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Un hombre alto, de aspecto elegante, de impecable traje negro compuesto por una

chaqueta corta, una camisa, un pantalón ajustado y un sombrero de ala ancha


deambula en la profundidad de la noche en los solitarios tramos que unen los
pequeños pueblos del México rural sobre el lomo de un caballo enorme y de color
azabache.

Quienes han tenido trato con él lo presienten el Diablo. No ignora a los hombres, a
los que ofrece amable conversación, pero su clara preferencia son las mujeres, a las
que seduce con mirada elocuente y palabras cálidas.
Nada malo puede decirse del charro negro si el viajero se limita a permitir su
compañía hacia su lugar de residencia; si se acerca el amanecer, se despedirá
cortésmente y se marchará con tranco lento, al igual que si el sendero que recorre
lleva a las cercanías de una iglesia. Pero si, por el contrario, la mujer cede a sus
ofertas de aligerar el viaje y condesciende a montar el caballo, esa acción será el
principio del fin: una vez sobre el animal, la infortunada descubre que es imposible
apearse.

Es entonces cuando el charro negro vuelve su montura y se aleja, con rumbo


desconocido, sin hacer caso de los ruegos o los gritos de su víctima, a la que no se
vuelve a ver jamás.

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