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Jorge Camacho

Amos, siervos y revolucionarios:


la literatura de las guerras de Cuba
(1868-1898)
Una perspectiva transatlántica
JUEGO DE DADOS
Latinoamérica y su Cultura en el xix

7
De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo
“Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los ni-
ños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera
imagen de América”.

CONSEJO EDITORIAL

WILLIAM ACREE
Washington University in St. Louis
CHRISTOPHER CONWAY
University of Texas at Arlington
PURA FERNÁNDEZ
Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid
BEATRIZ GONZÁLEZ-STEPHAN
Rice University, Houston
FRANCINE MASIELLO
University of California, Berkeley
ALEJANDRO MEJÍAS-LÓPEZ
University of Indiana, Bloomington
GRACIELA MONTALDO
Columbia University, New York
ANDREA PAGNI
Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg
ANA PELUFFO
University of California, Davis
Jorge Camacho

Amos, siervos y revolucionarios:


la literatura de las guerras de Cuba
(1868-1898)
Una perspectiva transatlántica

Iberoamericana - Vervuert - 2018


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ISBN 978-3-95487-719-5 (e-book)

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Diseño de cubierta: Marcela López Parada


Imagen de cubierta: © Chris Brown, Monumento al general Máximo Gómez, La Habana.

Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro
A Nicolasa Milán Figueredo
y Alejandro Martínez Blanco
No temáis: los feroces íberos
son cobardes cual todo tirano;
no resisten al bravo cubano;
para siempre su imperio cayó.

Pedro Figueredo, La Bayamesa,


himno nacional de Cuba.
Índice

Introducción................................................................................................................. 11
Capítulo 1. Los sucesos del Villanueva ............................................................ 21
Capítulo 2. El teatro de la guerra....................................................................... 41
Capítulo 3. La india y la “linda criolla” ........................................................... 79
Capítulo 4. La culpa y el sacrificio de los amos............................................. 103
Capítulo 5. Los hijos ingratos de la patria ...................................................... 129
Capítulo 6. La naturaleza de la guerra ............................................................. 155
Capítulo 7. La deuda de los siervos................................................................... 179
Capítulo 8. El miedo de los blancos ................................................................. 207
Capítulo 9. La fraternidad racial ........................................................................ 247
Capítulo 10. La República de los generales y los doctores ........................... 269
Palabras finales ............................................................................................................ 289
Obras citadas ................................................................................................................. 293
Índice onomástico....................................................................................................... 313
Introducción

A principios del siglo xix, cuando el resto de los países hispanoame-


ricanos alcanzó su independencia, Cuba siguió siendo parte de España
y experimentó un acelerado crecimiento económico que la convirtió en
el productor de azúcar más importante del mundo. Para mediados de
siglo, “la siempre fiel isla de Cuba” no solo había duplicado su población;
sino que, también, había incorporado las tecnologías más avanzadas y
contaba con un importante grupo de escritores y científicos que se orga-
nizaban alrededor de varias instituciones. El origen de dicho desarrollo
económico y social era el trabajo esclavo, que la élite gobernante y los
mismos reformistas veían con temor, especialmente, después del triunfo
de la Revolución Haitiana de 1804. Tan es así, que, en 1827, cuando el
barón de Humboldt (1769-1859) publica su Ensayo político sobre la isla de
Cuba sugiere que los criollos, tarde o temprano, tendrían que enfrentarse
al “peligro” que suponían estos miles de esclavos y, por eso, al comparar
la situación de Cuba y la de Brasil con la del resto de las repúblicas hispa-
noamericanas, notaba, también, que “el temor de una reacción por parte
de los negros y el de los peligros que amenazan a los blancos, habían sido
hasta entonces la causa más poderosa de la seguridad de las metrópolis y
de la conservación de la dinastía portuguesa” (1827: 271). El mensaje era
que, después de la Revolución Haitiana y la constitución de los nuevos
estados nacionales en el continente, el futuro podía cambiar para los ha-
cendados cubanos. De ahí, que el científico alemán notara que los negros,
mulatos y mestizos libres en los países recién liberados habían “abrazado
con calor la causa nacional” (1827: 270). ¿Podía ser de otro modo si ocu-
rría una revolución en Cuba? Humboldt respondía “lo dudo”:
12 La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)

Cuando por la influencia de circunstancias extraordinarias sean me-


nos los temores, y cuando en los países en que el amontonamiento de los
esclavos ha dado a la sociedad la mezcla funesta de elementos heterogé-
neos sean arrastrados quizá a pesar suyo a una guerra exterior, las disen-
siones civiles brotarán con toda violencia, y las familias europeas que no
tienen culpa de un orden de cosas que no han creado, estarán expuesta a
los mayores peligros (1827: 271).

Cuarenta y un años después, en 1868, estallará en la Isla la guerra


de independencia, en la cual, en efecto, tuvieron un papel relevante los
descendientes de africanos. Estos, junto con los criollos, se enfrentaron
al gobierno español y crearon una alianza con la que ambos buscaban
la libertad. No obstante, el “peligro” negro fue durante las guerras de
independencia un tema recurrente del cual no pudieron deshacerse los
criollos. Al igual que Humboldt, José Antonio Saco (1797-1879), y
otros reformistas, también, habían alertado de esta posibilidad mucho
antes de estallar la guerra, ya que veían con temor el aumento de la po-
blación africana. La revolución de 1868, por consiguiente, es impensa-
ble sin la participación y la amenaza que significaban los siervos. ¿Cómo
reaccionarían si se les daban las armas? ¿Con quienes debían hacer causa
común los cubanos?
En este libro me interesa explorar estas y otras cuestiones en los escritos
de los separatistas y de los españoles que se enfrentaron en este conflicto,
analizar el sentimiento patriótico1, las críticas de los cubanos a la adminis-
tración colonial y la esclavitud, en textos que hablan de la guerra y exaltan
una “patria” local (Cuba), diferente de la que venían los “íberos”, “go-
dos”, “patones” y “gorriones”. En otras palabras, focalizar una identidad

1
“Patriotismo” es un término del siglo xix, cuya definición expresa un “sentimiento y
deber sociales, derivados de los vínculos de todo género que relacionan a los individuos y las
familias dentro de la sociedad civil: étnicos, geográficos, políticos y económicos, tradición,
costumbre, religión, lengua, etc.” (Pérez Martínez 1992: 32). Lo que lleva a decir a Herón
Pérez Martínez que no hay una diferencia esencial entre “patriotismo” y “nacionalismo”, en
lo que se atiene al “sentimiento” que expresan los naturales de un lugar por la patria donde
nacieron (1992: 32).
Introducción 13

en la totalidad que, como dice Roberto González Echevarría en Mito y


archivo, constituye el núcleo de la narrativa latinoamericana en el siglo
xix (2000: 236). Según Echevarría, esta tradición se generó en relación
con tres manifestaciones del discurso hegemónico de Occidente: la ley
colonial, los escritos científicos y la antropología (2000: 236). Como re-
sultado, en este periodo, el costumbrismo y las aspiraciones de los criollos
tomaron un lugar protagónico en las obras producidas en Cuba, no solo
para demostrar la identidad cultural única que se iba forjando, sino, tam-
bién, para destacar y combatir las formas de control ubicuas que, como
diría Stephen Greenblatt, dominan cualquier sociedad2. Esto quiere decir
que cualquier desvío o transgresión de esos límites legales o culturales
impuestos por la política y las costumbres coloniales podía ser leído como
un signo desestabilizador por los partidarios del régimen, ya que tenían la
capacidad de crear nuevos referentes culturales, modelos de pensamiento
y de conducta entre los lectores.
Tómese como muestra de este patriotismo las composiciones poéti-
cas aparecidas en el Papel Periódico de La Havana, que elogian el paisaje
“indiano” y que el mismo historiador español Justo Zaragoza cita en su
libro como ejemplos de ese espíritu antiespañol que vino gestándose en
Cuba desde el siglo xviii (1872, vol. I: 668). Tales composiciones po-
nen el acento en el paisaje, las frutas y los productos del campo, y van
construyendo y conformando, a través de la repetición, la imprenta, las
tertulias y las enseñanzas de los colegios, una especie de “inventario de
lo cubano”, especialmente, en la escritura poética de Manuel Justo de
Rubalcava (1769-1805), Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846), así
como en otras voces anónimas del Papel periódico que, como diría Cintio
Vitier, demuestran “un creciente grado de conciencia patriótica” (1990:
7). ¿Qué prácticas, entonces, recompensan o rechazan los textos literarios

2
En las palabras de Greenblatt, la cultura es “una tecnología de control ubicua, un grupo
de límites dentro del cual el comportamiento social debe ser mantenido, un repertorio de
modelos al cual deben conformase los individuos” (1990: 225, traducción nuestra). Aquí
utilizamos este concepto en tanto que muestra el régimen disciplinario de la cultura colonial
proespañola.
14 La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)

de la guerra? ¿Cómo representan los sujetos coloniales? Y, ¿a quiénes be-


nefician o qué propósitos tienen los discursos que promueven?
Aquí intentaré responder estas preguntas al analizar los textos y las
imágenes visuales que produjeron los conflictos bélicos de 1868 y 1895.
Lo haré tomando en consideración los estudios sobre el nacionalismo
(Benedict Anderson, Étienne Balibar, Anthony Smith), la biopolítica
(Georgio Agamben, René Girard), y las cuestiones raciales que surgen
en estos textos (Michel Foucault, Johannes Fabian). Cada uno de los
capítulos lo dedicaré a un tema diferente e intentaré definir, a través de
cada uno de ellos, el imaginario social del momento3, que ha sido tan
descuidado por la crítica, al extremo de que faltan análisis literarios y
culturales sobre el tema, y los pocos que existen se reducen en su mayo-
ría a discutir el teatro mambí y los textos martianos. Ni siquiera existe
un libro que trate de aglutinar estas reflexiones o que distinga cuáles son
los temas fundamentales de esta producción literaria que se extendió
por un periodo de más de treinta años.
Mi objetivo, por consiguiente, es examinar esa literatura. Analizar los
discursos que se apoyaron ambas partes, el proceso de mitificación de
algunos de sus héroes, la sobre-determianción de los hechos, las imágenes
visuales y los libros que se publicaron. Al hacerlo, me enfocaré en obras
producidas desde puntos de vistas ideológicos y espacios de enunciación
opuestos, poniendo a dialogar así, dos imaginarios: los de la literatura
independentista cubana y la integrista española. En consecuencia, este es
un estudio trasatlántico, que tiene como base la ideología, la economía y
los intereses diferentes de los grupos que se disputaron el poder.
Al hacerlo, parto de los dos movimientos literarios que prepararon el
marco simbólico de la guerra: el costumbrismo y el siboneyismo, dos ava-
tares del Romanticismo. Culmino con un análisis sobre la influencia del

3
Para una discusión de lo que llamamos “imaginario social”, véase el ensayo de Charles
Taylor “Modern Social Imaginaries” en A Secular Age (2007), donde establece diferencias
entre el orden moral cristiano y el que derivó de las teorías de la Ley Natural de Hugo Grotius
(1583-1645) y John Locke (1632-1704). El núcleo del argumento es que cada sociedad tiene
su propio orden moral y sus normas.
Introducción 15

Modernismo y el Naturalismo en las formas de representar a los cubanos


y al concepto de “patria”. Al hablar de los estos movimientos, me enfocaré
en los rasgos del patriotismo cultural y lingüístico que van formando; ya
que, tanto el costumbrismo como el siboneyismo, describen el paisaje, las
costumbres, el lenguaje, el acento, así como el sustrato indígena y africa-
no de la población cubana. Conforman, de este modo, un catálogo de lo
“cubano” que reaparecerá en estas obras literarias.
Debo aclarar, sin embargo, que ni el costumbrismo ni el siboneyis-
mo abogaban abiertamente por la soberanía nacional. El primero esta-
ba encaminado únicamente a criticar la forma en que los esclavos eran
maltratados en los ingenios. Se trataba de un movimiento reformista que
aspiraba ponerle coto a los males que traía este sistema para los blancos.
Algunos de los principales pensadores de esta época fueron: José Antonio
Saco, el padre Félix Varela (1787-1853), Domingo del Monte (1804-
1853) y Cirilo Villaverde (1812-1894), quien fue secretario de Narciso
López (1797–1851), quien intentó liberar a Cuba de España en 1851 y
anexarla a los Estados Unidos.
El “siboneyismo”, por otro lado, surgió después de que el gobierno co-
lonial reprimiera al grupo de Del Monte y reaccionara con fuerza brutal
ante una supuesta rebelión de esclavos llamada “La Escalera” (1844). Fue
una especie de “indianismo romántico”, con el cual, los poetas criollos
criticaron a los españoles por haber acabado con la antigua raza abori-
gen en Cuba; aunque, a diferencia de los escritores delmontinos, estos
sí pudieron publicar sus versos y narraciones en Cuba que se hicieron
muy populares. Después de todo, la “India” a la que hacían referencia en
sus versos, ya figuraba en muchos grabados coloniales representando a
América. Era el símbolo de los criollos, representado en “La Fuente de la
India” o “La noble Habana”, desde antes que comenzara el movimiento,
y a diferencia de lo ocurrido en otros países hispanoamericanos, se decía
que en Cuba ya no había indígenas y, por lo tanto, se convirtieron en un
modo de expresar las frustraciones del pueblo. Esto significó, ante todo,
un trabajo sobre la memoria que no estaba exento de riesgos políticos ni
podía ocultar su verdadero propósito. Tal es así, que el mismo historiador
16 La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)

peninsular Justo Zaragoza decía que era un intento de inventarse ellos


mismos una identidad diferente a la española que, en el fondo, no les
pertenecía porque todos eran de descendencia europea. Por consiguiente,
tanto el “siboneyismo” como la literatura “antiesclavista”, recurren a es-
trategias y temas similares para criticar el colonialismo español. Abogan
por el otro (negro o indígena), a quien caracterizan como víctima de la
colonización, a la vez que condenan las ansias de riqueza de los espa-
ñoles. Ambos constituían un contra-discurso de la lógica mercantilista
del régimen y, por eso, a pesar de que algunos de estos textos no hablan
directamente de la revolución ni dan vivas a Carlos Manuel de Céspe-
des (1819-1874), sí pueden leerse de este modo; ya que trasmitían una
ideología que ayudaba a fundamentar la singularidad criolla, criticaban el
sistema colonial y constituían una forma de apoyo a los revolucionarios.
Esto explica que la novela de la Avellaneda, Sab (1841), y las referencias
indianistas aparecezcan en varios textos revolucionarios, aun cuando, ni
Fornaris ni la Avellaneda apoyaran el alzamiento.
Propongo, entonces, estudiar las obras que tratan estos temas en este
periodo, destacando las referencias alegóricas, simbólicas, los discursos
afirmativos y los rechazos dirigidos a uno u otro proyecto político que
pugnaba por redefinir la “Patria”. Para ello, me concentraré en la repre-
sentación de los amos, los siervos y los revolucionarios. En este caso, los
amos son los dueños de esclavos que se “sacrifican” por sus siervos y les
dan su libertad antes de marchar a la guerra. Los revolucionarios son
los mismos mambises y los esclavos los descendientes de africanos, pero,
también, los propios independentistas blancos que se ven encadenados a
la metrópoli. Así es como se autorepresentan Carlos Manuel de Céspedes,
Ana Betancourt, Candelaria Figueredo y el propio José Martí a la hora de
criticar a España. Tal resemantización del término “esclavo”, advierto, era
una forma de hacer política también, así como servía para crear alianzas
con los negros con el objetivo de enfrentar juntos al gobierno español4.

En una de sus cartas de 1871, Carlos Manuel de Céspedes le dice a su mujer, Ana
4

Quesada, que, al pasar de vuelta cerca de su antigua estancia de La Demajagua, le trajo “a la


Introducción 17

En las páginas que siguen, por consiguiente, analizaré historias fun-


dacionales del ideario independentista, que se repiten en varias obras y
ayudan a los revolucionarios a “auto-concebirse” como tales y a preservar,
como señala Bruce James Smith en Politics & Remembrance “un tipo es-
pecial de conocimiento, el conocimiento de la ‘gente libre’” (1985: 21).
Mi atención se concentrará en la forma en que los letrados de ambos
bandos seleccionan ciertos acontecimientos e “imaginan” o “inventan”
la patria para ir moldeando la sensibilidad del sujeto nacional. Es decir,
me propongo analizar las formaciones discursivas expresadas en los textos
literarios, que pugnaban por dominar la esfera pública, tanto en Cuba
como en los Estados Unidos y España5.
En el Capítulo I, analizaré los sucesos del teatro Villanueva, la obra de
teatro de Juan Francisco Valerio (1829?-1878), las versiones de la masacre
y la performance patriótica de las cubanas; ya que, después de aquel hecho,
la violencia contra los civiles se convirtió en un símbolo de la crueldad del
sistema y en otro motivo de la lucha contra la metrópoli.
En el Capítulo II, continúo con este tema y comparo la obra de teatro
de Luis Martínez Casado, quien apoyaba la causa peninsular, con las que
fueron escritas por dramaturgos comprometidos con el alzamiento, como
Luis García Pérez (1832-1893), Francisco Víctor y Valdés, y Francisco

memoria, entre otros recuerdos, mi antiguo estado de señor de esclavos, en que todo se me
sobraba: lo comparé con este en que ahora me veo pobre, falto de todo, esclavo de innume-
rables señores pero libre del yugo de la tiranía española” (Cartas de Carlos M. de Céspedes a su
esposa Ana de Quesada 1964, p. 85). También, en su Diario, afirma que el 10 de octubre de
1868, cuando se alzó en La Demajagua, consideró que de ese día iba a brotar “la libertad de
más de un millón de esclavos blancos y negros” (1994: 122). Lo mismo hace Ana Betancourt
cuando, en la Asamblea de Guáimaro, unió la causa de las mujeres a la de los esclavos y los
independentistas cubanos, lo cual refleja la conciencia femenina que había venido gestándose
desde los años 1830, y se expresaba en discusiones sobre el derecho de la mujer a la educación
y al trabajo. Para un análisis del uso de la palabra esclavo en la cultura occidental véase el libro
clásico de David Brion Davis The Problem of Slavery in Western Culture (1966).
5
Para una crítica complementaria de la metodología modernista que hace énfasis en la
cronología, las élites letradas y las formaciones discursivas en la construcción de la nación,
véase el libro de Anthony D. Smith Ethno-simbolism and Nationalismo. A cultural approach
(2009).
18 La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)

Javier Balmaseda (1823-1907). En estas obras, destaco el papel protagó-


nico que tuvieron las mujeres en los escenarios bélicos, así como lo que
Doris Sommer llamó, en Foundational Fictions: “una erótica política”, que
tenía como objetivo fomentar la ideología revolucionaria, heterosexual y
racial de quienes apoyaban la independencia. Al analizar estas obras, no
me limito a considerar, sin embargo, el simbolismo de estas uniones, sino
que discuto, también, lo que denomino la “familia dividida” que analizo
en los capítulos cuarto y quinto.
En el Capítulo III, “La India y la ‘linda criolla’”, discuto las imágenes
visuales que intercambiaron revolucionarios e integristas, que, al igual
que la protesta del Villanueva, son representativas de la cultura visual y
performática que se desarrollará durante el conflicto. Ellas forman parte
de las “prácticas de la imaginación historiográfica”, como diría Beatriz
González Stephan (2009: 104), paralelas a la historia, que normalmente
no se toman en cuenta, aunque ayudan a estructurar la mirada y crean
una sensibilidad de acuerdo a las oposiciones ideológicas de cada bando.
La época en que ocurre la guerra de independencia en Cuba, coincide,
además, con un incremento en la preocupación sobre el rol que debía te-
ner la mujer en la sociedad colonial y, al mismo tiempo, con el desarrollo
de nuevas tecnologías visuales como el fotograbado, los daguerrotipos y
las cámaras fotográficas, que captan en 1897 las imágenes horripilantes
de los reconcentrados de Valeriano Weyler (1838-1930). De este modo,
tanto el teatro como la fotografía nos ayudarán a analizar formas de re-
presentación, vestuario y comportamientos en la sociedad cubana de esta
época que van creando una sensibilidad mambisa.
El estudio de varias novelas antiesclavistas cubanas publicadas en
la década de 1870 y principios del siglo será el tema del Capítulo IV,
donde analizo lo que, recordando a Humboldt, podemos llamar “la
culpa y el sacrificio de los amos”. Mi tesis es que estas novelas, tan poco
estudiadas por parecer una repetición de las que escribieron los escrito-
res del grupo delmontino décadas antes, aluden a la guerra que sucedía
en aquel momento a través de un discurso generacional, con marcadas
referencias religiosas y haciendo alusión a la Guerra de Secesión de los
Introducción 19

Estados Unidos. En estas narraciones, los “hijos” rechazarán a los pa-


dres y expresarán la angustia de llevar consigo el “pecado original” por
haber tenido o heredado esclavos. En consecuencia, los protagonistas
de dos de estas novelas son dueños de esclavos que terminan enlistán-
dose como soldados en el Ejército norteño de los Estados Unidos para
defender la libertad de los negros del Sur. De modo que, según afirmo,
estas novelas aluden al separatismo a través de su crítica a la esclavitud y
al rol “heroico” de los amos blancos, razón por la cual, están en función
del proyecto libertador, no del proyecto reformista de la generación de
Delmonte. En este apartado del libro, discuto igualmente la idea de la
fraternidad racial, un concepto que tiene su raíz en la visión idealizada
de la esclavitud, según creemos, en textos como Sab de Gertrudis Gó-
mez de Avellaneda (1814-1873), que ayudará a cohesionar los intereses
de blancos y negros.
Después de analizar la literatura que se produjo durante la Guerra de
los Diez Años, me enfoco en las narraciones y poemas que aparecieron
en el período de entreguerras (1879-1894). Divido el análisis de estas
obras en tres capítulos: el titulado “Los hijos ingratos de la Patria” (Capí-
tulo V), donde exploro nuevamente las tensiones producidas dentro de
la familia cubana. En el siguiente, “La naturaleza de la guerra”, comparo
la representación del paisaje en las narraciones proindependentistas y las
que fueron escritas por soldados peninsulares. Finalmente, en el Capítulo
VII, “La deuda de los siervos”, analizo el discurso del “agradecimiento”
que les debían los negros a los blancos por, supuestamente, haberlos libe-
rado y haberse “sacrificado” por ellos en 1868.
En el capítulo siguiente, “El miedo de los blancos” estudio varias no-
velas españolas que hablan del conflicto armado echando mano del te-
mor a las diferencias raciales; un temor construido con fines políticos,
que se expresa a través de la lengua y de los símbolos que usan estos
autores (Bourke 2006: 7). Con ello muestro cómo el discurso peninsular
de la guerra construye a los revolucionarios como el “otro” malvado, un
monstruo, animal o caníbal que amenaza la existencia de los blancos y el
porvernir de la patria.
20 La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)

Para concluir, me ocupo de la continuidad del ideario de José Martí


en la novela de Raimundo Cabrera, Episodios de la guerra. Mi vida en
la Manigua (Relato del Coronel Ricardo Buenamar) (1898), y la poste-
rior crítica a la República en la novela de Carlos Loveira Generales y
doctores (1920). Los textos que discuto en esta última parte hablan, por
consiguiente, de la guerra y de la crisis que siguió a la instauración de
la República, enfocando la realidad desde una óptica nacionalista y pa-
triótica, aunque se diferencian de las narraciones anteriores por mostrar
una imagen desacralizadora de los héroes que triunfaron, con lo cual, se
cierra un ciclo que empezó con la exaltación de la superioridad moral
de los mambises y terminó con una crítica al sistema que ostentaba el
poder y que triunfó.
Capítulo 1

Los sucesos del Villanueva

“¡Oh Guarina! ¡Guerra, guerra


Contra esa perversa raza,
Que hoy incendiar amenaza
Mi fértil y virgen tierra”

Juan Cristóbal Nápoles Fajardo,


Hatuey y Guarina

El 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes, un hacendado


de la provincia de Bayamo, liberó a sus esclavos y se alzó contra España.
Así comenzó la Guerra de los Diez Años, en la cual los independentistas
aspiraban a lograr la libertad de culto, de imprenta, de reunión pacífica,
de enseñanza y petición; derechos que, decían, eran “inalienable[s] del
pueblo” (Céspedes 2007: 13). En este periodo, los enfrentamientos se
concentraron en las provincias orientales, que no dependían tanto de la
mano de obra esclava como en el occidente de la Isla (Ferrer 1999: 27-
30). Tres meses después de iniciada la guerra, sin embargo, aconteció en
el otro extremo de la Isla, uno de los hechos más traumáticos del conflic-
to: los sucesos del teatro Villanueva. Según las crónicas de este aconteci-
miento que se publicaron en Cuba, España y los Estados Unidos, el 22
de enero de 1869 una compañía de teatro bufo dio una función titulada
Perro huevero aunque le quemen el hocico, que provocó una confronta-
ción entre los partidarios de la independencia y los voluntarios españoles,
22 Los sucesos del Villanueva

lo que generó que murieran, fueran heridos o asesinados, una docena de


asistentes a la función de teatro. Los voluntarios españoles eran un cuer-
po represivo separado del ejército peninsular, que se creó en la Isla du-
rante la década de 1850, cuando surgieron las intentonas anexionistas
y las muestras de rebeldía nacional. Estos batallones de civiles contaban
con el apoyo del gobierno, el dinero de los contribuyentes adinerados
de origen español, y una reserva amplia de hombres que venían de la
Península a hacer fortuna, y cuya participación en estos cuerpos mili-
tares los eximía de la capacidad de renta (Uralde 2011: 59). ¿Qué pro-
vocó aquella masacre y cómo se representan estos hechos en la prensa y
la literatura de la guerra? En lo que sigue, me interesa responder estas
preguntas y resaltar la relación entre la muerte y el espectáculo de ese
día; ya que, como dice Jacques Derrida en Death Penalty, tanto para la
guerra como para el cumplimiento de la pena de muerte se requiere de
un “espectáculo y un espectador”, y que el Estado, la polis, los conciu-
dadanos estén presentes y den fe para ver morir al condenado (2014:
25). Esa “visualidad” puede constatarse tanto en la forma de vestirse
las cubanas esa noche, como en las caricaturas y eventos funerarios que
le siguieron. No por gusto, las críticas que sobrevinieron a los sucesos
publicadas en las revistas satíricas como El Moro Muza (1859-1877) po-
nen tanto énfasis en el rol de la mujer, en su forma de vestir y de llevar
el cabello la noche de la función, originando, de este modo, una forma
nueva de entender las relaciones entre los géneros en Cuba.
Para comenzar, la obra de teatro que se llevó a las tablas esa noche
pertenecía al género bufo, que no tuvo tanta popularidad en la Penín-
sula como en Cuba. Su relación inmediata se daba con la literatura cos-
tumbrista del siglo xix, en especial, con los “cuadros de costumbres”,
muchos de ellos satíricos, que retrataban aspectos típicos de la sociedad
cubana de la época. Por consiguiente, la obra de teatro de Juan Francisco
Valerio que se puso en escena aquel día llevaba el subtítulo de Cuadro
de costumbres cubanas. En un acto y en prosa, y es lógico que así fuera
porque antes de ser autor de teatro, Valerio había sido un escritor de
costumbres que había publicado en 1865 un libro de crónicas titulado
Capítulo I 23

Cuadros sociales. Colección de artículos de costumbres. Los críticos que han


comentado Perro huevero y los sucesos del teatro Villanueva (Arrom,
Leal, Leuchsenring, Escapanter, Madrigal et al.) no se percataron de que
esta obra, “en un acto y en prosa”, es realmente una recreación de uno
de los artículos publicados por Valerio en el libro antes mencionado. El
artículo en cuestión se titula “¡Por un gato!” y la trama es la misma que
la de la obra; aunque, en la comedia del Villanueva, Juan Francisco Va-
lerio agregó algunas variantes que hacen las escenas aún más festivas y le
agregan mayor simbolismo político al drama. Sobre este punto, quiero
enfocar mi interpretación.
La escena de ambos “cuadros” ocurre en La Habana de la época,
posiblemente, en alguno de sus barrios de extramuros, y sus protago-
nistas son: Matías, Palanqueta, El Indiano, Nicolasa y Mónica. Ambos
cuadros ponen al lector delante de una familia de pocos recursos eco-
nómicos. Matías, se nos dice, es un borracho, jugador y holgazán, cuya
hija está enamorada de uno de sus amigos, El Indiano, con quien se
fuga de la casa. Este, al igual que su padre, no tiene trabajo y se dedica a
las peleas de gallo. En ambas narraciones, el pretexto que los une es co-
merse un gato, que la noche anterior había entrado a la casa de Matías;
por lo cual, las escenas que se desarrollan en estas piezas reproducen una
situación extraña, con personajes ebrios, que hablan o se expresan en el
argot habanero de aquel tiempo. ¿Qué relación tiene esta obra con la
causa de los independentistas? ¿Por qué produjo tanta indignación en el
Cuerpo de voluntarios españoles?
A simple vista nada; aunque la obra ha sido leída en una clave elegó-
rica, lo que mostraría un trasfondo político comprometedor. Según José
Arrom en Historia de la literatura dramática cubana (1944), es posible ver
en los deseos de casarse de la hija de Matías con El Indiano una alegoría
sobre la relación entre Cuba y España. Así Mónica representaría a Cuba,
que está sufriendo bajo la autoridad paternal y El Indiano, a Céspedes
(1944: 70-71). Lo mismo pensaba Juan Martínez Alier en Cuba: Econo-
mía y Sociedad, quien, también, argumentaba que Matías simbolizaba al
gobierno español; Mónica, a la Isla de Cuba que quería independizarse
24 Los sucesos del Villanueva

y El Indiano, a los insurrectos (Martínez Alier 1972: 27). La alegoría,


recordemos, es uno de los recursos más utilizados por el Romanticismo,
y está muy presente en la literatura de la guerra e, incluso, después de la
instauración de las repúblicas hispanoamericanas, como demostró Do-
ris Sommer. Tradicionalmente, la alegoría ha sido entendida, como dice
Maureen Quilligan en The Language of Allegory, como la capacidad de la
palabra de ofrecer simultáneamente “múltiples significados” (1979: 26);
lo que quiere decir que el texto se bifurca en dos sentidos, uno literal
y otro metafórico que le permite al lector inferir sentidos que no están
explícitamente dichos en la obra. Como explica Quilligan, uno de los
recursos básicos de la alegoría es el uso de los vocablos, un recurso que se
deriva de la personificación, otra de las señales más confiables de este tipo
de lecturas (1979: 42). En los textos de la guerra y, también, de forma
general, este recurso se hace evidente en palabras que se emplean con
implicaciones simbólicas, políticas o culturales como: “gorrión”, “caña”,
“sabicú”, “Abdala”, “siboneyes”, etc., que les permitiría a los lectores, en
este caso, pasar a un segundo nivel de comprensión, oculto o borrado por
la censura, que explicaría la trama.
Sin embargo, como señalan José A. Escapanter y José A. Madrigal
en la edición crítica de esta obra, contrario a lo que dice Arrom, la per-
sonalidad de El Indiano no se diferencia en mucho de la de Matías, ya
que ambos se dedican al juego y a la bebida (1986: 32), y existe, además,
una larga tradición en la cultura cubana que criticó estas costumbres por
encontrarlas improductivas para el país. Entre ellos, el propio José Anto-
nio Saco, en El juego y la vagancia en Cuba, José Victoriano Betancourt
(1813-1875), Eduardo Ezponda, Rafael María de Mendive (1821-1886)
y Francisco Calcagno (1827-1903). Todos ellos criticaron a los cubanos
o diferentes sectores de la población por sus “malas costumbres” y sus
críticas estaban dirigidas tanto al pueblo como a las autoridades españo-
las que fomentaron tal ambiente. Valerio, además, describe a Mónica,
en su crónica, con estos versos: “Alta como una lanza, fresca como una
mañana de Abril” (1865: 126). Una descripción que proviene, nada me-
nos, que del capítulo 13, de Don Quijote de Miguel de Cervantes, donde
Capítulo I 25

se describe así la hija de Sancho Panza, hombre material y práctico, an-


títesis del caballero andante (1866: 63). Es de suponer, entonces, que
Mónica no represente a Cuba en esta narración; sino, más bien, que,
como en la obra de Cervantes, simbolice a una muchacha de barrio o de
aldea, cuyo vocabulario, sobre todo, en la narración, es marcadamente
pueblerino y casi ininteligible para un lector de hoy; algo que Valerio
suaviza en la versión dramática, al menos, en el texto que ha llegado
hasta nosotros. Este lenguaje era el de las capas populares de la capital
habanera, el de la “gentualla”, como diría Esteban Pichardo y Tapia en
su Diccionario casi razonado de voces cubanas, incluso, el de los negros
(1875: 52). Las obras bufas tenían como costumbre representar perso-
najes marginales, negros, pintándose la cara los actores como lo hacían
en los Estados Unidos en los minstrels; aunque, ni en la obra de teatro,
ni en la crónica que escribió Valerio, se hace referencia a personajes de
este tipo y se asume que la familia es blanca (Escapanter y Madrigal
1986: 26). No obstante, el vocabulario de Moniquita en la crónica, y
la misma guaracha que tararean y cantan en la escena tenían necesaria-
mente que sugerir o invocar imágenes o personajes de esta clase social,
sobre todo, porque el teatro Villanueva estaba ubicado en el barrio de
Jesús María, famoso desde hacía tiempo por servir de residencia a mu-
chas familias negras, como muestra José Victoriano Betancourt en su
crónica titulada “Los negros curros o el triple velorio” (1924 [1848]).
En aquella narración, situada entre lo grotesco y lo gótico, Betancourt
cuenta una escena de costumbre aún más chocante que la de comerse un
“gato frito”. Narra la práctica que tenían los negros curros de celebrar el
velorio de los niños varias veces, enterrándolos y desenterrándolos todas
las noches para poder seguir el festejo. Los bufos, por tanto, eran obras
de carácter popular que mezclaban todos los tipos de la sociedad cubana
y recurrían a un imaginario social que se diferenciaba marcadamente del
español y el de los aristócratas, que representaba la alta cultura europea
(Leal 1980, vol. I: 75). Esto hace pensar que, aunque no haya ninguna
referencia política explícita en el texto, la misma política no esté ausente
de esta representación.
26 Los sucesos del Villanueva

Esta muestra de elementos populares disímiles aparece en la descrip-


ción de la obra que hicieron los periódicos después de la masacre. La
Correspondencia de España reprodujo, el 15 de febrero de 1869, una carta
aparecida en El Cronista de Nueva York el 23 de enero de 1869, donde se
explica el carácter sui géneris de la compañía que representó la obra, “algo
como los Minstrels […] dedicándose a la presentación de piezas bastante
libres, ya declamadas, ya cantadas, pintándose los rostros de negros, para
representar con más propiedad los tipos del pueblo bajo, de color, que
tomaban a su cargo” (El Cronista 23/1/1869: 1). El semanario satírico El
Moro Muza, por otro lado, en uno de sus cuadros jocosos titulado “Tres
días de terror en La Habana”, en el que representa los sucesos de aquella
noche, pinta de negro el rostro del único actor que aparece en la escena;
lo cual podía constituir una referencia a uno de los personajes del dra-
ma o a uno de los músicos. Con todo, Valerio no especifica, en ninguno
de los textos, la raza de los personajes. Más bien, en la crónica “¡Por un
gato!” marca una distancia con ellos, describiéndolos de una forma nada
celebratoria. Un ejemplo es la descripción burlona que hace de la esposa
de Matías quien, por su robustez, según el narrador, podía servir, dice, de
modelo a una “columna mingitoria” (1865: 125). El adjetivo “mingitoria”
viene del latín mingĕre, que significa “mear”; lo cual nos aclara el poco va-
lor que le daba el narrador a este personaje. La frase ya había sido utiliza-
da, además, por otro escritor costumbrista de origen peninsular, Modesto
Lafuente, más conocido por el sobrenombre de Fray Gerundio, quien
dice, en su Teatro social del siglo XIX (1846), que las autoridades españolas
habían construido una columna en la Puerta del Sol de Madrid, a la que él
había bautizado con este apodo, por servir “a las necesidades menores de
los hombres” (1846: 216). En su libro, Fray Gerundio incluye junto con
esta explicación, un grabado donde se ve a un transeúnte orinando en la
base de la columna (1846: 217). Estas referencias a la literatura española
satírica y burlesca en la obra de Valerio nos habla de la fluidez e influencia
de los escritores peninsulares sobre los criollos en aquel tiempo (Bretón de
los Herreros, Moratín, Fray Gerundio), y también, de una forma de per-
cibir lo popular junto con una crítica que era, indudablemente, de origen
Capítulo I 27

político; ya que lo que se buscaba era amonestar las costumbres de los


cubanos y al Estado que las fomentaba. De hecho, Francisco Valerio era
amigo de otros intelectuales reconocidos de la época, críticos del sistema
español y partidarios del independentismo, como Rafael María de Men-
dive y José Victoriano Betancourt, a quienes les dedica sendos artículos
en su libro Cuadros sociales. Colección de artículos de costumbres (1865).
En la obra de teatro, sin embargo, Valerio reduce las frases mal dichas
en boca de Moniquita, y no incluye tampoco la descripción de la madre
como una “columna mingitoria”. En la crónica, la acción termina cuan-
do Mónica y El Indiano se fugan de la casa, y aparece un anuncio en el
periódico que insta a El Indiano a presentarse cuanto antes en la cárcel
pública de la ciudad (Valerio 1865: 135). En la obra de teatro Perro hue-
vero, ambos amantes vuelven a la casa, gracias a la intervención de uno
de los amigos de Matías, y El Indiano le promete al padre casarse con ella
(Valerio 1986: 83). Estos cambios y otros que Valerio introduce en el
nuevo texto, merecen destacarse, ya que nos permiten entender la génesis
de la obra, y el ambiente que se creó en el Villanueva aquella noche, que
produjo unos sucesos tan trágicos. Por eso, si comparamos ambos textos,
vemos cómo el foco de la acción pasa, de la atención que ponen todos los
concurrentes en el “gato frito”, al que dedican al personaje principal. Es
decir, si, en la crónica, el gato es el personaje alrededor del cual se orga-
nizan las escenas y las acciones (el suspenso que provoca su entrada en la
cocina, los serenos que vienen a investigar y se lo encuentran en la batea,
la preparación del gato para comérselo, y finalmente, el accidente que
hace que el gato frito ruede por el suelo y regresen los policías a la casa),
vemos que, en la obra de teatro, se elimina esta secuencia y, en su lugar,
se le da más importancia a lo que dicen los personajes, a las descripciones
del paisaje cubano y a las guarachas que se cantan, algo que tampoco
aparece en la crónica mencionada.
En el texto costumbrista que escribió Valerio, Matías dice que iba a
convidar a “los músicos y cantaores” a la fiesta (1865: 128), quienes llegan
puntuales y, poco después, cantan “el punto [y] se bailaba relajo” (1865:
130). Pero no se cita ninguna canción, ni aparecen los versos de Nápoles
28 Los sucesos del Villanueva

Fajardo (1829-1862?), que comienzan a recitarse en la escena IX de la


comedia Perro huevero (1986: 72-74) y continúan al final de la escena
X (1986: 79-80), siendo la primera de las dos, la escena más importante
de la obra, en la que se apela al público, y Matías, como dice su esposa,
ahora llamada “Nicolasa”, ya estaba tan borracho que “ahora, aunque se
venga la casa abajo, y nos mate a todos, no se le da cuidado” (1986: 72).
Palabras, que podrían parecer premonitorias; ya que, en este momento,
Matías (interpretado, esta vez, por el actor Sigarroa) convidó a “todos” a
dar vivas por Cuba: “no tiene vergüenza, ni buena ni regular, ni mala, el
que no diga conmigo [gritando] ¡Viva la tierra que produce la caña! (Perro
huevero, Valerio 1986: 71); y el público respondió dando gritos a favor de
Carlos Manuel de Céspedes y la independencia de Cuba (Zaragoza, Las
insurrecciones 1872, vol. II: 277; Robreño 1943: 143).
Antes de entrar a discutir las versiones del tiroteo, vale recordar que
esta era la segunda vez que se ponía en escena la obra de Valerio y que, en
la primera oportunidad, también había causado revuelo. Según Joaquín
Robreño, en la función anterior, la del 21 de enero de 1869, el guarachero
Jacinto Valdés, quien trabajaba con la compañía de los Bufos habaneros,
había gritado “Viva Céspedes” y el público que estaba presente lo aplaudió.
Valdés no era el actor que representaba el personaje de Matías, aunque otra
fuente afirma que fue el propio actor que hacía de Matías, interpretado por
Pepe Ebra, quien lo dijo (Carbó 1899: 334). Valdés era uno de los músicos,
y el grito no tuvo mayores secuelas legales, ni provocó otras reacciones en
aquel momento (Robreño 1943: 141). Al siguiente día, según Robreño, el
capitán general de Cuba, Domingo Dulce, lo mandó a llamar y le advirtió
que no lo volviera a hacer. Asimismo, dice Justo Zaragoza, el gobernador
multó al propietario y al director del establecimiento, José Nin y Pons, con
200 pesos (Zaragoza 1872, vol. II: 276), y en la siguiente función, Jacinto
Valdés ya no pertenecía a la compañía que escenificó esa noche la misma
obra. Para colmo, antes de la representación, los cómicos fueron adverti-
dos de que no hicieran ninguna manifestación a favor de los separatistas
(Robreño 1943: 143). De cualquier manera, los asistentes que estaban a
favor de la independencia aprovecharon la oportunidad en que Matías dio
Capítulo I 29

la voz de viva, para manifestarse a favor de Céspedes con los efectos que ya
hemos mencionado. Por esta razón, el libreto de la pieza de Juan Francisco
Valerio no explica, ni podría explicar, tampoco, en su totalidad los sucesos
que ocurrieron esa noche, porque el texto que tenemos no se corresponde
letra por letra con lo que se escenificó, ni hay una frase en ella que incite
directamente a los cubanos a apoyar la causa independentista.
No obstante, podría decirse que existen suficientes referencias en la
obra y en su representación, que pudieron dar pie para crear esta atmósfera
patriótica y exaltar los ánimos de los criollos. Primero, ya había un prece-
dente, una función anterior en la que se le había dado vivas a Céspedes.
Segundo, se incluía la canción “El negro bueno” como parte de la puesta
en escena, que era un tema independentista, a lo cual se une la tolerancia
de Domingo Dulce, y el levantamiento momentáneo de la censura que,
seguramente, contribuyó a que los cubanos se manifestaran con más li-
bertad aquella noche. A todo esto, hay que agregar que, a diferencia de la
crónica que escribió Valerio sobre este mismo tema, en la obra de teatro sí
se apela a los criollos, se dan vivas a Cuba, (no, a España ni a la Indepen-
dencia), y se incluyen referencias de forma indirecta a los indígenas de la
Isla, que los cubanos asociaban con la causa nacional. Tales referencias in-
dianistas eran muestras de apoyo a los cubanos, a la vez que simbolizaban
una crítica a España. La primera de estas canciones, cuya letra pertenece al
poema de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, “El Behique de Yarigua”, dice:

No muy lejos de la antigua


provincia de Maniabón
se alza un esbelto peñón
en medio de la manigua:
crece en su falda la sigua
florece y pare el copey,
se enreda el verde sibey
en cedros murmuradores
y ostenta sus blancas flores
el venenoso quibey.
(Valerio 1986: 72)
30 Los sucesos del Villanueva

Según Arrom, las referencias al campo cubano en esta guaracha de-


bieron remitir al espectador a la insurrección que estaba aconteciendo
(Arrom 1944: 71), lo cual consideramos posible, sobre todo, porque
estas referencias al campo son celebratorias, y una larga tradición en
la poesía cubana, especialmente del siboneyismo, al que pertenecen
estos versos, tendía a exaltar la naturaleza, los frutos y la toponimia de
la Isla como factores de identidad nacional. Esta mirada que encerra-
ba sentimientos y emociones de pertenencia al país natal, ya aparece
en las composiciones poéticas del Papel Periódico de La Havana y en
los poemas románticos de como José María Heredia (1803-1839) y
Felipe López de Briñas (1822-1877), lo que explica que algunas de las
palabras en que terminan los versos de Nápoles Fajardo sean de ori-
gen indiano: “copey”, “sibey” y “Maniabón”. Este poema, que debio
despertar resonancias patrióticas en el auditorio, llama a los antiguos
indígenas por el gentilisio de “cubanos” y narra la anécdota de un be-
hique o sacerdote de la tribu, que le augura a la grey, un feliz porvenir,
y “ufano les pronostica /Siempre triunfar del caribe” (Nápoles Fajardo
1959: 80). Quienes asistieron a la representación, por tanto, debie-
ron reflexionar sobre el valor simbólico de estos versos, la intención
política que escondían y la tradición que representaban, algo que los
partidarios del integrismo conocían muy bien, pero no podían prohi-
bir por no ser alusiones directas a la independencia. Como decía Juan
José Remos en “Deslindes. El Cucalambé como símbolo”, al igual que
José Fornaris, Nápoles Fajardo tomó el tema de los siboneyes para
sus versos, para cantar de un modo indirecto sobre las inquietudes
patrias “haciendo así un tipo de poesía civil que no era rechazada por
las autoridades coloniales y que los cubanos entendían perfectamente
en todo su alcance” (Remos 1955: 4-A). Si, a esta mezcla de referen-
cias indianistas y “bufas”, sumamos las intervenciones que no estaban
prefijadas en el texto, la espontaneidad de los actores, de los músicos,
y del público, el reforzamiento de ciertas palabras, la entonación y las
muestras de patriotismo en el vestuario de las cubanas, podemos en-
tender por qué la obra provocó la ira de los partidarios de la Corona.
Capítulo I 31

Por eso, no estoy de acuerdo con Rine Leal cuando dice que “no hay
supuestas referencias patrióticas en la pieza” (Leal 1980, vol. I: 78),
ni con Escapanter y Madrigal que sostienen que este sainete “en nin-
gún momento tiene implicaciones políticas” (Escapanter y Madrigal
1986: 31). Sí hay referencias patrióticas, lo que sucede es que no están
dichas de forma directa. Están apuntadas de modo simbólico apoyán-
dose en el autor en el siboneyismo.
El día de la segunda representación de la obra, dice Justo Zaragoza,
no se cantó ninguna canción que estaba fuera del libreto; pero los cu-
banos ya estaban preparados y los periódicos habían divulgado que esta
función estaba destinada a recaudar fondos para unos “insolventes”,
suponiendo los voluntarios españoles que era para apoyar a los inde-
pendentistas. Así, por ejemplo, los periódicos El Espectador liberal (20
de enero de 1869) y La Convención republicana (21 de enero de 1869),
hablan de una función con un fin “laudable” (Leal 1978: 523). El Dia-
rio de la Marina, por su lado, el 19 de enero de 1869, ya anunciaba
que los “Caricatos habaneros” pondrían una función “con el objeto de
favorecer a una desgraciada familia”, y agrega, que ya eran “muchos los
pedidos del público, y esperamos que en maza concurra para tan noble
acción” (1869: 3). Según Zaragoza, llegó la noche de la función el 22 de
enero, y los cubanos separatistas fueron vestidos con trajes alegóricos,
listos para demostrar su apoyo a Céspedes:

muchas señoras de las invitadas se dirigieron al teatro, llevando el


pelo suelto, y los trajes de azul y blanco salpicados de estrellas. En el
local, donde se ostentaban algunas banderas, también estrelladas, fueron
aquellas hijas del país recibidas con calurosos aplausos, por sus jóvenes
paisanos que las esperaban (Zaragoza 1872, vol. II: 276-277).

La trifulca, según cuenta Zaragoza, comenzó en la cantina-café del


establecimiento, cuando unos jóvenes dieron vivas a Céspedes, “mue-
ras” a España, y llamaron “gorriones” a los peninsulares. Y, al llegar
algunos voluntarios, estos mismos jóvenes los recibieron “con dos tiros
32 Los sucesos del Villanueva

de revolver, salidos uno de la cantina y el otro de un extremo del teatro”


(Zaragoza 1872, vol. II: 277). Esta versión de los hechos va a contra-
decir la que dio más tarde Joaquín Robreño en la República, cuando
señala que los voluntarios del régimen español ya se habían apostado
fuera del teatro antes de comenzar la función, esperando atacar a los
asistentes cuando estos dieran vivas al caudillo revolucionario (Robre-
ño 1943: 143-144). Esta discrepancia en las versiones responderá a la
ideología de quienes cuentan los hechos trayendo como resultado que
aun hoy no sepamos quién tiene la razón. En las descripciones de los
sucesos que hacen distintos periódicos, podemos ver el horror de lo que
sucedió aquella noche. El 9 de febrero de 1869, el periódico La Época
de Madrid, reproduce varios telegramas publicados en El Cronista y, en
uno de ellos, fechado el día después de la matanza, se lee: “Durante la
representación que hubo anoche en el teatro de Villanueva se oyeron
gritos sediciosos y varios circunstantes principiaron a cantar el himno
de la revolución. Esto produjo un motín formidable: los voluntarios y
la policía hicieron fuego contra el pueblo y este lo devolvió, habiendo
resultado cuatro muertos y muchos heridos” (1869: 3). Varios días des-
pués, el mismo periódico dice que los muertos “pasaron de un centenar
de personas” (13 de febrero de 1869). Mientras tanto, el 5 de febrero
de 1869, en el New York Tribune, se lee una noticia con el título “The
Cuban Revolution. The Massacres in Havana”, donde se aclara que la
mayoría de los testimonios que circulaban en La Habana coincidían en
que la refriega había comenzado fuera del teatro, en la cantina, ya que
algunos asistentes que tenían revólveres dispararon a los voluntarios y,
al escuchar los civiles los disparos, se refugiaron dentro del recinto, y
allí entraron los voluntarios y “comenzaron a disparar imprudentemen-
te sobre la audiencia” (1869: 1). La forma en que fueron asesinados
y la cantidad de muertos es lo que lleva al periódico a tildar el suceso
de “masacre” y a criticar al cuerpo militar español, algo que no hacen
los periódicos peninsulares, que ponen el acento en la necesidad que
tenía el gobierno de defenderse contra los “enemigos de España” y aque-
llos que querían “la anexión a los Estados Unidos” (La correspondencia,
Capítulo I 33

18 de febrero 1869). Después de la independencia, la versión que circuló


es la primera que mencionamos, la de Robreño, quien afirma que los
voluntarios incentivados por Gonzalo de Castañón (quien fue más tar-
de asesinado por los revolucionarios en Cayo Hueso, y cuya tumba será
“profanada” por los estudiantes de Medicina) se apostaron fuera del
edificio y abrieron fuego tan pronto como escucharon gritos. En esta
versión, la represalia del Villanueva sería un acto premeditado de este
cuerpo formado por peninsulares, canarios y criollos, quienes habrían
seleccionado su objetivo y se habrían preparado de antemano para es-
carmentar a los sediciosos. Se trataría de una acción avalada por el mis-
mo poder, aunque realizada a su sombra, ya que el general don Domin-
go Dulce no la autorizó, aunque fuera, igualmente, un grupo partidario
de su ideología. Esta acción habría consistido en una pena de muerte
de facto (sin la transición de la burocracia), en la que representantes
del gobierno muestran su poder, identifican sus enemigos y resuelven
ejecutarlos o imponer sobre ellos la pena máxima e irrevocable1. No es
extraño, entonces, que durante la colonia y, específicamente, durante la
Guerra de los Diez Años, el Ejército colonial haya recurrido a ajusticia-
mientos públicos, como la pena de garrote vil en la plaza llena de cu-
riosos, tal como ocurrió con el general Goicuría el 7 de mayo de 1870,

1
Nótese que la complejidad de la situación se reduce en la bibliografía revolucionaria a
un acto premeditado de los voluntarios. Luis Carbó, en el artículo El Fígaro, publicado un año
después de la expulsión de los españoles de Cuba (1899), afirma que el recuento que había
hecho Zaragoza de estos hechos en su libro estaba lleno de “inexactitudes y disparates” (1899:
334), y afirma que, antes de comenzar la función, los voluntarios se escondieron en los fosos
de la muralla cerca del teatro para esperar que el actor volviera a dar el “grito inofensivo de
‘¡Viva la tierra de la caña’ y entrar abruptamente en el teatro a balazos (1899: 334). En esta
descripción de los hechos, los revolucionarios ni siquiera llegan a manifestar su sentimiento
patriótico. Hasta Rine Leal en su Breve Historia del Teatro Cubano, deja fuera todos los mati-
ces, versiones e interpretaciones de este suceso y afirma que, cuando los revolucionarios dieron
vivas a Cuba, era “el momento esperado por los voluntarios que se hallaban apostados cerca
del teatro. Con saña terrible dispararon sobre el edificio de madera, y cargaron salvajemente
sobre los espectadores que huían. El resto es una masacre que se conoce como ‘los sucesos del
Villanueva’. Nunca se supo cuántas víctimas hubo, y el estallido de rabia integrista continuó
por tres días en las calles de la capital” (Leal 1980: 67-68).
34 Los sucesos del Villanueva

o los voluntarios hayan resulto fusilar a los estudiantes de Medicina,


que tenían el propósito de intimidar a la población y convertir la muer-
te, como dice Derrida, en un espectáculo atemorizante (Derrida 2014:
26). No por coincidencia, dos meses después del trágico suceso, el 9 de
abril de 1869, el Diario de la Marina afirma que, en una localidad de La
Habana, se encontraban en exhibición objetos y fotografías de la ciudad
y que, entre ellos, estaban a la venta fotografías “del teatro de Villanueva
en la noche del 22 de enero último” (1869: 3). Con estas imágenes, que
lamentablemente no han llegado hasta nosotros, se cierra el suceso trági-
co. La violencia queda grabada por la cámara del fotógrafo. El recuerdo
se solidifica en la placa, con lo cual, la acción, el recuerdo, y la política
se hallan unidos.2 Entonces, aun aquellos que no fueron al espectáculo
aquella noche, podían comprar un souvenir. Para los independentistas,
sobre todo, este recuerdo sería importante, porque los ayudaría a exaltar
en el futuro los sentimientos patrios. Por tal motivo, cuando José Martí
escribe sus Versos sencillos, 22 años después, la historia del Villanueva
se convierte en otro ejemplo del mal que representa España. Al salir el
sol después de la matanza, la calle era un “reguero de sesos” y el “sable
del español” “nos” acosa y “nos pone fuego a la casa” (Martí 1993, vol.
I: 264). Esta recreación del suceso, por consiguiente, deja en claro la
importancia del recuerdo para los republicanos, que se va a perpetuar a
través de la literatura y que alcanzará, como ocurrió con el fusilamiento
de los estudiantes de Medicina, el carácter de duelo nacional. Son estos
recuerdos los que fijan en la memoria el valor del grupo, las razones por
las que estaban luchando, y el objetivo al que habian dedicado sus vidas
(Smith 1985: 21).
Dejando a un lado por ahora el testimonio de Martí, me interesa
reparar en lo que sigue, en el personaje de la criolla, que se convertirá
en un símbolo de Cuba durante la guerra, y que no es ciertamente Ni-
colasa, ni tampoco las amas que criticaron los escritores delmontinos en

Para la relación entre los medios audiovisuales y la memoria cultural, véase el libro de
2

Andreas Huyssen Present Pasts. Urban Palimpsests and the Politics of Memory (2003).
Capítulo I 35

sus novelas de tema negro, ni las otras que aparecen en el teatro bufo,
que, como dice Rine Leal, no hacía más que reflejar “el inframundo”
de la sociedad cubana decimonónica: “el suelo fértil donde nacen y
se desarrollan el matonismo, el machismo, la brujería, la mala vida,
la moral flexible y los sueños de ascenso a base del dinero ilícito y los
amancebamientos” (Leal 1980, vol. I: 75). No. Esta mujer será la joven
criolla, blanca y de clase media, incluso, antigua dueña de esclavos, que
los trata con caridad y lucha por su patria. En la épica de la Guerra de
los Diez Años y, a partir del enfrentamiento de los independentistas con
el gobierno, esta mujer alcanzará un rol protagónico siendo ellas las que
desafíen al sistema vistiendo atributos nacionalistas y marchando a la
manigua con sus esposos. Por este rol protagónico que adquieren en la
guerra, su mayor semejanza es con las “indias” de la poesía siboneyista,
como la “Guarina” de Nápoles Fajardo, y las famosas matronas, repre-
sentantes de naciones europeas y americanas, como Mariana, Britania,
Columbia y Germania. Al igual que ellas, esta será blanca, y vestirá en
las alegorías de la patria la tradicional sandalia y toga romana. Aparecerá
en las obras de teatro independentista liberando a sus esclavos y, aun-
que es cierto que hubo mambisas con dinero que lo dieron todo por la
independencia, como Amalia Simoní y Concha Agramonte de Puerto
Príncipe (Prados-Torreira 2005: 56), hubo, también, muchas más que
no lo eran y no aparecen en estas obras.
Como vimos en la descripción que hizo Justo Zaragoza de los sucesos
del Villanueva, el día de la función, las mujeres cubanas asistieron al tea-
tro llevando ropas alegóricas a la causa patriótica y se dejaron el pelo suel-
to como un signo de libertad. La tradición y el gusto de la época exigían
que salieran a la calle con el pelo recogido, y las revistas femeninas pu-
blicaban grabados e instrucciones para que supieran cómo hacerlo. Dos
de estas revistas fueron El Colibrí (1847-1848), periódico “dedicado a las
damas”, editado en Cuba por Idelfonso Estrada y Zenea (1826-1911) y
La Moda Elegante, publicada en Cádiz. En ambas publicaciones, pueden
verse grabados de mujeres con instrucciones detalladas de cómo peinarse
el cabello, de tantas formas que, en el número de enero de 1868, La Moda
36 Los sucesos del Villanueva

Elegante publica en una sola página un total de 11 dibujos recomendados


por el peluquero francés Croisat. Estos peinados mostraban elegancia,
buen cuidado de la apariencia física, “limpieza” y “esmero” que, como de-
cía Francisco Barrado (1853-1922) en Historia del peinado (1887), eran
las “condiciones que asegurar[ían] eternamente el triunfo de la belleza”
(Barrado 2009: 48). Para una mujer, esto era necesario, además, si quería
conseguir marido. De modo que, al dejarse el pelo suelto, las cubanas
estaban desafiando, no solo la norma, el gusto y los atributos que estos
peinados indicaban; también, manifestaban a través de su cuerpo un de-
seo de libertad, de ruptura con la metrópoli, y no menos con un régimen
patriarcal que les dictaba cómo debían vestirse, peinarse y cuál era su rol
(siempre subordinado) en la sociedad patriarcal cubana. No por gusto,
como deja en claro Francisco Barrada en su libro, el peinado y la moda
siempre han sucedido a diversos regímenes políticos y los han reflejado.
Así ocurrió con la Revolución Francesa de 1789, en que las mujeres de-
jaron de usar los corsés y los vestidos abultados, que eran tan comunes
en la corte, y vistieron un estilo más sobrio de ropas blancas, hechas de
lino, como puede verse en los retratos de Madame Récamier. Por eso,
como asegura Barrado, con las instituciones republicanas, apareció “una
mayor sencillez en trajes y peinados”, “el remedo de las modas romanas
y griegas”. “El peinado más en boga era muy sencillo; reducíase a cortar
los caballos que cubrían la frente, por encima de las cejas” (Barrado 2009:
35). Esta forma de llevar el cabello llegó incluso al ejército, y Napoleón
Bonaparte, cuando era aún republicano, dice Justo Zaragoza, mandó des-
terrar trenzas y pelucas en sus oficiales, y las cubanas, para mostrar su
solidaridad con los franceses de aquella época, se cortaron el cabello y
“en 1868 siguieron la de dejarlo todo largo”, para solidarizarse con los
partidarios de Céspedes (Zaragoza 1872, vol. I: 172).
Según Zaragoza, el espíritu nacionalista fue extendiéndose en la Isla
desde los tiempos del marqués de Someruelos (1799-1812) en los ar-
tículos del periódico de La Habana, la Real Sociedad Patriótica, los
apelativos de “íberos” a los españoles –como hace Perucho Figueredo
en los versos del himno nacional– y actos como este de las criollas, que
Capítulo I 37

según el voluntario del Ejército español eran más fuertes y decididas


que los hombres (Zaragoza 1872, vol. I: 157-173). Es posible ver, por
consiguiente, cómo la revolución de 1868 debió imponer, igualmente,
una forma de vestir y llevar el cabello las mujeres, que es la que aparece
en la alegoría de “La República cubana” (1875) y en el cuadro plástico
“El sueño del patriota” aparecido en la guerra de 1895, en la revista
Cuba y América (1897-1917).
La vestimenta de la mujer en estas alegorías visuales es muy sencilla,
pero simbólica. Tiene reminiscencias romanas, y contrasta con lo cargado
de los vestidos y tocados que se usaban en la época colonial, especialmen-
te, los que llevaban las mujeres de la aristocracia. Debemos ver, entonces,
la forma de vestir las cubanas la noche del Villanueva, como una especie
de performance patriótico que utiliza el cuerpo, y el vestuario para protes-
tar contra el gobierno colonial y los estereotipos sociales; lo cual supone
la creación de una nueva identidad para las cubanas3. Este gesto implica-
ba, pues, una reafirmación de su independencia politica y genérica, esta
última que, dicho sea de paso, ya había aparecido en Sab (1841) de la
Avellaneda, junto con la crítica a la esclavitud y que explica que las cari-
caturas que aparecen en el semanario El Moro Muza, a propósito de estos
sucesos, muestren mujeres blancas, con el pelo suelto y erizados al estilo
de medusas con caras de posesas. Estas caricaturas eran acompañadas con
composiciones en que se las criticaba por su forma de vestir o de llevar el
cabello, como en la que se titula “Modas bayamesas”:

Cabellera suelta al viento


Como quien sale del baño
Cintas, azul firmamento
Y punzó, (color extraño)
Con todo su aditamento
(El Moro Muza 31/1/1869: 110).

3
Para el concepto de “performance” que utilizo aquí, véase el ensayo de Diana Taylor
“Performing Gender: Las Madres de la Plaza de Mayo”, en Negotiating Performance. Gender,
Sexuality & Theatricality in Latin/o America (1994: 275-305).
38 Los sucesos del Villanueva

Cuando el semanario satírico, que dirigía Juan Martínez Villergas, cri-


tica a los revolucionarios que fueron al Villanueva vestidos con ropas y
símbolos patrióticos, lo hace por la ideología y los códigos culturales que
son opuestos a la norma colonial. A partir de entonces, vestir de rojo y
azul o llevar el pelo suelto hace que estos sujetos transgredan la cultura
impuesta por la Península, e impongan el valor de su propia ideología en
la calle. Les permite expresarse sin hablar, mostrando su “moda mambí”,
lo cual redunda en una protesta social que, al mismo tiempo, pueden
usar sus enemigos como formas de control o de represión, creándose así
una atmósfera paranoica y policíaca. Con tal propósito, El Moro Muza,
además de describir la forma de vestirse y de llevar el cabello las muje-
res, detalla la ropa del “doncel” revolucionario, que estaba compuesta de
“camisa de estopa”, “pantalón de fardel”, “sombrero jipi-japa”, mache-
tes, pistolas, y una canana llena de balas (31/1/1869: 110-111). De este
modo, los revolucionarios establecían códigos de vestimenta, con los que
se diferenciaban en la esfera pública de los españoles, donde unos son vis-
tos como los luchadores activos y los otros, como leales a la Corona. Estas
críticas de El Moro Muza se combinaban con las que hacía de los revolu-
cionarios en la manigua, en la que las mujeres también aparecen repre-
sentadas de formas degradante. Tan es así, que casi un mes después de los
sucesos del Villanueva, el 21 de noviembre de 1869, el mismo semanario
publicó varias caricaturas de los principales cabecillas independentistas, y,
en una de ellas, titulada “Sistema planetario de la manigua”, incluye a dos
mujeres: Mendoza y Emilia Casanova de Villaverde. La primera, repre-
sentando el planeta “Venus” con la siguiente explicación: “esta Diosa de
sexo equívoco, fue ministra de relaciones ilícitas”, y la segunda, represen-
tando el planeta “Tierra”, “en vísperas de terremoto, que no es pequeño
el que se teme en la emigración cubana” (El Moro Muza 21/11/1969: 61).
La caricatura de Mendoza la muestra con bigotes y formas varoniles, y la
de doña Emilia, con un saco lleno de banderas cubanas.
Con estas imágenes, El Moro Muza enfatizaba que la lucha contra los
revolucionarios incluía el descrédito personal, y se hacían apelando a los
códigos culturales que la sociedad de la época consideraba reprensibles;
Capítulo I 39

razón por la cual, Quesada y Francisco Vicente Aguilera (1821-1877)


eran tachados, en el mismo dibujo, de “ladrones” y “bebedores”, y las
mujeres de “promiscuas”. Es decir, en cada uno de estos dibujos, la
condición de revolucionario viene aparejada con un “vicio” moral, una
trasgresión de los límites que había impuesto la cultura, que les quitaba
toda importancia a sus demandas políticas en contra de España. De
este modo, la guerra era vista como un vicio tan malo o peor que el
lesbianismo, la prostitución, el alcoholismo o el robo, condiciones que
irónicamente recuerda el papel de Matías en la obra de Valerio. Es de-
cir, se describen como sujetos improductivos, marginales y de hábitos
antisociales. Por eso, también, junto con los calificativos de diosas de
“sexo equívoco” y “relaciones ilícitas” que le indilgaban a Mendoza, las
mujeres eran representadas en estos dibujos con rasgos deformes, poco
atractivos, medusianos y con mano asesina, como aparece en el grabado
de Víctor Patricio de Landaluze “La insurrección en 1868-69”, publi-
cado el Álbum Vascongado. Ellas son las amantes de la aventura o las
“amazonas”, proclives a entregarse a cualquier hombre en los bosques
(especialmente, si eran los esclavos recién liberados), lo cual justificaba
la violencia contra ellas por parte de los que defendían la causa colonial.
Otra sátira de Juan Martínez Villergas en El Moro Muza, del 21 de no-
viembre de 1869, nos retrata a las mambisas sin ropas y dando rienda
suelta a sus pasiones sexuales: en “la comarca salvaje” y “que no discre-
pan en nada /De aquella que fue tentada /Por la pícara serpiente” (El
Moro Muza 21/11/1869: 58). Estas acusaciones, insultos y burlas volve-
rán a aparecer en la propaganda integrista proespañola en el año 1895, a
los cuales responderán los mismos partidarios de la independencia con
mujeres que son paradigmas de virtud, heroísmo y benevolencia.
Resumiendo, entonces, el análisis comparativo de la crónica “¡Por un
gato!” y Perro huevero muestra que, al igual que hay semejanzas entre
ambos textos, existen, también, importantes diferencias. La más clara es
que, en la crónica, se enfatiza la crítica a las clases populares y se genera
un ambiente grotesco, mientras en la obra de teatro, se pone mayor én-
fasis en la naturaleza cubana y el siboneyismo, que servían de símbolos
40 Los sucesos del Villanueva

de identidad nacional. Cuando, en 1876, Valerio vuelve a publicar sus


crónicas costumbristas “notablemente corregida y aumentada”, no inclu-
ye sintomáticamente la pieza “¡Por un gato!”. Seguramente, todavía en
medio de la guerra, la reproducción de esta crónica no era recomendable.
Aun así, el verdadero performance patriótico no fue su obra, sino la ma-
nifestación de las mujeres que fueron vestidas con atributos separatistas a
la función y protestaron enérgicamente. Este acto civil ocurre nada me-
nos que dentro de una sociedad fuertemente jerarquizada, en la que la
mujer ocupa el lugar del subalterno junto con el esclavo –como decía la
Avellaneda–, aunque, paradójicamente, ella misma es representada por
los escritores peninsulares como damas cuya moral estaba en peligro. No
por gusto, fueron ellas las más criticadas en los periódicos satíricos de la
época, y fueron también la imagen de la insurrección, tanto para la prensa
española como para la propaganda cubana que la representa llevando la
bandera insurrecta. Ella será, a partir de esta fecha, el símbolo de la inde-
pendencia y de la República cubana.
Capítulo 2

El teatro de la guerra

Después de los sucesos del Villanueva, La Habana vivió “tres días de


terror”. En varios puntos de la ciudad, se sucedieron enfrentamientos en-
tre los voluntarios del ejército peninsular y los independentistas cubanos.
Se aducía que los voluntarios eran asaltados cuando iban solos por las
calles o se les disparaba desde las azoteas y estos, que buscaban acabar con
todos los separatistas, respondían con fuego. Dos de los acontecimientos
más memorables de estos días fueron el asalto a la casa de Miguel Aldama,
un rico hacendado esclavista a quien se le acusaba de conspirar contra el
gobierno colonial, y la embestida de los voluntarios al café de El Louvre.
En el primero de estos incidentes, los voluntarios alegaron que se les ha-
bía disparado desde la azotea y allanaron la instalación causando des-
trozos de todo tipo. El caso del café El Louvre, empero, fue mucho más
serio. El incidente terminó con la muerte o con las heridas de la mayoría
de los comensales, algunos de los cuales eran extranjeros.
Estos sucesos ocurrían mientras del otro lado de la Isla seguía la
guerra y se enfrentaban las tropas de Céspedes con las españolas. Llama
la atención, sin embargo, que en el teatro de la guerra o en el teatro
mambí no abunden las escenas de sangre, muerte y destrucción, como
se esperaría de un conflicto bélico que duró tanto tiempo y que desen-
cadenó tanta miseria. Más bien, lo que aparecen son cuadros morales o
simbólicos, o, cuando más, personajes que son víctimas de los crímenes
de los guerrilleros y de los voluntarios. Obras, como “Abdala” de Martí,
incluso, hablan de un escenario tan distante del Caribe como Nubia
42 El teatro de la guerra

(hoy Etiopía), y el poema dramático de Sellén “Hatuey” recrea el mo-


mento del inicio de la Conquista que, si bien como hemos aclarado, es
parte del discurso anticolonial, no se refiere a una situación directa de
la historia del momento. Con esto, quiero decir que estos dramas ponen
énfasis en la moral de los personajes históricos, y en recursos literarios
como la alegoría y el simbolismo; no así, en los hechos de sangre. Para
hallar una descripción literal de la violencia del año 1868, hay que leer
narraciones personales como la de Melchor Loret de Mola, el libro de
Ponce de León que habla del “carnaval de sangre” (1873: IV), que ha-
bían llevado a cabo los soldados españoles en Cuba para acabar con
la insurrección o el testimonio de Balmaseda, quien narra su propia
experiencia como prisionero político e incluye un “proemio” donde da
ejemplos del horror (Balmaseda 1869: 257-284). Pero estos textos no
son obras de ficción, sino testimonios y alegatos contra la opresión es-
pañola. Por lo tanto, en lo que sigue, me referiré al mensaje ideológico
que trasmiten las obras de teatro que se publicaron a raíz del enfrenta-
miento armado y llamaré la atención al modo en que cada una de ellas
representa estos bandos, las formaciones discursivas que proponen y el
tipo de lector o espectador al que estaban dirigidas. ¿Por qué las obras
de teatro? Porque, de todos los géneros que se utilizaron para narrar la
revolución de Yara, el teatro y la poesía fueron los más populares, po-
siblemente, por la capacidad del primero para representar acciones en
vivo y crear una comunidad in situ que compartiera sentimientos entre
iguales. Segundo, porque, a diferencia de la novela o del ensayo, el tea-
tro no necesitaba de un público lector, y la ideología podía transmitirse
directamente. Tercero, porque, en el caso de los independentistas, como
ocurrió con la representación de Perro huevero, a diferencia de otros gé-
neros que se apoyan exclusivamente en la letra escrita, el teatro participa
de dos planos (el escrito y el espectacular), y la censura podía tachar to-
das las frases que considerara ofensivas en el libreto, pero le era más di-
fícil controlar la representación. En ella, los actores y el público podían
improvisar, acentuar ciertas frases, cantar tonadas críticas, hacer gestos
e, incluso, vestir trajes alegóricos que indirectamente forman parte de
Capítulo II 43

la experiencia colectiva de la puesta en escena. Como desventaja, hay


que señalar que el teatro necesitaba de un público y de un teatro, razón
por la cual, después del Villanueva, no hay teatro mambí más que en el
exilio o en la manigua.
Para entender, entonces, estos dramas, tomemos para comenzar el
de Luis Martínez Casado titulado El gorrión (1869), la primera obra en
contra de la independencia escrita en Cuba según Rine Leal. El autor
era un dramaturgo español radicado en la Isla que escribió sobre el con-
flicto a través del valor simbólico que le daban los españoles y los cuba-
nos a este pájaro. Los cubanos llamaban “gorriones” a los peninsulares,
ya que estos no eran oriundos de Cuba. Habían sido introducidos en
Hispanoamérica a mediados del siglo xix, –según la historia vernácula–
al abrirle la jaula un español recién llegado, pero se habían extendido
por toda la Isla rápidamente. Por su parte, los españoles llamaban a los
cubanos “bijiritas” por su insignificancia, y en la función del 13 de ene-
ro de 1869, los Bufos Habaneros representaron en el teatro Villanueva
la danza de Francisco A. Valdés titulada “Gorriones y bijiritas” que fue
interpretada como otro signo de desafío ante la autoridad (Gelpí y Fe-
rro, 1872: 131). La historia que cuenta Martínez Casado en esta obra
de teatro está originada en un hecho real, acontecido en la Isla dos me-
ses después de los sucesos del Villanueva. Según el Diario de la Marina,
del domingo 28 de marzo de 1869, en la mañana del viernes 26, un
voluntario del ejército español encontró un gorrión muerto en la Plaza
de Armas de La Habana y se lo llevó al cuartel militar. Los soldados lo
pusieron en un suntuoso ataúd y le escribieron poemas, que el mismo
diario publicó junto con la noticia. A partir de entonces, el resto de los
periódicos se hicieron eco de la muerte del ave, que se exhibió en varias
procesiones por la Isla, sirvió de nombre a un periódico y a un vapor de
guerra y, en la apoteosis de patriotismo peninsular, dio nombre a esta
obra de teatro que Casado escribió y llevó a escena en La Habana los
días 15, 16 y 17 de mayo de 1869.
La crítica que ha comentado el “entierro del gorrión”, es decir, el
hecho histórico que sirvió de base a la obra de teatro, ha señalado las
44 El teatro de la guerra

diferencias que existían entre los voluntarios y el capitán general de la


Isla en aquellos momentos; la “extravagante puerilidad” del entierro,
según Antonio Pirala en Anales de la guerra (1895: 469),o más, aun,
la “farsa ridícula”, como la llamara José Ramón Betancourt, de aquel
“episodio histórico que parece fábula” (Leuchsenring 1937: 44). Por
consiguiente, se ha puesto todo el énfasis de la explicación en el as-
pecto extraordinario del suceso y no tanto, en lo que significó para los
integristas. Según el historiador español Eleuterio Llofríu y Sagrera
en Historia de la Insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1870-1872),
el hecho parecería un “asunto pueril y pequeño analizado a prime-
ra vista, pero analizado en su significación, tiene mucho de poético”
(1870-1872: 533). Es decir, aunque Llofríu y Sagrera reconoce que a
simple vista podía ser infantil el enterrar un gorrión con honores mi-
litares, este le concedía crédito por el hecho de sentirse los españoles
burlados en Cuba con tal apodo, lo cual podía transformar algo tan
trivial en un pretexto para expresar el “amor patrio” y por esta razón,
él lo catalogaba de un “espectáculo verdaderamente sublime y tierno”
(1870-1872: 531).
Poniendo a un lado, por un momento, las circunstancias que llevaron
a los voluntarios a dar honores militares al ave, quiero agregar que tales
muestras de patriotismo vinieron dos meses después de la matanza del
Villanueva, luego de la cual, el gobierno impuso una férrea censura sobre
este y otros sucesos que sucedieron en La Habana. Simplemente, como
dice Luis Carbó, el gobierno prohibió que se hablase del asunto (1899:
335), y las noticias que aparecen en el Diario de la Marina se limitan a dos
notas necrológicas: una sobre un voluntario que murió a resultas de las
heridas recibidas esa noche (3 de febrero de 1869), y la otra, refiriéndose
a un padre y su hijo que también murieron en la reyerta, y los familiares
querían dejar claro que no eran separatistas (28 de enero de 1869). Des-
pués de esto, solamente apareció el aviso de las fotografías que se vendían
en la calle O’Reilly, y la reproducción del acta emitida por el Consejo de
Guerra, el 10 de marzo de ese mismo año, culpando a los nueve sedi-
ciosos de “traición unos y complicados otros” por haber participado en
Capítulo II 45

los hechos (Diario de la Marina 10/3/1869: 1). En cualquier caso, eran


noticias que incumbían a los integristas y a los voluntarios —ninguno de
los cuales recibió un castigo por la matanza—, mientras que nada decían
de los otros muertos y heridos en la función. En cambio, la noticia del
“gorrión” se convirtió en una verdadera sensación en los periódicos de la
Isla, algo que se reflejó en poemas, fiestas, y procesiones en varios lugares
del país como hemos apuntado.
Desde el punto de vista político se entiende que el entierro del gorrión
alcanzara más cobertura periodística que la matanza; ya que, por un lado,
era una forma de distraer la opinión pública de aquellos sucesos, y por
otro, de incitar al patriotismo y unión de los españoles. Sumado a ello,
hay que recordar que el “entierro del gorrión voluntario” tenía un propó-
sito benéfico, y no fue un entierro por el simple gusto de ser patriótico,
“ridículo” o “pueril”. Como dice el Diario de la Marina, en su nota del 30
de marzo de 1869, cuatro días después de que los voluntarios encontra-
ron el gorrión en la Plaza de Armas, lo que comenzó como un “broma”
se convirtió en “una formalidad, que, no obstante la parte chistosa que
todo ello tiene, está produciendo un resultado muy distinto de lo que
cualquiera se hubiera figurado, y que al fin podrá contribuir al alivio de
algunos que tengan la desgracia de quedar lisiados en campaña” (Diario
de la Marina 30/3/1869: 3).
En efecto, como asegura este diario y luego recalcan otras noticias
que aparecieron, la exhibición del gorrión se convirtió en una forma de
recaudar fondos para los voluntarios heridos en la guerra, para lo cual, se
publicaron hojas con imágenes impresas, y hasta se propuso exhibir un
castillo con soldados en forma de gorriones cuidándolo. Lo que comenzó,
entonces, como una “broma”, fue creciendo hasta convertirse en un ver-
dadero arrebato de apoyo a los partidarios del régimen. Por consiguiente,
los poemas que le dedicaron al gorrión, no solo hablan de la superioridad
de los españoles sobre los cubanos, o de la futura victoria de España en la
contienda, sino que constituyeron, también, un reclamo económico para
los que combatían con los peninsulares. Tan es así, que uno de los poemas
que reproduce el Diario de la Marina dice: “Teniendo los ojos fijos /en
46 El teatro de la guerra

su potencia ejemplar/ las Cortes deben votar/ una pensión a sus hijos”
(Diario de la Marina 30/3/1869: 3).
El 2 de abril, a las diez de la noche, según el mismo periódico, se puso
fin a la exhibición del gorrión en el cuartel de La Fuerza (3), y para en-
tonces, “entre bromas y veras”, ya se había recaudado una buena cantidad
de dinero destinado a socorrer a los que habían quedado inutilizados en
campaña. Esto no quería decir, empero, que el gorrión fuera enterrado.
Fue, entonces, que comenzó el peregrinaje por otros pueblos y calles del
país, como en Cárdenas, en las fiestas del 17 de mayo con música, y es-
tandartes de varias provincias españolas, en el pueblo de Seiba del Agua,
el 29 de junio de 1869, y en Guanabacoa, el domingo 4 de julio de 1869.
En estos desfiles, además de haber música, estandartes, comida y repre-
sentantes de la iglesia, hubo acciones patrióticas como la de la cantinera
de uno de los batallones de voluntarios de Seiba del Agua, quien, según
el Diario de la Marina del 3 de julio de 1869: “vestida ricamente y con
gusto militar, marchaba a la cabeza de su sección veredana, conduciendo
en sus lindas manos el Gorrión difunto, embalsamado, y colocado en una
preciosa cajita adecuada a su tamaño” (Diario de la Marina 3/7/1869: 3).
Su exhibición por las calles les permitía a los voluntarios reafirmar de
forma simbólica su importancia en la arena pública, arengar al pueblo y
a los “patriotas” a favor de España, y recaudar fondos para sus tropas. El
hecho, además, de que los mismos soldados y el periódico entendieran
tal demostración “entre bromas y veras”, nos indica que los márgenes
de estas celebraciones populares, como suelen ser muchas de ellas, eran
borrosas y, posiblemente, caían en ese género, tan popular a mediados
del siglo xix, llamado “joco-serio”, al que pertenecen las caricaturas de El
Moro Muza y la novela integrista de Francisco Fontanilles y Quintanilla.
Ver estas manifestaciones de patriotismo desde un único punto de vista
(el ridículo o el patriótico) es un error que nos imposibilitaría apreciarlas
en toda su complejidad. Por supuesto, esto no quería decir que los que
participaron de estas procesiones, especialmente, los voluntarios, no se
tomaran en serio que el gorrión fuese un símbolo de la integridad nacio-
nal. No. Estas manifestaciones pudieron ser muy patrióticas aun siendo
Capítulo II 47

“jocosas” o “cómicas”, como la obra de Martínez Casado y algunos de los


poemas sobre el gorrión. Después de todo, “gorrión” era el mote que le
daban los independentistas a los españoles, con lo cual, quien lo usaba
no podía escapar al hecho de que se estaba utilizando el mismo apodo
burlesco que les pusieron sus enemigos para definirse. No por casualidad,
la obra de Luis Martínez Casado El gorrión lleva el subtítulo de Juguete
cómico en un acto. ¿Cómo se mezclan entonces estos opuestos y qué ima-
gen de la guerra nos trasmite este texto?
La obra transcurre en una casa de La Habana donde todos son “go-
rriones”. A la hija más pequeña, le habían regalado un gorrioncito, que es
asesinado al final por un “laborante” y que resulta ser el que, más tarde,
se encuentran los voluntarios en la plaza. Al comienzo, aparece Isabel,
la hija mayor, mirando, desde el balcón de la casa, un desfile militar de
voluntarios, en el cual participa su novio. Se nos dice que Isabel quiere
“volar” al lado de Don Manuel, con lo cual, ya en esta escena, se establece
una analogía entre la joven integrista –y, por extensión, su familia–, y
el gorrión, como símbolo de España. La madre, después de escuchar su
declaración de amor por Manuel, le dice a la hija que no debería mos-
trarse tan apasionada, y que no “fuera tan voluntaria para querer volar
al lado de tu voluntario”. Como contestación a este juego de palabras y
a las alusiones al célebre gorrión, la hija le responde que era normal esta
pasión, porque en ella se mezclaba el sentimiento patriótico y el amor,
igual que ocurría cuando su madre veía a su padre vestido de militar. Por
consiguiente, desde el inicio de la trama, queda claro que la obra es un
tributo a los voluntarios, los mismos que participaron en los sucesos del
Villanueva. A pesar de esto, no son Isabel ni la madre, Guadalupe, los
personajes que tienen más importancia en la obra; sino el gorrión mismo
y la hija más pequeña del matrimonio, Luisita, quien servía de cantinera
en el batallón militar y era hija de Martínez Casado. A tal grado se mues-
tra este patriotismo a través de ellos, que Isabel se siente celosa de que una
niña de ocho años sea la cantinera del batallón y no, ella; lo cual le per-
mite expresar a Martínez Casado lo importante que eran las mujeres para
la lucha, al igual que dejar constancia de la necesidad de la lealtad de los
48 El teatro de la guerra

hijos a la patria de sus padres, aun cuando ni siquiera estos “pueden mar-
car el paso cuando van sus padres en formación” (Martínez Casado 1869:
7). Por eso, dice Isabel que su verdadera vocación era ser “amazona para
pelear junto a mi guía” (el voluntario Manuel) (1869: 8). Irónicamente,
el mismo texto se encarga de frenar este ímpetu patriótico cuando la ma-
dre le recuerda a Luisa que no era el lugar de una chica ir a combatir, o
como había dicho una tal Felicia en un folletín, “el daño” que le hacían las
cubanas “a sus paisanos”, cuando los “excitaban a la rebelión” (1869: 8).
“Con muy buenas razones”, decía Isabel, la folletinista “le hacía ver a sus
lectoras que debíamos dedicarnos a calmar las pasiones de los hombres y
a ser las mediadoras en sus desavenencias” (1869: 8). Al mismo tiempo,
dice: “cuando veo hombres perversos o ilusos, obcecados en obtener y
ayudar, a los que proyectan vender o arruinar una parte de su patria, me
vuelvo una leona y quisiera pelear contra ellos y acabarlos” (1869: 8).
Todo esto nos reafirma el interés patriótico de la obra, y la importancia
que tuvo la mujer en la guerra debido a que eran ellas las que sufrían por
perder a sus hijos en “estas mortíferas playas” (1869: 8), y las encargadas
de apaciguar las pasiones de los hombres. Ellas eran las “gorrionas”, en su
casa /jaula como correspondía a la mujer de la época, cuya área de desem-
peño estaba circunscrita al hogar y a la familia. Tal vez, por ello, si bien
los historiadores y los periódicos que publicaron noticias sobre la guerra
de Cuba después de reimplantarse la censura en 1869 hacen hincapié en
el activismo de las mujeres mambisas, no actúan del mismo modo con las
que estaban a favor de la integridad nacional; ya que no ha trascendido
ningún nombre de mujer que luchara a favor del ejército español. Esto,
a pesar de que la prensa integrista alababa a las mujeres que cuidaban en
1895 a los soldados en los hospitales militares (Corral 1899: 127). Ni en
Cuba ni en las Filipinas, se publicaron reportajes sobre ellas (O’Connor
2001: 65). Cuando más, estas mujeres aparecen confinadas al espacio
hogareño, a ser víctimas de la guerra por haber perdido a sus hijos o a sus
esposos, como ocurre en El Separatista de Eduardo López Bago (1895).
La incertidumbre fundamental del drama no es, sin embargo, la
guerra o la relación entre Isabel y la madre, o entre Isabel y su novio.
Capítulo II 49

El tema que atraviesa la historia de Martínez Casado y sirve de excusa


para mostrar el patriotismo, es el del gorrión que alguien “está matando
traidoramente” (Martínez Casado 1869: 10). En un inicio, la sospecha
recae sobre los criados negros de la casa y, más tarde, sobre un primo de
la madre de Isabel que había llegado de Cienfuegos, donde había estado
empleado por un “un señor que pasa por insurrecto” (1869: 10). Según
Isabel, ella vio al primo de la madre meter en la jaula “la baqueta de
un fusil, calentada a la luz de un fósforo y quemar al animalito” (1869:
11). Este acto de sadismo, según Isabel, propio de los “niños malcria-
dos” que se entretenían en “martirizar” a los animales (1869: 11), es lo
que provoca la muerte del gorrión al final de la obra. Con lo cual, este
“juguete cómico” es la explicación de por qué había aparecido el famoso
gorrion muerto en la plaza. El gorrión había sido víctima de un mambí,
de alguien de la familia, que “pagaba la hospitalidad que le hemos dado
haciendo en casa una felonía” (1869: 11).
No sorprende, por lo tanto, que, entre las intenciones de esta obra,
esté la de alentar la suspicacia contra los extraños, los criollos que sim-
patizaban con los separatistas, aun si eran de la familia, ya que Martínez
Casado usa la “casa” como analogía del “país”, dividido por la guerra
civil. En ese aspecto, si bien la obra parece basarse en un hecho ficticio,
es reiterativa en su defensa de la Península, de la cultura y de la literatura
españolas, ya que Luisita recita versos de José Zorrilla (1817-1893) para
entretener a los visitantes, y muestra continuamente su orgullo español.
Tanto es así, que ella misma acusa de insurrectos a los españoles que no
dan dinero para apoyar la guerra o no se alistaban en el ejército colonial.
De hecho, si bien Isabel es la amante de un voluntario y está dispuesta
a defender como “leona” el pabellón español en Cuba, Luisita, es quien
entra en la escena exclamando un contundente “¡Viva a España!” (Mar-
tínez Casado 1869: 15) en lo que podemos considerar una respuesta a
los gritos a favor de Céspedes en la obra de Valerio. Para colmo, durante
toda la obra, Luisita quiere jugar a la guerra y obliga al amigo del padre
a actuar de cabecilla revolucionario. Mezcla, en sus parlamentos, chistes
como el referido al conde de Valmaseda (general Blas Villate de la Hera),
50 El teatro de la guerra

quien estuvo a cargo del ejército colonial en las provincias orientales entre
1869 y 1870, y muestra raptos de patriotismo, que vistos en una niña de
ocho años, ayudan a aligerar la trama y la revisten de cierta ingenuidad.
El punto de mayor tensión de la obra llega cuando, finalmente, muere
el gorrión de Luisita, “por odio hacia nosotros, sin duda. ¡Que infamia!
¡Que cobardía!” (Martínez Casado 1869: 29), y Manuel trae la noticia de
que habían tomado prisionero al primo-traidor-asesino; quien lo mató
“porque había pruebas palpables de que era un laborante” (1869: 29).
Entonces, todos deciden enterrar al gorrión a la altura de su valor simbó-
lico. Es Luisita la que dice: “si han matado a traición a un débil gorrion-
cito, España tiene millares de gorriones en muchas de sus provincias y
una buena cría de ellos en la hermosa Cuba!” (1869: 30). Para enterrarlo,
la familia decide utilizar la cama nupcial, que se convierte en un lecho
fúnebre, cuya descripción aparece al inicio del último cuadro de la obra,
titulado “mutación-cuadro”:

Sala y en ella una lujosa cama de bronce adornada con pabellones na-
cionales, flores, muchas luces, cintas, coronas, etc., etc., Sobre la cama, en
la parte que sirve de descanso se levanta una pirámide vestida con sedas y
flores. Encima se ve un objeto de plata u oro y dentro un pajarito disecado.
Todos los personajes de la pieza y otros que figuran ser amigos y de-
pendientes de la casa, la mayor parte vestidos de voluntarios, están forma-
dos en dos filas, a derecha e izquierda de la tumba y cantan (31).

