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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL SANTA

FACU LTAD DE EDUC ACIÓN Y H UM ANI DADES


EP E D UC A CI Ó N PRI M A RI A

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL SANTA


FACULTAD DE EDUCACIÓN Y HUMANIDADES
DEPARTAMENTO ACADÉMICO DE EDUCACIÓN Y CULTURA

DOSSIER DE LECTURA

ASIGNATURA: TALLER DE COMUNICACIÓN ORAL Y ESCRITA II

ESTUDIOS GENERALES: EDUCACIÓN PRIMARIA

SEMESTRE: 2023 – II

CICLO: II

DOCENTE: HERMES ARNALDO LOZANO LUJÁN

NUEVO CHIMBOTE – PERÚ

2023

Taller de comunic ación oral y escrita II Hermes Loza no Luján


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1. UN VIAJE - FELIPE PARDO Y ALIAGA

El niño Goyito está de viaje. El niño Goyito va a cumplir cincuenta y dos años; pero cuando salió del
vientre de su madre le llamaron niño Goyito; y niño Goyito le llaman hoy, y niño Goyito le llamarán
treinta años más, porque hay muchas gentes que van al panteón como salieron del vientre de su
madre.

Este niño Goyito, que en cualquier otra parte sería un don Gregorión de buen tamaño, ha estado
recibiendo por tres años enteros cartas de Chile en que le avisan que es forzoso que se transporte
a aquel país a arreglar ciertos negocios interesantísimos de familia que han quedado embrollados
con la muerte súbita de un deudo. Los tres años los consumió la discreción gregoriana en considerar
cómo se contestarían estas cartas y cómo se efectuaría este viaje. El buen hombre no podía decidirse
ni a uno ni a otro. Pero el corresponsal menudeaba sus instancias; y ya fue preciso consultarse con
el profesor, y con el médico, y con los amigos. Pues, señor, asunto concluido: el niño Goyito se va a
Chile.

La noticia corrió por toda la parentela, dio conversación y quehaceres a todos los criados, afanes y
devociones a todos los conventos; y convirtió la casa en una Liorna. Busca costureras por aquí, sastre
por allá, fondista por acullá. Un hacendado de Cañete mandó tejer en Chincha cigarreras. La Madre
Transverberación del Espíritu Santo se encargó en un convento de una parte de los dulces; Sor María
en Gracia, fabricó en otro su buena porción de ellos; la Madre Salomé tomó a su cargo en el suyo
las pastillas; una monjita recoleta mandó de regalo un escapulario; otras, dos estampitas; el Padre
Florencio de San Pedro corrió con los sorbetes, y se encargaron a distintos manufactores y
comisionados sustancias de gallina, botiquín, vinagre de los cuatro ladrones para el mareo, camisas
a centenares y pantalón para los días fríos, chaqueta y pantalón para los días templados, chaquetas
y pantalones para los días calurosos. En suma, la expedición de Bonaparte a Egipto no tuvo más
preparativos.

Seis meses se consumieron en ellos, gracias a la actividad de las niñas (hablo de las hermanitas de
Gregorio, la menor de las cuales era su madrina de bautismo), quienes sin embargo del dolor de que
se hallaban atravesadas con este viaje, tomaron en un santiamén todas las providencias del caso.
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Vamos al buque. Y ¿Quién verá si este buque es bueno o malo? ¡Válgame Dios! ¡Qué conflicto! ¿Se
le ocurrió al Inglés don Jorge, que vive en los altos? Ni pensarlo; las hermanitas dicen que es un
bárbaro capaz de embarcarse en un zapato. Un catalán pulpero, que ha navegado de condestable
en la Esmeralda, es, por fin, el perito. Le costean caballo, va al Callao, practica su reconocimiento y
vuelve diciendo que el barco es bueno; y que don Goyito irá tan seguro como en un navío de la Real
Armada. Con esta noticia calma la inquietud.

Despedidas. La calesa trajina por todo Lima ¿Conque se nos va usted? ¿Conque se decide usted a
embarcarse? … ¡Buen valorazo! Don Gregorio se ofrece a la disposición de todos: se le bañan los
ojos en lágrimas a cada abrazo. Encarga que le encomienden a Dios. A él le encargan jamones,
dulces, lenguas y cobranzas. Y ni a él le encomienda nadie a Dios, ni él se vuelve a acordar de los
jamones, de los dulces, de las lenguas ni de las cobranzas.

Llega el día de la partida. ¡Qué bulla! ¡Qué jarana! ¡Qué Babilonia! Baúles en el patio, cajones en el
dormitorio, colchones en el zaguán, diluvios de canastos por todas partes. Todo sale, por fin, y todo
se embarca, aunque con bastantes trabajos. Marcha don Gregorio, acompañado de una numerosa
caterva, a la que pertenecen también, con pendones y cordón de San Francisco de Paula, las
amantes hermanitas, que sólo por el buen hermano pudieron hacer el horrendo sacrificio de ir por
primera vez al Callao. Las infelices no se quitan el pañuelo de los ojos, y lo mismo le sucede al viajero.
Se acerca la hora del embarque, y se agravan los soponcios. ¿Si nos volvemos a ver? … Por fin, es
forzoso partir; el bote aguarda. Va la comitiva al muelle: abrazos generales, sollozos, los amigos
separan a los hermanos: “¡Adiós hermanitas mías!” “¡Adiós, Goyito de mi corazón! La alma de mi
mamá Chombita te lleve con bien”.

Este viaje ha sido un acontecimiento notable en la familia; ha fijado una época de eterna
recordación; la constituido una era, con la cristiana, como la de la Hégira, como la de la fundación
de Roma, como el Diluvio Universal, como la era de Nabonasar.

Se pregunta en la tertulia: – ¿Cuánto tiempo lleva Fulana de casada? – Aguarde usted. Fulana se
casó estando Goyito para ir a Chile… – ¿Cuánto tiempo hace que murió el guardián de tal convento?
– Yo le diré a usted; al padre guardián le estaban tocando las agonías al otro día del embarque de
Goyito. Me acuerdo todavía que se las recé, estando enferma en cama de resultas del viaje al

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Callao… – ¿Qué edad tiene aquel jovencito? – Déjeme usted recordar. Nació en el año de … Mire
usted, este cálculo es más seguro, son habas contadas: cuando recibimos la primera carta de Goyito
estaba mudando de dientes. Conque, saque usted la cuenta…

Así viajaban nuestros abuelos; así viajarían si se determinasen a viajar, muchos de la generación que
acaba, y muchos de la generación actual, que conservan el tipo de los tiempos del Virrey Avilés, y ni
aún así viajarían otros, por no viajar de ningún modo.

Pero las revoluciones, hacen del hombre, a fuerza de sacudirlo y pelotearlo, el mueble más liviano
y portátil; y los infelices que desde la infancia las han tenido por atmósfera, han sacado de ellas, en
medio de mil males, el corto beneficio siquiera de una gran facilidad locomotiva. La salud, o los
negocios, o cualesquiera otras circunstancias aconsejan un viaje. A ver los periódicos. Buques para
Chile. -Señor consignatario, ¿hay camarote? -Bien- ¿Es velero el bergantín? -Magnífico. -¿Pasaje? -
Tanto más cuanto. -Estamos convencidos.

-Chica, acomódame una docena de camisas y un almofrez. Esta ligera apuntación al abogado, esta
otra al procurador. Cuenta, no te descuides con la lavandera, porque el sábado me voy. Cuatro letras
por la imprenta, diciendo adiós a los amigos. Eh: llegó el sábado. Un abrazo a la mujer, un par de
besos a los chicos y agur. Dentro de un par de meses estoy de vuelta. Así me han enseñado a viajar,
mal de mi grado, y así me ausento, lectores míos, dentro de muy pocos días.

Este y no otro es el motivo de daros mi segundo número antes que paguen sueldos.

No quisiera emprender este viaje; pero es forzoso. No sabéis bien cuánto me cuesta el suspender
con esta ausencia mis dulces coloquios con el público. Quizá no sucederá otro tanto a la mayor parte
de vosotros, que corresponderéis a mi amistosa despedida exclamando: ¡Mal rayo te parta, y nunca
más vuelvas a incomodarnos la paciencia! En fin, sea lo que fuere, los enemigos y enemigas
descansad de mi insoportable tarabilla; preparad vuestros viajes con toda la calma que queráis;
hablad de la ópera como os acomode, idos a Amancaes como y cuando os parezca, bailad zamacueca
y taco tendido, a roso y velloso, a troche y moche, a banderas desplegadas; haced cuanta tontería
os venga la mente: en suma, aprovechad estos dos meses. Los amigos y amigas tened el presente

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artículo por visita o tarjeta de despedida, y rogad a Dios me dé viento fresco, capitán amable, buena
mesa y pronto regreso.

2. BERENICE – EDGAR ALLAN POE


La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho
horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y
tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de
la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en
la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria
de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que
pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más
venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y
en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón
principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas,
pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en
la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta
creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los
cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que
no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el
punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas
aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no
será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una
sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la
no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del
pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados
y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí
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es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis
padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión
total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales
me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los
sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y
entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta
manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos
eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y
entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente
por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras.
¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos
recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los
primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh
sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es
misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal-
cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó,
penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a
perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía
o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una
revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente
y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy
semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca
y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-
, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter
monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin,
obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en
una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la
palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya

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manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa
nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear
términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de
los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un
libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña
que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la
observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con
el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra
de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de
movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo
prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas
por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis
o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales
en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y
que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo
suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y
esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto
habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y
sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de
voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo
olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del
intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que
aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro.
Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar
fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo
dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya
lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

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Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban
ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las
características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble
italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La
ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius;
credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo
íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco
marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y
la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y
aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida
en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos
para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo
explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba
pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con
frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una
revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi
enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el
común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos
importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y
espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña


anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre
venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía
y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había
visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una
moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para
analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto
inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo,

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lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y,
en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días
intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté,
creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a
Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del
aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante
e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz
de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de
intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento,
permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez
era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas
miradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de
azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos,
ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la
melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé
involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se
entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se
revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese
muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del
aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el
blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte,
ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria.
Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y
allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos
labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a
distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña
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e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino
para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes
intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi
mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual.
Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características.
Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su
naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la
ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé
que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses
dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des
idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía
devolverme la paz, restituyéndome a la razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de
una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí
sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con
la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al
fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el
sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento
y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada
deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia
por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y
terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un


sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba
enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos,
definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror
más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda
con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras
una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía

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sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los
susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable,
y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado
allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta,
y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi
sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al
leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba,
entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca,
ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado
el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró
un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver
desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó
suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había
contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y
me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó
pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de
cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se
desparramaron por el piso.

3. EL CABALLERO CARMELO – ABRAHAM VALDELOMAR

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en
el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el
viento, sampedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en
dirección a la casa.
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Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente
gritando:

–¡Roberto, Roberto!

Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas
como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre!
Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada
aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio
los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.

–¿Y la higuerilla? –dijo.

Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:

–¡Bajo la higuerilla estás!…

El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió
cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba
la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de
nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la
cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní
y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo de su
propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema
de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de piedra de Guamanga
tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores
blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo:

–Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…

–¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.

–Nada…

–¿Cómo? ¿Nada para papá?

Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo

–¡El Carmelo!

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A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados miembros,
agitó las alas y cantó estentóreamente:

–¡Cocorocóooo!…

–¡Para papá! – dijo mi hermano.

Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia
digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el
Caballero Carmelo.

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el
radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para
papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus
mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad;
sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía
a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir;
vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba
éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre,
que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro,
detrás de dos capachos de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de
mantecado, rosquillas…

Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase
el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante,
íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las
desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las
palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de
su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su
cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente ese acercaban los conejos blancos, con
sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién

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sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón,
entrabado, el “Carmelo”, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por
desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo,
comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.

Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral “el Pelado”, un
pollo sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero “el
Pelado”, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral,
y lo otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa
del comedor y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla.

En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:

–Nos lo comeremos el domingo…

Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo
que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al
“Pelado”, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición
y de la sangre fina.

–¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo– a los patos que no hacen más que ensuciar el agua,
ni al cabrito que el otro día aplasto a un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y
gritar, ni a las palomas, que traen mala suerte?…

Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos
cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que había matado al pollo. El puerco
mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico, eran la
nota blanca, subíanse a la cornisa conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se
sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos.

El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se le perdonase, pero las
roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia.
Viendo ya pérdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la
cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su
garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo:

– No llores; no nos lo comeremos…


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III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por
la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña donde
quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean
a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde,
cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla.

Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo
a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada
siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan de trecho en trecho,
como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los toñuces
siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del alacrán”, verde y jugosa al nacer,
quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del
desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como
lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.

Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de
los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el
estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida
y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado;
que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan frutos que
al madurar revientan.

En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil caña y estera leve,
junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus
caderas amplias, duerme, a la puerta, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos
como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el
timón grácil, la calabaza que “achica” el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que
duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada
de caireles de liviano corcho.

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En las horas del mediodía, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el
pescador abuelo; sus toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la
abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas
y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas,
trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo
la ramada, el más fuerte pule un remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas
alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños.

Junto al bote duerme el hombre de mar, el fuerte mancebo, embriagado por la brisa caliente y por
la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas
pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos, piérdense, como escamas, las
diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración
tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más
armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.

Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos
habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en
mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los
jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de
dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes
remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del
Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen
Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu.

Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre
labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y
apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes
muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones,
y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a
manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.

Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a
las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras
las tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas,

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cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver
nunca; y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la
concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre del
perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas...

IV

Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo,
caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos
y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas
tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que
estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero
medieval.

Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la
jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el
“Carmelo”, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre.
Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de un mes toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de
otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros
recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo
a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él
envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?...

Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a
preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino
el preparador, y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas pequeñas
correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante
de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre
cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo
acompañaron.

–¡Qué crueldad! – dijo mi madre.

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Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:

–Oye, anda junto con él… Cuídalo… ¡pobrecito!…

Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras
para poder alcanzarlos.

Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre las casas por
el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los
hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauces
envueltos en colgaduras, y de los cuales prendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de
bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los
invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas
nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos añudados
al cuello.

Nos encaminamos a “la cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas
enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha
el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta.
Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con
singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y
uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente;
alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron,
gritos de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su cabecita
afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:

– ¡Ha enterrado el pico, señores!

Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando, fueron
sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el “Caballero
Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el circo:

– ¡El Ajiseco y el Carmelo!


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–¡Cien soles de apuesta!…

Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.

En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un
profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro Carmelo, al lado del otro, era un gallo viejo y
achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó
aficionado que anunció el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al
adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó
estentóreamente. El otro, que en verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia,
hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como
dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus
erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida;
entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que
sacara con bien a nuestro viejo paladín.

Batíase él con todo los aires de un experto luchador, acostumbrando a las artes azarosas de la
guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a su adversario –que
tal cosa es cobardía–, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes
de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo.
Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor
del Ajiseco, y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro,
el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató al otro de un
solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer
al Carmelo, jadeante…

–¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.

Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:

–¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!

En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle
daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de Caucato.
Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con
una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo, que se desangraba,

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se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo
incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada
más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:

–¡Viva el Carmelo!

Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado
camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador, que desfallecía.

VI

Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz,
se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza
reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo,
lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le
acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía
la tarde, y por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse
a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo.
Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el
tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y
mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.

Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella
noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos
mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó
su canto alegre.

Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero
Carmelo, flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo
prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato.

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4. EL PROFESOR SUPLENTE – JULIO RAMÓN RIBEYRO

Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la


clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los
transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los
matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron
irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.

-¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me
digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis
clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos,
pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras
horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la
Universidad… eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un
hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse
la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está
en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he
encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame,
Matías, dime que soy tu amigo!

Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia había llamado al colegio,
había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un
celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.

Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de
los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercala un
comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y
lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.

-Todo esto no me sorprende -dijo al fin-. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el
olvido.

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Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos
textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus
colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer
chistes procaces contra sus patrones de la oficina.

A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida,
rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de
la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.

-No te olvides de poner la tarjeta en la puerta -recomendó Matías antes de partir-. Que se lea bien:
Matías Palomino, profesor de historia.

En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche


anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había
descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso
pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por
donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces
consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de
estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre
achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina
que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si
no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por
ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.

Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran
reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció
poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la
verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la
espalda.

En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor.
Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano
de identificar. Se disponía a regresar -el reloj del Municipio acababa de dar las once- cuando detrás
de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa

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constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Observándose con disimulo, hizo
un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café
había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y
Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su
bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.

Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de
mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio,
sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía
precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor
Valencia, quien empleaba figuras semejantes para demoler sus enemigos del Parlamento.
Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le
quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su
conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su
marcha hasta la esquina opuesta.

Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras
muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés,
la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su
imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado
por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed
impostergable lo abrasaba.

Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo
se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de
discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de
los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser
otro que el círculo del terror.

Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba


como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se
mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un
árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.

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Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora.
Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró
componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al
colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado
de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del
portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta
inesperada composición -que le recordó a los jurados de su infancia- fue suficiente para desatar una
profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.

A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el
portero.

-Por favor -decía- ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo
están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.

-¡Yo soy cobrador! -contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa
confusión.

El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al
parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a
punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si
tuviera un queso por cerebro.

Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo.
Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y
tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La
realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería
millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio que su mujer lo esperaba
en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme
frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría
por el pasillo con los brazos abiertos.

-¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?

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-¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! -Balbuceó Matías-. ¡Me aplaudieron! -pero al sentir los
brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de
invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

5. EL LORO PELADO – HORACIO QUIROGA


Había una vez una banda de loros que vivía en el monte.

De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran
barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si
venía alguien.

Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales,
después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados,
los peones los cazaban a tiros.

Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes
de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, y los chicos lo curaron porque
no tenía más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se llamaba
Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía
cosquillas en la oreja.

Vivía suelto y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también
burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la
casa, el loro entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer
pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

Tanto se daba Pedrito con los chicos y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a
hablar. Decía: «¡Buen día, lorito!» «¡Rica la papa!…» «¡Papa para Pedrito!» Decía otras cosas más
que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas
palabras.

Cuando llovía. Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito.
Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.

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Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía
también, como las personas ricas, su five o’ clock tea.

Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después
de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:

-¡Qué lindo día, lorito!… ¡Rica, papa!… ¡La pata, Pedrito! – y no volaba lejos, hasta que vio debajo
de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió volando,
hasta que se asentó por fin en un árbol a descansar.

Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes
bichos de luz.

-¿Qué será? -se dijo el loro-. ¡Rica, papa!, ¿Que será eso? ¡Buen día, Pedrito!…

El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces
costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse.
Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo
fijamente.

Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.

-¡Buen día, tigre! -le dijo-. ¡La pata, Pedrito!

Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:

–¡Bu-en día!

-¡Buen día, tigre! -repitió el loro-. ¡Rica papa!… ¡rica, papa!… ¡rica, papa!…

Y decía tantas veces «¡rica papa!» porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas ganas de
tomar té con leche. El loro se había olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y
por esto lo convidó al tigre.

-¡Rico té con leche! -le dijo-. ¡Buen día, Pedrito!… ¿Quieres tomar té con leche conmigo, amigo tigre?

Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él y, además, como tenía a su vez
hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que le contestó:

-¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sor-do!


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El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo.
Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té
con leche con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.

-¡Rica, papa, en casa! -repitió gritando cuanto podía.

–¡Más cer-ca! ¡No oi-go! -respondió el tigre con su voz ronca.

El loro se acercó un poco más y dijo:

-¡Rico, té con leche!

–¡Más cer-ca to-da-vía! -repitió el tigre.

El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una
casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las
plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.

–¡Toma! -rugió el tigre-. Anda a tomar té con leche…

El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba la
cola que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos
los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.

Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre
Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón, y temblando
de frío. ¿Cómo iba a presentarse en el comedor, con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que
había en el tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en el fondo, tiritando
de frío y de vergüenza.

Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:

-¿Dónde estará Pedrito? -decían.

Y llamaban-:

-¡Pedrito! ¡Rica, papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!

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Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas
partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se
echaron a llorar.

Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuánto le
gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían porque había
muerto.

Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque
sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y subía
enseguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la
cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.

Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito
muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto
cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas plumas.

-Pedrito, lorito! -le decían-. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!

Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No
hacía sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.

Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a
pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que le había pasado: un
paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada evento, cantando:

-¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!

Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.

El dueño de la casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía
falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa
para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que
cuando Pedrito viera al tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera acercarse
despacito con la escopeta.

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Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a
todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente
debajo del árbol dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.

Entonces el loro se puso a gritar:

– ¡Lindo día!… ¡Rica, papa!… ¡Rico té con leche!… ¿Quieres té con leche?…

El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto, y que tenía otra vez
lindísimas plumas, juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando
respondió con su voz ronca:

–¡Acér-ca-te más! ¡Soy sor-do!

El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:

-¡Rico, pan con leche!… ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!…

Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.

–¿Con quién estás hablando? -bramó-. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?

-¡A nadie, a nadie! -gritó el loro-. ¡Buen día, Pedrito!… ¡La pata, lorito!…

Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de
este árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.

Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del tigre, y
entonces gritó:

-¡Rica, papa!… ¡ATENCIÓN!

–Más cer-ca aún! -rugió el tigre, agachándose para saltar.

-¡Rico, té con leche!… ¡CUIDADO, VA A SALTAR!

Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como
una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la
escopeta recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines

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del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando
un bramido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.

Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! Estaba loco de contento, porque se había vengado -¡y bien
vengado!- del feísimo animal que le había sacado las plumas!

El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la
piel para la estufa del comedor.

Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el
hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.

Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y
todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té, se acercaba siempre a la piel del
tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.

-¡Rica, papa!… -le decía-. ¿Quieres té con leche?… ¡La papa para el tigre!

Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.

6. LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA – EDGAR ALLAN POE

Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue
tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos
dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución
del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima,
desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión,
el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su
población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y
las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas.
Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero
grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los
cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos.

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Decidieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda
salida a los frenesíes del interior.

La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían desafiar
el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura
afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer.
Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En
el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».

Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos afuera,
cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más
insólita magnificencia.

¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde tuvo
efecto. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen
largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par,
de modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era muy distinto, como se
podía esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban
dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de
un espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un
aspecto diferente.

A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba con
un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de
vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual
se abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales
eran de un azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras
eran purpúreas. El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía
la luz a través de una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto, violeta. El séptimo salón
estaba rigurosamente forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las
paredes y caían sobre un tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento
el color de las vidrieras no correspondía al del decorado.

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Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara ni
candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado.
Ni lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en
los corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme
trípode con un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales
coloreados e iluminaba la sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos
cambiantes y fantásticos.

Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre las
negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las
fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos
bailarines tenían valor para pisar su mágico recinto.

También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de ébano.
Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el
circuito de la esfera e iba a sonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido
claro, estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y
potente que, de hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante
sus acordes para escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.

Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas
notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente,
pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril.

Pero una vez desaparecía por completo el eco, una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión.
Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos
a otros que la próxima vez que sonaran las campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego,
cuando después de la fuga de los sesenta minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos
de la hora desaparecida, cuando llegaba una nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo
estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo sueño febril. Pero, a pesar de todo esto, la orgía
continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy singular. Tenía una vista segura por lo
que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda. Sus proyectos eran temerarios y
salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro. Muchas gentes lo consideraban

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loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo, era preciso oírlo, verlo,
tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.

