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En tres semanas de protesta, Chile no sólo ha demostrado que el oasis de Latinoamérica, del
que hablaba el Presidente Sebastián Piñera solo días antes del estallido social, era en realidad
ser un polvorín; también ha batido un triste récord en el mundo: el de personas que han
perdido la visión de un ojo gracias a la acción policial represiva. Casi 180 personas han sufrido
trauma ocular grave por el disparo de balines directamente al rostro, así como por el impacto
de bombas lacrimógenas. Otras 1600 personas han resultado heridas y 23 muertas.
Reza el proverbio que “en el país de los ciegos, el tuerto es rey”. Pero en Chile, 21 días han
bastado para darlo vuelta.
Motivadas formalmente por un alza en las tarifas del metro, las demandas sociales estallaron
el pasado 18 de octubre, tras décadas de experimento neoliberal. El paraíso de Friedman, el
orgullo de los Chicago Boys, el envidiable modelo de privatizaciones y crecimiento, acusó su
más honda grieta: la desigualdad.
8 de cada 10 chilenos están de acuerdo con las demandas que se han planteado. Y a pesar de
la extraordinaria claridad de lo que se exige, y de la unidad del movimiento social, Sebastián
Piñera ha escogido no ver.
Y a pesar de que la aprobación presidencial hoy apenas se empina por el 9%, Piñera ha
anunciado el pasado jueves una agenda de fortalecimiento de las policías, dándoles más
facultades y recursos, haciendo del orden público su interés principal.
Así, mientras el relato de la ciudadanía es coherente, convocante y tiene una alta capacidad de
conmover cada vez a más personas, el de Piñera ha sido errático (ha hablado dos veces de
guerra, pero invoca a la unidad nacional), inconsistente (dice comprender las demandas de la
ciudadanía, pero convierte las masivas manifestaciones políticas en marchas de la alegría
carentes de contenido político y dolorosamente poco empático respecto de las violaciones a
los derechos humanos y las muertes (“se han perdido vidas, inocentes algunas”, dijo el sábado
26 de octubre).
Chile parece encontrarse hoy en un punto de inflexión en el que el propio Sebastián Piñera es
la piedra de tope para los cambios. Hoy la demanda es cambiar la constitución de Pinochet,
pero para nadie es un secreto que, mientras más se tarde en dar respuesta a esa demanda,
mayor es la posibilidad de que las demandas y los ánimos se radicalicen.
La calle se vuelve campo de batalla y los mismos que han perdido un ojo han vuelto a marchar,
abrigados por millones de compatriotas. En La Moneda, Piñera no se saca la venda y se hace
real el contraproverbio: en este país de tuertos, el ciego es rey.