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Una cierta nostalgia

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© María Eugenia Ramos


ot zo ara

Correo electrónico: todapalabra.hn@gmail.com


ún rra p
ro la.

Sitio web: http://disentimientos.blogspot.com/


ng A nte
e

Primera edición: Editorial Iberoamericana / Hondulibros, Tegucigalpa, 1998.


m
la

Segunda edición: Ediciones Guardabarranco, Tegucigalpa, 2000.


So

Tercera edición: Editorial Iberoamericana, Tegucigalpa, 2010.


n
Su

Cuarta edición: Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, 2016.


ni

Fotografía de cubierta:
© Lourdes Soto
Fotografía de solapa:
© José Yeco
Ilustraciones:
Ezequiel Padilla Ayestas, para la primera edición
Diseño y maquetación:
© Todapalabra

Todos los derechos reservados.


Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio,
físico, electrónico o digital, incluyendo el diseño, sin permiso por escrito
de los propietarios del copyright.

IMPRESO Y HECHO EN HONDURAS


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para docentes
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Premio Nacional de Arte 1996
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MARÍA EUGENIA RAMOS
Una cierta nostalgia

de dis r

Cuarta edición, con sugerencias metodológicas


Ilustraciones de Ezequiel Padilla Ayestas

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Índice

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El oficio narrativo de María Eugenia Ramos 11


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El vuelo del abejorro 17


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Para elegir la muerte 20


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le

Domingo por la noche 28


o
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ún rra p

Entre las cenizas 37


ro la.
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ny me

La partida 42
la
So

La otra 46
Su

Cuando se llevaron la noche 53


ni

Los visitantes 59
El viaje 67
El círculo 73
Una cierta nostalgia 79

Una cierta nostalgia: persistencia en el tiempo


y en la memoria 87

Sugerencias metodológicas para docentes 91


Para Andrea María,
siempre.
|9

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El oficio narrativo de

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María Eugenia Ramos
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Sara Rolla 2
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El verdadero talento ha sido casi siempre fruto del de­


ny me

sencanto. Los grandes maestros de la narrativa contemporá­


la
So

nea, como Joyce, Proust, Virginia Woolf, Kafka, Faulkner y


Su

Camus, lo demuestran con creces.


ni

Por tanto, no debe sorprendernos que el título del primer


libro de relatos de María Eugenia Ramos sea Una cierta nos-
talgia y que sus páginas estén recorridas, precisamente, por
un sentido de extrañamiento, inconformidad y búsqueda de
una armonía perdida.

1
Publicado originalmente en Rolla, Sara (2006). Revista de la Academia Hondureña
de la Lengua, No. 4, pp. 61-64.
2
Sara Rolla, catedrática universitaria y crítica literaria de nacionalidad argentina,
residente en Honduras, donde impartió clases durante décadas en la Universidad
Nacional Autónoma de Honduras en San Pedro Sula. Miembro de número de la
Academia Hondureña de la Lengua.
10 | Una cierta nostalgia

Conocíamos a María Eugenia como poeta y ahora se nos


revela como narradora. En realidad, son distintas facetas de
una labor estéticamente homogénea. Su oficio lírico le brin­
da un buen sedimento a su narrativa, por la propensión del

. ara
poeta a filtrar los contenidos y esencializar las formas.

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En un ensayo de Julio Cortázar titulado “Paseo por el

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cuento”3, el gran escritor explica cómo concibe esta especie

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narrativa. Aclara que casi todos sus cuentos “pertenecen al

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género fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a
ac rtir tes

a
ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas
riz pa an
di

pueden describirse y explicarse…”.


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Este principio cortazariano se aplica a los cuentos de


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María Eugenia, en los que la irrealidad está casi permanen­


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temente al acecho, invadiendo lo cotidiano y dándole un


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carácter misterioso e inquietante. Como en los relatos de


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Cortázar, el paso del plano real al irreal se da imperceptible­


ro la.
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mente, sin fisuras ni sobresaltos, quizás por la conciencia de


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que tal frontera es imprecisa.


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Ese salto a lo sobrenatural obedece, en todos los casos,


Su

a condicionantes de orden psicosocial. Las diferentes histo­


ni

rias, protagonizadas mayoritariamente por mujeres, presen­


tan casi siempre un conflicto psicológico ligado a situacio­
nes de insatisfacción vital, soledad y desamparo extremo. Así
sucede, por ejemplo en “La partida”, relato lleno de enigmá­
ticas sugerencias y símbolos sutiles que trata sobre el fin de
una relación amorosa. Una circunstancia similar se aborda en
el cuento titulado “Cuando se llevaron la noche”, donde se

3
Julio Cortázar, “Paseo por el cuento”. En Adolfo Sánchez Vásquez, Antología.
Textos de estética y teoría del arte. México, UNAM, 1972, pp. 330-338.
EL OFICIO NARRATIVO DE MARÍA EUgenia ramos | 11

muestra un proceso de enajenación provocado por de­sajustes


emocionales, en los que también intervienen la soledad y la

. ara
incomunicación en la pareja.

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Otros dos relatos que ensamblan con gran habilidad los

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planos real y fantástico e incorporan con eficacia elemen­

la tri
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to onírico son “El viaje” y “El círculo”. En ambos, el conflic­

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to se origina nuevamente en la frustración existencial de una

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a
mujer.
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to mp dia

Volviendo a los planteamientos de Cortázar, el autor ar­


au co tu

gentino sostiene que una condición imprescindible en los


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cuentos bien logrados es su cualidad de ser “aglutinantes de


d
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una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anéc­


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le

dota”, su “apertura de lo pequeño hacia lo grande. De lo indi­


o
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vidual y circunscrito a la esencia misma de la condición hu­


ún rra p
ro la.
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mana”. Y esto también se cumple en los relatos de Una cierta


ny me

nostalgia, que profundizan en el drama de la existencia y se


la
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abren a ricas interpretaciones desde distintos ángulos; entre


Su

ellos, el histórico-social, psicológico, filosófico e ideológico.


ni

Un aspecto digno de resaltar es, en relación con la pers­


pectiva histórica e ideológica, la dignidad ética y estética con
que la autora aborda el tema, aún lacerante, de la sangrien­
ta represión que abatió a Honduras y Latinoamérica en las
últimas décadas del siglo XX. Este enfoque se aprecia en los
tres primeros cuentos: “El vuelo del abejorro”, “Para elegir la
muerte” y “Domingo por la noche”.
En cuanto al relato que da el título al libro y cierra el
volumen, se trata de un monólogo con implicaciones sim­
bólicas ricas y densas. Es posible relacionar al protagonis­
ta, como se ha hecho, con la figura de Francisco Morazán,
y también con cualquier otro mártir de las causas populares.
12 | Una cierta nostalgia

En el aspecto técnico, María Eugenia denota una gran


solvencia. Sus cuentos poseen intensidad, es decir, poder
de concentración y reducción de la materia narrativa a sus
elementos significativos esenciales, y también tensión, esa

. ara
cualidad que constituye quizás la prueba de fuego en este gé­

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nero: la capacidad de mantener al lector en vilo hasta la úl­

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tima línea.

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El estilo es conciso y lacónico y se halla impregnado de

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poesía. La vena lírica de María Eugenia aflora en el tono y el
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a
ritmo de la prosa, así como en oportunas metáforas y eficaces
riz pa an
di

comparaciones, sin caer jamás en excesos retóricos.


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El libro Una cierta nostalgia evidencia, en síntesis, una


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destreza en el oficio narrativo que enaltece no solo a la auto­


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ra, sino a la literatura hondureña en general, al constituirse


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en una de sus voces más frescas y estéticamente responsables.


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San Pedro Sula, 22 de marzo de 2001.


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El vuelo del abejorro

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El auto era negro, alto, de doble tracción, con vi­


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drios polarizados y luces halógenas al frente. Desde su


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destartalado vehículo, Isaías lo vio con el mismo senti­


o
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miento —mezcla de asombro y terror— de quien en­


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cuentra a una ballena encallada en la playa.


ny me
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Primero se acercó por el lado opuesto del estaciona­


So
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miento, hasta quedar casi frente a frente. Parecía que iba


ni

a quedarse allí, pero luego retrocedió como si fuera a es­


tacionarse mejor.
Isaías resintió la agresividad de esa carrocería, el brillo
impecable de los rines cromados, el poderío del guarda­
fangos delantero. Imaginó el interior tapizado de tercio­
pelo y se preguntó si alguna vez tendría un auto como ese.
Finalmente, el gran vehículo se detuvo a unos seis
metros del viejo auto de Isaías y el motor se apagó. Por
unos momentos permaneció cerrado, hermético como
una nave de otros mundos. Luego, la ventanilla del
16 | Una cierta nostalgia

conductor bajó un poco, apenas lo suficiente para dejar


oír la música que provenía del interior.
Isaías reconoció sin dificultad las primeras notas de

. ara
El vuelo del abejorro. Resultaba extraño el contraste entre

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el coche grande, pesado, rectangular, y la soltura de las

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notas que volaban hacia arriba, se dispersaban, se unían

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de nuevo, formaban una gran flor y finalmente se apa­

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gaban como si hubieran caído al agua, para después bro­
ac rtir tes

a
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tar desde el fondo de la tierra en una pirámide de fuego.


di
au co tu

La ventanilla del conductor bajó casi por completo.


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Desde su asiento, Isaías no alcanzaba a ver más que una


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mano de hombre bien cuidada, cubierta por una manga


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larga de color amarillo crema. En los pálidos dedos brilla­


o
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ba una gruesa sortija de matrimonio.


ro la.
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Aunque simulaba indiferencia, hojeando su periódi­


m
la

co, Isaías deseaba ver el rostro del conductor del gran


So
n y
Su

auto negro. Sentía ya una leve simpatía por este desco­


ni

nocido que le aliviaba con la música el aburrimiento de


la espera. De algún modo, era como si la música lo ele­
vara, lo despojara de la vulgaridad de ese auto de lujo y
lo volviera más accesible, como si fuera uno de esos ve­
cinos a los que se saluda por la mañana.
El calor había retrocedido, intimidado por las alas
jubilosas del abejorro. Por un instante, Isaías recordó a
su madre, despeinada, con los ojos hinchados, sirvien­
do café con mano poco firme después de una noche de
EL vuelo del abejorro | 17

concierto, y volvió a verla en su féretro gris, vistiendo su


último traje de gala, de raso negro, mientras sus compa­

. ara
ñeros de la sinfónica, muchos ya jubilados, interpreta­

to ir p
ban para ella la Serenata de Schubert.

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Bruscamente, la música se detuvo. El silencio fue

pr im m
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tan inesperado que Isaías se estremeció. Miró, aho­

es ir
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ac rtir tes
ra sí, abiertamente, ha­cia la ventanilla del conductor.

a
n
to mp dia

Entonces vio con toda claridad el ojo redondo y cie­


au co tu

go del cañón del arma que le apuntaba, y supo que ha­


riz a

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d

bía escuchado El vuelo del abe­jorro por la misma razón


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por la cual a su madre, a su turno, le habían tocado la


sa ib
le

Serenata.
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ro la.

Aún pudo imaginar la bala introduciéndose en la re­


ng A nte
ny me

cámara, la chispa del detonador encendiéndose, el pro­


la
So

yectil iniciando su recorrido en espiral en el interior del


Su

túnel de acero, y luego el destello mortal del pequeño


ni

trozo de plomo en vuelo hacia su objetivo. El impacto


en el cuello, justo en la carótida, lo desmadejó, le quitó la
ansiedad y la impotencia y solo le dejó una tranquilidad
levemente impregnada de hastío.
Quiso retroceder, asirse de la música que volvía a so­
nar con renovados bríos, ascender, pero ya era tarde. Solo
alcanzó a escuchar los últimos acordes, al tiempo que el
gran auto negro arrancaba y se alejaba sin prisa, cada vez
más distante, hasta que la nota final cayó y se quedó quie­
ta sobre el polvo de marzo.
18 | Una cierta nostalgia

. ara
Para elegir la muerte

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La puerta de vidrio se abrió con un campanilleo ale­


n
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gre. Al fondo del salón, decorado con tapices medieva­


d
o, oh ra

les, una joven de largos cabellos sueltos esperaba detrás


to
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le

de un mostrador. Entre las lámparas flotaba un aroma a


o
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incienso.
ún rra p
ro la.
ng A nte

—¿En qué puedo servirle, señor? —la voz de la jo­


e
m
la

ven era un chorrito de miel brotando en la penumbra.


So
n y
Su

Samuel avanzó con un asomo de timidez.


ni

—Vengo a escoger una muerte.


—Claro —sonrió la joven—. Ha venido al lugar in­
dicado. ¿Quién le habló de nosotros?
Samuel recordó al doctor Santana, en su féretro de
vidrio y acero, no más pálido ni más pequeño que en
vida, pero con un sello insospechado de dignidad en el
rostro, aun con los algodones empapados de sangre co­
locados en las fosas nasales y un hilillo sanguinolen­
to brotándole del oído. Había elegido morir como
PARA elegir la muerte | 19

desaparecido político, nadie se explicaba por qué, des­


pués de haber sido un respetable católico de derecha,

. ara
enemigo de disturbios.

to ir p
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—Un amigo… —pensó dar el nombre, pero luego se

de dis r
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dijo que no era necesario—. Él murió hace tres semanas.

pr im m
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—Y usted quiere elegir una muerte ahora.

es ir
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—Sí, bueno, no para ahora. Quiero dejarla reserva­

a
n
to mp dia

da, digamos, para dentro de un año. ¿Se puede?


au co tu
riz a

n
s

Dentro de un año ya el complicado asunto del proce­


lv ido e e
d

so judicial se habría resuelto de una u otra forma. Suerte


o, oh ra
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que su exmu­jer se había vuelto a casar. Marisela, su hija,


sa ib
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se consolaría pronto con el dinero que le quedaría, su­


ún rra p
ro la.
ng A nte

ficiente para seguir viviendo como princesa por el res­


ny me

to de su vida.
la
So

—Claro que se puede, señor. Estamos para servirle.


Su

¿Ha definido ya qué clase de muerte desea?


ni

—Pues la verdad, no. ¿Tiene un catálogo, una guía,


algo así? Perdone, no sé cómo funciona esto.
—No se preocupe, señor, nadie lo sabe. Venga con­
migo.
La joven salió de detrás del mostrador y él pudo ver
que su cabello largo y sus facciones de virgen adolescen­
te no desentonaban con su voz.
—En estos tapices —la joven señaló la pared— us­
ted encontrará diversas clases de muer­ te. Aquí, por
ejemplo, está la Filipinas 800.
20 | Una cierta nostalgia

En el entramado de tonos grises y púrpuras resalta­


ba un hombre amarrado de pies y manos a una cruz, con
los ojos vueltos en dolorosa expresión hacia el cielo.

. ara
—Un misionero español crucificado en las Filipinas

to ir p
en el siglo dieciocho —explicó la joven.