En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su gusto
personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas.
Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se
ha visto en “Hernani”. Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.

Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de lo bello, mucho de lo licencioso, mucho
de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia. De un
lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud —la
pesadilla— contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la
música pareciera el eco de sus propios pasos.

De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un
instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de
pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han
durado sino un instante y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida hubiesen ahogado
en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para darse cuenta
de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de
nadie, y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre todos los
concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación.

Y luego, finalmente, el terror, el pavor y el asco. En una reunión de fantasmas como la que he
descrito puede muy bien suponerse que ninguna aparición ordinaria hubiera provocado una
sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada.
Pero el personaje en cuestión había superado la extravagancia de un Herodes y los límites
complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e impuesta por el príncipe.

En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan tocar sin emoción.
Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de juego, hay cosas
con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente lo
inadecuado del traje y de las maneras del desconocido. El personaje era alto y delgado, y estaba
envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.

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La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un


cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y, sin
embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable
broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la «Muerte Roja». Sus
vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se
encontraban salpicadas con el horror escarlata. Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en
aquella figura espectral (que con pausado y solemne movimiento, como para representar mejor su
papel, pavoneábase de un lado a otro entre los que bailaban), se le vio, en el primer momento,
conmoverse por un violento estremecimiento de terror y de asco. Pero, un segundo después, su
frente enrojeció de ira. —¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que se
hallaban junto a él—, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y
desenmascararse, para que sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!

Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al pronunciar
estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era un
hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano. Ocurría esto en la
cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio,
mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el intruso, que, en tal
instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y majestuoso,
acercábase cada vez más al príncipe.

Pero por cierto terror indefinido, que la insensata arrogancia del enmascarado había inspirado a
toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano en él para prenderle, de tal modo que, sin
encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, y mientras la inmensa asamblea, como
obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la sala hacia las paredes, él
continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y mesurado que le había
distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la purpúrea a la verde,
de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de que se hubiera
hecho un movimiento decisivo para detenerle.

Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su
momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo
siguiera a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado,
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y se había acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en
retirada, cuando ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo
frente a su perseguidor.

Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre la fúnebre alfombra, en la cual, acto
seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero. Entonces, invocando el frenético valor de la
desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a un tiempo en la negra estancia, y agarrando al
desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una gran estatua a la sombra del reloj de
ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el sudario y la máscara de cadáver
que habían aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma tangible alguna. Y, entonces,
reconocieron la presencia de la «Muerte Roja», Había llegado como un ladrón en la noche, y, uno
por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío sangriento. Y
cada uno murió en la desesperada postura de su caída. Y la vida del reloj de ébano extinguióse con
la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la
ruina, y la «Muerte Roja» tuvieron sobre todo aquello ilimitado dominio.

7. EL PADRE PATA – RICARDO PALMA

Cuando el general San Martin desembarcó en Pisco con el ejército patriota, que venía a emprender
la ardua faena complementaria de la Independencia americana, no faltaron ministros del Señor que,
como el obispo Rangel, predicasen atrocidades contra la causa libertadora y sus caudillos.

Desempeñando interinamente el curato de Chancay estaba el franciscano fray Matías Zapata, que
era un godo de primera agua, el cual, después de la misa dominical, se dirigía q los feligreses,
exhortándolos con calor para que se mantuviesen fieles a la causa del rey, nuestro amo y señor.
Refiriéndose al Generalísimo, lo menos malo que contra él predicaba era lo siguiente:

-Carísimos hermanos: sabed que el nombre de ese pícaro insurgente San Martín, es por sí solo una
blasfemia; y que está en pecado mortal todo el que lo pronuncie, no siendo para execrarlo. ¿Qué
tiene de santo ese hombre malvado? ¿Llamarse San Martín ese sinvergüenza, con agravio del
caritativo santo San Martin de Tours, que dividió su capa entre los pobres? Confórmese con llamarse

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sencillamente Martín, y le estará bien, por lo que tiene de semejante con su colombroño el pérfido
hereje Martín Lutero y porque, como éste, tiene que arder en los profundos infiernos. Sabed, pues,
hermanos y oyentes míos, que declaro excomulgado vitando a todo el que gritare ¡Viva San Martín!
Porque es lo mismo que mofarse impíamente de la santidad que Dios acuerda a los buenos.

No pasaron muchos domingos sin que el generalísimo trasladase su ejército al norte, y sin que
fuerzas patriotas ocuparan Huacho y Chancay. Entre los tres ó cuatro vecinos que, por amigos de la
“justa causa” como decían los realistas, fue preciso poner en chirona, encontrándose el energúmeno
frailuco, el cual fue conducido ante el excomulgado caudillo. – Conque, señor godo –le dijo San
Martín– ¡¿es cierto que me ha comparado usted con Lutero y que le ha quitado una sílaba a mi
apellido?

Al infeliz le entró temblor de nervios, y apenas si pudo hilvanar la excusa de que había cumplido
órdenes de sus superiores, y añadir que estaba llano a predicar devolviéndole a su señoría la silaba.

–No me devuelva usted nada y quédese con ella—continuó el General; pero sepa usted que yo, en
castigo de su insolencia, le quito también la primera silaba de su apellido, y entienda que lo fusilo
sin misericordia el día en que se le ocurra firmar Zapata. Desde hoy no es usted más que el padre
Pata; y téngalo muy presente, padre Pata.

Y cuentan que hasta 1823 no hubo en Chancay partida de nacimiento, defunción u otro documento
parroquial que no llevase por firma fray Matías Pata. Vino Bolívar, y le devolvió el uso y el abuso de
su silaba eliminada.

8. HEBARISTO, EL SAUCE QUE MURIÓ DE AMOR - ABRAHAM


VALDELOMAR

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Inclinado al borde de la parcela colindante con el estéril yermo, rodeado de yerbas santas y
llantenes, viendo correr entre sus raíces que vibraban en la corriente, el agua fría y turbia de la
acequia, aquel árbol corpulento y lozano aún, debía llamarse Hebaristo y tener treinta años. Debía
llamarse Hebaristo y tener treinta años, porque había el mismo aspecto cansino y pesimista, la
misma catadura enfadosa y acre del joven farmacéutico de El amigo del pueblo, establecimiento de
drogas que se hallaba en la esquina de la Plaza de Armas, junto al Concejo Provincial, en los bajos
de la casa donde, en tiempos de la Independencia, pernoctara el coronel Marmanillo, lugarteniente
del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando, presionado por los realistas, se dirigiera a dar aquella
singular batalla de la Macacona. Marmanillo era el héroe de la aldea de P. porque en ella había
nacido, y, aunque a sus puertas se realizara una poco afortunada escaramuza, en la cual caballo y
caballero salieron disparados al empuje de un puñado de chapetones, eso, a juicio de las gentes
patriotas de P., no quitaba nada a su valor y merecimientos, pues era sabido que la tal escaramuza
se perdió porque el capitán Crisóstomo Ramírez, dueño hasta el año 23 de un lagar y hecho capitán
de patriotas por Marmanillo, no acudió con oportunidad al lugar del suceso. Los de P. guardaban
por el coronel de milicias recuerdo venerado. La peluquería llamábase Salón Marmanillo; la
encomendería de la calle Derecha, que después se llamó calle 28 de Julio tenía en letras rojas y
gordas, sobre el extenso y monótono muro azul, el rótulo Al descanso de Marmanillo; y por fin en
la sociedad Confederada de Socorros Mutuos, había un retrato al óleo, sobre el estrado de la
"directiva", en el cual aparecía el héroe con su color de olla de barro, sus galones dorados y una
mano en la cintura, fieles traductores de su gallardía miliciana.
Digo que el sauce era joven, de unos treinta años y se llamaba Hebaristo, porque como el
farmacéutico tenía el aire taciturno y enlutado, y como él, aunque durante el día parecía alegrarse
con la luz del sol, en llegando la tarde y sonando la oración, caía sobre ambos una tan manifiesta
melancolía y un tan hondo dolor silencioso, que eran "de partir el alma", Al toque de ánimas
Hebaristo y su homónimo el farmacéutico, corrían el

mismo albur. Suspendía éste su charla en la botica, caía pesadamente sobre su cabeza semicalva el
sombrero negro de paño, y sobre el sauce de la parcela posaba el de todos los días gallinazo negro

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y roncador. Luego la noche envolvía a ambos en el mismo misterio y, tan impenetrable era entonces
la vida del boticario cuanto ignorada era la suerte de Hebaristo, el sauce...

II

Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de la parcela, eran dos vidas
paralelas; dos cuerdas de una misma arpa; dos ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza; dos
brazos de una misma desolada cruz; dos estrellas insignificantes de una misma constelación.
Mazuelos era huérfano y guardaba, al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Como el
sauce era árbol que sólo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos
sólo servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en la botica; y así como el
sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua
de la acequia, así él oía con desganada abnegación la charla de otros, mientras jugaba, el espíritu
fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su
botín de elástico, cruzadas, una sobre otra, las enjutas magras piernas.
Habíase enamorado Mazuelos de la hija del juez de primera instancia, una chiquilla de alegre
catadura, esmirriada y raquítica, de ojos vivaces y labios anémicos, nariz respingada y cabello de
achiote, vestida a pintitas blancas sobre una muselina azul de prusia, que pasó un mes y días en P.
y allí los hubiera pasado todos si su padre el doctor Carrizales no hubiera caído mal al secretario de
la subprefectura, un tal De la Haza, que era, aun tiempo, redactor de La Voz Regionalista, singular
decano de la prensa de P. El doctor Carrizales, magüer de su amistad con el jefe de la región, hubo
de salir de P. y dejar la judicatura a raíz de un artículo editorial de La Voz Regionalista titulado
"¿Hasta cuándo?", muy vibrante y tendencioso, en el cual se recordaban, entre otras cosas
desagradables, ciertos asuntos sentimentales relacionados con el nombre, apellido y costumbres de
su esposa, por esos días ya finada, desgraciadamente. La hija del juez había sido el único amor del
farmacéutico cuyos treinta años se deslizaron esperando y presintiendo a la bienamada. Blanca Luz
fue para Mazuelos la realización de un largo sueño de veinte años y la ilustración tangible y en carne
de unos versos en los cuales había concretado Evaristo, toda su estética.
Los versos de Mazuelos era, como se verá, el presentido retrato de la hija del doctor Carrizales; y
empezaban de esta manera:

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Como una brisa para el caminante ha de ser la dulce dama a quien mi amor entregue quiera el
fúnebre Destino que pronto llegue
a mis tristes brazos, que la están esperando, la dulce mujer...

Bien cierto es que Mazuelos desvirtuaba un poco la técnica en su poesía; que hablando de sus brazos
en el tercer pie del verso les llama "tristes" cosa que no es aceptable dentro de un concepto estricto
de la poética; que la frase "que la están esperando" está íntegramente demás en el último verso,
pero ha de considerarse que sin este aditamento, la composición carecería de la idea fundamental
que es la idea de espera, y, que el pobre Evaristo, había pasado veinte años de su vida en este ripio
sentimental: esperando.

Blanca Luz era pues, al par, un anhelo de farmacéutico. Era el ideal hecho carne, el verso hecho
verdad, el sueño transformado en vigilia, la ilusión que, súbitamente, se presentaba a Evaristo, con
unos ojos vivaces, una nariz respingada, una cabellera de achiote; en suma: Blanca Luz era, para el
farmacéutico de El amigo del pueblo, el amor vestido con una falda de muselina azul con pintitas
blancas y unas pantorrillas, con medias mercerizadas, aceptables desde todo punto de vista...

