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El resurgimiento global

de la
democracia
Compilado
por
Larry Diamond
y
Marc F. Plattner

I n s t it u t o d e I n v e s t ig a c io n e s S o c ia l e s
U N AM
© 1993 The Johns Hopkins University Press and
The National Endowment for Democracy
Título original en inglés:
The Global Resurgence of Democracy, Larry Diamond and Marc Plaltner eds.

Rector
José Sarukhán Kermez
Secretario General
Jaime Martuscelli Quintana
\ 5 89 Coordinador de Humanidades
^
*• 1 : f .
Humberto Muñoz García
' \ \
Director del Instituto de Investigaciones Sociales
' Ricardo Pozas Horcasitas
'

Coordinación editorial: Sara Gordon Rapoport

Edición al cuidado de Marcela Pineda Camacho


Diseño de la edición: Leticia Fonseca Gallegos
Portada: Juan Berruecos
Traducción de Isabel Vericat

Primera edición, 1996


DR © Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Sociales
Torre II de Humanidades, 7o piso
DR © Oficina Regional del Libro-Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica
ISBN: 968-36-4990-4
Impreso y hecho en México
Qué es... y qué no es la democracia
Philippe C. Schmitter y Terry Lynn Karl

t u c s u . Biblioteca
Philippe C. Schmitter es profesor de ciencias políticas y director del CenterforEuropean Studies de
la Universidad de Stanford. Terry Lynn Karl es profesor adjunto de ciencias políticas y director
del Center for Latin American Studies en la misma institución. La versión original y más exten­
sa de este ensayo se escribió a petición de la Agency for International Development de los Estados
Unidos, la cual no se responsabiliza de su contenido.

D
urante algún tiempo, la palabra “democracia” ha circulado en el mercado políti­
co como una moneda devaluada. Políticos con una amplia gama de conviccio­
nes y prácticas pugnaron por apropiarse de la etiqueta y adjudicársela a sus
acciones. En cambio, los académicos dudaron de usarla -sin agregarle adjetivos c
ficativos- debido a la ambigüedad que rodea al término. El distinguido político teórico
estadounidense Robert Dahl, trató incluso de introducir un nuevo término, “poliar­
quía” en vez de democracia, con la (vana) esperanza de obtener una mayor precisión
conceptual. Pero para bien o para mal, estamos “clavados” en la democracia como lema
del discurso político contemporáneo. Es la palabra que resuena en la mente de la gente
y que brota de sus labios cuando lucha por la libertad y por vivir mejor; es la palabra
cuyo significado debemos discernir para saber si es útil para guiar el análisis y la prácti­
ca políticas.
La ola de transiciones que nos apartan del gobierno autocràtico, que empezó con la
“revolución de los claveles” en Portugal en 1974 y que parece haber culminado con el
derrum be de los regímenes comunistas en toda Europa del Este en 1989, produjo una
aceptación general hacia una definición común de democracia.1 En todas partes se
han abandonado discretamente los adjetivos vagos como “popular”, “guiada”, “burgue­
sa” y “formal”, para calificar a la “democracia”. Al mismo tiempo, ha surgido un con­
senso notable sobre las condiciones mínimas que deben satisfacer las organizaciones
políticas para merecer el prestigioso apelativo de “democráticas”. Además, actualmente
existe una serie de organizaciones internacionales que supervisan en qué medida se
satisfacen estos criterios; en algunos países incluso se las toma en cuenta para formular
la política exterior.2
[ 37]
38 Qué es... y qué no es la democracia

Qué es la democracia
Empecemos por definir ampliamente la democracia y los conceptos genéricos que la dis­
tinguen como un sistema único para organizar las relaciones entre gobernantes y gober­
nados. Después, revisaremos brevemente los procedimientos, las normas y los acuerdos
que son necesarios si se quiere que la democracia persista. Por último, analizaremos dos
pnnápios operativos que hacen funcionar a la democracia. Estos no están expresamente
incluidos entre los conceptos genéricos ni los procedimientos formales, pero las pers­
pectivas de la democracia son sombrías si no están presentes los efectos condicionantes
de estos principios que la fundamentan.
Uno de los principales temas de este ensayo es que la democracia no consiste en un
conjunto único y exclusivo de instituciones. Hay muchos tipos de democracia, y sus
diversas prácticas producen un conjunto de efectos también diferentes. La forma
específica de democracia depende tanto de las condiciones socioeconómicas de un país
como de sus estructuras estatales arraigadas y de sus prácticas políticas.
La democracia política moderna es un sistema de gobierno en el que los gobernantes son respon­
sables de sus acciones en el terreno público ante los áudadanosy actuando indirectamente a través
de la competencia y la cooperación de sus representantes electos.3
Un régimen o sistevia de gobierno es un conjunto de modelos que determina los méto­
dos de acceso a los principales cargos públicos; las características de los actores admiti­
dos o excluidos de ese acceso; las estrategias que los actores pueden usar para lograr el
acceso; y las normas que se siguen en la toma de decisiones de compromiso público.
Para funcionar adecuadamente, el conjunto debe estar institucionalizado, es decir, los
diversos modelos deben ser habitualmente conocidos, practicados y aceptados por la
mayoría de los actores, cuando no por todos. Cada vez más, el mecanismo preferido de
la institucionalización es un cuerpo escrito de leyes fundamentado en una constitución
escrita, aunque muchas normas políticas duraderas pueden tener una base informal,
prudencial o tradicional.4
Por motivos de simplificación y comparación, estas formas, características y normas
suelen estar empaquetadas todas juntas y llevan una etiqueta genérica: “democráticas”
es una; otras formas son, autocráticas”, “autoritarias”, “despóticas”, “dictatoriales”, “tirá­
nicas”, “totalitarias”, “absolutistas”, “tradicionales”, “monárquicas”, “oligárquicas”, “plu­
tocráticas”, “aristocráticas” y “sultánicas”.5 Cada una de estas formas de régimen se
puede a su vez desglosar en subtipos.
Como todos los regímenes, las democracias dependen de la presencia de gobernantes,
personas que ocupan papeles de autoridad especializados y que pueden dar órdenes
legítimas a otros. Lo que distingue a los gobernantes democráticos de los no democráti­
cos son las normas que condicionan cómo los primeros llegaron al poder y las prácticas
que los hacen responsables por sus acciones.
El terreno público abarca la elaboración de normas y opciones que vinculan a la
sociedad y que están respaldadas mediante coerción estatal. Su contenido puede variar
mucho entre las democracias, dependiendo de distinciones preexistentes entre lo públi­
co y lo privado, el Estado y la sociedad, la coerción legítima y el intercambio voluntario,
así como las necesidades colectivas y las preferencias individuales. La concepción libe­
ral de la democracia aboga por circunscribir el terreno público lo más estrechamente
Philippe C. Schmittery Terry Lynn Kari 39