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El siguiente tapiz era una explosión de tonos roji­

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zos y cobres bajo una gran nube plomiza, pero no se veía

es ir
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persona ni cosa alguna.
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riz pa an

—¿Qué es esto?
di
au co tu

—Hiroshima —suspiró la joven—. Una muerte muy


n
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de moda en estos días en que han desaparecido casi to­


d
o, oh ra

to
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das las armas atómicas.


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le

Samuel vaciló. Había leído que la mayoría de los


ot zo ara
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muertos en Hiroshima no había sentido nada. Podría


ro la.
ng A nte
e

ser una opción. Lo pensó un momento, pero luego sacu­


m
la
So

dió la cabeza.
n y
Su

—Veamos otras —pidió.


ni

En el tercer tapiz, un científico moría contagiado por


la misma enfermedad para la que trataba de hallar una
cura. En el cuarto, un viejo pescador curtido por el sol
y el mar moría luchando con un tiburón. En el quinto,
la cabeza de Olympe de Gouges rodaba en la guilloti­
na. En el sexto, una joven mujer de rasgos árabes moría
quemada en la hoguera, contemplada por los inquisido­
res impasibles. En el séptimo, un hombre de mediana
edad yacía con un orificio de bala en la sien, aferrado al
PARA elegir la muerte | 21

cuerpo inerte de una mujer. A Samuel le impresionó la


expresión torturada del hombre, que no recordaba haber

. ara
visto ni siquiera en el rostro terroso del doctor Santana.

to ir p
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—Es un atormentado —explicó la joven—. Mató a

de dis r
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su esposa y luego se suicidó.

pr im m
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—Debió haberla amado mucho —supuso Samuel.

es ir
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—No lo sé, señor. Nos capacitan en diferentes técni­

a
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cas de muerte, pero no sabemos qué sentimientos tienen


au co tu
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s

los que mueren. No nos han entrenado para eso.


lv ido e e
d

—Comprendo —asintió Samuel.


o, oh ra
us Pr ctu

Al avanzar hacia el siguiente tapiz, sin querer rozó el


sa ib
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o
ot zo ara

brazo de la joven. Ella lo miró a los ojos. Samuel se sin­


ún rra p
ro la.
ng A nte

tió completamente relajado, con deseos de hablar.


ny me

—Sabe —hablaba en voz baja, pero sabía que la jo­


la
So

ven lo escuchaba—, yo nunca pude amar a mi esposa.


Su

—Es natural, señor. Muy pocas personas pue­den


ni

amar a nadie.
—Tiene razón —se sorprendió Samuel—. Es más,
no solo a mi esposa, yo nunca he podido amar a nadie.
—Como le digo, eso es propio de estos tiem­­pos.
—Le confieso que estoy confundido. Des­pués de
todo, ¿qué será más importante? ¿Poder elegir la propia
muerte? ¿O será verdad lo que dicen los libros antiguos,
que si se ama, cualquier muerte es buena?
—Bueno, eso es lo que creían los misioneros. Pero
recuerde que poder elegir la muerte es un privilegio, no
22 | Una cierta nostalgia

de este siglo, sino desde siempre. Solo que antes esta­


ba reservada a los iniciados, y ahora está a la disposición
del público mediante una suma razonable. Es una gran

. ara
ventaja, ¿no cree?

to ir p
—Sí, claro. ¿Habrá sido por eso que el doctor

au bu
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Santana escogió esa clase de muerte?

á
pr im m
—¿Cómo dice?

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ió , im d
—El doctor Santana. Sabe, él me dejó una carta
ac rtir tes

a
contándome del servicio que ustedes ofrecen. Llevo tres
riz pa an
di
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semanas preguntándome por qué querría morir así. Los


n
s
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golpes lo deshicieron por dentro.


d
o, oh ra

—Ah, el doctor Santana —el chorrito de miel se­


to
us Pr ctu
sa ib
le

guía cayendo sin variar su intensidad—. Sí, ya recuer­


o
ot zo ara

do. Vino hace unos dos meses a solicitar el servicio. Era


ún rra p
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ng A nte

un señor ya mayor. Me alegra saber que es otro más de


e
m
la

nuestros clientes satisfechos.


So
n y

—¿Usted lo atendió? ¿Qué le dijo?


Su
ni

—Siempre atiendo yo, señor. No somos muchas las


personas capacitadas para este servicio. Se necesitan
ciertas cualidades, entre ellas la discreción. No puedo
comentarle lo que me dijo.
—Por favor, señorita. Necesito saber. Eso me ayuda­
rá a hacer mi elección. Imagínese, un hombre tan res­
petado. Viajaba a Roma todos los años y lo recibía el
Papa. El gobierno lo condecoró varias veces. Era directi­
vo de varias organizaciones de beneficencia y de la Liga
PARA elegir la muerte | 23

contra el Aborto, y venir a terminar así, en delincuente,


o guerrillero, lo que sea.

. ara
—Cada cliente tiene sus razones, señor. No­sotros no

to ir p
intervenimos en eso.

au bu
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ra
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—Sí, tiene razón. Discúlpeme —cedió Sa­muel, con

á
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desaliento.

es ir
e
ió , im d
—Sigamos adelante —sonrió la joven—. Es­toy se­
ac rtir tes

a
n
gura de que después de ver todo el muestrario podrá to­
to mp dia
au co tu

mar una decisión. Quizá hasta pueda comprender a su


riz a

n
s
lv ido e e

amigo.
d
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us Pr ctu

—No era exactamente mi amigo —murmuró Sa­


sa ib
le

muel—. Fue más bien mi maestro. Yo era quizá muy jo­


o
ot zo ara
ún rra p

ven para ser su amigo, y la política no me interesaba,


ro la.
ng A nte
ny me

solo los negocios.


la

En el octavo tapiz, Samuel se sorprendió al ver a un


So
Su

perro convulsionando en la bruma de la muerte.


ni

—¿Se puede elegir una muerte no humana?


—La mayoría de los humanos morimos como lo que
somos, animales —suspiró la joven.
En el siguiente tapiz, Julieta se hundía el puñal en el
pecho, de bruces sobre el rostro marmóreo de Romeo.
Más adelante, un cosmonauta flotaba eternamente en el
espacio.
Samuel atravesó toda la línea siguiente de tapices,
deteniéndose ante cada uno. Al entrar no había nota­
do que el local fuera tan grande. En un extremo de la
24 | Una cierta nostalgia

estancia había una puerta que daba a otro salón, menos


iluminado y más pequeño. Samuel se detuvo en el um­
bral y se esforzó por distinguir las imágenes del primer

. ara
tapiz. No estaba seguro, pero le pareció ver a un hom­

to ir p
bre erguido en la palidez del amanecer, ante un pelotón

au bu
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ra
la tri
de fusilamiento. Aunque no se parecía mucho a las es­

á
pr im m
tampas planas de la escuela, Samuel creyó reconocer a

ex pr la
es ir
e
Francisco Morazán. ió , im d
ac rtir tes

a
Quiso entrar para ver mejor, pero entonces notó que
riz pa an
di
au co tu

la joven no estaba junto a él. Al darse vuelta, vio que ha­


n
s
lv ido e e
m

bía ocupado de nuevo su lugar tras el mostrador.


d
o, oh ra

—No puedo seguir adelante —explicó—. Ese lugar


to
us Pr ctu
sa ib
le

lo recorrerá usted bajo su propio riesgo.


o
ot zo ara

—¿Por qué?
ún rra p
ro la.
ng A nte

—Esas muertes las eligen muy pocos. Son como la


e
m
la

Filipinas 800, solo que los misioneros confiaban en el


So
n y

paraíso después de la muerte y recibían el tormento con


Su
ni

gozo.
—¿Y estos?
La joven no respondió. Entre el humo del incienso,
cada vez más fuerte, Samuel sintió que la cabeza se le
despejaba y que sus ojos eran capaces de percibir mejor
aun en las zonas menos iluminadas por las lámparas.
—Estas son las muertes por amor, ¿verdad? No
son las del que mató a su esposa, ni siquiera las de los
PARA elegir la muerte | 25

misioneros, usted ya me ex­plicó por qué. Estas otras son


de amor sin recompensa.

. ara
—Romeo y Julieta murieron por amor —por prime­

to ir p
au bu
ra vez, la intensidad del chorrito dorado había dismi­

de dis r
o ste

ra
la tri
á
nuido.

pr im m
ex pr la
—Sí, pero ellos se tenían uno al otro, pudieron to­

es ir
e
ió , im d
ac rtir tes
carse, estar juntos, qué sé yo. Estas gentes murieron sin

a
n
to mp dia

haber visto lo que amaban.


au co tu
riz a

n
s

—Puede que tenga razón, señor. Es una opinión.


lv ido e e
d

—Dígame por qué no puede acompañarme.


o, oh ra
us Pr ctu

—La compañía tiene sus reglas. En este pasillo se


sa ib
le

o
ot zo ara

corre el riesgo de no poder regresar, de perder la ob­


ún rra p
ro la.
ng A nte

jetividad, de querer cambiar de vida, incluso de querer


ny me

cambiar la vida por la muerte. Ya no podríamos garanti­


la
So

zar nada, ni siquiera el momento de la muerte. Aun los


Su

empleados no estamos exentos de correr ese riesgo.


ni

—El doctor Santana entró aquí, ¿verdad?


Ya no escuchó la respuesta. Desde el umbral, creyó
distinguir los rasgos impávidos de Tupac Amaru entre
sus miembros desgarrados por los caballos andaluces.
Todavía con la mano apoyada en el dintel de la puerta,
comenzó a dar el primer paso hacia la escuelita de techo
de teja de La Higuera.
26 | Una cierta nostalgia

. ara
Domingo por la noche

to ir p
au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
riz pa an
di
au co tu

Después de la lluvia, las calles estaban tan desola­


n
s
lv ido e e
m

das como cualquier otro domingo por la noche. El vien­


d
o, oh ra

to había secado los charcos y arrastraba quedito los


to
us Pr ctu
sa ib
le

últimos restos de los afiches que los barrenderos muni­


o
ot zo ara

cipales habían arrancado muy temprano de las paredes.


ún rra p
ro la.
ng A nte

La señora caminaba de prisa, procurando que sus ta­


e
m
la

cones no resonaran demasiado en la oscuridad de la ca­


So
n y
Su

lle. Había pensado llevar el carro, pero habría sido peli­


ni

groso. Con todo y la limpieza ordenada por la alcaldía,


aún estaban en pie algunas barricadas que los manifes­
tantes habían levantado con sillas quebradas y toneles
vacíos. Tampoco habían podido quitar del todo los cla­
vos regados estratégicamente para poncharles las llantas
a los camiones del ejército, y no era cosa de arriesgarse a
dejar el carro tirado en cualquier parte.
En casa seguramente la esperaba el marido, impa­
ciente porque llegara a servirle la comida / porque no es lo
domingo por la noche | 27

mismo cuando me sirven estas mujeres que ni poner bien un


tenedor pueden yo vengo cansado si supiera cuántos pacien-

. ara
tes atendí hoy y es justo que usted esté en la casa esperándome

to ir p
no me gusta que ande en la calle peor en estos tiempos que /

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
A lo lejos se oía el motor de un carro / tengo que apu-

á
pr im m
ex pr la
rarme estos zapatos me chiman me hubiera puesto los otros

es ir
e
ió , im d
y encima hay que andar bien vestida a él no le gusta verme
ac rtir tes

a
n
desarreglada / parece la patrulla dios mío que doble en la es-
to mp dia
au co tu

quina que no pase por aquí y si fuera octavio pero no el carro


riz a

n
s
lv ido e e

de él no suena así pero /


d
o, oh ra
us Pr ctu

Por la acera de enfrente caminaban dos mujeres,


sa ib
le

una muy joven y otra muy vieja. Parecían abuela y nie­


o
ot zo ara
ún rra p

ta, pero también podrían ser madre e hija. Caminaban


ro la.
ng A nte
ny me

de prisa / todos caminamos rápido uno no se puede parar


la

nunca las he visto en este barrio qué andarán haciendo /


So
Su

El auto se oía cada vez más cerca / dios mío ya es de


ni

noche gracias a dios aquí está mi tarjeta de identidad dinero


no ando son las siete el toque de queda me irán a /
La patrulla iba despacio, como un animal salvaje que
husmeara a ambos lados de la vereda. Ya todo estaba os­
curo.
—Mirá, Chico.
—¿Qué?
—Carne. Dos mujeres.
—Puta, ya era tiempo.
—Allá va otra, no jodás, una vieja tufosa.
28 | Una cierta nostalgia

—Mirá a la cipota, vos. Hoy me la piso por andar


puteando después del toque de queda.
—Esperate, vos. Hay que pedirle los papeles a esa

. ara
doñita también, y si no los anda, quién sabe si no va al

to ir p
gancho también.

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
/ no me oíste dios mío es la patrulla pero a mí no me van

á
pr im m
a hacer nada soy la esposa del doctor octavio y esas mujeres

ex pr la
es ir
e
ió , im d
quiénes serán pobrecitas si no andan la identidad se las van
ac rtir tes

a
a llevar las van a /
riz pa an
di
au co tu

—Mamá.
n
s
lv ido e e
m

—Ya nos jodieron, apurate. Por tu culpa, si no te


d
o, oh ra

hubiera hecho caso ya estuviéramos tranquilas en la


to
us Pr ctu
sa ib
le

casa. Pendeja que soy, quién me manda a meterme en


o
ot zo ara

mierdas.
ún rra p
ro la.
ng A nte

/ tun tun si camino muy rápido se va a ver sospechoso ca-


e
m
la

miná despacio calmate no te va a pasar nada no te va a pa-


So
n y

sar nada no te va /
Su
ni

—Párese allí, señora.


—Y ustedes también, no se muevan.
—A ver, sus documentos.
—Aquí están / me sudan las manos tal vez se van lige-
ro más vale que /
—Mirá esta identidad, vos. Toda despegada. ¿No
sabe que la identidad hay que cuidarla?
—A saber si es falsa. ¿No serán salvadoreñas uste­
des?
domingo por la noche | 29

—No, señor, somos hondureñas, somos de Goas­corán.


—¿No te dije? Salvadoreñas han de ser, y del Fara­

. ara
bundo. Registralas.

to ir p
—¡No me toque!

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
—No te hagás, yo sé que te gusta. ¿Qué hacés en la

á
pr im m
ex pr la
calle a estas horas, pues? Solo las putas y los subversivos

es ir
e
ió , im d
andan en la calle a estas horas.
ac rtir tes

a
n
—Dejá a la cipota, gran cabrón. Son machos solo
to mp dia
au co tu

porque tienen pistola.


riz a

n
s
lv ido e e

—Callate vos, vieja. Vos la has de mandar a putear.


d
o, oh ra
us Pr ctu

/ ya no aguanto no puedo estar aquí viendo esto pero si


sa ib
le

me meto me va a caer a mí también qué hago pobrecitas si


o
ot zo ara
ún rra p

supiera cómo se llaman qué/


ro la.
ng A nte
ny me

—Mirá vos, lo que anda esta jodida.


la

—¿Qué?
So
Su

—Literatura subversiva.
ni

—A la puta, ¿y estos papeles?


