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NOTAS SOBRE LA VIDA RELIGIOSA

P. Fr. Mario José Petit de Murat, O.P.

La experiencia parece mostrarnos que hay error en el decir: "Quiero ser un


buen predicador" o "un buen profesor" o "un buen teólogo". Ante todo no
debe haber otro deseo que el de alcanzar la perfección evangélica.

Muy frecuente es oír hablar de santos modernos y de santidad moderna.


Parece que hubiera moda hasta en esto. Mas tenlo por insufrible liviandad. No
hay otra santidad que la del Evangelio, que fue la de los santos de todas las
épocas. San Hilarión es tan actual hoy como ayer. Un santo Cura de Ars, ¿no
es acaso un santo de la Tebaida? La espiritualidad de Santa Teresita, ¿no es
acaso la misma que la de Santa Escolástica y Santa Gertrudis?

Con ocho instrumentos, los de siempre, forjarás tu cruz en la Cruz, con la


gracia de Dios: 1º) Deseo de santidad. 2º) Penitencia (compunción). 3º)
Doctrina (mucha Sagrada Escritura). 4º) Sacramentos. 5º) Mortificación. 6º)
Oración. 7º) Ejercicio de las virtudes. 8º) Obras de misericordia. Y no debes
usarlos hoy y dejarlos mañana; no, sino que los convertirás en partes de tí
mismo, empleándolos habitualmente, con todo amor, con prolija
minuciosidad, dándole a Dios y a tu alma todos los minutos posibles y
segundos e instantes de segundos de tu vida.

El ser Viviente nos envuelve, nos penetra, tiene sed; todo lo posee en Sí. ¿Para
qué robarle? Fuera de El no hay otra cosa que el llanto y el crujir de dientes de
las tinieblas de afuera, la inutilidad de un abismo atildado por el tiempo para
luego mostrarse tal como es, a los que haya logrado engullir: un abismo y la
espantosa vanidad de vivir el hastío de una muerte eterna.

Sé delicado en los detalles, que es donde se te va dando la vida. En este


instante de segundo que pasó, ¿no ha estado pesando sobre mí, por una parte,
la gloria de siete cielos superpuestos y la de una Trinidad que lleva al Hombre
en su seno, y por otra, el horror de un infierno siete veces abismal? ¡Señor!
Acrecienta mi fe para que vea intensamente lo que no se ve. ¡Oh, la brevedad
de los días, traspasados por los torbellinos del segundo Génesis!

¡Bendito tú Señor, que con grandes dolores de parto, y tantas delicias así nos
recreas! Para ser fiel a la Realidad inmensa en la realidad efímera y para
decirle con todo que a Ella ardientemente ansías, que desprecias las
propuestas del reino y la carne caducos, cuidarás:
De dos asientos siempre escogerás el más duro. Huirás de la blandura de
lechos y asientos como también en el trato con los demás. Más que
preocuparte de reñir con tu carne, cuidarás de tener tu mente y tu voluntad
ocupadas en consideraciones y afectos celestiales: Trata de intensificar más
tus actos de amor y fidelidad. En el refectorio, aceptarás, con agradecimiento
a tu Señor, lo que te sirvan, y si alguna vez eliges algo, sea lo contrario a tu
gusto. Lo menos que puedes hacer, es no comentar las comidas. Prefiere
quedar mudo a hablar con tus hermanos de buenos platos o preferencias.

Cuando te dieren a elegir entre varios ejemplares de una cosa que necesites o
has pedido (mantas, libros, etc.) nunca elijas el que más te agrade o el mejor, y
si no eliges el peor, porque te falta coraje para ello o porque te pueden ver, sin
ser notado, por lo menos escoge aquello que en algún punto contraríe tu gusto
y concupiscencia. Recibe con verdaderas muestras de agradecimiento todo lo
que la Orden o tus hermanos te den (a veces cosas agradables a tus miserables
sentidos, otras veces aparentemente desagradables), ¡cuánto mérito si
consigues ofrecerlo amorosamente al Señor!, y, ¡cuánta generosidad del Señor
al hacerte tal presente! Sobre todo lo que te viene de un Superior, tenlo por
venido del cielo. Piensa en las preocupaciones que le ocasionas y así
comprenderás el infierno que te mereces si lo contristas. No olvides nunca
que, con toda verdad, es el infierno lo único que te mereces y así no habrá
cosa suficientemente mala, o miserable, o sucia para ti. Pero ten habilidad
para conciliar estas dos cosas: la más estricta pobreza y la cordialidad para
con el que te hace la dádiva. Si juzgas que ésta es innecesaria, busca la manera
de no aceptar sin herir la caridad. La pobreza heroica llena está del perfume de
Cristo. Cuidarás tener la celda despojada de todo, hasta de algunas cosas
necesarias pues, en verdad, en el pesebre, Nuestro Señor careció hasta de lo
imprescindible. Y tratarás de progresar en lo que a esto respecta en pobreza y
no en relajamiento, pues es muy fácil agregar, sin notarlo, una cosa a otra y
convertir con el tiempo a nuestra celda en un bazar de vanidades, o en un
departamento de solterón, atiborrado con las enmohecidas reliquias de la
estulticia con que desaprovechó el tiempo de la Redención.