posible, mientras que el enfoque socialista y socialdemócrata extendería ese campo a


través de la regulación, el subsidio y, en algunos casos, la propiedad colectiva de los
bienes. Ninguna es más intrínsecamente democrática que la otra, sólo democrática de
modo diferente. Esto implica que las medidas dirigidas al “desarrollo del sector privado” no
ion más democráticas que las dirigidas al “desarrollo del sector público”. Ambas, si se lle­
van a los extremos, podrían socavar la práctica de la democracia, las primeras destruyen­
do la base para la satisfacción de las necesidades colectivas y el ejercicio de la autoridad
legítima; las segundas destruyendo las bases para la satisfacción de las preferencias indi­
viduales y el control de las acciones gubernamentales ilegítimas. Las diferencias de
opinión, acerca de cuál es la mezcla óptima de ambas, proporcionan gran parte del con­
tenido sustantivo del conflicto político en el tfeno de las democracias establecidas.
Los ciudadanos son el elemento más característico en las democracias. Todos los
regímenes tienen gobernantes y un campo público, pero sólo en la medida en que son
democráticos tienen ciudadanos. Históricamente, se impusieron graves restricciones a
la ciudadanía en muchas de las democracias en surgimiento o parciales según criterios
de edad, género, clase, raza, alfabetización, propiedad de bienes, estatus fiscal y otros.
Sólo una pequeña parte de la población total era elegible para votar o para presentarse
como candidatos a cargos públicos. Sólo se permitía que categorías sociales restringidas
formaran, reunieran o apoyaran asociaciones políticas. Después de una prolongada
lucha -en algunos casos a través de levantamientos internos violentos o la guerra inter­
nacional-, muchas de estas restricciones se eliminaron. Hoy, los criterios para la
inclusión son bastante generales. Todos los adultos nativos son elegibles, aunque a los
candidatos para algunos cargos aún se les puedan imponer límites de edad un poco más
altos. A diferencia de las primeras democracias norteamericanas y europeas del siglo
XIX, ninguna de las recientes democracias en el sur de Europa, América Latina, Asia o
Europa del Este han tratado siquiera de imponer restricciones formales a los derechos
políticos o a la elegibilidad para los cargos públicos. Sin embargo, cuando se trata de
restricciones informales al ejercicio efectivo de los derechos de la ciudadanía, la cosa
puede ser muy diferente. Esto explica la importancia central (analizada más adelante)
de los procedimientos.
La competencia no siempre se ha considerado una condición esencial y determinativa
de la democracia. Las democracias “clásicas” partían del supuesto de la toma de deci­
siones basada en la participación directa conducente al consenso. Se esperaba que la
ciudadanía reunida estuviera de acuerdo en un curso común de acción después de
escuchar las alternativas y de ponderar sus respectivos méritos y deméritos. Persiste una
tradición de hostilidad a la “facción” y a los “intereses particulares” en el pensamiento
democrático, pero por lo menos desde The Federalist Papen, ha llegado a ser ampliamen­
te aceptado que la competencia entre facciones es un mal necesario en las democracias
que operan a mayor escala que la local. Ya que, como sostuvo James Madison, “las causas
latentes de la facción están sembradas en la naturaleza del hom bre” y los remedios posi­
bles “al mal de la facción” son peores que la enfermedad, lo mejor es reconocerlas y
tratar de controlar sus efectos.6 Pero aunque los demócratas pueden coincidir en que
son inevitables las facciones, tienden a estar en desacuerdo sobre las mejores formas y
normas para gobernar la competencia faccional. En realidad, las diferencias acerca de
los modos preferidos y las fronteras de la competencia contribuyen mucho a distinguir
un subtipo de democracia de otro.
40 Qué es... y qué no es la democracia