—Leé vos, que a mí me cuesta.
—“No al al-za en el cos-to de la vi-da. No más vio-
len-cia con-tra la mujer.” Grandí­simas putas, ¿y todavía
dicen que no son guerrilleras?
La primera patada duele más por la sorpresa. En el
suelo no hay tiempo para respirar, toda la sangre está
concentrada en las sienes /tun tun ay mi brazo la cipota la
van a violar ya no /
—Soltame, desgraciado.
30 | Una cierta nostalgia

—Ay mamaíta, si vieras qué rico nos cogemos a las


guerrilleras.
—No somos guerrilleras, hijueputa.

. ara
—Ya te dije que te callaras, vieja pendeja.

to ir p
/ dios mío dame fuerzas no puedo dios mío tengo miedo

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
pero yo soy la esposa del doctor octavio a mí no me va a pasar

á
pr im m
nada a ellas pobrecitas dios mío la muchacha cómo /

ex pr la
es ir
e
ió , im d
—Oficial, aquí está mi identidad.
ac rtir tes

a
—¿Qué? Échela, pues. Usted se puede ir. Chico,
riz pa an
di
au co tu

echá a esas en la paila, que no se suelten.


n
s
lv ido e e
m

—Yo soy la esposa del doctor Octavio Díaz.


d
o, oh ra

—Y a mí qué putas... ¿Quién dice?


to
us Pr ctu
sa ib
le

—El doctor Octavio Díaz.


o
ot zo ara

—¿El doctor Díaz? ¿Mi capitán?


ún rra p
ro la.
ng A nte

—Bueno, sí / así ha de ser por eso los viajes las llega-


e
m
la

das tarde después de todo gracias dios mío no siempre anda-


So
n y

ba con aquella mujer y a mí que me importa es como un con-


Su
ni

trato de qué sirve preguntar para /


—Enchachalas bien a esas, vos. Señora, la vamos a
ir a dejar a su casa. Ya ratos pasó el toque de queda y es
peligroso andar en la calle. Mire a estos subversivos,
hasta mujeres hay, y son de las peores. Súbase, seño­
ra, aquí adelante. (Andate con esas en la paila, vos.) Yo
quiero mucho a mi capi Díaz, a su esposo, quiero de­
cir. Como él es doctor, nos ayuda con estos delincuen­
tes, porque a veces se nos pasa la mano. Usted sabe, la
domingo por la noche | 31

ley es la ley y tenemos obligación de defender la patria.


Estos subversivos no merecen nada, pero somos huma­

. ara
nos, hasta doctor les conseguimos. ¿Por aquí es, ver­

to ir p
dad? Ya me acuerdo, a veces hemos venido a dejar a su

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
esposo a las tres, cuatro de la mañana, en el otro carri­

á
pr im m
ex pr la
to, claro. Es que esos pícaros no quieren hablar y tene­

es ir
e
ió , im d
mos que interrogarlos con médico y todo, como en la
ac rtir tes

a
n
Ochshner, jajajaja. Y después no agradecen, somos in­
to mp dia
au co tu

comprendidos. Usted me entiende, ¿verdad? Yo soy el


riz a

n
s
lv ido e e

cabo Martínez, Trinidad Martínez, para servirle.


d
o, oh ra
us Pr ctu

—Oficial, yo quiero pedirle un favor.


sa ib
le

—Con gusto, señora. Imagínese, la esposa de mi


o
ot zo ara
ún rra p

capi... del doctor Díaz.


ro la.
ng A nte
ny me

—Yo conozco a estas mujeres.


la

—¿A estas? ¿Las conoce?


So
Su

—Sí, la señora va a lavar ropa a mi casa.


ni

—¿Está segura? Tenga mucho cuidado, señora, estas


son guerrilleras, ¿no ve lo que les hallamos?
—Yo las conozco. No se meten en nada, curiosas es
que son. De seguro hallaron eso en la calle y lo recogie­
ron. Yo creo que no saben ni leer. Perdónelas por esta
vez, cabo. Déjelas ir.
—Señora, me pide algo difícil. Usted sabe cuál es mi
responsabilidad. Perdone, pero eso sí que no, ¿no ve que
me van a fregar a mí?
—No se preocupe, mi marido responde.
32 | Una cierta nostalgia

/ octavio dios mío que no esté ahorita en la casa que no


salga qué estoy haciendo cómo voy a /
—Ya llegamos. ¿No está mi capi... el doctor?

. ara
—No, a esta hora todavía no ha llegado.

to ir p
—Lo voy a hacer por esta vez. Pero solo porque us­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
ted es la esposa de mi capitán y él me ayudó una vez que

á
pr im m
ex pr la
me querían joder. Chico, soltá a estas viejas. / / Que las

es ir
e
ió , im d
soltés, te digo.
ac rtir tes

a
riz pa an

—Sí, mi cabo. Bájense, grandes putas.


di
au co tu

—Se salvaron por esta vez, pero la próxima que las


n
s
lv ido e e
m

hallemos las vamos a desaparecer. ¿Oyeron? Buenas no­


d
o, oh ra

to
us Pr ctu

ches, señora. Dígale a mi capitán que el cabo Martínez


sa ib
le

le manda saludos.
ot zo ara
ún rra p

/ mi capitán no es de los que se dan vuelta qué suerte tu-


ro la.
ng A nte
e

vieron estas pendejas bueno me voy a quitar las ganas con


m
la
So

emperatriz esa jodida con tal que le paguen le complace cual-


n y
Su

quier gusto a uno y el pendejo de chico me vale riata yo con /


ni

—Subite, Chico. Vámonos a la verga.


La patrulla arrancó y dobló en la primera esquina.
Sin apresurarse, la lluvia empezaba a desteñir los últi­
mos restos de los afiches.
So
Sula
ni ny me
ng A nte
ún rra p
ot zo ara
ro la. le
us Pr ctu
o, oh ra
sa ib d
lv ido e e
o s
au co tu
to mp dia
riz a n
ac rtir tes
ió , im d
n e
ex pr la
pr im m
es ir á
a o ste
de dis r
la tri
au bu
to ir p
ra
. ara
| 35

. ara
to ir p
au bu
de dis r
Entre las cenizas

o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu
riz a

n
s
lv ido e e

Bajo los árboles, la cabaña abandonada asoma bo­


d
o, oh ra

rrosa a la luz de la luna. En contraste con el fragor de


us Pr ctu
sa ib
le

la guerra que se libra cuarenta kilómetros al norte, el


o
ot zo ara

pequeño bosque está sumergido en una calma forzada,


ún rra p
ro la.
ng A nte

como un navío hundido bajo el agua.


ny me
la

De repente, un rumor ahogado de cascos irrumpe


So
Su

de la sombra, se descuelga entre las ramas de los pinos y


ni

ahuyenta a los espíritus de los muertos que buscan cobi­


jo entre las raíces húmedas. Cargando sus armas polvo­
rientas y sus banderas rotas, un puñado de guerreros
vencidos, leales al rey Pedro, regresan a su tierra, es­
coltando a Miguel, el príncipe heredero.
Ante la cabaña abandonada, los hombres se detienen
y celebran un breve conciliábulo. Poco después, la pe­
queña tropa continúa la marcha, pero cuatro jinetes des­
montan y encienden antorchas. El de mayor edad, un
noble de alto rango a juzgar por sus vestiduras, empuja
36 | Una cierta nostalgia

la puerta desvencijada con el pomo de su espada. Tras


una leve resistencia, la puerta cede. Bajo la luz de las an­
torchas, la cabaña se abre sin pudor para mostrar la des­

. ara
nudez de sus paredes y el silencio colgado de las vigas

to ir p
como un murciélago.

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
Dos soldados se adelantan para sacudir vigorosa­

á
pr im m
mente la pobre yacija. El lecho, una mesa, dos rústicos

ex pr la
es ir
e
ió , im d
bancos, una alacena y un viejo arcón, son todo el mobi­
ac rtir tes

a
liario de la cabaña. El colchón harapiento y las sábanas
riz pa an
di
au co tu

grises de polvo son arrojadas fuera y en su lugar se colo­


n
s
lv ido e e
m

can las ricas y pesadas mantas con el escudo real.


d
o, oh ra

—Dormid, Alteza —dice con voz respetuosa el


to
us Pr ctu
sa ib
le

hombre de mayor edad—. Los soldados y yo velaremos


o
ot zo ara

vuestro sueño afuera.


ún rra p
ro la.
ng A nte

El príncipe está demasiado cansado para responder.


e
m
la

Se despoja de su espada y se arroja vestido en el impro­


So
n y

visado lecho. A una señal del noble, los soldados colocan


Su
ni

una antorcha encendida en una argolla de la pared y sa­


len sin hacer ruido.

Horas después, el príncipe despierta con la sensa­


ción de que no está solo. Pero en la estancia no se ve
a nadie. La antorcha, a punto de apagarse, ilumina dé­
bilmente el hogar lleno de cenizas. El príncipe siente
entre las cenizas | 37

lástima de sí mismo, derrotado, solo, sin más compañía


que estos tres hombres leales, esperando en esa cabaña

. ara
sucia y desordenada los refuerzos prometidos.

to ir p
El príncipe contempla abstraído el suelo. De pron­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
to, sobre la capa de polvo y ceniza que lo cubre, comien­

á
pr im m
ex pr la
zan a aparecer las huellas de unos pies delicados, aunque

es ir
e
ió , im d
no se ve a nadie. Sin temor (sabe que no hay razón para
ac rtir tes

a
n
tenerlo), el príncipe se incorpora a medias. Las hue­
to mp dia
au co tu

llas avanzan hacia la chimenea. A su paso, los objetos


riz a

n
s
lv ido e e

dispersos en la habitación van colocándose en su lugar.


d
o, oh ra
us Pr ctu

Todo queda limpio y ordenado.


sa ib
le

El príncipe sonríe. Tal como lo imaginaba, a la pá­


o
ot zo ara
ún rra p

lida luz de la antorcha comienza a definirse la figura de


ro la.
ng A nte
ny me

una mujer joven. Como flotando entre las cenizas, ella


la

se acerca al lecho y se sienta al lado del príncipe. Él ex­


So
Su

tiende la mano para disfrutar del roce de ese pelo suave,


ni

tan diferente de las ásperas crines de los caballos, le aca­


ricia el rostro, se detiene unos segundos en la humedad
de esos labios frescos y finalmente desciende por el cue­
llo. El príncipe atrae hacia sí ese cuerpo hecho para ha­
cerle olvidar el miedo, el cansancio, el fracaso y el olor
terrible de la guerra.
—Gracias por venir, Cenicienta —le murmura al
oído.
38 | Una cierta nostalgia

. ara
to ir p
Es de madrugada. Sobre el jergón, Ceni­cien­ta tie­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
ne los ojos abiertos y abraza a su muñequita de trapo.

á
pr im m
De espaldas a ella, el príncipe duerme. El frío ronda en

ex pr la
es ir
e
ió , im d
las afueras y de vez en cuando desliza sus dedos páli­
ac rtir tes

a
dos por los postigos.
riz pa an
di
au co tu

La puerta se entreabre y por la rendija entra un pe­


n
s
lv ido e e
m

rrito. Es del tamaño de un juguete. Es un juguete. Pero


d
o, oh ra

está vivo. Cenicienta reconoce el inicio de la pesadilla


to
us Pr ctu
sa ib
le

que la acecha desde niña, el fantasma implacable de la


o
ot zo ara

soledad que asume diferentes formas para acosarla.


ún rra p
ro la.
ng A nte

El perrito se detiene en el centro de la habitación.


e
m
la

Por más esfuerzos que hace, Cenicienta no puede ce­


So
n y

rrar los ojos. El perrito comienza a ladrar, pero su la­


Su
ni

drido solo es audible para Cenicienta. Ella lo sabe, está


perdida. Esos crueles dientecillos la rasgarán, esa lengua
fina lamerá su sangre. No habrá piedad para ella hasta
que ese cuerpo que acaba de aliviar la tristeza del prín­
cipe heredero pierda el último hálito de vida y se funda
entre las cenizas del hogar.
Aunque sabe lo inútil de su intento, Ceni­cienta lla­
ma al príncipe angustiosamente. Con una sola palabra,
él podría salvarla. Al sentir otra presencia humana, la
entre las cenizas | 39

pesadilla quedará derrotada, regresará para siempre al


mundo de las tinieblas.

. ara
Pero el príncipe duerme. Solo la llegada de sus hom­

to ir p
bres podrá despertarlo. Para entonces, sobre el jergón

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
solo estará la muñequita de trapo, pero eso no lo inquie­

á
pr im m
ex pr la
tará mucho. En cuanto suba a su caballo, olvidará para

es ir
e
ió , im d
siempre esa noche. ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu
riz a

n
s
lv ido e e
d
o, oh ra
us Pr ctu
sa ib
le

o
ot zo ara
ún rra p
ro la.
ng A nte
ny me
la
So
Su
ni
40 | Una cierta nostalgia

. ara
La partida

to ir p
au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
riz pa an
di

Cuando dos seres se aman, deciden vivir juntos para


au co tu

n
s

ser felices. Pero cuando esos seres (…) se sienten tris-


lv ido e e
m

tes en compañía y quieren separarse, es motivo de ale-


d
o, oh ra

gría que lo hagan, porque así podrán seguir su bús-


to
us Pr ctu
sa ib

queda hacia la felicidad.


le

o
ot zo ara

Carlos Rubio
ún rra p
ro la.
ng A nte
e
m
la
So

Sonia había estado despierta toda la noche, pe­


n
Su

gando con cola de zapatero recortes de periódico y vie­


ni

jas postales para cerrar el agujero por donde penetraba


un alfiler de sombra. Abajo se escuchaban las voces de
los hombres, atenuadas por el peso de la madrugada, y el
agua hervía en la cafetera.
Cuando se convenció de que ninguna mezcla era su­
ficiente para mantener en su lugar los recuerdos que se
escapaban atropelladamente, se sacudió los últimos del
vestido y bajó las gradas. Pablo revolvía el café con una
la partida | 41

cucharita, mientras Francisco miraba con ojos de can­


sancio las nubes de humedad dibujadas en el cielo raso.