Por esta descripción de la escena, debemos creer que Martínez Casa-


do y los espectadores eran muy conscientes del poder que tenía la ima-
gen del “gorrión” en Cuba, cuyo cadáver estaba siendo exhibido en el
mismo momento en que se estrena la obra en los principales pueblos
del país. Así su representación solamente venía a retomar el tema que
andaba en boca de todos para darle una nueva dimensión a la guerra, que
se traducía, entonces, en una confrontación en las tablas, en la creación
de un tipo de teatro comprometido con la ideología colonial. Como
consecuencia, el texto mezcla risa y patriotismo de una forma que puede
hacer solidarizar al público proespañol con su versión de los hechos y sus
Capítulo II 51

aspiraciones patrióticas. De este modo, la obra muestra cómo el pájaro se


trasmuta en un objeto de reverencia cuasi religiosa para los voluntarios,
afianzando el mensaje que trataron de transmitir los que escenificaron el
entierro. De esta forma, el arte brinda un basamento “real” a la historia:
la completa y confirma la muerte heroica del ave. Así, quienes apoyaban
el statu quo de la colonia y simpatizaban con el gobierno debieron ver
en estas honras fúnebres teatrales otra forma de demostrar su apoyo a las
autoridades. Debió parecerles otro recordatorio de que la guerra tiene
víctimas y que es necesario contribuir monetariamente para ayudar a
ganarla. Según el Diario de la Marina la obra El gorrión tuvo muy buena
acogida. Hubo una entrada regular en las lunetas y era bastante numero-
sa en las gradas. El público celebró todo lo que le hizo reír o les pareció
digno de elogio, pidiendo incluso “la repetición de la parte del canto en
la comedia” (Martínez Casado 1860: 3).
El entierro del gorrión guarda, por consiguiente, algunas similitudes
con la manifestación del teatro Villanueva que vale la pena destacar. Am-
bas son acciones patrióticas que suceden alrededor del teatro, en la que
sus partidarios estarían reflejando su propia ideología a través de trajes
alegóricos, banderas, y música. Ambas escenas constituyen performances
patrióticas, realizadas a la luz pública que toman como espectadores a
quienes se cruzan con ellos en la calle. Ellos eran los símbolos que vestían
y con los cuales se identificaban, ya que defendían ideas que eran impres-
cindibles para la comunidad. Para los independentistas, recordemos que
mostrar su ideología en la calle era aun más importante y arriesgado que
para los partidarios de España, ya que ellos no tenían acceso a los teatros,
ni a la prensa después que se instauró la censura, ni podían convocar li-
bremente a sus seguidores para ver un drama que los favorecía. Después
de los sucesos del Villanueva, tuvieron, en consecuencia, que montar sus
obras fuera del país. A semejanza de la obra de Martínez Casado, estos
textos mambises pondrán el énfasis también en la familia, la mujer y la
ideología, pero incorporán como un personaje importante al esclavo,
que será testigo y combatiente. Serán ellos quienes profesen lealtad a
la causa y sus deseos de independizarse de España. Serán los esclavos
52 El teatro de la guerra

quienes adquirirán una voz que no tenían antes, mostrando a un mismo


tiempo que fueron víctimas bajo el imperio colonial y que estaban dis-
puestos a tomar las armas. La obra El grito de Yara de Luis García Pérez
es la que mejor expresa esta consciencia. En ella, se mezclan elementos
históricos del melodrama y del Romanticismo para justificar el derecho
de los cubanos a independizarse y exaltar a los héroes, lo que fue la marca
por excelencia del nacionalismo romántico, tanto en Europa como en
América (Smith 2009: 69).
La obra de García Pérez ocurre en el poblado de Yara, donde se alzó
Céspedes en 1868, y fue publicada en Nueva York, en 1874. Su autor
había nacido en Santiago de Cuba, pero, al estallar la revolución, se tras-
ladó a Matanzas, donde organizó la fabricación de explosivos para ayudar
a los revolucionarios (García del Pino 2013: 108). Más tarde, viajó a los
Estados Unidos donde, al parecer, se hizo ciudadano norteamericano y
vivió un tiempo hasta que se marchó a México1. En la primera escena de
su drama en verso, quienes hablan son los esclavos del español Don Fer-
nando Jiménez, padre de la joven Lola. Estos son los hermanos mulatos
Inés y Roberto. El diálogo entre los dos comienza con otra breve discu-
sión simbólica. Esta vez, sobre el jardín de la casa que había permanecido
completamente descuidado, lo que trajo como resultado que murieran
las flores. Pronto, sin embargo, el diálogo pasa a comentar la situación
política de la Isla y, en particular, la de Lola, ya que su vida estaba entrela-
zada con la de las flores del jardín. Dice Roberto: “aunque estas flores las
riegues / de noche, mañana y tarde / mientras su dueña este triste, / no
esperes verlas fragantes” (García Pérez 1978: 49).
Al escuchar estos parlamentos, por consiguiente, cualquiera familiari-
zado con la literatura romántica, pronacionalista de la segunda mitad del
siglo xix, debió inferir que la descripción del jardín descuidado era una

1
Ninguna de las reseñas bibliográficas sobre la vida de Luis García Pérez menciona su
nacionalidad norteamericana. Nosotros encontramos, sin embargo, un certificado notarial,
expedido el 22 noviembre de 1869 en Nueva York, que afirma que un tal “Louis G. Pérez”,
nacido en Cuba el 25 de agosto de 1832, pidió hacerse ciudadano norteamericano y viajar
con un pasaporte de este país.
Capítulo II 53

metáfora de Cuba, como antiguo “Edén querido”, al que le cantara Gertru-


dis Gómez de Avellaneda en Al partir, o en Sab, donde argumenta que toda
la Isla era “un vasto y magnífico vergel” (1963: 62). Un vergel maltratado
por España y al borde de la guerra ahora, lo cual sirve como una metáfora
para hablar de la destrucción del país. Según Moreno Fraginals en Cuba/
España, España/Cuba, historia común, en sus críticas a España, los criollos
independentistas se quejaban del estado económico del país y, por eso, la
guerra comenzó en las provincias cuya economía estaba más depauperada
(2002: 233). El hecho, además, de que fueran los esclavos quienes mani-
fiesten esta consciencia hace aún más dramática la escena, porque ellos eran
los encargados directos de velar por la agricultura y quienes muestran, a
través de su relación con el paisaje, su amor por la tierra, igual que lo hacía
el mulato Sab en la novela de la camagüeyana. De hecho, Roberto, en el
drama de García Pérez, se asemeja mucho a Sab, porque al igual que él,
es un esclavo educado –algo muy poco común en la época–, y lee autores
identificados con el patriotismo insular como José María Heredia, Gabriel
de la Concepción Valdés, José Jacinto Milanés, José Fornaris y la propia
Tula (García Pérez 1978: 47). El mulato Roberto no es, por tanto, el negro
bozal que hizo célebre Greto Ganga en sus obras de teatro, ni el maleante
del teatro bufo, ni el sirviente sospechoso de torturar al gorrión en la obra
de Martínez Casado. Él, como Plácido, es el mulato instruido, poeta, que
tiene la suerte de tener un “buen amo”, quien celebra sus versos y le permite
leer a estos autores. Porque don Fernando Jiménez, a pesar de ser español,
no era como los otros o, al menos, no era como la mayoría, lo cual justifica
que al final de la obra comprenda las razones de Lola y del resto de los cu-
banos para independezarse de España.
En el transcurso de la conversación que tienen Roberto e Inés en este
primer acto, se explica que las flores marchitas eran un reflejo del estado
emocional de Lola, quien amaba a otro cubano, pero el padre quería casarla
con un “duque o noble personaje”, supuestamente español (García Pérez
1978: 50). Con lo cual, el asunto de las flores marchitas introduce el tema
central en la obra, que sirve de hilo conductor a las acciones: el conflicto
que tiene Lola entre escoger a un hombre del agrado del padre (España) o
54 El teatro de la guerra

suyo (Cuba), un conflicto típico de otras obras románticas, que aquí tiene
un trasfondo patriótico ya que, con su decisión, Lola mostraría de qué
lado debían estar la justicia y la lealtad de los criollos. Es decir, su elección
amorosa implicaba una elección política, ya que la pareja se unirá en esta
obra como alegoría de una solución para la nación. Con ella, Lola les de-
mostraría a los cubanos el tipo de elección que debían hacer para el futuro,
que, en su caso, implicaba el rechazo del país del padre y de la aristocracia
española en favor del joven republicano. A pesar de esto, como deja claro
García Pérez, la nacionalidad no definía al hombre. Una vez que el padre de
Lola acepta al novio separatista y las razones que tenían los cubanos para ir
a pelear, la mulata Inés le dice a la joven que su padre:

…aunque en España ha nacido


es de todos los cubanos
un protector y un amigo
y del noble castellano
el espejo claro y limpio
(García Pérez 1978: 118).

Acto seguido, Roberto apoya esta idea y afirma que no eran los es-
pañoles “generosos”, “tolerantes”, “nobles” y “dignos”, los que debían
“temer de los machetes el filo”, sino el “déspota insolente” (1978: 119),
con lo cual, la propaganda independentista dejaba en claro que un es-
pañol que simpatizara con los cubanos, podía luchar en sus filas y ser
uno de ellos. Este carácter inclusivo de la gesta emancipadora cubana
hizo que, en el ejército mambí, lucharan hombres nacidos en España,
los EE. UU., la República Dominicana, Perú y otros países. Es un ar-
gumento que se repetirá en otras narraciones y en la misma propaganda
política de Martí, en 1892. En la obra de García Pérez, el mismo don
Fernando es quien resume, al final del drama, la moraleja de la historia.
Hablando con Carlos Manuel de Céspedes, el caudillo rebelde al que
se han ido a unir él y su hija, y utilizando como ejemplo a Lola, que ha
decidido irse con el criollo, le dice:
Capítulo II 55

Y aunque los padres no quieran


los novios al fin se casan
Pues bien: la opulenta Cuba
hija querida de España
llegó ya a esa edad dichosa
que la natura le marca
en que está de amor perdida
por su independencia santa.
Lola es la efigie de Cuba;
Enrique el galán que ama
representante absoluto
de la libertad sagrada
(García Pérez 1978: 157).

La obra termina con don Fernando aceptando el casamiento de su hija


(Cuba) con el joven revolucionario. Según expresa don Fernando, esa era la
única solución digna que le quedaba a España, ya que Cuba había crecido
y deseaba obtener su independencia del padre. Esta alegoría en el drama de
García Pérez vendría a reforzar su mensaje patriótico. Vincularía la revolución
de Yara con la metáfora de la familia, que será tan común en las narraciones
que siguieron a la constitución de las naciones en Hispanoamérica y que,
según Doris Sommer, “proveyó una figura para la consolidación aparente-
mente no violenta durante los conflictos internos a mitad de siglo” (Sommer
1991: 6); aunque, en Cuba, donde todavía se desarrollaba la guerra, la selec-
ción del amante significaba seguir la guerra y luchar en contra de España.
Representaba una forma de proyectar la patria deseada hacia el futuro, una
patria que incluyera tanto a los españoles como a los esclavos que apoyaran
la República; por lo cual, la misma obra se convierte en un testamento para
preservar y transmitir la memoria de los hombres libres. En estas uniones o
romances fundacionales, predominará, por consiguiente, el lugar que ocupan
las mujeres blancas y los negros esclavos. Las primeras, porque, ya sea que se
casen con un español o con un criollo, su unión representará la victoria de
la ideología independentista sobre la colonial. Estos son los personajes de
56 El teatro de la guerra

Lola en el drama de Luis García Pérez y el de Elvira, en el de Francisco Javier


Balmaseda, ambas mujeres blancas, que se casan, una con un soldado sepa-
ratista, y la otra con un soldado español, que lucharía por la independencia.
Este protagonismo de las mujeres en la guerra y en las obras mambisas
podría responder a varios motivos. Primero, a su condición de subalternas
en la sociedad patriarcal cubana y al hecho de que, desde muy tempra-
no, en el siglo xix, las mujeres criollas eran mayoría en los matrimonios
mixtos de cubanos y españoles. Tradicionalmente, emigraban muy pocas
mujeres españolas a Hispanoamérica, tan pocas que, en 1860, como dice
Moreno Fraginals en Cuba/España, España/Cuba, historia común, el censo
de Cuba reportaba la existencia de 82.000 peninsulares y canarios, y eran
hombres más del 90% de ellos. Esto hacía que, necesariamente, los espa-
ñoles tuvieran que escoger entre las criollas para casarse o vivir amanceba-
dos si eran negras o mulatas. Por tal motivo, según Fraginals, las madres
eran la “impulsora clandestina del sentido cubano de la descendencia”
(Moreno Fraginals 2002: 225).
Podríamos decir, entonces, que estas obras dan voz a la mujer y al
esclavo, mostrando así su conciencia patriótica. No obstante, podríamos
también argumentar que esa voz ya está coactada por los mismos intereses
de los criollos, que aspiraban a ser libres y utilizan la figura de ambos para
justificar su programa político, ya que el negro no tiene voz propia mien-
tras hable por él un blanco, que es el principal beneficiario y el organiza-
dor de la guerra. Quienes escriben estas obras no eran negros, ni mujeres
y, como aparece en el drama de Javier Balmaseda, la representación de
estos al final es harto problemática. Aun así, el hecho de que los revo-
lucionarios tuvieran como una de sus metas la liberación de los esclavos
nos indica que, aunque en ninguna de estas narraciones los negros son
los líderes, ni los héroes que encarnan la Cuba independiente, estas obras
expresaban un deseo de libertad para todos, y una ruptura con el pasado
esclavista colonial, reflejo de la ideología mambisa2.

2
Para el debate sobre, si puede el subalterno “hablar”, tal y como lo planteó Gayatri
Spivak y lo entendieron Deleuze y Guattari, véase lo que dicen Andrew Robinson y Simon
Capítulo II 57

En el drama de García Pérez, los esclavos son los que denuncian la


esclavitud y la equiparan con el sufrimiento que tuvieron que soportar los
criollos blancos bajo el sistema colonial. Dice Inés que “los hijos de esta
tierra / sedientos de libertades / gobernados como siervos / que un grillo
de bronce lamen; / hace tiempo que detestan” a sus gobernantes (1978:
51). Es decir, la esclava es quien llama esclavos a los blancos, quienes eran
sus amos; aunque, por supuesto, cuando Inés se refiere a los “hijos de
esta tierra”, aquí no se estaba refiriendo a los africanos, y posiblemente,
tampoco a los esclavos como ella que veían con desapego la causa inde-
pendentista. Con casi toda seguridad, García Pérez tenía en mente a los
criollos como Céspedes, que son los protagonistas de esta obra. De cual-
quier manera, nótese como la misma palabra “siervo” es utilizada aquí y a
lo largo del drama para referirse a unos y a otros. “Siervo” es el esclavo y
el blanco criollo, el que trabaja en el ingenio y el que tiene que sufrir las
leyes injustas de la metrópoli. Ambos llevan y “lamen” el “grillo de bron-
ce” y es su deseo liberarse de ese yugo a través de la guerra. De forma muy
sutil, pero muy consciente de los réditos simbólicos que acarreaba esta
homologación, podemos decir que los independentistas blancos usan la
metáfora de la esclavitud para igualarse con los negros esclavos y deman-
dar, de esta forma, la independencia. Así lo entendieron los revoluciona-
rios durante las guerras de liberación en Hispanoamérica, o lo entendió
Martí cuando decía en uno de sus Versos sencillos: “yo quiero, cuando me
muera, / Sin patria, pero sin amo / Tener en mi losa un ramo / De flores,
–y una bandera!” (1993, vol. I: 262), pues “amo” aquí era, metafórica-
mente hablando, el gobierno de España que imponía su poder en la Isla.
Era el “dueño” de sus vidas, si no desde el punto de vista de sus cuerpos,
al menos, desde el punto de vista político y económico. Por eso, en el dra-
ma de García Pérez, se menciona varias veces esta dicotomía y se escucha
en boca de Don Fernando, quien habla de la pelea entre “siervos y tira-
nos” (1978: 136). De cualquier modo, García Pérez no ignora referirse

Tormey en “Living in Smooth Space: Deleuze, Postcolonialism and the Subaltern”, Deleuze
and the Postcolonial (2010).
58 El teatro de la guerra

en esta obra a lo que él mismo llama en una acotación el “despecho”


que sentían los esclavos por aquellos que los habían tenido esclavizados.
Después de todo, los españoles no eran los únicos que tenían esclavos en
Cuba. Había muchos criollos como el propio Céspedes y hasta negros
libres que eran dueños de esclavos, con lo cual se justificaban los temores
de Inés que no veía en el “horizonte sino brumas y celajes…” (1978: 52).
Por esta razón, en el mismo diálogo que tiene con su hermano Roberto,
ésta predice que habrá una guerra tremenda en Cuba, pero que “entre el
verdugo y la víctima / no sé yo con quien quedarme” (1978: 53). Ellos,
los esclavos, como había dicho momentos antes, eran de una clase dife-
rente, “parias miserables / que a todas partes les sigue la humillación y el
ultraje…” (1978: 52), por lo que se pregunta:

(Con despecho)
¿Qué ganaremos, Roberto
con que a luchar se preparen
con los lobos y panteras
los tigres y jaguares?
(García Pérez 1978: 52).

La pregunta y la misma explicación que le había dado antes a su her-


mano señalaban que ella no esperaba nada del resultado de esta lucha, y
que ellos, los esclavos, no tenían nada tampoco que ganar. No obstante,
Roberto le responde que él no quería “a ese abismo / con tanto rencor
lanzarme” y que sí tenía fe en que, con la victoria de los criollos, ellos
serían sus iguales (García Pérez 1978: 54). De ahí que, en las palabras
de Roberto, se mezclen referencias a la Biblia y a la democracia, ideas
de justicia, igualdad, y libertad para todos, que, en efecto, eran parte
del programa de los independentistas y que reaparecerán más tarde en
la prédica de Martí. Roberto afirma que, de vencer los criollos, estos
“rompiendo el yugo execrable / que fomenta entre sus hijos / las divi-
siones sociales / sabrá con la fe del justo / quebrar los grillos infames”
(Martí 1993: 54). Podría decirse que, nunca antes en una obra literaria
Capítulo II 59

en Cuba, había aparecido de forma tan clara y con tanta fuerza la ideo-
logía independentista en pro de la liberación de los esclavos, y nada
menos que puesta en boca de un siervo. El único momento en que un
esclavo confiesa sus deseos de libertad y rebelión contra los amos en una
novela anterior fue en Sab, de la Avellaneda, pero allí el mulato dice “no
tengo tampoco una patria que defender, porque los esclavos no tienen
patria” (Gómez de Avellaneda 1963: 149). En consecuencia, Sab se nie-
ga a secundar una sublevación contra sus amos, limitándose a comparar
su situación con la de la mujer y una bestia de carga “que anda mientras
puede y se echa cuando ya no puede más” (1963: 149). Si Sab busca
mostrar su lealtad al amo, y se ve como parte de la familia esclavista, la
obra de García Pérez hace lo mismo. Crea un ambiente de armonía en-
tre esclavos y amos, pero pone en boca de uno de ellos la resolución de
ir a la guerra contra España, amparado por un ideal de libertad para to-
dos, logrando hacer coincidir el discurso antiesclavista de Sab y las ideas
de democracia, justicia social e igualdad que demandaban y defendie-
ron los mambises. Este mensaje es reforzado cuando la obra escenifica
la conferencia que mantuvieron Carlos Manuel de Céspedes y Vicente
Aguilera en el ingenio de La Demajagua, en la que se lee:

Aquí millares de esclavos


Maldicen su suerte dura,
Bajo el látigo, que infama,
Y la humillación, que insulta
(García Pérez 1978: 74-75).

No puede sorprendernos, entonces, que después de expresar estas ideas


a su hermana Inés, Roberto diga con orgullo que, cuando estalle la revolu-
ción: “En la fila de los libres / iré contento a afiliarme, / gritando lleno de
orgullo: / ¡Viva Cuba! y adelante” (García Pérez 1978: 55), con lo cual, es
una obra que exalta sin ambigüedad el patriotismo de los esclavos y expresa
su “orgullo” en el programa de los revolucionarios. En otras palabras, no se
muestra su participación en el conflicto como una cuestión de clientelismo
60 El teatro de la guerra

o de obediencia ciega al amo cuando estos se alzaron en armas. El ejemplo


que siempre se cita es el de Carlos Manuel de Céspedes3, aunque, como él,
hubo otros hacendados que lo hicieron y todavía se discute qué fue lo que
llevó a los negros esclavos a seguirlos (Ibarra, Bonilla, Cento). Si pasaron
a ser hombres realmente libres en la manigua o si pasaron a ejercer otras
formas de servidumbre. Para la fecha en que se publica esta obra, tanto el
gobierno de España como los cubanos independentistas habían declarado
su posición final con respecto a la esclavitud. Los liberales españoles que
habían llegado al poder con la revolución de la Gloriosa en 1868, habían
pasado La Ley Moret o de Vientres libres en 1870, gracias a la cual, queda-
ban libres los hijos de esclavas, los ancianos y los emancipados en poder del
Estado (Balboa Navarro 2003: 25), lo que no era suficiente para los inde-
pendentistas que aspiraban a la abolición total de la esclavitud. En la obra
de Luis García Pérez, es el mismo Céspedes quien expresa esta idea y sugiere
que la revolución debía apoyarse en los esclavos para triunfar, aunque esto
significara su propia ruina económica. Según el texto, cuando Francisco
Vicente Aguilera le pregunta al hacendado bayamés con qué “elementos”
contaba para llevar a cabo la gesta, el jefe del alzamiento le responde que
los “elementos” sobraban. Entre ellos, los esclavos, quienes serían cada cual
“una pantera iracunda, / que destroce con sus garras / cuanto se oponga
a su furia” (1978: 77). Esta es la razón por la que Aguilera le pregunta de
seguido qué sería de ellos cuando los liberaran, ya que “hoy forman nuestra
fortuna” y “a la miseria lanzarnos” “sin brazos ni agricultura” (1978: 79). A
lo que Céspedes responde que prefería “perecer como los buenos / y hundir

3
Como explica Moreno Fraginals en Cuba/España, España/Cuba historia común, el al-
zamiento comenzó en un ingenio “hipotecado de deudas, como casi toda la manufactura
azucarera cubana” (2002: 233). Según Gerardo Castellanos en En busca de San Lorenzo, al
marcharse Céspedes del ingenio, “tuvo que dejar, pendiente de cubrir, un crédito a favor del
acaudalado José Venecia, dueño del Ingenio Esperanza”. Decía que Venecia “al conocer la
ausencia definitiva de Céspedes y suponer en peligro la hipoteca, acudió en demanda ante los
tribunales, logrando con facilidad la ejecución a bienes del Prócer. Se realizó la operación en
La Demajagua, llevándose Venecia hasta los esclavos y también la célebre campana que fue
almacenada en una propiedad de Venecia” (Castellanos 1930: 35).
Capítulo II 61

la frente incorrupta, antes que al carro del crimen / se agarren con mano
impura” (1978: 79). Naturalmente, detrás de las palabras de Aguilera estaba
la suposición, avalada por años de práctica esclavista, de que solo los descen-
dientes de africanos podían cultivar la tierra y la abolición de la esclavitud
llevaría a los criollos a la ruina. Según el líder del alzamiento, no obstante,
todos los hombres debían ser libres en una Cuba independiente, conclusión
a la que Céspedes realmente no llegó hasta 18704, pero que, en esta obra,
es suficiente para que Aguilera reconozca en él un verdadero líder y le en-
tregue su dinero. La preocupación fundamental del texto, más allá de dejar
en claro cuáles eran las alianzas políticas de los cubanos, era comunicar el
programa que los animaba y crear escenas sentimentales que ilustraran su
ideario, especialmente, para un público exiliado en los EE. UU., donde se
publicó la obra y, tal vez, se llevó a las tablas, aunque no tenemos ningún
conocimiento de esto. Su objetivo era mostrar el espíritu humanista de los
patricios orientales, y dejar sentado que, bajo el sistema colonial, todos eran
siervos de España que debían luchar unidos por la independencia.
En el momento en que Luis García Pérez publica esta obra habían pasa-
do seis años desde el comienzo de la revolución, que ese mismo año recibiría
un golpe tremendo con la muerte de Carlos Manuel de Céspedes, el 27 de
febrero de 1874. No sabemos en que mes de 1874 se publicó la obra, si fue
antes o después de la muerte del caudillo; pero de lo que sí podemos estar
seguros es que fue la más importante por el momento en que se produjo y el
mensaje que trata de llevar al público. En el momento en que se publica este
drama, Francisco Vicente Aguilera, el vicepresidente de la República en Ar-
mas, se encontraba en los EE. UU., gestionando pertrechos y organizando
expediciones para mandar a la Isla. Al igual que Carlos Manuel de Céspedes,
este era oriundo de Bayamo y, al momento del estallido revolucionario, el
terrateniente más rico de las provincias orientales de Cuba y uno de los más

4
Me refiero a la circular del 25 de diciembre de 1870, dos años después de comenzada la
guerra, donde, como dice Elda Cento Gómez, Céspedes muestra su “abolicionismo radical”,
y pone fin a los servicios forzosos de los antiguos esclavos en el ejército independentista (véase
Cento Gómez 2013: 209-210).
62 El teatro de la guerra

acaudalados del país. Era dueño de unas 300 fincas, con medio millar de
esclavos africanos, varios ingenios de azúcar, y muchas propiedades urbanas
(Céspedes Argote 2008: 19). Al comienzo de la Revolución, como deja en
claro García Pérez, Aguilera puso todo su capital en función de la República
en Armas, y en 1875, vivía con tanta pobreza en Nueva York que tuvo que
internar a sus hijos pequeños y a sus nietos en un orfelinato, porque no
tenía dinero para mantenerlos. En el texto de García Pérez, Aguilera es el
caudillo generoso que reconoce en Carlos Manuel un “patriota” de “alma
generosa y pura / que en el cielo del esclavo / como estrella fulguras”, un
parlamento que bien pudiera ser una indicación de la muerte de Céspedes y,
por consiguiente, del carácter elegíaco de la obra. Es quien decide entregarle
el mando y todo su dinero al bayamés para liberar su patria “en tus manos /
pongo toda mi fortuna / y mi suerte y mi riqueza” (García Pérez 1978: 80).
De modo que, en vez de leer en este y otros textos un guiño anexionista –
como sugería Rine Leal en su introducción al teatro mambí–, hay que leer
en esta obra el discurso de la generosidad de los patricios cubanos, y del
sacrificio personal de hombres como Céspedes y Aguilera, a quienes se opo-
nían otros cubanos ricos del occidente de la Isla, como Miguel Aldama, que
estaban más interesados en la anexión o en la autonomía de Cuba que en la
independencia. No por casualidad, el Diario de Aguilera en Nueva York está
lleno de referencias al poco interés que tenían los “aldamistas” en liberar la
Isla, y las disputas incesantes por tratar de conseguir dinero y apertrechar los
barcos para mandar a Cuba. Como dice Aguilera en el Diario, la situación
era muy mala “por la apatía con [que] la generalidad de los cubanos pudien-
tes ven hoy la causa de la patria” (Aguilera 2008: 121)5.
Al publicar esta obra el mismo año en que muere Céspedes, arrinconado
en San Lorenzo, y al exaltar junto con él la figura del viejo terrateniente

5
En otro lugar del Diario, Aguilera afirma que Miguel Aldama, el rico propietario de
esclavos e ingenios de Cuba, que a la sazón se había refugiado en Nueva York, tenía “$700.000
dólares para comprar al contado las azúcares para el trabajo del primer mes, [y] no ha podido
salvar a Cuba con $5.000” que necesitaban los revolucionarios para una expedición (Aguilera
2008: 94). De esta forma, aparece el conflicto entre dinero y patria, lujo y sacrificio, que rea-
parecerá más tarde en Martí, Zambrana y otros independentistas.
Capítulo II 63

empobrecido, García Pérez se pone del lado de estos patricios orientales,


como él, y reivindica el legado más importante de la guerra: la libertad de
los esclavos africanos y el sacrificio de sus héroes. Se pone, por esta razón,
también, en contra de los “aldamistas” y de quienes criticaban a Céspedes,
como hizo Enrique Collazo (1848-1921) en sus apuntes históricos publi-
cados en 1893. El énfasis que pone en la liberación de los siervos será,
sobre todo, el rasgo que definirá la propaganda independentista, a través
del cual, mostraban los cubanos su carácter humanitario, desinteresado e
inclusivo, al extremo que este proceder aparece en obras que ni siquiera
hablan del conflicto bélico, pero que fueron escritas por simpatizantes de
la causa como Julio Rosas y Antonio Zambrana y Vázquez. Este motivo
reaparece en la obra de teatro Dos cuadros de la Insurrección cubana, escrita
por Francisco Víctor y Valdés en los EE. UU. en 1869, y que fue dedicada
a “la Junta de Señoras de Nueva York”.
En esta obra, don Luis es cubano, ama a su esposa, su padre es un mi-
litar retirado, pero él siente que debe defender la patria que es su “madre”:
“Yo siento infinito amor / por mi esposa y por mi padre; / más amo mu-
cho a esa madre / y allí me llama el honor” (Víctor y Valdés 1978: 165).
Al final, ambos esposos se le unen en la manigua y Carolina se convierte
en la abanderada del Ejército Libertador, prometiéndole al marido morir
por la causa: “Y si el hado me sujeta / al trance más duro y fuerte / yo
sabré sufrir la muerte / seré otra Salavarrieta” (1978: 174). Su obra estaba
dirigida a las mujeres cubanas como Emilia Casanova y Ana Betancourt,
que apoyaban la causa rebelde y debían imitar a la heroína de la indepen-
dencia de Colombia, que conspiró en contra de los españoles y fue apre-
sada y condenada a muerte frente a un pelotón de fusilamiento en 1817.
Con toda seguridad, Francisco Víctor y Valdés se refería a Policaparpa
Salavarrieta en estos versos, quien, al igual que otras “damas americanas /
un noble ejemplo nos dan” (1978: 175). Como ya vimos en un capítulo
anterior, las mujeres cubanas habían escenificado un año antes una de las
protestas más importantes de la guerra en el teatro Villanueva, y en el mo-
mento en que Víctor y Valdés escribe este drama, las mujeres desempe-
ñaban un papel fundamental sirviendo de espías en las ciudades, curando
64 El teatro de la guerra

a los heridos en la manigua y apoyando la propaganda independentista


en Norteamérica. Fue esta participación destacada, pero pocas veces re-
conocida (Fernández 2014: 27), la que les ganó una imagen de sacrificio,
fuerza y valor incuestionable, y llevó a escritores como Martí a hablar tan
elogiosamente de ellas (Prados-Torreira 2005: 62-63). Francisco Víctor y
Valdés, quien, como dice Rine Leal, pudo haber salido de Cuba a raíz de
los sucesos del Villanueva (Rine 1980: 160), pudo haberse sentido moti-
vado, también, por su patriotismo al escribir este drama donde toma a la
mujer como símbolo de la revolución. Es ella la que, en ambos cuadros de
la obra, muestra mayor compasión por los esclavos y, aún, por los españo-
les, ya que les da la libertad a los primeros y más tarde le perdona la vida
a los segundos, cuando estos fueron tomados prisioneros por los cubanos.
Darles la libertad a los esclavos era importante, porque, como dice Don
Pedro en la obra, la revolución cubana tenía que imitar a las otras revolu-
ciones del continente cuando hicieron al triunfar. Entonces, cada esclavo
“será una Parca / unidos a nuestros bravos” (1978: 175). En el caso de
los españoles, su perdón demostraría que los insurrectos no eran asesinos,
ni bandidos desalmados como mostraba la propaganda oficial integrista,
sino hombres “valientes, nobles y generosos” (1978: 190).
Esta nobleza de carácter, unida a su patriotismo, se repetirá en otro
episodio de la obra de García Pérez y de Francisco Javier Balmaseda sobre
Carlos Manuel de Céspedes, que recrea el momento en que las autorida-
des españolas toman prisionero al hijo del presidente y amenazan al pa-
dre con matarlo si este no se entrega. Céspedes, según el texto de García
Pérez, propone canjear a su hijo Óscar por varios soldados peninsulares
que tenían prisioneros, pero las autoridades españolas rechazan el canje y
fusilan a Óscar. En vista de esto, lleno de furia y dolor, Céspedes jura que
hará lo mismo con los soldados españoles, pero, un tiempo después, en
lugar de aplicar la ley del talión, decide dejarlos ir demostrando de esta
forma que era mucho más humano que sus enemigos (Balmaseda 1978:
155). De modo que, la anécdota que cuentan García Pérez y Balmaseda
en que los cubanos liberan a los soldados españoles prisioneros puede que
sea ficticia, pero coincide con testimonios de la guerra como el del soldado
Capítulo II 65

Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón, quien fue prisionero de los


mambises por casi dos meses, y, luego, liberado por Salvador Cisneros Be-
tancourt (Rosal 1879: 184-185). La preocupación de cada uno de estos
escritores es con la imagen que deseaban transmitirle al lector, con hacer
prevalecer su punto de vista y su agenda política. En la obra de García Pé-
rez, la acción del revolucionario cambia por la convicción personal de no
ser vengativo, y no dejar que su vida y su tristeza personal interfieran en
los asuntos de la guerra. Lo mismo hará Balmaseda casi veinte años des-
pués en la obra que le dedica al “Padre de la Patria”, solo que, esta vez, la
decisión de Céspedes viene precedida de un juicio militar en que se deba-
ten las razones en pro y en contra de fusilar a los soldados cautivos y, por
unanimidad, todo el consejo de guerra decide pasarlos por las armas. En
contraste con la obra de García Pérez, Balmaseda no escribe este drama
en verso, lo cual le permite agregar más ideas y anécdotas de la guerra en
las intervenciones que hacen los actores. Al igual que en El Grito de Yara,
aquí el argumento sigue el programa revolucionario, el cumplimiento del
artículo 24 de la Constitución de Guáimaro, que ponía fin a la esclavi-
tud, la legalización del matrimonio civil y la libertad de culto. También,
como en la de Francisco Víctor y Valdés, se establece una semejanza con
los independentistas hispanoamericanos de principios del siglo xix, en
especial, con la orden que dictó Bolívar de “degollar a ochocientos prisio-
neros españoles que estaban en las bóvedas de la Guaira” para establecer
el respeto a los capturados por ambos ejércitos (Balmaseda 1978: 217).
El cuadro que crea Balmaseda sobre la muerte de Óscar y la decisión que
tomó Céspedes de no matar a los presos, es más dramático que el que
aparece en la obra de García Pérez. Su decisión de perdonarles la vida
viene a contradecir la del Consejo de Guerra en un acto que podríamos
ver como autoritario, y que no es motivado por su propia conciencia de
no inmiscuir su vida personal en los asuntos de la República, sino por
las palabras de una de las esposas de los detenidos, quien, a pesar de ser
cubana y patriota, se había casado con el comandante que iba al frente
del destacamento español. Ante el rechazo inicial de Céspedes por haber
escogido de marido a un español, Elvira cuenta su historia personal y la
66 El teatro de la guerra

de su familia. Afirma que había apoyado la guerra, que había marchado al


monte con ella, pero que, un día, fueron sorprendidos por los guerrilleros
y que, cuando uno de ellos se disponía a matar a su padre, el comandante
español le salvó la vida y más tarde le propuso casamiento. Elvira lo ama-
ba, pero, a pesar de todo, manifiesta: “sentí en mi pecho la terrible lucha
del amor y el patriotismo y venció el amor; me uní para siempre a aquel
hombre bueno y generoso” (Balmaseda 1978: 225).
Esta historia es la que hace cambiar la opinión de Céspedes en el dra-
ma de Balmaseda, que les perdone la vida a los soldados. Desde el punto
de vista histórico, por supuesto, el personaje de Elvira y los cautivos son
ficticios; no obstante, el pasaje sirve para demostrar nuevamente la huma-
nidad de los mambises y la injusticia que cometían los españoles al fusilar
a los prisioneros. Pero, sobre todo, la historia de Elvira muestra cómo estas
uniones, ya fueran entre la hija de un español y un criollo, o de una criolla
y un español, simbolizaban el futuro de la patria, y presuponía de qué lado
debía estar la justicia, ya que muestra que los revolucionarios, a pesar de
vivir en la manigua, alejados de la “civilización” y las instituciones civiles,
seguían creyendo en el matrimonio como base de la sociedad cubana. Esto
es, creían en la moral burguesa que servía de norma para todos los ciuda-
danos del país, y dejaban en claro que respetaban la dignidad de las mu-
jeres que se les unían, ya que en los campamentos rebeldes se efectuaban
bodas civiles, oficiadas por jueces municipales o prefectos, quienes exigían
dos testigos por cada pareja (Prados-Torreira 2005: 60). No daban rienda
suelta a la promiscuidad y al “libertinaje”, como sugería El Moro Muza,
para desacreditarlos, publicando caricaturas donde las mujeres regresaban
de la manigua con hijos mestizos o eran abandonadas por sus esposos.
En estas obras, se subraya el compromiso de la pareja, la ceremonia
oficial del matrimonio y el triunfo de una ideología que, según ellos, era
la que mejor le convenía a la patria. Así, Lola es la hija de un español que
decide amar a un criollo. Elvira se casa con un comandante español y lo
mismo ocurrirá en el drama de Félix R. Zahonet “Los Fosos Weyler o la
Reconcentración” (1899), donde, a pesar de ser una historia sobre los
“reconcentrados”, (los civiles que fueron sacados de sus casas y mandados
Capítulo II 67

a las ciudades por Valeriano Weyler para evitar que apoyaran a los mam-
bises), la heroína termina siendo Sofía, otra hija de un comandante del
ejército peninsular, quien al final se casa con Felipe Moliet, un coman-
dante del Ejército Libertador. Sofía, como su nombre indica en griego,
encarna la “sabiduría” y representa los sentimientos de caridad, respeto
y bondad en la obra. Es ella quien aboga por los reconcentrados y cri-
tica al gobierno de España por las injusticias que cometían en Cuba.
La obra de Zahonet, por lo tanto, habría que incluirla en el mismo
grupo de “Carlos Manuel de Céspedes”, de Balmaseda, ya que ambos
están más preocupados por reescribir la historia con vistas al futuro que
por abogar por la independencia. Las tres obras demuestran, además,
la importancia que la literatura independentista le daba a las mujeres
y el respeto que se ganaron, respeto que no estaba exento tampoco de
críticas, ya que, a través de ellas, también, los españoles podían llegar a
conocer las intenciones de los cubanos como aparece en varias anota-
ciones de Vicente Aguilera en su Diario de Nueva York. En ninguna de
las obras de teatro que hemos estudiado, empero, aparece esta crítica.
Allí la mujer es la que defiende y se sacrifica por la revolución. Era ella
la que con toda libertad elegía a su pareja, y esa elección estaba basada
en la ideología libertadora, a un mismo tiempo, racial y cultural, que
les interesaba subrayar a los independentistas. Léase, por ejemplo, la
defensa que hace uno de los personajes en la obra de Balmaseda de los
soldados españoles que tenía Céspedes en su campamento. Bernabé Va-
rona los defendía ante los argumentos de Figueredo, que pedía la pena
de muerte para ellos por las siguientes razones:

No olvidemos que pertenecen a nuestra raza, que hablan nuestro


idioma, que profesan nuestra religión. No olvidemos que los españoles,
mezclados con nuestras familias, son un factor importantísimo en nues-
tra sociedad. El día de la paz, que no está lejos, cuando la bandera de la
estrella solitaria ondee en el Morro de La Habana, vendrán a entonar
con nosotros el hosanna a Dios y el himno de la victoria a los hombres, y
serán, no dudáis, una de las columnas en que se sustente el edificio de la
patria que ahora estamos levantando (Balmaseda 1978: 219).
68 El teatro de la guerra

Por esto, sugiero que, a pesar de que Balmaseda ubica el escenario


de su obra en 1868, realmente, está pensando en el futuro de Cuba
(su presente cuando publica esta obra en 1900), momento en que los
cubanos ya habían ganado la contienda, y de lo que se trataba era de
fomentar la paz. Como resultado, esta obra no tiene como objetivo fo-
mentar el odio a los “tiranos”, como habían declarado otros indepen-
dentistas, sino crear las bases para una Cuba posindependiente, uni-
da todavía con España por lazos de raza (blanca), religión e idioma.
En resumidas cuentas, lo que le preocupaba a Balmaseda era destacar
cómo fomentar nuevas alianzas para que, después de la guerra, Cuba
siguiera siendo blanca y española. No por gusto, en la obra de Zahonet
“Los Fosos Weyler o la Reconcentración” (1899), abundan también
los militares españoles que critican a su país o que critican el modo en
que son tratados los reconcentrados, y se destacan los personajes que,
habiendo nacido en Cuba, respondían a intereses peninsulares. En
el momento en que Balmaseda y Zahonet publican sus obras de tea-
tro, líderes del Ejército Libertador, como el propio Máximo Gómez,
llamaban a la “reconciliación”. Destacaban la necesidad de evitar la
violencia en contra de los españoles que habían decidido quedarse en
Cuba, y añadían que la guerra no se había hecho en contra de España,
sino de la administración colonial (Vinat 2004: 81-82). Se entiende
así que, en esta obra, una vez que Céspedes le perdona la vida al ba-
tallón de soldados españoles, estos decidan incorporarse a las huestes
mambisas, afirmen con alegría que ya eran cubanos y juren, “arrodi-
llados ante la bandera cubana”, su lealtad a la república (Balmaseda
1978: 226). Con esto, quiero decir que los textos independentistas de
la guerra se apropian de la metáfora de la familia y del matrimonio,
incluso, entre enemigos, para demostrar la superioridad de los valores
revolucionarios, representados en la acción magnánima del héroe y la
posibilidad de que, después del triunfo, ambos antagonistas se recon-
ciliaran. Muestran el futuro de la patria de forma alegórica a través de
las parejas heterosexuales, como ya había sucedido en el continente,
para fomentar la idea de nación.
Capítulo II 69

Por eso, Doris Sommer, al hablar de los posibles enlaces amorosos


que propone la novela Sab afirma que el único que consolidaría esta
idea en Cuba era el que representan el mulato y su ama blanca, Carlota,
ya que “Sab ya es la proyección de la consolidación nacional” (1991:
133; traducción nuestra). Y es cierto que la obra de la Avellaneda alude
a la oposición entre los protagonistas “ilegítimos” (los extranjeros) y los
legítimos (los cubanos) (1991: 134). No obstante, sería un error llamar
“cubanos” a los negros, ya que ni estos, ni los mulatos en esta novela,
entran dentro del concepto de patria o de nación que tenían las élites
letradas en este tiempo, y el mismo Sab argumenta en la novela que los
“esclavos no tienen patria” (1991: 149). Es cierto, por otro lado, que la
narradora nos lleva a pensar que Carlota estaría mejor con Sab que
con Enrique Otway, cuyo único interés en la criolla es el dinero que he-
redaría del padre. Pero esta relación es imposible, porque Sab es esclavo
y mulato, y ni la ley ni las costumbres hubieran permitido tal matri-
monio. De hecho, no existe en la literatura de la guerra una propuesta
igual a la de la Avellaneda. Ninguna de las obras de teatro, ni las no-
velas de tema negro independentista –a pesar de que citan a Sab– pro-
pone una unión de este tipo para consolidar el proyecto nacional. Sab
es un ave rara, como lo es el ambiente idealizado del ingenio Bellavista
en la literatura antiesclavista de la primera mitad de siglo. Las uniones
en la literatura de la guerra serán entre blancas y blancos, entre criollas
hermosas, como Carlota, Lola, Carolina, Elvira, y Cachita, en la novela
de H. Goodmann, y jóvenes valientes que están a favor de la república
cubana. Tales uniones, que excluyen al mulato o al negro, intentan de-
finir la patria o la nación dentro del paradigma blanco-español; lo que
es otra de las tantas formas en que se presentó el miedo al negro en el
discurso independentista cubano. Por supuesto, las relaciones de géne-
ros eran mucho más complejas en la vida real, que cualquiera de estas
uniones literarias, y debieron ser muchos los casos diferentes de unio-
nes o, incluso, de violencia en una guerra sin cuartel, que duró diez
años. No obstante, no podemos pedirles a estos textos que sean realis-
tas, ya que los autores estaban más interesados en mostrar su ideología
70 El teatro de la guerra

y en defender la patria. Ellos trataban de justificar la guerra contra


España por los males que producía el colonialismo, y mostrar las ca-
racterísticas superiores de generosidad y sacrificio de los cubanos, su
deseo de libertad para todos, aunque esto significara, como lo fue para
Aguilera, su ruina económica.
Tal vez, por esta razón, nunca se aclara en estas obras si alguno de estos
esclavos realmente no quería luchar o seguir sirviendo a su antiguo amo
en la manigua, y podríamos pensar que no se dice, porque no estaba en
el interés de ninguno de estos dramaturgos hablar del tema. Cuanto más,
como hace García Pérez, se nos sugiere, que algunos esclavos sí pudieron
sentir “rencor” o “despecho” e, incluso, no sentirse comprometidos con sus
ideales, porque, al fin de cuentas, ellos eran de una clase aparte. A pesar de
todo, en estas obras, aparece por primera vez en la literatura cubana el tes-
timonio del negro o del mulato esclavo dispuesto a luchar por la libertad y
la República. Son ellos quienes plantean la situación de los criollos blancos,
y quienes más tarde le muestran a Lola las injusticias que se cometían con
ellos en los ingenios. El hecho de que uno de los actos fundacionales de la
República haya sido el darles la libertad a los siervos da origen en la retóri-
ca revolucionaria al discurso del “agradecimiento”, y su contrario, el de la
“ingratitud”, que puede verse lo mismo en la obra de García Pérez, que en
la de Balmaseda y las crónicas de Martí para el periódico Patria. En la obra
de Balmaseda, el tema aparece primero cuando Carlos Manuel de Céspedes
decide darles la libertad a los soldados españoles, quienes, a su vez, deciden
unirse al ejército mambí. La segunda vez que aparece es cuando se narra
la destitución de Céspedes del cargo de presidente de la República, otro
hecho histórico que, en efecto, dividió a los cubanos independentistas, y
que el propio Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón pudo presenciar
cuando estaba prisionero en el campamento rebelde. Balmaseda, que era
amigo de Céspedes y tuvo que huir de Cuba a raíz de ser juzgado como
insurrecto, pone en los labios de Elvira estas palabras, que demuestran su
inconformidad con la destitución del presidente: “¡Ah!, el padre de la Re-
pública, el que todo ha sacrificado por la independencia, no cabe en su
patria. Así le sucedió a Simón Bolívar… A veces pienso que la ingratitud,
Capítulo II 71

es un sentimiento natural en el hombre…” (Balmaseda 1978: 239). Esta


no es la única vez que Balmaseda compara a Céspedes con Bolívar y el poco
respaldo que recibió de sus correligionarios en Colombia. En sus notas so-
bre Céspedes, Balmaseda había hecho ya esta comparación en Los Confi-
nados (1899: 272-273), y si leemos el drama, podremos ver que todo hasta
este momento justifica sus palabras, debido a que la obra muestra cada uno
de las heroicidades de Céspedes, exaltándolo como la figura principal del
movimiento y mostrando a contrapelo, la injusticia que se cometió con él.
La decisión de Céspedes, al final del texto, de dejar la Isla para evitar una
guerra civil dentro de las mismas fuerzas independentistas es un reflejo de la
actitud que asumió Bolívar cuando, después de haber liberado cinco repú-
blicas, murió “abandonado de los suyos, de aquellos mismos a quienes ha-
bía dado la vida política” (Balmaseda 1978: 239). De esto, se desprende que
Céspedes sea visto como “el padre y fundador de la República” (Balmaseda
1899: 278), siendo sus “hijos” unos ingratos. No es de extrañar, entonces,
que Balmaseda termine esta narración con la muerte del caudillo a manos
de los soldados españoles –lo cual es un hecho histórico– posibilitada, nada
menos, que por un acto de traición de alguien que, simbólicamente, como
dice en el texto, se lo debía todo: el antiguo esclavo “Papá Pancho”.
Este personaje aparece en varios pasajes de la obra sin adquirir en ella
mayor relevancia hasta el final. Su función es la de buscar comida y servir
de cocinero a Céspedes, mostrándole reverencia y argumentando en un
momento que este había hecho “pedazos” las cadenas de los negros y que,
por eso, era el “Moisés de mi raza” (Balmaseda 1978: 228). Más adelante,
incluso, le confiesa a Elvira que “los africanos tenemos una cualidad de
gran valor: somos agradecidos; olvidamos fácilmente los agravios, más
nunca los beneficios” (1978: 231). Y, a continuación, afirma, a pesar de
su avanzada edad, que veía a Carlos Manuel de Céspedes como “si fuese
mi padre”, ya que “todo se lo debo” a él (1978: 232). Sin embargo, fue
“Papá Pancho” quien traicionó o “vendió” a Céspedes, quien le dijo a la
tropa española dónde estaba escondido y guio él mismo a los soldados
hasta San Lorenzo. La última mención que se hace a su figura en el drama
es casi al final cuando una vez que los soldados españoles celebran el haber
72 El teatro de la guerra

dado muerte al ex presidente de la República, un coronel español mata


al esclavo, mientras le dice estas palabras: “toma, toma, negro traidor, no
volverás a vender a tu señor…” (1978: 241). El acto del esclavo contrade-
ciría, de este modo, sus propias palabras a Elvira, su historia de “lealtad”
y agradecimiento a su antiguo amo, que, en un gesto fundacional de la
República, lo hizo libre. Poniendo, entonces, a un lado por un momento
la historia real, quiero recalcar que esta no es la única vez que Balmaseda
cuenta esta anécdota. En realidad, la anécdota aparece –sin los ribetes de
ficción propios de una obra de teatro– en su biografía del caudillo, escrita
y publicada el mismo año en que murió el revolucionario. Esto es lo que
dice Balmaseda sobre cómo murió Céspedes en San Lorenzo:

Hallábase el ex-presidente el 27 de Febrero de 1874 algo retirado de


su campamento, en un bohío (choza) que estaba en un punto escom-
brado, poco espacio, so y rodeado de áspera montaña. Aquel día había
caído prisionero de una columna enemiga del regimiento San Quintín
un hombre de color, africano, que había sido su esclavo y él le había dado
la libertad, lo mismo que a todos sus compañeros. Desde el pronunciamiento
de Yara aquel hombre lo seguía lleno de agradecimiento y de afecto, y había
llegado a adquirir toda su confianza. El comandante de la columna es-
pañola, mandó, como de costumbre, que se le fusilase, y el pusilánime
liberto, careciendo de valor para morir como tantos otros, ofreció, si se
le perdonaba, designar el punto donde estaba Carlos Manuel; y acep-
tada la propuesta, quedó cambiada por su obscura vida la del Mesías
de su raza (Los confinados, Balmaseda 1899: 275; el énfasis es nuestro).

Nótese que la historia que cuenta Balmaseda en ambos textos es


la misma. En ella, el negro liberto le debía agradecimiento y lealtad
por ser el “Mesías de su raza”. En cambio, lo traiciona, como Judas
traicionó a Cristo; con lo cual, se explica que la historia de Céspedes
en esta narración se convierta en una sucesión de traiciones y desagra-
decimientos. En ambas historias, las figuras de Bolívar y Cristo son las
que le sirven de referencia para crear la imagen del héroe. ¿Qué tiene de
cierta esta historia entonces? En primer lugar, es cierto que los españoles
Capítulo II 73

llegaron al campamento de Céspedes a través de un negro que las tro-


pas españolas habían tomado prisionero. Balmaseda pudo saber este
dato, porque, en el momento que ocurrieron los hechos, el periódico
integrista La Voz de Cuba se hizo eco de la noticia y relató la sorpresa.
Dice La Voz de Cuba el 6 de marzo de 1874: “en un reconocimiento
hecho por fuerzas del batallón San Quintín fue cogido un negro, quien
al oír la orden de que fuese fusilado, prometió, si le perdonaban la
vida, descubrir el paradero del que se tituló presidente de la República
de Cuba” (Castellanos 1930: 294). No parece ser cierto, por la narra-
ción de Castellanos, que el negro haya sido esclavo de Céspedes o que
incluso haya sido su ayudante. De todas formas, parece que circuló el
rumor de que había sido un sirviente del presidente, porque en El Dia-
rio Perdido, Eusebio Leal reproduce unas anotaciones que aparecen al
final, con una letra diferente a la de Céspedes, en la que se dice que el
aviso lo dio “un negro presentado que había sido sirviente, ordenanza
o asistente (algunos dicen que fue esclavo) del presidente, Marqués de
Santa Lucía el C. Salvador Cisneros” (Céspedes 1994: 298). Gerardo
Castellanos, sin embargo, en su documentado libro En busca de San
Lorenzo (1930), que no cita Eusebio Leal, y tal parece que no lo conoce,
reproduce varios documentos de la época, incluso, del propio Céspedes
sacados de los archivos familiares, donde se patentizan las rivalidades
entre el bayamés y quienes lo destituyeron del cargo, como el mismo
Salvador Cisneros, y temían, que se sublevara contra ellos como expre-
sa en una de sus cartas el general Calixto García Íñiguez (Castellanos
1930: 216-218). En su investigación, Castellanos aporta más datos so-
bre la sorpresa y el traidor, argumentando que este se llamaba Ramón
Jacas, que era un negro lucumí, a quien también se lo solía llamar “Papá
Ramón” (1930: 223)6. Castellanos encontró su nombre en el registro

6
En su biografía de Carlos Manuel de Céspedes, Balmaseda muestra su desacuerdo con
la deposición del primer presidente de la República. Habla de la falta de unidad, las dife-
rencias entre los grupos revolucionarios, la pérdida de reconocimiento a nivel mundial, y la
dificultad posterior que tuvieron los cubanos para encontrar otra figura que tomara el puesto.
Dice que Céspedes “desempeñó la Presidencia de la República por reelección, hasta el 27 de
74 El teatro de la guerra

de presos de la Cárcel de Santiago de Cuba, donde constaba que era


de África y tenía 60 años. Dice que Ramón había sido un soldado in-
surrecto, que mientras trataba de llegar a Jamaica en una embarcación
junto con el general Francisco Vega, naufragó cerca de la costa y vino a
parar adonde se encontraba Céspedes. Nunca se cuestionó su fidelidad
a la causa revolucionaria y un día, salió del campamento a forrajear y
fue sorprendido por los españoles. Fue llevado a Santiago, y se le obligó
a servir de práctico a cambio de un indulto. Según Castellanos, Ramón
no pensó en el mal que iba a producir al entregar a Céspedes. Pensó que
acompañaría a la tropa española hasta cerca del lugar, y una vez que los
cubanos se dieran cuenta, tendrían tiempo de huir. Desgraciadamente,
eso no fue lo que ocurrió y la sorpresa de la prefectura llevó a la muerte
del bayamés. No obstante, Ramón en la primera oportunidad que tuvo
se escapó y se incorporó nuevamente a la guerrilla cubana hasta que
murió en Santiago de Cuba, el 8 de enero de 1879. Hasta ese momento,
dice Castellanos, “no dejó de lamentarse de haber sido el causante de la
muerte de Céspedes” (Castellanos 1930: 224).
En la obra de teatro de Balmaseda, esta historia aparece de una forma
diferente. Los españoles matan a Ramón poco después de traicionar al
Padre de la Patria. No sería exagerado decir que, con este final, Balmase-
da culpa tanto a los revolucionarios blancos que se opusieron a Céspedes
(Félix Figueroa, Aguilera, incluso, el propio Estrada Palma, quien sería
más tarde el primer presidente de la República cubana), como a los ne-
gros por la muerte del fundador y “Mesías” de su raza7. Lo hace al mismo

Octubre de 1873, en que el Congreso tuvo a bien deponerlo, por haber extralimitado sus fa-
cultades, legislando en asuntos judiciales y otros que no eran de su incumbencia” (Balmaseda
1869: 270). La decisión de ir contra el Consejo de Guerra podría ser un ejemplo en la obra de
teatro de esta usurpación de poderes. No obstante, como he dicho, es una anécdota ficticia y,
además, se utiliza para mostrar la humanidad del héroe en momentos de gran tristeza. Según
Balmaseda, la verdadera causa de la deposición de Céspedes fue el haber nombrado a Manuel
Quesada, el representante de la República en Armas en los EE. UU., para recaudar fondos y
organizar expediciones. Quesada era el hermano de su esposa (1899: 271).
7
La asociación de Céspedes con Cristo se repite en el libro de Fernando Figueredo La
Revolución de Yara 1868-1878 (1902). Cuando le dieron un tiro en la pierna, dice Figueredo,
Capítulo II 75

tiempo que, como dice en el texto, los cubanos debían de perdonar a los
españoles por ser “de nuestra raza” y haber conformado el tronco funda-
cional de la identidad criolla. De este modo, si bien Céspedes se había
convertido en el “Padre” de todos los cubanos y, en especial, de los negros,
según la propia confesión de “Papá Pancho”, su muerte solo puede indi-
car un acto de deslealtad y desagradecimiento, un recordatorio de que la
alianza debía ser con los españoles.
En conclusión, podemos decir que, en la literatura de la Guerra de los
Diez Años, juegan un papel fundamental las obras de teatro y, dendro de
ellas, los personajes de las mujeres. Son ellas las que representan de forma
más clara el amor a la patria y el destino de la nación. Son ellas por las que
van a luchar con los revolucionarios, cuya “patria” tiene forma de “madre”
y de mujer. En la obra de Martínez Casado, la mujer peninsular no va a
combatir, ni libera a sus siervos. Solamente el novio voluntario lucha por
mantener a Cuba bajo el poder de España. La mujer, como aclara el texto,
se limita a apoyar al hombre, al mismo tiempo que el texto critica a las
criollas por alentar a los cubanos a salir a combatir. Son dos perspectivas
diferentes de la mujer, demostrativas del cambio de estatus social que
pronto iban a alcanzar las criollas; ya que su participación en la guerra les
da prestigio y la muerte de sus esposos en la manigua hace que sean las
nuevas encargadas del sustento familiar. En las obras independentistas,
sin embargo, la mujer que aparece es la joven blanca, con dinero, que li-
bera a sus esclavos, cuya posición social cambia de forma radical, como se
modifica, también, la de los esclavos. En todos los casos, son matrimonios
o alianzas ideológicas que muestran quiénes eran los partidarios de una
Cuba libre e independiente de España.

“se veía una mancha de sangre que señalaba la primera caída de ese segundo Nazareno” y,
cuando disparó, una bala de su revólver se incrustó en un árbol “como una reliquia” (1902:
42). Más tarde, su hijo fue recogiendo los fragmentos de su cuerpo. Figueredo hace mención
a dos hipótesis sobre la muerte de Céspedes, una de Lacret, que piensa que los españoles no
sabían quién era Céspedes, y la otra, la de un negro que él llama “Robert”, que fue quien lo
delató. Figueredo se inclina por la versión de José Lacret Morlot (1850-1904) quien estuvo
con Céspedes en San Lorenzo.
76 El teatro de la guerra

Víctor P. de Landaluze: “Insurrección


en Cuba 1868-1869”. Álbum vascon-
gado (La Habana, 1869).

Fotografía de los “distinguidos artistas


Varela y Suárez”, “Cuba siempre Espa-
ñola”. Álbum histórico-fotográfico de la
guerra de Cuba desde su principio has-
ta el reinado de Amadeo I. La Habana:
Imprenta (“La Antilla”, 1872).
Capítulo II 77

Galán y Muguer: Historia de la insurrec-


ción y guerra de la Isla de Cuba (1872),
de Eleuterio Llofríu y Sagrera.

“La República cubana”, Impresor Kim-


mel, Nueva York (1875). Ámbito de José
Martí de Guillermo Zéndegui (La Haba-
na, 1954).
Capítulo 3

La india y la “linda criolla”

“Los ojos de la india (pues no pretendemos disputarla este


nombre) se encontraron con los de la linda criolla”.

Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab

De igual forma que los periódicos integristas criticaban a las mujeres


que apoyaban la causa libertadora, tanto la propaganda política a favor
del separatismo como en su contra, criticaba también a los hombres que
no los favorecían, exigíendoles su lealtad. Esto fue así, al extremo de que
se crearon prácticas diferentes a la hora de juzgar a los partidarios de uno
y otro bando en la manigua cubana, lo que significó que los separatistas
ejecutaran a todo cubano que sirviera a las órdenes del régimen colonial
o que fuera acusado de traidor. Este discurso de la lealtad o de la con-
tinuidad genealógica puede verse representado en la forma en que los
independentistas hablan de los antiguos indígenas, para autolegitimarse,
algo que los partidarios de la Corona criticaron, pero usaron igualmente
para manifestar su derecho de posesión de la colonia. En lo que sigue,
por tanto, me interesa destacar cómo ambos bandos recurren a la historia
colonial para justificar sus programas políticos. Los españoles, arguyen-
do que quienes se oponían a la Corona, se oponían también a la civiliza-
ción, a la religión católica y a los valores que esta había traído al Nuevo
Mundo, razón por la cual llamaban a sus partidarios a luchar contra
los “hijos ingratos” que se habían revelado contra la “madre generosa”.
80 La india y la “linda criolla”

Como dice Gelpí y Ferro en Álbum histórico fotográfico, al inicio de la


insurrección de 1868, el capitán general de la Isla, don Domingo Dul-
ce, arengaba a los voluntarios con las siguientes frases: “España, nuestra
madre España, en el difícil y peligroso trance de una regeneración inevi-
table, os lo agradece […] No me falte vuestra confianza, y la bandera
española, terminada que sea esta lucha de hijos ingratos contra una ma-
dre generosa, tremolará más brillante y esclarecida” (Gelpí y Ferro 1872:
213; el énfasis es nuestro). Por esta razón, los cubanos que aspiraban a
liberarse tenían que empezar por desligarse de estas metáforas cargadas
españolismo y justificaciones coloniales, y crearse otros símbolos que los
representaran. Uno de estos símbolos fue el de lo indígena, el de la raza
“candorosa y pura”, que como ya había dicho José María Heredia, era
acosada por el “hierro furibundo” del español (1970: 213) y, por este
motivo, era un aliado histórico natural de los cubanos.
En este poema, Heredia quien se había exiliado en México después de
fracasar la conspiración de “Rayos y Soles de Bolívar” en Cuba, fustigaba
a España, el “vencedor”, al unir el pasado histórico con el presente y al
comparar su experiencia con la suerte que corrieron los antiguos aboríge-
nes de la Isla. Lo mismo hará Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien tuvo
como maestro al autor de la Oda al Niágara, cuando cita estos mismos
versos al inicio del capítulo IX de Sab (1841), en que la camagüeyana crea
una alianza ideológico-familiar entre la vieja Martina, de ascendencia in-
dígena, y el mulato esclavo, porque como dice: “los hombres negros serán
los terribles vengadores de los hombres cobrizos” (Gómez de Avellaneda
1963: 93). De modo que, en los textos que hablan de Cuba antes, inclu-
so, del estallido revolucionario, se unen el pasado y el presente, se critica a
España, se crean alianzas con las razas espoleadas, y se habla de “venganza”
racial contra los hijos de la metrópoli. Después de Heredia, las voces prin-
cipales de esta poesía serán la misma Tula, José Fornaris, Pedro Santacilia
(1834-1910), Joaquín Luaces y Nápoles Fajardo, quienes, a mediados
del siglo xix, recrearon en sus versos la vida de los aborígenes cubanos.
No por gusto, entonces, el historiador español, Justo Zaragoza, haciendo
un repaso de los principales motivos que llevaron a la guerra de 1868
Capítulo III 81

en Las insurrecciones en Cuba, decía que los jóvenes cubanos habían hecho
héroes, “en su mayoría imaginarios” a los primeros habitantes de Cuba y
que, en sus escritos, personajes como Hatuey representaban “la indepen-
dencia” y eran las “víctimas de la tiranía de los conquistadores” (Zaragoza
1872, vol. I: 493). Y agregaba Zaragoza, que “aquella juventud, que gran
parte de ella no la componían más que los descendientes de los que mata-
ron al deslenguado Hatuey […] no querían descender ni de indios ni de
negros”, por lo cual, ni por su origen, ni palabra podían aspirar a repre-
sentarlos (1872, vol. I: 493). Su dilema, decía Zaragoza, podía resumirse
en la contestación que le dio un indio mexicano a un criollo, “que por ser
hijo de la tierra reclamaba la propiedad de ciertos territorios, diciéndole
“si tu padre no, tú ¿por qué?” (1872, vol. I: 494). En tal sentido, para Za-
ragoza, el concepto de nación en el que se basarían los cubanos indepen-
dentistas tendría mucho de ficción, de ingeniería intelectual, de lo que
hoy llamamos, siguiendo a Benedict Anderson, “comunidades imagina-
das” y, según Eric Hobsbawm, “tradiciones inventadas”; esto es, prácticas
o rituales de un valor simbólico cuya función era inculcar ciertos valores
o normas en la población, repitiéndolas. Estos rituales, decía Hobsbawm,
trataban de establecer una continuidad con el pasado en medio de un
proceso cambiante de la sociedad (Hobsbawm 1992: 4).
En efecto, al recuperar el pasado indígena, los siboneyistas no hacían
más que utilizar la historia y la raza como armas de guerra para “inven-
tarse” una identidad que los diferenciara de España, y uno de los que fus-
tigó de forma más severa a los “siboneyistas” por esto fue Juan Martínez
Villergas, el editor de El Moro Muza que tenía como dibujante a Víctor
Patricio de Landaluze (1830-1889). En una de las caricaturas de El Moro
Muza, del 7 de noviembre de 1869, Landaluze muestra a Carlos Manuel
de Céspedes, con un carcaj lleno de flechas y montado sobre el vagón
de un tren que llevaba el nombre de “Hatuey 2º” y, debajo, las siglas
“PDDO” (El Moro Muza 7/11/1869: 44) que no significan nada, pero
cuya pronunciación es igual a “pedo”. Igualmente, El Moro Muza pintaba
a Fornaris con plumas en la cabeza y rodeado de caciques indígenas en la
selva. Aun así, sus poemas se hicieron tan populares que su libro Cantos
82 La india y la “linda criolla”

del Siboney (1855) fue editado varias veces, y los simpatizantes del inde-
pendentismo lo imitaron o recrearon como él la vida de los originarios
para hablar de la revolución. Este es el caso del poeta y cronista habanero,
Luis Victoriano Betancourt, quien escribió en la manigua su leyenda “La
Luz de Yara” que apareció en el periódico independentista La Estrella So-
litaria (1869-1877) de Camagüey, el 10 de octubre de 1875.
La narración de Victoriano Betancourt está basada en un suceso
del período de la Conquista que cuenta fray Bartolomé de Las Casas
en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), y ha de-
venido una de las historias fundacionales de la nación cubana. Según
de Las Casas, los soldados españoles tomaron prisionero al indio Ha-
tuey, que había venido de La Española para alertar a los indígenas de
Cuba del verdadero propósito de los soldados de la Corona. Hatuey,
dice Las Casas, fue apresado y condenado a morir en la hoguera; pero,
antes de morir, el sacerdote le pidió que se convirtiera al cristianismo
para que fuera al cielo, a lo que el cacique respondió que, si los espa-
ñoles también iban al cielo, él no quería ir “allá, sino al infierno, por
no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente” (Brevísima
2006: 36). Bartolomé de Las Casas no precisa dónde fue que quema-
ron al cacique de Quisqueya. No obstante, ya desde 1875, el discurso
independentista hace coincidir el alzamiento de 1868 con el suplicio
del cacique taíno, y convierte al indígena, como diría Luis Victoriano
Betancourt en “el primer mártir de la independencia de Cuba” (Be-
tancourt 1924: 223). Según el cronista, tres siglos pasaron después de
la muerte de Hatuey:

Una noche la luz errante se detuvo sobre el mismo sitio en que se había
alzado la hoguera de Hatuey. Y en aquel momento, las palmas de Cuba,
esos espectros silenciosos de los indios, sacudieron violentamente sus fan-
tásticos plumeros. Y el éter se iluminó con una claridad pura y brillante…
Era la luz de Yara que iba a cumplir su venganza. / Era la cuna de
Hatuey que se convertía en cuna de la independencia. / Era el Diez
de Octubre (La Luz de Yara, Betancourt 1924: 223-24; el énfasis
es nuestro).
Capítulo III 83

Después de terminada la Guerra de los Diez Años, en 1879, el erudito


y americanista cubano Antonio Bachiller y Morales afirma en Cuba Pri-
mitiva que, en las márgenes del río Yara, habían hecho prisionero al indio
Hatuey, y allí mismo había comenzado la revolución (1883: 349). Otros
historiadores creen que no fue en Yara, sino en Baracoa, la primera villa
que fundó Diego Velázquez en Cuba, donde realmente fue quemado
el cacique. Sea que haya ocurrido en un lugar o en otro, lo importan-
te de recordar es que los revolucionarios hacen confluir ambos hechos,
completamente desligados en términos históricos, para así fundamentar
su causa y verse como los “vengadores” de los primeros habitantes. No
por casualidad, como dice Benedict Anderson en “El efecto tranquiliza-
dor del fratricidio”, la Historia como disciplina académica cobró impor-
tancia a principios del siglo xix, cuando se crearon las principales cáte-
dras en Universidades europeas, como la de Berlín (1810) y la Sorbona
(1812), y surgieron los grandes historiadores, como Leopold von Ranke
(1795-1886) y Jules Michelet (1798-1874). Según Anderson, Michelet
se veía a sí mismo como intérprete de los acontecimientos, los actores y
los sacrificios del pasado. “Exhumaba” los muertos olvidados de la histo-
ria para demostrar la “aparición consciente de la nación francesa”, aun, si
esos sacrificios no hubieran sido percibidos de esta forma por ellos (An-
derson 1992: 95). ¿No podríamos esperar, entonces, algo similar de los
independentistas cubanos? Por supuesto. El interés de Betancourt no era
contar la historia tal y como fue, sino cómo debía ser leída o recordada
por los cubanos. Para Walter Benjamin, el pasado estaba subordinado
a un tiempo específico, a un lugar, a un propósito y, sobre todo, a un
momento de peligro; por lo cual, decía que “articular el pasado histórica-
mente no significa reconocerlo “‘de la forma que realmente era’ (Ranke)”
(Benjamin 1986: 861). Se entiende, por lo tanto, que el propósito de
Betancourt y del resto de los revolucionarios no era hablar de la realidad,
sino de su significado para el presente; se trataba de rearticular el recuer-
do en aquel instante de peligro para que sirviera de aliento a la causa
revolucionaria. Después de todo, en 1884, Manuel P. Delgado fundó
en Cayo Hueso el periódico separatista La Voz de Hatuey, en el que los
84 La india y la “linda criolla”

cubanos, literalmente, hablaban con la “voz” del cacique, y Martí, en el


poema “¡10 de octubre!”, escrito al inicio de la guerra del año 68, cele-
braba el pueblo que “tres siglos ha sufrido / cuanto de negro la opresión
encierra” (Martí 1993, vol. I: 10). Que Martí haya publicado este poe-
ma, además, nada menos que en la revista El Siboney, que tenían los estu-
diantes de segunda enseñanza de La Habana, prueba que los separatistas
se veían a sí mismos como una extensión de los antiguos aborígenes,
quienes habían sufrido como ellos, el “dogal” del amo.
Con esto, quiero decir que los independentistas crean una mímesis
entre lugares llenos de memoria y personalidades guerreras, que ejem-
plifican una misma lógica emancipatoria. Se ven a sí mismos formando
una colectividad con quienes nunca conocieron o tuvieron un acuerdo,
y esta forma de articular el pasado ha producido el efecto de que muchos
creyeran que todos los indígenas lucharon en contra de los españoles
durante el periodo colonial e, incluso, durante las guerras de indepen-
dencia; lo cual no fue el caso. No obstante, en la escritura nacionalista y
romántica, ambos grupos forman un mismo pueblo, están impulsados
por iguales objetivos. Los revolucionarios se ven como sus herederos y
vengadores, algo que llevó a Juan Arnao a decir en Páginas para la his-
toria de Cuba (1900), que Hatuey se había “metamorfoseado” en el ge-
neral insurrecto Máximo Gómez, quien también había venido de Santo
Domingo (1900: 9). En tales casos, los independentistas recurrían a una
lógica a distancia, teleológica, que solo es posible establecer de forma
retrospectiva para legitimar sus acciones, su programa político y su de-
recho a la tierra. De ahí, que “Yara” (nombre indígena) fuera “la cuna”
de ambas rebeliones, el lugar fundacional imbuido de memoria política
que, como dice Bruce James Smith en Politics & Remembrance, obsesio-
na a los revolucionarios a través de la historia (1985: 27). Estos son “los
mitos de ascendencia” (Smith 2009: 91). “Yara”, para ellos, ejemplificará
el inicio sagrado de su lucha y de la venganza de los indígenas, un tópico
que se repetirá en el poema de Sofia Estévez, titulado “A Cuba”, escrito
en Camagüey durante la Guerra Grande y recogido en Poetas de la gue-
rra en 1893. “La sangre, sí, que a torrentes / corrió por el indio suelo…/
Capítulo III 85

sangre que aún le pide al cielo / justicia para esas gentes” (Estévez 1893:
135). Para realizar este objetivo, los independentistas requerían de una
memoria que no se dejara vencer por el perdón ni el olvido. Tenían que
religar el presente con el pasado para así incitar a todos a la lucha. Yara
y su “luz” serían la señal para comenzar la pelea, de tal modo que, según
el historiador republicano Fernando Figueredo en La Revolución de Yara
1868-1878, cuando los cubanos decidieron invadir las Villas en 1874,
le pidieron al poeta con el seudónimo de el “Hijo del Damují” (Antonio
Hurtado del Valle), que escribiera un himno patriótico para la ocasión, y
el coro del himno decía: “¡Oh, villareños! La Luz de Yara / Viene anun-
ciando la Libertad” (Figueredo 1902: 32).
Agrego que el mito de la “Luz de Yara” debió ser, sin embargo, muy
anterior a la guerra de independencia, ya que antes existió la “luz” de Ca-
magüey, de la que habla Gertrudis Gómez de Avellaneda en Sab, cuyos
personajes se la encuentran cuando atraviesan los campos de Cubitas. Allí
ven aparecer unas luces de las que se dan dos explicaciones: unos dicen
que son “fuegos fatuos”, y otros, que es el alma del cacique Camagüey,
asesinado por los conquistadores españoles que regresaba cada noche.
Esta luz, según la vieja Martina y el esclavo Sab, les anunciaba a los amos
blancos, la futura venganza de los hombres cobrizos a manos de los afri-
canos, ya que “el alma del desventurado cacique viene todas las noches a
la loma fatal, en forma de una luz, a anunciar a los descendientes de sus
bárbaros asesinos la venganza del cielo que tarde o temprano caerá sobre
ellos” (Gómez de Avellaneda 1963: 92). De modo que es probable que
sea el mismo mito, ahora, modificado con el nombre de otro cacique,
que dicho sea de paso, nunca existió, a pesar de que haya una provincia
con su nombre; lo que nos sugiere que no fue una “invención” de los
letrados, sino un símbolo etnológico, sedimentado en un segmento de la
población que lo utilizó para criticar a los españoles. De ahí deriva, po-
siblemente, su arraigo en la población y su pervivencia hasta la época de
Fulgencio Batista (1901-1973). Por eso no extraña tampoco que algunos
mambises hayan creído, también, que el nombre de “mambí” provenie-
ra de la antigua lengua aborigen. Según el soldado español Antonio del
86 La india y la “linda criolla”

Rosal Vázquez de Mondragón, quien estuvo cincuenta y seis días prisio-


nero de las fuerzas rebeldes en 1874, durante el tiempo que estuvo con
los cubanos, escuchó varias explicaciones de este nombre y, entre todas,
la que más se aproximaba a la verdad, decía, era la que le dio el teniente
coronel del Ejército Libertador, Saladriga. “Mambí”, decía Saladriga: “es
la palabra india con que en los antiguos tiempos se designaba a los que
se rebelaban contra sus caciques. Aquellos insurrectos, a semejanza de los
actuales, se refugiaban en lo más espeso de los bosques, donde permane-
cían constantemente ocultos, sin dejarse ver más que cuando intentaban
alguna fechoría” (Rosal Vázquez de Mondragón 1879: 248).
Desde este punto de vista, la palabra “mambí” reflejaría la identidad
del nuevo sujeto colonial, pero, también, la estrategia guerrera que los
mambises usaban para luchar contra los soldados españoles. No obstante,
como decía Fernando Ortiz, esta palabra tiene su origen en África, no
es de ascendencia aborigen. Provenía del vocablo mbi, que tenía varios
significados negativos, con los cuales, según el etnólogo, los españoles se
referían a los rebeldes dominicanos (Ortiz 1975: 336-338; Gott 2005:
73). No parecería paradójico, por ello, que, al estallar la guerra del 1868,
los partidarios de España, críticos de los separatistas, hicieran referencia,
también, a los cubanos a través de símbolos que mostraban a Cuba como
una india semisalvaje bajo la custodia de España, para justificar el poder
y el derecho de la metrópoli a mantener a Cuba bajo su mando. Este es el
caso de la foto de la Galería Varela y Suárez, aparecida en el Álbum histó-
rico fotográfico de la guerra de Cuba.
La foto pertenece al archivo de la guerra, y muestra el interés de los
cubanos y de los peninsulares por la fotografía. En 1868, el mismo año en
que comenzó el conflicto bélico, se hizo la primera exhibición fotográfica
en Cuba (Retter 2008: 353), y Leopoldo Varela y Solís es uno de los fotó-
grafos que trabajaba en La Habana en aquella época, en el establecimiento
C.D. Fredericks y Daries. En diciembre de 1870, Leopoldo Varela abrió
un establecimiento con el nombre de “Gran Galería de Varela, Suárez y
Cp” (Sarmiento Ramírez 1999: 154), y sus fotos son las que aparecen en
el Álbum. En este libro, Gelpí y Ferro hace un recuento de la historia de
Capítulo III 87

Cuba y de la guerra desde una perspectiva aliada con el gobierno colo-


nial. En su forma, el álbum es similar a otros que se publicaron en este
tiempo en otros países hispanoamericanos, que recogían las fotografías
de las figuras principales del gobierno, casi siempre vestidos de militar,
junto con una explicación de su participación en los conflictos bélicos.
Cuatro años después, en 1876, José Juaquín Ribó publicó una Historia
de los voluntarios cubanos, en dos volúmenes, que hace lo mismo, pero
allí no hay ninguna foto artística, solo estampas de militares posando
con seriedad frente a la cámara1. En el Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro
hay, sin embargo, varias fotografías tomadas en estudio y, en una de ellas,
titulada “Cuba siempre Española”, se ve a dos mujeres, representando la
más joven, a la Isla de Cuba y la mayor, a la Madre Patria. Esta última
está vestida con un lujoso traje, capa larga al estilo imperial y armadura
guerrera; a su izquierda, aparece la india con una saya de piel, con una
pluma en la cabeza y sin zapatos. Su única arma es una lanza de madera
que aparece rota a sus pies. Ambas mujeres están en el centro de la foto,
encima de un promontorio hecho con otros símbolos propios de España
y de Cuba como son el escudo, el león español y el tinajón de agua. ¿Qué
nos dice esta foto en términos de las disputas simbólicas de la guerra?, y
¿cómo se relacionan estos significantes con el intento de los revoluciona-
rios de reconocerse como parte de esa totalidad étnica de la Isla?
Para comenzar, todos los símbolos que conforman esta alegoría tienen
la intención de mostrar la superioridad de España sobre Cuba, ya que,
si nos fijamos en la edad y la posición que ocupan en la foto, sus figuras
muestran un poder asimétrico. Así una es mayor que la otra y, a pesar de

1
Al finalizar la guerra, se publicó el álbum de fotografía de Elías Ibañez La paz de Cuba.
Ocurrencias de la Campaña de Cuba durante el tratado de paz (1878), con diecisiete imáge-
nes de los insurrectos. Más tarde, aparecieron otras fotos en varias revistas como La Habana
Elegante y El Fígaro. Para un análisis de la cultura material de los mambises a través de las
fotografías como registro de la cotidianidad, véanse los ensayos de Ismael Sarmiento Ramírez
“Mirada crítica a la historiografía cubana en torno a la marginalidad del negro en el Ejército
Libertador (1868-1898)” (2010) y “La cotidianidad de los ejércitos español y libertador a
través de la fotografía cubana de la guerra (1868-1898)” (1999).
88 La india y la “linda criolla”

que las dos están paradas sobre una misma roca, España ocupa el lugar
más alto. Este posicionamiento establece las diferencias de poder entre
ellas y sugiere un único espacio de comunión: el que surge a condición de
que se respete la subordinación de una a la otra. El tiempo y la posición
dentro de la escena establecían, de este modo, la distancia que había en-
tre los dos países y la necesidad que tenía la Isla de la tulela de la Madre
Patria. De hecho, no es la primera vez que un conjunto alegórico similar
representa la unión política entre los dos territorios, ni que la indígena
representara a la América en el discurso colonial. Esta imagen era, preci-
samente, la que acompañó la conquista y procede del archivo europeo del
siglo xvi, como aparece en los grabados de Marten de Vos (1532-1603)
y de Adriaen Collaert (1560-1618), en donde la América es también una
india semidesnuda, con arco y un carcaj lleno de flechas, una represen-
tacion que corre pareja con las ideas filosóficas de Aristóteles (384-322
BC), y argumentos como los de Juan Ginés de Sepúlveda (1494-1573),
que destacaban la inferioridad de los indígenas y el derecho de España
a conquistar América. Estas imágenes y grabados muestran a esa misma
joven montada sobre el lomo de animales exóticos y salvajes, como el
armadillo, los caimanes, y los delfines, que remiten a un mundo de mons-
truos, caníbales y bestias medievales. Más tarde, con la independencia, los
revolucionarios echaron mano de esta representación, incluso en el caso
de Cuba, cuando pusieron la india junto con Bolívar para representar la
identidad latinoamericana. Un ejemplo es el cuadro del pintor neograna-
dino Pedro José de Figueroa (1770-1836) titulado, precisamente, Bolívar
con la América India (1819) (Chicangana-Bayona).
En la Cuba colonial, este tipo de representaciones tiene su mejor
ejemplo en el conjunto escultórico, conocido con el nombre de La fuente
de la India o La noble Habana, erigido en 1837 por los reformistas cu-
banos, antes, incluso, de que los siboneyistas comenzaran a escribir sus
poemas. Este hecho se explica si pensamos en que, por ser Cuba todavía
una colonia, la india aparecía sola o junto con la reina de España como
en el grabado de Víctor P. de Landaluze, en el Álbum Regio (1855) de
Vicente Díaz de Comas. Para hacer su grabado, Landaluze pudo haberse
Capítulo III 89

inspirado en la escultura neoclásica de Giuseppe Gaggini (1791-1867),


el autor de “La noble Habana”, o en cualquiera de las otras imágenes
que aparecieron de la América-India desde el siglo xvi. No obstante, la
característica principal de “La noble Habana” es el escudo de armas de la
ciudad que sujeta con la mano derecha, y le da su identidad local y criolla,
un escudo que, en el dibujo de Landaluze, queda sustituido por el de Es-
paña. Asimismo, en la misma ilustración de Landaluze, la india, en lugar
de estar acompañada por delfines, otro de los símbolos asociados con la
Isla que aparece en el escudo de armas de Cuba publicado por Vicente
Díaz de Comas, ahora está acompañada de un enorme león, símbolo del
poder colonial, que mira de reojo a la muchacha.
Estas alegorías establecen, por tanto, puntos de coincidencias y diferen-
cias entre ellas, al mismo tiempo que muestran una evolución en la icono-
grafía de la Isla; ya que, con anterioridad a la escultura de “La noble Haba-
na”, la Corona le había concedido a Cuba un escudo en 1516, publicado
en el Mapa histórico Moderno, donde la unión entre ambos territorios se
construye a través de símbolos religiosos y de la Conquista, como el de la
virgen española, la ciudad y el conquistador, que aparecen en la imagen y
establecen la pertenencia de la Isla a la metrópoli. En aquella oportunidad,
la Isla era representada como una joven blanca que llevaba en una mano
un arado y, en la otra, el instrumento para cortar el trigo. De su lado, eso
sí, aparecen los atributos tradicionalmente asociados con América, como
el cocodrilo, la serpiente y los frutos autóctonos, que más tarde reaparece-
rán en las cornucopias y alabanzas a la Isla, que, en 1516, todavía estaba
siendo conquistada. Esta alegoría, al igual que las que aparecen en las obras
que tratan de la guerra, enfatizan, por consiguiente, el pacto de poderes
establecido entre ambos territorios, y dan una idea clara de la “comunidad
imaginada” que deseaba crear España al inicio de la colonización; ya que,
si entonces había una importante población de indígenas en Cuba, estos
no se ven representados en la imagen. No obstante, en 1872, cuando apa-
rece el conjunto fotográfico de Varela y Suárez, “Cuba siempre Española”,
ya se había proclamado su extinción; los historiadores no los mencionaban
como pertenecientes a la realidad de la Isla, y quien representaba este papel
90 La india y la “linda criolla”

en la foto era, seguramente, una joven disfrazada que posaba ante el lente.
Esta ausencia de los aborígenes en la vida real, empero, es lo que hace po-
sible que su “recuerdo” sea utilizado como arma ideológica en el combate
en contra y a favor de los independentistas.
En la imagen visual “Cuba siempre Española” del Álbum histórico fo-
tográfico de la guerra de Cuba, España está tomando del brazo a la joven
india; lo cual indica su resolución de mantenerla sujeta, más aún, cuando
aparece rodeada de soldados que alzan los brazos en señal de triunfo, re-
cibiendo la mirada cómplice de ella, que sostiene en su mano la bandera
española. En el lado opuesto de la foto, se ven en el suelo cuatro criollos,
enemigos de España, a quienes Cuba-india no mira, ni compadece, y que,
supuestamente, han sido muertos en combate por estos mismos soldados
peninsulares. Hay, también, balas de cañón, una lanza rota y, detrás, en
retirada, una caballería mambisa; lo que hace que esta composición esté
estructurada en forma tripartita, dejando un espacio entre los enemigos
separados por la ideología. Este simbolismo se refuerza, además, con el
título de la foto que aparece, justamente, en medio de la foto , homolo-
gando y declarando a perpetuidad el derecho de una sobre la otra, ya que,
como argumenta el autor en el Álbum histórico fotográfico, esta era la única
opción válida que tenían los cubanos, porque, si la Isla se separaba de Es-
paña, regresaría a la “barbarie”, como había ocurrido en Santo Domingo
(Álbum histórico fotográfico de la guerra de Cuba 1872: 8-9). En cambio,
“Cuba siempre Española” era todo lo que podía alcanzar un pueblo “civi-
lizado”: la paz, la felicidad pública, la religión católica y el progreso (1872:
10). Con esto, se entendía que, de ganar la independencia los cubanos, la
Isla sería dominada, no por indios “salvajes”, que ya no había en la Isla;
sino por los esclavos africanos que pondrían patas arriba su estructura
social y, como decía el poeta español Francisco Camprodón (1816-1870),
en Patria-Fe-Amor. Colección de Poesías castellanas y catalanas (1871), les
arrebatarían a los criollos sus mujeres blancas (Camprodón 1871: 5). Este
énfasis en la barbarie de los separatistas se repetirá en otras partes del libro
y será uno de los tópicos fundamentales de la literatura de la guerra.
Capítulo III 91

En la narrativa del Álbum histórico fotográfico, Gelpí y Ferro recalca


este miedo cuando nota la distribución étnica que existía en el país, o
cuando habla de la Revolución Haitiana y de los descendientes de los
franceses que escaparon a Cuba de la isla vecina, y recordaban “las ho-
rribles escenas que habían oído contar en el seno de sus familias” (Gelpí
y Ferro 1872: 48). No en vano, el autor, que también era el principal
gacetillero del periódico integrista La Prensa, criticaba a los estados del
Norte de la Unión americana por no haberle permitido al Sur mantener
el régimen que quería (la esclavitud), y decía que, al tomar Ulysses Grant
la presidencia, quienes más interesados estaban en lo que iba a suceder,
no eran los mismos norteamericanos, sino “la pequeña fracción de hijos
espúreos de la Isla de Cuba, que han concebido en mala hora y puesto en
vía de ejecución el criminal proyecto de destruir todos los elementos de
civilización y de progreso creados y fomentados en las Antillas españolas
por la Madre Patria a costa de tres siglos de sacrificios!” (Gelpí y Ferro
1872: 200).
Una y otra vez, la guerra se entiende en estos textos en términos de
lealtad, civilización, barbarie, deuda y agradecimiento. Gelpí y Ferro re-
curre así a la recuerdo endeudante, a través de la cual, les exige a los cu-
banos que mantuvieran el status quo colonial por una simple cuestión de
agradecimiento, al mismo tiempo que declaraba que quienes se unieran
a los independentistas serían “hijos” desleales a la Madre Patria. Conse-
cuentemente, se intentaba promover en ellos un sentimiento de culpa y
de temor si abandonaban a la “madre” y se les tildaba de traidores por
desear la anexión a los Estados Unidos. Por estas razones, hay que ver
el conjunto alegórico de Varela y Suárez como un comentario indirecto
sobre la “barbarie” del “Otro” (negro, indígena o criollo), contra la cual,
se destacan los blancos y los valores de la “civilización” europea. No por
gusto, todos los que combaten por la “india” en esta foto son blancos “es-
pañoles”, ya que en los batallones de voluntarios no había negros ni mes-
tizos (Uralde 2011: 73). Los atributos que sobresalen son los de imperio
español, por tal motivo, esta fotografía contrasta tanto con la imagen que
popularizaron los cubanos en la misma guerra, donde lo que destaca es
92 La india y la “linda criolla”

la lucha contra el dominio colonial, y el acto magnánimo de los criollos


blancos dando la libertad a los esclavos.
La alegoría a la que me refiero se titula “La República cubana”, fue im-
presa por primera vez en 1875, y no ha sido comentada más que por Gui-
llermo Zéndegui, que la publicó en Ámbito de Martí en 1954 (Zéndegui
1954: 33). Este cuadro establece algunas semejanzas con la foto de Varela y
Suárez, aunque lo principal son las diferencias. ¿Cuáles? En ambas imáge-
nes, la escenografía y la disposición de los actores son las mismas: un cielo
oscurecido por la guerra y bandos opuestos que luchan a cada lado. De
forma contraria a como aparece en la composición fotográfica, este cuadro
pone en primer plano a una criolla blanca y no, a una india semidesnuda
junto con la reina. La criolla está vestida a la usanza romana, con toga y
sandalias, llevando en una mano el escudo nacional y, en la otra, la bandera
independentista. A semejanza también de la foto anterior, es otra mujer
quien representa a la Isla. Está subida a una roca y pisa la cabeza del león,
(lo) español. Al lado izquierdo del cuadro, aparecen las tropas mambisas,
no en retirada o dándole la espalda al público, como en la composición an-
terior, sino yendo al ataque e incendiando un fuerte enemigo. A la derecha,
como en la fotografía de la Galería de Varela y Suárez, se ve a los soldados
españoles quienes, amparados por la Iglesia católica, ejecutan con garrote
vil a un revolucionario. Estas similitudes y diferencias nos hacen pensar que
la alegoría de la “República cubana” tuvo como referente directo la foto
“Cuba siempre Española” del Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro, y que el
pintor se propuso responder o criticar con ella la composición integrista
del gacetillero de La Prensa. Varias de las composiciones y litografías de la
época sobre la guerra, no obstante, siguen este patrón, donde, ya sea la reina
de España o una representación similar, ocupa el lugar central de la imagen
visual y, a cada lado, aparecen diversos símbolos u actores sociales que re-
presentan las ideologías en disputa. Otro ejemplo es la litografía de Muguer
y Galán, publicada en el libro de Eleuterio Llofríu y Sagrera Historia de la
insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1872).
En esta imagen, el lugar central nuevamente está ocupado por la reina
de España, quien sujeta también con su mano derecha a la adolescente
Capítulo III 93

indígena (Cuba), que la mira como una hija, mientras la reina pisa con
sus pies los emblemas del separatismo: la tea incendiaria y la bandera
rebelde. En contraposición a la imagen de la indígena, delante de la
reina, aparecen los símbolos con los cuales sus partidarios querían que la
identificaran: los emblemas de las ciencias, la educación, el comercio y
las artes, representados por el caduceo, el compás, la palestra con los pin-
celes y el libro; con lo cual, se superponían o constrastaban dos visiones
distintas del legado colonial. Si estos últimos emblemas simbolizaban a
España y la “civilización”, los objetos que aparecen al lado de la joven
anclan a Cuba en la naturaleza, la sexualidad y la abundancia productiva
de las colonias. Ella pertenece a un tiempo distinto al de la reina, con lo
cual, se establece en este grabado y en la fotografía de Gelpí y Ferro una
relación asimétrica, de dependencia ab initio entre Cuba y España hecho
que supone, igualmente, una lealtad necesaria basada en los beneficios
que la primera había sacado de la segunda. Es decir, el grabado pone
nuevamente a ambas mujeres en el mismo lugar y espacio, a condición
de la subordinación de una a la otra, que le debía, por eso, gratitud. En
otras palabras, constituye una representación que se apropia del pasado,
del recuerdo endeudante, para mostrar el agradecimiento que Cuba le
debía a España por todo lo que le había dado. No por gusto, la imagen
de la india aparece del mismo lado que el busto de Cristóbal Colón, una
de las carabelas y el sol de un nuevo día, y, al igual que ocurre con la
fotografía de la Galería de Varela y Suárez, no importa que la historio-
grafía dijera que ya no existían indígenas ni conquistadores en la Isla. Ni
tampoco importaba que estas imágenes representaran hechos ocurridos
hacía más de tres siglos. El tiempo, las razas y los géneros son los tres
discursos que utilizarán estos artistas para establecer las diferencias y las
distancias temporales entre los dos países y, con ello, los derechos de
conquista que tenía España sobre la colonia.
Estas representaciones despojan a Cuba, entonces, de todo valor ci-
vilizatorio y muestran una relación paternalista y eurocéntrica, basada
en el poder colonial. El eurocentrismo, según Aníbal Quijano, está sos-
tenido en dos supuestos. El primero es que la historia de la humanidad
94 La india y la “linda criolla”

había comenzado en el estado de naturaleza y habría culminado su desa-


rrollo en Europa; y el segundo, que las diferencias entre Europa y los no
europeos eran naturales, raciales, y que no estaban sujetas a la historia del
poder (Quijano 2008: 190). Por tanto, en estas representaciones de Cuba
como indígena, los artistas y fotógrafos que servían los intereses colonia-
les, alimentaban la idea de que los cubanos todavía vivían en un estado
de naturaleza, inferior al de los europeos y en un tiempo pretérito, con
lo cual, anclaban los desacuerdos políticos en la raza. En términos de lo
que dice Johannes Fabian en Time and the Other (1983), estas imágenes
colocan a la Isla en un tiempo distinto al que compartía en ese momento
con la Madre Patria, negándole la “coetaneidad”; lo cual tiene sentido
si recordamos que, desde el inicio de la colonización, la corona desarro-
lló una relación paternalista con los indígenas americanos, a quienes vio
como seres que no habían alcanzado la adultez, y que necesitaban de la
tutela del Imperio español hasta que crecieran (Pagden 1982: 104).
En la poesía siboneyista, a pesar de representarse a Cuba como a una
indígena, no hay tal contraste, porque todo ocurre en una misma época.
En cambio, aquí, Cuba está metamorfoseada en indígena para que sirva
de antítesis de la Reina, de la metrópoli y de los soldados de la integri-
dad nacional. Así el pasado es representado como presente, con el fin de
mostrar la adolescencia de los cubanos, y la necesidad de que continuaran
bajo la tutela de España. Claro está, no es solo un bando el que basa sus
argumentos en este archivo histórico, si se quiere anacrónico, sino los dos.
En ambos casos, se trata de alegorías de la patria que, en la “República
cubana”, buscan equiparar sus ideales con los de las antiguas repúblicas
atenienses y romanas, tomar aquellas como ejemplo, al igual que hicie-
ron los filósofos de la Ilustración, en cuyos escritos se apoyaron Simón
Bolívar, Vicente Rocafuerte, Manuel Lorenzo Vidaurre y otros intectua-
les hispanoamericanos. Razón por la cual, el propio Bolívar, Céspedes y
Martí se ven a sí mismos como “esclavos” de España.
Este cúmulo de ideas, por consiguiente, contrastan con las que apoyan
las imágenes de la propaganda española cuyas “indias” constituyen un
recordatorio de la otredad radical y de la deuda de gratitud que los criollos
Capítulo III 95

le debían a España. En el grabado de Galván, se deja entrever que esta le


había puesto en las manos un pergamino para que firmara un acuerdo de
perpetuidad con la Madre Patria. Si una mira al pasado y a la Conquista,
la otra tiene su vista puesta en el futuro y la libertad; busca romper con
ese pasado y comenzar una historia nueva. Este mensaje se repetirá de una
u otra forma en imágenes, poemas y narraciones de la guerra, en las cuales
los partidarios de España se burlarán de los independentistas, o tratarán
de mostrar la subordinación de la “Isla-indígena” a la Corona. Su objetivo
será justificar el dominio que aún tenía la metrópoli sobre la más grande
y próspera de las Antillas y mostrar las diferencias radicales que existían
entre ambas: el cuerpo oscuro en contraste con el blanco, Europa enfren-
tada a América, la civilización en conflicto con la naturaleza-barbarie, que
debía defenderse con el poder de las armas.
En la fotografía “Cuba siempre Española”, la representación de la Isla
como india es más dramática que en las otras, por la simple razón de que
es una imagen de salón o de estudio en la que se distinguen mejor las
tonalidades y participan personas de carne y hueso, vestidas con trajes
“típicos” de cada época. Se trata de una composición en que cada detalle
está pensado para trasmitir una idea, diferenciar ambos bandos y darles
valor simbólico a los objetos. Así, por ejemplo, la luz puesta sobre las dos
modelos y la bandera española que ocupa el centro de la foto, actuando
como una especie de axis mundi imperial, sugiere las escenas de alumbra-
miento, victoria y revelación, que eran tan comunes en los cuadros y los
poemas románticos, o sea, el lugar donde era posible la comunicación
entre el cielo y la tierra, o entre Dios y sus adoradores, el primero de estos
representado por la misma reina.
En “La República cubana”, por otro lado, la luz también viene del
cielo, pero le da de costado a la patria, y se distribuye entre la ejecución
de un prisionero, a quien un ángel pone un nimbo de santidad sobre la
cabeza, y una familia de esclavos que dan gracias a la República por ha-
berlos liberado. La luz alumbra la patria y a los siervos, al mismo tiempo
que estos alzan los brazos en acción de agradecimiento, mientras tie-
nen las armas a sus pies. Armas que empuñarán junto con sus antiguos
96 La india y la “linda criolla”

amos contra España. No obstante, al igual que ocurre en la fotografía


del Álbum fotográfico, los esclavos están situados en un plano inferior
a la República, los independentistas blancos y la Corona. Sus formas
agigantadas y rostros misericordiosos aparecen, primero, para señalar
la importancia del acto magnánimo que tuvieron los independentistas
con ellos, acto que se convirtió en el más importante en la historia de la
nación cubana y que se repite con insistencia en la literatura de la guerra
para remarcar la solidaridad entre las razas. Esta imagen representa y le
recordará al espectador, por consiguiente, quiénes eran ellos y por qué
luchaban, y reaparecerá más tarde, en el discurso político de 1895, aun
cuando España ya había abolido la esclavitud en Cuba (1886). Asimis-
mo, la joven criolla en el centro del cuadro se convertirá en la heroína
de varias narraciones y obras de teatro, entre las que cabe destacar la ti-
tulada Dos cuadros de la insurrección cubana escrita por Francisco Víctor
y Valdés en Charleston, Carolina del Sur. En esta obra, Carolina, es una
joven cubana que decide partir para la guerra y que, al igual que la joven
que sirve de modelo de la República en el cuadro independentista, dice
que llevará la bandera en el combate e imitará en su valor a las “heroínas
de Roma” (Víctor y Valdés 1978: 174). Dice Carolina:

Yo llevaré la bandera
de nuestra querida Cuba
porque libre y feliz suba
a la celestial esfera.
Ya que nuestra aurora asoma
las armas empuñaremos
y en valor imitaremos
Las heroínas de Roma.
Con eso dirá la historia
que ya las damas cubanas
han sido otras espartanas
y se han cubierto de gloria
(Víctor y Valdés 1978: 174).
Capítulo III 97

Es posible que Francisco Víctor y Valdés se haya inspirado en la misma


historia de la hija de Perucho Figueredo, el autor del himno nacional de
Cuba, para hacer esta representación, ya que Figueredo le había pedido a
su hija, Candelaria, que llevara la bandera mambisa en el famoso combate
de Bayamo en 1868, cosa que esta hizo vestida de blanco y con “un gorro
frigio punzó” en la cabeza (Figueredo 1929: 16-17). Pero, este traje y este
gesto ya eran una convención de la época, dado que, de igual forma se
representaba a la mujer como un símbolo de la libertad en los Estados
Unidos, España, Francia y en el resto de las repúblicas hispanoamerica-
nas. Existe, no obstante, una diferencia entre el gorro “frigio punzó”, que
dice Candelaria que llevaba en la cabeza el día de la victoria de Bayamo, y
el “gorro píleo”, que es el que realmente aparece en las representaciones de
la libertad en estas imágenes. Ambos eran rojos y significaban la libertad,
pero el frigio tenía unas orejeras y el píleo, no (Couceiro 2013, en línea).
El gorro píleo lo usaban los libertos y los esclavos manumitidos de la an-
tigua Roma, y es el que aparece en el cuadro del pintor romántico francés
Eugène Delacroix titulado “La libertad guiando al pueblo” (1830), que
sirvió de modelo para estas representaciones.
Valga decir, ahora, que tanto en la fotografía “Cuba siempre Española”
que aparece en el Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro como en el cuadro
la “República cubana”, el observador ve las escenas desde abajo, ya que
ambas mujeres están subidas sobre un promontorio que les da más im-
portancia. En el segundo, hay un camino que se extiende desde la misma
base del cuadro hasta ella, lo que permite que la persona que mira esta
representación se sienta incluida dentro de la escena, especialmente, si
consideramos que este cuadro –del que solamente queda una reproduc-
ción de tamaño pequeño– era mucho más grande y estaba colgado en las
paredes de los clubes cubanos de los Estados Unidos e Hispanoamérica
(Zéndegui 1954: 33). De este modo, entre el observador y la República
queda solamente un camino simbólico donde con lo primero que se en-
cuentra son los esclavos y las armas.
Llama la atención, sin embargo, que en esta alegoría no aparezca la
“india” anterior, y que en ninguno de los símbolos patrióticos de los
98 La india y la “linda criolla”

independentistas (el himno, la bandera o el escudo) haya una referen-


cia a la antigua raza aborigen. Tampoco, hay referencias culturales o
simbólicas a los negros, ni a ninguna otra etnia que haya luchado por
la independencia de Cuba. Las representaciones de la patria en estos
emblemas son abstractas y, por lo general, autoreferenciales, ya que se
repiten en más de uno (la estrella, la bandera, y el gorro píleo). Las úni-
cas representaciones realistas que aparecen son las del paisaje: la palma
real, las montañas, el golfo, el sol naciente y la llave que representa sim-
bólicamente la posición de Cuba a la entrada del golfo de México. Es-
tos símbolos reflejan valores compartidos, supranacionales y abstractos,
con los cuales todos los ciudadanos de la República podían identificar-
se. Especialmente, si de lo que se trataba era de crear un sentimiento de
pertenencia al lugar, a la tierra y al paisaje, y de reproducir un lenguaje
topofílico que aparece desde muy temprano en los textos insulares. Por
otro lado, podemos pensar que los independentistas creían que, al pin-
tar los españoles a los cubanos como indios jóvenes e indefensos, los
estaban criticando; ya que, como vimos en la fotografía, esta represen-
tación generaba una relación asimétrica entre España y América o entre
la “civilización” y la “barbarie” con la cual justificaban su dominio de
la colonia. Por esto, creemos que, en lugar de vestir a Cuba con ropas
típicamente indígenas, como en la fotografía del Álbum, los cubanos
vistieron a la “República” con una blusa y una toga grecorromana, que
recordará el deseo de fundar una república independiente. Es decir, no
lo hacen porque era así como se vestían las cubanas que iban a la guerra;
sino porque este vestido y las referencias a Roma y Esparta, tal y como
aparecen en la obra de Francisco Víctor y Valdés, daban una idea de sus
ideales republicanos, de su heroísmo y de su filiación con los valores de
la cultura occidental. Por consiguiente, las diferencias entre España y
Cuba se dan en estas representaciones a través códigos raciales, políticos
y genéricos que incluyen o excluyen elementos propios del imaginario
social de la época. Si una representación anclaba la colonia en el pasado,
la otra lo hacia en el presente, y tenía la capacidad, además, de rendir
tributo a las mujeres que apoyaban la guerra.
Capítulo III 99

Al rechazar este tipo de representaciones, los independentistas enfa-


tizaban los agravios que, solamente, podían solucionarse con la separa-
ción de los dos países y el establecimiento de un nuevo Estado. Estaban
rechazando la concepción del Otro, americano como “homo silvestris”
para favorecer, en su lugar, una representación más moderna y real de
la nación futura. Si la foto del Álbum histórico fotográfico reduce a Cuba
al cuerpo, la naturaleza y lo animal, los criollos aspiraban a incluir sus
propias ideas y muchos de los rasgos culturales que heredaron de España
en la nueva República. No se veían como antagónicos de la modernidad,
del progreso, de las ciencias ni de la “civilización europea”. Su reciclaje
de símbolos como el de “la bella india”, creado en Europa durante la
Conquista, los movimientos literarios en auge, las leyes en la manigua
y los conceptos de república y liberalismo apuntan a una interrelación
más dinámica y menos maniqueista con la metrópoli y la modernidad.
El propio Fornaris argumentaba que era cierto que no tenía sangre indí-
gena, y así lo reconoció ante el capitán general de Cuba, don José de la
Concha, en 1857, cuando este lo mandó a llamar y le pidió que dejara
de escribir versos sobre indios, porque en Cuba “somos españoles y no
indios, [¿] está Usted? Todos españoles” (Fornaris 1898: 11). Fornaris,
en cambio, decía que, por haber nacido en el mismo lugar que los aborí-
genes, también compartía su herencia y, en sus poemas, sugiere, incluso,
que comparte con ellos el mismo acento y recupera con tal fin muchas
palabras de su vocabulario con el cual “desespañoliza” el idioma. Si bien
los poetas cubanos no podían prescindir del español, al menos con la
introducción de este vocabulario indígena y el acento de sus personajes,
podían conectar una identidad con otra. Con lo cual, se entiende que,
en la guerra de 1868, estas palabras cubanizadas a través del “seseo” y
el “yeísmo” instauren un punto de conflicto entre los peninsulares y los
partidarios de la independencia, ya que, para los españoles, cualquier
término criollo o indiano era sinónimo de mambí e, incluso, en los co-
legios, los partidarios de la Corona obligaban a los niños a pronunciar
“muy claro y distintamente la C y la Z” y, si no lo hacían, los maestros
podían llamar a la policía (Cento Gómez 2013: 24-26).
100 La india y la “linda criolla”

Esto demuestra la capacidad y la voluntad de los criollos de ir en con-


tra de la norma cultural ubicua, del lenguaje uniforme-español y los sim-
bolos pro-españoles que imponía el sistema colonial con el objetivo de
crear una identidad propia. Porque, como dice Étienne Balibar, uno de
los mecanismos fundamentales para construir la nación es el lenguaje,
que se refuerza a través de la escuela, que conecta a los individuos con el
origen y tiene como contenido el acto común de sus propios intercam-
bios (Balibar 1991: 97). La norma cubana, el paisaje y las referencias in-
dianistas, por consiguiente, fueron mecanismos que tuvieron los cubanos
para abogar por su libertad política, su diferencia cultural y su indepen-
dencia económica. Era un “mito del origen o de la continuidad nacional”
como diría Étienne Balibar al hablar de Francia (1991: 87) que en el caso
de los cubanos les permitía imaginarse como seres distintos y libres del
poder español; lo que nos indica que la guerra no se libró únicamente
con las armas; sino, también, con símbolos, palabras, imágenes y acentos,
que iban contra de los impuestos por el sistema colonial que dominaba la
esfera pública, así como contra las instituciones de poder como la prensa
y la educación. No hay en ello un intento de diferenciarse de España por
parte de los independentistas a través de la sangre, la cultura o la religión;
sino que lo hacen a través de la norma idiomática, de la historia y de
sus intereses políticos y económicos. Estos intereses económicos, que les
debían los cubanos al Estado y a la Iglesia, eran los que los venían em-
pobreciendo, con los que ellos trataron de terminar (Ibarra Cuesta 2007:
14-17). Por esta causa, los independentistas recurrieron al archivo india-
nista para encontrar argumentos de tipo afectivo, sentimental y político
con los cuales combatir a España.
Irónicamente, al estallar la Guerra de los Diez Años, José Fornaris,
el “padre” del siboneyismo, no se unió a las tropas de Céspedes como sí
hicieron otros escritores cubanos, como Luis Victoriano Betancourt y
Antonio Zambrana. Después de ser puesto bajo vigilancia por el gobierno
español, Fornaris simplemente se dedicó a la literatura y al magisterio en
La Habana, algo por lo que Carlos Manuel de Céspedes lo criticó en su
Diario. Por un apunte que hizo mientras se encontraba en San Lorenzo,
Capítulo III 101

después de haber sido destituido de su cargo de presidente de la Repú-


blica en Armas, Céspedes encontró un ejemplar de Cantos del Siboney en
un bohío de la zona y se lo llevó para releerlo. Escribió, entonces, en su
Diario que Fornaris era un mentiroso, que no sentía ni “amor, amistad
ni parentesco”; ya que “come el pan y lame las manos de la raza opresora,
q.[ue] después de destruir a los aborígenes de Cuba, aspira a hacer lo
mismo con sus propios descendientes, p.[or]q[ue] se esfuerzan en rom-
per la cadena de la esclavitud con q[ue] oprimía sus cuellos como un día
los de los inocentes indios” (Céspedes 1994: 265). En suma, Céspedes
le critica a Fornaris que, habiendo habiendo convertido el siboney en un
símbolo de la identidad nacional, no se haya unido al alzamiento, y se
contentara con lamer “las manos de la raza opresora” (1994: 265). Un
juicio sumamente severo que no será el único, ni el más duro que el pa-
tricio bayamés escriba en su Diario, donde casi ninguno de sus enemigos
políticos se salva de sus críticas.
Recapitulando, entonces, podemos decir que la reescritura de la his-
toria y el uso de símbolos como el de la indígena, el peinado, la ropa o
la lengua fueron formas en que los independentistas trataron de inter-
venir en el imaginario social de Cuba, y cambiar el balance de fuerzas
y normas que había impuesto España. Por esto, debemos hablar de dos
formas de representar a la nación: una “imperial”, la de los escritores y
grabadistas proespañoles, y otra “mambisa” que se expresa en las cancio-
nes, los apelativos, la moda y la cultura material que se desarrolló en la
manigua. Si esta última se crea a base de fuentes primarias y muestra lo
que Ismael Sarmiento llama “el ingenio mambí”, la cultura espiritual o
inmaterial cobrará vida en las canciones, las letras de poemas y narracio-
nes a través de los cuales los cubanos imaginaban la nación. Por eso, al
leer esta literatura, debemos prestar atención a las marcas de identidad
que van conformándose a lo largo de tres décadas y a las alegorías y a
figuras como la de la mujer-patria-criolla en la que encarna el espíritu
rebelde. Esta joven, vestida a la usanza greco-romana, podía ser de clase
media o alta, esposa o hija de un revolucionario o de un peninsular.
Podía compartir con los españoles aquello que José Fornaris y Nápoles
102 La india y la “linda criolla”

Fajardo reclamaba para sí mismo; pero, a diferencia de sus padres o de


sus abuelos peninsulares, ya no piensa la patria en los términos que la
identificaban ellos. Su concepción identitaria es criolla. Se ve como otra
víctima de España. Rechaza la esclavitud y la riqueza mal habida, y se
va a la manigua con su esposo a luchar como una “espartana”. De este
modo, podríamos decir que, en la lucha por la independencia, la linda
criolla encarnará las aspiraciones de los revolucionarios, mientras que la
figura de la indígena ejemplificará las pugnas ideológicas sobre este ícono
colonial. En un inicio, su representación en los grabados será un ejemplo
del exotismo y la superioridad europea. Durante el periodo revoluciona-
rio, el ícono será nacionalizado y convertido en otra pieza de la historia
americana. Durante la guerra de Cuba, sin embargo, los partidarios del
integrismo volverán a echar mano a ella, para mostrar la lealtad y su-
misión de la Isla a España; con lo cual, su reinterpretación confirma la
lucha de poderes por redefinirla como una cosa u otra; los cubanos por
tratar de redefinirse ellos mismos como una entidad singular e indepen-
diente y los partidarios del integrismo, por convertirla en un recurso de
la memoria y la deuda de gratitud que le debían los criollos. Este tipo
de representación aparecerá en la novela del teniente coronel del ejército
español estacionado en Cuba, Eusebio Sáenz y Sáenz (1844-1912), La
Siboneya (1883) y en los poemas que se publicaron cuando terminó el
conflicto para rendir homenaje al general Martínez Campos.
Capítulo 4

La culpa y el sacrificio de los amos

“¡O como gozo en padecer i en arriesgar mi vida por la


emancipación de los negros!”

Antonio Zambrana, El negro Francisco

Junto con los poemas e imágenes indianistas que aparecieron en Cuba


a mediados del siglo xix para expresar la singularidad de los cubanos, otro
de los corpus literarios más importantes de la época lo conforman las na-
rraciones de tema negro que se publicaron fuera y dentro de la Isla. Entre
ellas, están la Autobiografía del poeta esclavo de Juan Francisco Manzano,
y las novelas Francisco de Anselmo Suárez y Romero, Sab de Gertrudis
Gómez de Avellaneda y Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde. Este corpus,
que incluye otras narraciones menos estudiadas que discuto aquí, aparece
durante el período de tiempo en que se desarrolla la esclavitud, abolida de
forma definitiva en 1886. En estas narraciones, los autores muestran los
terribles maltratos que padecían los esclavos, así como los resultados fu-
nestos que traía el sistema para los criollos1. Dada la crítica y censura del
gobierno español, la mayoría de ellas aparecieron fuera de la Isla y pocos

1
Existen numerosas investigaciones sobre la literatura antiesclavista en Cuba que han
destacado el carácter crítico de estas obras con relación al sistema colonial. Entre ellas, sobre-
sale Literary Bondage: Slavery in Cuban Narrative (1990) de William Luis. En Miedo negro,
poder blanco en la Cuba colonial (2015) destaco, por otro lado, los intereses clasistas y raciales
que albergaban estos escritores y los termores que tenían en relación a la influencia de los
africanos en Cuba.
104 La culpa y el sacrificio de los amos

cubanos tuvieron acceso a ellas. En este ensayo, me interesa analizar tres


novelas que tratan este tema, dos de ellas publicadas en Cuba y la otra
en Chile, durante la década revolucionaria (1868-1878). Al igual que las
narraciones de tema negro que se escribieron alrededor de 1840, estas
otras critican el sistema esclavista y no se ocupan del tema de la guerra
en Cuba. No obstante, terminan en otro conflicto bélico semejante al
cubano: la Guerra de Secesión en los EE. UU. (1861-1865). A pesar, por
tanto, de que la literatura esclavista no se ha asociado a la guerra indepen-
dentista, ni a la religión, sugiero que estas narraciones deberían asociarse
y entenderse dentro de este marco histórico de referencias, ya que su ver-
dadero objetivo no era abogar por una reforma del sistema, sino por la
soberanía de los cubanos y la abolición total de la servidumbre. En lo que
sigue, por tanto, me interesa destacar la importancia de estas obras en la
literatura cubana, y subrayar el recurso de la alegoría, el tema religioso y
la representación de la Guerra de Secesión en Cuba como una forma de
aludir a los independentistas.
Me refiero a las narraciones, La campana de la tarde o vivir muriendo
(1873), de Julio Rosas (seud. de Francisco Puig y de la Puente) y El negro
Francisco (1875) de Antonio Zambrana y Vázquez. A estas dos narra-
ciones sumaremos otra, escrita durante la guerra, pero publicada mucho
después, Vía crucis (1910-1914) de Emilio Bacardí y Moreau. Al analizar
las tres, me detendré en el discurso de la “culpa”, el “sacrificio” y la “ex-
piación” de los amos, un discurso que no aparece en las novelas del grupo
delmontino, y que leo como alegorías de la nación basadas en el mito
del sacrificio de Cristo. En estas narraciones, el protagonista principal es
un blanco, dueño de esclavos, que decide darles la libertad a los negros y
partir a la guerra. Sugiero que esta forma de actuar sigue el ritual cristiano
de culpa y expiación, en que los protagonistas guiados por el sentimiento
de compasión o de fraternidad racial tratan de “borrar” el pecado de los
otros, y se convierten así en “chivos expiatorios”.
En la novela de Julio Rosas, don Antonio decide irse a luchar en el
Ejército del Norte cuando descubre que Angelina, su esposa, tenía un
amante y que, al casarse con ella, había tronchado su verdadero amor. Su
Capítulo IV 105

decisión no aparece en el texto como una especie de deus ex machina que


soluciona a último momento el conflicto. Más bien, parece ser una deci-
sión consecuente con la forma de pensar del personaje, ya que Don An-
tonio es descrito como un hombre atípico en un mundo de mercaderes
de carne humana y deseos eróticos por las esclavas. Don Antonio, se nos
dice, había heredado de su padre unos treinta esclavos, pero un día deci-
dió darles la libertad e instruirlos en sus derechos, por lo cual, el narrador
describe su hacienda como un lugar armónico, casi paradisíaco, donde
se establece una relación de camaradería y confraternidad entre él y sus
siervos. El día de su matrimonio con Angelina, según dice el narrador,
Antonio pensaba liberar a los esclavos que le quedaban, para así concluir
de “enmendar la falta que cometió mi padre de hacerse rico con el sudor
y las lágrimas de sus esclavos” (Rosas 1873, vol. I: 71). Por esta razón, la
narración debe leerse de modo no literal, como parece ser a primera vista
–una historia de amor malograda–; sino como la expiación de la culpa o
de la “falta” de una clase, que hizo su dinero a costa de los negros y, ahora,
intenta reparar este mal sacrificándose. Su objetivo será “expiar ese pecado
original” que había cometido su familia cuando decidió enriquecerse, con
lo cual, su acción habría que interpretarla como un sacrificio por ellos
mismos, y no por su amada. En este sentido, Julio Rosas se haría eco del
malestar de un segmento de la élite blanca criolla de la época, que vio
como una especie de maldición que sus padres hubieran tenido esclavos,
porque ahora los corrompía a todos. Esta era la preocupación, por ejem-
plo, del Barón de Humboldt en su Ensayo político sobre la isla de Cuba, y
la del principal pedagogo de Cuba en aquella época, Don José de la Luz
y Caballero (1800-1862), quien decía que “la introducción de la esclavi-
tud en Cuba es nuestro verdadero pecado original, tanto más cuanto que
pagarán justos por pecadores” (Caballero 1890: 65). ¿Qué significa ver la
cuestión de la esclavitud a través del marco religioso? ¿Qué metáforas y
alegorías pone en movimiento esta conciencia pecadora?
La primera de ellas es la del sacrificio, ya que, en la religión católica,
el sacrificio o la expiación consiste en enmendar un mal o en satisfacer
una falta religiosa contraída por otro, que da pie, como dice René Girard
106 La culpa y el sacrificio de los amos

en Sacrificio (2012), al fenómeno del “chivo expiatorio”. En la Biblia,


Dios expulsa a Adán del Paraíso por haber probado la manzana del ár-
bol del conocimiento, después de lo cual la humanidad es condenada
a llevar consigo el “pecado original” hasta que Cristo viene a expiarlo.
Tal acto de sacrificio ha sido utilizado por el hombre “para pensar su
naturaleza, su deber y su destino” (Hertz 1999: 19), especialmente, des-
pués del siglo xiii, en que, como dice Jean Delumeau en Sin and Fear,
se propagó la “neurosis cristiana” y esta idea se utilizó para mostrar que
Dios juzgaba nuestras acciones y castigaba nuestros vicios, incluso, con
el infierno (1990: 296). Desde este punto de vista, sugiero, debemos leer
estas novelas como el espacio en que se hace visible la consciencia del
“pecado” de tener esclavos, y la necesidad de expiarlo a través de las ar-
mas. Quien habla en estas obras es el amo que, para salvarse a sí mismo,
tiene que rechazar o abandonar todo lo que lo representa y lo conforma
como esclavista: el dinero, el lujo y las vanidades, para finalmente, tener
que sacrificar su vida por ellos. Ambos pasos pertenecen a una misma
alegoría que, como confirma Maureen Quilligan en The Language of
Allegory (1979), es otra de las estrategias retóricas en que la narración se
identifica con un “pretexto”, que en la cultura occidental ha sido muchas
veces la Biblia, o alguna de sus narraciones o personajes. Las novelas de
las que hablamos, no solo serían textos basados en otro texto sagrado;
sino que, también, le revelarían al lector un “propósito espiritual más
elevado dentro del cosmos” (1979: 156).
En la novela de Julio Rosas, la culpa figura como el eje central en la
caracterización de don Antonio, Arturo, y Angelina, ya que les revela a
los dos primeros un “propósito espiritual” más que monetario, al decir de
Quilligan, que es el de morir combatiendo por la liberación de los siervos.
Ninguna de las novelas “antiesclavistas” publicadas antes, fuera o dentro
de Cuba, habían propuesto algo igual, solo escenas de violencia donde la
víctima era el negro o la esclava. Aquí la crítica no se hará recurriendo a
estos motivos; sino que será mucho más sutil y utilizará otros subterfu-
gios, como la alegoría, que no involucra directamente la política isleña,
solo se refiere a ella si entendemos la obra basada en el mito cristiano.
Capítulo IV 107

Al fin y al cabo, su crítica, como la que hicieron los poetas “siboneyistas”,


es una crítica subrepticia, como correspondía que fuera en un país inmer-
so en la guerra, en el cual los que se oponían a España habían comenzado
por dar la libertad a los esclavos y argumentaban que uno de sus propó-
sitos fundamentales era hacerlos libres. No por gusto, Julio Rosas men-
ciona autores como Victor Hugo y José María Heredia, así como novelas
que critican el sistema esclavista como Sab (1841) de Gertrudis Gómez
de Avellaneda, y reproduce largos fragmentos de Francisco de Anselmo
Suárez y Romero, ninguna de las cuales se había publicado en Cuba dada
la censura del gobierno. De la novela de Anselmo Suárez y Romero, Julio
Rosas cita varias páginas que hablan de los esclavos minas, fragmentos, en
los cuales, se nota la compasión que sentía el narrador por los africanos.
A estos ejemplos, hay que agregar la crítica a la filosofía del progreso, el
lujo y el dinero, por la que había apostado la élite criolla blanca desde
finales del siglo xviii. En palabras de Julio Rosas, esta filosofía había pro-
vocado la desmoralización de los blancos y la deshumanización de los
negros (1873, vol. III: 99), una crítica a los sacarócratas, que explica que
a don Antonio, “el mejor de los amos” (1873, vol. II: 95), fuera víctima
también de su fortuna, ya que Angelina se casa con él por su posición
económica y por ayudar a sus padres (1878, vol. III: 11, 52).
Este cambio de actitud en el protagonista muestra, entonces, un
giro radical en el discurso antiesclavista cubano; ya que, en ninguna
de las obras anteriores, aparece un personaje como don Antonio, que
tiene la conciencia de su error, de su herencia, y opta por ir a defender
los derechos de los siervos. Ninguno termina rechazando su fortuna,
liberando a sus esclavos o muriendo por ellos. Quien más se le acerca es
don Carlos, el propietario del ingenio Bellavista en la novela de la Ave-
llaneda; aunque allí, don Carlos solamente le da la libertad a Sab, con
quien estaba emparentado y, al final, todas sus propiedades pasan por
testamento a la bella Carlota, quien se casa con Enrique. De esta for-
ma, la Avellaneda no critica tanto la fortuna mal habida, como el paso
de esa fortuna a los extranjeros. En su novela, por el contrario, Julio
Rosas se muestra abiertamente a favor de la abolición de la esclavitud
108 La culpa y el sacrificio de los amos

y critica la acumulación de riqueza a expensas del sufrimiento de los


negros, por eso decide al final irse a luchar por ellos en los EE. UU.,
y rompe así de forma radical con el discurso anterior y con su propia
familia; porque, como dice Luis García Pérez en El Grito de Yara: “la
Biblia nos dice: /Que la falta de los padres / Recaerán sobre los hijos”
(1978: 55). Por consiguiente, la “culpa” de los padres y el tratar de
saldarla serán los motores del cambio en estas obras. Si querían des-
hacerse de esta “falta”, los esclavistas debían rechazar la riqueza mal
habida de sus padres y lanzarse a la manigua. Debían declararse cuba-
nos, independentistas y aspirar a lo que era mejor para la patria. Lla-
ma por eso la atención que, en la obra de Luis García Pérez, sean los
mismos esclavos quienes expresan esta idea y que, al final, sea un amo
tan bueno como don Antonio quienes los entienda. Por este motivo,
también, en las novelas de Julio Rosas y de Emilio Bacardí, el héroe y
toda su familia mueren al final, repitiéndose, de esta forma, la idea de
la muerte como el máximo sacrificio y el castigo inevitable por la falta
que habían heredado de sus ancestros. Son ellos, no obstante, los que
se representan a sí mismos como seres magnánimos y, como dice el
narrador de La campana de la tarde, quienes se sacrifican, no tanto por
dejar a la esposa en manos de su amante, como por hacer algo útil por
la humanidad: “tócame ahora hacer otro sacrificio separándome de
ella… voy a morir, pero quiero morir no con muerte vulgar, sino de-
fendiendo algo grande, algo heroico, algo útil a la humanidad” (Rosas
1873, vol. III: 142). “El sacrificio de su vida”, dice el narrador, “era la
flor más triste pero más bella que podía colocar en el altar” (1873, vol.
III: 145). Ese sacrificio por “algo grande” era la emancipación de los
esclavos. Por consiguiente, al publicarse su obituario en un periódico
cubano, Angelina lee:

Entre los héroes muertos en nuestros campos de batalla por elevar la


condición del hombre, lavando la mancha que empañaba nuestro pabe-
llón, hemos contemplado con dolor el cadáver de un cubano que se ha
distinguido por su denuedo, y cuyo nombre ignoramos. Veíasele siempre
Capítulo IV 109

al frente de los soldados, y en lo más crudo de la pelea. Sus compañeros


de armas le seguían admirados y cuando le preguntaban su nombre, le
contestaba ¿Qué os importa mi nombre? Mi patria es la patria de Plácido
y Heredia.
Cubierto de heridas, casi moribundo, peleaba aun con valor singular,
hasta que una bala enemiga mató su caballo. Entonces el caballero cayó
sin vida sobre el noble corcel esclamando (sic): –Angelina, mi tumba es el
altar de tu felicidad (Rosas, 1873, vol. III: 162-163).

Julio Rosas, como sabemos, fue partidario de la independencia y,


al estallar la guerra de 1895, tuvo que exiliarse en los Estados Unidos,
donde se mantuvo escribiendo encontra del régimen colonial. Segura-
mente, no podía decir, en una novela publicada en la Isla y en medio de
la guerra, que el amo blanco terminó otorgando la libertad a sus escla-
vos y se alzó con ellos en la manigua cubana, porque la censura no se lo
hubiera permitido y debido a que, posiblemente, un acto como este lo
hubiera llevado a la cárcel. No obstante, la incorporación de Antonio al
ejército de Lincoln para luchar por los esclavos deja entrever que hubie-
ra deseado algo similar para su país y que, seguramente, les recordaría a
sus lectores que varios caudillos independentistas habían hecho lo mis-
mo, entre ellos, Joaquín Agüero, en 1851, Francisco Vicente Aguilera y
Carlos Manuel de Céspedes en 1868. Ninguno de ellos es mencionado
en esta novela, pero sí en otra narración publicada por Rosas después de
la independencia, El cafetal azul, donde habla de forma muy elogiosa de
ambos e, incluso, de Narciso López (1903: 70).
Por otro lado, recordemos que, en la Guerra de Secesión de los EE.
UU., combatieron soldados de muchas nacionalidades, incluyendo cuba-
nos, de los cuales, al menos dos regresaron más tarde a Cuba y murieron
combatiendo en contra de España. Me refiero a los hermanos Federico y
Carlos Adolfo Fernández Cavada (1832-1871), cuyas historias eran co-
nocidas en la Isla y aparecían con frecuencia en los periódicos satíricos
de la época, como El Moro Muza, que publicó una caricatura de Federico
Cavada (1831-1871), el 21 de noviembre de 1869, que lo muestra junto
110 La culpa y el sacrificio de los amos

con el norteamericano Thomas Jordan (1819-1895), Carlos Manuel de


Céspedes, Manuel de Quesada (1833-1884), Isabel Mendoza y Francisco
Vicente Aguilera. Todo esto demuestra que era posible que Julio Rosas
estuviera haciéndose eco de estas conexiones ideológicas para mostrar las
simpatías que despertaban los yanquis en los líderes revolucionarios. De
esta forma, hacían coincidir la causa antiesclavista del Norte con la causa
separatista, como lo habían hecho antes coincidir con la indígena, para
crear alianzas simbólicas a favor de la emancipación de los esclavos y de
la independencia de Cuba. No por gusto, en 1872, tres años después de
comenzar la contienda bélica, cuando el Congreso de los EE. UU. se pre-
paraba a discutir el conflicto, Francisco Vicente Aguilera y Ramón Céspe-
des publicaron Notes about Cuba, un alegato a favor de la revolución, que
comienza por destacar la liberación de los esclavos por parte de los revo-
lucionarios, como la acción que unía desde el punto de vista ideológico a
los partidarios de Carlos Manuel de Céspedes y de Abraham Lincoln. Esta
alianza era reconocida por los mismos integristas, quienes buscaban todo
tipo de excusas para mantener la esclavitud y utilizaban la abolición como
un pretexto de los males por los que Cuba pasaría de vencer a los cubanos.
De acuerdo con Eleuterio Llofríu y Sagrera en Historia de la insurrección
y guerra de la Isla de Cuba (1870-1872), los EE. UU. y los separatistas
aspiraban a liberar a la Isla de los últimos vestigios de la esclavitud en Amé-
rica para introducir “en dicha Isla la legislación de los Estados-Unidos,
[abriendo] a los hombres libres de origen africano residentes en la Unión,
un vasto campo donde inmigrar, en armonía con sus condiciones físicas,
en el cual encontraría gran recompensa su inteligente trabajo, mejorando
su raza y garantizando su prosperidad e igualdad, bajo libres instituciones”
(1870-1872: 134). En otras palabras, según Llofríu y Sagrera, la intención
de los revolucionarios era conquistar la independencia, abolir la esclavitud,
y traer a Cuba los negros que había en la Unión, los que se mezclarían con
las mujeres blancas “mejorando su raza y garantizando su prosperidad e
igualdad” (1870-1872, vol. IV: 134).
Este discurso, como veremos más adelante, se repetirá en la novela de
Francisco Fontanilles y Quintanilla, Autonosuya (1886) que termina con
Capítulo IV 111

un escenario distópico, muy similar, después que los norteamericanos


invaden la Isla en 1900. Es un discurso que tiene su origen en lo que se
conoce en Cuba como el “miedo al negro”, que fue usado por los partida-
rios de la corona como un arma ideológica o un “artefacto cultural” como
diría Clifford Geertz (1973: 81) para combatir las aspiraciones políticas
de los cubanos. Para entender este miedo, basta leer los poemas del dra-
maturgo español Francisco Camprodón Lafont (1816-1870), recogidos
en Patria-Fe-Amor. Colección de poesías castellanas y catalanas (1871), en
los que critica a los mambises de 1868 por ser desagradecidos y por no
ver que, si les daban la libertad a los esclavos y se independizaban, po-
drían esperar de ellos dos males: la venganza de estos por los años que
pasaron bajo el látigo: “el negro de un rugido de venganza” (1871: 5), y
la violación de las criollas, “profanada / por el labio brutal del africano”
(1871: 5). En todo caso había que hacer énfasis en el temor sexual que
implicaban los negros, ya que como dice Frantz Fanon en el discurso co-
lonialista “el negro encarna la potencia genital por encima de las morales
y las prohibiciones” (Fanon 2009: 154). Por supuesto, Camprodón no
reparaba en el costo que había tenido la empresa colonial para los indíge-
nas y los africanos, lo que le importaba resaltar únicamente era el peligro
y la necesidad de restituir esa unión “familiar” basada en las similitudes
raciales que tenían los criollos con los españoles.
En este ambiente cargado de racismo y de violencia, se entiende por
qué cualquier opinión disidente tenía que ser camuflada y expresada a
través de subterfugios como estos que van en contra del discurso oficial
que, únicamente, favorecía una visión idealizada del grupo en el poder.
Su novela coincidiría, por lo tanto, con la ideología separatista en que
ambos favorecían la emancipación de los esclavos y la causa del Norte
en la guerra civil, porque quienes luchaban por la libertad de los esclavos
en los EE. UU., como dice Rosas, eran “de esa raza de mártires y héroes
desconocidos para quienes el mundo no tiene un recuerdo” (1873, vol. III:
157). La censura y los historiadores coloniales podían no estar de su lado
o no hacer referencia a ellos en sus escritos, lo que no quería decir que no
existieran o que no valieran como ejemplos para sus compatriotas. Con
112 La culpa y el sacrificio de los amos

este argumento, Rosas se adelanta a cualquier objeción que podía hacerle


un lector dudoso de la veracidad de la historia, y deja por sentado que lo
importante era luchar contra la esclavitud, sacrificándose por ellos. Por
eso, en su novela, ambos protagonistas terminan muriendo en la guerra
civil en la cual, según Don Doyle, el 40% de los soldados que combatían
junto con Abraham Lincoln eran extranjeros o hijos de inmigrantes, que
veían la lucha como “la causa de todas las naciones” (Doyle 2015: 159).
Al poner a sus protagonistas en los EE. UU., defendiendo esta causa,
Julio Rosas y Antonio Zambrana no hacían más que validar, entonces,
un hecho real que tuvo gran repercusión en el resto del mundo. Para
los cubanos y los españoles integristas, sin embargo, era obvio que los
triunfos del Norte en la guerra significaban un golpe mortal para sus
propósitos; ya que, año después de comenzar, Miguel Rodríguez Fe-
rrer, en Los nuevos peligros de Cuba (1862), argumentaba que el enorme
poderío que habían desplegado los estados del Norte en la contienda
ponía a la Isla de Cuba en una situación sumamente precaria y a merced
de los buques corazas, que habían debutado en el conflicto y eran los
más avanzados de su tiempo. Después de triunfar el Norte, decía Rodrí-
guez Ferrer: “ya no habrá más que una [idea] triunfante; la de que no se
hable de esclavos en la Unión, ni en las islas que a sus mares se acercan”
(Rodríguez Ferrer 1862: 33).
Es necesario, por consiguiente, leer las novelas de tema negro que
se publicaron en Cuba durante este periodo dentro de este contexto;
aunque, si algo pudiera reprochársele a Julio Rosas en su novela, es el
poco desarrollo de Arturo en la narración, cuyas palabras en el texto se
limitan a expresar su amor por Angelina y las dificultades que tuvo para
reencontrase con ella. No hay en la narración de Rosas ninguna eviden-
cia de cómo Arturo, que era hijo de un soldado español, pensaba acerca
de la esclavitud antes de tomar la decisión de marcharse también a los
EE. UU. Su única conexión con los esclavos es su nodriza, de la cual,
además, se dice muy poco en el texto. Como justificación de su partida
para la guerra, solo se dice que fue para “calmar” sus sufrimientos y
porque necesitaba de “emociones violentas” (Rosas 1873, vol. III: 151).
Capítulo IV 113

Para él, la guerra era una forma de encontrar un final casi seguro con el
cual aliviar el dolor de la separación. Por consiguiente, su decisión de
marcharse a combatir es diferente a la de don Antonio, lo cual se ve en
el otro obituario que lee Angelina un mes después de recibir el de don
Antonio. Dice el de Arturo:

En el hospital de sangre ha muerto esta mañana un bizarro, que siem-


pre temerario, se hallaba siempre en las más encarnizadas batallas, allí
donde el peligro era más inminente y la muerte más segura. Cuba es su
patria: Arturo su nombre. Murió besando un pañuelo que sus heridas
habían empapado de fresca y humeante sangre. Murió pronunciando con
amorosa espresión (sic) el nombre de Angelina.—Una hoja de Laurel
para su frente helada: un rayo de gloria para su patria: una lágrima de
simpatía para su novia: una siempreviva para la ignorada tumba del héroe
desconocido que dio su vida para ayudar a arrancar de la esclavitud a
cuatro millones de negros (Rosas 1873, vol. III: 162).

En ambos obituarios, por consiguinte, se confirma que los últimos


pensamientos de estos hombres eran para la amada, Angelina, quien
se convierte de esta forma en la causa de la muerte de los dos; aunque
se deja entrever que, para Arturo, fue más un acto de suicidio que una
acción patriótica. Esto, a pesar de recalcar que “Cuba es su patria” y
que era “el héroe desconocido que dio su vida para ayudar a arrancar de
la esclavitud a cuatro millones de negros” (Rosas 1873, vol. III: 162).
¿No podríamos pensar, entonces, que Angelina podría ser, también, la
Cuba independiente en la que ambos hombres mueren pensando? Si
recordamos, cuando el periódico habla de la muerte de don Antonio,
su respuesta a la pregunta de quién era, indica, asimismo, que se le
reconocía como otro “héroe” de la estirpe de Plácido, Gabriel de la
Concepción Valdés y José María Heredia, dos de las principales figuras
del panteón nacionalista. Si el énfasis del obituario de Arturo está en el
amor y el recuerdo de la amada, el de don Antonio está en la política, en
la bella muerte del revolucionario que sabe que combate por una causa
justa y solidaria. Luego, no importa, como dice el narrador, que ambos
114 La culpa y el sacrificio de los amos

fueran “héroes desconocidos”. Lo importante era el gesto, el decir que


hubo cubanos en la guerra, junto al Norte, y mostrar que hubo amos
de esclavos cubanos que combatieron por la libertad de los africanos en
aquel país. Estando en Cuba, en medio de una guerra que ya duraba
cinco años y de una censura férrea, quienes leyeron esta novela, segura-
mente, tuvieron que pensar en lo que ocurría en la Isla, y recurrieron a
una lectura alegórica para interpretar la situación. Ciertamente, bastaba
con sustituir el nombre de los EE. UU. por el de Cuba (como otros lo
hacían con Polonia, Grecia o Nubia) con lo que la noticia de sus muer-
tes, aunque hayan acontecido en otro lugar y en otra época, enfatiza lo
propio y el ahora. Es decir, contemporaniza la acción al decir que su
propósito era acabar con un mal que estaba presente en la Isla en ese
momento: “lava[r] la mancha que empañaba nuestro pabellón”, remi-
tiendo con estas palabras al lector al lugar donde se publicó y se leyó el
texto. Dicha analogía se refuerza por la insistencia que pone el narrador
en hacer de este conflicto algo importante para la “humanidad”, que
transcendía las fronteras de los EE. UU.
Poco después de recibir la noticia del deceso de ambos hombres, Ange-
lina y su hijo mueren y, con ellos, todos los protagonistas de la novela. Las
muertes de Antonio y de Arturo patentizan así la ruptura de los hijos con
los padres, con la familia y con el sistema que estos crearon o ayudaron a
preservar. Por lo tanto, se sugiere, también, que había una nueva generación
de criollos dispuestos a enmendar las faltas de sus padres y de sus abuelos,
lo cual les da un nuevo propósito, transformando a los antiguos amos en
nuevos “mártires”. En la novela de Antonio Zambrana y Vázquez, El negro
Francisco, publicada dos años después en Chile, esta metamorfosis del amo
en mártir será aún más dramática, ya que el protagonista principal, Carlos
Orellana, es uno de los personajes más crueles en este corpus novelístico y,
a pesar de todo, también, decide unirse al ejército de Lincoln y arriesgar su
vida combatiendo por la libertad de los esclavos.
La novela de Zambrana cuenta la historia de un rico hacendado cu-
bano que se enamora de una de sus esclavas, la mulata Camila; pero esta
lo rechaza y establece una relación sentimental con el negro Francisco.
Capítulo IV 115

La novela termina después de que Camila sucumbe a los deseos de Car-


los, pierde el sentido y muere, y Francisco se suicida en el ingenio. Este
cuadro, tan dramático, hace que Zambrana logre crear una empatía
entre el protagonista y el público, que juzga los sentimientos del esclavo
como verdaderos y rechaza los del amo. Más importante aun de notar,
es que Antonio Zambrana intercala en su narración comentarios sobre
acontecimientos y vivencias reales, como la suya en la guerra del 68,
asumiendo la voz del narrador y contando su experiencia en la manigua
(Zambrana 1875: 66). El recuerdo como parte del testimonio perso-
nal de la guerra es importante, porque destaca la presencia de antiguos
esclavos combatiendo con los revolucionarios. Zambrana, además, no
es el único que lo hace, porque un año antes Luis García Pérez había
representado esta clase a través del mulato Roberto en El Grito de Yara,
y H. Goodmann hace lo mismo en Escenas de la revolución de Cuba.
Los laborantes (187?), donde relata la suerte que corrieron un escla-
vo, llamado Imbeque, y su amo mambí, en la guerra. Zambrana habla
aquí, de quienes él conoció. No obstante, como hemos dicho, Francisco
no es uno de estos mambises. Ni siquiera se va al monte para evadir
la esclavitud, como hicieron tantos esclavos. Francisco, simplemente,
termina ahorcándose. En su lugar, el héroe de esta novela termina sien-
do el malvado Orellana, quien se sacrifica por las mismas razones que
lo hizo el protagonista de Julio Rosas: para mostrar la culpabilidad, el
arrepentimiento de los amos y su voluntad de morir por los negros. Sus
palabras finales resumirían, perfectamente, este cambio de actitud: “¡o
como gozo en padecer i en arriesgar mi vida por la emancipación de
los negros!” (Zambrana 1875: 181). Curiosamente, este mismo propó-
sito está presente en los discursos que Zambrana dio en Chile, adonde
fue a recaudar dinero para la lucha armada en la que poco antes había
participado. En Chile, Zambrana escribió y publicó El negro Francisco
(1875) y llevó a cabo una intensa labor propagandista que subrayaba la
necesidad de vengar los maltratos de los indígenas en Cuba (Zambrana
1916b: 12), y la necesidad de liberar a los negros de la esclavitud. Por
eso, afirma que la revolución la estaban haciendo los hacendados criollos
116 La culpa y el sacrificio de los amos

que habían renunciado a su fortuna y a sus siervos. Decía: “¿Y sabéis


quien pelea allí? Pelean los blancos, pelean los propietarios, pelean los
aristócratas, pelean los ricos. ¿Y sabéis por qué pelean? Pelean por
los negros, pelean por los pobres, pelean por los plebeyos, pelean por los
que en el banquete de la vida no reciben su ración de pan ni tampoco
su ración de derecho” (Zambrana 1916a: 46). Esa, sin embargo, no era
la realidad; ya que, como han demostrado numerosos historiadores y
el mismo Zambrana dejó entrever en su novela, el ejército indepen-
dentista estaba compuesto por numerosos descendientes de africanos.
Zambrana enfatiza de forma injusta, por consiguiente, el papel que tu-
vieron en la guerra hombres como él, su altruismo y su generosidad y,
por esto mismo, puede decir que la guerra en Cuba era “el movimiento
más noble y más impetuoso al que se haya entregado nunca los pueblos”
(1916a: 46). En su opinión, los antiguos esclavistas habían enterrado
sus diferencias junto con el látigo para luchar junto con los negros por
un mismo ideal. Sostiene:

El que era un magnate quiere ser un ciudadano; el que tenía 3.000 es-
clavos que le obedeciesen, quiere tener 3.000 hermanos que lo bendigan.
El látigo de los negreros se ha escondido debajo del polvo ensangrentado
de cien combates. ¿Quién lo ha puesto allí? Lo ha puesto allí la misma
mano que tenía el infame derecho de empuñarlo. Los privilegios han roto
la cadena del privilegio (Zambrana 1916a: 47).

Para Zambrana, por tanto, la guerra mostraba la conversión del amo


en hermano del esclavo, hermano de “todos los hombres, miembros amo-
rosos de la familia universal” (1916a: 47). Su igualitarismo se basa en la
religión, que hombres blancos como él, reconocían como verdadera y
habían renunciado a su riqueza para luchar. De esta forma, el antiguo
esclavo lo “bendice” y todos se convierten en “ciudadanos”, como ocurrió
en el resto de las repúblicas hispanoamericanas después de la independen-
cia. Con esta arenga, Zambrana borra pues los particularismos de raza y
de clase social para enfatizar la igualdad de la gran familia a los ojos de la
Capítulo IV 117

República, en la cual, todos tendrían los mismos derechos y deberes. Para


él era, simplemente, una cuestión de humanidad. De ahí que, Francisco
sea el ejemplo más patente de la inhumanidad de los esclavistas y el recor-
datorio de por qué ellos luchaban. Su discurso pone al esclavo, como ha-
cen otros escritores de la generación de Domingo del Monte, como “víc-
tima” del amo, no como agresor. Los culpables de la violencia siempre son
los sacarócratas, como doña Josefa y su hijo Carlos Orellana, que piensan
que, a pesar de todas sus inconveniencias, la esclavitud era lo mejor que
pudo haberle pasado a los esclavos, ya que antes vivían en África como
“animales irracionales, matándose los unos a los otros” y sin conocer de
la religión cristiana, por lo cual “más bien se les hace un favor con escla-
vizarlos, porque se rescata su alma del enemigo” (Zambrana 1875: 92).
En su novela, Zambrana cita y critica estas ideas y otras que apo-
yaban la esclavitud en Cuba, pero esto no era suficiente. Era necesario
crear un vínculo más estrecho entre el pecado y el sacrificio, razón por
la cual, Zambrana también concluye su narración haciendo que el amo
blanco se enrole en el ejército del general Grant. Su sacrificio demostraba
que, después de reconocer su error, estaba dispuesto a entregar su vida
por ellos, y que los esclavistas no lo hacían, porque no les importaban
realmente sus esclavos. No en balde, sus argumentos contra el régimen
esclavista toman la forma de una crítica al hombre “civilizado” junto con
una reivindicación de los valores culturales, espirituales y morales de los
africanos. Sus críticas a los esclavistas ponen el acento, tanto en el siste-
ma como en las ideas en las cuales se apoyaban, la deshumanización del
hombre, la violencia en los ingenios y contra la misma naturaleza, que
el sistema estaba acabando para producir azúcar. Zambrana utiliza, por
eso, también, todos los resortes melodramáticos y estilísticos que podían
conmover al lector, del poder del archivo para atacar las bases teóricas en
las que se apoyaban los amos. Como resultado, al final de la novela, el
lector entiende por qué Carlos está arrepentido por lo que les había hecho
a Camila y a Francisco, y le escribe una carta a su amigo Delmonte desde
Norteamérica, diciéndole que se había inscrito en las tropas del general
Grant para luchar contra los estados confederados. En su carta, Carlos le
118 La culpa y el sacrificio de los amos

confiesa que la narración que había leído Anselmo Suárez y Romero, en


la tertulia de su tío, en 1862, era su propia historia, que no había nada de
ficticio en ella, que Suárez y Romero solo había contado su “terrible cri-
men” y lo había grabado como anatema en su frente. Era “una justa espia-
ción para mí” (Zambrana 1875: 180). De este modo, su confesión cierra
con un círculo la narración, que comienza, justamente, con el recuerdo
del autor de Francisco leyendo los capítulos de su novela y termina con
su despedida, y posiblemente, con su muerte en combate. Afirma Carlos
en su carta a DelMonte:

No se ocupen tanto de combatir la dominación española, de obtener


esta o aquella forma de gobierno, esta o aquella libertad, esta o aquella ga-
rantía. Que se ocupen sobre todo de los negros. No de no ser explotados,
que se preocupen de no explotar. Uds. dicen, ¡ah si los cubanos no fueran
esclavos! –¡ah, si no los tuvieran! digo yo. […]
Las armas federales en cuyas filas me enrolé siguen su marcha victo-
riosa. Simpatizaba poco con Mc Clelan (sic), con Grant estoy seguro del
triunfo. Triunfante o derrotado. ¡o como gozo en padecer i en arriesgar
mi vida por la emancipación de los negros! (Zambrana 1875: 181).