La definición más popular de democracia la equipara con elecáones regulares, con­


ducidas limpiamente y con un conteo honesto. Algunos incluso consideran el mero
hecho de las elecciones -incluso aquellas de las que están excluidos partidos o candi­
datos específicos, o en las que no pueden participar libremente porciones sustancia­
les de la población- como una condición suficiente para la existencia de la democracia.
Esta falacia ha sido llamada “electoralismo” o “la fe en que simplemente celebrando
elecciones se canalizará la acción política a través de contiendas pacíficas entre élites y
se concederá legitimidad pública a los ganadores”, sin importar cómo sean conducidas
estas elecciones o qué más límites se impondrán a quienes las ganan.7 Por muy esen­
ciales que sean para la democracia, las elecciones se realizan intermitentemente y en
ellas sólo se permite que los ciudadanos escojan entre alternativas muy globalizadas que
ofrecen los partidos políticos, los cuales pueden proliferar, especialmente en las
primeras etapas de una transición democrática, hasta alcanzar un número abrumador.
Durante los intervalos entre las elecciones, los ciudadanos pueden tratar de influir en
la política pública a través de una amplia variedad de otros intermediarios: asociaciones
de interés, movimientos sociales, agrupaciones locales, acuerdos clientelistas y así suce­
sivamente. En otras palabras, la democracia moderna ofrece una variedad de procesos competi­
tivos y de canales para la expresión de los intereses y valores, tanto asociativos como partidarios,
funáonales y también territoriales, colectivos e individuales. Todos son integrantes de su práctica.
Otra imagen comúnmente aceptada de la democracia es la que la identifica con el
gobierno de la mayoría. Cualquier cuerpo gubernamental que tome decisiones contando
con los votos de más de la mitad de los electores autorizados presentes, se dice que es
“democrático”, tanto si esa mayoría surge dentro de un electorado, un parlamento, un
comité, un consejo ciudadano o un núcleo de partido. Para fines excepcionales (por
ejemplo, reformar la constitución o expulsar a alguno de los miembros), se pueden
requerir “mayorías calificadas” de más del 50%, pero pocos negarían que la democracia
debe implicar alguna forma de sumar las preferencias iguales de los individuos.
Sin embargo, surge un problema cuando los números se enfrentan a las intensidades.
¿Qué sucede cuando una mayoría reunida en la forma adecuada (especialmente una
mayoría estable, que se autoperpetúa) toma regularmente decisiones que peijudican a
determinada minoría (especialmente un grupo cultural o étnico amenazado)? En estas
circunstancias, las democracias que han triunfado tienden a calificar el principio central
del gobierno de la mayoría para proteger los derechos de la minoría. Esas calificaciones
pueden tomar la forma de disposiciones constitucionales que colocan ciertos asuntos
fuera del alcance de las mayorías (cartas de derechos); de requisitos para mayorías con­
currentes en varias bases electorales diferentes (confederalismo); de garantías que ase­
guren la autonomía de gobiernos locales o regionales contra las demandas de la autori­
dad central (federalismo); de gobierno de gran coalición que incorpora a todos los par­
tidos (consociationaUsm); o de negociación de pactos sociales entre importantes grupos de
la sociedad como el de las empresas y el laboral (neocorporativismo). No obstante, la
forma más común y efectiva de proteger a las minorías es a través de las actividades co­
tidianas de las asociaciones de interés y los movimientos sociales. Estos reflejan (algunos
dirían que amplían) las diferentes intensidades de las preferencias de la población y las
reflejan en las personas elegidas democráticamente que toman decisiones. Otro mo­
do de expresar esta tensión intrínseca entre números e intensidades sería decir que “en
las democracias modernas, los votos se pueden contar, pero sólo las influencias pesan”.
Philippe C. Schmitter y Terry Lynn Karl 41

La cooperación siempre ha sido un rasgo central de la democracia. Los actores deben


tomar voluntariamente decisiones colectivas que vinculen a la organización política en
su conjunto. Deben cooperar para competir. Deben ser capaces de actuar colectiva­
mente a través de partidos, asociaciones y movimientos a fin de seleccionar candidatos,
articular preferencias, presentar peticiones a las autoridades e influir en las políticas.
Pero las libertades de la democracia deberían alentar también a los ciudadanos a
deliberar entre ellos, a descubrir sus necesidades comunes y a resolver sus diferencias
sin dejar estas tareas en manos de alguna autoridad central suprema. La democracia
clásica acentuaba esas cualidades, que no están en absoluto extintas, a pesar de los
repetidos esfuerzos de teóricos contemporáneos por acentuar la analogía con el com­
portamiento en el mercado económico y por reducir todas las operaciones de la demo­
cracia a la maximización del interés competitivo. Alexis de Tocqueville describió muy
bien la importancia de grupos independientes para la democracia en La democracia en
América, obra que sigue siendo una importante fuente de inspiración para todos aquel­
los que persisten en considerar la democracia como algo más que una lucha por la elec­
ción y la reelección entre candidatos en competencia.8
En el discurso político contemporáneo, este fenómeno de cooperación y deli­
beración a través de la actividad de grupos autónomos entra bajo la rúbrica de “sociedad
civil”. Las diversas unidades de identidad e interés social, al permanecer independientes
del Estado (y tal vez incluso de los partidos), no sólo pueden limitar las acciones arbi­
trarias de los gobernantes, sino que también pueden contribuir a formar mejores ciu­
dadanos que sean más conscientes de las preferencias de los demás, que estén más
seguros de sus acciones y que tengan una mayor mentalidad cívica en su disposición a
sacrificarse por el bien común. En el mejor de los casos, la sociedad civil proporciona
una capa intermedia de gobierno entre el individuo y el Estado, y es capaz de resolver
conflictos y de controlar el comportamiento de los miembros sin la coerción pública.
Más que sobrecargar a los que toman decisiones con cada vez más demandas y de hacer
el sistema ingobernable,9 una sociedad civil viable puede mitigar los conflictos y mejo­
rar la calidad de la ciudadanía, sin apoyarse exclusivamente en el privatismo del merca­
do.
Los representantes -directa o indirectamente elegidos- son los que hacen la mayor
parte del trabajo en las democracias modernas. La mayoría de ellos son políticos profe­
sionales que orientan sus carreras en torno al deseo de ocupar cargos clave. Es dudoso
que alguna democracia pueda sobrevivir sin este tipo de personas. Por lo tanto, la pre­
gunta central no es si habrá o no una élite política o incluso una clase política profe­
sional, sino cómo se eligen esos representantes y después como son responsabilizados
por sus acciones.
Como se observó con anterioridad, hay muchos canales de representación en la
democracia moderna. El electoral, basado en los grupos de votantes territoriales, es el
más visible y público. Culmina en un parlamento o una presidencia que es periódi­
camente responsable ante la ciudadanía en su conjunto. Pero el puro crecimiento del
gobierno (en gran parte como un subproducto de la demanda popular) ha aumentado
el número, variedad y poder de las agencias encargadas de tomar decisiones públicas y
que no están sometidas a elecciones. En torno a esas agencias, se ha desarrollado un
vasto aparato de representación especializado que se basa en gran parte en intereses
funcionales, y no en grupos de votantes territoriales. Esas asociaciones de interés, y no
42 Qué es... y qué no es la democracia