. ara
A los veinte años, Sonia, como muchos otros, había

to ir p
querido saltar los muros y buscar a gentes que compar­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
tieran con ella el dolor de estar vivos y no haber he­

á
pr im m
ex pr la
cho nada extraordinario. Pero en esa búsqueda se en­

es ir
e
ió , im d
contró rodeada de gentes que pasaban a su lado detrás
ac rtir tes

a
n
de un vidrio, sin que nadie se detuviera a tocarla. Y en­
to mp dia
au co tu

tonces apareció Pablo, censor implacable, pero también


riz a

n
s
lv ido e e

un amigo dispuesto a despojarse a ratos de la coraza del


d
o, oh ra
us Pr ctu

heroísmo para dejar entrever el caracol dormido de la


sa ib
le

nostalgia.
o
ot zo ara
ún rra p

En los últimos años había llegado Fran­cis­co, huérfa­


ro la.
ng A nte
ny me

no como ella. Ambos se acercaron en un intento desespe­


la

rado de romper el vidrio, de recuperar sus propios cuer­


So
Su

pos, de tapar aunque fuera por un rato el agujero de la


ni

soledad. Y en ese intento apenas iniciado los sorprendió


el temblor, el gran terremoto que destruyó los templos y
no dejó de las imágenes más que ojos y manos de por­
celana desperdigados entre los escombros, parales solita­
rios en los sitios donde antes la gente llenaba los estadios,
rajó en dos las cuarterías donde los seres humanos se ha­
cinaban para dormir, para comer, para amarse, para mo­
rirse, los meció de arriba abajo y estuvo a punto de apa­
gar la llama eterna.
42 | Una cierta nostalgia

Cuando pudieron abrir los ojos, Sonia y Francisco


estaban muy lejos el uno del otro y se dieron cuenta de
que nunca más serían los mismos. Y el amor, si alguna

. ara
vez fue amor, se quedó suspendido como un piano que

to ir p
de repente dejara de sonar y del que solo quedara una

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
cierta vibración en el aire.

á
pr im m
Ahora, Francisco esperaba sentado a la mesa, y Sonia

ex pr la
es ir
e
ió , im d
sintió alivio de que Pablo estuviera también allí, remo­
ac rtir tes

a
riz pa an

viendo el café con la cucharita y mirando distraídamen­


di
au co tu

te la mancha de humedad.
n
s
lv ido e e
m

—Bueno —dijo Pablo—. Ya casi es la hora, ¿no?


d
o, oh ra

to
us Pr ctu

—Ya es la hora —dijeron al mismo tiempo Sonia y


sa ib
le

Francisco.
o
ot zo ara
ún rra p

Se miraron, pero no había duda en sus ojos, ni si­


ro la.
ng A nte
e

quiera tristeza.
m
la

—¿No van a llevar algo? —se interesó Pablo, y él


So
n y
Su

mismo se respondió—. Para qué.


ni

Se tomó el último resto de café y se levantó. Francisco


y él salieron juntos y esperaron en la puerta. Como si
fuera a regresar, Sonia levantó las tazas de la mesa, las
puso en el lavatrastos y abrió el grifo para enjuagarlas.
Le pasó un trapo al mantel y pensó que el ratón se co­
mería las migas esparcidas por el suelo.
—Rápido —la urgieron.
Se secó las manos en la falda y recogió la cartera al
pasar. En el dintel recordó el suéter, pero ya era tarde
la partida | 43

para regresar. Cerró la puerta y los tres echaron a andar


rápidamente, con la certidumbre de que era la última

. ara
cosa que hacían juntos.

to ir p
No habían caminado mucho cuando la ex­plosión

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
sacudió el pavimento y puso campanitas de alarma

á
pr im m
ex pr la
en las ventanas de las casas vecinas. Sonia volvió la ca­

es ir
e
ió , im d
beza para alcanzar a ver cómo rodaban los últimos tro­
ac rtir tes

a
n
zos de ladrillo por la pendiente empedrada, envueltos en
to mp dia
au co tu

una nube de polvo rojizo, y la reconfortó la seguridad de


riz a

n
s
lv ido e e

lo inevitable. Solo dijo en voz baja: “Hubiera traído el


d
o, oh ra
us Pr ctu

suéter”.
sa ib
le

o
ot zo ara
ún rra p
ro la.
ng A nte
ny me
la
So
Su
ni
44 | Una cierta nostalgia

. ara
La otra

to ir p
au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
riz pa an
di

DESDE NIÑA, la hermosura de Carmen fue el orgullo


au co tu

n
s
lv ido e e

de todo el pueblo. En la escuela, ninguna maestra ha­


m
d
o, oh ra

bía podido castigarla nunca, porque nadie era capaz de


to
us Pr ctu
sa ib
le

resistir el rigor de su ternura. A pesar de ser más soña­


o
ot zo ara

dora que aplicada, Carmen pasó todos los grados de la


ún rra p
ro la.
ng A nte

primaria y luego estudió una carrera cualquiera, cuyo di­


e
m
la

ploma lucía en la pared al lado de la fotografía del can­


So
n y

tante de moda.
Su
ni

Pero a pesar de que nadie le disputaba el título de la


muchacha más linda, no solo del barrio, sino aun de las
fiestas donde llegaban niñas de mejor posición social en
busca de diversión, Carmen era celosa.
Cuando Andrés y ella empezaron un no­viazgo som­
noliento, hecho de papelitos escritos con mala ortogra­
fía, miradas furtivas en la calle, manos sudorosas en los
paseos dominicales, el tormento de los celos se le hizo
insoportable. No le fue difícil obtener el consentimiento
la otra | 45

de su madre, deseosa de tener nietos pronto, para un no­


viazgo formal. Aunque no tenía motivos para dudar de

. ara
la fidelidad del que iba a ser su marido, cada vez ne­

to ir p
au bu
cesitaba absorberlo más, ser el aire y el agua para él.

de dis r
o ste

ra
la tri
á
Para sentirse más segura, constantemente se miraba en

pr im m
ex pr la
el espejo, su viejo amigo. “Sos linda”, le decía el espejo.

es ir
e
ió , im d
ac rtir tes
“¿Cómo no va a estar Andrés enamorado de vos?”.

a
n
to mp dia

Con el tiempo, las pláticas con el espejo se hicie­


au co tu
riz a

n
s

ron cada vez más frecuentes. Ella prefería esa admira­


lv ido e e
d

ción silenciosa a correr el riesgo de percibir el más mí­


o, oh ra
us Pr ctu

nimo asomo de hastío en el rostro de su novio. Además,


sa ib
le

o
ot zo ara

Andrés no hacía referencia a sus atributos físicos tanto


ún rra p
ro la.
ng A nte

como ella hubiera querido. A veces solo hablaba de su


ny me

trabajo, o del clima, o de alguna película. Con frecuen­


la
So

cia se quedaba callado, y Carmen se quemaba por den­


Su

tro: ¿estaría pensando en la otra?


ni

Para tener más tiempo de contemplarse, Carmen


dejó de reunirse con sus amigas, de entretenerse miran­
do por la ventana y de ir al parque. El único disgusto se­
rio que tuvo con su madre se debió a su negativa de ir a
la misa, y así los hombres dejaron de suspirar durante la
eucaristía. El sacerdote lamentó públicamente que una
joven cuya creación era una muestra del inmenso po­
der y la bondad de Dios privara a sus paisanos del gozo
de contemplarla, un gozo por lo demás inocente, casi
46 | Una cierta nostalgia

místico, puesto que todos sabían que estaba comprome­


tida con Andrés.
Poco tiempo después la madre murió de cáncer.

. ara
Carmen lloró entonces todas las lágrimas que la muer­

to ir p
ta le había evitado durante veintitrés años. Pero después

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
de los funerales no pudo evitar sentirse aliviada; ahora le

á
pr im m
ex pr la
podría dedicar más tiempo al espejo. Para entonces, es­

es ir
e
ió , im d
taba convencida de que Andrés tenía otra, y su misma
ac rtir tes

a
riz pa an

insistencia para que se casaran le parecía producto más


di
au co tu

de la culpa que del amor. Por eso le dijo que esperaran.


n
s
lv ido e e
m

Hija única, Carmen no había tenido nunca otra


d
o, oh ra

to
us Pr ctu

compañía más que la de su madre, y prefirió continuar


sa ib
le

viviendo sola en la misma casa. Con el poco dinero he­


o
ot zo ara
ún rra p

redado compró espejos enormes y forró las paredes, el


ro la.
ng A nte

techo y hasta el piso. Dejó de cocinar para no atrasarse


e
m
la

en la contemplación del espejo y solo comía cuando al­


So
n y
Su

guna vecina o amiga, cada vez más escasas, o el mismo


ni

Andrés, le llevaban algo.


Andrés comenzó a pedirle que viera a un médico,
pero Carmen no tenía tiempo. Así era últimamente; no
tenía tiempo para nada, a veces ni para cambiarse de
ropa, mucho menos para conversar. Andrés fue espa­
ciando cada vez más sus visitas, hasta que un día no vol­
vió. Carmen lo sabía: se había ido con la otra. Pero ya
volvería. Lo que ella tenía que hacer era averiguar quién
la otra | 47

era la rival y quitarla del camino. Y el más indicado para


ayudarla era su amigo de siempre: el espejo.

. ara
Comenzó a experimentar con varios espejos, obser­

to ir p
vándolos desde distintos ángulos, cam­biándolos de po­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
sición. Un día, distraídamente, tropezó y quebró uno.

á
pr im m
ex pr la
Recogió un pedazo y con él en las manos se paró frente

es ir
e
ió , im d
al espejo más grande, el que cubría la pared del comedor.
ac rtir tes

a
n
Y entonces la vio. Al fondo de un túnel construido
to mp dia
au co tu

de espejos, la otra la miraba, desafiante, con un espejo en


riz a

n
s
lv ido e e

la mano, imitándola en todo, así como la había imitado


d
o, oh ra
us Pr ctu

y sustituido en el amor de Andrés.


sa ib
le

Hasta se parecía a ella, solo que era mucho más del­


o
ot zo ara
ún rra p

gada y se veía envejecida. Las dos se contemplaron un


ro la.
ng A nte
ny me

rato en silencio. Carmen se sintió triunfante. Tal como


la

lo imaginaba, la otra era fea. En cuanto Andrés la vie­


So
Su

ra bien, volvería arrepentido a su lado y le rogaría que se


ni

casaran cuanto antes. Pensándolo, Carmen sonrió des­


deñosamente. Pero cuando vio a la otra sonreír también,
como si fuera la vencedora, sintió que el odio le crecía
adentro como una llama hambrienta, ahogándola, tri­
turándole los huesos. No tuvo tiempo de pensar mu­
cho. Levantó el trozo de espejo, convertido en un arma
de arcoiris a la luz que entraba por la ventana, y lo lan­
zó a la garganta de la intrusa. Pero mientras anticipa­
ba la agonía de su rival, sintió el picotazo de un pájaro
48 | Una cierta nostalgia

cristalino que penetraba en su cuello y le arrancaba una


a una las cuentas de la vida.
Tres días más tarde, Andrés, llamado por los ve­cinos,

. ara
derribó la puerta de la casa. Encon­traron a Carmen sin

to ir p
vida sobre una alfombra de sangre. En la pared del co­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
medor, en el lugar del mayor de los espejos, solo queda­

á
pr im m
ba un rectángulo vacío.

ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
riz pa an
di
au co tu

n
s
lv ido e e
m
d
o, oh ra

to
us Pr ctu
sa ib
le

o
ot zo ara
ún rra p
ro la.
ng A nte
e
m
la
So
n y
Su
ni
| 51

. ara
to ir p
au bu
de dis r
o ste
Cuando se llevaron la noche

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu
riz a

n
s
lv ido e e

Cuando el cielo se oscureció, yo empezaba apenas a


d
o, oh ra

quitarme la ropa. Marcos me vio, sonrió con pereza y


us Pr ctu
sa ib
le

dijo:
o
ot zo ara

—Va a llover.
ún rra p
ro la.
ng A nte

—Sí —le contesté—. Así es mejor.


ny me
la

Aquella noche las cigarras cantaban con un toque es­


So
Su

pecial, como a gritos. Había hecho demasiado calor du­


ni

rante el día. El sudor nos había pegado la ropa al cuerpo.


Cuando se empezaron a escuchar los primeros gol­
pes en el techo de cinc, yo estaba cantando en mi inte­
rior una canción de Phil Collins, poniéndole la letra que
se me antojó. Marcos estaba lejos, tal vez caminando so­
bre alguna duna. Cuando los golpes se hicieron dema­
siado fuertes, dejé de cantar y pellizqué a Marcos para
que regresara. Él volvió con desgano, con un gesto de
sufrimiento, como un niño al que desprenden abrupta­
mente del pecho.
52 | Una cierta nostalgia

—¿Qué es eso? —pregunté.


—Granizo —había fastidio en su voz.
Pero entonces los golpes ya no eran aislados, sino un

. ara
solo rumor, de avalancha cada vez más próxima. Salté de

to ir p
la cama y traté de ver por la ventana, pero la luz incier­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
ta de las seis de la tarde ya no estaba. En su lugar había

á
pr im m
ex pr la
una masa negra, y sentí una hebra helada que se me es­

es ir
e
ió , im d
curría dentro del corazón. Tragué saliva y me volví ha­
ac rtir tes

a
riz pa an

cia Marcos.
di
au co tu

—Marcos, ¿qué está pasando?


n
s
lv ido e e
m

—Pues que está lloviendo, ¿no oís?


d
o, oh ra

to
us Pr ctu

—No, es otra cosa —quería gritar, pero mi voz ape­


sa ib
le

nas se escuchaba. Quise apartar la cortina para mostrar­


ot zo ara
ún rra p

le lo que no había, pero lo hice bruscamente y el trozo


ro la.
ng A nte
e

de tela floreada se me quedó en la mano.


m
la
So

—¿Qué estás haciendo? —se irritó Marcos—. ¿No


n y
Su

ves que estoy desnudo? ¿Querés que nos vean de afuera?


ni

—Pero Marcos, es que no hay nada, quiero decir, no


se ve nada. No está.
—Estás loca. ¿Quién no está? —y se tiró de la cama,
sábana en mano, para cubrir la ventana desnuda.
—La noche. Se llevaron la noche.
Él me miró y pude ver pasar por sus ojos la burla
primero, después la incredulidad y por último un inicio
de miedo.
Cuando se llevaron la noche | 53

—¿Estás tomando algo, o qué? Solo está lloviendo,


¿no entendés?

. ara
Me quedé callada. Él me tomó por un brazo, con

to ir p
au bu
cierta brusquedad.

de dis r
o ste

ra
la tri
á
—Vení, volvamos a la cama. Vamos a jugar de caba­

pr im m
ex pr la
llito.

es ir
e
ió , im d
ac rtir tes
—Marcos, por favor. Te digo que no está la noche.

a
n
to mp dia

—Qué joder, carajo. Te estás inventando esa estupi­


au co tu
riz a

n
s

dez. Si no querías acostarte conmigo, no hubieras venido.


lv ido e e
d

—No, te juro que es cierto. Acercate, mirá.


o, oh ra
us Pr ctu

—No, mirá vos —y sin soltarme el brazo, desco­


sa ib
le

o
ot zo ara

rrió el pasador, abrió la ventana y me obligó a sacar la


ún rra p
ro la.
ng A nte

mano—. ¿Ves? ¿Sentís la lluvia?


ny me

—¡No, por favor!


la
So

Aunque Marcos me hacía estirar la mano con la pal­


Su

ma hacia arriba, yo sentía que los dedos me rebotaban


ni

en una especie de colchón elástico. Definitivamente, el


aire, la lluvia, las cigarras, el calor, la noche entera, ya no
estaban.
Él me soltó despacio y comenzó a vestirse, dicién­
dome:
—Yo creo que estás jugando conmigo —su voz te­
nía un tono de rencor—. Tengo mucho que hacer y solo
vine a estar un rato con vos. ¿No podés entender eso?
Pero está bien, si no querés, no volvamos a vernos.
54 | Una cierta nostalgia

—Marcos, no te vayás, por favor. No podés irte.