Estas son las palabras finales de Carlos Orellana en la novela, por lo


cual, no sabemos si muere. Dos cosas me interesan subrayar, sin em-
bargo, en ellas. La primera es que Orellana utiliza la misma frase que
usaron otros independentistas para referirse a su condición de subalter-
no con relación a España, es decir, se ve a sí mismo como “esclavo” de
la metrópoli y, por eso, insiste en que les dieran la libertad a los siervos
antes de ellos librarse del yugo español. La otra es que la insistente re-
ferencia a los Estados Unidos en estos textos muestra la simpatía de los
cubanos por la causa del Norte, y su deseo de que el gobierno de Grant
reconociera la beligerancia e, incluso, la anexión. Como se sabe, las
esperanzas de los anexionistas se vieron frustradas cuando el gobierno
de Ulysses Grant optó por la neutralidad y no reconoció la beligerancia
de los criollos (Morales 1904: 72). Aun así, en 1869, la Asamblea de
Capítulo IV 119

Guáimaro hizo una exposición al Congreso de los EE. UU. pidiendo


la anexión de Cuba al Norte y, según Louis A. Pérez, en Cuba: Between
Reform and Revolution, poco después, la misma representación le pidió
al presidente Ulysses Grant el reconocimiento de la beligerancia como
“preludio para la admisión en la Unión” (Pérez 1995: 125).
Esto es particularmente importante de recordar, porque, según
cuentan Juan Bellido de Luna y Figueredo Socarrás, dos veteranos de
la guerra del 68 exiliados en los EE. UU., Antonio Zambrana fue uno
de los que apoyó esta propuesta y firmó la exposición dirigida al Con-
greso, defendiendo “enérgico, sublime, poderoso” la anexión de Cuba
a los Estados Unidos (cit. en Trujillo 1892: 111). Bellido de Luna cita
como prueba un artículo publicado por el periódico La Lucha de La
Habana, en 1887, donde aparece un fragmento del discurso de Anto-
nio Zambrana ante los representantes del gobierno revolucionario re-
unidos en Guáimaro. Según este fragmento, Zambrana justificaba la
anexión de la Isla a los EE. UU. con el argumento de que la guerra se
había hecho para ganar la libertad y no, para reducir el país a escom-
bros, y añadía que si EE. UU. no aceptaba la petición de los cubanos,
entonces, se la pedirían a Gran Bretaña (cit. en Trujillo 1892: 50). Tal
insistencia, agrego, nos dice que, a pesar de que El negro Francisco está
ambientada en un período anterior al estallido revolucionario; o sea,
en un período dominado por un grupo de escritores que fueron en
su mayoría reformistas y hasta anexionistas, hay que tener en cuenta
la situación política de la época y las aspiraciones de los separatistas
para entender las alianzas y simpatías que proponen estos textos. En
especial, la selección del ejército yanqui sobre el sureño demostraba
que los independentistas intentaron crear una genealogía que uniera
a los dos grupos, basada en la idea de que ambos luchaban por liberar
a los esclavos. Estas dos novelas, por consiguiente, forman un grupo
diferente al resto. No pueden confundirse con las del grupo de Do-
mingo del Monte, porque muestran argumentos que utilizaron los in-
dependentistas para justificar el fin del sistema colonial. No por ca-
sualidad, en uno de sus primeros discursos en el Steck Hall de Nueva
120 La culpa y el sacrificio de los amos

York, el 24 de enero de 1880, José Martí le decía a la multitud: “A mu-


chas generaciones de esclavos tiene que suceder una generación de már-
tires. Tenemos que pagar con nuestros dolores la criminal riqueza de
nuestros abuelos. Verteremos la sangre que hicimos verter: ¡Esta es la ley
severa!” (Martí 1963-1975, vol. IV: 189). Para Martí, la guerra era otra
forma de expiar el legado fatal que habían recibido los cubanos blancos
de sus antepasados (Vitier 1998). Será, también, una forma de lavar
con su sangre el crimen de la esclavitud y, por eso, dijo que de niño, al
ver un esclavo colgado en un seibo del monte, “tembló de pasión por
los que gimen” y juró “lavar con su vida el crimen!” (Martí 1993, vol.
I: 267). Como en otros lugares de su obra, la confesión va unida a la
idea del sacrificio o de la espiación al estilo cristiano, en cuyo recuerdo
se mezclan las referencias a Cristo y la esclavitud de los negros. Él es el
hombre que con “el peso de la cruz … morir resuelve” (Martí 1993, vol.
I: 263); aunque irónicamente, en sus escritos, como veremos más ade-
lante, ese sacrificio se transformará en deuda de agradecimiento. Aun
así, está claro que, en estos textos, el amo blanco o el descendiente de
español se ofrece como víctima sacrificatoria para resolver el problema
social. Ellos son los “chivos expiatorios” que, como diría dice René Gi-
rard, siempre ha sido una forma de superar la violencia, al menos de
forma momentánea (Girard 2012: 62).
En el Evangelio, este chivo expiatorio es encarnado por Cristo, pero
en el caso de las novelas antiesclavistas que estamos analizando, ese rol
es asumido por los dueños de esclavos, que deben morir para expiar la
culpa de los de su clase o de sus antepasados. Si Cristo se había ofrecido
en “sustitución de la víctima”, Adán, don Antonio se ofrece en lugar del
padre que, simbólicamente, reúne en su figura a todos los patricios cuba-
nos. La diferencia esencial entre un relato y otro, es que Cristo es una víc-
tima de la violencia, mientras que estos amos no solamente mueren; sino
que, también, matan para establecer otro sistema, más humano o más
cristiano que el que fundaron sus padres, con lo cual, este sacrificio está
unido a la violencia sagrada, la violencia como única respuesta a la cul-
pa, que en estas narraciones se dirige hacia ellos mismos, y es encarnada
Capítulo IV 121

por la voz del narrador/amo. Al crear esta alegoría, los amos se ven como
víctimas propiciatorias de un sistema que ellos mismos crearon, man-
tuvieron y del cual se beneficiaron. Se reconfiguran como divinidades
o seres a los que luego habrá que pagar una recompensa, ya que ellos
serán los “mártires” y sus muertes, las que corresponden a un ídolo, un
dios o un apóstol, en cuyo nombre más tarde se exigirá otro sacrificio.
En estas narraciones, la muerte del amo resultará un acto sustitutivo,
merecido y compensatorio por haber cometido el “crimen” que, en las
narraciones arcaicas, como señala Girard, puede ser un incesto o parri-
cidio, que siempre debe ser castigado. En todo caso, debemos recordar
que las verdaderas “víctimas” de este conflicto son los esclavos. Ellos son
los que siguen al amo, que se “sacrifica”, y cuya muerte parecería ser
la única forma de contener la violencia y borrar la culpa. Ellos son los
que realizan en el texto lo que no habían podido realizar con las armas.
Luchan por la misma causa en otro sitio, y en un tiempo pretérito, que
aspiran a que sea su propio futuro. Es lo que Fredric Jameson llamaría
una cuestión de “cierre narrativo”, que establece una relación especular
con un “collective project yet to come” (Jameson 1986: 77). Este sen-
timiento de culpa, como he dicho, aparece en los escritos de Luz y Ca-
ballero, Pérez García, Julio Rosas, Antonio Zambrana, José Martí y, por
último, en la novela de Emilio Bacardí y Moreau, sobre la revolución de
1868, escrita por él durante la guerra, pero publicada doce años después
de inaugurada la República.
Esta novela se titula Vía crucis (1910-1914), y en ella ya no se hablará
de Norteamérica, porque el panorama político había cambiado radical-
mente. Se hablará de los grandes sufrimientos por los que tuvieron que
pasar los cubanos para tener una nación. Como ocurre en la novela de
Julio Rosas y Antonio Zambrana, aquí, también, los protagonistas son
dueños de esclavos, pero el hijo toma conciencia de la perversidad del
sistema y se une al Ejército Libertador en 1868, en el que muere comba-
tiendo a los españoles. De esta forma, toda la familia “paga”, como dice
el padre, el pecado de haber tenido esclavos, un mensaje que aparece de
forma directa en las palabras del padre al hijo:
122 La culpa y el sacrificio de los amos

—¡Escucha, Pablito! ¡Atiende! ¿Oyes ese canto? Pues ese es el vaho


que exhala una parte de la humanidad desde el fondo de su mazmorra; es
el lamento de toda una raza que sube hasta los cielos; y ese ¡ay! largo, pla-
ñidero, que se prolonga por los espacios y va hasta el mismo Dios, lleva
envuelto, en esas notas con que danzan los esclavos, la maldición al amo
que los esclaviza. Presiento, hijo mío, grandes males; quizás habré muerto
cuando de la abyección del bruto despierte el hombre, y nos reclame lo
que les hemos robado; no es ensueño de una imaginación calenturienta,
es una revelación de mi corazón; todo es negrura para mí; ¡la esclavitud
concluye! ¡Que sea pronto! Al oír ese canto que nos trae el viento desde el
abismo, esperanza perdida que, como estigma, lanza la raza maldita sobre los
que la vejan, me pregunto: ¿Cómo lavar la mancha? ¿Cómo expiar la falta?
No veo más que un medio, que me hace temblar... ¡Sí! Y si es pesadilla, me
fascina, porque no me abandona un momento (Bacardí y Moreau 1914:
106; el énfasis es nuestro).

En esta novela, por consiguiente, la profecía agorera del padre llama


a acabar con una situación que, de continuar, traería males mayores para
todos. El padre del protagonista reconoce así que la esclavitud en Cuba
había actuado como una especie de maleficio sobre los blancos, y que la
solución de ese problema no podía ser otra que una tragedia, la muerte
de todos y la pérdida de sus riquezas. Por eso, solamente de pensar en la
forma de solucionar este mal, como dice, lo hacía “temblar”, por lo cual,
aquí también está presente el doble patrón de culpa y la redención; ya
que, como afirma el narrador, todos ellos terminan siendo las víctimas
del “pecado original de la colonia de que estaban saturados, más o menos,
todos los que la habitaban o tenían la suerte o la desgracia de nacer en
ella” (Bacardí y Moreau 1914: 93). De ahí, que la vida de esta familia sea
descrita como un “vía crucis”, un “camino doloroso” por el que, al igual
que las estaciones de sacrificio por las que pasó Cristo, tienen que pasar
los cubanos. El verdadero final consitiría en pagar la deuda, en limpiar el
pecado, en “lavar la mancha” que se habían arrojado sobre ellos los prime-
ros blancos que esclavizaron a los negros. Consciente de este destino, el
padre de Pablito le deja escrita una carta antes de morir en la que le dice:
Capítulo IV 123

Pesa sobre Cuba un crimen cuya expiación habrá de pagar durante


largo tiempo: haber aceptado la esclavitud habrá sido falta de los tiempos
pasados; sostenerla hoy es el crimen nuestro. ¿Caerá ella sobre nosotros
y nuestros hijos?... ¿Será verdad lo horrible de esta frase evangélica de
que la culpa de los padres caerá sobre los hijos hasta la quinta generación?
¿Habrá de vivir en la historia de la humanidad Cuba esclava encerrando
en su seno otra esclavitud mayor, superposición de una barbarie sobre
una torpeza? Cargamos con la cruz colonial sin personalidad, llevados,
traídos y dirigidos adonde y como le plazca a la metrópoli en desatentado
desconcierto, desconociendo sus propios intereses y los nuestros, y bajo
el peso de esa carga, despechados e impotentes, seguimos indiferentes
oprimiendo a otros seres más débiles que nosotros, más desheredados
(Bacardí y Moreau 1914: 232; énfasis en el original).

Como ya había dicho Caballero, Cuba arrastraba desde el inicio de


siglo ese pecado, que no podía pagarse sino con la muerte. Es decir, la
muerte de los blancos, la de los mismos hacendados que esclavizaron a
los negros. Por eso, era necesario que ellos mismos tomaran las armas
para limpiarse. Aquí, como en las otras narraciones que hemos estudiado,
por tanto, el drama de la esclavitud y de la guerra están entrelazados.
Se expresan en términos religiosos como “culpa”, “pecado”, “sacrificio”
y “expiación”. El grito de redención de la patria aparece envuelto en un
mensaje espiritual y en una profecía avalada por la Biblia. En realidad,
no podía ser de otra forma en un país influenciado por el catolicismo, de
donde vino la prédica antiesclavista y la crítica al sistema del Padre Félix
Varela, Anselmo Suárez y Romero, Luz y Caballero, entre otros escritores.
Por consiguiente, los términos “caridad” y “piedad” seguirán utilizándose
aun después de abolida la esclavitud, e implicará una crítica a la filosofía
del progreso basado en la mano de obra esclava, al liberalismo utilitario y
al lujo de los hacendados y mercaderes como aparece en Sab y el poema
de Martí “Dicen buen Pedro”.
Antes de terminar, quiero subrayar que, al igual que la novela de la
Avellaneda, las de Rosas, H. Goodmann y Bacardí no nos muestran a un
amo despótico y avaro. Nos muestran a un amo “bueno”, paternalista,
124 La culpa y el sacrificio de los amos

familiar, bondadoso, despreocupado con la cantidad de cajas de azúcar


que podía llevar al puerto y capaz de entender el sufrimiento de sus
siervos. En la novela de Bacardí, el amo trata tan bien a sus esclavos que
estos deciden en el momento, en que son invitados a unirse al Ejército
Libertador, seguir la suerte de sus dueños, porque, como le dice el negro
Juan a la hermana de Pablito, cuando lo llaman los mambises: “—No
tenga miedo, mi niña. Juan es esclavo de su mersé; todos queremos a
mi amo, a mi señora y a mi señorita: nadie tocará a su mersé” (Bacardí
y Moreau 1914, 1a parte: 133). Más tarde, incluso, tal lealtad les lleva
a decir a los esclavos que ellos “no debían aceptar la manumisión de
nadie: eran propiedad de un amo bueno; romper esa legalidad, sería
perjudicarle: la revolución, pues, no tenía que contar con ellos” (Barcar-
dí y Moreau 1924, 1a parte: 135). Tal “lealtad” es imprescindible para
crear un ambiente armónico y la solidaridad de los siervos y los amos.
Sin ello, no podría haber nación.
Por último, la novela de Bacardí y Moreau es importante, porque,
además de mostrar el sacrificio de los amos blancos a raíz de la primera
guerra, habla, también, del sacrificio de las mujeres como Magdalena,
la hermana de Pablito, que no se va a la manigua a pelear, pero se queda
cuidando a la familia en la ciudad. Magdalena, quien se convierte en
la protagonista de la narración después que muere el hermano, le da su
nombre al segundo volumen de la novela. Tiene que vivir una vida llena
de tristezas y dificultades. Debe trabajar para mantenerse, y es testigo
de la muerte de toda su familia. Tales son las dificultades por las que
pasa que su nombre, como el de la santa que acompañó a Cristo en el
sepulcro, sería el más indicado para mostrar lo que el narrador llama
“el martirologio cubano”. Ella, al igual que las criollas que analizamos
en el capítulo anterior, es un ejemplo de la participación femenina en
la guerra. Es acosada y maltratada por los soldados españoles que con-
trolaban la ciudad, de ahí que su firmeza de carácter sea un indicativo
de la capacidad de los cubanos de sostener sus ideales y aspirar a la
independencia. Ella, como su hermano, eran los “mártires” que sufrie-
ron estoicamente –como dice Bacardí– las penurias de la revolución;
Capítulo IV 125

en vista de lo cual, cuando muere entre las sábanas blancas al final de


la narración, el narrador dice: “Y Magdalena, como una imagen santa,
velada de tenue nitidez, se destaca sobre aquel cuadro trágico, envuelta
por una aureola purísima de gloria y de martirio” (Bacardí y Moreau, 2a
parte: 275). Con este final, lleno de intensidad patriótica y espiritual,
la narrativa independentista termina de reconstruir el panteón de sus
héroes. Estos son los antiguos amos que se sacrificaron por sus ideales,
sufrieron la dureza del combate y murieron para liberar a los negros.
La novela de Bacardí aparecería en 1914, justo doce años después de
inaugurada la República, por lo que su reconstrucción de la guerra de
1868 aspiraba a ser un texto fundacional que dejara para la historia el
recuerdo del sacrificio o del martirologio de los cubanos. Ellos eran los
que, finalmente, habían alcanzado el poder y quienes lo mantendrán en
adelante. Su misión fue “expiar” la culpa de la esclavitud y acabar con
un sistema tan cruel, con lo cual dirigen la culpa contra ellos mismos
y el sistema colonial-esclavista que habían heredado de sus padres. Es
una “culpa” dirigida al mejoramiento moral y espiritual del país, que
no puede borrarse más que a través de la guerra y la auto inmolación.
Representa una “vida nueva” para ellos, la del revolucionario.
Para concluir, entonces, insisto en que deberíamos diferenciar en-
tre dos tipos de novelas y ambientes en la literatura de tema negro de
la Isla. Uno es el que reprodujeron los escritores delmontinos en la
primera mitad del xix, y el otro es el que recrean los independentistas
durante y después de la guerra. En este segundo ejemplo, el marco es-
cénico fundamental lo representa un conjunto armónico, idealizado,
en que los amos son buenos y los esclavos fieles, o, en el cual, el amo
reconoce su culpa y muere por sus siervos. Para utilizar el término de
Michel Foucault, estos son “heterotopias” del sistema porque son abso-
lutamente diferentes a otros espacios de poder esclavista dominados por
la violencia (1986: 24). Asimismo, en estas narraciones, hay un cambio
de actitud de los hijos con respecto a los padres o con respecto a sí mis-
mos. En las narraciones de Rosas, H. Goodmann y Bacardí, ninguno
de los amos busca aumentar su riqueza o satisfacer sus deseos eróticos
126 La culpa y el sacrificio de los amos

a expensas de las esclavas. Al igual que en las obras de teatro indepen-


dentista, lo que se enfatiza es la fraternidad entre las razas, la “familia”
de blancos y negros, que se reconocen mutuamente y pelean juntos en
la manigua. En las obras donde no aparece una visión idealizada o fra-
ternal de la esclavitud, es decir, donde se ve una crítica descarnada de
los amos como las que produjo el grupo de Del Monte, no era posible
mostrar cohesión o fraternidad racial, porque su objetivo era destacar
los conflictos entre ambos grupos, la crueldad, la avaricia y la lascivia de
los amos. El resultado, por consiguiente, es un panorama oscuro y lleno
de peligros para ambas razas. Estos autores buscaban reformas arance-
larias, tener los mismos derechos que los españoles, restringir la trata y
no consideraban a los negros como parte de la nación. Con excepción
de Sab, en las obras más críticas de la esclavitud, no encontramos un
ambiente idealizado o amos luchando por su libertad como en las no-
velas de Rosas, Goodmann, Zambrana, y Bacardí, o en las obras de
teatro independentista. Tampoco, en ellas, aparecen dramatizadas las
sublevaciones de los esclavos contra los blancos, porque los reformistas
apostaban por despertar los sentimientos de caridad en sus lectores y
los revolucionarios los representaban como simpatizantes de la causa.
Ambos grupos rechazaban, además, el miedo al negro, que era un arma
de persuasión de los que se oponían a la independencia y a las reformas.
Por consiguiente, ya sea por un motivo o por otro, la representación del
negro nunca adquiere un grado de real amenaza en estas obras, aunque
tampoco faltan referencias a los deseos de venganza histórica y racial
del negro, en las novelas de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Antonio
Zambrana o del propio Bacardí. En el teatro de la guerra que habla de
los esclavos, aparece una chispa de este “rencor” en la obra de García
Pérez para dar paso en seguida a la resolución del mulato esclavo de no
dejarse caer en ese “abismo” y unirse a los criollos para luchar contra
España (García Pérez 1978: 54). Un acto simbólico que resuelve, al me-
nos en la escena, el dilema que planteó la revolución cuando los esclavos
fueron a luchar junto con sus antiguos amos. Finalmente, el discurso de
la compasión o de la solidaridad racial, que lleva a la unión de ambos
Capítulo IV 127

grupos para hacer la guerra, requería que los escritores y dramaturgos de


la década de 1870 empezaran por mostrar a los amos blancos inocentes
de los crímenes que se les imputaban, que mostraran al esclavo dispues-
to a perdonar los pecados de los esclavistas, o que pusieran en escena
un amo bueno y un esclavo fiel o al menos arrepentido, que muriera
luchando por ellos. De esto, se deriva que los escritores cubanos blancos
se dieron a la tarea de representar la culpa de los “padres” (no la suya)
y la resolución de sus hijos de cambiar. Ellos eran los llamados a acabar
con el legado que los otros habían dejado en Cuba. Les tocaba a ellos
renunciar a la esclavitud, y “lavar con su vida” el crimen. Si tomamos,
entonces, la narrativa bíblica como punto de partida para interpretar
estas obras, tenemos que, a través del sacrificio de los amos o de la
“expiación” en el sentido cristiano de su pecado, los descendientes de
los antiguos esclavistas se reconcilian con dios e, indirectamente, pagan
por la falta de haber esclavizado a los negros. En el caso de Cristo, esta
expiación se hace a través del sacrificio y el sufrimiento en la cruz. En
el caso de los amos cubanos, es a través de su muerte en la guerra. Estas
eran condiciones que permitirían la alianza. Solo así se justificaba que
en la manigua pudieran morir juntos los dos y, más tarde, ninguno de
esos bandos se levantara uno contra otro. Más adelante, demostraré
cómo esta misma generación de letrados blancos les pide a los negros,
en 1895, que vuelvan a pelear, porque tenían con ellos una deuda de
gratitud por haberlos convertido en hombres libres.
Capítulo 5

Los hijos ingratos de la patria

“Anda, hijo, no te tardes:


toma el machete y la lanza:
vete a pelear por tu tierra,
y pon en Dios tu esperanza”
(Glosa popular de la guerra de 1868)

Como hemos señalado con anterioridad, el tema de la ingratitud y el


de la lealtad aparecen de forma reiterada en diversos textos de la guerra
para ejemplificar la relación entre Cuba y España, ya que los seguidores
de la Corona ponían gran énfasis en los lazos consanguíneos, de mutua
lealtad. Así, en los grabados coloniales, como el que aparece en el libro
de Eleuterio Llofríu y Sagrera, Historia de la insurrección y guerra de la
Isla de Cuba (1872), la Isla es una joven indígena, que mira con amor a
la “madre España”, y se beneficia de su tutela, de su civilización, su arte
y su progreso. Dicha relación asimétrica establece, de este modo, una
ecuación de dependencia, con la cual, los integristas intentaban justi-
ficar su control político y económico sobre la Isla y los criollos debían
corresponder continuando siendo súbditos de España. En varias obras,
sin embargo, dicho vínculo aparecerá roto, ya que los hijos rechazan
las ideas políticas de los padres y no admiten la deuda de gratitud o
lealtad filial que les debían. Ninguno de estos textos expresa mejor esta
dinámica, que la novela del coronel del ejército español Eusebio Sáenz
130 Los hijos ingratos de la patria

y Sáenz, quien participó en las operaciones militares en la Isla y, al fina-


lizar la contienda, dio a la imprenta La Siboneya o Episodios de la guerra
de Cuba, primero en 1881 y luego en 1883.
En La Siboneya, uno de estos hijos ingratos que se enfrenta al padre
es Don Aurelio, un estudiante de abogacía quien, en una tertulia de-
fiende a los independentistas y le dice al padre español que, si supiera
por cuál de sus venas “corre la sangre de V, ahora mismo la abriría para
arrojarla y pisotearla” (Sáenz y Sáenz 1883: 35). El otro personaje, es
Rosita, “la Siboneya”, quien es la hija de una pareja independentista
que se alza contra España; aunque la joven decide defender la causa de
la integridad nacional. La historia de “la Siboneya” es la que da título a
la narración y se desarrolla a lo largo del texto. No obstante, la relación
de Don Aurelio y Don Leonardo con sus padres es igual de importante,
porque muestra que la disidencia podía ocurrir en ambas familias y la
ingratitud se veía como una falta al deber familiar. La razón por la cual
Leonardo, a pesar de ser hijo de un español, se vuelve separatista, dice
el narrador, es por su madre criolla, en cuyas manos el padre, atareado
siempre con el negocio, había dejado la educación del hijo. Cuando
crece, Leonardo va a Nueva York a estudiar Medicina y, cuando regresa,
se enfrenta al padre quien, colérico, le dice:

Sería hasta criminal no respetar los derechos adquiridos. ¡Tendría que


ver la expulsión de los que hemos contribuido con el sudor, con nuestra
sangre al desarrollo de pública riqueza de este nuestro suelo, que desde
la conquista ha sido es y será español! Porque ten entendido, Leonardo,
que España es su madre. //¿Dónde se ha visto semejante procedimiento?
¿Qué derecho asiste a los que, ingratos, la difaman pisando, hollando
todos los fueros sociales? (Sáenz y Sáenz 1883: 39).

En este diálogo, por tanto, el padre peninsular repite los dos discursos
que vertebran la justificación colonial para mantener a Cuba bajo el do-
minio español. El de la gratitud que los cubanos le debían a la Madre Pa-
tria por haberla conquistado y haber invertido tres siglos en el “desarrollo
Capítulo V 131

de pública riqueza de este nuestro suelo” (1883: 39). La otra es la deuda


de gratitud que le debían los hijos a sus padres por haber dedicado tantos
años en mantenerlos, educarlos y trabajar para su beneficio. Ahora con
60 años, dice el padre, no podría regresar a su país para mendigar. Y le
pregunta al hijo: “¿Vuestra ingratitud llega al extremo de arrojarme de
vuestra presencia? ¿Es así como cumples con el deber filial?” (1883: 40).
En esta novela, por consiguiente, la ingratitud es doble. El hijo rompe
con el padre y con lo que él representa. No le devuelve ninguno de los
favores que le dio de niño. Es individualista y desmemoriado, y por eso,
su forma de actuar rompe con el modo tradicional que rigió desde la anti-
güedad: el trueque de favores y agradecimientos. En otras palabras, es una
actitud típica de los filósofos modernos como John Locke y Adam Smith,
quienes, como dice Peter J. Leithart en Gratitude: An Intellectual History
(2014), desligaron la política de la gratitud, los beneficios recibidos y el
patronaje, para abogar por un modelo de ciudadanos libres y conscientes
únicamente de sus deberes políticos. En contraposición, Eusebio Sáenz y
Sáenz se adscribe a un concepto de gratitud reminiscente de la antigua ley
romana, donde los aristócratas estaban íntimamente ligados por lazos de
mutuos favores, que, a su vez, les permitían mantener una posición supe-
rior en la sociedad (Leithart 2014: 129). Me explico, para Lucio Anneo
Séneca, por ejemplo, quien explicó este sistema entre los romanos, ningu-
na relación de beneficios y deudas era más importante que la que unía a
los padres y a los hijos. Para Locke, en contraposición, había que separar
la política del orden de los agradecimientos que se creaban en el seno fa-
miliar y, por esta razón criticó el libro de Robert Filmer, Patriarcha “who
used a model of paternal absolutism to argue for political absolutism”
(Leithart 2014: 132). Para él, los ciudadanos debían respetar y honrar
a sus padres, pero de esto no se derivaba que debían servirle al monarca
con sumisión y obediencia absoluta. El agradecimiento podía ser un rasgo
importante de la sociedad en su totalidad, y dentro de la familia; pero no
debía regir la cosa política ni servir de paradigma al Estado. Al crear este
tipo de argumento, Locke se oponía a cualquier forma de beneficios que
pudiera coartar la vida pública, o que los ricos o los aristócratas pudieran
132 Los hijos ingratos de la patria

darles regalos a los oficiales del gobierno que, más tarde, estos tendrían
que pagar. Pero, el patrón de la circularidad que implicaban estos enlaces
era tan fuerte, y habían penetrado tanto en el pensamiento político de
Occidente que ni el mismo Locke pudo escapar del todo de ellos. No
pudo hacerlo cuando afirmaba que, aun los descendientes de aquellos
que fundaron un cierto orden político y no estaban originalmente com-
prometidos con ese orden, debían seguir, y respetar lo que fundaron sus
padres, por el simple hecho de beneficiarse de sus leyes y vivir en aquel
territorio (Leihart 2014: 134). Si el nexo entre los beneficios recibidos y
la gratitud había sido claro y había quedado establecido en la vida po-
lítica desde los tiempos romanos hasta el renacimiento, no fue así para
los modernos; por lo cual, cualquier discusión sobre tales nexos en el
sistema colonial debía rastrearse en el pensamiento político romano y
feudal, que está en la raíz de la constitución del mismo sistema. De modo
que, podemos esperar que la discusión alrededor de los beneficios y los
agradecimientos en el seno de la familia fuera un tema frecuente en la
guerra dentro de la sociedad cubana, que esta fuera el modelo para la cosa
política y que fuera parte, también, de la justificación del poder imperial.
Al igual, entonces, que el hijo del español que se vuelve mambí, la
novela de Eusebio Sáenz y Sáenz cuenta la historia opuesta: la de la hija
de un matrimonio separatista que defiende la integridad nacional y,
por este motivo, es asesinada por los padres. Al comenzar la guerra de
1868, la familia de Rosita se va para el monte a luchar por una Cuba
libre. Todos son revolucionarios, menos ella, que se queda en casa y se
enamora más tarde de un oficial del ejército español. Convencida de la
“insensata locura” de sus padres, Rosita decide ir al campamento insu-
rrecto donde estos estaban para pedirles que se rindieran. Ni sus padres
ni sus hermanos aceptan su propuesta y, en cambio, la acusan de ser una
aliada de los españoles, la insultan, la golpean y, finalmente, le cortan la
cabeza a machetazos. Dice el narrador, al describir esta escena: “El acero
insurrecto de un solo golpe, casi segregó la hermosa cabeza del precio-
so tronco de Rosita […] Inocente sangre abundantemente derramada,
Capítulo V 133

enrojeció sus blondos cabellos que desordenados cubrían su angelical


rostro” (Sáenz y Sáenz 1883: 235).
En consecuencia, la escena muestra con toda crudeza el conflicto mi-
litar dentro de las familias cubanas, divididas por la guerra y la ruptura
de los lazos afectivos y de gratitud que les debían los hijos a los padres.
Dado que el autor fue un militar que combatió en la guerra de Cuba,
podríamos preguntarnos si hubo de verdad sucesos tan brutales en la con-
tienda y si algún revolucionario llegó a matar a sus hijos por desavenen-
cias políticas. No lo sabemos o, al menos, la historia de Cuba no recoge
ningún caso de este tipo. No obstante, el narrador deja en claro que la
anécdota no era ficticia, porque, en la introducción y a lo largo del texto,
menciona nombres de soldados de ambos bandos que participaron en
las operaciones militares, y ofrece información de primera mano sobre
las acciones. El lector entiende, pues, que el narrador habla de hechos y
personajes reales, que vivían en el momento en que escribe esta novela
y, con ese propósito, hace anotaciones al margen (Sáenz y Sáenz 1883:
79-80), y se autodefine como “testigo”, agregando comentarios sobre las
costumbres cubanas que, en la literatura del siglo xix, corren parejo a los
discursos que pusieron en boga las ciencias sociales, como la etnografía y
el Naturalismo. La novela se presenta, por tanto, ante el lector, como un
compendio de historias verídicas, lo cual no es más que un reclamo de
veracidad para darle peso a la narración. Su objetivo, según sus palabras
en el prólogo, era “recopilar algunos datos de referencia testifical unos y pre-
senciales otros, que envuelven actos eminentemente criminales con raros
y variados episodios originarios de la por más de un concepto ‘anómala e
irregular guerra de Cuba’” (Sáenz y Sáenz 1883: 3; el énfasis es nuestro).
De esta forma, la narración reclama una autoridad que trasciende el
texto literario, exige la dignidad de un archivo militar y nos provee con la
ilusión de que está hablando de hechos presenciados por el autor que par-
ticipó en el conflicto. No obstante, debemos recordar que, aun si fueran
ciertas algunas de estas historias, se incluyen dentro de una obra de fic-
ción, y tienen un propósito partidista que la aleja necesariamente de la
necesaria “objetividad” de cualquier texto historiográfico. Su interés de
134 Los hijos ingratos de la patria

apoyar la ficción con hechos supuestamente reales, además, recorre toda


la literatura latinoamericana desde los tiempos de la conquista hasta la
literatura de la guerra. Constituye una forma de denuncia social que le
brinda al texto la densidad epistemológica que no pueden darle las bellas
letras. De hecho, el asesinato de los hijos por parte de los padres, como
dice Bruce James Smith en Politics & Remembrance (1985), es uno de los
temas recurrentes de la historia republicana que enfrenta los afectos filia-
res al amor a la patria. Baste recordar, como ejemplo, la historia del cónsul
Lucio Juno Bruto en Roma, que sacrificó a sus hijos por traidores, o las
historias de la misma Revolución Francesa que al postular los derechos de
libertad, igualdad y fraternidad, cuestionó la autoridad del “padre,” como
dice Bruce Smith y creó intereses que cercenaron la jerarquía establecida
por la unidad patriarcal. En lugar de crear hijos devotos y respetuosos,
como decía Edmund Burke (1729-1797), generó “bandas de hermanos”
que recurrieron a la violencia para imponerse (cit. en Smith 1985: 145).
Así, pues, en los textos de la guerra aparecen dos escenarios: el de los
hijos ingratos que luchan contra la Madre Patria, y el de los padres inde-
pendentistas que ajustician a los hijos por traidores. En ambos escena-
rios, los hijos rechazan la ley del padre y lo que ellos representan; y estos
condenan, asesinan o amenazan con matar a sus hijos si estos se unen al
bando contrario. En términos muy reales, los hijos serían los que desa-
fiarían la autoridad paterna y, como pensaba Burke, quienes arrancarían
el velo que los protegía, y que les inspiraban “miedo” y “reverencia” ante
él (Smith 1985: 145). De ahí, que la disidencia política se entienda
en términos de: falta de respeto, desobediencia, deslealtad familiar y
ruptura de los vínculos de sangre, y que, tanto para los revolucionarios
como para los leales a la corona, el castigo que se impusiera fuera la
muerte. El problema está, en que los mambises se habían revelado ellos
mismos con anterioridad contra sus propios padres, y ahora tenían que
“matar” a sus hijos para que estos no los mataran a ellos. Estas obras nos
hablan, entonces, de la deslealtad de los hijos rebeldes con relación a
sus padres peninsulares; pero, sobre todo, de la deslealtad de los propios
hijos de los revolucionarios con sus progenitores; lo que demuestra que
Capítulo V 135

el desafío inicial solamente podía traer consigo más violencia, enfren-


tamientos fratricidas, y un ciclo perpetuo de guerras civiles y tiranías,
como pensaba Burke (cit. en Smith, Politics 145). Independientemente,
entonces, de si creemos que los acontecimientos que se cuentan en esta
novela son verídicos o no, lo que sí no podemos negar es que, durante
los diez años que duró el conflicto, se cometieron todo tipo de atrocida-
des. En las cartas que nos quedan de los participantes y de las víctimas
de la guerra, incluso, en los diarios de campaña, aparecen rastros de esta
violencia contra soldados del bando contrario, los mismos mambises
que transgredían la ley de los campamentos, así como de la población
civil. En una carta que escribió el mambí Francisco Estrada y Céspedes
a su esposa, fechada 8 de octubre de 1876, este le cuenta los actos que
cometían los soldados españoles contra las mujeres y las niñas que en-
contraban en sus batidas. Le dice:

Tú no sabes las infamias que comenten estos bárbaros aquí. Violan


todas las mujeres que cogen (hablo en el Camagüey). Hay niñas de ocho
a diez años que las dejan a la muerte. Es necesario mudarlas en camillas
porque no pueden caminar. Esto es espantoso, y se hace hasta increíble,
pero es tan cierto como ser tú mi esposa. Y tantas cosas hacen que no
quiero escribirlo, porque sufro mucho en no poder vengar como deseo a
las infelices que están aquí (Estrada 1989: 116).

Algo similar afirmaba Vicente Aguilera en su Diario en los EE. UU.,


donde relata lo que le contó Lola cuando fue capturada por los soldados
españoles. “Dice que por la noche forzaron a la hija del mayoral suyo y
que eso allí era muy común por todos los jefes y oficiales. Que Concha
Milanés, entenada de Ramón le entregó su hija de 14 o 15 años a un co-
ronel por cuyo motivo eran muy bien tratadas” (Aguilera 2008, vol. I:
148). Lo mismo sostiene Carlos Manuel de Céspedes cuando señala en
su Diario que una mujer que tiene el marido en la guerra, “los españoles
le llevaron dos niñitas” (Céspedes, 1994: 105). Aunque la descripción
más horripilante no pertenece a la literatura, sino al testimonio, y la
136 Los hijos ingratos de la patria

escribió Melchor Loret de Mola en Episodio de la Guerra de Cuba: El 6


de enero de 1871 (1893), en que narra cómo dos soldados peninsulares
asaltaron el bohío donde vivía él con su familia cuando era un niño,
les robaron las joyas, machetearon a todos sin compasión y, finalmen-
te, le prendieron fuego a la casa con ellos dentro. El relato es aún más
emotivo, ya que, quien cuenta lo sucedido es el mismo Melchor Loret
de Mola, el único sobreviviente de aquella matanza quien, como señala
en el prólogo, fue “testigo presencial” de aquel suceso (Loret de Mola
1893: iv). Es de esperarse, entonces, que se repitieran escenas como es-
tas a lo largo de la guerra, y que dejaran profundas secuelas de angustia
y de suicidios, como ocurrió con el mismo Melchor Loret de Mola años
más tarde. No obstante, en los textos literarios, no aparecen descripcio-
nes tan horribles como las que cuentan estos autores, y es en las obras de
los escritores peninsulares donde la violencia adquiere más importancia,
y se presenta como el resultado de haberse alzado los cubanos contra la
Corona. De ahí, que aparezcan negros y mulatos tratando de violar a
las mujeres blancas o, como en la novela de Eusebio Sáenz y Sáenz, los
padres mambises maten a sus hijos por despecho. En su novela, Sáenz
y Sáenz deja constancia de esta violencia cuando habla de las mujeres
que eran violadas por los soldados españoles, que “eran así arrojadas,
como si dijéramos a las fieras, a una compañía de desenfrenada solda-
desca para su solazamiento, que terminaba su feroz pasión cuando el
infortunio, la impotencia de la infeliz, juguete de inhumana barbarie no
podía resistir más… el ludibrio de la concupiscencia… poniendo fin la
muerte a la bestial acción…” (Sáenz y Sáenz 1883: 132).
La narración es contada por un mambí en el campamento separatista,
dando la impresión que ésta era la forma en que los separatistas recluta-
ban a sus partidarios. Aun así, en otro lugar de la misma narración, el
autor cuenta cómo otro batallón de soldados españoles le prendió fuego a
una casa donde se encontraba una pareja de guajiros, lo que no quita que,
en la novela de un coronel español, los mambises sean los que carguen
con las mayores muestras de sadismo al matar a Rosita, y degollar a otro
niño por el simple hecho de ser un estorbo para el padre en la manigua:
Capítulo V 137

“Pancho, el Herodes, el Nerón vampiro de su hijo, con cinismo inaudito


desenmbainó [sic] su machete y de un solo golpe dividió en dos su cabeci-
ta… segregándole casi de aquel cuerpecito inerte… / —¡Ni un suspiro, ni
un hay pudo lanzar el hijo de sus entrañas!” (1883: 127). A esta descrip-
ción de la escena, el autor agrega a pie de página el siguiente comentario:
“a no existir testigo ocular lucharían la duda y la verdad” (1883: 127).
¿Daba a entender de esta forma que fue testigo también de esta escena?
Al igual que la historia de Rosita, aquí se describe otro infanticidio en
las tropas cubanas. La anécdota es contada por un mambí en el campa-
mento insurrecto, mientras que Rosita y todos los presentes la escuchan
horrorizados. El mismo narrador afirma “cúbrase de luctuoso velo mi
pluma para que no siga la verdad del cuento” (1883: 127), un recurso
retórico cuya finalidad es dejar implícito el rechazo moral del autor y del
mismo insurrecto que cuenta esta escena ante la realidad tan cruel que na-
rra. Estas historias violentas sirven de antecedentes a la historia principal
y ponen al descubierto los límites que podían trasgredir los que luchaban
por una ideología, quienes eran capaces de poner los afectos patrióticos
por sobre los filiales, y terminaban siendo unos “infames” y unos “mons-
truos” (1883: 128). No obstante, como ocurre también en la historia de
Rosita, el mismo narrador, al explicar los motivos del padre al asesinar al
hijo, introduce en la discusión la historia de Guzmán el Bueno, quien ha-
bía luchado en el siglo xiii contra los moros en España, y había preferido
que mataran a su hijo antes que entregar la ciudad de Tarifa. Poco después
de que el narrador relata la muerte del niño Alfredo a manos del padre,
uno de los que escuchan al narrador le dice: “horripilan los sucesos que
cuentas, Leoncio, dijo Pedro, ––Pero la degollación por el padre del niño
Alfredo supera a todos” (1883: 136). A lo que responde Leoncio: “Dices
bien, Concha. Únicamente el amor patrio, que sobreponerse debe a to-
dos, ha podido sancionar la abnegación de Guzmán el Bueno, lanzando
el puñal a la agarena hueste que luego hundió en el corazón de su hijo por
salvar de nueva hecatombe a su Patria” (1883: 136).
La comparación con la acción de Guzmán el Bueno es importante, por-
que, al igual que la historia de Lucio Juno Bruto en Roma, con ella, se
138 Los hijos ingratos de la patria

explica cómo el “amor patrio” debía prevalecer sobre los afectos familiares al
menos para los revolucionarios. De hecho, el nombre de Guzmán el Bueno
reaparecerá en otra obra de teatro de los independentistas para justificar la
muerte del hijo de Céspedes. En la novela de Sáenz y Sáenz, su mención
en el campamento insurgente, tiene la función de poner en duda si valía
la pena matar al hijo por la patria, ya que, muchas veces, como dice el
narrador: “los que la han defendido generalmente han logrado desprecio
y aislamiento” (1883: 137). De esta forma, el tema del sacrificio personal
y el de los hijos quedan unidos, nuevamente, con el de la ingratitud de
los conciudadanos, un tema que, como ya vimos, aparece en las obras de
teatro que hablaron de Céspedes, en los testimonios de Serafín Sánchez, y
en los poemas y escritos de Martí. Francisco Javier Balmaseda es quien hace
referencia a Guzmán el Bueno en su obra sobre Carlos Manuel de Céspedes
y en el opúsculo biográfico que le dedicó al bayamés en Los Confinados a
Fernando Poo e impresiones de un viage a Guinea. Allí califica la acción del
patricio como digna de Leónidas, el famoso guerrero de Esparta que com-
batió contra las tropas persas en la batalla de las Termópilas (Balmaseda
1978: 268), de Guzmán el Bueno (1978: 268) y de Jesucristo (1978: 275).
En su resumen biográfico de Céspedes, dice que, en abril de 1870, el hijo
del presidente, Óscar, fue sorprendido por las tropas españolas en casa de su
novia y se le mandó a decir al padre que el gobierno le perdonaba la vida si
este deponía las armas y reconocía el gobierno de España; a lo que Céspe-
des respondió: “Primero perecerá toda mi familia, y yo con ella, que hacer
traición a mi patria”. Balmaseda explica a continuación:

Carlos Manuel sufrió esta prueba con la resignación de los predesti-


nados para un fin sublime, y excedió en grandeza de ánimo a Guzmán
el Bueno. Las acciones heroicas se miden, en estos casos, por el tamaño
del dolor natural reprimido: Guzmán era un hombre feroz y vano, que
arrojó sin necesidad desde los muros de Tarifa, por un alarde de cruel
valor, el arma que debía quitar la vida a su hijo. El héroe godo no puede
igualarse al héroe cubano, lleno de sensibilidad, de amor y de ternura (Los
Confinados 1869: 268).
Capítulo V 139

La comparación entre uno y otro, por lo tanto, nos ayuda a entender el


imaginario familiar de la guerra, ya que, al igual que Céspedes en Cuba, Guz-
mán el Bueno es una de las figuras centrales de la historia de España: su deter-
minación en sacrificar a su propio hijo para proteger la fortaleza de Tarifa y al
rey ha sido recogida por historiadores, dramaturgos, poetas y novelistas desde
la época medieval. En estos textos, se exalta su lealtad a Sancho IV y se com-
para su acción con la del mismo patriarca Abraham quien, para demostrar su
lealtad a Dios, también estuvo dispuesto a sacrificar la vida de su hijo. Esta
comparación, anoto, no era fortuita, ya que, en la época medieval, la palabra
“patria” dejó de tener la importancia que tenía en la antigua Grecia, y la rela-
ción más significativa pasó a ser la establecida entre rey y vasallo1. De ahí que
Luis Vélez de Guevara (1579-1644) titulara la obra de teatro en la que recrea
la historia de Guzmán el Bueno Más pesa el Rey que la sangre, porque no era
“Epaña”, ni Tarifa, ni su hijo lo que más importaba: era por su rey, Sancho IV,
por quien Guzmán debía sacrificar a su vástago. Tres siglos más tarde, sin em-
bargo, la inmolación del héroe ocurrirá en beneficio de todos los españoles. Lo
dramaturgos Enrique Ramos, Fernández de Moratín (1760-1828) y el poeta
Manuel José Quintana (1772-1857) mostrarán la lealtad del padre a la “pa-
tria”. Así aparece en la obra de teatro de Enrique Ramos, El Guzmán (1777),
tragedia en cinco actos, donde el propio hijo anima al padre a que lo mate:

Por Dios y por la Patria y por el Cielo


Muramos por la Patria y por el Cielo

1
Donde el concepto de “patria” sí retuvo todo su valor, como dice Ernst Kantorowicz en
The King’s Two Bodies, fue en la religión cristiana, que transfirió el concepto de polis al reino
de los cielos, y convirtió el martirio en el genuino modelo de autosacrificio hasta el siglo xx
(1957: 234-235). Algo similar argumenta Étienne Balibar en “The Nation Form: History and
Ideology”. Al justificar la guerra, tanto Céspedes como Martí usan expresiones religiosas para
referirse a Cuba. En su Diario, Céspedes habla del “amor sagrado a la Patria”, “Amour sacré
de la Patrie!” (1994: 88), por el cual tuvo que sacrificar a su familia, y más tarde se compara
con Jesucristo. Para más detalles sobre este proceso, véase el capítulo que Ernst Kantorowicz le
dedica al tema en The King’s Two Bodies, titulado “Pro patria mori” (1957: 232-272). Incluso,
en su Diario, el propio Céspedes llega a compararse con Cristo. Dice: “yo debía de inmolarme
y me inmolé. Cristo resucitó después de la cruz” (1994: 154).
140 Los hijos ingratos de la patria

De Padre de la Patria en este día


Os dará España el nombre lisonjero
(Millé Giménez 1930: 394).

En medio de la guerra contra España, era de esperarse que Balmaseda,


no solo pusiera a Céspedes por encima del caudillo de Tarifa; sino que,
también, lo llamara “padre de la patria” de los cubanos, originando de
este modo una nueva genealogía para los revolucionarios2. En palabras
de Balmaseda la renuncia al hijo significaba asumir el papel de padre de
todos los cubanos. El sacrificio del hijo se multiplicaría en la paternidad
de muchos otros que reconocerían, en esta forma de actuar del héroe,
el modelo más extremo de abnegación. No extraña, entonces, que este
apelativo pase a formar parte de la historia de Cuba y que Carlos Manuel
de Céspedes como el patriarca Abraham, Lucio Juno Bruto y Guzmán
el Bueno muestren las cotas más altas de lealtad a su ideología. En uno
y otro caso, el héroe daría el máximo de sí mismo a su país que, irónica-
mente, no le pagaría de igual forma. La única recompensa segura, como
le dice Martí en una de sus últimas cartas a Máximo Gómez, era “la ingra-
titud probable de los hombres” (1963-1975, vol. II: 163). De modo que,
en estos textos, el sacrificio máximo viene aparejado de la ingratitud de
sus hijos o de los conciudadanos. Martí mostró así este dilema y, también,
él dejó claro en varios textos que preferiría ver al hijo muerto que contem-
plarlo sirviendo en el ejército colonial. En sus poemas, la alternativa no
se plantea del modo en que se le presentó a Carlos Manuel de Céspedes,
sino como lo pinta Sáenz y Sáenz en su historia, y reaparece con tanta

2
Es posible que la misma caracterización de Céspedes como “padre de la patria” venga de
Balmaseda, ya que este dice, tanto en su obra de teatro como en sus notas, que Céspedes era
“el padre y fundador de la República” (1869: 273). Más tarde, Néstor Carbonell y Emeterio S.
Santovenia, en Carlos Manuel de Céspedes; apuntes biográficos, pondría las siguientes palabras
en la boca del caudillo cuando se enteró de que su hijo había sido tomado prisionero y los es-
pañoles querían que entrara en negociaciones de paz “—Oscar no es mi único hijo: soy el pa-
dre de todos los cubanos que han muerto por la Revolución” (1919: 28). Al contar la muerte
de Céspedes, Carbonell no hace ninguna mención a la supuesta traición del antiguo esclavo.
Capítulo V 141

insistencia que se convierte en una obsesión. En Versos sencillos (1891),


Martí termina diciéndole al hijo: “Vamos, pues, hijo viril: / Vamos los
dos, si yo muero / Me besas: si tú… ¡prefiero / Verte muerto a verte vil!”
(Martí 1993, vol. I: 268). Tal preocupación, Martí la había manifestado
casi diez años antes, en Ismaelillo (1882), donde el padre adquiere la figu-
ra de Abraham, y termina otro poema con estos versos: “¿Vivir impuro?
¡No vivas, hijo!” (Martí 1993, vol. I: 30). En cada uno de los casos, Martí
sugiere que el padre sería capaz de preferir la muerte del pequeño, si este
fuera “impuro” o “vil”, a que le fuera desleal a su patria. A él, como Abra-
ham, no le temblaría la mano si la “patria-dios” le hubiera pedido que sa-
crificara al muchacho, a tal extremo que, en otro poema, el padre se ve a sí
mismo muerto y ve al hijo pasar un día por delante de su tumba, vestido
de “soldado del opresor”, y esta aparición es suficiente para despertarlo:

El padre, un bravo en la guerra


Envuelto en su pabellón
Alzase: y de un bofetón
Le tiende, muerto, por tierra.
(Martí 1993, vol. I: 265)

Una y otra vez, por consiguiente, Martí deja claro qué haría si el hijo
le fuera un traidor. Reactúa la misma pesadilla, el mismo temor y termi-
na matando al hijo, con lo cual, supedita los afectos personales al amor
que sentía por Cuba (Rojas 2000: 94-95). Exige de él una actitud igual
a la suya o igual a la del padre, que había sido “un bravo en la guerra”.
De no haber existido este antecedente político, el hijo no se hubiera
sentido obligado a seguir sus pasos. Ni el padre lo hubiera matado. Lo
cual nos dice que la política es la que media entre su acción y la muer-
te. Es el pasado el que ata al hijo en el presente, una memoria que le
obliga a actuar igual que su progenitor, quien, irónicamente, en el caso
de Martí, nunca participó en el conflicto bélico y era hijo de españoles
integristas. No obstante, el mismo tema del hijo traidor fue retomado
por José Antonio Ramos en una obra de teatro ambientada en la gesta
142 Los hijos ingratos de la patria

independentista y basada en este poema de Martí. Según una carta que


le envió a Ramos, el dramaturgo y erudito José de Armas y Cárdenas
desde Madrid, Martí pudo haber sacado la idea para estos versos de la
historia de Rustán y Sorhab que cuenta Alphonse de Lamartine en El
civilizador (1858) (Augier 1982: 241-242).
En esta historia, el bravo Rustán mata al hijo que estaba luchando en
el ejército contrario, pero, al igual que ocurre en las tragedias griegas, no
sabe que al hacerlo está matando a su primogénito, lo cual no es exacta-
mente lo que dice el cubano en estos poemas. El desenlace trágico en la
historia de Rustán fue causado por la madre del pequeño, quien le miente
al padre y le dice que tuvo una niña. Al crecer, entonces, el hijo se une
al ejército enemigo del padre, y solo al final de la pelea se da cuenta que
este es Rustán y exclama: “El cielo me castiga por haber hecho la guerra
a la patria de mi padre” (Lamartine 1858: 267). De modo que, si bien
es cierto que la historia de Lamartine tiene una semejanza con el poema
martiano, el tema principal que angustia al cubano (el saber que su hijo
podía militar en el ejército enemigo) no está presente en él, porque el pa-
dre no sabe que tiene un hijo y que este pelea junto con sus adversarios.
Más bien, estos temores parecían provenir de la propia experiencia de la
guerra, donde como también apunta Justo de Lara, hubo hijos y padres
que militaron en ejércitos contrarios (Augier 1982: 243). Martí es un
ejemplo de ello, no solo porque desde joven decidió apoyar la revolución
de Yara e ir en contra de la ideología y la patria de sus progenitores; sino
porque, años después, Carmen Zayas Bazán, su esposa, rechazó sus ideas
separatistas y, estando en Nueva York, pidió protección a las autoridades
españolas para regresar a Cuba con su hijo. El padre de Carmen Zayas Ba-
zán era un hacendando camagüeyano partidario de España y Martí sabía
que su hijo estaba creciendo rodeado de familiares que apoyaban la causa
colonial. Por eso, temía, como dice Blanca Z. de Baralt en El Martí que
yo conocí, “la educación anticubana que iba recibiendo el hijito amado
en casa de su suegro” (Baralt 1945: 164). Nada ilustra mejor esta preo-
cupación que la anécdota que cuenta Baralt en su libro, donde se ve “el
refinamiento con que querían herirlo, inculcándole al niño principios de
Capítulo V 143

españolismo” (1945: 164). Según Baralt, Martí le contó que, un día, el


hijo le mostró al padre un reloj de oro con tapa que el abuelo don Francis-
co Zayas Bazán le había regalado. En su interior, estaba grabado el escudo
de España, y el abuelo le había dicho: “Toma, hijito, te regalo este reloj
para que cada vez que mires la hora, veas este escudo y te acuerdes de que
eres español” (1945: 164-165). La anécdota y la situación familiar expli-
can de esta forma la obsesión del cubano con este tema, y es reveladora
del temor que sentía ante la posibilidad de que el pequeño creciera con
ideas políticas diferentes a las suyas. Antes de partir para la guerra, inclu-
so, en la última carta que le escribe con fecha de 1 de abril de 1895, en
Nueva York, Martí le dice lacónico a Pepito: “salgo sin ti, cuando debieras
estar a mi lado”, y agrega que le envía junto con la carta “la leontina que
usó en vida tu padre” (Martí 1963-1975, vol. XX: 480). O sea, la cadena
del reloj de bolsillo que usaba en Nueva York. Seguramente, Martí recor-
daba en aquel momento el regalo que le había hecho el abuelo al hijo y
trató de compensar de forma simbólica la educación que había recibido
del suegro con el regalo del padre, que era una especie de “atadura” de
ambos a la patria, más aún cuando en su carta Martí se ve a sí mismo listo
a morir o ya muerto (“que usó en vida tu padre”).
De manera que tanto la historia de Céspedes que cuenta Balma-
seda como los poemas de Martí nos hablan del sacrifico de los padres
en aras de la revolución emancipadora, de la lealtad a la patria y de la
necesidad de que los hijos se identifiquen con los ideales de sus padres.
Nos hablan, sobre todo, del sacrificio del hijo por la ideología de sus
progenitores, lo que es una idea típica de la ética patriótica romana,
que como dice Ernst Kantorowicz en The King’s Two Bodies, llevó al
emperador Publio Elio Adriano a aprobar una ley que justificaba que
los hijos mataran a los padres y que los padres pudieran matar a los
hijos en beneficio del imperio(Kantorowicz 1957: 245). Tal vez, en la
época romana, en que los padres tenían total control sobre los hijos,
se entendiera que estos los condenaran a muerte por causas políticas.
A finales del siglo xix, empero, este no podía ser un modelo de conduc-
ta, y por eso en la novela de Sáenz y Sáenz esa violencia adquiere tanto
144 Los hijos ingratos de la patria

dramatismo y expresa como ninguna otra la angustia de la guerra. En


este sentido, la narración continuaría el realismo de otras novelas en
Cuba, especialmente, de las que tuvieron que ver con la esclavitud, y
se adelanta a las de estilo naturalista que ponen el énfasis en las capas
pobres de la sociedad, en la crudeza del conflicto, y en la crítica a los re-
volucionarios. Es decir, en escenas que tratarán de explicar las acciones
de los personajes a través del contexto social que los rodeaba, comuni-
cando de este modo imágenes repulsivas y sancionadas por la ley, que
podían llegar a provocar rechazo en el lector.
En La Siboneya, el narrador, a veces, sale de su función de escritor
y de la trama que cuenta para hablarnos de su experiencia personal,
dándonos su versión de lo que sucedió y contándonos historias vio-
lentas en que critica lo mismo a españoles que a cubanos. Estos tes-
timonios que mezclan críticas y halagos no son comunes de hallar en
los textos producidos a raíz del conflicto, que por lo general tratan de
convencernos de la justeza de una de las causas y nos piden que tome-
mos partido por ella. Aquí uno de los personajes, un cubano, es quien
exalta y condena la actitud de ambos. Son críticas que están dirigidas
contra la misma guerra, incluso, contra la administración colonial y el
favoritismo en el sistema correccional de los militares españoles, ya que
el narrador no tiene reparo, tampoco, en acusar a “bastantes Iberos de
dañosa sangre” (Sáenz y Sáenz 1883: 167) por usar la bandera y títulos
como el de voluntario “cuyos cargos distaban mucho de proveerse en el
mérito y honradez,” pero que, justamente por ello, lograban embaucar
a los inocentes y sacaban “lucrativo partido de todo”, olvidándose de
los principios de religión, moralidad, justicia, equidad y caballerosidad
(1883: 167). Con esto, quiero decir que la narración de Sáenz y Sáenz,
además de contar historias violentas, critica ciertos aspectos del sistema
colonial, contra los cuales, los mismos criollos estaban luchando. Estas
críticas, que el narrador podía haber ignorado, tienen la intención de
dar una imagen verídica y balanceada del conflicto. Parecen dirigidas,
sobre todo, a los lectores fuera de la Isla que desconocían la situación
en la colonia y la razón por la cual los cubanos estaban luchando contra
Capítulo V 145

España, que, aunque dichas por el bando contrario, no se niegan ni se


ridiculizan. Otras críticas las hace el propio autor en apartados expli-
cativos que tienen solamente una relación tangencial con la historia
principal, pero que lo ayudan a comprender las razones detrás de las
decisiones que se toman en la novela.
En otro intento de mostrar la veracidad del texto, el autor se apoya en
la historia, la etnografía y las costumbres cubanas para establecer simili-
tudes entre la antigua raza aborigen de la Isla, los cubanos y la naturaleza;
motivo por el cual le da a la protagonista el apelativo de “la Siboneya”,
en alusión al grupo de pacíficos aborígenes que vivían en Cuba a la lle-
gada de Cristobal Colón en 1492. Habla de los insurrectos como de “los
nuevos Indios” (Sáenz y Sáenz 1883: 153), los “Indígenas” (1883: 28), y
rememora, al inicio de la narración, las descripciones que habían hecho
Juan de Torquemada (1562-1624) y el propio Colón sobre los habitantes
originarios de Cuba, quienes “se distinguían por su gracia o su belle-
za” (1883: 16). Tan cercana es esta identificación que el autor utiliza el
mismo término para referirse al espíritu independentista de los criollos
como “indio, guagiro, criollo, insular o como se le quiera llamar, pero
americano”, en quien está muy arraigada la “vetusta idea de que ‘el suelo
y cielo de la Isla es para los cubanos’” (1883: 210) y afirma que de lo que
se trataba era de la “reconquista de su patria”; es decir, de tomar de vuelta
los cubanos la patria que los españoles les habían quitado a los indígenas
(1883: 69). Consecuente, con esta homologación, al final de la novela,
los mambises que mataron a Rosita se convierten en los “caribes que han
descuartizao [sic] a la niña” (1883: 253).
¿Por qué es importante esta homologación? Porque, como vimos
anteriormente, la metáfora de Cuba como india es central para enten-
der el discurso de la guerra, y en la novela de Sáenz y Sáenz, anclar la
historia en un tiempo primordial donde luchan taínos y caribes. Los
caribes eran los indígenas belicosos que, según Cristóbal Colón y otros
historiadores, acosaban a los taínos al inicio de la Conquista, un dato
del que, también, se sirvieron los poetas siboneyistas para mostrar bajo
esta figura el poder y la violencia de los colonizadores. De este modo,
146 Los hijos ingratos de la patria

las posibles relaciones que habían establecido los criollos entre sibone-
yes (cubanos) y caribes (conquistadores) se borran en este texto y, en
su lugar, aparece la alegoría de la “Cuba-indígena como la amante del
español”, que es descuartizada por sus propios hermanos para impedir
este matrimonio. Esta y las otras comparaciones que se establecen en el
texto, por tanto, son formas de apropiación y reconstrucción del pasado
de Cuba en base a la memoria y las alianzas étnicas que los escritores
querían privilegiar. Buscan distinguir de diversas maneras los objetivos
políticos que les beneficiaban y, para ello, sobredimensionan cuotas de
esa memoria para crear fábulas de fundación que ayudaran a su causa.
Sáenz y Sáenz, imagina que Rosita, la joven “Siboneya” había escogido
bien enamorándose del soldado español, porque esta elección era, según
sugería, la más conveniente para Cuba. En cambio, Francisco Javier
Balmaseda pensaba que, si bien esta combinación era deseable, ya que
allí algunas criollas se casan también con españoles, todos debían pensar
como cubanos y aspirar a la independencia. Este no es el punto de vista
de Sáenz y Sáenz, quien muestra cómo la intolerancia política de los
independentistas pone fin al noviazgo de la joven, lo que cierra así cual-
quier camino a la solución del conflicto bélico. En su novela, incluso,
Sáenz y Sáenz amplía esta comparación y deja en claro que los cubanos,
en lugar de echar a los españoles de su tierra, debían aceptarlos, ya que
ellos eran los que podían enseñarles las reglas morales y encaminarlos
por la vía del “progreso culto y civilizador” (1883: 224). Desgraciada-
mente, Cuba se había mantenido por mucho tiempo en una especie de
letargo, en un sueño del que debía despertar. Explica el narrador:

Así se haría en illo tempore a raíz de la conquista. Es verdad, se me


dirá, como no han transcurrido más que cuatro siglos, no ha habido
suficiente tiempo para otros adelantos que los del ‘in statuo quo’ cuyo
platanamiento paraliza narcotizando los sentidos y vamos viviendo… hoy,
sin pensar en mañana; o lo que lo mismo ha vivido siempre la inacción,
y ha estado durmiendo el progreso civilizador (Sáenz y Sáenz 1883: 215;
énfasis en el original).
Capítulo V 147

Al describir, entonces, a los guajiros, el narrador compara sus cos-


tumbres con las de los indígenas que encontró Colón en el siglo xv
cuando llegó a las Antillas, lo que le permite adoptar una posición de
autoridad moral, civilizatoria, ante las costumbres criollas. Su narración,
por tanto, no hace más que buscar un sustrato social e histórico para
legitimar el poder de la Corona, igual que lo hicieron otros intelectuales
que escribieron sobre la guerra, como Gelpí y Ferro o Camprodón. Al
ser Sáenz y Sáenz un militar de carrera, podemos hablar de este texto
como de una especie de arma letrada, que echa mano a las justificaciones
que tradicionalmente habían dado los colonizadores para adueñarse de
la tierra ajena. Por eso, recurre al discurso histórico, lineal, ascendente, y
a metáforas como la del sueño y los sentidos “narcotizados”, para señalar
que se trata de una civilización estancada en el pasado, que necesita el
empujón definitivo de la metrópoli. De esta forma, la explicación que
nos provee el texto comparando, justificando y criticando a estos “otros”
por sus modos de vida o su religión constituye otro modo de violencia
textual; otro modo de administrar la mirada y la comprensión de los he-
chos desde un punto de vista integrista; con lo cual, construye dinámicas
que justifican la imposición del sistema. Es una mirada que enmarca los
sujetos coloniales y metropolitanos en espacios y culturas opuestas, en
donde unos son representativos de la civilización, y los otros de la barba-
rie. Sus cuerpos, la promiscuidad en la que vivían en las casas, “el estado
de desnudez de todos” (1883: 214), la influencia del trópico en su desa-
rrollo biológico, los hacían diferentes a los europeos. Pertenecían a otro
tiempo, que era el de la Conquista, con lo cual Eusebio Sáenz y Sáenz les
niega a los cubanos, “gentes selváticas del país” (1883: 60), el momento
que compartía con ellos, o, como dijera Johannes Fabian en Time and
the Other (1983), la “coetaneidad”, con el fin de autorizar su propio
discurso y tomar posesión de sus cuerpos. Por eso eran tan distintos, las
niñas maduraban tan rápido, buscaban pareja, tenían hijos y cambiaban
su condición civil mucho antes que las españolas. Al igual, entonces,
que en otras novelas con pretensiones realistas y etnográficas, el mundo
natural sirve aquí como un reflejo del conflicto humano. Los cuerpos
148 Los hijos ingratos de la patria

de las criollas, con su “voluptuosa lujuria natural”, crecen a la par de la


naturaleza exuberante que las rodeaba (1883: 16), lo que es otra fantasía
del discurso imperial, que se remonta a la época de Cristóbal Colón, y
su creencia de que el paraíso en América tenía la forma de un seno de
mujer. Naturaleza y género confluyen así en la narrativa de la guerra,
como antes en la narrativa de la Conquista, una homologación que es
una “pornotopía” para usar el término de Douglas Porteous (1990: 81).
En estos textos, la mujer adquire la forma de la tierra, es un reflejo de
su fertilidad y “voluptuosidad” del paisaje, por lo cual, el lenguaje erótico
se mezcla con el lenguaje corporal reflejándose mutuamente. En los textos
poéticos de los independentistas, además, la patria es una mujer, deseada,
violada y maltratada por el enemigo, quien se ve como violador o un sul-
tán que la esclaviza. José Joaquín Palma y José Martí retoman esta compa-
ración en sus poemas para recordar el fusilamiento de los estudiantes de
Medicina en 1871. Palma llama a Cuba “odalisca de Occidente” (Palma
1890: 18), y Martí, “la virgen sin honor de Occidente” (Martí 1993, vol.
II: 40). Palma llega a decir, en un poema dedicado al aniversario de la
independencia de Honduras, que Cuba era la “¡Odalisca envilecida / En
los brazos del sultán!” (Palma 1900: 16). Ambos poemas son muestras de
la labor consciente de los independentistas para identificar al concepto
de patria con el de la mujer, así como utilizar el pasado para criticar a los
voluntarios españoles. En tal caso, la memoria se constituye como un re-
chazo del olvido, en un intento de evitar borrar la huella del crimen para
incitar a los cubanos a la lucha. En uno y otro caso, la posesión política
de la Isla se expresa a través de imágenes sexuales. Según Eusebio Sáenz y
Sáenz en esta novela, la Isla de Cuba era poseedora de un suelo:

en el que por doquier se ve el círculo de perpetua fertilidad; en donde


la vegetación desafía a la misma naturaleza; en que el verde follaje, los
escogidos y raros matices de la floresta y la más rica al par que voluptuosa
lujuria natural, nada de extraño tiene que las hijas de tan ameno país,
participen de sus mismos encantos (Sáenz y Sáenz 1883: 16).
Capítulo V 149

Lo mismo repite más adelante cuando se refiere a otra niña, Mer-


ceditas, de quien dice: “Extrañeza causará a mis los lectores el adelanto
en una niña de once años; pero sabido el desarrollo, tanto físico como
moral, de las hijas de los Trópicos, que a los doce se hayan en aptitud de
maritar” (1883: 191). No sorprende, entonces, que el narrador tome de
protagonista principal a Rosita, y que en otros lugares del texto muestre
una actitud de extrañamiento y temor por la naturaleza cubana, como es
propio encontrar en otros autores peninsulares que aludieron a la guerra.
Antes de terminar la discusión sobre esta novela, sin embargo, me
gustaría destacar la importancia que tiene el tema de la esclavitud y de
los negros en ella; ya que, al igual que otras narraciones que tratan del
conflicto armado, los esclavos son, también, personajes muy importantes
en estas obras, que definen la actitud de unos y otros ante el conflicto.
A diferencia de las obras independentistas, en esta oportunidad, el autor
pone el acento en las diferencias que los antiguos esclavos tenían con los
amos revolucionarios por cuestiones políticas. No habla de fraternidad
racial, ni dice que los rebeldes les dieron la libertad antes de marcharse
a la manigua. Por el contrario, tanto en la casa donde se quedan a vivir
Rosita y Salomé, como en la manigua, se mantiene el mismo trato de
“niño” y “ama” entre ambas clases. Los esclavos siguen las indicaciones
de los blancos, y arriesgan su vida por ellos. Realmente, quienes mantie-
nen las mejores relaciones durante toda la novela son Rosita y la negra
Caridad, que acompaña a la niña en el trayecto de ir a entrevistarse con
sus padres en la manigua. Una vez allí, Caridad se entera que su hija,
quien se había ido al monte con otro insurrecto mambí, había muer-
to en una escaramuza y que su nieta de tres años había desaparecido.
Después de conocer la noticia, Caridad regresa llorando al campamento
donde está el “ama” y, en lugar de encontrar apoyo y cariño en ella, todo
lo que recibe es una reprimenda por estar triste. Su hija había sido “un
mártir más, que supo morir por la causa de la Independencia Nacional”
[…] “supo ser digna del aprecio de sus correligionarios” (Sáenz y Sáenz
1883: 223-224) y, por eso, según ellos, Caridad no debía llorar. Caridad,
quien en ningún momento se nos presenta como una insurrecta, todo lo
150 Los hijos ingratos de la patria

contrario, se presenta como alguien que critica el que su hija se haya ido
al monte porque, como dice, “la mujer en ningún lugar hace más falta
que en la casa” (1883: 224); se siente ofendida por esta reacción de la
antigua ama, y ambas discuten. Irene, entonces, llega a acusar a la esclava
de haberle inculcado ideas prointegristas a la hija, que había “renegado
de la fe de [sus] mayores” (1883: 229); pero Caridad lo niega y la antigua
ama le responde: “¡negra esclava, astuta, miserable, maldita raza! Vete,
huye de aquí o haré que después de un boca abajo tus labios sellen, vieja
de Luzbel!” (1883: 226).
La discusión entre las dos mujeres en una sociedad que todavía era
esclavista, y en un contexto que había sido idealizado por la misma pro-
paganda revolucionaria, debió ser particularmente chocante para los lec-
tores, porque en ella la antigua esclava se atreve a contestarle a su ama y a
criticarla –algo que no ocurre en ninguna obra de este género–, y que, en
condiciones normales de servidumbre, le hubiera podido costar la vida o
un terrible castigo. Sin embargo, la escena está estructurada para mostrar
que, a pesar de la retórica abolicionista de los criollos, estos siguieron pen-
sando igual de sus esclavos; ya que los comentarios de Irene Cejudo están
llenos de frases despreciativas y prejuiciosas. Habría que concluir, enton-
ces, que Sáenz y Sáenz desarrolla esta escena con el objetivo de demostrar
la ruptura de esa unión idílica que habían enfatizado tanto los criollos
revolucionarios, y sacar a la luz la supuesta hipocresía de los libertadores.
La literatura de la guerra está llena, como hemos visto, de estas escenas
que muestran la historia al revés de como lo hacen los enemigos políticos.
Es cierto, sin embargo, que, en la Guerra de los Diez Años y aún después,
durante la guerra de 1895, existieron tensiones, rivalidades y disputas
entre los independentistas por cuestiones raciales y la misma negativa por
parte de algunos a darles la libertad a los esclavos contribuyó al fracaso del
alzamiento (Sarmiento Ramírez 2010: 138-65, en línea).
Si, por un lado, en la novela de Sáenz y Sáenz se demoniza la relación
“ama blanca-esclavo-independentismo”, por otro, se exalta la alianza “Ro-
sita-España-Caridad”; es decir, la relación que existía entre la niña “mártir
de la ‘Integridad Nacional’” (Sáenz y Sáenz 1883: 223), la antigua esclava
Capítulo V 151

a quien insulta su madre y su hija, Salomé, quien, después de partir Rosi-


ta para el campamento, cuida a su novio cuando este se enferma. Salomé
se enamora de Eduardo quien, a través de su trato con ella, llega a sentir
cariño por la joven y a entender que los negros también podían amar. O
sea, sus sentimientos afectivos le permiten ver la identidad biológica de
las dos razas, debido a que, como dice, ambos partían de la misma “base”
de Adán, procedían de un “común centro”, por lo que “el hombre de
color es lo mismo que el blanco” (1883: 170). Para 1881, si bien la escla-
vitud en Cuba todavía seguía vigente, la llamada hipótesis poligenista o
de la “raza maldita”, originaria de Caín, era una excusa para mantener las
diferencias y la esclavitud en la Isla, que ya muchos escritores y tratadistas
habían rechazado. De lo contrario, no se entenderían novelas como Sab,
donde el mulato se enamora del ama blanca o las novelas antiesclavis-
tas, que muestran parejas de esclavos que se enamoran entre ellos. Por
esta razón, los pensamientos de Eduardo en la obra resultan atrasados y
explican por qué no prospera la relación entre él y Salomé. En realidad,
al igual que en la literatura independentista, ninguna novela, narración
o poema pro español, escenifica la unión entre sujetos negros y blancos
peninsulares. Todas son mujeres blancas, criollas; lo que nos indica que
la patria o la futura nación se piensa como un tipo de sociabilidad entre
razas iguales, ya sea por el racismo de la época o por la prohibición que
existía en Cuba desde principios del siglo xix en lo referente a las “unio-
nes desiguales”. Como explica Verena Stolcke en Racismo y sexualidad en
la Cuba colonial, las leyes españolas prohibían las uniones interraciales,
aunque permitían que se hiciera una solicitud de permiso para contraer
matrimonio. Por lo general, eran las personas humildes las que le pedían
a la Corona estas excepciones, y los independentistas se opusieron a esta
prohibición; lo que hizo aún más popular la causa revolucionaria (Stolcke
1992: 66). Aun así, este escenario no aparece reflejado en la literatura de
la guerra, donde todos los matrimonios son entre blancos.
El hecho de que Sáenz y Sáenz apoye la tesis de la igualdad racial y
critique la relación entre la antigua ama independentista y su esclava,
hay que leerlo, por consiguiente, como un intento de acercar los negros
152 Los hijos ingratos de la patria

a los peninsulares, quienes, después de concluida la guerra, trataron de


ganárselos. Se trata de un acercamiento cuyo principal objetivo es políti-
co, ya que busca restar argumentos a los revolucionarios que justificaron
su lucha. Otro ejemplo de lo mismo es la recuperación en esta novela de
los siboneyes, que, como ya dijimos al analizar la fotografía de Varela y
Suárez, para esta fecha ya habían sido reapropiados por la propaganda
peninsular y tenían, además, una larga data colonial. Cuba ya no es más
la india rebelde que fue violada o asesinada por los españoles al inicio de
la colonización. Ahora es la india que ama a España y quiere seguir a su
lado. En la novela de Sáenz y Sáenz, “la Siboneya” es, irónicamente, una
joven rubia que, de no morir asesinada por sus padres, se hubiera casado
con su novio español y se hubiera alegrado con la paz del Zanjón.
Nada más indicativo de esta reapropiación del símbolo en la novela,
que el largo poema que Sáenz y Sáenz reproduce al final, escrito por el
poeta cienfueguero Luis A. Ramos, donde los cubanos y los españoles
celebran los acuerdos de paz convertidos en “siboneyes”. En este poe-
ma, el mismo Hatuey se les aparece a los cubanos para decirles “basta
de sangre y de guerra” y que amen a los “pueblos hispanos” (Sáenz y
Sáenz 1883: 308-309). Así concluye, por tanto, la caracterización de la
Cuba integrista como “siboneya”. La antigua indígena se resemantiza
ahora bajo una nueva forma para demostrar los sentimientos de leal-
tad de Cuba por España. Al final, el “siboney” es un significante vacío
que cada grupo llena con ideas que representan su propia ideología
y aspiraciones políticas. En los años que siguen a la Paz del Zanjón,
este signo de la identidad insular volverá a reaparecer en el discurso
de los revolucionarios, los autonomistas y los peninsulares. Se obser-
vará en las caricaturas que se publican en periódicos satíricos como
Don Circunstancias, que representan a los autonomistas “libertoldos”
poniéndole ofrendas ante un altar indígena “de la autonomía” (11 de
septiembre de 1881), y en rimas poéticas alabando las propiedades del
tabaco “El Siboney”. Será el nombre, asimismo, de un club de pelota,
así como el tema de discusiones eruditas de letrados americanistas cu-
banos como Bachiller y Morales.
Capítulo V 153