En las ceremonias de culto divino, sobretodo en la Santa Misa, cuida, por la


atención que pongas de cumplirlas según lo prescripto por las rúbricas, de
manifestar al Señor y sus santos, con todos tus movimientos, el amor y la
reverencia que les tienes. Piensa que cuando estás cerca del altar te encuentras
en las proximidades del sitio y de la cosa más sublime de la tierra; que allí
presenciarás y participarás del acto de Amor Divino que renueva el
arrobamiento en los Ángeles cada vez que se realiza.

¿Es que deshonrarás a tu Dios tanto como El te honra? Mira la deferencia con
que te trata al permitir que hasta tu cuerpo intervenga en Misterios a los cuales
los espíritus puros asisten con temor y temblor. Así, cíñelo bien con el decoro
de la modestia y el recogimiento sincero; y que la unción del amor y del
agradecimiento trascienda a todos tus movimientos. Haya en ellos una digna
naturalidad. Cuando hayamos alcanzado la verdadera naturalidad, también
habremos encontrado la verdadera dignidad: porque a nuestra naturaleza, de
suyo, le pertenece una hermosa dignidad por ser racional y espiritual. En
cambio, el siglo y los religiosos que no raen de sí todos los errores de aquél,
tienen por natural en el hombre lo que espontáneamente fluye del hombre
corrompido, es decir la grosería animal. No te olvides: el Señor nació entre
animales, mas para convertirnos en hijos de Dios, conciudadanos de los
Ángeles.

Desconfía de los bienes muy accesibles, que no exijan esfuerzos para


alcanzarlos. En todo lo que vivas sin trabajo estás conviviendo con tus propias
miserias. Si amas de verdad la perfección, te entusiasmarás con los bienes
arduos. Todo lo perfecto y elevado es difícil; porque es superior a nosotros, no
está a nuestro nivel y no se conquista sin esfuerzos. No olvides que, tanto en
el orden sobrenatural como en el natural, los hábitos crecen por la
intensificación de sus actos. Así entre muchos otros beneficios, un esfuerzo
hecho a conciencia, te habilita más con respecto al objeto digno de tu amor,
que persigues. Desarrolla en ti una perfección positiva que te capacita más y
más con respecto a esa perfección actual, que por superior y elevada no está a
tu alcance de buenas a primeras. Todo esfuerzo bien ordenado es fecundo.

Contra el falso celo

El Señor se ha dignado darte noticias sobre la perfección, a la cual quiere que


tiendas. Pero te las ha dado para que la realices en ti, no para que, armado con
esa noticia como con espada, te subas a un estrado y te dediques a dar tu fallo
sobre la vida de los que te rodean. Acuérdate que el Señor te dijo: "Y si tu ojo
derecho te sirve de escándalo, sácalo y échalo lejos de ti, pues te conviene
perder uno de tus miembros y no que todo tu cuerpo sea arrojado al fuego del
infierno". De una sola cosa dispones, y sólo de ella, por ahora, darás cuenta: tu
alma. De un precioso tesoro dispones y sólo de ti depende el que se pierda o
sea enriquecido con lo que, por maravilloso, ni ojo vio ni oído escuchó. Cada
minuto de esta vida es una oportunidad que se te da y que no volverá, de
extenderte en el adorable Señor y Dios, que como Paraíso se te ofrece,
sediento de ti, en Cristo Crucificado, en el seno de María Santísima. ¿Lo
perderás por mirar lo que no puedes remediar? Mira que, en todo lo que digas:
¿"Por qué aquél se disipará o no cumplirá con los compromisos y deberes
contraídos o no hará nada para mejorar"?, serás medido con esta misma vara,
pues te estás disipando y no cumples con tu deber ni tratas de mejorar en lo
que más nos ha encarecido el Señor: la caridad para con el prójimo.
Tal desorden entraña gravísimos peligros. No permite cuidar de nosotros ni
descubrir el fondo divino de la Orden, que siempre está allí, esperándonos;
amarga el espíritu y, por último, lo peor, mina la perseverancia. Huelga, come,
duerme entre los brazos del amoroso Señor y calla y cierra los ojos. Vano es
para nosotros levantarnos antes que la luz; los que comen el pan del dolor,
surjan a salvar las otras almas, después que hayan sabido hacer descansar la
suya, en el Señor del amor y de la paciencia, de la bondad y la misericordia,
no sea que salgan secos y corridos y escandalizados.