III

Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela, no fue, como son la mayoría de los sauces, hijo de una
necesidad agrícola; no. El sauce solitario fue hijo del azar, del capricho, de la sin razón. Era el fruto
arbitrario del Destino. Si aquel sauce en vez de ser plantado en las afueras de P., hubiera sido
sembrado como era lógico, en los grandes saucedales de las pequeñas pertenencias, su vida no
resultara tan solitaria y trágica.
Aquel sauce, como el farmacéutico de El Amigo del pueblo, sentía, desde muchos años atrás, la
necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión
indispensable. Cada caricia del viento, cada ave que venía a posarse en sus ramas florecidas hacía
vibrar todo el espíritu y cuerpo del sauce de la parcela. Hebaristo, que tenía sus ramas en un
florecimiento núbil, sabía que en las alas de la brisa o en el pico de los colibrís, o en las alas de los
chucracos debían venir el polen de su amor, pero los sauces que el destino le deparaba debían estar
muy lejos, porque pasó la primavera y el beso del dorado polen no llegó hasta sus ramas florecidas.

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Hebaristo, el sauce de la parcela, comenzó a secarse, del mismo modo que el joven y achacoso
farmacéutico de El Amigo del Pueblo. Bajo el cielo de P., donde antes latía la esperanza, cernió sus
alas fúnebres y estériles la desilusión.

IV

Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticia de Blanca Luz. Envejeció Hebaristo, el
sauce de la parcela viendo secarse, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto,
Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al borde del arroyo,
enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce, y allí veía caer la noche. El árbol amigo
que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y
encorvado cuerpo del farmacéutico.
Un día el sauce, familiarizado ya con la compañía doliente de Mazuelos, esperó y esperó en vano.
Mazuelos no vino. Aquella misma tarde un hombre, el carpintero de P. llegó con tremenda hacha e
hizo temblar de presentimientos al sauce triste, enamorado y joven. El del hacha cortó el hermoso
tronco de Hebaristo, ya seco, despojándolo de las ramas lo llevó al lomo de su burro hacia la aldea,
mientras el agua del arroyo lloraba, lloraba, lloraba: y el tronco rígido, sobre el lomo del asno, se
perdía en los baches y lodazales de la Calle Derecha, para detenerse en la Carpintería y confección
de ataúdes de Rueda e hijos…

Por la misma calle volvían ya juntos, Mazuelos y Hebaristo. El tronco del sauce sirvió para el cajón
del farmacéutico. La Voz Regionalista, cuyo editorial "¿Hasta Cuándo?", fuera la causa de la muerte
prematura, lloraba ahora la desaparición del "amigo noble y caballeroso, empleado cumplidor y
ciudadano integérrimo", cuyo recuerdo no moriría

entre los que tuvieron la fortuna de tratarlo y sobre cuya tumba, (el joven de la Haza) ponía las
siemprevivas, etc.
El alcalde municipal señor Unzueta, que era a un tiempo propietario de El amigo del pueblo, tomó
la palabra en el cementerio y su discurso, que se publicó más tarde en La Voz Regionalista,

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empezaba: "Aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la
Sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y
caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano integérrimo, que en este ataúd de duro roble"...
y concluía: "¡Mazuelos! Tú no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz"

VI

Al día siguiente el dueño de la Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos, llevaba al señor
Unzueta una factura:
El señor N. Unzueta a Rueda e hijos... Debe... por un ataúd de roble... soles 18.70.
–Pero si no era de roble –arguyó Unzueta– Era de sauce...
–Es cierto –repuso la firma comercial Rueda e hijos– es cierto; pero entonces ponga Ud. sauce en su
discurso... y borre el duro roble...
–Sería una lástima –dijo Unzueta pagando– sería una lástima; habría que quitar toda la frase: "al
ciudadano integérrimo que en este ataúd de duro roble"... Y eso ha quedado muy bien, lo digo sin
modestia... ¿no es verdad Rueda?
–Cierto, señor Alcalde –respondió la voz comercial Rueda e hijos.

9. DIOS MONTAÑA – ÓSCAR COLCHADO LUCIO


Estoy avanzando delante de mi cuadrilla, saltando, abriendo los brazos, haciéndome a un lado y
otro; mientras mi látigo amenaza a los curiosos que mucho se acercan.

—¡Juuuurrr! —grito, y hago sonar mi silbato, en tanto me fijo en las pallas que van adelante,
bailando y cantando con la música de las cajas y flautas.

ay quiyayita

quiyayay…

La gente llena la calle entera, y no sólo la calle, la plaza. Han venido de todas las estancias. Polleras
vueludas es lo que lucen las mujeres, algunas con el hijo cargado, otras así nomás. Los hombres
emponchados, cargando alforjas. De la costa también han venido: mestizos de pelo lacio, piel

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tostada, sombreros y chompa. Igualmente, gente togada están que se gustan; casta de hacendados
seguro.

Todo es jolgorio, música, color. Una fina garúa está cayendo. Ya me acerco donde las pallas,
volviendo de rato en rato a poner orden en mis filas. Allí está Porfiria, chaposita su cara, una
manzana en azoro. La gente ríe ahora con los Cóndores de San José. Ambos hacen el intento de alzar
el vuelo, pero uno de ellos lo empuja al otro, topándolo con un ala. Y este resbala y cae de nariz al
charco. La lluvia moja las risas cayendo en gruesos goterones ahora; como jugando está que
empapa. El cóndor que cayó al charco acaba de incorporarse y vuelve a la danza, con gracia, con
alegría. El Quispicóndor les llaman también, y uno es el padre y el otro el hijo.

—¡Juuuurrr!

Acabo de reventar mi látigo sobre las cabezas de los mirones. La gente ha retrocedido asustada, y
ahora está que ríe. Yo también detrás de la máscara estoy riendo. Pero la careta debe estar seria
para los que miran. ¡Ja!, un hombre de cara seria y hasta con gesto de malo, que baila, debe ser
chistoso. El viento hace flamear mi capa y atrás de mí los de mi cuadrilla están que toman licor. De
un latigazo los haré entrar en fila y que sigan reventando sus chicotes o que se agarren a duelo. Eso
le gusta a la gente.

Qué linda está mi Porfiria adelante, risueña, su lunarcito junto a los ojos. Cada que la miro, ay, el
corazón me duele.

Hay un estruendo de risas. Es el quispicóndor hijo quien acaba de tumbarlo al padre a un hueco, a
un costado de la calle. Malamente ha caído el quispicóndor padre, pero se recupera y logra
incorporarse, aunque lleno de barro. Porfiria se ha huajayllao viéndolo, qué lindos sus labios, como
moras que están reventando. La lluvia ha parado un ratito y ahora se levanta de la tierra ese olorcito
rico que refresca las narices…

—Sírvete un trago, Gumicho —me dice el mayor- domo de la fiesta cuando estamos tomando un
descanso en el corredor de su casa. Una botella de aguardiente me alcanza, y yo, rápido, alzando
un poquito la máscara, ¡ploc! ¡ploc! ¡ploc!, hasta la mitad me lo tiro.

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—Buena, hom —dice el hombre riendo, medio sorprendido—; así está bien, para que enamores a
las chinas —y se aleja tancoseando a ofrecerles a los otros.

«Gumicho», digo entre mí, remedándolo, «Gumicho». Si supiera qué es de él ya ni ese trago me
ofrecería. Gumicho está muerto, pienso, sintiendo que mi cabeza se tontea y que las cosas se van
poniendo borrosas. Los de mi cuadrilla también, que están sentados ahí en el poyo, como en un
sueño van desapareciendo y en su reemplazo, como saliendo de entre la neblina, estoy viendo mi
choza, arriba en lo más frío y alejado de la puna, y me veo pequeño, mirando mis ojos en una laguna,
asustándome que no sean como los de otros cristianos. Me entristezco, recordando que las gentes
al verme hacían un feo gesto de repugnancia y, sin mirarme, de costadito nomás me hacían hablar
también. «Sus ojos son como del enemigo, ¿se han fijado bien? Arremangados los párpados de
abajo, se ven como nadando en sangre». Mi taita decía que era de la uta esa enfermedad que se lo
come a la piel que me atacó cuando yo era dizque guagüita. Por eso ni a la escuela quise ir, por más
que mi taita me exigía.

A mi mamita no la he conocido. Al mes de nacido yo se había muerto, y ahora último mi viejo


también acaba de abandonarme. Desde entonces sólo mi perro pastor me acompaña, ya que ni
hermanos tengo… Muy raras veces pasa gente cerca de mi choza. Los que tienen necesidad de ir a
la laguna, que está más arriba, se van a dar la vuelta por la lomada de Turuna todavía. Sólo los que
no me tienen miedo, como esos negociantes de ganado vacuno, pasan por mi lado y hasta me hacen
conversar. A esos es que les encargo que me lleven salcita, azuquitar, velas, fósforos… A cambio, si
no les pago con plata, les doy quesitos frescos, lana o, si no, un carnero.

Hace un mes me dio una sorpresa don Rosendo Chuqui, el cojo ese que vive en el alto de Minas,
asomándose acompañado de una muchacha buenamoza, su nieta, la más linda que mis ojos hayan
podido ver y que según supe se llamaba Porfiria… Del altito de Llamacunca, haciendo embudo con
sus manos, me preguntó si por si no lo había visto yo su toro, uno dizque de color que con manchas
blancas. Como le respondí que no, queriendo convencerse más seguro, huishtuqueando llegó hasta
mi choza. Volví a decirle que no sabía nada, aunque la verdad es que hacía dos semanas ya que lo
había pishtado en la quebrada de Pumash, después que lo arrié desde la puna, donde vivía de su
cuenta junto con otros animales de la comunidad. Caldo de res tomé durante varios días, el resto lo
charquié luego de enterrar el cuero y la cabeza… Cuando la vi a su nieta, sentí remordimiento de lo
que había hecho. Como una palomita apareció ante mí, con su mantita al cuello, sus pechos

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amaneciendo bajo la tela de percal. Yo, bocabajao nomás, le hacía hablar a don Rosendo,
disimulando mis ojos con el ala del sombrero, temiendo asustarla a ella.

A partir de ese día, ya no pude vivir tranquilo.

Era imposible olvidarla. Algo tendré que hacer, pensé, si no perderé el juicio.

«A Gumicho lo ha vencido el sueño… Allau, pobre», oigo de nuevo que habla el mayordomo y que
agrega, No lo despierten, que sosiegue un poco; cansado estará de tanto que ha bailado… Pero yo
no estoy cansado ni nada, ni estoy durmiendo, solo aparento. Algunos se están riendo de lo que no
me quito la máscara ni para descansar. Que rían. Si ellos supieran quién soy y por qué estoy acá, ni
de broma reirían. «Gumercindo», pienso, hasta Porfiria cree que soy Gumercindo, el cholo que dicen
la enamoraba. Pero ahora Gumercindo debe ser, sin duda, ese gorrioncito que en pleno zapateo,
cuando estoy enredando mis brazos a los de ella, me estaba mirando triste desde la cumbrera de
una casa, más acacito del puente. Él debió ser, porque al Gumercindo yo lo maté, ayer nomás por
la tarde, en el chorro de la quebrada de Pumash.

Por la Porfiria fue.

En vista que no podía apartarla de mi mente, escondiéndome, escondiéndome, empecé a bajar


seguido a Minas a mirarla aunque sea de lejitos. Laderita abajo de donde vive, hay un sitio que es
medio pampita donde resume harta agua. Por ahí abunda el pasto y es por donde para ella pas-
teando sus guachitos, hile e hile todo el día. Dos veces hice el intento de toparme con su persona,
soportando la vergüenza que me daba mi cara.

Al verme, de lejitos nomás, disimuladamente se alejaba, volteando volteando como para correrse
si yo la seguía. Alguien me había contado ya que el Gumercindo, patrón de la cuadrilla de danzan-
tes Los Diablos de Rayán, estaba que la rondaba últimamente y aseguraban que había prometido
robársela «a lo mejor para la fiesta». Que don Rosendo no lo aceptaba, pero que ella dizque lo
quería… Sus hermanos tiene también la Porfiria, tíos, primos; pero de sus taitas si no sé nada.
Estarán vivos o habrán muertos…

Desde la chacra donde barbechaban, al frente de Minas, sus familias paraban al tanto nomás cuando
ella pasteaba. Por eso será que el Gumercindo así nomás no se dejaba ver. Sólo una vez, cuando

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estaba yo detrás de unos montecitos espiándola, los vi que se hacían señas de lejitos cuando él
pasaba al pie del camino. Desde esa vez pensaba, ¿y si se la roba para la fiesta de San Miguel como
ha dicho? Con esa preocupación andaba yo, hasta que sucedió lo que ya seguro tendría que suceder.