Resumiendo, entonces, la narración de Eusebio Sáenz y Sáenz muestra


la ruptura familiar entre los cubanos separatistas y la alianza simbólica
entre Cuba y España que se quería forjar después de terminada la Guerra
de los Diez Años. Los padres de la “Siboneya” la matan por querer aliarse
con los integristas y renunciar a su patria. Son ellos quienes terminan
descuartizándola por razones políticas, lo que, en términos del mito grie-
go de Cronos, significa evitar que los destronara a ellos mismos; porque,
como dice, “la revolución traga a sus hijos” (Sáenz y Sáenz 1883: 186), y
aquí los padres parecen tragarse a Rosita con la misma voracidad con que
Saturno devoró a su prole en el mito griego. A propósito, recordemos que
El Moro Muza había retratado a Céspedes en una caricatura transforma-
do en Sarturno, y con la siguiente inscripción: “(Céspedes) Devorando
a su madre, no contento con devorar a sus hijos, el muy antropófago” (El
Moro Muza 21/11/1869: 61). La escena final que narra Sáenz y Sáenz
invocaría esta crueldad goyesca. Es, por este temor, que los padres la ma-
tan como si fueran caribes. Es así que, en lugar de contemplar esta historia
como un hecho real, propongo interpretarla como un acto simbólico,
que tiene la finalidad de criticar a los independistas que no reparaban en
los lazos de sangre, ni de religión, ni de moral entre ambas naciones o
entre ellos. Para ellos, solo contaba, según el narrador, la ideología. Este
imaginario familiar disfuncional recorrerá, pues, los textos de la guerra,
y se reflejará en poemas, obras de teatro y narraciones que describen el
conflicto desde ambos lados. En estos casos, el modelo patriótico republi-
cano a seguir será el de la familia unida, el del padre y el hijo que luchan
juntos por la causa rebelde, como hicieron Céspedes y los Maceos. En el
caso de Carlos Manuel de Céspedes, el arquetipo del “Padre de la Patria”
a seguir es el de Guzmán el Bueno. Este acto doloroso muestra los extre-
mos a los que llegarían los independentistas, y servirían de recordatorio
para los revolucionarios que vendrían después. Es un drama que se repe-
tirá más tarde en varias obras, como: El Separatista (1895) de Eduardo
López Bago y Episodios de la Guerra (1898) de Raimundo Cabrera. En
la novela que comentamos aquí, después de que los padres machetean a
la hija, esta se convierte en “mártir de la ‘integridad nacional” (Sáenz y
154 Los hijos ingratos de la patria

Sáenz 1883: 274), y la “Divina Justicia” venga su muerte, enviando una


tormenta a la tierra que acaba con la familia insurgente. El río los arrolla
y los relámpagos incendian sus chozas. De este modo, la novela termina
con la venganza de Dios, quien limpia, como en la Biblia con el diluvio,
la tierra de pecado. El periodo de posguerra que comenzaba debía ser una
especie de resurgimiento de la integridad nacional. No lo fue, y catorce
años después volvería a estallar la guerra.
Capítulo 6

La naturaleza de la guerra

Si bien la literatura de la Guerra de los Diez Años fue escrita en el


lenguaje del Romanticismo, en la década de 1880 entraron en escena dos
nuevos movimientos literarios que cambiaron el modo en que la guerra
fue contada. El Modernismo, que rechazó la literatura española para se-
guir los cánones estéticos franceses, y el Naturalismo, que, siguiendo los
preceptos de Émile Zola (1840-1902), aspiraba a ser un análisis objetivo
y de diagnóstico médico de la realidad. Entre las principales figuras del
Modernismo, estaba José Martí, quien, estando exiliado en Guatemala, le
escribió una carta al general Máximo Gómez con el fin de recaudar datos
para escribir un libro sobre el conflicto que recientemente había finaliza-
do. En la carta, Martí le dice al general: “como algún día he de escribir su
historia, deseo comenzar ya haciendo colección de sus autógrafos” (1963-
1975 vol. XX: 263). ¿Cómo se describe, entonces, la guerra en este perio-
do? ¿Cómo se diferencian desde el punto de vista estético e ideológico la
narrativa de ambos bandos cuando describen la naturaleza donde ocurren
las operaciones? En este capítulo me interesa responder estas preguntas
y, para ello, centraré mi atención en los textos de Manuel de la Cruz y
de José Martí, quienes expresan sus ansias de independencia a través de
la topofilia, y en las narraciones de Eusebio Sáenz y Sáenz, Ramón Roa
(1844-1912), Ubaldo Romero Quiñones (1843-1914) y Ricardo Bur-
guete (1871-1937), que muestran su rechazo a través de la topofobia.
Al finalizar las hostilidades, en 1878, resurgió el movimiento refor-
mista y la vida cultural en Cuba. Comienzan a aparecer, entonces, textos
156 La naturaleza de la guerra

sobre la guerra, como la novela de Sáenz y Sáenz, que se publica dos


veces, y cuentos como los de La Habana Elegante “Cuento que pica en
Historia” de Manuel Serafín Pichardo y “Las tres cruces” de Pedro Moli-
na. El cuento de Pichardo narra la experiencia de cuatro amigos en una
fiesta que recuerdan el fusilamiento del poeta Juan Clemente Zenea a
manos de las autoridades españolas, mientras que el de Molina narra
la historia de dos hermanos que se enfrentan por razones políticas y, al
final, ambos terminan muertos. Un año después, en 1888, sale de la im-
prenta el Álbum de El Criollo. Semblanzas, con 84 retratos de revolucio-
narios de antes y después del alzamiento de Yara, cuyo principal objetivo
era recordar a aquellos que habían luchado por la patria y no diferenciar
entre las distintas corrientes políticas. Sin embargo, dos años más tarde
aparece A pie y descalzo (1890), de Ramón Roa, en donde la guerra ya no
es la muestra del patriotismo del que se enorgullecían los criollos, sino
la historia de una desilusión tan grande que basta leer las primeras pá-
ginas del libro para percatarse de que todo había sido en vano: “nuestro
fracaso fue una esperanza frustrada; había una muchedumbre indefensa,
perseguida, errante, sacrificada impunemente, sin más auxilio que el de
su astucia para ocultarse y el de su agilidad para sustraerse al golpe del
perseguidor” (Roa 1890: 5).
En este tono decepcionado y derrotista, Ramón Roa cuenta su expe-
riencia en los campos de batalla y pinta con lujo de detalles la hambruna,
los trabajos y las miserias que tuvieron que pasar los mambises. Roa, sin
embargo, relata estas situaciones de peligro con un tono desenfadado e
irónico, que le resta importancia al drama, dejando casi siempre a los
lectores con una sonrisa en la boca. Episodios como el del joven Jackson,
el expedicionario que antes de morir dice ser Jesucristo, la búsqueda de
comida en la manigua o su huida de la prefectura “con la celeridad de
una arista impulsada por el vendaval” (Roa 1890: 23), convierten a estas
memorias en un cuento de aventuras, entretenido y gracioso, más que
en un testimonio histórico cuya finalidad era dar fe del sacrificio de los
cubanos. Irónicamente, esta era la forma en que los periódicos satíricos y
los escritores integristas narraban también las acciones de los mambises y,
Capítulo VI 157

años después, será el modo en que Carlos Loveira criticará la república en


Generales y doctores (1920).
¿Cómo reaccionaron los separatistas que todavía tenían fe en la inde-
pendencia? Después de leer el libro, Martí fustigó a Roa en uno de sus
discursos de Tampa por querer atemorizar a los cubanos que pensaban
reiniciar las hostilidades, y lo acusa de ser “gente impura a la paga del go-
bierno español” (Martí 1963-1975, vol. IV: 276). Esta crítica tan severa
provocó, a su vez, una carta del general mambí Enrique Collazo conde-
nando duramente al delegado del Partido Revolucionario Cubano. Lo
cierto es que, si comparamos A pie y descalzo con las obras de teatro, los
poemas y las narraciones patrióticas escritas sobre el alzamiento de 1868,
podemos percatarnos de que existe un abismo ideológico entre ellas. Su
narración no tiene el objetivo de buscar apoyo para la independencia.
Simplemente, tiene la esperanza de evitar más violencia, con lo cual in-
troduce al lector en la vida real, en el sufrimiento personal de los hom-
bres, las mujeres y niños que participaron en el conflicto, testimonios
que, antes, solamente podíamos encontrar en las cartas y en las anécdotas
familiares. En la narración de Roa, los personajes no son héroes, ni ene-
migos, ni traidores. Pertenecen a una masa heterogénea de campesinos,
mujeres y niños que iban por los bosques, corrían los mismos peligros que
los mambises y eran sorprendidos por la muerte. Es Roa quien cuenta,
por ejemplo, la anécdota desgarradora de una mujer que asfixia a su hijo
de meses porque podía delatar la ubicación de los revolucionarios cuando
estaban cruzando La Trocha (Roa 1890: 63). Roa achaca el gesto a un
exceso de respeto en la mujer, así como a su antigua condición de esclava;
pero lo cierto es que escenas como esas no aparecen en la literatura inde-
pendentista antes de su libro, lo que sí abundan son discursos a favor del
sacrifico y de la independencia. Esto nos demuestra que el libro de Roa,
con ser un testimonio del fracaso, constituye, también, un testimonio de
la sinceridad del autor. Es la memoria del dolor de la gente común, que
conoció y murió en la manigua, y es, además, una crítica de la violencia,
la ideología independentista y del imaginario por el cual los cubanos es-
taban dispuestos a sacrificarse.
158 La naturaleza de la guerra

El mismo año en que Ramón Roa publicó A pie y descalzo, Manuel


de la Cruz vio editado Episodios de la revolución cubana, un libro que es
su opuesto. Su finalidad, según expresa el autor, era ser un “tributo a la
crónica de la guerra. Redactado sobre auténticos datos de autores y avan-
zadísimos testigos” (Cruz 1890: IX). ¿Cómo se diferencian ambos? Al ce-
lebrar los “triunfos” de los cubanos, su texto es el lugar donde la violencia
cobra legitimidad. Donde se demuestra que matar, más que morir por la
patria, es vivir eternamente como decía “La bayamesa”. Por eso, su libro
no tiene el propósito de hacer un balance imparcial de los hechos, ni de
ser una crítica de la brutalidad o de las condiciones que se encontraron
los cubanos en la manigua. En lugar de crear situaciones risibles, lo que
abunda aquí son los pasajes heroicos, que son resaltados por un lenguaje
poético, lleno de color y referencias a la literatura clásica.
Este objetivo aparece en el prólogo del libro, donde Manuel de la
Cruz afirma que se propuso con estas páginas rescatar la memoria que
doce años después del conflicto y bajo la administración colonial, había
caído en “el olvido” (Cruz 1890: IX). Por eso, agrega que el método que
utilizó fue: “fijar el hecho, el cuadro o la línea, como la flor o la mariposa
en el escaparate del museo, procurando reproducir la impresión original
del que palpitó sobre el trágico escenario” (1890: IX). A diferencia de
Roa, como hemos dicho, Cruz no participó en la guerra y, por esto, a
lo único que podía aspirar era a “procurar reproducir la impresión” que
tuvieron los mambises cuando le contaron estas anécdotas. Pero, si su
libro no tiene la legitimidad que le proveía el haber sido testigo presencial
de los hechos, si tiene el peso de la literatura; es decir, extrae sus reservas
del lenguaje pictórico que utiliza; ya que, como dice, él “compuso” estas
crónicas, “cuadro o la línea”, con meticulosidad, como lo haría un zoólo-
go o un naturalista que trabajara para un museo. Por consiguiente, aun
cuando De la Cruz nunca participó en la guerra, su narración adquiere
tanta fuerza y presencia que, tal como señala el crítico Márquez Sterling
en el prólogo a la edición de 1911: “parecía que en ellos vaciaba memo-
rias de espectador” (X). ¿Cómo logra hacerlo? Adoptando la perspectiva
de alguien que habla como si estuviera observando los hechos: como un
Capítulo VI 159

“espectador”. En sus narraciones, De la Cruz da la impresión de haber


participado en las acciones, reproduce diálogos que supuestamente ocu-
rrieron en medio del combate, y se enfoca en detalles, a veces, tan in-
significantes, que solamente alguien que hubiera estado allí podía ha-
berlos visto. Ese presentismo es una técnica que Martí también utilizó
en sus crónicas neoyorquinas publicadas en La Nación de Buenos Aires,
el periódico para el cual también escribía Manuel de la Cruz. El otro
recurso que utiliza es el impresionismo, una técnica pictórico-literaria
que se originó en Francia y que Manuel de la Cruz utiliza para escribir
la historia. Luego, el énfasis artístico lo pondrá en las descripciones del
campo cubano y en las acciones bélicas, para lo cual, a veces, se acerca a
su objetivo como si fuera un naturalista al estilo de Émile Zola, alguien
que, del modo en que sugiere en el prólogo, caza “hechos” y “mariposas”.
Tal explicación del método no podía resultar más ilustrativa de su estéti-
ca, ya que Manuel de la Cruz rompe simbólicamente con el realismo y el
léxico español, y escoge para su libro la estética francesa modernista que
tanto criticaron Juan Varela (1824-1905) y otros escritores peninsulares
de su tiempo, como Clarín (seud. de Leopoldo Alas), por apartarse de la
tradición española. Con esta forma de pintar, Manuel de la Cruz arropará
la memoria y los hechos gloriosos de los cubanos. La memoria afectiva de
su país (ya que está transida de subjetividad y propósito político), y de los
hombres libres, que no llegaron a lograr la independencia. Su estilo es de
un “impresionismo épico”, como diría Vitier (Vitier 1967: 31), en el que
las escenas de guerra adquieren luz, color y se convierten en un símbolo
de la patria. Por impresionismo, me refiero al movimiento literario que,
partiendo de la pintura de Claude Monet y otros pintores franceses de su
época, trató de convertir las sensaciones visuales en obras de arte.
El término apareció en 1874, en Francia, a propósito del cuadro de
Claude Monet Impresiones: Amanecer (1872), en el que retrata el puerto
de El Havre con pinceladas anaranjadas, azules y grises, sin definir los
contornos, y envuelto todo en una densa neblina. Más tarde, el término
pasó a la literatura para describir, según Ferdinand Brunetière, el estilo
de Alphonse Daudet (1840-1897) en Los reyes en el exilio (1879), “la
160 La naturaleza de la guerra

transposición de los medios de expresión de un arte, el arte de la pintura,


al dominio de otro arte, el arte de la escritura” (Berrong 2013: 15). En
la década de 1880, varios escritores franceses hicieron uso de este estilo,
entre ellos, Pierre Loti (1850-1923) y los hermanos Goncourt, Edmond
y Jules, quienes habían sido antes pintores.
Martí fue uno de los primeros en escribir en Hispanoamérica sobre los
pintores impresionistas que estaban exhibiendo sus obras en los EE. UU.
y aplaudió su estilo después de algunas reservas. En una de sus crónicas,
notaba la diferencia entre los países de Europa, en especial, Francia, y La-
tinoamérica, diciendo que allí ya se había conseguido la libertad, lo cual
no había ocurrido con Cuba. Sugiere así que el esteticismo que caracteri-
zó la escuela no era para los cubanos que no podían ignorar las cuestiones
sociales y políticas. En sus palabras este consistía en querer “reproducir los
objetos con el ropaje flotante y tornasolado con que la luz fugaz los reviste
y enciende. Quieren copiar las cosas, no como son en sí por su constitu-
ción y se las ve en la mente, sino como en una hora transitoria las pone
con efectos caprichosos la caricia de la luz” (Martí 1963-1975, vol. XIX:
305). No obstante, el cubano entendió posiblemente mejor que cualquier
otro intelectual hispanoamericano de su época la importancia que tenía
este movimiento para el arte: su carácter rebelde frente a la Academia,
y recurrió por eso a estrategias impresionistas en su obra. Admiró a los
hermanos Goncourt y, como dice Galindo Molina, desde muy temprano
convirtió las imágenes sensoriales y cromáticas en objetos de arte. Entre
las características que identificarían esta modalidad en Martí estarían “el
arte de ver”, el “estilo esmerado y pulcro” (Molina de Galindo 1966:
103-104), y la homologación entre ambas artes: “El escritor ha de pintar,
como el pintor. No hay razón para que uno use de diversos colores, y no
el otro decía Martí (1963-1975, vol. VII: 212). No es extraño, entonces,
que el autor de Ismaelillo hable de “la implacable sed del alma”, de tratar
de hallar “lo nuevo y lo imposible”, de unir la experiencia pictórica con
la literatura al decir: “¡Sólo los que han bregado cuerpo a cuerpo con la
verdad para reducirla a la frase o al verso, saben cuánto honor hay en ser
vencido por ella!” (1963-1975, vol. XIX: 303).
Capítulo VI 161

Al igual que Martí, Manuel de la Cruz fue un admirador de los es-


critores franceses y uno de los iniciadores del Modernismo, esto a pesar
de que pocas veces se lo menciona dentro de este movimiento. ¿Cómo
aparece esta técnica narrativa=pictórica en su obra? En Episodios de la re-
volución cubana, este estilo surge en la descripción de los atardeceres, en el
uso de los colores y de los sonidos de la selva. Es una naturaleza que luce
como si fuera pintada en vez de descrita, que abunda en las variaciones
cromáticas, con “suaves tintas” semejantes a las pinceladas de los cuadros
de Monet y las descripciones de Pierre Loti. Un ejemplo de este estilo
es la descripción del paisaje en la crónica que trata de la batalla de “Palo
Seco”, donde la caballería de Máximo Gómez se enfrentó al batallón de
Valmaseda y lo venció. Después de narrar las escaramuzas y los enfrenta-
mientos entre los dos ejércitos, Cruz pasa a describir la caída del sol en el
campo de batalla, donde “se dilataba una cordillera de peñascos de pizarra
perfilados de oro y fuego” (Cruz 1890: 65). Explica:

Donde el sol había desaparecido una montaña de escorias y ascuas,


hendida desde la cúspide a la base, mostraba a manera de pedruscos de
encendida lava jirones de nubes color de amaranto vivo o atenuado, sobre
una niebla tintada de amarillo verdoso, grieta de volcán en erupción. En
el naciente, en forma de morros, picachos de nubes que cambiaban desde
el rosa del caracol hasta el rosa de la pluma del flamenco, y en torno a
ellos, como manchas de bocetos, celajes de tintas indecisas, violeta oscu-
ro, belesa, verde de Nilo, ocre con visos de verde de ruda, nieve estriada,
y copos con todos los tonos del gris (Cruz 1890: 65).

En esta descripción del paisaje el narrador, menciona al menos ocho


colores diferentes, sin contar otros que se sugieren por las palabras como
“lava” (roja) y “nieve” (blanca), para dar una idea de una puesta de sol. Si
comparamos entonces esta pintura verbal con el contenido del capítulo,
tenemos que en él se describe un combate campal en donde las tropas de
Máximo Gómez habrían matado a unos trescientos soldados españoles.
El campo era, como dice el narrador, un “inmenso cementerio al aire
162 La naturaleza de la guerra

libre” (1890: 65). Quien lea solamente esta descripción del paisaje, sin
embargo, no sospechará que había habido un enfrentamiento tan vio-
lento, ya que la descripción parece tener una realidad propia, estética y
auto referencial que permite separarla del resto del texto. De ahí que, el
narrador hable de “bocetos”, “manchas, “tintas indecisas” y hasta de la
niebla “tintada” (1890: 65), ya que es un paisaje hecho a partir de refe-
rentes culturales intensamente visuales, escalas cromáticas como la del
“rosa de la pluma del flamenco”, y objetos como el “volcán” o el “verde
Nilo”, que no pertenecían al paisaje de la Isla, pero cuya fuerza poética
podían servir como símbolos de la violencia de la guerra y dar “la impre-
sión original del que palpitó sobre el trágico escenario” (1890: IX). Si,
para los románticos el paisaje es un mundo de emociones, donde se ve
reflejado el “yo”, para Manuel De la Cruz, Julián del Casal, José Martí y
Rubén Darío, será una experiencia “estética” como decía Anderson Im-
bert al hablar de Amistad Funesta (1885) (Imbert 1960: 108), un lugar
de resonancias culturales. Este esteticismo sería producto del proceso de
“desnaturalización” del mundo que experimentan las sociedades moder-
nas en las últimas décadas del siglo xix, con la creciente influencia de la
ciencia y la tecnología, como aparece en el poema de Martí “Amor de
ciudad grande” (Camacho 2004: 335-336). En la narración de Manuel
de la Cruz, la naturaleza convertida en objeto de arte serviría como un
mecanismo de exaltación de los héroes, en donde el autor pintaría el
paisaje, del mismo modo en que lo habían hecho Monet o Loti en Fran-
cia. El lugar produce emociones e invoca imágenes de lirismo. Tiene la
finalidad de producir un efecto positivo en el lector, que es la razón por
la que podemos hablar de “topofilia”.
La “topofilia” es un discurso que aparece a principios del siglo xix en
la literatura hispanoamericana que se caracteriza por mostrar amor hacia
el paisaje, y toma la naturaleza como algo propio de su identidad (Béjar,
Barrera 1999: 41). A finales del siglo xix, Martí y De la Cruz continuarán
este discurso, pero quienes escriben en contra de los mambises o de la
guerra, lo harán como Roa, a través de imágenes de desapego, alienación
y conflicto. En la escritura de Manuel de la Cruz, su pluma, como el
Capítulo VI 163

sol (para utilizar la frase de Martí), “acariciará” la manigua y producirá


un desborde de emociones patrióticas. Por eso, en otro lugar de la obra,
cuando este habla de Máximo Gómez, afirma que su figura “nunca, como
entonces, me pareció más digna del óleo o del mármol” (Cruz 1890:
106). Es decir, la figura del general, como la carta que le envió Martí
once años antes desde Guatemala, muestra la admiración del letrado y la
gallardía del héroe, que es reverenciado por el escritor de la única forma
en que podía hacerlo, a través de las palabras. En consecuencia, retrata al
caudillo montado a caballo y ensangrentado, atrapando como una pintu-
ra o una fotografía, el instante sublime de la victoria. En otro lugar de la
narración, el paisaje reflejará las emociones de los personajes, que palpita
al mismo tiempo que los amantes: “La naturaleza como en un desmayo
de inefable deliquio, languidecía en voluptuoso sopor” (1890: 22).
En verdad, podría decirse que la naturaleza es tan importante aquí
como los mambises, porque uno y otro se reflejan mutuamente y pue-
den apelar a la categoría de “lo cubano”, un discurso que reaparecerá en
las obras que critican también a los independentistas. De ahí que, este
libro sea una loa continua a la naturaleza insular, y que el autor detalle
los nombres de los árboles y los pájaros que “encuentra” en el camino,
utilizando sus apodos locales, adjetivándolos con imágenes que los en-
grandecen y les llegan a dar una significación religiosa. Así “la seiba” era
una “verdadera ermita de hojas”, y hasta las plantas parásitas que tenía
encima, se “retuercen como cables” que se prolongan y estiran “como
grifos y sierpes simbólicas de antiguas catedrales” (1890: 110). A través
de estas asociaciones, De la Cruz territorializa los afectos; crea un espacio
cultural sagrado que se repetirá en textos de Céspedes y Martí. Los pá-
jaros y las plantas que viven allí cobran cubanía por el simple hecho de
nombrarlos por sus nombres comunes: “guajacas”, “tomeguín”, “judío”,
“bijirita” (1890: 110). Son nombres que aparecen subrayados en el libro
para indicar la pertenencia y la familiaridad del cronista con ellos. Es una
naturaleza sentida, más que observada, pintada, más que descrita. Un
lugar de confort y refugio en medio de la batalla, donde el narrador da
rienda suelta a su imaginación y a su fervor patriótico.
164 La naturaleza de la guerra

Años después, José Martí hará lo mismo cuando describa, entre


asombrado y delirante, la naturaleza de la Isla en su Diario de campaña.
“Admiré, en el batey, con amor de hijo, la calma elocuente de la noche
encendida” (1963-1975, vol. XIX: 192), y hasta su marcha a través de
la noche y las espinas resultan una revelación: “El hombre asciende a
su plena beldad en el silencio de la naturaleza” (vol. XIX: 207). En
Manuel de la Cruz, esta naturaleza además de ser observada “con amor
de hijo”, como dijera Martí en su diario de combate, y descrita con un
lenguaje impresionista, tiene la característica del detalle, ya que el autor
desde el prólogo del libro se compara con un coleccionista que conoce
el nombre de los objetos y los exhibe en su libro como en un museo.
En su narración, la naturaleza son los cubanos. La usan, la conocen y
muestran un “instinto” que les permite servir de exploradores para ras-
trear las huellas de los soldados peninsulares. Estos exploradores tienen,
dice, “el instinto maravilloso desarrollado en el oficio, instinto topográ-
fico que rivaliza con el del indio de las praderas del oeste americano”
(Cruz 1890: 124). Baste recordar, en este sentido, la capacidad que le
atribuye Domingo F. Sarmiento a los rastreadores, en Facundo, donde
la naturaleza se convierte en sinónimo de identidad americana y en un
código por el cual hay que interpretar a sus gentes. De modo que, si
bien Episodios de la revolución cubana se presenta ante el lector como
un compendio de testimonios sobre diferentes tiempos y lugares de la
guerra, el estilo pictórico, impresionista y estas muestras de cubanía
unifican las historias y les otorgan una fuerte cohesión emocional.
No extraña, entonces, que, al leer su libro en Nueva York, Martí le
comunicara a Manuel de la Cruz, “la agitación, la reverencia y júbilo”
con que lo hizo. Tanto júbilo que, como dice en la misma carta: quería
hasta besar el volumen (Martí 1963-1975, vol. V: 179). Nadie mejor que
él para apreciarlo en su totalidad, ya que, al igual que Manuel de la Cruz,
Martí fue de los primeros escritores latinoamericanos que usó la técnica
impresionista en sus escritos y, por eso, celebra en su carta su contenido y
estilo “la capacidad rara de meter los brazos hasta el hombro en el color,
sin apelmazarlo ni revolverlo” (1963-1975, vol. V: 179). Seguidamente,
Capítulo VI 165

en su carta, Martí compara su prosa con una plancha de aguafuerte, como


recuerda en otra crónica que escribían los hermanos Goncourt y les dice:
“la naturaleza va como coreando a los héroes. Usted los fija en la mente,
con su habilidad singular, por lo colorido e inolvidable del paisaje. Hay
páginas que parecen planchas de aguafuerte, porque para usted es cera
la palabra, y la pluma buril” (1963-1975, vol. V: 180). Lo cierto es que
ninguna de estas alabanzas sobraba al texto. Cruz había leído y escrito so-
bre los principales escritores impresionistas de su época, o quienes fueron
influenciados por ellos, como Pierre Loti y Émile Zola1. Su modelo era
la misma literatura francesa que Martí admiraba y, como recordamos, él
mismo había querido escribir un libro sobre los héroes de 1868 y había
dicho un año antes en La Edad de Oro: “¡Qué novela tan linda la histo-
ria de América!” (1963-1975, vol. XVIII: 389). Por eso, había alabado,
también, el libro de Manuel de Jesús Galván Enriquillo (1882) y haría
lo mismo, un año después, con el drama poético de su amigo, Francisco
Sellén Hatuey (1892). No sorprende, entonces, que en su carta enfatice
este punto y, a pesar del lenguaje poético y la forma fragmentaria en que
está escrito el libro, lo llame historia: “Es historia lo que usted ha escrito;
y con pocos cortes, así para que perdurase y valiese, para que inspirase y
fortaleciese, se debía escribir la historia” (1963-1975, vol. XX: 179). Su
punto de partida era diferente al de otro crítico cubano, Manuel Sanguily,
quien también leyó y comentó el libro de Manuel de la Cruz, y notaba,
al hablar de Cromitos cubanos, su estilo pictórico, su énfasis en lo visual, y
reconocía que el objetivo era transponer “un arte a otro, de la pintura al
arte de escribir”, como había hecho antes Théophile Gautier (1811-1872)
(Sanguily 1893: 34). Solo que Sanguily critica a De la Cruz por hacerlo,
sin percatarse de que este sería uno de los elementos principales de la
renovación literaria en América. Martí, por el contrario, lo vio como una
herramienta para esclarecer la historia, como pensaban los románticos,

1
Véase el largo ensayo que le dedicó Manuel de la Cruz a Pierre Loti en La Nación de
Buenos Aires, el 22 y 25 de diciembre de 1889, que fue recogido más tarde en Obras de
Manuel de la Cruz. Vol. II (1924).
166 La naturaleza de la guerra

para incentivar a los cubanos, ya que él mismo había admirado a otros


escritores decimonónicos que cultivaron la novela histórica, como Victor
Hugo, o que tomaron partido por las causas sociales, como Harriet Bee-
cher Stowe y Helen Hunt Jackson, de quien tradujo Ramona. En su carta
a Manuel de la Cruz, el autor de Ismaelillo deja implícito, además, que la
historia tenía un propósito más allá de sí misma, o de reflejar los hechos
de forma imparcial. La historia debía servir de ejemplo: debía inspirar y
fortalecer, de otra forma, no “valía” nada.
Podríamos decir, entonces, que el texto de Manuel de la Cruz com-
bina el testimonio y el arte pictórico para exaltar a los mambises y la
guerra. El testimonio y las referencias a otros libros de “memorias” le
dan peso real, anclan la narración en hechos históricos, mientras que las
metáforas, los símiles y las evocaciones impresionistas le aportan una ex-
periencia estética que ayuda a los lectores a comprender mejor las accio-
nes desde el punto de vista cubano y a encontrar su lugar como letrado
en la lucha revolucionaria. Uno y otro, sin embargo, son productos de
la escritura, de la labor del escritor y de la memoria. Son como el ángel
de la historia de Walter Benjamin, que iluminan con intensidad un mo-
mento, en un caso de peligro, el de la guerra (Benjamin 1986: 861). En
tal sentido, los testimonios de los soldados ayudan a darle veracidad a
la narración y ponen la memoria personal y subjetiva en función de la
verdad historiográfica. Este procedimiento no era nuevo en la literatura
colonial. Había aparecido primero en las crónicas de la Conquista, es-
pecialmente, en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
de Bernal Díaz del Castillo y en la Brevísima relación de la destrucción de
las Indias, de Bartolomé de Las Casas. Ninguna de estas obras, hay que
aclararlo, escapa, tampoco, a la literaturización de los hechos, debido a
que son narraciones que apelan a recursos figurativos del lenguaje para
apoyar sus puntos de vista2. Nada de esto, sin embargo, era un problema

2
La refencia aquí es a Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in
Nineteenth-Century Europe, quien habla de la forma en que la historia es narrada. Esta pro-
blemática aparece, también, en las historias revolucionarias, como en las Crónicas de la guerra
Capítulo VI 167

epistemológico para De la Cruz, quien estaba más interesado en pre-


servar una página gloriosa de los republicanos para la posteridad. Más
que reproducir, entonces, las estrategias narrativas de representación del
discurso colonial, que pone énfasis en la función civilizatoria de España
y en el carácter de bárbaros y forajidos de los independentistas, Cruz
enfatiza en estas páginas la hidalguía de estos hombres y su decisión
de ser libres. Ellos, a diferencia de los españoles, le perdonaban la vida
a los prisioneros que caían en sus manos. Los españoles, simplemente,
pasaban por las armas o ahorcaban a los mambises que atrapaban. Una
de las víctimas del conflicto que cita De la Cruz es el médico Antonio
Luaces quien, estando en la manigua, salvó la vida a muchos soldados
peninsulares y, después de ser sorprendido, fue condenado a muerte por
un tribunal militar de España (Cruz 1890: 147). Al igual, entonces, que
en las obras de teatro de Luis García Pérez y Francisco Javier Balmaseda,
Cruz muestra que, en la manigua, se tomaban decisiones en conjunto,
que había una cámara de legisladores y reinaba el voto de la mayoría.
Muestra que los mambises tenían compasión con los prisioneros, aunque
sus enemigos no hicieran lo mismo. Muestra, también, la admiración
que sentían por la independencia de las 13 colonias norteamericanas,
cuya efeméride celebraban en la manigua; tampoco olvida mencionar
el acto magnánimo de darles ellos la libertad a los esclavos en Guáima-
ro (Cruz 1890: 51). Todas ellas son muestras de la ideología liberta-
dora que se refleja en los textos literarios y la propaganda de la guerra
desde las primeras obras que tratan del tema. Por último, De la Cruz, no
solo habla en su libro de cubanos blancos y patricios de alta graduación,
como hicieron otros escritores separatistas. Se refiere, también, a gene-
rales mulatos como los Maceo y dice que Antonio Maceo era “hueso y
carne de leyenda fundada en bronce”, calificación que recuerda su color

de José Miró, en cuya introducción describe la dificultad de acercarse a ella desde un punto
de vista imparcial. Para más detalles sobre el concepto de metahistoria aplicado al texto de
Bartolomé de Las Casas, léase el ensayo “Meta-historia y ficción en la Brevísima relación de la
destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas”, Hispanófila (2002).
168 La naturaleza de la guerra

y el modo en que lo apellidaban: el Titán de Bronce (Cruz 1890: 181).


Lo mismo, recordemos, había hecho El Criollo (1888) en su Álbum de
semblanzas, donde incluye una dedicada a Antonio Maceo y otra a Gui-
llermo Moncada, caracterizando al primero como “el Ayax del sublime
ciego, más esforzado que Ayax, pues las hazañas del héroe de Homero
llenan una página y las de Maceo rebosan las de la Historia cubana” (El
Criollo: 187). En ambos textos, la cultura helénica, Platón, Homero y
el culto a los héroes son referencias que aparecen de continuo, y la in-
clusión de los soldados negros en esta galería viene a confirmar el hecho
de que la guerra fue hecha por hombres y mujeres de todas las razas,
por lo que todos merecían un lugar en el panteón revolucionario. No
obstante, las grandes ausentes en los libros que exaltaron las hazañas de
la guerra en el período posbélico fueron las mujeres, de las cuales no
hay ningún retrato en las narraciones de El Criollo o de Manuel de la
Cruz. Únicamente Martí dedica páginas memorables a las mujeres de
esta época en sus crónicas para Patria (1892-1898). En la historia de
Manuel de la Cruz, son los hombres a caballo los grandes protagonistas
de la epopeya, quienes se confunden con la naturaleza, formando “cen-
tauros”, criaturas mitológicas que se abalanzan con sus machetes contra
los soldados españoles. En uno de los episodios del libro, Manuel de la
Cruz escribe: “El brigadier González Guerra coronó la altura. Perfilose
en la cumbre jigantesco [sic] y soberbio, como la efigie simbólica de
nuestra caballería, como la imagen viva de la audacia y el valor de nues-
tros centauros, teniendo por pedestal la montaña orillada por el abismo
y arrullada por los mugidos del río” (Cruz 1890: 119). De esta forma,
el héroe se fundía con la naturaleza y representaba la esencia del país.
En este y otros bocetos de la lucha, Manuel de la Cruz logra, por con-
siguiente, atrapar toda la emotividad revolucionaria, creando escenarios
naturales que, como expresa Martí, parecen “corear” sus acciones. Para
una descripción similar, tendríamos que ir a las crónicas de Martí en
Nueva York o de la manigua, o al inicio de la historiografía cubana,
en que se unen igualmente mitología y naturaleza, como en el libro de
José María de Arrate, La Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias
Capítulo VI 169

Occidentales: La Habana descripta. Allí, también, la Isla se describe con


gusto y profusión de las frutas y animales nativos. Cuba es “una de las
Hespérides en que fingió la antigüedad aquellos Emporio del huertos y
árboles que producían manzanas de oro” (Arrate 1876: 30).
Sin embargo, para quienes escriben en contra de los mambises o en
contra de la guerra, ya sea por causas ideológicas o porque cuentan el “de-
sastre”, la naturaleza encarnará un valor distinto. Dejará de ser el paraíso
natural reminiscente de la felicidad y de la vida, para convertirse en un
lugar tenebroso donde los españoles pueden encontrar la muerte. En su
escritura, la naturaleza será un aliado de los mambises y reflejará la feroci-
dad de la guerra. Como resultado, los mismos espacios rurales y selváticos
que describe Manuel de la Cruz, con escenas llenas de color y religiosi-
dad, provocarán en ellos imágenes de encierro, alienación y de conflicto;
representarán un lugar que exprese rechazo y fobias. Difícilmente, podía
ser de otra forma para un soldado que no estaba acostumbrado al paisaje
y no podía reflejarlo como un nativo que luchaba por su patria y había
desarrollado una relación especial con su entorno a través de la literatura
y la vida cotidiana. Esto explica, como dice Yi-Fu Tuan en Topophilia, que
la percepción de numerosos viajeros y conquistadores españoles que lle-
garon al Nuevo Mundo en el siglo xvi haya sido originalmente de rechazo
o desinterés por la naturaleza americana. Así, el desierto de este lado del
Atlántico, dice Yi-Fu Tuan, fue visto antes que todo por los primeros co-
lonizadores como un lugar amenazante lleno de indios y de demonios, y
no fue hasta mediados del xix cuando los románticos europeos comenza-
ron a apreciar este entorno y a celebrarlo en sus poemas (Tuan 1974: 63).
En la literatura producida por los soldados españoles en Cuba, muchas
veces, el terreno se convertía en su peor enemigo, pues los independen-
tistas, que lo conocían muy bien, lo utilizaban para derrotarlos. Máximo
Gómez decía que sus mejores “generales” eran los meses de junio, julio
y agosto, tiempo en que hacía más calor, humedad y lluvia, y producía
todo tipo de enfermedades tropicales como la malaria, la disentería y la
fiebre amarilla (Moreno Fraginals, Cuba/España 250). Las estadísticas le
dan la razón. En los tres años que duró la última guerra de independencia
170 La naturaleza de la guerra

en Cuba (1895-1898), murieron a causa de los combates un total de


3.101 soldados. En cambio, fallecieron de enfermedades 41.288, es de-
cir, el 93,01% del total (Pascual 1997, en línea). Los meses más peli-
grosos eran en los que más llovía, y las cifras de muertos por paludismo,
fiebre amarilla o cualquier otra enfermedad propia del trópico superaba
los fallecimientos por armas blancas o armas de fuego. Para afrontar esta
situación, el gobierno español puso en marcha un conjunto de medi-
das, entre las que estaban la “aclimatación” de las tropas en Canarias,
donde el clima era mucho más parecido al de Cuba que en el resto del
país. Incrementó, asimismo, el número de hospitales; construyó nuevas
enfermerías, amplias y ventiladas, para que ayudaran en la recuperación
de los heridos. Llamó a aumentar el suministro de medicinas como el
yodo, la quinina, el sulfato químico para la guerra, y reclutó a médicos
oriundos de España o nacionalizados, que tuvieran un certificado para
ejercer (Díaz Martínez, “La sanidad militar” 1998). Estas medidas, sin
embargo, no fueron suficientes, porque, muchas veces, los hospitales
eran verdaderos focos de infección; no se sabía cómo erradicar enfer-
medades como la fiebre amarilla o el vómito negro, y a los soldados
que caían enfermos en la manigua, les era muy difícil trasladarse a las
enfermerías ubicadas en las ciudades, por lo cual tenían más probabili-
dades de morir (Marfil 2003). Los más perjudicados eran los soldados
de infantería, jóvenes e inexpertos, que no estaban familiarizados con la
manigua ni acostumbrados a las largas marchas entre los mosquitos, la
humedad, el calor y los pantanos. Ellos eran los que sufrían con exceso,
y es de suponer que sus sufrimientos reaparezcan en sus diarios o en
las obras que cuentan su experiencia militar en Cuba. Así, Eduardo, el
prometido de Rosita en la novela de Eusebio Sáenz y Sáenz La Siboneya,
termina muriendo de la fiebre amarilla, “implacable enemigo del penin-
sular, que acecha los momentos de apocamiento y debilidad” (Sáenz y
Sáenz 1883: 283). En su novela, el terreno en que pelean los españoles
se convierte, también, en un lugar extraño, ya que aceleraba el creci-
miento de los cuerpos, la fertilidad y la lujuria de las criollas. Era un
sitio que deseaban “poseer”; sin embargo, les presentaba innumerables
Capítulo VI 171

dificultades. Hasta las frutas tropicales, pensaba Sáenz y Sáenz, podían


causarles la muerte a los españoles. Un ejemplo era el mango, una fruta
“nociva” para ellos. Dice:

Infinitos casos se han sucedido que por comerla el soldado, a veces


por la precisión de alimentar a cualquier precio sus débiles fuerzas, atraí-
do así bien por su exquisito gusto y forma, […] se obtiene segura y rápida
muerte, cuya prohibición alcanza al plátano y guayaba, para cuya diges-
tión se recomienda cuando de esta fruta se ha hecho excesivo uso, la leche
de vaca bebida a continuación (Sáenz y Sáenz 1883: 123).

Según cuenta este militar, los mosquitos eran tales enemigos de los sol-
dados que un artillero español a las pocas horas de haber sido acosado por
estos, y no pudiendo defenderse, “sucumbió saeteado, mártir del vampi-
ro aguijón, el cual serviría como arma de empuje e irresistible contra el
enemigo si se pudiese ordenar y disciplinar” (Sáenz y Sáenz 1883: 164).
Se puede comprender, entonces, que la perspectiva que adopta el solda-
do extranjero en relación al paisaje se origine a partir de un sentimiento
de desamor, tanto que en otra novela de la guerra del 98, La Cariátide,
de Ubaldo Romero Quiñones, el narrador sostiene, igualmente, que, en
Cuba, “lo feracísima, lo irregular de la guerra, por el temperamento, cli-
ma y alimentos, contrarios al peninsular [eran] mortales enemigos suyos”
(Quiñones 1897: 152). Por eso, Ubaldo Romero se quejaba del abando-
no y sufrimiento de los soldados peninsulares, de “la topografía movediza
de aquella flora exuberante, y el diluviar de aquellas torrenciales aguas;
en cuyos ríos fermentan los elementos más venenosos y dañinos; don-
de todos padecen por sus partes, en desnudez, en hambre y en fiebre”
(Quiñones 1897: 154). En estas narraciones, el paisaje se convierte en el
enemigo principal y oculta un universo dañino, de “atmósfera de fuego”,
“marchas terribles”, “terreno fatal” y padecimientos, ante los cuales, ellos
no pueden hacer nada. Los ejemplos sobran; mencionaremos, solamen-
te, cuatro. El libro de Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón, En la
manigua: diario de mi cautiverio (1879), la narración de A. López García,
172 La naturaleza de la guerra

Cuadros de la guerra. Acción de Cacarajícara por un testigo (1896), las me-


morias de Manuel Corral ¡El desastre! Memorias de un voluntario en la
campaña de Cuba (1899), y el libro de Ricardo Burguete ¡La guerra! Cuba,
diario de un testigo (1902).
En la primera de estas obras, Antonio del Rosal habla del miedo a
contraer el tétanos cuando llovía en el campamento insurrecto donde
estaba preso: “empezó a llover de una manera horrible y yo a temer que
si se mojaban nuestras heridas nos acometiese el tétano” (Rosal Vázquez
de Mondragón 1879: 34). Su narración se vuelve aún más angustiosa,
ya que debe atravesar como prisionero el bosque con los pies descalzos y
ensangrentados. El hambre, las calenturas y la lluvia torrencial se unen al
peligro de hallar cocodrilos, pejes y mosquitos, con aguijones tan grandes
que “traspasaban la ropa” y hacían la experiencia insoportable (1879: 96).
Su molestia se acrecienta por estar rodeado de gente que desprecia y a
quienes llama casi todo el tiempo “salvajes” (1879: 36), lo que hace que
su trayectoria a través de la selva se convirtiera en otro vía crucis.
Para los lectores españoles que no tenían ningún conocimiento viven-
cial del trópico ni conocían Cuba, estas vicisitudes debieron mostrar el
panorama brutal al que se enfrentaban los soldados en la manigua y la
heroicidad del propio Rosal en acometerlo. Su narración es una de las
primeras que muestra la guerra desde adentro, no desde la perspectiva
idealizada de la literatura; aunque, como sabemos, literatura e ideología
se mezclan en estas narraciones para mostrar el sacrificio de los soldados.
En los relatos que aparecieron después del “desastre”, constituyeron, tam-
bién, una oportunidad para criticar al gobierno, a los militares de alta
graduación, así como la falta de apoyo que recibieron los voluntarios.
Estas narraciones de supervivencia se vuelven más dramáticas en aquellos
lugares apartados, donde el terreno era más inhóspito, como la misma
Ciénaga de Zapata, adonde Manuel Corral llega con su batallón de Bur-
gos. El hambre, la sed y las largas marchas en terrenos pantanosos eran
un constante recuerdo del sacrificio que significaba luchar en un lugar
que no conocían, y lo que era peor, un sitio que les envenenaba la sangre.
Así, Corral afirma en uno de estos pasajes: “Ocasiones hubo en que la sed
Capítulo VI 173

fue tan mortificante, que nos obligó a tirarnos sobre fangosos charcos, y
poniendo el sucio pañuelo a modo de colador chupábamos con avidez un
líquido mal oliente, que, si bien nos humedecía los labios, aliviándonos
de momento, emponzoñaba nuestra sangre con el germen del paludismo”
(Corral 1899: 95).
En la última de estas narraciones, escrita por Ricardo Burguete, su-
puestamente, a partir de las notas que tomó mientras realizaba distintas
operaciones en el terreno en Cuba, las representaciones de la topografía
son tan extensas y reiteradas, que tal pareciera que el oficial no lucha con-
tra los mambises sino contra la maleza.
Comienza ¡La guerra! Cuba, diario de un testigo con su partida de Es-
paña y, durante la marcha, el narrador escribe pequeñas notas sobre lo
que le va sucediendo. Tan pronto como comienza a adentrarse en la selva
cubana, nota “el clima tan falaz como el enemigo que vamos a combatir”
(Burguete 1902: 80), ya que los mambises, para despistar a las tropas
peninsulares, los hacían recorrer los caminos más intrincados. Los peñas-
cos estaban cubiertos por una “fiera vegetación” (1902: 87), y cualquier
ruido en la noche les parecía un peligro. Esta es la razón por la que estos
escritores no establecen ninguna relación afectiva con su entorno. Más
bien, lo opuesto, el suyo es un vínculo de alienación y rechazo. La selva
aparece como se ve en las imágenes que incluyó Emilio Augusto Soulère
en su libro Historia de la insurrección de Cuba (1869-1879): una foresta
impenetrable, de árboles inmensos, en los que los mambises casi no se ven
(Soulėre 1879-1880: 479, 498-499). Los insurrectos se esconden detrás
de ellos, los conocen bien y obligan a ir a los soldados españoles por los
caminos más difíciles e intrincados para hacerlos sufrir. Efectivamente,
es posible ver cómo los soldados independentistas se confundían con el
paisaje cuando recordamos que muchos de ellos, negros, andaban casi
desnudos, y asaltaban de noche a machetazos a los soldados peninsulares.
En una foto del archivo de la guerra de 1898, titulada “Un explorador
ocultándose detrás de pencas de palma”, aparecida en el libro de John
Hemmet Cannon and Camera, puede verse la forma en que se camuflaban
los exploradores de las tropas independentistas, cubriéndose el cuerpo y
174 La naturaleza de la guerra

la cabeza con pencas de palmas (Hemmet 1898: 112). La misma destreza


para ocultarse aparece en otra fotografía del libro, titulada “Exploradores
cubanos ocultándose detrás de tocones de arboles” (1898: 122), donde es
difícil distinguir entre los troncos de los árboles muertos y la ropa blanca
que usaban los independentistas, ropa que, muchas veces, estaba hecha
con fibras de árboles como el sombrero que llevaban, hecho de yarey.
En otra parte de la narración, Burguete cuenta cómo entierran a va-
rios soldados a los pies de un jobo solitario en medio de la marcha. El
entierro es triste; y el jobo, viejo y podrido, lo que parece ser una muestra
simbólica de la victoria de la naturaleza tropical sobre el soldado extran-
jero. El único consuelo es que el narrador sabe que el jobo va a morir y, si
entierran a los hombres a sus pies, estos de todas formas no lo vivificarán.
Burguete, uno de los tantos militares de carrera que escribieron sobre
su experiencia en Cuba, entiende entonces que la guerra en este terreno
rompe con la teoría militar. El enemigo busca como escudo y aliado el
“poderoso” terreno, y “hay que vencer a los dos” (Burguete 1902: 110).
“No es posible conciliar el sueño entre la nube de mosquitos que nos
asalta. Fuera del espacio libre que deja el vaho de la chimenea, los dimi-
nutos animalejos lo invaden todo. Asaltan los ojos, los oídos, las narices,
y acaban por respirarse y mascarse como diminuto polvo” (1902: 125).
Aun así, guarda sus mayores muestras de fobias para las enfermedades y
las epidemias que se escondían por donde quiera que pasaba, que ame-
nazaban con acabar con ellos. Cuando llega a un pueblo cerca del Río
Cauto, nota que “el pueblo duerme su miseria sobre un pantano verdoso
y mal oliente” (1902: 129), y que “este lleva fama de insalubre y es sabido
que en él se incuban todas las enfermedades infecciosas y a que la muerte
hace periódicas y poderosas siegas con el auxilio del tifus, la disentería y
la fiebre perniciosa” (1902: 130).
Este tipo de descripciones se repetirán en otras novelas y literaturas na-
cionales que hablan de la guerra y reflexionan sobre el terreno, donde los
extranjeros o extraños al lugar tienen que combatir, como ocurre en Os
Sertões (1902), de Euclides da Cunha en Brasil. En las novelas de la guerra
de Cuba, esta dicotomía refleja así la tensión entre “patria” e “imperio”, en
Capítulo VI 175

la cual, no se manifiesta de forma pareja el “amor por la tierra”, y es lógico


que así fuera; ya que el patriota, como dice Yi-Fue Tuan, se apoya en una
“experiencia íntima” con el lugar, mientras que la noción de imperio se basa
en el “egotismo colectivo y el orgullo” (Tuan 1974: 101). Por tanto, para los
soldados españoles, no podía ser diferente que para los soldados romanos
en el siglo primero de nuestra era, o en el de los ingleses en el siglo xix.
Ninguno podía sentir un afecto íntimo y emocional por el paisaje insular,
sentir miedo por su fragilidad o compasión; lo cual produce un sujeto para-
dójico, atravesado por contradicciones, un sujeto que lucha por mantener
el pedazo de tierra dentro del imperio, de poseerlo, pero, al mismo tiempo,
es un sujeto que rechaza ese pedazo porque, muy probablemente, terminará
muriendo allí. Por eso, en lugar de encontrar imágenes de lirismo en sus
narraciones de la guerra, hallamos un lenguaje realista, con referencias a las
enfermedades infecciosas, las llamadas “topografías médicas”, la decadencia
de los criollos, la pobreza y el desastre que dejaban los enfrentamientos,
llegando, incluso, a ser un dispositivo con el cual fundamentar la “inferio-
ridad” natural de los cubanos. En tal sentido, la estética naturalista y las
teorías de Cesare Lombroso le permiten a Eduardo López Bago en El Sepa-
ratista (1895), hallar coincidencias entre la naturaleza física de los cubanos
y su decadencia moral; y lo mismo hará Juan Bautista Casas y González
en La guerra separatista de Cuba (1896). Estos escritores, como otros que
hemos comentado en este capítulo, producen textos de combate, cuya es-
tética y sentido se alejan de la forma en que se describían a sí mismos los
cubanos. El modo en que los soldados españoles relatan la guerra tiene más
puntos de coincidencia con la narración de Ramón Roa, quien, a pesar de
haber sido independentista, muestra una imagen pesimista de los criollos.
Ni a Manuel de la Cruz ni a Martí, les interesaba mostrar tal imagen y po-
breza, ni tampoco, verse como derrotados. Todo lo contrario, ellos trataban
de incentivar el espíritu patriótico y mostrar la naturaleza “coreando” a los
libertadores, razón por la cual usan la poesía y el impresionismo, que, si
bien en Europa había servido para exaltar la vida social de las clases altas,
las fiestas, las carreras de caballo, los amaneceres fríos y los lugares exóticos,
en Cuba, sirve para exaltar la violencia contra el régimen colonial. En este
176 La naturaleza de la guerra

caso, la modernidad estética le da la mano a la modernidad política, conti-


nuando, de esta forma, la dupla semántica entre amor a la patria y natura-
leza autóctona, que había surgido con el Romanticismo. De los escritores
independentistas cubanos, el único que se atrevió a romper con ella fue
Julián del Casal (1863-1893), razón por la cual, muchos de sus contem-
poráneos lo criticaron. En sus versos y crónicas, Casal mostró un marcado
rechazo por el campo cubano, diciendo que prefería el “impuro amor de las
ciudades” (Casal 1993: 35) al paisaje. En sus viajes a las afueras de La Ha-
bana, la naturaleza se presentaba ante sus ojos como algo monótono, repe-
titivo e insípido, por lo que declaraba que prefería cualquier cosa que fuera
artificial. Su estética fue la de aquellos escritores que siguieron a Charles
Baudelaire en Francia y que buscaban lo extraño, lo bello y lo exótico fuera
del ambiente cotidiano. La estética casalina no era el Neoclasicismo ni el
Romanticismo en que se había fundado la literatura revolucionaria; sino la
literatura decadente. Su amigo, Enrique Hernández Miyares (1859-1914),
sin embargo, decía que Casal era muy patriótico y, en su defensa, citó los
versos en que Casal criticó al gobierno colonial, como el dedicado “A los
estudiantes” de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871, así como el
titulado “A un héroe” y su famoso “La perla”. En cierta forma, Casal mostró
que la relación emotiva con el paisaje no era más que una convención, o
un constructo cultural que no significaba necesariamente patriotismo. Sin
embargo, fue la imposibilidad de reconciliar patriotismo y topofobia lo
que produjo este cisma en la reacción que tuvieron sus lectores, quienes no
entendieron que el discurso de alabanzas al paisaje que habían heredado del
Romanticismo hubiera llegado a su fin. Había pasado de moda y se había
convertido, especialmente en las composiciones de José Fornaris, en una
forma fácil de cantarle a la patria y de escribir versos3.

3
Se ha escrito mucho sobre la representación del paisaje y el “apoliticismo” de Casal.
Aquí me limito a señalar lo que creo fue la raíz del conflicto en su poesía: la topofobia. Para
más detalles sobre la recepción de Casal en Cuba, véase el ensayo de Eloy Merino “Los límites
del compromiso cívico y político en los textos de Julián del Casal” en Chasqui (2005), y el
libro de Francisco Morán Julian del Casal o los pliegues del deseo (2008).
Capítulo VI 177

En resumen, podemos decir que, en la literatura de la guerra, hay dos


tipos de naturalezas. Una, representada a través de la topofilia y otra, de la
topofobia. La primera es típica del nacionalismo cubano que hacía loas al
paisaje y frutas como la piña en los textos coloniales. El otro es típico de
los soldados que describen la guerra, están fuera de casa y hablan de estas
mismas frutas de una forma que solo produce temor, alienación y distan-
ciamiento. Ninguna de los dos modos representa al objeto en su condición
real, sino que solo representan los sentimientos de los autores, sus emocio-
nes ante la situación que los rodea. En Episodios de la guerra, Manuel de la
Cruz describe una naturaleza poética y familiar. Aísla elementos del paisaje
y los convierte en objetos de arte para darles valor patriótico. Son imágenes
intensamente visuales que rivalizan con la de un cuadro impresionista, que
es en sí un objeto valioso de la alta cultura europea. Como resultado, cada
descripción adquiere un carácter individual, o tiene una cualidad superior
que el autor solo puede encontrar en objetos hallados en un museo, o en
otras latitudes del planeta. Asimismo, cuando De la Cruz habla de los
héroes cubanos, los retrata como si fueran a posar ante un pintor o un es-
cultor. Sus mambises tienen gestos heroicos y supremos que los convierten
en seres de la mitología clásica. Por eso, sus “episodios” son tan diferentes
de los que retrataron escritores españoles; lo cual no quiere decir que, en
ocasiones, podamos encontrar alguna imagen bella en estas narraciones.
Significa, únicamente, que los aspectos oscuros, grotescos y tenebrosos son
los que terminan imponiéndose y eclipsando sus obras, y dando la idea
general al lector del fracaso militar, la alienación que sentían los soldados
y el “desastre” que significó el proyecto colonial. Se trata de un discurso
que ya había aparecido en las crónicas de la Conquista y en narraciones
coloniales donde el desplazamiento de Europa a América deja entrever una
evolución en términos de tiempo y espacio en el protagonista, que regresa
al illo tempore, como decía Eusebio Sáenz y Sáenz, de los indios y la bar-
barie. La topofobia, en tales circunstancias, es solo un dispositivo, a través
del cual, se hace visible la frustración del soldado peninsular, que sale de
la civilización europea y de su patria, para caer en el espacio del otro, en la
selva monótona, tupida e impenetrable de América.
CAPÍTULO 7

La deuda de los siervos

“Cuando se oye decir a los poetas que la liberación de los


esclavos fue un acto de generosidad de los ricos, de los
propios esclavistas, se percata uno de la ignorancia que
padecen sobre la dialéctica colonial. Demuestran incluso
una gran falta de imaginación. No hacen más que repetir lo
dicho por los historiadores burgueses y por todos los pericos
que se apoderaban de la tribuna”.

Walterio Carbonell
(Crítica: cómo surgió la cultura nacional)

Al finalizar la Guerra de los Diez Años, la situación económica del


país no podía ser peor. La mayoría de los cubanos estaban endeudados o
habían perdido sus propiedades (Pérez 1995: 131-38). Familias enteras
habían emigrado a los Estados Unidos. No obstante, con el fin de las
hostilidades, la vida intelectual comenzó a despuntar y sucedieron cam-
bios importantes. Las mujeres se incorporaron al mercado laboral, por
lo que suplieron así la necesidad de mano de obra masculina que había
diezmado la guerra. Publicaban en los periódicos y entraron en las aulas
de enseñanza media y universitaria (Vinat 2004: 18). Por otro lado, el
gobierno de España comenzó a instaurar medidas que favorecieron a los
negros que habían militado de forma tan importante en el bando enemigo
(Sarmiento 2010: 134). Todo ello hizo de este periodo, que va de 1879
a 1894, uno de los más fructíferos desde el punto de vista intelectual y
político para el país, al extremo de que Manuel de la Cruz lo caracterizó
180 La deuda de los siervos

como “nuestro renacimiento político-literario” (Cruz 1924: 146). Tal


renacimiento era visible en las revistas que, casi al mismo tiempo que
concluyó la guerra, comenzaron a reaparecer. En ellas escribían intelec-
tuales de prestigio como Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Juan
Gualberto Gómez y el propio Manuel de la Cruz, quienes representa-
ban tendencias estéticas, políticas y filosóficas diferentes, pero que, en
su totalidad, mostraban el poder de un “valioso y nutrido conjunto de
buenos ensayistas” que, como decía Max Henríquez Ureña, Cuba nun-
ca había tenido (1963: 38)1.
Dos de los tópicos más importantes que se discuten entonces son la
educación y los negros, que, como ya vimos en la semblanza de El Crio-
llo, se incluyen dentro del debate nacional. Ambos temas, por separa-
do, habían ocupado la atención de muchos intelectuales desde antes del
inicio de las hostilidades, pero es en la nueva circunstancia política que
resultaban esenciales si los cubanos querían aspirar a ser una nación in-
dependiente y autónoma de España. Para decirlo en términos de Étienne
Balibar, si la ciudadanía quería “evolucionar” (lo cual era el principal ob-
jetivo de los autonomistas), debía tener una “forma”, que como sabemos
siempre es “ficticia”, a través de la cual, los individuos pudieran actuar,
sentir y pensar como un todo (1991: 96). La educación y la prensa son

1
Menciono aquí, solamente, las revistas y los nombres de los intelectuales más repre-
sentativos de este período. No me refiero a las otras muchas publicaciones políticas, jocosas y
literarias que aparecieron a la par, ni a otros escritores menos importantes. Pedro Pascual, por
ejemplo, cita más de 30 revistas, solamente de filiación “autonomista”, que se publicaban en la
Isla en esta época. Lamentablemente, las referencias a ellas en la bibliografía crítica se centran
en unas pocas: la Revista de Cuba (1877-1884) de Cortina y la Revista Cubana (1885-1894)
de Varona (Naranjo Orovio, García Mora 1997); (Bizcarrondo y Elorza 2001: 257-273). No
se presta atención o no se analizan las revistas literarias del mismo período, ni la labor de las
escritoras cubanas, que resultan igualmente importantes para entender la política y la cultura
de la época. Para la cuestión del Modernismo, Casal y la revista La Habana Elegante, véase el
libro de Francisco Morán, Julian del Casal (2008). Para una lista completa de las publicacio-
nes periódicas que tienen que ver con la guerra de independencia, véase la ponencia de Pedro
Pascual “La prensa de España, Cuba, Puerto Rico y Filipinas y las guerras de independencia
(1868-1898)” (1997).
Capítulo VII 181

por consiguiente los moldes que crean esa comunidad. ¿Cómo aparecen
estos temas, entonces, imbricados en las reflexiones de algunos de los in-
telectuales cubanos de este período? ¿Cómo se diferencian o se asemejan
las propuestas de la administración colonial, los autonomistas y los inde-
pendentistas cuando hablan de los negros?
Según Elías Entralgo en Liberación étnica cubana, los autonomistas,
junto con los blancos que componían las clases dirigentes del país, que-
rían atraer a los negros a las “formas rectoras de la cultura occidental”,
porque comprendían que la tercera parte de la población de la Isla era
negra y que sus “vicios” contaminarían tarde o temprano a los blancos
(Entralgo 1953: 172). Entralgo cita unas palabras de Enrique José Varona
quien, en una carta al periódico La Igualdad, que dirigía el intelectual
mulato Juan Gualberto Gómez, decía: “El ñáñigo negro hace el ñáñigo
blanco. Levantar al uno es evitar la caída del otro” (cit. en Entralgo1953:
172). Según la psicología de la época, la superstición y las conductas de-
lictivas podían propagarse de una clase a otra como una “epidemia”. Las
“influencias morales, opiniones, creencias, temores” podía popularizarse
entre los individuos (Mestre 1879: 71), y así lo dijo Varona en un artí-
culo publicado en la Revista cubana, titulado: “Una afición epidémica,
los toros”, en la cual, habla de los “diversos grados de esta evolución” y
afirmaba que “la obra de la cultura social consiste en facilitar y acelerar el
avance de los rezagados” (Varona 1891: 102-103). No extraña, entonces,
que la educación se convirtiera en una forma de evitar estos males y que
los intelectuales blancos se preocuparan con la influencia que los “ñáñi-
gos” negros podían causar en la población blanca.
En sus crónicas, Martí al igual que Varona, se muestra optimista en
relación a los negros, y cree en su educación y desenvolvimiento; pero,
al mismo tiempo, ve con preocupación algunos rasgos que, ya sea por
herencia o por su cultura, podían afectar al resto. Después de todo,
Martí fue influenciado por los krausistas en España y la antropología
sociocultural inglesa, y cuando estuvo en México, citó la obra de uno de
los correligionarios del krausismo, Guillaume Tiberghien, para apoyar
la importancia de la educación obligatoria para el país. En La enseñanza
182 La deuda de los siervos

obligatoria, Tiberghien decía categórico que “La ignorancia es un peli-


gro público” (Tiberghien 1874: 37) y Martí proponía, incluso, multar
a los padres indígenas que no mandaran a sus hijos a las escuelas. Al
aceptar que el negro pueda reeducarse, por consiguiente, tanto él como
Varona y Juan Gualberto Gómez, rechazaban el fatalismo biológico y
apelaban al civismo del lector y a los miedos de los blancos para que
apoyaran estos esfuerzos. Así, en su crónica fechada el 26 de agosto de
1889, Martí aclara:

Otros negros van por donde es más cierto el camino, que es por la
cultura puesto que mientras sean menos que los blancos, en carácter y
saber, nadie parará en las causas de que sean así, sino en que lo son, el
cual es argumento que no se les hará cuando puedan luchar de mente a
mente y calcen ambos con igual maestría el discurso y el guante: con la
cultura del negro no se acabará el conflicto, pero tendrá menos causas y
pretextos que ahora, y menos horrores (Martí 1963-1975, vol. XII: 324).

En efecto, como afirma Aline Helg, el acceso que tenían a la educación


los niños negros durante la colonia era muy limitado, y muchas escuelas
públicas, simplemente, se negaban a aceptarlos o les imponían una cuota
especial. No fue hasta 1893 que, gracias a las gestiones de Francisco Bo-
net, Antonio Rojas y otros prominentes ciudadanos negros de La Habana,
el gobernador general Emilio Callejas aceptó que los niños negros de am-
bos sexos asistieran a las escuelas municipales, decretando así la desagre-
gación del sistema educacional (Helg 2000: 50). Negarles, por tanto, la
educación a los esclavos africanos, así como a los negros y mulatos libres,
fue otra de las tantas formas de mantenerlos a oscuras sobre sus derechos,
que no eran otros que “los del hombre”, como decía el padre Félix Varela
(Varela 1875, vol. IV: 14). Si el esclavo, el liberto o el ciudadano negro en
los Estados Unidos podían leer y escribir, esto significaba que podía equi-
pararse al blanco, podía calzar “el discurso y el guante” (Martí 1963-1975,
vol. XII: 324); lo que, en Cuba, presuponía una amenaza para el sistema
colonial; ya que, como ocurrió con el esclavo Juan Francisco Manzano y
Capítulo VII 183

el personaje Sab de la Avellaneda, estos podían utilizar ese conocimiento


para protestar y dejar constancia de las injusticias del sistema esclavista.
No en balde, en uno de sus juicios sobre la “educación popular”, Martí
decía que “un pueblo de hombres educados será siempre un pueblo de
hombres libres” (1963-1975, vol. XIX: 376). Es de creerse que, al igual
que muchos activistas negros, Martí pensara que la educación ayudaría a
mejorar el nivel de vida de los negros; que esta sería un vehículo de sus
agravios y sufrimientos, y que, a la larga, la educación contribuiría a elimi-
nar el racismo en Cuba. Como resultado, Martí apoyó las actividades de
La Liga, una sociedad protectora de instrucción que comenzó a funcionar
en enero de 1890 en Nueva York. Su amigo, el intelectual negro Rafael Se-
rra (1858-1909), afirmaba que el objetivo principal de esta institución era
procurar “el adelanto intelectual y la elevación del carácter de los hombres
de color nacidos en Cuba y Puerto Rico” (Serra 1963-1975: 124). En ella,
se daban clases de matemáticas, historia, inglés y se leía a filósofos como
Rousseau (Martí 1963-1975, vol. V: 355). En 1891, Martí aprovecha su
viaje a la Florida para fundar una filial de la misma institución en Tampa,
y comenta en Patria el trabajo, que desarrollaban sus colaboradores. El 1
de noviembre de 1892, publica el resumen de una reunión que había teni-
do en La Liga con sus miembros y aprovecha para decir que los negros no
iban allí para quejarse de quienes los discriminaban, sino para “adelantar
en el estudio fuerte, en el perdón ejemplar, y en la vigilancia continua, la
igualdad mental” (1963-1975, vol. II: 176). En otras palabras, iban para
educarse, perdonar a quienes les habían hecho daño y evitar la discrimi-
nación cuando pudieran demostrarles a los blancos su “igualdad mental”.
Entonces, dicen ellos: no “podrán ni desearán negarse a la igualdad en
frente de la prueba” (1963-1975, vol. II: 176). Lo más significativo de
este pasaje, no es la creencia de que la cultura igualaba a los hombres, sino
el contenido de la charla que el propio delegado dice que dio en La Liga
cuando lo invitaron a hablar. Refiriéndose a sí mismo en tercera persona,
algo que acostumbraba a hacer con frecuencia en sus escritos, Martí afir-
ma, que disertó sobre
184 La deuda de los siervos

lo recóndito y causal de los problemas peculiares de Jamaica, Haití y San-


to Domingo. El analizó los grados sociales y funestos de las razas; las culpas
y razones de este grado y del otro; las causas de la cultura, y las insuficiencias
de la cultura meramente literaria; del desacomodo entre la política natural,
que arranca de las condiciones del país, y la política parcial y arrogante
aconsejada por la soberbia primitiva o letrada, de unos o de otros. Él ha-
bló largamente de los libros y hombres de Haití (Martí 1963-1975, vol.
II: 177; el énfasis es nuestro).

Este fragmento de la crónica, sugiero, es importante, porque Martí


habla aquí de la importancia de la educación y de los “grados sociales y
funestos de la raza” de países del Caribe que tenían una población ma-
yoritariamente de descendencia africana (Jamaica y Haití). Como he-
mos visto a lo largo de este libro, el miedo a otra revolución semejante
a la de Haití en Cuba fue una constante en las discusiones raciales que
tuvieron lugar en la Isla desde finales del siglo xviii, y su importancia
solo se acrecentó al estallar la guerra libertadora. En su explicación,
Martí no aclara a qué razas en particular se estaba refiriendo; pero lo
más probable es que estuviera pensando en los negros de los países que
menciona, razón por la cual, establece diferencias de grados entre ellas.
Es decir, no rechaza ninguna raza por ser inferior a otra. Rechaza el
tiempo en que todas fueron inferiores y vislumbra un futuro en que se
sobrepondrían a los “grados sociales y funestos” (Martí 1963-1975, vol.
II: 177). La base de tal optimismo, para Varona, era el evolucionismo
socio cultural, que Martí también abrevó en los libros de los antropó-
logos y etnógrafos ingleses, como Edward Burnett Tylor (1832-1917)
y John Lubbock (1834-1913), o en quienes utilizaron sus ideas para
afirmar la “perfectibilidad” de las razas que estaban en un “estado infe-
rior”. Estos etnógrafos veían que las sociedades evolucionaban desde un
estado primitivo a otro más avanzado o “civilizado”. Creían en su mejo-
ramiento y asimilación; ya que, como dice Hurbon Laënnec en El bár-
baro imaginario, quienes criticaban las teorías racistas de Joseph Arthur,
conde de Gobineau y otros pensadores europeos, se apoyaron en sus
Capítulo VII 185

escritos. En Haití, por ejemplo, este discurso fue utilizado por escritores
como Anténor Firmin (1850-1911) en De l’égalité des races humaines.
Anthropologie positive (1885), para rechazar los argumentos del francés,
y argumentar que, a pesar de que la Revolución Haitiana había sido vio-
lenta en un inicio, haciendo uso del vudú, cuando triunfó, los haitianos
abandonaron las prácticas supersticiosas y adoptaron los patrones de la
civilización europea. Según Hurbon, por eso: “allí donde, contra Gobi-
neau, puede defenderse la igualdad de las razas, parece difícil discutir la
superioridad actual en la ‘civilización’ de Europa” (Hurbon 1993: 45).
No por coincidencia, cuando Martí viajó a Haití en 1893, conoció a
Anténor Firmin, y le dijo en una carta a su amigo Sotero Figueroa: “ayer
hablé de usted con un haitiano extraordinario que por Betances y por
Patria lo conocía: Anténor Firmin” (Martí 1963-1975, vol. II: 354).
¿Habría leído su libro antes de llegar a Cabo Haitiano? No lo sabemos.
De lo que sí podemos estar seguros es que ambos coinciden en rechazar
el “racismo blanco”, incluso, el mismo concepto de “raza”; aunque los
dos seguían mirando a Europa y a la civilización occidental, con su
organización política, su técnica y sus ciencias como modelo para las
repúblicas americanas.
Por esta razón, si bien el evolucionismo sociocultural pudo ser una
respuesta al racismo biológico, ni Martí ni Anténor abandonan su
creencia en “desbarbarizar” al bárbaro, en asimilar al otro, en educarlos
en los valores de la cultura occidental blanca; con lo cual, tenemos que
hablar de un racismo cultural propio de los liberales del siglo xix, que
aspiraban poner a los países hispanoamericanos al mismo nivel que los
europeos. Lo cierto es que, en uno de sus cuadernos de apuntes, Martí
habla de los “caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con
grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los su-
cesores directos o cercanos de los negros de África salvaje” (Martí 1963-
1975, vol. XVIII: 284). Para él, “un pueblo crea su carácter en virtud
de la raza de que precede, de la comarca en que habita, de las necesida-
des y recursos de su existencia, y de sus hábitos religiosos y políticos”
(1963-1975, vol. V: 262); por lo cual, había que considerar lo biológico
186 La deuda de los siervos

como “la raza de que precede”, junto con la cultura en la explicación del
hombre. Esta forma de pensar era compartida por otros intelectuales
de su tiempo, que se debatían entre ambos polos del debate racial, y no
podían prescindir del concepto de “raza” en sus razonamientos. Así, en
1874, el pensador krausista Gumersindo de Azcárate, quien era muy
admirado por el cubano, había dicho algo similar, que un pueblo adqui-
ría su carácter de “la raza a que pertenece, el territorio o medio natural
en que vive y de la cultura que alcanza” (Azcárate 1874: 19). ¿Cómo
evitar, entonces, que la raza negra sobrepujara en Cuba a la blanca?
¿Cómo hacer que lo cultural venza a lo biológico? Esta preocupación,
sugiero, es la que se hace patente en su crónica titulada “Una orden
secreta de africanos”, que Martí publicó en Patria, el 1 de abril de 1893.
En esta crónica, el cubano relata la forma en que los negros de una
“orden secreta” se preparaban en Cayo Hueso para pasar de grado esco-
lar y, rápidamente, después de celebrar que se educasen, pasa a discutir
la necesidad de que contribuyeran a la causa revolucionaria, y mostra-
ran su agradecimiento a los blancos. Consecuentemente, en un artículo,
que parecería a simple vista muy escueto, Martí maneja diversos argu-
mentos vinculados con el miedo y el rechazo que les tenían los blancos a
los abakuás, una organización de hombres negros fundada en 1836, en
La Habana, a la que nunca menciona por su nombre. En esta crónica,
como dice Aimée González, Martí sugiere que viene a hablarle al lector
de una de estas sociedades secretas tan temidas en su tiempo (González
1997: 62), pero en su lugar, Martí cuenta la historia de Tomás Surí,
“el africano”, que con setenta años y desterrado en el Cayo, aprende a
escribir en una de sus escuelas.

Es de una orden secreta, de una tremenda orden secreta de africanos,


con ordenanzas y quién sabe qué, que dejó ir a unos hermanos porque
querían aun el tambor, y los demás no querían ya tambor en la orden,
sino escuela. De una misteriosa, peligrosa, funesta orden secreta es Tomás
Surí, donde el tercer grado no lo puede tomar quien no sepa leer (Martí
1963-1975, vol. V: 324).
Capítulo VII 187

La contraposición entre el referente oculto de la crónica (las órdenes


secretas) y su referente explícito (la educación) es, precisamente, lo que
mantiene la tensión a lo largo del texto, en el que queda claro que Martí
apuesta por la segunda y critica la primera. Para él, el debate entre asimi-
lar o marginar al negro estaba claro y, al igual que el indígena, el negro de-
bía adaptarse a lo que consideraba era la identidad criolla, dejar a un lado
el tambor y educarse. La República debía incluirlos en sus proyectos a
todos; pero todos, a su vez, debían acomodarse a la República comenzan-
do por contribuir a la guerra y terminando por abandonar estas órdenes.
Por ende, podemos decir que su intención al escribir esta crónica va más
allá de enfatizar el deseo de educación de los negros. Muestra, también,
el miedo al negro (bárbaro, salvaje, africano) y su necesaria aculturación,
haciendo que los otros fueran como él. Esta misma preocupación había
llevado a las autoridades de la Isla, antes de la Guerra de los Diez Años,
a perseguir y eliminar la “brujería” y las demás asociaciones de ayuda
mutua de los negros, tildadas de “criminales” y, en la época en que escribe
Martí, ya era un tema repetido en la prosa de los escritores costumbristas,
satíricos y políticos, no solo de Cuba; sino, también, en Haití donde,
desde principios del siglo xix, a raíz de la Revolución Haitiana, comen-
zaron a aparecer en Europa historias de asesinatos promovidos por los
sacerdotes del vudú. De hecho, en la única novela que habla de la guerra
de 1868, publicada durante esa época, Escenas de la revolución de Cuba.
Los laborantes, aparece un negro esclavo, de origen africano, llamado Im-
beque, que ayuda a sus amos a escapar del asedio de los españoles a través
de una cueva que antes utilizaba para practicar el vudú (Goodmann 187?:
176-187). Irónicamente, el capítulo que narra la fuga se titula “Las cosas
feas de Imbeque”, lo cual es otro indicio del miedo que sentían los blan-
cos por la religión africana y su conexión con Haití.
Lo cierto, entonces, es que en ningún momento, en esta u otra cró-
nica, Martí aboga por la religión o los cultos africanos. En el fondo, sus
reparos a las religiones tradicionales, ya sea la católica o africana, provie-
ne de su formación liberal, y de las críticas de la mayoría de los liberales
al clero, el dogmatismo religioso y las “supersticiones”. Para ellos, la
188 La deuda de los siervos

respuesta siempre era educar, como decía Calcagno en Los crímenes de


Concha, para así “extirpar ese cáncer que entraña un peligro constante
para la comunidad” (Calcagno 1887: 86). De ahí, la importancia de
que esas “hordas salvajes” se educaran y adoptaran las costumbres de los
blancos, porque, como dice Francisco Augusto Conte, si se les “educa
mejor y se eleva tratará naturalmente de ocupar su lugar” (Conte 1892:
197). Los más optimistas pensaban que la larga comunión entre ambas
razas, y el tiempo en que habían permanecido sometidos a los blan-
cos, los llevaría a obedecerlos y no serían un temor para ellos. Si bien
los independentistas como Martí ponían énfasis en la guerra, como la
matriz que había permitido la unión, los autonomistas como Augusto
Conte veían la pasada esclavitud y la educación como una salvaguarda
de la paz. Hasta Juan Gualberto Gómez, quien organizó con Martí la
última guerra de independencia, ponía su esperanza en la educación y
la comunión de ambos grupos. Para él la mejor forma de hacer que el
negro influyera en los destinos de Cuba era uniéndose, organizándose e
instruyéndose, y con ese fin, comenzó en la década de 1890 la reorga-
nización de las sociedades de color, con la que, bajo el doble propósito
de ser una “sociedad de instrucción y recreo”, se llevaban a cabo fiestas
y bailes, así como se organizaban clases diurnas y nocturnas para niños,
niñas y adultos negros. En estas reuniones, cuenta su hija, Angelina
Edreira de Caballero, se leían a las grandes figuras de la Revolución
Francesa, se comentaban la “Declaración de los Derechos del Hombre”
y los artículos más polémicos de La igualdad (1892-1895), La Fraterni-
dad (1888-1890) y Patria (1892-1898). Antes y después de la guerra,
además, Juan Gualberto abogó por una política de fraternidad racial,
en la que el negro debía copiar al blanco en cada uno de sus gustos,
hábitos y costumbres; “ese es el secreto de nuestro éxito” decía. “A la
hora de trabajar, trabajemos como el blanco, a la hora de divertirnos,
nos divertiremos como el blanco, mientras en Cuba se juegue baraja y
gallos y los jueguen los blancos, juguemos también nosotros; y el día
que los blancos proscriban los gallos, nosotros no seguiremos jugando
solos” (Edreira 1900: 117-119).
Capítulo VII 189

Esta estrategia de imitación podía hacer que los blancos los aceptaran;
pero, al mismo tiempo, reducía a los descendientes de africanos a una
posición subalterna, carente de originalidad y dirección. En el fondo,
era la misma estrategia que los intelectuales blancos habían criticado y
de la que se burlaban en los “negros catedráticos”. Para no ir más lejos, el
mismo periódico La fraternidad se hizo eco de la campaña de descrédito
contra los ñáñigos y los bailes de origen africano en Cuba, y en un artí-
culo de 1888, decía que los ñáñigos recorrían las calles haciendo “alardes
con sus ridículas contorsiones del más recrudecido salvajismo” (Barcía
2000: 106). De esto, se desprende que tanto Juan Gualberto Gómez,
José Martí como Manuel de la Cruz rechacen de los negros aquello que
los blancos y la clase negra alta impugnaban por encontrarlo propio del
África “salvaje” y que, aunque Martí abogue por una cultura autóctona
en Hispanoamérica e incorpore los mitos y símbolos indígenas, no haga
lo mismo con los relatos africanos, la música ni el “tabor”. De acuerdo
con esto, su “españolidad” sería indicativa de su filiación ideológica, de
sus preferencias culturales y de aquellos rasgos de la identidad cubana-
criolla que ya no podían ser peligrosos. Es decir, las reglas de la cultura
dominante, que impone límites y obliga a los otros a actuar de un modo
conforme con lo que se tiene como normal y aceptado dentro de la socie-
dad (Culler 1997: 44). De esto, resulta que llamar la orden “africana” sea
otro indicio de temporalización del Otro, otra forma de objetivar al negro
y de diferenciar los componentes de la cultura africana de la criolla. No
porque hablara español, tuviera nombre español y hubiera vivido tantos
años en Cuba, Martí iba a considerar que Tomás Surí no era “africano”.
En realidad, los descendientes de africanos no eran los únicos que partici-
paban en estas órdenes, ya que, como se encargó de publicitar la prensa de
la época, en los juegos de ñáñigos, había, también, hombres blancos que
nunca habían estado en África, razón por la cual independentistas, como
De la Cruz, le criticaban al gobierno que hubiera dejado florecer a este
grupo bajo su tutela, y que creyera que los revolucionarios eran, poco me-
nos, que un “juego de ñáñigos del barrio de Peñalver” (Cruz 1895: 10).
Para él también, el ñañiguismo era una “simiente de barbarie y de muerte
190 La deuda de los siervos

amorosamente cultivada por el gobierno” colonial (1895: 20). Por ningu-


na de estas razones, es posible desvincular la crónica de Martí de las que
escribieron los intelectuales cubanos criticando estos juegos en Cuba. Su
crónica es otro ejemplo de esta condena, aunque es cierto que la de Martí
es mucho menos agresiva que los otras. ¿Por qué? Por razones políticas.
En 1890, la fecha en que Martí visita el Cayo con el plan de preparar
“la guerra necesaria”, había allí 18.080 habitantes, 12.000 de los cuales
eran de origen cubano (Sosa 1982: 161). Varias fuentes documentales
de principios del siglo xx corroboran la presencia de organizaciones
ñáñigas en Cayo Hueso, donde Manuel de la Cruz publica su folleto en
1895. Se supone que habían emigrado a los Estados Unidos en busca
de trabajo en las factorías; aunque esta época coincide, también, con
un despunte de la represión de las autoridades coloniales contra este
grupo. En su crónica, Martí afirma que Tomas Surí aprende español
para alcanzar el tercer grado en la organización, lo que se supone era un
requisito. Enrique Sosa afirma que esto es algo sorprendente, ya que en
Cuba no existió nada parecido. No se crearon escuelas dentro de estas
cofradías, ni exigían a sus miembros que se alfabetizaran para “ascender
en su seno” (1982: 167). ¿A qué responde, pues, este cambio? Martí no
lo aclara, ni siquiera llama a la orden por su nombre. Se limita a enfati-
zar el proceso por el cual lo diferente se convierte en lo mismo; en que
los negros dejan su religión y aprenden la cultura blanca y letrada; en
que el “africano” cambia su carácter “funesto” para volverse aceptable,
casi un niño-adulto. Para lograr mayor efectividad, Martí, incluso, hace
hablar en esta crónica a Tomás Surí. Cita varios párrafos de su carta
y, en uno de ellos, al explicar por qué los negros de la orden estaban
dispuestos a dar una porción de su salario para la causa revolucionaria,
repite un argumento central de su retórica de la guerra. Afirma:

Dijeron entre otras cosas que ‘ellos, los que habían sido esclavos, eran
los únicos que habían ganado con la revolución; que la mucha sangre y
lágrimas que había costado a los hombres que, no estando acostumbra-
dos a la guerra, se lanzaron a ella generosamente, solo había servido para
Capítulo VII 191

conquistar la libertad de los negros, que no era posible que hombres que
se reúnen para progresar, quedaran sordos y ciegos en el momento en que
todo se mueve para continuar la tarea interrumpida (Martí 1963-1975,
vol. V: 325).

