era conveniente
alguna forma de autoritarismo para mantenerla a raya. Fontanilles, quien
seguramente estaba consciente del carácter racista y elitista de muchos de
Capítulo VIII 219
ellos, hace repetidas referencias a los “ilustrados” del grupo y los enfrenta
al panorama opuesto que ellos mismos habían deseado. En un pasaje de
Autonosuya, el narrador describe, por ejemplo, a un grupo de conspirado-
res del Partido Liberal que eran llevados por las calles a prisión después de
haber sido sorprendidos por el dictador. Dice el narrador:
A su paso por las calles se fue engrosando una turba de chiquillos que
les siguió hasta la fortaleza; gritando: ¡Mueran los tiranos, viva Sabicú II.
— ¡Quien nos había de decir que seríamos tiranos! –Dijo riendo uno
de los presos a don José.
— Esos inocentes –contestó gravemente don José– aun cuando no
saben lo que dicen proclaman una terrible verdad. Nosotros hemos dis-
frutado de todos los beneficios de la esclavitud a que ellos estuvieron
sometidos.
Cuando por efecto de la revolución española de 1868, vimos que
ya no podíamos seguir explotándolos, los vendimos y los escarnecimos,
llamándonos hipócritamente sus libertadores (Fontanilles y Quintanilla
2016: 74).
1
Agradezco este comentario a Francisco Morán. Para más detalles véase su ensayo “Martí:
el ‘racista bueno’. Releyendo ‘Vindicación de Cuba’”.
222 El miedo de los blancos
y experimento” (López Bago 1895: 5). Por esa razón, López Bago se ve
a sí mismo como un doctor que, en lugar de ejercer su oficio sobre una
persona, lo desarrollará sobre la sociedad, sobre las pasiones, los vicios
y virtudes de sus personajes; ya que es la sociedad cubana, como un
cuerpo que respira y come, la que necesitaba ayuda. De ahí, que en este
prólogo y a lo largo de la narración, haga mención a un instrumental
médico y criminológico para analizar los personajes. De este método,
surgen los reclamos de objetividad que hace en el prólogo y la moraleja
que nos queda al final de la obra. Él, como doctor, se limitaría a ob-
servar los distintos elementos que aquejaban el país, y a proponer una
solución que, por supuesto, respondía a los intereses coloniales. Su de-
ber, como dice, era “anularse” o desaparecer detrás de las acciones, con
el fin de ganar objetividad. Por eso, dice: “batalla no doy ninguna. No
ataco ni defiendo” (López Bago 1895: 5). Cualquiera que lea la novela
notará, sin embargo, que el narrador sí juzga la situación del país cada
vez que puede, y lo que es peor, culpa de ella a los separatistas impli-
cándose directamente en el argumento. Desde un inicio y hasta el final,
tratará de probar que el independentismo es una causa fracasada de
los enemigos de España, sostenida por hombres como el padre de Lico
quien conoce la realidad del país, pero no dice nada, y trabaja para su
ruina. La novela comienza, entonces, con una sesión de esgrima, y los
desafíos que era, por entonces, la pasión de la juventud cubana. Para ca-
racterizar a los personajes, el narrador toma como referencia el discurso
de la “ineludible ley de herencia” (1895: 15), con el cual tipifica a sus
personajes, y los ancla en un lugar, una raza y un clima que los perju-
dica. Sus cuerpos, deprimidos “por el calor excesivo y habitual” (1895:
21), eran fácilmente excitables por las pasiones y la imaginación, lo cual
se oponía a la racionalidad, la propiedad en el lenguaje y las leyes eu-
ropeas. Con esta equiparación entre medioambiente y psicología, entre
la naturaleza y los cuerpos coloniales, la narrativa integrista trataba de
mostrar la degradación de los criollos y los efectos funestos del paisaje
en su psiquis. ¿Podían con tal constitución vencer a los peninsulares?