Fue ayer. Víspera de la fiesta de San Miguel.

Pasaba por casualidad por la quebrada de Pumash, por ahí por donde lo pishté su toro de don
Rosendo, cuando lo veo más arribita, junto al chorro, al Gumercindo, haciendo tronar su chicote en
el agua que se precipitaba de la peña.

Escondiéndome escondiéndome tras las rocas filosas que por allí abundan, llegué casi a su lado a
escuchar lo que decía, porque parecía estar llamando a alguien en medio del estruendo. A un
costadito nomás, en una hendidura, se veía su costalillo blanqueando.

—¡Uuuááá! ¡Uuuááá! —gritaba—. ¡Ven, oh, espí- ritu del chorro! —oí clarito—. ¡Ven, encárnate en
mi alma, en mi cerebro, es mis venas, en mis ojos, en mi cuerpo…! ¡Asómate en tu caballo de viento!
¡Haz que mi chicote suene como el trueno y baile yo con tus pies de remolino! —así diciendo hizo
tronar de nuevo su chicote en el agua, y me acuerdo que salió chispas de la punta. Eso medio me
asustó—… ¡A la Porfiria! ¡A la Porfiria! —volvió a gritar—. ¡Haz que me siga como mansa paloma!…

A pucha, cuando mencionó el nombre de la muchacha creo que el mundo me tapó. Conque brujo
también eras, carajo, diciendo entre mí, bien empuñado mi garrote de lloque que siempre me
acompaña, despacito nomás me acerqué con la sangre que hervía en mis adentros. Ciego de ira,
llegando a su tras, con brujería la habrás hecho quererte diciendo, ¡fua! ¡fua!, de dos garrotazos en
su cabeza lo tumbé ahí sobre el agua, que poco a poco empezó a jalarlo, a llevarlo hasta el centro y
de ahí sí se lo arrastró esa bajada a toda velocidad, venciéndolo a las piedras que a ratos lo querían
detener. En un ratito se devisó aguas abajo hacia el río… Paradito me quedé, dándome cuenta recién
de lo que acababa de ocurrir. Un arrepentimiento me vino; pero ya qué iba a hacer, lo hecho hecho
estaba. Me acordé de su costalillo. No lo vayan a hallar y empiecen a averiguar diciendo, fui a alzarlo
para aventarlo al agua, pero la curiosidad me hizo desatarlo de lo bien amarradito que estaba. En
su dentro lo que encontré fue su disfraz de danzante. Verdad, pues, me acordé que esa tarde era el
rompe y que a hacerse cargo de su cuadrilla estaría bajando. De un de repente se me vino una idea
acordándome que el Gumercindo era de mi contextura y mi tamaño también más o menos y que al
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igual que él yo sabía danzar muy regular, sobre todo el panatagua, que aprendí de mi taita, a quien
año tras año lo nombraban de yunca sus pachacas… Acordándome de eso, ya no lo boté el costalillo,
me lo eché al hombro más bien y, entusiasmado en lo que pensaba hacer, salté sobre las primeras
piedras para cruzar la acequia y dirigirme a mi choza. En eso, las aguas del chorro que habían estado
cayendo tranquilamente, se encresparon de pronto y chisporrotearon lejos llegándome a mojar.
Habrá aumentado el caudal, pensé pasando rápido a la otra orilla, medio asustado. Pero ahí nomás,
¡úúúúúhh!, un viento súbito me tumbó con fuerza sobre las lajas. Ya…, ¿qué, pues?…, dije
levantándome apurado, ¿este cerro es chúcaro o qué? Unas nubes negras que lejos había visto hacía
rato, ahora las vi que se encontraban y ahí nomás reventaba el primer trueno. A poco, la lluvia se
precipitaba con ganas. Bien empuñado el costalillo, yo empecé a correr esa travesía. Un rayo cayó
cerquita y casi me deja carbonizado. Asustado de fea manera, me arrodillé sobre la huaylla.

—¡Taita Jirka! —dije, alzando mi vista al cerro—.

¡Sé que es malo lo que hice; pero comprende, au papito, que derecho tengo yo también de buscar
la felicidad como cualquiera. Habrás visto, taita, que hasta ahora como sombra nomás he vivido,
escondido siempre del prójimo! ¡Déjame, gran jirka, una vez siquiera vivir la alegría junto a la
Porfiria…! ¡Después de danzar con ella aunque me mates!

Así diciendo me levanté del suelo, toda mi ropa llena de barro, después de ofrendarle mi coquita. Y
seguí mi camino sin voltearme a mirar.

Siguió la lluvia nomás, pero ya sin rayos ni truenos.

Al poco rato escampó. Llegué a mi casa empapadito, oyendo el balido de mis ovejas…

Ahora estoy danzando de nuevo, bailando; dicen que soy el mejor danzante de la fiesta. Yo mismo
veo que nadie puede competir conmigo. Mi chicote también restalla como cuetón todavía
haciéndolo a la gente desparramarse.

—¡Juuuurrr!

—¡Vean! ¡Vean! —dicen—, a eso se llama bailar. La Porfiria me ha mirado disimuladamente, con
harto orgullo en sus ojos. En cada abrazo, en cada zapateo que he tenido con ella durante la noche,
le he hablado para escaparnos. Bueno, me ha contestado, al fin vas a salir con tu capricho, cholo
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pretencioso; así diciendo, a lo descuidado me ha dado un empujón, huajayllándose, hacién- dome


ver en su cara esos dos hoyitos que me alocan cada que la veo reírse. Sólo tu máscara de diablo me
da miedo, ha dicho, parece que no fueras Gumicho; ni tus ojos puedo verlo, porque están bien
adentro, en esa oscuridad. Y yo me he reído tomándolo a broma. De mi voz no ha dicho nada
felizmente; cree que estoy fingiendo como los demás de la cuadrilla para que la gente no se entere
quiénes somos, por si un latigazo los deja resentidos… Por ratos me entristezco pensando en lo que
tendré que hacer cuando ella me exija quitarme la máscara. Quiera o no tendré que hacerlo en algún
momento, y entonces… entonces… ella se enterará. Pero ya está decidido, a las buenas o a las malas
tendrá que irse conmigo…

Me la estoy llevando. Buena luna alumbra. Está ligeramente mareada. Vamos corriendo hacia la
puna. Pero sus hermanos y sus tías vienen. Ya están cerca. Nos alcanzan.

—¡Anda, sinvergüenza! —dice una de las tías, jipando, haciendo ademán de garrotearme, luego que
nos han rodeado—, conque pensabas salir con tu gusto, ¿no?

—Tía —se interpone uno de los hermanos mayores de Porfiria—; déjelo usted, no es hora de hacer
escándalo; podemos hablar bonito.

—¿Hablar bonito?, ¿después de lo que ha hecho? —reniega la vieja.

—Sí, tía, es que yo y mis hermanos ya hemos tomado acuerdo; déjeme hablar un ratito.

Yo y Porfiria estamos calladitos, asustados, esperando a ver qué dice.

—Mira, Gumicho —se acerca el hermano mayor a hablarme; los demás están al tanto nomás—, no
es necesario que hagas estas cosas, cholo; todo tiene arreglo. Ya con mis hermanos hemos estado
discutiendo este asunto el otro día, y en vista que no hemos podido convencer a nuestra hermana,
haciéndole ver que todavía no le conviene comprometerse por ser menor, habíamos quedado en
hablar con el abuelo Rosendo si tú buenamente nos lo pedías; lástima que has hecho esto, hom-
bre; pero aún no es tarde, te disculpamos. Puedes acercarte mañana a Minas y ahí hablaremos.
Cuenta con nuestro apoyo; ya verás cómo el viejo te recibe.

—Si están de acuerdo —le respondo dirigiéndome a todos—, déjenme ir con ella, taitas, se los
suplico; y mañana tempranito bajaremos con Porfiria a hablar con don Rosendo…
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—Anda, Gumicho, cómo pues, hombre —quiere amargarse el que habló. Los otros hacen un feo
gesto.

—Habrase visto —abre su boca una mujer, no la que me quiso garrotear, otra— véanlo pues su
sinvergüencería.

Porfiria se ha puesto a mi trasito, mirando bocabajada, avergonzada.

—Es que, señora —le digo—, si mañana voy y me salen con algún cuento, ¿qué podría hacer?

—Fíjense su gracia —habla uno, creo que su primo—, todavía desconfía el hombre, ¡qué caray!

Al hermano mayor también ahora sí lo veo que se amarga de veras. ¿Qué tal bruto, no?, pro- nuncia
bajito, como para él solo, pero ahí nomás levanta la voz:

—¿Por qué no te quitas eso? —me dice señalando la máscara con un movimiento de su cabeza—,
deberías tener más respeto con los que hablas, ¿o es que quieres tomarnos el pelo?

—Su voz también no parece su voz —dice una de las viejas.

—¡Que se quite ese tapojo! —grita uno de los hermanos que parece medio mareado—. ¿O no eres
Gumercindo?

—Sí, soy —les digo rápido, temiendo vayan a descubrirme—… No me quito sólo porque… estoy
disfrazado… y…

—¡Qué tanta consideración, carajo! —diciendo salta uno a arrancarme la máscara, mientras los
otros se lanzan a sujetarme. Forcejeo. Oigo a la Porfiria que chilla suplicando que me suelten, que
no me hagan daño. Las mujeres vociferan. A uno, de un empujón lo mando al charco. Eso enfurece
más a los otros que logran sujetarme un poco y arrancarme la máscara de un tirón. Desesperado,
no sé cómo esconder mi cara. ¡No, por favor!, les digo, tapándome con mi brazo. Me dan un
empellón, sin hacerme caer del todo.

¡Cojudo, mierda, dicen, ahora vas a ir preso! Nada me importa estar preso o lo que sea. Yo sigo
tapándome la cara así medio arrodillado que estoy. Pero viene uno y a la fuerza me descubre, ese
mismo ratito en que, avisados seguramente, llegan sus familias del Gumicho, agarrado su palo a
defenderme. ¡Qué pasa! ¡Qué lo hacen a mi sobrino!, grita una mujer ya de edad, adelantándose a
los que la acompañan: dos hombres y una mujer también, ya maduros. Se lo ha estado robando a

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mi hermana, responde uno; a pesar que le hemos dicho que estamos de acuerdo que se casen, se
ha puesto caprichoso queriéndosela llevar así nomás… ¿De veras, hijo?, me pregunta acercándose
la mujer. Le respondo que sí, haciéndome el que limpia apurado la capa y las cintas de colores que
penden de mi cuello, sólo por no darle cara. Pobre guagüa, diciendo me palmotea, miedo habrás
tenido seguro que no te reciban a ti solo, pero aquí estamos, hijo, tus tíos y tus tías, para
acompañarte mañana; déjala nomás que se vaya la muchacha, no hagas problemas. Así diciendo, y
alarmada que medio agachado nomás la escucho, de un de repente me levanta la cara y me mira a
la luz de la luna. ¿Te han lastimado?, pregunta. Los otros también se dan cuenta, seguro. Ya me
fregué, pienso. Ya estoy por echarme a correr; pero me aguanto al ver que nadie dice nada: tal vez
algunas sombras de nubes disimulan mi rostro.