¿Qué significa esto? Significa que en esta crónica Martí aprovecha para
fijar en la mente de sus lectores otra de sus preocupaciones en relación
con los negros. Trata de hacerles ver que debían sentir una deuda de gra-
titud por la “generosidad” que expresaron los blancos por “conquistar la
libertad de los negros”. Porque, incluso, si aún estos habían perdido la
Guerra de los Diez Años, los negros habían sido los “únicos que habían
ganado con la revolución” (Martí 1963-1975, vol. V: 325). Martí pasa,
pues, en esta crónica, de hablar de la necesidad de educar al negro, a la
necesidad de que estos cumplieran el compromiso que habían contraído
con los blancos. Usa este acontecimiento en el pasado para endeudarlos.
Es un recuerdo con poder, diseñado para obligarlos a regresar a combatir.
Como se recordará, veteranos de la Guerra de los Diez Años, como
Antonio Zambrana y Vázquez, invocaban la memoria del alzamiento de
1868 y planteaban la liberación de los esclavos como un acto de bondad,
sin reparar en que ellos mismos se la habían ganado, o bien, que se trataba
de un derecho inalienable que nunca debieron haber perdido. Este es el
tema del cuadro “La República cubana” (1875), que figuraba en casi to-
dos los clubes patrióticos de los Estados Unidos y otros países de América
Latina, y que según Soto Hall, ocupaba un “testero de honor” en el cole-
gio de José María Izaguirre en Guatemala, adonde fue a trabajar Martí en
1877 (Zéndegui 1954: 33). Esta, por consiguiente, es la imagen del negro
que Martí resalta en sus crónicas, en las que recuerda el acto magnánimo
que tuvieron los blancos al liberarlos y que tiene el mismo valor simbó-
lico que un regalo. Según Jacques Derrida, sin embargo, “para que halla
un regalo, no debe haber ni reciprocidad, ni retorno, ni intercambio,
ni falsificación, ni deuda” (Derrida 1992: 170). Es decir, quien “dio” la
libertad a sus esclavos, no podía pedirles nada a cambio, ni en aquel mo-
mento ni después, ya que el solo hecho de exigirles una acción retributiva,
192 La deuda de los siervos

destruiría el valor que tuvo ese acto en un inicio, adquiriendo el “regalo”


el significado de un “veneno”, de algo que, en lugar de traer satisfacción
a la otra persona, le generaría un mal. Según Derrida: “sabemos que así
como puede ser bueno, también puede ser malo, venenoso (el regalo) y
esto es verdad desde el momento en que el regalo pone al otro en deuda,
de modo que el acto de dar se convierte en herir, en hacer mal” (Derrida
1992: 171; la traducción es nuestra). Derrida basa su argumento en la
circularidad en que se inserta la economía del acto de regalar algo o de
dar un beneficio, para lo cual, no encuentra otra opción que el olvido
“radical”, especialmente, de la persona que lo da. “El regalo no solamente
no debe ser restituido, sino que tampoco debe quedar en la memoria, ser
retenido como un símbolo de sacrificio, como un símbolo en general. Ya
que el símbolo inmediatamente involucra a uno en la restitución” (Derri-
da 1992: 180; la traducción es nuestra).2
En efecto, de acuerdo con Peter J. Leithart en Gratitude: An Inte-
llectual History, han existido varias formas de entender la gratitud, los
beneficios y los regalos en la cultura occidental. La primera se remon-
ta a la relación que tenían los ciudadanos griegos y romanos con sus
deidades, cuando hacían sacrificios de animales o daban gracias a sus
dioses por alguna victoria. Ellos daban y esperaban recibir algo más a
cambio. En consecuencia, ser agradecido era una virtud y, durante el
Imperio romano se entronizó el sistema de “patronaje”, que consistía
en que un señor con dinero e influencias políticas ayudaba a un ciuda-
dano a resolver sus problemas, quien le debía, a su vez, agradecimiento.
No obstante, con el cristianismo, cambió radicalmente el modo en que
los ciudadanos debían entender los regalos y estar agradecidos, ya que
Jesucristo llamaba a sus discípulos a entregarlo todo con generosidad
sin esperar nada a cambio, porque ellos recibirían mayores recompensas
en el cielo (Leithart 2014: 68-69). Mas tarde, con la ilustración y los

Para más detalles sobre el simbolismo de este intercambio, véase el libro de Jean
2

Starobinski Largesse (1997), en que hace una arqueología del regalo en el arte y la literatura
occidental.
Capítulo VII 193

filósofos del liberalismo, se introduce una tercera forma de entender


este canje. Surge el “ideal altruista” de dar sin esperar nada a cambio, ni
de Dios, ni de los beneficiados, con lo cual, el patronaje deja de tener
valor en la política, se rompe la circularidad del proceso y se instaura la
linealidad que continúa con el posmodernismo del que es un ejemplo
el ensayo antes citado de Jacques Derrida.
Si tuviéramos, entonces, que definir a Martí a través de estas corrientes
de pensamiento, que expresan la relación de la persona con el regalo y la
gratitud, su actitud no sería la altruista de los ilustrados y postmodernos,
ni la de Cristo que da generosamente porque Dios le dará todo. La que
mejor serviría de guía a su doctrina de la guerra sería aquella que cree en
el dar algo para recibir un pago a cambio, una muestra de agradecimiento
que compense el esfuerzo o el valor que gente como él había demostrado.
En tal sentido, su llamado a los negros a tomar las armas para pagar la
deuda de gratitud que habían recibido de los amos blancos cuando los
liberaron en 1868 entra dentro del espíritu de reciprocidad y patronaje
practicado durante el Imperio romano que hemos analizado más arriba,
que recorre otros textos peninsulares.
El mismo día en que Martí publica su artículo sobre la orden secreta
de africanos en Patria, saca otro titulado: “El 22 de marzo de 1873, la
abolición de la esclavitud en Puerto Rico”, en el cual, nuevamente, habla
del miedo al negro, y lo hace con el objetivo de demostrar a los cubanos
por qué este era un temor infundado. Afirma que, el diez de abril de
1869, cuando los independentistas cubanos celebraron en Guáimaro su
asamblea, declararon libres a todos los siervos en Cuba “sin reparos ni
paga”, y que ese hecho de “gloria legítima” “salvó de una vez al negro
de la servidumbre y, a Cuba, de las violencias y trastornos que los liber-
tos, agradecidos en vez que lastimados, jamás promoverán en la república”
(Martí 1963-1975, vol. V: 326; el énfasis es nuestro). Y cuenta Martí que,
en medio de los festejos para celebrar la libertad de los esclavos en Puerto
Rico: “el amo le decía a su negro: ‘¡ya eres libre!’ [y] el negro respondía:
‘yo no seré libre mientras mi amo exista’” (1963-1975, vol. V: 328).
194 La deuda de los siervos

Naturalmente, la insistencia que pone Martí en la fraternidad racial y


en reacciones de agradecimiento como estas, respondía a la necesidad de
asegurarles a todos los cubanos que, después de la independencia, no ha-
bría desquites ni revanchas. Que no habría matanzas ni rencores, porque
los negros les debían la libertad a los blancos y ellos sabrían ser “agradeci-
dos”. Y, aunque, en efecto, la liberación de los negros en Puerto Rico fue
muy pacífica, el número de esclavos que había allí era muchísimo menor
que en Cuba y, por consiguiente, sería injusto una comparación seme-
jante. De todos modos, la misma historia se encargó de refutar “las eva-
poraciones ilusas del idealismo martiense”, como decía Entralgo; ya que
pocos años después de triunfar la República, en 1912, estalló en Cuba
una guerra entre blancos y negros, que trajo un final devastador para estos
últimos (Entralgo 1953: 131). No obstante, si Martí “falla” como profeta,
al decir de Entralgo, el argumento de la deuda no debe pasarse por alto
y, por eso, debemos leer sus escritos como una proposición que intenta
encontrar un punto en común entre las distintas razas con el objetivo de
alcanzar la independencia. En uno de sus cuadernos de apuntes, Martí
escribe lo siguiente como si hablara consigo mismo: “los negros p[ara]
que los blancos los respeten por haberles debido en parte la libertad y
p[ara] que los negros respeten a los blancos porque la libertad les vino
de un blanco” (Martí 1963-1975, vol. XXII: 108). La deuda, podríamos
decir, era mutua y mantendría entrelazado a los dos bandos, obligándolos
a aceptarse y a ayudarse mutuamente, como si fuera por una cuestión de
honor o una obligación sellada con sangre. En consecuencia, es impor-
tante prestar atención a la forma en que Martí elabora este argumento en
la crónica sobre la orden y a entender sus implicaciones políticas; ya que
el cubano hace allí “hablar” al negro para manifestar una deuda consigo
mismo, un recurso teatral y retórico que usa en otros lugares de su obra
con iguales fines persuasivos. Las intervenciones de estos otros actores en
sus crónicas le darían la impresión al lector de estar leyendo los pensa-
mientos de los negros, o de otro narrador anónimo, como el que aparece
en su crónica de La Liga, con lo cual, la voz y la persona del cronista
quedan aparentemente desplazadas, ausentes de la discusión, cuando en
Capítulo VII 195

realidad este es el momento en que controlan con mayor maestría la es-


cena. A veces, estos personajes son seres anónimos o ficticios en los que
Martí como cronista proyecta su personalidad, como ocurre cuando hace
referencia a sí mismo en tercera persona en sus escritos neoyorkinos, y
a veces, es cuando hace hablar a algún personaje, como en este caso. La
crítica martiana ha llamado la atención a esta cualidad literaria y pro-
fundamente teatral de sus crónicas. Fina García Marruz, por ejemplo, al
explicar la forma en que Martí “participa” y se adentra en los personajes
que comenta, afirma que, en sus escenas de la vida de los Estados Unidos,
esto luce como un “procedimiento teatral de dar voz propia al pensar o
decir ajenos”; lo que llevaba forzosamente a una “reconstrucción noveles-
ca de situaciones y lugares en que no estuvo jamás” (García Marruz 1981:
219). ¿Por qué pensar, entonces, que sus crónicas políticas son diferentes?
¿Cómo se apoya Martí en la literatura para hacer política en Patria?
Según Eduardo Béjar, Martí recurre en Patria a un procedimiento que
llama “paralogismo”, al poner en boca de otros personajes pensamientos
que eran importantes para él. Béjar cita uno en que Martí le hace decir
a una mujer: “Oh, yo seré enfermera: enfermera para todos: yo no tengo
odio a nadie: mis criados son como mis hermanos: lo que yo quiero es
que se acabe esta vergüenza y esta esclavitud” (Martí 1963-1975, vol. V:
34). Según Bejar, que “el llamado a la guerra se efectúe en voz de la mujer,
es decir, de Patria, puede ser considerado como estrategia del discurso
que cancela los bandos patriarcales contendientes por la supremacía y
garantiza el éxito de la tentativa al estar basado en los principios de amor,
virtud y verdad” (Béjar 1999: 61).
En efecto, en la correspondencia martiana, no aparece ninguna carta
proveniente de una de estas “órdenes” de africanos o donde uno de los
antiguos esclavos hable de la deuda de gratitud que tenían los negros
con los blancos. Luis García Pascual, en su voluminoso Destinatario
José Martí, publicó todas las cartas encontradas en los archivos dirigidas
a José Martí y, en ninguna de ellas, aparece el nombre de Surí, o este
motivo central de la retórica martiana. De la época correspondiente a
la formación del Partido Revolucionario Cubano, sí hay muchísimas
196 La deuda de los siervos

cartas de los distintos clubes de emigrados cubanos, de personalida-


des políticas, y guerreros. Una de estas cartas, se refiere en detalle a
la cuestión racial en el contexto de la contienda de 1895 y la escribió
el comandante Alejandro Rodríguez, veterano de la guerra de 1868,
quien fuera con el tiempo el primer alcalde de La Habana. En su carta
de 1893, Rodríguez le comunicaba a Martí que la condición de los ne-
gros en la colonia había cambiado, y que ahora eran ciudadanos. Estos,
afirma, formaban el estrato más bajo de la sociedad y, por ello, se temía
que, si estallaba una guerra, los españoles fueran “a amar esa masa tan
ponderable, tan inconsciente, tan enérgica, tan preparada para una gue-
rra de odio y exterminio; y a guisa de eficacísimo estímulo le concederá
grados, honores, ciega tolerancia y la codiciada mujer blanca” (García
Pascual 2005: 358). Sin duda, esto es lo que debieron pensar muchos
blancos racistas y partidarios del independentismo cuando veían al go-
bierno de España tratar de ganarse a los negros después de la guerra. Y
termina afirmando con pesimismo Rodríguez:

Este estado de cosas no pueden vencerlo ni la enseñanza ni la propa-


ganda. Los odios y las repugnancias de razas se mantienen vivos y activos
mientras estas subsisten; y en Cuba en tanto no sobrevenga una fusión de
linaje o sobreempuje la raza blanca muchas veces a la africana, existirá el
peligro que apuntamos (García Pascual 2005: 358).

Desgraciadamente, no tenemos la respuesta de Martí a esta carta de


Rodríguez; pero, a diferencia de él, el delegado dejó claro en sus escritos
que la educación y el patriotismo podían resolver estas diferencias, y si
bien las cartas y diálogos que aparecen en sus crónicas pueden ser tan
ficticios como los que narra Manuel de la Cruz en su libro, el miedo al ne-
gro que expresan, no lo era. Ni, tampoco, el temor de una confrontación
racial, o las críticas a la religión africana y a los abakuás. El solo hecho
de haber privilegiado, seleccionado y reproducido en su periódico estas
escenas que hablan de la fraternidad entre las razas, indica el interés del
delegado en rechazar este miedo y en fijar estos momentos en la mente
Capítulo VII 197

del lector para asegurarles que eran infundados. Que la confesión sobre la
“orden funesta de africanos” viniera, además, de un testigo, de un antiguo
esclavo, o de una antigua dueño de ingenios, que afirma que “mis cria-
dos son como mis hermanos” (Martí 1963-1975, vol. V: 34); imprimía
a sus crónicas un poder real, que definitivamente no tendrían si Martí
expresara estas ideas en primera persona. Este ventrilocuismo, ya sea con
referencia a los indígenas, los negros o los “amos buenos”, demuestra,
pues, lo importante de leer sus artículos como textos hechos para con-
vencer al lector: son como arte-factos construidos para crear un efecto de
veracidad, compromiso político y cohesión entre los cubanos. Es decir,
responden a estrategias narrativas que legitiman la posición del hablante,
a través de mecanismos retóricos como el testimonio ajeno en que la víc-
tima redimida manifiesta su deuda de gratitud y su compromiso político
con la causa revolucionaria. Solo así, puede entenderse que, aun cuando
adquiere su libertad, no sea libre mientras viva el amo. Al igual que hace
con los indígenas, entonces, Martí alaba a los negros en el momento de su
conversión, en el instante en que manifiestan una actitud igual a la suya,
y se comprometen públicamente con su causa. El propósito es solidificar
la unidad para luchar por la patria. El énfasis que pone Martí en el pueblo
es importante, porque la gran diferencia entre la guerra de 1868 y la de
1895 es, justamente, el impulso que la conforma. En la primera, el im-
pulso viene de arriba, mientras que, en la segunda, surge de abajo. En la
de 1895, hay mucha mayor representación de los estratos intermedios de
la sociedad, y de los descendientes de africanos, que llegaron a alcanzar el
40% de los puestos dirigentes (Pérez Cuba 1995: 160).
Ahora bien, es una falacia decir que los negros les debían la libertad a
los blancos cuando los liberaron en 1868, porque estos simplemente no
tuvieron que esperar a que los criollos los declarasen libres. Miles de ellos se
sublevaron desde que fueron traídos a la Isla como esclavos en el siglo xvi,
y vivieron en libertad o “cimarronaje”, hasta el momento en que murieron
o fueron asesinados. Pero el cronista prefiere silenciar este hecho, dada,
posiblemente, la carga de violencia que representaba el negro cimarrón, o
los alzamientos de esclavos, y prefiere privilegiar el papel de redentor de
198 La deuda de los siervos

los blancos para convencerlos. Elige así regresar al momento en que los
blancos los liberan para hacer de este momento una memoria redentora
para la patria y un símbolo de la unión nacional. No en balde, decía Elías
Entralgo que, en lo tocante a lo racial, Martí sacó “filones valiosos” de la
Guerra de los Diez Años para fomentar la campaña de 1895 (Entralgo
1953: 154). Que se complacía lo mismo en contar la anécdota del sar-
gento negro que cargó en sus espaldas a un teniente blanco, que en relatar
la del patricio de piel blanca que enterró a su hija junto al negro. Todos
estos ejemplos incentivaban la fraternidad racial y justificaban la tesis de
que la guerra unió a ambas razas. Este discurso, como ya hemos visto, no
se inició con Martí ni terminó con él. Tiene su origen en la idealización
del régimen de plantación y la fraternidad entre el “amo bueno” y el fiel
esclavo. Es un discurso que aparece en las novelas de la Avellaneda, Julio
Rosas, H. Goodmann, Raimundo Cabrera, Emilio Bacardí y Francisco
Calcagno, del que se sirven los escritores independentistas para mostrar
una comunidad unida por lazos de mutuo afecto. De ahí, que Mercedes
Matamoros (1851-1906) recordara en el poema “La Bella entusiasta”,
escrito en 1897, cómo la familia de un mambí, a la que llama “benignos
amos” y su esclava temían por la suerte del hijo de la familia que había
ido a combatir “valiente por la patria” (Matamorros 2004: 239). En sus
escritos políticos, Martí usa estos ejemplos de lealtad, familiaridad y amor
entre las razas con el fin de llamar a los cubanos negros nuevamente a la
guerra y fomentar una Cuba “con todos y para el bien de todos”. Lo hace
para recordarles que la hermandad entre ambos era posible, que la guerra
los había hecho iguales, y que los blancos los habían liberado como un
gesto de compasión, fraternidad y justicia histórica.
Pero, ¿es cierto que los independentistas abolieron la esclavitud en
1869? De acuerdo con Raúl Cepero Bonilla y Vidal Morales en Hom-
bres del 68, este no fue el caso. A la Asamblea de Guáimaro, fueron dos
grupos de cubanos con ideas muy diferentes de cómo llevar a cabo la
guerra y qué hacer con los esclavos. Por un lado, estaba Carlos Manuel
de Céspedes, a quien le preocupaba lo que podían pensar los dueños
de ingenios y esclavos en el tramo occidental de la Isla. Del otro lado,
Capítulo VII 199

estaban los revolucionarios del centro del país, con Ignacio Agramonte
e Ignacio Mora a la cabeza, quienes pedían la emancipación de todos los
esclavos y un gobierno democrático (Quesada 1894). En la Convención
de Guáimaro, triunfó este último grupo y, por ende, el artículo 24 de
la Constitución del 10 de abril de 1869, reza que “todos los habitantes
de la República son enteramente libres” (Bonilla 1989: 107). La cues-
tión que dificultaba este acuerdo era –como dice Bonilla– que no todos
los revolucionarios estaban dispuestos a romper sus lazos con la clase
esclavista y, tres meses después, a finales de julio de 1869, se le agregó
una enmienda al artículo 25 de esta misma Constitución, y donde antes
decía “todos los ciudadanos de la República se consideraran soldados
del Ejército Libertador”, pasó a decir: “los ciudadanos de la República,
sin distinción alguna, están obligados a prestarle toda clase de servicio
conforme a sus aptitudes” (1989: 107). La reacción no se hizo esperar,
especialmente, por el lado de los EE. UU., que interpretó dicho cambio
como un “esfuerzo por mantener el sistema esclavista”. La corrección
obligaba a los libertos a realizar cualquier tipo de trabajo que sirviera
a la República y a sus representantes, práctica que se llevó a cabo hasta
1870 (1989: 107). Por tal motivo, Bonilla afirma enfático que en la
Asamblea de Guáimaro no se abolió la esclavitud.
En sus escritos, Martí pasa por alto todas estas razones y utiliza este
momento histórico como un acto fundacional para apoyar su programa
político. Para él los mambises dejaron libres a los negros por convicción
personal, no por conveniencia. No fue producto de una necesidad de la
guerra. Fue un gesto magnánimo que le dio a los negros “despreciados”
el “mérito de los combates y a la autoridad de la gloria” (Martí, vol. III:
103). En su artículo del 1 de abril de 1893, al hablar de la emancipación
de los esclavos en Puerto Rico, Martí compara este suceso con la “salva-
ción” de la servidumbre del negro en Cuba, en 1869, y ve en este acto
desinteresado de los amos blancos, que no habían puesto “reparos”, ni
exigieron “paga”, la tranquilidad de la futura República. Lo que no dice
son las reiteradas tensiones que existieron durante el conflicto entre los
rebeldes, los blancos que se negaban a seguir las órdenes de los negros que
200 La deuda de los siervos

habían logrado llegar a posiciones de mando en el ejército y las reiteradas


muestras de racismo que sufrieron Antonio Maceo y otros líderes de su
clase (Helg 1995: 66). En sus crónicas, Martí usa, simplemente, esta idea
para disputarles, a los autonomistas y al gobierno español, la popularidad
que habían alcanzado entre los negros por las reformas logradas a favor de
ellos después que abolieron la esclavitud en 1886, y la Corona les hubiera
concedido los mismos derechos que a los blancos.
Fueron los autonomistas quienes introdujeron una enmienda a la ley
presupuestaria que, finalmente, dio al traste con el sistema y, al juzgar por
los reportes de la prensa, la noticia de la emancipación fue recibida en La
Habana con una celebración apoteósica. Las calles fueron invadidas por
morenos a caballos, bandas de música, hermandades, cofradías y cabil-
dos, con sus trajes típicos, procedentes de diversas provincias del país, que
llevaban estandartes dedicados a los políticos liberales que habían hecho
posible aquella conquista. También, dice María del Carmen Barcía, se
hizo un reconocimiento a la Sociedad abolicionista española y a la prensa
liberal, representada por El País, La Lucha, La Política Ibérica y El Radical
(Barcía 2000: 138-139). Esto quiere decir que, en términos de ganancia
política, la abolición de la esclavitud se convirtió en la mayor victoria de
este partido que, desde entonces, trató de sacar ventaja de la situación.
Su objetivo era utilizar esta victoria para enlistar a todos los negros, ya
que, según el dictamen de Miguel Figueroa, uno de los que introdujo la
enmienda, el partido autonomista era “en el que únicamente podían los
negros cubanos alcanzar sus óptimas esperanzas” (Entralgo 1953: 113).
¿De qué lado debía estar entonces la raza de color: con los autono-
mistas o con los independentistas? ¿A quiénes debían agradecerles su li-
bertad? Este fue, precisamente, el punto de desacuerdo, porque bandos
grupos apelaron a la idea del “agradecimiento” para atraer a los negros.
El periódico La Igualdad, que dirigía Juan Gualberto Gómez, publicó un
artículo en 1893 rechazando esta tesis y argumentando que los negros
habían luchado tanto como los blancos en el conflicto armado y habían
“trabajado por la libertad de todos”, de modo que no se debía “encadenar
la libertad de criterio de la clase de color, con el argumento de que fue
Capítulo VII 201

liberada por los blancos de la Revolución” (Sanguily 1893: 96). ¿No era
esta una respuesta directa a los argumentos de Martí en Patria? Irónica-
mente, no es Martí quien le responde al cronista de La Igualdad, sino
Manuel Sanguily desde su revista Hojas Literarias. En su artículo “Los
negros y su emancipación” (31 de marzo de 1893), Sanguily, antiguo
veterano de la Guerra de los Diez Años y amigo de los autonomistas,
cita el comunicado de La Igualdad, para afirmar que era cierto que hubo
muchos negros en el Ejército Libertador, pero aclara:

No me parece que recomendarles a los hombres de color, que voten en


las elecciones por los autonomistas, deje de ser muy natural en los cubanos,
ni que sea encadenar el criterio de aquéllos el que éstos, para forzarlos más,
les recuerden que a empeños de cubanos debieron la emancipación los es-
clavos de esta isla. Es decir, advertirles que en todos los conflictos de fuerzas
sociales, y no por agradecimiento solo, deben los negros y los demás hombres
de color, nacidos o no en la isla, estar siempre al lado de los cubanos. El
agradecimiento, por lo demás, es la memoria del pasado (Sanguily 1893: 95-
96; el énfasis es nuestro).

Para Sanguily casi la totalidad de la guerra era un mérito exclusivo de


los cubanos blancos. Ellos la habían organizado, preparado y dirigido,
por lo cual, fue “obra exclusiva de los blancos” (1893: 96). Ellos habían
“llamado” a los negros, y “por ellos colocados por primera vez en la his-
toria de Cuba de figurar, de prestar eminentes servicios, de distinguirse
tanto como los blancos”. Ellos habían sacrificado sus vidas, sus haciendas,
la paz de su hogar y el futuro de sus hijos (1893: 97); argumentos que,
como ya hemos visto, aparecen en la representación de los blancos en la
literatura de la guerra y que, al mismo tiempo que dejaban en claro la
subordinación de los negros, menospreciaban la enorme importancia que
tuvieron en los combates y en su dirección. En sus ideas, por consiguien-
te, los negros son los “otros” y los blancos, ya fueran autonomistas o in-
dependentistas, eran los “nuestros”. Si, a los veteranos independentistas,
como a él, los negros les debían su protagonismo en la historia y su li-
bertad, los autonomistas eran los herederos de ese capital simbólico en
202 La deuda de los siervos

los años de entreguerras. Por ellos debían de votar. Para Aline Helg, es-
tas descalificaciones de Sanguily eran sintomáticas del temor que sentían
muchos blancos por el poder que podían alcanzar los negros después de
la independencia, que mostraban la “persistencia del racismo en la élite
separatista” y que, con el tiempo, iban a manifestarse en la República
(1995: 47). Diez meses después, el 31 de enero de 1894, Sanguily publica
un segundo artículo, titulado “Negros y blancos” donde vuelve sobre el
tema. Esta vez, para asombrarse de que en tan poco tiempo los negros se
hayan equiparado a los blancos, y enfatizando nuevamente la deuda de
gratitud que les debían a los de la otra raza quienes, desafiando al régimen
colonial, y sacrificando la familia y sus propiedades: “realizaron la aboli-
ción de la esclavitud y proclamaron sin reservas y sin preocupaciones la
igualdad de todos los hombres” (Sanguily 1893: 207).
Vale recordar que, cuando Sanguily publica este artículo, estaba reac-
cionando ante un suceso inédito en la Isla: el Gobierno general, a pedido
del Directorio Central de las Sociedades de la Raza, había ratificado el
derecho concedido desde 1885 a los negros para que pudieran entrar
y circular libremente por los establecimientos públicos (Sanguily 1893:
196). A partir de este momento, los hijos de los negros podían asistir a
las escuelas del Estado y se ponía punto final a la segregación. ¿Por qué el
gobierno accedía en aquel momento a tal pedido? Esa era la pregunta que
se hacían los independentistas e, invariablemente, señalaban que España
estaba manipulando la cuestión social, lo cual no era extraño, ya que
durante la independencia del resto de las colonias hispanoamericanas, Es-
paña también flexibilizó su posición y puso en práctica una política racial
por la cual trató de ganarse los criollos en América. Así, el rey les permitió
a los individuos de color solicitar una carta de “blanqueamiento” por
virtud de sus méritos o servicios excepcionales a la Corona (Hall 1971:
148). Por eso, en su artículo, Sanguily se preguntaba: “¿Quién podría ase-
gurar que en el fondo de estas actuales medidas igualitarias no late el deseo
de garantir la dominación española con la gratitud de los negros, como antes
se la fundó en el terror o en la conveniencia de los blancos?” (Sanguily
1893: 198; el énfasis es nuestro). Martí, por otro lado, desde las páginas
Capítulo VII 203

de Patria, repara en la misma intención y escribió en su crónica del 5 de


enero de 1894, casi un año antes de morir:

El Gobierno de España en Cuba, veinticinco años después de que la


revolución cubana abolió la esclavitud y suprimió en su primer constitu-
ción y en la práctica de sus leyes toda distinción entre negros y blancos,
acaba de declarar, a petición del “Directorio de la clase de color”, que los
cubanos negros pueden tener asiento en los lugares públicos, y sitio en los
paseos y en las escuelas, sin diferencia del cubano blanco. ¿Quién abrió
las puertas de la sociedad cubana, para que el gobierno español pudiese
imitar tardíamente lo que la revolución hizo, con sublime espontaneidad
y franqueza, hace veinticinco años? ¿En qué condiciones se proclama el
reconocimiento de estos derechos naturales del cubano negro?
¡Ah, la revolución santa, la madre, la primera, la fundadora! Ella por
su grandeza casi sobrehumana arrancó al negro de manos de España y
lo declaró hermano suyo en la libertad. Ella, por el miedo que inspira,
compele hoy a España a otorgarle, al cubano negro, en las costumbres,
la equidad que ya ella le otorgó, y es consecuencia natural de su derecho
humano (Martí 1963-1975, vol. III: 29).

Dos meses después, el 16 de marzo de 1894, su periódico se hace eco


de nuevo de esta controversia; pero, esta vez, en abierta polémica con
una de las ideas de Sanguily, publicando un artículo donde la respuesta
se hace a dos voces. Primero, habla el delegado del Partido Revolucio-
nario Cubano, que dedica su segmento a fustigar el gobierno español
y a aquellos que le hacían el juego. Trata de ser conciliatorio y pide fe
para una Cuba futura. Pero, a continuación, cita una carta de su amigo
Rafael Serra, que había aparecido originalmente en La Igualdad, donde
este intelectual sí arremete contra lo dicho por Sanguily sobre los negros
y el Partido Liberal autonomista. En su carta, Serra define los dos bandos
principales de la política cubana opuestos al gobierno español afirmando
que los autonomistas eran “separatistas también en el fondo”, pero que
estaban “inspirados por un espíritu egoísta y centralizador”, ya que que-
rían “como medio para alcanzar sus fines, la anulación o el rebajamiento
de la raza de color” (cit. en Martí 1963-1975, vol. III: 82). Es de suponer,
204 La deuda de los siervos

que Martí les diera crédito a estos cargos al publicarlos en su periódico


y que lo hiciera, además, porque la carta de Serra legitimaba su posición
junto a los negros y en contra del racismo. Aun así, Serra nunca toca el
tema del agradecimiento que les debían los negros a los blancos, razón de
más, para que el delegado apoyara su tesis. En respuesta a lo dicho por
Sanguily, decía Serra que, con el Partido Liberal autonomista, “poco ha
de contar el negro [y] esto lo prueba el poco o ningún interés que se ha
tomado ese partido en ayudar a levantarlos y, por último, la glacial in-
diferencia” ante las nuevas leyes que se habían instaurado. “No creo que
semejantes procedimientos” —agregaba— “sean buenos métodos para
alcanzar el cariño de los negros” (cit. en Martí 1963-1975, vol. III: 82).
Serra no se equivocaba. Los autonomistas siempre se reservaron el pro-
tagonismo en las decisiones políticas, vieron en su contraparte de color
una “inferioridad transitoria” y sus argumentos derivaban muchas veces
hacia posiciones racistas, llegando, incluso, a ser extremas en el caso de los
chinos (Bizcarrondo y Elorza 2001: 101).
La polémica entre ambos grupos políticos pertenece así a la retórica
de la guerra, del recuerdo endeudante que ambos lados esgrimen para
imponer sus argumentos. En este caso, los negros estarían atados a un
pasado, por el simple hecho de haber sido liberados en un momento u
otro por los blancos, al haberles dado la oportunidad de ir a la guerra.
Tal argumento aparece, incluso, en un escritor ajeno a la política cubana:
el poeta nicaragüense Rubén Darío, quien escribe sobre el tema en La
Nación de Buenos Aires (2 de marzo de 1895) y apoya sus argumentos
echando mano del artículo de Sanguily. Su posición era la de los cubanos
blancos que veían que los negros les debían la libertad y su protagonismo
en la historia de Cuba.
Resumiendo, entonces, podemos decir que el período que va de fi-
nales de la Guerra de los Diez Años al inicio de la guerra de 1895 se
caracteriza por intensas polémicas en relación a los negros, y el lugar que
les correspondía en la historia cubana. Entre estas polémicas, destaca la
referente a su liberación en 1868, y la deuda de gratitud que le debían por
esto a los blancos. Según Aline Helg, esto fue para eliminar “la obligación
Capítulo VII 205

de los blancos de compensar a los negros y mulatos por maltratos en el


pasado [y] transmitía la idea de que los negros debían ser agradecidos
a los blancos por su libertad en el presente y no debían cuestionar la
jerarquía racial de la sociedad” (Helg 2000: 22). En todo caso, sugiere
Helg, los políticos cubanos de la República (1902), hablan de “fraterni-
dad racial” cuando quieren impedir la escisión política y racial del país,
y cuando tratan de invalidar las demandas de los miembros del Partido
Independiente de Color (1912). En nuestro análisis de este tópico en
los escritos de Sanguily y Martí, no encontramos que fuera para evitar la
retribución monetaria, sino para reclamar su lealtad para los dos partidos:
uno que preparaba la guerra y el otro, que trataba de evitarla. En último
caso, la retórica del agradecimiento y la solidaridad racial antecede los
escritos de Martí y Sanguily sobre el tema. El “sacrificio” de los blancos
es tematizado en obras como la de Julio Rosas, H. Goodmann y Antonio
Zambrana; surge en los escritos de veteranos de la guerra como Calixto
García Íñiguez, y se repite en las novelas de Raimundo Cabrera y Emilio
Bacardí. En Martí, el discurso de la fraternidad pasa por el de la deuda
mutua que debían sentir ambas razas para que contribuyeran de forma
igual en la “guerra necesaria”. Para él todos eran iguales y, en la lucha re-
volucionaria, negros y blancos habían aprendido a respetarse y a quererse.
Los blancos habían comenzado la guerra, y fueron ellos quienes lo habían
sacrificado todo para liberar a los negros; por lo que el agradecimiento
sirve aquí de eje que define y da validez a la historia común y al papel
directorio de los blancos. Más tarde, durante la República, los políticos
de la Isla retomarán esta idea y sostendrán la necesidad de mantener al
pueblo unido para evitar la constitución de un partido que representara
una de las razas. De ahí, que Helg afirme en una nota de su libro que “los
textos de Martí cuya manipulación posterior crearon la base para el mito
de la igualdad racial” fueron “Mi raza” (1893) y “Los cubanos de Jamaica
y los revolucionarios de Haití” (1894) (Helg 2000: 22). Esto explica que
el énfasis de su investigación sea la “guerrita de 1912” y que, al mismo
tiempo, acentúe la inocencia del delegado en este proceso; ya que la pala-
bra “manipulación” tiene una fuerte carga de negatividad ideológica, por
206 La deuda de los siervos

entenderse que todo manejo de este tipo, falsea y desfigura la doctrina


original. La tesis de Helg es que Martí defendió la idea de la igualdad ra-
cial por hallarla legítima, y que fue la élite criolla y racista de la República,
la que luego utilizó sus ideas con fines demagógicos.
Pero, ¿acaso tal “manipulación” no está presente ya en el propio Martí,
quien de una forma efectiva mezcla sus ideas y la de los ñáñigos en su
crónica, para convencer a los negros de la necesidad de ir a luchar por la
independencia de Cuba? Martí, igual que Sanguily y los otros escritores
independentistas que le antecedieron, subordinaron así los negros a los
blancos. Destacaron el valor central del sacrificio que hicieron por ellos,
y el agradecimiento que en pago estos debían demostrarles. Hoy día no
podemos aceptar esta tesis. No, cuando aceptamos que sirvió como un
argumento envenenado para exigirle una acción retributiva, nada menos
que el sacrificio de sus vidas por la patria. Tal argumento ocultaba la lu-
cha que sostuvieron los negros desde el inicio de su cautiverio hasta que
alcanzaron su liberación, su derecho inalienable a la libertad, incluso,
la servidumbre, las diferencias y las tensiones raciales dentro del mismo
ejército mambí que los perjudicaron y los obligaban a seguir sirviendo.
Tales omisiones y uso retórico de la historia tienen la función, pues, de
priorizar un momento fundacional, políticamente coactado en que se ex-
presa lo que los negros les “debían” a sus antiguos amos, y destacar la im-
portancia que hombres como ellos tuvieron en el alzamiento. Si, para los
escritores blancos, la patria es el paisaje, los indígenas y lo que sufrieron
a manos de los españoles; para los negros, es el deber de pagar la deuda
que habían contraído con sus antiguos amos. Por consiguiente, Martí no
encuentra mejor forma de atraer a los negros al movimiento insurreccio-
nal, que haciendo que ellos mismos expresen su “agradecimiento” en una
carta pública que él mismo reescribe y publica en su periódico, lo que nos
obliga siempre a pensar sus cartas y su memoria como “arte-factos” cons-
truidos para persuadir, y lograr el objetivo de tener una patria.
Capítulo 8

El miedo de los blancos

“Fue un pretexto antes la presencia del negro y la esclavitud


para no conceder a la Isla libertades y derechos, profetizando los
esclavistas y reaccionarios males terribles si tal se hubiera hecho”.

Francisco Augusto Conte (Las aspiraciones del Partido Liberal de Cuba)

Desde principios del siglo xix, un grupo de letrados y hacendados cu-


banos trató de conseguir cambios económicos y políticos para la Isla, pero
sus propuestas fueron, en gran medida, rechazadas por España. Así, no fue
hasta la conclusión de la Guerra de los Diez Años cuando el gobierno au-
torizó la creación de un partido que representara sus intereses, así como de
un periódico que los defendiera. Fue de este modo como surgió en 1878
El Partido Liberal autonomista y, junto con él, El Triunfo (1878-1906).
Ricardo del Monte, uno de los principales líderes del grupo, fue quien
escribió el “Manifiesto al país” donde los autonomistas pedían, como dice
Max Henríquez Ureña, la “vigencia de las libertades necesarias con ex-
tensión de los derechos individuales a todos los españoles, y la aplicación
íntegra de las leyes orgánicas de la península” (1963: 11). Pedían, además,
la emancipación de los esclavos “que hubieran quedado en servidumbre,
reglamentación del trabajo y educación del liberto”, así como la “rebaja
de aranceles y supresión de los derechos de exportación” (Henríquez Ure-
ña 1963: 11). Pronto, este partido entró en colisión con los conservado-
res, fieles al régimen colonial, quienes crearon la Unión Constitucional,
208 El miedo de los blancos

conformado en su mayoría por terratenientes, hombres de negocio y ha-


cendados con títulos nobiliarios. Francisco Fontanilles y Quintanilla, el
autor de Autonosuya, curiosa novela político burlesca (1886) pertenecía a
este grupo. Nacido en Barcelona, el 16 de enero de 1833, había cursa-
do los estudios de ingeniero en España y, luego, había entrado en la Ad-
ministración Militar con la categoría de oficial, y se marchó más tarde
al Caribe. Primero, vivió en Puerto Rico y, con posterioridad, en Cuba,
donde desempeñó varios puestos del gobierno colonial. Entre ellos, el de
oficial de Intendencia General de Hacienda, el de secretario del Gobierno
Civil de La Habana, de la Junta de Libertos, de la Diputación General de
Pinar del Río, y jefe de Negociado en el Banco Español. Además de estos
cargos administrativos, Fontanilles y Quintanilla fue director de varios pe-
riódicos, incluyendo El Imparcial de Matanzas, donde primero publicó su
novela. Este periódico, según Eusebio Martínez de Velasco, era el órgano
del Partido de Unión Constitucional en la provincia de Matanzas, que
fue creado como contraparte al Partido Liberal de Cuba, por lo que no
extraña que su novela recree las tensiones entre ambos bandos políticos y
muestre un panorama desolador en el caso de que triunfaran los liberales.
En este capítulo, me interesa revisar varias novelas sobre la guerra de Cuba
publicadas entonces. Entre ellas está Autonosuya de Francisco Fontanilles;
El Separatista (1895), de Eduardo López Bago, y La Cariátide de Ubaldo
Romero Quiñones. En ellas, quiero destacar la representación de las razas,
sobre todo, de los negros, así como la forma en que se utiliza el clima, la
fisiología, la comida y los miedos de anarquía social para describir cuáles
podían ser los resultados futuros de una independencia.
Desde el punto de vista narrativo, Autonosuya, aparecida originalmen-
te en forma de folletín en 1886, y reeditada en 1897 durante la guerra,
es una especie de chanza política escrita especialmente contra los auto-
nomistas, quienes ven al final de la novela cómo la “utopía” por la que
tanto habían luchado, se había convertido en una fatal pesadilla. El re-
sultado es una novela sobre dos dictadores (los hermanos Sabicú), que
nos muestra un escenario distópico, como el que aparece en Los viajes
de Gulliver (1726) de Jonathan Swift o La Máquina del Tiempo (1895)
Capítulo VIII 209

de H. G Wells. En este tipo de narraciones, el futuro se nos presenta como


caótico e indeseable, por lo cual, este tipo de relatos tiene el objetivo de
ser una crítica social (Abad 2013), y con respecto a Cuba, un latigazo a los
reformistas y a los cubanos que aspiraban a la independencia. Está escrita
en el lenguaje directo y satírico del que hacían gala muchos periódicos
de la época, como El Moro Muza, Juan Palomo (1869-1874) y Don Cir-
cunstancias (1879-1884). La novela cuenta la historia de un autonomista
que regresa a Cuba al triunfar allí este partido, y se encuentra, como dice
Eva Canel (Agar Eva Infanzón Canel), en el prólogo de la novela cuando
se publicó en 1897, como un “extranjero en su propia tierra, perseguido
como fiera y tratado peor que perro con hidrofobia” (Fontanilles y Quin-
tanilla 2016: 48). De modo que, a pesar de estar escrita la narración,
como dice la escritora asturiana, en un tono “jocoso”, realmente, hay
muy poco de qué reírse en ella. Pantaleón Visiones llega a La Habana,
a mediados de 1900 y cuando desembarca, lo primero que se encuentra
es que de la “machina” que antes se utilizaba para el comercio, ahora
cuelgan las cabezas de los autonomistas reincidentes, como si fuera un
árbol ensangrentado. Según explica el narrador, los autonomistas habían
llegado a La Habana hacía seis meses con la noticia del autogobierno.
Fueron recibidos con fiestas y discursos, pero, una vez que convocaron a
las elecciones “con sufragio universal” (2016: 20), fueron derrotados por
los separatistas, con cuyo triunfo se institucionalizó la dictadura. Des-
aparecieron, entonces, los “hombres ilustrados” en el gobierno, y solo
había “ignorancia, barbarie e instintos feroces” (2016: 24). Cada vez que
sonaba el cañonazo por la noche cincuenta cabezas pasaban a “adornar el
árbol de la libertad” (2016: 21).
El líder del gobierno era Su Majestad, el emperador Sabicú II, que
había derrocado a su hermano, el mulato Sabicú I, un “hombre rudo,
cruel y sanguinario” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 22), que había sido
contramayoral de un ingenio y quien, al estilo de cualquier tirano de
Hispanoamérica, trataba con mano dura a sus enemigos políticos. Así, los
declaraba “traidores a la Patria” y los mandaba a prisión, los asesinaba, o
los condenaba a muerte en consejo de guerra (2016: 32). Este panorama
210 El miedo de los blancos

caótico y brutal es el que se desarrolla a través de toda la narración, cuyo


principal objetivo es disuadir a los lectores de apoyar la autonomía o la
independencia de la Isla, ya que cualquiera de las dos acabaría en desastre.
Por consiguiente, el dictador mulato encarna, en esta novela, los
miedos que azuzaron los blancos dueños de esclavos y partidarios del ré-
gimen colonial en Cuba: miedo a que sucediera una revolución similar
a la de Haití, que pusiera patas arriba la jerarquía política y racial de la
colonia. Miedo a que Estados Unidos interviniera en Cuba y la llenara
de los antiguos esclavos, o de que los independentistas, una vez que to-
maran el poder, instauraran otra de las tiranías que habían sucedido en
Hispanoamérica después de la Independencia. Para colmo, antes de ser
asesinado por el dictador, uno de los intelectuales que va a morir predi-
ce que, aun si mataban a Sabicú I, le sucedería otro peor: “Ese soldado
semi-salvaje que se llama Sabicú, hoy Ministro de la Guerra, será maña-
na el dictador; ahogará en sangre la libertad, y tal vez su cabeza rodará
también para ceder el puesto a otro más salvaje que él o a la anarquía”
(Fontanilles y Quintanilla 2016: 24).
Las demandas de los autonomistas, con sus oradores y sus constantes
críticas al gobierno colonial, habían hecho posible el cambio de poderes
por la vía legal y pacífica; pero ellos mismos habían sido víctimas de
estos hombres “semi-salvajes” que había puesto al pueblo en el poder, y
había hundido el país en la miseria. No había sido la primera vez en la
historia que algo así había ocurrido. Fontanilles, quien escribió también
un libro de historia, pone de ejemplo la Revolución Francesa con sus
“Marat, Saint Just, Robespierre y la guillotina” (Fontanilles y Quinta-
nilla 2016: 53), la Revolución Haitiana y las otras revoluciones de Lati-
noamérica, pero deja claro que quienes tomaron el poder en Cuba eran
“salvajes” y no lo hicieron a través de la guerra; sino, más bien, a través
de las leyes que, cada vez, cierran más el círculo de poder alrededor del
tirano. Surge así un “Nuevo Marat” que ordena a sus hombres matar a
sus oponentes. Su reino está calcado sobre las formas europeas e, inclu-
so, latinoamericanas de otros caudillos. Sabicú I nombra “notables” de
su régimen a parientes, amigos y deudos y se autonombra “Emperador
Capítulo VIII 211

de Cuba por la Asamblea de Notables” (2016: 32). Sin embargo, su her-


mano Sabicú II se rebela contra él y arenga a la Cámara para que se le
una y lo derroten. El resultado: la Asamblea lo elige “Generalísimo del
Ejército Libertador”, una parodia de los revolucionarios y, una vez que
Sabicú I se ve acosado por las tropas de su hermano, huye y se refugia
en un buque norteamericano que lo lleva a los EE. UU. (2016: 92). El
“Generalísimo” llega así al poder, pero el país se divide en federales y
unitarios que promueven constantemente motines y asonadas, y lo que
lo lleva a autoproclamarse “Emperador Sabicú II”; y a hundir el país en
el caos y la muerte (2016: 43). Es durante el reinado de Sabicú II cuan-
do el doctor Pantaleón Visiones llega a Cuba y escucha en la cárcel todo
lo que ha acontecido en los últimos seis meses. La trama de la novela
transcurre, por consiguiente, entre la “utopía” que esperaban realizar los
autonomistas y la realidad distópica a la que se enfrentan después de su
separación de España. Se trata de una historia cíclica, marcada por dos
tiranías y, si los autonomistas aspiraban a autogobernarse y mantener
sus lazos con “la Madre Patria”, la realidad que sobreviene es otra. En
1900, Cuba es un pueblo gobernado por negros y mulatos sedientos
de sangre y listos para cobrarse todo lo que sufrieron bajo los blancos.
La trama de la narración apoya, de esta forma, la tesis de quienes afir-
maban que Cuba sería “negra o española” y de que no había otra solución
para la Isla que no fuera su total subordinación a la Península. De lo di-
cho, se deriva, también, que tanto los autonomistas como los separatistas
sean tratados con rudeza en estas páginas ya que, de lo que se trata, es de
llamar la atención sobre la incapacidad de los cubanos para gobernarse;
de un pueblo partidario en su mayoría del separatismo que, una vez que
pudiera votar en las urnas, iba a poner en el poder a un hombre como
ellos. No en balde, una de las estrategias de las autoridades españolas
para salvar a Cuba, es la anexión de la Isla por España, como ocurrió con
Santo Domingo, así como la instauración de leyes especiales para arreglar
el caos moral y el “sufragio limitado” (Fontanilles y Quintilla 2016: 40)
que tenía la función de dejar al margen de la política y de las decisiones
gubernamentales a sujetos como Sabicú.
212 El miedo de los blancos

Esta forma de pensar los sujetos coloniales explica los espacios de “re-
concentración” de Valeriano Weyler en la guerra de 1895, en los que, por
primera vez, la población civil nativa se convirtió en un objetivo militar
justificable para lograr que el gobierno aislara a los mambises. Esta es-
trategia conllevó, como se sabe, la muerte de 200.000 civiles, entre los
que se encontraban hombres, mujeres y niños, tachados como desecha-
bles para los objetivos del aparato militar y marcados, desde el inicio de
la guerra, como inferiores y como un peligro potencial para el Estado.
De estos sujetos mestizos solamente podían surgir hombres “bárbaros”
y “sanguinarios” como los hermanos Sabicú, detrás de cuyos nombres,
tal vez Fontanilles (que escribió esta novela en 1886) estaba retratando a
los hermanos Maceo, quienes ocuparon altos puestos militares, y fueron
el centro del ataque de muchos integristas. No por gusto la mayoría de
los textos literarios sobre la guerra escritos desde la perspectiva peninsu-
lar fueron elaborados por antiguos militares, como Fontanilles, Sáenz y
Sáenz y Ricardo Burguete. Incluso una escritora como Eva Canel le dedi-
có uno de sus libros a Weyler, a Fontanilles y a Martínez Campos.
Al igual, por tanto, que otras novelas de dictadores en Hispanoamé-
rica, la narración de Fontanilles toma datos de la vida real y elabora un
posible escenario en Cuba, dando ejemplos de los representantes de cada
uno de los grupos políticos que se le oponían al Gobierno, así como de
las clases sociales que habían surgido después de la colonización. Con
esto nos muestra un panorama desolador en el que los separatistas son
quienes mandan y el tirano controla cada movimiento de sus súbditos
e impone numerosas reglas para dominar el país. Es capaz de desbaratar
conspiraciones en su contra, de torturar y de intimidar a sus enemigos
políticos para que abandonen la lucha o emigren. De este modo, Cuba,
después de la autonomía o de la independencia, no sería diferente a
otras antiguas colonias de España o Francia, que alcanzaron más tar-
de su independencia; solo que, aquí, la historia no es contada desde la
perspectiva de un crítico del régimen, como ocurre en otras novelas de
Latinoamérica. El narrador representa las ideas del mismo poder colo-
nial y se apoya en los autonomistas para criticar la independencia. Esto
Capítulo VIII 213

hace que Autonosuya, de Fontanilles y Quintanilla, no sea una narración


escrita desde el punto de vista de un disidente político, acosado por los
partidarios del dictador, como ocurre en el cuento de Esteban Echeverría
“El Matadero”; que el autor no critique tampoco a los hermanos Sabi-
cú desde posiciones democráticas, republicanas o pida la separación de
poderes. No. Quien habla aquí es un partidario del poder colonial, que
pinta un panorama devastador en manos de los revolucionarios y trata
de alertar a sus lectores para que algo así no ocurra. Por consiguiente,
esta novela tiene una función didáctica, utilitaria e ideológica, como
corresponde a la literatura satírica y a las narrativas sobre los dictadores
de la época. Entre ellos está Juan Manuel de Rosas, quien fue muy criti-
cado por varios intelectuales en obras como la citada “El Matadero”, de
Echeverría (escrito en 1838 o 1840, pero publicado en 1871), Los miste-
rios del Plata (1852), de Juana Manuela Gorriti y Amalia (1851-1855),
de José Mármol. Su personalidad quedó, también, retratada en lo que
fue, tal vez, el ensayo más influyente de su época, Facundo, civilización o
barbarie (1845), escrito por Domingo Faustino Sarmiento. En estas na-
rraciones románticas, el dictador es un producto de la naturaleza. Actúa
con una fuerza fatídica y arrastra a todo un pueblo consigo. Como dice
Juan Carlos García en El dictador en la literatura hispanoamericana, el
estudio de estas obras muestra que los escritores unieron la realidad y la
fantasía, y que se apoyaron en los presupuestos de la novela histórica que
estimulaba la crítica social (García 2000: 80).
En su novela, Fontanilles menciona el nombre de varios dictadores
de la primera mitad del xix en Latinoamérica. De México, a Antonio
López de Santa Anna (1795-1876); de Argentina, a Juan Manuel de
Rosas (1793-1877), y de Haití, a Faustin-Élie Soulouque (1782-1873).
Irónicamente, la crítica a estos tiranos, la hace quien después sería en
la novela el mismo “Emperador Sabicú II”. Según el narrador, entre los
que apoyaron la proposición para derrotar a Sabicú I, “se hallaba un
mulato, hermano natural de Sabicú, el cual apostrofó al jefe del Poder
ejecutivo, con los dictados de tirano y traidor a la patria, comparándo-
lo con Santana (sic)[,] Rosas[,] Souluque (sic) y todos los dictadores
214 El miedo de los blancos

de América” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 31). La mención, por


parte del mulato Sabicú de estos hombres fuertes y la crítica implícita
al autoritarismo no sería más que una muestra, como dice Eva Canel
en la introducción, de la “demagogia africana”. Especialmente, cuando
sabemos que Soulouque fue él mismo un antiguo esclavo que participó
en la revolución de 1804. Fue presidente de Haití en 1847 y se procla-
mó “emperador Faustino I” en 1849. Durante su reinado, Soulouque
también se rodeó de un grupo de hombres incondicionales y creó una
nobleza negra en su corte, hasta que fue destronado en 1859 por sus
enemigos políticos y escapó refugiándose en un barco británico. Como
afirma Laënnec Hurbon en El bárbaro imaginario, después del triunfo
de la Revolución Haitiana en 1804, se diseminaron por Europa una
multitud de obras que hablaban de la inferioridad racial del negro y
de los horrores de Haití. Se criticaban las muestras de autoritarismo,
canibalismo y vudú de los haitianos; entre estas narraciones estaba la
de Gustave d’Alaux dedicada a Soulouque: L’empereur Soulouque et son
empire (1856). En sintonía con las narraciones que estamos analizando,
en estas otras se trataba de mostrar “el instinto homicida del negro, el
‘elemento bárbaro’, ‘ultrafricano’ que disemina el terror por todo el país
con la complicidad de las mismas masas” (Hurbon 1993: 44).
Esto nos dice que, a pesar de que Fontanilles habla en la novela de una
lucha entre “federales y unitarios”, que nunca hubo en Cuba, pero sí en
la Argentina bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas, lo más probable
es que estuviera pensando en Soulouque cuando escribió esta novela, y
tuviera en mente términos como la barbarie, el salvajismo, la imitación
malograda y la anarquía política; conceptos que eran opuestos a la civili-
zación europea, y que emperadores haitianos como Dessalines, Christo-
phe y Soulouque querían imitar. En todo caso, al tener como modelo es-
tos hombres autoritarios, la novela de Fontanilles nos pinta un panorama
risible y, al mismo tiempo, sangriento. Nos asegura que, por un camino
o por otro, Cuba se encaminaba al caos político y a “la guerra de razas”,
cuyo fin sería la preponderancia de los negros y mulatos sobre los blancos,
la destrucción de las antiguas instituciones, la economía y la instauración
Capítulo VIII 215

final de la “barbarie”. Eran estos hombres, los que, después de tomar el


poder iban a destruir el país, impulsados como estaban “por odios de raza
y de familia” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 42). Dos conceptos básicos
para entender la narrativa de la guerra de Cuba: “la familia”, por las alian-
zas matrimoniales que se crean en las distintas obras y los “odios”, por
los fantasmas del miedo que hemos mencionado. Miedos que, no solo
compartían los integristas o los racistas blancos; sino, también, algunos
independentistas y autonomistas, que alertaban a los cubanos o les hacían
temer un cambio. Dicho de otro modo, se trataba de un mecanismo de
control para seguir manteniendo la posesión de la Isla y de los cuerpos de
los sujetos coloniales. En su novela, Fontanilles saca partido de todas estas
fobias. Usa el pasado, las revueltas y tiranías que sucedieron después de
la independencia en América para predecir males peores para Cuba. Por
eso, el narrador de esta novela hace que, a consecuencia de la dictadura
de los hermanos Sabicú, emigren todos los blancos de la Isla, que los dic-
tadores maten con “odio” a los que se quedan, que el país se hunda en la
bancarrota y que los norteamericanos terminen quedándose con la mayor
de las Antillas. En vista de este escenario distópico y apocalíptico, quienes
pedían un cambio de estatus político en Cuba, aun si este cambio no im-
plicaba la independencia, eran rechazados y debían cargar con la “culpa”
de sus resultados. De esto, se desprende que el título de la novela sea una
especie de rechazo a la misma idea del autogobierno, apuntando que era
idea de “ellos”, no del autor, y concluyendo así que, si estos lograban con-
seguir el poder, no conseguirían dirigir el país como ellos querían, sino
como querían los otros: los separatistas y los norteamericanos.
Llama la atención, por consiguiente, que este final apocalíptico no
viniera de la mano de los separatistas, sino de los que eran considerados
menos “enemigos” de España y aspiraban a transformar el país dentro
de la legislación peninsular. Lo que era en sí una forma tortuosa de
conseguir cambios políticos los cubanos, casi siempre plagada de des-
confianzas. Y aquí basta agregar que, a pesar de que, en teoría, el Partido
Liberal se asemejaba mucho al de los conservadores, y que por eso se
ha interpretado tradicionalmente en la historia cubana que buscaba los
216 El miedo de los blancos

mismos objetivos que estos, era percibido por sus contrarios como otro
enemigo del proyecto colonial. En sus filas había mucha más diversidad
ideológica que Unión Constitucional. Había hombres como Antonio
Zambrana, que lucharon en la Guerra de los Diez Años; “laborantes”
como José María Galvéz, quien interceptaba mensajes en el palacio del
gobernador general; y figuras descollantes como José Antonio Cortina,
quien exigía en 1879 la abolición final e incondicional de la esclavitud.
A este grupo se le oponía otro más ortodoxo, leal a España y comple-
tamente opuesto a la guerra, representado por Rafael Montoro (1852-
1933) (Bizcarrondo y Elorza 2001: 84-86).
Por estas razones los autonomistas no eran siempre bien vistos por
los conservadores y los españolistas que, en la época en que se publica
esta novela, comparten la arena pública con ellos y tienen que leer ensa-
yos críticos y “semblanzas” heroicas que bajo el título de “autonomistas”,
como hacía El Criollo, alagaban a los cubanos. Por supuesto el gobierno
perseguía cualquier transgresión del orden, pero hasta Sáenz y Sáenz, en
La Siboneya (1883), notaba que, con la paz y los arreglos a los que lle-
gó la Corona con los independentistas, había cambiado la situación. La
raza negra, parecía, según dice: “bastante engreída” y esperanzada en que
pronto se decretaría la abolición y algunos habitantes “pronostica[ban]
que un día la raza negra se apoderará quizá de la situación, en atención
a que el vertiginoso estado social de la Isla se compone de opuestos o
ininteligibles elementos” (Sáenz y Sáenz 1883: 156). En 1886, el mismo
año en que se publica Autonosuya en El Imparcial de Matanzas, todos los
esclavos finalmente fueron liberados.
Fontanilles, por tanto, no debió ver con buenos ojos los cambios que
se originaron con el fin de las hostilidades, porque era como a través de
estas mismas concesiones los revolucionarios llegaron al poder. Su preo-
cupación, podríamos decir, eran las licencias que la metrópoli le daba a la
Isla y las instituciones que permitían estos cambios pacíficos y justos. De
hecho, el poder de los revolucionarios es por naturaleza anti institucional
en esta novela. Ellos son los mulatos “salvajes”, cuyo nombre mismo evo-
ca imágenes de la naturaleza y el monte; ya que la literatura de la guerra
Capítulo VIII 217

se estructura sobre un juego de oposición entre civilización y barbarie,


ciudad y naturaleza, con el cual se inferioriza al otro y se justifica su do-
minación. “Sabicú” es, para colmo, el nombre de un árbol muy común
en Cuba, tan resistente que su madera se usaba para fabricar buques y
carretas. Su color es de un bronceado oscuro, por lo cual, pudo servirle
también al autor para establecer una similitud con la piel del mulato. Una
vez que ambos hermanos llegan al poder, dictan leyes para acabar con es-
tas mismas instituciones “por creerlas focos de conspiración” (Fontanilles
y Quintanilla 2016: 50). Cierran las sociedades tanto de recreo como de
estudio que había creado España en la Isla, la universidad, las escuelas de
primera enseñanza; y destruyen todo lo que les recuerda el progreso y la
civilización, como los mismos ferrocarriles y el telégrafo. Para Sabicú II,
“la academia de medicina” y los militares eran las únicas instituciones que
merecían mantenerse, porque la primera salvaba vidas y la segunda las eli-
minaba a machetazos. Así mostraban “el odio de este salvaje a la civiliza-
ción” (2016: 50); un “odio” epidermizado, concentrado en una raza con
rencor, que reaparece a lo largo del siglo xix en los textos coloniales como
pretexto para llevar a cabo represiones sangrientas como la que sucedió a
raíz de la supuesta “conspiración de La Escalera” en 1844, o como ahora,
para disuadir a los cubanos en su propósito de independizarse de España
o de buscar reformas políticas.
Esta construcción del otro como bárbaro, recordemos, es parte de la
retórica que utilizó Sarmiento en Facundo (1845) para atacar a los par-
tidarios de Juan Manuel de Rosas; pero, ahora, Fontanilles la usa para
atacar a los cubanos; ya que, al igual que Sarmiento, Fontanilles entendía
por “civilización” a Europa, con todos sus valores morales, materiales y
espirituales, mientras que, por “barbarie”, entendía a América, sus razas
aborígenes y mestizas, así como su paisaje.
Este maniqueísmo reduccionista ponía la primera de estas categorías
por encima de la segunda y justificaba la imposición de valores euro-
peos sobre los latinoamericanos. Por esto, la novela de Fontanilles trata
de crear una conciencia del “nosotros” colonial-europeo, frente al “ellos”,
nativo-mestizo-africano. Una conciencia, que reaparecerá en textos de la
218 El miedo de los blancos

guerra para referirse a los blancos españoles y a sus hijos, que hablan el
mismo idioma, tienen la misma religión y sienten el mismo orgullo de
pertenecer a España. Si los primeros representaban la “civilización”, los
segundos eran el símbolo de la “barbarie”, del problema. Constituían una
fuerza anárquica que quería acabar con el poder colonial y los mismos
valores europeos que los españoles trajeron al Nuevo Mundo. Sus accio-
nes no estaban motivadas por la racionalidad ni la Ilustración, sino por
las expresiones emocionales de odio, pasión, rencor e “instintos” fieros.
“Nosotros”, en breve, eran los que se autotitulaban originarios de la ri-
queza y la civilización de la Isla, mientras que “ellos” eran sus deudores, o
sus opuestos. En términos categóricos, por consiguiente, los separatistas
están definidos en esta narración como el “otro” de lo humano. Son va-
ciados de cualquier valor que los configure como seres productivos, es-
pirituales y civilizados, visión que, como dice Giorgio Agamben, ha sido
típica de los tratadistas antiguos y modernos. Funciona “animalizando lo
humano, aislando lo no humano en el hombre: Homo aladus, o el hom-
bre-mono” (Agamben 2010: 52). De tal manera que, si “en la máquina
de los modernos, el afuera se produce por medio de la exclusión de un
dentro y lo inhumano por la animalización de lo humano, aquí el adentro
se obtiene por medio de la inclusión de un afuera y el no hombre por la
humanización de un animal: el simio-hombre, el enfant sauvage u Homo
ferus, pero también y sobre todo, por el esclavo, el bárbaro, el extranjero
como figuras de un animal en forma humana” (2010: 52).
Es de esperarse que, en las representaciones que hacen los integristas
de los sujetos coloniales, abunde esta forma de exclusión, que aparezcan
con frecuencia esclavos, negros y separatistas con figura de simio, trepa-
dos en los árboles o saliendo de la manigua con cara de miedo. Son la
naturaleza encarnada en hombres y mujeres desprovistos de valores éticos
y humanos; una crítica de la cual no podemos excluir, por supuesto, a los
mismos autonomistas, quienes veían a la población negra con resquemor,
en una especie de inferioridad transitoria, y pensaban que era conveniente
alguna forma de autoritarismo para mantenerla a raya. Fontanilles, quien
seguramente estaba consciente del carácter racista y elitista de muchos de
Capítulo VIII 219

ellos, hace repetidas referencias a los “ilustrados” del grupo y los enfrenta
al panorama opuesto que ellos mismos habían deseado. En un pasaje de
Autonosuya, el narrador describe, por ejemplo, a un grupo de conspirado-
res del Partido Liberal que eran llevados por las calles a prisión después de
haber sido sorprendidos por el dictador. Dice el narrador:

A su paso por las calles se fue engrosando una turba de chiquillos que
les siguió hasta la fortaleza; gritando: ¡Mueran los tiranos, viva Sabicú II.
— ¡Quien nos había de decir que seríamos tiranos! –Dijo riendo uno
de los presos a don José.
— Esos inocentes –contestó gravemente don José– aun cuando no
saben lo que dicen proclaman una terrible verdad. Nosotros hemos dis-
frutado de todos los beneficios de la esclavitud a que ellos estuvieron
sometidos.
Cuando por efecto de la revolución española de 1868, vimos que
ya no podíamos seguir explotándolos, los vendimos y los escarnecimos,
llamándonos hipócritamente sus libertadores (Fontanilles y Quintanilla
2016: 74).

De esta forma, el narrador o alguno de los personajes de la novela, hace


referencia a la propia complicidad de los autonomistas en el sistema co-
lonial, el haber tenido esclavos, haber abogado por la autonomía y, final-
mente, haberlos llevado al poder. Este sentimiento de culpa es similar al
que muestran escritores como Julio Rosas en La campana de la tarde o vivir
muriendo y Antonio Zambrana en El negro Francisco. Es la aceptación, por
parte de los blancos, de su “crimen” o el de sus padres, por haber esclavizado
a los negros y haber usufructuado de una forma u otra la esclavitud, por lo
cual, nadie estaba libre de pecado. Al igual que en estas obras, Fontanilles
apela a la Biblia, a la verdad revelada, para recordarnos que todos irían a
pagar por pecadores, razón por la que habla del “dedo de Dios” y de “la
providencia” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 87), asumiendo él mismo el
lugar del profeta y la novela, la forma de una profecía.
De modo que, si en autores independentistas como Julio Rosas y An-
tonio Zambrana la culpa se manifiesta como un sentimiento positivo,
220 El miedo de los blancos

en la novela de Fontanilles, aparece como la consecuencia de un pasado


esclavista y una decisión mal tomada, la autonomía, que lleva al desas-
tre. Con razón, don José, quien a medida que transcurre la narración se
convierte en la voz de la conciencia de los autonomistas arrepentidos, ve
como algo justo que los niños los insulten por la calle, porque al final
tenían razón: “Nosotros habíamos disfrutado de todos los beneficios de
la esclavitud a que ellos estuvieron sometidos” (Fontanilles y Quintanilla
2016: 74). Ese “nosotros”, como resultado, implica una crítica a los au-
tonomistas y, en general, a todos los blancos que poseyeron o se benefi-
ciaron del comercio de esclavos, lo que ancla las diferencias en categorías
de clase y etnia. Como consecuencia, el 20 de noviembre de 1881, el
periódico satírico Don Circunstancias publicó, a propósito de la ley de
patronato, una caricatura donde aparecen dos amigos que hablan en los
campos de un ingenio azucarero de la nueva ley. El autonomista, para-
do frente a sus esclavos “patrocinados”, le pide que hable bajito sobre el
asunto, y le confiesa que “en La Habana” era autonomista, pero “aquí, en
el ingenio, es otra cosa”. Doblez y utopía son los dos referentes en los que
se apoya esta caricatura titulada, precisamente, “melodías autonosuyas”.
Es de esperar que la novela de Fontanilles trate, también, de demostrar el
doble rasero que practicaban los que se apegaban a este partido (algunos
de los cuales tenían ingenios), y termine en otra revolución para derro-
tar a Sabicú II. Solo que Sabicú II logra encontrar un aliado en los EE.
UU. –donde ya se había refugiado su hermano– y los norteamericanos
intervienen, apoyan su gobierno e imponen en Cuba un sistema similar
al suyo. Dice el narrador que Sabicú,

Solicitó y obtuvo la alianza con los Estados Unidos de América y en-


tablóse empeñada lucha que dio por resultado que invadieran el país los
yankees en su mayor parte pertenecientes a la raza de color, que puebla en
el Sur de la Gran Nación, y arrollados los cubanos hubieron de sucumbir
a su dominación quedando definitivamente constituido el Cuban Sta-
te, cuyo gobernador llamábase Coronel Shark (Tiburón) (Fontanilles y
Quintanilla 2016: 79).
Capítulo VIII 221

Ciertamente, el miedo a que los Estados Unidos engullera a Cuba,


ya fuera anexionándola, invadiéndola o mandando a los negros que
vivían en su territorio a la Isla, no era una preocupación solo de Fonta-
nilles, sino de muchos cubanos, como José Antonio Saco y José Martí.
Como afirma William Craig en Yanquee Come Home, durante el siglo
xix, Cuba siempre estuvo en la mira de los políticos y los esclavistas
norteamericanos. Algunos, como Daniel Webster, vieron como una
amenaza para Norteamérica el incremento de la población esclava en
Cuba y Jamaica, y Abraham Lincoln, en un momento, llegó a consi-
derar a la más grande de las Antillas como una oportunidad para des-
hacerse de la población africana (Craig 2012: 28-29). Por esta razón,
Martí criticó al norteamericano por consentir o tratar de “hacer de
Cuba el vertedero de todos los estorbos de su nación” (Martí 1963-
1975, vol. III: 48).1 Para Martí, cualquier mención de una interven-
ción norteamericana o una posible lucha de razas en Cuba era un
argumento de la corona para hacerles creer a los cubanos blancos “que
la revolución acarrearía el predominio violento de la raza negra; [y]
para que los cubanos negros, azuzados en la preocupación de raza, se
divorcien de la revolución, que les quitó la cadena de los pies” (Martí
1963-1975, vol. III: 103). La novela de Fontanilles, por consiguiente,
debe leerse en este contexto y, a pesar de expresar estos miedos en un
estilo “jocoso”, su finalidad no era hacer reír a los cubanos blancos,
sino atemorizarlos poniéndolos ante la situación que podía parecerles
más aterradora. Por supuesto, los independentistas argumentaban que
los negros nunca se alzarían contra los blancos y que ellos habían pa-
gado su deuda con ellos cuando los liberaron en 1868. Para los que se
oponían al cambio social, como Fontanilles y Quintanilla, no obstan-
te, era imprescindible subrayar estas diferencias, por eso, si su visión
era profundamente pesimista, la de Martí y los revolucionarios era, y
tenía que ser, optimista. Después de la intervención norteamericana,

1
Agradezco este comentario a Francisco Morán. Para más detalles véase su ensayo “Martí:
el ‘racista bueno’. Releyendo ‘Vindicación de Cuba’”.
222 El miedo de los blancos

dice el narrador de Autonosuya, don José se va a vivir con un antiguo


esclavo hasta que un día, un “policemen negro” llega a la casa y le
entrega un documento escrito en inglés. Al leerlo, don José se entera
que deben pagar impuestos por las tierras que tienen, incluso, si no las
cultivaban o, de lo contrario, sus propiedades serían subastadas para
pagar esta deuda. Como ninguno de los dos tiene dinero, deciden de-
jarlas y abandonar el país. Así es como don José, junto con su familia,
su antiguo esclavo y el doctor Pantaleón Visiones regresan a España
que los acoge voluntariosa como una madre. De este modo, concluye
la novela. Dice don José al marcharse:

Nos empeñamos en tener una patria fuera de la patria, una nación


fuera de la nación. Estos infelices negros a quienes enseñamos todos los
derechos y ningún deber, aprovecharon la lección y quisieron a su vez con
mayor razón que nosotros tener su pequeña patria, donde ellos solo do-
minasen. Hoy ellos y nosotros somos iguales; ni unos ni otros podemos
vivir en el país en que nacimos, porque somos en él extrangeros (sic) y
los que lo dominan nos rechazan (Fontanilles y Quintanilla 2016: 86).

Estas palabras resumirán el mensaje político de la obra, con la cual,


se trata de sellar, también, el destino de Cuba y dejar constancia de la
ingratitud de los “infelices negros a quienes enseñamos todos los de-
rechos y ningún deber”. La novela se reimprimirá once años después,
cuando vuelve a estallar la guerra separatista, para tratar de disuadir
de nuevo a los cubanos de ir a la guerra y mantener el estatus colonial.
Reaparecerá en un ambiente aún más enrarecido y tenso que el que
precedió a la contienda, que se caracterizó por los esfuerzos de publi-
cistas y escritores tanto españoles como cubanos por tratar de ganarse
a la opinión pública, alentar a sus partidarios, así como demostrar los
riesgos y ventajas que conllevaba luchar en contra de España. Vista de
este modo, la novela de Fontanilles no era la única que propagaba el
miedo al negro en estos años. Muchos otros escritores, tanto en Cuba
como en España, también lo hicieron.
Capítulo VIII 223

Entre ellos, estaba Juli Francesc Gimbernau, que escribía en La cam-


pana de Gracia con el seudónimo “C. Gumá” y publicó dos obras joco-
sas sobre este tema, una titulaba De la Rambla a la manigua, y la otra,
Blanchs y negres, o la qüestió de Cuba. En estas obras, la crítica iba dirigida
fundamentalmente a los negros, a quienes él y el dibujante Manel Mo-
liné representan como salvajes. El objetivo principal de los negros en la
guerra, según afirmaba, era hacer de Cuba su reino y poner patas arriba
la estructura social. Así, en Blanchs y negres, el negro mambí sostiene que
quería la independencia “pa podel hasel en Cuba / tó lo que nos de la
gana, / los negros serán los amos / de los campos, de las casas, / del tabaco,
de los cocos, / de las piñas, de la caña, / del ganado, de los pesos… / y de
las señoras guapas”, porque una vez libres, “las blancas que no se vayan /
quedaran en monopolio / de la rasa sobelana” [sic] (Gimbernau 1895?:
19). Según esta forma de pensar, de ganar los independentistas, los hom-
bres blancos servirían de bestias de carga para jalar las calesas donde irían
los negros sentados, fumando tabaco, y con sus trajes de amo.
En sus ilustraciones de estos versos, Moliné imagina este cuadro, y pinta
otro en el que aparecen los EE. UU. con forma de puerco y vestido de Tío
Sam, en cuya sombra se ve otro negro alzando el machete. Estas y otras re-
presentaciones similares, de carácter abyecto y monstruoso, se rigen por un
paradigma epistémico que responde a los intereses de raza, clase y cultura
europea colonial, por esta razón abunda en publicaciones españolas como:
Barcelona Cómica, La Campana de Gracia, los periodicos El Imparcial, y
Los Lunes del Imparcial de Madrid, y el libro de Francisco Durante, Salsa
Mambisa (1897). En estas caricaturas, la rebelión contra el Estado colonial
adquiere la forma de un negro o un mulato salvaje, deforme o caníbal, que
amenaza con acabar de forma violenta con el mundo de los blancos.
En una caricatura de El Imparcial de Madrid, sacada de La Campana de
Gracia, se ve la enorme cabeza de un negro con colmillos filosos que sale
del mar para tragarse a Cuba, que trata de salvarse en un salvavidas con
el nombre de España. Se titula “El fantasma del Separatismo”. En otra,
titulada “Los ocios de Maceo”, publicada el 2 de marzo de 1896, en Lunes
del Imparcial, se ve al general mambí junto con su mujer, comiéndose
224 El miedo de los blancos

pedazos del cuerpo de un hombre blanco que ha sido previamente asado.