los partidos políticos, se han convertido en la expresión primordial de la sociedad civil


en las democracias más estables, y se complementan con las intervenciones más espo­
rádicas de los movimientos sociales.
Las nuevas y frágiles democracias que han surgido desde 1974 deben vivir en un
“tiempo comprimido”. No se parecerán a las democracias europeas del siglo XIX y prin­
cipios del XX, y no pueden esperar adquirir los múltiples canales de representación en
progresión histórica gradual como lo hicieron muchas de sus predecesoras. Una abru­
madora variedad de partidos, intereses y movimientos, buscarán a la vez influencia
política en ellas, creando retos a la organización política que no existían en procesos de
democratización anteriores.

Procedimientos que hacen posible la democracia


Los componentes que caracterizan una democracia son necesariamente abstractos y
pueden dar origen a una considerable variedad de instituciones y subtipos de democra­
cia. Sin embargo, para que la democracia prospere, se deben seguir normas de proce­
dimiento específicas y es preciso respetar los derechos cívicos. Cualquier organización
política que no logre imponerse esas restricciones a sí misma, que no consiga seguir la
“norma de la ley” respecto a sus propios procedimientos, no debería ser considerada
democrática. Estos procedimientos por sí solos no definen a la democracia, pero son
indispensables para que ésta persista. Básicamente, son condiciones necesarias pero no
suficientes para su existencia.
Robert Dahl ha ofrecido la enumeración más generalmente aceptada de lo que él
denomina las condiciones “de procedimiento mínimas” que deben estar presentes para
que exista la democracia política moderna (o como él dice, la “poliarquía”):
1) El control de las decisiones del gobierno sobre política está constitucional­
mente investido en los funcionarios electos.
2) Los funcionarios electos son elegidos en elecciones frecuentes y conducidas
con limpieza en las que la coerción es relativamente poco común.
3) Prácticamente todos los adultos tiene derecho a votar en la elección de los fun­
cionarios.
4) Prácticamente todos los adultos tienen derecho a presentarse como candidatos
para cargos electivos en el gobierno [...]
5) Los ciudadanos tienen derecho a expresarse, sin el peligro de un castigo
severo, sobre asuntos políticos definidos ampliamente [...]
6) Los ciudadanos tienen derecho a buscar fuentes alternativas de información.
Además, las fuentes alternativas de información existen y están protegidas por la ley.
7) [...] Los ciudadanos también tienen derecho a formar asociaciones u organi­
zaciones relativamente independientes, incluidos partidos políticos y grupos de
interés que sean independientes.10
Estas siete condiciones parecen captar la esencia de la democracia procesal para
muchos teóricos, pero nosotros proponemos que se agreguen otras dos. Se puede pen­
Philippe C. Schmittery Terry Lynn Karl 43

sar que la primera es un ulterior refinamiento del punto 1), mientras que la segunda
podría denominarse “una condición previa implícita” a las siete mencionadas.
8) Los funcionarios de elección popular deben ser capaces de ejercer sus poderes
constitucionales sin estar sometidos a una oposición avasalladora (si bien informal) de
los funcionarios no electos. La democracia está en riesgo si oficiales militares, fun­
cionarios públicos arraigados o administradores estatales conservan la capacidad de
actuar independientemente de los civiles electos o incluso de las decisiones de veto
tomadas por los representantes del pueblo. Sin esta amonestación adicional, las organi­
zaciones políticas militarizadas de la Centroamérica contemporánea, donde el control
civil sobre los militares no existe, podrían ser clasificadas por muchos estudiosos como
“democracias”, así como lo han sido (con la excepción de la Nicaragua sandinista) por
políticos estadounidenses. La amonestación protege por lo tanto contra lo que hemos
denominado “electoralismo”, la tendencia a centrarse en la celebración de elecciones
mientras se ignoran otras realidades políticas.
9) La organización política debe ser autogobernada: debe ser capaz de actuar inde­
pendientemente de constreñimientos impuestos por algún otro sistema político que
abarque demasiado. Dahl y otros teóricos contemporáneos de la democracia proba­
blemente dieron por supuesta esta condición, puesto que se referían a naciones-Estado
formalmente soberanas. No obstante, con el desarrollo de bloques, alianzas, esferas de
influencia y una serie de arreglos “neocoloniales”, la cuestión de la autonomía ha cobra­
do mucha importancia. ¿Es realmente democrático un sistema si sus funcionarios elec­
tos son incapaces de tomar decisiones sobre obligaciones sin tener la aprobación de
actores que están fuera de su dominio territorial? Esto es significativo incluso si los que
están afuera están democráticamente constituidos y los que están adentro son relativa­
mente libres de alterar o incluso poner fin al acuerdo inclusivo (como en Puerto Rico),
pero se vuelve especialmente crítico si ninguna de ambas condiciones está establecida
(como en los países bálticos).