El embrión, cuando está desarrollándose dentro del seno de la madre, no sabe


que fuera de su claustro hay miles y miles de seres que se agitan cumpliendo o
no cumpliendo su destino. Así estás tú: recogido por la piedad de Dios, dentro
del inmaculado seno de Virgen Madre, para recrearte y regenerarte. Destruye
sin contemplación el miserable fariseo que hay en ti, pues si no oirás sobre ti
en el Día tremendo: "Dijiste: ‘rico soy, y estoy lleno de bienes y de nada tengo
falta’, y no sabes que eres un cuitado y miserable, pobre, ciego y desnudo".

Busca la compañía de las almas del purgatorio. Familiarízate con ellas, no


sólo para hacerles el bien que tanto desean y necesitan, sino también por el
bien que en ello puedes encontrar para ti mismo. El que es movido por fuerte
amistad, se inclina con interés sobre el alma del amado, compenetrándose de
su estado hasta el punto de comprenderlo y sentirlo como si fuera suyo propio.
Si anduvieres con aquellas benditas almas, podrías apoderarte de su estado de
ánimo, de lo cual se seguirá para ti grandes ganancias.

Tres cosas podemos considerar principalmente en el estado que ellas se


encuentran: vehementísima y única aspiración de entrar en el gozo del Señor;
fortísimo aborrecimiento de sí mismas en todo que aún se vean manchadas por
antiguas aficiones a criaturas; y por último, hambre y sed de ser víctimas de la
adorable Justicia Divina.

Gran felicidad sería que el Señor se apiadara de ti y te diera la gracia de


reproducir en ti, tan bendito estado; decir con ellas: "Corta, poda, mata,
Adorable Redentor, razón sobrada tienes para hacerlo". Y, ¿hasta dónde no se
enardecerá nuestra alma en el amor, si pensamos que estos castigos se deben
mucho más a su Misericordia que a su Justicia, pues tienen por fin más el
purificar que el cobrar?

¡Oh, Señor, qué sistema de bienes has montado y has puesto en juego para
servirme! Porque si dijera que el universo entero y tu Hijo y tu Iglesia, lo has
puesto a mi servicio y al de mi miserable alma, para que encaminado
encuentre el camino de la Luz, ¿exageraría? Y a tales excesos ha llegado tu
Amor, que tomaste nuestros mismos dolores, todos, uno a uno,
minuciosamente, llagándote con nuestras llagas, para que, lo que era nuestra
nuestro oprobio, sello de nuestros delitos, lo pudiéramos transfigurar en Ti y
convertirlo en galardón admirado, que los Ángeles contemplan, pues no hay
cosa que más conmueva a los cielos, que el dolor llevado sin culpa y con
paciencia.

Todo lo has hecho por todos y por cada uno de nosotros. Todo lo has hecho
por mí. ¡Mírame Señor, cara a cara, frente a tu cielo, con los brazos abiertos!
¡Crucifícame! ¡Crucifica Señor; permite que te imite como pueda! Resultaré
un remedo que te hará reír, pero permíteme hacer algo que te muestre mi
agradecimiento. ¡Soy tan feliz! Mil cielos parecen aposentarse en mi seno;
permíteme saltar, palmotear en la límpida atmósfera del fuego de tu Amor; si
no moriré. ¿Es que se puede estar entre los cuatro huesos de este cuerpo,
mientras Tú te das rebalsándolo todo, incesantemente, incansablemente?.
¡Señor! ¡Hazme enloquecer de amor, como mi Padre Santo Domingo, que
gemía y cantaba y lloraba! En fin, Señor, ¡apiádate de mí!