No hay adónde ir.
—Quedate vos con tu locura, si querés. Me voy.

. ara
Tiró la puerta con tanta violencia que la sábana

to ir p
mal puesta sobre la ventana cayó al suelo. Yo la tomé,

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
me acurruqué en la cama y me envolví toda para no

á
pr im m
ver eso que estaba afuera en lugar de la noche. Y aquí

ex pr la
es ir
e
ió , im d
estoy desde entonces, esperando que pasen las horas
ac rtir tes

a
riz pa an

y que cualquiera de los dos, o juntos, Marcos y la no­


di
au co tu

che, vuelvan por mí.


n
s
lv ido e e
m
d
o, oh ra

to
us Pr ctu
sa ib
le

o
ot zo ara
ún rra p
ro la.
ng A nte
e
m
la
So
n y
Su
ni
So
la
Su
n m
ni y e
ng A nte
ún rra p
ot zo ara
ro la. le
us Pr ctu
o, oh ra
sa ib d
lv ido e e
o s
au co tu
to mp dia
riz a n
ac rtir tes
ió , im d
n e
ex pr la
pr im m
es ir á
a o ste
de dis r
la tri
au bu
to ir p
ra
. ara
| 57

. ara
to ir p
au bu
de dis r
Los visitantes

o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu
riz a

n
s
lv ido e e

—Me voy —dijo Juanita—. Son casi las diez y media.


d
o, oh ra

—Te acompaño —ofreció ella.


us Pr ctu
sa ib

En la esquina, Juanita llamó a un taxi que pasaba y


le

o
ot zo ara

se despidió con el revoloteo de su falda de vivos colores.


ún rra p
ro la.
ng A nte

Ella se quedó parada hasta que el vehículo dobló varias


ny me

cuadras adelante y se perdió en la noche.


la
So

Lentamente emprendió el camino de regreso hacia su


Su

casa. Su madre estaba preparándole el pastel de cumplea­


ni

ños. Un pegajoso aroma a pan caliente inundaría ya la


cocina. Mañana cumpliría dieciocho años. Imaginó a las
huéspedes acostadas en sus camas de solteronas, envuel­
tas en sus cobertores de retazos confeccionados por ellas
mismas, reviviendo con sus voces gangosas los detalles
de la fiesta de quince años de la hija de un coronel cuyos
huesos reposaban hacía ya mucho tiempo en el cemen­
terio de su pueblo lejano. Tuvo una sonrisa comprensi­
va para ellas, que habían hallado un refugio para su ar­
tritis y sus inocentes manías en la pensión de su madre.
58 | Una cierta nostalgia

De pronto, un auto se detuvo junto a ella. Los


frenos chirriaron bruscamente. Sin saber muy bien
por qué, como en medio de un sueño, comprendió

. ara
que tenía que correr. Pero antes de que pudiera ha­

to ir p
cerlo, la mano del que conducía la aferró. Miró al in­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
terior del auto. Tres hombres jóvenes y bien vestidos

á
pr im m
le hacían muecas.

ex pr la
es ir
e
ió , im d
—Subí, muñeca —la invitó el que conducía.
ac rtir tes

a
riz pa an

Ella percibió su aliento caliente, impregnado de


di
au co tu

tabaco, y sintió deseos de vomitar. Los del asiento


n
s
lv ido e e
m

trasero abrían ya la portezuela. De un tirón, se de­


d
o, oh ra

sasió de la mano que la sujetaba. Echó a correr, to­


to
us Pr ctu
sa ib
le

davía sin plena conciencia. Solo sabía que tenía que


o
ot zo ara
ún rra p

correr, perderse en la primera hendedura como un


ro la.
ng A nte

grillo asustado.
e
m
la

De algún modo se encontró ante un edificio en


So
n y
Su

construcción. Frente a ella se alzaba el inmenso


ni

mon­tón de tierra que las máquinas habían removi­


do aquella mañana. Intentó escalarlo, pero sus pies
se hundían en los grumos sueltos. Las manos no en­
contraban apoyo. Pensó gritar.
Los desconocidos eran dos. Como brotados del
montón de tierra, se pusieron a su lado, flanqueán­
dola. Cada uno la tomó de un brazo y los tres pasa­
ron al otro lado del montículo sin esfuerzo. Ella ape­
nas tuvo tiempo de mirarlos de reojo y asimilarlos
Los visitantes | 59

como amigos. Eran altos y vestían uniformes grises. Se


cubrían los rostros con máscaras metálicas que brillaban

. ara
bajo las luces de la calle desierta.

to ir p
Cuando cruzaron frente a la pulpería de don Vicente,

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
ya cerrada y con las luces apagadas, comprendió que la

á
pr im m
ex pr la
llevaban a su casa, dando un rodeo para evitar a los per­

es ir
e
ió , im d
seguidores. ¿Cómo sabían dónde vivía? Era mejor no
ac rtir tes

a
n
hacer preguntas.
to mp dia
au co tu

Continuaban sujetándola de los brazos, como para


riz a

n
s
lv ido e e

que no se perdiera. Llevaban guantes en las manos y su


d
o, oh ra

presión era suave. Sin saber por qué, sentía que el con­
us Pr ctu
sa ib
le

tacto del que iba a su derecha era además muy dulce.


o
ot zo ara

Lo miró, aprovechando que pasaban bajo un poste


ún rra p
ro la.
ng A nte

de luz. A través de los agujeros de la máscara relumbra­


ny me

ban dos ojos negros que también la miraban.


la
So

Encontró natural que él dejara de sujetarla por el


Su

brazo para tomarle la mano. Se había quitado los guan­


ni

tes y sus dedos jugaban con los de ella, oprimiéndolos


y acariciándolos. Sin saber de qué modo, se encontró
frente a él, junto a un muro de ladrillo, a dos cuadras de
su casa. El otro había desaparecido. Él se quitó la más­
cara, sacudiendo una melena de cabellos negros ligera­
mente rizados que le llegaban cerca de los hombros. Su
rostro tenía rasgos altivos y un tono grisáceo.
—Bijab —dijo él, a manera de presentación, seña­
lando hacia el cielo—. Nuestro sol.
—Hablás español —susurró ella, sin sor­­presa.
60 | Una cierta nostalgia

—Antes de venir a este planeta, escogemos una len­


gua. Yo quise aprender el español.
No hablaron más. A través del contacto de sus la­

. ara
bios, él le transmitió el conocimiento de su mundo leja­

to ir p
no y frío, amenazado por una extraña enfermedad que

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
empezaba por la incapacidad de sentir amor, luego se

á
pr im m
perdía la facultad de sentir dolor y por último los cuer­

ex pr la
es ir
e
ió , im d
pos se secaban hasta la médula de los huesos debido a
ac rtir tes

a
la imposibilidad de llorar. Le habló sin palabras de sus
riz pa an
di
au co tu

cordilleras blancas, de sus lagos color lila, de las flores


n
s
lv ido e e
m

rojas como la sangre que se abrían todo el año y cre­


d
o, oh ra

cían hasta en las paredes de los enormes edificios de


to
us Pr ctu
sa ib
le

acero. Confusamente, le transmitió el borroso recuerdo


o
ot zo ara

de una muchacha alta, delgada, de pómulos salientes y


ún rra p
ro la.
ng A nte

la misma tez grisácea, que partió en un vuelo de rutina


e
m
la

y quedó atrapada para siempre en el vacío. Le hizo sen­


So
n y

tir cómo él había deseado volar también, la fatiga de las


Su
ni

largas noches de entrenamiento, la tortura de las noches


total, irremisiblemente negras de los planetas sin atmós­
fera. Le transmitió la alegría y la incertidumbre del ate­
rrizaje, su desilusión al comprobar que ese mundo tan
anhelado no era sino un circo antiguo que se caía en pe­
dazos, su decisión de regresar sin haber hecho contacto
con ningún ser humano, hasta que la vieron en peligro
y él comprendió que de allí partía la llamada indefinible
que lo angustiaba bajo la luz azulada de Bijab.
Los visitantes | 61

A su vez, ella le transmitió el hastío de su vida siem­


pre igual en la casa de huéspedes de su madre, sus seis

. ara
mil quinientos sesenta y nueve días transcurridos con la

to ir p
au bu
certeza inexplicable de que antes de llegar a los seis mil

de dis r
o ste

ra
la tri
á
quinientos setenta encontraría la razón y la amargura de

pr im m
ex pr la
existir.

es ir
e
ió , im d
ac rtir tes
Algo, tal vez el vuelo de un pájaro nocturno o una

a
n
to mp dia

hoja de papel arrastrada por el viento, los devolvió a la


au co tu
riz a

n
s

realidad. El otro había reaparecido a unos pasos de ellos.


lv ido e e
d

Súbitamente, como si la despertaran con violencia, ella


o, oh ra
us Pr ctu

comprendió que dentro de minutos, segundos quizá, él


sa ib
le

o
ot zo ara

desaparecería para siempre, sin ninguna posibilidad de


ún rra p
ro la.
ng A nte

seguirlo o retenerlo. Lo besó con desesperación, sin cui­


ny me

darse de la presencia del otro, sabiendo que ahora ya no


la
So

podría estudiar para recibir un título y trabajar después


Su

de ocho a cinco, no podría regresar a casa para ver las te­


ni

lenovelas de la noche, no podría salir a bailar con mo­


deración los fines de semana ni cumplir con la misa del
domingo, en fin, no podría llevar más la carga de una
existencia respetable.
Como el ahorcado que en el último instante se lle­
va las manos al cuello tratando de desprender la soga,
le pidió que no se fuera, que la llevara, que hicieran
el amor, que tuvieran un hijo, que la amara, cualquier
cosa para aliviar ese vacío mortal en el pecho.
62 | Una cierta nostalgia

—Volvé —le pidió, como si esa palabra pudiera cam­


biar las cosas.
Mientras lo besaba por última vez, repitió:

. ara
—Volvé, porque yo te quiero.

to ir p
Se desprendieron de su abrazo. Caminaron hacia la

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
casa, muy juntos, pero sin tocarse. En la puerta se mira­

á
pr im m
ron. Mientras la abría, ella dijo, más para sí misma que

ex pr la
es ir
e
para él: ió , im d
ac rtir tes

a
—Te esperaré.
riz pa an
di
au co tu

Entró a la casa como si volviera de un viaje muy


n
s
lv ido e e
m

largo. La madre, con una manta de cocina entre las


d
o, oh ra

manos, la miró con asombro.


to
us Pr ctu
sa ib
le

—¿Por qué te tardaste? —indagó, para luego res­


o
ot zo ara

ponderse ella misma—: ¿No pasaban taxis luego?


ún rra p
ro la.
ng A nte

Se escuchó un ruido sordo, parecido a un cañona­


e
m
la

zo. Ella corrió hacia la ventana. Desde allí se divisaba el


So
n y

edificio en construcción. Un fogonazo atravesó la noche


Su
ni

y de nuevo se escuchó el ruido. No necesitaba más para


saber que él se había ido.
—¿Te asustaste? —preguntó la madre. Y agregó,
bostezando—: Estamos en diciembre. Todavía a esta
hora tiran morteros en casa de los Leiva.
So
Sula
ni ny me
ng A nte
ún rra p
ot zo ara
ro la. le
us Pr ctu
o, oh ra
sa ib d
lv ido e e
o s
au co tu
to mp dia
riz a n
ac rtir tes
ió , im d
n e
ex pr la
pr im m
es ir á
a o ste
de dis r
la tri
au bu
to ir p
ra
. ar a
| 65

. ara
to ir p
au bu
de dis r
El viaje

o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu
riz a

n
s
lv ido e e

Al árbol de María Luisa Bombal.


d
o, oh ra
us Pr ctu
sa ib
le

o
ot zo ara
ún rra p
ro la.
ng A nte

EL. DESPERTADOR IRRUMPIÓ a las cinco en punto con su


ny me

habitual violencia y golpeó a Adriana justo en la cadera


la
So

cuando, de pie en el centro del salón de los espejos, se


Su
ni

disponía a ensayar el mismo paso de baile tantas veces


imaginado y nunca posible. Desilusionada, Adriana vio las
brillantes lunas que caían al suelo en pedacitos, mientras
las paredes se agrietaban y grandes boquetes se abrían
en el cielo raso. Evadiendo las profundas zanjas que
surgían entre sus pies, corrió por la conocida alameda de
eucaliptos, llorando de cólera y apartándose de la cara
las hojas que se le pegaban corno mariposas muertas.
Nunca, nunca, aunque viviera cien años, lograría dormir
hasta terminar ese sueño.
66 | Una cierta nostalgia

Cuando se arrancó la última hoja de los cabellos y


entreabrió los ojos en la penumbra del cuarto, ya estaba
lista para ser la misma Adriana de todos los días. Estiró

. ara
el brazo para acallar los últimos estertores del reloj, pi­

to ir p
diendo que al menos no estuviera lloviendo para no te­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
ner que mojarse los pies. Entonces recordó que ese día

á
pr im m
era el viaje y pensó que estando lejos de allí quizá no

ex pr la
es ir
e
volvería a tener ese sueño. ió , im d
ac rtir tes

a
Saludando a la rigidez cotidiana de su nuca, se in­
riz pa an
di
au co tu

corporó en la cama y fue descalza hasta el baño. De pie


n
s
lv ido e e
m

frente al espejo, por primera vez en mucho tiempo se


d
o, oh ra

tomó unos minutos para observar en su rostro lavado


to
us Pr ctu
sa ib
le

con agua fría unas manchitas café y algunas leves arru­


o
ot zo ara

gas. Mirarse al espejo era pecado, decía su madre, y ella


ún rra p
ro la.
ng A nte

se había acostumbrado a peinarse maquinalmente, en­


e
m
la

rollando sin verlo el pesado moño que le estiraba las sie­


So
n y

nes. Pero ahora, cuando se preparaba para ese viaje tan­


Su
ni

to tiempo esperado, era necesario ver quién era la que


iba a partir.
El agua le aligeró la pesadez de las espaldas. Sin
apresurarse, sintiendo por una vez cómo se enfriaban las
gotas de agua sobre su piel, caminó de nuevo hacia el
dormitorio, viendo de reojo al pasar en el ventanal del
comedor el reflejo de su cuerpo sin marcas, de mujer
sin hijos. Desde hacía mucho la ropa se apilaba en el
primer tramo del armario, perfectamente planchada y
El viaje | 67

doblada. Cada día, Adriana había sacado solo las pren­


das necesarias, y cada mañana lavaba las del día anterior.