En otro lado de la caricatura, aparece el torso ensangrentado de otro hom-
bre blanco, colgado de un pincho de carnicería, mientras que un soldado
mambí cuece una pierna. Justo arriba de esta caricatura, aparecen unos
versos de Manuel del Palacio (1831-1906), dramaturgo, periodista y poe-
ta satírico español, titulados “chispas” que terminan diciendo: “Maceo
lleva amazonas / montadas a la francesa; / ¿Y no hay un perro de presa
/que se meriende a esas monas?” (Lunes del Imparcial 2/3/1896: 1). En
uno y otro caso, estas imágenes visualizan al Otro como bárbaro, animal
y monstruo, algo que se hizo rutinario a partir de la Conquista en los
textos coloniales para justificar los intereses europeos en América y, en la
literatura de la guerra, para criticar la crueldad de los españoles, como en
el poema de Martí “Banquete de tiranos” y en la novela de H. Goodmann
Escenas de la revolución de Cuba. Los laborantes (187?: 199). La publica-
ción, por eso, de estos dibujos jocosos, junto con las “chispas” de Palacio
y otros insultos parecidos, muestran los profundos prejuicios raciales que
sentían los partidarios de la Corona, cuyo objetivo era crear miedo y re-
pulsión en los espectadores. Es, nuevamente, la puesta en funcionamiento
de la “máquina antropológica”, al decir de Georgio Agamben, que excluye
lo humano y lo interno de todas las representaciones abyectas (Agamben
2010: 47). Ellos son, por esta razón, el epítome del peligro más grave,
del horror total, la personificación del animal mismo o del caníbal que
hizo tan popular el proyecto colonizador. No por gusto, en muchas de
las ilustraciones de la guerra, abundan los escenarios intricados, oscuros e
impenetrables que muestran lo difícil que era guerrear contra estos grupos
“salvajes”, y la constante lucha que los soldados españoles tenían que librar
contra el medio ambiente, las enfermedades y la topografía. Estas imáge-
nes son el reverso de la civilización que dejaron en España. Representan el
otro lado, exótico y bárbaro, de los campos de Cuba dominada. Por esta
razón, se entiende que la naturaleza sea, a un mismo tiempo, los mambises
y la manigua, los independentistas y las enfermedades, y adquiera la forma
del negro caníbal. Es así, también, que el nombre del caudillo separatista
en la obra de Fontanilles es el mismo que el de un árbol.
Capítulo VIII 225

“El fantasma del Separatismo”, El Imparcial, 30 de diciembre de 1895.

“Los ocios de Maceo”, Lunes del Imparcial, 2 de marzo de 1896.


226 El miedo de los blancos

Manel Moliné, Blanchs y negres, o la qüestió de Cuba (1895?).

Junto con la reimpresión de la novela de Fontanilles, se publicaron


otras narraciones que, también, apoyaban la causa colonial y acentuaban
el peligro de la independencia. Entre ellas, la obra de teatro de Jesús Ló-
pez Gómez, titulada Cuba, estrenada “con extraordinario éxito” en el Tea-
tro de Parish, la noche del 11 de diciembre de 1896, y en la que se narran
los conflictos entre ambos grupos, poniendo especial énfasis en los negros
y los mulatos. En ella, Roberto es un mulato mambí que secuestra a Espe-
ranza, una joven española esposa de Santiago, con el objetivo de violarla.
Hablando de sí mismo, Roberto dice que “la ama a usted Esperanza, con
Capítulo VIII 227

la febril vehemencia de la locura, y quien, por grado o por fuerza, anhela,


o encontrar la tumba en la manigua o la satisfacción cumplida de todos
sus deseos” (López Gómez 1896: 11). Al final, Roberto no cumple su
deseo, y Esperanza escapa, pero el objetivo de la obra está cumplido, ya
que es mostrar el peligro que las mujeres blancas correrían en manos de
negros y mulatos si triunfaba la revolución. En la obra, abundan, además,
otros tópicos al uso en el duelo de justificaciones y ansias por mantener
la colonia. Al igual que en otros textos, aquí los cubanos separatistas son
hijos malagradecidos de España, que les había traído el progreso, la reli-
gión, el amor, la paz y la grandeza (1896: 12), y los españoles encarnan
el valor y el honor, frente a ellos, que son descritos como bandidos y ani-
males sedientos de sangre y de deseos. En un momento, Roberto piensa,
incluso, en matar a Esperanza después de violarla, porque “¡Ah! Pero esa
mujer nunca podrá amarme. Circula por sus arterias sangre española, y
aun cuando se extinga mi pasión será preciso matarla” (1896: 18). Pero,
Esperanza se escapa gracias a la ayuda que recibe de una negra llamada
Trinidad, quien según dice puede: “tené la cara morena; pero el corazón
mu banco [sic]” (1896: 18). Estos negros se diferencian del mulato Ro-
berto en que ven que no estaba en su interés apoyarles. Trinidad afirma
que ella será esclava de su nueva ama, con la que “ha de mori a su lado”
(1896: 20), y el negro Caracolillo es quien justifica su traición a Roberto,
echando mano otra vez del argumento de la deuda de gratitud que de-
bían sentir los negros hacia los españoles por haberlos liberado. ¿De qué
libertad se habla aquí? ¿De la abolición final de la esclavitud en 1886 o
de su “rescate” de África? No lo sabemos, porque el texto no lo aclara y,
explícitamente, se evita dar una respuesta cuando Caracolillo le dice a
Roberto en la discusión, imitando el lenguaje bozal de los africanos, que

Caracolillo: (con energía.) Negos no poder olvidarse de que España


nos hizo a todos libes. [sic]
Neg. 1a. ¿Cómo?
Caracolillo: Calla tú, negra samandinga. ¿Qué, pensáis acaso, amo
Roberto, que Cuba siendo independiente sola se gobernaría? ¿Qué son las
228 El miedo de los blancos

repúblicas de Haití y de Santo Domingo? Los negos [sic] son españoles y


como españoles, al ser libes, [sic] no pueden nunca jamás ser desagrade-
cidos, (pausa) (López Gómez 1896: 25).

Según este diálogo, entonces, no fueron los independentistas, ni los au-


tonomistas quienes le dieron les dieron la libertad a los esclavos, sino la mis-
ma España. Por eso, como dice Caracolillo “los negos son españoles y como
españoles, al ser libes, [sic] no pueden nunca jamás ser desagradecidos” (Ló-
pez Gómez 1896: 25). Según él, los españoles iban a vencer, y eran quienes
defendían a los negros “de vuestros incendios y de vuestros machetes, por-
que son los que piden paz en los campos, desarrollo comercial y fraternidad
en las capitales y villas” (1896: 25). Además, sigue diciendo: “si vosotros
triunfáis, ¿a los negos cómo nos trataríais? ¿Nos haríais ministros? ¿Gene-
rales? Yo querer ser presidente... ¿Y vosotros los bancos, criollos y mulatos,
qué seríais?” (1896: 25). Estas preguntas, puestas en boca de otro negro
imitando el vocabulario “bozal”, enfatizaban las diferencias entre ambos
grupos, las jerarquías que siempre hubo en la colonia, y lo difícil que sería
romperlas una vez que los revolucionarios vencieran. Para estas preguntas,
los revolucionarios como Roberto, un hacendado mulato, no tienen como
respuesta más que la orden de que lo fusilen (1896: 25). Caracolillo, empe-
ro, sigue arengando a los negros, y amonestando a Roberto por incendiar
y acabar con el país. Él, a diferencia del mulato, es “nego agradecido” (sic),
que aunque negro, circula por sus venas “sangre libertada por el españolis-
mo” (1896: 25). Al final de la obra, Caracolillo es quien lleva a los españoles
hasta el escondite de Roberto, quien es tomado prisionero.
Tanto la narración de Fontanilles y Quintanilla, como las de C. Gumá,
Jesús López Gómez y los caricaturistas españoles muestran, por consi-
guiente, el temor a los negros y mulatos, algunos de los cuales como, en el
caso de Antonio Maceo, tenían bajo su mando soldados de ambas razas,
y temían por eso que pudieran hacer estallar una guerra racial. Tal es el
temor al negro en la obra de Jesús López Gonzalo, que Caracolillo asegu-
ra que en Cuba sucedería algo igual a lo que sucedió en Haití y, por eso,
solamente, bajo el dominio español los negros seguirían siendo “libres”.
Capítulo VIII 229

Otra novela española que tratará el tema de la guerra de Cuba, El


Separatista, se enfocará también en los conflictos raciales y justifica-
rá las diferencias por el clima y la fisiología. Lo hará tomando una
perspectiva “científica” y, por eso, pertenecerá al grupo de novelas
naturalistas de finales del siglo xix y principios del xx, que reproduce
la lógica del Estado colonial supremacista blanco, apoyado en las teo-
rías y prejuicios que inferiorizaban a los negros, asiáticos e indígenas
para lograr sus intereses coloniales. Como se sabe, el siglo xix marca
el ascenso de los discursos médicos y científicos sobre la raza, y como
decía Michel Foucault en Genealogía del racismo, el marco teórico para
analizar las diferencias fueron las nociones que introdujo la teoría
darwiniana: “Jerarquía de las especies en el árbol común de la evolu-
ción, lucha por la vida entre las especies, selección que elimina a los
menos adaptados” (Foucault 1977: 207). Esto quiere decir que cada
uno de los problemas a los que se enfrentaba la sociedad (guerras,
enfermedades mentales, criminalidad) fue pensado en el marco del
evolucionismo y la ganancia política (1977: 207). Foucault propone,
entonces, el concepto de “biopolítica”; luego desarrollado por Giorgio
Agamben y otros teóricos, para descubrir las formas de control y el
objetivo detrás de la lucha por fiscalizar la vida, en este caso, la de los
sujetos coloniales. En estas novelas, pues, el objetivo será apuntalar
la causa integrista, la deuda económica, el monopolio mercantil que
los favorecía, y los empleos administrativos y eclesiásticos en la más
grande de las Antillas (Bizcarrondo y Elorza 2001: 128-134). Por este
y otros motivos, Cuba tenía que seguir siendo española, y nadie mejor
para probarlo que escritores como Eduardo López Bago, uno de los
autores españoles más populares en su tiempo, que escribió novelas
dentro del “Naturalismo radical”, la escuela literaria que había inau-
gurado Émile Zola en Francia (Gutiérrez Carvajo 1997: 14).
En las palabras “al lector” que abren la novela, López Bago hace
mención a este método cuando dice que se propone “estudiar la socie-
dad cubana” y que se iba a guiar por tres pasos típicos de la ciencia deci-
monónica y esta escuela literaria: la “exposición de hechos, observación
230 El miedo de los blancos

y experimento” (López Bago 1895: 5). Por esa razón, López Bago se ve
a sí mismo como un doctor que, en lugar de ejercer su oficio sobre una
persona, lo desarrollará sobre la sociedad, sobre las pasiones, los vicios
y virtudes de sus personajes; ya que es la sociedad cubana, como un
cuerpo que respira y come, la que necesitaba ayuda. De ahí, que en este
prólogo y a lo largo de la narración, haga mención a un instrumental
médico y criminológico para analizar los personajes. De este método,
surgen los reclamos de objetividad que hace en el prólogo y la moraleja
que nos queda al final de la obra. Él, como doctor, se limitaría a ob-
servar los distintos elementos que aquejaban el país, y a proponer una
solución que, por supuesto, respondía a los intereses coloniales. Su de-
ber, como dice, era “anularse” o desaparecer detrás de las acciones, con
el fin de ganar objetividad. Por eso, dice: “batalla no doy ninguna. No
ataco ni defiendo” (López Bago 1895: 5). Cualquiera que lea la novela
notará, sin embargo, que el narrador sí juzga la situación del país cada
vez que puede, y lo que es peor, culpa de ella a los separatistas impli-
cándose directamente en el argumento. Desde un inicio y hasta el final,
tratará de probar que el independentismo es una causa fracasada de
los enemigos de España, sostenida por hombres como el padre de Lico
quien conoce la realidad del país, pero no dice nada, y trabaja para su
ruina. La novela comienza, entonces, con una sesión de esgrima, y los
desafíos que era, por entonces, la pasión de la juventud cubana. Para ca-
racterizar a los personajes, el narrador toma como referencia el discurso
de la “ineludible ley de herencia” (1895: 15), con el cual tipifica a sus
personajes, y los ancla en un lugar, una raza y un clima que los perju-
dica. Sus cuerpos, deprimidos “por el calor excesivo y habitual” (1895:
21), eran fácilmente excitables por las pasiones y la imaginación, lo cual
se oponía a la racionalidad, la propiedad en el lenguaje y las leyes eu-
ropeas. Con esta equiparación entre medioambiente y psicología, entre
la naturaleza y los cuerpos coloniales, la narrativa integrista trataba de
mostrar la degradación de los criollos y los efectos funestos del paisaje
en su psiquis. ¿Podían con tal constitución vencer a los peninsulares?
Seguramente, no, ya que solo eran:
Capítulo VIII 231

Criminales políticos, matoides y locos, afectados de una verdadera


locura moral, hubiéralos juzgado Lombroso; revolucionarios por pa-
sión, que obraban obedeciendo a los altruismos histero-epilépticos, a
los mandatos de la raza, del clima, de la presión barométrica, a los
factores individuales y a los sociales políticos y económicos, que con
aquellos se combinaban. //¡Una enfermedad! Una enfermedad, que
producían el sol y el aire, las flores con su embriagador perfume, y las
mujeres con su incitante hermosura (López Bagó 1895: 21).

Este comienzo de la narración es indicativo de la posición que adopta


el narrador ante los revolucionarios, y lo que es peor, ante todos los su-
jetos coloniales, ya que los describe de una forma determinista, en que
sus cuerpos no pueden escapar a los efectos del clima y la sangre. Es un
discurso que recurre al cuerpo y a las ciencias para mostrar la “enferme-
dad” de los cubanos, y usa las ideas de Cesare Lombroso (1835-1909), y
Gustavo Le Bon (1841-1931) para sustentar sus puntos de vista. Lom-
broso, recordemos, se hizo famoso a partir de finales de la década de 1870
por descubrir lo que él llamaba al “criminal nato”, al hombre que nacía
predispuesto a cometer un crimen, con lo cual, no extraña que en esta
novela se junten la causa independentista, la criminalidad y la raza, lo
que implicaba a su vez que el acto de rebelarse contra España tendría una
condena política, moral y genética.
Aclaro, ahora, que mucho antes que López Bago utilizara este instru-
mental para acercarse a la experiencia de la guerra, las ideas de Lombroso
se habían discutido en la Sociedad Antropológica de la isla de Cuba, una
organización a la que estaban afiliados muchos intelectuales autonomis-
tas. Según Pedro Pruna y Armando García González en Darwinismo y
sociedad en Cuba, siglo XIX, poco después de publicar Lombroso su libro
L’Uomo delinquente en 1876, varios intelectuales cubanos hicieron refe-
rencia a él para hablar de los asesinos (Montalvo) y los fanáticos religio-
sos (Mestre) (Pruna, García González 1989: 128). De lo que se trataba,
entonces, era de encontrar las diferencias o el origen del mal en los ge-
nes, que en el caso de Cuba significaba la mezcla racial que peleaban en
232 El miedo de los blancos

su interior. “Amores y odios que sentían sin explicárselos, debidos acaso


a los dos cruzamientos distintos que los agobiaban” (López Bagó 1895:
22). No eran ellos los culpables del mal, sino sus progenitores, quienes se
habían mezclado y reproducido, dejando una simiente que venía arras-
trándose por sus cuerpos. Aquellos sentimientos, dice el narrador: “acaso
surgieron en el alma, al cambiarse la primer caricia entre las mujeres de
las piraguas y los hombres do (sic) las carabelas, y el odio, la pasión de
la bestia humana, embrutecedora y fuerte, al entregarse la esclava bajo
la amenaza del látigo, al capitán negrero, blanco de tez y horrendo de
alma” (1895: 22). Casi nada, para alguien que, en el prólogo, había pro-
metido que no iba a atacar ni a defender a nadie.
Aun así, López Bago no fue el único que creía que el clima y el am-
biente eran factores que degradaban a los cubanos. Juan Bautista Casas
y González, gobernador esclesiástico de la Diósesis de La Habana, en
su libro La guerra separatista de Cuba, sus causas, medios de terminarla
y de evitar otras (1896), pensaba algo similar. Veía que el medio am-
biente, la topografía y los alimentos hacían imposible que Cuba fuera
una nación independiente. Pensaba que el clima “muelle y enervante”
y los alimentos, “muchos de sustancias sacarinas”, hacían que “las na-
turalezas más robustas se debilita[aran] y se consum[ieran] allí de una
manera extraordinaria”. Por dicho motivo, agregaba, los habitantes te-
nían que huir de vez en cuando de la Isla para reparar sus fuerzas en la
metrópoli. “Los que hayan vivido en Cuba habrán observado la pobre-
za de sangre y el decaimiento de que adolece generalmente” […] “de
ahí nace la necesidad de una inmigración incesante que no se efectuaría
con regularidad si Cuba se separase de la madre Patria” (Casas y Gonzá-
lez 1896: 25-26). Alentado por el político y sociólogo catalán Joaquín
Coll y Astrell (1855-1910), Juan Bautista Casas y González trata de de-
mostrar de numerosas formas la inferioridad del homo cubensis, en un
discurso que tiene su origen en las primeras definiciones del “criollo”
en la literatura colonial (Arrom 1971), pero que toman fuerza con las
teorías positivistas del siglo xix, que ponían el énfasis en la relación de
las topografías con las diferentes razas del planeta, mostrando, por un
Capítulo VIII 233

lado, la fobia que sentían los extranjeros por al paisaje y por otro, la vi-
sión eurocentrista que usaban. Este tipo de argumentos le lleva a decir
que nadie más que los mismos negros eran culpables por su esclavitud,
porque eran la raza maldita. “La raza negra sufre las consecuencias de
un castigo y de una maldición que el Pentauteco nos refiere al hablar
de Noe y de sus hijos; su inferioridad viene perpetuándose a través de
los siglos” (1896: 31). Casi al final de su voluminoso tratado, Juan
Bautista Casas da, incluso, una lista de veinte “consejos higiénicos a los
soldados” que venían a luchar a Cuba, entre los que estaban: no dormir
bajo la luna y evitar que los rayos diera “ni en la cabeza ni en los pies”;
no comer la fibra de ninguna de las frutas tropicales como el mango,
la naranja o la piña, porque eran indigestas; y tomar cada quince días
una purga de “agua de Loeches”, aunque no se sintiera malestar alguno
en el cuerpo, porque “el secreto para la buena aclimatación es conser-
var siempre limpios el estómago y el vientre”, y “el agua de Loeches
da excelentes resultados, por ser muy antibiliosa, y no hay que olvidar
que en los países tropicales se segrega gran cantidad de bilis y su exceso
trastorna las funciones del estómago y del vientre y envenena la sangre”
(Casas y González 1896: 411).
En la misma línea argumentativa, Francisco Vidal y Caretas (1860-
1923), egresado de la Universidad de Barcelona y catedrático de Paleon-
tología de la Universidad Central, condenaba la mezcla racial en la Isla y
decía, en su libro Estudio de las razas humanas que han ido poblando sucesiva-
mente la Isla de Cuba (1897), que si los españoles hubieran hecho lo mismo
que los ingleses y los norteamericanos, aislando: “las razas inferiores como
si se tratara de focos de viruela, a estas horas estaríamos mucho mejor de lo
que estamos, porque no hubiéramos producido lo que podríamos llamar el
mestizaje. El mestizaje en sus resultados, es malo, no para las razas inferio-
res, sino para las razas superiores” (Vidal y Caretas 1897: 85).
Con estas descripciones del medio cubano y de sus habitantes, los
escritores integristas, los científicos sociales y los soldados crean la idea
de sujetos degradados y degradantes, condenados al fracaso, que ellos
usan como arma de lucha contra los que querían la independencia. De
234 El miedo de los blancos

esta forma, la guerra se hace, también, infundiendo miedos psicológicos,


inseguridades, a la vez que envileciendo la condición natural de los otros
en un intento de mantener el estatus político colonial. Si los separatistas
se caracterizan en sus escritos por exaltar el lugar y los cuerpos de los
criollos, los integristas se dedicarán a escribir una especie de “topografías
médicas” donde el clima, la alimentación y la raza conspiraban contra
la vida de los cubanos y de los extranjeros. Otra vez, el clima y el lu-
gar son enemigos que tienen que vencer o del cual tienen que huir, por
lo que están obligados a emigrar o necesitan inmigrantes europeos para
mantener a Cuba blanca y española. De lo contrario, decía Juan Bautista
Casas, vendrían los yankees, blancos y negros, tomarían el país y se harían
servir de los criollos. En última instancia, se anuncia un final catastrófico
“la anexión norteamericana o la anarquía de los negros como en Haití”
(Casas y González 1896: 67). Sin disimularlo mucho, entonces, estos
textos recurrían a argumentos racistas, que consideran al Otro como un
ser inferior, incapacitado por lo que Martí llamaba “el veneno de la san-
gre” (Martí 1963-1975, vol. I: 415) para constituir una nación. Por eso,
podemos decir, que el culto a la patria y a la naturaleza criolla –que el
Naturalismo ve como degradada y degradante–, así como el arraigo del
Modernismo en Cuba, explican la reticencia de los cubanos en aceptar
la primera de las dos escuelas, ya que para ellos ni el determinismo, ni
el feísmo podían servir para representar la realidad. Serán los integristas
como López Bago quienes lo harán de esta forma. Por eso, a diferencia
de Martí, quien criticaba con fuerza este tipo de discursos en Patria, los
partidarios de la “Cuba siempre española”, retrataban una realidad entor-
pecedora, con cuerpos en decadencia y prostitutas en las calles. De ahí,
que, en su novela, López Bago diga que la pasión que el separatista sentía
por las armas era una “necesidad de su organismo” como la que tenían
los animales salvajes (López Bago 1895: 23). Por eso, también, Lico es
tratado como un “enfermo” y el doctor que lo atiende le recomienda
un tratamiento “hidro-terápico” para calmar sus nervios y curarlo de su
“hiperestesia”. No obstante, su cuerpo no era lo único que conspiraba
contra él. En su desesperación, Lico Godínez había abandonado también
Capítulo VIII 235

la religión católica y “odiaba a España. Se había criado en este odio, y lo


heredaba”, porque desde los tiempos de su bisabuelo ya se manifestaba en
la familia la rivalidad contra la metrópoli (1895: 29-31).
El narrador explica el odio y la frialdad de Godínez cuando narra la
escena en que un adolescente ve llegar al padre de la guerra de 1868. Te-
nía entonces 14 años, y la guerra había terminado en 1878. El padre hacía
once años que no lo veía a él ni a la madre y, cuando los ve, no muestra
ninguna satisfacción; sino, solamente, enojo porque la guerra había ter-
minado, gracias a los “traidores” (López Bago 1895: 42). En el análisis del
narrador, entonces, el hijo ofendido por la reacción del padre, recibe una
impresión tan fuerte de este encuentro que lo marca de por vida. El padre
hubiera preferido seguir guerreando por la independencia de Cuba, lo
que Godínez interpreta como una falta de cariño hacia él y hacia la madre
(1895: 42-43). La patria, la gloria, la libertad eran las principales pasiones
del padre, no el hijo, por lo cual, el encuentro entre los dos queda descrito
en la novela como un contrapunteo brutal, un trauma afectivo y psicoló-
gico que lo marca de por vida. El hijo llora cuando lo ve llegar, y el padre
le exige que no lo haga, porque hacerlo es de mujeres. Le pide, en cambio,
que grite “Viva Cuba libre y muera España!” (1895: 45).
Según el narrador, el padre de Lico había sido uno de los hombres
que se opuso al Pacto del Zanjón en 1878 y, para él, quienes habían
firmado la paz con el gobierno de España eran unos traidores. Él había
prometido vengar a sus amigos, pero todo lo que habían logrado los
independentistas era para “mayor honra y gloria ¿de quién?... ¡De los
negros!” (López Bago 1895: 46). La escena, por consiguiente, explica
en parte la personalidad del protagonista, pero deja entrever, a su vez,
las tensiones dentro del movimiento insurreccional y el predominio de
los antiguos esclavos en las filas rebeldes. Sin embargo, el autor resuelve
esta situación con otro personaje, que representará lo opuesto a Lico,
la joven Soledad Valiente, quien había llegado de España con su es-
poso soldado, que muere en la guerra. Soledad no tiene más remedio,
entonces, que quedarse a vivir en Cuba hasta que consiga dinero para
regresar. Godínez quien, gracias a su padre y a sus amistades gozaba de
236 El miedo de los blancos

buena posición económica, es el que la ayudará a ahorrar para com-


prar el pasaje. Irónicamente, ambos se enamoran, lo cual produce el
conflicto principal de la obra: el amor entre dos enemigos ideológicos.
Como ya vimos, una situación similar aparece en otras narraciones de la
guerra a modo de una alegoría para demostrar de qué lado debía estar el
revolucionario y cuál era el mejor futuro para la patria. En El Separatis-
ta, ambos protagonistas terminan enamorándose y teniendo un hijo al
final, con lo cual, se sostiene que el único camino para los cubanos era
regresar a España. Antes de que ambos se enamoren, no obstante, Go-
dínez tendrá que enfrentar una serie de decepciones, como la que tuvo
con su amigo Pepe Martin, con el que frecuentaba el famoso café de la
Acera del Louvre y los prostíbulos de La Habana, un ambiente descrito
con aversión, cuya finalidad es provocar el distanciamiento y el rechazo
del lector hacia los separatistas.
Ciertamente, López Bago no fue el único escritor que criticó el bajo
mundo habanero en esta época, ya que el tema de la prostitución es
uno de los más candentes de finales del siglo xix en Cuba, que había
sacado a relucir, en 1888, el médico autonomista Benjamín Céspedes
en La prostitución en la ciudad de La Habana. Sobre todo, por la crítica
y el mal futuro que pronosticaba para el país. Con El Separatista, López
Bago se propone hacer algo similar. Trata de demostrar los extremos de
degradación moral a los que habían llegado los habaneros, quienes se
divertían en fiestas mientras se desarrollaba la guerra. Ambos protago-
nistas, por tanto, tienen relaciones sexuales con prostitutas y, lo que es
peor aún para la moral de la época, llegan a tener relaciones sexuales
entre ellos. En un momento de la narración, cuando ambos amigos se
encuentran, uno le dice al otro que no quiere mujeres, y se encierran en
un cuarto: “Y cuando salieron del lupanar a la madrugada, mayor y más
negra tristeza, más desesperación llevaban en el alma. /Iban saciados de
envilecimiento” (López Bago 1895: 75-76).
En su novela, por tanto, López Bago echa mano al discurso del “envi-
lecimiento” de los cubanos para criticar a los separatistas, ya que, como
dice Pepe Martín el “relajo habanero [era] como una epidemia”, y en esos
Capítulo VIII 237

extremos de “depravación [era] en que vivía una buena parte de la juven-


tud habanera” (López Bago 1895: 76). Por esa razón, homosexualidad y
separatismo aparecen unidos aquí. Dice Pepe Martín: “¿Te acuerdas de lo
que hicimos anoche? ¡Valiente par de guerrilleros de la independencia cu-
bana!”, frase que repercute como una culpa en su mente, y que mostraba
una generación en medio de un mundo podrido, en “plena afeminización
y en completa miseria” (1895: 77). Así pues, en esta novela, los cubanos y
los españoles son diferentes desde el punto de vista físico y espiritual. Los
diferenciaba el clima, los alimentos que comían y las sociedades en que
habitaban. De esta forma, Lico Godínez, quien en un inicio había sido
separatista, se vuelve un hombre amoral, que vive con una prostituta fran-
cesa en La Habana y ve la guerra como un negocio. “Y así eligió los actos
vergonzosos, los que degradan la propia dignidad, porque de los buenos
y honrados, juró extrañarse para siempre. Querer la guerra, luchando no
por la independencia sino por el negocio, que esta lucha significaba para
algunos ‘¡Negociooo!’” (1895: 121). Ironicamente, la degradación moral
termina mostrándole a Godínez que Cuba no debía separarse de España,
no podían confiar en su padre, y que su única tabla de salvación era la
joven española cuyo apellido indicaba lo que valía. De modo que, en
esta novela, al igual que en La Siboneya (1883) y Autonosuya (1886), los
personajes se arrepienten de haber pensado alguna vez de forma contraria
a España, o de haber querido que Cuba fuera independiente, porque, de
suceder esto, Cuba caería en manos de infanticidas, depravados morales
y negros que pondría la sociedad blanca española patas arriba. Por estas
razones, el “separatista” en la novela de López Bago termina transformán-
dose en “integrista” y hasta el mismo padre, quien siendo veterano del
año 68 se había peleado con el hijo por no compartir sus ideas políticas,
regresa de la guerra de 1895 argumentando que el hijo tenía razón y que
él había estado equivocado. Lo mismo asegura otro personaje, el Doctor
Pérez, quien antes creía en la independencia, pero, después de viajar por
el continente americano y de haber visto la violencia de los dictadores, los
abusos del poder y el caos de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, es-
taba convencido que ese no era el camino para Cuba. Ante tal escenario,
238 El miedo de los blancos

la única salida de los que realmente amaban la patria era reconciliarse con
sus enemigos y desistir de la guerra. De ahí, que los familiares de Godínez
se reconcilien con él, y que venzan los lazos familiares, la cultura blanca
española sobre el temor a lo que supondría que ganaran los independen-
tistas. Al hacerlo, López Bago estaba apostando por una reconciliación
entre iguales, ya que el elemento que deja afuera de esta familia son los
negros y mulatos, caracterizados aquí por su secreto odio a los blancos.
A mitad de la novela, es Lico Godínez quien expresa su rechazo a tener
bandoleros y negros en el Ejército Libertador, ya que

Desconfiaba de éstos últimos que ahora se prestaban a combatir


con los cubanos para la expulsión de los españoles, pero que luego, se
volverían quizás contra todos para hacer la guerra de raza: que odiaban
igualmente a unos y otros porque jamás perdonarían la esclavitud en que
tuvieron a sus padres. Sabíase esto de sobra. Ya estaba averiguado que
el poeta Plácido y los que con él murieron fusilados por la espalda en
1844, no tenían otro objeto que el exterminio de los blancos para hacerse
dueños de la isla de Cuba. ¡Otro Santo Domingo! ¡Jamás! (López Bago
1895: 104).

De modo que, al igual que en Autonosuya y Blanchs y negres, el discurso


del miedo al negro se vuelve otra excusa aquí para crear el escenario más
horripilante, el peligro mortal al que temían los criollos blancos. Por este
motivo, López Bago establece en su novela las diferencias entre negros y
blancos, se cuida de subrayar la “línea de la raza” que establecieron los se-
gundos en Cuba, y las innumerables vejaciones que tuvieron que sufrir los
negros bajo este sistema (López Bago 1895: 203). Ahora que tenían las
armas y el poder, ¿no era el momento de vengarse? Esta era la preocupación
de Lico, quien sabía de “este latente odio, en este arraigado desprecio” que
sentían ambas razas (1895: 204). Repetidas veces, por consiguiente, López
Bago se apoya en la memoria para infundir temor en el lector. Echa mano
de los sucesos de Haití para recordarles a los cubanos blancos que los negros
jamás iban a perdonarlos y, como decía el general español Martínez Cam-
pos, “lo peor es que los jefes blancos están dominados por los negros. ¡Lo
Capítulo VIII 239

peor para ellos!” (1895: 224). Gracias a estos temores y a la acción de Solita
Valiente, Lico termina por convertirse “hacia nuevos ideales” (1895: 234).
Si bien el punto de vista y la ideología que adopta López Bago en
esta novela era típico de un sector de la burguesía criolla cubana que
tenía esclavos o despreciaba a los negros (Gutiérrez Carvajo 1997: 49-
50; Galván 2008: 56), esto no quiere decir que esta novela no fuera
en sí misma un argumento racista que buscaba poner en entredicho o
negar la homogeneidad de los revolucionarios, sus ideales a favor de la
independencia y su composición racial. El personaje de Lico Godínez es
realmente un pretexto para que López Bago demuestre su rechazo por la
causa emancipadora, por los negros y por cualquiera que no fuera blanco
y español. De ahí, que en ningún momento critique las ideas racistas o
antidemocráticas de los personajes y que, por el contrario, recurra a un
arsenal pseudocientífico para legitimar sus razones. Para él, ningún “mé-
todo” era mejor que el “Naturalismo radical”, con el que podía demos-
trar la inferioridad de los “isleños” y el determinismo social-fisiológico
que los movía. De hecho, en el momento en que López Bago publica
esta novela, según afirma en la introducción, estaba decidido a escribir
otras tres, en las que analizaría otros componentes de la sociedad criolla.
Esta era solamente la primera de una tetralogía de la que seguirían: “El
Bandolero, La Gente de Color, y Gobernador General” (López Bago 1895:
5). ¿Cómo serían estas novelas? No lo sabemos, porque al parecer, no le
dio tiempo de componerlas. Tres años después de salir de la imprenta El
Separatista, Estados Unidos intervino en Cuba y sucedió el “Desastre”.
No obstante, cada argumento de Godínez en esta narración no hace
más que martillar sobre el mismo temor de que una Cuba libre sería
inevitablemente “negra o yanqui”, como, efectivamente, termina siendo
en Autonosuya de Fontanilles. Su objetivo final no era otro que apoyar el
mantenimiento del statu quo colonial, y los intereses de los peninsulares,
que incluían, pero no se limitaban, al monopolio mercantil, el expolio
de sus riquezas y el favoritismo de los españoles en la colocación en los
empleos. Una Cuba independiente, negra o norteamericana, acabaría
con esos privilegios y dejaría a España sin su más valiosa colonia. Por lo
240 El miedo de los blancos

tanto, estos escritores se aprestan a elaborar fábulas, distopías y profecías


que hablan del peligro negro y yankee.
Un año después de aparecida la novela de López Bago, todavía en
medio de la guerra, otro escritor español, Ubaldo Romero Quiñones,
publicará su narración La Cariátide. Novela por la Guerra de Cuba
(1897), bajo el seudónimo de “Canta-Claro”. En ella, cuenta la histo-
ria de dos hermanos que son víctimas de la aristocracia española y de
cómo el joven decide irse a Cuba a combatir contra los revolucionarios.
Habría que leer esta novela como una crítica de la nobleza española,
como lo fue, también, Carne de Nobles (1887) de López Bago, y al mis-
mo tiempo, una crítica de los cubanos. Al igual que El Separatista, esta
narración toma partido por España, pero ya no es tan complaciente con
su rol como lo fue la anterior. En realidad, Ubaldo Romero Quiñones,
quien era republicano y anticlerical, señala críticas en esta novela que
no ve su compatriota y la razón podría ser que, dos años después de
haberse iniciado el conflicto, la situación por la cual atravesaba el país
era tan mala que no se podía ser muy optimista. Se sucedían manifesta-
ciones populares en contra de la política oficial en Zaragoza, Valencia,
Madrid y otras provincias de España. Las madres pedían que los pobres
y los ricos –no solamente los pobres– fueran a la guerra. Los periódicos
criticaban la frivolidad del público al participar de las corridas de toros
y otros espectáculos cuando había tanta miseria, y hasta un grupo de
mujeres llegó a apedrear, como dice O’Connor en Representations of the
Cuban and Philippine Insurrections on the Spanish Stage (1887-1898), la
estatua de Cristóbal Colón por haber sido este el causante original de
los problemas que enfrentaba España en sus colonias (O’Connor 2001:
14-17). El pueblo español, en general, veía que, a pesar de que la Coro-
na había invertido miles de pesetas en hombres y armamentos, y existía
una censura férrea en la Isla que solo daba espacio a la propaganda
integrista, los cubanos seguían luchando en la manigua y los soldados
españoles morían a causa de las enfermedades y de la guerra.
En la novela de Ubaldo Romero, los dos hermanos se llaman Elvira
y Ángel. El inicio transcurre en España, pero el segundo segmento de la
Capítulo VIII 241

narración se traslada a Cuba, adonde va el protagonista luego que Pepe


Corriente, un joven apadrinado por personajes oscuros de la nobleza,
violara a la hermana, y esta se suicide. Su hermano, entonces, se embarca
para Cuba y allí, después de muchos combates, logra obtener el grado de
comandante del ejército español, La historia se desarrolla entre los dos
escenarios que se disputan el poder y, al igual que otras narraciones sobre
el conflicto, los personajes principales son jóvenes que se aman y repre-
sentan una ideología, y muestran el futuro que le convenía a la patria.
En la novela de Ubaldo Romero, por un lado, está la España de la clase
alta, nobiliaria y rica, y por otro, la España pobre, que representaría a los
verdaderos intereses de la nación. La aristocracia española solo pensaba en
el dinero, en crear intrigas y en beneficiarse de los pobres, mientras que
Elvira y su hermano son como sus apellidos “Leal[es] España”. Con esto,
Ubaldo Romero introduce el discurso crítico de una España en decaden-
cia que debe regenerarse. Si Pepe Corriente representa los intereses de la
clase alta, Ángel Leal España simboliza la familia, la religión y el trabajo.
Por esta razón, Corriente termina padeciendo una gangrena en el brazo,
debido a la estocada que le da Ángel en el duelo de venganza, y en el
“epílogo” de la obra se nos dice que la España leal es la que triunfa. Todo
esto, agrego, Ubaldo Romero lo desarrolla en una novela que muestra de
forma realista la situación de ambos países en guerra, usando un lenguaje
a veces sacado de la sociología, que pone el énfasis también en la biología
y las razas. Aun así, al servir como voluntario del Ejército español en la
guerra de Cuba, ni Ángel ni el narrador pueden evitar expresase en contra
de la burocracia española por mandar a sus hijos a pelear, y ellos mismos
quedarse en casa. Es en estas críticas a la guerra y a la negativa del gobier-
no colonial de otorgar las reformas que los cubanos estaban pidiendo, que
el autor asesta los golpes más fuertes contra el sistema, al que todavía con-
sidera válido. Ve a los soldados como piezas de ganado que van a morir al
matadero, numerados y sin que a nadie les importe. Afirma:

Entre tantos infelices compañeros que van a obscuras al matadero,


llevo yo una luz y un ideal y un punto de apoyo, mi honra en mi ánimo,
242 El miedo de los blancos

la justicia que deseo realizar para salud ríe los otros y tranquilidad mía.
Pero estos infelices bultos numerados, eslabonados, manipulados con o
sin inteligencia, sin discreción, sin ideal, sin valor, ¿qué será de ellos?
(Quiñones 1897: 118).

Estas reflexiones del protagonista principal son apoyadas más tarde


por las descripciones que hace de los soldados en la manigua, quienes tie-
nen que enfrentarse a los guerrilleros cubanos, a la mala alimentación, a
la topografía del lugar, el clima y las enfermedades. En algunos casos, dice
Ángel, los insurrectos estaban mejor informados que los mismos soldados
españoles, ya que contaban con gente del pueblo que les avisaba de sus
pasos y las enfermedades de la tropa. Desde Cuba, Ángel les escribe a sus
padres defraudado. Al salir de España, dice, los despedían como si fueran
“víctimas propiciatorias” y, al llegar a la Isla, los recibían con misericordia
(Quiñones 1897: 130). No, “como soldados de la patria hijos del servicio
nacional obligatorio”, con lo cual, culpa a la “cruel irritante y absurda
división de clases, que nos sella de mercenarios y pone en entredicho
las simpatías y cariños comunes” (1897: 130). Estas divisiones sociales y
los conflictos marcados por el reclutamiento fueron abordadas por otros
escritores peninsulares de la época como Leopoldo Alas (1852-1901),
Clarín, en “El rana”, por Emilia Pardo Bazán en “Poema humilde”, así
como en las obras de teatro ¡Sacrificios heroicos! y Los dramas de la guerra,
esta última, escrita por Vicente Moreno de la Tejera (O’Connor 2001:
78). Esta era la posición de los socialistas españoles, quienes criticaban
la iniquidad de las desigualdades sociales y los costos individuales que
tenían que hacer los soldados voluntarios y sus familias pobres.
En la novela de Ubaldo, estos soldados, incluso, se quejaban de que eran
llamados “mercenarios”, porque, a diferencia de los rebeldes, ellos y sus fa-
miliares recibían dinero por enrolarse en el ejército. Los partidarios de la re-
volución lo hacían únicamente por su ideal independentista y sacrificaban
toda su riqueza por la patria. Al final, era España la que perdía hombres tan
necesarios para “la agricultura, comercio e industria” y los empleaba en una
“bien triste prueba y exterilidad” [sic] (Quiñones 1897: 131). Estas críticas
Capítulo VIII 243

a la política de la Península y a la guerra no significaban que el narrador o


el propio Ángel estuvieran a favor de la independencia. Todo lo contrario,
Ángel se ve a sí mismo como un protector del orden y la nación. Cree en
los españoles, en la patria, en el derecho de conquista y, mientras está en la
manigua, como cuenta en una carta, arremete contra sus enemigos impul-
sado por una ideología racial: “oreando con nuestras bayonetas y la pólvora
del Maüser este ambiente mestizo que no perdona la mezcla de razas; cuya
selección como el agua y el vino mezclados despierta en ellos un odio pro-
fundo a la patria y a los nuestros” (1897: 131).
Por ende, a pesar de sus críticas a España y a la guerra, que parecen
una maldición “por injustas” (1897: 134), la actitud de Leal es la de otro
soldado que piensa que Cuba debía seguir siendo una colonia española,
y su función es “orear” con sus armas el “ambiente mestizo” de la tierra.
Orear, recordemos, significa “purificar u oxigenar” lo que lleva a Ángel
a ver la guerra como una forma de limpieza del país y de la ideología
independentista, ya que el mestizo, tal como señala: “como el agua y el
vino mezclados despierta en ellos un odio profundo a la patria y a los
nuestros” (1897: 131). No será esta la única vez que el narrador exprese
ideas o juicios valorativos basados en la raza. En otros lugares de la novela,
aparecen prejuicios contra los judíos (1897: 136) y, cada vez que aparece
un mambí, es descrito como un negro. No obstante, las críticas de Ángel
están dirigidas también a la clase aristocrática y a los políticos que empu-
jaban a los soldados a pelear en Cuba. No defendía a los que sufrían bajo
el régimen colonial, ni se refiere a las razones que tenían los cubanos para
independizarse. Su patriotismo se refleja en la memoria conmemorativa
que hace mención de los héroes y de las grandes figuras de España (Cer-
vantes, El Cid, etc.) y, con tal motivo, describe a los soldados coloniales
en los hospitales de campaña, enfermos, con rostros cadavéricos, sin bra-
zos, ni piernas, lamentándose y riendo a carcajadas de forma histérica, o
llamando a sus padres en su desesperación para decirles que se volverían
a España (1897: 133). “Esta guerra por injusta parece una maldición...
tantos miles de inocentes para lavar tal vez las culpas del pillaje, del dolo,
de la inmoralidad, de pilló ratas” (1897: 134). En sus críticas, incluso,
244 El miedo de los blancos

el narrador cita estadísticas de la guerra sacadas de los periódicos espa-


ñoles que muestran los índices astronómicos que costaba y la cantidad
de oficiales que habían muerto, habían sido heridos o habían enfermado
durante el último año. El análisis de estas estadísticas lleva al narrador
a expresar, como, según se dice, había “vaticinado” Prim, que Cuba iba
a ser el “sepulcro del ejército español según lo fueron al de Napoleón,
España y Rusia” (1897: 134). Ese sufrimiento pesaba como una carga,
dice, sobre la cabeza de la Cariátide, la estatua de la mujer que sostenía las
columnas del templo griego, a quien identifica como “la noble matrona
española” (1897: 248). Una carga que podía destruir a España, a pesar de
que el “epílogo” de la novela, Ubaldo se cuida de no mostrar un futuro
catastrófico para su país. Las palabras finales rebosan de optimismo y
felicidad. Los “pillócratas” van a la cárcel, Pepe Corriente sufre de una
terrible gangrena y Ángel es reconocido como un héroe.
Para concluir, podemos decir, entonces, que estas novelas escritas por
partidarios del sistema colonial se enfocan en los aspectos que diferencia-
ban ambos territorios y sus gentes, y tratan de justificar la permanencia
de Cuba como una colonia de España. Las dos primeras, sobre todo,
son una crítica furibunda a quienes se oponían al poder colonial o in-
tentaban cambiar, ya sea a través de las leyes o por la fuerza, su estatus
político. En Autonosuya la crítica es más abarcadora, ya que va dirigi-
da a los dos grupos que le disputaban a España el derecho a gobernar
la Isla, y traza una línea insalvable entre blancos y negros, civilización
y barbarie, gobierno y anarquía, que se va a reforzar más tarde en El
Separatista. De modo que, si Autonosuya recurre a un lenguaje jocoso,
para ejercer la crítica, no lo son sus argumentos que tratan de destilar
el miedo más horrendo, la situación más angustiosa para los cubanos
blancos. El Separatista, por otro lado, establece esta misma dicotomía,
pero lo hace basándose en un instrumental científico que era usado en la
época para descalificar desde el punto de vista de la naturaleza a quienes
no pertenecían a la élite letrada, y no eran descendientes de europeos.
Es de suponer que, por esta razón, Lico Godínez, el separatista vuelto
integrista, sea quien rechace con tanta violencia la incorporación de los
Capítulo VIII 245

negros a la lucha por la libertad de Cuba y llame bandoleros y criminales


a los independentistas. De forma general, estas narrativas convierten las
vidas de los protagonistas principales en un refejo del destino que podía
tomar la nación, y por eso, los textos producidos por ambas partes, du-
rante el conflicto, pueden ser leídos de forma alegórica, y en el caso de
España, como comentarios sobre el fin del imperio. Sus personajes están
inmersos en la crisis nacional y sus vidas son una advertencia urgente
sobre el destino de España. Finalmente, la novela La Cariátide es menos
crítica de los cubanos que las dos anteriores, pero, igualmente, partidaria
del estatus colonial. Es una novela que critica la guerra por el trato que
recibían los soldados españoles, las desigualdades en el reclutamiento, y
que publicada un año antes de terminar el conflicto bélico, presupone
el final catastrófico que sobrevino. Es decir, La Cariátide presupone el
“Desastre” antes del “Desastre”, aunque el epílogo no lo muestra y todas
las críticas que el autor hizo al gobierno desaparecen. Triunfan los perso-
najes buenos sobre los malos y Ángel regresa de Cuba herido, pero con
el estatus de un héroe. Un año después, la historia sería muy diferente.
Capítulo 9

La fraternidad racial

“La llamada unión sacra entre los cubanos, la invocación


a la república ‘con todos y para todos’, la defensa de los
intereses nacionales y todas estas palabrejas, sirvieron
maravillosamente a los fines de la dominación burguesa”.

Walterio Carbonell
(Crítica: cómo surgió la cultura nacional)

Al morir José Martí, en 1895, quedó en los Estados Unidos una co-
munidad de exiliados dispersa en diferentes ciudades de la Unión, que
leía con ansiedad las noticias de lo que estaba sucediendo en Cuba. En
este contexto, Raimundo Cabrera, uno de los intelectuales cubanos más
importantes de su época, padre de la famosa etnógrafa cubana Lydia Ca-
brera, comenzó a publicar en la revista Cuba y América (1897-1917), la
historia titulada Episodios de la guerra. Mi vida en la Manigua (Relato del
Coronel Ricardo Buenamar). Tres años después, en 1898, el año en que
Estados Unidos interviene en la contienda, Cabrera la publica en forma
de novela, en Filadelfia. En esta ocasión, llevaba el prólogo de otro escritor
cubano, quien residía también en este país y había sido autonomista como
él, Nicolás Heredia, que la cataloga de “novela histórica”. De modo que,
el lector que estaba pendiente de los acontecimientos que se sucedían en
la Isla debió sentir que tenía delante un texto que reclamaba autenticidad
y verdad historiográfica y que, al mismo tiempo, ayudaba a comprender la
248 La fraternidad racial

situación política de Cuba desde el punto de vista de los revolucionarios.


La narración recurrirá así a tópicos conocidos de la narrativa de la guerra
como son los conflictos familiares por razones políticas; el romance entre
el protagonista y una criolla, y a las historias de valentía de los cubanos
que, seguramente, encontraban eco en la comunidad de exiliados. En lo
que sigue, me interesa enfatizar el discurso de la fraternidad racial en esta
novela, en especial, la alianza que se crea entre los antiguos amos blancos
y sus esclavos, el de la rebeldía del hijo criollo frente al padre español, la
pareja de amantes que representan la nueva patria, que, combinados, nos
muestran el ideal de virtud republicana y el mejor futuro para Cuba.
El personaje principal de la narración es Ricardo Buenamar, apellido
que parece una combinación de “bueno” y “amar” / “amo”, como el de
“Delamour”, en la novela que publicará años más tarde Emilio Bacardí.
Pero, a diferencia de aquel o de los personajes de las novelas de Julio
Rosas y Antonio Zambrana, este personaje blanco, dueño de esclavos,
no muestra ningún sentimiento de “culpa” por haberlos tenido, ni ve
como inevitable un castigo por tenerlos. El énfasis no estará en salva-
guardar ese mundo interior de valores humanos que la esclavitud había
dañado. El interés será mostrar el sacrificio de los blancos dueños de
esclavos, y la fraternidad entre las razas que era necesaria para ganar
la guerra. En la novela, Buenamar, después de luchar en la Isla en el
momento inicial de la revolución de 1895, regresa a Estados Unidos
para contar en forma de diario lo que le aconteció en Cuba. Según el
narrador, Ricardo salió a escondidas de la casa del padre con dos hom-
bres, entre ellos, “un valiente mulato empleado en la finca en el cuidado
del ganado” (Cabrera 1898: 8), con el objetivo de alistarse en el ejército
independentista. Primero, le quita a un bodeguero su vieja escopeta en
nombre de la revolución y, más tarde, se enfrenta a dos parejas de guar-
dias civiles en una fonda de pueblo, se apoderan de sus caballos y sus
rifles, y los hacen prisioneros. Después del altercado, Ricardo muestra
su bondad diciéndoles a los españoles que ellos pueden matarlos, pero
que “la República de Cuba no quiere derramar sangre inútil [...] aunque
nosotros no esperemos de los españoles más que la muerte” (1898: 14).
Capítulo IX 249

Desde el inicio, entonces, el personaje principal encarna los valores


que distinguen al héroe independentista: abandona su hogar y al padre
español para alistarse con el ejército mambí, paga las mercancías que
toma y, finalmente, se muestra compasivo con sus enemigos, a pesar de
que, como dice, los españoles no lo eran con ellos. Ricardo y sus hombres
salen del lugar y, un tiempo después, uno de ellos le trae un periódico
proespañol donde se cuenta la escena con visos de heroísmo para las hues-
tes españolas. Cuenta el periódico que las dos parejas de guardias civiles
habían sido sorprendidas por una “partida insurrecta perfectamente ar-
mada”, y no “pudiendo resistir al mayor número se retiraron” y se para-
petaron detrás de la Bodega, donde “después de heroica resistencia y para
evitar el incendio del edificio que amenazaban llevar a cabo los rebeldes,
se rindieron y entregaron las armas”. Termina la nota diciendo que “el
enemigo tuvo varios heridos que llevó consigo” (Cabrera 1898: 16).
La noticia no podía causar más sorpresa en el grupo de insurrectos
y muestra otro de los mecanismos más importantes en la literatura del
período: la disputa por los hechos reales, y las acusaciones de ambos
bandos de que se alteraban las cifras de muertos y heridos. El mejor
ejemplo en los Estados Unidos de la facturación de las noticias desde
diversos ángulos ideológicos eran los reportajes de William Randolph
Hearst y Joseph Pulitzer quienes, a través de una óptica parcializada con
los intereses del gobierno norteamericano y los cubanos, manipulaban
las historias y crearon lo que se conoce como “the yellow press” (Kobre
1964: 279-294). George Bronson Rea, un reportero para El Nuevo He-
rald, quien incluso llegó a convivir en la manigua con Máximo Gómez,
se quejaba de las inconsistencias de estas noticias y la forma en que
eran abordadas en la prensa norteamericana. A su regreso de Cuba,
Rea publicó un libro muy crítico de los insurgentes, Facts and Fakes
about Cuba (1897), donde, incluso, afirmaba que “las grandes fábricas
de ‘noticias de la guerra’ establecidas en la Florida, bajo la dirección de
cubanos, rivalizaban con el celebérrimo Barón de Munchausen en la
fertilidad y absurdidad de sus invenciones” (Rea 1897: 26; la traduc-
ción nuestra). Un año después, ese mismo libro apareció traducido al
250 La fraternidad racial

español en Madrid, bajo el título Entre los rebeldes, la verdad de guerra


revelaciones de un periodista yankée (1898). Esta disparidad de opiniones
nos da una idea del contexto en que se inserta esta narración y la intensa
pelea entre ambos grupos por dominar la opinión pública y mostrar
quién tenía la razón. Esta lucha no se dio únicamente entre los grupos
en conflicto; sino, también, en la misma España donde, como dice D.
J. O’Connor, la opinión pública estaba fuertemente dividida. Los inte-
lectuales discutían sobre cómo debían crearse una opinión, qué medios
utilizar y cuál era la responsabilidad del gobierno, los periódicos y los
dramaturgos en informar a los ciudadanos qué estaba pasando en la Isla
(O’Connor 2001: 19-21). Tal era la desconfianza entre los dos bandos
que, cuando el gobierno español anunció la muerte de José Martí en el
campo de batalla en 1895, los cubanos del exilio no lo querían creer, y
tuvieron que pasar varios días para que lo aceptaran. De manera, que
el hecho de que la prensa española creara una historia falsa sobre la
experiencia que el protagonista de esta novela había vivido, mostraba el
poco respeto que se merecían los periodistas peninsulares y la necesidad
que tenían los lectores de no darle crédito a lo que dijeran. Dice Ricar-
do: “¡Así inventan sus victorias los españoles! ¡Así contarán muy pronto
su final derrota y podremos los cubanos reír de sus leyendas en el regazo
feliz de la patria redimida…!” (Cabrera 1898: 16).
Martí, por otro lado, es un referente central de la narración, ya que, a
través de él, Cabrera introduce el conflicto entre el padre español y el hijo
criollo. No en balde, su nombre se menciona en el prólogo y en el capítu-
lo introductorio como un modelo de héroe, dado que, como dice Nicolás
de Heredia, Martí había sido el genio que hizo posible la revolución. En
una de las conversaciones más tensas que tienen Ricardo Buenamar y su
padre, éste último le enseña el periódico dónde aparece la noticia de la
muerte del líder cubano. El padre sostiene que todos los revolucionarios
debían correr la misma suerte, pero el hijo le responde molesto que Martí
era un “héroe y un mártir” (Cabrera 1898: 7) y, con su respuesta, el hijo
expondrá claramente las diferencias entre ambos que reaparecerán más
tarde, y dejarán en claro de qué lado estaba el hijo.
Capítulo IX 251

Episodios de la guerra es, además, un texto en el que Cabrera aprovecha


para poner en boca de sus personajes acusaciones en contra de los maltra-
tos y las injusticias que sufrieron los cubanos bajo el gobierno colonial,
algo que ya había hecho en Cuba y sus jueces, uno de los alegatos más crí-
ticos de la dominación española en la Isla. Una de estas denuncias viene
en boca de Lorenzo, otro de los que se une a la partida de tres hombres
en Villa Clara. Lorenzo cuenta su historia de amor y traición, que le ha-
bía llevado a la cárcel y a perder a su novia. Un español era el culpable
y, por eso, ahora no pensaba más que en vengarse (Cabrera 1898: 24).
Esta historia de amor frustrado por la política servirá de trasfondo para
entender la imposibilidad de reconciliación entre las dos naciones y ali-
mentará una narrativa de la venganza (social, histórica y racial) donde,
junto con el sentimiento patriótico, se centra en la ofensa personal hecha
contra un criollo, un negro o un indígena por un español. Su origen hay
que buscarlo en los conceptos de honor y caballerosidad española que
todavía tenían un gran peso en Cuba, donde eran comunes los duelos con
espada o pistola por diversas causas, y en narraciones, como la de Sab de
Avellaneda y “La Luz de Yara” de Victoriano Betancourt, que recalcan el
mismo discurso para crear un grupo heterogéneo que luchara junto por
la misma “venganza”. No obstante, recordemos que la memoria vengativa
es, también, un tropo de la literatura integrista, que aparece en poetas
como Francisco Camprodón y en novelistas como López Bago, quienes
afirmaban que, después de liberados los negros, se vengarían de los blan-
cos por los años que pasaron esclavizados.
Además del guajiro al que le quitaron la novia, entre los hombres
de la partida de Ricardo, destacaba también Bruno, a quien este lla-
ma el “más inteligente y resuelto de mis subalternos” (Cabrera 1898:
40). Bruno cuenta, también, su historia al inicio de la narración, y es,
entonces, que el lector se percata que no era ni labriego ni mozo de
Bodega, sino un médico que, cuando fue sorprendido por el grupo
de Ricardo Buenamar, se hallaba en el pueblo conspirando contra el
gobierno (1898: 40). Bruno y Ricardo se nos describen como jóvenes
blancos con fortuna, que lo dejan todo para irse a la guerra. Ricardo
252 La fraternidad racial

había crecido en un ambiente de bienestar económico, “educado en


una vida muelle y confortable cimentada en la posesión del rico pa-
trimonio que estaba llamado a heredar” (1898: 17). En consecuencia,
debía verse su participación en el conflicto como un doble sacrificio,
al tener que dejar el patrimonio que iba a heredar y enfrentar “las
vicisitudes y durezas del soldado” (1898: 17). El dilema del criollo
blanco que presenta esta novela no es diferente, entonces, del de otros
más conocidos, como el de Salvador Cisneros Betancourt, marqués
de Santa Lucía y el de Carlos Manuel de Céspedes, a quien Martí
calificó como “generoso” por entregarlo todo antes de partir a pelear
(Martí 1963-1975, vol. V: 325). Al igual que Ricardo, Bruno había
estudiado en la Universidad de La Habana y había tenido la opor-
tunidad de ir a los Estados Unidos donde, dice: “tuve el honor de
cultivar la amistad de José Martí, de admirarle y amarle” (1898: 41).
Según Bruno, en acuerdo con Martí, había regresado a Cuba para
organizar el levantamiento el 24 de febrero, pero fue sorprendido por
las autoridades españolas. El hecho de que fuera médico, además, nos
dice mucho, porque fueron los hombres de esta profesión quienes,
después de instaurada la República en 1902, ocuparon los principales
puestos políticos, como nos indica Carlos Loveira en Generales y doc-
tores (1920). Analizaré, por eso, este aspecto en el próximo capítulo.
Ahora, me interesa señalar que Bruno, para suerte de la banda, había
ocultado unas 50 escopetas en un armario de la sacristía del templo,
que tuvo que dejar allí después que su criado le avisara que el ejército
español había tomado preso a todos los conjurados. En ese momento,
dice Bruno, llaman a la puerta y, dándose cuenta de que era el ejército
el que venía a arrestarlo, le dijo al sirviente:

—¿Tienes resolución para ayudarme a huir? Le pregunté a mi sirviente.


—Estoy dispuesto a morir por Vd, me contestó (Cabrera 1898: 43).

Entonces, según Bruno, le dio un revolver al mulato, se lanzó sobre


su caballo, y se fue del lugar entre un mar de balas. Continúa diciendo:
Capítulo IX 253

Di orden al mulato que abriese de súbito y de par en par la puerta


del corral que daba al campo. Si ves que me atacan, le ordené, haz lo que
puedas por salvarme. Cumplió aquel amigo leal todas mis órdenes y al
abrir la puerta, espoleé a mi potro y me lancé al campo […] Sin duda mi
mulato había cumplido su deber sosteniendo una lucha imposible con
mis perseguidores (Cabrera 1898: 44).

El mulato era el antiguo esclavo de Bruno y, en la narración, lo


describe como un “amigo leal” que había cumplido con su deber. A
través de esta relación, Cabrera mostrará la fraternidad entre las razas
durante la guerra, que fue, como ya vimos uno de los discursos que
Martí fomentó en su campaña libertadora y, seguramente, los lectores
que leyeron este texto no podían dejar de recordar. En uno de sus artí-
culos, publicado en periódico Patria en 1894, titulado: “Los cubanos
de Jamaica y los revolucionarios de Haití”, Martí decía que no podía
haber una “guerra de razas” en Cuba, porque en la lucha se habían
hermanado ambos grupos étnicos. “El sargento Oliva cargó al teniente
Crespo a sus espaldas. El Marqués de Santa Lucía enterró al negro Que-
sada junto a su hija” (Martí 1963-1975, vol. III: 103). No obstante,
el miedo a una guerra racial pervivió durante la insurrección del año
68 y Martí, quien conocía de este miedo y el uso que hacían de él los
españoles, enfoca su prédica desde una óptica humanista, cuya función
es unir ambas razas para vencer al Ejército español. Sin embargo, en
el pasaje en que se describe en acción esta “fraternidad”, el mulato no
tiene otra opción que cumplir las “órdenes” de su antiguo amo, y hace
bien cuando pelea él solo contra todos los españoles que vienen a bus-
carlo. En ese momento, el narrador no dice nada más del destino que
siguió el antiguo criado; pero, una vez que Ricardo, Bruno y su gente
logran entrar al pueblo para rescatar las armas que estaban escondidas
en la sacristía, los soldados del pueblo huyen y dejan abandonado al
antiguo esclavo en una de las celdas del calabozo. Era “el criado del
Dr. Bruno […] estaba allí reponiéndose de la herida que recibió en el
costado al proteger al Doctor y esperando las resultas de un Consejo
254 La fraternidad racial

de Guerra” (Cabrera 1898: 45). En este momento, pues, la narración


pasa de describirlo como un amigo fiel, a catalogarlo como un criado
o sirviente; lo que indica que una cosa era igual que la otra, y el Dr.
Bruno, salvándolo del Consejo de Guerra, pagaba de esta forma lo que
en un origen el “amigo leal” había hecho por él.
Debo agregar que, ya en 1895, hacía casi diez años que las Cortes de
España habían abolido definitivamente la esclavitud en Cuba y que, a
pesar de esto, Bruno y el narrador de la novela lo siguen llamando “mi
mulato”, “mi criado” (Cabrera 1898: 43), con lo cual, el narrador da
a entender que la supeditación del antiguo esclavo al amo no cambia
durante la contienda. Nunca se nos dice, por ejemplo, su nombre, ni
sus inclinaciones políticas; solamente, que era uno de los conspirado-
res. En realidad, el lector nunca entiende si el mulato va a la guerra
por patriotismo o por lealtad a su antiguo dueño. El antiguo amo es,
simplemente, quien dirige, planea y lleva a cabo las acciones, mientras
que el negro / mulato es quien se mantiene como subalterno y recibe
órdenes de su antiguo señor. En la obra España en Cuba: episodio lírico-
dramática en un acto, de Ricardo Caballero y Martínez, representada
en 1896, en la Península, ocurre algo similar. A pesar de narrar una es-
cena de la guerra de 1895, nueve años después de que España les diera
la libertad a los esclavos en la Isla, uno de los personajes principales,
Teófilo, es un negro del ingenio que sigue llamando “amo” al español
(1898: 14), se muestra como su protector y termina salvándole la vida
al matar a uno de los revolucionarios (1898: 41).
En la novela de Cabrera, el asalto a la sacristía y el triunfo de los mam-
bises, reitera, además, otro punto que se repite en la obra: los delatores y
enemigos siempre pierden. Primero, fue aquel voluntario que le quitó la
mujer al guajiro Lorenzo, a quien poco después este mata y, después, el vo-
luntario que había delatado a Bruno, que también muere. Una vez que los
soldados se rinden en el templo, Bruno los hace prisionero y le pregunta
a Ricardo que debían hacer con ellos, perdonarlos o matarlos. “Perdo-
narlos”, respondió Ricardo Buenamar, a lo que contestó Bruno con una
sola objeción: el traidor debe morir (Cabrera 1898: 51). Estas palabras
Capítulo IX 255

y la aprobación del público sellaron la suerte del voluntario, a quien


dejaron colgando con un cartel en el cuello para terror de todos los
que lo veían, porque, como dice Aline Helg en Our Rightful Share,
“la justicia militar no tenía compasión con los traidores, ladrones y
violadores” (Helg 1995: 67). El objetivo era mantener la disciplina y
el apoyo popular; pero, también, en el caso de los negros, combatir las
acusaciones hechas por los españoles de que los insurrectos era negros
bandidos y violadores. Esta narración no es la única que ejemplifica
este doble rasero cuando se trataba de juzgar a los prisioneros y a los
colaboradores de España en la guerra. En Mi diario de la guerra de Ber-
nabé Boza, quien fue el Jefe del Estado Mayor de Máximo Gómez, el
Generalísimo, dice, trataba con mayor severidad a los cubanos que se
habían pasado al bando contrario que a los mismos soldados españoles.
En una ocasión, cuenta el mismo Bernabé Boza, Gómez hizo quemar
la casa de la familia de un cubano solo porque estaba ubicada dentro de
los predios de un fuerte español (Boza 1900: 51-52). A juzgar por esta
narración y la misma circular de Gómez y Martí en la guerra, cualquier
cubano que fuera acusado de espía o colaborador del ejército peninsu-
lar terminaba colgado1. No obstante, en Episodios de la guerra, Ricardo
cuenta una historia que puede leerse como la “conversión” del cubano
traidor en un fiel patriota, mostrando, por un lado, el pragmatismo de
los libertadores y, por otro, la capacidad de “regenerar” a quienes habían
escogido servir a la metrópoli.
La historia de esta regeneración es la que cuenta Ricardo en el capí-
tulo XIII de la novela, titulado simplemente: “Francisco”. Este hombre,

1
Véase la “circular a los jefes”, firmada por ambos líderes independentistas, el 26 de abril
de 1895, donde se les ordenaba a los guerrilleros bajo su mando que cualquiera que viniera
a proponer rendición o cesación de hostilidades fuera castigado con “la pena asignada a los
traidores a la Patria” (Martí 1963-1975, vol. IV: 137). Recuerda el propio Martí en otro
artículo que Tomás Estrada Palma fue el autor de este decreto en la guerra de independencia
(1963-1975, vol. V: 231), algo que corrobora el mismo Estrada Palma en una carta a Trujillo,
publicada en su polémica con Juan Bellido de Luna en 1892. Véase La anexión de Cuba a los
Estados Unidos (Estrada Palma 1892: 92).
256 La fraternidad racial

como dice el narrador, no había tenido una hoja “limpia” antes de in-
corporarse al Ejército Libertador. Era negro, “tenía un pobre celebro,
presuntuoso y simple”, y había pertenecido al Cuerpo de Bomberos y
al de los voluntarios de la ciudad (Cabrera 1898: 173). Había recibido
numerosas condecoraciones sin darse cuenta de que “combatía bajo el
pabellón de sus déspotas la causa redentora de sus hermanos de todos
los colores” (1898: 173). Francisco sufrió, sin embargo, por ser negro
en el mismo ejército peninsular. No recibió el ascenso que merecía por
su valor y no servía más que de “carne de cañón” en las peleas (1898:
173). Un día fue golpeado por su superior, un mulato a quien Francisco
acuchilló antes de que fuera internado en el calabozo y baleado después.
Gravemente herido y maltrecho, las tropas de Ricardo lo hallaron en
el monte y, como afirma el narrador, a pesar de los llamados de sus
soldados que decían que Francisco debía ser ahorcado por servir a los
españoles, él entendió que “aquella masa que guardaba un pobre inte-
lecto presuntuoso y simple, podía ser a mi lado auxiliar valioso” (1898:
175). El diálogo que reproduce el narrador en esta sección de la novela
vuelve a retrotraer el discurso a las categorías que se usaban durante la
colonia, y la relación entre el amo y el esclavo. Una vez que Ricardo le
dice que debe ahorcarlo por haber servido bajo las órdenes del ejército
peninsular, Francisco le responde:

—Si el niño no me ahorca […] yo le serviré bien contra los españoles.


—No me digas más niño, le dije, mi Coronel que es mi grado.
—Está bien, niño Coronel; respondió imperturbable, manteniendo
aquel dictado al que su educación de siervo le había habituado, pues
había sido esclavo en su niñez (Cabrera 1898: 175).

Esta cita, por sí sola, muestra cómo la forma clásica de tipificar al


negro fue a través del uso de la lengua y su psicología. Prueba, además,
que, a pesar de ser libre, seguía produciendo los mismos patrones lin-
güísticos y afectivos que había aprendido en la niñez y, sobre todo, que
Ricardo le perdona la vida a cambio de lo que podía hacer por él en
Capítulo IX 257

la guerra. En otras palabras, es otro ejemplo de quid pro quo o de “in-


tercambio de favores” entre el antiguo amo y el esclavo. Y, en efecto, a
partir de este momento, Francisco fue una ayuda imprescindible para
la tropa. Su fuerza hercúlea la salvó en innumerables circunstancias y,
como dice el narrador, si bien otro de sus hombres, Gonzalo, era una es-
pecie de D’Artagnan, como en la novela de Dumas Los tres mosqueteros;
Francisco era Porthos, el hombre capaz de desmenuzar en un instante
a cualquiera de sus enemigos (Cabrera 1898: 176). Hay que recalcar
que, a Francisco, al igual que a otros personajes de esta novela, lo que lo
impulsa es la venganza, no “la defensa de la patria” (1898: 24); vive para
lograrla y servir a los revolucionarios. “De mi persona”, dice el narrador,
“Francisco fue el guardián más celoso y fiel” (1898: 177). Ricardo, al
igual que el Dr. Bruno, había encontrado a su esclavo.
No sorprende, entonces, que el mismo nombre de Francisco remita
a dos personajes esclavos dentro de la literatura antiesclavista cubana,
y que los soldados negros sean descritos en esta novela como sirvientes
de los “niños” blancos y como fuerza bruta donde se apoyaba la revolu-
ción. Aline Helg en Our Rightful Share, constata esta realidad al decir
que “algunos blancos fueron a la Guerra acompañados por sus siervos
personales. Eduardo Rossel quien era dueño de un ingenio en Pinar del
Rio, tenía a su servicio el ‘negrito Alfonso’, “un amigo de la infancia
y sirviente doméstico de la familia” (Helg 1995: 68). Lo que, por un
lado, pone en duda los motivos que llevaron a los negros a la guerra,
si fue su deseo y patriotismo o una cuestión de clientelismo, donde,
como dice Jorge Ibarra Cuesta, en Patria, etnia y nación, “la palabra de
los amos constituía la ley inapelable de la tierra” (2007: 23). Una anéc-
dota, contada por el militar español Ramón Domingo de Ibarra, quien
había nacido en Cuba, pero servía bajo las órdenes de España, puede
ilustrar este punto. Contaba Ibarra en Cuentos históricos, recuerdos de
la primera campaña de Cuba, 1868-1878, una escena donde él mismo
tomó prisionero a un padre y a su hijo mambí, junto con un negro que
los acompañaba. Cuando Ibarra los va a fusilar, el padre le suplica que
deje ir al muchacho y al negro, que había ido a la guerra por acompañar
258 La fraternidad racial

a su hijo. Dice: “este ha sido mi esclavo siempre; fue el guardián de mi


niñez, pero tampoco está aquí por su gusto; no tiene más ideas políticas
que el cuidado de su amito, mi hijo, que es su ídolo; con él ha venido y
a su lado está constantemente, y solo para defenderle a él sería capaz de
tomar las armas y dejarse matar cien veces” (1905: 24).
De ser verdad las palabras que cuenta el padre, el antiguo esclavo no
estaba allí por un sentimiento patriótico o porque deseaba ser libre. Esta-
ba allí por la lealtad y el cariño que le tenía al hijo. Podemos ver, entonces,
cómo estos testimonios apuntan a una subordinación consciente de los
negros a sus antiguos propietarios y a una participación en la guerra por
afecto familiar o por la costumbre, más que por la ideología, lo cual nece-
sariamente mantenía las jerarquías que habían creado en la colonia, y los
ingenios2. Domingo de Ibarra termina su historia contando que, después
de escuchar las suplicas del padre, dejó ir al hijo, pero fusiló al padre y
al negro. Del mismo modo, Manuel de la Cruz cuenta en Episodios de la
Revolución cubana (1890), la anécdota de José Antonio Legón, otro negro
esclavo, que combate por la libertad de Cuba, porque su amo también
combatió y, cuando murió lleno de heridas en la manigua, le dijo que
nunca se presentara (Cruz 1890: 197).
En la novela de Cabrera, se repite esta percepción del Otro, negro
o mulato, como propiedad del amo, como un sujeto subordinado y
dispuesto a sacrificarse por ellos. El único soldado de color a quien se le
rinde tributo es a Antonio Maceo, a quien describe “con formas griegas”
(Cabrera 1898: 60). Martí, por otro lado, en sus crónicas de Patria
muestra una imagen similar de lealtad del negro al blanco, de su fortale-
za en el combate e, incluso, de su disposición de pelear contra los otros

2
Jorge Ibarra opina que el sentimiento patriótico en los negros se manifestó a través
de la lucha contra la esclavitud, las rebeliones de esclavos y “la defensa de la comunidad
cultural y de actividades sociales y económicas relativamente independientes” (2007: 23-24).
Menciona negros criollos como José Antonio Aponte, y blancos patricios como Félix Varela y
José Francisco Lemus, pero agrega que “hasta las guerras independentistas de 1868 y 1895, el
sentimiento de pertenencia étnica prevaleció en amplias capas de la población criolla sobre el
sentimiento nacional” (2007: 29).
Capítulo IX 259

negros si alguno de ellos se levantaba en armas contra los blancos. Para


Martí, los negros eran nada menos que los guardianes de los blancos,
porque, como dice en Patria, ellos habían sido “los únicos que habían
ganado con la revolución” (Martí 1963-1975, vol. V: 325). En el caso
de Francisco, además, como sucede con el guajiro Lorenzo, no hay una
ideología que lo guíe. Su motivación principal es la ofensa recibida y la
venganza por haber sido discriminado, golpeado y dejado por muerto
por sus propios compañeros del ejército. No obstante, Francisco salva
varias veces al narrador en situaciones de peligro, y es quien se queda
solo, como el mulato de Bruno, enfrentándose con los españoles. Su
única razón para pasarse al lado de los revolucionarios fue que no lo
mataran y su “único anhelo”, encontrar el batallón donde antes servía
para matar a su antiguo jefe (Cabrera 1898: 178). Un día, finalmente,
Francisco logra dar con él y, tras un intercambio, consigue asestarle un
machetazo que lo divide a la mitad. Poco después de logar este cometi-
do, muere; supuestamente, como resultado de otro enfrentamiento con
una guerrilla española (1898: 180). De esta forma, se cierra la narración
de Francisco, del que aparece una pintura en el libro, posiblemente, la
primera de un negro mambí en la guerra. Si, al inicio de la narración los
mambises lo habían encontrado casi sin vida, y renace para ayudar a los
blancos, al final, termina muerto. La ilustración que aparece en el libro
lo recoge tendido, rodeado del paisaje insular.
Episodios de la guerra articula, por tanto, una narrativa de la alianza
que tiene mucho de interés personal, de deuda y subordinación de los
negros a los blancos. La fraternidad entre unos y otros se manifiesta a
través de la conexión que existía entre los antiguos amos y sus esclavos,
y a través del desquite o la ofensa de honor que tiene que ser reparada.
Pero, esa fraternidad siempre representaba una jerarquía de poder que,
en la novela de Cabrera, pertenecía a los blancos. La historia de la es-
clavitud, que dividía ambas razas, se borra y, en su lugar, se privilegia
una narrativa de la fraternidad racial que incluye la lealtad, el perdón,
el pragmatismo de los libertadores. Sobre todo, son los blancos quienes
muestran su “amor” por la Patria, razón por la cual, los protagonistas
260 La fraternidad racial

de las novelas de Cabrera y Bacardí tienen esta palabra en su nombre:


“Buenamar” y “Delamour”.
En ninguna de las historias que cuenta la novela, los negros o mu-
latos terminan uniéndose al ejército peninsular. Tampoco, ninguno
muestra rencor por el antiguo pasado esclavista, ni es víctima del racis-
mo de los blancos. Esto nos recuerda que es una ficción, un relato idea-
lizado de la guerra, en la que Cabrera nunca participó. Cabrera vivía, a
la sazón, en los Estados Unidos, donde también había racismo, como
lo relata George Reno, otro corresponsal norteamericano, que escribió
varias reseñas de los líderes rebeldes. En una de ellas, Reno decía que
era inconcebible que, aun después de la guerra, se dijera que Máximo
Gómez tenía “sangre de negro” o era “nigger”, palabra despectiva con
que los blancos se referían a los esclavos en el Sur. Según Reno, esto se lo
había dicho “un hombre supuestamente bien informado, que se movía
en círculos literarios y era uno de los propietarios de una publicación de
esta ciudad [Nueva York] que había publicado mucho sobre Cuba y los
cubanos” (Cabrera 1898: 168). “Bueno, él nació en Santo Domingo, de
todas formas, no? Allí todos son negros [niggers]” (1899: 168).
En la novela de Cabrera, repito, ninguno de los dos personajes ne-
gros lucha por “la patria” o aclara que desee liberar a Cuba. Su agenda
personal se reduce a la lealtad al amo y el rencor que Francisco les tenía
a los soldados españoles que eran de su misma raza. A través de estos
ejemplos, la novela deja claro que su lugar estaba junto a los insurrec-
tos, quienes eran capaces de perdonarlos. De esta forma, los rebeldes,
que siempre estaban necesitados de ayuda, dejaban la puerta abierta
para que otros se les unieran, porque en realidad su lugar estaba con
ellos, “sus hermanos de todos los colores” (Cabrera 1898: 173). Tal
énfasis en la hermandad ideológica, por encima de la raza y los afec-
tos filiales, es otro de los discursos de la guerra, que tiene su expre-
sión más clara en la “venganza” de unos y de otros contra la corona.
Se trata de una venganza entendida en términos de la memoria histó-
rica, que, en esta novela, se hace extensiva a los mismos indígenas (de
Capítulo IX 261

carne y hueso) como antes Luis Victoriano Betancourt lo hizo en “La


Luz de Yara” y la Avellaneda en Sab.
Por primera vez después de la Conquista, y a pesar de que los indí-
genas se tenían hacía mucho tiempo como una raza extinguida, estos re-
surgen en la novela de Cabrera para combatir en contra de los españoles.
Según el narrador, los indígenas cubanos se habían levantado en armas
contra los españoles, porque llevaban en la sangre “el legado de odio y el
deseo de venganza de sus progenitores” (Cabrera 1898: 183). Finalmente,
después de tres siglos de colonia, los indígenas cubanos se vengaban. Y
es cierto, durante la guerra de 1895, hubo un regimiento compuesto por
descendientes de indígenas, que, sin embargo, sentían más lealtad por los
españoles que por los independentistas cubanos. En realidad, los indíge-
nas lucharon en un inicio al lado del Ejército español y en contra de las
tropas de Maceo. José Barreiro, en “Beyond the Myth of Extinction: The
Hatuey Regiment” explica que, “a pesar de que los indígenas cubanos
fueron ignorados por la mayoría de los investigadores y dejados fuera de
la historia nacional de Cuba durante el siglo xx, fue un hecho, de todas
formas, que los indios cubanos lucharon primero para el Ejército colonial
y después para la insurrección durante la Guerra de 1895”. Difícilmente,
entonces, se encontrará en la literatura cubana, antes o después de Episo-
dios de la guerra, un libro que intente abarcar tanto, porque, con la única
excepción de los chinos –que también lucharon en la guerra– pasan por
esta novela mulatos, negros, blancos, indígenas e, incluso, el “inglesito”;
todos unidos contra el ejército peninsular para lograr la independencia.
Personajes, que muestran la superioridad moral de los cubanos ante los
españoles y el carácter inclusivo de la República. Una de estas muestras de
superioridad aparece cuando después de una batalla, donde los españoles
habían dejado en el campo unos quince cadáveres, ocurrió algo insólito:

Pocas horas después vinieron a avisarnos que un anciano militar español


había llegado atrevidamente hasta el campamento vestido de uniforme,
sin armas y con las señales de un supremo dolor, solicitando ver al jefe:
mis soldados lo condujeron a mi presencia con respeto.
262 La fraternidad racial

—Vengo a buscar, me dijo desesperado el anciano, los despojos de


mi hijo que ha muerto en el combate de hoy defendiendo como soldado
español su bandera.
Yo mismo con varios de mis hombres acompañé al afligido padre que
se postró en tierra y besó sollozando los despojos de su hijo, un apuesto
teniente de caballería, jefe de las fuerzas derrotadas. Le facilité un caballo
en que colocar el cuerpo y una escolta que le acompañara hasta cierta
distancia a llevar los restos de su hijo (Cabrera 1898: 57).