Apartándose, sin preocupación al parecer, la mujer se acerca a los otros y oigo que les dice, Vayan
con Dios nomás, señores, ya mañana mi sobrino y nosotros sus tíos les vamos a visitar para hablar
bonito. Y dirigiéndose a la Porfiria, Anda nomás, niña, duerme tranquila, que ya pronto estarán
juntos… Porfiria y sus familias están que se despiden, a mí no me dicen nada. Ahora se van… Los
hombres, más las mujeres que se quedan, se acercan. Vamos volviendo, hijo, me dice uno de ellos,
antes que la luna se entre y nos quedemos en tinieblas. Gracias, tío, le respondo, sin mirarle como
al comienzo, pero yo tengo que ir por otro lado a recoger mi costalillo que he encargado; ya mañana
les buscaré para que me acompañen, ¡gracias!… Así diciendo pego la carrera esa bajada sin darles
tiempo a nada.

De veras, en el agüita clara del puquio estoy viéndome, Gumicho nomás había sido soy… Más bien
acabo de oír que arriba en la puna a un hombre que nunca bajaba al pueblo, dizque lo han hallado
muerto en su chocita.

10. LOS MOSQUITOS DE SANTA ROSA – RICARDO PALMA

Cruel enemigo es el zancudo o mosquito de trompetilla, cuando le viene en antojo revolotear en


torno de nuestra almohada, haciendo imposible el sueño con su incansable musiquería. ¿Qué
reposo para leer ni para escribir tendrá un cristiano si en lo mejor de la lectura o cuando se halla
absorbido por los conceptos que del cerebro traslada al papel, se siente interrumpido por el
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impertinente animalejo? No hay más que cerrar el libro o arrojar la pluma, y coger el plumerillo o
abanico para ahuyentar al mal criado.

Creo que una nube de zancados es capaz de acabar con la paciencia de un santo, aunque sea más
cachazudo que Job, y hacerlo renegar como un poseído.

Por eso mi paisana Santa Rosa, tan valiente para mortificarse y soportar dolores físicos, halló que
tormento superior a sus fuerzas morales era el de sufrir, sin refunfuño, las picadas y la orquesta de
los alados musiquines.

Y ahí va, a guisa de tradición, lo que sobre tema tal refiere uno de los biógrafos de la santa limeña.

Sabido es que en la casa en que nació y murió la Rosa de Lima hubo un espacioso huerto, en el cual
edificó la santa una ermita u oratorio destinado al recogimiento y penitencia. Los pequeños
pantanos que las aguas de regadío forman, son criaderos de miriadas de mosquitos, y como la santa
no podía pedir a su Divino esposo que, en obsequio de ella, alterase las leyes de la naturaleza, optó
por parlamentar con los mosquitos. Así decía:

-Cuando me vine a habitar esta ermita, hicimos pleito homenaje los mosquitos y yo: yo, de que no
los molestaría, y ellos, de que no me picarían ni harían ruido.

Y el pacto se cumplió por ambas partes, como no se cumplen... ni los pactos politiqueros.

Aun cuando penetraban por la puerta y ventanilla de la ermita, los bullangueritos y lanceteros
guardaban compostura hasta que con el alba, al levantarse la santa, les decía:

-¡Ea, amiguitos, id a alabar a Dios!

Y empezaba un concierto de trompetillas, que sólo terminaba cuando Rosa les decía:

-Ya está bien, amiguitos: ahora vayan a buscar su alimento.

Y los obedientes sucesorios se esparcían por el huerto.

Ya al anochecer los convocaba, diciéndoles:

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-Bueno será, amiguitos, alabar conmigo al Señor que los ha sustentado hoy.

Y repetíase el matinal concierto, hasta que la bienaventurada decía:

-A recogerse, amigos, formalitos y sin hacer bulla.

Eso se llama buena educación, y no la que da mi mujer a nuestros nenes, que se le insubordinan y
forman algazara cuando los manda a la cama.

No obstante, parece que alguna vez se olvidó la santa de dar orden de buen comportamiento a sus
súbditos; porque habiendo ido a visitarla en la ermita una beata llamada Catalina, los mosquitos se
cebaron en ella. La Catalina, que no aguantaba pulgas, dio una manotada y aplastó un mosquito.

-¿Qué haces, hermana? -dijo la santa-. ¿Mis compañeros me matas de esa manera?

-Enemigos mortales que no compañeros, dijera yo -replicó la beata-. ¡Mira éste cómo se había
cebado en mi sangre, y lo gordo que se había puesto!

-Déjalos vivir, hermana: no me mates ninguno de estos pobrecitos, que te ofrezco no volverán a
picarte, sino que tendrán contigo la misma paz y amistad que conmigo tienen.

Y ello fue que, en lo sucesivo, no hubo zancudo que se le atreviera a Catalina. También la santa en
una ocasión supo valerse de sus amiguitos para castigar los remilgos de Frasquita Montoya, beata
de la Orden Tercera, que se resistía a acortarse a la ermita, por miedo de que la picasen los jenjenes.

-Pues tres te han de picar ahora -le dijo Rosa-, uno en nombre del Padre, otro en nombre del Hijo y
otro en nombre del Espíritu Santo.

Y simultáneamente sintió la Montoya en el rostro el aguijón de tres mosquitos.

Y comprobando el dominio que tenía Rosa sobre los bichos y animales domésticos, refiere el cronista
Meléndez que la madre de nuestra santa criaba con mucho mimo un gallito que, por lo extraño y
hermoso de la pluma, era la delicia de la casa. Enfermó el animal y postrose de manera que la dueña
dijo:

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-Si no mejora, habrá que matarlo para comerlo guisado.

Entonces Rosa cogió el ave enferma, y acariciándola, dijo:

-Pollito mío, canta de prisa; pues si no cantas te guisa.

Y el pollito sacudió las alas, encrespó la pluma, y muy regocijado soltó un

¡Quiquiriquí!

(¡Qué buen escape el que di!)

¡Quiquiricuando!

(Ya voy, que me están peinando).

11. LA ABEJA HARAGANA – HORACIO QUIROGA

HABÍA UNA VEZ en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno
por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo
tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se
asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como
hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de
gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras
las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el
alimento de las abejas recién nacidas.
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Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana
haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia
para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran
experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra
la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es
la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que
estaban de guardia le dijeron:
—Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo.
Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita
exclamó:
—¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que
trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota
siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el
sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría
allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
—¡No se entra! —le dijeron fríamente.

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—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.


—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No hay
entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha
filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso
cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar
más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le
parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas
de lluvia.
—¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó
entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde aún.
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo.
Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se
arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una
caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante
una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse

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sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y
que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su
enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: —¿qué
tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú.
Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que
usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les
quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó la abeja.
—Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la
prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea
de día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría

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hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:


Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió
trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y
que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de
eucalipto.
—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda
velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar
a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa
a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.
—¿Qué es eso?
—Desaparecer.
—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de
aquí?
—Sin salir de aquí.
—¿Y sin esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en la tierra.
—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la
caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes
hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a mí, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta
tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la
boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió

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los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de
la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la
plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy
común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al
menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy
rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las
hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno;
pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda
la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de
la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en
cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el
término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible.
Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba
entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró
otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de
guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la
paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de

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la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y
cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última
lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola
vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera
trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que
me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando
que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de
cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un
hombre y de una abeja.

12. WARMA KUYAY – JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Noche de luna en la quebrada de Viseca.

Pobre palomita, por dónde has venido,

buscando la arena por Dios, por los cielos.

—¡Justina! ¡Ay, Justinita!

En un terso laso canta la gaviota,

memoria me deja de gratos recuerdos.

—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok'!

—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!

—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!

—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de
cada zurriago. Por eso Justina me quiere.

La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.

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—¡Ay Justinacha!

—¡Sonso, niño sonso! —habló Gregoria, la cocinera.

Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.

—¡Sonso niño!

Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero.
Se volteaban a ratos, para mirarse, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido
para siempre.

Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que
correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptus de la huerta sonaban con ruido largo e
intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared
más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro medio negro, recto, amenazaba caerse
sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas
horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.
—¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos! En medio del witron, Justina
empezó otro canto:

Flor de mayo, flor de mayo,

flor de mayo primavera,

por qué no te liberaste

de esa tu falsa prisionera.

Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles
sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.

—Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se
ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?

Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba voces alrededor del círculo, dando
ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que
cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el
cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y
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fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero Don Froilán
apareció en la puerta del witron.

—¡Largo! ¡A dormir!

Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.

—¡A ése le quiere!

Los indios de Don Froilán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y Don Froylán entró
al patio tras de ellos.

—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.

Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.

—Vamos, niño.

Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron;
sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las
minas del padre de Don Froilán.

Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.

La hacienda era de Don Froylán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío
de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos
leguas de la hacienda.

Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para
dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado
del cholo.

—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?

—¡Don Froylán la ha abusado, niño Ernesto!

—¡Mentira, Kutu, mentira!

—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!

—¡Mentira, Kutullay, mentira!

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Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a
llorar. Como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.

—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy «endio», no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas «abugau»,
vas a fregar a Don Froylán.

Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.

—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con
ella, ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo
porque eres niño.

Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.

—¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a Don Froylán!

—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak'tasu!

La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra hasta el caserío en
busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.

—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su
cuarto. Que se entre la luna para ir.

Su alegría me dio rabia.

—¿Y por qué no matas a Don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si
fuera puma ladrón.

—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas «abugau» ya estarán grandes.

—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!

—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los
quieres.

—¡Don Froylán! ¡Es malo! Los que tienen hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se
llevan las vaquitas de los otros o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, Don Froylán es peor que
toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.

—¡«Endio» no puede, niño! ¡«Endio» no puede!


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¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo
de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los
potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!

Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la
coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros
quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me
dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me
desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso
y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froyfán la había forzado.

—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!

Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón se sacudía, como si tuviera más fuerza
que todo mi cuerpo.

—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella, ¿quieres?

El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.

—¡Verdad! Así quieren los mistis.

—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!

—Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para tí sólito. Mira, en Wayrala se está apagando la luna.

Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento
silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en
el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.

* * *

Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.

—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro!
—le decía.

Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba a witron, a los alfalfares, a la huerta de los
becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de Don Froylán. Al principio yo lo acompañaba.

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En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más
delicados; Kutu se escupía las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos.
Uno, dos, tres... cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas,
lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.

—¡De Don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!

Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi
corazón.

Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres
horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían
la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio
abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los
árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé
corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba
Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía
desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos
negros y grandes.

—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname mamaya! Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.

—¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla, indio perro!

La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.

Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.

—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!

Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.

* * *

A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los
campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba tempranito, a buscar «daños» en los potreros
de mi tío, para ensañarse con ellos.

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—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres
maula! Sus ojos opacos me miraron con cieno miedo.

—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!

—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.

Resentido, penoso como nunca, se largó al galope en el bayo de mi tío.

Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su
hijo.

Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a Don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le quita-
ron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las
comunidades de Sondondo, Chacralla... ¡Era cobarde!

Yo, solo, me quedé junto a Don Froylán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui
desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía
sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido.
Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi
amor por Justina fue un «warma kuyay» y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que
tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y
peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las
siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol.
Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no
quiero, que no comprendo.

* * *

El Kutu en un extremo y yo en otro. El quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito


tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán
los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos,
llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.

13. EL SOLITARIO – HORACIO QUIROGA

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Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida.
Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas
manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera
sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer
hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura
a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su
cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim. No más sueños de lujo, sin embargo. Su
marido, hábil –artista aún– carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual,
mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una
lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al
transeúnte de posición que podía haber sido su marido. Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era
para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María
deseaba una joya –¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba él de noche. Después había tos y
puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante. Poco a poco el trato diario con las
gemas llegó a hacer amar a la esposa las tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas
delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era para
ella– caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose
ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y
la hallaba en cama, sin querer escucharlo. –Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin,
tristemente. Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco. Estas
cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual
no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento. Era un
hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada
fijeza sobre aquella muda tranquilidad. –¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba. Kassim, sobre sus
engarces, no cesaba de mover los dedos. –No eres feliz conmigo, María –expresaba al rato. –¡Feliz!
¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre
diablo! –concluía con risa nerviosa, yéndose. Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la
mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios
apretados. –Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste? –Desde el martes –mirábala
él con descolorida ternura–; mientras dormías, de noche... –¡Oh, podías haberte acostado!...