Seguramente, no, ya que solo eran:
Capítulo VIII 231
lado, la fobia que sentían los extranjeros por al paisaje y por otro, la vi-
sión eurocentrista que usaban. Este tipo de argumentos le lleva a decir
que nadie más que los mismos negros eran culpables por su esclavitud,
porque eran la raza maldita. “La raza negra sufre las consecuencias de
un castigo y de una maldición que el Pentauteco nos refiere al hablar
de Noe y de sus hijos; su inferioridad viene perpetuándose a través de
los siglos” (1896: 31). Casi al final de su voluminoso tratado, Juan
Bautista Casas da, incluso, una lista de veinte “consejos higiénicos a los
soldados” que venían a luchar a Cuba, entre los que estaban: no dormir
bajo la luna y evitar que los rayos diera “ni en la cabeza ni en los pies”;
no comer la fibra de ninguna de las frutas tropicales como el mango,
la naranja o la piña, porque eran indigestas; y tomar cada quince días
una purga de “agua de Loeches”, aunque no se sintiera malestar alguno
en el cuerpo, porque “el secreto para la buena aclimatación es conser-
var siempre limpios el estómago y el vientre”, y “el agua de Loeches
da excelentes resultados, por ser muy antibiliosa, y no hay que olvidar
que en los países tropicales se segrega gran cantidad de bilis y su exceso
trastorna las funciones del estómago y del vientre y envenena la sangre”
(Casas y González 1896: 411).
En la misma línea argumentativa, Francisco Vidal y Caretas (1860-
1923), egresado de la Universidad de Barcelona y catedrático de Paleon-
tología de la Universidad Central, condenaba la mezcla racial en la Isla y
decía, en su libro Estudio de las razas humanas que han ido poblando sucesiva-
mente la Isla de Cuba (1897), que si los españoles hubieran hecho lo mismo
que los ingleses y los norteamericanos, aislando: “las razas inferiores como
si se tratara de focos de viruela, a estas horas estaríamos mucho mejor de lo
que estamos, porque no hubiéramos producido lo que podríamos llamar el
mestizaje. El mestizaje en sus resultados, es malo, no para las razas inferio-
res, sino para las razas superiores” (Vidal y Caretas 1897: 85).
Con estas descripciones del medio cubano y de sus habitantes, los
escritores integristas, los científicos sociales y los soldados crean la idea
de sujetos degradados y degradantes, condenados al fracaso, que ellos
usan como arma de lucha contra los que querían la independencia. De
234 El miedo de los blancos
la única salida de los que realmente amaban la patria era reconciliarse con
sus enemigos y desistir de la guerra. De ahí, que los familiares de Godínez
se reconcilien con él, y que venzan los lazos familiares, la cultura blanca
española sobre el temor a lo que supondría que ganaran los independen-
tistas. Al hacerlo, López Bago estaba apostando por una reconciliación
entre iguales, ya que el elemento que deja afuera de esta familia son los
negros y mulatos, caracterizados aquí por su secreto odio a los blancos.
A mitad de la novela, es Lico Godínez quien expresa su rechazo a tener
bandoleros y negros en el Ejército Libertador, ya que
peor para ellos!” (1895: 224). Gracias a estos temores y a la acción de Solita
Valiente, Lico termina por convertirse “hacia nuevos ideales” (1895: 234).
Si bien el punto de vista y la ideología que adopta López Bago en
esta novela era típico de un sector de la burguesía criolla cubana que
tenía esclavos o despreciaba a los negros (Gutiérrez Carvajo 1997: 49-
50; Galván 2008: 56), esto no quiere decir que esta novela no fuera
en sí misma un argumento racista que buscaba poner en entredicho o
negar la homogeneidad de los revolucionarios, sus ideales a favor de la
independencia y su composición racial. El personaje de Lico Godínez es
realmente un pretexto para que López Bago demuestre su rechazo por la
causa emancipadora, por los negros y por cualquiera que no fuera blanco
y español. De ahí, que en ningún momento critique las ideas racistas o
antidemocráticas de los personajes y que, por el contrario, recurra a un
arsenal pseudocientífico para legitimar sus razones. Para él, ningún “mé-
todo” era mejor que el “Naturalismo radical”, con el que podía demos-
trar la inferioridad de los “isleños” y el determinismo social-fisiológico
que los movía. De hecho, en el momento en que López Bago publica
esta novela, según afirma en la introducción, estaba decidido a escribir
otras tres, en las que analizaría otros componentes de la sociedad criolla.
Esta era solamente la primera de una tetralogía de la que seguirían: “El
Bandolero, La Gente de Color, y Gobernador General” (López Bago 1895:
5). ¿Cómo serían estas novelas? No lo sabemos, porque al parecer, no le
dio tiempo de componerlas. Tres años después de salir de la imprenta El
Separatista, Estados Unidos intervino en Cuba y sucedió el “Desastre”.