. ara
Detestaba el desorden, y no hubiera soportado que lle­

to ir p
gara el momento del viaje sin dejar tras de sí una casa y

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
todo su contenido perfectamente limpio y ordenado.

á
pr im m
ex pr la
Por la tarde sacaba la plancha de carbón, herencia de

es ir
e
ió , im d
su abuela, planchaba la ropa con el gesto mecánico de
ac rtir tes

a
n
quien ha hecho lo mismo muchas veces, y después de
to mp dia
au co tu

doblarla cuidadosamente volvía a guardarla en el mismo


riz a

n
s
lv ido e e

sitio, con una ramita de romero encima para evitar las


d
o, oh ra
us Pr ctu

pesadillas. Pero esta prevención no había sido suficien­


sa ib
le

te para librarla del sueño, siempre el mismo, que la visi­


o
ot zo ara
ún rra p

taba por las noches. Volvía a ser la joven tímida, opacada


ro la.
ng A nte
ny me

por sus hermanas, las compañeras de estudio y cualquier


la

otra mujer que estuviera presente, y cuando por fin es­


So
Su

taba en el salón de los espejos, sintiendo su cuerpo lige­


ni

ro y dócil, listo para el baile y para el amor, algo la des­


pertaba. Antes era la voz de su madre; ahora, el timbre
del despertador.
Se vistió y fue a hacer café a la cocina. Miró el anti­
guo reloj de pared; tenía tiempo. Después de todo, eso
era lo más hermoso, poder disponer ella misma de su
tiempo. Sumergiendo la rosquilla en el café, se quedó un
rato sin pensar en nada, hasta que tuvo que sacarla apre­
suradamente porque estaba deshecha. Recordó que esa
era una costumbre de su padre. Cerró los ojos y se vio
68 | Una cierta nostalgia

de nuevo sentada en sus rodillas, aspirando el humo de


su tabaco negro y sintiendo en la mejilla la aspereza de
su barba. Abrió los ojos y los cerró de nuevo para ima­

. ara
ginarlo como lo vio la última vez, hacía veinticinco años,

to ir p
tendido sobre el petate en que lo habían llevado, con la

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
mirada vacía de los muertos, y se recordó a sí misma a

á
pr im m
los once años, ocultando las lágrimas para no disgus­

ex pr la
es ir
e
ió , im d
tar a la madre, que con el rostro cerrado y seco, el único
ac rtir tes

a
que Adriana podía recordar, cantaba himnos en señal de
riz pa an
di
au co tu

gozo porque el padre ya estaba en la presencia del Señor.


n
s
lv ido e e
m

“Llorar cuando se muere alguien es un pecado”, le susu­


d
o, oh ra

rraba, apretándole el brazo. “Es rechazar la voluntad de


to
us Pr ctu
sa ib
le

Dios”.
o
ot zo ara

Terminó el desayuno, lavó meticulosamente los uten­


ún rra p
ro la.
ng A nte

silios, los secó y los colocó en su lugar. Antes de partir,


e
m
la

revisó que las persianas estuvieran cerradas, las cortinas


So
n y

bajadas y las luces apagadas. A última hora recordó los


Su
ni

geranios, esplendorosos en su inocencia, y se asomó al


estrecho balcón a regarlos. La vecina, desde su ventana
al otro lado de la calle, le hizo un vago gesto de saludo.
Adriana contestó de la misma manera, levantando ape­
nas la mano, sin imaginar que fuera necesaria una son­
risa.
Finalmente, después de un último vistazo a todo, sa­
lió a la puerta de la calle. La cerradura siempre le daba
problemas. Forcejeó un poco para abrirla y al hacerlo se
El viaje | 69

lastimó un dedo. Pensó regresar a sumergirlo en agua


fría, pero se dijo que no valía la pena. Con ademán enér­

. ara
gico, cerró la puerta, dio vuelta a la llave, se alisó los plie­

to ir p
gues de la falda y cruzó la calle con paso firme.

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
Cuando sintió el golpe en la cadera, fue como si el

á
pr im m
ex pr la
despertador volviera a sonar. No escuchó el ruido de los

es ir
e
ió , im d
frenos ni las voces alarmadas de la gente. Solo cerró los
ac rtir tes

a
n
ojos para no sentir el dolor que la golpeaba como una
to mp dia
au co tu

llamarada. Apretó los dientes, dejó que el miedo le su­


riz a

n
s
lv ido e e

biera en una bola desde los pies hasta la boca y se lo tra­


d
o, oh ra
us Pr ctu

gó con un movimiento brusco.


sa ib
le

Se levantó y continuó caminando, un poco aturdida,


o
ot zo ara
ún rra p

pero sin sentir dolor. Faltaban pocos minutos para que


ro la.
ng A nte
ny me

el autobús partiera, pero llegó a tiempo, justo antes de


la

que arrancara. Se acomodó en su asiento y solo despertó


So
Su

cuando el autobús llegó a la terminal.


ni

Conocía el camino de memoria. Su destino estaba


en las afueras, en uno de los barrios más apartados. A su
paso, observó que la mayoría de las casas estaban des­
cuidadas, con huecos impúdicos en las paredes, algunas
hasta sin techo.
Aun cuando la fachada se veía distinta, brillando
bajo el sol entre los eucaliptos, supo con exactitud dón­
de debía detenerse. Levantó la mano para tocar, pero no
fue necesario. La puerta se abrió y en el umbral apareció
su padre, tal como lo recordaba, con los ojos brillantes y
70 | Una cierta nostalgia

un leve dejo de cansancio en la boca. Lo contempló con


ternura, sin molestarse en apartar las hojas de eucalip­
to que se adherían a su pelo y rodaban a sus pies. Sintió

. ara
su olor a tabaco y supo sin ninguna duda que el viaje ha­

to ir p
bía terminado.

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
riz pa an
di
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us Pr ctu
sa ib
le

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ot zo ara
ún rra p
ro la.
ng A nte
e
m
la
So
n y
Su
ni
| 71

. ara
to ir p
au bu
de dis r
El círculo

o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu
riz a

n
s
lv ido e e

La puerta del autobús se cerró violentamente y


d
o, oh ra

Marta se asió del tubo más próximo, tratando de aco­


us Pr ctu
sa ib
le

modarse lo mejor posible para que sus rodillas no gol­


o
ot zo ara

pearan con las del vecino. Haciendo un esfuerzo, logró


ún rra p
ro la.
ng A nte

ver a Daniel, de pie cerca de los últimos asientos, ha­


ny me
la

ciendo equilibrio entre una mujer voluminosa de vesti­


So
Su

do rojo y un viejo con aspecto de mecánico.   Marta cerró


ni

los ojos y trató de no sentir el vaho ácido de los cuerpos


demasiado juntos. Durante un rato estuvo esforzándo­
se por no dormirse, pero finalmente cedió al cansancio,
pensando que faltaba mucho para llegar y siempre se
despertaría a tiempo.
En el sueño se vio a sí misma como una niña, de pie
junto a una fuente. Sentía mucho calor y deseaba hume­
decerse las manos y la cara, pero cuando iba a hacerlo
veía una sombra oscura reflejada en el agua y retrocedía
con angustia. Se despertó sobresaltada, justo cuando el
72 | Una cierta nostalgia

autobús se detenía en la estación de su barrio. Se volvió


para ver a Daniel, que le hacía señales de bajar, mientras
se abría paso a su vez hacia la puerta trasera. Marta lo­

. ara
gró recuperar de entre la multitud su bolsa con los reci­

to ir p
pientes vacíos del almuerzo y se abalanzó hacia la puer­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
ta delantera. Tuvo que saltar porque el autobús ya había

á
pr im m
arrancado, pero logró pararse en la acera sin perder el

ex pr la
es ir
e
ió , im d
equilibrio. La calle estaba en penumbra. Sin embargo,
ac rtir tes

a
pudo distinguir a Daniel, que se había detenido a en­
riz pa an
di
au co tu

cender un cigarro. “Mejor que se lo vaya fumando aquí”,


n
s
lv ido e e
m

pensó. Empezó a caminar las tres cuadras que faltaban


d
o, oh ra

hasta la casa, dejando que Daniel la siguiera.


to
us Pr ctu
sa ib
le

Sintió alivio al empujar el desvencijado portón y


o
ot zo ara

atravesar el modesto jardín sembrado de geranios. Dejó


ún rra p
ro la.
ng A nte

abierta la puerta para que entrara Daniel y fue a lavarse


e
m
la

las manos en el pequeñísimo baño del pasillo. Al levan­


So
n y

tar la cabeza, se vio reflejada en el trozo de espejo colga­


Su
ni

do sobre el lavamanos, el que Daniel utilizaba para verse


cuando se rasuraba. Recordó la pesadilla del autobús y
se estremeció, porque le pareció ver una sombra por de­
trás de su cabeza. Se apartó rápidamente y sin siquiera
secarse se dirigió a la cocina.
Como todas las noches, mientras recalentaba los fri­
joles y freía unos huevos para la cena, buscó alivio al
obligado silencio del día contándole a Daniel sus preo­
cupaciones. El supervisor había estado esa mañana más
El círculo | 73

grosero que nunca, echándole en cara su lentitud para


trabajar. No era culpa de ella que los huesos le dolieran

. ara
algunas veces más que de costumbre. Se había hecho to­

to ir p
dos los remedios aconsejados por doña Raquel, pero la

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
artritis avanzaba. Dentro de poco tal vez ya no podría

á
pr im m
ex pr la
trabajar en la maquila. Siempre despedían a la gente

es ir
e
ió , im d
mayor para contratar jovencitas, que además de produ­
ac rtir tes

a
n
cir más podían descontar su sueldo acompañando al pa­
to mp dia
au co tu

trón coreano al cine o a los naitclubs. En realidad no se


riz a

n
s
lv ido e e

explicaba cómo no la habían despedido. Dentro de poco


d
o, oh ra
us Pr ctu

habría que estirar el sueldo de Daniel. Tendrías que ir


sa ib
le

dejando de fumar tanto y no ir al billar tan seguido. Sí,


o
ot zo ara
ún rra p

ya sé que no tenés otros vicios y que no fumás adentro de


ro la.
ng A nte
ny me

la casa, pero yo también hago sacrificios. Doña Raquel


la

dice que parezco retrato, solo tengo tres vestidos. Parece


So
Su

raro en una trabajadora de la maquila, pero ya sabés que


ni

me gusta ahorrar. Es cierto que no tenemos hijos, pero


por eso mismo necesitamos un respaldo para cuando no
podamos trabajar. Gracias a Dios no te ha gustado an­
dar buscando otras mujeres, nunca hemos tenido pro­
blemas por eso. Te acordás que tu compadre Ramón te
reclamaba la falta de hijos y te ofrecía darte una ayudi­
ta. Pero vos siempre has dicho que estamos bien así. Tu
mamá, que en paz descanse, me regañaba por planificar,
por no aceptar lo que el Señor nos manda. Y yo nun­
ca planifiqué, ni sabía qué era eso. Seguramente Dios
74 | Una cierta nostalgia

no quiso que vinieran más niños a sufrir. Siempre he­


mos sido solo los dos y yo he hecho todo el oficio. Claro
que algunos días estoy muy cansada, como hoy. Fijate

. ara
que me dormí en el bus y tuve un sueño feo. Te lo voy

to ir p
a contar para que se me quite el miedo. Sí, tuve miedo.

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
Era una niña y me paraba al lado de una fuente, pero no

á
pr im m
me podía acercar al agua porque veía una sombra y eso

ex pr la
es ir
e
ió , im d
me asustaba. Ni televisor tenemos para decir que he es­
ac rtir tes

a
tado viendo películas de miedo. Me imagino que toda­
riz pa an
di
au co tu

vía no sabés cuándo te lo va a entregar tu compadre. Ese


n
s
lv ido e e
m

es el problema de que te hagan favores, hasta que saque


d
o, oh ra

todo el trabajo que tiene en el taller lo va a arreglar. Es


to
us Pr ctu
sa ib
le

como doña Raquel cuando le digo que me haga un ves­


o
ot zo ara

tido para que no me vea siempre de retrato. Si yo tuvie­


ún rra p
ro la.
ng A nte

ra máquina costuraría aunque fuera los domingos. Pero


e
m
la

desde que se la robaron nunca volvimos a comprar otra.


So
n y

Bueno, estos frijoles ya están. Ya te podés lavar las ma­


Su
ni

nos.     ¿Daniel?


Imaginó que Daniel estaría afuera fumándose otro
cigarro. Bueno, no me oyó nada de lo que le dije. Voy a
cambiarme esta ropa antes de ir a llamarlo.
En la penumbra del pasillo, Marta empujó la puer­
ta del dormitorio grande y retrocedió. Sobre la cama
dormía un hombre que no era Daniel. Marta vio la sá­
bana que apenas le cubría el torso, la misma sábana con
el agujero zurcido por ella la noche anterior. Sin hacer
El círculo | 75

ruido, cerró la puerta y se dirigió al dormitorio con­


tiguo. La puerta estaba abierta, pero no se veía nada.

. ara
Marta se detuvo lo mismo que ante la fuente. Tengo

to ir p
que saber, se dijo, y encendió la luz. La habitación no

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
tenía muebles, pero sobre un petate dormían una mu­

á
pr im m
ex pr la
jer y un niño.

es ir
e
ió , im d
La única posibilidad era que Daniel estuviera laván­
ac rtir tes

a
n
dose las manos. Marta se dirigió hacia el baño, tratando
to mp dia
au co tu

de convencerse a sí misma de que esos desconocidos no


riz a

n
s
lv ido e e

estaban allí, solo era el cansancio. Daniel le diría que se


d
o, oh ra
us Pr ctu

tomara una pastilla y se durmiera. Pero Daniel no esta­


sa ib
le

ba en el baño.
o
ot zo ara
ún rra p

Frente al espejo, Marta se detuvo para contemplar a


ro la.
ng A nte
ny me

la mujer canosa que la veía con un ligero temblor en la


la

comisura izquierda de los labios. Estoy sola, Daniel. No


So
Su

estás aquí. No entraste a la casa. No venías conmigo. No


ni

te bajaste del bus. No estabas en el bus. No sé si estuvis­


te alguna vez. Este no es Daniel. Esta no soy yo. Yo no
tengo hijos. No sé de quién es esta casa. No sé qué hago
aquí.
Cuando la sombra que acechaba desde el reflejo se
desenrolló como una serpiente, Marta volvió la cabe­
za y avanzó por el pasillo hasta la puerta de la calle. En
el dintel se detuvo, indecisa. Se despidió mentalmente
de esa casa ahora extraña. Cerró los ojos y extendió una
mano hacia la sombra. Luego extendió la otra y dio un
76 | Una cierta nostalgia

paso primero, después otro, dejando que las tinieblas la


palparan, la recorrieran, la ascendieran lentamente, has­
ta que la puerta se cerró detrás de ella y el círculo que­

. ara
dó concluido.

to ir p
au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
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pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
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ro la.
ng A nte
e
m
la
So
n y
Su
ni
| 77

. ara
to ir p
au bu
de dis r
Una cierta nostalgia

o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu
riz a

n
s
lv ido e e

A Ventura Ramos, mi padre,


d

con nostalgia.
o, oh ra
us Pr ctu
sa ib
le

o
ot zo ara
ún rra p
ro la.
ng A nte
ny me
la

Todo está oscuro. Todo. Creo que hasta la oscuridad


So
Su

que rodea a un ciego es menor que esta. Un ciego percibe


ni

los cambios de luz a través de los párpados cerrados. Yo


no. Aquí lo negro es insondable. Un ciego percibe la dife­
rencia entre el día y la noche porque percibe el frío y el
calor en la piel. Aquí solo hay una quietud, un vacío tan
hondo que he perdido hasta mis propios límites.
Al principio estiraba las manos y buscaba a mi alre­
dedor. Pero pronto me convencí de que podía moverme,
estirarme y aun caminar, pero siempre en el mismo sitio.
Digo “pronto” por decir algo, pero en realidad el tiempo
se ha detenido en el aire como una bola de cristal rota.
78 | Una cierta nostalgia

No sé cuánto hace que he perdido la nostalgia.