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¡Inmensos, los brillantes! Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba.
Seguía el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la alhaja, corría
con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos: –¡Todos, cualquier marido, el último, haría un
sacrificio para halagar a su mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo! Cuando
se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas
increíbles. La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía
por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor –cinco mil
pesos en dos solitarios–. Buscó en sus cajones de nuevo. –¿No has visto el prendedor, María? Lo
dejé aquí. –Sí, lo he visto. –¿Dónde está? –se volvió él extrañado. –¡Aquí! Su mujer, los ojos
encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto. –Te queda muy bien –dijo Kassim
al rato–. Guardémoslo. María se rió. –¡Oh, no! Es mío. –¿Broma?... –¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí!
¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él. Kassim se
demudó. –Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí. –¡Oh! –Cerró ella con rabioso
fastidio, golpeando violentamente la puerta. Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador.
Kassim se levantó de la cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba
sentada en el lecho. –¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona! –No mires así... Has
sido imprudente, nada más. –¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco
de halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame! Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado
por sus manos. –Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero Kassim
la sintió respirar hondamente sobre el solitario. –Un agua admirable... –prosiguió él–. Costará nueve
o diez mil pesos. –Un anillo... –murmuró María al fin. –No, es de hombre... Un alfiler. A compás del
montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje
frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el
espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.– Si quieres hacerlo después –se atrevió
Kassim un día–. Es un trabajo urgente. Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón. –¡María,
te pueden ver! –¡Toma! ¡Ahí está tu piedra! El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó
por el piso. Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.
–Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra? –No –repuso Kassim. Y reanudó enseguida
su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima. Tuvo que levantarse al fin a ver a su
mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían

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de las órbitas. –¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo! –
María... –tartamudeó Kassim, tratando de desasirse. –¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres
el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar...
cornudo! ¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las dos manos a la garganta
ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho, alcanzando a cogerlo de un
botín. –¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido. –Estás enferma, María. Después hablaremos... Acuéstate. –¡Mi
brillante! –Bueno, veremos si es posible... Acuéstate. –¡Dámelo! La crisis de nervios retornó. Kassim
volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas
faltaban pocas horas ya para concluirlo. María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de
siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente. –Es mentira, Kassim –le dijo. –¡Oh!
–repuso Kassim sonriendo–. No es nada. –¡Te juro que es mentira! –insistió ella. Kassim sonrió de
nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con las
mejillas entre las manos, lo siguió con la vista. –Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una
honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto. No durmió
bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después
Kassim oyó un alarido. –¡Dámelo! –Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose.
Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la madrugada Kassim pudo
dar por terminada su tarea: el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso
silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada
de su pecho y su camisón. Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto,
y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido. Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de piedra, y suspendiendo
un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler
entero en el corazón de su mujer. Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de
párpados. Los dedos se arquearon, y nada más. La joya, sacudida por la convulsión del ganglio
herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó
por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

14. LOS GALLINAZOS SIN PLUMAS – JULIO RAMÓN RIBEYRO

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A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una
fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que
recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un
orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de
las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus
bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados
de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías
bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A
esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin
plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a
berrear:
—¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la
tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas
y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la
calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su
cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
—¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda nomás, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o
recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora
celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y
muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico
viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la
ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los
muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por
la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera
de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos
íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas.

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Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones
inmundos. A ellos sólo les interesa los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe
cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata
de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran
en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín
encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en
el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las
escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No
conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos
por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro
de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas
están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los
obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas
han regresado a su nido.

Don Santos los esperaba con el café preparado.


—A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
—Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
—¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de
hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se
arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos
le aventaba la comida.
—¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te
engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le
parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse

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más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último, los forzó a
que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
—Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella
de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar
formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se
desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus
enemigos. Un perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que
penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de
materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces,
bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medias. En los acantilados
próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra,
como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el
desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacia el mar. Después de una hora de
trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
—¡Bravo! —exclamó don Santos—. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar.
Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su
presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como
ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio
le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual
prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se percató de
ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre,
observaba el chiquero.
—Dentro de veinte o treinta días vendré por acá —decía el hombre—. Para esa fecha creo que podrá
estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
—¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El
negocio anda sobre rieles.

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A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo
levantar.
—Tiene una herida en el pie —explicó Enrique—. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
—¡Ésas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
—¡Pero si le duele! —intervino Enrique—. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
—¿Y a mí? —preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo—. ¿Acaso no me duele la pierna?
Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después
regresaron con los cubos casi vacíos.
—¡No podía más! —dijo Enrique al abuelo—. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
—Bien, bien —dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el
cuarto—. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano.
¡Vete ahora mismo al muladar!

Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro
escuálido y medio sarnoso.
—Lo encontré en el muladar —explicó Enrique— y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
—¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
—¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
—¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
—Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
—No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará.
Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.

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Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara,
cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
—¡Pascual, Pascual… Pascualito! —cantaba el abuelo.
—Tú te llamarás Pedro —dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie
hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
—Te he traído este regalo, mira —dijo mostrando al perro—. Se llama Pedro, es para ti, para que te
acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás
a que te traiga piedras en la boca.
—¿Y el abuelo? —preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
—El abuelo no dice nada —suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
—¡Pascual, Pascual… Pascualito!

Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se
ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de
varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y,
al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada
vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
—¡Mugre, nada más que mugre! —repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la
madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba,
¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes
con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían
venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la
mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
—¿Tú también? —preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después
regresó.

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—¡Está muy mal engañarme de esta manera! —plañía—. Abusan de mí porque no puedo caminar.
Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo
solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
—¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos
pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero
eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y
trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después
regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros,
además, habían querido morderlo.
—¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había
perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un
lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo
que para el insulto.
—¡Si se muere de hambre —gritaba— será por culpa de ustedes!

Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día
encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba
sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón,
regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio
acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta
la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto.
A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de
excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo
extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su
expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo
aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se
quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la

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luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños,
atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y quedaba
mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.

La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había
oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo
permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes.
Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja,
jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió
la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
—¡Arriba, arriba, arriba! —Los golpes comenzaron a llover—. ¡A levantarse, haraganes! ¿Hasta
cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían
fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como
si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
—¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
—Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia
lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
—Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas,
estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía
ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los
gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los
noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por
la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y
fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en
el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas
penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma

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cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de


desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol
creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
—¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el
cuarto. Efraín, apenas lo vio, comenzó a gemir:
—Pedro… Pedro…
—¿Qué pasa?
—Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
—¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal
presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
—¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las
piernas y el rabo del perro.
—¡No! —gritó Enrique tapándose los ojos—. ¡No, no! —Y a través de las lágrimas buscó la mirada
del abuelo. Éste la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar
en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de
encontrar una respuesta.
—¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por
tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el
festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre.
Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
—¡Voltea! —gritó—. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
—¡Toma! —chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso
de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El
viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y
dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.

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Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a
poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango.
Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba
sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había
aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le
pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
—¡A mí, Enrique, a mí!…
—¡Pronto! —exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano—. ¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha
caído al chiquero! ¡Debemos irnos de acá!
—¿Adónde? —preguntó Efraín.
—¡Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
—¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta
formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se
dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos
su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.

15. LA MUÑECA NEGRA – JOSÉ MARTÍ

De puntillas, de puntillas, para no despertar a Piedad, entran en el cuarto de dormir el padre y la


madre. Vienen riéndose, como dos muchachones. Vienen de la mano, como dos muchachos. El
padre viene detrás, como si fuera a tropezar con todo. La madre no tropieza; porque conoce el
camino. ¡Trabaja mucho el padre, para comprar todo lo de la casa, y no puede ver a su hija cuando
quiere! A veces, allá en el trabajo, se ríe solo, o se pone de repente como triste, o se le ve en la cara
como una luz: y es que está pensando en su hija: se le cae la pluma de la mano cuando piensa así,
pero enseguida empieza a escribir, y escribe tan de prisa, tan de prisa, que es como si la pluma fuera
volando. Y le hace muchos rasgos a la letra, y las oes le salen grandes como un sol, y las ges largas
como un sable, y las eles están debajo de la línea, como si se fueran a clavar en el papel, y las eses
caen al fin de la palabra, como una hoja de palma; ¡tiene que ver lo que escribe el padre cuando ha
pensado mucho en la niña! Él dice que siempre que le llega por la ventana el olor de las flores del
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jardín, piensa en ella. O a veces, cuando está trabajando cosas de números, o poniendo un libro
sueco en español, la ve venir, venir despacio, como en una nube, y se le sienta al lado, le quita la
pluma, para que repose un poco, le da un beso en la frente, le tira de la barba rubia, le esconde el
tintero: es sueño no más, no más que sueño, como esos que se tienen sin dormir, en que ve uno
vestidos muy bonitos, o un caballo vivo de cola muy larga, o un cochecito con cuatro chivos blancos,
o una sortija con la piedra azul: sueño es no más, pero dice el padre que es como si lo hubiera visto,
y que después tiene más fuerza y escribe mejor. Y la niña se va, se va despacio por el aire, que parece
de luz todo: se va como una nube. Hoy el padre no trabajó mucho, porque tuvo que ir a una tienda:
¿a qué iría el padre a una tienda?: y dicen que por la puerta de atrás entró una caja grande: ¿qué
vendrá en la caja?: ¡a saber lo que vendrá!: mañana hace ocho años que nació Piedad. La criada fue
al jardín, y se pinchó el dedo por cierto, por querer coger, para un ramo que hizo, una flor muy
hermosa. La madre a todo dice que sí, y se puso el vestido nuevo, y le abrió la jaula al canario. El
cocinero está haciendo un pastel, y recortando en figura de flores los nabos y las zanahorias, y le
devolvió a la lavandera el gorro, porque tenía una mancha que no se veía apenas, pero, «¡hoy, hoy,
señora lavandera, el gorro ha de estar sin mancha!» Piedad no sabía, no sabía. Ella sí vio que la casa
estaba como el primer día de sol, cuando se va ya la nieve, y les salen las hojas a los árboles. Todos
sus juguetes se los dieron aquella noche, todos. Y el padre llegó muy temprano del trabajo, a tiempo
de ver a su hija dormida. La madre lo abrazó cuando lo vio entrar: ¡y lo abrazó de veras! Mañana
cumple Piedad ocho años. El cuarto está a media luz, una luz como la de las estrellas, que viene de
la lámpara de velar, con su bombillo de color de ópalo. Pero se ve, hundida en la almohada, la
cabecita rubia. Por la ventana entra la brisa, y parece que juegan, las mariposas que no se ven, con
el cabello dorado. Le da en el cabello la luz. Y la madre y el padre vienen andando, de puntillas. ¡Al
suelo, el tocador de jugar! ¡Este padre ciego, que tropieza con todo! Pero la niña no se ha
despertado. La luz le da en la mano ahora; parece una rosa la mano. A la cama no se puede llegar;
porque están alrededor todos los juguetes, en mesas y sillas En una silla está el baúl que le mandó
en pascuas la abuela, lleno de almendras y de mazapanes: boca abajo está el baúl, como si lo
hubieran sacudido, a ver si caía alguna almendra de un rincón, o si andaban escondidas por la
cerradura algunas migajas de mazapán; ¡eso es, de seguro, que las muñecas tenían hambre! En otra
silla está la loza, mucha loza y muy fina, y en cada plato una fruta pintada: un plato tiene una cereza,
y otro un higo, y otro una uva: da en el plato ahora la luz, en el plato del higo, y se ven como chispas
de estrella: ¿cómo habrá venido esta estrella a los platos?: «¡Es azúcar!» dice el pícaro padre: «¡Eso