No obstante, cada argumento de Godínez en esta narración no hace
más que martillar sobre el mismo temor de que una Cuba libre sería
inevitablemente “negra o yanqui”, como, efectivamente, termina siendo
en Autonosuya de Fontanilles. Su objetivo final no era otro que apoyar el
mantenimiento del statu quo colonial, y los intereses de los peninsulares,
que incluían, pero no se limitaban, al monopolio mercantil, el expolio
de sus riquezas y el favoritismo de los españoles en la colocación en los
empleos. Una Cuba independiente, negra o norteamericana, acabaría
con esos privilegios y dejaría a España sin su más valiosa colonia. Por lo
240 El miedo de los blancos
la justicia que deseo realizar para salud ríe los otros y tranquilidad mía.
Pero estos infelices bultos numerados, eslabonados, manipulados con o
sin inteligencia, sin discreción, sin ideal, sin valor, ¿qué será de ellos?
(Quiñones 1897: 118).
La fraternidad racial
Walterio Carbonell
(Crítica: cómo surgió la cultura nacional)
Al morir José Martí, en 1895, quedó en los Estados Unidos una co-
munidad de exiliados dispersa en diferentes ciudades de la Unión, que
leía con ansiedad las noticias de lo que estaba sucediendo en Cuba. En
este contexto, Raimundo Cabrera, uno de los intelectuales cubanos más
importantes de su época, padre de la famosa etnógrafa cubana Lydia Ca-
brera, comenzó a publicar en la revista Cuba y América (1897-1917), la
historia titulada Episodios de la guerra. Mi vida en la Manigua (Relato del
Coronel Ricardo Buenamar). Tres años después, en 1898, el año en que
Estados Unidos interviene en la contienda, Cabrera la publica en forma
de novela, en Filadelfia. En esta ocasión, llevaba el prólogo de otro escritor
cubano, quien residía también en este país y había sido autonomista como
él, Nicolás Heredia, que la cataloga de “novela histórica”. De modo que,
el lector que estaba pendiente de los acontecimientos que se sucedían en
la Isla debió sentir que tenía delante un texto que reclamaba autenticidad
y verdad historiográfica y que, al mismo tiempo, ayudaba a comprender la
248 La fraternidad racial
1
Véase la “circular a los jefes”, firmada por ambos líderes independentistas, el 26 de abril
de 1895, donde se les ordenaba a los guerrilleros bajo su mando que cualquiera que viniera
a proponer rendición o cesación de hostilidades fuera castigado con “la pena asignada a los
traidores a la Patria” (Martí 1963-1975, vol. IV: 137). Recuerda el propio Martí en otro
artículo que Tomás Estrada Palma fue el autor de este decreto en la guerra de independencia
(1963-1975, vol. V: 231), algo que corrobora el mismo Estrada Palma en una carta a Trujillo,
publicada en su polémica con Juan Bellido de Luna en 1892. Véase La anexión de Cuba a los
Estados Unidos (Estrada Palma 1892: 92).
256 La fraternidad racial
como dice el narrador, no había tenido una hoja “limpia” antes de in-
corporarse al Ejército Libertador. Era negro, “tenía un pobre celebro,
presuntuoso y simple”, y había pertenecido al Cuerpo de Bomberos y
al de los voluntarios de la ciudad (Cabrera 1898: 173). Había recibido
numerosas condecoraciones sin darse cuenta de que “combatía bajo el
pabellón de sus déspotas la causa redentora de sus hermanos de todos
los colores” (1898: 173). Francisco sufrió, sin embargo, por ser negro
en el mismo ejército peninsular. No recibió el ascenso que merecía por
su valor y no servía más que de “carne de cañón” en las peleas (1898:
173). Un día fue golpeado por su superior, un mulato a quien Francisco
acuchilló antes de que fuera internado en el calabozo y baleado después.