Principios que hacen viable la democracia


Las listas de procesos componentes y de normas de procedimiento nos ayudan a especi­
ficar qué es la democracia, pero no nos dicen mucho sobre cómo funciona en realidad.
La respuesta más simple es “por el consentimiento del pueblo”; la más compleja es “por
el consentimiento contingente de los políticos que actúan bajo condiciones de incer-
tidumbre limitada”.
En una democracia, los representantes deben coincidir por lo menos informal­
mente, en que aquellos que obtienen mayor apoyo electoral o influencia sobre la políti­
ca no usarán su superioridad temporal para impedir que los perdedores tengan el
poder o ejerzan influencia en el futuro, y que a cambio de esta oportunidad para man­
tenerse en la competencia por el poder y el puesto, los perdedores momentáneos
respetarán el derecho de los ganadores a tomar decisiones sobre obligaciones. De los
ciudadanos se espera que obedezcan las decisiones que proceden de ese proceso com­
petitivo, siempre que su resultado siga dependiendo de las preferencias colectivas, tal
como se expresan a través de elecciones limpias y regulares o negociaciones abiertas y
repetidas.
44 Qué es... y qué no es la democracia

El reto no es tanto encontrar un conjunto de metas que ordenen un consenso ge­


neralizado sino encontrar un conjunto de normas que representen el consentimiento
contingente. La forma precisa de este “pacto democrático”, para usar la expresión de
Dahl,“ puede variar mucho de una sociedad a otra. Depende de las escisiones sociales y
de factores tan subjetivos como la confianza mutua, las normas que definen el juego
limpio y la disponibilidad al compromiso. Puede incluso ser compatible con una gran
cantidad de disidencia sobre temas políticos sustantivos.
Todas las democracias implican un grado de incertidumbre respecto a quiénes serán
elegidos y qué políticas seguirán. Incluso en las organizaciones políticas en las que un
partido perdura como ganador en las elecciones, o una política se aplica consistente­
mente, todavía existe la posibilidad de cambio a través de la acción colectiva indepen­
diente, como sucede en Italia, Japón y las democracias sociales escandinavas. Si no es
así, el sistema no es democrático, como ocurre en México, Senegal o Indonesia.
Pero la incertidumbre incrustada en la esencia de todas las democracias tiene sus lí­
mites. No cualquier participante puede entrar en la competición y plantear el tema que
guste; existen normas previamente establecidas que deben ser respetadas. No se puede
aprobar simplemente cualquier política, hay condiciones que se deben satisfacer. Estas
fronteras varían de un país a otro. Las garantías constitucionales de propiedad, privaci­
dad, expresión y otros derechos son parte de ello, pero las fronteras más efectivas son
las generadas por la competencia entre grupos de interés y la cooperación dentro de la
sociedad civil. Sea cual sea la retórica (y algunas organizaciones políticas parece que
ofrecen a sus ciudadanos alternativas más dramáticas que otras), una vez que se ha lle­
gado a un acuerdo sobre las reglas de consentimiento contingente, es probable que la
variación real permanezca dentro de una gama predecible y generalmente aceptada.
Este interés en las líneas de orientación operativas contrasta con un tema suma­
mente persistente pero desorientador que aparece en la literatura reciente sobre la
democracia, a saber, la insistencia en la “cultura cívica”. Los principios que hemos indi­
cado aquí se basan en reglas de prudencia, no en hábitos profundamente arraigados de
tolerancia, moderación, respeto mutuo, juego limpio, disponibilidad al compromiso o
confianza en las autoridades públicas. Esperar que esos hábitos echen raíces hondas y
duraderas implica un proceso muy lento de consolidación del régimen -puede tardar
generaciones- y es probable que condenara a la mayoría de las experiencias contem­
poráneas ex hypothesi al fracaso. Nuestra afirmación es que el consentimiento contin­
gente y la incertidumbre limitada pueden surgir de la interacción entre actores
antagónicos y mutuamente sospechosos y que las normas más benévolas y bien implan­
tadas de una cultura cívica se deben pensar más bien como un producto de la democra­
cia y no como productoras de ésta.