Somos tan torpes que apreciamos los dones sólo cuando cuando los perdemos.
Que nos falte una mano, el aire o el agua, sabremos lo que valen y lo
impotente que somos para alcanzarlas. Cuando los tenemos pasamos sin
verlos, como si nada valieran o peor aún como si fuera obligación o justicia el
dárnoslo. No pocas veces se los trata con desprecio y negligencia; no
apreciando lo mucho que contienen por la nota que les puede faltar, para que
esté a punto con los caprichos que pueden saciar nuestros apetitos. Así, más
de una vez se ve destrozar y desperdiciar el pan, por el cual se preguntará con
angustia si llega a faltar. Y basta que tenga una nada de polvo o que parezca
que no está bien cocido para que se olvide todo lo que tiene y todas las fatigas
que ha costado. Otras veces, divagando tras bienes ilusorios, con nuestros
rostros decaídos, herimos tu delicadísimo Corazón, que no cesa de darnos
abundantemente todos los bienes que nos convienen. Tan mala es nuestra
condición que siempre estamos lamentando lo que nos falta y, en nuestra
ignorancia, creemos necesitar más, pero no vemos lo mucho que tenemos.
Basta que un profesor tenga un insignificante defecto pedagógico o de
carácter para que, señalando o comentando esa nonada, no veamos ni
apreciemos los inmensos bienes que el Señor nos da a través de él. Pero dí,
miserable y cuitado, ¿de dónde sacas tantas pretensiones?, ¿del infierno que
mereces? Y esto pasa con los bienes más insignificantes: ascienda o descienda
un grado la temperatura, se comenta el calor o el frío, tan saludables y
necesarios. Mas, que haya un día en el equilibrio que se desea y esto ya no se
ve, ni palabra se dice de ello.

Con sólo pensar en el admirable mecanismo de esta Orden que con tanta
solicitud me sirve y ampara, habría que enloquecer de agradecimiento.
Hermanos en la cocina, en la sastrería, en el lavadero, que me preparan la
comida y cosen y lavan mi ropa. Cuatro o cinco sacerdotes del Altísimo,
Apóstoles de Jesús, tal vez sabios ocultos, que sacrifican su vida para
introducirme en los más altos tesoros de la Sabiduría divina y humana. Luego
el Padre Maestro y su socio, mi Director Espiritual, para guiar mis pasos en el
camino del Señor; mi conciencia multiplicada en tantos cuantos hermanos me
rodean y ven mis actos.

Y aún no he dicho nada. ¡Señor, Señor!, ¡qué haré? ¿Todo esto haces para
salvar esta carroña? ¿Así pones a mi servicio a los que mil veces he ofendido
al ofenderte, los cuales, deberían levantarse para pedir mi condenación? Sí; ya
sé lo que haré: tres cosas son las que trataré de hacer: Tomar el Cáliz de la
salud e invocar Tu Santo Nombre, es decir ofrecerme todos los días que Tú
me permitas como víctima eucarística de la Víctima Eucarística. La segunda
será con respecto a mi prójimo y a mí mismo, según el ejemplo del
mayordomo fiel, servirte con alegría, con toda la entrega de corazón que sea
posible, cuyo anhelo es entregarse más y más en cada instante que pasa.

Debes estar lleno de alegría por lo que el Señor hace contigo; mas debes sufrir
y penar por lo que hacemos con nuestro amado Jesús. Está llagado como
nunca. ¿Cuándo se ha echado, como ahora, lodo y escupitajos sobre la gloria
de su divino Rostro? Pasa y repasa la lección que el Señor dio a las santas
mujeres: "Si lloras tus pecados, aliviarás su Cruz" La Verónica te espera para
darte una buena lección. José de Arimatea y Nicodemo también. Cuando estás
desasido por completo de toda criatura y fogosamente enamorado de su
Rostro podrás devolverle su gloria en medio de la muchedumbre de sus
enemigos; cuando estés fortalecido contra toda tentación podrás desclavar lo
que en otros tiempos clavaste, ungir lo que antes heriste. ¡Qué cosa devuelves
a María! Su Hijo completamente saqueado. Vigila. Aprende la delicadez de su
Amor; toma conciencia de tu rudeza, anda con mucho cuidado, no hagas
ruido, todo repercute en sus llagas, insistentemente repasadas y reabiertas por
nuestras miserias e indiferencias.