Gravemente herido y maltrecho, las tropas de Ricardo lo hallaron en
el monte y, como afirma el narrador, a pesar de los llamados de sus
soldados que decían que Francisco debía ser ahorcado por servir a los
españoles, él entendió que “aquella masa que guardaba un pobre inte-
lecto presuntuoso y simple, podía ser a mi lado auxiliar valioso” (1898:
175). El diálogo que reproduce el narrador en esta sección de la novela
vuelve a retrotraer el discurso a las categorías que se usaban durante la
colonia, y la relación entre el amo y el esclavo. Una vez que Ricardo le
dice que debe ahorcarlo por haber servido bajo las órdenes del ejército
peninsular, Francisco le responde:
2
Jorge Ibarra opina que el sentimiento patriótico en los negros se manifestó a través
de la lucha contra la esclavitud, las rebeliones de esclavos y “la defensa de la comunidad
cultural y de actividades sociales y económicas relativamente independientes” (2007: 23-24).
Menciona negros criollos como José Antonio Aponte, y blancos patricios como Félix Varela y
José Francisco Lemus, pero agrega que “hasta las guerras independentistas de 1868 y 1895, el
sentimiento de pertenencia étnica prevaleció en amplias capas de la población criolla sobre el
sentimiento nacional” (2007: 29).
Capítulo IX 259
3
Para las discusiones sobre la raza de Maceo, véase el ensayo de James Pancrazio “Maceo’s
Corps(e): The Paradox of Black and Cuban”.
264 La fraternidad racial
1
Para más detalles sobre la labor de los doctores en la guerra, véase el libro de Eugenio
Sánchez Agramonte, publicado en 1897, en Nueva York y, luego, en 1922, Historia del cuerpo
de sanidad militar. Ejército libertador de Cuba: campaña 1895-1898 (1922), y las referencias a
los médicos y hospitales de guerra en la revista El Fígaro, de La Habana. Igualmente, véase el
libro de B. Escobar Nuestros médicos (1893), que resalta la importancia de los galenos a finales
del siglo xix en la Isla.
276 La república de los generales y los doctores
los hospitales eran, por lo general, los lugares más expuestos, ya que casi
todos los enfermos eran incapaces de moverse y eran las mujeres quienes
los cuidaban. Por esta razón, eran atacados y los enfermos, fusilados. Una
de estas matanzas en los hospitales de sangre es descrita por Ramón Do-
mingo de Ibarra en Cuentos históricos, recuerdos de la primera campaña de
Cuba, 1868-78 (1905). Ibarra había nacido en Cuba, en Guantánamo,
pero estudió la carrera militar en La Habana y sirvió bajo el gobierno de
España en la Guerra de los Diez Años. Entre sus recuerdos, cuenta uno
“horroroso”, en que los soldados españoles sorprenden una de estas clíni-
cas y fusilan a ocho enfermos. En su narración, Ibarra narra con angustia
este y otros sucesos y muestra su desasosiego a la hora de realizar estas
acciones en virtud de la guerra y España siendo él mismo cubano. Como
ya vimos, además, Raimundo Cabrera había hecho doctor a su protago-
nista, quien había colaborado con Martí en la inmigración y fue Martí,
de acuerdo con un testimonio que recoge Gonzalo de Quesada y Miranda
en Anecdotario Martiano, quien había diseñado esta estrategia. Según el
coronel Martín Marrero, el delegado del Partido Revolucionario Cubano
le había dicho antes de morir:
Los médicos son los más apropiados, y, por lo tanto, serán los mejo-
res delegados [del Partido Revolucionario Cubano]. Sus pasos en ninguna
hora, ni en ninguna parte llaman la atención: siempre son bien recibidos.
Todos les deben algo: unos la vida, otros dinero. El médico es quien mejor
conoce los secretos todos: por eso, ésta será la revolución de los médicos
(Quesada y Miranda 1948: 70).
Por más que se habla mucho del trabajo, y se ha dicho y repetido que
la república será agrícola, o no será, todos siguen haciendo doctores a sus
Capítulo X 279
por un lado, crítica a los médicos y a la ciencia, y por otro, trata de legiti-
mar sus puntos de vista con argumentos pseudocientíficos, de los cuales,
se sirvió ese mismo poder para medir, controlar y castigar a quienes tenía
bajo control. Por tanto, Generales y doctores, no solo es un texto crítico
de las instituciones modernas y republicanas; sino que es, también, un
argumento convencional al respaldo de las formas deterministas de re-
presentar al Otro, algo que Loveira reitera en otras novelas, asimismo, de
corte naturalista, como Juan Criollo (Uxó 2010: 250). Generales y doctores
debiera leerse, por estos motivos, como un complicado reajuste de cuen-
tas entre el poder y sus críticos, entre la historia pasada y la presente, y la
ansiedad de legitimar su punto de vista, tan idealista como el del Quijote,
para salvar la República cubana.