Cómo difieren las democracias


De nuestra definición genérica de “democracia” se han excluido deliberadamente va­
rios conceptos a pesar de que se con frecuencia se asocian con ella, tanto en la práctica
cotidiana como en el trabajo académico. A pesar de todo, son especialmente impor­
tantes cuando se trata de distinguir subtipos de democracia. Como ningún conjunto sin-
Philippe C. Schmittery Terry Lynn Karl 45

guiar de instituciones reales, prácticas o valores encarna a la democracia, las organiza­


ciones políticas que se alejan del gobierno autoritario pueden mezclar diferentes com­
ponentes para producir diferentes democracias. Es importante reconocer que éstas no
definen puntos a lo largo de un solo continuum de desempeño mejorado, sino una
matriz de combinaciones potenciales que son democráticas de modo diferente.
1) Consenso: tal vez no todos los ciudadanos estén de acuerdo en las metas sustanti­
vas de acción política o en el papel del Estado (aunque si lo estuvieran, esto sin duda
facilitaría mucho más la existencia de las democracias gobernantes).
2) Participación: tal vez no todos los ciudadanos tomen parte activa o en la misma
medida en la política, aunque debe ser legalmente posible que lo hagan.
3) Acceso: puede ser que los gobernantes no ponderen igualmente las preferencias
de todos los que se presentan ante ellos, aunque la ciudadanía implica que los indi­
viduos y los grupos deban tener igual oportunidad de expresar sus preferencias si así de­
ciden hacerlo.
4) Sensibilidad: puede ser que los gobernantes no siempre sigan el curso de acción
preferido por la ciudadanía, pero cuando se desvían de esa política, por ejemplo apo­
yados en una “razón de Estado” o en un “interés nacional dom inante”, en último tér­
mino deben responsabilizarse de sus acciones a través de procesos regulares y limpios.
5) Gobierno de la mayoría: puede que las posiciones no estén asignadas o que los go­
bernantes no se decidan únicamente partiendo de haber logrado la mayoría de los
votos, sin embargo, las desviaciones de este principio en general deben ser defendidas
en forma explícita y aprobadas previamente.
6) Soberanía parlamentaria: la legislatura puede que no sea el único cuerpo que puede
establecer normas o incluso el que tenga autoridad definitiva para decidir cuáles leyes
son de carácter obligatorio, aunque si el ejecutivo, el judicial u otros organismos públi­
cos toman la decisión definitiva, también deben responsabilizarse de sus acciones.
7) Gobierno de partido: puede ser que los gobernantes no estén nominados, promovi­
dos y disciplinados en sus actividades por partidos políticos bien organizados y pro­
gramáticamente coherentes, sin embargo, cuando no lo están, puede resultar más difí­
cil formar un gobierno efectivo.
8) Pluralismo: el proceso político tal vez no se base en una multiplicidad de grupos
privados superpuestos, voluntaristas y autónomos. Sin embargo, cuando hay monopo­
lios de representación, jerarquías de asociación y membrecías obligatorias, es probable
que los intereses implicados estén más estrechamente vinculados al Estado y que la sepa­
ración entre las esferas pública y privada de acción sea mucho menos clara.
9) Federalismo: la división territorial de la autoridad puede que no implique múltiples
niveles de autonomías locales, y menos aún autonomías consagradas en un documento
constitucional, aunque una cierta dispersión del poder a través de las unidades territo­
riales o funcionales es característica de todas las democracias.
10) Presidencialismo: el principal funcionario ejecutivo tal vez no sea una sola persona
y quizás no haya sido directamente elegida por la ciudadanía en su conjunto, aunque
en todas las democracias esté presente una cierta concentración de la autoridad, aun
cuando se ejerza de manera colectiva y sea sólo indirectamente responsable ante el elec­
torado.
11) Controles y contrapesos: no es necesario que las diferentes ramas del gobierno se
opongan sistemáticamente unas a otras, aunque los gobiernos por asamblea, por con­
46 Qué es... y qué no es la democracia

centración del ejecutivo, por mandato judicial, o incluso por decreto dictatorial (como
en tiempo de guerra) deban ser responsables en definitiva ante la ciudadanía en su con­
junto.
Aunque se ha calificado a los componentes citados de “esenciales para la democra­
cia”, se deben ver en cambio como indicadores de uno u otro tipo de democracia o, si
no, como parámetros útiles para evaluar el desempeño de regímenes particulares.
Incluirlos como parte de la definición genérica de “democracia” sería confundir la orga­
nización política estadounidense con el modelo universal de gobierno político. En rea­
lidad, los acuerdos parlamentarios, de gran coalisión, unitarios, corpórativistas y con­
centrados de Europa continental es posible que tengan algunas virtudes únicas para
guiar a las organizaciones políticas a través de la incierta transición del gobierno
autocrático al democrático.12