Cuando aún la tenía, la gran ventaja de la oscuridad ab­
soluta era que no necesitaba cerrar los ojos para devol­

. ara
ver, no solo a mi memoria, sino también a mi cuerpo, las

to ir p
sensaciones de lo que fui alguna vez.

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
Por instantes me atormenta la calidez de la piel de
riz pa an
di
au co tu

una mujer que me rodea con sus suaves piernas y me atrae


n
s
lv ido e e
m

hacia el centro de una vorágine roja como un incendio.


d
o, oh ra

Pero cuando estoy en la misma orilla del placer, el olor de


to
us Pr ctu
sa ib
le

la pólvora me sacude de pronto como un latigazo y ten­


o
ot zo ara

go la sensación de una quemadura en el pecho, un agujero


ún rra p
ro la.
ng A nte

cuyos bordes se van agrandando cada vez más.


e
m
la
So
n y
Su
ni

Fugazmente me asalta la idea del viento soplándome


en la cara y cierta humedad en el rostro. Por momen­
tos me parece que el vacío toma la forma del casco de
un barco. El viento sigue soplando en mi cara y escucho
el rumor de las velas que se hinchan. Sí, puedo tocar mi
rostro, llevarme el dedo a los labios y sentir el sabor de la
sal. Solo que no podría asegurar si esta humedad es del
mar o de las lágrimas.
| 79

. ara
Ahora, mis piernas se arquean para aprisionar una

to ir p
superficie dura y escucho el resollar de una bestia bajo

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
á
mi cuerpo. Bajo mis manos se tensan sus músculos y el

pr im m
ex pr la
sudor apelmaza sus crines. La sangre cae espesa y roja,

es ir
e
ió , im d
ac rtir tes
mojándome el pantalón. Un olor acre a sudor de caba­

a
n
to mp dia

llos y de hombres flota a mi alrededor.


au co tu
riz a

n
s
lv ido e e
d
o, oh ra
us Pr ctu

De pronto, un tintinear de vajilla fina, susurro de ho­


sa ib
le

o
ot zo ara

lanes, risas, las notas de un piano que bajan por una es­
ún rra p
ro la.

calera de caracol. Luego, brillo de espuelas al ras de un


ng A nte
ny me

piso de baldosas, pies femeninos que asoman bajo las


la
So

faldas. Caderas anchas, cinturas finas, escotes y cabellos


Su

sedosos que podría tocar, pero no intento hacerlo por


ni

temor a que vuelva la oscuridad.

Ahora escucho graves voces masculinas y percibo el


engolamiento de las frases, aunque no las entiendo. El
leve rasgar de las plumas sobre el papel resuena en mis
oídos como una tormenta. Escucho el metal hueco de
las medallas que caen al suelo y tintinean con eco de
monedas falsas.
80 | Una cierta nostalgia

. ara
De nuevo la oscuridad y el silencio. Creo que he per­

to ir p
dido la capacidad de recordar. Ahora mismo estoy ha­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
blando de sensaciones, pero solo tengo palabras vacías

á
pr im m
que no despiertan en mí ninguna visión. No sé si es lo

ex pr la
es ir
e
ió , im d
mejor. No siento dolor, no sufro de hambre, no me ago­
ac rtir tes

a
bia el sueño. Tampoco percibo el paso del tiempo. Lo
riz pa an
di
au co tu

único que mantengo intacta es la capacidad de pensar,


n
s
lv ido e e
m

aunque pocas veces pueda asociar las ideas con sensa­


d
o, oh ra

ciones corporales.
to
us Pr ctu
sa ib
le

Todo lo que digo es como si se refiriera a otra per­


o
ot zo ara

sona, a alguien que yo fui, tal vez, en otro tiempo. Ni si­


ún rra p
ro la.
ng A nte

quiera puedo recordarme físicamente. Me gustaría saber


e
m
la

si fui alto o bajo, grueso o delgado, blanco o indio. No


So
n y

me gustaría morirme sin tener la imagen de mí mismo,


Su
ni

sin poder ver mis manos y escuchar mi voz.


Se me podría preguntar por qué, después de todo,
creo que no estoy muerto. Es difícil responder, pero ten­
go la sensación, si puedo llamarla así, o más bien el re­
flejo, de que hay personas que me buscan. Y nadie bus­
ca a los muertos. Se les quiere, se les recuerda, pero no se
les busca. Solo se busca a los vivos.
Me siento cansado, muy cansado, como si mi cere­
bro se hubiese visto obligado todo el tiempo a pensar, a
Una cierta nostalgia | 81

tomar decisiones difíciles. Seguramente hubo a mi alre­


dedor muchas personas. Debo haber tenido mujer, hi­

. ara
jos, amigos y también enemigos entre todos esos seres

to ir p
que pasan flotando sin rostro. Pero todo es tan incier­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
to. Todo mi pasado, todo yo, se reduce a las palabras y

á
pr im m
ex pr la
a sombras que se alejan, cada vez más distantes. A ve­

es ir
e
ió , im d
ces siento que estoy a punto de confundirme con la nada
ac rtir tes

a
n
que me rodea. ¿O será que el agujero negro que me car­
to mp dia
au co tu

comía el pecho ha terminado por devorarme el corazón?


riz a

n
s
lv ido e e

Creo que lo que me da la seguridad de no estar


d
o, oh ra
us Pr ctu

muerto es el eco de una esperanza. He sabido que


sa ib
le

cuando a alguien le amputan una mano conserva la fa­


o
ot zo ara
ún rra p

cultad de sentir dolor o escozor en ella. De esta misma


ro la.
ng A nte
ny me

forma, seguramente, es que mantengo una sombra de


la

esperanza, la de que esas personas que me buscan ter­


So
Su

minarán por encontrarme en la oscuridad.


ni

De vez en cuando, fantasmas de sonidos atravie­


san las tinieblas y pasan a mi lado. “Escucho”, porque
en realidad los sonidos resbalan sin fijarse en mi mente,
palabras pronunciadas en voz alta, como si se tratara de
discursos. Y me parece que se dirigen al ser que yo fui,
aunque no podría decir en qué me fundamento para al­
bergar esa creencia.
Tengo que confesar, sin embargo, que me estremez­
co como si estuviera a punto de recuperar la debilidad de
mi carne y mis huesos cuando percibo un rumor sobre mi
82 | Una cierta nostalgia

cabeza, una ola lejana que crece hasta convertirse en una


marejada. Si estuviera muerto, diría que decenas, cente­
nares, miles, millones de pies descalzos están pasando

. ara
sobre mi tumba. Ni siquiera novecientos cañones pue­

to ir p
den pesar tanto como esta tropa hambrienta y desam­

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
parada. Casi quisiera estar muerto para que con el roce

á
pr im m
de sus pies horadaran la tierra y abrieran una hendidura

ex pr la
es ir
e
por donde entrara el sol. ió , im d
ac rtir tes

a
riz pa an

Pero no estoy muerto, y estas imágenes que flotan


di
au co tu

a mi alrededor son los fantasmas del pasado, empuján­


n
s
lv ido e e
m

dome hacia un mundo tan desconocido como anhela­


d
o, oh ra

to
us Pr ctu

do para mí. No sé hacia dónde voy, pero solo se trata


sa ib
le

de volver atrás, de borrar los bordes del agujero que me


o
ot zo ara
ún rra p

perfora el pecho, de abrirme paso en las tinieblas, hacia


ro la.
ng A nte
e

la orilla lejana de los que me están buscando, de volver


m
la

a ser yo mismo, solo un hombre


So
n y
Su
ni

¿o un hombre solo?

Mientras llega ese momento, sigo recorriendo es­


tas palabras vacías, estériles, incapaces de hacerme vivir,
pero suficientes para no dejarme morir en las tinieblas.
So
Su lam
ni ny en
ng A t
ún rra e p
ot zo ara
ro la. le
us Pr ctu
o, oh ra
sa ib d
lv ido e e
o s
au co tu
to mp dia
riz a n
ac rtir tes
ió , im d
n e
ex pr la
pr m mi
es ir á
a o ste
de dis r
la tri
au bu
to ir p
ra
. ar a
So
Su lam
ni ny en
ng A t
ún rra e p
ot zo ara
ro la. le
us Pr ctu
o, oh ra
sa ib d
lv ido e e
o s
au co tu
to m di
riz pa an
ac rtir tes
ió , im d
n e
ex pr la
pr im m
es ir á
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de dis r
la tri
au bu
to ir p
ra
. ara
| 85

. ara
Una cierta nostalgia: persistencia

to ir p
au bu
de dis r
en el tiempo y en la memoria

o ste

ra
la tri
á
pr im m
ex pr la
es ir
e
ió , im d
ac rtir tes

a
n
to mp dia
au co tu

Gustavo Campos   1
riz a

n
s
lv ido e e
d
o, oh ra
us Pr ctu
sa ib
le

o
ot zo ara

Una cierta nostalgia se publicó por primera vez como li­


ún rra p
ro la.

bro en el año 2000, si bien una primera versión apareció en


ng A nte
ny me

1998 como separata en “Hondulibros”, el suplemento cultu­


la

ral dirigido por el poeta Óscar Acosta en el diario El Heraldo


So

de Tegucigalpa. Escrito a lo largo de varios años, incluyen­


Su

do un cuento que data de la primera juventud de la auto­


ni

ra, cuando ni siquiera imaginaba en ese momento que se


convertiría en libro, y mucho menos uno de los más impor­
tantes de la narrativa breve de Honduras, Una cierta nostal-
gia es testimonio de una vocación encontrada en un mundo

1
Gustavo Campos, escritor, editor y promotor cultural hondureño (1984). Ha
publicado poesía, relatos, novela y artículos periodísticos y de crítica literaria. Su
obra figura en numerosas antologías de narrativa y poesía publicadas en Hondu­
ras, España, México, Estados Unidos y Francia. Ha obtenido diversos premios
literarios, entre ellos el premio único en el VII Certamen Centroamericano de
Novela Corta (2016), otorgado por la Sociedad Literaria de Honduras. La críti­
ca y profesora universitaria guatemalteca Beatriz Cortez ha incluido una de sus
obras en la cátedra que imparte en la Maestría en Literatura Centroamericana de
la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
86 | Una cierta nostalgia

entretejido entre el onirismo, lo fantástico y lo real, con el


acompañamiento de las dotes de la paciencia, la corrección
y la perfección.
La extrema sobriedad narrativa, su laconismo obsesivo,

. ara
no entorpecen las tramas de sus cuentos; por el contrario, esa

to ir p
destreza es la que evidencia la altura literaria de Una cier-

au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
ta nostalgia y en especial algunos de sus cuentos, como “La

á
pr im m
muerte del abejorro”, “Para elegir la muerte”, “Domingo por

ex pr la
es ir
e
la noche”, “Cuando se llevaron la noche”, que en distintos
ió , im d
ac rtir tes

a
contextos y lecturas tendrán cada vez nuevos significados. Es
riz pa an

un libro lleno de símbolos, de inaccesibilidad, de hondas an­


di
au co tu

gustias, de terrores manifiestos y contenidos, que expresan la


n
s
lv ido e e
m

preocupación interior al verse impotente ante las fuerzas del


d
o, oh ra

mundo exterior. Obras como Una cierta nostalgia se compo­


to
us Pr ctu

nen de pensamientos esquivos, de silencios, mutan y se dis­


sa ib
le

o
ot zo ara

frazan de rasgos kafkianos, haciendo que el lector vuelva una


ún rra p

y otra vez a ejercer el verdadero acto de lectura, que es la re­


ro la.
ng A nte

lectura.
e
m
la

Madejado por un profundo proceso de extrañamiento


So
n y

en el que convergen desde ambientes de humor absurdo, a


Su

lo Stevenson o Chesterton, a los ambientes realistas de una


ni

época a la que su propuesta no fue indiferente, como la terri­


ble herida de los desaparecidos, este libro ha estado sin em­
bargo bajo la amenaza del silencio. Sin ser bien digerido ni
comprendido por las “instituciones literarias” del patio, el li­
bro tomó fuerza y desde el extranjero nos ha sido devuelto
como un objeto de incalculable valor, no solo para Honduras
sino para Latinoamérica.
La autora ha sido reivindicada gracias a la lectura des­
prejuiciada de lectores de mayor nivel. Sí, quizás solo dos o
tres personas en Honduras pudieron descubrirlo. Y quizás
PERSISTENCIA EN EL TIEMPO Y EN LA MEMORIA | 87

sus juicios pasaron inadvertidos, pero no para un grupo de


editores y organizadores de la Feria Internacional del Libro

. ara
de Guadalajara, que en 2011 la rescató y la propuso al mun­

to ir p
do como uno de los “25 secretos literarios mejor guardados

au bu
de dis r
de América Latina”. El avezado ojo lector del escritor nica­

o ste

ra
la tri
á
ragüense Sergio Ramírez hizo justicia.

pr im m
ex pr la
Es difícil y riesgoso para los contemporáneos captar una

es ir
e
ió , im d
obra en el sentido histórico del tiempo y de la sociedad. La
ac rtir tes

a
academia sugiere un largo distanciamiento para hacer sufrir
n
to mp dia

al creador mediante una absurda paciencia y tiempo de es­


au co tu
riz a

n
s

pera, para que su obra sea validada o descubierta como una


lv ido e e
d

fracción de nuestra sociedad. Si es cierta esa premisa de que


o, oh ra
us Pr ctu

el escritor o la escritora escribe para lectores cuyo juicio no


sa ib
le

sea enceguecido por una falsa conciencia literaria, este es el


o
ot zo ara

caso de María Eugenia Ramos, y es precisamente por esa


ún rra p
ro la.
ng A nte

razón que ella está condenada a que su obra sea sometida


ny me

constantemente a la persistencia de la memoria y del tiempo.


la
So

María Eugenia Ramos es por el momento quien mejor


Su

representa a nuestra literatura nacional. Así como los perso­


ni

najes de sus libros, la autora aún no decide indagar más allá


de los límites de la narrativa, que es al mismo tiempo su vo­
cación, su legado y su condena.