No es raro, entonces, que Loveira eche mano a otro de los sucesos
fundacionales de la nación cubana, que respaldaba el prestigio del mé-
dico en la sociedad antes y después de la independencia: el fusilamien-
to de los estudiantes de Medicina. Ignacio recuerda este suceso para
vincularlo con su propia vida al contar un incidente muy desagradable
que le había sucedido en el colegio cuando era niño. La escena aparece
en las primeras páginas de la novela cuando el narrador cuenta cómo
en medio de una celebración religiosa y un desfile militar español, él y
los otros alumnos de la clase se burlaron de los voluntarios españoles
de la ferretería contigua que celebraban con una sonara trompetilla y
mentándoles la madre. Ignacio recuerda cómo los voluntarios españo-
les que los escucharon del otro lado se encolerizaron, y acusaron a los
transgresores de traidores a España. No era para menos, ya que, si re-
cordamos bien, el incidente que había puesto a Martí en presidio y la
misma muerte de los estudiantes de Medicina habían comenzado como
juegos y burlas a los integrantes de este cuerpo militar que no aceptaban
ningún tipo de transgresión, quienes tenían un gran poder en la colo-
nia. Según el narrador, las fiestas religiosas y patrióticas que realizaban
frecuentemente eran “modalidades de la intransigente política colonial”
(Loveira 1973: 19), con lo cual, se entendía que cualquier burla fuera
tomada como un acto político, como una forma de traición a la Madre
284 La república de los generales y los doctores
Destaco este incidente por ser un ejemplo del choteo político en la novela,
y por la importancia que tiene el fusilamiento de los estudiantes de Medici-
na en el imaginario cultural de la revolución; ya que el incidente es tomado
por Ignacio como una especie de alegoría de la situación de la Isla, dividida
entre hijos criollos y padres peninsulares. Ambos son cubanos, estudiantes,
independentistas, que comienzan jugando y terminan siendo “víctimas” de
los voluntarios. Por todo ello, durante la escena, Ignacio asume la persona-
lidad de uno de los condenados, el padre de Carlos Manuel Amézaga, la del
gobierno colonial y su propio padre, la de Federico Capdevila (1845-1898),
el abogado peninsular que defendió a los alumnos durante el juicio y se negó
firmar la sentencia de muerte. Ignacio llega a decir que su padre al defender-
lo “sobre aquel vejete cobarde empezó a desatar un tremendo discurso cap-
devilesco” (Loveira 1973: 25).
Lógicamente, el acto de burlarse del voluntario no podía circunscribirse,
únicamente, al ámbito familiar o al de un juego de niños. Debía entenderse
en términos de la lucha ideológica entre criollos y españoles, entre las vícti-
mas de la colonia y sus victimarios; por lo cual, el choteo aparece aquí como
una crítica a España y una forma asociada a la verdad, al valor de los jóvenes
y a la idiosincrasia del cubano. Loveira lo llamará “alegre y característico
el incomparable choteo cubano” (1973: 277). Desde este punto de vista,
el choteo no es una herramienta que mina la autoridad legítima en esta
novela, o que amenazaba la sociedad cubana como pensaban algunos inte-
lectuales. Era una crítica saludable, alegre, y propia del cubano, de aquellos
que, como Ignacio, de niño, estaban en contra de la corona y utilizaban
cualquier oportunidad para desinflar de efectismo o solemnidad vanidosa
una situación dada, como el desfile español, el mitin de los autonomistas en
Pláceres, o la autoridad de los políticos.