Qué no es la democracia
Hemos tratado de transmitir el significado general de la democracia moderna sin iden­
tificarla con algún conjunto particular de reglas e instituciones o restringirla a alguna
cultura específica o a un nivel de desarrollo. También hemos sostenido que no puede
ser reducida a la celebración regular de elecciones o equiparada a una noción particu­
lar del papel del Estado, pero no hemos dicho mucho sobre lo que no es la democracia
ni sobre lo que la democracia tal vez no sea capaz de producir.
Hay una tentación comprensible de sobrecargar de expectativas este concepto e ima­
ginar que una vez lograda la democracia, una sociedad habrá resuelto todos sus pro­
blemas políticos, sociales, económicos, administrativos y culturales. Desafortunadamen­
te, “todas las cosas buenas no necesariamente van juntas”.
En primer lugar, las democracias no son necesariamente más eficientes desde el
punto de vista económico que otras formas de gobierno. Sus tasas de crecimiento total,
ahorro e inversión pueden no ser mejores que las de sistemas no democráticos. Esto es
probable sobre todo durante la transición, cuando los grupos con propiedades y las
élites administrativas tal vez respondan a amenazas reales o imaginarias a los “derechos”
de que gozaban bajo el gobierno autoritario, iniciando la fuga de capitales, la desinver­
sión o el sabotaje. Oportunamente, dependiendo del tipo de democracia, se pueden
combinar efectos benévolos a largo plazo sobre la distribución del ingreso, la demanda
agregada, la educación, la productividad y la creatividad para mejorar el desempeño
económico y social; pero no cabe duda de que es esperar demasiado que esas mejorías
tengan lugar de inmediato, y menos se debe considerar que son características definito-
rias de la democratización.
En segundo lugar, las democracias no son necesariamente más eficientes en lo
administrativo. Su capacidad para tomar decisiones puede ser incluso más lenta que la
de los regímenes a los que sustituyen, aunque sólo sea porque se ha de consultar a más
actores. Los costos para lograr que se lleven a cabo las cosas pueden ser superiores, aun­
que sólo sea porque se deben dar “recompensas” a un conjunto de clientes más gran­
de y con más recursos (aunque nunca se debería subestimar el grado de corrupción
que hay dentro de las autocracias). La satisfacción popular respecto del desempeño del
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nuevo gobierno democrático quizá ni siquiera parezca mayor, quizás sólo porque los
compromisos necesarios suelen no complacer a nadie por completo y porque los perde­
dores son libres para quejarse.
En tercer lugar, es probable que las democracias no parezcan más metódicas, con­
sensúales, estables o gobernables que las autocracias a las que sustituyen. Esto es en
parte un subproducto de la libertad de expresión democrática, pero es también un
reflejo de la probabilidad de desacuerdo ininterrum pido acerca de nuevas normas e
instituciones. Estos productos de imposición o compromiso inicialmente suelen ser de
naturaleza bastante ambigua y de efectos inciertos, hasta que los actores han aprendido
cómo deben usarlos. Es más, surgen después de serias luchas motivadas por altos idea­
les. Los grupos e individuos que recientemente han adquirido su autonomía pondrán a
prueba ciertas normas, protestarán contra las acciones de algunas instituciones e insis­
tirán en la renegociación de su parte del pacto. Por lo tanto, la presencia de partidos
contrarios al sistema no debería ser ni sorprendente ni vista como un fracaso de la con­
solidación democrática. Lo que cuenta es hasta qué grado esos partidos están dis­
puestos, por muy reacios que sean, a jugar según las reglas generales de incertidumbre
limitada y el consentimiento contingente.
La gobernabilidad es un reto para todos los regímenes, no sólo para los democráti­
cos. Dados el agotamiento político y la pérdida de legitimidad que han sobrevenido a
las autocracias, desde el sultánico Paraguay hasta la totalitaria Albania, podría parecer
que ahora sólo se podría esperar que las democracias gobernaran efectiva y legítima­
mente. Pero la experiencia ha mostrado que las democracias también pueden perder la
capacidad de gobernar. Los públicos masivos pueden llegar a desencantarse con su
desempeño. Aun más amenazante es la tentación de los dirigentes de jugar con los pro­
cedimientos y en definitiva socavar los principios de consentimiento contingente e
incertidumbre limitada. Tal vez el momento más crítico se presenta cuando los políticos
empiezan a asentarse en los papeles y las relaciones más predecibles de una democracia
consolidada. Muchos verán sus expectativas frustradas; algunos descubrirán que las
nuevas reglas de la competencia los ponen en desventaja; unos cuantos pueden incluso
sentir que sus intereses vitales están amenazados por las mayorías populares.
Por último, las democracias tendrán sociedades y organizaciones políticas más abier­
tas que las autocracias a las que sustituyen, pero no necesariamente economías más
abiertas. Muchas de las democracias más exitosas y bien establecidas de hoy han recu­
rrido históricamente al proteccionismo y al cierre de fronteras, y han confiado amplia­
mente en instituciones públicas para que promuevan el desarrollo económico. Aunque
la compatibilidad a largo plazo entre democracia y capitalismo no parece estar en duda,
a pesar de su tensión continua no está claro si la promoción de metas económicas li­
berales, como el derecho de los individuos a tener propiedades y retener ganancias, la
función de compensación de los mercados, la resolución privada de litigios, la libertad
de producir sin regulación gubernamental, o la privatización de empresas de propiedad
estatal, necesariamente incrementará la consolidación de la democracia. A fin de cuen­
tas, las democracias no necesitan recaudar impuestos y regular ciertas transacciones,
sobre todo en los lugares donde existen monopolios y oligopolios privados. Los ciuda­
danos o sus representantes pueden decidir que es conveniente proteger los derechos de
las colectividades de la intrusión de individuos, sobre todo de los acaudalados, y pueden
optar por apartar ciertas formas de propiedad como propiedades públicas o cooperad-
48 Qué es... y qué no es la democracia

vas. En suma, las nociones de libertad económica que en la actualidad se expresan en