¿Hasta cuándo, Señor? ¿Aún no te has hartado de padecer? Y yo, ¿no me he


cansado de envilecerme haciéndote sufrir en cada una de mis faltas?...¡Venga
a nosotros tu Reino!

Mientras Tú nos colmas de bienes, nosotros te tenemos vestido de pordiosero,


sediento. Al enterrar el denario ocultamos tu gloria.

Tienes hermanos para servirles, amarles y obedecerles; para juzgar te tienes


solamente a ti mismo; también a tu siglo porque éste ya ha sido argüido de
pecado y juicio.

Es muy difícil que un hombre consienta de golpe en un gran crimen. En


cambio, por una adaptación paulatina e insensible, puede llegar a las más
grandes aberraciones. Por el camino de la pequeñez y "prudentes concesiones"
llegan las comunidades a deplorables relajamientos. Por lo tanto, bueno es
hacer de tiempo en tiempo un examen que cuide celosamente de este punto.
En él con especial atención observarás si el fervor no ha dejado lugar a la
rutina; si el amor del fin o de las Constituciones en vez de crecer ha declinado
para abrir paso al interés de agradar a las criaturas, a preocupaciones,
curiosidades, inquietudes por las cosas temporales y la vida de los pueblos; a
la atención de las idas y venidas, pequeños acontecimientos y anécdotas de la
vida doméstica, donde se enredan y desvanecen la intensidad y ardor de la
vida interior de tantas almas.

Dice San Ambrosio que el rostro es un tácito intérprete del corazón y lo


mismo sucede en la manera de vestir, andar, reír, etc... Es memorable el hecho
del mismo santo, que rehusó admitir en el clero a un joven por sólo ver en él
un gesto indecente y a otro por su manera chocante de andar, y el desastrado
fin de ambos probó que no se había engañado.

Sobre estas palabras del Sagrado Libro del Eclesiastés dice Cornelio Alápide
que el vestido indica y representa el interior del hombre; de manera que el
vestido soberbio indica la soberbia; el lujurioso, la lujuria y el vestido seglar
indica el corazón aseglarado del clérigo que lo lleva.

Cuando Dios, Nuestro Señor, creó a Adán, lo adornó con todas las virtudes y
lo vistió con la gracia. Y al pecar quedó desnudo de ello. Cuando un joven
recibe la tonsura o es vestido con el hábito o admitido al estado clerical es
como cubierto de gracia, pero cuando falta a la obediencia, queda sin aquel
vestido, sin hábito. Adán se excusó, también se excusa el clérigo.

Tal vez oirás algunos clérigos, decir que la piedad no consiste en el vestido
sino en las costumbres, que los clérigos se deben distinguir por las virtudes no
por el vestido; que Dios no se para en lo exterior sino en lo interior. Que se ha
de servir a Dios en espíritu y en verdad. Que el hábito no hace al monje; que
otros hacen esto y aquello, etc. etc. Esto y otras cosas oirás decir, amadísimo
hermano, a los clérigos relajados, pero a la verdad, estas palabras y pretextos
no son nuevos, ya lo alegaban los malos clérigos del tiempo de San Bernardo,
mas el santo a quien nada de esto se ocultaba, decía a los buenos que no
hicieran caso y les hacía notar que esa indecencia exterior de los vestidos no
era otra cosa que la señal exterior, manifiesta de la relajación del espíritu y de
la corrupción de su corazón y costumbres. Porque, añadía, ¿qué fin han de
tener esos eclesiásticos de ser una cosa y aparentar otra?

Bien sabemos que el Señor pide el corazón, lo interior, pero también diremos
del vestido exterior lo mismo que del culto con que honramos a Dios: es Señor
del alma y del cuerpo y con ambas cosas le debemos servir, la modestia del
ánimo debe manifestarse en el hábito y del interior del corazón salir a la
superficie del cuerpo.
La vida religiosa es virginal. Cada una de sus partes depende de su integridad,
es decir, del todo. Basta faltar a una de las leyes de su Constitución para que
se desvanezca y pierda su contenido sobrenatural y se convierta en una
organización híbrida, sin razón de ser ni destino. Será sal desvanecida, tierra
árida. Para que esto suceda, la negligencia tendrá que ser habitual.

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