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es, de seguro!»: dice la madre, «eso es que estuvieron las muñecas golosas comiéndose el azúcar.»
El costurero está en otra silla, y muy abierto, como de quien ha trabajado de verdad; el dedal está
machucado ¡de tanto coser!: cortó la modista mucho, porque del calicó que le dio la madre no
queda más que un redondel con el borde de picos, y el suelo está por allí lleno de recortes, que le
salieron mal a la modista, y allí está la chambra empezada a coser, con la aguja clavada, junto a una
gota de sangre. Pero la sala, y el gran juego, está en el velador, al lado de la cama. El rincón, allá
contra la pared, es el cuarto de dormir de las muñequitas de loza, con su cama de la madre, de
colcha de flores, y al lado una muñeca de traje rosado, en una silla roja: el tocador está entre la
cama y la cuna, con su muñequita de trapo, tapada hasta la nariz, y el mosquitero encima: la mesa
del tocador es una cajita de cartón castaño, y el espejo es de los buenos, de los que vende la señora
pobre de la dulcería, a dos por un centavo. La sala está en lo de delante del velador, y tiene en medio
una mesa, con el pie hecho de un carretel de hilo, y lo de arriba de una concha de nácar, con una
jarra mexicana en medio, de las que traen los muñecos aguadores de México: y alrededor unos
papelitos doblados, que son los libros. El piano es de madera, con las teclas pintadas; y no tiene
banqueta de tomillo, que eso es poco lujo, sino una de espaldar, hecha de la caja de una sortija, con
lo de abajo forrado de azul; y la tapa cosida por un lado, para la espalda, y forrada de rosa; y encima
un encaje. Hay visitas, por supuesto, y son de pelo de veras, con ropones de seda lila de cuartos
blancos, y zapatos dorados: y se sientan sin doblarse, con los pies en el asiento: y la señora mayor,
la que trae gorra color de oro, y está en el sofá, tiene su levantapiés, porque del sofá se resbala; y
el levantapiés es una cajita de paja japonesa, puesta boca abajo: en un sillón blanco están sentadas
juntas, con los brazos muy tiesos, dos hermanas de loza. Hay un cuadro en la sala, que tiene detrás,
para que no se caiga, un pomo de olor: y es una niña de sombrero colorado, que trae en los brazos
un cordero. En el pilar de la cama, del lado del velador, está una medalla de bronce, de una fiesta
que hubo, con las cintas francesas: en su gran moña de los tres colores está adornando la sala el
medallón, con el retrato de un francés muy hermoso, que vino de Francia a pelear porque los
hombres fueran libres, y otro retrato del que inventó el pararrayos, con la cara de abuelo que tenla
cuando pasó el mar para pedir a los reyes de Europa que lo ayudaran a hacer libre su tierra: ésa es
la sala, y el gran juego de Piedad. Y en la almohada, durmiendo en su brazo, y con la boca desteñida
de los besos, está su muñeca negra. Los pájaros del jardín la despertaron por la mañanita. Parece
que se saludan los pájaros, y la convidan a volar. Un pájaro llama, y otro pájaro responde. En la casa
hay algo, porque los pájaros se ponen así cuando el cocinero anda por la cocina saliendo y entrando,

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con el delantal volándole por las piernas, y la olla de plata en las dos manos, oliendo a leche
quemada y a vino dulce. En la casa hay algo: porque si no, ¿para qué está ahí, al pie de la cama, su
vestidito nuevo, el vestidito color de perla, y la cinta lila que compraron ayer, y las medias de encaje?
«Yo te digo, Leonor, que aquí pasa algo. Dímelo tú, Leonor, tú que estuviste ayer en el cuarto de
mamá, cuando yo fui a paseo. ¡Mamá mala, que no te dejó ir conmigo, porque dice que te he puesto
muy fea con tantos besos, y que no tienes pelo, porque te he peinado mucho! La verdad, Leonor: tú
no tienes mucho pelo; pero yo te quiero así, sin pelo, Leonor: tus ojos son los que quiero yo, porque
con los ojos me dices que me quieres: te quiero mucho, porque no te quieren: ¡a ver! ¡sentada aquí
en mis rodillas, que te quiero peinar!: las niñas buenas se peinan en cuanto se levantan: ¡a ver, los
zapatos, que ese lazo no está bien hecho!: y los dientes: déjame ver los dientes: las uñas: ¡Leonor,
esas uñas no están limpias! Vamos, Leonor, dime la verdad: oye, oye a los pájaros que parece que
tienen baile: dime, Leonor, ¿qué pasa en esta casa?» Y a Piedad se le cayó el peine de la mano,
cuando le tenía ya una trenza hecha a Leonor; y la otra estaba toda alborotada. Lo que pasaba, allí
lo veía ella. Por la puerta venía la procesión. La primera era la criada, con el delantal de rizos de los
días de fiesta, y la cofia de servir la mesa en los días de visita: traía el chocolate, el chocolate con
crema, lo mismo que el día de año nuevo, y los panes dulces en una cesta de plata: luego venía la
madre, con un ramo de flores blancas y azules: ¡ni una flor colorada en el ramo, ni una flor amarilla!:
y luego venía la lavandera, con el gorro blanco que el cocinero no se quiso poner, y un estandarte
que el cocinero le hizo, con un diario y un bastón: y decía en el estandarte, debajo de una corona
de pensamientos: «¡Hoy cumple Piedad ocho años!» Y la besaron, y la vistieron con el traje color de
perla, y la llevaron, con el estandarte detrás, a la sala de los libros de su padre, que tenía muy
peinada su barba rubia, como si se la hubieran peinado muy despacio, y redondeándole las puntas,
y poniendo cada hebra en su lugar. A cada momento se asomaba a la puerta, a ver si Piedad venía:
escribía, y se ponía a silbar: abría un libro, y se quedaba mirando a un retrato, a un retrato que tenía
siempre en su mesa, y era como Piedad, una Piedad de vestido largo. Y cuando oyó ruido de pasos,
y un vocerrón que venía tocando música en un cucurucho de papel, ¿quién sabe lo que sacó de una
caja grande?: y se fue a la puerta con una mano en la espalda: y con el otro brazo cargó a su hija.
Luego dijo que sintió como que en el pecho se le abría una flor, y como que se le encendía en la
cabeza un palacio, con colgaduras azules de flecos de oro, y mucha gente con alas: luego dijo todo
eso, pero entonces, nada se le oyó decir. Hasta que Piedad dio un salto en sus brazos, y se le quiso
subir por el hombro, porque en un espejo había visto lo que llevaba en la otra mano el padre. «¡Es

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como el sol el pelo, mamá, lo mismo que el sol! ¡ya la vi, ya la vi, tiene el vestido rosado! ¡dile que
me la dé, mamá: si es de peto verde, de peto de terciopelo! ¡como las mías son las medias, de encaje
como las mías!» Y el padre se sentó con ella en el sillón, y le puso en los brazos la muñeca de seda
y porcelana. Echó a correr Piedad, como si buscase a alguien. «¿Y yo me quedo hoy en casa por mi
niña», le dijo su padre, «y mi niña me deja solo? «Ella escondió la cabecita en el pecho de su padre
bueno. Y en mucho, mucho tiempo, no la levantó, aunque ¡de veras! le picaba la barba. Hubo paseo
por el jardín, y almuerzo con un vino de espuma debajo de la parra, y el padre estaba muy
conversador, cogiéndole a cada momento la mano a su mamá, y la madre estaba como más alta, y
hablaba poco, y era como música todo lo que hablaba. Piedad le llevó al cocinero una dalia roja, y
se la prendió en el pecho del delantal: y a la lavandera le hizo una corona de claveles: y a la criada
le llenó los bolsillos de flores de naranjo, y le puso en el pelo una flor, con sus dos hojas verdes. Y
luego, con mucho cuidado, hizo un ramo de nomeolvides. «¿Para quién es ese ramo, Piedad?» «No
sé, no sé para quién es: ¡quién sabe si es para alguien!» Y lo puso a la orilla de la acequia, donde
corría como un cristal el agua. Un secreto le dijo a su madre, y luego le dijo: «¡Déjame ir!» Pero le
dijo «caprichosa» su madre: «¿y tu muñeca de seda, no te gusta? mírale la cara, que es muy linda:
y no le has visto los ojos azules». Piedad sí se los había visto; y la tuvo sentada en la mesa después
de comer, mirándola sin reírse; y la estuvo enseñando a andar en el jardín. Los ojos era lo que le
miraba ella: y le tocaba en el lado del corazón: «¡Pero, muñeca, háblame, háblame!» Y la muñeca
de seda no le hablaba. «¿Conque no te ha gustado la muñeca que te compré, con sus medias de
encaje y su cara de porcelana y su pelo fino?» «Sí, mi papá, sí me ha gustado mucho. Vamos, señora
muñeca, vamos a pasear. Usted querrá coches, y lacayos, y querrá dulce de castañas, señora
muñeca. Vamos, vamos a pasear.» Pero en cuanto estuvo Piedad donde no la veían, dejó a la
muñeca en un tronco, de cara contra el árbol. Y se sentó sola, a pensar, sin levantar la cabeza, con
la cara entre las dos manecitas. De pronto echó a correr, de miedo de que se hubiese llevado el agua
el ramo de nomeolvides. -«Pero, criada, llévame pronto!»-«¿Piedad, qué es eso de criada? ¡Tú
nunca le dices criada así, como para ofenderla!» -«No, mamá, no: es que tengo mucho sueño: estoy
muerta de sueño. Mira: me parece que es un monte la barba de papá: y el pastel de la mesa me da
vueltas, vueltas alrededor, y se están riendo de mí las banderitas: y me parece que están bailando
en el aire las flores de zanahoria: estoy muerta de sueño: ¡adiós, mi madre!: mañana me levanto
muy tempranito: tú, papá, me despiertas antes de salir: yo te quiero ver siempre antes de que te
vayas a trabajar: ¡oh, las zanahorias! ¡estoy muerta de sueño! ¡Ay, mamá, no me mates el ramo!

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¡mira, ya me mataste mi flor!» -«¿Conque se enoja mi hija porque le doy un abrazo?» -«¡Pégame,
mi mamá! ¡papá, pégame tú! es que tengo mucho sueño.» Y Piedad salió de la sala de los libros, con
la criada que le llevaba la muñeca de seda. «¡Qué de prisa va la niña, que se va a caer! ¿Quién espera
a la niña?» -«¡Quién sabe quien me espera!» Y no habló con la criada: no le dijo que le contase el
cuento de la niña jorobadita que se volvió una flor: un juguete no más le pidió, y lo puso a los pies
de la cama y le acarició a la criada la mano, y se quedó dormida. Encendió la criada la lámpara de
velar, con su bombillo de ópalo: salió de puntillas: cerró la puerta con mucho cuidado. Y en cuanto
estuvo cerrada la puerta, relucieron dos ojitos en el borde de la sábana: se alzó de repente la
cubierta rubia: de rodillas en la cama, le dio toda la luz a la lámpara de velar: y se echó sobre el
juguete que puso a los pies, sobre la muñeca negra. La besó, la abrazó, se la apretó contra el corazón:
«Ven, pobrecita: ven, que esos malos te dejaron aquí sola: tú no estás fea, no, aunque no tengas
más que una trenza: la fea es ésa, la que han traído hoy, la de los ojos que no hablan: dime, Leonor,
dime, ¿tú pensaste en mí?: mira el ramo que te traje, un ramo de nomeolvides, de los más lindos
del jardín: ¡así, en el pecho! ¡ésta es mi muñeca linda! ¿y no has llorado? ¡te dejaron tan sola! ¡no
me mires así, porque voy a llorar yo! ¡no, tú no tienes frío! ¡aquí conmigo, en mi almohada, verás
como te calientas! ¡y me quitaron, para que no me hiciera daño, el dulce que te traía! ¡así, así, bien
arropadita! ¡a ver, mi beso, antes de dormirte! ¡ahora, la lámpara baja! ¡y a dormir, abrazadas las
dos! ¡te quiero, porque no te quieren!»

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