Gracias, Lempira, 18 de octubre de 2016.


1
So
Sula
ni ny me
ng A nte
ún rra p
ot zo ara
le

timo a undécimo grados.


ro la.
us Pr ctu
o, oh ra
sa ib d
lv ido e e
o s
au co tu
to mp dia
riz a n
ac rtir tes
ió , im d
n e
ex pr la
pr im m
es ir á
a o ste
de dis r
Sugerencias

la tri
au bu
to ir p
para docentes1
metodológicas

ra
. ara

Con base en los estándares de Español del Currículo Nacional Básico de Honduras, sép-
| 89
| 91

Sugerencias metodológicas para


docentes

. ara
to ir p
au bu
de dis r
o ste

ra
la tri
á
pr im m
ESTÁNDAR ACTIVIDADES SUGERIDAS

ex pr la
Intercambio oral

es ir
e
ió , im d
ac rtir tes
• Demuestran habilidades en • Dividen la clase en grupos de

a
n
el uso de la lengua estándar, trabajo. Cada grupo selecciona un
to mp dia

atendiendo a las normas cuento y prepara una presentación


au co tu
riz a

n
sociales de intercambio verbal que se hará en plenaria, explicando:
s
lv ido e e

y no verbal, según el contexto a) título del cuento; b) por qué


d

discursivo de los interlocu­ el grupo lo seleccionó; c) tema;


o, oh ra
us Pr ctu

tores. d) personajes que intervienen; e)


sa ib
le

• Aplican y formulan diferentes resumen del argumento; f ) compa­


o
la y octavo

ot zo ara

normativas e instrucciones en ración con otro cuento que hayan


ún rra p
ro la.

diversos contextos. leído (puede ser también una no­


ng y A nte

• Expresan y fundamentan ticia); g) conclusiones.


Séptimo
n me

sus opiniones acerca de • Se recomienda que la presentación


So

temas socioculturales y se divida entre todos los miembros


Su

comprenden y respetan las del grupo, para asegurar que todos


opiniones de los demás, para y todas participen.
ni

negociar o consensuar ideas.


• Crean e interpretan oral­
mente textos descriptivos,
narrativos, expositivos y
persuasivos.
92 | Una cierta nostalgia

ESTÁNDAR ACTIVIDADES SUGERIDAS

• Aplican normas gramaticales • Las y los estudiantes identifican


Noveno a undécimo

del lenguaje oral. tres personajes principales feme­


• Utilizan y comprenden len­ ninos en el libro y preparan una

. ara
guaje libre de discriminación presentación ante la clase en la que

to ir p
sociocultural, étnica y de describan sus características, rela­

au bu
género. cionándolas con la situación de las

de dis r
o ste

ra
la tri
mujeres y las niñas en la sociedad

á
pr im m
hondureña.

ex pr la
Vocabulario

es ir
e
ió , im d
ac rtir tes
• Reconocen y entienden en • Las y los estudiantes identifican

a
riz pa an

textos leídos una variedad y explican al menos 30 adjetivos


di

de palabras conocidas. utilizados en el libro.


au co tu

• Interpretan palabras desco­ • Infieren e investigan el significado


n
s
lv ido e e
m

nocidas utilizando diversas de las siguientes palabras: polari-


d

estrategias. zado, halógena, encallada, cromado,


o, oh ra
laSéptimo a undécimo

to
us Pr ctu

• Interpretan en textos leídos hermético, hastío, acordes, ponchar,


sa ib
le

el significado de términos quedito, estratégicamente, chimar,


o
ot zo ara

técnicos, lenguaje no es­ enchachar, subversivo, marmóreo.


ún rra e p
ro la.

tándar y palabras con múlti­ • Señalan en qué casos estas palabras


t
ni ny en

ples significados. se usan con distintos significados.


m

• Reconocen e interpretan • Elaboran oraciones utilizando el


ng A
So

lenguaje figurado, inten­ nuevo vocabulario.


cionalidad del autor y otros • Explican con sus propias palabras
Su

aspectos semánticos de las el significado de la frase “la voz de


palabras. la joven era un chorrito de miel”
(p. 20).
Tipos de texto
• Leen y utilizan con diversos • Investigan en diversas fuentes y
propósitos textos narrativos, plantean argumentos científicos
descriptivos, expositivos y sobre la posibilidad de vida extra­
Séptimo a noveno

persuasivos, tanto literarios terrestre, a partir del cuento “Los


como funcionales e infor­ visitantes” (p. 59).
mativos, de varias fuentes • Imaginan y describen, utilizando
como libros, medios masivos palabras y dibujos, cómo sería un
de comunicación e Internet, extraterrestre que visitara la tierra.
incluyendo contenido lin­
güístico y gráfico.
SUGERENCIAS METODOLÓGICAS PARA DOCENTES | 93

ESTÁNDAR ACTIVIDADES SUGERIDAS

• Leen y utilizan con diversos • Explican y comparan desde qué

. ara
propósitos textos narrativos, punto de vista están narrados los

to ir p
descriptivos, expositivos y cuentos “El círculo” (p. 73) y “Una

au bu
persuasivos, tanto literarios cierta nostalgia” (p. 79).

de dis r
o ste

ra
la tri
como funcionales e infor­ • Investigan, entrevistando a sus do­

á
pr im m
mativos, de varias fuentes centes, compañeros (as) de grados

ex pr la
como libros, medios masivos superiores y familiares, si el cuento

es ir
e
ió , im d
de comunicación e Internet, “Domingo por la noche” (p. 28)
ac rtir tes

a
Décimo y undécimo

incluyendo contenido lin­ se relaciona con uno o más pe­


n
to mp dia

güístico y gráfico. ríodos de la historia de Honduras.


au co tu

• Demuestran comprensión Comentan en clase sus opiniones


riz a

n
s
lv ido e e

de las ideas globales, prin­ al respecto.


d

cipales, secundarias e infe­ • Identifican el tipo de lenguaje


o, oh ra

renciales de un texto leído, utilizado por los personajes del


us Pr ctu

incluyendo la interpretación cuento.


sa ib
le

de gráficos e iconos. • Identifican los puntos de vista en


ot zo ara

• Identifican el contexto, la el cuento y cómo se marcan gráfi­


ún rra p
ro la.
ng y A nte

intención comunicativa, el camente en el texto.


e

punto de vista y el estilo


m
la

de los textos narrativos,


So

descriptivos, expositivos y
n
Su

persuasivos.
ni
94 | Una cierta nostalgia

ESTÁNDAR ACTIVIDADES SUGERIDAS

• Interpretan información ex­ • A partir de la lectura del cuento


plícita e implícita en tex­ “Para elegir la muerte” (p. 20),
Décimo y undécimo

tos diversos para formular escriben un ensayo crítico sobre la

. ara
planteamientos con senti­ vida y la muerte, planteando argu­

to ir p
do crítico. mentos sobre su significado desde

au bu
• Analizan diferentes pun­ su punto de vista personal.

de dis r
o ste

ra
la tri
tos de vista y evalúan rasgos • Organizan en clase un debate

á
pr im m
científicos, sociológicos y sobre el significado de la vida y la

ex pr la
culturales de los textos. muerte, comparando argumentos

es ir
e
ió , im d
científicos y religiosos.
ac rtir tes

a
Comprensión lectora
riz pa an
di

• Demuestran comprensión • Elaboran un dibujo basado en


au co tu

de las ideas globales, princi­ el siguiente párrafo: “...las notas


n
s
lv ido e e
m

pales, secundarias e inferen­ [musicales] que volaban hacia


d

ciales de un texto leído, in­ arriba, se dispersaban, se unían de


o, oh ra

to
us Pr ctu

cluyendo la interpretación nuevo, formaban una gran flor y


laSéptimo a noveno

sa ib
le

de imágenes visuales. finalmente se apagaban como si


o
ot zo ara

• Interpretan información ex­ hubieran caído al agua, para des­


ún rra e p
ro la.

plícita e implícita en tex­ pués brotar desde el fondo de la


t
ni ny en

tos diversos para formular tierra en una pirámide de fuego”


m

planteamientos con senti­ (p. 18).


ng A
So

do crítico. • Identifican el tema del cuento “La


partida” (p. 42). Explican su propia
Su

interpretación de lo que sucede en


el cuento.
SUGERENCIAS METODOLÓGICAS PARA DOCENTES | 95

ESTÁNDAR ACTIVIDADES SUGERIDAS

Planificación y organización

. ara
• Planifican definiendo el • Seleccionan uno de los cuentos

to ir p
propósito, tema, destina­ para hacer una recreación, utili­
Séptimo a noveno

au bu
de dis r
tario, tipo y formato del zando el formato que prefieran;

o ste

ra
la tri
texto que van a escribir. puede ser un ensayo, el guion de

á
pr im m
• Seleccionan y organizan una representación dramática, un

ex pr la
sus ideas en el diseño de un nuevo cuento con el mismo tema u

es ir
e
ió , im d
plan en torno a un tema y a otro, según su creatividad.
ac rtir tes

a
su contexto.
n
to mp dia

• Especifican objetivos y • A partir de la lectura del cuento


au co tu

limitaciones, desarrollan “El vuelo del abejorro” (p. 17),


riz a

n
s
lv ido e e

alternativas, miden riesgos, escriben un ensayo crítico sobre la


d

juzgan y seleccionan la violencia en Honduras, discutiendo


o, oh ra
us Pr ctu

mejor alternativa al tomar sobre sus causas y proponiendo


y undécimo

sa ib
le

decisiones. alternativas de solución.


o
ot zo ara

• Planifican definiendo el • Comparan el estudio introductorio


ún rra p

propósito, tema, destina­


ro la.

del libro escrito por Sara Rolla


ng y A nte

tario, tipo, formato y estilo


Décimo

(p. 11) con la nota de cierre de


e
m

del texto que van a escribir. Gustavo Campos (p. 87).


la

• Seleccionan y organizan
So

• Identifican y explican las diferen­


n

sus ideas en el diseño de


Su

cias entre ambos artículos.


un plan en torno a un tema • Escriben su propio comentario
ni

y a su contexto para una crítico.


redacción.
96 | Una cierta nostalgia

ESTÁNDAR ACTIVIDADES SUGERIDAS

Estudios y habilidades de investigación


• Registran diferentes tipos • Investigan sobre la vida y obra
de textos haciendo uso de de la autora y al menos otras tres

. ara
diversas técnicas de síntesis narradoras hondureñas.

to ir p
y organizan la información • Elaboran un periódico mural con

au bu
de dis r
para escribir textos e iconos la información encontrada, acom­

o ste

ra
la tri
verbales. pañada de ilustraciones.
Séptimo y octavo

á
pr im m
• Investigan sobre la composición
ex pr la
es ir
e
musical “El vuelo del abejorro”,
ió , im d
ac rtir tes

a de Igor Stravinsky (disponible


riz pa an

en Internet; también se le conoce


di

como “El vuelo del moscardón”).


au co tu

• Escuchan la pieza y comentan si


n
s
lv ido e e
m

les parece apropiada como fondo


d

del cuento del mismo nombre, o si


o, oh ra

to
us Pr ctu

hay otra que sugerirían en su lugar.


sa ib
ro la. a le

• Demuestran habilidades • Investigan a qué personaje de la


o
r

de liderazgo mediante el historia latinoamericana, asesinado


n raz pa

uso positivo de las reglas y en una escuela del lugar llamado


ng A nte
Novenoúa undécimo
o

valores, defienden una posi­ La Higuera, Bolivia, se refiere im­


e
m

ción lógica apropiadamente plícitamente la autora en el último


r
la

ot
So

y desarrollan credibilidad, párrafo del cuento “Para elegir la


n
Su

tomando en consideración muerte” (p. 27).


los puntos de vista de los • Organizan en clase un debate
ni

demás. sobre esta figura histórica, con


argumentos a favor y en contra de
sus ideas y acciones.
SUGERENCIAS METODOLÓGICAS PARA DOCENTES | 97

ESTÁNDAR ACTIVIDADES SUGERIDAS

Escritura como proceso

. ara
• Escriben textos narrativos, • A partir de la lectura del cuento

to ir p
descriptivos, expositivos y “La otra” (p. 46), investigan y es­

au bu
de dis r
persuasivos, revisándolos y criben un ensayo sobre los celos

o ste

ra
la tri
mejorándolos hasta obtener en sus diferentes manifestaciones,

á
pr im m
una versión final. explicando sus causas y posibles

ex pr la
• Escriben juicios valorativos consecuencias.

es ir
e
ió , im d
sobre diferentes temas so­ • A partir de la lectura del cuento
ac rtir tes
Séptimo a noveno

a
cioculturales. “Los visitantes” (p. 59), escriben un
n
to mp dia

• Aplican normas de la gra­ ensayo sobre las ventajas y desven­


au co tu

mática (morfosintáctica, tajas que tendría una persona que


riz a

n
s
lv ido e e

ortográfica, semántica y no pudiera sentir amor ni dolor.


d

pragmática), caligrafía y • A partir de la lectura del cuento


o, oh ra

puntuación en la producción “Domingo por la noche” (p. 28),


us Pr ctu
sa ib

de textos coherentes. analizan y comentan sobre las


le

o
ot zo ara

• Utilizan lenguaje libre de desigualdades sociales existentes en


ún rra p

discriminación sociocultural, Honduras.


ro la.
ng y A nte

étnica y de género. • Escriben un comentario crítico


e

sobre el tema.
m
la

• Escriben en forma cohe­ • Escriben un texto proponiendo un


So
n

rente, articulada y perti­ final diferente para el cuento “El


Su

nente, textos narrativos, viaje” (p. 67).


ni

descriptivos, expositivos y • A partir de la lectura del cuento


persuasivos, revisándolos y “Entre las cenizas” (p. 37), escriben
mejorándolos hasta obtener un ensayo sobre el papel tradi­
Décimo y undécimo

una versión final. cional de la mujer en la sociedad


• Escriben juicios valorativos hondureña, explicando por qué
sobre diferentes temas so­ y cómo está cambiando, o cómo
cioculturales. debe cambiar.
• Aplican normas de la gra­ • Investigan y organizan un debate
mática (morfosintáctica, sobre la discriminación de la mujer
ortográfica, semántica, en la sociedad hondureña.
pragmática), caligrafía y • Redactan un comentario crítico
puntuación en la producción sobre el libro para leerlo en clase,
de textos coherentes. desde el punto de vista de su valor
literario y social.
So
Su lam
ni ny en
ng A t
ún rra e p
ot zo ara
ro la. le
us Pr ctu
o, oh ra
sa ib d
lv ido e e
o s
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to m di
riz pa an
ac rtir tes
ió , im d
n e
ex pr la
pr im m
á

en el mes de noviembre de 2016.


es ir

Su tiraje consta de 300 ejemplares.


a o ste
de dis r

Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, Honduras,


la tri
au bu

Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de


to ir p
ra
. ara

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