Por esta razón, podríamos decir que el humor de Loveira tendría una
función similar al de José Antonio Ramos, el autor de la obra de teatro
“El traidor”, que había defendido el choteo pocos años antes, criticando
a los que pensaban que era un “vicio” del cubano. Por el contrario, según
Ramos, en Manual del perfecto fulanista, este era “una fuerza represiva
contra los excesos, extralimitaciones, vanidades y ridículas pretensiones
286 La república de los generales y los doctores
de todo género; es agua fuerte que deja indemne al oro verdadero y descu-
bre al falso” (Ramos 1916: 254). No por casualidad, el libro de José An-
tonio Ramos es, también, una crítica a los nuevos gobernantes cubanos,
de quienes los apoyaban y se beneficiaban de ellos, era un estudio, como
decía el subtítulo “de nuestra dinámica político-social”. Ramos, también
se apoyaba en la sociología y en la psicología para definir las costumbres
criollas. Ponderaba su capacidad de asimilación y la “serie inconfundibles
de rasgos psicológicos” que tenía (1916: 254). Por eso, según él, era un
error atribuir al choteo todas las culpas que usualmente se le achacaban.
“El choteo es más efecto que causa, efecto no solo de añejos vicios, sino
de causas inmanentes, perfectamente amorales y perpetuas”, como las ca-
racterísticas físicas del país (1916: 252). En contraste con la “taciturnidad
de los países nórdicos”, el cubano tenía su forma burlona de referirse a la
realidad, y “puede haber buena fe” haciéndolo (1916: 252-254).
Sugiero, entonces, entender las críticas de Loveira en esta novela como
una forma de choteo que tiene la función de señalar lo falso y privilegiar
lo verdadero. Una burla que, indiscutiblemente, era portadora de un ma-
lestar político y un reflejo de las capas populares, que el narrador utiliza
como una “fuerza represiva contra los excesos” del poder, como decía
Ramos, y deja otra marca naturalista en la narración (1916: 254). No
por gusto, según Montori, uno de los cuadros de la novela está “realzado
por regocijados tonos humorísticos cargados especialmente en torno a
un coronel de Sanidad Militar, en el que han debido sentirse aludidos
más de uno, entre nuestros encumbrados prohombres, astros fulgentes
en el tachonado cielo de nuestra ubérrima república” (1922: 219). Este
“humorismo” es más que una simple carcajada, porque está dirigido a
los que gobernaban el país, como apuntaba Montori. No era una burla
hecha desde el poder, como había ocurrido tantas veces durante la colo-
nia, en revistas como Don Circunstancias, Don Junípero (1869-1874), o
El Moro Muza, que se burlaban muchas veces de los negros, los revolucio-
narios y los asiáticos. Es un humor que habla al Estado, que va dirigido
a “profesionales” como Cañizo, en cuyo retrato debió “sentirse aludido”
más de prócer cubano. En uno de estos retratos burlescos, narrado por
Capítulo X 287
el tío Pepe, que también era doctor, él y Cañizo son invitados a comer
por un amigo, donde al descorchar una botella, dice Pepe, el mayor de
los hermanos, se llevó casi un dedo “y Cañizo y yo salimos gritando, muy
asustados, sin darnos cuenta de la plancha: ‘¡Un médico, pronto! que
llamen a un médico!’” (Loveira 1973: 359). Podríamos decir, entonces,
que si la medicina y los médicos pudren la Nación, el chiste, la burla y la
sátira la limpian y la sanan. Si fuera posible, por eso, unir discursivamente
la oficina de reclutamiento en Nueva York, la cámara legislativa en la Re-
pública y Cañizo, como una genealogía del poder republicano, por otro
lado, tendríamos que armar otra con su origen en el nacionalismo criollo,
los sucesos del 1871 y el choteo que llegaría hasta el propio Ignacio.
En conclusión, podemos decir que la literatura de principios de la
República se caracteriza por manifestar un profundo malestar por la si-
tuación política y social en que vivían los cubanos. Muestra que los in-
telectuales como Tejera, Bonifacio Byrne, Mercedes Matamoros, Arturo
Montori y el propio Carlos Loveira veían con inquietud y tristeza cómo
se iba deteriorando la sociedad cubana por el intervencionismo nortea-
mericano, la corrupción de los políticos, y otras lacras sociales. Con Ge-
nerales y doctores, Loveira se propone juzgar esta situación, enfocándose en
el desarrollo de las élites o los “ilustrados” desde el comienzo de la guerra
de 1895 hasta después del triunfo de la República. En su libro, ocupan
un lugar principal los médicos y los abogados, quienes eran veteranos de
la guerra de independencia, y usaban su “veteranismo” para escalar en la
sociedad. Loveira critica, pues, esta institución, censura a la medicina;
pero, a su vez, utiliza la ciencia, en especial, la sociología y la antropología
criminal para tipificar a sus enemigos. Ellos son los políticos que más se
asemejan a los animales, quienes tienen “quijadas lombrosianas”, grandes
espaldotas y rasgos simiescos. Su mirada divide a la sociedad en dos mi-
tades que, al igual que los criminalistas lombrosianos, ven reproducirse
a través de rasgos hereditarios, comportamientos “atávicos” y primitivos.