Esta escena, sugiero, está inspirada en uno de los sucesos de La Ilíada


que ocurre después de que Aquiles logra matar a Héctor, “domador de
caballos” (Homero 1908: 259). Según cuenta Homero, Héctor le ha-
bía pedido a Aquiles antes de morir que, si este lo vencía, le devolviera
su cadáver al padre y a su esposa para que pudieran velarlo. Como se
sabe, Aquiles no atiende este pedido y, cuando lo vence, lo ata por los
pies y lo arrastra atado a su carro ante las murallas de Troya. Aquiles
lleva, entonces el cuerpo del guerrero al campamento y es allí, cuando
de forma inesperada, se le aparece el padre de Héctor, el rey Príamo, a
suplicarle que le entregue el cuerpo de su hijo. La descripción del resca-
te aparece en el capítulo vigésimo cuarto de La Ilíada, donde Homero
explica que, ayudado por el dios Mercurio, “el gran Príamo entró sin
ser visto, y acercándose a Aquiles, abrazóle las rodillas y besó aquellas
manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos su-
yos” y le suplicó que le devolviera el cadáver de Héctor (Homero 1908:
383). Aquiles acepta y entonces, el rey de Troya se lo lleva de vuelta a
la ciudad.
En la narración de Cabrera, el episodio del padre español que va a
buscar el cadáver de su hijo, quien es descrito como un “sargento de
caballería”, para darle sepultura es casi un calco de este pasaje. Des-
pués y durante el combate, parece decir Cabrera, todavía había tiem-
po para el perdón, el respeto y la misericordia, ejemplos de civismo
que contrastan con la forma de actuar de los soldados peninsulares,
cuya conducta es de crítica constante contra los cubanos. El hecho,
Capítulo IX 263

además, de que el autor de Episodios de la guerra tome La Ilíada como


texto paradigmático para subrayar la virtud de los héroes no es for-
tuito; ya que, seguramente, Cabrera entendía la importancia de este
texto fundador de la narrativa griega y, como hemos visto, lo utiliza
como una forma de exaltar a sus héroes. Esto hace que reaparezca en
esta narración la comparación entre los héroes griegos y los cubanos.
Así, según el narrador, la vergüenza que muestra uno de los perso-
najes fue un “rasgo homérico que le acreditó como caudillo heroico
y hábil” (Cabrera 1898: 187). Más adelante, dice admirar a “aquel
héroe imberbe, estoico, alma adolescente de cubano en antiguos mol-
des griegos” (Cabrera 1898: 236). Pero, sobre todo, es en la figura de
Antonio Maceo donde esa comparación adquiere mayor intensidad,
ya que “el hercúleo militar mulato estaba en toda la plenitud de sus
fuerzas y las largas marchas y los reñidos combates no habían hecho
más que hermosear sus esculturales formas griegas” (Cabrera 1898:
60). Las “formas griegas” de Maceo podríamos entenderlas como un
“blanqueamiento” del héroe que adelanta el debate que se dará cuan-
do se exhumen sus huesos durante la República3. No obstante, esta
referencia a la cultura griega aparece, igualmente, en un poema de
Bonifacio Byrne y otros escritores que, en consonancia con la época,
establecían similitudes entre la epopeya cubana y la de Homero. Juan
Arnao, al escribir sus Páginas para la historia de Cuba (1900), echa
mano a la historia de la antigua Grecia para explicar la cubana. El
punto en común para Arnao eran los orígenes de ambas naciones y su
condición de esclavos, por esta razón, señala que tuvo a bien “tomar
ciertos puntos análogos de una edición Americana [sic] respecto de la
Historia de Grecia que concuerda perfectamente con la nueva era de
nuestra tierra natal” (Arano 1900: 3).
En efecto, su libro establece múltiples comparaciones entre los dos
países, entre ellas, la del sujeto colonial como una especie de “ilota de la

3
Para las discusiones sobre la raza de Maceo, véase el ensayo de James Pancrazio “Maceo’s
Corps(e): The Paradox of Black and Cuban”.
264 La fraternidad racial

antigua Grecia” (Arnao 1900: 14). Se entiende, entonces, que Cabrera


recurra a La Ilíada para modelar uno de los pasajes de sus Episodios, y que
la relación entre padre e hijo que se establece allí sea una reminiscencia de
la de Ricardo con su padre, o la de Martí con el suyo. El padre de Ricardo,
recordemos, era español y había amasado una cuantiosa fortuna con su
ingenio “Santiago Apóstol”. Se suponía que Ricardo heredaría su riqueza,
pero renunciará a ella para irse con los revolucionarios. Una vez que se re-
cupere de las heridas que sufrió en un combate y que lo obligan a alejarse
por un tiempo del campo de operaciones, Ricardo se enfrenta al dilema
de atacar la casa de su padre y el ingenio que seguía cosechando azúcar.
De hecho, el ingenio del padre era el único que quedaba en pie en toda la
comarca y alrededor de cien soldados españoles cuidaban de él. Ricardo
no lo pensó dos veces y dirigió sus tropas contra su casa. En poco tiempo,
lograron tomar el control del ingenio y, cuando se disponía a destruir las
maquinarias, el dueño alzó una bandera blanca en señal de rendición.
Entonces, pidió hablar con el jefe de la partida, y es en ese momento que
se vuelven a enfrentar padre e hijo. La conversación que tienen ambos es
emblemática de la lucha ideológica sobre los afectos familiares y la patria.
El padre, al reconocer al hijo, le recrimina que vaya a destruir el hogar de
sus padres, a lo que el hijo le responde: “No, es la revolución quien man-
da a hacerlo. Yo cumplo con mi deber” (Cabrera 1898: 90).
Al igual que otras narraciones que hemos analizado en este libro,
aquí se enfrentan diversas lealtades y tal enfrentamiento es posible leer-
lo en clave alegórica, ya que el padre mantendría la misma relación que
tuvieron los cubanos con España y, por esta razón, se imponía la ruptu-
ra definitiva entre ellos. El hijo pertenecía ahora a una nueva familia de
“hermanos” unidos por una misma ideología, que solamente aceptaba a
otros que fueran leales a la causa. Estas narraciones, en las que se mez-
clan historias de amor y rupturas familiares, tenían la función de educar
al público en la historia de las guerras de independencia y destacar las
causas que tenían los cubanos para combatir en contra del gobierno
colonial. Por el mismo motivo, los datos de personajes reales y héroes de
la guerra, como Maceo o Máximo Gómez, que aparecen en esta novela,
Capítulo IX 265

proveían a la ficción elementos reales que acentúan su veracidad y crea-


ban, a la vez, un archivo de hombres célebres y hazañas relevantes para
los independentistas. Es otro ejemplo del uso de la memoria como he-
rramienta útil para hacer la guerra. Por eso, esta novela destaca por su
enorme capacidad de aglutinar discursos, etnias y documentos historio-
gráficos, que nos recuerda una de las características fundamentales de la
literatura latinoamericana: su carácter de archivo, como dice González
Echevarría, un archivo formado con los datos recopilados en el exilio,
en la manigua y en las historias que contaban los revolucionarios. De
ahí que la novela recoja, también, fotografías de soldados cubanos en
el campo de batalla y fotos de los barcos expedicionarios el Dauntless
y el Three Friends, que zarparon de los Estados Unidos (Cabrera 1898:
92). Cabrera incluye, asimismo, fotos de Gómez, Maceo y otros jefes
del Ejército Libertador tomadas en la manigua (1898: 99), y la imagen
visual “El sueño del patriota” (1898: 101), que, según Cintio Vitier en
Flor oculta de la poesía cubana (Siglo XVIII y XIX), es la muestra que nos
queda de un cuadro plástico representado en una velada del Club Patria
de New York, y había sido publicada por Cabrera como ilustración a un
soneto escrito por Benjamín Giberga (1898: 324).
Algunas de estas fotografías e ilustraciones que acompañan la narra-
ción no tienen, incluso, una relación directa con lo narrado, pero, de
todas formas, se incluyen por su carácter de testimonio. Esto vendría a
apoyar su intención de veracidad, que en la novela se contrapone a las
supuestas mentiras publicadas por la prensa española. En ningún mo-
mento, se hace alusión, por ejemplo, al conjunto artístico que muestra
al patriota y a su amada; aunque, a lo largo de toda la novela, se pone
el énfasis en el idilio entre Ricardo y su novia, como otra de las tantas
parejas heterosexuales de la guerra, que nos muestran a modo de alegoría
el futuro de Cuba. Tampoco, se hace alusión a una imagen de Martí,
Gómez y Maceo en “La Mejorana”, un encuentro real pero oscuro de la
guerra, cuya narración se perdió después que un desconocido arrancara
las hojas del Diario de Martí donde este hacía referencia al encuentro. La
imagen visual que aparece en la novela es, por otro lado, muy sugerente.
266 La fraternidad racial

Es la primera que ubica a Martí en Cuba en una obra de ficción, y en ella


se lo ve conversando con los dos héroes, sentado sobre una roca. Las ma-
nos de Martí y las de Maceo apuntan en la misma dirección, destacando
el acuerdo entre ambos cuando, en realidad, sabemos, en ese momento,
se produjo una gran discusión entre ellos por la dirección de la guerra. El
Maceo de esta ilustración dista mucho del hombre forzudo que se conoce
por otras fotografías. Realmente, se parece más un adolescente que a un
general. Martí, por otro lado, a pesar de ser más pequeño que él, aparece
ocupando una posición más elevada en el conjunto, indicando, otra vez,
su importancia en la dirección de la guerra, que él quería que fuera civil
y no militar. Por eso, no podemos estar de acuerdo con Adelaida de Juan,
cuando dice en Pintura y grabado coloniales cubanos, que no hay imáge-
nes pictóricas de la Guerra de Independencia en Cuba hasta después de
terminada la contienda: “las pinturas históricas referidas a las guerras de
independencia no se harán, claro está, sino algunos años después de ter-
minadas estas, en el siglo xx” (1974: 52).

“Conferencia de Martí, Gómez y Maceo en la Mejorana”, Episodios de la guerra,


de Raimundo Cabrera.
Capítulo IX 267

Realmente, ese no fue el caso. Armando García Menocal pintó en


1896 “Carga al Machete”, y a esta obra, deberíamos agregar los dibujos
que aparecen en la novela de Cabrera, el cuadro “La República cuba-
na”, las caricaturas y los conjuntos fotográficos, como “El sueño del
patriota” y los del libro de Gelpí y Ferro. Por esta razón, sugiero que hay
que leer Episodios de la guerra como un texto híbrido, donde se mez-
clan varios géneros literarios: la novela, el diario, la crónica periodística,
junto a dibujos y fotografías de batallas heroicas y las miserias de la
reconcentración de Valeriano Weyler, con el fin de crear un universo
de referencias lo más cercano posible al real. Se trata de un archivo que
sustentaba la historia de la patria y servía para cohesionar la comunidad
de exiliados en los EE. UU., que supieron de la guerra desde lejos, a
través de diversos géneros y documentos, como las fotos, los cables te-
legráficos, las noticias publicadas en diversos periódicos y las versiones
contradictorias de los hechos.
En resumen, al analizar la literatura de la guerra en Estados Unidos
durante esta época, la crítica, tanto histórica como literaria, debería pres-
tar más atención a esta novela, y no enfocarse casi de forma exclusiva
en los escritos de Martí. En la recepción de Martí, además, se ignora
esta narración, que está de acuerdo con su ideología y que mantuvo su
legado después de muerto. Un análisis de Episodios de la guerra revelaría
la influencia que tuvo la novela en la prédica martiana, algo que viene
a unirse más tarde en la República en la forma en que los primeros go-
biernos liberales asumen e interpretan su política racial. En Episodios de
la guerra, Raimundo Cabrera, no solamente crea una historia poderosa
en la que se van engarzando acontecimientos históricos reales y ficticios.
Lleva a escena, también, discursos y situaciones que eran comunes a otros
escritores, como el enfrentamiento entre padres e hijos, la bondad de los
sentimientos patrios, y la pareja heterosexual revolucionaria; todo, para
darle cohesión y patriotismo. Estos discursos se entrelazan para crear una
comunidad imaginada que aspiraba a tener una nación, una comunidad
inclusiva, multiétnica, “con todos, para el bien de todos”, como lo había
querido Martí (Martí 1963-1975, vol. IV: 238). Entre estas escenas de
268 La fraternidad racial

guerra que propone el libro, sobresalen la relación de Bruno con su an-


tiguo esclavo, y la de Ricardo Buenamar y el negro Francisco, en cuyo
personaje, como el del guajiro y los indígenas, se repite el argumento de
la venganza. La guerra, parece proclamar el narrador, era el momento de
saldar esas cuentas y, de paso, contribuir con ello a la victoria de los revo-
lucionarios. En ese aspecto, la novela de Raimundo Cabrera no es tanto
una descripción de la guerra, como su justificación y propaganda. A esto
contribuyen las fotografías e imágenes que en ella aparecen, ilustrando
escenas; pero, también, anclando la narración en un presente histórico,
que da al espectador pruebas tangibles de lo que sucedía en la Isla. De esta
forma, el lector se convierte en un testigo y el narrador, en un reportero,
ambos unidos por su lealtad a Cuba.
Capítulo 10

La República de los generales


y los doctores

Después de la derrota de las tropas españolas en 1898, los cubanos


separatistas celebraron con alegría el nuevo orden político. Erigieron
monumentos a sus héroes y publicaron numerosos poemas e historias ce-
lebrando los símbolos patrios y las hazañas nacionales. El Fígaro (1885-
1943), la revista más importante de la época, pasó de publicar fotos
de autoridades españolas, a celebrar el triunfo de los mambises junto
con textos inéditos de José Martí, Mercedes Matamoros y otros escri-
tores que habían apoyado la causa. Desde muy temprano, sin embargo,
comenzaron a aparecer, también, críticas a los políticos, a los oradores
y a “la patriotería embustera”, como diría Márquez Sterling en 1902
(Márquez Sterling 2004: 292), que presagiaba críticas aún más duras en
el futuro. Una de las razones de este malestar era la intervención nortea-
mericana y su influencia en Cuba, que muchos rechazaban. En 1901,
tres años después de la intervención, Digo Vicente Tejera (1848-1903)
había escrito un poema titulado “El Esclavo”, donde hacía una especie
de alegoría de la situación en la que se encontraba el país que había con-
quistado su libertad; pero que, más tarde, había sido entregada a otro
amo. En el poema, no se dice quién era el nuevo dueño de Cuba, pero
se explica, perfectamente, por el contexto y las imágenes que lo acom-
pañaban en El Fígaro: una fotografía del general en jefe del Gobierno
interventor, Nelson Miles, quien había acabado de visitar Cuba, y otra
de Thomas Platt, “el senador americano, autor de la enmienda que lleva
270 La república de los generales y los doctores

su nombre” (Tejera 1901: 125), y como se sabe, la independencia de


Cuba estuvo condicionada por esta cláusula, que le permitía al gobier-
no estadounidense intervenir cuando quisiera en la Isla. El mensaje del
poema de Tejera, por tanto, no podía ser más claro, y no era el único. La
misma metáfora aparece en otros dos textos escritos por Bonifacio Byrne
“El sueño del esclavo” y “Lascíate... (Elegía a Cuba)”, ambos firmados,
también, en 1901. El primero apareció en El Fígaro, en el mismo núme-
ro que el de Tejera, y luego, en Lira y Espada. El segundo fue escrito casi
al mismo tiempo y está dedicado a Juan Gualberto Gómez, otro opositor
de la ley. Allí dice: “los que han sabido quebrantar sus cadenas, no ser-
viles aceptarán la esclavitud. ¡Inútil que disfrazada llegue bajo el manto
/con que encubre la vil hipocresía / su aleva faz, desde que el mundo es
mundo!” (Byrne 1981: 49).
En este contexto, la frustración política actúa como un químico que
parece corromperlo todo. A nadie, le importaban los escritores que real-
mente valían, como Mercedes Matamoros quien, en un poema dedicado
a Martí, al eregirse en el Parque Central su estatua, se muestra abierta-
mente escéptica ante el futuro de la Isla y afirma que, si este volviera a
vivir, vería con tristeza, el “dudoso porvenir” de su patria, y “¡quién sabe,
/Quién sabe si esos ojos llorarían…!” (Matamoros 2004: 245). Fechado
el 26 de febrero de 1905, dos días después de conmemorarse la fecha del
alzamiento de 1895, y un año antes de su muerte, este poema era un la-
mento por el deceso de su amigo y por la crisis de la República. La estatua
que, supuestamente, debía recordarles a los cubanos quién había hecho
más por la patria, se convierte en un espacio de nostalgia y pesadumbre
para Cuba. Cinco años más tarde, Jesús Castellanos (1879-1912), una
de las jóvenes promesas del país, publica La manigua sentimental (1910),
otro aldabonazo en la puerta republicana, en donde, en lugar de exaltar
el valor de los mambises en la guerra, muestra una especie de “antihéroe”,
que majasea en la manigua, y se preocupa más por las relaciones sexuales
que por la lucha. Para colmo, si en el teatro mambí, en los poemas y en
las canciones patrióticas como “La Bayamesa”, así como en la novela de
Raimundo Cabrera, la relación entre la mujer y el hombre es una alegoría
Capítulo X 271

de la nación y del futuro de todos los cubanos. Castellanos rompe con


esta imagen, su novia Juanilla termina con su amigo Cheo, mientras él
y Esperanza viven juntos sin casarse, hasta que ella lo abandona por un
militar español. Así, como un país en lucha necesitaba un matrimonio
fiel, la victoria de los revolucionarios descubre a los protagonistas desola-
dos, tristes, y sin futuro. Únicamente el personaje principal de la novela,
con su nuevo puesto burocrático en el Gobierno, sobrevive el naufragio y
termina con una mujer –que aun dispuesto a dejar si Juanilla lo quería de
vuelta– nunca se menciona o se habla de ella en la narración.
Desafortunadamente, Castellanos moriría en 1912; pero, ocho años
más tarde, otro joven de talento, Carlos Loveira, publicará Generales y
doctores (1920), donde, al igual que lo hace su compatriota, narra la con-
tienda desde el interior de la emigración y la manigua, y pone el acento
en los aspectos menos importantes de la épica revolucionaria. ¿Por qué
logran estas narraciones ocupar un lugar tan relevante en el imaginario
social de la República? ¿Qué las asemeja y qué las diferencia de otras que
exaltaban a los revolucionarios? Además de ser narraciones bien escritas,
su característica fundamental es la crítica a los políticos de aquel momen-
to, que eran los antiguos patriotas. Desde el punto de vista estilístico,
además, ambas recurren a la primera persona del singular; lo cual les da
mayor fuerza narrativa al brindar la ilusión de que hablan con la experien-
cia de la guerra y la verdad del testigo.
En esta época, se hicieron populares las memorias, testimonios y dia-
rios publicados –lo mismo en España que en Cuba–, cuyo objetivo era
acercar al lector a la experiencia del soldado en la manigua, y preservar así
una página importante para la historia de ambos países. Textos como los
de José Miró Argenter, Cuba. Crónicas de la guerra (1899); los diarios de
Campaña de Martí y Gómez, así como las memorias de Loynaz del Cas-
tillo, escritas, posiblemente, entre 1930 y 1950 (Zaragoza Zaldívar 2015:
54), entran dentro de este género, en el cual se mezclan lo personal y lo
histórico. De manera que, cuando hablamos de las obras más importantes
de la postguerra, tenemos que recordar el período anterior que va de 1880
a 1895, en que, también, la memoria es la productora del discurso. En
272 La república de los generales y los doctores

esta época, se publicaron textos como: A pie y descalzo, de Ramón Roa;


Episodios de la revolución cubana, de Manuel de la Cruz, y Episodio de la
Guerra de Cuba: El 6 de enero de 1871, de Melchor Loret de Mola. Estas
narraciones comparten algunas características importantes con las de Je-
sús Castellanos y Carlos Loveira, especialmente, la de Ramón Roa, como
la trama y la perspectiva ideológica que adoptan. Ellas vuelven a traer a la
literatura el sufrimiento de la gente común, no glorificada, como en las
narraciones de los “héroes” que habían hecho conocidos a Martí y a Car-
los Manuel de Céspedes. Contienen, también, un sentido de decepción
y derrota, ausentes en las obras de los independentistas cubanos anterio-
res. En este momento, seguramente, los escritores podían tomarse ciertas
libertades improbables durante el conflicto; porque, una vez decidido el
ganador y calmados los ánimos, se podía revisar la historia desde un pun-
to de vista crítico, más imparcial, y ver cuáles habían sido los errores que
afectaban y extendían su influencia sobre el presente.
En el caso de Loveira, quien emigró con su madre a los EE. UU., y re-
gresó luego a Cuba en una expedición fulibustera, en 1898, un fragmento
de la narración ocurre en este país, en medio de los exiliados, otra en la
manigua y la última durante el período de la República. Esta linealidad
de la narración, encabalgada entre dos épocas y escenarios diferentes, le
da la posibilidad de hacer una lectura desmitificadora de cada uno de los
períodos por los que pasa, ubicándose el texto en la tradición moderna
de la crítica a las instituciones y de la República; como habían hecho Ma-
tamoros, Sterling y José Antonio Ramos, este último, en su Manual del
perfecto fulanista (1916). En lo que sigue, me interesa explorar, entonces,
la genealogía del poder que describe Loveira en su obra, el pacto médico-
militar que comenzó como motivo de la insurrección de 1895 y terminó
con el ascenso de una élite con un aval guerrero en 1902. Generales y
doctores se enfocará en tal ascenso y, en especial, en los doctores y gene-
rales que surgen a la vida política de la nación por motivo de la guerra, y
de políticas formativas que tienen su origen en el siglo xix.
La prehistoria de este pacto médico-militar, podríamos decir, data de
la segunda mitad del siglo xviii, cuando se impone una política de salud
Capítulo X 273

impulsada por los gobiernos europeos con el objetivo, entre otros, de


eliminar las diversas epidemias que azotaban a Europa. En Cuba, estas
son las epidemias de cólera que arrasaron el país durante el siglo xix. El
Protomedicato, como otra institución colonial, aparece vinculado, en el
siglo xix, a las élites gobernantes, hasta que en 1871, con el fusilamiento
de los estudiantes de Medicina, este ramo entró de lleno en la reserva sim-
bólica del discurso nacionalista, que utilizó la muerte de los educandos en
su campaña libertadora. A ellos, les dedican poemas José Martí, Julián del
Casal y José Joaquín Palma. Loveira hace uso de este acontecimiento his-
tórico, también, para criticar la alianza médico-militar y reconstruirá el
andamiaje del poder a partir de dos figuras emblemáticas, Ignacio García,
“doctor” y “cirujano dental”, cuyo nombre recuerda uno de los principa-
les guerreros del levantamiento del año 68, Ignacio Agramonte, y Cañizo,
un médico devenido insurrecto mambí y, más tarde, político corrupto en
la Cámara legislativa del Gobierno. Ambos personajes eran contrarios por
su origen y por lo que representaban moralmente.
Loveira encuentra la génesis de este pacto en Nueva York, en el mo-
mento en que el protagonista trata de embarcar en una de las expedicio-
nes insurrectas que se armaban para ir a luchar a Cuba. Para su asombro,
en aquella oficina de reclutamiento, le dicen a Ignacio que un título de
profesional era la única seguridad de poder regresar a la Isla en un bote;
ya que, según la lógica de los organizadores, había suficientes hombres
en Cuba dispuesto a morir y lo que necesitaban eran “médicos, enferme-
ros y profesionales” (Loveira 1973: 224). Esto es lo que motiva a Ignacio
a buscar un título en un colegio norteamericano, el Maryland School
of Medicine and Dentistry, donde termina graduándose de “doctor en
cirugía dental” (1973: 265). Así, Ignacio logra salir para Cuba en un
barco insurrecto y, paradójicamente, a pesar de que va a liberar al país
de España y de los privilegios de clase, descubre en su trayecto hacia la
Isla que su condición de “doctor”, no solo le permitía incorporarse a la
guerra, sino también gozar de ciertos privilegios que no tenían el resto
de los hombres que iban con él. En Tampa, los doctores expedicionarios
eran hospedados en la casa de los cubanos pudientes, mientras que los
274 La república de los generales y los doctores

pobres dormían en un lugar aparte. Esto, según el narrador, fomenta-


ba la desigualdad entre los mismos patriotas, razón por la cual, el se
queda con ellos, “porque en estas cosas la plebe es más noble; se mueve
por un sentimentalismo puro, y no por quien sabe qué intenciones que
llevan muchos de los ilustrados” (1973: 281-282). Tal confesión e insu-
bordinación nos muestra desde un inicio que Ignacio no era como los
otros expedicionarios y que, en lugar de pensar en cosas materiales o en
los privilegios que podía conseguir gracias a su título, prefería estar con
los pobres, con los “sentimentales” o los que expresan “sentimentalismo
puro”, que será una forma de diferenciar a los materialistas de los idea-
listas, los que se aprovechan del sistema y quienes luchan por un ideal
patriótico. Su toma de partido con ellos se repetirá en adelante, al triun-
far la República, en que el narrador compara sus esfuerzos por acabar
con las corruptelas sociales, al estilo de un “Quijote” poco práctico en
un ambiente donde los pocos que defendían al pueblo eran acosados por
matones y políticos corruptos. Mas importante aún, es su crítica a los
que él llamaba, en esta misma cita, “ilustrados”, que se valían de su título
universitario para ascender en el juego político. Al fin y al cabo, Loveira
era un líder obrero antes de dedicarse a la escritura. Creció en un hogar
humilde, sin padre, y su madre era sirvienta de una familia rica, con la
cual emigró a los Estados Unidos en 1896 (Martínez 1971: 73).
Similar reproche aparece en su descripción de la manigua cubana,
donde Ignacio sigue los pasos de Cañizo, responsable de un hospital de
sangre que, en lugar de pelar, vive del “gran majaseo” y seduciendo a una
guajirita del lugar (Loveira 1973: 314). La crítica de Loveira se enfoca,
entonces, en estos hombres, que, en lugar de arriesgar su vida, viven sin
tener que pasar por los sacrificios de la guerra ni disparar un tiro y, al
final, son tratados como héroes. Tal reprobación no era nueva, ya que, si
recordamos bien, ya había aparecido en el libro de Ramón Roa, A pie y
descalzo, quien se llama a sí mismo “majá” (Roa 1890: 54), y aparece des-
pués en la narración de Jesús Castellanos, cuyo protagonista decide irse a
La Habana y estarse allí durante el conflicto bélico. En vez de señalar los
peligros a los que, usualmente, estaban expuestos los mambises durante
Capítulo X 275

los combates; en lugar de resaltar la importancia y el peligro que corrían


los hospitales de campaña, Loveira se enfoca en un médico, cuyas ideas
antes de la guerra, para colmo, eran opuestas a las de los independentis-
tas, ya que, como le escribe más tarde Ignacio a la madre, había:

muchas gentes de ideas y aspiraciones mezquinas entre nosotros. Aquí


tienes a Cañizo. Después de cansarse de decir que la república sería un
Haití, una merienda de negros y que sé yo cuántas cosas más, la leva de
la invasión lo encontró en una finca, se lo llevó y ahora es más ultramon-
tano que el Papa. No hace más que limpiar las estrellas, escribir sus fabu-
losas hazañas en un gran diario de campaña e inflar discursos de suicida
espartano (Loveira 1973: 330).

Ignacio podía contar la historia de Cañizo, porque este había sido su


doctor antes de la guerra, y en su presencia había tenido palabras muy
fuertes contra los revolucionarios. Sin embargo, Cañizo mismo y su tío
Pepe, eran los “doctores” que habían llegado a tener poder durante la
República, los dos primeros por ser veteranos y el último, por dinero,
con el que apoyaba las campañas políticas de los otros dos. Por tanto, al
mostrar hombres como Cañizo o él mismo, quien confiesa en la misma
carta que nunca pudo ejercer su profesión en la manigua, al terminar la
guerra, Ignacio tiene el grado de “Capitán de sanidad militar” (Loveira
1973: 329); todo lo cual mostraba la injusticia que se cometía con otros
que nunca fueron ascendidos por no ser “ilustrados”.
Esta representación del doctor como “antihéroe” contrasta, pues, con
la importancia que la historiografía de la guerra y, más tarde, de la Repú-
blica, le había dado a esta figura y a los hospitales de sangre1. En la guerra,

1
Para más detalles sobre la labor de los doctores en la guerra, véase el libro de Eugenio
Sánchez Agramonte, publicado en 1897, en Nueva York y, luego, en 1922, Historia del cuerpo
de sanidad militar. Ejército libertador de Cuba: campaña 1895-1898 (1922), y las referencias a
los médicos y hospitales de guerra en la revista El Fígaro, de La Habana. Igualmente, véase el
libro de B. Escobar Nuestros médicos (1893), que resalta la importancia de los galenos a finales
del siglo xix en la Isla.
276 La república de los generales y los doctores

los hospitales eran, por lo general, los lugares más expuestos, ya que casi
todos los enfermos eran incapaces de moverse y eran las mujeres quienes
los cuidaban. Por esta razón, eran atacados y los enfermos, fusilados. Una
de estas matanzas en los hospitales de sangre es descrita por Ramón Do-
mingo de Ibarra en Cuentos históricos, recuerdos de la primera campaña de
Cuba, 1868-78 (1905). Ibarra había nacido en Cuba, en Guantánamo,
pero estudió la carrera militar en La Habana y sirvió bajo el gobierno de
España en la Guerra de los Diez Años. Entre sus recuerdos, cuenta uno
“horroroso”, en que los soldados españoles sorprenden una de estas clíni-
cas y fusilan a ocho enfermos. En su narración, Ibarra narra con angustia
este y otros sucesos y muestra su desasosiego a la hora de realizar estas
acciones en virtud de la guerra y España siendo él mismo cubano. Como
ya vimos, además, Raimundo Cabrera había hecho doctor a su protago-
nista, quien había colaborado con Martí en la inmigración y fue Martí,
de acuerdo con un testimonio que recoge Gonzalo de Quesada y Miranda
en Anecdotario Martiano, quien había diseñado esta estrategia. Según el
coronel Martín Marrero, el delegado del Partido Revolucionario Cubano
le había dicho antes de morir:

Los médicos son los más apropiados, y, por lo tanto, serán los mejo-
res delegados [del Partido Revolucionario Cubano]. Sus pasos en ninguna
hora, ni en ninguna parte llaman la atención: siempre son bien recibidos.
Todos les deben algo: unos la vida, otros dinero. El médico es quien mejor
conoce los secretos todos: por eso, ésta será la revolución de los médicos
(Quesada y Miranda 1948: 70).

Si Martí, en efecto, dijo tales palabras, estas reflejarían un pragmatismo


impresionante y un conocimiento estratégico de las expectativas que se te-
nían de un doctor en su tiempo. No obstante, el locus enunciativo de esta
frase lo hace, al menos, sospechoso por ser una anécdota, y por ser Marre-
ro, además un médico, coronel de la guerra de independencia, que repre-
sentaba entonces los intereses de la clase políticamente privilegiada. Pese
a esto, hay que recordar que su testimonio confirma la enorme presencia
Capítulo X 277

de los galenos en la contienda de 1895, que la historiografía médica re-


publicana se encargó de resaltar. Esta presencia aparece en la vida política
del país, en la literatura, en la educación y hasta en el periodismo, ya
que, después del triunfo revolucionario, se editaron periódicos como “La
Higiene”, órgano paralelo a la campaña de saneamiento de la ocupación
norteamericana en la Isla y se escribieron manuales de escuela, como los
del doctor y escritor naturalista Miguel de Carrión. En estos años, los
doctores ocuparon los sitios claves de la estructura social y las estadísticas
cubanas demuestran la disparidad social en la Isla entre los blancos y
negros según las distintas profesiones, entre las que destacan tres en par-
ticular: la abogacía, la medicina y la telegrafía. Según los censos de 1899,
1907 y 1919, los médicos blancos en Cuba totalizaban 284 (1899), 240
(1907) y 233 (1919), lo que nos dice que el número de doctores en Cuba
alcanzó un pico en la época posrevolucionaria y, a partir de entonces,
comenzó a disminuir. Su número total contrasta con el de los negros que
ejercían la misma profesión en esta época (de 1899 a 1919), cuya cifra
total asciende a 21 en toda la Nación (De la Fuente 2000: 168). Está cla-
ro, entonces, que ser doctor representaba una marca de prestigio social,
a la vez que era un claro indicio de las diferencias raciales que existían en
Cuba. Loveira no registra, sin embargo, estas diferencias en su novela ni
la disparidad social entre ambas razas. Sus comentarios los reserva para “el
pueblo”, que era víctima de los políticos corruptos, entre los que destaca-
ban: los doctores, los abogados y los generales.
¿Por qué estas tres profesiones llegaron a tener tanto poder en Cuba?
La respuesta, como muestra Loveira, está en el pasado colonial, en la
guerra (especialmente, la de 1895), y podríamos agregar, en la historia
de enfermedades y fallecimientos a causa de la viruela, el vómito negro,
la tuberculosis y otras enfermedades, que debió hacer que la de médico,
en particular, fuera una profesión muy popular en Cuba. A esto se suma
el hecho de que en la colonia, las dos profesiones principales eran la de
doctor y abogado, muchos de los cuales, a finales del siglo xix, eran de
filiación autonomista y se nuclearon alrededor de publicaciones en las
que se discutía con frecuencia la “cuestión social”. Ellos eran los únicos
278 La república de los generales y los doctores

que, durante el sistema esclavista que existía en Cuba, podían estudiar


y ejercer estas profesiones, cuya función, además, era la de preservar el
bienestar económico y el poder blanco de la colonia. Dos personajes de la
novela muestran esta conexión, José Inés Oña, un mulato estudiante de
derecho y Carlos Manuel Amézaga, futuro doctor en Medicina (Loveira
1973: 158). Ambos políticos pertenecen al Partido Liberal autonomista,
y Loveira los critica duramente por su extracción social y por haber estado
al lado de España durante la guerra de independencia. Especialmente, sus
críticas más mordaces son para el tío Pepe, quien se supone que fue un
personaje rico y prominente en la política cubana de aquel entonces; así
como para José López Rodríguez y Carlos Manuel Amézaga, cuya iden-
tidad verdadera se cree que fue la de Rafael Montoro (Owre 1966: 382).
Montoro se presentó en 1908 como candidato a la vicepresidencia del
país por el Partido Conservador y, más tarde, ejerció altos puestos en los
gobiernos de Mario García Menocal y Alfredo de Zayas.
En este contexto histórico, el cuestionamiento de Loveira de tal con-
junción de poderes, así como de los políticos autonomistas que entonces
ocupaban puestos en el gobierno, tomaría la forma de un desmontaje de
los canales de legitimización que constituyó la colonia y la República.
Por tal motivo, priorizará las faltas de estos “héroes” y las circunstancias
históricas que los habían llevado al poder. Trata de mostrarle al lector
lo que está detrás de sus títulos, las aspiraciones nada patrióticas que
tenían y la forma oculta en que habían logrado sus objetivos. De esta
forma, Loveira concibe la historia dentro de un patrón causal, donde el
presente es el resultado de prácticas del pasado, de estructuras económi-
co-ideológicas que no desaparecieron con la guerra; sino que, más bien,
se reprodujeron durante la República; estructuras que perpetuaron el
poder de unos pocos, sobre el pueblo, los obreros y hombres que no se
dejaban comprar. Como le dice en un lugar a su tío Pepe, que represen-
ta todo lo contrario a lo que él aspiraba:

Por más que se habla mucho del trabajo, y se ha dicho y repetido que
la república será agrícola, o no será, todos siguen haciendo doctores a sus
Capítulo X 279

hijos. Y como estos señores monopolizan la ciencia, la intelectualidad, la


superhombría, resulta que en todo se meten y todo se lo cogen, y a los
otros solo nos queda contemplar cómo los generales de oficio y los docto-
res sin clientelas se disputan la presa (Loveira 1973: 345).

De ahí, el “pesimismo” que ve en casi todo lo que lo rodea y que el


mismo texto urja al lector a descubrir esa genealogía para acabar con el
mal, lo cual convierte a Generales y Doctores en una “novela de tesis”, he-
redera del Naturalismo de Émile Zola, como decía Arturo Montori en
una de las primeras reseñas del texto (Montori 1922: 224), ya que, en
efecto, muchas de sus novelas fueron escritas para abogar por una causa
social y criticar la moral establecida, que, en este caso, es la de los polí-
ticos corruptos. Para Montori, quien era un educador, la cuestión de las
obras de Loveira se reducía a un conflicto entre belleza estética y adoc-
trinamiento y, si bien él rechazaba la preponderancia de la ideología
sobre la estética, no deja de darle razón al narrador, porque él también
sentía la misma “indignación ante el derrumbe de todos los soportes
orgánicos y morales de nuestra nacionalidad, abatidos por la brutal des-
aprensión de aquellos mismos a quienes el pueblo incauto ha confiado
su custodia” (1922: 226-227). Este sentimiento de frustración, tan bien
interpretado por Montori, es lo que hace de la novela de Loveira un
lugar ideal donde leer los enunciados legitimantes de la labor del médi-
co asociado a la esfera militar y política durante estos años. Sus formas
no discursivas estarían constituidas por la oficina de reclutamiento de
Nueva York, que exige un diploma de médico, y un cuerpo saludable,
según la concepción moderna, para ir a luchar por la patria y, por otro
lado, la Cámara, donde los doctores sin clientes hacen política. Su rees-
critura de la historia renuncia a la apología del Estado para convertirse
en una crítica de las desigualdades y las lagunas del poder. En términos
de Foucault, su memoria sería una “contra-memoria” y su novela, un
“meta-relato” del resultado último (1977: 153-154). Con esto, Lovei-
ra, intentaría atravesar la máscara republicana descubriendo lo que está
en el fondo, viajando al origen del mal, porque, según Foucault, la
280 La república de los generales y los doctores

contramemoria es el elemento principal de las historias “efectivas”, que


se oponen a las historias “tradicionales” (1977: 153-154). Según el na-
rrador de Generales y doctores estos son los “doctores que vinieron con-
migo, o en otras de aquellas expediciones de última hora, que sin más
ni más, a los cinco meses de manigua pacífica, se hacen llamar coroneles
y generales” (Loveira 1973: 330).
Consecuentemente, la mirada del narrador se vuelve un desafío doble:
a las élites de poder que intentan privilegiar este sujeto y a la ciencia,
como receptora de un saber positivo que hereda la República del proyecto
ilustrado. Su crítica hará uso de un lenguaje desmitificador, que va a me-
dicalizar las faltas republicanas, convirtiendo al médico y al militar en su-
jetos paradójicos, que “enferman” a la Nación en lugar de salvarla. En tal
sentido, es llamativa la insistencia del narrador en somatizar la sociedad.
Según la concepción neoplatónica organicista del Estado, la República,
para Loveira, es un cuerpo inútil, un organismo biológico “comido” por
la “lepra política” o, como afirma al final de la novela, devorado “como
por un cáncer, por la plaga funesta de los generales y doctores” (Loveira
1973: 409). Lenguaje paradójico, que usa para criticar las mismas herra-
mientas de la profesión de la que sospecha, ya que las referencias a tales
enfermedades que contaminan el cuerpo del país son imprescindibles por
el valor funesto que se les atribuía por ser un verdadero flagelo de las so-
ciedades modernas, especialmente, el cáncer, cuya importancia se hacía
más evidente por el fracaso reiterado de la medicina para curarlo.
Por la misma época en que Loveira escribe esta narración, Juan An-
tigas llamaba la atención de los lectores habaneros sobre este mal, cuyas
estadísticas eran cada día más alarmantes en Cuba. Uno de los artículos
de Antigas se titulaba “la aterradora invasión del Cáncer” y, al igual que
él, Loveira demuestra, a lo largo de la novela, un profundo escepticismo
sobre los resultados de la medicina convencional. Si Ignacio de niño,
según el narrador, “tuvo la banal creencia” de que el viejo médico del
pueblo le había salvado, más tarde, en la manigua, alerta al lector de
los intentos fallidos de Cañizo para recetar y curar sus heridas con una
dieta láctea y píldoras, que él botaba al menor descuido del médico.
Capítulo X 281

Porque, según afirmaba, “en aquella época los médicos combatían la


dieta de frutas, al igual que hoy combaten otras cosas que mañana acep-
tarán” (Loveira 1973: 310). Este escepticismo y rebeldía ante la medici-
na convencional de la época se convierte en otra forma de desmitificar
la ciencia y la figura del doctor en su novela. Su preferencia eran los
remedios naturales, por lo cual deja las medicinas para los otros. Esto
coloca al narrador de Generales y doctores en una posición muy similar a
la del “naturismo”, que ejerció en México antes de escribir esta novela,
y a la del propio Juan Antigas quien, siendo médico de profesión, hizo
un verdadero evangelio del uso de tratamientos no convencionales para
tratar enfermedades como el cáncer y la tuberculosis (1927: 338-346).
Curiosamente, la joven nación no es la única que aparece “enferma” en
la novela por las corruptelas morales. El malestar social está, también,
presente en Ignacio quien, cuando hace la “historia de sus primeros
años”, enumera las distintas enfermedades que padeció y cada enfer-
medad representa una época en su imaginación. La imagen de Ignacio
siendo atacado por enfermedades diversas se corresponde así con la de
la República, y su pesimismo sobre el valor de la medicina.
No obstante, la crítica loveriana a la medicina, a los doctores y a las
instituciones, se contrapone de forma paradójica, también, con su natu-
ralismo y su énfasis en las ciencias sociales. Ignacio, al final de la novela,
se autotitula “sociólogo” y, en su discurso ante la Cámara y en las con-
versaciones con su tío, hace referencia a “la fuerza del atavismo” (Lovei-
ra 1973: 391), el “determinismo” (1973: 343) y las teorías de Cesare
Lombroso (1835-1909), que ya había aparecido en la literatura médica
cubana en 1876, y más recientemente, en Los negros brujos (1906), de
Fernando Ortiz, indicando rasgos de los sectores marginales de la so-
ciedad cubana. Ortiz, quien fue discípulo del criminalista italiano, usó
en su primera etapa como etnólogo el tradicional discurso positivista
criminológico para criticar las prácticas afrocubanas, en especial la de
los ñáñigos, cuya orden aparece referida en esta novela muchas veces, al
aludir el narrador a los elementos “hamponescos” de la política cubana.
En su libro, Ortiz analizó el fenómeno de la religión como remanente
282 La república de los generales y los doctores

de un tiempo y una cultura extraños a la cubana. De modo que, si Loveira


rechaza la medicina convencional y el poder ejercido por los generales-doc-
tores, no hace lo mismo con la etnología y la sociología, que eran ciencias
emergentes en aquella época y gozaban de un marcado respaldo entre los
propios intelectuales cubanos. Estas ideas surgen, precisamente, en una de
las conversaciones sobre su experiencia en la Cámara con su tío Pepe, don-
de Ignacio declara que sus colegas no le daban miedo, sino que, más bien,
sentía al verlos “impulsos de domador, porque salvo las excepciones dichas,
aquello me parece un jardín zoológico: cráneos simiescos, quijadas lombro-
sianas, espaldonas capaces de resistirlo todo” (Loveira 1973: 384).
La comparación entre los individuos y animales como el mono, así
como la insistencia en caracteres hereditarios, es un discurso propio de la
teoría criminalista de Lombroso, que creía en el determinismo biológico, el
atavismo y en lo que él llamaba el “criminal nato”. En el caso de la novela
de Loveira, se trata de un discurso crítico que funge como una herramienta
del anti-poder, como otra arma con la cual combatir el presente orden de
corrupción del país y legitimar sus ideas. Estas muestras del pensamiento
cientificista, puestas en boca del protagonista principal, ejemplifican la im-
posibilidad que tiene nuestro escritor de escapar a la episteme que domina
el ámbito cultural e intelectual cubano en la época de entre siglos. Apuntan
a su imposibilidad de romper con los discursos que le precedieron y, sobre
los cuales, se erigía el consenso para mantener al otro —negro, asiático,
inmigrante y pobre— sojuzgado. Poco antes de esta observación, en que Ig-
nacio habla de “cráneos simiescos, [y] quijadas lombrosianas”, este aleccio-
na al tío sobre el “determinismo” biológico que, según deja entrever, existe
en cualquier país. “Pero, ¿qué quiere usted? Unos venimos al mundo a una
cosa, y otros a otra. Unos vienen a buscar pan, por vilipendiado que sea, y
otros a rompernos la crisma con los molinos de viento. Usted me conoce
desde muchacho, y no sé si, con todo y que usted es doctor, sabe lo que es
determinismo” (Loveira 1973: 343).
Resulta, entonces, que Loveira se sirve del gran relato de la ciencia
positiva para poner al descubierto las corruptelas morales que azotaban el
país, lo que pone, a su vez, al descubierto las aporías de su discurso que,
Capítulo X 283

por un lado, crítica a los médicos y a la ciencia, y por otro, trata de legiti-
mar sus puntos de vista con argumentos pseudocientíficos, de los cuales,
se sirvió ese mismo poder para medir, controlar y castigar a quienes tenía
bajo control. Por tanto, Generales y doctores, no solo es un texto crítico
de las instituciones modernas y republicanas; sino que es, también, un
argumento convencional al respaldo de las formas deterministas de re-
presentar al Otro, algo que Loveira reitera en otras novelas, asimismo, de
corte naturalista, como Juan Criollo (Uxó 2010: 250). Generales y doctores
debiera leerse, por estos motivos, como un complicado reajuste de cuen-
tas entre el poder y sus críticos, entre la historia pasada y la presente, y la
ansiedad de legitimar su punto de vista, tan idealista como el del Quijote,
para salvar la República cubana.
No es raro, entonces, que Loveira eche mano a otro de los sucesos
fundacionales de la nación cubana, que respaldaba el prestigio del mé-
dico en la sociedad antes y después de la independencia: el fusilamien-
to de los estudiantes de Medicina. Ignacio recuerda este suceso para
vincularlo con su propia vida al contar un incidente muy desagradable
que le había sucedido en el colegio cuando era niño. La escena aparece
en las primeras páginas de la novela cuando el narrador cuenta cómo
en medio de una celebración religiosa y un desfile militar español, él y
los otros alumnos de la clase se burlaron de los voluntarios españoles
de la ferretería contigua que celebraban con una sonara trompetilla y
mentándoles la madre. Ignacio recuerda cómo los voluntarios españo-
les que los escucharon del otro lado se encolerizaron, y acusaron a los
transgresores de traidores a España. No era para menos, ya que, si re-
cordamos bien, el incidente que había puesto a Martí en presidio y la
misma muerte de los estudiantes de Medicina habían comenzado como
juegos y burlas a los integrantes de este cuerpo militar que no aceptaban
ningún tipo de transgresión, quienes tenían un gran poder en la colo-
nia. Según el narrador, las fiestas religiosas y patrióticas que realizaban
frecuentemente eran “modalidades de la intransigente política colonial”
(Loveira 1973: 19), con lo cual, se entendía que cualquier burla fuera
tomada como un acto político, como una forma de traición a la Madre
284 La república de los generales y los doctores

Patria. De modo que, Ignacio, que ya tenía 12 años y asistía a la escuela


de un maestro español, a pesar de ser criollo y tener sentimientos sepa-
ratistas, sabía que tal “choteo” era una forma de insubordinación polí-
tica, que podía costarle caro (1973: 21). Su acto transgresor consistió
en terminar una frase de una canción popular asturiana que coreaban
los voluntarios, alterando un simple pronombre, que fue suficiente para
hacer estallar la ira de los españoles. Cuenta el narrador:

En este preciso instante en que más prodiga corría la vena de la alegría


mataperril, salió del otro lado de la tapia la letanía estridente: //“Soy de Pra-
via, soy de Praviaaaaa, //Y me salta repentina, incontenible, la necesidad de
terminar el canto, soltando con la voz de pito de mis doce años el consabi-
do aunque alterado: //y tu madre una pravianaaaa…” (Loveira 1973: 21).

Después de escuchar el insulto, el padre de Carlos Manuel Amézaga se


presenta con su uniforme de voluntario en el recinto escolar y le reclama
al maestro un castigo para el “granuja que le había mentado la madre a
sus dependientes y a España” (Loveira 1973: 22), y es el hijo quien, luego,
será uno de los principales dirigentes del Partido Liberal autonomista,
quien lo delata, acusándolo de separatista y diciendo que, seguramente,
tenía en el bolsillo propaganda revolucionaria, como en efecto ocurrió.
Es en ese momento, cuando el capitán de voluntarios entra “bufando”
con la mano en el machetín, que Ignacio afirma: “Al verlo recordé a los
estudiantes del 71, cuya historia conocía yo por mis lecturas de escon-
dite, y un más intenso escalofrío de terror me electrizó todo el cuerpo”
(1973: 22). Ignacio es, entonces, insultado, golpeado y el maestro pro-
mete echarlo de la escuela, aunque para su beneficio, el padre llega y lo
defiende, tomando su lugar; apesar de ser también español y soldado del
ejército; pero, como dice, entendía que esta forma de actuar los españoles
no era la mejor para atraerse las simpatías de los criollos. Así, se repite en
la novela de Loveira el drama de muchas familias cubanas en este perío-
do: el de la casa dividida, el hijo dispuesto a luchar por Cuba y el padre
decidido a defender a España.
Capítulo X 285

Destaco este incidente por ser un ejemplo del choteo político en la novela,
y por la importancia que tiene el fusilamiento de los estudiantes de Medici-
na en el imaginario cultural de la revolución; ya que el incidente es tomado
por Ignacio como una especie de alegoría de la situación de la Isla, dividida
entre hijos criollos y padres peninsulares. Ambos son cubanos, estudiantes,
independentistas, que comienzan jugando y terminan siendo “víctimas” de
los voluntarios. Por todo ello, durante la escena, Ignacio asume la persona-
lidad de uno de los condenados, el padre de Carlos Manuel Amézaga, la del
gobierno colonial y su propio padre, la de Federico Capdevila (1845-1898),
el abogado peninsular que defendió a los alumnos durante el juicio y se negó
firmar la sentencia de muerte. Ignacio llega a decir que su padre al defender-
lo “sobre aquel vejete cobarde empezó a desatar un tremendo discurso cap-
devilesco” (Loveira 1973: 25).
Lógicamente, el acto de burlarse del voluntario no podía circunscribirse,
únicamente, al ámbito familiar o al de un juego de niños. Debía entenderse
en términos de la lucha ideológica entre criollos y españoles, entre las vícti-
mas de la colonia y sus victimarios; por lo cual, el choteo aparece aquí como
una crítica a España y una forma asociada a la verdad, al valor de los jóvenes
y a la idiosincrasia del cubano. Loveira lo llamará “alegre y característico
el incomparable choteo cubano” (1973: 277). Desde este punto de vista,
el choteo no es una herramienta que mina la autoridad legítima en esta
novela, o que amenazaba la sociedad cubana como pensaban algunos inte-
lectuales. Era una crítica saludable, alegre, y propia del cubano, de aquellos
que, como Ignacio, de niño, estaban en contra de la corona y utilizaban
cualquier oportunidad para desinflar de efectismo o solemnidad vanidosa
una situación dada, como el desfile español, el mitin de los autonomistas en
Pláceres, o la autoridad de los políticos.
Por esta razón, podríamos decir que el humor de Loveira tendría una
función similar al de José Antonio Ramos, el autor de la obra de teatro
“El traidor”, que había defendido el choteo pocos años antes, criticando
a los que pensaban que era un “vicio” del cubano. Por el contrario, según
Ramos, en Manual del perfecto fulanista, este era “una fuerza represiva
contra los excesos, extralimitaciones, vanidades y ridículas pretensiones
286 La república de los generales y los doctores

de todo género; es agua fuerte que deja indemne al oro verdadero y descu-
bre al falso” (Ramos 1916: 254). No por casualidad, el libro de José An-
tonio Ramos es, también, una crítica a los nuevos gobernantes cubanos,
de quienes los apoyaban y se beneficiaban de ellos, era un estudio, como
decía el subtítulo “de nuestra dinámica político-social”. Ramos, también
se apoyaba en la sociología y en la psicología para definir las costumbres
criollas. Ponderaba su capacidad de asimilación y la “serie inconfundibles
de rasgos psicológicos” que tenía (1916: 254). Por eso, según él, era un
error atribuir al choteo todas las culpas que usualmente se le achacaban.
“El choteo es más efecto que causa, efecto no solo de añejos vicios, sino
de causas inmanentes, perfectamente amorales y perpetuas”, como las ca-
racterísticas físicas del país (1916: 252). En contraste con la “taciturnidad
de los países nórdicos”, el cubano tenía su forma burlona de referirse a la
realidad, y “puede haber buena fe” haciéndolo (1916: 252-254).
Sugiero, entonces, entender las críticas de Loveira en esta novela como
una forma de choteo que tiene la función de señalar lo falso y privilegiar
lo verdadero. Una burla que, indiscutiblemente, era portadora de un ma-
lestar político y un reflejo de las capas populares, que el narrador utiliza
como una “fuerza represiva contra los excesos” del poder, como decía
Ramos, y deja otra marca naturalista en la narración (1916: 254). No
por gusto, según Montori, uno de los cuadros de la novela está “realzado
por regocijados tonos humorísticos cargados especialmente en torno a
un coronel de Sanidad Militar, en el que han debido sentirse aludidos
más de uno, entre nuestros encumbrados prohombres, astros fulgentes
en el tachonado cielo de nuestra ubérrima república” (1922: 219). Este
“humorismo” es más que una simple carcajada, porque está dirigido a
los que gobernaban el país, como apuntaba Montori. No era una burla
hecha desde el poder, como había ocurrido tantas veces durante la colo-
nia, en revistas como Don Circunstancias, Don Junípero (1869-1874), o
El Moro Muza, que se burlaban muchas veces de los negros, los revolucio-
narios y los asiáticos. Es un humor que habla al Estado, que va dirigido
a “profesionales” como Cañizo, en cuyo retrato debió “sentirse aludido”
más de prócer cubano. En uno de estos retratos burlescos, narrado por
Capítulo X 287

el tío Pepe, que también era doctor, él y Cañizo son invitados a comer
por un amigo, donde al descorchar una botella, dice Pepe, el mayor de
los hermanos, se llevó casi un dedo “y Cañizo y yo salimos gritando, muy
asustados, sin darnos cuenta de la plancha: ‘¡Un médico, pronto! que
llamen a un médico!’” (Loveira 1973: 359). Podríamos decir, entonces,
que si la medicina y los médicos pudren la Nación, el chiste, la burla y la
sátira la limpian y la sanan. Si fuera posible, por eso, unir discursivamente
la oficina de reclutamiento en Nueva York, la cámara legislativa en la Re-
pública y Cañizo, como una genealogía del poder republicano, por otro
lado, tendríamos que armar otra con su origen en el nacionalismo criollo,
los sucesos del 1871 y el choteo que llegaría hasta el propio Ignacio.
En conclusión, podemos decir que la literatura de principios de la
República se caracteriza por manifestar un profundo malestar por la si-
tuación política y social en que vivían los cubanos. Muestra que los in-
telectuales como Tejera, Bonifacio Byrne, Mercedes Matamoros, Arturo
Montori y el propio Carlos Loveira veían con inquietud y tristeza cómo
se iba deteriorando la sociedad cubana por el intervencionismo nortea-
mericano, la corrupción de los políticos, y otras lacras sociales. Con Ge-
nerales y doctores, Loveira se propone juzgar esta situación, enfocándose en
el desarrollo de las élites o los “ilustrados” desde el comienzo de la guerra
de 1895 hasta después del triunfo de la República. En su libro, ocupan
un lugar principal los médicos y los abogados, quienes eran veteranos de
la guerra de independencia, y usaban su “veteranismo” para escalar en la
sociedad. Loveira critica, pues, esta institución, censura a la medicina;
pero, a su vez, utiliza la ciencia, en especial, la sociología y la antropología
criminal para tipificar a sus enemigos. Ellos son los políticos que más se
asemejan a los animales, quienes tienen “quijadas lombrosianas”, grandes
espaldotas y rasgos simiescos. Su mirada divide a la sociedad en dos mi-
tades que, al igual que los criminalistas lombrosianos, ven reproducirse
a través de rasgos hereditarios, comportamientos “atávicos” y primitivos.
De este modo, Loveira maneja dos tradiciones: una crítica de la ciencia
y los médicos, y otra, que utiliza esta misma ciencia para criticar la so-
ciedad. Finalmente, en su novela, Loveira valora y ensalza los ideales y
288 La república de los generales y los doctores

“sentimientos puros” que ayudaron a crear la República, usa el choteo


para criticar a los políticos, que usufructuaban el poder. Enjuicia el pacto
entre generales y doctores, que venía de la colonia y se reproducía en el
presente. Es fundamental, por esto, al leer esta narración, prestar atención
a la historia constitutiva de este pacto, a los periodos y a las formas en
que este poder se expresa, ya que el desmontaje de tal alianza es la razón
principal de la existencia de este texto.
Palabras finales

En este libro he hecho un análisis de las narraciones principales que


trataron el tema de la guerra de independencia de Cuba entre 1868 y
1920. En estas novelas, poemas y obras de teatro, los escritores cubanos
y españoles se apoyaron en dos conceptos básicos para hablar del país:
el de la raza y el de género. Con estos conceptos expresaban su lealtad a
la patria o justificaban la integridad nacional. La forma en que lo hacen
unos y otros, sin embargo, es radicalmente distinta. Si los criollos crean
alianzas con los negros y los indígenas, incluso, con los españoles que
querían unirse a la causa de los revolucionarios, los partidarios de la co-
rona tachan a estos de hijos desleales e ingratos, y afirman la superioridad
de su cultura sobre la de aquellos. Por eso, los primeros subrayan la deuda
de gratitud que los criollos le debían a España por haber recibido de ella
la civilización, sin la cual, argumentaban, regresarían a la barbarie. Ambos
bandos generan símbolos, mitos y recuerdos para apoyar sus respectivos
programas políticos. Crean narraciones en donde los independentistas se
ven a sí mismos como redentores y vengadores de los otros grupos étnicos
del país, y en cuyas acciones priman el discurso de la libertad y el de los
derechos civiles sobre el de la riqueza y el individualismo.
De esta manera, podemos hablar de dos maneras de representar a
Cuba. Una, a través de la imagen de “la linda criolla” y otra, la de la india
semidesnuda sujeta por España. La primera representaba las aspiraciones
de los cubanos a ser libres; la segunda, la visión paternalista de los espa-
ñoles, ya que, mientras la primera contempla el porvenir, la segunda mira
al pasado. Así cada bando mostraba un imaginario cultural diferente, una
ideología e imágenes visuales que entraban en pugna una con otra. En
290 Palabras finales

este conflicto, si los revolucionarios minimizaban los temores a una lu-


cha racial, los partidarios del poder español los acentuaban, creando, en
consecuencia, miedo y rechazo en quienes, incluso, podían ayudarlos.
Este es el caso de los poemas de Francisco Camprodón y las novelas de
Francisco Fontanilles y Quintanilla, así como de Eduardo López Bago,
en cuyos textos se explota el miedo al negro, a la anarquía social y a la
guerra de razas. En consecuencia, los negros, quienes formaron una parte
considerable del Ejército Libertador en ambas contiendas, se convirtie-
ron, desde el inicio, en un componente esencial del conflicto bélico desde
el punto de vista retórico, ya que podían significar lo peor para ambos
bandos. España lo entendió así, cuando, después de la guerra de 1868,
promulgó medidas que los favorecieron, y Martí respondió argumentan-
do que los negros no le debían su libertad, ni sus nuevos beneficios a la
Corona, sino a los cubanos, que habían sido sus verdaderos redentores.
Se entendía que, en pago de agradecimiento, ellos (los negros) debían a
regresar a pelear por una Cuba libre. Para Martí, estaba claro que quien se
“ganara” a los negros decidía el conflicto, y fue él quien se los “ganó” con
su extraordinario talento, con su prédica antirracista y la fórmula políti-
ca “con todos y para el bien de todos”. En sus escritos, la futura nación
uniría bajo una misma bandera a todos los nacidos en Cuba, en igualdad
de condiciones y sin prejuicio alguno. Sería una nación multiétnica, en la
cual hasta los restos mortuorios de los indígenas servirían, como él mismo
dice, de “fuerza y poesía de la patria venidera” (Martí 1963-1975, vol.
IV: 470). De este modo, Martí “exhuma”, también, los cuerpos de los
habitantes originarios de la Isla, y se apoya en la memoria de “tres siglos”
de esclavitud para conquistar la independencia. A través de sus escritos y
discursos políticos, la historia, los recuerdos y los símbolos nacionales se
convierten en carne de la patria y, con ellos, logra convencer a los cubanos
de que regresen a pelear. Estos textos confirman, entonces, que la guerra
no se hizo, únicamente, con balas y machetes; sino, también, con memo-
rias interesadas, promesas de un futuro mejor, símbolos etno-nacionales
y la prédica de una comunidad unida, con la cual enfrentar al ejército
colonial. Solo así podían los revolucionarios convencer a los blancos de
Palabras finales 291

que no serían víctimas de otra venganza, que nunca sucedería en Cuba


otra guerra como la de Haití y que, bajo el estandarte de la nueva Nación,
todos serían iguales.
Antes que concluir, quiero añadir que este libro está dedicado a
dos de mis antepasados: a la “abuelita” Nicolasa Milán Figueredo, y al
“abuelito” Alejandro Martínez Blanco, y la razón de esta dedicatoria
es de tipo personal, pero también histórico. Desde niño escuchaba a
mi abuela contarme cómo su abuelita había luchado en la guerra de
independencia e, incluso, había perdido a sus hermanos combatiendo
contra el ejército español. Nicolasa, me recordaba, era prima herma-
na de Perucho Figueredo, el autor del himno nacional de Cuba, y fue
mambisa como él, aunque irónicamente, decía, se casó con Alejandro
Martínez Blanco, quien fue teniente del ejército peninsular. De Ale-
jandro, mi abuela no recordaba mucho; pero, en el transcurso de esta
investigación, pude averiguar que llegó a Cuba siendo un adolescente y
que, antes de morir, interpuso una demanda en España contra las “Rea-
les órdenes del Ministerio de la Guerra de 5 de febrero de 1914 y el 1
de mayo de 1916”, tratando de reclamar la pensión que le correspondía
por haber luchado en el conflicto armado. Según estos documentos, en
la última guerra, Alejandro alcanzó la Cruz de Plata al Mérito Militar
por su participación en los combates de “Los Quemados” y “Loma del
Gato” (15 de julio de 1896), donde murió nada menos que el mayor
general del Ejército Libertador, José Maceo. Por la misma demanda,
supe que Alejandro había sido promovido de sargento del primer Tercio
de guerrillas, a segundo teniente de Infantería en 1898; pero, cuando
el gobierno español perdió la guerra y retiró sus tropas de la Isla, él no
se presentó y, por esta razón, fue dado de baja. Después de esperar por
varios años la respuesta del tribunal militar español, recibió la noticia de
que estas eran “extemporáneas” e “inadecuadas” por dejar de “cumplir
los deberes militares que el mismo le impone y por ignorarse su parade-
ro fue separado del Ejército por Real Orden del 14 de enero de 1901”
(1923, vol. IIC: 324) Alejandro Martínez Blanco murió en Cuba, en
1933, a la edad de 85 años.
292 Palabras finales

Saber esto me permitió entender mejor lo que cuentan los autores que
analizo aquí sobre los matrimonios de españoles y cubanas, que tenían,
incluso, diferencias políticas. Las estadísticas corroboran estos matrimo-
nios mixtos, en los cuales las mujeres eran, muchas veces, las que repre-
sentaban el sentimiento patrio, de lo cual, se desprende su participación
en la contienda del lado de los revolucionarios, su enseñanza de los hijos
y su representación como el ideal de República. Las historias de estas
narraciones, que yo he leído aquí como alegorías de la Nación, no son,
por tanto, simples relatos de ficción; sino un reflejo de la realidad del
país, donde abundaban todo tipo de conflictos políticos y raciales. Por
desgracia, estos conflictos no desaparecieron con el fin de las luchas por
la independencia. Por el contrario, se han repetido y se reflejan en la li-
teratura y el imaginario social de la revolución de 1959, que reafirmó el
culto al heroísmo y se declaró “heredera” de los mambises, como antes
los mambises se habían declarado herederos de los indígenas. Esta misma
revolución puso la ideología por encima de los afectos filiales y apeló a la
“deuda de gratitud”, en la medida que defiende la tesis de que los negros
son los deudores de los revolucionarios por haber acabado ellos con la
discriminación en Cuba. Vista desde este ángulo la historia de la Isla, al
menos, me consuela saber que, a pesar de que Nicolasa y Alejandro pen-
saban diferente, pusieron a un lado sus lealtades políticas para ayudar a
construir con sus hijos, nietos y bisnietos la nación cubana.
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Índice onomástico

Abad, Beatriz, 211 Barrado, Francisco, 36


Antigas, Juan, 280 Barrera, Pedro, 162
Agamben, Georgio, 14, 220, 226, 229 Barreiro, José, 261
Aguilera, Francisco Vicente, 39, 59, Béjar, Eduardo C. 162, 195
60, 61, 62, 67, 70, 74, 109, 110, Benjamin, Walter, 83, 166
135
Berrong, Richard, 160
Anderson, Benedict, 14, 81, 83
Betancourt, José Victoriano 24, 25,
Arnao, Juan, 84, 263, 264 27
Arrate, José María de, 168, 169 Betancourt, Luis Victoriano, 82, 83,
Arrom, José, 23, 24, 30, 233 100, 251, 261
Augier, Ángel, 142 Bizcarrondo, Marta y Antonio
Azcárate, Gumersindo, 186 Elorza, 180, 204, 218, 230

Bacardí y Moreau, Emilio, 104, 108, Bonilla, Raúl Cepero, 60, 198, 199
121, 122, 123, 124, 125, 126, Bourke, Joanna, 19
198, 205, 248, 260 Boza, Bernabé, 255
Bachiller y Morales, Antonio, 83, Brion Davis, David, 17
152
Burguete, Ricardo 155, 172, 173,
Balboa Navarro, Imilcy 60 174, 214
Balibar, Étienne, 14, 100, 139, 180 Byrne, Bonifacio, 263, 270, 287
Balmaseda, Francisco Javier, 18, 42, Caballero y Martínez, Ricardo, 254
56, 64, 65, 66, 67, 68, 70, 71, 72,
73, 74, 138, 140, 143, 146, 167 Caballero, José de la Luz, 105, 121,
123
Baralt y Peoli, Blanca Z. 142, 143
Cabrera, Raimundo, 20, 153, 198,
Barcía, María del Carmen, 189, 200
314 Índice onomástico

205, 247, 248, 249, 250, 251, Chicangana-Bayona, Yobenj Aucar-


252, 253, 254, 255, 256, 257, do, 88
258, 259, 260, 261, 262, 263, Collazo, Enrique, 63, 157
264, 265, 266, 267, 268, 270, 276
Concepción Valdés, Gabriel de la
Calcagno, Francisco, 24, 188, 198 (Plácido), 53, 109, 113, 238
Camprodón Lafont, Francisco, 90, Conte, Francisco Augusto, 188, 209
111, 147, 251, 290
Corral, Manuel, 48, 172, 173
Canel, Eva (Agar Eva Infanzón Ca-
nel), 211, 214, 216 Couceiro Rodríguez, Avelino Víc-
tor, 97
Carbó, Luis, 28, 33, 44
Craig, William, 223
Carbonell, Néstor, 140
Cruz, Manuel de, 155, 158, 159,
Carbonell, Walterio, 179, 247 161, 162, 163, 164, 165, 166,
Casal, Julián del, 162, 176, 180, 273 167, 168, 169, 175, 177, 179,
Casas, Bartolomé de Las, 82, 166, 180, 189, 190, 196, 258, 272
167 Culler, Jonathan D., 189
Casas y González, Juan Bautista, De Leuchsenring, Roig, 23, 44
175, 232, 233, 234 Díaz de Comas, Vicente, 88, 89
Castellanos, Gerardo, 60, 73, 74 Díaz Martínez, Yolanda, 170
Castellanos, Jesús, 270, 271, 272, Delumeau, Jean, 106
274
Derrida, Jacques, 22, 34, 191, 192,
Cento Gómez, Elda E. 60, 61, 99 193
Cervantes y Saavedra, Miguel de, Doyle, Don, 112
24, 25, 244, 274, 283
Durante, Francisco, 225
Céspedes Argote, Onoria, 62
Edreira de Caballero, Angelina,
Céspedes, Benjamín, 236 188
Céspedes, Carlos Manuel de, 16, 21, EL MORO MUZA, 22, 26, 37, 38, 39,
28, 31, 36, 41, 49, 52, 54, 57, 58, 46, 66, 81, 109, 153, 211, 287
59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67,
68, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 81, 94, Entralgo, Elías, 181, 194, 198, 200
100, 101, 109, 110, 135, 138, Escapanter, José A. 23, 24, 25, 31
139, 140, 143, 153, 163, 198, Estévez, Sofía, 84
252, 272
Estrada y Céspedes, Francisco, 135
Índice onomástico 315

Estrada Palma, Tomás, 74, 255 Gimbernau, Juli Francesc, 225


Fabian, Johannes, 14, 94, 147 Girard, René, 14, 105, 120, 121
Fanon, Frantz, 111 Goodmann, H., 69, 115,123, 125,
Soulouque, Faustin-Élie, 215, 216 126, 187, 198, 205, 226

Ferrer, Ada, 21 Gómez de Avellaneda, Gertrudis,


16, 19, 37, 40, 53, 59, 69, 79, 80,
Fernández Soneira, Teresa, 64 85, 103, 107, 123, 126, 183, 198,
Figueredo, Candelaria, 16, 97 251, 261
Figueredo, Fernando, 74, 85 Gómez, Máximo, 68, 84, 140, 155,
Figueredo, Pedro (Perucho), 7, 36, 161, 163, 169, 249, 255, 260, 264
97, 291 González Bolaños, Aimée, 186
Fontanilles y Quintanilla, Francis- González Echevarría, Roberto 13,
co, 46, 110, 210, 211, 212, 213, 265
214, 215, 216, 217, 218, 219, González-Stephan, Beatriz, 18
220, 221, 222, 223, 224, 227,
229, 240, 290 Gott, Richard, 86

Foucault, Michel, 14, 125, 229, 279, Greenblatt, Stephen, 13


280 Gutiérrez Carvajo, Francisco, 230,
Fornaris, José, 16, 30, 53, 80, 81, 99, 239
100, 101, 176 Hall, Gwedolyn Midlo, 202
Fuente, Alejandro de la, 277 Hatuey, 21, 42, 81, 82, 83, 84, 152,
Galván González, Victoria, 239 165, 261

García del Pino, César, 52 Helg, Aline, 182, 200, 202, 205,
206, 255, 257
García, Juan Carlos, 215
Hemmet, John, 173, 174
García Marruz, Fina, 195
Heredia, José María, 30, 53, 80, 107,
García Pérez, Luis, 17, 52, 53, 54, 109, 113
55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63,
64, 65, 70, 108, 115, 126, 167 Heredia, Nicolás, 247, 250

García González, Armando, 232 Hertz, Robert, 106

Geertz, Clifford, 111 Hobsbawm, Eric, 81

Gelpí y Ferro, Gil, 43, 80, 86, 87, Homero, 168, 262, 263
91, 92, 93, 97, 147, 267 Humboldt, Barón Alexander de, 11,
316 Índice onomástico

12, 18, 105 272


Hurbon, Laënnec, 184, 185, 216 Loveira, Carlos, 20, 157, 252, 271,
Huyssen, Andreas, 34 272, 273, 274, 275, 277, 278,
279, 280, 281, 282, 283, 284,
Ibáñez, Elías, 87 285, 286, 287, 288
Ibarra Cuesta, Jorge, 60, 100, 257, Luis, William, 103
258
Madrigal, José A. 23, 24, 25, 31
Ibarra, Ramón Domingo de, 257,
258, 276 Manzano, Juan Francisco, 103, 183

Imbert, Anderson, 162 Marfil, Bonifacio Esteban, 170

Jameson, Fredric, 121 Márquez Sterling, Manuel, 158,


269, 272
Juan, Adelaida de, 266
Martí, José, 16, 20, 34, 41, 54, 57,
Kantorowicz, Ernst Hartwig, 139, 58, 62, 64, 70, 77, 79, 84, 92, 94,
143 120, 121, 123, 138, 139, 140,
Kobre, Sidney, 249 141, 142, 143, 148, 155, 157,
Lafuente, Modesto, 26 159, 160, 161, 162, 163, 164,
165, 168, 175, 181, 182, 183,
Lamartine, Alphonse, 142 184, 185, 186, 187, 188, 189,
Landaluze, Víctor P. de, 39, 76, 81, 190, 191, 193, 194, 195, 196,
88, 89 197, 198, 199, 200, 201, 203,
Leal, Rine, 23, 25, 30, 31, 33, 35, 43, 204, 205, 206, 223, 226, 234,
62, 64 235, 247, 250, 252, 253, 255,
259, 264, 265, 266, 267, 269,
Leithart, Peter, J. 131, 192 270, 271, 272, 273, 276, 283, 290
Llofríu y Sagrera, Eleuterio, 44, 77, Martínez de Velasco, Eusebio, 210
92, 110, 129
Martínez, Miguel A, 274
Lombroso, Cesare, 175, 231, 232,
281, 282 Martínez Casado, Luis, 17, 43, 47,
48, 49, 50, 51, 53, 75
López Bago, Eduardo, 48, 153, 175,
210, 230, 231, 232, 235, 236, Matamoros, Mercedes, 198, 269,
237, 238, 239, 240, 251, 290 270, 272, 287

López García, A. 171 Merino, Eloy, 176

López Gómez, Jesús, 227, 228, 229 Mestre, Antonio, 181, 232

Loret de Mola, Melchor, 42, 136, Miguel García Mora, Luis, 180
Índice onomástico 317

Millé Giménez, Isabel, 140 Pruna, Pedro M., 232


Miró Argenter, José, 166-167, 271 Quesada y Miranda, Gonzalo, 276
Modernismo 15, 155, 161, 180, 235 Quesada, Gonzalo de, 199
Molina, Galindo, 160 Quijano, Aníbal, 93, 94
Molina, Pedro, 156 Quilligan, Maureen, 24, 106
Montori, Arturo, 279, 286, 287 Quintana, Manuel Josef, 139
Montoro, Rafael, 218, 278 Quiñones, Ubaldo Romero, 155,
Morales y Morales, Vidal, 118, 198 171, 210, 240, 242, 243

Morán, Francisco, 176, 180, 223 Ramos, José Antonio, 141, 142, 272,
286
Moreno Fraginals, Manuel, 53, 56,
60, 169 Ramos, Luis A., 152

Nápoles Fajardo, Juan Cristóbal, 21, Remos, Juan José, 30


28, 29, 30, 35, 80, 101-102 Roa, Ramón, 155, 156, 157, 158,
Naranjo Orovio, Consuelo, 180 162, 175, 272, 274

O’Connor, D. J, 48, 241, 243, 250 Robinson, Andrew, 56-57

Ortiz, Fernando, 86, 281, 282 Robreño, Joaquín, 28, 32, 33

Owre, J. Riss, 278 Rojas, Rafael, 141

Pagden, Anthony, 94 Romanticismo 14, 24, 52, 155, 176

Palma, José Joaquín, 148, 273 Rosal Vázquez de Mondragón, An-


tonio del, 65, 70, 86, 171, 172
Pancrazio, James, 263
Rosas, Julio, 63, 104, 105, 106, 107,
Pascual, Pedro, 170, 180 108, 109, 110, 111, 112, 113,
Pérez, Louis A., 119 115, 121, 123, 125, 126, 198,
Pérez Martínez, Herón, 12 205, 221, 248

Pichardo, Manuel S., 156 Sáenz y Sáenz, Eusebio, 102, 129,


130, 131, 132, 133, 136, 138,
Pichardo y Tapia, Esteban, 25 140, 143, 144, 145, 146, 147,
Pirala, Antonio, 44 148, 149, 150, 151, 152, 153,
Ponce de León, Néstor, 42 154, 155, 156, 170, 171, 177,
214, 218
Porteous, J. Douglas, 148
Sanguily, Manuel, 165, 180, 201,
Prados-Torreira, Teresa, 35, 64, 66
202, 203, 204, 205, 206
318 Índice onomástico

Santovenia, Emeterio S. 140 Víctor y Valdés, Francisco, 17, 63,


Sarmiento Ramírez, Ismael, 86, 87, 64, 65, 96, 97, 98
150 Vidal y Caretas, Francisco, 234
Serra, Rafael, 183, 203, 204 Vinat de la Mata, Raquel, 68, 179
Siboneyismo 14, 15, 16, 30, 31, 39, Vitier, Cintio, 13, 159, 265
100 Weyler, Valeriano 18, 67, 68, 214,
Smith, Anthony D., 14, 17, 52, 84 267
Smith, James Bruce, 17, 34, 84, 134, White, Hayden, 166
135 Zahonet, Félix. R., 67, 68
Sommer, Doris, 18, 24, 55, 69 Zambrana y Vázquez, Antonio, 62,
Stolcke, Verena, 151 63, 100, 103, 104, 112, 114, 115,
Tormey, Simon, 56, 57 116, 117, 118, 119, 121, 126,
191, 205, 218, 221, 248
Tuan, Yi-Fu, 169, 175
Zaragoza, Justo, 13, 16, 28, 31, 32,
Valerio, Juan Francisco, 17, 22, 23, 33, 35, 36, 37, 80, 81
24, 25, 26, 27, 28, 29, 39, 40, 49
Zaragoza Zaldívar, Francisco, 271
Varela y Solís, Leopoldo, 76, 86, 89,
91, 92, 93, 152 Zéndegui, Guillermo, 77, 92, 97,
191

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