modelos económicos neoliberales no son sinónimas de libertad política y tal vez hasta
la impidan.
El resultado de la democratización no tiene que ser el crecimiento económico, la
paz social, la eficiencia administrativa, la armonía política, los mercados libres o “el fin
de la ideología”. Menos aún traerá consigo “el fin de la historia”. No cabe duda que
algunas de esas cualidades podrían hacer más fácil la consolidación de la democracia,
pero no son ni requisitos para ella ni productos inmediatos de ella. En cambio, lo que
deberíamos esperar es el surgimiento de instituciones políticas que puedan compe­
tir pacíficamente para formar gobiernos e influir en la organización política pública,
que puedan canalizar los conflictos sociales y económicos a través de procedimientos
regulares, y que tengan los vínculos suficientes con la sociedad civil para representar a
sus bases electorales y comprometerlas con rutas de acción colectivas. Algunos tipos de
democracias, sobre todo en los países en desarrollo, han sido incapaces de cumplir esta
promesa, tal vez debido a las circunstancias de su transición a partir de un gobierno
autoritario.18 La apuesta democrática es que ese tipo de régimen, una vez establecido,
no sólo persistirá reproduciéndose dentro de sus condiciones iniciales de confinamien­
to, sino que eventualmente se expandirá más allá de éstas.14 A diferencia de los regí­
menes autoritarios, las democracias tienen la capacidad de modificar sus normas e insti­
tuciones en forma consensual, como respuesta a las circunstancias cambiantes. Quizás
no produzcan de inmediato todos los beneficios antes mencionados, pero tienen una
oportunidad mayor para hacerlo eventualmente, si se comparan con las autocracias.

NOTAS
' Para realizar un análisis comparativo de los recientes cambios de régimen en el sur de Europa y en
América Latina, véase Guillermo O ’Donnell, Philippe C. Schmitter y Laurence Whitehead, comps.,
Transitions from Authoritarian Rule, 4 vols., Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1986. Para otra
compilación que adopta un enfoque más estructural, véase Larry Diamond, Juan Linz y Seymour Martin
Lipset, comps., Democracy in Developing Countries, vol. 2, 3 y 4, Lynne Rienner, Boulder, Colo., 1989.
*Se han hecho numerosos intentos de codificar y cuandficar la existencia de la democracia a través
de los sistemas políticos. El más conocido es probablem ente el de Freedom House, Freedom in the World:
Political Rights and Civil Liberties, publicado desde 197S por Greenwood Press y desde 1988 por University
Press of America. Véase también Charles Humana, World Human Rights Guide, Facts on File, Nueva York,
1986.
! La definición que utilizan más com únm ente los científicos sociales estadounidenses es la de Joseph
Schumpeter: “el acuerdo institucional para llegar a decisiones políticas en las que los individuos
adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva por el voto del pueblo”. Capitalism,
Socialism and Democracy, George Allen and Unwin, Londres, 1943, 269. Aceptamos ciertos aspectos del
clásico enfoque procesal de la democracia m oderna, pero diferimos primordialmente en nuestra insis­
tencia en la responsabilización de los gobernantes ante los ciudadanos y en la pertinencia de mecanis­
mos de competencia que no sean las elecciones.
*Algunos países no sólo practican una forma estable de democracia sin una constitución formal (por
ejemplo, Gran Bretaña e Israel), sino que un mayor núm ero de países tienen constituciones y códigos
legales que no ofrecen garantías de practica confiable. En el papel, la constitución de 1936 de Stalin para
la URSS fue un modelo virtual de derechos y títulos democráticos.
! Para hacer un intento más a fondo de encontrar algún sentido en esa maraña de distinciones, véase
Juan Linz, ‘Totalitarian and Authoritarian Regimes”, en Fred 1. Greenstein y Nelson W. Polsby, comps.,
Handbook of Political Science, Addison Wesley, Reading, Mass., 1975, 175-411.
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6 “Publius” (Alexander Hamilton, John Jay yjam es Madison), The Federalist Papers, Anchor Books,
Nueva York, 1961. La cita corresponde al núm ero 10.
7Véase Terry Karl, “Imposing Consent? Electoralism versus Democratization in El Salvador”, en Paul
Drake y Eduardo Silv, comps., Elections and. Democratizaron in Latin America, 1980-1985, Center for Iberian
and Latin American Studies, Center for US/Mexican Studies, Universidad de California, San Diego, San
Diego, 1986, 9-36.
0Alexis de Tocqueville, La democracia en América, 2 vols., Aguilar, Madrid, 1990.
9 Este temor de gobierno sobrecargado y del inminente derrum be de la democracia se refleja muy
bien en la obra de Samuel P. H untington durante los años setenta. Véase especialmente Michel Crozier,
Samuel P. H untington y Joji Watanuki, The Crisis of Democracy, New York University Press, Nueva York,
1975. Para los pensamientos (revisados) de Huntington sobre las perspectivas de la democracia, véase su
“Will More Countries Become Democratic?”, Political Science Quarterly 99 (verano, 1984):193-218.
10 Robert Dahl, Dilemmas of Pluralist Democracy, Yale University Press, New Haven, 1982, 11.
11 Robert Dahl, After the Revolution: Authority in a Good Society, Yale University Press, New Haven, 1970.
,2 Véase Juan Linz, ‘T h e Perils of Presidentialism”,/<>uro¿iZ of Democracy 1 (invierno, 1990) :51-59, y la
discusión resultante por Donal Horowitz, Seymour Martin Lipset y Juan Linz en Journal of Democracy 1
(otoño 1990): 73-91.
1S Terry Lynn Karl, “Dilemmas of Democratization in Latin America”, Comparative Politics 25
(octubre, 1990): 1-23.
14 Otto Kirchheimer, “Confining Conditions and Revolutionary Breakthroughs”, American Political
Science Review 59 (1965): 964-974.

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