De este modo, Loveira maneja dos tradiciones: una crítica de la ciencia
y los médicos, y otra, que utiliza esta misma ciencia para criticar la so-
ciedad. Finalmente, en su novela, Loveira valora y ensalza los ideales y
288 La república de los generales y los doctores
Saber esto me permitió entender mejor lo que cuentan los autores que
analizo aquí sobre los matrimonios de españoles y cubanas, que tenían,
incluso, diferencias políticas. Las estadísticas corroboran estos matrimo-
nios mixtos, en los cuales las mujeres eran, muchas veces, las que repre-
sentaban el sentimiento patrio, de lo cual, se desprende su participación
en la contienda del lado de los revolucionarios, su enseñanza de los hijos
y su representación como el ideal de República. Las historias de estas
narraciones, que yo he leído aquí como alegorías de la Nación, no son,
por tanto, simples relatos de ficción; sino un reflejo de la realidad del
país, donde abundaban todo tipo de conflictos políticos y raciales. Por
desgracia, estos conflictos no desaparecieron con el fin de las luchas por
la independencia. Por el contrario, se han repetido y se reflejan en la li-
teratura y el imaginario social de la revolución de 1959, que reafirmó el
culto al heroísmo y se declaró “heredera” de los mambises, como antes
los mambises se habían declarado herederos de los indígenas. Esta misma
revolución puso la ideología por encima de los afectos filiales y apeló a la
“deuda de gratitud”, en la medida que defiende la tesis de que los negros
son los deudores de los revolucionarios por haber acabado ellos con la
discriminación en Cuba. Vista desde este ángulo la historia de la Isla, al
menos, me consuela saber que, a pesar de que Nicolasa y Alejandro pen-
saban diferente, pusieron a un lado sus lealtades políticas para ayudar a
construir con sus hijos, nietos y bisnietos la nación cubana.
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308 Obras citadas
Bacardí y Moreau, Emilio, 104, 108, Bonilla, Raúl Cepero, 60, 198, 199
121, 122, 123, 124, 125, 126, Bourke, Joanna, 19
198, 205, 248, 260 Boza, Bernabé, 255
Bachiller y Morales, Antonio, 83, Brion Davis, David, 17
152
Burguete, Ricardo 155, 172, 173,
Balboa Navarro, Imilcy 60 174, 214
Balibar, Étienne, 14, 100, 139, 180 Byrne, Bonifacio, 263, 270, 287
Balmaseda, Francisco Javier, 18, 42, Caballero y Martínez, Ricardo, 254
56, 64, 65, 66, 67, 68, 70, 71, 72,
73, 74, 138, 140, 143, 146, 167 Caballero, José de la Luz, 105, 121,
123
Baralt y Peoli, Blanca Z. 142, 143
Cabrera, Raimundo, 20, 153, 198,
Barcía, María del Carmen, 189, 200
314 Índice onomástico
García del Pino, César, 52 Helg, Aline, 182, 200, 202, 205,
206, 255, 257
García, Juan Carlos, 215
Hemmet, John, 173, 174
García Marruz, Fina, 195
Heredia, José María, 30, 53, 80, 107,
García Pérez, Luis, 17, 52, 53, 54, 109, 113
55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63,
64, 65, 70, 108, 115, 126, 167 Heredia, Nicolás, 247, 250
Gelpí y Ferro, Gil, 43, 80, 86, 87, Homero, 168, 262, 263
91, 92, 93, 97, 147, 267 Humboldt, Barón Alexander de, 11,
316 Índice onomástico
López Gómez, Jesús, 227, 228, 229 Mestre, Antonio, 181, 232
Loret de Mola, Melchor, 42, 136, Miguel García Mora, Luis, 180
Índice onomástico 317
Morán, Francisco, 176, 180, 223 Ramos, José Antonio, 141, 142, 272,
286
Moreno Fraginals, Manuel, 53, 56,
60, 169 Ramos, Luis A., 152